El cuerpo freudiano : psicoanálisis y arte
 9789871772087, 9871772084

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LEO BERSANI

EL CUERPO FREUDIANO PSICOANÁLISIS Y ARTE

#1curtvo J r püU M irla y ensero C d i c i o n c * lit e r o le *

Bersani, Leo E l cuerpo freudiano: Psicoanálisis y arte. - I a ed. - Buenos Aires : El cuenco de plata, 2011. 152 pgs. - 21 x1 4 cm. - (Teoría y ensayo) Título original: The Freudian B od y: P sych oanalysis an d A rt T radu cción : M a rta Iturriza ISBN : 978-987-1772-08-7 1. Psicoanálisis. 2. H istoria del Arte. I. Iturriza, M arta, trad. II. Título C D D 150.195

© 1986. Colum bia University Press © 201 1 . Ediciones Literales © 201 1 . El cuenco de plata

E dicion es L iterales D irectora: M arta O livera de M attom Tucum án 1841 (5 001) C ó rd o b a, Argentina E d _ lite ra les@ c iu d ad .c o m . ar El cuenco de p la ta SR L D irector: E dgardo R u sso D iseño y producción: Pablo H ernández Av. R ivadavia 1559 3° A (1 033) C iu dad de Buenos Aires w w w .e lc u e n c o d e p la ta .c o m .ar

Hecho el depósito que indica la ley 11.723. Impreso en febrero de 2011.

Leo Bersani

cuerpo freudiano Psicoanálisis y arte

Traducción de M arta Iturriza

el cuenco de plata

te o ría

y ensayo

C dieion^s literales

En memoria de Michel Foucault

Introducción

¿De qué manera se benefició o cómo sufrió Freud por toda la atención que se le prodigó en Norteamérica y Europa durante los últimos quince o veinte años? El texto freudiano se convirtió en un objeto privilegiado de lo que se conoce, de manera un tanto laxa en los estudios literarios, como crítica deconstructiva y, a la vez, al menos en Francia, en una fuente renovada de inspiración conceptual para la comunidad psicoanalítica1. En un sentido, 1

Por otro lado, sería difícil decir que ia comunidad psicoanalítica norteame­ ricana sigue encontrando a Freud como conceptualmente inspirador. A juzgar por el trabajo hecho durante los pasados diez años aproximada­ mente, habría que concluir que cuando las llamadas posiciones freudianas ortodoxas no adhieren a Freud sin cuestionamientos o incluso religio­ samente, los psicoanalistas lo escamotean o (con mayor o menor respe­ to) lo descartan. Para echar un vistazo instructivo y entretenido a los reflejos de la plaza fuerte ortodoxa, consultar a Janet Malcolm, Psichoanalysis: The Impossible Profession (Nueva York: Random House, 1981). No haré un examen de las tendencias recientes (norteame­ ricanas o europeas) en -o contra- el pensamiento psicoanalítico pero, dado que mis propias lecturas de Freud le deben mucho al renovado interés suscitado, especialmente en Francia, en los últimos veinte años más o menos, por los aspectos metapsicológicos del pensamiento freu­ diano, podría ser de utilidad señalar que un desarrollo importante entre los practicantes norteamericanos del psicoanálisis durante la mayor parte del mismo período ha sido el rechazo de la metapsicología especu­ lativa y el creciente énfasis puesto sobre la “ evidencia” clínica y las posi­ bilidades de hacer finalmente del psicoanálisis una disciplina científica con todos sus adornos. En relación a lo que esto implica, ver especial­ mente los ensayos reunidos por Merton M. Gilí y Philip S. Holzman, editores, Psychology versus Metapsychology: Psychoanalytic Essays in

resultó conveniente para Freud tener a todos estos detectives tex­ tuales cercando su trabajo, aun cuando ellos inexorablemente desmantelan sus intenciones explícitas y sus argumentos mayo­ res. Contra la tendencia -inspirada por la política contracultural de los sesenta- a sepultar el freudismo como una ideología reac­ cionaria hostil a todo salvo a las versiones más respetables del placer humano y las formas más efectivamente disciplinadas de la comunidad humana, el prestigio del psicoanálisis se incrementó por el descubrimiento de una textualidad marcadamente densa -y aun marcadamente “ problematizada”- en su fundador. Como un antídoto contra la denuncia del psicoanálisis como la técnica moderna más sofisticada para la definición y el control del de­ seo, una horda de filósofos, psicoanalistas y críticos literarios consiguieron de manera convincente que parezca muy ingenuo tomar literalmente lo que podría llamarse el Freud oficial, dar por sentado que dice lo que en su mayor parte él obviamente pensaba que estaba diciendo. Pronto se aclarará mi propia simpatía con una visión proble­ mática de la naturaleza y el “ lugar” del significado en el discurso Memory o f George S. Klein, en Psychological Issues. Vol. 9 n° 4, Monograph 36 (Nueva York: International Universities Press, 1976). Para más información acerca de los intentos de construir modelos psicoanalíticos compatibles con el conocimiento neurofisiológico, los lectores podrían consultar a E. Peterfreund y I. Schwartz, Information, Systems, and Psicoanálisis: An Evolutionary Biological Approach to Psychoanalytic Theory, en Psychological Issues, vol. 7, números 1-2, Monographs 25/26 (Nueva York: Internacional Universities Press, 1971). Una versión más popular del pensamiento revisionista en Esta­ dos Unidos -una versión positivista que rechaza los modelos desde la ciencia natural- es el nominalismo psicoanalítico propuesto por Roy Shafer en A New Language For Psychoanalysis (New Haven: Yale University Press, 1976). Para una crítica más reciente de las verificacio­ nes clínicas de la teoría freudiana, se puede consultar a Adolf Grünbaum, The Foundations of Psychoanalysis: A Philosophical Critique (Berkeley, Los Angeles, London: University of California Press, 1985). S. Asher y R.P. Greenberg nos proveen un examen de los intentos por probar la validez científica del psicoanálisis en The Scientific Credibility ofFreud’s Theory and Therapy (Nueva York: Basic Books, 1977).

humano. Pero lo más interesante quizás en cuanto a la cirugía analítica, frecuentemente brillante, practicada recientemente so­ bre el texto freudiano, es una cierta ambigüedad acerca de su estatuto en tanto estrategia cultural. ¿Cuáles son los supuestos culturales y las implicancias de la visión de la textualidad a la que acabo de referirme? ¿La autoridad de Freud se ve reforzada por su densidad textual? Para aquellos seguidores del psicoana­ lista francés Jacques Lacan que se apoyan en el texto-maestro freudiano con el objetivo de legitimar sus propias fantasías algebraicas y nudos diagramáticos, la respuesta obviamente es sí, mientras que otras lecturas de su trabajo, quizá más filosófica­ mente inspiradas, trajeron a la luz tensiones y omisiones peligrosamente cercanas a una comedia de enredos. Ahora bien, adoptando otra perspectiva, ¿una sensibilidad excepcional hacia lo que se llamó en Freud “ momentos de inco­ modidad textual” (momentos en los que parece estar resistiendo las presiones de un planteo que no hace y que no hará) nos puso más al tanto de corrientes políticamente radicales en su pensa­ miento? Las demostraciones de su perturbada textualidad, ¿nos ayudaron a verlo como un pensador del deseo humano más “ li­ berador” que lo que se habría sospechado desde una lectura más literal de sus perspectivas acerca del desarrollo normativo del deseo? O, por el contrario, la acentuada complejidad y hasta la oscuridad de algunos recientes “ retornos a Freud” (tal como Lacan caracterizaba su propio trabajo) ¿sirvieron para volver esas visiones más intelectualmente respetables y, por consiguiente, dejaron intactos por ejemplo el falocentrismo de la norma sexual en Freud, la categoría misma de “ neurosis” y, como resultado de eso, la práctica confiada de la psicoterapia al servicio de una presunta norma no neurótica del desarrollo psicosexual? Todas las nuevas lecturas de Freud, ¿de qué manera afectaron nuestra comprensión del psicoanálisis como una práctica, como una ins­ titución más allá del texto ? N o responderé estas preguntas y, en algún sentido, ellas per­ tenecen a la introducción de otro libro. N o obstante, las hago

aquí como para anticipar interrogantes y objeciones que podrían alzarse de manera legítima en lo relativo a mis propias operacio­ nes sobre el texto freudiano. Quiero celebrar un cierto tipo de falla en el pensamiento freudiano. La palabra “celebrar” es crucial: voy a sostener que la autenticidad psicoanalítica del trabajo freu­ diano depende de un proceso de colapso teórico. En su mayor parte documentaremos la subversión de lo que Freud explícita­ mente presenta como su principal argumento en varios textos: la oposición entre individuo y civilización en El malestar en la cul­ tura, la perspectiva teleológica sobre los estadios de la sexuali­ dad infantil en los Tres ensayos para una teoría sexual, la defen­ sa de un dualismo biológicamente fundamentado (de las pulsiones de vida y de muerte) en M ás allá del principio del placer, y la presentación topológica del psiquismo en El yo y el ello. Cada uno de estos argumentos tiene como efecto una cierta normali­ zación del pensamiento psicoanalítico mismo y, como principal componente de esa normalización, el borramiento o al menos la domesticación de una perspectiva psicoanalítica de la sexuali­ dad. El colapso del argumento es, como vamos a ver, una fun­ ción de su propio desarrollo. Es también, en cada caso, una re­ instalación de la definición de lo sexual -es decir, una re-aserción de lo que tomo como la gran originalidad del pensamiento freu­ diano. Finalmente, la intención normalizadora en el texto freu­ diano se corresponde con una ambición extratextual crucial, tanto para la carrera de Freud como para la historia del psicoanálisis: la ambición de elaborar una teoría clínicamente viable. El tipo particular de densidad textual que nos interesará puede definirse entonces como una tensión entre ciertos movimientos especula­ tivos radicales y el deseo de practicar e incluso de institucionalizar el proceso especulativo mismo. Ésa es una ambición familiar en la historia de la filosofía y, en especial, en la historia de la filosofía política. En el período mo­ derno, por ejemplo, la evolución del marxismo podría describirse en términos de una relación tumultuosa y con frecuencia antagó­ nica entre teoría y práctica política -o, más fundamentalmente,

entre conciencia y práctica. Y más aún, si el psicoanálisis fue otra versión de ese antagonismo, Freud nos tendría que haber enseña­ do a redefinir sus términos. Las tensiones que examinaré en su trabajo pueden ayudarnos a ver que la relación a la que acaba­ mos de referirnos expresa algo extraño, algo mucho menos fa­ miliar que los ajustes siempre necesarios de la teoría a las coac­ ciones empíricas. Me refiero a presiones inherentes a la concien­ cia misma, presiones que son de hecho el objeto de la reflexión psicoanalítica. El psicoanálisis es un intento sin precedentes de brindar, precisamente, un relato teórico de esas fuerzas que obs­ truyen, socavan y hacen estragos en los relatos teóricos mismos. Desde esta perspectiva, las oposiciones entre teoría y práctica y entre el pensador y la historia son oposiciones falsas -o, al me­ nos, secundarias. Ahora bien, en términos psicoanalíticos, se tra­ ta de oposiciones sintomáticas que tanto revelan como disfrazan un antagonismo interno al pensamiento mismo. En otras pala­ bras, ellas descubren movimientos estratégicos al interior de la conciencia a través de los cuales una racionalidad amenazada formula el proceso de su colapso inevitable como un conflicto quizás históricamente trágico pero ontológicamente tranquiliza­ dor entre la imaginación y la realidad, o entre el sujeto y el obje­ to o, en términos lo más amplios posibles, entre el individuo y la civilización. Vamos a ver, en el propio trabajo de Freud, en la lectura que haremos de El malestar en la cultura, tanto las ventajas estratégi­ cas como los peligros de esa oposición sintomática. Por el mo­ mento, deseo enfatizar la ambigüedad del imperativo clínico en el pensamiento de Freud. Oficialmente, la práctica psicoanalítica es el único medio válido de poner a prueba la teoría; pero el movi­ miento de la teoría a la práctica puede ser pensado también como el apartamiento de un tipo de pensamiento específicamente psi­ coanalítico. La presunta verificación de la especulación psicoanalítica a través de su aplicación empírica funciona como una especie de correctivo a la disfunción de la propia conciencia especulativa, como una defensa contra aquellas fuerzas que vuelven

al texto freudiano casi teóricamente inoperante (e incluso, por virtud de este mismo colapso, psicoanalíticamente efectivo). Ve­ remos esto con especial claridad cuando discutamos las etapas de la sexualidad en Tres ensayos para una teoría sexual. La pri­ mera elaboración teórica de estas etapas parece haber sido pues­ ta en conexión sólo marginalmente con la observación clínica de niños. Sirven en los Tres ensayos como una especie de resistencia a o como denegación de la falla del trabajo para definir la sexua­ lidad; ellas proveen a la sexualidad humana de una narración histórica coherente que ayuda a disfrazar la casi ininteligible, ahistórica y quizá clínicamente inviable naturaleza del placer sexual que Freud al mismo tiempo argumenta y “ olvida” en el mismo texto de los Tres ensayos. ¿Qué clase de disciplina es el psicoanálisis? ¿Es una discipli­ na? ¿Hasta qué punto el texto freudiano arruina la propia no­ ción de disciplinas del conocimiento en el mismo momento en que ansiosamente se afana por convertirse en una de ellas? Y finalmente, ¿es la reflexión psicoanalítica sobre el deseo -reflexión a la vez paralizada, locamente excesiva e irreductiblemente paradógica- compatible con la práctica de la disciplina, con una reeducación del deseo humano? Éstas son las preguntas más amplias que surgen de mis lecturas de Freud -cuestiones a las que me referí como la estrategia cultu­ ral. Nuestras dudas acerca del estatuto epistemológico del psicoa­ nálisis serán mayores a medida que demos cuenta de la necesidad de leer el texto freudiano como si fuera una obra de arte. Diré mucho acerca de esto; no obstante debería enfatizar, desde el co­ mienzo mismo, que ni mis procedimientos críticos con Freud ni las referencias a la literatura y las artes visuales se proponen trasla­ dar el texto freudiano desde un área cultural hacia otra. Pretenden en todo caso evocar un tipo de reflexividad -un tipo de pensa­ miento bloqueado, de repetición especulativa- para la cual las nociones de áreas y de fronteras son profundamente extranjeras. Los artefactos de arte son metáforas materiales de los movimien­ tos de la conciencia que no “ pertenecen” intrínsecamente a nin­

gún dominio cultural en particular sino que, en todo caso, cruzan transversalmente, por así decirlo, la extensión completa de la ex­ presión cultural. Hablaré de la estetización del texto de Freud. Con esto no quiero decir que entre así en una categoría cultural diferente, sino que en todo caso se aparta de o “vuelve de” la capacidad misma para instituir lo categorial como un modo rele­ vante de diferenciar y estructurar nuestra experiencia de la reali­ dad. El psicoanálisis es un intento de dar cuenta teóricamente de ese movimiento, movimiento que las vicisitudes de la teoría freudiana misma no pueden sino ayudar a restablecer. El texto de Freud es “ estetizado” hasta el punto de que, como las otras obras de arte, problematiza sus propias aspiraciones de formalización y estructuración. En otros términos, derrota las estrategias que, como veremos, nunca se cansa de inventar en el intento de persuadirse y persuadirnos- de que la actividad de la especulación sobre el deseo inconsciente y sobre los mecanismos de la sexualidad no tiene por qué perturbar tales aspiraciones. Si, finalmente, la radicalidad más original del psicoanálisis (y esto, lo sugiero, es igualmente verdadero para el arte) tiene que ver con una conciencia imposibilitada, los usos para los que el psicoanálisis puede destinarse (nuevamente, lo mismo que para el arte) son por supuesto severamente cuestionados. He dicho que las dificultades del trabajo de Freud no son primariamente las de un ajuste dolorosamente escrupuloso del pensamiento es­ peculativo a las lecciones de la práctica terapéutica, sino, en todo caso, las consecuencias del trabajo del pensamiento mismo. Si esto es así, los ajustes a la práctica inevitablemente implican un cierto repudio de lo que podría llamarse las operaciones de una textualidad psicoanalítica en la conciencia misma. Y más aún, si el pensamiento freudiano es, y debe serlo, una reflexión sobre (y de) una equivalencia ontológicamente fundada entre nuestros más intensos placeres y un fracaso potencialmente catastrófico para adaptarse, entonces el intento terapéutico en psicoanálisis puede apenas inscribirse como una táctica meramente evasiva. O, más exactamente, la evasividad misma constituye un importante

momento en la historia de los esfuerzos humanos para resistir, o al menos para controlar, los devastadores placeres de una con­ ciencia erotizada (y, como veremos, esencialmente disfuncional). Entonces, la cuestión no sería repudiar la idea misma de terapia en psicoanálisis, sino la de una forma de terapia que repudiara la base de los desajustes que pretende tratar. Aquellos de nosotros que confiamos en la idea de la práctica del psicoanálisis pode­ mos entonces consolarnos pensando que no tendríamos la opor­ tunidad de reinventar el tratamiento psicoanalítico (reinvención que con gusto dejo a quienes lo practican) si primero no demos­ tráramos su imposibilidad.

C apítulo I

Teoría y violencia

Moran -el “ héroe” en la segunda parte de Molloy de Beckettnos cuenta que durante su largo andar a gatas camino a casa luego de la infructuosa búsqueda de Molloy, se preocupó de forma un tanto extraña por algunas cuestiones teológicas tales como: “ ¿Ma­ ría, concibió por la oreja, como afirman Agustín y Adobar? ”, “ ¿se debe aprobar al remendón italiano Lovat que luego de cortarse los testículos se crucificó a sí mismo?” y “ ¿qué hacía Dios antes de la creación?” (en la versión francesa “ Que foutait Dieu avant la creation.? ” )2. Así, hacia el final de la novela de Beckett, nos vemos amenazados por la perspectiva alarmante de que la obra de arte dé lugar a un pensamiento especulativo y que hasta produzca quizás algunas afirmaciones teóricas. Si califico esta perspectiva de “ alar­ mante” y si me refiero a ella como una “ amenaza” es porque, bastante antes de que Moran hiciera la lista obsesiva de temas de especulación, Beckett ya nos había entrenado para ver el proceso de pensamiento como algo inevitable, al mismo tiempo enfer­ mizo e inconcebible. En ambiguo homenaje a la masacre del pensamiento que en la obra de Beckett se repite sin cesar, usaré ese trabajo como una especie de prólogo extremo al colapso de la teoría que quisiera considerar como un hecho constitutivo tanto de la teoría freudiana como de la práctica estética. 2

Samuel Beckett, Molloy (1951), Malone Dies (1952), The Unnamable (1953). [Hay traducción al español: Molloy, Malone muere, El innombrable, Madrid, Editorial Alianza, 2006, 2007].

¿Quién piensa? ¿Qué piensa? La cuestión de quién o incluso qué podría estar planteando una formulación teórica; en Beckett siempre tiene una prioridad ontológica por sobre la sustancia de cualquier otra formulación. La cuestión de la teoría se disuelve en una teoría chiflada e irónica del sujeto humano. ¿Dónde está el afásico Molloy en el relato articulado, ácidamente ingei ’ oso y hasta erudito que Beckett nos da de sus desvarios de reptil? Ade­ más, ambos, Molloy y Moran, escriben, lo cual en Beckett signi­ fica que escuchan voces -voces que estaríamos en principio ten­ tados de identificar con la o las voces del novelista pero que, como parte de eso que está quizás siendo dictado, puede ser en verdad nada más que uno de los episodios del acto de escribir y no tanto su origen imperativo. Un personaje escucha una histo­ ria acerca de escuchar historias. Es como si la analogía entre el autor y aquellas voces tiránicas que vienen de afuera de la escena se sugiriera para ser invalidada; la autoridad autoral es disuelta por el movimiento mismo que nos la recuerda. La narrativa de Beckett no puede ser atribuida-, tiene lugar entre los nombres de los personajes y el nombre de un autor. Nadie habla en este tra­ bajo extrañamente locuaz, ni el autor ni los personajes ni un narrador identificable. Sin embargo, la ficción beckettiana no es de ninguna manera el producto de una conciencia incorpórea. Aun cuando se mueve en los intersticios entre identidades que son a la vez enteramente problemáticas y simplemente convencionales, Beckett localiza siem­ pre esos movimientos en un cuerpo. El juego de la mente en él es al mismo tiempo impersonal y altamente particularizado; el pensa­ miento es psicoanalíticamente inexpresivo pero sufre las coaccio­ nes de hallarse prisionero en un cuerpo. Por un lado, el pensa­ miento beckettiano intenta reducir su dependencia del cuerpo re­ duciendo los movimientos de este último. El arte del empobreci­ miento en Beckett es en parte una tentativa de salvar a la concien­ cia de las contingencias y de las tentaciones de la invención novelística inherentes a la movilidad. La mejor posición para el pensamiento puro es la del reptil, debido a las severas restricciones

del punto de vista; el reptar es el modo de la movilidad que más congenia con la intelectualidad pura. Por otra parte, el pensa­ miento acá es llevado irresistiblemente hacia esa parte del cuerpo que se adecúa mejor para reflejar su propio dilema. Por supuesto que me refiero al ano, el cual, al igual que la mente, expulsa del cuerpo sustancias que el mismo cuerpo produce y a al vez trata como residuos. Lejos de proporcionarle al ser una garantía, el pensamiento, en este mundo radicalmente no-cartesiano, es el excremento del ser. Anónimo e ilimitado, pasa a través de una mente que, sin embargo, puede ofrecer resistencia al flujo del pensamiento que recibe y bloquear su paso, en una demostra­ ción casi pedagógica de la afinidad entre mente y cuerpo. Todos los ataques de pensamiento constipado en Beckett son el resulta­ do de la falla de la máquina mental en el procesamiento de la corriente de pensamiento verbal misteriosamente vertida en ella. El mito de una existencia auténtica que sería prelingüística, entrampa por un lado a Beckett en un reconocimiento cada vez más exasperado de que sólo el lenguaje puede responder por esa autenticidad (aun si éste, lógicamente, no puede hacerlo), y a la vez le permite desmitificar la pretensión de verdad de cualquier discurso lógico. Las formas de la racionalidad son constante­ mente “ de-formuladas” por el poder corrosivo de lo que podría llamarse una ironía carnal. Se podría decir que una ironía similar caracteriza el modelo freudiano de la relación entre el pensamiento y el cuerpo, aun­ que en Freud la teoría del deseo permite la mentalización más o menos viable de las sensaciones del cuerpo. Las criaturas decré­ pitas e indeseables (o “ innombrables” ) de las ficciones de Beckett no producen ni síntomas ni sublimaciones; sus cuerpos incor­ poran su disparate discursivo sólo como una clase de estupor interrogativo, nunca como la violencia sintáctica o retórica por la cual la fantasía"del deseo fragmenta las estructuras y la lógica discursivas. Aunque ciertas lecturas recientes de Freud -lecturas que nos inclinaríamos a definir, de manera un poco vaga, como un acercam iento “ literario” - produjeron una conciencia

beckettiana del pensamiento psicoanalítico. Con ello me refie­ ro a la conciencia de una falla fundamental en las operaciones de ese pensamiento -falla que deberíamos entender no como consecuencia de una especulación no probada empíricamente en el trabajo de Freud, que podría ser corregida o eliminada en el futuro por una metodología científica más rigurosa, sino, en todo caso, como un signo constitutivo del pensamiento psi­ coanalítico mismo. Las lecturas a las que me refiero despertaron una desconfian­ za considerable en el establishment psicoanalítico y literario. Esto fue particularmente cierto en los Estados Unidos, donde la problematización del texto freudiano no fue iniciada -como en Francia- por las lecturas de algunos de los propios psicoana­ listas, y donde la apropiación o la invasión de la teoría freudiana por parte de la crítica literaria parece aún más censurable a los profesionales freudianos y a los literarios, en virtud de su con­ nivencia con la extravagancia eternamente sospechosa de las teorizaciones galas. El Freud que a muchos de nosotros nos resulta hoy más estimulante es, para los guardianes de lo empí­ rico en la Asociación Psicoanalítica Americana, el menos fide­ digno y el más irresponsable intelectualmente en términos cien­ tíficos. Y a su contraparte en la Asociación de Lengua Moder­ na, las estrategias de lectura desplegadas en esos locos análisis de los casos de Dora, el Dr. Schreber y “ Lo Siniestro” , le pare­ cen, por supuesto, similares a aquellas que, en estos últimos años, han puesto en cuestión no sólo la objetividad del texto literario sino también, y de una manera aún más extrema, la capacidad misma para hacer aseveraciones y la aséquibilidad a la interpretación. N o obstante, debo decir que perversamente encuentro cierta obtusa resistencia al tipo de trabajo que calificaré como útil y plausible. Util en la medida en que nos conduce a reconocer, de una manera posiblemente saludable, lo insignificante de nuestra propia empresa, y a evitar esas ambiciones discursivas que, como aeremos en un momento, Freud mismo se permite y sacrifica en

El malestar en la cultura. Plausible porque no podemos, después de todo, hacer otra cosa que reconocer que los textos de Freud que aparecieron como los más dignos de atención por parte de la crítica reciente son aquellos que tienden a ser los más inestables, teóricamente hablando. No buscaré, por ejemplo, “reivindicar” Más allá del principio del placer, pero quisiera volver sobre los pasos por los cuales ese texto pierde su fuerza. Es como si los hábitos de lectura que algunos de nosotros hemos desarrollado en nuestro trabajo sobre poemas, novelas y piezas de teatro nos hubieran vuelto incapaces para responder a la teoría excepto cuan­ do la teoría está fracturada, incompleta o es contradictoria con­ sigo misma. Nuestro interés en Freud sugiere incluso que nos dirigimos a los textos teóricos en la medida en que su posición teórica falla en la formulación. ¿Qué quiere decir esto? Quisiera sugerir que los momentos de colapso teórico en Freud son inseparables de lo que me arriesgaré a llamar “ verdad psicoanalítica” . Porque la verdad de la teoría del deseo no puede disociarse de algunos movimientos que con imprudencia se derrotan a sí mismos en el funcionamiento de la teoría. Así, la cuestión del “ valor científico” de Freud será eludi­ da como tema de necesidad epistemológica. La preocupación por la validez científica de la teoría freudiana quizá no sea inhe­ rente -a diferencia de la reivindicación que el mismo Freud ini­ ció- a la propia actividad teórica; en todo caso, esa preocupa­ ción sería un aspecto de la historia política del movimiento psicoanalítico. En otros términos, estaría en función de la impor­ tante carga de poder que recae sobre la respuesta a la pregunta acerca de quién está calificado y quién no “para hablar (en nom­ bre) del psicoanálisis” , investimento que es más visible en la medicina y en el derecho y que se puede rastrear en última ins­ tancia en el doble estatuto del psicoanálisis como teoría y como terapia. Quizá sólo al tener en cuenta tales investimentos poda­ mos entender la inclinación, producida en la historia del psicoa­ nálisis, en favor de una teoría estable, causante de lo que llamaré “ claridades domesticadoras de los órdenes narrativos” , por sobre

las inestabilidades teóricas que constituyen el único modo posi­ ble para el psicoanálisis de adherirse a su asunto (subject). H a­ blaré con frecuencia del triunfo de este orden narrativo en el trabajo de Freud. Por el momento deseo sugerir que el acerca­ miento a la teoría de la cual ofreceré varios modelos pondrá en cuestión no sólo la ideología de la maestría psicoanalítica, sino también la posibilidad misma de una teoría “ aplicada” -ya sea en el área del estudio de la cultura (psicohistoria, crítica freudiana, psiquiatría legal), como en el tratamiento psicoanalítico mismo. ¿Puede el psicoanálisis ser practicado? La terapia, ¿es compatible con un modelo teórico que está continuamente en falla, una falla que, como veremos, es crucial en la definición de la sexua lidad misma por parte de Freud? ¿Pero por qué llamo la atención sobre ciertos tipos de colapso textual como una lectura literaria? La importancia del psicoaná­ lisis para la literatura no tiene nada que ver con el descubrimien to del contenido secreto de la obra literaria y, si voy a hablar psicoanalíticamente de literatura, ciertamente no haré crítica psicoanalítica de la literatura3. En todo caso esa importancia debe ser buscada en cierta relación entre el significado y el movi­ miento del discurso, una relación que caracteriza al lenguaje lite­ rario y que es un tema (repudiado con frecuencia) de la especula­ ción psicoanalítica. La escritura puede comenzar a funcionar como la actividad que nosotros llamamos literatura cuando, a partir de , un tipo particular de insistencia replicativa que intentaré definir, 3

Para algunas de las discusiones sobre arte tomaré prestadas en este estudio consideraciones de un trabajo realizado con anterioridad, tra­ bajo que aunque no se involucró explícitamente con Freud estaba al tanto de cierto tipo de especulación psicoanalítica. Me refiero a los pasajes que versan sobre Mallarmé, en The Death ofStéphane Mallarmé (Cambridge: Cambridge University Press, 1982), y a los pocos pasa­ jes sobre Pasolini y sobre la escultura asiria (ambos escritos en colabo­ ración con Ulysse Dutoit), el primero incluido en “ Merde alors” , October, na 13 (Verano de 1980) y el último en The Forms ofViolence: Narrative in Ancient Asiria and Modern Culture (Nueva York: Schocken Books, 1985).

ésta erosiona sus propias afirmaciones de tal modo que bloquea la interpretación. Quisiera, sin embargo, referirme a este movi­ miento esteticista no sólo como un “ tomar forma” sino tam­ bién como una subversión de las formas, incluso en verdad como una especie de resistencia política a la seducción formal de todos los discursos coercitivos. Freud nos proporciona a la vez un dis­ curso que interpreta estas fuerzas erosivas y una ejemplificación, en el discurso mismo, del proceso de erosión. Leer su obra es ser testigo de la conversión en literatura de un discurso que, gracias a una teoría científicamente validada, podría jactarse de domi­ nar a la literatura. Pero es precisamente en ese momento metamórfico, por decirlo así, que el texto freudiano se convierte tam­ bién en un texto psicoanalítico -es decir en el momento en que desmantela su propio discurso y vuelve inmensamente proble­ mática la identidad del que piensa “ en” o “ detrás” del discurso. El colapso o la obstrucción de la teoría, y la pérdida del suje­ to que teoriza: ¿aún seguimos hablando de Freud o hemos vuel­ to a Beckett? Ciertamente no encontraremos nada en el trabajo proselitista del fundador del psicoanálisis del desmantelamiento voluntario y agresivo del discurso civilizado que Beckett realiza, aunque las explicaciones incansablemente repetidas de Freud -aparentemente diseñadas para llevar el mensaje psicoanalítico a un auditorio lo más amplio posible- frecuentemente funcionan como una estrategia para desarmar cualquier explicación. En él, un forzamiento intenso y explícito hacia la inteligibilidad sub­ vierte con frecuencia la comunicación, que es al parecer lo que se intenta, como si el esfuerzo mismo de concentrada lucidez pro­ dujera el fenómeno reservado y placentero de una inteligencia autodestructiva. La extraordinaria ambición de Beckett (constantemente de­ rrotada por lo que él mismo trata como recursos exasperadamente expresivos y comunicativos) sería producir un arte culturalmente no viable. ¿Podría ser que ciertos tipos de productividad cultural fueran el resultado de un desmantelamiento de las formas “ más

elevadas” del discurso cultural en lugar del “ ideal” de estasis biológica de Beckett? De forma más general, ¿cuál es el lugar o cuáles son las posibilidades tanto del discurso teórico como del arte en la civilización? Podemos empezar a contestar estas pre­ guntas volviendo sobre el trabajo en el que el mismo Freud parece responderlas de la forma más pesimista. M e refiero, por supuesto, a El malestar en la cultura4, y quiero argumentar que el tema de este trabajo es menos el antagonismo explícito entre el instinto y la civilización que los movimientos por los cuales ese mismo argumento es desarticulado. La afirmación teórica más celebrada de Freud acerca de la civilización debería leerse como una crítica fuertemente oblicua a una civilización infatuada de teoría. Todo el mundo está familiarizado con la propuesta central extremadamente simple de El malestar en la cultura: “ el pre­ cio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad” 5; la satisfacción pulsional del individuo es in­ compatible con el progreso social e incluso con la superviven­ cia social. Pero lo más impactante del trabajo en el cual se plantea esta oposición eminentemente clara es la dificultad que Freud parece tener para localizar el asunto, una dificultad que, creo, es en última instancia la de mantener las oposicio­ nes teóricas mismas. Lejos de comenzar con una tesis acerca de la civilización,'Freud lo hace con una discusión polémica sobre la experiencia religiosa. El capítulo I empieza como una especie de nota al pie de El porvenir de una ilusión, que Freud había publicado en 1927. Responde a una carta en la que Romain Rolland lo había acusado de no reconocer “ la fuen­ te última de la religiosidad” en la “ ‘sensación de eternidad’; el sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto 4 5

Este texto de Freud se ha traducido al inglés como Civilization and Its Discontents, por lo cual se entiende el uso a continuación del término “civilización” . (N. deT.) S. Freud, El malestar en la cultura. Trad. R. Rey Ardid. Biblioteca Nue­ va, Madrid, 1968. Cap. VIII, pág. 55.

m odo ‘oceánico’ ” 6. Freud, que confiesa no encontrar en él este sentimiento oceánico, argumenta que su fuente es el “ ili­ mitado narcisismo” de la infancia (cuando el yo no se había diferenciado aún del mundo), y que en cualquier caso la fuen­ te de los sentimientos religiosos es “ la necesidad del amparo paterno” . La sugerencia que realiza entre paréntesis hacia el final del capítulo I acerca de que el sentimiento oceánico po­ dría ser una forma de “ consolación religiosa como otro cami­ no para refutar el peligro que el yo reconoce amenazante en el mundo exterior” , conduce oblicuamente a la consideración de la infelicidad humana -es decir, en primer lugar, hacia las razones por las cuales tendríamos que ser consolados. Hacia el comienzo del capítulo III, Freud dice que su libro es un “ estudio de la felicidad” , y en ese mismo capítulo la tesis paradojal de El malestar en la cultura es finalmente anuncia­ da cuando Freud hace lo que llama la “ sorprendente” afirma­ ción de que “ nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos” 7. ¿Por qué? El resto de El malestar en la cultura es un intento -o, mejor dicho, son varios intentos- de responder esta pregunta, pero deberíamos antes que nada tomar nota de la impactante bana­ lidad de los primeros capítulos. ¿Es éste el lenguaje del psicoa­ nálisis? De manera bastante interesante, Freud parece molesto por la misma pregunta. Se queja tres veces de estar presentando en este libro “ cosas por todos conocidas” o “ hechos que en realidad son evidentes” . En realidad las primeras discusiones acerca de cómo los seres humanos eluden el sufrimiento (a tra­ vés de la intoxicación, la religión, el arte, el amor) ocasionado por diversas fuentes (la naturaleza, nuestros cuerpos, la socie­ dad) y por los logros de la civilización (la limpieza, el orden, el arte, la ciencia) constituyen un lugar común, esquemático y abstractamente general. Despliegan un pesimismo racional con 6 7

Op. cit., Cap. I, pág. 1. Op. cit., Cap. III, pág. 18.

reminiscencias del cuento dieciochesco al que Freud hace refe­ rencia en dos oportunidades en El malestar en la cultura: Cán­ dido, de Voltaire. ¿Es que la perspectiva psicoanalítica del sufrimiento y la felicidad humanos se volvió simplemente volteriana hacia 1930? Éste podría ser de hecho el caso si otras tendencias no se hicie­ ran visibles en un muy curioso juego entre el cuerpo del texto de Freud (para ser más exactos, el cuerpo superior) y sus notas al pie. Lo salvaje irrumpe en el texto freudiano desde estos pen­ samientos secundarios, estos pensamientos posteriores, estos pen­ samientos de final de página. Las notas al pie redefinen la feli cidad individual, la civilización y el supuesto conflicto entre ambas. En la primera de las tres notas que mencionaré, Freud ofrece lo que él llama una conjetura “ al parecer fantástica” 8, basada en material psicoanalítico, acerca del origen de uno de los “ primeros actos culturales” , la conquista humana del fue­ go. El hombre primitivo fue capaz de “ llevarse el fuego consigo y someterlo a su servicio” cuando renunció al placer de apagar la llama del fuego orinando sobre ella. Freud escribe que, en tanto no hay dudas acerca de “ la concepción fálica de la llama serpentina y enhiesta” ,9 orinar sobre el fuego “ representó una lucha placentera con un falo ajeno [wie ein sexueller Act mit einem Mann]” , un goce de la potencia masculina en contienda homosexual. En otras palabras, la precondición de la civiliza:ión habría sido no exactamente la renuncia a la homosexuali­ dad sino la renuncia a algo así como “ un acto sexual realizado con un hombre” , una forma de homosexualidad simbólica en la cual un poder competitivo fálico era experimentado como placer sexual. “ También cabe señalar...” , escribe Freud al final de esta nota, “ cuán regularmente las experiencias analíticas 8

9

“ El material psicoanalítico, aunque incompleto y de interpretación in­ cierta, permite establecer una hipótesis -al parecer, fantástica- sobre el origen de esta hazaña humana” (...) Nota al pie N a 2, pág. 21. Versión Biblioteca Nueva. Cap. III. (N. de T.) Continúa la cita de la nota al pie referida anteriormente. (N. de T.)

confirman el parentesco entre la ambición, el fuego y el erotis­ mo uretral” . Pero lo que es verdaderamente notable es que, dadas estas conexiones, la única conclusión que se puede ex­ traer de ellas es que la civilización depende de la renuncia a la ambición. “ El primer hombre que renunció a este placer (de apagar las llamas orinando sobre ellas), respetando el fuego, pudo llevárselo consigo y someterlo a su servicio (in seinen Dienst swingen). Al amortiguar así el fuego de su propia exci­ tación sexual, logró dominar la fuerza elemental de la llama.” 10 Se propone aquí una distinción en extremo interesante, aun­ que no desplegada, entre una agresividad destructivamente com­ petitiva hacia el fuego (agresividad será la palabra clave en los capítulos siguientes) y la apropiación por “ domesticación” o “ so­ metimiento” del fuego. La civilización sería el resultado de una relación no fálica con lo fálico (o, más precisamente, una “defalicización” de la relación del hombre con el mundo). Pero así es exactamente como Freud define la relación de la mujer con el fuego: “ Además, se habría encomendado a la mujer el cuidado del fuego aprisionado en el hogar, pues su constitución anatómi­ ca le impide ceder a la placentera tentación de extinguirlo” . Una feliz carencia, podríamos decir, hace de la mujer la guardiana natural de “esta grandiosa conquista cultural” . Un logro alcan­ zado por los hombres sólo a través de una dolorosa renuncia. Así el fuego -de acuerdo con la lógica de esta nota- se convierte en una conquista cultural al ser de-simbolizado cuando, ya no fantaseado como una excitante amenaza fálica, es percibido como un fenómeno natural. La conquista, el trabajo de la civilización, implica una cierta remoción del hombre de la naturaleza, una habilidad para diferenciar su propio cuerpo de otros “cuerpos” en su medio ambiente. Ello implica, podríamos decir, una agudi­ zación en la delimitación entre el yo y el mundo, una disposición a abandonar el goce del “ sentimiento oceánico” , el cual, hemos empezado a ver, puede encubrir bajo una benigna “sensación de 10 Idem nota 2.

‘eternidad’” , una cantidad considerable de agresión destructiva dirigida hacia el mundo. La nota al pie de página de Freud se basó en “ material psicoanalítico” ; el cuerpo superior del texto nos da el tipo de gran especulación antropológica que también podemos encontrar en Moisés y el monoteísmo, en El porvenir de una ilusión y en Tó­ tem y tabú. La nota se encamina hacia enunciaciones cercanas a lo inconcebible; la ambición es incompatible con la civilización, el hombre abandona el deseo de dominar la llama para someter­ la, y el uso cultural de la naturaleza depende de que el hombre sea removido de la misma. El texto, por otro lado, es una pecu­ liar combinación de algunas nociones muy inverosímiles (la civi­ lización comienza a causa de una actitud sexualmente posesiva del hombre) y de una sabiduría popular excepcional y vulgar (las mujeres se sienten molestas por las demandas de la sociedad, las familias felices deberían de buena gana pasar todo su tiempo juntas). N o se trata de que todo esto sea “ conocimiento común” , según se queja Freud, casi obsesivamente, sino que representa un tipo de dolencia cultural, o una incomodidad, o Unbehagenn . Esto manifiesta lo que podría llamarse una ambición discursiva excepcionalmente intensa, el placer de ceder precisamente a aquel tono profético hacia el cual en la última página de El malestar en la cultura Freud declara no tener ninguna inclinación. En este libro es crucial la problemática de los grandes persona­ jes y sus afirmaciones. El primer párrafo del primer capítulo, de una irrelevancia que decepciona, ha jugado de una manera algo vacilante con la pregunta de si se puede decir o no que los grandes hombres son apreciados sólo por una minoría de sus contemporá­ neos. Pero la apreciación de los dichos del gran hombre depende de un rechazo de la desmitificación psicoanalítica de tales dichos. En el caso del propio Freud, este rechazo encierra un uso sutil y traicionero del contenido de las ideas psicoanalíticas (como el 11 Das JJnbebagen in der Kultur es el título en alemán de lo que nos llega en castellano como El malestar en la cultura. (N. de T.)

conflicto edípico con el padre) para escapar de cierta forma del discurso ejemplificada parcialmente en las notas al pie. En la nota al pie sobre el fuego, una identidad paradójica entre términos en apariencia opuestos -la renuncia a la dominación para someterdesmitifica la visión complaciente del texto acerca del hombre que construye laboriosa y exitosamente la civilización junto a otros hombres. Pues la paradoja puede ser leída desde el psicoanálisis como un mensaje acerca del deseo: la civilización no puede sobre­ vivir a la sexualidad simbólica destructiva de una comunidad fálica. El texto, por otro lado, es el discurso más avanzado y más represi­ vo, que a la vez sumerge y legitima el deseo de destrucción en una lógica histórica aparentemente natural. Esa lógica puede, sin embargo, ser subvertida por cierta in­ coherencia en el cuerpo superior del texto mismo, una incoheren­ cia que es posible atribuir a la complicación de una estrategia sintomática por parte de los deseos cuyo reconocimiento debe a la vez satisfacer y rechazar. De una manera muy curiosa y completa­ mente inexplicada, toda la cuestión de “ la felicidad individual y la libertad individual” se convierte, en el capítulo IV, en una discu­ sión sobre el sexo. El amor sexual le dio al hombre “ las más inten­ sas vivencias placenteras, estableciendo, en suma, el prototipo de toda felicidad” 12. La relación entre el individuo y la civilización se convierte rápidamente en una historia y una anatomía del deseo sexual. Además, “el prototipo de toda felicidad” se define de una manera intrigante y morbosa. Ya se nos había dicho en el capítulo II que la intensidad de las satisfacciones provistas por el trabajo científico o artístico, “ comparada con la satisfacción de los im­ pulsos instintivos groseros y primarios, es muy atenuada y de nin­ gún modo llega a conmovernos físicamente [sie erschüttern nicbt unsere Leibltchkeit]13” . En las asombrosas notas al pie de la pri­ mera y la última página del capítulo IV, Freud sugiere que lo que 12 S. Freud, El malestar en la cultura. Cap. IV. Trad. R. Rey Ardid. Biblio­ teca Nueva. Madrid 1968. Tomo III, pág. 30. 11 Op. cit., Cap. II, pág. 13.

conmovía nuestro ser, antes de que adoptáramos la postura erecta, era la experiencia, o mejor, el olor del sexo. Pero nuestra sexuali­ dad decayó cuando nos incorporamos. Tanto el erotismo anal como la estimulación olfatoria fueron sometidos a lo que Freud llama “represión orgánica” 14; el resultado de esta “represión” es nuestro horror al excremento y, al menos según Freud, la repug­ nancia por el sexo, una vergüenza provocada en nosotros por nues­ tros genitales y el disgusto por los olores genitales que es tan fuerte en muchas personas que les “ arruina el comercio sexual” . ¡Y qué pérdida ésta! Hacia el final de la última nota del capítulo IV, Freud ha transformado la depreciación humana del sentido del olfato en el sexo en represión de “ la sexualidad entera” 15. Nada es más ex­ traño -me inclino a decir que nada es más movilizador- en El malestar en la cultura que las notas eróticamente confesionales -es decir, aquellos momentos en que la notable im aginación antropológica del texto (si bien por momentos extravagante y banal) desciende a una nota al pie, donde goza de la fantasía de una conmoción física de nuestro ser, mítica y prehistórica, en el apasionado olisqueo de un macho en cuatro patas. El argumento de Freud, deberíamos tomar nota, ha realizado un giro crucial e inesperado. El texto habla de una civilización que exhorta a la pareja que se une a abandonar el lecho nupcial en pos de obligaciones comunitarias más serbas; la nota al pie que acabo de mencionar habla de una sexualidad que es su pro­ pia antagonista, que estaba condenada a una especie de fracaso por las condiciones mismas de su constitución. En realidad, jus­ to al final del capítulo IV, y en la parte superior del texto, Freud había expuesto una cuestión en extremo perturbadora: “A veces creemos advertir que la presión de la cultura no es el único factor responsable, sino que habría algo inherente a la propia esencia de la función sexual que nos priva de satisfacción completa, impulsándonos a seguir otros caminos. Puede ser que estemos 14 Op. cit., pág. 29. 15 Op. cit., pág. 34.

errados al creerlo; pero es difícil decidirlo” 16. Así termina el capí­ tulo IV, excepto por la nota al pie en la cual Freud trata de definir ese algo insatisfactorio en la naturaleza misma de la sexua­ lidad. Plantea tres factores: la represión orgánica de nuestro sen­ tido del olfato y del erotismo anal (ésta es la conjetura “ más profunda” ), nuestra bisexualidad inherente (que significa, dice, que el mismo objeto no puede nunca satisfacer a la vez nuestros deseos masculinos y femeninos), y finalmente que “la relación erótica presenta con tal frecuencia cierta medida de tendencias agresivas directas [ein Betrag von direkter Aggressionsneigung] además del componente sádico que le es propio...” 17. En El malestar en la cultura hay un “retorno de lo reprimi­ do” : del capítulo V al VIII, la agresión volverá a la parte superior del texto, lo inundará -aunque con una distorsión crucial. Si, como he venido sugiriendo, las notas a pie de página juegan en este trabajo el rol del inconsciente psicoanalítico, el material de las notas será autorizado a entrar en el texto propiamente dicho -dentro del propio texto- sólo si sus componentes sexuales son expurgados. Y así, actuando en la composición su propia for­ mulación de las leyes de la represión y formación de síntomas, Freud dedicará el resto de su sintomático texto superior al análi­ sis de una agresión supuestamente no erótica. Introduce la agre­ sividad dentro del texto en un esfuerzo por comprender “ uno de los pretendidos ideales” de la sociedad civilizada: “ Amarás al prójimo como a ti mismo” 18. ¿Por qué la civilización no puede dejar la libido a la pareja? ¿Por qué se insiste en que una comu­ nidad entera debería estar unida libidinalmente? En el curso de dos o tres páginas, Freud se desplaza desde un ataque racional contra la moral imperativa del amor universal (no todos mere­ cen mi amor, un amor indiscriminado es un insulto a sus obje­ tos) hacia una explicación psicoanalítica que es a la vez una 16 Op. cit., pág. 33. 17 Op. cit., pág. 34. 18 Op. cit., pág. 35.

desmitificación y una justificación de tal imperativo. Se nos in­ dica amar a los otros porque no podemos; “ amar al prójimo” es un “ precepto que efectivamente se justifica porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana” 19, la cual dicta, nos dice Freud, no que amemos a nues­ tros semejantes sino, por el contrario, que los explotemos, les robemos, los violemos, los asesinemos. Pero ¿qué es, exactamente, esta agresividad? La perturbada movilidad especulativa de El malestar en la cultura no es en nin­ gún otro sitio más evidente que en los esfuerzos de Freud por responder esta pregunta. La primera respuesta del texto -en todo caso la oficial-es que “ esta pulsión agresiva es la descendencia y el representante principal de la pulsión de muerte que encontra­ mos obrando junto a Eros, y que comparte con él el dominio del mundo” . La referencia es por supuesto a la tesis de Más allá del principio del placer, y así como en ese trabajo, Freud mantiene aquí “ la ubicuidad de las tendencias agresivas y destructivas no eróticas” , al mismo tiempo que reconoce, una vez más, que el instinto de muerte, de donde proviene esa destructividad, “ esca­ pa a la percepción cuando no está teñido eróticamente” . Pero ahora Freud va más allá: Pero aun donde aparece [la pulsión de muerte] sin propósitos-sexuales, aun en la más ciega furia destructiva, no se puede dejar de reconocer que su sa­ tisfacción se acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más ar­ caicos deseos de omnipotencia20. De repente la agresividad empieza a sonar de modo bizarro como -entre todas las cosas- el sentimiento oceánico, el que, como hemos visto, era el sentimiento extático de ser uno con el 19 Op. cit., pág. 38. 20 Op. cit., pág. 45.

universo, una caída de los límites entre el yo y el mundo, que puede ser rastreable hasta el “ narcisismo ilimitado” de la in­ fancia. Como el sentimiento oceánico, la agresividad incluye un placer erótico intenso. Contra la opinión de que el senti­ miento oceánico es “ la fuente verdadera del sentimiento reli­ gioso” , Freud propone que en todo caso es probablemente “ una primera tentativa de consolación religiosa” , una cura ilusoria para el sufrimiento humano. Sin embargo, ahora Freud está ugiriendo que sufrimos porque la civilización insiste en que refrenemos el “goce narcisista extraordinariamente elevado” que acompaña la satisfacción de la agresividad (es decir, la exitosa ruptura de las resistencias del mundo al, o más fundamental­ mente, las diferencias del, ego). El sentimiento oceánico es la cura que la religión propone para el sufrimiento causado por el domeñamiento del sentimiento oceánico... M ás exactamente, la cura propuesta para la enfermedad es una sublimación mistificada de la causa de la enfermedad. El sentimiento oceá­ nico es una reformulación benigna de “ la más ciega furia destructiva” . Sin embargo, la mistificación apunta a una verdad oculta acerca de la destructividad: es idéntica al amor. N o sólo había hablado., en la nota al pie del final del capítulo IV, de “cierta medida de tendencias agresivas directas... frecuentemente aso­ ciadas con la relación erótica” ; no es sólo que él reconoce, como hemos visto recién, el intenso placer narcisista de destrucción, sino que fue tanto más allá como para aseverar en el capítulo V, objetando el argumento de los comunistas que considera que es la propiedad privada lo que crea la agresividad, que esta última “ constituye el sedimento de todos los vínculos cariñosos y amo­ rosos entre los hombres, quizá con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón” 21. Si aboliéramos la fami­ lia e instituyéramos la completa libertad sexual, la indestructi­ ble destructividad de los seres humanos permanecería aún con

nosotros. Sólo unas pocas páginas después de la sugerencia ten­ tativa de Freud al final del capítulo IV de que “ algo inherente a la propia esencia de la función sexual” impida quizás la comple­ ta felicidad sexual, alega, no ya de manera tentativa (aun cuan­ do continúa insistiendo en el carácter no erótico de esta agresivi­ dad), que una destructividad agresiva “ forma la base” del amor humano -lo cual, sugiero, puede ser otra forma de decir que la destructividad es constitutiva de la sexualidad. Volveré sobre este punto en el próximo capítulo. Lo que pre­ tendo ahora es dirigir la atención a la caída de las distinciones entre los términos centrales de El malestar en la cultura. El argu­ mento explícito sería: debemos sacrificar parte de nuestra sexua­ lidad y sublimarla en amor fraterno en pos de controlar nuestros impulsos criminales hacia los otros. Pero el texto, de manera oblicua e incluso insistente, reformula este argumento de la si­ guiente manera: el amor humano es algo así como una agresivi­ dad oceánica que amenaza fragmentar la civilización al seguir los pasos de su propio placer narcisista fragmentador. En El ma­ lestar en la cultura no nos trasladamos desde el amor hacia la agresividad; sino que en todo caso, el amor es redefinido, re­ presentado, como agresividad. Sólo tenemos que ver; para con­ cluir esta investigación, que la civilización misma, más que opo­ ner, repite los otros dos términos y así transforma el argumento del trabajo de Freud en una triple tautología: sexualidad = agre­ sividad = civilización. Además, deberíamos estar alerta a la caída de los dualismos y los argumentos lineales del libro a causa del sistema, en extremo curioso, de definiciones y formulaciones cir­ culares y paradójicas: sometemos a la naturaleza dejando de do­ minarla, debemos amar a los otros porque no podemos amar a los otros, y, en los últimos capítulos, la cultura combate la agre­ sividad volviéndola sobre sus fuentes y, por fin, las renuncias instintivas incrementan la culpa que ellas pretenden apaciguar. ¿Cómo puede una estructura oposicional o dualista sobrevivir a esta inesperada mismidad de los términos diferentes y a esta espi­ ral o este torbellino hacia atrás de una proposición hacia su punto

de partida? En la medida en que la lógica explicatoria de El malestar en la cultura es a la vez tautológica y circular, es una lógica rigurosamente psicoanalítica que de manera implícita se burla de todos los procedimientos y distinciones filosóficamente narrativizantes de Freud, el pensador profético. Ella hace caer los límites que separan los conceptos, y de ese modo ejemplifica con tranquilidad lo que podría llamarse una textualidad oceánica. El movimiento más devastador de esa textualidad es la elimi­ nación de la civilización misma como término de la argumenta­ ción. Freud escribe, al principio del capítulo VII, que la civiliza­ ción inhibe la agresividad volviéndola al lugar de donde provino: ...es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de superyó se opone a la parte restante, y asumiendo la función de “con­ ciencia”, despliega frente al yo la misma dura agresi­ vidad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños22. El problema con este arreglo conveniente es que mientras ...la conciencia... es la causa de la renuncia a los ins­ tintos, posteriormente, en cambio, esta situación se in­ vierte: toda renuncia instintual se convierte entonces en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su intolerancia23. ¿Cómo puede ser esto? Los intentos de Freud de responder a esta pregunta dan por resultado las dos o tres páginas más condensadas y difíciles de El malestar en la cultura. Sin entrar aquí en todo lo intrincado de este pasaje, podemos notar que propone 22 Op. cit., pág. 47. 23 Op. cit., pág. 51.

dos explicaciones de la peculiar reversión a la que acabamos de referirnos en la relación entre conciencia y renuncia instintiva. Antes que nada, los deseos agresivos obviamente no desaparecen cuando se renuncia al comportamiento agresivo. Como segunda explicación, Freud sugiere un agregado extraordinario a su teo­ ría del origen del superyó24. En vez de ser sólo la representación interna de una autoridad exterior, el superyó se convierte tam­ bién ahora en una repetición de, o una tautología para, la pro­ pia agresividad original del yo. Ya no estamos tratando con la secuencia simple de un deseo, una amenaza externa de castigo, y la internalización de esa amenaza como guardián moral psíqui­ co. En todo caso, Freud habla de un tipo de meta-agresividad, de una agresividad desarrollada en respuesta a una autoridad externa que se niega a satisfacer nuestros deseos más tempranos. El niño ingeniosamente se identificará con esa autoridad, no para continuar internamente con ese castigo, sino más bien para po­ seerlo en forma segura, en el interior, como objeto o víctima de sus propios impulsos agresivos. El conflicto entre un niño y su padre en el mundo se vuelve una confrontación interna entre un superyó que tiene toda la agresividad que al niño le hubiera gus­ tado dirigir contra su padre (tanto como la agresión punitiva esperada de parte del padre), y un padre interno degradado al estatuto de un yo castigado. El superyó es el niño dotado de la autoridad del padre y de la agresividad del niño en contra de esa autoridad; y este monstruo de violencia moralizada, sin reservas ataca a su propio doble -el yo del niño como padre- con toda la violencia tal vez originalmente proyectada sobre el padre real (y 'que puede no haber sido otra cosa que el libreto “ real” necesario desde el comienzo mismo como para que el niño lo replique como una escena psíquica; ver en especial las páginas 50 a 52). 24 Debería señalarse aquí la influencia probable de Melanie Klein. En una nota al pie, Freud le brinda un reconocimiento (junto a “ otros autores ingleses” ) por hacer hincapié en que “ la severidad del superyó desarro­ llado por el niño de ningún modo refleja la severidad del trato que se le ha hecho experimentar” . Op. cit., pág. 52.

¿Qué ha pasado con la civilización? O, con más pertinencia, (qué es la civilización? ¿Qué significa decir que la civilización inhibe la agresividad, o aseverar, como Freud hace en el último capítulo, que “ el sentido de culpabilidad como problema más importante de la evolución cultural” y que “ el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad” ? El texto ha realiza­ do hasta ahora un planteo muy diferente: la renuncia a la agresi­ vidad es inherente a su constitución. Pero se trata de una renun­ cia que multiplica la fuerza de la agresión. Al abandonar una satisfacción instintiva, nosotros simultáneamente: (1) inter­ nalizamos la autoridad inhibiendo supuestamente el instinto, (2) incrementamos nuestro sentimiento de culpa intensificando nuestro deseo de satisfacción, (3) sometemos al yo a la furia de una agresividad originalmente destinada a la autoridad inhibi­ dora externa. Dadas las limitaciones de nuestro poder efectivo sobre el mundo exterior; podría decirse que el sofrenamiento de la agresividad ofrece la única estrategia realista de satisfacer la agresividad. Y el poder inhibitorio de lo que Freud llama cultura es ininteligible -si excluimos el ejercicio más crudo del poder, en el cual la gente está físicamente sujeta a la voluntad de otrosexcepto en términos de aquellos mecanismos internos que aca­ bamos de señalar. En un sentido muy importante, la civilización en Freud, al menos ese aspecto de la misma que él piensa como un superyó socializado, es simplemente una metáfora cultural del cumplimiento en cada uno de nosotros de un deseo narcisísticamente amenazante de destruir el mundo. Desde esta perspec­ tiva, la cultura no es el oponente incansable aunque generalmen­ te derrotado de la agresividad individual sino que, en todo caso, es la causa del propio antagonismo que El malestar en la cultura plantea examinar. Aquello que regula la agresividad es idéntico al problema de la agresividad. En El malestar en la cultura nunca queda del todo claro cómo desea Freud ver la relación entre el individuo y la civilización. Por un lado, están encerrados en una lucha que quizás no se

pueda resolver; por otro lado, la historia de la civilización que propone Freud pretende ser una analogía social del desarrollo individual. Pero si un superyó cultural se ubica en paralelo con un superyó individual, es difícil de ver la base del antagonismo entre ambos: ellos podrían, después de todo, compartir los mis­ mos objetivos. Y si llevamos la analogía un poquito más allá, tendremos la imagen en extremo peculiar, o en todo caso la figu­ ra alegórica, de la civilización tan infeliz como el individuo acer­ ca de sus renuncias instintivas. De hecho, en el final mismo del trabajo, Freud aconseja “ proceder con gran prudencia” en nues­ tros intentos de “ transferir el psicoanálisis a la comunidad cultu­ ral” ; deberíamos, después de todo, no “ olvidar que se trata única­ mente de analogías” 25. Deberíamos decir en verdad que la lec­ tura psicoanalítica de E l malestar en la cultura por sí misma sugiere que no hay ni una oposición ni una analogía entre el individuo y la cultura; esta última podría ser una región del dis­ curso coextensiva de la agresividad eróticamente investida que Freud, tal vez por error, opone a la civilización. El peligro, tanto de las analogías como de las oposiciones entre el individuo y la civilización -peligro ejemplificado por el mismo Freud en El malestar en la cultura- es que el discurso que promueve esas ana­ logías u oposiciones tiende a disfrazar y por consiguiente a per­ petuar la agresividad suicida como algo inevitable, y a la vez como un imperativo moral de un estado avanzado de cultura. El análisis teórico de la violencia desarrollado a lo largo de estas líneas necesariamente se convierte, al menos de manera implíci­ ta, en una apología de la violencia. ¿En qué medida podría el discurso civilizado disipar al me­ nos parcialmente nuestra sexualidad salvaje a partir del modo en el que equivocadamente la replicaría? Algunas obras de arte -un poema, una película, algunas novelas y algunas esculturas antiguas- nos ayudarán a comenzar a responder esta pregunta. Por el momento, sugeriría que una precondición para una

transformación tal sería abandonar el discurso profético del gran líder como modelo cultural. La ambivalencia de Freud acerca de ese discurso y de ese rol en su desempeño mismo no es de ningu­ na manera uno de los signos menores de su extraordinaria y movilizante complejidad. Si, como él escribe, “ el superyó de una época cultural determinada tiene un origen análogo al del superyó individual, pues se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conductores” , entonces sus comentarios pesi­ mistas en el capítulo VIII, tanto acerca de la severidad excesiva­ mente peligrosa como de “ la actitud antipsicológica” del superyó cultural, apuntan a la necesidad de instituir un nuevo tipo de discurso teórico26. Me refiero a un lenguaje radicalmente diferen­ te de aquellas afirmaciones teóricas por las cuales el mismo Freud buscaba que el psicoanálisis como ejemplificación de los colap­ sos teóricos beneficiosos que validan una teoría del deseo se trans­ formara en un sistema de conocimiento filosófico o antropológico ininterrumpido y, por comparación, seguro. El pesimismo de El malestar en la cultura debería ser un adecuado llamado de aten­ ción: es el signo discursivo de una posible melancolía suicida, el aura pálidamente reactiva de una complicidad cultural con el poder de una destructividad anticultural, de una necesidad asesi­ na infantil de extinguir el fuego del otro.

Demos un salto para concluir y arriesguemos nuestra primera yuxtaposición de Freud con Mallarmé. N o deseo minimizar la diferencia entre una práctica institucional y una operación pri­ vada, entre un esfuerzo más o menos colectivo (ahora de casi 100 años) de sistematizar una nueva manera de entender y de tratar al ser humano, y el verso radicalmente privado de un hombre que alegaba que cada vez que cometía la locura de hacer público un poema, no hacía nada más que enviar un “ sello distintivo” a sus contemporáneos, algunas estrofas o un soneto, para no ser

lapidado por ellos, si sospecharan que él sabe que ellos no exis­ ten [qu’ils n’ont pas lieu]. Pero si hablo de Freud y Mallarmé juntos, es en parte porque deseo sugerir, por esta conexión ines­ perada, algo crucial sobre la naturaleza del pensamiento de Freud y de su lenguaje. Además, la privacidad ambigua de la empresa de Mallarmé incluye un mensaje sobre los discursos culturales, o, con más exactitud, un mensaje sobre la transmisión de mensajes en la cultura. En algún sentido, Mallarmé tenía una ambición epistemológica tan grande como la de Freud; el Libro, después de todo, hubiera sido absolutamente oficial, iba a proveer “ la explicación órfica de la tierra”27. Aunque, en oposición a esta tan celebrada ambición, Mallarmé también se vio comprometi­ do en lo que considero como un ataque extraordinario a las reivindicaciones de la literatura de cualquier autoridad. En, por ejemplo, la turbulencia especulativa del ensayo “ Crisis de ver­ so”, Mallarmé parece proponer una visión de la literatura como una performance no localizable -quizás incluso ni vista ni oídadesprovista de cualquier autoridad semiótica o epistemológica. Pero es en el borramiento de su propia capacidad para hacer afir­ maciones de autoridad -en verdad, en el aparente desaprendizaje de la técnica misma por la cual se formula lo que nosotros llama­ mos afirmaciones- que Mallarmé buscó definir el interés histórico e incluso político de su carrera. ¿Qué significa estar histórica y textualmente presente? Para Mallarmé, la aberración de su propio tiempo es la creencia en el presente. “ N o hay Presente, no” , informa Mallarmé a sus con­ temporáneos en el ensayo “ La acción restringida” - “ un presente no existe” . La atención extraordinaria de Mallarmé hacia su época consiste en el ejemplo que ofrece a sus contemporáneos de una atención desorientada. Su propia presencia histórica como figu­ ra literaria de autoridad es una lección de la calidad de no-estar27 Stéphane Mallarmé, CEuvres completes, Henri Mondor y G. Jean-Aubry, eds. (París: Gallimard, 1945), pág. 663. Las traducciones de Mallarmé que se encuentran en el original corresponden a Leo Bersani.

presente constitutiva de la atención y de la expresión humanas. I ,os signos de la atención de Mallarmé son un apartarse desde los objetos de su atención y de los términos casi impenetrables con los cuales en ocasiones nos dirigimos a ellos. En un período al que Mallarmé diagnosticaba como obsesionado por aferrar el presente en el presente, la inaccesibilidad de Mallarmé es su ale­ gato más serio a la relevancia social. N o hay contradicción entre la naturaleza ocasional de casi toda su escritura y su desprecio por lo inmediato. Mallarmé está quizás tan “ impulsado por la presión del momento [activé par la pression de I’instant]2S” como sus contemporáneos, pero él despoja al instante de su inmedia­ tez. Porque la inmediatez es un error ontológico; la inmediatez de los sentidos pervierte la naturaleza de los pensamientos. Lo opuesto a tal inmediatez no es “ lo profundo” o el sentido nocontingente, sino en todo caso el sentido móvil de un pensa­ miento que propone continuamente sustituciones para los obje­ tos abolidos por su atención. Mallarmé, pide que leamos no las afirmaciones sino los inter­ valos que las cruzan. Su presencia histórica y literaria consiste en una especie de danza invisible, o de un dar pasos, dentro de su lenguaje. Nada es más fácil o más vacío, y nada es más difícil de leer. Richard Poirier habló recientemente de la literatura como “ una clase de escritura cuyas claridades traen precipitaciones de densidad” . Y propone una distinción entre la noción de densi­ dad y la noción más familiar y más confortable de dificultad. La dificultad, escribe Poirier, “ le da al crítico una ocasión de hacer ostentación, de tratar a la literatura como si realmente fuera una comunicación de conocimiento más que” un despliegue enig­ mático del ser. La dificultad también lleva consigo un linaje de justificación teórica, histórica y cultural; y en nuestro siglo, la dificultad “ha sido producida para que aparezca como la res­ ponsabilidad social y política ineludible del artista” . Así, el críti­ co valida sus credenciales sociales al “tratar” al Joyce de ¡Jlises y 28 Ibid., pág. 384.

descuidar al Joyce de Dublineses, y al hallar a Pound más c jn o de nuestra atención que Robert Frost29. Mallarmé es por supues­ to bastante difícil, pero la impenetrabilidad aparente de su tra­ bajo quizás nos ha hecho menos sensibles a lo que podríamos llamar su densidad -es decir, a cierta ilegibilidad que tiene mu­ cho menos que ver con un sentido oculto y profundo que con una disolución del sentido en una voz que rehúsa continuamen­ te adherirse a sus afirmaciones. N o hay, parece sugerir Mallarmé, nada importante para de ­ cir; quizás sólo haya los recursos que desplegamos para evitar las trampas del sentido en el lenguaje. En efecto, deberíamos ser detenidos, en nuestros intentos de lectura de Mallarrtié, no tanto por la naturaleza hermética de su trabajo (que por supuesto pue­ de ser, y ha sido, desentrañada), sino en todo caso por todos los mensajes que Mallarmé falló en entregar. Me refiero no sólo al Libro no escrito, sino también a sus legendarias recepciones de los martes por la tarde en la Rué de Rome, en París. Lo que parece haber hecho Mallarmé con un brillo indefinible durante estas tertulias fue ubicarse para recibir y solicitar una atención devota y conmovedora de mensajes nunca entregados. Pero esto fue quizás algo muy importante. Es decir, era un aspecto modes­ to pero decisivo en la redefinición hecha por Mallarmé de las expectativas culturales. Los discípulos iban a la Rué de Rome para justificar el'pensarse a sí mismos como discípulos; pero eran tratados como si esa justificación no pudiera ser encontrada en otra parte más que en la sociabilidad creada por su noción equi­ vocada de que Mallarmé tenía algo para decirles.

19 Richard Poirier, “ The Dificulties of Modernism and the Modernism of Difficulty” , Humanities in Society, Vol. I, n° 2 (Primavera 1978), pág. 271-82.

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a p ít u l o

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Sexualidad y estética

¿Existe la sexualidad? Y si existe ¿cuál es la relación -si real­ mente la hay- entre sexualidad y sexo? Estas preguntas han sido planteadas recientemente por Michel Foucault -quien sin embargo, no lo hizo especialmente con la intención o la esperanza de responderlas, sino en todo caso con el objetivo de definir los beneficios estratégicos que se derivaron o bien del fracaso de, o bien del rechazo a formularlas a partir de la creación del sexo y la sexualidad como categorías de la naturaleza más que de la cultura. “ Si la sexualidad” , escribe Foucault en La voluntad de saber (primer volumen de su Historia de la sexuali­ dad), “ se constituyó como un área de investigación, fue sólo por­ que relaciones de poder la habían establecido como un objeto posible” . Así, la sexualidad no sería el nombre dado a alguna realidad numana oculta o profunda, sino más bien a “ una cons­ trucción histórica [un dispositivo histórico]” organizada “en acuer­ do con algunas pocas estrategias mayores del conocimiento y el poder” . Pero si aproximadamente durante los últimos doscientos años, “ el sexo no ha cesado de provocar una suerte de eretismo discursivo generalizado” , los anunciados secretos del sexo no son de ningún modo el premio mayor en el juego del saber-poder. “ En el lapso de unos pocos siglos, una cierta inclinación nos ha con­ ducido a dirigir la pregunta acerca de lo que somos, al sexo”30. 30 Michel Foucault, Historia de la sexualidad. Vol. I: La voluntad de saber. Ed. Siglo XXI. Octava edición española 1995, pág. 96.

Es decir, lo que Foucault llama la creación de la sexualidad y del sexo no es, en cierto sentido, otra cosa que la implementación estratégica de un esfuerzo más fundamental por controlar la de­ finición de lo humano propiamente dicho. De ahí que en el tra­ bajo de Foucault se realice una gradual disminución en el énfasis puesto sobre las técnicas sociales específicas de dominación y disciplinamiento, y una generalización de la historia de la sexua­ lidad como “ genealogía del sujeto en las sociedades occidenta­ les” . El ejercicio “ primero” o fundamental de poder sobre los individuos es la propia interpretación confesional que realizan de sí mismos. Un estudio de la red de poder-saber debe, en conse­ cuencia, llevar a desmantelar los análisis de “ las tecnologías del yo (self)” . ¿Cuál es la posición de Freud y del psicoanálisis en la historia de estas tecnologías? Foucault nos recuerda cuán poco innovó Freud: ciertos aspectos de la teoría y de la técnica psicoanalíticas (quizás en especial la noción de un desarrollo psicosexual norma­ tivo y la insistencia, en el tratamiento, en una exposición total de la “verdad” acerca de la propia sexualidad) sencillamente actuali­ zan tácticas disciplinarias ya mostradas en las revisiones del siglo dieciséis de la pastoral católica. N o debería culparse a Freud por establecer el dispositif de sexualité, ni se trata de reconocerle el haber dado finalmente al sexo lo que se le debía; sino que, de este modo -cito la última página de La voluntad de saber- “ él resulta­ ba maravillosamente eficaz -de una manera digna de los más gran­ des religiosos y directores de conciencia de la época clásica- en dar un nuevo ímpetu a la conminación secular a conocer el sexo y conformarlo como discurso” 31. N o obstante, este “nuevo ímpe­ tu” no es de ningún modo insignificante. Debido a que el freudis­ mo es -simultánemente desde el punto de vista de la teoría y de la 31 Ligera diferencia respecto de la traducción al castellano hecha por Ulises Guiñazú para Siglo XXI. Decido seguir parte de la cita directamente de Bersani pues es lo que me permite traducir a continuación la retoma que realiza de las palabras con las que Foucault ha sido traducido al inglés. (N. deT.)

práctica social- la más penetrante y prestigiosa forma moderna de una tecnología discursiva de conocimiento y de creación de sí, resulta interesante advertir que Freud puede haber destruido la tecnología que brillantemente ejemplifica debido a su propio in­ tento de hacer explícitas sus suposiciones, de fundar esa tecnolo­ gía en una epistemología secular. Los refinamientos teóricos y te­ rapéuticos que Freud aportó a nuestra civilización confesional son inseparables de una catástrofe epistemológica: es decir, el fracaso de Freud en definir la relación entre la sexualidad y el sujeto hu­ mano. Todo el dispositif de sexualité prácticamente colapsa en un movimiento autorreflexivo sin precedentes. “ Prácticamente colapsa” : no obstante el psicoanálisis ha signi­ ficado una ganancia en la eficiencia del dispositif gracias a la su­ presión de cierto Freud en la historia del movimiento psicoanalíti­ co, supresión sobre la cual volveré en el capítulo final. Por el mo­ mento, ¿cómo podemos localizar lo que considero una parálisis discursiva beneficiosa -o al menos un balbuceo discursivo benefi­ cioso- en el corazón del discurso freudiano? La afirmación mayor de Freud sobre la sexualidad puede encontrarse en Tres ensayos de teoría sexual32, libro publicado en 1905, pero que, como nos lo recuerda James Strachey en su nota introductoria al trabajo para la Standard Edition, “en las ediciones que se sucedieron a lo largo de veinte años su autor introdujo en ellos más modificaciones y agre­ gados que en cualquier otro de sus escritos (salvo, quizás, en La interpretación de los sueños)” 11. Comencemos por un problema 32 Esta obra de Freud se conoce habitualmente como Tres ensayos. Citare­ mos la edición de Biblioteca Nueva, salvo cuando a continuación se hace referencia a la presentación hecha por James Strachey para la edición inglesa, que se incluye en la edición de Amorrortu. En Biblioteca Nueva, como veremos, el conjunto de los ensayos se publica como Una teoría sexual, y lo encontramos en el Tomo I de las Obras completas. Esta última es la versión que elegimos. (N. de T.) 33 Nota introductoria a la edición de Tres ensayos en la Standard Edition. La traducción al castellano, de José L. Etcheverry, se encuentra en las Obras completas de Sigmund Freud, Tres ensayos de teoría sexual, Ed. Amorrortu, T. VII, Buenos Aires, 1976, pág. 112.

de estrategia de composición. ¿Por qué un tratado sobre sexuali­ dad humana comienza con un capítulo sobre “ aberraciones sexua­ les” ? Este primer ensayo -que incluye secciones sobre homose­ xualidad, fetichismo, escoptofilia y exhibicionismo, sadismo y masoquismo- puede entenderse de dos maneras muy diferentes. Por un lado, como que las llamadas aberraciones realmente no son aberraciones; ellas pierden su carácter “ anormal” una vez que Freud las reubica en una historia de la sexualidad, en lo que llamaré una perspectiva teleológica. Esta perspectiva se ve refor­ zada, quizás en última instancia puesta en dependencia de los “ estadios” de la sexualidad infantil que, sin embargo, son un desarrollo relativamente tardío en el pensamiento de Freud. La sección sobre esos estadios, en el segundo de los Tres ensayos, fue agregada en 1915. Al parecer, Freud se refirió primero a una organización pregenital (el estadio sádico-anal) en el escrito de 1913 sobre “ La disposición a la neurosis obsesiva” ; el estadio “ oral” o “ canibalístico” se describe inicialmente en la adición de 1915, a la que acabamos de referirnos; y el estadio “ fálico” de la organización es agregado a los otros dos recién en 1923. La ob­ servación clínica de niños parece haber tenido poco que ver con estos “ descubrimientos” que, según nos cuenta Freud, se infirie­ ron de “ los obstáculos y perturbaciones en el desarrollo hacia la organización genital”34. Además, las fases más tempranas “ trans­ curren normalmente sin dejar advertir su paso más que por muy breves indicios. Sólo en los casos patológicos se activan y aparecen 34 En un artículo de Encyclopedia de 1923 sobre “Psicoanálisis” , Freud escribió: “ Es verdad que las primeras intelecciones de la sexualidad infantil se obtuvieron mediante la exploración de adultos, y por eso adolecían de todas las dudas y fuentes de error que podían atribuirse a una visión retrospectiva tan tardía [mitall den Zweifeln und Fehlerquellen behaftet, die man einer so sp'áten Rückshau zutrauen konnte]. Pero cuando más tarde (desde 1908) se empezó a analizar y a observar sin restricciones a los niños mismos [Kinder selbst zu analyzieren und unbefangen zu beobachten], se obtuvo la corroboración directa para todo el contenido fáctico [für alien tatsachlichen lnba.lt] de la nueva concepción”. Se encuentra en las Obras completas de Ed. Amorrortu, Vol. XVIII.

reconocibles a la investigación exterior” 35. Las fases de la sexua­ lidad infantil normal son, entonces, una construcción hecha des­ de el análisis de adultos cuya vida sexual se ha visto perturbada patológicamente. La “verificación” clínica de los estadios de la sexualidad infantil será así inevitablemente guiada por una teo­ ría que ya asume la existencia de los mismos. Pero si la realidad de esas fases como organizaciones históri­ cas distintas es por esto mismo de algún modo problemática, su valor estratégico en una teoría general de la sexualidad humana es inconmensurable. Una vez que las aberraciones sexuales son reconocidas no sólo como pertenecientes a la infancia sino tam­ bién como constituyentes de lo que Freud llama “ una especie de régimen sexual” , ambas pierden su naturaleza aberrante y se re­ velan como “nuevos agregados y grados preliminares de tal or­ ganización de los instintos parciales” 36. La heterosexualidad ge­ nital es la estabilización jerárquica de los componentes instintuales de la sexualidad. Y por eso las perversiones de los adultos se vuelven inteligibles en términos de enfermedades que suponen una narrativa incompleta. Pero esta historia sexual es sólo la mitad de la historia. La primera sección del tercer ensayo de Freud es un interesante y tortuoso intento de definir la naturaleza del placer sexual y de la excitación sexual. Antes que nada, el supuesto fin de la sexuali­ dad resulta ser discontinuo respecto de su historia. El placer del orgasmo genital, escribe Freud, “ es el mayor en intensidad y se diferencia de los demás en su mecanismo, siendo producido to­ talmente por una exoneración37 y constituyendo un placer de satisfacción, con el cual se extingue temporalmente la tensión de la libido” 38. Dado la cantidad de críticas a las cuales ha sido sometida la teoría económica del placer de Freud (en especial 35 S. Freud, Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 801. 36 Ibidem, pág. 801. 37 Una descarga. (N. de T.) 38 Op. cit., pág. 807.

durante los últimos veinte años en los Estados Unidos) es im­ portante notar que en los Tres ensayos, sólo el placer genital es definido como el placer de descarga o liberación de la tensión. Desde el punto de vista teleológico, Freud llamará “ placer pre­ liminar” o “ placer previo” al “ placer provocado por la excita­ ción de las zonas erógenas” y “ el producido por la descarga de la materia sexual” se conocerá como “ placer final” 39 Esta dis­ tinción se volvió familiar, pero lo que fue quizás enfatizado de manera insuficiente40 es que, desde que existen después de todo los llamados placeres previos (los placeres de las zonas eróge­ nas) independientemente del placer final hasta -para usar el título del tercer ensayo de Freud- “ las transformaciones de la 39 Ibidem, pág. 807. 40 Una excepción de algún modo problemática es el trabajo de Michael Balint, quien habla de placer previo y final como “dos funciones separa­ das” y sugiere que “ el placer final no se ha desarrollado a partir de los mecanismos del placer previo” . Para Balint, la civilización obra en direc­ ción de “ el refrenamiento y la limitación de la gratificación genital llana y directa y el desarrollo de formas ‘refinadas’ del amor cada vez más complejas” . Esto significa “ una intrusión siempre en aumento de lo pregenital y, por consiguiente, de las estimulaciones y gratificaciones infantiles ‘perversas’ en la genitalidad adulta, que la transforma en un ‘hacer el amor’ en el sentido de varias artes amandi”. Consultar Primary Loveand Psycho-analytic Technique (Liveright, Londres, 1965), pp. 67 y 119. George S. Klein, en un interesante ensayo titulado “ Freud’s Two Theories of Sexuality” , distingue entre “el placer de la reducción de la tensión” y el “placer sensual” o “ las propiedades experienciales de la sexualidad misma” en el pensamiento freudiano. Según Klein, Freud vio que el lazo entre el orgasmo genital y el placer sensual no es el prototipo de la sexualidad humana, pero su énfasis sobre el factor de descarga en la sexualidad lo acercó a un modelo de lo sexual derivado del orgasmo genital. Klein habla de la “dimensión sensual” específica de la sexualidad como “ una capacidad para experimentar placer de forma primaria y distintivamente punzante". Su énfasis se vuelve muy diferen­ te del mío cuando describe este placer sensual como una “estructura cognitiva de desarrollo” ; la sed sensual sería “ una estructura cognitiva en acción” . En Merton M. Gilí y Philip S. Holzman, eds. Psychology versus Metapsychology: Psychoanalytic Essays in Memory o f George S. Klein, en Psychological Issues, vol. 9, n° 4, Monograph 36 (Nueva York: International Universities Press, 1976), pp. 53-55,19, 28 y 41.

pubertad” , la distinción entre placer previo y placer final cuenta en realidad para dos distintas ontologías de la sexualidad. En la conclusión de los Tres ensayos Freud se queja de “ nuestra igno­ rancia de los procesos biológicos que constituyen la esencia de la sexualidad”41 y de que, en consecuencia, ha sido incapaz de ex­ plicar satisfactoriamente “ las relaciones entre la satisfacción sexual y la excitación sexual [eine genügende Aufklarung des Verhaltnisses zwischen Sexualbefriedigung und Sexualerregung] ”42. Pero esta confesión de fracaso sólo se aplicaría lógicamente a la ontología de la sexualidad pregenital. En el placer final puede no haber, hablando estrictamente, ninguna relación entre satisfac­ ción y excitación dado que esa forma de placer consiste simple­ mente en la extinción de la excitación. Y esto nos conduce a preguntarnos si el fin del sexo, la meta del sexo, podría también ser su fin, su desaparición. Hablando de la dificultad que el psi­ coanálisis tiene para definir la sexualidad, Freud escribe -¿a pe­ sar de sí mismo?- como si la sexualidad infantil fuera la sexuali­ dad misma, como si hubiera olvidado su rol supuestamente pre­ paratorio, subordinado a la conducción hacia el “ acto princi­ pal” de la sexualidad humana. En verdad, las cosas son completamente diferentes -y mucho más problemáticas- cuando trata de definir el placer de las zonas erógenas. Escribe Freud: “ El carácter de tensión de la excitación sexual plantea un problema, cuya solución se muestra tan difícil como importante sería para la inteligencia de los procesos sexua­ les” . El “ problema” surge de la insistencia de Freud, “ a pesar de la diversidad de opiniones reinante sobre esta cuestión en la psi­ cología moderna, he de mantener mi aserto de que una sensa­ ción de tensión tiene que ser de carácter displaciente” . El hecho “ decisivo” aquí, prosigue Freud, es que “ tal sensación trae consi­ go un impulso a modificar la situación psíquica, cosa total­ mente opuesta a la naturaleza del placer” . Y sin embargo la 41 Op. cit., pág. 823. 42 Ibidem, pág. 818.

excitación sexual “ es sentida como un placer” . De hecho Freud agrega, “ incluso las modificaciones preparatorias del aparato ge­ nital” 43 traen consigo una suerte de satisfacción en la tensión misma. Así, podríamos notar, entre paréntesis (aunque el punto, si bien obvio, no es de ninguna manera insignificante) que la sexualidad genital misma no está enteramente gobernada por el placer de descarga. La genitalidad es un régimen sexual partido (split): incluye en sí mismo, a diferencia de las otras fases sexua­ les, placer previo y placer final, el placer de la tensión y la satis­ facción de la descarga. Volviendo a nuestro “ problema” : Freud se pregunta ¿cómo pueden conciliarse la tensión displacentera y el placer? La sexualidad no sólo se caracteriza por la producción simul­ tánea de tensión placentera y displacentera; quizás más bizarro es el hecho (que Freud nota enseguida en esta sección al comien­ zo del tercer ensayo) de que la tensión placentera displacentera de la estimulación sexual no busca ser liberada sino incrementada. Generalmente, Freud tiende a hablar de la excitación sexual como si fuera algo así como una picazón o una urgencia por estornu­ dar. Pero en el sexo que precede a la descarga, la analogía con la picazón ya no se sostiene. Después de todo, nos rascamos para sacarnos una picazón pero -para seguir por un momento con la analogía- ahora tenemos una picazón que no busca nada mejor que su propia prolongación e incluso su propia intensificación. Si usted toca, escribe Freud, la piel del pecho de una mujer exci­ tada, el contacto producirá un sentimiento placentero que “ des­ pierta la excitación sexual que reclama más placer” . “ El proble­ ma” , concluye Freud, “ está en cómo el placer experimentado hace surgir la necesidad de un placer mayor” 44. La misma pregunta 43 Ibidem, pág. 806. 44 Cito textual la traducción de López-Ballesteros, donde se nota una dife­ rencia: “ Más transparente es aún otro caso: cuando, por ejemplo, en una persona no excitada sexualmente se estimula una zona erógena por medio de un tocamiento” . También la traducción de Etcheverry en Amorrortu habla de una persona no excitada. (N. de T.)

se formuló de manera más aguda en el segundo de los Tres ensa­ yos, cuando, al discutir sobre la sexualidad infantil, Freud adn itió encontrar algo que “puede extrañarnos” en el hecho de que “ una excitación necesite para cesar una segunda y nueva excita­ ción producida en el mismo sitio” . ¿Cómo entenderemos este modo excepcional de tratar con los estímulos y con el deseo de repetir e incluso de intensificar una tensión displacentera? ¿Qué querría decir que en la sexualidad el placer es de algún modo distinto de la satisfacción, quizás incluso idéntico a una especie de dolor? ¿O esto no es nada más que un modo sintomático del “ decir” en sí mismo? O, una vez más, y quizá con mayor exacti­ tud ¿las dificultades del texto freudiano son sintomáticas de la relación disfuncional de nuestro lenguaje con nuestro cuerpo? Una cosa es clara: quince años antes de Más allá del principio del placer, Freud ya estaba considerando una problemática de la repetición. Pero en los Tres ensayos, la misteriosa repetición (e incluso la intensificación) de algo displacentero se considera como inherente a la sexualidad. Freud parece estar cas a punto de sugerir que más allá del principio del placer encontramos -la sexualidad. En todo caso, es la repetición -o lo que podría qui­ zás ser llamado una estasis insistente- lo que bloquea los inten­ tos de Freud de definir lo sexual. La imposibilidad de definición parece inscribirse en el acto mismo de la descripción. Como con­ fiesa Freud, nunca llegamos a la “ esencia” de la sexualidad, sino que de alguna manera la sexualidad estaría conectada a un pla­ centero displace^ o al impulso de incrementar un ya displacentero placer, o de suprimir un estímulo por la vía de replicarlo. Y aún no vimos el final de estos intentos de replicación. Toda la pers­ pectiva teleológica se ve amenazada por la famosa afirmación de Freud acerca de que “ el hallazgo {encuentro} de un objeto es propiamente un reencuentro” . Aquellos que pasamos la horrible prueba de las fases de la sexualidad infantil, que logramos ajus­ tar jerárquicamente los componentes pulsionales de la oralidad y la analidad al dominio de lo genital, nos encontramos -si tene­ mos suerte con los objetos- de vuelta en el comienzo mismo de

todo el proceso. “ N o sin gran fundamento ha llegado a ser la succión del niño del pecho de la madre modelo de toda relación erótica.” 45 El final de la historia está ya en su comienzo; el movi­ miento teleológico se revierte en el mismo momento en que al­ canza su meta; y la línea narrativa de la sexualidad se completa a sí misma como un círculo. Decir que se reencuentra un objeto sugiere que hubo un obje­ to. Pero nada es menos cierto en Freud que el estatuto de ese primer objeto al cual permanecemos tan notoriamente fieles. Jean Laplanche subrayó la naturaleza reflexiva de la sexualidad en Freud; él ubica su origen en el repliegue autoerótico sobre sí mis­ mo ( “le temps du retournement sur so i” du “rebroussement auto-érotíque”46). En efecto, en el segundo ensayo, en una dis­ cusión acerca de la manera en la cual “ el quehacer sexual [en la infancia] se apuntala primero en una de las funciones que sirven a la conservación de la vida” , el pecho materno o, más precisa­ mente “ el cálido aflujo” de su leche, es visto como la causa me­ ramente accidental del descubrimiento que el niño hace de sus labios com o zona erógena. Desde este punto de vista, el reencuentro de un objeto sexual original sería mucho menos importante que la apropiación de algún objeto capaz de estimu­ lar los labios de la misma manera. El niño se chupará la lengua, el labio, incluso, agrega Freud, el dedo gordo del pie; y aquellas personas para quienesja zona labial tiene una significación erógena excepcional se volverán lo que Freud llama “ grandes gustadores del beso, se inclinarán a besos perversos o, si son hombres, ten­ drán una potente motivación intrínseca para beber y fumar” . El pulgar y el dedo gordo del pie proveen una zona erógena segun­ da e inferior; y Freud sugiere de modo interesante que si besamos a otros sobre los labios es, en parte, para hacer que el objeto de nuestro deseo coincida con la fuente de nuestro placer original. 45 Op. cit., pág. 812,813. 46 Jean Laplanche, Vie et mort en psychanalyse (París; Flammarion, 1970), pp. 37 y 149. Hay traducción al castellano: Vida y muerte en psicoaná­ lisis. Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1973, pág. 32 y 119.

La importancia del pecho como objeto real o fantasmático dis­ minuye considerablemente si el texto subyacente del besar es: “ Lástima que no pueda besar mis propios labios”47. El rol ambiguo del objeto, que continuamente desaparece y reaparece en la noción freudiana de sexualidad, puede ayudar a explicar la duda de Freud acerca de cómo ubicar la escoptofilia, el exhibicionismo y, en especial, la crueldad en la vida sexual. Freud comienza afirmando que “ desde el principio” estas pulsiones “ toman en consideración a otras personas como obje­ to sexual” 48. “ Existen ya en la infancia, aunque con plena inde­ pendencia de la actividad sexual erógena.”49 Pero justo en la página siguiente de las ediciones de 1905 y 1910 de los Tres ensayos, Freud habla de ciertas “ influencias recíprocas” entre “el desarrollo sexual y el de la pulsión de ver y de crueldad” ; in­ fluencias “ que vuelven a restringir la aseverada independencia entre ambas clases de pulsiones”50. El mismo pasaje nos da una pista de cómo aquellas “ influencias recíprocas” pueden operar: “ Aquellos niños que se distinguen por una especial crueldad con­ tra los animales y contra sus compañeros de juegos despiertan, generalmente con razón, la sospecha de una intensa y temprana actividad sexual de las zonas erógenas” 51. Esta crueldad puede surgir de una intensa sexualidad infantil -lo cual, como hemos visto, puede significarse como un derivado del autoerotismo. En un sentido, toda la cuestión se vuelve obsoleta luego de 1920: una nota al pie en la sección sobre sadismo y masoquismo del primer ensayo nos recuerda que la búsqueda que culmina en 47 S. Freud, Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 793. 48 Traducción del alemán. (N. de T.) 49 S. Freud, Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 798. 50 Las citas correspondientes a la forma que tenía el texto en sus versiones de 1905 y 1910, pueden encontrarse en la versión de las Obras comple­ tas de Amorrortu. Vol. VII, pág. 175, nota al pie 33. 51 S. Freud, Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I pág. 799.

Más allá del principio del placer condujo a Freud a “ derivar, para el par de opuestos sadismo-masoquismo, una posición especial basada en su origen pulsional, posición que lo hace sobresalir en la serie de las otras ‘perversiones’” . Pero las dudas e incluso las confusiones de los Tres ensayos arrojan, por así decir; una luz anticipatoria sobre el gran dualis­ mo pulsional de 1920. Desde M ás allá del principio del placer hasta sus últimos trabajos Freud no dejará de insistir (incluso a medida que él mismo acumula evidencia para lo contrario) so­ bre la existencia de una destructividad no erótica -primero bajo la forma de un “ instinto de muerte” opuesto a Eros y, luego, cada vez más, bajo la forma de esa agresividad que se supone que deriva del instinto de muerte y que, como hemos visto, sostiene la oposición del individuo y la, civilización en El malestar en la cultura. Pero en los Tres ensayos (Una teoría sexual) Freud ubica claramente la crueldad -m ás específicamente el sadismo y el masoquismo- en el corazón de la sexualidad infantil. Su duda tiene que ver, de manera bastante interesante, con la ubicación exacta de la crueldad en la sexualidad. ¿Se trata de un “ compo­ nente instintivo” ? ¿Es distinta o independiente de las actividades sexuales ligadas a las zonas erógenas? Y si es independiente de esas actividades, ¿cuáles son las “ influencias recíprocas” que de alguna manera conectan la crueldad con el desarrollo sexual? Si Freud tiene dificultad para ubicar lo que al principio pensó como la aberración sexual del sadomasoquismo, es quizá por la conclusión no reconocida y ciertamente no deseada hacia la cual su investigación podría haberlo conducido. ¿Podría ser que esta manifestación excepcional o marginal de la sexualidad constitu­ yera su “ esencia” esquiva -o, más exactamente, que fuera la con­ dición de la emergencia de la sexualidad? Ya hice referencia al severo juicio de Freud sobre el propósito mismo de los Tres ensa­ yos en la oración final del trabajo: [atribuye el resultado poco satisfactorio de sus investigaciones a] “ ...nuestra ignorancia de ios procesos biológicos, que constituyen la esencia de la sexuali­ dad, no siéndonos posible construir, con los escasos datos que

poseemos, una teoría capaz de explicar suficientemente los ca­ racteres, tanto normales como patológicos, de la actividad sexual”52. De hecho, se arriba a cierta conclusión; incluso se la formula de manera bastante insistente y sin embargo, si puede pasar fácilmente sin que sea notada, es porque podría disiparse la especificidad del asunto. “Es fácil fijar” , escribe Freud en la sección sobre las fuentes de la sexualidad infantil, “ ...que todos los procesos afectivos intensos, hasta las mismas excitaciones aterrorizantes, se extienden hasta el dominio de la sexualidad [aufdie Sexualerregung übergreifen]” 53. Y dos páginas más ade­ lante: “ Es posible que nada importante suceda en el organismo que no contribuya con sus componentes a la excitación del ins­ tinto sexual54” . Casi cualquier cosa realizará la tarea sexualizadora, como los ejemplos de esta sección lo sugieren claramente -ejem­ plos que incluyen la atención en el trabajo intelectual, las dispu­ tas verbales, la lucha cuerpo a cuerpo con los compañeros y los viajes en ferrocarril. Finalmente, esta idea se repite en el resumen conclusivo de los Tres ensayos, donde Freud habla de la excita­ ción sexual como que: “ Origínase, además, una excitación sexual, como producto accesorio [ais Nebenprodukt], en una amplia serie de procesos orgánicos, en cuanto éstos alcanzan una determi­ nada intensidad, y especialmente” , agrega, “en todas las emocio­ nes intensas, aunque presenten un carácter penoso”55. En pasajes como éste, Freud parece orientarse a plantear que la tensión placentera-displacentera de la excitación sexual ocurre cuando el límite “ normal” de la sensación es excedido y cuando la organización del yo (self) es perturbada en forma momentá­ nea por procesos de sensaciones o afectos que se ubican de al­ gún modo “ más allá” de aquellos compatibles con la organiza­ ción psíquica. “ Cualquier actividad, cualquier modificación del organism o, cualquier perturbación [ébranlement]” , escribe 52 53 54 55

Ibidem, pág. Ibidem, pág. Ibidem, pág. Ibidem, pág.

823. 804. 804. 818.

Laplanche, “ puede producir un efecto marginal que es precisa­ mente excitación sexual en el punto donde este efecto [de pertur­ bación, de fragmentación] es producido” 56. La sexualidad sería aquello que es intolerable para el yo (self) estructurado. Desde esta perspectiva, la característica distintiva de la infancia sería su susceptibilidad para lo sexual. La naturaleza polimórficamente perversa de la sexualidad infantil sería una función de la vulne­ rabilidad del niño a ingresar en la sexualidad hecho pedazos. La sexualidad es un fenómeno particularmente humano en el senti­ do de que su propia génesis puede depender del décalage, o la brecha, en la vida humana, entre las cantidades de estímulos a los que estamos expuestos y el desarrollo de las estructuras del yo (ego) capaces de resistir o, en términos freudianos, de ligar esos estímulos. El misterio de la sexualidad es que nosotros no sólo buscamos librarnos de esta tensión que fragmenta sino también repetirla e incluso aumentarla. En la sexualidad, la satisfacción es inherente a la dolorosa necesidad de encontrar satisfacción. N o se trata por lo tanto de decidir si la crueldad -o , más específicamente ahora, el masoquismo como “ fundamento” de todas las formas de la crueldad- opera o no independientemente de las zonas erógenas, o incluso de la búsqueda de las “ influen­ cias recíprocas” a las que la crueldad y el desarrollo sexual esta­ rían sujetos de alguna manera. M ás bien, la sexualidad -al me­ nos en el modo en que está constituida- podría ser pensada como una tautología del masoquismo. Quiero proponer que, más significativamente, el masoquis­ mo sirve a la vida. Es quizás sólo porque la sexualidad está ontológicamente fundada en el masoquismo que el organismo humano sobrevive a la brecha entre el período de estímulos que hace estallar y el desarrollo de las estructuras resistentes o defen­ sivas del yo (ego) a las que me referí hace un momento. El ma­ soquismo sería la estrategia física que parcialmente vence un proceso 56 Vie et mort en psychanalyse, pág. 149-50. Traducción al castellano de Matilde Horne. Buenos Aires, 1973.

biológico disfuncional de maduración. El masoquismo como modelo de la sexualidad nos permite sobrevivir a nuestra infan­ cia y a nuestra infancia temprana. Los animales pequeños ya hacen el amor; los humanos pequeños producen sexualidad. El masoquismo, lejos de ser una aberración individual, es una dis­ posición heredada que resulta de una conquista evolutiva. Así, paralelamente al argumento teleológico de los Tres ensa­ yos de teoría sexual, un argumento completamente diferente se despliega -de manera insistente e incluso casi invisible. Este segun­ do argumento casi disuelve la especificidad por la cual Freud po­ dría esperar que su tema fuera reconocido. La experiencia de los así llamados casos anormales, escribe Freud en el primer ensayo, “ nos enseña que entre el instinto sexual y el objeto sexual existe una soldadura... Se nos indica así la necesidad de disociar hasta cierto punto en nuestras reflexiones el instinto y el objeto” 57. El esfuerzo por “ reencontrar” un objeto original sería un intento de retorno a una disposición en la que ningún objeto es privilegiado, en la que la sexualidad puede surgir de cualquier fuente (podemos ser estimulados por un pecho, un pulgar, un balanceo, un pensa­ miento...) y en la cual, finalmente, cualquier parte del cuerpo es una zona potencialmente erógena. “En el placer de contempla­ ción y de exhibición, el ojo constituye una zona erógena” , escribe Freud en el primer ensayo; y en la sexualidad que implica cruel­ dad, “ la que adopta esta misión es la piel” , lo que Freud llama incluso “ la zona erógena por excelencia” 58 . Y encontramos esto en una nota al pie agregada en 1915: “Nuestras investigaciones y deducciones nos llevan a atribuir a todas las partes del cuerpo, así como a los órganos internos, el carácter de erogeneidad”59. La investigación de la sexualidad humana conduce a una separación masiva de lo sexual respecto tanto de la especificidad del objeto

57 S. Freud, Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 777. 58 Ibidem, pág. 787. 59 Ibidem, pág. 794.

como del órgano. Deseamos lo que casi nos hace estallar y la experiencia del estallido es, parecería, sin un contenido específi­ co -lo cual puede ser nuestra única manera de decir que la expe­ riencia no puede ser dicha, que pertenece a la biología no-lin­ güística de la vida humana. El psicoanálisis es el intento sin pre­ cedentes de psicologizar esa biología, de forzarla a entrar dentro del discurso, de insistir en que el lenguaje puede ser “ tocado por” o que puede “ recoger” ciertas vibraciones del ser aue nos apar­ tan de cualquier conciencia del ser. Si la sexualidad humana, como algo distinto de las experien­ cias de contactos corporales que compartimos con los animales, es un tipo de aberración funcional de las especies, entontes los comienzos abortados, incompletos y no desarrollados de nuestra vida sexual constituyen y agotan su esencia. La ontología de la sexualidad es inconexa respecto de su desarrollo histórico. La sexualidad se manifiesta a sí misma en una variedad de actos sexuales y en una variedad de actos supuestamente no sexuales, pero su excitación constitutiva es la misma en la cópula amorosa de dos adultos, la sumisión ilimitada de un esclavo ante la paliza de su amo impiadoso y la masturbación del fetichista llevada a cabo con una pantufla plateada acariciada con ardor. La sexua­ lidad es el sustrato atemporal del sexo, aunque el argumento teleológico de los Tres ensayos representa un intento de reescribir la sexualidad como historia y como relato por la vía de reinstalar estructuras de especificidad de órgano y objeto. El trabajo de Freud es una recapitulación textual de la existencia psicoanalítica del cuerpo. Las fases de la sexualidad infantil y el punto cúlmine del complejo de Edipo dan una inteligibilidad narrativa a un texto de otro modo atormentado, por así decir, por puntos de formulación tautológicos y que se anulan a sí mismos. Del mis­ mo modo, el yo (ego) domesticará, estructurará y narrativizará aquellas olas de excitación que simultáneamente ponen en peli­ gro y también protegen los primeros años de la vida humana. Ese proceso se describe y ejemplifica en el cuerpo textual —in corpore freudiano- del discurso psicoanalítico.

¿Es que volvimos al impasse de El malestar en la cultura? Habiendo sugerido en ese trabajo la posibilidad de reconstruir la oposición entre el individuo y la civilización, hemos quizás aho­ ra reforzado esa misma oposición al fundamentar la destructivi­ dad masoquista no en las vicisitudes anecdóticas de las identifi­ caciones parentales sino en la ontología de la sexualidad misma. Según lo que llamé el contraargumento de los Tres ensayos -el argumento que va contra la posición teleológica-, la sexualidad no sería originalmente un intercambio de intensidades entre in­ dividuos sino más bien una condición de negociaciones quebra­ das con el mundo, una condición en la cual los otros meramente desencadenan los mecanismos de autofragmentación de la jouissance masoquista. Es desde esta perspectiva que se comprende mejor la importancia excepcional de la genealogía del sadismo y el masoquismo en el ensayo de 1915 sobre “ La pulsión y sus vicisitudes” . Con el propósito de dar cuenta del misterio de la sexualidad sádica -es decir, de cómo podemos ser sexualmente iniciados por el sufrimiento de los otros, como una pregunta diferente de la pregunta más fácil de por qué deseamos ejercitar poder sobre los otros-, Freud se ve llevado a sugerir que el espec­ táculo del dolor en los otros estimula una representación mimética que hace estallar al sujeto en la excitación sexual. El sadismo se define en “ Las pulsiones y sus vicisitudes” como una identifica­ ción masoquista con el objeto sufriente. El placer sexual entra en el esquema freudiano, según lo ha notado Laplanche, “con la posición sufriente” y él sugiere que la representación fantasmática es en sí misma ébranlement y está entonces “ íntimamente rela­ cionada, en su origen, con la emergencia de la pulsión sexual masoquista” 60. El sufrimiento de los otros provee -para volver a un pasaje ya citado de los Tres ensayos- “ emociones intensas, 60 Vie et mort en psyckanalyse, pág. 155 y 165. Traducción al castellano de Matilde Home. Buenos Aires, 1973, págs. 123 y 132-133.

aunque presenten un carácter penoso” , una emoción que produ­ ce la sexualidad. Así, la sexualidad sadomasoquista sería algo así como una versión melodramática de la constitución de la sexua­ lidad misma, y la marginalidad del sadomasoquismo no consis­ tiría en otra cosa que el aislamiento, incluso el volverse visible, de los fundamentos ontológicos de lo sexual. Según especulé, la práctica sadomasoquista es indudablemente la narrativización de un masoquismo que puede haberse desa­ rrollado como una necesidad de la evolución. El masoquismo como una solución a las secuencias disfuncionales de la madura­ ción humana se repetiría como una elección disfuncional -una elección, esta vez, de extinción más que de supervivencia. Obvia­ mente debería reconocerse aquí la ejemplaridad marginal y es­ candalosa del Marqués de Sade. Sade dramatiza el argumento implícito de “ Las pulsiones y sus vicisitudes” : es decir, esa sexua­ lidad mimética es sexualidad sadomasoquista61. En Las 120 jor­ nadas de Sodoma, Sade se aproxima a sugerir que nosotros no tenemos sexo con otros porque ellos nos excitan; la excitación es la consecuencia del sexo más bien que su motivo. Y esto es por­ que es esencialmente en el libertino una respuesta a la agitación que él produce en el cuerpo del otro, en los divertidos términos fisiológicos en los que Sade resume las ideas del Duque: Él se dio cuenta de que a una violenta conmoción infligida sobre cualquier tipo de adversario se responde con un estremecimiento en nuestro propio sistema ner­ vioso; el efecto de esta vibración, al despertar el espíritu animal que fluye por estas concavidades nerviosas, obliga 61 Freud propone explícitamente esta conexión en “Dostoievsky y el pa­ rricidio” (1928 [1927]), cuando habla de la simpatía ilimitada de Dostoievsky por el criminal como “ identificación sobre la base de idén­ ticos impulsos asesinos, y en último término, narcisismo ligeramente desplazado” , y agrega Freud que “acaso es éste el mecanismo de la compasión” . En Obras completas, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo II, pág. 1143.

a ejercer presión sobre los nervios erectores y a produ­ cir; en acuerdo con esta perturbación [ébranlement], lo que se llama una sensación lúbrica62. El enlace perdido aquí parecería ser el medio de transporte des­ de la “ conmoción” del otro hacia la “vibración” del libertino. Pero ésta sólo puede ser la percepción agitada de la primera. La “ vibración” que produce signos reconocibles de excitación sexual es el espectáculo de la conmoción de la otra persona. La excita­ ción sexual debe ser representada antes de que pueda ser sentida; o, más exactamente, es la representación de una conmoción alienada. Podemos ver cómo el sadismo sería una consecuencia lógica de esta perspectiva de la sexualidad. Si la estimulación eró­ tica depende de la conmoción percibida o fantaseada en los otros, se vuelve razonable poner a los otros en un estado de máxima conmoción. Además, opera la que podría ser llamada la lógica del pecho acariciado: aún más claramente que en el caso de la mujer a la que se refiere Freud, que busca, más que liberarse, incrementar la tensión de la excitación que le produce la mano sobre el pecho, tenemos aquí una ilustración del ritmo acelerado de réplica inhe­ rente a la sexualidad. En Sade, las vibraciones provocadoras de erección del libertino se incrementan en proporción directa a la intensificación visible del sufrimiento de su víctima. Sade nos retrotrae -aun brutalmente- a una pregunta que propuse hacia el final del capítulo precedente: ¿hay alguna for­ ma de discurso civilizado que pueda, al menos parcialmente, di­ sipar nuestra sexualidad salvaje? Ahora bien, para decirlo más específicamente a la luz de nuestra lectura de los Tres ensayos: ¿cómo podría concebirse la estética como una perpetuación y elaboración repetitiva de las tensiones sexuales masoquistas? Como respuesta oblicua a esta pregunta, propondré -en mayor medida de un modo algo breve y discontinuo- ciertos modelos 62 Sade, The 120 Days ofSodom and Other Writings, tr. Austryn Wainhouse y Richard Seaver (Nueva York: Grove Press, 1966), p. 200.

de una antinarrativa erotizante de la conciencia en el arte (Mallarmé, Sade, Henry James, la reformulación de Pasolini en Saló y algo del arte neoasirio). Comencemos con el ilustre caso del interés visual móvil y sin límites descrito por Freud en su ensayo sobre Leonardo da Vinci. El problema de Leonardo -su inestabilidad, su complacencia en dejar el trabajo a medio hacer, su falta de habilidad para ejecutar muchos de los proyectos que imaginaba- es, según argumenta Freud, resultado de la ausencia de su padre en sus primeros años. No hubo alguien que inhibiera la curiosidad sexual infantil que, aun sublimada más tarde en la curiosidad científica de Leonardo, con­ serva la compulsión repetitiva, la naturaleza inconclusa de las pre­ guntas del niño. ¿Pero qué quiere decir hacer preguntas? La curio­ sidad sexual del niño es una forma de deseo, y en el caso de Leonardo esto significa que sus investigaciones llevan la marca de haber sido besado por su madre, como lo dice Freud de modo estruendoso: “ una temprana madurez sexual [von ibr zur sexuellen Frühreife emporzéküsst]” . “La ternura de su madre” , escribe Freud, “ determinó el destino de Leonardo” 63, y ese destino se caracteriza por un grado extraordinario de indeterminación y movilidad en su pensamiento. El “excesivo” amor de la madre por el niño lo inicia en la sexualidad, y es claro que esto significa que ella lo seduce en una fantasía ontológicamente traumática. Leonardo, por ejemplo, busca poseer a su madre imitando la posesión que ella hace de él. Su homosexualidad, según Freud, es la expresión disfrazada de una heterosexualidad precozmente intensa: él conti­ núa gozando del amor de su madre al mudarse hacia la posición de ella y al amar a los muchachos como ella lo amaba a él. La fantasía del buitre de Leonardo64 es menos importante en el texto 63 S. Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci. Trad. de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. T. II, pág. 490. 64 Por supuesto me refiero al pasaje de los cuadernos de Leonardo que Freud cita al comienzo del segundo capítulo: “Parece como si me ha­ llara predestinado a ocuparme tan ampliamente del buitre, pues uno de los primeros recuerdos de mi infancia es el de que, hallándome en la

de Freud como indicadora de una “verdad acerca de” da Vinci que como ejemplificación de las posiciones continuamente cam­ biantes de la sexualidad traumática. En esa fantasía, Leonardo está a la vez siendo alimentado y alimentando; él es tanto besado como alimentado por su madre; es el propio pene de Leonardo lo que la madre-buitre empuja dentro de su boca; y el pájaro es a la vez la madre misteriosa y amorosa y el niño que tiene la experien­ cia, en el vuelo, de la satisfacción de su deseo de ser sexualmente satisfecho. En estas fantasías de autofragmentación Leonardo no está en ningún lugar salvo en una cierta disposición para comen­ zar siempre de nuevo sus representaciones experimentales de cómo y por qué ha sido fragmentado. Así, Freud parece inclinarse hacia la posición de que poner fin a esta movilidad sería poner fin a la sexualidad misma. Pero el propio Freud está continuamente cambiando sus posiciones so­ bre la cuestión de las posiciones cambiantes. Presenta los rasgos de las investigaciones infantiles a la vez como dañinos y como benéficos; son, al mismo tiempo, responsables de la inhabilidad de Leonardo para ejecutar tantos de sus proyectos y de las figu­ ras ricamente indecidibles de sus pinturas. La inhabilidad de Freud para ser conclusivo en su propia investigación es aún más visible en los roles particularmente no establecidos que atribuye al pa­ dre en el estudio de da Vinci. Freud se las arregla para proponer todas las siguientes posiciones, casi sin ningún intento de recon­ ciliación: imitar al padre promueve creatividad masculina pero es también responsable de la indiferencia de Leonardo por su arte (que Freud ve como una repetición de la indiferencia del padre hacia su hijo); resistir al padre promueve una independen­ cia productiva en el trabajo científico de Leonardo (aunque no cuna, se me acercó uno de estos animales, me abrió la boca con su cola y me golpeó con ella, repetidamente, entre los labios” . Se ha escrito mucho acerca de que, como lo señaló el editor de la Standard Edition, hay dos inexactitudes en la traducción al alemán que usó Freud: en italiano nibio sería “milano” y no “ buitre” , y se omitió dentro (en dentro alie labbra).

está de ningún modo claro por qué esta independencia no sería fructífera y también necesaria para el arte y cuál es la exacta relación entre la independencia de las investigaciones de da Vinci y su carácter incompleto); regresar al período de la seducción materna es, para Leonardo, encontrar la fuente de inspiración para su mayor arte, aunque, finalmente, la falla del padre para inhibir la excitada curiosidad alimentada por el amor de la ma­ dre tiene el efecto negativo de hacer que Leonardo abandone su arte y multiplique investigaciones incompletas en el “ cuerpo materno” de la naturaleza. La turbulencia teórica del ensayo de Freud sobre Leonardo puede quizás remontarse a la resistencia de Freud a las implica­ ciones de su modelo traumático (materno) de la sexualidad. El trauma por el cual el niño es besado en la prematuración sexual produce inmediatamente energías fantasmáticas, energías que, como muestra Freud, conllevan un juego inmensamente pro­ ductivo de representaciones. En el caso de Leonardo, la persis­ tencia del intento de identificación con la madre misteriosa, ame­ nazante y “ excesivamente” amorosa, lo condujo no sólo a mul­ tiplicar sus investigaciones científicas sino también a pintar figu­ ras de una perturbadora y poderosa indeterminación del ser (especialmente de la identidad sexual). El modelo traumático de la sexualidad derivado de lo materno lleva a Freud hacia la pers­ pectiva de una simbolización cultural como continuación más que como sustituto represivo de la fantasía sexual. Ahora bien, en otros términos, provee la base genética para una perspectiva de la sublimación como coextensiva de la sexualidad en el sen­ tido de una apropiación y una elaboración de los impulsos sexuales más que como una forma especial de renuncia a tales impulsos. Laplanche llamó la atención sobre la sobrecogedora observa­ ción de Freud en el ensayo de Leonardo acerca de que en la sublimación “ un componente instintivo de deseo sexual” esca­ pa a la “ ola de la represión de la energía sexual” que pone fin a las investigaciones sexuales infantiles y es transformado “ desde

el comienzo mismo [von Anfangan] en curiosidad intelectual”65. Freud sugiere que esta energía libidinal ya no está ligada a “ los complejos primitivos de la investigación sexual infantil” , lo cual significa que los intereses intelectuales a cuyo servicio ahora ope­ ra no son formaciones sustitutivas de esos complejos66. En esta forma de sublimación, la sexualidad proveería entonces la ener­ gía del pensamiento sin definir sus términos. Ahora bien, para decirlo de otro modo, tendríamos una versión no referencial de pensamiento sexualizado. ¿Qué significa esto? Hasta ahora, la crítica psicoanalítica de arte (incluyendo la de Freud) tendió mucho a un reconocimiento de la expresión en términos de refe­ rencia sexual -es decir, como una expresión ante todo sintomática. Ahora desearíamos dedicar nuestra atención a aquellos momen­ tos o modos del discurso cultural (pienso que nos referimos ge­ neralmente a tales momentos o modos como signos de la “ esté­ tica” ) en que el investimento libidinal de la conciencia se vuelve visible -ya vimos cómo se vuelve visible en textos del mismo Freud- como una especie de movilidad en la repetición, un lla­ mativo movimiento del pensamiento que de alguna manera vuel­ ve impotentes o inoperantes sus afirmaciones. Volveré sobre este punto. Por el momento podríamos hacer notar que Freud se resiste claramente a aceptar las consecuencias psíquicas y sociales de la fluctuación sexual y ontológica que des­ cribe en este estudio y, como consecuencia, se mueve de una mane­ ra algo incoherente, entre el trauma del amor materno y un relato de la vida sexual, artística y científica de Leonardo centrado en el padre. El rol del padre en el argumento del ensayo sobre da Vinci podría conducirnos a concluir que el padre del Edipo en el tra­ bajo de Freud es el agente fantasmático responsable de la repre­ sión no sólo del deseo por la madre sino, en cierto sentido, de la 63 Jean Laplanche, Problematiques I: L’Angoisse (París, PUF, 1980) pág. 345-346. La angustia. Problemáticas I. Traducción al castellano de Carmen Michelena, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1988. 66 S. Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci. Trad. de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. T. II, pág. 466.

sexualidad misma. En las fantasías edípicas del niño varón, no es que el falo paterno simplemente se ubique entre la madre y el niño para prevenir su unión sexual. M ás profundamente, este falo per­ mite antes que nada al niño concluir sus investigaciones sobre el ser de la madre (ahora él “ sabe” , por ejemplo, que el padre castró a la madre) y, lo que es más importante, mantiene las identidades de la madre y del niño diferenciadas, y además enlaza o pone un fin a la sexualidad extremadamente móvil iniciada por el tempra­ no amor traumatizante de la madre. El triángulo edípico inmoviliza representaciones. Si la sexua­ lidad se constituye como masoquismo, la inmovilización de las estructuras fantasmáticas sólo puede tener un desenlace violen­ to. Esto es, la opresiva, excesiva y desestabilizadora representa­ ción excitante debe ser evacuada; el origen masoquista de la sexua­ lidad significa que la lógica extrema del placer sexual es su fin explosivo. El masoquismo es a la vez mitigado y cumplido por la muerte, y detener el juego de las representaciones quizá conde­ na a la fantasía al placer suicida y de clímax de la pura autoanulación. La violencia de la estructura edípica no es sólo la de una rivalidad imaginada entre el niño y los padres; al inhibir la movilidad fantasmática, el padre del Edipo promueve una sexua­ lidad autodestructiva, un masoquismo derivado que amenaza tanto al individuo como a la civilización. Freud parece haber tenido problemas en la diferenciación pre­ cisa de la sublimación respecto de la represión, pero en el ensayo de Leonardo propone un tipo de sublimación en la cual las for­ mas culturales serían las reproducciones confundidas productiva­ mente de la fantasía sexual, la proliferación de shocks fantasmáticos. Por lo tanto, cabría esperarse una reelaboración de la teoría psicoanalítica en la cual la figura paterna ya no jugaría el rol de la ley inhibitoria sino que más bien proveería la oportunidad para la socialización del amor traumático experimentado inicialmente con el pecho de la madre. El padre entonces funcionaría Como una generalización duplicadora de ese amor y no como su repudio. Esta des-edipización del padre en la mitología psicológica de

nuestra cultura podría ser también un paso importante en la remoción de la paranoia como estructura social dominante. En la literatura, por ejemplo, la ficción de Stendhal podría ser estu­ diada como una corroboración de la naturaleza intrínsecamente paranoica de la sexualidad edípica, y de manera bastante asom­ brosa como un esfuerzo de recrear al padre en el medio del salón sthendaliano como agente de una generalización afectuosamen­ te irónica del amor de la madre.

Sin embargo, no concluiré con Stendhal sino con un ejemplo literario más cercano al ensayo de Leonardo por el hecho de que trata, como el trabajo de Freud, con la relación entre sublima­ ciones estéticas e investigaciones inconclusas. Me refiero a “ L’Aprés-midi d’un faune” , “ La siesta de un fauno” , en el cual la incertidumbre del fauno acerca de si las ninfas existían real­ mente, lejos de paralizar su inventiva, resulta ser la condición para una intensificación tanto del poder erótico como del estéti­ co. Veamos un pasaje que ha sido considerado como una des­ cripción de sublimación artística. Propongo que el interés de los versos que siguen radica en la sugerencia de que la sublimación no es una trascendencia del deseo sino en todo caso una especie de extensión del deseo que ha tomado la forma de un retroceso productivo de la conciencia: Mais, bast, arcane tel élut pour confident Le jone vaste et jumeau don’t sous l’azur on joue: Qui, détournant a soi le trouble de la joue, Reve, dans un solo long, que nous amusions La beauté d’alentour par des confusions Fausses entre elle-méme et notre chant crédule; Et de faire aussit haut que l’amour se module Evanouir du songe ordinaire de dos Ou de flanc pur suivis avec mes regards clos, Une sonore, vaine et monotone ligne.

¡Y basta! arcano tal buscó por confidente junco gemelo y vasto que al sol da su tonada que, desviando de sí mejilla conturbada, sueña, en un solo lento, tramar en ocasiones la belleza en redor, quizá por confusiones falsas entre ella misma y nuestra nota pura; y de lograr, tan alto como el amor fulgura, desvanecer del sueño sólito de costado o dorso puro, por mi vista ciega espiado, una línea vana, monótona y sonora67. El junco del fauno se aparta de su sensualidad, la replica, suplementa y modula. El “ solo lento” de su sueño musical no es la “ línea” ficticia de la música que podría ser leída como la des­ tilación estética de sus fantasías sensuales de la espalda y los muslos de una ninfa. Su solo sueña que esa destilación tiene lugar. En otras palabras, el arte del fauno no es la replicación metamorfoseada de las líneas corporales en líneas de música sino más bien la suspensión y la dilación de esa distracción estética en una con­ ciencia anticipatoria. La posibilidad de tratar el arte como equi­ valentes simbólicos o disfraces de impulsos sensuales se ve, por esto, frustrada como consecuencia de las agitaciones de la con­ ciencia “ simbolizadora” misma. M ás precisamente, la concien­ cia sublimatoria descripta por el fauno opera sobre lo que po­ dría llamarse un principio de suplementariedad acelerada. Y las consecuencias de este proceso de aceleración es que las equivalen­ cias simbólicas no son nunca más que un paso en los movimientos 67 Versión en castellano de Otto de Greiff, en: www.paginadepoesia.com.ar. Versión de Leo Bersani: But, enough, such a secret chose for confident! The vast and twin reed on which one plays under the blue sky:/ Wbich, diverting to ítself the cheek’s disturbancej Dreatns, in a long solo, that we are beguiling/ The surrounding beauty by fictivel Confusions between itself and out credidous song;/ And (dreams) ofmaking -as high as love modulates-/ Vanish from the everyday dream o f a backl Or o f a puré side followed by my closed eyesJA sonorous, illusory and monotonous Une.

suplementarios del pensamiento. El fauno sugiere profundamente que el reflejo de sus fantasías eróticas en su música es un proyec­ to movilizador de su arte más que su sentido verdadero. Ese re­ flejo puede ser el propósito de su arte, pero esa realización del arte depende de la suspensión de su propósito, de un desliza­ miento del sentido de la línea del último verso -evocada y opre­ sivamente significativa- hacia el espacio entre ésta y el “ sueño” que en realidad ya se ha retirado de cualquier sentido establecido al anticiparlo con desdén. El fauno se mueve entre el preguntarse si deseaba un mero sueño hacia el soñar, en el lento solo de su música, que la natura­ leza quedaba encantaba por la confusión entre ésta y su sueño. Durante lo que recuerda como su “ lento preludio” había visto “ vuelo de cisnes, ¡No! de náyades” . Pero recordarlos es pregun­ tarse si realmente los vio. De todos modos dudar de su realidad es desear pintarlos y pintarlos es volver a sus deseos y confundir, una vez más, lo que él desea con lo que podría realmente haber allí. En este pseudocírculo que parece hacer volver al fauno a su punto musical de partida pero que en verdad lo transporta desde un arte de entrampado realismo hacia un arte de ironías feliz­ mente móviles, el fauno “ repasa” el haber sido seducido por su propio arte al incluir, en ese arte, a la naturaleza como seducida por las confusiones crédulas de su canto. En cierto sentido ese engaño es la brusca vuelta en sí del fauno desde su propia inge­ nuidad. Es la reserva escondida por el relato siguiente del asalto sexual del fauno a las ninfas, el conocimiento potencialmente aniquilador del asalto como mera ilusión. Y sin embargo nada es aniquilado. La “ recordada” violencia erótica del fauno es algo modificada por nuestra propia incertidumbre acerca de dónde está o quién es el fauno. Él es el perpetrador de la violencia pero es también el hecho de que la naturaleza haya sido encantada por la vacuidad de esa violencia. La ironía de “L’Aprés-midi d’un faune” es antes aditiva que corrosiva. A la vez aleja al fauno de las ninfas y lo vuelve a llevar hacia ellas, y, lejos de debilitar su deseo, convierte los objetos del deseo en inubicables.

“ La siesta de un fauno” actúa la sublimación como un modo de la ironía de Mallarmé. Mallarmé nos alienta a considerar la sublimación no como un mecanismo por el cual se deniega el deseo sino, en todo caso, como una actividad autorreflexiva por la cual el deseo multiplica y diversifica sus representaciones. Hay sin duda una cierta purificación del impulso deseante, pero purificación de­ bería entenderse aquí como un proceso abstracto que no es necesa­ riamente desexualizante. La brutalidad sexual del fauno se modula por la duda, que forma parte del relato de su brutalidad; su ataque es a la vez negativizado y disfrutado nuevamente por una narración del ataque. Al leer que las ninfas tratan de escapar de los brazos del fauno: “ Por huir de mi labio fogoso, y como un rayo / zozobra! De la carne misterioso desmayo”68, podríamos recordar -de manera inapropiada y a la vez adecuada- el sentido etimológico de sublimación: la transformación de un sólido en gas producida por el fuego. La llama que zozobra69 en los labios del fauno hace explo­ tar la apacible unidad de los cuerpos de las ninfas. Pero es el fauno mismo el que está dividido y devorado por la irónica pasión del poema de Mallarmé. En su voluntaria recreación de escenas que podrían no haber tenido lugar jam ás, el fauno complace narcisísticamente a un yo (self) que ya se ha consumido. El deseo purifica al fauno de su identidad. “Bebe” (drinks) el temor secreto (secret fright) de una persona, así como el discurso sublimador del poeta separa al escritor de sí mismo, disipa los asuntos opresivos de su existencia en la exuberante ironía de su trabajo. Con una sofisticación digna de su creador, el fauno de Mallarmé nos ofre­ ce irónicamente la frescura del arte en sus seguramente engaño­ sos recuerdos del terror inspirado por una lengua en llamas. 68 Pour fuir ma lévre en feit buvant, comtne un éclair /Tressaille! la frayeur secrete de la cbair. 69 El fr. Tressaille! es traducido por Bersani por Quiuers!; conlleva la idea de estremecimiento. En la versión que tomamos pasa al castellano como Zozobra! Transcribimos la traducción al inglés de estos versos; el lector encontrará los términos con los que a continuación Bersani trama su hipótesis (N. de T.): To flee my lip on fire drinking, as a flash oflightning / Quivers! The secret terror ofthe flesh.

Los placeres de la repetición

Descendamos, para comenzar, a los Círculos de Manías, de Mierda y de Sangre. Porque es allí, en la transposición que Pasolini realiza de Las 120 jomadas de Sodoma en la película Saló, que encontraremos (de manera bizarra e inesperada) nuestro próximo modelo de un discurso civilizado que simultáneamente replica y disipa nuestra sexualidad salvaje. He sugerido que Sade narrativiza el placer autofragmentante que Freud llama sexualidad. Ejemplifica una tendencia en el arte a replicar ese placer en una narrativa cuya violencia no está sólo en las anécdotas sino que también es intrín­ seca, estructural. Como buena parte de la literatura erótica, Las 120 jomadas de Sodoma pasa de anécdotas sexuales comparati­ vamente suaves a orgías de violencia erótica. Pero Sade señala que éste no es el orden en el cual sus personajes desarrollan las expe­ riencias relatadas. Se nos cuenta por ejemplo que un determinado día los héroes de Sade participaron en actividades que se narrarán sólo como parte del registro de un día posterior. En otras palabras, en el libro de Sade, el progreso entre un día y el siguiente no está determinado por una cronología “real” (por la experiencia vivida de los personajes que se designan en esta ficción como gente real), sino que el trabajo se organiza con la intención de producir un cierto tipo de progresión narrativa que es en sí misma eróticamente estimulante. En verdad, las historias cuidadosamente construidas de Madame Duelos y sus colegas tienen un efecto afrodisíaco sobre los libertinos. Podríamos decir que el propósito del libro es crear su propia narrativa. Mientras que la narrativa de Sade no reproduce la

simultaneidad “ real” de la fellatio, la flagelación y la coprofagia, sí reproduce el escalonamiento, lo que es más profundamente caracte­ rístico del sexo sadeano que el contenido sexual de cualquiera de las aventuras de una jomada. El escalonamiento podría caracterizarse como un movimiento calculado hacia clímax explosivos; es el rit­ mo narrativo más apropiado al origen masoquista de la sexuali­ dad. Porque si la sexualidad está constituida como masoquismo, su lógica extrema es su final explosivo; el masoquismo es a la vez liberado y cumplimentado por la muerte. Pero ya entrevimos otros modos de apropiación estética en el Leonardo de Freud y en “ La siesta de un fauno” de Mallarmé. Según la teoría de la sublimación, muy esquemáticamente pro­ puesta por Freud en el ensayo sobre Leonardo, las diferentes for­ mas de trabajo cultural podrían realizar lo que denominé uso no-referencial de la energía libidinal. En lugar de literalizar los orígenes autofragmentantes de la sexualidad en una narrativa masoquista (esta es la solución sadeana) algunas figuras andró­ ginas en las pinturas de Leonardo, por ejemplo, duplican la movilidad de esos transtornos fantasmáticos iniciados por el “ ex­ cesivo” amor de la madre. Y en el poema de Mallarmé, el fauno celebra su incapacidad para validar la existencia de las ninfas por la vía de erotizar su ironía misma acerca de las posibles proezas sexuales recordadas con ellas. Pasolini, otro texto freudiano y alguna escultura antigua nos ayudarán ahora a acercarnos a la tensión entre narratividad y repetición. ¿De qué manera las repe­ ticiones móviles de un texto erotizado plantean resistencia a la lógica de la narratividad (una lógica que a la vez domestica la sexualidad e hipostasía su violencia) o la subvierten? Pasolini desnarrativiza a Sade a través de lo que se presenta como una casi absoluta complicidad con el proyecto sadeano70. 70 Los señalamientos sobre Saló y, al final de este capítulo, sobre la escultu­ ra asiria, forman parte de un trabajo hecho en colaboración con Ulysse Dutoit. Véase nuestro “ Merde alors”, in October n° 13 (verano de 1980), y The forms ofViolence: Narrative in Ancient Assyria and Modern Culture. Nueva York, Shocken Books, 1985.

A pesar de los cambios hechos por Pasolini en su tratamiento de Las 120 jornadas de Sodoma (principalmente al transponer la historia a un enclave fascista en la Italia de finales de la Segunda Guerra Mundial), su adhesión a Sade es asombrosa. Casi logra hacer de la violencia sádica parte de un espectáculo de entreteni­ miento (la película, con sus divertissements laterales de pintura, música y danza, nos ofrece un pequeño festival de las artes), y al proceder de este modo Pasolini parece aceptar un grado de cola­ boración extraordinario con sus libertinos fascistas. Pero, en el camino de secundarlos, se distancia de sus protagonistas sadeanos. N o hay distanciamiento respecto de Sade a la manera de Brecht; la relación de Saló con el texto literario es de una pasividad sub­ versiva. Pasolini duplica eso dé lo cual quiere separarse. El intento de duplicación está indicado por varias repeticiones extrañas den­ tro mismo del film. Saló muestra con frecuencia, en una especie de ligazón mimética, sus propios dispositivos. Por ejemplo, la música que se escucha hacia el final, durante la danza de los dos muchachos, es la misma canción que acompaña los títulos del comienzo. Asimismo, la estatuilla de una mujer arreglándose las medias71 se refleja en el tocador del cuarto donde la Sra. Maggi se viste antes de bajar las escaleras para comenzar sus narraciones; además, la escena es repetida por la Sra. Maggi, quien se detiene cerca del tocador para arreglarse las medias. Finalmente, el salto suicida de la pianista desde una ventana hacia el patio “ ilustra” la historia que la Sra. Castelli cuenta acerca de unas jóvenes que habiendo sido brutalmente empujadas a través de un cuarto y una ventana, van a parar a la cámara de torturas del sótano. M ás exactamente, el salto de la pianista alude para nosotros a la historia de la Sra. Castelli, pero las dos situaciones son, por así decirlo, imperfectamente simétricas. Un evento evoca al otro, pero 71 El término que usa Bersani es stockings. Así se llaman las medias que se usan con portaligas, por ejemplo. Tiene una carga erótica que la palabra “ media” en castellano no transmite. (N. de T.)

con una inquietante diferencia (un poco a la manera en que el presidente bizco nos evoca la simetría de la cara humana en virtud de aquello que la quebranta, un ojo cómicamente desplazado). Pasolini explota el potencial de pasividad vertiginosa que tie­ ne un film (su anhelo de simplemente registrar), y entonces, al permitirle a su trabajo abandonarse a toda clase de sumisas duplicaciones y simetrías tranquilizadoras, crea un tipo de reco­ nocimiento no-imitativo que es su distancia respecto de Sade y de la violencia sádica. N o obstante, lo que le reconocemos no es otra cosa que el placer que nos produce ser transportados como espectadores. Como si la calma con la que “ acompañamos” a los sádicos de Saló incluyera un movimiento de pliegue de la cognición (un répliage que constituye nuestro simple reconoci­ miento de que eso calma). Así, la distancia que Pasolini toma respecto de su tema consiste en una indulgencia excesiva hacia ese mismo tema; se separa de las imágenes y los estilos por la vía de duplicarlos, en lugar de “criticarlos” u “oponerse” a ellos. El movimiento crucial, quizás irresist.ole y casi imperceptible, por el cual el arte reconoce sus propios procedimientos (no confun­ damos ese simple movimiento con una autoconciencia teórica), paraliza el movimiento narrativo y disuelve los puntos de refe­ rencia en una repetición irónica. Los libertinos de Sade son también expertos en los placeres de la mimética calidad de espectador, pero sus actividades son dise­ ñadas como para liberarlos de las “vibraciones” mismas que per­ siguen al torturar a otros. La apropiación de las “conmociones” en Sade está pensada al servicio de un dénouement72 narrativo que acaba con la excitación: la gran prueba por la que se miden todos los actos en Las 120 jornadas es la perte du foutre. El sexo en Sade es esencialmente la pérdida del acaban el acabar en una pérdida, la explosión del momento culmine que confirma el éxito de una estética limitada a las agendas locamente rigurosas de los órdenes narrativos de Sade. En el sistema sadeano de machismo 72 En francés en el original. Significa: desenlace. (N. de T.)

fálico, nada se considera de manera más despectiva que los débi­ les orgasmos de los hombres modestamente dotados. El sadismo es una erótica estetizada, pero la estética se limita a los movi­ mientos controlados de una progresión narrativa. Saló multipli­ ca las seducciones estéticas y, apropiadamente, casi descuida el orgasmo. Pasolini simplemente deja caer todo ese orgulloso foutre sadeano. Nos convierte en espectadores mejor predispuestos y menos decididos que sus protagonistas sadofascistas. En cierto sentido esto significa que no nos cansamos nunca de ser especta­ dores, pero es la propia condición de sin límites de nuestro esteticismo lo que constituye la perspectiva moral del sadismo en Saló. La frivolidad salvadora con la que simplemente continua­ mos mirando, crea una conciencia del mirar, primero como parte de nuestra ineludible implicación en la violencia del mundo y, segundo, como una movilidad promiscua gracias a la cual nues­ tras apropiaciones miméticas del mundo continúan constante­ mente en otro lugar y, en consecuencia, no requieren de la des­ trucción de alguna parte del mundo, la cual produce satisfacción en el momento cúlmine. La relación entre Sade y Pasolini podría reformularse como una relación entre dos tipos de discurso: por un lado, un argu­ mento filosófico que, en un cierto sentido, re-presenta simple­ mente como una representación novelística a la manera de esce­ nas traumáticamente persuasivas y, por otro lado, un discurso autorreflexivo en términos fílmicos, que repite y desvía la violen­ cia narrativa hacia reconocimientos formales. El trabajo freu­ diano que se aproxima de más cerca a esta tensión entre una narrativa filosófica y un tipo de repetición estetizante es Más allá del principio del placer (trabajo que también busca, de una ma­ nera altamente problemática, localizar el placer de cada ñpo de discurso). El título del libro anuncia su perversidad mayor. Lejos de proponer un instinto que sustituiría o que de algún modo ten­ dría prioridad por sobre el principio del placer, el libro de Freud es, en realidad, su exploración más reveladora y más disfrazada

de la naturaleza del placer y de la relación entre el placer y la sexualidad. Se nos advierte de manera oblicua, desde el comien­ zo mismo, acerca del secreto proyecto del trabajo: el primer capí­ tulo sugiere que sólo podemos ir a ciegas “ más allá del principio del placer” , en tanto el psicoanálisis en verdad no sabe lo que es el placer. “ Sobre este punto” , escribe Freud (i.e. “ la significación de las sensaciones de placer y displacer, para nosotros tan impe­ rativas” ) “ desgraciadamente no existe ninguna teoría de este gé­ nero que sea totalmente admisible. Trátase del sector más oscuro e impenetrable de la vida anímica” . Por lo tanto, continúa, adop­ temos “ la hipótesis menos rígida” acerca del placer. Según esta hipótesis (resultado de una perspectiva “ económica” sobre los procesos anímicos) el placer y el displacer están relacionados “con la cantidad de excitación existente en la vida anímica” , de tal modo que “ el displacer se corresponde con un incremento en la cantidad de excitación y el placer con una disminución de tal cantidad” . La perspectiva más general de la vida anímica que esta definición presupone es que “ el aparato anímico se esfuerza para mantener la cantidad de excitación en él existente lo más baja posible o, por lo menos, constante” . Parece que esto “ es sólo otro modo de afirmar el principio del placer” , el cual, según escribe Freud, “ deriva del principio de constancia” , aunque, agre­ ga, el principio de constancia fue “ deducido de los mismos he­ chos que nos obligaron a la aceptación del primero” 73. Este comienzo es perturbador y crucial. N o sabemos dónde o con qué empezamos. Quizá, fuera de los escrúpulos científi­ cos, Freud evita cuidadosamente identificar el placer con una reducción de la tensión, pero es apenas una ganancia en preci­ sión decir que el placer “ se relaciona” con [in Beziehung mit] la cantidad de excitación en el aparato anímico, y que “ se corres­ ponde” [el verbo alemán es entsprechen] con una disminución 73 S. Freud, Más allá del principio del placer, en Obras completas. Trad. de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 1098.

de la excitación o, para decirlo del mismo modo circular, que mientras “ el principio del placer se deriva del principio de cons­ tancia [das Lustprinzip leiter sich aus dem Konstanzprinzip ab]” , el último “ se deduce [erscblossen]” de hechos que conducen al primero. ¿Qué es lo que significan aquí los términos “ correspon­ derse” , “ derivarse” y “ deducirse” ? Los conceptos centrales de M ás allá del principio del placer se definen a través de un tipo de proximidad indefinible con algo más. Podemos apuntar que la sexualidad no ha sido aún mencionada, pero cuando en efecto aparece por primera vez, un par de páginas más adelante, en este mismo capítulo, encontramos otro ejemplo de definición con referencia cruzada: los instintos sexuales usan el principio del placer como su “ método de trabajo [Arbeitsweise]” 74. Para co­ nocer la sexualidad, quizá tengamos que referirnos a su modo de operación (esto es, al principio del placer); para conocer el prin­ cipio del placer, debemos referirnos al principio de constancia del cual se deriva; y para conocer el principio de constancia, debe­ m os quizás hacer referencia a hechos que señalan más coactivamente el principio del placer (ya que “ forzaron” a Freud a adoptar ese principio). Después de afirmar la arrolladora importancia que tiene en la vida anímica una experiencia que no podemos definir (la expe­ riencia del placer), Freud ya comienza a enumerar, antes de fina­ lizar el capítulo I, excepciones al dominio del principio del pla­ cer. Una vez hecho el resumen de lo que llama nuestra experien­ cia analítica, continúa en los capítulos II y III para “proporcio­ nar nueva materia y nuevas interrogaciones” 75 capaces de desa­ fiar la soberanía del principio del placer. En estos capítulos, Freud nos da como evidencia tres piezas que sostienen ese desafío. La validez científica de la tesis del libro depende de la solidez y la

74 S. Freud, Más allá del principio del placer, en Obras completas. Trad. de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 1098. 75 Ibidem, pág. 1099.

fiabilidad de esta evidencia; evidencia que de hecho resulta ser asombrosamente endeble. Yo agregaría que aquí encuentro mi lectura de Más allá del principio del placer muy próxima a la de Jacques Derrida, quien en “ Spéculer - sur ‘Freud’” , subraya la falta de progreso en la argumentación en estos primeros capí­ tulos, la falla para desarrollar una tesis y la reaparición del prin­ cipio del placer en aquellos casos en que se supone que escapa­ rían a él76. En los tres casos discutidos por Freud, se trata de una aparente compulsión a repetir una experiencia displacentera. En primer lu­ gar menciona los sueños de pacientes que sufren de neurosis traumática como resultado de un accidente o de un incidente de guerra que implicó una amenaza para la vida. Estos sueños “ rein­ tegran de continuo al enfermo a la situación del accidente sufrido, haciéndole despertar con nuevo sobresalto” . Tales sueños apare­ cen, entonces, refutando la teoría de Freud sobre la función de los sueños como protectores del dormir y como cumplimiento de de­ seos. Freud otorgará posteriormente un peso considerable a este ejemplo, pero nosotros podemos en principio preguntarnos por qué lo menciona siquiera. La discusión sobre las neurosis traumáticas le lleva sólo un par de páginas, después de las cuales propone dejar este “oscuro y sombrío tema” . Sin embargo, en la última oración de este pasaje escribe que, para no abandonar la creencia en los sueños como realizadores de deseos, “ deberemos... recordar las misteriosas tendencias masoquistas del yo” 77. En efecto, nada pa­ rece más necesario. En el capítulo I ya se había referido, casi entre paréntesis y de manera no demasiado clara, al principio del placer como algo que “ llega a dominar al principio de la realidad, para daño del organismo entero” y a que esto tiene lugar “ en el mis­ mo yo” 78. Por supuesto que otro modo de decirlo sería hablar de 76 Derrida, La carte póstale de Socrate á Freud et au-delá. París, Flammarion, 1980). En español: La tarjeta postal; De Sócrates a Freud y más allá. Siglo XXI, 1986 (segunda edición aumentada 2001). 77 Op. cit., pág. 1100. 78 Ibidem, pág. 1098.

“ tendencias masoquistas” en el yo, y entonces los sueños en las neurosis traumáticas podrían pensarse como una evidencia parti­ cularmente valiosa del dominio del principio del placer aun en situaciones en que el yo parece intentar dañarse a sí mismo. La segunda pieza que Freud presenta como evidencia (toma­ da del juego de un niño) es apenas más satisfactoria. Esta se convirtió en uno de los pasajes más interpretados de todo el tra­ bajo de Freud, por lo cual dudo de agregar algo más a la ya opresiva literatura exegética que lo rodea y asfixia. Se trata del juego de un niño de año y medio que escenifica las ausencias y retornos de su madre arrojando un carretel de madera, atado por un cordón, sobre el borde de su cuna donde momentáneamente desaparece; hace que reaparezca tirando del cordón, y volvién­ dolo así nuevamente visible. La desaparición del carretel va acom­ pañada por un sonido que Freud y la madre del niño reconocen como la palabra alemana que corresponde a “ fuera” (fort) y su reaparición es celebrada con un alegre da (“ aquí” ). Desde la pers­ pectiva de una investigación acerca de las tendencias “ más allá de” , o “ más primitivas que” , o “ independientes de” el principio del placer, el único aspecto sorprendente de este juego es que el niño repite su primera mitad (la partida o desaparición) “con mucha mayor frecuencia que la totalidad llevada hasta su rego­ cijado final” . ¿Cómo debemos entenderlo? La primera respuesta de Freud es que el niño transforma un rol pasivo en uno activo, y que su esfuerzo para lograrlo “ podría atribuirse a un instinto de dominio, que se hace independiente de que el recuerdo fuera o no penoso en sí” . De esta manera, nos encontramos de repente en el corazón de un área críticamente problemática del pensamiento de Freud: la relación del dominio con el placer y, de modo aún más problemático, con la sexuali­ dad79. La segunda interpretación que Freud hace de la preferencia 79 En este mismo pasaje Freud escribe: “ Llégase así a sospechar que el impulso a elaborar psíquicamente algo impresionante, consiguiendo de este modo su total dominio, puede llegar a manifestarse primariamente

del niño por la mitad penosa del juego es más una repetición corregida de su primera explicación que una genuina alternativa a la misma. Hacer que el objeto desaparezca se considera ahora como un modo de “ la satisfacción de un reprimido impulso ven­ gativo contra la madre por haberse separado del niño y [podría] significar el enfado de éste: T e puedes ir, no te necesito. Soy yo mismo el que te echa” 80. Por supuesto que esto suena a una for­ ma de dominio, pero el deseo de dominar la situación, en lugar de someterse pasivamente a ella, ahora es inseparable de un im­ pulso de venganza. Es decir que el impulso de dominio está car­ gado afectivamente; incluye lo que sólo puede ser leído, a mi entender, como un placer a la vez sádico y masoquista. El niño goza de la fantasía de que su madre sufra el dolor de la separa­ ción que ella originalmente le infligió. Decir esto es recordar que la venganza aquí debe incluir el propio sufrimiento del venga­ dor; al hacer que su madre desaparezca, el niño se ha privado a sí mismo de su presencia, de la misma manera que él fue privado por ella. Pero el sufrimiento del niño es ahora inseparable de dos fuentes de placer: su representación de la madre sufriendo, y lo que considero la gratificación narcisista de ejercer tanto poder. En realidad no hay secuencia aquí, en todo caso hay una única repre­ sentación satisfactoria de un dolor por la separación tanto para la madre como para el niño. En otras palabras, el dominio está en simultaneidad con el auto-castigo; una fantasía de omnipotencia y autonomía (el niño a la vez controla los movimientos de su madre y no la necesita) es inseparable de una repetición del dolor. Comienza así a tomar forma una línea muy curiosa de argu­ mentación. El tema aparente de Freud aquí es la enigmática repe­ tición, y la “ investiga” , incorporando una enigmática y engaño­ samente improductiva repetición en sus propios procedimientos y con independencia del principio del placer” . Ver también la breve discusión sobre sadismo y masoquismo en Los instintos y sus destinos (1915) donde sugiere la quizás inevitable sexualización de los impulsos de dominar al Yo y a los otros. 80 Op. cit., pág. 1101.

narrativos. Digo “ engañosamente improductiva” porque es pro­ ducido un argumento, pero en lugar de avanzar “ más allá del principio del placer” , nos ofrece una redefinición o una prolon­ gación de ese principio. En el proceso de reunir diferentes tipos de evidencia (extraídas por ejemplo de la vida familiar normal y de casos de severas neurosis de guerra), Freud parece compelido a defender, a través de la repetición, la posición que el título mis­ mo del libro ha prometido refutar -esto es, citar la primera ora­ ción del primer capítulo, es decir que “ en la teoría psicoanalítica suponemos que el curso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio del placer” . Podríamos inclu­ so decir que, por primera vez en la escritura de Freud, la palabra “ placer” comienza a abandonar su uso corriente y a funcionar como un concepto psicoanalítico. Todos los retornos al placer en los tres primeros capítulos de Más allá del principio del placer, retornos hechos en el esfuerzo por demostrar su poder limitado, tienen el efecto de disolver casi la palabra en la multiplicidad misma de sus referencias. Es como si esa palabra escandalosa­ mente vaga no pudiera dejar de referir a aquello que es ajeno a ella -de hecho, al concepto mismo de destructividad, que se pue­ de suponer arruinará su soberanía. Así, desde el comienzo, el texto es trabajado -tal como se labra un campo- por una asocia­ ción del placer con el daño e incluso posiblemente con la des­ trucción del yo, de sí mismo; asociación que finalmente será a la vez reconocida y reprimida, y que al comienzo encontramos como un contraargumento no reconocido e inadmisible. Ese argumento da un paso adelante crucial -aún no recono­ cido y todavía inadmisible- en la “ evidencia” del capítulo III. Esta nueva pieza de evidencia es en realidad una versión revisada de una cuestión planteada en el capítulo I, y que complicaba el ya intrincado modelo de esa suerte de repeticiones en Más allá del principio del placer. Ahora Freud da el ejemplo de la compul­ sión a la repetición en la transferencia psicoanalítica, experiencia que no sólo es incapaz de causar placer sino que “ reproduce tam­ bién sucesos del pasado que no traen consigo posibilidad ninguna

de placer y que cuando tuvieron lugar no constituyeron una sa­ tisfacción y ni siquiera fueron desde entonces impulsos instinti­ vos reprimidos” 81. Se espera que consideremos esto como algo completamente diferente del caso mencionado al final del capí­ tulo I acerca de experiencias originariamente placenteras que cau­ san displacer al retornar al yo consciente luego de haber sido reprimidas. Pero en el capítulo III, Freud describe la vida sexual infantil de una manera que nos haría ver la naturaleza proble­ mática de cualquier tipo de distinción entre el placer y el displacer -al menos entre el placer y el displacer sexual. Debo señala^ por supuesto, que la sexualidad ha surgido una vez más en el texto: las tensiones de los impulsos de deseo que se vuelven a experi­ mentar en la transferencia psicoanalítica son tensiones de impul­ sos sexuales no liberados. Freud escribe: La primera flor de la vida sexual infantil se halla­ ba destinada a sucumbir a consecuencia de la incom­ patibilidad de sus deseos con la realidad y de la insu­ ficiencia del grado de evolución infantil y, en efecto, sucumbió entre las más dolorosas sensaciones. Las razones de esto, nos sugiere Freud, son numerosas: el fra­ caso del niño en conseguir todo el amor que él o ella desea, la naturaleza no consumada de las investigaciones sexuales infanti­ les, los celos entre hermanos, la imposibilidad de hacer bebés por sí mismo, los castigos ocasionales y la creciente demanda de la educación82. Genéticamente, la sexualidad es inseparable de la experiencia del fracaso; es decir, en otros términos, la posibilidad de placeres instintuales era ya en el pasado, desde el comienzo mismo, inse­ parable de la realidad del dolor, y era finalmente conquistada 81 S. Freud, Más allá del principio del placer, en Obras completas. Trad. de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 1103. 82 Ibidem, pág. 1103 y 1104.

por él83. En la vida humana, la sexualidad llega “ en el momento equivocado” -pero, como lo he venido sugiriendo, es creada por ese momento equivocado... La sexualidad humana se constituye como una especie de fragmentación psíquica, como una amena­ za a la estabilidad y a la integridad del yo (self) -una amenaza ante la cual es quizá sólo la naturaleza masoquista del placer sexual lo que nos permite sobrevivir. El tercer capítulo de Más allá del principio del placer traduce la ontología masoquista de la sexualidad que encontramos en los Tres ensayos para una teo­ ría sexual, a términos un tanto anecdóticos (Freud enumera las dificultades “ reales” y los obstáculos en el recorrido del placer sexual infantil), pero a pesar de este cambio en el nivel de análisis, esta “caída” de lo ontológico en lo histórico, la conclusión es la misma: la sexualidad es indisociable del masoquismo. Los peno­ sos conflictos que acompañan la sexualidad infantil, lejos de con­ ducir simplemente a su extinción, contribuyen en verdad a su con­ tinuidad y a su poder. N o tendríamos una secuencia de sexuali­ dad, conflicto y extinción, sino que los conflictos, las adversidades y los fracasos contribuirían quizás a la intensificación necesaria para la sexualización de los procesos anímicos. La compulsión a repetir la experiencia reprimida supuestamente displacentera po­ dría, en consecuencia, entenderse como una tendencia permanen­ te por parte del yo a resexualizar su estructura. Esto se realizaría en nombre del placer; así como cualquier resexualización fragmentante sería resistida también en nombre del placer. 83 Esta perspectiva de la sexualidad infantil puede encontrarse en otros lugares de la obra de Freud. Por ejemplo, en el historial de “Juanito” (Análisis de la fobia de un niño de cinco años. 1909). Freud sugiere allí la inevitabilidad de la represión infantil: ya sea porque el niño es incapaz de resolver intelectualmente “ el difícil problema de la procreación y utilizar los impulsos agresivos desencadenados por la proximidad de la solución” o debido a “ una intolerancia de su constitución con respecto a la satisfacción masturbadora habitual o si la mera persistencia de tan intensa excitación sexual tenía que acabar por originar la transforma­ ción mencionada” [es decir “la transformación del anhelo libidinoso” en angustia] pág. 711 de la op. cit. Véase también Pegan a un niño (1919) y La sexualidad femenina (1931).

La segunda parte de M ás allá del principio del placer podría ser leída como un intento de Freud de escapar a las conclusiones señaladas por la “ evidencia” de la primera parte. Para el capítulo V Freud ha promovido la compulsión a la repetición (los ejem­ plos que pudimos entender recién como deseos de repetir una excitación masoquista) como una fuerza ininteligible que descri­ be como demoníaca. Él le ha dado “ un carácter instintivo” afir­ mando sencillamente cuán oscura es84. Aún más: la compulsión a la repetición cambia la noción de instinto, simplemente al con­ vertirse en uno de ellos. Habiendo comenzado como signos de una posible excepción al principio del placer, las características de la compulsión a la repetición se convierten en precondiciones de todo comportamiento instintual -un salto que garantiza la armonía entre tal repetición y el placer. Pero en el movimiento mismo de su promoción, la repetición ha cambiado desde, diga­ mos, la necesidad del niño de repetir la excitación satisfactoria de una venganza de autocastigo contra su madre hacia un inten­ to de restaurar la inactividad de la vida inanimada que precede­ ría a toda excitación. La repetición puede ser innerente a la lógica de la sexualidad misma si, como hemos visto que Freud puntualiza con perpleji­ dad en los Tres ensayos, un estímulo sexual es “ removido” al ser repetido o incluso intensificado. Pero en Más allá del principio del placer, Freud manipula violentamente la noción de repeti­ ción con el fin de proponer en el instinto de muerte un maso­ quismo no-sexual, un masoquismo del cual el dolor excitante ha sido completamente evacuado. Así, de la manera menos directa y sorprendente, el intento por mantener el nivel de la tensión psíquica tan bajo como sea posible -un intento en el que se nos invita a ver, muy pronto en el capítulo I, la operación misma del principio del placer- ahora nos es presentado, en su forma

instintual “ expandida” , como el fin de nuestra búsqueda de algo “ más allá” del principio del placer. Y en la última página del último capítulo, Freud finalmente dirá lo que estaba ya conteni­ do en la definición de placer en las primeras páginas del primer capítulo: “ El principio del placer parece hallarse al servicio de los instintos de muerte” . Las vicisitudes a lo largo de esta larga ruta incluyen un mo­ mento en el que a Freud le parece que los instintos mismos de autoconservación del yo no son otra cosa que “ instintos parcia­ les cuya función es asegurar que el organismo seguirá su propio camino hacia la muerte” 85. Pero, Freud escribe con una aflicción comprensible, que esto “ no puede ser” así. Están los instintos sexuales, se recuerda a sí mismo y nos lo recuerda, y de pronto parece como si su anterior oposición entre los instintos del yo (la expresión fue introducida en un artículo de 1910) y los instintos sexuales fuera a ser reforzada con este nuevo trabajo por la pers­ pectiva de que “ los primeros tiendan a la muerte y los segundos a la conservación de la vida” 86. Sin embargo esta oposición pre­ senta problemas tan pronto como es formulada. Primero fue, unos pocos años antes, el descubrimiento psicoanalítico del nar­ cisismo, es decir, de la naturaleza libidinal del yo -el cual, debe­ ríamos señalar, ha sido la sede gravemente hostigada del princi­ pio de realidad, de los instintos de autoconservación, del princi­ pio del placer, del instinto de muerte y de la sexualidad. Ahora corremos el riesgo de una inversión violenta de las posiciones: “ Si” , como escribe Freud, “ también los instintos de conserva­ ción son de naturaleza libidinosa, no existirán entonces sino ins­ tintos libidinosos” 87. El yo ha sido sacudido de un sistema monista a otro, de la hegemonía de los instintos de muerte a la hegemo­ nía de los instintos sexuales. En este momento excepcionalmente 85 S. Freud; Más allá del principio del placer, en Obras completas. Trad. de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 1113. 86 Ibidem, pág. 1115. 87 Ibidem, pág. 1119.

crítico podía esperarse un colapso de los dualismos de Freud y una reconsideración de la sexualidad como muerte, o, más exac­ tamente, la hipótesis de una identidad entre una conciencia sexualizada y una conciencia desestabilizada y potencialmente fragmentada. Pero Freud no hace nada de eso aquí, y en uno de los pasajes más notables de todo su trabajo, insiste: “Nuestra concepción era dualista desde un principio y lo es ahora aún m ás” . El apre­ ciado modo dualista de pensamiento vuelve a ser instituido, pri­ mero por la afirmación de que “ sospechamos que en el yo ac­ túan” instintos no libidinales, aunque Freud confiesa que el psi­ coanálisis no ha podido hasta ese momento producir un ejem­ plo de instinto de muerte, esto es “ instintos diferentes de los instintos libidinosos de conservación” 88. Segundo, y del modo más importante, como para preservar a la sexualidad de la proxi­ midad contaminante de la muerte, Freud asimilará inesperada­ mente la primera al poder unificador de Eros, domesticándola de ese modo y repudiando la línea de pensamiento más podero­ sa y radical de su trabajo, que la asocia la con las intensidades desestabilizadoras de la fantasía de deseo, independientes y dife­ rentes de fines tales como la reproducción de la especie y la unión de los sexos. Aun entonces, de todos modos, el dualismo vidamuerte es frágil. La tendencia a preservar la vida en los instintos sexuales se proclama como “conservadora” , del mismo modo que los instintos de muerte persiguen, por así decirlo, “ preser­ var” un estado anterior a la vida. Además, al apelar a la teoría sobre el deseo sexual de Aristófanes en el Banquete de Platón, Freud se las arregla para argumentar que Eros, como el instinto de muerte, expresa la necesidad instintual de restaurar un estado anterior de cosas. En esta maniobra complicada, los instintos sexuales han llegado a cohabitar en un yo libidinizado con los instintos no libidinales de muerte de los cuales casi parecen deri­ var, de los que son una pálida copia. Podríamos decir que la

identidad entre placer y dolor, y el enlace profundo entre sexua­ lidad y destrucción, están ocultos por una analogía dentro de la oposición, una analogía que reduce la sexualidad a aún otra manifestación del impulso a la estasis. Lo que fue reprimido en la especulativa segunda mitad del texto de Freud es la sexualidad en tanto que masoquismo pro­ ductivo. La posibilidad de explotar los efectos fragmentantes de la sexualidad para mantener las tensiones de una conciencia erotizada, de-narrativizada y móvil, se descuidó o fue rechazada en favor de considerar el placer como tan sólo la reducción de toda tensión y la evacuación de toda excitación. Freud argu­ menta explícitamente que, tan pronto como la materia inani­ mada recibió los atributos de la vida, ésta buscó cancelarlos. Vi­ mos que en los Tres ensayos de una teoría sexual Freud se sentía “ obligado a pesar suyo a admitir” su incapacidad para “ explicar satisfactoriamente la relación entre la satisfacción sexual y la ex­ citación sexual” . En 1920 esta incapacidad respalda una direc­ ción muy nueva e importante en la teoría psicoanalítica. Y Freud se establece en esta nueva dirección en el momento preciso en que parece estar a punto de realizar el acercamiento más impre­ sionante a la “relación entre la satisfacción sexual y la excitación sexual” . Creo que los ensayos de 1914 y 1915, “Introducción al narcisismo” y “Los instintos y sus destinos” , indican el camino hacia una formulación más explícita de una posición ya esboza­ da en los Tres ensayos, es decir hacia una consideración del yo libidinizado como un yo extasiadamente fragmentado. Pero, como hemos visto, la destructividad y la libido están rigurosa­ mente separadas en el dualismo de los instintos de vida y de muerte, y en “ El problema económico del masoquismo” , de 1924, el masoquismo primario se distingue cuidadosamente de un supuesto ma^pquismo “ erógeno” derivado (y por lo tanto secundario). M ás allá del principio del placer inicia y celebra una cierta tendencia a expulsar o hacer bypass a la sexualidad en el pensamiento psicoanalítico, a menos que sea teleológicamente narrativizada en su progresión a través de los estadios de la

sexualidad infantil, o bien incluida en una psicología general (en el caso de la psicología del yo), o, por fin (más recientemen­ te) neutralizada a través de un discurso inspirado en la lingüísti­ ca estructural. Quizás la contribución más singular en el propio trabajo de Freud a esta empresa de normalización o domestica­ ción será su esfuerzo por volver al sujeto humano inteligible a través de la alegoría de las diferencias entre sistemas psíquicos, a la vez elaboradas y subvertidas, como veremos en el próximo capítulo, en la teoría estructural de El Yo y el Ello.

El poder de Más allá del principio del placer es inseparable de la impotencia de sus tesis y de su forma lógica. En otros térmi­ nos, esa impotencia es consecuencia de un defecto lógico explíci­ to del texto para encontrar su forma -defecto de un argumento que es “ de-formulado” por una fuerza corrosiva oculta en su desarrollo. Aunque este proceso deformante es también lógica­ mente productivo, el modo de producción es, sin embargo, una repetición curiosamente traicionera o engañosa: cada paso del argumento repite a la vez un movimiento previo (la venganza del niño contra su madre reformula su dominio; la repetición de experiencias placenteras reprimidas es la repetición de experien­ cias displacenteras reprimidas) y la noción flotante de placer de la que supuestamente se distancia. Cada paso en el argumento de Freud repudia el principio del placer al tiempo que se adhiere a él; elimina el placer en lo que sólo puedo nombrar como una replicación aniquilante del mismo. ¿Pero en verdad es posible nombrar esto de algún modo? Los movimientos en Freud que nosotros hemos estado tratando de reproducir son, según creo, un modelo excepcionalmente visible de los movimientos por los cuales la conciencia elimina los objetos del pensamiento, y es imposible describir este proceso sin quedar implicado en él -es decir, sin que la descripción misma sea una manera de apartarse envolvente o “ internalizada-dentro” . M i pensamiento se piensa a sí mismo como una operación de pérdida. Freud nos enseñó a

pensar este proceso en términos menos abstractos, incluso a ima­ ginarlo como determinado por presiones del cuerpo sobre la con­ ciencia. En La interpretación de los sueños había escrito: “El acto de pensar no es otra cosa que la sustitución del deseo alucinatorio... sólo un deseo puede incitar al trabajo a nuestro aparato anímico” 89. Si el pensamiento se constituye originaria­ mente como deseo, entonces la activación misma del aparato psíquico ya lo amenaza, en el sentido de que la reedición que se intenta de las condiciones de un placer pasado desorienta, des­ plaza y vuelve a cargar la atención psíquica. En este esquema, la sexualidad no es un placer hipotético puramente corporal, sino en todo caso, desde el comienzo, un signo del fracaso del psiquismo para dar cuenta de, para encontrar los términos ade­ cuados a, la experiencia del cuerpo. La fantasía de deseo sería el intento del psiquismo de reproducir los propios fracasos de su funcionamiento. La sexualidad, entonces, sería inherentemente opuesta a esa paz psíquica a la cual Freud busca reducir el placer en Más allá del principio del placer. El trabajo del desarrollo psíquico supone ligar las agitaciones a las que acabo de referirme, a una desexualización de los movimientos de la conciencia. Quisiera su­ gerir que este proceso de ligazón vuelve a estabilizar el pensa­ miento de tal modo que pueda proceder, en alguna medida sin problemas, precisamente por ejemplo con el tipo de argumento narrativo (desde la pregunta inicial a la evidencia y a la conclu­ sión) que, como tuvimos ocasión de ver, Freud no consigue rea­ lizar. La ligazón narrativa del pensamiento es la represión de un modo de operación deseante, represión de la cual el discurso filo­ sófico ha dependido quizá tradicionalmente. Freud ayudó a que tal discurso resultara inmensamente problemático, menos por las teorías reduccionistas adferca de sus fuentes que por el fracaso 89 S. Freud, La interpretación de los sueños, en Obras completas. Traduc­ ción de Luis López-Ballesteros. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 559.

de su propio intento de conducirlo. Derrida habla de movimien­ tos en el texto de Más allá del principio del placer que no se corresponden con ningún modelo filosófico o científico; la con­ dición de la relevancia del texto y el desempeño, escribe, es la inscripción del sujeto Freud en el texto90. También podríamos decir que lo que sucede en Más allá del principio del placer es la invasión de una forma de repetición exaltada y desplazada en la progresión del argumento. Esta repetición se caracteriza por un modo no-narrativo de producción; en lugar de extremar el argu­ mento por algo más allá del principio del placer [este modo de producción] demuestra la inadecuación de los términos mismos del argumento (en especial el dualismo placer-dolor, vida-muer­ te) con respecto a los fenómenos que busca describir. M ás precisamente, el argumento es aquellos fenómenos ya “ reprimidos” o ligados. El ¿fesligamiento o la deformación que he venido siguiendo en el texto curiosamente vindican las imprecisiones relaciónales que señalé en el primer capítulo de Freud. Las categorías lingüísticas de placer; realidad, sexualidad y muerte pueden, a lo sumo, ser “ relacionadas con” o “ inferidas de” o “corresponderse con” un cierto tipo de insistencia en la conciencia que es función de la articulación lingüística perder. Y quizás deberíamos reconocer en lo que, con inevitable impreci­ sión, se ha llamado “ lenguaje literario” , la intrusión de estas insistentes y silenciosas replicaciones productivamente equivoca­ das dentro de una línea de texto de lenguaje. Estas replicaciones pueden ser traducidas verbalmente sólo por acontecimientos ta­ les como el deslizamiento de la palabra “ placer” en el texto de Freud, o el indeterminado emplazamiento de la sexualidad en el conflicto de los instintos de vida y de muerte. La no-referencialidad del lenguaje no indica la finalidad del significante lingüístico; es en todo caso una función de la inaccesibi­ lidad de lo real respecto de lo que puede ser significado. Un texto literario quizá llama nuestra atención hacia los movimientos del

referente en los intersticios de la expresión verbal. La literatura se burla del proyecto comunicacional del lenguaje y lo derrota; a la vez invita a la interpretación y hace del lenguaje algo inadecuado para la misma. Nos fuerza a tomar conciencia de la densidad de las palabras, no por la función de su riqueza semántica sino en todo caso como signo de su insuficiencia respecto del significado móvil que no pueden encerrar. Y quizá nada sea más característi­ co que la naturaleza políticamente sana de esta toma de concien­ cia. Puede ser que la literatura no nos ayude a refinar nuestro uso del lenguaje en el sentido de trabajar a favor de una mayor pre­ cisión lingüística o de la restitución de la frescura semántica al despojarnos de las capas acumuladas de clichés. La literatura subvierte más bien cualquier proyecto de significación en el len­ guaje, quizás en especial los proyectos de precisión en la signifi­ cación. Y así nos ayudaría a resistir ante los propósitos más o menos ocultos en todos los proyectos de tal naturaleza. La fun­ ción social de la literatura -su potencial crítico- consiste en la desmitificación de la fuerza del argumento, de su reivindicación de verdad. Al iniciar una movilidad de-significante en el texto, la voz silenciosa e insistente del autor deshace esa seguridad de afir­ mación (¿afirmativa?) que con tanta facilidad puede seducirnos y apoderarse de nosotros.

Terminaremos este capítulo como 15 empezamos, con una obra de arte de considerable brutalidad, una obra en la cual, como en Saló, una forma de violencia quizás inherente a la narratividad es a la vez autorizada pero también refutada por una cierta “ violencia” de la forma. Me refiero a los majestuosos y con frecuencia brutales relieves de los palacios neoasirios de Nínive y Nimrud. En estos relieves, y en especial en aquellos correspondientes a los reinados de Ashurnasirpal II, del siglo IX, y de Ashurbanipal del siglo VII a. C., la historia asiria se convier­ te primariamente en un espectáculo de extraordinario poder. Rara vez, al menos así parece, el arte sirvió a la historia -o, más

precisamente, a un particular proyecto político- con mayor com­ placencia. La naturaleza celebratoria de los relieves, la fruición con la cual retratan la derrota, la humillación y la matanza de los enemigos de Asiría, la abundancia de detalles sangrientos en las batallas y las escenas de caza, parecen confirmar la opinión de los historiadores acerca de los asirios como un pueblo intensa­ mente nacionalista, imperialista y violento, y al mismo tiempo justificar el desagrado que uno experimenta ante la admiración que sienten por este arte muchos especialistas en Mesopotamia. Pero en los relieves asirios, el violento espectáculo, dada toda su aparente importancia, nunca mantiene una posición privile­ giada. Por ejemplo, en la sección tomada de La caza del león, que reproducimos en nuestra primera ilustración, somos lleva­ dos aparentemente sin resistencia al punto de máxima violen­ cia91. Los movimientos del león herido que está a la izquierda y de los dos caballos, nos fuerzan a una lectura rápida de la escena de izquierda a derecha. Nuestros ojos se detienen ante lo que parece ser el centro dramático del relieve: el hundimiento de la lanza, por parte del jinete, en la boca abierta del león. Pero el clímax de la anécdota es ambiguo. Ante todo, el movimiento hacia la derecha continúa más allá del punto culminante. Como resultado, este movimiento no tiene sólo como efecto el momen­ to de contacto violento entre el animal y la lanza del hombre: en verdad, conduce al que mira fuera de ese contacto, y de ese modo le resta valor al impacto'del león que salta hacia la izquierda. Si se mira más de cerca esta parte de la escena (en la figura 2), se vuelve aún más claro que la yuxtaposición de los movimientos opuestos de los dos animales demanda una lectura continua­ mente en movimiento de la escena, más que un detenimiento visual sobre la herida abierta de la boca. Incluso una percepción 91 Los relieves de los palacios cuyas fotografías pueden verse aquí, forman parte de la colección asiría del Museo Británico de Londres. El título de cada foto designa el palacio donde estaba originalmente ubicada la escena, e identifica la sección general de los bloques de relieves (tal como se encuentran descriptos en el Catálogo del Museo Británico) de la que se tomó cada ejemplo.

inmovilizada de la escena incluye la tensión de movimientos mo­ mentáneamente detenidos. Hay además relaciones formales que distraen al espectador del tema violento. Nótese el paralelismo de varios elementos justo debajo de la lanza (una serie que inclu­ ye la rienda, el arnés, la pata del león y la pata del caballo) como así también una similitud en las líneas quebradas que constitu­ yen el perfil tanto de la garra del león como de la borla del caza­ dor que está justo debajo. Tales cuestiones formales podrían pen­ sarse como diferencias represoras cruciales para una lectura na­ rrativa de la escena, que así nos alientan a enfatizar lo que podría llamarse organizaciones e identificaciones contranarrativas. La identidad icónica de la lanza, por ejemplo, se vuelve un tanto indeterminada por su participación en el triángulo que crea con la rienda que está debajo y con parte de la crin del caballo que está entre la lanza y la rienda. (Nótese también que la lanza se eleva por fuera de la línea del panel cruzando la línea basal del panel que está por encima.) Nuestro interés oscila entre lo geomé­ trico y lo anecdótico en el punto mismo en el que el centro ane­ cdótico de la escena se enfatiza con más fuerza. Los escultores asirios muestran una excepcional disposición para quitar énfasis a sus temas por medio de diferentes tipos de juego formal; nos invitan continuamente a desplazarnos desde la vio­ lencia de lo narrado a la “violencia” de múltiples contactos que producen a su vez formas múltiples. Como resultado, la historia violenta nunca goza del estatuto de modo privilegiado de disruptividad. Es más, las brutalidades de la guerra y de la caza son trivializadas en cierta medida por su recreación artística. Las gran­ des escenas de la historia asiría incluyen siempre sugerencias que, a pesar de las intenciones sin duda celebratorias de estos antiguos artistas, nos invitan a desestimar la seriedad histórica de tales esce­ nas, sugerencias que desplazan nuestra atención y así impiden una lectura estable de imágenes estáticas. La escultura asiría adopta una pasividad subversiva ante la historia asiría; simultáneamente celebra y reformula la “gloria” de esa historia. En este arte, los espectáculos omnipresentes de violencia histórica sirven como potencial correctivo a nuestra fascinación por la violencia en la

historia. Si, como vengo argumentando, la sexualidad humana se basa en el masoquismo, estamos ontológicamente implicados en la violencia casi desde el principio; no elegimos entre violencia y no-violencia, sino en todo caso entre las dislocaciones psíquicas del deseo móvil y una fijación destructiva sobre los hechos de vio­ lencia. Desde esta perspectiva, se pueden apuntar algunas afinida­ des interesantes entre los relieves del palacio asirio y una cierta modernidad -una modernidad que se ha definido a sí misma me­ nos por las protestas contra la violencia real de la historia reciente que por lo que podría llamarse gusto por una violencia no catas­ trófica. Estéticamente, esto significó un apartamiento de las ca­ tástrofes -tanto personales como sociales- representadas en el arte realista, porque la catástrofe se produce cuando la violencia se detiene, cuando las dislocaciones provocadas por la movilidad del deseo buscan, por así decir, tomar lugar, tener un lugar, apegarse a objetos particulares y, de ese modo, destruirlos. Los relieves del palacio asirio proponen la compatibilidad de esta movilidad con un cierto tipo de repetición. Estos escultores juegan, de un modo arriesgado, con lo que se presenta como repe­ ticiones idénticas. En verdad, su trabajo sugiere una fascinación compulsiva con al menos dos versiones del mismo objeto o la misma actividad. Pero incluso tales imágenes dobles movilizan la percepción en lugar de detenerla. Nótese en la figura 4 el aparente orden creado por tres juegos de imágenes de a pares: las cabezas de los cazadores, las garras de los leones y las dos manos aproxima­ damente en la misma posición. Pero este orden también se desba­ rata por la disonancia peculiar entre los elementos de cada pareja. Las garras del animal se mueven cada una en distintas direcciones, y la de arriba es paralela no de su compañera sino de la cola que se pliega sobre el hombro del hombre ubicado a la izquierda. Asi­ mismo, ¿cuál es la mano que realmente forma un par con la mano de la derecha? Yace sobre el cuerpo del león en una posición simi­ lar a la de la mano vertical de la izquierda; incluso su forma diago­ nal la hace aparecer como una extensión del brazo que se eleva diagonalmente hacia ella desde más abajo y a la izquierda. Como sucede con frecuencia en los relieves del palacio, la repetición hace

Figura 1. Caballos salvajes de caza y matanza de leones. (Del Palacio Norte de Asurbanipal en Ntnive.)

„ Figura 2. Detalle de la Figura 1. (Del Palacio Norte de Asurbanipal en Nínive.)

surgir duda o confusión en el espectador. Uno avanza desde A hacia su repetición en A1, pero esta última contiene una diferen­ cia que nos lleva a controlar el modelo, retornando a A. La repe­ tición en la escultura asiria hace que la repetición en sí misma sea problemática. Parece proveer los más fuertes elementos ordena­ dores en nuestro campo visual, mientras que de hecho inicia en nosotros un movimiento no concluyente de verificación perceptual entre los términos que se repiten. Puede que de esta manera los relieves del palacio provean el punto de partida de una estética de la repetición -no de la repetición definida como un emparejamiento estable de términos idénticos, sino en todo caso de la repetición como un movimiento que se detiene, o como una reproducción agitada y diferencial (y esto nos reenvía hacia los esfuerzos de Freud para formular el enigma casi inconcebible de la excitación sexual en los Tres ensayos). Tomando un último ejemplo del arte neoasirio, considere­ mos la representación de un león que es liberado de una jaula en la ilustración que sigue. Aquí hay una línea narrativa poderosa: tanto el hombre como el león dirigen nuestra atención a escenas anticipadas de acción hacia la izquierda. Las jaulas funcionan como marcos inmovilizadores y, en un sentido, el movimiento narrativo en esta escena es antiestético. Es como si presiones vio­ lentas inherentes a la acción, al ser representadas, volvieran im­ posible la representación misma: tenemos dos marcos pictóricos en proceso de ser abandonados por sus sujetos. Es cierto que también se nos hace retroceder hacia dentro del marco -sin que, no obstante, seamos forzados a sustituir una in­ movilidad pictórica por un movimiento narrativo. Ante todo, en términos de mera cantidad de espacio, las jaulas que están a punto de ser abandonadas ocupan casi toda la escena. Sobre todo, el avance del león está extrañamente detenido por una cierta confu­ sión entre su cuerpo y las barras de su jaula (véase la figura 6). La barra cercana a la parte superior parece, en particular, ser una ex­ tensión del cuerpo del león. El león, podría decirse, abandona su jaula permaneciendo en ella, por el modo peculiar en que se con­ vierte casi en su jaula. Al mismo tiempo, sin embargo, el aspecto

Figura 3. Asurbanipal y el ejercito asirio luchando contra el ejercito de Terminan, rey de Elam, en la batalla de Til-Tuba junto el río Ulai In en 654 a.C. (Del Palacio Suroeste en Ntnive.)

Figura 5. El rey Asurbanipal luchando descalzo con leones y vertiendo una libación sobre leones muertos. (Del Palacio Norte de Asubanipal en Nínive.)

Figura 6. Detalle de la figura 5. (Del Palacio Norte de Asurbanipal en Nínive.)

leonino de esa barra es calificado simplemente como una línea curvada por su relación con la línea recta que atraviesa la parte superior de la jaula. Tenemos, por así decirlo, una curva sobredeterminada: es al mismo tiempo una línea no figurativa, la barra de una jaula, y parte del cuerpo de un animal. Así, el interior de la jaula pasa a transformarse, de un espacio narrativo (barras en el primer plano, león en movimiento en el fondo) en un espacio estético continuo de formas relacionadas. Y, tal como sucede con frecuencia en los relieves del palacio, las relaciones producen iden­ tidades algo inciertas; o, una vez más, la actividad de la repetición problematiza los términos particulares de una repetición. Aunque la cuestión de esta escena es, en un sentido, su denarrativización, su poder narrativo sigue siendo sin embargo muy fuerte. Los movimientos hacia fuera de la jaula pueden muy bien impactarnos como más dramáticamente delineados que la acti­ vidad relacional que acabo de mencionar. N o sólo el tema del león que deja su jaula es enfatizado por la repetición de esa ac­ ción por la figura humana; podríamos apuntar también que to­ das las líneas horizontales ayudan a guiar nuestra atención hacia la larga forma horizontal del cuerpo del animal que emerge. Pero no es que las relaciones formales tan sólo de-narrativicen la esce­ na. Las diagonales virtuales que conectan la cara del león con la cara del hombre y la pata de adelante del león con la parte supe­ rior izquierda de la jaula del hombre tienen el efecto de intensifi­ car nuestra atención sobre los aspectos más dramáticamente narrativos de la escena (es decir; sobre el hombre -o el niño- que abre la jaula y el león que la deja). Hay de hecho aquí una estruc­ tura diagonal compleja. N o sólo tenemos las líneas que acaba­ mos de mencionar, sino que, como lo indica la figura 7, podría­ mos trazar diagonales en la dirección opuesta, desde la parte inferior derecha hasta la superior izquierda. Los elementos de esta segunda estructura diagonal enfocan nuestra atención sobre espacios carentes o relativamente débiles de interés narrativo (pien­ so en el espacio entre las esquinas superior derecha de ambas jaulas, como así también en los interiores de las dos jaulas, don­ de, como sugerí hace un momento, el tema dramático queda

Figura 7. Estructuras diagonales de la figura 5.

subordinado a un juego de líneas que se repiten y formas que se relacionan). Por fin, muchas de estas diagonales se encuentran o pasan a través o cerca de la suerte de rectángulo que está a la izquierda de la jaula del hombre, y así, este pequeño espacio vacío se vuelve, en la escena, un elemento enfocado. En conclusión, podríamos considerar el vacío enfatizado de ese espacio como emblemático. Esta suerte de rectángulo es una jaula que no aprisiona nada. Es un punto focal insignificante diseñado para difuminar más que para concentrar nuestra aten­ ción. Es un espacio ambiguamente centrado, rodeado e incluso constituido por elementos fuertemente narrativos (su borde su­ perior representa la acción principal de la escena: el hombre abriendo la jaula del león) al mismo tiempo que es “ cruzado” por diagonales virtuales que nos redireccionan hacia las relacio­ nes predominantemente formales y las identidades flotantes de las dos jaulas. Podríamos decir que la localización interpretativa de esa forma activamente vacía está en algún sitio entre las dos lecturas muy diferentes de la escena. Es un espacio que media entre dos modos de atención: una visión narrativa que organiza formas en los elementos de una historia, y una visión más errática y agitada, que sustituye pedazos y fragmentos relacionados y en cambio perpetuo por la totalidad del ser y el movimiento lineal de las formas narrativas. El placer estético que nos da la movili­ dad del arte asirio podría definirse como un cruce agitado de intervalos que separa tanto las formas visuales como los modos de interpretación. El arte asirio -com o la escritura de Mallarmées una lección de sensualidad intersticial. La cualidad casi indefi­ nible de “ entridad” 92 en los relieves del palacio -y, por consi­ guiente, nuestra suspensión interpretativa entre una lectura na­ rrativa y una no narrativa- puede estar manifestando una vaci­ lación o incluso una ignorancia impresionantes por parte de és­ tos antiguos artistas anónimos acerca de las formas de la disrupción y de la violencia que ellos habían elegido amar.

92 Betweenness en el original.

El nuevo mundo de Freud

Cuando hayas vivido tanto como yo, verás que todo ser humano tiene su caparazón y que debes te­ nerlo en cuenta. Con caparazón quiero decir el con­ junto de circunstancias que lo envuelven. No existe un hombre o una mujer aislados; cada uno de noso­ tros está hecho de un conj unto de pertenencias. ¿Cómo definiríamos nuestro “yo” ? ¿Dónde comienza? ¿Dónde termina? Sobrevuela todo aquello que nos pertenece -y luego refluye. Sé que una buena parte de mí misma está en las ropas que elijo vestir. ¡Siento un gran respe­ to por las cosas! Uno es -para el resto de la genteaquello que uno expresa; y nuestra casa, nuestros mue­ bles, nuestros adornos, los libros que leemos, nuestros amigos... todas estas cosas expresan algo. Estas palabras pertenecen a la muy europeizada Madame Merle, en Retrato de una dama, de Henry James, y están dirigi­ das a la heroína muy norteamericana de la novela, Isabel Archer. James califica este pequeño parlamento como “ muy metafísico” , e Isabel, de quien se nos dice que “era aficionada a la meta­ física” , objeta inspirada la opinión de su amiga sobre la relación entre el yo y “ el conjunto de circunstancias que lo envuelven” : -N o coincido contigo. Pienso exactamente lo contrario. N o sé si consigo expresarme a mí misma,

pero sé que ninguna otra cosa me expresa. Ningu­ na cosa que me pertenezca da cuenta de mí; todo eso es, por el contrario, una limitación, una barre­ ra, algo absolutamente arbitrario. Ciertamente las ropas que, como dices, elijo usar, no me expresan, ¡y Dios no permita que así sea! -Te vistes muy bien -objetó con delicadeza Madame Merle. -E s posible; pero no desearía que me juzguen por eso. Mis vestidos pueden expresar a la modista, pero no a mí. Y por empezar; no los uso por elec­ ción; me los impone la sociedad. -¿A caso preferirías andar sin ellos? -inquirió Madame Merle en un tono que prácticamente daba por concluida la discusión.93 Este encantador debate quizá merecería un lugar en “ la ge­ nealogía del sujeto en las sociedades occidentales” de Foucault. Se interesa de una manera más bien precisa en tecnologías contrastantes de definición y de expresión de sí. En la conversa­ ción, la sofisticada Madame Merle es cómoda ganadora, quizá porque, a diferencia de Isabel, está al tanto de la naturaleza es­ tratégica de la charla. Isabel se refiere a determinada cuestión; Madame Merle es cortés con ella, es decir que la escucha sin prestar demasiada atención a sus argumentos. Pero el mayor poder de Madame Merle deriva de la necesaria complicidad de James con ella. Como escritor, él está comprometido con la legibilidad del comportamiento, una legibilidad implícita en la opinión de Madame Merle acerca de la relación entre las apariencias y el ser. De Jane Austen a Henry James, la mayoría de los grandes realis­ tas del siglo X IX brinda imágenes de la fragmentación social que supone el orden de la forma significante, y sugiere que los frag­ mentos caóticos son de algún modo socialmente viables e incluso 93 Henry James, Retrato de una dama. México, UNAM, 1975.

quizás moralmente redimibles. La novela realista, con toda su aparente “ soltura” (que James admiraba) es una estructura apre­ tada y coherente: nos alienta a creer en el mito temporal de los verdaderos comienzos y los finales definitivos, retrata un mundo en el cual los acontecimientos siempre tienen un significado que puede articularse, y promueve una perspectiva del yo (self) como organizado y hasta devastado por pasiones o facultades domi­ nantes. Estas significaciones ordenadas de la ficción realista se presentan como inmanentes a la sociedad en tanto que, de he­ cho, son la negación mítica de esa naturaleza destructivamente fragmentada de la sociedad. La mitologización de lo humano como organización legible es una estrategia política fundamental, y el anhelo con el que tanto la literatura como el psicoanálisis han contribuido a esa mitología puede ser el signo más evidente de su voluntad de servir a diversos tipos de órdenes interesados en formar lo humano como condi­ ción previa para poder predecirlo y controlarlo. Así, la crítica so­ cial con frecuencia elogiosa de la novela realista -crítica que a menudo es en verdad a la vez intensa y sistemática, como en Balzac y Dickens- es menos rica quizás en consecuencias en lo político que en supuestos acerca de lo que es el yo (self), supuestos que crean y limitan el “ campo” en el que la crítica social puede tener lugar. Un mito acerca de la estructura y el orden psíquico contiene y restringe todas las críticas del desorden social. El novelista efec­ túa una contribución importante a la viabilidad de la sociedad que al mismo tiempo puede criticar con violencia al suministrarle a esa sociedad lo que podría llamarse mapas del yo (self). Entonces, con mayor razón, sorprende ver con cuánta ener­ gía James rechaza la filosofía de Madame Merle -filosofía de la cual parece depender la legibilidad de su propia ficción- y redi­ me a sus heroínas, filosófica y novelísticamente imposibles. ¿Qué hará la narrativa con un yo imposible de cartografiar? El proble­ ma se agrava en las últimas novelas de James, especialmente en Las alas de la paloma y La copa dorada. Como personaje, Isabel Archer es menos radical -menos independiente de sus apariencias

y circunstancias- de lo que su teoría acerca de un yo (self) por completo no contingente podría sugerir, pero, hasta cierto pun­ to, Maggie Verver y, en especial, Milly Theale, parecen haber sido creadas sobre la base de la teoría de Isabel acerca de una brecha ontológica entre el ser y “ el conjunto de circunstancias que lo envuelven” . Los riesgos de centrarse en tales personajes son enormes. El autoborramiento de Milly es tan radical como para volverla novelísticamente insignificante; su levedad corre el riesgo de volverse una superficie aburrida inaccesible a las fric­ ciones del interés ficcional que mueve tanto a los otros persona­ jes como a la narración de la que ella es la heroína casi invisible. Pero es sobre todo en L a copa dorada donde se puede enten­ der el riesgo de centrarse en tales personajes desde una perspecti­ va psicoanalítica acerca de los problemas del yo (self) y sus rela­ ciones de objeto. La primera mitad de La copa dorada termina con el descubrimiento, por parte de la joven heredera norteame­ ricana M aggie Verver, de que su marido, el príncipe italiano Amerigo, la está traicionando con Charlotte (otra norteamerica­ na altamente europeizada como Madame Merle -es decir, para James, algo a la vez interesante y peligroso-, quien acaba de con­ vertirse en la esposa de su padre; la segunda mitad de la novela traza el trabajo estratégico por el cual Maggie recobrará al prín­ cipe y conseguirá enviar al exilio a la pobre Charlotte y a su propio padre rico, que es un benefactor de las artes, a una espan­ tosa ciudad del Medio Oeste norteamericano donde abrirán un museo buscando interesar a los lugareños en la cultura. Lo asom­ broso de la estrategia de Maggie -que podría haber hecho espe­ rar que la trama fuese más dinámica- es que en esencia consiste en llevar a la novela a una detención. Maggie, sin condescender en lo más mínimo a la verdad, no hace más que aferrarse a la decorosa mentira, que los otros le alimentan, de que nada está mal en su matrimonio. Mientras los otros personajes literal­ mente hacen literatura en sus continuas rectificaciones verbales ante las estocadas de poder verbal del otro, Maggie apenas se molesta por adaptarse a las cambiantes posiciones de fuerza en

la conversación: meramente persiste diciéndoles a los otros lo que ellos le han dicho que crea. Esta repetición casi mecánica­ mente distraída desciende al mundo de la conversación táctica, y lleva la novela a su final forzando a todos los otros a callarse y reduciendo al Príncipe, como él mismo dice en el último párra­ fo, a no “ver” nada más que a la propia Maggie. Esta estrategia algo cretina es, sin embargo, la actividad de la pasión o, si así lo quieren, de la sexualidad. El deseo sexual es muy importante en La copa dorada, así como lo es en varias novelas de James: hay, por ejemplo, una lucha sexual despiadada entre Maggie y Amerigo (éste intenta, sin éxito, hacer uso de la dominación sexual sobre su esposa para forzarla a dejarlos solos a él y a Charlotte), y queda claro que el retorno del príncipe a Maggie al final de la novela es un acto de pasión erótica excep­ cionalmente impaciente. Lo que es mucho más problemático es la relación de esta sexualidad con el yo (self) y con la novela. En la segunda parte de La copa dorada, Maggie se vuelve un texto ilegible, y su ilegibilidad es, según creo, una consecuencia directa de su insistencia sexual. Los otros personajes están todo el tiem­ po tratando de interpretarla, pero en vano; ella se ha segregado del campo de la charla interpretativa. Ella fascina a los otros personajes (en especial a Amerigo), pero es ese mismo hecho lo que agota su significado, y a su yo (self). Los otros llegan a en­ tenderla a ciegas, por el hecho de resultarles imposible dejar de mirarla; ella ha sido purificada -e intensificada- tan sólo en un alegato insistente sobre sus deseos. Hay sin embargo en la novela una cierta ambigüedad en la función sexual y social de Maggie, una ambigüedad análoga a la vacilación de Freud en los Tres ensayos (Una teoría sexual) entre, por un lado, lo que llamé la perspectiva teleológica de la sexua­ lidad, donde la sexualidad infantil simplemente nos prepara para el fin de la heterosexualidad genital post edípica y, por otro lado, la perspectiva de la indefinible y dolorosa excitación de la sexua­ lidad infantil como constitutiva de la especificidad misma del placer sexual. En L a copa dorada, el sexo está conformado y

“ cubierto” por las formas y obligaciones establecidas del matri­ monio, aunque, como lo he estado sugiriendo, también libera a Maggi de cualquier definición institucional, sea cual fuere, y la aísla en un “ ‘puesto’ improvisado” que, como lo hacer notar James, estaría marcado en el mapa de las relaciones sociales sólo por la geografía de “las pasiones fundamentales” 94. En cierto sentido, Maggie pone en acto la invasión de lo social por lo sexual, y da lugar al colapso del lenguaje interpretativo de la ficción misma por sus mecánicas pero infinitamente demandan­ tes repeticiones. Si bien esas repeticiones imposibles de cartografiar también están diseñadas para hacer retroceder a los otros perso­ najes a ciertas posiciones fijas. Es decir, la segunda mitad de La copa dorada podría leerse de dos maneras: como la crítica del propio James a la inadecuada erosión del texto social y novelístico por parte de los amantes adúlteros {su pasión puede ser “marca­ d a” sólo con demasiada ligereza “ sobre el mapa de las relaciones sociales” ) y como su reubicación (y la de Maggie) de los otros en una observancia estricta y fija de las formas y las instituciones sociales heredadas. Por lo tanto, los “ errores” sexuales de Amerigo son ya sea teleológicamente “ redimidos” , cuando sus deseos al final se expresan completamente a través de “ las circunstancias” conyugales “ que lo envuelven” o expuestos como demasiado circunstanciales en comparación con la ciega unión con Maggie que cierra que termina Ja novela y que vuelve su matrimonio ■ relevante rr1¡entras que aparentemente lo consagra.

He leído La copa dorada como una alegoría psicológica -pero las confrontaciones alegóricas que me interesan no son las plan­ teadas entre las pasiones particulares o las facultades mentales, sino las que se desarrollan entre dos tipos diferentes de psicología. 94 James, La copa dorada (Harmondsworth, Middelsex, y Baltimore, Md.: Penguin, 1966), p. 517. Hay versión en castellano: Ed. Random House Mondadori, 2004.

Una psicología general, podríamos decir, es confrontada por una psicología psicoanalítica, con el resultado de que la novela mis­ ma se vuelve casi imposible de trabajar. Una fuerza marginal fe­ roz e imposible de cartografiar ejerce su coerción y finalmente paraliza el altamente consciente y civilizado texto “central” . Así es que James, de manera algo inesperada, nos lleva a plantearnos preguntas cruciales en la historia del psicoanálisis. ¿Cuál es la relación entre el psicoanálisis y la psicología social general?95 ¿En qué medida los descubrimientos de Freud cubren no sólo lo marginal, lo que se llama patológico, lo disfuncional en la vida humana, sino también los mecanismos exitosos del crecimiento humano y la adaptación? Ahora bien, para precisar estas pre­ guntas hasta sus términos más simples y fundamentales (térmi­ nos que son los del debate entre Madame Merle e Isabel Archer): ¿cómo concibe el psicoanálisis la relación entre la constitución del yo y el mundo de los objetos? En las páginas finales, en extremo densas, de “ Los instintos y sus destinos” , Freud escribe: El mundo externo, el objeto y lo odiado ha­ brían sido al principio idénticos. Cuando luego de­ muestra el objeto ser una fuente de placer es ama­ do, pero también incorporado al yo, de manera que para el yo de placer purificado coincide de nuevo el objeto con lo ajeno y lo odiado96.

95 Para los psicólogos del yo, el psicoanálisis debía incluirse dentro de una psicología general. Pienso por supuesto en Heinz Hartmann, quien con mordacidad afirmaba: “Sostenemos que el psicoanálisis es una de las ciencias básicas de la sociología”. La psicología del yo y el problema de la adaptación, David Rapoport, (Nueva York: Internacional Universities Press. 1958) p. 20. En castellano: La psicología del yo y el problema de la adaptación. Paidós, Barcelona, 1987. 96 S. Freud, “ Los instintos y sus destinos” , en Metapsicología. Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 1042.

Esta lógica implacable es la consecuencia necesaria de un punto de vista económico: si “el odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor” , escribe Freud un par de páginas más adelante, es porque deriva “ de la repulsa primitiva del mundo exterior emisor de estímulos por parte del yo narcisista primitivo [er entspricht des uranfanglichen Ablehnung des reizspendenden Aussenwelt von Seiten des narzissischen Ichs]” . Así, “ puede in­ cluso afirmarse que el verdadero prototipo de la relación de odio no procede de la vida sexual, sino de la lucha del yo por su conservación y afirmación” . La autoconservación coincide con lo que Freud llamará, en M ás allá del principio del placer, la pulsión de muerte. Las medidas protectoras del yo (ego) contra una afluencia penosa de estímulos desde el mundo exterior se­ rán, en 1920, hipostasiadas en la necesidad instintual de todos los organismos vivos de retornar al estado de materia inanima­ da. “ Como expresión del displacer evocado por los objetos” , escribe Freud en “ Los instintos y sus destinos” , el odio “ siempre permanece en una relación íntima con las pulsiones de conserva­ ción del yo.” 97 Desde la perspectiva económica, el yo (por su­ puesto que Freud no habla todavía en 1915 del yo (ego) como un sistema dentro del self, aunque el “ sistema yo (ego)” supon­ drá muchas de las características que se atribuían anteriormente al yo (ego) más general) -el yo (ego), entonces, lejos de tener alguna aptitud original para tratar con la realidad, se encuentra en un estado de hostilidad radical con el mundo externo. Como resultado de esta “ relación íntima” entre los instintos de autoconservación y el odio, “ pulsiones yoicas y pulsiones sexuales con facilidad pueden entrar en una oposición que repite la oposición entre odiar y am ar” . Pero estas oposiciones confían en ciertas diferencias y dualismos seguros que, en realidad, están constantemente colapsando. Antes que nada, si los instintos sexuales aseguran nuestro interés continuado por los objetos, el objeto amado es, como lo nota Freud en uno de los pasajes recién

citados, “ incorporado dentro del yo (ego) [dem lch einverleibt]” porque es amado -de tal modo que idealmente, podríamos de­ cir, el mundo externo incluye sólo objetos odiosos y odiados. Ahora tenemos aparentemente dos tipos de destrucción: un tipo no erótico que se basa en el deseo del yo (ego) de preservarse de la sobreestimulación (quizás, en última instancia, de cualquier estimulación) y la destrucción “deseante” de los objetos que busca poseer en el interior. Pero desde el punto de vista de la relación del organismo con los objetos, los instintos del yo (ego) y los sexuales tienen un fin común: la eliminación de todo lo exterior al organismo. N o sólo eso: la destrucción del objeto parece ser inherente a la excitación sexual misma, al menos en los estadios pre-genitales de la sexualidad infantil. El amor en la fase oral, por ejemplo -la fase en la cual la excitación sexual es producida por fantasías de “ incorporar o devorar”- es “ una modalidad del amor compatible con la supresión de la existencia del objeto como algo separado” . Y en el estadio de la organización sádicoanal, “ el intento de alcanzar el objeto se presenta bajo la forma del esfuerzo de apoderamiento” , y Freud alega que mientras “ que le es indiferente el daño o la aniquilación del objeto” , aquí, “ por su conducta hacia el objeto, esta forma y etapa previa del amor es apenas diferenciable del odio” 98. 98 Op. cit., pág. 132-134. Además, un cierto desequilibrio entre el desa­ rrollo del yo y el desarrollo sexual refuerza este lazo entre la sexualidad y el odio o la agresión. Especulé sobre el origen masoquista de la sexua­ lidad humana como signo -que sería al mismo tiempo biológicamente funcional y disfuncional- de una demora en el desarrollo del yo que lo hace quedar detrás respecto de la emergencia de la sexualidad. Pero Freud mismo menciona que en la historia de la sexualidad infantil se da el caso opuesto, el de “ la anticipación temporal de la evolución del yo a la evolución de la libido” . “Tal anticipación” -a la que hace referencia en 1913 como parte de “ la disposición a la neurosis obsesiva”- “obliga­ ría, por la acción de los instintos del yo, a la elección del objeto en un período en que la función sexual no ha alcanzado aún su forma defini­ tiva, dando así origen a una fijación en la fase del orden sexual pregenital”. Los neuróticos obsesivos desarrollan “ una supermoral” -un severo superyó en términos de la teoría estructural- “ para defender su amor

¿Puede la oposición entre los instintos del yo y los sexuales sobrevivir a esta definición de la sexualidad? Lo que podríamos llamar ontología del odio (o de la agresión) coincide con la ontología de la sexualidad. Asimismo, si como Freud escribe en Tres ensayos, “ todos los procesos afectivos intensos, hasta las mismas excitaciones aterrorizantes, se extienden hasta el domi­ nio de la sexualidad” , podría decirse que el “displacer” causado al yo por la “ lluvia de estímulos” desde el mundo exterior debe también extenderse hasta la sexualidad, y que, a la inversa, el supuesto odio hacia los objetos que emiten toda esa penosa exci­ tación de estímulos es también un fenómeno sexualizante. Es decir que en el complejo cuadro amenazador esbozado por Freud en “ Los instintos y sus destinos” todo resulta ser, de manera simultánea, sexual y agresivo: la sexualidad oral y anal por un lado y, por el otro, el odio del yo hacia un mundo estimulante en exceso. He querido, por supuesto, sugerir que esta identidad entre la sexualidad y la agresividad en el pensamiento freudiano des­ truye la claridad categórica de cualquier psicología general. Si Freud insiste en El malestar en la cultura sobre “ la ubicuidad

objetivado contra la hostilidad” inherente a su amor. Pero, escribe Freud, “nos inclinaremos a considerar como típica en la naturaleza humana cierta medida de tal anticipación de la evolución del yo” , lo cual significa que todos nosotros estuvimos más o menos listos para amar a otra persona cuando éramos constitucionalmente incapaces de comprender el amor excepto como “ un esfuerzo de apoderamiento” , que “es ape­ nas diferenciable del odio” . El aspecto disfuncional de esta brecha par­ ticular en el desarrollo es claro. Freud también señala, sin embargo, que puede ser que debamos nuestra “ facultad de la génesis de la moral” -como defensa contra la excitación del odio- precisamente a esta incon­ veniente y muy peligrosa falta de coordinación entre los estadios de desarrollo de nuestro yo y nuestro desarrollo sexual. Estas últimas citas, correspondientes al texto de 1913, corresponden a la traducción de L. López-Ballesteros: “ La disposición a la neurosis obsesiva. Una aportación al problema de la elección de neurosis”, en Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis. Ed. Biblioteca Nueva, T. I. Ma­ drid, 1968. Pág. 993-994.

de las tendencias agresivas y destructivas no eróticas” , se ve forzado sin embargo a reconocer, como lo hice notar, que la satisfacción de los instintos agresivos “ se acompaña de extraor­ dinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia” 99. En el contexto de nues­ tra presente discusión, este pasaje sugiere un colapso vertigino­ so de los órdenes clasificatorios. Si el odio hacia un objeto ex­ terno es, en virtud de su misma intensidad, un fenómeno sexualizante, sería lógico describirlo como una forma de sadis­ mo. Si, además, este odio, al quebrar los límites entre el yo y el mundo, satisface los “ más arcaicos deseos de omnipotencia” del yo, entonces también debería pensarse como una forma de narcisismo. Finalmente, si la sexualidad es por definición algo excesivo, una fragmentación psíquica debida a la brecha entre el nivel de estimulación al que el yo se ve expuesto y sus capa­ cidades de estructuración, entonces el odio del yo por los obje­ tos externos, por la invasión por parte de estímulos provenien­ tes de estos objetos, y su necesidad de incorporar objetos ama­ dos, puede también ser identificada con el masoquismo. Qui­ zás nos hemos vuelto deseosos de pensar el sadismo como una proyección del m asoquism o; ¿debemos ahora concebir el sadomasoquismo como una forma de narcisismo? N o estoy en principio interesado en proponer una reacomo­ dación de las definiciones. En la medida en que he propuesto ciertas reacomodaciones -en particular, la sugerencia de que la sexualidad en Freud, al menos en cuanto al modo en que ella se constituye, puede pensarse como una tautología del masoquis­ m o-, éstas han tenido la intención no tanto de ser exactas en lo referencial o como afirmaciones verificables, sino como indica­ ciones acerca del modo en el que la especulación freudiana avan­ za hacia una disrupción de sus propias categorías. Si, como lo 99 S. Freud, El malestar en la cultura. En Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Págs. 44 y 45.

hice antes, seguimos un ejemplo aportado por Jean Laplanche y sostenemos que una así llamada “ parte” aberrante de la sexua­ lidad -el masoquism o- puede ser la “ totalidad” , creamos una especie de corrimiento geológico en el sistema clasificatorio com­ pleto del psicoanálisis -sistema que se vuelve posible a través de ubicar tales fenómenos supuestamente aislables, como el ma­ soquismo, el sadismo y el fetichismo, como meros aspectos de un fenómeno general y jerárquicamente organizado llamado sexualidad. N o obstante, también corrí el riesgo de considerar estos corri­ mientos como un proceso que constituye la “ verdad” psicoanalítica. Y en mi argumentación no sólo le di una posición privile­ giada al proceso de colapso teórico que se produce en ciertos textos freudianos, sino también a ciertas posiciones teóricas que emergen como resultado de ese bloqueo o del colapso de un ar­ gumento principal que se afirma explícitamente. Así, la perspec­ tiva teleológica de la sexualidad en los Tres ensayos fue tomada como que reprimía el contraargumento que supone la sexuali­ dad como tipo de fenómeno históricamente inviable de la ten­ sión placer-displacer. En resumen, no sólo he estado interesado en deconstruir los argumentos freudianos sino también en loca­ lizar sus argumentaciones más originales y más subversivas -es decir, en ubicar la especificidad y el valor del psicoanálisis en la historia del pensamiento. En un sentido más general, la contri­ bución de Freud a nuestro conocimiento del ser humano radica en la problematización del acto de conocer. M ás específicamente, y por todas las afinidades demostrables que tiene, por ejemplo, con la biología del siglo diecinueve o -cambiando a un registro cultural más general- con la historia de la confesión en las socieda­ des modernas occidentales, el trabajo de Freud es, según creo, un intento sin precedentes de dar cuenta de algo radicalmente inope­ rante en el pensamiento humano en cuanto a la naturaleza frag­ mentante de la sexualidad. Freud subvierte la perspectiva del pla­ cer como inherentemente social, sugiriendo que aun las formas más sublimadas del placer están fundadas ontológicamente en una

jouissance100 a la vez solipsista y masoquista, una jouissance que aísla al sujeto humano en una repetición social y epistemológica­ mente “inútil” , pero infinitamente seductora. Quizás no hayamos hecho nada más (o nada menos) que inferir la “ verdad” de tales ideas a partir de las presiones tex­ tuales que generan. En cierto sentido, ése es el objetivo de la teoría y la práctica psicoanalíticas: confirmar la presencia de proyectos ocultos en diversos tipos de textos disruptos. Puede no haber una diferencia esencial entre la dimensión formal y la experiencia del psicoanálisis, entre las operaciones lingüísticas de los trabajos de Freud y su verdad psicológica. Porque la verdad psicoanalítica sólo puede ser analizada -y verificadacorno una angustia textual. El movimiento que realizo, desde un desmantelamiento formal o “ literario” de algunos de los ar­ gumentos de Freud hacia, por ejemplo, afirmaciones acerca de la función evolutiva de la sexualidad masoquista, puede por lo tanto constituir menos un salto epistemológico de lo que podría pen­ sarse en principio. Sugeriría que tales movimientos fuera del tex­ to son legítimos, no porque “ todo es texto” , o incluso porque todos los fenómenos psíquicos se organizan de algún modo “como” una operación lingüística, sino más bien porque la ver­ dad extratextual de un discurso sobre los trabajos de la psiquis es inevitablemente cartografiada por los movimientos del discur­ so mismo. Si, como lo he dicho antes, Freud demuestra la inseparabilidad de la verdad de una teoría del deseo respecto de los movimientos de autoderrota en el desempeño de esa teoría, entonces es en las vicisitudes del desempeño teórico donde pode­ mos aproximarnos mejor al “conocimiento” de las presiones que resisten en cualquier teorización. En correlación con esto -y, para la crítica literaria, de ninguna manera en forma incidental- el psicoanálisis nos provee de nuestro mejor argumento para resis­ tir a la distinción académica de moda entre la crítica formal o textual y la crítica moral. Cartografiar los movimientos de la 100 En francés en el original. (N. de T.)

forma es a la vez un esfuerzo (quizás imposible pero no menos necesario) de fijar un cierto conocimiento acerca de los fracasos del conocimiento, y una demostración ineludible de la propia tolerancia de los cartógrafos a tal fracaso. La elección de un método crítico es ya un ejercicio de crítica moral. Lo que hemos estado viendo es que el proceso mismo de de­ finición -responsable no sólo de los dualismos freudianos sino también de la estructuración de la psiquis en ello, yo y superyótiene un rol estratégico en el trabajo de Freud, y que la estrategia a la vez reprime la verdad psicoanalítica pero puede quizás ser explicada por el psicoanálisis. “ Los instintos y sus destinos” nos suministrará otro ejemplo acerca de esta cuestión. En ese enSayo, Freud escribe: “ Hasta el establecimiento de la organización geni­ tal no se constituye el amor en antítesis del odio” . Él no quiere decir que uno constituya al otro antes de la hegemonía de lo genital. Sino que la relación entre amor y odio no puede ser lógicamente descripta como una relación de opuestos durante los años pregenitales. Se desarrollan por vías psíquicas diferentes, tienen orígenes diversos; “ el odio es, como relación con el obje­ to, más antiguo que el amor. Nace de la repulsa primitiva del mundo exterior emisor de estímulos, por parte del yo narcisista” ; el amor nace de los instintos sexuales101. La mezcla de am­ bos puede ser presentada entonces por Freud no como constitu­ tiva de la sexualidad misma sino en todo caso como un tipo de accidente histórico ligado a los estadios particulares y “ prelimi­ nares” de la sexualidad oral y anal, un accidente que hace que parezca como si las dos vías fueran una sola. Lo que deseo enfatizar aquí es lo siguiente: la oposición amorodio, que Freud presenta como un hecho de organización geni­ tal, podría ser pensada también como una característica concep­ tual de la genitalidad. El acceso psíquico al estadio genital en el esquema freudiano depende de la represión de la sexualidad 101 S. Freud, “Los instintos y sus destinos” , en Metapsicología. Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo I, pág. 1044.

infantil; fisiológicamente, la genitalidad marca el comienzo de un nuevo tipo de placer, el placer de la descarga. M ás precisamente, la organización genital es un régimen sexual dual: si el placer es en gran parte redefinido como una liberación de esa tensión en la que consistía el placer pregenital, una parte del placer genital mismo proviene de mantener o incluso incrementar momentá­ neamente los niveles de tensión. Y es como si en la genitalidad misma la represión de la sexualidad infantil fuera representada nuevamente por una versión fantasmática de la relación entre los dos aspectos del doble régimen, una versión en la cual la diferencia se postula como oposición. M ás exactamente, la re­ presión de la sexualidad infantil es manifestada sintomáticamente en la genitalidad por procesos duales de pensamiento que a la vez repiten y ocultan el antagonismo fantaseado entre dos regí­ menes de placer sexual. Una vez más nos encontramos en una de esas intersecciones entre lo funcional y lo disfuncional que parecen ocurrir con tan­ ta frecuencia en el mapa en gran parte ilegible de la sexualidad humana. He sugerido que el masoquismo que funda la sexuali­ dad es al mismo tiempo una amenaza para la vida y una con­ quista evolutiva que protege la vida. De manera similar, si nues­ tras relaciones de objeto más tempranas comienzan y terminan en el odio, la sexualidad infantil también nos inicia en las rela­ ciones sociales al proveer un puente entre la más temprana liga­ zón autoconservadora a la madre nutricia y las formas posterio­ res de interés diversificado y desexualizado por el mundo. Tene­ mos ahora un tercer ejemplo de esta curiosa oscilación entre los aspectos funcionales y disfuncionales de la sexualidad. Un régi­ men sexual de descarga sirve a las necesidades de la reproducción de la especie pero, desde el punto de vista de lo individual o de la ontogénesis, la “ madurez” sexual puede depender en cierto gra­ do de la represión del “ fundamento” mismo de la sexualidad, tanto como de una represión de los modos conceptuales que nos permiten simbolizar las insistentes, masoquistas y aún producti­ vas repeticiones de la excitación sexual. Un signo de esa represión

en el propio Freud sería, por ejemplo, su fracaso en sospechar la naturaleza sintomática de sus propios dualismos. El localiza his­ tóricamente la aparición de la oposición amor-odio en la vida humana pero ese gesto, extremadamente significativo, no con­ duce a ninguna pregunta acerca de, por así decirlo, su propia localización -es decir, acerca de su posible dependencia de las represiones que nos permiten conceptualizar el amor como lo opuesto del odio. Un discurso descriptivo acerca de los estadios en nuestras relaciones con los objetos delinea simultáneamente los movimientos restrictivos de la conciencia que acompañan un régimen sexual particular (la genitalidad), y prescribe aquellos mismos movimientos como creadores de las únicas condiciones lógicas para la formulación de regímenes sexuales radicalmente otros y movimientos de conciencia radicalmente otros.

El yo y el ello es el mayor esfuerzo de Freud para elaborar una teoría del yo (self) sobre la base de las primeras ligazones pasionales del sujeto humano con el mundo. La teoría freudiana de la es­ tructura de la personalidad es, según creo, aún otro intento de normativizar el psicoanálisis. Precisamente, así como el punto de vista teleológico de la sexualidad en los Tres ensayos suprime la perspectiva de la sexualidad como masoquista en su constitu­ ción, y así como el dualismo de los instintos de vida y de muerte en M ás allá del principio del placer oscurecen la destructividad inherente a lo sexual, de la misma manera las intenciones de estructuración en El yo y el ello transforman una identidad psicoanalítica quizás inconcebible de diferencia y repetición en una historia narrativa de diferencias psíquicas sistematizadas. La redefinición que Freud realiza del yo (ego) como un sistema específico dentro del yo (self) ha tenido importantes consecuen­ cias en la historia del psicoanálisis, en especial en los intentos, por parte de los psicólogos del yo norteamericanos, de ubicar el desa­ rrollo de las capacidades adaptativas del yo (ego) y en la historia de los esfuerzos por transformar el psicoanálisis en una psicología

general. ¿Pero qué es exactamente el yo (ego)? Por un lado, el yo es, según escribe Freud “una organización coherente de sus proce­ sos psíquicos” ; “representa lo que pudiéramos llamar la razón o la reflexión, opuestamente al ello, que contiene las pasiones” ; y fi­ nalmente: “por su relación con el sistema de la percepción estable­ ce el orden temporal de los procesos psíquicos y los somete al examen de la realidad” 102. Pero la descripción de Freud ya sea de los orígenes del yo como de sus relaciones con el ello y el superyó, pone en cuestión seriamente su capacidad de desempeñar estas funciones normalizadoras. El sistema llamado yo cobra existencia como un basural afectivo. Freud recuerda haber explicado la me­ lancolía por la suposición de que un objeto perdido “se vuelve a erigir en el yo, vale decir, una investidura de objeto es relevada por una identificación [eine Objektbesetzung durch eine Identifizierung abgelóst wird\” . En el momento de “ Duelo y melancolía” (1915), agrega, “no conocíamos toda la significatividad de este proceso” y no se daba cuenta de “ni cuán frecuente ni cuán típico es” . Ahora él entiende que la sustitución de una catexia de objeto por una identificación “participa considerablemente en la estructuración del yo y contribuye, sobre todo, a la formación de aquello que denominamos su carácter” . En verdad, en la página siguiente Freud sugiere que “ el carácter del yo es un residuo de las cargas de objeto abandonadas y contiene la historia de tales elecciones de objeto” 103. ¿Cuál es la función de estas internalizaciones? En “ Duelo y melancolía” y en la descripción de la formación del yo en El yo y el ello, es una cuestión de “pérdida” o de “ abandono” de catexias de objeto. La internalización aquí no es un modo del deseo (como en las fantasías de incorporación en el estadio oral), sino que es más bien la estrategia del deseo al que se ha renuncia­ do. Las internalizaciones que realiza el yo son predicadas sobre 102 S. Freud, El yo y el ello, en Obras completas. Traducción de Luis LópezBallesteros, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968. Tomo D, págs. 11,14 y 29. 103 Ibidem, págs. 16 y 17.

la pérdida. Y son diseñadas para engañar al ello: “ Cuando el yo cobra los rasgos del objeto, por así decir se impone él mismo al ello como objeto de amor, busca repararle su pérdida diciéndole: ‘M ira, puedes amarme también a mí; soy tan parecido al obje­ to...5” . Las identificaciones del yo son, entonces, un simulacro de las incorporaciones del ello, y son asumidas como actos de seducción. De allí, la aparente contradicción en la descripción de Freud de estas identificaciones como siendo a la vez desexualizantes y narcisísticas: implican obviamente un abandono de los fines sexuales, pero al ello, por así decirlo, se lo engaña para que ame a ese objeto internalizado desinvestido, y la desexualización es de ese modo contrarrestada por una “ transformación de la libido de objeto en libido narcisista” 104. Este pequeño teatro de decepción sexual es un ejemplo per­ fecto de ese antropomorfismo que, como lo ha notado el psicoa­ nalista norteamericano Merton Gilí, trata a cada uno de los sis­ temas en la teoría estructural como un “homúnculo reificado” 105. Pero, antes que nada, en lugar de simplemente discutir la des­ cripción que Freud realiza de la relación entre el yo y el ello di­ ciendo que es una alegorización ingenua de la realidad psíquica, deberíamos apuntar que al mismo tiempo que elabora una pers­ pectiva sistémica tripartita de la psiquis, Freud también nos hace recordar más de una vez que “ tampoco debemos suponer dema­ siado rígida la diferencia entre el yo y el ello, olvidando que el yo no es sino una parte del ello, especialmente diferenciada” . Del mismo modo, el superyó es “ una fase especial del yo, o sea una diferenciación dentro del mismo yo [eine Stufe im Ich ... eme Differenzierung innerbalb des Icbs]” 106. Es decir, Freud parece 104 Ibidem, pág. 17. 105 Gilí, “ Metapsychology Is Not Psychology” , en Merton M. Gilí y Phillip S. Holzman, eds., Psychology versus Metapsychology: Psychoanalytic Essays itt Memory of George S. Klein, Psychological Issues, vol. 9, n° 4, Monograph 36 (Nueva York: International Universities Press, 1976), p. 100. 106 Op. cit., págs. 21 y 16.

estar describiendo un tipo especial de repetición, que el texto presentará de manera oficial como un desarrollo que da lugar a una estructura diferenciada de sistemas. Lo que llama yo es un tipo de relación de objeto sin el objeto y, estrictamente hablan­ do, sin la relación; el objeto es apropiado después de haber sido perdido. El yo es un coleccionista que transporta objetos inertes desde el exterior hacia el interior. En lugar de desear el mundo, el yo lo vampiriza. En lo fenomenológico, esta operación parecería requerir un movimiento reflexivo de la conciencia, un clivaje en la psiquis, una separación negativizadora de la conciencia desde sus pro­ pios movimientos. Las identificaciones del yo son una repetición detenida del deseo. Su relación con el mundo externo es, enton­ ces, en extremo ambigua desde el comienzo. En el capítulo II de El yo y el ello, Freud habla del yo como “ una parte del ello modificada por la influencia del mundo exterior, transmitido por el P.-Cc.107, o sea, en cierto modo, una continuación de la diferenciación de las superficies” . También: “ El yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no sólo un ser superficial, sino incluso la pro­ yección de una superficie” 108. Es decir que el yo, en la topografía psíquica de Freud, no es sólo esa parte del aparato psíquico que está influenciado más directamente por el contacto del cuerpo con el mundo; es también una proyección psíquica de superficies corporales. El yo no es mero receptor de percepciones y sensacio­ nes; es también un inventario o un depósito de los procesos perceptuales mismos. Repite fantasmáticamente los contactos del cuerpo con el mundo en algo, quizá, como del orden de estruc­ turas meta-perceptuales. El yo no es una superficie; es una imita­ ción psíquica de superficies. De la misma manera, la relación del yo con los objetos que forman su carácter es un tipo de repetición

i°7 Percepción-Conciencia: el “ sistema” de conciencia que Freud localiza en la periferia del aparato psíquico y que recibe información, bajo la forma de sensaciones y huellas mnémicas, del mundo exterior y del interior. 108 Op. cit., págs. 14 y 15.

(replay) de las relaciones del ello con los objetos. En ambos casos -en la derivación del yo del cuerpo y en su derivación del ello- se petrifica una relación con el m undo: ya sea com o una arquitecturalización de los movimientos del cuerpo en el mundo o como un agrupamiento de objetos internos decatectizados109. Lo que Freud llama superyó se presenta como una repeti­ ción de la misma operación. El superyó, como el yo, es creado por la sustitución de catexias de objeto por identificaciones. Le debe eso que Freud llama, de manera quizás algo indecisa, “ su especial situación en el yo, o con respecto al yo” , a dos factores: fue “ la primera identificación que hubo de ser llevada a efecto, siendo aún débil el yo” , y, como “ heredero del complejo de Edipo” , (es decir, como depósito de las catexias de objeto edípicas del ello), el superyó introdujo “ en el yo los objetos más

109 Mientras que las observaciones que conciernen a las capacidades adaptativas del yo fueron por supuesto subrayadas por los psicólogos del yo, es interesante señalar que Freud también se refiere con frecuencia a la naturaleza disfuncional o al menos enigmática del yo. En El yo y el ello, describe reiteradamente al yo como “oficioso, oportunista y falso” como resultado de su situación intermedia entre el ello y la realidad. También sugiere, de manera más oscura y profunda, un tipo de vulne­ rabilidad inherente del yo a los instintos de muerte. Primero, “ mediante su trabajo de identificación y de sublimación” -procesos que involucran una desexualización de la relación con el objeto sublimado o con el que se identifica-, el yo ayuda a los instintos de muerte en el ello a ganar control por sobre la libido, y de esta manera “se expone al peligro de ser tomado como objeto de tales instintos y sucumbir víctima de ellos” . Segundo, “como su labor de sublimación tiene por consecuencia una disociación de los instintos y una liberación del instinto de agresión del ya (Bersani cita aquí la Standard Edition, donde en lugar de decir “ yo” dice “ superyó” , al igual que el original en alemán, JJber-Icb; la traduc­ ción de Amorrortu es correcta. N. de T.) se expone, en su combate contra la libido, al peligro de ser maltratado e incluso a la muerte” , (las últimas citas corresponden a la página 29 del opus citado). Varios años más tarde, en Esquema del psicoanálisis (1940 [1938]), Freud precisa que “el punto débil de la organización del yo reside en su actitud frente a la función sexual, como si la antinomia biológica entre la conservación de sí mismo y la conservación de la especie hubiese hallado aquí expre­ sión psicológica” . (Biblioteca Nueva, T. III, pág. 424.)

importantes” 110. La relación entre estos dos factores no es de ninguna manera ambigua. ¿Es el superyó, como dirá de hecho Freud en el artículo de 1927 sobre “ El humor”, el “núcleo del yo” (y la “primera” de sus identificaciones), o es un desarrollo más tardío, post edípico, por así decir, sobre el yo o en él? He discutido en Baudelaire and Freud que “ tanto la naturaleza ideal como la naturaleza persecutoria del superyó post edípico tienen sus analogías en el yo (self) originalmente constituido” . Al referir­ me a la perspectiva de Lacan sobre la creación del yo (self) a partir de la propia alienación en el estadio del espejo, sugerí que “es imposible constituir un yo (self) total sin crear el superyó. Un yo (self) completo, unificado, total, es un yo (self) ideal, otro yo” .111 Ahora lo reformularía, en términos de la teoría estructural, propo­ niendo que lo que Freud sistematiza como superyó es un movi­ miento de la conciencia que a la vez inicia y luego repite, de mane­ ra que no cesa, las identificaciones negativizadoras del yo (ego). La identificación sustitutiva con un objeto de amor perdido es, en los dos sentidos de la palabra, una idealización: des-realiza al objeto, y hace un monumento conmemorativo de su condi­ ción de deseable y su inaccesibilidad. Una fantasía de deseo del 110 Op. cit., pág. 25. Transcribo el pasaje de Freud, donde se puede notar una pequeña diferencia: “ El superyó debe su especial situación en el yo, o con respecto al yo, a un factor que hemos de valorar desde dos diver­ sos puntos de vista, por ser, en primer lugar, la primera identificación que hubo de ser llevada a efecto, siendo aún débil el yo, y en segundo lugar, el heredero del complejo de Edipo, y haber introducido así en el yo los objetos más importantes” . (N. de T.) 111 Bersani. Baudelaire and Freud (Berkeley, Los Ángeles, Londres: University of California Press, 1977), pág. 114-15. Por supuesto que proponer esta analogía entre los procesos de formación del yo y del superyó no significa negar el aspecto de la relación entre ellos que Freud enfatiza de manera más explícita: el del conflicto. Ese aspecto es, sin embargo, qui­ zás en gran parte, una articulación teatral de las tendencias negadoras y de autocastigo inherentes al yo. La alegoría de un conflicto entre el yo y el superyó ofrece a esas tendencias una especie de inteligibilidad teatral. Ahora bien, desde una perspectiva lacaniana, uno debería decir que es la “ especularidad” misma de la relación entre yo y superyó lo que intro­ duce en la conciencia una estructura paranoide.

objeto es repetida en una fantasía del yo (self) como objeto de­ seable ya perdido. Por un lado, el yo (self) es realzado -y se satis­ facen sus impulsos narcisistas- por esta identificación con un objeto superior (es decir, amado); por otro lado, la búsqueda activa del objeto es reemplazada por una nostalgia sin esperan­ za, por una especie de masturbación pasiva, o más precisamente, postuma. La identificación con un objeto de amor perdido es, de manera intrínseca, un autocastigo: un bloqueo del impulso a amar es la precondición para que el yo pueda ser amado. El deseo se niega, se corta, por el propio movimiento con el que es apropiado el objeto de deseo. M ás exactamente, en este ambi­ guo proceso de desexualización, un objeto es resexualizado (recatectizado de manera narcisista y masoquista) por el mismo movimiento que lo decatectiza. Los placeres narcisistas de estas identificaciones son por lo tanto inseparables de los placeres masoquistas, y estas sustituciones quizás inevitables de catexias de objeto por identificaciones tienen que ser clasificadas del lado disfuncional del desarrollo humano. Es decir, esas imitaciones o identificaciones por las cuales las pulsiones frustradas se vuelven un vehículo para constituir una identidad personal, también pro­ longan y solidifican los orígenes masoquistas de la sexualidad bajo la forma de la necesidad estructural de un estadio “ avanza­ do” en el desarrollo individual. El superyó post edípico representa la importante -y alta­ mente peligrosa- tarea de dar a este proceso una legitimación histórica. Freud escribe: “ Pero el superyó no es simplemente un residuo de las primeras elecciones de objeto del Ello, sino también una enérgica formación reactiva contra las m ism as” . Porque, argumenta, el ideal del yo tuvo que reprimir el com­ plejo de Edipo y no sólo le dice al yo (ego): “ ‘Así -com o el padre- debes ser’, sino que comprende también la prohibición: ‘Así -com o el padre- no debes ser: no debes hacer todo lo que él hace, pues hay algo que le está exclusivamente reservado.” ’ 112

La naturaleza imposible de esta doble orden contradictoria: “Así debes ser y así no debes ser” , transforma un enigma ontológico en el “ lenguaje” de una Ley divina. Estos mandamientos del superyó no pueden ser obedecidos; ni siquiera pueden ser formu­ lados excepto como la ininteligible sucesión de dos afirmaciones que se cancelan una a la otra. La fascinación de nuestra civiliza­ ción, de Job a Kafka, con una Ley absolutamente impenetrable que rehúsa permitirse ser obedecida es quizás, en términos psicoanalíticos, la versión desplazada de una única aflicción (distress) humana: la aflicción de estar habitado, e incluso cons­ tituido, por los objetos totalmente inaccesibles e ineludibles, aje­ nos y enajenantes, de nuestros deseos. La mitología del complejo de Edipo presenta esta monstruosa e inevitable imposibilidad como un fin del desarrollo humano, como si la identificación edípica primaria constituyera un modo de trascender la agresivi­ dad más que la operación psíquica que la vuelve permanente. El superyó post edípico legaliza la agresividad pre-edípica; transfor­ ma la pérdida de objeto en interdicción de objeto y así nos hace permanentemente culpables de aquellos mismos movimientos de la conciencia por los cuales los objetos de deseo se vuelven agentes del castigo. Hay más: en El malestar en la cultura Freud (como vimos en el capítulo I) propone una perspectiva del superyó no sólo como la autoridad moral internalizada que ejerce el control sobre los impulsos eróticos y agresivos del yo, sino también como un pro­ ceso fantasmático que permite al yo atacar con libertad a esa autoridad moral. El sofrenado de la agresividad real, y el estable­ cimiento del superyó, sería la estrategia más efectiva para la sa­ tisfacción desinhibida de los impulsos agresivos. Desde esta pers­ pectiva, una severidad excesiva -mejor dicho, una agresividad desenfrenada- no es algo pasible de un control educativo o tera­ péutico; es la raison d ’étre del superyó. El particular “ sistema” es quizás en verdad una forma de relación de objeto en la cual la destrucción del objeto puede ser repetida al infinito como una forma de placer masoquista.

Freud se volvió cada vez más pesimista acerca de la posibili­ dad de controlar esta destructividad, ya sea en la cultura (civilization) o incluso en un análisis individual. Por consiguien­ te resulta tanto más asombroso observar que el superyó post edípico -que, como he argumentado, transforma el origen ma­ soquista de nuestra sexualidad en un imperativo cultural y éti­ co—sea presentado, en E l yo y el ello, como un desarrollo incier­ to en extremo. Tengo en mente las extraordinarias páginas del capítulo III donde, sobre la base de lo que acaba de decir acerca de la relación entre catexia de objeto e identificación en la for­ mación del yo y del superyó, Freud por poco hace caer toda la explicación psicoanalítica del complejo de Edipo. Al discutir la configuración, de “ para el niño [el varoncito] el complejo de Edipo simple, positivo” -es decir, “ la conducta ambivalente con res­ pecto al padre y la tierna aspiración hacia la madre considerada como objeto”- Freud señala que la catexia de objeto del niño que recae sobre su madre debe, al final, ser reemplazada por “ una identificación con la madre, o queda intensificada la identifica­ ción con el padre. Este último resultado es el que consideramos como normal” , aunque, agrega, la identificación del niño con su padre y la identificación de la niña con su madre “no correspon­ den a nuestras esperanzas, pues no introducen en el yo al objeto abandonado” 113. ¿Cómo debemos entenderlo? Con Jean Laplanche podría­ mos ser llevados a revisar la clásica perspectiva de la relación entre las configuraciones edípicas y las preferencias sexuales pos­ teriores. Siguiendo la regla de que nos identificamos con los objetos de deseo abandonados, podríamos tener que decir en­ tonces -éste es el argumento principal de Laplanche- que el denominado complejo de Edipo positivo en un niño conduce a la homosexualidad (él ha internalizado a la madre deseada del Edipo y sus deseos), mientras que el complejo de Edipo negati­ vo en el niño (en el que el amor de éste por el padre ha sido la

ligazón dominante) va a conducir a una elección de ot :to hete­ rosexual que se modela, precisamente, sobre los deseos por el padre, a quien el hombre heterosexual ha tomado, de manera permanente, dentro de sí114. Freud no va tan lejos, aunque sugiere que el niño puede de hecho no identificarse con el rival en el esquema edípico, pro­ poniendo así una revisión radical de su propia teoría -revisión que, sin embargo, en general ignorará durante el resto de su trabajo y durante el resto de su vida. En un parágrafo de ex­ traordinario riesgo especulativo, Freud relega el denominado resultado normal del complejo de Edipo a un estatuto estricta­ mente aleatorio en el desarrollo humano: “ Experimentamos la impresión de que el complejo de Edipo simple no es, ni con mucho, el más frecuente” 115. Freud escribe que es la bisexualidad lo que complica este simple esquema. Debido a la bisexualidad constitucional presente en todos, cada niño tiene la experiencia tanto del complejo de Edipo positivo como negativo, de modo que aun si internaliza sólo a su rival, habrá por último internalizado a ambos padres. Para el niño pequeño, el padre (father) deseado del complejo negativo ya habrá sido, por así decir, identificado con la apariencia del padre (father) rival del complejo positivo, y a esto debemos agregar por supuesto la posibilidad de que aquello que Freud llama, de manera más bien vaga, una cierta “ disposición sexual femenina” habrá de conducir al niño a identificarse también con el padre amado, en lugar de con la madre rival del complejo negativo. N o es de extrañar que Freud casi se queje del giro proustiano que su pensamiento ha dado de repente: 114 Jean Laplanche, Problématiques I: UAngoisse (París: Presses universitaires frangaises, 1980), pp. 345-46. Hay traducción al castella­ no: Problemáticas I: la angustia. Ed Amorrortu, Buenos Aires, 2000. 115 La versión de la Standard Edition que cita Bersani termina esta oración así: “ sino que corresponde a una simplificación o esquematización que, por lo demás, a menudo se justifica suficientemente en la práctica” ; la encontramos en la traducción de Amorrortu.

Esta intervención de la bisexualidad es la que hace tan difícil llegar al conocimiento de las elec­ ciones de objeto e identificaciones primitivas y tan complicada su descripción. Pudiera ser también, concluye Freud -las consecuencias trascendentales de su especulación final deberían quedar ahora cla­ ras- que la ambivalencia, comprobada en la rela­ ción del sujeto infantil con los padres, dependiera exclusivamente de la bisexualidad, no siendo desa­ rrollada de la identificación, como antes expusi­ mos, por la rivalidad [es kónte auch sein, dass die in E lternverhaltnis k o n statierte A m bivalenz durchaus aufdie Bisexualitat zu beziehen ware und nicht, wie ich es vorhin dargestellt, durch die R ivalitatsein stellu n g au s der Identifizierung entwickelt würde]11