El Cultivo De La Tierra Y Los Ritos Agricolas En Las Islas Tobriand

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Bronislaw Malinowski EL CULTIVO DE LA TIERRA Y LOS RITOS AGRICOLAS EN LAS ISLAS TROBRIAND LOS JARDINES DE CORAL Y SU MAGIA. Primera parte

LABOR UNIVERSITARIA

Monografías

Traducción de A. Desmontó Revisión de R ación Valdés de Toro

Primoju edición: febrero, 1977

Título de la edición original: C o r a l G a r d e n s an d T h e i r in

th e

M a g ic . S o i i .- t i l l i n g and A g r i c u l t u r a l R it e s

T r o b r ia n d I sla n d s

© George Alien & Unwin Ltd., Londres, 1935 © de la introducción, Indiana University Press, 1965 © de la edición en lengua castellana y de la traducción: E d i t o r i a l L a b o r , S. A. - Calabria, 235-239 - Barcelona-I5 (1977) Depósito legal: B. 397Í-1977

I.S.B.N. 84-335-1709-0 Printed in Spain

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Impreso en España

Talleres Gráficos Ibero-Americanos, S. A. calle H, s/n (esq. Gran C apitán), Sant Joan Despí (Barcelona) - 1977

A m i esposa

Supongo que lo primero que es preciso explicar a quien lea este libro es que los volúmenes I y II constituyen dos obras completa­ mente distintas. El volumen I es una muestra del «análisis funcionalista» de Malinowski, referido especialmente al régimen de la explota­ ción de la tierra. El volumen II * es una obra técnica sobre lingüística. Los textos mágicos analizados en el volumen II corresponden a las prácticas mágicas que se describen en el volumen I, pero por lo demás la relación entre ambos es muy tenue. En esta introducción sólo me ocuparé del primer volumen. En segundo lugar debe decirse aproximadamente de qué trata el libro. Las islas Trobriand (mapa en la pág. 24) son un grupo de ato­ lones de coral situados 120 millas al norte de la punta más oriental de Nueva Guinea; las habita un pueblo de raza melanesia al que las investigaciones llevadas a cabo entre ellos por Malinowski en el pe­ ríodo 1914-1918, concedieron un lugar único y celebrado en la histo­ ria de la antropología. Estas investigaciones sentaron precedentes que más tarde pasarían a formar parte del sistema ortodoxo de cualquier investigación de campo sobre antropología social. Malinowski fue un escritor prolífíco y la mayor parte de sus escritos están relacionados, de una u otra forma, con las investigaciones que llevó a cabo en las Trobriand. En particular, escribió cuatro grandes monografías de tipo etnográfico que se ocupan de aspectos particulares de la cultura de las Trobriand: Argonautas del Pacífico occidental (1922), un estudio del sistema de intercambios rituales y económicos conocido como kula; Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1926), que inició el estudio de cómo se mantiene el control social en las sociedades que carecen de instituciones jurídicas regulares; Vida sexual de los salvajes del noroeste de la Melanesia (1929), que es, más que nada, un estudio de la orga­ nización doméstica de las Trobriand, y la presente obra, aparecida en primera edición en 1935, que se centra en el uso y control político de las tierras cultivables. Independientemente de su celebridad como innovador de los mé* De próxima publicación en esta Editorial.

todos de investigación, Malinowski es famoso entre los antropólogos sociales por haber formulado una versión particular de lo que se llama la «teoría funcionalista» de la organización social. Malinowski desa­ rrolló esta teoría, poco a poco, a medida que fue elaborando el material que había recogido en las Trobriand, y el presente volumen (en es­ pecial los capítulos X I y X II) nos proporciona un ejemplo de su método de análisis en su forma más completa. Por último, es importante señalar que Malinowski fue práctica­ mente el primer antropólogo en reconocer que la «magia», lejos de ser una muestra de la superstición e ignorancia de los primitivos, es un mecanismo social mediante el cual el hechicero mantiene su statas y ejerce un control sobre las acciones de los demás. La «función» de la magia es un tema que se repite en muchos de los escritos de Mali­ nowski, pero en este volumen ocupa un lugar central. Bronislaw Malinowski nació en Polonia, en 1884; murió en los Es­ tados Unidos, en 1942. En 1908, se doctoró en Física Matemática por la Universidad de Cracovia, pero en vez de seguir una carrera aca­ démica en ciencias abstractas, se pasó a las ciencias sociales. En 1910, comenzó a estudiar en la London School of Economics, donde recibió la influencia de Edward Westermark y C. G. Seligman, sociólogo y etnólogo, respectivamente. En 1914, bajo los auspicios de este último, se dirigió a Nueva Guinea con la intención de continuar el trabajo etnográfico de C. G. Seligman T he Melanesians of British New Gui­ nea (1910). Circunstancias relacionadas con el estallido de la primera guerra mundial y las propias inclinaciones personales de Malinowski le lle­ varon a cambiar de planes. Tras un breve estudio de los mailu, un pueblo de la isla principal (Nueva Guinea) se trasladó a las islas Tro­ briand, donde se instaló en el poblado más grande, Omarakana, para una prolongada estancia. Con ello estableció, casi por error, una in­ novación en las técnicas de investigación antropológica que demostró ser de importancia fundamental y perdurable. En 1914, los etnógrafos —Malinowski incluido— todavía conside­ raban su objeto de estudio con considerable desprecio. Estudiaban los «usos y costumbres de los salvajes primitivos», y «primitivos» no significaba sólo sencillos y pueriles, sino también primevales. Los pue­ blos primitivos eran considerados como especímenes zoológicos; se con­ fiaba en que el comportamiento de los indígenas de Nueva Guinea arrojaría alguna luz sobre nuestros propios antepasados de la edad de la piedra, pero no se creía que por sí mismos tuvieran ningún interés. Los métodos habituales de la investigación etnográfica resaltaban cons­ tantemente la superioridad del investigador. El indígena era un espé­ cimen que se medía, fotografiaba y entrevistaba (mediante intérprete). Se interrogaba a «buenos informantes» con objeto de recopilar las costumbres exóticas; se suponía que la vida cotidiana normal de los pueblos primitivos carecía de todo interés y se la ignoraba por com­ pleto. Las lenguas indígenas se estudiaban en la medida en que posi­ bilitaban el desciframiento de los textos recogidos, pero en la mayoría

de los casos, el conocimiento de la lengua vernácula como instrumento práctico de comunicación se dejaba a los intérpretes. En consecuencia, la mayoría de las descripciones de sociedades pri­ mitivas que datan de aquella época son sumamente artificiales y for­ malistas. No describen hechos realmente observados, sino que se trata ¿e racionalizaciones basadas en las respuestas de los «buenos infor­ mantes» a la batería de preguntas del investigador. Pero el trabajo de campo de Malinowski en las Trobriand cambió totalmente esta situación. La innovación más decisiva fue el que ver­ daderamente instalara su tienda en medio de una aldea, aprendiese la lengua de forma coloquial y observara, directamente y de primera mano, cómo se comportaban sus vecinos trobriand a lo largo de las 24 horas de cualquier jornada de trabajo. Ningún europeo lo había hecho con anterioridad y el tipo de etnografía resultante fue comple­ tamente nuevo. Mientras que sus predecesores habían ocupado su tiem­ po en describir los usos y costumbres, y los utensilios y las técnicas de una tribu primitiva, Malinowski se encontró dando cuenta de una forma de vida. La etnografía se convirtió en antropología social: la sociología de un sistema social de pequeña escala. En el curso de los cuatro años siguientes, Malinowskipasó alre­ dedor de 26 meses en las Trobriand, sistematizando sus métodos de observación conforme iba pasando el tiempo. La publicación de los resultados le ocupó desde 1916 hasta el final de su vida, y nunca llegó a completarla. Sin embargo, de todas sus monografías, consideraba la presente como la más satisfactoria desde el punto de vista científico. A partir de 1922, fue profesor de antropología en la London School of Economics y, gradualmente, fue ganándose una extraordinaria repu­ tación de escritor polémico e inspirado maestro. Sus enseñanzas se apo­ yaban ampliamente, de hecho de forma casi exclusiva, en su propia experiencia de primera mano, de tal forma que el desarrollo de su punto de vista teórico como antropólogo social y el análisis de la so­ ciedad trobriand, considerada como un sistema social, progresaron al unísono. En sus últimos años, Malinowski dio el nombre de «funcio­ nalismo» a su versión particular de la antropología social, pero sólo comenzó a usar este término alrededor de 1926 y Los jardines de coral y su magia es su único libro sobre las Trobriand en que esta doctrina se somete a una comprobación práctica que pueda considerarse más o menos sistemática. El funcionalismo de Malinowski no encierra ningún gran hallazgo intelectual y únicamente merece nuestra continuada atención porque los hechos patentes que pone de relieve habían sido omitidos con ante­ rioridad. Como ya he indicado, los etnógrafos anteriores habían ten­ dido a h^cer listas de «usos y costumbres» y dedicaban una exagerada atención a especular^ sobre Ta historia de rasgos exóticos particulares; fueron totalmente incapaces de considerar que el conjunto total de tales usos y costumbres constituía un sistema, una forma de vida. Mali­ nowski se volcó sobre el extremo contrario, puso de relieve^ante todo que las costumbres de los primitivos, por exóticas que puedan pare­

cemos, forman parte de un sistema por el cual los miembros de la tribu primitiva mantienen su sociedad de forma viable. Sólo pueden entenderse las costumbres, argumentaba, cuando se muestra cómo fun­ cionan en vistas a satisfacer las necesidades biológicas y psicológicas de los miembros de la sociedad de que se trate. Esta tesis no era completamente nueva, ni del todo satisfactoria. Desde luego, es cierto que un sistema social no es viable a menos que los miembros individuales del mismo puedan arreglárselas para satis­ facer sus necesidades físicas y psicológicas. Pero, puesto que esto debe ser necesariamente cierto para todos los sistemas sociales, no se pue­ den explicar las particularidades de ningún sistema social concreto con sólo demostrar que es así. Durkheim, que fue el primero en elaborar la noción de función social en La división del trabajo (1893), se mostró mucho más agudo que Malinowski en este sentido. Argumentaba que los hechos sociales son «cosas» sui generis, únicamente «explicables» a base de mostrar cómo se relacionan de forma funcional con otros hechos sociales e imposibles de explicar, haciendo referencia a consi­ deraciones generales sobre la psicología humana. Tal vez estos detalles técnicos no tengan demasiada importancia para el lector normal. En este libro apenas se mencionan las palabras «función» y «funcionalismo». Pero, a mi modo de ver, el lector debe comprender que la argumentación es demasiado simple en algunos as­ pectos. El objeto del análisis funcionalista de Malinowski es mostrar cómo todas las partes encajan entre sí. Cada institución complementa y refuerza a todas las demás, el sistema en su totalidad se describe como un mecanismo cerrado, que se autorregula, y en el que todas las partes encajan como los engranajes de un reloj. Pero en todo esto hay cierto número de juegos de manos. Aquí y allá, las lagunas socioló­ gicas del análisis se rellenan pasando de forma intuitiva de un marco de referencia sociológico a otro psicológico. Por ejemplo, en la pág. 57 y en otras, Malinowski considera como fuerzas sociales equilibradoras «la regía legal dominante (de la matrilinealidad) que determina que [...] la identidad social pase del grupo del hermano y la hermana a los hijos de esta última» y «el fuerte apego entre el padre y los hijos». Pero la norma legal es un hecho social, en tanto que el fuerte apego es una referencia psicológica no verificable y, científicamente hablando, la comparación directa entre esas dos cosas no está justificada en absoluto. El libro ofrece una descripción completa de la sociedad trobriand, centrando el estudio en la propiedad y en la utilización de los recursos de la tierra. La parte introductoria (págs. 23-68) resume el material que Malinowski había desarrollado con mayor detenimiento en sus libros anteriores. Aquí, como en otros lugares, exagera mucho la autoridad y el status de su amigo y confidente el «jefe» de la aldea de Omarakana. De hecho, más tarde se ha demostrado que la estructuración política de las islas Trobriand era mucho menos jerárquica de lo que Mali­ nowski gustaba de sugerir. Posteriores estudios de este tema, basados en gran medida en los propios materiales de Malinowski, pero dán-

¿oles una interpretación distinta, pueden verse en H. A. Powell, «Competitive Leadership in Trobriand Political Organizaron», en Journal of Royal Anthropological Institute, 90 (1960), 118-145, y en T. P. Singh Uberoi, Politics of the Kula Ring (1962). Las siguientes 134 páginas (capítulos I-V) contienen una descrip­ ción etnográfica extraordinariamente detallada de los procedimientos técnicos de 'la horticultura trobriand, seguidos paso a paso a lo largo de un año agrícola. El punto clave está en que los trobriandeses consi­ deran parte esencial del proceso procedimientos que nosotros califi­ camos de «mágicos». Los actos técnicos propiamente dichos y los actos mágicos no son intercambiables entre sí, puesto que representan dis­ tintas clases de técnicas, pero el buen horticultor debe saber hacer buen uso de ambos. Sin embargo, debe señalarse que el conocimiento de la magia de los huertos está estrechamente ligado con el cacicazgo de la aldea, basado en los derechos hereditarios sobre la tierra, de tal forma que la ideología mágica actúa en cierto modo como un cata­ lizador, que liga la explotación de la tierra con la autoridad política. El capítulo VI analiza la distribución de la cosecha. El complicado sistema de intercambio de regalos que entonces se produce da expre­ sión concreta a toda la red de relaciones intergrupales que integra la sociedad en las Trobriand. A un primer nivel, los frutos de la cosecha que un hombre ofrece como regalo al marido de su hermana, ratifican la legitimidad de este matrimonio; a otro nivel, son muestra de que el segundo ocupa una posición políticamente superior; y a un tercer nivel, manifiestan los derechos de los hijos sobre los bienes del hermano de su madre. En conjunto, el análisis constituye un admirable ejemplo de la capacidad de Malinowski para sacar a la luz las intrincadas inter­ conexiones funcionales de un sistema de instituciones interrelacionadas. Pero, también en este caso, su incapacidad para distinguir con claridad los factores psicológicos de los sociales le conduce a contradicciones irresolubles. La argumentación de la pág. 222 simplemente no es válida. Los capítulos VII y VIII se ocupan, sobre todo, de la exhibición de la cosecha en los almacenes especialmente diseñados para su exposi­ ción, denominados bwayma. A primera vista puede parecer poco más que una descripción minuciosa de un detalle técnico de la cultura material, pero a través de ello Malinowski puede volver a lo que fue tema central de sus Argonautas del Pacífico occidental, a saber, la ne­ cesidad de distinguir entre el valor de los bienes como objetos utili­ tarios y el valor que un objeto tenido por estéticamente grato supone para su propietario. Los comentarios de Malinowski sobre los valores económicos en las sociedades primitivas nunca fueron demasiado pers­ picaces, pero sus observaciones etnográficas en este terreno tuvieron una importancia destacada y han influido mucho en todos los antro­ pólogos económicos posteriores, especialmente en su discípulo Raymond Firth. Los capítulos IX y X son de interés sobre todo para los especia­ listas en etnografía de las Trobriand, en tanto que los capítulos X I y X II tienen una significación mucho más amplia; en realidad, cons­

tituyen la sección más importante de todo el libro desde el punto de vista del antropólogo general. Afirma en ellos Malinowski que todos los hechos etnográficos importantes relativos al régimen de explota­ ción de la tierra en las Trobriand ya han sido expuestos en los capí­ tulos I-X , pero en forma de «caos desorganizado», y que ahora se trata de desenredar el embrollo y mostrar cómo todo encaja entre sí para constituir un modelo coherente; el mito y la magia, la estructura política y la estructura del clan, el parentesco, el matrimonio y el intercambio de regalos, todo aparecerá como un sistema que se autojustifica, se sostiene y funciona de forma autónoma. En conjunto, más bien parece un juego de magia y la forma en que cada cosa encaja con todas las demás resulta demasiado exacta, pero es el más brillante ejemplo de lo que Malinowski entendía por integración funcional. Los actuales antropólogos, formados en las técnicas intensivás de frlaJinowski, han aprendido a hacer observaciones todavía más meticulosas que las suyas y, en parte como consecuencia de ello, ya no esperan que todos los hechos tengan un sentido coherente y unitario exacta­ mente como él pensaba. No obstante, los capítulos X I y X II de Los jar­ dines de coral y su magia siguen siendo un modelo válido de lo que cualquier antropólogo de campo entusiasta considera esencial en su trabajo. Dicho sea de paso, estos dos capítulos contienen la descripción más clara y completa de la «estructura social» de las Trobriand que puede encontrarse en un escrito de Malinowski, y cualquier antropó­ logo en cierne que se embarque en un estudio concienzudo de toda su obra bien podría empezar por aquí. Una minuciosa documentación, de inmenso valor para el especia­ lista, pero que difícilmente puede considerarse lectura fundamental para el no iniciado, ocupa casi toda la Tercera parte del libro. No obstante, el Apéndice I, aunque reitera materiales que Malinowski ha expuesto de forma más refinada en otros lugares, resume su concepción general sobre la naturaleza y la función de la magia, en tanto que el Apén­ dice II contiene un fascinante análisis introspectivo en que el autor no sólo describe al lector la forma en que llevó a cabo su trabajo de campo, sino que también intenta analizar en detalle exactamente dónde estuvieron sus errores. Y es necesario admitir los errores y limitaciones de la antropolo­ gía de Malinowski. Dedicaré el resto de este ensayo introductorio a mostrar algunas de las formas en que los descendientes intelectuales de Malinowski, los antropólogos sociales de 1965, se han apartado de las doctrinas expuestas en esta obra. La tarea del etnógrafo, tal y como la concibió Malinowski, con­ sistía en observar y describir las costumbres en su contexto natural. Desde esta perspectiva, las costumbres se convierten en herramientas operativas mediante las cuales los individuos humanos solucionan día a día sus asuntos sociales. En todo momento Malinowski se pregunta: «¿Para qué sirve esta actividad institucionalizada, para qué se utiliza?» Ahora bien, es innegable que este estilo de análisis funcionalista y exhaustivo consiguió dar a sus trobriand una vida sobrecogedoramente

distinta de la que llegan a cobrar esa especie de ejemplares de museo que son los pueblos descritos al modo convencional por los etnógrafos anteriores; y el propio Malinowski quedó tan fascinado por este hecho que llegó a pensar que la demostración de la viabilidad funcional de una cultura individual podía constituir un fin en sí misma. Además, puesto que entendía la función más en un sentido de finalidad que de relación, con frecuencia parecía tener más interés en demostrar que su sistema social de las Trobriand funcionaba (lo cual es obvio) que no cómo lo hacía (lo cual no lo es). El tratamiento que da Malinowski al intercambio de regalos nos ofrece un ejemplo apropiado. Malinowski pone el énfasis en el «principio de reciprocidad», es decir, en el factor de intercambio de las relaciones económicas. En esta medida, puede decirse que suponía que la sociedad puede enten­ derse como un conjunto de individuos en comunicación. Pero él se interesa por los individuos, no por el conjunto. Pese a sus ingeniosas intuiciones relativas a las interconexiones funcionales entre modos de actividad, aparentemente muy distintos, nunca llega a ver la sociedad como un todo, centrando siempre la atención en cómo las actividades particulares conducen a la satisfacción de los individuos particulares. Esta perspectiva sensata y fiel a los hechos es digna de encomio en la medida en que conduce a observaciones exactas de los hechos particu­ lares, pero sociológicamente hablando resulta frustrante. Seguramente, en cierto sentido es justo el planteamiento, de tipo más general y abstracto, preferido por Marcel Mauss, contemporáneo de Malinowski. Mauss tendía a ver todas las actividades culturales como «prestacio­ nes», como regalos obligatorios. Al dar algo —una frase, un gesto, un objeto material, etc.—, el dador está expresando algo sobre su rela­ ción con el destinatario del regalo. Así, la red de relaciones que cons­ tituyen la estructura de la sociedad se expresa y manifi sta en cualquiera de los comportamientos recíprocos de los actores individuales. Las acti­ vidades habituales son maneras de decir cosas sobre la estructura de la sociedad. Pero Malinowski, al fijar más su atención en el individuo que en la sociedad, sólo se ocupa de los efectos de >rts acciones y no de su significado. Esta tesis suya se extiende incluso al lenguaje. r or ejemplo, en el Vol. 2, Malinowski observa que «llegamos a la conclusión de que el significado de los conjuros consiste en el efecto de las palabras den­ tro de su contexto ritual». Desde luego, tanto en los lingüistas mo­ dernos como en la moderna filosofía analítica se encuentran dogmas paralelos pero como teoría semántica ésta resulta bastante limitada. Ello nos hace volver sobre la noción de contexto. En términos am­ plios, actualmente todos tenemos que aceptar el dogma funcionalista según el cual los detalles de una cultura deben observarse «en su contexto». Pero ¿cuál es el límite del contexto? Funcionalmente ha­ blando, todo está relacionado con todo lo demás y, en última instan­ cia, cualquier cosa del universo resulta significativa. En la práctica, para escapar a este dilema, el antropólogo funcionalista limita arbi­ trariamente su contexto a «todos los demás hechos observables dentro

de la cultura que está estudiando», pero una vez hecho esto no tiene ningún motivo lógico para estudiar algún día alguna otra cosa. Si los detalles culturales sólo adquieren significación cuando se los con­ templa en el contexto, entonces toda comparación intercultural resulta fútil. El propio Malinowski nunca se encaró con esa paradoja, limi­ tándose a ir escribiendo sobre los isleños de las Trobriand, sin prestar demasiada atención a las circunstancias concretas en que las costum­ bres de los trobriand podían considerarse comparables a las de otros pueblos. Pero sus discípulos y colegas no se contentaron tan fácilmente. La primera edición de Los jardines de coral y su magia apareció en 1935 y un año más tarde le siguió W e, the Tikopia, de Raymond Firth, un estudio de parentesco construido sobre principios funcionalistas muy similares. Pero en 1937 se publicaba Naven} de Gregory Bateson, que señaló un decisivo cambio de enfoque. Bateson demostró que una doctrina de la contextualización llevada a sus últimas conse­ cuencias, sencillamente no resulta viable. El antropólogo social no pue­ de ser sociólogo, economista, psicólogo, historiador, etnógrafo y otras cosas más, todo a la vez; tiene que decidir dónde reside su centro dé interés y ajustar sus métodos de investigación y descripción. En los años siguientes, la mayoría de los antropólogos sociales, bajo la influencia de Radcliffe Brown, decidieron que el nivel de aná­ lisis por el que estaban interesados era el de las generalizaciones com­ parativas relativas a la estructura social y cultural. Hoy, en antropología social hay tantas variedades de estructuralismo como en lingüística, y supongo que Malinowski las hubiera desa­ probado todas; quizá con razón. El moderno investigador de campo ha copiado y elaborado los métodos de observación de Malinowski, pero, obsesionado con la necesidad de hacer comparaciones interculturales, ha tendido a especializar su curiosidad y estrechar su campo de visión. Malinowski hubiera podido mantener que este sistema lleva a ignorar una gran cantidad de importantes pormenores contextúales. Pero ésta es la dificultad que aún persiste; el antropólogo no puede poseer al mismo tiempo amplios y variados conocimientos generales y ser espe­ cialista. Raymond Firth es el único discípulo de Malinowski que ha dedicado toda su vida a la descripción y análisis de una sola cultura, la de Tikopia, y de él puede decirse que se ha adherido íntima y con­ sistentemente a los principios que se exponen en esta obra. Sin em­ bargo, donde quiera que se reconoce la antropología social como una disciplina académica, sea en Inglaterra o en los Estados Unidos, en Francia, en Africa, en Asia o en Oceanía, la influencia de Malinows­ ki se ha hecho sentir de uno a otro extremo, y ningún libro demuestra 'mejor que éste qué carácter ha tenido esa influencia. Pasaré a reseñar algunas de las debilidades más concretas del pre­ sente tratado, y de toda la etnografía de Malinowski sobre las islas Trobriand en general. Malinowski fue un estudioso de las costumbres y su funcionalismo está pensado para explicar la finalidad de costum­ bres particulares. Su explicación consiste en mostrar cómo las cos­ tumbres «satisfacen las necesidades de los individuos», cómo se ligan

entre sí en sistemas y cómo manifiestan las relaciones de los individuos con las cosas y con los otros individuos. Pero su análisis de la socie­ dad, entendida como una estructura de relaciones entre los ocupantes de los distintos oficios sociales, resulta excesivamente superficial y, a veces, conscientemente antisociológica- En repetidas ocasiones, afirma que se ocupa de los individuos más que de las personas sociales o de los grupos. Por ejemplo, aunque la lectura del capítulo VI de este libro, si se la relaciona con el Documento II (págs. 409-413), demuestra de la manera más convincente que el regalo anual de la cosecha ( urigubu) que recibe el marido de una mujer, y que legitima el matrimonio, es una obligación que no recae meramente sobre un individuo, el her­ mano de la mujer, sino sobre todo un grupo, todos los miembros va­ rones y adultos del subclán de la mujer, el propio Malinowski niega de plano este hecho y mantiene exactamente lo contrario (pág. 223, abajo). Por el contrario, los sucesores de Malinowski, recogiendo las sugerencias de Maine y Max Weber, han subrayado constantemente la significación sociológica de los grupos corporativos perpetuos y, par­ tiendo del mayor nivel de generalización que posibilita esta «abstrac­ ción», han podido darse cuenta de que la organización social de las islas Trobriand es representativa de un «tipo» concreto de sistema, más que completamente peculiar por sí misma. Y éste es el mayor defecto de Malinowski. Consideró a los trobriand únicos y universales a la vez. Por un lado, arguye que, si la economía de las Trobriand es un sistema completamente cerrado, es posible com­ prenderla sin la menor referencia a las prácticas culturales de los pue­ blos de las islas vecinas; por otro, en las obras más populares, escribió sobre los trobriand como si fueran el arquetipo de la sociedad primi­ tiva,. como si lo que él había observado en Omarakana tuviera que ser igualmente cierto en el caso de cualquier pueblo primitivo. Otro defecto que destaca al aplicarles los criterios actuales es la debilidad del análisis del parentesco de Malinowski. Este hecho pa­ rece remontarse a defectos fundamentales en la recogida de datos. W. H. R. Rivers reconoció y resaltó, en época tan temprana como 1900, las ventajas que representa para el etnógrafo un examen meticuloso de las genealogías, pero Malinowski parece haber recogido esta clase de material de forma bastante descuidada. En este libro repite, dán­ dolas como hecfiss establtícTíTos, una diversidad de generalizaciones sobre los comportamientos de parentesco y las pautas de residencia de los trobriand, previamente tratados con mayor extensión en L a vida sexual de los salvajes, pero tales afirmaciones (por ej., las referentes al «afecto» de los padres por los hijos y la frecuencia de los matrimo­ nios entre primos) no están respaldadas en ninguna parte por pruebas de tipo cuantitativo, concretas y convincentes. En realidad, las pruebas que aporta suelen ser contradictorias en sí mismas y se refieren, en la mayor parte de los casos, a las actividades maritales de unos cuantos individuos estrechamente relacionados con el jefe Tabalu de Omarakana. La verdad es que sólo bastante avanzada su carrera llegó Mali­ nowski a apreciar del todo la diferencia verdaderamente fundamental

que existe entre el estudio del parentesco y el estudio del comporta­ miento sexual. Alcanzó algo así como una notable reputación en tanto que autoridad mundial sobre esta última materia, pero los ensayos pu­ blicados sobre el otro tema son persistentemente confusos. Ya en 1929 anunció la inmediata publicación de una obra titulada T he Psychology of Kinship (L a psicología del parentesco) , pero nunca se ha encon­ trado el menor rastro del manuscrito de esta obra y debe presumirse que él mismo la destruyó por considerarla insatisfactoria. En el pre­ sente libro se puede ver un ejemplo de la escasez de los datos sobre el parentesco, si tenemos en cuenta que la elaborada malla de relaciones económicas descrita en el capítulo X II, implica que el subclán es una unidad corporativa de la mayor importancia. Si esto es cierto, enton­ ces es absolutamente evidente que tiene que haber existido una red de lazos de afinidad que liguen entre sí a los subclanes exógamos dentro de una estructura homologa a la red de relaciones políticas; mas ni en este libro ni en ninguna otra fuente publicada pueden encontrarse datos a l. respecto. También merece la pena señalar que Malinowski no tenía un concepto claro del carácter de los fenómenos económicos. El libro recoge con cuidado los detalles de los procedimientos de la producción agrícola y de la distribución, pero nunca se afronta la re­ lación entre la escasez relativa y los valores relativos, y como conse­ cuencia una dimensión fundamental escapa al análisis funcionalista. Por último, debe objetarse que cuando Malinowski nos dice cuál es la función de esta o aquella actividad, en realidad, se basa por com­ pleto en su propia intuición. Tal vez esto sea inevitable, puesto que difícilmente puede demostrarse por medios objetivos el punto de vista de Malinowski según el cual las instituciones culturales tienen fun­ ciones intencionales, pero en mi opinión la cantidad de intuiciones personales que se deslizan en algunos pasajes de la obra excede con mucho el límite de lo que puede considerarse justo y razonable. Pero, acabaremos con una nota positiva. Los antropólogos poste­ riores se han vuelto mucho más cautos en cuanto a las generalizacio­ nes intuitivas. Sin embargo, al mismo tiempo la mayoría carece del entusiasmo y la penetrante visión de Malinowski. No se trata tan sólo de que Malinowski fuera capaz de reconocer enigmas dignos de ser descifrados donde la mayor parte de la gente sólo vería una serie de viejas costumbres extravagantes, sino de que tuvo la capacidad de co­ municar al lector algo de la emoción que siente el etnógrafo a medida que se va perfilando el rastro del descubrimiento. Los aficionados a los relatos policíacos excesivamente meticulosos tienden a notar que el Sherlock Holmes de Conan Doyle trampea un poco cuando las pruebas se hacen verdaderamente complicadas, pero incluso así sigue siendo el «detective magistral». Malinowski es un caso paralelo; pese a toda la sofisticación de sus sucesores, sigue siendo el gran maestro del trabajo de campo antropológico, y este libro es una permanente demostración de ese hecho. E. R. L ea c h Cambridge, Inglaterra

Una vez más debo presentarme como cronista y portavoz de los trobriand, esa comunidad melanesia tan pequeña y humilde que casi se la podría pasar por alto —unos cuantos miles de «salvajes» prác­ ticamente desnudos, desparramados por un archipiélago diminuto y llano de corales muertos— y que, sin embargo tanta importancia tiene, por muchísimas razones, para el estudioso de la humanidad primitiva. Los trobriand son típicos representantes de los indígenas de los mares del Sur en general. Han mantenido su propia cultura y su propia tradición con singular tenacidad y cabe estudiar en ellos las maneras y los usos de Oceanía tal como han florecido durante siglos, descono­ cidos y no perturbados por los europeos. En este libro vamos a entrar en contacto con lo esencial de los trobriand. Como quiera que puedan los demás verlos, .ellos se consi­ deran en primer lugar y ante todo agricultores. Sienten la pasión del verdadero campesino por la tierra*. Cavar la tierra, revolverla, plantar la semilla, observar el crecimiento y la maduración de las plantas, y obtener la deseada cosecha les causa una misteriosa alegría. Para co­ nocerles, es preciso verles en sus huertos de ñames, en sus bosquecilios de palmeras, o en sus campos de taros. Hay que verles escarbar la tierra negra o parda, entre los afloramientos blancos de corales muertos, y levantar los setos que cercan sus huertos con una «muralla mágica» de estructuras prismáticas y soportes triangulares. Hay que observarles, al apuntar el día, pendientes del crecimiento y desarrollo de la simiente dentro del recinto de la «muralla mágica», que al prin­ cipio resplandece como el oro entre el verde de las nuevas plantaciones y, más tarde, aparece bronceada o gris bajo las ricas guirnaldas del follaje de los ñames. Tal vez el aspecto de la vida tribal que se describe en estos volú­ menes sea menos llamativo que la navegación, el comercio y la bru­ jería, ya conocidos por los lectores de Argonautas del Pacífico occi­ dental; puede que atraiga menos nuestra curiosidad que las costumbres referentes al noviazgo y al matrimonio descritas en Vida sexual de los salvajes. Pero tiene al menos igual importancia para el conocimiento de los trobriand, de las civilizaciones de Oceanía, y me atrevería a decir que incluso de la naturaleza humana en general.

En efecto, por una parte, el estudio de las formas primitivas, de cultivo de la tierra es el más directamente relacionado con la natura­ leza económica del hombre. La forma en que los llamados salvajes producen sus bienes de primera necesidad, los almacenan y manejan, su costumbre de rodearlos de creencias mágicas y religiosas, plantean problemas sobre la relación entre el hombre y el medio que tienen cierta importancia para la filosofía económica. Por otra parte, la agri­ cultura y sus consecuencias penetran muy profundamente en la orga­ nización social de nuestra comunidad de los mares del Sur (y, por otra parte, en toda comunidad), son el fundamento del poder político y del orden doméstico; son el soporte principal de las obligaciones de parentesco y de reglas matrimoniales. Por consiguiente, la lectura del presente libro puede contribuir en muchos sentidos a nuestros conoci­ mientos sobre la organización económica, el orden político y la vida doméstica primitivas. La agricultura de los trobriand presenta una característica muy notoria que puede plantear problemas de implicaciones más amplias: me refiero a la relación entre el trabajo puramente económico, racio­ nalmente fundamentado y técnicamente eficiente, por una parte, y la magia por la otra. Desde un punto de vista teórico, la función organi­ zativa de la magia y de las creencias, tal vez sea la aportación más importante al estudio del hombre que nos permitirá realizar nuestro conocimiento de la agricultura trobriand. Dicha función resulta mucho más clara aquí que en las relaciones entre magia y trabajo propias del kula o en las costumbres de galanteo y cortejo indígenas, aunque tam­ bién estos casos aportan una valiosa aclaración sobre la influencia de la magia en los asuntos humanos. Ningún ser humano, en ningún estadio cultural, separa completa­ mente sus preocupaciones espirituales de sus inquietudes económicas. Tanto si oramos por el pan de cada día o por una lluvia propicia; o si los reyes divinos de Africa ejercen sus poderes para controlar la fertilidad y la humedad; o si los trobriand u otros melanesios o poli­ nesios recurren a la magia para tener éxito en la pesca, en el comercio o en la navegación, las relaciones entre los medios sobrenaturales de controlar el curso de los acontecimientos y la técnica racional consti­ tuyen uno de los temas más importantes que debe tratar el sociólogo. Ahora bien, en el caso de los trobriand, ningún aspecto de la vida tribal está controlado por la magia, tan totalmente y de forma tan na­ tural, como el cultivo de la tierra. Y, además, en ningún otro de mis estudios he tenido tanta suerte en la recogida de información, en la traducción de los conjuros mágicos y en sus comentarios, como en el caso del material que se expone en esta obra. Debo esto sobre todo a algunos de mis informantes indígenas, con los que tuve una suerte excepcional. El antropólogo merece pleno cré­ dito por algunos de sus descubrimientos, pero sólo puede atribuirse parcialmente el mérito del verdadero trabajo de investigación, así como de lo acertado del enfoque. A mis informantes se debe en gran me­ dida la correcta interpretación y el planteamiento, la autenticidad y

relevancia del contenido de estos volúmenes, y también de mis otros trabajos etnográficos. Para el tema de la magia de los huertos, tuve la especial suerte de haber encontrado un estupendo colaborador en Ba­ gido’u, uno de los dirigentes de la magia de los huertos de la zona. Era un hombre dotado por naturaleza, el mejor conocedor de la doc­ trina tribal y, dado que estaba enfermo y su actividad física era escasa, pudo dedicarme mucho tiempo. Murió poco después de marcharme del distrito. Cuando vuelvo la vista a mi trabajo con Bagido’u, mu­ chas veces pienso que debía ser vagamente consciente de que era el último depositario de un mundo en vías de desaparición. Se mostraba tan ansioso por hacerme comprender correctamente su magia; dedicó tanto tiempo y verdadero cuidado a asegurar que tomase nota de los términos correctos de los conjuros y captase su significación, que —a mi modo de ver— comprendía de alguna forma que los estaba pa­ sando a la posteridad. Es difícil reconstruir la actitud de los indígenas en tales asuntos, hacer completa justicia a su penetración, sin caer empero en exageraciones ni en falsos sentimentalismos. De cualquier forma, queda en pie el hecho de que yo, personalmente, y los que se interesan por la etnografía de los trobriand le debemos mucho, al igual que a los otros informadores que iremos encontrando en el curso de las siguientes páginas. Este libro difiere fundamentalmente de todos los que he publicado con anterioridad en un aspecto: el tratamiento exhaustivo que recibe el lenguaje de la agricultura. Por primera vez, me es posible docu­ mentar aquí mi aportación etnográfica desde el punto de vista lin­ güístico. Esto no se debe a que no cuente en mis notas de Investigación con un número igual o comparable de textos, comentarios dichos y terminologías, que ratifiquen las afirmaciones hechas por mí en Los argonautas del Pacífico occidental o en L a vida sexual de los salvajes, en mi librito sobre Mith (El mito) o en Crimen y costumbre en la sociedad salvaje. La razón es que en la primera época de mi carrera no había posibilidad de publicar una amplia documentación lingüís­ tica en la misma medida que ahora que existe mayor interés por los trobriand y las descripciones etnográficas detalladas en general. Confío en que las partes teóricas de este libro, las introducciones al apéndice lingüístico y a las fórmulas mágicas (Vol. 2, partes IV y V), acrecen­ tarán este interés y ayudarán a comprender la necesidad de una docu­ mentación exhaustiva; y confío en que justificarán los métodos que he adoptado aquí. En conexión con esto, me gustaría añadir que, cuando presenté a los editores el manuscrito de mi primera descripción etnográfica • —Los argonautas del Pacífico occidental—, ésta fue rechazada por media do­ cena de las firmas más importantes. Se precisaba la perspicacia del ya fallecido Mr. Swan Atallybrass —cuya labor bibliográfica, unida a sus actividades editoriales, le han asegurado un lugar en la historia de los libros ingleses— para reconocer la importancia de una adecua­ da documentación; él aceptó mi primer libro a los tres días de habér­ selo ofrecido, sin cortes ni restricciones. La aceptación de éste, con su

documentación lingüística completa, marca un nuevo punto de parti­ da, y deseo expresar mi reconocimiento a Mr. Stanley Unwin por su amplitud de miras e iniciativa en esta aventura editorial. Como en la mayor parte de los libros de etnografía, también en éste debo incluir una larga lista de agradecimientos. Ya manifesté ampliamente en mi primer libro lo mucho que debo a quienes me ayudaron en el trabajo de investigación: a Mr. Robert Mond, que financió la expedición; al profesor Seligman, que me orientó hacia los papúes y me ayudó en todo momento en muy diversos sentidos; a los gobiernos de Papua y de la Commonwealth de Australia; pero, sobre todo, a Billy Hancock, amigo ya fallecido, y a mi amigo Raphael Brudo, quien se dirige nuevamente a las Trobriand en el momento de escribir estas líneas. En la elaboración de los materiales recibí considerable ayuda de los auxiliares de investigación que puso a mi disposición la Funda­ ción Rockefeller; especialmente el doctor J. Obrebski y Miss Agnes Drew, quienes colaboraron en el despoje del material de mis notas de campo y Mrs. R. C. Mathers, Miss Girsavicius y Miss Margaret Read, que me ayudaron a dar forma a este material. Las secciones del libro referentes a tecnología fueron revisadas por mi amigo el doctor Peter Buck, de Honolulú, en tanto que Mr. Edwin Smith leyó algu­ nos capítulos sobre lingüística, y debo agradecer a ambos sus valiosas sugerencias. El manuscrito, en forma semiacabada, también fue leído en uno de mis seminarios, cada participante un capítulo. Su crítica y discusión me fue muy provechosa y espero que también haya benefi­ ciado al libro. Algunos de mis alumnos han trabajado conmigo a lo largo de todo el libro. Quisiera mencionar de forma especial aquí a los doctores Wagner, Nadel y M. Fortes, a Miss Hilda Beemer y a Mr. Godfrey Wilson, al doctor Sjoerd Hofstra y al doctor Keesing, y a Miss Marjory Lawrence. Tanto por lo que respecta a mis auxi­ liares de investigación como en cuanto a la mayoría de los alumnos que la han seguido debo mucho a las posibilidades que me abrió la Fundación Rockefeller. Por ello, quisiera dejar constancia aquí del gran impulso que ha dado a mi trabajo esta institución, personifi­ cada para mí en su director Edmund E. Day y su vicepresidente Gunn, en Mr. Kittredge y el doctor Van Sikle. Este es un modesto recono­ cimiento de cuánto debo, tanto personal como científicamente, a ellos y a la institución que dirigen. He dedicado este libro a mi esposa porque creo que es el mejor que he escrito y que, probablemente, llegaré a escribir. En éste y otros aspectos de mi investigación, sus sugerencias y consejos críticos han sido la inspiración más valiosa y efectiva con que he contado.

Abril, 1934 D e p a r t a m en t o de A ntropología U n iv er sid a d d e L ondres L ondon Sc h o o l o f E cónom ics

B.

M a lin o w sk i

PRIMERA PARTE

INTRODUCCION

F ig .

1.

Mapa de las islas Trobriand

Economía tribal y organización social de los trobriand I.

El

em p l a z a m ie n t o y e l

de

N u e v a G u in e a

a s pec t o d e los

HUERTOS

En gran medida, esto es un estudio del esfuerzo humano sobre el suelo tropical, de la lucha del hombre para obtener su sustento de la tierra en uno de los lugares exóticos del mundo, en las islas Trobriand, más allá del extremo oriental de Nueva Guinea. Quizá nada resulte tan impresionante para el etnógrafo en su primera peregrinación al terreno como la abrumadora fuerza de la vida vegetal y la aparente futilidad del esfuerzo humano por controlarla. Este contraste impre­ siona poderosamente cuando, en el primer viaje por la costa meridio­ nal de Nueva Guinea o cruzando los archipiélagos orientales, se per­ cibe casi de un vistazo el carácter de esta enorme extensión de tierras tropicales. Las cadenas de colinas se suceden; los profundos valles transversales con frecuencia permiten vislumbrar el corazón del país; el primer plano a veces se levanta en murallas casi verticales de vege­ tación o a veces desciende y se prolonga en llanuras aluviales, y en todo ello se advierte la fuerza de la jungla tropical, la tenacidad de la estepa de lalang, la impresionante solidez de las lianas de la maleza y el matorral. Pero, para ver al hombre, o al menos la huella de su trabajo, hay que ser un etnógrafo preparado. Para el ojo experimen­ tado, la mancha de vegetación seca entre las oleadas de verde vivo es una pequeña aldea, con chozas construidas con mimbres secos, cubiertas con hojas de palmera bronceadas, empalizadas con troncos de árboles. Aquí y allá, en las laderas de las colinas, manchas geométri­ cas, marrones en la época de la cosecha por el follaje de los sarmien­ tos maduros y en una época más temprana del año cubiertas con el verde más luminoso de las plantas que brotan, están las plantaciones de las aldeas. Con suerte, incluso se puede pasar de noche frente a una constelación de fuegos sin llama allí donde se han limpiado los matorrales y se están quemando los árboles y la hojarasca. Pero cuanto, más se concentra la atención en tales síntomas casi imperceptibles y más se esfuerza la imaginación para interpretarlos, más notorio re­ sulta cuán poca huella ha dejado hasta el momento en esta tierra, cuán fácilmente se borran sus esfuerzos, cómo todo lo que se ha apro-

piado es un don directo del crecimiento espontáneo. Aquí la natura­ leza no parece haber sido dominada aún por el hombre ni adaptada para someterse a sus propósitos. Por el contrario, el hombre no es más que una parte de aquélla, se refugia precariamente bajo lo que la jungla concede, se viste con hojas secas, subsiste de lo que, año tras año, arrebata a la selva virgen y que, año tras año, ésta vuelve a absorber. Si fuera uno a asentarse en uno de estos poblados y siguiera el trabajo y los intereses de los indígenas, la perspectiva cambiaría con­ siderablemente. Descubriría en todas partes que la agricultura es una operación sistemática, que no sólo es una empresa altamente especia­ lizada y tecnificada, sino que también tiene una importancia ceremo­ nial para la tribu; que todo el territorio está bien señalado, legalmente definido y que más o menos está distribuido entre los individuos y los grupos. Si uno siguiera navegando, examinando los distintos cultivos y ex­ plorando las diferentes partes del país y las islas, tarde o temprano llegaría al llano archipiélago de coral de las Trobriand, situado a unas ciento veinte millas al norte de la punta más oriental de Nueva Guinea. Allí, desde el principio, se daría cuenta de que estaba en una región en la que las relaciones del hombre con la naturaleza eran completamente distintas. Se daría cuenta, a simple vista, de que el suelo se valora más, de que está marcado con mucha exactitud y de que se utiliza con mayor eficacia que en cualquier otro lugar de las tierras de selvas montañosas, los pantanos de sagú o las estepas de lalang. Incluso en el curso de una visita casual a las islas Trobriand, el etnógrafo se vería sorprendido por la densidad de la población, por la extensión de los huertos, por la variedad y el esmero de los cultivos. Descubriría que, relativamente, es poca la porción de este territorio que se deja a la naturaleza y a su crecimiento espontáneo. También le resultaría fácil ver que más de la mitad de los edificios de las aldeas son almacenes y que la producción se acumula, almacena y maneja de tal forma que resulta evidente que aquí el hombre no lleva en modo alguno una existencia precaria, sino que depende de lo que ha conseguido y convertido en sólidas fuentes de riqueza. En los próximos capítulos nos trasladaremos a los huertos de ñames de los trobriand y a sus plantaciones de taros y bananas. Participare­ mos en sus trabajos y presenciaremos sus fiestas y diversiones de la época de la recolección. Exploraremos los bosquecillos de cocoteros y entraremos en casa del hechicero para observarle durante la realiza­ ción de sus conjuros y rituales. Para todo esto, vamos a seguir dos líneas de aproximación: por una parte, debemos establecer con la má­ xima precisión posible los principios de la organización social, las reglas de la ley tribal y de las costumbres; las ideas rectoras, mágicas, tecno­ lógicas y científicas, de los indígenas. Por otra parte, tenemos que tratar de mantenernos en contacto con las gentes de carne y hueso, mantener ante nuestros ojos una imagen clara del emplazamiento y el escenario. A fin de conseguirlo, antes de entrar en nuestro tema par­

ticular, será necesaria una introducción general sobre los trobriand, su tierra, su mar y su laguna. Es posible que algunos lectores ya conozcan a los indígenas de nuestro archipiélago.1 Pueden haberme seguido en el peregrinaje que he tenido que realizar varias veces desde los asentamientos blancos de la costa meridional, a través de los archipiélagos del extremo oriental de Nueva Guinea habitados por los «massim meridionales» (un tér­ mino acuñado por el doctor Haddon y que describe una cultura papuamelanesia de la que se encontrará una visión general en la tercera parte de la obra de Seligman Melanesians of British New Guinea). No repetiré aquí todos los detalles de este peregrinaje. El paisaje de la costa meridional y del extremo oriental; los encantadores asen­ tamientos desperdigados de los indígenas. En mi Argonautas (cap. I), he descrito algunas costumbres de estos guerreros caníbales, cazadores de cabezas y sedientos de sangre. También he hecho allí un esbozo de la cultura de algunos de los vecinos inmediatos de los trobriand: de los que viven en las playas y en las elevadas laderas casi inaccesibles del grupo de las d’Entrecasteaux, y en las desperdigadas rocas de las Am­ phletts. También he comentado el contraste entre los dos tipos de paisaje y los dos tipos de cultura. «Dejando las rocas bronceadas y la obscura jungla de las Amphletts, partimos rumbo al Norte hacia el mundo completamente diferente de las llanas islas de coral; hacia una región etnográfica que difiere, por tantos usos y costumbres peculiares, del resto de la Papuasia-Melanesia. Hasta ahora hemos navegado sobre aguas claras, de intenso color azul que en los lugares poco profundos con fondo de coral, con su variedad de formas y colores, con su hermosa vida de plantas y peces, son en sí mismas un fascinante espectáculo; un mar enmarcado por todos los esplendores de la jungla tropical, de paisajes montañosos y volcánicos, con vivas corrientes de agua y cascadas, con nubes vaporosas arras­ trándose por los altos valles. Al partir hacia el Norte decimos un úl­ timo adiós a todo esto. La silueta de las Amphletts pronto se desva­ nece en la bruma tropical, hasta que sólo permanece en el horizonte, sobresaliendo sobre ellas, la esbelta pirámide del Koyatabu, la graciosa forma que nos sigue incluso hasta la laguna de Kiriwina. »Entramos ahora en un mar opaco y verdoso, cuya monotonía sólo rompen unos pocos bancos de arena, desnudos unos y a flor de agua, otros con algunos pandáneos que se yerguen sobre sus raíces aéreas. A estos bancos vienen los nativos de las Amphletts y pasan aquí se­ manas enteras, dedicados a pescar tortugas y vacas marinas. También aquí tienen lugar algunos de los incidentes míticos del Kula primitivo (el comercio intertribal al que se dedica gran cantidad de tiempo, es­ fuerzo y ambición). Más allá, a través de la niebla, la línea del hori­ zonte se ensancha aquí y allá, como si hubiera sido suavemente som­ breada con un lápiz. Estos puntos van ganando cuerpo, uno de ellos se alarga y se ensancha, los otros se convierten en las distintas formas de las pequeñas islas, y nos encontramos en la gran laguna de las Trobriand, con Boyowa, la mayor de las islas, a nuestra derecha y

muchas otras, habitadas unas y deshabitadas las demás, al Norte y al Noroeste. »Conforme navegamos por la laguna, siguiendo los intrincados pasos entre los bajíos y a medida que nos acercamos a la isla principal, la ancha y enmarañada estera de la jungla baja aparece aquí y allá sobre la playa, y podemos ver los bosquecillos de palmeras, como un inte­ rior sostenido por pilares. Esto señala el emplazamiento de una aldea. Saltamos a tierra en la orilla, por lo general cubierta de barro y des­ perdicios, con canoas varadas en una posición elevada y seca, y des­ pués de atravesar el bosquecillo entramos en la aldea propiamente dicha.» 2

2. E l

h á b i t a t y l a s o c u p a c io n e s d e l o s t r o b r i a n d

De ahora en adelante viviremos entre los trobriand. Este archipié­ lago, como ya es sabido, está situado exactamente al norte del cabo Este. También saben todos los antropólogos que sus habitantes son melanesios. Sin embargo, presentan mayores afinidades físicas, cultu­ rales e institucionales con algunas de las poblaciones oceánicas más lejanas que con sus cercanos vecinos papúes de la tierra firme de Nueva Guinea. Cuentan con un caudillaje desarrollado, son expertos mari­ neros y comerciantes, y sus artes decorativas constituyen la gloria de muchos museos etnográficos. El archipiélago de las Trobriand, que puede observarse en el mapa (figura 1), es un atolón de coral, o más correctamente, una parte del atolón de las Lusangay. El grupo de que nos ocupamos consta de una isla grande, dos de mediano tamaño —Vakuta y Kayleula— y cierto número de pequeñas, alrededor de la laguna. Esta última es muy poco profunda, en parte no es navegable ni siquiera para las canoas de los indígenas, aunque está atravesada por canales profundos. Abierta a los cuatro vientos, no proporciona refugio ni para el monzón del no­ roeste ni para los fuertes vientos del sur, y sólo da un poco de pro­ tección frente al alisio del sudeste en las proximidades de la isla principal. Al este, a una distancia de unas cien millas, se halla el segundo gran centro de la cultura de los massim septentrionales: la isla de Woodlark. Los massim septentrionales —la denominación es también del doctor Haddon— son la segunda rama de los papúmelanesios orientales. Entre la isla de Woodlark y las Trobriand hay un puente de cinco islas —Kitava, Iwa, Gawa, Kwaywata y Digumenu— también habitadas por gentes de la misma cultura. Volve­ remos a encontrarlas más adelante en la mitología de la horticultura. No obstante, nuestras descripciones detalladas tratarán casi exclu­ sivamente de la isla principal de las Trobriand, con sólo breves refe­ rencias a las áreas contiguas. En esta gran isla, que los indígenas llaman Boyowa o Kiriwina, por el nombre de su provincia principal, descu­ briremos diversos tipos de paisaje, y suelos y agricultura. La parte septentrional, una amplia extensión circular, alberga la mayor parte del suelo fértil. Sólo el estrecho arrecife de coral que corre por los

bordes este y norte permanece casi completamente inculto y está cu­ bierto de restos de la jungla original. Pero ésta nunca llega a alcanzar la completa exuberancia tropical, y algunas plantas económicamente importantes, como las palmeras de sagú, el bejuco y los bambúes, no crecen allí y tienen que importarse del exterior como materias primas. Algunos sectores de los terrenos del interior también son inservibles, por ser demasiado pantanosos; mientras que en el oeste, grandes tramos de costa están cubiertos de manglares, que crecen en pantanos salo­ bres, inundados durante la marea alta. Los corales muertos afloran en la parte meridional de la isla, especialmente en el extremo final, de­ jando grandes zonas del país incultivables e inhabitables. Los pan­ tanos salobres de la parte meridional se extienden más hacia el in­ terior y las aldeas se sitúan bien en la laguna, donde la pesca hace posible su existencia, bien en los dos o tres puntos fértiles del interior. 3.

P r im e r a s

im p r e s io n e s de los h u e r t o s tr o bria n d

Puesto que el tema que nos ocupa, los sistemas de agricultura in­ dígenas, sólo constituye una parte de la vida económica de la tribu, aunque sea la principal, tendremos que considerar la explotación de los recursos naturales en su conjunto. El breve esbozo de la economía tribal que aquí se presenta constituye un telón de fondo indispensable para el estudio detallado de la agricultura.3 La descripción del territorio que acabamos de hacer, junto con el mapa del archipiélago (que pone de manifiesto el hecho de que, para tratarse de una tribu de los mares del Sur, los trobriand tienen una alta densidad de población), y la constatación de que estos indígenas han alcanzado un elevado nivel de capacidad cultural, de organiza­ ción política y económica, nos permite predecir de forma aproximada el tipo de su producción y su desarrollo industrial. El fértil humus que cubre la amplia extensión de corales muertos se presta obviamente al cultivo intensivo de plantas útiles, es decir, puesto que estamos en los mares del Sur, del ñame, el taro, la batata, la banana y el coco­ tero. La laguna abierta, rebosante de vida submarina, invita de forma natural a una población emprendedora e inteligente a desarrollar sis­ temas eficaces de pesca. Los asentamientos compactos e industriosos permiten prever un alto grado de desarrollo en artes y oficios. Puede esperarse de igual modo que las diferentes posibilidades de los distin­ tos hábitats den lugar a centros industriales especializados y a siste­ mas de comercio interior. Además, la ausencia de determinadas materias primas indispensables —piedra (el coral muerto es inservible para cualquier uso industrial), arcilla, junquillo, bambú, sagú— sugiere un amplio comercio con el mundo exterior. La ausencia de la selva pri­ mitiva indica que la caza no puede tener importancia y que la bús­ queda de productos silvestres sólo puede desempeñar una función complementaria. De hecho, esta estimación aproximada es correcta en todo lo esen­

cial. Los trobriand son, sobre todo, agricultores, no sólo porque tienen la oportunidad de serlo, ni sólo por necesidad, sino también por pasión y por su sistema tradicional de valores. Como ya he dicho en alguna parte: «La mitad de la vida laboral indígena se dedica a los huertos y en tomo a ellos se centra quizá más de la mitad de sus intereses y ambiciones. Con el cultivo de los huertos, los indígenas producen mucho más de lo que realmente precisan y, en un año de cosecha media, recogen quizás el doble de lo que pueden consumir. Actualmente, los europeos exportan este excedente para alimentar la mano de obra de las plantaciones de otros lugares de Nueva Guinea; en otro tiempo, simplemente se dejaba pudrir. .Además, lo producen por un sistema que acarrea mucho más trabajó dél estrictamente necesario para ob­ tener la cosecha. Se dedica mucho tiempo y trabajo a los objetivos estéticos, a mantener los huertos ordenados, limpios, sin ninguna clase de desechos; a construir cercas hermosas y sólidas; a preparar para los ñames estacas especialmente fuertes y grandes. Todas estas cosas son hasta cierto punto necesarias para el crecimiento de la planta, pero no puede caber la menor duda de que los indígenas llevan su esmero mucho más allá de los límites de lo puramente necesario. El compo­ nente no utilitario de su trabajo en los huertos resulta aún más clara­ mente perceptible en las diversas tareas que llevan a cabo con el ex­ clusivo propósito de decorarlos, en conexión con las ceremonias mágicas y de acuerdo con la costumbre tribal.»4 A continuación, en orden de importancia, viene la pesca. En algu­ nos poblados situados en la laguna es la fuente principal de alimentos y ocupa alrededor de la mitad del tiempo y del trabajo. Pero, mien­ tras que la pesca es prominente en algunas comarcas, la agricultura es fundamental en todas. Caso de que la pesca resultara imposible para los trobriand por alguna calamidad natural o cultural, el con­ junto de la población obtendría alimentos suficientes de la agricultura. Pero cuando los huertos se malogran en épocas de sequía, inevitable­ mente comienza el hambre. La caza apenas puede considerarse como una actividad económica. De vez en cuando se ve a un indígena que sale del poblado con la lanza en la mano; quizá pueda matar un pe­ queño wallaby o un cerdo salvaje. Algo más importante es la caza de pájaros con trampas. Pero siempre que he visto a los nativos comiendo aves salvajes descubrí que habían sido abatidas por algún comerciante blanco y procedían de alguna aldea distante. La recolección de ali­ mentos en el monte bajo en épocas de sequía, la búsqueda de cangrejos y moluscos en los pantanos de los manglares y en la laguna, constitu­ yen aportaciones mucho más substanciales a la despensa tribal. Los transportes y el comercio están bien desarrollados. El comercio in­ terior de pescado y alimentos vegetales es una institución que ocupa buena parte de su vida pública. Así, en resumen, nos encontramos con que las predicciones que pueden hacerse basándose en la ecología son básicamente correctas. Pero existe gran cantidad de cosas referentes al trabajo y a su orga­ nización, a la producción y a la distribución de la riqueza y a su con­

sumo que no pueden inferirse a partir de los indicios ecológicos. El ecólogo no podrá anticipar en absoluto la gran importancia de la magia y del poder político en la organización de la horticultura. Sobre la distribución del producto, no puede prever la forma extremada­ mente compleja en que el parentesco y las relaciones de alianza ma­ trimonial imponen obligaciones y económicamente colocan a la familia trobriand sobre una doble base (cf. caps. V y VI). Ni puede sospechar las intrincadas complicaciones que introduce en el sistema el matriar­ cado combinado con el matrimonio patrilocal. Los mecanismos y cos­ tumbres que permiten a estos indígenas acumular grandes cantidades de alimentos y el sistema legal que concentra la riqueza en manos de unos pocos dirigentes, los cuales pueden organizar empresas a escala tribal, han de ser observados y constatados a través de la experiencia directa. Pasaremos a examinar ahora las distintas actividades productoras de alimentos, las artes y los oficios y las ocupaciones, sucesivamente. Comenzaremos por los huertos. A mi llegada, quedé fascinado e impresionado a la vez por la vida de los huertos, por su belleza y riqueza bucólicas, y también abrumado por la complejidad de los actos agrícolas. Llegué a las Trobriand a principios de junio de 1915, y después de pasar unos cuantos días en la costa me instalé en Omarakana, la residencia del jefe y el prin­ cipal poblado del archipiélago. En la mayor parte de las aldeas veci­ nas, la cosecha estaba en plena marcha; en la capital acababa de empezar o estaba a punto de hacerlo. En ninguna otra época presentan mejor aspecto los huertos trobriand ni se manifiesta con mayor inten­ sidad el interés de los indígenas por sus productos; en ninguna otra estación se entretejen tantos hilos de la trama que constituye la agri­ cultura (caps. I, II, V y VI). Toda la aldea se va a los huertos y, en cierto sentido, los huertos van a la aldea. En un determinado mo­ mento no se ve a nadie entre las viviendas desiertas, excepto a los ancianos y a las mujeres en sus ocupaciones y a los niños pequeños en sus juegos. Luego, de pronto, un grupo tras otro, van llegando con la cosecha y todo el poblado se llena de ñames, cestas, charlas y bro­ mas, expresión viva de la importancia de la agricultura. Precisamente en un momento como éste fue cuando comencé a sos­ pechar que el trobriand es sobre todo un hortelano, que cava con placer y recoge con orgullo, que siente seguridad y placer por el logro al ver los alimentos acumulados, y para quien el rico follaje de los sarmientos de ñame o las hojas de taro es una directa expresión de la belleza. En esto, como en muchas otras cosas, los trobriand están de acuerdo con la definición de Stendhal de la belleza como promesa de felicidad, más que con la explicación de Kant sobre la contempla­ ción desinteresada como esencia del goce estético. Para el trobriand, todo lo que es agradable a la vista y al corazón, o —más exactamente, como diría él— al estómago, que consideran el centro de las emocio­ nes así como de la comprensión, se halla en las cosas que le prometen seguridad, prosperidad, abundancia y placer sensual.

Caminando por el campo en esta estación, pueden verse algunos huertos en todo el esplendor de su follaje verde, a punto ya de vol­ verse amarillo, cumplido su ciclo. Deben ser algunas de las princi­ pales plantaciones de ñames, que han madurado después que la mayo­ ría. Junto a ellos tal vez se encuentren algunos de los huertos de la siguiente estación en los que en ese momento se empieza a trabajar, denodadamente y de vez en cuando se cruza un trecho de anchas hojas verdes: los característicos huertos de taros. Durante mi primera ins­ pección por los huertos de los alrededores de Omarakana, me asom­ bró la desconcertante variedad de los mismos, las distintas formas de trabajarlos y su diversa significación. En uno seguía la cosecha, hom­ bres y mujeres cortaban sarmientos, sacando las raíces, limpiándolas y hacinándolas en montones; en algunos sembrados de taros, las mu­ jeres escardaban; los hombres quitaban con hachas la maleza baja de parte de los huertos, en otros disponían la tierra en pequeños cua­ drados como un tablero de ajedrez, cuya finalidad eludió al principio mis más insistentes preguntas en pidgin. También fue en aquella primera etapa, en una de mis primeras jornadas, cuando sin saberlo fui testigo del gran consejo de los huertos que ocupará repetidas veces nuestra atención a lo largo de esta narra­ ción (caps. II, X I y XII). Vi al jefe, a su heredero y sobrino Bagido’u, que también era el hechicero, reunidos con los notables en asamblea, discutiendo asuntos que mi intérprete no me supo traducir. Poco des­ pués de esto, el propio jefe me llevó a pasear y a trabajar en los huertos por la mañana. Me impresionó que trabajara día tras día en su propia tierra como el más humilde de sus súbditos, manejando un fuerte palo de cavar, pues era uno de los trobriand más altos y fuertes. Como todos los demás, luego plantaría taytu, tubérculo tras tubérculo, buscando para cada uno un trozo de tierra apropiado. En la cosecha, trabajaría con la misma minuciosidad y precisión, levantando la tierra, sacando el taytu con sus propias manos y limpiándolo exactamente con el mismo cuidado, amor y paciencia que cualquier otro (cap. V, sec. 4). Generalmente acostumbraba ir acompañado por una u otra de sus es­ posas; la fuerte y sana Isupwana, y la no menos hermosa joven Ilaka’si o la primera esposa de su propio matrimonio personal, Kadamwasila, o la mayor de sus esposas, que había heredado de su hermano mayor, Bokuyoba. Debo a To’uluwa y a su cohorte de esposas las primeras lecciones sobre la tecnología de la horticultura. En el trabajo de campo, resulta útil manifestar cierto interés práctico por una ocupación y dar alguna muestra de competencia manual, para compensar la curiosidad teórica e incluso personal tan propicia a ofender las susceptibilidades de los nativos. En esta estación pueden observarse los diversos tipos de faenas características de los huertos, que se llevan a cabo a la par. En la ex­ tracción de los tubérculos, así como en la limpieza y preparación de los nuevos huertos, en general trabajan juntos absolutamente todos los miembros de la familia, marido, mujer, hijos y subalternos. Inclu­ so los niños pequeños suelen recibir un palo de cavar de juguete y un

hacha en miniatura con los que juegan a trabajar en los huertos, y comienzan a cultivar seriamente a una edad sorprendentemente temprana (cap. I, sec. 3; y Cuarta parte, div. 5). En la siembra y el corte de la maleza prepondera el trabajo co­ munal. Es imposible no notarlo cuando se vive en la aldea, entre los indígenas. Convocados por el jefe, del que reciben algunos alimentos por adelantado, además de nuez de betel y tabaco, los hombres reu­ nidos salen en atuendo semifestivo, con bromas y gritos consagrados por las costumbres, y trabajan más o menos medio día. En las aldeas más pequeñas, los hombres trabajan de forma comunal rotativamente, cortando o plantando una o dos parcelas cada vez. A veces un indi­ viduo trabaja sólo su propia tierra, o una mujer escarda su propia parcela, o dicho de forma más correcta la de su marido. Escasamente menos evidente puede resultar otro aspecto importante de la^horticultura de las Trobriand: la magia. Desde luego no es eso­ térica. Es una obligación pública del hechicero de los huertos, su exis­ tencia e incluso sus detalles son conocidos por todo el mundo, y puesto que la magia es considerada a la vez inalienable y normal, no hay secreto al respecto. Con todo esto, puedo imaginarme que un visitante corriente, o un comerciante o un misionero, pueda vivir largo tiempo entre los indígenas antes de descubrir su existencia. Pues es extraor­ dinariamente simple, en muchos casos está desprovista de todo cere­ monial y, durante la realización de un acto mágico, el ejecutante se asemeja mucho a un indígena normal dedicado a tareas prácticas (ca­ pítulos III, IV, VII, IX y X). Los ritos son simples y directos, y sólo el hecho de que algunos conjuros se canten en voz alta en el campo o en la aldea, puede inducir a preguntar qué es lo que pretende real­ mente el individuo. Muchos de los actos mágicos los lleva a cabo el hechicero solo, o sólo con quienes le ayudan o tienen algún derecho o interés en la magia (cap. I, sec. 6). Sólo hay una o dos ceremonias hortícolas realmente ostentosas y públicas (cap. IX, sec. 2). Ya al principio de mi experiencia comprendí que la vida tribal gira en torno a los huertos. A lo largo del ciclo de las estaciones, la agri­ cultura siempre tiene prioridad en la distribución de tareas e intereses. Los distritos ricos en producción son, en conjunto, los políticamente dominantes, así como los más ricos desde el punto de vista económico. El hechicero de los huertos de cada poblado •—cargo que ostenta o bien el jefe o bien su heredero o un pariente próximo— es la persona más influyente, o la segunda en orden de influencia. La producción de los huertos es la base de la riqueza de toda la zona. Se reparte según un complicado sistema de deudas matrimoniales y tributos políticos, y de este modo viene a ser el hecho más significativo de la sociología de las Trobriand. Las pocas aldeas en que la pesca desempeña un papel considerable siguen dependiendo económicamente de sus vecinos agri­ cultores. Esta última consideración nos lleva al tema de las provincias o distritos económicos.

4.

Los

DISTRITOS

ec o n ó m ic o s :

los a g r ic u lt o r es y los artesanos

Ya sabemos que en las Trobriand, además de un rico desarrollo del comercio y la industria, se practican dos actividades principales de pro­ ducción de alimentos: la agricultura y la pesca. Pero no se practican de forma general en todo el archipiélago, pues existe una especializa­ ción que corresponde de forma aproximada a dos distritos. Una ojeada al mapa (fig. 1) permitirá ver que la zona más ancha de la isla, al norte, está densamente poblada de aldeas desperdigadas por toda el área circu­ lar, mientras que en el sur existe una serie de aldeas cercanas a la costa occidental que se disponen en una línea continua hasta los asen­ tamientos septentrionales de la laguna. Estas dos constelaciones de aldeas, el grupo uniformemente distribuido del norte y el cinturón semicircular de los asentamientos de la laguna, coinciden con la dis­ tinción ocupacional entre agricultores y pescadores. Pero, junto a estas dos diferencias principales, pueden apreciarse otras diferencias entre los distintos distritos; diferencias que en parte son políticas, en parte so­ ciológicas y en parte, lo que para nosotros es ahora de especial interés, económicas. Así, en el norte encontramos tres provincias centrales: Kiriwina al noreste, Tilataula en el centro y Kuboma al sudoeste. Las dos prime­ ras dependen casi exclusivamente de la agricultura. Kiriwina es la provincia políticamente dominante, socialmente más elevada y econó­ micamente quizá la más rica, y el jefe soberano de toda la zona tiene su residencia en Omarakana. Las aldeas del extremo norte de la isla se incluyen dentro del territorio de Kiriwina; y entre éstas figuran Laba’i y Kaybola, los dos únicos asentamientos pesqueros del distrito. Están especializadas en sólo dos tipos de pesca, la del tiburón y la del mújol, que aunque marcadamente estacionales todavía tienen cierta importancia económica. Cuando se captura un gran tiburón en Kay­ bola —pues éste es el lugar donde se conoce la magia y la práctica de la pesca del tiburón—, todo el distrito se dará un atracón de este pez de fuerte sabor. También, cuando con la luna llena aparecen a la altura de Luba’i ricos bancos de mújoles, y se cogen grandes cantidades de éstos empleando redes aéreas, se envía un tributo al jefe sobe­ rano y a los jefes menores, y habrá mucho pescado por toda Kiriwina. Existe una magia especial relacionada con esta pesca, respaldada en una tradición mitológica y en ciertos rituales locales que lleva a cabo el dirigente de cada comunidad, con tabúes y ceremonial. Las aldeas están obligadas a enviar como tributo una parte de su pesca y, a su vez, son obsequiadas con regalos de devolución por las comunidades receptoras. No me es posible suministrar datos numéricos de algún valor sobre la importancia relativa de la pesca y la agricultura en comunidades tales como Laba’i y Kaybola. Creo que es deseable justificar ciertas afirmaciones con índices cuantitativos. Pero, en el campo antropoló-

gico, en muchos casos no es posible hacerlo así y los datos numéricos inventados o improvisados no sólo son inútiles sino también perjudi­ ciales. Durante mi estancia se capturaron y distribuyeron tiburones en varias ocasiones, de tal forma que pude saborear esta golosina en Oma­ rakana, pero no cabe duda de que esta ocupación se ha abandonado en gran medida, de tal forma que las observaciones actuales no pueden dar idea de lo que fue esta actividad en su época de pleno florecimiento. Si se le pregunta al hechicero cuántos tiburones se capturaban anti­ guamente al año, cerrará los ojos y palmeará con los puños cerrados, queriendo decir muchos y muchos, doscientos o trescientos quizá. Con otro individuo la cifra puede reducirse a veinte o puede ascender a ochocientos. Los indígenas pretenden dar una impresión, más que ex­ poner un hecho. La cantidad de alimentos producidos o de peces pes- _ cados es una cuestión de prestigio local. Pregúntese a alguien del in­ terior, que no tenga interés personal en la cantidad de tiburones cap­ turados en Kaybola, y dirá que probablemente se han cogido de seis a doce en un año; una infravaloración, sin duda. Todavía es más va­ riable la cantidad de mújoles que se pescan en Laba’i. Se me dijo que a veces el pescado que Omarakana recibe de allí, supera al que consigue por trueque de las aldeas costeras. Otras veces, en todo el año no se ve casi ningún banco de peces. Muchas de las aldeas de Kiriwina tienen una «puerta al mar» en la costa oriental, donde tienen varadas las grandes canoas de los via­ jes a ultramar y otras pequeñas para pescar o costear. En estas aldeas, un individuo sale con su arpón o un grupo de personas con una red barredera y hacen una redada en los arrecifes. Esta es una ocupación de aficionados que permite a los aldeanos obtener un poco de pes­ cado de vez en cuando durante las calmas de otoño y primavera, más por el placer del deporte y lo apetecible del manjar que como oficio. Cuando digo que es una ocupación de aficionados quiero decir que no conlleva magia oficial, expediciones organizadas de forma comunal ni obligaciones con las comunidades exteriores o con su propia gente. La siguiente provincia, Tilataula, no practicaba ninguna clase de pesca. Sus habitantes podrían describirse con una expresión indígena que significa «verdaderos marineros de agua dulce» (Vol. 2, Quinta parte, div. V, § 13). Si Kiriwina, la provincia brillante, glorificada y aristocrática, puede ser considerada la Atenas de las Trobriand, Tila­ taula, destacada en las artes militares, muy trabajadora y sobria, po­ dría asimilarse a la Esparta de la isla. Ellos mismos están orgullosos de su agricultura y de sus frecuentes victorias sobre sus vecinos, más aristócratas pero menos militaristas. El jefe de Kabwaku, la capital de Tilataula, suele emprender guerras ocasionales contra el jefe supremo, del que de alguna forma es súbdito, pero también rival y peligroso antagonista. Económicamente, estos indígenas se concentran en la horticultura; no tienen canoas de pesca ni para las expediciones a ultramar, y no poseen ninguna habilidad artesanal excepto el puli­ mentado de la piedra. Este arte lo practican los especialistas de varios centros, en par­

ticular de Obowada, Kaurikwa’u y Okobobo. Una gran roca de coral de grano especial, arrancada del arrecife vivo, se planta delante de la choza del artesano, que también se procura una arena muy fina de una playa especial. El arte requiere cierta habilidad y paciencia, y la capacidad, transmitida a través de la tradición de permanecer varías semanas seguidas inclinado sobre el aparato de pulimentar. Estos ar­ tesanos trabajan sobre todo para los jefes de rango —el Tabalu de Omarakana, el Toliwaga de Kabwaku, los subjefes de Liluta, Yalu­ mugwa o Kwaybwaga. Mientras trabajan, sus empleadores los sostienen con periódicos regalos de alimentos. Pero las industrias verdaderamente desarrolladas sólo aparecen más al oeste, en la región de Kuboma con su suelo más pedregroso que produce huertos sensiblemente menos productivos que los de sus ve­ cinos orientales. Los terrenos más fértiles de Kuboma pertenecen a la aldea de Gumilababa, lugar de residencia del jefe de la zona. También éste es un Tabalu. Pues — anticipando un dato sociológico— los tro­ briand se dividen en cuatro grandes clanes totémicos: el Malasi, el Lukuba, el Lukwasisiga y el Lukulabuta. A su vez, cada uno de estos clanes se divide en subclanes y los subclanes son, con mucho, la uni­ dad social más importante (cf. cap. X II, secs. 1 y 3). Cada subclán tiene lo que podríamos llamar un índice de rango: y dentro de esta jerarquía el subclán de los Tabalu es universalmente reconocido como el de más categoría. Aunque no existe una exacta equivalencia en la forma de expresión, el lenguaje de los trobriand expresa a la vez la idea de que un individuo es un Tabalu o un Mwauri o un Tudava, como nosotros hablamos de un Campbell, un Cameron o un MacDonald; y también existe el Tabalu, es decir, el jefe reinante de Oma­ rakana; el Toliwaga, el dirigente de la provincia de Tilataula; el Mwauri, que reside en Liluta, y así sucesivamente. Junto al Tabalu principal, no obstante, existen también líneas subsidiarias, pues este subclán, el más aristocrático, está repartido por diversas capitales. (Véase cap. X II, sec. 3.) Volviendo a Kuboma, no obstante, este distrito nos interesa aquí verdaderamente por su carácter industrial. Podríamos sentirnos ten­ tados a describir los habitantes de Kuboma como la casta industrial de las Trobriand; pues ni en la antigua Grecia o ni siquiera en el Mediterráneo podemos encontrar ningún paralelo exacto. No son como los fenicios o los judíos, fundamentalmente comerciantes, sino más bien industriales y artesanos; y, como en cualquier sistema de castas, su alta habilidad manual no les proporciona rango, sino que más bien les sitúa entre los despreciados. Esto se refiere especialmente a los más admirables artesanos de cuantos hay en las Trobriand, los habitantes de Bwoytalu. Esta aldea, que comparte con sus vecinos de Ba’u la reputación de poseer la magia más eficaz,5 puede presentar sin lugar a dudas los mejores logros en el arte de la talla que se cultiva allí de forma tradicional y, tanto por su perfección como por la cantidad de producción, carece de paralelo en la región. Desde tiempo inme­ morial, sus gentes han sido los carpinteros y tallistas de Nueva Guinea

oriental. Y todavía producen platos de madera, lanzas para pescar y cazar, garrotes, planchas pulimentadas, peines, martillos y ollas de madera, en grandes cantidades y con un alto grado de perfección ar­ tística y geométrica, como puede apreciar cualquier visitante de un museo etnográfico. También destacan en trabajar la fibra trenzada y en ciertas formas de cestería. Durante la estación húmeda, cuando algunas de las otras comunidades están ocupadas preparando expedi­ ciones ultramarinas o participan en festividades y repartos ceremonia­ les, o (hace generaciones) se dedicaban a la guerra, los hombres de Bwoytalu se sientan día tras día en sus plataformas cubiertas y pro­ ceden al redondeado, doblado, tallado y pulimentado de sus obras maestras de madera. Es una manufactura al por mayor para el co­ mercio y la exportación. No se aplica ninguna clase de magia a este trabajo, pero desde la infancia se inculca a cada individuo la habilidad, el conocimiento de los materiales, la ambición y el sentido del valor. Ninguna comunidad puede, ni intenta, competir con ellos. Las otras aldeas, Yalaka, Buduwaylaka y Kudukwaykela, están es­ pecializadas en la producción de cal viva para el betel de mascar. La última aldea citada solía producir también dibujos grabados al fuego sobre cacharros para la cal decorados, que todavía se pueden admirar en los museos etnográficos y constituyen, sin duda, uno de los pro­ ductos artísticos más destacados de los mares del Sur. Por desgracia, esta industria ha desaparecido. Burdos cacharros para la cal decora­ dos de forma ostentosa y en general vulgar con baratos abalorios ob­ tenidos de los comerciantes europeos, han reemplazado la hermosa producción indígena. Los habitantes de Luya son, sobre todo, produc­ tores de los hermosos trabajos de cestería trenzada, hechos con hierba lalang, que se utilizan principalmente para las cestas de tres compar­ timientos, el gorro de los viudos y pequeños bolsos. Estos se comercian, incluso ahora, por todo el archipiélago, de hecho por todo el distrito del Kula. Algunas de las aldeas, notablemente Ba’u, Bwoytalu y Wabutuma, también practican la pesca y están especializadas en la cap­ tura, mediante dardos multipuntas, de un pez poco apreciado, la raya. 5.

Los

DISTRITOS

ec o n ó m ico s : lo s pescad o res

Siguiendo nuestro examen económico general, llegamos a la región del norte de la laguna: Kulumata. En la gran aldea cercada de Kavataria reside también un Tabalu y en otros dos asentamientos vecinos se han naturalizado jefes del mismo rango (cap. XII, sec. 3). Pero esta región no constituye una unidad política dependiente de un dirigente, como es el caso de las tres anteriores. Los indígenas son pescadores que consideran su profesión como una ocupación seria e importante. Puesto que en este sentido están estre­ chamente emparentados con algunas de las aldeas meridionales, ob­ servemos otra vez el mapa y consideremos las otras regiones pesqueras. Entre ellas figura Luba, el complejo de aldeas situado, como si dijéra-

mos, en el entallamiento de la isla principal. Aquí la nueva capital, Olivilevi, fundada hace pocas generaciones a modo de renuevo de Omarakana, y su vecina Okayboma son fundamentalmente agrícolas. Sin embargo, las otras aldeas, desde Okopukopu hasta Oburaku, de­ penden principalmente de la pesca. Aún más al sur, y separado por una especie de alargada franja de tierra despoblada, se encuentra el gran poblado de Sinaketa rodeado de unos cuantos asentamientos me­ nores, y al sur de los mismos, en dirección a la costa oriental, otras tres aldeas. Estas últimas son fundamentalmente agrícolas. Sinaketa, en cambio, es un importante centro pesquero, sede también de al menos una industria dominante: la producción de discos de concha rojos que se utilizan como ornamentos y símbolos de valor (cf. Argonautas del Pacífico occidental, págs. 371-374 y láms. L, LI y LUI de la citada obra). Si prestamos atención a las aldeas pesqueras veremos que cada uno de los asentamientos costeros cuenta con un tipo particular de pesca. Como es sabido, aunque Bwoytalu y los poblados vecinos pescan con red, recogen moluscos y cazan cangrejos, les interesa fundamental­ mente la captura de rayas con arpón. Kavataria, el gran asentamiento del centro de Kulumata, debe sobre todo su importancia a que en su sector de la laguna existe un cierto número de afloramientos de coral con cavidades y refugios que ofrecen condiciones óptimas para la pesca con una raíz venenosa (véase Quinta parte, div. II, § 4). Uno de los subclanes domiciliados en Kavataria cuenta con una tradición familiar que explica esta práctica. Sus antepasados emergieron del subsuelo en una de las pequeñas islas situadas al este, entre las Trobriand y Wood­ lark; pero más tarde emigraron a Kavataria y trajeron consigo los aflo­ ramientos de coral, junto con el arte de pescar y la magia capaz de atraer a los peces al coral, una magia que se ha perdido hace ya mucho tiempo. Huelga decir que un adepto a la interpretación histórica de los mitos y leyendas interpretaría esta historia — e incluso puede que con razón en el sentido de que este tipo de pesca se difundió por las Trobriand procedente de los archipiélagos orientales—. Hoy las manchas de coral son de propiedad individual, a veces se ceden en arrenda­ miento y se suelen explotar con frecuencia y a conciencia. La gran importancia de esta pesca está en que permite realizar capturas bajo unas condiciones meteorológicas y en unas circunstancias que harían impracticable cualquier otra forma de pesca. Es de señalar que no existe ninguna clase de magia relacionada con esta industria. Por la comodidad de su trabajo y la relativa independencia respecto al estado del tiempo, los indígenas de Kavataria gozan de un monopolio, en el sentido de que pueden suministrar pescado cuando nadie más está en condiciones de hacerlo. En el trueque de pescado por hortalizas, que desempeña un importante papel en la vida económica de las Trobriand, imponen a la otra parte casi el doble del precio habitual, pero ofre­ ciendo a cambio una entrega puntual y segura. Las comunidades situadas más hacia el este, Teyava y Osaysuya, Tukwa’ukwa y Oyweyowa, también se dedican a la pesca, pero con

menor eficiencia, no sólo que Kavataria, el primer centro pesquero, sino también en comparación con Oburaku y Okopukopu. Los últimos lu­ gares citados no cuentan con afloramientos de coral en su sector de la laguna y llevan a cabo la pesca en gran escala mediante el uso de redes triangulares y golpeando sus presas. Para ello necesitan días de calma, desplazamientos favorables de los bancos de peces y, por su­ puesto, un sistema comunal organizado. Cuando tienen éxito el ren­ dimiento es elevado y ofrecen mejores condiciones de trueque; pero muchas veces la otra parte tiene que esperar mucho tiempo e, incluso en el caso de una expedición fructuosa, el rendimiento puede ser va­ riable. Desplazándonos más al sur llegamos a la única aldea situada en la costa oriental: Wawela. Sus habitantes pescan también, pero sólo ocasionalmente, en los días de calma y su verdadera especialidad es el conocimiento de la astronomía y la meteorología indígenas o, más correctamente, del cálculo indígena del tiempo (cf. fig. 3 y cap. X). Económicamente, dependen de los huertos y, en una medida conside­ rable, también de las ricas plantaciones de cocoteros de sus playas. El gran asentamiento de Sinaketa, formado por siete u ocho po­ blados reunidos, debe su importancia a que desde aquí, así como des­ de la gran aldea de Vakuta situada en la isla adyacente del sur, parten algunas de las grandes expediciones marítimas que van a las Amphletts y a Dobu, donde tienen lugar los trueques ceremoniales del Kula y algún comercio intertribal directo. Antiguamente, y hasta cierto punto incluso ahora, los indígenas de Sinaketa y Vakuta solían aprovechar sus expediciones para pescar las conchas de espóndilos, empleadas en la fabricación de los discos de concha (cf. Argonautas; cap. XV, sec­ ciones 2 y 3). Como veremos a continuación, esta industria tiene mucho en común, por su carácter económico, con la producción de grandes hachas pulimentadas que ya hemos mencionado en Tilataula. Existe una tercera industria de este tipo, la producción de brazaletes de concha (cf. op. cit., cap. XXI, sec. 4). Esta era, sobre todo, especialidad de una región todavía no mencionada: la pequeña isla de Kayleula, al oeste de Kuboma. También pertenecen a esta región las islas menores de Manuwata, Kuyawa y Nubiyam en cada una de las cuales hay un solo poblado. Pero es Kavataria, la aldea de los afloramientos de coral, la que ocupa el segundo lugar en la producción de brazaletes de concha. Los dos centros, Kavataria y los poblados de Kayleula, pertenecen a un ramal secundario del anillo del Kula, en el que el trueque de artículos industriales utilitarios, así como de alimentos, juegan un papel más importante que en el circuito principal (op. cit., capítulo XXI, sec. 3). Otro tema debe tratarse aquí brevemente, aunque no forme parte de la economía de las Trobriand propiamente dicha. Desde tiempo inmemorial, los nativos pescan la pequeña madreperla, que ellos lla­ man lapi, que les proporciona el más importante molusco comestible. Cuando, al abrir la concha, encontraban una gran perla bellamente redondeada, se la daban a los niños para que jugaran con ella. Bajo la influencia europea, ha comenzado a florecer una nueva industria.

Gracias a la sabia legislación del gobierno de Papuasia, los comerciantes europeos sólo pueden comprar perlas a los indígenas y no pueden rea­ lizar ni organizar buceos de captura por su cuenta. En cinco comuni­ dades (Kavataria, Teyava, Tukwa’ukwa, Oburaku y Sinaketa) esto ha llegado a convertirse en los últimos veinticinco años en una fuente de ingresos que a los nativos les parece increíblemente grande. En muchos sentidos, ha dado lugar a una revolución en la economía indígena. Este hecho proporciona al antropólogo algunos interesantes conoci­ mientos circunstanciales sobre los hábitos y las ideas de los indígenas; y en primer lugar sobre su «conservadurismo», su estricta adhesión a la tradición y a la costumbre. Pese al hecho de que la pesca de perlas ha abierto unas perspec­ tivas de riqueza inimaginables y descompensado todo el equilibrio de fuerzas, sólo continúan la industria aquellas comunidades que desde antiguo pescaban las ¡api. Ni los pescadores expertos y preparados de Vakuta y Kayleula, ni los hábiles e inteligentes pescadores de rayas de Bwoytalu, ni menos aún los marineros de agua dulce, toman parte en la pesca de perlas. Técnicamente, podrían hacerlo perfectamente, dado que es un trabajo sencillo. Por lo que respecta a su organización del esfuerzo colectivo y la capacidad para apreciar la riqueza y el tra­ bajo todos están al mismo nivel. Se abstienen, en parte, porque las comunidades que tradicionalmente han poseído la industria podrían protestar y tendrían derecho moral —y para la opinión indígena tam­ bién legal— a impedirlo; pero, más aún, porque se considera que sería injusto y también indecoroso traspasar los límites de los derechos establecidos. En segundo lugar, la pesca de perlas permite al antropólogo com­ probar lo difícil que resulta crear una demanda. El único artículo ex­ tranjero que tiene algún poder adquisitivo entre los indígenas es el tabaco. E incluso éste tiene sus límites; pues un indígena no valorará diez paquetes de tabaco como diez veces uno. Por las perlas verda­ deramente buenas, el comerciante tiene que entregar a cambio objetos indígenas de valor: brazaletes, grandes hojas de espada ceremoniales y ornamentos hechos de discos de conchas de espóndilos. También han fracasado los intentos de enviar al exterior determinados materiales de los mares del Sur y fabricar allí imitaciones valiosas. Hace treinta o cuarenta años una empresa comercial dedicada al pulimento de pie­ dras (no sabría decir si era inglesa, holandesa o alemana) intentó pro­ ducir grandes espadas de piedra utilizando esquistos o pizarras europeos, e inundar con ellas varias regiones de los mares del Sur. Pero sus ar­ tículos fueron rechazados por los indígenas como basura. Mi amigo M. Brudo tenía una o dos piezas de la piedra original de la isla de Woodlark pulimentadas en París. Los indígenas tampoco las aceptaron. Con que, en la actualidad, cada comerciante se ha creado un equipo de trabajadores indígenas que pulimentan grandes cabezas de hachas, frotan conchas de espóndilos hasta darles forma de pequeños discos, en ocasiones taladran y limpian un brazalete de concha... y de esa forma se hacen con ornamentos indígenas para cambiarlos por obje­

tos valiosos para nuestra civilización. De hecho, ante el infantil entu­ siasmo que los europeos tienen por las perlas, los trobriand muestran un desprecio comparable al que mostraría una duquesa o una cocotte parisiense ante un collar de discos de conchas rojas. El tercero, y quizá más importante, aspecto en que la pesca de per­ las ayuda a comprender los hábitos e ideas de los trobriand es el hecho de que ni el mayor soborno, ni los incentivos económicos, ni la presión personal del comerciante blanco, ni su ansia competitiva por la riqueza, pueden conseguir que los indígenas abandonen sus propias ocupaciones para dedicarse a las que se les quieren imponer de forma subrepticia. Cuando el trabajo de los huertos está en pleno apogeo «los malditos negros no quieren bucear aunque se les atiborre de kaloma y tabaco», como decía uno de mis amigos comerciantes. Cuando tienen que llevar a cabo una expedición pesquera por su contrato tribal con una comunidad agrícola, «nada hará que los muy asquerosos tra­ bajen un rato en las laph. Yo he calculado aproximadamente que, midiendo las pastillas de tabaco en cestas normales de ñames o en su equivalente actual, el pescador medio puede ganar de diez a veinte veces más en un día normal de pesca de perlas que en una jornada fructífera de pesca corriente. Pero ello carece de importancia para él; despreciará la excitación del jugador, sus fantasías y ambiciones, y saldrá a la mar para poder entregar dos o tres ristras de pescado a cambio del taro y los ñames que ha recibido. La obediencia a la tra­ dición y el sentido del honor tribal hacen que, invariablemente, ponga en primer lugar sus huertos, en segundo lugar la pesca destinada al trueque y sólo en último término las pesquerías de perlas. Aunque tal vez haya resultado aburrido, era indispensable efectuar este examen de las distintas regiones económicas. Ahora el lector cuenta con una descripción completa, aunque fragmentaria, de los datos eco­ nómicos que constituyen el necesario telón de fondo de nuestro tema concreto. De hecho, a excepción de los detalles técnicos, las descrip­ ciones de los rituales mágicos, la pompa tradicional y la rutina del trabajo, hemos presentado aquí un resumen completo de la economía de la isla.

6. L a

e s p e c ia lx z a c ió n i n d u s t r i a l e n M e l a n e s i a

Nuestro examen nos ha permitido ver que la agricultura no sólo tiene la máxima importancia desde un punto de vista general, es decir, para la tribu en su conjunto, sino que en todas partes es la principal actividad productora de alimentos y que siempre goza de preferencia sobre los demás trabajos. También hemos visto que la pesca, descono­ cida en casi la mitad de los poblados, ocupa un lugar secundario in­ cluso en los centros en que se practica más intensamente. Con res­ pecto a las industrias, es importante dejar claro que en ningún sentido juegan un papel comparable al de la agricultura, y ni tan sólo al de la pesca. Cuando hablamos de la división del trabajo por regiones, no

nos estamos refiriendo a nada parecido a la especialización de las modernas comunidades industriales. Todas las aldeas practican todas las artes y oficios, excepto aquéllas que sólo tienen una utilidad local. Los poblados del interior por ejemplo, no construyen canoas ni fabrican redes. Salvo en estos casos, no existe ningún artículo que sólo pueda pro­ ducirse en el centro de la talla de la madera, Bwoytalu, y no asimismo en la agrícola capital Omarakana; que pueda fabricarse en un pe­ queño poblado insignificante, tal como Giribwa, en el extremo sur, o en Moligilagi, en el este, y no pueda importarse asimismo del centro de la cestería, Luya, o del centro de la industria de vasijas para la cal Kudukwaykela. Si uno penetra en el interior de una aldea de las Tro­ briand en un día lluvioso y sofocante, durante la estación baja de las faenas agrícolas, o cualquier día después de la puesta del sol, encon­ trará a la mitad de los hombres de la comunidad ocupados en tallar ’ \ una espátula para la cal o en pulimentar un palillo para la nariz, re­ parando el mango de un hacha o una azuela; fabricando un recipiente para agua con un coco o puliendo una vasija de piedra caliza. También las mujeres, a menos que estén ocupadas en guisar o en las faenas domésticas, estarán arreglando sus faldas de fibras, cosiendo esteras, blanqueando las hojas de pándano o tejiendo cestas. Todos estos ofi­ cios se practican en todas partes y los artículos más especializados, como los platos de madera, los bastones, las lanzas, las cestas finas, se producen y reproducen en cualquier lugar. La especialización, en este sentido, predomina en las siguientes cla­ ses de artículos: grandes fuentes de madera, peines, tableros para de­ corar y moler; calabazas para la cal, cestería bien acabada, vasijas para la cal con dibujos grabados al fuego; discos de concha, brazale­ tes de concha, grandes hojas cortantes de piedra pulimentada, aunque en todas partes pueden encontrarse y producirse ocasionalmente ejem­ plares de calidad ligeramente inferior. En algunos casos, en particular en la producción de discos de concha e instrumentos de concha y pie­ dra pulimentada, la industria depende de la existencia de materias primas. En el caso de las conchas, éstas tienen que pescarse en los pocos lugares en que las hay y son accesibles, es decir, sólo en las tres comu­ nidades marineras y pescadoras. También la piedra que se importa de la isla de Woodlark se queda naturalmente en algunas de las comu­ nidades orientales y se trabaja allí. Todavía hay un par de poblados con cierta ventaja local en el abastecimiento de materias primas, v.g., en los pantanos del norte de Kuboma crece la fina hierba necesaria para las cestas que se fabrican en Luya, mientras que las ciénagas de manglares que rodean Ba’u y Bwoytalu proporcionan una madera es­ pecialmente adecuada para la talla. No obstante, en conjunto, el tra­ bajo intensivo de los centros industriales viene determinado por la tradición, el orgullo comunitario y la organización de la industria. La apariencia concreta de tales «comunidades industriales» colma a veces las esperanzas del etnógrafo, en tanto que otras su escaso inte­ rés resulta sorprendente e incluso frustrante. Cuando, en vez de ir a

un poblado trobriand normal, se entra en Bwoytalu, especialmente, aunque también sucede lo mismo en Yalaka, o Luya, sobre todo du­ rante la época de las lluvias monzónicas o de las calmas que median entre dos estaciones, se encuentran en la plaza central grupos de hom­ bres sentados sobre plataformas cubiertas, trabajando, recitando cuen­ tos fantásticos, compitiendo entre sí de forma amistosa, exhibiendo y admirando los artículos acabados. De hecho, Bwoytalu presenta el cuadro de la comunidad industrial papú-melanesia en su forma más desarrollada. También en Sinaketa y Vakuta, en ciertas épocas, se encuentran claros indicios de la manufactura de discos. Si se tiene la suerte de visitarlas en un año en que se hayan producido muchos adornos, es posible presenciar en estas aldeas la interesante exhibición competitiva que se organiza, en medio de un ambiente festivo (cf. Vida sexual de los salvajes, pág. 34). Evidentemente, en las aldeas pesqueras muchas veces se están secando las redes, se están preparando las canoas y a veces puede verse a toda la comunidad poniéndose en marcha o regresando de una expedición, o es posible observarles en su trabajo desde la playa. He dado este breve resumen de algunos datos que aparecen des­ perdigados a lo largo de mi descripción de las regiones económicas, en parte para situar en una perspectiva correcta estos hechos de la economía primitiva, puesto que el uso de palabras tales como «agrí­ cola», «expediciones de pesca», «industrias», «especialización», fácil­ mente da lugar a implicaciones falsas; y en parte porque, a menos que se haya encontrado con anterioridad con un problema concreto, es posible que incluso el etnógrafo, bajo la influencia de sus lecturas e impresiones de museo, se aproxime a un centro industrial de los ma­ res del Sur, como las Trobriand, con unas esperanzas algo exageradas. Lo sé por propia experiencia en el trabajo de campo. Cuando uno ha estado contemplando artículos procedentes de las Trobriand por los museos de Europa, Australia y los Estados Unidos, del mundo civilizado, dicho en pocas palabras; cuando los recoge en sus viajes por la Melanesia y Nueva Guinea admirando su perfección a cientos de millas de su lugar de origen, la curiosidad crece. Inevitablemente se espera encontrar alguna organización técnica, algún sistema regular de producción con mercados, agencias y canales de distribución. La primera sorpresa se presenta cuando uno descubre que la pro­ ducción de vasijas para la cal o de cestas de tres compartimientos, pon­ gamos por caso, está restringida prácticamente a una o dos aldeas. Cuando se entra en esos simples puñados de chozas destartaladas lla­ mados Yalaka o Kudukwaykela, y en vez de un gremio de artistas o artesanos encabezados por un capitán de industria de los mares del Sur, uno descubre que el mantenimiento de la tradición está en manos de media docena de hombres, jóvenes y niños, la sorpresa es inevi­ table. La hermosa alfarería de las Amphletts —monumento múltiple y diverso y ampliamente difundido de la laboriosidad y habilidad de los papú-melanesios— descansa, como pude comprobar, sobre los hombros de siete mujeres ancianas que entonces sólo tenían tres o

cuatro jóvenes aprendizas. Una fuerte epidemia de gripe podría in­ terrumpir toda la tradición, como parece que ocurrió efectivamente con la industria de vasijas para la cal, debido a la prematura muerte de tres o cuatro hombres de Kudukwaykela, hace ahora una generación. Desde luego, a ello, combinado con el descenso del índice de naci­ mientos, el cambio de gustos y la consecuente pérdida de interés, se debe que los jóvenes descuiden el aprendizaje de los oficios. En otro tiempo, incluso la producción de cualquier pequeño poblado pudo ser, en realidad debió ser enorme. Incluso si estimamos que la fabricación de un ejemplar modélico de calabaza para la cal o una fuente de madera requiere un plazo de una semana, y suponemos que los indi­ viduos trabajan por lo menos un tercio de su jornada, cada artesano produciría unos quince ejemplares al año. Por tanto, diez o veinte artesanos podrían producir entre 150 y 300 objetos. Por supuesto, en el caso de algunos artículos, la producción estaba limitada por la es­ casez de las materias primas. La toba volcánica para las hojas cor­ tantes de piedra tenía que importarse de la isla de Woodlark, las cala­ bazas tenían que crecer cada año, la madera adecuada para las tallas tenía que obtenerse mediante la tala de grandes árboles. En las Amphletts sólo se podía conseguir arcilla en un lugar, situado a una distancia considerable de los poblados. Cuando estuve allí, dos pobla­ dos no tenían absolutamente nada de arcilla y en el tercero había muy poca. Tales desventajas y limitaciones de tiempo muestran en qué sen­ tido podemos hablar de «actividades industriales» en las Trobriand. Comparándolas con la holgura de posibilidades, la intensidad y el excedente de producción que consiguen en la agricultura, tendremos un punto de referencia para apreciar la horticultura desde una pers­ pectiva correcta.

7. E l

p o b la d o y l o q u e a l l í o c u r r e

Puesto que, no obstante, estamos intentando proporcionar un marco concreto a nuestro cuadro de la economía indígena, detengámonos en ello un momento y examinemos con mayor atención el contexto local de toda esta actividad. Hemos pasado lista a diversos poblados, pero todavía no tenemos una idea clara de su disposición ni de los detalles de su estructura. El visitante tiene que desembarcar en una de las aldeas costeras, Sinaketa o Vakuta si pretende empezar por el sur, o en Kavataria o Tukwa’ukwa si empieza por el Norte. Estas aldeas —un atractivo bos­ quecillo de palmeras, con las cabañas dispersas entre los árboles y unas cuantas canoas varadas en la playa, u otras que navegan hacia alta mar no ganan demasiado al inspeccionarlas desde cerca. La misma playa suele estar sucia de basuras, conchas, raspas de pescado , y, en la actualidad, latas y andrajos de algodón. La influencia europea ! también se hace visible en las piezas de chapa ondulada que desfi­

guran las techumbres de paja, en las latas de petróleo que gradual­ mente van desplazando a los graciosos recipientes de cocos para el agua. Los asentamientos costeros también parecen caóticos a primera vista, con chozas irregularmente situadas y almacenes desparramados de forma poco sistemática entre las palmeras. Pero tras una cuidadosa inspección de uno de ellos, o mejor aún de varios, se descubre que en realidad cada uno está formado por un enjambre de aldeas más pequeñas. También se descubre que cada pequeña aldea tiene unas partes constitutivas bien definidas: una plaza pública central, rodea­ da de uno o dos cinturones de almacenes y viviendas. Donde ambos se mantienen separados, los almacenes constituyen el círculo interior y la línea de viviendas está situada en la parte exterior de la calle circular. Al adentrarse en la isla se descubre que las aldeas varían en ta­ maño, en estructura y en el grado de acabado y decoración de los edificios. Al entrar en una de las capitales de distrito, pongamos Gumilababa o, mejor todavía, Omarakana, se encuentra una amplia plaza central bien trazada y grandes almacenes de ñames bien construidos y, a veces, decorados. Pero también se pasa por las pequeñas aldeas del interior, de unas veinte casas y almacenes alrededor de una plaza central diminuta; y asentamientos compuestos, en los que varios pe­ queños villorrios se agrupan en algún bosque grande. En cualquier caso, la aldea puede identificarse a distancia por un gran grupo de árboles altos; a veces parece una porción de selva virgen, otras pre­ dominan los cocoteros. En algunas ocasiones esos grupos de árboles resultan ser bosques sin viviendas, ya sea porque se trate del empla­ zamiento de un poblado ahora deshabitado o de lugares donde no se ha tocado la jungla a consecuencia de alguna asociación mitológica o algún tabú mágico particular. Todas las aldeas, sean simples o com­ puestas, constituyen una unidad de asentamiento, es decir, cuentan con su propio territorio, a cuya explotación agrícola se dedican; tienen su propio pozo, su bosquecillo de árboles frutales y palmeras y en muchos casos su propio acceso a la costa. En los capítulos siguientes llegare­ mos a conocer mejor los principios que informan la división de los poblados en caseríos componentes o secciones (cap. XII, sec. 3), los principios de la posesión de la tierra (cap. X II) y los elementos estruc­ turales de la aldea, en particular la manera en que se distribuyen y construyen los almacenes de ñames (caps. VII y VIII). La plaza central de la aldea es el lugar donde se desarrolla la mayor parte de la vida pública. También tienen lugar en ella muchas de las ceremonias hortícolas que se describirán en los capítulos siguien­ tes. Nos reuniremos allí para el consejo anual de los huertos (caps. II, sección 3 y XII, sec. 4). En la época de la cosecha, presenciaremos la exhibición de los nuevos frutos y luego seguiremos la erección de los montones de ñames y su traslado a los almacenes (caps. V y VII). En este lugar se realiza un tipo de magia especialmente interesante: la magia de la abundancia (cap. VII). También aquí veremos reu­ nirse los hombres para el trabajo comunitario, o para realizar expe-

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diciones de pesca cuya captura se destinará a alguna de las grandes ceremonias inaugurales. Es sorprendente el número de actividades públicas, celebradas siem­ pre en la plaza central, relacionadas con los huertos o que al menos suponen la utilización del producto de los huertos. En la tabla del calendario (fig. 3) puede comprobarse que todas las columnas que quedan a la derecha de la 5 están ocupadas por las actividades de los huertos. En efecto, incluso el ceremonial (col. 10) depende directa­ mente, y en primer lugar, de la cosecha. Las columnas 1 y 10 indican que las tres primeras y las tres últimas lunas se dedican a la vida ce­ remonial, sexual y social. Si consideramos estos hechos en su marco real, en el poblado, siempre se desarrollarán en medio de un deco­ rado de alimentos: grandes pilas de ñames en la plaza central, recep­ táculos en forma de prisma repletos de frutos, guirnaldas de cocos y bananas, taros y ñames. En la fiesta del M ilamala se exponen horta­ lizas y frutas en señal de bienvenida y para complacer a los espíritus de los difuntos. Se realizan repartos ceremoniales de alimentos sin guisar, en memoria de los fallecidos durante los últimos años. De hecho, tan pronto se acaba de almacenar la cosecha de ñames recién exhibida, ya se abren otra vez los almacenes y vuelven a trasladarse los alimentos. Si durante el año anterior no ha muerto nadie en el poblado —esto es, ninguna persona de rango o de importancia— , un gran reparto de alimentos, que luego se guisan y se comen comunitariamente, ini­ cia un período de danzas festivas. Día tras día, los hombres pasan la tarde y la noche bailando y las mujeres, que visten faldas nuevas y especialmente ostentosas, guisan cantidades inusitadas de comida; las familias intercambian grandes platos de alimentos guisados y los re­ galos de comida sin guisar que pasan de mano en mano son constantes. El período de danzas, como la mayor parte de las celebraciones y actividades de las Trobriand, está jalonado de fiestas y repartos comu­ nales. Por regla general, se realiza uno especialmente importante al principio o a la mitad y varios al final. El dirigente de la comunidad —independientemente de que también sea jefe de distrito, o sólo se trate del primus inter pares local—, actúa siempre como maestro de ceremonias/A él le corresponde proporcionar la comida. .Por el hecho de recibirla, los miembros de la comunidad contraen la obligación de cooperar en cualquier actividad ceremonial que esté en marcha: par­ ticipar en las danzas o en las exhibiciones de objetos valiosos, en juegos competitivos o en cantos públicos. Si algún miembro de la comunidad ha fallecido durante el año anterior, entonces no hay danzas. Normalmente se substituyen por uno o dos repartos ceremoniales. Tales repartos figuran entre los ac­ tos ceremoniales más habituales y característicos de las Trobriand. Estos alcanzan sus formas más elaboradas y su mayor importan­ cia cuantitativa en las fiestas en memoria de los difuntos. A grandes rasgos, estas fiestas se rigen por los siguientes principios sociológicos, económicos y dogmáticos. Actúa como maestro de ceremonias el más

viejo de los parientes varones consanguíneos del difunto. Este recibe considerables regalos de alimentos de sus consanguíneos y de los fa­ miliares de su esposa y, si es un notable, también de aquellos que normalmente le entregan tributos, a lo cual él mismo añade una can­ tidad que a veces puede llegar a representar la mitad del contenido de su almacén. En las ocasiones de poca monta, toda esta comida se coloca en montones circulares, en el suelo; sin embargo, en las gran­ des recolecciones se deposita en receptáculos prismáticos. Se hace en­ trega de cada montón a una persona que haya tenido una relación social concreta con el difunto. Por regla general, la mayor parte de los alimentos se entregan a los hijos del difunto y a sus parientes con­ sanguíneos, pues son las personas encargadas de la mayor parte del ritual funerario. El reparto se hace de forma ceremonial, anunciando el nombre de cada persona conforme se le asigna su parte. Después de esto cada receptor coloca los regalos, que ■ —señalé­ moslo—• consisten en tubérculos y frutas sin cocinar, en una cesta y los traslada a su propio poblado, situado generalmente a cierta dis­ tancia. Allí se descargan frente a la casa. Con unas pocas excepciones insignificantes, no se guardan en el almacén, sino que los receptores los distribuyen entre sus parientes consanguíneos y políticos por ambas partes. Como todas las comunidades de los alrededores del centro en que se efectúa el reparto reciben abundantes alimentos que deben con­ sumirse en comidas especialmente pródigas, la abundancia, en el sen­ tido de hartazgo, prevalecerá en el distrito en que se ha celebrado el reparto mortuorio. Me he detenido en estos hechos porque es importante señalar que los «festines» o «festividades» de esta parte de la Melanesia no consis­ ten en reunirse para comer en grandes cantidades, sino en una gran acumulación de alimentos sin cocinar que se reparten entre los dis­ tintos individuos. Al mismo tiempo, tales repartos no significan sim­ plemente un cambio de manos de la comida, que con frecuencia se repite varias veces, en el espacio de dos o tres días; también significan que en todo el distrito se prepara y consume abundante cantidad de comida. Por regla general, tales repartos van acompañados del sacri­ ficio de un par de cerdos, muchas veces hasta una docena. O bien se proporciona pescado, en trueque, procedente de uno de los pobla­ dos costeros. Esto también significa que se consumen más tubércu­ los, pues como dicen los indígenas, «la comida de todos los días baja mejor si se acompaña de un condimento» (es decir, con manteca, carne o pescado). Cuando se prepara un guiso comunal de taros o de ñames, los alimentos no se consumen de forma comunitaria; alrededor de cada olla se coloca un grupo de hombres y cada uno moja su cuchara de concha (Vida sexual de los salvajes, lám. 86, pág. 372). El carácter festivo de la comida no se basa, por tanto, en el hecho de compartir comunitariamente la compañía de los demás durante la comida —se tiende a comer en pequeños grupos, por lo general de familiares— , sino sobre todo en el placer común de ver acumuladas y exhibidas

grandes cantidades de alimentos. La esencia de estas fiestas consiste en dar o recibir y volver a pasar, y en satisfacer la obligación de paren­ tesco contribuyendo primero a la puesta en común y participando luego en el reparto del producto. Volviendo al esquema sociológico de los repartos mortuorios, éste es tan complejo y variado que, sólo logré establecer, con el mayor es­ fuerzo y a base de compilar una serie de casos concretos, los princi­ pios fundamentales de la transacción. Deben ayudar al maestro de ceremonias todos aquéllos que tengan obligaciones de parentesco con él, pero que no hayan participado en el ritual funerario del difunto. Por otra parte, el maestro de ceremonias tienen que hacer regalos a todos aquéllos que de una u otra forma hayan colaborado durante la enfermedad o después del fallecimiento del difunto. Es frecuente que un individuo contribuya un día al reparto, por ser pariente político del maestro de ceremonias, para regresar a casa después del reparto prácticamente con la misma cantidad de alimentos, porque estaba emparentado con el difunto como hijo clasificatorio. Como se ha dicho, el espectáculo de la acumulación de alimentos, su distribución y sus traslados, constituyen la esencia de la ceremo­ nia colectiva; pero la comida misma, consumida en pequeños grupos y familias, o tal vez incluso a solas, también forma parte esencial del acontecimiento, aunque nunca sea un acto colectivo. Para los indígenas, la completa satisfacción del apetito, la saciedad y el hartazgo, están ligados emocionalmente al espectáculo de los alimentos acumulados. Estos constituyen la esencia de la malia —la prosperidad, la abun­ dancia, la saciedad—, un concepto que encontraremos constantemente en los próximos capítulos. La idea de «comer hasta vomitar», de sa­ ciedad, de comer con acompañamiento de carne y otros extraordina­ rios, encaja de forma natural en el esquema de las «lunas de la abun­ dancia», correspondientes a los meses de la recolección. Encontraremos este tema en las fórmulas mágicas, en las costumbres y en las ins­ tituciones tradicionales, así como en los propios labios de los indí­ genas (cf. cap. VI, sec. 3; Vol. 2, Quinta parte, div. V, § 3, y Séptima parte, F. M. 16 y 25). Volviendo a la citada tabla (fig. 3), a la izquierda puede verse que las lunas que vienen a continuación, las 3, 4 y 5, se dedican a pre­ parar las expediciones ultramarinas (col. 3), la pesca del tiburón y la pesca en mar abierto en las comunidades que practican el comercio marítimo (col. 2). Si observamos el desarrollo real de estos aconteci­ mientos en el poblado y sus alrededores y en la costa, descubriremos que, una vez más, los alimentos forman parte del ceremonial que rodea la construcción de la canoa y que los regalos que se hacen tienen importantes implicaciones sociológicas y económicas. El patrón y propietario de la embarcación regalará una cantidad considerable de alimentos al especialista en la construcción de canoas. El individuo que encarga grandes hojas de hacha, brazaletes y discos de concha para el Kula tiene también que mantener a los artesanos (véase sec­ ción 4). El grueso de las actividades que tienen lugar en esta esta­

ción no son exclusivamente agrícolas, ni siquiera están directamente relacionadas con los huertos. Pensar que la horticultura es lo único importante en las Trobriand supondría una imagen unilateral, trazada desde una falsa perspectiva. Pero el intercambio de productos agríco­ las, los regalos de alimentos guisados o crudos, constituye la vertiente económica de gran parte de los preparativos para el comercio marí­ timo. Del mismo modo, el estudio de la pesca del tiburón y del mújol en la costa noreste nos revelará que si bien siempre que se consigue una buena pesca se hacen regalos substanciales a los poblados del interior, éstos los devuelven más pronto o más tarde con productos de sus huertos. Las exhibiciones públicas de ñames disminuyen durante los últi­ mos meses de la estación de los monzones y durante las calmas. En efecto, en esta época, las provisiones empiezan a escasear; el interés por los huertos se manifiesta entonces en la contemplación de los nuevos frutos y en los intentos de valorar las probabilidades de que la cosecha sea «abundante» o «escasa». Pronto están listos para la recolección los frutos tempranos. Se realizan las ceremonias prelimi­ nares y se exhiben los primeros frutos (cap. V, secs. 2 y 3). Y así se inicia la cosecha, que nuevamente llena la aldea de productos agrí­ colas. A ello sigue la construcción de los nuevos almacenes y las nuevas viviendas, el intercambio de regalos y contrarregalos: cestas llenas de ñames, atados de taros y manojos de bananas o de caña de azúcar. Así, sin movernos de la plaza central de una de las aldeas del in­ terior, hemos podido observar el paso de las estaciones. En la primera época del año, la vida pública consiste en diversas festividades, en algunas de las cuales, como las danzas, los juegos, los concursos de canto, el reparto de comida sólo es accesorio. Otras, como las cere­ monias mortuorias, consisten en gran medida en distribuciones de ali­ mentos. Mientras tienen lugar todas estas actividades, la gente tra­ baja por las noches en la fabricación o reparación de objetos o se dedica a alguna labor artesanal, y en los centros industriales los hom­ bres trabajan a diario en su especialidad. Pero puede decirse que todo el año el producto de los huertos constituye de un modo u otro su principal sustento y las exhibiciones públicas de frutos forman parte de todas las ceremonias. Lo cual no es de extrañar, puesto que la agricultura es la actividad productiva dominante y constituye el principal interés personal de todos los indígenas.

8.

Lo

QUE OCURRE EN LA CASA Y EN LA FAMILIA

Hasta ahora nos hemos quedado en la plaza central y hemos ob­ servado los acontecimientos de la vida pública. Para ir del círculo interior al exterior tendríamos que pasar entre dos galpones. Frente a uno de ellos, al otro lado de la calle, veríamos la vivienda de su pro­ pietario, en la que vive con su esposa y sus hijos, siendo norma en

las Trobriand una vivienda por familia. Sólo rara vez conviven con parientes lejanos. Generalmente, incluso las parejas ancianas tienen su propia choza; el viudo o la viuda viven solos, en tanto que los solteros comparten una pequeña casa comunal (cf. Vida sexual de los salvajes, cap. III, sec. 4). La vivienda, el almacén, la parte corres­ pondiente de la calle, el terreno baldío de la parte de atrás, donde se encuentra el montón de basura, constituyen el territorio doméstico de una familia. Detrás de la vivienda la esposa limpia y prepara los alimentos para la comida, o trabaja en algunas de sus actividades puramente femeninas, tales como la confección de faldas, el cosido de alfombras o el remiendo de algunos utensilios domésticos. Allí tam­ bién suelen jugar los niños pequeños. Se cocina en la casa sobre el fogón de piedras, o bien, detrás, cuando tiene que utilizarse un horno de tierra, o a veces frente a ella. El espacio frente a la casa es el centro social de la vida familiar. Allí se sientan juntos por las tardes, comen y charlan; allí los visitan sus vecinos. Entrando en la casa encontraríamos un interior mal ventilado, pero no desagradable, escasamente amueblado e iluminado sólo por la luz que se filtra por la pequeña puerta. La casa no es más que un techo de paja combado que se apoya directamente sobre tierra (Iám. 94). Arrimadas a las paredes hay unas tarimas, generalmente dos contra la del fondo y una en el lateral (cf. Vida sexual de los salvajes, lám. 8). Basta extender unas cuantas esteras de pandano para dejarlas dis­ puestas para la noche. En una de estas tarimas bajas encontraremos al mago pronunciando conjuros sobre sus hierbas y substancias (ca­ pítulo II, sec. 4). El hogar formado por tres piedras, se encuentra in­ variablemente cerca de la pared libre. Para los trobriand, en cierto sentido como para los occidentales, constituye el centro simbólico de la vida doméstica. Allí se cocina en los días húmedos; y en una de las piedras coloca el mago de los huertos la ofrenda a los espíritus ances­ trales, en uno de los actos rituales más importantes de su sistema. Arriba, encima de las tarimas, se encuentran una o dos estanterías, en una de las cuales nuestro mago guarda las antorchas mágicas durante el período que media entre la recolección y la quema de los huertos. En las estanterías se encuentran, por regla general, las ollas de guisar en que se prepara la comida, los grandes platos de madera en que se come y una pequeña provisión de tubérculos, cuya principal reserva se almacena, como veremos, en el galpón. Los tubérculos sólo se guar­ dan dentro de la casa para ser inmediatamente consumidos cuando proceden de un reparto ceremonial. También se guardan en la casa las hortalizas perecederas, como los taros, las bananas y la fruta. Siguiendo el desarrollo de la vida cotidiana, comprobaríamos que durante la estación dedicada a la agricultura la familia sale temprano hacia los huertos. Por la mañana no se guisa. Se dejan algunos ñames o taros fríos de lo cocinado la tarde anterior, y esta comida se des­ cribe con una palabra especial que significa «alimentos dejados para la comida fría». La comida principal —y sólo hay una al día— se prepara a la puesta del sol, cuando la gente ha regresado de su tra­

bajo diario, y consiste en pequeños ñames, taytu, o de la variedad mayor, kuvi; o bien de algunos taros, acompañados ocasionalmente de pescado o aves silvestres o bien de cerdo. Estos se asan a la brasa o se hierven en pequeñas ollas o, más raramente, se cuecen en el horno de tierra. Durante el día, tanto si la gente está fuera en los huertos como si regresa a la aldea durante las horas más calurosas, no se sirve ninguna comida guisada. Se comen frutas, tales como man­ gos, frutos del árbol del pan o bananas, o se rompen cocos verdes, se bebe la leche y se come la carne. Cuando hay buenas provisiones de fruta fresca, a veces se asa alguna. Las grandes ollas o utensilios de barro se utilizan solamente para la comida comunitaria; esto es, cuando se distribuyen alimentos gui­ sados y no crudos. Esto se hace como pago por el trabajo comunal y a veces puede figurar como parte del regalo en los otros repartos ya mencionados. Los indígenas distinguen entre «alimentos básicos»,6 término que incluye todos los productos agrícolas, pero se refiere principalmente a los ñames pequeños (Yol. 2, Quinta parte, div. II, § 8); «alimentos de­ licados» o «ligeros», es decir, frutas silvestres, caña de azúcar y fruto del árbol del pan; y, por último, «extraordinarios», es decir, todo tipo de alimentos proteínicos: cerdo, gallina, pescado, cangrejos comesti­ bles y mariscos. Aunque los alimentos básicos son el fundamento de su prosperidad y su acumulación simboliza para ellos la abundancia, la riqueza y una sucesión de alegres acontecimientos tribales, los in­ dígenas muestran cierto reparo a consumirlos solos. Entraremos más ampliamente en este tema cuando nos ocupemos de su actitud respecto a la comida y su importancia fisiológica para el organismo (cap. VII, sección 4). Sólo tienen una idea muy confusa del valor nutritivo de la comida. Saben que la ausencia de «alimento básico» significa ham­ bre, que temen profundamente. Pero la principal importancia de la comida reside en que constituye un placer vital, el cual se multiplica y se prolonga si se le añade algún extraordinario. Otra interesante norma de conducta respecto a la comida está ba­ sada en lo que podría describirse como la contradicción entre el acto de guisar y la acumulación de alimentos. La operación de guisar, como hemos visto, siempre se hace dentro o alrededor de las viviendas. Pero en las aldeas con un círculo interior de almacenes y donde éstos con­ sisten en una armazón de troncos abierta, existe el tabú de cocinar dentro de este círculo. Por tanto, la residencia personal del jefe, si­ tuada siempre dentro de este círculo interior, o las viviendas de los solteros que suelen hallarse allí, no pueden utilizarse para cocinar. Existe una palabra indígena especial para los «alojamientos en que se permite cocinar». En los poblados en que los galpones y los alo­ jamientos están unos junto a otros, los primeros invariablemente están cubiertos. Los únicos almacenes abiertos, situados cerca de las casas de cocinar, son los almacenes de juguetes de los niños (cap. VIII, sección 6). Hemos visto que la agricultura tiene una importancia fundamental

en la vida del poblado y que interviene, ya sea directa o indirecta­ mente, en casi todas las actividades. Pero, para comprender realmente su posición es preciso hacerse ante todo una idea clara de la estruc­ tura de la sociedad trobriand y, en segundo lugar, de los principios económicos que subyacen al constante toma y daca, los movimientos de la riqueza, los productos y otros objetos que cambian de mano. Trátese de un reparto funerario o de un tributo al jefe, una ofrenda de la cosecha, un intercambio de pescados por hortalizas o la produc­ ción de objetos de valor, siempre nos encontramos en las Trobriand con el interesante fenómeno de que la actividad industrial y ceremo­ nial va acompañada de intercambio de regalos y pagos. Un examen más detenido revelará algunos importantes principios de este inter­ cambio tribal. Comprobaremos que lo que a primera vista parece un regalo libre y espontáneo, por regla general está entretejido en una malla de obligaciones recíprocas, en la que se intercambian mutua­ mente servicios y contribuciones. Por otra parte también descubrire­ mos un hecho que aquí tiene un interés más directo para nosotros, a saber, que en muchos, prácticamente en todos los intercambios reali­ zados en las Trobriand — tanto si están revestidos de un alto cere­ monial y aparentemente son desinteresados, como si son casi comer­ ciales, como sucede algunas veces—, los productos agrícolas no sólo tienen un papel destacado, sino también único, no igualado por ningún otro artículo o riqueza indígenas. 9.

La

c o n stitu c ió n de la

sociedad tr o bria n d

En primer lugar, será preciso introducir un cierto orden en las implicaciones sociológicas subyacentes a los anteriores esquemas des­ criptivos. Debemos hacernos una clara idea de lo que se pretende designar con palabras como «jefes», «notables», «matriarcado» o «matrilinealidad», «matrimonio patrilocal», «clanes», «subclanes», «la tribu», «comunidad de aldea», «economía doméstica» y «familia». No he empleado ninguna de estas palabras o expresiones en un sentido especial ni personal. Notes and Queries in Anthropology o cualquier diccionario normal de la lengua proporcionará el significado común y corriente de cada palabra y éste es el sentido en que yo las he utili­ zado. Pero, por una parte, la «familia» o el «clan» presentan en cada cultura formas específicas ligeramente diferentes y poseen ciertas carac­ terísticas propias. Por otro lado, algunas de estas palabras, especial­ mente expresiones como «clan», «matriarcado» o «familia», suelen uti­ lizarse en la literatura antropológica normal con muchísimas impli­ caciones hipotéticas que, por consiguiente, tanto el especialista como el aficionado podrían querer introducir en ellas. En primer lugar, permítaseme señalar una o dos características llamativas de la sociedad de las Trobriand que llamarán fuertemente la atención incluso a un visitante casual y que tienen su fundamento profundo en la organización social de estos indígelaX^üis principios

sociales que impresionarían a cualquiera, porque afloran libremente a la superficie, y que los sociólogos expertos contabilizarían entre los principales atributos de la sociedad trobriandesa, son: rango, matriar­ cado, o más correctamente matrilinealidad, y totemismo, o más correc­ tamente división en clanes con asociaciones animales. Dicho brevemente, en las Trobriand el rango consiste en el prestigio personal y en los títulos. Un hombre de rango ha de recibir el tratamiento de jefe; se le llama guya’u (jefe mayor) o bien gumguya’u (subjefe), aunque este último título nunca se utiliza como término de tratamiento. El rango también autoriza a llevar ciertos ornamentos, minuciosamente especi­ ficados y divididos en cuatro o cinco categorías por lo menos. Así, los Tabalu llevan insignias de la más alta categoría, subjefes como los de Kwoynama, Burayama y Mwauri están autorizados para llevar unos ornamentos de concha de categoría ligeramente inferior, el Toliwaga de Kabwaku y sus pares tienen insignias diferentes, ligeramente menos aristocráticas. Otros subjefes tienen derecho a ciertos adornos distin­ tivos, las gentes del común deben ir adornadas muy someramente y los parias de Bwoytalu no deben usar el menor adorno de concha, especialmente en presencia de personas de superior rango. Los más agudos medios de diferenciación, se refieren empero a tabúes. Estos cons­ tituyen a la vez una obligación y una señal de distinción. En términos generales, a más alto rango, más riguroso es el tabú. El desdén que muestra la gente de rango con respecto a los «parias» de Bwoytalu y Ba’u culmina en la repulsión que los miembros de un subclán de alto rango, que sólo comen alimentos puros, sienten por la gente que gusta de abominaciones tales como el cerdo salvaje, la raya y otros determinados tipos de peces que se comen en Bwoytalu, pero están prohibidos en Kiriwina. No obstante, las costumbres son por regla general muy complicadas y extremadamente contradictorias. Así, los jefes de Sinaketa comen cerdo salvaje y raya y son aceptados casi como iguales por los jefes de Omarakana, mientras que la misma costumbre en un miembro de un subclán de Bwoytalu lo hace profundamente repulsivo. Sin embargo, éste no es lugar para entrar en más detalles sobre la psicología de esta actitud compleja que, no obstante, cualquier europeo debe poder entender desde su propio contexto cultural. El rango también entraña un concreto ceremonial, cuyo principio fundamental es que la altura debe ser proporcionada al rango. La cabeza del jefe no debe estar por debajo de nadie. Cuando las gentes comunes se mueven a su alrededor, él debe estar sentado en una pla­ taforma elevada; si está de pie los otros tienen que inclinarse. Cuando los plebeyos tienen que pasar por delante de un jefe que está sentado, el jefe tiene que levantarse, una incómoda prerrogativa que se cumple estrictamente en las Trobriand. Si, por alguna razón, permanece sen­ tado o en cuclillas, los comunes tienen que reptar sobre el vientre. Yo mismo he presenciado cómo toda la gente presente en la aldea de Bwoytalu caía desde diversas alturas hasta el suelo, como si los segara un huracán, al oír el grito sostenido de ¡O guya’ut que anunciaba la llegada de uno de mis amigos de Omarakana que venía a visitarme

a este poblado de bajo rango. También he visto muchas veces en Omarakana cómo la gente de bajo rango se acercaba al jefe en una posición agachada, arrastrando detrás las lanzas de caza, tal y como era debido. No me detendré en otras inconsistencias de las ideas de las Tro­ briand en cuanto a los rangos y los orígenes de los clanes y subclanes. He descrito en otra parte el mito que cuenta cómo los antecesores totémicos de los cuatro grandes clanes (Malasi, Lukuba, Lukwasisiga y Lukulabuta) surgieron de un agujero de Obukula, cerca de Laba’i; cómo el perro, el Lukuba, tuvo originalmente el mayor rango, que luego perdió en favor del Malasi, el cerdo. Este mito constituye la carta institucional que justifica la precedencia general en rango de los cuatro grandes clanes. Los Malasi aparecieron primero, los Lukuba en segundo lugar, los Lukwasisiga terceros y los Lukulabuta los últimos.7 La elevada posición de las mujeres es igualmente patente. Toman parte en muchísimas de las ceremonias públicas. Una mujer de rango tiene, en gran medida, los mismos privilegios que un hombre de ran­ go y debe ser tratada con las mismas muestras de deferencia por los varones plebeyos. La libertad, influencia e independencia de las mu­ jeres se manifiesta con toda claridad en su comportamiento externo. El sociólogo seguirá fácilmente la pista de la constitución matrilineal de su sociedad. El visitante del distrito, especialmente si conoce un poco el idioma, o bien si estuviera presente en alguna ceremonia pública como, por ejemplo, un reparto mortuorio, también descubrirá en seguida que la sociedad está dividida en varios grupos. Si habla la lengua, pronto advertirá que cuando se encuentran dos extraños, una de las primeras preguntas es a cuál de las cuatro grandes divisiones de la tribu per­ tenece el otro. Incluso el europeo es interrogado invariablemente sobre esta cuestión y pronto descubre que es útil adscribirse a una de las divisiones, pues para los indígenas todos los seres humanos tienen que ser o Malasi o Lukuba o Lukwasisiga o Lukulabuta. Una gran can­ tidad de animales y plantas están asociados con cada uno de estos clanes. Pero la división no es en absoluto exhaustiva. Es decir, la mayoría de los pájaros y los insectos, de los peces y las plantas no están subdivididos. Para dar mayor precisión a estas observaciones superficiales, ten­ dríamos que examinar no sólo lo que es raro y llamativo, tal como la elevación física de los jefes, la existencia de subdivisiones con nom­ bres y asociaciones animales, y la adscripción del linaje, la herencia y la sucesión por línea materna, sino, también algunas de las formas fundamentales de agrupamiento humano, menos extrañas ya que no son específicas de las Trobriand ni de la Melanesia ni de los salvajes, pero sin embargo muy importantes. Que la unidad doméstica tiene un gran papel en la vida tribal y que esa unidad doméstica la consti­ tuye una familia, esto es, el marido, la mujer y los hijos, es uno de esos hechos fundamentales de la sociología de las Trobriand. También el que todos los habitantes de una comunidad local, es decir, de un po­

blado, realicen muchas cosas en común en el terreno de su aldea, lo cultiven conjuntamente y dentro de un mismo cercado, lleven a cabo sus distribuciones, empresas y festividades de forma comunitaria, es otro de los hechos «obvios» que, como tantas otras cosas obvias, es­ capa a la atención porque no nos impresiona en un primer momento como algo raro y excepcional. Quizá lo mejor sea presentar un breve esbozo de todos los tipos de agrupamientos sociales que se encuentran entre los nativos; un esbozo que, al mismo tiempo, indicará el sentido en que se utilizan muchos términos en este libro y sentará dos o tres principios sobresalientes de la organización social, del sistema legal y de los usos tradicionales. Cualquier individuo nace, antes que nada, como miembro de una unidad doméstica. El niño es amamantado y cuidado por la madre que permanece aislada durante el primer mes, aproximadamente, siendo asistida en sus primeros cuidados maternales por su madre y herma­ nas. Más tarde, el padre y la madre comparten la mayor parte de las obligaciones de la crianza. El nacimiento, especialmente el del primer hijo, suele tener lugar en la casa de los padres de la madre, es decir, en la casa de los abuelos matemos. Luego, la madre y el niño se tras­ ladan a la choza del marido que no pocas veces está situada en otra comunidad. En las Trobriand el matrimonio es patrilocal, esto es, la novia se traslada al poblado del marido, donde por regla general la pareja recién formada se construye una nueva choza. Allí llevan una economía conjunta —marido y mujer, y más tarde los niños—, co­ miendo de una despensa común, disponiendo de alimentos cocinados por sí mismos y sólo para su propio consumo, preparados por la madre, y comiendo todos del mismo cuenco o bandeja. Mientras los niños son pequeños también duermen juntos. En la pubertad, los jóvenes se trasladan a chozas de solteros. La familia también realiza una buena parte del trabajo en común, especialmente en los huertos. Los hijos reciben su primera educación de los padres; la madre instruye a las niñas, el padre prepara a los niños. La unidad del grupo familiar no se deshace cuando los hijos dejan la casa paterna para trasladarse a la choza de solteros, ni más tarde cuando dejan la comunidad pa­ terna y se unen a la del hermano de la madre (cf. cap. VI, sec. 2). Los hijos, mientras permanecen en el mismo poblado, comen siempre en la casa paterna; las hijas se quedan en casa hasta el matrimonio. Los hijos tienen que aprovisionar la casa paterna y, más tarde, tienen que contribuir a las unidades domésticas que fundan sus hermanas cuando se casan. Mientras el padre vive, tanto los hijos como las hijas tienen diversas obligaciones respecto a él, en casos de enfermedad o de apuros económicos, cuando necesita ayuda en una disputa o cuando le amenazan sus enemigos personales. Si muere, sus hijos, especial­ mente los varones, tendrán que cumplir con las complicadas y desa­ gradables obligaciones mortuorias. En conclusión, la familia es una unidad importante y se parece mucho a la familia patriarcal ordinaria, especialmente en apariencia. No obstante, si hubiéramos de estudiar los métodos de trazar la fi­

liación y el sistema de deberes mutuos, de obligaciones y servicios, descubriríamos que las cosas son mucho más complicadas de lo que parecen. La descendencia —si podemos utilizar una palabra que abarca todas las continuidades tradicionales y genealógicas, es decir, que abarca la filiación, la herencia y la sucesión— es matrilineal. Los niños son considerados como del mismo cuerpo y la misma sangre que la madre. De ella heredan su identidad totémica; es decir, pertenecen a su mismo subclán y a su mismo clan. Las hijas la suceden en todos sus privilegios y posición que pueda tener en virtud de su rango o de su relación con el dirigente de una comunidad. Los hijos suceden al her­ mano de la madre. También la herencia de bienes materiales y pri­ vilegios se transmiten por línea materna. Relacionado con esto, tene­ mos el curioso hecho de que un hombre, al llegar a la madurez, tenga que cambiar de residencia, trasladándose del poblado del padre al del hermano de la madre. Tenemos, pues, evidentemente, dos principios de continuidad so­ cial: la matrilinealidad, que es la regla legal dominante, hace que la posición, las posesiones y la identidad social pase del grupo del her­ mano y la hermana a los hijos de esta última. La constitución patriarcal de la familia y el fuerte apego entre el padre y sus hijos da lugar a la tendencia de que muchas cosas pasen del padre a los hijos. Un antropólogo suficientemente cauto para no confundir sus datos con ninguna teoría evolucionista ni de reconstrucción histórica, no se pre­ cipitará a concluir de que estamos ante un «sistema de matriarcado en decadencia, en el que empiezan a desarrollarse instituciones pa­ triarcales». Simplemente, observará que pueden coexistir uno junto al otro dos principios de filiación, que dan lugar a un cuadro algo com­ plicado, cuyo funcionamiento nos corresponde estudiar en primer lugar. En este libro tendremos ocasión de observar un aspecto del funcionamiento de este doble sistema de descendencia cuando des­ cribamos y analicemos los regalos de la cosecha, una de las insti­ tuciones económicas y legales más importantes de las Trobriand (cap. VI, secciones 1 y 2). Al hablar sobre la familia en las Tribriand es preciso recordar, no obstante, que en vez de una unidad simple tenemos dos agrupamientos: la unidad doméstica con el padre a la cabeza, que es la unidad social dominante de la vida diaria y que constituye una importante subdi­ visión de la comunidad local, es decir, del poblado; y la «verdadera parentela», que es el grupo formado por la madre y sus hijos y el hermano de ella, que es el jefe legal de este grupo (cap. VI, sec. 2). Al recorrer cualquier asentamiento local de las Trobriand, se des­ cubre que un poblado consiste en una simple suma aritmética y una yuxtaposición geométrica de cierto número de unidades domésticas. Estamos otra vez ante lo obvio, ante el fenómeno evidente o super­ ficial; y aquí es patente el dominio masculino y prevalece lo que casi podría describirse como el principio patriarcal. En efecto, a la cabeza de la comunidad de cada poblado se encuentra el varón más viejo del linaje más antiguo del subclán de mayor rango. Pero también aquí

actúa entre bastidores la ley matrilineal, introduciendo otro grupo importante que no es la comunidad del poblado ni el clan totémico. Ya sabemos que la filiación es matrilineal; es decir, que cada persona traza su parentela remontándose de una madre a otra madre hasta llegar a una antepasada común. La antepasada apical es una persona que no nació de ninguna otra mujer, sino que salió del interior de la tierra (cap. XII, sec. 1). Todos los descendientes de tal antepasada común constituyen lo que los nativos llaman «parentela», pero que yo designaré con el término «subclán». Cada uno de esos subclanes, de los que quizás haya treinta o cuarenta o cincuenta —no pude hacer un recuento exhaustivo— pertenece a uno de los cuatro clanes domi­ nantes. En apariencia, en la conversación e incluso en el folklore, el clan es la unidad más visible. En realidad, en los aspectos legales y económicos, por lo que respecta a los comportamientos reales y a las implicaciones sociológicas, es mucho más importante el subclán. Como veremos, el subclán es una unidad muy poderosa en los fundamentos mitológicos de la posesión de la tierra (cap. XII, secs. 1 y 3), en la constitución de la aldea (cap. VI, secs. I y 2, y cap. X II) y en la ma­ gia (cap. II, sec. 1; cap. IX, sec. 1 y cap. XII, sec. 3). El subclán es también la unidad a la cual va ligado el rango. He contabilizado unos diez o doce subclanes pertenecientes al clan Malasi. Uno de ellos, el que gobierna en Omarakana y en otras capitales (cf. supra sec. 4) es universalmente reconocido como el grupo de más alto rango. Pero, al mismo clan pertenecen los más bajos de los bajos, los habitan­ tes de Bwoytalu y Ba’u. Por tanto, este clan comprende los subclanes más elevados y los más despreciados. Y esto nos lleva al problema de la jefatura. En este libro, la je­ fatura, el rango, el liderazgo juegan un papel tan sobresaliente que es necesario dar una idea clara del significado de estas palabras. Y en relación con esto, es extremadamente importante señalar que en la cues­ tión del reparto, del rango, de la constitución política, de los privile­ gios y de la posición relativa entre los distintos líderes de los diver­ sos distritos, la tradición y la historia han introducido una acumula­ ción de detalles concretos en cuanto a prerrogativas, derecho hereditario, títulos de rango y mutuas subordinaciones. Por tanto, un breve esbozo de la jefatura deberá ser bastante aproximativo y sencillo y no puede hacer justicia a la complejidad del tema. Considérese, por ejemplo, el indiscutido jefe supremo de Omarakana en sus relaciones con su rival militar el jefe de la provincia de Tilataula, residente en Kabwaku. El jefe supremo tiene el más alto rango. Es el encargado de la magia de la lluvia y del sol; es decir, es el señor de la fertilidad de la tribu. Su prestigio personal, el aura de poder y dignidad que le rodea son incomparablemente mayores y más majestuosos. Pero al mismo tiempo, puede ser vencido y en ocasiones expulsado de su hogar por su rival. Además, éste tiene derecho a ciertos ornamentos que el jefe no usaría, pero que tampoco podría usar. Este rival tampoco se inclina mucho cuando encuentra a su jefe supremo. Una descripción completa de sus relaciones resultaría todavía más complicada por el hecho de que el

rival militar daría de esa relación una versión completamente dis­ tinta de la que daría el jefe, considerándola desde su punto de vista de la relación y de las opiniones de terceras personas que diferirían de un distrito a otro. También es complicada la posición de los otros jefes de mayor rango: pertenecen al mismo subclán que el jefe su­ premo —un hecho que nadie discute— y sin embargo su poder y pres­ tigio son, sin comparación, muchísimo menores. También aquí encontra­ mos una extraña paradoja; ciertos tabúes y abstenciones de determi­ nados alimentos son para el jefe supremo de Kiriwina y su parentela la quintaesencia misma de su rango. Ahora bien, esas mismas absten­ ciones obligan a sus súbditos de bajo rango de la capital, y en cambio sus primos de alto rango de la costa de la laguna pueden prescindir enteramente de ellas (cf. supra sec. 7). De todos modos, sin olvidar que, como en todo orden humano, y es­ pecialmente en todas las instituciones primitivas construidas en peque­ ña escala, cada regla singular tiene sus muchas ejí^epciones que con frecuencia se contradicen y parecen predominar sobre la regla, sí que es posible exponer los siguientes rasgos esenciales: la jefatura es una combinación de dos instituciones, el rango y el liderazgo de la comu­ nidad del poblado. Cada poblado tiene su caudillo. Este es el mayor de los varones del linaje más antiguo del subclán dominante. Esto suena un poco complicado, pero como se verá (cap. XII, sec. 3) cada poblado consta de uno o más subclanes. Generalmente, el rango decide cuál de éstos debe ser dominante, y su dirigente es el líder de la co­ munidad del poblado. De éste nos ocuparemos de forma más específica en los capítulos siguientes, porque él o bien su delegado es quien lleva a cabo la magia oficial de los huertos en el cercado de los huertos comunes y en favor de todos los miembros del equipo horticultor (ca­ pítulo I, scc. 6). Cuando su poblado es una capital, es decir un poblado de alto rango, este líder, es también el jefe del distrito (cf. supra sec. 4) y, por lo menos en el caso de un distrito —en el de Kiriwina—, también es el jefe supremo de toda la zona. Su autoridad no se extiende más allá de su provincia. Pero, algunas de sus prerrogativas económicas sí tie­ nen mucho mayor alcance. El reconocimiento de su supremacía es universal y su fama llega a muchos archipiélagos en los que no se habla su lengua ni se comprenden las costumbres y las maneras de ser de su gente. Además de este jefe supremo, están el poderoso diri­ gente de Kabwaku, capital de Tilataula, y los dirigentes de los otros distritos anteriormente enumerados. Por tanto, cuando hablo del jefe o de un jefe no me refiero sólo al primero y principal de ellos. Cuando hablo de un jefe de menor importancia o de un subjefe, generalmente o bien un dirigente de rango cuya influencia no se extiende más allá de la comunidad dé su propio poblado. Con el término notables, que estoy utilizando a menudo, quiero significar los parientes del jefe o, en una comunidad de bajo rango, los ancianos, sobre todo los que prac­ tican alguna forma importante de magia o han adquirido una posición sobresaliente en virtud de su habilidad personal en alguna industria o en el dominio de algún oficio, como la navegación, la pesca o la hor­

ticultura. En una aldea de alto rango, también pertenecen al grupo de los notables hijos del jefe, que por supuesto en el sistema matrilineal no son parientes suyos, los dirigentes de los subclanes menores y los her­ manos de las esposas del jefe, que pueden ser invitados a residir allí. En una aldea aristocrática, la plebe comprende los miembros de los subclanes menores, las personas que residen allí porque rinden servicios específicos al jefe y los hijos que el jefe tiene con las mujeres de menor rango entre las que componen su familia polígama, que por esa menor importancia de sus madres quedan relegados a las últimas filas. En los poblados de bajo rango, la distinción entre notables y plebeyos de­ pende, como hemos dicho, en gran medida de la edad y la capacidad personal. He estado refiriéndome sobre todo a la jefatura. Nuestro examen de los distritos y de la posición del jefe permite conocer el carácter de la población de las Trobriand como un todo, lo que podría denomi­ narse su constitución tribal, en la medida suficiente para los fines del presente libro. Nuestra descripción de la aldea y nuestro análisis del liderazgo representan una primera aproximación a la sociología de la comunidad de aldea, que se hará más plástica y precisa conforme observemos a los miembros de la comunidad de aldea en su trabajo en los huertos y tratemos de la constitución de la aldea en relación con el régimen de explotación de la tierra. Los clanes y subclanes quedan suficientemente caracterizados para los objetivos del presente volumen (no obstante, cf. cap. X II, sec. 3).

10. E l

m o v im ie n to d e l a r iq u e z a en l a s T r o b r i a n d y su r e l a c i ó n CON LA AGRICULTURA

Ya estamos completamente al tanto de que un constante flujo de riqueza, ya sea en forma de producción agrícola, de pescado, de objetos de uso diario o de «objetos preciosos», es una de las características de la economía de las Trobriand, de la vida pública y ceremonial. La diversidad de tipos de intercambios y la complejidad de las transac­ ciones es tan grande y complicada que no resulta fácil presentar los hechos con brevedad sin mutilarlos ni omitir algunos de sus rasgos esenciales. Vamos a aproximarnos al tema con uno o dos ejemplos concretos. Poco después de mi llegada a Omarakana en 1914, el jefe supremo, To’uluwa, se dio cuenta de que necesitaba una nueva cesta de tres compartimientos. Como sabemos, tales cestas sólo se producen de forma adecuada en la aldea de Luya. Su utilidad para un hombre de alto rango es doble: por un lado, la construcción en tres partes simboliza la riqueza y la abundancia. Pero además, sus tres cuerpos cilindricos pueden encajarse uno sobre otro de tal modo que sólo se vea el con­ tenido del que queda arriba. Y esto resulta muy útil, puesto que el jefe puede esconder en los compartimientos inferiores sus reservas de tabaco o de nuez de betel. Si éstas estuvieran expuestas a la vista del

público, por el principio de noblesse oblige, tendría que distribuirlas entre la gente que lo rodea. Así que, esa súbita necesidad de una cesta de tres compartimientos, tal vez estuviera funcionalmente conectada con mi llegada al poblado, puesto que yo solía abastecer al jefe con me­ dia pastilla de tabaco al día y, por regla general, con un pequeño ma­ nojo de nuez de betel. Con objeto de conseguir aquella cesta, el jefe envió a una de sus hijas a Luya; fue acompañada de sus amigas y llevando una cesta de ñames. Después de haberla recibido, un especialista de Luya empezó a trabajar en la cesta de tres compartimientos. Dos o tres semanas más tarde trajo el objeto sin acabar para mostrárselo al jefe y preguntarle si estaba satisfecho con lo que llevaba hecho. Recibió entonces otra cesta de taytu y unos cuantos anillos de concha de tortuga. Transcurrido un intervalo de alrededor de un mes desde el regalo inicial, trajo el artículo acabado y recibió una tercera cesta de ñames. Este es un típico ejemplo de compra de un artículo mediante un «regalo de solicitud», un «regalo de mantenimiento» y un «regalo de remate». Es de señalar que el artículo fue hecho por encargo. Este tipo de intercambio, combinado con la solicitud de producirlo y con ocasionales regalos intermedios, es característico de buena parte del trueque de las Trobriand. Ya sabemos que ésta es la forma en que se producen los objetos preciosos (cf. supra, sec. 4). También es el sis­ tema por el que se invita al especialista a que construya una canoa o talle un tablero decorativo. Una de las principales características de este tipo de transacción es que los productos agrícolas siempre figuran de forma prominente en los regalos de solicitud y en los regalos de mantenimiento. La pro­ ducción de objetos preciosos —por ejemplo, la talla de los tableros de proa o bien la talla de un tablero para el gablete de un almacén o una vivienda; de una espátula de ébano o de un bastón— siempre entraña la alimentación del trabajador por el jefe o notable para quien produzca el objeto. Por tanto, este tipo de trueque está estrechamente relacionado con la producción industrial. De hecho, consiste en dar un incentivo para la producción; en hacerla económicamente posible mediante el man­ tenimiento del especialista o de los especialistas; en reducir la nece­ sidad de que esas personas trabajen en sus huertos y permitirles de­ sempeñar sus oficios mientras otros producen alimentos para ellos. Apenas es necesario repetir aquí que ello sólo sucede en pequeña es­ cala. Ya he dicho que en las Trobriand todo el mundo es agricultor y he establecido con precisión en qué sentido podemos hablar de especialización. Al mismo tiempo, también es importante dejar bien sen­ tado que todas las industrias se alimentan de la agricultura y que esta alimentación se produce de forma muy directa. El esquema de trueque mediante un regalo de solicitud y poste­ riores intercambios de servicios o bienes funciona, como pueden saber mis lectores por otras obras sobre las Trobriand, en varios de sus sis­ temas económicos. Así, todos los regalos ceremoniales ligados a la vasta

institución del Kula se basan en el intercambio de un «regalo de aper­ tura» y un «regalo de devolución», con un juego adicional de «regalos de solicitud» entre los cuales los indígenas distinguen por lo menos cuatro clases (cf. Argonautas del Pacífico occidental, cap. XIV). Luego vienen los regalos intermediarios y por último un «regalo de remate». En el intercambio de pescado por alimentos existen varias formas o técnicas. Una de ellas, la más ceremonial y honorable, consiste en un «regalo de apertura» con el que el agricultor toma por regla general la iniciativa, yo creo que de forma invariable. Los alimentos se trans­ portan a Jas aldeas costeras en profusión de receptáculos elegantemente decorados. Tal regalo inicial de alimentos impone a los pescadores la obligación, que no pueden eludir ni subordinar a otros intereses (cf. supra, secs. 4 y 5), de devolver el regalo en forma de su equiva­ lente en pescado. Los pescadores tienen que esperar hasta que el tiempo sea favorable y, después de comunicar a las aldeas del interior que van a empezar una expedición, salen a hacer un arrastre. La comuni­ dad del interior llega entonces a la playa, más o menos en el momento en que se espera que los pescadores estén de vuelta. A veces tienen que esperar un par de horas. La pesca se toma directamente de las canoas, donde ya ha sido dispuesta en ristras de bejucos. Cada in­ dividuo coge sus ristras y corre tan rápidamente como puede de regreso a su poblado. Como ya se ha dicho, este intercambio de alimentos vegetales por pescado juega un papel sobresaliente en la vida tribal. En ciertas oca­ siones como, por ejemplo, en el primer rito inaugural de la magia de los huertos (cap. II, sec. 4), todas las comunidades del interior deben disponer de pescado. En tales ocasiones, generalmente se recurre a la segura industria pesquera de Kavataria. También cuando se ha alma­ cenado una rica cosecha en Kiriwina o Tilataula, y o bien se prepara un gran reparto mortuorio o se organiza una temporada de ceremo­ nial de danzas, las comunidades del interior envían a los poblados costeros importantes regalos de vegetales. Como pago de éstos, los pescados están obligados a salir y proporcionar un regalo de devo­ lución. Dado que las festividades se preparan con preferencia para noches de luna llena, muchas veces los pescadores tienen que poner todo su empeño para conseguir al menos algún pescado para una fecha dada. Si no pueden hacerlo, el reparto del interior puede hacer­ se sin pescado, que se suministrará en una ceremonia intermedia o con motivo de la fiesta final. Tal intercambio ceremonial de pescado por vegetales se basa en un sistema de asociación permanente que liga entre sí a comunidades enteras, pero cada individuo de cada comunidad tiene su socio per­ sonal. Existe una equivalencia aproximada entre la medida de ali­ mentos, la cesta normal en forma de campana, y la de pescado, una ristra de peces de dos a tres kilogramos. Además del intercambio cere­ monial, existen otras formas de trueque. Cuando se prevé una gran captura, o incluso después de que se ha corrido la noticia de una buena pesca, la gente del interior puede llevar ñames, taros o bana-

ñas e intercambiarlos directamente por pescado. A veces, los pescado­ res toman la iniciativa y solicitan productos vegetales. Esto ocurre, sobre todo, cuando necesitan algunos taros o ñames para simiente. Pero en esos casos nunca llevan su pesca a las aldeas del interior. Los vege­ tales se llevan directamente a las canoas y allí, y entonces, se inter­ cambian por pescado. En la transferencia y el intercambio de bienes, o son los productos agrícolas los que toman la iniciativa o, en otro caso, se procede al trueque directo. En conjunto, este sistema de trueque se basa en la evidente necesidad que tienen los poblados del interior de alimentos albuminosos y la correspondiente necesidad de los pobla­ dos costeros de más productos agrícolas de los que ellos mismos pueden producir. Otro tipo de transacción, quizá menos comercial que las anteriores, adopta también la forma de un regalo inicial de vegetales seguido de contraprestaciones. Siempre que se inicia una empresa, el organizador —jefe, dirigente o notable— se las arregla para conseguir un abun­ dante suministro de alimentos que serán distribuidos entre los parti­ cipantes para su posterior consumo. Hemos tratado de ello al hablar más arriba de los repartos de comida y los grupos sociales. Tal pago anticipado en alimentos tiene lugar cada vez que hay trabajo comu­ nal, no sólo en los huertos, sino también en el montaje de las distin­ tas piezas de una canoa, en la construcción de un almacén o de la techumbre de paja de una choza (cap. VIII). Esta misma obligación de proporcionar grandes cantidades de alimentos recae sobre el maes­ tro de ceremonias en cualquier «empresa competitiva», o al principio de la estación de danzas o en cualquier otro período de festividades. En los viejos tiempos, cuando un jefe de distrito reunía a sus «aliados y partidarios» para que le ayudaran en la guerra, también tenía la obligación de hacerse cargo de su aprovisionamiento. Además del intercambio circunstancial de regalos y regalos de devo­ lución, ya hemos encontrado un acto en que los artículos se intercam­ bian de inmediato: el trueque no ceremonial de pescado por vegetales. Esto ocurre también en el caso de algunos artículos manufacturados. Cuando en uno de los centros industriales se ha producido gran can­ tidad de platos de madera, o peines, u ollas para la cal, o cestas y brazaletes trenzados, los aldeanos toman sus mercaderías y visitan lu­ gares ricos en producción agrícola, o en pescado, o los que poseen algunos de los artículos que se importan de ultramar. Presentan sus bienes y piden por ellos lo que quieren. Mencionan directamente la cantidad y, luego, se produce inevitablemente el regateo, hasta que las dos partes logran ponerse de acuerdo en el importe justo. En otras ocasiones, algunos marinos que parten para una expedición a ultra­ mar pueden acudir a una comunidad industrial con objeto de adquirir algunos bienes para el comercio marítimo. También aquí tiene lugar un «comercio con regateo». Existe una palabra indígena para el «co­ mercio con regateo» y la forma de intercambio aquí descrita tiene un carácter comercial muy preciso. Al mismo tiempo, debe recordarse que en este «comercio con regateo» el campo de variación de las posibles

equivalencias es muy limitado y que la tradición fija las equivalencias con bastante exactitud. Así, un pequeño plato de madera de Bwoytalu se cambiaría, en nueve ocasiones de cada diez, por una canasta de ñames. En el décimo caso el artesano de la madera podría desear conseguir algunos pendientes de concha de tortuga en las aldeas cos­ teras, o en otros tiempos una hoja de piedra en la costa oriental, o podría estar dispuesto a dar dos platos de madera por una pequeña olla de guisar, que generalmente puede conseguirse en Kavataria o en la isla de Kayleula. Pero el rasgo más llamativo de todo el comer­ cio de las Trobriand es que de facto los productos de los huertos fi­ guren como uno de los elementos en la mayor parte de los intercam­ bios. Cuando los industriales se dirigen al este, a Kiriwina o Tilataula, o van al sur a las zonas no industriales de Kuboma o Luba, su mayor interés es obtener alimentos. Una cesta de ñames siempre es útil y la calidad de los alimentos que pueden obtenerse en Kiriwina es de pri­ mer orden. Y en el caso de los alimentos, especialmente en los que se utilizan con propósitos ceremoniales y de regalos, el tamaño y la calidad cuentan mucho. Por otra parte, cuando los miembros de una comunidad que prac­ tica el comercio marítimo, digamos Sinaketa o Vakuta, se preparan para las expediciones y visitan, como hemos visto, los centros indus­ triales, pueden llevar consigo, además de los productos de sus huertos, cocos y nuez de betel, determinados artículos de ultramar, productos de una expedición anterior que han guardado con este objeto. Pero siempre preponderan los alimentos. En efecto, en tanto que la comida siempre es bien recibida y siempre consigue su precio, el valor de cam­ bio de cualquier otro artículo depende mucho de que uno u otro de los potenciales compradores lo necesite en ese momento. Existe una interesante contrapartida de este hecho en las situaciones modernas, en que una y sólo una de entre todas las importaciones europeas puede utilizarse como medio de cambio casi universal. Como es sabido, ésta es el tabaco. Señalé anteriormente (sec. 5) que incluso éste tiene sus límites cuantitativos; es decir, que su poder de compra no aumenta en razón directa de su cantidad. Cuando se trata de ofrecer un pode­ roso incentivo económico, sólo pueden utilizarse los objetos indígenas de valor. Pero en caso de pequeños intercambios, es decir, en todo lo que un etnógrafo puede necesitar de los indígenas, ya sea en forma de objetos o servicios, el tabaco se ha convertido actualmente en un medio de cambio universal. Los comerciantes blancos, que como ya sabemos sobre todo desean conseguir perlas, se ven obligados a man­ tener en sus almacenes un surtido de otras mercancías: hojas de acero para hachas o azuelas, cuchillos, cinturones, espejos, calicó, linternas, petróleo, arroz y azúcar. Cuando un indígena necesita alguno de estos artículos, desea ése y ninguno más. El comerciante que carece de él está en desventaja. Pero si el comerciante tiene que tomar la inicia­ tiva — a menos que se trate de una perla muy grande—, como mejor obtendrá una respuesta comercial por parte de los indígenas es ofre­ ciéndoles tabaco.

En este sentido, el tabaco se ha parangonado completamente, aun­ que no reemplazado, al único artículo que, en las condiciones antiguas, se parecía a un medio de cambio: la cesta de taytu, la variedad más importante de ñames. El regalo inicial o de solicitud consiste siempre en ñames medidos por cestas. Los ñames figuran como regalos de man­ tenimiento en lo que podríamos llamar alimentación o financiación del trabajo del especialista. Grandes cantidades de ñames son indispensa­ bles para iniciar y llevar a cabo cualquier empresa tribal. En el true­ que ordinario, la cesta de ñames es la única unidad comercial que funciona como medida del valor. Una cesta de ñames tiene otro equi­ valente en un manojo de taros. Pero existen dos diferencias entre los taros y los ñames. En primer lugar, los taros maduran en pequeñas cantidades en todas las estaciones, de tal forma que siempre hay un abastecimiento seguro, pero nunca una gran abundancia; y en segundo lugar no se pueden guardar. Así, aunque un manojo de taros sea téc­ nicamente equivalente a una cesta de ñames, los taros nunca adquie­ ren tanta importancia como los ñames. Ahora bien, en ninguno de los dos casos sería correcto hablar de los alimentos como si fueran un medio de cambio y todavía menos como si se tratase de dinero. Por regla general, para cada tipo de artículo que se intercambia existe un conjunto limitado de artículos de contraoferta, y están establecidas equivalencias específicas. A veces la equivalencia puede reducirse y expresarse en cestas de ñames. No obstante, en ciertos casos sería im­ posible la reducción. Así, mientras que un pequeño plato de madera vale una cesta de ñames en Kiriwina, y ocho cocos en algunas de las aldeas meridionales, esto no establece la equivalencia de ocho cocos por una cesta de ñames. Hay comunidades que cambiarían una cesta de ñames por cuatro cocos y otras que ofrecerían dieciséis cocos fácil­ mente. Además, en algunas de las formas de intercambio con más tradición encontraríamos que un objeto de gran valor, tal como una hoja de hacha ceremonial, un collar de discos de concha, un par de grandes brazaletes de concha, han sido comprados por un individuo por algunos cientos de cestas de ñames; pero si se quiere comprar uno de esos objetos preciosos con tabaco, habría que pagar mil o quizá dos mil pastillas, es decir, diez o veinte veces su precio en ñames. De hecho, es muy dudoso que alguna vez pueda hacerse este intercam­ bio, excepto en las muy raras ocasiones en que la persona en posesión de un objeto precioso necesita una gran cantidad de tabaco para re­ partirlo. Ello se explica por el hecho de que la primera transacción, la de un objeto precioso por ñames, se adecúa al tipo obligatorio tra­ dicional de intercambio. Al vender un objeto precioso por tabaco, es la avaricia del indígena o su necesidad de provisión de tabaco para un gran reparto ceremonial la que proporciona el incentivo. En otras palabras, no existe un mercado regular, en consecuencia tampoco pre­ cios, y por tanto tampoco un mecanismo establecido de intercambio, y así no hay lugar para un medio de cambio ni para el dinero. En resumen, sería tan incorrecto hablar de moneda o dinero o medio de cambio en las Trobriand como aplicar a su economía el

concepto de capital e interés, o imaginarnos que cuentan con una especialización industrial y del trabajo comparable a la nuestra, o dar a entender que su comercio se basa en un sistema de mercados don­ de el regateo determina los precios. No hay nada de esto en las Tro­ briand y ya se ha definido con claridad el lugar preponderante que ocupan los productos agrícolas en sus intercambios. Hemos visto las cosas desde el punto de vista de los industriales que ofrecen sus mercancías a los miembros de las comunidades ve­ cinas. El individuo medio de un distrito agrícola —y en cierto sen­ tido este es el «trobriand standard»— produce suficientes alimentos vegetales para su familia; aunque en realidad sólo guarda la mitad de ellos, dando la otra mitad a la familia de su hermana y recibiendo una cantidad correspondiente del hermano de su esposa (cap. VI). Por tanto, tiene todos los productos hortícolas que necesita. Las únicas cosas que debe conseguir mediante intercambios son las materias primas que no se encuentran en su distrito, alimentos proteínicos en forma de pescado, un complemento muy adecuado para su dieta preponderantemente a base de féculas; y por último, algunos artículos de tipo o calidad especial. Ahora bien, todas estas cosas puede pagarlas con alimentos. En ocasiones, cuando comercia con sus vecinos occidenta­ les, puede exigírsele una pieza de piedra acabada o inacabada (esto se refiere a los viejos tiempos); o cuando comercia en el este, puede ofrecer una olla de cocinar, algo de bejuco o plumas, o algún otro pro­ ducto importado del archipiélago D’Entrecasteaux. Por consiguiente, vemos que tanto los artesanos como los agricultores tienden sobre todo a cambiar productos' manufacturados por alimentos, y sólo muy raramente y en la medida en que operan como intermediarios intro­ ducen otros artículos en sus intercambios. Hay otro participante en este juego que también es preciso tener en cuenta. ¿Cómo se ve el desplazamiento de la riqueza y las formas de intercambio desde el punto de vista de un jefe o de un dirigente importante? Como veremos, gracias a la poligamia consigue acumular una considerable proporción de la producción agrícola (cap. VI, sec­ ciones 1 y 2, y Doc. III). Junto a esto, también recibe tributo de sus súbditos. Asimismo dispone de cierta cantidad de importantes mono­ polios económicos. Así, en Kiriwina, el jefe supremo es el propietario nominal de todas las palmeras de cocos y nuez de betel del distrito, lo que en la práctica significa que se le entrega anualmente una pe­ queña proporción de las nueces de cada palmera, lo bastante para que su porcion ascienda a una alta cifra de varios miles de nueces al año. También es la única persona de todo el distrito de Kiriwina autorizada a tener cerdos. Esto significa, a su vez, que todos los cerdos del distrito se «reparten» entre individuos que cuando sacrifican uno de ellos tienen que entregar una parte al jefe. En realidad, los cerdos se suelen sacrificar casi exclusivamente en la aldea del jefe, dejándose allí parte de los mismos, en tanto que el verdadero propietario sólo se lleva el resto a su casa. Un jefe de menor rango, un dirigente im­ portante, goza de privilegios similares dentro de su propio poblado.

Pero la verdadera importancia de esto está en el hecho de que el jefe tiene, por una parte, poder para acumular productos agrícolas y controlar la ganadería, mientras que por otra es igualmente quien tiene el derecho y a la vez la obligación de utilizar esta riqueza acu­ mulada de forma eficaz. Por orden del jefe se producen objetos pre­ ciosos, se construyen las canoas, se erigen grandes almacenes y vivien­ das. También es el organizador de las grandes expediciones. Por último, puede utilizar la riqueza que acumula, o las riquezas que obtiene me­ diante estos alimentos acumulados, para organizar guerras, para pagar a un hechicero a fin de que mate a un individuo mediante brujería o incluso para pagar a un hombre por alancear a un delincuente. La verdadera forma en que un jefe de las Trobriand ejerce su poder es en gran medida económica. Tiene que pagar por cada servicio que recibe y los recursos para estos pagos los obtiene a través de la obli­ gación que tiene la mayor parte de sus súbditos de producir para él. Sin embargo, a largo plazo, toda la riqueza que acumula va a parar nuevamente a sus súbditos. Esta acumulación y distribución, no obs­ tante, no es un simple juego fútil. En el transcurso de ese proceso, la riqueza se transforma en objetos más permanentes y, además, buena parte de los acontecimientos e instituciones de la vida tribal se orga­ nizan en torno a este proceso de concentración y redistribución. Este proceso es el que permite la especialización industrial en la forma en que existe. También es el que convierte la riqueza en instrumento de organización política. No es posible seguir elaborando aquí los conceptos subyacentes a la economía de las Trobriand ni entrar más detalladamente en las relaciones entre la agricultura y la industria, la economía y la vida ceremonial de la tribu, la organización social y las diversas formas de dar y recibir; ni siquiera seguir las asombrosas complejidades de una institución como la distribución mortuoria de alimentos. Se ha dicho lo bastante como para proporcionar al lector toda la informa­ ción necesaria sobre la organización general de las Trobriand, así como el imprescindible telón de fondo para los capítulos siguientes. Hemos visto que toda la vida ceremonial está entramada de exhibiciones y repartos de alimentos y que la horticultura tiene ramificaciones que alcanzan otros aspectos de la cultura. Tómese como ejemplo la religión. En las festividades que siguen a la recolección, cuando los espíritus de los muertos vuelven a la aldea para estar presentes en las danzas y las fiestas, para gozar con la exhibición de alimentos y objetos pre­ ciosos, y para participar de los platos de alimentos guisados que se les ofrendan (cap. I, sec. 6 y cap. IX, sec. 2), en este Día de Difuntos indígena o, como dirían los trobriand, «Luna de Difuntos», la agri­ cultura juega una parte esencial al respecto.8 En los repartos mor­ tuorios, los productos agrícolas, las obligaciones morales y el piadoso recuerdo del desaparecido van inextricablemente unidos. Los espí­ ritus de los muertos también entran en contacto con los huertos a través de la magia, aunque aquí no esté tan clara la creencia en su «verdadera» presencia (cf. Séptima parte, fórmula mágica I, D.).

Quizás en ninguna parte resulta tan patente la influencia genera­ lizada de la magia como en la agricultura. Pero no me detendré más en ello, porque ya se resalta suficientemente en los próximos capítulos y también porque ya lo he tratado específicamente en otras obras.9 Por el hecho de estar relacionada con todos los demás aspectos de la cultura de las Trobriand, la horticultura no difiere de ninguna otra de las actividades o instituciones importantes. Pero en cuanto a dar el tono y la iniciativa de muchas formas de la vida tribal; en cuanto a que su producción sea el fundamento de la riqueza indígena y la raíz del poder político y de la ley y el orden; en cuanto al papel predominante que desempeña en los intercambios y a su capacidad de proporcionar poder, en todos estos aspectos la agricultura ocupa una posición bastante destacada en la vida de las Trobriand. Proce­ deremos ahora a su descripción y análisis.

1 Fundamentalmente quienes hayan leído Melanesians of British New Guinea (1910), del profesor Seligman, o los tres capítulos introductorios de mis Argonautas del Pacífico occidental (1922). L a vida doméstica, la vida fam iliar y los asuntos amorosos han sido descritos en mi Vida sexual de los salvajes del noroeste de la Melanesia, mientras que la infancia se trata en m i pequeño volumen Sexo y re­ presión. P ara las áreas contiguas de Nueva Guinea tenemos en primer lugar y, sobre todo, el excelente libro del doctor Fortune, T he Sorcerers of Dobu, de consulta obli­ gada para todo aquel interesado por la región; también el libro sobre Rossell lsland, de W . A. Armstrong, las descripciones de M r. F. E . W illiam s (Orokaiva Society y Orokaiva Magic) y T he Northern ¡yEntrecasteaux, de D. Jenness y A. Ballantyne. 2 Argonautas del Pacífico occidental, págs. 49-51. J M e gustaría advertir que esto, así como la breve descripción ya publicada en el Economic Journal, en 1921, sobre «The primitive Economics of the Trobriand Islanders’», no es más que un esbozo preliminar del tema. Trabajo ahora en una descripción completa de la pesca, la caza, las industrias y el comercio interior de las Trobiand. Las expediciones marítimas, el intercambio ceremonial y el comercio intertribal ya se han descrito en Argonautas del Pacífico occidental. * Argonautas, págs. 58, 59. 5 Es decir el arte de herir o m atar mediante la magia. 6 La expresión «alimento básico» tiene un equivalente indígena kaulo. Con objeto de no confundir al lector, he eliminado casi por completo las palabras in­ dígenas en esta introducción. No obstante, su existencia se señala presentando la traducción equivalente entre comillas. P ara el análisis de los «equivalentes», véase el Vol. 2, C uarta parte, div. II. 7 P ara una documentación más extensa, cf. el capítulo II de Myth in Primitive

Psychology. 1 Véase también mi artículo sobre «Spirits of the Dead», en J.R.A.I., 1916. 9 Cf. Argonautas del Pacífico occidental, capítulos 17 y 18, y para un análisis teórico de la materia «Science, Religión and Magic», en Science, Religión and Reality, editado por J. Needham, Sheldon Press, 1925. En el presente libro, además de referirme repetidamente a ella, me ocupo especialmente de la magia en el capí­ tulo I, secciones 5 y 6, y en el apéndice I y Vol. 2, Sexta parte.

SEGUNDA PARTE

LOS HUERTOS Y SU MAGIA EN LOS ATOLONES DE CORAL

10

OTRAS ACTIVIDADES

PESCA

CO M ERCIO y KULA

ESTACIO ­ N ES D E V IEN TO S

Vientos alisios del sudeste

Vida social y sexual (cf. también columna 10)

LUNAS Meses europeos

Agosto

^ -E ST A C IO N ES Lunas AGRICOLAS

T£¡S CU

Pesca en mai-< abierto

Pausa en la agricultura:

1 M il a m a l a

Septiembre ¡

K oum w ala

2

Calmas

B w oytalu,

en Danzas;

M il a m a l a

K a ya sa ;

en

So pu

reparto ceremonial

V akuta

y

So pu

y construcción de los cercados

So p u

T o l iy a v a t a

ISUNAPULO

Siembra (suelo seco)

Magia del crecimiento ( 1 ) ; K a v a t a m y escarda

Y avatam

M olu

-

Isun apulo

Segundo ciclo

G e l iv il a v i

"

Enero M agia del crecimiento (2)

B ulum ad u ki

cestería en L u y a

M il a m a l a

temprana

O Noviembre

Monzón del Noroeste

CER EM O N IA L

G abu

y siembra

K am k o k o la

Diciembre Travesías desde las Trobriand hacia el Este y el Sur

TAPOPU (Huertos de taro)

K ir iw in a

5

En las comu­ nidades sin Kula, actividád industrial: talla en

KAYM UG W A (Huertos tempranos)

indígenas

Y ajkosi

Preparativos en las comunida­ des con comercio ultramarino

KAYMATA (Huertos principales)

Febrero

y Y alaka,

fabricación de redes

o*

Pesca en m ar abierto

Travesías en dirección a las Trobriand

B asi

Kulu w o tu

C o sech a

Marzo 9

Calmas

O,

y T comienza la cosecha

O kw ala

U tokakana

Abril

um

Is u n a p u l o

Siembra (en los D u m y a )

;

► E s ta ció n K a ytubata bu

10 I l a y b is il a

Mayo

Vida social y sexual

Comienzan los preparativos para la construcción de canoas

II

sigue la cosecha

Kayaku;

Y axoki

Vientos alisios del Sudeste

Junio

12

Llenado del B w a y m a ;

KaLUWALAS"

V il a m a l ia

Julio

13

K u i .u w a s a s a

o

w

Y o w o ta ; T akayw a

Ka ya k u;

Primer ciclo

T akayw a

j

G abu

Preparación de los trajes para la M i l a m a l a M il a m a l a

en

K it a v a

Koum w ala;

siembra temprana: K uvi, taro, etc.

Is u n a p u l o

en S i n a k e t a , y los distritos occidentales

M il a m a l a L uba

Descripción general del cultivo de los huertos

Así pues, la horticultura y la pesca —para resumir en pocas pala­ bras lo que acabamos de decir— son las dos fuentes fundamentales de subsistencia de los trobriand. La caza casi no les proporciona nin­ gún sustento. Los animales domésticos, cerdos y gallinas, sirven de agradable condimento a sus comidas en las ocasiones festivas, y las frutas recogidas en el bosque les ayudan en tiempos de escasez. Pero ni la recolección, ni la pesca, ni los animales domésticos resultan sufi­ cientes cuando fallan los huertos. Una sequía o una plaga que des­ truyan los frutos inevitablemente se traducen en hambre (m olu) para toda la tribu; y el recuerdo de ésta, la más temida de las calamidades, aunque raramente ocurra, permanece durante siglos. Por otro lado, un año de buena cosecha significa prosperidad ( malia), es decir, satisfac­ ción, festividades e, incidentalmente, luchas y reyertas en la aldea; en resumen, todo lo que hace que valga la pena vivir. También sabemos que la pesca y la agricultura están estrechamente interrelacionadas y que la agricultura constituye la columna vertebral de la economía tribal. 1.

El

r itm o

esta c io n a l d e l

c u l t iv o d e los h u e r t o s

El cultivo de los huertos marca el ritmo y la medida de la suce­ sión de las estaciones a lo largo del año. La tabla del cómputo indí­ gena del tiempo (fig. 3) evidencia claramente la dependencia entre el ciclo de los huertos y las estaciones, y entre las distintas fases de la vida tribal y el cultivo de los huertos.1 Para los indígenas, la rotación anual de las estaciones se define por el ciclo de las actividades agrí­ colas. Incluso el nombre del año es «taytu», una especie pequeña de ñame, que es el fruto básico del distrito. Y esta etimología no es le­ jana ni resulta anticuada para los indígenas, para quienes el año pa­ sado es literalmente «la época de taytu pasado» o, abreviando, «el taytu pasado». Inmersos como están en el trabajo de los huertos,

cuentan el tiempo en términos de cosechas: la cosecha pasada, hace dos cosechas, dentro de tres cosechas, etc. Además, el año se subdivide en la estación en que los huertos no están maduros ( geguda) y aquélla en que comienzan a madurar (m a­ tuteo, tabla del cómputo del tiempo, col. 6). Dentro de ambas subdi­ visiones, existen períodos de trabajo intensivo y exigente y otros en que puede descuidarse el trabajo; pero, durante la época en que el cultivo de los huertos es verdaderamente importante y toda la comu­ nidad se ocupa de él, no se permite que ninguna otra cosa se interfiera con este trabajo. (Véanse cois. 1-3, que durante las lunas 2, 3 y 4 sólo presentan actividades tribales, compatibles con la agricultura.) Si no se ha concluido la cosecha, las expediciones marítimas, el kula (co­ lumna 3), que tanta fascinación ejerce sobre los trobriand, tienen que posponerse hasta que esté acabado todo el trabajo de los hombres. Los amoríos, las danzas, las festividades, se subordinan a la agricultura; incluso estaba prohibido desencadenar la guerra (en la medida en que me ha sido posible informarme, pues ésta ha sido completamente su­ primida) durante las tres lunas (2, 3 y 4, cois. 1 y 10) de trabajo in­ tensivo después que se han quemado y limpiado los huertos, sembrán­ dolos y vallándolos, y está en marcha la colocación de los soportes. La estación de las fiestas, las ceremonias y los amoríos caen entre la co­ secha y este período de trabajo, mientras que las luchas y las trave­ sías marítimas tienen lugar durante la época de descanso en el cultivo de los huertos. La correlación de esta estación de regocijo y danzas, o bien de las festividades o repartos mortuorios (cf. Primera parte, sec. 7) con esta fase del trabajo de los huertos aparece en nuestra tabla. No obs­ tante, no es fácil expresarlo con claridad ya que, en primer lugar, la luna central de la vida ceremonial, Milamala, varía en los cuatro dis­ tritos (véase más adelante). Y, en segundo lugar, cuando se toma el acuerdo de prolongar la estación festiva, los huertos se comienzan más tarde. Así, aunque no hay confusión en la correlación estacional, el exacto ajuste puede variar. En términos generales, el período de tiempo más largo que pasa entre la recolección y la roturación de los nuevos huertos es de unas cuatro lunas, mientras que en ocasiones puede durar sólo dos. Por tanto, las estaciones agrícolas constituyen la verdadera medida del tiempo. El indígena que desea definir un período o situar un acon­ tecimiento siempre lo coordina con el índice más importante, el que más rígidamente se mantiene y el más característico de ese período, es decir, con la actividad agrícola coincidente. Dirá: esto sucedió o takaywa, durante el corte de la maleza; wa gahu, durante la quema, el período en que se quema la maleza cortada y seca; wa sopu, en la época de la siembra; o pwakowa, durante la escarda; wa basi, en el tiempo en que se arrancan los tubérculos sobrantes; o kopo’i, durante la saca de los primeros taros y ñames; o tayoyuwa, en el tiempo de la recolección propiamente dicha. Las actividades agrícolas están en correlación con la sucesión de

las lunas, para las que también tienen nombres los indígenas. Así, la luna de Milamala o período festivo, en que los espíritus de los desa­ parecidos visitan los poblados en que nacieron, coincide generalmente con una pausa entre la tala y la quema. Esta correlación aparece en la columna 5 de nuestra tabla. Aquí encontramos los trece nombres de las lunas indígenas que se corresponden, no de forma rígida, pero sí con un alto grado de aproximación, a nuestra contabilidad de los meses dentro del año. Dado que los vientos dominantes (col. 4) en­ cajan exactamente en nuestro calendario, existe una estrecha corres­ pondencia entre las columnas 4 y 5. La columna 6 presenta la dis­ tinción indígena entre las estaciones de abundancia y de hambre ( ma­ lia y molu), que indican la provisión de frutos, y las estaciones de los huertos maduros y no maduros ( matuwo y geguda), que señalan el desarrollo de las cosechas. Las actividades de los huertos (cois. 7, 8 y 9) se ponen en correlación con las lunas y las estaciones, aunque esta correlación pueda presentar, como ya sabemos, variaciones de una luna o incluso mayores. Veamos la cuestión con más detenimiento. Si examinamos nuestra tabla del cómputo del tiempo, podemos ver en la columna 4 que alre­ dedor del mes de septiembre u octubre llega a su fin la estación seca de los vientos alisios. Durante la calma que sigue y, más adelante, durante el monzón, caen lluvias muy copiosas. Ahora bien, los huertos deben talarse, quemarse y limpiarse cierto tiempo antes de que real­ mente se inicie la estación húmeda, no debiendo producirse el brote y el crecimiento de las plantas demasiado avanzada la estación lluviosa. En nuestra tabla, describe la sucesión típica o ideal de las actividades en relación con las lunas y las estaciones. Así, se ha hecho que la luna Milamala coincida con una pausa en el trabajo de los huertos principales (kaym ata); la plantación comienza con las primeras llu­ vias del monzón y la cosecha hacia el final de la segunda calma que precede a la arremetida de los alisios; mientras que el consejo de los huertos ( kayaku) tiene lugar hacia el final del año indígena. Si, como ocasionalmente ocurre, los indígenas deciden ampliar el período de danzas durante una luna más que la Milamala, las actividades inau­ gurales se posponen. En tal caso, no obstante, suelen trabajar de forma comunal y cubren las primeras etapas en un corto período de tiempo, de tal forma que la siembra no se retrasa de forma substancial. Otra complicación que no aparece en la tabla son las diferencias entre los cómputos de las lunas en los distintos cuatro distritos. En Kitava, la visita de los espíritus se recibe en junio; en la parte meri­ dional de la isla principal, desde Okopukopu a Olivilevi por el sur, así como en los distritos occidentales, es decir, Kuboma y Kulumata, en julio; Kiriwina los recibe en agosto y Vakuta en septiembre e incluso en octubre. En el último distrito mencionado, la luna de Milamala coincide con la aparición del gusano palolo en los arrecifes, que los indígenas también denominan Milamala. Creo que las actividades agrí­ colas están sincronizadas en todo el distrito, pese a las diferencias en el cómputo de las lunas. En términos de nuestra tabla, podemos decir

que la correlación entre las estaciones, los meses europeos y las acti­ vidades económicas y agrícolas se mantiene fija, y la única que se traslada es la columna 5, según las denominaciones convencionales de cada distrito, mientras que las entradas de la columna 10 señalan las diferencias en los períodos festivos. Pero las que verdaderamente importan y determinan la secuencia del tiempo son las actividades hortícolas; las lunas tienen una impor­ tancia subordinada. Cuando necesitan acordar una fecha, los indí­ genas tienen que referir a los acontecimientos venideros a tal o cuál luna y a tal o cual día dentro de una luna, y para este fin necesitan su calendario lunar. Pero incluso entonces, generalmente, primero tienen que situar la luna dentro de las actividades hortícolas a que pertenece y, sólo luego utilizan los nombres de la luna como un medio más detallado y exacto de definición.2 La sucesión cronológica de los años también se define por las acti­ vidades agrícolas. Los indígenas tienen un nombre para cada kwabila (campo o parcela de terreno de huerto) y, puesto que cada año siem­ bran su huerto en una parcela, pueden asociar un acontecimiento del pasado con el nombre de las dos o tres parcelas que estuvieran en cultivo aquel año. Pues, como veremos en el capítulo sobre el régi­ men de explotación de la tierra, cada campo tiene su propio nombre. Así, cuando se les pregunta por una fecha del pasado, enumeran los nombres de los lugares en que se cultivaron los huertos en cada uno de los años precedentes, hasta que llegan a la adecuada combinación de nombres, y de este modo pueden contar los años de varias décadas pasadas.

2. LOS

DISTINTOS ASPECTOS DE LA AGRICULTURA TROBRIAND

En la Introducción he mostrado de forma concreta cómo la agri­ cultura penetra en la vida tribal. Veamos ahora cómo otros aspectos de la cultura de las Trobriand entran dentro del sistema de la horti­ cultura. Cualquier observador que haya vivido, trabajado y conver­ sado con los indígenas, quedará impresionado por la gran enverga­ dura, la complejidad y la riqueza de facetas de sus ocupaciones agrí­ colas y la cantidad de actividades extrañas y superfíuas que se adhieren a la agricultura. La horticultura va asociada a un corpus de magia importante y extremadamente complicado, el cual, a su vez, tiene su propia mito­ logía, sus títulos y privilegios tradicionales. La magia acompaña al trabajo, no de forma accidental o esporádica, cuando se presenta la ocasión o cuando el capricho lo dicta, sino como una parte esencial de todo el sistema y, de tal forma, que ningún observador honesto puede desecharla como una simple excrecencia (cf. el Apéndice I). La agricultura también tiene su aspecto legal. Cuando lleguemos a la distribución de las parcelas para los cultivos, veremos que con­ lleva un complejo sistema de privilegios, derechos y obligaciones,

acompañado de transacciones semiceremoniales que los indígenas de ninguna forma consideran triviales o irrelevantcs. También es intrincada la sociología de la horticultura. Las fun­ ciones que desempeñan el jefe o dirigente de la comunidad, el mago oficial de los huertos, los propietarios del terreno, los que arriendan las parcelas de huerto, los que se benefician de la cosecha, se solapan y entrelazan dentro de un complejo entramado económico y social que constituye el régimen de explotación de la tierra de estos indíge­ nas (cf. caps. VI, X I y XII). Otro importante aspecto de la cultura en que penetra directamente la agricultura es la organización social, especialmente el sistema de parentesco y el poder político. General­ mente la cosecha es tan abundante que los indígenas disponen de excedentes considerables una vez cubiertas sus necesidades de alimen­ tos; y estos excedentes se dedican a tributos y regalos matrimoniales. Cuando estudiemos la distribución de los ñames en la cosecha (ca­ pítulos V a VIII), veremos que el horticultor siempre entrega los mejores productos al marido de su hermana y, debido al sistema de matrimonio polígamo, que es precisamente privilegio del rango y do la jefatura, una gran proporción de esos regalos matrimoniales va a parar a los almacenes de los distintos jefes y notables. Toda la ins­ titución de la jefatura se funda en el gran tributo de frutos básicos que el jefe recibe de los parientes matrilineales de sus mujeres (cf. Pri­ mera parte, sec. 10 y cap. VI, sec. 2). A su vez él tiene que distribuir la enorme cantidad de ñames que de esta forma se pone a su dispo­ sición, dedicándolos en parte a financiar las fiestas y las empresas tri­ bales y en parte a mantener cierta cantidad de trabajadores industria­ les que fabrican para él objetos de valor permanente (Primera parte, secciones 4, 6 y 10). La horticultura, y una horticultura eficaz en este caso, con una gran cantidad de producción excedente, se encuentra en la raíz de toda la autoridad tribal así como del sistema de paren­ tesco y de la organización social de los isleños. Por último, entre otros elementos aparentemente extrínsecos, en­ contramos un sorprendente cuidado por la estética de los cultivos. Los huertos de una comunidad no son únicamente un medio de sustento; son una fuente de orgullo y el principal objeto de la ambición colec­ tiva. No se escatiman esfuerzos para conseguir efectos bellos, agrada­ bles a la vista y al corazón de los trobriand, o para rematar con pulcritud el trabajo, ni para perfeccionar los distintos artefactos o las exhibiciones de alimentos. Veremos cómo otros incentivos, además de la simple codicia y desvelo, se ponen en acción mediante el trabajo familiar colectivo y las exhibiciones competitivas. La diversidad de los frutos, así como los distintos tipos de huertos y la diferenciación de las parcelas según sus funciones mágicas, estéticas y prácticas, aña­ den una nueva complejidad a la agricultura trobriand. La síntesis teórica de todos estos elementos —el significado y la función de la magia, el papel que desempeña la elegancia y la esté­ tica del acabado, la relación entre los privilegios de parentesco y la influencia del mito— son temas de los que nos ocuparemos en los

próximos capítulos. De momento, para no perder el rumbo a lo largo de las detalladas descripciones que seguirán, será preciso establecer unos cuantos principios generales.

3. U n

p aseo p o r l o s h u e r t o s

Hemos recogido algo del trabajo y del cuidado que se prodiga a los huertos a lo largo de nuestro recorrido algo inconexo con la In­ troducción. El paisaje de las Trobriand no resulta hermoso a primera vista. Nos encontramos sobre una plataforma de coral plana y uni­ forme, cubierta en su mayor parte de fértil tierra negra, interrumpida por manchas de terrenos pantanosos y de suelos pedregosos más secos. Alrededor de las costas norte y este de la isla principal y de Vakuta corre una cadena de arrecifes de coral baja e irregular, a la que los indígenas denominan rayboag, cubierta de selva virgen. El resto está casi completamente sometido a cultivo intermitente, de tal forma que la maleza, talada cada pocos años, no puede crecer hasta ganar altura. Cuando se camina por el campo, o bien se desplaza uno entre dos murallas verdes de jungla baja y verde, de reciente crecimiento, o bien se cruzan huertos. En las láminas 18 y 19 pueden verse grupos de hombres y mujeres que transportan tubérculos: una escena típica de la zona en la época de la recolección, cuando constantemente se están transportando alimentos de los huertos a los poblados y, tam­ bién, se celebran exhibiciones competitivas entre dos poblados (cap. V, secciones 5 y 6). Las mujeres transportan canastas acampanadas que llevan sobre la cabeza; los hombres cestas oblongas en forma de maleta o, en el caso de que transporten ñames muy grandes y largos, llevan la carga sobre el hombro. En la lámina 18 vemos un grupo en un sendero de la jungla y en la lámina 19 otro que atraviesa un huerto en que ya se ha realizado la recolección. Desde luego, los huertos son la parte más atractiva de la isla. Reco­ rremos terrenos completamente despejados que dejan ver la lontananza, donde el horizonte se rompe con ocasionales grupos de árboles que señalan el emplazamiento de un boma (bosque sagrado) o de uno de los numerosos poblados; o bien nuestra mirada se extiende hasta la jungla del arrecife de coral o cruza la laguna verde encerrada entre las islas. Los huertos que aparecen en la fotografía de la lámina 20, tomada hacia el final de las faenas de limpieza y después de que se hubieran plantado muchos de los frutos tempranos, sirven para ilus­ trar esta perspectiva. Pueden verse estos frutos ya crecidos, los altos penachos de la caña de azúcar, las jóvenes hojas en forma de corazón de los taros, y aquí y allá los primeros sarmientos de la variedad grande de ñames (kuvi) trepando alrededor de los pedúnculos que se dejan en pie después del corte y el quemado (cap. II, sec. 5; cap. III, sección 1). En primer plano vemos los postes ya colocados que dividen los huertos, en cuadrados, como en un tablero de ajedrez. Al fondo, el matorral, que en este caso estaba casi al pie del arrecife de eo-

ral, levantándose detrás de la valla. Un grupo de hombres aparece trabajando. O también atravesamos un huerto de ñames en pleno desarrollo, que recuerda algo los campos de lúpulo de Kent e indiscutiblemente resulta más atractivo. Los exuberantes sarmientos trepan alrededor de los altos y recios postes; sus sombreadas guirnaldas de follaje, levan­ tándose como surtidores verdes o bien derramándose hacia tierra; el efecto que causan es ése de abundancia y obscuridad que con tan­ ta frecuencia suelen referirse los conjuros indígenas. Incluso los huertos ya recolectados, en los que aquí y allá se deja crecer algún banano y todavía quedan las batatas viejas, tienen su encanto, el encanto de un antiguo vergel descuidado. En los distritos pantanosos podemos pasar por un huerto de taros con sus atavíos de espantajos y sonajeros de viento, una nueva cerca recia que rodea la baja y llana superficie de las grandes hojas verdes. Encontraríamos un cuadro algo diferente en el sur, donde las manchas de tierras fértiles son escasas y los pequeños huertos suelen estar enclavados en la jungla, las ciéna­ gas de manglares y los afloramientos pedregosos de coral. Las nuevas plantas se ven creciendo entre grandes montones de piedras; una pe­ queña kam kokola está situada cerca de la bien construida valla. Al otro lado de la valla se divisa el emplazamiento de un antiguo huerto. Caminando a lo largo del arrecife de coral, de vez en cuando pasa­ ríamos junto a algún agujero más o menos profundo en el coral muerto, rellenado de humus negro y en el que se ha plantado la va­ riedad de ñames grandes, que crece especialmente bien en este terreno, con el sarmiento trepando por uno o dos soportes y extendiéndose sobre el borde. En un cálculo aproximado, estimé que siempre hay al menos una quinta o quizás una cuarta parte de la superficie total que está siendo cultivada. El cultivo de esta superficie es muy variado, ante todo de­ bido a que los indígenas poseen dos tipos completamente distintos de huertos: los tapopu, sembrados exclusivamente de taros, y los huertos en que predominan los ñames; y en segundo lugar, porque estos úl­ timos son de dos clases, los tempranos, kaymugwa, y los huertos prin­ cipales, kaymata. Los kaymugwa son más pequeños y se dedican a una gran variedad de cultivos, mientras que en los kaymata, mayo­ res, no se suele cultivar más que taytu. Con las distintas etapas de madurez, florecimiento y recolección de los frutos, las plantaciones ocasionales de bananas y caña de azúcar y los agujeros cultivados en los arrecifes de coral, resulta patente la complejidad de la agricultura y su exigencia de atención y trabajo humano.3 Una inspección más detallada de los huertos revela otros intere­ santes detalles. Por ejemplo, algunas parcelas están mucho más cui­ dadosamente trabajadas que otras. Son generalmente las más avanza­ das, y la valla que las rodea, los soportes de los sarmientos y ciertas grandes estructuras mágicas llamadas kam kokola presentan mejor aca­ bado y son de mayores dimensiones. Por regla general, estas parcelas son las primeras que se encuentran al entrar en los huertos desde el

poblado. Tienen un nombre especial, leywota, y de ahora en adelante las designaremos como «parcelas modelo». En general, las cultivan algunas personas importantes y juegan un papel preponderante en la magia y en la horticultura.4 En cierto sentido son parcelas represen­ tativas, pues su trabajo ha de llevarse a cabo con la mayor preocupa­ ción estética y el máximo de perfección; en ellas no se omite ningún rito mágico usual y hasta hay ceremonias especiales que sólo se cele­ bran allí, aunque indirectamente se pretende beneficiar al resto de los huertos. Estas parcelas son el orgullo de la comunidad y el centro de todas las actividades mágicas. Así, incluso un visitante ocasional descubriría que los huertos de las Trobriand no sólo son atractivos, sino intrigantes por sus detalles. El etnógrafo los descubre, incluso en sus exploraciones preliminares, pletóricos de interés y significado. Las estructuras geométricas de las esquinas de cada parcela, obviamente no utilitarias, las kamkokola, delatan lo que podríamos denominar la dimensión esotérica de la agricultura. Una cuidadosa inspección de las esquinas en que se si­ túan las grandes kamkokola, las «esquinas mágicas» como las deno­ minaremos, revelaría nuevos detalles: una pequeña construcción de estacas, si bwala baloma, «la casa de los espíritus» como la llaman los nativos; una kam kokola en miniatura hecha de finas estacas; un grupo de plantas especiales apoyadas contra la kam kokola; algunas hierbas insertadas en la misma; y también una soga de hierba dura atada al­ rededor del poste. Más tarde o más temprano, el etnógrafo descubre que todo esto son rastros de las actividades mágicas y, de hecho, en cualquiera de sus paseos puede encontrarse al mago encorvado sobre una kamkokola, recitando sus conjuros. Partiendo de tales manifestaciones, gradualmente se comienza a descubrir el mundo de la mitología y la magia, las ideas sobre el valor y los sentimientos de naturaleza sociológica que rodean al cultivo de los huertos. Caminando con los indígenas a través de los huertos bien cultiva­ dos y completamente desarrollados en un año de abundancia, uno advierte que para los trobriand todo el huerto rezuma prosperidad ( malia). Observando a los indígenas en sus trabajos comunales du­ rante la limpieza preliminar o el sembrado de las semillas, acompa­ ñando a alguna familia en cualquier otra etapa de los trabajos agrí­ colas y pasando todo el día con ellos en sus faenas al aire libre, se llega a comprender hasta qué punto la vida social se centra en torno a los huertos y la agricultura. Los esfuerzos competitivos —a veces a escala tribal, a veces a una escala mucho menor, sea entre familias o entre individuos— dan un acicate a la rutina. Poseer un huerto bueno y vistoso no sólo es materia de orgullo, es también un privilegio. Solamente los jefes, o los que cultivan sus huertos para un jefe, tienen derecho a tener huertos absolutamente de primera clase. Para los hombres de menor rango, un éxito excesivo podría tener malas consecuencias. Un individuo que no tuviera huertos sería un proscrito, mientras

que un individuo que por una u otra razón no sea un buen agricultor es objeto de desprecio. Todo el mundo tiene que cultivar huertos y cuantos más huertos sea capaz de cultivar un individuo, mayor será su renombre. La cantidad media de huertos que puede cultivar un hombre casado, maduro y fuerte, con la ayuda de su esposa, oscila entre tres y seis. Un muchacho o un joven cubriría uno o dos; un hombre excepcionalmente fuerte de ocho a diez. Pero volveremos sobre el problema del trabajo y su división entre hombres y mujeres; y al problema del régimen de explotación de la tierra y el derecho de cada individuo a cultivar tantas parcelas como necesite (cf. sec. 8 de este capítulo; y caps. X I y XII). Los muchachos comienzan a tener sus propios huertos a una edad sumamente temprana. Un muchachito de Omarakana, llamado Bwoysabwoyse, que me honraba con su amistad y solía visitarme, había escogido como asiento favorito una lata de galletas de cinco libras, desde donde observaba todo lo que ocurría en la tienda. Incluso sobre esa base, no precisamente monumental, resultaba diminuto: escasa­ mente podía tener más de seis años de edad. Una vez que paseaba por los huertos me dijeron que estaba cruzando la parcela de Bwoysabwoyse. Me lo tomé simplemente como una broma, y sólo después de recibir varias explicaciones que lo corroboraban y haberle visto per­ sonalmente en las faenas agrícolas con otros niños pequeños, me con­ vencí de que esos pequeñajos cultivaban sus propios huertos. Por su­ puesto, los mayores efectúan los trabajos pesados, pero ellos tienen que trabajar durante muchas horas para limpiar, plantar y escardar, y esto no es en modo alguno una dulce diversión para ellos, sino más bien una dura obligación y una cuestión de fuerte ambición. La horticultura comprende, pues, una gran sección de la vida tribal. Tiene un alcance espiritual por la magia y los poderes misteriosos que exhibe solemne y públicamente el mago oficial y hereditario de la comunidad. A su vez, el oficio de éste está respaldado por una mi­ tología estrechamente relacionada con las ideas indígenas de la pri­ mitiva asociación entre los hombres y el suelo, de donde habrían sur­ gido sus antepasados (cf. cap. XII, especialmente sec. 1).

4.

L as

tar ea s pr á c tic a s d e l b u e n a g r ic u l t o r ,

T o kw a ybag ula

Dejemos ahora nuestro examen territorial y sigamos el ciclo esta­ cional del trabajo de los huertos. Este se ordena en cuatro grandes divisiones. En primer lugar, tenemos la preparación del suelo me­ diante el corte de la maleza y su quema cuando se ha secado.5 La segunda etapa consiste en limpiar el terreno, sembrar, levantar los soportes de los ñames y construir los cercados.6 La tercera etapa hay que dejarla en su mayor parte en manos de la naturaleza; las semillas germinan, los sarmientos trepan alrededor de los soportes, las plantas de taro desarrollan sus grandes hojas y sus raíces; mientras tanto, la intervención humana se limita a las escardas, tarea encomendada a

las mujeres, y a una poda o aclareo preliminar de los tubérculos y arreglo de los sarmientos, de la cual se encargan los hombres.7 A su vez, el mago trabaja, lanza conjuros favorables al crecimiento. Final­ mente, cuando han madurado los frutos, llegamos a la última etapa, la cosecha.8 Aparte de la magia del crecimiento ya citada, cada nuevo tipo de trabajo se inaugura mediante un rito mágico y éstos consti­ tuyen una serie que corresponde a la secuencia de las actividades prácticas. El trabajo de los huertos nunca se realiza cuando llueve mucho, ni cuando hace viento o cuando para los indígenas hace frío. Durante las horas del día de calor intolerable, en la estación de las calmas, generalmente los agricultores vuelven a casa o descansan a la sombra. Sea el trabajo comunal, individual o en familia, por regla general, los campesinos se dirigen temprano a los huertos, entre diez y once re­ gresan a la aldea, y luego salen otra vez, quizá después de una comida ligera y la siesta, para trabajar desde las tres o las cuatro hasta el anochecer. Dado que algunos de los huertos lindan directamente con el poblado y los más lejanos no están a más de media hora de ca­ mino, no hay ninguna dificultad en interrumpir y reemprender el trabajo según las conveniencias del momento. El trabajo es de una gran eficiencia técnica. Ello resulta tanto más llamativo cuanto que los pertrechos del campesino trobriand son de lo más rudimentario. Consisten en un palo de cavar (daym a), un hacha (kem a), una azuela (ligogu) y, no menos importante, la mano humana, que en muchas de las actividades sirve como herramienta y con frecuencia entra en contacto directo con el suelo. El palo de cavar se utiliza para remover el suelo en la siembra y en el aclareo, en la recolección y en la escarda. El hacha y la azuela juegan un papel importante en la poda de la maleza, durante el arranque de los tu­ bérculos y en la recolección. La habilidad manual es importante du­ rante la limpieza, la siembra, la escarda, el aclareo y la recolección. Estas son, pues, las funciones de las herramientas de un «buen hor­ ticultor» (tokwaybagula), uno de los títulos más nobles que puede otorgarse a un trobriand. Pero, junto al duro trabajo y a una habilidad técnica basada en un perfecto conocimiento del suelo y de sus propiedades, del clima y de sus vicisitudes, de la naturaleza de los frutos y de la necesidad de una inteligente adaptación al terreno, la agricultura de las Trobriand comprende otro elemento que, desde el punto de vista de los indígenas, resulta tan esencial como esos para el éxito de la labranza. Se trata de la magia.

5. L a

MAGIA DE LOS HUERTOS

Puede decirse que, entre las fuerzas y creencias que sostienen y regulan la agricultura, la magia es la más importante, aparte, por supuesto, del trabajo práctico.

En las Trobriand, la magia de los huertos (megwa towosi o sim­ plemente towosí) constituye un servicio público y oficial. El mago de los huertos, también llamado towosi, la celebra en beneficio de la co­ munidad. Todo el mundo tiene que tomar parte en alguna ceremonia y hacer celebrar el resto en nombre suyo. También todos tienen que contribuir a determinados pagos por la magia. Realizándose la magia para cada comunidad como un todo, cada aldea y a veces cada sub­ división de la aldea tiene su propio towosi (mago de los huertos) y su propio sistema de magia towosi, y ésta es quizá la mayor expresión de la unidad del poblado. En la concepción indígena, la magia y el trabajo práctico son in­ separables, aunque no se confunden. La magia de los huertos y el trabajo de los huertüs se extienden en una serie entrelazada de es­ fuerzos consecutivos, constituyen una historia continuada y serán el tema de nuestra narración. Para los indígenas, la magia es tan indispensable para el éxito de los huertos como la labranza competente y eficaz. Es esencial para la fertilidad: «El mago de los huertos articula la magia con la boca; las virtudes mágicas penetran en el suelo» (Vol. 2, texto 36, Quinta parte, div. VII, § 2). Para ellos, la magia casi es un elemento natural del crecimiento de los huertos. Muchas veces se me ha preguntado: «¿Cuál es la magia que se utiliza en vuestro país para los huertos?, ¿es como la nuestra o diferente?» No parecían aprobar nuestros méto­ dos tal como yo los describía, diciendo que nosotros no realizábamos ninguna clase de magia o bien dejábamos que nuestros «misioneros» efectuaran toda la magia en bloque en la bwala tapwaroro (casa del servicio divino). Dudaban de si nuestros ñames podrían «brotar» como es debido, «levantándose sobre el follaje» y «engordando». En el curso de una de tales conversaciones, sostenida en Omarakana con Kayla’i y Gatoyawa, tomé nota de un comentario satírico sobre nuestro método (Vol. 2, texto 81, Cuarta parte, div. XI, § 9): «Los misioneros afirman: “Nosotros hacemos los servicios divinos y ésta es la razón por la que crecen los huertos”. Esto es mentira.» Debe señalarse que la palabra indígena «mentira» incluye cualquier cosa desde un error puramente accidental, un vuelo bona fide de la imaginación que no pretende presentarse como otra cosa, hasta la mentira más flagrante. Los indí­ genas no acusan a los misioneros de engaño, sino más bien de una cierta debilidad mental o, como diría el profesor Lévy-Bruhl, de una mentalidad prelógica por lo que respecta a la magia de los huertos. Sospecho que los nativos conversos que enseñan en las misiones hacen pronunciar secretamente conjuros towosi sobre sus huertos. Y los comerciantes blancos casados con mujeres nativas, presionados por la opinión pública y bajo la influencia de su esposa, tienen que contratar al towosi del lugar para que pronuncie conjuros en sus huertos; tan monstruoso le parecería a todo el mundo que un terreno cultivado no se beneficiase de la magia. El ciclo de la agricultura se abre con una asamblea, convocada por el jefe y que se celebra frente a la casa del mago, para decidir

dónde van a hacerse los huertos, quién cultivará tal o cual parcela y cuándo se iniciará el trabajo.3 En directa relación con esto, el mago se prepara para la primera gran ceremonia, que inaugura toda la se­ cuencia agrícola, mientras los aldeanos suministran una cantidad de alimentos especiales, generalmente pescado, para ofrecérselos como pago ceremonial. Una pequeña cantidad de este regalo se deja por la tarde para los espíritus de los antepasados, en forma de sacrificio y con una invocación;10 la mayor parte es consumida por el mago y su familia. A continuación éste recita un largo conjuro sobre ciertas hojas que se utilizarán el próximo día. A la mañana siguiente, el mago y los hom­ bres de la aldea se dirigen a los huertos, donde tiene lugar la cere­ monia inaugural. El towosi golpea la tierra y la restriega con las hojas encantadas, actos que simbolizan verbalmente y por su espíritu la magia de los huertos en su conjunto. Este rito inaugura oficialmente la estación agrícola, al mismo tiempo que su primera etapa: la tala de la maleza. De ahora en adelante cada etapa del trabajo práctico va precedida de la ceremonia adecuada. Cuando la maleza cortada está suficientemente seca, el mago impone un tabú sobre el trabajo de los huertos, quema de forma ritual los desechos e inaugura la siembra de ciertos frutos menores mediante una serie de ceremonias que se prolongan unos cuantos días. Más tarde, una sucesión de ritos van inaugurando sucesivamente la gran siembra de ñames, la erección de los soportes de los sarmientos, la escarda, el arranque preliminar y, por último, la recolección. AI mismo tiempo, en una secuencia para­ lela de ritos y conjuros, el mago de los huertos asiste al crecimiento de los frutos. Ayuda a que las plantas broten, a que echen hojas, a trepar; hace que las raíces germinen, se desarrollen y aumenten de volumen; y dirige las ricas guirnaldas de exuberante follaje que se entrelazan por entre los soportes de los sarmientos. Cada rito se realiza en primer lugar en una de las parcelas mági­ cas modelo, las leywota. Esto es importante desde el punto de vista práctico, porque los individuos que cultivan estas parcelas se ven obli­ gados a mantener el ritmo del ritual mágico y no quedarse atrás. Al mismo tiempo, también deben trabajar con un cuidado especial. Estas parcelas están escrupulosamente despejadas y limpias, se seleccionan semillas de tubérculos perfectos y, puesto que siempre se instalan en terrenos buenos, no sólo alcanzan un alto nivel en el trabajo de los huertos, sino también en el logro hortícola. Así, por puntualidad, ca­ lidad y acabado del trabajo, y por la perfección de sus resultados, estas parcelas establecen un modelo concreto para todas las demás, y esta excelencia se atribuye fundamentalmente a la influencia de la magia. 6.

El

b ru jo d e lo s h u e r to s

El towosi o mago de los huertos es un dignatario hereditario en cada poblado. En realidad, la posición del towosi coincide con la del

jefe o dirigente, si no en la identidad personal al menos en el prin­ cipio del linaje. En la concepción jurídica y la mitología indígenas, el mago de los huertos es siempre el cabeza del grupo consanguíneo que posee la aldea. No obstante, este individuo suele delegar sus obli­ gaciones en su hermano menor, su primo por línea materna o su hijo. Tal traspaso del cargo de mago de los huertos era especialmente fre­ cuente en el linaje de los jefes supremos de Omarakana, para quienes las obligaciones de la magia de los huertos resultaban demasiado gravosas. El sistema mitológico de los trobriand establece relaciones muy estrechas entre el suelo y los seres humanos. El origen de la huma­ nidad está en el suelo; los primeros antepasados de cada grupo local o subclán —pues las dos cosas son idénticas— emergieron en un lugar determinado, según siempre se afirma, trayendo consigo su magia de los huertos (cf. cap. X II, sec. 1). Generalmente, aunque no siempre, el punto por donde emergieron corresponde al terreno de su subclán, el territorio sobre el que tienen un derecho hereditario.11 Esta pro­ piedad hereditaria del terreno —mitológica, legal, moral y económica— recae sobre el dirigente; y es en virtud de estos derechos combinados como ejerce la función de mago de los huertos. «Yo golpeo la tierra», como me dijo Bagido’u, el más prestigioso mago de los huertos de la isla, «porque yo soy el propietario del suelo». La primera persona sig­ nifica: «Yo como representante de mi subclán y de mi linaje». En nuestro estudio de los textos mágicos (Vol. 2) veremos que cada mago en funciones mantiene viva la descendencia12 tradicio­ nal de la magia de los huertos. En algunos de los conjuros tiene que repetir toda la serie de nombres de los que han detentado la magia antes que él. En uno o dos momentos de su actuación mágica, ofrece ceremo­ nialmente a los espíritus de sus antecesores una pequeña parte de los substanciosos regalos de alimentos (ya cocinados) que él recibe. Tales regalos de la comunidad son expresión de agradecimiento y sumisión, más que un regalo comercial. Son un reconocimiento de sus servicios y con este espíritu se ofrecen al mago y a sus antepasados. Esta ofrenda ceremonial de alimentos, que forma parte integrante de los procedi­ mientos mágicos, se denomina uláula. No obstante, por regla general, los miembros de una comunidad ofrecen además otros regalos al mago. Al comienzo del ciclo hortícola, suele recibir pequeños regalos de comestibles, tales como cocos o ba­ nanas; o bien puede aceptar un manojo de nuez de betel u objetos de uso diario tales como cestas, hachas, esteras, lanzas o cacharros para guisar. Este tipo de regalos, llamado sousula, tiene por objeto com­ pensarle por las privaciones que sufre en el ejercicio de su profesión. Tal como me lo explicó uno de mis amigos towosi, expresándolo en el estilo concreto, característico del habla indígena: «Cuando voy a hacer magia en los huertos y me lastimo el pie, exclamo: “Wil lwoye kaygegu; gala sene si sousula."» «¡Oh! (tal cosa) me ha golpeado en el pie; no demasiado sus pagos sousula (es decir, no me dan lo bastante para compensar todas mis fatigas).»

También, de vez en cuando, el mago recibe un regalo en objetos preciosos llamado sibugibogi: una gran hoja de hacha ceremonial, cin­ turones o adornos de discos de concha o un par de brazaletes de concha. Regalos asi suelen ofrecérsele después de una mala estación para congraciárselo, o bien después de una cosecha especialmente buena, como muestra de gratitud. Para llevar a cabo sus obligaciones, el mago suele contar con la ayuda de algunos hombres más jóvenes: sus hermanos menores y los hijos de sus hermanas son sus sucesores naturales, a los que a su de­ bido tiempo tiene que instruir en la magia, enseñándoles los con­ juros, diciéndoles qué substancias tienen que utilizar, aconsejándoles cómo celebrar el ritual y qué tabúes personales tienen que observar. De esta instrucción, la parte más difícil es el aprendizaje de las fórmu­ las. Sin embargo, incluso esto no requiere ninguna preparación espe­ cial, pues la magia de los huertos es una ceremonia pública, los con­ juros todo el mundo puede oírlos con frecuencia, el ritual es bien conocido y cualquiera puede explicar exactamente cuáles son los tabúes que debe observar el mago. Los que tienen que heredar la magia de los huertos y practicarla y por tanto están más interesados en ella, se familiarizan con todos los detalles a una edad temprana. Ellos son los ayudantes naturales del hechicero y sus acólitos. Toman parte en todas las ceremonias largas y complicadas o repiten en otras parcelas de huerto el rito que el mago jefe celebra en las parcelas modelo. Y suelen ayudarle también en la recolección de los ingredientes o en la prepa­ ración de las mezclas y estructuras mágicas. Además de éstos, tiene colaboradores no oficiales entre los jóvenes y los niños del poblado, que transportan parte de su equipo, le asis­ ten en la colocación de determinadas señales mágicas y realizan otros trabajos de menor importancia. Acabo de mencionar los tabúes del mago. Consisten casi exclusiva­ mente en abstenerse de ciertos alimentos. En ningún caso puede tocar la carne de ciertos animales y pescados, o comer determinados vege­ tales. Estos, por regla general, están relacionados con las substancias que utiliza en su ritual o con los objetivos de su magia. El mago tam­ poco puede participar de los nuevos frutos hasta que ha celebrado una ceremonia especial, que consiste normalmente en una ofrenda a los espíritus de los antepasados. Un tercer tipo de abstención es el ayuno que tiene que guardar los días en que celebra alguna ceremonia (cf. capítulo II, sec. 4). En todo lo dicho puede verse que el cargo de mago de los huertos no es una sinecura. Ño sólo tiene que llevar a cabo toda la serie de ritos inaugurales, siguiendo muy de cerca el trabajo práctico de los huertos, no sólo tiene que propiciar el crecimiento de las plantas con sus conjuros estimulantes, sino que también debe observar un régimen, nada fácil de seguir, de abstenciones y ayunos y, por último, pero no ¡ menos importante, debe realizar un considerable trabajo práctico y ' de control. El mago de los huertos es considerado por la comunidad como el

experto de los huertos. El es quien, quizá junto con su pariente mayor, el jefe, decide qué campos han de cultivarse en un año dado. Después, en cada etapa, debe averiguar cómo va el trabajo de los huertos; cómo van brotando, floreciendo, madurando los frutos, y entonces tiene que dar la iniciativa para la etapa siguiente. Debe observar el tiempo y el estado de la maleza cortada antes de quemarla. Tiene que comprobar si los huertos están lo bastante adelantados antes de celebrar la magia de la siembra, y así en todas las etapas. Y cuando descubre que la gente se está retrasando o que algunos, despreciando la obligación comunal, tal como la de cercar las parcelas de huerto, están perju­ dicando los intereses de toda la comunidad, es obligación suya re­ prender a los culpables e inducirlos a corregir sus métodos y trabajar con energía. Una y otra vez, mientras estaba sentado en mi tienda, leyendo o repasando mis notas, o hablando con alguno de mis amigos indígenas, oía la voz de Bagido’u de Omarakana o Navavile de Oburaku o Mo­ tago’i de Sinaketa elevándose desde algún lugar fuera de su casa. En una arenga pública, acusaba a unos u otros de no haber completado su parte de la cerca, dejando así un ancho hueco en el cercado comu­ nal por el que podrían entrar los cerdos salvajes o los wallabys; y como las semillas estaban ya en los huertos y comenzaban a germinar, pronto los animales salvajes se verían atraídos y podrían ocasionar grandes pérdidas. O también podía anunciar que la maleza cortada estaba prácticamente seca y en tres o cuatro días podía inaugurarse la quema. O también podía imponer algún tabú público sobre el tra­ bajo, diciendo que en unos pocos días se levantaría la gran kamkokola, todo el mundo debía abandonar los demás trabajos y transportar los grandes y sólidos postes necesarios para la construcción mágica y para los últimos soportes de los ñames. De este modo, el towosi no sólo ejerce una influencia indirecta sobre el trabajo de los huertos, aportando la iniciativa e inagurando las su­ cesivas etapas, imponiendo tabúes y señalando el ritmo, sino que tam­ bién supervisa directamente cierto número de actividades. Para ello, tiene que visitar constantemente los huertos, examinar el trabajo, des­ cubrir negligencias y, lo que no es menos importante, descubrir cual­ quier trabajo especialmente bien hecho. Pues la alabanza pública de boca del towosi es una recompensa muy apreciada y un gran estímulo para el perfecto horticultor, el tokwaybagula. Los indígenas están profundamente convencidos de que, a través de la magia, el towosi controla las fuerzas de la fertilidad, y en vir­ tud de esto están dispuestos a admitir que también debe controlar el trabajo humano. Y, permítasenos recordar que, su poder mágico, sus co­ nocimientos de experto y su descendencia tradicional de sus antece­ sores mágicos, se ve reforzada por el hecho de que él es el dirigente o, en una comunidad de rango, un jefe de alto linaje, o el sobrino o el hermano menor. Cuando el cargo está en manos del hijo del jefe, también éste lo desempeña sólo como delegado del cabeza legítimo de la comunidad (cf. cap. XII, secs. 2 y 3). Además, los actos mágicos

ejercen una influencia organizadora sobre la vida comunal: en primer lugar, porque marcan el progreso de las actividades a intervalos regu­ lares e imponen una serie de días tabú o períodos de descanso; y en segundo lugar, porque cada rito debe celebrarse en su totalidad en las parcelas modelo, y estas parcelas deben estar perfectamente preparadas para ello, con lo que se establece un modelo para todo el poblado (cf. el Apéndice I). Por tanto, la magia no consiste sólo en una fuerza mental, que favorece una mentalidad mejor organizada en cada indi­ viduo; también es una fuerza social estrechamente ligada a la orga­ nización económica de las faenas hortícolas. Sin embargo, los indí­ genas distinguen con gran precisión las actividades mágicas y las técnicas, tanto en teoría como en la práctica; pero pronto tendremos ocasión de volver sobre este punto.

7. L a

GLORIA DE LOS HUERTOS Y SU TRASFONDO MITOLOGICO

Como ya hemos mencionado, esta magia constituye para el po­ blado una preciosa posesión y un símbolo de su integridad social, así como de su posición dentro de la jerarquía tribal. Un poblado de alto rango siempre va en cabeza en la agricultura. Esto es natural porque, como veremos (cap. XII, sec. 3), los subclanes más nobles se han asentado en los territorios más fértiles: en Kiriwina. El renombre de esta región, especialmente por su excelencia en el cultivo de los huer­ tos, se extiende por todo el área de los massim septentrionales. La tarde de mi primera llegada al poblado de Dikoyas, en la isla de Woodlark, a unas ochenta millas de la capital del jefe supremo, me hablaron con entusiasmo de la riqueza de Kiriwina y me contaron del héroe cultural, Tudava, que habiendo emergido del suelo en Ki­ riwina, dio los huertos a los hombres y les enseñó a cultivarlos, no sólo en la isla Woodlark sino en todas las vecinas; también se me dijo que Kiriwina fue la primera isla que existió y la primera donde se cultivaron huertos. Así, más de un año antes de que llegara a Kiri­ wina, después de dar un rodeo de varios cientos de millas, se me hizo saber que la agricultura se había originado en las Trobriand; que la horticultura, el conocimiento de cómo hacer las cosas, el conocimiento del comportamiento adecuado, de los orígenes totémicos y de la iden­ tidad totémica de los individuos se habían extendido, desde Kiriwina, hacia el este y hacia el sur; que Kiriwina todavía seguía siendo el lugar más aristocrático, rico y fértil del mundo. La leyenda de Tudava es conocida en todo el distrito de los mas­ sim septentrionales.! E ^ todas partes, en la isla de Woodlark, en el archipiélago d’Entrecasteaux, en las Amphletts, en el grupo de las Marshall Bennett, se cuenta la historia de cómo el héroe cultural era oriundo de Kiriwina y fue el primero que instituyó la agricultura y la magia de los huertos!? En una versión de la leyenda, recogida tam­ bién en la isla de Woodlark, se me dijo que Tudava fue el primer hombre que brotó de la tierra en Kiriwina. Después de él fueron bro­

tando los otros hombres. Conforme emergía cada individuo, Tudava le asignaba su tótem. Al principio, cuando salió él, no había más tierra que Kiriwina. Tiró una gran piedra al mar y allí se levantó la isla de Kitava. Luego fue allí y tiró otras piedras y fueron naciendo las islas de Iwa, Kwayawata y Digumenu. Luego creó el distrito de Madawa (parte de la isla de Woodlark) y el resto de la isla de Woodlark y Suloga, donde está la cantera de las grandes piedras. Luego fue a Nada o Nadili (las islas Laughlan), donde ya habían vivido al­ gunas personas con anterioridad, pues estas islas ya existían.13 Las otras islas que hizo Tudava fueron todas pobladas por gentes proce­ dentes de Kiriwina, que se trasladaron en canoa. Cuando fue a Laugh­ lan la gente quería matarlo, por ello se marchó. En otra versión se me dijo que en aquel tiempo había dos hom­ bres, uno de los cuales era Tudava y el otro Gere’u. Gere’u brotó antes que Tudava de la tierra de Kiriwina. Tenía una hermana lla­ mada Marita. Ambos se dirigieron a la isla de Woodlark. Tudava se encaminó hacia la región de Wanuma, en la parte norte, Gere’u en dirección a Kropan (parte sur). Luego Tudava fue a ver lo que estaba haciendo Gere’u. Gere’u tenía un gran huerto y Tudava le preguntó: «¿Quién hizo este huerto?» «Yo mismo lo hice», respondió Gere’u. «¿Tú has hecho un huerto tan grande como el que podrían hacer tres o cuatro hombres?» Gere’u dijo: «Sí, yo solo lo cuido». «¿Cómo cui­ das tu huerto?», preguntó Tudava. «Corto un pequeño árbol», le dijo Gere’u, «y todos los árboles nuevos caen. Corto un árbol grande y todos los árboles grandes caen. Hago un pequeño fuego y todo arde. Rompo una astilla y aparecen muchas astillas. Comienzo a hacer la valla y la valla se hace sola. Siembro un taro y crecen otros muchos. Siembro un taytu y crece mucho taytu. Siembro un ñame y crecen muchísimos ñames.» Tudava responde: «Oh, esto no es bueno. Este trabajo rápido no es bueno. Suponiendo que produzcamos muchísima comida, ningún hombre trabajará. Es mejor que un hombre fuerte haga un huerto grande y un hombre débil un huerto pequeño. El hombre débil debe salir a pescar y cambiar el pescado por taytu». Entonces Tudava le dijo a Gere’u cómo cultivar los huertos y le concedió una magia (la magia de Tudava no era tan poderosa como la magia de Gere’u, pero la magia de Gere’u se ha perdido y la magia que conoce la gente es la magia de Tudava, y ésta es la razón de que la gente no pueda hacer ahora huertos tan grandes). Gere’u también tenía un horno con piedras abierto en la tierra. Tudava miró dentro y vio que Gere’u asaba serpientes e iguanas y zarigüeyas y cerdos salvajes y ratas y pescado. Tudava le dijo: «La rata no es buena, tírala. La serpiente no es buena, tírala. La iguana no es bunea, tírala. Quédate con el cerdo y la zarigüeya y el pescado». Y esta es la razón de que ahora la gente sólo coma carne de pesca­ do, de zarigüeya y de cerdo, y no coma ratas ni serpientes ni iguanas.14 Gere’u siguió su consejo y después se fue a Misima y dejó allí mucha nuez de betel. Luego se fue a Du’a’u, donde su canoa se rompió contra

un arrecife. Allí Gere’u y Marita se ahogaron y se transformaron en piedras, pero los grandes ñames llegaron a Du’a’u mientras que el taytu se dirigió a Kiriwina. Esta es la razón de que al norte de la isla de Fergusson haya muchos grandes ñames y en Kiriwina abunde el taytu. De este modo, tenemos dos héroes culturales, uno de los cuales re­ presenta un antiguo sistema de horticultura que en el mito goza de una magia aún más poderosa; mientras que el otro, Tudava, sigue siendo el legislador cuyas palabras han establecido el orden que rige actualmente. También se me dijo en la isla de Woodlark que la magia de los huertos consistía, en gran medida, en los conjuros dados por Tudava y que su nombre siempre se mencionaba en la magia. Los primeros magos de los huertos recibieron los conjuros del propio Tudava y las fórmulas todavía se transmiten por línea materna. Encontraremos el nombre de Tudava y el nombre de la hermana de Gere’u, Marita, en uno o dos de los conjuros de la magia de los huertos de Kiriwina. En Vakuta, la isla meridional del archipiélago de las Trobriand, obtuve otra versión de la leyenda. Allí se me dijo que Tudava fue el primero en mostrar a los hombres cómo se hacen los huertos de forma adecuada, que fue el primero en celebrar la magia de los huer­ tos, en instituir los tabúes de los huertos y en decir a la gente qué debían y qué no debían plantar. Después de haber hecho su obra en Kiriwina, partió hacia el este y llegó, en primer lugar, a Kitava, la isla más próxima, claramente visible desde la costa oriental de Kiri­ wina. Permítaseme presentar una traducción libre de todo el texto del mito tal como lo obtuve de Mbwasisi, el mago de los huertos de Vakuta (cf. Vol. 2, texto 96, Quinta parte, div. XII, § 4 0 ) :15 «(i) En Kitava, Tudava enriqueció el lugar; fue al poblado, plantó grandes ñames, taytu, taros, aros. El campo quedó hecho una hermo­ sura. (n) Hizo de Kitava un país muy bueno (agrícolamente). Ni lo más ligeramente amargos (los frutos), muy grandes los ñames sem­ brados alrededor de la aldea, también en la maleza y en los arrecifes de coral, todos muy buenos. La patria misma de los grandes ñames, (m ) Fue alrededor del poblado, de un extremo a otro. Cuando se detuvo había acabado la isla de Kitava. El campo de Kitava estaba hecho una hermosura y la tarea estaba acabada. »(iv) (Dijo) “Me iré, me iré a Iw^”. Allí fondeó y desembarcó; plantó ñames en la aldea, plantó taytu/ Luego desembarcó para aden­ trarse en la maleza y plantó allí, (v) Le dijeron: “Tudava, tu canoa se ha ido a la deriva. Coge tu canoa y ponía en la costa”, (vi) Y (co­ menta el narrador) fíjese, no plantó en la maleza. Allí es amargo. Sólo en la aldea (plantó y allí es dulce), (vn) Se aproximó (a su canoa). “Oh, no, partiré. Es bastante lo que ya he plantado en el poblado”. » ( v i i i ) Navegó a Digumenu. Vinieron las gentes de Kwaywata, los dueños de la isla. Lo ahuyentaron (gritando): “Esta es nuestra isla. No te establezcas (aquí), oh Tudava”. (ix) Lo ahuyentaron. El les

dijo: “En este lugar Digumenu yo creo que debo plantar ñames, debo plantar taytu, debo plantar bananas. (Pero) puesto que ya me habéis ahuyentado, sólo os daré cocoteros y me iré a Kwaywata”. »(x) Partió, fue a Kwaywata. Amarró la canoa y echó el ancla; desembarcó y plantó taros, taytu y ñames en el poblado. Pero cuando lo atacaron, se trasladó a la isla de Gawa. »(xi) Desembarcó en Gawa, plantó ñames en el poblado, plantó bananas, aros, taytu; plantó taros. (xn) Después (intentó) quizá llegar al bosque, de forma que pudiera plantar, de forma que pudiera hacer bien a todo el campo. Lo atacaron. » ( x i i i ) Se metió en la canoa, partió y llegó a Bovagise. Allí en Bovagise plantó taros, plantó sagú y taytu. Llegó a gustarle la aldea de Bovagise, dio pescado y luego partió hacia Wamwara. »(xiv) Fue (allí), permaneció, dijo: “Hombres de Wamwara, plan­ taré ñames, taytu y taros; plantaré todo el campo hasta que no quede nada. Dejaré todas vuestras tierras ordenadas”, (xv) Estuvieron de acuerdo y él plantó el campo, y cuando estuvo acabado, se metió en su canoa y partió y se fue a Nadili. »(xvi) Ancló, de verdad ancló, (pero) ellos se levantaron y le ata­ caron. (Huyó y) rompió una punta (de la isla); sigue siendo una isla (hecha por) el casco de la canoa de Tudava. (xvu) Fue al mar abierto, escapando. Ellos lo rodearon de forma que pudieran matarlo. Rompió un trozo de tierra (de) otra, (haciendo) un paso por en medio, (xvin) Rompió tres lugares (islas): una con el nombre de Obulaku, otra Bugwalamwa, otra Budayuma. (xix) Habló: “Sois muy malos, gentes de Nadili. Yo hubiera ordenado vuestras tierras para que pudieran ser buenas. Os hubiera dado ñames, taytu, bananas, taros. Pero, puesto que me habéis agraviado, os daré cocos.” »(xx) Partió, se fue a una tierra extraña más allá de Nadili. Fue, se estableció allí. Mientras estuvo allí, en la tierra más allá de Nadili, un hombre estaba pescando tiburones con un gran arpón para tiburo­ nes. (xxi) El tiburón que había capturado nadaba e iba hacia la tierra extraña y allí saltó a tierra. Tudava habló: “¿Quién eres?” »(xxn) “Oh, yo, yo pertenezco a Nadili. Pesco tiburones con un arpón para tiburones. El me arrastró. Vine a tu aldea.5' Se sentaron juntos, (xxm) Tudava habló: “Tú eres mi amigo. Vamos a cultivar jun­ tos los huertos.” Cultivaron los huertos, (xxiv) Cuando se acabó la luna, él (el hombre de Nadili) habló: “Me iré a mi aldea”. Dijo Tu­ dava: “Vamos a amarrar mi canoa de manera que puedas llenarla de tu comida habitual”, (xxv) Habló él (el hombre de Nadili): “Bien, me iré mañana”. Tudava llenó su canoa y dijo: “Está hecho. Ven aquí, hechizaré tu jengibre silvestre.” (xxvi) El (Tudava) encantó el jen­ gibre silvestre. Lo lió haciendo dos paquetes. El (el hombre de Na­ dili) dijo: “Tú te quedarás y yo me iré remando.” (xxvn) Tudava se puso en pie y dijo: “mientras remas por el mar, mastica un paquete de jengibre silvestre, escupe de forma ritual sobre tu aldea, de manera que se aclare (en el horizonte); luego vuélvete, mastica el segundo pa­ quete, escupe a mi tierra para que pueda desaparecer, de tal forma

que mientras yo esté aquí nadie pueda verme.” (xxvm) El (el hombre de Nadili) remó alejándose; de forma ritual escupió sobre la isla de Tudava, ésta desapareció. De forma ritual escupió sobre Nadili y ésta apareció claramente, (xxix) Remó, ya estaba en las aguas de poca profundidad (cerca de la aldea). Su canoa volcó como consecuencia de los rompientes; su contenido se desparramó; y los alimentos se fueron por el mar y sus pendientes de colmillo de jabalí se hundieron. Eran los pendientes de colmillo de jabalí de Tudava, que se los había dado al hombre de Nadili como prenda. Los vemos refulgiendo bajo el mar. (xxxi) Todos sus efectos personales se hundieron en el mar. El hom­ bre fue a su poblado y se quedó allí.» La parte verdaderamente significativa de este mito acaba con las hazañas de Tudava en la isla de Nadili, como la llaman los trobriand, o Nada —para utilizar su nombre local—, la isla Laughlan de nuestro mapa. Tenemos en el mito una justificación de por qué, como realmente es el caso, los mejores ñames grandes (kuvi) de toda la región crecen en Kitava, en tanto que Iwa da buenos frutos alrededor de los pobla­ dos, pero el resto de la isla es pedregosa y no puede emplearse para huertos. Ello es debido, como aquí puede verse, al accidente de que la canoa de Tudava fuera arrastrada por la corriente. La isla de Digumenu, que no es más que un banco de arena, sólo puede producir cocos y unas pocas hierbas aromáticas, tales como kw ebila y sulumwoya. Estas no se mencionan en el mito, pero me fueron especifica­ das en el comentario. La hostilidad de las gentes de Kwaywata, que son los propietarios del banco de arena y lo cultivan desde su propia isla, es la responsable de la pobreza del suelo, tanto del banco de arena como de la isla de Kwaywata. La misma explicación se aduce para la pobreza agrícola de la isla de Gawa, o isla de Woodlark (Murawa o Muyuwa), donde fue bien recibido en un distrito, pero ahu­ yentado en otro; mientras que en la isla Laughlan, un atolón bajo con suelo de arena, sólo crecen los cocoteros como consecuencia del comportamiento hostil de los habitantes. El último incidente, la amistosa relación del héroe cultural con un pescador de las islas Laughlan, nos conduce a lo que podría denomi­ narse la prenda de la verdad: la marca visible dejada por los aconte­ cimientos del pasado en el fondo del mar. El colmillo de jabalí petri­ ficado puede verse a través del agua en un acantilado del otro lado de las Laughlan. En cierta medida, también explica por qué la gen­ te de Nada no tiene huertos de frutos. Pues, aunque Tudava le dio a su amigo todos los productos agrícolas, éstos volvieron a perderse cuando la canoa zozobró. El final nos llama la atención por su pecu­ liar falta de sentido, como suele suceder en los mitos indígenas. El penúltimo verso fue recitado en un tono distinto y, obviamente, pre­ sentado como un comentario del narrador sobre los acontecimientos. Otra leyenda que obtuve de unos cuantos indígenas del archipiélago d’Entrecasteaux y que, evidentemente, es una variante de la historia

recogida en la isla de Woodlark sobre Gere’u y su hermana Marita, cuenta cómo un héroe mítico y su hermana partieron de Misima a Du’a’u en la isla de Normanby. Dejaron olvidada toda la nuez de betel y ésta es la razón de que Misima sea tan rica en este estimu­ lante tan codiciado. Sólo llevaron consigo el taytu (ñames pequeños) y los kuvi (ñames grandes). Al dejar la canoa, la hermana perdió la falda y el hermano tuvo que volverse para no ver su desnudez, de tal forma que no advirtió que se avecinaba una tempestad. Esta volcó la canoa y tiró todos los grandes ñames al mar; pero el taytu se quedó en la canoa, que el hombre encantó y dirigió hacia el norte, a las Trobriand. Esta es la razón por la que los kuvi (ñames grandes) crecen bien en la isla de Normanby y los taytus abundan en las Trobriand. Otra leyenda referente a distintas expediciones marítimas de canoas completamente cargadas de frutos explican por qué son tan fértiles ciertas partes de la isla de Fergusson, singularmente la costa septen­ trional alrededor de las laderas de Koyatabu. Los distritos pobres de la región son Dobu, donde nunca se consiguen grandes excedentes, las Amphletts, las islas Lusangay en el borde noroeste de los massim septentrionales, y las islas Laughlan o Nadili. Todos estos lugares han incurrido, de una u otra forma, en el disgusto de los primerales dis­ pensadores míticos de la abundancia y, por tanto, ahora tienen que depender de las otras, o bien comer cocos, pescado y frutas silvestres. El héroe mitológico, Tudava, es famoso en todo el distrito; y en la propia Kiriwina, por supuesto, se cuenta su historia —o más bien gran cantidad de historias, pues existe todo un ciclo de mitos de Tu­ dava, de leyendas e incluso de cuentos de hadas. Pero, sorprendente­ mente, aquella parte de la leyenda que expresa con tanto detalle la supremacía de Kiriwina sobre los distritos exteriores no se conoce en la propia Kiriwina. Los datos que he ido dando aquí proceden, como ya he mencionado, de la isla de Woodlark y del extremo meridional de la isla de Vakuta. A propósito del rol cultural de Tudava, como el primer cultivador de huertos y conocedor de la magia de los huertos, también me hablaron los indígenas de las lejanas islas de Kayleula, Simsim y Kitava. He vuelto a oírlo contar en las islas Amphletts por los nativos de allí. Viajando por el archipiélago d’Entrecasteaux des­ cubrí que los indígenas de Du’a’u, Dobu y la isla de Goodenough también lo conocen. Pero los indígenas que en el mito se glorifican ni siquiera parecen haberlo oído nombrar. En mi opinión, esta aparente anomalía se explica por el hecho de que los trobriand, en especial los de Kiriwina y Tilataula, dan por supuesta su supremacía en la agricultura. Tienen buenas razones para pensar así y nadie discute su alegato. Tienen la prueba tangible de su competencia y riqueza. Resulta obvio para todo el mundo, tanto si es un indígena de Kiriwina como si se trata de un visitante de alguna aldea vecina, un asociado kula de Kitava o la isla de Woodlark, las Amphletts o Dobu, que los almacenes de Kiriwina no tienen paralelo, sus huertos son los más grandes y los mejores del distrito y en ellos se recolecta anualmente la mayor cantidad total de ñames. En resu­

men, los habitantes de Kiriwina no necesitan contar ninguna historia sobre su riqueza pasada; pueden señalar el presente con orgullo y seguridad. Tienen aún menos necesidad de justificar su pobreza, como hacen algunos indígenas; pues en efecto, no la padecen. Con todo lo dicho, sería incorrecto suponer que la agricultura no tiene un fundamento mitológico en Kiriwina. En primer lugar, tienen una breve mitología que simplemente asegura que el subclán local o naturalizado, cuyos antecesores emergieron de un territorio dado, con­ trola la magia de la fertilidad de ese territorio. Tales breves afirma­ ciones mitológicas definen de forma tradicional y salvaguardan legal­ mente los derechos del subclán sobre sus tierras. En segundo lugar, existe una siempre creciente y renovada tradi­ ción de la buena horticultura. Consiste en las historias que se cuentan sobre los logros de uno u otro poblado; sobre las cosechas especial­ mente abundantes (cap. V y Doc. II); o sobre los resultados de los concursos institucionalizados de alimentos (buritila'ulo, cf. cap. V, sección 6), en los que una aldea es «vencida» por otra. Pero todo esto es más bien una glorificación del presente que una referencia a los milagros del pasado. En cierta medida operan en el mismo sentido los testimonios históricos de hambres ocasionales, compensados con descripciones de abundancia (cap. V, sec. 1).1S Volviendo al más amplío ciclo de mitos, lo esencial de las histo­ rias sobre los orígenes de la agricultura es la explicación de la exce­ lencia de algunos lugares y la pobreza de otros. Contienen una carta legendaria de la agricultura en general y de las diferencias locales de costumbres y de fertilidad. En muchos de ellos, tenemos una justifica­ ción moral de la preferencia de Tudava por determinadas islas: donde fue bien recibido florecieron los huertos, se hincharon los ñames bajo la tierra fértil, crecieron los taros y las guirnaldas de taytu sombrearon el suelo con su follaje, y así ha seguido sucediendo hasta el día de hoy. Allí donde los habitantes se asustaron y lo ahuyentaron —una idea compuesta que los indígenas expresan mediante la palabra bokavili—, el suelo se ha quedado estéril o pantanoso, bueno sólo para los cocoteros y los frutos silvestres del bosque, los dos productos que crecen en todas partes y en cualquier lugar de estas islas. La isla principal de las Trobriand, especialmente el distrito de Kiriwina, don­ de se originaron los huertos y de donde partió de viaje Tudava, ha seguido siendo siempre el centro supremo de la agricultura. 8.

El

p o d e r d e l a m ag ia y l a e f i c a c i a d e l t r a b a j o

Con objeto de apreciar el ciclo mitológico de las ideas, debemos tener presente la relación de la magia con el trabajo práctico tal y como la conciben los indígenas. En las Trobriand, el breve mito de la emergencia inicial tiene una estrecha relación con la magia, puesto que ésta la trajeron consigo los antepasados que salieron de la tierra (capitulo XII, sec. 1). El don de la fertilidad otorgado por los míticos

fundadores y posesores de la magia a los distritos más ricos de la región, se concibe sin excepción en un doble sentido, mágico y natural. Los indígenas se dan cuenta de que en terrenos arenosos, salobres y pedregosos no pueden crecer ni los ñames ni los taros, ni mucho me­ nos el taytu. Si se les pregunta si se podría iniciar una plantación o un huerto en las escarpadas laderas de las Amphletts, en las arenas estériles de las Laughlan o en los fragmentos barridos por el viento y saturados de agua salada del atolón de Lusan^ay, responderán que no y explicarán por qué la mayor parte de las plantas no pueden pros­ perar allí con un lenguaje perfectamente razonable, casi científico. Al mismo tiempo, atribuyen la suprema fertilidad de algunos dis­ tritos, la prosperidad de que se goza permanentemente allí y la her­ mosa extensión de los fértiles huertos a la superioridad de un sistema mágico sobre otro. Así, de los comentarios indígenas sobre los mitos anteriores, resulta claro que, por una parte, siempre se concibe al héroe cultural otorgando suelo fértil, difundiendo semillas, instrucción sobre las habilidades agrícolas, conocimientos sobre cómo deben ma­ nipularse los frutos y protegerlos del añublo y otros peligros; y por otra parte, se entiende que lleva consigo un poderoso sistema de magia. Los dos sistemas, el sistema de la magia y el sistema del cul­ tivo de los huertos — megwa la keda, bagula la keda— son insepa­ rables. Nunca se confunden, ni nunca puede substituirse uno por el otro. Los indígenas nunca intentarán recurrir a la magia para lim­ piar el suelo, ni erigir una valla o un soporte de ñames por medio de un rito. Saben perfectamente que tienen que hacerlo con las manos y con el sudor de sus frentes. También saben que no puede escati­ marse ningún trabajo sin hacer peligrar la cosecha, ni jamás se les ocurre suponer que un exceso de magia pueda compensar las defi­ ciencias del trabajo. Sobre todo, saben expresar este conocimiento claramente y formu­ larlo en cierto número de principios y relaciones causales. Tienen un perfecto conocimiento del suelo y de los frutos; de hecho, distinguen entre seis o siete tipos de terreno y conocen perfectamente las varie­ dades de frutos que mejor se adaptan a un terreno pantanoso o arci­ lloso, al de humus negro o a las tierras ligeras y pedregosas de las regiones secas. Así, aunque no exista la palabra equivalente de «bal­ dío», los indígenas saben y pueden explicar que no es posible que prospere un huerto sobre una piedra de coral;17 ni en el fango blando de una ciénaga o un pantano; ni en el humus negro empapado de agua salada en que crecen los manglares; ni en la arena. También explican que el pwaypwaya, el verdadero suelo de tierra, sólo se encuentra don­ de crece el bosque ( odila) y que, después de haber cortado los árboles y los matojos, se pueden plantar frutos. El suelo apropiado para el cultivo se clasifica en humus fértil, negro y arcilloso, el mejor para el taytu, a la vez que para el kuvi y los taros; suelo rojo ligero, en conjunto inferior al humus y no adecuado para los taros, pero que da buenas cosechas de ñames en los años húmedos; el suelo que se en­ cuentra en el rayboag y en sus proximidades, similar al anterior, pero

más arcilloso y menos seco, especialmente bueno para la variedad de ñames grandes; suelo pantanoso, que puede utilizarse para huertos de taros y, en años muy secos, incluso para ñames; el suelo pobre y pedregoso, que es absolutamente inadecuado para los taros, pero pue­ de utilizarse para las variedades resistentes de ñames. Los indígenas saben también que el humus negro que rellena los agujeros del ray­ boag (arrecife de coral) es bueno para los ñames grandes, kuvi. Respecto a las variedades de ñames, taros y taytu, tienen literal­ mente cientos de nombres para cada una de ellas.18 Algunos nombres diferencian lo que verdaderamente pueden considerarse variedades bo­ tánicas, otros describen características de tamaño, forma, perfección, etcétera. Los indígenas explican de forma inteligente por qué es ne­ cesario tener el terreno bien limpio y escardado. Poseen una clara teoría sobre por qué el taytu debe plantarse a bastante profundidad y recubrirse con un montículo. Disponen de inteligentes artificios para mantener apartados a los cerdos y, siempre que la cerca se estropea temporalmente, ponen estacas de puntas afiladas al otro lado, de forma que los cerdos se pinchen si saltan sobre la cerca. Tienen varios tipos de espantapájaros. Todos estos ingenios prácticos los manejan de forma racional y ateniéndose a perfectas normas empíricas. Tampoco es que la distinción entre el trabajo y la magia quede implícita y falta de expresión. Siempre pude preguntar si se trataba de un sistema mágico o agrícola y, desde los primeros inicios de mi tarea, obtuve respuestas inequívocas. Se me dijo, por ejemplo, que las estructuras grandes y pesadas, las kam kokola, eran cosa de magia: «Megwa wala; gala tuwayle si koni wa bagula — sólo magia; ninguna otra función (recae) sobre ellas en el huerto». Se me dijo también que las casas de los espíritus (si bwala baloma), los cercados en mi­ niatura, los penachos de hierba colocados alrededor de los kavatam (soportes de los ñames) y ciertas astillas horizontales colocadas en las kom kokola eran todos puramente mágicos. Por otro lado, se me explicó que las cenizas fertilizaban el suelo; que sembrar profundo es aconsejable en las estaciones secas; que deben quitarse las piedras del suelo; que los hierbajos obstruyen el desarrollo de las plantas, y así sucesivamente. Por tanto, para los indígenas, la magia tiene unos ob­ jetivos distintos que el trabajo. Saben muy bien qué efectos pueden conseguirse con un cultivo cuidadoso del suelo y procuran lograrlos mediante un trabajo industrioso y competente. Saben igualmente que determinados males, como las plagas, los añublos, los cerdos salvajes, la sequía o la lluvia, no pueden superarse mediante el esfuerzo hu­ mano por muy duro y constante que sea. También ven que, a veces y de forma misteriosa, los huertos florecen pese a todas las previsio­ nes en contra, o bien que, en una buena estación favorecida con un buen trabajo, los huertos no dan los resultados que deberían. Cual­ quier buena suerte inexplicable, por encima de lo debido, los indíge­ nas la atribuyen a la magia; exactamente igual que atribuyen los in­ fortunios inesperados e inmerecidos a la magia negra o a alguna defi­ ciencia en la realización de su propia magia.

En resumen, la magia, oficialmente celebrada por el hechicero de los huertos en condiciones ceremoniales, mediante el rito y el conjuro y la observancia de los tabúes, constituye un departamento especial. Por otra parte, la labranza práctica que cada individuo efectúa con ayuda de sus manos y aplicando el sentido común, y basada en el reconocimiento de la relación causal entre los esfuerzos y los logros, constituye otro departamento. La magia se basa en el mito, el trabajo práctico en la teoría empírica. La primera se dirige a prevenir los contratiempos imprevisibles y a conseguir una buena suerte inmere­ cida; la segunda proporciona lo que se sabe que el esfuerzo humano puede dar de sí de forma natural. La primera es una prerrogativa sociológica del líder, del towosi; la segunda es una obligación econó­ mica de todos los miembros de la comunidad. Hasta aquí he hablado exclusivamente de la magia pública y, al hacer la distinción entre magia y trabajo, sólo me he referido a los ritos y conjuros del mago público de los huertos, el towosi. Conviene explicar ahora que en las Trobriand existe una magia privada de los huertos. Yo conseguí una o dos fórmulas que se aducirán en los capí­ tulos siguientes, junto con una descripción bastante completa de su escaso ritual y limitada influencia. La magia privada se realiza, prin­ cipalmente, sobre las semillas de los ñames en la época de la siembra, y sobre el palo de cavar y el hacha en la época de la extracción de tubérculos. Consta de un simple conjuro que se entona directamente sobre el objeto que se pretende encantar. Nunca está integrada en el trabajo de los huertos como sí lo está la magia pública de los huertos. Otra forma de magia de los huertos que debe mencionarse aquí es la magia maléfica y maliciosa, bulubwalata, que se supone realizan los vecinos con objeto de perjudicar el huerto. Desgraciadamente, sólo llegué a descubrir la pista de ésta al final de mi estancia en las Trobriand y, como en la mayor parte de los casos de magia negra, hu­ biera necesitado mucho tiempo y gran cantidad de paciencia llegar a asegurarme de si tan sólo existe. Más difícil aún me hubiera resul­ tado conseguir detalles y no tuve éxito en ninguna de las dos tareas. Mi impresión es que la bulubwalata es un simple mito en tanto en cuanto referida a los huertos; que se sospecha que algunas personas la practican, pero que nunca se confirma la sospecha; que un horti­ cultor sin habilidad y sin éxito se la atribuiría a los vecinos de su propio poblado o de algún lugar más distante, y que estos contestarían con las mismas sospechas y mala voluntad (cf., no obstante, cap. III, sección 2).18 La verdadera magia negra de los huertos es la magia de la lluvia y la sequía, la magia que regula las condiciones de fertilidad. Sin embargo, ésta no es una forma subrepticia de brujería; sigue en manos del jefe; él la maneja pública y oficialmente como manifestación de su ira y como un medio de castigo colectivo y de coacción para que se cumpla su voluntad. Gobernar la magia de la lluvia y la sequía es, en realidad, uno de los privilegios más temidos y codiciados del jefe supremo de Omarakana (cf. cap. V, sec. 1).

Volviendo ahora al lado práctico: en las Trobriand todo el mundo, hombres y mujeres, jefes y plebeyos, la esposa principal del jefe, la propia hermana del jefe, así como la más humilde solterona se ocupa de las labores hortícolas (cf. Primera parte, sec. 3). Ni siquiera el mago de los huertos está excluido de esas tareas a menos que esté enfermo como es el caso de Bagido’u, el mago de los huertos de Omarakana. Trabajará en tantas parcelas como cualquier otro, llevará a cabo sus actividades con el mismo vigor y no podrá descargar ninguna de sus tareas en otro individuo. Siempre se espera que el mago de los huertos y el jefe sean horticultores especialmente eficientes. Los jefes menores de Liluta, Kwaybwaga y Mtawa siempre presumían de ser buenos agri­ cultores que podían rivalizar entre sí y con sus súbditos plebeyos. En el trabajo de los huertos no existe especialización; ni está exento de él el especialista. Ni siquiera el mago está excusado, por sus activi­ dades en favor de toda la comunidad, de realizar su aportación al trabajo. La diferenciación más importante es la que se hace entre la par­ ticipación de los hombres y las mujeres en la horticultura. Una mujer nunca cultiva por derecho propio. Nunca se titula «propietaria de un huerto» o «propietaria de una parcela». Nunca trabaja de forma in­ dependiente, sino que siempre debe tener un varón para quien y con quien labra la tierra, y esto se aplica asimismo a las mujeres de más alto rango cuyos maridos necesariamente son de rango inferior a ellas. Una muchacha soltera simplemente ayudará a su madre. A partir del momento en que se casa trabaja en el huerto de su marido. La familia, esto es, la mujer y los hijos, constituye la unidad cooperativa más pequeña de la agricultura trobriand. Entre todos cultivan las distintas parcelas que les adjudica el consejo de los huertos, si bien cabe mencionar que en esta labor conjunta existe una división normal de trabajo. El hombre corta el matorral; hombre y mujer limpian la tierra y la preparan para la siembra; el hombre realiza la siembra; la mujer escarda. El hombre tiene que levantar los sarmientos y arran­ car las raíces; mientras que, por último, la recolección la hacen hom­ bre y mujer juntos. El renombre de un buen agricultor, la alabanza y otros gajes recaen sobre el hombre y no sobre la mujer. Ella sólo los comparte de forma vicaria. Lo que redunda en el crédito de una mujer es más bien la cantidad de producto que su familia recibe de su hermano. No obstante, aparecen ciertas complicaciones como consecuencia de que el trabajo se haga de forma distinta según la mujer sea soltera o casada; de que el jefe y una cualquiera de sus distintas esposas no puedan compartir el trabajo de los huertos de la misma forma que cualquier pareja monógama. Antiguamente, cuando el jefe supremo tenía unas cincuenta esposas y las parcelas correspondientes, él sólo podía hacer aproximadamente una cincuentava parte del trabajo del varón en cada una de ellas. Lo mejor será considerar cada tipo de status por separado y ver cómo aparecen los derechos sobre los huertos, el trabajo en los huertos y la cooperación:

1) Un hombre soltero o viudo tiene que hacer todo el trabajo por sí solo, incluyendo la escarda de la cual, no obstante, podría encar­ garse alguna mujer emparentada con él, por pura amabilidad. 2) Un individuo normal, con una esposa y quizá con hijos, sólo realizará la faena del varón, ayudado por sus hijos varones mientras éstos sean pequeños, mientras que su esposa y las hijas llevarán a cabo la parte de las mujeres. Los hijos mayores pueden hacerse cargo de sus propias parcelas dentro de la comunidad del padre si continúan residiendo allí durante algún tiempo, o bien pueden cultivar sus propios huertos en la comunidad materna una vez que se han trasladado. 3) El cau­ dillo o notable con dos o más esposas generalmente tiene tantas veces la porción normal de parcelas como esposas. Con este mayor número de parcelas, no alcanza a realizar todo el trabajo por sí mismo. Por otra parte, gracias a su rango puede ordenar y pagar un trabajo co­ munal durante la tala de la maleza y la siembra. Además, un indi­ viduo así generalmente retendrá a sus hijos en la aldea durante mucho tiempo, y éstos también le ayudarán, trabajando cada uno en la par­ cela de su madre. 4) El jefe supremo, con una gran familia de cua­ renta o sesenta esposas (en la época de mi estancia en las Trobriand se habían reducido a catorce) cultivará dos o tres parcelas por cada esposa. Obviamente, su participación en el trabajo sólo puede alcanzar a muy pocas. Por lo que pude apreciar, debe trabajar con una o dos o, a lo sumo, con tres esposas. El resto del trabajo lo harán, en parte, los hijos de cada esposa y, en parte, se realizará de forma comunita­ ria. Para la siega de la maleza y la siembra de los principales frutos siempre se recurre al trabajo comunitario (cf. cap. IV, sec. 5).

9. L a de

h o r t i c u l t u r a d e n tro d e l c o n te x to la economía t r ib a l ' y la vida p ú b l i c a

Hemos visto en la Introducción el papel fundamental de la agri­ cultura en la economía de las Trobriand; podemos calibrar ahora cómo la superestructura mágica, la mescolanza de principios legales e ideas estéticas, de trabajo y de conocimientos, dotan a la institución de la agricultura de muchas otras facetas además de la económica. Los huertos son en cierto sentido una obra de arte. Del mismo modo que un indígena siente una satisfacción de artista al construir una canoa o una casa, perfectas por su forma, decorado y acabado, y toda la comunidad le glorifica por tal logro, igualmente actuará por lo que respecta al trazado y progresos de su huerto. Junto con él, sus parientes y sus convecinos se enorgullecerán del espléndido resultado de sus esfuerzos. Se dedica una considerable cantidad de energía a obtener efectos puramente estéticos, a lograr que el huerto resulte limpio, vistoso y elegante (cf. Primera parte, sec. 3). Antes de la siembra se limpia de piedras el terreno, con una meticulosidad que va mucho más allá de lo estrictamente necesario desde un punto de vista puramente técnico.

El terreno limpio se divide, mediante estacas extendidas sobre el suelo, en primorosos rectángulos que varían entre 4 y 10 metros de longi­ tud y de 2 a 5 metros de ancho. Estos rectángulos no tienen una gran utilidad práctica, pero se concede gran valor a las proporciones y a la calidad de las estacas que los delimitan. Existen construcciones puramente mágicas, las kamkokola, ya mencionadas, y se dedica gran esfuerzo a darles un aspecto imponente. La selección de postes rectos, sólidos y fuertes para soportes de los sarmientos de los ñames es mo­ tivo de orgullo. En el curso de todas las sucesivas etapas del trabajo, se intercambian visitas y la mutua apreciación y admiración de las cualidades estéticas de los huertos constituyen un rasgo constante de la vida del poblado. Entre los elementos psicológicos que se manifiestan en muchos rasgos característicos de la agricultura, la recolección y las condicio­ nes económicas generales encontraremos: un considerable placer por el trabajo bien acabado y la presión social que se materializa en el imperativo «tener hermosos huertos y una hermosa cosecha es lo correcto, honorable y deseable». Una visión más completa de la forma en que se utilizan los pro­ ductos de su agricultura permitirá comprender por qué los indígenas dedican tanto trabajo, atención y cuidados estéticos a sus huertos. Sólo después de ver en detalle cómo se sacan los frutos de la tierra y luego se almacenan; cómo se exhiben varias veces a lo largo del pro­ ceso, se limpian, cuentan y adornan; cómo se emplea una magia es­ pecial para inducirlos a que permanezcan almacenados y no despierten la codicia de los seres humanos avarientos; cómo se redistribuyen, re­ bautizan y clasifican según categorías sociológicas, sólo entonces será posible apreciar el valor que confieren a los frutos los campesinos trobriand (cf. caps. V-VII). Aquí deben resaltarse ciertas diferencias entre las funciones eco­ nómicas de los frutos. Los taros, que como veremos figuran en la ma­ gia de modo casi más notorio que el taytu o los kuvi, destacan mucho menos en el intercambio y en la economía tribal. La explicación es muy simple. Los taros deben ser consumidos tan pronto como se arran­ can, porque son perecederos (cf. Primera parte, sec. 10). Los kuvi, los ñames grandes, macizos y pesados, pueden almacenarse durante largo tiempo, pero nunca se conservan tan bien como los ñames pequeños, taytu, y son menos sabrosos y, por tanto, menos apreciados como ali­ mento básico por los indígenas. Por otra parte, su tamaño y sus formas fantásticas los convierten en un objeto valioso para la decoración y exhibición en los almacenes. Para los indígenas, el taytu, el ali­ mento básico, es kaulo, la comida vegetal par excellence y ocupa un lugar prioritario durante la cosecha y después. Representa la prospe­ ridad salvadora, es el símbolo de la abundancia, malia, y la principal fuente de riqueza indígena. Para los indígenas, la presencia de alimentos significa ausencia de temor, seguridad y confianza en el futuro. Pero su importancia va más allá. Supone la posibilidad de organizar danzas y festines, de

gozar de holganza para dedicarse a la talla de madera y la construc­ ción de canoas, la oportunidad de realizar agradables expediciones marítimas, de emprender visitas y relaciones sociales en gran escala. Y para aquellos indígenas que destacan como agricultores, jefes o magos, también significa butura (renombre) y la vanidad satisfecha. La actitud indígena respecto a los alimentos se vislumbrará clara­ mente en nuestra descripción de la cosecha, que para los trobriand es una ocasión muy decididamente festiva y de placer, pese a lo duro del trabajo. La forma en que se manejan y exhiben los alimentos, la costumbre de admirar y contar los ñames y los montones de ñames, su almacenamiento en las casas de ñames, la magia de la vilamalia, el ritual de la prosperidad, todo ello nos revela constantemente el atractivo emocional de los alimentos, o más bien de los alimentos acumulados. De este modo, en dos momentos de la recolección, en vez de seguir directamente el trabajo que llevan entre manos, los in­ dígenas lo interrumpen con objeto de apilar los ñames limpios y res­ plandecientes en hermosas pilas cónicas, que cubren con un enra­ mado y dejarlos así durante algunos días, o incluso semanas, para admiración de los vecinos y visitantes. Estas pilas simbolizan el éxito del agricultor, la riqueza de la comunidad y la fertilidad de la tierra. Los alimentos acumulados son para ellos algo bueno; su ausencia no sólo es motivo de temor, sino también de vergüenza. No hay mayor insulto que decirle a un individuo que no tiene comida, gala kam, «tú sin comida»; o que está hambriento, kam molu, «tú hambriento».20 (cf. también cap. VI, sec. 3). Nadie pide jamás comida, ni come en un lugar extraño, ni acepta comida a menos que sea por acatar una costumbre tradicional. Dar comida es un acto de superioridad; y la generosidad es el más alto de los privilegios, así como una apreciada virtud. Los alimentos se exhiben siempre que hay ocasión: con motivo de las defunciones y en las danzas, en las bodas y en las fiestas mortuo­ rias. Se ofrecen a los espíritus ancestrales durante su retorno anual y se Ies entregan en forma de un tributo ceremonial (cf. Primera parte, secciones 7 y 10). Como ya se ha indicado, el rango regula la acumulación de ali­ mentos. Sólo los hombres de rango pueden poseer grandes almacenes decorados, con anchos intersticios abiertos. Los plebeyos deben alma­ cenar sus ñames en bwayma (almacenes cubiertos; cf. cap. VIII). Las complicaciones de la sociología de la distribución de los ali­ mentos; las obligaciones asociadas con el parentesco y el parentesco político y los tributos que se deben al jefe, ya anteriormente citadas (Primera parte, sec. 9), serán tratadas más adelante en el capítulo VI (secciones 1 y 2) y en el capítulo X II (sobre todo, secs. I, 2 y 3). En nuestra descripción de la cosecha veremos cuánto trabajo se dedica al manejo y transporte de los productos, de acuerdo con el complejo sistema indígena de división o distribución de los frutos recolectados. Los alimentos, según se ha visto, se utilizan para la producción de otros servicios y su acumulación en manos de los jefes permite em­

prender ciertas empresas a escala tribal (Primera parte, secs. 4, 6 y 10). A este respecto, es importante recordar que la gloria de la agricultura, el renombre que reporta al tokwaybagula (labrador eficiente), está siempre subordinada a las normas que hacen de la acumulación de comida un privilegio del rango. Uno puede ganarse la reputación de buen horticultor, pero debe dedicar sus energías a hacer aporta­ ciones a la casa de ñames de sus jefes o dirigentes. Ningún plebeyo puede llegar a ser demasiado rico ni trabajar para personas distintas de las que verdaderamente detentan el poder. Si lo hiciera, el fruto de sus esfuerzos sería una mala salud o incluso la muerte por brujería, en vez de la buena fama. Los frutos que se recolectan todos los años, especialmente los fru­ tos de los ñames pequeños (taytu), son, pues, la base económica de la vida pública y privada, de la mayor partedelas instituciones y actividades de las Trobriand (cf. Primera parte, sec. 10). Teniendo esto presente, podremos comprender la mezcla de placer estético y apasionada emoción, de duro trabajo y actividades agradables, de misticismo mágico y trabajo verdaderamente arduo, que iremos viendo en los próximos capítulos. Comprenderemos el minucioso cuidado con que los trobriand cultivan la tierra, erigen los fuertes soportes para los sarmientos de los ñames, construyen sus estructuras mágicas, dividen las parcelas de sus huertos en tableros de ajedrez con grandes postes esbeltos. Seremos capaces de apreciar la influencia simpática que ejer­ cen estos trabajos estéticos y superfluos sobreel crecimiento de los huertos, una influencia que se mantiene aún más viva gracias a las constantes celebraciones mágicas. Con el propósito de cumplir sus obligaciones con respecto al jefe, a sus parientes políticos y consanguíneos, y ansioso también de alma­ cenar su propia parte, el campesino normal trabaja voluntariamente y con placer. Si verdaderamente es eficiente, ganará lo que necesita para su familia, proporcionando a todo el mundo la parte que les debe, y conseguirá una legítima fama. Pero nunca puede permitirse la am­ bición de superar a sus rivales y hacerse con una riqueza personal; no podría hacerlo impunemente. Por encima y más allá del trabajo individual, está el poder de la magia del towosi, la magia ordinaria de los huertos de una comuni­ dad; la influencia de la vilamalia, la magia de la prosperidad, y no menos importante, el supremo poder mágico del jefe supremo, tourikuna. En último término, esta magia decide el exceso de sol, que significa sequía, o la lluvia pertinente, que trae fertilidad a las islas.

1 Cf. en la nota 1 del Apéndice II, sección 4, comentarios metodológicos relati­ vos a la construcción de la tabla y a algunas de sus insuficiencias. 2 En otro lugar me he ocupado del calendario lunar y estacional (Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. LVII, 1927). Allí he puesto al descubierto el papel subordinado que desempeña la luna en el cómputo del calendario indí­ gena y la soberana importancia que se concede a las actividades agrícolas estacio­ nales. Tam bién he tratado de dar una explicación de por qué los nombres y la diferenciación de las lunas resulta m ás clara y exacta en el caso de las primeras ocho o nueve lunas, es decir, durante la época en que los huertos están verdadera­ mente en m archa (cf., no obstante, la nota 1 de la sec. 4 del Apéndice II). 3 Sobre la relación entre los huertos tempranos y los principales, véase la nota 2 de la sec. 4 del Apéndice II. 4 Véase la nota 3 de la sec. 4 del Apéndice II. 5 En la tabla del cómputo del tiempo (fig. 3 ), vemos en la columna 7 (huertos principales) que la primera etapa cae en la luna decimotercera, y en la columna 8 (huertos tempranos) en la undécima. Los huertos de taros resultan más complicados porque los ciclos son más breves (cf. cap. X , sec. 2) y tenemos dos períodos de abundancia y preparación, que caen alrededor de las lunas tercera y cuarta y en tom o a la octava y la novena. 6 La columna 7 de la tabla (huertos principales) muestra que esta etapa ocupa las lunas 2, 3 y 4; en la columna 8 (huertos tempranos) las lunas 13, 1 2; en la columna 9 (huertos de taros) las lunas 4 y 9. 7 Columna 7 (huertos principales), lunas 5 a 8; columna 8 (huertos tempranos), lunas 3 a 6 o 7. Esta etapa no aparece en la columna 9 (huertos de taros), en la que caería en las lunas 6 y 7, y 11 y 12. * Columna 7 (huertos principales), lunas 10 a12; columna 8 (huertos tempra­ nos), lunas 8-10; columna 9 (huertos de taros), lunas 8 a 13. Los taros también se recolectan en la cuarta luna, en los huertos tempranos, y en la sexta luna, en los huertos principales. 9 Cf. Apéndice I, Tabla Comparativa de la Magia y el Trabajo, para la corre­ lación entre el trabajo práctico y la magia. 10 Cf. la nota 8 del Apéndice II, sec. 4. " A veces un subclán consigue el derecho de propiedad de un distrito al que ha emigrado. Cf. el capítulo X II, sección 3. 12 Para el significado del término «descendencia» y la descripción de los princi­ pios de la herencia, véase la Prim era parte, sección 9. 13 Contradicciones tales como las que aparecen en las dos frases «no había tierra» y «estas islas ya existían» se presentan en todos los mitos, incluyendo los nuestros propios, los del cristianismo. 14 Incluyo este incidente con objeto de dar una versión completa del mito tal como me fue ofrecida, aunque no tiene una relación directa con la agricultura. De forma incidental, sugiere que Gere’u representa un sistema cultural más antiguo y que Tudava fue un reformador. 15 Comparando esta versión libre con la traducción línea por línea y el comen­ tario (cf. loe. cit., §§ 40, 4 1 ), el lector descubrirá que las palabras entre corchetes van implícitas en el contexto, aunque no se expresen explícitamente en el texto. 16 Véase la nota 4 de la sección 4 del Apéndice II.

17 P ara la terminología indígena que documenta estas distinciones, véase el Vol. 2, Quinta parte (div. I, §§ 11 y 12). w Cf. Vol. 2, Quinta parte (div. III, §§ 9-22). 19 Tam bién nota 5, Apéndice II, sección 4. 20 Los dos kan de esas expresiones son homófonos accidentales.

Los huertos de Omarakana: primeros trabajos y magia inaugural

En el corazón de Kiriwina, el distrito más rico y fértil de las Tro­ briand, está situada Omarakana, la capital de los Tabalu, el subclán más poderoso y de más categoría de toda la nación de los massim septentrionales (cf. Primera parte, sec. 3). Ya sabemos que Kiriwina goza de un mitológico halo de superioridad por lo que respecta a los huertos y a la magia de los huertos; que es la provincia más aristo­ crática, la más rica y, por tanto, la más poderosa, y que su riqueza y su poder están en manos del jefe supremo, el Tabalu de Omarakana. La gloriosa genealogía de este subclán se remonta hasta el Malasi original, el hermano y la hermana o, como deberíamos decir en una comunidad matrilineal, la hermana y el hermano, que emergieron cuando los hombres brotaron por primera vez del suelo. Se originaron en la costa noroeste, cerca de la aldea de Laba’i, que es el centro mitológico de todo el distrito. Según la tradición, se trasladaron a Omarakana y los habitantes originarios tuvieron que someterse ante el esplendor de su rango y el poder de su cargo (cf. cap. X II, secs. 1 y 3).

1.

A lgunas perso n a lid a d es DE LA HORTICULTURA

en e l á m bito

En consecuencia, los Tabalu han llegado a ser considerados pro­ pietarios del suelo y, como tales, tienen el derecho y la obligación de actuar como magos de los huertos. El sistema de la magia de los huer­ tos del towosi, denominada Kaylu’ebila, que se realiza de forma oficial y pública sobre los huertos de Omarakana, está en manos del jefe supremo. En la época en que yo visité el distrito (1915-1918), To’u­ luwa, aún vivía el último jefe al que se permitió detentar todos los poderes de la jefatura. Acuclillado en el suelo frente a su choza o almacén, o subido a su kubudoga (plataforma elevada), exteriorizaba su supremacía, permitiendo que sus súbditos se movieran libremente a

su alrededor; su presencia en la aldea siempre resultaba conspicua (cf. Primera parte, sec. 9). Era un hombre perspicaz y equilibrado, pero la invasión europea había quebrantado su orgullo y ya no ejer­ cía la mayor parte de sus cargos. Además, tenía mala memoria y no estaba bien preparado en conocimientos mágicos. Por tanto, había delegado la magia de los huertos en su sobrino matrilineal y sucesor directo, Bagido’u, el heredero legítimo de la jefatura. Como todas las dignidades y posiciones, el cargo de mago de los huertos, que, permítasenos recordarlo, es inherente a la jefatura o di­ rección de la comunidad, se hereda matrilinealmente, es decir, pasa del hermano mayor al más joven y del tío materno al sobrino (cf. Pri­ mera parte, sec. 9). No obstante, a veces, y no es raro que ocurra, un jefe puede delegar el cargo en su hijo, especialmente si este último pertenece a un subclán del más alto rango. El Kwoynama, un sub­ clán del Lukwasisiga, cuya aldea es Osapola, es el más adecuado para proporcionar maridos y esposas a los Tabalu. Por regla general, los hijos de tales matrimonios ocupan un lugar especial en la capital y con frecuencia, entre otros cargos importantes, suelen encargarse de la magia de los huertos. Así el predecesor de Bagido’u fue su propio padre, Yowana, que era hijo de Purayasi, un jefe Tabalu, y de Vise’u, una mujer del subclán Kwoynama, y que por tanto pertenecía a este último clan. A su vez, Yowana se casó con Kadabulami, una mujer Tabalu, de tal forma que sus hijos se convirtieron en herederos de la jefatura. El enseñó la magia de los huertos a Bagido’u, quien la ejercía en Omarakana, con el consentimiento de su tío materno. Bagido’u era un hombre de notable habilidad e inteligencia reco­ nocidas. Como la mayor parte de los aristócratas de las Trobriand, tenía una gran dignidad personal y extremadamente buenas y aus­ teras maneras; resultaba más fácil, ganárselo por consideraciones per­ sonales que mediante pagos en tabaco; y una vez captado su interés, incluso si el que lo lograba era un hombre blanco, se convertía en algo así como un amigo. Como informador, era muy complaciente y eficaz, debido a su desgracia personal: en la época en que lo conocí estaba, obviamente, en un avanzado estado de tuberculosis, tenía que pasar gran parte del tiempo en su casa o alrededor de la misma y sentía grandes deseos de charlar. Dado que era uno de los deposi­ tarios de la tradición indígena, inteligente, con talento y dotado de una excelente memoria, fue una de mis principales fuentes de infor­ mación sobre la magia. Además, a pesar de su enfermedad, controlaba todas las actividades hortícolas y la magia de los huertos, y celebraba personalmente la mayor parte de las ceremonias importantes. Además de estos dos principales actores de todo el ritual de los huertos, nos ocuparemos de los más destacados colaboradores de Ba­ gido’u: sus dos hermanos menores Towese’i y Mitakata, los cuales ya habían aprendido la mayor parte de las fórmulas y actuaban como acólitos de Bagido’u; y Yobukwa’u, del clan Kwoynama, hijo del jefe supremo, que era amigo personal del mago de los huertos y también había aprendido de él los conjuros y los detalles del ritual.

Aparte de estas personalidades destacadas, la comunidad consta de las clases típicas de todas las aldeas de rango (cf. Primera parte, sec­ ción 9); es decir: en primer lugar, los ciudadanos de rango, los pa­ rientes matrilineales del jefe; en segundo lugar, los subclanes corres­ pondientes a los originales propietarios desposeídos (el subclán Bura­ yama — del clan Lukwasisiga— de alto rango, que ahora gobierna una parte de Kwaybwaga, y el subclán Kaluva’u, plebeyos del clan Malasi); y por último, los vilomugwa, es decir, los individuos de bajo rango que no viven en la aldea por derecho de ciudadanía, sino como vasallos o servidores del jefe. Tres o cuatro de estos últimos se dis­ tinguían por su eficacia en la horticultura; recibían el calificativo de tokwaybagula, perfectos horticultores. Es evidente que la magia de los huertos y el trabajo de los huertos en Omarakana debe ser el principal objetivo de nuestro estudio y que ello es posible gracias a los buenos oficios de Bagido’u. En efecto, no sólo me permitió estar presente en todos los ritos de los huertos, sino que generalmente me avisaba con algunos días de antelación, me explicaba la razón fundamental de muchas de sus disposiciones, me invitaba a su propia casa mientras estaba recitando los conjuros con la solemnidad de la celebración habitual, me los dictaba con rara paciencia y capacidad y me ayudaba a traducirlos, lo que de ninguna forma me resultaba tarea fácil. Gracias a esto podremos seguir la to­ talidad de cada ceremonia en detalle, oiremos todos los conjuros y nos beneficiaremos de los comentarios de una de las mejores inteligencias de las Trobriand.

2. E l

m o d e lo d e l a a g r i c u l t u r a t r o b r i a n d

La magia y el trabajo de los huertos de Omarakana, el más ela­ borado y quizás el más famoso de todos los sistemas, constituye un término de comparación y un modelo para todas las demás comuni­ dades. Por tanto, la siguiente descripción servirá como ejemplificación de la horticultura en general. El examen comparativo que haremos en los capítulos IX y X, y los documentos V a VII nos permitirán evaluar las diferencias entre las varias aldeas, que son pequeñas, pues los dis­ tintos sistemas difieren muy poco. Los detalles en que deberemos entrar a continuación no se exponen por mera pedantería o amor a la acu­ mulación de datos. Sólo siguiendo a los indígenas en sus trabajos y considerando todo lo que están haciendo desde su propio punto de vista — es decir, observándolos con la misma minuciosidad que ellos ponen en la ejecución de todo lo que consideran esencial—, sólo así lograremos integrar verdaderamente las actitudes indígenas en la sig­ nificación indígena y apreciar los valores que los huertos encierran para ellos. La fiesta anual de Milamala es el año nuevo de los trobriand. Esta festividad está claramente relacionada con sus trabajos agrícolas y tiene lugar en el mes de Milamala, que en Kiriwina corresponde apro-

xímadamente a agosto (tabla del cómputo del tiempo, fig. 3). La pre­ cede la recolección, así como la inauguración de los nuevos huertos, y a continuación sigue la quema, la limpieza y la siembra de los kaymata. Los huertos tempranos o preliminares, los kaumugwa, pue­ den iniciarse, y generalmente se inician, uno o dos meses antes que los grandes huertos. Cuando visité Omarakana en 1915, en los empla­ zamientos de los huertos tempranos la maleza ya había sido cortada en junio, en tanto que la cosecha principal todavía estaba madurando. Los huertos más tempranos se cultivan dentro de un cercado ais­ lado y, normalmente, en campos adyacentes al poblado. Cada hombre cultiva sólo una o dos parcelas de huertos tempranos, mientras que tiene de tres a seis en los tardíos, los grandes huertos (kaym ata). Las dos clases de huertos incluyen prácticamente los mismos cultivos, aun­ que los grandes huertos están dedicados de forma más exclusiva al taytu, mientras que los tempranos presentan mayor variedad. Se di­ ferencian principalmente por la estación en que se trabajan. La magia que se celebra en los primeros es idéntica a la magia de los grandes huertos, pero las ceremonias del sistema sólo se celebran en su tota­ lidad en los grandes huertos. En términos generales, la mayor parte de lo que se leerá en éste y los siguientes capítulos (II a VII inclu­ sive) hace referencia tanto a los kaymugwa como a los kaymata, los huertos tempranos y los grandes huertos. Resultaría tedioso, y tam­ bién confuso, duplicar la descripción e interrumpir la narración con constantes saltos de uno a otro tipo de huertos, exponiendo ora una excepción, ora un paralelismo.1 3.

«K aya k u » :

el

je f e

y el

mago e n consejo

En algún momento de la luna de Yakoki, Bagido’u espera uno o dos días de buen tiempo y, siendo como es un buen meteorólogo prác­ tico, fija junto con To’uluwa, el jefe, una fecha para las deliberacio­ nes ceremoniales. Una hermosa tarde se levanta y, de pie junto al fuego, frente a su choza, se dirige al poblado y anuncia, con una breve arenga, que el kayaku (el consejo de los huertos) tendrá lugar al día siguiente. «¡Bien! Mañana To’uluwa celebrará su kayaku. Es hora de em­ pezar nuestros huertos. El año pasado los frutos fueron buenos, llena­ mos nuestros bwayma (almacenes de ñames), comimos nuestro kaulo (alimentos vegetales), hicimos grandes sagali (repartos ceremoniales); dimos muchos alimentos a todas las aldeas. Este año haremos huertos mejores todavía; los bwayma (almacenes de ñames) deben llenarse. Vosotros los ancianos debéis acudir todos mañana. Nos sentaremos en el baku (plaza central), charlaremos; decidiremos qué kwabila (sec­ ción de terreno) cultivaremos; contaremos todas las baleko (parcelas), quién labrará una baleko, quién otra. Bien, venid mañana a mi casa, mañana mascaremos nuez de betel, beberemos cocos verdes, chuparemos caña de azúcar y hablaremos. Contaremos nuestros huertos.»2

K ayaku 3 es el nombre de cualquier reunión social, conversación o consejo, en que los indígenas se sientan juntos, discuten de nego­ cios o simplemente charlan de manera informal. Pero el kayaku, aquél por el que se define una estación cuando un indígena se refiere al pe­ ríodo o kayaku («en la época de la sesión del consejo»), es el consejo de la aldea en que se discuten los asuntos agrícolas antes de iniciar los nuevos huertos. Tiene lugar en la luna 11 (véase la tabla del cómputo del tiempo) e invariablemente se celebra frente a la casa del towosi (mago de los huertos). En Omarakana, los hombres se congre­ gan en primer lugar ante la gran vivienda personal del jefe (lisiga). Luego caminan junto con el jefe los pocos pasos que les separan de la casa de Bagido’u y allí, en cuclillas en el suelo formando un semi­ círculo, esperan a que el jefe y el mago de los huertos inauguren la sesión. Dagiribu’a, la esposa de Bagido’u, distribuye grandes cocos verdes, y a veces incluso algunos ñames cocidos en grandes platos, mientras el jefe reparte manojos de nuez de betel. Luego, To’uluwa hablará para decirles, con la acostumbrada minuciosidad, que se han reunido allí para decidir todo lo que respecta a los huertos. «El año pasado cultivamos huertos en Ibutaku y Lomilawayla. Hace dos años utilizamos Duguvayusi, nuestra mayor kwahila (sec­ ción de terreno). Hace mucho tiempo que no labramos huertos en Sakapu y Obwabi’u, pero estos lugares están muy lejos. ¿Debemos desbrozar Tubuloma, Kavakaylige y Ovabodu este año?» 4 A esto Bagido’u, que ha tratado previamente el asunto con el jefe y por consideración al cual se han seleccionado terrenos muy próximos, dado que estaba enfermo ese año, contesta: «Sí, oh jefe, yo deseo desbrozar Tubuloma, Kavakaylige y Ova­ bodu. La odila (selva) ha crecido bien allí, es un año húmedo y será bueno para estas tierras, que son todas galaluwa (negras, pesadas, pero de suelo seco) y butuma (ligeras, de suelo rojo). Cultivemos nuestros huertos allí.» Tales discursos, en que se comunica a todos lo que todos saben y a lo que todos tienen que avenirse, constituyen un aspecto caracte­ rístico de la vida pública de las Trobriand.5 Una vez seleccionado el emplazamiento, viene lo que se denomina el recuento de las parcelas de cultivo. Al estudiar el régimen de explo­ tación de la tierra (caps. X I y X II) veremos que cada porción de campo o huerto ( kw abila) se subdivide en parcelas menores (baleko). Estas, en cierto sentido, son de propiedad individual y, así como cada campo tiene su nombre, también lo tienen la mayor parte de las par­ celas, aunque no todas. El jefe o el mago de los huertos dirigen el recuento, o más bien la enumeración (kalaw a)} de los balek (parce­ las). Esta puede hacerse aunque no se recuerden los nombres de las parcelas. La disposición típica de un huerto puede verse en el diagrama anterior (fig. 4). Por supuesto, debe tenerse presente que, como todos los diagramas, éste representa la disposición de una realidad más compleja. Como se verá en el mapa de las tierras de huertos de Omarakana (fig. 13),

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D iagrama de los campos (Kwabila)

que reproduce tanto las formas como las dimensiones con un elevado grado de aproximación, muchos de los grandes campos son rectángulos despejados (por ejemplo, campos 8-12) mientras que otros, tales como el gran campo 1, y los campos menores 2, 3, 4 y 5, en parte tienen forma curva y en parte trapezoidal. Pero en todos ellos, sin excepción, aparecen los grandes puntos de orientación: los dos portillos, las cua­ tro esquinas y los lados intermedios (véase también esta sección más adelante). El mapa también muestra que ciertos grandes campos, como Du­ guvayusi, Opikwakula y Waribu, están atravesados por un sendero. También otros campos adyacentes, como Kavakaylige y Ovaboda, o Inutaku y Sakapu, están situados simétricamente a ambos lados del sendero, uniéndose sus límites a través del camino, de modo tal que cuando los campos 9 y 8, o 9 y 10, o 3 y 2, o 3 y 4, se cultivan el

mismo año, el camino tiene que pasar naturalmente a través de ellos. Donde el sendero corta un Huerto, se construye un portillo en el cer­ cado. Este lugar se denomina kalapisila o valu (cf. fig. 4). Allí es don­ de siempre se sitúan las cuatro o seis parcelas modelo, las leywota. El jefe o el mago de los huertos preguntará quién va a desbrozar la gran parcela modelo a mano derecha. «Yo», responde el hombre a quien se le ha concedido el honor de cultivar este punto selecto.6 A continuación el jefe adjudica de forma ceremonial las restantes par­ celas del tipo leywota; cada una de éstas tiene su propio nombre.7 Una vez adjudicadas todas las parcelas modelo, por regla general a un hombre de rango o a un agricultor renombrado, el jefe procede a repartir de la misma forma el resto de las parcelas. Como ya hemos dicho anteriormente (cap. I, sec. 3), cada indivi­ duo cultiva varias parcelas, cuyo número depende de su status, de las obligaciones que debe cumplir y de su fuerza y laboriosidad. El número medio de parcelas que se cultivan oscila entre tres y seis. Un agricultor muy eficiente puede cultivar hasta diez parcelas, aún cuan­ do tal cantidad no sea absolutamente necesaria. Así, Mitayuwo, de Omarakana, normalmente labra ocho baleko. Es un hombre particu­ larmente fuerte e inteligente, capaz de trabajar durante horas sin sen­ tir cansancio (muchas veces lo he empleado como porteador) y capaz también de mantener una ardua atención mental durante largos in­ tervalos, por lo que pude juzgar al utilizarlo como informador. Otro tokwaybagula era un individuo llamado Kalumwaywo, el cual com­ petía en eficiencia, con Mitayuwo; y Kawatalu, a quien nunca conocí, tenía fama de haber labrado doce baleko al año con ayuda de su es­ posa; era considerado el mejor agricultor (véase también la nota 7 en Apéndice II, sec. 4). Pero las demandas estrictamente necesarias exigen que un hombre cultive una o mejor dos parcelas para el soste­ nimiento de su propia familia, y al menos una para satisfacer sus obligaciones urigubu, es decir, la obligación de llenar el almacén de ñames del marido de su hermana. Las parcelas cultivadas para el propio consumo se denominan gubakayeki y las destinadas al marido de la hermana urigubu. Por regla general, todas las baleko de un mismo individuo están situadas juntas. El jefe o el mago de los huertos va enumerando una parcela tras otra, siguiendo algún esquema topográfico. Muchas parcelas tienen nombre propio; las restantes se definen por su situación en el huerto. Es posible fijar la posición de cada lado del huerto en relación al po­ blado y a la selva respectivamente, y al camino que lo atraviesa, así como según esté situado a la derecha o a la izquierda. De ese modo, se consigue un sistema muy claro de coordinación siguiendo el lado del huerto ( kalibudaka) hasta la esquina (w okunu), continuando luego otra vez por el lado ( kalibudaka) hasta la siguiente esquina, y así sucesivamente. Hablan de «este lado del huerto», kalibudaka emaymo, es decir, el lado del huerto al que se llega desde el poblado; o sim­ plemente del «lado del huerto del poblado», kalibudaka o valu. A con­ tinuación, se llegaría a la «esquina del poblado de] lado derecho»,

wokunu o valu o kakata; luego el lado derecho del huerto, kalihudaka o kakata. Luego viene «la esquina o ángulo de allá», wokunu ewaywo, llamada también el «ángulo de la selva de la derecha», wo­ kunu o la odila o kakata. El lado de allá del huerto, kalibudaka ewaywo, o también, kalibudaka o la odila; «lado de la selva del huer­ to», que conduce al «portillo de la selva», kalapisila o la odila; luego la esquina de la selva de la izquierda, wokunu o la odila o kikivama; el lado izquierdo del huerto, kalibudaka o kikivama; y por último la «esquina del lado de la aldea de la izquierda», wokunu o valu o kiki­ vama (cf. fig. 4). De este modo, el solar del huerto queda claramente subdividido para los indígenas, quienes pueden determinar la situación de la ma­ yor parte de las parcelas mediante referencias a los lados, las esqui­ nas, los portillos y el camino central. Además, conocen muy bien sus campos, cada uno de ellos se cultiva con un intervalo de pocos años y, por regla general, «el recuento en la aldea», efectuado en el kayaku, les permite adjudicar sin dudas ni errores cada parcela a su previsible cultivador.8 No obstante, este sistema de orientación no sería aplicable a cam­ pos de forma muy irregular. Aunque, como sabemos, en Omarakana, no existen tales campos, éstos abundan en las aldeas del sur, especial­ mente las que están próximas a los arrecifes de coral o a los pantanos de manglares, con trozos de tierras fértiles más escasos o reducidos. Puede ser interesante un ejemplo concreto, procedente de un kayaku de Sinaketa del que fui testigo (Texto 28 c, Quinta parte, div. V, § 21). To’udawada, jefe y mago de los villorrios componentes, llevaba la voz cantante. (i) Jefe: «¿Quién labrará la parcela del portillo?» Su hijo: «Yo». Jefe: «¿Y la siguiente?» Un plebeyo: «Yo». Una vez enumeradas tres o cuatro parcelas, una tras otra, el jefe continúa: (n) Jefe: «Bien. Procedamos con el pantano de manglares. ¿Quién sigue?» Algunos plebeyos: «Yo [...]» (reclamando sucesivamente las par­ celas adyacentes al pantano). (iii) Jefe: «Ya hemos llegado a la esquina del huerto. ¿Quién cul­ tivará su parcela alrededor de la esquina del huerto?» Un plebeyo: «Yo». (iv) Jefe: «¿Quién se encargará de las parcelas del lado del huerto?» Unos cuantos plebeyos: «Yo [...]» (v) Jefe: «¿Y la esquina que vuelve de Bwadela?» Un plebeyo: «Yo». (vi) Jefe: «¿Quién cultivará la parcela llamada Ogayasu?» Un plebeyo: «Yo».

La última pregunta se repitió con cierto número de parcelas que tenían nombres propios: Ogayasu, «donde crece la planta gayasu»; Okaybu’a, «donde están los afloramientos de coral»; Wabusa, «donde crece el árbol busa»; Omwaydogu, «donde está el manglar». Después paseé por el campo. Era estrecho y de forma irregular, pero tenía una o dos esquinas bien señaladas, el extremo final de una de las cuales tocaba el camino que iba al poblado vecino de Bwadela.9 Pero todavía falta preparar los huertos para la ceremonia mágica que pronto seguirá y determinar sobre el terreno si la adjudicación se ha efectuado correctamente y a satisfacción de todo el mundo. Con este objeto, el mismo día o al día siguiente los hombres se dirigen a los campos escogidos y desbrozan una estrecha franja alrededor de su futuro huerto, creando así un espacio límite despejado. Una vez desbrozada la zona límite alrededor del nuevo huerto, se abren senderos dentro del emplazamiento circundado, de tal forma que se pueda tener libre acceso a todas las parcelas. Esto señala el reco­ nocimiento definitivo, por parte de cada individuo, de la baleka que va a cultivar y es lo que los indígenas denominan: takalawa baleko o buyagu, takalawa mokita, «contamos las parcelas sobre el solar del huerto, las contamos de verdad». Así, este proceso de división sunini, tiene un doble propósito; sella el acuerdo tomado durante el consejo de los huertos y hace accesibles todas las parcelas, de modo que en ellas pueda celebrarse la magia. Como veremos en nuestro análisis del régimen de explotación de la tierra, no hay muchas posibilidades de que se entablen disputas a causa de la tierra, puesto que existe espacio suficiente para que cada uno cultive tanta como quiera o pueda. Pero existen preferencias; y no son raras ni mucho menos las peleas por los huertos, las cuales han dejado trazas en el folklore de las Trobriand (véase más adelante, sección 5). Tales peleas nunca tienen lugar durante el consejo de los huertos en la aldea, en presencia del jefe y el mago. De hecho, ocurren en la etapa que ahora se describe, pero solamente durante la takaywa, la poda de la maleza. Entonces, a veces, surgen discusiones sobre quién va a desbrozar tal o cual parcela.

4. E l

g r a n r i t o i n a u g u r a l : se g o l p e a e l s u e l o

Pasamos ahora, de los preliminares legales y ceremoniales, al rito mágico, yowota, que inaugura el ciclo agrícola. Si hasta este momento To’uluwa, el jefe, ha destacado por encima de cualquier otro perso­ naje, ahora deja paso a Bagido’u, su sobrino matrilineal, en quien ha delegado sus obligaciones de mago de los huertos. En adelante, Bagido’u dirigirá al poblado y celebrará la mayor parte de los actos rituales. Esta primera ceremonia comprende una ofrenda de alimentos a los espíritus de los antepasados, varios conjuros mágicos y también un ritual muy complicado en los huertos. No solamente inaugura la primera acometida de los huertos, la tala de la maleza, sino también

toda la estación de trabajo en conjunto, ofreciendo el sacrificio a los espíritus, golpeando la tierra y frotando el suelo. Estos dos últimos ritos, especialmente el de golpear la tierra con la kaylepa, la vara mágica, son actos representativos del conjunto de la magia de los huertos; en el habla coloquial son los que definen las funciones del mago de los huertos. De este modo, en vez de decir «Fulano es nues­ tro towosi, nuestro mago de los huertos», «Fulano encanta nuestros huertos», generalmente dirán «él golpea nuestro suelo», iwoye da pwaypwaya, o «él golpea nuestros huertos», iwoye da huyagu. Poco después del kayaku (consejo de los huertos) y unos cuantos días antes de iniciarse las ceremonias mágicas, Bagido’u se dirige a sus convecinos a la hora de la comida de la tarde, poco después de la puesta del sol: «Pronto golpearemos nuestro suelo, ancianos. Mañana iremos a Kavataria (o cualquier otra aldea costera). Encargaréis el pescado. Pa­ sado mañana, nuestros socios traerán la ofrenda ceremonial para nues­ tros espíritus. Yo iré a recoger hierbas. AI día siguiente, golpearemos el suelo. Comenzaremos nuestros huertos, de forma que puedan crecer altos y henchirse bajo la tierra».10 La arenga debe pronunciarse, por lo menos, dos o tres días antes de la verdadera ceremonia, pues es preciso cerrar un trato con las aldeas de la costa para el wasi, intercambio de alimentos vegetales por pescado (cf. Primera parte, sec. 10). Por la mañana del día anterior a la ceremonia, la aldea se pone en movimiento temprano. Dos grupos sepreparan para un día de ex­ pedición. La mayor parte de los jóvenes de la aldea preparan sus cestas,- las llenan de ñames, se ponen hierbas aromáticas en los bra­ zaletes, se ungen el cuerpo y se pintan. A continuación parten hacia la aldea costera con la que previamente han convenido la fecha del intercambio. Al mismo tiempo, los aldeanos de la costa se han hecho a la mar en busca de pescado. Mientras tanto, Bagido’u, y quizá sus dos hermanos con un par de amigos, han partido en dirección contraria. Se dirigen a la costa oriental y al arrecife de coral adyacente, el r a y b o a g a recoger las hierbas mágicas y otros ingredientes de la complicada mezcla que pre­ pararán para el día siguiente. También tienen que llevar cestas, pues entre los trece elementos que se precisan figuran grandes manojos de hojas, terrones de tierra sacados de los nidos de las gallinas silvestres, grandes trozos de nidos de avispas y trozos de rocas de coral. General­ mente, el towosi y sus amigos son los primeros en regresar al poblado. Allí se sientan frente a su casa y, sin mucha ceremonia, proceden a la preparación de la mezcla. He presenciado varias veces estos prepa­ rativos, en casa de Bagido’u o frente a ella, e incluso Ies he echado una mano. Se extienden dos esteras: en una de ellas se depositan los materiales sin preparar que se van pasando a la otra conforme están listos para ser utilizados. Todas las hojas deben dividirse en pequeños trozos; la tierra, el yeso machacado y los nidos de avispas deshechos se mezclan por separado y se espolvorean sobre las hojas machacadas,

que entonces se asemejan a una ensalada ligeramente aderezada con pimienta antes de echarle el aceite y el vinagre. Por regla general, tan pronto como el mago ha terminado su tra­ bajo, por las afueras occidentales del poblado, se oye un penetrante tilaykiki, un grito intermitente y, resollando, gritando, corriendo unos en pos de otros, penetran en la aldea los hombres portadores de la ofrenda, quienes arrojan las ristras de pescado a los pies del mago, con las palabras: karn u lau la da towosi;, «tu ofrenda para el sacrificio, oh mago de los huertos». En general, añaden algunas palabras como: «haz buenos nuestros huertos» o bien «ofrécelo a los espíritus; ellos pueden traer prosperidad a nuestra aldea». Poco después las mujeres se reúnen alrededor de la casa del mago quien distribuye el pescado de inmediato, de modo que toda la aldea pueda tener una cena festiva. Los hombres descansan después de un día muy fatigoso, pues han tenido que correr durante el camino de regreso y la mayor parte se han sangrado las piernas con un disposi­ tivo de arcos y flechas en miniatura llamado gipita. La velocidad es un elemento esencial del ritual y también es necesaria para que el pescado no llegue demasiado estropeado. De todos modos, en esas noches ceremoniales, la aldea apesta a pescado podrido hasta el punto que a un hombre blanco le resulta difícil permanecer allí. Pero los espíritus de los antepasados son bastante aficionados al olor, al igual que sus descendientes vivos. Una vez que el mago ha tomado su porción de pescado y los hom­ bres han descansado y comido sus alimentos, tiene lugar el primer acto mágico de todo el sistema. Todos los hombres llevan sus hachas al hechicero, quien las deja en una estera extendida sobre la tarima si­ tuada en el lado opuesto al hogar (cf. Primera parte, sec. 8). A cada hacha se le ha atado una hoja seca de banano de unas seis por cuatro pulgadas. La parte ancha de la hoja yace plana sobre el filo mientras la otra parte se deja libre. Después de recitar el conjuro se enrolla la parte libre en torno al filo; pero antes debe introducirse entre la hoja y el borde cortante del hacha un poco de la mezcla mágica, y la mezcla y el filo se dejan al descubierto de forma que pueda penetrar en la cuchilla y las hierbas la voz del towosi y la virtud mágica que ésta transporta. Una vez colocadas las hachas sobre la estera, el mago toma un poco de pescado guisado y lo coloca sobre una de las tres piedras del hogar de su casa con las siguientes palabras: F órm ula

1

« ¡H e aquí, ésta es nuestra ofrenda, oh ancianos, espíritus de nuestros antepasadosl Yo la dejo para vosotros, ¡vedla! » ¡H e aquí, esta es nuestra ofrenda colectiva, oh Yowana, mi padre, vedla! »M añana entraremos en nuestros huertos, ¡atended!, oh Vikita, oh Iyavata, fuente de nuestro m ito 11 y nuestra magia, desterrad las plagas, los insectos y las larvas. »Yo abriré para vosotras, oh pestes, el pasaje marítimo de Kaulokoki. »¡Vuestro canal marítimo de Kiya'u! ¡Hundios, fuera!»

Este acto, así como la exhortación que se recita durante el mismo, se describen como «el desmenuzamiento de la ofrenda de los espíritus». La palabra desmenuzamiento hace referencia aquí al de los pequeños trozos de pescado y a su colocación sobre la piedra del hogar. Las palabras de este encantamiento se recitan con voz lenta, suave y per­ suasiva. No se considera un yopa (conjuro) y no se recita con el son­ sonete habitual de las fórmulas mágicas. Los indígenas consideran que se trata de un parlamento directo del towosi a los espíritus de los antepasados, igual que si un hombre se lo dijera a otro.12 Invocada así la bendición de los espíritus y determinada su presen­ cia de una forma vaga y misteriosa, el mago procede al encantamiento de las hachas. Coloca una segunda estera sobre aquéllas, dejando úni­ camente el espacio suficiente para que penetre entre las dos esteras el aliento que transporta sus palabras, y a continuación recita, con el sonsonete claro y melodioso, característico de los conjuros mágicos, la que quizá sea la fórmula más importante de todo el sistema de la magia de los huertos de Omarakana, el conjuro vatuvi: F ó rm ula 2

I.

«Muestra el camino, muestra el camino, Muestra el camino, muestra el camino, Muestra el camino hacia la tierra, hacia la tierra profunda, Muestra el camino, muestra el camino, Muestra el camino, muestra el camino, Muestra el camino con firmeza, muestra el camino hacia los anclajes firmes.» «Oh abuelos con el nombre de Polu, oh abuelos con el nombre de Koleko, , . . Takikila, . . . Mulabwoyta, . . . Kwayudila, . . . Katupwala, . . . Bugwabwaga, . . . Purayasi, . . . N um akala; y tú, espíritu nuevo, mi abuelo Mwakenuwa, y tú mi padre Yowana.» «El vientre de mi huerto fermenta, El vientre demi huerto se levanta, El vientre dem i huerto se reclina, El vientre dem i huerto crece hasta el tamaño del nido de la gallina salvaje, El vientre demi huerto crece como un hormiguero; El vientre dem i huerto se levanta y se encorva, El vientre demi huerto se levanta como la palmera demadera dura, El vientre demi huerto cae, El vientre demi huerto se hincha, El vientre demi huerto se hincha como con un niño. Yo lo barro todo.» II. «Barro, barro, barro sin parar. Barro las larvas, las barro sin parar; barro el añublo, lo barro sin parar; barro los insectos, los barro sin parar; barro los es­ carabajos con dientes agudos, los barro sin parar; barro el escarabajo que agujerea, lo barro sin parar; barro el escarabajo que destruye los taros debajo del suelo, lo barro sin parar; barro el añublo que señala, lo barro sin parar; barro el añublo blanco de las hojas de taro, lo barro sin parar; barro el añublo que brilla, lo barro sin parar. »Soplo, soplo, expulso. Soplo contra las larvas, las expulso; soplo contra el añu­ blo, lo expulso; soplo contra los insectos, los expulso; soplo contra el escarabajo con dientes agudos, lo expulso; soplo contra el escarabajo que agujerea, lo expulso; soplo contra el escarabajo que destruye los taros debajo del suelo, lo expulso; soplo contra el añublo blanco de las hojas de los taros, lo expulso; soplo contra el añublo que señala, lo expulso; soplo contra el añublo que brilla, lo expulso.

»Te empujo, te echo, ¡fuera! Echo las larvas, las echo, ¡fuera! Echo el añublo, lo echo, ¡fuera! Echo los insectos, los echo, ¡fuera! Echo el escarabajo con dientes agudos, lo echo, ¡fuera! Echo el escarabajo que agujerea, lo echo, ¡fuera! Echo el escarabajo que destruye los taros bajo tierra, lo echo, ¡fuera! Echo el añublo que señala las hojas de taro, lo echo, ¡fuera! Echo el añublo blanco, lo echo, ¡fuera! Echo el añublo que brilla, lo echo, ¡fuera! »Te arrojo, te arrojo, ¡fueral Arrojo las larvas, las arrojo, ¡fuera! Arrojo el añu­ blo, lo arrojo, ¡fuera! Arrojo los insectos, los arrojo, ¡fuera! Arrojo el escarabajo con los dientes agudos, lo arrojo, ¡fuera! Arrojo el escarabajo que agujerea, lo arrojo, [fuera! Arrojo el escarabajo que destruye los taros bajo tierra, lo arrojo, ¡fuera! Arrojo el añublo blanco de las hojas de los taros, lo arrojo, ¡fuera! Arrojo el añublo que señala, lo arrojo, ¡fuera! Arrojo el añublo que brilla, lo arrojo, ¡fuera! »T e persigo, te persigo, ¡fuera! Persigo las larvas, las persigo, ¡fuera! Persigo el añublo, lo persigo, ¡fuera! Persigo los insectos, los persigo, ¡fuera! Persigo al esca­ rabajo con dientes agudos, lo persigo, ¡fuera! Persigo al escarabajo que agujerea, lo persigo,' ¡fuera! Persigo al escarabajo que destruye los taros bajo tierra, lo persigo, ¡fuera! Persigo al añublo blanco de los taros, lo persigo, ¡fuera! Persigo al añublo que señala, lo persigo, ¡fuera! Persigo al añublo que brilla, lo persigo, ¡fuera!» III. «Abro para ti el pasaje m arítimo de Kadilaboma, oh añublo brillante. »L aba’i es tu aldea, Ituloma es tu roca de coral. Navega en una hoja de de’u, que es tu barco. Rema con la nervadura de una hoja de cocotero. »T e alejaré, ¡fuera! Deslízate, ¡fuera! Desaparece como un torbellino, ¡fuera! Piérdete, ¡fuera! Eras mi hermana, ¡m anténte alejada de m í! Avergüénzate de mí, ¡aléjate! ¡Fuera, escabúllete! Escabúllete dando vueltas.» «Muestra el camino, muestra el camino, Muestra el camino hacia la tierra, hacia la tierra profunda, Muestra el camino, muestra el camino, Muestra el camino con firmeza, muestra el camino hacia los anclajes firmes.» «O h abuelos con el nombre de Polu, oh abuelos con el nombre de Koleko, . . . Takikila, . . . Mulabwoyta, . . . Kwayudila, . . . Katupwala, . . . Bugwabaga, . . . Purayasi, . . . Num akala, y tú, espíritu nuevo, mi abuelo Mwakenuwa, y tú mi padre Yowana.» El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre ¡Yo barro,

de mi de mi de mi de mi de mi de mi de mi de mi de mi de mi barro,

huerto fermenta, huerto se levanta, huerto se reclina, huerto crece hasta el tamaño del nido de la gallina salvaje, huerto crece como un hormiguero, huerto se levanta y se encorva, huerto se levanta como una palmera demadera dura, huerto cae, huerto se hincha, huerto se hincha como con un niño. barro sin parar!»

De este modo, mientras le escuchan todos los espíritus de los ante­ pasados, el magorecita el gran conjuro sagrado sobre lashachas. Lo he citado aquí completo, pero sin reproducir todas las repeticiones; pues, especialmente en la parte central, el mago repite sus asevera­ ciones y exorcismos una y otra vez, «expulso, echo, barro», añadiendo una peste, una plaga no siempre en el mismo orden, sino algo al azar. Cuanto más importante es el caso, mayor es la repetición. Como veremos, el conjuro aquí citado se recitará varias veces en el curso de la magia de los huertos. Cuando lo escuché en la choza de Bagido’u, el acto llevó sus buenos tres cuartos de hora, desde la primera exhor­

tación a los espíritus hasta el momento en que se ató la virtud mágica en torno a las hojas de las hachas, lo que señala el final del rito. Durante este ritual no debe observarse ningún tabú especial. Cuando solicité presenciarlo, se me concedió la petición sin ninguna dificultad. La norma habitual de urbanidad que prohíbe que nadie entre en una casa sin tener buenas razones para hacerlo, y especialmente en las casas del jefe o del mago de los huertos, tiene como consecuencia que muy pocas personas escuchen el conjuro; pero el resto de los al­ deanos, sentados en el exterior con sus alimentos festivos de pescado y budín de taros, comprueba que se está recitando. En realidad, dado que el conjuro se recita en voz bastante alta con el sonsonete habitual de la magia, pueden oírlo los vecinos inmediatos y todos los que pasan cerca de la choza.13 Acabado el encantamiento, el mago quita la estera superior e in­ mediatamente procede a atar la parte suelta de la hoja alrededor de la hoja de cada hacha. De esta forma la virtud mágica queda apre­ sada en torno a la hoja. Para mantenerla allí con mayor seguridad todavía, se vuelve a colocar la estera superior de forma que envuelva todas las hachas, las cuales permanecerán sobre la tarima o sobre una repisa hasta la mañana siguiente. A la mañana siguiente, temprano, todos los hombres de la aldea vuelven a reunirse frente a la choza del mago, quien, incapaz de dormir por la excitación del momento y los preparativos que tiene por delante, se ha levantado muy pronto. No obstante, todavía no ha tocado la comida, pues todo este día tiene que guardar ayuno hasta concluir todos los actos mágicos. Cada hombre recibe su hacha y se la cuelga al hombro, de la manera habitual en las Trobriand. Luego, todo el grupo, encabezado por el jefe y el mago, marcha lentamente, en fila india y con la debida solemnidad, hacia los huertos. Lucen lo que se podría llamar traje semifestivo: una o dos flores de hibisco en el pelo, pétalos de pandano o hierbas aromáticas verdes en los braza­ letes, pinturas negras sobre la mitad de la cara, o unas cuantas líneas dibujadas con rojo-carmesí de nuez de betel machacada y mezclada con cal. Todos se han lavado en alguna charca y se han ungido con crema de coco. Siguen el camino hasta llegar al sitio en que un por­ tillo que atraviesa la valla, lleva al huerto, lugar que será el centro de gran parte de las actividades mágicas de todo el ciclo agrícola. Desde luego, hasta este instante preciso, no existe portillo ni huerto, y sólo la franja del deslinde corta el camino en este lugar. El mago se adelanta agarrando su kaylepa, que en Omarakana consiste en un palo corto sin ningún adorno especial, pero sagrado puesto que es la vara hereditaria del cargo de mago de los huertos. Bagido’u lleva el palo en la mano izquierda y el hacha en la derecha y camina hasta aproximarse a la esquina de la parcela principal, la de la derecha más cercana al poblado y situada junto al portillo de la aldea (kalapisila o valu; véase fig. 5). De un golpe vigoroso corta un pequeño vástago; luego, lo eleva con su mano derecha y recita sobre y, como si dijéramos, dentro del mismo el siguiente conjuro llamado kaygaga:

C,

D,

O

D

C

2 o ►o

o

c s e

K E U T A ’U L A O K IK IV A M A

R E U T A ’U L A O KAKATA

1 >4

Bx

A, Kali (cercado)

5> 3

A

Kalapisila (portillo)

B Kali (cercado)

F ig . 5 . Las dos principales parcelas tipo (Leywota). Cada esquina se denomina nunula. A, Ai = nukuvalu, las «esquinas del pueblo». A representa la esquina mágica principal del huerto. B, B, 'j C, Ci > — nukulaodila, las «esquinas de la maleza». D, D, J F ó rm ula 3

I. «Esta es nuestra mala madera, joh espíritus ancestrales! »O h cerdo salvaje, que eres luchador, oh cerdo salvaje de la gran piedra del rayboag, oh cerdo salvaje de las estacas del huerto, oh cerdo salvaje atraído por los malos olores, oh cerdo salvaje de la cara estrecha, oh cerdo salvaje de feo aspecto, oh feroz cerdo salvaje. »T u vela, oh cerdo salvaje, es tu oreja, tu remo-timón es tu rabo. II. «T e doy una patada por la espalda, te expulso. M árchate. Vete a Ulawola. Vuelve al lugar de donde has venido. Esto quema tus ojos, te revuelve el estómago,»

La «mala madera», el vástago sobre el que se pronuncia el encan­ tamiento, se arroja a continuación fuera de la franja del límite al yosewo, la jungla sin podar. Representa todas las malas influencias, pero sobre todo la del cerdo salvaje, y al mismo tiempo es un mensaje para ellas según ya se ha dicho (cf. cap. III, sec. 2). Luego Bagido’u corta un vástago que esté cerca del primero, clava en la tierra este kayowota, como se le llama, y se agacha, o más bien se sienta, junto a él. Esta actitud tiene un significado ritual y mito­ lógico. Según la tradición, la magia de los huertos Kaylu’ebila, la magia que se utiliza en Omarakana, tuvo su origen en dos mujeres, Iyavata y Vikita (cf. anteriormente, F. M. 1). Ahora, en su honor, Bagido’u se sienta a la manera de las mujeres. En efecto, ningún hombre se sienta nunca con las nalgas en tierra, sino que tiene que estar en cuclillas sin tocar el suelo. Cimbreando todo el cuerpo de derecha a izquierda, y con él el palo, el mago recita otro breve conjuro, el conjuro de la koyowota:

«Corto mi huerto; con mi hacha encantada, hago que florezca el vientre de mi huerto. Mi huerto brota, se alza en este lado; brota, se alza en aquel lado.»

Sin levantarse, el towosi despedaza un puñado de hierbajos y, mien­ tras frota la tierra con un movimiento cimbreante, recita el conjuro yowota: F órm ula 5

«¿Quién se sienta y bendice todas las partes del bosque tabú de Yema? »Soy yo, Yayabwa, con Gagabwa: nosotros nos sentamos y bendecimos todas las partes, lo untamos con crema de coco, hacemos que crezcan de prisa y erguidos los sarmientos de taytu en el bosque tabú de Yema. »E1 vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre El vientre

de mi huerto sube, de m i huerto se levanta, de mi huerto se reclina, de m i huerto crece hasta el tamaño del nido de lagallina salvaje, de mi huerto crece como un hormiguero, de m i huerto se levanta y se encorva, de mi huerto se levanta como una palmera demadera dura, de mi huerto cae, de mi huerto se hincha, de mi huerto se hincha como con un niño.»

Este rito, que se describe como talala, «hacemos florecer», preten­ de impartir fertilidad al suelo y hacer que el huerto florezca con frutos exuberantes. Como me dijo Bagido’u (texto 41, Quinta parte, div. VIII, § 9): «Luego que he frotado el suelo de forma ritual, se vuelve blanco y fértil como el dumya». Así como el conjuro kaygaga era negativo, éste es el conjuro positivo que promoverá el crecimiento del huerto a lo largo de todo el ciclo. Más específicamente, el hecho de plantar el vástago yowota tiene el efecto de hacer que los frutos broten y crezcan, y el frotamiento del suelo hace que éste sea blando y bueno. La ceremonia no ha llegado todavía a su fin; Bagido’u se levanta sobre sus pies y, con su vara mágica, golpea el suelo, pronunciando el conjuro kaylepa: F órm ula 6

«T e golpeo, oh suelo, ábrete y deja que los frutos atraviesen la tierra. Tiembla, oh suelo, hínchate, oh suelo, hínchate como con un niño, oh suelo.» Los hombres han estado observando la ceremonia en silencio, de pie formando un estrecho grupo sobre la pequeña zona despejada que siempre se abre junto a la kalapisila, en el camino y en la franja que m arca el deslinde. Cuando el mago acaba su parte de la celebración, abandonan su papel pasivo y, dando un grito larguísimo, tilaykiki, cada cual corre a su propia parcela de huerto, agarrando con la m ano derecha su hacha ya dispuesta. Allí se repite la ceremonia en miniatura. E l mago no les acompaña, pero sus acólitos, sus hermanos menores y ayudantes siguen a los hombres. Cada hombre corta dos palos en su baleko. Uno tiene que arrojarlo fuera de su baleko, a la selva no cortada, o, si su baleko no está situado junto a la misma, lo lleva a la franja del deslinde y lo lanza al otro lado. El otro, el kayowata, lo planta en la tierra. Después tiene que cortar un poco de maleza en la parte de la baleko donde más tarde se levantará la kamkokola. Entonces uno

de los acólitos recita una fórmula particular para cada parcela, la fórmula del yowota, frotando el suelo con hierbajos arrancados de la tierra. Esta compleja ceremonia inaugura la tala de la maleza, a la que ahora proceden enérgicamente los hombres; el trabajo se realiza en parte de forma comunal y en parte individualmente, cada uno en su propia parcela (cf. cap. IV, sec. 5 ).

5. E l

t r a b a j o d e l a t a l a d e l a m a le z a

Primero se desbrozan las leywota. Cuando éstas, como suele suce­ der, las trabaja el jefe o se trabajan directamente para él, se convoca trabajo comunal. El trabajo a realizar consiste en cortar los pequeños árboles, arrancar los hierbajos más grandes y podar los vástagos y ár­ boles mayores que puedan utilizarse más adelante para soportes de los sarmientos. Cierta cantidad de troncos buenos y rectos se ponen a un lado para utilizarlos en el futuro como postes de los límites ( tula) y estacas de la valla (véase cap. II, sec. 3). Aunque sólo tenga tres o cuatro años, la maleza es exuberante y, antes de la llegada de los eu­ ropeos, cuando los indígenas tenían que utilizar instrumentos de piedra, la tala debía requerir una notable habilidad. Por tanto, se aprecia mucho el trabajo comunal y la emulación, así como otras diversiones tradicionales, sirven para evitar el tedio en el trabajo. De este modo, los hombres que se ocupan de aquél se reúnen primero en el poblado, donde reciben algunos refrigerios ligeros —cocos verdes, nuez de betel, ñames cocidos—, algunos de los cuales se consumen allí mismo y otros en los huertos (cf. cap. IV, sec. 5). Inician el trabajo simultáneamente, avanzando en fila por la maleza conforme la van cortando. De vez en cuando lanzan el grito tá’ukuwakula y luego vuelven a agacharse con renovada energía. Cuando se nota que el trabajo se está haciendo muy lento, o cuando el calor es excesivo, o cuando la maleza es más densa y se hace más difícil de lo normal, uno de los hombres, generalmente un notable, gritará el uri yakala towamata: «mi pago de hoy será dar un pastel de taro». O, por supuesto, puede ser cualquier otra comida, a veces incluso un cerdo. Entonces, el trabajo se detiene inmediata­ mente y los hombres contestan a coro: «O yakala, O yakala, O ya­ kala, O, O, O [...]», y todos regresan al poblado y comen pastel de taro o cocos o se sientan en círculo masticando nuez de betel y charlando. De esta forma se presta aliciente al trabajo comunal en la par­ cela del jefe. En las parcelas normales, cada individuo tala, quizás acompañado de su hijo o su sobrino, su propia maleza; y aquí se pro­ ducen serias peleas si dos individuos quieren talar la misma parcela, o si no pueden ponerse de acuerdo sobre la línea divisoria, aunque ésta por lo general está muy clara. O también, algún individuo pue­ de quejarse de haber escogido una parcela inferior en el kayaku. Entonces pretenderá que su elección fue distinta y empezará a negar la parcela que ahora apetece. Cualquiera que sea la causa, son frecuentes las peleas. Incluso du­

rante mi estancia en las Trobriand se me dijo que había grandes yakala, litigios indígenas, producto de las disputas durante la tala. Actualmente no es raro que esos casos se presenten ante los magis­ trados blancos. Comprendo que el doctor Bellamy, que fue durante mucho tiempo A.R.M. en las Trobriand, pero por desgracia dejó el distrito poco después de mi llegada por haberse alistado para la primera guerra mundial, invariablemente se negara a dictar un veredicto en casos de esta clase. Su sucesor, que no tenía experiencia en el trabajo administrativo, adoptó un método natural para los europeos pero fatal en una comunidad matrilineal. Preguntaba el padre de quién había segado la parcela en disputa en otros tiempos, una pregunta que en el caso de la filiación matrilineal estaba fuera de lugar y normalmente no podía tener respuesta, puesto que los padres de ambos litigantes probablemente pertenecían a otras comunidades (cf. cap. XII). En el folklore indígena existen diversas referencias a las peleas por los huertos. Una talla muestra a dos hombres peleando mientras siegan, y en uno o dos cuentos de hadas se expone el mismo tema. Como comentario del mito de Kudayuri, se rae dijo que la pelea que acabó con el asesinato del hermano mayor, Mokatuboda, se pro­ dujo por la tala de una parcela. Así se expresó mi informador (Vol. 2, texto 97, Quinta parte, div. X II, § 42): «(i) La gente vino y dijo a Mokatuboda: “Tu hermano menor está talando una parcela de huerto”. ( ii ) “Seguramente. Iré y veré.” Fue. (m ) “¿Qué haces?” El hermano menor respondió: “Está todo bien; vete; déjame talar mi propia par­ cela de huerto”, (iv) “No, por cierto, eres un jovencito; yo soy mayor y ésta es mi parcela de huerto”, (v) Se pelearon; el hermano menor ya estaba furioso; golpeó a su hermano y lo mató.» 14 Los agricultores verdaderamente buenos nunca se quedan reza­ gados en el trabajo. Pocos días después de la ceremonia inaugural tienen su parcela talada, y la maleza yace al sol para que se seque antes de quemarla. Algunos se retrasan más; pero es esencial que se corte un poco de maleza en cada parcela, de forma que todos puedan participar en la quema ceremonial. Cuando todas las parcelas están taladas invariablemente se produce una gran pausa en el trabajo de los huertos, mientras la maleza se seca por completo a fin de que pueda arder bien, y durante esta tregua comienzan las festividades relacionadas con la cosecha anterior, la milamala. Este es un lugar adecuado para hacer unas cuantas observaciones sobre la coordinación del trabajo que se consigue a lo largo de todo el ciclo agrícola. Después de cada ceremonia inaugural, se empieza de inmediato el trabajo práctico en las parcelas modelo y también en las de los agricultores verdaderamente buenos. Las parcelas modelo deben estar completamente acabadas en el plazo de' las respectivas etapas, es decir, tienen que estar completamente segadas, limpias y plantadas con los frutos tempranos, etc., antes de que el siguiente rito inaugure la etapa posterior. Respecto a las otras parcelas, en cada una tiene que estar hecha la parte del trabajo a que corresponde la ceremonia inaugural, pero tal trabajo no necesita estar acabado. Así,

ocurre a veces que el mago está celebrando algunos de los ritos pos­ teriores sobre un huerto en el que hay una o dos parcelas ( baleko) que todavía no están completamente desbrozadas. Hablando de los hombres perezosos que se retrasan, uno de mis informadores me dijo (Vol. 2, texto 28 a, Quinta parte, div. V, § 18): «¡No alcanzarían el calendario! Este hombre de aquí [refiriéndose a un agricultor cuya parcela estaba acabada a tiempo] estaría muy por delante, habría plantado su parcela, se mantendría al ritmo del calendario, sus frutos ya estarían brotando». La frase «alcanzar el calendario» corresponde al concepto de haber acabado a tiempo. 6.

D ig resió n

so br e los in g r e d ie n t es mágicos

Hagamos una pausa con los agricultores y una digresión sobre ciertos puntos relacionados con el trabajo de los huertos, que hemos dejado sin explicar, para que no interfirieran con la sucesión de los acontecimientos. Antes que nada, debemos enumerar los distintos ingredientes de la mezcla mágica. Esta es una tarea tediosa, que saca a relucir un as­ pecto prosaico y pseudocientífico de la magia, pero que arroja una luz considerable sobre la estructura de la creencia mágica. La explicación que aquí se da del por qué y el para qué de las substancias es una reproducción de lo que me dijeron el mago de los huertos, sus acólitos y otro par de indígenas, pues ni su utilización ni su significado constituyen un secreto. Tampoco los conjuros son secretos; se entonan en voz suficientemente alta dentro de la casa y, desde luego, bastante fuerte en el huerto. Todo el mundo los ha oído y muchos indígenas los saben de memoria. Pero nadie, salvo el mago de los huertos o sus acólitos acreditados, se atrevería a recitarlos. Yo no pude encontrar ningún indígena no autorizado que se atreviera ni siquiera a comprobarlos conmigo o a ayudarme en la traducción. Al enumerar sus materiales, Bagido’u siempre mencionaba en pri­ mer lugar el yoyu, esa substancia tan habitual, las hojas de coco. Yo conseguí de él la lista en varias ocasiones, porque siempre es bas­ tante dudoso si la memoria de un indígena falla o no, pero cada vez, en 1915 como en 1918, las hojas de coco fueron citadas en primer lugar. Son de color verde obscuro como las hojas de taro si son lo bastante fuertes y sanas. El segundo ingrediente, la hoja de la nuez de areca, se utiliza exac­ tamente por la misma razón. Las tres siguientes substancias que des­ cubrí en lugares destacados de mi lista se emplean todas ellas por su tamaño y su forma. Ge’u es el nombre indígena de los enormes mon­ tones de tierra que acumula la gallina salvaje para la incubación. De tal montón se toma un gran terrón de tierra endurecida, se lleva al poblado en una vataga, una cesta oblonga y luego se deshace con los dedos; se utiliza así con objeto de que el taytu pueda crecer e hin­ charse como uno de estos montones. Por la misma razón con una

concha de almeja (kayhom atu) se raspa un poco de yeso de las gran­ des rocas de coral o de los afloramientos que se encuentran en el rayboag. El nombre de estos, kaybu’a, hace referencia a su forma abultada y esférica, que es la forma que debe tener el taytu cuando madura; también, como dicen los indígenas, «crece profundamente dentro de la tierra como debe hacer el buen taytu». Kabwahu son los grandes nidos redondos que hacen las avispas en la tierra; el taytu debe ser tan barrigón y grande como un nido de éstos. Cierto número de enredaderas, cuyas hojas se arrancan y mezclan, se utiliza porque su follaje se parece mucho al del taytu y crecen de forma lujuriosa y exuberante hasta una enorme altura. El taytu que tiene buen follaje también tendrá buenos tubérculos. Sólo poseo el nombre indígena de estas enredaderas y no he podido identificarlas botánicamente. Son: la you lau la (una enredadera de flores blancas), la yokwa'orna y la yokunukwanada. Estas dos últimas son, probable­ mente, variedades del ñame salvaje. La ubwara es una pequeña planta que crece en la selva, con gran­ des tubérculos blancos y hermosos, según dicen los indígenas. Sus hojas se mezclan con lo demás con la esperanza de que el taytu del huerto también produzca hermosos tubérculos blancos. Los pétalos blancos de una especie particularmente fragante de pandano, kaybwibwi, se utilizan en parte por su olor — «el taytu debe tener un olor agradable como el del kaybwíbwi una vez que lo hemos sacado de la tierra»—, y en parte porque los manojos de tubérculos de taytu de­ ben ser tan gruesos, largos y grandes como las raíces aéreas de los pandanos. La kubila, una planta de flores agradablemente olorosas, también se utiliza para que comunique al taytu su agradable olor. El sasoka, un árbol muy grande, de fruto redondo y abultado, y las hojas de la wakaya, la mayor variedad de banana que crece en las Trobriand, con un tronco voluminoso que se hincha cerca del suelo, se incorporan ambos por la misma razón, en vistas a favorecer el tamaño del taytu. Las hojas de la wakaya no se mezclan con el resto sino que se atan en torno al filo de las hachas a fin de mantener aislada la mezcla. El meticuloso cuidado con que se recogen y preparan todas estas substancias; la clara y bien establecida doctrina que justifica su uti­ lización y el racional interés que se demuestra durante su aplicación son muy característicos de la magia de las Trobriand. 7.

Los

TABÚES DEL MAGO

El mismo tipo de doctrina fundamenta también los tabúes que debe observar Bagido’u. Se ha mencionado anteriormente que el día de la ceremonia debe guardar un ayuno absoluto hasta concluir la ceremonia, tras lo cual puede comer hasta la saciedad. También debe abstenerse permanentemente de ciertos alimentos, algunos de los cuales están re­ lacionados con las substancias que utiliza en su magia. Así, Bagido’u nunca puede tocar la carne de la gallina salvaje corriente ’( kwaroto)

ni sus huevos. Tampoco puede comer mulubida, las especies menores de la gallina salvaje. No debe comer bananas wakaya, ni los tubércu­ los de la ubwara. No obstante, no tiene prohibidos los cocos ni la nuez de betel. Si quebranta alguno de estos tabúes alimentarios aso­ ciados con su magia, el taytu no crecerá de la forma debida. Su magia se embotaría. El sina, un pájaro de plumaje negro, no debe comerse, pues de lo contrario, se ahuyentaría la lluvia. La magia no puede producir tiempo húmedo y esto, sin ser su objetivo directo, figura inevitablemente en cada ceremonia importante como parte de su kariyala (prodigio má­ gico). La jibia, kwita, en caso de comerse, puede tener algunas conse­ cuencias no deseables, altamente perniciosas para los huertos. Este pez, que expulsa su fluido negro en el mar, va asociado de forma mítica a las nubes de tormenta. Según me explicó Bagido’u, (u ’ula) este tabú se debe a que los animales son negros. Si él ingiriera su carne, los nubarrones (hwabwa’u, literalmente las cosas negras) no seguirían la magia, no habría kariyala y los huertos morirían. El mago tiene prohibidos otro cierto número de pescados, algunos porque son de color negro u obscuro, otros porque viven en los aflora­ mientos de coral del arrecife. No puedo explicar por qué razón estos últimos son tabú. He aquí los nombres indígenas de los peces prohi­ bidos: yabwa’u, milabwáka, sekela, siga’u, mawa, bayba’i, madolu, lum’gwa. Como ya se ha mencionado, Bagido’u no debe comer el taytu nuevo que se saca de la tierra durante la primera selección, el basi. Este se denomina bwanawa, para distinguirlo del taytuva’u que se extrae du­ rante la cosecha propiamente dicha. Volveremos sobre este tabú al ocuparnos de la cosecha. 8.

V a r ia c io n e s

d el

r it o

in a u g u r a l

Es preciso citar otro detalle técnico. En la descripción de la cere­ monia inaugural (cf, supra, sec. 4) he hecho un esbozo del rito sim­ plificado tal y como yo lo presencié en Omarakana en 1918. Pero hay una forma más compleja, habitual en otras aldeas, aunque Bagido’u, que en aquella época estaba muy enfermo, invariablemente celebraba el yowota. El rito simplificado se llama burakema; el más complejo y detallado, bulukaylepa. Este último dura cuatro días y aquí se describe brevemente. El día después de la ofrenda a los espíritus de los antepasados, el mago se dirige sólo a los huertos y frota cada parcela con un manojo de hierbajos, recitando el conjuro yowota. Esta ceremonia se denomina wopopula digadaga. Al día siguiente el towosi, quizás acompañado de uno o dos acólitos, acude al leywota principal y, con un hacha ordinaria, no preparada, corta algunos árboles de la esquina mágica (o nunula). Al tercer día, los acólitos hacen lo mismo en las parcelas de los otros leywota, mientras el towosi recoge la mezcla mágica y la lleva al po­

blado. Por la tarde se preparan las hachas tal y como ya se ha des­ crito. Luego, al cuarto día, todos los hombres de la aldea se encaminan hacia los huertos con el jefe y el mago. Allí se celebra la ceremonia de forma muy similar a la antes descrita: se corta el hay gaga, el palo malo, y se arroja fuera; se corta el kayoiuota y se clava en la tierra, cimbreándolo y conjurándolo. La única diferencia consiste en que no se repite el frotamiento del suelo, que ya se ha efectuado el primer día. Pero se golpea la tierra con la kaylepa y se recita el conjuro nor­ mal. Luego el mago va pasando por los huertos, golpeando cada baleko y recitando el conjuro sobre cada uno de ellos. No he podido descubrir con exactitud en qué ocasiones se celebra el rito más simplificado y en cuáles el más complejo. Por lo que puedo juzgar, el rito más simple se utiliza cuando el mago no se encuentra muy bien, o cuando no existe una especial preocupación por los huer­ tos; es decir, después de una serie de buenas estaciones en lo referente a la producción de los huertos. En el siguiente texto, conseguido cuando mi trabajo de campo es­ taba bastante avanzado, se incluye una distinción entre las dos formas de magia: burakema y kaylepa. Lo conseguí en Obweria, de Modulabu, el mago de los huertos, en conexión con un consejo agrícola y los ritos inaugurales que había presenciado allí (texto 28 d, Quinta parte, div. V, § 23). «(i) Nos reunimos en consejo; ella (la esposa del mago) cocerá los ñames y los traerá, para que podamos comerlos mientras estamos sentados en consejo, (n) Enumeramos (las parcelas de los huertos si­ guiendo la) valla; damos la vuelta hasta hacer que los dos extremos se unan, levantamos la sesión, (m ) Volvemos a abrir el consejo (al día siguiente): contamos (las parcelas correctamente) dentro de los huertos hasta que hemos terminado, (iv) Presentamos las ofrendas (a los espíritus); (y entonces) el mago de los huertos celebra el rito deno­ minado “hacer saltar los helechos”. (v) O bien puede celebrar el rito burakema —que también se denomina “hacer que florezcan los huer­ tos”— ; o bien puede caminar alrededor con la vara del mago: ambos ritos son yowota (magia inaugural de los huertos), (vi) Depende de la inclinación del mago de los huertos, de si desea hacer el rito burakema o si desea golpear (el solar del huerto).» Esto corresponde a lo que encontramos en el Documento VI sobre Vakuta, como una diferenciación claramente señalada del ritual Al mismo tiempo, es posible que la división en dos reuniones fuera pura­ mente accidental: Al alargarse demasiado la sesión del primer día hubo que interrumpir el kayaku. Comparando los versos (iv) y (v) vemos que el rito parcial vapopula digadaga puede llevarse a cabo en el mismo día en que se hace la ula’ula (ofrenda a los espíritus). En (v) y (vi) encontramos la afir­ mación de que, la celebración de uno u otro de los dos ritos, depende completamente de la inclinación personal del mago. Con esto hemos acabado nuestra digresión sobre los aspectos téc­ nicos concomitantes a la iniciación de la magia de los huertos en Oma­ rakana y volvemos a la reseña cronológica de las etapas siguientes.

1 U n a ojeada a la tabla de cómputo del tiempo demostrará las diferencias es­ tacionales en los huertos. 2 Este discurso y el que se cita a continuación no son traducciones libres de textos indígenas recogidos. Durante las primeras etapas de mi trabajo de campo no podía anotar rápidamente los parlamentos en la lengua vernácula. En realidad, el discurso citado me fue comunicado en pidgin por mi primer informador, Gumigawaya. Como siempre, anoté en su forma vernácula los términos indígenas «in­ traducibies» (cf. Vol. 2, C uarta parte, div. 2 ) , como se dan aquí. A lo largo de los siguientes capítulos, todos los textos indígenas que son traducciones libres de ori­ ginales indígenas recogidos, van numerados y con referencias a la Quinta parte, donde puede encontrarse una traducción interlineal y un comentario. 3 En el Vol. 2, Quinta parte (div. V, §§ 17-24) se halla el análisis lingüístico de este término y de las palabras asociadas, y unos cuantos textos referentes al kayaku tomados en lengua vernácula. 4 Para los nombres propios de los campos, consúltese Doc. VIII. El carácter legal del sistema kayaku se entenderá mejor consultando los datos sobre el régimen de explotación de la tierra que se exponen en los capítulos X I y X II, y también el Doc. VIII. 5 Cf. también la descripción del kayaku en Vakuta y Teyava, Docs. VI y VII, sobre todo el último. Cf. también la nota 6 del Apéndice II, Sec. 4. 6 Cf. también la nota 3 del Apéndice II, sección 4. 7 Estos nombres y su análisis lingüístico se exponen en el Vol 2, Quinta parte, div. VI, § 29. * Cf. también cap. X I (sobre todo sec. 4) y cap. XII que aclararán más estos detalles sobre los aspectos económicos y legales. 9 P ara otros textos kayaku, véase Doc. VII. 15 Cf. la nota 2. 11 L a palabra «mito» se utiliza aquí en el sentido de la palabra indígena libogwo, «tradición sagrada», «escritura de ritual mágico y orden social». Compárese también mi Myth in Primitive Psychology. Sobre las dificultades que hube de superar en la traducción de estos conjuros y la justificación de la forma en que lo he hecho, véase Sexta parte. Para comentarios más completos sobre estos conjuros -—su con­ texto sociológico y dogmático, la forma de recitarlos y demás— y para el análisis lingüístico, véanse los comentarios que siguen a cada texto indígena en la Parte séptima. Las fórmulas se presentan en el mismo orden que siguen aquí y con la misma numeración. 12 Cf. también la nota 8 del Apéndice II, sección 4. 15 Véase la nota 11 (supra). E l contexto sociológico, ritual y dogmático de este importante conjuro se estudia con detenimiento en el Vol. 2, Séptima parte (Fórm u­ la 2, A, B y D ). Tam bién su estructura y forma de recitación (C y E ), típicas de las fórmulas mágicas trobriand completamente desarrolladas. 14 Cf. sobre el mito de Kudayuri, Argonautas del Pacífico occidental, págs. 311 y 316. En la narración se me dijo que el hermano m ataba a Mokatuboda cuando éste estaba sentado en la aldea, pero al preguntar la verdadera razón de que le m atara, recibí el comentario que aquí se cita. En otra localidad se me dijo que, en realidad, fue asesinado porque hacía la magia de la lluvia, de tal forma que for­ maba una pequeña nube exactamente sobre su huerto y ésta le daba lluvia y fer­ tilidad, mientras que las parcelas de los alrededores, incluyendo las de su hermano menor y los sobrinos maternos, se quedaban secas.

Los huertos de Omarakana: preparación del suelo y siembra de las semillas

Caminando por el buyagu, el emplazamiento del huerto, una se­ mana o diez días después de la primera ceremonia inaugural, encon­ tramos la mayor parte de las parcelas cubiertas de hierbajos segados, ramas y vástagos talados, y sólo en lugares dispersos, donde todavía queda alguna parcela intacta, una sólida barrera de plantas enmara­ ñadas. Durante esta parte de la luna Milamala en que se recibe y festeja a los espíritus en la aldea, expulsándolos luego, se deja que la maleza cortada vaya secándose. Poco después del yoba, la expulsión de los espíritus, en la segunda mitad de la luna del Milamala o a prin­ cipios de la luna Yakosi, los huertos ya están listos para quemarlos. La quema de los huertos (gabu) tiene una doble función. En primer lugar, es la mejor forma de eliminar la masa de vegetación marchita y seca; y en segundo lugar, las cenizas constituyen un excelente abono cuando la lluvia las hace penetrar en el suelo. Según expresión de Motago’i, el mejor de mis informantes (Vol. 2, texto 29, Quinta parte, div. VI, § 14): «Si no quemáramos las hojas en el suelo, éste se vol­ vería estéril y no fértil». No he observado con frecuencia una com­ prensión tan clara del valor fertilizador de las cenizas, pero además de Motago’i, encontré un par de personas más, entre ellas Bagido’u, dispuestas a admitir que las cenizas favorecían el crecimiento de las plantas. No obstante, la quema no despeja y limpia los campos lo suficiente para la siembra. Algunos hierbajos arden con dificultad y otros re­ brotan inmediatamente después de haber sido quemados, aún cuando sólo una pequeña raíz haya escapado a las llamas. Por ello, a la quema sigue, de inmediato, el koumwala, o limpieza de la basura, y por lo general a renglón seguido del koumwala se procede a la siembra de diversos frutos: taro, caña de azúcar, guisantes, calabazas, ñames gran­ des y bananas. La siembra del fruto principal, los ñames pequeños (taytu), ocupa una posición un tanto especial.

1. E l

seg u n d o g r a n a c t o i n a u g u r a l : l a q u em a r i t u a l d e lo s h u e r t o s

Este complejo conjunto de actividades agrícolas, al que volveremos a continuación, se inaugura con una cuádruple ceremonia mágica. Quizá sea éste el momento en que las actividades mágicas y las prác­ ticas se encuentran más íntimamente relacionadas y entrelazadas. La quema masiva constituye de por sí un acto mágico que celebran el mago y sus ayudantes el primer día de la serie ceremonial. El se­ gundo día, el mago inicia de forma ritual la segunda quema de los pequeños hierbajos y los desechos acumulados, con una mayor efi­ cacia práctica. El tercer y cuarto días celebra ceremonias consistentes en siembras mágicas de taro y taytu, respectivamente. De este modo, cada uno de los cuatro ritos inaugurales de la magia va correlacionado con uno u otro aspecto de las complejas actividades que están iniciando los agricultores. Por regla general, en esta época del año puede esperarse que se mantenga el buen tiempo. En efecto, nos encontramos en el período central de la estación seca de los vientos alisios del sudeste. Bagido’u, con su fina apreciación meteorológica, decide la fecha que le permi­ tirá contar con una sucesión de unos cuantos días buenos, una con­ dición deseable, aunque no indispensable. Entonces, una tarde, dirige la palabra al poblado: «Mañana pongo el kabom a (tabú del huerto) en nuestros campos. Vosotros os quedaréis en la aldea; yo iré con mi hermano menor y haré la quema masiva ( vakavayla’u). Vosotros os quedaréis en la aldea. No hagáis ningún trabajo de los huertos. Esperad y descansad.1 Yo iré a quemar el huerto.» 2 A la mañana siguiente, Bagido’u saca unas cuantas antorchas má­ gicas, kaykapola, de las repisas situadas debajo de su techo de paja. Han permanecido allí, envueltas en una estera, desde la última cosecha, algunos meses atrás. El mago las prepara entonces para la presente ocasión, encantándolas con un conjuro que ya conocemos —el gran conjuro que comienza con las palabras: Vatuvi, vatuvi, «Muestra el camino, muestra el camino». Ahora, coge la estera con las antorchas dentro y se dirige hacia el huerto escoltado por algunos de sus acólitos. Cuando acompañé a Bagido’u en la ceremonia vakavayla’u del 11 de septiembre de 1915, se nos unió el jefe en persona, tengo la im­ presión de que más en honor mío que del mago. También estuvo pre­ sente la esposa más antigua del jefe, Bokuyoba, y alrededor de una docena de hombres, entre ellos Towese’i y Mitakata, los dos hermanos menores de Bagido’u. En otros lugares, en una o dos ceremonias de este tipo, vi al mago de los huertos acompañado de dos o tres hombres que le ayudaban. Ei mi primer vakavayla'u, el jefe, To’uluwa, cogió una antorcha, su esposa más antigua otra, Molubabeba, primer primo materno del jefe, otra, Bagido’u otra más y, situándose en el extremo de barlovento del huerto, aplicaron al unísono las antorchas a la ma-

Ieza que días antes había sido segada. Estaba seca y no tardó en inflamarse. Cuando el fuego estuvo en marcha, Towese’i y Mítakata cogieron una antorcha cada uno y comenzaron a recorrer la franja límite encendiendo a intervalos, al menos en un punto de cada par­ cela, la maleza segada. En Omarakana, pese a toda la grandeza de su magia y la dignidad del ritual, llevaban consigo una caja de cerillas que sirvieron para encender las antorchas en el huerto. Sin embargo, en otras aldeas es preciso obtener el fuego por fricción en el huerto o bien transportarlo desde el poblado con teas encendidas en el hogar del mago. A nuestro regreso a la aldea, observé que prevalecía una atmósfera algo festiva, aunque de ninguna forma altamente ceremonial o reli­ giosa; la mayoría de la gente había permanecido allí, en general sen­ tados y charlando. En tales ceremonias no es preciso observar ningún tabú — incluso las mujeres pueden presenciarlas y manejar las antor­ chas mágicas, según se ha visto— pero naturalmente sólo pueden estar presentes aquellos especialmente autorizados para ello. Pero aunque esta ceremonia tenga pocas complicaciones, se consi­ dera muy sagrada e importante, en realidad indispensable. En una ocasión —creo que diez años antes de mi llegada a la isla—, uno de los magistrados residentes, que no estaba al tanto de la necesidad de la quema mágica, al pasar por un huerto segado y seco, sintió la tenta­ ción de meterle una cerilla. Según me contó era un año especialmente seco, y la selva se había hecho muy alta y frondosa, haciéndole atrac­ tiva la idea de una gigantesca fogata. Encendió el huerto y la noche se iluminó con llamas como castillos. En pocos minutos se vio rodeado de una multitud de nativos, medio despectivos, medio furiosos, que procedieron a exponerle su teoría mágica de la horticultura, advirtién­ dole que no volviera a hacer nunca nada parecido y vaticinando que el huerto se vería afectado. Y, de hecho, ése fue un año de sequía —de ahí la belleza de la fogata— , de tal forma que la profecía resultó cierta y, por una vez, un acto del hombre blanco contribuyó a reforzar las creencias indígenas. En efecto, aunque esto ocurrió años antes de que yo llegara a las Trobriand y en un distrito completamente dis­ tinto, los indígenas de Omarakana me citaron el caso como una prueba de la veracidad de su doctrina y de los peligros de la interferencia europea en sus costumbres. De regreso en su casa, Bagido’u se sienta con sus ayudantes y toma los primeros alimentos del día. Poco después, procede a la preparación del próximo acto de la serie: la segunda quema, llamada gibuviyaka, literalmente «la gran quema», aunque en realidad se realiza al por­ menor. Sale en busca de dos clases de hojas: a la costa por hojas de acacia ( vayoulo) y, después, a las zonas pantanosas, las dumya, por hierba lalang (gipware’i) . Algún tiempo antes, se han cortado brotes de coco en capullo y, que para este momento ya están secos, propor­ cionando así un material fácilmente inflamable para las antorchas. A la mañana siguiente el mago coloca las hojas de acacia, la hierba lalang y las antorchas sobre una estera, cubriéndolas con otra. Con

un poco de hierba lalang ata un trozo de hoja seca de banana en torno a cada antorcha dejando colgar un trozo que sólo se envuelve y se ata una vez recitado el conjuro. El procedimiento es similar al uti­ lizado para las hachas (cf. cap. II, sec. 4). La hoja tiene por objeto coger y aprisionar la virtud mágica del conjuro que se recita sobre las antorchas y las hojas de acacia, otra vez el vatuvi (F. M. 2 de nuestra serie). Inmediatamente después de recitar este conjuro, el mago y sus acó­ litos salen hacia los huertos donde llevarán a cabo el verdadero rito del gibuviyaka. En la ocasión en que presencié y fotografié el rito, Ba­ gido’u sólo lo celebró personalmente en las leywota. Su hermano me­ nor, Mitakata, acompañado de Molubabeba (un Tabalu), Gumguya’u y Ka’ututa, llevó a cabo de forma ritual la doble ceremonia en todas las demás parcelas. Llevaban las hojas de acacia, atadas con hierba lalang en tantos manojos como parcelas había y envueltas en una gran estera enro­ llada. Primero fueron a las leywota. Allí, los ayudantes celebraron rá­ pidamente una especie de koumwala preliminar, reuniendo palos, hier­ bajos y ramas, y apilándolos ante Bagido’u. Este sacó de la estera un manojo de hojas de acacia y lo introdujo en el montón. Después de las leywota, Mitakata celebró la ceremonia sobre otro baleko. Los montones se denominan lumlum, palabra que, hasta donde alcanzan mis conocimientos, sólo se emplea para designar estas pilas mágicas.3 Al regresar, Bagido’u no puede sentarse de inmediato a tomar su comida matutina. Aún le reclaman ulteriores obligaciones con el huerto. Acompañado nuevamente por uno o dos ayudantes, que esta vez llevan una estera llena de antorchas preparadas, vuelve a las leywota. Sin ningún conjuro preliminar, enciende la antorcha con una cerilla y le pone fuego al lumlum, y al igual que antes Mitakata celebra la cere­ monia en las otras parcelas. De vuelta en la aldea, pasado ya el me­ diodía, puede romper el ayuno; con ello se cierra la segunda jornada de ceremonias, que deberán continuarse al día siguiente. El rito del tercer día, designado con el extraño nombre de pelakai'ukwa (literalmente, «excremento de perro»), consiste en la siembra de un taro. Bagido’u se dirige a las leywota, acompañado de sus ayu­ dantes que llevan un gran manojo de matas de taro; es decir, las hojas del taro unidas al extremo superior de la raíz, a la cual se ha quitado la parte comestible del bulbo. El taro se planta enterrando esta mata (cf. cap. X, sec. 2). El mago coge la mata más grande y prometedora y, sosteniéndola con la mano derecha, acerca el rostro a la superficie cortada, recitando el siguiente conjuro: F ó rm ula 7

«Este es nuestro excremento de perro, ¡oh espíritus ancestrales! »Oh cerdo salvaje, que eres luchador, oh cerdo salvaje de la gran piedra del rayboag, oh cerdo salvaje de las estacas del huerto, oh cerdo salvaje, atraído por los malos olores, oh cerdo salvaje de cara estrecha, oh cerdo salvaje de feo aspecto, oh feroz cerdo salvaje. »Tu vela, oh cerdo salvaje, es tu oreja, tu remo-timón es tu rabo.

»Te doy una patada por la espalda, te expulso. Márchate. Vete a Ulawola. Vuelve al lugar de donde has venido. Esto quema tus ojos, te revuelve el estómago.»

Al comparar este conjuro con el del palo malo (F. M. 3) vemos que son idénticos, salvo en el primer verso. Este conjuro, siguiendo la tradición mágica de Omarakana, también se pronuncia en tono suave y persuasivo junto a la superficie cortada del taro, y no se canta. El taro ritual se planta en la esquina de la leywota adyacente al «portillo del lado de la aldea», la esquina que gradualmente se va convirtiendo en la principal «esquina mágica» de los huertos. A continuación, los hermanos menores del mago repiten la cere­ monia en todas las demás parcelas. El cuarto día se celebra un doble rito exactamente en el mismo lugar en que el día anterior se plantó el primer taro. En el curso del primero de estos ritos, llamado kalimamata, se planta un tubérculo de semilla de una variedad especial de ñame denominada kwanada. Bagido’u vuelve a ponerse en cuclillas en la esquina mágica. Toma el tubérculo kwanada con la mano derecha, lo sostiene cerca de la boca y pronuncia el siguiente conjuro: F ó rm ula 8

«¡Enciéndete, arde hacia la aldea! [Extiéndete rápidamente, trasládate rápidamente hacia la selva!»

Este breve conjuro no se recita con voz suave y persuasiva, sino en voz alta como si se estuviera dando una orden imperiosa o tal vez incitando a una acción decisiva. Obviamente, el conjuro es una exhor­ tación a que los vegetales crezcan y se extiendan a ambos lados del huerto. Inmediatamente después, el mago recibe de sus acólitos una mata de taro sobre la cual entona, esta vez con el sonsonete habitual de las fórmulas mágicas: F órm ula 9

«Hínchate allí, oh taro, hínchate allí, oh taro. H ínchate aquí, oh taro, hínchate aquí, oh taro, oh taro robusto. Avanza rápidamente, el taro inamovible.»

Las palabras del conjuro explican la intención del rito, destinado a conseguir que los taros aumenten de tamaño y calidad. Después del conjuro, Bagido’u celebra el siguiente rito: recoge unas cuantas varillas, de una longitud de veinte a cuarenta pulgadas, y construye o más bien esboza una choza en miniatura: planta cuatro varillas verticales, con horquillas en las puntas, en las que coloca otras cuatro horizontales que cubre con un tejadillo, colocando cierto nú­ mero de varillas horizontales sobre el rectángulo. Rodea esta réplica de choza con una valla en miniatura, que construye plantando unas cuantas varillas ahorquilladas y colocando otras horizontales sobre las mismas. Toda la construcción se denomina si bwala baloma, la casa de los

espíritus. Bagido’u no sabe explicar su significado. Sin embargo, veía muy claro que los espíritus no tenían en realidad nada que ver con ella, pues, como me dijo, ya ha concluido la fiesta del milamala y los espíritus han vuelto a Turna, su país.4 Pero de alguna forma se supone que la pequeña construcción hará que la futura valla resulte más resistente y eficaz. Toda la ceremonia de sembrar el segundo taro y construir la casa de los espíritus se denomina bisikola. Estos cuatro ritos, es decir, el rito del segundo día, el del tercero y los dos ritos del cuarto día, deben celebrarse sobre cada parcela. Cuando los presencié en Omarakana, el mago de los huertos, Bagido’u, estaba seriamente enfermo y cualquier esfuerzo le cansaba, de manera que celebró los ritos sobre una o dos parcelas. Creo que el gibuviyaka se realizó realmente en las seis leywota, pero los ritos de la siembra sólo tuvieron lugar en una parcela. De las restantes parcelas se encar­ garon sus hermanos menores. No obstante, en otras aldeas, el mago de los huertos oficia personalmente en cada baleko y todo el asunto no dura mucho, puesto que los conjuros son cortos y los ritos sencillos. A partir del cuarto día se levanta el tabú sobre el trabajo y cada individuo acude con su familia a su propia parcela para ocuparse de la limpieza (koum w ala) y la siembra (sopu). 2.

D ig resió n en torno a las id eas indígenas SOBRE ESTA MAGIA E INTERPRETACIÓN TEORICA

Sin embargo, llegados a este punto debemos hacer una pausa y, del mismo modo que incluso el etnógrafo se ve obligado a invitar a su tienda al mago y a sus acólitos, y quizá también a dos o tres de sus informantes más inteligentes, para comentar la ceremonia que acaba de presenciar y completar con comentarios indígenas las notas que ha tomado al vuelo, también nosotros nos sentaremos ante la choza de Bagido’u y escucharemos lo que tiene que decir sobre determinados detalles de su magia. Confirmará, sin vacilar, las conclusiones generales que podríamos haber deducido de la observación de los ritos y la traducción de los conjuros, a saber, que la ceremonia compuesta del gabu es la magia inaugural de la quema, la limpieza y la siembra. Dirá que nadie debe osar poner fuego a los huertos segados antes de que el mago los queme; que los tres ritos de la siembra son necesarios para comenzar a plantar los frutos de menor importancia, aunque la siembra del taytu no pue­ de iniciarse adecuadamente en Omarakana sin haber celebrado antes el siguiente gran acto ritual, la kamkokola. Bagido’u también puede proporcionarnos una información más de­ tallada sobre la magia de las antorchas. Ordenará a un joven que arranque de la cima de una palmera cocotera una hoja naciente de coco, la kaykapola, que se seca y arde extremadamente bien y sirve como excelente antorcha. Ahora bien, como recordamos, las antorchas para la primera quema masiva no se preparan inmediatamente antes

de utilizarlas, sino en la recolección anterior. En esta ocasión Bagido’u también utiliza la hoja joven de coco y la hierba lalang. Se escoge la hoja de coco, dirá, porque la hoja de taytu debe tener el color verde obscuro y la superficie brillante de la palmera cocotera; la hierba lalang porque tiene puntas agudas y el taytu tiene espinas agudas en los tubérculos. Cuanto más agudas son éstas, mejor es el tubérculo. Si preguntamos a Bagido’u por qué encanta durante la recolección, tres o cuatro lunas antes de que se utilicen las antorchas vakavayla’u de la primera quema, no encontrará ninguna respuesta adecuada, pero dará rienda libre a la especulación: «Durante la cosecha hay mucho taytu. Celebro mi magia vilamalia, el taytu es fuerte y bueno, encanto las kaykapola. Los siguientes frutos de los huertos son fuertes y abun­ dantes.» 5 La explicación expresa el sentimiento de que en la época de la cosecha hay prosperidad en la aldea y que está bien comunicar la prosperidad del año pasado al año siguiente. Pero esta explicación contiene buena parte de inferencias de etnógrafo. No obstante, una cosa está perfectamente clara, a saber, que el poder mágico, contenido fundamentalmente en el conjuro, debe apli­ carse directamente a las substancias sobre las que se desea influir y que, sí éstas no se van a utilizar de inmediato, es preciso aprisionarlo allí, atándolo y envolviéndolo con esteras. En todos los ritos descritos hasta el momento la boca del mago se orienta directamente hacia el objeto encantado y el conjuro se pronuncia a poca distancia; si es po­ sible se construye algún receptáculo — como la cavidad que forma una estera puesta encima de otra y los bordes abiertos de la hoja— que dirija el aliento del mago y evite su dispersión (cf. también cap. VII, sección 6). Dos conjuros (F. M. 3 y F. M. 7) eran idénticos, excepto en los primeros versos, y éstos tienen un claro punto en común; ambos se refieren a objetos verbalmente menospreciados en el acto mismo del tratamiento ritual (me refiero a los conjuros del «palo malo» y el «excremento de perro»). No dispongo de opiniones indígenas que in­ diquen que esta forma mágica de vilipendio se utilice con objeto de proteger los huertos y el taro a base de darles malos nombres, pero parece muy probable que los conjuros respondan intrínsecamente a esta actitud tradicional.6 Esta explicación de los dos actos peyorativos se ve confirmada por un paralelo observado en otra parte de la isla, del que voy a tratar aquí porque es donde mejor encaja. El rito de pelaka’ukwa se celebra en todo el distrito de las Trobriand. En la mitad sur de la isla es el principal rito mágico de los huertos de taro y está directamente enca­ minado a proteger estos huertos de los cerdos salvajes. En este contexto, es muy interesante que en Sinaketa, la principal aldea del sur en que obtuve la descripción de esta magia, la pelaka’ukwa no se celebra sobre una punta de taro sino sobre una piedra. Aparentemente se encanta esta piedra, con una fórmula en la que se mencionan y conjuran los cerdos salvajes, y luego se lanza por encima de la valla en el yosewo (selva sin cortar). De tai manera que aquí se denomina «excremento

de perro» a una piedra y ésta se arroja al cerdo salvaje para que le coja repugnancia a los huertos. Además, conseguí la siguiente expli­ cación de Motago’i, mi mejor informante de Sinaketa (Vol. 2, texto 78, Quinta parte, div. XI, § 2). (i) «Cuando ven la piedra (ellos) se van a un lugar llamado Tepila, la patria de los cerdos, (ii) Mientras los magos hacen el encan­ tamiento sobre el emplazamiento del huerto (con este conjuro), des­ piden a los cerdos salvajes, y éstos se van a Tepila. (m ) Una patria de los cerdos salvajes es Tepila, la otra Lukubwaku, un lugar a este lado de Giribwa (los estrechos que separan la isla principal de las Trobriand de Vakuta, la segunda isla en tamaño, y la aldea situada en los estrechos), (iv) Cuando los magos ahuyentan a estos cerdos, se van a Lukubwaku; (v) en su lugar, vendrá el cerdo de las estacas de la valla, ese cerdo que tiene cuatro orejas y dos rabos, (vi) Ellos los despachan, todos los demás cerdos se van a Lukubwaku. Este del otro lado (el cerdo de la estaca de la valla) se queda observando por en­ cima del cercado porque es el cerdo de la estaca, (vu) Los towosi saben esta magia porque éste (el cerdo de la estaca) es su cerdo. ( v i i i ) Ellos (los cerdos) viven verdaderamente en su aldea, como sabe la memoria de los ancianos desde hace mucho, mucho, mucho tiempo.»7 Desgraciadamente, obtuve esta información demasiado tarde para poder seguirle la pista.8 Fue pocas semanas antes de mi partida y estaba abrumado por otros temas de investigación suscitados por los acontecimientos reales que tenían lugar a mi alrededor, de tal forma que no pude investigar en la parte septentrional de la isla esa creen­ cia en el cerdo salvaje de la valla de estacas. Pero no dudo en presentarla' como una creencia general de la parte meridional, porque las afirmaciones de Motago’i solían ser tan dignas de crédito como las obtenidas de otros veinte informantes a la vez. Los puntos interesan­ tes de ésta son el bulukwa gado’i — «el cerdo de la valla de estacas» con cuatro orejas y dos rabos— y las dos patrias de los cerdos salvajes. Es creencia muy difundida que, en algún punto de las partes más densas y menos accesibles del rayboag, existe un lugar al que la magia puede hacer que se vuelvan los cerdos salvajes y también de dónde éstas salen si se les invoca por medio de brujerías. Tepila debe estar en algún lugar del norte, porque este nombre es conocido en todo el distrito. Lukubwaku es, según Motago’i, un lugar real por el que él mismo y otras muchas personas han cruzado, aunque los cerdos sal­ vajes nunca se dejan ver cuando los seres humanos van por allí. Apa­ rentemente está situado en una gran extensión del rayboag del extremo sudoccidental, donde la isla se extiende en forma de cayado y está completamente cubierta de inhóspitas rocas incultivables, rara vez vi­ sitadas por los seres humanos. En apariencia, la magia negra más importante es la que atrae a los cerdos salvajes. Y al respecto Motago’i también me dio, en la misma ocasión, la siguiente explicación (Vol. 2, texto 79, Quinta parte, div. XI, § 4): (i) «La gente puede pelear: "Más tarde voy a embrujar tu huerto”. (ii) El (el hombre que amenaza) encanta entonces una piedra y la

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arroja por encima de la valla. Los cerdos vendrán de Lukubwaku en grandes cantidades. Se comerán el alimento básico hasta no dejar nada. Esta es la consecuencia del embrujamiento del huerto, ( iii ) Si nadie embruja el huerto, los cerdos salvajes no vienen.» Volviendo a la primera parte de la explicación que pude obtener sobre la magia negra de los huertos: el rito aquí descrito, bastante característico, consiste también en tirar una piedra; sólo que, como se me hizo observar, esta vez la piedra no se tira desde dentro hacia fuera del huerto, sino desde fuera hacia el interior del huerto. Motago’i no sabía la fórmula y no tengo ni siquiera una vaga idea de su con­ tenido. El hecho de que si se quiere espantar a los cerdos se tire una piedra desde el huerto hacia la selva, mientras que si se quiere atraer­ los se tira la piedra desde la selva al recinto del huerto, nos hace suponer que el conjuro maléfico podría ser algo así como el reverso de la magia positiva, y que la piedra puede simbolizar de forma mágica un taro especialmente atractivo. La creencia de que sólo la brujería desencadena las pestes y las plagas que atormentan al hombre está muy profundamente arraigada. Tiene un significativo paralelo en la creencia de que la brujería y sólo la brujería es en último término la causa de todo lo que ame­ naza la salud y la riqueza de los hombres y produce desgracias a la vida humana. Ni los cocodrilos, ni un árbol que cae, ni la muerte en el agua vienen nunca por sí mismos; siempre son inducidos por la magia negra. Puesto que estamos ocupándonos de distintas creencias, «supersti­ ciones» e ideas relacionadas con la seguridad y la limpieza de los huertos, deben mencionarse dos importantes tabúes. El primero es el que prohíbe los contactos sexuales en o cerca de los huertos. Compa­ rando el texto 79 (Vol. 2), ya citado, con el original de la Quinta parte (div. XII, § 5), podrá advertirse que continúa como sigue: «La gente a veces pregunta: “¿Por qué los cerdos vienen a este huerto un día detrás de otro?” Y la respuesta es: “Fornican cerca del huerto”.» Como se ha afirmado en otro lugar (cf. Vida sexual de los salvajes, páginas 231, 383, 415), los huertos y el trabajo de los huertos deben mantenerse limpios de relaciones sexuales. El acto sexual nunca debe realizarse dentro de su cercado. La frase habitual de los indígenas para designar la copulación dentro o cerca del huerto es isikayse tokeda, «se sientan sobre la franja de selva adyacente al huerto», aunque la frase más específica «sentarse en el límite de los palos» se usa en el siguiente comentario indígena sobre este tabú (Vol. 2, texto 34, Quinta parte, div. VI, § 47): «Es tabú sentarse en el límite de los palos. Si un hombre hace esto, tendrá elefantiasis (en los testículos). Las mujeres igualmente tendrán elefantiasis (de los labios)». Un tabú especial pro­ híbe que los hombres se aproximen a las mujeres mientras están ocu­ padas en la escarda y el aclareo. El segundo tabú se refiere a los excrementos humanos; los huertos deben estar limpios de tales materias. No se puede defecar ni orinar en ellos, de lo contrario la tierra se haría impura y los frutos sufrirían

de añublo. También existe una fuerte repugnancia contra la defecación en las proximidades de las viviendas humanas.9 Volvamos ahora al sistema mágico de Omarakana. El motivo de que se dedique tanta magia a los taros y tan poca a los taytu, que son el fruto básico; el significado de determinados versos de la magia; la razón de que unos conjuros se canten y otros se reciten; éstos y otros muchos problemas pueden haberse planteado al lector, del mismo modo como se me presentaron a mí cuando presencié el ceremonial en Kiriwina. Pero no parece haber razón alguna, salvo el eterno tokunabogwo ayguri («está ordenado desde antiguo», «es la tradición, es la costumbre, y nosotros no lo entendemos», «no tenemos u’ula —razón literalmente, base— que dar»).10

3. E l

t r a b a j o de l a lim p ie z a f i n a l , « k o u m w a la »

Tras esta digresión, debemos coger otra vez el hilo de nuestro re­ lato. La ceremonia compuesta de la quema (gabu) ha inaugurado una nueva etapa del trabajo que los indígenas designan con el término genérico koumwala, «la limpieza de la tierra de basura». Pero esta etapa también incluye una quema adicional de las plantas chamuscadas y en parte carbonizadas, una siembra preliminar y, en cierta medida, la construcción del cercado. Esto último tiene que empezarse inmediata­ mente, pues tan pronto como los frutos están en la tierra tienen que protegerse de los cerdos salvajes y de los wallabys. Después de las dos quemas mágicas el suelo sigue sucio de hojas, ramitas y palos. Todo esto debe limpiarse y también es preciso arrancar o destrozar dentro de la tierra las raíces, la parte más peligrosa de la maleza. Aparte del riesgo de que vuelva a brotar la antigua maleza, el koumwala (limpieza) resulta necesario porque sería difícil encontrar trozos verdaderamente apropiados de suelo fértil bajo la capa que todavía lo cubre. De hecho, los indígenas llevan a cabo la limpieza del terreno con una perfección rayana en la pedantería sobre todo en las parcelas modelo, las leywota. No cabe la menor duda de que los motivos esté­ ticos desempeñan un importante papel en este trabajo, como demos­ traría una ojeada a las subdivisiones ornamentales de las parcelas bien limpias. En ocasiones se emplea el palo de cavar y el hacha para arrancar y cortar las raíces, pero la mano humana es la principal herramienta utilizada en esta fase del trabajo. Las ramitas, las hojas, las raíces y los palos se apilan y se queman. Los días de calma es frecuente que los agricultores acumulen desper­ dicios hasta la puesta de sol, quemando entonces todos los montones a la vez. Los materiales, por lo general aún verdes y algo húmedos, arden a lo largo de toda la noche. Paseando por los huertos a esas horas, uno recibe la impresión de un gigantesco campamento desierto con sus diminutas hogueras diseminadas en una constelación regular que abarca una vasta zona.

Cada año, durante la koumwala, los campos se despejan de las pequeñas piedras que siempre se desperdigan por la tierra fértil. Se colocan en montones longitudinales que constituyen los deslindes entre dos baleko (parcelas de huerto) y reciben el nombre de kakulum wala.al Por esta razón en todos los distritos en que la tierra es muy pedregosa, en todo el campo se forman grandes montones llamados tuwaga. En Kiriwina, estos montones casi no se ven. Sin embargo, en los distritos occidentales, en Kuboma, Kulumata y en el sur, los montones tuwaga se levantan en grandes pilas cónicas tan próximas unas a otras que el suelo fértil y cultivable sólo ocupa como unos valles entre los moníoncillos de piedras. Durante la limpieza, se efectúa un arreglo especial característico de los huertos trobriand. La parcela de huerto se subdivide en peque­ ños cuadrados por medio de palos rectos y uniformes que simplemente se tienden en el suelo limpio. Como se recordará, durante la siega de la maleza se separaban todos los tallos rectos y buenos evitando así que fuesen quemados en el gabu (quema mágica). Estos palos se uti­ lizan ahora para los tula, nombre con que se designan los límites de los pequeños cuadrados. El cuadrado se denomina gubwatala. Cuando la tala no ha permitido obtener suficientes palos, lógicamente se cortan algunos más en la selva. Como veremos a continuación, el entramado de tula que limitan los pequeños cuadrados está relacionado con el sistema de altos postes que se erigen en las esquinas y en los límites de cada parcela de huerto. Como todo lo demás, las varas de los deslindes (tula) y los cua­ drados (gubwatala) se hacen con particular cuidado y esmero en las parcelas modelo. Se seleccionan los palos más rectos y se trazan con esmero los cuadrados, que se procura resulten especialmente pequeños y primorosos. Un baleko bien limpio, con su tierra obscura meticulo­ samente libre de piedras y desperdicios y con una elegante disposición de los tula constituye un hermoso espectáculo para el indígena; el propietario goza enseñándolo y siente el correspondiente orgullo por su trabajo. No cabe la menor duda de que los tula añaden elegancia a la par­ cela de huerto. Sin embargo, a primera vista, resulta difícil ver cómo puede influir ello en el aspecto técnico o económico de la agricultura, aunque sin duda indirectamente cumple tal función. En primer lugar, cuando un hombre trabaja un huerto temprano, suele dividirlo para los diversos usos. Puede separar los frutos que se reserva para sí mismo, dar algunos a su hermana y otros a su madre. Los gubwatala resultan convenientes para este fin. Durante mi primera visita a Omarakana, el jefe supremo, To’uluwa, tenía varias baleko (parcelas de huerto) en cultivo, pero no tantas como mujeres. Con objeto de repartir de forma equitativa el producto entre las mismas, destinó el mismo número de gubwatala para cada una de ellas. La división juega un papel importante en la siembra, permitiendo que el agricultor calcule las distancias y mida su tiempo con mayor facilidad. Como podemos observar cuando trabaja, un agricultor co­

mienza repartiendo varios puñados de semilla de ñames en cada cua­ drado. «¿Cómo podríamos sembrar adecuadamente», dirá un nativo, «si no hubiera tula?» «El trabajo en los huertos en que no hay tula es malo; en los huertos que están divididos en gubwatala el trabajo es bueno».12 O también (texto 33, Quinta parte, div. VI, § 45): «Pone­ mos los palos de los límites para poder hacer con rapidez el trabajo del huerto. Sembramos un cuadrado de huerto hasta que está termi­ nado. Pasamos a otro cuadrado... sembramos, sembramos, y ya está terminado.» Más adelante, durante la escarda, de la que suelen ocuparse las mujeres de forma comunitaria, la división también tiene una influen­ cia psicológica sobre la eficacia económica. Cada mujer se enorgulle­ cerá de haber limpiado su cuadrado mejor que el de su vecina. «Cuando hay tula el trabajo va rápido, resulta agradable hacerlo; cuando no hay tula o cuando éstos están torcidos el trabajo va lento, no tenemos ganas de trabajar.» De esta forma, la subdivisión de las parcelas en pequeños cuadra­ dos permite al indígena repartir su trabajo. Le ayuda a medir y di­ vidir de forma sistemática el trabajo entre lo que ha hecho y lo que le queda por hacer. No tiene por delante una cantidad indiscriminada de trabajo, sino una serie de trabajos determinados cuyo principio y fin es capaz de concebir.13 Tan pronto como están listos los tula, se procede a una siembra preliminar. En cada cuadrado (gubwatala) se plantan dos esquejes de banana, un par de matas de taro, dos o tres cañas de azúcar y unos cuantos tubérculos de grandes ñames, kuvi. Aquí, la división en cuadrados resulta a todas luces útil para ordenar el trabajo y asegu­ rar la correcta distribución de los frutos. Como es sabido, tal mezcla de frutos tiene menos importancia en los huertos tardíos, los kaymata, pero en los huertos tempranos ( kaymugwa) éstos ocupan una considerable proporción del terreno.14 Todo este trabajo es realizado por el propio propietario, con ayuda de su esposa e hijos o, si no está casado, de su madre u otras mujeres o bien parientas suyas. Para la koumwala nunca se utiliza el tra­ bajo comunal. Un jefe puede solicitar a unos cuantos de sus parientes consanguíneos y subalternos que coloquen los postes de los límites y que se encarguen de una parte de la siembra preliminar de sus parcelas. Pero, sociológicamente hablando, no se trata de trabajo comunal ni siquiera del tipo denominado kabutu, que se describirá junto a otras formas de trabajo comunal en el capítulo IV, sección 5. Más bien es un caso de prestación secundaria, concomitante a la relación entre los súbditos y el jefe. Normalmente, toda la familia va al huerto y acampa allí durante el día. Se enciende un fuego, se extienden esteras sobre el suelo, los niños pequeños juegan alrededor del campamento, mientras los más crecidos ayudan en las labores. El desbroce es sobre todo un trabajo de mujeres, en tanto que los hombres se ocupan del trazado de los

tula y de la siembra preliminar; pero no hay ninguna división estricta del trabajo en razón del sexo. Tan pronto como los frutos están en la tierra debe levantarse la valla (kali). Las estacas (gado’i), salvadas de la quema o traídas de la selva, se plantan verticalmente en dos hileras paralelas, a una dis­ tancia de cinco a siete centímetros unas de otras. El espacio interme­ dio se rellena con varillas horizontales. Las estacas se atan entre sí con sogas más o menos a media altura y luego se colocan más varillas horizontales, y se vuelven a atar las estacas por las puntas. La altura media de las vallas es de 1 metro a 1,20 m. Dondequiera que un sen­ dero llega al huerto, se hace un portillo (pisila o kalapisila kali). Todo el mundo colabora en la erección de la valla común, encargándose de la parte que corresponde al límite exterior de su propio baleko (parcela de huerto); en efecto, una valla rodea el conjunto de los huertos, pro­ tegiendo todos los frutos de los cerdos salvajes y de los wallabys. Esta unidad de cultivo cerrada se representa de forma diagramática en la figura 4 (pág. 112). 4.

L as

p ie d r a s a n g u la r es d e l m uro mágico

Una vez limpios los huertos, cubiertos con un entramado de cua­ drados y realizada parte de la siembra, tiene lugar otro rito. Es una de las tres o cuatro principales ceremonias de los huertos: tiene su período de tabú; consiste en una serie de rituales que duran de dos a tres días; supone una gran cantidad de trabajo manual por parte de los agricultores e incluso del propio mago; y cambia considerablemente el aspecto de los huertos. La kam kokola, la estructura que se levanta en cada una de las cuatro esquinas de cada parcela de huerto, posee un valor estético especial y artístico para los indígenas. Más adelante veremos que estas estructuras angulares tienen relación con el sistema de varas cruzadas, tula, que divide cada parcela en pequeños cuadra­ dos, y con otro tipo de armazón geométrica que bordea las parcelas. La principal kam kokola (prisma mágico) de cada parcela se sitúa en lo que anteriormente hemos denominado «esquina mágica» de los huertos; es decir, la esquina donde, en las anteriores ceremonias, el hechicero ha plantado una mata de taro y, más adelante, un ñame kwanada; donde ha construido la pequeña casa de los espíritus; en resumen, donde ha celebrado una serie de ritos relacionados con la gran quema mágica y adonde tendrá que volver, por lo menos una vez más, durante las ceremonias de la recolección. La ceremonia que se describirá a continuación quizá sea menos claramente inaugural que los dos actos mágicos precedentes. Induda­ blemente la erección del prisma mágico está relacionada con la colo­ cación de los firmes soportes o tutores de los ñames, los kavatam, en torno a los cuales irán creciendo posteriormente los sarmientos. Tam­ bién está relacionada, aunque de forma menos concreta, con la siembra del taytu, Como es sabido, en cada parcela se ha realizado ya la siem­

bra de los frutos secundarios, pero, teniendo en cuenta las variaciones locales entre las distintas aldeas, y el desigual desarrollo de la agri­ cultura, no puedo asegurar por observación personal si está permitido sembrar una parte del fruto básico, el taytu, antes de celebrarse la ceremonia mágica de la kam kokola (prisma mágico).15 En Omarakana, Bagido’u me aseguró repetidas veces que el verdadero sapu o sapu málaga, es decir, la siembra del taytu o fruto básico, no puede iniciar­ se hasta que cada una de las cuatro esquinas de las parcelas, o por los menos de las parcelas modelo, las leywota, estén decoradas con el prisma mágico. Pero en otras aldeas, yo mismo he visto sembrar taytu antes de la ceremonia de la kam kokola. Sin embargo, dos cosas están claras. En primer lugar, la ceremo­ nia de la kam kokola está relacionada con la siembra del taytu, es un rito de la siembra; aunque no sabría decir si es invariablemente inau­ gural — como probablemente ocurre en el sistema de Omarakana— o no. En este segundo caso constituiría, por así decirlo, una consagra­ ción de la siembra ya en vías de terminación. Mis informadores indí­ genas señalaban con énfasis que esta ceremonia estaba relacionada con la siembra, pues, según afirmaban, cuando no se celebra ésta re­ sulta infructuosa. No obstante, el conjuro, el ritual y la misma es­ tructura relacionan al kam kokola mucho más directamente con los soportes de los ñames. En segundo lugar, la siembra del taytu, aunque se denomina con el mismo término ■ —sopu— que cualquier otra siembra es, para los indígenas, una actividad completamente distinta. La palabra sopu, cuando se utiliza para definir una etapa del cultivo de los huertos, nunea hace referencia a la siembra preliminar, sino únicamente a la siembra principal. Esta siembra principal, tanto si se efectúa inmedia­ tamente antes como si sólo tiene lugar después de la kam kokola, en­ traña una forma distinta de trabajo: la siembra preliminar nunca se realiza de otra forma que como trabajo individual (o como prestación al jefe), trabajando cada familia en su propia parcela; mientras que en la siembra del taytu, es habitual el trabajo comunal. Durante dicha siembra comunal del taytu y también, aunque en menor grado, cuan­ do el trabajo se realiza individualmente, se observan ciertas costum­ bres: gritos y cantos tradicionales que están prohibidos durante todos los demás trabajos de los huertos; apuestas competitivas; y uno o dos tabúes de menor importancia. Una vez se han limpiado adecuadamente las parcelas modelo y cierto número de las otras, Bagido’u decide que ha llegado el momento de pasar al siguiente acto mágico. Una tarde se dirigirá de este modo a sus convecinos: «La koumwala (limpieza) está ahora acabada. Se han construido las vallas. Todavía quedan uno o dos lugares donde puede saltar el cerdo salvaje. Setukwa tiene que hacer su cerca más alta y Gumigawaya debe acabar aún su parte. No queremos que los cerdos salvajes ni los wallabys se coman nuestra caña de azúcar ni dañen nuestras matas de taro. Ahora ha llegado la hora de sembrar el taytu. Debemos hacer

sopa (plantar). Nuestro taytu crecerá alto, trepará; queremos los gran­ des soportes, los kavatam. Vosotros, amigos míos, debéis traer los lapu (troncos) para hacer kavatam, para hacer kam kokola. Mañana pondré la kayluvalova (vara tabú) en la tierra, pondré una vara en cada ba­ leko (parcela). Vuestros huertos serán tabú ( kabom a). No debéis hacer ningún trabajo. Vosotros los hombres iréis todos al rayboag, a la momola (costa), y traeréis grandes palos rectos para que nuestros huertos resulten hermosos y nuestro taytu crezca alto y fuerte.» 16 Con esta arenga, reprimiendo a algunos hombres por su pereza y negligencia, señalando la etapa en que se encuentran actualmente los huertos, exhortando al buen trabajo, el mago de los huertos de Oma­ rakana anuncia su intención de iniciar la nueva serie de ritos, los ritos de la kamkokola. Al día siguiente Bagido’u comienza la primera ronda. En cada ba­ leko clava una fina estaca de no más de un metro y medio. Es la kay­ luvalova, la vara que indica que desde este momento se ha impuesto un tabú sobre los huertos y que todas las energías deben dedicarse a una y solo una tarea: el transporte de postes robustos, los lapu. Al clavar las kayluvalova no se pronuncia ningún conjuro, ni se celebra ningún rito, ni se empapa el objeto con ninguna virtud mágica; es simplemente un signo que demuestra que el huerto está sometido a un tabú. La kayluvalova se clava en cada baleko. En las parcelas modelo o de muestra, las leywota, se coloca con especial cuidado y se apo­ yan contra ella dos varas oblicuas, formando una pequeña kamkokola. Los indígenas la denominan a veces si kam kokola báloma, la «kam ­ kokola de los espíritus». En otras parcelas se coloca una vara pequeña sin varillas laterales que la crucen. El día que acompañé a Bagido’u en su ronda preliminar, observé que no se omitió ninguna parcela de huerto. Primero nos dirigimos a las leywota, todas acabadas, limpias y plantadas, la tierra marrón-rojizo asomaba entre las hojas verdes de los taros, la caña de azúcar y las bananas, que ya habían echado raíces y comenzaban a crecer. El verdor de la vegetación nueva y el marrón del suelo resultaban hermosos contra el fondo de la cerca reluciente que, con su madera nueva, parecía hecha de barras doradas. Luego recorrimos las otras parcelas, algunas ya limpias y subdivididas, otras a medio realizar la koumwala y otras llenas de maleza sin cortar, de kapopu, como la llaman los indígenas. Pero incluso en estas últimas, exactamente en el vértice de la esquina mágica, donde por lo menos se había segado un poco de maleza y se habían celebrado todas las ceremonias anteriores, Bagido’u clavó una vara fina.17 Después de regresar a la aldea, suele anunciar en pocas palabras que todas las parcelas están sometidas a tabú y que ha llegado el mo­ mento de empezar a recoger los lapu. Sigamos a los hombres que salen del poblado en todas direcciones, por lo general en pequeños grupos de tres, cuatro o cinco. Los más perezosos, más débiles o menos im­ portantes se limitan a adentrarse un poco en zona más próxima de selva no cortada y seleccionan lo mejor que pueden los renuevos más

robustos, que cortan y llevan al poblado. Pero muchos hombres, sobre todo los propietarios de las leywota y los que se enorgullecen de sus huertos, los verdaderos tokwaybagula, se enfrentan con una tarea mucho más ardua. Cruzan la llanura, trepan a los acantilados de co­ ral y registran la jungla en busca de árboles adecuados. Encontrarlos lleva algún tiempo, como bien sé por experiencia personal. El rayboag está cubierto de jungla alta, con grandes bananos, palo hacha, man­ gos, manzanos malayos y pandanos, muchas veces intrincados y ro­ deados de lianas; pero no abundan mucho los árboles rectos, ligeros y fáciles de cortar. Después de encontrar un árbol de este tipo, es necesario cortarlo, podarlo y transportarlo al poblado. El lapu medio mide de tres a cinco metros, pero los he visto de hasta seis e incluso de algo más. La tarea más difícil es transportarlos. Al observar a los hombres resollando bajo el peso de un lapu desmesuradamente grande, descansando para luego reanudar otra vez el trabajo —a veces se ven obligados a esconder el tronco entre la maleza para volver al poblado a comer o pasar la noche— , se comprende el gran valor que conceden estos indígenas al elemento estético, a la magia y a la fama competitiva. Todo esto dura de tres a cinco días. Cuando se ha obtenido lapus (postes rectos) suficientes para decorar los huertos con los prismas mágicos (kam ko­ kola), para los soportes de los ñames (kavatam ) y para los triángulos laterales ( karivisi), comienza la ceremonia propiamente dicha. Una tarde Bagido’u vuelve a arengar a los habitantes de la aldea. Les dice que se han traído postes suficientes; les sermonea un poco, recordándoles que los lapu buenos y fuertes hacen buenos huertos y anuncia que, a la mañana siguiente, comenzará la magia y que sigue en vigor el tabú sobre toda clase de trabajos. En Omarakana, como en la mayor parte de las comunidades, la ceremonia dura exactamente tres días. El primero de ellos se dedica a los preparativos y a la magia pre­ liminar. Lo que en realidad tiene lugar es casi una réplica de la magia que precede al primer rito del huerto en sí. Bagido’u también sale por la mañana en busca de los trece ingredientes mágicos, que se macha­ can y despedazan para formar la mezcla tipo de la magia de los huertos de Omarakana. Se envuelve un poco de esta mezcla en torno al borde cortante de las cuchillas de dos o tres hachas, según se ha descrito en el capítulo II, sección 4. Estas se colocan entre dos esteras, junto con el resto de la mezcla, y el towosi las encanta en su choza con la misma fórmula utilizada en la primera ceremonia inaugural (conjuro vatuvi, F. M. 2). Al día siguiente tiene lugar la erección ceremonial de los prismas mágicos, las kamkokola. Por regla general este acto no va acompañado de ninguna gran festividad y sólo unas pocas personas toman parte en él; de hecho, a excepción de uno o dos detalles, a un observador accidental no le seria fácil deducir que se está llevando a cabo algo más que una actividad puramente técnica. He visto erigir la kam kokola en Omarakana y en otros poblados,

y los procedimientos son casi idénticos. La primera vez que vi hacerlo en Omarakana, Bagido’u, el mago principal, no pudo estar presente; hallándose débil y cansado como de costumbre, reservaba sus fuerzas para el día siguiente. Así que el rito fue celebrado por sus hermanos, Towese’i y Mitakata, junto con otros tres hombres. Al seguir los pro­ cedimientos técnicos conviene tener presente el escenario mágico, el aspecto estructural y lo que podríamos llamar sociología del acto. La erección de la pesada y engorrosa estructura y todo el trabajo relacionado con ésta es tarea que debe realizar el mago principal en persona o aquéllos directamente delegados por él, en este caso sus her­ manos y acólitos, Towese’i y Mitakata. Estos dos deben cavar un agujero profundo, de unos 75 centímetros a 1 metro de profundidad; para ello utilizan un palo de cavar, sacando la tierra con las manos. Luego con la mezcla mágica encantada la tarde anterior se frota el lapu vertical -—el poste que pasa a llamarse kamkokola. en cuanto está levantado— . Durante la frotación no se recita ningún conjuro. Luego se pone en el agujero una parte de la mezcla, se coloca el poste le­ vantándolo y clavándolo en su sitio, y por último se aprieta la tierra alrededor y se apisona con los pies. Luego se colocan otros dos lapu, por regla general más ligeros, aunque no más cortos, formando un ángulo recto, apoyando un extremo sobre la horquilla del lapu verti­ cal y el otro en el suelo. Desde cualquier ángulo que se mire la kam ­ kokola, siempre se ven uno o dos triángulos; en conjunto la estruc­ tura forma un prisma del que sobresale el extremo del poste principal. La palabra kam kokola, que en su sentido más amplio hace referencia a toda la estructura, se usa más en particular para designar al poste vertical, en tanto que los palos oblicuos se denominan kaybaba. Esta fue toda la ceremonia, pero tenía que recorrer todas las ba­ leko y erigir en cada una de ellas, una kam kokola en la esquina má­ gica. Así que, como puede apreciarse el oficio de mago no es ninguna sinecura ni siquiera por lo que respecta a los trabajos puramente manuales. El propietario construye los otros tres prismas de cada ba­ leko. También recae sobre él la tarea de construir los karivisi, o trián­ gulos decorativos que flanquean la baleko. Los karivisi también consisten en varios postes plantados en verti­ cal con uno, dos o tres palos oblicuos, kaybaba, que se apoyan alre­ dedor de ellos. Esta estructura no desempeña ningún papel mágico, pero cumple una función estética y sirve de soporte a los ñames. Es importante reseñar que el kaybaba de un karivisi se une a un tula en el punto en que se apoya en el suelo. El kaybaba de una kam ko­ kola muchas veces también se une a uno de los tula de los límites de la baleko. A su vez, este tula está relacionado con el kaybaba de un karivisi vecino; y así sucesivamente. Los tula que atraviesan las baleko terminan todos en uno de los kaybaba que se levantan hacia el kari­ visi. De esta forma, todo el sistema de tula, karivisi y kam kokola está interconectado; dividen la baleko en porciones de menor tamaño y la circundan de una estructura mágica completa. Cada uno de los com­ ponentes verticales de este sistema sirve de soporte a un sarmiento;

el segmento vertical de la kam kokola misma sostiene el tubérculo que se siembra de forma ceremonial durante la ceremonia de la bisikola. Así, en poco rato, se dota al huerto de una tercera dimensión, la vertical. Lo que pocos días antes daba la impresión de ser un trozo de tierra llana desnuda, aparece envuelto ahora en un reluciente en­ tramado fuerte y suave, pues casi invariablemente se descortezan los lapu. El interés estético que esto despierta en los indígenas se mani­ fiesta en-el cuidado con que realizan su trabajo, en su orgullo por el logro y en los comentarios del towosi. Yo sentía, como si ellos mismos lo estuvieran sintiendo, que habían reforzado el huerto con un muro mágico cuyas piedras angulares eran las kamkokola. Mi fraseología e incluso mi «empatia» pueden ser puramente subjetivas, pero la actitud de los indígenas respecto a este aspecto de la agricultura consiste, en cualquier caso, en una interesante mezcla de lo práctico con lo mágico. Poseen una noción empírica de la importancia de los altos postes ver­ ticales; pero el hecho de que cuanto más alto y más frondoso sea el sarmiento del taytu, más abundante será su desarrollo subterráneo, engendra en ellos un amor estético por la altura y la fuerza, que se manifiesta en una cuidadosa selección de los postes. Por último, no me cabe duda de que esta apreciación estética se fusiona con el sen­ timiento místico de que la altura y la fuerza del sistema vertical, y sobre todo de las kam kokola, tiene un efecto estimulante sobre las plantas nuevas. Volvamos de esta digresión casi teórica al postrer acto mágico de la kam kokola, que tiene lugar el último día, es decir el tercero de la serie. Ese día, pese a sentirse enfermo, Bagido’u acudió al huerto acom­ pañado de sus acólitos, Towese’i y Mitakata, y otros cuantos hombres. Ellos le llevaron las hachas encantadas y varias cestas llenas de hierbas mágicas que habían recogido por la mañana temprano. Esta vez la mezcla consistía en hojas de dos plantas: yayu (casuarina), que se uti­ liza por su rico follaje y profundo color verde, que debe transmitirse a los taytu; y youlumwala, una planta de la selva con grandes tu­ bérculos, que se utiliza para que el taytu produzca raíces comestibles de similar tamaño. Llegado al leywota, Bagido’u tiene que ponerse en cuclillas cerca de la kamkokola. Pone en el suelo sendos atados de hojas de los dos tipos y pronuncia un conjuro sobre ellos. Vuelto hacia la kamkokola, de espaldas a la selva exterior, en voz baja, dejando que su aliento se extienda libremente hacia el huerto, recita un conjuro mágico. Dos días atrás pronunció un encantamiento en su casa, condensándolo sobre las substancias preparadas y apresándolo entre dos esteras. Pero esta vez deja que su voz y la virtud mágica que contiene se extiendan sobre los campos y penetren en el suelo. Esta es una característica de todos los conjuros que se entonan en el campo, como los que tienen lugar en el ritual gabu, ya descrito y los que encontraremos en la magia del crecimiento que viene a continuación. Este es el conjuro que Bagido’u entona sobre las «hojas de recubrimiento», como se denomina la mezcla de yayu y youlumwala:

I.

II.

IH.

«Aferrándose, aferrándose a mi huerto, Arraigando hondo, arraigando hondo en mi huerto, Aferrándose en el nombre de Tudava, Arraigando hondo en el nombre de Malita, Tudava trepará, se sentará en la plataforma elevada. ¿Qué golpearé yo? Golpearé el cimiento firmemente aferrado de mi taytu. Estará aferrado. «i Estará aferrado, estará aferrado 1 Mi tierra está aferrada, Mi kamkokola, mi prisma mágico, estará aferrada. Mi kavatam, mi fuerte poste de ñame, estará aferrado, Mi kaysalu, mi poste ramificado, estará aferrado, Mi kamtuya, mi tronco salvado de la siega, estará aferrado, Mi kaybudi, mi palo de podar que se apoya contra el poste verde [de los ñames, estará aferrado, Mi kaymutatala, mi kamkokola no encantada, estará aferrada, Mi tula, mi palo de dividir, estará aferrado, Mi yeye’i, mi pequeño soporte esbelto, estará aferrado, Mi tukulumwala, m i línea de límite, estará aferrada, Mi karivisi, m i triángulo del límite, estará aferrado, Mi tamkwaluma, mi ligero poste de los ñames, estará aferrado, Mi kayluvalova, mi palo de prohibir, estará aferrado, Mi kayvaliluwa, m i gran poste de los ñames, estará aferrado. «Está aferrado, m i huerto está aferrado, Mi huerto es como una piedra inamovible. Mi huerto es como un lecho de rocas. Mi huerto es una piedra de profundas raíces. Mi huerto está anclado, está anclado seguro, Tudududu . . . El presagio mágico de mi huerto retumba por el noreste.»

El presagio mágico (kariyala) que se menciona al final de este conjuro se refiere al acontecimiento o la convulsión natural que, según la creencia indígena, es una consecuencia de la magia. Por regla ge­ neral es el relámpago y el trueno, a veces un viento violento o un ligero temblor de tierra. Hablando en términos generales, cada tipo de magia tiene el mismo kariyala para todos sus ritos. Así, el trueno y el relámpago acompañan a todos los actos de la magia de los huertos. Considerando que la magia se inicia aproximadamente en el momento del cambio de estación de los alisios a los monzones, y que la mayor parte de las ceremonias tienen lugar durante la primera parte de la estación de los monzones, cuando hay truenos y relámpagos todos los días, no es difícil dar una explicación del milagro. Los indígenas ex­ plican cualquier ausencia ocasional del presagio mágico diciendo que en esa ocasión no se celebró la magia de forma adecuada. Una o dos veces me dijeron que el trueno y el relámpago habían tenido lugar, sólo que a mucha distancia, o también que se habían producido a medianoche cuando todo el mundo dormía. Después de haber recitado este conjuro sobre las «hojas de recu­ brimiento» (kavapatu), Bagido’u las introduce en el suelo, exactamente

contra el poste de la kamkokola. Luego se levanta, coge el hacha, en­ cantada la tarde anterior con el conjuro vatuvi, que lleva al hombro y golpea el poste con las palabras: F ó rm ula

II

«Nuestra kamkokola, de nosotros, los magos de los huertos. Es fuerte y resistente. Nuestro kaybaba, de nosotros, los jefes...»

El rito debe celebrarse en cada parcela, pero sólo en las cuatro o seis parcelas modelo, las leywota, es preciso que lo haga en el mago en persona. Con esto acaba la ceremonia de la kam kokola, uno de los actos mágicos más importantes de la horticultura y, desde luego, el más misterioso y peor definido. Como anteriormente he mencionado, la función mágica más evidente de este rito parece ser inaugurar la erección de los soportes de los sarmientos. La misma kam kokola es un soporte de este tipo, está relacionada con el sistema de tula y de k a ­ rivisi que, más adelante, sirven como tutores para que trepen los sar­ mientos de los taytu. De hecho, la kam kokola es el primer gran poste vertical que se introduce en el huerto, aunque se consiguen otros postes verticales con los residuos de la jungla que se corta. También es un remate, por así decirlo, de los trabajos superficiales de los huer­ tos; es el último toque decorativo que se da a la esquina mágica y, completa artísticamente el sistema de tula. Por otro lado, la siembra comunal sólo se realiza después de la kam kokola y, como ya he señalado, menos en algunas aldeas, no puede plantarse el taytu antes de la kamkokola, o eso me dijeron mis com­ petentes informantes. En mis notas también se cita la siguiente ex­ plicación. «La gran kam kokola hará que el taytu crezca alto y sea fuerte. Sin kam kokola no podemos sembrar taytu.»18 También se me dijo que cuando la kam kokola está mal, todo el huerto estará mal. Varios informadores me aseguraron que la kam ­ kokola ahuyenta a los cerdos salvajes y que hace más fuerte el cer­ cado. «Cuando no se levanta la kam kokola en el huerto, los cerdos salvajes vienen, destruyen todos los frutos.»19 Inmediatamente después de la ceremonia de la kam kokola, tiene lugar un pequeño rito denominado vakalova. Creo que se celebra uno o dos días después de golpear la kamkokola, pero no puedo decirlo con certeza dado que nunca lo presencié. Se mezclan algunas kotila, una planta que crece en el rayboag, con tierra de nido de gallina sal­ vaje, ge’u, se hace un pequeño montón en la esquina mágica y se quema allí. La mezcla ha sido encantada con el siguiente conjuro: F ó rm ula

12

«Oh taytu nahugwa, O h taytu nakoya, Oh planta teyo’u., Hierve en el vientre de mi huerto, Sigue hirviendo en la esquina de mi huerto.»

Este rito se realiza específicamente con objeto de evitar que entren en el huerto las leria (las plagas). Es un acto de exorcismo y de fu­ migación. Quizá lo mejor fuera considerar que la ceremonia de la kamkokola, como un hito en el trabajo de los huertos, señala el punto en que termina la mayor parte de las actividades preparatorias. Las vallas están acabadas, la red de palos tendida sobre el terreno, la siembra preliminar concluida; se ha inaugurado la verdadera siembra que pronto estará terminada, con lo cual se iniciará el crecimiento de los huertos. Por tanto, la kam kokola puede considerarse como la ceremonia que completa todas las actividades preparatorias e inaugura el verdadero crecimiento y desarrollo de los huertos.

5. L a

s ie m b ra d e l t a y t u

La actividad que los indígenas denominan sopu y que no dura sino unos pocos minutos para cada planta individual, incluye todo el complejo proceso de la siembra: en un abrir y cerrar de ojos, el in­ dígena rompe el suelo, ablanda la tierra, siembra el taytu y lo cubre, y hace un pequeño promontorio de tierra encima. Pese al gran desa­ rrollo de la agricultura en las Trobriand, pese a la relativa eficacia del trabajo agrícola y pese a la cantidad de tiempo y esfuerzo que se le dedica, este acto central de la siembra es llamativamente simple. Las herramientas que se utilizan son en extremo primitivas; ya han sido enumeradas (cap. I, sec. 4): el palo de cavar (daym a), el hacha (kem a), la azuela (ligogu) y la mano. El palo varía de tamaño según la persona que lo utiliza. Un hom­ bre fuerte usa un poste pesado y robusto, de 1,60 a 2 m de longitud. Una mujer, por regla general, se contentará con un dayma fino no mayor de 1,50 m; y un niño utilizará un palo corto. El dayma siem­ pre es puntiagudo por uno de los extremos y, caso de que se rompa la punta, vuelve a afilarse fácilmente. Actualmente, el hacha (kem a) puede ser un tomahawk comercial de tipo normal. En los viejos tiempos hubiera sido un kema ligero, es decir, un hacha con la hoja situada en el plano del golpe. El kem a se utiliza para cortar las raíces que se encuentran en la tierra. La azuela, ligogu, con la cuchilla transversal al plano del golpe, se uti­ liza para afilar el palo de cavar, dayma. Con las modernas herramien­ tas de acero ahora asequibles, tanto el hacha como la azuela se reem­ plazan a veces por un gran cuchillo comercial, como el que puede verse tirado en el suelo en el primer plano de la lámina 43. Para afi­ lar el palo de cavar, algo imposible con la antigua cuchilla de piedra puede utilizarse el hacha comercial, en lugar de la azuela. Por tanto, en la actualidad, el equipo del agricultor varía y puede haberse sim­ plificado un poco. Día tras día, durante un par de años, he visto a la gente salir hacia los huertos para la siembra y muchas veces he examinado las

herramientas que llevaban consigo. Entre éstas siempre había un ins­ trumento cortante o dos, pero el dayma no se llevaba nunca de la aldea al huerto. Se empleaba cualquier palo ligero, fuerte y recto ha­ llado por el campo, que una vez usado se dejaría en el huerto, por­ que no sería difícil hacerse otro en caso de robo o pérdida. De modo que la principal herramienta de estos eficaces y entusiastas agriculto­ res ni siquiera ha alcanzado el rango de una posesión permanente. Puede recogerse en cualquier parte y no tiene valor suficiente para guardarla de un día para otro.1*1 Cuando el horticultor procede a la siembra, debe buscar ante todo un trozo de terreno apropiado. Como se dijo más arriba, en cada par­ cela existen trozos más o menos fértiles, puesto que el terreno consiste en un estrato de diverso espesor sobre una plataforma de coral. Luego el hombre coge el dayma con ambas manos y, empinándose, rompe el mantillo con unos cuantos golpes hasta una profundidad de medio metro en un radío de 25 a 30 centímetros. Si en la parcela hay pie­ dras de cierto tamaño, el dayma choca contra ellas. Se sacan, utili­ zando el dayma como palanca, y se colocan en un tuwaga (montón de piedras) o se tiran a un tukulumwala (límite). Luego el hombre se pone en cuclillas, con la mano derecha coge el dayma cerca de la punta y va desmenuzando los terrones de tierra dura. Después, con la mano izquierda, palpa la tierra, y al mismo tiempo la remueve con la punta del dayma, rompiendo los terrones y ayudando a la mano a buscar las piedras pequeñas, las raíces y los trozos de materia vegetal no desmenuzados. Quizá sea ésta la opera­ ción más difícil de toda la agricultura, y resulta asombrosa la rapidez con que los indígenas machacan y limpian completamente un agujero para la siembra. La mano del maestro agricultor parece atravesar la tierra suelta con un movimiento veloz y acariciante, sacando rápida­ mente las piedras y los trozos de raíces, empujando contra el dayma los terrones no desmenuzados para machacarlos. La tierra se va amon­ tonando en torno al agujero conforme va progresando el trabajo. Hice varios intentos de sembrar un taytu. Me habían explicado cuidadosamente la «teoría», con demostraciones prácticas; pero me re­ sultó verdaderamente difícil coordinar los movimientos del dayma con los de mis dedos, y siempre tuve miedo de clavarme la aguda punta en la mano. De modo que la velocidad de los indígenas se ganó mi más completa admiración. Otra dificultad de esta etapa es la extracción de las pequeñas raíces. Es preciso desenmarañarlas y dejarlas al descubierto para cortarlas luego con el hacha. Cortar objetos que están medio enterrados sin romper la hoja contra las piedras no es tarea fácil ni mucho menos, sobre todo si tiene que hacerse estando en cuclillas. Una vez preparado el suelo, se coloca un taytu entero en posición horizontal en el agujero. No se siembra muy profundo, de forma que queda mucha tierra suelta por debajo. El taytu de simiente es un tu­ bérculo pequeño, pero sano. Se denomina yagogu y goza de un trata­ miento especial, tanto durante la cosecha como en el almacén, aunque

no se le concede un lugar de honor. Como se mencionó en el capítulo anterior, existe una magia privada para hacer bueno el yagogu, que por regla general se recita en el campo, justo antes de la siembra. Los hombres se encargan, con mucho, de la mayor parte del tra­ bajo de la siembra, y cuando ésta se realiza mediante trabajo comu­ nal — al que en esta etapa de la agricultura se recurre con mucha frecuencia— sólo los hombres pueden participar en el mismo (véase capítulo IV, sec. 5). La siembra comunal se anima mediante desafíos competitivos y tiene considerable atracción para los trabajadores. Tam­ bién existen gritos melódicos peculiares de la siembra. El más típico, el grito «kabwaku», se escucha tanto cuando el trabajo se hace de forma comunal como cuando se realiza individualmente, mientras que otras cantinelas más elaboradas se cantan sólo cuando se lleva a cabo de forma comunitaria. Ya hemos mencionado un grito que se emite durante la takaywa (poda de la maleza). Los gritos de la siembra son diferentes y encontraremos otros gritos en la recolección. Los indí­ genas distinguen entre canciones propiamente dichas —es decir, las canciones de las danzas, que denominan wosi, un término que signi­ fica indiscriminadamente danza y canción— y todos los demás gritos melódicos, que no tienen nombre genérico que los designe. Las melo­ días de la siembra se describen simplemente como tadodo'usi taytu: «llamamos a los taytu». La más importante es el grito kabwaku: «Kabwaku E-E-E-E-E-E! Ula’i taytu wahoya Wawawawawawa [...]»

El kabwaku es un pájaro de trino extremadamente melodioso y, en el primer verso de la fórmula, los indígenas lo imitan exactamente en un recorrido descendente de la vocal E entonado en un falsete chillón. El grito «kabwaku E [...]» se oye desde lejos mientras están sembrando, y algunos indígenas saben imitar tan maravillosamente a este pájaro que muchas veces yo me preguntaba si lo que escuchaba era arte o era naturaleza. El resto de la fórmula «ula’i taytu wakoya» significa: «Tú taytu, brota en las montañas (de las islas d’Entrecasteaux)». Son famosos los ñames de ciertos distritos de la koya (cap. I, sección 7, el mito sobre la canoa volcada), pero cuando un trobriand habla de los frutos de la koya, generalmente se refiere al Koyatabu, la alta y esbelta montaña de la isla de Fergusson, cuyas bien regadas laderas, al parecer, son verdaderamente muy fértiles. Los indígenas afirman que en esta fórmula no hay megwa (magia): sin embargo es indudable que tiene un «aspecto» mágico y en la siem­ bra no es sólo que se permita en cierta medida, es que se considera indispensable para que prosperen los tubérculos sembrados. «Hace que el taytu crezca bien». Además, estos gritos son tabú antes del inicio de la siembra y no pueden recitarse en el curso de ninguna otra ac­ tividad. Cuando la siembra se realiza de forma comunal, los hombres re­

citan una especie de canto antifónico una vez se ha terminado el tra­ bajo: un hombre canta él solo y los otros responden a coro. Esto se hace, como ellos dicen, para que «los otros de la aldea sepan que el trabajo está terminado». He aquí el texto: Solo

«¡ Kalupegovaya!» « Tapuropuro, tavayavayo, Tabesabeyso; ya, beyso, ya.» «Nuwam, poro buyo; buyo, ya.» «Taytu. gayewo.»

Coro

«Yohohohoho» «Yohohohoho» «Yohohohoho » « Yohohohoho »

No soy capaz de traducir las palabras. Parece como si pertenecieran aalgún otro lenguaje, quizás a un dialecto del archipiélagod’Entrecasteaux, excepto taytu gayewo, que significa «taytu (blancocomo) los pétalos de las flores de pandano». Cuando se ejecuta de la forma apropiada, las últimas vocales de cada palabra se modifican en una larga O y la respuesta coral suena como el relincho de una tropilla de caballos. Otra fórmula de este tipo es la siguiente: Solo : Coro:

«Tamtala kwanada sapusi otuwaga; tapuropuro, tavayavayo, tabesabeso, [beso, ya.» «Yohohohoho .»

La primera parte de esta fórmula significa: «Un kwanada (espe­ cie de ñame) ha sido plantado en un tuwaga (montón de piedras)». El resto es idéntico a la fórmula anterior. Otra fórmula es algo obscena: Solo : Coro: Solo : Coro:

«Kwaywa’u kibariri Bogina'i.» «Yohohohoho.» «Mitaga kwaybogwa buluboíela wim Bomigawaga owokulu.» «Yohohohoho.»

Lo que en traducción libre significa: «Bogina’i (nombre de una mujer de la que no se sabe ninguna otra cosa) ha sido desflorada recientemente»; a continuación la siguiente estancia replica: «Pero tu vulva, Bomigawaga (un personaje femenino igualmente obscuro), allá en la esquina de la valla, hace mucho tiempo que tiene una abertura considerable». La obscena alusión de este conjuro está relacionada con la siembra; cuanto más profundamente se cave el suelo en el lugar destinado a la siembra y cuanto más a fondo se trabaje, mejor cre­ cerá el taytu. De ahí el paralelo Con el acto sexual. Esta fue la inter­ pretación que me dieron mis informantes indígenas. Así, aunque los indígenas no consideran estos cantos (vinavina) como megwa —ma­ gia en el sentido estricto de la palabra— existe una conexión entre lo que juzgan bueno para los campos y el texto de la fórmula. Como la siembra de las leywota se hace generalmente mediante trabajo comunal, estas parcelas pronto quedan terminadas, pero debe

transcurrir bastante tiempo hasta que todas estén preparadas. Este trabajo tiene lugar en las lunas de Yavatakulu y Toliyavata (cf. tabla del cómputo del tiempo, fig. 3). El gabu normalmente tiene lugar en algún momento hacia el final del Milamala. Luego sigue un inter­ valo de una luna aproximadamente dedicado a la koumwala (limpie­ za y siembra preliminar) y, luego, al principio de la Yavatakulu, se inaugura la siembra principal con la ceremonia de la kamkokola.

1 Véase también la nota 9 del Apéndice II, sección 4. 2 Cf. nota 2 de la página 129. 3 Compárese, por la luz que el análisislingüístico arroja sobreesta palabra, con el Vol. 2, Quinta parte, div. VII, § 26. 4 Cf. nota 8 del Apéndice II, sección 4. 5 Cf. nota 2 de la página 129. 6 Esta sugerencia es de mi amigo el doctor Obrebski, quien, en base a su extenso conocimiento sobre los hechizos mágicos eslavos, me dijo que tales expresiones son características de nuestra propia magia, de los polacos y los eslavos, y tienen allí la función que el texto atribuye al conjuro trobriand. Cf. también La Rama Dorada, de Frazer. 7 El comentario lingüístico de este texto ofrece una información adicional de interés etnográfico. 8 Véase nota 10 del Apéndice II, sección 4. 9 Cf. Vol. 2, Quinta parte, div. VI, §§ 15 y 2 9 ; y Vida sexual de lossalvajes, páginas 383 y 415. 10 Véase también nota 11 del Apéndice II, sección 4, 11 Cf. ed. inglesa, pág. 80, fig. 25 en primer plano. 12 Cf. nota 2 de la página 129. 13 Véase también la nota 12 del Apéndice II, sección 4. 14 Cf. también la nota 13 del Apéndice II, sección 4. 15 Véase también la nota 14 del Apéndice II, sección 4. 16 Cf. nota 2 de la página 129. 17 Véase también la nota 15 del Apéndice II, sección 4. 18 Cf. nota 2 de la página 129. 19 Por las investigaciones realizadas sobre la eficacia de las antiguas herramientas de piedra, estoy completamente convencido de que antes de que se conocieran las hachas y las azuelas de acero, los dayma eran una propiedad tan efímera como lo son en la actualidad.

Los huertos de Omarakana: la magia del crecimiento

Entramos ahora en una fase completamente nueva del trabajo de los huertos y comenzamos un nuevo ciclo de la magia de los huertos. El agricultor ya ha hecho casi todo lo que está al alcance de sus fuerzas. Ha podado la selva y ha limpiado la tierra de basuras y hierbajos; ha preparado el suelo con cenizas, lo ha removido y ablandado; ha adornado la superficie del huerto con una superestructura de figu­ ras geométricas y los cuatro prismas de las esquinas, lo ha cercado y ahora constituye una unidad cerrada. Dentro de este cercado, sólo las leywota, las parcelas modelo, están completamente acabadas con seguridad en la fecha señalada; otros muchos huertos llevan retraso, algunos mucho, pero por la convención mágica a que he aludido va­ rias veces, ello no entorpece la progresión ritual y ceremonial de los acontecimientos. 1.

E

l m o m en to d ec isiv o e n

e l tr a b a jo de

los h u e r t o s

Ahora la mayor parte del trabajo restante corresponde a la natu­ raleza. Los frutos tienen que brotar, crecer, echar nuevas raíces y tu­ bérculos, desarrollar su follaje y, por último, madurar. Durante este crecimiento natural, la atención de los indígenas se concentra en la planta del taytu. Verdad es que encontraremos referencias al taro y al kuvi (ñames grandes) en una o dos de las fórmulas que siguen a con­ tinuación, pero el taytu será el principal objeto de su empeño mágico. Es su fruto básico; requiere más cuidados y es más susceptible al añu­ blo y los agentes destructores. Sobre el taytu se celebra la magia del crecimiento; es el follaje del taytu el que los llena de mayor gozo. Cuanto más rico sea el follaje, mayores serán los tubérculos que ob­ tendremos en la cosecha, dicen. Las guirnaldas de sarmientos de taytu deben ser de color verde obscuro, las hojas deben ser exuberantes y no deben tener añublo. Acomodar este follaje sobre los tutores, tarea que ejecutan los hombres, tal vez sea el trabajo práctico más difícil que queda por hacer.

Para empezar, como sabemos, disponen de cierto número de sopor­ tes denominados kamtuya, formados por vástagos que se han dejado enraizados tras la poda, para que trepe el taytu. Cuando brotan los nuevos ñames, clavan en el suelo las varas finas llamadas kaygum o, si son muy finas, yeye’i, alrededor de las cuales se enroscarán los nuevos tallos; o si hay árboles vecinos de tamaño adecuado que no han sido podados, apoyan sobre ellos unos pequeños palos denomina­ dos kaybudi para que sirvan como primeros soportes, a partir de los cuales los sarmientos podrán trepar a los grandes árboles. No obstante, cuando el sarmiento se ha desarrollado, debe colocarse en un verda­ dero kavatam, un poste que, en su forma mayor, se denomina kayvaliluwa, es decir, a menos que haya un árbol, kaysalu, por cuyas ramas pueda trepar el taytu. Entre mis notas, encuentro la siguiente explicación indígena que señala las funciones de la principal categoría de soportes (Vol. 2, textos 31 y 32, Quinta parte, div. VI, §§ 42 y 44): «Los soportes kamtuya están ya allí desde la poda; luego se planta el taytu y trepa por éstos. Plantamos taytu donde no hay kamtuya; en­ tonces cortamos un pequeño árbol llamado kaygum, hacemos que el taytu se enrede a su alrededor. Más adelante cortamos un árbol gran­ de llamado kavatam; lo colocamos y hacemos que el taytu se enrede a su alrededor.» «El sarmiento trepa primero por los palos pequeños, los kaygum. Luego colocamos el verdadero poste de los ñames, kava­ tam, y el taytu trepa por el poste de los ñames.» El verdadero tra­ bajo de colocación consiste en prestar atención a todos los sarmientos, retorcer los zarcillos alrededor de los postes cuando son lo bastante largos y mantenerlos en su sitio con un trozo de soga. He expuesto aquí estos detalles, lingüísticos y descriptivos, con objeto de mostrar, por un lado, cuán desarrollado está el interés de los indígenas por los aspectos técnicos de esta fase del trabajo agrí­ cola, contando incluso con el vocabulario adecuado; y por otra parte, para dar una idea del trabajo que todavía queda por hacer.1 Los hombres también tienen que proteger los huertos de las pla­ gas, reparar la valla, colocar sonajas y espantajos, y destruir los esca­ rabajos y otros insectos. Por lo que he podido averiguar, no se conoce ninguna clase de medio químico para combatir las plagas voladoras, ni siquiera el humo. A los hombres les queda otra tarea. Cuando las raíces se abren en tubérculos —un proceso que se describe mediante la palabra puri, que significa romperse en una multitud de cosas, entrar en erupción, formar racimos— es necesario entresacarlas y arrancar los tubérculos superfluos algún tiempo antes de la verdadera cosecha, a fin de permitir el desarrollo de los mejores. Una vez han madurado los frutos viene la recolección, y ésta se complica ya que los distintos frutos tienen que extraerse sucesivamente, primero los taros, después los kuvi (ñames grandes), y, en último lugar, el taytu, los pequeños ñames básicos. Cada cosecha tiene su nombre particular, cada una cuenta con sus ceremonias y usos tradicionales específicos. Así, vemos que los agricultores se mantienen ocupados incluso des­

pués de finalizado el trabajo más duro con la siembra del taytu. Pero no están absorbidos por su trabajo como antes. En los distritos donde se emprenden largas expediciones ultramarinas, la mayor parle de los hombres pueden ausentarse durante semanas, dejando sólo algunos compañeros al cuidado de los huertos. En otras aldeas, esta es la época de las grandes expediciones pesqueras o de las festividades y los juegos competitivos (cf. tabla del Cómputo del Tiempo, págs. 72 y 73). Sin embargo aún falta mencionar una faceta del esfuerzo humano; se trata de la magia. En cierto sentido, el mago tiene que trabajar de firme. En una rápida sucesión de ritos, tiene que anticiparse a cada etapa del crecimiento de los huertos y estimular las distintas fases cruciales del desarrollo de las plantas, ayudando de este modo a la naturaleza, por medio de lo que puede describirse como un apar­ tado especial de la magia de los huertos, la magia del crecimiento. El mago «despierta al brote»; «levanta el tallo del suelo»; «arroja la cofia» del taytu; «hace las diversas ramas» del taytu; «cierra el dosel» del taytu. Luego vuelve a bajar a las raíces: «hace brotar la multitud de racimos», «empuja a los tubérculos de taytu en la tierra».2 Así, siguiendo muy de cerca el desarrollo conocido de la planta, aviva su curso y suma el poder favorable de la magia al poder natural de la tierra. Pero, al lado de estos ritos de asistencia, celebra varios ritos inau­ gurales que poseen más bien el mismo carácter que los descritos en los capítulos precedentes. Existe una ceremonia inaugural para la escar­ da y otra para la extracción de los tubérculos sin madurar. Existe por lo menos una ceremonia inaugural que señala el cambio de los pe­ queños kavatam (postes de los ñames) por los grandes y, por último, existen ritos inaugurales asociados con las distintas cosechas.

2. L a

m ag ia d e l c r e c i m i e n t o : e s tím u lo p a r a l o s t a l l o s Y LAS HOJAS

Vamos a concentrarnos ahora en lo que sucede en el subsuelo, don­ de el tubérculo de taytu vuelve de nuevo a la vida para iniciar el nuevo ciclo. Deberemos observar este progreso a través de los ojos de los indígenas; pues, por una parte, no estoy lo suficientemente fami­ liarizado con la botánica de los frutos de las Trobriand para poder ofrecer datos objetivos y, por otra parte, porque el punto de vista in­ dígena es el que verdaderamente interesa aquí.3 Por tanto, reprodu­ ciré, de forma resumida, las explicaciones de mis informadores, las observaciones obtenidas bajo su guía y los resultados de muchas dis­ cusiones analíticas sobre los textos mágicos.4 En el diagrama (fig. 6) puede verse un dibujo indígena de lo que le sucede al yagogu, el ñame de simiente una vez sembrado. Siempre se coloca en la tierra de forma horizontal. El extremo obtuso y redon­ deado recibe el nombre de matala (ojo); el cuerpo del ñame, tapwala (tronco). La nueva planta comienza a brotar por el extremo matala.

El brote ( sobula) va ascendiendo gradualmente por el subsuelo y emerge (isakapu); luego, trepando por el soporte, crece el tronco prin­ cipal ( tamna) y se extienle en diversos tallos laterales ( yosila, kari sálala y yawila). El tronco subterráneo —que cuando sólo es un zar­ cillo se denomina sobula y, más tarde, cuando es joven y flexible, N IV EL

F ig . 6 .

DEL

S UE LO

C r e c i m i e n t o d e l t a y t u : el b r o t e d e l a n t i g u o

tu b é rc u lo

silisilata— ha crecido ahora hasta constituir una fuerte raíz principal, la gedena. De la gedena salen nuevas raíces, llamadas también sili­ silata, y a partir de éstas se forman los nuevos tubérculos ( bwanawa) (véase fig. 7). Ahora bien, los indígenas saben perfectamente que todos estos procesos están produciéndose de forma natural en el huerto, de modo muy parecido a como ocurren en las plantas silvestres de la selva; pero cuando tienen lugar en el huerto, se hace necesaria la participa­ ción del mago.5 He aquí una explicación de Towese’i, el hermano menor de Bagido’u (Vol. 2, texto 98, Quinta parte, div. XIÍ, § 44): «(i) Sembramos taytu, ya está colocado (en la tierra), (u) Luego oye la magia arriba; ya brota, (m ) Vamos al huerto, damos vueltas, recitamos la magia: (encantamos) todo el huerto, (iv) Sólo un día (tarda) el mago de los huertos va solo y encanta (v) Se queda (en­ tonces), reposa, al tercer día irá y recitará la magia, hará que los brotes salgan de la tierra, (vi) Da vueltas, recita la magia.» Esta explicación expresa, de forma concisa, el punto de vista in­ dígena sobre la magia del crecimiento. El mismo título del primer conjuro, el despertar del brote (vaguri sobula), o su otro nombre al­ ternativo, el abrirme paso del brote ( tavisi sobula), indican la fun­ ción mágica del conjuro y todas sus expresiones están en completa armonía con su finalidad. En el exordio (el u’ulá) de este conjuro, se repite constantemente la palabra «ábrete paso» (tavisi). La parte

F ig. 7.

Crecimiento del taytu: la nueva planta

principal (el tapwalá) contiene el estribillo mágico o palabra clave dadeda tavisima. D adeda es el nombre de una planta que, por desgracia, no puedo identificar botánicamente, aunque me la mostraron. Es una enredadera muy fuerte, de rico follaje, notable crecimiento y que se desarrolla fácilmente a partir de esquejes; también sigue creciendo por mucho que se la pode por arriba. Tal como me la describió un in­ dígena: «Dadeda es una planta de un crecimiento extraordinariamente notable ( kaysususine) ; la cortamos, ya ha brotado. La podamos y vuelve a brotar.» 6 Es muy interesante que, en la parte central del conjuro, el mago sólo invoque las clases más débiles de taytu, las que van brotando lentamente, han sido afectadas por alguna enfermedad, etcétera. Como me dijo uno de los informadores: «El taytu malo oye la magia, el taytu bueno también la oye; el taytu bueno sabe que el

malo crecerá con la magia, crece más deprisa para no sentirse aver­ gonzado».7 De esta forma, el principio de la competencia no sólo in­ terviene en las actividades humanas de las Trobriand, sino que tam­ bién se extiende al subsuelo, entre los frutos. Esta es la magia del vaguri sobula, el despertar del brote, vavisi o tavisi sobula, el abrirse paso del brote: F órm ula

I.

13

«Abrete paso, ábrete paso, ábrete paso, ábrete paso. Abrete paso de nuevo, ábrete paso, ábrete paso. Abrete paso como antes, ábrete paso, ábrete paso. Abrete paso por la tarde, ábrete paso, ábrete paso. Abrete paso al mediodía, ábrete paso, ábrete paso. Abrete paso al alba, ábrete paso, ábrete paso. Abrete paso por la m añana, ábrete paso, ábrete paso. Oh árbol dadeda que brotas una y otra vez.»

II.

«Oh árbol dadeda que brotas una y otra vez. Oh vieja piel, ábrete paso, oh árbol dadeda que brotas una y otra vez. Oh taytu imkwitala que brotas lentamente, ábrete paso, oh árbol dadeda [que brotas una y otra vez. Oh taytu katumyogila que brotas lentamente, ábrete paso, oh árbol dadeda [que brotas una y otra vez. Oh taytu taboula con el pedazo de tierra podrida encima, ábrete paso, [oh árbol dadeda que brotas una y otra vez. O h taytu podrido, ábrete paso, oh árbol dadeda que brotas una y otra vez. Oh taytu con añublo, ábrete paso, oh árbol dadeda que brotas una [y otra vez. Oh taytu tirimwamwa’u de pesado crecimiento, ábrete paso, oh árbol dadeda [que brotas una y otra vez.»

III.

«Tus tallos son tan rápidos como los ojos del kapapita, el pájaro veloz. Tus tallos son tan rápidos como las kababasi’a, las veloces hormigas negras. Tus tallos son tan rápidos como el ginausi, el objeto veloz. Brota, brota, brota, oh taytu.»

Paseando lentamente a través de los huertos, el mago se dirige a una baleko tras otra y recita este conjuro. Con voz fuerte, clara y resonante, recorre todo el huerto, dejando que las palabras de la virtud penetren en el suelo de cada parcela. Mientras el mago está ocupado en recitar este conjuro, y el si­ guiente, los agricultores preparan los pequeños soportes que luego de­ berán complementar los vástagos que se han dejado en pie después de la tala (kam tuya), de forma que a medida que los tallos vayan brotando cada uno se encuentre provisto de un soporte. Pero antes que nada es necesario propiciar el crecimiento de los jóvenes brotes. Para ello se recurre al conjuro katusakapu o vasakapu sobula, que literal­ mente significa «hacer salir los brotes», pudiéndose traducir sakapu casi exactamente por «emerger», «salir». Este conjuro es completa­ mente simétrico del anterior, correspondiéndose casi palabra por pa­ labra; salvo que «abrirse paso» se substituye por «salir» o «emerger». También aquí se invoca la misma planta, la dadeda, como símbolo afín. En una traducción libre, este encantamiento diría aproximadamente:

I.

«Sal, sal, sal, sal. Sal, sal de nuevo, sal, sal. Sal como antes, sal, sal. Sal por la tarde, sal, sai. Sal a mediodía, sal, sal. Sal al alba, sal, sal. Sal por la mañana, sal, sal. O h árbol dadeda que sales, sal del todo.»

II.

«O h árbol dadeda que sales, sal del todo. Oh vieja piel, sal, oh árbol dadeda que sales, sal del todo. Oh taytu imkw ítala que brotas lentamente, sal, oh árbol dadeda que sales, [sal del todo. Oh taytu katumyogíla que brotas lentamente, sal, oh árbol dadeda que sales, [sal del todo. Oh taytu taboulo con el pedazo de tierra podrida encima, sal, oh árbol [dadeda que sales, sal del todo. O h taytu podrido, sal, oh árbol dadeda que sales, sal del todo. Oh taytu con añublo, sal, oh árbol dadeda que sales, sal del todo. Oh taytu tirimwamwa’u de pesado crecimiento, sal, oh árbol dadeda [que sales, sal del todo.»

III.

«Tus tallos son tan rápidos como los ojos del kapapita, el pájaro veloz. Tus tallos son tan rápidos como las kababasi’a, las veloces hormigas negras. Tus tallos son tan rápidos como el g inausi, el objeto veloz. Brota, brota, brota, oh taytu.»

Este encantamiento también es «magia de la boca» sola, megwa wala o wadola (magia únicamente de la boca), es decir, un conjuro que no va acompañado de rito; y después de esto los nuevos tallos co­ mienzan a salir de la tierra y se enroscan en los soportes finos, los yeye’i, kamtuya y kaytusobula. En esta etapa es cuando la cizaña amenaza más a los frutos y las mujeres tienen que trabajar enérgi­ camente. Los hierbajos se arrancan simplemente con la mano o bien, si por negligencia se han dejado crecer demasiado, con un pequeño palo de cavar. En este momento, con las lluvias regulares y el pesado y sofocante calor, todo crece a una velocidad increíble en un suelo tan fértil, y el trabajo de la escarda no resulta fácil. Las mujeres suelen llevarlo a cabo en trabajo comunal, acompañándolo de los habituales desafíos competitivos, comidas en común y, sobre todo, chismorreos. Durante esta escarda comunal las mujeres gozan de pri­ vilegios especiales. Se supone que los hombres no pueden acercarse a ningún lugar próximo a donde se encuentre el grupo de mujeres que escardan y, en unas cuantas aldeas del sur de la isla, la costumbre del yausa permite que las mujeres se apoderen y abusen de cualquier hombre que se ponga a su alcance. Si el hombre es de su misma co­ munidad se limitarán a insultarlo de palabra; pero un extraño puede ser verdaderamente maltratado mediante prácticas sexuales degradantes.8 Los hombres también pueden ocuparse de la escarda, cuando se trata de solteros que cultivan sus propios huertos. Ningún oprobio cae sobre el varón que debe encargarse de su propia pwakova, aunque siempre que pueda hacerla una mujer, es trabajo de ella.

La escarda (pw ákova) o limpieza total (sapi), como también se la llama, se inaugura con un rito mágico muy simple, el ka.riyaye.li sapi. Consiste en un acto convencionalmente mímico de la escarda: el mago, con un dayma simbólico, rasca la tierra, arranca quizá de raíz unos cuantos hierbajos y pronuncia las siguientes palabras esparciéndolas por los huertos: F órm ula

15

«Barro, barro sin parar. Barro, barro sin parar. Corta tu punta, oh raíz de taro; raja tu hoja, oh taro. T u tronco se arquea. Oh taro de la clase kalakayguya; oh taro rojo como la sangre: oh taro de la clase [kalipadaka, oh taro de la clase namtamata.»

De forma bastante notable, el taro, que hemos visto ocupar un lugar muy prominente en algunos de los anteriores ritos inaugurales de la magia de los huertos de Omarakana, vuelve aquí a primer plano. No pude conseguir de mis informantes ninguna explicación al res­ pecto. Quizás el taro se vea afectado de forma más directa por los hierbajos, o tal vez este conjuro provenga de algún otro sistema de magia en el cual el taro tuviera mayor importancia que en la actual agricultura de Kiriwina. No dispongo de datos suficientes para responder a esta cuestión. La ceremonia de la escarda, con su breve conjuro y sencillo ritual, se celebra en cada parcela. Después puede llevarse a cabo la escarda en todos los huertos. Volvamos al ciclo de la magia del crecimiento, del que hasta ahora hemos descrito dos ceremonias. La tercera es un poco más elaborada. Incluye un pequeño rito preliminar e impone un tabú, mientras que el conjuro acompaña al rito principal. Este conjuro no se refiere a las raíces; se denomina kaydabala, o el extremo del tallo, es decir, que se refiere al follaje. «Produce muchas, muchas hojas», como lo expresan los indígenas. El conjuro también se denomina siribwobwa’u, por la planta de bambú que se invoca en las primeras frases. Aunque se entona sobre los huertos de taytu, en el texto, el kuvi, el ñame grande, figura de forma más destacada. Dado que los grandes ñames tienen un follaje especialmente exuberante, puede considerarse más como una magia por afinidad, que como una invocación directa encaminada a beneficiar a los ñames; pero esto es una mera suposición y, a mi modo de ver, sería igualmente posible que se tratase de un encantamiento de los kuvi introducido en la magia de los huertos de taytu por algún proceso histórico. Los indígenas, no dudan en decir que este rito se realiza tanto para el taytu como para el kuvi. Cuando los sarmientos han crecido y ya están echando hojas, el mago da una vuelta por los huertos y, en cada parcela, ata un poco de hierba lalang (gipware’i) alrededor de la kam kokola o de un ka­ vatam. A la mañana siguiente da otra vuelta y, de nuevo, recita un encantamiento en cada parcela, inmediatamente después de lo cual

coloca el palo principal kaydahata (un palito que se clava entre dos postes verticales, por regla general en algún lugar de la kam kokola o cerca de ella). Esta es la señal para que los hombres preparen los so­ portes grandes, los kayvaliluwa, que deben colocarse junto a los pe­ queños (kaytusobula), para sostén de los sarmientos en crecimiento. Por tanto, esta magia contiene un elemento inaugural, aunque sobre todo se trata de una magia del crecimiento, cuyo objeto es conseguir un exuberante desarrollo de las hojas. Este es el conjuro kaydabala: F órm ula

16

I.

«Oh bambú de muchas hojas, oh bambú, Oh manglar de muchas hojas, oh manglar, Oh taytu del promontorio, oh taytu del montículo. Levanta tu tronco, oh taytu. Haz que se extienda, haz que se ponga [horizontal.» II. «El ñame se levanta, el ñam e se levanta, el ñam e se levanta. El ñame se levanta y se hincha como el nido de la gallina salvaje. El ñame selevanta y se hincha como un hom o de tierra. El ñame se levanta y se hincha como el montículo que rodea a un árbol [arrancado. El ñame seconvierte en un hormiguero. El ñame se convierte en una cueva. El ñame seconvierte en una roca de coral. T u crecimiento es como el vuelo del loro verde, La perforación de tus raíces como el mordisqueo de las ratas, Tu riqueza como la riqueza de un ladrón.»

III. «Pues estos son mis ñames y mis parientes los comerán. Mi madre morirá de indigestión. Yo mismo moriré de hartazgo. El hombre que transporta los ñames jura por la violación de su madre. »Se queja: “ Los ñames doblan mi cabeza, aplastan mis hombros.” Gime: “Yakakakaka...”».

Las palabras del conjuro lo presentan como una magia de la fer­ tilidad en general. En parte, obviamente, es un estímulo al crecimiento y, en parte, una predicción optimista de la cosecha que se obtendrá. El conjuro siguiente tiene una finalidad muy parecida al anterior. Su objeto es «producir aún mayor abundancia de hojas». «Hace mu­ chas raíces subterráneas ( silisilata).■» «Donde crece una rama, ahora salen varias; donde había una raíz, salen muchas raíces» y así suce­ sivamente. Este encantamiento se pronuncia una vez colocados los grandes soportes, una semana o diez días después de la celebración anterior. No lleva asociado ningún rito; simplemente se canta sobre cada parcela. Este es el conjuro kaylavala dabana taytu (la producción del copete —-copa— del taytu): F ó rm ula

17

I. «¡Ciem piés aquí ahora, ciempiés aquí siempre! Ciempiés del promontorio de Kabulukwaywaya, lánzante, lánzate, lánzate a Kabulukwaywaya, lánzate hasta tan lejos como Dulata. Ciempiés de Dulata, lánzate, lánzate, lánzate a Dulata, lánzate y lánzate de vuelta a Kabulukwaywaya. Lánzate, ciempiés.»

II.

«El ciempiés se lanza, se lanza. T u cabeza, oh taytu, se lanza como el ciempiés se lanza. Tus hojas, oh taytu, se lanzan como el ciempiés se lanza. Tus horquillas, oh taytu, se lanzan como el ciempiés se lanza. Tus raíces accesorias, oh taytu, se lanzan como el ciempiés se lanza. T u raíz aérea, oh taytu, se lanza como el ciempiés se lanza.»

III.

«Espígate, oh copa de mi taytu, Acumula, oh copa de mi taytu. H az copete sobre copete de hojas, oh copa de mi taytu. Amontona, oh copa de m i taytu. Reúne, oh copa de mi taytu. Hazte grueso como la enredadera yokulukwala, oh copa de mi taytu.»

Este hermoso y claro conjuro toma al ciempiés como palabra guía por su rapidez de movimiento. El ciempiés también se asocia con el ciclo mitológico de ideas relativo a la lluvia y las nubes, dado que es un presagio de aguacero. De ahí que el ciempiés sea también un símbolo de la fertilidad. En la parte central, se expresa con claridad el objetivo directo de esta magia — el desarrollo de la planta del taytu por encima del suelo y en la tierra— . En la última parte, el acento recae sobre las ramas. El siguiente conjuro está estrechamente en concordancia con el an­ terior y hace avanzar un paso más el progreso del crecimiento. Ya se han formado las hojas y han brotado muchas ramas. Ha llegado el momento de hacer que todo el copete del sarmiento se desborde y ex­ tienda, saltando de un soporte a otro, hasta formar un dosel sobre el huerto. Con este fin, se recita el encantamiento sayboda (cerrar). «El taytu cierra, hace una rama, otra rama, una tercera rama, cae, el huerto se obscurece». Asimismo, en este caso el encantamiento es simple «magia de la boca» (o wadola), sin ritual ni manipulación. Kasayboda: el cierre, el recubrimiento del taytu: F órm ula

18

I. «¡A raña, aquí ahora! ¡A raña, aquí siempre! »Oh araña de Kabulukwaywaya, recubre Kabulukwaywaya, cierra el sagrado bosque de Lu’ebila, cierra el sagrado bosque de Lu’ebila, cierra Kabulukwaywaya. Araña, cierra.» II.

«L a araña cierra, la araña cierra. L a araña cierra el taytu. T u espacio abierto, tu espacio abierto entre las ramas, oh taytu, la araña [lo cierra. T u suelcr, oh taytu, tu suelo entre tus sarmientos, la araña lo cierra. Tus ram as secas, oh taytu, las ramas secas de los árboles que han escapado [a la poda, la araña las cierra. T u kamkokola, oh taytu, tu prisma mágico, la araña lo cierra. T u kavatam, oh taytu, tu robusto soporte de los ñames, la araña lo cierra. T u kaysalu, oh taytu, tu soporte ramificado de los ñames, la araña lo cierra. T u kamtuya, oh taytu, tu vástago salvado de la tala, la araña lo cierra. T u kaybudi, oh taytu, tu vara para trepar que se apoya contra el gran [soporte de los ñames, la araña lo cierra. T u kaynutatala, oh taytu, tu prisma no encantado, la araña lo cierra. T u tula, oh taytu, tu vara divisoria la araña la cierra. T u yeyéi , oh taytu, tu pequeño soporte fino, la araña lo cierra.

T u tukulumwala, oh taytu, tu línea de deslinde la araña la cierra. T u karivisi, oh taytu, el triángulo del deslinde, la araña lo cierra. T u tamkwaluma, oh taytu, tu ligero soporte de los ñames, la araña lo cierra. T u kayluvalova, oh taytu, tu vara del tabú, la araña la cierra. Tu kayvaliluwa, oh taytu, tu gran soporte de los ñames, la araña lo cierra.» III.

«Espígate, oh copa de mi taytu. Acumula, oh copa de mi taytu. H az copete sobre copete de hojas, oh copa de mi taytu. Amontona, oh copa de mi taytu. H azte grueso como la enredadera yokutukwala, oh copa de mi taytu.»

AIcomentar este encantamiento, que como puede verse es simé­ trico conrespecto al anterior, los indígenas me dijeron que, así como la araña teje su tela, así la planta de taytu deberá producir muchas ramas. Debe cubrir los espacios y formar un tejado verde, debe re­ llenar los espacios entre los vástagos de los sarmientos, debe cubrir todo el bosque muerto sobre el que se sostienen las plantas vivas. Hemos seguido los primeros cinco ritos de la magia del crecimiento, sin incluir, por supuesto, en este ciclo el rito inaugural de la escarda. Estos cinco primeros ritos del crecimiento se denominan megwa geguda, la magia de los frutos no maduros. El siguiente ciclo de la magia del crecimiento se denomina megwa natuwo, la magia de los frutos maduros, aunque los frutos no están verdaderamente maduros para la recolección —todavía no han empezado a formarse. Podría describirse más correctamente como la magia de los frutos en madu­ ración, y su objetivo es estimular el crecimiento y la formación de los tubérculos.

3.

L

a MAGIA DEL CRECIMIENTO: ESTÍMULOS PARA LAS RAICES Y LOS TUBÉRCULOS

Vamos a situar los acontecimientos descritos en las dos últimas secciones dentro del calendario indígena, que hemos venido siguiendo hasta la ceremonia de la kamkokola. Esta la hemos situado al prin­ cipio de la luna de Yavatakulu, y la siembra, que comienza inmedia­ tamente después, concluye en las parcelas modelo al cabo de una se­ mana o así. De forma que, en las lunas Toliyavata y Yavatam, los frutos están brotando, los sarmientos de taytu comienzan a trepar y, en algún momento de la segunda de estas dos lunas, correspondiente aproximadamente a nuestro diciembre, tiene lugar la magia de los «frutos no maduros» ( megwa geguda). Hacia el principio de este pe­ ríodo se lleva a cabo la ceremonia inaugural de la escarda; y aunque en este momento es cuando tiene más importancia, ésta continúa casi hasta la recolección. Esto nos lleva a las lunas Gelivilavi y Bulumaduku, alrededor de enero y febrero. Observando nuestra tabla del cómputo del tiempo (fi­ gura 3) vemos que la isunapulo cae en la primera y la magia de los «frutos maduros» en la última. Como hemos dicho, los tres ritos siguien­

tes se refieren a las raíces y los tubérculos. El primero de ellos con­ siste en un conjuro que se canta sobre los campos, vapuri. Va- es un prefijo causal y aquí el verbo puri significa brotar en racimos. Como dicen los indígenas, el conjuro vapuri «hace que los bwanaiva (tu­ bérculos nuevos) broten en racimos». También en este caso el rito consiste en recitar las palabras mágicas sobre la parcela de huerto. Este es el texto: F órm ula

I.

19

«U n a canoa cargada de abundancia, O tra canoa cargada de abundancia, U n a tercera canoa cargada de abundancia, U n a cuarta (así hasta diez. A veces el mago sigue hasta cincuenta, [enumerando, después de la décima, la vigésima, la trigésima, la cuadrigésima [y la quincuagésima). »Brota, oh taytu, durante el día. Brota, oh taytu, por la noche. Brota, brota, hasta que hayas brotado del todo. »T u vuelta, oh taytu, oh vuelve a nosotros. T u prisa, oh taytu, oh apresúrate hacia nosotros. T u rápido brotar en una multitud de ramas, oh brota. Brota, taytu, una y otra vez. Brota, taytu, una y otra vez.»

II.

«Oh taytu nakoya,brota una y otra vez. Oh taytu sakaya, brota una y otra vez. Oh taytu nabugwa, brota una y otra vez. Oh taytu kwoyma, brota una y otra vez.

III.

«Mi abuelo, Tokuwabu, te abrazará, oh taytu, bailará contigo en la encrucijada.»

Las variedades de taytu aquí enumeradas, nakoya, sakaya, etc., son todas buenas y gustosas, pero los tubérculos crecen con mucha difi­ cultad. También en este caso, habiéndoles preguntado por qué el mago de los huertos sólo menciona estas variedades que crecen con dificultad, mis informadores me dieron la respuesta: «Más adelante, cuando el lupilakum (el mejor taytu y de más fácil crecimiento) oye la llamada del mago a las clases silvestres (no ver­ daderamente domésticas, de ahí su difícil crecimiento); más adelante va en cabeza, el lupilakum, y deja a las otras clases detrás.» Esta respuesta es similar a la que me dieron anteriormente en la sección 2. Tokuwabu, el nombre que se menciona en la última estrofa, es uno de los antecesores o, quizás, un predecesor mágico de Bagido’u. Su espíritu acariciará el bwanawa, es decir, se regocijará con la abun­ dancia de nuevos frutos, y danzará en las encrucijadas. El siguiente rito, que una vez más consiste en un simple conjuro que se entona directamente sobre el baleko (parcela de huerto), no hace más que reforzar el que acabamos de describir. Se denomina kammamala, que significa la traída, la devolución. No podría decir con certeza si esta palabra, que también aparece en el texto de la fórmula, lleva consigo alguna fe mágica en un retorno de los frutos,

en una resurrección del nuevo taytu a partir del viejo. He aquí el conjuro: F ó rm ula 2 0

«Vuelve, taytu, oh vuelve con certeza. Vuelve, oh taytu de la clase nakoya, vuelve con certeza. Vuelve, oh taytu de la clase nabugwa, vuelve con certeza. Vuelve, oh taytu de la clase sakaya, vuelve con certeza. Vuelve, oh taytu de la clase nonoma, vuelve con certeza. Vuelve, oh taytu de la clase kwoyma, vuelve con certeza.»

Este conjuro, como dicen los indígenas, hace que vuelvan a brotar los tubérculos. El tercer y último conjuro de la magia del crecimiento dirigido a las nuevas raíces se denomina kasaylola (el conjuro de aferrarse) o talóla silisilata (el anclaje de las raíces). F ó rm ula 21

I.

II.

III.

«¡G allina salvaje aquí ahora! ¡G allina salvaje aquí siempre! Gallina salvaje del noreste, ánclate en el noreste. Anclate allí en el sudoeste. í Gallina salvaje aquí ahora! |Gallina salvaje aquí siempre! Gallina salvaje del sudoeste, ánclate en el sudoeste, ánclate allí en el noreste. ¡L a gallina salvaje se anclal « ¡L a gallina salvaje se anclal Mi taytu, la gallina salvaje se ancla. Tus tallos, oh taytu, la gallina salvaje se ancla. Tu nueva radícula, oh taytu, la gallina salvaje se ancla. Tu raíz principal, oh taytu, la gallina salvaje se ancla. Tus raíces, oh taytu, la gallina salvaje se ancla. T u añublo negro, oh taytu, la gallina salvaje se ancla. Tus costados heridos, oh taytu, la gallina salvaje se ancla. «El taytu está anclado, está anclado, está anclado definitivamente.»

Con esta fórmula no sólo concluyen los conjuros dirigidos al de­ sarrollo de los tubérculos, sino todos los conjuros de la magia del crecimiento; es decir, aquellos que tienen por objeto estimular direc­ tamente el crecimiento y desarrollo de la planta. En relación inmediata con esta fórmula, existe otro rito con una función inaugural. Ahora que los nuevos tubérculos han brotado en ricos racimos, gracias a la acción conjunta de la naturaleza y la magia, se hacen necesarias otras operaciones agrícolas. Dirijimos la atención, una vez más, hacia lo que sucede debajo del suelo. En las figuras 6 y 7, puede verse el tubérculo de simiente extendido horizontalmente en la tierra. Este tubérculo ha dado nacimiento a un brote que ha comenzado a desarrollarse por encima y por debajo del suelo: ha cre­ cido para transformarse en sarmiento y, al mismo tiempo, ha ido emi­ tiendo varios nuevos tallos subterráneos en los que se han formado los tubérculos (bw anaw a). El viejo tubérculo de simiente está ahora gastado y en descomposición y, es preciso arrancarlo, al igual que varios de los nuevos tubérculos (bw anaw a). Cuando los racimos son

demasiado gruesos, ningún tubérculo puede desarrollarse de forma ade­ cuada y, como me han asegurado todos los indígenas, la extracción (basi) es una operación indispensable (cf. Quinta parte, div. III, §§ 2-8). Se arrancan todos los tubérculos que presentan alguna señal de im­ perfección, añublo o enfermedad, o están demasiado apiñados en un punto, o no prometen un buen desarrollo por ser demasiado peque­ ños. El mal taytu se califica de «negro» ( bwabwa’u) ; el bueno recibe el nombre de «blanco» ( pupwaka’u ). De este trabajo se encargan in­ variablemente los hombres. Se cava entre las raíces del sarmiento de taytu con ayuda de un palo de cavar (daym a), se aparta la tierra, se inspeccionan las raíces y con un hacha se cortan las malas, así como el tubérculo simiente ya gastado. A menos que estén completamente enfermos, los nuevos tubérculos imperfectos se llevan al poblado y se comen. Como me dijo un indígena (texto 30, Quinta parte, div. VI, § 22): «Cavamos hasta destapar las raíces; luego las levantamos y arrancamos. Comemos los tubérculos no maduros. Los llevamos al po­ blado y los comemos. El taytu bueno lo dejamos para que pueda madurar.» Estos tubérculos son tabú para el mago de los huertos. No se consideran aún una verdadera cosecha, no existe ceremonia de pri­ meros frutos asociada a los mismos, nunca se almacenan en las casas de ñames ceremoniales, abiertas (bw aym a), sino que se comen con­ forme se van extrayendo. Sin embargo, existe una ceremonia llamada momia que inaugura el basi, la extracción de los tubérculos. Una vez más, debe entonarse el socorrido conjuro vatuvi (F. M. 2) que, como recordaremos, ya ha servido en el primer rito inaugural de golpear el suelo, en la quema y también en la ceremonia de la kamkokola. Se entona sobre las hachas y los palos de cavar, que se untan con la mezcla habitual, utilizada con la fórmula vatuvi siempre. Así pues, una mañana, Bagido’u, o sus acólitos, salen otra vez para recolectar los ingredientes y por la tarde encanta la mezcla entre dos esteras, junta con ella los extremos de los palos de cavar y las hachas que le llevan los hombres de la aldea. A la mañana siguiente, todos estos hombres se reúnen delante de su casa, cada cual recibe su palo de cavar y su hacha y se van al huerto. Allí el mago golpea la kam kokola de su propio huerto con el hacha pre­ parada, abre el suelo de uno de los sarmientos con el dayma prepa­ rado y celebra un basi representativo en una planta. Luego, los hom­ bres hacen lo mismo en sus respectivos huertos. El verdadero trabajo se inicia al día siguiente. Con esta ceremonia concluye realmente la serie principal de ritos anteriores a la recolección y, teniendo en cuenta que la recolección es un acontecimiento complicado y polifacético, será mejor tratarla en un capítulo especial. No obstante, antes de proseguir es necesario decir unas cuantas palabras sobre la magia privada de los huertos, que se celebra en determinadas etapas, con independencia de las grandes ceremonias públicas.

Además de la magia oficial que el towosi celebra para toda la co­ munidad, magia que acompaña inevitablemente las distintas etapas de la horticultura, beneficiando a todos e integrando el trabajo, existe también una magia privada de los huertos. Hay ciertas fórmulas de propiedad individual que son utilizadas por su propietario sobre su propio huerto o bien por un experto mediante pago de unos honora­ rios. Estas establecen diferentes expectativas de fertilidad. Suele ocurrir que el mago oficial de los huertos de la aldea sea al mismo tiempo el profesional que, por unos honorarios, esté dispuesto a conceder a un huerto algunos beneficios especiales adicionales, a más de los que reparte a todo el mundo, ya sea utilizando las fórmulas mágicas del propietario o bien de su propio repertorio de magia privada, o cele­ brando una versión privada del rito público. Esta magia privada es singularmente poco importante en las Trobriand.® Quizás ello se deba al hecho de que la agricultura es una actividad de tan primordial im­ portancia, tan fuertemente cargada de envidias y celos que sería peli­ groso para cualquier persona pretender que su magia privada puede proporcionarle una excelencia personal muy por encima del nivel común. A esto debe añadirse el hecho de que el jefe o dirigente, invariable­ mente, debe poder presumir de tener los mejores huertos. Lo consigue o, mejor dicho, puede conseguirlo a base de elegir el mejor terreno, pero también suele presumir de tener la mejor magia privada, y los demás se cuidarán de contradecir sus alegatos o vanagloriarse de tener mejor magia que él. También parece existir un sentimiento general de que la magia comunitaria hace todo lo posible y que no es correcto recurrir a la magia privada. Sólo unos pocos individuos presumían ante mí, y esto en estricta confianza, de contar con una poderosa magia privada y de que la calidad de sus huertos se debía a la superioridad de su fórmu­ la sobre las de sus vecinos. Así, Namwana Guya’u, el hijo favorito de To’uluwa, rebelde, independiente y poco escrupuloso, me aseguró en 1915 que su magia privada era más eficaz que la magia pública de su primo Bagido’u. Concretamente, me dijo que preparaba sus propios grandes ñames (kuvi) con una magia llamada bisikola (cf. tam­ bién cap. III, sec. 1, y cap. IX, sec. 2). También encantaba sus propios kema, dayma y yagogu. Este último rito lo describía como ayuvi kakavala, «Respiro sobre mis pequeños ñames». La palabra kakavala es un sinónimo de yagogu (ñames de simiente). Obtuve unas cuantas fórmulas de Bagido’u y a él debo la mayor parte de mi información sobre este aspecto de la magia (de ninguna forma tan completa como la referente a la magia oficial). La magia privada se celebra sobre los ñames de simiente; sobre los tula (varas cruzadas que dividen las parcelas en pequeños cuadrados); el palo de cavar (daym a) y el hacha (kem a). Sólo una vez presencié la celebra­ ción de esta ceremonia privada. En aquel momento paseaba con Nasi-

bowa’i, el mago de los huertos de Kurokaywa, al que tendremos oca­ sión de conocer mejor. Se ocupaba de llevar a cabo una ceremonia oficial, creo que uno de los ritos de la kamkokola. Cuando pasaba de una parcela a otra, un hombre le trajo una cesta de ñames de simiente (yagogu). Nasibowa’i rompió unas cuantas ramas de una mimosa ve­ cina y, golpeando los ñames de simiente con las ramas, recitó un conjuro. No pude recoger las palabras. No obstante, aquí se presenta un conjuro equivalente que me dio Bagido’u de su propio repertorio. F órm ula 2 2

«Tudava, oh Tudava. Malita, oh Malita. E l sol sale sobre Muyuwa. »Me siento, te doy la vuelta. Me siento, te limpio bien, Llam o a los taros de m i huerto; llamo a los taros »O h halcón pescador, revolotea sobre mi huerto.»

de m i huerto.

Este conjuro, me dijeron, se recita directamente dentro de la cesta de ñames de simiente. Otro conjuro que también pertenece al rito privado de la siembra, pero que, según me dijo Bagido’u, debe celebrarse en el huerto sobre las simientes de ñame ya dispuetsas en uno de los cuadrados, se deno­ mina magia de los tula, o varas de deslinde. F ó rm u la 23

I.

II.

«Oh frutos que abrís paso por la tierra, j abrios paso! O h frutos que volvéis de la tierra, ¡volved! Oh ñames de simiente que os abrís paso, )O h taytu que vuelves!» «El taytu se levanta, el taytu se da vuelta en la tierra, el taytu hincha [el suelo. Tu tronco se levanta, tus raíces levantan la tierra. Levanta tu joven tubérculo en el vientre de mi huerto.

»E1 vientre de mi huerto se vuelve suave como una tabla de machacar. El vientre de m i huerto se vuelve suave como una tabla de decorar. Los agujeros del vientre de mi huerto son como los agujeros que los [moluscos del manglar horadan en el barro.» III. «Iré a la aldea cargado de taytu.»

Obviamente, se trata de un conjuro que alienta al taytu a crecer. La tabla de machacar es el tablero en que se machaca el taytu cuando se hace la mona, el pastel de taro favorito de las ocasiones festivas. La tabla *de decorar es el tablero en que las mujeres indígenas hacen sus faldas de hierba. Estas dos tablas están perfectamente pulidas. El molusco ( ginuvavarya) es uno de los mariscos marinos que hacen agujeros en el barro de los pantanos de manglares durante la marea baja. Como la magia privada se entona sobre el hacha para darle una eficacia especial durante la siembra y más tarde durante la recolec­

ción, Bagido’u decía que, si alguien de la aldea le pagara especial­ mente, la encantaría con el conjuro vatuvi, el conjuro que juega tan importante papel en su magia oficial de los huertos, preparándola con los mismos ingredientes que siempre utiliza en esta magia. Otra fórmula privada de Bagido’u perteneciente a la magia que se celebra sobre el palo de cavar se usa luego durante la extracción de los frutos. Bagido’u me dijo que, a veces, esta magia también puede entonarse sobre el palo de cavar que se utiliza en la siembra. F órm ula 2 4

I.

«Oh taytu que va a ser sacado, Oh taytu que va a ser tirado, Hinchado como un montículo, como la fruta sasoka.»

II.

«El tronco de la higuera no es grande: lo que es grande es el cuerpo de [mi taytu. El tronco de un gran manglar no es grande: lo que es grande es el cuerpo [de mi taytu. El tronco del árbol bwabwaga no es grande: lo que es grande es el cuerpo [de mi taytu. El tronco del gran pandano no es grande: lo que es grande es el cuerpo [de mi taytu. L a roca de coral no es grande: lo que es grande es el cuerpo de mi taytu. El tronco de la acacia no es grande: lo que es grande es el cuerpo de mi [taytu. Este no es tu ojo, tu ojo es la estrella de la m añana. Este no es tu ojo, tu ojo es la flor blanca de la enredadera youla’ula. T u tallo se levanta, tus raíces se levantan con la tierra. Levanta tu joven tubérculo en el vientre de mi huerto. El vientre de m i huerto se vuelve suave como una tabla de machacar. E l vientre de m i huerto se vuelve suave como una tabla de decorar. Los agujerosdel vientre de mi huerto son como los agujeros que los [moluscos de los manglares horadan en el barro.»

III.

«Iré a la aldea cargado de taytu.»

He mantenido aquí la traducción literal «cuerpo de mi taytu» en vez de reducir la figura retórica a su exacto significado, «tubérculo de taytu», en parte porque se aproxima más a la expresión indígena, en parte para poner de relieve el hecho de que, para los trobriand, las raíces comestibles son la parte fundamental del cuerpo de su fruto básico. La siguiente fórmula breve se pronuncia sobre unavara de des­ linde y se acompaña del sencillo rito de hacer girarla vara en la tierra. Al recitarlo, debe dirigirse la voz hacia el tula, de forma que la virtud mágica pueda penetrar el hueco que este movimiento deja en el suelo. F órm ula 2 4 a

«Muévete hacia allí, muévete hacia allí; ven hacia aquí, ven hacia aquí. Me a g a r r a r é , me c o l o c a r é firmemente. Escarba, el hueco de mi vara de deslinde; Escarba, el hueco de mi taytu. El vientre de mi huerto se reclinará.»

Me gustaría repetir, no obstante, que mi información sobre la ma­ gia privada de los huertos no tiene la misma calidad que la del sis­ tema oficial. Estaba tan concentrado en el estudio del sistema público de encantar los huertos que, al principio, no conseguí investigar si también había magia privada, y dado que ésta no es en modo algu­ no llamativa, sólo la descubrí casualmente cuando vi a Nasibowa’i golpeando los ñames de simiente en la cesta. Una vaga influencia del carácter mágico se advierte en los recita­ les de cuentos de hadas, kukwanebu. La estación de éstos es la época en que prevalece el monzón del noroeste, de diciembre a marzo. En esta época, como puede verse en la tabla del cómputo del tiempo, se ha limpiado la tierra, se han sembrado los frutos, levantado las vallas, y ya está construido el muro mágico; ahora las fuerzas de la ferti­ lidad deben producir los frutos. Además, en esta época, los indígenas suelen quedarse en casa o cerca de las viviendas a causa del mal tiempo. Entonces se cuentan unos a otros las bien conocidas e inter­ minables historias, fundamentalmente obscenas, y cada narrador debe concluir su cuento con la siguiente fórmula modelo de cuatro versos (Vol. 2, texto 82, Quinta parte, div. XI, § 11): «Los ñames kasiyena están brotando en racimos; esta es la esta­ ción en que los frutos se abren paso, cuando crecen redondos. Estoy cocinando un pastel de taro; lo comerá fulano de tal (se nombra en tono jocoso una persona importante que esté presente). Machacaré nuez de betel; la comerá fulano de tal (aquí se nombra a otro notable). Te toca, pagar, fulano de tal (y se nombra a la persona que debe recitar a continuación).» Esta cantinela se entona con un ritmo determinado. Se denomina katulogusa, y de ella me dijeron: «Contar cuentos de hadas ejerce una influencia mágica sobre los frutos. Hace que el ñame kasiyena brote en racimos. Como este ñame brota en racimos, así madura el alimento básico» (Vol. 2, texto 83, Quinta parte, div. XI, § 13).

5.

T

rabajo co m u n ita r io

Que la agricultura es una actividad económica organizada debe quedar ahora claro para cualquier lector. Las personas que cultivan los huertos dentro del mismo cercado no son independientes unas de otras. Obedecen la iniciativa, las decisiones y el gobierno del jefe. Tienen que seguir el ritmo que les marca la secuencia de los ritos mágicos.* Están sometidos a la supervisión de algún mago. Dentro de unos límites bastante amplios, pero no por eso menos determinados, cada agricultor debe mantener el ritmo y cierto nivel de trabajo. En particular, para la construcción de la valla y en la escarda, dependen verdaderamente de la minuciosidad de los demás. Pero encontramos otra forma de cooperación en el trabajo comu­

nal y es preciso añadir aquí algunas palabras al respecto. El trabajo comunal se hace indispensable en el caso del jefe que, como ya sa­ bemos (cap. I, sec. 8), no puede aportar todo el trabajo masculino que precisa su extensa área de huertos. También se recurre al trabajo comunal cuando los aldeanos deciden ampliar el período de danzas o estación festiva y, por tanto, inician tarde la labranza de sus huertos y tienen que cubrir rápidamente las primeras etapas a base de un esfuerzo intensivo. No puedo decir con seguridad si el trabajo comu­ nal presenta alguna ventaja técnica en la tala o en la siembra, o si este método es más eficaz por razones psicológicas. Pero los indígenas están profundamente convencidos de que las etapas preliminares se cubren mucho más deprisa si se realiza el trabajo de forma comuni­ taria que recurriendo al trabajo individual. No obstante, nunca es ab­ solutamente indispensable en la agricultura como lo es en ciertas eta­ pas de la construcción de canoas, o en la construcción de los grandes almacenes, o para coser la vela de la canoa. Con todo, el trabajo comunitario se utiliza más en la agricultura que en cualquier otra actividad, y los indígenas distinguen hasta cinco tipos, cada uno de los cuales recibe un nombre distinto y presenta un carácter sociológico diferente.10 Cuando los huertos se cultivan de forma privada, cada cual tra­ baja en su propia parcela, los indígenas utilizan la palabra tavile’i, un término que por tanto correspondería a las expresiones trabajo «individual» o «no-comunitario». Cuando el jefe o dirigente convoca a los miembros de un poblado para cultivar comunitariamente los huertos esto se denomina tamgoguta. Un tamgogula es una disposición general, instituida por el jefe en favor de toda la comunidad, para trabajar unidos en aquellas tareas que se prestan al trabajo comunitario. Si se propone tal organización cuando llega la época de talar la maleza, todos los hombres serán convocados por el jefe a una comida festiva en la plaza central (cf. Primera parte, sec. 7), después de la cual se cortará la maleza de la parcela del jefe. Una vez hecho esto, todos ellos van cortando suce­ sivamente cada parcela y cada día reciben los alimentos del propietario de la parcela correspondiente. El mismo procedimiento se adopta en cada etapa sucesiva: en la construcción del cercado, la siembra, la colocación de los soportes y, por último, en la escarda, que llevan a cabo las mujeres todos los hombres realizan. Cada una de estas acti­ vidades para cada labrador individual. La limpieza una vez que se ha quemado la maleza, la extracción de los tubérculos y la recolec­ ción se efectúan siempre de forma individual. A lo largo del período de tamgogula se celebran varias fiestas comunales, y otra al finalizar el mismo. Sí en vez de que todo el poblado adopte bajo la dirección del jefe una disposición general para trabajar de forma comunitaria, un limi­ tado número de agricultores acuerdan ejecutar su trabajo en común, trabajando todos para cada uno, encontramos un nuevo tipo de trabajo comunal y nuevos nombres. Cuando este trato vale para todo el ciclo

(excepto la limpieza, la extracción y la recolección) se denomina kari’uía; cuando sólo abarca una etapa se denomina ta’ula. Que yo sepa, en tales casos son escasas las fiestas comunales, tal vez no se celebren en absoluto. Cada cual es compensado por los servicios recíprocos que recibe. Cuando varias aldeas llegan a un acuerdo para labrar sus huertos en común mediante trabajo comunitario, los indígenas hablan de lubalabisa. Sus bases y organización son similares a los del tamgogula: la lubalabisa es dirigida por un jefe o dirigente y sólo se da en el caso de conglomerados de aldeas (cf. cap. X II, sec. 2) o de aldeas situadas próximas una de otra. El acuerdo no implica que las aldeas cultiven un huerto común dentro del mismo cercado; sólo que todo el mundo trabaja sucesivamente en uno y otro campo. Cuando un jefe o dirigente, o un hombre rico e influyente, con­ voca a sus súbditos o parientes políticos para que trabajen para el y sólo para él, se habla de kabutu. El propietario tiene que proporcionar alimento a los trabajadores (cf. Primera parte, sec. 3). Este procedi­ miento puede adoptarse para una etapa del cultivo, en cuyo caso un dirigente invita a sus convecinos a trabajar en su siega o su siembra o la construcción de su valla; o bien, puede comprender todo el ciclo. Incidentalmente, la expresión kabutu no sólo se utiliza para la agri­ cultura, sino que también se emplea siempre que un individuo nece­ sita cierto número de hombres para que le ayuden en alguna ocupa­ ción, tal como la construcción de una canoa, o de un almacén o de su vivienda.

1 Cf. Vol. 2, Quinta parte, div. II, § 5 , donde se ejemplifica más ampliamente la correlación entre el interés de los indígenas y el grado de discriminación term i­ nológica. 2 Cf. Doc. V I, la Magia del crecimiento en Vakuta. 3 Véase también la nota 16 del Apéndice II, sección -4. * Cf. también Vol. 2, Q uinta parte, div. III, §§ 2-8, Por favor, nótese que en el Frecuente prefijo posesivo -la, la l es intercambiable con la n. Así, mata-la — mata­ ría. L a l predomina en el norte, la n en el sur. 5 Véase también la nota 17 del Apéndice II, sección 4. 6 Esta es una traducción libre del texto indígena en el comentario D a la F. M. 13 (Vol. 2, Séptima parte), donde también se da una traducción palabra por palabra. 7 Cf. nota 2 de la página 129. 8 Cf. La vida sexual de los salvajes, cap. IX , sección 8. 9 Véase también la nota 19 del Apéndice II, sección 4. í0 Aquí se expone lo esencial de la descripción del trabajo comunitario que el lector encontrará en el capítulo dedicado a la Economía tribal de las Trobriand, en Argonautas, págs. 160 ss.

La cosecha

En Kiriwina, la cosecha es la etapa más alegre y pintoresca del cultivo de los huertos. El mismo hecho de la extracción de las raíces fascina de por sí a los indígenas; y en tomo a esta actividad técnica se aglomeran cierto número de costumbres y ceremonias vitalizadoras que, si bien ocupan incluso más tiempo y requieren más trabajo que la simple extracción de los tubérculos de la tierra, contribuyen a la alegría de esos días. Dan al trabajo el carácter de un grato pasa­ tiempo y, de esta forma, ayudan a trabajar. A fin de cuentas, la re­ colección es la finalidad de toda agricultura y, en las Trobriand como en cualquier otra parte, se subraya la importancia de este objetivo y se prolonga su duración encuadrándolo en un marco festivo. Las actividades adicionales consisten en la limpieza del taytu, su exhición en los huertos, el transporte público y ostentoso a los alma­ cenes y su almacenamiento ceremonial. El indígena gusta de mano­ sear los tubérculos que ha criado, contarlos, disponerlos cuidadosa y estudiadamente en montones llamativos y bien ordenados (lám. 48). Le gusta que los otros admiren su producto y lo comparen con el de los demás. Le gusta hablar de él y escuchar lo que otros dicen. En una palabra, siente la satisfacción del artesano y el artista ante su obra acabada. Por tanto, de forma natural, determinadas etapas de la recolección adquieren el carácter de actividades tribales y acontecimientos sociales. Primero se amontona y expone el taytu en los huertos, y entonces los miembros de la comunidad y de las comunidades vecinas recorren las parcelas admirando los frutos. Más adelante, se transporta parte de éstos al poblado, situado a veces a considerable distancia de los huer­ tos, y el agricultor que los ha cultivado los ofrece a un pariente de­ terminado, por lo general, el marido de su hermana. Un grupo de hombres y mujeres jóvenes, quizá hasta unos cua­ renta, se reúnen para transportar los frutos; pues para los indígenas es importante que toda la ofrenda llegue al mismo tiempo, para lograr que la cantidad cause sensación y dar al acto de la entrega un carác-

ter festivo. A veces los portadores se adornan con pinturas faciales, hojas, plumas y flores. Acompañados del propietario de los frutos, y unos cuantos hombres y mujeres mayores, colocan el taytu en cestas y lo transportan a la aldea. En esta estación, los huertos se animan con las risas y las charlas de hombres y mujeres. Se ven grupos de portadores en todas direcciones, que se desplazan entre los poblados o se han sentado a la orilla del camino para descansar, charlar y refres­ carse junto a las cestas cargadas; o corren ya a la entrada de la aldea, dando fuertes gritos característicos, depositan su ofrenda en la plaza central y, luego, se sientan a hablar con sus huéspedes. En esta época, los huertos y las aldeas, los caminos y los bosques, presentan un aspecto bullicioso y festivo. 1.

H am bre

y a bun dancia

De este modo, la cosecha recompensa los afanes del agricultor y alegra su corazón con el perenne descubrimiento de su vivo tesoro sub­ terráneo. «El vientre de mi huerto» — lopoula uta buyagu (F. M. 2)— , como Bagido’u designa en su conjuro el suelo que está encantando, al fin ha dado sus frutos y los frutos del trabajo del hombre. Pero existe una gran diferencia en el carácter social de los procedi­ mientos y en la perspectiva mental del campesino según sea un año de hambre ( molu) o de abundancia (m alia). En las épocas de ham­ bre el interés por la cosecha es más acusado, pero no se advierten muestras de alegría. Cuando ha habido sequía, los indígenas comienzan a sentir su peso alrededor de la cuarta luna de su año, Toliyavata, que inicia las lunas de escasez ( tubukona m oluJ.1 Entonces se ve a las mu­ jeres recorriendo el bosque y la jungla en busca de hojas, raíces y frutos silvestres con que abastecer su hogar. Si los frutos más apetecibles (kavaylu’a ) del bosque y de la jungla, tal como el mango, la manzana malaya, la fruta menoni, gwadila o kun (fruto del árbol del pan), han sobrevivido a la sequía, esos son los que recogen; de lo contrario, ten­ drán que recurrir aJ despreciable fruto del árbol noku, apenas comes­ tible, pero que difícilmente perece. Sin embargo, si la sequía se prolonga dos años, entonces los indígenas tienen que enfrentarse con la perspec­ tiva de una verdadera hambre. Con objeto de comprender la incidencia del hambre, puede resultar útil una consulta a la tabla del cómputo del tiempo. Imagínese que a un buen año, o por lo menos a un año normal, sigue otro malo. Deno­ minémoslos «1914» y «1915», por ejemplo, aunque en realidad las co­ sechas de estos dos últimos años fueron ambas más o menos normales. En «1914», la cosecha media que recogieron los indígenas les permitió almacenar alimentos suficientes para todo el año, pues el taytu dura todo el año si se almacena bien y está sano. Pasado este período de tiempo, algunos tubérculos se estropean y sólo una pequeña proporción sigue siendo comestible; pero raras veces se presenta el problema de guardarlos más de un año, ya que una buena cosecha no da para más.

Comenzaremos, pues, con los almacenes normalmente llenos en «julio de 1914» (aproximadamente la decimotercera luna de nuestra tabla), a mitad de la estación seca. Suponiendo que los meses de octubre, noviem­ bre y diciembre siguientes, que en los años normales cuentan con buena cantidad de precipitaciones, sean secos, el aprovisionamiento de frutos silvestres y los recursos de la selva resultarán insuficientes. Se pierden todos los nuevos taros, ñames y taytu, los cuales como puede verse en nuestra tabla (cois. 7, 8 y 9) ya deberían empezar a madurar en la sexta luna, Gelivilavi. Los indígenas tienen que recurrir al taytu alma­ cenado. Aunque se economice éste no durará hasta mucho más allá de «julio de 1915». Pero permitirá sobrevivir a los indígenas. Un mal año, en la medida en que he podido reconstruir las condiciones, no produ­ ciría verdadera hambre. Pero en «julio de 1915», cuando los almace­ nes de provisiones estén exhaustos; cuando durante toda la última parte de «1914» y principios de «1915» apenas haya habido otra cosa a ex­ cepción del taytu almacenado; cuando los nuevos frutos resultan mucho más escasos de lo necesario, la abundancia cede paso al hambre. Si la sequía ha sido tal, que prácticamente nada crece en los huertos, de in­ mediato se dejará sentir una verdadera hambre. No obstante, esto sería raro, puesto que probablemente se habrá reservado algo de la cosecha anterior. Pero si los frutos simplemente son escasos, suficientes para dos o tres meses, todo dependerá de lo que ocurra en los pocos meses si­ guientes. Si llueve en septiembre, octubre, noviembre, los árboles fru­ tales mantendrán a la gente hasta la cuarta o quinta luna, cuando ya estén disponibles los nuevos ñames de los huertos tempranos. Si, por el contrario, sigue la sequía, entonces, con los almacenes vacíos y los árboles frutales secos, con la jungla abrasada y yerma, los pantanos ( dumya) «duros como una roca, resquebrajados de grietas», con la hierba lalang que los recubre, marrón y muerta, cuando incluso co­ mienza a escasear la fruta del noku, el temido azote cae sobre los indígenas. En 1918 no se recordaban casos tan agudos de molu en los últimos veinticinco años o así. Desde que llegaron los hombres blancos, primero como comerciantes y como balleneros, después como buscadores de per­ las y colonos, sus provisiones de arroz han evitado probablemente las peores miserias del hambre. Además, los indígenas han aprendido a cultivar la batata, más fuerte y más prolífica que sus propios frutos tradicionales.2 Ahora también crece alrededor de todo el poblado el pawpaw, carica papaia, aparentemente capaz de soportar la sequía mejor que la mayor parte de los árboles frutales indígenas. Así, actual­ mente, cualesquiera que sean las otras «bendiciones» de la ocupación europea, al menos ha alejado las malas crisis de molu. No obstante, tengo descripciones de lo que solía suceder en épocas de molu verdaderamente grave. Naturalmente, el hambre afectaba con mayor dureza a las comunidades agrícolas de los distritos centrales y orientales. Estas no tenían acceso económico a la laguna; en años nor­ males podían conseguir tanto pescado como quisieran por medio de «in­ tercambios» regulares (wasi y vava: cf. Primera parte, sec. 10). Además,

en la costa oriental es imposible pescar durante la estación seca de los vientos alisios, de marzo a octubre, puesto que esta costa está constan­ temente sometida a las continuas ráfagas del ventarrón del sudeste. Cuando escaseaban los frutos silvestres y las frutas de los bosques, el hambre se hacía dolorosamente patente en esta estación seca. Hambrientos, los propietarios de los llanos del centro de Kiriwina, por lo general fértiles pero ahora resecos, se escabullen hacia la costa occidental con la esperanza de pescar furtivamente en la laguna. Escon­ diéndose lo mejor que pueden en pequeños campamentos entre las zonas más remotas de la jungla, reptan por la noche para pescar subrepticia­ mente. Los habitantes de las aldeas de la laguna, temerosos de que se lleven sus provisiones de pescado, que en los años de hambre apenas son suficientes para ellos mismos, recorren la jungla en busca de los campamentos, atacan a los enflaquecidos, perseguidos y exhaustos pobla­ dores del interior y los matan por decenas. Hay unas cuevas llenas de huesos cerca de Oburaku, en el sur, y otras en la costa noroeste; y la leyenda dice que son las reliquias de estas grandes matanzas. En rea­ lidad, algunos de mis informantes me contaron relatos que decían haber escuchado de sus antepasados, sobre cómo y cuándo ocurrieron las ma­ tanzas: cómo un gran grupo de hombres de Tilataula (el distrito alre­ dedor de Kabwaku) intentó refugiarse en las laderas de los pantanos de manglares al norte de Oburaku, cómo intentaron pescar, cómo se libró un combate en el camino pantanoso entre Oburaku y Kwabulo, y cómo murieron todos estos hombres de Tilataula, cómo sus cuerpos fueron devorados y sus huesos arrojados a la cueva. Es posible que estas historias contengan algunos elementos de ver­ dad. No parece improbable que en épocas de verdadera hambre se prac­ ticara cierto tipo de endocanibalismo. Los trobriand viven al borde del canibalismo y, aunque en épocas normales lo miran con desdén y des­ aprobación moral, en períodos de hambre pueden sentir la tentación (como Ies sucedió a algunas personas durante la posguerra europea) de recurrir a un alimento fácilmente asequible. Pero los huesos de la cueva que yo inspeccioné no eran, desde luego, reliquias de tales fiestas de endocanibalismo; ni podían datar de unas cuantas generaciones atrás, puesto que la mayor parte estaban recubiertos de tierra y otros incluso estaban incrustrados en estalactitas. Pero las sangrientas batallas desde luego ocurrieron; y también es cierto que se produjeron al margen de las hostilidades normales de la isla, pues no las siguió venganza alguna. La siguiente narración, en la que se reproducen los recuerdos de mi amigo Molubabeba, en palabras de su hijo Tokulubakiki, ilustra algunos aspectos del moíu (texto 24, Quinta parte, § 6): «(i) Molubabeba presenció en su infancia un hambre, (n) En aquella época la gente primero se puso enferma con una enfermedad de la piel. (iii) Algunas personas murieron en la selva; otras en los pantanos; otras en el rayboag; otras alrededor de los pozos, (iv) Fueron a los pozos a humedecerse las manos, los pies, y luego murieron, (v) Todo esto se debió al hambre. No había alimentos para comer. »(vi) Después, cuando el hambre se acabó, encantaron el jengibre

silvestre, de tal forma que pudieran escupir en la aldea, (vn) Luego hicieron la magia de la lluvia y cayó la lluvia. » ( v i i i ) Este tamaño, tan grande como el antebrazo, debía tener el objeto precioso para cambiarlo por simientes de ñames: (ix) un her­ moso objeto precioso por diez cestas de ñames de simiente; un pequeño objeto precioso por cinco cestas, (x) (con esos ñames de simiente) plan­ taron y plantaron: una parcela, veinte hombres; un cuadrado para cada uno. (xi) Después de esto, cuando los ñames de simiente fueron un poco más abundantes, cada parcela la cultivaban dos hombres, (xn) Todavía después, cuanlo los ñames de simiente volvieron a ser abundantes, un hombre labraba una parcela, otro hombre otra parcela. » ( x i i i ) En Kuíumata, en el distrito occidental, la gente desaparecía, perecía. Ninguna canoa podía salir allí al mar para que pudiéramos pescar, (xiv) Si salía una canoa, nos verían, nos matarían directamente, (xv) Nos matarían: nuestros parientes se enfadarían, porque era una época de hambre, (xvi) Nos escondemos en la selva, encontramos una canoa, no nos atrevemos a salir y pescar. »(xvn) La causa de todo esto es la brujería de la sequía; el país debe estar embrujado por los jefes porque nosotros hemos matado a sus parientes con brujería, (xvm) Cuando Mwakenuva, cuando Purayasi murió, Numakala lanzó su conjuro maléfico, (xix) Siempre que muere un jefe, el país es embrujado.» Aquí tenemos una descripción de una gran hambre presentada en la forma vivida y concreta característica de las narraciones indígenas: la enfermedad de la piel, con que se dice que comenzó la enfermedad del hambre; la gente extenuada que rodea los pozos para morir allí; la celebración de la magia vilamalia, escupiendo jengibre silvestre en la aldea (cf. cap. VII, secs. 6 y 3); el tamaño del objeto precioso, en este caso un hacha de piedra, que se intercambia por diez cestas de ñames de simiente, cuando en tiempos normales serviría para pagar un cen­ tenar de cestas; el número de hombres que trabajan en cada baleko; el abatimiento y la venganza; y, por último, la creencia profundamente enraizada de que, de alguna forma, el hambre siempre es la expresión de un disgusto del jefe con sus súbditos (cf. cap. I, sec. 8). Historias similares de los viejos tiempos cuentan cómo todas las al­ deas de la isla se trasladaban a las riberas y acampaban allí, en la es­ pesura de la maleza y la jungla.8 Los invasores recorrían los pantanos de manglares, reptando subrepticiamente por la noche, para pescar ma­ riscos en los bajíos y, todo el tiempo, tenían que luchar contra quienes trataban de evitar que pescaran furtivamente en la laguna: muchas tardes junto al fuego oí contar historias parecidas, sin tomarlas entera» mente al pie de la letra. Los indígenas expresan la dureza del hambre por la pequeña cantidad de taytu con que gradualmente iban quedándose satisfechos; y luego, como en la historia que acabamos de transcribir, miden la escasez de los ñames de simiente por el precio que tienen que pagar por ellos. Al parecer, en épocas de verdadera hambre, los jefes, al menos subrepticiamente, olvidaban sus tabúes y comían cerdo salvaje y wallaby, la despreciable fruta del árbol noku y otras abominaciones.

El jefe supremo no debía padecer tanto como los hombres de inferior categoría. Por regla general, se le consideraba causante tanto de la sequía como del hambre, por ser éstas una manifestación de sus poderes sobre­ naturales, puestos en malévola actividad por algún delito contra su persona. Ni él ni sus parientes sufrían tanto como el pueblo bajo, porque reclamaban y percibían sus tributos en pescado y recibían tantos ali­ mentos vegetales como fuera posible encontrar. Pero el pueblo moría y la enfermedad los diezmaba; e incluso ahora, cuando un indígena habla de la gran molu, en su voz y en su rostro se trasluce la sombra de la calamidad. Incluso la molu normal, simple insuficiencia de alimentos, ya es bas­ tante mala. Antes de que pueda afectar directamente las necesidades orgánicas de los indígenas, hiere su orgullo y les hace sentirse contraria­ dos e insatisfechos con su trabajo. En esas ocasiones, los trobriand recurren a los frutos no maduros, y comienzan muy pronto su extracción (basi), comen tanto los tubérculos «negros» como los «blancos»,'y oca­ sionalmente se exponen a epidemias de disentería, pues aparentemente los ñames no maduros son indigestos. En años así, labran mayores huertos de taro en las tierras pantanosas, siembran muchos más ñames grandes (kuvi) en el rayboag y explotan sistemáticamente los bosquecilios del poblado y la jungla, todo lo cual supone un trabajo mucho más duro y poco de su agrado. Al fin y al cabo, son agricultores y no recolec­ tores de frutas silvestres. En tales años, el tabú que les prohíbe comer los nuevos frutos de los nuevos huertos también resulta oneroso para el mago de los huertos, quien tiene que esperar que cada fruto esté adecuadamente maduro y sea recolectado de forma ceremonial. Además de estos datos etnográficos, los análisis lingüísticos de los términos molu y malta en el Yol. 2, Quinta parte (div. V, §§ 3-5) ponen de relieve una interesante dimensión de esos conceptos. 2.

El

a lm a c en a m ien t o p r e l im in a r

La principal cosecha ceremonial de taytu, denominada tayoyuwa, se distingue de todas las otras recolecciones de frutos. El basi, como el lector recordará (capítulo IV, sec. 3), no es una recolección en el verdadero sentido de la palabra, sino, simplemente, una extracción de tubérculos que luego pueden comerse o no. Tales tubérculos nunca reci­ ben el nombre de taytu, sino que se describen con el término bwanawa; no pueden asarse, sino que es preciso hervirlos o bien cocerlos en el horno de tierra. Son tabú para el mago y no debe consumirlos la gente de rango, excepto cuando les apremia el hambre. El almacenamiento del taro y los kuvi (ñames grandes) tiene lugar más temprano y va precedido de una ceremonia mágica especial, que incluye la cancelación ritual del tabú previamente impuesto por el mago de los huertos. La magia de esta recolección temprana, así como la actividad misma, se denomina isunapulo. Bagido’u encanta una madreperla en su casa con las siguientes palabras:

I.

«[L u n a llena ahora! Luna llena entonces, luna llena aquí siempre. Redondéate en el norte, redondéate aquí en el sur. Redondéate en el sur, redondéate aquí en el norte. Redondéate, taro.»

II.

«Redondéate, taro, redondéate, taro... El vientre de m i taro — redondéate, taro, redondéate, taro— La base del tronco de mi taro • — redondéate, taro, redondéate, taro— L a punta de m i taro — redondéate, taro, redondéate, taro— El cimiento del tubérculo de mi taro — redondéate, taro, redondéate, taro— Las hojas de m i taro — redondéate, taro, redondéate, taro.»

III.

«Ellos comen el taro. Ellos vomitan taro. Ellos están hartos de taro. Sus ojos arden por la indigestión de taro. Ellos rechazan el taro. E l hierbajo tuvata’u brota del taro que se pudre en el huerto. El hierbajo puputuma fructifica sobre él. E l vientre de m i huerto se vuelve suave como la tabla de decorar. El vientre de mi huerto se vuelve suave como una tabla de machacar. Los agujeros del vientre de mi huerto son como los agujeros que los [moluscos de los manglares horadan en el barro. »íré a la aldea cargado de taytu.»

Después de encantar ]a concha con esta fórmula, el mago la envuelve con una hoja seca de banana para preservar la virtud mágica. A la mañana siguiente va al huerto y, con la concha, corta la parte superior de una planta de taro en cada baleko. Se lleva a su casa la parte supe­ rior del taro de la leywota principal y pone las hojas en una de las vigas de su vivienda. Es una ofrenda a los espíritus de los antepasados, quienes se supone que revolotean en torno al hogar de Bagido’u, en esta como en otras ocasiones.4 Mientras está en el huerto, Bagido’u coge también un ñame grande (kuvi), que uno de sus acólitos llevará más tarde a su casa colocándolo en el estante superior. Esto también es grato a los espí­ ritus de los antepasados. Al día siguiente se colocan en la kam kokola de cada baleko un palito partido y algunas hojas como señal del tabú que se ha impuesto sobre el trabajo. AI tercer día de todo esto, los hombres se dirigen a los huertos y cada uno saca unas cuantas plantas de taro y cava unos cuantos ñames de su parcela. Estos primeros frutos de los huertos se llevan al poblado y parte de los mismos son expuestos en la baku, la plaza central. Otra parte se coloca en las tumbas de los que han fallecido recien­ temente, como ofrenda de sus parientes.5 En los viejos tiempos, los muertos se enterraban en un extremo de la plaza central, en tanto que el otro extremo se utilizaba para las ceremonias, los repartos y, cuando no había luto, para las danzas. La colocación de los taros y los kuvi en un extremo por parte de cada familia afligida, mientras que las que no habían sufrido recientemente ninguna pérdida los exhibían en el otro, era una convención aceptada. Desde que la administración ha

ordenado que se entierre a los muertos fuera de las aldeas, los primeros frutos tienen que exponerse en dos lugares distintos, en la baku y, en el caso de los que han perdido hace poco un pariente, en las tumbas de las afueras de la aldea. Los alimentos públicamente expuestos no son comidos por sus propietarios, sino que éstos los entregan a algunos amigos o parientes, de preferencia a los parientes políticos que normal­ mente reciben el tributo de la cosecha. Los parientes de los recién falle­ cidos siempre comparten sus ofrendas con el viudo o la viuda y con los parientes políticos del difunto que hayan ayudado a cavar la fosa, y hayan participado en el entierro y en los ritos mortuorios.6 En tales ocasiones muchas veces se sacrifica un cerdo y se reparte como comida festiva. En ese caso, éste puede exhibirse en el baku junto a los primeros frutos (Primera parte, sec. 7). En algunas aldeas el taro y el kuvi se recogen el mismo día. En otras, los primeros frutos se recogen, exhiben y ofrendan en dos días consecutivos como sucede en Kulumata. LTn acto especial asociado a la primera cosecha es la cancelación del tabú del mago de los huertos. Algunos de los parientes políticos de Bagido’u — es decir, algunos de los parientes matrilineales de su esposa, por regla general el hermano, o los hermanos si viven— le ofrecen un manojo de plantas de taro y dos o tres ñames. Su mujer cocina unos cuantos y los lleva a la casa. El rompe un trozo de ñame, corta un poco de taro con una concha y los deja en las piedras del hogar, como ofrenda. Dirigiéndose a los espíritus ancestrales, recita este breve encantamiento: F ó rm ula 26

«Dejadnos abandonar los alimentos del último año, oh ancianos; dejadnos comer en su lugar los nuevos alimentos.»

Con este acto, denominado vakam kuvi, vakam uri, literalmente «hacer comer ñames, hacer comer taro», se levanta el tabú de los nuevos frutos por lo que concierne al taro y los ñames, y en adelante el mago no debe comer ninguno de estos frutos procedentes de los huertos anti­ guos. La única privación que entraña este tabú consiste, como recor­ daremos, en el hecho de que los otros miembros de la comunidad tienen permitido, en años de escasez, coger ñames o taro poco maduros incluso antes de celebrarse la magia de la isunapulo. El mago tiene que esperar que maduren los frutos, celebrar la magia y, luego, de forma ceremonial romper el tabú. Por lo que respecta al aspecto puramente técnico de la recolección de taros y ñames, los primeros simplemente se arrancan del suelo, se sacude la tierra de la raíz y se lleva a casa toda la planta. En cambio, la extracción del kuvi, los ñames grandes, es la forma más elaborada de recolección, puesto que las raíces de este tubérculo son muy gran­ des y muy ramificadas, o muy largas y es necesario soltar la tierra en una gran extensión con el palo de cavar. Las herramientas que se utilizan son el palo de cavar (daym a) para soltar el suelo, el hacha ( kem a), la azuela o el cuchillo comercial para cortar los tallos y las raíces pe­ queñas, y la concha de la madreperla ( kayeki) para rascar la tierra y

el pelo de los tubérculos. La kayeki también se utiliza para separar de las raíces comestibles la mata del taro, que se reserva para volverla a sembrar.

3. E l

r i t u a l d e l a c o s e c h a de l o s f r u t o s p r i n c i p a l e s

Repitiendo lo dicho, la cosecha de taytu, la gran cosecha, tayoyuwa, es una actividad que ocupa un lugar aparte en el ceremonial indígena y en la psicología indígena. Se abre con la última serie de actos mágicos, que de hecho consisten en dos ritos, y cierra el ciclo del trabajo de los huertos. Cuando los tubérculos están maduros para su recolección, es decir, cuando los sarmientos se secan y comienzan a caer, el towosi celebra una ceremonia llamada okwála. Esta inaugurará un corto período de tabú que se extiende entre dos y cuatro días, a. cuyo final, otra ceremonia, la del tum, abrirá la verdadera recolección. La magia de ambas ceremonias va dirigida a los tubérculos subterráneos. Como dicen los indígenas, «el okwala se hace para que el taytu pueda crecer cierta y verdaderamente, de tal forma que madure». «El tum se hace para que así se oscurezca la superficie del taytu, para que así el taytu pueda ennegrecerse en todo su contorno.» 7 Por tanto, es evidente que estas dos ceremonias pertenecen a la magia del crecimiento, más exac­ tamente a la magia del crecimiento dirigida a la maduración de los tubérculos. Por otra parte, también son ceremonias inaugurales, en el sentido de que son condición indispensable, así como una señal, para que co­ mience la cosecha principal. Me gustaría dejar claro, una vez más, que el concepto de «magia del crecimiento» no se basa en una definición indígena, sino que es una distinción etnográfica que yo mismo introduzco sobre la base de la diferenciación sociológica entre una y otra serie de ritos. Los ritos que poseen una determinada función inaugural, que introducen un nuevo tipo de actividad humana, en la medida en que operan como inaugurales, forman parte de la serie económica o socio­ lógica que organiza el trabajo humano de los huertos. Algunos ritos que únicamente hacen referencia a los procesos naturales y sólo son reali­ zados por el mago no presentan en absoluto esta función organizadora. En citas a una adecuada clasificación, los he definido como magia del crecimiento.8 Sin embargo, resulta bastante claro que la mayor parte de los ritos presentan ambas vertientes. En su finalidad mágica y en la psicología indígena, tienen por objeto los frutos y estimulan su creci­ miento. En su función sociológica y desde el punto de vista del antro­ pólogo, organizan y coordinan las actividades humanas. Tanto el okw a­ la como el tum presentan con mucha claridad ambos aspectos. El rito del okwala es simple: el towosi, ayudado por sus acólitos y quizás por otros individuos de la aldea, espolvorea la tierra con hojas que son distintas según las aldeas. En Omarakana se utilizan hojas de la planta noku, la cual como sabemos (véase sec. 1 de este capítulo) es una planta especialmente resistente. Las leywota (parcelas modelo)

quedan muy profusamente salpicadas, y también se colocan hojas de noku en las horquillas de la kam kokola (el poste vertical del prisma de la esquina mágica) y en los kaybaba (las varas oblicuas en la misma) y se atan a los kavatam (soportes de los ñames). El verde intenso de las hojas de noku resulta decorativo contra el follaje amarillento y bronceado de los sarmientos de taytu. Aunque las hojas de noku no han sido previamente preparadas, se supone que hacen caer las hojas de taytu, como debe suceder en la época de la cosecha cuando las raíces estén adecuadamente maduras. Las hojas de noku también son una señal de que los huertos están sometidos a tabú y no puede efectuarse ningún trabajo. Como hemos visto, la principal finalidad de todo el rito es dar un impulso final a la maduración de los tubérculos. En Omarakana, Bagido’u invariablemente envía temprano a sus acólitos, normalmente sus hermanos menores y sus amigos, a adornar ios huertos con las noku. Poco antes del mediodía, coge su kaytukwa (un bastón ornamental distinto de la hay lepa, su vara mágica) y los sigue a los huertos, donde, empezando por las leywota, encanta cada baleko (parcela) con su conjuro okwala: F ó rm ula 26

I.

«¡D elfín aquí ahora, delfín aquí siempre! ¡Delfín aquí ahora, delfín aquí siempre! Delfín del sudeste, delfín del noroeste. Juega en el sudeste, juega en el noroeste, el delfín juega. ¡E l delfín juega!»

II.

« ¡E l delfín juega! Alrededor de mi kaysalu, mi soporte ramificado, juega el delfín. Alrededor de mi kaybudi, mi vara para trepar que se inclina, juega el [delfín. Alrededor de mi kamtuya, mi vástago salvado de la siega, juega el delfín. Alrededor de mis tula, m i vara de deslinde, juega el delfín. Alrededor de mi yeye’i, mis pequeños soportes finos, juega el delfín. Alrededor de m i tamkwaluma, mi ligero poste de los ñames, juega el delfín. Alrededor de mi kavatam, mi robusto poste de los ñames, juega el delfín. Alrededor de mi kayvaliluwa, mi gran poste de los ñames, juega el delfín. Alrededor de mi tukulumwala, mi línea limítrofe, juega el delfín. Alrededor de karivisi, mi triángulo limítrofe juega el delfín. Alrededor de mi kamkokola, mi prisma mágico, juega el delfín. Alrededor de mi kaynutataía, mi prisma no encantado, juega el delfín.»

III.

«El vientre de mi huerto fermenta, El vientre de mi huerto selevanta, El vientre de mi huerto sereclina, El vientre de mi huerto crece hasta el tamaño del nido de la gallina salvaje, El vientre .de mi huerto crece como un hormiguero, El vientre de mi huerto selevanta y se dobla, El vientre de m i huerto selevanta como la palmera de dura madera. El vientre de mi huerto yace, El vientre de mi huerto sehincha, El vientre de mi huerto se hincha como con un niño.»

En esta traducción he preferido atenerme al texto indígena tanto como fuera compatible con una versión legible, a fin de preservar, en

la medida de lo posible, el característico sabor de los conjuros de las Trobriand. No obstante, la significación del símil que se repite en la frase clave, «el delfín juega», hubiera podido quedar más clara para un lector europeo de haberse desarrollado la asociación mística entre el movimiento ondulado del delfín y el enrollarse y ondular de los sarmientos al trepar que Bagido’u sacó a colación en su comentario y que debe estar peesente en la mente de todos los indígenas que lo escuchan. Una versión más completa en este sentido podría ser: «Alre­ dedor de mi soporte ramificado, el taytu se enrolla, el delfín juega. Alrededor de mi vara de trepar que se inclina, el taytu se enrolla, el delfín juega», y así sucesivamente. La ceremonia del okwala concluye cuando el towosi ha encantado todas las parcelas. Los huertos quedan tranquilos, cubiertos de hojas desperdigadas sobre ellos en señal de tabú, no los perturba la mano del hombre ni el palo de cavar mientras en el subsuelo maduran rápida­ mente en los tubérculos bajo la influencia de la magia. Al cabo de unos pocos días — el tiempo depende del clima y del estado mental y orgánico del mago— se efectúa la próxima ceremonia, la del tum. Una vez más, en su choza, Bagido’u entona la fórmula habitual de la magia de los huertos de Omarakana, el conjuro vatuvi, sobre una azuela (ligogu), entorno a cuyo filo se han atado algunas hojas aromáticas de la planta Uleykoya con una resistente hoja de wakaya, un bananero de tronco alto y grande, que se ensancha cerca de la base. Se utilizan las hojas de Uleykoya porque son aromáticas: «harán que el taytu huela bien». Las hojas de wakaya se utilizan en este caso, como en muchas ceremonias, por el tamaño y la forma del tronco. Actualmente se utiliza una azuela normal, con la hoja de acero. En los viejos tiempos el rito no se celebraba sobre una cuchilla ceremonial, sino sobre una cuchilla de piedra de las que realmente se usaban para trabajar (kasivi) montada en un mango de azuela ordinario. Este recitado del conjuro v a t u v i importante por ser el principal acto de la tum o ceremonia inaugural de la recolección, es aún más notable porque en esta ocasión se encanta al mismo tiempo que la azuela el kaykapola, la antorcha de cocotero que se utilizará para el primer quemado de los nuevos muertos. Cada antorcha ha sido prepa­ rada de la forma descrita en el capítulo III (sec. 2). Las antorchas cuidadosamente envueltas en varias esteras de forma que quede prote­ gida la virtud mágica, se dejan en la repisa superior de la casa del mago, donde permanecerán hasta que se enciendan cuatro lunas más tarde en el vakavayla,u, la primera gran quema de los huertos. Por la mañana, el mago se dirige a la principal parcela modelo del huerto, llevando la azuela encantada el día anterior. En esta ocasión, le acom­ paña una pequeña multitud compuesta por hombres, mujeres y niños. Los niños pequeños suelen correr delante para localizar las plantas que van a ser recolectadas e indicárselas al mago y sus acólitos (lo pre­ sencié en Teyava), un servicio destinado a satisfacer más bien la ambición de los muchachos que a ayudar al mago, puesto que las plantas de las leywota y de las otras parcelas crecen junto a la kamkokola y

no es difícil distinguirlas. Llegado a las leywota, el mago corta el tallo del ñame kwanada sembrado de forma ritual en la ceremonia kalim a­ mata (cap. III, sec. 1) y, con un palo de cavar, rompe el mantillo y saca las raíces. Luego corta el tallo de una planta normal de taytu, pre­ feriblemente alguna que esté enroscada en la kamkokola. La parte inferior del tallo cae al suelo. El mago se agacha, arranca un manojo de hierbajos, lo coloca sobre el tallo caído y prensa todo el montón con una piedra. Este acto, el tum (prensado, aplastamiento) da nom­ bre a toda la ceremonial De este modo debe segarse de forma ceremo­ nial, el primer sarmiento, y así se inaugura la cosecha principal de los frutos básicos, los tayoyuwa. En algunas aldeas, el primer tubérculo que se recoge tiene que reventarse contra el poste de la kam kokola (cf. Doc. VII). Y también aquí, como en la recolección del taro y el kuvi, el mago debe levantar de forma ceremonial su tabú. Algunos miembros matrilineales del clan de su esposa que vivan en la misma aldea le llevan una ofrenda de tubérculos que ellos mismos han recolectado. Su esposa los asa y nuevamente él ofrece una parte a los espíritus ancestrales, diri­ giéndoles las siguientes palabras: «Dejemos la comida del año pasado, oh ancianos, comamos en su lugar los nuevos alimentos», y luego come parte del nuevo taytu. Esta ceremonia se denomina vakam taytu, lite­ ralmente, «hacer comer taytu». El taytu que se recoge del suelo se denomina taytuva’u o kalava’u, y el mago comparte este kalava’u. El taytu guardado en los almacenes se denomina taytuwala. Hemos llegado ahora al último momento destacado, aunque no al final del ciclo de la cosecha, y nos encontramos más o menos en la luna de U tokakana o, más probablemente, de /laybisila, en los meses de abril o mayo. 4.

T

rabajo y p l a c e r

de la r ec o lec c ió n

Ahora empieza el trabajo. Invariablemente éste se realiza en grupos familiares. A veces, un individuo con su mujer y sus hijos pasa todo el día en el huerto, otras vuelven al poblado para la comida y una breve siesta, y reanudan el trabajo por la tarde. Es preciso cortar los vástagos de los sarmientos a ras de suelo, arrancar las raíces, limpiarlas y api­ larlas. Las plantas suelen cortarse con la azuela, sujetando el tronco flexible del sarmiento contra el poste kavatam para golpearlo luego; actualmente, es casi igualmente frecuente el uso del cuchillo comercial que facilita el trabajo. Se remueve el suelo con el palo de cavar, se despejan y arrancan las raíces. Los tubérculos todavía llevan tierra adherida y es preciso limpiarlos frotándolos con hojas. Para facilitar esta tarea, generalmente se dejan algún tiempo al sol. Además están cubiertos de un pelo fibroso denominado unu’unu, expresión que tam­ bién designa el vello de los hombres y las mujeres. El unu’unu tiene que arrancarse o afeitarse con una concha de molusco.

Del afeitado (usando el kaniku) como generalmente también del apilamiento y la limpieza, se ocupan las mujeres que lo realizan me­ diante un movimiento hacia fuera de la mano. La concha se sujeta entre el índice y el pulgar de la mano derecha, los otros dedos se apoyan delante sobre la superficie del tubérculo y la concha los sigue, afeitando el pelo. Esta parte del trabajo, con una finalidad fundamentalmente —yo creo que exclusivamente— estética, ocupa más tiempo que muchas de las actividades verdaderamente utilitarias. Normalmente al hombre le corresponde arrancar las raíces y la mujer se encarga de limpiar los tubérculos y transportarlos al cobertizo (kalim om yo); pero la división del trabajo no es en ningún modo estricta. Naturalmente al excavar la tierra que rodea las raíces de los sar­ mientos, queda desmantelado el huerto. Los postes de los ñames caen o bien se derriban, las guirnaldas de follaje, ya marchitas y marrones, ensucian el suelo. Muchas veces se desmonta la kamkokola, que ha perdido toda utilidad, y con los postes de desecho de la kam kokola y los kavatam, se construye ahora un pequeño cobertizo que servirá de almacén de urigubu. Se planta verticalmente cierto número de postes robustos, se atan otros horizontales a las horquillas de las puntas supe­ riores, y se cubre todo con un tejadillo de varas finas. Encima y alre­ dedor de este entramado se van atando guirnaldas de sarmientos de taytu. El número de cobertizos de este tipo que construye cada hombre depende del número de regalos urigubu de que sea responsable (cf. infra. capítulo VI). A cada gugula (montón urigubu) le corresponde kalimomyo. A través de las colgaduras de sarmientos o bajo el techo verde de las hojas de coco, los indígenas que pasean por el huerto pueden ins­ peccionar y admirar los frutos amontonados. Los amigos y conocidos, sean de la misma comunidad que el agricultor o de otra vecina, lo visitan, se sientan, observan el trabajo y manifiestan un expreso y laudatorio interés por los frutos cosechados como lo exigen las buenas maneras. Los frutos se clasifican antes de salir del campo. El mejor producto de todo el huerto se reserva para el urigubu, que más tarde se pre­ sentará de forma ceremonial a otra u otras familias. El montón uri­ gubu se construye siempre con algún cuidado en forma de montículo cónico en el centro del cobertizo; en el exterior se ponen los mejores tubérculos, se cuida la forma y se construye de manera que no pueda desmoronarse. Cuando es muy grande, es necesario rodear la base con un entramado en forma de valla diminuta, denominado lolewo. El taytu bueno pero pequeño, que se utilizará como simiente del próximo año y que, como sabemos, recibe el nombre especial de ya­ gogu, ocupa el siguiente lugar de honor. Normalmente se apila en un montón triangular o cuadrado en una de las esquinas. El taytu dete­ riorado o de inferior calidad, que se comerá sin almacenarlo de forma ceremonial, se denomina unasu y generalmente se coloca en pequeñas pilas en torno al montón central o urigubu, como motivo ornamental. Además, a veces encontramos uno o dos montones de buen taytu des­

tinados al uso del propio agricultor o a pequeños regalos que se hacen durante la cosecha. Incluso existe un término, aunque rara vez se emplee, taytukulu, para designar todo el taytu que se exhibe en tomo al montón central (cap. VI), es decir, los ñames de simiente, los ñames de inferior calidad y los frutos buenos que no se han colocado en el urigubu. Para concluir la enumeración de las distintas formas de taytu: los tubérculos que quedan en el huerto cuando ya se ha retirado de los co­ bertizos el fruto principal se denominan ulumdala. Algunos ulumdala son buenos tubérculos que han madurado muy entrada la estación, otros son tubérculos de inferior calidad o tubérculos de plantas olvi­ dadas o perdidas. La disposición del taytu en el kalimomyo resultará más clara si se consultan los diagramas de la figura 8 de tres típicos cobertizos que presentan dos aspectos del mismo kalimomyo. El número 1 presenta un kalimomyo muy pequeño, que reproduce la parcela de huerto de un plebeyo, Gumingawaya. Tenía aproximadamente dos por tres metros y los frutos estaban destinados a To’uluwa, el gran jefe de Omarakana. El número 2 presenta el cobertizo algo mayor y el número 3 el kali­ momyo verdaderamente grande. Formar los montones de taytu en los cobertizos lleva algún tiempo y el trabajo se desarrolla simultáneamente con la recolección del huerto. Una vez en el cobertizo, los frutos permanecen allí unos cuan­ tos días o incluso un par de semanas, y durante todo este tiempo el cobertizo sigue siendo un centro de la vida social. Como sabemos, según la costumbre establecida, la gente que visita los huertos debe lison­ jear al propietario y no criticarlo jamás. Sería una grave transgresión de las buenas maneras, casi podría decirse de la moral, hacer alguna alusión a la pereza de un agricultor, o a la incompetencia o la mala suerte. Si se le pregunta a un indígena qué sucedería si un hombre fuera públicamente criticado, vilipendiado o sometido a burla a causa de la pobreza de sus productos, la respuesta estereotipada es: «Se subiría a un árbol y cometería lo’u (salto suicida)». Tal respuesta no debe entenderse de forma literal, pero muestra la profunda suscep­ tibilidad de los indígenas en todo lo referente a los huertos. Al mismo timpo, siempre existe una corriente subterránea de ce­ los, envidias y mala voluntad en esta etapa del cultivo de los huertos, y a espaldas de los interesados circulan muchos chismes y calumnias. Esta crítica malevolente es de dos clases: unas personas son censu­ radas por la pereza y la falta de interés causantes de sus malos huer­ tos, y puesto que los buenos huertos constituyen en sí mismos una virtud, una obligación respecto a los parientes políticos y una obli­ gación respecto al jefe, esta crítica no carece de mala intención. Un hombre que adquiere reputación de ser mal agricultor de forma sen­ sible en la estimación pública y su crédito en la comunidad puede verse seriamente peq'udicado. Por otra parte, ninguna mala lengua puede dañar la reputación de un agricultor verdaderamente eficiente y laborioso.

En segundo lugar, un individuo puede ser atacado por cultivar huertos demasiado buenos. Entonces se le puede acusar de emular a sus mejores, de no dar la mejor parte de sus frutos al jefe y a sus parientes por matrimonio, y por tanto de actuar de forma desleal cediendo a su propia vanidad y avaricia. Esta crítica tampoco ca­ rece de malignidad que siempre se atribuye a la hechicería, al ex­ tremo de que cuando se produce una muerte, más de una vez se cree que la víctima ha muerto porque sus huertos eran buenos. Entre las wabu, las señales que se encuentran en el cuerpo en la exhumación que tiene lugar poco después del primer entierro y que revelan la causa de la muerte, no son pocas las que supuestamente indican que la muerte se debió a la ambición o al éxito excesivos en el cultivo de los huertos. Los tumores en forma de taro o la desordenada ansia de este vegetal poco antes de morir significan que el difunto tenía huertos de taro demasiado espléndidos o no pagaba suficiente tributo de ellos al jefe. Mutatis mutandis, las bananas, los cocos y la caña de azúcar producen síntomas similares, mientras que la nuez de betel mancha de rojo la boca del cadáver. Si el cadáver presenta espuma en la boca, ello demuestra que el individuo era demasiado adicto a la comida opulenta u ostentosa, o bien demasiado aficionado a jactarse de los alimentos. Por lo menos dos individuos fueron «muertos» así inmediatamente antes de mi llegada. Uno de ellos era Yogaru, el marido de Ibo’una, la sobrina nieta por línea materna del jefe To’uluwa. Yogaru tenía hermosos huertos y, puesto que el jefe y los parientes de su esposa también tenían que proporcionarle taytu, dado que era el marido de su hermana,10 acumulaba demasiada comida. Murió y, aunque nadie podía decirlo en público, varios hombres me comunicaron privada­ mente que había muerto víctima de la hechicería por mandato de To’uluwa. También un individuo que había estado casado con la her­ mana de Mitakata —no el Mitakata de Omarakana, sino su pariente el jefe de Gumilababa— y que, por aquella época, era un policía indígena a las órdenes del magistrado blanco, fue «asesinado por he­ chicería» porque se estaba adquiriendo demasiada influencia a conse­ cuencia de su riqueza en productos hortícolas. Si se interroga a cual­ quier indígena sobre este delicado asunto puede conseguirse toda una ristra de nombres. Mucha gente ha encontrado la muerte por ser agricultores eficaces y no lo bastante cumplidores con sus obligaciones en cuanto a la cosecha. Se comprenderá mejor la función sociológica de todo esto una vez expuesto el fundamento del urigubu. La humildad obligada, cuando un individuo menciona su regalo urigubu en presencia de sus superiores, queda bien ilustrada en el si­ guiente incidente, que también se cita en el Documento IV. Le pre­ gunté a Tovakakita, un plebeyo de Yourawotu, en presencia de cierto número de personas, cuánto recibía en urigubu. Replicó (Vol. 2, Quinta parte, div. XII, § 34): «No, no tengo ñames; nadie cultiva huertos para mí. Ellos se ocupan de producir alimentos para To’u­ luwa.» Por supuesto, aquí «ellos» hace referencia a los parientes ma­

temos de su esposa. Le conocía personalmente y él deseaba propor­ cionarme la información que yo solicitaba, pero antes consideró nece­ sario declarar que su regalo de cosecha no era nada. Para un plebeyo es una ofensa presumir de rico en presencia del jefe del poblado, o en presencia de personas de mayor rango. Cuando estalla una pelea abierta en los huertos, los indígenas pue­ den recurrir a un intercambio hostil y competitivo de alimentos de­ nominado buritila’ulo, que con frecuencia tiene graves consecuencias, en los viejos tiempos incluso podía llevar a una guerra (véase más adelante, sec. 6). 5.

T ra n s p o rte

d e

lo s f r u t o s

Una vez recolectado el taytu y reunido en los cobertizos en la mayoría de las parcelas donde se expone para satisfacer el orgullo de sus propietarios, se inicia el transporte de los frutos a las aldeas a que están destinados. Ello constituye otra festividad. El agricultor reúne un grupo compuesto por su parentela y los parientes de su esposa, que están obligados a ayudarle (cf. cap. VI, sec. 2). Por lo general, los más jóve­ nes se ocupan del transporte, pero muchos de los mayores toman parte en la supervisión del proceso y escoltan al grupo. Los portadores reciben un pequeño pago denominado vakapula (su [de él] pago de alimentos guisados) o vakapwasi (su [de ellos] pago de alimentos guisados). Con­ siste por regla general en pescado o fruta, que se prepara y se les entrega en la aldea antes de empezar. También se les reparte, en el huerto mien­ tras están cargando las cestas, nuez de betel, tabaco o caña de azúcar. Estos refrigerios a media jomada se denominan puwaya. En ocasiones muy destacadas tal vez maten un cerdo y esto también se denominaría puwaya. Generalmente se mata, trincha, cocina y come cuando el grupo de donantes ya está de regreso en la aldea. Tomé notas de los verdade­ ros pagos recibidos en diversas ocasiones y encontré que una vez se re­ partieron dos manojos de bananas, un manojo de nuez de betel y cinco pastillas de tabaco entre unos quince hombres. En otra ocasión, prepa­ raron un pastel de taro y se lo dieron antes de empezar el trabajo, y otra vez, el propietario había recibido algunos pescados de un poblado de la costa y fueron asados y repartidos entre un grupo de veinte. En el siguiente capítulo (sec. 3) seguiremos a uno o dos de tales grupos en el kayasa. A veces, los portadores se adornan con hojas, hierbas olorosas y pin­ tura facial. Todos salen juntos del poblado y se dirigen al huerto; allí se reúnen con su huésped en uno de sus kalimomyo y se sientan a char­ lar y a masticar nuez de betel. Muchas veces, el grupo se desperdiga por el huerto para valorar una vez más los otros frutos, discutir sobre ellos y ensalzar el valor del kalimomyo de su huésped. Recuerdo que una vez acompañé a uno de estos grupos de la aldea de Liluta. Cuando llegamos al huerto, los indígenas se detuvieron a recoger fruta de un gran árbol —manzana malaya, creo— y, luego, dado que hacía calor, fuimos a una

caverna, la mitológica caverna de Dokonikan, donde descansamos y co­ mimos fruta. Los grupos de Omarakana suelen detenerse en las pozas para bañarse, o van al rayboag y se bañan en el mar. Todo esto ocurre en medio del trabajo del día, pues el transporte del taytu desde los huer­ tos a la aldea debe tener un carácter retozón y festivo. Por fin todos se reúnen en el kalimomyo, donde el propietario y algunos ancianos del poblado, que acuden más temprano para hacer los arreglos, han estado esperando con más o menos paciencia. Un hombre mayor, que no representa al propietario del huerto, sino al in­ dividuo a quien deben llevarse los frutos, coge una cesta circular de medir y el taytu se coloca primero en ésta y luego se vacía en otras cestas para transportarlo. Por cada cesta de medir que se coge del mon­ tón principal, se arranca una hojuela de una gran hoja de cycas. A cada décima hojuela sólo se le arranca la punta, de tal forma que una mi­ rada a la hoja muestra en seguida cuántas decenas y unidades se han contado. Esta medida se denomina kalawa. Luego se recogen las hojas, u hoja, se llevan a la aldea receptora y se colocan frente al nuevo mon­ tón de taytu una vez que éste se ha construido allí. Una vez contado el taytu y distribuido entre los portadores, todo el grupo se dirige hacia la aldea del hombre a quien corresponde la producción de la baleko. Todos van juntos, pues está establecido que entren en el poblado en grupo. Por regla general, unos cuantos hombres del poblado receptor forman parte del grupo, pero no tienen que transportar nada. Al acercarse a la aldea, los portadores se ponen en fila india o, si son muy numerosos, en columna, y aceleran el paso más y más, hasta que entran corriendo, gritando con fuerza una especie de letanía. Un individuo grita una serie de palabras y el resto responde a coro con un estridente y chillón «Wi-...» Este es el texto de la letanía: Capiscol:

Coro Capiscol Coro Capiscol Coro Capiscol Coro Capiscol Coro Capiscol Coro Capiscol Coro Capiscol Coro

Osibwani-bwaniyoyo! Sidagu-dagurina! Yakikoil Wi! Yakikoil (Repetido de 4 a 6 veces.) Wi! Siyaloi! (Repetido como el anterior,) W i! Iyonoil (Repetido.) Wi! Sayseloü (Repetido.) Wi! Bom’goi! (Repetido.) Wi! Yonakoi! (Repetido.) Wi! Woekayoysa taytu! Yuhuhuhuhu [ ...]/

No puedo determinar a ciencia cierta el significado de las palabras utilizadas en este texto. La respuesta coral, el wi, se recita de forma enérgica y explosiva y a distancia suena como el chasquido de un

enorme látigo. Estos gritos de la cosecha se denominan sawili; preten­ den dar un tono impresionante y gozoso al acarreo de los frutos y atraer la atención de los aldeanos hacia el grupo recolector que se aproxima. Cuando se está celebrando una cosecha competitiva verdaderamente grande, además del grito sawili, los indígenas tocan la caracola y en­ tran en el poblado lentamente, por regla general cantando una can­ ción. Pero describiré un ejemplo auténtico de una recolección que presencié en Omarakana en 1918 (cf. cap. VI, sec. 3). Incluso una recolección normal despierta una gran expectación y tensión durante los pocos días que ocupa. Por la mañana temprano, instalado en una de las aldeas, oía débilmente el sawili a distancia. Luego, conforme los portadores se iban aproximando, volvían a prorrumpir en la letanía y ahora las respuestas sonaban fuertes y rítmicas a intervalos iguales. Por último, el sawili sonaba vigorosamente muy cerca e, inmediata­ mente, los portadores se precipitaban en la aldea resollando, enroje­ cidos bajo sus pieles obscuras. Después de depositar las cestas en tierra se sientan para un bre­ vísimo descanso. Luego, los hombres del grupo proceden a amon­ tonar el taytu frente al almacén de ñames receptor. Construyen un montón exactamente del mismo tamaño y forma que el que había en el cobertizo. La construcción de tales montones se hace en el propio suelo; los montones mayores se cierran con un entramado circular a su alrededor. Los ñames grandes (es decir, los kuvi) se sitúan fuera y los pequeños en el centro, aceptándose para tales ocasiones el pro­ cedimiento del «recubrimiento». Cuando hay gran cantidad de taytu tiene que transportarse en varios viajes. Los indígenas denominan yaya’i el último acarreo. En las ocasiones importantes, como la kayasa de un jefe o dirigente, el acabado de un montón se acompaña de una pequeña ceremonia. Cuando se han dado los últimos toques —levantando el emparrado sobre el montón, con uno o dos ñames especialmente atractivos unidos al entramado— se toca la caracola y el donante se pone en cuclillas delante del montón exhibiendo las hojas en que se ha llevado la contabilidad. Entonces se aproxima al receptor y extiende ceremonialmente las manos sobre el montón con algunas palabras como: «Tu montón, oh fulano de tal. Es el regalo urigubu de fulano de tal.» Aquí se menciona el nombre de la esposa por quien se entrega el regalo urigubu. Esto constituye la transferen­ cia legal. En las ocasiones normales, no se toca la caracola ni se exhibe la hoja de la contabilidad; la transferencia tiene lugar automática­ mente cuando se termina de apilar el montón. Durante los días ocupados por una recolección normal, apenas ha terminado un grupo ya vuelve a resonar el sawili en la lejanía y entra otro grupo con la acostumbrada prisa: los hombres con sus palos de transportar ( katekew a) en los brazos, las mujeres con las cestas circulares (peta) en la cabeza. La rapidez con que se suceden los grupos unos a otros y la can­ tidad que llega en un día depende de la magnitud de la cosecha y la importancia del poblado. En las pequeñas aldeas de plebeyos, don­

de en total pueden haber de seis a diez montones en la plaza central y en las que el acarreo no se prolonga más de dos días, diariamente entraría una media de cinco grupos. En una aldea mayor tal como Yalumugwa, que consta de varios villorrios componentes, algunos de ellos bajo el mando de un gumguya’u (jefe de menor rango), en un año normal se acarrearían veinte montones diarios. Como veremos en el Documento I, en la cosecha de 1915 en uno solo de los villorrios componentes llegó a haber treinta y dos. No puedo decir con exacti­ tud cuánto tiempo lleva el acarreo de esta cantidad, pero probable­ mente unos tres días, calculando una media diaria de diez grupos. Todos los otros villorrios juntos recibirían en total la misma cantidad, o sea que en conjunto entrarían en el poblado unos veinte grupos. En Omarakana, durante la gran cosecha competitiva de 1918 (Doc. II), hubo en la aldea setenta y seis montones, algunos de enormes di­ mensiones, y el acarreo duró unos diez días. Pero entonces llevó gran cantidad de tiempo levantar unos montones tan grandes. Cubrían toda la plaza central, agolpada de hombres y mujeres. Los montones se colocan siempre justo delante de los almacenes de ñames de los re­ ceptores de los frutos. Inmediatamente después de su erección, cada montón se cubre de hojas de coco, de forma que no quede expuesto al sol. Si los montones son muy grandes o sí, por alguna razón especial, tienen que perma­ necer en exhibición durante algún tiempo antes de ser almacenados en las casas de ñames, se levantan sobre ellos cobertizos similares a los que hemos visto en los huertos. Pasados unos pocos días, en el caso de que se trate de una aldea pequeña e insignificante, o después de una semana o dos, en el caso de una capital importante como Omarakana, los donantes y sus ayu­ dantes, de hecho la mayor parte de los que componían el grupo que transportó el regalo vuelven a la aldea del receptor, y las mismas manos que levantaron el montón del urigubu en el cobertizo del huerto, lo deshicieron y lo reconstruyeron en la aldea, almacenan ahora los ñames en el bwayma (almacén) de su propietario definitivo. Pero sobre todo esto tendremos que volver en el capítulo VIL La recolección del taytu es, hasta cierto punto, el acontecimiento final del ciclo agrícola. No obstante, si volviéramos al huerto, ahora desmantelado, desaliñado y aparentemente descuidado, no lo encon­ traríamos completamente desierto y abandonado ni mucho menos. En primer lugar, como ya se ha explicado, la «rebusca» de los ulumdala, los tubérculos dejados, tiene que llevarse a cabo. Y ésta, a veces, re­ presenta una contribución substancial a la economía familiar y puede requerir una considerable cantidad de trabajo. Además de esto hay por lo menos otro fruto muy importante que debe recolectarse des­ pués: son las batatas ( simsimwaya). Algunas de éstas se siembran con los frutos tempranos, pero tardan más tiempo en crecer y sólo maduran uno o dos meses después del taytu. Yo creo también que durante la cosecha principal, se plantan algunas simientes. La ba­ tata es un fruto resistente. La cizaña no la sofoca fácilmente y, por

tanto, puede crecer en el emplazamiento de los viejos huertos sin necesidad de escarda ni de ningún otro cuidado agrícola. Un huerto del que se han recolectado los frutos principales, en el que sólo que­ dan algunos tubérculos que se destinan para la rebusca, y batatas en crecimiento, se denomina ligabe. En el ligabe no se hace ninguna clase de trabajo, excepto alguna visita ocasional para recoger las bata­ tas que puedan necesitarse. Pronto comienzan a crecer los hierbajos, algunos se transforman en vástagos de jungla baja y, dos o tres años después de la cosecha, es muy difícil distinguir el ligabe de la odila. Creo que en el momento actual las batatas son importantes desde el punto de vista económico. No obstante, los indígenas me dijeron que son una innovación agrícola, llevada a las islas por los europeos. Su papel en el aspecto ceremonial de la economía indígena es cierta­ mente insignificante. Nunca figuran en los repartos públicos, ni son objeto de intercambios rituales de regalos. Ni la magia ni los comen­ tarios indígenas sobre la magia los mencionan nunca. Cuando el po­ blado pasa un período de abundancia, Se usan fundamentalmente como forraje para los cerdos, pues a los indígenas no les gustan. Sin embargo, en épocas de escasez, constituyen una importante reserva de alimentos. De vez en cuando se siembran unos cuantos bananeros en el ligabe, v. g. cuando el huerto se ha plantado en terreno húmedo y ver­ daderamente fértil (cf. cap. X, sec. 5). En este caso, las plantas se mantienen limpias de hierbajos durante los dos o tres años que tarda en madurar el racimo. 6.

« B u r i t i l a ’ u l o » : la pugna c o m p e t it iv a CON LA RIQUEZA RECOLECTADA

El resquemor intestino de malicia, el rccelo y la envidia que acom­ pañan la exhibición de alimentos y las muestras de alabanza y admi­ ración pueden conducir a una amarga animosidad personal, que en las Trobriand suele terminar en intentos de asesinato mediante la brujería. Cuando esto ocurre entre personas pertenecientes a dos comunidads distintas, es fácil que sus parientes y convecinos se vean in­ volucrados en esa rivalidad. Entonces entra en juego la pugna con la riqueza, la comparación de los respectivos productos cosechados, deno­ minada buritilá’ulo-11 El buritila’ulo es uno de los ejemplos más característicos de ese doble filo que caracteriza a los regalos que intercambian los trobriand. Por una parte, es un presente que se entrega con la generosidad gran­ dilocuente, aunque calculadora, que los indígenas muestran en tales ocasiones, y se recibe con una suspicacia recelosa y mezquina siempre dispuesta a descubrir muestras de tacañería. De esta forma el buritila’ulo, que se califica de regalo, es un mutuo desafío hecho con los recursos económicos, en el cual cada una de las dos partes pretende demostrar que es la más rica, la superior y la más poderosa. En efecto,

el regalo debe devolverse de inmediato, exactamente en la misma can­ tidad y con la misma calidad. Si el pago de devolución es demasiado pequeño, su inadecuación se echará en cara a los dadores. Si la devo­ lución es excesivamente generosa, los receptores lo tomarán como un insulto. El buritila’ulo sólo tiene lugar durante la cosecha y cínicamente en conexión con una disputa a causa de los alimentos. Siendo contrario al código de buenas maneras establecido que un individuo critique la calidad del producto cosechado por otro, éste naturalmente replica con una invectiva. Es característico del trobriand que, si alguien le dice que sus ñames son malos, responda casi automáticamente: «Tú eres quien tiene malos ñames». Cuando se inicia una discusión de este tipo, sus consecuencias son absolutamente obvias. Es inevitable que tarde o temprano se llegue al insulto: gala kam, «ninguna comida tuya», «no tienes comida», y éste provoca un torrente de mutuas in­ jurias que no pueden dejar de tener serias consecuencias. Por regla general, la pelea degenera allí mismo en una lucha inmediata. No obstante, ésta no puede llegar muy lejos si hay presentes personas de autoridad, dirigentes u hombres de rango. Estos pueden intervenir y, entonces, el asunto acaba sometiéndose más pronto o más tarde al arbitraje de un intercambio competitivo de alimentos, buritila’ulo. Como ejemplo puedo citar lo que ocurrió en junio de 1918. Un plebeyo de la aldea de Kabwaku, llamado Kalaviya Kalasia, discutió en el huerto con Mweyoyu, un plebeyo de Wakayse. Ambas aldeas, poco distantes entre sí, pertenecen al distrito de Tilataula, que gobiern^el jefe de Kabwaku, Moliasi. Nunca puede declararse la guerra entre estas dos comunidades, puesto que deben obediencia al mismo jefe, pero las peleas son frecuentes y no faltan pequeñas refriegas (pulukuvalu). Como suele ocurrir, los dos individuos discutieron sobre la cantidad y la calidad de los productos de sus cosechas. En el curso de la discusión, el hombre de Kabwaku destruyó el cobertizo del huerto de Mweyoyu. En seguida se inició una lucha, pero fue detenida. Más tarde, sin embargo, el dirigente de Wakayse fue a protestar al jefe de Kabwaku por la destrucción del huerto. El jefe de Kabwaku, Mo­ liasi, respaldó a su súbdito y dijo algo así como que la gente de Wakayse no tenía huertos decentes y no podía entregar los tributos adecuados, y por tanto no deberían presumir de sus alimentos. En réplica a este desafío, el dirigente de Wakayse ofreció a la aldea de Kabwaku un regalo consistente en todos los ñames producidos por la gente de su poblado. Esta declaración de buritila’ulo fue aceptada por Moliasi, el jefe de Kabwaku, e inmediatamente se inició la lid competitiva. Ahora bien, los principios que fundamentan el buritilaulo pueden resumirse como sigue: la comunidad A, la cual o bien ha salido peor parada en una pelea, como le había ocurrido a Wakayse, o bien ha recibido una injuria, o ha sido la primera injuriada, lanza el reto. Entonces esta comunidad tiene que reunir todos los ñames posibles, pues el buritila’ulo invariablemente se lleva a cabo con kuvi, ñames

grandes, y nunca con taytu. Todos estos ñames que pueda reunir la comunidad A se acumulan, se llevan a la comunidad B, donde se exhiben y se entregan de forma ceremonial y, luego, esta segunda comunidad devolverá el regalo. Si la devolución corresponde exacta­ mente a la misma cantidad, todo tiene un final feliz; de lo contrario, como anteriormente se dijo, se plantean nuevos problemas. El siguiente texto, extraído de una conversación con varios infor­ madores y procedente de notas tomadas mientras se estaba desarro­ llando el buritila’ulo, puede documentar algunos de los puntos soste­ nidos (texto 88, Quinta parte, div. X II, § 24): «(i) Una pelea puede iniciarse en el huerto. Nuestro compañero diría: ‘‘Tú, ¿tienes comida contigo? jTú no tienes comida!” (n) El dice: “Vamos. Hagamos un buritilá’ulo (exhibición competitiva de alimentos).” (m ) (El narrador pasa aquí a concretar los hechos). La disputa la inició el hombre de Kabwaku, al decir: “No tienes comida contigo”, (iv) La gente de Wakayse habló luego: “Espera un poco. Traigamos los ñames para la exhibición. ¿O los traes tú primero?” (y) Entonces habló la gente de Kabwaku: “¡Bien!”, ante lo cual la gente de Wakayse de inmediato fue a buscar ñames, (vi) Ayer, la gente de Wakayse trajo los ñames. Hoy, la gente de Kabwaku lo devuelve todo, y más sobre ello y lo regalan todo a la gente de Wakayse. (vil) En los viejos tiempos, siem­ pre que el pago era excesivo, la gente de Wakayse se enfadaba en el acto y se iniciaba la guerra.» Otros dos o tres puntos de interés se desprenden de este texto. Las gentes de Kabwaku tomaron la iniciativa de la pelea, puesto que el reto del buritiltfulo procedió de las gentes de Wakayse, que fueron los insultados. La afirmación del último verso de que se produciría la guerra es tan exacta que, probablemente, en los viejos tiempos debió haber algunas refriegas entre Kabwaku y Wakayse. Pero no verdadera guerra, sólo pulukuvalu; es decir, un encuentro entre dos aldeas nor­ malmente amigas en el cual debía correr la sangre, pero no se solían producir muertes. Este texto da una buena idea del tipo de informa­ ción que espontáneamente proporcionan los indígenas. De no haber estado en el lugar, observando los detalles de la pelea y de la tran­ sacción, y procurando elucidar hechos concretos por medio de pre­ guntas directas, me hubiera llevado mucho tiempo descubrir la ver­ dadera naturaleza de esta costumbre. Volviendo a los hechos observados, empecemos por los preparati­ vos. Se sacan todos los grandes ñames del bwayma (almacén) y se exhiben en montones en el poblado. Los grandes ñames denominados kwibanena se atan entre dos palos y se adornan con banderolas de pandanos y salpicaduras de pintura blanca. Este conjunto forma esos atados que los indígenas llaman kaydavi. Así, los dos ñames mayo­ res, uno de cada aldea competidora, sobresalen a los demás. Luego, se acumula tanta caña de azúcar y nuez de betel como sea posible. Además de los grandes ñames, sólo pueden utilizarse estos dos pro­ ductos. Las contribuciones en ñames tienen que proceder exclusiva­ mente de la propia producción de ios aldeanos. NifSr®! Urastero

puede hacer una aportación al depósito conjunto. No hay dodige bwala, es decir, ayuda de los parientes políticos, como en las exhi­ biciones o repartos normales. Por otra parte, cada individuo tiene que entregar todos los ñames que posea. Todos cuentan cuidadosamente su aportación y guardan una contabilidad aproximada del tamaño de cada tubérculo. Los ñames largos se cuentan mediante palos de lon­ gitud equivalente, un palito por cada ñame. Los ñames redondos se miden con una cuerda en la que se hacen nudos para indicar su tamaño. Cada propietario lleva una contabilidad particular de sus ñames, a fin de poder reclamar exactamente su parte de la pila común del regalo de devolución. Luego los indígenas tienen que calcular aproximadamente la ca­ pacidad cúbica necesaria para contener todos los ñames reunidos. Van a la selva y recogen unos cuantos postes robustos y algunos palos. Con éstos construyen una especie de gran jaula (llamada liku) y la llenan de ñames para comprobar su capacidad. Luego la desarman y toda la aldea (A) comienza el trabajo de transportar los ñames y las partes componentes de esa gran jaula a la aldea desafiada (B). En ésta, los ñames se depositan en el baku mientras se reconstruye el gran receptáculo, ahora más sólidamente, porque los hombres de la aldea B tendrán que transportarlo a la aldea A sin tocarlo. Cuando el gran receptáculo está acabado, cada individuo deposita en él su contribución. Encima de todo se colocan los grandes tubércu­ los, cada uno atado entre dos palos, así como los trozos de caña de azúcar y los manojos de nuez de betel. El liku lleno y decorado, listo para el desafío final, espera el momento de su traslado.13 A veces, me dijeron los indígenas, se construye también cierto número de pwata’i, receptáculos en forma de prisma, y se llenan de kuvi meno­ res, coronándolos con nuez de betel y caña de azúcar. Cuando hay una gran abundancia de productos, se montan estructuras verticales f lalogwa) decorados con ñames, bananas y nuez de betel. Luego viene la verdadera transacción. Ante todo, se toman las medidas exactas de la gran jaula. La comunidad B tendrá que devol­ ver a la comunidad A ese mismo receptáculo, sin modificarlo en lo más mínimo, y llenarlo exactamente hasta la misma altura. Con ob­ jeto de asegurarse contra cualquier fraude y tener un claro patrón de medida, se cortan cierto número de palos en los que se señala la lon­ gitud, anchura y altura del receptáculo. Luego se consigna el tamaño y el número de los regalos más importantes, los ñames largos. Llega­ dos a este punto, la comunidad B ya tiene preparados sus kaydavi, es decir, sus ñames atados entre dos palos, y por cada kaydavi que les lleva la comunidad A, devuelven el correspondiente kaydavi, que no obstante, no entregan todavía. A continuación se determina el nú­ mero de manojos de nuez de betel y se estima aproximadamente su tamaño, tomando nota del mismo. A continuación se reparte el con­ tenido del liku; cada hombre de la comunidad B, la receptora, recibe su parte exactamente equivalente a su aportación procedente de su propio almacén, al regalo de devolución. Al día siguiente se trans­

porta el liku sin desmontar a la aldea A, donde fue construido por primera vez. En la ocasión que presencié se necesitaron unos veinte hombres para levantarlo y transportarlo. El resto de los pobladores de la aldea, hombres, mujeres y niños, se ocupaban de transportar los ñames. Llegados a la aldea A, se repite exactamente la operación del día anterior, sólo que ahora la transferencia pasa de la comunidad B a la comunidad A. Entonces llega el momento dramático. La comunidad B ha for­ zado todos sus recursos, no sólo para devolver toda la cantidad de ñames, sino para conseguir un excedente. La estricta medida de de­ volución se denomina kalamelu, que quizás podría traducirse por «su equivalente», «el equivalente del regalo recibido». Si pueden ofrecer una cantidad extra, la colocan en el suelo y declaran que es kalamata, «su ojo». La palabra «ojo» se utiliza aquí con el sentido figurado de algo que va por delante, que pasa, que va más allá. Ahora bien, el regalo extra no se ofrece con un espíritu amistoso. Será objeto de jactancia para la comunidad B, que además reclamará inmediatamente una devolución. Pero puesto que la comunidad A ha agotado todos sus recursos con el regalo original, le es imposible de­ volverlo. Tienen que regatear, afirmando que el excedente en realidad no es tal sino que se ha formado a base de no llenar honesta y com­ pletamente la kalamelu. El buritila’ulo dará lugar a otra pelea y otra lucha. No obstante, puesto que la comunidad B, que supondremos es la más rica, también sería la más fuerte, la gente de la comunidad A obviamente acabaría derrotada en todos los sentidos. Pero las dos co­ munidades que practican entre sí el huritila’ulo no son esencialmente hostiles, de tal forma que la lucha probablemente nunca traerá muy graves consecuencias. Sin embargo, me dijeron que en los viejos tiem­ pos, especialmente cuando el buritila’ulo tenía lugar no entre dos co­ munidades vecinas, por lo general amigas, sino entre dos comunida­ des que, aunque no en situación de guerra recurrente, podían sin embargo luchar si se presentaba la ocasión, era posible que el asunto acabase en un serio combate disciplinado. Pero ejemplificaré uno o dos puntos de esta descripción general con lo que ocurrió entre Wakayse, que correspondería aquí a la comu­ nidad A, y Kabwaky, que correspondería a la comunidad B. En este caso los hombres de Wakayse eran obviamente los más débiles; habían sido insultados, Ies habían dicho que no tenían comida y fueron quie­ nes lanzaron el primer reto. Sin embargo, la gente estaba dispuesta y animada. Pese al hecho de que Moliasi era el jefe reconocido de todo el distrito, tuvo varias peleas con Kulubwaga, el dirigente de W a­ kayse, y también hubo discusiones entre sus gentes. Ambos se pre­ sentaron en la plaza. Moliasi apareció en el mismo centro, con un turbante en la cabeza; Kulubwaga, adornado con un cinturón de con­ chas de cauri, permanecía a la derecha, detrás de un enorme ñame de unos cinco pies de longitud, que sostenían dos de su séquito. De vez en cuando, ambos dirigentes hacían apasionados discursos

a sus propios súbditos, aunque en realidad dirigían sus comentarios adversos a la otra parte. Por ejemplo, mientras los hombres de W a­ kayse corrían hacia Kabwaku con postes y ñames y levantaban el liku con bastante eficacia y velocidad, Moliasi comentaba la lentitud con que lo hacían todo. Señalando la nuez de betel que se les había ofrecido, injuriaba directamente a los hombres de Wakayse por no disponer de nuez de betel propia y tener que conseguirla en otras aldeas (Vol. 2, texto 89, Quinta parte, div. XII, § 26). «¿Por qué traéis nuez de betel de Kaybola, de Kwaybwaga? Lle­ vaos esa nuez de betel de otras aldeas, de Kwaybwaga y Kaybola. No la quiero. Traednos vuestra propia nuez de betel de Wakayse.» Estos insultos no recibieron réplica directa porque el indígena siem­ pre está en situación de inferioridad en la aldea de otro hombre, pero al día siguiente, en Wakayse, escuché una gran cantidad de comen­ tarios insultantes contra los hombres de Kabwaku. En efecto, mientras éstos resollaban a causa del duro trabajo de transportar la gran cesta y los ñames, moviéndose como en trance, excitados y absortos en su tarea, iban recibiendo insultos por su len­ titud, por la aparente insuficiencia de su regalo de devolución y por haber deformado el liku durante su transporte. Discutiendo lo ocurrido aquel día con algunos hombres de Omara­ kana que habían estado presentes allí conmigo, un informante re­ produjo así las bravatas de los hombres de Kabwaku (Vol. 2, texto 90, Quinta parte, div. XII, § 28): «Unos hombres dijeron: “Tiremos a la basura esta jaula. Coja­ mos una nueva. Superemos a la gente de Wakayse.”» Tales palabras eran obviamente presuntuosas porque hubiera sido incorrecto en el huritila ulo construir una cesta más grande. De hecho, es algo que nunca se hace. Cualquier excedente debe presentarse de­ jando el kalamata en el suelo al lado de la gran cesta. A esto los hombres de Wakayse replicaron que el liku había re­ sultado demasiado pequeño desde un principio y que realmente ellos querían construir otro mucho mayor para poder colocar su regalo. La comparación de los ñames largos no resultó nada pacífica ni agradable. En conjunto, fue un acto bullicioso, lleno de discusiones y amenazas. Sin embargo, no pasó nada grave y la gente de Kabwaku se abs­ tuvo de añadir un excedente insultante a su regalo de devolución. Ahora los indígenas tienen miedo de luchar y tratan de evitar las situaciones que casi inevitablemente les tentarían a utilizar las lanzas y los palos arrojadizos. Me dijeron que Moliasi, de hecho, incluso consultó al Assistant Resident Magistrate si podía entregar un kala­ mata (regalo excedente). Como en aquel momento el funcionario des­ conocía por completo las costumbres indígenas, dio su autorización sin saber cuáles podían ser las consecuencias. Pero, llegado el mo­ mento, Moliasi tuvo miedo de las posibles consecuencias. Yo medí el liku que se utilizó en la transacción. Tenía 4,6 m de longitud, 1,85 de anchura y 1,7 de alto. El kaydavi de mayor tamaño

tenia unos 2,4 m, de los que el tubérculo propiamente dicho medía alrededor de 1,8. Hacia el final del acto, acabadas ya todas las medi­ ciones, discusiones y peleas, se hizo un pequeño reparto de alimentos entre los espectadores de las otras aldeas. Consistió en un trozo de caña de azúcar y un poco de nuez de betel, dispuesta en el suelo en pequeños montones que se asignaron a los individuos de las aldeas vecinas. Este reparto de alimentos se denomina kokouyo. Incluso durante el nuevo reparto de ñames dentro de la aldea siempre se producen algunos disgustos y peleas, pero, en conjunto, se deben más bien a ambición personal y vanidad que a verdadera ava­ ricia, y nacen del deseo de demostrar que uno ha dado más de lo que recibe.

1 E n nuestra tabla de cómputo del tiempo, las lunas «de hambre» se calculan en cinco. Por supuesto, se trata de una valoración media aproximada y más que un período fijo indica la estación dentro de la cual fácilmente puede haber hambre. 2 Mis conocimientos de geografía botánica son defectuosos, pero mis informantes indígenas me aseguraron una y otra vez que las batatas no se conocían en la isla antes de la llegada de los hombres blancos (véase más adelante, sec. 5 ). 5 Véase también la nota 20 del Apéndice II, sección 4. 4 Cf. también la nota 8 del Apéndice II, sección 4. 5 Huelga decir que el taro y ef kuvi sólo pueden cosecharse en las parcelas en que están maduros. Cf. lo que se ha dicho sobre el ritmo de las faenas y el retraso en las mismas en el capítulo II (sec. 5 ). 4 Véase también la nota 21 del Apéndice II, sección 4. I Cf. Vol, 2, textos 66 y 68, Quinta parte, div. X , §§ 4 y 6. 8 Cf. también Apéndice I, y Argonautas, cap. X V II. 9 Véase también la nota 22 del Apéndice II, sección 4. 10 E l término hermana debe tomarse aquí en el sentido amplio o «clasificatorío»; «Pariente femenino por línea de mujer». II Véase también la nota 23 del Apéndice II, sección 4. 12 Tuve ocasión de presenciar esta labor de cubicación, en el liku que represen­ taba el regalo de devolución de los hombres de Kabwaku, exhibido en Wakayse.

La ley tradicional de los regalos de la cosecha

Hasta ahora nos hemos limitado a observar muchedumbres de personas que se reunían y transportaban los frutos de su trabajo, no a su propia aldea, sino a otra absolutamente distinta, exhibiéndolos en esta última y ofreciéndolos a una persona en nombre de otra. Vagamente se intuía que esta aparente confusión obedecía a ciertas normas, que existía un dador y un receptor; que entre los colabora­ dores y los portadores, los medidores y los admiradores, mediaban ciertas relaciones sociológicas, al igual que entre un grupo y otro, Pero ¿qué relaciojoes_son éstas, qué fuerzas mueven a estas gentes, qué incentivos les impulsan a trabajar y esforzarse y hacen que encuen­ tren satisfacción en su trabajo? Sobre todo, ¿qué motivos pueden in­ ducir a un individuo a ofrecer lo mejor de su cosecha a otro? Son preguntas aún por contestar. Y, desde luego, la respuesta no es simple ni obvia. ,Las leyes tradicionales se entretejen en un sistema complejo de normas económicas, legales y sociológicas, cuya complejidad e irre­ gularidad resulta casi molesta a primera vista. Tan difícil es aprehen­ der las que la mayoría de los blancos con muchos años de residencia en las Trobriand, algunos de ellos casados con mujeres indígenas y beneficiarios del sistema que regula la cosecha en las Trobriand, no logran comprenderlas y menos aún explicarlas. Por tanto, será nece­ sario un cuidadoso y detallado examen de estas normas. También deberemos comprobar si es posible reducirlas a los principios funda­ mentales de la conducta humana, el hambre, el amor y la vanidad. I.

La

o b l ig a c ió n

de

llen a r

el

a lm a cén

.JE1 aspecto económico resulta verdaderamente sorprendente y para­ dójico. En efecto, escuetamente hablando, el resultado es que cada individuo trabaja para otro y cada uno recibe de otro una buena parte del sustento de su familia. Tal vez sería más correcto decir que ninguna familia debe ser mantenida completamente por el cabeza de

la misma — el marido y padre, el hombre que para nosotros sería el natural encargado de ganar el pan—, sino que también contribuyen de forma substancial otros, que escasamente comparten los alimentos en la casa y por regla general rara vez son invitados. Al mismo tiempo, la familia que así se sustenta, labra y cuida los frutos con objeto de ofrecer los mejores tubérculos recolectados a una tercera persona que tampoco vive en la misma aldea y que raras veces visita la casa. El principio sociológico fundamental de estas transacciones entre el dador de la cosecha y el receptor puede expresarse en pocas pala­ bras. Yo, trobriand varón, debo trabajar siempre para la familia de mi hermana, proporcionándole una cantidad suficiente del mejor tay­ tu que produzco, la cual deberá cubrir aproximadamente, el 50 % de su consumo total de ese año.1 La parte de la cosecha que el hermano de la esposa destina al marido de la hermana se denomina urigubu. A su vez, el hermano de mi esposa debe trabajar para mi familia. Aunque no resulte razonable para nosotros, la norma es bastante simple. Sin embargo, en la práctica real se complica casi indefinida­ mente a través de normas corolarias y por las circunstancias de la vida humana. Puede darse el caso de que yo, el dador, tenga una hermana y varios hermanos. Entonces, mis hermanos menores deberán ayudarme aunque yo siga siendo el donante titular. O podría tener varias her­ manas, algunas mayores y otras menores. Las mayores podrían estar casadas y tener hijos. En ese caso, trabajarán conmigo algunos de mis sobrinos (matrilineales) ayudándome a mantener no sólo la familia de su madre, sino también la de las hermanas menores de ésta que tam­ bién están casadas. Si yo soy el mayor de la familia y tengo varias hermanas menores, posiblemente tendré que trabajar mucho y repar­ tir mi producción de forma que cada una de mis hermanas reciba algún suministro. Salta a la vista que en las Trobriand, es impor­ tante la proporción entre hermanos y hermanas; cuantos más her­ manos, mejor será la situación de cada hermana, cuantas más herma­ nas, menores serán sus urigubu. (El sistema se complica aún más por el hecho de que el receptor, una vez recibida su ofrenda de la cosecha, debe repartir una parte de la misma entre los miembros de su clan y sus familiares más próximos. De tal forma que primero se recibe el taytu como regalo urigubu y, luego, se entregan entre diez y veinte cestas del mismo, bajo el nombre de kovisi.2 Y no sólo esto, sino que el donador, des­ pués de regalar la mejor parte de su cosecha, la cuota urigubu, a su hermana u otras parientes, todavía tiene que repartir cierta cantidad de regalos de menor importancia que se denominan taytupeta. Más complicada aún es la costumbre llamada likula bwayma, «de­ satar el almacén». Cuando los parientes de la esposa han llenado completamente el almacén de un individuo, su hermana y el marido de ésta pueden decidir reclamar una parte, para ellos y su familia. En este caso, el marido de la hermana le entrega un «objeto precioso», una cuchilla de hacha por ejemplo, diciéndole: «Toma este objeto

precioso y desata el almacén de ñames de tu hermano». Después de recibir dicho objeto, el propietario del almacén de ñames repleto tiene que vaciar uno de los compartimientos, kabisitala, y dar el contenido al marido de su hermana^ Un indígena de Vakuta residente en Sina­ keta, maestro misionero al que yo conocía por el pontifical nombre de León, muy experto en costumbres indígenas, más —me temo— que en materias eclesiásticas (Vol. 2, texto 92, Quinta parte, div. XII, § 32), me dio la siguiente explicación de esta costumbre. «(i) Mis parientes políticos (los parientes de mi esposa) ya han llenado mi almacén hasta los topes, (n) Después, viene mi hermana y ve mi bwayma lleno a desbordar, (m ) Entonces ella irá a ver a su marido y le hablará le esto, y él dirá: (iv) “Coge un objeto precioso y desata el almacén de tu hermano”, (v) Entonces, esta mujer traerá el objeto precioso y nos lo entregará; con lo cual nosotros vaciaremos un compartimiento de nuestro almacén de ñames, (vi) Si nos hubiera dado dos objetos preciosos, hubiéramos vaciado un segundo compar­ timiento. (vn) Esto se llama desatar el almacén de ñames o romper el cordel: se rompe el cordel, ellos pueden desatar el almacén de ñames.» Este texto —una de las mejores definiciones que he conseguido— señala claramente en qué condiciones puede ser operativa la cos­ tumbre.3 También se expone el aspecto económico de la transacción: por cada objeto precioso se vaciará un compartimiento del almacén de ñames. La observación del marido es una frase semilegal, semiceremonial, que probablemente se pronuncia siempre en tales ocasio­ nes. Las expresiones «desatar el almacén de ñames», «romper el cor­ del» son figuradas. En la construcción del almacén de ñames no se utiliza ninguna cuerda, nada está «atado» en el mismo (cf. cap. VIII). Sencillamente, hacen referencia al hecho de abrir el almacén. Una sutil fuente de confusiones para los europeos reside en el hecho de que no es fácil determinar, sencilla y exactamente, si el regalo de la cosecha se ofrece al cabeza de familia varón o a su es­ posa, quien por regla general es hermana del donante u otra pariente suya por vínculo matrilineal. Nominalmente y según el principio legal, el regalo se entrega al marido: él es el propietario del almacén de ñames que se va a llenar; el regalo se transporta a su aldea y él pasa a ser propietario de los frutos. También es él quien tiene que devol­ ver paulatinamente el regalo de la cosecha mediante regalos ocasiona­ les de objetos preciosos, denominados youlo y takola. Pero, en reali­ dad, el urigubu sólo se entrega formalmente al marido con objeto de subvenir a los gastos del hogar de la esposa. Se interrumpe cuando ésta fallece.4 El regalo anual se entrega por ella, está destinado a su sustento y al sustento de sus hijos. No menos enrevesado le resulta al europeo el rol de los hijos o, más correctamente, su rol en esta transacción. Por lo general, los hijos llenan el almacén de ñames de su padre, pero una vez alcan­ zada la madurez, en obediencia de la ley tribal, estos hijos deben ir a vivir con su tío materno, en la aldea de éste. A partir de entonces

ya no llenarán directamente el almacén de ñames de su padre, sino que entregarán el taytu a su tío materno, quien luego lo enviará, junto con su propia producción, al marido de su hermana. Nominal­ mente, trabajan para su tío materno. A un investigador europeo, ésta podrá parecerle una forma incorrecta e indirecta de expresarlo. Para los trobriand en cambio traduce exactamente lo que ocurre en la realidad sociológica. La consecuencia es que, muchas veces, un individuo dirá un día que trabaja determinada parcela de huerto para su padre y, al día siguiente, que la trabaja para su tío materno. Ambas afirmaciones son correctas, pero cada una de ellas manifiesta un aspecto de la trans­ acción y se requiere tiempo para descubrir las verdaderas relaciones. Por si todo esto no resultase ya suficientemente complicado, otro elemento introduce una nueva confusión en la terminología y en los hechos de este caso: mientras que un individuo pobre recibe un re­ galo de la cosecha pequeño y simple, en el caso de un jefe éste es abundante y su procedencia resulta muy compleja desde el punto de vista sociológico y económico. La. terminología confunde fácilmente al etnógrafo ya que la palabra urigubu suele utilizarse para designar tanto los tributos debidos al jefe, como sus regalos de la cosecha. En realidad, la mayor parte de los tributos que recibe el jefe, aunque no todos, se le entregan en concepto de donativos de los hermanos de sus esposas al marido de sus hermanas, sólo que, en el caso de una mujer casada con un jefe, trabajará para ella todo su subclán y no simplemente sus parientes varones. De ahí que la mujer del jefe aporte a su marido una cantidad de alimentos mucho mayor de la que hu­ biera recibido en el caso de casarse con un plebeyo (unas cinco veces más, según mis cálculos), y recibe el mejor taytu, ofrecido más os­ tentosamente. Ahora bien, el jefe tiene el privilegio de la poligamia. Antes de la decadencia de sus poderes, los jefes se aprovechaban de él para tener hasta ochenta esposas, y To’uluwa tenía un par de do­ cenas al principio de su reinado. Incluso en 1918, cuando éstas eran sólo una docena, su urigubu era, según una estimación aproximada, sesenta veces mayor que el de un plebeyo y, al principio de su rei­ nado, con las mujeres que entonces tenía, debió haber sido por lo menos el doble. En realidad, yo creo que sería todavía más impor­ tante, puesto que sin duda en aquella época era mayor el poder del jefe (cf. Doc. III). En los viejos tiempos, cuando un jefe supremo tenía sesenta esposas o más, debía recibir algo así como cuatrocientas veces más que un plebeyo. El hermano de la mujer del jefe y los parientes maternos de este individuo también tendrían que prestar muchos más servicios de los que normalmente debe el hermano al marido de la hermana. De este modo, el urigubu del jefe se convierte en un tributo que se recauda en cierto número de aldas, pero que siempre se recauda en virtud de su posición como glorioso hermano político de toda la comunidad. No obstante, algunos de los urigubu del jefe, aunque re­ ciban este nombre, no proceden de personas emparentadas con él por

matrimonio, sino de los vasallos, que lo pagan por residir en la aldea, y además puede percibir otros tributos, que no caen dentro del cali­ ficativo de urigubu, sino que se denominan pokala y tabubulcw Hasta aquí, he empleado la palabra jefe para referirme sobre todo, al jefe soberano de Omarakana, pero entre su urigubu y la cantidad que recibía un miembro normal de la tribu o un plebeyo pobre, con unas cincuenta cestas al año, existía todo un abanico de gradaciones. Había subjefes,, gumguyá’u, con media docena cTe mujeres cada uno; y, aunque de menor rango, aún tenía mayor poder el toliwaga de Kabwaku.5 Les seguían en importancia los jefes menores, con un par de mujeres cada uno y, después de éstos, los dirigentes de aldea, me­ jor dotados que los ciudadanos normales, aunque por lo general fueran monógamos. Ello introduce una nueva diversidad en el cuadro.6 Es preciso mencionar aquí otra complicación: nadie, cuya mujer haya muerto sin dejarle un descendiente varón, puSde recibir un re­ galo de la cosecha de sus parientes políticos, urigubu.7 Sí la mujer le ha dejado hijos, éstos, siendo de su linaje (de ella) y al mismo tiempo hijos de él, le entregan un regalo de la cosecha anual, que para los indígenas constituye un urigubu normal. El antropólogo, debe dis­ tinguir entre este tipo de urigubu y el regalo normal que se entrega para la esposa del marido. Por otro lado, un individuo maduro, que por una u otra razón no haya vuelto a casarse, tiene no obstante que contar con alguien que le llene el almacén. Para un hombre maduro de rango y posi­ ción tener que llenar su propio bwayma constituye una deshonra. Un individuo que estuviera en este caso recibiría un regalo anual en la época de la cosecha, no ya del hermano de su esposa difunta, sino de sus propios parientes por línea materna, en primer lugar de sus hermanos menores o de sus primos matemos. Tal regalo puede de­ nominarse kovisi, pero este término raramente se utiliza en este sen*tido (véase más arriba). Es más frecuente que se describa con la frase: tal individuo llena mi almacén; así, bwadagu idodige ulu bwayma, «mi hermano menor llena mi almacén».8 Del mismo modo, si una mujer está casada con un jefe y no cuenta con parientes lo bastante próximos o importantes y eficientes que pue­ dan llenar su almacén de ñames, el padre de ella debe colaborar. Ejemplos se encontrarán en el Documento II, donde es citan ciertos casos, especialmente de esposas del jefe supremo, en que el almacén de ñames lo llena el padre de la esposa. Otra complicación del sistema reside en que el regalo de la cose­ cha, el dodige bwayma, el llenado del almacén, sólo es una parte de las obligaciones de los parientes políticos, todas las cuales se deno­ minan con el término genérico de urigubu. Cuando un hombre lleva taytu o ñames al marido >e su hermana antes de uno de los grandes repartos ceremoniales ( sa ’áli), esto se denomina dodige bwala, el llenado de la casa. Y tamí ién esto forma parte de las obligaciones del urigubu, aunque no sería conforme a las costumbres indígenas de­ nominar urigubu al regalo en sí mismo.

Igualmente hemos mencionado la costumbre de que el marido haga un regalo al hermano de la esposa consistente en un youlo, regalo de un cerdo o de un objeto de valor, en reconocimiento por el urigubu. En compensación, el hermano de la esposa ofrecerá unas veinte ces­ tas de taytu como vewoulo; en la teoría legal, esto forma parte del urigubu y se aceptará como tal, aunque normalmente no se califica de urigubu. Tampoco simplifica las cosas el hecho de que —y éste es un ele­ mento fundamental de la cosecha indígena— cada individuo cuenta con producir una parte verdaderamente substancial del propio taytu, decir, del destinado a su propia familia. Hasta cierto punto, esta parte, que consume la misma familia que la produce, se minimiza o se pasa por alto en silencio y se oculta sub rosa. Es el producto me­ nos llamativo y honorable de la cosecha; nadie se enorgullece de él y, por regla general, el taytumwala, como se denomina esta parte, el taytu propio se esconde en casas cubiertas o en partes cubiertas del bwayma abierto. El taytumwala, la parte autoproducida y autoconsumida de la cosecha, consta del yagogu, la simiente del año siguiente que se «con­ sumirá» en la siembra; el unasu, el taytu de inferior calidad; el ulumdala, las rebuscas después que se ha recogido la cosecha; y también una parte razonable del taytu bueno, tanto como puede re­ tenerse decentemente una vez cumplidas honorablemente las obliga­ ciones del urigubu. Tal vez venga bien agregar que todo el producto que anterior­ mente, en nuestra descripción de la horticultura, calificábamos como frutos secundarios va invariablemente a la propia familia del labra­ dor: es decir, los ñames grandes (kuvi) que pueden almacenarse, el taro, la caña de azúcar, los guisantes y las calabazas. No se deno­ mina taytumwala, pero económicamente es equivalente a esta parte de los frutos, puesto que lo consume la familia que lo produce. La mayor parte del producto de los huertos tempranos, el kaymugwa, pertenece por tanto a la categoría de los frutos que se consumen dentro de la familia, aunque el mejor taytu puede guardarse para el regalo de urigubu. La distinción entre taytumwala y urigubu se señala en los huer­ tos, donde unas parcelas se denominan gubakayeki y otras urigubu. Todo el producto de las primeras se destina a la propia familia; la mayor parte del producto de las últimas se regala. La división con­ tinúa en los cobertizos de la recolección: el gran montón central es el taytu del urigubu y, a su alrededor, en las esquinas, están los mon^tones de taytu de simiente, yagogu, de taytu de inferior calidad, una* su, y también del taytu bueno que se reserva para el propio uso del individuo y para los regalos taytupeta (cf. cap. V, sec. 4 y fig. 8).9 Estos montones menores representan la parte menos ostentosa de la cosecha, aquélla de la que no se presume y que apenas se menciona. A veces se describe con el término genérico de taytukulu. Tuve la impresión de que, puesto que lo adecuado era exhibir una pequeña

cantidad de taytukulu y hacer que el urigubu resultara el 90 % de todo el producto, más que el 50 % o así, que viene a representar en realidad, algunos individuos llevaban el taytu recolectado directa­ mente a su casa y lo escondían en la parte cubierta de su gran al­ macén o en un almacén completamente cerrado. Y también que, du­ rante la recolección, hacen como que no ven muchos tubérculos que serán recogidos más adelante como ulumdala para su propio uso.10 El urigubu son los frutos escogidos. Son los únicos frutos que se apilan en los montones cónicos del cobertizo y de la aldea, y que se almacenan de forma ceremonial en el espacio abierto del almacén de ñames. Son los únicos frutos sobre los que se celebra la magia de la abundancia y la conservación, la vilamalia. Son los únicos frutos que se denominan taytuwala (verdadero taytu; no deben confundirse las palabras taytumwala y taytuwala) y son los frutos de que parti­ cipa el mago de los huertos cuando levanta su tabú sobre los nuevos frutos. De ahí que el taytu que come en esa ocasión deba dárselo el hermano de su esposa (cf. cap. V, sec. 2). Hasta ahora he expuesto las obligaciones de la cosecha en toda su complejidad, tal como las percibe el asombrado etnógrafo; poniendo de relieve cómo su confusión siempre creciente parece enredarle en una inacabable tela de araña de problemas terminológicos, socioló­ gicos y económicos, incluso de aparentes contradicciones. Cualquier lector puede hacerse fácilmente una idea de la dificultad de desen­ marañar los cabos de todo el sistema y de lo sencillo que resulta en­ redarse en antinomias casi insolubles, sobre todo teniendo en cuenta el escaso rigor terminológico y la multiplicidad de significados y el hecho de que casi no hemos encontrado ninguna regla sin su excepción. Por tanto, procederé a reformular las normas fundamentales con la mayor simplicidad posible y en términos precisos. En las Trobriand el individuo medio cultiva un huerto. Posee también un gran alma­ cén y uno o dos almacenes menores. El producto de sus huertos tiene que dividirlo en dos partes. Los mejores tubérculos, aquellos que lim­ piará con mayor cuidado, que exhibirá más aparatosamente y trans­ portará con todo ceremonial constituyen la parte del producto que entrega al marido de su hermana o al marido de alguna otra pariente. La otra parte de su cosecha, que conserva para sí mismo, la esconde un almacén más pequeño o en la parte menos visible de su gran almacén. A su vez el espacio abierto de ese gran almacén debe ser llenado por un pariente o varios parientes de la propia esposa. Este es el regalo urigubu que el individuo medio recibe cada año. El pariente más próximo de la esposa por línea materna, su hermano, tío ma­ terno, luego su hijo o el hijo de su hermana, será el dador del uri­ gubu. Si la esposa muere sin dejar hijos, sus propios parientes (de él) le llenarán el bwayma.11 Si es un jefe, el padre de su mujer debe ayu­ darle a llenar su bwayma, aunque, puesto que ésta no es una obli­ gación del padre, podría no hacerlo si su hija estuviera casada con un plebeyo. O también en el caso de un jefe, puede establecerse una

relación ficticia entre su esposa y determinadas otras personas, quienes, aunque en realidad llenan su bwayma porque son súbditos suyos, en virtud de esta ficción legal realizan su obligación como si de sus parientes políticos se tratase.12 En cualquier caso, un hombre debe contar con alguien que le llene su almacén todos los años, de lo contrario su status social se ve dis­ minuido. El individuo debe y puede proporcionarse por sí mismo la semilla del año siguiente. Por lo general, obtiene por sí mismo la ma­ yor parte de los alimentos para su consumo diario y el de su familia, pero los alimentos que se exhiben y que se reservarán todo lo posible para las ocasiones festivas,los regalos y los intercambios,13 deben re­ cibirse en el dodige bwayma, ya sea en forma de urigubu del her­ mano de su esposa o como regalo de la cosecha de sus parientes más jóvenes. Será conveniente resumir ahora las distinciones que establecen los indígenas en cuanto al reparto de los frutos en la cosecha. El con­ cepto más genérico y el término más amplio es el de dodige bwayma* («llenar el almacén»). Tanto si el regalo lo hace el hermano de la esposa como si lo hace un pariente del marido, o algún pariente le­ jano, se dirá que «fulano llena el almacén» del receptor. Urigubua en sentido estricto, denota esta obligación cuando la lleva a cabo el hermano de la esposa. Como puede verse en los Documentos I-IV, el urigubu constituye el ciento por ciento de los regalos de la cosecha cuando se trata de los plebeyos, mientras que, en su forma genuina, sólo constituye más o menos la mitad de los regalos que se hacen al jefe soberano. r No obstante, la palabra urigubu tiene dos aplicaciones más am­ plias que se derivan de su significado primitivo y esencial. Por una parte, abarca los distintos tributos que se deben al jefe, además de su genuino urigubu (cf. Doc. II); por otra parte, también designa las otras obligaciones concomitantes del parentesco por matrimonio (cf. más adelante sec. 2). La palabra urigubu puede aplicarse a las par­ celas de huerto cultivadas para el marido de una hermana (de hecho, en el sur únicamente se aplica a éstas, cf. cap. sec. 2), a los frutos a él destinados, al regalo y al principio jurídico. Sólo en sentido ge­ neral puede aplicarse el término urigubu a los regalos que hacen los parientes o los súbditos. Tales generalizaciones son muy frecuentes en el habla indígena. He entrado en esta digresión sobre la terminología, no tanto para llevar estas diferenciaciones hasta el mismo límite de la pedantería, sino más bien para ejemplificar, por una parte, las dificultades del etnógrafo y la única forma de superarlas, o sea, a través del estudio de los ejemplos concretos de los verdaderos usos verbales; y por otra parte, como ejemplo del lenguaje jurídico indígena. Desde luego, exis­ ten variantes regionales y dialectales. En el sur de la isla, por ejem­ plo, el principal regalo de taytu de la cosecha se denomina taytum w aydom , el «taytu completo» o «taytu total». Allí, el término uri­ gubu no se utiliza fundamentalmente para designar los regalos de

taytu, sino los regalos de taro que, como sabemos, es el fruto básico del sur. En el sur, además, las condiciones de la jefatura son muy distintas de las del norte, excepto en Olivilevi, donde se ha introdu­ cido la terminología kiriwiniana desde el establecimiento de los jefes —esto es, jefes pertenecientes a la familia gobernante de Omarakana— hace una generación. Pero no complicaré más la cosa adentrándome ahora en estas variantes. El pequeño cuadro que Se adjunta puede ser útil como descripción diagramática de la situación existente en Kiriwina y de la terminología que allí se emplea.

2. E l

h a m b re , e l a m o r y l a v an id ad c o m o f u e r z a s m o to r a s

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Disponemos ahora de la mayor parte de los datos relativos a la utilización de la cosecha en las Trobriand. Pero de estos datos se han derivado diversos complicados problemas que todavía no hemos po­ dido resolver. Aún no está claro quién es el verdadero receptor del regalo; ¿es el marido o la mujer? ¿O es la unidad doméstica como un todo? ¿Cuál es el rol del hermano de la esposa en esta unidad doméstica? ¿Por qué éste, que prácticamente tiene prohibida cualquier intimidad con su hermana y la familia de ésta, que no puede man­ tener una conversación libre y personal con ella, sin embargo debe mantener a su unidad doméstica? ¿Cuál es la razón del complicado y ambiguo papel que juegan los hijos y la no menos intrincada y engorrosa forma en que debe tratarse a las hijas antes y después del matrimonio? Seguramente al lector europeo le parecerá absurda toda esta orga­ nización de la cosecha. Económicamente resulta gravosa. Buena parte del tiempo y del trabajo tiene que dedicarse al transporte y también a la exposición, la limpieza y otros adornos estéticos, obviamente re­ lacionados con el hecho de que el dodige bwayma es un acto cere­ monial. El transporte es necesario porque el matrimonio es patrilocal, es decir, la esposa vive en la comunidad del marido; mientras que la economía doméstica es matrilocal, puesto que el hermano tiene que producir la cosecha en su propia aldea y llevarla desde allí al marido de su hermana. Por supuesto, esto se simplificaría de poder conside­ rarse el urigubu como una transacción comercial; es decir, si el her­ mano de la esposa pudiera hacer un trato con alguien de la comu­ nidad de su hermana para que la abasteciera mientras él abastecería a otra persona de su propia comunidad. Pero la ley tradicional de las Trobriand no lo permite. Cada individuo debe ofrecer a su her­ mana el taytu que él mismo ha cultivado en su propia tierra y sus propios parientes y parientes políticos deben encargarse del transporte. Sólo si somos capaces de advertir hasta qué punto la producción de una parte generosa para el hogar de su hermana es para cada hombre a la vez un deber moral y una cuestión de orgullo personal;

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sólo si al mismo tiempo comprendemos hasta qué punto cada agri­ cultor se identifica con sus cosechas y especialmente con la parte de esas cosechas destinada al urigubu; sólo entonces estaremos en con­ diciones de entender por qué en este caso no puede bastar un simple intercambio comercial, aunque en tantísimas otras transacciones sí se utilice. Al europeo el esquema tiene que parecerle no sólo económica­ mente ineficiente, sino también moralmente injusto. Si yo soy labo­ rioso, si soy buen agricultor, si me esfuerzo hasta el límite del ago­ tamiento, es otra persona quien se beneficia. Si el hermano de mi mujer es perezoso, si es incompetente, si está enfermo, quien sufre las consecuencias soy yo. En cierto sentido es verdad, pero el argu­ mento no sería válido para los trobriand porque, como veremos, éstos poseen, sociológicamente hablando, una personalidad escindida: por una parte, sus intereses y su corazón están en su propia unidad do­ méstica, es decir, en la familia compuesta por su esposa y sus hijos; por otra parte, su orgullo y sus obligaciones morales están en la unidad doméstica de su hermana. Lo que más confunde al europeo, y también me confundió a mí durante largo tiempo, es el problema de la motivación. ¿Por qué el trobriand dedica una enorme cantidad de tiempo y energías a tra­ bajar para otra persona? ¿Qué le impulsa en este empeño? También aquí, la respuesta está en la escisión, la dualidad en el sistema de intereses, en la ambición y en los incentivos emocionales. Señalo estas dificultades con objeto de justificar la digresión socio­ lógica algo extensa en que nos embarcaremos a continuación. La mi­ sión del etnógrafo no consiste sólo en asentar los hechos externos y patentes; también le corresponde interpretar las ideas, los motivos, los sentimientos, incluso las reacciones emotivas y los deseos reprimi­ dos de los indígenas. Y para comprender este mundo de ideas es pre­ ciso tener en cuenta aquellas diferencias en la estructura social, los principios jurídicos y la obligación moral que inspiran en los trobriand sentimientos, razonamientos y anhelos algo distintos de los europeos. El principio del urigubu está en el corazón mismo de la vida social así como de la vida económica. Para comprender su aspecto econó­ mico es necesario tener en cuenta la ley del matrimonio, las ideas indígenas sobre la procreación y el sistema indígena de parentesco. Ya he tratado algunos de estos problemas en otros escritos pero es indispensable volver a exponerlos en el contexto de la cosecha. Empe­ cemos por la ley del matrimonio. En las Trobriand, el matrimonio coloca a los parientes matrilineales de la esposa bajo una obligación tributaria permanente con el marido, a quien cjleben hacer regalos anua­ les de urigubu mientras dure el matrimonio-LEl contrato matrimonial se efectúa mediante el intercambio de regalos recíprocos, cuyo ba­ lance global es favorable al marido, o más bien a la nueva unidad doméstica, sobre todo como consecuencia del gran regalo de taytu que se hace en la cosecha inmediatamente siguiente al enlace-, Este se presenta en receptáculos de forma prismática, oblongos y decorativos,

que el hermano construye frente al recién construido almacén de ña­ mes de la nueva unidad doméstica. Este regalo, denominado vilakuria, es la primera entrega de la contribución urigubu, que año tras año se colocará en el mismo lugar en que ahora se sitúa el receptáculo en forma de prisma, aunque las contribuciones posteriores serán, en conjunto, menos substanciosas y se presentarán simplemente en mon­ tones. El marido compensa estos donativos ofreciendo algunos obje­ tos preciosos al hermano de la esposa en ciertos años. Sin embargo, tales regalos nunca llegan a totalizar el equivalente económico del urigubu. El parentesco sólo se cuenta por línea materna. Los hijos de una unión no se consideran en modo alguno parientes (veyola, «consangui­ nidad de él») de su padre o del linaje de éste. Son del mismo cuerpo de la madre: ella los ha hecho con su propia sangre; pertenecen al clan y al subclán de ella; son miembros de su aldea (de la madre). Son sucesores de su hermano. Esto es, los hijos varones tienen derecho a los cargos, a la posición y al status social que ahora ocupen los hermanos de la madre. Las hijas continuarán el linaje y tendrán hi­ jos que pertenecerán al mismo grupo de parentesco. La unidad de filiación, es decir, el grupo que abarca las sucesivas generaciones uni­ das por la identidad de carne, no se compone pues del marido, la esposa y los hijos, sino del hermano, la hermana y los descendientes de ésta.14 Digo a sabiendas el hermano y su hermana, pues en el caso de que haya varios hermanos y hermanas, cada hermano se empa­ reja especialmente con una hermana.

El diagrama superior, superfíuo para el lector con conocimientos sociológicos, pone sin embargo claramente de manifiesto estas condi­ ciones para quien no esté familiarizado con el parentesco indígena. En las Trobriand, aunque el marido es el cabeza de su propia unidad doméstica, no forma parte del grupo de parentesco, en el sentido legal de la palabra. El hermano, la hermana y los hijos de ésta constitu­ yen la verdadera unidad genealógica de descendencia. Como muestra el diagrama, en las Trobriand existen, pues, dos unidades que corres­ ponden a nuestro término «familia». Una es el grupo fisiológico de

procreación, el marido, la esposa y su descendencia (de ella). Este grupo, como entre nosotros, está unido por la intimidad de la vida diaria, por los intereses económicos del cuidado directo de la casa, por los lazos sentimentales que nacen de los contactos diarios a partir de las tendencias emotivas innatas. Es un grupo claramente definido en la ley trobriand del matrimonio. Pero debe tenerse muy presente que, al hablar del fundamento fisiológico del grupo, de la unidad procreativa y de los lazos de sangre que unen a este grupo, lo hago en tanto que sociólogo, sin reproducir el punto de vista indígena. En efecto, la teoría indígena de la procreación, al ignorar la participa­ ción del padre en la gestación y adscribirla a la influencia de las ante­ pasadas difuntas de la esposa, proporciona el fundamento dogmático de la doctrina matrilineal de la identidad corporal, transmitida única y exclusivamente por línea materna. El marido preside la unidad do­ méstica pero es un miembro extraño en todo lo referente al parentesco legal. Se le califica de tomakava (extranjero, extraño). Sólo está unido a la esposa por el contrato matrimonial y sólo está emparentado in­ directamente, a través de ella, con los hijos y el hermano de la esposa. La otra unidad que, en un sentido y sólo en un sentido, corres­ ponde a nuestro término «familia» es el grupo de descendencia o ge­ nealógico constituido por el hermano, la hermana y los hijos de ésta. Este grupo incluye los varones de dos generaciones, que se suceden unos a otros y a los que une el orgullo del linaje, la ambición, el sen­ tido de continuidad derivados del hecho de ser eslabones sucesivos en la cadena de filiación. Este grupo, el grupo matrilineal, también in­ cluye a las mujeres que pueden continuar el linaje. Resulta extraño para un europeo o para cualquier ser humano educado en una cul­ tura patrilineal, pero es preciso comprenderlo claramente: en las Trobriand, como en cualquier sociedad matrilineal, los hombres son retoños estériles del árbol genealógico. Además, en las Trobriand, y en todas las comunidades que, como los trobriand o los australianos centrales, no admiten la paternidad fisiológica, un individuo no puede tener prole física por derecho propio en virtud de su participación fi­ siológica. Los únicos niños con los que le une un parentesco sanguí­ neo son los hijos de su hermana. Estos constituyen su prole legal, como ocurre en todas las sociedades matrilineales, incluso en aquellas que saben que él ha procreado fisiológicamente a los hijos de su esposa. Por tanto, en las Trobriand, lo más adecuado será aplicar el tér­ mino «familia» a la unidad doméstica paterna, al grupo del marido, la mujer y los hijos. He denominado al otro grupo «unidad genea­ lógica», porque para los indígenas todas las genealogías significativas siguen la línea materna, pero quizá la expresión más adecuada hu­ biera sido «unidad de descendencia». Los dos grupos, la familia y la unidad de descendencia, se mantienen unidos por la ley del matri­ monio y por el contrato matrimonial. Esta dualidad de grupos plantea un problema. Si los trobriand no admiten la paternidad fisiológica, si una mujer concibe y produce hijos mediante la intervención de sus propias parientes difuntas y pare hi­

jos para su propia parentela, especialmente para uno de sus hermanos, ¿de qué sirve el marido? ¿Qué puesto ocupa en la unidad doméstica? ¿Es simplemente un zángano que vive de su esposa y se beneficia del hermano de ésta? La respuesta es doble. En la realidad biológica y psicológica, el marido vive con su esposa porque está unido a ella y le tiene cariño, porque una vez se enamoró de ella y se casó en gran medida por esta razón. Por el hecho del matrimonio también ha reci­ bido un status social mucho más elevado y un hogar confortable en el que vivir. Cuida de los hijos porque los quiere, porque deseó tener­ los, como lo deseó su esposa. Esta es la realidad de los hombres y de las mujeres que viven en las Trobriand, como en cualquier otra parte: una realidad que, sin embargo, sólo puede ser descubierta y formulada por el observador, ya que los propios indígenas no son conscientes de ella y no pueden expresarla en palabras. De investigar la teoría indígena y recoger las opiniones de los na­ tivos, se recibiría una respuesta algo menos exacta, pero más intere­ sante y sociológicamente más significativa. El marido, dirían, se ha casado con la mujer porque un hombre sin familia no es verdadera­ mente un hombre adulto. La ha desposado también porque un hombre maduro debe tener una mujer que conviva sexualmente con él y que sólo sea para él. Está bien que los jóvenes tengan toda clase de aven­ turas, pero un hombre maduro debe tener una esposa. Sin embargo, en las Trobriand, una mujer desposa a su marido tanto como es des­ posada por él. Y de preguntarle a ella sus motivaciones, las respuestas serían aún más iluminadoras. Una mujer no necesita un marido como tutor legal: su tutor es su hermano, que después de casada sigue man­ teniendo con ella esta relación casi tanto como antes. Pero su her­ mano está absolutamente excluido de todo un aspecto de la vida. Existe un tabú extremadamente rígido y extensivo que prohíbe cual­ quier intimidad amistosa entre hermano y hermana, y que prohíbe al hombre mostrar el menor interés por los asuntos sexuales o los pro­ cesos reproductivos de su hermana. Para esto es necesario otro hombre. No sólo esto, sino que es indispensable la intervención de este otro hombre, el marido, que haga honorables sus funciones reproductivas, que proporcione a su descendencia un status tribal pleno dentro de la comunidad. Aunque la vida sexual de los indígenas es muy rela­ jada y las muchachas solteras pueden tener tantos amantes como quieran, se supone que una muchacha no debe quedar encinta antes de casarse.15 Así, el matrimonio es un prerrequisito absoluto de la maternidad, del status legal de la descendencia y, consecuentemente, de la hono­ rable continuidad del linaje. El hermano está directamente interesado en que su linaje tenga una continuidad honorable, en que sus sobri­ nos sean verdaderos jóvenes (to’ulatile) y no bastardos ( tokubukwabuya), y por tanto está directamente interesado en que su hermana se case. El marido es indispensable. Por lo tanto, en cierto momento de la vida de la hermana, el her­ mano renuncia a sus derechos de tutor y le permite que se someta al

control directo e íntimo de otro hombre. El hermano nunca ejerce ningún control íntimo sobre los asuntos de la hermana. Hasta el ma­ trimonio, el mínimo control que se ejerce sobre la vida privada de una muchacha, junto con todas las disposiciones referentes al matri­ monio, han estado sujetos a la jurisdicción del padre, que también aquí actúa como delegado de la parentela matrilineal de la joven; y después del matrimonio, la verdadera supervisión de la vida sexual de la esposa y de los procesos reproductores es potestad del marido. Todo esto está relacionado con el principio del matrimonio patri­ local. La mujer se une a su marido en la aldea y en la casa de él y, en adelante, teniendo una unidad doméstica común que sacar ade­ lante, los dos deben compartir cierto número de intereses. Han unido sus deberes económicos y sus obligaciones; el marido cuida en muchos aspectos de los intereses de su esposa y, cuando vienen los hijos, se encarga de ciertas tareas educativas, especialmente con los hijos varo­ nes, y aconseja y protege a sus hijas en sus asuntos prematrimoniales. Cuando una hija queda encinta las hermanas son quienes se ocupan de los problemas y ceremonias del embarazo. Vemos, por tanto, cómo gradualmente, la concepción indígena del matrimonio, va configurando la idea de paternidad, y que el papel del padre y su relación con los hijos se deriva y se basa en su rela­ ción personal con la esposa. Sigamos profundizando nuestra visión de esta relación. En las Trobriand, el matrimonio es la culminación de una serie de galanteos. Es un amorío que ha permanecido, un amorío que ha sido aceptado por la familia de la muchacha como un arreglo perma­ nente y que ésta ha legalizado con una serie de regalos, para conver­ tirse finalmente en matrimonio legal con una comida pública en común y la abierta cohabitación de los dos. Ahora bien, puesto que estamos estudiando aquí el aspecto económico de las relaciones lega­ les, ¿cuál es el aspecto económico de una liaison sexual? En las Tro­ briand, todos los actos sexuales se compensan con regalos que tie­ nen un nombre especial, buwana o sebuwana. No se trata de que los indígenas consideren unilateral el placer que se deriva del contacto, ni que las mujeres de las Trobriand adopten en él una actitud pasiva o retraída; por el contrario, tanto en comportamiento como en teoría, la iniciativa femenina y la participación femenina en una relación es equivalente a la del hombre. Pero, con, la incoherencia característica de la ley tradicional, la costumbre establece que en casi todos los actos sexuales, el hombre debe hacer y la mujer recibir regalos. Es el pago «de su grana», nombre genérico mediante el cual los indígenas des­ criben los órganos genitales femeninos.16 El matrimonio se diferencia de una relación sexual en dos aspec­ tos. En primer lugar, el matrimonio es un contrato que conduce ine­ vitablemente al establecimiento de una nueva unidad doméstica, es el fundamento de un nuevo tipo de agrupación social, la familia. Esto significa que, el matrimonio es una relación entre hombre y mujer mucho más completa y complicada que la que tiene lugar entre dos

amantes. En segundo lugar, es una relación públicamente reconocida, aprobada y aceptada por los parientes de la muchacha, y que obliga a éstos a una concreta prestación económica. En consecuencia, el aspecto económico de esta relación es doble y complejo. No teniendo ya libertad para entregar su cuerpo a quien quiera, la mujer está ahora obligada bajo severa sanción a reservar sus apetencias sexuales ex­ clusivamente a su marido. Por otra parte, se espera de él que siga compensando los favores sexuales que recibe de su esposa. Pero no en forma de regalos ocasionales, sino mediante la prestación de servicios continuados y, sobre todo, con los servicios que presta a los hijos de ella. Legalmente, se considera que los hijos son de ella, no de él, y, por convención tradicional, los cuidados y beneficios materiales que él les concede se conceptúan como pagos: «el pago por la grana de la madre», «el pago por dormir con la madre», estas frases y otras similares son el tipo de respuestas previstas para la pregunta: ¿Por qué cuida el padre de los niños? Además de los servicios eróticos que presta al marido, la esposa tiene también que cocinar para él, prepararle la comida, traerle el agua, cuidarlo cuando está enfermo y guardar luto por él cuando muere. Sus hermanos tienen que ayudarla proporcionándole el regalo de urigubu, cuidando al marido cuando está enfermo, defendiendo sus intereses y estando dispuestos a trabajar para él siempre que sea preciso realizar un trabajo comunitario. Como ya sabemos, el urigubu no sólo designa el regalo anual de la época de la cosecha, sino que también incluye otros servicios que la familia de la esposa debe al marido.17 Por tanto, éste es naturalmente uno de los rasgos centrales del contrato matrimonial, resultado a su vez de las ideas indígenas sobre la procreación, la doctrina del pa­ rentesco y de la obligación moral del hermano de cuidar a su her­ mana y a su descendencia; y de la prohibición moral, igualmente importante y más tajante, de todo contacto entre el hermano y la hermana. Con todo esto, debe repetirse una vez más que el padre quiere a los hijos, que los necesita emocionalmente, que sociológicamente me­ jora su status gracias a ellos. Es su niñera cuando son jóvenes, su compañero cuando están creciendo, educa a los varones y cuida de las mujeres. La paternidad, liberada de la rígida tutoría legal que recae sobre el hermano de la madre, se transforma en compañerismo y verdadera amistad. En la práctica, el padre siempre procura dar a sus hijos todo lo que puede a expensas de los hijos de su hermana, que son sus herederos legales. Sus inclinaciones naturales se ven secunda­ das por el uso tradicional que casi desafía y desde luego engaña a la rígida ley matrilineal, dándole al padre cierto número de oportuni­ dades de favorecer a sus hijos y reducir los derechos de sus sobrinos matrilineales. De este modo, los hijos reciben gratuitamente de su padre gran cantidad de favores, sobre todo en forma de ciertos tipos de magia, mientras que los sobrinos tienen que comprar esos favores a su tío

materno. Generalmente el padre trata de arreglar un matrimonio de primos cruzados entre su hijo y la hija de su hermana, situando de este modo al hijo en posición de heredero intermedio. Además, al contrario de lo que ocurre con los matrimonios corrientes, los matri­ monios entre primos cruzados son matrilocales; es decir, el hijo per­ manece en la comunidad del padre, que también es la comunidad de la sobrina matrilineal del padre.18 Así que la actitud del padre hacia sus hijos se levanta sobre un modelo muy parecido a la actitud del padre patriarcal, con algunas diferencias importantes. El padre no tiene poder legal sobre los hijos; en consecuencia, emocionalmente está más cerca de ellos, trata de ganar su afecto y generalmente lo consigue. Oficialmente, el padre no tiene ningún derecho a controlar el destino de sus hijos, ni de sus hijas después del matrimonio. Ambos tienen que abandonar su casa y su comunidad cuando alcanzan la edad de la completa ciuda­ danía, es decir, en algún momento entre los dieciocho y los veintidós años. Los hijos, de acuerdo con la ley estricta, deberán ir a la aldea de su tío materno. No obstante, el padre tiene determinados derechos, derechos recí­ procos, esto es, sobre los servicios de sus hijos y, sobre todo, de sus hijos varones. Cuando son jóvenes trabajan en las parcelas de su padre y en la aldea de éste, y con su tío materno para el urigubu de su madre. En este último caso tendrán que trasladarse a la comunidad del tío materno. De cualquiera de las dos formas, aportan ñames para el gasto de su propia unidad doméstica. También los hijos, como su­ cesores y colaboradores del hermano de la madre, están al servicio del padre. Así, aunque en teoría el hecho de que legalmente están sometidos a su tío materno altera fundamentalmente la relación nor­ mal padre-hijo como la conocemos en nuestras sociedades patrilineales, en la práctica la diferencia rara vez es perceptible a primera vista. Sin embargo, sí implica que, antes de acceder a los deseos de su padre en cualquier asunto importante, los hijos tienen primero que consultar al tío. Más adelante, o bien permanecen con el padre —sea porque con­ traen matrimonio con su prima cruzada o cuando el padre es un jefe o un hombre poderoso, simplemente por su decisión arbitraria— y entonces le ayudan en su propia comunidad; o bien, de no mediar esas circunstancias, vuelven junto al tío materno y con él trabajan cada año para el urigubu del padre y la madre en los huertos de su propia aldea. A la muerte del padre, los hijos son quienes se encargan de la mayor parte de los servicios. Tienen que lavar y adornar el cadáver, enterrarlo y llevar a cabo algunas molestas obligaciones funerarias, tales como probar la carne del difunto, utilizar determinadas piezas de su esqueleto como espátulas de cal y la calavera como recipiente para la cal, desagradables no sólo para los misioneros y el etnógrafo, sino para los mismos indígenas, quienes las consideran como tales, o más bien como obligaciones gravosas y pesadas. Una vez más, vemos

aquí el juego de dar y tomar, de devolución de los servicios prestados. Si se pregunta por qué un hijo debe prestar estos servicios funerarios al padre, nuevamente se hace referencia a la relación del padre con la madre o bien a los cuidados y educación que éste dio a los hijos. «Es el pago por la mano del padre que se ensució con los excremen­ tos del niño, por la piel que se humedeció con la orina del niño». «El padre ha recibido al hijo en sus brazos y lo ha cuidado, ahora el hijo cuida el cadáver del padre». De esta forma, la relación entre el padre y los hijos se funda en el afecto natural, el sentimiento nacido de la intimidad y el amor. Tiene como estructura legal un sistema artificial, pero exactamente equilibrado, de obligaciones recíprocas, cuyo centro sigue siendo siem­ pre el regalo anual de la cosecha, el urigubu. Concentrémonos ahora en el grupo formado por la madre, los hijos y el hermano de la madre. Como sabemos, este grupo constituye la verdadera unidad de parentesco en la teoría indígena. Las hembras continúan la línea, los varones la representan en cada generación. Los varones heredan la propiedad, las hembras, a través del regalo urigubu, se benefician en gran parte de la de los bienes que admi­ nistran los varones. Los varones de distintas generaciones trabajan para las hembras; las hembras, bajo la tutoría de sus maridos o de sus padres, cumplen la función sexual y reproductiva, continuando el linaje del parentesco. Llegados a este punto, es preciso aclarar categóricamente que el «clan» no actúa como unidad en esta división complementaria de funciones, sino que ésta se realiza concretamente en el marco del grupo compuesto por el hermano, la hermana y los descendientes de ésta. El hermano de la mujer es, pues, su tutor legal. Pero él no basta. No puede entrometerse de ninguna forma en la vida sexual de su her­ mana, ni tan sólo indirectamente, ni siquiera a gran distancia. Cede al marido la vida reproductiva de la hermana así como su prole, de la misma forma que su tío materno dejó la vida reproductiva de su madre en manos de su padre. Puesto que tiene que mantenerse alejado, tanto física como moralmente, el matrimonio debe ser patrilocal. Pero, con todo esto, los principios fundamentales del parentesco matrilineal se oponen al desarrollo de cualquier forma de vida familiar patrilocal o patrilineal estable. En primer lugar, la parentela matrilineal —es decir, para los trobriand, la verdadera parentela— del marido, no quiere que éste dedique demasiada atención, privilegios y regalos a sus hijos; en efecto, las posesiones de un individuo y sus privilegios deben mantenerse dentro de su propio grupo de parentesco matrilineal. Por otra parte, la verdadera parentela de los niños, que es la matri­ lineal, quiere que éstas vuelvan a su comunidad, que pasen a ser sus colaboradores y sucesores legales. En consecuencia, la familia patri­ local suele disgregarse; las muchachas dejan la casa paterna para ca­ sarse, los muchachos para volver junto a su tío materno. El marido y la esposa, ambos viejos, decrépitos y dependientes ahora, se quedan

solos y siguen siendo mantenidos por la familia de la esposa, sus hijos incluidos. Ahora, después de esta larga, pero necesaria digresión sobre el parentesco, estamos en condiciones de comprender la naturaleza del regalo uriguhu. También podemos responder a nuestra pregunta an­ terior, primeramente en cuanto a los motivos que llevan a dar este regalo, y con generosidad; en segundo lugar, en cuanto a las razones de la elaborada y competitiva exhibición que acompaña a la entrega; y por último, en cuanto a la función de la forma indirecta en que se cumplen las obligaciones económicas. El urigubu es el aprovisionamiento de la unidad matrilineal de descendencia por el hombre que detenta la verdadera jefatura de ésta; y ese verdadero jefe, ni puede vivir dentro de ella, ni, por regla ge­ neral, en el mismo poblado. Por otra parte, la unidad doméstica patrilocal que se beneficia de ese aprovisionamiento incluye su propio jefe. Este también contribuye económicamente a su sustento pero en cuestiones de parentesco se le considera un extraño y su posición sólo queda legitimada en virtud de la serie de reciprocidades que lo unen a su esposa, al hermano de su esposa y a la prole de ésta. Así, el urigubu es la expresión de la verdadera constitución de los grupos de parentesco en las Trobriand. El grupo no es simple, como entre nosotros, donde coinciden la unidad doméstica, la fami­ lia y la unidad de descendencia. El grupo de parentesco de las Tro­ briand abarca, por un lado, la unidad de descendencia ■ —hermano, hermana y prole— , y por otro lado la unidad doméstica —marido, esposa e hijos, incluyendo a veces padres ancianos y parientes más lejanos. El núcleo de la unidad doméstica es siempre la familia; es decir, para los sociólogos, la unidad reproductiva, el marido, la esposa y la prole; para los trobriand, el grupo matrimonial basado en el contrato matrimonial, que convierte al marido en tutor delegado de su esposa y de sus hijos no adultos. Por tanto, el urigubu es el resul­ tado y la expresión económica de un compromiso o arreglo entre el principio de la unidad doméstica patrilocal y la filiación matrilineal. No obstante, en la composición del urigubu interviene también el tabú hermano-hermana, el principio de legitimidad que decreta que todos los hijos deben tener un padre y la norma tradicional de que los hombres adultos y las mujeres adultas deben entrar en una aso­ ciación sexual permanente y completa. Ahora podemos comprender, no sólo las sanciones legales, sino también las motivaciones personales del urigubu. Si se considera el urigubu como el regalo de un extraño a una unidad doméstica a la que incluso casi no le está permitido visitar, resulta absurdo, injusto y molesto. Pero cuando se entiende el urigubu como el aprovisiona­ miento del propio grupo de parentesco hecho por el cabeza del mismo, resulta natural, casi obvio. Exactamente igual que en una sociedad pa­ triarcal el pater familias alimenta a su familia y trabaja para que sus firmes cimientos económicos perduren después de su muerte, así, en la comunidad matrilineal trobriand, el tío materno se ocupa libre,

generosamente y con entusiasmo de sus descendientes. En el proceso, también alimenta al marido de su hermana, pero éste le compensa con regalos recíprocos la parte del urigubu que le toca y, además, él mismo contribuye al sustento de su esposa y de los hijos de ésta, es decir, del grupo de descendencia, que no es su grupo de parentesco. En conjunto, la organización económica de la unidad doméstica re­ fleja con mucha claridad las distintas inclinaciones personales, mora­ les y sociológicas, los intereses y las obligaciones recíprocas de los indígenas. También podemos captar ahora por qué un hombre no consigue el taytu por intercambio comercial, a tanto la cesta, en la aldea en que reside la unidad doméstica de su hermana y paga por él me­ diante algún servicio a realizar en su propia comunidad. Según la ley indígena, la costumbre y la moral, su verdadera obligación es abastecer a la unidad doméstica de su hermana. En consecuencia, tiene que cultivar y cosechar el taytuwala (verdadero taytu), el taytumwaydona (taytu completo), para esta unidad doméstica. Su repu­ tación como horticultor depende del tamaño y la calidad de esta parte del producto de su trabajo. Además, regalándolo satisface tanto su vanidad como su corazón. En efecto, por una parte, está haciendo un regalo a un extraño —un individuo que por definición pertenece a otro clan— , al marido de su hermana, y puede jactarse de este acto. Pero, por otra parte, está abasteciendo a su hermana, a sus propios descendientes, a aquéllos que en el futuro trabajarán para él y por la gloria de su linaje y, por tanto, su corazón está en el trabajo. Así, el regalo urigubu se presta a esa jactancia, a esa exhibición, a esa comparación, a toda la popular elaboración mitológica, tan cara a los melanesios.19 El aspecto ceremonial de las transacciones que hemos seguido en los anteriores capítulos no es simplemente la manifestación de una fuerte inclinación personal; también contiene una sanción efectiva. El hecho de exhibir y medir públicamente el producto, de pasar cuen­ tas y registrarlas supone tanto un estímulo psicológico para el dador como una forma de participación de la comunidad, ya sea para ex­ presar su alabanza o su menosprecio. Cuando el trabajo ha sido lo­ grado y también eficaz, todos aprecian el regalo generoso, queda exal­ tada la gloria del donador y de su linaje y éstos reciben la aproba­ ción moral de la comunidad, lo cual constituye una gran satisfacción y una verdadera recompensa para el trobriand. Vemos, por tanto, que a los indígenas les resultaría grotesca y también repelente la idea de satisfacer las obligaciones del urigubu mediante una simple transacción comercial. Siempre que expuse esa idea a mis informadores o les pregunté por qué no hacían un simple gimwali (trueque) con el regalo de la cosecha, se lo tomaban como un chiste de mal gusto y manifestaban claramente su desprecio. Tam­ bién vemos que una mejor comprensión de la psicología indígena y del entramado social de los nativos capacita al europeo para apreciar la función de ciertas costumbres y su valor efectivo para una comu­

nidad. Los residentes blancos de las Trobriand, al no tener ni noción de lo que era el urigubu, se mostraban extremadamente desdeñosos ante el inútil gasto de energías y estaban ansiosos de que fuera pro­ hibido por una orden gubernamental. Sin embargo, para nosotros resultará obvio que con ello se privaría a los trobriand de una parte de los incentivos que les impulsan a trabajar y que su concepción moral y su sentido de la responsabilidad sufrirían si de alguna forma se impidiera el urigubu. También podemos entender por qué un individuo puede ser un buen agricultor mientras su objetivo sea satisfacer las obligaciones fundamentales del urigubu, y en cambio resulte peligroso ser un buen agricultor en provecho propio. Tener grandes huertos y utilizarlos para producir alimentos para uno mismo va contra uno de los prin­ cipios fundamentales de la estructura social trobriand, y la comuni­ dad, allí como en cualquier otra parte, reacciona con fuerte conserva­ durismo y profunda hostilidad contra todo aquello que ofenda sus concepciones establecidas. Ahora podemos establecer, de forma bastante escueta, las funcio­ nes del urigubu, es decir, la influencia que ejerce sobre la vida social de las Trobriand. Por todo lo que acabamos de decir, puede verse que es uno de los elementos fundamentales de la estabilidad del matrimo­ nio. Va estrechamente ligado a la posición del padre y sus relaciones con la prole, así como a la relación de esta última como en el tío materno. Pero uno de los elementos más importantes del urigubu es que constituye un canal por el cual recaudan su tributo todos los dirigentes de aldea, todos los jefes de rango subsidiario en su distrito, así como el jefe supremo de Omarakana. 3.

T eoría

y p r á c t ic a d e l

reg alo de

la co sec h a

Lo mejor será ilustrar el principio del urigubu mediante ejemplos concretos. Vamos a visitar, en la época de la recolección, uno de los poblados que integran Yalumugwa, una típica comunidad de rango intermedio, controlada actualmente por un subclán de jefes menores ( gumguya’u). Como puede verse en los datos que figuran en el Do­ cumento I, los once almacenes que deben llenarse de forma ceremonial pertenecen a los miembros de tres subclanes (cf. cap. X II, sec. 3). Los individuos que llenan estos almacenes están estrechamente emparen­ tados y todos residen o bien en el mismo núcleo del poblado o muy cerca de éste. En estas circunstancias, es fácil ponerse en contacto con los que llenan los almacenes o donantes y concertar la fecha en que comenzarán a traer los frutos. Ese día, a breves intervalos, una mul­ titud de portadores irán llegando de la forma ceremonial descrita (ca­ pítulo V, sec. 5) y levantarán los montones en los lugares adecuados. A veces algunos donantes se retrasan y entonces el acarreo puede prolongarse dos o tres días. En 1915, si no recuerdo mal, todos los montones se construyeron en tres días en el poblado de Yalumugwa

que se describe en el Documento I.20 En un poblado de este tipo, los montones se exhiben durante un período de tres a cinco días o de una semana, como máximo. Luego se señala un día para el regreso de los donantes y portadores y se llenan a la vez todos los bwayma, operación que se realiza aproximadamente en una hora. Cuando presencié y fotografié esta operación, Yalumugwa estaba animada, pero no atestada de gente. Los portadores y los aldeanos lucían un atuendo semifestivo, los cuerpos bien cubiertos de aceite y todos llevaban hojas nuevas sobre el pubis y faldas nuevas de fibra. El procedimiento de Yalumugwa es típico de una pequeña aldea gumguyau y la comparación de las cifras, datos de parentesco y repartos consignados en mis notas con los de aldeas como Kwaybwaga, Liluta, M’tawa y Kabwaku, muestra que el número de montones oscila entre veinticinco y cincuenta, y que las condiciones de parentesco y prin­ cipio legal eran muy parecidas en todas ellas. En aldeas más pequeñas, como Tilakayva, Wakaysi o Yourawotu, el procedimiento sería el mismo, sólo que en menor escala. Aquí, el número de montones sería de una tercera o incluso una cuarta parte de lo que hemos citado en Yalumugwa. En una cosecha conté cinco montones en Kupwakopula, siete en Tilakayva y seis en Yourawotu. Respecto a los plebeyos que residen en una aldea de alto rango, reciben uno, dos o tres montones cada uno. Muchos plebeyos que viven en pequeñas aldeas sólo obtienen un montón. Los datos que se presentan en el Documento IV muestran unos cuantos ejemplos con­ cretos. Tales ejemplos sólo deben tomarse como ilustraciones. En mis paseos por los poblados, en las épocas de la cosecha, me informé una y otra vez sobre las condiciones del urigubu. En cada caso particu­ lar descubrí que se adaptaban completamente a la pauta establecida en los ejemplos recogidos. Por tanto, la generalización inductiva se basa en un material mucho más extenso que el presentado en los documentos. En las aldeas más pequeñas los donantes también viven cerca y toda la ceremonia puede completarse en menos tiempo que en una aldea gumguya’u. Los montones se acarrean en un día, se exponen durante veinticuatro horas y luego se almacenan. En los poblados con jefes de alto rango o de gran riqueza, es decir, ante todo en Omarakana, pero también en Kasana’i, Gumilababa, Kavataria y Olivilevi o, más al sur, en Vakuta, los arreglos se hacen en mayor escala. Tal vez sería mejor hacer una breve descrip­ ción de lo que ocurrió en Omarakana durante el urigubu excepcio­ nalmente grande de 1918, del que he recogido algunos datos numé­ ricos en el Documento II. Aquel año fue necesario reconstruir el almacén principal de To’u­ luwa, que estaba cayéndose a pedazos, y reparar cierto número de almacenes más pequeños, cada uno de los cuales estaba asignado a una determinada esposa. En aquella estación (1917-1918), los indí­ genas de Kiriwina querían expresar su lealtad al jefe, en gran medida, creo yo, con objeto de suprimir la tensión y hostilidad que dominaba

las relaciones entre las aldeas desde la expulsión del hijo mayor del jefe en 1915. Al mismo tiempo, las aldeas de Kwaybwaga, por una parte, y Liluta y M’tawa, por otra, habían tenido por su cuenta una reyerta privada. Esta también estuvo relacionada, creo, con las que­ rellas internas de la familia del jefe, pero la última gota, o quizá la causa visible, fue una diferencia de opinión sobre los resultados de unos partidos de cricket, por entonces una bendición acabada de llegar de la civilización y del cristianismo. Citaré una descripción que me hicieron de esta pelea porque con­ tiene algunas explicaciones interesantes sobre las razones que determi­ nan la celebración de un kay asa21 y también es un buen ejemplo de lo difícil que es que llegue a producirse una verdadera difusión. El cricket, que para un inglés se ha convertido en sinónimo de honor y comportamiento deportivo, para un kiriwiniano es motivo de violentas peleas y fuerte apasionamiento, así como un recién inventado sistema de apuestas; mientras que para otro tipo de salvaje, digamos, para un polaco, no tiene ningún interés: es una aburrida forma de matar el tiempo. «(i) Cuando viviste aquí antes, no había kayasa porque no había disputa, (n) En este momento hay un kayasa porque tiene su razón de ser en una disputa, (m ) La gente de Kwaybwaga, por un lado, y la gente de Liluta y M’tawa, por otro, disputaron, (iv) Cuando se acabó la pelea, dijeron: “Bien, esperemos y veamos. En la cosecha ha­ remos una exhibición competitiva de productos, y celebraremos una fiesta inaugural en Omarakana para inaugurar el kayasa.” (v) Enton­ ces, cuando se hubo acabado el reparto de To’uluwa, se fueron a sus poblados. Celebraron otra fiesta inaugural y otro reparto en sus pro­ pios poblados, (vi) La gente de Liluta hizo una y la gente de Kway­ bwaga otra. Comieron hasta saciarse y acabarlo, (vn) La razón de la costumbre del kayasa es que debemos ver que un hombre es el más poderoso, su magia penetrante, (vm) Puesto que cuando se ha aca­ bado el acarreo de los frutos, podemos saber (es decir, averiguar me­ diante preguntas): “Tú, ¿hasta dónde llega tu cuenta?”, y con el re­ cuento de su cuenta quedará claro para nosotros: “La cuenta de ellos llega hasta aquí”, (ix) A partir de entonces, después de acabado el acarreo del taytu, después de acabado el kayasa, la pelea también habrá acabado, (x) Suponiendo que estalle otra pelea, se organizará otro kayasa. »(xi) Estas gentes se pelearon por el cricket, ( x i i ) Las gentes de Kwaybwaga fueron a M’tawa y jugaron ai cricket, (xm ) Jugaron al cricket, acabaron, contaron; contaron y dijeron: “¿Quién ha ganado?” (xiv) La gente de Kwaybwaga habló y se dirigió a la gente de M’tawa: “Mentís, nosotros hemos ganado”. La gente de M’tawa respondió: “No, verdaderamente vosotros no habéis ganado”, (xv) Discutieron: “Bien, os pegaremos”. Se golpearon unos a otros con los palos arrojadizos. Las gentes de M’tawa hicieron huir a las gentes de Kwaybwaga y estos últimos partieron hacia su aldea, diciendo: (xvi) “Bien, nos ha­ béis ahuyentado; pero venid mañana a Omarakana. Os pegaremos.”

(xvii) Más adelante vienen a Omarakana, la gente de Kwaybwaga se enfrenta a la gente M’tawa, se toman la revancha, luchan con lanzas y escudos, (xvm) La gente de M’tawa y Liluta huye. Fueron a su aldea y dijeron: “Hemos peleado, pero hagamos un kayasa y veamos quién es el más eficaz en la agricultura”, (xix) El maestro del kayasa es Kwoyavila, de Liluta. (xx) En los viejos tiempos era así: discutían, luchaban y luego organizaban un kayasa. (xxi) La pelea era por las mujeres, las parcelas de huerto o la comida.» Parte de esta descripción puede resultar algo confusa para el lector, pero no me detendré más en este asunto. Se comenta detalladamente en el Vol. 2, texto 83, div. XII, §§ 18-20. En cualquier caso, debido a una serie de motivos diversos se de­ cidió organizar una cosecha competitiva y ceremonial según los prin­ cipios del kayasa. Kayasa es el nombre genérico de cualquier período de actividad competitiva obligatoria. Siempre se organiza siguiendo una pauta concreta, con un ceremonial adaptado a la clase de que se trate y, en algunos aspectos, tiene fuerza de ley. La actividad im­ plicada puede ser de carácter puramente festivo (danzas, juegos, etc.) o puede ser, como en este caso, económica y referente a la agricultura, la pesca o la producción de adornos de concha. El organizador es siempre un hombre de rango y los principios del kayasa lo capacitan para obligar a cierto número de personas para la realización de la empresa en cuestión. Hace un reparto inicial de alimentos y éste im­ pone a los receptores la obligación de llevar a cabo la empresa sin cejar ante ningún obstáculo o dificultad que pueda presentarse. Así, en 1917, cuando se decidió hacer una cosecha kayasa, los indígenas esperaban un buen año agrícola, con abundancia de lluvia en la época adecuada. Las condiciones fueron bastante distintas y los frutos fueron muy malos en todo el distrito. A pesar de ello, todos los participantes en el kayasa se agotaron hasta el límite de sus fuerzas y el producto que se entregó al jefe fue enorme. El resto de la isla padeció eviden­ temente una escasez de taytu almacenado, pero esto no tenía mucha importancia, puesto que las frutas y los productos secundarios fueron excelentes, Pero sirve para ilustrar el principio de que, una vez ini­ ciado un kayasa, la fuerte ambición así como el sentimiento de la obligación hacen que los indígenas permanezcan fieles a su objetivo. Residía en Omarakana cuando comenzó la cosecha en Kiriwina. Los cobertizos ( kalimomyo) de los huertos eran de un tamaño excep­ cional. Muchos de ellos, creo yo, no se llenaron con el producto de una parcela, ni siquiera de todas las parcelas de un individuo, sino que el montón era el resultado del trabajo de muchos hombres. Algu­ nos de los montones, como puede verse en el Documento II, alcan­ zaron unas dimensiones excepcionales de casi dos mil cestas. También las visitas, admiraciones, jactancias, críticas y murmuraciones alcanza­ ron magnitudes bastante desacostumbradas en los poblados. Por casua­ lidad, coincidió con ello un buritila’ulo (exhibición competitiva de ali­ mentos) entre dos aldeas del distrito de Tilataula. El dirigente de cada comunidad era el líder y organizador de la cosecha. De ellos,

los más eminentes eran Kwoyavila de Liluta, Simdarise Wawa de M’tawa, Kumatala de Kwaybwaga, Kaniyu de Liluta y Tokunasa’i de Kaytagava (la principal aldea de Kwaybwaga). El Documento II muestra que estos hombres son los que más contribuyeron a la cosecha. Se contaban entre los líderes de las dos facciones contendientes en la pelea sobre el cricket. Después de dejar los frutos algún tiempo en los huertos, comenzó el acarreo. No duró un día o dos, como en las aldeas de poca impor­ tancia, ni siquiera una semana o una quincena, como suele suceder en Omarakana, sino que se extendió a lo largo de todo un mes. Cada vez que se transportaba a Omarakana un gagu/a (montón) de una de las parcelas más o menos distantes, las dos aldeas, o sea, la do­ nante y la capital, aparecían de bote en bote. En el transporte par­ ticipaban cientos de personas y la entrada de los grupos era esperada con todo el ceremonial: sonaban las caracolas, los cantos y las leta­ nías recitadas, y se proferían los gritos del acarreo. Los hombres se ataviaban para la ocasión; desde luego no con el vestuario completo reservado para las danzas, pero sí con toda clase de pinturas y ador­ nos fantásticos. Hojas de palmera sujetas a las manos, zaguales de los que se utilizan para el transporte de los postes, bastones decorativos, colgaduras de hojas, plumas sujetas al pelo, grandes nidos de avispas que se utilizaban como cascos: estos eran los adornos de aquella oca­ sión. Con las características extravagantes y nada convencionales de estos «disfraces» se manifestaba el espíritu de jolgorio improvisado que se permite durante el kayasa. Día tras día solía oír, primero a gran distancia, luego aproximándose gradualmente, el sonido plañidero y generalmente discordante de las caracolas. Poco a poco podían oírse voces cantando alguna marcha lenta. De vez en cuando un explosivo sawili interrumpía la canción. Luego, cuando el grupo llegaba al po­ blado, las caracolas volvían a sonar con renovado brío y se profería un nuevo sawili, y el grupo entraba con una canción lenta, no como de costumbre corriendo, sino con paso ceremonioso, en columna de varios en fondo, cargados con las superabundantes cestas. En la plaza central, cada uno dejaba su carga y, luego, de pie todos en tomo a éstos dejaban oír un último sawili. Pintados, los ojos relucientes, las caras ansiosas y excitadas, se sentaban a descansar y a discutir la construcción de los montones y del cobertizo que los cubre. Unos cuantos hombres, en su mayor parte plebeyos de la aldea del jefe, se encargaban de repartir refrigerios entre todos, hablando con la gente y ocupándose de las disposiciones prácticas. El tolitaytu, «dueño del taytu» —en este contexto el título designa invariablemente al donante— permanecía sentado en postura digna. No trabajaba ni dirigía las operaciones, pero de vez en cuando, cuando las cosas no iban bien o cuando algo despertaba su irritación, se ponía en pie de un salto y, con frases explosivas y vibrantes, arengaba a su gente o a los de otras aldeas, pero, por supuesto, nunca a los miembros de la comunidad del jefe. En estas ocasiones, To’uluwa se sienta en lo alto de su kubudoga

(plataforma elevada, cap. 2, sec. 1); inactivo y aparentemente sin inte­ resarse por lo que pasa, permanece allí sentado durante toda la ope­ ración rodeado de los aristócratas locales, igualmente tranquilos e indiferentes, y de su séquito, que mastica plácidamente nuez de betel. Quienes trabajan son los hombres de rango inferior, que se mueven, charlan y bromean, en suma, dan vida a la operación. A una señal convenida, los portadores se levantan de un salto y comienzan a construir el montón y a preparar el pequeño cercado, el lolewo. Colocan el taytu con maña y cuidado, de forma que los me­ jores tubérculos queden en el exterior y, luego, levantan un cobertizo del mismo tipo que el kalimomyo. Después de decorar el emparrado con todo tipo de adornos y atarle la kalawa (hoja en que se ha llevado la contabilidad), el grupo se toma un breve descanso y, luego, con un toque de caracola de despedida, emprende el regreso. Describiré un incidente que ocurrió durante esta kayasa. Lo pre­ sencié personalmente y más tarde me lo narró otro de los testigos, Tokulubakiki (Vol. 2, texto 86, Quinta parte, div. XII, § 21).) Fue una pelea sobre el eterno tema: la respectiva abundancia de los regalos, jactándose ambas partes de poder dar con generosidad, lo que siem­ pre implica la posibilidad de dar una prodigalidad que no nace de la buena voluntad, sino de una afectada indiferencia por la posesión. De hecho, la pelea se inició a causa de una observación de la gente de Kwaybwaga sobre los frutos que traían los del poblado de Liluta. Al mismo tiempo, recordaron a las gentes de Liluta que les habían prometido regalarles ñames, nuez de areca y un cerdo, y no habían mantenido la promesa. Kaniyu, dirigente de Liluta, recogió el reto. Dejemos la palabra a Tokulubakiki: «(i) Al principio Kaniyu habló en público: habló y dijo a la gente de Kwaybwaga: (n) “Os daría ñames y nuez de areca y cerdo, pero vosotros no lo devolveríais, (m ) Siendo esto así, no vengáis a Liluta con demasiada frecuencia.” (iv) Tokunasa’i se enfureció, se levantó, respondió a las palabras de Kaniyu: “Kaniyu, hablas de nuez de areca, cerdo y ñames, (v) Mañana llena dos cestas de madera con ñames; trae un cerdo y un manojo de nuez de areca. Tráelos y veremos.”» Tokunasa’i estaba verdaderamente furioso y lanzó su desafío en frases breves y cortantes. Los dos dirigentes, separados por suficiente distancias, comenzaron a pasear arriba y abajo ante sus respectivos grupos, que escuchaban, listos para respaldar a sus líderes. En los viejos tiempos, me dijeron, sin duda hubiera habido una lucha. En efecto, Kaniyu dijo: «Os daría mucho si no supiera que no ibais a devolverlo», y por esta razón les pidió que se ahorraran las visitas, una petición que presupone la insultante implicación de que sus vi­ sitas eran signo de mendicidad. Tokunasa’i entonces los desafió a que hicieran su regalo y ya se vería si era devuelto o no. Las palabras citadas (las cuales creo fueron pronunciadas de ver­ dad) sólo son el punto capital del asunto. Se cruzaron otras, pero lo

importante es que los oponentes se abstuvieron de pronunciar ninguno de los retos verdaderamente insultantes, tal como gala kam, «tú no tienes comida», etc. La pelea se acabó en seguida con la intervención de algunas personas de Omarakana. En el mismo kayasa sorprendí y tomé nota de la siguiente con­ versación entre Kumatala, dirigente de Kwaybwaga, y su ayudante (texto 87, loe. cit., § 23): «(i) “¿Está ya todo el taytu?” “No, todavía falta”, (n) “Entonces vuelve de prisa, levántalo y tráelo, para que esto pueda terminarse. Hay un cerdo esperando para vuestro refrigerio.”» La pregunta y la respuesta inicial eran, por supuesto, retóricas. Kumatala sabía que aún quedaba mucho taytu por traer. Quería re­ saltar su abundancia. De regreso al poblado, tuvo lugar el reparto de puxvaya (refrigerio durante el trabajo) con el siguiente kolova (nombres que se gritan en voz alta, texto 87, loe. cit., § 24): «(i) Gente de Omarakana, ¡cocos para vuestro refrigerio! (n) Gente de Tilakayva, ¡nuez de areca para vuestro refrigerio 1 (m ) Todos, ¡un cerdo a sacrificar para vuestro refrigerio!» Como de costumbre en tales ocasiones, los refrigerios se repartie­ ron según las localidades. Todas las personas presentes habían ayu­ dado al maestro de ceremonias —en este caso Kumatala— a trans­ portar su taytu al jefe. Varias veces acompañé a esos grupos desde los huertos a Omara­ kana y de vuelta. En el viaje de regreso se detienen en la jungla para comer los refrigerios que se les han dado. Luego van a la aldea de la que han partido; comen y beben y mastican nuez de areca y se divierten. A veces les han dado un cerdo, que se entrega de forma ceremonial con las palabras: mi bulamata («vuestro cerdo para ma­ tarlo y comerlo»). En este caso, el cerdo se asa vivo, se trincha y se come al regresar al poblado. Fue en una de estas ocasiones, cuando regresaba con un grupo de Kwaybwaga, cuando mi joven amigo Toyagwa compendió —atracándose de cerdo y taro— todo lo que es deseable en la ‘vida: «Masticaremos, comeremos; vomitaremos todo el día; vomitaremos por la noche: tanta gordura a nuestro alrededor».22 Esto ocurrió mientras estaban cortando lo que quedaba de cerdo y estaban desparramadas por el suelo sus entrañas mantecosas. Cuando todo el mundo ha aportado su parte de la cosecha, los montones quedan expuestos unos cuantos días, y entonces tuve ocasión de establecer mi tabla del regalo de la cosecha de To’uluwa (Doc. II), inspeccionando cada montón, recogiendo detalles numéricos, genea­ logías y tradiciones. En aquella ocasión mejor que en ninguna otra comprendí cuán inextricablemente ligadas estaban el aspecto econó­ mico de la jefatura y el poder político, cómo se sancionaban los tri­ butos y cómo eran utilizados (cf. Primera parte, sec. 9). Fue una circunstancia muy desafortunada para mí, y quizá tam­ bién para este libro, que una racha de mala salud me obligara a ausentarme de Omarakana durante unos cuantos días y trasladarme al porche de mi amigo Billy Hancock, en la ribera de la laguna,

mientras se construían los nuevos almacenes de ñames y se alma­ cenaba el taytu. Las inflamadas descripciones que luego recibí —que a la gente le costaba encontrar sitio en el baku, que varías personas casi se alancearon, que se produjeron peleas que en los viejos tiempos hubieran llevado a la guerra—, no me compensaron la oportunidad perdida de fotografiar y observar la tecnología del ceremonial y los actos económicos. No obstante, un hecho concreto me permitió tener la certeza de que no existe ninguna magia especial asociada a la construcción de los nuevos bwayma, excepto la magia de la vilamalia que se describe en el próximo capítulo. También pude inspeccionar el almacén de ñames después de su erección y discutir muchos problemas tecnológicos que, además, varias veces he visto prácticamente resueltos en almacenes más pequeños. Pero el bwayma es un objeto de especial interés y lo trataremos en los capítulos VII y V III.23

1 Véase también la nota 24 del Apéndice II, sección 4. 2 Esta palabra conlleva una complicación automática debido a que también se utiliza para designar un regalo económicamente análogo, casi idéntico al urigubu, pero sociológicamente distinto (véase más adelante). 3 Lo que quiero decir al hablar de textos de definición se explicará en el Vol. 2, Cuarta parte, div. IV. 4 Véase la nota 25 del Apéndice II, sección 4. 3 Cf. Prim era parte, sección 9; también cap. X II, sección 3. 6 Cf. Documentos I-IV que presentan ejemplos de las verdaderas transacciones, y véanse también las referencias dadas en la nota anterior. I Comparando el Documento II con esto, se verá que la norm a generalsiempre se fuerza en el caso de las personas de rango. El jefe supremo recibe uno o dos regalos de la cosecha (ver en especial los números 2, 36 y 37 del documento ci­ tado) que se destinan a las esposas fallecidas, aunque en realidad se entregan a una esposa viva y se colocan en el almacén de esta última. Véase también la nota 25 del Apéndice II, sección 4. 8 Sin embargo, en vistas a una mayor brevedad, utilizo eltérmino kovisi en el análisis sociológico de los Documentos I-IV. 9 Cf. también la nota 26 del Apéndice II, sección 4. 10 Sobre la dificultad de determinar con certeza la parte de cosecha que un in­ dividuo retiene para su propio uso, sobre todo en el caso de los plebeyos, véase el capítulo VII, sección 5. II Véase también la nota 25 del Apéndice II, sección 4. 11 Cf. Doc. II y también la nota 27 del Apéndice II, sección 4. 13 Sobre los diferentes usos del taytumwala (taytu propio) y el urigubu (cap. VII, sección 5 ). 14 Sobre los principios indígenas de descendencia, cf. Primera parte,sección9. 15 P ara el fundamento de ésta y las siguientes afirmaciones, cf.miVida sexual de los salvajes, caps. III-VII y X . 16 Cf. La vida sexual de los salvajes, cap. X , sección 7, «El aspecto comercial del amor». 57 El trabajo comunitario (cf, cap. IV, sec. 5) se utiliza para muchos otros fines además de la agricultura. E l trabajo comunal que proporcionan los hermanos de la esposa se refiere más a asuntos como el acarreo de objetos pesados, la pesca, la construcción de canoas, almacenes o viviendas, etc. w Cf. La vida sexual de los salvajes, cap. IV, sección 4. El lector que entre en contacto con la sociedad de las Trobriand a través de esta obra comprenderá que allí el matrimonio matrilocal suele presentar la paradoja de que el marido per­ manezca en su aldea natal y donde ha pasado la adolescencia y que la muchacha se le una allí. Como se aclarará en los capítulos X I y XII, la ciudadanía en una comunidad y la residencia en ella en los primeros años casi nunca coinciden. 15 Por «elaboración mitológica popular» entiendo las historias que parten de hechos de la vida tribal y que con el tiempo adquieren carácter de leyendas y pasan a expresar el veredicto establecido de la opinión tribal. 20 Véase también la nota 28 del Apéndice II, sección 4. 21 Cf. Argonautas, cap. VIII, donde se describe un tipo de kayasa denominado uwalaku; y también Vida sexual de los salvajes, índice de nombres, kayasa. 22 Esta idea de empacho como símbolo de gran abundancia se encuentra en la F. M. 16 y 25. 23 Véase también la nota 29 del Apéndice II, sección 4.

El trabajo y la magia de la prosperidad

Una vez expuestos los fundamentos sociológicos del llenado de los almacenes, el dodige bwayma, debemos reanudar el curso de nuestra narración. Dejamos los frutos dispuestos en montones delante de los almacenes, adonde han sido transportados con mucha pompa y mi­ nuciosidad. Ahora hay que guardar el taytu en el almacén, una ope­ ración que se realiza rápidamente pero que es de transcendental im­ portancia. El taytu, el alimento preminente y básico, es el fundamento de la economía tribal; puede transformarse en objetos de valor per­ manente, mediante la forma más simple de capitalización, la de ali­ mentar a los trabajadores; puede guardarse y servir para pagar servi­ cios, confiriendo de esta forma poder a quien lo posee (cf. Primera parte, sec. 10). Por tanto, al llenar el bwayma (almacén) se está al­ macenando la base de la expansión, la riqueza y el poder indígenas; el bwayma hace posible la acumulación y la preservación de la ri­ queza. En adelante, el bwayma constituirá un centro permanente de interés así como el núcleo de las actividades que observaremos. Cualquier visitante de las Trobriand quedará impresionado por la posición prominente que ocupa el bwayma: más alto y más imponente que las viviendas; más pródigamente decorado, más escrupulosamente sometido a reparaciones; rodeado de muchos más tabúes y normas de conducta que otras vicisitudes. Así como el campesino irlandés o polaco cuida más sus cerdos que sus hijos, y se ocupa más de su ganado que de su esposa, así el trobriand se interesa más por la vi­ vienda de sus ñames que por la vivienda de su familia. Está obligado a cuidar de su almacén, porque si se hace pedazos, su fortuna se des­ hará con él; pero lo vigila con cuidado que va más allá de lo que exige la necesidad práctica. El almacén constituye para él algo más que un simple artificio mecánico para preservar su taytu. Seguiremos la ma­ gia de la prosperidad que se celebra sobre él; observaremos la cere­ monia del llenado y el cuidado con que se realiza; veremos cómo se adorna el bwayma con alimentos; y cómo incluso el acto de vaciarlo está sometido a normas estrictas. Como sabemos, para los indígenas

el taytu no es sólo un artículo alimenticio; constituye un medio para poder llevar a cabo otras muchas empresas; es un símbolo y un de­ pósito de valor y es un objeto de satisfacción estética (cf. Primera parte, sec. 10). A las diferentes funciones del taytu corresponden di­ ferentes bwayma. El gran bwayma abierto, con su interior parcial­ mente visible, sirve para la exhibición del taytu tanto como para su acumulación; mientras que los pequeños almacenes cerrados sólo sir­ ven para este último objetivo. A estas funciones corresponde una di­ ferenciación en la estructura, lugar en la aldea, rol sociológico y tra­ tamiento mágico, así como en las ideas, creencias y sentimientos de los indígenas. ' La correlación de todos estos elementos da la verdadera significa­ ción a nuestro objeto de estudio, o sea, el almacén trobriand como centro del interés de los nativos y como fundamento de la vida eco­ nómica de los indígenas. En la magia de la vilamalia, creo que tuve la suerte de poder observar una forma muy interesante de inducción mágica relativa a los procesos nutritivos y al apetito. La defectuosa comprensión de los trobriand en cuanto al principio de la procreación humana1 con­ cuerda aquí con su desconocimiento de los procesos de la digestión y el metabolismo.

1. La

c o n s a g r a c ió n

m á g ic a d e l

alm acén

Volviendo ahora al taytu, recordemos que en una aldea grande, así como en una pequeña, una vez determinada la fecha del llenado del bwayma, el trabajo se lleva a cabo rápidamente, en una semana. Ese día están presentes todos los donantes, junto con su séquito de colaboradores, y también los receptores. Ningún propietario puede lle­ nar su propio bwayma; tiene que llenarlo el que regala y los que ayudan al donante. Pero, antes de comenzar el trabajo, el towosi, el mago de los huer­ tos, tiene que celebrar un acto de suprema importancia: el penúltimo de los actos mágicos relacionados con los huertos y la comida. Para éste asume un título distinto. La magia que va a celebrar se deno­ mina vilamalia y, en su nueva facultad, él recibe el nombre de tovilamalia. Pero ambos tipos de magia, la towosi y la vilamalia, las cele­ bra invariablemente el mismo individuo. En Omarakana vuelve a ser Bagido’u quien actúa. Puesto que los conjuros recogidos son suyos y su sistema de magia es el que más estrechamente hemos seguido, lo mejor será volver una vez más al poblado capital y observarle en su trabajo entre los almacenes, igual que le hemos observado antes en los huertos. La vilamalia es el marco mágico del llenado de los almacenes: la primera ceremonia inaugura el llenado y la segunda lo clausura. Esto no sólo ocurre en Omarakana, sino también en todas las demás aldeas. De hecho, los principales rasgos de la magia y las ideas sub­

yacentes son iguales en toda la región, y en todas partes encontra­ mos una curiosa discrepancia entre el simbolismo del rito y el con­ juro, y la teoría indígena de esta magia. Pero por grande que sea la discrepancia, tanto el ritual como los comentarios concuerdan en un punto: la magia tiene por objeto que el taytu dure, se mantenga; que el poblado esté lleno de malia, de prosperidad. De ahí su nom­ bre vilamalia; vila-, prefijo correspondiente a valu, aldea; malia, prosperidad. Hemos hablado antes del contraste entre molu (hambre) y malia (abundancia, prosperidad y saciedad). M alia también tiene la signi­ ficación más amplia de «riqueza» y «ausencias de enfermedad, influen­ cias peligrosas y desastres».2 En la víspera del día acordado para el llenado del almacén, Ba­ gido’u va a la jungla y recoge tres manojos de hierbas mágicas, setagava, kakem a y kayaulo. La setagava es un hierbajo resistente de raí­ ces muy fuertes y difícil de arrancar del suelo. La kakem a es un árbol enano, también de raíces poderosas e imposible de arrancar salvo con gran esfuerzo. El kayaulo, el árbol totémico del clan Malasi, es extremadamente resistente; la madera puede cortarse con un hacha o cuchillo, pero es imposible quebrarla. Así pues, todas las subs­ tancias mágicas de este ritual están relacionadas con la tenacidad, la resistencia y la firmeza. A la mañana siguiente, antes de la salida del sol, en el momento en que el primer pájaro saka’u canta su melodioso gemido, el mago se dirige a los almacenes. Comienza por el gran bwayma del jefe, el bwayma que está en el centro de la aldea y que tiene nombre propio, Dudubile Kwaya’i. Este nombre, «Obscuridad de la tarde», está aso­ ciado con la impresión de obscuridad que produce la abundancia de provisiones que contiene. Con objeto de comprender la distinción in­ dígena entre luz y obscuridad, imagínese el lector un almacén va­ cío, que deja pasar la luz, dando un efecto de transparencia, y otro almacén lleno que da la impresión de obscuridad y solidez. Antes de volverlos a llenar, los almacenes se vacían completamente, se tiran los tubérculos inútiles y los buenos se llevan a las viviendas. Es ca­ racterístico del afán de exhibición de los indígenas dejar unos cuantos tubérculos entre las vigas —falaz sombra de riqueza— y así poder pro­ ducir la impresión de plenitud cuando el resto de la cabaña está va­ cía. Bagido’u trepa por la pared de troncos, utilizando los intersti­ cios como escalera, y desciende hasta el piso ( ubukwa) del interior. Se pone en cuclillas, coloca un manojo de hojas en el suelo y coge una piedra que ha estado allí desde la construcción del bwayma. Sosteniendo la piedra cerca de la boca, la encanta con el siguiente conjuro: F órm ula

I.

28

«Bejuco aquí, ahora, bejuco aquí, siempre, ¡o h bejuco del noreste! Ven, ánclate en el noreste. Yo iré, me amarraré en el sudoeste.

Ven, ánclate en el sudoeste. Yo iré, me amarraré en el noreste. Mi base es como una piedra binabina, como el polvo viejo, como el polvo [ennegrecido.» II. «Mi almacén de ñames está anclado; mi almacén de ñames es como una roca inamovible; mi almacén de ñames es como un lecho de roca; mi almacén de ñames está obscurecido; m i almacén de ñames obscuro; mi almacén de ñames se ennegrece; m i almacén de ñames está firmemente anclado [...], V a bien, está anclado de seguro.» III.

«Tududududu [...]. El presagio mágico de mi almacén de ñames retumba por el noreste.»

Este conjuro y rito, celebrado en el suelo del almacén, se deno­ mina «el prensado del suelo», tum bubulwa o kaytumla bubukwa. En él, antes que nada, tenemos el simbolismo del bejuco, que los in­ dígenas asocian a una resistencia obstinada y una tenacidad que su­ pera la de todos los demás productos vegetales. Se invita al bejuco a abrazar del noreste el sudoeste y a permanecer firme. Luego se iden­ tifica la base del taytu con la piedra binabina, la piedra sobre la que se recita la magia. El taytu también se identifica con el polvo viejo y con el polvo ennegrecido, tal como se encuentra en la kuroroba, la repisa de la casa en la que se colocan los cacharros de barro ( kuria). La idea subyacente es que el taytu debería permanecer en el almacén tanto tiempo como hiciera falta para que el suelo de éste quedara cu­ bierto de polvo negro. Luego, en una afirmación directa, se dice que el almacén está fondeado, que es como un afloramiento de coral to­ davía unido a un fondo de piedra; que es como el mismo lecho de piedra. Y hacia el final vuelve a desarrollarse la idea de obscuridad, que aquí significa plenitud, abundancia de taytu. Por tanto, en este conjuro tenemos concretamente la impresión de un deseo de dar estabilidad a los frutos acumulados: la misma idea que vimos simbolizada en las hierbas mágicas que se utilizan en el rito y también en la piedra que el mago coge del suelo del bwayma. Esas piedras se denominan binabina, un nombre genérico que se aplica a todas las rocas y piedras volcánicas y basálticas que se encuentran en el archipiélago d’Entrecasteaux. Las piedras de coral, la única clase de piedras que se encuentra en las Trobriand, reciben el nom­ bre indígena de dakuna. Las piedras binabina se importan del sur, y en el suelo de los principales almacenes de las Trobriand siempre hay una o dos de ellas. En esta función se denominan kaytumla bubukwa, «las prensadoras del suelo». Su función consiste en impar­ tir sus cualidades a los frutos almacenados; son más pesadas, más duras y menos frágiles que las piedras locales de coral muerto.3 Después de entonar el conjuro sobre la piedra, prensar las hierbas mágicas y acabar con el almacén principal, el mago pasa a visitar los otros bwayma abiertos. Donde no hay piedras, el mago utiliza un buen taytu de la cosecha anterior empleándolo de la misma forma.

Aunque el mago comienza su tarea al romper el día, el llenado de los almacenes tiene que iniciarse casi inmediatamente después de ter­ minada ésta. En efecto, su trabajo no es de ninguna forma fácil o breve: tiene que hacer el recorrido del gran poblado, trepando a todos los almacenes, uno tras otro. Por regla general, el llenado de los bway­ ma, que debe completarse en una mañana, suele iniciarse muy tem­ prano, alrededor de las ocho. Sólo he presenciado una vez el llenado de los bwayma de Omarakana; llovía mucho y no pude sacar foto­ grafías. Pero si hay varios donantes, cada uno de ellos tiene su propio delegado y su propio compartimiento interior. Un donante puede tener más de un montón en el exterior, pero nunca tiene más de un compartimiento dentro (cf. cap. VIII, sec. 4). En el llenado de los bwayma se sigue el mismo principio que en la construcción de los montones, o sea, se exhiben los mejores ñames en el exterior. En primer lugar, se pasan unos cuantos de los mejo­ res tubérculos y se disponen en los intersticios inferiores entre las vigas de la choza. Siguen luego algunos de los menos vistosos, del interior del montón, y éstos se sitúan sobre el suelo. Luego, otra vez, se disponen algunos tubérculos de mejor calidad en los intersticios más elevados, y así sucesivamente. Puesto que la mayor parte de las grandes ceremonias tribales en que se utiliza taytu tienen lugar casi inmediatamente después de la cosecha, existe cierta tendencia a alma­ cenar el mejor taytu en la parte alta de los b w a y m a de donde puede sacarse con facilidad. Cuando la producción es buena, hay taytu suficiente para llenar la choza de troncos y también el espacio que queda hasta el techado de hierbas. Los palos verticales que dividen el interior en comparti­ mientos llegan casi hasta el techo, de forma que la disposición de es­ pacio para los distintos donantes sigue siendo la misma desde arriba hasta el fondo del almacén (cf. cap. VIII, sec. 4). Todo esto únicamente se refiere a los almacenes abiertos y deco­ rados en que se almacenan los frutos de muestra (el taytu cuya prin­ cipal función es la exhibición y la representación de la riqueza). Concluida su tarea, los hombres participantes se sientan en grupos y comparten un refrigerio. Puesto que, por el mismo principio del urigubu, cada donante tiene alguna pariente próxima en la aldea, él y su grupo se sientan cerca de la casa de ésta, abren y beben los cocos verdes dispuestos para ellos, rompen y mascan nuez de betel, comen ñames guisados, taro y bananas. En la aldea de un jefe suele ma­ tarse uno o dos cerdos, que se reparten entre los que han llenado el almacén de ñames. Después de esto, los forasteros se retiran y en la aldea se efectúa un nuevo reparto: se saca taytu de los bwayma casi inmediatamente después de haberlo almacenado allí, y se reparten regalos de kovisi y taytupeta. El kovisi se saca del urigubu recién recibido y los pequeños regalos proceden de la propia producción.

Al día siguiente del almacenamiento, o quizá dos o tres días des­ pués si el tiempo es malo, el tovilamalia celebra el segundo y último rito: el hasi valu, «la perforación del poblado». Por la mañana va a la jungla y recoge hojas del árbol lewo, que crece en la zona cercana a la costa, y del árbol kayaulo; también raíces de jengibre silvestre, leya. El lewo es un árbol fuerte pero achaparrado, del que se dice que vive mucho tiempo. El kayaulo, como sabemos, es un árbol de madera dura e irrompible, y la leya va siempre asociada, en la magia, al valor y la fuerza. En su casa, alrededor del mediodía, el mago canta sobre las hojas de lewo, de kayaulo y de leya. Este es el conjuro. F órm ula

I.

29 «Anclaje, anclaje de m i aldea, Enraizam iento, enraizamiento profundo de m i aldea, Anclaje en el nombre de Tudava, Enraizamiento profundo en el nombre de Malita. Tudava trepará, se sentará en la plataforma elevada. ¿Qué golpearé yo? Golpearé la base firmemente fondeada de mi taytu. Estará anclado.»

II.

«Estará anclado, estará anclado... Mi tierra estará anclada. Mi ulilaguva, mi piedra de la esquina, estará anclada. Mi bubukwa, mi suelo, estará anclado. Mi liku, mi casa de troncos, estará anclada. Mi kabisivisi, mis compartimientos, estarán anclados. Mi soluba, el brote joven de mi taytu, estará anclado. Mi teta, los palos que dividen mi choza de troncos, estarán anclados. Mi bisiya’i, mi tablero frontal decorado, estará anclado. Mi kavalapu, mis tableros del gablete, estarán anclados. Mi kiluma, los soportes de mi tejado de paja, estarán anclados. Mi kalava, mi tablilla del tejado, estará anclada. Mi káliguvasi, mis traviesas, estarán ancladas. M i kivi, mis tablillas del techo de paja, estarán ancladas. M i katuva, mi techo de paja, estará anclado. Mi kakulumwala, mi caballete inferior del tejado, estará anclado. Mi vataulo, mi caballete superior del tejado, estará anclado. Mi mwamwala, el ornamento que corona mi caballete del tejado, estará [anclado.» IH. «Estará anclada. M i aldea está anclada. Mi aldea es como una piedra inamovible. Mi aldea es como un lecho de rocas. Mi aldea es como una piedra de profundas raíces. Mi aldea está anclada, está anclada de seguro. Tududududu [...]. E l presagio mágico de mi aldea retumba por el noreste.»

Con esta fórmula el mago ha completado los conjuros relaciona­ dos con el cultivo de los huertos, la cosecha y los frutos. Comparando

este conjuro con la fórmula principal que se pronuncia en la magia de la kam kokola (F. M. 10, cap. III, sec. 4) se verá que ambos son idénticos en cuanto a pauta y únicamente difieren en la substitución de las diversas partes del bwayma por las partes de la kam kokola y las distintas clases de soportes de los sarmientos. La comparación del texto indígena de este conjuro (véase F. M. 29, Séptima parte) con la descripción estructural del bwayma, permite confirmar la extraor­ dinaria exactitud y minuciosidad con que los indígenas reproducen en su magia los detalles técnicos. Comparando estos conjuros de la vilamalia con las distintas fórmu­ las mágicas utilizadas durante el ciclo agrícola, resulta también claro que la vilamalia forma parte de la magia de los huertos. Ambos con­ juros expresan concretamente el deseo de lograr unos alimentos fuertes, duros y capaces de resistir todas las fuerzas de la podredumbre y el consumo. Una vez encantadas las hierbas, permanecen entre dos esteras hasta la próxima puesta de sol en que el mago inicia su última vuelta a la aldea. Naturalmente, comienza por el almacén principal, delante del cual hace un agujero en el suelo con un pequeño palo denominado dimkubukubu o katakudu, hecho de madera de kayaulo y encantado con las otras substancias. En el agujero coloca algunas hojas de lewo y una ramita de árbol kayaulo, se pone en cuclillas y entona en él el encantamiento recién citado. Luego, a través de uno de los intersticios del liku (choza de troncos), esparce algunas hojas de lewo entre los tubérculos. Mastica algunas raíces de jengibre silvestre y escupe direc­ tamente, de forma ritual, sobre el taytu del bwayma. A continuación, hace la ronda por todos los demás almacenes de exhibición y repite la misma operación en todos ellos, pero sin entonar el conjuro sobre el agujero. En efecto, en los almacenes de menor importancia, aquellos situados fuera del círculo interior, no se hace agujero y sólo se in­ sertan algunas hojas de lewo y se escupe de forma ritual sobre los ñames. Al pasar sobre los kadumilagala valu, los puntos en que un ca­ mino desemboca en el poblado, en Omarakana existen unos siete en total, el mago mastica jengibre y escupe sobre la tierra. En el amplio paso que lleva a la aldea gemela de Kasana’i, Bagido’u hace otro agujero y entona un conjuro sobre éste. También aquí escupe ley a. Presencié la celebración del basi valu (perforación del poblado) en una tarde húmeda y sofocante a mediados del invierno austral de 1915 (junio o julio). Era la primera vez que se me permitía presenciar una ceremonia mágica importante en las Trobriand. Bagido’u sólo iba acompañado de su hermano menor Towese’i, quien sostenía una es­ tera extendida sobre el mago y la parafemalia del ritual. Se dirigieron a un gran bwayma sin ninguna pompa ni ostentación. A cierta dis­ tancia, podía tomárseles por individuos que reparaban o ajustaban algo en los almacenes. En la operación no había unción, solemnidad, ni exhibición de ninguna cualidad transcendente o esotérica. Toda la acción era práctica: todo se hacía tranquila y diestramente. Una total

ausencia de masas de espectadores y ni siquiera la menor muestra de interés o curiosidad por parte de los aldeanos, sentados bajo los ale­ ros de sus casas o de sus bwayma, también contribuía a despojar el acto de todo carácter ceremonial o solemne. Aunque no existe ningún tabú concreto y explícito, no se considera adecuado que una multi­ tud rodee y observe al mago o muestre un interés indebido y en tales ocasiones no se deja salir a los niños. Este principio explica la falta general de ceremonialismo en la magia de las Trobriand, con unas pocas excepciones, tal como el rito de los huertos descrito en el capí­ tulo IX (sec. 2), en el que gran cantidad de personas participan en la ceremonia. 4.

O b j e to y f u n c i ó n

de

l a « v ila m a lia »

Como he comentado, tal vez el rasgo más notable de esta magia sea la discrepancia entre el significado, tal como se revela en un aná­ lisis objetivo del conjuro, del rito y del contexto, y su finalidad según la exponen los comentarios de todos los implicados, incluyendo al propio mago oficiante. Desde luego, ambos coinciden en que se trata de una magia de la abundancia, una magia que se realiza con objeto de evitar el hambre. Pero, mientras que los hechos objetivos nos revelan que toda la cele­ bración va dirigida al almacén de ñames, a los alimentos allí acumu­ lados, los comentarios de los indígenas dicen que el organismo humano es el objeto material de la influencia mágica. Permítaseme revisar, una vez más, los hechos mágicos. Ambos ritos se celebran sobre los almacenes. En el primer rito, el mago presiona el suelo, como indica incluso el mismo nombre de la ceremonia, tum bubukwa. Todas las substancias que se utilizan simbolizan la tena­ cidad y la fuerza. Estas substancias son las que se presionan contra el suelo y ello se hace con una piedra, que simboliza la estabilidad. Las palabras del primer conjuro —con sus metáforas del anclaje, del bejuco cercando el almacén; con sus comparaciones, directas además, con un lecho de piedra, con un afloramiento de coral; con las invoca­ ciones de la obscuridad y la abundancia— no dejan la menor duda de que se dirige al almacén de ñames y pretende conseguir un alma­ cén de ñames —o sea, su contenido— resistente, tenaz y duradero. El segundo rito también se celebra sobre los almacenes; el agujero se hace delante del almacén y en él se colocan substancias resistentes. Las mismas substancias se ponen entre los alimentos almacenados, y sobre estos alimentos se escupe de forma ritual. Y también aquí el conjuro cuenta la misma historia. El anclaje y el amontonamiento hacen referencia a la estabilidad y la abundancia. Se enumeran todos los detalles del almacén; toda la aldea, lo que quiere decir realmente todos los alimentos almacenados en la aldea, se hace inamovible e inencogible por el conjuro verbal. La perforación de la tierra de la aldea, significa a todas luces un aislamiento y un atrincheramiento mágico.

Por otra parte, ¿cuál es el punto capital de los comentarios indí> genas? No abrigan la más ligera duda de que la magia no actúa direc­ tamente sobre la substancia de los alimentos, sino sobre el organismo humano, más específicamente, sobre el vientre humano; o, por utili­ zar una expresión indígena, sobre el apetito. No es que los alimentos que deben comerse se hagan resistentes a la destrucción nutritiva, es la boca que come y el esófago que traga los que se vuelven indolentes e indispuestos. «Suponiendo que no se hiciera la vilamalia», me dijo Bagido’u, «los hombres y las mujeres comerían constantemente, por la mañana, al mediodía y por la tarde. Los vientres se les volverían grandes, se hincharían: constantemente querrían más y más comida. Yo hago la magia, el vientre está satisfecho, está colmado. Un hombre coge la mitad del taytu y deja la otra mitad. Una mujer cocina los alimentos; llama a su marido y a sus hijos: no vienen. Quieren comer cerdo, quieren comer alimentos de la jungla y las frutas de los ár­ boles. No quieren kaulo (comida de ñames). Los alimentos del bwayma se pudren en el liku hasta la siguiente cosecha. No se come nada.» He reunido cierto número de observaciones de Bagido’u recogidas en ocasiones distintas y que en su momento anoté en inglés. Una y otra vez discutí el mismo asunto con otros individuos y descubrí que todo el mundo confirmaba este punto de vista. Por ejemplo, otro in­ formador expuso así, más resumido, la misma cuestión (Vol. 2, texto 72, Quinta parte, div. X, § 12): «Cuando no hacemos la magia de la prosperidad el vientre es como un gran agujero: constantemente exige comida. Después de perforar la aldea el vientre ya queda satisfecho.» Esta teoría no es asombrosa en sí misma. Los indígenas no son conscientes de la necesidad de proporcionar al organismo nuevas ma­ terias y tienen ideas rudimentarias sobre la digestión y la fisiología de la nutrición. Creen que en el estómago (lulo) el alimento se trans­ forma en excremento ( popu). En su opinión, se come sobre todo para satisfacer el apetito y porque es agradable. Vislumbran vagamente la conexión entre el alimento y la vida. Saben que el hambre produce todo tipo de enfermedades y, en último extremo, puede matar a un individuo. También, hablando de la vejez, dicen que el estómago se cierra cuando un individuo es muy viejo y entonces éste muere. No obstante, abstenerse de comer es para ellos una virtud y estar ham­ briento, o incluso tener buen apetito, algo vergonzoso. De ahí que no se pueda hablar de tener hambre, especialmente en un poblado ex­ traño. Por tanto, reducir el deseo de alimentos a un mínimo, hacer que un individuo reduzca su alimentación todo lo posible, debe re­ sultarles un excelente invento. Además, el kaulo, el alimento básico farináceo, es para los nativos el pan cotidiano y no una golosina.4 Comer cada día un poco menos de kaulo no ha de suponer ninguna grave privación. Esta idea me confundió y también me divirtió y muchas veces la comenté con diversos informadores. Me dijeron, en alabanza de la magia de Bagido’u de Omarakana, que su vilamalia era la mejor. El mismo solía enorgullecerse de ello, diciéndome que muchos po­

dían hacer buena towosi (magia de los huertos), pero nadie podía ri­ valizar con él en la vilamalia. «¿Y qué bien resultará de una esplén­ dida producción en la cosecha si ésta se consume rápidamente porque la gente tiene demasiado deseo de alimentos?» En 1915, cuando estuve por primera vez en Omarakana, todavía no me gustaba demasiado el taytu, aunque más adelante verdadera­ mente llegué a apreciarlo. Como prueba de la eficacia de su magia, Bagido’u me dijo que yo mismo prefería el mango, el fruto del árbol del pan y las bananas; que incluso prefería la piña al taytu; que comía gran cantidad de taro y cosas sacadas de latas, en vez de comer taytu. Esto, decía él, era una consecuencia de la vilamalia. También me señaló que, a pesar de la escasa cosecha de taytu de 1915, los bwayma permanecieron llenos durante mucho tiempo, lo que era absolutamente cierto. Olvidó mencionar o tener en cuenta que, a la mala cosecha, había seguido una excelente estación para las frutas así como para el taro. Así pues, los indígenas creen que la magia actúa sobre el organismo humano, mientras que la propia magia dice de forma absolutamente clara y coherente que va dirigida a los almacenes. La discrepancia debe quedar así, puesto que no es éste el lugar para tratar de buscarle una posible explicación.5

5. La

f u n c ió n

d el

alm a cén 6

Nuestra descripción del llenado ceremonial de los almacenes y de la magia que se celebra sobre ellos sólo se refiere a los almacenes abiertos que son, estrictamente hablando, un privilegio de rango. Son más grandes que numerosos, dado que el tamaño tiene en sí mismo un valor estético para los trobriand; se construyen con una choza de troncos abierta para permitir una ostentos a exhibición de su conte­ nido, y se sitúan en lugares llamativos, por regla general en el primer anillo, o anillo interior, alrededor del baku. De hecho, unos cuantos están justamente en el centro del baku: los de Omarakana, Kasana’i, Olivilevi y Kabwaku, por ejemplo. Pueden estar decorados con tallas y pintura blanca, negra y roja, que todavía los adornan ahora (1918), y tienen colgados atavíos de banderolas de pandano, conchas, mazor­ cas de maíz, grandes ñames pintados, cocos y mandíbulas de cerdo, sobre todo si se han reparado en época reciente. Así, en aquellas aldeas que consisten en un doble anillo de casas, el baku, el centro de la vida del poblado, el lugar de las danzas, los festivales y las di­ versiones, está rodeado por un imponente círculo de bwayma, a tra­ vés de cuyos intersticios los trobriand pueden ver y deleitarse con su riqueza acumulada de taytu. Un extranjero que atravesara el distrito y pasara por cierto nú­ mero de poblados, quedaría desconcertado y sorprendido por el hecho de que los edificios más altos y mejores no son las viviendas, sino los almacenes. Incluso en las aldeas de rango, el almacén del jefe es mayor

y está mejor construido que su choza personal. Esto se debe a que el almacén es mucho más importante como fuente de poder y como símbolo del mismo. Añádase a esto que las viviendas deben construir­ se a nivel del suelo y apiñadas, por miedo a la hechicería, que en otro caso podría deslizarse por debajo o entre ellas, y entenderemos por qué los bwayma siempre las superan en tamaño y brillantez. Además de los bwayma de exhibición, existen pequeños almacenes cerrados, modestamente situados en el anillo exterior entre las vivien­ das, aunque colocados de tal forma que queden bien a la vista de la comunidad y del propietario, con objeto de minimizar el peligro de hurto. Algunos pueden presentar un aspecto bastante destartalado. Ningún tabú restringe su uso y son de fácil acceso, pues el marido y la esposa tienen que dirigirse constantemente a ellos por el ñame cotidiano. El jefe no tiene almacenes inferiores como éstos, puramente domés­ ticos; su urigubu y su taytumwala (taytu propio) se exhiben con la misma arrogancia. El plebeyo, por otra parte, no tiene almacén de exhibición; y no exhibe ninguno de sus frutos almacenados. Su urigubu, aunque se guarda aparte y se reserva para las ocasiones ceremoniales, se almacena en el bwayma cerrado, junto con el taytumwala. Entre estos dos casos extremos, el jefe y el pobre plebeyo, hay todo un continuo de gradaciones que corresponden a todos los distintos grados de rango. Los ciudadanos más aristocráticos y más ricos tienen bwayma de exhibición más grandes y almacenan en ellos mayor can­ tidad de taytumwala; los no tan dotados y de menor rango, menos, y así sucesivamente. Aunque menos aparentes, los almacenes inferiores son más im­ portantes que los bwayma de exhibición, pues contienen la comida que se utiliza para el consumo diario y también los ñames de simiente para el año próximo. Desgraciadamente, no puedo describir el llenado de estos bwayma con la misma amplitud de detalles y documentación que en el caso de los ceremoniales, aunque lo he presenciado incontables veces e incluso he participado en él. Ni siquiera soy capaz de explicar con exactitud qué proporción del total de frutos recolectados se almacena en ellos. Esto se debe a un error metodológico que nie condujo a dedicar más atención a los acontecimientos ceremoniales y dramáticos que a los cotidianos (cf. las observaciones introductorias al capítulo siguiente).7 No obstante, aún cuando no hubiera cometido este error, el cálculo exacto del taytumwala en comparación con el urigubu hubiera sido muy difícil de realizar. El urigubu se cuenta y la cuenta se retiene en hojas de kalawa; se exhibe, se presume de él y se recuerda bien. El caso del taytu que se reserva para el propio consumo de un individuo es bastante distinto. Lejos de ser objeto de jactancia, la cantidad de comida que un individuo reserva para su propio uso incluso debe ser ocultada. Si, por cualquier razón, un individuo recibe un urigubu pequeño, de tai forma que tiene que reservar una buena parte de su cosecha para abastecer las necesidades de su propia familia, este hecho

se considera vergonzoso. El propio individuo lo ocultaría y sería de una extremada mala educación que alguien lo mencionara. Añádase a lo dicho que tal desgracia suele recaer más fácilmente sobre los plebeyos, que en ningún caso exhiben su urigubu, y resultarán obvias las dificultades que presenta conseguir una información exacta. No obstante, en base a innumerables aunque indocumentadas ob­ servaciones, yo diría que alrededor de la mitad del taytu recolectado es taytu de muestra, utilizándose la otra mitad para el consumo diario y para semilla del año siguiente.8 La recolección de alimentos comienza en la época del basi, la ex­ tracción preliminar de tubérculos, No estoy completamente seguro de si los bwanawa, los tubérculos entresacados, pueden almacenarse o si deben comerse de inmediato, pero creo que se hace esto último. Desde luego, nunca se colocan en los bwayma de exhibición y, si se guardan, tendrían que guardarse en la vivienda o escondidos en algún almacén de menor importancia. En la cosecha normal, el tayoyuwa, la mayor parte del taytu de inferior calidad, generalmente denominado unasu, se lleva directa­ mente al almacén doméstico, aunque algo se exhibe en el kalimomyo (cobertizo). El taytu de semilla, del que un individuo se enorgullece, siempre se exhibe primero en el kalimomyo, pero después el propie­ tario y su familia lo trasladan sin ostentación al almacén. El ulumdala, lo que se rebusca después de la recolección principal, siempre se coloca en la parte inferior de los bwayma. Al igual que en el llenado, también en la extracción de los frutos se hace una distinción entre hórreos de exhibición y cerrados. Los últimos tienen que visitarse a diario y la estructura está adaptada al uso. El hombre, o la mujer, sólo tienen que entrar y levantar la mano para hacerse con el ñame necesario. Los almacenes de exhibición, por otra parte, sólo se vacían ocasionalmente, y entonces se sacan canti­ dades mucho mayores. Sólo en caso de un reparto ceremonial (sagali), o en las ocasiones en que se ofrecen grandes regalos como vewoulo, dodige bwala o yaulo; o también cuando se envían cantidades consi­ derables de alimentos a las aldeas costeras en un vava o wasi, el in­ tercambio de alimentos vegetales por pescado, los hombres y las mu­ jeres treparán al liku y sacarán varias cestas de taytu, que por regla general se exhiben unas cuantas horas delante de los almacenes, antes de llevarlas a su destino. Tal operación se muestra en la lámina 81. En estas ocasiones los frutos se clasifican según su calidad. Se selec­ cionan algunos tubérculos verdaderamente perfectos de las que se colocan en los intersticios o en la parte superior de los compartimientos, para la parte superior de la cesta; y en el posterior intercambio o reparto siempre se mantienen en esta posición. En el caso del inter­ cambio de taytu por pescado, los plebeyos contribuyen su parte sacán­ dola de su urigubu.9 Una característica de los almacenes de exhibición es que los tu­ bérculos, una vez sacados, nunca se devuelven al interior; así que el contenido del almacén no aumenta hasta que vuelve a llenarse en la

siguiente recolección. La única excepción a esta regla se da en las aldeas costeras, donde es tradicional volver a llenar los almacenes con el taytu recibido a cambio de pescado. En los años de abundancia, ocurre a veces que no llegan a co­ merse nunca los mejores tubérculos, los que se colocan en los inters­ ticios del liku. Como están expuestos al sol y a la lluvia, germinan, les brotan largos tallos y se hacen menos sabrosos al paladar. Dado que esto es una señal de media, no es motivo de disgusto sino de congratulación. Ambos tipos de almacenes tienen sus usos asociados o extrínsecos. Los grandes bwayma proporcionan el decorativo escenario de la plaza central del poblado. Las danzas, los juegos, las competiciones atléticas, las reuniones sociales y oficiales, todo tiene lugar en el baku, y los bwayma que lo rodean, llenos de taytu hasta los bordes, hablan a los vecinos de prosperidad, de fiestas y de saciedad. Para los extraños representan el bienestar de la aldea, publican su riqueza, proporcio­ nan el necesario butura (renombre). En las aldeas en que no existen plataformas cubiertas para sentarse los huéspedes y los vecinos, tal como las que se suelen encontrar en la capital y en el poblado paria de Bwoytalu, se utilizan para este fin las fachadas de los bwayma de exhibición, aunque, sin embargo, no es estrictamente correcto utilizar un almacén ceremonial para este uso familiar. Donde se cuenta con otras plataformas, nadie se colocará bajo los colgantes de los gabletes del bwayma, y sólo el propietario y las pocas personas privilegiadas que él decida invitar se aventurarán a sentarse en los extremos vola­ dizos de las vigas que soportan la construcción. Por otra parte, los almacenes más pequeños tienen un papel des­ tacado en la vida diaria del poblado. Los hombres se sientan en sus plataformas abiertas, elevadas y previamente secas. Dentro del mismo almacén, cuando no está demasiado lleno, los muchachos y las mu­ chachas aprovechan las ventajas de la perfecta intimidad de tales re­ fugios, y se citan allí para sus retozos amorosos. El almacén doméstico garantiza su intimidad, pues el buen gusto prohíbe que entre en él cualquiera que no sea el propietario y sus parientes, para que no pueda haber sospechas de vayla’u (robo de alimentos), que se con­ sidera especialmente despreciable. También su discreta localización en el anillo exterior, entre los alojamientos y las entradas posteriores, poco destacadas, los hace muy adecuados para las reuniones privadas. La jerarquía y localización de los almacenes en la aldea va aso­ ciada a la idea de que el taytu es sensible al olor de la cocina. No debe alcanzarlos ni el vapor de los útiles de guisar ni el humo de los tubérculos asados. Dos almacenes de ñames del anillo interior, que están abiertos y por tanto son especialmente accesibles al olor y al humo, están protegidos por un tabú que prohíbe guisar en cualquier alojamiento situado en el anillo interior. A veces sólo la choza per­ sonal del jefe ( lisiga) o una casa de solteros (bukum atula) 10 se pue­ den levantar allí y está prohibido cocinar en ellas. Una protección convencional o simbólica basta en el caso de los almacenes menores,

situados en el mismo anillo que las viviendas (bulaviyaka) donde se preparan las comidas: una cubierta de hojas de coco trenzadas de el taytu a la vista, al tiempo que lo protege de los dañinos olores de la cocina. El almacén, sea grande o pequeño, siempre pertenece nominal­ mente al marido. Por regla general, éste es un ciudadano de la co­ munidad en que está el hogar, pero incluso si es un extraño allí porque ha contraído matrimonio con su prima cruzada o porque es hijo de un jefe, sigue siendo él quien tiene su propio almacén. Al mismo tiempo, en una unidad doméstica polígama y, por tanto, aris­ tocrática, cada esposa tiene un bwayma abierto especialmente destinado a ella y que llenan sus parientes. Los bwayma menores y cerrados, que son propiedad del marido y utiliza la esposa, en realidad pertenecen a la unidad doméstica. Un aspecto atractivo de las aldeas trobriand son los diminutos almacenes elevados sobre estacas, propiedad de los muchachos jóve­ nes. El taytu es utilizado por la madre, pero la propiedad, con todo lo que implica de orgullo y vanidad, recae sobre el muchacho. 6.

La

m a g ia d e

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Y LA PROSPERIDAD EN OBURAKU

He descrito la vilamalia tal y como se practica en Omarakana. Ahora añadiré una breve descripción de otro sistema que recogí en las partes meridionales del distrito, en la aldea de Oburaku, para luego, compararlos y estudiar, una vez más, la teoría indígena de los efectos y modus agendi de esta magia. En Oburaku, como en Omarakana, la vilamalia acompaña a la cosecha, pero no está tan estrechamente relacionada con el llenado de los bwayma; de hecho, es mucho menos la magia de los almacenes y de los ñames y más la magia de la aldea, de su bienestar y de la comunidad. De tal forma que la primera ceremonia no tiene lugar inmediatamente antes del dodige bwayma, el llenado de los hórreos, ni recibe ningún nombre asociado a la estructura del almacén, como es el caso en Omarakana, donde el primer rito es «el prensado del suelo». También en Oburaku existen dos actos de vilamalia y el primero se lleva a cabo en la luna nueva que precede el tayoyuwa (la cosecha principal de taytu). El mago, quien como siempre es a la vez towosi y tovilamalia, se dirige a su choza, llevando consigo una caracola ( ta’uya) especialmente dedicada año tras año a esta magia, algunas hojas secas de banano y unas cuantas raíces de jengibre silvestre. En primer lugar coge la caracola, que es una cassis cornuta. La llena de hojas secas de banano y recita el siguiente encantamiento en la boca de la misma:

escon

y viv

I.

II.

III.

«Restaura, restaura [...] Restaura este camino, restaura aquel camino. Caracola, restaura, restaura.» «Caracola, restaura, restaura. El vientre hinchado de hambre, caracola, restaura, restaura. El agotamiento hambriento, caracola, restaura, restaura. L a languidez hambrienta, caracola, restaura, restaura. L a postración hambrienta, caracola, restaura, restaura. L a depresión hambrienta, caracola, restaura, restaura. El desfallecimiento hambriento, caracola, restaura, restaura. El hambre palpitante, caracola, restaura, restaura. El hambre extrema, caracola, restaura, restaura. El hambre desfalleciente, caracola, restaura, restaura. Alrededor del tatum (casa), caracola, restaura, restaura. Alrededor del kaykatiga (casa), caracola, restaura, restaura. Alrededor del horno de tierra, caracola, restaura, restaura. Alrededor de las piedras del hogar, caracola, restaura, restaura. Alrededor de las vigas de los cimientos, caracola, restaura, restaura. Alrededor de las traviesas, caracola, restaura, restaura. Alrededor del poste del caballete del tejado, caracola, restaura, restaura. Alrededor del entramado frontal de mi tejado de paja, caracola, restaura, [restaura. Alrededor de las repisas de mi casa, caracola, restaura, restaura. Alrededor de los paneles del umbral de mi casa, caracola, restaura, restaura. Alrededor del umbral de m i casa, caracola, restaura, restaura. Alrededor de la tierra delante de mi casa, caracola, restaura, restaura. Alrededor de la plaza central, caracola, restaura, restaura. Alrededor del suelo batido, caracola, restaura, restaura. Alrededor del yagesi, caracola, restaura, restaura. Alrededor de donde empieza el camino, caracola, restaura, restaura. Alrededor de los mismos caminos, caracola, restaura, restaura. Alrededor de la costa, caracola, restaura, restaura. Alrededor de la señal de la marea baja, caracola, restaura, restaura. Alrededor de las aguas bajas, caracola, restaura, restaura. Restaura este camino, restaura aquel camino.» «Este no es tu viento, oh hambre, tu viento viene del noroeste. Este no es tu pasaje marítimo, el pasaje marítimo de Kadinaka es tu pasaje [marítimo. Esta no es tu montaña, la colina de W aw ela es tu montaña. Este no es tu promontorio, el promontorio de Silawotu es tu promontorio. Este no es tu canal, el canal de Kalubaku es tu canal. Este no es tu brazo de m ar, el pasaje de Kaulokoki es tu brazo de m ar. Vete al pasaje marítimo entre Turna y Buriwada. Vete a Turna. Dispérsate, fuera. Envejece, fuera. Desaparece, fuera. Extínguete, fuera. Muere para siempre, fuera. T e barro, oh vientre de mi aldea. El vientre de mi aldea hierve. El vientre de mi aldea está obscurecido de abundancia. El vientre de mi aldea está lleno de fuertes vigas. El vientre de mi aldea chorrea de sudor. El vientre de mi aldea está empapado de sudor.»

Una vez recitado el conjuro, el mago exhala un fuerte «Ha» gu­ tural aspirado en la boca de la caracola. A continuación la coloca vuelta hacia abajo en una estera, de forma que la virtud no pueda evaporarse. Inmediatamente coge un trozo de hoja de banano seca, la dobla una y otra vez hasta formar una bolsa cónica, y colocando en ella unas cuantas raíces de jengibre silvestre, vuelve a recitar la fór­ mula que acabo de transcribir. A finales de marzo de 1918 presencié esta celebración en la casa de Navavile, el tovilamalia de Oburaku. Inmediatamente después de recitar la magia, él y dos o tres de sus parientes más próximos se dirigieron al extremo norte de la aldea, donde se encuentra el camino de Kiriwina. Allí se dio un largo toque de caracola y luego Navavile masticó jengibre y lo escupió de forma ritual varias veces hacia el oeste, el norte y el este. Luego atravesamos la aldea hacia el sur, don­ de se repitió exactamente la misma ceremonia. Luego se transportó la caracola a la costa y un individuo se metió en la laguna y la hundió en el agua en un lugar bien señalado. Unos cuantos meses más ade­ lante volvieron a pescarla y la utilizaron otra vez. No logré saber con certeza si este último acto, la inmersión de la caracola, significa que la prosperidad debe anclarse en el fondeadero de Oburaku; o si sig­ nifica que la caracola, llevando consigo los distintos males y enferme­ dades del hambre exorcizados en el conjuro, debe hundirse. Todo esto tiene lugar antes de iniciarse la recolección. Una vez terminada la cosecha y cuando los almacenes están llenos, el mago debe celebrar la segunda ceremonia. Se dirige a la jungla y hace una abundante recolección de hojas. La mayor parte proceden de la costa oriental, la momola. Entre ellas se cuentan las hojas de lewo, el mismo árbol que figura en el sistema de vilamalia de Omarakana. Este árbol crece en los arrecifes de coral y cae hacia el mar abierto. Es un ár­ bol que tiene una vida muy larga, con un tallo fuerte y robusto, que nunca crece mucho, pero cuyas raíces se hunden profundamente en los afloramientos de coral o en los fondos de piedra y se agarran a ellos con mucha fuerza. Los indígenas me dijeron que, del mismo modo que este árbol vive mucho tiempo y es difícil de arrancar y crece recto en el lecho de piedra, asimismo el taytu permanecería largo tiempo en los almacenes. Por la misma razón, se utiliza otro árbol pequeño, pero robusto, el bulabula, que crece durante muchos años y tiene unas raíces que penetran profundamente. También el kavega’i es un árbol de asom­ broso desarrollo, que extiende sus ramas con gran amplitud y a poca distancia del suelo. El kayaulo, que ya conocemos de la magia vilamalia de Omarakana, tiene una madera muy dura. Las hojas del ri­ cino también se utilizan en Oburaku, dado que el ricino está asociado con las piedras sagradas colocadas en la plaza central que simbolizan la estabilidad y la permanencia del poblado. Las hojas de la casuarina se utilizan porque su follaje es denso y obscuro, mientras que las flores de hibisco simbolizan para los indígenas la alegría y la festi­ vidad que siempre acompaña a la abundancia. Además de éstas, Na-

vavile tiene que recoger hojas de determinados árboles frutales, del árbol del pan, del menoni, del gwadila (un árbol con nueces), del saysuya, del sayda (avellano), del gegeku y las hojas del manzano malayo. Resulta bastante curioso que también se utilicen hojas de pawpaw, un producto importado de los hombres blancos. El mago trocea las hojas y hace un picadillo de substancias ver­ des que coloca entre los pliegues de una gran estera. Mientras tanto, los hombres de la aldea se han reunido delante de su casa, llevando cada uno consigo su pequeña vataga (cesta oblonga) y un palo de cavar. Entregan este último al mago, quien coloca la estera doblada y los palos de cavar en la plataforma de la fachada de su casa, si bien ésta se refiere a una forma distinta de magia. Luego, en presencia de todos los reunidos, el mago entona el siguiente conjuro; F ó rm ula 31

I.

«Padudu, Pawoya, T u madre es Botagara’i, Tu padre es Tom gw ara’i.»

II.

«Yo exorcizo, yo exorcizo. Yo exorcizo su enfermedad. Yo exorcizo su debilidad. Yo exorcizo su m agia negra. Yo exorcizo las piedras de los cimientos de mi aldea. Yo exorcizo las vigas de los cimientos de m i casa. Yo exorcizo los grandes troncos de mi almacén de ñames. Yo exorcizo las traviesas. Yo exorcizo el poste del caballete del tejado. Yo exorcizo el suelo de mi almacén de ñames. Yo exorcizo los palos que dividen m i cabaña de troncos. Yo exorcizo las traviesas de mi gablete. Yo exorcizo el brote de mi taytu. Yo exorcizo la pared de mi gablete. Yo exorcizo el suelo batido. Yo exorcizo el vientre de mi aldea.»

III.

«Barro el vientre El vientre de mi El vientre de mi El vientre de mi E l vientre de mi E l vientre de mi

de mi aldea. aldea hierve. aldea está obscurecido de abundancia. aldea está lleno de fuertes vigas. aldea chorrea de sudor. aldea está empapado de sudor.»

Después de entonar este conjuro, el mago reparte la mezcla má­ gica. Cada individuo coloca su parte dentro de la vataga (cesta oblon­ ga) y sale hacia el lugar de las afueras de la aldea más cercano a su casa, donde hace un pequeño agujero con el palo de cavar preparado y entierra algunas hojas. Luego vuelve a su casa, introduce parte de la mezcla restante en el almacén de la comida, entre el taytu, y ma­ chaca el resto entre las piedras urinagula, las tres piedras que cons­ tituyen el corazón doméstico. Este rito se denomina «perforación de

la aldea», basi valu, el mismo nombre que recibe el segundo rito de Omarakana. Hasta ahora existe un estrecho paralelismo entre la magia de Omarakana y la de Oburaku. En ambos poblados tenemos una ma­ gia relacionada con la cosecha y con el almacenamiento de los frutos, aunque esta asociación es menos pronunciada en Oburaku que en Omarakana. Las substancias mágicas de ambos sistemas coinciden en parte y, desde luego, responden exactamente al mismo sistema de simbolismo mágico: en todas partes tenemos el simbolismo del robusto crecimiento por encima del suelo y las raíces fuertemente agarradas, de longevidad y de resistencia. No obstante, existe un punto de radical desemejanza: la magia de Omarakana sólo se lleva a cabo durante la recolección del taytu, la magia de Oburaku se lleva a cabo también durante la cosecha de los grandes ñames, kuvi, la cosecha que, como sabemos, tiene un nom­ bre especial y un ritual inaugural especial en todas partes. Además, en Oburaku, la vilamalia es una magia que puede celebrarse también en las épocas de hambre, enfermedad o desastres. En la isunapulo, la cosecha de los kuvi y el taro, el tovilamalia de Oburaku recoge hojas de menta aromática (sulumwoya) y de tuvata’u (una planta indígena que se parece al clavelón). Las prepara, recitando el primer conjuro de la «restauración» (F. M. 30) y luego las reparte entre los hombres. Cada individuo coloca algunas hierbas bajo la plataforma de la fachada de su casa y otras en el camino de entrada al poblado que le coge más cerca. Esto se denomina el cierre de la parte frontal ( vaboda kaukweda) y el cierre de los caminos ( vaboda kadum alaga). Esta magia cierra al hambre y a la mala suerte el camino de entrada a la aldea. Aún más interesante es el uso de la vilamalia no relacionado con la cosecha ni con el llenado del almacén. Según me dijeron, cuando hay una enfermedad en el poblado o cuando el hambre amenaza a la comunidad, o incluso cuando una estrella fugaz cae en la aldea o cerca de ella, puede solicitarse al mago que celebre la vilamalia. Cele­ brará entonces ambos ritos exactamente como se han descrito aquí. La vilamalia se celebrará especialmente en épocas de hambre y estas ocasiones no son raras en Oburaku. A veces, en los meses de octubre o noviembre, cuando se ha acabado el taytu de los almacenes de co­ mida y los nuevos huertos acaban de ser sembrados, de tal forma que muchos ñames se han utilizado como yagogu, suele dejarse sentir en la aldea el pellizco del molu, pues aunque en gran medida subsiste de pescado, siempre necesita alimentos vegetales. Cuando el hambre sea tan grave que las mujeres tengan que ir a la jungla en busca de co­ mida, la gente le dirá al mago: Kuyovilaki m’malu; boge ilousi vivila, ikalipoulasi o la odila, «cambia tu aldea (haz que cambie la suerte de tu aldea); ya se han ido las mujeres, están registrando la selva». En­ tonces, el mago volverá a preparar la caracola y las raíces de jengibre, y a celebrar la primera ceremonia. Otra vez recogerá raíces y celebrará sobre ellas la segunda ceremonia.

Navavile, el principal mago de los huertos de Oburaku, me hizo un interesante comentario topográfico, con algunos de sus colabora­ dores. Cuando comienzan a soplar los vientos alisios, al final de las calmas de abril o mayo, arrastran la magia de la isla de Kitava, don­ de el mago ha estado celebrando su vilamalia y exorcizando todos los males, ordenándoles que se marchen con el viento. Las malas in­ fluencias procedentes de Kitava golpearán a la aldea de Oburaku, trayendo enfermedad, hambre y muerte. Conforme el viento sigue soplando, vendrán más y más de estas malas influencias, hasta que, hacia el final de la estación de los vientos alisios el hambre puede llegar a ser grave, y con ella la enfermedad y la muerte. Alrededor de noviembre llega el cambio de estaciones, cuando comienza a soplar el viento del noroeste. Ha llegado el momento de desquitarse. Nava­ vile echa la escasez y la desgracia de su isla y el impulso del viento las lleva hacia la isla de Kitava. Así, cambia a la vez la marea del viento y la marea de la fortuna humana. Se trata de una interesante interpretación mágica de los aconte­ cimientos naturales, y como de costumbre, la lógica brujeril es elás­ tica y puede usarse en ambos sentidos. En mi opinión, en conjunto el cambio de las estaciones, la época de calma, creo yo, es el período en que aparecen las enfermedades, y esto por distintas razones. En Oburaku, donde los indígenas confían en gran medida en la pesca, el hambre no incide directamente durante las calmas; por el contrario, los indígenas suelen sobrealimentarse en esta época y enferman por este motivo. También con las calmas, en abril, inician la cosecha de los nuevos ñames y del taytu temprano, que con frecuencia les pro­ duce diarreas e incluso disentería. Esto también se carga a la cuenta de la magia maléfica, de la que la vilamalia adversa sólo representa una fracción.12 Durante los siguientes meses, pueden o no padecer es­ casez de alimentos. Cuando la producción es buena y no tienen que pescar, se sienten bastante felices y se olvidan de la magia maligna; pero en un mal año agrícola, cuando los huertos, pequeños y pobres en cualquier caso, se vuelven absolutamente insuficientes y todavía es imposible pescar, hacia octubre comienzan a sentir agudamente el pellizco del hambre. La abundancia de pescado, que sigue a las cal­ mas, también puede ser una dudosa bendición, pues lleva al empacho y la enfermedad. No obstante, en una aldea que depende fundamen­ talmente del pescado, el hambre puede cesar con las calmas, de forma que la vilamalia que se celebra entonces puede parecer benéfica. En Kitava, por otra parte, donde los grandes ñames son el alimento bá­ sico y la pesca tiene muy poca importancia, es más probable que el hambre aparezca en la época normal señalada en nuestra tabla del cómputo del tiempo, que comienza a partir de principios de noviem­ bre. Y esto al mismo tiempo corresponde, aproximadamente, a la teoría mágica. Sin embargo, es cierto que la vilamalia de la parte meridional de las islas Trobriand es concretamente una magia de la escasez y de la enfermedad; en su aspecto positivo, es un exorcismo contra las malas

influencias de la propia aldea y, en el aspecto negativo, es una magia maléfica dirigida contra una comunidad exterior. En la recolección, la magia de Oburaku se celebra exactamente por las mismas razones que en Omarakana; pretende conseguir que los alimentos vegetales se conserven en los almacenes de ñames. Al igual que en Omarakana, no actúa fundamentalmente sobre la co­ mida, sino sobre el sistema digestivo y el apetito. «Sus mentes sienten náuseas (iminayne ninasi); rehúsan los alimentos, así que éstos per­ manecen en el almacén» (ipakayse kaulo, bisisu wábwayma). «Les gusta el pescado, les gustan las frutas de la selva, pero no la comida de ñames» ( magisi yerta, magisi kavaylua, kaulo gala).

1 Cf. Vida sexual de los salvajes, cap. VII, sobre «Procreación y preñez en la costumbre y la creencia indígena». 2 No puedo decidir si la palabra malia corresponde a la palabra polinesia y melanesia mana (poder de la m agia), aunque existen determinadas indicaciones eti­ mológicas que apuntan en esta dirección (cf. Vol. 2, Quinta parte, div. V, §§ 4 y 5; también la nota 30 del Apéndice II, sec. 4 ). } Véase también la nota 31 del Apéndice II, sección 4. 4 Cf. Vol. 2, Q uinta parte, div. II, § 12. 5 Véase también la nota 32 del Apéndice II, sección 4. 6 La función y la estructura del almacén se tratan extensamente en el capí­ tulo VIII, donde, por razones metodológicas que aquí se exponen, no se estudia la tecnología con independencia de la función. Por tanto, sólo tocaré aquí los aspectos del bwayma que puedan ayudar a la comprensión de los capítulos V y V I y las tres primeras secciones de este capítulo, 7 Véase también la nota 33 del Apéndice II, sección 4. 5 Véase también la nota 24 del Apéndice II, sección 4. 9 Véase también la nota 34 del Apéndice II, sección 4. 10 Cf. láminas 20 y 21, en Vida sexual de los salvajes, donde en la sección 4 del cap. II se describe la institución de la casa de los solteros. 11 Aquí se omiten varios versos porque no es posible traducirlos de forma satis­ factoria. 12 Tam bién en esta estación se supone que visitan el distrito los espíritus m a­ lignos, tawa’u, procedentes del sur; mientras que las brujas voladoras suelen escoger las calmas para sus viajes aéreos. Cf. Argonautas del Pacíficooccidental,cap.X , y Vida sexual de los salvajes, págs. 39-40, 128, 360 y 369.

Estructura y construcción del bwayma

Personalmente sólo me interesa la tecnología en la medida en que reveía los métodos y los medios tradicionales con que el conocimiento y la diligencia resuelven ciertos problemas que plantea una determi­ nada cultura. Como hemos visto, el almacén de los trobriand les per­ mite satisfacer una serie de funciones económicas indispensables para su orden tribal Hace posible la acumulación de alimentos —y en algunos casos, también su exhibición, en tanto que en otros sirve para ocultarlos con modestia. Lo que a mi modo de ver tiene auténtico valor es llegar a comprender cómo la técnica estructural del bwayma satisface las necesidades a que dan lugar las exigencias de la cultura trobriand. Por tanto, en este capítulo, no he procurado tanto presentar una seca descripción de la tecnología, como relacionarla con las exigen­ cias sociales y económicas, con las ideas indígenas del valor y de la influencia mágica, en la limitada medida en que lo permiten mis materiales. Al mismo tiempo me he sentido obligado a incorporar a mi des­ cripción todos los detalles técnicos recogidos. Por mucho que se des­ precie el interés puramente tecnológico que ignora las condiciones culturales a que está subordinada la tecnología, los detalles de la construcción y de los procedimientos manuales siguen siendo, empero, hechos culturales que no deben descuidarse. En consecuencia, es posible que la siguiente descripción irrite al sociólogo, por su excesivo tecnicismo, y contraríe al tecnólogo, por estar demasiado cargada de descripciones sociales, económicas y mágicas. Sin embargo, ambos irían contra sus propios intereses si se obstinaran en mantener estos aspectos del problema en compartimientos estancos. Dicho todo esto, deseo subrayar con la mayor insistencia que mi método de presentación tiene más de intención y de objetivo meto­ dológico claramente concebido, que de producto acabado. Tuve la suerte de trabajar en unas condiciones en que la correlación entre sociología, economía, magia y técnica era tan notable que me empujó

a adoptar incluso en el trabajo de campo, una aproximación funcio­ nal al presente problema, Pero inicié mi labor con una preparación insuficiente. Durante casi toda mi estancia en las Trobriand, mantuve cada uno de los distintos aspectos de la cultura en compartimientos estancos, no sólo mentalmente, sino también en la organización de mis notas. Así, al recoger datos sobre la tecnología, mis esquemas diagramáticos y comentarios estructurales ocupaban un conjunto de cua­ dernos, y las observaciones sociológicas otro completamente distinto. Como se verá en las páginas siguientes, habiendo concebido la estruc­ tura del bwayma como una tarea independiente, y no como un medio para un fin, no conseguí investigar y recoger la teoría indígena sobre las razones de que se mantengan determinadas proporciones; ni pude estudiar suficientemente sus ideas sobre la ventilación, aunque re­ cuerdo perfectamente bien que las discutían entre sí. Incluso por lo que respecta a las observaciones puramente técnicas, me perdí un detalle importante. Por frecuentes referencias que escuché, sé que los trobriand poseen una cierta teoría sobre la necesidad de sólidos ci­ mientos y que saben calcular las dimensiones de los cimientos de piedra que requiere un bwayma de determinado tamaño, pero no la recogí con suficiente detalle y no puedo documentar mis conocimientos. Por otra parte, por una extraña ironía, dispongo de materiales bastante completos sobre aquellos aspectos que ahora considero irre­ levantes de no ir relacionados con su contexto: me refiero a la tec­ nología y los detalles estructurales del almacén. No obstante, desde entonces he estudiado de forma bastante exhaustiva los usos del al­ macén y he recogido las ideas asociadas con ellos, y puedo suplir hasta cierto punto las deficiencias de mi método de trabajo de campo. Pero, justamente porque considero tan importante el método funcio­ nal, deseo que no quede ninguna duda de que es mucho más practi­ cable de lo que permiten suponer los datos de este capítulo. La antro­ pología y el investigador de campo, todavía tienen que aprender que las relaciones entre los distintos aspectos de la cultura son tan im­ portantes como esos aspectos en sí mismos. Mi equivocada perspectiva teórica también me ha creado grandes trabas por el mayor énfasis que puse, a lo largo de todo mi trabajo de campo, sobre los acontecimientos sensacionales a gran escala. De esta forma, contamos con varios documentos bien redactados referen­ tes al llenado de los grandes bwayma (Docs. I-IV). No recogí con los mismos detalles concretos el llenado de los pequeños bwayma, que he presenciado muchas más veces y en el que he participado; por tanto, tengo que fiarme de la memoria. De ahí que exista una considerable falta de equilibrio y «perfección funcional» en mi documentación, porque no dediqué el mismo cuidado e interés a los monótonos acon­ tecimientos diarios de poca importancia que a los sucesos en gran escala, ceremoniales y sensacionales; y no mantuve un interés cons­ tante por la utilización de un objeto en cuanto correlacionado con su estructura y su forma. El lector descubrirá un cierto desequilibrio en este capítulo, en cuanto que los bwayma de exhibición se tratan con

considerable detalle, mientras que la sección 6, dedicada a los peque­ ños bwayma, no es en modo alguno tan completa y fidedigna.1 1.

L a f o r m a d e l «b w aym a» e n c u a n t o c o n d ic io n a d a POR SU FUNCIÓN

Expongamos una vez más el problema estructural que la sociolo­ gía y la economía de las Trobriand plantean al artesano trobriand. La cultura de las Trobriand está condicionada desde el punto de vista económico, por la capacidad de los indígenas para acumular, controlar y distribuir grandes provisiones de alimentos. Esto a su vez es posible gracias a la existencia del almacén, bwayma. Un almacén trobriand debe proporcionar un interior seco y bien ventilado, protegido de la lluvia así como del sol, y lo bastante elevado del suelo para excluir ciertas plagas obvias. Puesto que la riqueza, especialmente la riqueza de vegetales acumulados, no sólo sirve como medio práctico de sub­ sistencia, sino también como un índice y un símbolo del poder, los almacenes de exhibición deben expresar este hecho en sus dimensio­ nes excelsas e imponentes, en su decoración, en su forma elegante y en su situación destacada. También, dado que la visualización directa de los alimentos ejerce una fascinación estética y económica a la vez a los ojos de los trobriand, su contenido debe ser visible, por lo me­ nos en cierta medida. Los bwayma de los plebeyos y los bwayma de inferior calidad, diseñados para preservar en buenas condiciones los modestos ñames de consumo diario deben ser de fácil acceso para el propietario y suficientemente visibles, tanto para la comunidad como para el propietario, con objeto de salvaguardarlos de los rateros. Por tanto, todos los almacenes están elevados, cuidadosamente te­ chados y ventilados; unos son grandes, están situados en una posición prominente y permiten una exhibición parcial de su contenido, mien­ tras que otros son pequeños, bajos, cerrados y ocupan un lugar dis­ creto, cerca de la casa del propietario. Por regla general, las aldeas indígenas están construidas en forma de círculo alrededor de una plaza central; por eso puede darse pre­ eminencia a los almacenes de exhibición disponiéndolos alrededor del anillo interior. En algunas aldeas, la plaza central está rodeada de bwayma y en unas cuantas capitales el almacén del jefe se coloca en el centro (véase el plano de Omarakana, pág. 46). Por regla general, los almacenes de los plebeyos están situados de forma poco destacada cerca de los alojamientos en el círculo exterior, y los alimentos que con­ tienen no son visibles, al estar cubiertas sus paredes. No obstante, la estricta distinción entre bwayma cubiertos y descubiertos sólo se da en las aldeas de rango o en las aldeas situadas en los alrededores de alguna de las capitales. En las aldeas lejanas, incluso en los viejos tiempos, la norma era bastante menos rígida. Actualmente se han construido aldeas advenedizas según la pauta de las de alto rango; el mejor ejemplo es el de la aldea de Teyava, donde un sólido anillo

interior de hwaijma abiertos rodea una plaza central, pese a que socio­ lógicamente esta aldea debería tener todos sus almacenes cerrados y discretamente ocultos entre los alojamientos (cf. más adelante, sec. 6). Los materiales a disposición de los indígenas son las piedras, que utilizan como cimientos para los grandes hórreos; y madera, para los pesados troncos, los postes, las estacas, las varillas y los tableros nece­ sarios para la estructura. Las distintas partes generalmente se unen mediante cuerda vegetal y liana dura y flexible, y el tejado de paja con hierba lalang, sagú u hoja de coco. Como se verá en la descripción detallada de la estructura que fi­ gura a continuación, los materiales que se utilizan para el almacén son mucho más sólidos y elaborados que los empleados para la vi­ vienda, sus cimientos son más fuertes y más permanentes, y requie­ ren más trabajo. La dificultad de la construcción es mayor y mucho más considerable el cuidado que precisan las reparaciones. Normal­ mente, las casas se aprietan unas contra otras, con objeto de evitar que los hechiceros ronden por las paredes laterales. Por la misma razón nunca están elevadas sobre el suelo, ni siquiera un poco. No tienen estructura de troncos ni cimientos de piedra. De este modo, el hecho de que los ñames estén mejor alojados que los seres humanos, que a primera vista puede parecer paradójico, está correlacionado con uno o dos llamativos rasgos de las creencias y las costumbres de las Trobriand: el miedo a la brujería y el deseo de exhibir la riqueza; a más de las exigencias prácticas anteriormente expuestas. Antes de pasar a nuestra descripción de cómo se construye un bwayma, deseo exponer brevemente el método adoptado para ejem­ plificar y documentar mis descripciones tecnológicas. He intentado que estas últimas nunca resulten demasiado concisas ni tampoco dema­ siado prolijas, y describir más bien las actividades asociadas a la cons­ trucción del almacén de ñames que las partes de la construcción una tras otra. Para los detalles de la estructura, el lector tendrá que re­ currir en gran parte a los diagramas y láminas. Los diagramas I a X II tal vez sean suficientes para el tecnólogo. En todos ellos he se­ ñalado cada elemento estructural con un mismo número. De esta forma (3) representa en todos los diagramas el piso ( bubukwa). Con objeto de facilitar las referencias cruzadas y permitir que el lector encuentre el significado de cada pieza estructural, al final del capí­ tulo los he clasificado en un cuadro que presenta los nombres indí­ genas, con los números habituales y con referencias a todos los dia­ gramas en que puede verse cada uno.

2. L a

p re p a ra c ió n de lo s m a te r ia le s

Como en otros muchos trabajos de construcción, sea de un edificio o de una canoa, los trobriand tienen que preparar los distintos ele­ mentos estructurales antes de unirlos. Con el tipo de trabajo que se

utiliza y los utensilios disponibles, la tarea es lenta. Para obtener los troncos, las varillas, las estacas, los postes y los palos se utilizan ha­ chas, kema, azuelas, ligogu, y actualmente cuchillos comerciales, así como en menor medida un utensilio para pulimentar, kisi, hecho de piel de tiburón o de pastinaca. Para tallar los tableros decorados se emplea un diente de tiburón engastado, un hueso de wallaby y un martillo. Es preciso cortar, podar y alisar los árboles y esto se hace con el hacha y la azuela, en la jungla. Hay que arrastrarlos hasta el poblado y allí el artesano trabaja con la azuela redondeándolos hasta transformarlos en troncos casi perfectamente cilindricos. A veces, los troncos cilindricos de un liku están tallados. Las partes que se alisan y pulen cuidadosamente y, a veces, se tallan son los liku (5), los troncos de la cabaña; los po’u (4), troncos que casi no se diferencian de los anteriores en su forma y función, excepto por tratarse de las vigas inferiores y superiores de la cabaña de troncos; los kavalapu (12), las tablas ornamentales, aunque no necesariamente decoradas, que flanquean las paredes de los gabletes anterior y posterior y la tabla hisiya’i (20). Esta última forma la base del gablete y, a veces, también se coloca otra a través, más o menos a media altura. En cambio, por regla general, las poderosas vigas longitudinales que descansan directamente sobre los cimientos de piedra, las kaytaulo (2), están muy someramente alisadas en su parte visible. Lo mismo ocurre con los tableros toscos, a veces tan sólo robustos postes, llamados buhukwa (3) que componen el suelo (que también se deno­ mina bubukwa) de la cabaña de troncos. Algunas de las partes componentes del tejado tienen que arquear­ se hasta conseguir la curvatura adecuada. No es fácil encontrar madera que se preste al elegante arco de forma gótica requerido; y por regla general es preciso conseguir la necesaria curvatura a base de calentar el tablero sobre el fuego, sosteniendo un extremo entre dos troncos y doblando gradualmente la parte restante. De la misma forma se pre­ paran las kavalapu (12), las tablas de los gabletes anterior y posterior, que se muestran en las láminas 90 y 91; y también las kavilaga (11), situadas paralelamente a aquéllas en el tejado, las cuales deben tener exactamente la misma curvatura y una considerable resistencia como soportes. Tengo entendido que en los viejos tiempos se tallaban todas estas tablas de los gabletes, kavalapu (12), la tabla frontal bisiya’i (20) y la mayor parte de los troncos, liku (5). Se encargaba de este trabajo el maestro tallista, el tokabitam, que se sentaba sobre ellos durante días y semanas, con su martillo de madera y su escoplo de hueso de wallaby. Los acababa con un diente de tiburón enmangado y, por último, los pintaba de negro, rojo y blanco, con ocre rojo, carbón de madera y tierra caliza. Como puede verse en las láminas 75 y 76, aún hoy en día se tallan y pintan muchos de estos componentes es­ tructurales, aunque algunos de los principales bwayma — incluso el mismo bwayma principal de la isla— tienen muy pocas partes talladas y ninguna pintada.

Menos trabajo lleva la preparación de los fuertes postes del caba­ llete del tejado (9 y 10), los dos postes longitudinales del origen del tejado (8), los postes de andamiaje (23) necesarios para sostener el tejado en los almacenes muy grandes, y las otras partes del anda­ miaje. También se prepara rápidamente cierto número de largas va­ rillas para las partes longitudinales del entramado del tejado, las varillas que luego se doblan para formar los laterales del tejado y cierta cantidad de palitos cortos y finos. Poco antes de acabar el tra­ bajo se recoge hierba lalang para el techado. Para tapar los agujeros y desgarros de los antiguos tejados de paja se utiliza fibra de coco. Esta también sirve para confeccionar las esteras trenzadas que cubri­ rán el suelo y, a veces, las paredes de los gabletes, y sobre todo para cerrar las cabañas cuando se trata de bwayma de plebeyos. Rara vez se utilizan hojas de sagú excepto en el sur, donde a veces se impor­ tan de la Koya (el grupo de las d’Entrecasteauxe. Sin embargo, hay almacenes cuyas paredes de gablete son de sagú, mientras que otras son de esterilla de coco. Las hojas de pandanos decoran la pared del gablete de los hórreos más elegantemente acabados.

3. L a

c o n s t r u c c i ó n d e l a lm a c é n

Creo que los parientes políticos preparan las partes componentes del almacén en su propia aldea o, en el caso del jefe, en las aldeas tributarias. En 1918, sólo se reconstruyó el tejado del bwayma del jefe y, por desgracia para mí, caí enfermo poco antes de que comen­ zaran a montarlo y mis datos, recogidos quince días más tarde, son imperfectos. Sé que no hubo gran acumulación de materiales de cons­ trucción en la propia Omarakana y sé que algunas de las partes componentes de mayor tamaño fueron preparadas en Kasana’i, Kwaybwaga y Tilakayva. En los viejos tiempos, las liku, las grandes vigas cuya preparación requiere mucho tiempo y cuidado, solían hacerse en las aldeas vasallas, tal como acabo de decir, produciendo cada aldea una o dos liku. Las tablas ornamentales talladas se hacían en casa del maestro tallista. Este podía ser el propio jefe. Tal fue el caso del predecesor de To’u­ luwa, Numakala, que hizo él mismo todas las decoraciones de sus casas y almacenes. Estos ardieron durante la última guerra tribal, cuando Omarakana fue destruida por Kabwaku. Cuando un jefe o un dirigente tenía que construir un gran alma­ cén y no era él mismo un tokahitam (tallista y carpintero), tenía que solicitar los servicios de un especialista. Esta transacción se basa en el mismo principio que el alquiler de los servicios de cualquier otro especialista.2 Así pues, la organización del trabajo para la construcción del bwayma se basaría en los siguientes principios: el propietario o el jefe convoca a sus parientes políticos, los mismos que han de llenar su almacén con el urigubu, a trabajar para él. Estos preparan en sus

respectivas aldeas los materiales para Ja construcción del almacén. Según me dijeron, cada aldea aporta un tronco del liku y cierto nú­ mero de componentes estructurales secundarios. Al mismo tiempo, el jefe escoge un especialista, al que remunera con una serie de regalos periódicos de alimentos. Una vez construido el almacén de ñames, se celebra un gran sagali o reparto de alimentos, en el que, a más de cerdos y kaulo (alimentos vegetales), con frecuencia también se repar­ ten algunos objetos preciosos entre los colaboradores más importantes. En los diagramas I, II y III y en la mayor parte de las láminas a que se ha hecho referencia en éste y anteriores capítulos, puede observarse que los elementos estructurales del bwayma se agrupan de forma natural en tres partes fundamentales: la base, la choza de tron­ cos y el techado. Por consiguiente, los indígenas deben realizar tres grandes tareas estructurales, hasta cierto punto independientes unas de otras: la colocación de las piedras de la base, que tiene lugar cuan­ do se construye la aldea; la edificación de la choza de troncos que, según tengo entendido, debe realizarse más de dos o tres veces en cada siglo debido a la guerra o a accidentes; y la construcción del tejado. Así, los cimientos de los principales bwayma de Omarakana, y también los de los otros bwayma de exhibición más pequeños, re­ sistieron incluso el último incendio. La choza de troncos, levantada en 1899, no fue reconstruida en 1918, y ni siquiera la retocaron. Según los indígenas, podía durar aún otros veinte o treinta años. Por su parte, el tejado tiene que ser reconstruido cada diez o quizá cada quince años. Las mismas personas encargadas de llenar el almacén tienen que ocuparse de las reparaciones cuando son necesarias, y también ayu­ dan al propietario a reconstruir su pequeño hórreo. Un bwayma de exhibición es reparado invariablemente por los que aportan el taytu para llenarlo. De hecho, el dodige (llenado) tiene lugar, inmediata­ mente después de repararse el almacén y celebrarse la primera magia vilamalia. En el caso de los pequeños bwayma, unos cuantos hom­ bres acaban el trabajo en un par de días. Un bwayma grande, que siempre pertenecerá a un jefe o a un dirigente, requiere tres o cuatro días de trabajo y a él se dedica toda una comunidad o incluso varias. No existe ninguna magia asociada a la construcción o reparación de los almacenes, ni —por lo que pude averiguar— tampoco con la colocación de las piedras de los cimientos. Me dijeron que el primer acto de la vilamalia es el único ritual que acompaña a esta tarea. Por lo general, el arquitecto y los trabajadores encuentran in situ los cimientos del bwayma de exhibición, y éstos determinan el tamaño de los kaytaulo (2), las vigas de los cimientos, y la longitud y an­ chura de la choza de troncos, y en consecuencia, puesto que deben guardarse ciertas proporciones, la altura del bwayma. Al parecer, la colocación de los cimientos es una tarea laboriosa. Es necesario cavar hasta llegar a la plataforma rocosa, colocar allí grandes piedras y, sobre éstas, las piedras que constituirán la base elevada, las ulilaguva (1). El tamaño y la forma de estas últimas es

aproximadamente piramidal; algunas tienen un extremo notablemente estrecho, otras son casi cúbicas. Sobre estas piedras descansan las dos vigas de apoyo, las kaytaulo (2). La longitud de las kaytaulo y del tejado es considerable­ mente superior a la distancia que media entre las piedras angulares, y los extremos que sobresalen se recubren a veces con tablas trans­ versales, obteniéndose así una plataforma cubierta que juega un importante papel en la vida del poblado. Curiosamente, no existe ninguna palabra para designar esta plataforma, y los indígenas ha­ blan de gente «sentada en el hórreo», isisusi wa bwayma. Es inco­ rrecto utilizar los almacenes de esta forma, sólo se permite a personas privilegiadas. Por regla general, el propietario es la única persona que mantiene un contacto tan íntimo con su almacén, y en reiteradas ocasiones, cuando un bwayma ha sido abandonado y la parte supe­ rior de su estructura se ha quemado o ha servido paea otros fines, se conservan las dos vigas largas y se recubren con tableros para formar una plataforma. En el diagrama I puede verse una cabaña con cuatro piedras ulilaguva (1) en la base; el diagrama II ofrece una perspectiva frontal; los diagramas III y IV representan cabañas con el poco corriente nú­ mero de seis piedras 3 hechas de coral. El tamaño no varía mucho de un bwayma a otro, y la base del gran bwayma de To’uluwa resulta proporcionalmente más baja que la de los pequeños bwayma. Las vigas de apoyo, haytaulo (2), están hechas de madera dura y tienen unos 20 o 30 cm de diámetro, o menos en los bwayma muy pequeños. 4.

La c a b a ñ a de tr o n c o s

La posición de las piedras de la base determina las dimensiones del liku (5). Se miden los cuatro lados del rectángulo que forman las cuatro piedras angulares con dos trozos de liana que sirven de pauta para cortar los troncos longitudinales y transversales. Los cuatro ángu­ los de la cabaña tienen que coincidir exactamente con el centro de gravedad de las piedras de la base (véanse los diagramas). Inmediatamente encima de los troncos de apoyo haytaulo (2), se colocan los dos primeros troncos transversales. Aunque no difieren en forma ni en función de los otros troncos, éstos tienen un nombre especial, p o’u (4). A veces los po’u son mucho más largos que los otros troncos, como puede verse en las láminas 75, 77, 79, 81, 82 y muchas otras. Pueden estar especialmente decorados pero igualmente pueden dejarse simplemente debastados. El par transversal superior (4 b) recibe el mismo nombre. Sobre los po’u del fondo se coloca el primer par de troncos longitudinales, los liku. Todos los troncos longitudinales se denominan kaybudaka (5 b) y los transversales kaylagim (5 a). Esta terminología introduce una analogía entre el almacén y la

canoa; en efecto, en la canoa, las tablas laterales se denominan budaka y las dos tablas transversales decoradas, que cierran la canoa por ambos extremos, reciben el nombre de lagim. La misma analogía también se encuentra en algunas fórmulas mágicas. Así, en la fórmu­ la 19 ( vapuri) se invoca directamente un prolífico desarrollo de los tubérculos mediante el símil de una canoa abundantemente cargada. También en la magia dirigida directamente al bwayma, que se ha traducido y analizado en el capítulo anterior, puede verse que la pa­ labra guía del segundo conjuro de la vilamalia (F. M. 29) es kaylola lola, «amarradero», y la palabra clave es bilalola, derivada de «ama­ rrar», «fondear», ambas tomadas del vocabulario marinero. En el primer conjuro que se recita sobre el suelo del bwayma (F. M. 28) también tenemos el símil del anclaje, aplicado al almacén a través del bejuco. Esta analogía alcanza aún un sentido más amplio en las ideas mágicas y míticas de los indígenas. Así, en varios conjuros, especial­ mente en la fórmula 2, las malas influencias, las plagas y los añublos, se cargan mágicamente en imaginarias canoas y se envían lejos. Lo que queda se cargará en la «canoa firmemente fondeada» de los al­ macenes del poblado. No puedo afirmar si este símil es consciente en el pensamiento indígena. Basta sugerir tal idea al informante, para que rápidamente la acepte, pero nunca me fue expuesta de forma espontánea. No obstante, creo que un estudio de los conjuros, espe­ cialmente en el Vol. 2, Séptima parte, donde se presentan en traduc­ ción literal, convencerá a cualquier lector de que mi sugerencia no es improbable. Volviendo ahora a la construcción de la cabaña, los troncos se colocan simplemente uno sobre otro y cada par se apoya sobre una ranura ancha y plana tallada cerca del extremo del par inferior (cf. diagramas). Tengo entendido que durante la construcción, siempre se realizan algunos cortes y alisamientos adicionales. Yo únicamente he visto los troncos de la choza de un bwayma pequeño, durante la cons­ trucción, y en este caso el trabajo resultó muy fácil y plácido, ter­ minándose toda la edificación en una hora poco más o menos. Al parecer el trabajo resulta mucho más difícil con troncos grandes y pesados. Las cabañas bajas de los pequeños almacenes, y de los de altura media como el bwayma de Bagido’u y los hórreos algo mayo­ res de Yalumugwa pueden construirse sin andamios, subiendo los hom­ bres los troncos y colocándolos desde el suelo. Pero, cuando se cons­ truye un gran bwayma y tienen que levantarse troncos largos y difíci­ les de manejar, muchas veces de una altura de tres o más metros, es preciso erigir plataformas especiales, a la altura del hombro o de la cabeza en las esquinas. Un almacén muy grande, como el situado en el centro de Omarakana, puede requerir también plataformas a todo lo largo de los lados (cf. diagrama XI, que muestra una pequeña esca­ lera lateral utilizada en la construcción del liku). Normalmente, los hombres situados en las dos plataformas de las esquinas reciben el tronco de los de abajo y lo colocan en su sitio.

En el liku del gran almacén de To’uluwa hay diez hileras de tron­ cos longitudinales (5 b); en los grandes hórreos situados alrededor del baku de la capital, observé unos ocho o nueve como promedio, en tanto que los pequeños almacenes tienen cinco o seis. El número de kaylagim (liku transversales, 5 a) es inferior en una unidad, o superior en una si contamos los po’u. Los po’u superiores o troncos del entramado (4 b) son realmente los liku transversales más altos y se sostienen en su sitio de la misma forma, sobre ranuras. Paralelamente a estos po’u exteriores se coloca una hilera de po’u apoyados sobre el último kaybudaka (5 b), for­ mando una especie de tejado del liku que servirá de base al tejado propiamente dicho (véanse los diagramas I, III, IV, V, VIII y X). He seguido el orden normal de la construcción, en que no se co­ mienza el piso hasta que están terminadas las paredes de la cabaña y su sobrecubierta. El piso de la cabaña, bubukwa (3), suele hacerse insertando los extremos de una serie de tablas o varas entre las vigas de apoyo, kaytaulo (2), y el par inferior de troncos kaybudaka (5 b). Las tablas o varas que constituyen el piso se apoyan, por tanto, sobre los kaytaulo (2), al igual que los po’u inferiores (4 a). El piso, bu­ bukwa (3), es posiblemente la parte más sagrada del bwayma, puesto que aquí se colocan las piedras binabina, sobre las que se celebra la magia vilamalia. El bubukwa da nombre a uno de los ritos de la ma­ gia de la prosperidad: el primer rito de la vilamalia se denomina tum bubukwa, o kaytumla bubukwa} «el prensado del piso del almacén». En el conjuro (F. M. 28) correspondiente a este rito se hace referen­ cia a las piedras binabina, al polvo y al polvo negro que debe acu­ mularse en el bubukwa. Año tras año se coloca cuidadosamente en el bubukwa la primera capa de taytu después de barrerlo y limpiarlo cuidadosamente para que no pueda mezclarse con los nuevos frutos ningún resto deteriorado de la cosecha anterior. Sin embargo, lo que es bastante paradójico, el piso es una de las partes menos cuidadosamente estructuradas del bwayma. Hecho con cualquier tipo de materiales apropiados —grandes tableros toscos, va­ ras mal cortadas, postes rotos—, el piso es la parte más descuidada y la peor construida del almacén. Esta base incompleta, algo sor­ prendente para el tesoro indígena que es el taytu, sólo es eficaz por­ que se recubre de esteras de fibra de coco trenzada, las cuales se re­ nuevan cada año. Ya responda a la necesidad de ventilación o a la concepción de que el piso o base es irrelevante, el hecho de que este detalle, tan importante para la magia, las creencias y la manipula­ ción práctica de los frutos, aparezca tan desaliñado y mal acabado, constituye una de las extravagancias de la cultura trobriand. El bu­ bukwa (3) está representado en escorzo en los diagramas I, III y IV y en sección longitudinal y transversal en los diagramas V y VI respectivamente. Con esto acabamos la descripción de la estructura externa del liku (5), principal componente de los grandes bwayma, el orgullo del propietario, y la parte que, por su construcción, permite exhibir

y vigilar las provisiones. Es significativo que en la fórmula 29 de la magia vilamalia el liku sea la única parte del bwayma que recibe el prefijo de posesión personal, agu liku, de modo que la palabra no hace referencia tanto a la cabaña como a su contenido. Pasemos ahora al interior. Como puede verse en los diagramas IV y IX, éste no consiste en una única estancia, sino que contiene varios compartimientos, kabisitala (28) o kálikutala. Ya conocemos su impor­ tancia por nuestro análisis sociológico, pues cada compartimiento es llenado anualmente por uno de los contribuyentes al urigubu (cf. ca­ pítulo VII, sec. 2). Se construyen como sigue: dos grandes postes, los teta o katuveyteta (6), se colocan encima de los po’u (4 b), los troncos transversales superiores de la pared del liku, de forma que dividan longitudinalmente la choza en dos partes iguales, pudiendo conside­ rarse como divisores medianeros. Estos se atan a los po’u, aunque las ataduras no se han señalado en los dibujos para no complicar el es­ quema. Entre estos dos teta se coloca una serie de largas varillas, k a ­ bisivisi (7), cuyos extremos inferiores se insertan en los intersticios de dos tablas del bubukwa (3), y así se tienen en pie, en tanto que los extremos superiores sobresalen por encima de los po’u (4 b) y casi al­ canzan el caballete inferior del tejado, kakulumwala (10). Varillas similares, también kabisivisi (7), se colocan a lo largo de los p o’u transversales (4 b), atándolas a ellos. Se cortan de modo que sigan aproximadamente —muy aproximadamente— la inclinación del tejado desde el caballete hasta la pared del liku. De esta forma, el interior de la cabaña se divide en seis, ocho, diez o, en el gran bwayma del jefe, hasta en dieciséis compartimientos. En el gran bwayma del jefe, trece son llenados realmente por los contribuyentes de fuera y tres contienen los frutos taytumwala, producidos en los propios huertos del jefe por sus esposas e hijos. En los viejos tiempos, el bwayma del jefe tenía algunos compartimientos más, pero nunca tantos como esposas; sólo tenían derecho a llenar el almacén principal los dirigentes de las comunidades tributarias más importantes de las que el jefe tomaba esposas. Las kabisivisi (7) se representan en los diagramas IV a IX. En el diagrama III pueden verse los teta (6), así como los po’u (4 b), que constituyen el marco superior de los compartimientos. El diagrama IV muestra la posición de los kabisivisi de un par de compartimientos. En el diagrama V, la sección longitudinal, aproximadamente a un tercio de la pared lateral, ilustra la posición relativa del piso y las paredes delantera y trasera, las varillas kabisivisi (7) y los po’u supe­ riores (4 b). El diagrama VI muestra, mediante una sección transver­ sal, la estructura del tejado, así como el tabique central. El diagra­ ma VII, también una sección transversal, en el plano de una de las particiones de kabisivisi, ilustra la posición de las varillas. El dia­ grama VIII corresponde a una sección entre los dos teta (6) y mues­ tra el plano medianero de los compartimientos. El diagrama IX nos ofrece una perspectiva interior de la cabaña, liku (5), desde arriba. En este caso, se trata de un bwayma de tamaño medio con ocho com­

partimientos. Este era el número de compartimientos del bwayma cuyas medidas anoté con detalle. 5.

El

te ja d o

Hemos trepado por la cabaña (liku) hasta llegar al tejado. Nin­ guna clase de piso lo separa de los compartimientos inferiores, no existe ninguna división material, y cuando los ñames sobresalen de la choza penetran de forma natural en la parte superior, puesto que los kabisivisi (7) o varillas divisorias generalmente llegan hasta el techo. La superficie ideal que separa los compartimientos inferior y superior del bwayma es un plano delimitado por los extremos de los p o’u (4 b). Dos postes kiluma (8) que descansan sobre los p o’u sirven de apoyo al entramado del tejado, que se compone además de un sistema de tablas que le dan forma y uno o dos caballetes. El gran armazón de tablas en forma de arco reposa sobre el kiluma (8); su extremo inferior puede estar atado al kiluma, o sino este último se inserta en agujeros o ranuras abiertos en la armadura de tablas. Los otros ex­ tremos de las tablas arqueadas se atan a la parte superior del caba­ llete (10), formando así un prisma triangular, aproximadamente pres­ cindiendo de la curvatura de las tablas. Además, este entramado se completa con una doble capa de varillas horizontales y longitudina­ les (13 y 15) entreverada con varillas arqueadas (14), paralelas a las tablas de la arcada. Toda la estructura queda muy clara desde el punto de vista técnico en el diagrama X y la lámina 89. No obstante, es preciso añadir unas cuantas palabras sobre el pro­ blema técnico que deben superar los indígenas. El tejado puede colo­ carse de tres maneras: 1. Puede hacerse en el suelo, construyéndose un pequeño anda­ mio provisional sobre cuatro pilares, kokola (27), en el que se colocan los kiluma (soportes horizontales del tejado, 8). El caballete (10) se coloca sobre dos palos ahorquillados que sirven de andamio (tutuya, 23) y sobre esta armazón se construye el tejado, exactamente igual al que se monta en el suelo de las casas corrientes. Una vez lista la armadura y la cubierta de hierbas, se levanta toda la estructura y se coloca sobre el bwayma. En realidad, dado que los troncos de apoyo, kiluma (8), se suelen colocar sueltos sobre los po’u (4 b), encajados en las ranuras de los po’u exteriores y de los otros p o’u transversales, no cuesta mucho quitar el tejado de un pequeño bwayma comente, dejándolo en el suelo como refugio provisional, para volver a levan­ tarlo luego sobre su pedestal permanente. 2. En el bwayma de Teyava tuve ocasión de ver otra manera de hacer el tejado. Este se construye directamente encima de la choza, pero sin ningún andamiaje adicional, excepto los dos postes tutuya (23), con los que se coloca el caballete inferior (10), al que se atan luego las tablas del entramado (11). En estas láminas vemos las dos kavalapu (12), tablas de los gabletes del caballete, ya colocadas. El resto

de la estructura y la forma de proceder en tales casos resultará bas­ tante clara para el tecnólogo. 3. En el caso de los bwayma muy grandes, en los que es física­ mente imposible levantar el tejado completamente acabado, y tam­ poco es posible construirlo en alto desde el suelo, o ni siquiera subi­ dos sobre el liku, se requiere un andamio adicional. Dado que no lie presenciado la construcción de tal tipo de bwayma, tengo que fiarme de las explicaciones indígenas, siempre algo insatisfactorias en asun­ tos de tecnología. Para la construcción de estos grandes tejados se erige un par de robustos postes que sirven de andamio, tutuya (23), para el caballete del tejado (no estoy muy seguro de si es el supe­ rior o el inferior, pero creo que es el inferior). Esto se hace apo­ yando un extremo del caballete en el extremo ahorquillado de un tutuya y tirando de él mediante cuerdas que pasan por el extremo ahorquillado del otro t u t u y a de forma que se asiente en la otra hor­ quilla y quede apoyado sobre los dos tutuya. Las plataformas ya levan­ tadas para construir las partes superiores de la cabaña, sirven tam­ bién para colocar el kiluma (8) y ajustar los extremos inferiores de la kavilaga (II). Sin embargo, dado que es preciso atar los extremos su­ periores de la armadura de tablas arqueadas al caballete, se necesita más andamiaje: se apoya una tosca escalera, daga (24), contra el borde superior del liku (5), o cabaña de troncos, y se colocan unos cuantos travesaños más arriba del liku, de modo que los hombres puedan su­ birse a ellos y ajustar los extremos superiores de la armadura de la bóveda. Hecho esto, se quita la escalera y se fija la estructura inferior del tejado a ambos lados de las plataformas de andamiaje. Luego se apoya contra esta estructura inferior una escalera, se ajustan las partes superiores del entramado y puede comenzarse a cubrir el techado. Los almacenes se techan de la misma manera que las viviendas, esto es, en los intersticios que quedan entre cada par de kuvi (15) se introduce el extremo ancho de un manojo de hierba lalang o de una hoja de palmera. Luego se dobla y se introduce en el intersticio inme­ diatamente inferior. Así queda bien seguro. Se comienza por los tra­ vesaños inferiores de la estructura, de modo que cada capa sucesiva presione sobre la inferior y la mantenga en su sitio. Así, se crea una superficie completamente impermeable y relativamente suave que unas cuantas lluvias copiosas dejan bien aplastada y compacta. Aunque el tejado del bwayma no tiene un piso completo, el es­ pacio comprendido entre los extremos de los gabletes que sobresalen está cerrado con una plataforma llamada bomakayva (17), una pala­ bra que también se utiliza para designar las varas que la componen. Estas varillas discurren entre los dos po’u superiores (4 b) del liku (5) y el po’u frontal (19, diagrama I), que en los bwayma grandes reposa sobre un soporte especial, kaynubilum (18, diagrama I); y en los bwayma pequeños, sencillamente está atado a los kiluma (8), los so­ portes horizontales del tejado. Los gabletes se llenan con una obra de celosía abierta, consistente en varillas verticales, bisiboda o kavituvatu (21), y horizontales, yobilabala (22). A veces la celosía se recubre

con estera de cocos o anchas hojas de pandanos, dándole el aspecto elegante y cuidado tan característicos, pero en el «mejor» bwayma se deja abierta, para que se vean los alimentos acumulados. Si nos fijamos en las fórmulas mágicas de la vilamalia, es intere­ sante compararlas con la terminología de las partes integrantes del bwayma, con cuyo aspecto técnico acabamos de familiarizarnos. Puede comprobarse que muchas de las partes fundamentales de la estructura se mencionan en todas las fórmulas: ulilaguva (1), las piedras de la base, que en Oburaku reciben el nombre genérico de kaylagila, que significa «soporte», bubukwa (3) y liku (5). En mi versión del con­ juro kaylola de Omarakana (F. M. 29), no encuentro la palabra kaytaulo (2). No obstante, debe recordarse que en el tapwana, es decir, en la letanía del conjuro, el mago no tiene que enumerar siempre la lista completa de las palabras del inventario, aunque rara vez omite las verdaderamente importantes. Por tanto, ningún conjuro tiene un tapwana absolutamente com­ pleto, y la ausencia de una palabra no significa más que un lapso de la memoria o la atención por parte del mago en el par de ocasiones en que lo recitó para el etnógrafo. También encontramos, en uno de los conjuros, palabras tales como kiluma, kakulumwala, vataulo, kavala, kaliguvase, kivi, katuva. Resulta característico que, en todos los conjuros se mencionen los elementos ornamentales, kavalapu, bisiya’i y mwamwala. También las palabras kabísivisi y teta, que hacen refe­ rencia a los compartimientos interiores, aparecen en el conjuro de Bagido’u. 6.

L a e s t r u c t u r a de

los

p e q u e ñ o s «bw aym a»

La principal diferencia entre los bwayma de exhibición y los de menor importancia, que por regla general son más pequeños, está en la parte situada entre los cimientos y el tejado. También aquí pre­ sentan considerables variaciones estructurales entre uno y otro. Respecto a la base, el hórreo menor de tamaño medio también se apoya sobre piedras. Sólo los verdaderamente pequeños, y en particu­ lar los que no tienen parte intermedia, se levantan sobre los cortos pilares verticales de madera (kokola 27). Tales pilares, invariablemente, tienen una horquilla en el extremo superior, sobre la que se apoyan las dos vigas longitudinales de apoyo. Puesto que estos bwayma se diferencian, será conveniente clasificarlos en algunos tipos característicos. a) En primer lugar tenemos los pequeños almacenes que imitan a los grandes, esto es, que poseen una choza abierta construida de troncos más o menos bien acabados. A este tipo corresponde el pe­ queño bwayma en proceso de construcción y también muchos de los pequeños bwayma corrientes que se ven en los poblados. Algunos de éstos, cuando pertenecen a plebeyos que viven dentro de la esfera de influencia de un jefe, tienen la choza de troncos más o menos cui­

dadosamente recubierta de hojas de coco o bien de hojas de sagú. Otros, en aldeas más independientes y más distantes, permanecían abiertos, incluso en los viejos tiempos, especialmente si pertenecían al dirigente de la comunidad. Actualmente, dado que la influencia de los jefes ha quedado minada, mucha gente que hace cincuenta años no se hubiera atrevido a tener bwayma abiertos, exhibe arrogante­ mente su taytu. Pero muchísimos de los bwayma que se construyen con un verdadero liku, en una réplica exacta del almacén de ñames grande, por dentro y por fuera, están recubiertos con hojas de coco (esto sucedía con frecuencia en la aldea de Bwoytalu, en la que in­ cluso ahora el «complejo de inferioridad» de los indígenas es tan fuerte que cierran sus almacenes con todo cuidado). b) Otro tipo de bwayma presenta una cabaña de altura normal entre una base muy baja y la unión del tejado con las paredes, pero que sólo corresponde a la mitad del kaytaulo (2) y el tejado, dejando así una gran plataforma cubierta en la fachada (láms. 93, 95 y 96). Esta construcción es posible gracias a dos fuertes postes sostenedores colocados delante, homólogos a los kaynubilum (18) de los bwayma mayores, y que creo reciben el mismo nombre. Generalmente, los ex­ tremos frontales de los kaytaulo (2) de estos almacenes se apoyan sobre pilares. También en este caso, la choza de troncos puede ser cerrada o abierta, según el rango social del propietario. c) El liku, en vez de ser más corto y de una altura normal, pue­ de tener una longitud normal, pero sólo la mitad o menos de la al­ tura habitual, por razón de estar ligeramente elevado sobre el suelo. De este tipo son a veces los pequeños almacenes situados inmediata­ mente al lado de las viviendas que, asimismo, pueden denominarse bwayma domésticos. Siempre se construyen sobre pilares de madera y no sobre bases de piedra. Estos bwayma pueden tener una plata­ forma inferior o no, y ésta puede ser cerrada o bien abierta. d) A veces el liku falta por completo y el bwayma consiste sim­ plemente en una plataforma techada elevada sobre pilares. Muchos de los pequeños bwayma corresponden a este tipo de estructura di­ ríamos lacustre. A veces se añade una plataforma más baja, espe­ cialmente cuando el bwayma es un poco más grande. Imagínese la plataforma inferior rodeada con esteras de coco, y se tendrá el tipo de construcción que suele encontrarse en los almacenes cerrados. Cuan­ do está cerrado de esta forma, las plataformas constituyen un refugio adecuado para los que desean dormir, durante el día, o encontrarse de noche para aventuras amorosas. e) Una estructura interior frecuente tras la pared de hojas de cocotero es la del diagrama XII. Difiere un poco de los dos tipos an­ teriores y, en cierta manera, constituye una forma intermedia. Estos bwayma tienen una cabaña de troncos rudimentaria y muy baja, con­ sistente en un par de troncos más o menos, y también una plataforma inferior de la mitad de tamaño del liku. El compartimiento superior del liku se utiliza para almacenar el taytu de semilla. Esto permite una mejor ventilación, según me dijeron, que una plataforma a nivel

de techado. En la plataforma inferior se guarda el taytu de menos ca­ lidad. Me dijeron que este es el modelo clásico de sokwaypa (bwayma para taytu de semilla). f) Finalmente existe el bwayma provisional o mal construido, que no es raro encontrar en los distritos pesqueros de la costa, donde los tubérculos no tienen tanta importancia. Puede verse en la lámina 80 y consiste, simplemente, en un techado groseramente construido que cubre una plataforma elevada. g) Es preciso mencionar también otro tipo de bwayma, el bway­ ma de juguete que se construye para los muchachos jóvenes que aca­ ban de empezar a cultivar huertos, al principio casi simulacros de huertos, que gradualmente van tratando con mayor seriedad. General­ mente se levanta muy alto por encima del suelo y tiene un aspecto atractivo. Al comparar los tipos inferiores de bwayma con los grandes alma­ cenes, se impone un par de observaciones generales. Los mejores bway­ ma de una aldea de alto rango se dedican casi exclusivamente al doble propósito de albergar y exhibir los frutos. Raras veces incluyen una plataforma para acomodarse; el mejor bwayma de la isla sólo puede acomodar a un hombre sentado en cada uno de sus extremos fron­ tales. Puede decirse que cuanto más inferiores son los bwayma, más espacio libre proporcionan para acomodarse durante el día o la noche. Otro detalle es que los almacenes normales, menos pretenciosos, son mucho más accesibles y apropiados para el uso diario. Coger un tubérculo del gran bwayma del jefe exige una escalada de considera­ ble dificultad y de tales características que el ama de casa, en el caso de una de las esposas del jefe, no puede realizarla por sí sola por razones de delicadeza. En efecto, en el bwayma del jefe, hay que es­ calar todos los travesaños del liku, encaramarse en la cima, si el bway­ ma está lleno, y seleccionar un tubérculo del interior. Para los indí­ genas, con los pies desnudos y una enorme experiencia en trepar a los árboles, esto no es tan difícil, como para un europeo, pero siempre lleva algún tiempo. Por otra parte, en el bwayma de inferior calidad, un hombre o una mujer de pie en la plataforma alcanza el compartimiento supe­ rior. Puesto que el piso de estos bwayma suele estar hecho de peque­ ñas varillas cubiertas con esteras de coco, basta apartar un trozo de estera para poder alcanzar los tubérculos.

7.

R esu m en

de

l a s c a r a c t e r ís t ic a s

estru ctu ra les,

SOCIOLÓGICAS Y ECONÓMICAS DEL «BWAYMA»: TERMINOLOGÍA LINGÜÍSTICA

Ahora podemos resumir brevemente los tipos estructurales y fun­ cionales de almacén. El bwayma propiamente dicho, que los nativos también llaman bomalihu, o en su forma más discreta, bwayma goregore, es a su vez un receptáculo para los alimentos y un medio para

su exhibición. Estructuralmente consiste en unos fuertes cimientos, una cabaña de troncos bien construida y un techado de paja, acabado en gabletes, de forma elegante. Sociológicamente sólo puede ser propie­ dad de un jefe, un subjefe ( gumguycCu o tolvwaga), un hombre de rango o un dirigente de una aldea de importancia. Económicamente, la mayor parte de los compartimientos deben ser llenados por otras personas y no por el propietario; y su contenido se utiliza, en gran medida, para regalos, para repartos ceremoniales y para intercambios, y como alimento básico para financiar empresas. Estéticamente, pue­ de estar, y generalmente está, decorado con tableros tallados, conchas y banderolas. Topográficamente, se sitúa en el anillo interior y en este caso se le llama bomisisunu. En unas cuantas capitales, tales como Omarakana, Kasana’i, Kabwaku y Sinaketa, el bwayma del jefe está en el centro del baku y entonces recibe el título de bomilala. La si­ tuación del bwayma en el anillo interior está relacionada con los tabúes que prohíben guisar en esta parte del poblado. Estos almacenes cere­ moniales generalmente contienen piedras binabina, pero en cualquier caso siempre se celebra sobre ellos la magia de la vilamalia. Los almacenes inferiores son estructuralmente más pequeños, ne­ cesitan cimientos menos fuertes y suelen carecer de cabaña de troncos. Sociológicamente, pueden ser propiedad de cualquier persona. La pla­ taforma para sentarse constituye muchas veces un centro social, es­ pecialmente para los hombres. Económicamente, se llenan por com­ pleto con taytumwala y ñames de simiente, cuando son propiedad de un hombre de rango, y contienen el urigubu, el taytumwala y los ñames de simiente del plebeyo. Estéticamente, casi revelan un esfuerzo deliberado de resultar modestos y poco notorios. Como consecuencia del tabú sobre la cocina, no pretenden impresionar al observador, están completamente cerrados, a excepción de los agujeros debidos al deterioro. No existe ninguna magia asociada a ellos, ni ningún tabú prohíbe su uso, y pueden utilizarse para dormir y para fornicar. Por tanto, si estudiamos la función así como la estructura, la cla­ sificación salta a la vista. La terminología, considerada en sí misma, es confusa, inconsistente e indeterminada; pero si estudiamos el tér­ mino no sólo en su contexto lingüístico, sino también en el contexto de la situación, encontraremos una utilización muy clara y consistente. La palabra bwayma es un término genérico que significa almacén en general, así como específicamente «hórreo de exhibición». Hablando del conjunto de sus almacenes de ñames, un individuo utilizaría la palabra bwayma, pero si quisiera dejar claro que algunos estaban construidos con un liku abierto y otros con un liku cerrado, utilizaría la palabra bwayma para los primeros y la palabra bwaymaya o sokwaypa para los últimos. No obstante, los sokwaypa no son invaria­ blemente cerrados. Algunos de estos hermosos almacenes de exhibi­ ción pertenecen, obviamente, a la clase más elevada de bwayma abier­ tos. Sin embargo, la parte de arriba de uno de ellos —el de la de­ recha cubierto con hojas de coco trenzadas— se utiliza para almacenar

ñames de semilla y, aunque estructuralmente no se diferencia de un bwayma, funcionalmente se denominaría sokwaypa. Así, por lo que respecta a la estructura, las palabras bwayma, bwaymaya y sokwaypa pueden utilizarse casi indiscriminadamente. Los términos sólo reciben su concreta significación únicamente al ser contrastados, y entonces sokwaypa es funcionalmente un almacén para guardar taytu de semilla, bwayma es específicamente un almacén de exhibición, y bwaymaya todo lo que no es sokwaypa ni bwayma. En conjunto, la palabra bwayma es con mucho la más utilizada, mien­ tras que la palabra bwaymaya, que lógicamente tiene la connotación más amplia, se oye muy raras veces. 8.

N ota

so bre las p r o po r c io n es

Las proporciones de los almacenes difieren según su tamaño y el carácter que quieran darle. Algunos son achaparrados, otros es­ beltos, mientras que otros casi resultan amorfos. El gran bwayma tiene unas proporciones más o menos bien establecidas. No podría decir con precisión hasta qué punto éstas vienen determinadas por consideraciones prácticas y en qué medida responden a consideracio­ nes de elegancia y convencionalismo. Si se atribuye la magnitud 5 a la longitud del tejado desde el punto A al B (diagrama I) y a la longitud de los troncos de apoyo A' a B/ (diagrama I), aproximadamente iguales, el techo tendrá una anchura máxima, la distancia C a D (diagrama II), de 2,5, que mu­ chas veces también es la distancia C' a D ', que separa los bordes ex­ teriores de las piedras de la base; y la altura total desde el suelo hasta el caballete superior del techado, de E a F (diagramas I y II), será de 5,5. Además, la distancia desde el suelo al borde superior de la cabaña de troncos, de E a G (diagramas I y II), será de 3, y la pro­ pia cabaña de troncos (G-H en los diagramas I y II) tendrá una altura de 2,3, con una distancia (E-H) de 0,7 entre el piso y el nivel del suelo. La cabaña de troncos tendrá una longitud (I-J, diagrama I) de 2,8, y una anchura (K-L, diagrama II) de 1,6. Las cifras aquí ci­ tadas corresponden, en realidad, a las medidas de un bwayma situado en el anillo interior de Omarakana, a mano izquierda. Medí este bwayma con toda exactitud, pero antes ya había tomado cierto nú­ mero de medidas que concordaban substancialmente respecto a las proporciones. Por tanto, la siguiente relación puede considerarse repre­ sentativa de las proporciones medias de un buen bwaym a: Metros 5,50 0,70 3,00 2,30

Desde el suelo al borde superior del caballete del tejado. Desde el suelo a la superficie superior de los troncos de apoyo (kaytaulo); (piedras de la base, 0,50; diámetro de los kaytaulo, 0,20). Desde el suelo al borde superior de la cabaña de troncos, es decir, a la superficie superior de los po’u, troncos del entramado superior. Altura del liku (cabaña de troncos).

1,60 2,80 5,00

2.50 2.50 2,30 3.90

Anchura del liku. Longitud del liku (cabaña de troncos) o longitud de los troncoslaterales. Longitud del tejado en la parte superior; longitud delos kaytaulo. Gene­ ralmente hay una diferencia de unos 10 a 20 cm entre la longitud del tejado en la parte superior y en la base, dado que la base es algo más corta. Distancia desde el extremo superior de la choza de troncos a! borde supe­ rior del caballete superior del tejado, es decir, altura del tejado. Anchura máxim a del tejado, Anchura interior del tejado en la base. Distancia entre el tabique frontal y el trasero.

Para calcular la capacidad cúbica del liku, podemos basarnos en las siguientes cifras: la altura interior del liku desde el piso es de 2,30 m, como se da en la tabla; la longitud interior es 2,50, unos 0,30 m inferior a la exterior, siendo de 0,15 m el diámetro medio de las vigas; y por el mismo método de sustraer 0,30 m se obtiene una anchura de 1,30. Multiplicando estas tres cifras tenemos, pues, el resultado de 7,475 m8. Para obtener la capacidad aproximada del te­ chado, podemos suponer que el gablete sea triangular y multiplicar su superficie por la longitud del techo. Tenemos, por tanto, 2,30X 2,50X X 3,90 X un medio = 11,2125 metros cúbicos. Todas las demás dimensiones del bwayma pueden calcularse di­ rectamente a partir de las figuras utilizando una regla en centímetros o pulgadas. Todas están dibujadas a escala 1 : 50. Las distintas partes estructurales del bwayma se señalan con los mismos números en to­ dos los diagramas. Estos números aparecen ordenados en el parágrafo siguiente, acompañados de una breve explicación y descripción. 9.

T erm inología 1.

2.

3. 4. 4a.

4b. 5. 5a. 5 b.

6.

t éc n ic a d e l

« bw a ym a »

Ulilaguva: «piedra de base»; una de las cuatro o seis piedras de coral que sostienen toda la estructura del almacén. Estas piedras descansan, por regla general, directamente sobre la plataforma coralina (diagramas I a IV, V I). Kaytaulo: «viga de apoyo»; las largas vigas situadas horizontalmente sobre las piedras de la base y que sostienen el resto del almacén (diagramas I a IV, VI, V II). Bubukwa: «piso», «tabla del piso»; tablas, varas o postes que constituyen el piso de la cabaña (diagramas !, III a V III). Po’u: «tronco del entramado»; los troncos horizontales que constituyen los tramos superior e inferior de la cabaña (diagramas I a X ) . P o’u: «tronco del entramado de la base de la cabaña». Po’u: «tronco del entramado de la parte superior de la cabaña», es decir, de la base del tejado. Liku: «cabaña de troncos»; «las vigas o troncos que encierran el interior del almacén» (diagramas I a IX ). Kaylagim (liku): «tronco transversal de la cabaña»; los troncos cortos que forman las paredes delantera y trasera de la cabaña (diagramas I a V, V III). Kaybudaka (liku): «tronco longitudinal de la cabaña»; cualquiera de los troncos que forman las paredes del lado más largo de la cabaña (diagra­ mas I a IV, VI, VII, IX ). Teta (o katuveyteta): «división medianera de la cabaña»; cada uno de los dos palos o varillas longitudinales que se colocan horizontalmente sobre los po’u superiores y dividen en dos la cabaña del almacén (diagramas III, IV, V I a IX ).

7.

8.

9.

9a.

10. 11.

12.

13.

14.

15.

16. 17. 18.

19.

20.

21.

22. 23.

Kabisivisi: «división vertical de la cabaña»; las varillas verticales que se colocan en hileras entre los dos teta y los po’u más largos y forman los compartimientos del almacén (diagramas IV a IX ). Kabisivisi también significa «compartimiento» del almacén. Tales com par­ timientos se cuentan aplicando los formativos kabisi- o kaliku-. Así, kabisitala o kalikutala significa «un compartimiento». Kabisiyu o kalikayu. dos compartimientos; kabisitolu o kalikutolu, tres compartimientos; y así suce­ sivamente. Kiluma: «soporte horizontal del tejado»; los dos postes longitudinales que se extienden sobre los po’u superiores y sirven de soporte a todo el tejado (diagramas II a IV, V I, VII, IX ). Vataulo: «caballete superior del tejado»; uno de los tres postes esencia­ les que constituyen la estructura del tejado, similar a los kiluma (diagra­ mas I, II, V I a VDI, X ) . Mwamwala: «ornamento del caballete»; un anillo o una talla representando un pájaro, colocado en el extremo del caballete superior del tejado (dia­ gramas I, II, V III). Kakulumwala: «caballete inferior del tejado» (diagramas II, VI a VIII, X ) . Kavilaga: «tabla del entramado del tejado»; una de las tablas interiores que constituyen el armazón del tejado, junto con los soportes y el caballete (diagramas VII, X ) . Kavalapu: «tabla del gablete»; las dos tablas del extremo del armazón del tejado, situadas en el plano del gablete y visibles cuando se mira el alm a­ cén desde la fachada o desde la parte trasera. Actualmente las kavalapu frontales de los bwayma de rango suelen estar decoradas con frecuencia; en los viejos tiempos estaban decoradas sin excepción (diagramas II, X ) . Kavála: «varillas del entramado interior»; las varillas horizontales que se apoyan sobre las tablas del armazón, a las que se atan y constituyen la superficie longitudinal interior de la estructura del tejado (diagramas II, VI, V II, X ) . Kariguvase: «varilla curvada del entram ado»; las varillas arqueadas que se colocan sobre los kavala, en los que se apoyan y a los que van atadas. Constituyen la superficie exterior curvada del tejado, paralela a la super­ ficie de las tablas del entramado, las kavilaga ( I I ) (diagramas II, VI, v n , X ). Kivi: «varilla del entramado exterior»; las varillas longitudinales situadas horizontalmente, a pequeños intervalos, sobre las kariguvase (14) y que constituyen la superficie exterior del entramado del tejado, a las que se sujeta directamente el techo de paja (diagramas II, VI, VII, X ). Katuva: «paja» del tejado (diagramas I. II, V I, V II). Bomakaywa: «base del gablete»; «uno de los palos que forman la base del gablete» (diagramas I y II). Kaijnubilum: «soporte del gablete»; largos postes que se colocan en el caso de almacenes especialmente grandes o algo destruidos para sostener el ex­ tremo sobresaliente del gablete (diagrama I). ( Bomakayva) po’u: «vara de apoyo del gablete»; la vara o, en el caso de los grandes bwayma, el tronco que se ata debajo de los kiluma (8 ), sopor­ tes del tejado, y se utiliza como soporte de las estacas bomakayva (dia­ grama I). Bisiya’i: «tabla de la base del gablete»; tabla, a veces decorada, que se sitúa en la base del gablete de la fachada. A veces hay dos tablas de éstas, una sobre otra (diagramas II, V III), Bisiboda (también denominada Kavituvatu): «varilla vertical del gablete»; varillas colocadas perpendicularmente y que constituyen la parte vertical de la estructura del gablete (diagrama II). Yobilabala: «varilla horizontal del gablete»; .colocadas a través del gablete, constituyen la parte horizontal de su estructura (diagrama II). Tutuya: «soporte del caballete del tejado»; poste fuerte y vertical que se utiliza en la construcción del almacén y a veces se deja como soporte permanente (fig. 11).

24. 25. 26. 27.

28.

Daga: «escalera»; construida para subir a las partes superiores del almacén durante la construcción de la estructura y del tejado de paja (diagrama X I ). Unawana (también llam ada Daga en el sentido más estricto): «palo ver­ tical de la escalera» (diagrama X I ). Getana (también llamado Yobilabala) : atravesaño de la escalera»; término genérico (diagram a X I ). Kokola: «pilar»; fuerte poste de madera, generalmente acabado en horquilla en su extremo superior, que se utiliza como pilar para sostener las vigas de apoyo, kaytaulo (2 ), de los almacenes pequeños; cualquier poste ahorqui­ llado que se utiliza para sostener una plataforma o arm adura (diagrama X II). Kabisitala: «compartimientos interiores de la cabaña» (diagram a IV ).

DIAGRAMA I. 1. 2. 3.

4.

5.

VISTA LA T ER A L D EL A LM ACEN D E ÑAMES

Piedra de la base. Viga de apoyo. Tablas del piso. Tronco del entramado o del fondo de la cabaña. Tronco del entramado b de la parte superior de la cabaña. Cabaña de troncos a tronco trans­ versal de la cabaña.

Cabaña de troncos b tronco longi­ tudinal de la cabaña. 8. Soporte horizontal del tejado. 9. Caballete superior del tejado. 9a. Ornamento del caballete. 16. Cubierta del tejado. 17. Base del gablete. 18. Soporte del gablete. 19. V ara de apoyo del gablete.

Piedra de la base. Viga de apoyo. Tronco del entramado a del fondo de la cabaña. Tronco del entramado & de la parte superior de la cabaña. Cabaña de troncos a tronco trans­ versal de la cabaña. Cabaña de troncos b tronco longi­ tudinal de la cabaña. Soporte horizontal del tejado.

9. 10. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 20. 21. 22.

Caballete superior del tejado. Caballete inferior del tejado. Tabla del gablete. Varilla del entramado interior. Varilla curvada del entramado. Varilla del entramado exterior. Cubierta del tejado. Base del gablete. Tabla de la base del gablete. V arilla vertical del gablete. Varilla horizontal del gablete.

1. 2. 3. 4. 5.

Piedra de la base. Viga de apoyo. Tablas del piso. Tronco del entramado. Troncos de la cabaña a trans­ versales.

6. 8.

Troncos de la cabaña b lon­ gitudinales. División medianera de la c a ­ baña de troncos. Soporte horizontal del tejado.

DIAGRAMA IV. E ST R U C T U R A Y DIVISIONES D E LA CABAÑA D E TRO N COS 1. 2. 3. 4.

!5.

Piedra de la base. Viga de apoyo. Tablas del piso Tronco del entramado a del fondo de la cabaña. Tronco del entramado h de la parte superior de la cabaña. Troncos de la cabaña a trans­ versales.

6. 7. 8. 28.

Troncos de la cabaña b lon­ gitudinales. División medianera de la ca­ baña. Divisor vertical de la cabaña. Soporte horizontal del tejado. Compartimiento interior de la cabaña.

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XI

DIAGRAMA VI. l. 2. 3.

SECCIO N TRAN SVERSAL D E L ALM ACEN D E ÑAMES

Piedra de la base. Viga de apoyo. Tablas del piso. 4b. Tronco del entramado de la parte superior de la cabaña. 5b. Tronco longitudinal de la cabaña. 6. División medianera de la cabaña. 7. División vertical de la cabaña.

8. 9. 10. 13. 14. 15. 16. 17.

Soporte horizontal del tejado. Caballete superior del tejado. Caballete inferior del tejado. Varilla del entramado interior. V arilla curvada del entramado. V arilla del entramado exterior. Cubierta de paja. Base colgante del gablete.

DIAGRAMA VII.

SECCIO N TRAN SVERSAL D E L A LM A CEN D E ÑAMES

(Mostrando la estructura de la pared transversal de los compartimientos) 2. 3,

Viga de apoyo. Tablas del piso. 4b. Tronco del entramado de la parte superior de la cabaña. 5b. Tronco longitudinal de la cabaña. 6. División medianera de la cabaña. 7. División vertical de la cabaña. 8. Soporte horizontal del tejado de paja.

9. 10. 11. 13. 14. 15. 16. 17.

Caballete superior del tejado. Caballete inferior del tejado. Tabla del entramado del tejado, V arilla del entramado interior. Varilla curvada del entramado. V arilla del entramado exterior. Cubierta de paja. Base colgante del gablete.

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1 DIAGRAMA X I. E S T R U C T U R A D E L ANDAMIO D E L A LM A CEN D E ÑAMES 23. 24. 25. 26. to oo

Soporte del caballete del tejado. Escalera. Palo vertical de la escalera. Travesano de !a escalera.

DIAGRAMA IX . SECCIO N H O RIZO N TA L D E LA P A R T E SU PER IO R D E LA CABAÑA (Mostrando la estructura de la división de los compartimientos) 4b. Tronco del entramado de la parte superior de la cabaña. 5a. Tronco transversal de la cabaña. 6. División medianera de la cabaña. 7. División vertical de la cabaña. 8. Soporte horizontal del tejado de paja. 28. Compartimiento interior de la cabaña.

DIAGRAMA X . E S T R U C T U R A D E L TEJAD O D EL A LM ACEN D E ÑAMES

4b. Tronco del entramado de la parte superior 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15.

de la cabaña. Soporte horizontal del tejado de paja. Caballete superior del tejado. Caballete inferior del tejado. T ab la del entramado del tejado. T ab la del gablete. V arilla del entramado interior. V arilla curvada del entramado. Varilla del entramado exterior.

DIAGRAMA XII. SOKWAYPA 27. Pilar de madera.

1 Véase también la nota 35 del Apéndice II, sección 4. 2 Cf. Primera parte, sección 10. Tam bién me he ocupado brevemente de esta sección en Argonautas del Pacífico occidental, pág. 183: «Los regalos al especialista se denominan veivoulo, el regalo inicial; yomelu, el regalo de comida que se da después de recibir el objeto; karihudaboda, el regalo substancial de ñames que se hace en la siguiente cosecha. Estos regalos de alimentos, que se entregan mientras el trabajo está en curso, se denominan vakapula; pero este último término tiene una utilización mucho más amplia, puesto que incluye todos los regalos de comida guisada que da a los trabajadores el individuo para quien éstos trabajan.» 3 Sólo unos pocos bwayma, y no necesariamente los mayores, se apoyan en seis piedras. El gran bwayma de Kasana’i también tiene seis piedras de apoyo.

Una visión comparativa de la agricultura trobriand

Hasta ahora sólo hemos descrito con completo detalle un sistema de horticultura. Todas nuestras observaciones generales sobre el tra­ bajo y la magia, el almacenamiento de los regalos de la cosecha y los principios de la división del trabajo, están construidos a partir de la descripción concreta del sistema de cultivo de los huertos de Omara­ kana. Lo he expuesto con la intención de que sirva de pauta y modelo de la agricultura en general, pues, como sabemos, la agricultura de Omarakana es representativa de la agricultura de Kiriwina y, para cualquier trobriand, de hecho para cualquier habitante de la zona de los massim del norte, Kiriwina representa los buenos huertos. Obvia­ mente, era mejor describir un sistema de forma exhaustiva que varios de un modo superficial, y hubiera sido imposible describir con el mismo detalle una veintena o así de huertos, tanto desde el punto de vista del investigador de campo como para el lector. El valor de tales detalles no radica tanto en su conocimiento en sí como en que revelan la estructura de las costumbres y creencias de los trobriand en cuanto a la agricultura, hasta dónde llegan en la definición de sus procedi­ mientos rituales y de qué forma se integran estos elementos en un sistema coherente de comportamiento. Pero será necesario señalar brevemente hasta qué punto el siste­ ma de Omarakana es representativo de la agricultura trobriand en general.1

1. L a

u n id a d e s e n c i a l d e l a

a g r ic u ltu r a tro b ria n d

En el primer capítulo de este libro he dejado claro que existe una similitud esencial entre los distintos sistemas de cultivar los huertos. Esta similitud alcanza incluso a detalles muy concretos hasta el pumo que determinadas informaciones, especialmente sobre la magia de la quema, recibidas de forma preliminar en la costa occidental, recién llegado al lugar, quedaron confirmadas luego en las verdaderas cele-

braciones que pude presenciar durante mis primeros meses en Oma­ rakana, en el centro de la isla. En realidad, en aquella época recién llegado al distrito y habién­ doseme asegurado que los cultivos eran idénticos en todas partes, di por supuesto que sólo debía existir un tipo de agricultura y un tipo de magia. No esperaba encontrar la asombrosa complejidad y elabo­ ración de detalle de la magia de los huertos, tanto en el ritual como en el conjuro, que más tarde descubrí. Por motivos de interés metodológico, reproduciré mis primeras notas sobre la magia de los huertos casi palabra por palabra, tal como recogí las explicaciones de los indígenas que hablaban pidgininglés. «Cada aldea tiene un hechicero de los huertos, llamado towosi. Cuando el huerto está listo para la quema, el towosi envía a un muchacho a recoger un «brote de coco» ( kaykapola). También le dice al muchacho que traiga una wakaya, «hoja seca de banana», y hojas de la planta llamada bulabula y yayu (hojas de causarina). Luego, con un kaybumatu (una gran concha de marisco), rasca un poco de «arenisca» ( kaybu’a ). «Luego cogen un poco del material apilado por la gallina salvaje (la idea es que el taytu debe hincharse como el montículo de la ga­ llina salvaje). La piedra kaybu’a penetra dentro de la tierra; del mis­ mo modo debe hacerlo el taytu. La casuarina crece muy de prisa y el taytu debe crecer casi con la misma rapidez. El banano tiene el tronco grueso y se hincha hacia la base como el tronco del cocotero, igualmente debe hacerlo el taytu. «Toman los “brotes” de coco, para que las hojas del taytu se en­ negrezcan». Se utilizan algunas plantas más, pero mi informante no las recordaba. «El hechicero coloca todos estos ingredientes juntos en una estera ( mo’i). Coloca otra estera sobre su cabeza y canta algún conjuro sobre todo ello. Está solo en su casa. Las palabras no tienen sentido [jObviamente incorrecto!]. La ceremonia tiene lugar por la mañana temprano. Luego el hechicero lo ata todo entre dos esteras. »Luego él mismo debe hacer un fuego. Tiene que coger dos pali­ tos y frotarlos uno contra el otro. Lo hace en su “porche” [en la fachada de su casa]. Luego coge los dos palos encendidos y los lleva al huerto. A continuación coge los palitos con las dos manos, su her­ mana o su hija coge la estera, y van al huerto encabezando una procesión de otros hombres y mujeres. »La mujer deja la estera en un punto denominado omile’ula [este es el lugar en que el camino encuentra el huerto y donde se cons­ truirá el portillo]. Luego entrega los palitos ( sulu’a ) a dos hombres. Estos van y prenden fuego al huerto. »Se reparten entre los distintos agricultores los ingredientes má­ gicos colocados entre las esteras. El hechicero las ha envuelto previa­ mente, en su casa, en pequeños bultos. Cada bulto está envuelto en un trozo de hoja de banano y sujeto a un palito. [Aquí mi informante

ha confundido, probablemente, las dos ceremonias de la quema.] Cada hombre entierra su bulto de ingredientes mágicos en su parcela.» Esta descripción es correcta, excepto en uno o dos puntos de me­ nor importancia, los más notorios de los cuales he corregido con ob­ servaciones entre corchetes. Hay, por supuesto, las habituales tosque­ dades de la primera redacción, tomada directamente del pidgin-inglés del intérprete: palabras tales como «hechicero», «muchacho», e inter­ pretaciones incorrectas de las palabras kaybu’a, kaykapola y wakaya.2 Pero, en conjunto, toda esta descripción puede referirse a la ceremo­ nia de la primera quema de casi cualquier comunidad, y después de ver la celebración de esta ceremonia en distintas aldeas y habiéndola presenciado dos veces en Omarakana, sigue impresionándome la exac­ titud de la explicación de mi informante, más que los errores de detalle. El primer mes de mi trabajo de campo en Kiriwina, por lo general fui recogiendo mi información sobre los huertos de forma indiscrimi­ nada, en las distintas comunidades de la costa occidental y de los alrededores de Omarakana, así como en la misma capital. En el curso de esta investigación, pronto advertí que cada aldea poseía su propio sistema de magia; o sea, en cada poblado existe una serie de fórmu­ las mágicas, transmitidas por línea matrilineal y siempre en posesión del subclán gobernante de la comunidad, las cuales son oficiadas, en nombre de la comunidad, por el cabeza de este subclán o un delegado suyo. Al hablar de sistema me refiero a una secuencia de actos má­ gicos correlacionados con el trabajo práctico e integrados en una serie progresiva de actividades (cf. Apéndice I). Los indígenas tienen una comprensión muy concreta de este hecho cultural y sociológico. Saben que cada aldea cuenta con su propia magia de los huertos. Tienen nombres para designar cada sistema individual. Tienen una clara concepción de que un sistema puede ser más poderoso que otro, aun­ que sospecho que cada comunidad cree que su magia es la mejor, por lo menos aplicada a su propio terreno y su técnica agrícola particular. En conjunto, no obstante, se reconoce que el sistema que se practica en Omarakana es el más poderoso y, puesto que, hablando sin rigor, cuanto más fértil sea el distrito más poderosa es la comunidad que lo ocupa, existe una clara correlación entre la supuesta excelencia de la magia, la verdadera calidad de los huertos y el poder, así como el rango, de la comunidad propietaria de ellos (cf. cap. I, sec. 7). De este modo, el carácter general de la magia de los huertos, su correlación con el trabajo y la sociología de su ejecución —es decir, la posición del towosi, los pagos que le hacen los aldeanos, su carácter de líder— son los mismos en todo el distrito, como se ha indicado brevemente en el capítulo I. También allí he explicado que las principales ceremonias de los huertos son de idéntico tipo. Con la descripción detallada de un sis­ tema en nuestro haber, podemos pasar a ampliar ahora esta exposi­ ción. El yowota y el gabu, es decir, los ritos inaugurales de la siega y la quema de la maleza; la kamkokola, la magia de la siembra y de los soportes del taytu; la serie de la magia del crecimiento; los ritos

inaugurales del entresacado y la escarda, y la inauguración de la cosecha, aparecen en todos los sistemas. Y también en todos ellos se llevan a cabo con especial minuciosidad y precisión en las parcelas modelo, las leywota. Siempre guardan la misma relación con el trabajo práctico. Cada sistema tiene desde luego sus propios conjuros, sus propias substancias mágicas. Presenta determinadas variaciones en el ritual y los tabúes de los magos difieren ligeramente de uno a otro sistema. Mas aunque varíen las palabras, las substancias y los gestos del ri­ tual, el tipo es el mismo. Un estudio de los Documentos VI y VII ejemplificará los puntos de divergencia así como la esencial igualdad. En el Documento V, presento una enumeración algo escueta de los nombres de los distintos sistemas de Kiriwina. A primera vista este documento no parece muy informativo, pues sólo contiene una correlación de nombres. No obstante, su análisis muestra que el mismo sistema es utilizado al menos en siete comunidades. El sistema Kaylu’ebila, que se ha recogido con detalle en los capítulos II-V, no se encuentra sólo en Omarakana, sino en otras seis comunidades. Se practicaba en la actualmente extinta aldea de Omlamwaluva; se prac­ ticaba en su patria original, Lu’ebila; en la aldea de Laba’i, donde surgió de la tierra el subclán Tabalu, y en Kuluvitu, Kapwani y Olivilevi. Ahora bien, esto significa en primer lugar, que la información obtenida en Omarakana sirve más o menos en su integridad y sin cambios para todas estas aldeas; y en segundo lugar, que por recibir el sistema su nombre de Lu’ebila y practicarse en otras dos aldeas del extremo septentrional, es probable sea oriundo de las costas septen­ trionales de la isla. Lo más probable es que se trasladara hacia el sur con el subclán Tabalu, de donde su utilización en Omarakana, Olivilevi y Omlamwaluva, antiguamente (cf. cap. XII, sec. 3). Hubiera sido muy tentador contrastar los datos conseguidos en Omarakana con los de algunas de las otras aldeas, especialmente Lu’ebila. Hubiera arrojado mucha luz sobre el interesante problema de las posibles transformaciones de la magia en el proceso de su uti­ lización independiente, y de hasta qué punto los hechos corroboran la creencia de los indígenas de que el ritual y las fórmulas de la magia son inmutables. Pero cualquiera que conozca las dificultades de con­ seguir textos mágicos del informante medio, especialmente antes de haber intimado con él y haberse ganado su confianza, comprenderá en el acto por qué no llevé a cabo este tentador experimento. Incluso con un informante excepcionalmente inteligente, bien dispuesto y pa­ ciente, como Bagido’u, me llevó muchos meses anotarlos, comprobarlos, traducirlos y conseguir un comentario completo sobre su magia. Los nuevos datos del Documento V, permiten comprobar que otros dos sistemas se practican en cinco poblados cada uno. Uno de éstos, el Gíyulutu, se practica en Kabwaku y en las aldeas de Wakayluva, Karikwa’u, Tubowada y Wakayse, que constituyen una unidad cul­ tural e incluso política definida, dominada por la capital (Kabwaku). El sistema Bisalokwa, por otra parte, se encuentra disperso desde Ka-

vataria, en la costa occidental, hasta Kabululo, en el norte, y también se practica en Obweria (Tilataula), Kudukwaykela (Kuboma) y Kuluwa en la costa oriental. El Montilakayva, también se practica en las aldeas de Kurokaywa (Yourawotu, Tilakayva y Kupwakopula), que están a poca distancia de Omarakana; en Tukwa’ukwa, en la costa de la laguna; y en Suviyagila, en el extremo occidental. Algunos sistemas, tales como el Gayga’i, son practicados sin distinción por las gentes de Bwoytalu, lo más bajo de lo bajo, por la aristocrática aldea de Yalumugwa y por la aldea de plebeyos de Moligilagi. En conjunto, la distribución de los sistemas mágicos no tiene mucha coherencia, pero el mismo hecho de que estén tan desperdigados, de que no estén asociados con el rango ni con ningún principio topo­ gráfico, demuestra la esencial unidad de la magia de los huertos en todas las Trobriand. Pude observar de cerca y con todo detalle el sis­ tema de Silabkwa, pues se practicaba en Kasana’i, la aldea hermana de Omarakana. Con la ayuda de algunos informantes de Kasana’i pude comprobar cada detalle de la magia de Omarakana en contraposición con la suya y descubrí que las dos concordaban tan exactamente que no consideré necesario tomar notas de este trabajo. Vi practicar el sistema Giyulutu en Wakayse, una aldea situada a diez minutos de Omarakana. En la mencionada aldea observé en diversas etapas la magia que llevaba a cabo Bwaydeda en el pobladode Obowada, aunque no tomé notas detalladas. Observé en parte el sistema Momtilakayva y tomé algunas notas que han servido de base a la breve descripción de la sección siguiente. Además de todas estas observaciones ordenadas, debe recordarse que también tuve una vasta experiencia a través de contactos casua­ les y ocasionales con la agricultura y su magia. En mis paseos por el distrito solía tropezar inesperadamente con una u otra ceremonia, y observarla en su verdadera celebración así como escuchar los con­ juros que se entonaban de forma ritual en los huertos. En mis visitas a otros poblados, solía discutir de manerainformal el estado de los huertos y las faenas o la magia que realizaban en aquellos momentos. Como todos los campesinos, los trobriand siempre están dispuestos a hablar de sus huertos. No son tan dados a hablar de su magia con cualquiera no familiarizado con ella, pero sabían que yo estaba ver­ sado y, de esta forma, siempre pude conseguir descripciones exactas de los puntos de menor importancia de cualquier sistema. Cuando descubría algo que me parecía apartarse de la norma, posteriormente intentaba seguirle la pista. 2.

U n a c e r e m o n ia p ú b l i c a e n l o s h u e r t o s

d e

K u ro k a y w a

Así, por ejemplo, en el sistema que se practica en Kurokaywa, jus­ tamente al lado de Omarakana, encontré una o dos ceremonias que en sus detalles se diferenciaban de cualquiera del sistema Kaylu’ebila utilizado por Bagido’u. El complejo de aldeas llamado Kurokaywa

consta de tres asentamientos: Kupwakopula, Tilkayva y Yourawotu. Los dos primeros cultivan conjuntamente sus huertos, el tercero lo hace por separado. Por tanto, cada año se labran dos cercados de huertos. La magia de ambos huertos está a cargo de Nasibowa’i, el dirigente de Kupwakopula. El sistema que utiliza es el denominado Momtilakayva. A dife­ rencia de la mayor parte de los de Kiriwina, no comienza por el ka­ yaku, sino por una ceremonia en el bosquecillo sagrado, Ovavavile. Este consiste en un gran grupo de árboles que no se han cortado durante muchas generaciones, y está situado a mitad de camino entre las aldeas de Omarakana y Tilakayva (véase el plano de los terrenos de huerto de Omarakana, fig. 13). Ocupa el centro de un campo que en realidad pertenece a Omarakana, pero por razones mitológi­ cas y tradicionales, el bosque tabú sólo interviene en la magia de Tilakayva. Es estrictamente tabú para todo el mundo, salvo el mago, e incluso éste sólo puede entrar en él para fines rituales. Cualquier persona que viole este tabú puede verse atacada por el pwawa, una hinchazón de los órganos sexuales. Los indígenas sienten tanta aver­ sión por cualquiera que entre en el bosquecillo, que nunca inspec­ cioné su interior, aunque durante mi larga estancia en Omarakana tuve que pasar junto a él casi a diario. En el centro, me dijeron, hay una gran piedra, y sobre ésta celebra el rito el towosi de Kurokaywa. Inmediatamente antes de celebrarse el kayaku, introduce en el kaboma un gran tubérculo de una clase de ñame denominada kasiyena y, dejándolo sobre la piedra sagrada como ofrenda a los espí­ ritus de los antepasados, recita el siguiente conjuro: F ó rm ula 3 2

«¿Quién se inclina en el bosque de Ovavavile? Yo, Nasibowa’i, yo me inclino en el bosque de Ovavavile; Yo celebraré esta inclinación en el bosque de Ovavavile; Yo, Nasibowa’i, yo me inclino en el bosque de Ovavavile; Yo llevaré mi cesta en la cabeza al corazón de Ovavavile; Yo llevaré mi (voto de) nuevo crecimiento al corazón de Ovavavile.»

En este rito tenemos una asociación directa entre un bosque tabú, los espíritus de los antepasados, un objeto sagrado y tabú, la piedra y el mago. Aunque en el sistema Momtilakayva, como en el Kaylu’ebila, el mago hace la ofrenda a los espíritus, el ula’ula (cf.cap. II, sección 4), en su propia casa, esta ceremonia tiene porobjeto poner todo el ciclo agrícola bajo el tutelaje directo de los espíritus de los antepasados. En este caso, los espíritus de los antepasados son los predecesores del mago. Poco después de la ceremonia inaugural sigue el kayaku que se celebra delante de la casa de Nasibowa’i, para las dos aldeas que cultivan conjuntamente sus huertos, y para la gente de Yourawotu delante de la casa de su dirigente, Giyokaytapa. Posteriormente, la compra de pescado por parte de los aldeanos y la recolección de hier­ bas por parte del mago, la entrega de los pagos ceremoniales y el ula'ula se realizan de la misma forma que en Omarakana.

La primera ceremonia importante posterior al kayaku es idéntica en todos los elementos esenciales a la correspondiente de Omarakana. El towosi encanta la kema (hacha) y algo de mezcla mágica en la aldea, con el siguiente conjuro: F ó rm ula 33

«Arracimarse, arracimarse [...]. Enrollarse, enrollarse [...]. Tus racimos, oh taytu, tus espirales, oh taytu, T u abundancia es la de la planta waybitu; T u follaje es el de la enredadera yokwa’oma.»

Al día siguiente, los hombres, cada cual con su hacha, se dirigen al huerto con el towosi, que lleva su kaylepa (varita del mago de los huertos). En las leywota, el towosi corta el palo malo (la kaygaga) y lo arroja fuera recitando este conjuro: F órm ula 3 4

«T e golpeo, oh suelo, Levántate, oh suelo, Eleva y levanta tus frutos, oh suelo, Eleva y deja que tus frutos se hundan, oh suelo.»

En este conjuro, la palabra suelo representa metafóricamente al huerto y, más específicamente, los productos del huerto. De esta forma, es una invocación para que el taytu se levante, es decir, crezca; ele­ varse y levantarse, es decir, desarrollar la planta por encima del suelo; y elevarse y hundirse, es decir, producir una abundante co­ secha de tubérculos bajo tierra. Comparando este conjuro con el con­ juro kaygaga del sistema de Omarakana, salta a la vista que está construido sobre una pauta completamente distinta. De hecho se trata del conjuro de golpear el suelo y será repetido cuando el mago cele­ bre este rito. Pero no tiene las mismas funciones de exorcismo que el conjuro kaygaga del sistema de Omarakana. No podría decir con absoluta certeza si esto se debe a que obtuve una información insufi­ ciente o confusa de Nasibowa’i, o bien si en este sistema se utiliza verdaderamente el mismo conjuro en ambas celebraciones. Luego el mago corta el palo bueno ( kayowota), lo planta en el suelo, se pone en cuclillas, balancea el palo a derecha e izquierda y recita otro conjuro, que vuelve a recitar otra vez cuando frota el suelo con las hierbas mágicas: F órm ula 35

« ¡O h gallina salvaje de mi magia, Oh pequeña gallina salvaje de mi magia, Oh gozosa risa, oh travieso jugueteo! Gritaré con las gargantas de mis compañeros de los huertos. No es su voz, su voz es el chirrido de la noche. No son sus gargantas, sus gargantas son del pájaro kabwaku. Gritamos en nuestro trabajo, Nos jactamos de nuestros huertos.»

Entonces Nasibowa’i golpea el suelo con el kaylepa, repitiendo la fórmula 34, «Te golpeo, oh suelo», etc., y los hombres se dispersan a sus baleko para cortar o marcar árboles. Cuando ha terminado con las leywota, el mago frota y golpea el suelo de cada baleko. Como recordaremos, todos los detalles de esta ceremonia tienen un signifi­ cado concreto en Omarakana, el mismo que reciben aquí. El corte del palo malo tiene por objeto ahuyentar las malas in­ fluencias y hacer que la tierra sea fértil. El palo bueno es un sím­ bolo de la fertilidad y la tierra se frota con las hojas para que el suelo sea bueno. También se golpea con la varita mágica para que resulte fructífero. En este sistema como en los restantes, toda la cere­ monia tiene una función general inaugurativa y pretende infundir a la tierra las fuerzas vitales de la fertilidad. Como vemos, los conjuros de ese sistema son distintos de los que se utilizan en Omarakana. Lo mismo ocurre también con la mezcla mágica. En vez de los trece ingredientes que utiliza Bagido’u, Nasi­ bowa’i usa sólo cuatro: ge’u, arena o tierra de nido de gallina salvaje, una substancia que se utiliza en la receta mágica de Bagido’u; nunuri, hojas de un árbol muy prolífico y que tiene un fruto grande; wokubila, una planta de follaje grande, grueso y de un verde intenso; kaytagem, también una planta de follaje exhuberante. Todos se uti­ lizan por la afinidad que existe entre sus cualidades y las cualidades que se desea tengan los frutos cultivados. Todas estas substancias se dividen en dos partes, que se colocan entre las esteras de la forma habitual y se preparan por separado en casa del mago. Una parte se encanta en un montón y, posterior­ mente, se introducen porciones de la mezcla entre el filo-cortante de la cuchilla del hacha y la hoja de banana doblada, y luego se en­ cantan las hachas (cf. cap. II, sec. 4). Las hierbas sueltas se llevan al huerto, donde el mago las mezcla con algunos sísye’i (helechos) que arranca allí mismo. Frota la tierra, murmurando la fórmula yowota. La ceremonia siguiente, la quema de la maleza (gabu) cortada y seca, con sus ritos asociados, no difiere substancialmente del proce­ dimiento de Omarakana. También aquí las antorchas mágicas /caykapola han sido preparadas durante la cosecha anterior, cuando el mago las encantó con el mismo conjuro (F. M. 32) que recita en el bosque de Ovavavile. La primera quema (vákavayla’u) tiene lugar con una ceremonia sobria, al igual que en Omarakana, en la que incluso se permite la presencia de las mujeres. La quema siguiente, el gibuviyaka, comienza como en Omarakana. En cada baleko, se hace un pequeño montón de tallos secos en el que se introduce un poco de substancia mágica y se prende fuego al mon­ tón (lumlum) con una kaykapola encantada con la fórmula 32 inme­ diatamente antes de su utilización. Luego viene el pelaka’ukwa, o canto del taro, y el kalimamata, un rito que se celebra sobre un kuvi o ñame grande. No existe conjuro kwanada} como en Omarakana.

En el pelaka’ukwa se pronuncia esta breve fórmula sobre una mata de taro antes de plantarlo en la esquina mágica: F ó rm ula 36

«Oh taro, tenaz como el helecho, O h taro, anclado, firmemente anclado, Florece.»

Aparte de su finalidad evidente, según me dijeron, esta fórmula pretende ahuyentar a los cerdos salvajes, aunque su texto no lo ex­ presa como ocurre en el conjuro de Omarakana. El conjuro kalimamata que se pronuncia sobre un kuvi es un poco más largo: F ó rm ula 3 7

«¿De quién son los niños que piden comida? Mis hijos, los hijos de la gallina salvaje, piden comida. El hierbajo uku’uku aflora, el junquillo aflora del todo. Salid (oh jóvenes tubérculos de ñame) y rodead (al viejo).»

El towosi no construye una casa de tallos en miniatura, si bwala baloma, como se hace en Omarakana. Una vez acabado el koumwala, que viene a continuación de esta serie de ritos, tiene lugar la ceremonia de la kamkokola. Describiré esta ceremonia con más detalle que las anteriores y las que la siguen. Es la única ceremonia del sistema Kurokayva que he presenciado per­ sonalmente y con mucha atención. Pude ver uno o dos de los otros ritos, uno de forma accidental y el otro muy someramente. Pero la ceremonia de la kam kokola la presencié en condiciones particular­ mente favorables y estuve especialmente interesado en ella, porque, por las descripciones preliminares que había conseguido, se trataba de un acto mucho más desarrollado y ceremonial, desde el punto de vista sociológico, que la mayor parte de la magia de las Trobriand. Ya he mencionado que, desde la primera ceremonia que presencié —el segundo rito de la vilamalia en Omarakana (cap. VIII, sec. 3)— , quedé impresionado por la extrema sobriedad de la magia de Kiri­ wina. Todas las celebraciones mágicas que he visto en los huertos tenían el mismo aspecto sobrio y práctico, no-místico, no-social y nocolectivo. Entonces no apreciaba plenamente el hecho de que, en rea­ lidad, incluso aquellos ritos que parecen pasar más desapercibidos, de los que la comunidad parece permanecer completamente apartada, es­ tuvieran, sin embargo, muy presentes en la mente de todos los miem­ bros de la comunidad —un hecho que destaco en mi introducción a las fórmulas mágicas (Vol. 2, Sexta parte). Ya que en aquella época era víctima de una actitud supersociológica, casi durkheimiana, sentí gran interés al enterarme de que al lado de mi casa iba a celebrarse una ceremonia en la que participaría toda la comunidad, incluyendo mujeres y niños, e incluso los espíritus de los fallecidos. También sabía que el esquema principal del procedimiento de la kam kokola

era, más o menos, el mismo que en Omarakana. El mago prepararía el palo kayluvalova, el símbolo del tabú; luego, durante varios días, los hombres acarrearían los lapu (postes robustos); y después de unos cuantos días, el mago encantaría una substancia mágica que al día siguiente colocaría bajo el poste de la kamkokola. Pero, a todo ello seguía una importante ceremonia comunitaria sin parangón en el sistema de Omarakana. Sigamos a Nasibowa’i, el mago de los huertos de Kurokayva, y observémosle organizando, dirigiendo, arengando y murmurando sus conjuros. Un miércoles por la tarde, a principios de octubre de 1915, arengó a su comunidad y anunció el comienzo del ciclo kamkokola. Impuso el acostumbrado tabú sobre los huertos, diciendo que desde la mañana todos los hombres debían comenzar a recoger los pesados lapu para la kamkokola. Al día siguiente, él mismo recorrió las baleko plantando en cada una la k a y lu v a lo v a el palo que señala el tabú de los huertos. Algunos de los agricultores más ambiciosos o más cuidadosos, aña­ dían inmediatamente dos brazos oblicuos al kayluvalova, convirtién­ dolo de esta manera en una pequeña y sobria kamkokola. Durante el jueves, viernes, sábado y domingo, los hombres estuvieron ocupa­ dos corriendo con los lapu —literalmente corriendo, porque cuando transportan una carga muy pesada prefieren correr en lugar de cami­ nar, descansando un rato cada cierto trecho. La mañana del lunes el mago, en su casa, recitó la fórmula 38 (véase más adelante) sobre dos clases de hierbas, nunuri y kaluwayala, junto con ge’u (tierra procedente del nido de la gallina salvaje). Ya hemos encontrado la nunuri y la ge’u en el rito anterior; la kaluwa­ yala (hibisco) se utiliza como símbolo de la fertilidad. El lunes por la tarde, alrededor de las tres, el towosi se dirigió a los huertos acompañado de su séquito, incluido el etnógrafo con la cámara. Había que celebrar dos actos distintos: tenía que erigirse la kam kokola en la esquina mágica, tarea que debe realizar el mago jefe o su representante acreditado. Además, debía entonarse un con­ juro sobre la kam kokola recién levantada, y esto debía hacerlo el towosi. Delegamos la primera tarea en el mago más joven y nos reser­ vamos la más importante, el canto del conjuro. En consecuencia, el sobrino de Nasibowa’i se nos adelantó para preparar la kamkokola, y le observé trabajar en dos o tres baleko antes de reunirme con Na­ sibowa’i. Cavó un hoyo con su dayma y, cogiendo un puñado de ho­ jas preparadas por la mañana por Nasibowa’i, frotó los tres palos todo a lo largo, puso las hierbas en el hoyo y, con sus propias ma­ nos, insertó la kam kokola en el mismo. Las kam kokola de las otras tres esquinas fueron colocadas a continuación por el propietario del baleko, ayudado en algunos casos por otros hombres. En muchos lu­ gares ya se habían levantado los karivisi. Los campos hormigueaban de una punta a otra llenos de hombres transportando postes, colo­ cándolos y ajustándolos.3 Nasibowa’i siguió los pasos de sus ayudantes y consagró una kam-

kokola tras otra. En el hombro derecho llevaba el beku (gran hacha ceremonial), en cuyo mango, bajo la cuchilla, estaba insertada una parte de la mezcla que había sido encantada por la mañana. Es no­ table que, en uno o dos sistemas, se conserven los antiguos utensilios o procedimientos técnicos. Así, como sin duda habrá notado el lector, en la descripción anterior de la quema en Kavataria, mi informante me dijo explícitamente que el mago de los huertos enciende el fuego por frotación. Posteriormente descubrí que todavía se hace así en Ka­ vataria, y en las aldeas donde se utiliza el mismo sistema de magia, el Bisalokwa. En todas las demás aldeas, sin excepción, se considera suficiente la cerilla normal de Bryant and May. Asimismo, en la ma­ gia Momtilakayva de Kurokayva, Nasibowa’i todavía utiliza la anti­ gua cuchilla ceremonial. En la magia de los huertos de Omarakana, siempre que se precisa un hacha, una cuchilla de acero normal subs­ tituye al antiguo heku. En la medida en que puedo asegurarlo, las otras tres comunidades que usan la Momtilakayva también se han pasado al acero. En cada esquina mágica, el towosi golpea primero los dos kaybaba (brazos oblicuos de la kam kokola) con las palmas abiertas y posterior­ mente recita un conjuro, permaneciendo de pie cerca de la kam ko­ kola en una actitud característica. Deja ambas manos sobre la kay­ baba y descansa la planta de un pie en la cara interior del muslo de la otra pierna. Es la posición que suelen asumir los hombres cuando descansan. Canta el conjuro en voz alta y solemne, con la cara vuelta hacia la baleko que está preparando: F ó rm ula 3 8

«¡A nclate, ánclate, ánclate, ánclate! H ay un anclaje de mis compañeros, U n anclaje débil, un agarradero flojo, Mi anclaje es firmeza. Anclo el vientre de m i huerto. Se levanta y se pone de pie, el vientre de m i huerto. Está firmemente anclado, el vientre de mi huerto. Está anclado en el lecho de piedra, el vientre de mi huerto. Se obscurece, el vientre de m i huerto. Se levanta como el interior de los bosques de palmeras de m adera fuerte, [el vientre de m i huerto. Se levanta como un interior de hojas umbrías, el vientre de m i huerto. Oh espíritus ancestrales Kutorawaya, Torawaya, W asa’i, Iluvapopula y [Tom law a’i; Oh antepasados del nombre de Mukwa’ina, Ulavala’i y Mwoysibiga. Y tú, espíritu nuevo, mi hermano mayor Mwagwoire, I Ancla, ancla, ancla, ancla!»

Cuando termina el conjuro, Nasibowa’i levanta el beku de su hom­ bro y golpea el poste vertical de la kamkokola. Con esto acaba el rito. Recorrimos todos los campos, encantando una baleko tras otra, pasando entre gentes que trabajaban y echando de vez en cuando un vistazo al towosi novicio ocupado en cavar, frotar y plantar su kam ­ kokola. Al pasar por los huertos de Yourawotu, que estaban en una

etapa más avanzada, vimos gente sembrando yagogu (taytu de se­ miente). Un individuo entregó una cesta de yagogu a Nasibowa’i, quien la encantó con una magia privada, golpeándola con una rama de mimosa (cf. cap. IV, sec. 4). En otra baleko celebró una basikola para un individuo, ya que en Tilakayva este rito pertenece a la ma­ gia privada y no a la oficial (cap. II, sec. 1). Luego Nasibowa’i reci­ bió una gratificación oficial por ambas celebraciones. El trabajo en los huertos fue muy duro: era un día claro y caluroso y no habíamos terminado aún cuando se puso el sol. Esto se remedió, no obstante, delegando en el towosi novicio la finalización de la tarea. AI día siguiente debía celebrarse la principal ceremonia, keliviyaka, la gran perforación o enterramiento de la kamkokola. Corres­ ponde al encantamiento e inserción de las kavapatu, las hojas enterra­ das al pie de la kamkokola, como se describió en el sistema de Oma­ rakana. Pero en el sistema Momtilakayva se utilizan dos clases de mezcla mágica, denominadas con arreglo a su función: la kavapatu, que se entierra a los pies de la kamkokola, y la hwabodila, que se coloca en la horquilla del kayhaba, donde éste se apoya contra la kamkokola. Tanto la kavapatu como la hwabodila son encantadas por el mago en el huerto. Le ayudan varios acólitos que, si bien en esta ocasión no tienen que ser necesariamente magos novicios, ese día de­ ben guardar un ayuno completo hasta la conclusión de la ceremonia. Esto es obligatorio para el towosi y para todos los que toman parte en la ceremonia mágica. Sólo estos ayudantes pueden celebrar ciertos ritos, tales como colocar las hojas bwabodila en la kamkokola. Todos los hombres pueden ocuparse de las kavapatu y cada uno hace su parte enterrándola en su propia baleko. Esta ceremonia, en la que participan prácticamente todos los hombres, mujeres y niños de Kupwakopula y Tilakayva, es el único rito de los huertos que yo conozca que se lleva a cabo de forma comunitaria y con cierto despliegue público. Dado que durante la ceremonia hay un sagali, las mujeres de la aldea también participan en las tareas y los días anteriores ya están febrilmente ocupadas. El lunes por la tarde, cuando volví a la aldea con Nasibowa’i, después de nuestro primer día de ronda mágica, las mujeres venían cargadas con ramas secas y leña, con piedras para el kumkumuli (asado en tierra) y agua. Otras estaban preparando las grandes ollas de guisar ( kuria) y todas las otras cosas necesarias para el sagali del día siguiente. Cuando llegué la mañana siguiente, el po­ blado estaba lleno de bullicio y humo; las kuria humeaban sobre sus soportes de piedra y comenzaban a deshacer los montones de kum­ kumuli para sacar los ñames cocidos. Cada mujer ponía su parte de taytu cocido en un kabom a (plato de madera) o en una peta (cesta) y la llevaba al huerto. Mientras tanto, algunos hombres habían ido a la selva, otros a la costa y otros al rayboag (arrecife de coral), con objeto de conseguir las hierbas necesarias para la magia. Tienen que reunirse grandes cantidades de éstas, ya que después de la ceremonia, las hierbas kay-

vapatu se reparten entre los agricultores, tomando cada cual la parte que utiliza en su propia parcela. Toda la población de la aldea no se dirige reunida a los huertos; cada cual va cuando le conviene. En realidad, las parcelas leywota no estaban ni a diez minutos del poblado, de manera que el camino no era largo. El towosi y otros cuantos partimos alrededor de las diez y fuimos los primeros en llegar a las leywota. Allí nos sentamos en la sombra que pudimos encontrar y, pacientemente, esperamos que lle­ gara todo el mundo y todo estuviera dispuesto. Por el lado de Oma­ rakana de la valla, se extendía la maleza densa y baja de la odila (selva sin cortar); por nuestro lado se encontraban los huertos des­ guarnecidos y desnudos, a excepción de los palos que se habían dejado de pie durante la takaywa (siega de la selva) y los postes recién le­ vantados. A través de los campos podían verse varios bosques —los de Yourawotu, en las cercanías, y más allá los de Tilakayva y Kaulagu— ; también unos cuantos kapopu (bosques tabú) y, en la distancia el arrecife arbolado del rayboag. Las dos hileras de karivisi colocadas a lo largo del camino de Yourawotu a Omarakana formaban un es­ paldar característico y regular que en el extremo de las leywota se cerraba con dos kam kokola especialmente hermosas unidas por un poste en posición vertical, como si formaran una especie de puerta. Sin embargo, no se trataba de una parte esencial de la estructura, sino que constituía un toque de fantasía añadido a la leywota kam kokola donde se celebraría la magia. Poco después de nuestra llegada, comenzaron a reunírsenos otras personas, que iban apareciendo en pequeños grupos. Las mujeres tra­ jeron el taytu, algunas con un niño de la mano, otras llevaban el suyo sentado a horcajadas sobre la cadera. La gente se sentaba a ambos lados del caminillo que atravesaba los campos, tratando de buscar un poco de sombra. Pronto estuvieron presentes todas las mu­ jeres con el taytu, pero todavía teníamos que esperar a los hombres que habían ido a la costa en busca de las hierbas mágicas. En esta ceremonia se utilizan cuatro clases de hojas: tres para la kavapatu y una para la bwabodila. Las hierbas que se emplean para la primera son nunuri} kaluluwa y wokubila. La primera crece en la playa y no es muy fácil de encontrar; la segunda en el weyka (bosque de la aldea) y la tercera en la odila (selva sin cortar). Ya se han mencionado las propiedades mágicas de la primera y la tercera y no conozco con cer­ teza las de la segunda. Para la bwabodila se utilizan hojas de kaytegem, citadas ya anteriormente. Las hojas no se trocean antes de utilizarlas. Pero, al fin, llegan los grupos de la costa y en la lámina 104, pode­ mos ver a uno de ellos de pie junto al mago con dos grandes manojos en el palo de acarreo ( katakewa). Cuando todo estuvo dispuesto se inició el sagali. Se dividió el taytu en pequeños montones, poniendo cada cual su contribución en uno de los kagoma (platos de madera) que, extendidos a todo lo ancho del camino, estaban dispuestos para recibirlas. Los hombres fueron de montón en montón, asignándolos a quienes habían jugado un papel dirigente en la ceremonia, al mago

y sus ayudantes. Hubo un kalova (proclama de los nombres en voz alta), tal como se acostumbra en los repartos de las aldeas. Este sagali tiene dos aspectos: ceremonialmente, es una ofrenda de alimentos a los baloma (espíritus). Desde este punto de vista se de­ nomina «la comida de los baloma» (balom a kasi), y después de asig­ nada se deja unos minutos en el sendero, antes de que se la lleven las mujeres. Como dicen los mismos indígenas, se exhibe para que los espíritus de los fallecidos puedan coger su parte, y se supone que esto les agrada. Pero los indígenas sólo tienen una idea vaga y un sentimiento muy generalizado de su tributo a los espíritus. Ninguno supo explicarme a qué espíritus se hacía la ofrenda, ni siquiera si había espíritus presentes (cf. Séptima parte, F. M. 1, A, y Apéndice II, sección 4, n. 8). No obstante, una comparación con las costumbres familiares de la sociología indígena puede hacer más inteligible este rito; costumbres tales como, por ejemplo, las ofrendas de alimentos que se hacen a los baloma durante su visita anual a la aldea en el M ila­ mala, o la exhibición de objetos valiosos alrededor del cadáver de un muerto inmediatamente después de la defunción.4 En el otro aspecto, este sagali en concreto es un pago o un regalo que cada familia ofrece a determinados miembros destacados de la comunidad, en este caso, al mago de los huertos, sus ayudantes y otros notables. Tomé nota de las siguientes asignaciones: 3 1 1 1 1 1 1 1

montones para el íou>os¿ y dirigente de Kupwakopula; montón para su hijo, que le ayudaba; montón para su kadala (sobrino m aterno), que le ayudaba; montón para los tobwabodila (los acólitos que colocaron lashojas de bwabodila) ; montón para los ayudantes que consiguieron las hierbas; montón para Giyokaytapa, el dirigente de Yourawotu; montón para Mwaywaga, un notable de Tilakayva; montón para Toviyam a’i, el hermano menor del dirigente de Tilakayva.

Después de asignada la comida, las mujeres se llevaron los kabom a a la aldea. También se llevaron consigo a los niños pequeños, y los muchachos que se quedaban fueron despedidos y desaparecieron des­ pués de algún ligero altercado. El etnógrafo y sus sirvientes, y los hombres que habían venido de Omarakana tuvieron que situarse al otro lado de la valla al lado de Omarakana. Entonces, Nasibowa’i procedió a celebrar la parte fundamental de la ceremonia, el encantamiento de las hierbas mágicas. Se puso en cuclillas en el suelo delante de los grandes manojos de hierbas mági­ cas; a su derecha, las hojas especiales de bwabodila en cestas oblon­ gas (vataga). Nasibowa’i entonó la fórmula 38 durante un cuarto de hora, más o menos, mientras los hombres permanecían quietos, sin cambiar de sitio durante la celebración. Cuando acabó, cogió al­ gunas hojas de los manojos situados ante él (los kavapatu) y las en­ terró al pie de la kam kokola en las dos leywota baleko. En cuanto hubo hecho esto, los hombres se apresuraron a coger un puñado de hojas kavapatu y salieron corriendo, cada cual a su baleko, a enterrar las

hojas de kavapatu a los pies de la kamkokola. Sus movimientos eran visiblemente apresurados y me dijeron que tal era el comporta­ miento correcto en esta ceremonia. Dos o tres ayudantes (llamados en esta oportunidad tobwabodila cogieron las dos o tres cestas que contenían las hwabodila (hojas que se sujetan en la horquilla que forman los kaybaba y la kam kokola) y fueron recorriendo las baleko y celebrando su rito. Este tiene que ha­ cerse forzosamente de la siguiente forma. El tobwabodila se acerca al pie del kaybaba de la derecha, esto es, avanza por detrás de la estructura de izquierda a derecha. Esto lo hace agachado y con gestos cautelosos y medidos como si fuera a coger algo o alguien por sor­ presa. Una vez cerca del lugar en que el kaybaba toca el suelo, se yergue de un salto y, abandonando todas las precauciones mímicas, corre dando la vuelta hasta el pie del otro kaybaba, el que se ve tocar el suelo en el centro de la fotografía. Allí se agarra al kaybaba y lo frota por todas partes con la bwabodila. Luego trepa a la kam kokola y sujeta en la horquilla de la kam kokola la bwabodila bajo los kay­ baba. Todo esto se hace en un instante, desde el momento en que el tobwabodila, con un súbito brinco, comienza a correr dando la vuelta a un kaybaba en dirección al otro. Con este rito llega a su fin la cere­ monia keliviaka. Sólo tengo un conocimiento muy fragmentario de lo que sigue a la keliviaka, o segunda ceremonia de la kamkokola, en el sistema Momtilakayva. Dejé el distrito poco después de celebrarseésta y no pude continuar mis investigaciones en 1918, por tenerotrasobserva­ ciones más imperiosas que hacer durante mi relativamente breve es­ tancia en la vecindad. Sé que incluye una serie de conjuros y ritos asociados con la magia del crecimiento, pero ni siquiera puedo ofre­ cer una lista de las ceremonias por orden de sucesión. Tienen ritos inaugurales conectados con el basi, el entresacado del taytu, con la pwakova, la escarda, y con la cosecha. De estos sólo recogí los conjuros asociados a la escarda y a la recolección. Este es el conjuro de la escarda: F ó rm u la

39 «Escardar, yo escardaré. Escardar, yo escardaré. Escardar hacia la aldea, despejar hacia la selva. Escardar hacia la selva, despejar hacia la aldea. Yo despejaré, yo escardaré. Yo despejaré, yo escardaré.»

Estas palabras se pronuncian mientras el mago lleva a cabo un acto mímico de escardar con un palo para cavar. La siguiente fórmula se recita sobre la azuela con que el mago corta la primera planta durante la cosecha: F órm ula

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«Está yendo, podría ir; E stá cayendo, podría caer.

Yo haré que salgas, yo te ayudaré a salir. U n árbol, mi árbol, un árbol mágico, como la palmera de madera fuerte. Construiré en mi lado derecho. B rotará durante el día, Crecerá durante la noche. Florecerá para abastecemos en nuestros intercambios ceremoniales.»

Este testimonio, aunque fragmentario, tiene algún valor para de­ mostrar que tanto en sus expresiones como en su ideología las fórmu­ las están construidas sobre la misma pauta que las de Omarakana.5 También las substancias mágicas, que en parte son idénticas, se han seleccionado a todas luces según los mismos principios. Sólo pude es­ cuchar una de las fórmulas en su verdadera celebración, repitiéndose una y otra vez en el campo; se trata de la fórmula transcrita en la ceremonia de la kam kokola (F. M. 37). Encontré a Nasibowa’i en los huertos un par de veces más, pero no pude comprobar las pala­ bras que pronunciaba con tanto detalle como en el caso del conjuro que repitió más de una veintena de veces en mi presencia. Estoy se­ guro de que este conjuro me fue recitado en toda su integridad, pero dudo de que los otros —notablemente más breves y más fragmenta­ rios que los de Omarakana— estén íntegros. Ninguno de ellos desa­ rrolla del todo la parte principal, la letanía, pero esto también ocurre en el conjuro de la kamkokola. En mi opinión, no parece caber duda de que las fórmulas mágicas han sufrido un proceso de desgaste y degeneración en el curso de su historia (cf. Sexta parte), y probable­ mente en Kurokayva han padecido severamente, en este sentido, en los últimos tiempos. Señalaré que, entre las diversas ceremonias de menor importancia que siguen al gabu, no aparece el rito de la bisikola (cf. cap. III, sec­ ción 1). Me dijeron que, en Kurokayva, la palabra bisikola se reserva para una magia privada que cada individuo celebra sobre sus ñames grandes ( kuvi). Cada individuo posee su propio ritual y, aparente­ mente, los conjuros también difieren (cf. también cap. IV, sec. 4).

1 Véase también la nota 36 del Apéndice II, sección 4. 2 Wakaya no es «hoja de banano seca», sino las especies de banano con el tronco hinchado. 3 P ara expresiones tales como kamkokola, karivisi, véase el capítulo III, sección 4. 4 Cf. también mis Argonautas del Pacífico o ccid en ta l pág. 512. s Véase también la nota 37 del Apéndice II, sección 4.

El cultivo del taro, las palmeras y las bananas

1.

E

l

s is t e m a

de

lo s

h uerto s

d e l d i s t r it o

m e r id io n a l

Hasta ahora he hablado fundamentalmente del norte. No se debe esto enteramente a que la agricultura del norte sea más importante, sino también a ciertos defectos de mi información.1 Aunque desde luego, el norte es el distrito agrícola de las Trobriand y la agricultura juega allí un papel relativamente más importante que en el sur. En el sur, en la estrecha franja de tierra que se extiende desde el istmo (como podríamos denominarlo) de Kwabulo hasta el estrecho de Giribwa, donde, en algún punto, no hay más de media milla de tierra seca entre la costa oriental y los pantanos que se prolongan tierra adentro por el oeste, el suelo cultivable es relativamente escaso. Trechos enteros —la amplia extensión en forma de cayado situada al sur de Kaybwagina, la porción norte de Kaulasi y la sur de Wawela— son completamente áridos, cubiertos de pantanos y de rocas de coral. Pero incluso en las mejores zonas de Kaybwagina, entre Sinaketa y Okayaulo, no hay más que una estrecha franja de suelo relativa­ mente bueno entre el barro salobre de los pantanos de manglares y el amplio espinazo del rayboag, y aún así es mucho más pedregoso que en el distrito septentrional. En consecuencia, estos distritos dependen de la pesca tanto como de la agricultura; pescan para su propia alimentación y para cambiar pescado por tubérculos (cf. sobre esto y los siguientes párrafos, Pri­ mera parte, secs. 4-6 y 10). Algunas comunidades, tales como Obu­ raku y Kaulasi y en los viejos tiempos también Sinaketa, suelen con­ seguir buena parte de su dieta vegetal a través de esos intercambios. Actualmente (1918) los habitantes de Sinaketa viven en gran medida de arroz y alimentos enlatados, pues este complejo de aldeas es la principal pesquería de perlas del distrito y está bien abastecido de mercancías europeas por los comerciantes. Además, en los viejos tiempos, los habitantes de Sinaketa, que estaban especializados en la pesca de conchas de espóndilos y en la

manufactura de discos rojos de concha, solían casarse con mujeres de Kiriwina. El matrimonio siempre entraña, como sabemos (cf. cap. VI), regalos recíprocos: alimentos vegetales de los parientes de la esposa a su familia, esto es, el urigubu anual, y a cambio objetos preciosos —en este caso, discos rojos de concha— de los parientes del marido a los de la esposa. Entonces las personas de rango de Kiriwina podían abastecer a los hombres de Sinaketa casados con sus hermanas con grandes cantidades de alimentos. A su vez, la gente de Sinaketa en­ tregaba al jefe supremo y a otros notables lo que para éstos tenía mayor importancia, collares y cinturones de discos de concha. La isla de Vakuta solía tener mejores huertos que Sinaketa, aun­ que también producía discos de concha y sus habitantes buscaban esposas entre las mujeres de Kiriwina. Otra diferencia entre el norte y el sur consiste en que el taro de esta última región, que puede crecer en terrenos pantanosos, y los grandes ñames ( kuvi), que prosperan en los agujeros del rayboag juegan un papel más importante que el taytu en su agricultura. El taytu es el alimento básico de ambos distritos y los únicos frutos que se almacenan durante algún tiempo, se exhiben y se manipulan; pero la proporción ñames/taytu es algo mayor en el sur.2 La magia y la técnica agrícola son, no obstante, muy parecidas en todos los lugares de las Trobriand, y el mago de los huertos tiene mucha influencia incluso en aldeas como Sinaketa y Oburaku. En Oburaku, el mago de los huertos, Navavile, sigue siendo el primer individuo de la comunidad en razón de su cargo, que ejerce en virtud de su personalidad, pues lo ha heredado de su padre y no por línea materna. En Sinaketa, donde la jefatura está bien establecida, el cargo de mago de los huertos recae invariablemente sobre un miembro del clan Tabalu más joven, que controla allí el poder político. Pude examinar la lista de actividades agrícolas y mágicas de los huertos de Oburaku y concuerda muy estrechamente con el sistema de Omarakana. Existen diferencias de menor importancia como, por ejemplo, que en Oburaku sólo se hace una kam kokola en cada par­ cela y que la ceremonia de la cosecha isunapulo, esto es la recolec­ ción de los grandes ñames y el taro, está más desarrollada. Como ya hemos dicho (cap. VII, sec. 6), la magia de la vilamalia tiene allí una amplitud ligeramente mayor que en Kiriwina. También la ceremo­ nia isunapulo parece diferenciarse más substancialmente de la de Ki­ riwina que los otros ritos. Tengo que hablar con ciertas reservas por­ que, aparte de la vilamalia, que no es un rito de los huertos, el isu­ napulo es la única ceremonia que verdaderamente he presenciado allí; así que para las demás, dependo de mis informantes. Presentaré aquí una breve descripción de esta ceremonia. El mago de los huertos, Navavile, recoge dos grandes manojos de hojas por la mañana; uno lo recolecta del menomt, un árbol frutal, otro de un árbol denominado kekewa’L Estas dos gavillas se dejan en la plataforma de la fachada de la casa del mago y éste se sienta junto a ellas. Mientras tanto, los habitantes de la aldea han ido preparando

nuevos palos de cavar hechos de fuerte madera roja de mangle, el mejor material para los dayma,, y ahora los van llevando uno a uno a la choza del mago. En torno al extremo puntiagudo de cada dayma se enrolla una hoja seca de banano de la forma acostumbrada, de modo que quede abierta una punta. Cada individuo tiene que pre­ parar tantos palos de cavar como parcelas tenga. En la lámina 109 vemos al mago sentado junto a las hierbas mágicas con los siete palos de cavar correspondientes a sus parcelas y a las de sus hermanos me­ nores. Tuve que hacer la fotografía antes de que comenzara la reunión propiamente dicha porque, cuando se ha acumulado un gran montón de palos de cavar, la multitud que rodea al mago oculta la plataforma. Cuando todos los hombres han traído sus palos, éstos se colocan entre dos esteras junto con las dos gavillas de hojas y comienza el re­ citado público del conjuro, que tuve la mala suerte de no poder recoger. Inmediatamente después de este rito, cada hombre coge sus palos de cavar y, cerrando las puntas abiertas de la hoja de banano, las ata fuertemente alrededor del extremo afilado. Con la hoja no se envuelve ninguna clase de hierbas, de forma que sólo se está aprisionando la «substancia mágica» del conjuro. Luego salen hacia los huertos, con los palos de cavar y unas cuantas hojas de cada gavilla de hierbas. Allí cada hombre planta un dayma en su parcela, a los pies de un soporte ( kavatam), generalmente cerca de la kam kokola que, como acabamos de decir, es sólo una, situada en la esquina mágica. En esta ocasión pude observar «las esquinas mágicas» de los huer­ tos de Oburaku y constaté las siguientes trazas de anteriores ceremo­ nias mágicas: una estaca puntiaguda, que se inserta en el primer rito inaugural, la yoivota, y se denomina si gado3i haloma, «la estaca de los espíritus»; un taro especial sembrado en el rito pelaka’ukwa; un ñame, correspondiente a la kwanada de Omarakana, sembrado du­ rante el rito kalimamata; un taytu, sembrado oficialmente durante la kamkokola, que caracteriza claramente esta ceremonia como un rito inaugural de la siembra, igual que lo es en Vakuta y Sinaketa (véase Documento VI y más adelante en esta sección); un palo kaydabala clavado durante uno de los ritos de la magia del crecimiento, y un ramillete de hierba lalang (gipware’i) que se siembra durante otro de los ritos de la magia del crecimiento. Estas observaciones confirman el resultado de las investigaciones directas que he efectuado, por ejemplo que existe la misma serie de actividades mágicas en Oburaku que en las comunidades de Kiriwina, aunque hay variaciones tanto en el rito como en el conjuro.3 Volviendo a la ceremonia isunapulo: después de plantar el palo de cavar cerca de la esquina mágica, cada hombre introduce algunas de las hierbas preparadas bajo el kaybaba, allí donde se une a la kam ­ kokola, otras se insertan entre las hojas de taytu que trepan por el kavatam y otras por último se entierran a los pies de la kamkokola. Estas últimas se denominan boda, mientras que las que se colocan bajo el kaybaba y entre las hojas de taytu se denominan p a k u * En el huerto no debe recitarse ningún conjuro y, como hemos visto, la ver­

dadera colocación de las substancias no estuvo a cargo del mago, sino de los agricultores corrientes. El encantamiento de las hojas y los dayma se celebró en público, en presencia de todos los que posteriormente llevaron a cabo la colo­ cación ritual de éstos, pero no hubo formalidades especiales ni tabúes. Las mujeres seguían cortando sus faldas de hierba, algunos viejos re­ mendaban sus redes. Sólo rodeaban al mago los que tenían que ir a los huertos. La ceremonia concluyó hacia mediodía o poco después, y los últimos hombres que quedaron en los huertos llegaron al po­ blado a las tres. Los que estaban enfermos u ocupados en otra cosa fueron substituidos por sus parientes. Al final de la jornada se traje­ ron algunos taros y ñames nuevos de los huertos y se colocaron frente a los hórreos, mientras se ponían algunas hojas en los extremos de las vigas (kaytaulo, cf. cap. VIII, sec. 3). A la mañana siguiente los aldeanos comenzaron a arrancar los ñames y el taro y a cortar la caña de azúcar. Se recogieron cocos verdes. Los parientes maternos, que no son los que oficialmente están de luto, dejaron sobre las tumbas de los harigava’u, las personas fa­ llecidas durante el último año, las ofrendas de los primeros frutos de la nueva cosecha. Después hubo un pequeño reparto en el que los parientes de los difuntos dieron alimentos a los que llevan el luto, esto es, a los hijos y parientes políticos de los fallecidos.5 (Los montones no permanecen encima de las tumbas más allá de media hora o a lo sumo una hora y no hay encantamiento ni ple­ garia a los espíritus de los antepasados. Reina todo el día cierta at­ mósfera de reverencia, de santidad; todo el mundo hace un esfuerzo por permanecer en la aldea o cerca de ella y tomar parte en la en­ trega de alimentos; este día no salen expediciones pesqueras ni se permite trabajar en los huertos, salvo en la extracción preliminar, semirritual, de los nuevos alimentos.6 Desplazándonos más hacia el sur de Sinaketa, comprobaríamos que el sistema de la agricultura y de la magia de los huertos tampoco di­ fiere mucho del de Kiriwina. De hecho, en mis primeros trabajos en Omarakana, me acompañó como intérprete, un experto en lenguas modernas, un tal Gomaya, un picaro perteneciente al más alto rango de Sinaketa, miembro del subclán Tabalu de aquella comunidad. Gomaya estaba perfectamente informado de la agricultura de Kiri­ wina, pues había residido allí varios años, y por supuesto conocía a la perfección su propio sistema. En aquella época yo estaba procu­ rando adquirir una clara visión del sistema de Kiriwina y, en mi em­ peño por dominar lo fundamental de él, preferí no confundirme con detalles comparativos de menor importancia. Por eso, no anoté las diferencias que Gomaya, con su orgullo local, me señalaba siempre que hablábamos de las costumbres de los huertos de Kiriwina. Pero, aunque no puedo reproducirlas, lo que sí recuerdo es que todas tenían carácter secundario. En el régimen de explotación de la tierra de Sinaketa, la elección de los campos y la adjudicación de parcelas en el kayaku se hacen

igual que en Kiriwina. De hecho fue allí donde recogí uno de mis mejores textos de kayaku (Vol. 2, texto 28 c, cf. cap. II, sec. 3 y Quinta parte, div. V, § 21). También en este caso, Motago’i, uno de los mejo­ res informantes que tuve en todo mi trabajo, me proporcionó alguna información interesante sobre la brujería de los huertos y el rol de los cerdos salvajes (Vol. 2, texto 78, cf. cap. III, sec. 2 y Quinta parte, div. XI, § 2). Pero estaba tan ocupado en el estudio de las costum­ bres comerciales y marítimas del kula que no pude dedicarme a dis­ cutir las costumbres agrícolas con Motago’i, cuyos comentarios siem­ pre hubiera merecido recogerse. Existen diferencias de menor impor­ tancia en los ritos y, desde luego, un conjunto distinto de conjuros, pero esto no afecta a la similitud fundamental en la estructura de la magia y en su relación con el trabajo. En Sinaketa existen cuatro grandes tipos de ritos: el yowota, el gabu, el kam kokola y el rito de la recolección. Este último consta del okivala y el tum, precedido de la complicada secuencia de la magia del crecimiento y la magia del en­ tresacado y la escarda, que se celebran entre la kam kokola y la magia de la cosecha. En Sinaketa, la magia de la kamkokola, es claramente una magia de la siembra, y concretamente de la siembra del taytu. En la medida en que puedo fiarme de mi memoria, no existen di­ ferencias esenciales entre las tres primeras ceremonias, es decir, en la inauguración de la tala, de la quema y la limpieza y de la siembra (para una descripción y análisis del rito pelaka’ukwa de Sinaketa, véase cap. III, sec. 2). En Sinaketa, como en Vakuta (Doc. VI), la diferencia aparece en la magia del crecimiento. Existe una magia re­ lacionada con la erección de los tutores de los ñames, kavatam, que no existe en Omarakana, pero que encontramos en Teyava (Doc. VII). Se denomina talowasi kaykela kavatam, «lanzamos [el conjuro] sobre el pie del kavatam». También tienen un rito llamado ikayosi dabwana taytu, arrancar la cabeza del taytu, que hace que los sarmientos pro­ duzcan más hojas y más raíces; y una magia inaugural del entresa­ cado denominada mom’la, asociada con un tabú de dos días. Tienen un rito de la pwakova que se llama talova kaydabana, «tiramos la madera de la copa»; otro rito, llamado tasasali, es una preparación para la cosecha de ñames y taro; el isunapulo, que por supuesto es la principal ceremonia, inaugura la recolección de estos dos frutos. Por último, tienen el okwala, durante el cual el mago prepara su azuela y corta el tallo del taytu de forma ceremonial, y el tum. Estos detalles y nombres proceden de informaciones ocasionales y de unas pocas notas tomadas mientras paseaba por los huertos de Sinaketa con mis informantes. Respecto a las diferencias de Vakuta, donde hay más suelo fértil y las condiciones son bastante parecidas a las de Kiriwina, fácilmente puede verse en el Documento VI que, cualesquiera que sean las dife­ rencias menores, la agricultura y la magia de los huertos son funda­ mentalmente idénticas a las de Kiriwina. Las costumbres de la reco­ lección son diferentes en la medida en que los hombres no recogen, ni transportan, ni almacenan el regalo urigubu de los maridos de sus

hermanas, a menos que reciban vaygua (objetos preciosos) como pago, karibudaboda. De otro modo, el marido de la hermana tiene que hacer toda la recolección por sí mismo, es decir, sacar el taytu, amontonarlo en el kalimomyo y luego transportarlo a su propio almacén de ñames. Sólo deja los ñames de simiente, los yagogu, para el hombre que ha cultivado la parcela. Además de cultivar todo el baleko para su her­ mana, el habitante de Vakuta generalmente le entrega de dos a media docena de cestas de taytu, hala taytupeta, procedente de la parcela o parcelas que cultiva para su propia familia. Como ya he dicho (cap. VI, sec. 1), al sur de la isla principal la palabra urigubu designa las parcelas de taro o la parte de cada una de ellas que un individuo cultiva para su hermana, así como los frutos que se extraen de tal parcela. Sin embargo, este urigubu obviamente no puede ser recolectado de forma ceremonial y ofrecido en bloque por la sencilla razón de que el taro tiene que ir sacándose conforme madura, lo cual hace el marido de la hermana, y comerse casi en seguida. El taytu que se entrega a la familia de la hermana se deno­ mina taytumwaydona, «todo el taytu», probablemente porque, en con­ traste con el taro, se entrega todo de una vez. Desde el punto de vista sociológico, en Vakuta el taytu se trata de la misma manera que el taro, en el sentido de que se ofrece en la tierra y no arrancado por el receptor, más que si se le hace un pago (véase más arriba). 2.

«TAPOPU» : HUERTOS DE TARO

Cualquier cosa que digamos de los huertos del sur —de Oburaku, Sinaketa y Vakuta— nos lleva a cada momento a ocuparnos del taro. Por tanto, deben decirse unas cuantas palabras sobre los tapopu, los huertos en que se cultiva exclusivamente taro. La tabla del Cómputo del Tiempo (fig. 3, págs. 72 y 73, col. 9) detalla que la recolección del taro corresponde al primer ciclo de los huertos especiales y tiene lugar en la decimotercera luna indígena ( Kuluwasasa). Para los sureños los tapopu son los huertos que proporcionan los alimentos que se ofrecen a los espíritus, kasi baloma. El budín y las gachas que se ofrecerán a los espíritus que retornan en las fiestas Milamala se preparan a base de taro recolectado en los tapopu. Para comprender la relación de los tapopu con los otros huertos, debemos recordar que el taro se diferencia considerablemente de los ñames así como del taytu en cuanto al tiempo que tarda en madurar, las condiciones en que prospera y su capacidad de ser almacenado. Su período de desarrollo es mucho más corto. Los indígenas me dijeron que el taro tarda cuatro lunas en madurar y que se puede empezar a recoger en la quinta luna. Por tanto, puede haber tres cosechas de taro al año, frente a una sola de ñames y también de taytu. Además, el taro depende menos de la estación en que se siembre, mientras tenga suficiente humedad. A diferencia de los ñames, pros­ pera en cualquier suelo mojado que no sea una ciénaga. Así, durante

la estación húmeda puede sembrarse en el terreno corriente, junto al taytu, los kuvi y los demás productos de huerta, y durante la estación seca pueden cultivarse huertos especiales de taro en los dumya, los pantanos. Si se sembrara taro en los dumya durante la estación hú­ meda, el huerto se anegaría y se pudriría durante los últimas etapas de crecimiento, pero cuando el suelo está seco prospera incluso allí. Así pues, el taro tarda menos en madurar y crece en condiciones más variadas. A grandes rasgos,7 creo que el cultivo del taro se lleva a cabo en las Trobriand de la siguiente forma: un poco antes de co­ menzar el nuevo año, normalmente en la Kuluwasasa (véase tabla del cómputo del tiempo, col. 8, fila 13) se siembran los huertos tempra­ nos, los kaymugwa. Los frutos del primer ciclo de los tapopu (como anteriormente hemos dicho) están ahora maduros y recolectándose (columna 9, fila 13), y las puntas de los taros se vuelven a sembrar en los kaymugwa. Como sabemos, los taros se reproducen por esque­ jes, volviendo a enterrar los retoños o las puntas de los tubérculos (Vol. 2, Quinta parte, div. III, §§ 23-25). La fruta madura en la luna Toliyavata y se recoge y vuelve a sembrar en los tapopu (segundo ciclo, cois. 8 y 9, fila 4). La siembra de taro en los kaymata (col. 7, 2.a luna) probablemente se hace con esquejes procedentes de las úl­ timas etapas del primer ciclo de huertos tapopu (col. 9). se inicia en la luna decimotercera, pero puesto que la recolección del taro se ex­ tiende durante un largo período, dura hasta bien entrada la primera o la segunda luna del año nuevo. Cuando los kaymata son muy tardíos también pueden plantarse con los primeros taros recolectados en los kaymugwa. Hasta este momento nuestros datos encajan razonablemente bien, pero ahora surge una ligera discrepancia en mis materiales. En la columna 7 vemos que la cosecha de taro de los kaymata está clasifi­ cada en la luna 6, mientras que la siembra de los tapopu, que debe­ ría coincidir con ésta, tiene lugar en la luna 9, columna 9. Desde luego, esta última siembra se hace con esquejes procedentes del se­ gundo ciclo de los tapopu. La cosecha de los kaymata, por tanto, no parece servir para una nueva siembra. Esto puede explicarse por el hecho de que los huertos principales, que fundamentalmente se de­ dican al taytu, producen muy poca cantidad de taro. El resto de nuestro ciclo del taro no plantea problemas. El segun­ do ciclo de los tapopu tiene su principal época de maduración en la luna 8 (col. 9) y con sus esquejes, se vuelve a plantar el primer ciclo que, como sabemos, madura cuatro lunas más tarde (en la luna 13), con lo que volvemos a nuestro punto de partida. Esta triple cosecha y subsiguiente siembra del taro debe consi­ derarse una representación esquemática de lo que verdaderamente ocurre. En la práctica, la recolección y nueva plantación del taro es una actividad casi continua; a lo largo de todo el año, el taro juega un papel auxiliar con respecto a los otros huertos y constantemente hay algún lugar en el que puede recogerse taro y otro en el que debe volverse a sembrar. No obstante, en mi opinión, esta actividad debe

presentar tres momentos cumbre o cuatro, cuando la producción de taro de los kaymata es importante. Por desgracia, sólo al final de mi estancia en las Trobriand com­ prendí el carácter completamente diferente de estos frutos. Creo que el primero en informarme de ello fue mi amigo Motago’i, quien, durante mi última visita a Sinaketa, me dio la mejor descripción del cultivo del taro y la magia del taro que jamás llegué a conseguir, aun­ que era demasiado resumida. Después sólo pasé una corta temporada en Omarakana y, aunque rápidamente, pude comprobar la informa­ ción de Motago’i. Aparentemente, en Omarakana no existe magia es­ pecial para los tapopu, que juegan allí un papel mucho menos im­ portante que en el sur. Siempre que se celebra alguna magia sobre los huertos de taro, se utilizan ritos y conjuros procedentes del sis­ tema corriente de magia de los huertos. Sin embargo, Bagido’u me explicó que él mismo nunca preparaba los tapopu, aunque algunos individuos celebraban una magia privada sobre ellos y también el mago, sí la comunidad le pagaba, podía celebrar sobre estos huertos ciertas ceremonias del sistema corriente, sobre todo la magia gabu, con los ritos concomitantes del pelaka’ukwa, el kalimata y el bisikola. Es posible que a veces se erija una kam kokola en la parcela tapopu, pero sería pequeña y simplemente simbólica, puesto que el taro no necesita soportes para trepar. Así, en resumen, en Omarakana no existe ninguna magia espe­ cial oficial para los huertos de taro, y probablemente lo mismo sucede en la mayor parte de los lugares del norte. Algunas partes de la magia oficial de los huertos principales pueden celebrarse sobre los tapopu, como pueden emplearse, y generalmente se emplean, para los kaymugwa. En el huerto de taro nunca existen parcelas modelo, y es fre­ cuente que varios hombres compartan las parcelas, en cuyo caso los deslindes, tula, cumplen una función utilitaria y económica. No existe kayaku para los tapopu. De hecho, a menos que por razones especia­ les relacionadas con la humedad del año sea necesario proceder de otra forma, los tapopu suelen cultivarse inmediatamente al lado de los huertos principales. Por regla general, el yowota, el principal rito inau­ gural, se lleva a cabo simultáneamente en aquellas baleko que previa­ mente han sido destinadas para tapopu y en los huertos principales. Permítaseme exponer ahora resumidamente la información sobre los huertos de taro de la parte meridional de la isla que pude obtener, especialmente en Motago’i. En Sinaketa y otras aldeas del sur los tapopu, no comprenden parcelas modelo. Varios individuos comparten las baleko y los palos tula señalan los límites entre las distintas por­ ciones. A veces estas marcas divisorias están ligeramente elevadas sobre el suelo, apoyándose los palos horizontales sobre palitos ahorquillados. Una o más de estas divisiones se cultivan para la propia unidad do­ méstica del individuo, y generalmente se denominan kubuna yamada (¿el lugar de nuestra mano?); otra división o más se destina a la fa­ milia de la hermana o de otra pariente por línea materna, y éstas se denominan urigubu.

En los tapopu no se celebra el yowota; probablemente aquí, como en el norte, el gran rito inaugural se dirige a todos los huertos. En el gabu tiene lugar una magia especial, muy parecida en su ritual a la magia que se celebra sobre los huertos de ñames. En la casa del mago se encantan kaykapola, retoños jóvenes de hojas de coco. El towosi recorre todas las baleko y prende fuego al desecho seco o nunula en la esquina mágica. Al día siguiente, cada hombre, provisto de un kay­ kapola y algunas hierbas preparadas por el mago, hace un lumlum en su parcela de huerto, introduce las hierbas mágicas en el montón y le prende fuego. Esto corresponde al gibuviyaka y creo que se de­ nomina por este nombre. También poseen un rito denominado pelaka’ukwa, en el que se espanta a los cerdos salvajes y se atrae a un cerdo mítico llamado bulukwa gado’i, el cerdo de la estaca del huerto (cf. cap. II, sec. 2). La kam kokola del huerto de taro se erige en el contexto de esta segunda quema. El rito se denomina kalipwala kamkokola, apertura del agujero de la kamkokola. Si la magia de la kam kokola es en con­ junto una magia de la siembra, es natural que en el sur, donde el taro es el fruto básico, deba celebrarse en este momento, pues aquél se siembra inmediatamente después de la koumwala. En los kaymata, la siembra de los frutos subsidiarios, incluyendo el taro, tiene lugar inmediatamente después de la koumwala, pero los ritos de la kam ko­ kola no se celebran hasta más adelante, antes de la siembra del taytu, el sopu propiamente dicho. He observado y asistido varias veces a la siembra del taro. En las sopona, las zonas de tierra despejada entre los montones de piedra del terreno más seco, o en los agujeros de los dumya, las plantas se colocan aproximadamente a medio metro de distancia entre sí. No es preciso profundizar tanto en el suelo, cuidadosamente despejado, como en el caso del taytu; sólo se ablanda la superficie, se deshacen los terrones y se sacan las piedras y las raíces de los hierbajos. Luego se planta en la tierra un esqueje de taro, es decir, la parte superior del tubérculo con unas cuantas hojas adosadas. A veces la planta se ata a dos palos que la mantienen fija y evitan que se caiga o que la arranque el viento.* Más adelante hay que escardar un poco. Cuan­ do la nueva planta empieza a brotar de la vieja, tiene que quitarse la piel exterior reseca del tubúrculo, la cual recibe el nombre de bam, «la placenta» del taro. También hay que construir sonajas de viento, kaygogwa’u, y colocar trampas para los pájaros, sikuna, y las plantas deben protegerse cuidadosamente de los cerdos salvajes mediante vallas y estacas puntiagudas. Dado que el taro crece y se desarrolla sobre la superficie está más expuesto a los pájaros, a los cerdos salvajes y a los insectos que el taytu. Las sonajas de viento solían hacerse de concha de kwaduya ( meló diadem a) vacía, que se sujetaban a los kamtuya, los vástagos que se dejan en pie después de la tala. Se coloca una piedra en la concha y se sujeta a ella una banderola de pandano o una ancha pieza de madera, de forma que coja el viento. En el sur, donde ha penetrado

más la influencia europea, latas vacías de parafina o bencina substi­ tuyen a las conchas. En el norte he visto en muchos lugares las anti­ guas sonajas de concha. Después de esto, poco queda por hacer en el huerto de taro hasta la época de la recolección, aunque se celebra alguna magia de cre­ cimiento. Existe un rito denominado vapwanini y o tata, «hacer que brote la hoja nueva». Consiste en un conjuro que se recita sobre los huertos sin que lo acompañe ningún trabajo ni tabú especial, pelliz­ cándose a continuación un trozo del tallo inferior, ikipwoysi sikwaku, de una planta de cada baleko. Esta operación hace que las hojas del taro caigan, se marchiten; pues en el taro, como dicen los indígenas, «una copa grande empequeñece los cimientos», dabwana kayviyaka, kaylagila pikekita. Con el mismo objeto se celebra otro rito, el katutauna. El mago recita un conjuro sobre la palma de su mano en las esquinas del huerto, arranca un poco de tierra y lo arroja sobre el taro. Esto lo tumba sobre el suelo. Por último, está la magia isuna­ pulo que, en mi opinión, es idéntica a la ceremonia de igual nombre que tiene lugar en los huertos normales, pero se celebra por separado sobre el taro de los tapopu. Con ella acaba el ciclo de la magia del taro. 3.

L a magia d e las p a lm er a s

Aparte de los frutos que se cultivan en huertos, el producto vege­ tal más importante para la economía y también para la satisfacción de los indígenas son dos palmeras, el cocotero y la nuez de betel. Ambas se explotan según un mismo régimen de propiedad, ambas se cultivan de forma similar, ambas se dedican a una amplia diversidad de usos y a ambas se aplica una magia similar; y por otra parte en torno a ambas se agrupa cierto número de ideas y creencias similares. Pero el cocotero es más importante, dado que proporciona uno de los elementos esenciales de la dieta indígena ~-de hecho, en años de escasez, el coco puede convertirse en el alimento básico durante los meses de molu (hambre)—, mientras que la nuez de betel es simplemente un estimulante. Las dos palmeras crecen dentro y alrededor de los poblados, de los que constituyen un rasgo característico. Los árboles son de propiedad individual, aunque están plantados en lo que se considera suelo comu­ nitario. Por regla general, el dirigente de la comunidad goza de cierto derecho prioritario, mientras que el jefe es el propietario titular de todas las palmeras del distrito (cf. Primera parte, sec. 10). El cocotero, su fruto, sus hojas y brotes se destinan a varios usos. Como artículo de alimentación, el coco verde proporciona la «leche», que constituye una bebida apreciada, en tanto que su carne se considera una golo­ sina; la substancia rallada del coco maduro se utiliza para preparar crema y aceite, que se emplean como aliño y condimento de la dieta ordinaria de vegetales. Las hojas desempeñan un papel importante en

las artesanías domésticas: proporcionan el material del techado inte­ rior de paja; trenzadas, constituyen la cubierta de las paredes de los almacenes y las puertas y tabiques de las viviendas; suministran el material de la cestería y las esteras toscas que se preparan siempre que es necesario alfombrar el suelo con un material que luego pueda tirarse sin más. En las prácticas mágicas constantemente aparecen los cocoteros; también juegan un papel en las creencias sobre brujas y hechiceros, y en las consideraciones estéticas. El cultivo de la palmera es simple. Crece de un coco que se ha guardado hasta que germina. Cuando el brote alcanza una cierta al­ tura, se abre cuidadosamente el coco y se consume la carne comesti­ ble y la substancia esponjosa que se forma en el líquido. Sólo se deja un pequeño trozo del coco pegado al brote, que se siembra. Tal como me lo describió (texto 19, Quinta parte, div. IV, § 9): «(i) Dejamos todo el coco hasta que madura y cuando vemos que ya es grande decimos a nuestra mujer: (n) “Vé a coger el coco y tráelo. Vé a plantar nuestro coco.” (m ) El nuevo brote sale aquí (y el narra­ dor señala el lugar sobre un coco ya germinado). Machacamos esta parte; machacamos la otra parte; con el nuevo tallo y la raíz queda un poco de corteza, (iv) Comemos la carne del coco. Comemos la semilla esponjosa. La corteza, el tallo y la raíz, los sembramos, (v) Junto con él sembramos el m oroba’u (lirio indígena), (vi) Cavamos la tierra y, cuando hemos acabado, colocamos el m orobdu y el coco y los cu­ brimos. (vu) Después, en las raíces, el lirio da fuerza a las raíces del coco, de forma que el coco pueda brotar.» Los plantadores blancos de Nueva Guinea me dijeron que este procedimiento es perjudicial para el crecimiento del árbol y que es mucho mejor sembrar el coco entero. El nuevo árbol se rodea con una valla para protegerlo de los cerdos salvajes y los wallabys, los niños y los perros, y la tierra que lo rodea se mantiene lo suficientemente limpia de hierbajos para evitar que lo ahoguen; pero fuera de esto no requiere ninguna otra atención. En las Trobriand, los cocos no son ni muy abundantes ni muy buenos; resultan absolutamente insuficientes para cualquier comercio impor­ tante de copra.10 La palmera de betel tiene exactamente el mismo régimen de pro­ piedad y el mismo cultivo y los mismos intereses estéticos. Es un es­ timulante agradable y, por tanto, juega un importante papel en las relaciones sociales indígenas. Este papel lo comparte ahora el tabaco de importación, pero en los viejos tiempos la nuez de betel era el tí­ pico regalo que se ofrecía en todas las reuniones sociales. Los jefes se preocupaban de esconder la nuez de betel que pudieran llevar con­ sigo, e incluso utilizaban cestas de tres compartimientos para ocul­ tarla a las miradas inquisitivas de los observadores que, según el principio de noblesse oblige, tenían que recibir un regalo de cualquier cosa que estuviera expuesta a la vista (cf. Primera parte, sec. 10). El pago que se entrega por los servicios eróticos se denomina buwana y este nombre, creo yo, procede de la palabra que designa la nuez de betel, buwa.

Ambas palmeras son objeto de una interesante institución, la kay­ tubutabu, la magia del tabú que se impone sobre las palmeras para lograr que el fruto sea abundante.11 para los indígenas, la magia kay­ tubutabu va asociada principalmente a su expresión simbólica: el palo que se planta en el centro de la aldea con dos cinturones de hojas, uno de pandano y otro de banano, atados a su alrededor, y una faja de hojas de cocotero (gam ) que se ata en torno a cada tronco de palmera. Estos son los símbolos operativos del tabú. En efecto, durante la celebración de la ceremonia deben observarse ciertos tabúes para que la magia sea eficaz; sobre todo, no deben tocarse los coco­ teros. Para el etnógrafo se trata de una institución compleja, con aspectos rituales, morales, legales y económicos; una institución aso­ ciada con cierto número de otras actividades y ocupaciones. Pero permítaseme presentar los hechos antes de considerar estos aspectos. La estación de la kaytubutabu se determina mediante dos consi­ deraciones; por una parte, los cocos son un artículo demasiado im­ portante dentro de la dieta para que puedan estar prohibidos durante los cinco o seis meses en que pueden escasear los otros frutos; por otra parte, el período debe haber terminado antes de los repartos ce­ remoniales y otras festividades asociadas con el comienzo de la luna Milamala; pues tampoco entonces podría prescindirse fácilmente de los cocos. De hecho, el tabú kaytubutabu se impone como preparación de alguno de los sagali (repartos) más importantes o de un período de danzas fusigola). Como me dijeron (Vol. 2, texto 21, Quinta parte, di­ visión IV, § 13): «Cuando decidimos un sagali (reparto ceremonial) po­ demos imponer el kaytubutabu. Luego hacemos el encantamiento, las palmeras crecen rápidamente, se obtienen cocos en abundancia y se puede hacer un sagali.» Así, cuando se planea un gran reparto o una empresa competitiva ( kayasa) o un período de danzas, tiene que celebrarse la magia de los cocos. Como se verá cotejando la tabla del cómputo del tiempo (fig. 3, col. 10), el tabú de los cocos no puede im­ ponerse antes de la luna Kuluwotu, ni extenderse más allá de la nueva luna Kaluwalasi; pero puede tener lugar en cualquier momento entre las cinco lunas que van desde el comienzo de la Kuluwotu hasta el final de la Kaluwalasi, lo cual, como esta última dura dos lunas, deja mucho tiempo para escoger. Por regla general, se celebra al principio de este período, es decir, comienza en la luna llena de Kuluwotu o U tokakana y dura hasta la luna llena de llaybisila o Yokoki. Generalmente tiene lugar antes en una localidad de alto rango, como Omarakana, Olivilevi o Gumilababa, que un poblado de plebeyos, puesto que los jefes llevan la ini­ ciativa en todo e invariablemente son los primeros en iniciar los re­ partos ceremoniales y festividades. Si está pendiente un gran sagali y hay alguna preocupación por los cocos, el dirigente de la comunidad reúne a los aldeanos para un kayaku. Entonces se decide si debe celebrarse un kaytubutabu, cuándo comenzará y quién tendrá que celebrarlo. En algunos poblados hay magos que conocen los conjuros y los rituales; otros no cuentan con

tales especialistas y tienen que invitar a alguno forastero para que se ocupe de ello. Actualmente (1918), el único hombre de Omarakana y Kasana’i que conoce la magia es Tukulubakiki, que reside en la capital, pero cuya magia procede de su verdadera o propia aldea, Tukwa’ukwa. Sólo unas pocas personas la conocen en la vecindad: un hombre en Kwaybwaga, uno en Obweria, uno en Obowada y uno en Kabwaku. La siguiente descripción se basa en los datos propor­ cionados por Tokulubakiki.

En cualquier caso, el mago recibe un pago importante del diri­ gente, una cuchilla ceremonial de piedra, un collar o un par de braza­ letes. Los otros aldeanos aportarán contribuciones de menor valor, unas cuantas esteras, una cesta, lanzas o cacharros de cocinar. Cuando se ha arreglado la celebración de un kaytubutabu, se adornan las palmeras, se recogen todos los cocos, maduros y verdes, y se podan las ramas inferiores, que podrían secarse y caerse en los dos meses siguientes, dejando sólo el penacho de las hojas jóvenes del centro. El mago también tiene que preparar su parafernalia. Escoge un poste recto de unos dos y medio a tres metros de longitud, hecho de madera ligera de árbol busa o yonakiu. También recoge algunas modigiya, hojas secas de pandanos de la especie kaybivibwi. Pule y

descorteza el poste, y enrolla las hojas de pandano en pulcros rollos, como los que se ven en el diagrama (fig. 9). Luego el mago recoge cierto número de hierbas que se utilizarán en la ceremonia: hojas del mismo árbol que ha servido para preparar el poste, husa o yanikiu —mis informadores no supieron explicarme la razón de que se utilicen precisamente éstos— y hojas de un árbol leguminoso, el kwaygagabile, que crece a orillas del mar, porque este árbol es muy prolífico, produce muchas grandes vainas, y el cocotero debe hacer otro tanto. A orillas del mar se recogen también hojas de yayu, el árbol del ricino, que tan importante papel juega en toda la magia de los huertos porque su denso follaje expresa para los indí­ genas la idea de fertilidad, así como una enredadera aromática deno­ minada makita. La mákita tiene un olor fuerte y dulzón, y el mago la mastica y la escupe sobre las palmeras durante la celebración ritual, de forma que, como dicen los nativos, los cocos resulten tan dulces y fragantes como la makita. La ubwana, una planta de raíces comes­ tibles pero de fruto no comestible, aunque prolífico, que crece en raci­ mos, se utiliza para que el cocotero pueda imitar a este fruto; y la noriu, una planta de la odila que se come durante el molu, se emplea por­ que produce fruto abundante incluso en las peores y más secas esta­ ciones. La setagava es una mala hierba que crece alrededor de las aldeas y en los bosquecillos ( w eyka); es muy tenaz y muy difícil de extirpar o destruir, puesto que incluso puede crecer a partir de una hoja o de un trozo de tallo; la boyeya es una pequeña planta con pe­ queñas hojas, como las del tomillo, aunque no aromáticas, la cual pro­ duce un abundante fruto que nace de las hojas, «como los cocos en la kaykapola», como dicen los indígenas. Saltan a la vista las razones por las que se emplean todas estas hierbas en la magia de la fertilidad. Estas hojas se recogen el día anterior a la primera ceremonia. El mago las machaca y las mezcla. También prepara el poste, busca al­ gunas hojas secas de banana ( siginubu), comprueba que las hojas de pandano estén bien enrolladas y, recogiendo todas estas cosas en una estera, las deja en su choza durante la noche. Mientras tanto, los aldeanos han ido dotando a cada cocotero y palmera de betel del lugar de una gam, esto es, una faja de coco, consistente en una sec­ ción de nervadura central con unas cuantas hojuelas adheridas, la cual se ata alrededor del tronco mediante un par de hojas opuestas (figura 10). Tanto estas fajas como el poste kaytubutabu se conserva­ rán como signos visibles del tabú durante todo el período. El día de la ceremonia, el mago y sus ayudantes se reúnen en la plaza central de la aldea. En medio de ésta se ha extendido una es­ tera, sobre la cual se ha dejado el palo kaytubutabu, una caracola y las hierbas mágicas. Un ayudante con un palo de cavar permanece en pie cerca del mago y a continuación hará un agujero para el poste tabú. En tales ocasiones el jefe se sienta en su plataforma elevada, rodeado de sus esposas e hijos; los notables de menor importancia se agrupan algo más al fondo; los plebeyos permanecen de pie en los extremos de la plaza central y las mujeres y los niños se quedan cerca

de sus casas. Cuando todo está dispuesto, el mago se agacha frente a la estera, pone otra estera encima de la forma habitual, de modo que el aliento que transporta sus palabras pueda ser aprisionado entre ambas, y luego, solemnemente y en voz alta, recita el primer conjuro del kaytubutabu: F órm ula 41

L « ¡O h Seulo, oh Milaga’i, id, cargad nuestros cocos! Tirad los que estén estropeados, de hojas ennegrecidas y descoloridas; los que estén comidos por las puntas; los que estén malformados y los que hayan crecido sin forma. Cargad los cocos adecuados para nosotros, los cocos buenos para hacer reci­ pientes de agua; traedlos a nuestra aldea.» II. «Extirparé los malos cocos, los verteré en la isla de Nadili. Los que están estropeados, de hojas ennegrecidas y descoloridas; los que están comidos por las puntas; los que están malformados y los que hayan crecido sin forma. Botaré mi canoa (hecha de) la punta de una hoja de coco. Cargaré cocos adecuados para mí, cocos refinados, los grandes cocos buenos para ser utilizados en las ceremonias, los cocos fuertes apropiados para recipientes de agua, los cocos blancos. Extirparé los malos cocos, los verteré en la aldea de Koymara’u. Los que están estropeados, de hojas ennegrecidas y descoloridas; los que están comidos por las puntas; los que están malformados o han crecido sin forma.»

(Luego el mago repite toda la estrofa empezando con «Extirparé» hasta «cocos blancos», intercalando diversos lugares en vez de Nadili y Koymara’u. Gradualmente se aproxima a Omarakana pasando por las aldeas de la isla de Woodlark, las islas del archipiélago de las Marshall Bennett, las aldeas de la costa oriental de Boyowa.) III.

«Corta, redondea.»

(Estas palabras, probablemente, se refieren al atravesar [brotar] de los brotes y el redondeo del fruto del cocotero. Después de estas pala­ bras, el mago repite las estrofas iniciales hasta: «isla de Nadili».) Bien puede imaginarse cuánto dura este conjuro, puesto que el tapwana, la parte principal, se repite con una larga lista de nombres geográficos. El objeto principal de esta fórmula es exorcizar los malos cocos y atraer a los buenos. Al igual que otras muchas fórmulas, com­ bina un exorcismo, un conjuro de magia negra que lanza las cosas malas a los lugares vecinos, con una llamada positiva a la buena suerte para la propia aldea. El principio mágico de que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo», combinado con el otro prin­ cipio que domina la magia de las Trobriand, según el cual «las cosas no pueden ser igualmente buenas en todas partes», determina esta forma de conjuro. Me gustaría añadir que, según Tokulubakiki, si él tuviera que re­ citar la magia en su propia aldea, no enumeraría las aldeas y las islas situadas al este. Comenzaría por Dobu o por Tu’utauna o por Bwayowa, en el archipiélago de las d’Entrecasteaux, y se desplazaría hacia el norte, por Sanaroa, Tewara, Wamea, Gumasila, Domdom, etcétera, pasando a través de varias islas del archipiélago de las Lusangay a las aldeas de la costa occidental. Después de entonado el conjuro sobre las hierbas, el poste y la caracola, esta última se toca por toda la aldea mientras se levanta el poste. El ayudante del palo de cavar hace un agujero en el suelo y planta el poste kaytubutabu, en tomo al cual se han atado los rollos de hojas de pandano y la faja de hojas secas de banano ( siginubu). Algunas hierbas mágicas se insertan previamente en el agujero, otras se sujetan a la faja de hojas de banano. Una vez que se ha levantado el poste, los hombres emiten a coro el grito agudo e intermitente kutugogova, que se hace palmeando la mano contra la boca, al tiempo que se toca la tauyo con renovado vigor. Luego cada hombre coge algunas de las hierbas preparadas, se dirige a su árbol o árboles y las ata bajo los gam. El mago toma al­ gunas hojas de mákita, la enredadera aromática, y después de masti­ carlas las escupe sobre el poste y sobre todas las palmeras del poblado. Con esto acaba la ceremonia. A partir de ese día, un complejo tabú recae sobre el poblado. El más afectado es el mago, pues tiene absolutamente prohibido consu­ mir ninguna clase de cocos o de nuez de betel durante todo el pe­ ríodo. No puede comer el fruto maduro, beber la leche ni utilizar

aceite de coco para ungirse o sazonar su comida. Caso de quebrantar el tabú, en casa o fuera de ella, la magia perdería su eficacia. Los aldeanos también tienen prohibido comer o utilizar de cualquier otra forma los cocos en la aldea, pero el tabú no rige fuera del recinto del poblado. Si un coco verde cae del árbol, debe comerse en la selva, pero en el poblado no debe ni abrirse. Otro tabú prohíbe que la gente haga ruido, especialmente rom­ piendo o cortando madera o golpeando con un martillo. Los indíge­ nas me explicaron así la razón: «Supongamos que un hombre se sienta y mira a lo lejos. Usted viene, usted le pincha con el dedo en las costillas o en el vientre. El se lleva un susto, salta. Al igual que ocurre esto, los kapuwa (los pequeños cocos sin madurar) saltan y caen cuando se golpea el árbol, cuando se mwamwakuwa (se hacen ruidos de percusión).» Durante todo el período del tabú no debe verse en la aldea nin­ guna luz de fogata. Si tiene que llevarse una tea de un lugar a otro, debe envolverse con hojas. Si hay que cocinar durante la noche, debe hacerse dentro del refugio de la choza, de forma que ningún fuego resplandezca en el poblado. Si alguna luz llega a los kapuwa, los nue­ vos cocos, los ilumina, deja claras sus caras, imilakatile migisi, y los frutos caerán sin madurar. No debe asustarles la luz ni el ruido. Desde luego, nadie debe trepar a las palmeras, ni tampoco debe subirse a ningún otro árbol de la aldea o del bosquecillo. Este es un signo de respeto al poste kaytubutabu. Los indígenas explicaban: «Si hay un jefe delante, ningún plebeyo se atreve a subir a un árbol. Estaría por encima del jefe ( ipayli guyá’u). El jefe se enfadaría. Del mismo modo, el palo kaytubutabu se enfadaría y nuestros cocos caerían». Así pues, la vida tiene que desarrollarse de forma silenciosa, tran­ quila y pausada durante ese período. Mientras dura el tabú, el mago tiene que celebrar un rito simple cada ocho o diez días: caminando por la aldea entre las palmeras, re­ cita en voz alta un conjuro que las invita a fructificar y madurar: F ó rm ula 42

«¿Quién se pasea, dando vueltas, por la plaza central de m i aldea? (repetido). Yo en persona, Tokulubakiki, con mi abuelo Yaurana, los dos nos paseamos, damos vueltas por la plaza central de mi aldea. El cocotero da fruto, el cocotero amontona una ristra de fruto sobre otra. La palmera crece con manojos de cocos. La palmera dobla su plumoso mechón bajo la carga de los frutos. Del cuello de la palmera más grande de Omarakana, Dubwadebula, sale la voz, kiiiiiiiiii [...].»

Puede verse que aunque e! conjuro procede de Tukwa’ukwa, ha sido adaptado a Omarakana. En cada aldea existe una palmera prin­ cipal con su nombre propio; en Omarakana se llama Dubwadebula, «gruta». Caso de que este árbol se rompa por accidente o a causa del viento, o se corte como ocurre después de una guerra, debe plantarse

otro en su lugar. El sonido onomatopéyico kiiiii simboliza la abundan­ cia, ya que al parecer los frutos y las hojas de una palmera muy car­ gada emiten un sonido agudo parecido cuando los cimbrea el viento y los hace rozar unos contra otros. En realidad, el ruido de los coco­ teros cuando hace mucho viento resulta muy molesto y desagradable. El conjuro que acabamos de citar y el sencillo rito que lo acom­ paña se denominan kayloulo, «la vuelta», o katuvisa kaykapola, «la ruptura del brote de coco». Como hemos dicho, se repite cada ocho o diez días, en total unas cinco o seis veces durante los dos meses del período tabú. En cierto sentido corresponde a la magia del crecimiento del ciclo de los huertos. Cuando el período kaytubutabu se acerca a su fin y los cocos son abundantes, el jefe o el mago anuncia que en tal día «se abrirán los cocos». Esto se hace mediante la ceremonia de quitar o desechar los gam fkivila garrí), que también se denomina «la ruptura de las copas de los árboles» ( katuvisa kaydabala). La víspera de la ceremonia el mago se pasea entre las palmeras de la aldea y pronuncia sobre ellas el siguiente conjuro: F órm ula

43 «Loro, Loro, Loro, Loro, Loro, Loro,

corta, córtate el cuello, oh coco verde. corta, córtate el cuello, oh coco rojo. corta, córtate el cuello, oh coco marrón. corta, córtate el cuello, oh coco blanco. corta, córtate el cuello, oh coco pálido. corta, córtate el cuello, oh coco anaranjado.»

El encantamiento corresponde al momento en que los cocos están listos para ser recogidos. Quizás el loro sea invitado a actuar como cabeza de turco, como el que saca las castañas del fuego, asociando metáforas. Al día siguiente, los hombres trepan a las palmeras y cada cual baja unos cuantos cocos. Quitan la cáscara exterior y entregan los cocos en sus vainas al mago, quien los abre con su azuela y luego los devuelve a los propietarios. Tiene lugar una comida general de cocos y también se bebe leche de coco verde, con lo cual acaba el período kaytubutabu. Aunque se afirma que el objeto de esta magia y del tabú son tanto los cocos como la nuez de betel, y a ambas clases depalmeras se atan las gam y se las trata con las mismas atenciones y respeto, tanto el conjuro como el rito muestran que, obviamente, la magia se dirige principalmente a los cocos. Para los indígenas, lo fundamental del kaytubutabu es la magia; la magia es lo que hace que los cocos crezcan y sean abundantes. Más concretamente, dirían ellos, está orientada hacia la preservación de los kapuvoa, los cocos jóvenes sin madurar, para evitar que caigan. Para ellos, todos los tabúes tienen igual importancia y eficacia. La pro­ hibición de subir a las palmeras por cocos sólo es uno del conjunto de tabúes. Comprenden que incidentalmente ello evita que coman los cocos y, por tanto, multiplica su número de forma natural. Admiten

de buena gana que de esta forma se dispone de muchos más cocos para las grandes celebraciones ceremoniales. Pero mis informadores rechazaron inmediatamente la sugerencia de que quizá hubiera sido igualmente eficaz guardar el tabú sin celebrar absolutamente ninguna magia. Visto desde fuera, es evidente que la magia es una parte esencial de esta institución. De hecho, es el verdadero incentivo para guardar el tabú, para conseguir que los indígenas lo vivan. La magia permite al jefe imponer un período de molesta restricción, cosa para la que una autoridad arbitraria podría resultar insuficiente. La creencia en la magia, combinada con el deseo de una abundante provisión de cocos para fines ceremoniales, estimula a los individuos. Por tanto, la magia es, aquí como en otras muchas actividades, la fuerza organiza­ dora, tanto psicológicamente, dentro de cada individuo, como desde el punto de vista social. Proporciona el estímulo, la justificación y las acciones exteriores que confieren validez a la prohibición. Sin la magia y toda su parafernalia —los signos, el ritual, los ta­ búes— sería imposible imponer disciplina a un par de centenares de hombres, mujeres y niños, hacerles respetar lo que para ellos tiene un encanto casi irresistible y está fácilmente a su alcance. Las mismas privaciones que soportan para mantener el tabú les proporcionan también la fuerza moral para guardarlo por completo. Desgraciadamente, nunca he presenciado los procedimientos del kaytubutabu.12 Hoy en día ha caído por completo, o casi por completo, en desuso. Las costumbres indígenas por lo que respecta a los cocos se han visto seriamente alteradas por una ordenanza del Assistant Residcnt Magistrate, extremadamente bien intencionada y probable­ mente beneficiosa, que obliga a cada aldea a plantar unos cuantos cientos de palmeras al año. Como me dijeron los indígenas: «Ahora nosotros tenemos kaytubutabu constantemente, no podemos comer nuestros cocos, siempre tenemos que almacenarlos y volverlos a al­ macenar (de tal forma que tengamos siempre una provisión suficiente dispuesta para ser plantada). No queremos eso, tenemos suficientes cocos en nuestras aldeas.» En cualquier caso, no cabe la menor duda de que el tabú de los residentes blancos no es tan fuerte como los tabúes de la magia; puedo atestiguarlo por propia experiencia.13 4.

Los

FRUTOS SILVESTRES

Junto a los frutos que se cultivan en los huertos mediante enér­ gico y constante trabajo; junto a los árboles semicultivados de los poblados, el bosquecillo y la porción reservada de selva, existe cierto número de árboles, arbustos y hierbajos que destacan sobre el tras' fondo confuso de la «simple jungla» (odila wala). En todo momento son más o menos útiles para los indígenas, y se vuelven indispensa­ bles en los años de escasez.

Entre los árboles que se plantan y cultivan, tales como las pal­ meras cocoleras y de betel, y los completamente silvestres pero útiles que crecen en la odila, existe todo un abanico de plantas, cada vez menos sometidas a la propiedad individual, cada vez menos cultiva­ das y, por regla general, cada vez de menor importancia económica. Cierto número de árboles frutales son indudablemente de propiedad comunal; brotan de algún tallo accidental y no se les presta ningún cuidado. Los únicos derechos de propiedad están relacionados con el hecho de que crezcan dentro del territorio de una aldea y en la parte del bosquecillo que pertenece a una u otra sección de la comunidad. Tales frutales sufren de vez en cuando las incursiones de algún grupo de niños o jóvenes, y algunas diversiones indígenas están relacionadas con las expediciones en busca de los frutos aromáticos del menoni, o del rojo y suculento mokolu, o del jugoso mokahana. Los muchachos, y algunas veces incluso las chicas, preparan un kaykosa, un palo con un gancho o dos palos atados en ángulo agudo, e intentan hacer caer las frutas, bien subiendo a alguna de las ramas o bien desde el suelo. O bien los jóvenes tiran palos cortos y robustos, lewo, para derribar las frutas. Algunos frutos tienen su kweluva (época). El menomi madura a mitad del verano, en Yavatam y Gelivilavi (cf. tabla del cómputo del tiempo, fig. 3); el mokakana en Yakosi y Yavatakulu; el natu, un pe­ queño fruto suculento, aparece durante la recolección del taytu. El fruto del árbol lawa, de agradable aroma pero sin sabor, está dispo­ nible desde Kuluwotu hasta Ilaybisila, el gwadila en Yavatam y Gelivilavi. Otros árboles tienen fruto durante todo el año, como el youmwegina y ciertos árboles de fruto seco. Los frutos secos constituyen un importante y apreciado alimento. La mayor parte tienen que ser librados primero de sus cualidades venenosas mediante un largo remojo en agua fresca o salada. Son muy populares las semillas de la lawa, que se denomina sanana, las semillas del árbol youmwegina ( utukwaki), las semillas de la gwa­ dila (kanibogina) y del vivi (kw a’iga). El fruto seco más importante que puede comerse sin ninguna preparación es el sayda, una nuez enrollada en forma de espiral, de forma larga y puntiaguda, con un sabor algo parecido al de las avellanas. Las hojas comestibles de la jungla constituyen uno de esos artícu­ los alimenticios de propiedad común y, excepto en las peores estacio­ nes de hambre, son abundantes. Los indígenas son verdaderamente aficionados a algunas de ellas. Las hierven en ollas o tiestos con agua salada, añaden grandes hormigas amarillas para darle un sabor ácido a la mezcla y suelen comerlas frías. Tales hojas también pueden asarse en los hornos de tierra. Por regla general, se corta una rama pequeña y se arrancan las hojas verdes. El lokwayi es quizás el árbol de hojas comestibles más importante, pero es tabú para los jefes. Otros están permitidos a todo el mundo. Muchos de los mejores frutos, hojas y nueces no crecen en la selva baja secundaria que brota en la tierra cultivable mientras permanece

en barbecho entre uno y otro ciclo agrícola. En estos terrenos se dejan pocos árboles grandes, la mayor parte de los cuales se destruyen en la quema (gabu) cada vez que se hace el huerto. Los pandanos cons­ tituyen una excepción; como sabemos, son útiles en muchos sentidos y los indígenas chupan su fruto, el vadila, en las épocas de calor. Los frutos del noriu y del noku (dos de los arbustos más resistentes) sólo se comen en tiempos de grandes hambres. Tampoco son tabú para los jefes, pese a la leyenda original de que el clan Lukuba perdió su rango porque un perro comió noku (Myth in Primitive Psychology, capítulo II). En el Vol. 2, Quinta parte se encontrará una listacom­ pleta de las frutas indígenas (div. IV, § 17). Debe mencionarse que determinadas clases de ñames emigran de los huertos a la odila, aunque la mayor parte de las variedades no son suficientemente resistentes para superar la lucha por la supervivencia frente a los hierbajos silvestres. La principal especie de kuwi que crece fuera de los huertos son los kioanada, un ñame que, como hemos visto, juega un papel en la magia de los huertos de Omarakana, la bubwaketa y la mumwalu. No obstante, puesto que en la selva es muy di­ fícil encontrarlos y sacarlos, estas variedades silvestres no tienen im­ portancia económica. Los pantanos (dum ya) proporcionan decididamente menos que la odila. El único fruto popular que allí crece y que se come tanto en épocas de molu como de malia es el pipi, pequeño,amarillento y extremadamente ácido, pero con un aroma atractivo. Bastará realizar aquí un breve examen de las plantas y árboles que no se utilizan como alimento, pero sí para propósitos industria­ les. El pandano, kaybwibwi, es quizás uno de los más importantes; de sus raíces aéreas se obtiene una fibra, im, con la cual se hacen las mejores cuerdas y maromas. Las hojas de pétalos son muy populares como adornos y por su aroma (gayewo). Su fruto, vadila, es uno de los refrigerios favoritos; se chupa en las épocas de calor. La madera ligera de la acacia, vayaulo, se utiliza para los escudos. Los mangles proporcionan el material para las casas, especialmente las diversas vigas que se utilizan en la construcción del tejado. Las flores del árbol hutia se utilizan en la época de la Milamala y después como adorno y por su aroma, al igual que las flores de hibisco, kaluwayala. La leya, jengibre silvestre, y la sulumwoya, una hierba aromática parecida a la menta, juegan un papel importante en las ceremonias y las cos­ tumbres mágicas. 5.

T

ipo s de c u lt iv o s de m enor

y

FRUTOS SECUNDARIOS

im po r ta n c ia

Será necesario decir unas cuantas palabras sobre ciertos cultivos secundarios y las formas menores de la agricultura. La banana es un alimento muy importante para los indígenas, aunque escasea pronto en épocas de sequía, puesto que no puede sobrevivir sin lluvia. Aparte

de su fruto, la variedad grande, wakaya, proporciona los materiales para las faldas de hierba de las mujeres. Los bananos crecen alrededor de las aldeas y en pequeña medida en los huertos adyacentes a éstas. Uno de los lugares favoritos para plantar bananos es la húmeda franja fértil de tierra situada al este del rayboag, el mamola. Allí se plantan grupos de bananos en los claros de la jungla, donde los indígenas afirman que prosperan especialmente bien, protegidos del exceso de sol y de viento. Algunas partes del sur, las situadas alrededor de Vilaylima, Okopukopu y Obowada, tienen la reputación de poseer frutos especialmente buenos, lo cual es posible que esté relacionado con la abundante humedad que allí existe. Según me dijeron, en estas aldeas, el sistema oficial del towosi comprende una magia especial de las bananas, denominada bisikola. Tiene lugar como uno de los ritos menores que se celebran durante el gabu. El mago se dirige a uno de los huertos y canta sobre un re* nuevo de banano, plantándolo en la esquina mágica, y posteriormente cada hombre planta un banano en su baleko. En Kiriwina existe una magia privada de las bananas, de la que pude obtener una fórmula, en posesión de mi amigo Tokulubakiki de Omarakana. El rito es muy simple. Se celebra sobre un banano en el momento en que el fruto está empezando a desarrollarse a partir de la flor. El propietario lo entona sobre las palmas de sus manos y luego toca el racimo incipiente de bananas. Con esto se consigue que el racimo se haga grande y el fruto grueso. Esta es la fórmula: F órm ula 44

CO N JU RO D E LAS BANANAS «¡H om bre muerto! Por la noche cam bia e hínchate. Durante el día hazte grande y grueso. »Bananas., grandes y amarillas, como la fruta kukuwa — así son mis bananas; Bananas, grandes como la fruta bowada — así son mis bananas; Bananas, ante las que la gente exclama asombrada — así son mis bananas; Bananas, que se hinchan en todos los sentidos — así son mis bananas; Bananas, gruesas y grandes — así son mis bananas. »Ellos cogen una concha de cortar para cortar mis bananas.»

Hay muchas fórmulas parecidas. Algunas personas las entonan sobre sus manos, como hace Tokulubakiki; otras las entonan dentro de alguna siginubu, «hoja seca de banano», que luego introducen en el racimo de bananas. Ño existen tabúes asociados a esta magia. La palabra kVula’ola me fue indicada como nombre de este tipo de magia, una magia individual que cada propietario celebra sobre sus propias bananas. El efecto principal es hacer que las bananas se hinchen. La desagradable invocación del hombre muerto o cadáver hace re­ ferencia a su peculiar hinchazón. Tal vez la analogía entre los dedos

y las bananas pueda tener algo que ver con esto. Después de tomar nota de esta magia, pasé algún tiempo sin poder comer bananas. Existen otros dos frutos verdaderamente importantes como medios de subsistencia y no como simples golosinas que se añaden a la des­ pensa. Se trata del mango indígena, waywo, y el fruto del árbol del pan, kum. El mango, que madura en las lunas Yakosi, Yavatakulu y Yavatam, puede ser muy abundante en los años buenos. Es un plato favorito de los indígenas y, mientras dura, casi rivaliza con el taytu y los ñames como alimento básico. Cuando una buena estación sigue a una mala cosecha, en los huertos, la abundancia de mango puede significar prosperidad o, por lo menos, holgura en vez de hambre. Desde este punto de vista, tienen considerable importancia. Hay diversas va­ riedades de mango indígena; cada una tiene un nombre especial; pero no tomé nota de ellos. Se como crudo o guisado en alguno de los tres sistemas, hervido, cocido o asado. Esta última es la forma habitual de prepararlo. El mango indígena crudo es algo correoso y tiene un sabor a resina más pronunciado que el mango de importación, de forma que no resulta del todo agradable; pero es extremadamente bueno cuando se asa. No existen tabúes relacionados con la comida o la preparación del mango. Se recoge con un kaykosa. El fruto del árbol del pan también es un artículo fundamental de la alimentación. Madura mucho antes, en las lunas Ilaybisila y Yakoki, de tal forma que su temporada coincide con la recolección indí­ gena. En este sentido no tiene tanta importancia como el mango, pero si, por alguna razón no relacionada con la sequía ni con la fertilidad general, tales como una plaga especial o una enfermedad del taytu y los ñames, fallan los frutos cultivados, el fruto del árbol del pan, junto con el mango, proporcionan un suplemento que dura más de medio año. Se hace caer con palos kaykosa. Cuando se recoge antes de madurar puede asarse en cenizas calientes o hervirse. Los ejem­ plares maduros se cuecen entre piedras calientes. La semilla, que tiene un sabor muy agradable, bastante parecido al de las castañas asadas, se denomina kweta y es muy popular entre los indígenas. Recientemente, los indígenas han adoptado cierto número de fru­ tos introducidos por los europeos, entre ellos la papaya [o mummyapple, en inglés], palabra que en trobriand se ha transformado en momyaupu. El árbol crece silvestre y se extiende con extraordinaria rapidez y se ha vuelto muy abundante en las afueras de los poblados. Es bastante notable que otros frutos de importación no sean acepta­ dos con gusto por los indígenas. La piña casi no la cultivan más que los pocos indígenas cristianizados, y más concretamente, los maes­ tros indígenas. Sólo existen uno o dos ejemplares de mango cultivado, mientras que otros árboles frutales tropicales, como la chirimoya o el aguacate, todavía no han hecho su aparición. La batata ( simsimwaya) que, según creo, fue introducida por los europeos, ya se ha citado en el capítulo V (sec. 5). También he mencionado que en los huertos se siembra caña de azúcar, así como una variedad de guisante y de calabaza. Estos tres

frutos tienen una importancia económica secundaria. La caña de azú­ car se chupa, especialmente cuando los indígenas realizan una cami­ nata en época de calor, y constituye uno de los refrigerios favoritos. Los guisantes se guisan hervidos con otros vegetales; la carne de la calabaza se hierve, cuece o asa, pero no tiene una importancia com­ parable al fruto del árbol del pan. Por otra parte, la cáscara de la calabaza madura constituye un importante artículo industrial, dado que se usa como olla para la cal que se utiliza para la preparación del betel. Como ya hemos dicho, el betel indígena, la palmera areca, se planta en los poblados junto a los cocoteros. La misma planta del betel, que proporciona las vainas y hojas que se mastican con nuez de areca y cal, crece silvestre en la selva, aunque creo que una o dos variedades son semicultivadas en el bosquecillo de las aldeas. Esto nos lleva otra vez a los huertos propiamente dichos, de los que todavía deben mencionarse una o dos formas, aunque desgracia­ damente mi información al respecto en modo alguno puede conside­ rarse completa: me refiero a los trozos de suelo cultivable del rayboag y a los huertos ocasionales que se labran en el litoral. En épocas de abundancia y en las estaciones normales, éstos no son muy impor­ tantes y se mantienen, por así decirlo, en la periferia de las activi­ dades económicas. Las cavidades o agujeros del arrecife de coral, llenas de fértil humus, son de propiedad individual. Sólo se siembran allí las especies de ñames grandes, kuvi. Estos prosperan excelentemente bien en los grandes agujeros de humus, sobre todo las variedades largas, que alcanzan la extraordinaria longitud de más de dos metros. Con objeto de bajar por las, a veces, altas y escarpadas paredes, los indí­ genas tienen que descolgar un gran poste curvado, llamado daga, pa­ labra que también se utiliza para designar una escala. Que yo sepa, estas pequeñas manchas de huertos no requieren mucho trabajo, aparte de plantar. Necesitan alguna escarda ocasional y soportes, kavatam, para los sarmientos; estos últimos generalmente se colocan inclinados, de forma que se apoyen contra la pared del agujero. La magia que se celebra en los huertos del rayboag consta de dos ceremonias: el mago golpea el suelo pronunciando el conjuro adecuado y al mismo tiempo se lleva a cabo el rito yowota, esto es, se frota la tierra con hierbas mágicas. La magia no se celebra en todos los agujeros, sino en uno especialmente a mano y por regla general poco profundo. Además, cuando se queman los huertos principales, se enciende una antorcha y alguno de los acólitos del mago la arroja a uno de los agujeros. Los huertos del litoral, llamados kasisuwa, son más importantes, sobre todo en las épocas de ligera sequía y escasez. Me dijeron que la tierra situada en las vecindades de la costa permanece húmeda durante más tiempo que la del interior. Normalmente, estos huertos se dedican sobre todo al cultivo de bananos, taro, caña de azúcar y grandes ñames. Los poblados como Wawela, Bwaga, Kumilabwaga, Okayaulo y Giribwa, es decir, las aldeas situadas en o cerca de la costa, labran algunos de sus huertos principales cerca del mar. Estas

aldeas también celebran el sistema normal de la magia del towosi sobre sus huertos costeros; sólo en Kiriwina se lleva a cabo una magia privada en los momola.14 Y con esto he terminado la descripción que de la agricultura de las Trobriand puedo hacer con el material que he recogido.

1 2 3 4

Véase también la nota 38 del Apéndice II, sección 4. Véase también la nota 39 del Apéndice II, sección 4, Véase también la nota 40 del Apéndice II, sección 4. E l lector se percatará de la similitud entre esta ceremonia y el rito de la kamkokola de Kurokaywa descrito en el capítulo IX (sec. 2 ), aunque el rito aquí descrito forma parte de la isunapulo. 5 P ara la sociología de los funerales y otros servicios mortuorios, véase Vida sexual de los salvajes, cap. VI, especialmente secciones 2-4. Tam bién Primera parte, sección 7, de este libro. 6 Véase también la nota 21 del Apéndice II, sección 4. 7 Véase también la nota 41 del Apéndice II, sección 4. 8 E n realidad, la repetida aseveración de Bagido’u, durante los primeros días de mi estancia en Omarakana, en 1915, en el sentido de que no existe ninguna magia tapopu especial sino sólo la de los huertos normales que se entona también sobre los huertos de taro, fue la causa de que no descubriese la importancia de estos huer­ tos en el sur hasta que fue demasiado tarde para obtener un conocimiento de los mismos y de su magia comparable al que había conseguido sobre los huertos del norte. 9 Cf, también Vol. 2, texto 15, Quinta parte, div. III, §§ 23-27. 10 Sólo en época reciente se ha hecho una siembra considerable bajo la presión de la administración y muy en contra de los deseos de los isleños que, si bien reconocen las ventajas materiales del plan, no pueden entusiasmarse con él. 11 P ara el lector europeo la palabra kaytubutabu sugerirá, de forma natural, la idea de que para los indígenas es el «tabú» par excellence. No obstante, debe re­ cordarse que los trobriand tienen otro término específico para tabú, bomala, un término que, dicho sea de paso, también está ampliamente extendido por el área de Indonesia y Oceanía. La investigación de éste y los términos análogos en la lengua de los trobriand plantea cierto número de cuestiones lingüísticas a la vez que deja vislumbrar interesantes informaciones todo lo cual se expondrá en e! lugar adecuado (Vol. 2, Quinta parte, div. IV, § 11). 12 Véase también la nota 42, Apéndice II, sección 4. 13 Véase también la nota 43, Apéndice II, sección 4. 14 Véase también la nota 44 del Apéndice II, sección 4.

El método de trabajo de campo y los hechos invisibles de la economía y la ley indígenas

El estudio del régimen de explotación de la tierra es un problema, algo difícil y muy interesante, de síntesis sociológica. Nada revela mejor el aspecto constructivo y creativo de las observaciones socio­ lógicas entre un pueblo indígena que el análisis de cómo debe estu­ diarse, registrarse y describirse el régimen de explotación de la tierra. El principal logro, del trabajo de campo no consiste en un registro pasivo de los hechos* sino en la redacción constructiva de lo que pu­ dieran llamarse las cartas constitucionales de las instituciones indí­ genas. El observador ^ debe^ operar como un simple autómata; una especie~de cámara y fonógrafo, o taquígrafo, combinados de las ex­ plicaciones indígenas^ Mientras hace sus observaciones, el investigador de campo debe construir constantemente; debe poner los datos aisla­ dos en mutua- relación y estudiar la forma en que se integran. En términos paradójicos, podría decirse que los «hechos.» no existen en la realidad sociológica ni tampoco en la realidad física; esto es, no habitan en el continuo espacial y temporal abierto al ojo no prepa­ rado. El observador tiene que construir los principios de la organiza­ ción social, de la constitución legal, de la economía y la religión, a partir de una multitud "de manifestaciones de diversa significación e importancia. Son estas realidades invisibles, que sólo se pueden des­ cubrir mediante el cálculo inductivo, mediante la selección y la cons­ trucción, las que realmente tienen importancia científica en el estudio de la cultura. La posesión de la tierra es un caso típico de tales «hechos invisibles». Las sanciones de la ley, los principios económicos de la producción, las instituciones políticas de la tribu, son también «hechos invisibles». Un lector versado en teoría sociológica advertirá que, gran parte de lo tratado en los capítulos precedentes, es el resultado de generaliza­ ciones constructivas de este tipo. Nuestra descripción de la distribu­ ción de la producción de los huertos en el capítulo VI; el análisis de la influencia de la magia sobre el trabajo agrícola; la importancia de la mitología como incentivo y carta constitucional básica; la estética

del cultivo de los huertos, todos y cada uno de estos puntos pertene­ cen a esta categoría, Pero en el régimen de explotación de la tierra puede exponerse mejor que en ningún otro aspecto, este método de descubrimiento de los hechos invisibles a través de la deducción constructiva. El régimen de explotación de la tierra también merece cierta aten­ ción especial en virtud de su suprema importancia en las aplicaciones prácticas de la antropología. No sería exagerado decir que los errores en la política de la tierra han dado lugar a la mayor parte de las dificultades coloniales e imperiales. Tanto si tomamos la Irlanda del pasado, o la India actual, ciertas dependencias del Africa oriental o la Unión Sudafricana, los problemas de la tierra, de sus expropiacio­ nes arbitrarias o su imprudente distribución, los conflictos absoluta­ mente innecesarios o incluso las reformas bien intencionadas pero re­ volucionarias, ocupan un lugar destacado en los conflictos raciales y nacionales. Y, sin embargo, casi ningún informe antropológico de trabajo de campo llega a mencionar el régimen de explotación de la tierra, y pueden contarse con los dedos de la mano los libros que se ocupan de este tema. Todo ello justifica que hagamos una digresión sobre el método y la teoría del trabajo de campo e intentemos poner las bases de un enfoque adecuado del régimen de explotación de la tierra.1 I.

D

e f in ic ió n

p r e l im in a r

del

r é g im e n

de

e x p l o t a c ió n

DE LA TIERRA

El estudio del régimen de explotación de la tierra se descompone inevitablemente en cierta cantidad de problemas sobre cómo utilizan la tierra la comunidad y sus miembros. De ahí que el problema, apa­ rentemente simple, plantee al investigador no pocas complicaciones y dificultades. La aproximación directa mediante unas cuantas pregun­ tas como quién es el propietario de tal o cual parcela, quién ejerce el control y quién tiene derechos legales a ciertas partes del territorio, pronto nos lleva a un impasse. En el mejor de los casos, puede revelar­ nos el sistema consuetudinario o legal de los títulos; es decir, de los derechos, privilegios y responsabilidades ligados al suelo. Pero este sistema nace de los usos a que se somete el suelo, de los valores eco­ nómicos que lo rodean. Por tanto, el régimen de explotación de la tierra es un hecho económico así como un sistema jurídico. De entrada, podemos dar por sentada la regla de que cualquier intento de estudiar el régimen de explotación de la tierra sólo desde el punto de vista legal tiene que conducir necesariamente a resultados insatisfactorios. El régimen de explotación de la tierra no puede defi­ nirse o describirse sin un conocimiento exhaustivo de la vida econó­ mica de los indígenas. Esto no es de ninguna forma una perogrullada, pues la mayor parte de las investigaciones, sobre todo las oficiales, se han basado en la falacia de que el régimen de explotación do la

tierra puede determinarse mediante una rápida descarga de pregun­ tas concentradas únicamente sobre los aspectos jurídicos. Cuando se crea una comisión para determinar en el plazo de dos o tres semanas el régimen de explotación de la tierra de una tribu de Africa oriental y se realiza esta tarea a base de convocar a unos cuantos harazas; cuando una corporación de eminentes abogados ingleses, no versados en las culturas africanas ni familiarizados con la lengua, investiga el régimen de explotación de la tierra en el Africa occidental; cuando en una tras otra de las colonias de Oceanía se notifica a los funcio­ narios que deben informar sobre el régimen de explotación de la tierra, y ellos lo hacen especificando qué tierras sen de propiedad co­ munal y cuáles de propiedad individual —o que en una tribu son «propiedad del clan», en otra «dominio del jefe» y en una tercera están «repartidas entre las familias»— ; los resultados, en el mejor de los casos, sólo pueden ser una aproximación muy burda a la realidad. Pero, en verdad, una encuesta típica es aún peor: procede sobre la base de un ¡cuestionario inspirado por nociones europeas especializadas y establecidas, o bien confeccionado en base a algunas distinciones concebidas a priori, tales como, por ejemplo, esa tenaz falacia del tra­ bajo antropológico: la oposición entre comunismo e individualismo. Cualquier observación así obtenida está directamente mutilada o si­ tuada en una perspectiva equivocada, y los resultados, al presentarnos una solución ficticia, nos ocultan el verdadero problema. Me gustaría añadir de inmediato que al criticar esta «aproxima­ ción del hombre práctico» al problema del régimen de explotación de la tierra, como antropólogo no tengo derecho a adoptar una actitud de superioridad ofendida y condescendiente. No sólo, es evidente que hasta el momento la antropología no ha logrado proporcionar ninguna información útil sobre este problema capital de su campo, sino que in­ cluso personalmente puedo citar como ejemplos algunos errores garra­ fales en mi propio material, tanto en trabajos que he publicado como en los que tengo manuscritos. Siempre es mejor corregir los errores de la profesión en la persona de uno mismo. No obstante, las complicaciones del régimen de explotación de la tierra van más allá. Como sabemos, los usos puramente económicos de la tierra no pueden separarse de los derechos de asentamiento, las reivindicaciones políticas, la libertad de comunicaciones y transportes; de los privilegios territoriales relacionados con la vida ceremonial, má­ gica y religiosa. Sin duda, la utilización económica de la tierra cons­ tituye el verdadero centro de todos estos privilegios y títulos. Pero la posesión de la tierra debe concebirse de forma más amplia: es la rela­ ción del hombre con la tierra en el sentido más amplio; es decir, en tanto está establecida en la ley y la costumbre indígenas, y en la me­ dida en que controla la vida política, afecta a la celebración de las ceremonias públicas y permite el acceso a las posibilidades de diver­ sión y a los juegos. El lugar asignado y culturalmente definido del hombre sobre su suelo, su ciudadanía territorial, su tipo de residencia, y aquellos derechos subyacentes a los distintos usos de su suelo, cons-

tituyen un todo orgánico del que la explotación económica sólo es una parte, si bien la más importante. La inevitable comprensión de la complejidad y diversidad del ré­ gimen de explotación de la tierra sólo parece hacer nuestra tarea vaga y poco manejable, en vez de concreta y directa. El régimen de explo­ tación de la tierra penetra muy profundamente en todos los aspectos de la vida humana y es la expresión integral de todas las formas en que el hombre utiliza su tierra y la rodea de valores como avaricia, sentimiento, misticismo y tradición. ¿Tenemos, pues, que vernos empu­ jados a estudiarlo todo, a una maraña inacabable de replanteamientos y reinterpretaeiones? La dificultad es real y ello explica, tanto en el caso de los antropólogos como de los administradores, que hasta el mo­ mento no se haya conseguido tratar adecuadamente el régimen de explotación de la tierra. El objetivo es complejo y difícil de aprehen­ der, pese a su importancia fundamental tanto para el teórico como para el hombre de acción. Y esto hace de él un ejemplo adecuado para establecer algunos principios fundamentales del método funcionalista. La máxima de que «no pueden entenderse las reglas del juego sin conocer el propio juego» describe la esencia de este método. Primero se_ necesita saber cómo utiliza el hombre su tierra, cómo teje en torno a ella la trama de las leyendas tradicionales, sus creencias y valores místicos, cómo lucha por ella y la defiende; después, y sólo después, se puede aprehender el sistema de derechos legales y consuetudinarios que definen la relación entre el hombre y la tierra. Ahora que esta­ mos enterados de qué hacen los trobriand con su tierra, cómo celebran su magia sobre ella, cómo su orgullo de linaje y de ciudadanía, sus sentimientos de parentesco y sus sentimientos familiares están ligados a sus huertos y al producto de los mismos, ahora el régimen de ex­ plotación de la tierra ha pasado a ser algo vivo y real para nosotros; ahora podemos dominar sus complejidades. Pues — y éste es el segundo principio del método funcional— ve­ remos que el tratamiento orgánico de este tema no lleva al caos ni a una inacabable repetición. DSspúés de un proceso, indudablemente laborioso, de desembrollar contradicciones y colocar los hechos en su relación viva, llegamos a la simplicidad y a la unidad dentro de un cuadro multifacético.

2. U n

e x p e rim e n to d e d e d u c c ió n a n tr o p o ló g i c a

La sección precedente nos conduce a la conclusión de que nues­ tra actual tarea es la organización científica de los datos referentes al régimen de explotación de la tierra en las Trobriand. Ya conocemos el «juego» de la agricultura trobriand. También, entre este libro y las publicaciones previas sobre la vida y la cultura de las Trobriand, conocemos gran número de datos relativos a otros «juegos territoria­ les»; su modo de asentamiento, su forma de utilizar los caminos y los senderos, las balsas de agua y los campos de diversión; la significa-

ción de los lugares mitológicos y de los centros mágicos. Muy poco me queda por añadir que pueda llamarse verdadera información. Con todo esto, todavía tenemos por delante la tarea de definir lo que ver­ daderamente es el régimen de explotación de la tierra en las Trobriand. He llegado intencionadamente a esta situación algo paradójica en que contamos con todos los elementos del rompecabezas en nuestras manos y, sin embargo, todavía falta resolver este rompecabezas. No lo he hecho simplemente para dar un toque de interés detectivesco a estos últimos capítulos, sino más bien para ejemplificar el proceso de lo que acabo de denominar organización de los datos: dar una visión del aspecto constructivo del trabajo de campo. Como veremos, al rficoger su material, el investigador de campo debe esforzarse constante­ mente por tener una clara idea de lo que pretende conocer; en este caso, una clara idea de lo que realmente es el régimen de explotación de la tierra. Y puesto que esta idea tiene que ir surgiendo gradual­ mente de los datos que tiene ante sí, debe saltar sin cesar de la obser­ vación y los datos acumulados a la configuración teórica, para luego volver otra vez a los datos recogidos. El lector que desee convencerse por su propio esfuerzo de la nece­ sidad de este proceder, puede intentar aquí un pequeño experimento. Cerrar el libro por un momento y repasar de memoria los capítulos anteriores. Seleccionar toda la información relativa a nuestro asunto: tomar nota de todos los hechos referentes al régimen de explotación de la tierra y tratar de dividirlos y agruparlos de forma que constitu­ yan una historia coherente sobre las relaciones de los trobriand con la tierra. Para ello tendrá que partir de alguna idea de lo que es la posesión de la tierra. Constantemente tendrá que reajustar esta idea a los sucesos que presencie y el comportamiento organizado que ob­ serve. Sus ideas, por tanto, deberán ser extremadamente plásticas y adaptables, pues, desde luego, lo que no podrá «adaptar» son los datos concretos. Nada pone de manifiesto tan bien como este experimento qué es en realidad el trabajo de campo. Nada puede convencer tanto de la imposibilidad de las observaciones sin una teoría; la necesidad de cons­ tituir las teorías antes de comenzar a observar, pero abandonándolas fácilmente o por lo menos remodelándolas en el curso de la observa­ ción y la construcción. Se comprenderá entonces que el trabajo de campo es un combate difícil y constante para llegar a captar qué es una institución legal o económica; cómo la mitología integra formas de comportamiento y cómo se relaciona con la magia y con el tra­ bajo práctico. Es la visión del esquema firme y claro de las institucio­ nes indígenas la que pone orden en el caos de acontecimientos fútiles y detalles de diversa importancia. Incluso daré unas cuantas pistas. Tenemos ya los datos lingüísti­ cos y la terminología de la división de la tierra.2 Si volvemos a mi descripción del consejo de los huertos encontraremos todo lo necesario, no sólo sobre cómo se divide la tierra, sino sobre cómo se reparten y utilizan estas divisiones y subdivisiones. El análisis del regalo de la

cosecha (cf. cap. VI, secs. I y 2) aporta otro conjunto de datos refe­ rentes al régimen de explotación de la tierra, mientras que la des­ cripción de las costumbres de la recolección y a lo largo de todas las actividades agrícolas y las ceremonias mágicas, nos llevará con tanta frecuencia a los huertos indígenas y su medio ambiente que no ha de sernos difícil familiarizarnos completamente con el aspecto topo­ gráfico. Además, al definir las obligaciones y los derechos de la cose­ cha en el capítulo VI, establecimos las leyes matrilineales de la ciu­ dadanía y de la propiedad, la ley del matrimonio, de las obligaciones paternas y la reciprocidad filial; las relaciones entre hermano y her­ mana y entre el tío materno y sus sobrinos y sobrinas. Por último, en nuestro estudio sobre el cargo de mago, su relación ron la jefatura y con la comunidad, hemos tropezado aún con otro conjunto de derechos y obligaciones referentes a la tierra.3 Estos datos suministran todos los elementos esenciales sobre cómo sirve la tierra al hombre, cómo éste obtiene su sustento de la tierra, qué derechos legales rigen y cómo se reparten las obligaciones. Pero, con todo esto, estoy seguro de que no sabremos mucho más sobre el régimen de explotación de la tierra en las Trobriand de lo que sabía yo incluso después de familiarizarme con su cultivo de los huertos, con la mayor parte de sus ideas mitológicas y su organización social. El verdadero esfuerzo mental, el trabajo realmente doloroso y difícil no es tanto «conseguir los hechos» como dilucidar la importancia de estos hechos y sistematiyarlm en un conjunto orgánico.4 Dado que este capítulo es, en cierta medida, una autobiografía de errores y fracasos en el trabajo de campo, puedo añadir aquí que no llegué a las Trobriand sin cierta preparación para el estudio del ré­ gimen de explotación de la tierra. Mi trabajo en la costa meridional de Nueva Guinea me había proporcionado alguna experiencia.5 Allí llegué a darme cuenta de la enorme importancia de las relaciones de los indígenas con su territorio, tanto en la vida tribal como en el trato entre colonos, misioneros, administradores e indígenas. Había apren­ dido que más de la mitad de los problemas del contacto racial tenían su origen en la ignorancia del hombre blanco sobre el régimen de explotación de la tierra.6 Se habían causado graves daños a tribus o aldeas enteras al privarlas de la tierra que les era indispensable desde uno u otro punto de vista, y esto se había hecho de una forma espe­ cialmente irritante. En los inicios de mi trabajo de campo, llegué a comprender que la propiedad no era en modo alguno un «hecho claro» y que, para comprender cómo se apropia la tierra, se tiene que saber ante todo cómo se utiliza y por qué se valora. Pero todavía estaba preso en la burda oposición entre lo «individual» y lo «comunitario»; seguía creyendo en el dogma del clan y hablaba con soltura de que el «clan era el verdadero propietario de la tierra», sin entender ade­ cuadamente lo que quería decir con «clan», «propietario» o «tierra». «El único camino correcto es investigar todos los derechos que disfruta en exclusiva un individuo o un grupo social con respecto a una concreta porción de tierra» (op. cit., pág, 592). «El derecho de

cultivar huertos pertenece al clan. Cada clan cultiva sus huertos de forma colectiva (¡sic!) dentro de un cercado, y cada clan tiene su pro­ pio territorio en el que labra sus huertos con exclusión de los demás clanes. Esta parece ser la forma general del régimen de explotación de los huertos.» (Las cursivas y las exclamaciones son fruto de una sabiduría adquirida post euenfu.) Después de una breve estancia en la aldea de Dikoyas, en Muru’a (isla de Woodlark), incluso me aventuré a hacer la siguiente afirma­ ción: «Entre los massim del norte, en la isla de Woodlark, encontré un régimen de explotación de la tierra casi idéntico al de Koita y la tierra firme de Mailu» (op. cit., pág. 593). E! lector del presente volumen verá cuán hueras son todas estas afirmaciones y, sobre todo, cuán apresurada fue mi deducción sobre los massim del norte, de los cuales los trobriand constituyen la porción más importante. Las afirmaciones sobre Mailu suenan bastante plausibles y tienen toda la apariencia de ser precisas aunque sucintas. Pero después de haber afirmado que el «clan es propietario de la tierra y cultiva los huertos», todavía quedaba por contar una larga historia sobre cómo el «clan» «utiliza» la tierra. Personifiqué el clan, lo que en sí mismo es un error imperdonable, no sólo por la expresión sino por la idea. El clan no tiene piernas ni brazos ni estómago. El clan es un grupo de personas. Mi verdadero trabajo debería haber consistido en ex­ poner qué individuos cooperan en la producción y la distribución dentro del clan, cómo se organizan en el trabajo y en el consumo de su producto. Y respecto al régimen de explotación de la tierra, hu­ biera sido necesario mostrar cómo los derechos legales sobre la tierra intervienen como fuerzas activas en el sistema de producción y con­ sumo. En el estudio del régimen de explotación de la tierra en Mailu me conformé con una ficción y una metáfora en lugar de un análisis sociológico auténtico. El «clan» no .existe como entidad colectiva, ni en la realidad social ni en las ideas indígenas. En segundo lugar, no investigué cómo se utilizan los derechos le­ gales, cómo se renuncia a ellos o se intercambian. No determiné cómo, en virtud de ciertos derechos, los propietarios titulares del suelo son recompensados tanto económicamente como con títulos honoríficos. Ni descubrí las ideas fundamentales de los indígenas relativas a la tierra. Actualmente no me cabe la menor duda de que los indígenas de Mailu poseen algún tipo de teoría, semilegal, semimitológica, seme­ jante a las que se encuentran en todas las tribus melanesias de Nueva Guinea.

3. U na

o d i s e a d e d e s p r o p ó s i t o s e n e l t r a b a j o d e cam p ó

Partiendo de la base de que el lector ya ha realizado el sugerido intento de construir por sí mismo el régimen de explotación de la tierra en las Trobriand, le invitaré a seguirme en mis propias vicisi-

ludes sobre el terreno. Empecé como tienen que empezar todos los investigadores de campo, con el método más superficial, el de pregunta y respuesta. Naturalmente, al principio, también tenía que trabajar en pidgin-inglés, puesto que el trobriand sólo puede aprenderse sobre el terreno. Por lo tanto, planteaba preguntas como «¿A qué hombre le pertenece este huerto?», el equivalente en pidgin de «¿Quién es el propietario de esta parcela?» Mis preguntas, además, se limitaban a los muy escasos indígenas que tenían algún conocimiento de pidgin. Tenía plena conciencia de la falta de precisión y penetración que re­ sultaba de esta aproximación, y no me sorprendió que los resultados fueran, consiguientemente, vagos y contradictorios. Variaban según estuviera o no presente el jefe: en el primer caso se le declaraba osten­ tosamente propietario de los terrenos. En otras ocasiones, Bagido’u, a quien ya conocemos, era el señalado. Si, en ausencia del jefe y del mago de los huertos, estaban presentes los dirigentes de otros subcla­ nes locales, éstos eran los verdaderos propietarios del suelo. A veces mi intérprete — trabajaba sobre todo con un tunante llamado Tom, recte Gumigawaya— reclamaba un trozo de tierra como suya y me decía que él acaba de cultivar tal parcela. O también me paseaba con él por los huertos y levantaba mapas de las parcelas de un campo y obtenía toda una retahila de nombres para las mismas. Recuerdo ha­ ber escrito, en los primeros tiempos de mi trabajo de campo, una descripción preliminar del régimen de explotación de la tierra que desgraciadamente nunca he publicado; desgraciadamente porque hu­ biera sido un interesante documento sobre errores de método. Allí expresaba mi opinión de que, en las Trobriand, los nativos en rea­ lidad no saben quién es el propietario de la tierra, que el jefe tiene un derecho prioritario sobre todo el territorio, vagamente reconocido cuando no está presente, pero concretamente alegado por él mismo y admitido por los indígenas que le temen; que los indígenas tienen una forma errática de cultivar la tierra, sin que existan normas concretas sobre quién se va a encargar de una parcela. La descripción contiene algunos elementos ciertos. Lo erróneo era la perspectiva en que se situaban estos elementos. En realidad, cuando formulé esta afirmación ya había aprendido a hablar kiriwíniano. Sabía que la posesión se expresaba mediante el prefijo nominal toli- o bien mediante la utilización de los pronombres posesivos «mío», «tuyo», «suyo». Menciono esto para subrayar que, aunque sea infinitamente mejor una aproximación a través de la len­ gua indígena que a través del inglés, ello no se debe a que el apren­ dizaje de los términos indígenas constituya en sí mismo ninguna es­ pecie de atajo para llegar a «las categorías mentales indígenas» o a «las clasificaciones indígenas». Este importante hecho es uno de los temas centrales de la Cuarta parte. Casi no existen dos palabras en pidgin y en lengua indígena que se correspondan más exactamente una con otra que la kiriwiniana toli- y la pidgin «belong him» (le pertenece). Ambos son términos globales, ambos abarcan un extraor­ dinario campo de usos homónimos, ambos sólo pueden entenderse gra-

cías a la mayor precisión que les presta el contexto del discurso y el contexto de la situación. Lo que verdaderamente significa esto, el lector lo aprenderá examinando con cuidado el Suplemento Lingüís­ tico (Vol. 2, Quinta parte) donde se presenta y ejemplifica la teoría de la diferenciación contextual de los significados, y se desarrolla la aproximación lingüística al régimen de explotación de la tierra (Vol. 2, división X II, especialmente §§ 8-13). Por el momento basta con que comprenda que el verdadero problema de la aproximación verbal no radica en el uso del pidgin y que no se supera mediante la preci­ sión que se gana substituyendo las palabras en inglés degradado por las indígenas. El valor de utilizar la lengua indígena consiste en que nos permite eniencfe? mejor, t o p*4mer lugar, de qué hablan los indí­ genas entre ellos en el flujo natural de la conversación o la discusión; y en segundo lugar, su comportamiento integral, el cual se compone de acciones verbales y manuales. Pero, por mucho que uno se sienta a sus anchas con los indígenas, con su sociedad y con su lengua, no entenderá un problema abstracto o teórico de la cultura indígena si no puede aprehenderlo en sus fundamentos. Algunos de mis amigos comerciantes hablaban trobriand mejor que cualquier lengua europea. Resultaban absolutamente inútiles como informantes y no eran ca­ paces de esbozar la constitución de ninguna parte de la ley tribal, ni siquiera de la forma más esquemática, aunque sabían comportarse como los indígenas en una ceremonia mortuoria, en un kayaku o en una pendencia pueblerina. Sólo la comprensión de lo que puede de­ finirse como situación económica, legal y mitológica me permitió apre­ hender la realidad del régimen de explotación de la tierra. Pero antes de llegar a esto, deseo que el lector explore otro calle­ jón sin salida que tuve que desandar o, al menos, renunciar a él como posible atajo hacia el conocimiento. Por aquella época era víctima de la fe en la existencia de unos métodos infalibles de trabajo de campo. Todavía creía que el «método genealógico» puede permitir conseguir en un par de días o de horas un conocimiento a prueba de error sobre los sistemas de parentesco. Y mi ambición era desarrollar a partir del principio del «método genealógico» un proyecto más amplio y más ambicioso que se titularía «método de documentación objetiva». Des­ pués de mi fracaso en Mailu —pues era consciente de no haber lo­ grado descubrir todo lo verdaderamente importante sobre el régimen de explotación de la tierra—, había desarrollado una estrategia de ataque frontal al asunto. Al principio de mi trabajo en Omarakana levanté mapas del territorio (cf. fig. 13). Dividí los campos en parcelas, hice mediciones aproximadas de las parcelas individuales y, en varios casos, tomé nota de quién estaba cultivando cada parcela y quién era el propietario. De esta forma obtuve documentos muy valiosos. En este libro se reproduce: el mapa, la terminología referente a los cam­ pos y los deslindes de los campos, las parcelas y las divisiones de las parcelas; también los fundamentos de la herencia, el sistema de la pokala y los múltiples derechos jurídicos. No obstante, el botín de este ataque frontal fue una multiplicidad de derechos inconexos y ver­

daderamente sin fundamento. Mi documentación me permitió confec­ cionar la lista de títulos legales que se reproduce a continuación, y descubrí que ésta concuerda con la que obtuve por el método de pre­ guntas y respuestas. Sin embargo, como veremos, ninguna de estas formas de aproximación resuelve nuestro problema. En realidad, junto a estos ataques directos, todo el tiempo estuve acumulando esos valiosísimos conocimientos que van obteniéndose pau­ latinamente a través de la observación de los hechos. En mis notas de campo encuentro, muy al principio de mi trabajo, en algún mo­ mento de julio de 1915, cierto número de observaciones inconexas sobre la forma en que se recoge la cosecha en los huertos indígenas: entradas que se refieren indirectamente al régimen de explotación de la tierra, a través del reparto del producto. Esto es, encuentro notas sobre el producto «propio» (derecho 8, véase más adelante) que el agricultor aprovecha por ser «poseedor» de la parcela durante el pe­ ríodo en que le ha sido asignada para el cultivo; sobre el tributo al jefe como propietario del suelo (véase derecho 1); sobre la contribu­ ción a la familia de la hermana (derecho 9), regalos al dirigente del subclán local (derecho 4), a los miembros consanguíneos del mismo subclán (derecho 5), y a los parientes de la misma aldea, Pero no había establecido ninguna correlación entre estos datos y el régimen de explotación de la tierra. Por otra parte, compruebo que, poco después, estuve presente en un kayaku y que, aunque incapaz de seguir los procedimientos en lengua indígena, discutí su esencia con algunos de mis informantes. Comprendí que el jefe actuaba como maestro de ceremonias; que, de alguna forma, éste tenía la última palabra en la utilización de las tierras de la aldea y que antes de destinarlas a ningún uso era nece­ sario su consentimiento (derecho 1). También descubrí que los diri­ gentes de determinados subclanes debían «dar su consentimiento» (tagwala, derecho 4) y que ciertos propietarios individuales tomaban parte activa en el consejo (derechos 5, 6 y 7 combinados); y, por supuesto, que en todas las discusiones y en todas las referencias a la posesión de la tierra destacaba una persona: el mago, quien, como ocurría en Omarakana, no era el mismo jefe (derecho 3). No es necesario entrar aquí en mayores detalles. Quienes hayan leído cuidadosamente los capítulos anteriores y les echen otro vistazo pensando en el problema que nos ocupa, se harán cargo de que mis posteriores experiencias con la agricultura de las Trobriand me llevaron a descubrir un ligera cambio de perspectiva. El mago aparece más en primer plano (dere­ cho 3) y también el equipo agricultor (derecho 8). El jefe (derecho 1) que, en Omarakana, ya no ostenta las funciones de mago y organiza­ dor, pasa a segundo plano. Los dirigentes no residentes de los sub­ clanes que daban completamente relegados (derecho 4), así como los propietarios individuales (derecho 7) y los subclanes locales como entidades independientes (derecho 5). A partir de todos mis datos, tanto los recogidos por el «método de preguntas y respuestas» en pidgin o en lengua indígena como los

obtenidos mediante una «documentación objetiva», o por observación directa de lo que ocurría con la tierra, recopilé la tabla de derechos que aquí reproduzco. Representa, casi con toda exactitud, mis cono­ cimientos en un determinado momento de mi trabajo de campo: de hecho fue redactada entre mi segunda y mi tercera expedición. Las lagunas resultarán obvias. Se han introducido referencias a los capí­ tulos de este libro con objeto de facilitar la comparación. 1. Jefe de distrito. Dentro de esta categoría entran los jefes po­ líticos como el jefe supremo de Omarakana; su rival militar, el Toliwaga de Kabwaku, que gobierna en el distrito de Tilataula; el jefe de rango Tabalu de Gumilababa, que gobierna en Kuboma; el go­ bernante Tabalu de Kavataria, etc. (cf. Primera parte, secs. 4, 5 y 9). Reciben el título de tolipwaypwaya (dueño del suelo) de todo su dis­ trito y reclaman determinados tributos durante la recolección. Estos tributos alcanzan su máxima importancia en forma de urigubu (regalo matrimonial).7 También poseen cierto control político sobre la tierra en el sentido de que tienen capacidad de convocatoria en caso de guerra, ceremonias públicas y reuniones tribales. 2. El dirigente de una aldea. En una aldea capital de distrito, el jefe es también dirigente de la aldea (cf. Primera parte, sec. 9). En virtud de este liderazgo, actúa como maestro de ceremonias en el con­ sejo de la aldea, tiene derecho a celebrar la magia de los huertos o delegarla en alguno de sus sucesores o, en casos excepcionales, en un hijo suyo. En las demás aldeas, el cabeza del subclán dominante (cf. capítulo XII, sec. 3) es el dirigente político. Recibe el título de ío/ipwaypwaya (dueño del suelo) de los terrenos de la aldea. También actúa como maestro de ceremonias en el consejo de los huertos de su poblado, generalmente lleva a cabo la magia de los huertos, dis­ tribuye las tierras y obtiene tributo en forma de pequeños regalos y urigubu. Cuantitativamente su tributo es mucho menor que el del jefe (cf. cap. VI, sec. 1 y especialmente Docs. II-IV). 3. El mago de los huertos. Puede coincidir con el anterior. O pue­ de ser otra persona, bien porque el jefe o dirigente haya transferido su prerrogativa, o bien porque, como ocurre en algunas aldeas (capí­ tulo XII, sec. 3), todavía permanezcan disociados los cargos de diri­ gente político y de mago de los huertos. Recibe el título de tolipway­ pwaya y en los capítulos anteriores se han descrito minuciosamente sus actividades e influencia en la agricultura, así como los pagos que recibe. En síntesis puede decirse que, como «dueño del suelo», ob­ tiene muy poco beneficio material directo por sus servicios, pero goza en cambio de mucha influencia y butura (renombre). 4. El cabeza del subclán. Muchas aldeas, además del clan do­ míname, incluyen uno o dos subclanes más. El cabeza de cada uno

de los subclanes menores recibe el título de toíipwaypwaya (dueño del suelo) con respecto a sus campos particulares. Cuando se tiene que poner en cultivo alguno de los campos de los que «es propietario» el consejo de los huertos solicita formalmente su consentimiento (cf. ca­ pítulo XII, sec. 4). 5. El suhclán menor como conjunto. Todos y cada uno de los miembros de este grupo se titulan dueños del suelo con respecto a los campos que se consideran propiedad de su subclán. Debe notarse que, tanto en el cuarto como en el quinto caso, todo el subclán así como su dirigente pueden ser propietarios absentistas. En este caso todavía tienen algún vago derecho de ciudadanía en el poblado del que han emigrado, pero muy raras veces se ejerce este derecho. 6. La aldea como conjunto. Todos los miembros de esta comu­ nidad, con independencia del subclán, reivindican generalmente el derecho sobre todo el territorio de la aldea. Tales alegaciones de nin­ guna forma están vacías de sentido. Todos los miembros de la comu­ nidad tienen derecho a utilizar sus inmediaciones públicas, sus balsas de agua y la mayor parte de su territorio para buscar frutas, cazar y recolectar, y para cultivar la tierra. 7. Miembros individuales de la comunidad. Cada parcela de un campo se asigna a un individuo concreto. A veces, un dirigente influ­ yente o un jefe pueden ser propietarios de todas las parcelas de todos sus campos, o también se reparten los títulos de propiedad de las dis­ tintas parcelas entre los miembros de un subclán. El propietario in­ dividual tiene que dar su consentimiento cuando otra persona cultiva su parcela, y goza del derecho indisputado de cultivarla personalmente. 8. El verdadero agricultor. Cualquier varón adulto de la aldea, sea o no ciudadano, tiene derecho a solicitar una o varias parcelas en los campos designados como emplazamientos de los huertos para el ciclo venidero. Una vez conseguido el permiso del propietario y re­ frendado éste por el mago y el jefe, es absolutamente dueño del terreno de las parcelas que cultiva durante un ciclo agrícola. 9. La hermana del agricultor u otra pariente. Las mujeres mu­ chas veces se refieren a alguna parcela como «mi parcela», cuando en ella se cultiva su parte de urigubu; y su derecho se basa indirecta­ mente en los principios bastante complicados del régimen de explo­ tación de la tierra en las Trobriand, de que nos ocuparemos. Recordemos una vez más que en este capítulo no se trata de pre­ sentar el régimen de explotación de la tierra en las Trobriand, sino más bien de repetir los pasos a través de los cuales, de forma algo indirecta y errática, por último llegué a obtener una adecuada com­ prensión teórica del problema, que a su vez me permitió reconocer y

organizar los documentos de forma satisfactoria. Como he dicho, la clasificación anterior representa casi exactamente el estado de mis conocimientos en un cierto momento. Contiene obvias lagunas. Por tanto, si la estuviera redactando ahora, con mis actuales conocimien­ tos, y quisiera incluir todos los derechos válidos, debería introducir otro apartado, y quizás el más importante, «el equipo agricultor», mien­ tras que sólo encontramos (en 8) el agricultor individual. Introduz­ camos aquí mismo este derecho como 8 a para poder remitirnos a él en los siguientes análisis. Podrían añadirse una o dos subdivisiones más en la categoría 9, para completar la lista de personas que se bene­ fician indirectamente de la agricultura, en virtud de uno u otro derecho sobre la tierra. El análisis de esta tabla me preocupó durante bastante tiempo mientras realizaba el trabajo de campo; pero en sí mismo no me pro­ porcionó la clave de mi problema. La. -simple contemplación de tales documentos no sería de ninguna utilidad. Fue su correspondencia con las actividades económicas, los derechos Tegales, las ideas mitológicas, dicho en pocas palabras, la reorganización de los datos dentro del contexto de la agricultura indígena, la ley de residencia, los tributos agrícolas y las obligaciones con la familia consanguínea y los parien­ tes políticos, lo que me dio una solución a mis dificultades. El lector de los capítulos anteriores sabe que todos los derechos contenidos en esta lista son válidos. Ninguno de ellos puede desecharse por insigni­ ficante a la luz de lo que sabemos sobre la agricultura trobriand. El lector también advertirá que la lista es insatisfactoria. Presenta una multiplicidad de derechos que, sin más evidencias, podrían resultar discordantes e inconexos, con la misma facilidad que armónicos y relacionados. El lector puede adivinar que se cumple la última alternativa, puesto que sabe que no existen graves disputas sobre la tierra, ni dramáticos trastornos relacionados con la posesión, ni violentos cambios territo­ riales. Los indígenas labran su tierra, trabajan en grupos organizados y esta organización se basa, hasta cierto punto, en los derechos terri­ toriales. Sabemos que la unidad agrícola, territorialmente hablando, es el cercado de los huertos. La unidad social de trabajo es. por una parte, el cuerpo de personas que trabaja en un cercado y, por otra, la familia del horticultor, cuyos miembros trabajan en común una o varias parcelas. El orden y la armonía, de largo alcance, que está en la base de esa multiplicidad de derechos puede suponerse ciertamente a la luz de nuestros anteriores conocimientos. Pero todavía quedará por descubrir, mediante un análisis más detallado de nuestros datos, cómo éstos se establecen tanto en las ideas indígenas como en la práctica.

Nuestra tarea, pues, consiste en encontrar los principios de rele­ vancia y relación en torno a los cuales se organizan y agrupan esos derechos sobre la tierra. En una comunidad agrícola como la trobriand, los hombres obtienen su sustento de la tierra por medio del trabajo. Por tanto, el uso de la tierra en la agricultura es, obviamente, la más importante de todas las relaciones de los hombres con la tierra. Para los trobriand, como para todos los campesinos u horticultores, la tierra es lo que produce. En este caso, más concretamente, les proporciona sus ñames, su taytu, su taro, sus cocos y bananas. Los trobriand se interesan por estos frutos de los huertos como productores y como consumidores. En tanto que productores, los trobriand valoran su tierra 1) porque les proporciona una parte de los frutos que nece­ sitan para sus propias familias y la simiente para los huertos del año siguiente; 2) porque, junto con sus vecinos de poblado, obtienen de ella la prosperidad (m alia) de todo el poblado, evitando así el ham­ bre (m olu ); 3) porque los huertos producen los urigubu, la parte que deben a la familia de sus hermanas o de otras parientes maternas; 4) porque les permiten pagar sus tributos al jefe; 5) porque les pro­ porcionan los recursos para comerciar y contribuir a las ceremonias tribales, y 6) porque su cultivo, si está bien hecho, acrecienta su re­ nombre ( butura), un incentivo que les enorgullece y les proporciona placer, no sólo por la cantidad de sus producios, sino por la disposición y la belleza de sus huertos. Ahora bien, desde este punto de vista, una de las entradas de la lista de derechos tiene, obviamente, una importancia suprema sobre todas las demás: y ésta es la entrada 8, que define los derechos del agricultor individual sobre la tierra que utiliza. Tiene derecho a re­ clamar tantas parcelas como él y su familia puedan trabajar. Ese derecho pone a disposición suya y de los miembros de su unidad do­ méstica, la tierra para despejar y roturar, sembrar, cosechar, exhibir el producto y luego repartirlo. Pero, como sabemos, el derecho número 8 tiene que ser comple­ mentado con una nueva entrada, la 8 a, el derecho del equipo agri­ cultor en conjunto. En efecto, el aprovechamiento agrícola, en su sentido pleno, no implica una explotación individual, ni siquiera una explotación por familias, sino el trabajo cooperativo del equipo de los huertos. Como ya sabemos, y como volveremos a decirlo específica­ mente, uno de los principios fundamentales de la agricultura trobriand es que cierto número de personas se organizan en un equipo agrícola y de esta forma explotan conjuntamente el suelo. Con objeto de entender la relación de este grupo social con la tierra, será necesario estudiar cómo el suelo está permanentemente subdividido y cómo se utiliza. Las divisiones del territorio de la aldea en campos ( kwabila), parcelas (baleko): la clasificación de los huer­ tos en kaymata y kaymugwa y tapopu (cf. cap. I, scc. 3; cap. II, sec. 3,

y Vol. 2, Quinta parte, div. I, §§ 14, 19 y 27), todos estos elementos deben ponerse a nivel de nuestros conocimientos sobre la organiza­ ción social, con objeto de hacernos una idea de cómo funcionan los derechos sobre la tierra en la verdadera explotación. Por tanto, el estudio de la utilización de la tierra nos lleva, por una parte, al aná­ lisis de las divisiones y clasificaciones de la tierra y, por otra, al es­ tudio de la organización social relacionada con el trabajo de los huer­ tos. En resumen, los derechos 8 y 8 a destacan entre todos los demás como los más significativos desde el punto de vista económico y uti­ litario. Si consideramos el cultivo de la tierra principalmente como un empeño económico, lo más importante es el hecho de que todos los residentes de la aldea o de un grupo de aldeas o de una parte de una aldea tienen derecho a utilizar conjuntamente una porción del suelo. Existe una cierta variedad y flexibilidad en la forma en que la comunidad de la aldea se organiza en uno o dos equipos de horticul­ tores o bien varias pequeñas aldeas se unen para cooperar en el cul­ tivo de un huerto; de tal forma que la consideración del equipo de los huertos (8 a) es distinta de la consideración de la comunidad de la aldea (6). Pero ambas están concretamente relacionadas; y aquí tene­ mos que considerar un conjunto de condiciones bastante complicadas que definen la relación entre el subclán, la comunidad de la aldea y el equipo agricultor. En gran medida, ya contamos con los datos para la resolución del problema. En efecto, en primer lugar, sabemos que la comunidad de una aldea en las Trobriand no es una simple unidad, sino que está compuesta de varios subclanes (cf. Primera parte, sec. 9). Sabemos también que los subclanes varían en rango, y por tanto tam­ bién en prestigio y en poder, y que uno de ellos toma el liderazgo, especialmente en la horticultura. Pero, una vez más, tendremos que examinar sistemáticamente, integrar y considerar estos datos en su relación con el régimen de explotación de la tierra. Mirando nuestra lista de derechos y escrutando las otras relacio­ nes entre las distintas entradas, vemos que el derecho 1, del propie­ tario individual, también está relacionado con el derecho 8. En el con­ sejo de los huertos, el propietario individual tiene que ejercer su de­ recho, reclamando sus parcelas, o bien traspasarlo (cf. loe. cit.} sec. 4). Otros tres derechos están correlacionados con las dos entradas de importancia económica, esto es, con 8 y 8 a : el del jefe (1) quien actúa como líder político en la agricultura, o del dirigente (2) que en al­ gunas comunidades substituye al jefe, y el del mago (3) quien puede identificarse con 1 o 2, pero también puede ser una persona distinta. El mago, como sabemos, es el verdadero agente organizador del equipo y, en la agricultura, el líder. Y en aquellos casos en que no es tam­ bién el dirigente o el jefe, el poder político y liderazgo de éstos también interviene en las actividades del grupo agricultor. Vemos, por tanto, que la explotación económica de la tierra nos permite po­ ner el énfasis sobre un principio, el del equipo agrícola organizado como usuario efectivo de la tierra, y relacionar este derecho con cierto número de otros derechos.

Hasta ahora sólo hemos hablado de la producción. En cuanto con­ sumidores, los trobriand valoran los frutos del suelo en la medida en que los utilizan dentro de sus propias unidades domésticas y en la medida en que consumen la porción de urigubu de sus esposas. Tam­ bién utilizan el taro, el kuvi, el taytu, las bananas y los cocos para exhibirlos en diversos acontecimientos económicos y sociales, y en el caso de un jefe o un dirigente, se sirven de ellos para los repartos y la financiación de empresas, con lo que ejercen su poder y aumentan su prestigio. Esta distinción entre los indígenas como productores y como con­ sumidores no es simple minuciosidad. Los intereses de un trobriand como productor se manifiestan concretamente en todos los actos de glorificación relacionados con la cosecha Consideremos los capítu­ los V y VII: el regalo o tributo de taytu ocupa el lugar central en el cobertizo de los huertos; el recuento y el transporte, la admiración y la jactancia se refieren en gran medida, si no por completo, al taytu que produce el cultivador pero que él no consumirá. Este taytu, cuan­ do finalmente se coloca en el almacén, pasa a ser propiedad de otro individuo, el cual lo considera desde los intereses y las valoraciones del consumidor. Y ahora vuelva a prestarse atención a los capítulos VI y VII. El bwayma, en cuanto opuesto al kalimomyo, es la materiali­ zación de la actitud del consumidor. La oposición entre ambos repre­ senta la distinción aquí establecida entre los intereses del productor y los del consumidor. Con respecto al consumidor, el principio de la economía indígena que también forma parte del régimen de explotación de la tierra y que aquí juega un papel sobresaliente, es el del urigubu (número 9 de nuestra lista). Puesto que lo hemos tratado con detalle en el ca­ pítulo VI y tendremos que volver sobre él en la sección 2 del capí­ tulo siguiente, basta mencionar aquí que el urigubu es verdadera­ mente un derecho sobre el producto de los huertos, basado en el derecho de la mujer a su parte de la tierra propiedad de su subclán. Pero ella, no puede ejercer su derecho trabajando la tierra por sí misma porque, como consecuencia de las leyes patrilocales del matrimonio, ha cambiado su lugar de residencia por el del marido. Este derecho, pues, es completamente independiente de los derechos agrupados en torno a los apartados 8 y 8 a. Es claramente el derecho de una con­ sumidora a algo que no ha producido. Está asociado a la estructura matrilineal de la sociedad, y a la vez con el matrimonio patrilocal. Pero es importante señalar que este principio, que proporciona de­ rechos y control indirecto sobre la tierra a ciertos hombres, a través del matrimonio, también va incluido en los derechos 1 y 2 de nuestra lista. El control del jefe sobre ciertos usos de la tierra y la producción de su territorio se ejerce, en gran medida, en virtud de su matrimo­ nio con mujeres de las distintas comunidades incluidas en su territorio. Lo mismo se aplica, en escala mucho menor, al dirigente, que por regla general tiene dos o tres esposas. La distinción entre productor y consumidor resulta muy clara cuan­

do consideramos un jefe, sea supremo o de inferior categoría. En efecto, en el caso de un jefe, su gran riqueza, o incluso — en el caso del jefe supremo— su inmensa riqueza en frutos no se debe a sus propios es­ fuerzos o intereses como productor. Y sus derechos sobre la tierra de que procede esta riqueza no se ejercen de forma directa. Como jefe de su distrito, el jefe supremo tiene derecho a casarse con una mujer de cada comunidad, mientras que algunos jefes de menor importancia tienen derecho a casarse con dos o tres mujeres de los poblados ve­ cinos. Los parientes de estas mujeres explotan el suelo para su sobe­ rano político y le entregan el producto en forma de urigubu. Por tanto, el derecho 1, según el cual el gobernante político es dueño del suelo en todo su territorio, se ejerce de forma indirecta, pero efectiva, a través del mecanismo de la dotación matrimonial permanente acoplada a la poligamia. Hasta ahora se han omitido dos derechos: me refiero a los 4 y 5. Concentrados en los intereses económicos, los hemos dejado de lado más de lo necesario. Donde el subclán ha perdido el territorio en que se constituyó —y como veremos (cap. XII, sec. 3) esto no es nada ex­ cepcional—, los derechos 4 y 5 a veces no se ejercen en absoluto des­ de el punto de vista económico. En otros casos, su importancia eco­ nómica se hace efectiva a través de los derechos 2, 3 y 7: es decir, en la medida en que los derechos del subclán se ejercen a través de un dirigente destacado o del mago, quien entonces ocupa una posición dominante en la comunidad de la aldea. Observemos el asunto con mayor detalle. Al tratar de los dere­ chos 8 y 8 a hemos establecido una diferenciación entre propietarios ciudadanos y residentes extranjeros. Tanto unos como otros utilizan el suelo mientras los extranjeros estén verdaderamente residiendo. Por tanto, desde el punto de vista de la utilización económica no hay ver­ dadera diferencia entre estas dos categorías, por una parte, y la gente que goza de derechos legales en virtud de 4 y 5, pero no los ejerce. ¿Cómo aparece este asunto desde el punto de vista legal? Los tro­ briand tienen una profunda convicción en cuanto a los derechos te­ rritoriales de determinados subclanes sobre partes concretas de terri­ torio. Esta convicción se manifiesta en la doctrina sobre los orígenes de la especie humana en el acto de la primera emergencia (cap. XII, sección 1). Legalmente, esta doctrina hace de uno o más subclanes propietarios legítimos de determinado territorio y ciudadanos de una comunidad. Además, la costumbre y la tradición de las Trobriand per­ miten que tales derechos originarios de ciudadanía sean traspasados por un subclán a otro según ciertas condiciones que seguidamente se explican (cap. XII, sec. 3). Toda la fuerza de la propiedad —es decir, la convicción de que determinados derechos son verdaderos y válidos y otros son espurios y pueden anularse— se apoya en estas ideas mi­ tológicas, históricas y tradicionales. Si utilizásemos nuestro criterio de relevancia económica con exclusión de otras consideraciones, las en­ tradas 4 y 5 de nuestra lista deberían parecemos carentes de impor­ tancia, y también podríamos anular la distinción entre el propietario

ciudadano (derecho 7) y el cultivador no ciudadano que constituye una parte de 8. Con ello, no obstante, violentaríamos el punto de vista indígena, cosa que no puede hacer un antropólogo. Forma parte de sus obligaciones reproducir la actitud de los indígenas en los asun­ tos legales y económicos; y además en este caso tendríamos que dejar sin explicación determinados elementos de procedimiento del consejo de los huertos ( kayaku) de suma importancia para los indígenas. Peor aún, descuidaríamos un factor relevante para nuestro problema, puesto que las ideas y las convicciones indígenas muchas veces proporcionan fuerza coercitiva a las obligaciones y deberes. De hecho, si tuviéra­ mos que investigar más detalladamente por qué un no ciudadano (8) es autorizado a cultivar, la primera respuesta que recibiríamos sería que se debe a su condición de 6, es decir, como miembro de la co­ munidad de aldea. Ahora bien, esta condición, es decir, el derecho de residencia en un poblado extraño, se basa siempre en la relación del hombre o la mujer con algún miembro del subclán local. En otras palabras, 6 es consecuencia de 5. Esta relación puede ser doble: his­ tóricamente, como demostraremos mediante ejemplos en el capítulo siguiente, el subclán emigrante puede, por así decirlo, crecer gradual­ mente dentro de un territorio extraño e incorporarse al mismo sobre la base de la adopción mediante el matrimonio: al casarse una mujer de alto rango en la aldea y permitirse que su descendencia se instale allí de manera permanente. Pero tales acontecimientos históricos sólo son una ampliación y una estabilización de lo que ocurre dentro de cada familia y a cada hombre y a cada mujer: es decir, el hecho de que una mujer toda la vida en la comunidad de su marido por la norma del matrimonio patrilocal, y que sus hijos residan allí hasta la madurez. Por tanto, en última instancia, cualquier derecho tempo­ ral de residencia o permanente de ciudadanía nace de la prerrogativa del subclán indígena a controlar su territorio o delegar este control en otros, expresada en los derechos 4 y 5. Resulta claro que hay unos cuantos principios fundamentales que informan todos los derechos y controlan todas las prácticas referidas a la tierra. Podemos proceder ahora a enumerar sucintamente estos principios, o doctrinas, como prefiero llamarlos. A. Existe una convicción fundamental, una idée maitresse, que domina toda la actitud del hombre con respecto al suelo en las Tro­ briand. Un hombre o una mujer tienen derechos sobre un territorio dado en vimrd del hecho de que sus antepasados, por filiación matri­ lineal, emergieron de la tierra en un determinado lugar sagrado si­ tuado en este territorio. Por tanto, el sistema de filiación matrilineal, combinado con lo que pudiéramos Itemar la doctrina de la emergen­ cia inicial, constituyen el fundamento legal.y mitológico del régimen de explotación de la tierra en las Trobriand. B. La ley del matrimonio exógamo y patrilocal fuerza al hom­ bre a tomar en matrimonio a una mujer que no pertenezca a su sub­ clán y ni siquiera a su clan. Esta se le une en su comunidad! y per­

manece allí hasta el fin de su vida o de su matrimonio. Sus hijos, aunque pertenecen al subclán y a la comunidad de la madre, tienen derecho de residencia en la del padre hasta alcanzar la madurez. Esta ley del matrimonio exógamo y patrilocal es independiente de la doc­ trina de la emergencia inicial. Influye sobre el régimen de explota­ ción de la tierra en un doble sentido: (I) Separa a la mujer de su propia tierra, en tanto que sus derechos sobre ese suelo ancestral se reconocen en la institución del urigubu. (II) Hace de ésta y sus des­ cendientes residentes no-ciudadanos en la comunidad del marido, y de esta forma les da derecho a participar en el equipo agricultor, es decir, el grupo de productores agrícolas de la comunidad del marido. C. La doctrina del liderazgo mágico establece un equipo común que cultiva un huerto dentro de un cercado y en el marco de una ac­ tividad organizada. Quizás esta doctrina no sea completamente inde­ pendiente de las anteriores. En la medida en que la magia también es un producto de la emergencia local, la doctrina se deriva de A. Y en la medida en que la participación en el equipo agrícola es resul­ tado del derecho de ciudadanía y del derecho de residencia, esta doc­ trina es consecuencia, al mismo tiempo, de A y de B. Además, la in­ fluencia organizadora de la magia está asociada a la organización del poder político del dirigente y del jefe. Por otra parte, la doctrina juega una parte importante en la creencia indígena en el derecho espiritual del mago a ser el auténtico dueño del suelo en virtud de su magia, y esto incluso cuando mago y dirigente no son la misma persona. Esta doctrina también influye sobre el régimen de explotación de la tierra en la medida en que es una expresión de la unidad y la solidaridad del equipo agricultor. D. La afirmación de que el rango tiene prioridad sobre el dere­ cho de la emergencia local. Esta doctrina también podría formularse —como muchas veces hacen los mismos indígenas— en el principio de que el subclán superior, el Tabalu, es dueño de todo el suelo y puede reclamarlo y utilizarlo cuando guste; mientras que otros subclanes de alto rango comparten esta prerrogativa según sus grados. Esta doctrina se manifiesta históricamente por el gradual desplaza­ miento de los subclanes de más alto rango desde su territorio origi­ nal hacia distritos más fértiles, al mismo tiempo que el Tabalu, el subclán de más alto rango, poco a poco fue ocupando todos los cen­ tros agrícolas, de influencia política y de explotación económica. Por supuesto, estas cuatro doctrinas no están codificadas en nin­ guna tradición indígena explícita. Las encontramos aquí y allá, for­ muladas en los mitos, en las tradiciones históricas, en los principios legales del matrimonio, con todo lo que éstos significan para los tro­ briand. Sería posible demostrar, punto por punto, que estas doctrinas operan dentro de las instituciones y también documentarlas a través de explicaciones indígenas genuinas. Lo que debe hacer el sociólogo es situar los hechos y las explicaciones en su mutua relación y extraer de ellos los principios verdaderamente importantes. Creo que en las

cuatro doctrinas está contenida toda la teoría lega] y que resumen los usos económicos más importantes relacionados con el régimen de ex­ plotación de la tierra. La doctrina A es fundamental desde el punto de vista legal. La doctrina B, en su doble influencia, afecta profunda­ mente la organización real de la agricultura. La doctrina C repre­ senta más bien el énfasis indígena en la importancia de la magia, y no añade demasiado al contenido de las doctrinas A y B. La doctrina D afecta al pasado y, a través de él, a la práctica actual. Quizá sea aquélla con que menos nos hemos familiarizado en las descrip­ ciones anteriores y tendrá que tratarse detalladamente en el próximo capítulo. El capítulo siguiente, donde se presenta una descripción del régi­ men de explotación de la tierra a través de la exposición de estas cuatro doctrinas, mostrará cómo se combinan éstas y de qué forma funcionan. No obstante, ya ahora una ojeada a nuestra tabla de de­ rechos evidencia que la doctrina A se manifiesta, cobre todo, en los derechos 4 y 5, y en la medida en que la doctrina C deriva de la A, también en el derecho 3. Cuando 1 y 2 no resultan de derechos ad­ quiridos, también se basan en la doctrina A. De facto, sin embargo, el derecho 1 no se basa en la doctrina A en el caso del jefe supremo. La doctrina B encuentra su más clara expresión en el derecho 6, ya que es el fundamento de la constitución de la comunidad de la aldea. Las doctrinas A y B combinadas (I) nos dan el principio del urigubu que rige el derecho 9 y también, en cierta medida, interviene en jos derechos 1 y 2. La doctrina C se materializa fundamentalmente en el derecho 3. La doctrina D no encuentra expresión directa en nuestra tabla. Dado que se manifiesta en el proceso histórico y la tabla sólo hace referencia a los resultados de dicho proceso, obviamente no pue­ de figurar en ella. Podría decirse que determina los antecedentes his­ tóricos del derecho 1, por el cual el derecho prioritario del jefe en el distrito se basa en la influencia del rango; o también, si la formula­ mos como derecho general del alto rango sobre cualquier territorio de su elección, también podría asociarse con los derechos 1, 2 y 3, así como con el 4 y el 5. Sin embargo, es evidente que no está incorpo­ rada como tal en nuestra lista de derechos. Tal vez podríamos expre­ sarla estableciendo una distinción entre las siguientes entradas: 4 a y 5 a, «el subclán y su dirigente que tienen título de propiedad sobre la tierra por el derecho de autoctonía»; 4 b y 5 b, «el subclán y su dirigente que tienen título de propiedad sobre la tierra por derechos de adquisición», y 4 c y 5 c, «el subclán con su dirigente ausentes». No obstante, es posible que esto llevará nuestras distinciones más allá de los límites de la precisión útil y en la exposición que sigue a con­ tinuación se abandonarán esos índices discriminadores a, b y e . De esta forma, se ha introducido un cierto orden en el aparente caos de derechos, gracias a la identificación de los principios más fun­ damentales en que éstos se basan, principios que expresan tanto las ideas indígenas como las realidades sociológicas. Al mismo tiempo hemos visto que otros análisis, no sin relación

con el de las cuatro doctrinas constituyentes, introducen un cierto orden en nuestro inventario de derechos. Se trata de la consideración de los diversos aspectos del régimen de explotación de la tierra, lega­ les, económicos, mitológicos y políticos. Desde el punto de vista eco­ nómico, destacan los derechos 8 y 8 a, basados fundamentalmente en las doctrinas B (II) y C, y encontramos que los derechos 1, 2 y 3 están relacionados con ellos. Desde el punto de vista legal, predominan los grupos 4 y 5, y las doctrinas A y B son las de mayor importancia. Al mismo tiempo, los conceptos legales no pueden entenderse al margen del estudio de la mitología, que constituye la carta constitucional tribal de derechos y principios fundamentales (cf. cap. XII, sec. 1). AI estu­ dio de la mitología tenemos que añadir una consideración de la his­ toria pasada, en cuanto se encuentra materializada en las leyendas y en los acontecimientos que se recuerdan. Es obvio que este aspecto está relacionado con la doctrina D. Incidentalmente, un estudio del aspecto legal de la posesión de la tierra nos lleva a un punto que hubiéramos omitido por completo de habernos concentrado de forma exclusiva en su tratamiento eco­ nómico. En efecto, el análisis legal exige que nos ocupemos de la he­ rencia, la enajenación y el arriendo, es decir, de la transferencia de los títulos 7 y 8. Veremos que la enajenación nunca es una transac­ ción económica, ni siquiera se produce mediante conquista; sino que depende de una combinación de la doctrina A, esto es, del derecho derivado de la emergencia inicial, que incluso cuando se ha traspasado opera a través del acto del traspaso; de la doctrina D, esto es, del po­ der del rango, y de la doctrina B, que proporciona el mecanismo de la transferencia. Asimismo, dentro de la herencia natural no actúa sim­ plemente el principio matrilineal, sino que éste se completa con el uso de la transferencia entre vivos según el sistema denominado pokala. Por tanto, un estudio del aspecto legal no consiste en una enumera­ ción de normas, ni en un inventario de derechos, sino en estudiar las sanciones correspondientes y descubrir la forma en que éstas y las normas operan. Para resumir brevemente nuestros resultados en un cuadro sinóp­ tico, podríamos incluir en la primera columna las cuatro doctrinas, subdividiendo B de acuerdo con sus dos efectos sociológicos. Veremos que, en términos generales, podremos atribuir a cada doctrina un tipo de agrupamiento social, teniendo obviamente la segunda una doble influencia social. En la tercera columna podemos incluir el campo fundamental de influencia de cada principio. Obtendríamos entonces el cuadro de la página siguiente. Como con cualquier clase de representación, es fundamental no convertir este diagrama en un fetiche. Se trata simplemente de un adecuado resumen de algunos de nuestros resultados. La primera co­ lumna presenta las cuatro doctrinas fundamentales, legales y mito­ lógicas. También muestra, que en una exposición sistemática del ré­ gimen de explotación de la tierra en las Trobriand, lo mejor será partir del análisis de estas cuatro doctrinas. Y puesto que al tiempo

que son independientes, éstas se acoplan entre sí, será necesario exa­ minar cómo se combinan. La segunda columna muestra los efectos sociales de cada doctrina y la integración de las personas en formas específicas de agrupamiento a través de esas mismas doctrinas. La tercera columna muestra cómo la doctrina del régimen de explotación de la tierra define el modo de asentamiento y las relaciones legales, económicas y políticas de una comunidad con la tierra.

Doctrina

A. Emergencia inicial

urigubu

Aspecto

Agrupamiento social Subclán

Legal, mitológico

Parentela matrilineal: madre, hermano, hijos

Legal y económico (consumo)

B. Ley del matrimonio, matrilinea- - Derecho de residencia lidad y de la exogamia esposa y los hijos

1 Fam ilia y comunidad de la aldea como aglomeración de familias

C . Organización mágica

Equipo agricultor

D. Rango

Unidades políticas: dominio del jefe soberano; distritos; comunidades de las aldeas

_

Legal y económico (producción)

(Histórico) Político

Hemos establecido así el esquema completo del régimen de explo­ tación de la tierra en las Trobriand, aunque de forma abstracta y escueta. Hemos consignado las cuatro doctrinas indígenas fundamentales que la controlan. Hemos mostrado en todos sus aspectos cómo los hechos de la pro­ piedad, la utilización, el asentamiento y el control político se com­ binan en un sistema de usos que permite que cada trobriand tenga su parte de territorio, lo explote y divida el producto entre cierto número de personas que participan del mismo en virtud de sus derechos sobre la tierra. Pero con objeto de sacar a la luz los fundamentos de este siste­ ma, así como el método mediante el cual alcancé mis conclusiones sobre el terreno, no he expuesto toda la concreta realidad de la creen­ cia mitológica, ni detalles sobre los derechos y las prerrogativas lega­

les, ni las vicisitudes del desarrollo histórico (en la medida en que podemos reconstruir todo esto con certeza); ni siquiera la realidad viva del verdadero uso. Para dar vida a esta descripción del esqueleto, tendremos que volver a repetir una vez más la relación del régimen indígena de explotación de la tierra: ahora de forma ordenada y sis­ temática, y con plena consideración del punto de vista nativo y los detalles del uso indígena.

1 L a siguiente exposición puede resultar un poco embrollada y abstrusa para el lector que no se interese fundamentalmente por el método y por el análisis com ­ pletamente teórico de los principios del régimen de explotación de la tierra. E n el capítulo siguiente se presentan en forma de descripción ordenada todos los datos relativos a la posesión de la tierra. Puede que le resulte más fácil leer primero el capítulo XII y volver a esta digresión metodológica cuando ya tenga la respuesta a las dificultades. 2 Véase el cap. II, sección 3 y Documentos V II y V III; Vol. 2, Quinta parte, div. I (especialmente §§ 13-27), div. V (especialmente §§ 7 -24), y div. XII (especial­ mente §§ 8-13 y 3 6 -3 7 ). 3 No obstante, el lector tendrá que buscar parte de la información significativa sobre el régimen de explotación de la tierra en mi librito sobre el mito, donde se describen con detalle los mitos de los orígenes. U na breve mención en el cap. I, sección 7 y en el cap. X II, sección I es todo lo que fue posible incluir aquí. En el capítulo III de mis Argonautas del Pacífico occidental se presenta un esbozo de la organización social de los trobriand; mientras que en Crimen y c o stu m b re cap. III de la Segunda parte, y en el cap. V K de la Vida sexual de los salvajes se tratan más ampliamente las relaciones entre matrilinealidad e influencia paterna en las Trobriand. Innecesario es decir que, no obstante, será preciso volver a exponer todos los datos importantes que se encuentran en mis otros escritos en la descrip­ ción sistemática del régimen de explotación de la tierra que se presenta en el próximo capítulo. 4 N o existe una diferenciación más difícil, escurridiza y — para el lector epis­ temológicamente sofisticado— discutible que la que se da entre «hecho» (fact) o «dato» (datum) y «generalización o construcción». Cualquiera que desee aplicar una actitud escolástica a m i argumentación podrá replicar: seguramente que todos los datos que aparecen en los anteriores capítulos no son «hechos sin elaborar» (crude facts), sino que ya son «construcciones», L a respuesta es que, puesto que no existen hechos sin elaborar, cualquier observación etnológica significativa es invariablemente materia de elaboración de tipos dados de comportamiento hu­ mano, invenciones técnicas, elementos del medio ambiente, en mutua relación. Pero los datos de que he tratado en los capítulos anteriores estaban elaborados dentro de contextos distintos. Nos estábamos concentrando allí en el ciclo típico de la agricultura trobriand, en la asignación de los campos como acto ceremonial, en las ideas mitológicas en la medida en que iluminan los intereses de los indíge­ nas en la agricultura. AI discutir la importancia de tales datos para el régimen de explotación de la tierra, era necesario reconstruir el material ya obtenido dentro de un contexto concreto: la relación del hombre con el suelo, con todas sus im­ plicaciones. Que esta construcción es más compleja, más profundamente ramificada y requiere un esfuerzo mental todavía mayor que la descripción de las sucesivas actividades agrícolas, resultará claro para todo el mundo después de leer con cuidado este capítulo y el siguiente. 5 «The Natives of Mailu» ( Transactions of the Royal Society of South Australia, páginas 592-594, vol. X X X I X , 1915). 6 Muchos de mis lectores argumentarían con razón que otras tantas veces esto se debe a una mala voluntad consciente, a la avaricia y a la deshonestidad. Casos tales como la reciente transgresión por parte de la administración de Kenya de las

solemnes garantías ofrecidas a los indígenas, que podrían tener su paralelo en la historia de la política india de los Estados Unidos, o de la política de la Unión Sudafricana, podrían prestarse fácilmente a violentos ataques por parte de los «pro­ indígenas». Yo sigo convencido de que, si los responsables o las autoridades tuvie­ ran un claro conocimiento de los hechos, no podrían sosegar tan fácilmente sus conciencias con la creencia de que es posible prometer y arrebatar, garantizar y de­ sapropiar la tierra a sus legítimos posesores, como hacen de forma persistente y siste­ mática y con considerable peligro para el buen nombre de la raza blanca y para sus intereses menos espirituales. 1 Compárense las referencias al kayaku del cap. II, sección 3 y del cap. X II, sección 4. P ara las relaciones entre el jefe y el mago, cf. cap. I, sección 6 y cap. II, sección 1. Véase también cap. VI, sección 1 para el aspecto político del urigubu y Primera parte, secciones 9 y 10.

El régimen de explotación de la tierra

En el último capítulo formulábamos una definición resumida y abstracta del régimen de explotación de la tierra en las Trobriand. Sabemos ahora que éste está regido por un sistema de ideas indí­ genas, más exactamente, por las cuatro doctrinas indígenas que con­ trolan la ley de la posesión y los derechos de ciudadanía. Estas in­ fluyen profundamente en las ideas de los indígenas sobre la relación entre el hombre y el suelo, integrando de este modo a los seres hu­ manos en cierto número de unidades sociales y transformando la tierra, de un objeto simplemente físico, en un objeto culturalmente determinado. Sin embargo, con todo lo dicho, el funcionamiento de estas doc­ trinas mitológicas y legales se refiere, fundamentalmente, a los usos prácticos que los trobriand hacen de sus tierras, a las exigencias de la agricultura, a la rotación de las cosechas, a la forma en que los individuos explotan la tierra y en que se distribuye el producto entre otras personas. Todo esto forma parte de la constitución del régimen de explotación de la tierra. Por tanto, en este capítulo, tenemos que exponer de nuevo de forma sistemática nuestra descripción de la po­ sesión de la tierra y colocar los distintos elementos que en ello influyen en el lugar que les corresponde y desde la perspectiva adecuada. Lo mejor será comenzar con una explicación de lo que bien pudiera de­ cirse que es la doctrina fundamental que define la relación del hombre con la tierra: el mito de la emergencia inicial.1 1.

La

d o c t r in a d e

la

e m e r g e n c ia

in ic ia l

COMO CARTA CONSTITUCIONAL DEL REGIMEN DE EXPLOTACIÓN DE LA TIERRA

Todo trobriand, hombre o mujer, cree que por nacimiento y filia­ ción está ligado a un lugar concreto y, a través de éste, a la comuni­ dad de una aldea y a un territorio. En efecto, todo el mundo cree que

su linaje, en la persona de su primer antepasado femenino por línea directa, emergió del suelo en un determinado lugar del territorio de las islas Trobriand.2 El mito de la emergencia inicial es claramente matrilineal. Siempre hace referencia a una mujer, a veces acompañada por un hombre, que es su hermano y no su marido. Esta creencia, combinada con los principios de la filiación matrilineal, concede tí­ tulo de ciudadanía y de posesión sobre la tierra a todo trobriand. En efecto, por el hecho de esa emergencia inicial, todos los descendientes matrilineales directos de la primera mujer adquirieron derechos de ciudadanía sobre el territorio que rodea el punto por donde ésta emer­ gió. Esta crencia es el fundamento de casi todos los derechos y títulos territoriales; casi, pero no de todos, porque la vida es siempre más complicada que la más fuerte creencia y la más clara norma legal, y como veremos, la doctrina de la emergencia inicial se combina, y mu­ chas veces queda ensombrecida, por otras ideas que a veces le dan un nuevo aspecto imposible de reconocer. Pero lo más claro será exponer cada doctrina por separado. El lugar o agujero de la emergencia se denomina normalmente bwala (casa); a veces, de forma más específica, dubwadebula (gruta), pwana (agujero) o kala isunapulo («su» —más bien «de ella»— «lu­ gar de emergencia»). En cualquier caso, los indígenas pueden señalar los exactos y verdaderos lugares: en Omarakana, por ejemplo, existe una balsa de agua llamada Bulimaulo en la parte del bosque de la aldea denominada Obukula, por donde surgió el subclán Kaluva’u (cf. Doc. IV, genealogía 2). También cerca de Omarakana existe un bosquecillo llamado Sakapu y en este bosque la tierra muestra un tajo en la roca. Esta hendidura, también llamada Sakapu, es el lugar de emergencia del subclán Burayama de Kwaybwaga, el cual todavía retiene algunos títulos sobre las tierras de Omarakana. En otra aldea, un montón de piedras o un peñasco de coral señala un punto de emer­ gencia en el mismo baku (plaza del poblado); o bien éste corresponde a un agujero o afloramiento en el bosque cercano o en alguno de los campos. Así en la aldea paria de Bwoytalu, que consta de varios re­ cintos cercados, cada uno de los subclanes que la habitan tiene su agujero de emergencia y todos se encuentran en la aldea o en el terri­ torio inmediatamente circundante. Lo mismo puede decirse con res­ pecto a las aldeas de Ba’u y Lawaywo, también de muy bajo rango. Recalco este punto porque, como a continuación veremos, algunas de las comunidades de alto rango no sitúan su emergencia en el terri­ torio que habitan. Los promontorios de las waya (ensenadas) son los agujeros de emer­ gencia de unos cuantos subclanes: el Kwaku, un subclán local de la aldea de Oburaku, el subclán de Okopukopu, uno de Tukwa’ukwa y el subclán local de Kwabulo.3 Algunos subclanes de las aldeas de Kapwani, Idaleyaka, Liluta y Moligilagi trazan su descendencia, o más bien su ascendencia, a partir de una caverna del rayboag cada uno. El más famoso de estos agujeros de emergencia, denominado Obukula, difiere de todos los demás en que se supone que ahí emer-

gíeron los antepasados originales de los animales de los cuatro pri­ meros clanes que salieron a la superficie de la tierra. También sitúan su emergencia original en este agujero muchos de los subclanes más aristocráticos o antiguos, y en este sentido el agujero de Obukula también es anómalo. Los más nobles entre los nobles, el subclán T a­ balu del clan Malasi, los subclanes Mwauri, Tudava y Mulobway, del clan Lukuba, y el subclán Kaylavasi del clan Lukulabuta, todos bro­ taron del agujero de Obukula. Más adelante nos ocuparemos de la importancia de este mito para el régimen de explotación de la tierra. Al hablar de los mitos de la primera emergencia, debo dejar claro su carácter dogmático. No obstante, no es fácil establecer una división tajante entre una simple afirmación —la explicación lisa y llana de un acontecimiento original— y esta misma explicación desarrollada y embellecida con incidentes. En las Trobriand, sólo uno de los mitos de la emergencia inicial ha llegado a constituir una historia larga y y dramática: el mito de la emergencia inicial de los cuatro antepa­ sados de los cuatro grandes clanes. Las otras explicaciones por regla general son muy simples. Se reducen a la simple afirmación: «De este agujero de Bulimaulo emergió el primer Kaluva’u y su hermana Bokaluva’u. Trajeron consigo la magia de nuestro suelo y otras mu­ chas hierbas.» Pero esta afirmación forma parte de cualquier discu­ sión en torno a la genealogía del subclán, o a la división de la tierra, o a los respectivos derechos sobre los territorios de los diversos sub­ clanes contiguos. A veces, cuando se trata de alguna magia especial, el mito se vuelve más completo. Así, en relación con la magia de la lluvia y la sequía, tenemos una historia sobre la emergencia en Bu­ limaulo de una antepasada, Bopadagu. Se nos cuenta a continuación cómo ésta dio a luz varios animales relacionados con la magia de la lluvia, a la propia lluvia y a uno o dos hijos, y se nos cuenta en una historia dramatizada y elaborada cómo manejó este importante, pero peligroso, fruto de su vientre: la lluvia. Pero cuando no interviene la magia, el mito de la emergencia inicial adopta una forma extremada­ mente simple, limitándose a citar el lugar, los nombres de los primeros antepasados y los tipos de magia que trajeron del subsuelo algunas veces reducidos sólo a la magia de los huertos. Era necesario presentar estos ejemplos concretos porque la emer­ gencia inicial tiene una gran importancia en las ideas indígenas sobre el régimen de explotación de la tierra.4 Particular interés presenta para nosotros el hecho de que cada agujero de emergencia esté siempre relacionado con una aldea, o una parte de una aldea, y un territo­ rio, o lo que pudiéramos llamar un lote de tierras, pertenecientes a las personas que salieron del agujero. Por regla general, cada lote in­ cluye algo de tierra baldía, uno o dos bosques tabú, una porción de rayboag y quizás uno o dos campos en los dumya (pantanos); en todo caso, siempre incluye una gran porción de selva cultivable ( odila) dividida en cierto número de campos que se subdividen en parcelas. Las aldeas próximas al mar abierto tienen en propiedad una parte de la costa oriental ( momola) con una playa para pescar y bañarse y

unos cuantos cobertizos para sus canoas. En la laguna, la playa se denomina kovalawa y aquí se guardan las canoas. Por tanto,/un agu­ jero de emergencia es siempre el centro de un territorio dependiente que incluye un poblado, o parte de él, y proporciona las siguientes oportunidades económicas a sus miembros: acceso a tierra fértil y cultivable, invariablemente; a veces, acceso a la navegación y a zonas de pesca; una zona determinada para diversiones y, por supuesto, un sistema de caminos que les pone en comunicación con otras aldeas.^ Vemos, pues, que las doctrinas de la emergencia inicial y de la filiación matrilineal combinadas sancionan la utilización directa y económicamente completa y general y el disfrute de un territorio dado, incluyendo la propiedad de la tierra cultivable, y atribuyen al sub­ clán cierto número de títulos tradicionales, mágicos y religiosos.6 Todos los miembros del clan pueden reivindicar este territorio como propio y cada miembro tiene su parte en este título conjunto (entrada 5 de nuestra lista del cap. XI). Además, en las Trobriand estos títulos tienen validez legal decisiva; esto es, siempre que no hayan sido anu­ lados por, o hayan cedido ante la influencia que pasa por encima incluso de la doctrina de la emergencia inicial: la fuerza del rango. Sólo los miembros del subclán pueden usar el título de toli (propie­ tario de) con respecto a las tierras cultivables de la aldea y los luga­ res mitológicos: tolivalu (propietarios de la aldea);7 tolipwaypwaya (propietarios del suelo); toliboma (propietarios del bosque tabú). Los miembros del subclán tienen derecho de ciudadanía, es decir, un derecho de residencia absoluto e incuestionable. También pueden ne­ gar la residencia a cualquiera de las personas que viven en la aldea en virtud de uno u otros de los derechos de residencia derivados o como favor tradicional. Los ciudadanos también tienen el derecho in­ cuestionable a cultivar tantas parcelas del suelo común como cada uno de ellos necesite. El derecho a cultivar la tierra va inextricablemente unido al derecho a reivindicar una aldea como propia, a habitarla y a celebrar la magia. La doctrina A, pues, conforma o enmarca culturalmente el terri­ torio. Tiene consecuencias sociológicas casi tan importantes para el régimen de explotación de la tierra como la distribución y asignación del territorio, Estas consecuencias sociológicas culminan en la for­ mación del subclán. La estructura del subclán trobriand se determina en primer lugar y sobre todo por el principio de la filiación matriIineal. Volviendo a explicarlo resumidamente: la descendencia se es­ tablece exclusivamente por línea femenina, esto es, un niño pertenece a la substancia corporal de su madre y hereda sus características y tí­ tulos sociales. La pertenencia a un subclán es absolutamente inalie­ nable: no se puede cambiar ni modificar. En el caso de las hembras, la línea va directamente de madre a hija y así sucesivamente. En el caso de los varones, la sucesión y la herencia siguen la línea adélfica, es decir, a un hombre no lo sucede su pariente más próximo de la generación inmediatamente más joven, sino su hermano menor, y sólo una vez agotada la serie de hermanos siguen los sobrinos uterinos.

Lo interesante de la herencia en las Trobriand, especialmente la herencia de la tierra y de la magia, es que si bien pertenece legal­ mente al individuo más joven, no obstante es preciso que éste la com­ pre mediante un sistema especial de pagos denominado pokala,8 Si, por ejemplo, el hermano menor o el sobrino materno del propietario ti­ tular, es decir, su heredero directo e inmediato, o tal vez su here­ dero en primer grado desea adquirir el título de tolikwabila o tolibaleko, ofrecerá al propietario titular varios pagos substanciales y el título, por así decirlo, se irá cediendo gradualmente. Estas transac­ ciones suelen basarse en acuerdos mutuos previos y, como ya se men­ cionó, los títulos de que se trata son casi completamente honoríficos y no comportan beneficios económicos.0 La estructura del subclán también Se modifica por el principio de decanato, esto es, la edad y el hecho de pertenecer a una generación más antigua, conceden al hombre mayor importancia y un status más alto dentro de su subclán. Esto vale también dentro de los que po­ demos llamar grupos de parentesco o linajes en cada subclán. Teóri­ camente, todos los miembros del subclán cuentan su descendencia a partir de la antepasada común. No obstante, en la práctica, nadie puede establecer genealógicamente su relación, pues la contabilidad familiar de los trobriand no va más allá de los abuelos o los bisabue­ los. Aquellos que pueden establecer su relación de forma genealógica podrían denominarse parientes genealógicos, o grupos de parentesco. Dentro de cada subclán, esos grupos están jerarquizados de acuerdo con su antigüedad relativa. Así, uno de ellos se considera el más an­ tiguo, esto es, el más importante. El varón mayor de ese linaje más antiguo es el dirigente de todo el subclán. En efecto —y aquí llega­ mos a otro principio que afecta a la estructura del subclán— en la jerarquía del subclán prepondera el elemento masculino, mientras que en la filiación el elemento determinante es el femenino. El título for­ mal de propiedad sobre el territorio comunal del subclán lo detenta nominalmente el jefe del subclán (entrada 4 de nuestra lista). A él es a quien se llama tolipwaypwaya (dueño del suelo) o tolikwabila (dueño de los campos), en un sentido más específico y personal que a ningún otro miembro del subclán. El cuadro que acabo de trazar se complica por el hecho de que casi ninguna comunidad trobriand es del todo homogénea. Es decir, dentro del mismo territorio y en la comunidad de la misma aldea, encontramos por regla general dos o más subclanes autónomos, cuyos territorios y derechos no están delimitados de forma precisa, sino que se entreverán. Empezando por Omarakana, encontramos allí dos agu­ jeros locales de emergencia: Bulimaulo y Sakapu, y los dos subclanes correspondientes: Kaluva’u y Burayama (cf. Doc. VIII). Ambos sub­ clanes tienen derecho a residir en Omarakana y los dos son propieta­ rios de la tierra comprendida en el territorio común. Además, sus parcelas de huerto no están agrupadas en dos partes separadas del territorio, sino que se hallan dispersas por todos los distintos campos. No obstante, en Omarakana las condiciones se han complicado con

el advenimiento del Tabalu, un hedió histórico que en seguida ana­ lizaremos con todo detalle. En las aldeas de bajo rango, donde las condiciones son más sencillas, cada subclán componente de una co­ munidad posee una porción claramente definida de territorio, o bien es propietario de dos o tres campos concretos. Dentro de cada aldea cada subclán componente también ocupa o todo un pequeño anillo de casas o bien un segmento continuo del gran anillo. Así pues, en lo que respecta a la distribución de los subclanes, por regla general la comunidad de cada aldea no consta de un subclán, sino de varios. Sólo unas pocas comunidades, por ejemplo, Suviyagila, Luya y Lobu’a, son aldeas autónomas formadas por un solo subclán. Las aldeas de Yourawotu, Tilakaywa y Kupwakopula constan cada una de un subclán agrupado alrededor de una plaza central. Pero, en realidad, esas tres aldeas están tan próximas entre sí que forman un solo recinto. Los agrupamientos de las grandes aldeas, tales como Sinaketa, Kavataria, Kwaybwaga o Yalumugwa, constan de varias aldeas componentes, las cuales pueden ser homogéneas o bien estar compuestas de varias secciones, cada una correspondiente a un sub­ clán. Por último, tenemos grandes aldeas, como por ejemplo Omara­ kana, y también Obweria, Gumilababa, Okaykoda y Kabwaku, en las cuales en torno a un baku (plaza central) común, en círculos con­ tinuos, conviven dos o más subclanes, agrupados en sectores más o menos homogéneos. En Omarakana, junto al subclán dominante del Tabalu, están el Kaluva’u y el Burayama. Y en Gumilababa hallamos el Tabalu y otros dos o tres subclanes del clan Lukwasisiga. Ahora bien, esta complicación viene simplificada a su vez por el hecho de que entre los varios subclanes componentes se reconoce esencialmente la mayor antigüedad o superior rango de uno de ellos. El líder de ese subclán pasa a ser dirigente de la comunidad de la aldea, y en las Trobriand la comunidad de cada aldea tiene un dirigente y sólo uno. Sobre éste recaen todos los títulos honoríficos, así como todas las funciones ceremoniales, cargos y poderes que corresponden a la co­ munidad de la aldea en su conjunto; más específicamente, él admi­ nistrará en favor del conjunto de la comunidad la magia que sea pro­ piedad exclusiva de su subclán pero a veces también se encargará de administrar la magia de alguno de los subclanes de inferior categoría. Un notable ejemplo de ello es la magia de la lluvia y del sol que ge­ nealógicamente pertenece al Kaluva’u pero que oficia el Tabalu de Omarakana. Con todo lo dicho, los subclanes de rango inferior o de más re­ ciente asentamiento conservan sus derechos sobre la tierra dentro del territorio común. Muchas veces el cabeza de estos subclanes inferio­ res debe ser consultado específicamente en la reunión del consejo. Mi informador de Oburaku me explicó bien su posición como propietario del suelo y de los derechos ceremoniales que lo acompañan al ha­ blarme de Mosagula Doga, que era el dirigente del subclán indígena denominado Kwaku (Vol. 2, texto 94, Quinta parte, div. XII, § 36).

«(i) El dueño de la aldea (es decir, de la parte componente de una aldea, en este caso de fa d o del subclán) es también dueño de los campos, (n) Los parientes de Mosagula Doga han vivido desde anti­ guo en Oburaku. (m ) Mucha gente tiene sus parcelas en el campo llamado Wagwam. Este hombre (Mosagula Doga) es dueño del cam­ po. (iv) En el consejo de los huertos que se celebra frente a la casa de Navavile (el mago de los huertos), Navavile pregunta: “¿Qué opi­ nas? ¿Segaremos tus campos?”, y Mosagula Doga contesta: “Bueno, golpea el solar de mi huerto".» En realidad, este subclán no sólo es el que ha vivido más tiempo en Oburaku, sino que ha estado allí desde el principio, puesto que emergió en la fuente de un riachuelo local. Pero aunque es el más antiguo, no ha conservado ni su liderazgo sobre toda la comunidad ni la dirección de la magia comunal de los huertos. Su antigüedad, no obstante, le confiere el privilegio ceremonial de ser especialmente consultado en el consejo de los huertos. El hecho de que el mago de los huertos en persona tenga que pedir permiso antes de proceder a la elección del emplazamiento del huerto tiene gran importancia para los indígenas. Aunque en otras comunidades los subclanes menos importantes pueden no gozar de estos derechos especiales, no obstante cada uno de ellos posee una porción de territorio. Cualquier varón adulto de estos subclanes de menor importancia también puede tener derechos personales específicos a una o más parcelas ( baleko) situadas dentro del campo del subclán ( kwabila) (número 7 de nuestra lista). Cuando nos ocupemos de la asignación y el arriendo de la tierra de labranza (cf. sec. 4 de este capítulo) veremos qué significan exactamente estos títulos personales sobre una parcela. /La permanencia del subclán y la inmutabilidad de la naturaleza sociológica de todos los individuos se manifiestan en lo que podría denominarse una continuidad espiritual que también tiene un carác­ ter territorial o local/ Después de la muerte, los hombres emigran al otro mundo, situado en algún lugar subterráneo o en una isla real, Tuma, al noroeste. Allí los espíritus se reúnen en una localidad; si­ guen cultivando en común huertos en tierras de propiedad comunal, de forma muy parecida a como se hace en el mundo de los vivos. Cuando los espíritus vuelven a su propia localidad, durante las fiestas de la milamala, son atendidos por sus propios parientes y reciben ofrendas de alimentos que han crecido en su propia tierra. Los restos materiales de los individuos también continúan estando ligados a la tierra que dio nacimiento a su linaje. Hombres y mujeres deben ser enterrados en sus propios poblados, y luego que los huesos han sido inhumados, extraídos y sometidos a diversas vicisitudes, por último reposan en la cueva comunal perteneciente a su subclán, situadaen el territorio nativo original del mismo. De este modo,/lacreencia en una vida después de la muerte así como el tratamiento de los restos corporales —y no existe una es­ trecha correlación entre ambos— establece un vínculo adicional de

carácter espiritual entre los miembros del subclán./1 Otro factor de tipo espiritual que también fomenta la unidad del Clan es la magiau/Ya sabemos que los antepasados originarios trajeron del subsuelo otro don más de suma importancia para traspasarlo a sus descendientes: los diversos sistemas de magia. Algunos de estos sistemas, aunque vi­ nieron del subsuelo con las primeras antepasadas, no han permanecido en el subclán. Otros, como la magia de la guerra, la magia de la kaytubutabu (véase cap. X, sec. 3), diversos tipos de la magia de la pesca, algunas formas de la magia de la construcción de canoas y un sistema de magia amorosa siguen monopolizados por el subclán original al que correspondieron por la emergencia ancestral. No obs­ tante, la forma de magia directamente ligada a la explotación de la tierra y que nos interesa fundamentalmente es la magia del towosi. La pareja ancestral, hermano y hermana, trajo consigo las hierbas y las otras substancias de la mezcla mágica, o por lo menos la receta; trajo las prescripciones de todos los rituales y procedimientos mágicos, de los tabúes que se debían guardar; sobre todo, trajo los textos com­ pletos de los conjuros mágicos (cf. cap. I, sec. 7). Normalmente, esta magia se transmite por línea materna directa y siguiendo los mismos principios que regulan la transmisión de la propiedad, los privilegios y el status. Dicho sea de paso, la magia, como los títulos sobre la tierra, tiene que comprarse por el sistema de pokala y en este caso, obviamente, la compra no puede omitirse: dado que el don de la ma­ gia consiste en la enseñanza de las fórmulas y en la instrucción en el ritual, no puede ser traspasada por el difunto a sus sucesores. La doctrina según la cual sólo la magia que originalmente brotó de la tierra puede darle fertilidad tiene considerable importancia. Pero, aunque representa una genuina actitud indígena, es obvio que no se ha mantenido como una realidad histórica. Basta un vistazo al Docu­ mento V, donde podemos ver las distintas comunidades que prac­ tican el mismo sistema de magia, para comprender que ha habido gran cantidad de transferencias y préstamos. Más concretamente, la magia que se practica en Omarakana perteneció alguna vez con toda probabilidad a una aldea de Lu’ebila, de la que recibe el nombre (Kaylu’ebila). También es frecuente que un subclán emigrante se en­ cargue de la magia autóctona. Sin embargo, pese a estas excepciones, existe la profunda convicción de que, de una forma u otra,/la magia que se practica sobre un territorio está profundamente asociada al mismo y ha emergido de él con los antepasados originales, o bien ha pasado por un proceso que podría denominarse de naturalización místicas Estrictamente hablando, siempre debe ocuparse de la magia el miembro más anciano del linaje decano de cada subclán. A veces, éste delega su prerrogativa y obligación en su inmediato sucesor, o en algún otro miembro más joven de su linaje sobre quien, tarde o tem­ prano, recaerá la dignidad de dirigente. A veces, no obstante, ésta no es concedida a un hermano menor ni a un sobrino materno, sino a una persona que no ocupa ningún lugar legal en el linaje, a saber,

al propio hijo del dirigente. En tales casos es habitual que el hijo se naturalice a través de un matrimonio con su prima cruzada, que le concede el derecho casi completamente legal a residir en la comuni­ dad de su padre. Pero sobre esto tendremos que volver en la siguiente sección. Hemos expuesto ahora completamente los principios que intervie­ nen en la doctrina A; las consecuencias territoriales y sociológicas de esta doctrina; algunos de sus aspectos técnicos e implicaciones. Quizá la doctrina no sea tan simple como nos pareció al tratarla en los ca­ pítulos anteriores. Pero la complicación adventicia que resulta de los varios subclanes que participan en la constitución de una comunidad queda eficazmente solventada en la ley tribal trobriand, dado que siempre hay subordinación a un subclán dominante, Hemos visto tam­ bién que el subclán no es un simple grupo unificado, sino que pre­ senta una estructura diferenciada de antigüedad y linaje. Con todo esto, tanto el tenor como el funcionamiento de esta doctrina tal como se presenta resultan bastante sencillos. Crea el territorio y da origen al subclán. Une a un grupo organizado de personas —el subclán— con el territorio que les pertenece. En resumen, crea la idea trobriand de ciudadanía; idea que corresponde al término indígena tolivalu (dueños de la aldea) y tolipwaypwaya (dueños del suelo). Unidos por el común sentimiento mitológico, unidos por gran can­ tidad de intereses económicos, unidos también por la comunidad polí­ tica de una fuerza armada común, no para la defensa del territorio, sino para la ampliación de su fama, los ciudadanos se identifican con su territorio y son propietarios de éste en virtud de esa identificación. El principio de un agujero de emergencia, un subclán, un territorio —o una parte concreta de éste— y un dirigente informa toda la orga­ nización social de las Trobriand. Para el trobriand, la tierra, el terri­ torio, el suelo que pisa y el mismo que trabaja, las rocas, los bosques y los campos donde juega y vive, están ligados a él de forma real y no sólo legalmente. Para él, la tierra es la verdadera madre tierra que dio a luz su linaje en la persona de la primera antecesora, que lo alimenta y le recibirá de nuevo en su vientre. El primer principio otorga a cualquier hombre derecho de residencia, derecho a una por­ ción de tierra, un verdadero asilo y un lugar del que nunca puede ser expulsado. Vemos, por tanto, que la breve historia mitológica de la emer­ gencia inicial, que cualquier persona, varón o hembra, puede contar referida a su linaje y su tierra, no es un vano cuento de hadas. Es una fuerza viva, activa, efectiva, que coordina el trabajo humano, in­ tegra el agrupamiento humano y confiere a las personas beneficios económicos muy concretos. Entender la función de esta creencia es comprender la correlación entre el mito, la convicción moral, el uso legal y la organización económica. Pese a todo lo dicho, la misma constitución del subclán contiene varios principios que en gran medida rompen el simple funciona­ miento de la doctrina A y hacen que por sí sola resulte absolutamente

inapropiada para determinar el régimen de explotación de la tierra. Tal como se presenta, esta doctrina aportaría una teoría muy clara, coherente y concreta de los derechos económicos y legales sobre el suelo. Tomada al píe de la letra, simplemente significaría que un grupo de ciudadanos, varones y hembras, tiene derecho a utilizar con­ juntamente su territorio, cooperar, producir, reunir los frutos de su trabajo y consumirlos conjuntamente. Y sin embargo, un principio muy fundamental de la doctrina matrilineal del parentesco convierte al subclán en lo que podría calificarse de grupo no cohabitable y no cooperativo. En efecto, para los trobriand, la relación entre hermano y hermana — y permítasenos recordar que esta relación es el verda­ dero núcleo de su sistema de parentesco— se define, no por el pre­ cepto de cooperar, sino por un rígido tabú que los separa. El hermano y la hermana tienen prohibido cualquier contacto íntimo; tienen pro­ hibida cualquier relación familiar, libre y personal. No se les permite compartir el mismo alojamiento; ni siquiera pueden trabajar juntos, pues el trabajo implica libre conversación, ocasionales contactos cor­ porales y una cierta espontaneidad, todo lo cual no les está permi­ tido a esas dos personas. El rígido tabú referente a los hermanos y hermanas uterinos también se extiende a otros grupos de parentesco, debilitándose conforme se amplía. Las mujeres y los hombres del mismo clan no pueden unirse en matrimonio, no pueden compartir por tanto un hogar y no son miembros adecuados de los equipos cooperativos agrícolas. En resumen, en la medida en que la doctrina A contiene la carta constitucional del subclán, lo convierte en unidad legal de propiedad de la tierra. A través del tabú entre hermano y hermana y la corre­ lativa exogamia del subclán, hace de éste un grupo que, si bien es propietario de la tierra, tiene prohibido utilizarla tanto para la pro­ ducción como para el consumo. Tal como se presenta, pues, la doc­ trina A contiene una contradicción interna y sus consecuencias serían completamente aniquiladoras para la posesión de la tierra en cuanto fuerza efectiva para la explotación económica del suelo. Sin embargo, la doctrina A no aparece sola. Se complementa con la ley del matrimonio que hemos catalogado como doctrina B en el capítulo anterior. Esta doctrina remodela completamente la constitu­ ción del grupo local. El subclán sigue en el centro de este grupo local, pero se le suman nuevos miembros, a saber, las esposas e hijos de los ciudadanos. Además de su participación, éstas traen consigo una dote económica en forma de urigubu. Por tanto, el matrimonio conduce a la formación de un grupo productor y consumidor: la unidad do­ méstica; mientras que cierto número de unidades domésticas consti­ tuyen la comunidad de una aldea. Reorganizada en el equipo agrícola, ésta se convierte a su vez en unidad efectiva de la producción agrí­ cola. El matrimonio, en conjunción con la doctrina del rango, también introduce otra influencia perturbadora en el funcionamiento de la doctrina A. Por tanto, a simple vista, podemos constatar que el re­ sultado final del funcionamiento de estas doctrinas se apartará mucho

de una carta constitucional de la posesión de la tierra sencilla, legal­ mente clara y basada en la mitología. 2.

L a n o r m a m a t r i m o n i a l y su d o b l e e f e c t o

Hombre y mujer deben casarse. Sin esposa, el varón trobriand adulto no está completo; no tiene rango. Con objeto de tener hijos, que es su principal ocupación en la vida, la mujer debe contar con un marido. ¿El matrimonio es patrilocal, en otras palabras, el marido establece su nueva unidad doméstica en su hogar, esto es, en la co­ munidad de su madre y de su tío matrilineal, y la esposa se le une allí. El matrimonio también es exógamo y, por tanto, extraterritorial con respecto a la mujer. Esta vive en la comunidad de su marido, que no puede coincidir con la suya. Al mismo tiempo, el matrimonio es esencialmente matrilineal; es decir, la mujer retiene la pertenencia a su subclán y la traspasa a sus hijos./ Bastará con esta breve explicación ae los principios fundamentales de la norma matrimonial. El matrimonio, como tal, corresponde ex­ clusivamente a la sociología. Además, ya nos hemos ocupado de él en el capítulo VI (sec. 2). Allí hemos entrado minuciosamente en los motivos para casarse por parte del hombre y de la mujer, hemos mos­ trado el carácter de las relaciones maternas y paternas con los hijos, y también nos hemos ocupado del rasgo más característicamente tro­ briand del matrimonio: el regalo urigubu. En este contexto el matri­ monio nos interesa en la medida en que afecta a la residencia de la esposa y de sus hijos. Dado que es la base de la cooperación econó­ mica efectiva, sobre todo en la agricultura, la residencia está profun­ damente conectada con el régimen de explotación de la tierra. Quizá sería más correcto decir que la residencia, en cuanto rela­ cionada con los títulos sobre la tierra, es uno de los principales ele­ mentos del régimen de explotación de la tierra en las Trobriand. Desde este punto de vista, la norma matrimonial tiene un doble efecto con respecto a la posesión de la tierra. En primer lugar, establece una nueva unidad de cooperación económica: la familia; y puesto que la comunidad de la aldea está formada por cierto número de familias, la norma del matrimonio también sirve de base para su constitución. En segundo lugar, mientras que la mujer se convierte en residente y miembro cooperador efectivo de la comunidad de la aldea, legalmente sigue siendo miembro de su propio subclán. Esta pertenencia le da derecho a compartir el producto de otra comunidad —la de su sub­ clán—, esto es, a recibir el urigubu. ¿Hasta qué punto está relacionado el urigubu con el régimen de explotación de la tierra? Hemos analizado anteriormente con mucho detalle este regalo (cap. VI, sec. 2), pero hay un aspecto que no fue posible sacar a relucir en aquel contexto. Hemos visto que el urigubu contribuye en gran medida a la posición de la mujer dentro del ma­ trimonio. Hemos visto también que es el aprovisionamiento del her­

mano de la esposa a la unidal doméstica de ella, en virtud del prin­ cipio indígena del parentesco que hace que un hombre, su hermana y la prole de ésta constituyan la verdadera unidad de descendencia. Ahora observaremos con mayor detalle la situación económica de la mujer a lo largo de toda su vida. Cuando muchacha, en la familia de sus padres, trabaja en la tierra del padre y contribuye a la pro­ ducción de los frutos que en parte serán consumidos por la unidad doméstica paterna. Cuando crece comparte los huertos de su marido y se beneficia de parte de su producto. Pero ¿dónde está su propia tierra? La tiene el hermano de su madre, su propio hermano la here­ dará más adelante. El primero proporciona ahora anualmente el re­ galo urigubu a su (de ella) unidad doméstica paterna. Ella, junto con su madre y su padre y los otros hijos, subsiste en parte del producto del suelo que es de su propiedad. Cuando, en su momento, reciba el urigubu para su propia unidad doméstica, éste también será producto de su propia tierra. /Por lo tanto, desde el punto de vista del régimen de explotación de la tierra, podemos considerar el uribugu como el rendimiento anual del patrimonio conjunto, la porción que el her­ mano debe a la hermana; dado que la tierra que labra es en parte de él, y; en parte la tiene en depósito de las hembras de cada gene­ ración. fE l que utiliza esta tierra entrega el regalo urigubu, que en ella debe producirse al grupo de personas que tienen derechos sobre la misma, pero que, por la ley del matrimonio patrilocal, son «pro­ pietarios ausentes». Permítasenos recordar también que el urigubu, aunque formalmen­ te es ofrecido al marido de la esposa por el hermano de ésta, en rea­ lidad es un regalo ad personara, siendo esa persona la esposa del receptor. Cesa automáticamente a la muerte de ésta; los hijos deben volver a su propia comunidad, pero si permanecen en la comunidad del padre, el tío materno no tiene que continuar abasteciéndolos de alimentos vegetales, aunque creo que en la práctica lo hace muchas veces. Es necesario recalcar que el urigubu y el régimen de explotación de la tierra derivan del mismo conjunto de ideas relativas al paren­ tesco y al reparto territorial de la tierra. Naturalmente, al describir el urigubu, los indígenas no lo definirían como una consecuencia del derecho de la mujer sobre su tierra. Pero tienen bastante claro que es una obligación para con su unidad doméstica, porque ella y sus hijos realmente son parte integrante del grupo de parentesco del hermano. También se dan perfecta cuenta de que la mujer y sus hijos son ver­ daderos propietarios de la tierra en que se produce el urigubu. Con que, si bien la generalización jurídica corresponde al observador, todos los presupuesots concretos existen en la teoría legal indígena. En rea­ lidad, el urigubu tiene gran importancia para el status de la mujer casada, su influencia en el hogar y su posición en la comunidad de su aldea. El urigubu también proporciona a las mujeres, sobre todo si tienen muchos hermanos, un gran margen de libertad para elegir marido.

Podríamos decir que los derechos sobre la tierra pertenecen a los hombres y a las mujeres; pero que los hombres pueden explotar di­ rectamente sus tierras, mientras que las mujeres, y sus hijos antes de la madurez, se benefician de forma indirecta. Ahora resulta bastante clara la relación del uriguhu con el régi­ men de explotación de la tierra. Si el régimen de explotación de la tierra se define, en el sentido más amplio, como el uso efectivo de los derechos de utilización de la tierra, el uriguhu es una regla que anual­ mente pone una parte de los frutos en manos de aquellos miembros del subclán, que por ser hembras no pueden residir en el territorio del subclán y, sin embargo, tienen derecho a participar de su producción. La regla del matrimonio establece unidades de producción con divi­ sión del parentesco. Estas familias, como sabemos, tienen dos fuentes de financiación, que corresponden a este doble parentesco. La fami­ lia subsiste, en parte, del suelo en que reside, pero también en parte del suelo sobre el que los residentes extranjeros, la mujer y su prole, tienen derechos legales de base tradicional. No obstante, la familia no es simplemente un grupo en que se consume la producción agrícola. También es una unidad productiva. Y también aquí la regla del matrimonio afecta profundamente al ré­ gimen de explotación de la tierra. Esta atribuye el derecho a la tierra al padre de familia, que es el ciudadano del grupo local, el miembro del subclán y, como tal, goza del derecho fundamental a cultivar el suelo. Por la regla del matrimonio se le une su esposa. El matrimonio concede a ésta el derecho a ayudarle en su trabajo en los huertos — derecho que también es una obligación— ; y así adquiere el derecho aparte de su producción común. En cierto sentido, los derechos de una mujer residente por matrimonio sobre la tierra son tan firmes e in­ cuestionables como los de su marido. Son menos fundamentales por­ que dependen del contrato de matrimonio, que en las Trobriand puede disolverse por el divorcio. Incidentalmente podría señalarse que, por lo general, la mujer trobriand nunca vive en la sección de la aldea de que verdaderamen­ te es ciudadana. Cuando es niña vive en la aldea de su padre; éste no es del clan de su madre y la comunidad de él no puede ser la misma comunidad de ella. La única excepción —pues, como descubri­ mos, hay excepciones a todas las reglas sociológicas— es cuando, a través de un matrimonio de primos cruzados, el arreglo es matrilocal y la muchacha se traslada a su propia comunidad, que es también la comunidad de su tío materno, es decir del padre de su marido. No es necesario insistir sobre el carácter de la familia como uni­ dad de producción. A lo largo de los capítulos anteriores ya hemos seguido la importancia del grupo compuesto por el hombre, la esposa y los hijos en las actividades agrícolas. Dentro de cada familia, el hombre tiene que segar la maleza, la mujer hacer la escarda, mien­ tras que ambos, hombre y mujer, siembran y recogen. Cuando no se recurre al trabajo comunitario, los individuos de la familia se dividen

las tareas según el sexo, dentro del recinto de su propia parcela o parcelas en cultivo (cf. cap. I, sec. 8, y cap. IV, sec. 5). Por tanto, a todo lo largo del cultivo de los huertos, la familia es, en cierto sentido, el principal explotador colectivo del suelo. Una vez que a un hombre le ha sido asignada una porción de tierra en el con­ sejo de los huertos, su esposa y sus hijos tienen el indiscutible derecho a utilizarla de forma productiva durante todo el ciclo agrícola. El derecho del hombre es original, el de su mujer y sus hijos derivado. Pero en la práctica todos estos derechos constituyen un sistema uni­ ficado, un solo derecho. Esto les permite cultivar la tierra y luego apropiarse de cuanto producto les sea necesario para la familia, limi­ tando únicamente la cantidad el orgullo y los sentimientos de paren­ tesco del marido, que le obligan a dedicar una parte substancial al aprovisionamiento de su hermana, hermanas o parientas. Pese a la importancia de la familia en el proceso de producción, nunca permanece como una unidad productiva independiente. La ver­ dadera unidad de producción es el equipo agrícola. En cierto sentido, ésta no es otra cosa que la comunidad de la aldea reorganizada para el cultivo de los huertos. Dado que, a su vez, la comunidad de la aldea no es más que la suma de las familias que residen en ella, po­ dríamos decir que el equipo agrícola comprende a todos los cabezas de todas las familias, así como a las personas que dependen de ellos, en la medida en que constituyen un grupo en vistas al cultivo de los huertos. Permítaseme primero que me ocupe de una aparente complicación. Ya hemos visto en el capítulo anterior que la comunidad de la aldea suele constar de varios subclanes. También se mencionó allí que, in­ variablemente, uno de estos subclanes juega un papel dirigente en la agricultura. Así pues, la cabeza del subclán o su delegado debería ser el mago comunal de los huertos y toda la aldea, siguiendo su lide­ razgo, se reestructuraría en el equipo agricultor para todo lo relativo a los cultivos. No obstante, a veces, en lugar de un equipo agricultor encontramos dos o incluso tres dentro del mismo grupo local. La aldea conjunta de Omarakana y Kasana’i, que también incluye otros asentamientos, Yogwabu y Katakubile, está escindida en dos equipos agrícolas, uno dirigido por el mago de los huertos de Kasana’i —en mi época, Tokolibeba—, el otro bajo el liderazgo de Bagido’u. En la aldea de Yalaka, que consta de cuatro subclanes independientes, cada uno de los cuales habita en una fracción del anillo de la aldea, hay un cercado de huertos y un mago. En las tres aldeas que en conjunto se denominan Kurokayva hay, como sabemos (cap. IX, sec. 2), dos equipos agrícolas que, no obstante, dirige el mismo mago. En Gumilababa y en Obweria la magia se celebra conjuntamente para toda la aldea; hay un equipo agricultor y un towosi. En Sinaketa tenemos hasta cuatro o cinco equipos agricultores. Por otra parte, Oburaku, que consta de siete aldeas componentes, sólo tiene un equipo y un towosi. Esta escisión de las comunidades en dos o más equipos agrí­ colas, cada uno de los cuales comprende a su vez dos o más subdi­

visiones de la aldea componente, parece complicar mucho las cosas. En realidad, sin embargo, esta complicación no influye lo más mínimo en la producción, las condiciones legales ni la organización socioló­ gica del conjunto de la agricultura. Para los aldeanos proporciona interés, variedad y el placer adicional de la competencia en un círculo cerrado. Pero no vamos a introducir una nueva doctrina ni un nuevo principio para explicarla. He podido observar que el reagrupamiento de los poblados en equipos agricultores es tan casual como poco im­ portante. Es uno de esos hechos que sólo pueden explicarse por casua­ lidades o caprichos del proceso histórico, lo cual significa que no pueden explicarse en absoluto dado que es imposible reconstruir esos procesos. Pasemos ahora a la organización del equipo agricultor y a su papel en el régimen de explotación de la tierra. En primer lugar, pues, el equipo agricultor es o bien la comunidad de una aldea en su con­ junto o bien una o más partes autónomas de una aldea. En efecto —y esto debe quedar claro— , cuando una aldea compuesta como Omarakana o Kasana’i se divide en dos equipos agricultores, esta di­ visión sigue exactamente la subdivisión local de la aldea. El conjunto de Omarakana y Katakubile, que forma parte de él, constituyen un equipo agrícola; el conjunto de Kasana’i y su suburbio Yogwabu cons­ tituyen la otra parte. Por tanto, el equipo agrícola está constituido por una sección localmente continua dentro de una comunidad mayor, cuando no comprende toda la comunidad. Respecto a la organización interna del equipo agricultor sólo re­ sumiremos rápidamente los puntos importantes que conocemos. El equipo agricultor comprende, en primer lugar, el dirigente y el mago de los huertos, quienes pueden ser una misma persona. El mago es el verdadero líder tanto en el trabajo como en la magia. El dirigente, cuando no coincide con el mago, puede celebrar uno o dos actos ce­ remoniales y legales. Inaugura los procedimientos en el kayaku y dirige el reparto de las parcelas. Pero hecho esto, traspasa toda la dirección de los asuntos al mago. La tropa del equipo agrícola se di­ ferencia por diversos criterios. En primer lugar tenemos a los varones adultos que concurren al kayaku, a quienes se asignan personalmente las parcelas y quienes las cultivan en nombre propio. En el verda­ dero trabajo económico, este grupo se ve complementado por sus mu­ jeres, y en menor medida por sus hijos. Dentro del primer grupo de­ bemos establecer empero una nueva diferenciación. El equipo agri­ cultor consta de ciudadanos residentes que son propietarios de la tierra por derecho propio y residentes forasteros a los que se asignan una o más parcelas por el derecho secundario de residencia. A continuación volveremos sobre los aspectos técnicos de este reparto. Los residentes forasteros son sobre todo hijos adultos de ciudadanos, y como vere­ mos, en las aldeas de rango, el jefe o el dirigente suele retener per­ sonas dependientes de él que no son necesariamente hijos suyos. Sin embargo, si observamos el equipo agricultor a lo largo de una serie de años, descubriremos que es una unidad cambiante desde el

punto de vísta sociológico. Hay un núcleo permanente, constituido por el sjubclán. El dirigente, el mago, los miembros que son ciudada­ nos, siempre pertenecen al grupo local y, aunque pueden morir y ser substituidos por sus sucesores, sociológicamente este núcleo perma­ nece estable.11 Por otra parte, los residentes no ciudadanos cambian, y cambian de forma algo accidental. Los ciudadanos pueden casarse con mujeres de muchos otros subclanes. La descendencia de tales unio­ nes pertenece a una variedad siempre cambiante de grupos de paren­ tesco extranjeros. Los muchachos jóvenes crecen y durante algún tiem­ po cultivan algunas parcelas dentro del equipo agrícola. Por regla general, con la madurez o el matrimonio regresan a la comunidad de su madre. Los substituyen jóvenes que pertenecen, por descendencia, al grupo local, que regresan de las aldeas de sus padres para unirse a sus tíos matemos y establecer su hogar permanente con su subclán. Estos hombres, a su debido tiempo, se casan con mujeres de subclanes extranjeros, y así continúa el ciclo. El equipo agricultor es, pues, una unidad especial de organización social que nace de la influencia integradora del trabajo agrícola sobre el régimen de explotación de la tierra. Esta última, como sabemos, consiste en gran medida en el funcionamiento de dos doctrinas, la de la emergencia inicial y la del matrimonio^ Otra fuerza efectiva par­ ticipa en la organización del equipo agricultor, la de la magia, o quizá deberíamos decir mejor: del liderazgo económico del mago. En nues­ tro análisis del capítulo anterior hablamos de ella como una doctrina independiente de la posesión de la tierra (doctrina C). No obstante, ahora podemos ver claramente que su influencia sobre la posesión de la tierra no es de ninguna forma comparable a la que ejercen las dos doctrinas anteriores. No obstante, en modo alguno podemos pasarla por alto. La utili­ zación eficaz de la tierra, la explotación de las fuentes de fertilidad del suelo, recae concretamente sobre el equipo agricultor. Esto ocurre tanto en la realidad económica como en las ideas indígenas. En efecto, por encima de los esfuerzos de cualquier individuo y de la coopera­ ción que tiene lugar dentro de la familia, para que la agricultura tro­ briand sea tan productiva como es, se precisa una considerable cantidad de trabajo organizado. Así existe cierto número de tareas que los miem­ bros del equipo agricultor deben ejecutar simultáneamente y ajustán­ dose a ciertas normas con objeto de proteger al huerto en su conjunto. La construcción del cercado común es la más importante de tales actividades, pero lo mismo podría decirse, en menor medida, de la mayor parte de las tareas hortícolas. Aunque no es necesario segar cada parcela por completo, sin embargo, cuando se deja demasiada maleza, la quema es menos eficaz en las parcelas ya segadas, dado que las llamas no se extienden de modo regular y el fuego no puede al­ canzar las dimensiones adecuadas. Como consecuencia de esto, hay más trabajo en la koumwala. Uno de los efectos de la organización del equipo y de la influencia del towosi es no permitir que la gente se quede demasiado retrasada ni que demasiada gente se quede re-

trasada. En la escarda, cuando una mujer es muy perezosa y deja que su parcela se llene de hierbas nocivas, éstas naturalmente se ex­ tienden a las parcelas vecinas. También en esto los indígenas esperan y practican una cierta solidaridad en el trabajo de los huertos. En el entresacado, especialmente si hay alguna enfermedad en las raíces y hay que arrancar las malas, la negligencia por parte de algún agri­ cultor redunda en daño de sus vecinos. De esta formas la organización del equipo agrícola influye sobre el uso económico del territorio; en otras palabras, influye sobre la explotación de los títulos sobre la tierra, es decir, sobre el régimen de explotación de la tierrqj. Por tanto, está claro que lapretensión del mago (entrada 3 de nuestra lista) de ser el dueño de la tierra no es de ningún modo nimia. Lo hemos visto a lo largo de los capítulos anteriores, pero era necesario recalcar aquí su valor efectivo. También vemos que la soli­ daridad que se establece por el trabajo comunitario de labranza — una solidaridad que une a los miembros ciudadanos, sus esposas y familias, así como a los residentes no ciudadanos— es una fuerza adicional que contribuye al uso eficaz de la tierra. El equipo agrícola es una con­ secuencia sumamente derivada y compleja del funcionamiento de las doctrinas A, B y C. Nuestro análisis ha mostrado concretamente cómo estas doctrinas operan unidas para crear el agrupamiento más im­ portante de la explotación agrícola en las Trobriand: el equipo agri­ cultor. Sin embargo, la constitución del grupo, así como el funciona­ miento de la doctrina A, se ven afectados por otro nuevo principio, que ahora consideraremos.

3. El r a n g o

co m o fu n d a m e n to de

la

OCUPACIÓN TERRITORIAL

Hemos visto cuán profundamente modificada queda la doctrina A por la vigencia de la doctrina B. Sin embargo, con todo esto, hay un punto en que la regla del matrimonio no puede pasar por encima de la fe en la emergencia inicial. Se trata de la continuidad última de la asociación territorial. Porque, como ya sabemos, existe un mecanismo de reajuste que devuelve a los varones de cada generación a la patria de sus antepasados: el principio de la residencia dividida, es decir, la ley y la costumbre que obligan a que, al llegar a la madurez o al matrimonio, cada hombre regrese a la comunidad de su madre y se establezca allí para el resto de su vida. De esta forma, los miembros varones del subclán se reúnen cada generación y el subclán se con­ vierte, no simplemente en una unidad de parentesco, sino también en una unidad local. De no haber otras influencias, la ley del matri­ monio no crearía rupturas en la unidad territorial del subclán y éste se mantendría perpetuamente en sus tierras. No obstante, hay otra doctrina más que interviene en toda la cuestión del asentamiento y, al influir sobre el equilibrio del principio paterno y materno de la familia, trastorna el reajuste de las doctri-

ñas A y B. La doctrina A es esencialmente matrilineal; aunque supe­ rada por el matrimonio, se reafirma en el urigubu y en el retorno de los hijos varones a la comunidad de su tío materno. La doctrina B es en esencia patriarcal y, como podríamos denominarla, patrofílica. Establece la unidad doméstica patriarcal, la comunidad de aldea pa­ triarcal, de la que es dirigente el miembro varón más viejo del sub­ clán más importante. También da lugar al equipo agricultor.12 En la sociedad de las Trobriand existen, pues, obviamente, dos fuerzas o influencias en funcionamiento: una personificada por el padre de familia, la otra por el hermano de la esposa. Puesto que, en las Trobriand como en cualquier otra parte, ambos son seres hu­ manos, y no simples cifras, se comportan en consecuencia: cada cual trata de obtener el mayor provecho posible de sus derechos legales y, al mismo tiempo, procura debilitar los derechos legales que operan contra su influencia y poder. El padre de familia, por una parte, está completamente satisfecho de los privilegios que la matrilinealidad le reporta: recibe con contento la entrega completa del urigubu o in­ cluso un excedente; acepta los servicios del hermano de su esposa y de otros parientes; y reclama los servicios de sus hijos, especialmente de los varones, en nombre de la ley matriarcal, por la que sus hijos se clasifican entre sus parientes políticos y por tanto son deudores suyos. Por otra parte, afirma el principio del patriarcado y, lo que es más, se comporta como un padre amoroso. Así, por ejemplo, no está satisfecho con las prestaciones legales de sus hijos a distancia. Trata de retenerlos en casa incluso después de la madurez, en gran medida porque está apegado a ellos y desea su presencia y compañía; de ahí que intente imponerse al principio matrilineal del reajuste: la costumbre de la residencia dividida y del regreso, con la madurez, a la aldea ancestral. Combate, pues, la autoridad del tío matrilineal de sus hijos varones. No sólo esto: al retener a sus hijos en casa ataca el principio matrilineal en su propia persona, en la medida en que es cabeza y representante de su propio subclán. Puesto que cuando sus hijos permanecen con él, siempre les traspasa algunos privilegios y cargos que, por estricta ley, pertenecen a los descendientes varones de su hermana. Es algo que puede hacer; de hecho, le ayudan y ani­ man arreglos tradicionales como el matrimonio entre primos cruzados, y las costumbres tolerantes que permiten que un individuo traspase a sus hijos determinados bienes personales, privilegios tradicionales, el ejercicio de la magia, que según la ley matrilineal estricta nunca de­ berían poseer o practicar. Podríamos describir la situación resultante en las Trobriand como un ajuste dinámico entre el principio patriarcal y el matriarcal No es un equilibrio estático, sino más bien un conflicto perpetuo: un con­ flicto que penetra las relaciones personales dentro de la familia, den­ tro de la comunidad de la aldea, dentro de la constitución de la tribu en su conjunto. Sin embargo, es obvio que no habría lugar a con­ flicto, a reajustes ni a abusos, si la influencia personal de los dos hombres — el padre y el hermano de la madre— se equilibrase de

forma natural y normal. Podrían darse las inevitables variaciones idiosincrásicas, pero éstas no pueden producir ningún efecto profundo ni duradero. Sin embargo, en las Trobriand, existe un elemento de naturaleza sociológica que aquí interviene e inclina la balanza en uno u otro sentido. En efecto, como a continuación se verá, este principio no actúa invariablemente, ni siquiera de forma predominante, a favor de la influencia patriarcal. El principio, obviamente, es el del rango, y actúa en un doble sentido. Recapitulemos primero brevemente —pues conocemos la mayor parte de los datos— cómo el rango amplía el poder de-un individuo dentro de su familia y de su comunidad, esto es, el poder de un hombre qua patriarca. Un hombre de rango goza del privilegio de la poligamia, al que se añade la ventaja de un urigubu más substancial para cada esposa. Así, a través del funcionamiento del principio ma­ trilineal asociado con el status personal esencialmente patriarcal, tal individuo puede conseguir una considerable cantidad de riqueza. Ha­ blando en términos de producción y posesión de la tierra, esto signi­ fica que a través del rango, la matrilinealidad y el patriarcado obtiene un sistema de derechos efectivos sobre un territorio más o menos am­ plio. Estos derechos figuran en nuestra primera lista de títulos como derecho prioritario del jefe sobre las tierras de su territorio. Sabemos que, en el caso del jefe soberano de Kiriwina, el título y los emolu­ mentos reales son considerables. De ninguna forma son despreciables en el caso de otros dirigentes de alto rango. En este contexto es nece­ sario subrayar que aquí el rango, junto con otros principios, influye sobre la utilización última del producto y que, paralelamente, funciona un sistema de derechos oficiales sobre la tierra. El rango, por tanto, interviene indudablemente en la constitución del régimen de explo­ tación de la tierra en las Trobriand. Pero esta influencia del rango no actúa directamente sobre el rea­ juste entre el principio matrilineal y el patriarcal. Este reajuste se logra en la medida en que un hombre de rango puede imponerse fácilmente a la influencia matrilineal por lo que respecta a sus propios hijos. Ningún tío matrilineal reclamará derecho alguno a sus sobrinos, si el padre de éstos es un hombre de rango más elevado que él. Para los hijos es un privilegio permanecer en una aldea de alto rango. El tío matrilineal gana influencia con ello y, muchas veces, no quiere recuperarlos; especialmente porque, al ser hijos del jefe, desarrollan cierta arrogancia y cierto número de pretensiones extravagantes que les hacen indeseables como parientes subordinados. Pero incluso en caso de que un individuo quisiera ejercer sus derechos como tío ma­ trilineal, no podría hacerlo contra los deseos de su cuñado de superior categoría. La posición del jefe, sea o no el supremo, dentro de su propia comunidad es menos libre en el asunto de favorecer a sus hijos. Hasta cierto punto, un hombre de rango puede imponerse a los derechos de sus propios parientes en favor de sus hijos con más facilidad que un hombre de bajo rango; en efecto, el rango, cuando recae en el cabeza

más viejo de un subclán, se convierte en poder político efectivo. Pero el jefe, el jefe supremo pongamos por caso, no es de más alto rango que sus hermanos y sobrinos matrilineales. Sin embargo, aquí la cuestión está más equilibrada. Cuando la posición de los hijos del jefe resulta anómalamente preponderante a resultas de un indebido favoritismo, los verdaderos parientes del jefe no se limitan a lamentarse, sino que pueden actuar. He descrito uno o dos casos de tensiones políticas y rupturas nacidas de esta causa, singularmente la que culminó en la expulsión de Namwana Guya’u de la capital, contra los deseos del jefe supremo. En otras varias co­ munidades de las Trobriand se produjeron situaciones similares. Así, en ICavataria, el último jefe efectivo de alto rango, Pulitala, había elevado a su hijo Dayboya casi a la posición de sucesor, frente a la oposición de todos los demás Tabalu de la aldea. Yo creo que, de no haber sido por la influencia europea, que generalmente no sólo de­ bilita la tradición, sino que favorece específicamente la patrilinealidad, Dayboya hubiera tenido que abandonar Kavataria después de la muerte de su padre. No fue así, y por eso llegó a producirse un estado de ten­ sión, intriga y anarquía tales que Kavataria, que era un poblado de ver­ dadera importancia quedó reducido a una caótica aglomeración de fac­ ciones. Un hijo de Mitakata, el jefe de Gumilababa, murió por magia poco antes de que yo llegara a las Trobriand, como consecuencia, me dijeron, del resentimiento de los parientes del jefe por el indebido fa­ voritismo. Por otra parte, en una o dos comunidades, el hijo del jefe, aunque fue elevado a una posición muy destacada, logró el consen­ timiento y la buena voluntad personal de los parientes de su padre. Un caso notable fue el de Kayla’i, hijo de M’tabalu, el anciano jefe de Kasana’i. Durante mi segunda expedición (1915-1916) M’tabalu vivía y gobernaba en Kasana’i. Pero su hijo Kayla’i se ocupaba de la magia de los huertos e incluso oficiaba temporalmente de brujo en la gran magia de la lluvia y el sol. Es decir, tenía en sus manos los poderes que por derecho pertenecían al jefe soberano. Cuando efectué mi última visita (en 1917-1918), M’tabalu había muerto, pero la po­ sición de Kayla’i en Kasana’i se había mantenido intacta. Tal caso no es una excepción surgida a consecuencia de la decadencia de la antigua ley. El predecesor de Bagido’u en el cargo de towosi fue, como sabemos, su padre Yowana. Yowana era hijo del jefe supremo reinante en Omarakana, había recibido de su padre la magia de los huertos, el título sobre unos cuantos baleko y, según me dijeron, in­ cluso una kwabila y, en conjunto, se convirtió en una personalidad dirigente de Omarakana. Pertenecía al subclán Kwoynama del clan Lukwasisiga, que en cierto sentido era el primero de los subclanes con que solían casarse los Tabalu. Su posición en la capital se afianzó gra­ cias al matrimonio que contrajo con su prima cruzada, una muchacha Tabalu —la madre de Bagido’u— y aparentemente no hubo intrigas contra él ni resentimiento por su promoción. //En todo esto, vemos que el rango prepondera sobre las doctrinas A y B en lo que respecta a la residencia, y en consecuencia en la uti­

lización del territorio; aún más, puede preponderar sobre el derecho del subclán a ejercer la magia de los huertos y controlar sus tierras. El hecho de que, en la propia capital de las Trobriand, el más im­ portante instrumento mágico del poder — la magia de la lluvia y la sequía— esté en manos de un extranjero, que la magia económica­ mente más importante, la del towosi, también haya estado repetida­ mente en manos de extranjeros, muestra cuán eficazmente puede im­ ponerse la influencia del rango sobre la doctrina A a través de la irjstrumentalización de la doctrina B. En efecto, no olvidemos que el rango siempre actúa a través de la relación padre-hijo, una relación que en las Trobriand está basada esencialmente en la regla del matrimonio./ No obstante, como ya hemos dicho, el rango actúa en ambos sen­ tidos. No sólo se impone a la matrilinealidad permitiendo a un padre de más alto rango dejar de lado los principios fundamentales de la filiación e introducir a sus propios hijos en su propia comunidad. También puede inclinar la balanza en favor del principio matrilineal. Esto sucede cuando una mujer de alto rango se casa con un individuo de rango inferior y se establece en la comunidad de éste. Sus hijos, especialmente los varones, serán personalmente caros al padre. Como padre deseará retenerlos en su comunidad tanto como un padre de alto rango desea retener a sus hijos de bajo rango en su propia aldea. Y en este caso el rango le ayuda, aunque de forma ligeramente dife­ rente. Se ve respaldado, no por su propio rango, sino por el de su es­ posa y el de la prole de ésta. Puesto que tal clase de mujer normalmente se casará con el dirigente de la comunidad, éste por lo general tendrá algún poder sobre sus propios parientes. No obstante, este poder no basta para permitirle conservar sus hijos a su lado de forma perma­ nente. Pero, dado que éstos son de rango superior y están respaldados por su tío matrilineal, pueden hacer lo que quieran. Si están de acuer­ do, pueden permanecer en la aldea del padre y nadie se atreverá a oponerse. Cuanto mayor sea la diferencia de rango, cuanto más noble sea el origen de la esposa, menor fuerza tendrán las objeciones a su residencia permanente en la aldea. De ahí, como veremos a continua­ ción, que el linaje más noble, el Tabalu, pudiera echar raíces en todo el distrito. Los sentimientos de los miembros del subclán autóctono son complejos. Por una parte, están orgullosos de mantener en su aldea un linaje de alto rango. Ello da prestigio a toda la comunidad y aumenta el poder y la posición de todos los individuos. Al mismo tiempo, a los mayores autóctonos les molesta verse colocados en un lugar subordinado. En efecto, siempre que individuos de más alto rango se establecen en una aldea, gradualmente van adquiriendo mayor poder. Puesto que cuando un dirigente retiene a sus hijos de mayor rango que él, no es un solo individuo quien queda asociado definiti­ vamente a la comunidad de aldea, sino todo un linaje. El hijo de alto rango de un dirigente o notable de rango inferior consigue los derechos de residencia vitalicios, no en virtud del rango de su padre, de su poder e influencia, sino por su status personal. Este status le permite

permanecer donde desee y lo convierte automáticamente en la persona más importante de la comunidad. Puesto que la nueva comunidad queda subordinada a él, también pasa a ser patria de sus descendien­ tes por línea materna. Desde este nuevo hogar preparará el urigubu para sus hermanas y los hijos de estas hermanas le sucederán en sus cargos. Los ejemplos concretos que se presentan a continuación mos­ trarán el funcionamiento gradual de este proceso, cómo un subclán de alto rango echa raíces paulatinamente en su nueva comunidad, ad­ quiriendo uno tras otro los diversos cargos y privilegios, de los cuales el desempeño de la magia de los huertos es, por regla general, el último que se consigue. Ahora se ve claro que, aún cuando la adopción de un hijo por parte de un jefe, en virtud de su rango superior, es en conjunto más frecuente y a veces más dramática, es menos importante que el asen­ tamiento de personas de alto rango en aldeas de bajo rango a través del matrimonio de una mujer con un hombre de un subclán inferior. La residencia de un hijo de bajo rango en la aldea de un padre de alto rango es un fenómeno que nunca sobrepasa una generación. Si el hijo se ha casado con la sobrina matrilineal del padre, los des­ cendientes automáticamente tendrán el título completo de ciudadanos y el linaje introducido queda eliminado. Si ha permanecido en la aldea del padre, pero se ha casado con una mujer de un subclán que no tiene derecho de ciudadanía, los descendientes de la mujer perte­ necerán al subclán de la madre y la influencia del padre del padre —que es un jefe o un dirigente de alto rango— nunca es suficiente para retener a los hijos de su hijo en la comunidad. Así pues, resumiendo: cuando el rango opera a través del padre da lugar al fenómeno que se repite con frecuencia, pero de influjo esporádico, de los residentes extranjeros. Es un fenómeno importante, pero no deja huella duradera sobre la constitución de la comunidad local y sobre los derechos fundamentales del régimen de propiedad de la tierra. Operando de padre a hijo, el rango no puede imponerse sobre la doctrina A. Operando a través de la esposa y permitiendo que los hijos de alto rango se establezcan en un poblado inferior, la doctrina D, como la hemos denominado, esto es, la doctrina del rango, da lugar a cambios permanentes de autoridad y soberanía sobre los nuevos territorios. También se impone a la doctrina A y la modifica eficazmente. Lo mejor será ilustrar estas consideraciones generales con casos concretos. La operatividad patriarcal del rango de padre a hijo ya se ha documentado detalladamente con anterioridad. Sólo quisiera aña­ dir que, al repasar la lista de nombres de antepasados de la fórmula 2, Bagido’u me dijo que, junto a su padre, Yowana, otros varios nom­ bres pertenecían a miembros del subclán Kwoynama; en otras palabras, que el desempeño de la magia de los huertos por un miembro de un subclán extranjero no era una excepción. Aparentemente sólo los miembros del subclán Kwoynama tenían permitido este privilegio.13 Volviendo ahora al otro fenómeno, sabemos ya que la expansión

de los subclanes de alto rango, su adquisición de derechos reales y completos de establecimiento, del título de toli con respecto a la tierra, de su magia y de otros cargos, no es de ninguna forma una recons­ trucción hipotética. Sabemos ya que el subclán de más alto rango, el Tabalu, ha adquirido una posición de privilegio en los lugares más ventajosos del distrito. Otros subclanes de rango —el Kwoynama, el Burayama, el Tudava y el Mwauri— se han trasladado de los luga­ res en que originalmente emergieron a otras comunidades. En con­ junto, la dirección del desplazamiento es de los lugares menos férti­ les, menos ventajosos, hacia los centros de los distritos ricos, agrupa­ dos alrededor de Omarakana. Por otra parte, los subclanes de bajo rango, tales como los cuatro linajes de Bwoytalu, la gente de Ba’u, el subclán original de Omarakana y otros muchos, que no es necesario enumerar, siempre han sido y permanecido autóctonos. Existe una clara correlación entre alto rango y movilidad, por una parte, y bajo rango y permanencia territorial, por otra. La única gente de alto rango e importancia que todavía habita en su lugar originario de emergencia y residencia son los Toliwaga de Kabwaku. Dado que el proceso de la difusión territorial es más visible en el subclán más alto, el Tabalu, y puesto que en su caso aún es posible estudiar las diversas etapas y por tanto el mecanismo de expansión, será conveniente repasar brevemente su historia. El primer antepa­ sado de este subclán salió de la tierra en el bosque de Obukula, cerca de Laba’i. La aldea está situada de forma característica en la costa noroccidental de la isla; en efecto, todas las creencias en los espíritus ancestrales así como la mayor parte de las leyendas sobre las primeras cosas apuntan hacia el noroeste, mientras que la expansión del desa­ rrollo cultural y sociológico tiene tendencia a producirse de noroeste a sudeste. No existen datos legendarios sobre cuándo el subclán T a ­ balu dejó Laba’i. Pero los actuales gobernantes del lugar, aunque per­ tenecen al clan Malasi, no son Tabalu, sino de un subclán de bajo rango. Alguna vez el Tabalu debió ser propietario del poblado de Lu’ebila. Siguiendo la posterior historia de este subclán, su centro principal fue durante largo tiempo la aldea de Dayagila, en la línea recta que une Laba’i con Omarakana. Pero también la abandonaron. Más adelante, según la tradición indígena, la capital fue Omlamwaluwa — un poblado, ahora extinto—, que floreció en el actual empla­ zamiento del bosque de Omarakana, o quizás inmediatamente al norte. Desde allí se trasladaron unos cuantos centenares de metros hacia el sur, a Omarakana y Kasana’i, asentándose el linaje más antiguo en la actual capital, el más joven en Kasana’i. Me resulta imposible re­ construir cuántas generaciones han pasado desde que esto sucedió. Las tradiciones de Omlamwaluwa, e incluso de Dayagila, son claras, pero de ninguna forma concretas o detalladas. La tradición sobre Lu’ebila es vaga, mientras que la que se refiere a los orígenes en Laba’i es firme pero claramente mitológica. La mayor parte de los datos poste­ riores tienen un carácter histórico mucho más concreto. Mientras que la línea antigua del Tabalu permaneció en Omarakana, algunas mu­

jeres de rango Tabalu se casaron en Gumilababa, la capital de Kuboma; en Kavataria, la aldea más importante de la laguna; en Kaduwaga, en la isla de Kayle’ula; en Sinaketa y Vakuta. Uno de los cen­ tros del subclán Tabalu —Olivilevi— apareció, no por matrimonio, sino por fundación independiente. Cierto número de personas de Omarakana se trasladaron allí, construyeron un nuevo poblado y admitieron a otros subclanes para que Ies sirvieran de criados y va­ sallos, hace dos o tres generaciones. Varios asentamientos, en particu­ lar Oyweyowa y Osaysuya, pasaron a ser súbditos del subclán Tabalu, que se asentó allí por el mecanismo del matrimonio; pero luego el linaje desapareció. Hace dos o tres generaciones, Kabwaynaya, una mujer Tabalu, se casó con el dirigente de Vilaylima. Mientras vivió ésta gobernó de jacto la comunidad y, después de su muerte, sus hijos continuaron siendo los jefes de la comunidad y del distrito. Sólo tuvo una hija, que murió sin descendencia. Por tanto, por el espacio de dos generaciones la aldea fue un centro Tabalu, y luego volvió a sus pro­ pietarios originales, pero durante este proceso mejoró claramente de rango. El caso más reciente es el asentamiento en Tukwa’ukwa de un jefe Tabalu, llamado Mosiribu; su madre se había casado con un di­ rigente local. Dado que Mosiribu tuvo una o dos hijas, que a su vez tuvieron hijos, Tukwa’ukwa promete convertirse en otro centro Tabalu. Lo que más nos interesa en el estudio de estos datos concretos es el grado en que ese subclán de más alto rango ha ido adquiriendo derechos y privilegios locales en las diversas aldeas a través de sus enlaces matrimoniales. Tomemos en primer lugar la capital. Los Tabalu han estado en Omarakana durante generaciones. Han echado raíces firmes en un doble sentido: por una parte, ahora están en po­ sesión de todo lo que la comunidad puede ofrecer: la tierra, todas las formas de magia, la jefatura suprema del distrito. Kiriwina es su tierra y la aldea central de Kiriwina, Omarakana, es su lugar de re­ sidencia, su territorio, su cementerio. En resumen, el suelo con el que están completamente identificados. Por otra parte, toda la gloria mi­ tológica y el poder de los Tabalu ha recaído sobre la aldea capital del distrito. La importancia de Kiriwina a ojos de toda la región reside en el hecho de que es el distrito de los Tabalu, de que Omarakana es su capital. Y aquí el sociólogo tiene que entrar con detalle en algu­ nos aspectos de la psicología indígena, respecto a la ley, la tradición, la mitología y el rango. Volvamos a algunos de los datos tratados en las primeras páginas de este capítulo. El concepto capital del régimen de explotación de la tierra es que todos los títulos y derechos sobre una¡ porción de territorio resultan de la emergencia inicial. Sin embargo, en esta coyuntura, descubrimos que en gran número de centros, no menos de catorce o quince, un subclán aparentemente no reivindica la soberanía territorial en virtud de la emergencia inicial, sino que, paradójicamente, la comunidad en que emergió este subclán ya no le pertenece. Parece haber una contradicción, y toda la importancia con­ cedida a la doctrina A parece muy exagerada. No obstante, esto sólo es una parte de la verdad. En realidad, la

doctrina A, aunque sometida a y ensombrecida por el principio del rango, de ninguna forma queda anulada por éste. Pues —y éste es un punto muy importante para nuestra comprensión de la mezcla de ideas legales y mitológicas de los trobriand— los Tabalu adquirieron en todos los casos los derechos sobre la tierra gracias a la cesión, por parte del subclán original, de los derechos de la emergencia inicial. Donde mejor pude estudiar este hecho fue en Omarakana. Pero se trata de un caso límite, puesto que aquí el clan soberano, en su linaje más importante, ha substituido a uno de los grupos locales más' hu­ mildes, y en Omarakana encontramos viva una tradición de que todos los privilegios de los Tabalu han sido adquiridos por explícita cesión por parte de los Kauva’u. En los mitos de los orígenes de la magia de la lluvia y el sol, descubrí que, casi siempre que me los contaban se mencionaba o bien que la mujer que dio a luz la lluvia y su magia traspasó los poderes a los Tabalu o bien que esto se hizo en alguna ocasión posterior. Como en el caso de las tierras de labranza, la pro­ piedad recae concretamente en el jefe. Pero el subclán de menor im­ portancia todavía retiene los títulos sobre algunas parcelas. Y la ca­ beza del subclán de menor importancia, Mema’okuwa, invariablemente figura junto a To’uluwa y los dirigentes del subclán Burayama como copropietario del territorio. Si tuviera que resumir las normas de la tradición, lo haría como sigue: los propietarios originales de Omara­ kana se sintieron muy honrados con la llegada de los Tabalu y ce­ dieron sus derechos de forma natural y voluntaria. Pero esta cesión tuvo que tener lugar. Los derechos actuales de los Tabalu son el re­ sultado de los siguientes hechos legales: ante todo, la emergencia ini­ cial del subclán original; en segundo lugar, la entrada y el matrimonio de mujeres Tabalu en la comunidad de Omarakana; y en tercer lugar, la cesión por parte del subclán original de todos los derechos a la ciudadanía, la tierra y la magia. Obviamente, una complicación se presenta por el hecho de que la magia que actualmente se practica en Omarakana no es ni la magia local de Laba’i ni la magia local del subclán Kaluva’u. Pertenece, como hemos visto, a Lu’ebila. Cuando pregunté por qué se practicaba allí esta magia, invariablemente me dijeron que era la mejor de todas las Trobriand y, por tanto, había sido adoptada por el subclán más alto. Gracias a un sutil proceso mental se había desarrollado la convicción de que esta magia pertenecía realmente a la tierra de Omarakana. Los indígenas se sentían siempre ligeramente perplejos cuando Ies hacía notar que no se trataba de la magia del suelo. Pero tales contradic­ ciones aparecen en las creencias y las instituciones legales indígenas de cualquier lugar. Así todo el proceso de expansión de los Tabalu presenta oiro interesante fenómeno: invariablemente comunican algo de su intrínseca gloria a la aldea en que se establecen; invariablemente también, asimilan bastante el color local de los habitantes autóctonos. Ya he mencionado en la Primera parte que en la laguna han aban­ donado los rígidos tabúes que, según el estricto ritual y las prescrip­ ciones de Kiriwina, constituyen la misma esencia de su rango. Tam­

poco cabe duda de que, por este abandono, algunos de los linajes Tabalu de la laguna han perdido algo de su rango. En realidad ya no son completamente iguales a sus parientes de Omarakana u Olivilevi. El proceso de expansión es, pues, un proceso de mutua adaptación. Comparando las comunidades en que la ascendencia Tabalu está bien establecida con otras en que su intrusión es más reciente, pode­ mos ver que el proceso de cesión es muy gradual. En Omarakana, así como en Kavataria, Gumilababa y Sinaketa, la clase gobernante se ha apoderado por completo de todos los cargos y privilegios. En Vakuta, los Tabalu son propietarios de la mayor parte de las tierras de cultivo, pero la magia de los huertos todavía sigue en manos del sub­ clán original, perteneciente al clan Lukuba. Igual ocurrió durante el breve reinado de los Tabalu en Vilaylima. En Tukwa’ukwa, actual­ mente el jefe Tabalu sólo tiene un campo. No practica la magia de los huertos y, por regla general, no actúa como dirigente de la aldea. Podemos suponer con seguridad que ese mismo proceso de adquisición gradual se dio en todas partes donde ahora encontramos al subclán Tabalu firmemente establecido. Los títulos sobre la tierra y otros pri­ vilegios se traspasan, uno por uno, al subclán de más alto rango. Y una vez completado el proceso los advenedizos obtienen la abso­ luta soberanía, ciudadanía y derechos sobre la tierra. Los títulos del subclán original permanecen latentes y subordinados, pero nunca se extinguen por completo. Su existencia se perpetúa en la mitología y en ciertos títulos secundarios sobre uno o dos campos. Parece ser que la última cosa que abandona es el ejercicio de la magia. Otro punto más debe añadirse aquí. Sabemos que, paralelamente a los mitos de la emergencia local, existe una historia importante y explícita sobre cómo los cuatro clanes salieron del suelo en el bosque sagrado de Obukula cerca de Laba’i. Esta historia nos cuenta cómo se estableció la gradación del rango de los cuatro clanes (cf. Myth in Primitive Psychology, cap. II). Finalmente, el Malasi se convirtió en el más importante: el clan dominante. Pero a los indígenas no les cabe la más ligera duda de que esta distinción sólo le corresponde a un subclán del Malasi, a saber, el Tabalu. No hay duda de que, en la mentalidad de los indígenas, este mito general establece a los T a­ balu como señores prioritarios de todo el distrito. El derecho a la ex­ pansión, a establecerse donde gusten, a asumir el dominio de cual­ quier comunidad, se basan en gran medida en este mito. Siempre que haya un conflicto entre dos influencias —y he encontrado tales con­ flictos en grado notable en Vakuta y Tukwa’ukwa, y los he revivido de forma ligeramente diferente en Kavataria—, los Tabalu se remi­ tirán al hecho de que todo el suelo de aquel distrito les pertenece en virtud de su emergencia inicial. Así, podemos decir que la doctrina de la emergencia inicial tiene dos vertientes: una está representada por los numerosos mitos loca­ les de la emergencia inicial; la otra por el mito general o nacional de la emergencia inicial de los cuatro clanes. Así completada y comple­

mentada, la doctrina A engloba en cierto sentido a la doctrina D. Y su validez no queda tanto subordinada como complementada por el principio del rango. No obstante, como quiera que lo tomemos y tanto si preferimos considerar las doctrinas A y D como independientes, o bien como interrelacionadas, podemos ver ahora cómo operan con­ juntamente las doctrinas A, B y D. También podemos resumir brevemente la contribución específica de la doctrina del rango en cuanto al régimen de explotación de la tierra. 1) Organiza las tierras del poblado en unidades mayores que representan un distrito. Dentro de este distrito, la explotación de la tierra va asociada al tributo substancial que se entrega al jefe en forma de urigubu, pokala y otros regalos. El jefe, por otra parte, acumula y almacena esta cuota de la producción del distrito y la utiliza más tarde en relación con empresas tribales, guerras y ceremonias públicas. Ade­ más de Kiriwina, donde este ahorro asume las mayores proporciones, tenemos distritos tales como Tilataula, Kuboma, Kaule’ula, Luba. En Sinaketa esta economía del distrito no tiene mucha importancia. 2) La influencia del rango proporciona la fuerza efectiva para el desplazamiento de los subclanes de una a otra comunidad local. De este modo se impone un parte sobre el principio de la emergencia inicial. En realidad, no obstante, se combina con éste y su fuerza de­ riva en última instancia del mismo, en la medida en que se convierte en una carta constitucional efectiva del régimen de explotación de la tierra. 3) Cuando un subclán de alto rango se establece, no expulsa a sus predecesores, sino que adquiere de ellos, con su consentimiento, los derechos efectivos sobre la tierra. 4) El rango también introduce una anomalía patriarcal en el sis­ tema matrilineal, por la cual pasan a formar parte del equipo agrí­ cola miembros adultos, que no tienen derecho legal a la ciudadanía ni a las tierras. La posición de estos individuos es más notable por­ que suelen desempeñar un papel dirigente, no sólo en la comunidad como tal, sino en la magia de la agricultura y en la organización del trabajo de los huertos. 4. L a p ro p ie d a d d e l a t i e r r a e n l a p r á c t i c a

La última fase de nuestra argumentación nos ha devuelto al equipo agricultor, que claramente entra dentro del tema de la propiedad de la tierra. Tal vez por un momento el examen anterior haya parecido desviarnos por los dominios de la sociología, la historia o la mito­ logía puras. En realidad, la posesión de la tierra sigue siendo en todo momento nuestro objetivo fundamental. Conviene recordar que la propiedad de la tierra es en esencia la relación entre el hombre y el suelo y que esta relación ha estado presente en todos los detalles de nuestra discusión. No nos hemos ocupado tanto de los aspectos téc­

nicos de la utilización del suelo como de los fundamentos últimos de los derechos del hombre sobre su territorio. Hemos tratado del ma­ trimonio y del rango. Pero en las Trobriand, el matrimonio es un elemento esencial de la residencia, y el rango equivale al poder; y puesto que la propiedad de la tierra es de hecho un problema de residencia y poder combinados, al discutir el matrimonio y el rango, estábamos tratando también los fundamentos de la propiedad de la tierra. También la magia, como sabemos, entra en cualquier trata­ miento de la tierra. No obstante, es hora de pasar a los verdaderos aspectos técnicos implicados en el manejo y la utilización de los derechos sobre un te­ rritorio. En efecto, ahora estamos en condiciones de establecer el fun­ cionamiento conjunto de las cuatro doctrinas. Los factores más im­ portantes son: el suelo, culturalmente determinado; el equipo agri­ cultor, esto es, el grupo que utiliza el suelo; mientras que una actividad — el ciclo hortícola— predomina entre todas las que integran la rela­ ción entre el hombre y la tierra, y en el presente contexto, tiene fun­ damental importancia un acto de este ciclo, a saber, el reparto de los terrenos en el kayáku. Con respecto al suelo, el hecho esencial de que un territorio de­ limitado pertenezca a un grupo de personas que viven en él es re­ sultado de las doctrinas A y D. Cualquier ulterior subdivisión del territorio en terrenos destinados a viviendas, bosques sagrados y, fi­ nalmente, tierras cultivables, resulta evidente de cierto número de exigencias económicas, usos y creencias (véase Doc. VIII).14 La sub­ división en campos y parcelas, que encontramos dondequiera que la tierra se somete a un cultivo regular, no tiene su origen en ninguna de las cuatro doctrinas, sino que más bien se trata de una organiza­ ción adecuada para la utilización y distribución de las tierras impuesta por las necesidades de la agricultura. Al mismo tiempo, el hecho de que los mayores campos se asignen de forma más o menos ceremonial a unos cuantos cabezas de subclanes, mientras que las parcelas se atribuyen individualmente en propiedad formal, es consecuencia de la convicción de que sólo pueden ser propietarios a perpetuidad de la tierra las personas con derecho tradicional de ciudadanía. Sabemos ahora que las pocas personalidades dirigentes que por regla general poseen tales derechos sobre los principales campos son los dirigentes de los subclanes locales que han emergido en el territorio y el diri­ gente del subclán de alto rango que se haya establecido allí. Después de lo tratado en la sección anterior, podemos añadir otro principio a las normas que gobiernan la enajenación, es decir, la transferencia de la tierra: el subclán autóctono puede traspasar uno o varios campos o parcelas a un clan de alto rango vinculado por matrimonio, el cual conservará estos títulos a perpetuidad. A veces, también un jefe de alto rango concede de forma permanente el título sobre una o más parcelas, o incluso sobre un campo, a la persona de su hijo, de bajo rango. Tal título puramente formal expirará con la muerte del pose­ sor o incluso a la muerte de su padre. Estos títulos no se incluyen en

nuestra lista de derechos del capítulo X I porque son muy excepcio­ nales e, incluso cuando existen, tienen escasa importancia. Baste esto por lo que respecta a los aspectos legales del suelo. Pasando ahora al equipo agricultor, poco hay que añadir a la descrip­ ción presentada hacia el final de la sección 2. Pero ya no nos asom­ brará encontrar en el equipo agricultor miembros adultos que no tie­ nen derecho a figurar en el ni por el principio de la emergencia inicial ni por la regla del matrimonio: me refiero a los hijos adultos del jefe que han permanecido en la comunidad del padre gracias a la tole­ rancia del uso tradicional. Tampoco nos asombrará que uno de ellos dirija los procedimientos y actúe como mago de los huertos. Hemos encontrado estos fenómenos en las personas de Yowana, Motago’i, Dayboya y Kayla’i, y como sabemos pueden considerarse casos repre­ sentativos. También podemos comprender que en determinados casos el equipo agricultor incluya extraños de un rango superior al de los ciudadanos locales. Se tratará de hijos de una mujer de rango que se ha casado en una aldea de plebeyos. Al respecto podemos adelantar que serán precursores de un linaje de nuevos colonos de alto rango. Estos últimos, por su misma presencia en el equipo agricultor, poseerán títulos intrínsecamente más seguros que los hijos del jefe. Dirijamos ahora nuestra atención al principal acto en que se asig­ nan los terrenos. Me refiero al kayaku. Ahora podremos expresar con mayor detalle, en términos de la propiedad de la tierra, el procedi­ miento de esta reunión, descrito en el capítulo II (sec. 3). Huelga co­ mentar aquí el papel dirigente que juega el jefe que representa al subclán autóctono más antiguo o bien al subclán de más alto rango. Tampoco es necesario entrar en el rol del towosi, que puede coincidir en la persona del dirigente o corresponder a su pariente más próximo o bien a su hijo privilegiado. También entendemos ahora por qué los cabezas de los subclanes autóctonos no siguen actuando como diri­ gentes o como magos y, sin embargo, su consentimiento es necesario para cultivar los campos cuyos títulos han retenido. Pasando a la distribución de las parcelas individuales dentro de cada campo, debemos completar nuestra información de forma más substancial. El verdadero reparto de las parcelas no tiene lugar públi­ camente en el kayaku, sino mediante arreglos privados previos. Cada parcela de los campos que se ha decidido cultivar tiene un propietario individual y éste tiene derecho preferente sobre su parcela. Si por razones generales le conviene cultivarla, tiene derecho a hacerlo sin más formalidades. Pero puede tratarse de un propietario absentista. O bien puede ser que un hombre posea varias parcelas en un campo demasiado alejado para cultivarlo él mismo. Por otra parte, en la comunidad siempre existe cierto número de personas —residentes ex­ tranjeros, miembros jóvenes de los subclanes locales, o personas que, si bien tienen títulos de propiedad sobre alguna parcela, no las poseen en el campo elegido para el cultivo— que tendrán que dirigirse al propietario de cada parcela que quieran cultivar. Este acto en el que se solicita permiso para cultivar se describe con el término habitual

para rogar o pedir, nigada. Cuando tiene lugar el kayaku ya se ha conseguido el permiso de los propietarios y todo el mundo sabe per­ fectamente qué parcelas cultivará. Pero el reparto oficial de tales par­ celas en el kayaku cumple la función legal de cerrar el trato y deter­ minar el uso efectivo de las parcelas durante el tiempo que dure el ciclo hortícola. En las comunidades de alto rango, la propiedad de la mayor parte de las parcelas se concentra en una mano (cf. Doc. VIII). En las comunidades de bajo rango, en conjunto, la propiedad está mucho más diversificada. Esta concesión de una parcela por un ciclo agrícola, suele ir segui­ da de una transacción económica. Después de la recolección, el cul­ tivador entrega al propietario unas dos cestas de taytu y quizá tam­ bién una cesta de kuvi. El regalo se denomina kaykeda y representa una vigésima parte del producto total. Este regalo no puede conside­ rarse realmente un arrendamiento económico, ni por la substancia, cuantitativamente demasiado pequeña, ni tampoco por lo que respecta a la psicología indígena. Más bien es una muestra de aprecio, y per­ tenece a la categoría de regalos que acompañan todas las transaccio­ nes legales. De hecho, es muy frecuente que el propietario devuelva el regalo o retribución kaykeda al arrendatario, en forma de un regalo denominado takola o takwalela, término genérico para designar la re­ tribución de alimentos mediante un objeto precioso (vaygu'a) o utili­ tario ( gugu’a ), como una lanza, o un escudo, una pequeña olla de guisar, o una pequeña cuchilla de piedra. Este takola, por regla general de valor superior al regalo original, se devuelve a su vez en productos hortícolas, y esta devolución se denomina karihudaboda o vewoulo: varía en cantidad y debe corresponder al valor corriente del takola, pero sin excederlo. En el norte, el kaykeda es un poco mayor que en el sur, y también se devuelve más escrupulosamente. En Vakuta, a veces se omite incluso el primer pago (kaykeda). Conque, en térmi­ nos muy generales, el usuario no compensa substancialmente al pro­ pietario por permitirle cultivar la parcela. En las condiciones actuales, en que el producto agrícola ha perdido valor frente a los artículos manufacturados, el propietario incluso puede salir perdiendo en la transacción. Esta es la razón de que en la actualidad muy rara vez se entregue un takola, probablemente sólo cuando por alguna otra razón el propietario del baleko deba hacer algún regalo al arren­ datario.15 A veces se concede todo un campo (kw abila). Esta transacción tendrá lugar entre los dirigentes de dos comunidades con el consen­ timiento de todos los miembros. Algunas aldeas tienen menos terri­ torio del que necesitan. Otras están pobladas únicamente por extran­ jeros. Tal era el caso de Kuluwa, una colonia de Okaykoda, fundada unos treinta o cuarenta años después de la guerra. Además, algunas comunidades son «propietarias» de un campo o dos tan alejados de sus asentamientos que, a veces, los ceden a las aldeas vecinas (cf. Do­ cumento VIII). La concesión de un Kwabila entrañará un regalo mucho más substancial, por parte de la comunidad usuaria, al diri­

gente o «propietario» del campo. Este se compensará con un objeto precioso, vaygu’a. También en este caso la transacción tiene más bien carácter de intercambio de regalos que de arrendamiento económico. Los arreglos preliminares al consejo de los huertos y la actuación de éste quizá sean la parte más importante del procedimiento legal en el verdadero reparto de las parcelas. Hemos mencionado la fuerza legal derivada del carácter público del procedimiento, de la solemnidad de la arenga y del reparto público de las tierras. Todas las decisiones y todas las asignaciones del kayaku tienen carácter de contrato público. No obstante, las transacciones del consejo de los huertos no tienen más importancia que el hecho de declarar públicamente qué ciuda­ dano cultivará tal o cual parcela. Todo el mundo tiene que contar con tierra suficiente para sus necesidades. También aquí, para comprender toda la amplitud de las fuerzas que gobiernan el reparto de los terre­ nos, será preciso examinar a fondo y conjuntamente las consideracio­ nes legales y las económicas. Algunas de las personas que residen en la aldea tienen un derecho legal directo. Son los ciudadanos. Los re­ sidentes privilegiados, como los hijos del jefe, o los hijos de un diri­ gente de rango más alto que el suyo propio, tienen derecho a la tierra por las mismas razones que les permiten residir en la aldea. Por úl­ timo, los criados del jefe o los subordinados del dirigente residen allí porque es útil su contribución en la producción de la cosecha. Sus derechos se basan en parte en la utilidad económica de lo que pro­ ducen para una persona que está en el poder, y en parte en la posi­ ción legal de su patrón. Cuanto menores son los derechos positivos de un individuo, mayor es por regla general la influencia de la per­ sona que le protege y utiliza. La tierra y el trabajo, los dos elementos fundamentales de la producción agrícola, están bien equilibrados en las Trobriand. Aquellos que fundamentalmente proporcionan trabajo cuentan con suficiente cantidad de tierras para que su trabajo resulte útil. Sólo los hechos en su totalidad permiten comprender cómo fun­ ciona este sistema y, según hemos visto, funciona sin demasiados roces. Estamos ahora en condiciones de resumir brevemente las razones de que en las Trobriand sean tan poco frecuentes las violaciones del derecho de propiedad de la tierra y sólo se tomen medidas ocasiona­ les para salvaguardarlo y defenderse contra el robo. Las verdaderas fuerzas que protegen la propiedad de la tierra y del producto nacen del funcionamiento integral de toda la organización económica de la agricultura; de las ideas inherentes al rol del hombre como horticul­ tor y de la forma en que se utiliza el producto. Por supuesto, la tierra sirve fundamentalmente para producir frutos esto es para la producción de alimentos. Ahora bien, para los trobriand los alimentos no son simplemente algo útil para el consumo y codi­ ciado en el sentido en que una persona puede ambicionar algo para apropiárselo y utilizarlo más adelante. Como sabemos por nuestra descripción de la cosecha, los alimentos producidos se exhiben, su abundancia redunda en gloria al productor, se ceden parte de ellos para satisfacer el orgullo familiar y personal, y la otra parte se re­

tiene. La cantidad de comida, que se da o se recibe o se posee, depen­ de en gran medida del status personal. Por una parte, está limitada por el rango del individuo. Como sabemos, no debe exceder de una determinada cantidad; pero, por otra parte, la escasez es motivo de gran vergüenza personal. Mendigar alimentos es algo muy degradante y el peor insulto es decir que a alguien le falta comida, que no tiene comida. Ahora bien, esta actitud es tan profunda que penetra hasta la apropiación ilegítima de los alimentos. Los indígenas distinguen entre vayla'u, el robo de comida, y kwapatu, el robo de cualquier otra cosa, y el primero es infinitamente más reprensible y vergonzoso. No exis­ ten medidas para proteger los frutos maduros en los huertos abiertos; durante la cosecha, cuando todo el mundo está ocupado arrancando los tubérculos y apilándolos en los cobertizos, no se organizan para dormir en los huertos ni vigilarlos. Muchas veces me dijeron que jamás nadie vayla’u (roba productos). Sin embargo, la misma exis­ tencia de la palabra y el fuerte desprecio que sienten los indígenas ante la idea sugiere que deben darse casos; pero son raros. Aparente­ mente, los peligros de la publicidad y la vergüenza son suficiente protección contra las incursiones. Además, nadie tiene verdadera ne­ cesidad de comida; pues cuando la necesita, cualquiera puede obtener bastante de sus parientes consanguíneos o políticos. Además, robar una cantidad de tubérculos que merezca la pena y llevárselos al pro­ pio cobertizo presentaría demasiadas dificultades técnicamente y sería demasiado fácil de descubrir. El sentido del honor personal y de la ambición, asociados con la buena horticultura, están fuertemente de­ sarrollados. Existe una actitud moral por la cual el trobriand medio desdeña la idea de utilizar el taytu de otro. Y este sentimiento moral en conjunción con las disposiciones reales, especialmente el carácter pú­ blico y abierto de la recolección y el amontonamiento y exhibición del taytu, que siguen de inmediato, actúan como eficaces salvaguardas.16 La actitud respecto a la producción se extiende a la tierra. Una comunidad se sentiría profundamente insultada si alguien sugiriese que tiene una cantidad insuficiente de tierra. Comunidades tales como Kuluwa, ya citada, establecidas en territorio extranjero tras perder una guerra, deben verse profundamente heridas en su ambición personal al tener que depender de otras para la tierra. En los viejos tiempos, una comunidad como ésta hubiera vuelto a su propio territorio al cabo de unos cuantos años. El hecho de que Kuluwa no lo hiciese se debe a la decadencia del viejo orden tribal y también a que, a con­ secuencia de la considerable disminución de su número, los indígenas tienen ahora más tierra y han podido adaptarse a la nueva aldea. Eso mismo hizo posible la fundación de Olivilevi. Antes, la comu­ nidad hubiera vuelto a su territorio natural e inalienable. La esta­ bilidad de los límites territoriales se consideraba casi como un hecho natural. No puedo asegurar si alguna vez se produjeron cambios en los límites exteriores de los campos de un poblado. Quizá las comu­ nidades poderosas, tales como Omarakana y otras aldeas de los Ta-

balu, se hayan expansionado lenta y paulatinamente porque nadie se atrevería a acusarlas de ello. Pero, en realidad, en tiempos normales había tierra suficiente para todo el mundo, mientras que en las esta­ ciones de sequía no tenía importancia el problema de disponer de más o menos tierra. Los límites de las parcelas, evidentemente, no debieron modificarse. Los únicos objetos relacionados con la tierra y la fertilidad que están expuestos al robo son las frutas y los árboles frutales, sobre todo los cocoteros y las palmeras de areca. Para éstos sí existían determi­ nados dispositivos contra los robos. Se rodeaba el tronco del árbol con una franja llamada kaytapaku, hecha de hoja de palmera o de un trozo de hoja seca. Sobre esta se recitaba una magia protectora que contenía una maldición para cualquiera que osase tocar los frutos del árbol; tal individuo debería caer víctima de una u otra de las enfer­ medades citadas en el conjuro. Por regla general, tales fórmulas con­ tenían una invocación al espíritu de los bosques (tokw ay) que así protegería la propiedad infligiendo enfermedades a los transgresores. Los indígenas creen que a la violación de tales marcas protectoras sigue invariablemente una enfermedad y todo el mundo tiene gran respeto a estas señales de «Peligro».17 5.

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DE EXPLOTACIÓN DE LA TIERRA

En este libro el tema del régimen de explotación de la tierra nos ha servido para establecer una o dos cuestiones de método. A la vez que se ha beneficiado de este tratamiento preferencial, es posible que en cierta medida también se haya visto afectado por ello. Primero lo desmembramos, incluso lo diseccionamos, en el capítulo XI, para vol­ verlo a montar luego de forma preliminar; y entonces reconstruirlo sobre este andamiaje con la elaboración algo engañosa. Las discusio­ nes y las descripciones pueden haber ido demasiado lejos en la pre­ tensión de no perder ningún aspecto, especialmente en el terreno de la mitología, de la organización social, de la historia y de los tecni­ cismos legales. Con todo esto, creo que ha quedado claro que la dis­ cusión de la propiedad de la tierra es un aspecto de la agricultura. Por tanto, en un cierto sentido, algunos de los elementos más impor­ tantes del régimen de explotación de la tierra en los dos últimos ca­ pítulos sólo se resumieron brevemente y se trataron en su totalidad en los anteriores. Al mismo tiempo, nunca se insistirá bastante en que el régimen de explotación de la tierra es una relación de los seres humanos, de los individuos y los grupos, con el suelo que cultivan y utilizan. Por una parte, esta relación transforma la tierra: los seres humanos la subdividen, clasifican y reparten, rodeándola de ideas le­ gales, de sentimientos, de creencias mitológicas. Por otra parte, su misma relación con el suelo lleva a los seres humanos a vivir en fa­ milias, a trabajar en la comunidad de una aldea, a producir en equipo,

a organizarse en base a las creencias comunes y el ritual mágico co­ mún. De esta forma, el tratamiento del régimen de explotación de la tierra tiene que ocuparse tanto de la sociología, como los detalles to­ pográficos; sobre todo, debe remitirse constantemente a las actividades económicas. Y puesto que la posesión también significa seguridad de la propiedad y de los títulos, necesariamente hay que ahondar pro­ fundamente en la tradición histórica y en las bases mitológicas. Así pues, no tengo que disculparme por haberme extendido sobre la ciudadanía al mismo tiempo que sobre el régimen de explotación de la tierra, y por haber descrito los fundamentos legales y mitoló­ gicos junto con las actividades económicas. No obstante, pudiera ser interesante intentar separar el régimen de explotación de la tierra en su sentido más estricto de la complicada tela de araña de ideas y prác­ ticas descritas en las anteriores secciones. En el sentido más estricto, el régimen de explotación de la tierra es el cuerpo de normas que gobierna la práctica del cultivo y el reparto del producto. Con los conocimientos que hasta aquí hemos acumulado casi podemos visua­ lizar el proceso agrícola así como sus consecuencias. Consideremos a vista de pájaro lo que ocurre en las Trobriand a lo largo de un ciclo agrícola pongamos por caso. Lo primero que percibiría este imaginario ojo de etnógrafo que observa el territorio e integra los hechos en un lapso de tiempo (o si se tiene una mentalidad mecánica se puede imaginar un tomavistas gigante que operara desde un helicóptero) sería la coordinación entre el territorio y los grupos humanos. En cierto sentido, la misma similitud de los procedimientos y también de las ocasionales transacciones económicas permitirían identificar a las Tro­ briand como una zona homogénea en toda la cual el régimen de ex­ plotación de la tierra presenta el mismo aspecto. Pero las verdaderas unidades significativas serían los distritos. Dentro de tales distritos el ojo del etnógrafo percibiría la acumulación anual de productos en un centro: la capital. También registraría los ocasionales repartos de estos productos entre las distintas secciones de todo el distrito. Esta realidad objetiva observable sería un cuadro sumario que correspon­ dería a los derechos del jefe sobre el territorio de su distrito, a los beneficios que obtiene de él y que invariablemente vuelve a repartir. El ojo del etnógrafo también registraría dentro de cada comuni­ dad, el proceso anual de distribución de las distintas parcelas a cada jefe de familia o adulto residente, la permanente división del territo­ rio en campos, y su subdivisión en parcelas con límites claramente señalados de forma indeleble. Si nuestro aparato registrador pudiera distinguir entre los grupos de parentesco, por medio de etiquetas colo­ readas sujetas a cada individuo, pongamos por caso, la sociología del verdadero equipo agricultor quedaría claramente definida. Por tales medios, también podrían percibirse los sistemas que gobiernan la dis­ tribución del total anual producido. Una gran parte de éste perma­ necería en la comunidad de la aldea. Probablemente menos de la mitad podría seguirse hacia otros lugares donde el color del subclán local, o de los subclanes, correspondería al de algunas mujeres de

una unidad doméstica y de sus hijos. El papel de la familia dentro del equipo agricultor quedaría claramente registrado como una cooperación regular y sistemática de sus miembros en las mismas parcelas. No obstante, para reconstruir lo que nuestras plausibles deduccio­ nes nos enseñan sobre la historia pasada tendríamos que imaginar nuestro aparato aportado sobre las Trobriand y registrar lo que fuera ocurriendo allí durante mucho más tiempo —generaciones y épocas históricas— . Entonces, en primer lugar nuestro aparato nos mostra­ ría los hechos de la emergencia inicial. Lo que en realidad ocurrió, el pasado histórico verdadero que corresponde a la creencia indígena sobre la mujer y el hermano que brotaron del suelo ambos cargados con toda clase de parafernalia: es algo que sólo podemos barruntar vagamente. Es probable que la actual población de las Trobriand sea producto de una mezcla de razas y culturas. Los mitos locales de la emergencia pueden hacer referencia a asentamientos de un grupo emi­ grante; pueden expresar los derechos del clan autóctono reflejados en un conjunto mitológico de ideas por los invasores. Todo esto puede resultar pintoresco, pero la especulación no es muy rentable. No obs­ tante, el aparato registraría invariablemente el desplazamiento de al­ gunos subclanes y la estabilidad de otros. También nos describiría el mecanismo a través del cual tienen lugar estos desplazamientos. Como sabemos, normalmente este mecanismo es el que puede denominarse de adopción por matrimonio. ¿Se han dado históricamente desplaza­ mientos más violentos, más catastróficos? En la tradición no hay rastro de ellos y, en todo el período en que la cultura de las Trobriand haya sido lo que ahora es, no ha podido tener lugar ningún cambio de territorio por conquista. Los dos únicos casos en que hay cons­ tancia de desplazamiento de una comunidad entera, o sea, los de Kuluwa y Olivilevi, no se debieron a una conquista, sino a una derrota. A lo largo de todo el proceso vemos cómo se configura un cuadro objetivo del régimen de explotación de la tierra. Por una parte, es un sistema de los usos reales y efectivos que recaen sobre el equipo agri­ cultor. Por otra, es una larga lista de títulos legales que expresan los distintos derechos, la mayor parte de los cuales llevan aparejados al­ gunos privilegios, a veces algunas obligaciones. Los títulos puramente formales, legalmente válidos y mitológicamente fundados que, como sabemos, recaen sobre los subclanes de emergencia o sobre los sub­ clanes de rango, no siempre van paralelos al uso de la tierra. Ahora sabemos exactamente dónde y por qué se rompe este paralelismo y cómo se reajusta mediante algunas doctrinas o usos superpuestos. La esencia de la complejidad de las Trobriand consiste en la particula­ ridad de que la propiedad de la tierra recae legalmente en el subclán, mientras que el uso económico efectivo está en manos de un grupo de personas en el que sólo los hombres están ligados por lazos de pa­ rentesco, pero que también incluye a las esposas y los hijos de éstos. La clave de estas complicaciones sólo puede lograrse mediante un conocimiento claro y completo del funcionamiento del matrimonio matrilineal y patrilocal, la limitada influencia paterna del trobriand y

los diversos ajustes entre los dos principios, el matrilineal y el pater­ nal — ajustes en los que el rango juega un papel destacado. Hay, así, una permanente escisión — o quizá, mejor dicho, existe una doble fa­ ceta en la propiedad. En su aspecto productivo, recae sobre los hom­ bres de una comunidad local, sus esposas y sus hijos. Esta aglomera­ ción de familias también constituye, en gran medida, el grupo de los consumidores. Simultáneamente, los hombres y las mujeres de los mismos subclanes mantienen conjuntamente los derechos legales de su patrimonio matrilineal (si puede acuñarse este término compuesto). Y esta unidad se personifica en la institución del urigubu. Ahora podemos contemplar otra vez el camino que hemos recorrido en nuestro intento de recoger todos los datos necesarios para construir el hecho invisible de la propiedad de la tierra. Ahora podemos docu­ mentar algunas de nuestras primeras inferencias y cuestiones de mé­ todo. Nuestro análisis partió de la crítica de la técnica fácil, casi po­ dría llamársele la inevitable trampa que acecha al investigador de campo que se ocupa del régimen de explotación de la tierra y proble­ mas similares. La aproximación verbal, la recogida de explicaciones sobre quién es el propietario, lleva inevitablemente a adoptar una pers­ pectiva legalista natural en un funcionario político o en un abogado europeo. Se obtiene un catálogo de títulos que —como señalamos (ca­ pítulo XI, sec. 3) resulta inservible tal como se presenta. Hemos visto cómo algunos títulos explícitos y bien establecidos sobre la tierra tie­ nen simplemente una significación arcaica; otros son puramente hono­ ríficos; otros tienen importancia legal, pero no económica; otros a su vez son puramente metafóricos. Con objeto de definirlos en sus rela­ ciones mutuas y en su grado de importancia es preciso analizarlos desde el punto de vista funcional. Al estudiar cómo funcionan los tí­ tulos en la producción —permitiendo que algunas personas reclamen el habitual ingreso anual por matrimonio y otras acumulen tales in­ gresos en grandes cantidades— y cómo algunos títulos sirven para mantener la unidad del subclán, aprendemos a conectar los aspectos económico y legal de la institución. Ello permite comprender por qué es indispensable estudiar todas las bases legales y también mitológicas de las prerrogativas y los de­ rechos indígenas. Esta consideración proporciona a la propiedad de la tierra sus fundamentos en la creencia indígena. En efecto, en su urdimbre mitológica y legal, la propiedad de la tierra se entrecruza con la trama matrilineal de la sociedad. En nuestro análisis económico vimos cómo los distintos derechos, títulos y referencias honoríficas funcionan como causas efectivas en la producción y en el consumo. Con respecto a la producción, encon­ tramos que en la agricultura el uso eficiente se logra a través de la cooperación; cooperación en el cultivo significa residencia, de tal forma que la residencia ha sido en todo momento el concepto clave de nues­ tra exposición sobre el régimen de explotación de la tierra. Tanto si se basa en el inalienable derecho derivado de la emergencia inicial como si es por asentamiento en virtud del rango, o por tolerancia tra­

dicional, la residencia siempre da completo derecho al cultivo dei suelo. Puede tener algún interés señalar cuán fútil se vuelve la distri­ bución entre propiedad comunal e individual a la luz de nuestro exa­ men. A lo largo de toda nuestra investigación hemos mostrado cómo cualquier derecho, cualquier relación entre el hombre y el suelo es categóricamente a la vez individual y concertada. En efecto, mientras que la teoría de la emergencia inicial implica en gran medida un gran grupo consanguíneo, el subclán, en sus orígenes este grupo está re­ presentado por un individuo —la primera antecesora, quizá con otro, el hermano— y actualmente su constitución también está represen­ tada por un individuo, el dirigente. Se diversifica según el sexo, se estratifica por la edad, se subdivide en linajes menores. Además, in­ cluso dentro del subclán y por lo que respecta a la propiedad de la tierra, existen títulos individuales y la tierra se subdivide, como para satisfacer el deseo de distinguirse de los demás. Pues aunque de al­ guna forma la propiedad personal de las parcelas se aproxima a nues­ tra idea de los hechos decisivos en el régimen de explotación de la tierra, en las Trobriand sólo tiene una importancia económica muy pequeña. Pero es extremadamente importante en la medida en que demuestra el escaso peso del llamado «comunismo primitivo» en la actitud económica de los indígenas. Casi para vejar a los teóricos de la antropología, los trobriand insisten en tener parcelas propias aso­ ciadas a su nombre propio. Esta vieja oposición es un atajo viciado y sin sentido porque, a lo largo de nuestro examen, el verdadero proble­ ma no se planteaba en términos de individualismo y comunismo, sino en cuanto a la relación entre derechos colectivos e individuales. Además, en la explotación del suelo, encontramos nuevos grupos: la familia, la comunidad de la aldea y el equipo agricultor. También aquí el hombre suele actuar como un individuo. Es responsable de su propio huerto compuesto de varías parcelas. Si está casado, actúa como cabeza de una familia individual. Pero el hombre soltero puede culti­ var por y para sí mismo hasta el momento de disponer de sus produc­ tos cuando, también, actuará como cabeza individual de la familia de su hermana. Pero incluso entonces nunca actúa aisladamente. Su in­ dividualidad, por regla general, es el punto de confluencia de dos grupos: su propia familia y el grupo consanguíneo matrilineal en que actúa como hermano. Además, es miembro de un grupo cooperativo —el equipo agricultor— en el que probablemente se verá implicado en determinadas fases del trabajo comunal, y en todo momento tendrá que cargar con ciertas responsabilidades comunitarias. El jefe y el dirigente reciben una gran parte de los ingresos en cuanto individuos. Pero actúan claramente para sus familias, mientras que el jefe de distrito actúa para todo un grupo de aldeas. Puede de­ cirse que cualquier individuo representativo y sobresaliente, tanto si se trata del mago como del jefe político, invariablemente actúa en una doble capacidad: como individuo y como representante a través del grupo y para éste.

Ninguna distinción resulta más infructuosa y pobre en la socio­ logía primitiva que la que se establece entre individualismo y comu­ nismo. El comunismo sólo es posible, como realidad cultural, con el advenimiento de la máquina. En la medida en que el ser humano tiene que servirse de la máquina, adapta su trabajo y su mente a los mecanismos y depende para su existencia de los bienes fabricados por la máquina, se desarrolla un nuevo fenómeno sociológico. Por una parte, los seres humanos resultan más útiles cuanto menos diferencia­ dos están. El hombre pasa a ser una parte intercambiable del vasto mecanismo humano que sólo es una contrapartida del mecanismo ma­ terial. Por otra parte, la satisfacción y la felicidad personal de un individuo sólo puede lograrse si se mantiene en completa concordan­ cia con la gran mayoría de sus conciudadanos, con quienes tiene que consumir los mismos bienes, leer los mismos periódicos, conmoverse con las mismas películas, marchar al compás de los mismos himnos, sean de alabanza al comunismo o al fascismo.

! Véase también la nota 45 del Apéndice II, sección 4. 2 Cf. cap. I, sección 7. El lector notará que de alguna forma el mito de Tudava no es coherente con los mitos locales de los orígenes. 5 P ara el mito relacionado con Inuvayla’u, cf. Vida sexual de los salvajes, pá­ ginas 347-355. 4 Véase también la nota 46 del Apéndice II, sección 4. 5 Para la clasificación de las tierras, cf, Vol. 2, Quinta parte, div. I, §§ 6-8, „y capítulo I, sección 8; y para la parcelación del suelo cultivable, §§ 13-20, y cap. II, sección 3. 6 En otro de mis escritos lo he formulado como sigue: «L a importancia socio­ lógica de estas descripciones de los orígenes sólo resultará clara para el investigador europeo que comprenda las ideas legales indígenas sobre la ciudadanía indígena y los derechos hereditarios sobre el territorio, los bancos pesqueros y las zonas de caza». (Myth in Primitive Psychology, pág. 5 4 ). Allí también se encontrarán algunos datos adicionales relativos a los mitos de los orígenes. 7 La palabra tolibaleko se utilizaría también como forma de cortesía para el hombre que cultiva una parcela durante una estación. Sin embargo, si se hace una pregunta inquisitiva como: «¿Quién es el verdadero dueño de la parcela?» (avayía’u tolibaleko mokita?) o «¿De quién es propiedad, esta parcela de huerto?» (avayla la baleko toulela?), se obtendrá el nombre del propietario legal permanente. 6 Cf. Argonautas del Pacífico occidental, págs. 185 y 186, y Vida sexual de los salvajes, pág. 178. ’ A mi modo de ver, el sistema pokala, que apenas proporciona beneficios al comprador, mientras que suministra un regalo substancial al m ás viejo manifiesta antes el deseo del heredero de pagar un tributo a su predecesor que un verdadero acto de compra. Esto haría fácilmente comprensible su nombre, pokala, idéntico al de «tributo». 10 Cf. también m i artículo «Balom a» en J.R.A.I., 1 9 1 6 . 11 Sabemos ya que el mago puede ser hijo del dirigente. Esto, desde luego es una excepción y no afecta a la norm a general, pues el cargo de mago siempre revierte al subclán. 11 Estoy utilizando aquí los términos «patriarcal», «patriofílico», «matrilineal» y «matriarcal» en el sentido que el contexto claramente define. E l lector inteligente comprenderá que simplemente intento definir el carácter de determinadas organiza­ ciones, leyes y costumbres. Denomino «patriarcales» aquellas que aumentan el po­ der del padre, las que aumentan el poder del hermano de la madre las llamo «m a­ triarcales». No obstante, si el lector conoce alguno de mis otros escritos, sabrá que en mi opinión ninguna sociedad humana se constituye exclusivamente sobre e! principio del patriarcado ni del matriarcado; que incluso la filiación nunca es ex­ clusivamente matrilineal ni patrilineal; sino que siempreexiste un compuesto de ambos principios, aunque la balanza puede inclinarse decididamente hacia uno u otro lado. 13 Cf. comentario: 2 a F. M. 2 en Vol 2, Séptima parte. 14 Véase también la nota 47 del Apéndice II, sección 4. 15 Véase también la nota 48 del Apéndice II, sección 4.

16 Por lo que yo sé, los trobriand no tienen ninguna creencia sobre el robo de tubérculos por medio de la magia, una creencia que, según el doctor R. Fortune, tiene gran fuerza entre los indígenas de Dobu (véase los Sorcerers of Dobu, espe­ cialmente el capítulo sobre la agricultura). N o he hecho ninguna investigación directa sobre el asunto, pero difícilmente hubiera dejado de enterarme, 17 Véase también la nota 49 del Apéndice II, sección 4.

TERCERA PARTE

DOCUMENTOS Y APENDICES

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