El corazón en llamas.: Cuerpo y sensualidad en la poesía española escrita por las mujeres (1900-1968) 9783968694115

Este volumen colectivo recupera una parcela de la literatura española escasamente tratada por los estudios previos: la p

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El corazón en llamas.: Cuerpo y sensualidad en la poesía española escrita por las mujeres (1900-1968)
 9783968694115

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Índice
Cuerpo y sensualidad en la poesía española escrita por mujeres (1900-1968). Introducción
I. Mujeres en el Parnaso: mecanismos de borrado y elisión en la conformación del canon
II. Las poetas en la cultura y la historiografía españolas de la primera mitad del siglo xx. Un fogonazo
III. Imaginarios del cuerpo en las poetas españolas contemporáneas (1900-1936)
IV. “¿Si la luna estará enamorada?”: cuerpos y máscaras en la poesía modernista de Lucía Sánchez Saornil
V. Cuerpos poéticos y creatividad modernista en los mundos naturales de Elisabeth Mulder
VI. “De mi cuerpo a tu cuerpo”: el ímpetu del amor oscuro en la poesía de Ana María Martínez Sagi
VII. Juego de equilibrios: mar, deporte y deseo en la primera poesía de Concha Méndez y Josefina de la Torre
VIII. La criatura incinerada: cuerpo y espiritualidad en la poesía de Concha Espina
IX. La poesía de Rosa Chacel: sensualidad y recuperación del mundo clásico
X. Dar cuerpo al pensamiento: texto y representación corporal de la mujer en la poesía de Ángela Figuera
XI. “No me exijas virginidad alguna”: la poesía erótica de Susana March
XII. Amparo Conde Gamazo: rasgos de una poesía sin cuerpo desde los años cuarenta
XIII. Sensualidad y sugerencia discursiva en la lírica de María Victoria Atencia
Sobre las autoras y los autores

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EL CORAZÓN EN LLAMAS Cuerpo y sensualidad en la poesía española escrita por mujeres (1900-1968) Helena Establier Pérez (ed.)

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 71

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Isabelle Touton (Université Bordeaux-Montaigne) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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EL CORAZÓN EN LLAMAS Cuerpo y sensualidad en la poesía española escrita por mujeres (1900-1968)

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Iberoamericana • Vervuert • 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2023 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2023 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-343-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-410-8 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-411-5 (e-Book) Depósito legal: M-870-2023 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Imagen de la cubierta: Portrait of Arlette Boucard de Tamara de Lempicka Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Índice

Cuerpo y sensualidad en la poesía española escrita por mujeres (1900-1968). Introducción Helena Establier Pérez................................................................... 9 I. Mujeres en el Parnaso: mecanismos de borrado y elisión en la conformación del canon Ángel L. Prieto de Paula................................................................. 47 II. Las poetas en la cultura y la historiografía españolas de la primera mitad del siglo xx. Un fogonazo José María Ferri Coll...................................................................... 73 III. Imaginarios del cuerpo en las poetas españolas contemporáneas (1900-1936) Melissa Lecointre............................................................................ 97 IV. “¿Si la luna estará enamorada?”: cuerpos y máscaras en la poesía modernista de Lucía Sánchez Saornil Isabel Navas Ocaña........................................................................... 123 V. Cuerpos poéticos y creatividad modernista en los mundos naturales de Elisabeth Mulder Christine Arkinstall....................................................................... 151

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VI. “De mi cuerpo a tu cuerpo”: el ímpetu del amor oscuro en la poesía de Ana María Martínez Sagi Marina Bianchi................................................................................ 183 VII. Juego de equilibrios: mar, deporte y deseo en la primera poesía de Concha Méndez y Josefina de la Torre Roberta Ann Quance....................................................................... 213 VIII. La criatura incinerada: cuerpo y espiritualidad en la poesía de Concha Espina Helena Establier Pérez................................................................... 241 IX. La poesía de Rosa Chacel: sensualidad y recuperación del mundo clásico Laura Palomo Alepuz....................................................................... 275 X. Dar cuerpo al pensamiento: texto y representación corporal de la mujer en la poesía de Ángela Figuera María Payeras Grau.......................................................................... 305 XI. “No me exijas virginidad alguna”: la poesía erótica de Susana March Sharon Keefe Ugalde...................................................................... 333 XII. Amparo Conde Gamazo: rasgos de una poesía sin cuerpo desde los años cuarenta Elia Saneleuterio............................................................................. 359 XIII. Sensualidad y sugerencia discursiva en la lírica de María Victoria Atencia María Isabel López Martínez.......................................................... 393 Sobre las autoras y los autores.............................................................. 417

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Cuerpo y sensualidad en la poesía española escrita por mujeres (1900-1968). Introducción 1

Helena Establier Pérez Universidad de Alicante Yo soy mujer. Escribo con la que soy. (Luce Irigaray, Yo, tú, nosotras, 1992, 50) Así soy, como el acero. Me rompo mas no me doblo. (Susana March, Rutas, 1938, 164)

El interés de este volumen colectivo se centra en la obra poética de las autoras españolas que publicaron sus versos en las seis primeras

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Este volumen es resultado del proyecto de investigación de I+D+i “Género, cuerpo e identidad en las poetas españolas de la primera mitad del siglo xx”, financiado por el Programa Estatal de Generación de Conocimiento 2020 del Ministerio de Ciencia e Innovación, Gobierno de España (ref. PID2020-113343GB-I00).

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décadas del siglo xx. Por poco que contemplemos en perspectiva los numerosos y significativos eventos que jalonaron en España esa extensa primera parte de la centuria, enmarcados entre la monarquía de Alfonso XIII y el último periodo de la dictadura ­franquista, con una pasajera República culminada por una cruenta Guerra Civil a modo de turbador entreacto, resulta evidente que, si para el conjunto de la población nacional esos largos sesenta años fueron un tiovivo de cambios, avances y retrocesos, para las mujeres, en especial, constituyeron un desconcertante camino, plagado de amenazas y de obstáculos, hacia la definición de una identidad pública y privada que venían tratando de construir con ingentes dificultades desde las décadas finales del xix. Bien conocidas son, a este respecto, las palabras de Emilia Pardo Bazán en “La mujer española”, ensayo publicado en 1889 en la británica Fortnightly Review: La distancia social entre los dos sexos es hoy mayor que era en la España antigua, porque el hombre ha ganado derechos y franquicias que la mujer no comparte. Suponed a dos personas en un mismo punto, haced que la una avance y que la otra permanezca inmóvil: todo lo que avance la primera, se queda atrás la segunda […]. Libertad de enseñanza, libertad de cultos, derecho de reunión, sufragio, parlamentarismo, sirven para que media sociedad (la masculina) gane fuerzas y actividades a expensas de la otra media femenina. (Pardo Bazán 2018, 89)

El despertar del siglo xx, sin embargo, trajo a las mujeres españolas progresos impensables apenas unas décadas antes, bien que enmarcados en un tira y afloja constante entre la voluntad de seguir con paso firme la estela de lo que ocurría más allá de nuestras fronteras en materia de emancipación femenina, por un lado, y las dificultades para lidiar con el abrumador peso de los dictados de la tradición y de las instituciones, por el otro. Huelga explicar de nuevo aquí lo que tan bien informados estudios nos han venido ya enseñando sobre los numerosos hitos que a lo largo del primer tercio del siglo fueron marcando el camino hacia los triunfos de la causa de las mujeres en el período republicano, determinados fundamentalmente por el escaso éxito del sustrato ideológico de la dictadura primorriverista y por el

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progresivo desembarco de aquellas en variados ámbitos de la esfera pública, como el educativo-cultural, el laboral y el político (Aguado y Ramos 2002; Capel 2003; Fagoaga 1985; Nash 1983). El “jaque al ángel del hogar”, que, como explicó Ena Bordonada (2001), sustentó el proyecto emancipador de las mujeres españolas durante las primeras décadas del xx, no fue sino el arrimo ideológico de un proceso de modernización que afectó a todas las dimensiones de su estar-en-el-mundo y culminó con la crisis del modelo patriarcal tradicional en la Segunda República (Ortega López 2020, 161-164), aunque en el plano de la intimidad afectiva y sociodoméstica aquel fuera, obviamente, más turbio y menos contrastable que en los ámbitos extrafamiliares, como el de la ciudadanía política, con la consecución del sufragio pasivo y activo (Capel 1975 y 2003; Fagoaga 1985; Gómez Blesa 2007 y 2009), o el intelectual, donde la presencia femenina fue incontestable hasta la dictadura franquista. Este último constituyó, de hecho, uno de los factores más decisivos para la visibilización pública de las mujeres durante las primeras cuatro décadas del siglo xx. La nutrida participación de mujeres de ideología diversa en el asociacionismo y en las instituciones culturales y educativas —el Instituto-Escuela, el Instituto Internacional, la Residencia de Señoritas, el Lyceum Club, el Ateneo, la Escuela de Estudios Superiores de Magisterio, etc. (Blasco 2003; Ezama Gil 2018; Flecha García 1996; Marín Eced 2009, 170-205; Ramos 2002)— y la naturalización de su voz pública merced a su actividad en la prensa (Bernárdez 2007; Servén y Rota 2013), en el ensayismo pedagógico y feminista,2 así como en los diferentes ámbitos de la creación literaria, contribuyeron a forjar una imagen de modernidad que venía acompañada en muchos casos de modos estéticos —la garçonne o flapper— y

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Véanse, como ejemplos de ensayismo feminista, Feminismo, españolidad, españolismo (1917), La mujer moderna (1920) y La mujer española ante la República. Realidad (1931), de María Lejárraga (los dos primeros, firmados por su marido, Martínez Sierra); La condición social de la mujer en España (1919) y En torno a nosotras (1927), de Margarita Nelken, y La mujer en España (1906) y La mujer moderna y sus derechos (1927), de Carmen de Burgos.

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actitudinales —nuevos gustos y aficiones, nuevas profesiones— que desafiaban frontalmente los estereotipos tradicionales de la feminidad. Desde luego, ni todas se quitaron el sombrero —como Concha Méndez y las otras sinsombreristas (Méndez y Ulacia Altolaguirre 1990, 48)— y el corsé (Díaz-Marcos 2020) ni conviene glosar con excesivo triunfalismo el fenómeno de las modernas en España, menos profundo y extendido en el resto del territorio nacional de lo que nos ilustró excelentemente Mangini para la capital (2001). De hecho, queda fuera de discusión que el peso de la religión y la construcción social de la mujer española por el sector más conservador siguieran siendo elementos de primer orden en la definición y automodelación de la identidad femenina durante el primer tercio del siglo xx (Arce Pinedo 2008). Pero, con esto y con todo, también es cierto que, como estudiaron Balló (2016) y Mangini (2001), y sin olvidar las inevitables limitaciones propias de un patriarcado tan sólido y asentado como el español, hubo en esos años una irrupción femenina en los espacios públicos que perturbó el reparto tradicional de esferas, acompañada de una notable nómina de “mujeres-faro”, como las identificó Gómez Blesa (2019), intelectuales de todas las esferas que, con sus ideas, su ejemplo y su palabra, alumbraron el camino de su género hacia la igualdad plena y, al mismo tiempo, contribuyeron a lo que Ena Bordonada (2021) ha denominado “la invención” de la mujer moderna de la Edad de Plata.3 La urgencia de la Guerra Civil, que alteró sustancialmente las prioridades, y la imposición en el año treinta y nueve de la dictadura franquista actuaron de cincha de contención para los progresos que las mujeres habían venido realizando en las tres décadas anteriores. Una vez asentado el nuevo régimen, la regresión en materia legal y social, y la imposición de los valores tradicionales de la Iglesia católica y de la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera (Richmond 2004) en cuanto a los roles doméstico-familiares de las mujeres, marcaron el camino para una vuelta al hogar que dio al traste con los pasos previos

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Véanse, por ejemplo, los perfiles de estas intelectuales españolas, además de en Gómez Blesa (2019) y en Mangini (2001), en el volumen de Alcalá Corrijo, Corrales y López (2009, 67-252).

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hacia su integración en los espacios públicos monopolizados hasta entonces por los varones (Roca i Girona 1996). De hecho, el discurso de género cocinado a fuego lento en las tres primeras décadas del siglo xx por las culturas políticas conservadoras, tradicionalistas y confesionales fue inmediata y rotundamente asimilado por la dictadura franquista, que se empeñó a conciencia, a través de todos sus canales de difusión, en la exaltación del patriarcado, la glorificación de la maternidad (Ortega López 2020) y la imposición de un estricto sistema de control de la moral (Prieto Borrego 2018) que incluía la represión inmediata de cualquier gesto femenino de disidencia o heterodoxia amenazador para la estabilidad del régimen, como el deseo de intervenir en el espacio público o de cultivar la actividad intelectual. Esta situación, que mantuvo a nuestras mujeres en un casi absoluto barbecho domésticofamiliar durante las dos primeras décadas de la Dictadura, manifestó sus primeros indicios de cambio ya en los años sesenta, al calor del llamado “milagro económico español” y de las incipientes transformaciones sociales características del tardofranquismo. Ciertas novedades en materia de género, como la paulatina incorporación de las mujeres al mercado de trabajo y a los niveles superiores de la enseñanza, aunque tímidas, permitieron por fin avistar una vía de escape para el confinamiento en ese “hortus clausus de lo casero-sin-importancia” (Reisz de Rivarola 1996, 104) que venía manteniéndolas a raya de los círculos de poder y, también, de los del saber. En lo que concierne al tema que aquí nos ocupa, la poesía escrita por las mujeres durante ese período de la España contemporánea que comienza en los inicios del siglo xx y se adentra en el dilatado lapso de la dictadura franquista, las repercusiones de todos estos vaivenes histórico-políticos se dejaron sentir claramente sobre la actividad lírica femenina, modulando tanto sus proporciones como su contenido a lo largo de más de seis décadas. En el período anterior al estallido de la contienda civil, como consecuencia del progresivo convencimiento por parte de las mujeres acerca de sus posibilidades de intervención en nuevos campos, la nómina de voces líricas femeninas se amplió notablemente, dificultando su reducción a esquemas, modelos y temáticas uniformes, como había ocurrido hasta entonces. El universo sentimental, doméstico, religioso

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y natural que monopolizó el quehacer lírico de las románticas y de sus herederas finiseculares, actuando de dique de contención para la creatividad femenina durante medio siglo, colisionaba ahora frontalmente con esa modernidad propia de las primeras décadas del Novecientos de la que dimos cuenta antes, así como con el conjunto de aspiraciones y expectativas generadas por ella entre las mujeres. Estas tensiones ineludibles entre las convenciones de género tradicionales y las nuevas posibilidades, que se visibilizaron en los ámbitos relativos a la vida material y social de las mujeres, tuvieron también su correlato en el de la creación poética. De hecho, en el “género de la sinceridad última”, como dijo Benedetti de la poesía (2006), vertieron ellas sus inquietudes y deseos más íntimos, derivados de su condición sexual o (y) en pugna con ella, y lo hicieron sumándose con actitud más o menos desacomplejada a las tendencias líricas de su tiempo —intimismo, modernismo, popularismo, depuración, transgresión, espíritu vanguardista, etc.—, aunque ello no supusiera en la práctica evadir totalmente la marginalidad que parecía corresponderles por mujeres y por escritoras (Cacciola 2019, 176-196). Cierto es que muchas siguieron cultivando esquemas y formas tradicionales —coplas, cantares— y adoptando una actitud de modestia autorial que implicaba plegarse a las convenciones temáticas consideradas por excelencia propias de la poesía femenina. Desde las grandes urbes y, especialmente, desde la periferia provinciana, en las primeras décadas del siglo aparecieron numerosos libros de versos escritos por mujeres, difundidos a través de editoriales locales o de autoediciones y centrados en las intimidades doméstico-familiares, en la expresión del sentimiento religioso o en un paisajismo cuajado de espontaneidad y nostalgia, y los periódicos de todo el país se llenaron de versos femeninos en esta línea. Sus autoras, aunque mayoritarias, son hoy escasamente conocidas, eclipsadas por aquellas pocas que, en un ejercicio de audacia impulsado por los aires de modernidad reinantes, asumieron los modos y formas de las corrientes poéticas de su tiempo, adaptándolos, eso sí, a las posibilidades que les brindaba su género sexual. Si bien en la actualidad, tras no poco trabajo de recanonización de estas autoras por parte de la crítica especializada (López Cabrales 1998; Mainer 1990; Merlo 2010; Navas Ocaña 2010; Neira Jiménez 2007),

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algunas han pasado a engrosar las filas de la llamada generación del 27 o, al menos, a situarse en sus aledaños, aún permanecen en muchos casos encasilladas en esa “otra Edad de Plata”, que nos reveló Ena Bordonada (2013). Evidentemente, algunas de las autoras que publicaron sus primeros poemarios antes de la Guerra Civil siguieron escribiendo después (Concha Méndez, Carmen Conde, Elisabeth Mulder, Concha Espina, Rosa Chacel, Pilar de Valderrama, Ana María Martínez Sagi, etc.), bien desde la España del Régimen, bien desde el exilio, lo cual viene a prevenirnos de cualquier tentación de enmarcarlas en una generación única o estudiarlas dentro de un marco cronológico estrecho. Recordemos, si no, cómo Carmen Conde, en su antología Poesía femenina española viviente de 1954, primera compilación de este cariz realizada en su tiempo, sin quebrar la solución de continuidad literaria entre las autoras de antes y de después de la guerra, ya incluyó a algunas de las que más tarde serían consideradas poetas del 27 por los enfoques críticos más tradicionales, como es el caso de Ernestina de Champourcin.4 A todas ellas vienen a sumarse otras voces de poetas que, por diversas circunstancias, comienzan a publicar en diferentes momentos de la posguerra, como Ángela Figuera, Gloria Fuertes, Alfonsa de la Torre, María Beneyto, Concha Zardoya, Elena Martín Vivaldi, Angelina Gatell, Pilar Paz Pasamar y María Victoria Atencia, entre muchas otras.5 A este respecto, ya nos ha explicado Prieto de Paula que, tal como ocurre en la literatura de antes de la guerra, que presenta, en el seno de la misma generación histórica, tramos estéticamente discernibles,

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En esa compilación de veintiséis poetas realizada por Conde se integran María Alfaro, Ester de Andreis, María Beneyto, Ana Inés Bonnin, Mercedes Chamorro, Ernestina de Champourcin, Beatriz Domínguez, Ángela Figuera, Gloria Fuertes, Angelina Gatell, Clemencia Laborda, Chona Madera, Susana March, Trina Mercader, Pino Ojeda, Pilar Paz, Luz Pozo Garza, Josefina Romo Arregui, Alfonsa de la Torre, Montserrat Vayreda, Pilar Vázquez Cuesta, Pura Vázquez, Celia Viñas, Concha Zardoya y ella misma. Para una nómina completa de estas poetas de posguerra, mucho más numerosas de lo que la historia literaria tradicional ha querido mostrar, véanse Payeras Grau (2009a) y Ugalde (2007).

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también la poesía del medio siglo “se pronuncia en varios momentos o segmentos creativos […]”, lo cual “no obedece siempre, aunque sí a menudo, a cuestiones cronológicas relativas a la fecha de nacimiento, sino a la oportunidad de una publicación temprana, la precocidad en la adquisición de una voz propia o la simple adecuación del talante estético personal a las corrientes dominantes” (Prieto de Paula 2021, 608). En el caso de las mujeres, su género sexual constituye, también, un elemento determinante que contribuye a explicar las tardías carreras literarias de algunas de ellas. Es comprensible, por ejemplo, que las circunstancias de la nueva España franquista y los roles, tan estrechos, reservados en esta para las mujeres incidieran, y no poco, en la consolidación de las vocaciones poéticas y en las formulaciones de ellas resultantes. También lo es que, a resultas de su exclusión de los grupos de socialización y de los espacios de adquisición de capital cultural, sus trayectorias poéticas, como explica Alonso Valero (2016), fueran singulares y se resistan a agrupamientos críticos y a clasificaciones generacionales. Alejadas de los círculos del poder literario, enclaustradas en su universo doméstico, sometidas a retrasos en el inicio de sus carreras poéticas o a largos vacíos en su creación por sus obligaciones familiares, en definitiva, condicionadas por su género sexual en tiempos poco generosos con las mujeres, estas poetas tuvieron especiales dificultades para incorporarse al canon de su tiempo (Ugalde 2017, 150). En palabras de la misma Ugalde, la construcción “oficial” del género femenino —ser sumisa, servicial, hogareña, dependiente, pudorosa y poco sabia— fue un obstáculo de gran envergadura para las mujeres con vocación poética. Ellas llevaban a la espalda el peso de una doble censura: la nacional, que negaba la libre expresión de una política de oposición y acceso a información del extranjero, y la del género, una mordaza que restringía el alcance de sus voces. (22)

Con esto y con todo, como nos explicaron Payeras Grau (2009a, 51-64) y Cacciola (2019, 197), la poesía escrita por mujeres que se constituye a partir de 1939 se declina siguiendo el paradigma de la pluralidad de tendencias estéticas que copan el panorama lírico del periodo. Los temas —el deseo erótico, el ideal de la domesticidad, el

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anhelo de libertad, la maternidad, la identidad, la religión—6 y características —intimismo, subjetivismo, formalismo clasicista, purismo, autorreferencialidad— siguen enlazando en muchos casos con los de antes de la contienda civil, aunque los versos de las mujeres también canalizan entre los años cuarenta y los sesenta las corrientes propias de la lírica de posguerra, como el tremendismo existencialista (Figuera, March, Lagos, Zardoya, etc.), lo social (Fuertes, Beneyto, Figuera, Lacaci, Zardoya, etc.), el realismo poético (Gatell, Paz Pasamar, Beneyo, Lacaci, etc.) y el culturalismo (Atencia), entre otras. Frente a la situación de atonía creativa que preside la inmediata posguerra, la década de los cincuenta supone, siempre dentro del corsé impuesto por la ideología franquista, un cierto reverdecimiento de la poesía femenina. Se trata de la época de la normalización de las voces líricas de las mujeres en el mercado editorial, de su integración en las colecciones poéticas prestigiosas (Miró 1993), de los reconocimientos y de las primeras antologías especializadas, como se revisará en este mismo volumen.7 A este afán de recuperación del espacio poético por parte de las mujeres responde también el grupo cultural feminista Versos con Faldas, fundado en Madrid en 1951 por Gloria Fuertes, Adelaida las Santas y María Dolores de Pablo, e integrado por cuarenta y siete escritoras.8 La creación de la tertulia, dictada por

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Véase, a este respecto, el capítulo “Poéticas femeninas desde la perspectiva de género”, de Cacciola (2019, 196-225). María Elvira Lacaci fue la primera mujer que ganó el Premio Adonáis con Humana voz, en 1956, aunque, antes de esto, otras habían obtenido el accésit (Concha Zardoya, Susana March, Pino Ojeda, Pilar Paz Pasamar y María Beneyto). En los años cincuenta varias poetas obtuvieron diferentes premios, como, por ejemplo, Alfonsa de la Torre (Premio Nacional de Poesía con Oratorio de San Bernardino en 1951), Ángela Figuera (Premio Ifach con El grito inútil en 1952), María Beneyto (Premio Valencia con Criatura múltiple en 1953 y Premio Calvina Testzaroli por Antología general en 1956) y Concha Zardoya (Premio Boscán con Debajo de la luz en 1959). A este respecto, véase especialmente el capítulo II de este mismo volumen, “Las poetas en la cultura y la historiografía españolas de la primera mitad del siglo xx. Un fogonazo”, de José María Ferri Coll, y también Cacciola (2019, 103), Payeras Grau (2009a, 38) y Sánchez García (2017, 23). Véase la nómina completa en Garcerá y Porpetta (2019).

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la necesidad de visibilizar la autoría femenina de todas aquellas poetas que escribían en la capital y en las provincias, supuso un hito cultural reseñable en plena dictadura franquista. Desde los años ochenta del pasado siglo, la crítica especializada ha realizado una apreciable labor de recanonización y visibilización de todas estas poetas. Así, nuestro estudio está en deuda con los esclarecedores y exhaustivos trabajos previos centrados en la obra de algunas de las escritoras de la primera mitad del siglo xx que publicaron sus poemarios antes de que España iniciara su camino hacia la Transición, especialmente con los de Acillona López (1985), Bellver (2001), Cole (2000), Cotarelo Esteban (2019), Garcerá y Porpetta (2019), Payeras Grau (2003 y 2009a), Pérez (1996), Plaza-Agudo (2015), Sánchez García y Gahete Jurado (2017), Ugalde (2007) y Wilcox (1997). Si en algo coinciden estos trabajos previos es en apuntar el proceso de reflexión e incluso de reformulación y construcción poética de las identidades femeninas que vertebra la producción de las escritoras en el período acotado en este estudio, en la cual el género, la sexualidad y, en especial, el cuerpo como materialización y vehículo último del ser mujer/es se textualizan en un abanico amplio y no siempre coincidente de representaciones y autorrepresentaciones. Con tal punto de partida, ya sugerido, aunque no desgranado, en los estudios previos, este volumen trata de leer y analizar la obra de estas autoras desde una posición interpretativa que contemple y cuestione las relaciones entre la poesía española contemporánea escrita por las mujeres, el cuerpo y la sexualidad, siguiendo la estela de los enfoques aportados por la Crítica Literaria con perspectiva de género en el último medio siglo. De hecho, desde los años setenta de la pasada centuria, la sexualidad y el cuerpo de las mujeres se revelaron como un motivo central de debate para la teoría feminista, la cual, reconociendo la interdependencia entre la producción discursiva y la práctica política, entendía que esta reflexión crítica sobre la sexualidad femenina abría el camino para visibilizar y cuestionar los mecanismos opresores del patriarcado y contribuía a la liberación de las mujeres —“Io sono mia”, recordemos, reclamaban por entonces las feministas italianas—. Era la respuesta a una tradición histórico-filosófica cimentada sobre una serie de binomios interdependientes, mente/cuerpo, cultura/­ naturaleza,

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acción/pasión, etc., cuyos primeros términos, asociados con lo masculino y absolutamente privilegiados frente a los segundos, habían conseguido excluir secularmente la materialidad femenina, toda ella hecha cuerpo reproductor, de los campos del saber y del poder (Torras Francés 2006, 11-12). En aquellas décadas de los setenta y los ochenta, en diálogo con las teorías del psicoanálisis freudiano, que definía la enigmática sexualidad femenina —el famoso “continente oscuro” del neurólogo austriaco (Freud [1924] 1976, 274)— en relación con la masculina, y con las ideologías tradicionales, que categorizaban la primera como pasiva y la segunda como activa e innata, las pioneras de los Estudios de Género se esforzaron en problematizar, visibilizar y reivindicar el deseo específico de las mujeres —recordemos el eco, en los años ochenta, del libro de Rosalind Coward, Female Desire: Women’s Sexuality Today—, así como en reposicionar su cuerpo —sus cuerpos— en la cultura y en el conocimiento, negando su condición subsidiaria de objetos del discurso del otro y trasladándolos al mismísimo epicentro de la producción de significado. Bajo la premisa “dos sexos, un mundo” (Cigarini 2005, 77-82), el llamado “feminismo de la diferencia sexual” reclamaba, como hecho irrenunciable, el del nacimiento en un cuerpo sexuado y afirmaba el derecho de las mujeres a contarlo, verbalizarlo, escribirlo y autorrepresentarlo más allá de los modelos y las cortapisas patriarcales, porque decir, vestir con palabras el propio cuerpo sexuado, enseñarlo, representarlo con ropaje simbólico cortado al gusto de cada una, es un acto transgresor, es un camino de libertad también sexual, obsceno porque podría, entre otras cosas, mostrar algo tan opaco y tan firmemente cimentado como el contrato sexual. (Rivera Garretas 1994, 193-194)

Así, en las tres últimas décadas del xx, Antoinette Fouque y el grupo francés Psychanalyse et Politique, Hélène Cixous, Annie Leclerc, Luce Irigaray, Julia Kristeva, y también, desde el feminismo italiano, Lia Cigarini, Luisa Muraro, Adriana Cavarero y el resto de las integrantes de La Libreria delle Donne di Milano y de la comunidad filosófica Diotima de Verona, entre muchas otras, nos ayudaron a

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comprender que la marginalidad y la exclusión de lo femenino en el pensamiento y la historia de la cultura occidental, la privación de la condición de sujetos que experimentaban las mujeres, condicionaban en buena medida las representaciones discursivas que estas hacían y habían hecho de sí mismas bajo el parasol de los modelos interiorizados —masculinos—, de forma que aquellas respondían en muchas ocasiones a prácticas especulares, revelándose como ensayos de imitación del cuerpo y de la sexualidad del otro y no como afirmación de un terreno textual y corporal propio. Por eso, cuando en “Sorties” y en “Le rire de la méduse” Cixous exhortaba a las mujeres a “escribir sus cuerpos” —“Écris-toi: il faut que ton corps se fasse entendre” (Cixous 1975a, 180)—, las estaba incitando a escribir sobre su placer y sus deseos, es decir, a expresar todo aquello que había permanecido silenciado en la cultura occidental (Cixous 1975b, 47-48), a hacer presente lo ausente, desafiando las representaciones tradicionales de la corporalidad femenina, pero también recobrando las autofiguraciones perdidas o invisibilizadas, porque, al fin y al cabo, reclamar el cuerpo en la escritura, como ya había apuntado Leclerc en Parole de femme (1974), había de tener un impacto en cómo las mujeres se percibían a sí mismas y, por ende, constituía un elemento fundamental para la configuración de la identidad femenina. Los proyectos teóricos que las pensadoras de la diferencia sexual propusieron entonces para recuperar y reivindicar la voz de las mujeres, como la “escritura femenina” de Cixous o el “habla mujer” de Irigaray, al poner el foco de forma pionera en las conexiones entre la textualidad, el cuerpo y el deseo de las mujeres, abrieron la puerta para que la Crítica Literaria Feminista rastreara y repensara las diferentes formas y estrategias a través de las cuales a lo largo de la historia las escritoras habían desplegado —o hurtado— su condición de sujetos sexuados y en-carnados en sus discursos —el silencio, la asunción de estereotipos patriarcales, las transgresiones subliminales o desafiantes, etc.— y también para que explorara las posibilidades de indagar en la relación entre las mujeres y su sexualidad a partir de las producciones literarias de estas. Cuando Nancy Cott, en 1978, formuló el concepto novedoso de “ideología del desapasionamiento” (passionlessness) para

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las escritoras del siglo xix, mostrando cómo las representaciones femeninas carentes de deseos carnales en sus obras fueron un medio para poner en valor la relevancia de su influencia moral y ganar así poder sociofamiliar, estaba en realidad estrenando un camino que los estudios literarios con perspectiva de género recorrerían —y siguen recorriendo hoy— por extenso: el que muestra las tensiones de los sujetos femeninos con su propia sexualidad, así como la problemática formulación de esta y sus aledaños —la materialidad corporal— en las creaciones textuales de las mujeres. La poesía femenina es, precisamente, un lugar privilegiado de articulación de estas inquietudes y tensiones. Asumiendo, con Torras Francés (2007, 20), que el cuerpo no solo no es ajeno a los marcos culturales, sino que existe dentro de ellos, que lo visibilizan a través de sus códigos, la poesía se revela para las mujeres como un espacio en el que poder inscribir y escribir sus cuerpos precarios y vulnerables (Butler 2006, 46), marginados y excluidos de la norma falocéntrica, textualizar sus experiencias de opresión, cuestionar o suscribir su erotización convencional, posicionarse ante el cuerpo masculino y burgués, deshacer las formas convenidas e, incluso, explorar o producir performativamente identidades alternativas o no normativas (Butler 2001 y 2002). Como dicen Calafell y Ferrús en Escribir con el cuerpo, “la mujer confinada al cuerpo, como responsable histórica de la carne lujuriosa, de la maternidad y del ‘parir con dolor’, trata de transformar el receptáculo de su condena en espacio de reivindicación, en lugar desde el que escribirse y escribir su deseo” (Calafell y Ferrús 2008, 9). A partir de esta premisa, en este trabajo tratamos de mostrar cómo, frente a la invisibilidad histórica del cuerpo femenino y la construcción cultural de imaginarios corporales sesgados, desde las primeras décadas del siglo xx la poesía española ya da cuenta de una paulatina reapropiación por parte de las mujeres de este espacio de su experiencia vital. Como bien explica Marina Bianchi, estas escritoras, que estaban construyendo su identidad aún dentro de un marco social, cultural y filosófico en tensa relación con la sexualidad y el cuerpo femeninos, comienzan a tomar conciencia de su corporeidad, así como de las implicaciones de esta en la conformación de la propia subjetividad (Bianchi 2016, 107-127).

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Es cierto que las teorías de los ilustres científicos y filósofos españoles y extranjeros —Marañón, Novoa Santos, Moebius, Jung, Simmel, etc.— en torno a la sexualidad de las mujeres y sus nocivos efectos sobre la elaboración intelectual, unidas a la condena biológica y a la represión sexual que seguían definiendo la condición femenina universal, constituyeron obstáculos de primer orden para que aquellas orquestaran una reformulación de su existencia corporal más allá de los estereotipos heredados; sin embargo, las más avanzadas renunciaron en muchos casos a la estrechez de los papeles establecidos de madres y esposas, que las encerraban en su misión doméstica, para buscar unas mayores cotas de libertad sexual. Las modernas, como apuntamos anteriormente, no solo lo fueron en sus preferencias estéticas y en sus costumbres sociales, sino que también en sus vidas íntimas se resistieron al papel y a los usos que les asignaba el heteropatriarcado. En este sentido, las autoras de poesía, pertenecientes en su mayoría a las clases medias y con un respaldo intelectual y cultural privilegiado del que no disponían muchas otras mujeres españolas de su tiempo, experimentaron tensiones internas, bien perceptibles en sus versos, que respondían, por un lado, a la necesidad de satisfacer las exigencias de un estatus social que las ahormaba en un modelo de mujer desexualizada y en un cuerpo virginal o reproductor según conviniera al discurso oficial, y, por otro lado, a sus propias inquietudes íntimas de conformar una identidad amorosa y sexual no mediatizada por los imperativos sociofamiliares. Esas tensiones cristalizaron en ciertos casos, bien en una exploración e idealización de la dimensión menos carnal del amor, como ocurre, por ejemplo, en muchas de las composiciones de Concha Espina y otras autoras coetáneas —Pilar de Valderrama, Cristina de Arteaga—, bien en un sensualismo directo —Ernestina de Champourcin— o camuflado por el clasicismo y el culturalismo —Rosa Chacel—, mientras que en otras ocasiones derivaron hacia la subversión poética de los roles amorosos femeninos, con los claros ejemplos de Lucía Sánchez Saornil, Carmen Conde, Elisabeth Mulder y Ana María Martínez Sagi, o incluso a la trasgresión más explícita —véanse Pez en la tierra, de Margarita Ferreras, o Vida a vida, de Concha Méndez—.

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Hemos de considerar igualmente que las primeras décadas del siglo xx constituyeron también un momento precursor en la visibilización poética de deseos y sexualidades alternativos a la norma, y, en este sentido, algunas poetas de las citadas anteriormente se atrevieron a insinuar e incluso a afirmar en sus versos la corporalidad del cuerpo lésbico, desafiando así la estricta división de identidades sexuales de la heteronormatividad (Castro 2014). De una manera o de otra, como bien vio Plaza-Agudo (2015, 90-91 y 116), el erotismo, el cuerpo y el deseo sexual constituyeron dimensiones centrales en la obra poética de las escritoras de preguerra, que el giro histórico subsiguiente, no obstante, obligaría a reformular y a matizar. De hecho, ni el exilio ni el franquismo fueron circunstancias que propiciaran la continuidad y el desarrollo de estas inquietudes en la lírica femenina. Si, para las transterradas, las pérdidas —de los otros y de su propio yo anterior al exilio— y las rupturas vitales propias de la nueva situación acapararon el espacio creativo que antes ocupaban otras cuestiones —véanse, por ejemplo, las “sombras” y los “sueños” del poemario de Méndez del cuarenta y cuatro o el “desterrado ensueño” del de Concha Zardoya once años después—, la realidad tampoco fue especialmente halagüeña para las que siguieron desarrollando su trayectoria poética en la España de la Dictadura o bien comenzaron a hacerlo entonces. Durante el franquismo, a las dificultades de expresión que tradicionalmente experimentaron las poetas para abordar en las creaciones textuales su cuerpo y su sexualidad, vinieron a sumarse otras que respondían de manera directa a la nueva realidad sociohistórica. La imposición de los modelos femeninos tradicionales por la religión y el Estado supuso un peso abrumador que limitó no solo las posibilidades creativas de las mujeres, como ya señalamos anteriormente, sino también las temáticas que estas podían abordar en sus obras. En esa dinámica de censura institucional y de autolimitación preventiva por parte de las escritoras, obviamente el cuerpo sexuado y el deseo femeninos constituyeron motivos que requerían precauciones extremas, un tratamiento cauteloso que no agregara recelos adicionales ante la ya de por sí sospechosa intromisión de algunas mujeres en el ámbito poético. No obstante, ello no impidió, como bien muestran Payeras Grau (2009a, 275-306) y Ugalde (2007, 53-79), que algunas

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escritoras más atrevidas, como Susana March, Ángela Figuera, Gloria Fuertes o María Victoria Atencia, entre otras, recorrieran en sus versos diversas dimensiones de la existencia corporal de las mujeres relacionadas con la fisiología propiamente femenina, ni que se privaran de introducir en ellos elementos transgresores en relación al contexto socioliterario en el que se inscribía su labor poética, mostrando su lado sensual o incluso reivindicando de forma más o menos abierta su condición de sujetos del deseo erótico. En definitiva, la dimensión amoroso-sexual, mediatizada por y encarnada en el cuerpo femenino, es un elemento vertebrador en la poesía femenina contemporánea que, como este libro muestra, admite diferentes manifestaciones textuales, desde la expresión preciosista o culturalista de la sensualidad o la lucha agónica entre la carne y el espíritu hasta la celebración vitalista de la plenitud física, el deseo y la unión sexual, la transgresión a través de la subversión de los imaginarios y de los mitos vigentes o de la visibilización del deseo homoerótico. Este volumen pretende dar cuenta de esta diversidad temática y expresiva, trazando un hilo conductor a través de la obra de un grupo representativo, bien que no exhaustivo, de poetas españolas del siglo xx anteriores a la generación del 68, algunas de las cuales —las menos— han traspasado las fronteras temporales de la presente centuria en su quehacer lírico: Concha Espina (1869-1955), Lucía Sánchez Saornil (1895-1970), Rosa Chacel (1898-1994), Concha Méndez (1898-1986), Ángela Figuera (1902-1984), Elisabeth Mulder (19041987), Ana María Martínez Sagi (1907-2000), Josefina de la Torre (1907-2002), Susana March (1918-1990), Amparo Conde Gamazo (1927) y María Victoria Atencia (1931). Las obras que aquí estudiamos, que se extienden desde los inicios de 1900 hasta el significativo año de 1968, marcador temporal indicativo de la presencia de nuevas vías poéticas en España, corresponden todas ellas a autoras nacidas antes de la Guerra Civil. Sus preferencias estéticas y temáticas son, no obstante, variadas; algunas de ellas escriben sus poemarios más reconocidos en los años veinte, al aliento de la vanguardia y de la modernidad; otras componen versos al estímulo de los avances sociales y de los conflictos ideológico-políticos de los treinta; las hay que despiertan a la poesía en el marco de la estrechez

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social y la feminidad restringida de la primera posguerra, y algunas tardíamente, en el exilio o en los años centrales del franquismo, los cincuenta y sesenta, en la que venimos a denominar “segunda posguerra”. Todas las autoras que aquí contemplamos, sin embargo, tienen en común el hecho de que se construyen como mujeres y como poetas en la primera mitad del siglo xx, antes o después del franquismo, pero siempre bajo el mito cristiano y patriarcal de la pareja heterosexual y a partir del concepto de la identidad femenina y de las imágenes del cuerpo (también femenino) que les transmite la tradición cultural. Establecemos como fecha simbólica de cierre de este estudio 1968, un año que tiene connotaciones de gran relevancia para la historia mundial, pero también para la realidad española, la cual, además de ser testigo de numerosos movimientos sociales de inspiración internacional, vive en esas fechas el punto álgido del desarrollismo franquista, inmediatamente anterior a la época del tardofranquismo, que se extiende desde 1969 hasta la muerte del dictador en 1975. El año de 1968 posee también un relevante componente simbólico para la poesía española contemporánea, ya que identifica a un grupo de autores, los poetas del 68 o de la llamada “tercera generación de posguerra”, quienes traen a la lírica nacional un cambio de orientación, unos aires de renovación que se concretan, entre otras tendencias, en la iconoclastia, el repudio a la tradición poética y al realismo precedente (Lanz 2011). Excluimos, por tanto, de nuestro estudio a las poetas de la Transición, es decir, a aquellas nacidas ya en la posguerra, como Ana Rossetti, Clara Janés, Juana Castro, Julia Otxoa, etc., que en muchos casos estudian a finales de los sesenta y en los setenta en las universidades españolas, asisten desde su juventud a la revolución sexual del 68 e incluso toman parte en la contracultura de los ochenta; en definitiva, participan de un ambiente sociointelectual sustancialmente diferente del que impregna los versos de las autoras que comienzan a escribir en las décadas anteriores. Como ya explicó Ugalde, desde el boom de la poesía femenina en España, esta experimentó una transformación que repercutió tanto en el número de mujeres en este campo como en las peculiaridades de su escritura (1991, vii). Así, pues, el propósito de este volumen, tomando la inscripción del cuerpo y de la sexualidad como sus ejes vertebradores y aglutinadores,

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es el de entablar un diálogo crítico transgeneracional, protagonizado por autoras sometidas a unas constricciones de género análogas, las cuales, ahormadas por las circunstancias sociohistóricas propias de cada momento, se proyectaron posteriormente en sus versos bajo formas y variantes singulares que conviene identificar y explicar, sin perder de vista que todas estas escritoras compartieron una misma condición: la de ser mujeres y poetas bajo el signo del patriarcado contemporáneo. Desde esta perspectiva, este libro se concibe también como una labor conjunta de necesario rescate de algunas autoras, que, como señaló Neira Jiménez, han sido “generalmente relegadas a la invisibilidad por una historiografía literaria tan androcentrista como la nuestra” (Neira Jiménez 2017, 126), olvidadas de forma injusta en los márgenes de una oficialidad mayoritariamente masculina, también dentro del ámbito de la literatura. La conformación historiográfica del canon de la poesía española en la primera mitad del siglo xx ha sufrido, lógicamente, las constricciones culturales concernientes a todos los ámbitos de la sociedad, entre ellas la preterición de lo femenino. Sin embargo, en esta conformación han intervenido también otros factores que no son una plasmación mecánica de dichas limitaciones y que han determinado, cuantitativamente, la presencia residual de mujeres y, cualitativamente, la elisión de la corporeidad femenina y la correspondiente masculinización de la sensualidad y la sexualidad. Partiremos, pues, de una revisión del marco cultural e historiográfico en que se incardina la escritura de las poetas estudiadas, pues esta no nació de la nada ni fue creciendo exenta de los gustos, modas, estéticas y vaivenes del canon literario de aquellos años claves para nuestra historia literaria contemporánea. Por ello, este volumen se abre con dos capítulos que constituyen una revisión ineludible de todas estas cuestiones. En el primero, “Mujeres en el Parnaso: mecanismos de borrado y elisión en la conformación del canon”, Ángel Luis Prieto de Paula nos explica cómo las pautas socioculturales androcéntricas inherentes a nuestra historia literaria han neutralizado el asentamiento de las obras de las mujeres en el canon, bien mediante procedimientos que denotaban una clara voluntad de exclusión, bien con estrategias más subrepticias, pero cuyo punto de arribada era indefectiblemente el mismo. A través de tres calas correspondientes a momentos ­diferentes

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de la historia de la creación poética occidental —la ocultación de la Safo poeta por la construcción masculina del mito, la descorporeización de los arquetipos femeninos en la lírica cortesana o síndrome de Beatriz y las primeras subversiones románticas con el acceso público de las mujeres al campo lírico—, la aguda revisión de Prieto de Paula sobre la compleja relación entre la feminidad y la poesía en la cultura occidental viene a desembocar en las primeras décadas del siglo xx, época en la cual, como apunta el autor, los mecanismos institucionales de exclusión de las escritoras, todavía vigentes, ya no consiguieron detener un proceso de incardinación en el canon que, aun teniendo en España vacilaciones posteriores a raíz de la dictadura franquista, sería ya irreversible. Así, las estrategias de contención y de elisión de la labor poética femenina tuvieron notables repercusiones, como se verá en este volumen, en la propia creación, pero también en todo lo que concierne a su codificación a través de recuentos, antologías y panoramas históricos, donde la presencia de las mujeres fue anecdótica en aquellos años, lo cual explica en buena medida la tardía recuperación de su legado literario. En este particular, la presencia, o, mejor dicho, la ausencia de las poetas en el canon de su tiempo, profundiza José María Ferri Coll en el segundo capítulo del libro: “Las poetas en la cultura y la historiografía españolas de la primera mitad del siglo xx. Un fogonazo”. El autor revisa una nutrida y reveladora serie de fuentes hemerográficas y bibliográficas, españolas y extranjeras, de las décadas comprendidas entre los años treinta y los sesenta, que dan buena cuenta de las dificultades que afrontaron nuestras poetas para ser reconocidas por la crítica literaria de su tiempo y, muy especialmente, para que su obra fuera valorada más allá de los tópicos y lugares comunes acerca de la capacidad lírica de las mujeres, fuertemente arraigados en el pensamiento coetáneo. Recordemos que, a este respecto, decía Ortega y Gasset en el primer número de la Revista de Occidente: “El lirismo es la cosa más delicada del mundo […]. Ese mecanismo de sinceridad que mueve al lirismo; ese arrojar fuera lo íntimo, es en la mujer siempre forzado, y si es efectivo, si no es una ficticia confesión, sabe a cínico” (Ortega y Gasset 1923, 35-36). El trabajo de Ferri Coll nos demuestra, con ejemplos variados, que Ortega no estaba solo en su valoración sobre el

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lugar residual que se les otorgaba a las mujeres en la poesía. De hecho, no es hasta la década de 1950, en la que Carmen Conde publica su antología Poesía femenina española viviente (1954) reivindicando la vitalidad de la lírica femenina de su tiempo y comienzan a prodigarse los premios y reconocimientos para nuestras poetas, cuando se inicia la incardinación de estas en el canon historiográfico contemporáneo. Conocer las dificultades que hubieron de afrontar las poetas de la primera mitad del siglo para ser reconocidas como tales, tarea en la que nos conducen los dos primeros capítulos de este libro, es fundamental para poder comprender a continuación las variadas formas en las que aquellas abordaron en sus versos cuestiones espinosas, no tratadas hasta entonces en la lírica femenina y susceptibles de censura o reprobación, como la exploración poética del cuerpo y de la sexualidad. Los capítulos siguientes del volumen, de hecho, estudian las vías a través de las cuales diferentes autoras, representantes de tendencias poéticas también distintas, lograron incorporar estas temáticas a su producción lírica, modulando sus matices en consonancia con el momento histórico en el que se inscribe su creación literaria y en diálogo con las exigencias de la feminidad heteropatriarcal normativa. Sirve de marco e introducción para las representaciones corporales en las autoras que comenzaron a publicar sus obras en el primer tercio del siglo xx —aunque muchas de ellas continuaron después con su labor poética— el trabajo de Melissa Lecointre, “Imaginarios del cuerpo en las poetas españolas contemporáneas (1900-1936)”. Nos ofrece la autora en él una concienzuda panorámica del descubrimiento del cuerpo sexuado femenino en la lírica española escrita por las mujeres en las primeras décadas del nuevo siglo, reflejo poético de las transgresiones que se estaban materializando en otros ámbitos de su experiencia vital. Si las voces líricas fueron, como se ha señalado ya, plurales y diversas en esta época tan fructífera para la escritura femenina en nuestro país, las representaciones corporales susceptibles de hallarse en sus obras lo son también, y no estuvieron exentas de contradicciones y tensiones, propias, como nos enseña la autora, de una época de transición para las mujeres en la que su cuerpo y su sexualidad se alzan como instrumento de emancipación. En este capítulo se rastrea, por ejemplo, la adaptación realizada por las mujeres

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de los imaginarios tradicionales y masculinos del cuerpo femenino —la mujer angelical o incorpórea, la sensual, el simbolismo natural modernista, etc.—, junto a otras formulaciones que visibilizan nuevos cuerpos y deseos modelados al aliento de la modernidad: cuerpos fragmentados, liberados, viajeros, atléticos, libidinosos, sexuados, deseantes, dolorosos, mutables…; autorrepresentaciones transgresoras, en suma, que requieren también en muchos casos de nuevos cuerpos poéticos para materializarse. Ejemplo ilustrativo de esa tensión femenina entre la asimilación de los modelos previos y la exploración de otros nuevos es la obra de Lucía Sánchez Saornil (Madrid, 1895-Valencia, 1970), poeta anarquista y feminista que no ocultó su homosexualidad y que, en aquellas primeras décadas del siglo xx tan tornadizas, transitó por algunas de sus principales corrientes literarias: el modernismo, la vanguardia y la literatura comprometida. Ha suscitado cierto interés crítico hasta el momento su participación en la poesía ultraísta, excepcional en un movimiento literario que tuvo un carácter absolutamente masculino en España, y también su obra de cariz más ideológico —el Romancero de mujeres libres, publicado durante la Guerra Civil (1938). Sin embargo, los poemas modernistas de Sánchez Saornil —quien también escribió oculta bajo el seudónimo de Luciano de San-Saor—, oscurecidos por su insólita aportación a la vanguardia y, en consecuencia, prácticamente desatendidos hasta el momento, constituyen un corpus de gran interés para un acercamiento crítico que, conjugando las herramientas del análisis literario con la perspectiva de género, sea capaz de incidir en la especificidad femenina de esta autora dentro del modernismo poético español. Esta es precisamente la valiosa aportación de Isabel Navas Ocaña a este volumen en el capítulo IV, de título: “‘¿Si la luna estará enamorada?’: cuerpos y máscaras en la poesía modernista de Lucía Sánchez Saornil”. En él, la investigadora nos ofrece una lectura perspicaz y novedosa de la textualización del cuerpo y de la sexualidad en un nutrido conjunto poemas que Sánchez Saornil publicó entre 1914 y 1918 en diversas revistas de principios del siglo xx y que la consagran como una notable representante del llamado “modernismo epigonal” español de influencia juanramoniana. Entre los temas de inspiración modernista adaptados o desvirtuados por la

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autora m ­ adrileña que Navas Ocaña identifica en su estudio, se encuentra, por ejemplo, el de la proyección del deseo erótico hacia los elementos naturales, que la investigadora explica como una plataforma de resistencia para textualizar los cuerpos en conflicto como el de la propia Sánchez Saornil, que en aquellos primeros años de la centuria no encajaban en la normatividad decretada por el discurso social. No olvidemos que entre las autoras que estudiamos, hubo quienes, como Sánchez Saornil, se sirvieron de la expresión poética para tratar de configurar una identidad sexual/textual alternativa, no sometida a los estereotipos de la heteronormatividad, y en esa voluntad de subversión de lo establecido alcanzaron cotas de transgresión que eran, hasta el momento, inéditas en la lírica de autoría femenina. Así debemos interpretar otro de los elementos recurrentes en las rimas modernistas de Sánchez Saornil que estudia Navas Ocaña en este capítulo: los cuerpos femeninos extremadamente sexuados, representativos de un amplio abanico de figuras de mujer que contestan a los estereotipos de su tiempo y otras en las que se refleja la propia autora, pero que constituyen, en definitiva, imágenes femeninas de una corporeidad asombrosa que deben ser leídas en clave metapoética, ya que a través de ellas, según demuestra el trabajo de Isabel Navas Ocaña, la autora se sirve de los recursos modernistas para reescribir en femenino el proceso de la creación literaria mientras se construye y se explica a sí misma como escritora. Elisabeth Mulder (Barcelona, 1904-Barcelona, 1987) es otra de las poetas cuya obra nos permite, como la de Sánchez Saornil, rastrear la presencia de la herencia de los modernismos hispánicos en las poetas españolas aún en los últimos años del primer tercio del siglo y mostrar cómo la asimilación de estos se realiza en muchos casos condicionada por la perspectiva de género a través de la subversión de los imaginarios canónicos del cuerpo femenino. A ello se dedica el capítulo V de este libro, “Cuerpos poéticos y creatividad modernista en los mundos naturales de Elisabeth Mulder”, de Christine Arkinstall. Centrado en las dos primeras colecciones de esta escritora barcelonesa, Embrujamiento (1927) y La canción cristalina (1928), escasamente estudiadas hasta el momento, este trabajo nos revela cómo las obras de Mulder de fines de la década de 1920 reelaboran los tropos d ­ ecadentes

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y ­simbolistas ­relativos al cuerpo y a la sexualidad femeninas, interactuando con algunos de los maestros modernistas para llegar a configurar una metapoética sobre el proceso creativo experimentado por una escritora. En concreto, el análisis de Arkinstall explora las vías poéticas a través de las cuales la exaltación neorromántica de la naturaleza presente en los versos de Mulder, apropiándose de los tropos y conceptos ya visitados por el decadentismo masculino y cuestionando simultáneamente algunos de los estereotipos patriarcales sobre la feminidad, llega a generar formas innovadoras de representación e identidad de las mujeres; al tiempo, la reelaboración de mitos antiguos y contemporáneos —culturales, religiosos— también permite a la autora barcelonesa desarticular en sus versos los sistemas binarios de pensamiento que ponen en el centro la dimensión corporal y sexual de las mujeres para equipararlas con el mal y el pecado, y negar así su capacidad intelectual y creativa. En definitiva, la reflexión de Arkinstall, conduciéndonos a través de las rimas de Mulder, nos revela el carácter innovador, profundamente original e incluso precursor, de una práctica poética femenina que antes de terminar la década de los veinte ya dialogaba críticamente con las imágenes previas de la dimensión corporal femenina para postular el derecho de las mujeres a la creación y al reconocimiento artísticos. Hemos de tomar en consideración que algunas de las poetas que estudiamos en este libro, aunque nacieron en las dos primeras décadas del siglo xx y, por tanto, construyeron su identidad personal y literaria en años aún halagüeños para la modernización de los modelos femeninos vigentes, publicaron parcial o totalmente su obra poética en tiempos de la dictadura franquista. En consecuencia, sus versos son fuentes de valor incalculable para observar, identificar y analizar las tensiones íntimas de estas mujeres entre la construcción del género promovida en los años previos y durante la Segunda República, por un lado, y la instaurada por el régimen franquista, por otro. Se estudia, en este sentido, el caso paradigmático de la barcelonesa Ana María Martínez Sagi (Barcelona, 1907-Sampedor, Barcelona, 2000), deportista de élite, republicana militante y exiliada, que desafió los roles femeninos vigentes en su comportamiento y aficiones públicos, en sus relaciones privadas y en su quehacer poético. Sus dos

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­primeros ­poemarios —Caminos (1929), Inquietud (1932)— aparecieron aún en una España que caminaba a paso ligero hacia la modernidad, pero el último publicado en vida de la autora, Laberinto de presencias (1969), parcialmente escrito en el exilio, vio la luz en tiempos del régimen franquista, circunstancia que hubo de influir en su contenido y en las estrategias puestas en práctica por la autora para ocultar/revelar la pasión homoerótica que impulsa buena parte de sus composiciones. En el capítulo VI, “‘De mi cuerpo a tu cuerpo’: el ímpetu del amor oscuro en la poesía de Ana María Martínez Sagi”, Marina Bianchi parte de la reinterpretación del tropo amoroso-corporal en estos poemarios tempranos y más conocidos de la autora barcelonesa, para abordar a continuación su obra posterior, desatendida hasta el momento por la crítica. Su estudio se centra concretamente en los poemas dispersos de Martínez Sagi y en los que se incluyen en La voz sola, compuestos todos ellos antes de los años setenta. A la luz de otros poetas coetáneos —Cernuda, García Lorca, Aleixandre y Prados— también condicionados por su homosexualidad en unos tiempos escasamente halagüeños para asumir lo no normativo, Bianchi desgrana en su análisis los códigos empleados por Martínez Sagi para reivindicar la libertad amorosa, como la adopción de una voz poética masculina, ejemplo de la búsqueda de una subjetividad alternativa a la hegemónica mediante la subversión del habla, el recuerdo centrado en la experiencia corporal o la introducción en sus poemas de una simbología que funde Eros y Tánatos. Con todo ello, nos muestra cómo a lo largo de su trayectoria literaria, que comienza en los aledaños de la República y se cierra cuatro décadas después, la poeta catalana va configurando poéticamente una subjetividad no tradicional, alternativa a la heteropatriarcal, en la que reconocerse. Desde luego, no todas las poetas coetáneas de Martínez Sagi, Mulder o Sánchez Saornil practican estrategias de subversión tan palmarias como las que muestran las anteriormente citadas, ya que, como nos explica la investigadora Roberta A. Quance en el capítulo VII, “Juego de equilibrios: mar, deporte y deseo en la primera poesía de Concha Méndez y Josefina de la Torre”, la expresión abierta del eros y del deseo siguió siendo una cuestión problemática para muchas escritoras de clase media, entre las cuales se hallan las estudiadas por ella,

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a pesar de que tuvieran conciencia plena acerca de su condición de sujetos-mujeres de una nueva época. Por ello, hubieron de asumir en muchos casos estrategias compositivas —temas, símbolos, tropos— que posibilitaran la incorporación del eros y del cuerpo sexuado a sus versos sin escribir poesía amorosa propiamente dicha. El mar es uno de esos elementos, recurrente en los primeros poemarios de estas dos jóvenes autoras del 27, Méndez y De la Torre, que les permite asumir nuevos espacios poéticos en cuanto a la sexualidad, más abiertos que los heredados de la tradición lírica femenina, sin desafiar las normas de género vigentes. El estudio de Quance muestra, por un lado, cómo en los poemarios anteriores a 1930, Inquietudes (1926), Surtidor (1928) y Canciones de mar y tierra (1930), Méndez encuentra en el escenario marítimo la conciencia de su cuerpo en libertad, mientras que, paralelamente, en Poemas de la isla (1930), Josefina de la Torre, al poetizar el borde del mar como lugar propicio para el eros, busca soslayar los códigos sociales y literarios que la atenazaban. Ambas, en cualquier caso, coinciden en elegir para su poesía anterior a los años treinta espacios de no reclusión corporal y sexual capaces de metaforizar los nuevos horizontes vitales femeninos. Por otro lado, aun cuando todas las escritoras aquí estudiadas parten de una posición semejante en el patriarcado de su tiempo por su condición de mujeres y de poetas, hemos de considerar también que sus perfiles ideológicos son dispares, lo cual en este trabajo nos permite rastrear imaginarios corporales y sexuales femeninos bastante transgresores para su tiempo en las autoras menos ortodoxas y más librepensadoras, junto a otras manifestaciones poéticas que revelan la ansiedad de sus creadoras por no romper totalmente con el canon imperante tanto en términos literarios como en materia de roles de género, como las estudiadas por Roberta A. Quance, o incluso por adecuarse a él asumiendo las tensiones y conflictos internos que ello pudiera generarles. Este último es el caso, por ejemplo, de Concha Espina (Santander, 1869-Madrid, 1955), la autora de más edad de cuantas aborda este volumen y seguramente la novelista española de mayor éxito y difusión en la primera mitad del siglo xx, quien experimentó profundas contradicciones entre su ideología tradicionalista y católica,

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por un lado, que la inmovilizaba en unos roles de género aún acomodados al prototipo del ángel del hogar decimonónico, y, por otro lado, sus expectativas personales y profesionales, que la animaban a asumir una identidad acorde con la modernidad imperante. Estas tensiones, que tuvieron para Espina una especial repercusión en la dimensión amoroso-sexual, al entrar en colisión la experiencia de la pasión y del deseo con la descorporeización y la espiritualidad propias de la feminidad canónica y con las profundas convicciones católicas de la autora, aparecen de forma insistente en su poesía, género en el que se prodigó poco, pero donde dio rienda suelta a la expresión más franca de su intimidad. En el capítulo VIII, “La criatura incinerada: cuerpo y espiritualidad en la poesía de Concha Espina”, estudiamos la formulación de este conflicto entre vida material y anímica en los versos pertenecientes al segundo poemario de Espina, Entre la noche y el mar (1933), para observar la evolución que se produce en su último libro de versos, separados del anterior por una década, una guerra civil y un flagrante cambio de régimen político en España: La segunda mies (1943). El trabajo, que aborda por vez primera el estudio de estos elementos —cuerpo, espíritu, sexualidad— en la poesía espiniana y que lo hace contemplando conjuntamente las dos citadas colecciones, muestra el movimiento que experimentan los versos de la autora desde la conciencia encendida y angustiosa de la carne y del deseo en las composiciones más tempranas, siempre en lucha con los afanes de elevación y espiritualidad, hasta la liberación del yo poético femenino de su prisión corporal a través de la distancia temporal y de la fe en su último poemario, agavillado ya a la sombra de la vejez y de la muerte. Otro ejemplo, estudiado en este volumen, de contención en cuanto a la expresión poética de la corporalidad es Rosa Chacel (Valladolid, 1898-Madrid, 1994), quien, en sus colecciones de antes y después de la contienda civil modula la expresión del sensualismo a través del clasicismo, un fenómeno de época bien identificado ya (Prieto de Paula 2021), y de las profusas referencias culturales, que dialogan fructíferamente en sus versos con estímulos artístico-literarios bien diferentes, como el del surrealismo. Desde esta perspectiva, que contempla la veta clásica y la influencia de las vanguardias como factores perfectamente trabados en la poética chaceliana, Laura Palomo

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­ lepuz recupera en el capítulo IX, “La poesía de Rosa Chacel: sensuaA lidad y recuperación del mundo clásico”, los poemarios A la orilla de un pozo, publicado en 1936, y Versos prohibidos, cuyas composiciones datan de los años treinta y cuarenta, aunque el conjunto permaneciera inédito hasta 1978. El análisis de Palomo contempla, como plano de fondo de la poesía de Chacel, la modernidad de su pensamiento y de su realidad vital en cuanto a libertad sexual en un tiempo de heteronormatividad y escasa permisividad moral para las mujeres, y muestra que, aun cuando en los versos de la escritora vallisoletana la corporalidad y el sexo no se abordan de forma tan explícita como en los de otras compañeras de generación, constituyen elementos esenciales de una concepción de la existencia profundamente vitalista, expresada poéticamente sin excesos ni discordancias, mediante la exaltación de la belleza, el preciosismo y la sensualidad refinada. El resto de las poetas cuyas obras se estudian en este volumen comenzaron a publicarlas o las escribieron casi en su totalidad después de la Guerra Civil. Es el caso, por ejemplo, de Ángela Figuera (Bilbao, 1902-Madrid, 1984), coetánea de Chacel pero muy tardía a la hora de iniciar su andadura literaria. Aunque atendiendo a criterios estrictamente cronológicos habría podido integrarse en las filas de las escritoras de la llamada generación del 27 junto a Méndez, Mulder o la propia Chacel, por circunstancias derivadas de su condición sexual y de los avatares de la represión franquista contra las familias del bando perdedor, como la suya, Figuera publicó su primer poemario —Mujer de barro (1948)— ya durante la Dictadura, coincidiendo con el auge editorial de la primera promoción poética de posguerra, en la que la crítica ha venido integrando las voces femeninas de Carmen Conde, Concha Zardoya, Alfonsa de la Torre, Elena Martín Vivaldi y Gloria Fuertes, entre otras (Balcells 2002). María Payeras Grau se encarga en el capítulo X, “Dar cuerpo al pensamiento: texto y representación corporal de la mujer en la poesía de Ángela Figuera”, de ofrecernos un recorrido transversal por las representaciones corporales y la inscripción de la sexualidad en los siete poemarios de la autora, compuestos entre 1948 y 1962: Mujer de barro, Soria pura, Vencida por el ángel, El grito inútil, Víspera de la vida, Belleza cruel y Toco la tierra. El trabajo de Payeras, pionero en ofrecer esta perspectiva de análisis para la obra

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de Figuera, nos muestra que la afirmación transgresora de la propia sexualidad es una constante en la obra de la bilbaína desde sus poemas más tempranos, un ejercicio de autoafirmación inesperado en el contexto sociohistórico de los años cuarenta y cincuenta que la censura no pasó por alto. Conforme nos adentramos en el estudio de las obras más tardías de la autora, el análisis de Payeras revela su evolución desde el individualismo intimista con el que las primeras colecciones abordan la manifestación poética de la corporalidad hacia nuevas modulaciones, marcadas por una orientación existencial e histórica que promueve imaginarios del cuerpo donde la inscripción social y la de género se funden para expresar la incomodidad y la frustración ante la realidad de su tiempo. Más joven que Figuera, la escritora barcelonesa Susana March (Barcelona, 1915-Barcelona, 1990) escribió su primer poemario, Rutas (1938), en los años marcados por la Guerra Civil, época de tránsito desde la modernización del modelo femenino hacia su máxima oficialización en tiempos de la Dictadura. A este, sin embargo, le seguirán con bastante distancia temporal —y, por tanto, ya en otra realidad sociohistórica bien diferente— La ardiente voz (1948), La plaza real —escrito entre 1939 y 1945 pero publicado en 1987—, El viento (1951), La tristeza (1953) y Esta mujer que soy (1959). Aunque las referencias al erotismo y la presencia del cuerpo en su obra poética ya han sido tenidas parcialmente en cuenta para incluir sus composiciones en algunas de las antologías clásicas que contemplan esta cuestión, o esta haya sido abordada anteriormente en algunos magníficos estudios sobre obras concretas de la autora (Payeras Grau 2009b), el que nos propone en el capítulo XI de este volumen Sharon Keefe Ugalde, bajo el título de “‘No me exijas virginidad alguna’: la poesía erótica de Susana March”, constituye el primer trabajo que integra el análisis de estos elementos temáticos transversalmente, incluyendo tanto los poemarios de la primera época de March (Rutas, La plaza real y Ardiente voz) como los de la segunda (El viento, La tristeza y Esta mujer que soy). El estudio da buena cuenta de la evolución de March desde la afirmación desafiante de los primeros tiempos, con la subversión de la imagen de la mujer asexual, hasta una resignación angustiosa que apaga la expresión del deseo, sin renunciar,

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sin e­mbargo, a la ­textualización del erotismo. La lectura realizada por Ugalde de los versos de la autora barcelonesa tiene consecuencias muy relevantes para la investigación actual sobre las autoras de la posguerra española, pues, como veremos, revela la presencia de elementos esenciales del erotismo femenino —el cuerpo, la metaforización, los sentidos, la transgresión— que son aparentemente discordantes de las imágenes y de los roles de género establecidos para las mujeres por la retórica oficial falangista y que muestran que las escritoras buscaron sus propias vías poéticas para rebelarse contra las imposiciones del Régimen. Además, como bien señala Ugalde en el curso de su trabajo, este análisis de poemas de March realizado a la luz de las variables cuerpo y erotismo nos permite también identificar matices propios de la autora no sistematizados hasta el momento, como la representación del varón desde una perspectiva de mujer, el énfasis en la sexualidad como fuerza atávica, la representación del deseo y del gozo femeninos, y el papel activo de la mujer en el encuentro erótico. Uno de los propósitos de este libro es, como indicamos anteriormente, ofrecer nuevas lecturas sobre obras poéticas en cuyos análisis previos no se ha contemplado —o apenas se ha hecho— la articulación en ellas del cuerpo y de la sexualidad femeninos como elementos recurrentes vinculados al género de sus autoras; pero también en él se pretende rescatar y visibilizar la producción lírica de escritoras que, aun contando con un corpus sustancioso en el que se puede rastrear la presencia de los citados elementos temáticos y estudiar las variantes de sus formulaciones poéticas, no han sido aún reivindicadas con suficiente contundencia por la Historia y la Crítica Literarias, renuentes en su devenir cronológico a la recuperación de la escritura silenciada de muchas mujeres. Ese es el caso, más que singular, de Amparo Conde Gamazo (Guadalajara, 1927), una poeta con una producción cuantitativamente asombrosa en términos globales —sesenta y dos poemarios, el último de ellos, Cuaderno de Bitácora, terminado en 2021 a la asombrosa edad de noventa y cuatro años— pero casi desconocida por haber quedado en su mayoría manuscrita y mecanoscrita, y haber sido ­autoproducida artesanalmente, autoeditada y autodistribuida. En este

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sentido, en el capítulo XII, “Amparo Conde Gamazo: rasgos de una poesía sin cuerpo desde los años cuarenta”, Elia Saneleuterio Temporal nos revela otra faceta de la creación poética femenina durante los años centrales de la Dictadura que no pasa por la difusión pública a través de los canales editoriales convencionales, sino que se adecua a la realidad de la existencia de las mujeres en aquellos años —la casi absoluta invisibilidad, la reclusión en el espacio doméstico— y convierte la obra de Conde Gamazo en una curiosa proyección de la feminidad descorporeizada del franquismo. La autora del trabajo recupera de forma pionera para este volumen los nueve primeros poemarios de Conde Gamazo, escritos entre 1948 y 1960, e ilustra su estudio con una breve antología representativa de las variantes a través de las cuales el cuerpo —entendido como mero soporte material de la sustancia espiritual y en tensión permanente con ella— se manifiesta en los versos de la escritora a lo largo de estos años. Su análisis, además de ofrecernos el primer acercamiento crítico a la obra de Conde Gamazo, nos muestra cómo la invisibilización del cuerpo, explicable a través de las circunstancias históricas y socioculturales que enmarcaron la formación y la labor de la autora, ha sido doble en su obra: por un lado, su cuerpo poético ha estado hasta el momento casi totalmente ausente de los círculos críticos e intelectuales; por el otro, sus versos han vadeado la inclusión explícita del cuerpo sexuado femenino en pro de una corporalidad humana entendida como mero soporte físico de la sustancia anímica universal y de una voz poética que tiende a eludir las marcas de género. Por fin, el trabajo que cierra este volumen está dedicado a la poeta más joven de cuantas aquí se estudian. A través del trabajo de María Isabel López Martínez, “Sensualidad y sugerencia discursiva en la lírica de María Victoria Atencia”, observaremos cómo en sus inicios poéticos la autora malagueña expresa la sensualidad en sus poemas a través de diversas técnicas de sugerencia, rehuyendo muchas veces la explicitud, pero subvirtiendo a la vez desde su medida ambivalencia ciertos códigos vigentes sobre la feminidad. El estudio se centra en los dos libros iniciales de la autora, Arte y parte y Cañada de los ingleses, que conforman una fase en su trayectoria literaria por la cercanía cronológica de su composición y publicación (1961), el tema ­desarrollado

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en ambos —el valor del descubrimiento sensorial como medio de conocimiento del mundo y del propio ser— y el prolongado lapso que los separa del siguiente libro, Marta & María (1976). López Martínez nos muestra cómo, en estos dos poemarios inaugurales, Atencia se debate entre la expectación por el apogeo vital y la consciencia del acabamiento, y lo traslada a sus composiciones a través del intercambio de diferentes códigos —religioso, amoroso y metapoético—, el uso de redes de imágenes con valor connotativo o simbólico, la inclusión de estrategias de ocultamiento de lo confesional que tienden a diluir la identidad de la voz lírica y la selección de personajes, entes naturales y sociales, que actúan como correlatos del yo. Como resalta la investigadora, el hecho de que la primera obra de Atencia viera la luz en la conocida colección Adonáis, donde las voces femeninas estaban prácticamente ausentes en aquellos años, suponía la integración de esta joven poeta con algunos de los que despuntaban entonces a nivel nacional, como José Hierro, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente o Francisco Brines, entre otros. La atenuación, a través de las técnicas de sugerencia, de los temas considerados femeninos y definitorios de la identidad de las mujeres en la generación a la que Atencia pertenece, resulta consistente con su voluntad de no autorrestringirse en la creación literaria por su condición sexual, y, sin embargo, López Martínez nos demuestra en su análisis de los poemarios atencianos de 1961 que la tendencia general de su poesía a conseguir lo trascendente a partir de la depuración y de una cierta evanescencia no obvia en absoluto la carga sensual, sino que la estimula, coadyuvando a la unión entre cuerpo y espíritu. El estudio confirma, además, que el predominio de la sugerencia en los versos de la primera etapa de la autora malagueña se corresponde con las líneas maestras de su poética general, cuya base, la realidad directa, queda siempre trascendida, y asimismo se conecta con una voz femenina que habitualmente rehúye lo explícito en estas materias. En definitiva, a través de sus variadas calas en la poesía femenina de las primeras seis décadas del siglo xx, este libro muestra que el estudio de las representaciones del cuerpo y de la sexualidad, en interacción con la conformación de la identidad autorial de las mujeres, además de constituir un enfoque de análisis novedoso para las producciones

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incluidas en dicho marco cronológico, resulta también provechoso para avanzar hacia una historia de la literatura española más inclusiva y más plural. Por añadidura, si resulta cierto, como nos enseñó Torras Francés (2006, 15), que el cuerpo no existe más allá o más acá del discurso, los poemarios aquí estudiados, algunos de ellos por vez primera, han de constituir necesariamente zonas de reflexión, diferentes pero complementarias, sobre la dimensión corporal de la existencia en diálogo con su dimensión social, así como espacios privilegiados de resignificación del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres.

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I.

Mujeres en el Parnaso: mecanismos de borrado y elisión en la conformación del canon

Ángel L. Prieto de Paula Universidad de Alicante

1. El gineceo, ¿casa de la poesía? Si nos dejamos llevar por la impresión primera, acordaremos que la poesía lírica proporciona a la mujer una habitación propia que le habrían negado otros géneros literarios o, fuera ya de la literatura, otros ámbitos de la cultura. Y ello no sin motivo, siempre que asumamos que el gineceo es el recinto no solo de la domesticidad, sino de la intimidad, que es también el de la poesía lírica. Pues, por encima de otros elementos que pudieran servir para la discriminación de los géneros

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literarios —como la predominancia o exclusividad del diálogo, la utilización del verso o de la prosa, etcétera—, a la lírica le corresponde el tratamiento del sujeto como objeto, más allá de sus plurales presentaciones y sus numerosos subgéneros. Es esta una actitud psíquicamente refleja, en que el sujeto se torna objeto en tanto que habla de sí, de su vida interior, en un ejercicio de circularidad autorremitente (Krause 1995, 120). Y, aun sin ser tan estrictos en esa acotación de la intimidad, permanecemos en el sanctasanctórum de la lírica cuando el objeto exterior del texto está empapado de la subjetividad de quien habla, que sigue ocupándose fundamentalmente de sí, aunque lo haga a través de una realidad interpuesta. Así las cosas, es razonable considerar que la mujer gobierna el recinto de una creación aposentada en lo subjetivo, aunque esta ubicación privilegiada en el territorio de la subjetividad, cabe decir en el de la lírica, no quepa atribuirla a la consecución de un logro, sino a una carencia constatable y contestable: su exclusión de la res publica. Se trataría, al cabo, de una construcción cultural que suscribe o ejemplifica el tópico goethiano de que, así como la casa del hombre es el mundo, el mundo de la mujer es la casa: Odiseo frente a Penélope; aquel, abierto a los mares y a las tierras incógnitas, para recalar como punto de término y paraíso de la existencialidad en esta, confinada en su claustro. Con independencia de que la consecuencia deseable —la centralidad de la mujer en el género por excelencia de la intimidad— provenga de una causa indeseable —el confinamiento patriarcal de la mujer en un reducto privado—, queda en pie la evidencia de ese lugar de privilegio en el Parnaso reservado para la mujer, símbolo del claustro y sacerdotisa del altar doméstico de lares y penates. La desatención que ha sufrido en otros géneros de la literatura, en otras habitaciones de esa casa grande de la escritura, tiene menos razón de ser en la poesía. Pero la realidad es empecinada, y bien sabemos que ni ayer ni hoy ha sido así. Una disposición androcéntrica sostenida a lo largo de los siglos ha establecido modos de neutralizar el lógico asentamiento de la creación femenina en el canon; y ello no siempre por el procedimiento de la exclusión activa, que comporta un reconocimiento de la voluntad de excluir, sino por otros menos ostensibles, y acaso por ello

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mismo más efectivos, que terminan elidiendo o desnaturalizando ese asentamiento. Estos modos han venido obrando con persistencia, pero su actuación ha sido particularmente efectiva en momentos aurorales en la conformación de los estados de cultura, y en otros momentos que, sin ser aurorales, constituyen puntos de inflexión con caracteres de novedad, incidentes en las expresiones de esta presunta presidencia de lo femenino; ya se verá hasta dónde y de qué modo. Nos fijaremos en tres de estos segmentos cronológicos y estéticos cuyos rasgos, como arrastres aluviales, se depositan en la desembocadura de la poesía del siglo xx. El primero, en el que ubicamos a Safo, corresponde a la lírica arcaica griega en que se funda la clasicidad grecolatina y, por evolución eslabonada, toda nuestra tradición occidental. El segundo concierne a la lírica medieval que anuncia la eclosión humanista, con las canciones de mujer en diversas manifestaciones y su avance sublimador hacia una Beatriz progresivamente desvanecida o descorporeizada. El tercero, en fin, tiene que ver con la eclosión de la subjetividad propiciada por la revolución romántica, en que se produce una primera irrupción, todavía modesta, de la creación femenina, no a título exclusivamente individual, sino con una determinación pretendidamente coral o colectiva. Me propongo mostrar cómo en todos estos casos, en cuanto esbozos de un presunto ginocentrismo lírico y precedentes de la reivindicación femenina en la codificación poética contemporánea, se ha producido una deriva o una deturpación interpretativa que desactiva la entidad de la autoría femenina. Lo que vino después es consecuencia de aquello y explicaría, en última instancia, la exclusión de la mujer también del recinto de la subjetividad en que hemos convenido que se erige el templo de la poesía lírica.

2. De poeta a musa: el síndrome de Safo En el establecimiento de las fuentes de la lírica occidental, nadie negará el lugar nuclear de Safo de Mitilene (Reinach 1960), de cuyo bulto humano y determinado psiquismo solo sabemos lo que exprimimos

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a partir de unos textos inciertos, escasos y muy fragmentariamente conservados. Preclásica o arcaica para nosotros, además de estricta excepción en un ámbito donde la misoginia solo hacía salvedad reglada con las heteras, a Safo le cupo adquirir la condición de clásica para los clásicos grecolatinos. Ya lo era absolutamente seis siglos después de su existencia, cuando se difundieron las Heroides ovidianas, con gran probabilidad en la década anterior a la era cristiana. Este epistolario amoroso, mayoritariamente unilateral en tanto que compuesto de cartas de mujeres dirigidas a sus amantes (desaparecidos, traidores, desdeñosos o sufridores de un destino trágico),1 constituye una enciclopedia de los grandes amores legendarios de la Antigüedad. Para entonces, Safo estaba ya integrada de lleno en aquella cadena de sublimes amadoras, a la altura de las mitológicas (Dido respecto a Eneas, Penélope respecto a Ulises, Fedra respecto a Hipólito o Medea respecto a Jasón); y ello con independencia de los problemas de autenticidad en lo tocante a la autoría de la carta a Faón de Safo, único personaje femenino de estas epístolas que no pertenece al territorio de la mitología:2 acaso porque las incógnitas sobre su personalidad y sobre su propia obra habían fomentado una sublimación —¿será más propio decir una mistificación?— mitologizante, algo que queda

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Quince de las cartas son simples (puestas en la boca de una mujer); las otras seis son dúplices, con reciprocidad de ambos amantes: Paris y Helena, Leandro y Hero, Aconcio y Cídipe. Con todo, incluso la unilateralidad de las cartas simples queda cuestionada, aunque fuera del recinto de la obra ovidiana, con las respuestas de Sabino, amigo del poeta. Para Alvar Ezquerra, son “razones débiles” las que se oponen a la autoría de Ovidio respecto a esta epístola (Alvar Ezquerra 2011, 251); no obstante lo cual, uno de los motivos argüidos, aunque no el único, para cuestionar dicha autenticidad es la existencia histórica de Safo, frente al carácter mitológico de las otras amantes. Buena parte de los impugnadores de la autoría de Ovidio han ido a rebufo de K. Lachmann, que en 1848 no solo la niega para esta epístola, sino para la mayoría de las de Heroides. Pero la incuestionable autoridad de Lachmann en el terreno ecdótico, derivada de su edición de Lucrecio, no se concreta en este caso. Un compendioso recuento de teorías en pro y en contra de la autoría de Ovidio, en Ramírez de Verger (2009), que se manifiesta favorable a ella.

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potenciado por su condición de décima musa a la que luego nos referiremos. En el conjunto de esas epístolas elegiacas, la de Safo (Her. XV) es quintaesencia de la enorme capacidad de Ovidio para poner en verso la psique femenina. En síntesis, Safo se muestra decidida a borrarse para curar un amor no correspondido, cuya intensidad le había hecho olvidar a las amantes que tuvo anteriormente. En este rasgo de sujeto prismático, sustentador de varias personae o máscaras, apuntala Ovidio su entidad de primer poeta “moderno” (Bieler 1972, 244). El autor recrea no solo el alma; también la dota de un cuerpo que interacciona con aquella: la Safo ovidiana se presenta poco agraciada, pequeña y morena, aunque ufana y muy consciente de su inteligencia y de la fama lograda con su obra, más que la del propio Alceo. El personaje de Safo supondría más tarde, desde la época de las Luces y decididamente en el Romanticismo (María Rosa de Gálvez, Rogelia León, Carolina Coronado…), la confirmación de una actitud que reivindicaba la soberanía del yo femenino —o sea, el reinado de lo subjetivo— para decidir sobre el destino, incluso vinculado al suicidio por causa amorosa. De hecho, si Arquíloco habilita la experiencia personal para dar curso a ideas y sentimientos que trascienden la individualidad y son de aplicación más amplia, en línea con la erección de la subjetividad como columna de toda la poesía posterior, “[l]a lírica eólica, especialmente en Safo, va mucho más allá y se convierte en expresión del sentimiento puro” (Jaeger 1957, 131). Si nos quedáramos aquí, podríamos aceptar la construcción sobre bases sáficas de un modelo de privacidad, y por tanto de una historia de la poesía lírica, puesto que Safo encarna la incursión “en el mundo de la intimidad del sentimiento subjetivo” (Jaeger 1957, 133). Sin embargo, lo que sabemos de ella emana de un cuerpo textual tan feble y escaso que recreaciones como la de Ovidio, al tiempo que compensan la precariedad textual, también suplantan la voz original.3 Aquí la

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Si establecemos un arco de veinte siglos, esto tiene concordancia con la explicación paternalista que daban algunos poetas sociales de la posguerra al hecho de poner voz a quienes, incultos y desfavorecidos, carecían de ella. Así José Hierro

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suplantación consiste en la emisión masculina de una voz femenina, tal como sucede cuando leemos a Safo en la pluma de Ovidio; o, por mejor decir, a Ovidio inventando la voz o la escritura de Safo. Este ejercicio de “ventriloquía travestida” (Harvey 1992) se establece sobre la urdimbre formada por tres hilos: el varón que habla por la mujer, la mujer traducida por el varón y el lenguaje. Y aunque, en el caso de Ovidio, ello comporte una remoción de ciertas pautas patriarcales, su actuación poética es una manifestación última, bienintencionada cuanto se quiera, de dichas pautas. De ahí que la esencia de Safo como autora haya sido desplazada por otras asignaciones simbólicas: bien como musa inspiradora de poemas, bien como mujer apasionada que, al ceder a sus deseos, contesta el correcto orden de las cosas, bien como representación de la homosexualidad femenina. Respecto a su configuración significativa como inspiradora o protectora de las manifestaciones poéticas y artísticas en general, por encima de su condición de poeta, ya desde muy pronto puede rastrearse el título de “décima musa” que, confirmado por Platón en un famoso epigrama, le atribuye irrestrictamente la Antigüedad (Martins de Jesús 2015, 62) y sería más tarde suscrito por los neotéricos y por el mismo Horacio. La sustitución de su entidad como poeta por la de musa devolvía al sujeto —Safo como creadora— al terreno del objeto —Safo como tema—, lo que implicaba la representación de la voz y la función femeninas desde la perspectiva del varón que las asigna.4 Si, en cambio, nos referimos a ese otro modo de desplazamiento relativo a su condición de mujer, a la que se le regala la hermosura, en

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cuando afirma que el poeta ha de cantar “lo que tiene de común con los demás hombres, lo que los hombres todos cantarían si tuviesen un poeta dentro” (en Ribes 1952, 101). Cuando, en la segunda ola feminista y en el contexto de las reivindicaciones del sesentayochismo del siglo xx, la mujer pretende recuperar la voz de la que había prescindido o que le fue expoliada, el proceso que se vive es el inverso, puesto que la nueva voz (o sea, la suya) debe encontrar un lenguaje que se había decantado históricamente para hablar de ella, pero no para que fuera ella quien hablara (Benegas 1997, 23).

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su Retórica Aristóteles atribuye a Alcidamante la afirmación de que a los sabios se les honra siempre, aun si arrastran tales o cuales defectos o carencias: los de Paros honraban a Arquíloco “aunque era una mala lengua”; los de Quíos a Homero, “aunque no era ciudadano”; los de Mitilene a Safo, “aunque era mujer” (Aristóteles 1990, 436). Cierto que aquí la condición de mujer es vista como un lastre que no impide el juicio elogioso; pero cabe pensar que también se está apelando a lo que ya la cultura había registrado: la mujer, anulada como sujeto en la polis, podía ser objeto de veneración, en tanto que concreción encarnada de la belleza. El propio Platón la celebra en su Fedro a través de Sócrates cuando, requerido este para decir de quién cabría haber oído o leído un discurso plagado de excelencias, afirma con escasa precisión que pudiera haberlo hecho “de Safo la bella, o del sabio Anacreonte, o de algún escritor en prosa” (Platón 1986, 324). Así que la belleza de Safo, algo que no la concierne como autora de poemas, se hace corresponder con —u oponerse a— la sabiduría de Anacreonte, que sí concierne a dicha condición autorial. Es verdad que esta presentación de la poeta no llega a establecer la identificación entre mujer y poesía que se produciría en el Romanticismo y en los cursos difluentes que se abren desde él; una identificación que en la cultura española tiene un ejemplo en la rima XXI de Bécquer (“Poesía… eres tú”). Un tercer modo de desplazamiento, más frecuente hogaño que antaño, consiste en su identificación con la homosexualidad femenina. El propio Platón da curso al origen de la homosexualidad a través de la fabulación de Aristófanes en el Banquete: el cuerpo esférico con dos sexos que éramos inicialmente (ambos sexos masculinos, ambos femeninos, o masculino y femenino) resultó escindido por castigo de los dioses, resultado de lo cual es el anhelo de restaurar la integridad primigenia con la otra mitad: si los que proceden de un andrógino buscan completarse con una persona de otro sexo, los que lo hacen de un ser de dos sexos iguales buscan a alguien de su mismo sexo. La teoría tendría amplia acogida en los humanistas de la órbita platónica: así Ficino en sus comentarios de Platón; así Hebreo, que en Dialoghi d’amore hace derivar el mito nada menos que de la Biblia; así Bembo en Gli Asolani. Es cierto que, en la interpretación todavía clásica, el lesbianismo se entiende, sobre todo, como sinónimo de liberalidad

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de costumbres e inventiva sexual más bien que como homosexualidad femenina (Fernández Galiano 1959, 43), pero pronto comenzó a vincularse específicamente a ello, o a contenerlo al menos.5 De un modo u otro, la Safo poeta resulta ocultada ante la emergencia de esas manifestaciones, si no espurias sí añadidas, de lo sáfico.

3. Hacia el síndrome de Beatriz, o la negación del cuerpo La poesía occitana de finales del siglo xi formaliza artísticamente un orden amoroso que replica en el ámbito sentimental el dibujo de la pirámide social. En este caso también nos hallamos ante una construcción cultural de nuevo cuño, con la mujer como emblema de un código poético inaugural, reconocible por sus usuarios y capaz de transmitirse y prorrogarse en la historia de la poesía, donde resulta absorbido y naturalizado. La transferencia producida desde la estratificación de una sociedad feudal a las relaciones amorosas terminó asentándose en una serie de signos trovadorescos, los del amor cortés, cuya estabilidad y recurrencia cultural les dieron pátina litúrgica. Esa misma estabilidad facilita otro tipo de transferencia, la que se produce de una lengua a otra, sin que se desencuaderne el constructo trasvasado: su propia hibernación hace posible una pervivencia intrahistórica por debajo de las modificaciones que tienen lugar en la cubierta superior de la cultura. Pero también en este ámbito, tanto en los poemas de amor trovadoresco como en los relatos del ciclo artúrico y, en general, de los libros de caballerías, se da un protagonismo de lo femenino que no sustituye el universo androcéntrico o lo contesta, sino que lo reproduce o

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De hecho, la propensión de mujer hacia mujer como resultado de la escisión de uno de los tres cuerpos esféricos, el estrictamente andrógino, está así referida en una traducción muy recorrida del Banquete: “Pero cuantas mujeres son sección de mujer, no prestan mucha atención a los hombres, sino que están más inclinadas a las mujeres, y de este género proceden también las lesbianas” (Platón 1986, 226). Para la traducción de hetairístriai por “lesbianas”, que se comenta en nota 76 de la referida edición, me remito a lo dicho arriba.

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emula en clave femenina. Y aunque no estamos ante una ventriloquía travestida del varón que adopta el alma de la mujer para hablar por ella, hay una transmutación del objeto amoroso, una mujer a quien se le aplican las categorías del señor feudal. La lectura tradicional que se ha hecho del término midons tiene que ver con el protagonismo de la mujer en la cima de una escala sociosentimental. En consonancia con ello, el término derivaría del meus dominus latino o, más probablemente, del mihi dominus: en todo caso, un modo de dirigirse a la dama cuyo uso figurativo “was seen as part of the ‘feudal metaphor’ which assimilates the relationship between the lover and his beloved to that between a vassal and his lord” (Monson 2007, 284). Y si bien la forma puede alternar con ma domna, queda como sustancia calcificada el hecho de la inicial transferencia. Dentro de esta codificación amorosa, solo de modo excepcional la mujer aparece como autora. Es este el caso que más nos interesa, porque posibilita que el alma femenina se manifieste sin la intermediación de un intérprete. No obstante, las trobairitz occitanas, o las que cumplen similar tarea autorial en otras lenguas y culturas, difícilmente podían desbordar los cauces muy estrechos de los códigos corteses, que actúan como una escayola que dificulta y aun obtura una expresión femenina segregada de la voz del trovador. Hay casos de autoría femenina anteriores a ellas, en concreto en las composiciones sacras, pero están también afectados por esa anquilosis, dado que los códigos religiosos a que han de sujetarse son incluso más cerrados que los trovadorescos. La individualidad de cada una de estas poetas amorosas quedaba escondida bajo los broqueles superpuestos que protegían la estratificación social. Es cierto, no obstante, que las mujeres alcanzaron alguna autonomía de la que antes carecieron al tener que asumir funciones sociales privativas de los varones, por la escasez de estos debida a las cruzadas. En cualquier caso, algunas de estas trobairitz, autoras de muy poca obra documentada, son personajes de trovadores, en cuyas composiciones figuraban referidas: una muestra de su radicación a horcajadas entre la condición de sujeto y la de objeto, o entre la de autora y la de tema. Antes incluso de que tuviera lugar la declinación de la lírica trovadoresca, pero sobre todo a partir de mediados del xiii, tras la cruzada

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contra los albigenses, en las ranuras de la poesía cortés fueron creciendo determinados tipos líricos, de mayor conexión con la oralidad y las raíces populares, cuyo carácter específico disuena de los modos provenzales. Es lo que sucede con las canciones de mujer, en que domina temáticamente un cruce entre la expresión amorosa femenina y el sentimiento de la naturaleza, y que se concretan en las canciones de amigo galaico-portuguesas, las chansons de femme francesas o las frauenlieder alemanas. También admiten una analogía con las jarchas, que se intensifica al haber sido unas y otras formalizadas por poetas cultos, sean estos moaxajeros o trovadores: al cabo, la condición oral-popular a que se asocian estas creaciones femeninas precisa del formol que las preserve (aunque sea a costa de momificarlas). Resulta evidente el contagio retórico y constructivo que sufrieron estas composiciones de los poemas trovadorescos del amor cortés, a los que el camino de Santiago facilitó difusión y acomodo. El proceso es, mutatis mutandis, el que sucedería con la apropiación metabolizadora de los romances viejos por parte de los autores cultos de los siglos xvi y xvii, no ya en lo concerniente a esa confiscación de la voz femenina, sino a la conversión de lo popular en neopopular; esto es, en culto. Si nos retrotraemos al mundo de la cortesanía, la elevación de aquella midons trovadoresca hasta la cúspide social no se detuvo ahí, sino que ascendió en ulteriores tramos verticales hacia el ámbito de la mujer sin cuerpo: una sublimación que, equivalente femenino de la emasculación, suponía finalmente la abstracción de lo somático y la anulación del sexo. La evolución no carecía de raíces en la propia lírica trovadoresca, sobre todo si fuera verdad que tiene una base en el catarismo, cuyo estricto dualismo exigía una purga de todo lo contaminado por las impurezas de la materia y la putridez de la carne (Eco 2004, 163). De manera que la progresión hacia el mundo del stilnovismo no implica una ruptura con lo precedente, sino la estilización espiritualizadora de principios establecidos en la cortesanía. En este sentido se explica la presencia angelical de la amada sin cuerpo en las creaciones de Dante. Ese mismo arquetipo llega subrepticiamente, a menudo bajo otras coberturas, hasta determinadas construcciones plásticoliterarias de carácter visionario en el tránsito del siglo xviii al xix,

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como sucede en Blake, y prosigue su avance, ya en pleno xix, hasta las Beatrices prerrafaelitas, que sustituyen la descorporeización por la presentación de un cuerpo con las livideces del cadáver.6 La figura de la Beata Beatrix de Dante Gabriel Rossetti, compuesta sobre el rapto del cuerpo en que consiste el probable suicidio de la esposa —modelo también de la Ophelia de Millais, a su vez sol de una constelación de Ofelias—, remite a la espiritualización de las donne respecto a cuyo simbolismo se construye la imagen de Beatriz, mujer que toca la inmediatez de la Rosa Mística y en cuya sublimidad se reproduce el culto mariológico de hiperdulía. Aquella donna angelicata, proveniente de las ideaciones poéticas de Guido Guinizelli y progresivamente aérea en el Paradiso de Dante, no puede sustentar ya el discurso logocéntrico cuando la teología se resuelve en misticismo, allí donde se retira Beatriz para dar paso a san Bernardo, último guía de Dante. Hasta entonces, había debido renunciar a su condición corpórea y sensual, pasando por estadios sucesivos de descorporeización en los que, siglos después, ahondarían los pintores nazarenos alemanes y luego los pintores y poetas de la Hermandad Prerrafaelita.7 En tanto que espejo de la divinidad, la perfección y concreción armónica de la donna exigen la renuncia a las grosuras sensoriales, la desomatización o pérdida de la corporalidad. La mujer se desnuda no del vestido, sino del cuerpo, como enseña de ser asexuado. Esta fuga hacia el desleimiento se retroalimenta insaciable y no encuentra satisfacción sino en el vacío. Se trata de una 6

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La Hermandad Prerrafaelita pretende poner entre paréntesis el tramo histórico de la Edad Moderna, en que se había producido la ruina de un universo regido por la batuta del espíritu. La percepción de estos artistas, para quienes la revolución industrial y el ferrocarril habían arrasado los restos de la espiritualidad medieval, los conducía a un contradictorio progreso hacia el pasado mediante un arte liberado de su función zafiamente representativa. Esa huida hacia atrás no dista esencialmente de la que abordan los poetas arqueólogos sevillanos del xvii o de la del hölderliniano “eremita en Grecia” de Hyperion. Y, en España, el propio Bécquer, cuya rima XI (“—Yo soy ardiente, yo soy morena…”) establece los eslabones de este proceso de descorporeización: mujer morena (y accesible: pasión), mujer pálida (y accesible: ternura), mujer fantasmática (e inaccesible: intangibilidad, incorporeidad).

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­ anifestación temprana de lo que Babinski denomina “partenoanom rexia”, la anorexia de las vírgenes en que el rechazo del sustento es reflejo de la negación de la sexualidad femenina que está en el origen de ciertos trastornos alimentarios (Pereña García 2007). El pneuma resultante es quintaesencia de la perfección, hálito sin encarnadura o materia inmaterial que, al no ser representable figurativamente de una manera fiel, puede adoptar iconográficamente, al igual que sucede con los ángeles, la forma de un ser andrógino. El síndrome de Beatriz, estudiado por Cervera Salinas (2006) en la literatura hispanoamericana, consiste en un estado del alma y fenómeno de la conciencia en el que confluyen factores somáticos, psicológicos y ontológicos, y que se caracteriza por un sentimiento de pérdida y duelo amoroso en cuyo origen hay, según el citado autor, una “fijación erótica en un sujeto donde se han vertido todas las apetencias del amor como figura esencial del alma” (Cervera Salinas 2006, 35). Ello sitúa el centro de la percepción en el amante sin amor, que aparece como el ausente en tanto que adolece del vacío provocado por la no presencia de la amada. Sin embargo, esa consideración del síndrome, aunque lleva el nombre de Beatriz, afecta al otro instituido en su núcleo fundamental, lo que implica un desplazamiento de su verdadera naturaleza femenina.8

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De este dilema entre el ausente (quien sufre la ausencia de otra persona) y la ausente (esa persona que no está, la verdaderamente ausente) da cuenta el soneto XXXVII de Garcilaso (y de atribución a veces discutida; Herrera no lo contempla como suyo): “A la entrada de un valle, en un desierto…”. Ante las manifestaciones del mal de ausencia de un perro que ha perdido contacto con su amo, el sujeto poético, compadecido, cierra el soneto con esta incitación: “Ten paciencia, / que yo alcanço razón, y estoy ausente”; lo que, según su editor Rivers, debiera entenderse así: “Que yo soy racional, no mero animal como tú, y sin embargo yo también sufro por la ausencia de un ser querido” (en Garcilaso de la Vega 1981, 161). Precísese que, en el poema, quien está ausente, por analogía con el perro sin amo, está en realidad presente, pero sufre la ausencia del otro (de la amada ausente, ella sí). Lo que, en una traslación semántica, nos obliga a entender esa ausencia como una dilogía, pues convierte a quien la sufre en ausente de sí mismo, ido o enajenado: el “duelo amoroso por ausencia” del que habla Cervera Salinas se traduce en la enajenación o locura de amor no

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El hecho de que la construcción dantesca de la mujer, a partir de la Beatriz ya no de Vita nuova, sino de la Commedia, alcance esa categoría fenomenológica del aire puro y sonriente, libre de toda encarnadura, imposibilita que su belleza y perfección puedan ser dichas con las palabras que usamos en nuestro comercio comunicativo, lo que supone otra forma de exclusión por sublimidad: una muestra de la cortedad del decir que confiesa el propio Dante, toda vez que las palabras han llegado al mismo borde de la decibilidad.9 Las palabras se retiran allí donde la propia Beatriz desaparece, una vez cumplida su tarea de intermediaria entre el hombre y Dios. Fuera de los requerimientos angelicales, en el Humanismo se planteó un cruce neoplatónico entre los rasgos masculinos y femeninos, como una peculiar forma de androginia en que se resolvían las contradicciones de opósitos. Consistía esta en un modelo que no era resultante de la fusión de lo masculino y lo femenino en figuraciones efébicas o difusamente sexuadas, sino en algo sustancialmente distinto: en el caso de una mujer, la plantación de las virtudes del varón —virtus, de vir: la inteligencia y el valor— en el cuerpo femenino, caracterizado por la belleza y armonía de las formas; y en el caso de un varón, la matización del paradigma masculino con las inclinaciones artísticas asociadas a la mujer y exigibles para la perfección del caballero áulico, que había cambiado el campo de batalla por la palestra cortesana, la guerra por el juego de la guerra (justas y torneos). De este modo se explica que, frente al prejuicio de que la frecuentación de las artes reblandece el espíritu varonil con esencias femeninas, en las reuniones habidas en la corte de los Montefeltro de la señoría de Urbino en 1506, de las que da cuenta Castiglione en Il cortegiano, se proceda a la defensa de la educación musical y artística para el perfecto caballero. No le basta a su defensor, Ludovico di

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correspondido o insatisfecho. Cuestión aparte es que, en el soneto, la pérdida de la razón la padezca mayormente el ser dotado de ella, el racional. “Ma or convien che mio seguir desista / più dietro a sua bellezza, poetando, / come a l’ultimo suo ciascuno artista” (Par. xxx, 31-33). En la traducción de Jorge Gimeno (Dante Alighieri 2021, vol. 3, 313): “Pero debe mi empeño desistir / de atrapar su belleza en estos versos, / igual que todo artista ante su límite”.

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­ anossa, exponer en el Libro I el ejemplo de Alejandro Magno, quien C pasaba sin solución de continuidad de la música a las armas, así como muchos otros casos que aduce, sino que se retrotrae a Aquiles, el héroe educado en el gineceo, donde lo había recluido su madre para ponerlo a resguardo de la muerte. Pero Aquiles escoge la mortalidad cuando sale del gineceo para acudir a Troya: una condición de ejemplaridad humana, de la que es arquetipo (Gomá Lanzón 2007). Para el moldeado de su espíritu, el legendario centauro Quirón, encargado de su instrucción, lo había inducido, entre otras artes, a las musicales, de modo que las manos que tanta sangre troyana habrían de derramar fueran duchas en el arte de tañer. “¿Qué caballero habrá luego que haya vergüenza de seguir en esto a Achiles y a otros muchos famosos capitanes que yo podría nombrar agora?” (Castiglione [1994] 2011, 190), se pregunta Canossa como remate de su prolija intervención. Después de todo, la perfección andrógina de un ideal heroico que transmitiría la paideia y luego adoptaría el Humanismo se halla en esta síntesis de Troya y el gineceo, lo masculino y lo femenino, la acción y la palabra.10 El modelo es complementario del mito amazónico de tradición clásica —y que luego adquiriría en América otra dimensión—, que presenta batallas encarnizadas entre los héroes micénicos y las vírgenes guerreras, “varoniles amazonas” en la Ilíada, que renuncian al varón en tanto que lo llevan inscrito en ellas.11

10 En este sentido, la enseñanza que le da a Aquiles el mirmidón Fénix, su educador junto al centauro Quirón, atiende tanto a la acción para conquistar como a la palabra para convencer: una concordancia entre las armas y las letras. 11 No estrictamente una amazona, uno de los personajes más conmovedores de la Eneida es la virgen guerrera Camila, cuya condición femenina resulta dominada por el arquetipo masculino. Criada por su feroz padre, Metabo, que la dedicó a Diana, creció en los bosques al margen de toda civilización, y su rapidez le permitía correr sobre las aguas sin mojarse las plantas de los pies. Su aparición en el libro VII de la obra virgiliana, a la cabeza de los volscos para enfrentarse a los troyanos de Eneas, es solo un anticipo de las escenas de guerra del libro XI, donde, tras causar incontables estragos en las filas troyanas, muere a manos de Arrunte.

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4. “No soy maga, ni sirena…”: nuevos modelos de mujer Hasta el Romanticismo, y ya extendida la racionalidad de la Ilustración, no se produce un punto de inflexión anticlasicista verdaderamente relevante que subvierta la situación que tratamos. La consideración del comienzo sobre la domesticidad y la intimidad, connaturales al género lírico, tiene su prueba de fuego ahora, cuando se produce una llegada no en masa, pero sí notable, de mujeres al ámbito de la creación poética por diversas concausas que se omiten aquí. Quienes creían percibirlo con amplitud panorámica solo veían una esquina de esa realidad, por la escasa información de que disponían, dada la excepcionalidad de lo que llamamos “poemarios” y la percepción que muchos tenían de que los cauces de difusión se agotaban en algunas revistas de la capital y que no había otros templos de propagación poética que el Ateneo o el Liceo de Madrid, o estrados parangonables en Barcelona, como la Reial Acadèmia de Bones Lletres. Hoy nos suscita una sonrisa leer las palabras de Juan Nicasio Gallego sobre la primera colección de poemas de Gertrudis Gómez de Avellaneda, a la que él hisopeaba con elogios en un prólogo de 1841 —luego reproducido en la recopilación en cinco tomos de la obra de la autora, en 1869—, cuando afirmaba que ya eran al menos “seis las damas españolas que sabemos cultivan la lengua de los dioses” (en Gómez de Avellaneda 1869, VII). Y, tras apostillar que acababa de publicarse un tomo de poesía de “una barcelonesa” —muy probablemente Josefa Massanés, en realidad tarraconense— y se anunciaba inminente otro “de una extremeña” —Carolina Coronado—, concluía el ilustre autor que, añadido a ello el libro que prologaba, “podemos blasonar de poseer mayor número de poetisas en este siglo que cuenta el Parnaso español en el largo periodo trascurrido desde Juan de Mena hasta nuestros días” (VIII). Dada la escasez de lo que él consideraba abundancia, puede ponderarse en qué consistió la precedente y muy real escasez. Dejando a un lado discutibles precisiones cuantitativas, el Romanticismo facilitó el asentamiento de un nuevo entendimiento de la relación entre subjetividad y pauta social. Cuando una estudiosa como Susan Kirkpatrick (1991) trata de ahondar en ello, tiene que

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expresar su desacuerdo con Rosa Chacel, quien, siguiendo una idea muy asentada, afirma taxativamente que en España no hubo Romanticismo.12 A esa subjetividad de que se ocupa Kirkpatrick, intrínseca al género poético, pero también a la época y sensibilidad románticas, se deben en este punto dos circunstancias de signo contrapuesto: por un lado, la apreciable dedicación de mujeres a la poesía, debido a que su ejercicio no les exigía, como por ejemplo hacía el teatro, una salida de su reducto y obligaciones familiares, que, aunque con dificultades, podían hacerse compatibles con la tarea creadora; por el lado contrario, la escasa notoriedad socioliteraria de la mayoría de ellas, al carecer la poesía del factor de representación social del teatro, y las más de las veces sin que las obras se plasmaran editorialmente en libros exentos, ya de hombres ya de mujeres (sí abundan, en cambio, colecciones a modo de poesías completas, no pocas de ellas a título póstumo). Casos como los referidos por Juan Nicasio Gallego no dejan de ser excepcionales, aunque no lo sean tanto como él supone; y es significativo el hecho de que, ya en los años de prevalencia realista, una autora como Rosalía de Castro solo viera la luz pública por el empeño que puso en ello su esposo Manuel Murguía.13

12 Sin llegar a esa negación tajante, valga la afirmación, más matizada aunque en la misma dirección, de Philip W. Silver, para quien “los perfiles del alto romanticismo europeo no encajan en absoluto con los del romanticismo español” (Silver 1996, 18). Al convertirse en un país romántico a su pesar, por la fuerza de la identificación foránea con un nacionalismo historicista de carácter esencialista y retrospectivo, España terminó transformada en “su propia parodia romántica” (36). 13 De cualquier modo, y sin ponderar el poso de paternalismo que pudiera haber en esta actitud, no es excepcional el caso de Rosalía de Castro, en que la auctoritas del esposo —Manuel Murguía es un elemento central en el Rexurdimento gallego— rompe el velo de la intimidad de la mujer poeta para propiciar la difusión de sus escritos (cuando no era que la mujer había de vestirse onomásticamente de varón para publicar o, más crudamente, escribía para que firmara la obra un varón: los ejemplos abundan). Ya en el siglo xx, dejando a un lado el caso complejo de las poetas del entorno del 27 con autores de su círculo familiar, puede aducirse el de María Victoria Atencia (1931), cuyo primer cuaderno, Tierra mojada (1953), se publicó no solo a instancias, sino por decisión —ni

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Alguna anécdota, liviana en apariencia, da indicio de los obstáculos que habían de salvar estas pioneras. La hispanocubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, Tula para sus próximos, es autora de un “Romance (contestando a otro de una señorita)” recogido en la recopilación de 1841. En él recriminaba amablemente a una mujer, al parecer también poeta, sus denuestos contra su sexo y los hiperbólicos elogios hacia la propia Tula, a la que asimilaba metonímicamente a Safo y a Corina, además de tildarla como maga, sirena, querub, pitonisa… Y, en fin, le pedía que, en vez de aplicarle tales tópicas denominaciones, la llamara menos pomposamente: “Gertrudis, Tula o amiga” (Gómez de Avellaneda 1869, 207). El romance en cuestión, que, si no deslumbra por su calidad, resulta muy informativo a nuestro propósito, muestra la resistencia a dejarse absorber por los encomios habituales contra los que la mujer inteligente debía prevenirse, pues esconden el gusano de la neutralización bajo la capa de la loa: una loa indiscriminada de la obra, tantas veces fundada en la excepcionalidad de que sea una mujer su autora, y una loa de la mujer en tanto que encarnación anómala de virtudes que se tienen por naturalmente masculinas. Respecto a lo primero, y aunque hoy abundan algo menos, todavía asuelan determinados elogios “a las mujeres” escritoras, así al bulto, para esquivar el juicio crítico que sus obras precisan. Y, respecto a lo segundo —la loa de virtudes asignadas a varón, vertidas en búcaro femenino—, no hace falta escudriñar mucho persiguiendo ejemplos que la tradición nos regala con profusión. Pero, puesto que de Gómez de Avellaneda hablábamos, es bien conocido el elogio que le dedicó José Zorrilla, que tanto hizo por ella en el Ateneo madrileño en 1941, quien la caracterizó como un alma de varón que la naturaleza había metido por distracción en un hermoso cuerpo de mujer. Como no se trata de detenernos ahí, notemos solo que el poema referido es apenas una muestra de esa actitud propia de otras varias creadoras que no tuvieron su misma relevancia, y ejemplo de otras

siquiera compartida por la autora— de quien luego sería su esposo, el maestro impresor, poeta casi oculto y refinado traductor Rafael León.

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expresiones suyas con las que pretendía desprenderse tanto del síndrome de Safo —la suplantación de su condición de autora por la de musa— como del síndrome de Beatriz —la exoneración o negación del cuerpo expresada en una sublimación angelical—, y que explanaban una afirmación femenina frente al elogio consistente en subrayar la masculinidad de sus valores. En síntesis, los nuevos modelos de mujer habilitados a partir del Romanticismo, y que se hallaban en germen en la Ilustración, reclamaban por su parte una aprobación ya atenida a la condición femenina y que afectara por igual al comportamiento de los varones. En el caso de Tula, su procedencia y su laberinto amatorio contribuyeron a integrarla en el marco cultural español como una rareza, algo que probable y paradójicamente hubiera resultado más difícil de haber encarnado las pautas moral y estéticamente convenidas. Pero, aunque solo sea un síntoma, su caso delata una subversión que, si todavía no se pronunciaba de manera palmaria, sí comenzaba a hacerse explícita. La erección de un modelo que chocaba con el estado de cosas del que la mujer era componente vertebral ponía en cuestión las pautas burguesas y suponía una transvaloración moral que en el Romanticismo afecta a todos los ámbitos. De hecho, en una época de formalizaciones heroicas basadas no en las normas socialmente concordadas, sino en el cuestionamiento o la negación de estas, como sucedía con el héroe byroniano, la figura femenina podía representar un modo reduplicado o más escandaloso de desobediencia: así, la orgiástica Jarifa de José de Espronceda o, más aún, por más encarnada en su propia biografía, la Teresa injertada en el Canto II de El diablo mundo, sobre la que Rosa Chacel compuso por encargo de Ortega una biografía novelada. En esta suerte de desclasamiento moral en la literatura del xix, fue muy importante el desbordamiento del cauce autorial y el crecimiento enorme de la circulación del libro y de las publicaciones periódicas, muchas de ellas conducidas por mujeres y dirigidas a mujeres; y lo mismo cabe decir de colecciones de libros que ya tenían un público distinto y bien delimitado, con requerimientos especiales. De hecho, la autonomía espiritual que le proporcionaba a la mujer esta manera de ocupar sus ocios —lo que exigía, claro, un estatus social

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que ­permitiera transferir al servicio doméstico los trabajos de la casa y ciertas obligaciones familiares— propició un arquetipo femenino perfectamente caracterizado. Este personaje, pues se constituyó como tal en la narrativa de la segunda mitad del xix, se alzaba no ya como la heroína trasunto de los titanes osiánicos o los héroes demoniacos del Romanticismo, sino como una mujer integrada en su locus social privilegiado, pero desvinculada anímicamente del esposo y éticamente del marco sociomoral. Ello dio en la mujer insatisfecha, de espíritu colonizado, como el de Emma Bovary, por las heroínas románticas de sus lecturas, y cuya deriva hacia el adulterio y la autodestrucción dimana de la imposibilidad de crecer entre los muros de la institución conyugal, una parte del todo social en que la mujer buscaba un nuevo acomodo.

5. La poesía del xx: el estuario Luego de la disolución del simbolismo poético del que Juan Ramón Jiménez había sido protagonista indiscutido, el episodio de las vanguardias continuó con la preterición de las mujeres. Aunque tanto en el campo autorial como en el de la recepción hay una presencia femenina que contrasta con los usos y hábitos de unas décadas atrás, la Edad de Plata no podía deshacer en unos pocos años arraigos seculares, y las medidas de insurgencia no eran capaces de eliminar de un papirotazo los mecanismos de borrado que habían estado funcionando sin interrupción en la constitución del canon poético. Después de todo, subsistía como hecho incontrovertido el desarreglo debido a la ponderación de la producción femenina con pautas socioculturales androcéntricas, con tres consecuencias evidentes: cuantitativamente, una participación todavía escasa de mujeres en la vida poética; publicísticamente, una presencia más irrelevante de la que correspondía a su participación, y temáticamente, la elisión, aunque cada vez más contestada, de la corporalidad femenina y la correspondiente masculinización de la sensualidad y la sexualidad. En esta conformación intervienen también otros factores que no son una plasmación mecánica de dichas limitaciones. Convendría

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v­ alorar, en este punto, la incidencia que tuvo la tardía incorporación de muchas mujeres a la publicación, derivada de carencias y dificultades formativas, y el consiguiente desajuste entre sus respectivas poéticas y la estética dominante en cada tramo cronológico; también su problemática integración en las categorías artísticas y generacionales, que ya estaban por lo común constituidas cuando ellas llegaron. En las dos primeras décadas del Novecientos, y luego de los grandes títulos de Rubén Darío (Cantos de vida y esperanza, 1905), Antonio Machado (Campos de Castilla, 1912) y Juan Ramón Jiménez (Diario de un poeta recién casado, 1917), el proceso de canonización poética dejó de basarse de modo predominante en libros individuales, cuya proliferación fue exigiendo represas que, de tanto en tanto, embalsaran, decantaran y salvaguardaran aquello que, a juicio de los antólogos, merecía ser rescatado de la inadvertencia causada por la propia exuberancia de publicaciones. Ciertamente los libros siguieron señalando hitos estéticos fundamentales: de más está recordar títulos de Jorge Guillén, García Lorca o Luis Cernuda, antes de 1936, y, después, otros del propio Cernuda, Dámaso Alonso, Claudio Rodríguez o Pere Gimferrer. Sin embargo, desde la vorágine de las vanguardias, el protagonismo de los libros pasó a ser compartido con las revistas y las antologías: las revistas, sobre todo para proponer las estéticas del futuro; las antologías, para asentar en el nuevo panteón poético a aquellos autores que habían emergido a través de los libros y las revistas. Haré aquí un inciso informativo que creo necesario antes de regresar a nuestro tema. Las diferencias entre revistas (me refiero a las de creación) y antologías no son estables. En principio, las revistas son más propositivas y militantes, más jóvenes, en suma, en tanto que tratan de ofrecer poéticas aún sin establecimiento en el canon; por su parte, las antologías son más canonizadoras y profesorales, puesto que se encargan de presentar poéticas ya pronunciadas y consolidadas. Las primeras, según he expuesto en otro sitio, atienden al dogma; las segundas, al canon (Prieto de Paula 2016, 556). Todo el siglo xx estuvo surcado por revistas que se plegaban a este esbozo tan sucintamente presentado, si bien en la posguerra la especificidad estética tendió a ser neutralizada por un eclecticismo que afectó a casi todas ellas, con

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independencia de lo que apuntaran sus poéticas intencionales, generalmente explicitadas en su primer número. Las antologías, por su parte, mantuvieron a lo largo del siglo la vocación de hacer asientos historiográficos. A esa idea responden, desde luego troqueladas por la acotación cronológica y la voluntad estética de quien las realiza, Antología consultada de la joven poesía española (1952), de Francisco Ribes (aunque este eludió especificar su propio nombre como editor); Veinte años de poesía española (1939-1959) (1960), de José María Castellet, y El grupo poético de los años cincuenta (1978), de Juan García Hortelano. Pero muy pronto apuntó otro tipo de antología, que, además de constituirse como una almadía para rescatar unos cuantos nombres del maremagno, se apoderaba del espíritu propositivo de las revistas —o sea, de su espíritu dogmático— sin renunciar al canónico, puesto que eran profesores o sesudos teóricos quienes efectuaban un asiento historiográfico con materiales en construcción, a veces de su propia autoría (los poetas-profesores). Es el caso señero de Poesía española. Antología 1915-1931 (1932), en realidad una antología consultada (entre el grueso de los incluidos), aunque firmada por Gerardo Diego, donde, como en el viejo chiste, las gallinas eran las encargadas de ponderar la calidad de sus huevos. Lo extraño del procedimiento ha dejado de parecérnoslo, dado el éxito y propagación de la fórmula, que sentó cátedra: en esa antología quedó fijada, como en un daguerrotipo, la nómina del 27, puede que un poco por la capacidad de Diego de adivinar como un oráculo el futuro, pero mucho más por el poder literario suyo y de los incluidos para construir historiográficamente un futuro ajustado a su profecía (en este orden de cosas, una profecía autocumplida).14

14 Con alguna diferencia en que no procede detenerse aquí, ese es también el caso de Nueve novísimos poetas españoles (1970), de José María Castellet, que, además de decir diego —su propuesta antirrealista de que hacía causa en la introducción— donde había dicho digo —su profesión de fe en el realismo, al que auguraba espléndido futuro en la antología precedente Veinte años…, ya citada—, ejercía de canonizador de poetas jovencísimos. Alguno de estos ni siquiera había

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Concluido el inciso, a los efectos de la presencia de mujeres, tanto monta: ni unas antologías ni las otras las tuvieron en cuenta. De este pecado, del que muchos hemos de confesarnos, quedó constancia en la antología de Diego de 1932, la más importante de la primera mitad del siglo sin duda, donde no había ninguna mujer. Luego, en la reedición de 1934, incluiría a dos: Ernestina de Champourcin y Josefina de la Torre. La miopía de los autores del 27 no la heredaron de Juan Ramón Jiménez, que sí les dio sitio en sus revistas, prologó sus libros y las atendió particularizadamente, no por mujeres, sino por poetas: así lo hizo con Ernestina de Champourcin y Concha Méndez, con Carmen Conde y Rosa Chacel, con Norah Borges y Serafina Núñez, con Teresa de la Parra y Dulce María Loynaz… Abriría los ojos a quien no lo haya visto la lectura de Españoles de tres mundos (1942), conjunto juanramoniano de caricaturas líricas de vivos y muertos, de España y de fuera de España, conocidos personalmente y conocidos solo de leídas. Excepciones al margen de esta exclusión de las mujeres, muchas de ellas arracimadas en los años previos a la guerra en el Lyceum Club, “el club de las maridas de los maridos” según el dicho chocarrero que dejaron rodar algunos intelectuales, poco hay de lo que extrañarse, si atendemos a una pregunta retórica de José Antonio Expósito que desarma por su propia obviedad: “Si las editoriales, la crítica periodística, las crónicas de literatura, las cátedras universitarias, los sillones académicos, las antologías, todo estaba en manos masculinas, ¿cómo iban a abrirse camino las mujeres?” (Expósito 2021, 335). Antes de que los fastos gongorinos y de promoción propia de 1927 terminaran cuajando en una nómina, en 1926 habían publicado sendos libros de poemas Concha Méndez, Ernestina de Champourcin, María Teresa Roca de Togores y Cristina de Arteaga (esta, en realidad, una reedición de un libro del año anterior). A la sazón, un crítico tan reputado como Enrique Díez-Canedo sentenció en La Nación de Buenos Aires (14 de noviembre de 1926), a propósito de Sembrad, el libro de la última citada: “Sembrad de la señorita Cristina de Arteaga,

publicado un solo libro, lo que evidencia que la selección se basaba mucho en el conocimiento personal de los poetas entre sí y de los poetas con el antólogo.

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hija de los duques del Infantado. Suceso de carácter literario, pero, sobre todo, noticia de sociedad” (en Expósito 2021, 336). Pero la animadversión de algunos o la enojosa tolerancia paternalista de otros no podían ocultar un cambio de paradigma que parecía ya irreversible. Parecía irreversible, pero no lo fue: la Guerra Civil tronzó, además de muchas vidas y destinos, esta incorporación de la mujer, que estaba superando los síndromes de los que hemos dado cuenta. Si la pujanza de la mujer autora barría ya el síndrome de Safo, y una poeta como Méndez, o como el personaje de Jacinta la pelirroja, de Moreno Villa, mostraba el antídoto contra el síndrome de Beatriz, el franquismo alzaría un muro que solo algunas pugnaces se atrevieron a asaltar.

6. Corolario (con unas gotas de moraleja) La lucha contra esa invisibilidad está hoy en marcha, desde luego, aunque no siempre evita caer en algunos peligros acechantes. Me referiré solo al que me parece más tóxico de todos, que es pretender equilibrar el desajuste histórico entre varones y mujeres renunciando al discernimiento artístico y obviando el desigual estado de cosas en términos objetivos y cuantitativos, pues las mujeres escribieron y publicaron mucho menos por los obstáculos socioculturales de toda índole que se opusieron a su formación y frenaron su crecimiento. Para decirlo en breve: una antología poética, pongamos que centrada en los años cuarenta, que incluyera un parejo número de varones que de mujeres no lograría reparar la injusticia de lo acaecido, solo impediría que nos percatáramos de ella al renunciar a registrarlo. Una cosa es la obligación filológica de enmendar —aunque la enmienda llegue tarde— la segregación y el silencio que se han cebado con aquellas mujeres que, pese a todo, escribieron y publicaron, y otra muy distinta pretender una modificación retrospectiva de las circunstancias que menoscabaron de manera irreversible para las mujeres el ejercicio de la escritura, compensando las carencias de lo que sucedió con el falseamiento del relato de lo que sucedió. Esto último es una trapacería intelectual y, en sus resultados, un imposible metafísico. Lo que

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sucedió, sucedió, y, como escribiera san Agustín en Contra Fausto el maniqueo, ni Dios omnipotente podría hacer que no haya ocurrido aquello que ya ha ocurrido.

Bibliografía citada Alvar Ezquerra, A. (2011). “Ovidio. 1. Elegías”. En: Codoñer, C. (ed.). Historia de la literatura latina. Madrid: Cátedra, 3.ª ed., pp. 213-230. Aristóteles (1990). Retórica. Edición y traducción de Q. Racionero. Madrid: Gredos. Bec, P. (1979). “Trobairitz et chansons de femme. Contribution à la connaissance du lyrisme féminin au Moyen Âge”, Cahiers de Civilisation Médiévale, 22, pp. 235-262. Beltrán, V. (ed.) (1987). Canción de mujer, cantiga de amigo. Barcelona: PPU. Benegas, N. (1997). “Estudio preliminar”. En: Benegas, N. y Munárriz, J. (eds.). Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española. Madrid: Hiperión, pp. 15-84. Bieler, L. (1972). Historia de la literatura romana. Madrid: Gredos. Castellet, J. M.ª (ed.) (1960). Veinte años de poesía española (1939-1959). Barcelona: Seix Barral. — (ed.) (1970). Nueve novísimos poetas españoles. Barcelona: Barral Editores. Castiglione, B. [1994] (2011). El cortesano. Traducción de J. Boscán, edición de M. Pozzi. Madrid: Cátedra. Cervera Salinas, V. (2006). El síndrome de Beatriz en la literatura hispanoamericana. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert. Dante Alighieri (2021). Divina comedia, 3 vols. Edición y traducción de J. Gimeno. Barcelona: Penguin. Diego, G. (ed.) (1932). Poesía española. Antología 1915-1931. Madrid: Signo. — (ed.) (1934). Poesía española. Antología (Contemporáneos). Madrid: Signo. Eco, U. (2004). Historia de la belleza. Barcelona: Lumen. Expósito, J. A. (2021). Ecos de una voz. La amistad traicionada: Juan Ramón Jiménez y la generación del 27. Ourense: Linteo. Fernández Galiano, M. (1959). “Safo y el amor sáfico”. En: Fernández Galiano, M., Lasso de la Vega, J. S. y Rodríguez Adrados, F. El descubrimiento del amor en Grecia. Madrid: Universidad de Madrid, pp. 9-54.

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Las poetas en la cultura y la historiografía españolas de la primera mitad del siglo xx. Un fogonazo

José María Ferri Coll Universidad de Alicante Un hecho significativo de las primeras décadas del siglo xx es la incorporación de las mujeres a la actividad literaria de una forma generalizada. De manera simultánea, la escritura femenina fue ganando respiración propia y alejándose del lugar que ocupó en la anterior centuria, cuando la condición de escritora era mucho más excepcional y la presencia de la mujer ocupaba un papel subsidiario, sobre todo en un plano de dependencia intelectual del varón, que, a su vez, solía ser el esposo. Así ocurre con la fina polemista Frasquita Larrea (17751838), cuyas ideas y obras han sido incardinadas por los historiadores

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de la literatura en las de su marido, el hamburgués Juan Nicolás Böhl de Faber, sin ni siquiera mencionar el nombre de la ilustre gaditana. La hija de ambos, Cecilia Böhl de Faber Ruiz de Larrea (1796-1877), saltó a la palestra literaria precisamente bajo el pseudónimo masculino de Fernán Caballero, entendiendo la escritora que sería recibida más calurosamente por el público una novela debida a la mano de un hombre, engañifa que se mantuvo unos años hasta que se desveló la verdad. El nombre masculino elegido le había agradado por su sabor antiguo y caballeresco y porque la hacía parecer ante sus futuros lectores un varón castizo. O, finalmente, se considera a la escritora, en los casos más dignos, como rara avis, ya sea por juzgar que su influencia en la lírica posterior ha sido escasa, ya sea debido a que se le atribuyen cualidades masculinas propicias en la gestación de su obra. Estos dos últimos paradigmas son encarnados por dos esplendentes artistas del siglo xix. Como se sospechará, me estoy refiriendo a Rosalía de Castro (1837-1885) y a Emilia Pardo Bazán (1851-1921), en cuyo reconocimiento canónico pesó el hecho de que fueran excepción y no tanto representación de un parnaso femenino. Sobre la primera de estas escritoras, me gustaría recordar el juicio de Luis Cernuda en un importante libro acerca de la poesía española contemporánea publicado en 1957, y donde se abarca, por tanto, la lírica de la primera mitad de ese siglo. Tras defender a Valera frente a Azorín, quien afeó al autor de Juanita la Larga el hecho de que aquel no hubiera incluido a Rosalía en su antología de Poetas castellanos del siglo xix, Cernuda argumentó en favor de la decisión del antólogo apuntando a la “antipatía castellana de la poetisa y a su regionalismo intransigente” (Cernuda [1957] 2019, 81). Añade otra causa a favor de Valera: la poeta de En las orillas del Sar había escrito más versos en gallego que en español. Y concluye finalmente que la poesía de Castro no “ha influido en el rumbo de nuestra lírica” (81). Cernuda descarta asimismo que el motivo de la preterición de la poeta gallega haya sido su condición de mujer y recalca que “Rosalía de Castro nos aparece aislada: un caso aparte” (89). Por lo demás, ninguna otra poeta es recogida por el autor en sus estudios dedicados íntegramente a poetas varones de las diferentes hornadas anteriores a la Guerra Civil, que ordenó atendiendo a un esquema generacional en que

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c­ omparecían noventayochistas, modernistas y los poetas del 27, que él llama generación de 1925, “como término medio en la aparición de sus primeros libros” (178). Se refiere a los primeros poemarios de Salinas (1891-1951), Guillén (1893-1984), Diego (1896-1987), Lorca (1898-1936), Prados (1899-1962), Alberti (1902-1999) y Altolaguirre (1905-1959). Respecto de la segunda, como ejemplo de la rareza que causaba la escritora brillante entre críticos e historiadores de la literatura, recuerdo aquí un jugoso fragmento de una reseña firmada en 1879 por el prestigioso Manuel de la Revilla (1846-1881), a la sazón catedrático de Literatura de la Universidad Central, con motivo de la aparición de la opera prima de la coruñesa, Pascual López (Autobiografía de un estudiante de medicina): Pocos días hace recibimos una novela que lleva por título Pascual López […] y es debida a una escritora no muy conocida […]. El lector, que conoce nuestra manera de pensar acerca de las mujeres sabias y literatas, comprenderá la invencible prevención con que habíamos de acoger esta novela, prevención que subió de punto al ver en la misma la lista de las obras de la autora, que son nada menos que un Estudio crítico de las obras del padre Feijoo, un estudio sobre los poetas épicos cristianos, Dante, Milton y Tasso, y un Ensayo crítico sobre el Darwinismo, a los cuales seguirá en breve un libro sobre San Francisco de Asís, cosas todas tan extrañas al genio femenino, que apenas se concibe que puedan llamar la atención de quien viste faldas […]. Recorrer las primeras páginas de la misma y cambiar de sentimientos todo fue uno. Al leer aquella narración llena de color y de verdad, al ver aquellos caracteres tan bien trazados, y sobre todo al saborear aquel estilo y aquel lenguaje tan castizos y elegantes que no estarían fuera de lugar en uno de nuestros estilistas clásicos, cesó toda prevención y no pudimos menos de celebrar los méritos de la nueva escritora, la cual, por lo viril de la concepción y el lenguaje de la obra, debe ser fruto de una equivocación de la naturaleza, que encerró el cerebro de un hombre en un cráneo femenino. (En Pardo Bazán [1879] 1889, 9-10)

Repárese, en el remate de la cita, en la alusión al error de la naturaleza al dotar a una mujer de cualidades inequívocamente masculinas. Los historiadores y críticos literarios no dejaron de usar, aunque con

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tono menos ofensivo, patrones masculinos o femeninos a la hora de enjuiciar las obras, echando mano casi siempre de tópicos sobre las escritoras, como si estas carecieran de personalidad propia. Así lo vemos en unas líneas que Juan Chabás dedicó a Concha Espina (1869-1955) en su Breve historia de la literatura española de 1933. Allí se despachó afirmando que “tiene, de mujer, sensibilidad cardial y aun la piedad con que da aliento a las pasiones de sus personajes, y describe la naturaleza que la circunda casi siempre envuelta en una vaguedad poética” (Chabás [1933] 1936, 279). Aunque hace alusión a un “libro inicial” de versos, las palabras que acabo de recordar se circunscriben al ámbito de la novelística de la escritora en el capítulo dedicado a la “Época contemporánea”. Bajo el epígrafe “La nueva literatura” incluye en una nómina, sin desarrollo alguno, los nombres de las poetas Ernestina de Champourcin (1905-1999), Concha Méndez Cuesta (1898-1986) y Josefina de La Torre (1907-2002), así como el de María Zambrano (1904-1991), ligado aquí a la novela. Algunos de estos nombres no solo tuvieron relevancia en el quehacer literario de aquellos días, sino que también se presentaban como dechado de la mujer moderna. Tomemos por caso a Concha Méndez, campeona de natación, deportista, conductora de un Citroën, amante del pelo corto y del buen vestir, pero sin sombrero, como ella misma solía decir (Valender 2001). Esa actitud hacia la modernidad se plasmó en sus poemarios, en que comparece la mujer emancipada tanto de los prejuicios machistas de su propia época como del lastre que todavía pesaba proveniente de la anterior centuria. Juan Ramón la describió muy bien en sus Españoles de tres mundos (1942), donde también aparecen los retratos de Ernestina de Champourcin y de Rosa Chacel (1898-1994):1

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De Rosa Chacel escribió: “Chorreante de rizos negros que se sacude atrás en imperioso escorzo nervino, frente blanca bella solo bella garganta blanca, Rosa viene hojeando, Rosa exhalada, volando digo, metamorfoseada rosa, desde el rosal verde grana de su infancia; atraviesa, cayéndolo todo, decorados estanterías yesos jardines cortinas con su aro de cascabel muy delante; salta ríe enérjicos, típicos compases diferentes de jota nueva, y aparece al fin radiosa (193X) en la irreal puerta del instante exacto, entre nosotros, menores, medios, mayores” (Jiménez [1942] 1969, 219-220).

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Su mono añil puede ser de cajista de imprenta enrolada de buque, fogonero de tren, polizón de zepelín, todo por la Poesía delantera que huye en cruz de horizontes ante las cuatro máquinas […]. Vemos entonces a Concha superpuesta, abundante, aquí y allá, quizás con plumas loros flechas monos auténticos, cumpliendo voluntariosa su vocación de Ceres de todos los elementos, Venus con caracoles y cuernos de abundancia. Concha Méndez era la niña desarrollada que veíamos, adolescentes, con malla blanca, equilibrista del alambre en el casino de verano […] la campeona de natación, de jiujitsu, de jimnasia sueca. La hemos encontrado en el Polo, en el Ecuador, el cráter de Monotombo, la mina de Tarsis… (Jiménez [1942] 1969, 215-216)

Las propias palabras de la poeta también ayudan a corroborar su actitud ante la modernidad y su posición hacia el lugar que la mujer debía ocupar en esta, siguiendo un tanto la novela vanguardista de José Díaz Fernández (1898-1941) La Venus mecánica, de 1929: Era el momento de escaparme de mi casa rumbo a Suecia. Estando en San Sebastián, una tarde preparé mi maleta. Al salir, por esas cosas que tienen que pasar, me sorprendió mi madre. Entonces le dije: “Me voy a Estocolmo”. “Esto es el colmo” —respondió—. Y yo me decía: “Esto es un poema”. Cogí la maleta y salí corriendo a la calle; mi madre, a gritos, empezó a llamar a la policía; apareció uno y me acusó a él. Total: decidí no volver a casa y pedí un juez. Entonces me depositaron en un hotel sin dejarme salir; ahí me quedé tres días. Como había un piano, me agarraba de él, tocando marchas fúnebres: acentuaba los does y los alargaba. Mi padre volvió de Madrid para buscarme y me prometió que, si volvía a casa, arreglaría las cosas para que pudiera viajar; me prometió muchas cosas, que nunca cumplió. (En Ulacia Altolaguirre 1990, 47-48)

La idea de modernidad, ya fuera asociada al tono lírico, ya lo fuera al tratamiento del tema por parte de una mujer, aplicada a las poetas españolas de la década del veinte del siglo pasado no pasó desapercibida en la época, aunque no consiguió hacerse hueco o, mejor dicho, no fue calibrada en su justa medida, en el ámbito de los estudios literarios, sobre todo en las historias u obras, que, sin llegar a serlo, eran inspiradas por el mismo aliento que aquellas. Sobre la contribución de la obra de las mujeres a la modernidad lleva razón Mercedes ­Gómez

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Blesa (2009) cuando afirma que fue decisiva la incorporación femenina al espacio público para tal fin. De vuelta a la recepción de esta aportación y novedad a un tiempo, citaré dos casos procedentes de reseñas periodísticas. Cipriano Rivas Cherif escribió en 1932 en El Sol sobre La voz en el viento, de Champourcin. Los elogios del polifacético crítico no son velados, sino que este muestra su admiración por una poesía que considera de latido contemporáneo, sincera y auténticamente poética, características estas últimas que, según el madrileño, superan la pureza de expresión de Salinas, Guillén, Lorca, Alberti y Altolaguirre, adalides todos de la lírica de finales de la década del veinte y principios de la siguiente: No se trata de versos fáciles. Sin rima casi todos, rara vez asonantados en romance, sin “argumento” histórico, sin anécdota personal, sin un ¡ay!, sin un suspiro, disimulada la angustia por tan inflexible rigor en el sometimiento a la verdad interior, como a la dignidad de la palabra, el eco de esa voz en el viento –sobre las bocinas, sobre los tumultos, sobre los chismorreos de la murmuración, sobre los altavoces, sobre el silencio de los museos en lunes-, el eco de esa voz en el viento cristaliza un espejo de fuente perennemente viva. Los retóricos y los narcisos podrán mirarse como en remanso castalio, en este soneto de clásica serenidad. [Reproduce a continuación el poema Búscame en ti. La flecha de mi vida]. (Rivas Cherif 1932, 2)

En el mismo diario, el 13 de junio de 1936, Guillermo de Torre reseñó dos libros de Ernestina (Cántico inútil, que recoge también La voz en el viento, y la novela La casa de enfrente). Ambas obras, según el poeta madrileño, están unidas por el tema del amor. Y ahí es donde el reseñista establece la singularidad de la autora a la hora de tratar este lugar común universal, lo que no llevaría aparejado nada de extraordinariamente singular si este amor cantado por ella se mantuviese en los límites expectantes receptivos, peculiares de su sexo y habituales en nuestro clima. Pero el amor que Ernestina de Champourcin canta con profundo acento y patética belleza es el amor activo, dadivoso, iluminado. (Torre 1936, 2)

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Sabemos también que la Sección de Archivos de Literatura Española Contemporánea creada en el Centro de Estudios Históricos y dirigida por Pedro Salinas, al igual que la importante revista Índice Literario (1932-1936),2 atesora información hemerográfica de treinta y seis autoras, entre ellas, Ernestina de Champourcin y Concha Méndez, por aludir a las que acabo de nombrar hace un momento.3 Es destacable que una institución totalmente controlada por varones, aunque también trabajaran allí mujeres, y dedicada, sobre todo, en el ámbito de

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Esta revista es especialmente relevante por publicar reseñas sobre obras escritas por mujeres y contar en su redacción con dos colaboradoras, María Josefa Canellada y María Galvarriato. Según Juana María González, “Índice Literario surge coincidiendo con el impulso modernizador republicano en favor de la educación y el progreso de las mujeres, y animado por los principios de defensa de la mujer que desde años antes promovía la Institución Libre de Enseñanza. Esto la convierte en una fuente de información interesante acerca de la visión sobre la obra literaria de las mujeres que tenían los colaboradores de la revista y que, en consecuencia, transmitió el propio Centro de Estudios Históricos” (González 2021, 3). En el análisis que ha realizado la autora de los números de 1932-1933, el resultado de participación de las mujeres ha sido muy poco alentador: “La presencia femenina en la publicación es, sin embargo, muy escasa. La mayor parte de las reseñas sobre sus obras se encuentran en las secciones de ‘Poesía’, ‘Novela y narraciones’ y ‘Literatura para niños’. En este sentido, a pesar de que Índice Literario y el Centro de Estudios Históricos dieron un paso adelante en la consideración de la obra intelectual y artística de las mujeres, coincidente con el impulso modernizador republicano, la representación femenina en la revista es insuficiente y desigual. Finalmente, se ha de señalar que la mayor parte de los tópicos asociados a estas reseñas de obras escritas por mujeres son temas relacionados con el amor y la novela rosa” (9). Esta es la nómina completa: María Dolores Arana, Eulalia de Borbón, Carmen de Burgos, Leonor Canalejas y Fustegue (Isidora Sevillano), Sofía Casanova, Carmen Castro, Dolores Catarineu, María Cegarra Salcedo, Eva Cervantes, Ernestina de Champourcin, Concha Espina, Elena Fortún, Mercedes Gaibrois de Ballesteros, Consuelo García Guardiola, Gloria Giner de los Ríos, Gertrudis Gómez de Avellaneda, María Elena Gómez-Moreno, María Eugenia H. Iribarren, Josita Hernán, Remée de Hernández, María F. Laguna, Myriam de Mármara, María Victoria Maura, Concha Méndez, Pilar Millán Astray, Julia Montero Alonso, Elisabeth Mulder, Margarita Nelken, Carlota O’Neill, Emilia Pardo Bazán, Carmen Payá, Pilar de Plasencia, María Teresa Roca de Togores, Luisa Sofovich, Mercedes Torrens de Garmendia y María Zambrano (González 2018, 969).

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los estudios literarios, a épocas pasadas, fijara su interés en la literatura contemporánea y, más específicamente, en la obra de mujeres que estaban publicando en aquel momento. La finalidad de coleccionar todos aquellos recortes de prensa se debió a la voluntad de los creadores de la sección de facilitar su labor a los investigadores venideros. Unos años antes de publicarse el libro de Chabás al que he hecho alusión, en 1924, la revista parisina Intentions dedicó un número especial a la nueva poesía española. Allí, aparte de un estudio introductorio, se ofreció a los lectores la traducción francesa de textos de Alonso Quesada (1886-1925), Fernando Vela (1888-1966), Adolfo Salazar (1890-1958), Pedro Salinas, Antonio Espina (1891-1972), Rogelio Buendía (1891-1969), José Bergamín (1895-1983), Gerardo Diego, Dámaso Alonso (1898-1990), Federico García Lorca y Juan Chabás (1900-1954). Como revela esta nómina, no se paró mientes en las poetas. Al año siguiente, en 1925, apareció la notable Historia de la literatura española de Juan Hurtado y Ángel González Palencia, donde, en el capítulo correspondiente a la literatura en el siglo xx, solo se menciona como poeta a la sevillana Gloria de la Prada (1886-¿1951?) y sus poemarios Mis cantares (1911), Las cuerdas de mi guitarra (1913) y El barrio de la Macarena (1917) (Hurtado y J. de la Serna y González Palencia 1925, 1060). En el epígrafe dedicado a la novela, sigue apareciendo la firma de Concha Espina. En cuanto a las eruditas, se cita a Blanca de los Ríos de Lampérez (1859-1956), directora de Raza Española y autora de algunos trabajos importantes sobre obras de mujeres, como el dedicado a Frasquita Larrea, publicado en la mencionada revista el mismo año en que apareció el manual de Hurtado y González Palencia. Dos años más tarde, ya en 1927, la importante revista murciana Verso y Prosa. Boletín de la Joven Poesía publicó en sus dos primeros números correspondientes a enero y febrero respectivamente una “Nómina incompleta de la joven literatura” a cargo de Melchor Fernández Almagro. En la primera entrega se dio a los lectores la siguiente relación de poetas: Benjamín Jarnés (1888-1949), Pedro Salinas, Antonio Espina, Jorge Guillén, Antonio de Marichalar (1893-1973), José Bergamín, Claudio de la Torre (1895-1973), Gerardo Diego, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Juan Chabás, Rafael Alberti y un misterioso X (¿Juan Guerrero Ruiz [1893-1955]?).

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Y en la segunda, Fernández Almagro añadió a Edgar Neville (18991967) y a Guillermo de Torre (1900-1971). Gerardo Diego (1927), en el mismo lugar, publicó la epístola “A Rafael Alberti”, exhortando al gaditano a que, en calidad de secretario de la conmemoración, convocara a los siguientes poetas, que el autor de la epístola no menciona explícitamente, a la celebración del centenario de Góngora: Ramón del Valle Inclán (1866-1936), Antonio Machado (1875-1939), Juan Ramón Jiménez (1881-1958), José Moreno Villa (1887-1955), Ramón de Basterra (1888-1928), Pedro Salinas, Jorge Guillén, Vicente Huidobro (1893-1948), Juan Larrea (1895-1980), Lorca, Rafael Alberti y el propio Gerardo Diego. Tampoco aquí encontramos ningún nombre femenino. De 1930 data el libro La poesía española contemporánea, de Valbuena Prat. Aunque el insigne historiador reparó poco en el análisis de la obra de las poetas y en la reflexión sobre su significado, es cierto que nombra a algunas de las más destacadas del entorno intelectual del 27 y, en honor de la verdad, hay que reconocerle el acierto de agavillar a los jóvenes poetas que todavía no tenían obra consolidada ni la apariencia de cuerpo generacional y que más tarde adquirirían con el consiguiente prestigio que les fueron otorgando editores, críticos e historiadores de la literatura. Por esta razón, y en aquel momento en que todavía no había despegado ni siquiera el marbete que luego se consolidó como denominador común de sus integrantes, tiene especial mérito el que Valbuena nombrara a las poetas jóvenes coetáneas y contemporáneas de los vates varones. A pesar de esto, se deja llevar todavía por el peso de la costumbre de mencionar a la escritora asociándola a algún varón, sobre todo si existía vínculo familiar. Así es el caso de Josefina de la Torre (1907-2002), hermana de Claudio de la Torre. Añade los nombres de Ernestina de Champourcin y de Concha Méndez. Resulta igualmente significativo que Valbuena dé cuenta de “la abundante floración de poetisas” (Valbuena Prat 1930, 130). Unos años más tarde, en 1937, su célebre Historia de la literatura española ya acogió un pequeño apartado dedicado a las poetas del 27: De la Torre, Champourcin y Concha Méndez de Altolaguirre. Sorprende de nuevo que se persevere en revelar el nexo conyugal, en este caso, de una de las poetas nombradas. Como se sabe, el poeta Manuel Altolaguirre se casó

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con Concha Méndez en 1932. Resulta curioso que el famoso libro de retratos de Juan Ramón Jiménez Españoles de tres mundos recoja en su índice final el nombre del poeta y, a renglón seguido, el de su esposa, indicando simplemente: “Y Concha (1931)” (Jiménez [1942] 1969, 365). En el libro de 1930, por tanto, Valbuena todavía usa los apellidos de soltera, Méndez Cuesta, pues el matrimonio se celebraría con posterioridad a la aparición del libro. En la edición de la obra de 1957 ya introdujo el marbete “generación del 27”.4 No debe desdeñarse la aportación de Valbuena, si tenemos en cuenta que, en una de las antologías5 más trascendentes para la historia de la poesía del siglo xx, la firmada por Gerardo Diego, no aparecía ninguna poeta en su primera edición de 1932 y solo dos en la segunda, de 1934, donde incorporó a Ernestina de Champourcin, por consejo de Juan Ramón, y a Josefina de la Torre. La importancia de la antología del poeta santanderino radicaba, sobre todo, en su ­capacidad para certificar la existencia de

4 Véase Díez de Revenga Torres (2000, 84-85). 5 Sobre las antologías de poesía, véase el estudio de conjunto de Mariángeles Rodríguez Alonso (2020). Por lo que respecta a este trabajo, interesa tener en cuenta una de sus conclusiones: “Podemos constatar cómo el fenómeno de las antologías es un efectivo instrumento de poder, cuya carga ideológica y cuya capacidad de modelización de la historia literaria y de los procesos de canonización quedan fuera de toda duda. Lo antológico, tal y como se ha visto, ha marcado desde hace décadas el devenir de la historia literaria en España […]. Comprobamos, no obstante, desde este recorrido por algunos lugares clave de las antologías poéticas del siglo xx cómo prevalecen aquellas que se sustentan en un concepto poético con criterios orientadores y aparato crítico frente a las que suponen una mera yuxtaposición de nombres sin un sólido elemento de cohesión estilística o generacional. La antología de Federico Onís (1934) fija la foto del modernismo, la de Gerardo Diego (1934) sanciona —asombrosamente para la temprana fecha de su publicación— la nómina de los autores que conformarán la generación del 27. De semejante importancia resultan las que antologa Castellet (1960, 1970) respecto a la generación del cincuenta […]. Las antologías poéticas se erigen como un decisivo horizonte de lectura que interviene como instrumento de autoselección en la conformación del canon poético español” (Rodríguez Alonso 2020, 88). De lo anterior se colige que la ausencia casi generalizada de las poetas en los recuentos antológicos del siglo xx fue un factor decisivo de su exclusión del canon y de la historiografía literaria.

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una generación (Morelli 2007, 8), por lo que la presencia de mujeres en la nómina de poetas resultaba de vital importancia. En aquel mismo año, Federico de Onís publicó una monumental antología de la poesía española e hispanoamericana en que, bajo el epígrafe “Poesía femenina”, recoge a escritoras hispanoamericanas (María Enriqueta Camarillo [1872-1968], María Eugenia Vaz Ferreira [1875-1924], Delmira Agustini [1886-1914], Gabriela Mistral [1889-1957], Alfonsina Storni [1892-1938], Juana de Ibarbouru [1892-1979] y María Villar Buceta [1899-1977]), pero a ninguna española. Gerardo Diego, en cualquier caso, advirtió a sus lectores de que el libro no nacía con la pretensión de ser “una antología total de la poesía española, sino precisamente una antología parcial” (Diego [1932, 1934, 1959] 2007, 89). Al contrario, la intención de Onís era más abarcadora y menos selecta, en el sentido de que su obra pretendía “reunir en un cuerpo lo mejor y más característico de la producción de los poetas de lengua española durante una época bien definida” (Onís [1934] 2012, xiii). Mayor atención prestó a las escritoras Ángel del Río en su Historia de la literatura española de 1948. Vuelve a fijarse en la novelista Concha Espina, que se va convirtiendo en lugar común de los historiadores, reparando en la debilidad de estilo de la autora de El más fuerte (1947): La novela de Concha Espina tiene mayor sustancia humana [la compara con Ricardo León] pero le falta también el sello de una fuerte personalidad que es el denominador común de la gran literatura y su estilo, aunque suelto y poético, no alcanza la perfección del de otros escritores de este tiempo. Montañesa como Pereda, sitúa en la misma región algunas novelas, pero no logra en ellas esa fusión con la naturaleza y el medio que dan realce al realismo de aquel. (Río [1948] 1996, 416-417)

Para las poetas, Ángel del Río utiliza el marbete “poesía femenina” y circunscribe en la generación del 27 a Ernestina de Champourcin y a Concha Méndez, mientras que a Carmen Conde la introduce en la generación del 36 y a Ángela Figuera (1902-1984), en la del medio siglo6. 6

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Véanse los trabajos de Acillona (1985 y 1989), Payeras (2003) y Alonso Valero (2016).

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En 1950, Pedro Caba publicó un artículo en Correo Literario titulado “Humanidad femenina en el poeta”, en que determinados tópicos de lo femenino vienen como anillo al dedo para definir diferentes cualidades poéticas capaces de resquebrajar los modelos de la denominada poesía pura en beneficio de una rehumanización del arte, que dejaba ya de estar horro de ternura, amor y maternidad. Tales sentimientos, que señoreaban en las mujeres, sin embargo quedaban ocultos entre los propios de su sexo, en los varones. La idea no era nueva. En efecto, Guillermo de Torre, en unas líneas dedicadas a Champourcin en El Sol, opinaba que “en todo lirismo subjetivo hay una buena porción de elementos femeninos o feminoides” (Torre 1936). Ahondando más en el asunto, y como muestra llamativa, el mismo periódico publicó el artículo firmado por Dolores Castro (1951) con el curioso rótulo de “La poesía de México es la poesía femenina”. Siguiendo a Caba, en 1952, Julio García Morejón dictó una conferencia en Salamanca titulada Lírica femenina española contemporánea, que dos años más tarde publicó añadiendo la acotación cronológica de 1936-1954. Quienes asistieron al acto o leyeron más tarde el artículo publicado en la revista brasileña Paideia tuvieron la ocasión de empaparse de una serie de tópicos sobre la dependencia artística e intelectual de las poetas respecto de sus colegas varones, así como de perlas de este calibre: la mujer suele zafarse del esfuerzo intelectual, retomando el concepto decimonónico de excepción al que aludí al principio, porque le es más fácil seguir la ley del sentimiento (García Morejón 1954, 81). La gran adquisición de la poesía femenina actual, esa condición esencial de mujer que le faltaba antes de la guerra […]. Todo ya lo que nazca de su pluma se hallará escrito desde su feminidad. Es decir, que los ojos, los labios, las manos, el seno, la voz y el oído de su cuerpo dirán lo que a través de este cuerpo femenino pasaba a ser dominio de su espíritu. Y con voz propia. Quiere esto decir que buscando las palabras que servirán exactamente a su designio poético: que aunque sea tan universal como el del hombre, no es lo mismo. En universalidad y perfección, la poesía es una e indivisible. Ante su presencia los sexos se desvirtúan, se desvanecen y unifican en el mismo ámbito estético, pero es indudable que la aportación de cada uno le imprime diferencias orgánicas que acarrean las experiencias divergentes. Sería un error fundamental pensar que la poesía

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femenina actual se mantiene sola, imperiosa, libre de trabas e influencias. Nada de eso. En ningún momento la creación poética de la mujer podrá olvidar la del poeta varón que la rodea y que ella juzga maestro. El que la poesía femenina haya adquirido su propia voz no quiere decir que se haya individualizado hasta el punto de originar sus propios cánones e imponerles a los hombres. (83)

Bajo el manto de Caba, García Morejón prestó más atención en su trabajo a las poetas de la posguerra que a las anteriores, pues estas últimas, realizando un ejercicio técnico de mimesis, emularon a los grandes poetas varones coetáneos y contemporáneos, mientras que aquellas, en el contexto de una explosión de poesía rehumanizada, social, existencial o bajo cualquiera de las denominaciones al uso, fueron capaces de poner al servicio del nuevo arte su femenino sentir. Así las cosas, cuando Carmen Conde publicó unos años más tarde, en 1954,7 su Poesía femenina española viviente, no pudo evitar iniciar su prólogo recordando que “actualmente escriben en España muchísimas mujeres”,8 quienes “ofrecen una obra propia, sin el mimetismo a que estaba acostumbrada la anterior poesía femenina” (Conde

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De fecha anterior es la antología de Vidal (1943), que reúne poetas españolas e hispanoamericanas. En el capítulo dedicado a la “Nueva poesía” encontramos a las creadoras Concha Méndez, Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre, Rosa Chacel, Margarita de Pedroso, Pilar de Valderrama, Elena Cruz-López y M.ª Antonia Vidal, la responsable del volumen. La muestra elegida abarca veintiséis poetas: María Alfaro, Ester Andreis, María Beneyto, Ana Inés Bonnin, Carmen Conde, Mercedes Chamorro, Ernestina de Champourcin, Beatriz Domínguez, Ángela Figuera, Gloria Fuertes, Angelina Gatell, Clemencia Laborda, Chona Madera, Susana March, Trina Mercader, Pino Ojeda, Pilar Paz, Luz Pozo Garza, Josefina Romo Arregui, Alfonsa de la Torre, Josefina de la Torre, Montserrat Vayreda, Pilar Vázquez Cuesta, Pura Vázquez, Celia Viñas y Concha Zardoya. La dedicatoria del libro se consagró a la memoria de Clemencia Miró, amiga de la antóloga y poeta de obra inédita, según se lee allí. Conviene recordar que, unos años más tarde, Leopoldo de Luis (1965) solo incluyó a cuatro mujeres en una de las antologías poéticas más influyentes de la posguerra: Ángela Figuera, Gloria Fuertes, María Beneyto y María Elvira Lacaci.

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1954, 7).9 Si leemos las palabras anteriores como réplica a quienes se habían olvidado de las poetas en sus antologías, manuales, estudios, etc., hemos de reparar asimismo en el adjetivo viviente del título, que usó igualmente Gerardo Diego, para subrayar la actualidad y contemporaneidad de las poetas elegidas por la escritora de Cartagena. Se da cuenta la antóloga de que “lo más interesante de la poética actual femenina de España es que ha buscado y hallado sus temas en un vasto mundo de sensibilidad, que, hasta hoy no era el de las poetisas” (7). No se puede dejar a un lado el hecho de que en 1952, 1953 y 1954 se habían convocado tres Congresos de Poesía en Segovia, Salamanca y Santiago de Compostela respectivamente donde la ausencia de las mujeres sería notable hasta el punto de que en el encuentro segoviano, en el que no participó ninguna poeta, se expresó la conveniencia de contar en futuras convocatorias con voces femeninas. En el segundo de ellos participaron solo Carmen Conde, Concha Zardoya (19142004) y Clementina Arderiu (1889-1976), a la que se hizo referencia en muchas ocasiones como “esposa” de Carles Riba, mientras que en el tercero, Conde y Pura Vázquez (1918-2006). Volviendo a la antología que nos ocupa, su autora hace hincapié en el hecho de que la atención de las poetas ya no repara en la “preciosidad”, sino que sus sentimientos se plasman en otra “manera de hacer” (Conde 1954, 8). Al contrario de lo que poco después le ocurrió a Luis Cernuda en sus juicios sobre Rosalía de Castro, Carmen Conde sabe ver la modernidad de la autora, quien, aunque ella no lo enuncia así, tiene que ver con su valor lírico universal.

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En palabras de Ángel Luis Prieto de Paula: “La tarea de construcción y reivindicación de una voz de mujer la llevó a cabo Carmen Conde en su poesía, pero muy notoriamente en sus obras de ensayo y en sus antologías de poesías de mujeres […]. La nómina de las veintiséis antologadas en ambas ediciones es un punto de partida imprescindible para tratar el asunto de la poesía femenina, sus orientaciones, su singularidad y, sobre todo, las razones de su relegación” (Prieto de Paula 2021, 157).

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Más tarde, en 1969,10 otra antología, al cuidado de la misma Carmen Conde, agavilla poemas de tema amoroso escritos por varones y mujeres, entre las cuales encontramos ya una amplia nómina: Clementina Arderiu, Concha Méndez, Chona Madera (1901-1980), Ana Inés Bonnin (1902-1969), Elena Martín Vivaldi (1907-1998), Concha Lagos (1907-2007), Mercedes Saori (1914-¿?), Celia Viñas (19151954), Susana March (1915-1991), Concha de Marco (1916-1989), Beatriz Domínguez (1916-2007), Gloria Fuertes (1917-1998), Pura Vázquez (1918-2006), Trina Mercader (1919-1984), Julia Uceda (1925), María Beneyto (1925-2011), Acacia Uceta (1925-2002), María Eugenia Rincón (1926-2011), Aurora de Albornoz (1926-1990), Angelina Gatell (1926-2017), María de los Reyes Fuentes (19272000), Elena Andrés (1929-2011), Cristina Lacasa (1929-2011), Teresa Soubriet (1930-2008), Carmen González (1931), María Victoria Atencia (1931), Pilar Paz Pasamar (1933-2019), Josefa Contijoch (1940) y la propia antóloga. La afirmación de la poeta de Cartagena en 1954 sobre la vitalidad de la creación poética de las mujeres en España se corrobora en esta nueva entrega mixta. Carmen Conde percibe asimismo que ha habido una evolución en la poesía escrita por mujeres respecto de las hornadas poéticas precedentes: Todo es distinto en nuestros días para la Poesía, y, singularísimamente, para la poesía creada por las mujeres; por las poetisas. Los “poemas de amor” ya no son aquellos poemas amorosos que escribieron las más excelsas poetisas clásicas, ni las sentimentales de aquel otro romanticismo o de la generación que se redondeó en 1930. La guerra española, las guerras del mundo entero, hicieron el cambio. Las mujeres respondieron vigorosamente, con su ultrarreconocida sensibilidad, y un mundo inédito comenzó a nacer y a palpitar en borbotones, hasta alcanzar la solemnidad de hoy, su dominio, su elevación. (Conde 1969, 8)

10 En 1964 había aparecido en Italia la antología de poetas españolas preparada por Romano, donde se acoge a diecinueve de ellas.

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La presencia de mujeres en las páginas de las antologías de Carmen Conde era síntoma de que la poesía de estas cobraba fuerza en el campo literario. Una muestra de ese reverdecimiento es el menudeo de premios de diferente prestigio y nombradía, pero, al fin y al cabo, galardones que reconocían la obra de las poetas. Pura Vázquez ganó en 1950 el accésit al Premio Boscán. Susana March obtuvo el accésit al Adonáis en 1952 por La tristeza. Carmen Conde fue galardonada en 1954 con el Premio Internacional de Poesía Simón Bolívar por Vivientes de los siglos y en 1967 recibió el Premio Nacional de Poesía por sus poesías completas editadas bajo el marbete de Obra poética (1929-1966). María Beneyto es reconocida en varias ocasiones: Criatura múltiple recibió el Premio Valencia de Poesía en 1953, el mismo año en que fue accésit y finalista del Premio Boscán por Poemas en la ciudad y accésit del prestigioso Adonáis en 1955 por Tierra viva, que, al año siguiente recibiría María Elvira Lacaci por Humana voz. Angelina Gatell (1926-2017) consiguió el Premio Valencia de Literatura en 1954. Ese mismo año, Pilar Paz Pasamar obtuvo un accésit del Premio Adonáis por Los buenos días y, en 1956, el Premio Juventud por Ablativo amor. Clementina Arderiu, por su parte, recibió el premio Ossa Menor en 1958 por su libro Es decir. También ese año Mercedes Saori recogió el Premio Monroy por La naranja y, en 1963, Así en la tierra como en el sueño, de la misma autora, fue premiado por Claraboya. Teresa Soubriet obtuvo el Premio Café Santos en 1960. M.ª Eugenia Rincón consiguió en 1963 el Premio Valencia de poesía castellana por Tiempo en el espejo. Cristina Lacasa ganó el Premio de poesía castellana Ciutat de Barcelona de 1964 por Poemas de la muerte y de la vida. Gloria Fuertes fue galardonada al alimón con Félix Grande con el Premio Guipúzcoa de poesía en 1965. Acacia Uceta recibió en 1966 el Premio Fray Luis de León. Pero, pese a los galardones y a las numerosas publicaciones de poemarios y versos en revistas literarias y no literarias, como señala Balcells, “al repasar los panoramas, las antologías y los estudios acerca de la poesía española del siglo xx, se observa que la atención a los poetas casi monopoliza tales publicaciones” (Balcells 2002, 17). Al valorar la calidad de las escritoras de posguerra, aunque aludiendo a autoras de novelas, Díaz-Plaja destacó el valor de aquellas comparándolas con sus colegas varones porque, al igual que había

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ocurrido en la lírica, en la prosa había saltado a la palestra un número considerable de escritoras que iban cosechando el favor de los lectores y recibiendo galardones, como la propia Carmen Conde había hecho constar en las primeras líneas de su antología de poetas vivientes (“Hay que decir que las novelistas, ensayistas, historiadoras, cuentistas, periodistas cuentan también en gran número” [1954, p. 7]): Carmen Laforet abrió la puerta a un estilo literario y a una cohorte de escritoras. Por el hueco que ella había abierto entraron las buenas plumas de Ana María Matute, Elena Quiroga, Paloma Medio, Carmen Kurtz, Mercedes Salisachs, Carmen Martín Gaite… En proporción a su número, las mujeres españolas que han publicado después de la Guerra Civil tienen probablemente una altura media mucho más alta que la de sus colegas varones. (Díaz-Plaja 1974, 381)

La selección realizada por Conde quiere enmarcarse en un momento en que la escritura de mujeres en diferentes géneros de ficción y ensayísticos florece. La presencia de las mujeres en las aulas universitarias y el hecho de que algunas de aquellas descuellen por sus méritos investigadores y por sus estudios ayudaban a superar viejos clisés y a presentar una imagen de la mujer moderna, la artista, la erudita y la científica. Antes de la Guerra Civil, el Centro de Estudios Históricos ya había dado ejemplo al incluir en sus filas a algunas jóvenes investigadoras. Al mismo tiempo, la escritora de Cartagena presenta una poesía femenina que rompe el cordón umbilical con la lírica escrita por mujeres con anterioridad. Desea la antóloga enfatizar la modernidad de las nuevas escritoras, que han conseguido alcanzar respiración propia. En cuanto a la temática, la sensibilidad ha cambiado —“Una flor no se canta ahora como hace un siglo” (Conde 1954, 11)— y ahora las posibilidades se han multiplicado en diferentes abanicos de dolor, amargura, ansiedad, etc. Echa de menos Carmen Conde la vigencia de la estética de la pureza, pues las poetas se han inclinado por el lado humano y han preterido la poesía cuyo único fin es el lenguaje mismo. Tampoco encuentra la escritora cartagenera muchos casos de poesía espiritual o con misterio. Así las cosas, concluye lo siguiente:

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José María Ferri Coll Los poetas de hoy tenemos, algunos, el prurito de no diferenciarnos de los otros seres que no son poetas; hemos aceptado, al parecer con agrado, el que no se nos considere como lo que somos: criaturas privilegiadas para el bien y para el dolor, evidentemente desequilibradas en relación con lo que constituye la ordinaria normalidad. Parece como si nos avergonzáramos de poseer una sensibilidad, una receptividad, un poder de elevación sobre el resto de los mortales. Y nos achicamos, nos hacemos incluso más pequeños que los otros, para que nos perdonen el ser diferentes. (9)

La mujer ya no puede, por tanto, crear la poesía que el varón desearía que cultivara, sino que aquella debe recuperar su voz propia en absoluta independencia al arrimo de las teorías de Rilke sobre el humano femenino. De esta manera, la mujer no escribe como el hombre, sino como mujer que se sabe plenamente. Esta inmanencia no debe desligarse de la circunstancia histórica. Así, Carmen Conde reivindica el derecho de las mujeres a ser incorporadas a una generación. La bibliografía amplia recogida por M.ª Carmen Simón Palmer (2006) sobre escritoras del siglo xx pone de manifiesto que el interés por estas ha ido aumentando, y en los últimos decenios el panorama es muy diferente al que nos encontramos en la primera mitad de la centuria, y, al mismo tiempo, nos pone sobre la pista de numerosas mujeres creadoras que han permanecido en silencio durante décadas. Aunque publicado por primera vez en 1966, no puedo dejar aquí de lado el Manual de historia de la literatura española de Max Aub, nacido en 1903 y, por tanto, testigo y conocedor de primera mano de la literatura española de la primera mitad del siglo. Copio unas palabras de la “Nota preliminar” que constituyen una clara reflexión sobre la técnica de trabajo de quien redacta una historia literaria y que traigo aquí a colación para llamar la atención del hecho de que la inercia, la repetición y el lugar común son causa de que muchas veces las obras de las mujeres hayan sido desdeñadas por los historiadores. Dice en la introducción: Los manuales suelen basarse en otros; que el historiador no puede dedicarse a la totalidad del pasado. Alguna vez dije que el plagio debió inventarse para este tipo de obras. El manualero es escritor de tercera o cuarta mano, porque no puede llevar a cabo su cometido de otra manera.

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Su excelencia no depende de su saber sino del de los demás, de la claridad de la exposición, del escoger sus fuentes y, tal vez, de tener algunas ideas y un fin […]. Copié, recorté, condensé en busca de cierta unidad de lo que creo que, por hoy, se acerca más a lo cierto. (Aub [1966] 1974, 9)

Para no buscar ejemplos de lo que dice Aub en otros manuales, recojo algunos casos de su propio libro. Al referirse a la generación del 98, el célebre escritor afirma que “componen esta […] un grupo de hombres”. De las escritoras, recoge algún tópico, como el de situar a Concha Espina entre el folletín y la novela rosa: Cierra la época que había abierto Fernán Caballero un siglo antes. Es una decorosa representante del desfallecimiento de la novela realista tal como la entendieron los románticos, a la española. Sus dos obras importantes, La esfinge Maragata (1914) y El metal de los muertos (1920) son novelas tradicionales, costumbristas, de honrada factura, donde el folletín se hermana sin dificultad con la novela rosa. (486)

Aparte de ciertos lugares comunes, hay que reconocer que la aportación de Aub en cuanto a la presencia de poetas españolas contemporáneas es singularmente valiosa, aunque pesen todavía algunos vicios decimonónicos como el de presentar a la escritora como esposa, hermana, hija o bajo cualquier otro parentesco entablado con un varón. Así, a Concha Méndez, se la ata a su esposo, el poeta Altolaguirre, con quien no solo comparte vínculo conyugal, sino también estilístico: “Tiene no poco de él y algo de su gracia formal y escondida” (521). De otras poetas, sin embargo, no menciona el lazo familiar, como es el caso de Carmen Conde o de Ernestina de Champourcin, a la que considera la “voz más clara y segura de todas” (521), mientras que piensa que Carmen Conde es la “poetisa correcta más importante de su generación” (521). A Elisabeth Mulder (1904-1987) la incluyó en la nómina de los humoristas Antonio Robles (1895-1983), Neville y Jardiel Poncela (1901-1952). De la posguerra, Aub se acordó de Ángela Figuera, “una voz madura, grave, maternal, generosa, limpia” (545), de Gloria Fuertes y de María Beneyto, así como de la chilena Concha Zardoya. El adjetivo maternal, que Aub utiliza para definir el

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tono poético de la escritora bilbaína, habría que inscribirlo también en la serie de lugares comunes a los que acabo de aludir. Para finalizar, me gustaría resumir algunas conclusiones de lo dicho. El tránsito del siglo xix al xx fue el momento clave de la incorporación de la mujer a la actividad literaria, artística y cultural, en general, y también científica. Fue mucho más significativa y visible su presencia en las artes que en las ciencias, pero, sin duda, las posibilidades de adquirir conocimientos de estas últimas o de adentrarse en el terreno de la erudición eran superiores que años atrás. En cuanto a la poesía, se puede comprobar que la publicación de poemarios y de poemas en revistas literarias y no literarias, así como de reseñas, semblanzas, retratos, etc. es constante. Hay una presencia generalizada y notable en el campo literario, que no se corresponde, o, por lo menos, no proporcionalmente, con su peso en el canon historiográfico que han ido fijando manuales, estudios e historias literarias. Asimismo, parece evidente que no se ha aplicado a las poetas el mismo ordenamiento generacional y estilístico usado para los escritores varones. Se da por hecho, sin mucho reparo, que la escritura de las mujeres responde más a estímulos individuales que a su pertenencia a una hornada generacional o a un movimiento estético. Excluidas o marginadas de las antologías destinadas a la configuración de un canon y postergadas en los estudios e historias literarias, las poetas, a diferencia de sus colegas varones, carecen en general del estímulo de la socialización y la agrupación necesaria para el florecimiento y difusión de todo producto cultural.

Bibliografía citada Acillona, M. M. (1985). Poesía femenina de posguerra. Historia y claves interpretativas. Universidad de Deusto. Tesis doctoral. — (1989). “Ángela Figuera: protagonismo femenino en la denuncia social”. Congreso de Literatura. II Congreso Mundial Vasco. Madrid: Castalia, pp. 347-354.

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Alonso Valero, E. (2016). “Mujeres poetas bajo el franquismo”, Cuadernos Hispanoamericanos, 1 de julio, https://cuadernoshispanoamericanos. com/mujeres-poetas-bajo-el-franquismo/. Aub, M. [1966] (1974). Manual de historia de la literatura española. Madrid: Akal. Balcells, J. M. (ed.) (2002). Ilimitada voz. Antología de poetas españolas (1940-2002). Cádiz: Universidad de Cádiz. Caba, P. (1951). “Humanidad femenina en el poeta”, Correo Literario, 36, p. 10. Castro, D. (1951). “La poesía de México es la poesía femenina”, Correo Literario, 15, p. 4. Cernuda, L. [1957] (2019). Estudios sobre poesía española contemporánea. Sevilla: Renacimiento. Chabás, J. [1933] (1936). Breve historia de la literatura española. Barcelona: Juan Gil Editor. — (2001). Literatura española contemporánea (1898-1950). Madrid. Verbum. Conde, C. (ed.) (1954). Poesía femenina española viviente. Madrid: Arquero. — (ed.) (1967). Poesía femenina española (1939-1950). Barcelona: Bruguera. — (ed.) (1969). Antología de poesía amorosa contemporánea. Barcelona: Bruguera. Díaz-Plaja, F. (1974). Nueva historia de la literatura española. Barcelona: Plaza & Janés. Diego, G. (1927). “A Rafael Alberti”. Verso y Prosa. Boletín de la Joven Literatura, 2 (febrero), p. 3. — (ed.) [1932, 1934, 1959] (2007). Poesía española [Antologías]. Edición de José Teruel. Madrid: Cátedra. Díez de Revenga Torres, F. J. (2000). “Valbuena Prat y los poetas de su generación”, Monteagudo. Revista de Literatura Española, Hispanoamericana y Teoría de la Literatura, 5, pp. 83-96. Fernández Almagro, M. (1927). “Nómina incompleta de la joven literatura”, Verso y Prosa. Boletín de la Joven Literatura, 1 (enero), pp. 1 y 2; y 2 (febrero), p. 2. García Morejón, J. (1954). “Lírica femenina española contemporánea (1936-1954)”, Paideia, 1-2, pp. 77-107. Gómez Blesa, M. (2009). Modernas y vanguardistas. Mujer y democracia en la II República. Madrid: Laberinto.

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III.

Imaginarios del cuerpo en las poetas españolas contemporáneas (1900-1936)

Melissa Lecointre Université Sorbonne Nouvelle-Paris 3 (CREC) No es tarea fácil abordar la cuestión del cuerpo en la pluralidad de voces de mujeres poetas que publican durante el primer tercio del siglo xx. Se corre el riesgo de simplificar y de generalizar trayectorias singulares y complejas que rara vez son lineales y homogéneas, tanto más en tiempos convulsos como son las tres primeras décadas del siglo xx. Apoyándose en autores franceses de distintas épocas, Joëlle PagèsPindon subraya la diferencia de tratamiento que se da en la literatura con respecto a la pintura a la hora de representar el cuerpo femenino. Mientras que la pintura impone una presencia carnal, la poesía se limita a menudo a la celebración, lo que conlleva una paradoja: para poder cantar el cuerpo, la lírica debe renunciar a describirlo (Pagès-

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Pindon 1992, 92). Resulta, sin duda, menos evidente representar la carnalidad con palabras que con pinceladas. Además, a diferencia de la novela, que permite esbozar retratos físicos, o del teatro, género en el que el cuerpo del actor da vida al personaje, en la poesía el Yo lírico aparece antes como voz que como cuerpo. Y, sin embargo, la voz nace y se articula en un cuerpo. Y es que el cuerpo es, en primer lugar, el soporte de la voz poética y, como indica Michel Collot en Le corps cosmos, el lugar donde se encarnan el pensamiento y la palabra (Collot 2008, 21). La primera dificultad al plantear la cuestión del cuerpo consiste precisamente en abarcar el concepto. No cabe duda de que el cuerpo es una evidencia silenciosa (Lévine y Touboul 2015, 11): una noción evidente (tenemos y somos un cuerpo) pero huidiza y evanescente cuando se intentan cubrir sus múltiples aspectos. Los estudios antropológicos han revelado que el cuerpo no es un dato biológico, sino un objeto que se inscribe en un universo simbólico, en una red de relaciones donde se cruzan lo orgánico, lo social, lo político y lo cultural, lo que se ha instaurado como género. Todo discurso sobre el cuerpo está atravesado por imaginarios que lo vinculan con los valores de una sociedad (Detrez 2002). Como indica Michel de Certeau: “La loi s’écrit sur les corps” (Certeau 1990, 206).1 El análisis de la representación del cuerpo femenino a través de tendencias y motivos recurrentes en un corpus de poemarios escritos por mujeres, la mayoría olvidados del canon masculino, implica tener en cuenta la importancia de los debates que desde el siglo xix se centran en la cuestión femenina. Mercedes Gómez Blesa, en su libro Modernas y vanguardistas, ha estudiado la evolución del discurso de la domesticidad, legitimado por la doctrina de la Iglesia y de la ciencia. El cuerpo es el espacio desde el que se generan las identidades. De hecho, es en el propio cuerpo de la mujer donde se fraguan en el siglo xix los discursos fisiológicos y pseudocientíficos que asientan la teoría de la domesticidad y de las dos esferas, atribuyendo a la mujer capacidades y espacios distintos a los del hombre (Gómez Blesa 2018, 84).

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“La ley se escribe sobre los cuerpos” [traducción nuestra].

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Si el cuerpo es lo que aboca a la mujer a su papel social, la conquista de aquel será un elemento clave en el primer tercio del siglo xx, en el que esta va a acceder a un estatuto de sujeto jurídico, durante los años de la Segunda República. La Gran Guerra marca, sin duda, un punto de inflexión también en España, a pesar de su neutralidad. La incorporación de la mujer a puestos de trabajo y la influencia de los nuevos hábitos que caracterizan los felices años veinte configuran un nuevo modelo femenino, la garçonne o la flapper, reconocible por su cuerpo, su pelo en particular, icono de una mujer moderna e independiente que accede a los espacios públicos, hasta entonces reservados a los varones (Gómez Blesa 2018, 321). Es en el cuerpo donde se concretizan las transformaciones de la situación de la mujer, al liberarse de las opresiones del corsé o rechazando las convenciones sociales del sombrero, como hacían Concha Méndez y Maruja Mallo, a modo de provocación, en sus deambulaciones urbanas (Balló 2016, 87). Como indica Michel Foucault, al igual que las vestimentas sagradas o los uniformes permiten acceder a espacios simbólicos, todo lo que está en contacto con el cuerpo despliega las utopías inscritas en él (Foucault 2009, 17). No cabe duda de que alrededor del cuerpo femenino cristalizan una serie de debates que exceden lo orgánico, en un momento de transición en que las mujeres se afirman como sujetos activos y, sobre todo, como creadoras, integrándose en circuitos literarios, como es el caso de Concha Méndez o de Ernestina de Champourcin (Salaün 2006, 39). Estudiar las representaciones del cuerpo en la poesía de autoría femenina del primer tercio del siglo xx obliga a tener en cuenta el contexto político y social pero también artístico, ya que es, en parte, en la figuración del cuerpo donde son perceptibles los signos de la modernidad en el arte. El paso del realismo decimonónico a las vanguardias y la ruptura de la mímesis como postulado creador se manifiestan por una destrucción de las formas y por nuevas representaciones del cuerpo que tienden a desfigurarlo. Cuerpos fragmentados y geométricos, representativos de la estética cubista, o cuerpos diluidos, híbridos o violentados, tales como los que representó el surrealismo, se vuelven reflejo de la crisis de la representación que caracteriza la modernidad.

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En una época en que el cuerpo se convierte en territorio en el que cobran visibilidad ciertos avances y reivindicaciones sociales y políticas, la representación poética del femenino alberga no solo una serie de problemáticas que cuestionan la identidad de la mujer, sino que también plantea la modernidad de escrituras en una época de renovación artística. Si bien la poesía de autoría femenina permite abrazar una nueva relación con el cuerpo, un nuevo sujeto lírico que se encarna en otros cuerpos, subvirtiendo las representaciones tradicionales y recogiendo el latido de ese nuevo modelo de mujer emprendedora cuyo cuerpo se despliega en nuevos escenarios lejos del hogar, también es reveladora de adherencias de los modelos tradicionales y de la coexistencia de distintas representaciones que pueden darse a veces en una misma voz poética. En una sociedad androcéntrica en que los cuerpos de las mujeres parecen pertenecer a la sociedad, la conquista de estos por medio de la palabra poética plantea una serie de interrogaciones: ¿cómo se construye el sujeto femenino como cuerpo en una época en que aumentan las reivindicaciones y se cuestiona el papel tradicional de la mujer que le viene dado por aquel?, ¿en qué medida el lenguaje poético favorece la encarnación de cuerpos que subvierten los tradicionales y las identidades asignadas a la mujer, así como las formas poéticas clásicas?

1. Los cuerpos heredados: imaginarios tradicionales del cuerpo femenino Un recorrido por la poesía escrita por mujeres en el primer tercio del siglo xx revela que esta, por momentos, se hace eco de ciertas representaciones tradicionales particularmente enraizadas en la sociedad y en la literatura de la época de autoría masculina que tiende a representar a la mujer como ser angelical o como demonio y emblema de todas las perdiciones. Símbolo de inocencia y de pureza, el motivo de la mujer angelical, tópico renacentista, se corresponde con el arquetipo del ángel del hogar que sirve de base al discurso de la domesticidad y a su función

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como guardiana del hogar, presente en poemarios como Mis flores (1904), de Concha Espina: “Ángel o mujer, quien seas, / ser de encanto peregrino / que entre las flores paseas / y es un jardín tu camino” (Espina 1904, 35). Condenada a un papel pasivo y a la espera del amor, la mujer se ofrece como ser puro a través de imágenes que remiten a la transparencia. En el poema “Flor de castidad”, del poemario Esencias (1930) de Pilar de Valderrama, el sujeto lírico libra un combate con su propio cuerpo para transformarlo en un organismo puro, purgado de sus pasiones: “Era la juventud, y por sus venas / corría sangre hirviente. / Ella la tornó fresca / como las aguas de serrana fuente… / Era bello su cuerpo, era su carne / morena y ardorosa. / Ella la volvió blanca / como el capullo de naciente rosa…” (Valderrama 1930, 56). El Yo lírico despoja su cuerpo de todo ardor y color para recuperar la blancura y la inocencia en unas representaciones que se corresponden con el ideal de la mujer virtuosa y sin anhelos eróticos (Gómez Blesa 2018, 42). La mujer aparece como alma antes que como cuerpo en buena parte de los textos. Y el amor suele ser también un amor desencarnado que une a dos almas antes que a dos cuerpos: “En mi camino te hallé, / nuestros ojos se miraron, / latieron los corazones / y las almas se besaron”, leemos en el Nuevo cancionero de la poeta Casilda de Antón del Olmet (1929, 29), cuyos cantares, de inspiración popular, retoman una serie de representaciones tradicionales en las que la comunicación amorosa elude lo corpóreo. Es, por ejemplo, también el caso de la primera poesía de Lucía Sánchez Saornil, todavía impregnada del simbolismo de la época, que infunde a los motivos un carácter translúcido y evanescente: “Todo es blanco, todo es blanco / igual que almas de mujeres. / Todo tiene la blancura / de un idilio sonriente”, leemos en una de las estrofas del poema “Nieve”, publicado en Avante en enero de 1914 (Sánchez Saornil 2020, 55). Los motivos del alma y del corazón, órgano central en la definición de la identidad femenina (Fraisse y Perrot 1991, 391-438), metáfora de los sentimientos, de la sensibilidad y de las emociones, son frecuentes en una poesía donde los cuerpos parecen no tener carne y ostentan la dureza y la blancura del marfil, como esa “novia lejana de la faz de cera” del poema “Madrigal de ausencia”, publicado en Los Quijotes en diciembre de 1916

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(Sánchez Saornil 2020, 87). Cuerpos intocables en los que la caricia se vuelve “transparente” en un deseo que no logra apoderarse de la carne y donde el cuerpo amado sin cesar se sustrae. La poesía de Lucía Sánchez Saornil deja al descubierto una sociedad que elude el cuerpo y sugiere el erotismo de unos amores lésbicos, ocultos tras la indeterminación genérica de la voz de algunos poemas y el travestismo de la autoría que se esconde por momentos tras el seudónimo de Luciano de San-Saor.2 La dificultad de encarnarse en un cuerpo atraviesa buena parte de la poesía escrita por mujeres del primer tercio del siglo xx. Así, ciertos versos de Ana María Martínez Sagi, del poemario Caminos (1929), descubren un sujeto poético cuya presencia resulta difusa y huidiza: Soy un alma cansada que vive sollozando, soy un astro lejano que ha tiempo que no brilla, soy un arca cerrada, soy una luz que muere, soy una tierra estéril sin frutos y sin brisas. Soy un verso no escrito, soy un hondo sollozo. (Martínez Sagi 2019, 12)

Los versos de Martínez Sagi revelan la conciencia de una poesía de la desposesión que no dice plenamente el ser: “Soy un beso sin fuego, soy un cuerpo sin vida” (12). Las preposiciones privativas revelan una incompletud, en desfase con la imagen pública desafiante de una autora “icono de la modernidad” (Establier Pérez 2020, 93) que destacaba en el periodismo y en el deporte.3 2

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Elena Castro estudia la cuestión de la indefinición genérica del sujeto poético en la poesía de Lucía Sánchez Saornil como modo de denunciar los roles genéricos asignados por la sociedad patriarcal, así como la manera de revelar la inestabilidad de las categorías identitarias y de desestabilizar el sistema heteronormativo (Castro 2014, 18-29). Como indica Helena Establier Pérez a propósito de la publicación del poemario Caminos: “De hecho, fueron varias las voces autorizadas que elogiaron la audacia de esta escritora novel de veintidós años, osadía que no venía tanto de la elaboración poética de unos versos plegados a una estética aún escasamente transgresora, más bien abierta a los ecos románticos y modernistas, cuanto de la

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El cuerpo en su materialidad tiende a borrarse, a difuminarse y a ser incluso sustituido por otros motivos en los que va a reposar la sensualidad. El imaginario corporal de principios de siglo privilegia el simbolismo floral y se corresponde con el topos del jardín, que el modernismo cubre de matices eróticos (Litvak 1979, 11).4 La metáfora de la mujer flor recorre buena parte del imaginario corporal de las poetas de preguerra, como es el caso de Cristina de Arteaga. En su poema “Pasaste, jardinero”, publicado en Sembrad, en 1925, antes de su ingreso en un convento, el Yo lírico se ofrece cual flor abierta, en este caso a la religión, brindando un imaginario floral lleno de sensualismo: “No nací para ser, / en la fiesta pagana, / una flor de placer / que se olvida mañana. / Aún persiste el aroma / que encendió mi capullo; / ven, Jardinero, toma / lo que es tuyo” (Arteaga 1925, 62). El simbolismo floral desdibuja el cuerpo para erotizar, por medio de un desplazamiento, elementos de la naturaleza y de la primavera que evocan el despertar de los sentidos. La ausencia de un cuerpo definido se compensa así con un incremento de la experiencia sensible y la fusión con el mundo natural, como en el poema “Crepúsculo sensual”, de Lucía Sánchez Saornil, publicado en Cervantes en mayo de 1919. A través de un cuerpo transfigurado en flor, el Yo lírico se dirige a una destinataria cuyo cuerpo se encarna en rosas y cuyo contacto permite el goce sensual y desdibuja, tras la isotopía vegetal, un deseo fuera de las normas sociales: Y yo puse mis manos sobre las rosas, aún mojadas de la lluvia reciente; mis manos, que temblaban, temblaban,

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revelación expansiva de una intimidad amorosa femenina, vulnerable y desesperanzada, que discordaba vivamente de la imagen pública autoconstruida por Sagi en aquellos años” (Establier Pérez 2020, 92). El surrealismo retoma también esta concepción de la mujer confundida con un universo vegetal que se vuelve prolongación de su cuerpo y caja de resonancia de las sensaciones (Gauthier 1971, 98-158).

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Melissa Lecointre como las estrellas; mis manos abiertas como pasionarias, pálidas como pasionarias. Tenían, mis manos, para las rosas, una caricia inextinguible, una larga caricia de carne y de espíritu. (Sánchez Saornil 2020, 146)

En las antípodas de las representaciones difusas y desencarnadas del cuerpo femenino, encontramos también la imagen de la mujer fatal, otro prototipo estereotipado que hace de esta un ser perverso, degenerado y seductor. Estas representaciones de la mujer cruel extremadamente lujuriosa, muy presentes en la iconografía, retoman las figuras bíblicas y mitológicas de Eva, Salomé, Judith, o Dalila y conectan con el imaginario simbolista y decadentista del siglo xix, a su vez heredero de ciertas representaciones de la iconografía del Renacimiento que hacen de ella un ser nefasto (Lomba Serrano 2016, 2564). Ciertas voces femeninas recuperan este imaginario perverso para hacer de este motivo una encarnación de la mujer moderna, como en el soneto titulado “Tigresa”, de Lucía Sánchez Saornil, publicado en Los Quijotes en mayo de 1917, que recoge el prototipo de la mujerfiera: una figura felina de “moderna silueta” encierra un ser vampírico y cruel cuyo cuerpo es capaz de proporcionar placer y dolor (Sánchez Saornil 2020, 90). Y el poemario La hora emocionada (1931), de Elisabeth Mulder, ofrece varias evocaciones de estas mujeres fatales, sensuales, que habitan cuerpos magnificados y modernos, como esa “danzarina alucinante”, calificada de “Salomé eterna / antigua, moderna, / tentadora universal” (Mulder 1931, 89). Se trata de un prototipo de Salomé moderna, muy presente también en la iconografía de la época.5 Estas mujeres fatales en pluma de autoría femenina se alzan

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Véase el dibujo “Salomé”, de Federico Ribas, que ilustra la portada del número 241 de La Esfera, del 10 de agosto de 1918 (Lomba Serrano 2016, 155), o el poema de Emilio Carrere “Salomé Moderna”, que acompaña el dibujo de Muro en la portada de La Esfera 688, del 12 de marzo de 1927 (157). Hay que indicar

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como figuras transgresoras. Emblemas de la mujer moderna, una de cuyas principales cualidades, según Jordi Luengo López, es “que disfrutaba libremente de su cuerpo a nivel sexual” (Luengo López 2008, 34), convocan un imaginario que no deja de encerrar también a las mujeres en ciertas representaciones. Así Karen, Olivia y Estrella, las tres orquídeas diabólicas del jardín del pecado evocadas por Elisabeth Mulder: Karen es la tigresa, Olivia tiene un “cerebro enfermo” y Estrella es “mitad virgen ingenua y mitad vampiresa” (Mulder 1931, 16-17). Son orquídeas extrañas, que retoman toda la simbología de la flor paradigmática del espíritu decadente de la estética finisecular, cuyo exotismo se encarna en una belleza peligrosa y perversa (AuraixJonchière y Bernard-Griffiths 2017, 554-556). La poesía de autoría femenina recoge así ciertos estereotipos e imaginarios anclados en la sociedad y en la literatura. De este modo, no es de extrañar que muchos cuerpos aparezcan encerrados en la intimidad del hogar y se presenten como los dóciles a los que se refiere Michel Foucault en Vigilar y castigar: en el estudio de Foucault conciernen en particular al soldado y al niño y, son aquellos cuerpos útiles, moldeados por la sociedad para cumplir un rol. Se los reconoce de lejos por su porte, por su actitud, por su retórica corporal: “Un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, ser transformado y perfeccionado” (Foucault 1976, 140). El poema “¡Más alto que el águila…!”, del poemario Brisas del Teide (1924) de la poeta canaria Mercedes Pinto, que tuvo que lidiar con un esposo violento, enfermo de paranoia celotípica, del que trató de separarse jurídicamente a principios de los años veinte (Garcerá 2017, 13),6 evoca el sometimiento de los cuerpos por la dominación masculina:

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que el mito de Salomé era muy conocido entre los artistas españoles, conocedores tanto de la pintura de Gustave Moreau como de la obra de Oscar Wilde (38). Para su activismo en favor del divorcio, véase su conferencia El divorcio como medida higiénica (Pinto [1923] 2019), con la que Mercedes Pinto cerró (sustituyendo a Carmen de Burgos) el ciclo sobre medidas higiénicas organizado por el doctor Navarro Fernández el 25 de noviembre de 1923 en la Universidad Central de Madrid. En dicha conferencia, defiende el divorcio como medida preventiva

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Melissa Lecointre Grilletes en los pies, venda en los ojos; prohibidas la acción y la palabra; en las puertas fortísimos cerrojos y castigo ejemplar al que las abra… No poder expresar con el acento lo inmenso de un amor avasallante; envejecer el cuerpo macilento sin realizar tu anhelo un solo instante… Todo eso puede, y mucho más, hacerte el que sobre tu ser manda e impera; ¡siempre sobre la “mano”, por más fuerte, ha de poder la “garra” de la fiera…! (Pinto 1924, 40)

Frente a las violencias y opresiones que doblegan el cuerpo, el poema reivindica el pensamiento como fuente de libertad. Nos fijamos también en los cuerpos encerrados en la intimidad del hogar que surgen en ciertos poemas, como esas viudas “tras las ventanas cerradas” de un poema de Lucía Sánchez Saornil (2020, 137) o en la serie de “Retratos” de Sofia Casanova (1911, 7-9), que tienen por escenario el espacio del hogar en El cancionero de la dicha (1911). El titulado “Juana” evoca a una mujer entregada a la costura en el ambiente burgués de su gabinete vestida con un traje blanco que “ciñe su esbelto cuerpo”, y el retrato dedicado a Rosa la sitúa en su aposento, acompañada de un loro enjaulado. En ambos casos, la presencia de libros, el Fausto para Juana y un libro de Emile Zola para Rosa, aparecen como escapatoria, así como la ventana en el caso de la primera. En otras ocasiones, es el propio cuerpo el que figura como prisión, y las voces claman la necesidad de salir para forjarse uno nuevo: “¡Si pudiera salir de mí, / acaso me salvaría!”, rezan los primeros versos del poema “Yo misma…”, que abre el poemario Sinfonía en rojo (1929),

para la salud de la mujer y de los hijos en caso de haber un cónyuge aquejado de una enfermedad mental (Garcerá 2017, 18-19; Llarena 2003, 59-63).

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de Elisabeth Mulder (1929, 15). Algo similar encontramos en este verso de Margarita Ferreras, del poemario Pez en la tierra (1932): “He bajado al jardín huyendo de mí misma” (Ferreras 1932, 56). Los cuerpos impuestos aparecen a veces como heredados, contra los que no siempre resulta fácil rebelarse: “Un cuerpo tengo, heredado / de otras vidas y otros cuerpos” (Méndez 2008, 202), leemos en uno de los versos del estremecedor poemario Niño y sombras (1936), de Concha Méndez, que recoge el sufrimiento de la maternidad rota. La reclusión de los cuerpos en las esferas domésticas se manifiesta así en el encierro en imágenes tradicionales, en cuerpos asignados, moldeados o reducidos según los discursos de la domesticidad o según la literatura dominante, que enclaustra también el cuerpo femenino en una serie de motivos. Si bien la poesía escrita por mujeres se hace eco de estas representaciones, muestra también la voluntad de liberar el cuerpo de estos esquemas y de recrear, gracias al lenguaje poético, otros cuerpos posibles.

2. La conquista del cuerpo y de la carne Ante los cuerpos oprimidos, estáticos, silenciados y moldeados por la sociedad, hay un intento de corporeizar, de otorgar visibilidad, a los que sufren en silencio por el peso de las tradiciones o que escapan a los modelos dominantes. Así, Pilar de Valderrama, cuya poesía está poblada de cuerpos dolientes, otorga materialidad al dolor de vidas entregadas a la domesticidad, como en el poema “Al dolor de todos los tiempos” (Valderrama 1923, 114-116), de Las piedras de Horeb (1923), en el que el dolor tiñe la sangre de las venas. El tema del paso del tiempo favorece en la poesía de Valderrama una historia de los cuerpos con poemas en los que aflora la conciencia de su decadencia, de su vejez, escenificada, por ejemplo, en el poema “Las canas” (5660), que vincula la abnegación materna con el desgaste del cuerpo. Del mismo modo, la deformidad de las mujeres locas “con las bocas torcidas y los ojos / llenos de lágrimas” (Pinto [1931] 2017, 102), en el poemario de Mercedes Pinto Cantos de muchos puertos (1931), visibiliza cuerpos marginados que sufren.

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La materialización del dolor, con toda su dimensión fisiológica, caracteriza la poesía de Elisabeth Mulder, que exhibe los tormentos corporales a través de una serie de mutilaciones que ostentan un cuerpo deforme y roto. En el poema “Congoja”, de Sinfonía en rojo, la violencia ejercida sobre el cuerpo queda patente en una serie de cortes y de hendiduras que dejan al descubierto la anatomía interior y hacen de las heridas la marca de un destino trágico: “Un cuchillo ha cortado / todas mis vértebras / y un látigo ha azotado / todo mi cuerpo; / se vacían mis venas / porque ya abiertas / fluye la sangre de ellas / a borbotones / estampando en mi cuerpo / trágicas huellas” (Mulder 1929, 74). El dolor se encarna en un cuerpo fragmentado, vaciado de su sangre, que ha perdido su unidad y su forma reconocible. Rompiendo con los cánones de belleza, armonía y unidad del ser, el sujeto lírico en ciertos poemas de Sinfonía en rojo se presenta con un cuerpo contrahecho y roto que hay que recomponer. La violencia ejercida sobre él puede leerse como la violencia simbólica que actúa sobre los cuerpos reales de la mujer o como la necesidad de romper también con el propio cuerpo para forjarse un nuevo ser: Tengo los brazos rotos y las piernas heridas; no importa: sanaré. Tengo el rostro cortado y las manos partidas, pero me curaré. Me hundió, me demolió, me sepultó, mas resurgí. Vencí yo. (Mulder 1929, 52)

En este poema, titulado “Huracán”, los versos se van partiendo en espiral en cada estrofa hasta desembocar en el último verso bisílabo. La resistencia del Yo se despliega ocupando todo el espacio versal para afirmar su resurgir. El léxico orgánico intensifica la presencia corporal de una poesía vibrante, hecha de nervios y de sangre, capaz de encarnar la autenticidad del ser, como en estos últimos versos del poema “La máscara”:

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Mis versos, que yo escribo con nervios y con sangre; mis versos, que yo siento, mis versos, que yo vivo, mis versos, que me arañan espíritu y razón como zarpas agudas, y en la mente me estallan y como lava hirviente caen en mi corazón; mis versos, carne oculta, latido multiforme, médula, fibra mater de mi vida interior, mis versos… ¡sólo en ellos, sólo en ellos soy yo! (Mulder 1929, 20-21)

La poesía de Sinfonía en rojo, influenciada por el simbolismo decadente, reivindica otros cuerpos, acabando con su imagen tradicional y haciéndose eco también de la crisis de la representación y de la unicidad del sujeto que caracterizan las corrientes vanguardistas. La conquista del cuerpo pasa también por su dinamización en una serie de estrategias de liberación que se plasman en una poesía cinética que reivindica el movimiento, el cambio y la apropiación del espacio por sujetos que dejan de ser estáticos. No es de extrañar que varios poemarios de la época, como los de Ana María Martínez Sagi o Concha Méndez, se titulen Inquietud o Inquietudes, término que también aparece en numerosos títulos de poéticas en movimiento que rompen con la fijeza y el estatismo (Plaza-Agudo 2011, 568). El deseo de huir, de viajar, común entre muchas poetas de la época, permite acceder a nuevas sensaciones y librarse de los espacios domésticos, ya sea en las páginas más tradicionales de Cristina de Arteaga, en poemas como “Mi alazana”, en el que el caballo permite huir del mundo conocido y acceder a la “gozosa / necesidad de vibraciones” (Arteaga 1925, 39), ya sea en poéticas más modernas, como la de Mulder, que reivindica también el movimiento en composiciones como “Movilidad”, en la

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que el rechazo de la fijeza conlleva el de estereotipos femeninos asociados a espacios cerrados y estancados: No quiero ser lago ni estanque cerrado, no quiero ser parque ni huerto murado, quiero ser errante, inquieta simiente, y arroyo de clara, de libre corriente. Quiero ser la nube que escapa, distante, quiero ser el leve pétalo ambulante, quiero ser la brisa caprichosa y loca; no quiero ser árbol, no quiero ser roca. […] Quiero ser lo ágil, lo nervioso y móvil; detesto lo absurdo del rictus inmóvil. Quiero ser el ave de vuelos felices, quiero tender alas, no afianzar raíces. (Mulder 1929, 36)

El afán de viajar recorre buena parte de la poesía española del primer tercio del siglo y es punto de encuentro entre distintas tendencias, ya sea la poesía de Concha Espina, gran aficionada a ello, como recoge su poema “Viajar”, del poemario Entre la noche y el mar (1933), ya sea otra gran viajera como lo fue Sofía Casanova, que recorrió Europa y vivió en el extranjero, siendo corresponsal de ABC durante la Primera Guerra Mundial (Peloille 2017, 205-217; Ochoa 2017, 63-71). Para Sofía Casanova, viajar es un impulso que caracteriza a los espíritus libres en el poema “Femeninas”: “¡Viajar, siempre viajar! Esa es su vida, / cual si obediente a misterioso impulso, / un fantasma o la dicha persiguiendo, / su sino fuera recorrer el mundo” (Casanova 1911, 64). La poesía de Concha Méndez ofrece distintos espacios de evasión frente a un mundo percibido como estrecho, ya sean territorios exóticos preservados de las normas sociales como las tierras polares o la estepa, ya sea la apertura que supone el espacio del mar: “Pide un barco submarino / que no tenga / capitán…” (Méndez 2009, 81), escribe en el poema “Rodando va”, de Surtidor (1928). En este poemario, el propio cuerpo del sujeto lírico llega a convertirse en metáfora de la embarcación en el poema “Nadadora”: “Mis brazos: / los remos. / La

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quilla: / mi cuerpo. / Timón: / mi pensamiento. / (Si fuera sirena, / mis cantos / serían mis versos)” (82). El cuerpo se vuelve barco en una poesía cuyas imágenes lo recrean en otro cuerpo poético. La navegación y las imágenes marítimas son leitmotiv que recorren buena parte de la poesía de preguerra, como es el caso también de María Dolores Arana en sus Canciones en azul (1935), donde el anhelo de navegar desemboca en la liberación del cuerpo en el último poema: “¡Que me desnude el viento! / ¡Que me amortaje el viento! / ¡Quiero vivir y morir en el viento!” (Arana 1935, 46). La mitología alrededor del mar favorece la desnudez del cuerpo, que va a encontrar un motivo predilecto en el traje de baño, prenda que se había popularizado en las revistas de moda. Así, leemos en el poema “La fragata extranjera” de Inquietudes (1926), de Concha Méndez: “Mi jadeante cuerpo / un bañador cubría” (Méndez 2008, 32), o en el poema “La isla”: “Del mar salí llena de algas, / con el bañador ceñido” (40). El mundo acuático permite la exaltación de los cuerpos y el encuentro amoroso en la poesía de Concha Méndez, así como la feminización de los oficios del mar: la pescadora, la navegadora, la capitana (Wilcox 2001, 210). Otras travesías toman la forma del vuelo. El cuerpo alado de la mujer se encarna en gaviotas o golondrinas en los textos de Concha Méndez.7 Pensamos también en la poesía de Mulder, habitada por la metempsicosis,8 en la que el Yo poético se acuerda, como por instinto, de una vida pasada en el cuerpo de un ave y de la experiencia imborrable del vuelo: “Fui un pájaro. Yo siento que volé / sobre Chipre y Atenas y Corinto; / fui un pájaro porque / aborrezco las jaulas por instinto” (Mulder 1929, 34). El imaginario simbolista y romántico alterna con motivos vanguardistas que introducen en la poesía aeroplanos y elementos de la modernidad asociados a la velocidad y al progreso. Así, los cuerpos que vuelan se recrean también en la poesía de Concha 7 8

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“¡Alas quisiera tener / y recorrer los espacios / viviendo la libertad / deliciosa de los pájaros!”, leemos en el poema “Alas quisiera tener”, del poemario Inquietudes (Méndez 2008, 47). El poema “Renacer” es paradigmático: “¡Qué gusto ser un punto de partida, / comienzo, iniciación, principio, célula; / ser una fruta verde del huerto de la vida, / tener las alas tersas cual las de una libélula!” (Mulder 1931, 128).

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Méndez en la figura de la aviadora, que proyecta un nuevo amanecer posible para la mujer ampliando sus horizontes en el poema “Volando”: “¡Ay, quién fuera aviadora / para cruzar los espacios / como el claror de la aurora!” (Méndez 2008, 80). Otra figura que traspasa fronteras en la poesía de Concha Méndez es la patinadora, “mariposa de los vientos”, como la evoca en un poema de Inquietudes (54), o esa “patinadora en la noche / sin fronteras” del poema “Jueves”, de Surtidor (94), capaz de ir más allá de los límites y de liberar también el lenguaje de sus ataduras, como se ve en las onomatopeyas y en los juegos sonoros que los nuevos deportes permiten, esas “estelas de skis” que cierran el poema “Club Alpino”, de Surtidor (97). El deporte, temática predilecta de la poesía vanguardista, tuvo, sin duda, un papel importante en la emancipación de la mujer y la reapropiación del cuerpo (Luengo López 2008, 145-153). Los artículos de Ana María Martínez Sagi son prueba de ello (Martínez Sagi 2019, 337-339). A partir del deporte, los cuerpos de las mujeres se definen en una nueva relación con el mundo. Como bien se sabe, varias poetas de la época eran, además, grandes amantes del deporte, como Concha Méndez, campeona de natación (Mangini 2001, 169), o Ana María Martínez Sagi, aficionada al atletismo (Establier Pérez 2020, 84-88). La poesía de Méndez ofrece cuerpos atléticos y cinéticos, que reman y se extienden, negando toda forma de encierro o de sometimiento, substrayéndose incluso a la ley de la gravedad y accediendo a otros espacios: “¡Salto de pie a la luna con impulso!”, leemos en el poema “Natación”, de Surtidor (Méndez 2008, 118). La influencia ultraísta se hace palpable en las contracciones del cuerpo de estos nuevos héroes y heroínas nadando cual hélices y creando nuevos ritmos poéticos. Los movimientos incesantes de los brazos acaban con la métrica tradicional a fuerza de encabalgamientos que trastocan la sintaxis y hacen surgir un nuevo cuerpo poético victorioso en movimiento: “Ritmo; ritmo de / brazos y hélices. / Ya, / el vencedor, los vendedores / —laureles sin laureles” (Méndez 2008, 119). La movilidad física toma forma también en el baile, práctica popularizada por el cosmopolitismo nocturno y los nuevos ritmos puestos

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de moda con furor en los años veinte,9 de los que se hace eco el famoso poema “Jazz-band” (Méndez 2008, 43-44) de Concha Méndez, aficionada, junto con Maruja Mallo, a esta música, que, al no constituir un baile con una coreografía precisa, dejaba entera libertad de contorsión al cuerpo (Luengo López 2008, 137-138). Es también el baile oriental de la danzarina Yamari, recreada por Elisabeth Mulder, cuyo cuerpo, atravesado por la energía y el dinamismo de los múltiples giros, se vuelve inmaterial, convertido en llama, recordando también los bailes puestos de moda por la bailarina americana Loïe Fuller, conocida como el Hada de la Luz: “Como es su cuerpo una llama, / abrasa, sofoca, inflama / en sus giros y revuelos; / y es quien la mira un suicida / que deja el alma prendida / en sus transparentes velos” (Mulder 1931, 22). O pensamos también en el poema “Fiesta”, de Lucía Sánchez Saornil, publicado en Ultra en noviembre de 1921, en el que la sensual danza argentina, caracterizada tradicionalmente por la dominación masculina, permite desdibujar los cuerpos en movimiento: “Tango. / Los espejos equivocan las parejas” (Sánchez Saornil 2020, 186). La estética ultraísta favorece, a través del motivo del espejo, la multiplicación de perspectivas que desenfoca la imagen tradicional de la pareja heterosexual, en beneficio de otras parejas posibles que cuestionan los estereotipos.10 No cabe duda de que el deporte y los nuevos bailes liberan el cuerpo y ponen en entredicho las identidades femeninas tradicionales. A los cuerpos encerrados se opone la plasticidad de los estelares, atléticos, cósmicos e irreales. Y la poesía, con su lenguaje saturado de imágenes, permite esos cambios que se encarnan en formas poéticas que buscan la renovación.

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“El baile se presentaba, además, como el complemento ideal para el ejercicio físico, buscándose, así, la deseada figura atlética con la que la nueva mujer se sentía a gusto” (Luengo López 2008, 131). 10 “Había mujeres que en los cabarets solían bailar entre ellas danzas tan insinuantes y sensuales como el tango argentino. Con esta actitud, […] estas muchachas demostraban tener verdadero coraje cuando se atrevían a usurpar la autoridad de los hombres en un baile considerado esencialmente masculino” (Luengo López 2008, 45).

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La necesidad de romper con el estatismo y con los espacios normativos se traduce, de modo más general, en buena parte de esta poesía, en la importancia de las metamorfosis en las que el Yo lírico se recrea en otros cuerpos. Cambiar de forma es cambiar de cuerpo. Este posibilismo lleva al rechazo de las identidades fijas y a seres que se transforman en otros cuerpos o a cuerpos atravesados por otros en los que el Yo se sueña a sí mismo como un ser diferente. Ya lo dijo Rimbaud en la carta a Paul Demeny: “Je est un autre” (Rimbaud 2009, 343-344), haciendo de la palabra poética el lugar de la alteridad y del descentramiento; del mismo modo, leemos en el poema “El surco”, de Mulder: “Hay mil vidas en estado latente / en mi extraño y obscuro interior” (Mulder 1929, 47). La poesía de Sinfonía en rojo, con todo su potencial sinestésico, es un canto a ese posibilismo que permite la recreación de los seres. Así, el poema “Renovación” es una invitación a la transformación del ser en otras formas, a integrar los contrarios en nuevas creaciones y superar contradicciones: “Qué delicia mayor / que ser río y estrella, ser espina y ser flor” (93). Y, en “Variedad”, la inestabilidad del cuerpo se recrea en una fluidez de formas que rechaza todo estatismo y toda identidad fija: “Me formo y me desahogo como espuma, / y tan complejamente / que ahora soy luz y dentro de un instante tal vez sea sombra o bruma” (43). La liberación de los cuerpos impuestos pasa por su disolución y por la recreación de nuevos cuerpos posibles, al margen de los modelos tradicionales, también erotizados en una búsqueda de la legitimación del deseo, hasta entonces vedado a las identidades femeninas. La liberación de las costumbres en los años veinte deja paso a nuevos comportamientos y a una implicación diferente de la mujer en la relación amorosa y sexual (Luengo López 2008, 36). Ciertas voces poéticas femeninas se hacen eco de esos modelos transgresores. La experiencia del deseo, a través de un cuerpo que se afirma gozoso y se trasforma por la vivencia erótica, atraviesa la obra de Margarita Ferreras, sin duda una de las voces más marcadas por el surrealismo. El título de su poemario Pez en la tierra (1932) pone de relieve la inadaptación del sujeto lírico a su medio y la búsqueda de otros espacios. Se trata, en palabras de Giménez Caballero, de un libro “de insatisfecha e inextinguible lucha erótica” (en Garcerá 2016, 27) o,

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según la v­ aloración de Altolaguirre, de una serie de composiciones “que expresaban sensaciones eróticas” (en Garcerá 2016, 34). Es bien sabido que el amor, no ya como sentimiento, sino en su dimensión física, es uno de los principales motores del surrealismo, que otorga al cuerpo un papel esencial (Gauthier 1971, 67). La victoria del deseo es la gran victoria de la revolución surrealista (Nadeau 1964, 187), que rechaza toda represión de la libido por la sociedad. Los poemas de Margarita Ferreras exhiben, en una forma “de indeciso contorno”, para retomar las palabras del prólogo de Benjamín Jarnés (Ferreras 1932, 9), esa misma fuerza subversiva que los surrealistas atribuyen a Eros (Gauthier 1971, 31),11 en un cuerpo deseante y en una poética que da protagonismo a la anatomía. En la poesía de Ferreras, el sujeto lírico se aparta de lo sentimental para introducir la experiencia física del deseo y del placer vivido como una convulsión: “Revuelto en oleadas de agonía / trepa por mis raíces / y florece en sonrisa, / este instinto / que araña como un topo / en las sombras amargas / que me entierran en vida” (Ferreras 1932, 19). Las sensaciones producidas por la experiencia sexual dan lugar a un viaje en el que el cuerpo del Yo conoce los movimientos impetuosos de la pasión, ascendentes y descendentes, a la vez que flota por espacios aéreos: Por el espiral de un sueño me deslicé en el aire. Sentí mi cuerpo aletear y desplazarse. Infundida en aquella sutilidad vibrante sacié mi sed de dilatarme. Besé la nieve de las cumbres, la boca pasional de los volcanes.

11 “La notion d’Eros comme force subversive a donc été un des leitmotive les plus constants et les plus constitutifs de l’esprit surréaliste” (Gauthier 1971, 31).

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Melissa Lecointre Caí precipitada en un abismo, ondulé por colinas y valles y sentí la caricia en el mar de millones de bocas vibrantes. (27)

Y, en el poema “Los poros de mi piel”, la piel es un órgano vivo cubierto por infinidad de bocas que transforman el cuerpo en pura fuerza deseante: “¡Los poros de mi piel / son bocas que se besan con el aire!” (67). Atravesada por un ansia erótica que visibiliza el deseo sexual, la poética de Ferreras es una poesía del cuerpo y una “voz ensangrentada” (45). Esa misma ansia, revestida de misticismo, la encontramos en Ernestina de Champourcin o en ciertos versos de Mercedes Pinto, en los que el deseo adopta una dimensión fisiológica.12

3. Nuevos cuerpos poéticos: el poema en prosa como poética de la libertad No cabe duda de que, para cierto número de poetas que escriben en el primer tercio del siglo xx, decir el cuerpo conlleva la ruptura con los modelos dominantes, la desarticulación de los cuerpos tradicionales y la recreación de otros nuevos que son también nuevos cuerpos poéticos. Resulta, a este respecto, sorprendente la gran cantidad de poemas en prosa de autoría femenina, y no solo en voces vanguardistas.13 Una poeta tradicional como Pilar de Valderrama combina la escritura en 12 El poema “Divino tesoro”, de Cantos de muchos puertos, muestra el mecanismo del deseo y la energía que libera en una corriente eléctrica que se apodera de la interioridad del organismo: “¿Qué motivó el latido que inseguro / sentí correr como un gusano tibio / por dentro de mis huesos? / Chispa roja, estallido, grito / o súbita rebelión interior, / corrió de pronto acorde en la madeja / de nuestros nervios y de nuestras venas” (Pinto [1931] 2017, 107). 13 Aunque no llegan a ser poemas en prosa, pueden citarse también los casos de María de Belmonte, que incluye en su poemario Pensando en mi tierra, de 1917, dos textos en prosa de larga extensión, así como Josefina Bolinaga, que, en la línea lírica tradicional infantil del poemario Candor. Niños y flores (1934), practica también la hibridez genérica, incluyendo narraciones en prosa.

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verso con la escritura en prosa en el poemario Esencias. El final de su poema en prosa titulado “Creadoras” reivindica la creación literaria como una suerte de alumbramiento, oponiendo las obras de la carne a las obras del espíritu, haciendo de la creatividad un proceso fisiológico vinculado con el cuerpo femenino: “No se da con tanto amor un hijo de la carne como una obra de la mente y del espíritu; con igual dolor, sí, que todo lo que nace merma vida a quien se la dio; pero es, luego, prolongación de aquella en su esencia; y el que añade una gota más, más vivirá” (Valderrama 1930, 94). Otro caso paradigmático es el de Lucía Sánchez Saornil, que publica en revistas tanto poemas en verso como en prosa. Los cuerpos anómalos en la sociedad, como son los estériles de las muchachas sin amor que surgen en el “Poema de las vírgenes de treinta años”, publicado en Grecia en julio de 1919, reclaman en la poética de Sánchez Saornil otro cuerpo poético que se reivindica como poema desde el título (Sánchez Saornil 2020, 160). El poema en prosa “El madrigal de tus sortijas” (129), publicado en Grecia en enero de 1919, vuelve sobre el matrimonio, cuyo símbolo, un anillo fino de oro, hiere el dedo de la mujer, a la vez que los brazaletes, lejos de adornar su cuerpo, lo atan y oprimen. El rechazo del matrimonio, en una poeta próxima a los círculos anarquistas, visible también en esas “pobres novias sin amor” (121) presentes en el poema en prosa “Las rosas no se resignaban a morir”, conlleva también un alegato hacia formas más libres que se materializan en el recurso al poema en prosa. Es el caso también del poemario de Josefina de la Torre Versos y estampas (1927), que alterna de modo sistemático poemas en prosa con otros en verso, o de María Dolores Arana, que integra algún que otro poema en prosa en su poemario Canciones en azul (Arana 1935, 32). Pensamos también en la sección final del poemario de Concha Méndez Canciones de mar y tierra (1930), titulada “Momentos”, compuesta exclusivamente de catorce fragmentos en prosa que recogen pequeñas instantáneas marítimas entrelazadas por puntos suspensivos. O citemos también las prosas poéticas, particularmente explícitas en cuanto al componente sexual y al deseo transgresivo, del diario de Ana María Martínez Sagi, sobre las que flota la sombra de la pasión amorosa vivida con Elisabeth Mulder, recogidas en la documentada

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biografía en clave novelada escrita por Juan Manuel de Prada Las esquinas del aire (2000).14 Si, como indica Elena Castro, en estos textos el Yo escribe un deseo no normativo “en un cuerpo propio, diferente, y cuya corporalidad aparece presente en el texto una y otra vez” (Castro 2014, 34), dicho deseo reclama también otro cuerpo poético. Otras poetas cultivan el poema en prosa desde sus inicios, como Carmen Conde en Brocal o Júbilos. En la sección “Máquinas”, de Júbilos (1934), el poema “La máquina de escribir” vuelve sobre la figura moderna de la mecanógrafa, insistiendo en sus dedos y haciendo énfasis en la imagen de la mujer que escribe, tras la cual se oculta la poeta (Conde 2007, 133-135). Los nuevos modelos femeninos plantean una renovación de las formas poéticas. Y, como último ejemplo, citemos el caso de María Cegarra, que también se deja llevar por la modernidad de la forma en su poemario Cristales míos, publicado en 1935, compuesto exclusivamente por breves poemas en prosa que otorgan un lugar especial a la experimentación en una sección titulada “Poemas del laboratorio”. La poesía de María Cegarra, química de profesión, plantea la búsqueda de un nuevo espacio poético que pasa por el abandono de las formas tradicionales de la poesía: “No me sirve el apoyo de tu hombro; tú caminas despacio. Quédate con lo cierto y déjame volar en la amplitud. Para ti las planicies, yo quiero arquitecturas. Y alzaré los sistemas hasta hallar un nuevo panorama” (Cegarra Salcedo 1935, 32). Así, pues, es lícito afirmar que el poema en prosa en los años veinte y treinta constituye una modalidad de la poesía escrita por mujeres que conecta con la modernidad de una práctica generalizada por poetas como Lorca, Hinojosa, Aleixandre o Cernuda. El recurso a la prosa por parte de autoras tal vez pueda leerse como una búsqueda de legitimidad y una voluntad de acabar con jerarquías genéricas. En 14 Sirva de ejemplo uno de los fragmentos del diario de Martínez Sagi: “El sol abrasó tu cuerpo. Tu carne cobriza relumbra como la de los gitanos de Albaicín. Tus pechos, vasos de arcilla lustrosa, tiemblan ligeramente cuando una de estas olas rizadas se alarga hasta tu espalda. En la noche, tu piel será ardiente y salada. Y en el mar quieto de tus ondas de oro naufragarán felices los dedos de mis manos” (Prada 2000, 534).

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todo caso, lo que sí parece evidente es que la reivindicación de nuevas representaciones del cuerpo hace necesaria también la renovación del andamiaje poético. El poema en prosa trae otra respiración, otro orden y otro cuerpo y se convierte en síntoma de poéticas ávidas de romper con estatismos y de liberar los cuerpos y las formas. Paradigmático de la modernidad, se trata de un género transgresivo, en tensión entre lo prosaico y lo lírico, entre la organización y la destrucción, un “antigénero”, como indica Utrera Torremocha (1999, 11-16), que afirma su rebeldía contra moldes tradicionales y se presta particularmente a la erradicación de un orden antiguo (111). En definitiva, la poesía escrita por mujeres durante el primer tercio del siglo xx está atravesada por una serie de tensiones y de contradicciones propias de una época de transición en la que el cuerpo se convierte en herramienta de conquista y de emancipación. Las poéticas de autoría femenina de preguerra reivindican una voz, pero también un cuerpo, y tal reivindicación pasa en ciertos casos por la destrucción de antiguas representaciones y por la búsqueda de nuevos cuerpos para la poesía. Frente a procesos de elusión que tienden a desencarnar el cuerpo, hay también una fuerte tendencia a darle presencia y visibilidad mostrando su materialidad, la intimidad de su carne y su diversidad. Como estudia Michel Collot, la poesía de la modernidad pasa por el cuerpo y por una poética de la encarnación que lo alía con el espíritu, en vez de disociarlos (Collot 2008, 23). Estudiar la poesía escrita por las poetas de preguerra permite medir desde un ángulo más íntimo las aspiraciones y limitaciones proyectadas en los cuerpos, así como la participación de estas creadoras en los procesos de modernidad. Porque el cuerpo es, como indica Foucault, actor principal de todas las utopías (Foucault 2009, 14-15).

Bibliografía citada Antón del Olmet, C. de (1929). Nuevo cancionero. Madrid: Imprenta de Juan Pueyo. Arana, M. D. (1935). Canciones en azul. Zaragoza: Cuadernos de Poesía. Arteaga, C. (1925). Sembrad. Santander: Saturnino Calleja.

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“¿Si la luna estará enamorada?”: cuerpos y máscaras en la poesía modernista de Lucía Sánchez Saornil

Isabel Navas Ocaña Universidad de Almería

1. Introducción El objetivo fundamental de este trabajo es el estudio de la representación del cuerpo y la sexualidad en la poesía de Lucía Sánchez Saornil (Madrid, 1885-Valencia, 1970), teniendo en cuenta la interacción de las nociones de cuerpo, sexo y género para la construcción de la identidad (Butler 2002), interacción que constituye hoy una de las más

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fructíferas líneas de investigación abiertas en el ámbito de los estudios de género y que, como vamos a demostrar a continuación, nos proporcionará un enfoque novedoso, inédito, sobre la obra de esta poeta tan singular, que transitó por las principales corrientes literarias de las primeras décadas del siglo xx: el modernismo, la vanguardia, la literatura comprometida, etc. En Cuerpos que importan, Judith Butler supera la clásica distinción entre sexo y género y plantea la posibilidad de “vincular la cuestión de la materialidad del cuerpo con la performatividad del género”, en la convicción de que “la diferencia sexual nunca es sencillamente una función de diferencias materiales que no estén de algún modo marcadas y formadas por las prácticas discursivas” (Butler 2002, 17). Pues bien, precisamente las representaciones del cuerpo sexuado —entendido desde esta perspectiva, que aúna la dimensión material y la social y se revela como ámbito de las relaciones de poder— son determinantes para la construcción identitaria del sujeto y van a constituir, por ello, el eje de nuestra investigación sobre la obra de Lucía Sánchez Saornil, sobre la manera en la que se construye, se verbaliza, como poeta. Por tanto, en las páginas que siguen vamos a hablar brevemente del seudónimo, de la textualización que de sí misma hace Sánchez Saornil como cuerpo masculino al presentarse a menudo como Luciano de San-Saor. Analizaremos además la proyección del deseo erótico hacia la naturaleza, con la consiguiente descorporeización de los amantes, otro de los fenómenos presentes en su poesía. Y, por último, asistiremos a todo un despliegue de cuerpos femeninos sexuados que Sánchez Saornil textualiza para reescribir en femenino el proceso de la creación literaria y para construirse y explicarse a sí misma como escritora. Anticipamos ya que hemos extraído de nuestro análisis algunas conclusiones que modifican, e incluso rebaten, ciertas asunciones de la crítica sobre la obra de Sánchez Saornil. La primera de estas conclusiones tiene que ver con el interés que ha despertado en nosotros la lectura de su poesía modernista, escasamente atendida hasta ahora y oscurecida por su insólita participación en el movimiento ultraísta. Por otra parte, la cuestión de la ambigüedad también va a ser revisada a tenor de las nuevas conclusiones sobre el tema del seudónimo. De

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hecho, vamos a ver cómo hay, más que una ocultación o enmascaramiento constante en el tiempo, una alternancia deliberada entre las firmas de Lucía Sánchez Saornil y Luciano de San-Saor, alternancia muy significativa desde el punto de vista de la evolución de la poeta. Y, además, hay una alternancia similar entre la ambigüedad en la expresión del deseo lésbico y lo explícitas que resultan sus imágenes del cuerpo femenino sexuado para hablar de la creación literaria.

2. Máscaras que son cuerpos 2.1. Avante y Cádiz-San Fernando vs. Los Quijotes: Lucía y Luciano El volumen Corcel de fuego, preparado por Nuria Capdevila-Argüelles y publicado en Torremozas en 2020, incluye como novedad “cincuenta y seis textos que no habían sido recogidos en libro hasta ahora ni atendidos por la crítica” (Capdevila-Argüelles 2020, 49). La mayoría de estos textos aparecieron en el semanario de Ciudad Rodrigo Avante y en la revista gaditana Cádiz-San Fernando entre 1914 y 1918, y están todos firmados por Lucía Sánchez Saornil con su nombre propio. La colaboración en Avante es la primera en el tiempo, ya que se inicia en enero de 1914, mientras que el primer poema publicado en CádizSan Fernando está fechado el 20 de octubre de 1916. Apenas dos meses después, el 10 de diciembre de 1916, Sánchez Saornil empieza a publicar en la madrileña Los Quijotes, donde, sin embargo, empleará el seudónimo de Luciano de San-Saor, un seudónimo que a partir de este momento utilizará también, con muy pocas excepciones, en Grecia, Cervantes, Ultra, etc. Las hipótesis que hemos barajado sobre esta duplicidad en lo que a la firma se refiere tienen mucho que ver tanto con su presentación en la vida literaria madrileña como con su ingreso en las filas del ultraísmo, y no solo con la pretensión de enmascarar sus inclinaciones lésbicas, como ha sostenido una parte de la crítica. No vamos a insistir en ellas porque ya las hemos tratado por extenso en otro lugar (Navas Ocaña 2023).

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Sea como fuere, Sánchez Saornil se textualizará en ocasiones como Lucía y en otras como Luciano, ocultándose bajo la máscara del seudónimo, sobre todo, cuando publica en revistas madrileñas, mientras que en publicaciones de la periferia se muestra mucho más dispuesta a textualizarse, a revelarse, como un cuerpo femenino. Y esta oscilación en la firma tiene su paralelo, como veremos, en la oscilación entre la expresión ambigua del deseo amoroso y lo rotundos y sensuales que son los cuerpos femeninos que aparecen en sus poemas. 2.2. La crítica, lo que dice: el corpus/cuerpo modernista de Lucía Sánchez Saornil1 Los poemas publicados en Los Quijotes a partir de 1916 se caracterizan por su adscripción a lo que la crítica ha llamado “modernismo epigonal” (Martín Casamitjana 1996, 9; Celma Valero 2005, 265), lo mismo que sucede con los que vieron la luz en Avante y Cádiz-San Fernando, que podríamos situar en esa misma órbita, como queda patente tras su lectura. Son casi una cincuentena de composiciones que han venido a engrosar el corpus/cuerpo modernista de Los Quijotes,

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Me permito tomar prestada la expresión “lo que dice” de la escritora Elena Fortún, que la emplea en uno de los volúmenes de relatos que tienen como protagonista a Celia: Celia, lo que dice (Fortún 2020). Es un préstamo que quiere ser también un homenaje. En cuanto a la interacción cuerpo/corpus, partimos de lo que al respecto señalan Meri Torras y Aina Pérez Fontdevila, para quienes entender el “autor/a como un producto textual e histórico”, “como ser encarnado”, permite “la sustitución del cuerpo del autor en tanto que organismo de carne y hueso por un dispositivo no menos organizado, coherente y funcional, la obra o corpus. Éste se concibe como el verdadero cuerpo del escritor o del artista en cuanto tal, puesto que son la materialización del carácter, la idiosincrasia o el temperamento […] que le convierten en autor” (Torras y Pérez Fontdevila 2015, 8). Se trataría además de analizar “de qué manera las marcas de género del ‘cuerpo que escribe’ […] han determinado y determinan los modos de producir y de leer los corpora literarios y artísticos” (Torras y Pérez Fontdevila 2019, 9).

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Cervantes y Grecia,2 que ya conocíamos gracias a la edición pionera de Martín Casamitjana (1996). Se trata, sin duda, de un corpus amplio, que supera en número al calificado como ultraísta y que convierte a Lucía Sánchez Saornil no solo en la única mujer que participó en el ultraísmo, como hasta ahora se ha venido sosteniendo, sino en una notable representante de ese llamado “modernismo epigonal”, un modernismo que cultivó en sus comienzos, como les sucedió a algunos de los más afamados integrantes de la llamada generación del 27: Guillén, Lorca, Alberti, Salinas, Gerardo Diego, Cernuda, etc. En efecto, Sánchez Saornil se inicia en las lides poéticas, al igual que muchos de sus contemporáneos, bajo la influencia de Juan Ramón Jiménez, a quien, de hecho, menciona explícitamente en el poema “Para dormir en sueños”, publicado en Avante en enero de 1915.3 En Peces en la tierra. Antología de mujeres en torno a la generación del 27 (2010), Pepa Merlo, para demostrar que las escritoras se movieron en los mismos círculos, compartieron ideas y participaron en las mismas revistas y editoriales que sus compañeros de generación, aduce precisamente el hecho de que muchas de ellas dieron sus primeros pasos poéticos en la órbita del poeta de Moguer. Menciona a Ernestina de Champourcin, María Luisa Muñoz Buendía y Josefina de la Torre (Merlo 2010, 39-40), y, en el caso concreto de Lucía Sánchez Saornil,

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Martín Casamitjana considera que “Cuatro vientos”, publicado en Cervantes en junio de 1919, es su “primer poema próximo a la estética de vanguardia” (Martín Casamitjana 1996, 13). Anderson señala que “Poema” y “Poema de las vírgenes de treinta años” (Cervantes, julio 1919) “representan la despedida del estilo obsoleto”, mientras que “el anuncio de la renovación” lo constituyen “Poema en el agua. Íbamos trillando estrellas” (Grecia, 30 de junio de 1919) y “Cuatro vientos” (Cervantes, junio de 1919). A partir de agosto de 1919, considera todos los poemas ultraístas (Anderson 2001, 197). “Apenas entreabriendo los labios, dulcemente, / para dormir en sueños de paz al corazón / recitar unos versos del triste Juan Ramón” (Sánchez Saornil 2020, 76). Adriano del Valle publicó en el n.º 7 de Grecia (15 de enero de 1919) un cuento titulado “La sirena de mármol” que contenía la siguiente dedicatoria: “A Lucía Sánchez Saornil, que lleva una alondra lírica de Juan Ramón dentro del pecho” (140).

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puntualiza que su poesía es un ejemplo de esa conciliación entre tradición y vanguardia, típica de los poetas del 27, puesto que “pasó por una primera fase de influencia juanramonia, para terminar siendo una de las exponentes más importantes del ultraísmo” (57). Sea como fuere, en los primeros poemas de Sánchez Saornil hay, sin duda, “muchos de los elementos —y tópicos— más conocidos del modernismo”, como bien señala Andrew A. Anderson, puesto que, por lo general, “el sitio es un jardín o bien un parque, la estación es el otoño o con menos frecuencia la primavera, la hora es el crepúsculo (con un horizonte sangriento) o la noche (con luna y estrellas) y hay árboles, hojas, flores, bancos, glorietas, fuentes, surtidores y música lejana” (Anderson 2001, 196-197). Las figuras humanas que pueblan estas escenas, en las que los elementos naturales desempeñan un papel fundamental, son a veces parejas de amantes y, en otras ocasiones, estereotipos femeninos como la mujer fatal y la novia virginal (Cacciola 2020, 123; Celma Valero 2005, 269-270; Cimbalo 2020, 49). Sobre estos elementos de la naturaleza, sobre el jardín, sobre las flores, se proyectará a menudo el deseo (Capdevila-Argüelles 2020, 17; Gómez Garrido 2013, 344; Lecointre 2014, 109-11), expresado en términos bastante ambiguos, especialmente en lo que se refiere al yo lírico (Gómez Garrido 2013, 342). Esta ambigüedad tiene como consecuencia un “cuestionamiento de las categorías femenina y masculina”, una “inestabilidad de identidades” que apunta hacia lo que se ha denominado “subjetividad performativa” o “carácter performativo de la identidad genérica” (Castro 2014, 22-23). La crítica a algunas de las convenciones que dominan la vida de las mujeres, como el matrimonio y las relaciones heterosexuales (Lecointre 2014, 106; Plaza-Agudo 2019, 35-40), así como la recreación de estereotipos de la tradición, que Sánchez Saornil sistemáticamente desterritorializa para buscar vías alternativas (Gala 2012), estará también ya muy presente. Estas son algunas de las conclusiones a las que la crítica ha llegado, conclusiones que se derivan principalmente del análisis de los poemas ultraístas y, en mucha menor medida, de los considerados modernistas. De hecho, ha sido la poesía ultraísta de Sánchez Saornil la que ha merecido hasta ahora más atención, en detrimento de la modernista, con algunas excepciones que iré comentando a continuación. Téngase

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en cuenta, además, que estas conclusiones se obtuvieron a partir del corpus poético que editara Martín Casamitjana en 1996, en el que no aparecían las composiciones de Avante y Cádiz-San Fernando. De ahí la oportunidad y la necesidad de revisarlas a la luz de esa cincuentena de nuevos textos publicados por Capdevila-Argüelles en Corcel de fuego. 2.3. La proyección del deseo: “¿Si la luna estará enamorada?” La proyección del deseo hacia elementos de la naturaleza está ya presente en los primeros poemas de Avante. En “Del Crepúsculo”, publicado el 2 de mayo de 1914, cuando Lucía tiene solo diecinueve años, la luz del ocaso penetra en una estancia donde una mujer, “envuelta en misterio y en sombra”, toca el piano.4 La luz se extasía con la contemplación de los ojos de la mujer y llega incluso a besarlos, creando un ambiente de extraordinaria sensualidad, que se acrecienta en la siguiente estrofa, cuando los “pálidos dedos” femeninos se posan sobre el teclado y la luz del ocaso, con “sus ondas azules y blancas”, termina envolviéndolos (Sánchez Saornil 2020, 60). El poema, firmado con el nombre de Lucía Sánchez Saornil —como todos los que aparecen en Avante— y escrito en tercera persona, hace de la luz, que es un sustantivo femenino, el sujeto poético, que expresa su deseo hacia otra mujer, en lo que podríamos considerar una traslación o una proyección del deseo desde un agente presumiblemente femenino, que quiere permanecer oculto, hacia un elemento de la naturaleza también femenino, en una alegoría del amor entre mujeres. En “Del vivir manso”, publicado en Avante un mes y medio después (20 de junio de 1914), se habla en primera persona de una “casa de pueblo” a mediodía. El perfume de las flores (nardos y violetas) entra “a través de la rendija de una ventana”, desde donde se observan las 4

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Esta imagen de una mujer al piano es muy romántica y, como tal, vuelve a utilizarla en “Vespertina otoñal”: “Toda el alma del jardín / se nos antoja una de esas / melancólicas princesas, / que un rojo camarín, / en divino paroxismo, / sobre las teclas del clave / hacen sollozar un suave / y dulce romanticismo” (Sánchez Saornil 2020, 71-72).

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amapolas que pueblan la hierba y que son como “bocas sangrientas, / que arden en sed de besar / al sol de oro que las quema”. Esta imagen de las amapolas que desean ardientemente el beso del sol precede a la imagen final, la de “una salita de penumbra soñolienta”, en la que hay “una mano marfileña” perfumada de jazmines y “el susurro melodioso de unos labios que se besan” (Sánchez Saornil 2020, 63). La ambigüedad en relación con el género de los amantes es evidente, aunque esa mano marfileña, a tenor de lo leído en el poema anterior, podemos presumir que es femenina, y, si trasladamos a las figuras humanas la relación entre el sol (sustantivo masculino) y las amapolas (sustantivo femenino), quizás pudiéramos concluir que se trata de una relación heterosexual. La joven Lucía parece atenerse a la norma establecida, al discurso heteronormativo de la época. Sea como fuere, todos los sentidos se conjugan en el poema para subrayar la sensualidad del amor bajo el sol del mediodía, de la siesta: el olor de los nardos, las violetas y los jazmines; el color rojo intenso, sangriento, de las amapolas; la luz que deslumbra, y el susurro de los labios que se besan. En “Primavera en mi alma” (Avante, 11 de junio de 1914), de nuevo es el sol quien besa los “ojos negros” del sujeto hablante, y el viento los acaricia, mientras los sauces, “en su desmayo, dan a las aguas un beso”. Ese sujeto hablante es femenino. Así lo indica al proclamar: “Estoy alegre y contenta” (Sánchez Saornil 2020, 65-66). En cambio, quienes la besan y acarician son elementos de la naturaleza que en español son masculinos (el sol y el viento). Sánchez Saornil se vale aquí de las convenciones del amor heterosexual para expresar su comunión con el medio natural o quizás simplemente las utiliza para no hablar a las claras de ese amor. Pero los besos del sol también pueden ser dañinos, como sucede en “La elegía del parque muerto” (Avante, 26 de septiembre de 1914). Las rosas que el sol besa con “un hálito maldito” terminan “marchitas”, “yertas”, y el sauce, al inclinarse “sobre las aguas muertas de una fuente”, parece que “se inclinara sobre una sepultura” (Sánchez Saornil 2020, 66). ¿Hay entonces en estos versos una crítica encubierta precisamente de esas relaciones heterosexuales que en los poemas anteriores ha enmascarado con la alusión al sol y al viento? Pudiera ser.

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No obstante, la luna, tan asociada a la feminidad, besará también en alguna ocasión a los amantes, como sucede en “Ensueño”, donde se narra el encuentro amoroso de dos seres de sexo indeterminado.5 En otros casos, será la luna misma quien ansíe un beso,6 quien esté enamorada7 o quien llore en los ojos de los enamorados.8 Que sean la luna y el sol quienes besen a las flores o a los seres humanos supone un desplazamiento de la acción de besar, de amar, hacia un elemento de la naturaleza, con el objetivo probablemente de desviar la atención de esos seres humanos, cuyo sexo no se declara o, cuando sí se hace, como en el caso del poema “Motivos galantes”, publicado bajo el seudónimo de Luciano San-Saor en Los Quijotes, apunta hacia una relación entre mujeres. En “Motivos galantes”, una joven “de graciosa silueta” y de “labios ardientes y rojos” posa “inquieta” su mano en la del sujeto poético (Sánchez Saornil 2020, 128), un sujeto que, si se identifica con la firma, es masculino (Luciano de San-Saor), pero que, al transmutarse en la luna, se convierte en una mujer y, como tal, es quien besa los ojos de su amada. Capdevila-Argüelles opina que “este poema puede leerse como una salida poética del armario” (CapdevilaArgüelles 2020, 34). Tanto en “Ensueño” como en “Emoción”, y en otros poemas de Avante, concretamente en “Abril” y “Para dormir en sueños”, Sánchez

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“Entre la penumbra gris, al besarnos la luna / parecemos sumidos en el fondo de alguna / azulada quimera de místico retablo” (Avante, 5 de diciembre de 1914) (Sánchez Saornil 2020, 74). En el poema “En la noche de plata”, publicado en Avante el 29 de mayo de 1915, “hay un pálido lucero / que también tiembla de amor / como si esperara un beso…” (Sánchez Saornil 2020, 82). Así sucede en “Motivos galantes” (Los Quijotes, 87, 10 de octubre de 1918): “—¿Si la luna estará enamorada? / La pregunta me fue susurrada / por tus labios ardientes y rojos. / —¡Si la luna estará enamorada!... / Y la luna en respuesta callada / largamente besaba tus ojos” (Sánchez Saornil 2020, 128) En “Emoción” (Avante, 252, 6 de febrero de 1915), leemos: “Las manos enlazadas temblaban como lirios / con amor santo, / y en los ojos el llanto / ponía el brillo triste y apagado de los cirios. / Lloró en ellos la luna… Y con loco embeleso / […] quemó sus labios el fuego divino de un beso” (Sánchez Saornil 2020, 79).

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Saornil habla de un “amor santo y puro”.9 Pues bien, en ninguno de estos poemas se precisa el género de los amantes, con la excepción de “Para dormir en sueños”, en donde el sujeto poético es claramente una mujer: “Yo, en el rústico banco reclinada indolente / mientras suspira el lago en secreto estertor / y reverencian las frondas nuestro santo amor” (Sánchez Saornil 2020, 76). ¿Por qué esa insistencia de Sánchez Saornil en la pureza y la santidad de unos amores que, cuando menos, resultan muy ambiguos en lo que se refiere a quienes los protagonizan? ¿No es precisamente esa ambigüedad un indicio de su carácter heterodoxo? ¿Será entonces esa la razón última de su insistencia? ¿Pretende acaso que parezcan convencionales, normativos, cuando no lo son? Por lo demás, en “Para dormir en sueños”, se aprecia el desplazamiento de la emoción del sujeto hablante hacia el agua del lago, que es quien suspira. El agua, como el sol y la luna, asume aquí, y encarna, un sentimiento humano. En otras ocasiones, es el agua de la fuente quien expresa la pasión amorosa, arrogándose la condición de poeta: “El amor hará una glosa con el agua de la fuente” (Sánchez Saornil 2020, 115);10 o la lluvia, quien besa la boca de los amantes (87),11 igual que la luna, o quien “hace glosas / de tristeza en los cristales” (133).12

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“Mis ojos te presienten en medio de lo oscuro / mientras miran la vaga claridad del jardín / y en alas de las ansias de un amor santo y puro / nuestras manos se estrechan deshojando un jazmín” (“Ensueño”, Avante, 243, 5 de diciembre de 1914); “Las manos enlazadas temblaban como lirios / con amor santo (“Emoción”, Avante, 252, 6 de febrero de 1915); “Mucho volar de miradas / y aletear de suspiros; / unas manos que se estrechan / y unos labios que se han dicho / palabras de un amor santo / que un alma lleva escondido… / Mucha alegría en la tarde, / mucho frescor en los pinos” (“Abril”, Avante, 214, 16 de mayo de 1914). 10 “Cuando llegue abril”, Cádiz-San Fernando, 130, 10 de abril de 1918 (Sánchez Saornil 2020, 115). 11 “Y en un divino espasmo de ansia loca, / me da un beso la lluvia… beso hermano / del beso deseado de tu boca” (“Madrigal de ausencia”, Los Quijotes, 43, 10 de diciembre de 1916) (Sánchez Saornil 2020, 87). 12 Este poema, titulado “Letanía gris”, que forma parte de las “Letanías de amor y dolor” publicadas en Cervantes con el seudónimo de Luciano de San-Saor en

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Pero no solo es el amante el que se transmuta en un elemento de la naturaleza, también lo hará el ser amado, como sucede en “Crepúsculo sensual” (Cervantes, mayo de 1919), donde un yo poético sin marca de género13 pasea a la hora del crepúsculo por un jardín que, por efecto de la lluvia, se abre “más verde y más carnal” y en el que las rosas, “aún mojadas de la lluvia reciente”, se muestran “grandes” y “sangrientas”, igual que los senderos, que el crepúsculo “llenaba de su sangre”, convirtiéndolos en “venas henchidas” (Sánchez Saornil 2020, 146-147). El amante posa sus manos temblorosas y “abiertas como pasionarias” sobre las rosas y las acaricia. Las rosas entonces “palpitaron entre mis dedos abiertos / y fue una palpitación / de carne tibia, / carne estremecida y fragante” (147). Ese “glorioso contacto” “rompió el dique / de los deseos abocados” y “el alma se me hizo carne también / carne trémula, enfebrecida, / […] en incomprensibles ansiedades” (147). La crítica ha coincidido en ver aquí el jardín como una alegoría del cuerpo de la amada y, sobre todo, como una alegoría de la relación amorosa entre dos mujeres (Lecointre 2014, 111), a tenor de la relevancia que tienen las manos, símbolo de la sexualidad lésbica, y las rosas, como símbolo del cuerpo femenino, “en una escena de alto contenido erótico” (Castro 2014, 25) en la que “se poetiza el orgasmo femenino” (Capdevila-Argüelles 2020, 18). Podríamos hablar en todos estos casos de la descorporeización de los amantes, de la sustitución de sus cuerpos en el acto amoroso por elementos de la naturaleza, de un desplazamiento muy significativo de su deseo hacia el sol, la luna, el agua y las flores, desplazamiento que incrementa, que contribuye a la ambigüedad, a la indefinición genérica de esos cuerpos, aunque no perjudica en absoluto la expresión de una sensualidad y un erotismo muy intensos.

marzo de 1919, puede ser calificado como modernista, aunque está dedicado a Rafael Cansinos-Assens, a quien llama “maestro del Ultraísmo” (Sánchez Saornil 2020, 132-134). En él, el sujeto poético, no definido genéricamente, pasea por una fronda durante el otoño, en el mes de octubre. Los olores de la vegetación, en concreto de la reseda, le recuerdan el “olor de la mujer amada”, los labios rememorados son de rosas y las manos de azucenas. 13 Aunque el poema está firmado por Luciano de San-Saor.

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Pues bien, precisamente esa ambigüedad, reforzada por la textualización que de sí misma hace Lucía Sánchez Saornil como cuerpo masculino a través del seudónimo de Luciano de San-Saor, es lo que le confiere, en mi opinión, una especial singularidad a su proyección del deseo hacia la naturaleza. Esta proyección es, por otra parte, habitual en el modernismo, como ya señalara Lily Litvak a propósito de las flores, a las que los modernistas acuden “sobre todo porque a través de ellas llevaban a cabo una espiritualización de la materia” (Litvak 2013, 135). Pero la materia que Sánchez Saornil pretende espiritualizar es cuando menos problemática, porque habita un cuerpo en conflicto, que no encaja en la normatividad decretada por el discurso social, así que la proyección del deseo hacia la naturaleza bien pudiera leerse y escribirse hoy, después de las reflexiones al respecto de Foucault (1997) y Butler (2002), como la textualización de un sujeto descentrado que hace de su descorporeización una plataforma de resistencia, de protesta (Calafell y Ferrús 2008, 9).

3. Cuerpos que son máscaras 3.1. Ángeles o no tanto… Pero los poemas de Lucía Sánchez Saornil están también plagados de mujeres, de cuerpos sexuados como femeninos, sin que haya margen alguno para la duda o la ambigüedad, por más que en algunos casos se las asocie a elementos de la naturaleza y cobren vida a través de ellos. De hecho, en el primer poema publicado por Lucía en Avante, titulado “Nieve” (199, 31 de enero de 1914), la blancura de la nevada es comparada con las almas de las mujeres: “Todo es blanco, todo es blanco / igual que almas de mujeres” (Sánchez Saornil 2020, 55). Esta imagen positiva es deudora del estereotipo de la mujer angelical propio de la época, aunque, como veremos a continuación, este estereotipo va a ser contestado, puesto en duda, por Sánchez Saornil desde muy pronto. Por ejemplo, en el soneto “Mientras las colegialas…”, que apareció el 26 de septiembre de 1914 en Avante, una monja, sor Rosario, y sus

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jóvenes alumnas, recluidas en un “austero convento”, se permiten la licencia durante un día de fiesta de escuchar un “elegante” y “travieso” minué de Mozart. El minué despierta los recuerdos dormidos de la religiosa, unos recuerdos que no son felices, y la hace llorar: “Porque ese minué loco le trae la intranquila / y la amarga tristeza de alguna evocación…” (Sánchez Saornil 2020, 67). Este último verso sufrió una ligera variación en la versión de Cádiz-San Fernando (87, 30 de enero de 1917): “y angustiosa amargura de alguna evocación”. Es, no obstante, una variación que no añade gran cosa. Parece que todo apunta a un desengaño amoroso, a una falta cometida, que quizás sea el origen de la reclusión en el convento. El tema de la mujer que toma los hábitos y se aparta del mundo después de haber sufrido una desilusión, es decir, el tema de la monja enamorada (Navarro Durán 2005), no es nuevo y tiene un largo recorrido no solo en la literatura romántica.14 Sánchez Saornil recoge aquí el testigo de esa tradición y la pone al día a partir del contraste, muy oportuno, entre la austeridad del claustro y la frivolidad del minué, entre las “alegres locuelas colegialas”, prestas a cometer alguna travesura, y la tristeza, la amargura, de sor Sagrario, recordando quizás algún momento de debilidad. No sabemos de qué índole ha sido la falta cometida, si es que la ha habido, pero la evocación que le provoca una lágrima apunta quizás en esa dirección. No llega Sánchez Saornil a los extremos de la sor María de Rubén Darío, de ese ángel caído de Cantos de vida y esperanza (Darío 2016, 392), ni tampoco de las novicias con las que Juan Ramón habría mantenido encuentros sexuales mientras estuvo ingresado en el sanatorio madrileño del Rosario,15 pero sí hay un eco en esta sor Rosario de la versión satánica que fraguaron los maestros del modernismo. Ahora bien, la figura angelical más frecuente en la poesía de Sánchez Saornil es la novia, que suele aparecer asociada a la primavera, al 14 Recuérdese el célebre caso de la poeta María Gertrudis Hore, enclaustrada sin vocación por haber protagonizado un sonado caso de adulterio en el Cádiz de la segunda mitad del xviii (Navas Ocaña 2009, 146-147). 15 Véanse como ejemplo dos de los poemas a ellas dedicados: “¡Hermana! Deshojábamos nuestros cuerpos ardientes” y “Cuando huía, en un vuelo de tocas trastornadas” (Jiménez 2007, 86-87).

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renacer de la vida. Por ejemplo, en “Cuando llegue abril”, la vida se presenta como una novia vestida con su traje de boda que aguarda a abril, el “novio presentido” (Sánchez Saornil 2020, 114-115).16 Y, en “Madrigal de ausencia”,17 cuando el poeta, durante un día lluvioso, añora a su novia que está lejos y rememora su “faz de cera”, su “melena rubia” y su “voz de seda”, habla también de “su boca-primavera”. Además, al notar el roce de una hoja en la frente, piensa en la “visión amada de la blanca mano / que me da su caricia transparente”, es decir, recuerda las caricias de su novia, y finalmente, al sentir la lluvia en su rostro, cree que “me da un beso la lluvia… beso hermano / del beso deseado de tu boca” (87). La novia ausente acaricia al poeta a través de las hojas y lo besa a través de la lluvia, como hemos visto hacer al sol y a la luna. En “Armonías del ocaso”18 aparece de nuevo la “blanca novia primavera” a la que el poeta interroga sobre “¿cuándo será la quimera / de nuestro día nupcial…?” (Sánchez Saornil 2020, 96). Pero, ¿por qué quimera? ¿Quizás porque al tratarse de una relación entre mujeres el matrimonio es un imposible? Aquí, además, los besos no son a través de un tercero y la expresión del deseo es bien clara: “Como una paloma loca / tembló tu mano en la mía / mientras el beso en tu boca / desfloró su melodía” (96). Y en “Letanía de oro”19 se repite la imagen de la novia que, al atardecer, besa, en esta ocasión a la brisa, desplazando el beso hacia un elemento de la naturaleza que es femenino, lo que podría hacer pensar también en una relación lésbica: “Todo se pone de oro… / las manos… y las caricias… / y los ojos… y las bocas

16 “La vida está sonriente / como novia enamorada / que se viste ingenuamente, / su traje de desposada / […]. Abril, santo y bendecido, / ven, te espera, estremecida, / como al novio presentido, / tu bella novia la Vida” (Cádiz-San Fernando, 130, 10 de abril de 1918; Diario de la mañana, 76, 15 de abril de 1921) (Sánchez Saornil 2020, 114-115). 17 Los Quijotes, 43, 10 de diciembre de 1916. 18 Cádiz-San Fernando, 103, 10 de julio de 1917; Los Quijotes, 59, 10 de agosto de 1917. En Los Quijotes se subtitula “Madrigal de los besos”. 19 Cádiz-San Fernando, 110, 20 de septiembre de 1917.

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/ de las novias que floridas / en un vagar soñoliento / llenan de besos la brisa” (100). La brisa retorna en “Lirismo”, uno de los cuatro poemas que componen “Exaltaciones”, publicados en Cervantes en mayo de 1919: “Desmayemos los cuerpos, de amor, en la sauceda; / la brisa, apasionada, llevará nuestras glosas / con un susurro suave de temblores de seda” (Sánchez Saornil 2020, 144). Esos “temblores de seda” son los de un vestido de novia, como queda patente en otro de los poemas de la serie “Exaltaciones”, el titulado “Pero ¿tú no sabes?”, donde el “frú-frú de sedas transparentes” del traje nupcial se oye en abril en un “parque en flor” (148-149). Y las “haldas vaporosas” del “Madrigal de primavera” suenan como si se tratara del “susurro de follaje”, mientras la “mano blanca”, la “risa franca” y la voz de la novia-primavera huelen a “campos floridos” y a “esencia de rosas” (145).20 Sin embargo, las rosas también pueden marchitarse, y, de hecho, como rosas marchitas presentará Sánchez Saornil a las novias que esperan en vano la llegada de su enamorado, en una prosa poética titulada “Las rosas no se resignaban a morir”, que apareció en Los Quijotes el 10 de mayo de 1918. Las rosas, cortadas hace tres semanas y ya algo mustias, aunque sin deshojarse aún, se inclinan sobre los bordes del vaso, igual que “las pobres novias sin amor que se inclinan, largamente, al borde de los caminos para mejor otear la lejanía, y así se van consumiendo de fiebre; se les profundizan poco a poco las ojeras […], y la cabecita, insensiblemente, con una gracia dolorosa y marchita, cae sobre el hombro” (Sánchez Saornil 2020, 121). Es más, en “El pueblo con luna”, publicado también en Los Quijotes unos meses después y perteneciente a las “Sinfonías agrestes”, Sánchez Saornil habla ya de una novia muerta, por la que el viento entona “una copla de elegía” (125). En suma, la novia angelical, envuelta en tules, aparece a menudo encarnando a la primavera, a la vida misma que brota esplendorosa en esta estación del año, y se la asocia, en consecuencia, a elementos de la

20 “Madrigal de primavera” pertenece también a “Exaltaciones”, junto con “Lirismo”, “Pero ¿tú no sabes?” y “Crepúsculo sensual”.

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naturaleza como las hojas, el follaje, las rosas, la lluvia y la brisa. Pero hay también en la poesía de Sánchez Saornil novias marchitas, ajadas, como flores mustias, e incluso novias muertas; y, lo más relevante de todo, algunas de esas novias primaverales no lo son al uso, no responden a las convenciones morales de la época, puesto que afloran en ellas, expresadas de manera sutil y ciertamente ambigua, resonancias homoeróticas, como hemos visto en “Armonías del ocaso” y “Letanías de oro”. 3.2. El cuerpo femenino como metáfora de la creación poética Además, la primavera no aparece solo como una novia en la poesía de Lucía Sánchez Saornil, sino que adopta también en una ocasión la apariencia de una madre. Me refiero al soneto “Madre primavera”, que vio la luz en Cádiz-San Fernando el 30 de abril de 1917 y que puede leerse en clave metapoética, como una metáfora de la creación literaria. La Primavera entra en el “jardín inculto” de la poeta, fecunda los rosales y los nidos, y hace brotar el agua. Téngase muy en cuenta que el poema está firmado con el nombre de Lucía y escrito en primera persona,21 es decir, que en esta ocasión Sánchez Saornil se textualiza como un cuerpo femenino. Pues bien, la Primavera se presenta como una mujer desnuda en una imagen muy sensual: “Bajo el sol reverbera / la blancura marmórea de su cuerpo tremante”, mientras el agua de la fuente refleja “la esbeltez desnuda de su cuerpo triunfal” (Sánchez Saornil 2020, 89). No es una representación convencional de la maternidad, como ya se habrá observado. No es el cuerpo de una mujer embarazada, ni el de una matrona amamantando a su retoño, sino el de una doncella desnuda, muy voluptuosa. De hecho, en el último terceto, la poeta le promete a esta doncella-primavera tejer en su alma una alfombra de rosas que le sirva como “tálamo nupcial”, como si

21 “En mi jardín inculto ha entrado Primavera / […] / Fecunda su mirada los rosales dormidos / y en las desiertas sendas de salvaje espesura / […] / han nacido las rosas y han triunfado los nidos” (Sánchez Saornil 2020, 89).

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estuviera pensando en una novia (89). No parece que la maternidad sea un tema que le interese mucho a Lucía Sánchez Saornil, a tenor de la ausencia de madres en su poesía, aunque la madre primavera que fecunda su jardín, el jardín de una mujer poeta, sea, efectivamente, “una poderosa representación femenina” (Capdevila-Argüelles 2020, 17), una poderosa e inusual metáfora de la creación poética, diría yo, que prescinde por completo de la intervención masculina. Hay otros poemas de Lucía Sánchez Saornil que podemos leer también en clave metapoética, aunque la índole de sus protagonistas es muy distinta a la de esta madre primavera, a la de esta magnífica figura femenina. Me refiero a “Mi origen pagano”, “El fauno. Ofrenda pagana” y “Motivos triunfales”, que presentan a mujeres como víctimas sacrificiales y hablan de relaciones amorosas con centauros y faunos. Cronológicamente, “Mi origen pagano” no es el primero, pero nos va a proporcionar la clave para la interpretación de los otros dos poemas. Publicado en Cádiz-San Fernando en enero de 1918 con la firma de Lucía Sánchez Saornil, en él la poeta reconoce su deuda con la literatura de la Grecia clásica: “Grecia altiva en mi sangre ha dejado sus huellas; / con sus recios buriles, yo di forma a mis versos” (Sánchez Saornil 2020, 108). El reconocimiento de esta deuda y la referencia a motivos de la tradición clásica grecolatina son una constante en el parnasianismo francés y, por ende, en el modernismo hispánico. No se olvide que Grecia es el nombre de la revista sevillana que se inició en las lides del modernismo para convertirse después en exponente de las inquietudes de los jóvenes ultraístas, y en ella estará presente Lucía Sánchez Saornil. Pues, bien, para expresar su estrecha relación con la Grecia antigua, Sánchez Saornil recurre a varias figuras masculinas de la mitología: faunos, centauros y tritones. De hecho, su comunión espiritual con la literatura clásica se presenta en el poema como las bodas de la poeta con un centauro: “Me bañé en las espumas de las ondas helenas, / y en la clara armonía de una aurora triunfal / un soberbio centauro sorbió el zumo a mis venas / en un beso”. Esas bodas las bendicen los tritones entonando un himno nupcial: “Y sonaron sus recias caracolas / en la playa de oro, como un himno nupcial, / los tritones, en coro, al surgir de las olas” (108). La imagen del ­centauro

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sorbiendo el zumo de sus venas en un beso es muy potente, y creo que late en ella una concepción de las relaciones heterosexuales como un ámbito de violencia contra las mujeres, lo cual no es extraño teniendo en cuenta el historial de raptos y estupros femeninos que acumulan los centauros, raptos como el de Hipodamía, la esposa del rey de los lápitas, o el intento de violación de Deyanira, la esposa de Heracles (Grimal 1989, 96). En cuanto a los faunos, pertenecen a la mitología romana, aunque tendrían su paralelo en los sátiros del dios griego Pan. Los faunos son en el poema de Sánchez Saornil quienes la consagran: “Y las manos, febriles, de los faunos perversos / coronaron mi frente con las blancas estrellas” (Sánchez Saornil 2020, 108). Al hablar de su perversidad, Sánchez Saornil quizás se refiera al carácter lascivo de estas divinidades, a quienes la mitología presenta a menudo persiguiendo a las ninfas (Grimal 1989, 475). Por tanto, las masculinidades representadas en este poema son monstruosas y violentas, y, lo que es más importante, de esas masculinidades, de esos cuerpos masculinos perversos, depende la consagración de la escritora como tal. Así textualiza Sánchez Saornil lo problemática que es la relación de las mujeres con el canon y expresa su incomodidad al respecto. Apenas unos meses antes, en agosto de 1917, Sánchez Saornil ya había dedicado en Cádiz-San Fernando un poema al fauno, con el título “El fauno. Ofrenda pagana”.22 Firmado con su nombre propio, en él el sujeto poético contempla en un jardín abandonado la estatua de un fauno, que está desnudo, “se yergue altivo y diabólico sobre sus patas de chivo” y tiene en las manos una flauta, instrumento que solía portar el dios griego Pan. La quietud de la estatua y del jardín, sin que haya “ni un halo de vida”, le lleva a decir que “aquí hasta la muerte ha muerto” (Sánchez Saornil 2020, 97). Pues bien, la poeta se le ofrecerá como víctima sacrificial: “Y yo llegaré triunfal / a ofrecerte mis amores; / a tus pies haré un nupcial / y regio lecho de flores” (98). Pienso que este ofrecimiento hay que interpretarlo en sintonía con el poema anterior, “Mi origen pagano”, como una expresión de su deuda con la

22 Cádiz-San Fernando, 106, 10 de agosto de 1917; Diario de la Mañana, 80, 20 de abril de 1921.

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literatura clásica. La imagen de su cuerpo ardiendo lentamente, por obra de los rayos del sol, ante los pies del fauno como una ofrenda me parece muy gráfica y certera: “A tus pies quemará lento, / el sol, con su llama viva, / mi cuerpo, céreo y sangriento / como una ofrenda votiva” (99). Además, y esto es lo relevante, ese sacrificio obrará el milagro de que el fauno y el jardín en donde yace cobren nueva vida: el pie de esa mujer inmolada “se abrirá en flores rojas” (99) y la flauta del fauno empezará a sonar. Creo que esto puede entenderse como la puesta al día de la tradición grecolatina que pretende el modernismo y a la que se suma Sánchez Saornil. Teniendo muy presentes estos poemas, se entenderá mejor “Motivos triunfales”, publicado con seudónimo en Los Quijotes en octubre de 1917 y muy comentado por la crítica contemporánea como ejemplo de “indeterminación genérica” del sujeto poético (Lecointre 2014, 108), como muestra de ambigüedad textual a partir de esa “metáfora de la punición” presente en la alusión al “rito pagano” y el “arder satanesco” (Gómez Garrido 2013, 347), como expresión, en definitiva, de un acto sexual entre mujeres que se ha llegado a calificar, como señalamos anteriormente, de “salida poética del armario” (CapdevilaArgüelles 2020, 33). Sin restarle importancia a estas interpretaciones que abundan en la idea del amor lésbico y que me parecen aceptables, creo que “Motivos triunfales” comparte con los poemas anteriores la imagen de la mujer como ofrenda, como víctima de un sacrificio expiatorio, y quizás pueda leerse también desde una perspectiva metapoética. En el poema hay un cuerpo femenino desnudo que se asemeja al de una escultura. Esta mujer desnuda es descrita en el primer cuarteto como “grave”, “augusta”, “hierática”, de mirada “dormida”, “quieta”, su piel es muy blanca, de “un blancor soberano”, como si se tratara de un “mármol desnudo” (Sánchez Saornil 2020, 102). Partimos, por tanto, de lo que parece la descripción de una estatua, y esto nos recuerda el inicio de “Mi origen pagano”, cuando confiesa que con los “recios buriles” de Grecia dio forma a sus versos (108) —el buril es la herramienta propia de la escultura—; y también tiene ecos del poema dedicado al fauno, cuyo “desnudo armonioso” es de una quietud extrema que la impele a proclamar “aquí hasta la muerte ha muerto” (97).

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Ahora bien, en “Motivos triunfales”, la mirada de esta mujer desnuda, aunque quieta, evidencia el éxtasis que la arroba, es “extática”, lo que apunta evidentemente hacia una entrega de carácter sexual, que viene reforzada en el segundo cuarteto por la alusión a los cuerpos “desmayados” y al “perfume violento” de las flores “que abrasaba la carne en un ansia secreta” (Sánchez Saornil 2020, 102). Contrasta la quietud marmórea que emana del cuerpo desnudo en la primera estrofa con la carne abrasada de deseo de la segunda, con la explosión de vida que evidencia el olor intenso de la vegetación. Los ojos de esa mujer de mármol se encienden entonces con un “arder satanesco” y el verso, la poesía, comienza a sonar en su oído: “La armonía del verso devanaba en tu oído” (102). La mujer se entrega entonces al sujeto hablante, de forma sexual, sí, pero también supone la entrega de la poesía. Creo que ese podría ser el sentido de esta imagen de mujer como víctima sacrificial, como exvoto, como ofrenda, que aparece en la última estrofa: “Tal que un rito pagano, a la luz postrimera, / como a un dios, en el templo del jardín florecido, / me ofrendaste el exvoto de tu cuerpo de cera” (102). Se trataría, en definitiva, de una metáfora de la creación poética, no tan potente como lo fue la madre primavera pero también altamente significativa. De hecho, en “Motivos románticos”, vuelve a plantear la puesta al día de la tradición a partir de la reviviscencia de un “viejo amor”, de una “vieja ilusión”. En “¡Ay, nuestro antiguo ensueño!”, el primer poema de la serie, el sujeto poético le propone a su amante el “viaje a un remoto país / en el tren encantado de la imaginación”, un viaje que no consiste en un desplazamiento espacial,23 sino que, en el último terceto, se materializa en el encuentro amoroso, en el acto sexual: “hunde tus ojos quietos en los míos extáticos, / verás que en maravilla de embrujados prismáticos, / surgen mil horizontes de encantados países” (Sánchez Saornil 2020, 111). Tanto en este poema como en el segundo, titulado “Serán nuevos los viejos perfumes”, aparece toda una serie de elementos que recuerdan a la estética romántica y tam-

23 “— No en Viena, ni en Londres, ni en el loco París / se abrirá luminosa nuestra vieja ilusión” (Sánchez Saornil 2020, 111).

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bién a la modernista. Son, efectivamente, motivos románticos, puestos al día por el modernismo, la luna, los cisnes, la tarde, el balcón, el otoño, las manos lánguidas sobre el piano, el boudoir. Probablemente a esta circunstancia, a esta puesta al día, está aludiendo aquí Lucía Sánchez Saornil cuando proclama: “Verás como el ambiente del boudoir se perfuma / con la fragancia, nueva, de nuestro viejo amor” (112). Y el carácter metapoético del poema se observa de manera aún más clara en el primero de los tercetos: “En antiguos estantes nuestros libros, dormidos, / soñarán con la nueva caricia de mis manos, / —indolentes y mustias como lirios caídos” (112) Ya sea la amada romántica, ya sean esas víctimas que se ofrecen en sacrificio a faunos y centauros, ya sea esa poderosa madre primavera, tan sensual, lo cierto es que Lucía Sánchez Saornil recurre a imágenes femeninas de una corporeidad asombrosa, muy sexuadas, para, a través de ellas, reescribir como mujer el proceso de la creación poética, considerado tradicionalmente como algo exclusivo de los hombres (Navas Ocaña 2011, 13-17), y poder, en definitiva, apropiarse de él y construirse textualmente a sí misma como escritora. 3.3. La luna ya no está enamorada: la poeta maldita y la femme fatale Veamos también, finalmente, lo que supone, lo que implica, en la poesía de Lucía Sánchez Saornil la presencia del estereotipo de la femme fatale, el anverso de esas novias primaverales, de esas víctimas sacrificiales, que nos han ocupado hasta ahora. Vamos a partir de algunos poemas de ambiente galante en los que se observa una crítica al malditismo, al escepticismo y a la crisis espiritual de la modernidad, tanto en su versión masculina como femenina. De hecho, aparece en ellos la figura de la femme fatale o la del moderno, como sucede en el soneto “Elegancias”,24 donde se describe un baile al aire libre que evoca “los divinos jardines de Versalles”. En el cenador charla una pareja. A ella la presenta Sánchez Saornil,

24 Avante, 275, 17 de julio de 1915.

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s­ iguiendo con la imagen versallesca, como una “bella marquesita” que sueña con su príncipe azul, es decir, con “un dulce poeta de aquel siglo galante”, pero que, desafortunadamente, ha de contentarse, sin poder ocultar el “gesto de dolor” y de “amarga ironía” en sus ojos, con oír “la charla ridícula de un moderno elegante” (Sánchez Saornil 2020, 84). En “Gavota”,25 sin embargo, son “damiselas de carne traslúcida y florida”, de “risas frívolas” y “melancolía postiza”, quienes bailan al son de los violines, mientras en el aire “flota un, brujo y exquisito, aroma de pecado” (94). El romanticismo de la marquesita de “Elegancias” contrasta con la superficialidad de su moderno interlocutor y también con la frivolidad y la impostura de estas carnales damiselas. La crítica al escepticismo y al malditismo de la modernidad preside además sus “Estampas del siglo xx”,26 compuestas por dos sonetos de métrica típicamente modernista, en versos alejandrinos, con el título de “El triste escepticismo” y “Autorretrato”, firmados ambos con su nombre, como suele hacer siempre en Cádiz-San Fernando. Lo de la firma no es cuestión baladí, teniendo en cuenta que “Autorretrato” está escrito en primera persona, lo que invita a pensar en un yo poético femenino. Ese yo de “ojos taciturnos” y “labios marchitos”, cuyo cerebro se precipita en un “siniestro abismo”, que se confiesa responsable de “versos tristes”, que se entrega a “perversos placeres refinados” y tiene “la sangre envenenada de perlas de morfina”, es, ni más ni menos, la versión femenina del poeta maldito. Sánchez Saornil compone aquí, valiéndose únicamente de su nombre propio, la estampa de la poeta maldita, cuyo final no es otro que la muerte: “En la albura del lecho esperaré a la Muerte / […] / y la nueva alborada sorprenderame inerte / con la pipa de opio en los rígidos labios” (Sánchez Saornil 2020, 92). Con pocas pero certeras imágenes como la del abismo, los labios marchitos, los versos tristes y la morfina, haciendo gala de una gran economía expresiva y sin incluir ninguna marca de género en el poema mismo, a no ser la rúbrica, Sánchez Saornil se autodefine como maldita, asume como propios la bohemia y los e­ xcesos

25 Cádiz-San Fernando, 102, 30 de junio de 1917. 26 Cádiz-San Fernando, 99, 30 de mayo de 1917.

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del decadentismo,27 con lo que de provocación tienen y con lo que esa asunción podía suponer en la época para una mujer. Bien podría haber recurrido, como en otras ocasiones, a la máscara del poeta, del sujeto poético masculino, o del seudónimo, sin ir más lejos, para componer esta estampa de la modernidad y, sin embargo, no lo hace. Y eso que, apenas un mes antes y con el seudónimo de Luciano de San-Saor, había publicado en Los Quijotes (53, mayo de 1917) otro soneto, titulado “Tigresa”, en el que la protagonista es una femme fatale, descrita desde una perspectiva masculina,28 como un objeto de deseo. Ahora bien, se trata de un objeto de deseo que no es dócil, que no se pliega a la voluntad del hombre. De ahí que prime la descripción de su cuerpo y se la presente como una mujer “alta”, “rubia”, “de moderna silueta felina”, cuya mano, cedida amablemente, es, en realidad, una “garra fina y poderosa” que inquieta, y cuya “boca, de

27 Como es sabido, el término maldito aparece por primera vez en el libelo Los poetas malditos, de Paul Verlaine, cuya primera versión es de 1886. En 1888 publicó otra más amplia que ya incluía, entre los poetas calificados como tales, a una mujer, Marceline Desbordes Valmore, considerada “digna por su oscuridad aparente, y también absoluta, de figurar entre nuestros poetas malditos” (Verlaine 1987, 75). Poco tiene, sin embargo, que ver la visión que Verlaine ofrece de Marceline Desbordes con lo que, andando el tiempo, se han considerado los rasgos característicos del poeta maldito (el cultivo del mal, la bohemia, las drogas, etc.), rasgos que arrancan del poema de Baudelaire “Bendición”, en el que presuntamente se habría inspirado Verlaine para el marbete. Verlaine, cuyo ensayo es fundamentalmente una “obra de exaltación” de los escritores seleccionados (Ros del Moral 1985, 52), tiene buen cuidado de presentar a Marceline Desbordes como “sincera cristiana” (Verlaine 1987, 81), dominada por una “pasión casta pero fuerte” (77). Serían otros textos críticos los que irían con el tiempo perfilando toda esa serie de tópicos sobre la vida disoluta del poeta maldito (Ros del Moral 1985), que están ya presentes en el “Autorretrato” de Lucía Sánchez Saornil. 28 El sujeto, en tercera persona, se dirige a una segunda persona del plural y habla de un poeta al que la tigresa habría tendido su mano en un gesto de cortesía. No hay marcas de género en el poema que nos indiquen si el hablante es un hombre o una mujer, aunque la alusión al poeta y el seudónimo nos inclinan a pensar en un punto de vista masculino.

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sangre, muerde cuando besa, / y luego, en desdenes de altiva princesa, / os clava los dardos locos de su risa” (Sánchez Saornil 2020, 90). En el soneto “Margarita”,29 Sánchez Saornil nos muestra a otra femme fatale que, a diferencia de la tigresa altiva y desdeñosa de la que acabamos de hablar, aparece consumida por los placeres de la carne. La primera imagen que ofrece de Margarita es en una estancia en penumbra, entregada al placer. Allí su “desnudo triunfaba como un mármol egregio” y su “carne divina” se exhibía sobre un “tálamo regio”. Pero Margarita acaba consumida en la “hoguera de placeres paganos”, devorada por “los gusanos del vicio”, y su final no es otro que la muerte. Ahora bien, es tan bella que es capaz de encender el deseo hasta en la misma muerte: “Y en la trágica hora de tu terrible agonía, / aun sentiste el deseo que tu carne encendía / bajo el bárbaro abrazo con que asalta la Muerte” (Sánchez Saornil 2020, 106). Muy influido este poema por el decadentismo y muy potente esa imagen de la muerte que desea el cuerpo de Margarita, un deseo que quizás pueda interpretarse también en clave lésbica. Al fin y al cabo, muerte es en español un sustantivo femenino. Qué distinta, por otra parte, esta Margarita de Sánchez Saornil de la célebre Margarita de Rubén Darío, una niña inocente: “Margarita está linda la mar, / y el viento / lleva esencia sutil de azahar! (Darío 2003, 712-714). Son, por tanto, la cara y la cruz de la imagen de la mujer en la poesía modernista: el ángel de Rubén Darío versus la prostituta de Sánchez Saornil.30 Y, precisamente a una célebre prostituta griega, Friné, aludirá en “Jardines exóticos”, publicado en Los Quijotes el 10 de abril de 1918. Friné fue, según todas las fuentes, amante del pintor Apeles y del escultor Praxíteles, quienes la utilizaron como modelo para sus representaciones de la diosa Afrodita. Pero se la recuerda, sobre todo, además de por su belleza, por haber protagonizado un sonado proceso

29 Incluido en el libro Margarita, de Enrique Vázquez de Alda (Madrid, R. Velasco, 1917). 30 Hay otras Margaritas no tan angelicales en la poesía de Rubén Darío, como la de Prosas profanas, que quiere ser una Margarita Gautier y cuyos labios son de “púrpura maldita” (Darío 2003, 528-529).

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judicial en el que se la acusaba de impiedad y en el que exhibió, al parecer, su hermoso cuerpo desnudo ante los jueces, que terminaron absolviéndola (Pérez-Prendes 1999). En “Jardines exóticos” hay de nuevo una fiesta galante con música de minué en la que participan “una loca Friné” y “un poeta lilial” (Sánchez Saornil 2020, 117), es decir, una prostituta y un poeta modernista. Los lirios están muy presentes en la poesía modernista como símbolo de la pureza (Litvak 2013, 141-142). En cuanto al neologismo lilial, se suele atribuir a Rubén Darío, que lo emplea en Prosas profanas, concretamente en “El reino interior”,31 y en Los raros, cuando se refiere a las heroínas de Edgard Allan Poe como “liliales vírgenes” (García Morales 2016, 107). Dicho neologismo pronto sería objeto de burlas por parte de los detractores del modernismo, que lo convirtieron en sinónimo de cursilería extrema (107) y que contribuirían precisamente con sus críticas a la popularización del término. Sánchez Saornil, que debía conocer bien el sentido peyorativo que lilial tenía para algunos intelectuales del momento, lo utiliza aquí conscientemente, quizás para marcar de nuevo distancias respecto al modernismo. No en vano, aparece también una figura femenina de las clases populares, la Griseta, que evidencia un cambio de intereses por parte de Sánchez Saornil y supone una aproximación a figuras femeninas de baja extracción social, que contrastan extraordinariamente con esa Friné de ecos clásicos y con las sofisticadas femmes fatales que hemos visto hasta ahora. Griseta es la castellanización del francés grisette, que en un principio se refería a una tela de color gris y luego pasó a denominar a las trabajadoras que vestían uniforme, sobre todo, a las costureras y bordadoras. Se ha señalado además la relación de la grisette con la bohemia e incluso con la prostitución (Nordau 1990). Pues bien, en el poema de Sánchez Saornil el término Griseta se refiere a la luna: “Tiene la cara grotesca / de la luna, en la laguna, cuando se riza el cristal. / Una mueca pierrotesca / como el grácil mohín de una / Griseta sentimental” (Sánchez Saornil 2020, 117).

31 “El poeta pregunta por Stella”, incluido también en Prosas profanas, se publicó antes precisamente con el título de “Lilial” (García Morales 2016, 107).

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Esa luna de rostro grotesco y mueca pierrotesca, esa Griseta-luna, es, en mi opinión, una parodia del modernismo y muestra a las claras el alejamiento premeditado de dicha estética. Sánchez Saornil convierte a Griseta en el vehículo de expresión de su hastío del modernismo y de su creciente interés por las mujeres de la clase proletaria, que culminará con el Romancero de mujeres libres (1938). En definitiva, las femmes fatales de Sánchez Saornil tampoco lo son al uso, como no lo fueron las mujeres angelicales, empezando por esa poeta maldita (que no poeta maldito) que nos hemos permitido la licencia de identificar con la propia Lucía. Y tampoco lo es la Margarita lesbiana de quien se enamora la Muerte, ni la Tigresa que desdeña al poeta. Ni siquiera Friné lo es. Téngase en cuenta que Sánchez Saornil no recurre en esta ocasión a una víctima sacrificial para verbalizar, para corporeizar, su relación con la tradición grecolatina, sino que se inclina por una hetaira, por una prostituta, porque de lo que se trata ahora es de repudiar esa tradición. Por lo demás, hacer de la omnipresente y todopoderosa luna modernista una vulgar Griseta no viene sino a corroborar, a apoyar, lo que a la altura de 1918 es ya un hecho: el abandono del modernismo y la asunción de la nueva estética ultraísta. Ya no está, en efecto, la luna enamorada.

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Cuerpos poéticos y creatividad modernista en los mundos naturales de Elisabeth Mulder Christine Arkinstall The University of Auckland Y enriqueceré mi arca de poeta modernista (nervios, fuego, ambigüedad), con tus caudales de artista. ¡Da a mi numen futurista un soplo de antigüedad! (Mulder, “Viejo surtidor”, 1928, 93-94)1

Elisabeth Mulder (1904-1987) encarna la figura de la Mujer Nueva de principios del siglo xx. Precoz, cosmopolita y privilegiada, debutó 1

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Agradezco al heredero de los derechos de la obra de Elisabeth Mulder su gran generosidad al concederme la autorización debida para citar su poesía. Estoy en

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Christine Arkinstall

literariamente a los quince años con el poema “Circe”, con el que logró el primer premio en unos Jocs Florals. Además de ser bilingüe en inglés y en castellano, manejaba con fluidez el francés, alemán, italiano y ruso (publicó una traducción de Pushkin en 1930). Sus primeros poemas aparecieron en Sabor y Aroma bajo el seudónimo de Esfinge. Casada en 1921, madre en 1923 y viuda en 1930, antes de la guerra civil española Mulder combinó su propia producción poética con traducciones de poetas como Charles Baudelaire y publicó relatos en diversas revistas. Igualmente vieron la luz sus dos primeras novelas y también escribió teatro. Si bien las traducciones fueron su principal fuente de ingresos durante la Guerra Civil, no abandonó esta labor tras la contienda y posteriormente publicó traducciones de T. S. Lawrence, Shelley y Keats, entre otros, antes de dedicarse a la ficción en prosa (Mañas Martínez 1988, 11-19). Aunque la reputación de Mulder proviene principalmente de sus novelas y cuentos, también fue una poeta dotada y prolífica y publicó cinco volúmenes de forma sucesiva entre los años 1927 y 1933: Embrujamiento (1927), La canción cristalina (1928), Sinfonía en rojo (1929), La hora emocionada (1931) y Paisajes y meditaciones (1933).2 Este ensayo examina las dos primeras colecciones, Embrujamiento y La canción cristalina, y el análisis se centra específicamente en su deuda con la rica herencia de los primeros modernismos hispánicos. Las obras de Mulder de fines de la década de 1920 sacan a la luz y dan nueva forma a los tropos decadentes y simbolistas e interactúan con maestros modernistas como Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Ramón María del Valle-Inclán.3 Además, sus composiciones dan fe de la fascinación modernista por los sistemas de creencias heterodoxos como la teosofía, el espiritualismo y

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deuda con María Pilar Rodríguez Pérez por su excelente traducción del capítulo al castellano. Entre los pocos estudios existentes sobre la poesía de Mulder, véanse Cole (2000), Garcerà (2020), Mañas Martínez (2006, 385-389) y Prada (Mulder 2018). En su entrevista de 1968 con Paulina Crusat, Mulder reconoció su pasión por Bécquer, Darío, Góngora, Valle Inclán, Miró, Baroja y Azorín (Mañas Martínez 1988, 118-119).

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el ­ocultismo, que la autora entrelaza con referencias bíblicas. Quiero destacar la forma en la que las representaciones aparentemente simples que hace Mulder de la naturaleza forman una densa red de resonancias intertextuales y simbólicas. Al identificar su corpus poético con un cuerpo femenino naturalizado, cuestiona de forma desafiante los ideales hegemónicos burgueses de la feminidad para representar, como dice Elaine Showalter, “female desire as a creative force in artistic imagination” (­Showalter 1993, xi). Mulder es una de las escritoras y artistas revolucionarias conocidas como las Sinsombrero (­Balló 2016) y un digno miembro de la generación de 1927; su poesía temprana desvela una suntuosa metapoética sobre el proceso creativo experimentado por una escritora desde su experiencia literaria.

1. Cuerpos modernistas Según Matei Calinescu, los primeros escritores hispánicos modernistas se orientaron hacia la obra de Rubén Darío, experimentaron con la decadencia y el simbolismo francés y finalmente se decidieron por la etiqueta de modernistas. En consecuencia, este autor aboga por una comprensión amplia de los modernismos hispánicos, que percibe como “a synthesis of all the major innovative tendencies that manifested themselves in late nineteenth-century France” (Calinescu [1987] 1995, 70).4 Tal interpretación, defendida por escritores tales 4

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Roland Grass y William R. Risley igualmente apuntan a la necesidad de considerar la interconexión entre estas corrientes culturales: “[M]odernismo was an eclectic and syncretic movement which incorporated a wide variety of elements from (essentially) neoromanticism, impressionism, Parnassianism, symbolism […] Modernismo brought together disparate and even seemingly incompatible elements” (Grass y Risley 1979a, 21-22). Asimismo, para A. E. Carter, “Symbolism was always equated with Decadence by contemporaries […] what hostile criticism called a decadent style was an essentially modern style, more colourful and worthier of imitation than a classical style, since it was better suited to represent contemporary life” (Carter 1958, 138 y 145). Finalmente, algunos estudiosos consideran que el modernismo, en sus diversas formas, constituye una continuación del Romanticismo (García-Girón 1986, 141; Praz [1933] 1954, 1-21).

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como Jiménez y Valle-Inclán, se opone a una separación clara entre los ­modernistas y la designada —no sin polémica— como generación del 98 (Calinescu [1987] 1995, 75; Ferreres 1986, 47; Grass y Risley 1979a, 20). Sin embargo, los primeros modernismos hispánicos fueron vistos como superficialmente femeninos debido a su “‘decadent’ tendency to blur the lines between the genders”, en contraposición al ethos supuestamente masculino de las obras escritas por la llamada generación del 98 (Kirkpatrick [1989] 1999, 119).5 Los principales autores decadentes, tales como Théophile Gautier, Baudelaire y Paul Verlaine (con quienes se relaciona la poesía de Mulder), consideraban la innovación imaginativa como el elemento vital para contrarrestar lo que percibían como declive sociocultural. Como aclara Calinescu ([1987] 1995, 157-171), buscaban eliminar las fronteras artísticas convencionales y privilegiar el compromiso sensorial, especialmente a través de la técnica de la sinestesia, que Gautier definió como “taking color from all palettes and notes from all keyboards” (en Calinescu [1987] 1995, 164).6 Su insistencia en preservar la diversidad en la unidad y establecer conexiones entre el cuerpo y el espíritu, lo material y lo intangible, también se manifestó en la doctrina de la correspondencia, que ocupa un lugar central en el corpus poético de Mulder, como se verá más adelante. Como muchos contemporáneos masculinos del modernismo, Mulder desafía el realismo mimético asociado con las normas burguesas sofocantes. Sus primeras obras poéticas reivindican formas innovadoras de representación e identidad de género al promover imágenes de feminidad que ponen en primer plano el mito, la hibridación, la desviación y el exceso. Mulder, que condena la instrumentalización positivista del mundo natural, representa una naturaleza dinámica y

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Sobre la masculinización y feminización de discursos culturales y nacionales entre los intelectuales europeos y españoles de fin de siglo, véase Kirkpatrick (2003, 89-93). Para una descripción general de la naturaleza masculinista del modernismo español y de los modernismos europeos, véase Catherine Bellver (2010, 48-50). Para un excelente resumen de las implicaciones metafísicas de la sinestesia, véase Grass y Risley (1979a, 14).

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femenina que personifica el misterio de la creación poética. Sin embargo, para muchos hombres modernistas, el artificio femenino de sus textos experimentales requería, como afirma Rita Felski, “a radical disavowal and dissociation from the ‘natural’ body of woman” (Felski 1995, 92). En su exaltación neorromántica de la naturaleza, la poesía de Mulder contradice esta tendencia. Paso ahora a estudiar la primera colección de su poesía, Embrujamiento, que transforma muchos de los conceptos y tropos derivados de los primeros modernismos masculinos. El título del volumen, junto con los poemas de apertura y cierre, “Salutación al Misterio” y “Embrujamiento”, rinden homenaje a la magia y al misterio de la creación poética. El poeta como demiurgo forma parte de una tradición sagrada. Como aclara Dominic J. O’Meara, Platón definió la poesía en el Simposio como “calling ­something into existence that was not there before” (O’Meara 2016, 4). Si bien en Timeo Platón asociaba al demiurgo con “el constructor divino del mundo”, ese término originalmente también abarcaba a los artesanos que beneficiaban a la polis (O’Meara 2016, 4-5). En el pensamiento renacentista y romántico, explica Pierre Hadot, se pensaba que la imaginación poseía poderes mágicos: “The images that it produces have a quasi existence […]. To imagine is already, in some way, to make things real” (Hadot [2004] 2006, 66). En línea con esta tradición, el misterio y el enigma, que constituyen temas fundamentales en la teoría poética del simbolista Stéphane Mallarmé (Gullón 1979, 46), también son primordiales en las primeras obras de Mulder. En “Salutación al Misterio” (1927, 5-8), la voz poética de Mulder invoca una personificación masculina de la musa o del Misterio. El poema se detiene en la larga e íntima relación que comparten poeta y musa: “De nuevo tornas a estrechar mi mano, / de nuevo vienes a besar mi frente” (5); este Misterio no solo toca la mano que escribe y la mente de la poeta, su “mano” y su “frente”, sino todo su cuerpo, que se compara con una lira que produce nuevas notas de emoción en un acto de amor enfervorizado: “Tú eres mano sublime que me pulsa / como una lira envejecida y rota, / arrancándome aún alguna nota / en que tiembla un sonido de emoción” (5). El tema de la unión con el Misterio se intensifica con la comparación del sujeto poético de los

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versos con sus nervios, junto con la imagen de un cuerpo abandonado a un éxtasis poético orgásmico: “Mis versos son mis nervios, que denotan / que hasta mis rimas exaltadas, brotan / de un alma esclava de la vibración” (7). Estos versos no solo recuerdan la descripción que hace Hélène Cixous de la escritora revolucionaria: “Because she ­arrives, vibrant, over and again, we are at the beginning of a new history” (Cixous 1976, 882), sino que aluden también a la encarnación del alma, que la modernista Virginia Woolf describió en 1929 como “all laced about with nerves and sympathies” (en Anderson et al. 2016, 1). En este poema Mulder ofrece un contrapunto a la tradición romántica del poeta masculino dueño de una musa pasiva y feminizada. Su representación reescribe esta apropiación romántica de la musa mediante la configuración de un Misterio masculino con el que el sujeto poético femenino participa activamente en una unión (con)sensual. Hasta cierto punto, el Misterio de Mulder, al arrancar la canción de su voz poética, se asemeja a la musa griega clásica, quien, explica Elisabeth Bronfen, literalmente “breath[ed] her song” en el poeta, convirtiéndolo en “the medium of her speech” (Bronfen 1992, 364). Aunque el poema de Mulder refleja la heterosexualidad normativa de su período, también cuestiona los principios de pasividad y subordinación asociados con la mujer. Además, el sujeto poético se apropia de la ecuación romántica masculina de la creatividad con un fuego y una locura devoradores, como se evidencia en versos como “las ansias de sentir lo abrasan / incendiando cerebro y corazón” (7), que recuerdan la definición de Byron de la práctica poética masculina como “the lava of the imagination whose eruption prevents an earthquake” (en Hofkosh 1988, 93). Los versos de Mulder capturan la subversión del llamado texto femenino, que Cixous ve como “volcanic […] it brings about a upheaval of the old property crust, carrier of masculine investments” (Cixous 1976, 888). La asociación romántica de la pasión poética con el fuego es una presencia constante en Embrujamiento, como los versos de “El poeta del sol” (1927, 129-130): “Luz, llama, brasa, fuego: mis temas favoritos. / Mis colores amados: oro, grana, arrebol. / Yo moriré abrasado por rayos infinitos, / ¡como le corresponde al poeta del sol!” (130). Estas imágenes no solo evocan el concepto de poeta de Valle-Inclán en

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“La piedra del sabio” como “a source of light−a center, sun, or lamp” (Maier 1979, 80), sino que Mulder también equipara a la creadora con la divinidad que presidía el sol y la poesía: Apolo. La osadía implícita en tal equivalencia es evidente en la referencia de Mulder al riesgo de perecer como Ícaro, como consecuencia de su ambicioso deseo. En “Incendio” (1927, 147-148), Mulder recurre al lenguaje del misticismo inmortalizado en la transverberación extática de Teresa de Ávila. El fuego que consume el sujeto poético de Mulder no es solo espiritual: “Mi corazón arde, mi alma es un ocaso, / mi ser se consume, ¡me abraso !, ¡me abraso!”, sino también físico: “Mi cuerpo es un ascua que rinde y sofoca, / es como una brasa candente mi boca” (147). El texto de Mulder se opone abiertamente a la denigración patriarcal del apasionado cuerpo femenino; por el contrario, la autora lo reivindica y lo conecta con la espiritualidad femenina. La voz poética pide a Dios que apague el fuego que arde en su corazón encendido para aliviarla de su sufrimiento: “Mas que cese el fuego. ¡Me quemo, me quemo, / me abrasa el incendio de mi corazón!” (148). Los escritos místicos de Teresa de Ávila vuelven a figurar en “Exaltación”, en el que Mulder explora las dificultades creativas del poeta para expresar lo inefable y las describe en términos de la Pasión de Cristo: “Mas la fe vive en mí, en un compañerismo / que ha sostenido firme sobre este cataclismo / de mi Gólgota negro, la insignia de la Cruz” (1927, 65-66). Como afirma Cixous, el pensamiento patriarcal se basa en dualismos que relegan a la mujer a una esfera apolítica de materialidad, falta de trascendencia y oscuridad: naturaleza, emoción, noche y luna, en oposición a la cultura masculina, la razón, el día y el sol (Cixous 1977, 64). Los escritores que se oponen a tales sistemas discriminatorios son, afirma Cixous, “breakers of automatisms, […] peripheral figures that no authority can ever subjugate” (Cixous 1976, 883). En “Salutación al Misterio”, Mulder se basa en una tradición subversiva de ciertas poetas españolas del siglo xix que buscaban validar su producción creativa proscrita culturalmente a través de metáforas de la naturaleza. De ahí que el sujeto poético compare el cuerpo del poema con un huerto fértil, como un útero, donde late el corazón del Misterio y donde toma forma: “Lates y te dibujas / en el sombrío ambiente de mi huerto” (Mulder 1927, 6). Al describir su alma como calenturienta

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o excitada sexualmente, la voz poética subraya su deseo de innovación creativa —“Con nuevas ansias de desconocido”— e insiste en que la relación con el Misterio es más real que su existencia cotidiana: “Tu maleficio / es lo único real en lo ficticio / de mi existencia (¡tormentoso piélago!)” (6). Ciertos tropos del decadentismo masculino equiparan a la mujer con el murciélago y el vampiro, criaturas nocturnas siniestras o “bellas atroces” que forman parte del imaginario masculino de fin de siglo (Bornay 1990, 257).7 Otras representaciones parecidas son las figuras híbridas y monstruosas de la Esfinge, la Medusa y la Sirena, y todas ellas aparecen con connotaciones positivas en la obra poética de Mulder. Mientras que para los decadentes la Esfinge (es llamativo que fuera el seudónimo poético de Mulder en sus comienzos) se equiparó con una “Musa de estéticas envenenadas” (Bornay 1990, 257), para los simbolistas era una manifestación, entre muchas, de la exótica femme fatale (258).8 Para los primeros románticos alemanes, como Goethe y Nietzche, la Esfinge ofrecía una doble cara: “[A] two-fold aspect, a ferocious beast with the bust of a girl, […] beauty and ferocity, […] the terrifying and destructive abyss of the Truth and the illusory and seductive appearance of Life” (Hadot [2004] 2006, 290-291). Sin embargo, la Esfinge, la Sirena y la Medusa simbolizaron además el vuelo poético y el misterio creativo, debido a las características aladas de las dos primeras y a sus poderes para descifrar los secretos del universo o crear canciones de encantamiento y también por las conexiones de la última con las musas de las montañas clásicas a través de la piedra.9 Según Page DuBois, la mirada de la Medusa, que convirtió

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Acerca de estas imágenes masculinas de fin de siglo, véase el extenso estudio de Bram Dijkstra (1986). Uno de los muchos poemas que tratan explícitamente del tema de la Esfinge es “¡Silencio!” (Mulder 1927, 91-92), donde esta insiste en su incapacidad para responder a las preocupaciones espirituales y creativas de la poeta. Al mismo tiempo, el texto sirve como conducto para las palabras de la Esfinge y, de esta manera, permite que se expresen las figuras míticas sin voz. Las montañas eran consideradas como el hogar de las míticas musas, quienes, según el mito griego, residían en la cordillera del Parnaso (Haarmann 2017, 181).

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a los guerreros en piedra, es indicadora de una narrativa andrógina de autosuficiencia: “This mother is omnipotent, adequate in herself, not needing the male” (DuBois 1988, 91). Otros seres análogos a la Esfinge devoradora de hombres son el murciélago y el vampiro, evocadores de esas figuras representativas de la maldad femenina tales como Lamia y Lilith. Bornay señala que el vampiro fue quizás la representación por excelencia de la Mujer Nueva, supuestamente codiciosa de sexo, poder y riqueza (Bornay 1990, 285).10 En la “Salutación” de Mulder estas criaturas se vinculan al misterio a través de la alusión a su “ala negra de murciélago” y a sus hijas, las “madrinas” de la poeta (Mulder 1927, 6), quienes, como vampiros, le chupaban la sangre mientras ella todavía estaba en la cuna. Posteriormente, en una remodelación del mito de la Medusa, el sujeto poético se refiere a haber sido atravesado por la mirada hechizante del Misterio: “Tuya soy, oh Misterio, desde el día / que a través de las sombras me miraste / con ese tu mirar brujo que muerde” (7). Tales representaciones desmantelan los estereotipos de género en favor de una mayor fluidez en las posiciones de los sujetos. A través del tema del vuelo, que es común a todos estos seres, Mulder defiende la capacidad de la mujer para trascender los confines terrenales y, de este modo, cuestiona su identificación patriarcal con la materialidad. A través de los símbolos modernistas del cristal y el espejo, el sujeto poético se describe como un conducto para la contemplación del infinito: “Yo soy como un cristal, como un espejo / donde se asoma a verse el infinito” (Mulder 1927, 7-8). El poema concluye con la esperanza en el futuro renacimiento del sujeto femenino, representado a través de la narrativa cristológica de la crucifixión y la resurrección: “Espero ya tan solo que una mano / mi espíritu liberte, abra mi tumba, / me redima del peso de mi cruz” (8). El pájaro, como representante de la subjetividad poética, fue un topos literario romántico para poetas como Gertrudis Gómez de Avellaneda, Keats, Shelley y Alfredo Musset (Kirkpatrick 1991, 177). La poesía de Mulder despliega repetidamente motivos de vuelo, como en “Heraldo primaveral” (Mulder 1927, 119-120). 10 Sobre la Mujer Nueva, véase también Showalter (1990, 38-58).

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Por todo ello, “Salutación al Misterio”, como muchas de las composiciones de Mulder, permite una lectura en relación con lo sublime. Como señala Felski, lo sublime, que es central en la búsqueda de las posibilidades de la representación por parte de las vanguardias, indica “the unrepresentable, […] that which exists beyond prevailing discourses, conventions, and systems of meaning”, e incluye “all those representations […] which invoke a sense of rapture, transport, or self-transcendence […] linked to a perception of the ineffable and other-worldly” (Felski 1995, 119-120). Si bien lo sublime ha estado tradicionalmente asociado con lo masculino, en oposición a lo femenino, e identificado con la belleza, la entrega en el éxtasis del yo que lo experimenta también ha sido conectada con lo femenino. Para Mary Anne Doane, esta identificación de lo sublime con lo femenino tiene una correlación con la femme fatale, quien de manera similar articula los miedos “surrounding the loss of stability and centrality of the self, the ‘I’, the ego” (Doane 1991, 2). El idealismo de lo sublime, agrega Felski, “may offer a meaningful representational mode to those who do not enjoy the privileges of subjecthood in reality, and who thus refuse to reproduce mimetically an existing social order” (Felski 1995, 121). Esta observación es particularmente relevante para las circunstancias de Mulder como mujer y sujeto de escritura modernista en la cultura patriarcal de la España de principios del siglo xx. La “Salutación al Misterio” de Mulder revela la conciencia de la autora de lo que Theodore W. Jensen llama “pitagorismo modernista”, que tiene su origen en la doctrina de las correspondencias de Pitágoras y hace referencia a una armonía cósmica divina que unifica fuerzas universales opuestas. Tal concepto, que se consagró en el soneto de Baudelaire “Correspondances”, para los simbolistas denotaba “the poetic gift of externalizing the internal ineffable by a ‘magical’ manipulation of the Word, accomplished by the poet-seer’s mystic perception of cosmic correspondences” (Jensen 1979, 169). En cuanto a los modernistas hispanoamericanos, Jensen señala tres manifestaciones principales de la doctrina de las correspondencias, y todas ellas aparecen en la primera poesía de Mulder. La primera, que Jensen llama una mistificación-iluminación verbal, defiende que la creación constante de combinaciones simbólicas innovadoras, como ocurre en

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la ­sinestesia, es capaz de brindar una visión mística de la unidad divina en la que todos los elementos integrantes tienen la misma importancia. Se consideraba que el ritmo, la armonía y el movimiento poéticos participaban en la metempsicosis o reencarnación, en un proceso conjunto hacia la perfección. La misión del poeta era escuchar y dar forma material a una naturaleza animista (171 y 173). Estos conceptos son primordiales en la obra de Rubén Darío de 1896, “Coloquio de los centauros”: “Cada hoja de cada árbol canta un propio cantar / y hay un alma en cada una de las gotas del mar; / el vate, el sacerdote, suele oír el acento / desconocido […]” (en Jensen 1979, 173). Estos motivos y otros similares surgen en “Otra vez el amor”, de Mulder (1927, 55-56): “Y cada nuevo acorde que suena en el ramaje / y cada nuevo ritmo que arranca del follaje” (56). Aquí un universo personificado participa en el acto sensual de creación poética que conjuga el cielo y la tierra, con estrellas convirtiéndose en ojos y flores, en labios: “¡Qué bien teje el espacio su poema de estrellas! / […] / Y los ojos fulguran, y los labios en flor / urden frases ardientes y amorosas querellas” (56). La última estrofa de Mulder, con sus reiteradas referencias a “juventud, amor, estío […] ¡Divina serenata!” (56), glosa la célebre composición de Darío “Canción de otoño en primavera”, de Cantos de vida y esperanza (1905), donde el poeta apostrofa: “Juventud, divino tesoro”. La segunda manifestación de la doctrina se refiere al concepto de musicalización poética que el simbolista francés Verlaine formuló en su “Art Poétique” de 1874, donde apuntaba al poder de la música para sugerir correspondencias y subrayaba, por tanto, la importancia de la musicalidad poética (Jensen 1979, 171 y 174). El tema de la musicalidad, destacado en La canción cristalina de Mulder, reaparece en Embrujamiento y también en “Otra vez el amor” (1927, 55-56), que se detiene en la “voz de cristal” de la fuente, el “nocturno del ruiseñor poeta” (55) y la “misteriosa lira” de la brisa (56). La tercera manifestación se relaciona con la atracción de los modernistas por teorías heterodoxas como la teosofía y el espiritualismo (Jensen 1979, 175), con las que también se relaciona la poesía de Mulder. Al igual que la teoría de las correspondencias, las epistemologías ocultas fundamentan la iluminación espiritual en el descubrimiento

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de dimensiones desconocidas de la experiencia, ya sea trascendiendo las realidades materiales o explorando la psique. En este proceso eran fundamentales los valores atribuidos a los símbolos (LoDato 1999, 131-132). Un ejemplo de la propia fascinación de Mulder por el ocultismo es su poema “Nueva crisis” (1927, 41-42), en el que afirma su deseo de comprender lo arcano y lo divino: “Desprecio lo humano / por lo que es divino / (me atrae el arcano / del fin del camino)” (41). La búsqueda de la verdad del sujeto poético —“Este anhelo / investigador” (41-42)— se expresa en términos de su deseo de desvelar a Isis, que evoca la obra de 1875 de la teósofa Helena Blavatsky Isis Unveiled, que sigue la teoría pitagórica: “El velo de Isis / quiero levantar” (42). La implicación de Mulder en el espiritismo se menciona explícitamente en “La médium” (1927, 149-150), que tiene poder para develar la verdad: “Pálida mujer / de extraño poder / que puedes correr / el velo al Misterio” (149). Este tema reaparece en la composición que sigue a la anterior, “La dama pálida” (1927, 153-155), que describe el espíritu propio de la Esfinge que trae “un divino soplo de ideal / a nuestra inquietante hora espiritista” (153). Para Doane, la función simbólica del velo es “to make truth profound, to ensure that there is a depth which lurks behind the surface of things” (Doane 1991, 54-55). Tal propósito estaba en el corazón de la poesía modernista, en la que la belleza nunca es superficial, sino intrínseca a la percepción de verdades profundas. La revelación de la verdad a través de la musicalidad poética dio pie a lo que Hadot llama una actitud órfica hacia la naturaleza, “inspired by respect in the face of mystery and disinterestedness”, la cual se contrapone a una actitud prometeica, fundada en “the will to power, and the search for utility” (Hadot [2004] 2006, 96). La primera cosmovisión, que atraviesa lo sublime, puede considerarse característica de los románticos y los primeros modernistas; la segunda, de la Ilustración de base científica y del materialismo de fin de siglo.11 El tropo de la divinidad sagrada de

11 Mulder critica el materialismo en “La canción del oro” (Mulder 1927, 159160) y la ciencia moderna en “Víctimas de la ciencia” (109). En este último poema califica a los científicos como “brujos modernos”, actitud ejemplificada

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Isis alude al deseo de descubrir los peligrosos secretos de una Naturaleza feminizada, a menudo representada históricamente como un ser parecido a la Esfinge (203).12 Al igual que la Esfinge, explica Hadot, “Isis refuses to speak her name and to be unveiled. She hides […] by herself becoming the absolute mystery or enigma that cannot be penetrated, the divinity who is nameless, whether she is being or beyond being” (268). Para los románticos alemanes como Goethe y Novalis, era la conjunción del esfuerzo estético con la exploración espiritual lo que podía permitir develar a Isis/la Naturaleza (252 y 273), y eso es precisamente lo que Mulder persigue a través de su creación poética. Sin embargo, este anhelo de desvelar el cuerpo feminizado de Isis, y así obtener acceso parcial a un conocimiento prohibido, también conecta a la diosa con la femme fatale de fin de siglo, cuyo ocultamiento y desvelamiento seductores sirven alternativamente para estabilizar y desestabilizar identidades sexuales precarias (Doane 1991, 46).

2. Cuerpos intertextuales Sara Speidel afirma que en “Veiled Lips” Luce Irigaray refuta el discurso patriarcal de Nietzsche, y no lo hace hablando “‘like a man’, but by speaking to and with the writings of men […]. She avoids

por ­Serge Voronoff (1866-1951), quien trató de rejuvenecer a los hombres injertando tejido testicular de los monos en los testículos masculinos. Mulder se refiere explícitamente a Voronoff de esta forma: “Y el mago Voronoff no tiene la virtud / de inyectar un riente caudal de juventud / donde más falta hace: dentro del corazón” (109). 12 Como señala Hadot, desde comienzos del siglo xvi “Nature was represented […] in the form of a feminine figure whose head bears a crown and a veil, whose chest features numerous breasts, and whose lower body is enclosed in a tight sheath on which one can see representations of various animals”. Y añade: “From the perspective of the metaphor of Nature as Sphinx, not to unveil Nature is to let the young girl’s bosom, a symbol of beauty and art, hide the ferocious, terrifying beast, the symbol of Truth” (Hadot 2006, 234 y 292, respectivamente).

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becoming fixed in one position” (Speidel 1983, 94).13 Tal enfoque caracteriza muchas de las primeras composiciones poéticas de Mulder, donde reelabora mitos antiguos y contemporáneos relacionados con la feminidad. Un ejemplo es “Contraste”, de Embrujamiento (1927, pp. 59-60), donde el sujeto poético se dirige a la mujer amada. Las estrofas primera y segunda la retratan superponiendo tonos de blancura y matices coloristas característicos del deseo modernista de armonizar la escritura creativa con todas las artes, especialmente con la pintura y la música. Estas inflexiones pictóricas abundan en referencias a la religión (“eucarística”, “palomita mística”, “corderos pascuales”),14 a los símbolos florales de la Virgen (“azucenas”, “nardos”, “lirios”) y a otros elementos naturales (“nieve”, “magnolia”, “alabastro”, “rayo lunar”), que connotan una pureza femenina incomparable pero irreal: Tienes una irreal palidez eucarística; blancura cual la tuya, creo que jamás vi: tienes albor de nieve, de palomita mística; azucenas y nardos han encarnado en ti. Eres como un manojo de lirios ideales; eres una magnolia de color estelar; eres blanco vellón de corderos pascuales; eres níveo alabastro, eres rayo lunar. (59)

Tal concepción inmaculada de la Mujer, sugiere la voz poética, ha sido impulsada por los escritores modernistas, como se indica en la tercera estrofa, que se refiere a “aquesta sinfonía / toda en blanco”. Estos versos aluden claramente a la “Symphonie en blanc majeur” de Gautier, de 1849, que, según Calvin S. Brown, erotiza la gran belleza

13 Luce Irigaray afirma: “With the patriarchal order, femininity forms a system. Dissimulation of woman in the thought of the father. Where she is created fullyclothed and armed. Veiled, her beauty concealed” (Irigaray 1983, 99). 14 El adjetivo eucarístico era típico de la poesía modernista, como se ve en el “Blasón” de Darío, que describe un “cisne de nieve” que “lustra el ala eucarística” (García-Girón 1986, 130).

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de la protagonista, la señora Marie Kalergis (Brown 1953, 291).15 El poema de Mulder se aleja de las exóticas comparaciones de Gautier del sujeto poético con una mujer cisne, una esfinge y una ninfa de agua y reformula sus referencias a la blancura de la mujer, describiéndola en su lugar en términos conectados con la naturaleza y lo sagrado, como “luz de luna”, “nieve virginal”, “hostia sacramental”, “alabastro”, “paloma” y “Madonna”. Además, el poema de Mulder subvierte la conclusión de Gautier, donde la voz poética imagina que provoca un rubor rosado en la impecable blancura de su sujeto a través de la excitación erótica. Al calificar esta sinfonía masculina como monótona y tediosa, la elección poética de Mulder propone romper la armonía monocromática al introducir la antítesis del blanco, el color negro: Pero aquesta sinfonía toda en blanco, hastiaría, llena de monotonía, si un contraste seductor no truncase su armonía. Tú posees ese contraste que le anime, que le alegra; tienes tu alma, vida mía, ¡y es tan negra, negra, negra! (1927, 59-60)

En el poema de Gautier, el cuerpo de la mujer es el objeto pasivo y silencioso de la mirada masculina. En la obra de Mulder, el sujeto poético resulta ser su propia vida y su alma, y con esta apropiación logra transcender los moldes culturales masculinos. Mientras que las ideologías patriarcales sostienen una serie de sistemas binarios que 15 El tema de la sinfonía en las obras literarias proviene de “Les Rayons jaunes”, de Charles Sainte-Beuve, de 1829, que desarrolló una idea de Diderot de 1760. Posteriormente se retomó en la “Symphonie de la neige”, del parnasiano Théodore de Banville, de 1844, y “Symphonie en blanc majeur”, de Gautier, que a su vez inspiró una serie de sinfonías literarias y artísticas modernistas. El título de “Sinfonía” refleja las ideas en circulación del siglo xix relativas a las correspondencias (Brown 1953, 289-293). La Sinfonía en rojo de Mulder, de 1929, desarrolla aún más este concepto.

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equiparan a la mujer con la oscuridad, el mal y el pecado, Mulder aquí reivindica todos los aspectos de la existencia, haciéndose eco de las tradiciones esotéricas que establecen la premisa de la iluminación en “the equilibrium between […] two polarities as a means of attaining unity” (LoDato 1999, 141).16 En “Bouquet galante” (1927, 81), Mulder reescribe “Bouquet”, de Prosas profanas (1901), de Darío. Aunque este autor se limita a glosar la “Symphonie en blanc majeur” de Gautier, a quien explícitamente nombra en el poema, cambia el deseado rubor del pecho de la mujer por una rosa roja de tintes eróticos que mancha su blanco corpiño. Este derramamiento simbólico de sangre transforma la ofrenda de flores del poeta en un acto implícitamente violento. En cambio, los sujetos celebrados en el soneto de amor de Mulder son trece creadoras culturales: María, Carmela, Gloria, Estrella, Teresa, Paz, Soledad, Aurora, María Engracia, Marta, Concha, Matilde y Piedad (Mulder 1927, 81).17 Mientras que en las obras de Gautier y Darío las mujeres son los objetos silenciosos de las fantasías sexuales de los hombres, en las de Mulder son sujetos creativos por derecho propio que dotan al poema de “plenitud y madurez” (81).18 Mulder pone en primer plano el miedo del patriarcado a la mujer creativa en “La araña” (1927, 71-72), donde este animal representa la supuesta bestialidad y la excesiva emocionalidad de la mujer: “Tengo una alimaña, / una enorme araña / que es mi sufrimiento. /… / Se ha comido casi toda mi razón, / y ahora va camino de mi corazón” (71). En Las metamorfosis de Ovidio, Atenea, furiosa, transformó a Aracne

16 Tal filosofía es evidente en el poema de Baudelaire “Au lecteur”, de Les fleurs du mal, al igual que en la poesía de Darío, entre otros (LoDato 1999, 141-142). 17 Resulta complicado identificar a estas escritoras. Concha puede ser Concha Espina, que escribió el prólogo de Poemas mediterráneos (1949), de Mulder; Matilde podría referirse a Matilde Marquina o Matilde Ras, y Teresa, a Teresa de Ávila. 18 Bellver señala que, a pesar de los cambios en las actitudes socioculturales a principios del siglo xx, las representaciones masculinas del cuerpo femenino continuaron oscilando entre la objetivación y una representación de la mujer activa y empoderada, mientras que “the ‘new modern woman’ was openly ridiculed” (Bellver 2010, 48).

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en una araña porque la tejedora no solo había superado su pericia en la artesanía, sino que había expuesto en su tapiz las violaciones de las mujeres llevadas a cabo por los dioses disfrazados de bestias. Para Patricia Klindienst Joplin, Atenea es “the pseudo-woman who tells the tale of right order” (Joplin 2002, 274-275), la defensora de las mentiras patriarcales amenazadas por la comunidad de creatividad femenina de Aracne. Las rivalidades creativas se acentúan en el diálogo implícito del poema de Mulder con la composición de 1845 de Carolina Coronado “La poetisa en un pueblo”. La burla y el ostracismo de los aldeanos hacia la escritora supuestamente loca en la obra de Coronado se reproducen en los siguientes versos de Mulder: “La gente se extraña, / mirándome huraña. / Su burla inclemente / contesto con saña” (1927, 71) y “¡El pobre poeta! / —Oigo que me dicen— / Ha ido poco a poco, / con esa manía, volviéndose loco” (72). En el texto de Mulder, sin embargo, el sujeto poético es masculino, y el poema emplaza los celos de Atenea por la destreza de Aracne en el miedo masculino al dominio cultural femenino. A medida que el poema avanza, la araña se acerca cada vez más a los lugares comunes decadentes, como la femme fatale, el vampiro y el felino hambriento de hombres, para convertirse en lo que Joplin describe como la bacante, símbolo de la “violent anti-structure” (Joplin 2002, 273). Sin embargo, en las líneas finales de Mulder, la araña con la que los discursos patriarcales identifican a la mujer es inocua: “Y era la alimaña / ¡sólo una mujer!” (1927, 72). Al igual que Aracne, Mulder teje una complicada red intertextual, lo que Joplin llama una “voice of the shuttle”, para articular y denunciar la mistificación masculina y la discriminación contra las mujeres creativas. El telar implícito se convierte así en metáfora de creatividad transformadora (Joplin 2002, 286, n. 37). Entre el sinfín de composiciones que hacen referencia al amor de Mulder por el decadentismo está “Dame de tu boca…” (1927, 6364): “¡Tu boca de extraña sonrisa inquietante / que tiene en su gesto bello e incitante / todas las locuras de la Decadencia!” (63).19 No

19 Composiciones como “La diosa verde” (Mulder 1927, 43-45), en referencia a la absenta, incluyen el tema decadente del uso indebido de drogas para rendir

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es tanto la boca del amante en sí misma lo que se erotiza, sino los rasgos modernistas que la autora despliega como vehículo de transmisión poética: a saber, innovación (“fresca fragancia”), refinamiento orgulloso (“fina arrogancia”), ambigüedad (“mohín ambiguo”), gusto (“dulce sabor”) y elegancia francesa (“moderna elegancia / de un tenue rosado de rosa de Francia”) (63). Otras características del decadentismo, heredado del Romanticismo, son visibles en las alusiones a las pasiones febriles (“la fiebre extenuante”, “audaces pasiones” [63]), el culto sacrílego a la sensualidad (“la dulce caricia pagana, / cáliz de la eterna voluptuosidad”), el desafío a las instituciones burguesas (“ardorosa llama cortesana”) y la locura (“insana” [64]). En la estrofa final, la boca se convierte en el conducto para la recepción del poeta de la inspiración poética del misterio divino: Dame de tu boca la dulce mentira donde, confiada, mi musa se inspira, bebiendo en tus labios un brujo licor. ¡Boca a cuyo antojo mi existencia gira y en cuya belleza palpita y suspira un hondo misterio de amor y dolor! (64)

3. Cuerpos metapoéticos Como ya se indicó, la analogía que hace Mulder de la producción poética con el descubrimiento de los maravillosos misterios de la naturaleza está impregnada de tradiciones románticas y esotéricas. Para los románticos, explica Abrams, el genio natural creativo constituía un “rich soil” que el poeta inspirado o el jardinero modelaban de acuerdo con su ideal de belleza (Abrams [1953] 1977, 187-188). El recurso de Mulder a la imaginería de la naturaleza para representar el proceso

homenaje a figuras como Verlaine, Baudelaire, Musset, Edgar Allan Poe y Rubén Darío. “Tedio” recuerda la “Chanson d’automne” de Verlaine (1866), mientras que “Morbos eternos” se refiere a los símbolos decadentes de Satanás, Safo y el Marqués de Sade (111 y 113, respectivamente).

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creativo se ejemplifica en “Plegaria lírica”, de La canción cristalina, donde el sujeto poético suplica a Dios, el “Jardinero”, que cuide de su creación poética, representada por el jardín y el huerto: “No descuides mi jardín” y “cuida mi huerta lozana” (Mulder 1928, 49). Sus versos recuerdan a Baudelaire, a quien en otros poemas, como “La diosa verde” se refiere como el “jardinero de las ‘Flores del mal’” (Mulder, 1927, 44), e igualmente invocan la declaración de Antonio Machado en “Los jardines del poeta”, dedicado a Juan Ramón Jiménez: “El poeta es jardinero” (Machado 1977, 381). A través de la identificación de la creación poética con la naturaleza, se puede afirmar que Mulder defiende una perspectiva orgánica y holística que cuestiona la visión de la modernidad de la naturaleza como un cuerpo desordenado que necesita el dominio científico masculino (Merchant [1980] 1989, ii). Sin embargo, como indica Carolyn Merchant, “concepts of nature and women are historical and social constructions. There are no unchanging ‘essential’ characteristics of sex, gender, or nature” (xvi). La artificialidad arbitraria de la representación de la cultura a través de la naturaleza sale a relucir en “Un jardín encantado” de Mulder (1927, 115-117), donde el sujeto describe su ideal deseado: un “vergel” ecléctico de tradiciones poéticas de España, Francia y Alejandría, con influencias del Romanticismo, simbolizado en el “ruiseñor poeta”, y del clasicismo pagano, a través de menciones a las estatuas de Venus y de las tres Gracias (116).20 En un espacio supuestamente edénico (“un edén oculto”, “un paraíso sin fin” [117]), ante la caída metafórica provocada por el materialismo, el pragmatismo y la razón (“[¡] borracho de idealismo, de ensueño y de locura!” [117]), el sujeto poético sueña con crear un corpus bello y original (“lejos de toda prosa” [116]) que explore modos de ser aún

20 El vergel como metáfora de la producción poética femenina ya estaba de moda en España a mediados del siglo xix, mientras que las poetas románticas desplegaban las propiedades simbólicas de la naturaleza y el jardín para expresar sus mundos creativos y sus ambiciones (Arkinstall 2021). Mulder reconoce expresamente la influencia del Romanticismo en su producción poética en poemas como “Nocturno musical”: “Renacía al escuchar su cántico / el viejo ‘yo’ romántico / de mi fragante juventud ideal” (Mulder 1928, 61).

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inimaginables: “una inédita ilusión” y “un blanco sendero imaginar” (117). Llevar a cabo esta tarea le permitiría desarrollar su potencialidad como mujer: “¡Y quizás viviría mi vida de mujer!” (117). La canción cristalina (1928) pone en primer plano los símbolos de la fuente y el agua para subrayar la musicalidad, la fluidez y el movimiento de la poesía. Al contrario de lo que sucede en su narrativa posterior, el volumen constituye una metapoética que establece su credo poético, afiliaciones y aversiones.21 Si bien la colección recuerda más a las Soledades de Machado (1899-1907), donde abundan las referencias a fuentes y al agua, algunos poemas se relacionan con obras de Darío y Valle-Inclán.22 Mulder dedica su trabajo inaugural, “Dedicatoria” (1928, 5-6), a una serie de fuentes personificadas, que ríen, balbucean, lloran y murmuran en consonancia con las emociones de la voz poética. El rasgo modernista de la sinestesia es evidente en la combinación de la vista y el sonido en versos como “al perlado murmullo” y “al claro hilo de plata / que dice su fermata” (5). El segundo poema, “A quien va a leerme” (1928, 7-8), contiene las habituales proclamas de falsa modestia, típicas de las escritoras del siglo xix que entran en la esfera dominada por los hombres de la producción literaria: “Es defectuosa, mas sé indulgente; / valor no tiene, no tiene oriente / pues no merezco ceñir laurel” y “Lo que está escrito vale bien poco” (7). El sujeto poético llama al lector varón, descrito como “artista” y “hermano”, a recibir con indulgencia esta diminuta y frágil creación: “Y esto te ofrezco trazo por trazo, / del alma mía vivo pedazo / que entre tus manos quiere latir. /… / pero es un hijo que yo te entrego” (7). Al formular la creatividad como un proceso materno y corporal, estos versos representan el alma y la palabra poética como corazón y criatura. Las metáforas de Mulder cuestionan de

21 A pesar de que Mulder incluye escritores, pintores y escultores en su narrativa, aunque principalmente como personajes secundarios, no suele debatir allí el tema del arte en sí (Mañas Martínez 1988, 900, 975). 22 En la obra de Mulder hay cuatro sonetos consecutivos que llevan títulos que provienen de las Sonatas (1902-1905) modernistas tempranas de Valle-Inclán: “Sonata de primavera”, “Sonata de estío”, “Sonata de otoño” y “Sonata de invierno” (Mulder 1928, 20-23).

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este modo los ­dualismos patriarcales como espíritu/cuerpo y cultura/ naturaleza, que buscan frenar la participación de las mujeres en la esfera pública. Como afirma Susan Stanford Friedman, “In contrast to the phallic analogy that implicitly excludes women from creativity, the childbirth metaphor validates women’s artistic effort by unifying their mental and physical labor into (pro)creativity” (Friedman 1987, 49). Si bien tal metáfora, evidente en el concepto de Cixous de escribir a través del cuerpo, podría ser tachada de esencialista, sin embargo, logra hacer frente al monopolio de la creatividad masculina, dado que “the pregnant mind is the mental province of genius, most frequently understood to be inherently masculine” (52). La representación de la creatividad femenina en términos de alumbramiento contribuye a la aceptación de la creación artística de las mujeres en una sociedad católica, dada la analogía implícita de la poeta autónoma con la Virgen María, que dio a luz al Verbo hecho carne sin la intervención del hombre.23 De este modo, el sujeto poético de Mulder insiste en la pura originalidad de sus versos, encapsulada en la frase “voz cristalina” (1928, 8). El cristal, como explica Rosemary LoDato, ocupa un lugar destacado en las primeras obras modernistas, como sucede en Traité du Narcisse, de André Gide (1892), donde el autor se refiere al objeto de arte como “un cristal —paradis partiel où l’Idée refleurit en sa pureté supérieure” (en LoDato 1999, 44). Asimismo, para Valle-Inclán, en La lámpara maravillosa (1916), los cristales significan misterio, luz, fuerza, y “project the pulsating rhythms of the universe, infusing poetic inspiration with […] sacrality” (147). Además, Mulder compara su libro con una perla —“es una perla de mi joyel” (1928, 7)—, lo que connota pureza, sabiduría, belleza, singularidad y gran valor (Ferber 2007, 152). Mientras que la perla supone una metáfora de la unidad cósmica y la Inmaculada Concepción (LoDato 1999, 168; Warner 1990, 267), el “joyel”, una joya en miniatura, alude a los genitales en su connotación (Schuman 1972, 254), reforzando así la

23 Sobre el concepto de “bearing the word”, véase Margaret Homans (1986).

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asociación del poema de la creatividad femenina con la encarnación y la sexualidad.24 El título del siguiente poema, “El canto azul” (1928, 9-13), no solo se hace eco de la obra modernista inaugural de Darío, Azul (1888).25 Alude además al color sinónimo de cielo, agua y pureza mariana (­Warner [1876] 1990, 266), asociación que se constata en la invocación del poema en la primera estrofa a “Nuestra Señora de la Belleza” y la “Madona / de la Harmonía y la Pureza” (9). Representada como una “[d]ulce fontana soñadora” (9) y una virgen vestal encargada de preservar “la inmortal / fogata de la poesía” (10), esta divinidad sagrada, representante de la poesía, es también una musa pagana de la montaña —“cántiga celeste /… ya en abrupta cumbre agreste” (10)— en quien se deshacen todas las dicotomías: “Tú eres la musa; todas y una; / múltiple y sola; blanca y bruna” (11). La comparación de la divinidad femenina con una Europa que acompaña voluntariamente a Zeus y su asociación con los centauros —“Tú eres la ninfa toda blanca. / La que corría sobre el anca / de los cuadrúpedos raptores, /… / Tus frescos labios fueron lauros / para el tropel de centauros” (11)— exhibe un tipo de uniones poco habituales que recuerdan las combinaciones sensuales e híbridas de elementos tradicionalmente antitéticos propias del modernismo. El motivo de la perla reaparece en conexión con la poesía que generan las aguas de la fuente: “Es una rima cada perla / que se desprende, por cantar, / del glauco y líquido collar” (Mulder 1928, 12). La fuente, prominente en el arte de la Anunciación, simboliza el útero inmaculado de la Virgen y sus propiedades vivificantes (Peters s. f.). Además, la comparación del juego del agua con un collar de perlas ensartadas evoca la ecuación modernista de la poesía con las notas

24 LoDato compara la literatura modernista con la “joya de la imaginación” y se detiene en detalle en las imágenes de la joyería. El “joyel” evoca la obra poética de Gautier de 1852, Emaux et camées, en la que se propone: “Verbally design miniature jewels” (LoDato 1999, 21 y 25). 25 Esta composición también evoca a Henri Murger, autor de Scénes de la vie de bohème (1847-1849). Pertenecía a un club de amigos conocido como The Water Drinkers (Cottom 2013, 105-106).

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musicales y puede leerse en términos de lo que John C. Wilcox llama “gynocentric visión” (Wilcox 1997).26 Mulder lamenta los gustos contemporáneos que desdeñan a la poesía que involucra las emociones: “¿Dónde está ahora la poesía? / Se fue, pasó, pues hoy en día / no se comprende la emoción / de hacer sentir al corazón” (1928, 9). La poesía idealista a la que aspira “no versifica ‘de cabeza’” (12). La condena de Mulder al prosaísmo se hace más explícita en “Rima antigua, rima moderna” (1928, 54), que contrapone una poética modernista a “la fiera / de la grisácea mediocridad” y “los tristes yermos del prosaísmo”.27 En contraste, afirma la voz poética, la poesía modernista recurre a la tradición de formas novedosas para levantar el ánimo en un mundo de pragmatismo positivista: “Canta, fontana, tu vieja rima / que es siempre nueva. ¡Que ella redima / de mezquindades el corazón!” y “Teje la tela maravillosa / de los alados sueños de rosa / que apenas nadie si sueña ya”. Si bien la sociedad contemporánea puede llegar a considerar la belleza poética como inútil o “fútil”, el valor perdurable de esta última proviene del intenso placer que proporciona: “Y es un tesoro de altos placeres, / de intensos goces […]” (54). “La fuente enferma” (1928, 64-67) elabora lo que Mulder percibe como el desprecio de la sociedad contemporánea a una poesía modernista que privilegia la belleza. Calificada como veneno —“la corriente envenenada” (64)—, la voz de su “fuente” ha sido silenciada a la fuerza; su visión, deliberadamente cegada, y su publicación o “salida”, obstruida: “Unas manos cortaron / la corriente parlera, / cegaron la salida / 26 Símbolo utilizado por varias de las poetas contemporáneas de Mulder, como Concha Méndez, Carmen Conde y María Victoria Atencia, para ilustrar la situación de la mujer, el collar también recuerda el collar de flores de Safo, representante de la belleza (Wilcox 1997, 101, 155 y 254). Las perlas y los collares son motivos constantes en La canción cristalina de Mulder y también figuran en “Cantora del arroyo” (Mulder 1928, 40-41), “¡Quién fuera como tú!” (50) y “Perlas y diamantes” (51), entre otros. 27 La crítica de Mulder del prosaísmo también se evidencia en “Cantora del arroyo”, donde la poesía modernista “arranca / su máscara de cieno al prosaísmo” (1928, 41); en “La amiga del poeta”, la poesía es el “castigador excelso del negro prosaísmo” (1928, 63). En “La diosa verde” la voz poética de Mulder cita a Baudelaire cuando afirma: “El prosaísmo mata, el prosaísmo pierde” (1927, 44).

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por donde estallaba el gozo / de su sarta de perlas” (64). Estos indicios de violencia contra una literatura declarada perjudicial para la nación se intensifican en las siguientes referencias a los hematomas, connotados por el color violeta, y a las heridas de un cuerpo feminizado: Cuando ofendidas manos cortaron la corriente envenenada que un gran peligro para el pueblo era, los últimos raudales de aquel agua tiñéronse de púrpura violenta. ........................... ¿Por qué un rojizo rayo ensangrentado se hundió en la linfa enferma? (64)

No es que la fuente poética en sí misma sea veneno, sino que la voz poética sugiere que sufrió una campaña deliberada de denigración: “Y de repente, un día, unos microbios / envenenaron mi corriente buena” (65) y “Los malditos microbios / que vinieron —no sé de dónde— / a emponzoñar la albura / de mis arterias limpias, / hicieron de verdugo” (66). Mientras que anteriormente la fuente encarnaba la sangre vital que permitía la comunión y la salvación espiritual —“Yo entregaba / mi sangre alegremente; / yo daba el regocijo y la salud / de esta potente sangre que brillaba / como chorro de luz” (65)—, ahora es retratada como “maligna” y “enferma” (67): tropos decadentes reveladores de valoraciones negativas. Refutando estas imágenes, la fuente personificada de Mulder sostiene que, a pesar de sus nobles orígenes —“Era una fuente honrada” (65)—, fue víctima de acusaciones calumniosas y del olvido: “De fecunda trocóme en homicida” (66) y “pues si causé algún mal, me lo reprochan, / y del bien que sembré ¡nadie se acuerda!” (67). Sobre todo, Mulder representa su cuerpo poético como una mujer amada y el acto poético de la creación como una unión sensual y sexual. “Tarde dorada” (1928, 42-43), por ejemplo, comienza con la representación de una puesta de sol primaveral y despliega tropos

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modernistas habituales como “divino”, “suave”, “perfumada”, “dulce”, “ensueños”, “encantada” y “cristal” (42). Sin embargo, la relación entre la naturaleza y el sujeto poético adquiere muy pronto las características de la seducción: la musicalidad de la fuente se equipara con la voz y el cuerpo de un amante insistente. A partir de la galantería inicial (“instante gentil”), la poesía de la naturaleza acaricia al sujeto poético (“me viene a acariciar”), mientras su voz fluye con “hondo fervor” (42) y “alado temblor” (43), para asemejarse a un amante poseído por la pasión. El poema alterna entre la voz del sujeto poético y una descripción en tercera persona de un acto amoroso reflejado en el cielo inflamado, donde “raso” connota tanto el cielo como un tocador suntuoso: “Bajo el purpúreo raso / de la hora incendiada / … / El amor ya me apresa; / cada arpegio es delicia; / una boca que besa / y un mirar que acaricia” (43). En “Cascada pequeña” (1928, 55-56) se compara la fuente poética con una novia a punto de casarse con su amante. Si bien en la segunda estrofa se hace explícita la analogía de la caída del agua sobre el cabello y la garganta enjoyada de la mujer, en la primera se describe metafóricamente: “Cascada pequeña / sedeña / madeja tan blanca, tan fría; / cascada pequeña, / risueña / sarta de rutilante pedrería” (55). Una transición similar de connotación a denotación ocurre en las estrofas tercera y cuarta, donde el rocío brumoso de la fuente se representa en términos del vestido de novia: “Puñado de encaje / que sacude el aire” y “Vestido de novia / que orea la brisa” (55). La contención virginal de la novia, simbolizada en su ramo, la ceremonia sacramental y la luz del templo (“manojo de lirios”, “angélicos cirios”, “rocío de azucenas”), cede, en los dos últimos versos, y da paso a un exceso apasionado, imagen de la unión sexual: “Te desbordas tú, / cascada pequeña” (56). El tema de la musa poética como amante pasa a primer plano en “La amiga del poeta” (1928, 62-63). La composición comienza con una descripción de la concepción imaginaria de un poeta masculino acerca de su musa y su posterior romance: “[¡] Amiga del poeta! Te creó su fantasía / haciéndote una amada palpitante y sensual. / Y te entregó el milagro de su ardiente poesía, / de su jardín de versos el más rojo rosal” (62). La posesión romántica de la musa por parte del poeta se sugiere en la armonización de sus voces, “un dúo amoroso

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que solloza o suspira / con un trémulo leve de infinita pasión” (62). Si bien la heterosexualidad implícita de esta relación se ajusta a una tradición literaria masculina y a las normas socioculturales del momento, el texto, sin embargo, subraya el carácter poco ortodoxo de la unión, que se advierte en referencias a epistemologías esotéricas y excesos orgásmicos: “Amante imaginaria, fantástica y quimérica, / rompe todas las trabas, salta todos los vetos, / y que el caudal oculto de tu almita esotérica / se desborde en canciones, se desborde en sonetos” (62). Teniendo en cuenta el género y la posición iconoclasta de Mulder, lo que llama la atención en este poema es su descripción de la creatividad como un acto procreador en el que la mente del poeta masculino se convierte en un útero que forma y da a luz a la musa feminizada: “Tú vives y palpitas dentro de su pensamiento / como una sombra vaga, subyugante y divina. / Te vio su fantasía realizando el portento / de darte forma grácil, fragante y femenina” (62). Sin embargo, como indica Friedman, debido a que tal metáfora se basa en la “imposibilidad biológica” y en la “separación cultural”, produce una “incongruity [that] overshadows congruity” (Friedman 1987, 56). La incompatibilidad del hombre con el útero invita a la lectora a considerar la combinación de mujer con creatividad, que ha sido reprimida. El carácter antinatural de la primera ecuación influye en la recepción de la segunda. En este proceso, la propia mente de la lectora también se convierte en un útero simbólico, de tal modo que, como dice Friedman, ella concibe “the new truth by seeing the dynamic interaction between contradictory elements that move toward resolution” (1987, 54). Basándose en Paul de Man y Ted Cohen, Friedman afirma que la subversión metafórica “disrupts the logical discourse of the rational mind” y cultiva la intimidad, alentando una conciencia rebelde entre escritora y lectora (54). De ahí que el uso de Mulder de la metáfora del parto critique el tradicional monopolio masculino de la creatividad y postule el derecho de la mujer a la práctica creativa y al reconocimiento artístico, en un vínculo imaginario y amoroso de elementos culturalmente dicotómicos. La interacción dialógica de Mulder con los legados culturales y con los autores modernistas masculinos coetáneos engendra un espacio fértil para la creación de propuestas innovadoras y audaces en torno a

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la producción cultural femenina y a las relaciones de género. Contrariamente a la evaluación de Consuelo Berges de la poesía de Mulder como “prehistoria” (en Mañas Martínez 2006, 387) —y, por lo tanto, menos meritoria que las obras en prosa posteriores de la escritora—, en este trabajo se pone de relieve la naturaleza altamente experimental de las primeras obras poéticas de Mulder, su crítica pensada y madura de los modelos modernistas y su defensa consciente del deseo femenino y de la ambición creativa. Lejos de reproducir miméticamente los mundos naturales, las representaciones de Mulder resaltan su naturaleza ya previamente construida. En suma, es la misma artificialidad de su corpus poético lo que sirve para cuestionar las tradiciones socioculturales heredadas que dan forma a las normas y expectativas de género.

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“De mi cuerpo a tu cuerpo”: el ímpetu del amor oscuro en la poesía de Ana María Martínez Sagi

Marina Bianchi Università degli Studi di Bergamo

1. Marco teórico Este artículo propone un primer acercamiento a la obra de Ana María Martínez Sagi (Barcelona, 1907-Moià, Barcelona, 2000), incluyendo la producción poética no recogida en sus primeros tres libros, que es de reciente publicación (Martínez Sagi 2019) y, por ende, aún poco conocida y casi nada estudiada. En nuestro recorrido por los versos de la catalana, que no puede prescindir de una contextualización metodológica y del compendio de lo escrito anteriormente sobre la autora,

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nos centraremos en el papel del cuerpo como medio de afirmación de una identidad alternativa a la aceptada por la sociedad patriarcal de la época. De acuerdo con Beatriz Preciado, citada por Elena Castro en la “Introducción” a su libro Poesía lesbiana queer. Cuerpos y sujetos inadecuados (Castro 2014, 7), consideramos la escritura poética como el lugar de producción de la subjetividad. En este sentido, como indica Castro (8), Martínez Sagi forma parte del grupo de poetas de su época que rechazan la concepción fija y estable de la heteronormatividad, lo que se puede leer desde la teoría queer,1 cuyos planteamientos se relacionan con la conformación de una identidad que supere la construcción cultural genérica impuesta y con la rebelión o protesta en contra de la norma y de los valores consagrados. Entre los eminentes estudiosos del tema, Judith Butler abre importantes cavilaciones en Género en disputa (2001), centrándose luego en los límites discursivos relacionados con la movilidad y la inestabilidad de una subjetividad sexual transferible y performativa en Cuerpos que importan (2002), cuyo título sugiere la centralidad de la corporalidad en la reflexión. Si los discursos ordenan la realidad y hasta la crean, desde la palabra y el verso se puede conformar una visión del yo y su deseo que sea mutable y alternativa a las hegemónicas o ritualizadas: En realidad, son las inestabilidades, las posibilidades de rematerialización abiertas por este proceso las que marcan un espacio en el cual la fuerza de la ley reguladora puede volverse contra sí misma y producir rearticulaciones que pongan en tela de juicio la fuerza hegemónica de esas mismas leyes reguladoras. (Butler 2002, 18)

1 En el primer capítulo del volumen Transpsiquiatría. Abordajes queer en salud mental, Marta Carmona Osorio define lo queer de la siguiente manera: “Queer entonces aparece para designar lo que no se puede designar, para todo aquello que se escapa de la norma, concretamente la heterocisnormatividad, es decir, ese conjunto de normas y códigos sociales que nos educan asumiendo que seremos heterosexuales y que no seremos trans (lo que desde estos movimientos se ha dado en llamar ‘ser cis’). Queer define la identidad de quienes se escurren por los márgenes, de quienes escapan de esas políticas de identidad” (Climent Clemente y Carmona Osorio 2018, 8).

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La producción en verso de Ana María Martínez Sagi se construye alrededor de la desestabilización de los roles tradicionales y del lenguaje considerado adecuado para una mujer, lo que, en su época, solo es posible recurriendo al silencio y a la elusión como procedimientos retóricos para afirmar la libertad de un amor que quiere superar las restricciones convencionales, arriesgándose a que, aun así, una parte del público se dé cuenta de lo que oculta. Se trata entonces de un habla subversiva, concepto que encuentra su teorización en otro libro de Butler, Lenguaje, poder e identidad: La palabra que hiere se convierte en un instrumento de resistencia, en un despliegue que destruye el territorio anterior de sus operaciones. Este despliegue significa enunciar palabras sin una autorización previa y poner en riesgo la seguridad de la vida lingüística, el sentido del lugar que ocupa uno en el lenguaje, la palabra de uno justamente como uno la dice. […] El habla subversiva es la respuesta necesaria al lenguaje injurioso, un peligro que se corre como respuesta al hecho de estar en peligro, una repetición en el lenguaje que es capaz de producir cambios. (Butler 2004, 261)

Puesto que el género, en su sentido tradicional, es una forma de configurar culturalmente el cuerpo (Butler 2001), Martínez Sagi usa la corporeidad para dar voz al dilema entre ser mujer y reinventarse como sujeto otro, no sometido a los roles impuestos, es decir, para expresar lo silenciado y lo disidente, insertándose en el ámbito del “habla subversiva” arriba nombrada y de lo queer.2 Por supuesto, como subraya Castro,

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Cabe recordar que, como apunta Fefa Vila Núñez en “La invención de la subjetividad”, “las teorías y prácticas queer se han articulado en torno a una doble resistencia. Por un lado, han propiciado una revisión crítica del feminismo clásico que al buscar la igualdad entre el sujeto político hombre y el sujeto político mujer […] o definir a la mujer en clave esencialista […] excluye de su discurso emancipatorio a ciertas minorías —lesbianas, transexuales, maricones, transgénero, intersexuales…— […] como ‘malos sujetos femeninos’. Frente a ese feminismo esencialista, heterosexual […], el movimiento queer apuesta por un feminismo radicalmente situado y descentrado […] que ponga en cuestión los

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si bien es cierto que las teorías queer se desarrollan principalmente a partir de los años noventa, mucho antes de la aparición de las mismas y del pensamiento que las enmarca ya existían voces poéticas cuyos textos pueden hoy ser calificados de queer por cuanto (re)presentan identidades no normativas, se resisten al devenir mujer normativo, evidencian las fallas, las disrupciones en el discurso normativo y las interrogaciones de la identidad que en él se proponen. (Castro 2014, 9)

En este sentido, Martínez Sagi logra desestabilizar la identificación patriarcal binaria de los roles genéricos, reafirmando una corporalidad que se vuelve medio para pedir la misma libertad reclamada por Luis Cernuda en “Si el hombre pudiera decir…”, de Los placeres prohibidos: Si el hombre pudiera decir lo que ama, Si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo […]. Yo sería aquel que imaginaba; Aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos Proclama ante los hombres la verdad ignorada, La verdad de su amor verdadero. (Cernuda 2005, 77-78)

A partir de los planteamientos expuestos, rastrearemos la trayectoria poética de Martínez Sagi en busca de las composiciones de cada libro que consideremos más significativas para ilustrar la evolución del cuerpo como imagen predilecta para manifestar un amor disidente, impetuoso y lacerante, en otras palabras, como medio para expresar un sentimiento que se coloca en la línea de los mejores autores de la generación del 27, desde el “amor oscuro” de Federico García Lorca (1984) hasta el deseo contrapuesto a la realidad del ya nombrado Cernuda (2005). Como en ellos, en los versos de Martínez Sagi

binarismos y la distinción clásica entre sexo y género” (en Climent Clemente y Carmona Osorio 2018, 18-19).

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aflora la reivindicación de la libertad negada a quienes no se sienten conformes con la heteronormatividad por no encontrar en ella su lugar como sujetos.3

2. Estado del arte Juan Manuel de Prada tiene el mérito de haber rescatado a Martínez Sagi del olvido y de la total ausencia de la historiografía literaria. A los muchos años de su profunda investigación debemos dos magníficos libros: Las esquinas del aire. (En busca de Ana María Martínez Sagi) (2000), una biografía novelada basada en las conversaciones mantenidas con la poeta catalana entre 1997 y 1999 (Prada 2020, lxvii) y la edición de la extensa antología La voz sola (Martínez Sagi 2019), introducida por un estudio que corrige algunos datos aparecidos en la publicación anterior y que incluye no pocos textos inéditos, donde tras los poemas encontramos también una selección de sus artículos periodísticos. Además de aportar la primera y detallada reconstrucción biográfica, sin estos dos volúmenes, sobre todo sin el primero, es muy probable que la voz de Martínez Sagi hoy seguiría silenciada y sus inéditos todavía estarían olvidados en un armario. Gracias a la existencia de los dos libros, a los que remitimos para cualquier consulta sobre este aspecto, podemos prescindir aquí de cualquier resumen de los periplos vitales de la catalana. Tras el redescubrimiento de Prada (2000), Rocío Ortuño Casanova defiende su tesis doctoral, titulada Mitos cristianos en la poesía no

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Donald E. Hall define los conceptos de sujeto y subjetividad, comparándolos con el de identidad: “Often used interchangeably with the term identity, subjectivity more accurately denotes our social constructs and consciousness of identity. We commonly speak of identity as a flat, one-dimensional concept, but subjectivity is much broader and more multifaceted; it is social and personal being that exists in negotiation with broad cultural definitions and our own ideals” (Hall 2004, 134). De acuerdo con él, entendemos aquí el sujeto como un ser consciente de su subjetividad y de la construcción social de su identidad con respecto a las relaciones con los demás.

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religiosa del grupo del veintisiete (2010), deteniéndose en la presencia de la simbología cristiana y el discurso profético, sobre todo, en Cernuda, García Lorca, Aleixandre, Martínez Sagi, Prados y Altolaguirre, como ella misma declara (Ortuño Casanova 2010, 11). Cuatro años más tarde, el mismo trabajo se publica como libro: Mitos cristianos en la poesía del 27 (2014). Con referencia a la catalana, Ortuño Casanova considera el libro Visiones y sortilegios, incluido en la antología Laberinto de presencia (Martínez Sagi 1969), y a lo largo de su monografía propone interpretaciones muy acertadas de algunas de las imágenes que en él aparecen. Por orden cronológico, sigue el interés de Marta Gómez Garrido en la obra de Martínez Sagi, que, junto con otras dos poetas, se vuelve el objeto de su trabajo de fin de máster: La ambigüedad sexual en tres poetas de la modernidad: Lucía Sánchez Saornil, Ana María Martínez Sagi y Carmen Conde (2011). Reelaboración del mismo, su artículo “Conflicto de identidad: indefinición sexual en tres poetas de la Edad de Plata” (Gómez Garrido 2013, 333-358) analiza el código que las tres poetas comparten para aludir a la homosexualidad en sus versos. Al año siguiente, Gómez Garrido dedica las últimas tres páginas de “Abyección del deseo en la poesía de Ana María Martínez Sagi” (2014) al rastreo de la presencia de la inquietud debida a la abyección —en la acepción de Julia Kristeva (2004, 7), es decir, como represión del deseo para ajustarse a la cultura dominante—4 en el libro Inquietud (1932). La estudiosa limita el espacio del análisis de los poemas, al que llega tras exponer las teorías en las que se apoya: las de Sigmund Freud, expuestas en Tres ensayos sobre teoría sexual (2019), de 1905; las de Kristeva, explicadas en Poderes de la perversión (2004); las de Elizabeth Wright, incluidas en Psicoanálisis y crítica cultural (1985); las de Ernst Kris, compendiadas en Psicoanálisis del arte y del artista (1964), 4

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Leemos al comienzo del libro Poderes de la perversión: ensayo sobre Louis Ferdinand Céline, de Kristeva: “Hay en la abyección una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante, arrojado al lado de lo posible y de lo tolerable, de lo pensable. Allí esté, muy cerca, pero inasimilable. Eso solicita, inquieta, fascina el deseo que sin embargo no se deja seducir. Asustado se aparta” (Kristeva 2004, 7).

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y cita rápidamente algunas de las que Gregorio Marañón propone en La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales (1930). Más reciente es el excelente ensayo “Versos y otras transgresiones femeninas en la España de la República. Los poemas de Ana María Martínez Sagi (de Canciones a Inquietud)”, de Helena Establier Pérez, quien define a nuestra autora como una poeta “enfrentada a una identidad socio-sexual en desajuste con sus deseos y aspiraciones” (Establier Pérez 2020, 78). Antes de analizar las composiciones de los primeros dos libros de la escritora, el texto reconstruye las distintas personalidades transgresoras de Martínez Sagi: mujer moderna y dinámica, feminista, deportista, periodista, cronista de la Guerra Civil, sindicalista, republicana militante, nacionalista catalana, exiliada, docente universitaria y poeta, que ejerce su heterodoxia tanto en el ámbito público como en el privado. Del mismo año, “Vindicación y compromiso en los vértices del tiempo. Ana María Martínez Sagi” (2020), de Elisa Pérez Rosales, propone un apasionado acercamiento a los periplos de la poeta. Con referencia a la presencia de Martínez Sagi en volúmenes monográficos sobre la poesía femenina, tenemos dos publicaciones interesantes. En su ya citado y muy sugerente libro Poesía lesbiana queer. Cuerpos y sujetos inadecuados, Castro se detiene en la relación entre Martínez Sagi y su amante y en los efectos de esta en las obras de ambas, además de analizar el deseo y otros aspectos relacionados con la teoría queer en algunas de las composiciones de las dos escritoras (Castro 2014, 29-41). Por otro lado, Inmaculada Plaza-Agudo incluye reflexiones sobre Martínez Sagi en su Modelos de identidad en la encrucijada: imágenes femeninas de la poesía de las escritoras españolas (1900-1936) (2015), citándola en su argumentación general (PlazaAgudo 2015, 11, 85, 129, 176, 199 y 267) y deteniéndose en ella y en sus primeros poemarios publicados antes de la Guerra Civil en dos ocasiones, con referencia a la desconstrucción del estereotipo de la mujer angelical en la primera (103-106) y en relación con la ambivalente presencia de imágenes femeninas dinámicas y audaces al lado de otras más sumisas en la segunda (178). Más alejado de la hermenéutica de los poemas de Martínez Sagi, el reciente artículo de Fran Garcerá “‘Ya no tienen donde morir las

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­ felias’. Dos autoras en la Barcelona de la vanguardia: Elisabeth MulO der y Ana María Martínez Sagi” (2020) estudia las redes de colaboración entre las dos escritoras mediante el análisis de los elementos paratextuales de las obras poéticas y otros materiales como la correspondencia con Gabriela Mistral y Carmen Conde. Finalmente, aunque no se centran en la poesía de Martínez Sagi, hay que citar las aportaciones de otras dos hispanistas: María José Porro Herrera, con su ensayo “Ana María Martínez Sagi y Josefina Carabias: algunos temas recurrentes en la prensa” (2013), e Ivana Rota, autora de “Ana María Martínez Sagi entre deporte y periodismo: las colaboraciones en Crónica (1929-1938)” (2021). Concluimos citando dos aportaciones de Eduardo Moga, aunque más breves por el género textual elegido por el autor: “Una elegía extraviada de Ana María Martínez Sagi” (2011) y “La escritora y deportista a la que olvidó la Transición” (2019), reseña de La voz sola (Martínez Sagi 2019).

3. El comienzo de la trayectoria poética: de nuevo sobre Caminos Martínez Sagi reivindica la centralidad del cuerpo y la necesidad de asignarle un nuevo papel desde los distintos géneros literarios a los que se dedica, para que la transformación social femenina pase tanto por la dimensión psicológica como por la física. Como remarca Establier Pérez, en los artículos periodísticos de la autora el deporte “implicaba una resignificación de ciertos aspectos de lo privado, como la salud y el ocio femeninos, o el propio cuerpo, que alcanza una importancia capital en sus colaboraciones periodísticas” (Establier Pérez 2020, 85) Más adelante, la hispanista añade: Así, desde las páginas de la prensa, Martínez Sagi diseña y apuntala un nuevo apostolado de la corporeidad femenina que implica el rechazo de los cánones de belleza y de salud tradicionales, así como su reemplazo por una nueva percepción y significación del cuerpo de las mujeres, en sintonía con su tiempo. (85)

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Por otro lado, en los versos de la catalana, el cuerpo se vuelve medio ineludible de la vana búsqueda de un amor imposible y anticonvencional en el que se fundamenta el duro recorrido hacia la afirmación de sí misma, en oposición a la tradicional heteronormatividad opresiva y patriarcal. El deseo y el sufrimiento son las dos caras opuestas de un sentimiento oscuro y ambiguo, en constante diálogo con los mejores poetas de la generación del 27 que, como ella, luchan por la libertad en unos poemas donde la percepción sensorial se encarga de sacar a la luz las emociones y las ambiciones de un yo que aprende a conocerse y a reconocerse en una identidad que la España de la primera mitad del siglo pasado —y buena parte de la segunda— es incapaz de asumir y hasta de concebir. Como en los Sonetos del amor oscuro de García Lorca (1984), a lo largo de la trayectoria creativa de Martínez Sagi se va conformando un ideario erótico en el que la pasión responde a su doble connotación semántica de deseo amoroso y de calvario, de luz y de sombra, de sensualidad y de muerte, haciéndose eco de la tradición mística española y de su mayor exponente: San Juan de la Cruz.5 De nuevo en opinión de Establier Pérez, en los dos primeros poemarios de nuestra autora, la sexualidad del sujeto lírico se va “revelando progresivamente con mayor audacia” (Establier Pérez 2020, 90), y creemos que lo mismo sigue siendo válido en la producción posterior a Inquietud (1932). Pese a que el primer libro, Caminos (1929), nos devuelve una voz que todavía oculta su “desajuste con la heteronormatividad vigente” (Establier Pérez, 2000, p. 91), ya tiene el mérito de revelar “una intimidad amorosa femenina, vulnerable y desesperanzada, que discordaba vivamente de la imagen pública autoconstruida por Sagi en aquellos años” (90). De hecho, su primera obra deja intuir el tormento debido a la tensión constante entre luz y sombra, entre inocencia y desgarro, entre “desolación y anhelo”, en palabras de 5

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Entre otros, Verónica Leuci estudia el legado sanjuanista como paradigma de los Sonetos del amor oscuro (García Lorca 1984) en su artículo “Eros y Thánatos: la mística del amor en los Sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca” (2008), donde declina los significados simbólicos de la oscuridad en la oposición de luz y sombra, en la noche como escenario de las uniones amorosas prohibidas, en el abismo oscuro de la muerte y en la referencia a lo secreto y velado.

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­ stablier Pérez (94), o entre “realidad y deseo”, como diría Cernuda E (2005), lo que la crítica de la época no percibe o no quiere percibir (Establier Pérez 2000, 93-94 y 96-97). El atinado análisis de Establier Pérez (97-100) demuestra que se vislumbra en Caminos otra posibilidad de realización íntima, alternativa a la del hombre, que el sujeto poético rechaza a lo largo del libro (100), planteamiento que compartimos totalmente. Aunque ya se ha estudiado detenidamente en los textos científicos citados, creemos que podemos añadir algo más a lo que se ha dicho acerca de la composición “Luz y barro” (Martínez Sagi 2019, 6-7), descrita por Prada como “el poema más memorable de Caminos”, que “introduce la repugnancia ante el hombre que busca la satisfacción de su lujuria” (en Martínez Sagi 2019, xxvii). Si bien es cierto que la mujer del poema, pura y casta y que se niega a la carnalidad del deseo masculino, responde al ideal del ángel del hogar apartado de lo público, por otro lado, la composición nos trae a la memoria unos conceptos bien asentados en las teorías feministas. Entre ellos, el que Butler expone en su comentario a las ideas de Simone de Beauvoir (1949): reflexionando acerca de cómo el sujeto masculino y el femenino han sido construidos sobre características excluyentes, hace hincapié en que el primero se describe a sí mismo como un ser trascendente, racional y descorporeizado, mientras que representa al segundo refiriéndose exclusivamente a su corporeidad (Butler 1990, 194). De este modo, los hombres se suponen capaces de actuar acorde con los dictados de la razón, teniendo además la ventaja de disponer de las mujeres, seres instintivos, incapaces de distinguir autónomamente el bien del mal, que necesitan amar y ser amados —casarse, en definitiva— para habilitarse socialmente. Se trata de la imagen femenina difundida por la literatura masculina, contra la que luchan muchas intelectuales de la época como María Martínez Sierra, que en su artículo “La feminidad de Emilia Pardo Bazán” (1905) describe el estereotipo difundido por los novelistas: ¿Qué suelen ver los noveladores ellos en el proceso del amor? Una mujer generalmente hermosa y casi por completo inconsciente que, temerosa y sorprendida, se deja incendiar por el impulso apasionado del varón, y se rinde entre curiosidades y defensas pueriles; que si tal rendición fue

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falta, padece luego dolor agudo de remordimiento —que no es sino otro aspecto de la sumisión— […]; el hombre, en cambio, es el vencedor, es el seductor, es el amo; […]; él serenamente va analizando sensaciones y sentimientos, dominando la situación, en una palabra. (en Blanco 2003, 134-135)

Butler explica que Beauvoir (1949) propone una alternativa a esta dualidad: en el cuerpo femenino se proyectan las interpretaciones culturales del contexto social, pero, justamente por eso, este representa el espacio en el que puede realizarse una nueva interpretación de las normas heredadas (Butler 1990, 200). En nuestra opinión, es lo que ocurre en “Luz y barro”, de Martínez Sagi, que, a la luz de lo que acabamos de ver, podría leerse como una inversión de los roles de género: en estos versos la mujer toma la palabra, se identifica a sí misma con el alma y al hombre con la corporeidad y el instinto y analiza racionalmente y serenamente la situación: –“Hoy toda mi inquietud, mis pensamientos, / son rosas blancas” (Martínez Sagi 2019, 6). Estamos frente a un sujeto poético femenino inteligente, capaz de tomar decisiones, que expresa su opinión y se rebela al hombre de forma tajante, baste con citar la firme exclamación de la parte central del poema: “No te acerques, pues, hombre. Tú estás hecho / de carne y de deseo. ¡Me das lástima!” (6). Desde luego, ya se trata de una voz lírica que reconoce en el compañero masculino la “mano ingrata” que la castiga, como se lee en “Alas de luz” (5), que hace referencia a sus “deseos no logrados, / de añoranzas y secretos” en “Un camino” (9), contrapuestos a la “verdad siempre cruda y miserable” cantada en “Inexorable” (10), poema en el que abundan las palabras y los conceptos a los que nos ha acostumbrado Cernuda. De hecho, en “Inexorable” (Martínez Sagi 2019, 10), resuenan no solo La realidad y el deseo (Cernuda 2005), sino también unos títulos de los poemarios que en él se recogen: siguiendo el orden en que aparecen en los versos de Martínez Sagi, Como quien espera el alba; la primera sección de Vivir sin estar viviendo, denominada “Cuatro poemas a una sombra”; Desolación de la quimera; Los placeres prohibidos y el epílogo final del amor que, pese al dolor, merece la pena. Puesto que dichos libros de Cernuda son posteriores al de la catalana, Caminos, es

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de suponer que ambos escritores —y Martínez Sagi desde sus comienzos— participen en una misma búsqueda que trae sus orígenes de la mística española, como ya se ha aludido al principio con referencia a Los sonetos del amor oscuro de Lorca (1984) y a sus afinidades con la poesía de nuestra autora. Sobre esto volveremos más adelante, aunque mencionaremos que la obra de 1929 gira alrededor de los ojos, una parte del cuerpo que recuerda la segunda etapa del ascenso del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz (2002) a la unión: la vía contemplativa. En Caminos, las actitudes y emociones pasan con frecuencia por el órgano de la vista: “la inquietud en las pupilas”, de “Alas de luz” (Martínez Sagi 2019, 5); “en las pupilas / la dulce claridad de la mañana” y “Tengo el espíritu claro / y casta la mirada”, en “Luz y barro” (6); “la pureza inefable” en las “pupilas claras” del niño, en “Tarde gris” (11); “el misterio de mis claras pupilas”, en “Soy un alma cansada” (12). Por supuesto, también aparecen partes del cuerpo del tú, que responden a dos órdenes de sensaciones: el hombre que repele al sujeto poético con sus manos como “garras” en la misma composición (6) y la persona amada, en cuyo “regazo” desea ser acogida la voz femenina, un ser capaz de comprender lo que “ocultan mis pupilas cuando lloran”, como se lee en “Una noche…” (8). Además, hay una mención explícita a la muerte, entendida como metáfora de la condena a la soledad por la imposibilidad de una relación que no conviene, y una referencia a la esterilidad de este tipo de amor en “Soy un alma cansada” (Martínez Sagi 2019, 12)”: “Soy un cuerpo sin vida” y “soy una tierra estéril sin frutos y sin brisas”. Pese a que todavía el cuerpo no vehicula el placer carnal del sujeto lírico, en Caminos ya se intuye no solo su indisoluble vínculo con las sensaciones y los sentimientos, sino también, aunque en ciernes, su papel en la rebelión contra una identidad impuesta y en la consiguiente afirmación de una subjetividad alternativa que empieza a forjarse.

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4. La emociones a través del cuerpo en Inquietud La desconstrucción de los papeles tradicionales que pasa a través del cuerpo se intensifica en la obra siguiente, Inquietud (1932), que, en opinión de Establier Pérez, marca el “descubrimiento de una pasión más allá de la norma, una pasión que, sin dejar de ser luz, aviva todos los resortes de la carnalidad y le otorga sentido” (Establier Pérez 2000, 101). En el poemario, Plaza-Agudo (2015, 105) reconoce un procedimiento que responde a una dinámica de inversión de los roles parecida a la que vimos con referencia a “Luz y barro” (Martínez Sagi 2019, 6-7), esta vez en “La cita” (Martínez Sagi 1932, 41), en cuyos versos la mujer es una femme fatale seductora, enigmática, calculadora, vengativa y seguramente inteligente: estamos frente a un sujeto femenino más emancipado, atrevido y que se conoce mejor a sí mismo. No olvidemos que la propuesta de Martínez Sagi toma forma en una época de gran influencia de las teorizaciones de Freud acerca de la histeria (Freud y Breuer 1976), que, por primera vez, convierten a las mujeres en sujetos capaces de experimentar el deseo. Si en el primer libro de la catalana se asiste al nacimiento del mismo, en el segundo llegamos a su realización, a lo que Cernuda denomina “acorde” (Cernuda 2003, 153-155): al éxtasis místico de la unión revisado en clave terrenal, en el que la realidad y el deseo coinciden, pero que, lamentablemente, dura un instante y luego vuelve a sumir al yo en su soledad y sufrimiento. Cernuda lo describe como “plenitud” y “testimonio de lo que pudiera ser el estar vivo en nuestro mundo”, “la unión con la vida a través del cuerpo deseado” (154), momento de intenso panteísmo en que “borrando lo que llaman otredad, eres, gracias a él, uno con el mundo, eres el mundo” (155). En un periodo histórico en el que la pasión y el deseo son prerrogativa de la pluma masculina, Martínez Sagi canta la derrota y la vuelta al abismo, tras saborear el paraíso de la unión. Así, el reencuentro “tras de una ausencia muy larga” de “Convalecencia” supone el acercamiento a la altura, que, de nuevo, pasa por la mirada: “He salido a ver el cielo”, lo que conlleva un estado de tranquilidad, de “reposo en el alma”, y la sensación de “Nueva vida, rica savia” en las

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venas. El agua de la “fontana”, otro elemento azul, también acompaña la trascendencia, lo mismo que la aurora que “alumbra la esperanza” (Martínez Sagi 2019, 13-14). La luz, la elevación y el color espiritual por excelencia confirman la herencia mística del encuentro que pronto, en “Cansancio”, se vuelve “recuerdo, que aún reverencio” (15), y provoca la oscuridad y el silencio en “Mi derrota”, donde el dolor toma forma en otras dos imágenes corporales: “Enmudeció tu boca” y “¡Entre tus manos pálidas mi vida quedó rota!” (17). Eros y Tánatos se alternan, pero coexisten en una relación indisoluble que, aunque provoca profundas penas, es el motor que mueve el mundo. En Inquietud (1932), también encontramos composiciones que dejan patente la esterilidad de la relación ya mencionada en el libro anterior, en el doble sueño del niño, en “Maternal” (Martínez Sagi 2019, 20) y en “La triste realidad”, que se cierra con otra unión corporal negada, la del amor de una madre: “¡Cómo lloro al hijo que he besado / únicamente en sueños!” (21). Martínez Sagi ha superado el miedo a ocultar su amor alternativo, que le provoca un sufrimiento que se concreta en lo físico y que en “Lamentación”, una vez más, remite a San Juan de la Cruz, esta vez a la “Llama de amor viva” (San Juan de la Cruz 2002, 208-209), y a la imagen bíblica de la corona de espinas (Martínez Sagi 2019, 22). En detalle, la catalana describe su dolor como “llaga viva”, pensamientos que “se han clavado en mi carne” y “corona de ideas torturantes / como espinas” (22). El deseo duele y clama siempre a través del cuerpo, de las “manos, que no saben del reposo” y que “ansían / los besos encendidos”, lo mismo que la “boca sedienta de imposible” (22). El abrazo y la mirada fija de la persona amada son los únicos alivios que funcionen en “Serenidad”, escena que pertenece a la dimensión del recuerdo o del sueño (23), imposible en la realidad expresada en “Despedida”, donde las emociones surgidas a raíz del adiós se metaforizan en las frías “pupilas glaucas” del tú, en la “tortura” de su “boca cerrada”, en la “agonía de la carne que antes vibraba” y en la nostalgia de la “mano, entre mis manos” que antes temblaba (24). La felicidad ya solo pertenece a la memoria de la infancia, de la inocencia, de la risa, de la luz “que todo iluminaba” y del cielo con “una túnica azul”, como leemos en “En la edad de oro” (25-26).

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Como es de suponer, en los poemarios de Martínez Sagi abundan las estrategias para que el deseo lésbico no se perciba claramente como tal. Entre ellas, Castro remarca que se “alternan un sujeto poético femenino que se dirige a un tú masculino —la combinación menos habitual—, un sujeto masculino dirigiéndose a un tú femenino e, incluso, en muchos casos, un sujeto indefinido dirigiéndose a un tú femenino” (Castro 2014, 38); sobra hacer hincapié en que el lector de la época identifica enseguida este último sujeto como un hombre. Castro añade que también aparecen casos de “un sujeto femenino dirigiéndose a un tú femenino, aunque este sea en muchos casos personificado en una emoción u objeto” (38). Marta Gómez Garrido, quien cree que este procedimiento produce “cierta indefinición sexual”, entendida como “ambigüedad” (Gómez Garrido 2013, 334), apunta que hay poemas en cuyos versos el sujeto lírico cambia de género y la persona amada no se identifica como perteneciente a ninguno de los dos sexos (342-434), como en “Canto a la inquietud”—composición no reproducida en La voz sola (2019)—, donde el yo se identifica antes como “un amante apasionado” y luego como “una novia sumisa y confiada”, y el tú está representado por una emoción: la quietud (Martínez Sagi 1932, 15). En nuestra opinión, la palabra poética se vuelve medio para expresar lo inefable, que en este caso se refiere al conflicto interior doble: el de una mujer que no se ajusta al amor convencional y el de la pluma femenina que quiere encontrar su lugar en un ámbito literario que les pertenece a los hombres. Luis Antonio de Villena considera que la expresión del deseo homosexual a lo largo del tiempo “es la historia de un rechazo, de una afrenta y de un silencio” (Villena 2002, 11). Como hemos estudiado en otras ocasiones acerca de Vicente Núñez (Bianchi 2011 y 2020) y de otros poetas españoles del siglo xx (Bianchi 2019), la inevitable consecuencia es la elección del silencio como estrategia literaria: los autores buscan la manera de decir sin desvelar del todo, de dejar intuir sin confesar plenamente. Como consecuencia, la falta de precisión sobre la identidad sexual del tú en Martínez Sagi podría interpretarse como voluntad de superar la tradicional división en dos géneros heteronormados. Por otra parte, pese a que en muchos poemas el yo se dirige a un tú que no se define,

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estamos de acuerdo con Establier Pérez (2020, 102-103), quien reconoce en el apasionado “Retrato psico-físico de la autora” (Martínez Sagi 1932, 11-13), compuesto por la periodista y escritora Elisabeth Mulder (Barcelona, 1904-1989), y, aún más, en la composición que podríamos considerar como la respuesta de Martínez Sagi (59), las claves para identificar el referente del libro: la amante con quien la autora mantiene una relación amorosa durante tres años, aunque solo se consume en 1932, en el conocido viaje a Mallorca, como aclara Castro (2014, 29). Poco después, las amenazas de la madre de Martínez Sagi a Mulder de desvelar públicamente su lesbianismo provocan la ruptura (29) y el nunca aliviado sufrimiento por el deseo imposible en las obras posteriores de Martínez Sagi, que con mucha frecuencia recuerda la historia de amor a lo largo de su producción en verso y de sus prosas poéticas compuestas durante la estancia en Mallorca, aunque publicadas póstumas (30).

5. Amor perdido: la mística carnal de Martínez Sagi Laberinto de presencias (1969), la última obra publicada en vida de la autora, reúne en un libro textos pensados como distintos poemarios: Canciones de la isla, escrito entre 1932 y 1936 y cuyo título se refiere a Mallorca (Martínez Sagi 1969, 27, n. 11); País de la ausencia, compuesto entre 1938 y 1940; Amor perdido, redactado paralelamente a los demás, entre 1933 y 1968; Jalones entre la niebla, creado entre 1940 y 1967; Los motivos del mar, surgido entre 1945 y 1955, y Visiones y sortilegios, creado entre 1945 y 1960. En todos ellos se mantienen tanto la simbología de la producción anterior como el incesante dolor por la pérdida de la amada, aunque cada uno se define por matices específicos que Prada identifica en la celebración sensorial de los rememorados paisajes de Mallorca donde se sentía viva, en Canciones de la isla; la absorta nostalgia de la infancia y de la juventud sobre la que triunfa la aflicción de la edad adulta, en País de la ausencia; el atrevimiento de la revelación acerca de su relación clandestina con Mulder, siempre acompañada por la congoja de la pérdida, en Amor perdido; el tono desgarrado debido tanto a la ausencia de la persona amada como

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al exilio, aunque se alterna con textos descriptivos más positivos, en Jalones entre la niebla, y la pérdida de vigor poético y el acercamiento a un blando surrealismo, en Los motivos del mar y Visiones y sortilegios (en Martínez Sagi 2019, lxii-lxiii). De Laberinto de presencias (1969), que por la indicación de la fecha y el lugar de composición de cada poema se vuelve “crónica de un exilio poético, un atlas de geografías errantes” (Prada en Martínez Sagi 2019, lxi), nos interesa principalmente la sección “Amor perdido”. Las imágenes corporales no faltan en los apartados que la anteceden, donde, sin embargo, no se asocian a la afirmación de una nueva subjetividad femenina, sino que funcionan como recurso retórico para personificar el paisaje mallorquín, en Canciones de la isla; forman parte de la descripción de las personas y de sus gestos, en Canciones de la isla y en País de la ausencia, o se identifican con el blanco de la muerte, del sufrimiento o de la luz en el mundo poblado de presencias fantasmales de Jalones entre la niebla. Cabe señalar que, en País de la ausencia, encontramos referencias a la “herida que no cierra” y a la “tortura ciega” en el poema “Resignación” (39), además de la voluntad de olvidar el nombre que las provoca en la misma composición, que sí tienen que ver con nuestro análisis, aunque colateralmente. En Jalones entre la niebla, tenemos la excepción de “Ternura”, en la que una figura femenina dulce e inocente que regala paz, encarnación de la emoción del título, se define mediante su pelo, su cara, sus ojos y sus manos (68-69), y el más significativo poema, “La máscara”, donde se cita de forma explícita la “sutil mordaza” puesta a las palabras de una “criatura / cautiva sujetada / ceñida de cadenas / cercada de murallas” (71-71), que inevitablemente remite a la imposibilidad de cantar libremente el amor lesbiano. En Amor perdido, el cuerpo vuelve a ser el centro de la expresión de un sentimiento doloroso que se nutre de la sensualidad y recupera su intertextualidad con la mística y con el deseo cernudiano. El amor, abstraído del tiempo y del espacio, provoca penas eternas, lo mismo que su recuerdo devuelve el yo a la vida mediante la imagen de la resurrección, como ocurre en “El beso”, en cuyos versos iniciales el sujeto se sabe perdido y se pregunta dónde se encuentra, definiendo su entorno como “océanos áureos”, “surcos de fuego”, “abismos

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r­ ugientes” en los que, confiesa, “me sostengo y me hundo me levanto y me pierdo” (Martínez Sagi 2019, 41). En unas olas más parecidas a las de un mar infernal que no tiene ni el color azul ni su connotación positiva, el “corazón al rojo” se está quemando por el recuerdo de la unión e impele la necesidad de olvidar el beso que tiene el poder de instilar nueva vida: Sentirse florecer el corazón y el cuerpo y en una tierra virgen ¡resucitar de nuevo! (41)

Como de costumbre, el placer de un instante que pervive en la memoria se difumina rápido y se vuelve sufrimiento, razón por la que, en las preguntas finales, se alternan el dolor, que de nuevo se refleja en lo físico —“puñales de luna” y “dardos acerados” que “abren mi cuerpo frío y me penetran ciegos” —, y el éxtasis de la unión —“vértigos puros”, “las cuencas recónditas”, los “cielos efímeros” y los “vastos incendios”— (41). El beso conlleva ambas facetas, el calvario y el estremecimiento corporal en su sentido erótico positivo, la muerte y la resurrección metafóricas que no dejan de sacudir el cuerpo alternativamente con las dos opuestas emociones cargadas de imágenes cristianas, a las que, en “Fidelidad”, se suma el “Polvo / ceniza amarga” (42), que remite otra vez al destino final del cuerpo. Estamos frente a una religión recreada desde la perspectiva personal de Martínez Sagi, en la que el único dios es el ser amado, un demiurgo con el poder de guiar el funcionamiento del universo del yo, de provocar los movimientos de su complexión, de llevarlo al paraíso con su presencia y de condenarlo al infierno con su ausencia. Por supuesto, la fe terrenal de la catalana requiere un lenguaje que lo defina y que le permita guardar el secreto acerca de la identidad del tú, en un libro parcialmente escrito en el exilio pero publicado en la España franquista, en la que la homosexualidad se considera ilegal. Si el tú es la divinidad, la única verdad revelada al yo e ignorada por los demás es el deseo, descrito como “la ofrenda generosa / de mi cuerpo a tu cuerpo” (Martínez Sagi 2019, 44) en “Lo imborrable”.

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Sin embargo, no se trata simplemente de una unión física, puesto que en “Desaparición” el sujeto poético identifica la relación terminada como “amor perdido pasión / de mi espíritu y mi cuerpo” (45). Como hemos estudiado en otra ocasión (Bianchi 2019, 557-578), la necesidad de involucrar ambas facetas no es relevante para la generación del 27, mientras que es reivindicada por poetas homosexuales del grupo Cántico o de la llamada generación del 50, como Pablo García Baena o Francisco Brines. Si en la mística del primer Siglo de Oro los sentidos del cuerpo se oponen al alma y le impiden llegar a la iluminación, razón por la que es conveniente alejarlos (San Juan del Cruz 2002, 45), en los versos de estos autores, como en los de Martínez Sagi, la conjunción armónica de los dos elementos lleva el amor entre personas del mismo sexo al plano del heterosexual, presentándolo como igualmente libre, puro y exento de implicaciones morales. En Martínez Sagi, además, ambos términos participan a la par también en el sufrimiento, que en “Desaparición” se expresa con la imagen final de la crucifixión eterna, confirmando que en su mística carnal el alma no abandona nunca el cuerpo (Martínez Sagi 2019, 45). “Fusión” da un paso más sobre el tema de la muerte, puesto que el sujeto poético perseguido por la sombra que le para “la sangre / y el pulso de la vida” afirma: Suspendida en el Tiempo sobre enjambres de cimas de mareas nocturnas de selvas abatidas emigro ineluctable como un agua suicida al desierto angustiado de tu alma sin orillas. (47)

El deseo de la muerte y la sensación de estar perdida en un entorno deshabitado se deben a la ausencia que deja “desgarrado el cuerpo” (48) en “Indestructible”, al abandono de quien da sentido a la vida, como se lee en “Ceguera”:

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Marina Bianchi En mis moradas vivías en mi cielo en mis abismos en mis presencias oscuras en mis mármoles de olvido. Te morías en mis muertes. Renacías en mis gritos. (49)

Pese al dolor, “si no te conozco no he vivido”, escribe Cernuda en el cierre del ya citado poema “Si el hombre pudiera decir…” (Cernuda 2005, 78). En la trayectoria poética de Martínez Sagi, los “garfios acerados” de las “manos de tiniebla” de la amante persisten a pesar de los años (Martínez Sagi 2019, 50), como corrobora “Rencor”, no se esfuma el deseo que hiere como “una espina de miel / un cuchillo de fuego. / Incrustado en mi cuerpo” (52) en “El deseo”, razón por la que el sujeto poético se ve obligado a inventar o a soñar “los ojos que no la ven / los brazos que no la merecen” (54), como confiesa en “Dejadla”. Finalmente, colocándose en la mejor tradición española del “Amor constante más allá de la muerte” (Quevedo 1995, 507), el sentimiento sobrevivirá tras el final de la vida terrenal, en otra dimensión donde el deseo corporal resucitará tras volverse polvo y seguirá acompañando el alma, como se lee en “Cuando…”: “Seré la sed voraz de tu boca / la huella terca de tus pisadas / el grito agudo de tus renuncias / la cruz perenne de tus espaldas” (Martínez Sagi 2019, 55). Tras perder el yo, cuando ya será tarde, el tú le echará de menos; por su parte, el sujeto lírico resurrecto en otra dimensión y todavía enamorado volverá a morirse cuando la persona querida llegue al final de su vida. Se trata de una ilusión extrema que, junto con la expresada en “Contumaz esperanza” de una vuelta feliz de las dos a la isla (56), remarca el tema primario de Amor perdido: la obstinación del deseo y la imposibilidad del olvido.

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6. El lenguaje del deseo en los poemas dispersos y en La voz sola En su artículo “Transgresión, ruptura y el lenguaje del deseo en los poetas de la Generación del 27”, Biruté Ciplijauskaité propone la teoría según la cual Cernuda, García Lorca, Aleixandre y Prados aprovechan el acercamiento a las vanguardias para crear un código para “expresar lo que más les atormenta sin pronunciarse claramente” (­Ciplijauskaité 1991, 34): su condición de homosexuales. En sus versos, el impulso sexual es sublimado a la vez que doloroso (34) y las imágenes frecuentes incluyen el mar con su fondo oscuro y atormentado, la noche y la luna como alusión a la esterilidad por ser el antónimo del sol que se relaciona con la fertilidad y con la plenitud, la falta de luz que se entrevé solo cuando la trascendencia mística prevalece sobre el deseo (36). Además, se reitera la presencia de obstáculos que imposibilitan la unión y raramente se especifica si se trata de un amado o de una amada, pero la fascinación por el cuerpo y sus partes es constante. Casi nunca se establece un diálogo con el tú, puesto que la mayoría de los encuentros se dan en el plano del deseo, en el que la presencia no es real y el sentimiento se asocia con la destrucción (36-38), como en el título de la conocida obra de Aleixandre (1945). Además, Ciplijauskaité señala que a menudo el éxtasis amoroso se expresa en condicional, el presente se usa para la obsesión del deseo y el pasado para los fantasmas del recuerdo (Ciplijauskaité 1991, 39). Pese a que algunos de los rasgos mencionados no aparecen en Martínez Sagi, el lenguaje mediante el que Lorca, Aleixandre, Prados y — sobre todo y de forma más explícita— Cernuda reivindican la libertad de su amor tiene mucho que ver con nuestra escritora, que se adscribe a esta misma tradición. En “Conflicto de identidad: indefinición sexual en tres poetas de la Edad de Plata”, Gómez Garrido intenta hacer algo parecido al trabajo de Ciplijauskaité, aunque de forma más somera, en su voluntad de detectar el código que Martínez Sagi, Lucía Sánchez Saornil y Carmen Conde comparten para aludir a la homosexualidad femenina (Gómez Garrido 2013, 333-358). Gómez Garrido identifica en las metáforas de la punición y del deseo la creación de

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ese lenguaje, en el que se encuentran tanto imágenes negativas —la oscuridad, la sombra, la amargura, la ceniza, el desierto, el silencio, el espejo y el abismo— como positivas —las partes del cuerpo, los sueños, el agua, las flores y la luna— y añade que “todas ellas hacen referencia a una experiencia sensitiva que se traduce a través de la figura literaria en un elemento emocional” (346), dado que el conflicto es el efecto del deseo prohibido, que se experimenta desde lo sensorial. El lenguaje del deseo de Martínez Sagi, del que hemos visto distintas realizaciones, se mantiene solo parcialmente en la producción final. De hecho, se pierde en algunas composiciones de tema variado de la sección de los Poemas dispersos, en la que nos interesa especialmente “Mujer”, y en dos de los tres últimos libros: Noche sobre el grito (19551970), que canta el dolor por la ingratitud de España que olvida a sus exiliados, y Andanzas de la memoria, compuesto entre finales de los sesenta y principios de los setenta y ya antologado en Las esquinas del aire (Prada 2000), que propone escenas autobiográficas en forma de estampas que se alejan de los temas fundantes de la trayectoria creativa de la catalana. Entre uno y otro se coloca La voz sola, en el que nos detendremos, que reincide en el dolor por el recuerdo del amor perdido. Publicado por primera vez en el suplemento femenino de Las Noticias del 22 de abril de 1927 e interpretado por Prada como adopción de una voz poética masculina que expresa el amor a una dama (en Martínez Sagi 2019, 82, n. 19), “Mujer” confunde la perspectiva desde el epígrafe que lo introduce: “Por tu cariño, dijiste, llegué a llorar como una mujer!” (¡Oh, la eterna paradoja!)… ¡Yo por el tuyo, llegué a sentir como un hombre!... (82)

A la inscripción que encabeza el poema se suma el masculino del verso “mi alma de soñador”, alterando el punto de vista sobre una voz lírica que se declara enamorada de una mujer que no le devuelve el mismo sentimiento; sin embargo, como siempre, Martínez Sagi firma con su verdadero nombre femenino. Por esta razón, pese a que se trata de una de sus composiciones más tempranas —que todavía no alcanza

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la calidad de sus versos posteriores—, ya se inserta en el juego retórico de la desestabilización de identidades tradicionales, confirmando que la autora se acerca desde el primer momento a la búsqueda de una subjetividad alternativa a la hegemónica mediante el habla subversiva definida por la teoría queer, que ha dado pie a nuestras reflexiones. Abierto en 1927 con “Mujer”, este proceso culmina en La voz sola, la del sujeto lírico que pide tan solo unas horas para un abrazo consolador al “cuerpo arisco: frío clavel” de la amada (Martínez Sagi 2019, 143) en “Dame unas horas” y cuyo corazón sangra a lo largo del libro. El mar, que antes era escenario del “éxtasis hondo”, es ahora compañero en la soledad en “Mar reencontrado” (145-146) y concede un poco de paz en “Playa al crepúsculo” (147). El yo se sabe sin esperanzas: “Yo sé que estoy muerta” (149), se lee en “No puedo”, “Nada puede salvarme. / Levantarme no puedo” (154), nos dice en “Sin amor”, y “Sólo soy truncada queja / espejo de soledad / sombra doliente amasada / con llanto ceniza y sal” (156) en “No te acerques”. Ahora es consciente de que, pese a la eternidad del deseo, no hallará nada más que desilusión, como se confirma en “Milagro”: “Mi ternura te busca: se desliza suave / anega soledades desiertas y murallas” (150). En los versos de “Sin solución”, el recuerdo sigue centrado en lo corporal, en “Tu cuerpo tenso caliente… / Mi boca sedienta viva…” (153), y la herida final se encarga de mantenerlo vivo. La oscuridad domina la existencia resignada, privada de la luz del tú, dejando el “corazón en sombra dolorido” (159) en “Un jardín”: se trata del órgano predominante en las imágenes que concretan físicamente el sufrimiento, lo mismo que en Amor perdido, con la diferencia de la desesperanza que caracteriza La voz sola. El corazón compendia en sí el elemento corporal y el espiritual, puesto que las creencias populares lo eligen como lugar en el que surgen y se sienten las emociones; como consecuencia, trasmite su condición a ambos aspectos. En este sentido, en “Tu rostro” se cita la “fiel herida del alma” (169) y con frecuencia el cuerpo se describe igualmente mutilado, agotado y en punto de muerte, como ocurre en “Furor”: Despojada. Podrida. El corazón muriendo.

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Marina Bianchi Voy hacia ti. Vacila fatigado mi cuerpo. Tengo rotos los brazos. Tengo los ojos ciegos de tanto alzar estatuas de ceniza y de viento. (163)

Ambos elementos han llegado a su fin, confirman los versos de “Sólo un minuto”: “¿Tu corazón? / ¿Tu alma? / (Sepultados difuntos)” (182). En tan desolado escenario, la naturaleza acompaña con su sensorialidad las emociones, las vivencias y los recuerdos del sujeto poético, que a menudo se identifica en sus elementos, como en “Fidelidad” —“Ni seré ya la flor / en tus manos cautivas” (Martínez Sagi 2019, 162)— o en “Me acuerdo…”, donde se lee: “Era yo caracola” (177). Aunque resignada, la voz lírica se siente perseguida por el nombre que “brotó / de la entraña del mundo” (173) y que, como se dice en “Tu nombre”, no logra borrar de su memoria: “Dondequiera que huyo / dondequiera que voy / me repiten tu nombre” (173). El recuerdo se hinca así en el cuerpo para perpetrar su tortura perenne en “Siempre”: Tu dolor en mi entraña. Tu penumbra en mi senda. Tu llanto en mis pupilas. Tu inquietud en mis venas. Seguiré siempre fatalmente tus huellas rojas sobre la tierra. (175)

Las marcas de la presencia de la amante son rojas, el color de la pasión y de la sangre, símbolo de muerte, como nos enseña Lorca, que vuelve constantemente en los versos de Martínez Sagi, lo mismo que las imágenes procedentes de la religión cristiana, que siguen presentes en La voz sola, aunque en menor medida: “Aquellas manos que a su tristeza / me ataron como Cristo a la cruz” (176), reza “Aquellas manos”.

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Escrito principalmente a finales de los sesenta, La voz sola incluye unos pocos poemas compuestos en 1933 y uno en 1937; por ende, es inevitable que percibamos más similitudes con las obras tempranas en algunas composiciones y más peculiaridades y diferencias en otras. Sin embargo, esto no merma el mensaje final del libro, cuyo sujeto lírico se describe como “Un cuerpo de ceniza. / Una herida en la sien” (Martínez Sagi 2019, 181) en “Dondequiera que estés” y denuncia su definitiva derrota: “¡Que ya no sé crearme piadosos artificios / ni esperanzas tramposas para seguir viviendo!” (170), leemos en “Invéntame”. La obra se cierra con la inscripción fúnebre de “Mi epitafio”, cuya voz femenina se dirige explícitamente a otra mujer y cuyo epílogo indica dónde encontrar la subjetividad innovadora de Martínez Sagi: “En los crepúsculos / de púrpura encendida”, en el agua, en la rosa, en el silencio, “en las manos cautivas / en los cauces secretos / en la sed desmedida”, en la dulzura de una caricia, en el “canto estremecido” que vive en el recuerdo de la amante. Aconseja el epílogo del poema: Hermana: no me busques bajo esta losa fría. En la huella candente de tu Sueño estoy viva. (187)

7. Conclusiones parciales En sus poemas, Martínez Sagi forja una subjetividad alternativa y subversiva que no se ajusta a los moldes tradicionales y que busca su espacio y su libertad a partir de la fascinación por el cuerpo —procedente de los maestros de la Edad de Plata— y que toma forma en la enumeración de sus partes, sin olvidarse del alma. La autora sabe que la persona amada no comparte sus sentimientos y adopta un código parecido al de los maestros del 27 para referir el sufrimiento y la frustración, aunque en versión femenina, creando una religión personal y terrenal que trae su origen de la herencia de la mística del primer Siglo de Oro y en la que la oscuridad, la sombra, la noche, lo secreto,

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la muerte y el abismo priman sobre la luz, la altura y el éxtasis, debido a la frustración profunda de la autora. Si para Freud (2003, vol. 2, 1347) la poesía es el lugar donde toman forma los sueños y los deseos irrealizables, en las composiciones de Martínez Sagi la creación subversiva de una subjetividad no tradicional, que le permite reconocerse y darse a conocer más allá de las limitaciones impuestas, toma forma en las escenas de amor que al principio no puede vivir libremente y que, tras el abandono, no puede realizar en vida. Se asienta así en el debate acerca de lo queer, cuyo primer propósito es romper las convenciones para proponer un nuevo paradigma interpretativo de la realidad y del sujeto mismo. Nuestra escritora cuestiona el orden social del discurso burgués, que proclama la castidad moral de la mujer mediante su resistencia cotidiana en la palabra que da voz a sus emociones transgresoras. No olvidemos que, reformulando el conocido lema feminista según el que “lo personal es político” (cfr. Hanisch 1970, 76) porque se inserta inevitablemente en la dimensión social de las relaciones de poder6 —en la medida en que la identidad se construye a partir de la relación, la diferenciación y la interacción con el otro—, Rosa María Medina Doménech confirma que también “lo emocional es político” (Medina Doménech 2012, 165), debido a que las alteraciones del ánimo son “matrices que sostienen socialmente los comportamientos” (165-166) e influyen en la historia.

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Entre las muchas citas posibles sobre la idea aristotélica del animal social y racional (zoon politikon logon), que en su condición natural de animal se diferencia del resto de los vivientes por lo racional —de su lenguaje y de su capacidad de abstracción, contemplación, argumentación, conocimiento, conciencia y autoconciencia— y por su dimensión política de pertenencia a una comunidad, traemos a colación la de Karl Marx en su Introducción general a la crítica de la economía política de 1857: “El hombre es en el sentido más literal un animal político, no solamente un animal social que solo puede individualizarse en la sociedad. La producción por parte de un individuo aislado, fuera de la sociedad —hecho raro que bien puede ocurrir cuando un civilizado, que potencialmente posee ya en sí todas las fuerzas de la sociedad, se extravía accidentalmente en una comarca salvaje— no es menos absurda que la idea de un lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí” (Marx 2004, 34).

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Juego de equilibrios: mar, deporte y deseo en la primera poesía de Concha Méndez y Josefina de la Torre

Roberta Ann Quance En “3 proyecciones”, un artículo de 1929, Ernestina de Champourcin proclamó con orgullo que la poesía femenina había cambiado de signo. Ya no predominaba en ella, decía, el tema amoroso en el que abundaba la poesía decimonónica. Tras rechazar el calificativo de poetisa, y las connotaciones que posee esta palabra, insiste en que las escritoras ya no se dedican a poetizar el amor: “¿Quién dispone de un minuto para perderlo cantando elegías de un amor marchito?” (Champourcin [1929] 2001, 83)

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A casi cien años vista, la reseña de Champourcin se puede leer como un aviso de que las mujeres modernas tenían otros horizontes en la vida. Las cinco poetas nuevas que ella destacaba (Rosa Chacel, Concha Méndez, Josefina de la Torre, Clemencia Miró y Carmen Conde)1 habían tomado distancias con respecto a lo decimonónico, decía, y para ilustrar esta idea apelaba a la imagen y a la moda que las definía: “Volante en mano, sin faldas que recojan el polvo del camino” (Champourcin [1929] 2001, 83). La retórica que emplea esta autora es afín a la que se había infiltrado en la prensa más liberal del país, donde los hombres opinaban a veces algo parecido sobre los cambios sociales entre los sexos (aunque no sin un dejo de nostalgia). ¿Amor?, preguntaba José Moreno Villa desde las páginas de El Sol. La propia palabra, decía, le resultaba cursi al hombre hispano, “demasiado femenina y resobadamente poética” (Moreno Villa 1927, 2). Casi siempre me ha parecido que en estas y parecidas afirmaciones se planteaba un reto a las vanguardistas. Para afirmarse como modernas y para participar en pie de igualdad en los círculos donde se cantaba lo deshumanizado (o lo lúdico y lo deportivo), le dieron la espalda al tema que se daba por femenino de todos los tiempos. Pero la cuestión del amor o del eros resulta más complicada de lo que se desprende de los comentarios que hemos citado. El tema camuflaba otro que pronto iba a despuntar en la literatura y el cine con la introducción a principios de los años veinte del concepto psicoanalítico del inconsciente. Tanto si el amor se rechazaba o se defendía, en realidad eran el eros y la expresión del deseo —difícil y aun arriesgada— los que marcaban los umbrales de la vanguardia. Tanto el antisentimentalismo como la irrupción del deseo en el discurso de los modernos —el descubrimiento de la luz que arrojaba Freud sobre la psique— iban a suponer un desafío para las poetas de estos años. En

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Rosa Chacel, por supuesto, ha alcanzado más fama como novelista. Entre las demás, solo Miró se quedó atrás, renuente a publicar. Sobre esta última, véase Sánchez Monllor (2017).

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la mujer de la clase media la asunción abierta del deseo e­ scandalizaba.2 Asumirlo suponía poseer una mayor conciencia del cuerpo y de las restricciones que sobre él imperaban. Primero, acaso, hacía falta reivindicar lo físico y el desarrollo atlético del cuerpo femenino (García Delgado-Jiménez y Revilla Guijarro 2013). Luego las escritoras —al igual que los hombres— van descubriendo paso a paso en los símbolos y en las metáforas, incluso las más tradicionales, un modo de insinuar el deseo en cuanto impulso vital y, al jugar con lo que metáforas y metonimias suprimen, dan con un modo de abrir sus textos al eros sin escribir poesía amorosa propiamente dicha. Que esto se escenifique en el mar o al borde del mar —como voy a proponer en este ensayo— no debe sorprender a nadie. Una estudiosa norteamericana ha postulado, en lo que respecta a la posibilidad de imaginarse las letras femeninas como un reino aparte, que cabe concebir ese territorio como lindando con el mar y que “el territorio femenino (female) podría muy bien concebirse como una larga frontera (con lo masculino), y la independencia de las mujeres no sería contar con otro país [una tierra de ellas, tierra de amazonas] sino tener un acceso abierto al mar” (Jehlen 1981, 582, en Vlasapolos 1994, 73). Aquí se nota el poder de una metáfora: el mar es una zona limítrofe que llama a traspasar lo que rige en la tierra y les queda chico a las escritoras (Persin 2007). Como se desprende del famoso relato de Kate Chopin, El despertar (1899), el mar no llama solo a la independencia, sino al reconocimiento en sí del deseo. Pero, si a finales del siglo xix el deseo puede confundirse en la práctica con el thanatos (la muerte), como en el trágico desenlace de la protagonista de Chopin, que se ahoga en el mar (Vlasapolos 1994, 85), en las poetas del 27 prima otro impulso, alentado, sin duda, por los avances del feminismo. Y el nadar o el lanzarse al mar no es entregarse a los brazos del abismo, sino hallar la ocasión de exhibir fuerzas y atractivo corporal y de ir al encuentro de la vida.

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Recuérdese la fría recepción que tuvo Margarita Ferreras, autora de Pez en la tierra (1932), entre las mujeres del Lyceum Club, según Ucelay (García Lorca 1990, 148-149).

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Para analizar cómo se produce esto y cómo, en consecuencia, se puede abordar la cuestión de la representación de lo corporal y de lo sensual en la poesía femenina de los años de la preguerra, me propongo centrarme —entre el grupo que señalaba Champourcin— en Concha Méndez (Madrid, 1898-México DF, 1986) y Josefina de la Torre (Las Palmas de Gran Canaria, 1907-Madrid, 2002). Tanto la una como la otra, a pesar de crear imágenes de sí mismas muy distintas, escriben como si el mar —adentro o en su borde— fuera donde se les revelaran sus sueños más esenciales. El mar, dice John Wilcox, acaba siendo en Concha Méndez “metáfora de un proceso de descubrimiento interior” (Wilcox 1997, 103), pero, en cuanto lugar por el que se viaja, es también donde conoce la emancipación (Bellver 2008, 15). Los libros que tratamos aquí son libros de juventud y de transición; en seguida las poetas tomarán sendas que se bifurcan, como la mayor parte de sus compañeros, al marcharse la primera al exilio y permanecer la otra en España, bajo los focos del franquismo. Visto con casi cien años de perspectiva, es posible afirmar que en uno y otro caso la Guerra Civil fue un naufragio del que no rescataron ni el impulso literario ni el tejido social que les permitieran seguir publicando. Por eso el mar de su juventud despierta en ambas nostalgias desgarradoras. Concha escribirá en Sombras y sueños (1944), desde México, que, a pesar de ser de “la meseta alta”, “¡la voz de los mares / de norte a sur me reclama!” (Méndez 2008, 220). Y Josefina, al final de una carrera exitosa en la península como actriz, añoraba su isla: “De la playa no me olvidaba nunca” (Torre 2020, vol. 1, 29).3 Concha Méndez fue nadadora desde pequeña, como explica en sus Memorias, y en cierto modo acabará mitificándose como tal, transformada por los elementos en que se mueve: “Morena de luna vengo /, teñida de yodo y sal” (“Estadio”; Canciones de mar y tierra, Méndez 3

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Véanse Valender (2001) y Millares (2007). Para Concha Méndez, la lectura de sus Memorias es imprescindible para analizar su vida en México, donde no se integró del todo. De la Torre volvió a Madrid en 1940 e inició su carrera como actriz principal del nuevo Teatro María Guerrero. Ni la una ni la otra dejaron de escribir, pero perdieron las amistades y las instituciones que apoyaban sus proyectos.

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2008, 164). Sensible desde el principio a cómo sale del mar llena de algas (“La isla”; Inquietudes, Méndez 2008, 40), no tardará en reconocer el poder que posee el mar, ese “seno líquido de un renacer”, para hacerla reverdecer psicológicamente (Wilcox 1997, 104). Surgen pronto en su obra sirenas —“Una sirena gritó…”, “Él y yo” (Inquietudes, Méndez 2008, 59) y “Navegando” (Surtidor, Méndez 2008, 88)—, pero las míticas criaturas no compiten con las proezas reales de las atletas; son excluidas de los juegos de “Natación”: “Ni sirenas ni tritones” (Surtidor, Méndez 2008, 118). Cobran dimensiones reales, son atléticas y de bronce y proclaman la fuerza de su cuerpo (Altamirano 2007), por mucho que luzcan un manto verde: “Chorreando algas, salieron del mar dos sirenas de bronce”, dice en otro texto sin título de Canciones de mar y tierra (Méndez 2008, 176).4 Concha Méndez creó la voz de una persona dinámica, consciente de su energía y músculo, que dominaba por igual tierra y mar como esquiadora, patinadora o nadadora.5 Y bajo este último aspecto se presenta indistintamente en su poesía y en la vida (Sánchez Rodríguez 2000). Destacaba en la natación y llegó a combinar sus proezas en este deporte con la poesía de una manera espectacular. Un día, con motivo de la entrega de los premios de un concurso de natación en San Sebastián, ejecutó una performance que fue vanguardia pura, por más que los críticos no lo hayan destacado como tal. Ramón Gómez de la Serna había pronunciado alguna vez un discurso desde un trapecio del Circo Price en 1923 y la actuación de Concha fue del mismo estilo. Se subió en bañador a uno de los trampolines montados en la playa de la Concha para leer sus poemas desde lo alto, envueltos estos últimos, decía, en un hule. No se sabe si se tiró al agua con los poemas encima, ya que no menciona ese detalle (Ulacia

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Y nos recuerda las fotografías de su amiga Maruja Mallo en la playa chilena. Sobre el mito de la sirena, véase Quance (2005). Ni Méndez ni Mallo se dejaron marcar por la trágica sirena de Hans Christian Andersen, que sacrificó su voz para poder ganar el amor de un mortal. Para una buena síntesis de su modernidad, véase Calles Moreno (2014); para el contexto en que se recibía su obra, Quance (2001).

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Altolaguirre 1990, 55), pero ese acto vendría a confirmar el asombro que producía una escritora “con bíceps” (Giménez Caballero 1928). Josefina de la Torre, por su parte, fue nadadora también y, aunque no consintiera que sus poemas se salpicaran de agua de mar, sí presumía de ser una chica moderna y consideró el dato de interés fundamental para sus lectores, como se desprende de la nota autobiográfica que ofrece en la famosa antología de Gerardo Diego (en su segunda edición de 1934): “Me gusta dibujar. Juego al tennis. Me encanta conducir mi auto, pero mi deporte predilecto es la natación. He sido durante dos años Presidenta del primer Club de Natación de mi tierra. Otras aficiones: el cine y el bailar” (Diego [1934] 1959, 526).6 Entre los álbumes que se han ido publicando después de su muerte, destacan las fotos en las que aparece con sus amigas posando en bañador en la playa o en la piscina. No obstante, su musa es distinta a la de Méndez: si buscamos en sus versos el mismo afán por definirse como sportswoman, por conquistar horizontes o por plasmar una imagen transgresora, nos llamamos a engaño —y se le ha reprochado no alinearse con la vanguardia en ese aspecto (Bellver 2001, 114)—. A Josefina lo que le fascina es el borde del mar, realidad ineludible para una isleña. En el hermoso prólogo que Pedro Salinas puso a su primer libro, Versos y estampas (1927), el poeta madrileño identificaba la realidad material y psíquica de la poeta con el modo de ser de una isla y la indecisión de un espacio liminar: “Forma indecisa, tierra semidesnuda a medio despertar entre lo líquido y lo oscuro, isla” (Torre 2020, vol. 1, 107, en Puente 2001, 41). Lo cierto es que la ecuación entre isla y poeta venía ya implícita en “Mediodía”, un poema que Josefina de la Torre publicó en La Gaceta Literaria (15 de julio de 1927) con alguna anterioridad al libro.7 Se trata de un poema objetivo sin ningún yo aparente, una escena

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Como se sabe, solo fueron admitidas mujeres a la segunda edición, que recoge a De la Torre y a Champourcin. Se recoge en las obras completas, pero no en Versos y estampas. La fecha del colofón de Versos y estampas es del 22 de septiembre de 1927. Para una fotografía de “Mediodía” revisado, véase Mederos (2007, 112).

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de mar y playa, pero los últimos versos afirman la metáfora: “La isla, junto al mar / descalza” (Torre 2020, vol. 1, 233). Y, según veremos más adelante, insinúan un erotismo de ecos antiguos. La isla, donde el mar circunda y anilla la tierra, es un espacio de entremedias en donde se produce el encuentro, siempre cambiante, de mar y tierra.8 El movimiento es propicio para el sujeto poético de sus primeros libros, que —mucho más implícito y difuminado que el de Concha— mira desde su balcón o desde la orilla el mar que avanza y retrocede, con sus peces que saltan, y lo imagina “a trechos, bordado por esta aguja” (Versos y estampas, Torre 2020, vol. 1, 112).9 La espuma del oleaje es el “encaje de la falda azul transparente” que el agua lleva puesta (112). Mira a través de un prisma femenino, no del todo desconocido en la poesía popular que tuviera más cerca, donde una adivinanza, por ejemplo, reza: “Pañuelo azul, / orilla blanca, / si me lo aciertas / te doy una barca” (Pérez Vidal 1968, 162). El mar tiene, pues, encajes que le ponen el aire y la espuma de una imaginaria mano de mujer. El sujeto —quien ve, quien percibe— no se evoca a sí mismo ni se mueve, sino que se desplaza en el lenguaje que alude a ese paisaje indeciso. Es entonces cuando se asoma cierta sensualidad a lo imaginado, como si el estado liminar intuido por Salinas invitara a la poeta a eludir el decoro (no subvertirlo, tan solo eludirlo). Para ella, el borde del mar es el punto de unión entre mar y tierra firme, entre lo masculino y lo femenino. Lo que da lugar a lo que llama una “geometría” del amor (Poemas de la isla, Torre 2020, vol. 1, 210). El sujeto, discreto, pero recreándose en el lenguaje, no pasa a primer plano, sino que se esconde, se presiente no más, desde detrás del biombo de lo enunciado. Como adivinaba Pedro Salinas, el amor se sueña en la orilla del mar, donde “el uno” aislado buscaba “ser parejo” (Versos y estampas, Torre 2020, vol. 1, 104). Las de Concha y Josefina son dos propuestas poéticas distintas, por mucho que la obra de ambas se haya asimilado a una estética generacional común, compartida con varones, en un vaivén entre v­ anguardia

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Para una explicación de lo liminar, véase Aguirre, Quance y Sutton (2000). Siendo además la aguja un modo de aludir a la pluma con que escribe.

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y tradición. Y, aunque ambas poetas fueran nadadoras y amantes de lo moderno, encarnaban, indudablemente, dos maneras de vivir y de escribir lo femenino en los años veinte: con un impulso rebelde y rompedor, por parte de Méndez, que asumía con naturalidad que la poesía fuera el reflejo fiel de sus proezas y sueños, o, en el caso de De la Torre, apretando su deseo contra el pecho, como en una cajita de conchas que hubiera recogido al pasear por la playa de Las Canteras. Repasemos primero cómo se despliega el mar como escenario en la poesía temprana de Concha Méndez. Concha Méndez debuta con Inquietudes (1926), un libro que ya anuncia los temas —novedosos— en que la poeta se va a centrar en su primera etapa. Había oído recitar a Federico García Lorca en una exposición de pintura iberoamericana —debió de ser en el verano del 25— y cuenta que sintió cómo en aquel momento nacía en ella también el deseo de escribir versos (Ulacia Altolaguirre 1990, 46). Pero no tenía preparación alguna; en su casa escondía los libros que quería leer. Tenía buen oído para las coplas, eso sí, y se le quedó un instinto certero para lo popular que le iba a durar toda la vida. Trabó amistad con Rafael Alberti (ganador del Premio Nacional en 1924 por su Marinero en tierra) y, a raíz de ese afortunado encuentro en el Palacio de Cristal, los dos empiezan a verse (como amigos) para comentar lo que Concha escribe. El resultado es el primer libro, desigual en lo que a la técnica se refiere pero ya audaz a la hora de delinear un mundo poético moderno para la mujer. Llama la atención desde el primer momento cómo el mar penetra en sus hojas y cómo Concha muestra músculo. Ya en el primer poema, “Dintel” (Inquietudes, 1926), la poeta nos asegura que el mar será sinónimo de aventuras en su poesía. Empieza por afirmar: “Tiene mi ánimo / sed de horizontes” y concluye: “[Un] mar brioso / ruge en mi costa” (Méndez 2008, 29). Es acaso señal de que anda algo insegura de sus pasos esta mezcla de ámbitos que se aprecia en el poema: “dintel”, con sus aires modernistas, nos invita a entrar en el edificio del libro, mientras que “ruge” ya admite al mar bravío que tiene en la puerta. De esta manera nos pone sobre aviso, ya que aproximadamente la cuarta parte de los setenta y cinco poemas de Inquietudes tienen que ver con el mar, es decir, con las experiencias,

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emociones o sueños que este ha despertado en la poeta. Apenas si hay poemas que se escenifiquen en el interior de una vivienda. (No obstante, seis años después, los cambios que ha vivido —políticos y personales— la hacen revisar esa misma imagen del mar “incansable / que bate a mis orillas”; ahora ese mundo le parece lejano y se pregunta, algo alicaída, si no la habrá soñado: “¿Un reino de cenizas? / Pero ¿dónde ese reino?” [“¿Dónde?”; Vida a vida, Méndez 2008, 184].) Decir “mar” en este caso, para una chica que nació en Madrid, es decir “Cantábrico”. Es el mar de su infancia y de su juventud, adonde la llevaban sus padres a veranear, primero en El Sardinero de Santander y luego en la playa de la Concha de San Sebastián. Estamos en la época dorada del veraneo, cuando la burguesía, al igual que los extranjeros, podía permitirse alquilar casas al borde del mar. Y la familia de Concha es una de ellas (como lo es también la de Luis Buñuel, a quien conoce allí). Concha recuerda que su padre insistió en que aprendiera a nadar cuando era muy niña y le daba lecciones. Esto le dio evidentemente una extraordinaria confianza en sí misma. En su primer libro se representa infaliblemente como un sujeto en movimiento: cruza “la ancha bahía” (“La fragata extranjera”; Inquietudes, Méndez 2008, 32), alcanza una isla, “deslizándome en el agua” (“La isla”; 40), ha ido “surcando el ancho campo” en un trineo (“Aurora”; 66) o “marchaba” por la roca (“La escollera”; 43). En esta poesía primera se pone el acento en lo físico, en la fuerza corporal que la joven ha desarrollado, pues, en estos hechos, y sobre todo en el nadar, dice, ha descubierto una manera de alejarse de la “fatigosa vida… de la ciudad” (“La isla”; 40). Nos asegura en este último poema que va en busca de la soledad. Pero hay en el primer libro también guiños al amor o, por lo menos, alguna que otra concesión al coqueteo, cultivado en los años veinte como accesorio de la vida mundana, de la que también participaba Concha. No nos sorprende, pues, que esta chica que frecuentaba el Ritz para bailar el charlestón se imagine una aventura amorosa con un forastero. En “La fragata extranjera” (Inquietudes) nos cuenta cómo ha quedado un día con un marinero que la esperaba en un barco anclado en la bahía. Ella cruzará las aguas a nado para subir a bordo donde —notable inversión de papeles, reiterada en Canciones de mar y tierra— el capitán la aguarda. Si cabe imaginar un beso hollywoodiense al final,

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esta audacia se esconde en una elipsis entre la penúltima y la última estrofa (Méndez 2008, 33). El episodio romántico le sirve no para analizar sentimientos —Champourcin reparaba en esta ausencia (en Torre 2020, vol. 1, 22)—, sino para realzar la fuerza física y llamar la atención —fugazmente— sobre su cuerpo en bañador: “Mi jadeante cuerpo / un bañador cubría” (Méndez 2008, 32).10 Pero este coqueteo con lo sexy no es la nota predominante. Y en su segundo libro, Surtidor (1928), la imagen de la poeta deportista es la que triunfa, asimilada a los avances tecnológicos que encandilaban a los ultraístas. Entre los deseos confesados se incluye el llegar a la luna como astronauta: “A la luna” ¡A la Luna en avión. O, dentro de un proyectil disparado de un cañón! ¡Pero, saltar a la luna en esta noche de enero tan clara como ninguna! (¡Múltiple salto mortal, que no podré conseguir ni aun con alas de metal…!). (Méndez 2008, 78)

El espíritu vanguardista es determinante: esta no es la luna de los amantes, sino una luna casi circense, a la que se llega en proyectil. Pero no falta la nota personal ni la confianza en su habilidad: se trata del poema de una nadadora, que mide su deseo de llegar a la luna como la ejecución de un “múltiple salto mortal” en una competición. En definitiva, de todos los deportes que la poeta domina y que jalonan 10 Llama la atención sobre su atractivo físico, un impulso como el de Josefina de la Torre en “Mi falda de tres volantes”, recogido en Gerardo Diego ([1934] 1959, 530).

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las páginas de su poesía, sobresale la natación. Le sirve incluso para forjar una alianza entre el nadar, el escribir y el abrirse paso en la vida: “Nadadora” Mis brazos los remos. La quilla mi cuerpo. Timón: mi pensamiento. (Si fuera sirena, mis cantos serían mis versos.) (82)

Ha construido una clásica alegoría a base de fragmentos, manejando una sintaxis poética que Guillermo de Torre defendía como la lección ultraísta más duradera.11 La nadadora se imagina como barco con remos y quilla para dar a entender cuánta capacidad tiene para desplazarse por el agua. Al mismo tiempo es difícil aislar esta fuerza, de la que presume, del sentido de un proyecto, ya que los versos en paralelo —“mi cuerpo”, “mi pensamiento”— sugieren que son inseparables los dos y de igual peso. Concha ha logrado transmitir tres ideas a la vez para esbozar la figura de la poeta en tiempos modernos: cabeza, fuerza física y ganas de crear. No entiende en absoluto los tropos tradicionales de la belleza femenina (Persin 2007, 243). En Canciones de mar y tierra (1930) la poeta profundiza en la imagen de sí misma como aventurera. Pero ya no pone el acento en la fuerza física que esta actividad implica, sino en lo que significa el ­hecho en sí de embarcar, como en “A todas las albas”, firmado en San Sebastián: 11 Sin nexos innecesarios entre imagen e imagen, sin anécdota. Véase Literaturas europeas de vanguardia (Torre [1925] 2001).

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Roberta Ann Quance A todas las albas voy a sentarme a la ribera. No sé qué dicen que soy. Yo sólo soy marinera. Mi vida por ver el mar, y cien vidas que tuviera. Y no me quedaré en tierra, no me quedaré, no, amante, que me han hecho capitana de la marina mercante, y he de marchar en un alba por los mares adelante. (Méndez 2008, 129)

Embarcar se ha vuelto sinónimo de un nuevo comenzar, de ahí el énfasis puesto en la primera luz y en no topar con ningún muro o frontera que le impida ver y conocer. Lo resume así en “Yo soy”, compuesto en el Canal de Bristol: Mi vida en el mar. Yo voy saltando de puerto en puerto. Y en mi aventura soy como un corazón despierto. (144)

Es casi imposible no advertir que en esta copla “voy” se hace equivalente del “soy”. Y que de nuevo la poesía se confirma como reflejo de la vida de la poeta. En 1928 embarca para Londres y al año siguiente va rumbo a Argentina, provocando a sus treinta y un años el escándalo que le produce a gente de otra generación, como Ortega y Gasset, que una chica soltera no se dejara acompañar (Ulacia Altolaguirre 1990, 68). Emprendiendo estos viajes, la poeta realiza al menos uno de los sueños que venía acariciando desde niña, cuando contemplaba los mapas de la escuela (“Mapas”; Surtidor, Méndez 2008, 81). (El otro, el deseo de ser en la vida real capitana, no lo logrará más que figuradamente.)

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Las hermosas ilustraciones que hizo Norah Borges para este libro tienden a la idea —que a Norah le encandilaba— de que Concha Méndez soñara con un alma gemela con quien compartir trayecto (Quance 2009 y 2017). Hay poemas en Canciones de mar y tierra que apoyan esta idea —por ejemplo, “A la isla” (Méndez 2008, 52-53), “Tú y yo” (161-162) o “Timonel” (163)—, pero, aunque se imagine un compañero de viaje o incluso un “amante”, Concha canta con más fervor su soledad y la alegría de ser “un barco sin dueño (“Nocturno”; 167). El mar le ha permitido afirmar en el último poema del libro, “12 de enero”, que va —¡Sola y a la deriva por mi verdad; por mi blanca bandera de libertad!… (171)

Tanto le ha atraído el deseo, casi metafísico, de no arraigar en ningún punto concreto (la utopía) que en un momento determinado ancla su escritura en sitios en medio del mar que no ofrecen anclaje alguno, pero que han inspirado poemas concretos: así, además de apuntar como en un cuaderno de bitácora sitios específicos como Argentina, Brasil, Inglaterra o España, la poeta escribe desde el “Océano Atlántico” (“Y no he de volver, 144) o desde “Altamar” (“Escalas”, 150). Perdida en el azul del mar, se siente capaz de conquistar con “Escalas” (91-92) el azul de los cielos, subiendo y bajando en ese alarde de ascensión y verticalidad que Bellver le ha atribuido (Bellver 2001, 62-65): Escalas. Más escalas. Unas, que suban a los cielos. Otras, que bajen a las aguas, a las profundidades más altas y más bajas. A desentrañar misterios azules. (Méndez 2008, 150)

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Concha rechaza explícitamente la postura tradicional de la mujer que encontramos en la poesía de los cancioneros, la de quedarse en la orilla o de ser “castillo” que se asedie mientras el hombre navega (Quance 2009): “Tú en tu castillo de arena, / y yo a la mar serena” (Méndez 2008, 161-162). Lo que es consecuente con su rechazo, en general, de las imágenes heredadas de lo femenino. Pero, en un momento dado, vuelve a un mito femenino antiguo —la imagen de la sirena, mitad pez, mitad mujer— para evocar el deseo de renacer en otro ámbito (Wilcox 1997, 104). Entonces disfruta las sensaciones corporales —que para la lectora son oscuras y brillantes a la vez, evocadas en la alternancia de la i y la o— de conocer otro reino debajo del mar:12 “Verdes” ¡Ay, jardines submarinos, quién pudiera pasear por vuestros verdes caminos hondos de líquenes y olas, radiantes, y estremecidos de peces y caracolas, Y volver a la ribera: verdes ojos, verde el alma ¡y verde la cabellera! (Méndez 2008, 141-142)

Si los dos primeros libros de Concha Méndez se fundan en la imagen de fuerza física que presenta el yo poético, es el mismo dinamismo

12 Versos que hacen pensar en las graciosas fotos que se sacan años después de su amiga Maruja Mallo en las playas chilenas (reproducidas en el catálogo Maruja Mallo. Naturalezas vivas, Madrid, Guillermo de Osma Galería, 2003). Es interesante observar que este renacer no tiene nada de espiritual y que va contra la tendencia de ver en la sirena una mujer lastrada por la cola de pez pecaminosa que obsesionaba a los moralistas (Quance 2005).

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del cuerpo en movimiento lo que recorre Canciones de mar y tierra, donde los verbos característicos son correr, pasear, surcar, subir, bajar, zarpar o bogar… Pero esta vez no ocupa el primer plano la deportista (o la nadadora), sino la viajera. Y casi tan importante como la imagen de movimiento es la intensidad con que aparece el verbo soñar en conexión con un estado de ánimo que el mar propicia: “Esta alma / tan mía / hervidero de sueños”, canta en “Hélices” (139-140). Queda claro que Concha, a través del viaje, plasmaba un modo de vivir en el mundo que le parecía un requisito para ser. Su poesía ha ido adquiriendo tintes de romanticismo que no han pasado inadvertidos (Sánchez Rodríguez 2001). De ahí que el alma cobre importancia y se asome a menudo al léxico de la poeta. Y no solo para soñarse verde, sino moreno o bronceado al aire libre, como si fuera cuerpo: “Mi alma, moreno grumete” (“Canal de Brístol”; 136). La poesía de Josefina de la Torre arroja contrastes importantes con la de Concha, aunque en ambas, como veíamos, la poesía nace junto al mar. A diferencia de Méndez, Josefina de la Torre no rompe con las pautas del género para crear la imagen de una persona audaz en lo que escribe; no, su poesía se ajusta a modelos femeninos más circunspectos. Catherine Bellver lo ha resumido así: “Mientras De la Torre se atreve a hablar” —y la palabra puede convertirse incluso en protagonista de un drama—, “su desafío descansa en el valor simbólico de su gesto más que en el contenido de sus palabras. Lo que dice no es ni radical ni áspero; no indaga en las implicaciones de diferencias de género para alzar una voz de protesta contra normas sociales” (Bellver 2001, 95). No obstante, es difícil que esa rebeldía que echa en falta Bellver halle cabida en la poesía escrita bajo la bandera de la impersonalidad, ni mucho menos en la corriente que le fue tan decisiva, la poesía de tipo tradicional. Josefina de la Torre insinúa el eros de una manera oblicua y para apreciar su poesía habrá que estar atenta a los ecos antiguos que en ella se oyen. Volvamos a 1929. Al citar a Josefina de la Torre, Ernestina de Champourcin no tuvo más remedio que elegir entre los poemas de Versos y estampas, el único libro que la joven poeta tenía en su haber entonces y que refleja las experiencias de una chica de menos de veinte años. Quizá por eso —o por incurrir la poeta a veces en un giro in-

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fantil, un diminutivo, un grito ingenuo— Champourcin oía la voz de una niña, de una mujer que escribía versos cuando tenía siete u ocho años (Garcerá, en Torre 2020, vol. 1, 12). Pero no es así. Y, aunque la poeta elabora una serie de recuerdos de su infancia canaria, esas estampas de la niñez se alternan con versos que remiten a un exquisito presente lírico desde donde la poeta lo juzga todo. Y todo, independientemente de que se refiera al pasado o al presente de la escritura, es sofisticado. La niña que juega, por ejemplo, en una de las estampas, ajena al decoro que se le exigirá cuando sea mayor —saltando muros y viendo cómo vuela el encaje de su delantal—, es consciente de haber perdido su libertad: “Siento un hondo desconsuelo de no poder saltar ahora” (Versos y estampas, Torre 2020, vol. 1, 119). De la misma manera es consciente de que el eros se escribe entre líneas. En Versos y estampas nace y luego es transformado un motivo tradicional erótico —el amor en la orilla del mar (López Castro 2000)—, que la poeta hizo suyo. Pero veamos primero cómo ha quedado plasmada en Poemas de la isla una imagen algo engañosa de la pasividad de la poeta. Como dice en el libro, le hace ilusión verter en su poesía su más íntimo anhelo: “te lo voy a decir todo” (Torre 2020, vol. 1, 161), dirigiéndose a un tú inconcreto. Pero, a diferencia de Concha Méndez, sus ambiciones no la llevan a chocar directamente con la tradición, ni en lo social ni en el ámbito literario (no comulga con el ultraísmo, por más que, como veremos, haya aprendido una sintaxis moderna). En contraste con el ímpetu viajero de Concha Méndez o el cultivo de una imagen de fuerza física, la escritora canaria inicia su segundo libro con la curiosa imagen de una chica que, desde las orillas, pretende aferrarse a un mundo que conserva en el recuerdo: Si ha de ser, quiero que sea de pronto. Cuando yo piense en horizontes dormidos y en el mar sobre la playa. Si ha de ser, que me sorprenda en mis mejores recuerdos para hacer de su presencia un solo signo en el aire.

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Dormida no, ni despierta: si ha de ser, quiero que sea. (159)

¿A qué se referirá el primer verso de este enigmático poema? Encontramos una pista en los versos 5-6, en el motivo de los recuerdos, o quizá en el detalle de querer quedarse con la imagen de “horizontes dormidos”. La protagonista —¿desde su casa?, ¿su balcón?— al parecer no siente ningún prurito por desplazarse o por salir al encuentro de ese destino que invoca (no va en su busca, como alguna vez decía María Zambrano que era propio de los jóvenes); asume la necesidad de un cambio, eso sí, pero lo considera ya escrito —“si ha de ser”—, como un alterarse que podría asestar un golpe. Actitud esta que parece llevar consigo vivir en trance, en suspensión, entre la vigilia y el sueño: “Dormida, no, ni despierta”, la frase con que —a modo de introito— se da paso al resto del libro. En los “horizontes dormidos” se cifra ya una inclinación a no viajar y a exaltar en su lugar la mirada de quien contemplará el mar desde la orilla. Pero quizá esto no debía tomarse como postura definitiva y sería mejor indagar en esta actitud. En un brillante ensayo, el poeta canario Antonio Puente nos ofrece una teoría de las raíces de este quietismo. Sostiene que en su segundo libro, compuesto cuando la poeta ya no vivía en las islas, sino en Madrid,13 la clave de sus versos está en el sentido del exilio. Nos habla de tres nostalgias en la obra de la poeta: nostalgia de su infancia (Versos y estampas), nostalgia de su vida isleña (Poemas de la isla) y nostalgia de tiempos más felices (Medida del tiempo), siendo este último el título de un libro de 1967: “En cada libro se añora una isla recién abandonada, o bien acaba de constituirse otra nueva, robinsoniana, añorante y anhelante, llena de [lo que los canarios llaman] magua.14 (Puente 2007, 165)

13 Josefina se traslada a Madrid en 1927, tras visitar la ciudad por primera vez con su hermano, ganador en 1924 del Premio Nacional por su novela En la vida del señor Alegre. Estudiará canto y se hará actriz de teatro y cine. 14 Magua: nostalgia, tristeza, melancolía o desolación, según el traductor de la versión en inglés del artículo (Puente 2007, 163).

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En el recuerdo de su primera juventud, el horizonte del mar aparece como el correlato objetivo de cierta disposición frente a la vida. (No sería aventurado suponer que, al igual que la niña que se recreaba inventando historias de amor para cada una de sus muñecas de papel, según leemos en Versos y estampas [Torre 2020, vol. 1, 117], también soñaba con el amor la poeta.) Así, el paisaje isleño le inspira metáforas acerca del coqueteo amoroso del mar con la playa: Mar redondo, desvelado, sortija blanca, novio enamorado. Desde el balcón, por la orilla, rizando va mi canción. Mar de siete colores, curva salada, cinturón de novia enamorada. En mi ventana se ha prendido el encaje de la mañana. Mar abierto, encandilado, verde collar, novio enamorado. Desde el balcón, por la orilla, rodando mi corazón. (Poemas de la isla, Torre 2020, vol. 1,178)

Como ha comentado Catherine Bellver (2001, 113), el yo de Josefina de la Torre no se encuentra incómodo con la postura tradicional de la mujer. Es más, está tan a gusto que proyecta esa misma postura espontáneamente en el aspecto que presenta la playa de madrugada. Si el mar agitado y lleno de espuma (“desvelado”) le recuerda a un novio, activo e impetuoso, la novia es evocada en la gracia que tiene el borde del mar (“curva salada”). Pero, por mucho que hable de manera impersonal —no habla de sí misma—, el lenguaje de la poeta es fresco y sensual.

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Viene reforzado ese efecto por la metáfora y la sintaxis vanguardistas, tendente esta última a lo fragmentario. Se levanta ante los ojos del lector, fugazmente, una imagen mítica del abrazo de los elementos más esenciales del paisaje isleño: mar y orilla. Pero la metáfora no conoce desarrollo: De la Torre se aleja en todo momento de la narración, de la abominada anécdota que tanto despreciaban los vanguardistas. Y el resultado es que el poema mismo sea espuma de mar, una imagen que esboza la ola al romperse contra la roca. Es todo un vaivén entre el objeto (mar y orilla) y el sujeto que lo percibe y canta (“mi canción”). Al final, el poema regresa decididamente al balcón de la poeta para cerrar una estructura circular, pero no sin que se provoque una duda sobre qué era exactamente lo que se cantaba. ¿Se llenaba de contento la poeta al descubrir una imagen unitiva de la naturaleza? La poeta elige clausurar su breve fantasía llamando la atención sobre un protagonista que ha permanecido invisible hasta el final: “Rodando / mi corazón”, con lo cual, implícitamente, da a entender que se imaginaba en el lugar de la orilla —como si ella misma fuera isla (de nuevo, como afirma en su prólogo Pedro Salinas)— y, por tanto, novia del mar. Concha Méndez profesaba algo parecido, pero no era más que una manera de decir que no se casaba con nadie, mientras que Josefina espera y sueña con una realidad presentida. En otros poemas la autora soñará “caminitos” del mar o de la noche, aunque no parece que los siga literalmente: vive hacia adentro. Y ella misma reconoce que su deseo “se me está quedando dentro / escondido y dueño solo” (Poemas de la isla, Torre 2020, vol. 1, 174). Es de este contraste de lo que teje la poesía de Poemas de la isla. Sus versos nacen de la tensión que existe entre una secreta conmoción interior que atesora para sí y la representación estilizada del papel de una señorita: Así, las manos dobladas sobre el delantal bordado, los ojos sin horizontes y el corazón desatado, me iré quedando dormida en la noche de verano.

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Roberta Ann Quance Ni el más ligero desvelo doblará el encaje blanco. Sólo el corazón perdido por el camino más largo. En el silencio, la sombra aviva el lirio exaltado. Solo el corazón perdido su voz de plata cantando. Toda la noche en la falda quietas, dobladas, las manos. Sin horizontes, los ojos el sueño los fue cerrando. Pero el corazón, inútil, como un reloj, desvelado. (173)

Por debajo del delantal bordado, signo de la feminidad más decorosa, late un corazón despierto. El yo de la poeta saca provecho —sutilmente— del contraste que hay entre ese buen conformar aparente y su mundo interior; la procesión va por dentro. Y saltan a la vista las palabras “desatado”, “perdido”, “desvelado”. Comprobamos que, en cuatro de las cinco coplas en que consiste el poema, se vuelve sobre el motivo del corazón y en cada una se insiste en el contraste entre la quietud del cuerpo, su modosidad, y el agitado latir de un corazón alocado. Ese corazón intranquilo, que, por supuesto, delata la presencia del deseo. Y plantea una pregunta sobre la total conformidad de la niña con el papel que a menudo asume en sus versos. Si lo digo así —“el deseo”, sin precisar qué es lo que desea o hacia quién va dirigida la ligerísima queja que se filtra al penúltimo verso, “inútil”— es porque la propia poeta lo entiende así. Es consciente de que quiere o busca algo, insistentemente, sin nombrar: Qué repetido deseo, todo igual y siempre el mismo, distinto y otro, inconsciente, confundido y tan preciso, se me va quedando dentro

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escondido y dueño solo, perdido y presente siempre. Altas noches, muros largos, patios de la madrugada. Y mi deseo rodando, —número de circo— libre. (174)

Deseo y corazón se caracterizan de la misma manera, en un sentido tan difuso que en última instancia podría confundirse con lo vital. Al no plasmarse más que en oxímoron o expresiones paradójicas (“igual […] y distinto”, “confundido y preciso”, “perdido y presente siempre”), se alude en el poema a algo inasible, a un modo de disponerse ante el mundo. Pero el deseo (entendido como conciencia del cuerpo, como sugería Freud en sus estudios de la sexualidad infantil) es lo que predispone al niño —y a la niña— a querer saber del mundo, sin más. Y esta pulsión puede ser todo uno con el afán inquisitivo de los juegos. Esto, según creo, es lo que se da a entender en otro poema en el que se evoca jugar a “La gallina ciega”, un juego infantil convertido ahora en la alegoría de una inquietud existencial: Este juego conocido, cuatro paredes a obscuras, espacios desorientados, inseguridad del aire por distancias ignoradas, proximidad inconcreta —¿por dónde vino la noche?— Y se confunde la imagen, tacto, forma, complicado adivinar de lo oculto. Este juego conocido sin el principio ni el fin, mirada abierta en la sombra, —y la luz, ¿por dónde está?—. (Poemas de la isla, Torre 2020, vol. 1, 172)

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Se juega hábilmente con el paralelismo, marcado por la equivalencia de los versos 7 y 14, gracias a los cuales la composición se halla perfectamente escindida: la primera mitad corresponde a la noche, a la desorientación que la niña experimenta en la habitación a oscuras, y la segunda, a la búsqueda diurna del intelecto, la interpretación a ciegas de lo que halla a su alrededor. Existe, además, una adecuación ideal entre la sensación de tanteo y la sintaxis cubista de frases inconexas. Sin mucho esfuerzo, pues, se resalta la figuración implícita en el transcurso del poema, la de un itinerario inseguro que lleva al cuerpo hacia un objeto sin especificar; así el poema traza una alegoría sobre la búsqueda de sentido en sí. El libro de Josefina de la Torre, pues, tan empapado de la experiencia isleña, del mar y sus horizontes, se inicia desde una postura a todas luces tradicional: el quedarse atrás en la orilla y, aún más, el quedarse atrás, quieta, esperando, con la certeza de que algo o alguien vendrá a romper el encantamiento. Comenta Bellver: A primera vista parece haber hecho descansar su poesía en la experiencia femenina del amor ausente. […]. La mujer que encontramos en sus poemas espera en la orilla a que vuelvan los barcos; espera en la niebla de la mañana, y por la noche, como si fuese una Blancanieves moderna, aguarda el mágico toque del otro. (Bellver 2001, 115)

Como hemos visto, esta es una postura que no cuaja en un deseo erótico confesado, aunque sí esboza una conciencia de cómo la mujer ha de dar voz a su deseo. Porque en última instancia es esto lo que se entiende por asumir el papel femenino y lo que hace que su querer (diurno, al menos) sea tan circunspecto: hallar “la huella” (Poemas de la isla, Torre 2020, vol. 1, 170), ir “con los ojos bajos” (170), quedar “aquella palabra / entre los labios, dormida” (176). Todo, se queja, “se me está quedando dentro” (174). Pero otra cosa muy distinta sucede de noche, cuando el deseo se desata en imágenes oníricas y en palabras sensuales: Crines de la noche, caballo perdido de la madrugada.

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Cristales desnudos, piel estremecida, transparencia larga. ¡Qué escondido sueño por orillas blancas y violento y mudo galopar del alba! Estanques dormidos, caderas flexibles de la noche intacta. Cansado desvelo viento desvelado humedad cansada. ¡Qué escondido sueño bajo orillas blancas y qué lento, inmóvil galopar del alba! (Poemas de la isla, Torre 2020, vol. 1, 191)

Aunque ni siquiera se atribuye el poema a un sujeto determinado, el deseo se lee en cuanto tal, desplazado pero nítido, en las metáforas: la noche, evocada como caballo, al galope, la piel blanca de un cuerpo (“cristales” gongorinos), las “caderas flexibles”, términos que podrían referirse indistintamente a la noche, al caballo o al sujeto desvelado, desnudo. La ausencia de verbos y una decidida ambigüedad con respecto a quién podría ser el sujeto a quien se refiere le permiten a la poeta rehacer la imagen de la dormeuse de Valéry como ser deseante. La gracia de la poesía de Josefina de la Torre está en ese debate interno que ofrece a la mirada de la lectora, entre lo aparente y lo oculto, entre lo que se asoma a la superficie y lo que en seguida se somorguja. Para cerrar este apartado, quisiera volver sobre un motivo que nos indica cómo el eros se va insinuando en su poesía. En Medida del tiempo (1967), un libro que incluye al menos tres poemas publicados en 1945 en la revista Fantasía, la poeta evoca el encuentro con el amado y no falta casi ninguno de los elementos que hemos aprendido a identificar en la lírica tradicional: los pies en el agua, iniciación en el eros, el alba que se anuncia hostil a los amantes, un único punto de vista, el

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de la niña, como voz primordial de la lírica, según decía Lope.15 Y eso a pesar de que la poeta haya elegido dodecasílabos (que bien podrían haberse dividido en hexasílabos, con asonancia en los versos pares): La niña, desnudos los pies en el agua. La noche se esconde de la madrugada. Ella y él. Las sombras solas por la playa. La niña vestida de blanco y descalza salta y se estremece por la orilla larga. Ella y él olvidan una sombra intacta. (La niña y la noche por la madrugada). (Torre 2020, vol. 2, 97)16

Aquí se recoge un motivo que introducía en su primer libro (Versos y estampas, Torre 2020, vol. 1, 150), pero transformándolo bajo la insistencia del recuerdo de un amor real (sin nombrar). Es significativo que ya no hable en primera persona, sino que se convierta en “la niña”, y que la escena no se desarrolle como antes, en un jardín o al lado de un estanque, a la luz de la luna. No hay ni rastro del helor que escarchaba esa escena anterior. Se trata de un momento —breve— de plenitud, lejos ya en su recuerdo el amor frustrado al que apuntaban versos de Poemas de la isla: “No quiero mirar la orilla / no quiero mirar el mar / […] que ya me han dejado sola / con los pies dentro del agua” (166). Hemos estudiado en este ensayo el ejemplo que ofrece la obra joven de dos poetas asociadas a la poesía de la generación del 27 que eligieron modos muy distintos de incorporar el mar a su poesía. 15 Para una introducción, véase Margit Frenk (1993). 16 El agua suele ser la de una fuente o de un río, como en el n.º 321 de Frenk (1987) (“A mi puerta nasce una fonte: / ¿de dó salir que no me moje?”). Pero Angelina Muñiz-Huberman (1989) recoge una canción sefardí titulada Debajo del limón en la que una niña duerme bajo el árbol “y sus pies en el agua” (Muñiz- Huberman 1989, 115). Pedrosa (1999) estudia canciones que poetizan el encuentro de novio y novia entre el mar y la arena, siendo el mar un símbolo masculino. Muy en consonancia con “la geometría del amor” que mencionamos arriba.

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­ raspasado el umbral de los años treinta, el mar retrocede como lugar T privilegiado de búsqueda, o de sueño, para Concha Méndez, por mucho que ella no reniegue de su atractivo, y con razón: lo vivió como un espacio liminar que la alejaba de la tierra, donde normas de género decimonónicas chocaban con lo que ella deseaba como proyecto vital. En cuanto a Josefina de la Torre, es al borde del mar, en particular, donde se permite romper o, cuando menos, soslayar los códigos sociales y literarios a los que se veía sujeta. De él también se apartó. En los primeros libros ambas eligieron un panorama que, transformado en poesía, no fijaba horizontes para las mujeres. Concha Méndez halló en ese escenario la conciencia de su cuerpo en libertad, en movimiento, junto a la posibilidad de un soñar sin límites. Y, cuando se casa con otro poeta y editor, Manuel Altolaguirre, concibe su matrimonio no solo como un “encuentro de almas”, sino como la dinámica unión de cuerpos que lo comparten todo: “Tú y yo en movimiento. / Luchando vida a vida, gozando cuerpo a cuerpo” (“Recuerdo de sombras”; Vida a vida, Méndez 2008, 183). Josefina de la Torre, con una intuición nata para la lírica tradicional (al igual que Rafael Alberti o Federico García Lorca), poetizó el borde del mar como un lugar propicio al eros, al mismo tiempo que encontraba allí delineado el correlato de sus luchas entre deseo e indecisión. Solo con la edad llega a hablar más directamente de su deseo frustrado. Pero a ella le debemos el haber desbrozado un camino que nos permite vislumbrar algunas islas perdidas de la tradición.

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La criatura incinerada: cuerpo y espiritualidad en la poesía de Concha Espina

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1. Concha Espina bajo el signo cándido y loco de la rima Nada me hiere donde yo habito; Mis daños, todos, son de la orilla. (Espina, “Entre la noche y el mar”, 2019, 254)

En este trabajo se abordará el estudio del poemario Entre la noche y el mar (1933), de Concha Espina, último publicado por la autora antes de la Guerra Civil, un libro de versos íntimos y zozobrantes, impregnado de tensiones corporales, que ha quedado, sin embargo, relegado

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en la valoración crítica de su obra, cautivada mayoritariamente por la copiosidad y el aliento de su labor narrativa. De hecho, aun cuando Concha Espina (Santander, 1869-Madrid, 1955) no pueda arrogarse, como ha quedado dicho, el título de primera española que logró vivir de su escritura,1 no es fácil encontrar durante las primeras décadas del siglo xx a otra autora nacional tan laureada ni que alcanzara una proyección tan notable por sus novelas dentro y fuera de nuestras fronteras. Una larga ristra de reconocimientos nacionales e internacionales2 avala el notable eco institucional de una escritora cuya obra narrativa fue, además, profusamente leída por el público, reeditada en innumerables ocasiones y traducida a diferentes e inesperados idiomas —inglés, francés, italiano, sueco, portugués, polaco, checo, holandés— con favorable aceptación crítica, especialmente en el período de preguerra.3 1 2

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No obstante lo dicho (véase, por ejemplo, Espina 2003, 4), otras, como Matilde Cherner y Emilia Serrano en el xix o la propia Carmen de Burgos ya en el xx, se le adelantaron en este empeño. Entre ellos, el premio Fastenrath de la Real Academia por La esfinge maragata en 1914, el Premio Nacional de Literatura en 1926 por Altar Mayor, la medalla de Literatura y Arte de la Hispanic Society of America en 1927 y su posterior nombramiento como vicepresidenta de esta asociación en 1943, los varios requerimientos gubernamentales —en tiempos de Alfonso XIII (1929) y también de la República (1935)— para actuar como embajadora cultural española en tierras americanas, las candidaturas al Nobel de Literatura (1929 y 1945) y el premio Cervantes por Un valle en el mar en 1950. Su popularidad entre el hispanismo norteamericano fue considerable, y, además de ingresar como miembro de honor de la Academia de Artes y Letras de Nueva York en 1929, la autora fue acogida ese mismo año en el Middelbury College para impartir un curso sobre su propia producción narrativa. El Evening Post de Nueva York la consagraba en 1922, al año siguiente de la publicación de Dulce nombre, con la mayor alabanza a la que una escritora podía aspirar del establishment académico en el primer tercio del siglo xx: “Concha Espina […] ha logrado, en los últimos diez años, una extraordinaria popularidad como autora de obras llenas de belleza, de seducción y de fuerza viril, consideradas por muchos críticos entre las mejores producciones de la lengua castellana” (Concha Espina. De su vida 1928, 35; el resaltado es mío). Para los avatares biobibliográficos de la autora, véanse la obra anteriormente citada (1928), Fría Lagoni (1929), Bretz (1980), Lavergne (1986), Rojas Auda (1998), Pérez Bernardo (2009) y

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Los numerosos elogios críticos que las novelas de Espina recibieron en su tiempo, sorprendentes en una escritora que se declara a sí misma “autodidacta por necesidad” (Espina 2003, 7), pueden, de forma compendiosa, condensarse en torno a tres características esenciales de su escritura, profundamente relacionadas con su impulso poético: 1) el clasicismo formal, celebrado por el crítico italiano Alfredo Mori en 1922 (Mori 1922, 7-13) y evocado años más tarde por José Hierro;4 2) la profunda emoción poética que impregna fábula y estilo en las obras espinianas (Diego 1970, xxxix): “Su maternal calentura de poeta” (Diego 1955, 8); y 3) el amor a las palabras, que la autora santanderina condensa en su último artículo, “Palabras” (Espina 1955), bellísima reflexión sobre el idioma y la escritura.5 Sin desmerecer en absoluto las habilidades narrativas de la autora, que explican en primera instancia el reconocimiento foráneo y la cascada de elogios a sus novelas por parte de lo más granado de la crítica literaria de las primeras décadas del siglo xx en nuestro país,6 el perfil personal e ideológico de Concha Espina, sin transgresiones de gran calado, no deja de ser un factor significativo a la hora de explicar la aquiescencia generalizada que su obra obtuvo en aquellos años. Su

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­ ernández Gallo (2011). La opinión crítica sobre la obra de Espina se fue enF friando con el paso del tiempo. Véanse, a modo de ejemplo, las palabras que le dedica Ángel del Río en su Historia de la literatura española de 1948 apuntando su falta de personalidad literaria, citadas por Ferri Coll en el capítulo II de este mismo volumen. Hierro ponderaba el sentido de la forma en la autora, la expresión luminosa y ordenada de sus libros, una búsqueda incondicional de perfección quizá extemporánea en un tiempo, aquellos años centrales del siglo invadidos por “una literatura sazonada con fortísimas especias” (Hierro 1955, 100). Reivindica allí la autora la nobleza y la precisión del léxico clásico español frente a los vocablos inútiles, la “bronca palabrería sobrante” y los “renglones adocenados y vulgares” de buena parte de la moderna literatura jaleada por la crítica coetánea (Espina 1955, 37). Véanse Cansinos Assens (1924), Diego (1955, 1969 y 1970), Fría Lagoni (1929) y Hierro (1955).

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productiva y dilatada carrera literaria, que se concretó entre 18887 y 1955 en más de cincuenta novelas, colecciones de cuentos, ensayos, poemarios y obras teatrales, además de cientos de contribuciones en la prensa nacional, se gestó en el marco de una discreta vida familiar, en la que la inusual autonomía amorosa de la autora, separada desde 1907, se compensaba con el ejercicio de una pródiga y entregada maternidad, un perfil público moderado y el respeto, en su escritura y en su conducta sociofamiliar, a los valores religiosos. La ausencia en ella de gestos grandilocuentes, su mesura en el plano ideológico-político hasta los años treinta —materializado en un socialismo de tintes cristianos, como el que se destila de El metal de los muertos (1920), y un entusiasmo temprano por los planteamientos éticosociales republicanos de justicia y de paz— y su posterior compromiso con los valores del régimen de la España franquista (Ugarte 1997; Mullor-Heymann 1998)8 constituyeron, junto con su espiritualismo religioso y su inveterado españolismo, las mejores garantías para asegurar el encaje de Espina en un campo literario en el que la incursión de las mujeres, y en especial de las poco ortodoxas, suscitaba cierta prevención. Pese al ejemplo de modernidad que ofreció con ciertas valientes decisiones personales y profesionales, como las de concluir su matrimonio en fechas tempranas, trasladarse a la capital, centro neurálgico de la vida cultural española, y dedicarse a la escritura sin asumir cortapisas por su condición femenina —caminos que solo unas pocas más de su generación, como la almeriense Carmen de Burgos, practicaron sin complejos—, Espina no llegó a transitar los caminos oficiales del feminismo español, lo cual había de constituir, sin duda, un mérito más a ojos de la crítica de su tiempo —preeminentemente masculina— para celebrar sus triunfos literarios.

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En 1888 publica sus primeros artículos en La Atalaya de Santander bajo el seudónimo de Ana Coe Schnip. Mangini, de hecho, la ignora en su estudio como moderna “por su conformidad y apoyo al reaccionario y misógino militarismo de Primo de Rivera y, luego, de Francisco Franco” (Mangini 2001, 97).

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Exitosa en su profuso quehacer narrativo, que viene siendo estudiado de forma insistente desde su propio tiempo hasta el nuestro, e incluso reconocida por su única incursión en el teatro con la tragedia El Jayón (Burgos Lejonagoitia 2012), la poeta Concha Espina, que publicó sus primeras composiciones cuando aún no había cumplido los veinte años, dio a las imprentas tres libros de versos y no abandonó jamás su faceta lírica, que ha sido largamente ignorada, oscurecida por su propia maestría contando historias en prosa, “grandes poemas de la naturaleza y del alma humana” (Diego 1955, 1) en los que, como dejó dicho Vicente Aleixandre, se derrochaba el “aliento poético” de su autora (en Soria 1945, 3). Y, sin embargo, tal como ella misma reconocería en el prólogo a su último libro de versos, La segunda mies, escrito ya desde su madurez vital y literaria, fue en la poesía donde encontró el cauce para sus primeras emociones literarias.9 Los versos tempranos de Espina, compuestos entre 1888 y 1903, fueron recogidos en el poemario Mis flores (1904), autofinanciado con sumas dificultades. Este libro primerizo —“de poesías infantiles”, dijo ella misma (Carretero 1920, 36)—, publicado, sin embargo, a la edad de treinta y cinco años, antes de la ruptura matrimonial y de la mudanza a la capital, apenas se desviaba de las líneas temáticas y formales de la lírica femenina de entresiglos.10 Sentimientos, naturaleza y religión son los ejes principales alrededor de los cuales gira el medio centenar de composiciones de este libro aún ingenuo, donde alternan los versos juveniles (1888-1903), impregnados de fervores religiosos, ecos románticos y anhelos femeninos finiseculares, con otros escritos en su etapa chilena posterior a su

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“Sucede que yo nací bajo el signo cándido y loco de la rima, y que rimé en la imaginación esos renglones incautos antes de saber escribirlos, es decir, desde el alba de mi estrella. Y no con precoces orgullos, sino con la dolorosa inquietud de un delirio que hiere y canta” (Espina 2019, 247). 10 Como prueba de ello, su ilustre prologuista coterráneo, el escritor Enrique Menéndez Pelayo, enarbolaba en su prefacio todos los tópicos al uso destinados a arropar y a legitimar los versos de las mujeres, insistiendo en el espíritu religioso de la autora y en el carácter experiencial y espiritual, que no erudito, de sus poesías (Espina 2019, 39-42).

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matrimonio (1893-1898), entre los que encontramos poemas celebrativos, recuerdos de la patria y emociones maternales, que se hacen dolorosas en los últimos poemas, escritos ya en 1903, después de la pérdida de uno de sus hijos. El poemario nunca se volvió a publicar ni Espina consintió en que se incorporase a sus Obras completas de 1944. Desde bien pronto, la prosa, “cumbre de la literatura”, como ella decía (Pérez Bernardo 2009, 106), ya se había convertido para la autora en medio de vida y fuente de éxitos literarios.11 No solo fue la piedra angular de su carrera profesional en el campo literario y el puntal de una autonomía personal y familiar difícilmente accesible para las mujeres de la época, sino que sirvió también, una vez atesorada la poesía en el ámbito privado, para encauzar el caudal principal de su vena lírica con cierta distancia: “Mi mejor poesía está en mis novelas”, explicaba en 1945 (en Pérez Bernardo 2009, 160). En aquel momento, hacía ya varias décadas que el verso había quedado, para Espina, reducido a una alerta del espíritu sin pretensión de trascendencia,12 una debilidad de su vocación literaria, desconocida para muchos, tal como señala en el prólogo a su tercer y último poemario, La segunda mies (Espina 2019, 247). Desde esta perspectiva, y aunque verso y prosa pasan a constituir desde bien pronto dos dimensiones paralelas —la privada y la pública—, en la creación literaria de Espina, ambas sirven para canalizar, como podremos comprobar más adelante, algunas de sus inquietudes más acuciantes. Probablemente esta concepción íntima de la poesía explique en buena medida el amplio lapso temporal que separa su primer libro de versos del siguiente, Entre la noche y el mar (1933), casi tres décadas en las que la autora acumula, sin embargo, numerosas experiencias ­vitales

11 “¿Y no escribe usted en prosa? […] ¡La vida es prosa!” (Espina 2003, 5), le había revelado en 1893 el director del periódico El Porteño de Valparaíso, cuando la autora, que hasta ese momento solo había compuesto versos, pretendía ganarse la vida como poeta en la prensa chilena. “Desde entonces, trabajando denodadamente, escribí en prosa, hice novelas, publiqué libros y gané el dinero suficiente para sostener mi hogar con modesto decoro” (6). 12 “Mis versos […] han sido sencillas manifestaciones de mi vida espiritual”, le confesaba en La Estafeta Literaria a Florentino Soria (Pérez Bernardo 2009, 160).

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y literarias. Durante esos años, de febril productividad narrativa, la actividad poética pública de Espina es, no obstante, mínima, limitándose apenas a unas cuantas composiciones intercaladas en algunas de sus obras de este período13 y otras pocas publicadas a finales de los años veinte en la prensa revisteril.14 La mayoría de los versos de esas décadas, por el contrario, son cuidadosamente reservados en la intimidad hasta que la autora los hace públicos en Entre la noche y el mar. Ambos espacios, noche y mar, quedan establecidos desde el inicio del libro de 1933 como lugares de refugio para ese yo solitario y desazonado que se enhebra en él —“Me basta mi corazón / sin razón / entre la noche y el mar” (“Bandera”; Espina 2019, 160)—,15 un yo que Espina reserva para su creación poética o para su prosa de mayor lirismo y que desafía la imagen firme y compacta, maternal, autosuficiente y espiritualmente serena en la que solemos reconocer a la escritora santanderina y que ella misma se ocupó esforzadamente de forjar.16 Precisamente en el poema “Bandera”, pórtico y antesala de este inesperado y tardío devaneo lírico del año treinta y tres, la autora nos traslada su concepción de la poesía: luz y pasión, una guía ardiente, luminosa y apaciguadora que en el oscuro piélago de su existencia dirige el corazón solitario y magullado a otra ribera más halagüeña; “un rezo de mujer / Libro, rosario, cantar” (160), en suma, un acto íntimo y femenino —sin más pretensiones— de refugio y dolorida autoafirmación frente al inhóspito mundo exterior; un ejercicio

13 Despertar para morir (1910), Agua de nieve (1911) y La esfinge maragata (1914) contienen poemas. 14 De hecho, tres de los poemas de Entre la noche y el mar se publican en los años previos en La Esfera: “Portada de un libro”, que en el poemario de 1933 lleva el título de “Bandera”, el 14 de mayo de 1927; “La sombra en el mar”, el 27 de octubre de 1928, y “Aviación”, el 23 de agosto de 1930. 15 Las citas de los tres poemarios de Espina provienen de la edición realizada por Fran Garcerá para Torremozas (2019). 16 “Mi vida no tiene importancia. Soy una mujer que cuida de sus hijos, que labora en silencio, […] que tiene una gran voluntad y que carece de sacudimientos espirituales”, le decía a Alfonso Camín en 1925 (en Pérez Bernardo 2009, 113). Los poemas de Entre la noche y el mar no avalan, como comprobaremos, esta pretendida paz interior.

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c­ atártico, como diría años después en su tercer poemario, “agitado por los vientos de la mar y los temblores de la tierra” (247). En el ya citado prólogo al último libro de versos que da a la imprenta una década más tarde, La segunda mies (1943), Espina reivindica su pulsión lírica, una “canción invencible y doliente” (247), tan silenciosa e íntima como inevitable, a cuyos frutos previos viene a sumarse esta segunda cosecha —“el fruto de mi dolor. / Enlutadas florecillas / de un trágico anochecer” (251)—, cuya función es la de balizar de forma recoleta y ferviente el último tramo del camino vital de la autora. No obstante, si La segunda mies, agavillado a la sombra de la vejez y la muerte, recala fundamentalmente en la vida espiritual, Entre la noche y el mar, poemario en el que centraremos nuestro análisis, contiene los versos espinianos de mayor vuelo lírico y también los más agitados y angustiados, donde recurren los temas íntimos que la inquietan en aquellos años veinte de éxitos literarios y sinsabores sentimentales, condensados aquí en la enunciación poética de un conflicto entre el yo material femenino y su yo trascendente que enhebra, de hecho, toda la producción literaria de la autora. En el siguiente epígrafe estableceremos los fundamentos de esta tensión espiniana entre el cuerpo y el alma, que también se textualiza en las obras en prosa de la autora y que nos permitirán, en los siguientes apartados, desgranar y analizar su dimensión más íntima a través de las formulaciones poéticas que alcanzan en Entre la noche y el mar.

2. El elemento espiritual y la pecadora arcilla Es la mujer en su mera significación espiritual y en la íntegra soberanía del sentido humano; de tal modo que posee la más exquisita gracia de la materia y domina las más altas regiones del sentimiento. (Espina, El cáliz rojo, 1923, 148)

Cuando Santo Tomás de Aquino, agudo intérprete de la filosofía aristotélica, reformuló la teología cristiana medieval apostando por la conciliación del mundo material con los dogmas del cristianismo,

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estableció dos formas distintas de manifestar la racionalidad humana en función del sexo biológico: por un lado, la razón material, instrumental e incorporada de las mujeres, ontológicamente imperfectas, identificadas con la naturaleza, la fisis, el placer sexual y la procreación o generación de sustancia humana; por otro, la razón pura e incorpórea del varón, la forma, la plenitud del ser encomendado a las tareas del espíritu, la ciencia y la praxis política. Esta dualidad racional dispuesta por el aquinate, que hundía sus raíces en los mismos inicios de la cultura griega17 y que después dejó sus posos, a través de la filosofía escolástica, en las bases de nuestro pensamiento moderno, tuvo unas consecuencias que en buena medida condicionaron la vida de las mujeres durante los siete siglos siguientes, en los que libraron una batalla más o menos fragorosa, en función de sus condicionantes educativos y religiosos, para lidiar con esa identidad impuesta de cuerpos sexuales y reproductores y conseguir acceso al territorio vedado de las altas esferas espirituales. Concha Espina fue una mujer profundamente religiosa, que recibió una educación conservadora, propia de una familia española provinciana y acomodada de finales del siglo xix. Y, aunque, como se ha señalado anteriormente, su trayectoria personal muestra algunas transgresiones poco acordes con los estereotipos femeninos de su tiempo, sus valores fundamentales, moral cristiana y nacionalismo, permanecen incólumes en su vida y en su obra a lo largo de más de

17 Los fundamentos epistemológicos y ontológicos de la filosofía platónica, sostenida a su vez sobre la de Píndaro, los pitagóricos, los órficos y los hipocráticos, incluían ya el dualismo psicosomático, es decir, la distinción entre la esfera inteligible —dominio del alma— y la esfera sensible —dominio del cuerpo—, y establecían la preeminencia de la primera sobre la segunda. Recordemos que, en el Banquete platónico, Sócrates relata su conversación con la sacerdotisa Diotima de Mantinea en la que esta pondera el valor inmortal de la fecundidad del espíritu y la invención masculinas frente a la inmediatez de las producciones salidas de los cuerpos femeninos —la pura reproducción de la especie—. Así deja abierto el filósofo griego, por boca femenina, el camino para la lógica binaria —cuerpo-alma, carne-espíritu, naturaleza-cultura, instinto-razón, femenino-masculino— que vino a determinar durante siglos la posición de las mujeres en la sociedad y en la cultura.

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cuatro décadas. La conflictiva relación literaria que la autora mantuvo con lo corporal y lo sexual cobra sentido al conectarla con su ideología tradicionalista, su catolicismo militante, su inflamada vocación espiritualista y su constante defensa de “los frutos mentales limpios del gusano material” (Espina 2010, 67), rasgos que, sin embargo, colisionaban con una mujer de carne y hueso, de temperamento sensible y apasionado. Por eso, tal y como señalábamos anteriormente, la tensión entre la vida material y la espiritual es una constante que atraviesa la obra espiniana, en verso y en prosa, desde sus manifestaciones más tempranas. En diferentes lugares, de hecho, dejó la autora plasmado su celo por el desarrollo de la existencia emocional y psíquica,18 que ella entendía, desde su acendrado espiritualismo de tintes cristianos, como un necesario antídoto contra la tendencia contemporánea al materialismo y la autogratificación. Esta es, por ejemplo, una inquietud recurrente en las obras escritas durante los años veinte y treinta, resultantes de los viajes que emprendió la autora en ese período y que le permitieron contrastar los auténticos valores morales, para ella intrínsecamente españoles, con los de otras culturas cercanas que, sin embargo, habían seguido derroteros históricos diferentes. Es el caso, por ejemplo, de la novela El cáliz rojo (1923) y la colección de relatos Tierras del Aquilón (1924), derivados del viaje realizado por la autora a Alemania en 1922. En ambas, la sociedad alemana de la década de 1920 se propone como ejemplo de ese páramo espiritual que caracteriza, en opinión de la autora, a la Europa emergente de la Primera Gran Guerra. En el prefacio de El cáliz rojo, por ejemplo, Espina se lamenta de la intensificación progresiva del “desastroso conflicto entre la vida interior y exterior” que conduce a la sociedad moderna a renunciar a los ideales, a los fines inmortales, al anhelo de un más allá, para embriagarse en “la prisa de los éxitos 18 El espiritualismo cósmico de Espina y su constante búsqueda textual de la trascendencia anímica se observan, por ejemplo, en las primeras páginas de Copa de horizontes, donde nos invita a “levantar nuestra copa mejor, a todos los horizontes del mundo, y colmarla de latidos” y pondera “la trascendencia milagrosa del espíritu, inmenso devenir de las criaturas en la órbita infinita del tiempo” (Espina 1930, 9).

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v­ isibles, la lucha por los placeres groseros, el apetito de los amores fáciles, el bárbaro desdén a cuanto sea puro, íntimo, serio, perdurable y veraz” (Espina 1923, 10). La ausencia de valores e ideales y la exaltación del placer y del bienestar físico de la sociedad europea se contraponen en la novela a la superioridad anímica y a la honda vida interior de la nación española, encarnada esta en la figura ejemplar de su protagonista, Soledad Fontenebro. Idéntica comparación entre ambos planos de la existencia humana, el interior y el exterior, encontramos en diversos relatos de los comprendidos en Tierras del Aquilón, ambientados también en Alemania. La fascinación por los placeres mundanos, de tipo económico o sensual, está en el punto de mira de algunas de sus narraciones, como “Cristales”, donde la protagonista, Annchen, en consonancia con la decadencia moral generalizada, elige equivocadamente el bienestar material en lugar del sentimiento auténtico; en otras, la autora vuelve a plantear el contraste entre los depurados valores morales de los personajes españoles, como Carmen en “Un dólar” o Miguel en “Erika”, y las pasiones vulgares de las representantes de la sociedad alemana, como Gertrudis y Erika, respectivamente, en los dos cuentos citados. Unos años después, en 1929, Concha Espina emprendía un viaje a Norteamérica, con parada en Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, para impartir un curso sobre su obra en el Middlebury College de Vermont. Las experiencias de este viaje aparecen recogidas en forma de breves ensayos en su obra Singladuras, publicada en 1932, cuya parte más extensa corresponde a su estancia en Nueva York, donde la autora queda fascinada por una modernidad exterior cuya ostentación de progreso, alegría y dinamismo ocultan bajo su superficie visible la inmediatez efímera de los valores que la sustentan. El declive de la institución familiar y el individualismo feroz, la educación de la ciudadanía en el utilitarismo y el materialismo, la reverencia al dinero, al lujo y al placer son, en el análisis de Espina, algunos de los síntomas flagrantes del “enorme vacío espiritual” (Espina 2010, 54) que aqueja al “país del capitalismo y las máquinas” (69), una sociedad aparentemente feliz pero poblada por “criaturas fuera de sí”, ignorantes de su última conciencia y diluidas mecánicamente en los otros (60). En

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este particular, la prospección de la vida interior de las mujeres neoyorquinas arroja un balance claramente negativo, articulado en torno a tres rasgos con los que Espina caracteriza a la “hembra autómata” norteamericana: el culto a la materia física —cuerpo y bienes materiales—, la ausencia de preocupaciones religiosas y de freno moral y el sensualismo exacerbado (54 y 56-57).19 El implacable análisis de la feminidad norteamericana que realiza Espina en este libro de ensayos se matiza un tanto en los textos inspirados en su estancia en Vermont, donde tiene ocasión de conocer más de cerca a las jóvenes estudiantes de Middlebury College y de observar las rutinas femeninas dentro y fuera de esta antigua y prestigiosa universidad de Humanidades y Artes, una de las primeras en instaurar la coeducación en las postrimerías del siglo xix. Tres décadas más tarde, a finales de 1920, en los esquemas mentales de Concha Espina acerca de los roles sociomorales de las mujeres impactan profundamente la libertad de movimientos y la autonomía moral de las que disfrutan las alumnas del College, que ella traduce en una ausencia de inquietudes y creencias sagradas: “Toda una juventud calculadora y fría, saciándose en las cosas de la tierra, igual que si pensara […] que […] nada trasciende más allá de las cenizas apagadas” (Espina 2010, 128). En sus reflexiones sobre el asunto que nos ocupa, la autora identifica, sin suscribirlo, el camino para una nueva moralidad femenina articulada sobre unos principios inversos a los de los países viejos, una “ética revolucionaria” en la que la custodia de “alta vida del espíritu” desplazara a la de “la pecadora arcilla”, y la pura satisfacción de las necesidades físicas perdiera su trascendencia en el plano moral (126). Lo significativo es que, ni a través de esta “moral acomodaticia” y desdeñosa con el “delito carnal” (Espina 2010, 126) propia de las mujeres norteamericanas, que la autora identifica como un gesto egoísta y 19 Al año siguiente, estos estereotipos sobre el materialismo y la falta de sustancia espiritual de las mujeres norteamericanas se encarnan en el personaje de Glen Parks, de la novela La flor de ayer (1934) —retomado después, en Victoria en América (1944), perteneciente a la etapa de la autora más comprometida con la ideología conservadora—, frente a la cual se alza la superioridad moral de Victoria, la hembra hispánica por excelencia.

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pragmático de hedonismo femenino, ni tampoco mediante la antigua moralidad, la que invita a sus féminas a entregar conjuntamente y sin remisión materia carnal y alma, logra Espina resolver una brecha entre el mundo físico y el espiritual que atormenta a todos los alter ego femeninos que pueblan sus novelas. De hecho, en estas, ambas dimensiones parecen condenadas a no superponerse ni entrecruzarse nunca: las existencias mundanas, enraizadas en lo material, sufren una carencia absoluta de proyección espiritual que las destina a la infelicidad permanente, mientras que las almas sensitivas y trascendentes no encuentran proyección ni respaldo para sus emociones en el plano físico y quedan escindidas, expuestas a una fractura irreparable entre su ser terrenal y su ser anímico. Esto es especialmente palmario en el plano amoroso, cuestión medular en las novelas de Espina, que ofrecen modelos femeninos antagónicos en lo referente a su forma de lidiar en aquel con los dilemas de la existencia corpórea de las mujeres. Así, mientras algunas de sus protagonistas conducen su trayectoria vital a través de actos volitivos egoístas y autogratificantes, encaminados a satisfacer sus deseos inmediatos, otras, por el contrario, anestesiando su materia carnal, se elevan sobre los apetitos mundanos para potenciar su lado anímico; en cualquiera de estos casos, no obstante, el anhelo de totalidad, de realización plena, que implica la fructífera aleación del cuerpo y del alma en la relación amorosa, nunca se cumple, y ello genera tragedias narrativas de diverso calado. Este es el tema principal, por ejemplo, de dos novelas de los tempranos años diez, Despertar para morir (1910) y Agua de nieve (1911). En la primera, las dos opciones existenciales que Espina reserva para las protagonistas de sus libros, placeres materiales versus valores morales, aparecen encarnadas en dos mujeres, Eva y Pilar, que conducen sus vidas y sus relaciones personales por caminos opuestos: la primera, esclava de la belleza física y de los bienes materiales, casada con Diego por interés, despierta a la auténtica vida, la emocional, justo a tiempo para morir; la segunda, Pilar, es, por el contrario, una de esas heroínas del plano espiritual que Espina propone en sus novelas como modelos femeninos, infelices pero ejemplares, y por eso, aunque su inexperiencia la conduce a un matrimonio equivocado con Gracián, se mantiene firme hasta el final en su amor ideal hacia Diego, tan

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casto como i­rrealizable. En la última escena de la novela, tras renunciar a cualquier posibilidad de hacer efectiva su relación platónica con Diego, pero no a sus sentimientos amorosos, Pilar se encierra en el dormitorio mientras Gracián aporrea la puerta exigiendo sin éxito sus derechos conyugales, lo cual da buena cuenta de las reservas de la autora sobre la posibilidad de realización sentimental femenina mediante una gratificante amalgama del cuerpo y del alma en un todo indisociable. Al año siguiente, en Agua de nieve, Espina añade un elemento más al conflicto entre la vida espiritual y la corporal: la existencia racional, que, junto con la sensualidad, cautiva a su protagonista, Regina de Alcántara, ávida lectora de Nietzsche y Schopenhauer y gran defensora del voluntarismo inmune al sentimiento y a las emociones. Curiosamente, al final de la novela, Alcántara descubre las mieles de la existencia emocional, con sus correspondientes dosis de renuncia y sentido moral, a través de la experiencia corporal más sublimada de la auténtica vida material de las mujeres, la maternidad, para convertirse en ejemplo de que la felicidad femenina se consigue, como bien enseñó la ideología patriarcal, al situar la dimensión espiritual —el amor, la entrega total— en el centro de su estar en el mundo. De hecho, lo habitual en las novelas espinianas es que el cuerpo sea un motivo de sufrimiento y de conflicto íntimo para las mujeres. Muchas de ellas se encuentran encerradas en sus cuerpos reproductores, esclavizados, entregados a sus maridos y a la tierra, como Mariflor y el resto de los personajes femeninos de La esfinge maragata (1914), animalizados por el primitivismo de la vida rural, como el título sugiere; o son objetos sexuales de hombres desconocidos y poseen, en ese caso, cuerpos femeninos prostituidos y bestializados, como los que pueblan el lupanar El Vaivén en El metal de los muertos (1920); a veces son también cuerpos engatusados con promesas sentimentales y después abandonados, como Aurora de España en la novela de tesis feminista La virgen prudente (1929), personaje que resulta no ser ni lo uno ni lo otro, pero que asume con determinación su compleja condición de madre soltera; o cuerpos violentados, como el de Salvadora, la protagonista de Un valle en el mar (1949), una de las últimas novelas de la

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autora, escrita a los ochenta años, cuyo tema es precisamente el de la violación y sus consecuencias en la cerrada sociedad rural. Posiblemente la obra narrativa en la que Espina aborde de manera más poética el tema de la prisión corporal femenina sea el relato breve “Talín”,20 que lleva el nombre de la niña tullida cuyas ansias de libertad quedaron definitivamente condenadas al lanzarse desde una cerca huyendo de la fatal embestida de un toro. Desde la ventana de su buhardilla, encarcelada en su cuerpo defectuoso, Talín sueña con soltar amarras y levantar el vuelo, extasiada por la inmensidad azul del cielo y el mar, símbolos de eternidad que, como veremos, se repiten también en los poemas de Espina. El amor le llega a Talín encarnado en un piloto, Rafael, que maneja, tanto en sentido metafórico como literal, las alas que a ella le faltan para romper las ataduras corporales y elevarse sobre su invalidez. Pero la joven sabe que esas ansias de amor y de trascendencia están lastradas por su menudo cuerpo lisiado. Al final del relato, Talín consigue ese deseado vuelo con Rafael en su aeroplano: “La viajera, en pleno tramonto, arrebatada a las humanas ligaduras en aquel glorioso viaje, siente la vaga estupefacción de vivir, el infinito roce de la eternidad” (Espina 1917, 351) y, tras deshacerse de sus bastones, se deja caer al vacío, fundiéndose con el mar. En definitiva, en su día Talín venció a la muerte a cambio de la prisión corporal y ahora renuncia a su asfixiante y constrictiva vida material para alcanzar la libertad absoluta. Esas ansias de ideal, de amor total y de vida espiritual que se despoja gustosa de sus ataduras corporales cobran forma de mujer unos años después en la novela ya citada El cáliz rojo (1923), que la autora describiría como “una tragedia puramente espiritual, una novela de vida interior” (Espina 1923, 11).21 Es, de hecho, la novela de un alma de mujer escindida de su mitad complementaria, la ­experiencia 20 Este exquisito cuento, incluido en la colección Ruecas de marfil (1917), se inspira en el vuelo sobre Santander que realizó la autora el año anterior en el aeroplano San Ignacio, pilotado por Juan Pombo, pionero en realizar el trayecto aéreo entre la capital cántabra y Madrid. 21 Esta novela, con escaso, por no decir nulo, movimiento argumental, fue muy celebrada por la crítica coetánea por su hondura lírica, su idealismo depurado y

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a­ morosa corporal, a la que no tiene ya acceso por causa de una ruptura sentimental. El corazón en llamas (el cáliz rojo) de Soledad, alter ego de la autora y centro neurálgico del relato, se niega a aceptar ningún tipo de realización personal en la que ambas dimensiones de su ser, cuerpo y alma, no se reúnan, y por tanto se consagra —con gran pesar por parte de Ismael Dávalos, que trata a toda costa de sacarla de su estado misantrópico— a una vida de soledad, ascetismo y sufrimiento espiritual. Conforme avanza la novela, el reino anímico de Soledad va creciendo y anulando su receptáculo carnal, debilitado y enfermo por falta de cohesión con su otra mitad, hasta el punto de llegar a convertirse en el tabernáculo donde se funden lo espiritual y lo erótico-sensual, que ya no requieren de la materia física para realizarse en plenitud. Así queda patente en la última parte de la novela, “Exaltación”, en una escena de connotaciones erótico-místicas, en la que, ante la mirada estupefacta de Ismael Dávalos, Soledad se entrega “en un orgasmo indescriptible” al sol poniente, “el masculino”, símbolo del amante perdido, que “la desnuda con sus rayos taladrantes, la besa todo el cuerpo, la abrasa, la toma, y ella recibe en el íntegro ser, como un germen fogoso y viril, aquel chorro caliente de sangre ultramontana, semilla de una posesión inmortal” (Espina 1923, 186).22 En definitiva, las obras anteriormente citadas, El cáliz rojo, “Talín”, Despertar para morir, Singladuras, etc., tienen en común su vocación de traducir, en forma de prosa narrativa o ensayística, las teorías de Espina sobre la auténtica esencia femenina, la experiencia amorosa de las mujeres y la difícil conciliación —que en el caso extremo de Soledad Fontenebro es un divorcio absoluto— entre la vida física, que parece, por su inmediatez y superficialidad, condenada al fracaso o a la dependencia del otro, y la psíquica, esbozada como un espacio de realización y autonomía para las mujeres, e incluso como una vía hacia sus escasas concesiones al gusto popular (Concha Espina. De su vida 1928, 187193; Fría Lagoni 1929, 207-229). 22 En el elogioso capítulo que dedica Consuelo Berges a Espina en Escalas (1930), señala las coincidencias de la santanderina con la mística del xvi, aunque indica que, al contrario que Santa Teresa, que humanizaba el amor divino, “Concha Espina diviniza extrañamente la llama del amor humano” (Berges 1930, 179).

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una trascendencia místico-sensual. Esta visión espiniana, profundamente enraizada en una experiencia personal de fracaso del proyecto de totalidad amorosa que suscribe, se vuelve aún más perturbadora y angustiosa, como veremos en el epígrafe siguiente, en su obra poética, donde la tensión entre los deseos y la pasión insatisfecha del yo lírico se resuelve, desde una perspectiva subjetiva e intimista, en una vocación de trascendencia impregnada de espiritualidad religiosa.

3. La criatura incinerada: entre la noche y el mar Deja correr tu grito en el fragor caliente de mis venas encarnadas. (Espina, Entre la noche y el mar, 2019, 226)

Es significativo consignar que, aun cuando algunos de los poemas de Entre la noche y el mar se encuentran fechados entre 1915 y 1920, la mayor parte se compone entre 1922 y 1933, una década sentimentalmente difícil para la autora, que despierta en ella una emoción lírica impulsada por el dolor, adormecida quizá hasta ese momento por la estabilidad personal y satisfecha por el aliento poético que insufla en su creación narrativa. La médula de Entre la noche y el mar, publicado cuando Espina había alcanzado la edad de sesenta y cuatro años, está atravesada por la desilusión sentimental, la traición, la pérdida amorosa, la angustia de la soledad forzosa y, sobre todo, por la tensión entre los afanes terrenales y la búsqueda de una serenidad espiritual que, a modo de antídoto para las urgencias del cuerpo, marque el rumbo del otoño vital inminente. Así lo expresaba la autora años después en la composición titulada precisamente “Entre la noche y el mar”, de La segunda mies (1943), poema que actuaba de engarce entre los dos libros: Entre la noche que está dormida y el mar dormido que sueña y lucha tengo enhebrada mi ardiente vida

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Helena Establier Pérez alma que alerta ronda y escucha. […] Aquí las mieses y las derrotas son infinitos que yo paseo; haces de vidas, ansias remotas vasto refugio para el deseo. (Espina 2019, 253)

En el epígrafe que a Concha Espina dedica Cansinos Assens en el segundo volumen de sus ácidas memorias, se hace eco con bastante explicitud de una relación literaria y sentimental entre la santanderina y Ricardo León, que habría terminado bruscamente en 1922 con el matrimonio tardío e inesperado del escritor. Efectivamente, ambos se conocieron ya en los primerísimos años de la nueva centuria durante la estancia de León en Santander, quien era entonces colaborador habitual de El Cantábrico, periódico en el cual Concha Espina publicó diversos poemas y artículos.23 En los tempranos años diez se reencontraron en Madrid, donde él —que había sido premiado con el Fastenrath por El amor de los amores en 1911 y estaba bien apadrinado por Maura en lo político y en lo literario— tenía una inmejorable posición en el mundo cultural, que se materializó en 1915 en su ingreso en la RAE, dirigida en aquel entonces por el expresidente del Gobierno, y en la publicación de sus Obras completas en ocho volúmenes. León, de ideología conservadora, profundamente cristiano y ardiente defensor del idealismo frente al materialismo mundano, como se observa en El amor de los amores, compartía con Concha Espina una similar visión del mundo que explicaría la cercanía y afinidad de ambos en la segunda década del siglo y también, si damos crédito al testimonio de Cansinos, la disposición del académico por impulsar, mediante sus contactos en el establishment político-cultural, la carrera literaria de su amiga (Cansinos Assens 1995, 295).

23 “En Santillana del Mar conoció a Ricardo León […] y empezó unas relaciones sentimentales y literarias de las que, según dicen las malas lenguas, salieron varios libros y un par de hijos” (Cansinos Assens 1995, 295).

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Sin restos documentales que avalen una supuesta relación sentimental,24 lo cierto es que, coincidiendo con la boda de León en 1922, Concha Espina realizó un largo viaje por Alemania donde, además de visitar a su hijo enfermo, gestó la citada novela El cáliz rojo, impregnada de sufrimiento, desamor, exaltado espiritualismo y notorio sabor autobiográfico.25 Precisamente en esos años, tras la aventura alemana, escribió también muchos de los poemas de conflicto místico-sensual que después recogería en Entre la noche y el mar. Las treinta y tres composiciones incluidas en este libro, arracimadas en cinco secciones temáticas —“Portalada”, “Caminos”, “Rezos”, “Confidencias”, “Manojo”—, están casi en su totalidad fechadas y vinculadas a lugares concretos, muchos de ellos lejanos, escalas europeas y americanas en las que recaló durante los años veinte la inquietud viajera de la autora, y algunos más próximos, como los escenarios cántabros y otros parajes peninsulares. Unos y otros no son, sin embargo, sino los referentes externos de una geografía íntima que la autora trata de reconstruir a través de este periplo poético cuyas dos líneas maestras, la dimensión corporal y la espiritual, convergen o divergen en función de la dimensión temporal. En otras palabras, es el paso del tiempo el elemento que determina en este poemario —agavillado, como ha quedado señalado, en la madurez de la autora— el encuentro o el desencuentro entre la vida corporal y la espiritual de un yo profundamente angustiado y fragmentado, fluctuando en los versos entre esos dos espacios simbólicos que dan título al libro, la noche y el mar, hacia los cuales el sujeto

24 Señala González Gómez, biógrafo de León, que solo se conservan en el archivo del autor unas pocas notas y tarjetas postales escritas por Espina y algunas dedicatorias en las primeras ediciones de sus obras, La niña de Luzmela, La rosa de los vientos y Ruecas de marfil (González Gómez 2002, 104). 25 Tres años más tarde, en la entrevista concedida por la autora a Alfonso Camín, reconocía con cierta amargura haber pospuesto su vida sentimental en aras de la profesional y la familiar, aludía al reciente matrimonio de uno de sus amores y expresaba su propósito de recobrar su vida trabajando para estar consigo misma (Pérez Bernardo 2009, 115).

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lírico navega, ­buscando, al final de su camino vital, una paz anímica que la impronta aún viva de la pasión amorosa insatisfecha le niega. El libro ofrece una visión retrospectiva, hilvanada desde la pérdida, de una sacudida emocional profundamente ligada a la experiencia amorosa corporal. Algunas composiciones se retrotraen a la experiencia juvenil de un sujeto lírico, expectante y esperanzado, con ansias de beber la vida pasional a grandes sorbos, como la ingenua muchacha cántabra que se perfila en los primeros versos de “Yo”, autobiografía poética que abre, junto con el poema “Bandera”, la “Portalada” del libro: Un ímpetu de vuelos en la mente; un sabor a romances en la boca; una codicia loca de vivir y de amar eternamente. […] tuve sed de ternura, sentí ganas fatales del Amor ejemplar que no termina. (Espina 2019, 160-161)

O como la joven recién casada que marchó a Chile poco tiempo después, “la carne flor en sueños, / el corazón en llamas / […] Iba ciega de soles; / Tanta luz en la mente (“Valparaíso”; 174). Esas ansias juveniles de plenitud amorosa del sujeto poético quedaron satisfechas en algún momento incierto del pasado que en el libro se evoca desde el presente, como un vínculo intenso y profundamente ligado a una experiencia física negativa —dolor, grito, mordedura—, marcada por la traición y la pérdida: El dolor aterrado en la espesura del ambaje siniestro donde lanza su grito la criatura porque todo el sendero es mordedura y la traición galopa al lado nuestro. (“Elevación”; Espina 2019, 184)

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Así se cierra, por ejemplo, el romance “Una vez”, fechado en Comillas en 1920, que lamenta la marcha del amante, “marcial y poeta”, hacia Santillana del Mar: “Así te clavaste, agudo / como el cuchillo que mata, / indeleble en mi existencia, / camino de Santillana” (224). También en la primera parte de “Tiranía” el yo se dirige al amante ya ausente recordando la naturaleza de la relación amorosa en términos absolutamente corporales: Navegaste en mis venas y pusiste un ancla en mi torrente. Y se han enrojecido tus cadenas sobre el grito latente de mi corazón triste. Con brisas de mi pecho Se han henchido en tu nave las haldas y te han brezado en orgulloso lecho con su enorme sagido mis hondas esmeraldas. Para ti he sido campo, he sido mar, simientes y cosecha; en tus ojos el vivo luminar; en tu boca el cantar; en tus manos un arco y una flecha. (227)

La segunda parte del poema se instala ya en el tiempo presente —“Ya no vives en mí” / […] no me devuelves mi tesoro” (227-228)— para constatar la persistencia angustiosa en el sujeto lírico de ese yugo anunciado en el título —“La oscura tiranía / que ejerces, todavía, / en la flor de mi ser…” (228)—, que es al tiempo sentimental y carnal. Las imágenes que Espina enhebra a lo largo del libro para describir ese lazo, angustiosamente perdurable a su pesar, demuestran la dualidad de su alcance y las dificultades del yo femenino para deslindar el dolor emocional consustancial a la pérdida amorosa del puro vacío carnal. En el poema “Insomnio”, por ejemplo, el sujeto poético busca en el callado pulso de la noche sosiego para los delirios de “una

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­ ente condenada al fuego / de cárdenos amores” y un bálsamo para la m “roja herida / que nunca duerme” (Espina 2019, 229). En los “Poemas vivos” (“La playa desierta”, “La montaña altiva” y “El cielo claro”), fechados en 1922 en Oriñón (Cantabria), el sufrimiento de ese yo desazonado se recrea en una serie de imágenes corporales que a su vez se reflejan en los movimientos y fenómenos de la propia naturaleza, playa, monte y cielo: Soy una contigo, playa, tu arena y tu pleamar. Agua sangrando en un pecho herido del vendaval; […] en tu pulso me derramo con incesable latir ebria de tus amarguras, deshecha de tu gemir. (“La playa desierta”; 238) Monte que trepas y subes hacia la cara de Dios, ceniza ardiente en mi cuerpo, vaso de mi corazón. Labios de tu cumbre dicen mi propia interrogación. Soy una cosa en ti mismo, arbusto, espina, rabión. (“La montaña altiva; 239) Vasta copa de cicuta, espejo de inmensidad, refleja el agua marina la hoguera de mi panal. […] Soy criatura incinerada, leño, pavesa, y también racha sombría del aire que nos apaga a los dos

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cuando el día se deshace en vespertino livor. (“El cielo claro”; 240-241)

Dolor, ausencia y existencia física constituyen una sola cosa en los poemas de Entre la noche y el mar. En la más pura tradición neoplatónica, el sujeto lírico se encuentra encerrado en una “cárcel de tierra”, como nos dice en el poema “Filtro”, a la que está ligado, precisamente, por ser materia carnal perecedera: “¡Cómo sacudes, raudo, corazón, / en mi cárcel de tierra, / el vuelo de tus alas!” (225). Su existencia parece estancada en una tensión permanente entre el deseo de seguir siendo materia humana, viva, y, por tanto, lacerante —de ser corazón, latido, venas, sangre, pecho, herida—, y la necesidad perentoria de deshacerse definitivamente de las zozobras y ataduras de la prisión terrenal. De esta manera, los poemas, como el citado “Filtro”, en el que la mujer de carne mortal se reivindica con vehemencia como tal —“no te silencies, corazón, […] Deja correr tu grito en el fragor / caliente de mis venas / encarnadas. / Déjame tu rebato de pasión / como única vereda / de mi alma, / y en tu ardiente reloj / filtre su arena / mi vida sollamada” (Espina 2019, 226)—, conviven con muchos otros en los que el mandato físico y el yugo corporal ceden su lugar a las ansias de elevación, al afán de espiritualidad, de paz interior y de liberación. Así lo vemos, por ejemplo, en el poema “Delante de mi estatua”, fechado en Santander, en agosto de 1930, e inspirado en la estatua de la propia autora ubicada en los Jardines de Pereda de la capital cántabra. La composición, en la que Gerardo Diego veía asomar a “una poetisa desmelenada y sáfica, al estilo de una Delmira o una Gabriela” (Diego 1970, xl), es una vehemente imprecación del yo poético a la réplica inerte de sí mismo, emocionante en su contenido y formalmente rotunda. Los cinco quintetos que conforman la primera de sus dos partes constituyen una revisión absolutamente arrebatada de algunos de los aspectos que conforman la dimensión corporal y emocional femenina —el amor, el desamor, el sexo, la maternidad, la amistad— y que su alter ego de mármol y bronce jamás ha gozado

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ni sufrido. Con esta intensidad laten, por ejemplo, las dos primeras estrofas del poema: Mujer de ojos que no han llorado, mujer de carne que no ha dolido: tú no has tenido el cabello alado, nuncio de ensueño maravillado, ni labios rojos, ni pie rendido. Nunca rugiste como una loca ni te inflamaste como una hoguera; tú no has gustado sangre en la boca, zumo del beso que desespera porque se acaba cuando se toca. (Espina 2019, 207)

Este tono de exaltación sensual, que parece anunciar el triunfo del yo in-corporado sobre su copia pétrea, se invierte, sin embargo, en los cinco últimos quintetos, que conforman la segunda parte del poema, donde la mujer de carne y hueso ansía precisamente lo que su vulnerable naturaleza humana le niega, pero la de mármol sí posee: la imperturbabilidad del alma, la serenidad espiritual y la resistencia al imbatible paso del tiempo: Mármol que luces frías las venas donde no cunde recia pasión, vaso de castas líneas serenas donde no gime, triste en cadenas, el ave roja del corazón. Dame tu hielo para la mente; para mi alma, tu rigidez; dame tu dura piedra inocente para mis labios, para mi frente, como un vendaje de candidez. […] Dame la fimbria de tu vestido que ningún viento puede agitar, para mi ropa que ha sacudido

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el aire negro y enfurecido sobre la tierra, sobre la mar. (208)

El afán de soltar lastre material, que, como explica Plaza-Agudo, es en las poetas conservadoras consustancial a la exaltación del amor espiritual, no contaminado por la dimensión material (Plaza-Agudo 2015, 91), se traduce en los poemas de Entre la noche y el mar en dos tropos recurrentes: el vuelo y el mar. Este es, como señalamos anteriormente, un poemario absolutamente peregrino, cuyas rimas se pergeñaron en puntos muy distantes del globo (San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, La Habana, Mar de las Antillas, Mar del Norte, Cassel, Hamburgo, Montreal, Nueva York, Bremen, Berlín, etc.), lugares que la autora alcanzó practicando una afición moderna que comparte con otras poetas flâneuses de su tiempo, como Concha Méndez (Broullón-Lozano 2021): viajar, surcando mar y cielo. El aeroplano, motivo de extraordinaria acogida en la literatura de su tiempo (Alarcón Sierra 2020), es también un elemento constante en este poemario, en el que, como hemos señalado, el vuelo físico sirve para evocar y simbolizar el deseo de elevación interior del yo poético: “Juntos en un mismo acento, / ilusión, metal y barro” (“Sol”; Espina 2019, 178). Varias son las composiciones enhebradas a partir de la metáfora del vuelo y del dualismo simbólico de espacialidad positiva y negativa —o ascendente y descendente—, que reproducen el enfrentamiento entre lo que Gilbert Durand definía en Las estructuras antropológicas de lo imaginario como “la verticalidad espiritual” y “la llaneza de la carne” (Durand 1981, 119): “Aviación”, “Sol”, “Eólica” y “Alígera” —esta última, celebrando la ruta aérea de la autora entre Hamburgo y Berlín en el fatídico año de 1922, dividida a su vez en cinco poemas con una secuencia muy elocuente: “Elevación”, “Vértigo”, “Desengaño”, “Dibujo” y “Caída”—. En todas ellas el ascenso hacia la bóveda celeste —el “divino aeródromo”, como se identifica en “Vértigo” (185)— simboliza el intento del yo de descargar el “peso triste” (“Elevación”; 184) de lo perecedero, de lo material, de aligerar “su lastre a los manojos / de la mies que gravita en los estíos / calientes de mis ojos” (“Eólica”; 194), para acercarse a la eternidad y a la infinitud de Dios, cuyo anhelo contrarresta en el libro la inevitable fuerza

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gravitatoria que impulsa al yo hacia el lodo terrenal. En cualquier caso, ese movimiento ascensional parece aún en este poemario condenado al fracaso, como nos hacen ver las últimas secciones de “Alígera” (“Desengaño”, “Dibujo” y “Caída”), en las que el descenso de la nave hacia el aeropuerto de Berlín revela un paisaje de grandezas desmoronadas, que encuentra su correlato en el estado anímico de la autora: Ya del viento la furia movedora se deslíe en un cándido ventalle y no puja mis alas de aviadora. Es que mi corazón rinde su prora en la tierra dramática del valle. (188)

Otro de los símbolos que contrarresta en el poemario el peso de la materia y sirve para apagar el incendio de la “criatura incinerada” es el mar, mediante el cual la autora alude al encuentro final con el propio yo, el descanso espiritual permanente en unión con Dios.26 La conjunción de agua y fuego es, como ya nos explicó Octavio Paz, una metáfora clásica “empeñada desde el principio en resolver la oposición de los elementos en unidad” (Paz 1995, 65). En este sentido debemos interpretar una de las composiciones más bellas y más sugerentes del libro: “La sombra en el mar”, fechada en 1929 en San Juan de Puerto Rico. Allí el yo poético femenino se desdobla y se dirige a un tú que es ella misma, mujer caminante y “peregrina”, para invitarla —invitarse— a abandonar serenamente las direcciones terrenales, el mediodía vital —“porque te da sobre la frente el sol, / y tú misma eres lumbre y eres huella” (Espina 2019, 217)—, y seguir, en su lugar, las sendas

26 En el capítulo anterior a este, Roberta A. Quance estudia las formulaciones y significaciones del mar en los versos de dos poetas del 27 bastante más jóvenes que Concha Espina, Concha Méndez y Josefina de la Torre. Para ellas es un espacio de libertad, de ensanchamiento de horizontes, donde el eros femenino puede filtrarse poéticamente mediante el juego simbólico-metafórico sin excesivo atrevimiento. En la poesía de Concha Espina, como en otros poetas de su tiempo (Correa 1966), el mar adquiere un sentido trascendente y místico, de fusión con lo divino, de eternidad y de plenitud del ser.

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que conducen hacia el ocaso y el mar, allí donde el ser y su sombra se funden, donde reinan el misterio y la eternidad: Deja que el sol se vaya de tu frente espaciosa de tu pecho rehogado en luminares: verás crecer de tu perfil la raya extendido en la rosa de los ágiles vientos cardinales. Que en lo almo de tu ser y fuera de ti misma arribarás, mujer, a tu ácida marisma en plena inundación de manaderos, hartos de resbalar; y hallarás dirección en cada prisma de todos los senderos transparentes y de todas las fuentes de la vida, que corren a la mar. […] Cuando lleguéis a la tremante orilla la sombra y tú, ella será un espejo cristalino y profundo convertida en reflejo de tu mortal arcilla. Contémplala un segundo porque la fauce inmensa te reclama; anochece en tu mundo, va el sol de queda con tu propia llama, el misterio te llama. (218-219)

La composición que cierra el poemario de 1933, “Colofón”, fechada el mismo año de su publicación, es ya un claro anticipo de la apuesta de Espina por deshacerse de las trabas materiales, de ese yo que se abrasa en un amor material ausente y que, como contrapartida y escape, aspira a arder espiritualmente en la llama del amor divino. El poema es una

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plegaria a Dios en la que la autora le suplica, a través de metáforas absolutamente amorosas y corporales, la gracia de su amor infinito: Entra, Señor, en mis oídos y abre su resonancia frente al silencio enorme del olvido. Enciéndeme los ojos como dos cirios que no se apaguen nunca en la belleza. Estírame los brazos nadadores hasta el sol mismo; que yo ponga en mis dedos el astro como un anillo, la eterna llama de mis bodas para siempre contigo. (244)

4. Trayecto final y conclusión: hacia la liberación poética Ya no me duele ningún latido donde la carne tenga sabores. (Espina, La segunda mies, 2019, 286)

En los epígrafes anteriores hemos tratado de mostrar cómo la dialéctica cuerpo-alma, que se aborda desde la reflexión teórica y la praxis novelesca en la obra en prosa de Espina, impregna también sus versos de forma sustancial y trata de resolverse poéticamente recorriendo un camino íntimo y lacerante hacia la espiritualidad que se avista ya en las últimas composiciones de Entre la noche y el mar (1933). Este afán se acentúa una década más tarde en La segunda mies (1943), último poemario de la autora, publicado a la edad de setenta y cuatro años. Además de varias composiciones del volumen anterior, en este se recogen otras veinticuatro nuevas,27 todas ellas dispuestas 27 En 1944, La segunda mies fue incluido, junto con Entre la noche y el mar, en el segundo volumen de sus Obras completas. En esta versión del poemario la autora

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en tres secciones: las dos primeras, “Intimidad” y “Horizonte”, respectivamente, enlazan de manera directa con las líneas temáticas fundamentales del libro anterior: el recuerdo de la felicidad, el anhelo de paz interior, la traición, la desilusión, la soledad, la pasión amorosa en su compleja dimensión carnal y espiritual, y, sobre todo, el paso del tiempo. Así se apunta, por ejemplo, en el “Romance de la hija”, la cual, con el transcurso de los años, ha sufrido la transmutación de la luz de su frente, sus trenzas oscuras y el fulgor de su sangre lozana “de criatura virgen / predispuesta a morder su manzana” en “una cabellera fosca y mutilada”, “un sabor a ceniza en los labios” y unos ojos “que no buscan nada” (Espina 2019, 259-261). Los poemas nuevos de este libro añaden una visión retrospectiva, más serena, de las aflicciones pasadas y desnudan el alma de un yo enfrentado con sosiego y entereza a la vejez y a la muerte, como se observa en “Mi tesoro”: Nadie puede violar de mis joyas herméticas la suerte; secretos de la mar, reliquias de alma fuerte más allá de la vida y de la muerte. (Espina 2019, 254)

O en el soneto “Candelero”, cuyos dos últimos tercetos recogemos aquí: Reposa en un descanso placentero allí junto a las pálidas arenas que a mi vida le den cauce postrero, y no hallarás heladas mis cadenas que el amor prenderá su candelero en el tronco marchito de mis venas. (262)

eliminó los poemas “Laurel”, “Santander”, “Navegación” y “Romance de abril” e incluyó en su lugar “Mi rosa en el mar”, “Soledad”, “Mes de abril”, “Plegaria a la Virgen del Carmen”, “La Virgen y la paloma” y “Sola”.

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Ese último trayecto vital queda balizado en La segunda mies por la aspiración permanente a la liberación de las ataduras materiales, que marca el rumbo final del yo: Para mí todas las noches gayas; para mí todos los océanos; lejos la tierra, lejos las playas: ningún anillo para mis manos. No quiero engarces prometedores con el mezquino polvo sediento, donde el gusano vive en las flores y la veleta gira en el viento. (“Entre la noche y el mar”; 254)

La segunda sección del poemario, “Horizonte”, refleja también en algunas de sus últimas composiciones la vena patriótica en pro de la España sublevada que la autora desarrolla en sus novelas en el segundo lustro de los años treinta y que se agudiza especialmente en el periodo bélico.28 Esta deriva ideológica, intensificando y visibilizando valores ultraconservadores —patria y religión— que ya formaban parte del núcleo celular espiniano, explica también la última sección del libro, “Plegaria”, dedicada a la exaltación de Jesús y la Virgen, un broche ferviente, recoleto y cargado de afán de trascendencia para una trayectoria poética bastante convulsa, que viene a representar, nos explica Payeras Grau, “la superación de cualquier error personal o contradicción íntima” (Payeras Grau 2009, 217). Recurrimos en este punto final a “Liberación”, última composición de “Horizonte” previa al citado manojo de lírica religiosa, como síntesis y recapitulación de los fundamentos del viaje lírico de Concha Espina desde el yo material al yo trascendente del que nos hemos hecho eco en estas páginas. Precisamente en este poema la autora traza

28 Durante estos años, Espina escribe narrativa muy comprometida con la ideología del bando nacional y acerbamente crítica con la España republicana, como Retaguardia (1937), Luna roja (1938), Alas invencibles (1938) y Princesas del martirio (1940).

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una retrospectiva de su recorrido interior desde los antiguos derroteros, por donde dice haber andado con desatino, hasta su situación presente, en la que parece haber logrado alcanzar una suerte de ataraxia espiritual reparadora, a partir de la disolución de todo aquello que la amarraba a su tormentosa existencia corpórea: Quedaron rotos los duros lazos que me tuvieron encadenada, libres al viento, fuertes, los brazos para el tramonto de la jornada. Ya no me duele ningún latido donde la carne tenga sabores; toda la vida que me ha dolido es ya un perfume de mis dolores. (Espina 2019, 286)

Frente al dolor y a la oscuridad de la vereda terrenal, en este nuevo y sublime camino iluminado por los resplandores celestiales, el sujeto poético puede declararse definitivamente triunfador en su batalla íntima entre el cuerpo y el alma, entre el dolor consustancial a la precariedad de la vida material y la feliz autonomía de la existencia espiritual: Vencí la sombra, pisé la niebla sobre la espina de toda cumbre, y donde el alma ya nunca tiembla en el sol mismo prendí mi lumbre. (287)

En definitiva, la “criatura incinerada” en la hoguera de la materia que boqueaba buscando el aire en el poemario del año treinta y tres conseguía por fin prender su lumbre espiritual una década más tarde; un camino poético conmovedor, agónico incluso, para una mujer como Espina, que creyó firmemente en la vida del alma y que trató, en vano, de conciliarla con la arcilla mortal en “el impulso loco / de vivir y amar eternamente” (“Yo”; 165).

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Bibliografía citada Alarcón Sierra, R. (ed.) (2020). Nuestro futuro está en el aire. Aviones en la literatura española (1911-1936). Sevilla: Renacimiento. Berges, C. (1930). Escalas. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos. Bretz, M. L. (1980). Concha Espina. Boston: Twayne Publishers. Broullón-Lozano, M. (2021). “‘Anhelo la libertad de salir sola: ir, venir, sentarme…’. La flâneuse entre dos siglos: del xix a la mujer moderna en la Edad de Plata española”, Feminismo/s, 37, La mujer moderna de la Edad de Plata (1868-1936): disidencias, invenciones y utopías, Romero López, D. (coord.), pp. 81-106. DOI: . Burgos Lejonagoitia, L. (2012). “Maternidad y rol social de la mujer en el drama El Jayón (1918), de Concha Espina”. En: Vilches de Frutos, M. F. y Nieva de la Paz, P. (coords.). Imágenes femeninas en la literatura española y las artes escénicas: (siglos xx y xxi). Philadelphia: Society of Spanish and Spanish-American Studies, pp. 151-166. Cansinos Assens, R. (1924). Literaturas del Norte. La obra de Concha Espina. Madrid: Hernández y Sáez. — (1995). La novela de un literato, vol. 3. Madrid: Alianza Editorial. Carretero, J. M.ª [El Caballero Audaz] (1920). “Nuestras visitas. Concha Espina”, La Esfera, 313, pp. 36-37. Concha Espina. De su vida. De su obra literaria al través de la crítica universal (1928). Madrid: Renacimiento. Correa, G. (1966). “El simbolismo del mar en la poesía española del siglo xx”, Revista Hispánica Moderna, año 32, 1/2, pp. 62-86. Dendle, B. J. (1988-1989). “La novela española de tesis religiosa”, Anales de Filología Hispánica, 4, pp. 15-26. Diego, G. (1955). “Poesía y novela de Concha Espina”, Ínsula, 115, pp. 1 y 8. — (1969). “Homenaje a Concha Espina”, Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, 45, pp. 15-33. — (1970). Centenario de Concha Espina. Edición y Antología. Santander: Institución Cultural de Cantabria. Durand, G. (1981). Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Madrid: Taurus. Espina, C. (1904). Mis flores. Valladolid: Tip. de La Libertad. — (1910). Despertar para morir. Madrid: Pontejos. — (1911). Agua de nieve. Madrid: Pontejos. — (1914). La esfinge maragata. Madrid: Juan Pueyo.

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Helena Establier Pérez

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IX.

La poesía de Rosa Chacel: sensualidad y recuperación del mundo clásico

Laura Palomo Alepuz Universidad de Alicante

1. Introducción Aunque, si la comparamos con la obra de otras escritoras contemporáneas, la de Rosa Chacel (Valladolid, 1898-Madrid, 1994) ha gozado de relativa visibilidad, es, sobre todo, su vertiente novelística la que ha despertado mayor atención crítica. Influida, como ella misma declara (Chacel 1988a), por la filosofía de Ortega y Gasset, el psicoanálisis y la corriente de experimentación artística que se abría paso en Europa después de la Primera Guerra Mundial, inició su producción narrativa con Estación. Ida y vuelta (1930), que, a pesar de que no suscitó el interés que ella esperaba, le

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permitió entrar en contacto con el círculo intelectual de Revista de Occidente.1 En este contexto, el que ella siempre seguiría considerando su maestro, a pesar de sus diferencias personales e ideológicas, le encarga la redacción de la biografía de Teresa Mancha, que no pudo llegar a publicar en aquel momento en España por el estallido de la Guerra Civil. Verá la luz ya en Buenos Aires (ella vivía entonces entre esta ciudad, donde su hijo estaba escolarizado, y Río de Janeiro, donde se encontraba su residencia) en 1941. En la capital argentina aparecieron también sus novelas Memorias de Leticia Valle (1945) y La sinrazón (1960), esta última considerada por Ana Rodríguez Fischer (1986) su obra más ambiciosa. Una vez ya en España, publicaría la trilogía “La escuela de Platón”,2 en la que evoca sus años de juventud, compuesta por Barrio de Maravillas (1976), Acrópolis (1984) y Ciencias naturales (1988). La autora vallisoletana, sin embargo, no cultivó solamente este género. Dentro todavía de la vertiente narrativa, cabe señalar su colección de proyectos no desarrollados, Novelas antes de tiempo (1981) y el volumen de cuentos Icada, Nevda, Diada (1971). Por otro lado, entre sus ensayos, destacan por su profundidad y alcance La confesión (1971) y Saturnal (1972), el cual compuso gracias a una beca que la

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El grupo intelectual de Ortega estaba integrado, en su mayor parte, por hombres. Rosa Chacel estaba entre las tres mujeres (las otras dos eran María Zambrano y Maruja Mallo) que publicaban regularmente en Revista de Occidente. Sin embargo, como indica Mangini, su género, el hecho de no contar con estudios universitarios y sus dificultades económicas condicionaban sus relaciones con este círculo (Mangini 2001, 148-149). En la entrevista publicada en forma de libro que le hizo Alberto Porlán, cuando este le pregunta por su participación en las actividades culturales que desarrollaban, contesta: “Yo, la Revista nunca la frecuenté mucho. A veces, con gran sufrimiento, fui a la tertulia. Siempre me sentía muy incómoda” (Porlán 1984, 21). En esta trilogía presenta también la memoria traumática del exilio y su defensa del humanismo (Arkinstall 2005, 507; 2013, 131). Rosa Chacel y Timoteo Pérez Rubio, como intelectuales comprometidos con la II República, tuvieron que abandonar España cuando la Guerra Civil se saldó con la victoria del bando sublevado.

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Guggenheim Foundation le concedió en 1959. También escribió artículos de crítica literaria y filosófica, reseñas y traducciones. Además, en los años setenta, comenzó a publicar diversas obras de carácter autobiográfico, como la rememoración de sus primeros diez años de vida, Desde el amanecer (1972); el libro homenaje a su marido, Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín (1980), y sus diarios: Alcancía. Ida (1982), Alcancía. Vuelta (1982) y Alcancía. Estación Termini (1998). Pero en este trabajo nos vamos a centrar en la que quizás sea la parte de su producción menos estudiada: su poesía, en concreto sus libros A la orilla de un pozo, publicado en 1936, y Versos prohibidos, escrito entre la década de los treinta y la de los cuarenta, aunque no vio la luz hasta 1978.3 El hecho de que su poesía haya sido la vertiente de su obra que menos atención crítica ha recibido es posible que tenga que ver con una conjunción de circunstancias sociales, literarias y personales estrechamente vinculadas: si bien en el contexto histórico en el que escribió sus poemas la mujer creadora se veía rodeada de convencionalismos que constreñían su libertad artística e influían en la percepción de su producción, también influyó el rechazo de la poeta a publicarlos (lo que queda de manifiesto en el mismo título de su segundo libro de poemas). En la “Advertencia” de A la orilla de un pozo explica que es este un sector de su obra “no sólo no cultivado, sino manifiestamente autoprohibido” (Chacel 1992, 239) y en el “Preliminar” de Versos prohibidos indica que le hacía sentir insegura su molde clásico, del que le parecía imposible prescindir, en un momento de efervescencia vanguardista en el que predominaba la innovación formal; también dudaba de su capacidad sugestiva —“Yo no creí nunca en mis versos, no los tomé como camino de mis poderes intelectuales, no los vi proyectados en el porvenir” (Chacel [1930] 1999, 255)—; al mismo tiempo que consideraba que su calidad no estaba a la altura de la obra poética de sus coetáneos:

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Para las citas, emplearemos la edición Poesía (1931-1991) de Tusquets.

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Nunca quedé contenta de ellos, no sólo por la normal y saludable reacción de aspirar a más, sino por encontrar que en mis versos no se cumplía plenamente mi fórmula personal. Además, por ver que no eran o no cabían o no iban en la corriente de mis contemporáneos. Los poetas de la Generación del 27, los imperecederos que me eran tan próximos, tenían una flexibilidad, una capacidad de experimentación, de novedad, en el mejor sentido de la palabra, que era lo que todos, y yo más que ninguno, anhelábamos. (257)

En efecto, la sombra de la llamada generación del 27 era alargada y se proyectaba con mayor intensidad sobre aquella parte del elemento creador sobre el que pesaban inseguridades derivadas de prejuicios históricos. Como subraya Catherine G. Bellver, la expresión de identidad de las poetas españolas de esta época es ambigua y tenue (Bellver 2001, 15). Ello está vinculado a la conflictividad que provocaban las tensiones entre “ser, querer ser una misma y ser en función de la vocación”, de acuerdo con Marcia Castillo Martín (2015, 286). De hecho, es significativo que Chacel coincida con otra escritora de su generación, Ernestina de Champourcin, en una actitud ambivalente respecto a su obra: por un lado, ambas le restan valor a su producción poética; por otro, se obstinan en negar las marcas autoriales de género: si la segunda declara en una entrevista que le hacen en La Gaceta Literaria que “[l]a auténtica poesía no prefiere al hombre ni a la mujer. Prefiere, sencillamente al Poeta” (Bellver 2001, 41), la primera recurre a diferentes estrategias para esquivar visiones prefijadas y darle legitimidad a su voz de artista: algunas de ellas son el “gender bending”, en su vida privada (Mangini 2001, 159); la “intermitencia de género”, en algunas de sus novelas4 (Kirkpatrick 2003, 294); la

4 En Estación. Ida y vuelta la narración es asumida unas veces por una voz masculina y otras, por una voz femenina, mientras en La sinrazón, que Rosa Chacel consideraba una obra “autobiográfica” y “confesional” (Chacel 1982a, 397), el protagonista, Santiago, es un hombre, pero en el relato tiene mucha importancia el personaje de Herminia, alter ego de la autora, hasta tal punto que Ana Rodríguez Fisher declara que la autorreferencialidad está encarnada en partes iguales por ambos entes de ficción (Rodríguez Fischer 1986, 508).

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negativa a militar en las filas feministas; la insistencia en sus ensayos en separar los aspectos genéricos e intelectuales o en reivindicar una visión más flexible y abarcadora de la sexualidad, y la difuminación de la autoría femenina, el virtuosismo técnico y la sujeción a los moldes clásicos sancionados por la tradición, en sus poemas. En este sentido, las declaraciones, reflexiones o actitudes de Chacel son contradictorias. Como señala Carmen Morán Rodríguez, sorprende que se muestre reacia a situar su obra bajo el marbete de “literatura femenina” o a admitir la marginación histórica de la mujer en la cultura, y, al mismo tiempo, aborde de forma recurrente en su obra las relaciones entre los sexos de una forma desembarazada (Morán Rodríguez 2008, 7). En relación con esto último, Cora Requena Hidalgo (2002) indica que, de hecho, al analizar en conjunto su obra, encontramos imágenes muy discordantes de la mujer —tema sobre el que reflexionó de forma continuada—, que podemos agrupar en dos tipos: por un lado, el de aquellas mujeres pasivas, que desarrollan actividades relacionadas con el ámbito que se les ha asignado tradicionalmente y que no destacan por su actividad intelectual; por otro, el de las mujeres inteligentes, hábiles y activas, que son las que suelen tener un papel preponderante en sus ficciones. Sin embargo, esta aparente incoherencia está estrechamente vinculada con el contexto sociocultural en el que se desarrolló Rosa Chacel como creadora. En un momento en el que todavía predominaba el discurso de la diferenciación sexual —que relacionaba al hombre con la lógica, la objetividad, la intelectualidad o la creatividad y a la mujer con la sensibilidad, la intuición y la emoción (Nash 1983, 16)—, en el que incluso se defendía su inferioridad mental (Scanlon 1976, 165), en el que la legislación amparaba la discriminación y en el que el sector social más conservador contemplaba con recelo que la mujer cuestionase la “ideología de la domesticidad” (Navas Ocaña 2009, 153), era razonable que las artistas tratasen de alcanzar independencia creativa, pero se mostrasen cohibidas; que llevasen a cabo tímidos actos destinados a derribar barreras al mismo tiempo que se protegían; que defendiesen la legitimidad de su producción mientras se adaptaban a los modelos imperantes.

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De hecho, si analizamos detenidamente a personajes novelísticos chacelianos como Teresa, Leticia, Elena o Isabel, si conectamos su obra de ficción con algunas de las reflexiones que la autora hace en sus diarios5 o en sus ensayos sobre la cuestión de la mujer, podemos declarar con Roberta Johnson que, aunque la autora se muestra reacia a ser llamada “feminista” (Johnson 2019, 8),6 en realidad, buena parte de su pensamiento encaja con las formulaciones de este movimiento social. Y, en este sentido, es revelador que, en un artículo que publicó en El País el 4 de agosto de 1979, después de haber aclarado que no se identificaba con el feminismo, acabara reconociendo que “atacando y censurando los innumerables errores que lo desdibujan, pretendo colaborar en él” (Chacel 1979). Su preocupación por la situación de la mujer es especialmente explícita en textos de carácter teórico como “Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor”. El artículo, publicado en 1931 en Revista de Occidente, ha sido entendido como una muestra temprana de su posición respecto al debate acerca de la diferenciación genérica y sexual. Aunque, como indica Carmen Morán Rodríguez, su título es elusivo y al principio da a entender que la cuestión que va a abordar es la problemática relación entre los sexos, en realidad, su finalidad principal es reivindicar la igualdad intelectual entre hombre y mujer,

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En ciertas ocasiones parece mostrar una conciencia de discriminación genérica cuando señala la insatisfacción que le provoca tener que desperdiciar sus energías en tareas domésticas que le impiden avanzar en la realización de su obra como creadora —la cual aparece como su vocación, su consuelo y su punto de afirmación vital—, por ejemplo, en Alcancía. Ida (Chacel 1982a, 45). En la entrevista ya mencionada con M.ª Asunción Mateo, cuando la investigadora le pregunta su opinión sobre los movimientos feministas, contesta que le parecen estúpidos, porque la discriminación no se puede plantear en abstracto (Mateo 1993, 68) y, un poco antes, dice que nadie le puso ningún obstáculo en su carrera literaria. También podemos encontrar declaraciones similares en sus diarios —Alcancía. Vuelta (Chacel 1982b, 372)—, junto al reconocimiento de cierta insolidaridad hacia otras mujeres —Alcancía. Estación Termini (1998, 279)—. Sin embargo, tanto Carmen Morán Rodríguez (2008, 8) como Elena Trapanese (2015, 105) interpretan su postura respecto a esta cuestión como una provocación.

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a la vez que romper una lanza a favor de la diversidad sexual (Morán Rodríguez 2008, 11). Para ello, aludiendo al pensamiento de Simmel y Jung —y, de forma tácita, al de Ortega—, trata de deconstruirlo. Comienza cuestionando la declaración de Simmel de que la cultura es masculina, al discutir la identificación entre hombre y varón; después, rebate el carácter genérico que algunos de estos pensadores atribuían a la naturaleza femenina y defiende la “individualidad irreductible de cada ser” (Chacel 1931, 139), para, a continuación, desaprobar, por su puerilidad, la concepción de que la mujer “descansa en su belleza” (141). Entonces, encara el tema de la diferenciación entre hombres y mujeres y declara que el espíritu de esta última “ha sido cohibido por el peso de prejuicios religiososociales” (145). Aunque niega la intención opresora por parte del otro sexo, se lamenta de que la teoría diferenciadora persiga alejar a la mujer del mundo espiritual y califica como “superstición aldeana” (153) el temor manifestado por algunos de estos intelectuales a que la entrada de las mujeres al mundo profesional les haga perder sus encantos femeninos. Después de esto, se atreve a abordar, desde una perspectiva desprejuiciada, otro tema rodeado de tabúes: defiende su idea de que el amor homosexual es una más de las posibles vías de encauzamiento del eros y refuerza su postura al señalar que la cultura ha tendido a ocultar cualquier movimiento de sensualidad que no tuviera una función reproductiva (153). En muchas de estas cuestiones, esenciales para entender la concepción vitalista sobre el cuerpo y la sexualidad que impregna su obra poética, incide años después en su ensayo Saturnal. A pesar de que, en ciertos momentos, no logra desprenderse de la visión esencialista sobre la naturaleza femenina que ella misma está contribuyendo a combatir con su escrito, no evita las críticas a los movimientos de liberación de la mujer y acusa al elemento femenino de haber contribuido con su actitud a que esta situación se perpetuase, defiende su confianza en un futuro más igualitario. Desde esta actitud comprometida y al mismo tiempo exenta de fáciles concesiones, vuelve a abordar cuestiones candentes como la violación, el matrimonio, la prostitución, la existencia del deseo o placer sexual femenino, la vivencia de la maternidad, la competitividad, el lesbianismo, la capacidad intelectual de la mujer y su acceso

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a la cultura. De nuevo, combate argumentos basados en una concepción inmanentista que relacionan al hombre con el hacer y a la mujer con el ser, aseverando que, detrás de esta visión, se esconde la idea “bonitamente encubierta, de que la mujer nunca creó nada valioso”, al mismo tiempo que rechaza las contraposiciones hombre-mente/ mujer-cuerpo y hombre-cultura/mujer-naturaleza (Chacel 1972, 68). Tomando como referente las Cartas a un joven poeta, de Rilke, identifica vida sexual y vida creativa, al percibir en el origen de ambas un impulso genésico a través del cual el ser humano trata de trascender los límites de su condición y le da sentido a su realidad. Su espíritu abierto saluda la propagación en la segunda mitad del siglo xx de una concepción más vitalista de la existencia, que asume la importancia de la corporalidad y del sexo como elementos esenciales, y la entiende como una reacción natural contra la represión predominante hasta ese momento. De acuerdo con Carmen Morán (2008), la estrategia que sigue Chacel en estos ensayos7 es tomar como punto de partida una postura antifeminista para ser escuchada y, una vez manifestada su adecuación al rol asignado tradicionalmente, cuestionar el pensamiento patriarcal mediante “afirmaciones antifeministas en su retórica pero no del todo en su contenido” (Morán Rodríguez 2008, 17). Asimismo, la antes mencionada negativa a situar su obra bajo el marbete de “literatura femenina” no implica, como se podría pensar, que menospreciara la obra literaria escrita por mujeres, sino que se resistía a que esta fuera marginada, separada del cauce general de la cultura, porque, según ella, eso significaría dar a entender que es ­inferior (véase el fragmento de la entrevista que le hace Milagros Sánchez Arnosi, que cita Carmen Morán Rodríguez [2008, 15]).

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Su pensamiento sobre cuestiones de género y sexuales también aparece en textos como “La mujer en galeras”, “Comentario tardío sobre Simone de Beauvoir” (Los títulos), “Volviendo al punto de partida” (Revista de Occidente) y “La mujer en el siglo xx. Comentario a un libro histórico” (Rebañaduras). Aunque en su reflexión sobre Simone de Beauvoir indique que no está de acuerdo con muchas de sus formulaciones, lo cierto es que se advierten entre sus respectivas visiones sobre la cuestión de la mujer muchas confluencias, como Chacel admite en “Volviendo al punto de partida” (1964).

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En un sentido similar, se podría interpretar su negativa a asumir una voz femenina en su creación literaria como una estrategia de ­reafirmarse como artista (Bande Bande 2016, 166). Según explica Laurenzi, el hecho de que tanto Chacel como Zambrano aludiesen a sí mismas en masculino y se resistiesen a definirse como feministas tiene que ver con “su recelo a ser colocadas en un ámbito ‘mujeril’ desvalorizado y cerrado, con el riesgo de perder su posicionamiento en el ámbito masculino […] que a duras penas acababan de conquistar” (Laurenzi 2012, 24). Por lo tanto, las aparentes contradicciones en el pensamiento de Chacel respecto a la cuestión de la mujer, en realidad, son manifestación de su miedo al rechazo y de su deseo de entrar en el canon. Estos conflictos identitarios están en la raíz de su postura respecto a su obra poética, porque, como indica Bellver, su autocensura no es más que un mecanismo de defensa (Bellver 2001, 123). Con toda seguridad, estas mismas razones explican que Chacel se muestre tan exigente con su propia producción poética. En la entrevista que le hace M.ª Asunción Mateo para su biografía vuelve a insistir en que era consciente de que su obra lírica, comparada con la que hacían los grandes nombres de su época, “nunca sería una de primera fila” (Mateo 1993, 73) y por eso no le dedicó tanta atención como a otras vertientes. Este perfeccionismo quizás tampoco contribuyó a visibilizar sus versos. Pero lo cierto es que ni ella ni las otras poetas del 27, como explica Merlo, vivieron aisladas de sus compañeros de generación ni estuvieron desvinculadas de las corrientes culturales que estaban en boga (Merlo 2010, 16). Según Bellver , las escritoras se apropiaron de las técnicas vanguardistas, que gozaban de la aceptación general y del beneplácito de Ortega (como el fragmentarismo, las metáforas arriesgadas, la eliminación del sentimentalismo y de marcas autoriales o el optimismo);8 pero combinaban esta aceptación de los modelos oficiales con la reafirmación de la identidad a través de diferentes formas de

8 En La deshumanización del arte (1925), Ortega y Gasset señala entre las características de la nueva estética su impopularidad, su hermetismo, su naturaleza

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expresión: el movimiento y la energía, en la obra de Méndez; la conjunción de deseo y misticismo, en la de Champourcin; el virtuosismo técnico, en la de Chacel (Bellver 2001, 31 y ss.). La experimentación vanguardista les permitirá dar cauce a su descontento con la realidad y formular su rebeldía, como sus compañeros, pero adaptando sus recursos a sus circunstancias personales y a su propia poética.

2. La poesía de Rosa Chacel entre los años treinta y la posguerra 2.1. A la orilla de un pozo y Versos prohibidos En el caso concreto de Rosa Chacel, su preferencia por las estructuras de corte tradicional, especialmente el soneto, no tiene que ver solamente con su deseo de aceptación, sino también con el amor a los clásicos, que le inculcaron sus padres, y su fascinación por la belleza. En su autobiografía, Desde el amanecer, explica que su familia, bohemia, librepensadora y progresista, tenía inquietudes artísticas y literarias y que el vínculo que la unía a Zorrilla hizo que, desde su infancia, el poeta se le presentase como un referente. Esa niña, que se sabía de memoria los poemas de su ilustre tío abuelo y que iba componiendo sonetos mientras caminaba en silencio por la calle con su padre, tiene en la Academia de Bellas Artes de Valladolid, a la vista de una estatua de Apolo —a la que después dedicaría un hermoso poema—, la revelación de la forma: El descubrimiento de la escultura griega significó para mí la vía de acceso a lo que puede ser […], a lo que puedo penetrar y vivir, al mundo, tal como yo lo anhelaba y lo concebía. […] La visión del Apolo en el rincón oscuro […] presidió y presidirá mi vida todo lo que dure […]. [L]a contemplación del Apolo fue como la adquisición de todo el saber; algo así

a­ rtística, su deshumanización, su evasión de la realidad, su tono lúdico, su calidad formal, su intrascendencia, su metaforización y su iconoclasia.

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como decir: ¡Ah, esto es todo! Y cuanto más pienso en ello más me afirmo en que fue así porque eran muchas las obras de arte que conocía y ninguna me había inspirado nada semejante. (Chacel [1972] 1985, 190-191)

Una vez ya en Madrid, después de haberse matriculado en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde conocería a su futuro marido, el pintor Timoteo Pérez Rubio, y haber comenzado a especializarse en la escultura, en la que el influjo de la vanguardia era entonces creciente, será la fascinación por lo clásico lo que la conducirá a abandonar esta actividad. Es por aquel entonces cuando comienza a pasar cada vez más tiempo en la biblioteca del Ateneo y a frecuentar la Cacharrería, la Granja del Henar, la colina de los Chopos o el Lyceum Club,9 donde establece relación con muchas de las personalidades que cambiarían el rumbo de la cultura española durante esas primeras décadas del siglo xx, como recuerda en la segunda parte de su autobiografía novelada, Acrópolis (1984). Era un momento de gran agitación artística, cuyo reflejo se puede vislumbrar al tratar de seguirle el rastro a la inabarcable constelación de publicaciones periódicas y de empresas editoriales que surgieron entre los años veinte y los treinta. Rosa Chacel colabora en muchas de las revistas de la época, como La Gaceta Literaria, Alfar, Héroe, España, Manantial, Meseta, El Mono Azul, Verso y Prosa o Caballo Verde para la Poesía, y será en ellas donde vean la luz, por primera vez, algunos de sus poemas. Es en Héroe precisamente donde, con el impulso de Juan Ramón Jiménez, Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, le publican, en 1936, A la orilla de un pozo, colección de treinta sonetos dedicados a diferentes amistades, entre quienes figuran filólogos como Concha

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Balló apunta en el primer tomo de Las Sinsombrero un comentario de Ernestina de Champourcin sobre Rosa Chacel, el Lyceum Club y su postura respecto al feminismo: “Rosa Chacel sigue siendo un misterio. El club femenino la invitó a sus conferencias y ni siquiera contesta. Dicen que es antifeminista y enemiga del Lyceum, lo que no va muy bien con su estilo literario, bastante avanzado” (Balló 2018, 216).

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Albornoz10 y Ángel Rosemblat; escritores de la órbita del 2711 como Rafael Alberti,12 María Teresa León, 13 Luis Cernuda, 14 Concha Méndez15 y Manuel Altolaguirre y Pablo Neruda;16 otros autores como

10 Concha de Albornoz aparece mencionada en numerosas ocasiones: en la biografía de su marido, Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín (donde, por cierto, se recogen reproducciones de varios de los cuadros que él pintó de la profesora de literatura), en su epistolario, en sus memorias o en el prólogo a Versos prohibidos. Eran vecinas y pasaban mucho tiempo juntas. Los dos matrimonios, el de Concha y Ángel Segovia y el de Rosa y Timoteo, veranearon en la casa que el primero tenía en Asturias. También viajaron juntas a Grecia, durante la Guerra Civil, y se reencontraron en Nueva York y México, durante el periodo del exilio. Aunque Rosa Chacel siempre se refiere a Concha de Albornoz como su amiga íntima, el poeta Luis Antonio de Villena, en Luis Cernuda (2002), indica que Vicente Aleixandre, basándose en lo que Cernuda le había contado, describía la relación que mantenían como lésbica (en Sanz Roig 2006). 11 Además de su autobiografía novelada, en la que el 27 tiene una presencia fundamental, Rosa Chacel compuso otros textos en los que rememora los tiempos dichosos de juventud y efervescencia cultural, como “Sendas perdidas de la Generación del 27” (en Rebañaduras). 12 A su relación con Alberti alude, además de en el prólogo de la segunda edición de A la orilla de un pozo, en entrevistas y artículos, como “Rumbo poético de Rafael Alberti” (Los títulos). 13 María Teresa León nombra a Timoteo Pérez Rubio y a Rosa Chacel en varias ocasiones en sus Memorias de la melancolía: se refiere al primero cuando habla de las labores de protección del Tesoro Artístico Nacional y a la segunda cuando recuerda el periodo que pasaron Alberti y ella junto a Rosa en Berlín y la estrecha amistad que la unía a Concha de Albornoz y a Cernuda. 14 Cernuda, según el testimonio de la autora y de otros representantes del 27, había sido un amigo muy íntimo para ella. Son muestra de ello sus cartas (Cartas a Rosa Chacel) y los dos escritos que ella publicó sobre él: “Luis Cernuda, un poeta” (Los títulos) y “Luis Cernuda a través de Gregorio Prieto” (Astillas). 15 Concha Méndez la recuerda en sus entrañables memorias, cuando habla de Héroe (Ulacia Altolaguirre, 2018, 96). 16 En la entrevista que le hace M.ª Asunción Mateo, explica que tuvo amistad con Neruda y con la que fue su mujer, Delia del Carril, y le cuenta una anécdota graciosa sobre su relación: ante el comentario horrorizado de Chacel por el atuendo que llevaba una joven bailarina extranjera que había llegado con las Brigadas Internacionales, Neruda le contesta: “Siempre serás una señorita de Valladolid” (Mateo 1993, 73).

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Nikos Kazantzakis17 y Máximo Khan;18 artistas como Paz González19 o Gregorio Prieto;20 su hermana, Blanca Chacel, o su marido, Timoteo Pérez Rubio. En el prólogo que antepone a la edición de 1985 de este libro, explica que la idea de escribirlo le vino a partir de una charla que mantuvo con Alberti en Berlín, a donde se había trasladado después de un periodo de inestabilidad emocional provocado por la muerte de su madre y una crisis matrimonial. Allí, en una cafetería de la capital alemana, en un momento de gran inseguridad política, Alberti y Chacel, acompañados por María Teresa León, entonan un canto elegíaco sobre el abandono de las formas clásicas, que el poeta andaluz y la vallisoletana adoraban, quizás por su formación plástica. Entonces, ella exclama: ¿Por qué no hacemos versos clásicos, por ejemplo, sonetos, cuya forma es intocable, metiendo en su redondez de vaso sagrado las más informes, abruptas e incongruentes imágenes? ¿Por qué no practicar la inextricable libertad que nos da el surrealismo, su esencia incontestablemente poética —antes, ahora y siempre— moviéndose sin detrimento en la jaula estricta de los catorce versos que fue dada como el A, B, C? (Chacel 1992, 240)

17 En sus diarios se refiere en varias ocasiones al periodo en que estuvo en Grecia, junto a Concha Albornoz, Kazantzakis y su mujer, y tanto en La lectura es secreto como en Los títulos hay dos textos escritos sobre su obra. 18 Este erudito aparece en forma de personaje en Acrópolis y en Ciencias naturales. En Las cartas a Rosa Chacel se reúnen cuatro epístolas enviadas por él y en Los títulos, una nota que la autora escribió con el motivo de su muerte. 19 Paz González estudió junto a Timoteo Pérez Rubio y Rosa Chacel en la Escuela de San Fernando. Rosa alude en varias ocasiones a su amistad con ella en Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín. 20 Gregorio Prieto también se formó, como Paz González, Timoteo Pérez Rubio y Rosa Chacel, en la Escuela de San Fernando. Por este motivo, en Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín aparece en numerosas ocasiones y en Astillas incluye un texto en el que los recuerda a él y a Cernuda, “Luis Cernuda a través de Gregorio Prieto”.

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Deciden poner en práctica su proyecto: Alberti y Chacel crean versos, mientras María Teresa León los apunta. El resultado es un soneto erótico que dirigían a un amigo. Más tarde, Chacel se da cuenta de que no quiere legar a la posteridad este poema, que califica de “politicoide”, y crea dos nuevos: uno para Alberti y el otro para María Teresa León, este último, influido por la técnica del collage de Max Ernst. En los ratos en que necesita descansar de la redacción de Teresa, va confeccionando otros poemas que acaba reuniendo para A la orilla de un pozo, título que toma del primer verso de la “Fábula del muchacho y la Fortuna” de Samaniego. Aunque el lamento a dos voces de Alberti y Chacel pueda hacer pensar que la aparición de un libro de sonetos a mediados de los años treinta era una salvedad, como indica Ángel Luis Prieto de Paula en su reciente monografía La poesía española: de la II República a la Transición (2021), en aquel momento21 se estaba produciendo un “hervor clasicista” (Prieto de Paula 2021, 49), auspiciado por la celebración del cuarto centenario de la muerte de Garcilaso, del que son indicio El rayo que no cesa (1936), de Miguel Hernández; los proyectados Sonetos del amor oscuro [1935-1936], de Lorca; Misteriosa presencia (1936), de Juan Gil-Albert, y Cántico inútil (1936), de Ernestina de Champourcin. Como indica el mismo investigador, en el seno del 27 se produjo una polémica sobre el retorno de la estrofa que no solo partía de una lectura renovada de Garcilaso y de otros modelos de la tradición, entre los que destacaban los autores del Siglo de Oro (San Juan de la Cruz, Góngora, Lope…), sino de una reformulación del Romanticismo b­ ecqueriano y de un agotamiento de las acrobacias vanguardistas. Si bien el soneto seguiría siendo una de las estructuras preferidas de Chacel, en las poesías que escribe entre los años treinta y c­ uarenta,

21 Juan Ramón Jiménez había fomentado la recuperación del soneto para la lírica moderna en sus Sonetos espirituales (1914-1915) (Crespo 1988, 45). También Alberti había incluido un número de sonetos nada desdeñable en Marinero en tierra [1924] y Cal y Canto [1926-1927] y Gerardo Diego emplearía también esta estrofa en Alondra de verdad [1926-1939].

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que después recogería en Versos prohibidos, publicado en 1978, lo combina con otras formas métricas como los endecasílabos blancos, series polimórficas, lo que Isabel Paraíso de Leal denomina “silva libre de base impar” (Paraíso de Leal 1994, 42), y el verso libre. Este poemario se divide en cuatro partes: “Epístolas morales y piadosas”, “Otros poemas”, “Sonetos de circunstancias” y “Odas”. Sus composiciones, sobre las que pende la influencia de Zorrilla, como ella misma indica en el “Prólogo” a su obra, mezclan sus gustos, peripecias vitales, afinidades y experiencias; no en vano fueron escritas en distintas localizaciones: España, París, Grecia, Nueva York, Río y Buenos Aires, y bajo la aplastante omnipresencia de dos guerras. 2.2. Sensualidad y recuperación del mundo clásico en la poesía de Rosa Chacel A pesar de que, como señala Bianchi, la poesía española de los años veinte y treinta no acató al pie de la letra los postulados del surrealismo francés, asimiló, con la voracidad de la innovación vanguardista, ciertos elementos presentes en este, como la novedad, la transgresión, la subversión, las imágenes oníricas, la libertad imaginativa y el uso del verso libre (Bianchi 2016, 30). Ello se traduce en una mayor presencia de la corporalidad y los impulsos eróticos en la producción de este periodo, paralelamente a la incorporación de formas de sexualidad que se desviaban de la heteronormatividad. En efecto, los cambios históricos propiciados por el ambiente de entreguerras de celebración a la vida, la difusión del psicoanálisis, la experimentación favorecida por las nuevas corrientes artísticas y la emancipación de la mujer contribuyeron a alentar una concepción del sexo más respetuosa con la diversidad. En la poesía femenina anterior a la Guerra Civil, la temática sexual es tratada, en muchas ocasiones, con naturalidad y desenfado, pero adquiere unas peculiaridades específicas en cada caso: si en la obra lírica de Méndez se traduce en una celebración de la plenitud física, el deseo y la unión sexual (Bellver 2001, 40; Lanseros y Merino 2016,

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95; Méndez 2019, 71; Merlo 2010, 147); en la de Champourcin se imbrican el sensualismo desbordante y el misticismo religioso (Bellver 2001, 40; Lanseros y Merino 2016, 155-156; Merlo 2010, 205), y en la de Lucía Sánchez Saornil, Elisabeth Mulder y Ana María Martínez Sagi adquiere la forma de la transgresión, por traslucir un deseo homoerótico (Cacciola 2020, 136-137; Castro 2014, 18; Establier Pérez 2020, 108), en el caso de la poesía de Rosa Chacel, la sensualidad y la exaltación de la belleza, enriquecidas por una compleja red de referencias culturales y por un clima de filohelenismo, reflejan una concepción vitalista de la existencia. Como ella misma declara en la nota introductoria a la segunda edición de A la orilla de un pozo, en su obra poética trata de compatibilizar el amor por lo clásico22 con un sustrato surrealista. Ciertamente, en sus poemas conviven armónicamente la sujeción al estrofismo, las referencias mitológicas, el sentido de la contención y la sintaxis gongorina y latinizante junto a imágenes creativas, frases nominales, yuxtaposiciones de adjetivos e imágenes oníricas (Cole 2000, 74 y ss.; Crespo 1988, 46), la supresión de vínculos lógicos y de la anécdota, la estilización geométrica y la abstracción (Rodríguez Fischer 1986, 86 y ss.). Pero es necesario aclarar que la admiración por los modelos tradicionales, en su caso, no es solamente un deslumbramiento por la forma impecable y la elegancia eterna de la estética grecorromana, sino también el recurso a un sistema simbólico que le permite evadirse de una realidad —y rebelarse contra ella—−, que, en cierto sentido, se le hace insoportable, mediante la recreación de un clima espiritual pagano. De acuerdo con Ángel Crespo, en la obra poética de Rosa Chacel tienen cabida y se complementan el arte apolíneo (es decir, el arte de la razón y lo consciente) y el dionisíaco (el del sentimiento asistido por la intuición y lo subconsciente) (Crespo 1988, 46). Frente a esta idea de complementariedad, Isabel Paraíso de Leal (1994) subraya

22 Sagrario Ruiz Baños se refiere a ella como “sacerdotisa de lo clásico” (Ruiz Baños 1994, 148).

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el antagonismo y condición de opósitos de ambos componentes del mundo poético de Chacel, en línea con la enunciación nietzscheana (Paraíso de Leal 1994, 48-49). La mesura, la contención y el sosiego que transmiten el paisaje venerable de lo clásico y las formas tradicionales no impiden que la corriente embriagadora de la desmesura y de la transgresión circule por su subsuelo y los acabe empapando. Esa influencia de lo dionisíaco, según la misma investigadora, es palpable en la estética del enigma, presente en la poesía chaceliana, caracterizada por una “misteriosa confidencialidad” (Paraíso Leal 1994, 35), que provoca su hermetismo. En relación con esta impenetrabilidad, dice Mangini que en la obra de la escritora abundan las metáforas, la ambigüedad, lo enigmático y la elipsis y se distingue una tendencia a confundir y a provocar. Asimismo, señala que también hay una voluntad de dar un estilo de vida alternativa a algunos de sus personajes, que parecen establecer relaciones homoeróticas, y compara a Chacel con Gertrude Stein, pero explica que, al contrario que esta, “Chacel se vio obligada a guardar las formas en su propia vida por la estricta defensa de la heterosexualidad en España” (Mangini 2001, 159). A pesar de que en sus obras memorialísticas y en sus diarios Rosa Chacel es bastante reservada respecto a su vida amorosa y sexual (aunque no se resiste a dar algunos detalles), en los últimos años han ido apareciendo estudios que, conectando su obra con su biografía, han arrojado luz sobre algunos interrogantes que nos pueden ayudar a comprender mejor su obra poética. Candelas Gala explica, siguiendo a Mangini en “The many Exiles of Rosa Chacel” (1995), que su defensa de la libertad, y, concretamente, de la sexual, hizo de ella una mujer avanzada y que, sin embargo, por esta misma razón, fue aislada de su entorno (en Candelas Gala 2009, 168). Parece colegirse de sus diarios y de la biografía que escribió sobre su marido, Timoteo Pérez Rubio, que su matrimonio atravesó crisis que finalmente consiguieron remontar. En este último libro da a entender, a través de la alusión a Exiliados, de James Joyce, que ambos mantuvieron relaciones extramatrimoniales de forma consensuada y

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que eso los convirtió en perpetuos exiliados, a la vez que provocó algunos de sus conflictos de pareja: En ese libro está todo lo que vivíamos, todo lo que creíamos, todo lo que queríamos. Si alguien se dispone a comprobarlo, encontrará que los personajes no se parecen a nosotros; que el género de vida y las aventuras y conflictos en que se encuentran no parece corresponder a nuestras figuras —las que eran visibles. Sin embargo, aquello éramos nosotros. ¿Podríamos creer que en algún tiempo o lugar llegaría a terminar nuestro exilio? No, pero en este tiempo, si como ya he dicho en otro sitio, miramos el tiempo como patria, en este actual tal vez estuviéramos cómodos. (Chacel [1980] 2021, 105-106)

En Las modernas de Madrid, Shirley Mangini indica que la crisis nerviosa que sufrió Rosa Chacel en los años treinta tuvo que ver con el descubrimiento de las relaciones que su marido y su hermana, Blanca Chacel, dieciséis años menor que ella, habían mantenido (Mangini 2001, 150-151). También en el diálogo con M.ª Asunción Mateo, aunque describe su vínculo como “perfecto”, explica que los dos eran irregulares en sus sentimientos y que pecaban igual (Mateo 1993, 68). Pero es la entrevista de María Carmen Expósito Montes con la amiga de Rosa Chacel, Clara Janés, que la primera incluye en el anexo de su tesis doctoral, la que formula de forma explícita que la poeta y su marido mantenían lo que hoy en día entendemos por una relación abierta: “Eran de una libertad absoluta. Hacían lo que les daba la gana y se lo contaban. […] esta libertad sexual ellos la ejercían pero estando muy unidos” (Expósito Montes 2013, 461).23 En la misma entrevista se aborda otra cuestión relacionada con la vida íntima de Rosa Chacel que también está siendo ampliamente

23 Aunque es posible que, como la autora da a entender en la biografía de su marido, esta situación solamente la conocieran personas muy cercanas a su círculo durante su juventud, en la Transición, en un clima de liberación sexual, Rafael Alberti escribe un poema a Chacel en el que revela la relación que esta mantuvo en Berlín con un psicoanalista español (Alberti 1989).

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debatida en los últimos años: su orientación sexual. Ya habíamos comentado que Mangini (2001) insinuaba su homosexualidad al referirse a sus obras y al conectarla con Gertrude Stein. Paul Julian Smith (1998) también dedica una parte de su estudio Las leyes del deseo. La homosexualidad en la literatura y el cine español (1960-1990) a Rosa Chacel, porque cree advertir en sus memorias un deseo homoerótico. Asimismo, Cora Requena Hidalgo señala que los momentos de mayor sensualidad en sus novelas se desarrollan entre mujeres (Requena Hidalgo 2002) y Eva Moreno Lago, en la documentación personal de Victorina Durán, ha descubierto indicios de que Rosa Chacel podría haber pertenecido al círculo sáfico madrileño, junto a esta autora, compañera suya en la Escuela de San Fernando, y Elena Fortún (Moreno Lago 2020, 132-133). En la citada entrevista de Clara Janés con María Carmen Expósito, en un momento dado, la escritora/editora dice, respecto a la exaltación de la belleza que encontramos en la obra de Chacel, que esa adoración no se dirige solamente a la admiración de las formas masculinas, sino también a las femeninas, y, más adelante, cuando la investigadora le pregunta acerca de su supuesta homosexualidad, contesta: “Ellos eran libres y a lo mejor pues tenían aventuras con los de su propio sexo, a mí eso me da igual…” (Expósito Montes 2013, 463). También Diana Sanz Roig da a entender que Rosa Chacel pudo haber tenido relaciones homoeróticas con algunas de sus amistades y aporta el testimonio de Luis Antonio de Villena, que cuenta que Aleixandre le había contado, basándose en lo que le decía Cernuda, que Rosa Chacel y Concha Albornoz tenían una relación lésbica (Sanz Roig 2006, 457). En cualquier caso, lo que parece deducirse de todos estos trabajos es que la sexualidad de Rosa Chacel no se ajustaba a la heteronormatividad y que, por esa razón, a pesar de que en su época había más tolerancia hacia la diversidad sexual, prefirió no hablar de ella u ocultarla, por temor a ser rechazada.24

24 Aunque, según indica Inmaculada Plaza-Agudo, la homosexualidad iba siendo asumida en ciertos círculos, no había quebrado su condición de tabú para la sociedad en su conjunto (Plaza-Agudo 2016, 86).

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Pero, curiosamente, es en su poesía donde aparece de forma más evidente. Lo hace a través del código simbólico del filohelenismo, en el que tiene cabida esta concepción abierta, sensual y vitalista del cuerpo y de la sexualidad: Desde principios del siglo xx el filohelenismo ha sido uno de los recursos habituales para la defensa de la homosexualidad: el prestigio cultural de la Antigua Grecia constituía un escudo relativamente —muy relativamente— efectivo, su paganismo era una vía de escape ante las amenazas religiosas, su sublimación de la carnalidad en las formas literarias y artísticas valiosas conjuraban la temible amenaza de la patología. (Morán Rodríguez 2010, 215)

Esta homofilia de raíces paganas, el clima de sensualidad y desinhibición, saturado de belleza y elegancia, plagado de referencias culturales clásicas y parnasianas y asentado en un fondo de mediterraneidad, también lo encontramos en la obra poética de otros dos poetas del periodo, con los que Chacel mantenía una estrecha relación y a los que, en diversas ocasiones, demuestra su admiración: Luis Cernuda y Juan Gil-Albert. “Himno a la tristeza” o “A las estatuas de los dioses”, incluidos en Invocaciones (1934-1935); “Urania”, de Como quien espera al alba (1941-1944); “Las sirenas”, de Desolación de la quimera (1956-1962); o “El poeta y los mitos,” de Ocnos (1942), todos ellos del primero; y Misteriosa presencia (1936), del segundo, son representativos de esta afinidad temática. Como en la poesía de sus dos grandes amigos, en la obra poética de Rosa Chacel se entrecruzan las referencias mitológicas y bíblicas en un entramado rico y evocador. Aparecen nombres de personajes como Esther, Cleopatra, Saturno, Ábrego, Océano, Véspero, Afrodita, Rebeca, Minerva, Apolo, Júpiter o Venus; seres mitológicos como las sirenas, las musas o las hespérides; localizaciones como el Éufrates, el Nilo o el Tíber, y alusiones a perfumes, piedras preciosas, obras de arte y tejidos suntuosos. Aunque en la obra poética de Chacel la temática sexual no es abordada de forma tan explícita como en otras compañeras de generación, se describen situaciones, ambientes y formas de gran sensualidad,

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s­ obre todo en Versos prohibidos. En algunos casos, los menos numerosos, se exalta la armonía, la perfección del cuerpo masculino, como, por ejemplo, en “Apolo”, el dios tutelar de la autora: ¡El silencio dictado por tu mano, la línea entre tus labios sostenida, tu suprema nariz exhalando un aliento como brisa en praderas, por gemelas vertientes recorriendo los valles de tu pecho, y en torno a tus tobillos un espacio pálido como el alba! (Chacel 1992, 77)

En otras composiciones, el yo lírico cede la voz al protagonista del poema, como en “Narciso”, donde el texto que lo compone es la lamentación del personaje mitológico ante la imposibilidad de alcanzar al objeto de su deseo: su propia imagen reflejada en el agua: Dónde habitas, amor, en qué profundo seno existes del agua o de mi alma? Lejos, en tu sin fondo abismo verde, a mi llamada pronto e infalible. Nuestras frentes unánimes separa frío, cruel cristal inexorable. Zarzas de tus cabellos y los míos tienden, en vano, a unir lindes fronteras. Sobre el mío y tu cuello mantenido un templo de distancia en dos columnas silencio eterno guarda entre sus muros; nuestro mutuo secreto, nuestro diálogo. (105)

Cuando lo que se exalta es la belleza femenina, muchas veces se alude a esta como a una presencia divina. Es el caso de “Mariposa nocturna”, donde es significativo que el yo lírico se adjetive en masculino: ¿Quién podría abrazarte, diosa oscura, quién osaría acariciar tu cuerpo

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También es una diosa el objeto de una descripción sugestiva y carnal en “Reina Artemisa”, poema que finaliza con la unión sexual de dos amantes “porque el amor anhela su sepulcro en la carne”: ¿A qué profunda alcoba dan paso tus pestañas al alzarse pesadas como cortinas, lentas como manos nupciales o paños funerarios… a qué estancia perenne escondida del tiempo? ¿A dónde va el camino que tus labios descubren, a qué sima carnal desciende tu garganta, qué lecho sempiterno da comienzo en tu boca? (79)

En otras ocasiones, el personaje femenino es una especie de ser mitológico. Con una hipérbole similar a la que emplea Góngora en la Fábula de Polifemo y Galatea para describir el efecto de la ninfa sobre los habitantes de Sicilia, recrea el paso de “La ausente”: Ella vuelve, dejando la morada donde el raptor oscuro la sujeta, y el vello de la tierra se estremece con desvelo febril. Su pie de rosa incontenible avanza y las murallas, como de arcilla, empapan sus efluvios… (74)

En otros poemas, la presencia femenina es evocada como una especie de fuerza de la naturaleza a la que es imposible sustraerse, aunque

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provoque temor en quien la observa llegar y se sabe vulnerable a su irresistible encanto: La que viene, anunciada por sus senos, con el aliento impreso de claveles, a despertar en el almendro mieles y en cielos que de añil visten serenos alternos risa y llanto, sol y truenos a dulce calma o loca brisa infieles y en las ramas aviva los pinceles de verdes, rosas y violetas plenos la que llega anhelada, aunque temida nada la esquiva, nada la resiste la obedecen el polen y la brama. (85)

Finalmente, a veces la temática sexual aparece vinculada, como en la poesía clásica, con el tema de la muerte. Surge la reflexión sobre el paso del tiempo y la pérdida de los goces sensoriales, como en “La ventana que da sobre la muerte”: Llora por las caricias, por las manos que oprimían las manos como hiedra, que besaban las manos como labios. Llora por los alientos que se anudan, por el roce del fuego contra el fuego. (66)

3. Conclusiones Aunque Rosa Chacel nunca le concedió valor a esta parte de su obra, que, sin embargo, no dejó de cultivar, es necesario situar su opinión en un contexto que, si no podemos llamar hostil, tampoco fue alentador respecto a las inquietudes poéticas de las escritoras de los años veinte y treinta. A estas causas sociales, habría que añadir otras de tipo personal, como la libertad sexual practicada por la autora, que, con toda seguridad, la llevó a sentirse incomprendida y aislada, su deseo de ser

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reconocida intelectual y artísticamente y su necesidad de seguir dedicándose a una labor, la literaria, que, como ella misma reconoce en sus diarios, le da sentido a su existencia. A ello probablemente se debe que sea tan autoexigente con sus poemas, en los que muestra su virtuosismo formal, su deslumbramiento por la belleza imperecedera de lo clásico y una concepción vitalista del cuerpo y la sexualidad. Tomando como referencia la tradición lírica (y su estrofa más preciada, el soneto) y adoptando los procedimientos experimentales de la vanguardia, especialmente del surrealismo, compone dos libros de versos —el primero, publicado en 1936, y el segundo, que, aunque escribe entre los años treinta y los cuarenta, no ve la luz hasta 1978— de clima espiritual pagano. El código simbólico del filohelenismo, el ambiente mediterráneo, las referencias al mundo de la Antigüedad clásica, su culto a la belleza corporal, su tono desinhibido y su preciosismo vinculan su propuesta lírica con la de otros compañeros de generación como Luis Cernuda o Juan Gil-Albert, en cuyas obras también tiene cabida el deseo homoerótico, y le permiten superar los estrechos límites morales imperantes. En una época en la que todavía predominaba una visión llena de prejuicios sobre la mujer, sus capacidades intelectuales y su sexualidad, Rosa Chacel se atreve a rebatir juicios asentados o admitidos en su obra ensayística y a introducir realidades que se apartan de lo normativo en sus poemas, como hicieran Ana María Martínez Sagi, Lucía Sánchez Saornil o Elisabeth Mulder. Por todos estos motivos, nos parece que, como nos alienta a hacer Julio Neira, no solo es necesario recuperar su obra por su significación literaria, que, por supuesto, es evidente, sino también por su legado personal (Neira 2009, 46). Por su ejemplaridad como intelectual republicana comprometida con el humanismo y la tolerancia ideológica, por su defensa ética y progresista del derecho a la igualdad de la mujer, por su importancia como un referente femenino de liberación sexual, por su participación en muchas de las empresas culturales de la Edad de Plata, por su actividad como artista y por la calidad de su producción literaria,

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Rosa Chacel se presenta como una figura de extraordinaria relevancia no solo para comprender la historia de las escritoras de la generación del 27, de la que todavía queda mucho por saber, sino también para captar en su amplitud y diversidad, sin omisiones ni cercenamientos, la evolución de la poesía del siglo xx.

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Dar cuerpo al pensamiento: texto y representación corporal de la mujer en la poesía de Ángela Figuera

María Payeras Grau Universitat de les Illes Balears

1. Introducción Ángela Figuera, en una de sus composiciones más divulgadas, se declaraba “mujer de carne y verso” (Figuera 1986, 284), poniendo la corporalidad en el centro de la escritura poética. Lo hacía constatando la verdad de una trayectoria personal, en lo que iba a ser su último poemario publicado (Toco la tierra. Letanías, 1962). Su afirmación operaba como un reconocimiento de esa identidad dual, mixta, de quien escribe y se escribe, poseyendo a la vez una encarnadura ­física,

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empírica, y una encarnadura literaria, armada como construcción del yo en un espacio verbal. Pero el verso actuaba igualmente como constatación del relieve temático de la corporalidad en el conjunto de su obra poética, en la que la expresión de su mundo interior desemboca necesariamente en su afirmación como mujer, hecho cuyas implicaciones sociales se hacen ineludibles a medida que su obra poética avanza y va amoldándose a una temática arraigada en la realidad histórica. No obstante, desde el inicio mismo de su obra, la voz de Ángela Figuera tematiza el cuerpo femenino abordando ángulos y perspectivas diversificadas pero encaminadas, en su conjunto, a la transgresión de límites y a la demolición de tabúes en torno a la condición de mujer. Por ello mismo, leída desde una perspectiva actual, atravesada por las reivindicaciones feministas a lo largo de la Transición española y su insistente reivindicación acerca de que “lo personal es político”, podemos afirmar que la poesía de esta autora es política y social incluso cuando se desarrolla desde una perspectiva intimista. La representación del cuerpo es, en la obra de Ángela Figuera, indisociable del marco histórico en que se construye, puesto que “cada encrucijada sociocultural actualiza determinados cuerpos” (Torras 2007, 23). A partir de estos planteamientos, el presente trabajo se propone recorrer la obra poética de Ángela Figuera analizando los principales resortes que activa en la representación del cuerpo femenino.

2. Como “cauce propicio” Tempranamente, la poesía de Ángela Figuera toma conciencia del lastre depositado por el sistema patriarcal sobre la condición femenina a través de distintos mecanismos culturales. En Mujer de barro (1948), centra la controversia en torno a dos núcleos fundamentales: la tradición literaria y la tradición religiosa. Poemas como “Mujer” o “Morena” polemizan con la representación literaria del cuerpo femenino. “Mujer” descarta la idoneidad de metáforas como flor o perfume para expresar la feminidad. Inscritas en una tradición previa que alcanza su máxima expresión en la literatura decimonónica, estas imágenes canalizan la respuesta hostil

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del ­patriarcado a la expansión de la presencia social de la mujer. En este contexto, la literatura de la segunda mitad del xix se carga de imágenes que estigmatizan, fragilizan o desrealizan a la mujer, que “se revelaba por la estela de su perfume, por el frufrú de su paso […] no se veía, se adivinaba” (Litvak 1979, 162). Opuestamente, Figuera conduce su descripción, bajo parámetros realistas, hacia la fisiología femenina y su funcionalidad. “Morena”, por su parte, confronta los rasgos físicos del personaje poético figueriano con los que idealizaron a la mujer desde la Edad Media. El canon petrarquista de belleza consolidó en la poesía lírica un prototipo femenino —muy opuesto, por cierto, al meridional y, además, totalmente inalcanzable para las mujeres campesinas, que trabajaban a pleno sol— que, por la claridad de sus cabellos y la blancura de su tez, casa metafóricamente con el “nácar” y la “azucena” mencionados en el poema (Figuera 1986, 27). Disintiendo de ese paradigma, la autora revitaliza el tópico de la mujer morena propio de la lírica popular, resaltando la oscuridad de sus rasgos y asimilándolos al color de la tierra a la que pertenece. Esta descripción, confrontada con el modelo tradicional, es relevante en tanto que los rasgos físicos venían asimismo asociados a cualidades morales: “En el nivel simbólico la blancura se identifica con doncellez y la morenez con una vida sexual activa” (Cuesta Torre 1999, 16). La belleza idealizada venía asociada a la espiritualidad, al tópico de la mujer angelical, que a lo largo del medievo se opondría a la mujer pecaminosa, denostada por la misoginia de los predicadores sagrados. Esta percepción, sostenida en el tiempo, llega al paroxismo a lo largo del siglo xix: “La amada romántica es bella y pura, o bella y malvada, o bella y estúpida […]. Las imágenes para representar la belleza de la amada, cuando la describen son las ya topiquísimas de la nieve, el jazmín o el mármol para la tez, el rubí o el clavel para los labios, las rosas para las mejillas y las estrellas para los ojos, con muy escasas variantes” (Mayoral 2008). En este contexto cultural, los versos de Ángela Figuera reaccionan contra modelos literarios muy poderosos, que prolongan un canon de belleza tópico, sin rasgos individualizadores —lo que deshumaniza a la mujer representada—, proclives a desrealizarla y estereotiparla, es decir, a invisibilizarla como ser físico y social. Por todo ello, el discurso

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poético de Ángela Figuera se sitúa en la encrucijada de una tradición literaria que ha polarizado, física y moralmente, la imagen de la mujer entre los estereotipos contrapuestos del ángel del hogar y lo que, en términos de Dijkstra (1994), podríamos denominar “ídolos de perversidad”. El siglo xix, cuya poesía toma Figuera como referente intertextual, es próvido en el intento de explicar la feminidad desde parámetros que la desvalorizan y la perjudican comparativamente con el varón.1 A esta época corresponde la idea de la debilidad física de la mujer, que encontrará también su réplica en un tramo posterior de la poética figueriana. Pero, por lo que respecta a este primer libro, destaca, junto a la controversia con los modelos literarios previos, el debate crítico con el pensamiento religioso. Tomando como referente el poema “Barro”, encontraremos nuevamente la imagen femenina referida a parámetros realistas, así como la identificación del yo poético con la tierra, coherente con el propio título del libro. En el poema, concretamente, barro y carne son equivalentes, dando pie a dos posibles lecturas: una, adscrita al contexto histórico de la posguerra española, y otra articulada sobre el canon occidental de belleza femenina. Respecto al contexto histórico, cabe recordar el influjo que adquirió la Iglesia católica sobre la vida pública, especialmente a lo largo del primer franquismo, una de cuyas consecuencias fue el implemento de estrategias para la reconducción de las mujeres al modelo tradicional, revirtiendo la subversión permitida durante la Segunda República y la Guerra Civil. La obra de Figuera se inscribe también en una corriente de poesía ­escrita

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El discurso pseudocientífico como vehículo de creencias misóginas ha sido denunciado repetidamente por el feminismo. A modo de ejemplo, recuérdese que ya Campo Alange citaba la autoridad de Ramón y Cajal para desmentir que “el volumen del cerebro sea causa de mayor inteligencia”, lamentándose de que, pese a las evidencias, sigan vigentes numerosos prejuicios “incluso para los hombres de ciencias” (Campo Alange 1963, 904). De forma extensa, Bosch y Ferrer han analizado de qué modo los prejuicios científicos perjudicaron la consideración intelectual de las mujeres a lo largo del xix (Bosch Fiol y Ferrer Pérez 2003, 119-133).

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por mujeres, desarrollada, sobre todo, a partir de Mujer sin Edén (Conde 1947), como réplica al trato recibido por estas en el discurso religioso, que denuncian como desigual, estigmatizante y marginalizador. La “mujer de barro” de Ángela Figuera (1986, 25) constituye un sutil alegato contra la ancestral sumisión femenina, a partir de un diálogo intertextual con el Génesis donde “Barro” encuentra un significado específico como reivindicación del cuerpo de la mujer en tanto que realidad autónoma y no como elemento segregado del cuerpo masculino. En este sentido, Roberta A. Quance ha recordado la existencia, en el relato bíblico, de dos versiones acerca de la creación de la primera mujer. En uno (Génesis 2: 6-7; 21-23), el hombre habría sido creado primero por Dios y, luego, de una costilla suya se habría formado a Eva para darle compañía. En el otro (Génesis 1: 26-27), la pareja, hombre y mujer, habría sido formada simultáneamente del barro. El segundo caso, de espíritu más igualitario, es el que asume Figuera al declarar que la materia corporal que la constituye es de barro: “Implícito en ese volver a los orígenes es el deseo de la mujer de situarse en la tradición al lado de Adán, desde el principio, en pie de igualdad, subrayando que ambos son de la misma sustancia” (Quance 1986, 18). El poder de la fábula consolida de facto la subordinación social: “Esta concepción que impregna todos los discursos, incluidos los del sentido común (la costilla de Adán o Adán es, Eva es la costilla de Adán) es el pensamiento de la dominación. El conjunto de sus discursos es reforzado constantemente en todos los niveles de la realidad social y oculta la realidad política de la subyugación de un sexo por el otro” (Wittig 2005, 25). En este sentido, la primera implicación que quería destacar en “Barro” es la que se orienta a la deconstrucción del discurso misógino de la tradición religiosa, que tendrá en su obra otras manifestaciones.2 Respecto a la lectura relativa a la imagen femenina, el poema muestra como objeto de deseo a una mujer cuyos rasgos físicos no coinciden con los estándares de belleza culturalmente asimilados. Este hecho tendía a desarrollarse temáticamente, en la lírica popular, como

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Al respecto de estos temas, consúltese también Quance (1987).

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una imperfección, dando lugar a la autodenigración (Cuesta Torre 1999, 12). Figuera, contrariamente, se afirma en las características no normativas, aunque requiere la validación del otro, en este caso, del amante, que la desea tal como es. También en “Hermosa” y en “Vieja” relativiza el concepto de belleza que, en la experiencia cotidiana de la mujer, debe confrontarse con modelos inaccesibles e irreales, además de soportar la presión creciente por prolongar una imagen juvenil, exigencias que desestabilizan el concepto de la mujer sobre sí misma. Tanto en “Hermosa” como en “Vieja” se dirige a la voz plural e indeterminada que descalifica su apariencia externa, reconociendo, en el primero, que ha llegado a interiorizar esa presión exterior sobre su físico. Numerosos referentes culturales perpetúan una imagen idealizada de la mujer que mina su autoestima en el ámbito privado, al tiempo que dificulta su progreso en el ámbito público, pese al hecho probado de que “[l]a belleza no es universal ni inmutable, aunque Occidente pretenda que todos los ideales de belleza femenina parten de un único modelo platónico de mujer ideal” (Wolf 1991, 16). Dentro de estos parámetros, el poemario destila, en muchos momentos, una gran sensualidad y muestra a la hablante poética disfrutando de su sexualidad sin tapujos, sin trauma y sin sentimiento de culpa, lo que ya es, en sí mismo, notable, porque escapa de la censura moral, social y religiosa sobre el placer femenino. Estas desviaciones de la norma patriarcal cobran especial relevancia en el contexto sociohistórico de los años cuarenta, en que se publica el poemario,3 encontrándose la desviación máxima en el poema “Deseo”. En este se produce un reproche de la mujer al amante por su falta de atención hacia las señales de deseo que ella le envía y, a la vez, un reproche al sistema, que sofoca en la mujer la expresión abierta del mismo. La represión de la libido femenina tiene una de sus manifestaciones en el veto que recae sobre ella de tomar la iniciativa en las relaciones

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Entre los distintos compendios acerca de la situación social y cultural de la mujer durante el período al que corresponde Mujer de barro, destaca por su enfoque ensayístico, narrativo y autobiográfico el libro Usos amorosos de la posguerra española (1987), de Carmen Martín Gaite.

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sexuales, ­desarrollando, también en el terreno íntimo, la tradicional distribución de roles de género, en la que se le atribuye al hombre el papel activo y a la mujer el pasivo. El control del patriarcado sobre el cuerpo femenino se infiltra, tal como el poema reconoce, en lo más intrincado de la conciencia personal. Las costumbres sexuales serían también, por ello, un ejemplo de dominación que llega a alcanzar “una ingeniosísima forma de ‘colonización interior’, más resistente que cualquier tipo de segregación y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de las clases” (Millet 1995, 69-70). La denuncia de Figuera se inscribe, además, en el contexto de los primeros años del franquismo, cuando las mujeres republicanas, como nuestra poeta, sufrieron la violencia institucionalizada del bando vencedor, tanto la general como la que estuvo directamente dirigida contra ellas, habiendo acuñado la historiografía que se ocupa del tema —todavía insuficiente— términos como “represión sexuada” o “violencia duplicada” (Guillén Lorente 2019). El régimen franquista impuso una moral hegemónica bajo los dictados del catolicismo más conservador, que solo admitía el sexo en el contexto matrimonial y orientado a la procreación, censuraba en la literatura, el cine y otras manifestaciones culturales las imágenes eróticas, penalizaba las muestras de afecto público en las parejas, impedía la coeducación, etc. La acción de la Sección Femenina de Falange, asociada a la moral católica, fue fundamental en la construcción de una feminidad subordinada en todos los órdenes, estimulando la interiorización de principios que exaltaban la castidad y estigmatizaban en las mujeres la búsqueda del placer sexual.4 Mujer de barro configura un personaje poético que disfruta su sexualidad sin culpa, como sujeto de deseo y sin necesidad de poseer un cuerpo canónico. En este sentido, proyecta la imagen de una mujer liberada de los tabúes culturales, sociales y religiosos que reprimen su sexualidad.

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Acerca de esta temática, pueden consultarse, entre otros, Blasco Herranz (2000), Gallego Méndez (1983), Richmond (2004), Roca i Girona (1996) y Sánchez López (1990).

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Otro núcleo temático interesante es el que reivindica a la mujer como sujeto competente, como sucede en “Poquita labor”, donde se rebela contra el menosprecio que recae sobre el trabajo femenino, tanto el que se considera biológicamente natural como cualquier otro, lo que espolea la necesidad identitaria de reconocimiento laboral. Eso es muy perceptible entre las poetas de la época, que encontraron en el hecho de ser escritoras no solo un medio de expresión, sino también un ancla identitaria en el seno de un sistema patriarcal que les impedía desplegar su talento. Y, teniendo en cuenta que, en este sistema, las mujeres eran consideradas inhábiles para la creación artística, Figuera contraviene ese prejuicio en poemas como “El fruto redondo”, “Alumbramiento” y “Perdido”, en los que el proceso de la escritura se equipara a los procesos biológicos femeninos de gestar y dar a luz. Así es como la autora vulnera el ideario patriarcal a través, precisamente, de la maternidad, concepto al que este supedita la legitimación social de la mujer. Por otra parte, volviendo a la imagen del barro, central en el libro, pueden igualmente mencionarse los poemas “En tierra” y “Tierra”, que inician la identificación de la mujer con la naturaleza terrestre. En este libro, ante todo, se trata de poemas que celebran la compartida capacidad de dar vida, pero en ellos está el germen de un discurso posterior que denuncia la explotación, también común a ambas. El disfrute sensual de la naturaleza es en Soria pura (1949), su segundo libro, uno de los temas principales. El placer del sol sobre el cuerpo —“Eva y el sol”— o la caricia del aire capturada en la palabra poética —“Brisa”, “Viento”, “Viento de agosto”— prestan a esta obra la imagen de una mujer erotizando la representación del medio natural de un modo que desestima las imposiciones morales que limitan el uso y disfrute del cuerpo femenino. Especialmente, las imágenes relacionadas con el medio acuático revelan claras analogías entre la delectación en el baño y el placer sexual en poemas como “Río” y “Mar de mi infancia”. En ambos la inmersión en las aguas tiene una clara equivalencia con el coito, que, en el primero, manifiesta una progresión dinámica hacia el clímax. La carga sensual se potencia en poemas como “Río de la noche” o “Nadando”. En el primero, el reflejo de la luna sobre el agua se asimila a una imagen de desnudez f­emenina; en

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el segundo, la mujer se describe siendo abrazada y besada por las aguas del río. De manera coherente con la voluptuosidad que se desprende de todas estas escenas, la mujer se equipara a la Venus recién salida de las aguas en “Nacimiento”. Estos poemas dan lugar a un personaje femenino desinhibido y autosuficiente, que no requiere de un compañero para experimentar sensaciones placenteras. En “Cañaveral”, el personaje detalla una escena erótica encerrada al principio y al final del poema por un verso repetido en que se describe “sola y perdida en las cañas” (Figuera 1986, 94). En este sentido, es también interesante la polisemia de la palabra “Julio”, que puede referirse tanto al mes del año en que tiene lugar la escena como al nombre del marido de Ángela, si bien la reiteración en el poema de la situación de soledad excluye el encuentro matrimonial y, por lo tanto, la lectura más convencional. Es obvio que la autora juega con los límites en un enunciado transgresor. El cuerpo de la mujer se dice y se manifiesta en plenitud, quebrando tabúes ancestrales, proclamando su libertad y su autonomía en un contexto totalmente disuasorio para este tipo de expansiones como es la etapa inicial de la dictadura franquista. Y, en aquellos otros poemas, que también se repiten, donde el amante está presente, la autora establece un juego en el que prima una idea igualitaria de la relación, que, entre otros elementos, utiliza el motivo de la mirada de un modo en que la hablante “abandona su posición de objeto y promueve una interacción con el que la mira” (Lara-Kuhlman 2012, 90). En estos casos, el juego de seducción, en el que ambos participan, no solo traslada una perspectiva igualitaria, sino que naturaliza el deseo de la mujer y lo despoja de connotaciones morales adversas. Ciertamente, contribuye a ello el entorno familiar y costumbrista de esas composiciones —“Baño”, especialmente—, que, de cara a la censura —tanto la institucional como la social—, constituye un parapeto. Pero, sin dejar de tener presente este hecho, es destacable el ejercicio de desestabilización del discurso patriarcal que la autora lleva a cabo. Sabemos que el carácter subversivo de la obra figueriana en este aspecto no pasó desapercibido en los expedientes de la censura sobre Mujer de barro y Soria pura. La peripecia burocrática del primero fluctuó entre la tachadura parcial y la publicación íntegra. Las razones

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argüidas por el censor —en este caso, Pedro de Lorenzo— para su mutilación acusan a la obra de “erotismo impúdico, más acusado por tratarse de versos de una mujer” (en Montejo Gurruchaga 2000, 170). Poco importa que las influencias, en el caso de este primer libro y de otros posteriores, lograran dejar sin efecto el parecer de los eufemísticamente denominados “lectores”. El hecho es que el potencial transgresor se reconoce y que la autoría femenina del texto se considera un agravante, poniendo en evidencia el extremado rigor con que se controla el comportamiento de la mujer. En este segundo poemario comienza ya a desarrollarse la asociación entre la explotación del medio natural y la de la mujer, en una línea que anticipa los presupuestos de la ecocrítica que eclosionará dos décadas más tarde. La simbiosis con la naturaleza se desarrolla claramente en “Álamo”, donde el personaje femenino abraza al árbol, dando lugar a una fusión entre ambos. El árbol se humaniza: posee cintura, venas, cuerpo. En contacto con este, la mujer aspira también a transformarse compartiendo su sangre con la savia vegetal, arraigando y germinando, para brotar después en forma de hoja. El deseo de llevar la propia experiencia más allá de los límites que la duración humana impone fundamenta y da sentido a la imagen. Pero, al mismo tiempo, resulta muy sugerente y anticipadora de futuras propuestas teóricas la idea de esos dos cuerpos vivos como fuerzas capaces de interactuar, nutrirse y trascenderse mutuamente.

3. Entre el “sucio oleaje de las cosas” A partir de Vencida por el ángel (1950), la obra de Ángela Figuera ingresa en una línea que deplora el individualismo de su poesía previa, incidiendo en temas de orientación existencial e histórica, contexto en el que se modifica la representación del cuerpo femenino. El nuevo entendimiento del oficio viene descrito a través de una imagen alegórica que muestra al propio cuerpo como frontera con la realidad exterior, excluyendo la realidad más ingrata, dolorosa y conflictiva. “Egoísmo” muestra al personaje presionando con ambas manos la barrera que contiene el alud devastador que amenaza con

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desestabilizar su apacible intimidad. Entre los aspectos que confiesa haber ignorado, se encuentran algunos vinculados a la realidad de la mujer, que contravienen el ideario dominante que oculta —incluso a las propias mujeres— las circunstancias básicas de la vida sexual y reproductiva. Asentándose en una retórica sublimadora de la maternidad como máxima —y acaso única— aspiración de la mujer, se silencian el dolor del parto, la maternidad como carga, la tragedia de los hijos muertos, etc. Los dos primeros hechos se visibilizan en el poema, socavando así la idílica imagen de la maternidad divulgada por la ideología dominante, orientada a “potenciar una suerte de mística de la maternidad que, dejando a un lado, en un plano secundario, el tratamiento de los aspectos directamente relacionados con el componente fisiológico presente en la reproducción humana, enfatizará de forma privilegiada la vertiente puramente espiritual” (Roca i Girona 1996, 229). La muerte de los hijos —las cifras de la mortalidad infantil fueron elevadas durante la posguerra—, tiene, sobre todo, un desarrollo de carácter histórico en la obra posterior de la autora, vinculado a las consecuencias de la Guerra Civil.5 En Vencida por el ángel, guerra y maternidad se concentran de forma singular en “Bombardeo”. La integridad física del sujeto poético, amenazada por la guerra, se extiende y multiplica en la amenaza sobre el hijo y el amante. Aquí la realidad individual aparece atravesada por la realidad histórica, a diferencia de lo que sucedía en sus primeros libros, y el abrazo conyugal adquiere un nuevo significado, cuando predomina la representación de la fragilidad de los cuerpos ante una amenaza inminente. La conciencia exacerbada y simultánea de la vida y de la muerte se materializa en el cuerpo de la mujer embarazada, inerme ante la agresión. La experiencia del riesgo extrema la tensión

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La Guerra Civil fue, para los poetas que la experimentaron, no solo un trauma personal, sino también un revulsivo en relación a su propia praxis poética, que, en el caso de esta autora, tiene un referente esencial en la obra de Carmen Conde, no solo en cuanto al desarrollo de una poética feminista, sino también respecto a la asunción de un pacifismo activo fundado sobre el concepto de maternidad que, de este modo, abandona la función subalterna que el pensamiento patriarcal le atribuye.

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entre Eros y Tánatos al describir una escena que emula la unión de los amantes, a la vez que subraya la indefensión de la mujer, marginada de la historia. Desde la conciencia de su desvalimiento, Los días duros (1953)6 promueve un empoderamiento de la mujer, redefiniendo el concepto de feminidad. La que se declaró como “mujer de barro” (Figuera 1986, 25) quiere ahora erradicar las connotaciones de debilidad que puedan asociarse a su naturaleza. Ni la “arcilla” ni el “dócil barro femenino” (125) la definen, puesto que son materiales blandos y maleables. Una vez más la autora se enfrenta a los prejuicios misóginos. La declaración con que el poema se cierra, “no puedo desmayarme blanda” (127), es un alegato contra el conjunto de ideas prejuiciosas que llevaron a la definición de la mujer como sexo débil. El siglo xix —cuya literatura es uno de los referentes a los que la poética figueriana se enfrentaba desde los inicios— fue el impulsor de la debilidad física de la mujer y de su inferioridad mental como verdades sociales establecidas: En buena parte, toda la artillería científica del siglo xix fue utilizada para demostrar que los hombres eran superiores a las mujeres, que los hombres eran activos y sus compañeras pasivas, que los varones podían pensar y razonar, y las mujeres solamente sentir y copiar. […] En cierto sentido, la autoridad bíblica, tan injusta con la sexualidad femenina, fue sustituida por la autoridad biológica. (Camacho Delgado 2006, 30)

Estos prejuicios se desarrollan en paralelo a un discurso misógino que vincula la debilidad física y la moral, que solo puede ser redimidas, según los dictados patriarcales, mediante la espiritualización de la mujer: “La domesticidad pretende resituar a la mujer en el ámbito de

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Ángela Figuera reordena sus poemarios en Obras completas (1986), contraviniendo en algún caso su fecha de aparición. Como libro exento, Los días duros no existe. El título publicado en 1953 incluye, en este orden, Vencida por el ángel, Víspera de la vida y El grito inútil, disposición que también altera la cronología de estas publicaciones. Este trabajo respeta la organización final de la obra figueriana, que, aunque póstuma, facilita la percepción global de su recorrido.

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la virtud y para ello debe eliminar el cuerpo, depositario de la moral, transformándolo en el lugar de una ausencia necesaria” (Pozo García 2009, 5). El arraigado prejuicio que calificaba a la mujer como un sujeto amoral y mentalmente débil viene a completarse con la idea de su fragilidad física, actualizando con nuevos argumentos antiguas formas institucionalizadas de discriminación y control.7 Es en este contexto cultural donde la literatura y otras formas artísticas multiplican las imágenes de mujeres enfermas, enloquecidas o, también, muertas. Oponiéndose a esta tradición, Figuera apuesta por una feminidad empoderada, que, a diferencia de los dos primeros poemarios, afronta de manera resuelta el trauma vivido. Ciertamente, Vencida por el ángel planteaba ya un cambio de orientación, la conversión a un nuevo credo poético que la llevaba a incorporar el trauma existencial e histórico —todavía más lo primero que lo segundo— a su obra. Los días duros aporta, no obstante, un espíritu de confrontación que desafía abiertamente la inacción, aspira a superar la mera complacencia en el victimismo y busca estrategias activas de resiliencia. En esa dinámica, la problemática existencial y metafísica se abordan a través de un imaginario donde el cuerpo es la instancia simbólica sobre la que representa su agónica lucha existencial y metafísica en poemas como “Inhibición” y “Habla”, explícitos en imágenes corporales para representar la determinación del sujeto a tomar parte activa en su propio destino y el de sus congéneres, rehuyendo la recurrente tentación evasiva mediante un discurso superador de la dicotomía cuerpo/espíritu. Es también en este poemario donde la maternidad comienza a configurarse como un activo social y donde Ángela Figuera empieza a articular un discurso de reivindicación feminista más consciente. El hecho biológico sufre un proceso de resignificación trasladado al espacio público. En esa nueva demarcación la madre reclama sus derechos: abdica de su función instrumental reproductora para reclamar el acceso a una posición de control sobre los factores socioambientales

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Para conocer sintéticamente el modo en que distintos parámetros vinieron a avalar conclusiones coincidentes orientadas a la sujeción doméstica de la mujer, puede consultarse Cantero Rosales (2007).

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que afectan a sus hijos. En “Madres” el hijo se reivindica como logro específico de quien lo gesta y da a luz, legitimándose la mujer como autoridad en el espacio público y subvirtiendo desde dentro el papel de cuidadora que el pensamiento patriarcal le atribuye. El discurso poético abunda, una vez más, en la deconstrucción del pensamiento religioso. En “Destino” la hablante poética adopta el papel de María, la madre de Cristo, como arquetipo de maternidad universal. La mujer se dirige a Dios en clara referencia a la escena bíblica de la Anunciación (Lucas 1: 26-38), en que acepta gestar a su hijo, verbalizando la frustración derivada del ninguneo y la falta de reconocimiento a que la reduce el sistema patriarcal. Refiriéndose al apelativo evangélico de Jesús, exclama: “Hácese el hijo en mí. ¿Y han de llamarle / hijo del Hombre […]?” (Figuera 1986, 141). La reclamación anticipa el desarrollo de un programa maternalista que plasmará en obras posteriores.8 El poemario con que se completa la trilogía incluida en Los días duros —Víspera de la vida (1953)— ahonda en el concepto de maternidad desde planteamientos existenciales e históricos. Apasionada por la obra de Rilke, al que rinde homenaje en la cita introductoria, se interna en su propia conciencia buscando en la memoria y la reflexión las explicaciones vitales que necesita. En el camino hacia el conocimiento, recala, una vez más, en la idea de la maternidad, entendiendo que la mujer, por su capacidad genésica, tiene un contacto privilegiado con el misterio de la existencia, lo que, paradójicamente, no le aporta prestigio ni reconocimiento social. La denuncia de la invisibilidad y subordinación que el colectivo femenino padece ordena poemas como “Desarmada”, que pone en primer plano el sentimiento de indefensión causado por la discriminación de género. También el quebrantamiento del horizonte vital de la mujer se aborda a través de imágenes corporales —“huesos”, “manos”, “labios”, “frente”, “pechos”, “pies” y “ojos”—, que, inútiles para

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La maternidad, en diversas vertientes, como las que en el presente trabajo se especifican, ha sido tratada por los principales estudiosos de la autora. Algunos análisis destacados son los de Evans (1996), Reyzábal (2009) y Robbins (2000).

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alcanzar sus aspiraciones, la mantienen prisionera y limitada, ávida de una metamorfosis que la conduzca a objetivos como el conocimiento, el dominio y la autonomía. El objetivo del conocimiento —el autoconocimiento, en primer lugar, como expone en “Esta que soy”— se vislumbra como elemento esencial para una transformación que excede ampliamente el plano individual y que se inserta en el de las restricciones sufridas por el colectivo femenino en su acceso al saber. Muy significativo, en este sentido, es el poema que la autora dedica a su propia madre, señalando no solo sus carencias formativas, sino también el desconocimiento de su propio cuerpo, que le impide, entre otras cosas, una mínima planificación de la maternidad. Ángela, que fue la mayor de una familia de nueve hijos, recordaba a su madre “con una permanente mala salud, casi siempre embarazada a los ojos de su hija, mientras fue joven” (Bengoa 2003, 64). Esta madre encarna a las mujeres que vivieron su mismo tiempo y circunstancias, que asumieron dócilmente el papel que les vino impuesto, sin cuestionarlo ni eludirlo. Es el símbolo de una estirpe sometida. La hija, contrariamente a los dictados de la ideología dominante, presenta la maternidad como una carga repetida, como la causa de un profundo desgaste físico, proyectándose hacia el futuro —el futuro, también, de esa misma estirpe— con un propósito resiliente y un concepto renovado de feminidad. El diálogo intertextual con la Biblia contribuye nuevamente a la construcción de sentido en “Piedad”, sobre el que se vierte el concepto de maternidad trágica que tiene su origen en Mujer sin Edén (1947), la obra fundacional de Carmen Conde, que desarrollaba un argumento reivindicativo a partir de personajes y episodios bíblicos. El discurso feminista tomaba la voz de Eva y de María, representativas, en el ámbito religioso, de dos modelos extremos de feminidad: el de la mujer pecadora, por la que entra el mal en el mundo, y el de la mujer angelical, por cuya mediación se logra la redención de la humanidad. Pero lo que la obra condiana pone de manifiesto es que, con independencia de su altura moral y de sus circunstancias, la mujer sufre un destino de subordinación y marginalidad. Además, una circunstancia une a estos dos personajes por encima de todo: la muerte de sus hijos.

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Estas dos mujeres aparecen representadas, una vez más, en Víspera de la vida, dentro de la estela rilkeana que aconseja al poeta aproximarse a los extremos de la vida —el nacimiento y la muerte—, que, para Figuera, confluyen en la figura materna. En “Piedad” la imagen de María tras el descendimiento, sosteniendo el cadáver de Jesús, se superpone a la de la madre de José Alfonso de Gabriel y Ramírez, poeta prematuramente fallecido, en 1949, a la edad de veintiún años. La voz poética se dirige únicamente a la madre, empatizando con su pérdida y su dolor. La tercera secuencia estrófica incorpora la idea del útero materno como utópico espacio sanador, donde el hijo pudiera renacer y ser preservado de la muerte, una idea que aparecerá, reformulada, en Belleza cruel (1958), su penúltimo poemario, vinculado una vez más a la historia bíblica de Eva. Elidida en Víspera de la vida, la presencia latente de Eva se encuentra en dos poemas dedicados a Caín y Abel que dan cuerpo al mito cainita por analogía con la pasada Guerra Civil. En otra línea temática —aunque nuevamente vinculada a la denuncia de la subordinación femenina— hay que mencionar “La sangre”, donde la autora rompe con uno de los tabúes que invisibilizan el cuerpo de la mujer. Los primeros versos evocan la morfología del sexo femenino, haciendo también referencia a la sangre menstrual, hecho biológico culturalmente estigmatizado. Las connotaciones negativas y el sustrato cultural de mitos que lo acompañan conducen al rechazo y el silenciamiento de este proceso natural, lo que convierte en transgresora su tematización por parte de Ángela Figuera, anticipándose en ello a escritoras que inician su andadura décadas más tarde. La autora plantea a partir de este motivo distintas líneas de reflexión. La primera es reparadora en relación al estigma: no hay rechazo, sino que, por el contrario, la mujer acepta esa sangre como un hecho natural que sustenta la vida doblemente, como fluido vital y como parte del ciclo reproductivo humano. Asimismo, esa voz femenina se atribuye capacidad para dejar el legado9 de su sangre a futuras generaciones, para riego y abono de la naturaleza. Este poema ofrece,

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Recuérdese que la capacidad legal de poseer, enajenar y transmitir bienes les ha sido limitada a las mujeres hasta tiempos muy recientes. También la posibilidad

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una vez más, las ideas de integración de la mujer en la Madre Tierra y de preservación del medio natural, opuestas a su dominación y depredación, en una línea nuevamente anticipatoria de los postulados ecofeministas que, a partir de los años setenta, colocaron en el centro del discurso teórico la relación entre el sistema patriarcal y la explotación de la naturaleza. Y, aunque la posterior evolución del feminismo ha advertido sobre los peligros de los postulados esencialistas, especialmente de aquellos que parecen alimentar el estereotipo patriarcal que asocia a la mujer con la naturaleza, justo es reconocer que la poesía figueriana deconstruye los roles de género tradicionales dotándolos de sentidos que fisuran el modelo propuesto. Por otra parte, son muy visibles los vínculos teóricos del ecofeminismo con posturas cercanas a la no violencia y al pacifismo,10 que igualmente asientan en las propuestas de nuestra poeta.

4. En la “hora de echar cuentas” El grito inútil (1952) se abre con un poema donde la mujer denuncia la inacción a la que se ve reducida. Las circunstancias históricas se intuyen fácilmente como origen de su adquirida conciencia acerca de la tragedia existencial como certeza ineludible y de la tragedia histórica como consecuencia de hechos evitables. Consciente de la situación que la tiene subyugada tanto en términos de ciudadanía como de género, se muestra como sujeto histórico y social desvalorizado: los límites a su actuación se visibilizan como “pies de arcilla” (Figuera 1986, 171) y la carencia del único valor que la sociedad patriarcal le reconoce se pone de manifiesto, de forma demoledora, con una impactante imagen existencial: “Preñada ya tan solo de mi muerte” (171). En tales

de legar bienes intangibles quedaba puesta en entredicho por prejuicios acerca de su condición moral. 10 Un notable compendio sintético de las distintas teorías ecofeministas que confluyen en esta idea puede verse en Puleo (2011).

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circunstancias, su grito, como reacción de dolor o de advertencia, es inútil, porque cae en saco roto. El poemario se escribe todavía en la resaca emocional de la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial —la hablante poética se describe sola entre los muertos—, dando lugar a que las circunstancias históricas irrumpan en él con fuerza, asumiendo una dimensión espaciotemporal en la que el sujeto poético se muestra de forma compacta en un aquí y un ahora. El grito del título metaforiza también la propia poesía como voz que se alza para reclamar una realidad distinta, más justa y fraternal, más igualitaria para todos, con especial acento en la igualdad entre hombres y mujeres. Semejante esfuerzo conlleva un desgaste que la autora representa como secuelas físicas: desgarro en la garganta y las vísceras. Pero no solo el cuerpo de la hablante poética padece las consecuencias de la situación histórica, sino el conjunto de la sociedad y sus capas más desfavorecidas. En este contexto, la exclusión de las mujeres es la más lacerante y tiene su representación en poemas como “Posguerra”, “Mujeres del mercado”, “Sobramos”, etc. “Posguerra” sitúa desde el mismo título las coordenadas de la reflexión, que arranca de la sorprendente supervivencia en un entorno acuciado por la alta probabilidad de una muerte violenta. Con ironía, expone la fuerza que impulsa una acrítica huida hacia el frente, intentando olvidar el trauma vivido, sin considerar que la desmemoria es la última injusticia hacia quienes quedaron en el camino. La perspectiva de género asoma en la empática mención de las madres huérfanas de hijo, que se confronta, en la sexta secuencia estrófica, con la concepción utilitarista y androcéntrica de la procreación como proyecto político para repoblar el país. Prolongar la estirpe del hombre es el mandato al que se someten “los vientres/virginales y tibios” (174) con la misma ignorancia que lo hicieron generaciones anteriores. En tales condiciones, ya sea hacia la muerte o hacia la vida, la experiencia maternal deshumaniza a la mujer e instrumentaliza su cuerpo para fines ajenos. Como antes decía, a las inscripciones de género se superponen las de clase en la representación de los cuerpos femeninos. Un ejemplo destacado de ello es “Mujeres del mercado”, poema enfocado hacia el

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colectivo de mujeres más desfavorecido, para quienes resultan prácticamente inaccesibles los bienes de consumo básicos. Se distinguen a simple vista, pues su propia encarnadura las delata: “Son de cal y salmuera” (178), prematuramente envejecidas. Siguiendo la pauta tradicional del retrato poético femenino, la autora se refiere a sus ojos y a su cabello, pero no para representar su belleza, sino su desgaste físico y moral. La vida no ha sido ni será piadosa con la arcilla de la que fueron formadas. Su cuerpo se describe como “[a]rmadura oxidada con relleno de escombros” (178), metáforas que traducen las ruinas de su existencia y la precaria armazón autodefensiva con la que se protegen de continuas agresiones. Condenadas a la doble marginalidad de ser mujeres y pobres, padecen las miserias de clase acrecentadas por las de género. Bajo la mirada de Figuera, se las ve administrar recursos casi inexistentes, asumir el cuidado de una prole en continuo aumento y soportar la sumisión al marido.11 Una vez más, representa una faceta de la maternidad silenciada por el ideario oficial, que es la no planificada ni deseada, fruto de un sexo insatisfactorio y vivida como una carga que se ejerce sin ternura. Figuera desafía de este modo a la ideología dominante planteando temas conflictivos que atañen, por una parte, a la descripción realista de la situación social, muy alejada de la que presenta la propaganda del Régimen, al mismo tiempo que desarticula el discurso androcéntrico y patriarcal con esa imagen demoledora de la realidad femenina. La descripción figueriana casa enteramente con testimonios de época, como el de Gerald Brenan sobre la extendida miseria de la primera posguerra y las figuras femeninas, prácticamente deshumanizadas, que encontró en ella (Brenan 1950, 71). El contexto general del poemario expande la visión problemática de la realidad desde esa doble perspectiva de clase y de género, que da voz, sin explicitarlo, a los vencidos de la guerra.

11 En palabras de Rodríguez Cacho, la autora abordaba sin tapujos en este poema “la gran expulsión sufrida por parte de las mujeres de las clases populares (y aun de otras más altas): el de la propia vivencia de la sexualidad” (Rodríguez Cacho 2017, 311).

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“Sobramos”, por ejemplo, hace una lectura de la situación social que contempla especialmente la posición de las mujeres en el marco histórico de la posguerra, a través de una tipología representativa. Visibiliza, por una parte, a las mujeres dedicadas a la prostitución, cuyo número creció exponencialmente en una sociedad donde tantas mujeres solas tenían que ganarse la vida sin haber recibido capacitación profesional para hacerlo. La prostitución se desarrolló bajo tolerancia administrativa en un contexto favorecido por “la institución social del noviazgo largo junto con la alta valoración social de la virginidad femenina y el culto a la virilidad” (Guereña 2005, 169). El poema menciona también a las “madres dormidas con una piedra al cuello”, una imagen de muerte o de asfixia vital que no especifica causas ni circunstancias, quedando abierta así a múltiples interpretaciones. Y, en el seno de una sociedad que propone el matrimonio casi como única salida airosa para su desarrollo personal, la autora se refiere tanto a las menospreciadas “solteronas” (Figuera 1986, 191) como a las jóvenes casaderas, embrutecidas por un sistema que no las invita a cultivarse y que desdeña de muchas formas el talento femenino. Dentro o fuera del sistema, la mujer aparece como un estamento aparte, segregada. Naturalmente, la situación social se presenta como agravante de la premisa anterior. Así es en “Mujeres del mercado” y en “La cárcel”, donde se hace referencia a la marginalidad como hecho estructural derivado de una sociedad estratificada donde los privilegios de las clases altas imposibilitan el ascenso socioeconómico. El orden impuesto después de la guerra preserva las jerarquías establecidas, perpetúa la marginación y estigmatiza a los vencidos. El origen social del individuo se entiende como decisivo para su desarrollo posterior y, una vez más, se hace eco de la situación desde una perspectiva de género recordando a mujeres condenadas a dar a luz a un preso tras otro. Así lo verifica también la historiadora Sofía Rodríguez, que habla de “los jóvenes convertidos en chivos expiatorios, por la miseria de posguerra” (Rodríguez 2013, 145). Una vez más, la imagen de la maternidad dista mucho de ser idealizadora: las madres marginadas, por su condición económica o política, dan a luz a hijos marginados. La voz de Figuera denuncia, en esta obra, la estanqueidad de las clases sociales, del mismo modo que refleja la represión de los vencidos. La maternidad no es un abstracto

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que sucede en el mundo de las ideas, sino una realidad concreta que acontece, para cada mujer, en un entorno biográfico, sanitario, económico y que varía por completo la experiencia de cada una de ellas. En este entorno, la imagen maternal de la mujer se hace bifronte, planteando, por una parte, su situación real y, por otra, un proyecto de feminidad insumisa con capacidad para obrar e intervenir en el orden político. En esta segunda perspectiva tienen relevancia poemas como “Rebelión” o “Éxodo”, que se proponen la acción de las mujeres en la vida pública desde posiciones maternalistas, que trasladarían al plano público las habilidades desarrolladas por ellas en el ámbito privado, como los de cuidadoras y mediadoras en conflictos. El activo principal de esta propuesta consiste en su proyecto pacifista, que se prolonga desde lo que estrictamente sería la ausencia de beligerancia armada hasta el aquietamiento de la convivencia social basada en nociones de equidad, justicia, etc. “Éxodo” describe la huida desesperada de una mujer en busca del lugar apropiado donde “amamantar en paz” (Figuera 1986, 189). La crianza del hijo, en un espacio ocupado por “hombres erizados de encono” (189), representa la búsqueda utópica de la mujer —en sentido literal, puesto que no halla lugar donde protegerse— frente a una sociedad patriarcal regida por otros intereses. De ese marco surge la necesidad de una insumisión femenina —una “Rebelión”— que defienda posiciones humanitarias frente a intereses espurios, oponiéndose “a los sistemas simbólicos —el gobierno, la Iglesia, la burguesía— responsables de tanta injusticia” (Robbins 2000, 561). Ahondando en el compromiso social, Belleza cruel (1958) es un poemario que escenifica el reencuentro del exilio interior y del exterior a través del famoso prólogo de León Felipe. La historia de su publicación en México es también muy conocida,12 permitiendo a la autora eludir la censura. En clara continuidad con El grito inútil, desarrolla los postulados de la poesía social, que la llevan a entender el testimonio de su tiempo histórico como necesidad irrenunciable, en pugna con el íntimo deseo de evasión, al que no puede ceder ahora

12 Véase, al respecto, Medina Puerta (2021).

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que en ella se ha operado un cambio irreversible que el primer poema del libro describe en términos de transformación corporal. La autora recalca de este modo una conciencia de estar en el mundo que subraya su carácter relacional como obligación de ver y comprender al otro, a esa alteridad colectiva y anónima que tiene también “rostro”, “frente” y “sangre” (Figuera 1986, 207), que posee identidad propia, que experimenta necesidades y dolor. Desde esa posición empática, la poeta se muestra capaz de asumir la experiencia en su totalidad, aceptando la belleza de la vida, indisociable de su crueldad. La poética de la autora se ha ido modificando, como ella misma, a través del tiempo. Lo mismo que ha cambiado ella, su poesía ha evolucionado hasta transformarse en una “rosa incómoda”, inútil como adorno personal. La propia imagen autorial se implica en relación a unos principios ya irrevocables, mostrando la evolución de la poesía y de la mujer como procesos paralelos: igual que la mujer tuvo que deshacerse del discurso que la endiosaba a costa de fragilizarla, también la poesía ha de renunciar al esteticismo que la aleja de la realidad. La poesía no puede ser —celayescamente— un adorno para una autora que, una vez más, define su ideal poético asumiendo una feminidad distinta de la tradicional. La escritora Ángela Figuera no oculta su edad, como hacen tantas mujeres sabedoras de que la vejez es un paso más hacia la invisibilidad social. Asume, explícitamente, sus años y sus canas, reconoce que su poesía es transparente no solo por inteligible, sino porque desnuda su íntima verdad y acepta que la tinta con que escribe sus poemas es la extensión de su propia sangre, entregándose en cuerpo y alma a su oficio. Entre la variedad de propuestas que encierra Belleza cruel, me interesa destacar tres que suman inscripciones sociales y de género en la tematización de la corporalidad y en las que es fundamental, una vez más, la maternidad. Una de ellas —“Guerra”— recupera el tema como activo pacifista, poniendo de manifiesto el deseo de Eva de gestar nuevamente a Caín y Abel para refundir a sus hijos en nuevos moldes que impidieran la lucha fratricida. Un enfoque inédito hasta el momento en su obra es el que se encuentra en “Niño con rosas”, que describe la llegada al mundo, en el seno de una familia burguesa, de un niño con una discapacidad

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insólita, la de tener rosas en lugar de ojos. El desconcierto inicial de la ­familia da lugar a dos reacciones diametralmente opuestas: la del patriarca, que se avergüenza y lamenta, y la de la madre, que aplaca al marido enumerando características del recién nacido que lo hacen único. La madre, en este caso, representa la energía social integradora frente a la exclusión de aquellos a los que el capitalismo patriarcal considera seres improductivos. El entorno burgués de la situación coincide con la poesía social en la crítica de las clases altas, del mismo modo que, en otros casos, como “Etcétera”, el tema de la maternidad se inserta en el ámbito de la clase social trabajadora. Aquí se retrata a una familia proletaria donde padre y madre trabajan fuera del hogar. Este hecho, lejos de dar como resultado una relación igualitaria en la pareja, pone de manifiesto los desequilibrios de género. De acuerdo con la ideología patriarcal, el padre se reserva el mejor bocado, mientras que la madre le da de su parte al hijo. Las tareas domésticas recaen exclusivamente sobre ella, que padece una doble jornada extenuante. El futuro del hijo, camino de la marginalidad, también viene condicionado por su extracción social. Este mismo motivo se repite en el cuarto poema del bloque titulado “La justicia de los ángeles”, que habla de un muchacho al que la condición psicosocial de la familia condena a la marginalidad. En todos los poemas que comparten esta temática, la maternidad se ejerce como una carga asumida sin herramientas para desarrollarla adecuadamente. El poemario desciende a una casuística concreta que incide en la marginalidad de género. El desgaste inherente a la doble jornada laboral se aplica a la historia de Alejandra, lavandera de profesión, una de esas ocupaciones que, por ser extensión de las labores domésticas, facilitaba la inserción laboral a mujeres sin otros conocimientos. El trabajo, duro e invisibilizado, la condena al sufrimiento físico —que sus manos, principalmente, acusan— y a la vejez prematura. La marginalidad social se centra en Petra, cuya historia de miseria y prostitución la lleva a verse consumida por sucesivas maternidades indeseadas. El cuerpo de la mujer registra las marcas de su realidad social y laboral. También lo registra el del ama de casa característica de la posguerra, la tan encomiada madre de familia: sus manos, ocupadas continuamente en el trasiego doméstico, reflejan las huellas de esas fa-

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tigosas e interminables labores en que consiste su vida. Entrenada para convertirse en cuidadora y ángel del hogar, padece una vida rutinaria y agotadora, ejercitándose, sobre todo, en la negación de sí misma. El poema visibiliza el trabajo doméstico de las mujeres antes de que existiera una conciencia económica acerca del valor, en términos de Producto Interior Bruto, de un trabajo sin descanso y no remunerado. Entre los numerosos aspectos destacables de este poema, vale la pena reseñar una estrofa dedicada a los cuidados corporales aconsejados por la propaganda comercial de la radio, inaccesibles para una mujer de clase media que no puede incluir ya en su agenda cotidiana estos rituales de belleza con que la bombardea la incipiente sociedad de consumo de los años cincuenta. El poemario muestra en este aspecto la evolución económica del país, que ha pasado de la autarquía a la economía capitalista, lo que no revierte en un cambio real del modelo de feminidad propuesto por la ideología dominante, pese a que el acceso a electrodomésticos y otros bienes de consumo pudieran aliviar su carga de trabajo y abrir tímidamente las puertas de su inserción laboral. En el borde final de la escritura figueriana, Toco la tierra (1962) regresa a la simbología originaria del barro desde una perspectiva más existencial y humanista. Numerosas imágenes maternales se suceden en estos versos, reclamando una tierra mejor para todos, un futuro más solidario y fraternal, más logrado. En este contexto, la autora ha potenciado su vertiente maternal hasta el punto de dirigirse a sus lectores con el apelativo de “hijos” (Figuera 1986, 253), a los que inculca, repitiéndola, la letanía de amor y sufrimiento por su propio país y por una idea de enfrentamiento global compatible con la situación de la Guerra Fría. Las líneas temáticas más reseñables, en relación al tema que nos ocupa, serían, en este poemario, la denuncia de la actuación humana sobre la Tierra, tanto en lo que se refiere al expolio de la naturaleza como a las estrategias geopolíticas que dividen artificialmente el espacio humano común. Del bloque conformado por los tres “Sonetos a la tierra”, dos representan, justamente, estas líneas de pensamiento: el segundo constituye una llamada al cuidado del entorno compartido, que pide dedicación y respeto, mientras que el tercero reclama un espacio colectivo liberado de acciones opresoras. En ambos casos,

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sobresale la idea de que la Tierra de todos está amenazada por la depredación y las relaciones de dominio. Otro poema relevante, en este aspecto, es “La frontera”, donde el expolio del patriarcado sobre la Madre Tierra es explícito y el cuerpo ultrajado de esta se asimila al de la mujer. Derivando de esta idea, la Tierra, maternal y mesiánica, víctima y salvadora, se presenta como aglutinadora del cuerpo social, de la humanidad toda, y como generadora de sinergias positivas para el medio terrestre. El personaje poético que elabora este pensamiento se encuentra al final de su proceso vital y muestra su envejecimiento, aceptando la proximidad de la tierra como definitivo lecho. Sus manos, su cuerpo todo, se aproximan ahora al elemento terrestre, reconociéndose otra vez, no en la fecundidad compartida, sino a la espera de la siega final, un destino que la iguala al resto de sus congéneres. También en este tramo final, Figuera se define y se identifica en esa condición dual, de carne y verso, con que ha elegido encarnar el texto y escribir el cuerpo para leer el libro de la experiencia.

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XI.

“No me exijas virginidad alguna”: la poesía erótica de Susana March

Sharon Keefe Ugalde Texas State University A partir de 1939, el Estado español, en colaboración con la Iglesia católica, saturaba la vida política y cultural con un modelo oficial de mujer: “Hacendosa, discreta, amante del silencio, moderada, ‘de natural cándido y de digna simplicidad, mujer santa y vergonzosa, de cristiano y honesto decoro’” (Alted Vigil 1991, 293). Con este panorama de fondo, no es de extrañar que llame la atención la poesía erótica de Susana March (1915-1990): Escandalizaron no poco mis poemas amorosos de Rutas que, sin embargo, no eran nada más que los naturales sueños de una adolescente normal. Quizás puse en ellos una pasión inédita y en potencia que alcanzó

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su plenitud en Ardiente voz —quizá el más amoroso de mis libros— y su remanso en La tristeza. (March 1967, 175)

La crítica repetidamente señala la veta erótica de la poesía de March. María Payeras Grau, por ejemplo, afirma que es “una de las más atrevidas de nuestras autoras a la hora de mostrar su lado sensual” (Payeras Grau 2009a, 281). Susana Cavallo señala la “abierta pasión” en sus libros y añade “algo chocante para el puritanismo de la época franquista” (Cavallo 2006, 450). Fátima Frutos incluye a March entre las poetas de posguerra que, no obstante “lo católico, apostólico y romano”, se atreven a representar el gozo corporal (Frutos 2010, 98). Los antólogos de poesía erótica/amorosa igualmente se fijan en Susana March. Jacinto López Gorgé la incluye en Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). Poesía Amorosa (1967) y, de nuevo, en colaboración con Francisco Salgueiro, en Poesía erótica en la España del siglo xx (1978). También figura en la Antología de poesía amorosa contemporánea (1969), compilada por Carmen Conde. Se confirma el renombre de la poesía erótica de March cuando Carlos Nicolás Hernández la selecciona para figurar con Delmira Agustini (1886-1914), poeta modernista uruguaya reconocida por su atrevida representación de los placeres carnales, en Poesía erótica. Delmira Agustini, Susana March (1999). A pesar del lugar prominente del erotismo en la poesía de March, no hay estudios dedicados específicamente a esta faceta de su obra, un vacío crítico que este trabajo propone rectificar. La primera parte del estudio describe cómo el contraste entre la política de género de la Segunda República y de la posguerra impactó la carrera literaria de March. Como escritora principiante durante los años 1930, la joven poeta pudo conocer lo que prometía ser un futuro de mayor libertad e igualdad. Como mujer madura en la época franquista, vivió la imposición de un modelo de género patriarcal y, además, la censura estatal, ambos obstáculos tanto para la agencia femenina como para la libertad de expresión. Otro factor que afectó directamente su producción poética fue la escasez económica de la posguerra. La segunda parte se enfoca en el erotismo. El análisis de la poesía de March revela la presencia de elementos esenciales del erotismo:

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el cuerpo, la metaforización, los sentidos, la transgresión. Además, permite identificar matices propios de la poeta. Sobresalen la representación del varón desde una perspectiva de mujer, el énfasis en la sexualidad como fuerza atávica, la representación del deseo y del gozo femeninos y el papel activo de esta en el encuentro erótico.

1. El contexto Durante la Segunda República se abrió un camino hacia la igualdad de género, la visión naciente, que celebra Concha Espina en 1931 en el primer número de la revista Mujer. Afirma, con tono eufórico, que la mujer entra en una nueva etapa de independencia e igualdad: “Mujer: […] Amanece para ella. Un nuevo estado social que deconstruye muchas ligaduras arcaicas, rompe esta última esclavitud y coloca a la mujer frente a sí misma” (Espina 1931, 1). Entre las medidas que contribuyeron al cambio, figuran el derecho del sufragio, la igualdad jurídica civil y laboral, la despenalización del aborto y el reconocimiento de las necesidades educativas de las mujeres. Otros factores son la legalización del divorcio y, en el campo de la sexología, la obra de la precoz sexóloga Hildegart Rodríguez, que colaboró con la Liga Española por la Reforma Sexual y en 1931 publicó dos libros reformistas, La rebeldía sexual de la juventud y Profilaxis anticoncepcional. Todo ello incrementó la participación de las mujeres en el ámbito cultural. En pocos meses aparecieron cinco revistas nuevas dirigidas al público femenino, incluyendo Mujer, “una manifestación entre otras, de la voluntad femenina de opinar sobre lo social y lo político” (Bussy Genevois 1991, 15 y 16). En una carta a Carmen Conde, Ernestina de Champourcin comenta una lectura de poesía en la Residencia de Estudiantes en Madrid, dejando entrever cómo las mujeres iban integrándose en el ámbito literario: “Hemos logrado ir sin ‘carabina’ en plan de ‘mujeres emancipadas’” (Champourcin y Conde 2007, 255). La intensa actividad del Lyceum Club Femenino y otras instituciones similares —conferencias, cursos, lecturas y contactos con intelectuales europeas— es otra indicación de la presencia de las mujeres en el espacio cultural (Merlo 2010, 20).

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Susana March empezó a publicar poemas en el diario barcelonés Las Noticias a los catorce años, y su primer poemario, Rutas, apareció en 1938.1 O sea, como mujer joven y escritora precoz, experimentaría la liberalización del comportamiento femenino y la libertad de expresión que caracterizaron la Segunda República. Después de la Guerra Civil, como las demás españolas, se encontró repentinamente encerrada en una construcción del género retrógrada: [S]u reclusión en el hogar era una herramienta básica de control social que permitía doblegar y desmitificar las actitudes libertinas de las vencidas, defenestrar su participación en la vida pública e identificar como buena esposa y madre solo a la que hace de su casa el centro de su vida. (Peinado Rodríguez 2021, 129)

Se desestimaba la capacidad intelectual de la mujer, afirmando que por naturaleza su misión es ser madre y encargarse de la esfera recluida de la domesticidad, y, si la mujer no cumplía con su misión, era transgresora (Nash 1999, 30). El Régimen comparte con la Iglesia católica la labor educativa, con la Sección Femenina y la Acción Católica a la cabeza como instituciones de socialización (Caballero Mesonero 2004, 1525). Como la tradición eclesiástica considera la carne —el acto sexual— el origen y la raíz de casi todos los pecados, las lecciones de moralidad que se impartían eran “por excelencia la moral sexual” (Tejada 1977, 21). Normas de la decencia cristiana, diseminadas por múltiples vías y arduamente vigiladas, enfatizaban la desaparición del cuerpo —mangas largas y 1

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Susana March publicó los siguientes poemarios: Rutas (1938); La plaza real (escrito entre 1939-1945 y publicado en 1987); La ardiente voz (1948, que incorpora “La pasión desvelada”, doce poemas publicados en 1946 en la revista Entregas de Poesía); El viento (1951); La tristeza (1953); Esta mujer que soy (1959); en 1957 apareció en Buenos Aires una antología, Los mejores versos, y en 1966 otra antología publicada por La Isla de los Ratones, Poemas. Antología (1938-1959), y en 1970, Los poemas del hijo, que recoge poemas previamente publicados sobre el hijo. Además, March publicó doce obras de prosa y, en colaboración con su marido, Fernández de la Reguera, Héroes de Cuba: los héroes del Desastre (19631988).

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faldas largas—, la separación de los sexos y la virginidad de la mujer antes del matrimonio. Las casadas deberían entender las relaciones conyugales como un deber para “cumplir con su función natural, la de ser madres, para el bien de la nación2” (Otero González 2017, 554). Hasta eminentes científicos de la época, como el ginecólogo y rector de la Universidad Complutense, el doctor Botella Llusía, afirmaban que hay muchas mujeres que “confiesan no haber notado más que muy raramente, y algunas no haber llegado a notar nunca, el placer sexual, y esto, sin embargo, no las frustra, porque la mujer, aunque diga lo contrario, lo que busca detrás del hombre es la maternidad” (en Tejada 1977, 33). El horizonte de libertades, de autodeterminación y de participación en la esfera pública, palpables para muchas mujeres de la Segunda República, se nubló, y la censura del Estado restringió aún más la vocación de las escritoras. Criticar el Régimen o su ideología no se toleraba y, en el campo de la moral, el erotismo, sobre todo de autoría femenina, era inaceptable. Las inconsistencias en la aplicación de la ley de la censura, con las cuales tropezó March, aumentaban la incertidumbre en torno a la publicación. En una lista preparada por Acción Católica, Orientación Bibliográfica. 6.000 novelas. Crítica moral y literaria (1952), que clasificaba libros como “recomendables” o “peligrosos”, la novela rosa de March Nina (1949) recibió la clasificación de “peligrosa”; sin embargo, publicó sin problemas ese mismo año Ardiente voz, un poemario de contenido erótico (en Lima Grecco y Martín Gutiérrez 2019, 84). La autocensura, un mecanismo de anticipar el negativo de los censores, fue otra forma efectiva de transgredir la libertad de expresión. 1.1. Tensión: mujer de la Segunda República, mujer de la posguerra En la obra poética de March, el contraste entre la construcción del género promovida por la Segunda República y por el régimen ­franquista

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En cursiva en el original.

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se manifiesta como una tensión íntima. Una entrega energética y rebelde a la realización personal choca con una actitud de frustración y desolación frente a una realidad insoportable. En los libros de la primera época —Rutas (1938), La plaza real (escrito en 1939-1945 y publicado en 1987) y Ardiente voz (1949)— predomina la afirmación desafiante. En “Autobiografía” (Rutas), por ejemplo, resuena una voz segura, fuerte e independiente, un eco de la agencia femenina estrenada durante la Segunda República: “¡Oh, sí! Soy la rebelde, la ambiciosa, / la que avanza valiente y victoriosa / con la frente bañada de ilusión” (March 1938, 66). En cambio, en la segunda época —El viento (1951), La tristeza (1953) y Esta mujer que soy (1959)— se impone un tono de triste resignación. En “Hace mucho tiempo”, por ejemplo, el peso íntimo de vivir las dos décadas más duras de la p ­ osguerra y el enfrentarse con la nada existencial hacen desaparecer la confianza y entusiasmo vitalistas: Pero luego todo eso pasó. Me acostumbré a ser dañada y poseída, a renunciar y a equivocarme. Me acostumbré a ser una mujer indiferente y discreta, que apenas permite que le suban a los labios los tumultos del corazón. (March 1953, 39-40)

En sus estudios sobre la poesía de March, Cavallo subraya la persistente tensión subyacente: “La voz lírica oscila continuamente entre actitudes antagónicas: el deseo de rebelarse o de resignarse ante su destino; la angustia en son de interrogante o el silencio, el júbilo o la desolación” (Cavallo 2006, 449). Payeras igualmente recalca el antagonismo que existe entre el “deseo vehemente de ampliar la experiencia personal” y la insatisfacción de ver los proyectos frustrados por la realidad cotidiana que la rodea (Payeras Grau 2009b, 680). La desigualdad de género es un obstáculo para la anhelada realización personal, como aclara el poema “Dudas”, que representa un conflicto entre ser una mujer casada y ser una escritora inconforme con los convencionalismos:

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No me pidas que cambie, que me olvide de todo lo que amo al ser tu esposa; que no es posible poder ser dichosa con un amor que sacrificios pide. (March 1938, 54)

El yo poético siente el “temor de sucumbir al sentimiento amoroso puesto que ello supondría someterse a una dependencia que probablemente resultaría perniciosa para la consecución de sus anhelos” (Vilalta Iglesias 2017, 49). Utilizando una imagen frecuente en la poesía de posguerra de autoría femenina —la ventana—, confiesa el miedo de perder la vocación y la libertad si opta por una relación amorosa convencional: “¡Un hogar sin ventanas / por donde ver el mundo!” (March 1938, 179).3 Reconoce la incompatibilidad de ser amante apasionada y poeta ambiciosa e imagina su vida como escritora: “O tal vez esa inquieta y roja llama que me lanza a la lucha por la fama, yo sola con mis versos contra el mundo” (59). En algunos poemas, la insatisfacción y la frustración no se deben a la falta de agencia, sino a la lamentable degradación de la realidad circundante: “Odios y guerras fratricidas”, “hipócritas mendigos que cubren sus harapos / con regios mantos de virtud” y “niños hambrientos y descalzos” (March 1959, 12). La obra de March expresa el peso íntimo de un modelo de género que desfavorecía sus ambiciones literarias. Las dificultades económicas de la posguerra también impactaron su vocación. Dejar a un lado la poesía y escribir novelas rosas era una manera de enfrontar la escasez. Por necesidad, March publicó más de treinta, algunas con el pseudónimo de Amanda Román. En 1963, March y su marido, el escritor Ricardo Fernández de la Reguera, se comprometieron a escribir doce episodios de los Episodios nacionales contemporáneos, emulando los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Esta labor supuso un trabajo de documentación y de redacción tan intenso que March abandonó la poesía y sus otras actividades literarias. Antes de este

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Para un acercamiento a la significación de la relación entre el género y la imagen de la ventana en la época de la posguerra, véase Martín Gaite (1993).

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­ royecto, había colaborado con revistas literarias y era activa en los p círculos literarios.4 En una entrevista publicada en El Diario Montañés en 1972, Fernández de la Reguera describe cómo cambió la situación por el compromiso con los Episodios nacionales: Los dos trabajamos sin descanso, inmersos en tanto personaje, en tanto ambiente de datos, tanto de España como de fuera de España. Susana, que se dio a conocer como poetisa, no hace ni colaboraciones, ni pronuncia conferencias… nada. Los Episodios son algo así como el pan nuestro de cada día. (en Vilalta Iglesias 2017, 13)

Efectivamente, Esta mujer que soy (1959) fue el último poemario que escribió March.

2. El erotismo En su tratado La llama doble. Amor y erotismo (1993), Octavio Paz subraya que “el erotismo no es mera sexualidad animal: es ceremonia, representación. El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora… es sexualidad socializada y transfigurada por la imaginación y la voluntad” (Paz [1993] 2020, 10 y 14). El cuerpo es el inicio y el eje del encuentro erótico: “Vestido o desnudo, el cuerpo es una presencia: una forma que, por un instante, es todas las formas del mundo… Ese cuerpo que, de pronto, se ha vuelto infinito” (203). El hecho amoroso se fusiona con el erotismo cuando “se manifiesta como expresión de la pasión carnal o de la exaltación del cuerpo” (López Gorgé y Salgueiro 1978, 9). Luzmaría Jiménez Faro aclara esta interrelación al afirmar que “lo erótico es aquella faceta del amor —como atracción entre dos

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March colaboró con Ínsula, Entregas de Poesía, Cuadernos Hispanoamericanos, La Calandria, La Isla de los Ratones, Hontanar, Alfoz, Picamar, Grímola y otras revistas. Su correspondencia confirma su actividad literaria: se escribió con Vicente Aleixandre, Miguel Delibes, Camilo José Cela, Carmen Conde, Ana María Matute, Maria Aurèlia Capmany, Carmen Laforet, José Luis Cano, José Manuel Lara, Manuel Arce y Luis Hormo Liria (Cavallo 2006, 447).

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seres— en que lo sensual tiene un máximo protagonismo” (Jiménez Faro 2003, 5), y, como Paz, enfatiza el papel de la imaginación: [El erotismo] nos sumerge en un mundo creativo en el que la fantasía condiciona el espacio del deseo. Detrás de cada imagen —vivida o soñada— del amor, habita una provocación de los sentidos... Es más importante sugerir, entrever, adivinar, porque es la imaginación la que enciende todas las luces del lenguaje corporal. (5 y 6)

Roland Barthes, por su parte, recalca que el erotismo —arraigado en la imaginación, en la presencia del cuerpo y en los sentidos— puede culminarse en la trascendencia. Describe un erotismo exitoso como “algo tan bello, tan bueno, tan perfecto y deslumbrante que en ese momento el erotismo es una especie de vía de acceso a una transcendencia de la sexualidad” (Barthes 1983, 305). George Bataille, en su teorización, subraya que el erotismo “es, esencialmente, una transgresión de prohibiciones” (Bataille 2020, 114). Como explica Raquel Gutiérrez Estupiñán, para Bataille, “el erotismo implica mostrar el reverso de una fachada que podríamos llamar social, que pone al descubierto aspectos de nuestros cuerpos y de nuestra conducta que en condiciones normales nos avergüenzan” (Gutiérrez Estupiñán 1998, 110). En la escritura de autoría femenina, el elemento transgresor adquiere una dimensión subversiva con repercusiones en la construcción del género. La representación del erotismo se transforma en un acto de rebeldía, en contra de la cosificación del cuerpo femenino y, más ampliamente, en contra de cualquier obstáculo o limitación que impida que las mujeres tengan la libertad de autorrepresentarse (Gutiérrez Estupiñán 1998, 114; Peña Rodríguez 2006, 311-312; Zapata de Aston 2002, 23). En España, a partir de los años veinte y cada vez más intensamente, el erotismo es un reclamo de liberación, una voz contestaria frente a una sociedad patriarcal y un punto de partida en la incesante búsqueda de identidades.

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2.1. Precursoras de la poesía erótica Cuando Susana March empezó a escribir poesía erótica, tenía como modelo la obra de sus precursoras inmediatas de la generación del 27: “[E]s frecuente encontrar en sus textos múltiples referencias al deseo sexual, al cuerpo y al proceso de unión física entre los dos amantes” (Plaza-Agudo 2015, 117); “las connotaciones eróticas de muchos de los poemas constituyen sin duda un rasgo innovador y transgresor en los poemas de autoría femenina del periodo” (90). Resalta la audacia de Ernestina de Champourcin y Concha Méndez (Wilcox 1997, 95). Aquella transforma la imagen del coito en una metáfora de la unión espiritual. Con la transmutación de la realidad corporal crea “una síntesis erótico-mística que espiritualiza lo carnal” (Miró 1987, 308). En sus dos primeros libros, Inquietudes (1926) y Surtidor (1928), Concha Méndez, por su parte, expresa directamente y con naturalidad el gozo corporal femenino. Su poema “Te vi venir presintiéndote”, señala Emilio Miró, “termina con una metáfora luminosamente sexual, en un clímax de intensidad erótica” (Miró 1999, 41). Carmen Conde, cuya obra —libros como Brocal (1929) y Ansia de gracia (1945)— tiene claras resonancias eróticas, es otra influencia. March la consideraba una amiga y admiraba sus logros literarios, como consta en los elogios siguientes: “La primera vez que leí un poema de Carmen Conde, fue en 1944. Acababa de publicar su libro, Pasión del Verbo. Y después de aquella lectura, yo, como el resto de las poetisas españolas, ya no pude seguir escribiendo como hasta entonces”. (March 1968, 9) Además de las españolas, March contaba con las precursoras hispanoamericanas Delmira Agustini (Uruguay, 1886-1914), Alfonsina Storni (Argentina 1892-1938) y Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1895-1979), poetas que representaban abiertamente y con gran sensualidad la experiencia amorosa y la intensidad de la libido.

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2.2. El erotismo de Rutas La tensión que vive March entre la rebeldía idealista y la frustración del desarraigo se refleja en la trayectoria de los poemas eróticos. En la primera época, la intensidad del deseo femenino, la presencia del cuerpo, el gozo y el aire transgresor se expresan con exuberancia vitalista. En los libros posteriores, los sentimientos prematuros del envejecimiento, las meditaciones sobre los estragos del tiempo, los pensamientos de la muerte y de la nada y la desilusión con los proyectos personales disminuyen el número de poemas eróticos, y los que hay se tiñen de desesperación. Rutas contiene ciento siete poemas escritos en la adolescencia. Es un libro de aprendizaje con notable influencia de los modernistas y premodernistas (Cavallo 2006, 448). La variedad métrica y la gama de la intertextualidad —mitología clásica, arte, música y folclore— son también indicadores de la experimentación juvenil. Sin embargo, ya se encuentran implantadas características propias del erotismo de March. Particularmente significativa es la representación del deseo sexual desde una perspectiva de mujer. Como dos antecesoras de la generación del 27, Margarita Ferreras y Concha Méndez (Plaza-Agudo 2015, 91), la poeta recurre a la imagen tradicional del fuego y sus variantes para aludir a cómo la pasión se apodera del cuerpo. La imagen permite a March representar una pasión carnal: “Llevo en el corazón llamas”, “el ardor impaciente” (March 1938, 57); “se enciende locamente un nuevo ardor” (104); “en mis venas palpita la gran fiebre de amar” (106). Otro matiz que resalta en el libro inaugural es el paradigma tradicional del varón conquistador. La anécdota de “El vencedor” sigue la historia folclórica de un guerrero que vence al rey y adquiere el derecho a desflorar a la hija de este. El intertexto adscribe al personaje masculino dimensiones hiperbólicas. Es “brusco y fierro”, “hosco y mudo” y agresivo: “¡Soy el vencedor y quiero / gozar de lo que he ganado!” (March 1938, 101). La imagen fálica —“y el cisne se enardecía”— enfatiza el estado de excitación del guerrero (101).

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Inicialmente, la hija del rey, blanca y virginal, es un espectáculo de belleza controlado por la mirada del vencedor: la desnudez sensual, brazos como jazmines, párpados de seda, pecho de alabastro, una reiteración de las doncellas blancas y vulnerables del Romanticismo, modernismo y simbolismo.5 La joven es pasiva y obediente, dispuesta a cumplir con el trato de su padre (March 1938, 101). Sin embargo, en el momento en que los cuerpos se acercan, se neutraliza el paradigma jerárquico subyugador, reemplazado por una sexualidad ancestral mutua, vitalista y gozosa, asociada con la primavera. De noche, en un lugar recóndito, los movimientos toscos del guerrero se transforman en baile delicado: “Y el cisne picoteaba / su plumaje fino y blanco / escondido entre los lirios” (102). El ardor del vencedor colma a la virgen de placer, hasta que se siente traspasar los límites habituales: La virgen ahogó un suspiro y cerró los ojos glaucos. Bajo su cuerpo latieron los almohadones de raso… Más allá del ventanal ardía el cielo estrellado y mil rosas se ofrecían en el gran triunfo de Mayo. (103)

En “El vencedor”, March modifica el paradigma tradicional del hombre conquistador al expresar el éxtasis de la amante. La representación del gozo sexual femenino, que implica transformar la mujerobjeto en sujeto, reaparecerá en Voz ardiente, como también la sexualidad como una fuerza indomable de la naturaleza. “Chispazos” es el poema de Rutas de mayor interés para indagar la representación erótica. Además de los matices señalados en “El vencedor”, llama la atención el énfasis en la agencia de la amante. Ella exige —frecuentemente con el uso del imperativo— “sus derechos 5

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Para una descripción de la representación de estas frágiles vírgenes blancas en la poesía española de 1840-1920, véase Ugalde (2020, 18-35).

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como hembra”, recordando a los hombres “sus deberes de amantes” (Hernández 1999, 47). Reclama con vehemencia la presencia del varón: “¡Tú ven hacia mí / y tómame entera, como una rosa viva!”; “Despiértame…! Haz que sienta / el ardor impaciente de la carne desnuda” (March, 1938, 171). Persiste la imagen tradicional del amante varonil y audaz, pero esta agresividad, desde el punto de vista de la hablante, no es negativa. Es como si ella hubiera internalizado la presencia patriarcal del amante e, imaginándolo así, intensifica su ardor y éxtasis: “Ven a mí con la audacia / de los antiguos héroes homéricos” (170); “Sé un poco brutal / como aquellos extraños hombres de las cavernas” (172). El yo femenino siente una urgencia de gozar de “cinco minutos histéricos” y de “un largo sorbo embriagante” (170 y 171). Busca el placer y la trascendencia que brinda la culminación del acto sexual. Aunque la mujer todavía no inicia el contacto físico, su actitud invierte, hasta cierto punto, quién domina la escena erótica: “[A]hora es el hombre quien tiene que esforzarse por complacer todo lo que la mujer desee. Debe amarla sin esperar nada a cambio, apasionarla, hacerla vibrar, soportar sus desplantes, mostrarse sensible y a la vez varonil” (Vilalta Iglesias 2017, 228). Otro elemento significativo es la comprensión de que el erotismo, como señala Paz, no es mera sexualidad animal, sino también ceremonia e imaginación. El yo poético exige ambos: la imaginación —“¡Sé un poco poeta”— y la fuerza física —“y un mucho pirata!” (March 1938, 171). Reitera la fusión de la ceremonia metafórica y el cuerpo en los versos siguientes: Dame pasión y amor, y ternuras y frases y versos. Que rimen tus besos en flor con todos mis sueños perversos. (172)

La palabra perversos introduce en el poema una dimensión del erotismo que Bataille considera fundamental: la transgresión, ese poner al descubierto el cuerpo y comportarnos de una forma que normalmente nos avergonzaría. Es un matiz erótico que March reitera en otros poemas.

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2.3. Denuncia de la educación amorosa Si, por una parte, Ardiente voz es un atrevimiento que afirma el poder de la mujer de autorrepresentarse, por otra, es un testimonio de la dificultad de adaptarse a la educación amorosa inculcada. El poema “Si mi amor es tan cauto” capta la tensión inherente al proceso de adaptación. La hablante, que indaga su intimidad, reconoce que existe una pugna entre su ardor sexual y la incapacidad de iniciar el encuentro carnal. El aprendizaje de ser cauta y tímida en los asuntos sexuales la retiene: Si mi amor es tan cauto que, a buscarte, prefiere aguardar en la sombra tu primera llamada, si mi tímido anhelo sabe apenas decirte con torpe lengua el verso que me dicta la sangre. Si no sé darle nombre a esta hoguera en que vivo, ni logro desprenderme de mis cansados credos y ahuyento entristecida los rápidos corceles que habrían de llevarme a tu sueño, a tus labios… (March 1948, 13)

Los “cansados credos” la obligan a recurrir a la “fuerza de macho” para iniciar el contacto físico. Es el varón quien es socializado para desafiar “leyes, prejuicios, miedos” (14). A pesar de la vacilación inicial, el poema cierra con una afirmación de la lascivia del yo poético femenino. Con una imagen que sugiere la penetración, ella exige, casi a gritos, que el amante apague el fuego que la consume: “—¡Oh, Dios, cómo rebosa este fuego, esta llama!— / Rompe tú todo sello, desgarra, libra, entra” (March 1948, 14). Al expresar con vehemencia el deseo, March denuncia “el tabú que pesa sobre la sexualidad femenina” y, al reconocer y rechazar el aprendido pudor, subvierte “la censura patriarcal que recae sobre la mujer en cuanto a tomar la iniciativa en las relaciones sexuales” (Payeras Grau 2009b, 684). En Ardiente voz el yo poético femenino se entrega a la fuerza instintiva de la pasión. Siente el cuerpo arder y verbaliza el

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deseo con orgullo. En el contexto de posguerra esta poesía erótica es transgresora. 2.4. El deseo: una fuerza atávica En Ardiente voz March enfatiza que el deseo es un instinto primitivo que remonta a la génesis del mundo, una conceptualización con precedentes entre las poetas del primer tercio del siglo xx. En Pez en la tierra (1932), de Margarita Ferreras, por ejemplo, el sentimiento amoroso aparece como “un instinto, como una fuerza atávica e irresistible que proviene y conduce hacia el tú” (Plaza-Agudo 2015, 119). Igualmente, en Brocal (1929), Carmen Conde representa la intensidad del deseo primitivo (Plaza-Agudo 2015, 128). La compenetración de la imagen de la mujer con la materia terrestre, presente en la poesía de posguerra de autoría femenina, caracteriza la poesía de March.6 Según Payeras, este vínculo contribuye a “la defensa del derecho al placer erótico”, porque se conciben las relaciones sexuales como “un instinto atávico, primitivo, que renace en el flujo subconsciente de su ser” (Payeras Grau 2009a, 301). El poema “Desvelada pasión” enfatiza este matiz. El yo poético siente vibrar en ella “la aurora del mundo” (March 1948, 35). Para recuperar el latir primitivo, reclama lo originario: “El rumor de bosques primitivos”, el canto de “seres salvajes” y el grito de “la primera virgen violada” (35). El gozo sexual permite volver a sentir “la bárbara dulzura / de la pasión del mundo” (36). El erotismo se funde con la naturaleza y el cosmos; no es solo una experiencia personal, es “la fuerza estremecedora que empuja al mundo hacia adelante, al eje que hace girar la Tierra, la cósmica potencia que todos llevamos dentro y que quizá nunca llega a realizarse en la sencilla y humilde anécdota personal” (March 1967, 175).

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Una afinidad entre el yo femenino, la naturaleza y los orígenes primordiales se manifiesta en la poesía de María Beneyto, Elena Andrés, Cristina Lacasa y Dionisia García, entre otras.

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El origen milenario del deseo se reitera en “Eternidad”. El yo poético afirma que el cuerpo está compenetrado con la génesis y la continuidad del mundo y que ha sido testigo de “la erupción de los volcanes” y del “duro nacimiento de los montes” (March 1948, 16): Fueron mis senos las primeras flores, y mi vientre la almohada de la vida; nacieron de mis ojos las estrellas y de mi mano encendió la viva antorcha de la continuidad. Bestias y plantas latían a la vez en mis arterias. (15)

Las dos primeras estrofas establecen la vinculación entre el erotismo y la naturaleza originaria y, en la última, la hablante, manchada de voluptuosidad primitiva, proclama sin reserva su entrega al amado: Heme aquí, tan antigua como el mundo, con este amor nacido de mi frente, con esta enorme sed que no he saciado. No me exijas virginidad alguna. (16)

El último verso citado añade una dimensión significativa al poema. Por una parte, recalca que el deseo es una fuerza milenaria, pero, por otra, subvierte el modelo del nacionalcatolicismo de la mujer decente, sumisa y pudorosa, quien no debería ni pensar —y menos en voz alta— en el placer sexual. En el contexto histórico de la España de los años cuarenta, “No me exijas virginidad alguna” constituye una denuncia de la femineidad fomentada por el Régimen. Los mensajes de la época sobre la moral cristiana enfatizaban la virginidad antes del matrimonio. En “Eternidad”, el yo poético no solo reclama al hombre que la tome para satisfacer su sed sexual de mujer, sino que “la acepte como es y no pida ‘virginidad alguna’, es decir, que no censure su sexualidad” (Payeras Grau 2009a, 279)

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2.5. El cuerpo y la sensualidad En los poemas eróticos, March vence el pudor inculcado y representa la unión física. Comparada con sus antecesoras de la generación del 27, hay un incremento en el número de referencias directas al cuerpo, aunque todavía existe un grado de autocensura que impide nombrar directamente los órganos sexuales, como lo harán sin reparo algunas poetas de la Transición.7 Característicamente, March opta por un discurso metafórico para sugerir la culminación orgásmica del encuentro, y los cinco sentidos, que dan acceso a los placeres del cuerpo, figuran prominentemente. El poema “Amor” ejemplifica la representación corporal. En la primera estrofa, el apóstrofe “Amor…” y la anáfora “Amor…. Deja que” (March 1948, 55), en combinación con la manipulación juguetona de los adjetivos posesivos “tu” y “mi”, insinúan el gradual acercamiento corporal de los amantes. Ella, más lanzada que en “Si mi amor es cauto”, le pide a su amante que la toque, para que luego él que se deje tocar y besar. Se nombran mano, mejilla, palma, rostro, boca, garganta, rodillas, senos y piernas, casi el cuerpo de cabeza a pies: Amor… Deja que apoye tu mano en mi mejilla. La palma de tu mano sobre mi rostro ardiente. Amor… Deja que acerque mi boca a tu garganta y te bese en el tibio palpitar que la agita. Amor… Deja que siga junto a ti arrodillada, estrechando feliz contra mis senos las dos firmes columnas de tus piernas. (55)

El yo poético observa con placer al otro masculino, fijándose en un cuerpo robusto con aura de lascivia. Ella ya no es el objeto de la mirada masculina, sino que observa la hermosura varonil. Imaginar al varón como un robusto dios mitológico, parte humana y parte 7

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En la década de los ochenta, esta línea de poesía erótica fue iniciada por Ana Rossetti (Los devaneos de Erato, 1980, y Devocionario, 1986) y continuada por Juana Castro (Narcisia, 1986), Isla Correyero, Andrea Luca y otras.

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animal, como Tritón, intensifica la voluptuosidad del yo femenino. Como semianimal, el varón se integra en la representación del deseo como fuerza primitiva: Amor, eres hermoso como un pagano silfo, como un tritón robusto y sonriente; eres voluptuoso como un fauno expectante que gime en la floresta ceñido de lujuria. (56)

En “Amor”, el yo poético imagina el encuentro porque el amante está ausente. Por la distancia, el fuego del deseo no culmina en éxtasis, sino en dolor, que penetra el cuerpo por todos los sentidos: “¡Ay, amor, cómo me dueles en la frente, / y en los labios y en los cinco sentidos / amor, cómo me dueles!” (56). En “Sed”, el hecho de que el amante no esté presente no impide que la hablante imagine la unión de los cuerpos. Inundada por la fuerza del deseo, le llega la voz del amado, una voz antigua de acento griego, de antepasados helénicos, hebreos y rudos celtíberos. El ardor premia y el fuego invade el cuerpo de la amada, quien exige al amado una explicación de su estado: “¡Dime qué fuego es éste / que tú enciendes en mí, como un reguero / de sol desde mi nuca a mis rodillas!” (March 1948, 50). En un estado de frenesí, se dirige a él con un tono casi de reprimenda: “Estás ciego a mi gracia, sordo al supremo canto / que para ti concibo” (50). Solo sentir el tacto del cuerpo del amante, escuchar su respiración y olerlo podrán saciar la sed. El yo desea morir —la petite mort del postcoito— junto a su robusto querido: Me quisiera morir prieta a tu cuerpo, ceñida por tu brazo duro y joven, abrasada de sed y respirando tu olor a varón limpio y admirable. (50)

En “Deseo” la sensualidad corporal confirma la cercanía del varón. El tacto, el olfato y el oído entran en juego, intensificados con el recurso de la reiteración. De nuevo, alternar la repetición de los adjetivos posesivos tu y mi crea una visión de los cuerpos en contacto:

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Me lo dice el contacto de tus dedos sobre mis párpados; tu olor inconfundible a mar, a estrellas, a sudor humano. Oigo tu risa silenciosa manar sobre mi nuca como blanca casada… (27)

Con el olfato, la poeta representa el erotismo como ceremonia e imaginación —olor a mar y a estrellas— y como sexualidad animal —sudor humano—. La representación del otro masculino es multifacética: “Cachorro de centauro”, “alto ciprés latino”, “suntuosa creación de Satán” (March 1948, 28). Como centauro, es un ser salvaje con pasión animal. Sin embargo, como cachorro, es juguetón, inocente, y adorable. La combinación recuerda “un poco poeta y un mucho pirata”, de “Chispazos”. El poema delinea, desde una perspectiva de mujer, las cualidades de un amante: robusto, voluptuoso y decisivo (centauro/pirata) pero, a la vez, sentimental y creativo (cachorro/poeta). La hablante se fija en la lujuria del varón, expresada indirectamente con la imagen fálica de “alto ciprés”. Lo llama “una suntuosa creación de Satán”, es decir, con una disposición ostentosa hacia la maldad, dispuesto a transgredir. Esta imagen se extiende hasta la última estrofa con la presencia de las tinieblas y un estanque oscuro. En esa esfera es donde el yo quisiera culminar el acto sexual para entrar en un estado de éxtasis: “¡Oscuro estanque donde mi deseo / hace brotar los lirios de la gracia!” (28). 2.6. El erotismo teñido de desesperación y nostalgia En los libros de la segunda época —El viento, La tristeza y Esta mujer que soy— los poemas eróticos son más escasos y se tiñen de resignación angustiosa y desolación. El yo poético se enfrenta con la imposibilidad de realizarse plenamente y con la preocupación existencial de la fugacidad de la vida. Estos versos de “La tristeza” resumen el estado de ánimo que predomina en los tres poemarios de la década de 1950:

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Sharon Keefe Ugalde No es el dolor de los amores incumplidos ni los ideales deshechos. No es tan siquiera la melancolía de envejecer. Es algo más tremendo más grande, algo que crece dentro de mí, tal vez en el tuétano de los huesos y que acaso, se llama vida. (March 1953, 11)

En El viento el deseo carnal se origina menos en el cuerpo ardiente y más en la necesidad de escaparse de una vida desoladora. El encuentro erótico se convierte en una forma de sobrevivir. En “Enamorada”, por ejemplo, la hablante suplica al amado: “Dame un hondo dolor / si no puedes darme un perdurable gozo. / ¡Está en mí como sea!” (March 1951, 29). En “Oscuro amor” resuena la misma urgencia desesperada: “Quiero partir contigo, / sin mí, por los senderos / extraños y remotos” (26). La desolación y la resignación apagan el deseo, que existe solo como recuerdo de otra época, imposible de recuperar en el presente. En “Hace mucho tiempo” (La tristeza), como también en “Junio” (Esta mujer que soy), la vitalidad primaveral y el cuerpo deseante existen solo en el pasado: Ayer había pájaros por todos los rincones del cielo, era primavera en las calles y también era primavera aquí, en mi piel, debajo del vestido, debajo de los encajes de mi enagua. (March 1953, 39)

El poema termina con una triste confesión desesperada: “Yo ya no la siento. / Yo estoy como muerta” (39).

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2.7. Instantáneas eróticas Un matiz distinto y original de la representación erótica surge en la segunda etapa. Se trata de poemas centrados en el momento del extraordinario regocijo y éxtasis del amor carnal. La ausencia de lo anecdótico y de descripciones de la prolongada etapa del deseo crea una visión enfocada en el clímax de la experiencia amatoria, la exultación de habitar momentáneamente otra esfera. Como una instantánea fotográfica, “Rondó” (El viento) recorta y capta el instante del éxtasis orgásmico. El título, una referencia a una composición musical del siglo xviii con un esquema de repetición parecido al estribillo poético, establece un tono airoso y rítmico: “Ligero amor, / ligero…”, con su propia sonoridad anafórica, se repite cuatro veces (March 1951, 19). El ritmo acelerado, reforzado por la brevedad de los versos, se fusiona con la fugacidad del momento representado. Asimismo, favorece la ligereza rítmica la repetición de verbos en segunda persona del futuro: “te llevarás”, “sacudirás”, “cruzarás” (19). La elaboración extendida de una sola imagen del amado, “un corcel con alas”, visualmente reitera la apresurada sonoridad del texto. Las alas introducen la sensación de altura y una esfera elevada. Por otra parte, la metáfora del corcel alude a la musculatura y velocidad de un animal salvaje y por su asociación con el fuego —“galopador y ardiente”; “tus cascos de fuego” (March 1951, 23)— y voluptuosidad, rasgos varoniles característicos de los poemas eróticos de March. El arder del corcel y la imagen final, “me quedará la huella de tu paso / sangrante sobre el cuerpo”, sellan la representación del encuentro carnal. El amor físico anula la vida real —“te llevarás mi vida”— para alcanzar otra aleatoria. El hábil uso del recurso de la repetición, la ligereza rítmica y la imagen logran expresar con precisión la intensidad del gozo fugaz. “La campesina” (El viento) es otra instantánea erótica. En este poema el yo hablante no participa en el encuentro, sino que observa su impacto en el cuerpo de una campesina. La joven vuelve de la fuente, “el pelo hirsuto al aire, despeinado, / llena de risa aún” (March 1951,

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24). Vuelve con “los ojos gozadores” y el “cuerpo jubiloso” por haberse encontrado con el mozo “amante de un minuto, bajo el álamo” (24). El ritmo rápido y la marcada concisión de otro poema, “Deseo” (Esta mujer que soy), contribuye a intensificar la representación de la culminación del encuentro. La hablante exige al amado que cumpla con su papel. La urgencia del deseo se expresa con los imperativos “ayúdame”, “cúbreme”, “ámame”, que se disparan uno tras otro (March 1959, 31). Como en “Rondó”, el amante tiene la llave de otro reino, más allá de la vida mundana. El yo hablante ejerce plenamente su agencia reclamando a su esclavo (“esclavo mío”) que cumpla con su trabajo y le abra “las puertas de mi reino” (31). Metafóricamente, el gozo sexual es convertirse en dueña del Universo, de la tierra, del viento, del fuego y del oleaje: “Me bebo el Universo / en tus labios, / amante” (31).

3. Conclusiones: erotismo y autorrepresentación Entre las poetas de la Segunda República y las latinoamericanas modernistas, Susana March encontró modelos para representar la intimidad filtrada por el cuerpo, sin conformarse con imágenes patriarcales. En la escritura de autoría femenina lo erótico es un punto de partida en el proceso del autoconocimiento y en la adquisición del poder de representarse a sí misma: En análisis realizados por teóricas feministas, el erotismo aparece como un elemento de subversión, ya que las mujeres […] tratan de encontrar su propia expresión cuando incursionan en el terreno de lo erótico […]. [S]e trata de dejar de autorrepresentarse como una proyección de la subjetividad masculina y elaborar una forma de representación propia. (Gutiérrez Estupiñán 1998, 114-115)

A pesar de los avances durante el primer tercio de siglo xx que favorecían una mayor independencia para las españolas, realizarse como literata suponía enfrentarse con formidables obstáculos. La situación empeoró en la posguerra, llegando al extremo de promover el e­ ncierro

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de la mujer en la esfera doméstica. Además, el discurso oficial del Estado y de la Iglesia impuso un modelo de mujer silenciada y sin acceso a su propio cuerpo. Hablar del gozo sexual era indecente, un pecado. Se trata de una “[g]eneración sin cuerpo / de tristes guantes blancos” (Sarasua 1990, 29). Para una escritora, abordar temas eróticos durante la posguerra constituía un acto atrevido y subversivo que impugnaba las normas del pudor femenino. Susana March se cuenta entre las poetas que no siempre hablaron “en voz baja / por los largos corredores del silencio” (Sarasua 1986, 56). Antes de ahogarse en el ámbito del nacionalcatolicismo y en las penurias económicas de la posguerra, publica poemas eróticos que subvierten la imagen de la mujer asexual. Son poemas que afirman que el deseo sexual enciende el cuerpo femenino y que atribuyen la intensidad de aquel a su fuerza atávica. March representa la agencia que ejerce la mujer en el encuentro erótico. Con una voz de autoridad, el yo poético exige al varón que cumpla con su parte. Desde una perspectiva femenina, representa un amante robusto, lascivo, fuerte, pero, a la vez, con aire de poeta y la gracia de un cachorro. No se avergüenza del cuerpo, sino que lo nombra envuelto en una sensualidad que aumenta el deseo. Los poemas eróticos proclaman el deleite del éxtasis orgásmico, los “cinco minutos histéricos” (March 1938, 170) y la llegada a una esfera donde “brotan los lirios de la gracia” (March 1948, 28). La protagonista de la poesía erótica de Susana March no es un objeto ni está silenciada, sino que es un sujeto activo que reconoce y goza de su sexualidad y de la autoridad de su palabra.

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Bussy Genevois, D. (1991). “Del otoño del 33 al verano del 34: ¿los meses claves de la condición social femenina?”. En: Las mujeres y la Guerra Civil española. III Jornadas de estudios monográficos. Salamanca, octubre 1989. Madrid: Ministerio de Cultura/Dirección de los Archivos Estatales/Ministerio de Asuntos Sociales/Instituto de la Mujer, pp. 15-22. Caballero Mesonero, B. (2004). “Nosotras, las decentes. La salvaguardia de la moralidad femenina en una ciudad de provincias”. En: Memoria e identidades: vii Congreso de Asociación de Historia Contemporánea, Santiago de Compostela-Ourense, 21-24 setembro de 2004. Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela, 1CD-Rom, pp. 1525-1548. Disponible en: https://maytediez.blogia.com/2009/012302-nosotraslas-decentes.-la-salvaguardia-de-la-moralidad-femenina-en-una-ciudadde.php [Consultado: 29-8-2021]. Cavallo, S. (2006). “Polvo en la tierra: La poesía temprana de Susana March”, Arbor. Ciencia, Pensamiento y Cultura. Escritoras españolas del siglo xx, 182 (720), pp. 447-453. Champourcin, E. y Conde, C. (2007). Epistolario (1927-1995). Edición de R. Fernández Urtasun. Madrid: Castalia. Conde, C. (ed.) (1969). Antología de poesía amorosa contemporánea. Barcelona: Bruguera. Espina, C. (1931). “Mujer…”, Mujer, 1, p. 1. Disponible en: http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0059464263&search=&lang=fr [Consultado: 29-8-2021]. Frutos, F. (2010). “La rebeldía en verso. Poesía erótica femenina”, Bitarte. Revista Cuatrimestral de Humanidades, 17 (50), pp. 93-99. Disponible en: https://www.fatimafrutos.com/la-rebeldia-en-verso-poesia-eroticafemenina/ [Consultado: 29-8-2021]. Gutiérrez Estupiñán, R. (1998). “Escritura femenina y erotismo”, Texto Crítico 4 (7), pp. 109-122. Hernández, C. N. (ed.) (1999). Delmira Agustini. Susana March. Poesía erótica. Santa Fe de Bogotá: Panamericana. Jiménez Faro, L. (2003). “Breviario de los sentidos”. En: Jiménez Faro, L. (ed.). Breviario de los sentidos (Poesía erótica escrita por mujeres). Madrid: Torremozas, pp. 5-11. Lima Grecco, G. de y Martín Gutiérrez, S. (2019). “Mujeres de pluma: escritoras y censoras durante el Franquismo”, REPRESURA. Revista de historia contemporánea española en torno a la represión y la censura aplicadas al libro, 4 (nueva época), pp. 75-104. Disponible en: https://

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Amparo Conde Gamazo: rasgos de una poesía sin cuerpo desde los años cuarenta Elia Saneleuterio Universitat de València

1. La recuperación de poetisas1 del siglo pasado y el caso de Amparo Conde La trayectoria literaria de Amparo Conde Gamazo abarca temporalmente desde 1941 hasta nuestros días y se concreta en casi un ­centenar 1

1 Siendo poeta un sustantivo epiceno y provocando, por tanto, ambigüedades genéricas en ciertos contextos, se opta por el femenino poetisa en los casos donde cabe explicitar el género evitando paráfrasis innecesarias. Sirva el gesto, además, para reivindicar un sustantivo femenino denostado en los usos lingüísticos, como fueron presidenta, médica, abogada, arquitecta y tantos otros, algunas de cuyas representantes, víctimas del llamado “machismo femenino”, siguen ­prefiriendo

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de libros y cuadernos. Esta extensa obra, compuesta y difundida en su mayoría en ámbitos literarios valencianos, se caracteriza por una serie de rasgos de producción que han dificultado su conocimiento y atención crítica, al tiempo que presenta algunos aspectos innovadores en su contexto histórico, social o cultural, especialmente si nos referimos a los elementos paratextuales. La presente investigación pretende, pues, señalarlos y categorizarlos, conectándolos con algunos ejes de contenido relativos a la figuración del cuerpo. Para ello, se ha debido previamente concretar el corpus: Amparo Conde Gamazo es autora de sesenta y dos poemarios, de los cuales se consideran para el capítulo solo los nueve escritos antes de 1968: Solamente poemas, Caminos, Hojas perdidas, Jazmines, Pensamientos, Metamorfosis/Eternidades, El canto del cisne, Arco iris y El cántaro vacío. Dado que los citados títulos permanecen inéditos —motivo que explica que no existan investigaciones sobre ellos—, otra de las aportaciones de este volumen es la muestra antológica que se adjunta como primicia2 y como ejemplo de los análisis que se exponen. Todo ello justifica que hablemos de un doble silencio corporal: el cuerpo de mujer como tema poemático y el cuerpo bibliográfico que proporcionan las editoriales al publicar los libros son dos ausencias significativas en el corpus. Como veremos, estos dos cuerpos ausentes se articulan de manera curiosamente paralela —y acaso con inconsciente interdependencia—: la ausencia de su cuerpo poemático en la historia cultural y la de su cuerpo femenino en su obra son las dos constantes que este estudio pone de manifiesto. Amparo Conde Gamazo nació en Guadalajara (España), el 9 de agosto de 1927; su familia se trasladó a Godella (Valencia) tras la Guerra Civil y actualmente vive en la capital valenciana, en pleno centro histórico. Empezó a componer en los años de posguerra, con trece o catorce años, fecha de estrecheces y restricciones sociales, en

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autodenominarse en masculino porque perciben con desprestigio o, incluso, desprecio la variante flexionada. Es un adelanto de la antología más extensa que se está preparando gracias al proyecto de investigación PID2020-113343GB-I00, financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades para 2021-2024.

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general, y femeninas, en específico, que marcarán absolutamente toda su trayectoria, no por oponerse a ellas, sino por insertarlas de manera suigéneris en su discurso, como veremos. Esta poesía adolescente nació como lugar protegido o reservado3 y estuvo muy influida por sus poetas de cabecera: a principios y mediados de los cuarenta, antes de cumplir los veinte, sus lecturas poéticas se circunscribieron, primero, a los libros que compraba su padre, como Campoamor, Bécquer o Espronceda; más tarde, frecuentó la poesía de Juan Ramón Jiménez y Gabriel Celaya, este último estimado por ella como un padre poético. Aquellos poemas, según recuerda Conde, presentaban ciertos rasgos románticos e incluso humorísticos y se dejaron impregnar de aspectos formales que llamaron su atención, como la escritura de poemas en prosa: Creo que mi pasión desde entonces fue la lectura. Un libro, para mí, era como entrar en un mundo mágico y estremecedor. Hasta me deleitaba el olor de sus páginas. Quizás por ese amor a los libros, escribo y también porque una de mis hermanas, la que más quería, dibujaba y escribía… Murió siendo yo muy pequeña, y quizá haya intentado siempre, inconscientemente, parecerme a ella. Desde pequeña he sido una enamorada de las bellas artes, tratando de abarcarlas sin estudiar a fondo ninguna, dibujando, pintando, tocando el piano, pero de todas ellas sólo me ha quedado la llamada especial de la poesía y en ella navego desde los 14 años más o menos… He escrito infinidad de poemas, con los que casi podría empapelar la casa, reunidos en cuadernillos, algunos publicados, que voy incorporando en Internet. (En Turrones Galiana 2017)

Sus primeras composiciones, incluso recogidas en forma de pequeños cuadernillos, se perdieron o fueron destruidas por la propia autora, según ella misma ha confesado. La primera obra de la que 3

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Sus hermanas leían a hurtadillas sus diarios y, siendo imperante su necesidad de expresarse por escrito, encontró en la poesía un modo de decir menos propicio a interrogatorios y del que le resultaba más fácil distanciarse. Sin embargo, ya nunca se separó de ella, pues la poesía ha sido su “única constante” (Conde Gamazo 1991, 13). Esta concepción del acto poético como refugio de libertad es común a otras poetas (Ugalde 2017, 147-165).

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tenemos constancia es Solamente poemas, de 1948, que precisamente fue la que inauguró su costumbre de autoproducir tiradas limitadas y distribuirlas personalmente. Por esa época viajó a Guinea con su sobrina, nueve años menor, interrumpiendo sus estudios. Antes, a principio de los cuarenta, había ingresado en la Escuela de Comercio; también estudió piano en el Conservatorio y asimismo estuvo matriculada en Artes y Oficios. Su evolución poética responde a la de la gran autodidacta que fue, leyendo a grandes y pequeños poetas cuyos libros encontraba, empolvados, en las bibliotecas, y depurando su estilo a base de práctica. A los treinta y ocho años contrajo matrimonio con Emilio Ros Benet, pintor valenciano con quien compartió inquietudes artísticas mutuamente enriquecedoras. Fueron compañeros inseparables hasta 1977, fecha en que la escritora enviudó, quedándole como fruto de tantos años de convivencia tres hijos: Cristóbal, Andrés y Estrella. De manera oficial, es decir, dentro de los cauces convencionales, Conde Gamazo solo ha publicado una antología (1984) y un libro de relatos (2005), aparte de participar puntualmente en obras colectivas (1991 y 2008). No es este un cuerpo que represente su quehacer literario, que cuenta sus libros por decenas. Aun en la actualidad carece Amparo Conde de esa necesidad de publicar y, dado que ya no sale de casa, el público de sus autoediciones es cada vez más limitado. Como contrapartida, los medios digitales le han proporcionado una ventana al mundo menos costosa que los procesos analógicos que transitaba: desde hace años, tiene Facebook (“amparo.condegamazo”) y escribe un blog (Conde Gamazo 2008-2022), pero va sintiendo progresivamente menos fuerza para mantenerlo activo. La poesía, no obstante, no la ha abandonado, pues es para ella una actividad diaria, que en ocasiones sigue revisando y reestructurando para conformar unidades mayores con cierto sentido unitario; el último libro lo acaba de terminar en 2021 y se titula Cuaderno de bitácora. Todo esto se explica porque, como están documentando los capítulos de este libro, la poesía española de autoría femenina, salvo algún nombre que de manera excepcional alcanzó representación en las antologías, no interesó hasta finales del siglo xx. Respecto a la poesía que se había escrito antes de la Transición, hay que esperar hasta

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mediados de los ochenta para que veamos una apuesta por su recuperación (Buenaventura 1985). Por ello, en aquellas fechas en que ser mujer determinaba de manera muy decisiva la recepción del mundo literario, Conde no sintió que intentar hacerse un hueco en él fuera su lucha. Tras décadas instalada en su modo de hacer las cosas, la apertura de la industria editorial y el auge que las poetas experimentaron con el nuevo siglo encuentran a una Amparo Conde Gamazo ya anciana y sin pretensión de alcanzar la fama ni cosechar más lectores que su círculo pequeño, cada vez más reducido. En realidad, el llamado boom de la lírica femenina peninsular (Hermosilla Álvarez 2005; Calafell y Ferrús 2008; Rodríguez Callealta 2020; Torras 2009) había comenzado algunos años atrás y afecta, precisamente, a las autoras de su generación, nacidas entre finales del xix y principios del xx y con ciertas características comunes que las diferencian de las poetas que se criaron en la Transición (Ugalde 1991; Cole 2000; Garcerá 2019; Garcerá y Porpetta 2019), así que será necesario profundizar en las causas que han mantenido la obra de Conde Gamazo en la sombra. Por un lado, podríamos convenir que, en todas las artes, tanto creadas por hombres como por mujeres, si hay un puñado de nombres que conforman el canon o que figuran entre los más estudiados y conocidos es porque muchos otros ocupan los grados inferiores, más o menos invisibilizados según se acercan a la base. Y esto ocurre tanto en la autoría femenina como en la masculina, si bien parece que, en algunos casos, y de manera muy parecida a como sucedía —y sucede— en el mundo laboral, la cúspide estaba separada de la base por un techo de cristal que actuaba de contención velada para ellas y que solo en casos muy excepcionales se permitía traspasar (cf. Freixas 2015, 140-141). Es cierto que todas las escritoras que empezaron a escribir en la primera mitad del siglo xx sufrieron constricciones de género análogas, pero es un hecho que no las percibieron de igual modo ni todas sintieron la necesidad de rebelarse contra ello por los mismos cauces (Ugalde 1991). El diálogo crítico transgeneracional que hoy establecemos con ellas provoca que unas escrituras resulten más atractivas o más acordes al pensamiento feminista actual, motivo suficiente para que tantos especialistas se estén acercando a quienes transitaron

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estos intrincados caminos literarios con la voluntad de rescatar sus nombres y obras. Así, los destellos lésbicos que explican el silenciamiento de autoras como Lucía Sánchez Saornil, Elisabeth Mulder o Ana María Martínez Sagi por parte de los dictados de la sociedad heteropatriarcal (Neira Jiménez 2007) son precisamente el imán que ha orientado hacia su poesía la brújula crítica de los investigadores en la actualidad. Este interés creciente por las aportaciones de las mujeres de aquella época no puede, empero, obviar el papel que desempeñaron quienes no transgredieron los roles de género de manera tan obvia, puesto que sus textos también son producto de su tiempo y su estudio nos ayuda a entender mejor la historia y la literatura del momento desde una perspectiva de género. Unas por ser demasiado avanzadas o cuestionadoras, otras por ser subversivas, otras por amenazantes en contenido o posición y otras, simplemente, por ser mujeres: las razones por las cuales algunas voces femeninas quedaron invisibilizadas en la historia literaria —sea porque se criticaron y marginaron o, directamente, porque se obviaron (Neira Jiménez 2007)— son variadas y todas merecen atención académica por ser, a su manera cada una, “hijas de su tiempo” (Rodríguez Callealta 2020, 17). El caso de Conde Gamazo, sin duda, debe formar parte de esta historia poética en clave de género a la que este libro pretende contribuir no por el valor en sí mismo de su producción, que también, sino por el hecho de que haya pasado desapercibida una obra que, sin duda, es de las más extensas entre los poetas de todos los tiempos.

2. Concreción del corpus Sin contar la obra perdida o autodestruida, escrita en su primera juventud, y obviando asimismo tanto los poemas sueltos como la producción en otros géneros, la poesía de Amparo Conde Gamazo escrita entre 1948 y 2021 está recogida y estructurada en sesenta y dos poemarios. Excepto Os canto a vosotros, Poemas desnudos y Canción para

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el silencio, que publicó en Trilogía poética (Conde Gamazo 1984), el resto permanece inédito.4 No siempre lo numérico es determinante, pero, si comparamos con otras poetas estudiadas, observamos que la prolijidad lírica de Conde es un rasgo que la singulariza, si bien con matices, pues en realidad presenta cierta consonancia con algunas de las escritoras de su generación —si es que se puede hablar de generaciones poéticas en la etapa preconstitucional (Prieto de Paula 2021)—: por ejemplo, Ernestina de Champourcin y Carmen Conde tampoco dejaron nunca de escribir y publicaron más de veinte y de treinta poemarios, respectivamente, y otras también destacaron por la cantidad de obra en otros géneros, como Concha Espina, con solo tres poemarios publicados, pero hasta medio centenar de novelas editadas en vida.5

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Se indican a continuación los títulos y, entre paréntesis, la fecha aproximada de composición: Solamente poemas (1948), Caminos (1949), Hojas perdidas (1949), Jazmines (1950), Pensamientos (1951), Metamorfosis (1952), El canto del cisne (1953), Arco iris (1954), El cántaro vacío (1960), Eternidades (1968), Remembranzas (1974), Trilogía: Arco iris, Eternidades y Remembranzas (1975), Paisajes del alma (1976), Elegía (1977), Mirra e incienso (1977), Odas particulares (1978), Un pie para la tierra (1979), Cal y Arena (1981), Cancionero (1982), Trilogía poética: Os canto a vosotros, Poemas desnudos y Canción para el silencio (1983), Supervivencias (1985), Oscuras transparencias (1986), Soledades (1986), Amiga soledad (1987), Pronunciación (1986), Pessic de llum (1988), Ensayando a morir (1988), Inmediaciones (1988), Po-ética (1990), Pasaporte para la distancia (1991), Cercanías (1992), Alondra (1993), Pájaros (1993), Verano en la ciudad (1993), Sombra de las palabras (1993), El hijo de papel (1994), Resonancias (1994), Vericuetos (1994), Estampas (1995), Alegoría de mi casa (1995), Balcón de mareas (1998), Bitácora (1998), Cita con el mar (1998), Habitamos el aire (1999), Antorcha (2000), Apuntes de un viaje (2001), Rémoras (2001), Poeta o pájaro (2001), Réquiem por una golondrina (2002), Sortilegio (2003), Crepúsculo (2004), Verso a verso (2006), Eurídice (2006), Palabras en el aire (2007), Irrepetible (2009), Soliloquios del tren (2009), Sombras (2009), Trazos (2009), Más que palabras (2010), Chapeau a José Albi (2011), Variaciones poéticas del sí mismo (2013), Balcón de mareas y sombras (2014), Oleaje (2021), Cuaderno de bitácora (2021). Véase el capítulo de Establier Pérez (VIII) sobre Espina en este mismo volumen.

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Es cierto que, para ser justas, cabría sumar a estas cifras la obra inédita de estas autoras, de lo que no siempre existen datos consultables, pero pocas han permanecido tan fieles a la poesía durante tanto tiempo. Otras poetas que hoy sabemos que escribieron relativamente en la sombra serían Lucía Sánchez Saornil o Ana María Martínez Sagi. La primera, como explica Navas Ocaña en el capítulo III de este mismo libro, dejó inédita toda su obra lírica, salvo un poemario; y la segunda, que había sido conocida en su juventud en otras disciplinas —deporte y periodismo— tampoco se preocupó por publicar sus muchos, casi una decena, de poemarios, hasta que Juan Manuel de Prada recuperó esta faceta suya en la trama novelístico-ensayística de Las esquinas del aire (2000) y luego recogió su obra en La voz sola (Martínez Sagi 2019), ya póstumo.6 Valgan estos ejemplos para mostrar que el caso de Amparo Conde Gamazo no es excepcional, sino que responde al signo de su tiempo, más difícil para las mujeres según retrocedemos en los siglos, y que es necesario este trabajo de rescate y reivindicación de la labor que muchas se conformaron en mantener en la sombra o, en el caso de otras que sí alcanzaron en su época lugares reconocidos de la vida pública, la historia se encargó de sepultar; como esos templos antiguos cuya existencia ignoramos hasta que una excavación arqueológica —que a menudo comienza con hallazgos fortuitos— se encarga de devolverle, si no su esplendor pasado, sí una parte del reconocimiento del que gozaron. Sin embargo, en otras ocasiones, los descubrimientos hallan realidades que siempre estuvieron en la sombra y que, al sacarlas a la luz por vez primera, nos ayudan a comprender la historia y el ser de la humanidad. Acaso la obra de Amparo Conde Gamazo, testimonio literario per se, sirva además para entender las condiciones en que una mujer se dedicaba a la poesía a mediados del siglo xx y cómo expresaba a través de ella su concepción del mundo, de la identidad femenina y de las relaciones humanas. Para este capítulo, se considera la producción condiana anterior a la fecha simbólica de 1968, aunque se da el caso de que casi todos

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Véase el capítulo de Bianchi (VI) sobre Martínez Sagi en este mismo volumen.

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los títulos pivotan alrededor de un año clave, 1950, médula del siglo xx: téngase en cuenta que en 1931 nace la más joven de las poetas recogidas en este libro y en 1955 fallece la más veterana, por lo que en el núcleo del siglo todas están vivas: Atencia y Conde Gamazo son las más jóvenes, pero ya han empezado a componer; el resto tiene, precisamente, alrededor de cincuenta años —diez arriba, diez abajo—, salvo Espina, que ya ha cumplido los ochenta. Aunque cada una alcanzó la plenitud de su carrera literaria en un momento diferente, esta presencia concéntrica del eje secular preconstitucional es un dato que las aúna. Algunas pocas dejaron de cultivar la literatura para dedicarse al matrimonio y la familia, como Dolores Catarineu; muchas otras, a la inversa, se incorporaron tardíamente a la publicación, como se indica en el primer capítulo de este mismo volumen (Prieto de Paula 2023), y también están quienes no llegaron a ocupar nunca la esfera pública, como es el caso de Conde Gamazo, a pesar de contar con la obra más extensa conocida —desconocida hasta ahora, precisamente, por ello—. La cuestión es que los cauces en los que las escritoras se promocionaban eran los mismos en los que lo hacían los escritores, solo que para ellos la relación maestro-discípulo o incluso padrino-apadrinado resultaba la natural, sic, en masculino.7 Así ha sido durante siglos, sin apenas evolución, como se muestra en el estudio sobre escritoras del xvi de Nieves Baranda Leturio: Aunque las escritoras pudieron tener conciencia de que sus obras tenían una recepción más favorable o cómplice entre otras mujeres, sabían que la legitimidad autorial se obtenía entre los hombres doctos o poderosos. Conseguir atención, una recepción favorable y hasta un testimonio de

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Y parece que estas redes de pactos funcionan en todas las artes. Dice y documenta Freixas que, en el caso de las mujeres, los hombres escritores, pintores… que sí tienen un lugar reconocido, “las cooptan no como artistas —o sea, discípulas y futuras iguales—, sino como ayudantes, secretarias, amantes, enfermeras…” (Freixas 2015, 120). Y concluye: “El espaldarazo, el relevo, […] los varones poderosos prefieren dárselos a otros varones, destinando en cambio a las mujeres a unas funciones subalternas que les resultan (a ellos) de gran utilidad” (123).

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elogio entre ellos posibilitaba un acceso a la escritura pública. (Baranda Leturio 2015, 76)

Para una mujer, por tanto, pasar de ser desconocida a ir abriéndose camino en la literatura implicaba un doble esfuerzo de subversión o anomalía (Robinson 1983; Payeras Grau 2009): por el hecho de escribir, franqueando los límites de la agencia pública femenina que imponían un imaginario de recato e intimidad para las mujeres, y por el hecho de osar ser discípula o apadrinada, o siquiera miembro de círculos literarios masculininizados. Muchas, como es el caso de Conde Gamazo, se quedaron en el primer intento; quizás evitar el desgaste de la promoción social fue lo que propició que el impulso creador se mantuviera tan activo durante ochenta años, pero no justifica que siga quedando su obra en la sombra. Si no hay estudios científicos sólidos sobre la poesía de Amparo Conde Gamazo no es porque no tenga la calidad suficiente, ni mucho menos, sino porque ella no ha sentido el interés de esforzarse por darse a conocer. Y no podemos negar que ese trabajo de autopromoción es el que explica la presencia en las historias de la literatura de muchos autores; pocos son los casos en que se les ha reconocido sin que ellos hayan dado primero un paso al frente. ¿Ser mujer ha condicionado que algunas —o muchas— escritoras se hayan quedado apartadas y se hayan resignado a ello sin que afecte a su autoestima o a su motivación para seguir escribiendo? No lo sabemos, porque, precisamente, si están en la sombra no nos consta su existencia. De eso trata parte de la investigación literaria, y más con perspectiva de género: de recuperar esos nombres e indagar no solo en el sentido y aportación de su literatura, sino también en los motivos que la han mantenido oculta.

3. Características físicas de su producción Justo la característica que primero llama la atención de la extensísima producción de Conde es la autoproducción artesanal, y precisamente ese es el motivo de que su obra haya pasado tan desapercibida. También es parte de la razón del título: es una poesía “sin cuerpo” porque

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no la han dejado parirla, darla a la luz. Como se ha avanzado arriba, en realidad no hubo impedimentos explícitos, sino que nadie se lo facilitó y ella encontró en la autoedición el camino. Una de las razones de esa invisibilidad es el hecho de ser mujer, pues, aunque hubo mujeres que sí publicaron, no puede discutirse que a otras se las ninguneó. Si no visibilizáramos casos como el de Conde, estaríamos contribuyendo a la falsa apariencia de que esta discriminación cultural no ha ocurrido, porque no existe poeta varón —y, si lo hay, sería muy interesante comparar las trayectorias desde una perspectiva de género— que haya autoproducido casi un centenar de títulos sin que ninguna editorial le haya facilitado publicar un libro de manera convencional y sin que apenas nadie lo haya tomado en serio. Si desarrollamos las características principales de la producción condiana, podemos agruparlas en dos nuevas constantes, que se mantienen casi sin variaciones durante las ocho décadas en que se despliega la composición de su obra. En primer lugar, la edición artesanal de sus libros: la obra de Amparo Conde Gamazo, cuando se la observa en su conjunto con enfoque investigador, llama la atención no tanto por el gran volumen de inéditos, sino por el cuidado con que estos han sido semieditados por la propia autora. En efecto, los encontramos transcritos, ilustrados y paginados por ella misma, incluyendo la maquetación y la encuadernación, siguiendo un modus operandi propio del siglo xix (Martínez Martín 2001), pues, si bien existen iniciativas contemporáneas que vuelven a lo artesanal, estas se encuadran en proyectos editoriales independientes de carácter grupal (Moscardi 2013). En segundo lugar, encontramos la distribución personal de los ejemplares: esta extensa producción autoeditada ha sido repartida, en tiradas necesariamente reducidas, individualmente por la escritora, aunque sorprendentemente no son pocos quienes la conocen. Esa circulación de la obra en manuscrito o mecanoscrito forma parte, también, de las circunstancias de transmisión literaria propias de la Edad Moderna. De hecho, como señala Baranda Leturio, “para muchos textos era la demanda lectora de copias la que determinaba el paso a la imprenta” (Baranda Leturio 2015, 66). A ello se unen determinaciones sociales y culturales de género que las mujeres asumieron muchas veces de forma inconsciente. Un

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e­ studio de María Dolores Martos Pérez (2015) explica, en parte, que esta conciencia autorial femenina haya sido con frecuencia tímida a lo largo de los siglos, agravada por su mayor tendencia a quedar inédita en comparación con las obras de autoría masculina: Este circuito comunicativo presenta marcas especiales en la escritura femenina, principalmente por su ubicación en los márgenes del campo literario de la época. Esta marginalidad o excepcionalidad afecta tanto al polo de emisión —obligando a las autoras a desplegar diversas estrategias de legitimación del acto de escribir— como al de la recepción, a causa del silencio con que esta actividad creadora y su producto, la obra impresa, fueron percibidos en los circuitos literarios coetáneos y en la historia literaria y cultural, después. (Martos Pérez 2015, 80)

Las dos realidades mencionadas son la respuesta de Amparo Conde a la injusticia asumida de verse silenciada y, al mismo tiempo, el producto de su ambigua lucha personal por hacer oír al mundo su voz de mujer: tantos libros callados tantos años quizás simplemente por ser una poeta en tiempo de los poetas, quizás por no responder a los cánones, quizás por no encontrar una respuesta editorial ajustada o ni siquiera molestarse en buscarla. Las dos realidades de la escritura condiana a las que hemos hecho referencia, la autoedición artesanal y la distribución personal, a su vez determinan otras características de su escritura, en los niveles textual, peritextual y epitextual (Genette 2001): • Diseño textual artesanal, no convencional, en la medida que no responde a los patrones editoriales. La numeración de capítulos, el orden de los textos, todo es suigéneris en cada obra, siendo ubicados en lugares originales y, a veces, desencadenantes de verdaderas sorpresas. • Estructura también original de los paratextos y, en general, de todo el peritexto. Los preludios cumplen funciones imprevistas; las dedicatorias y epílogos a veces se mezclan con el texto o incluso ofrecen información que quizás sería más esperable de una entrevista.

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• Dibujos propios. Se trata de una constante, también paratextual, que merece estudio aparte, pero valga por ahora la llamada de atención sobre el hecho de que todos sus libros están ilustrados, en mayor o menor medida, pero siempre por ella misma. • Ausencia de corrección de galeradas y versiones precoces fijadas en una fase no definitiva. Todo ello nos posibilita afirmar que, aunque la autora haya pretendido fijar con una autoedición artesanal su propia producción, esta es en realidad prematura, por encontrarse todavía en fase preeditorial y, por tanto, provisional. Estas características paratextuales y de distribución recuerdan a la ópera prima de Jorge Luis Borges, impresa de manera amateur y distribuida de manera personal, aunque no tan caótica como él mismo cuenta en sus memorias, según la investigación de Carlos García (1997). Y, por supuesto, tampoco corrieron la misma suerte, acaso porque los contactos entre hombres resultaban más fructíferos (Freixas 2015). Por ello, el caso de Conde Gamazo puede compararse mejor al de otras mujeres de la época, como Lucía Sánchez Saornil, quien solo vio publicarse en vida un poemario, si bien en este mismo volumen Navas Ocaña (2023) ha identificado hasta setenta publicaciones de poemas sueltos en otros medios. En el caso de Conde Gamazo, cabe aportar un dato para entender esta faceta de su trayectoria: tras una veintena de libros autoproducidos, se decidió a publicar tres de ellos de manera convencional, en una Trilogía (1984) que salió con manchas y erratas. Teniendo en cuenta que había tenido que empeñar sus joyas para pagar dicha edición, la frustración que le produjo el resultado le confirmó su preferencia por ignorar los cauces convencionales y seguir autoproduciendo sus libros de manera artesanal, sin limitaciones de diseño y sin cortapisas, claro que también sin el apoyo formal y de distribución de la industria literaria. A partir de las características trazadas en este apartado, y empezando por una intrínseca, que es su condición de mujer, podemos reconocer la improbabilidad de que la obra condiana se haga hueco en la cumbre del canon literario, pues muchos son los rasgos que apuntan hacia su marginalidad, muchos más que los eventuales que pudiera

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argüir Even-Zohar (1990) en su teoría de los polisistemas, algunos insalvables por ahora incluso para diseños como el de los modelos temporales complejos de Claudio Guillén (1989). Sin embargo, la escritura de Amparo Conde Gamazo sí se presta con pleno derecho a un análisis feminista, y, en ese sentido, cobra razón de ser cada uno de los puntos arriba tratados. Si aceptamos, junto con Lillian S. Robinson, el callejón sin salida en que la cultura heteropatriarcal dejó a las poetas —“the very conditions that gave many women the impetus to write made it imposible for their culture to define them as a writers” (­Robinson 1983, 94)—, sobre todo, tratándose de una autora que comenzó su quehacer literario en los años cuarenta, no puede ser desatinado convenir que resulta imperioso restaurar un legado artísticocultural como el que nos ocupa.

4. El “cuerpo de barro” en la poesía condiana Con el cambio de siglo comienzan a publicarse estudios literarios sobre el cuerpo desde una perspectiva feminista (Bolufer Peruga 2001; Calafell y Ferrús 2008; Hermosilla Álvarez 2005; Martínez-Benlloch y Bonilla Campos 2001; Torras 2006 y 2009), que se extiende también a análisis más generales —como demuestra el libro de Scarano (2007)— y se convierte en una línea de investigación que proliferará en las siguientes décadas (Bianchi 2016; Fernández Martínez 2019; Núñez-Puente 2021; Ortiz Pacheco 2021). El cuerpo, receptáculo y tradicionalmente objetivado en cuanto sujeto pasivo (Bolufer Peruga 2001), es ahora instrumento de la agencia femenina, entendida tanto sexualmente como en todas sus manifestaciones culturales y sociales (Saneleuterio, 2020). En Solamente poemas (1948), el primer libro de Amparo Conde Gamazo de entre los que se conservan, el yo lírico muestra un deseo de fundirse con la naturaleza: la Madre Tierra aparece como un vientre agrietado al que se quiere regresar, en consonancia con la simbología mítica (Bachelard [1948] 2006): “Te pido que me bendigas, / que vuelvas a tu carne mi gris miseria / y florezca de nuevo, / bajo la dura capa de tu vientre, / este cuerpo de barro que me diste”. El cuerpo,

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frágil y en esencia parte de la propia tierra, busca trascenderse a través, simbólicamente, de la floración. Un análisis temático de la producción condiana anterior a la Transición, o más cabalmente hasta el año clave de 1968, muestra que esta pulsión, en cierto modo, telúrica, va evolucionando precisamente en ese sentido liberador de la carne. E, incluso cuando se canta al cuerpo, muy pocas veces en contextos amorosos, se hará con unos matices que intentan obviar, o superar, la condición sexuada de la persona. Tal como indicamos anteriormente, los nueve poemarios de Amparo Conde que se ajustan a estas fechas son Solamente poemas (1948), Caminos (1949), Hojas perdidas (1949), Jazmines (1950), Pensamientos (1951), Metamorfosis (1952) —luego titulado Eternidades (1968)—, El canto del cisne (1953), Arco iris (1954) y El cántaro vacío (1960). Estos son, pues, los que se consideran en el presente análisis.8 En el corpus analizado, la realidad corporal sexuada no se cuestiona ni se problematiza; es decir, la reflexión identitaria no se liga, como sí ocurre en otras poetas de su tiempo, con la experiencia del cuerpo sexuado. Probablemente, esto tiene que ver con que sus principales referentes líricos son escritores varones, menos proclives a la reflexión sobre la diferenciación sexual, en consonancia con la realidad —gramatical y muchas veces social— del género no marcado. Así, Conde reconoce la influencia de Nietzsche, quien precisamente habla del ser humano como realidad unitaria —no binaria—, con una voluntad de universalidad que se contradice con conceptos como el de superhombre (Foucault 1997). Aun así, para lectoras como Amparo Conde Gamazo, incluso siendo mujer, esta referencia que equipara el varón a la humanidad está totalmente naturalizada, como lo prueban algunos de sus poemas, en que ella misma se asume hombre: “No sé por qué ese

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Dado que se trata de libros inéditos, tal como se ha adelantado al inicio, se han seleccionado uno o dos poemas de cada título, los cuales van transcritos en un anexo, a modo de antología selecta. Las limitaciones de extensión imposibilitan incluir más de catorce poemas, pero se está trabajando en la publicación de un volumen mayor.

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miedo que tenemos / los hombres a la muerte, aferrados / a un barco que se hunde”, escribe en Ensayando a morir (1988). Por supuesto, la voluntad de trascender el cuerpo para ser solo voz o alma, para ser libre, habla de la dicotomía cuerpo/alma, que teóricamente hace tiempo que se relaciona, respectivamente, con la oposición mujer/hombre (Torras 2006). El cuerpo, por tanto, se diluye en la poesía de Conde en tanto que no se concibe que sea mujer el cuerpo desde el que se poetiza, a diferencia de las soluciones líricas de otras poetas de su tiempo, como Concha Espina, Pilar de Valderrama, Lucía Sánchez Saornil, Rosa Chacel, Elisabeth Mulder, Carmen Conde y Ana María Martínez Sagi. De esta forma, no se problematiza el hecho de que la corporeidad femenina estuviera fuera del sujeto y del saber —sabido es que tradicionalmente ha ocupado el lugar de objeto, comunicativa y gramaticalmente hablando—, por eso la salida natural es la que halla Conde en su poesía, la respuesta al “quién soy” de la individualidad poética que formulaba Prieto de Paula (2014, 3): obviar el cuerpo y querer ser solo voz, puesto que se reconoce que solo así se conseguirá ser verdaderamente libre. Esta voluntad de trascendencia la hermana con otras poetas como Concha Espina o Ernestina de Champourcin. En otros poemas que no se comentan aquí, se percibe claramente como son aplicables también a ella estas palabras de Morales Alonso: “La fe ilumina su visión del mundo, pero sin encandilar nunca la intuición netamente poética en la que ha de originarse toda auténtica poesía” (Morales Alonso 2009, 135). No son, pues, poemas heterodoxos, si bien su ataque a la ortodoxia podría ser un producto no premeditado, como consecuencia natural de ser mujer y de su choque con un lenguaje masculinizado en su forma y en su fondo. Así, no se trata de un gesto transgresor ni subyace ninguna ideología transgenérica —cuestiones totalmente ajenas a la realidad poética que estudiamos en este capítulo y que sí caracterizan a poetisas9 como Sánchez Saornil, entre otras (Navas Ocaña 2022)—, sino que se explica por la educación recibida por la autora, propia de una familia católica de principios de siglo xx. La retroalimentación

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Véase la nota 1.

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con el contexto sociocultural implica cierta negación del sujeto femenino y la asunción de una voz que, por tanto, no puede ser sexuada —otra vez volvemos a la paradoja del género marcado, pero también es una manera de escapar, aunque se haga de manera consciente, de la precariedad y vulnerabilidad que implican (Butler 2006, 46)—. Simplemente, son realidades que no son percibidas y, por ello, no son expresadas. Una de las partes del propio cuerpo que más se nombran son los brazos y sus extremos, las manos. Chevalier y Gheerbrant señalan la raíz común entre mano y manifestación: aquello que se manifiesta es lo que se puede asir —literal o metafóricamente— (Chevalier y Gheerbrant 2007, 682). Las manos alternan en la poesía condiana como receptoras y como agentes: “Tenemos el tesoro de toda la vida / en las manos y en el corazón”, dice en Hojas perdidas (1949); en Pensamientos (1951), se refiere al “cuenco vacío / de mis manos” o a que estas “recojan las flores últimas”; en Jazmines (1950), en el poema ­XXXVIII, no recogido en el anexo: “Son mis manos, solo ellas / las que azotan mi carne”. Esta dicotomía habla de la doble necesidad de Conde de recibir y dar o hacer, que se corresponde con ser mujer y artífice de la palabra, en una época monopolizada por varones, quienes, a su vez, han protagonizado la agencia en toda la tradición cultural y social de la humanidad, con muy pocas excepciones. Aun así, agentes o pacientes, las manos son símbolo de “acción diferenciadora” (Chevalier y Gheerbrant 2007, 685): son miembros exclusivamente humanos, que nos separan de los animales y nos unen como especie, al ser síntesis de lo masculino y lo femenino. Respecto a los brazos y el verbo que los acciona —abrazar—, se representan casi siempre como fuertes si se trata de los brazos amados o del abrazo amoroso: “Nuestros brazos poseen / la fuerza de Dios / para crear, para construir”, escribe en Hojas perdidas (1949); solos, empero, los propios se perciben como insuficientes, débiles. Así, en el poema “Árbol amigo”, de El canto del cisne (1953), abrazan el tronco, solitario como el yo, buscando contagiarse de su firmeza: He venido a abrazarte, árbol amigo, hermano, dulce compañero

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Elia Saneleuterio de mi soledad virgen. He venido a rodear con estos brazos míos débiles tu cuerpo firme.

Como se ha dicho, se obvia la naturaleza sexuada del propio cuerpo; este aparece poco —se han seleccionado los poemas que contienen referencias corporales, pero son minoría en el conjunto de la producción condiana— y, según estamos viendo, la referencia a la dimensión física alude al sentirse ser humano más que específicamente mujer. Por eso, otra parte del cuerpo que se nombra en su poesía es común a los dos sexos: los pies. Estos sirven para evidenciar la condición humana que nos ata a la tierra, pero también el deseo de trascendencia, cuando se los representa alados: “Mis pies tienen alas pequeñas / y este peso de todos mis días / se vuelve ligero, como si no fueran / ya sobre mis hombros” (Pensamientos, 1951). Esta figuración, que presenta concomitancias con las imágenes angélicas, apoya la idea de que, en la dicotomía cuerpo-alma, la poeta tiende hacia el segundo término por relacionarlo con la pureza y con lo divino; es decir, precisamente lo no sexuado. Obviar la diferencia sexual es su manera de responder a las “representaciones de la diferencia” que se habían consolidado en la Edad Moderna y que ya muchas estaban cuestionando mediante discursos disidentes (Bolufer Peruga 2001, 213). La mayoría de autorreferencias corporales, de hecho, tienen que ver con su concepción de obstáculo para la pureza, identificada esta con la voluntad e intención del propio canto desde Solamente poemas (1948): “Cantaré con el corazón, con el alma, / haré mi propia vida un canto solo / desnudando mi cuerpo / de la humana forma”. El cuerpo del yo es algo que se necesita trascender, la envoltura del alma que puja por liberarse. Lo vemos en el poema XXXIX de Jazmines (1950) —“Mi alma volará junto a las gaviotas / libre”— o cuando expresa el deseo, en “Encuentro”, de Arco iris (1954), de “liberar mi alma”. Y es que es mucho más frecuente la alusión a lo anímico, dimensión sobre la que se superponen imágenes de tradición ascensional: en El canto del cisne (1953), por ejemplo, lo figura desde las profundidades interiores mediante el símbolo de la “cuerda más honda de mi alma”, la cual, dentro de la simbología de la ascensión, representa tanto su

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deseo como el medio de alcanzarla, que se ubica en el interior, como región secreta (Chevalier y Gheerbrant 2007, 386). Aun así, hay momentos de reconocimiento de la parte positiva de lo físico en esta búsqueda de la perfección, como cuando en “Crisálida” (Metamorfosis, 1952) pide “que la carne solo sea / coraza que nos aparte del mal, / y no el imán que lo atraiga”. Aunque pocas, también hay referencias al cuerpo del tú, como sucede en el poema VI de Hojas perdidas (1949), donde las palabras intentan reconfortar a alguien anímicamente abatido apelando a la fuerza de sus miembros, que deben escamotear el mal agüero (sombra-cuervo): “Que no se abata tu frente, / amor mío, que las sombras / no aniden como cuervos en tus ojos, / que tu mano fuerte / no se crispe”. Este tú amoroso está tratado aquí con el deseo puro de quien con veinte años cree en la ingenuidad del amor físico: “Juguemos de nuevo / a ser buenos, a ser niños, / a mirarnos sin pasión a los ojos”. Sin embargo, justo en el poema posterior, recogido en el anexo, se habla de la unión física —y espiritual— de los amantes mediante la figuración de la carne —nueva y conjunta de los dos seres— y la sangre —seminal y creadora de vida—: Estamos tú y yo solos al fin unidos para ser uno tan solo, para ser una carne nueva mejor que la que fuimos, para ser en esencia vida y contenerla entera en nuestra sangre, para sembrarla luego sobre toda la tierra.

En el poema XL de Caminos (1949), la unión amorosa queda simbolizada por la “hoguera infinita”, que todo lo funde y consume. Y continúa: “Tus brazos serán la cuna / de todos mis sueños realizados / en ti, y en mis caricias / se quedarán para siempre tus ambiciones”. La referencia a la cuna, símbolo del seno materno, y la tradición conyugal —“viviremos allí sencillamente, / como vivieron en tiempos lejanos

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/ nuestros padres”— que implica proseguir el mandato, no cuestionarlo, evidencia un deseo íntimo, en plena juventud —recordemos que la poeta tiene veintidós años—, de mantener el statu quo, algo que resulta perfectamente legítimo y, de hecho, es, hasta cierto punto, normal en las sociedades: solo una minoría se rebela y es esta la causa de que los avances sean lentos, pero también de que sean. Finalmente, y aún con treinta y tres años, proyecta su vejez en el poema “Espera”, de El cántaro vacío (1960): “Miran mi frente / arrugada y serena”. El título de este poemario se refiere a la sensación de no tener nada que ofrecer, muy ligado con la experiencia corporal y sicológica femenina tras dar a luz: Conde Gamazo acaba de ser madre, y el contraste entre las expectativas y la realidad es algo que somatizan muchas mujeres en el puerperio, algo vital y fundamental para la humanidad desde su origen y que la literatura supuestamente universal ha obviado durante siglos —por razones que ya conocemos y que progresivamente la investigación literaria está visibilizando—. Este símbolo, no obstante, forma parte del imaginario poético condiano desde mucho antes. En Metamorfosis/Eternidades (1952), con la figura de la samaritana, en el poema homónimo, se revela a sí misma como “miserable vaso” con el que dar a beber al tú, con el deseo de “tener cántaro limpio / para llenarlo de tu misma agua”. No obstante, y volviendo al libro de 1960, en él se expresa cómo la poesía le permite —o le impera— tener la casa “vacía” y “por hacer miles de cosas”, es decir, obviar con cierta ligereza las labores domésticas y de cuidados, dejarlas para “mañana”, como dice en el poema homónimo recogido en el anexo.

5. Dos grandes conclusiones Los resultados expuestos a lo largo de estas páginas muestran que dos de los rasgos continuos —mantenidos durante ocho décadas— en la aportación artístico-literaria de Amparo Conde Gamazo han sido la producción artesanal y la distribución personal de sus libros, en lo tocante al soporte, y, en cuanto a la temática, la ausencia de referencias explícitas al cuerpo sexuado. Todo ello apunta a una doble

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i­nvisibilización, que se relaciona intrínsecamente con las limitaciones de género propias del contexto cultural en el que consolidó su modus operandi literario y que nos conduce, en este capítulo, a identificar su obra con el sintagma de “poesía sin cuerpo”. Se apela en el título de este capítulo a la obra de Conde como una poesía “sin cuerpo” en un doble sentido. Por un lado, la cuestión física y editorial: pese a ser tan numerosos, los poemarios de Conde Gamazo no habitan un cuerpo oficial al no haber sido publicados. En este punto, la autora es, parafraseando a Sartre, moitié victime, moitié complice, comme tout le monde: víctima de desatención y cómplice por no haber luchado más por hacerse oír, probablemente ambas realidades relacionadas de manera determinante con su condición de mujer. Paradójicamente, tampoco ha quedado su obra en el cajón, porque la autora sí se ha preocupado, con todos y cada uno de sus libros, de editarlos artesanalmente y distribuirlos de manera personal: al principio, en librerías y círculos literarios; luego, solamente entre amigos. Esto, concluimos, es un rasgo intrínseco de su producción, que explica tanto sus características de libertad paratextual como su desatención por parte de una crítica que directamente no tenía noticia de su existencia. Por otro lado, su poesía presenta una figuración del cuerpo humano, y, sobre todo, del propio cuerpo, de una manera también muy etérea: se menciona poco la dimensión física de la persona y, cuando se hace, es para presentar al cuerpo como un obstáculo que se desea trascender. Al menos así ocurre en sus primeros libros, que son los que han conformado, valga la redundancia, el corpus de este estudio. Además, las pocas veces que encontramos esa autorreferencia somática, se obvia la especificidad sexual del cuerpo que toma la palabra: quiere que la carne sea voz, pero ni esa voz ni esa carne se presentan sexuadas: “Soy tan solo una voz, / un grito, una protesta, / un ignorado ser, / ínfimo como tantos”, dirá en “Os canto a vosotros” (Conde Gamazo 1984, 12). Por último, queremos defender que no es necesario que una escritura sea transgresora para alcanzar el derecho de ser considerada actualmente en los estudios literarios de género. Hasta 1968, es cierto que algunas autoras reaccionaron contra las imposiciones a las que estaban sometidas las mujeres, otras más valientes o visionarias las

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­ esafiaron, obviaron o contravinieron, pero las hay también quienes d las incorporaron de otra forma… y quizás lo transgresor sea reivindicar desde la academia —y desde los estudios feministas— sus quehaceres. Así, la obra de Amparo Conde Gamazo se ha ganado un sitio en la historia y en la ocupación crítica por sus innovaciones paratextuales y sus características físicas de autoedición artesanal y distribución personal —rasgos que, insistimos, se explican mutuamente y vienen determinados por el hecho de ser mujer en la época de posguerra y también por estar la historiografía literaria, aún hoy, aquejada de androcentrismo (Baranda Leturio 2015; Martos Pérez y Neira Jiménez 2021)—, pero, sobre todo, por la prolijidad de su producción lírica, tanto en el espacio como en el tiempo, que contrasta con la media de otras trayectorias poéticas y, especialmente, con el hecho de que tal ingente cantidad de poemarios haya permanecido ochenta años sin cuerpo. Por ello, en el anexo se incluye una breve antología de su producción poética anterior a 1968, con una muy selecta y temática colección de poemas —concretamente, aquellos que se han analizado más profusamente en este capítulo—, todos inéditos hasta ahora y extraídos de nueve de sus más de sesenta poemarios. Este es el corpus y las páginas que siguen, una muestra de ese cuerpo.

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Anexo I Selección poética de Amparo Conde (1948-1968) De Solamente poemas (1948) CXIII Bendíceme, madre, dura tierra donde mis pies se abrieron, como míseras flores sobre tu vientre grande. Henchidos de nostalgia he elevado mis ojos hasta el cielo, como un pájaro preso en el cepo caliente de tu carne agrietada, y no puedo volar, porque mis plantas, adheridas a ti, se me desgarran de dolor, al dejarte… Madre querida. Cuánto has amado mi cuerpo ingrato, que ha añorado siempre volar más lejos, subir más alto, más allá de tus brazos que retienen, en apretado cerco, mi vida amarga… Una vez más, te pido que me bendigas, que vuelvas a tu carne mi gris miseria

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y florezca de nuevo, bajo la dura capa de tu vientre, este cuerpo de barro que me diste y me dejes marchar… CXVIII Cantaré siempre, aunque se me terminen las palabras. Cantaré con el corazón, con el alma, haré mi propia vida un canto solo desnudando mi cuerpo de la humana forma, y aprenderé el lenguaje de los pájaros, de los árboles, y cantaré con ellos, sí, cantaré siempre hasta hacer mi canción inmortal e infinita, como el aire y el cielo…

De Caminos (1949) XL Llegaremos juntos. Asentaremos nuestra humilde tienda bajo el cielo y los árboles, y viviremos allí sencillamente, como vivieron en tiempos lejanos nuestros padres… Yo aguardaré tu vuelta al caer de la tarde y adornaré tu cuello con hojas y tu frente con flores. Y tus labios beberán de nuevo el agua limpia de mi fuente… Cuando rueden las sombras del cielo hasta los árboles, a la luz de la hoguera infinita de nuestro amor, dormiremos.

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Elia Saneleuterio Tus brazos serán la cuna de todos mis sueños realizados en ti, y en mis caricias se quedarán para siempre tus ambiciones. Y nuestro cielo pequeño tendrá la luna más grande que el más grande de los cielos…

De Hojas perdidas (1949) VII Estamos tú y yo solos al fin unidos para ser uno tan solo, para ser una carne nueva mejor que la que fuimos, para ser en esencia vida y contenerla entera en nuestra sangre, para sembrarla luego sobre toda la tierra. Sí, tú y yo al fin, nuestros brazos poseen la fuerza de Dios para crear, para construir, la sencilla alegría de los pájaros sobre el nido más pequeño. Sí, amor, somos hoy juntos grandes y pequeños, felices… Tenemos el tesoro de toda la vida en las manos y en el corazón.

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De Jazmines (1950) XXXVI Que sea este mi último dolor, que no queden en mi cuerpo fuerzas ni sangre para seguir viviendo. Que muera en mí todo lo malo, todo lo bueno sea para ti aunque yo no sea… Que me azote este viento solo ya, que ningún hombre venga a golpear mi oído, que ciegos no vean más allá de ti mis ojos. Tú solo, como límite último de mi vida… Que seas en mí el principio y el fin, que no muera más la muerte que tu olvido. Que no sufra mi cuerpo más dolor quede tu huella solo… Que no viva más días que aquellos nuestros, únicos. XL Tiempo lejano, viento que aún me estremece y canta en mis oídos palabras idas, canciones olvidadas. Cantarás tú su nombre inútilmente sacudiendo con él mis ramas muertas que no saben de vida, ni esperan desnudas la primavera nueva.

De Pensamientos (1951) CIX A veces siento correr por mis venas el ansia andariega de los peregrinos, mis pies tienen alas pequeñas

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Elia Saneleuterio y este peso de todos mis días se vuelve ligero, como si no fueran ya sobre mis hombros… Mi mirada abarca todos los caminos, como si pudiera alcanzar en ellos aquel horizonte lejano, perdido en no sé qué mundo imposible que no tiene final ni principio. Y voy sendero arriba de mi vida cantando, con el cuenco vacío de mis manos abierto, en oración el alma, sintiendo solo el aire en caricia infinita sobre el cuerpo. A veces, cuando siento esa ansia andariega de recorrer el mundo con el tiempo a la espalda como los peregrinos… CX Montaña de mi vida, qué cansada me siento, qué imposible tu cumbre, qué lejos de mi atardecer la aurora blanca de tu despertar… Me llamas desde tu horizonte infinito que no puedo alcanzar y huyes… Ayúdame, haz que tus escarpadas paredes terminen, que mi pie libre al fin pueda hollar en tu cima los años perdidos y mis manos recojan las flores últimas. Montaña de mi vida, qué cansada mi alma en este escalar lento los días.

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De Metamorfosis (1952) (Eternidades, 1968) Crisálida Todavía soy gusano. ¿Y cómo dejar de serlo, si me penetra la tierra mezclándose con mi cuerpo? Hay que volverse crisálida para no morir del todo. Que la carne solo sea coraza que nos aparte del mal, y no el imán que lo atraiga. Abrazar la propia muerte desde ahora, hasta que el alma pueda escapar de su encierro.

De El canto del cisne (1953) Ser feliz Estar sola y tumbarme en la hierba blanda, bajo los árboles. La vida corre alegremente verde por mi sangre y me siento como la hoja tierna que estalla entre los brotes, recién nacida, nueva. Las ramas enlazadas me descubren el cielo más cercano a pequeños pedazos. Ser feliz. Yo lo siento en mi cuerpo, y en la cuerda más honda de mi alma me brota la canción y salta sobre mí, de rama en rama. Árbol amigo He venido a abrazarte, árbol amigo, Hermano, dulce compañero de mi soledad virgen. He venido

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Elia Saneleuterio a rodear con estos brazos míos débiles tu cuerpo firme. A apoyar mi cabeza inquieta sobre ti, bajo la paz intensa de tu sombra. A calmar el violento correr de mi sangre junto a la savia tuya, fresca, y seguirte despacio, en silencio. Como si, ya colmada mi ansiedad, pudiera mirar como tú el horizonte, prolongando mi vida más allá de su límite. He venido a abrazarte, árbol amigo, a clavarme en el suelo a tu lado, a colgar de tus ramas mi corazón vacío como un nido sin pájaros.

De Arco iris (1954) Manantial Ayer yo no sabía que toda la inquietud celeste de todos los planetas giraba tras la luz infinita que emana tu presencia, tu figura sin forma de espíritu. Quizá solo seamos cromosomas ínfimos de tu cuerpo, reflejo invertido de tu eternidad sobre todas las cosas que existen. Latido cierto de tu sangre derramada sobre el cosmos, como un manantial. Espera Hay algo, como un ala que nos roza la frente, que nos hiere los ojos

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y nos deja en los labios un sabor conocido, que olvidamos… Hay un silencio, una espera, un vacío secreto dentro del alma siempre latiendo. Como el reloj que marca las horas que vivimos y las que estamos mudos, sin saber lo que estamos esperando.

De El cántaro vacío (1960) Mañana Viene radiante, viene y me despierta volcando sobre mí la aurora. No puedo rechazar su cielo, su luz incolora o azul como el agua y la sigo. Mi casa está vacía y tengo por hacer miles de cosas, pero las dejo. ¿Quién puede resistir a su llamada, a su aroma de jazmín, al rocío dulce de sus lágrimas sobre la hoja tierna, recién nacida? Mañana, mañana sin promesa, con solo la luz blanca del espíritu naciendo sobre el sol niño, en el horizonte.

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Sensualidad y sugerencia discursiva en la lírica de María Victoria Atencia

María Isabel López Martínez Universidad de Extremadura

1. Introducción En 1961 María Victoria Atencia publica Arte y parte, un librito con dieciocho poemas que ve la luz en el número CLXXXVIII de la colección Adonáis de Ediciones Rialp. En la contraportada figuran sucintas noticias biobibliográficas sobre la joven poeta malagueña, entre las que destacan dos cuestiones: por un lado, su colaboración con el grupo de la revista Caracola y su inquietud por la edición de lírica, tarea que acomete junto a su marido, Rafael León; por otro, se esboza su incipiente trayectoria creativa, que en esos momentos culmina con la publicación del citado libro, tildado de colección de textos —­algunos

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ya publicados e incluso uno grabado en piedra— más que de poemario concebido como organismo unitario. Este aspecto no resta coherencia, porque la serie recoge preocupaciones vitales y estéticas que sobrevuelan en la segunda década vital de Atencia. Los párrafos de la contraportada dan pistas acerca de la datación de las piezas en el arco temporal de 1954-1958.1 El colofón de la primera edición de Arte y parte anuncia que se acabó de imprimir el día 12 de junio de 1961, en los talleres Artes Gráficas Arges, en Madrid. Solo cinco meses después, el 28 de noviembre, en la imprenta Sur de Málaga (ya por entonces Dardo) se estampa Cañada de los ingleses “al cuidado de María Cristina Caffarena con la colaboración del poeta Rafael León”. La “Nota a la edición” apunta que se incorpora el poema “Epitafio para una muchacha”, ya publicado en Arte y parte e inscrito en la lauda sepulcral del viejo cementerio protestante de Málaga. El librito constituye la séptima entrega de los Cuadernos de poesía que María Victoria Atencia dirige con Rafael León y consta de seis poemas, distribuidos por pares en tres secciones (I, II y III), al final de las cuales se inserta un dibujo de Gregorio Prieto. Los datos anteriores bosquejan el contexto de los dos poemarios iniciales de María Victoria Atencia, que conforman una fase en su trayectoria literaria por la cercanía cronológica de la composición y publicación de ambos, el tema desarrollado —esa paradójica mezcla de “cal de ilusionada esperanza y canto de acabamiento” (Atencia 1961b, 30) con que se definía Cañada de los ingleses en la “Nota a la [primera]

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Se trata del texto siguiente: “María Victoria Atencia, autora de este libro, cuenta veintitantos años [concretamente veintinueve] y ha nacido, por la gracia de Dios, en Málaga. Incorporada ilusionadamente al grupo editor de la revista malagueña de poesía Caracola, ha publicado, casi exclusivamente, en ella, y desde 1954 a 1958, la serie de poemas que aquí se recogen. Aparte de una balbuciente serie de poemas en prosa, Tierra mojada, ha impreso en Cuadernos de poesía, que dirige con Rafael León, dos brevísimas ediciones de Cuatro sonetos. En esa esmerada colección poética le debemos títulos de Aleixandre, Cernuda, Guillén, Hernández, Canales, etc. El último de los poemas que aquí se recogen, Epitafio para una muchacha, ha sido grabado recientemente en una vieja piedra funeral, al cuidado del editor Bernabé Fernández-Canivell” (Atencia 1961a).

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edición”— y el prolongado lapso que separa a ambos del siguiente libro, Marta & María, publicado en 1976. Durante la juventud de María Victoria Atencia en el movido ambiente cultural malagueño de la década de los cincuenta (Neira Jiménez 2021) y en plena dictadura franquista, se percibe actividad femenina, según prueba la citada labor de María Cristina Caffarena y la de la propia Atencia codirigiendo publicaciones de poesía e interviniendo en las actividades en torno a la famosa revista Caracola. Publicar, como lo hizo ella, en la colección Adonáis supone integrarse con los poetas que despuntan a nivel nacional.2 Sin embargo, la nómina de ganadores, desde la creación en 1943, no recoge una mujer hasta 1956, año en el que María Elvira Lacaci publica Humana voz, y hubo que esperar hasta 1970 para otra incursión femenina, la de Pureza Canelo con Lugar común. En sus dos poemarios inaugurales, Atencia brinda una oscilación del ser entre la expectación por el apogeo vital y la consciencia del fin, a veces súbito, si bien en Arte y parte descuella el primer polo, y el segundo, en Cañada de los ingleses, donde los tintes elegíacos impregnan incluso el título, alusivo al cementerio-jardín malagueño que data de 1831. En Arte y parte Atencia evoca la infancia, la adolescencia y la juventud a través de sucesivos hallazgos sensoriales, que abrirán las puertas a una plenitud conseguida por tres factores: la complacencia religiosa y la revelación de Dios a través de la naturaleza y las c­ riaturas,

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Dicha colección fue creada en 1943 por Juan Guerrero Ruiz y dirigida a partir del volumen 30 por José Luis Cano. En 1946 se hizo cargo de la misma Ediciones Rialp, que contó con un consejo editorial del que formaban parte Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, José Antonio Muñoz Rojas y Bernabé Fernández Canivell, prácticamente todos con vínculos malagueños y el último, especialmente ligado a Atencia (Gullón 1953). Por esos años, entre los galardonados con el Premio Adonáis, en cuyas bases constaba que obtenerlo daba acceso a publicar en dicha colección, predominan nombres masculinos, algunos en el futuro muy reconocidos y que integran las generaciones de posguerra: José Hierro, con Alegría (1947); Ricardo Molina, con Corimbo, elegía de Medina Azahara (1949); José García Nieto, con Dama de soledad (1950); Claudio Rodríguez, con Don de la ebriedad (1953); José Ángel Valente, con A modo de esperanza (1954); Carlos Sahagún, con Profecías del agua (1958); Francisco Brines, con Las brasas (1959).

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a la manera de San Juan de la Cruz; el despertar del amor con sus estímulos de deseo y la capacidad femenina de dar vida, y el hallazgo de la belleza y de la trascendencia a través de la palabra literaria. No obstante, siempre se cierne la asechanza de lo truncado, que se encarna en la muchacha que muere (et in Arcadia ego) y en el ideal frustrado por la costumbre y por las presiones sociales, que matan la espontaneidad. Como en tantos otros aspectos femeninos, también surge el antagonismo entre las demandas de las pulsiones y las restricciones que la cultura impone. En Cañada de los ingleses arrecian los tonos funerales a partir de elegías a niños, a madres que pierden al hijo y a la citada muchacha difunta, leitmotiv romántico de amplio cultivo en el modernismo y en el 27. No obstante, existe un resquicio para la expectación y la esperanza, “mientras aguardo el fruto / de mi dicha inconsciente” (Atencia 1961a, 20) según el “Decir de una muchacha” (19), ya que el frenesí no se somete al razonamiento, una máxima que atravesaba el peculiar soneto “Lo fatal”, de Rubén Darío: “no hay mayor pesadumbre que la vida consciente” (Darío 1954, 778-779). Las páginas de este estudio se centran en los dos libros iniciales de Atencia, enfocando el valor del descubrimiento sensorial como medio de conocimiento del mundo y del propio ser (Metzler 1998) de una mujer que, además de comprobar su esplendor presente, vuelve los ojos a las fases de su pasado, presintiendo la continua amenaza del acabamiento. Puesto que la literatura es, en primera instancia, lenguaje, y la representación femenina que se vislumbra en estos dos volúmenes con palabras se construye, se analizarán las técnicas discursivas para plasmar los citados aspectos sensoriales. Por su pertenencia a la sensibilidad o al mundo de los sentidos, a priori parece que estos requerirían una expresión muy plástica e incluso intensa; sin embargo, Atencia evita definir con exactitud y acude a la sugerencia, al entrelazamiento de códigos de distinto signo (religiosos, amorosos, metapoéticos), porque las facetas espirituales, afectivas y literarias se amalgaman en su existir y conforman su persona. El estilo carece de galas ornamentales y los asuntos cuentan con un gran bagaje literario (el menosprecio de corte y alabanza de aldea, el paraíso perdido de la infancia), algunos relativos a las mujeres

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(Vicente Serrano 1991), como las sensaciones del embarazo, la conexión con la familia y los niños (muy dolorosa en el “Réquiem por una joven madre” (1961b, 27-28), que está muerta porque pierde a su hijo, carne de su carne), la sororidad volcada en la evocación de amigas de colegio y compañeras de oficio, etc. Atencia habla “desde la habitación propia”, ese simbólico predio cerrado e interior al que ya en 1929 daba metafórico nombre Virginia Woolf (1967), y también, como anunciaron Helène Cixous y Catherine Clement en La jeune née (1975), desde un espacio conquistado por la mujer, el de su propio cuerpo y la maternidad, alumbrando esa escritura del cuerpo. En contraste con la desnudez estilística, la enunciación de Atencia entraña dificultades interpretativas al rehuir lo explícito y optar por unos huecos de lectura que convierten a la sugerencia en reina fantasmal del discurso. Los procedimientos con que logra esa levedad elocutiva son una lámina en la superficie bajo la que late una profundidad de significados donde lo sensual es notorio. En consecuencia, en las siguientes páginas analizaremos la imbricación e intercambio de los códigos religioso, amoroso y metapoético; las estrategias de ocultamiento de lo confesional que tienden a diluir la identidad de la voz lírica en monólogos dramáticos y a través de personajes, entes naturales y sociales que son sosias del yo; las redes de imágenes con valor connotativo o simbólico, y la importancia conferida al vocabulario de la percepción y el sentimiento para seguir el trazado de la vía personal y estética elegida por Atencia a la hora de organizar un sistema en que lo sensual es relevante.

2. Técnicas de sugerencia para expresar lo sensual 2.1. Imbricación e intercambio de los códigos religioso, amoroso y metapoético En su famosísimo artículo de 1917 titulado “El arte como artificio”, señalaba V. Shklovski que, al contrario de lo que suele pensarse, las imágenes pasan de un autor a otro y —añadía— que “todo el trabajo de las escuelas poéticas no es otra cosa que la acumulación y relación

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de nuevos procedimientos para disponer y elaborar el material verbal, y consiste más en la disposición de las imágenes que en su creación” (en Todorov 1991, 56).3 El cambio de la referencia esperada por el lector es una eficaz estrategia de extrañamiento cuando afecta no a una simple imagen, sino a un código, porque rompe el horizonte de expectativas del receptor, en terminología de la Estética de la Recepción, y singulariza, renovando además el ámbito de la sugerencia y agudizando la posibilidad de captar sensorialmente la realidad. Así sucede cuando María Victoria Atencia, tras la huella de su admirado San Juan de la Cruz y del Cantar de los cantares bíblico, utiliza el código amoroso para exponer la experiencia religiosa, si bien en los versos de la poeta malagueña ambos temas conviven con límites difuminados y, en ocasiones, el giro hacia lo sensual propicia que el entramado sacro, con un avance en espiral, se convierta otra vez en símbolo de un placer y unos afectos diferentes al primer plano. Además, adjunta la reflexión metapoética, también subyacente en la lírica sanjuanista, próvida en notas relativas a la inspiración, al don de la poesía para expresar lo inefable, etc. En suma, el lector de algunos poemas atencianos se sorprende ante las posibilidades hermenéuticas cuando va despejando capas de sentido y duda acerca de un contenido textual que se revela no unívoco. El hipotético despojo de artificio se torna plurisignificación de mensajes trenzados y densidad informativa. Como será tónica general en la producción de Atencia, el título del libro Arte y parte reproduce por intratextualidad un retazo de un verso del volumen que lo contiene, en concreto palabras del segundo hemistiquio de un alejandrino del poema “El monte” (Atencia 1961a, 10-11), en el que la poeta despliega una oración, un canto al gozo de la creación desde la práctica católica (Gómez Yebra 2014). Ahora bien, religión, amor y metapoesía se funden, porque el tú poemático

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También en el mismo estudio, Shklovski se refiere a uno de los procedimientos de singularización que contribuyen a que el lector perciba el mundo y evite la automatización que “devora los objetos”: el oscurecimiento de la forma, que contribuye a “aumentar la dificultad y la duración de la percepción”, tal como sucede en poesía (en Todorov 1951, 57-58).

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es multirreferencial y ambiguo. La autora alaba el acercamiento a Dios a la manera del carmelita y también del agustino Fray Luis de León, adivinado en la naturaleza y en los pequeños avatares cotidianos ya desde la etapa infantil; recordemos que El Monte es el nombre del colegio de la Sagrada Familia de Málaga donde estudió María Victoria, tras pasar por el de la Asunción. Simultáneamente, el poema expone el disfrute de un amor terrenal cuyo culmen es la espera de un nuevo ser, el hijo, y, por otro lado, se asiste al advenimiento de la inspiración. Con modestia, ella rechaza atribuirse el mérito de originar hermosura y trascendencia en los tres predios, “como si yo tuviera en crear arte y parte” (1961a, 11). La paronomasia implícita en el modismo, cuya lexicalización se quiebra por el contexto, juega con el concepto de belleza (arte) y de participación en la misma (parte). El poema porta el encabezamiento “SEÑOR”, que, en clave religiosa, es el referente del tú, el interlocutor de una confesión de los deseos de acercamiento espiritual de un sujeto lírico, correlato de la voz de la poeta, que necesita percibir por los sentidos, y de ahí el vocabulario correspondiente: “Para verte más cerca” (1961a, 10), “Nunca olió sitio alguno a tanta pura gloria” (10). Ciertas imágenes de gran calado histórico dibujan vetas significativas superpuestas, como la metáfora de la simiente en la tierra (“y fundido en mi grano llevara tu secreto” (11), “Al fondo las señales de la primer simiente, que hacia arriba levanta” (11) con el valor del arraigo de la fe según la parábola evangélica. También sugieren el amor terrenal y la procreación, coherentes con el vocabulario amoroso. No disuenan en el nivel metaliterario, pues el poema va tomando forma. La “Canción del esposo soldado”, de Miguel Hernández, comienza con una afirmación del acto de engendrar desde el punto de vista del varón, “He poblado tu vientre de amor y sementera” (Hernández 1976, 327), mientras que Atencia opta por una perspectiva diferente, ya que el grano es de la mujer, aunque esté “fundido” con el “secreto” masculino. El trastrueque de los códigos es más diáfano en el poema “Letanías de Nuestra Señora en la Noche de Navidad” (Atencia 1961a, 16-17), que, además de su índole sacra, aporta un humus de ternura y un deje sensual que lleva a intuir una técnica diferente: la asunción de personajes y figuras históricas o literarias que son reflejo de parcelas

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del yo, pero que diluyen el excesivo biografismo. Atencia, por entonces joven esposa como la Virgen cantada, le dedica dos módulos de alabanza en su peculiar final del rosario, “Gracia de la desposada” (16) y “semilla del Antiguo Testamento” (16), en la misma órbita que los poemas “El monte” (10-11) y “Mucho más alto” (24-25). En esta última composición el motivo axial es el júbilo por el embarazo, con lo que Atencia incursiona en la literatura del cuerpo. En un paso más en la perspectiva femenina, según la metáfora aposicional, la Virgen María es ya definitivamente semilla, si no de varón, de la historia de la humanidad (Antiguo Testamento) cuando germine y nazca su hijo (Nuevo Testamento). Atencia está ensayando una técnica que será clave en Marta & María, el libro siguiente en su trayectoria después de los quince años de silencio editorial. El embarazo, la crianza y la combinación de dos facetas tan disímiles como la vocación literaria y las tareas domésticas —estas, en la generación de Atencia, y, en concreto, en los años cincuenta, se consideraban definitorias de la mujer— se entrevén en los versos, pero tan tenuemente que cuesta interpretarlos. A mi juicio, la atenuación representativa puede obedecer al temor de la autora a cargar las tintas sobre asuntos femeninos que sean restrictivos, cuando se siente persona capaz de tratar cualquier tema que le interese, pero, sobre todo, a la tendencia general de su poesía a conseguir lo trascendente a partir de la depuración y de una cierta evanescencia y vaguedad que no obvian en absoluto la carga sensual, sino que suelen estimularla. En suma, poner velos a la sensualidad puede ser cuestión de género (Bécquer despliega algunas técnicas similares y es hombre), pero también es rasgo de estilo, aunque tantas veces ambas posibilidades se imbriquen. En el poema encomiástico a la poeta Celia Viñas titulado “Pero nada hubo como el silencio” (Atencia 1961a, 26), el vocabulario religioso vuelve a estar matizado por el uso amoroso sanjuanista. En esta elegía con cierre de plegaria —“Celia, amiga: siempre entre nosotros. / Amén” (26)—, la renovación cultural acometida por la colega se expresa a la manera mística, pues ella desprende una luz que vivifica la naturaleza. Aunque en el texto se refieren a la poesía y a la amistad, una gama de vocablos —algunos con matices sensuales— muestran el

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poder evocador del trazado simbólico de origen sanjuanista: “virgen altura”, “corderos”, “lava dulcísima y ardiente”, “abrazo”, “arcángeles”, “luz”, “manantiales secretos”, “poema vivo”, “Amén”. 2.2. Estrategias de ocultamiento del biografismo 2.2.1. El monólogo dramático Mayor actividad de los sentidos se advierte en el soneto que sigue a las citadas “Letanías de Nuestra Señora en la Noche de Navidad” (1961a, 16-17), titulado “La entrada del Señor” (18). En una lectura religiosa, recrea ad libitum un detalle del recibimiento que Lázaro y sus hermanas, en su casa de Betania, dedican a Jesús y específicamente la unción de los pies del Señor por parte de María, como signo de rendido homenaje.4 La expectación por las llegadas (el fin de semana, el despertar de la libido, el hijo, Dios…) es frecuente en Arte y parte y propia de una autora joven que asiste sorprendida a los avatares del mundo. En lugar de la unción, Atencia imagina el beso que deposita María en los pies de Jesús, ausente en los Evangelios. El soneto se carga de significados superpuestos porque, además de la descripción pormenorizada y muy sensual del ósculo, de la alborozada acogida y de la mujer implorando un encuentro más íntimo, en sentido simbólico —y sin salir del ámbito religioso— el poema también exalta la comunión (Gómez Yebra 2014), figurada con los términos eróticos tan prolíficos en la escritura mística áurea. E incluso el soneto, girando en espiral como señalábamos, es susceptible de leerse en sentido amoroso literal y, dado que la voz en primera persona corresponde a la figura evangélica de María, estaríamos frente a un monólogo dramático en

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Juan narra así el episodio: “Seis días antes de la Pascua vino Jesús a Betania, adonde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dispusieron allí una cena; y Marta servía, y Lázaro era de los que estaban a la mesa con Él. María, tomando una libra de ungüento de nardo legítimo, de gran valor, ungió los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos, y la casa se llenó del olor del ungüento” (Juan 12: 1-4).

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el que reverbera, con la interposición del personaje, el ámbito del yo autorial en una escena de pasión erótica. De esta técnica, muy cultivada por los poetas de la generación del 50 y por los novísimos (Pérez Parejo 2002, 381-399), Atencia ofrece ejemplos en libros posteriores, como el magnífico poema “Ofelia”, de Marta & María (Atencia 1990, 88) y textos de Trances de Nuestra Señora (1986), mostrando los hilos que unen su poética (López Martínez 2020, 38-42). En efecto, con facetas de una mujer pasional —envés de una María Victoria “serenísima ma non troppo” (Ciplijauskaité 1990; Wilcox 1995)—, “La entrada del Señor” recoge un monólogo dramático de María, la hermana de Lázaro, inclinada a la contemplación y al disfrute de la presencia física de Jesús frente a la hacendosa Marta. La interpretación sensual se justifica por el desarrollo del léxico erótico —“besa”, “goce”, “roce”, “ternura”, “beso”, “abrazo”, “contacto” (1961a, 18)— y la afluencia de tópicos afectivos (la llama de amor, el cuerpo-alma como edificio) que incluyen las invocaciones con aire epitalámico del segundo cuarteto. Al leerlo en clave profana y centrado en el beso, se deconstruye el episodio de la unción, que en la tradición también se ha atribuido a Magdalena, la antiheroína, la otra, contrapuesta a la pureza de María, pero que redime su historia de pecado sexual. Aunque no inédita en la historia de la literatura —recuérdense los espléndidos e incandescentes sonetos sobre personajes bíblicos de Lope de Vega (López Martínez 2014, 111-123)—, esta tergiversación de códigos hacia lo erótico asombraría en 1961, año de publicación de Arte y parte y fecha muy temprana para rozar una subversión de la que, por ejemplo, en 1985, casi dos décadas más tarde, haría gala Ana Rossetti en Devocionario (1985), con referentes eróticos transgresores. Volviendo al plano simbólico, en el soneto comentado religión y sensualidad se trenzan de tal manera que comer la hostia consagrada es metáfora de besar —“¡Ay, Señor! Cómo besa mi garganta / tu sandalia” (1961a, 18)— y símbolo de un homenaje y sometimiento a Cristo, con postración de la mujer que deposita el ósculo en “tu sandalia” de caminante esperado, en “esa planta que beso / donde sabes” (18). El léxico del misterio sugiere, como en la mística, el secretum propio de la confianza y complicidad de los amantes. La mujer que toma la voz se postra frente al varón, se somete en un juego de

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seducción que en estos momentos parece reconstruir las líneas patriarcales hegemónicas según esa ambivalencia y sutil paradoja en la que se mueve la poesía de Atencia. Sin embargo, los cuartetos recogen el júbilo del encuentro y las respuestas físicas que provoca en la mujer, signa amoris cargados de connotaciones sexuales en vocablos que portan el sema de líquido —“Mar de goce, tan dulce, que me inunda” (18)— y de llama —“fuego”, “consumirme” (18)—, que lleva al tópico de ignis amoris. Escritoras religiosas de los Siglos de Oro como Santa Teresa y Luisa de Carvajal daban rienda suelta a la sensualidad, aunque con fines religiosos. Sin embargo, plasmarla desde el flanco femenino era raro en la poesía petrarquista de autor, donde las amadas eran hielo por desdeñosas, a pesar de provocar fuego (dos palabras muy vinculadas en las rimas ­áureas) en el hombre, único que podía hacer gala del arrebato y delirio. En el soneto comentado, insistimos, la mujer enfoca la sensualidad, a pesar de la indumentaria sacra del discurso. En los tercetos, el vocabulario erótico es explícito y aplicado a un sujeto lírico femenino que reclama la pasión que surte del cuerpo masculino. María dirige un apóstrofe al Señor, Dios u hombre: “Dame un fuego / capaz de consumirme en el abrazo” (18). Es de índole epitalámico en la línea de “Ven, Himeneo, ven”, de la Soledad i de Góngora, pero en Atencia el canto no procede de un coro colectivo, sino de una sola mujer excitada: “Hay un ven que te fuerza; un te lo ruego / en mi voz” (18). El encabalgamiento entrecorta la secuencia sintáctica para acompasarse con la voz y con la respiración acelerada en momentos eróticos. Una hipérbole en la invocación geminada describe un movimiento en clímax desde la llamada a la imploración. El “contacto en el regazo / de tu pie que camina en mi morada” (18) provoca la súplica, la estimulación de la mujer. La morada, palabra de aire teresiano, remite al espíritu a través del cuerpo que recibe sensorialmente. Las cuidadas rimas del soneto van esbozando líneas de contenido, no en vano la similitud fónica supone asociación semántica; así, la “garganta” “canta” la “santa” “planta” y entonces la persona “reconoce” el “roce” de ese pie (“pose”). Ello provoca un “fuego” pasional y el consiguiente “ruego” femenino para que se celebre el encuentro, el “abrazo”

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en el “regazo” y todo culmine con la “llegada” de él a la “morada”, alma o cuerpo de ella. 2.2.2. Personificación de lugares, objetos y plantas En un poemario tan breve como Arte y parte, además del vaivén y superposición de los códigos religioso y amoroso, sorprende la multirre­ ferencialidad del tú poemático, y a ello contribuye la asidua personificación, que convierte a entes inanimados, como lugares, objetos y plantas, en interlocutores. El procedimiento cohabita con apóstrofes —con sus marcas lingüísticas de vocativos e imperativos— y con recursos descriptivos de evidentia en favor del diseño de un entorno activo, en absoluto estático. La prosopopeya comporta que la voz lírica, correlato de la poeta, se sitúe en el mismo nivel que los entes invocados, logrando una mayor cercanía que hará coherente que, en reciprocidad, espacios, objetos y plantas simbolicen a la persona, enfatizando el poder de los sentidos. Uno de los objetos a los que se interpela es “La venda” (Atencia 1961a, 14-15), tira de tela usada como material médico para la curación, pero que también tapa los ojos y amordaza. Desplegando el léxico amoroso y jugando hiperbólicamente con la dualidad petrarquista de amor-dolor, escribe Atencia: “Me abarcas como un pecho abierto a la ternura, / como una gran maroma que en surcos se me clava” (14). La venda es asimismo una “erguida compañera / de la noche en lo oscuro” (15), porque tapa la visión de lo inmediato, de lo circundante, y ello facilita ahondar en el misterio. ¿Qué valor tiene el léxico sensorial y las sugestiones eróticas en este contexto? ¿Se usa también este léxico en su sentido recto —amoroso e incluso erótico— y no solo en el metafórico? ¿Al mencionar la venda, habla María Victoria Atencia de censura o, más bien, de una autocensura que le impide afrontar de manera directa los asuntos, y el suplicio que causa es paradójicamente aliviado por la profundidad y la capacidad de penetrar en el misterio ante la necesidad de esquivar la realidad? Creo que Atencia combina estratos, algo inherente a Arte y parte, libro en el que, como hemos señalado, expone problemas inmediatos

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de la mujer joven que se siente sorprendida por la plenitud del amor, la maternidad, la hermosura del mundo y la revelación de la poesía. Va diseñando una estética de alusiones y sugerencias, un discurso más connotativo que alcance una trascendencia emanada de la experiencia (López Martínez 2017). Esta penumbra en los referentes simbólicos, que culmina en el libro de senectute titulado De pérdidas y adioses, deja huecos de interpretación y abre una poesía no pura en su totalidad, porque se entrevé la experiencia que sustenta el poema, a la par que paradójicamente cierra o, por lo menos, entorna la puerta de una comprensión inmediata. La crítica ha achacado la remisión del yo en la escritura de Atencia al deseo de esquivar el biografismo para “irlo cercando desde la subjetividad”, desde “lo otro” (Carnero 1976, 63). En cambio, posturas feministas han subrayado que se trata de la poesía de una mujer y que, a pesar de la “aparente extinción de la personalidad, […] algo de su ser femenino queda en los versos” y han de buscarse las razones (Ugalde 1990, 308). En el poema “La calle” (Atencia 1961a, 19-20), de Arte y parte, el ente vivificado es un lugar. Aunque la descripción comienza en tercera persona, “Abríase la calle lentamente desierta” (19), marcando cierta distancia, después, en un peculiar trávelin de acercamiento, la vía se convierte en el tú al que se apela, merced a una prosopopeya que aproxima la primera persona, correlato de la poeta, al espacio. Se borra cualquier atisbo de identificación geográfica, pero no los detalles descriptivos de la calle, que conectan con lo sensual a través de uno de los motivos recurrentes en el poemario, las muchachas en flor (“niñas de florecidos ojos”). Ellas atraviesan la vía y suscitan en la poeta una evocación de la etapa de adolescencia-primera juventud ya huida, en la que el deseo surge provocado por “muchachos abriendo / la clave siempre nueva de su empezada vida” (20). Un magnífico encabalgamiento suave reproduce icónicamente la apertura. En el poema “Pueblo” (Atencia 1961a, 28-29), donde también los espacios personificados se erigen en referentes del tú, la nota sensual prima en la descripción: “Te poblaban muchachas de incandescentes pómulos” (18). Este motivo del despertar del amor se retrotrae a la infancia en “Los sábados” (Atencia 1961a, 13), poema en el que se recuerda el colegio de niñas —con segregación educativa por sexos, como era

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­ abitual en España en los años cuarenta— y los anhelos de que llegara h el fin de semana, tiempo de salida, encuentros y del “adiós en la calle / al niño que llevaba nuestro nombre en la frente” (13). El yo de la experiencia personal de alumna se camufla en el nosotros del grupo de compañeras, como medio de diluir las anécdotas individuales en una edad en la que la personalidad está fraguándose y se da importancia al grupo, a la pandilla. Incluso en esa temprana fase, con los símbolos que caracterizan su escritura, ya constata Atencia la lucha entre el deseo —“Volar era la clave escrita en nuestro ánimo” (13)— y la realidad —“Mas pasaba el domingo y con él los proyectos” (13)—.5 En “Soneto del acanto” (Atencia 1961a, 27), el apóstrofe se dirige a la planta que, creciendo en la tapia de una alberca, semeja el yo rodeado por el agua del llanto. Se destaca la “voluntad de crecer sobre la cerca / con tanto alzarte y con negarte tanto” (27), endecasílabos en los que se insinúa la lucha personal por superar los obstáculos que restan libertad. En el último terceto, el agua vivifica al vegetal y al ser, elevándolo, hecho expresado mediante el léxico sensual: “Y lo abraza y lo desposa / y besa y mece y cubre de su mayo” (27). La enumeración con polisíndeton realza la continuidad de una actividad amorosa que comporta el apogeo del cuerpo y del espíritu (en este predio también se incluye la creación poética) a través del significado simbólico de los términos vegetales. Las circunstancias externas que causan llanto y suponen frenos, fronteras, también pueden implicar plenitud vital y estética si se sabe sacar partido de ellas. En la misma órbita métrica y semántica se mueve otro soneto, el muy clasicista “A una flor de arriate en la ciudad” (Atencia 1961a, 34), que acoge la reflexión de la autora sobre la lacerante conveniencia de mantener el lado silvestre, aunque sea una persona civilizada. El yo poético contempla la flor tronchada y expresa la sensación que le causa: “Clavada de sencilla / ausencia estás en mí, / y hasta me humilla / tu quebrado verdor y me lacera” (34). La rebeldía latente y el deseo

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También es central el mismo motivo en el poema “Niño de la playa” (Atencia 1961a, 32-33), que recrea el nacimiento del primer amor en la infancia desde la perspectiva femenina.

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de integridad, pese al estado maltrecho de la flor y a los intentos de destrucción, son equiparables a la lucha de la mujer contra los elementos adversos que borran el origen natural —el trasplante desde los bosques al “arriate”—, aunque se mueva un “viento” y una “caricia del urbano aire” (34), es decir, aunque se activen como contrapartida afectos disuasorios en el nuevo hábitat. Si en otros poemas destaca el tinte elegíaco, en este la autora afirma su voluntad de no prescindir de sus orígenes, de su esencia, por medio de una peculiarísima modulación del tópico de menosprecio de corte y alabanza de aldea. En el fondo, late una reafirmación del ser, de la mujer, un motivo que discurre por las páginas del librito de la joven autora. 2.2.3. El desdoblamiento del yo En algunos poemas, como el titulado “Muchacha” (Atencia 1961a, 21), de Arte y parte, el tú no tiene como referente un objeto, enclave o planta, sino a una persona que puede funcionar como un yo desdoblado, una figura en el espejo, en un procedimiento que facilita la introspección del sujeto lírico correlato de la autora. En el detallado retrato de la joven que aparece en este texto, destacan los miembros aptos para la sensualidad, que adoptan también un giro metapoético de matices autobiográficos. Con reminiscencias de la letanía mariana, el cuerpo de ella es un transparente “vaso”, portado “entre inquietas manos y escurridizos dedos” (21), para sugerir la fragilidad de la chica y el tempus aedax rerum. Los “labios hermosos” implican sensualidad y, por metonimia, la posibilidad de “cantar” y hacer renacer el universo, es decir, de crear mediante la poesía. Verbos en futuro como “descubrirás” y “despertarás” (21) cobran el valor metafórico de la consciencia de la vida tras la infancia y de la actividad sensual, expresada por el tópico de las estaciones de la vida y por las sugerencias levemente eróticas de la frase “moverá el asombro el filo de tu enagua” (21). Los ojos se colman de petrarquismo, puesto que los efluvios amorosos penetran en cuerpo y alma, y por ellos salen. En el poema de Atencia, la hiperbólica sinestesia, acompasada al descenso gráfico del alejandrino al heptasílabo, realza la fluencia: “Una luz saltará, / en caños, por

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tus ojos” (21). La tríada versal de cierre se detiene en el cuello, venas y boca, enclaves de una palabra que surte de dentro del ser —“La lengua en corazón tengo bañada”, clamaba Miguel Hernández (1976, 327)—, aunque allí ha llegado procedente de los estímulos exteriores, de un mundo que “llena” y revuelve el “desconcierto”. En suma, esa muchacha del poema, ávida de futuro y rebosante de sensualidad, es un homólogo de la propia autora, un eco escuchado en el exterior. Como indicio de la leve, aunque certera, organización temática del libro, el poema siguiente de Arte y parte, “Mirando hacia arriba. Epitalamio” (Atencia 1961a, 22-23), es una ofrenda nupcial a una amiga de la infancia, según se desprende de la parte final del título y de la fórmula de cierre, que, aunque con valor adaptado al contexto amistoso, incluye el imperativo “Ven”. Sensu stricto no existe un yo que se disocia en una amiga con una inversión de la frase paulina “yo soy mi peor enemigo”; se trata de verter la experiencia propia en otra persona, con la que guarda muchas similitudes. Atencia evoca los meses de colegio vividos por ambas, con las confidencias sobre el amor balbuciente —“como aquel te quiero de domingo en el cine” (22)— y el afán de llegar, el anhelo de que el tiempo transcurriera, motivo reiterado en los dos libros iniciales de Atencia. Sopesada después, esta ansia muestra las fauces devoradoras de un tiempo que huye y provoca la separación de la amiga, aunque ella persista en el recuerdo de la escritora y merezca la felicitación nupcial y el inútil reclamo a esa antigua niña para que vuelva, pues solo podrá retornar mediante la memoria. El símil del versículo “Llevabas las ilusiones sueltas, como velas encendidas” (23) se asemeja al del poema “Velas”, de Cavafis —“Los días del futuro se alzan ante nosotros / como una hilera de velas encendidas / doradas, vivaces, cálidas velas” (Kavafis, 1997)—, para aludir a la inconsistencia de la vida.6 Aunque Atencia percibe el

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Recuérdese que la serie Colección Litoral, de la Librería Anticuaria el Guadalhorce, de Málaga, publicó en 1964 Veinticinco poemas, del autor griego, a cargo de Elena Vidal y José Ángel Valente, que se considera la primera traducción al español. Es indicio del interés por Cavafis que, ya en la década de los sesenta, muestra el grupo en el que participan Atencia y su marido Rafael León.

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fluir de los días, según la magnífica imagen —de nuevo con índole religiosa pero atraída a lo profano— de pasar las cuentas del rosario, los sintagmas “secretas esperanzas”, “dicha presentida”, “Con tu sola vibración” y “señal de vida” (1961a, 23) describen a la muchacha con un mundo por descubrir, estado que el yo autobiográfico añora desde su presente. En el “Poema para los diez años de una niña” (Atencia 1961a, 30-31) no hay disociación del yo, sino la voz de la poeta que habla desde la experiencia. El paso de la infancia a la adolescencia se suma al interés general en el libro por el tránsito de edades: el feto que se hace niño, el niño con sensaciones de adolescente, el adolescente que se descubre joven, la joven que cobra una nueva identidad al ser madre… Y todo ello con la intercesión de lo sensual, del mundo del cuerpo y los sentidos, y con la amenaza de la muerte que siega vidas, algunas con pocos años, de ahí las diversas elegías que, como el rostro opuesto de Jano, conviven con los epitalamios y celebraciones en Arte y parte y Cañada de los ingleses. A los veintitantos años, tiempo de escritura de estos poemarios, María Victoria Atencia percibe el mundo con una mezcla de expectación por el despertar de los sentidos, la plenitud que comporta usarlos, el hallazgo de la hermosura y del poder de la palabra para alcanzarla y transmitirla, pero sin olvidar que el fin acecha. Goza el presente del amor compartido, de la maternidad, de la inspiración que mana…, pero sobre un fondo de dolor, de lucha contra impedimentos, de nostalgia, de deseos no consumados. 2.3. Las redes de imágenes con sugerencias sensuales Si tras los epígrafes anteriores de este estudio se albergan versos en los que Atencia recurre a máscaras para diluir la identidad, también hay textos donde el yo surge sin velos o, mejor dicho, solo con los retóricos derivados de un discurso metafórico. Así sucede en el soneto inicial de Arte y parte, titulado “Sazón” (Atencia 1961a, 9), que constituye una afirmación —es la más clara del poemario— de la plenitud femenina, rubricada en primera persona de singular, a través de las abundantes imágenes vegetales. El vocablo paratextual “sazón”

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remite a la frase aseverativa “me conozco mujer” (9), una mujer que, con ecos juanramonianos (Bianchi 2017), se siente clavada al “suelo” (la realidad) y lanzada al “vuelo” (lo trascendente), en rima además con “anhelo” y “cielo”, manifestaciones del deseo y del sentido elevado de la existencia. El paratexto “Sazón” es una anilla en la citada cadena tropológica, en la que destaca la “rama” brotada del “tronco” que ha sido “erguida” por “tu voz”. Los efectos del tú se exponen en los dos tercetos de manera sensual, no en vano “tu voz” puede levantar la rama “combada”, porque “se ha aprendido la destreza / de abrirla sonriente y florecida” (1961a, 9) y, en respuesta a este diálogo de los sentidos que tiene profusas connotaciones eróticas, “el fruto de mi voz se crece al viento” (9). A pesar de la supuesta nitidez de la confesión de plenitud que la mujer realiza en los versos iniciales, la indeterminación de la segunda persona y la plurisignificación de las imágenes ponen la nota de secreto y vaguedad. ¿Quién es el dueño de la voz? Si es el hombre, el poema canta la comunicación erótica y el responder del cuerpo femenino, incluso con el fruto del hijo. Pero no se desdeña una lectura metapoética en que los factores externos de una vida satisfecha actúan como una llamada que saca de la crisis y permite que la escritora lance el poema, pues acto creativo y consumación amorosa son equiparables. Similar red tropológica de términos vegetales relativos al desarrollo físico, emocional y sensual se aprecia en “Poema para los diez años de una niña” (Atencia 1961a, 30-31), concretamente en los versos “así vas floreciéndote por manos y cintura, / en un impulso de junco verdecido” (31). Según el neológico gerundio reflexivo, el cambio en el cuerpo de la niña obedece a la progresiva metamorfosis que afecta a miembros que sugieren sensualidad (manos-caricia y cintura-cuerpo de mujer). La metáfora que equipara a la niña en crecimiento con el junco realza la flexibilidad física. A diferencia de lo anterior, en “Epitafio para una muchacha” (Atencia 1961a, 35-36) se expande el hermoso lamento por un ser que no podrá gozar de su esplendor. Subliminalmente se modula el tópico de la rosa como belleza perecedera, porque la joven ha muerto siendo aún un “capullo sin abrir”. Los tonos elegíacos sugieren que su proceso de floración (crecimiento y disfrute) se detiene, inexorablemente

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ajeno al desarrollo de la vida —“y ya nunca / sabrás el estallido / floral de primavera” (36)—, en un contenido similar al juanramoniano “Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando” (Jiménez 2011), pero sustituyendo la muerte futura por el presente de la pérdida. También desprende sugerencia sensual la imagen paulina que equipara el cuerpo y un vestido: “Tu sangre y carne fueron / tu vestido más rico” (35). La sangre es el impulso vital y la carne es la metonimia de lo corporal y, en consecuencia, del dominio de los sentidos, que se consideran lo más preciado. En “Decir de una muchacha” (Atencia 1961b, 19-20), de Cañada de los ingleses, ante las embestidas del temor que contrarrestan “el diario gozo”, se alza la energía interior y física, representada por la sangre que “su vocación proclama / en la joven ladera / de mi edad” (20). Para los ascetas y para Atencia, la vida es una montaña donde el esfuerzo de subida es compensado por el hecho mismo de ascender, de vivir, concepto subrayado con la hipálage “joven ladera / de mi edad” para insistir en que el tiempo juvenil impregna todo el espíritu y cuerpo de la muchacha. 2.4. El léxico sensual En algunos textos, además de la intervención de imágenes, lo sensual dimana del vocabulario amoroso per se, según puede apreciarse en “Niño de la playa” (Atencia 1961a, 32-33), que rememora el nacimiento del primer amor en la infancia, en meses estivales con arena, desnudez, juegos…, esbozado sin estridencias, pero con sutil erotismo. La perspectiva es femenina; la niña advierte el obsequium amoris —“y me hacías castillos sobre los pies descalzos / con adornos dulcísimos” (32)— y la complicidad de las “sonrisas inéditas” (32), por inaugurales. No obstante, la conquista se dibuja a través del ritual típico en que los papeles femenino y masculino son los habituales, con el hombre activo y la mujer ambivalente e imprecisa, en una postura ambigua. El retrato del niño mezcla la prosopografía con la etopeya, porque, a la atracción física inicial que siente la niña, se le suma la admiración por las habilidades de aquel con la arena y en el mar. Él se sumerge con los brazos extendidos abrazando la ola, metáfora que

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conecta el entorno con el incipiente amor, para aludir a un proceso natural que lo contagia todo, incluso al tiempo que se personifica “cuando agosto suele enamorarse” (33). La estrofa última constata la índole evocadora del poema y cómo la memoria, atraída al ahora, se hace vida cuando la poeta rescata un episodio infantil y a un niño ya sin nombre, que se recuerda “entreabierto a mi anhelo, dulcemente extasiado” (33). Haciendo incursiones en el vocabulario sensual de Arte y parte, se comprueba la afluencia de términos que, por su significado denotativo, por el connotativo o por el valor que les confiere el contexto, gravitan en la órbita de lo sensual. Destacan los vocablos amorosos que articulan actividades y episodios en los que los sentidos y la pasión intervienen (“abrazo”, “amor”, “goce”, “beso”, “desposa”, “cubre”, “acariciando”, “abarcas”, “extasiado”, “gozo”, “confidencias”, “incandescente”, “encendido”). A veces, a esta participación sensual se llega a través de la mención de miembros, órganos y partes del cuerpo implicados de manera real o metafórica (“corazones”, “labios”, “ojos”, “regazo”, “cuello”, “boca”, “manos”, “sangre”, “carne”). Como hemos señalado, abundan las metáforas relativas al apogeo corporal y de existencia, especialmente las que provienen del campo léxico vegetal (“florecida”, “frutos”, “flores”, “semilla”, “jardín”). Se disemina toda una gama de voces relacionadas con el sentimiento de plenitud (“alborozado”, “felicidad”, “ternura”, “alegría”, “dicha”, “dulcemente”) y el deseo positivo (“anhelo”, “siento”, “sueños”, “ilusión”, “asombro”, “promesa”). Frente a ello se cierne la sombra de lo acabado, de lo irrecuperable, y la tristeza consiguiente (“nostalgia”, “melancolía”, “amargo”, “ausencia”), poniendo el contrapunto elegíaco, mucho más perceptible en Cañada de los ingleses que en Arte y parte.

3. Conclusiones En los dos libros de poesía con los que Atencia comienza su larga andadura, se rastrea una base de experiencia biográfica, que queda en el trasfondo merced al estilo elegido, en el que domina la sugerencia entendida como insinuación de acciones, datos, realidades, ideas y

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contenidos no explícitos totalmente en el texto. Este modus operandi permite que asuntos centrales en la existencia de la autora —la religión, la infancia, la familia, el espacio en que habita, la sorpresiva muerte— no restrinjan su dominio significativo exclusivamente a lo confesional. Atencia toca materias cotidianas, algunas incluso escritura del cuerpo femenino, como el embarazo, pero evita caer en el costumbrismo y en la poesía de circunstancias, peligro tan amenazador en versos de homenaje a las amigas en época casadera, a otras escritoras, etc. Para conseguirlo, omite o rebaja las referencias concretas (antropónimos, topónimos…) y opta por la sugerencia, con gran riqueza de recursos técnicos, que, además, sirve de señuelo al lector y le impulsa a explorar e iniciar un diálogo. Aunque en el análisis hayamos diseccionado los enunciados y separado los procedimientos, en el discurso lírico aparecen unidos. Al contemplarlos desgajados en los versos de Atencia, se advierte la importancia de lo sensual desde la perspectiva femenina como manera de mostrar el poder de los sentidos, hasta tal punto que tiñe el conocimiento del propio ser, de los sentimientos y del mundo. Atencia no se muestra como una escritora combativa que se mueve desde una visión de un mundo perfectamente organizado, de blancos y negros; prefiere lo brumoso, el gris —“los cristales del humo”—, incluso el inquietante equívoco en el nivel lingüístico y en la identidad estética y personal, a despecho de su “sobrenotada serenidad tonal” (KrugerRobins 1988, 78). En sus versos hay cuerpo unido a espíritu y a evocación, en un proceso de amalgama en el que lo sensual actúa como ingrediente de fusión.

Bibliografía citada Atencia, M. V. (1961a). Arte y parte. Madrid: Ediciones Rialp. — (1961b). Cañada de los ingleses. Málaga: El Guadalhorce. — (1990). Marta & María. En: Antología poética. Madrid: Castalia. Bianchi, M. (2017). “Que las alas arraiguen y vuelen las raíces. Una enseñanza juanramoniana en Arte y parte y Cañada de los ingleses”. En: Jurado

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Morales, J. (ed.). La poesía de María Victoria Atencia. Madrid: Visor Libros, pp. 113-132. Carnero, G. (1976). “Epílogo”. En: M. V. Atencia. Marta & María. Madrid: Caballo Griego para la Poesía, pp. 63-64. Ciplijauskaité, B. (1990). “La serena plenitud de María Victoria Atencia”, Ínsula, 517, pp. 10-11. Cixous, H. y Clément, C. (1975). La jeune née. Paris: Union Générale d’Éditions. Darío, R. (1954). Poesías completas. Madrid: Aguilar. Gómez-Yebra, A. A. (2014). “Religión y religiosidad en la poesía de María Victoria Atencia”, Siglo xxi. Literatura y Cultura Españolas, 12, diciembre, pp. 87-104. Gullón, R. (1953). “Diez años de Adonais”, Asomante, 9 (2), abril-junio, pp. 69-74. Hernández, M. (1976). Obra poética completa. Madrid: Zero. Jiménez, J. R. (2011). Poemas agrestes (1910-1911). En: Obras de Juan Ramón Jiménez, vol. 13. Madrid: Visor. Kavafis, C. (1997). Poesías completas. Versión de J. M. Álvarez. Madrid: Hiperión. Kruger-Robins, J. (1998). “María Victoria Atencia: la deconstrucción poética de las estructuras del ser”. En: Ugalde, S. K. (ed.). La poesía de María Victoria Atencia. Un acercamiento crítico. Madrid: Huerga y Fierro Editores, pp. 77-91. López Martínez, M.ª I. (2014). La llave de escribir. Teoría y creación en los Siglos de Oro. Sevilla: Renacimiento. — (2017). “El espacio trascendido en la poesía de María Victoria Atencia”. En Sánchez García, M. R. y Gahete Jurado, M. (eds.). La palabra silenciada: voces de mujer en la poesía española contemporánea (1950-2015). Valencia: Tirant Humanidades, pp. 197-209. — (2020). Los cristales del humo. La poesía de María Victoria Atencia. Córdoba: Universidad de Córdoba. Metzler, L. D. (1998). “Imágenes del cuerpo en la poesía de María Victoria Atencia”. En: Ugalde, S. K. (ed.), La poesía de María Victoria Atencia. Un acercamiento crítico. Madrid: Huerga y Fierro Editores, pp. 159-70. Neira Jiménez, J. F. (2021). Claves para el estudio de la poesía del 27. Madrid: UNED. Pérez Parejo, R. (2002). Metapoesía y crítica del lenguaje. De la generación de los 50 a los novísimos. Cáceres: Universidad de Extremadura.

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XIII. Sensualidad y sugerencia discursiva

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Shklovski, V. (1991). “El arte como artificio”. En Todorov, T. (ed.). Teoría literaria de los formalistas rusos. Ciudad de México: Siglo XXI, pp. 55-70. Ugalde, S. K. (1992). “La subjetividad desde ‘lo otro’ en la poesía de María Sanz, María Victoria Atencia y Clara Janés”. En Vilanova, A. (ed.). Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, vol. 3. Barcelona: PPU, pp. 307-316. Vicente Serrano, P. (1991). “Aproximación a la polémica sobre la literatura de mujeres”, Acciones e Investigaciones Sociales, 1. DOI: https://doi. org/10.26754/ojs_ais/ais.199113694. [Consultado: 18-09-22] Wilcox, J. (1995). “María Victoria Atencia, ‘serenísima ma non troppo’”, Revista de Estudios Hispánicos, 29, pp. 199-211. Woolf, V. (1967). Una habitación propia. Barcelona: Seix Barral.

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Sobre las autoras y los autores

Christine Arkinstall es catedrática de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad de Auckland. Es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo y doctora en Literatura Española por la Universidad de Auckland. Especialista en las literaturas y culturas de la España de fin de siglo y del siglo xx, especialmente con respecto a las políticas de sexualidad en torno a las mujeres, entre sus libros y ensayos figuran publicaciones sobre la obra poética de Rosario de Acuña, Ángela Figuera y Carmen Conde, y sobre el cuerpo literario de Rosa Chacel y Mercè Rodoreda. Marina Bianchi, doctora en Iberística (Università di Bologna), es titular de Literatura Española (Università degli Studi di Bergamo). Investiga principalmente sobre la poesía española contemporánea, centrándose en la intertextualidad. Sus publicaciones incluyen artículos, capítulos de libros, traducciones poéticas, ediciones, los números sobre García Lorca de la revista Quaderni Ibero-Americani (2016) y sobre la transtextualidad de La nueva literatura hispánica (2017). Es autora de las monografías Vicente Núñez: parole come armi (2011) y De la Modernidad a la Postmodernidad. Vanguardia y neovanguardia en España (2016), coautora de Letteratura spagnola contemporanea

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Sobre las autoras y los autores

(2020), coeditora de Si yo supiera… Antología didáctica activa de poetas de la transición (2021). Helena Establier Pérez es profesora titular de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Su línea principal de investigación aborda las relaciones entre la literatura española y los estudios de género, con especial atención a la literatura escrita por las mujeres entre los siglos xviii y xx. Es directora del grupo de investigación PoGEsp (Poesía Española y Género) e investigadora principal del proyecto “Género, cuerpo e identidad en las poetas españolas de la primera mitad del siglo xx” (MICINN, PID2020-113343GB-I00). Es autora de más de medio centenar de artículos en revistas científicas y capítulos en volúmenes colectivos, monografías y ediciones críticas, dedicados al estudio de las escritoras españolas. Recientemente ha coordinado los números monográficos “Hijas del sol. Escritoras, lectoras, traductoras y polemistas en la España ilustrada” (Cuadernos de Estudios del Siglo XVIII, 2022) y “Quiero hablar de mí, sola” (Ínsula, 2023). José María Ferri Coll es profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Alicante. En el ámbito de la literatura española contemporánea ha tratado, por lo que hace a la lírica, de las Soledades de Machado, de la poesía de Gil-Albert y de las ruinas en la poesía de la década del setenta. De Azorín ha estudiado La isla sin aurora y junto con Dolores Thion y Enrique Rubio ha editado el monográfico Azorín. La invención de la literatura nacional (2019). También ha trabajado sobre algunos humoristas como Mingote y Mihura. Sobre la literatura más reciente, ha editado, junto con Á. L. Prieto, un volumen monográfico sobre el estado de la literatura española desde 1975. Asimismo, ha consagrado algunos estudios a Umbral y a Torrente Ballester. Melissa Lecointre es profesora titular de Literatura Española Contemporánea en la Université Sorbonne Nouvelle (Paris 3). Se doctoró en Estudios Hispánicos por la misma universidad y su investigación está centrada en la poesía española (siglos xx y xxi) con una orientación que incluye la historia cultural y la cuestión de los intercambios y circulaciones culturales. Con este enfoque ha publicado La senda de

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Sobre las autoras y los autores

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Velintonia. Aproximaciones al magisterio de Vicente Aleixandre 19391959 (2012). Es autora de numerosos artículos sobre poesía de las vanguardias, de la Guerra Civil, de la posguerra, así como desde la Transición a nuestros días. María Isabel López Martínez es catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Extremadura. Su investigación se centra en la poesía contemporánea, parcela en la que destacan sus monografías sobre Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández, Pablo Neruda y María Victoria Atencia. También se ocupa de la teoría literaria y de la crítica relativas a los Siglos de Oro, y del comparatismo poesía-pintura. Entre otros, ha recibido el Premio Especial de Doctorado, el Premio de Monografías Archivo Hispalense, el Premio Internacional de Crítica Literaria ­Amado Alonso, el Accésit del Premio de Monografías Nuestra América y el Premio de Investigación Literaria Pablo García Baena. Isabel Navas Ocaña es catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Almería. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, es también licenciada en Filología Clásica y en Filología Inglesa. Sus principales líneas de investigación son la recepción crítica de las vanguardias poéticas en España, la historia de las teorías literarias, con especial atención al ámbito hispánico y al angloamericano, y la teoría y la crítica literaria feminista. En relación con este último ámbito ha publicado los libros Las mujeres del Quijote y la crítica (2008), La literatura española y la crítica feminista (2009) y Poesía eres tú… pero yo no quiero ser poesía (2011). Laura Palomo Alepuz es profesora ayudante doctora en el Departamento de Filología Española de la Universidad de Alicante. Actualmente participa en los proyectos de investigación “Género, cuerpo e identidad en las poetas españolas de la primera mitad del siglo xx”, “Observatorio de género en la poesía española (1900-1950). Cuerpo y sexualidad en la obra de las poetas del Mediterráneo” y “Patrimoine d’encre. Archives d’écrivains”. Sus líneas de investigación principales

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Sobre las autoras y los autores

son la literatura española contemporánea, la genética textual y la literatura escrita por mujeres entre los siglos xix y xx. María Payeras Grau es catedrática de Literatura Española en la Universidad de las Islas Baleares. Ha obtenido el Premio Sial de Ensayo (2002) y la beca de investigación Miguel Fernández (2003). Es doctora honoris causa por la Universitatea Ștefan cel Mare din Suceava (Bocovina). Sus principales líneas de investigación son la poesía española posterior a la Guerra Civil, con especial hincapié en la generación de los cincuenta y la poesía de autoría femenina. Recientemente ha editado los siguientes volúmenes colectivos: Voces femeninas en la poesía española de la Transición (2020) y Ecos, pláticas y representaciones. El diálogo intergeneracional, intertextual e interartístico en la poesía española de la transición (2021). El trabajo de María Payeras contenido en este volumen, “Dar cuerpo al pensamiento: texto y representación corporal de la mujer en la poesía de Ángela Figuera”, está vinculado al proyecto “Escrituras de la identidad en tiempos de conflicto: Max Aub y la memoria generacional”, Proyecto de Investigación de la Generalitat Valenciana (AICO/2021/180). M. Consuelo Candel Vila (IP). Ángel Luis Prieto de Paula es catedrático de Literatura Española (Universidad de Alicante) y especialista en poesía española en su relación con la universal. Es editor de clásicos y modernos, antólogo, ensayista, crítico e historiador de la literatura. Algunos de sus libros sobre letras del novecientos son La llama y la ceniza (Introducción a la poesía de Claudio Rodríguez), La lira de Arión, Musa del 68, De manantial sereno, Azorín frente a Nietzsche y otros asedios noventayochistas, Manual de literatura española actual (con Mar Langa), Poesía: textos y contextos, Las esquinas del yo y La poesía española de la II República a la Transición. Roberta A. Quance es una investigadora norteamericana radicada en España. Ha sido profesora en la Universidad Autónoma de Madrid, la Universiteit te Utrecht y Queen’s University Belfast. Es autora de In the Light of Contradiction: Desire in the Poetry of Federico García Lorca y de Mujer o árbol. Mitología y modernidad en el arte y la literatura de

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Sobre las autoras y los autores

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nuestro tiempo. Tiene en curso un libro de ensayo sobre el significado de las artes textiles y la reivindicación feminista a que estas dan lugar en la obra de varias figuras de la creación moderna. Elia Saneleuterio Temporal es profesora titular en la Universitat de València. Es licenciada en Filología Hispánica, maestra en Educación Infantil y máster en Investigación en Didácticas Específicas. Desde 2019 dirige el grupo de investigación TALIS y el Congreso Internacional CreadorAS en la Educación Literaria e Intercultural (CICELI). Sus estudios versan sobre poesía española, educación literaria y didáctica de la lengua, entre los que pueden destacarse los volúmenes La agencia femenina en la literatura ibérica y latinoamericana (2020) o Femenino singular. Revisiones del canon literario iberoamericano contemporáneo (2021). En 2021 obtuvo el Premio de Investigación Poética Pablo García Baena de la Universidad de Córdoba con un ensayo sobre la construcción simbólica en los últimos poemarios de José Hierro. Sharon Keefe Ugalde es catedrática (university distinguished professor) de Texas State University. Recibió su B.A. de University of California, Davis, y la maestría (M. A.) y doctorado (Ph. D.) en español de Stanford University. Investiga la poesía española de autoría femenina de los siglos xx-xxi. Es autora de Ophelia. Shakespeare and Gender in Contemporary Spain (2020); En voz alta. Las poetas de las generaciones de los 50 y los 70. Antología (2007); Conversaciones y poemas. La nueva poesía femenina española en castellano (1991) y de más cien artículos publicados en revistas académicas, así como editora de cuatro colecciones de estudios críticos.

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