El complejo de Cenicienta
 9788499897882

Table of contents :
El complejo de Cenicienta
Prólogo a la edición castellana
Agradecimientos
1. El deseo de ser salvada
2. Echarse atrás: la retirada de la mujer ante un desafío
3. La respuesta femenina
4. El camino del desamparo
5. Devoción ciega
6. El «pánico genérico»
7. El salto hacia la libertad
Bibliografía
Notas
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El complejo de Cenicienta Colette Dowling

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A mis padres

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Prólogo a la edición castellana

El feminismo ha pasado de moda, y lo que en los años setenta fueran verdades recién dichas, descubrimientos heroicos, hoy son obviedades que da vergüenza repetir. El feminismo ha dejado de ser un proyecto revolucionario, un futuro prometedor, y hoy se ha convertido en una realidad que, lejos de ser «ideal», es triste y dura. La realidad atestigua que el feminismo no ha pasado en vano. Igual que los huracanes tropicales arrasan las costas americanas, el feminismo ha arrasado la familia, y las rupturas o crisis matrimoniales están a la vista. Las jóvenes generaciones se distancian —y con razón— de sus mayores. La imagen que los mayores ofrecemos no es ciertamente muy linda; también nuestras esperanzas están en las generaciones futuras. Sabemos, por algo somos más viejos, que no basta con criticar ni con «llevar la contraria»; que el cambio conlleva tiempo y que el tiempo es vida. Cambiar el mundo interno —no digamos el externo— no es fácil, supone dolor y esfuerzo. No basta con decirlo, hay que vivirlo para lograrlo. Pero los padres ya no somos un ejemplo para los hijos y ellos se encuentran solos; obligados a inventarse su propio ejemplo, necesitados de descubrir en sí mismos qué significa «hombre», «mujer», «padre», «madre», «familia»... No es fácil inventarse ideales, pero menos aún ponerlos en práctica. La Historia está sembrada de buenas intenciones y de «malos ejemplos»... Pero si el feminismo ha pasado a la historia, algo ha quedado en nosotras. No quedan (casi) opresiones por delatar o derechos por exigir y, sin embargo, queda todo (o casi todo) por hacerse. Ya no nos manifestamos las mujeres con aquella ingenuidad de entonces: sabemos que los cambios son costosos y lentos, y que afectan profundamente la intimidad. Nosotras, las que éramos feministas, ya no somos las mismas y las reuniones feministas congregan hoy a toda clase de mujeres. Por encima de diferencias de edad, de clase social, de profesión o de intereses, las mujeres hablan de sí mismas, discuten y descubren entre ellas qué es ser mujer. El feminismo ha calado en las mujeres y hoy es una lucha sorda y callada que no se

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da ya en las calles, sino dentro de cada mujer. El feminismo es ahora un conflicto interno y doloroso, una batalla sin tregua contra una misma, una auténtica revolución personal. El libro de Colette Dowling es un testimonio de ello y una excelente respuesta a la pregunta: ¿qué es el feminismo hoy? Porque las mujeres siguen estando encerradas en casa y atrapadas por sus problemas, pero no están solas ni resignadas. Corre por entre nosotras, como si del virus de la gripe o de un sabroso chisme se tratara, la buena nueva que el feminismo sembrara en la mujer. Son conscientes —y esa es, hoy, la diferencia— de que el problema está en ellas y, por lo tanto, en ellas la solución. El hábito de muchos siglos pesa en nuestras cabezas y tenemos miedo de romper con el pasado y tomarnos, sin pedir permiso y por derecho propio, la libertad. Betty Friedan habló del «problema sin nombre» que agobia al ama de casa. Colette Dowling lo analiza y le da un nombre: «complejo de Cenicienta». Pone al alcance de todas nosotras (con esa frescura de las escritoras norteamericanas no sujetas a ningún supuesto saber y no comprometidas sino con ellas mismas) una serie de reflexiones acerca de la guerra que libra la mujer contra sí misma (porque la guerra, nos recuerda la autora, es contra nosotras mismas). Cuando dejamos de responsabilizar al sistema o de pretender que el hombre nos entienda y, manos a la obra, nos ocupamos de nosotras mismas, las preocupaciones, las quejas, las denuncias ya no se pierden en disputas abiertas sino que nos llevan a ahondar en el dolor: en nosotras mismas. Cuando vemos que el problema está dentro, comprendemos que o hacemos de hadas madrinas de nosotras mismas o nadie va a venir a salvarnos del fogón. Colette Dowling se explica y, al hacerlo, da voz a muchas otras mujeres que comparten su experiencia y que, como ella, nos hablan del miedo, de la inseguridad, de la nostalgia enorme de un padre o una madre que velara por ellas... Por un lado, la voz de la niña abandonada, de la mujercita que no puede dar un paso sola, que necesita, para sobrevivir, la aprobación del otro, su halago, su mano, su compañía. Por otro, la voz de la mujer guerrera. Las mujeres hablan de su coraje, de la rabia que sintieran contra sí mismas, del gran esfuerzo que les supusiera asumir su vida y reorganizarse sin más amor, protección o guía que la que ellas mismas se dieran... No es fácil. En cada mujer existe una niña enamorada y temerosa, y un «hombrecito» valiente que también suspira, que quiere vivir. Simone de Beauvoir, como señala Colette Dowling, es un buen ejemplo. Cuando más enamorada estaba de Sartre,

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Simone se dio cuenta de que, en aras del amor, se traicionaba a sí misma y renunciaba a su verdadera vocación, de modo que decidió separarse y andar sola por el mundo. Al cabo de algún tiempo, la vagabunda errante se convirtió en audaz y feliz aventurera. De feliz aventurera, en dueña y señora de su vida y su amor. Volvió con Sartre y, como sabemos, compartió con él buena parte de su vida. El libro de Colette Dowling hallará un eco en cada lectora que al leerlo se busque y se encuentre reflejada a sí misma. Y hay que leerlo con atención, pues el «complejo de Cenicienta» no solo revela importantes aspectos de la actual lucha de la mujer, sino que señala un camino que, siendo muy distinto al de los cuentos de rosas, apunta también a un final feliz. Con todo, y antes de dar paso al texto, quisiera hacer una breve consideración acerca del papel que juega el otro sexo. El hombre ya no es el «blanco» del feminismo. No ocupa en nuestro discurso el lugar del «otro»: ha dejado de ser «el malo», «el enemigo». Y, sin embargo, es un hecho que está ahí. El hombre es un padre, o un marido, un hermano, o un hijo. Está presente en nuestras vidas y es amor lo que nos une a él. Las mujeres somos (a la que nos descuidamos) madres, y la vida de nuestros hijos está en nuestras manos. Sabemos que queremos criar niñas distintas y que para ello hace falta una familia y una educación también distintas. Pero ¿y los niños? Los hombres nos vienen con el cuento de que «los han hecho así» y de que, por consiguiente, ellos nada pueden hacer... Así pues, la pregunta no será: ¿Qué más podemos hacer las madres?, sino: ¿Qué podemos dejar de hacer? Por ejemplo: ¿Podemos dejar de hacerles todo cuando chicos...? ¿Podemos dejarlos solos en la cocina, llorando a gritos en medio de un montón de platos sucios, rotos? ¿Podemos? ¿Podemos abandonarlos y que a fuerza de errores y fracasos aprendan a coserse sus dobladillos? ¿Podemos dejar que se sientan solos y que aprendan a bastarse por sí mismos? ¿Podemos exigir a los hombres lo mismo que a una mujer? ¿Compartir con ellos la casa como compartimos, ya, los trabajos, los esfuerzos? A fuerza de sudor y lágrimas las mujeres hemos aprendido a «hacernos hombres», y feminizar a los niños no es vestirlos de color de rosa. Es una empresa difícil y dolorosa. Es aprender a tolerar su llanto, su torpeza en casa, su falta de encanto, su agresividad. Es enseñarles a aceptarse débiles, torpes, agresivos, y a no culpar de ello a una mujer. Las guerras, decía alguien, son el producto de tanto llanto reprimido... El día en que

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los hombres se permitan llorar todo lo que llevan dentro —y eso viene también de siglos— dejarán de pelearse y hallarán, por fin, una cierta paz interior. Tengamos presente las madres, las «educadoras», que la guerra de los niños debe llegar a ser, como la de la mujer, una lucha interna y creativa. MAGDA CATALÁ Barcelona, mayo de 1982

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Agradecimientos

Quisiera dar las gracias a Lowell Miller y a mis hijos, Gabrielle, Conor y Rachel, por comprender —y aceptar— que estuviese cerrada la puerta de mi estudio. Durante mi último año de trabajo en este libro, dicha puerta a menudo no se abría hasta medianoche. No obstante, las quejas de mis seres más queridos fueron pocas y nunca injustificadas. Al principio de mi investigación, trabajé con entusiasmo en dos bibliotecas determinadas y pensé que, con demasiada frecuencia, las bibliotecas se olvidan a la hora de agradecer una colaboración tan esencial. Por eso quiero expresar mi reconocimiento a la biblioteca de la Universidad de Princeton y a la de la Academia de Medicina de Nueva York. La primera de ellas tiene siempre abierto su depósito de libros (incluso al público), lo cual es una bendición para el investigador serio. En cambio, los depósitos de libros de la biblioteca de la Academia de Medicina de Nueva York están cerrados a todo el mundo, pero su personal bibliotecario es rápido y competente e indefectiblemente amable con quienquiera que acuda a él en busca de ayuda. Las mujeres que entrevisté se mostraron maravillosamente francas y deseosas de colaborar conmigo. Considero que su «material» es lo más importante de este libro. La información que encontré en las bibliotecas y las entrevistas que tuve con varios sociólogos me facilitaron los elementos para construir el esqueleto de El complejo de Cenicienta; las historias de las mujeres me proporcionaron la carne y la sangre con que rellenarlo. Mis continuadas y excelentes relaciones con mi psicoanalista, Steven Breskin, han sido de importancia capital para el desarrollo de mi propia independencia, así como para el estímulo de mi deseo de comunicar a otras mujeres lo que aprendí. Fue el primer adulto en mi vida —al contrario de lo que hicieron mis profesores, mis amigos y las personas para las que trabajé— que no apoyó mi dependencia. Lowell Miller fue el segundo adulto en mi vida con igual comportamiento. (Resulta

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ahora interesante considerar el hecho de que no fueron mujeres las personas que se negaron a apoyar mi inclinación a la dependencia, sino dos hombres.) Paul Bresnick, de Summit Books, dedicó su esmero al original de mi obra en sus etapas finales, y gracias a sus esfuerzos el libro mejoró. Además de ser el tipo de agente literaria con que muy pocos escritores tienen la suerte de contar, Ellen Levine fue para mí una constante inspiración con su siempre creciente independencia. Finalmente, quiero dar las gracias a mi hija Gabrielle, que empezó a pasar a máquina mi original a la edad de dieciséis años y terminó de mecanografiarlo —tres borradores después— a los diecisiete, y que fue tan sensible al material, y tan inteligente, que al final me hizo valiosas sugerencias respecto a su redacción.

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1 El deseo de ser salvada

Estoy acostada, sola, en el tercer piso de nuestra casa con un mal acceso de gripe, procurando no contagiar mi enfermedad a los demás. La habitación es grande y fría y, a medida que pasan las horas, la noto cada vez menos acogedora, extrañamente inhospitalaria. Empiezo a recordarme a mí misma como a una niña: pequeña, vulnerable, desamparada. Al caer la noche, mi aflicción alcanza su máxima intensidad. Me hace sentir más enferma la angustia que la gripe. «¿Qué hago aquí, tan solitaria, tan separada de los demás, tan... desplazada?», me pregunto. Qué sensación más extraña, la de sentirme tan trastornada, tan apartada de la familia, de mi vida atareada y constantemente llena de exigencias..., aquí, tan desconectada... De pronto, algo interrumpe esta corriente de pensamientos y reconozco... que siempre estoy sola. Esta es la verdad en cuyo rechazo he gastado tantas energías. Detesto estar sola. Quisiera vivir, encontrarme inserta, en la piel de otra persona. Más que el aire, la energía y la vida misma, lo que necesito es sentirme segura en un ambiente grato, y que haya quien cuide de mí. Esto —me sorprende descubrirlo— no es nada nuevo. Ha estado presente, formando parte de mí misma, desde hace mucho tiempo.

Desde aquel día de reposo obligado en la cama, he ido descubriendo que hay otras mujeres como yo, miles y miles de nosotras que crecieron de cierta manera y que no han podido enfrentarse con la realidad de un mundo de adultos en el que solo nosotras somos responsables de nosotras mismas. Podemos defender de palabra esta verdad, pero en nuestro interior no la aceptamos. Todo lo que se relaciona con la manera en que fuimos criadas nos ha venido diciendo que hemos de formar parte de alguien más, que debemos ser protegidas, apoyadas y animadas por la felicidad conyugal hasta el día de la muerte. Por supuesto, fuimos descubriendo —cada una por su cuenta— la mentira que

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encerraba esta afirmación. Pero hasta los años setenta no ocurrió un cambio cultural que hiciera observar a las mujeres, pensar en ellas y tratarlas de manera distinta que en cualquier otro momento anterior. Se esperaban cosas diferentes de nosotras. A partir de entonces, se nos dijo que nuestros antiguos sueños de juventud eran débiles e innobles, y que había cosas mejores que desear: el dinero, el poder y —la más esquiva de las condiciones— la libertad. Y también se nos hizo conscientes de que podíamos hacer con nuestra vida lo que se nos antojara y lo que creyéramos más importante. Se nos dijo asimismo que más vale tener libertad que seguridad; que la seguridad atrofia nuestras facultades. Pero la libertad, según descubrimos pronto, asusta. Se nos presenta con un sinfín de posibilidades para cuyo aprovechamiento no estamos preparadas: promociones, responsabilidad, la posibilidad de viajar solas sin ningún hombre que nos oriente, la ocasión de tener amigos propios, etc. Con gran rapidez, se abrieron a las mujeres oportunidades de todas clases, pero esta libertad trajo nuevas exigencias: que creciéramos y nos desenvolviéramos en la vida sin la necesidad de escondernos tras el amparo de una persona considerada por nosotras como «más fuerte»; que comenzáramos a tomar decisiones basadas en nuestra propia valía, y no en la de nuestro marido, nuestros padres o nuestros profesores. La libertad exige que seamos auténticas, sinceras con nosotras mismas. Y aquí es donde surge, de pronto, la primera dificultad: cuando no podemos seguir pasando por una «buena esposa», una «buena hija» o una «buena estudiante». Aunque nos parezca inverosímil, cuando iniciamos el proceso de separación de los personajes que tienen autoridad sobre nosotras para apoyarnos sobre nosotras mismas, descubrimos que los valores que considerábamos como nuestros no lo son. Pertenecen a otras personas, a seres que nos sojuzgaron en el dominante ambiente que nos rodeó siempre por completo. Y llega el momento de la verdad: «En realidad no tengo ninguna convicción propia. En realidad, no sé qué opino o qué creo». Y este puede ser un momento aterrador. Cuanto teníamos por seguro parece desmoronarse como la blanda arcilla de un desprendimiento de tierras, dejándonos inseguras de todo, y horrorizadas. Esta aturdidora pérdida de estructuras de apoyo ya pasadas de moda —de creencias en las que hemos dejado de creer para siempre— puede señalar el principio de la verdadera libertad. Pero el hecho de que resulte aterradora puede hacernos retroceder de nuevo hacia la seguridad, lo familiar, lo conocido. ¿Por qué, cuando tenemos la oportunidad de dar un paso hacia delante, tendemos a

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retroceder? Porque las mujeres no están habituadas a enfrentarse con el miedo y a vencerlo. Se nos ha acostumbrado a evitar cuanto pueda asustarnos. Así se nos ha venido enseñando desde los tiempos en que éramos demasiado jóvenes para desear otra cosa que no fuera la comodidad y la seguridad. En realidad, no estábamos adiestradas para la libertad, sino educadas para todo lo contrario: la dependencia.

El problema tiene su origen en la infancia, en la niñez, cuando nos sentíamos seguras, cuando nos hallábamos para todo en manos del cuidado ajeno, cuando podíamos contar con papá y mamá siempre que los necesitábamos. Las noches no se iban en pesadillas, ni en insomnio, ni en obsesivas letanías de las cosas malas que habíamos hecho durante el día o de las que hubiéramos podido hacer mejor; eran un puro descansar escuchando cómo el viento acariciaba los árboles hasta la llegada del sueño. He llegado a descubrir cierta relación entre nuestra tendencia a la domesticidad y los cautivadores ensueños infantiles que parecen bullir bajo la superficie de nuestra conciencia. Esto tiene que ver con la dependencia: la necesidad de apoyarse en alguien, la necesidad, volviendo a la infancia, de que se nos oriente, de que se nos cuide y se nos mantenga apartadas de todo daño. Estas necesidades subyacen en nosotras aun en la edad adulta, y claman por ser satisfechas junto con nuestra necesidad de ser autosuficientes. Hasta cierto punto, la necesidad de dependencia es completamente normal, tanto para los hombres como para las mujeres. Pero a las mujeres, como veremos, se las ha inclinado hacia la dependencia hasta un grado realmente malsano. Toda mujer acostumbrada a observar su propio interior sabe que jamás fue educada en el sentido de que le agradara la idea de cuidar de sí misma, de sostenerse por sí misma, de hacer valer sus propios derechos. A lo sumo, puede haberse entregado al juego de la independencia, envidiando interiormente a los chicos (y más tarde a los hombres) porque parecían autosuficientes de una manera tan natural. No es la naturaleza lo que confiere a los hombres esta autosuficiencia; es el adiestramiento, la práctica. Los hombres reciben lecciones de independencia desde el mismo día de su nacimiento; del mismo modo que sistemáticamente se enseña a las mujeres que tienen una salida, que algún día, de algún modo, serán salvadas. Este es el cuento de hadas, el mensaje que se nos inculca desde nuestra más temprana edad. Podemos aventurarnos a hacer algunas salidas al exterior por nosotras mismas. Podemos

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ir a la escuela, trabajar, viajar; incluso podemos ganar nuestro buen dinero, pero detrás de todo eso nuestros sentimientos al respecto muestran siempre cierta cualidad finita. Según este cuento infantil, basta con que la mujer sepa esperar lo suficiente. Alguien vendrá algún día a llenar sus ansias de vivir de veras. (El único salvador que conoce el muchacho es él mismo.) He de deciros ya desde ahora que mi descubrimiento del problema de la independencia femenina tuvo lugar a través de la experiencia personal, y recientemente, por cierto. Durante mucho tiempo había engañado a todo el mundo, y a mí misma, con una sofisticada actitud de seudoindependencia: una fachada que había ido construyendo a lo largo de los años para ocultar mi (aterrador) deseo de que se cuidara de mí. El disfraz era tan convincente que hubiese podido seguir creyendo en él indefinidamente si no hubiera sucedido algo que produjo una inquietante grieta en la delgada capa exterior de mi pretendida independencia. Acaeció cuando yo tenía treinta y cinco años. Una serie de hechos inesperados me hizo experimentar unos sentimientos que nunca había creído que anidaran en mí, unos sentimientos de incompetencia tan amenazadores para mi seguridad que hubiera hecho cualquier cosa para manipular a alguien a fin de que se hiciera cargo de la situación. Fue en un momento en que la vida me mostró su lado adverso, cuando sus exigencias comenzaron a hacerse sospechosamente lógicas y reales, unas exigencias para adultos, muy distintas de las simples incursiones de una chica precoz en un mundo al que los juegos permiten entrar de matute. Tras varios años fuera del matrimonio, con tres hijos jóvenes que mantener sin ayuda de nadie, me hallaba a punto de entrar en un período de notable madurez. Sorprendentemente, sus dolorosas circunstancias empeoraron por el hecho de que me había enamorado.

EL DERRUMBAMIENTO DE LA AMBICIÓN En 1975 dejé Nueva York, y lo que había sido una lucha solitaria de cuatro años como única aportadora de medios de vida a mi rota familia, para irme a vivir con mis hijos a una población rural del valle del Hudson, a unos ciento cincuenta kilómetros de Manhattan. Había conocido a un hombre que parecía el compañero perfecto: sensato, inteligente y de un humor estupendo. Encontramos para nosotros una casa de alquiler

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grande y acogedora, rodeada de un terreno lleno de flores, hortalizas y árboles frutales. En mi nueva euforia, creía que ganarme la vida escribiendo no sería más difícil en el villorrio de Rhinebeck que en la metrópoli de Manhattan. Lo que no había sospechado —lo que no había podido prever— era el sorprendente derrumbamiento de mi ambición. Lo experimenté tan pronto como empecé a compartir de nuevo mi hogar con un hombre. Sin ninguna decisión consciente, e incluso sin darme cuenta de ello, mi vida cambió dramáticamente. Antes de trasladarme a aquel lugar, solía pasarme varias horas al día escribiendo, desarrollando una carrera que había comenzado diez años antes. En Rhinebeck, mi tiempo parecía írseme en tareas de ama de casa, en dichosas tareas de ama de casa. Después de varios años de comidas improvisadas e insustanciales por estar demasiado ocupada para hacer otra cosa, me puse a cocinar de nuevo. Al cabo de seis meses de haberme trasladado al campo, mi peso había aumentado cuatro kilos y medio. «Eso es saludable —me dije a mí misma, extrañamente contenta de aquel cambio—. Claro, como vivimos todos más relajados...» Comencé a llevar camisas a cuadros y «monos» más bien holgados. Siempre me encontraba vagando un poco: cuidando de una maceta, encendiendo fuego, mirando por la ventana. El tiempo parecía volar. Los esplendorosos días de otoño me condujeron insensiblemente al invierno, y yo me puse botas y una chaqueta rellena de plumas y empecé a cortar leña. Por la noche dormía sin soñar, y eran muchos los días en que me costaba levantarme por la mañana. No había nada que me obligara a abandonar la cama. Mi nueva retirada a las tareas domésticas —todo un síntoma— hubiera debido de ser más desconcertante de lo que fue. Al fin y al cabo, era capaz de mantenerme yo misma; en realidad, lo había hecho durante cuatro años. Sí, pero habían sido cuatro años azarosos; cuatro años que, día tras día, fueron para mí un verdadero desafío. El padre de los niños estaba demasiado enfermo para poder ayudarles, por lo que yo me había acostumbrado a pagar las facturas. Pero había vivido asustada la mayor parte del tiempo: asustada de los precios cada vez más altos, asustada del casero, asustada de no poder seguir aguantando nuestra situación, de no poder continuar a flote mes tras mes, año tras año. El hecho de que dudara profundamente de mi propia competencia no me parecía extraño ni insólito. ¿No era un sentimiento común a todas las «madres solas»? Mi traslado al campo en aquel espléndido otoño había significado para mí el término de lo que yo, más bien vagamente, consideraba «mi lucha». El azar me había llevado a

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un lugar diferente, a un espacio limitado no muy distinto de aquel en que había vivido de niña: un mundo de manzanas, de tartas de cerezas, de edredones en la cama y vestidos de verano recién planchados. Ahora tenía un terreno y flores, una gran casa con muchas habitaciones, muchos escondrijos y muchos rincones. Al sentirme segura por primera vez desde hacía varios años, me dispuse a convertir en realidad la tranquila morada que suele permanecer como una especie de «recuerdo encubierto» de los aspectos más positivos de nuestra infancia. Hice un nido, y lo aislé con el algodón y el plumón más blanco y suave que pude encontrar. Y entonces me escondí en él. Por la mañana, lavaba la ropa y barría. Por la tarde, preparaba grandes comidas y las extendía sobre la mesa de un auténtico comedor. Al llegar la noche, haciendo el papel de ayudanta, me ponía a mecanografiar los borradores de Lowell. Extrañamente, aun cuando yo había escrito como profesional por espacio de diez años, tenía la impresión de que escribir a máquina para otra persona era el trabajo más adecuado para mí. Me sentía... bien (lo que significaba, según veo ahora, que me encontraba cómoda y segura). Y así siguieron las cosas durante varios meses. Lowell escribía y hablaba por teléfono sentado ante la gran mesa que tenía frente al fuego en el cuarto de estar. Yo, entretanto, llenaba mis horas vacías poniendo láminas decorativas en las paredes del dormitorio de mi hija. De vez en cuando, me acercaba a mi escritorio y probaba la agilidad de mi mano en algún trabajo o ponía orden en mis papeles, pensativa y llena de preocupaciones. Frustrada por tener momentáneamente la impresión de que había perdido mis facultades de escritora, un día pensé: «Mi suerte cambiará». No era en absoluto una cuestión de suerte. Sin advertirlo a nivel consciente, la idea que tenía de mí misma, había cambiado radicalmente. Y lo mismo podía decir de las esperanzas que había puesto en Lowell. Para mí, se había convertido en el proveedor del hogar. ¿Y yo? Yo descansaba de una lucha de varios años, sostenida a medias contra mi voluntad, que debía conducirme a la plena responsabilidad personal de mis actos. ¿Qué mujer liberada hubiera podido imaginarse alguna vez tal situación? Desde el momento en que se me presentó la oportunidad de apoyarme en alguien, cesé de avanzar; de hecho, me detuve en una vía muerta. Dejé de tomar decisiones, nunca iba a ninguna parte, ni siquiera veía a mis amigos. Por espacio de seis meses, no me había visto apremiada para presentar en su día ningún trabajo, ni me había expuesto al tira y afloja que siempre supone conseguir un buen contrato de un editor. Me había bastado un momento de

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bienestar para deslizarme de nuevo hacia el papel tradicional de simple auxiliar femenina. Una subordinada. Una amanuense. La mecanógrafa de los sueños de otra persona.

EL ABANDONO DEL ESFUERZO Como tan astutamente observó Simone de Beauvoir hace más de un cuarto de siglo, las mujeres aceptan el papel de persona sumisa «para evitar el esfuerzo que supone tomar a su cargo una existencia auténtica». Este abandono del esfuerzo había llegado a ser mi meta. Me había ido deslizando hacia atrás —volviendo a la cómoda inacción, como si me hallara en un baño de agua tibia— porque era más fácil. Porque cuidar de las flores, encargarse de las compras y ser una buena —y bien dotada, para el caso— «compañera» provoca menos angustia que encontrarse ahí fuera, en el mundo de los adultos, desenvolviéndose por sí misma. Lowell, sin embargo, no era lo que pudiera llamarse un «macho tradicional», porque no apoyaba mi regresión. Descontento de lo que parecía ir tomando carácter de abuso (él pagaba las facturas, yo hacía las camas), decidió por fin encararse conmigo: yo no aportaba ni un céntimo a los gastos de la casa, dijo, mientras que él me mantenía a mí y a mis tres hijos, y además ni siquiera parecía darme cuenta de aquella injusticia. Le dolía, afirmó también, que me gustase quedarme en segundo término y aprovecharme de su buena voluntad y su desinteresada ayuda. La alusión a que yo, por así decirlo, no ponía toda la carne en el asador, me resultó altamente ofensiva. Era la primera vez que un hombre me acusaba de no dar cuanto podía de mí misma. ¿Acaso no me agradecía todo lo que estaba haciendo por él, mis esfuerzos para hacer cada día más encantador nuestro hogar, mis maravillosas tartas y pasteles? ¿No se había dado cuenta de que, cuando venían amigos a pasar el fin de semana con nosotros, era yo quien cambiaba las sábanas y limpiaba la habitación y el cuarto de baño de los huéspedes? Era cierto que, considerando nuestra distribución de las obligaciones domésticas, yo era la que hacía el «trabajo sucio». Era también cierto que yo misma había asumido aquel papel, sin el menor comentario. Pero la verdad más absoluta era que, interiormente, yo deseaba hacer el trabajo sucio. El trabajo sucio es el más seguro de

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todos. Por hacerlo, puede exigirse a cambio una retribución desmedida: la total manutención de la mujer. Cuando Lowell y yo decidimos dejar Nueva York para irnos a vivir juntos en el campo, acordamos que cada uno de los dos seguiría haciendo frente a sus propios gastos. ¡Con qué facilidad me escabullí de aquella promesa! Tenía varias ideas para escribir libros y artículos de revistas y empecé a trabajar en ellas, pero no estaba emocional ni intelectualmente entregada a lo que hacía. Me sorprende ahora, al recordarlo, que en realidad no sentía la necesidad de trabajar. En vez de eso, disfrutaba de las ventajas de ser una esposa. Pero Lowell decía: «No es justo». Y yo pensaba: «¿Por qué no es justo? ¿No es así como se supone que debe ser?». Había sufrido una transformación interior. Cuando me hallaba sola y no tenía otro remedio que mantenerme a mí misma y a mis hijos, mis resoluciones eran claras y sin ambigüedades; conseguí seguir mi carrera y comportarme al menos con independencia. Sin embargo, cuando Lowell pasó a formar parte de nuestro hogar, mi regresión fue un hecho. No tardé en pensar, sentir y actuar con la misma dependencia con que había vivido durante los nueve años de mi matrimonio. Entonces, el reconocimiento por mi parte de la situación fue el estímulo que me llevó a abandonar el matrimonio: había comenzado a detestar mis sentimientos de dependencia. Había vivido en una atmósfera asfixiante y restrictiva, y por ello me liberé. Pero ahora volvía a actuar como antes, con la sola diferencia de que estaba rodeada de árboles, de humo de leña y de las paredes de una casa grande y antigua que dulcificaban el ambiente. La economía de la situación era decisiva para lo que estaba sucediendo. Como yo había dejado sobre sus hombros la responsabilidad de pagar todas las facturas, me sentía serenamente al margen de la angustia que puede implicar ganarse la vida. Ahora me es difícil admitirlo, pero mi actitud hacia Lowell fue explotadora. No quería hacer el esfuerzo que suponía el hacerme responsable de mi bienestar. Considerando las cosas desde el ángulo del dinamismo, yo consideraba natural que Lowell trabajara con más ahínco que yo y se expusiera a mayores riesgos porque era un hombre. Así lo creía, al menos en parte, porque tal convencimiento hacía mi vida más fácil. Y aquí es donde aparece el aspecto relacionado con la explotación. (También creía que había algo no enteramente «femenino» en un verdadero compromiso de trabajar y arrimar el hombro siempre que fuera necesario. ¡Como si fuese a convertirme en un marimacho por el hecho de ponerme a bregar en el mercado común de la economía de los adultos! A la

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larga, esta pequeña y mal examinada sospecha jugaría un sorprendente papel en mi lucha por la independencia.) Una vez al mes, Lowell tomaba su talonario de cheques y hacía por correo los pagos del alquiler de la casa, de la electricidad, el agua y los combustibles. También costeaba el mantenimiento del coche. (Sobre este punto he de decir que él también conducía nuestro automóvil; yo sentía una verdadera fobia hacia la posibilidad de conducir, y no podía ni quería aprender a hacerlo.) Para demostrar a Lowell mi colaboración de niña esforzada, no compraba o adoptaba nada que fuese personal: ningún vestido, ni maquillaje, ni peinado, ni objeto artístico u original para la casa. Me enorgullecía de hacer pequeños arreglos decorativos con cosas viejas que encontraba en la bodega. Mi distanciamiento de todo lo relacionado con el dinero me permitía permanecer aparte en un aspecto fundamental. «Me gustaría trabajar —le decía con insistencia a Lowell—. Si alguien me encargara alguna cosa, me encantaría escribir. ¿Es culpa mía que mis ideas no tengan comprador?» —¿Y si continúas así, qué sucederá? —preguntó por último un día, al cabo de un año. Aquel «¿qué sucederá?» me estremeció. Para mí, fue la prueba de que no representaba mucho para él. De otro modo, ¿por qué me empujaba de aquel modo? ¿Por qué no me decía, lisa y llanamente: «No quiero cuidar de ti»? El hecho de que no me dedicara a ningún trabajo remunerado comenzó a corroer mi amor propio. Solo fueron necesarios tres o cuatro meses de aquel año para convertirme en una Hausfrau, para que mi dependencia llegara a ser un hecho evidente. Mi dichosa vida hogareña parecía desvanecerse al llegar la noche, momento en que la depresión cuajaba en mí como el hielo en un lago invernal. Me daba cuenta, para empezar, de que tenía muy pocos derechos. Casi sin ser consciente de ello, había comenzado a pedir permiso a Lowell para muchas cosas. ¿Le importaría que me quedara hasta tarde en Manhattan para visitar a una amiga? ¿Le parecía bien que fuese con ella al cine el próximo viernes por la noche? Inevitablemente, creció mi deferencia hacia él. Comencé a sentirme intimidada por el hombre que me mantenía. Fue entonces cuando empecé a encontrarle defectos, a criticarle y censurarle por las cosas más ridículas. Era una señal segura de lo impotente que me sentía.1 Me fastidiaba la soltura —mucho mayor que la mía— con que Lowell trataba a la gente, la suavidad con que era capaz de avanzar y retroceder en un tira y

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afloja, ya al contratar sus trabajos, ya en la vida social. Parecía tener tanta confianza en sí mismo... Descubrí que le odiaba por ello. Mientras Lowell avanzaba constantemente, al parecer con el éxito esperándole a la vuelta de cada esquina, yo me sentía deprimida y angustiada, hasta el punto que apenas podía conciliar el sueño por la noche. Me encontré anhelando los momentos de intimidad sexual —o, más exactamente, anhelando el contacto que llevaba consigo la sexualidad—, pues había empezado a tener dudas sobre mi atractivo físico, entre muchos otros recelos hacia mí misma. Fue un período en que, desde mi punto de vista, la totalidad de mi imagen estuvo en entredicho. Había perdido la confianza en mis aptitudes de escritora, en mi posibilidad de abrirme camino en el mundo, y también —inevitablemente— en mis facultades de amante. Y, quizá lo más sintomático de todo, había perdido la perspectiva que permite ver el aspecto humorístico de las cosas. Se había creado en mí un círculo vicioso: había perdido el respeto a mí misma y, por esta razón, no encontraba el modo de recuperar mi amor propio. Me estaba acobardando y tenía el convencimiento de que solo podía recuperar la confianza perdida si alguien me ayudaba a levantarme. Quería que Lowell se diera cuenta de la situación en que me hallaba y que se identificara con ella. Quería que se percatara de que todos los hechos de mi vida se habían conjurado contra la posibilidad de sostenerme, de mantenerme en pie por mí misma. Lo creía profundamente. Me sentía como si hubiera sido objeto de una mutilación que me afectase para el resto de mi vida. —Fíjate en lo que estoy pensando —dije cierta vez a Lowell—. Nadie esperó nunca que tuviera que ganarme la vida yo misma año tras año. ¿Cómo podía esperarlo yo? —Mala cosa —respondió él—. Te ganaste muy bien la vida durante todos esos años en que estuviste sola. Y ahora, de golpe, te has quedado paralizada. A ti te pasa algo. Lo peor de todo era que, intelectualmente, tanto él como yo sustentábamos la misma idea. Ambos creíamos que las mujeres debían ser responsables de sí mismas. ¿Cómo era posible que yo hubiera sufrido aquella regresión tan rápida? ¿Qué me había sucedido? Muchísimas cosas, según llegaría a saber después. Muchas de las dificultades que experimentaba tenían un decisivo origen en mi infancia. Pero ello no era motivo para que dejara las cosas tal como estaban. Me ayudaba el hecho de que, en medio del dolor y la confusión, comprendía que tenía cierta responsabilidad en el mantenimiento de aquella situación, que había algunas deformaciones en mi modo de ver el panorama, y que yo estaba manteniendo activamente aquellas deformaciones.

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En efecto, mis relaciones con Lowell —entre él, el proveedor, y yo, la protegida— se habían deformado, y lo mismo sucedía con las relaciones conmigo misma. Por alguna razón, me veía menos fuerte y menos competente que Lowell. Aquella era una deformación de importancia a la que, consiguientemente, se añadía otra: Lowell «debía» cuidar de mí. Sí, esta es la retorcida moralidad de los débiles (o de los que persisten en verse a sí mismos como tales). Son la «carga» que se ven obligados a arrastrar consigo los fuertes; si no lo hacen, nosotros no paramos de decirles, de todas las formas posibles, que no sobreviviremos. Cuando hube reconocido que me irritaba la idea de volver a tomar en mis manos la responsabilidad de mi vida, que Lowell me ponía furiosa porque pretendía «rehacerme», me sentí avergonzada y profundamente aislada. ¿Por qué me asustaba tanto la independencia? En lo tocante al feminismo, había vuelto a la Época Glacial. ¿Quién, de entre las personas que conocía, de entre las que había conocido, prefería —como era al parecer mi caso— ser dependiente a ser independiente?

A lo largo de mi vida, cuando me encontraba sola y asustada, siempre había sentido la necesidad de escribir. Esta vez no era una excepción. Si describía mi experiencia, quizá descubriría que había en el mundo otras personas como yo. La idea de que yo pudiera ser una anomalía, una especie de caso perdido, un ser desambientado que solo podía vivir en la dependencia, me horrorizaba. Hasta que no describiera tales sentimientos, no cobraría el valor necesario para hablar de ellos con alguien. Nunca había oído hablar a nadie de semejante experiencia. Un simpático conocido mío, director de una revista, me decepcionó cuando le expliqué el artículo que yo había escrito y él pareció no enterarse de qué le hablaba. Respiré profundamente y volví a la carga, porque, a decir verdad, si aquel individuo no me entendía, mal podría hacerlo cualquier otro del oficio. Cuando comencé a contarle de nuevo lo sucedido desde que me había ido a vivir al campo y las razones por las que quería escribir sobre ello, algo volvió a hacérseme evidente: yo sabía algo, había aprendido algo, y no iba a permitir que aquello se perdiera porque alguien no captara su sentido. Le dije que lo que yo había experimentado y aprendido era importante. Era importante que las mujeres, especialmente ellas, conocieran los problemas contra los que yo había tenido que luchar. Mi experiencia mostraba algo real e inquietante: un fenómeno

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psicológico con el que el movimiento femenino no se había aún enfrentado. El artículo que yo quería que él publicara explicaba lo que obtienen las mujeres por mantener en la vida su posición de dependencia —su postura de amas de casa sumisas y bonachonas—: lo que los psiquiatras llaman «ganancias secundarias». —Creo que comienzo a ver de qué me habla —dijo el director de la revista.

OTRAS MUJERES, PERO LOS MISMOS CONFLICTOS Un mes después, la revista New York publicó mi ensayo con el título: «Después de la liberación: confesiones de una mujer dependiente». Las cartas que inundaron mi casa fueron una revelación. Eran muchos los lectores y lectoras que me habían escrito a lo largo de los años, pero nunca había dado en el blanco como aquella vez. «No está usted sola», me decían, antes de lanzarse a explicarme abiertamente sus experiencias personales. El cartero llegaba cada día con una nueva hornada de cartas, y yo me las llevaba a una pequeña glorieta que había detrás de la casa para leerlas y llorar. Las cartas eran de mujeres de todo el país: mujeres de poco más de veinte años, mujeres a punto de llegar a la cincuentena, mujeres profesionales, mujeres pretendidamente profesionales y mujeres ex profesionales. Todas sufrían las mismas angustias, todas luchaban por la independencia con trabajos intelectuales, buenos empleos y sueldos cada vez mejores... y, sin embargo, debajo de todo eso, siempre el resentimiento. Resentimiento, encono, y una terrible y penosa confusión, algo que podía resumirse con esta pregunta: «¿Es así como se supone en realidad que una debe sentirse?». «Después de varios años de trabajar en un periódico, decidí dejar mi empleo para convertirme en escritora independiente —me escribió una mujer de Santa Mónica—. Tenía derecho a contar con los ingresos de mi marido si se presentaba una emergencia, ¿no?», proseguía mi lectora. Era un buen paso hacia delante, al menos en potencia, pero también un paso provocador de terribles conflictos con el hombre en que, interiormente, deseaba apoyarse para conseguir la liberación. Más tarde, la mujer me dijo en una nueva carta: «He vacilado entre una sensación de tremenda culpabilidad por apoyarme en mi marido y mi furia interna por el hecho de que él pudiera cuestionar mi derecho a la independencia».2

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El conflicto entre el querer sostenerse sola y el querer apoyarse en alguien «por si acaso» (esa motivación indefinida que algunas personas tienen para ir a la iglesia los domingos) crea una ambivalencia crónica y que desgasta. Una mujer que, a los treinta y cuatro años, decía de ella que «se había librado» de dos matrimonios, criado dos hijos y regresado después a la facultad de derecho, se encontraba todavía desesperadamente enredada «en esta doble atadura neurótica de temer y detestar simultáneamente tanto la dependencia como la independencia». Después de trabajar para el gobierno durante una corta temporada, decidió ejercer por su cuenta su especialidad legal y se asoció con un hombre que no tenía más experiencia que ella. La diferencia con que cada uno de los dos se entregaba a su nueva responsabilidad era, según decía, realmente notable. «Desde el principio, su despejada mente no le movió a hacerme ninguna pregunta ni consulta, fuera cual fuese el asunto que tuviera entre manos. Yo no veía las cosas tan claras. Siempre que tengo que enfrentarme con una situación nueva, sigo echándome de cabeza contra las cosas y escondiéndome luego detrás de algún hombre que pueda protegerme. ¡Qué fácil trampa en que caer, y qué perezosa y dependiente me vuelvo cuando tengo cerca de mí a alguien utilizable de esta manera!» El deseo de ser salvada. Puede que no lo reconozcamos tan claramente como esa mujer, pero existe dentro de todas nosotras, a punto de surgir cuando menos lo esperemos, para filtrarse a través de nuestros sueños y empapar nuestras ambiciones. Es posible que este deseo femenino de ser salvada se remonte a los tiempos de la vida en las cavernas, cuando la mayor fuerza física del hombre era necesaria para proteger a las madres y a los hijos del mundo salvaje. Nosotras no necesitamos ser salvadas. Hoy día, las mujeres se hallan atrapadas entre el fuego cruzado de las viejas ideas sociales y las radicalmente nuevas, pero si algo resulta cierto es que no podemos volver a interpretar jamás el antiguo «papel». No es práctico ni eficaz; no es una opción acertada. Es posible que creamos que lo es; puede que queramos que lo sea; pero no lo es. El príncipe se esfumó. El hombre de las cavernas se ha vuelto más pequeño y más débil. De hecho, y por lo que se refiere a cuanto se necesita para sobrevivir en el mundo moderno, el hombre moderno no es ahora más fuerte, más listo ni más valiente que nosotras. Tiene, sin embargo, más experiencia.

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EL DESMORONAMIENTO DE LA FALSA AUTONOMÍA Estos presagios existen desde hace mucho tiempo; han estado lamiendo la superficie inferior de las cosas como los fuegos precursores de una erupción volcánica. Las transformaciones sociales no ocurren de la noche a la mañana. El «papel» de las mujeres estaba cambiando mucho antes que el movimiento de liberación de la mujer tuviera nombre. El hecho de que las cosas no fueran ya seguras para las mujeres, y de que el camino que tenían delante no fuese completamente claro, pudo habernos asustado, mientras crecíamos, más de lo que pensábamos. Algo estaba sucediendo, pero ni nosotras ni nuestros padres sabíamos lo que era. En los años cuarenta y cincuenta, la mayoría de los padres no tenían el menor éxito en la educación de sus hijas porque no sabían en absoluto para qué las educaban. Por supuesto, no las educaban precisamente para la independencia. Como muchas otras chicas, cuando llegué a la escuela superior iba envuelta en una verdadera capa de hostilidad: lo que un psiquiatra hubiera reconocido enseguida como una «fachada contrafóbica»: una concha que uno mismo construye para ocultar el miedo y la inseguridad. Algo estaba saboteando mi confianza; algo me causaba una tremenda confusión respecto a quién era yo, qué quería hacer en mi vida y qué hacían las chicas en general. Pero no me daba cuenta de ello. Era impertinente con mis profesores, sarcástica con los chicos. En la universidad aprendí a argumentar debidamente, a debatir. Años más tarde, después de que llegara el Movimiento para el Desarrollo Humano, comencé a destacar en los debates entre los componentes de mi grupo: dura, desafiante, casi bravucona en mi «honestidad». Un negro ex maleante que formaba parte de nuestra pandilla, un hombre que se había criado en la calle y que se había pasado diecisiete años en la cárcel, me dijo que incluso él tenía miedo de mí durante nuestras controversias. ¡Qué empuje, el mío! ¡Qué estremecedora autonomía! Cuando le llegó a esta «autonomía» el momento de desmoronarse, la gente que me conocía se sorprendió vivamente. —¡Pero si parecías tan fuerte, tan dueña de ti misma! —dijo más de uno. Cuando, después de que se rompiera mi matrimonio, me volví fóbica —casi incapaz de andar por la calle a causa de mis ataques de angustia y mis vahídos—, la súbita desaparición de mi aparente fuerza también me sorprendió a mí. ¿No era dura? ¿No era

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«dueña de mí misma»? ¿No había mantenido mi familia intacta, casi sin ayuda, durante varios años? Mirando ahora hacia atrás, me parece ver con claridad que siempre di muestras de una falta de congruencia potencialmente devastadora entre mi personalidad interior y la exterior. La personalidad exterior era «fuerte» e «independiente» (especialmente comparándola con la que se suponía que debían tener las mujeres corrientes). La personalidad interior estaba sacudida por la duda; se destruía a sí misma. Había habido un episodio peculiar en la universidad del que fui protagonista. Era algo que procuré dejar atrás tan rápidamente como me fue posible. Un domingo, durante la misa solemne, me vi obligada a salir corriendo de la capilla. La pompa, el incienso y la arcaica formalidad me causaron unos sudores, unas náuseas y unas angustias sin precedentes en mi vida. Fue mi primer «ataque de pánico». «¿Qué me sucede?», me pregunté, inclinándome en busca de apoyo sobre el respaldo del banco que tenía delante mientras me sentía inundada por oleadas de vértigo. Cuando creía próximo mi fin, tuve suficiente ánimo para levantarme y huir. Aquella huida, pienso ahora, fue el símbolo de una huida aún mayor, una premonición de que los rituales católicos no estarían siempre presentes para que yo pudiese recurrir a ellos. ¿Había realmente algo a que pudiese recurrir? Fue una cuestión que dejé por examinar durante muchos años. El primer hombre de mi vida, mi marido, no pudo cuidar de mí; emocionalmente, por lo menos. Sus propios problemas psicológicos se interferían con su capacidad de contribuir a unas relaciones estables y, más aún, con la posibilidad de que me proporcionara la clase de seguridad interior que yo anhelaba... y que creía que podía llegarme de alguien más. El segundo hombre de mi vida, Lowell, no cuidaba de mí (o, más bien, no representaba el papel tradicional de fingir que lo hacía). Era muy explícito en cuanto a su deseo de tener una mujer que cuidase de sí misma, y yo también lo era respecto a mi deseo de tenerlo a él. El hecho de que yo no pudiera hacerlo encajar en mis viejas y preconcebidas ideas respecto a lo que un hombre «debiera hacer» creó un callejón sin salida psicológico que, muy a la larga, me condujo a cambiar algunas actitudes destructivas. Lo que quedaba ante mí en el inmediato futuro era el trabajo de reunir los elementos esenciales de la creencia en mí misma. Parecía extraño que no hubiera crecido con ella, pero lo cierto era que no la había poseído nunca. Parece increíble que una muchacha

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privilegiada en una sociedad privilegiada, con un catedrático por padre y una mujer educadísima por madre, tuviera un desprecio de sí misma tan agudo y profundo. Pero así era como me había criado. Dudando de mi inteligencia. Dudando también de mi atractivo sexual. Y ello constituía, como se ha visto ya, mi doble atadura: el no tener confianza en mi aptitud para desenvolverme en el mundo por mí misma según la nueva corriente, y el dudar igualmente de mi capacidad para triunfar comportándome a la antigua, que consistía en seducir a un hombre para que se convirtiera en mi dueño y protector. Falta de discernimiento —víctima de la clase de confusión común a muchas mujeres contemporáneas—, nunca sabía cuál era mi situación. Me había pasado todos aquellos años haciendo las cosas «adecuadas», comportándome como «se debía», yendo a la universidad, trabajando con un buen cargo en la redacción de una revista, casándome, dejando de trabajar, teniendo hijos, criándoles y educándoles, y comenzando lentamente a trabajar de nuevo en horas insólitas, mientras, por ejemplo, los críos hacían la siesta. Después de todo aquello, me hallaba fundamentalmente en conflicto. Mientras los parientes y amigos traían a casa pasteles y buenas palabras, aprobando con su actitud la aparente aceptación sin protestas de mi «papel» en el mundo, durante unos años en que hizo sus efectos un método solo conocido por las mujeres, permanecí escondida de mí misma.

EL FONDO DE LA CUESTIÓN Así pues, como dejaba bien claro el resultado de mi artículo en New York, había otras personas como yo; mujeres que se sentían dependientes, frustradas e irritadas. Mujeres que anhelaban la independencia, pero que temían lo que pudiera significar. En realidad, el miedo paralizaba sus esfuerzos por liberarse. Las preguntas que quedaban en el aire eran: ¿Por qué no hablaba nadie del problema? ¿Cuántas mujeres estaban sufriendo en silencio aquella confusión? ¿Existe entre las mujeres un íntimo y epidémico miedo a la independencia? Necesitaba hechos y también teorías. Quería que las propias mujeres hablaran de su vida en un momento en que se suponía que éramos libres de ser libres. Estaba convencida de que estaba sucediendo algo, algo sobre lo que no se hablaba ni escribía; algo que todos los artículos y estudios pasaban por alto.

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La necesidad psicológica de evitar la independencia —el «deseo de ser salvada»— era para mí una cuestión importante, probablemente la más importante con que se enfrentan hoy las mujeres. Nos habían criado para depender de un hombre y para sentirnos desnudas y aterrorizadas sin él. Se nos había enseñado a creer que, como mujeres, no podemos permanecer solas, que somos demasiado frágiles y demasiado delicadas, y que estamos necesitadas de protección. Como resultado de tal educación, ahora, en nuestros ilustrados días, cuando nuestro intelecto nos dice que nos mantengamos firmes sobre nuestros dos pies, nos encontramos con la rémora de nuestros problemas emocionales no resueltos. Aspiramos a la libertad, a la total eliminación de frenos, pero al mismo tiempo anhelamos que alguien cuide de nosotras. Por lo general, la inclinación de las mujeres hacia la dependencia permanece profundamente sepultada. Porque también la dependencia es aterradora. Nos angustia porque tiene sus raíces en la infancia, en un momento en que estábamos realmente desamparadas. Y hacemos lo que podemos para ocultarnos a nosotras mismas estas necesidades. Especialmente ahora, con el nuevo impulso, socialmente alentado, hacia la independencia femenina, es fácil caer en la tentación de mantener inerte y escondida esa otra parte de nosotras.3 Esa parte, negada y soterrada, es la que más problemas crea. Se manifiesta inesperadamente con sueños y fantasías. A veces, toma la forma de fobias. Afecta al modo de pensar, hablar y actuar de las mujeres; y no solamente de algunas mujeres, sino, virtualmente, de todas las mujeres. Las necesidades de dependencia ocultas causan problemas al ama de casa protegida que tiene que pedir permiso a su marido para comprarse un vestido, y a la mujer de carrera con unos ingresos fabulosos que no puede dormir por la noche cuando su hombre se halla fuera de la ciudad. Alexandra Symonds, una psiquiatra de Nueva York que ha estudiado la dependencia, dice que es un problema que, según su experiencia profesional, afecta a la mayoría de las mujeres. Afirma que incluso las mujeres aparentemente más mimadas por el éxito tienden a «subordinarse a otras personas, a hacerse dependientes de ellas, a dedicar casi todas sus energías a la busca del amor, de la ayuda y la protección contra todo aquello que se considera difícil, desafiante u hostil en el mundo».4

EL COMPLEJO DE CENICIENTA

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Solo hay un camino que conduce a la «liberación» femenina, y este camino parte de la liberación de nosotras mismas, desde nuestro interior. Este libro sostiene la tesis de que la dependencia psicológica personal —el deseo profundo de que otras personas cuiden de nosotras— es la principal fuerza que mantiene sujetas hoy día a las mujeres. Le doy el nombre de «complejo de Cenicienta»: un entramado de actitudes y temores largamente reprimidos que tienen sumidas a las mujeres en una especie de letargo y que les impide el pleno uso de sus facultades y de su creatividad. Como Cenicientas, las mujeres esperan hoy algo que, desde el exterior, venga a transformar su vida. Con mi experiencia personal como punto de partida, he tejido una teoría psicológica y psicoanalítica que impregna este libro mediante varias historias de las propias mujeres. (Donde se indica, se han cambiado los nombres y ciertos detalles.) En las páginas que siguen, encontrará usted casos de mujeres solteras, mujeres casadas y mujeres con amantes. Algunas tienen carrera, otras nunca se aventuraron fuera de su casa, otras se arriesgaron a salir del hogar, pero acabaron por volver a él. Hay mujeres sofisticadas y mujeres del campo acostumbradas a cortar leña; viudas, divorciadas y mujeres que quieren divorciarse pero no se atreven a decirlo. Hay mujeres que aman a su hombre, pero temen por la muerte de su propia alma. Muchas de las mujeres con quienes hablé eran educadas, otras no; pero, virtualmente, todas ellas se desenvolvían por debajo de las posibilidades que les concedía el ambiente concreto que las rodeaba. Vivían en una especie de limbo de su propia creación. Esperaban. Unas pocas mujeres de las que entrevisté en busca de datos para este libro ignoraban «el problema». Su cabeza les decía que todo lo que necesitaban —o habían necesitado alguna vez— era libertad. Sin embargo, emocionalmente, daban muestras de sufrir profundos conflictos íntimos. Otras se enfrentaban intermitentemente con algún que otro atisbo de las causas de sus frecuentes angustias y depresiones. Otras, finalmente, emprendieron la empresa de su liberación, aunque reconociendo su profundo deseo de ser protegidas y cuidadas, lo que les permitió generar nuevas fuerzas, sin que por ello perdieran la noción realista de lo que eran y de lo que podían llevar a cabo. Estas mujeres suelen volverse lo que cierto especialista llama valerosamente vulnerables. En vez de proseguir una vida de represión y negaciones, se enfrentan con las verdades íntimas de su personalidad y al final llegan a vencer los temores que no les

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permitían alejarse del fuego del hogar. Son las mujeres que lograron liberarse de verdad. Tenemos mucho que aprender de ellas.

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2 Echarse atrás: la retirada de la mujer ante un desafío

A veces es más fácil enfrentarse con un desafío exterior, con una crisis o una tragedia, que estar a la altura de las exigencias procedentes de nuestro interior: la orden de arriesgarse, de crecer, de madurar. Siempre me había considerado una gran luchadora, una mujer que, en caso de ser llamada a batallar, hubiera aceptado impertérrita el reto por dura que hubiese sido la contienda. Hubo momentos que requerían valor y energía, y, sí, estuve a la altura de las circunstancias. Poco después de que se rompiera mi matrimonio, vi claramente que la responsabilidad de mantener a los niños caería sobre mí. Mi esposo había enfermado emocionalmente: sufría episodios maníacos que terminaron con su hospitalización. Por espacio de nueve años, hasta que murió de una úlcera, fue hospitalizado casi cada año. Entre estos episodios se mantenía relativamente estable. Sin embargo, su enfermedad le debilitaba tanto que, a pesar de su agudo intelecto, solo podía hacer trabajos poco complicados y poco remuneradores, como los de camarero, lavaplatos y, finalmente, el de mensajero durante los últimos cinco años de su vida. Así que tomé dos decisiones cuyas consecuencias ocasionaron a veces serias dificultades. No le abandonaría en los momentos de mayor gravedad de su dolencia, y no impediría que nuestros hijos fueran a visitarle, excepto cuando se mostrase agudamente enajenado o perturbado. La psicosis maniacodepresiva es evasiva y resbaladiza. Los episodios de manías parecen presentarse por ciclos, pero la llegada de cualquiera de ellos es impredecible. Ed irrumpía a menudo en nuestro apartamento en la cima de uno de sus episodios maníacos, convencido de que estaba a punto de ganar unas importantes y quiméricas elecciones a escala nacional. Otras veces, después de no haber dormido durante semanas, vagaba sin rumbo fijo por las calles hasta caer rendido por el cansancio, la depresión y la paranoia.

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Le visité en salas de hospitales donde solo reinaba la soledad y la desesperanza. Aprendí, sobre todo, que hay cosas en este mundo sobre las que no tenemos ningún dominio. Al mismo tiempo, había una parte de mí, secreta y oculta, que sentía lástima de mí misma. El haber pasado a ser tan rápidamente —en un año— una «madre sola» con tres hijos, sin protección y sin saber si podría arreglármelas para cubrir nuestras necesidades, después de haber sido una «esposa» típica, protegida y apoyada, era algo tremendamente aterrador. Escribir era mi única habilidad. Era casi una recién llegada al mundo literario, y entonces —en 1971— apenas había nadie que creyera en mí. La realidad de tener que pagar el alquiler de la casa cada mes fue como un desafío, y quedé luego fascinada al ver que podía hacerlo. Hubo un gran apoyo a lo que yo estaba haciendo. Al cabo de un año, la mitad de las mujeres que yo conocía más de cerca habían dejado a su marido y se las componían solas en grandes apartamentos de renta limitada como el mío, con niños como los míos y preocupaciones como las mías. Nos hicimos todas muy amigas. Nos veíamos casi cada día y hablábamos por teléfono todas las noches. Éramos, sin duda alguna, una red de apoyo mutuo, y Dios sabe cómo nos hubieran ido las cosas sin ella. Pero también nos escondíamos. Parecíamos más interesadas en mantener nuestra vida exactamente como había sido antes de apartarnos de la figura del padre que en ponernos a la altura del desafío y hacer algo nuevo. Me sorprende ahora cuánto tiempo pude vivir sin decidir realmente nada. No quería estar sola, pero deseaba experimentarme a mí misma como si lo estuviera, por lo que continué compartiendo mis responsabilidades con mis amigas. Ninguna de nosotras quería tomar decisiones por su propia cuenta. Nos consultábamos continuamente, sobre todo respecto a las cosas que tenían que ver con los hijos. Nos citábamos las unas a las otras para encontrarnos a primera hora de la mañana en alguna esquina de las calles neoyorquinas con el fin de prestarnos dinero o cambiar impresiones. A veces, una de nosotras apoyaba la cabeza sobre el hombro de su amiga y se deshacía en lágrimas, pues no nos daba vergüenza expresar la debilidad que sentíamos en nuestro interior. Sin embargo, nuestra vida tenía su lado divertido. Bebíamos vino hasta altas horas de la noche y fumábamos marihuana. Y también comenzamos a citarnos con «chicos» como unas muchachuelas. No tenía idea de qué clase de hombre me interesaba o era bueno para mí. Me encontraba y salía con ellos como una adolescente: este era divertido, el próximo era un listo o un pesado, y el que venía después era sexualmente atractivo, pero mandón. No obstante, salir con hombres me horrorizaba. Me sentía como una muchacha de catorce años encerrada dentro del cuerpo

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de una mujer de treinta y tres. Comencé a arreglarme mejor el pelo, a depilarme con más cuidado las cejas y a preocuparme por mi aliento. Habíamos vuelto a nacer; eso era todo. Voluptuosas, marisabidillas, con una lustrosa capa de sofisticación que solo el vivir en Manhattan podía darnos, éramos como unas chicas púberes sorprendidas por la realidad de la vida. El no tener marido ni ningún otro hombre en casa nos revelaba lo que éramos: unas niñas asustadas, inseguras y subdesarrolladas tanto mental como psicológicamente hasta un extremo sorprendente. Estábamos contentas por haber escapado de la jaula, pero interiormente no nos atrevíamos a hacer uso de aquella nueva libertad para dirigir nuestra propia vida. Ante nosotras solo había sendas oscuras y sin desbrozar que conducían a una selva desconocida. Mi peculiar actitud hacia el dinero era un síntoma de mis pocas ganas de comprometerme de veras con el mundo de los adultos. Necesitaba más, pero no sabía qué hacer para conseguirlo. Como muchos escritores, vivía al día, esperando un «golpe de suerte» mágico, confiando en la aparición de una milagrosa mano a la que poder agarrarme. Durante aquellos primeros años de emancipación, nunca evalué los resultados económicos de mi vida de trabajo, nunca consideré la posibilidad de volver a la universidad, nunca hice planes para estabilizar mi situación. Mantenía la cabeza firmemente hundida en la arena con los ojos bien cerrados, en espera de que las cosas «fueran bien». Ciertas realidades implacables, como la del pago mensual de facturas, incidían naturalmente sobre mi ánimo, pero yo reaccionaba con pasiva preocupación. No progresaba en el sentido de tomar a mi cargo mi propia vida; me limitaba a evitar la penuria total. Al mismo tiempo, tenía la plena convicción de que no me interesaba volver a casarme. Casada, no había tenido la fuerza suficiente para luchar contra mis abrumadoras necesidades de dependencia y desembarazarme de ellas; ahora, sola, me veía obligada a luchar por mi subsistencia y la de mis hijos. En cierto modo, mi instinto no se equivocaba. Aun cuando no me había librado de la dependencia, subyacente aún bajo mi frenética lucha de mujer sola en un mundo lleno de obstáculos, al menos no fingía respecto a ella, ni aumentaba mi desamparo con mi falsa actitud, como había hecho cuando era una esposa. Por otro lado, una parte secreta e inconsciente de mí misma esperaba que algo o alguien me volviera a sacar de apuros. Como una adolescente, disfrutaba de mi libertad

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recién hallada, pero ante el menor contratiempo anhelaba la protección de antaño. Interiormente había establecido ciertos límites a mi independencia. A causa del miedo, vivía dentro de unas rígidas fronteras que me impedían seguir aprendiendo, ampliar mis perspectivas y descubrir lo que era realmente capaz de hacer. Psicológicamente, las cosas eran más complicadas que el simple hecho de sentirme tímida e inferior. Oscilaba entre una portentosa evaluación de mi capacidad y los más degradantes sentimientos de incompetencia. Sentía visceralmente estas ataduras, pero no podía imaginarme cómo llegaría a librarme de ellas. «La mujer es una fracasada», como gritó la cantante Janis Joplin. Me quedaba absorta contemplando de una nueva manera la imagen de la mujer oprimida. Por desgracia, las más avanzadas tendencias del movimiento feminista se enredaban con mi parálisis personal y la reforzaban. Yo usaba el feminismo como una racionalización para quedarme exactamente donde estaba. En vez de concentrarme en mi propia mejora, me concentraba en «ellos». Eran «ellos» los que me sujetaban. Las mujeres no podían avanzar porque los hombres se lo impedían, y punto. Se trataba de algo peculiar. Mejoraba como escritora y mi carrera comenzaba a avanzar. Esto también me asustó. Me sentía incapaz de empujarme a mí misma. En vez de alegrarme de mis primeros éxitos, empecé a pensar que no era suficientemente lista; solo inteligente y manipuladora. Me veía a mí misma «pasando por» una periodista. Un artículo aquí, un artículo allá, pero —estaba convencida de ello— algún día descubrirían mi fraude. En este punto, hubiera debido darme cuenta del significado de mi persistencia en una actitud tan negativa sobre mí misma. En realidad, no quería tener éxito. Al menos, no deseaba un éxito total, de modo que el mundo supiera, de una vez para siempre, que no necesitaba que nadie cuidara de mí. «Puedo cuidar de mí misma.» Gritar estas palabras, y obrar en consecuencia, hubiera sido para mí como admitir un estigma. Hubiese perdido la oportunidad de jugar las cartas que aún tenía en reserva. «¡Puedo cuidar de mí misma!» ¡Qué presunción más enorme! ¡Qué modo de tentar a los dioses y al destino! Admitir eso sería como tirar la toalla, como renunciar para siempre a las ventajas de ser una mujer desamparada. Entonces, el juego era: «Puedo cuidar de mí misma... pero menos». Sin embargo, no se pueden mirar los toros desde la barrera y avanzar al mismo tiempo. Mi vida se hizo más estrecha en vez de más amplia. Aprendí las mejores mañas para evitar, esquivar y

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eludir. Me pasaba con otras personas todo mi tiempo libre, e incluso muchos ratos que no lo eran. Me decía a mí misma que aquello era lo que necesitaba después de la penuria de amigos que había sufrido durante mis años de matrimonio. Probablemente no me hacía falta, pero usaba a la gente para evitar que se desarrollara mi conciencia personal. Me convertí en una mariposa social, en la reina de la West End Avenue. Trabajaba hasta altas horas de la noche y dormía hasta avanzada la mañana. Incluso escribir se convirtió para mí en una especie de válvula de seguridad. Gracias a ella, podía dirigirme al mismo centro del volcán, soltar un poco de vapor y luego abandonarme al sueño, ignorando una vez más el destructivo fuego que bramaba en su interior. Las mujeres no lo saben, porque la perspectiva de mantenernos con nuestros propios medios nos parece un esfuerzo insoportable, pero apoyarse en un hombre, «colgarse» de él, no es una actitud demasiado noble. Debemos descubrir qué es lo que nos asusta, y superar nuestro miedo.

LA NIÑA SIGUE VIVIENDO EN NUESTRO INTERIOR Me es muy difícil hacer alguna cosa sola. Siempre he creído que mi lugar estaba detrás de alguien. Tenía un hermano mayor que era perfecto. Por muchas razones, me sentía satisfecha de crecer a su sombra. Allí me sentía segura. Tengo a menudo cierta sensación de ilegitimidad por no estar casada y no tener hijos, aun cuando sé que eso es lo más moderno y lo más estupendo que puede hacerse, especialmente aquí, en San Francisco. Pero no es así como me crié, y ni es así como quiero ser. En realidad, nunca sentí la necesidad de ser independiente.

Estos reconocimientos de dependencia pertenecen a una entrevista, grabada en cinta magnetofónica, con una destacada psicoterapeuta, una mujer soltera de treinta y dos años, doctora en psicología. Es una feminista que ejerce su profesión en California y, como muestran sus declaraciones, está confundida acerca de su papel en el mundo: su necesidad íntima de sentirse segura «detrás» de alguien en manifiesta contradicción con su ambición de triunfar, de hallarse a la vanguardia, de vivir por sí misma.

«Cada vez que la vida se hace demasiado difícil, la posibilidad de abandonar la lucha para ponerse bajo la protección de un hombre es todavía la solución ideal para muchas

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mujeres; sobrevivir independientemente le quita a veces sabor a la vida —escribe Judith Coburn en la revista Mademoiselle—. Cada vez que he reunido montones de facturas, que he dejado que el coche se cayera a pedazos, que me he perdido en una excursión o desorientado en un viaje, que no he podido hacer algo yo misma (no me asusta decirlo delante de todo el mundo), he sentido la necesidad de que alguien me salvara.» 1 Otra mujer, notable autora de letras para canciones que se considera una «feminista militante», intenta descifrar por qué no puede generar la energía necesaria para aceptar un puesto en la industria de la música. «Quizá lo único que quiero es un hombre que cuide de mí», dice, refiriéndose a su letargo interno. Oiga usted hablar hoy a las mujeres y pronto descubrirá que la «nueva mujer» no tiene nada de nueva; es una inestable. Vive en una especie de limbo, vacilando entre dos series de valores: los antiguos y los nuevos. Emocionalmente, no ha hecho las paces ni con unos ni con otros, ni ha encontrado la manera de integrarse en los dos grupos. «Todas las puertas están abiertas —dice Anne Taylor Fleming en la revista Vogue—, pero la cuestión es decidir por qué puerta se entrará. Si cuidamos bien a nuestros hijos, ¿podemos trabajar? Si trabajamos bien, ¿podemos amar? ¿Podemos desenvolvernos bien fuera del hogar? ¿Podemos quedarnos en casa sin sentirnos culpables, inútiles y extrañamente dolidas?» 2 Íntimamente confundidas y angustiadas, muchas mujeres dejan de vivir con la máxima intensidad, en la frontera de sus aptitudes. Una agente comercial que conocí el verano pasado me dijo: «Todavía no somos capaces de sostenernos sobre nuestros dos pies, pero decimos: “¡Sí! Puedo hacerlo. ¡Soy competente!”». Las mujeres aún están asustadas. ¿Por qué somos las mujeres tan temerosas? La respuesta a esta pregunta se halla en el origen del complejo de Cenicienta. La experiencia tiene algo que ver con ello. Si usted no sale de casa y no actúa, siempre tendrá miedo del tráfago del mundo. Sin embargo, muchas mujeres consiguen notables éxitos en sus carreras y profesiones y, con todo, siguen sintiéndose íntimamente inseguras. En efecto, como veremos en los capítulos siguientes, es sorprendente el hecho de que tantas mujeres conserven, en nuestros días, interiormente un cúmulo de dudas sobre sí mismas, mientras se comportan exteriormente con una confianza avasalladora. Las investigaciones psicológicas han permitido establecer que estos «núcleos» de dudas son característicos de las mujeres de nuestros días. «Nos encontramos con que las cualidades de la pasividad, la dependencia y en la mayoría de

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los casos de falta de amor propio son las variables que diferencian repetidamente a las mujeres de los hombres», explica la psicóloga Judith Bardwick, refiriéndose a estudios efectuados en la Universidad de Michigan.3 Pocas mujeres necesitan de estudios para convencerse de esto. La falta de confianza en nosotras mismas parece perseguirnos desde la infancia, con una intensidad tal que a veces parece que tenga vida propia. Miriam Schapiro, una pintora de Nueva York, dice que ha vivido siempre con la sensación de que llevaba dentro de ella una criatura desamparada, «una niña frágil, inerme, tímida y llena de desconfianza hacia sí misma». Es precisamente al pintar, según ella misma afirma, cuando la criatura «adquiere más personalidad, más viveza..., y mayor libertad de movimientos».4 Por fuertes que sean nuestros deseos de vivir como personas adultas —flexibles, vigorosas y libres—, esa niña sigue susurrándonos insistentemente al oído sus temerosas advertencias. Los efectos de tal inseguridad están muy extendidos, y dan como resultado un inquietante fenómeno social: por lo general, las mujeres solo tienden a desenvolverse bien por debajo del plano de sus facultades innatas. Por razones tanto culturales como psicológicas —y por culpa de un sistema que en realidad no espera mucho de nosotras, junto con nuestros temores personales de superarnos y enfrentarnos con el mundo—, las mujeres se mantienen ellas mismas a ese bajo nivel.

EL FAMOSO «VACÍO DE REALIZACIÓN» FEMENINO Consideremos, para empezar, la historia de nuestro progreso económico a lo largo de los últimos veinte años. A pesar de la creciente toma de conciencia de los años sesenta y setenta, las mujeres son menos felices hoy día que en los tiempos de los miriñaques y los corsés. Ganamos menos dinero (en comparación con los hombres) que dos décadas atrás. En 1956, los ingresos de las mujeres constituían el sesenta y tres por ciento del dinero ganado por los hombres. En la actualidad percibimos menos del sesenta por ciento de lo ingresado por ellos. Aun contando con los cursos de estudios especiales para las mujeres y con la acción política a su favor, la mayoría de nosotras entramos a formar parte del mundo laboral con trabajos mal remunerados, y procuramos arrastrarnos hacia arriba —o hacia un lado— como cangrejos agarrados a un cordel. Dos tercios de las mujeres que trabajan ganan menos de 10.000 dólares al año.5 Por lo general, apenas

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ganamos lo suficiente para pagar a la chica que cuida de nuestros hijos si salimos con frecuencia por las noches, y mucho menos lo que necesitaríamos para asegurar nuestro futuro. Las ganancias sobre el capital (o plusvalía), el reparto de beneficios, las sustanciosas pensiones de retiro... son lujos empresariales, masculinos. Constituimos — al parecer, gustosamente— un ejército de zánganos mal pagado tan numeroso y de carácter tan definido que los sociólogos le han dado un nombre especial: «el ochenta por ciento». «Ochenta» se refiere al porcentaje de mujeres trabajadoras que tienen ocupaciones serviles o que efectúan trabajos que no requieren mucha destreza —todos ellos mezquinamente pagados—, mujeres que, por lo menos económicamente, forcejean sin resultado alguno en el fondo del cesto de cangrejos. Hasta hace poco, la gente que trabaja con estadísticas ostentaba la expresión «mujeres en la fuerza laboral» (población activa) como si fuéramos un ejército de amazonas a punto de invadirlo todo. La idea de la naciente fuerza y la fácil adaptación de la mujer en el mundo del trabajo ha estado en el aire por lo menos durante un cuarto de siglo. Pero, como los sociólogos empiezan por fin a reconocer, «por cada mujer que ha triunfado profesionalmente hay otra mujer cuya participación en la fuerza laboral consiste en hacer funcionar una prensa ocho horas diarias, y otra cuyo trabajo consiste en hacer camas y limpiar habitaciones, y otra que se pasa el día mecanografiando cartas y archivando ingentes cantidades de correspondencia en las impersonales oficinas de la burocracia de Estados Unidos». (Esta afirmación fue hecha por James Wright, de la Universidad de Massachusetts, que llegó a la conclusión, según las informaciones facilitadas por seis grandes encuestas nacionales, de que el nivel de satisfacción de las mujeres que trabajan fuera de casa no es mayor que el de las que lo hacen en el hogar.6 Es fácil ver que las mujeres que trabajan podrían demostrar estadísticamente su poco entusiasmo, pues el ochenta por ciento de ellas dejan las comodidades del hogar para dedicarse a barrer oficinas o a archivar correspondencia a cambio de sueldos bajos y sin derecho a pensión alguna.) A primera vista, podría parecer que el problema es igual para hombres y mujeres: solo algunas personas privilegiadas de cualquiera de los dos sexos llega alguna vez a grandes cifras económicas. Pero para las mujeres la historia es diferente. Recientes estudios han demostrado que mientras que el cociente intelectual guarda una estrecha relación con las realizaciones y éxitos masculinos, no tiene esencialmente ninguna con los logros de las

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mujeres. Esta chocante discrepancia la reveló por primera vez el Stanford Gifted Child Study (Estudio Stanford de Niños Dotados). En las escuelas de California, se identificaron más de 600 criaturas con cocientes intelectuales superiores a 135 (cociente muy elevado atribuido al uno por ciento de la población). Sus progresos se siguieron en su edad adulta. Las ocupaciones de las mujeres adultas cuyo cociente intelectual se hallaba a la misma altura que el de los hombres no tenían en su mayoría el menor relieve. De hecho, los dos tercios de las mujeres con un cociente intelectual de 170 o más, correspondiente al genio, estaban ocupadas como amas de casa o como empleadas de oficina de poca categoría.7 El mal aprovechamiento del talento de las mujeres constituye una pérdida de «cerebros» que afecta a muchos países. Los psiquiatras han comenzado a examinar detenidamente el problema. La doctora Alexandra Symonds, sorprendida por el número de mujeres con conflictos relacionados con su éxito laboral o profesional que le pidieron ayuda durante estos últimos años, advirtió que las mujeres con talento se muestran reacias a avanzar hacia posiciones de autosuficiencia. Quedan frustradas o se muestran indebidamente angustiadas respecto a su promoción. Muchas llegan a ser mentoras, prefiriendo trabajar eficientemente, pero sin el debido reconocimiento, en el apoyo de los hombres poderosos. Esta clase de mujeres rechazan siempre el mérito y la responsabilidad de sus contribuciones. En terapia, consciente o inconscientemente, se aferran a su oscuridad. «Se resisten a cualquier paso hacia una saludable autoafirmación —dice la doctora Symonds—. Algunas mujeres confiesan claramente que no tienen ningún deseo de cambiar de situación y que preferirían que alguien comenzara a cuidar de ellas. Otras recurren a mí con evidente intención de desarrollar su personalidad, pero cuando se hallan frente a la encrucijada de un verdadero cambio, ante la inevitable necesidad de decidirse por la independencia y la autosuficiencia, se dejan vencer por el miedo.» 8 En su consultorio de Manhattan, la doctora Symonds trata a muchas mujeres de éxito. Entre ellas, ha descubierto el problema de la autolimitación de su desarrollo personal. En lo tocante a sus aptitudes innatas, son demasiadas las mujeres que parecen incapacitadas, imposibilitadas para desarrollar por completo sus cualidades en potencia. ¿Por qué? ¿Qué es lo que refrena a esas mujeres? El miedo, dice la doctora Symonds. Las mujeres no quieren experimentar la angustia que conlleva su proceso de desarrollo. Esto tiene que ver con la manera como fueron

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criadas. De niñas no se enseña a las mujeres a ser «asertivas» e independientes, sino que se les enseña a ser dóciles y dependientes. El hecho de que las cosas hayan cambiado de repente y ahora se «permita» que las mujeres sean independientes, las ha sumido en una profunda confusión interior. Alrededor del «núcleo de dependencia» que se les implantó y cultivó a las mujeres durante su infancia, brota, según la doctora Symonds, «toda una constelación de rasgos de carácter que se hallan recíprocamente relacionados y que se refuerzan unos a otros». Estos rasgos tardan años en desarrollarse. «Como sucede con cualquier estructura caracterológica ya formada [tales rasgos], no pueden borrarse sin angustia.» Por lo tanto, es el abandono de toda una estructura caracterológica —o la perspectiva de tener que abandonarla— lo que hace que las mujeres se sientan tan trastornadas. La estructura de dependencia ha sido calificada apropiadamente de «femenina» por los psicoanalistas más autorizados. El siguiente fragmento del texto clásico de Helene Deutsch, La psicóloga de las mujeres, puede parecer chocante y pasado de moda (fue publicado en 1944), pero no hay que equivocarse: refleja a la perfección las ideas de nuestros padres y nuestras madres mientras crecían sus hijas. El concepto de mujer que tiene Helene Deutsch como «la compañera ideal para toda la vida» pertenece a la misma esencia de nuestro ser. Deutsch aseguró al mundo que es muy posible que las mujeres nunca sean tan felices como cuando se subordinan a sus hombres. Parecen ser fácilmente influenciables y se adaptan a sus compañeros y les comprenden bien. Son los auxiliares más encantadores y menos agresivos que existen, y ellas mismas están interesadas en conservar ese papel; no insisten en sus propios derechos, sino todo lo contrario.

Al tocar el tema de la capacidad de la mujer para ser original y productiva, Helene Deutsch parecía la maestra de novicias de un convento: ... siempre se sienten deseosas de renunciar a sus propios logros sin que por ello crean que sacrifican algo, y se alegran de los éxitos de sus compañeros... Sienten una gran necesidad de apoyo cuando se comprometen en alguna actividad orientada hacia el exterior.

Destacados psiquiatras de nuestros días reconocen la «interpretación» de contorsionistas que se exigía a las mujeres en una época en que se esperaba que ellas sofocaran siempre sus más sanos impulsos. Como observa Helene Deutsch, las mujeres nacían «ideales»; tenían, pues, que esforzarse por mantener esta imagen. «Poder renunciar a sus propios

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logros sin pensar que se sacrifica exige a la mujer un esfuerzo constante. Para poder ser dócil y encantadora, la mujer se pasa la vida entera reprimiendo sus impulsos hostiles y sus resentimientos. Incluso sacrifica a menudo la más sana autoafirmación para que no se tome por hostilidad. Por esto [las mujeres] reprimen con frecuencia sus iniciativas y renuncian a sus aspiraciones, y desgraciadamente acaban por ser demasiado dependientes, con una profunda sensación de inseguridad sobre su capacidad y su valía.» 9 A la luz del enorme cambio que ha tenido lugar en lo que la sociedad considera que debe ser el comportamiento femenino «apropiado», volvamos al tema de las actitudes corrientes de las mujeres hacia el trabajo y el dinero. (Estas actitudes, como veremos, son vitales para lo que los científicos llaman «vacío de realización» femenino [achievement gap].) Ciertas corrientes surgidas hace poco o reconocidas hace poco comienzan a poner en claro que a las mujeres no solo se las ha mantenido económicamente dependientes, sino que ellas mismas han contribuido mucho a tal situación. Entre 1960 y 1976, por ejemplo, el número de mujeres que se graduaron en las universidades aumentó casi en un cuatrocientos por ciento.10 Y, sin embargo, más de la mitad de las muchachas de los últimos cursos siguen diciendo cautamente que solo desean trabajos comprendidos en estas tres categorías: secretariales y de oficina, educativos y relacionados con los servicios sociales, y los que implican el cuidado de niños y enfermos.11 «La discriminación de sexos en la plaza del mercado es un hecho, pero hay una razón de más peso para la falta de productividad del trabajo femenino: su aversión a los compromisos profesionales de larga duración», escribe Judith Bardwick en La psicología de las mujeres: un estudio de ciertos conflictos bioculturales. Reuniendo información del Consejo Nacional de la Fuerza Laboral, la Comisión Presidencial sobre la Condición Social de la Mujer y el Comité Radcliffe sobre la Educación Graduada, Judith Bardwick concluye: «Las muchachas bien dotadas intelectualmente cada vez se muestran más remisas a entrar en la universidad para completar sus estudios como lo hacen los muchachos con idéntico bagaje cultural, así como a obtener graduaciones elevadas o a doctorarse. Por lo general permanecen solteras y toman empleos de dedicación completa». Las mujeres siguen escogiendo carreras mal pagadas. En 1976, el cuarenta y nueve por ciento de todas las bachilleres, el setenta y dos por ciento de todas las graduadas

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universitarias y el cincuenta y tres por ciento de todas las doctoradas se encontraban empleadas en seis ocupaciones tradicionalmente «femeninas» o trabajando en sectores laborales de remuneración baja.12 «Si las mujeres siguen como hasta ahora, apegadas a las profesiones tradicionalmente femeninas —dice Pearl Kramer, principal economista de la Junta de Planeamiento Regional de Long Island—, la diferencia entre lo que ellas ganan y lo que cobran sus iguales masculinos se mantendrá indefinidamente.» 13 Este es el famoso «vacío de realización» femenina. Se sabe, desde hace mucho tiempo, que las mujeres no consiguen todo lo que son capaces de lograr. Pero lo que no se ha reconocido es el papel que las propias mujeres desempeñan en el mantenimiento de ese vacío. A las mujeres no solamente se las excluye del poder (en realidad, lo han sido sistemáticamente), sino que ellas mismas lo rehúyen. «¡Ved lo independientes que somos!», gritamos alborozadas, refiriéndonos a las muchas mujeres que han dejado el hogar para irse a trabajar. Pero si se profundiza en las engañosas estadísticas de las oficinas del censo, se descubre que hoy día abundan las mujeres que en realidad no quieren trabajar. Se sienten abrumadas por el trabajo; a veces, incluso vituperadas por él. En lo más profundo de su corazón, siguen creyendo que en realidad las mujeres no debieran tener la obligación de ganarse la vida. Al dejar el calor y la seguridad de su cocina para entrar a formar parte de la fuerza laboral, muchas de ellas motivadas por su sentido de responsabilidad o de justicia hacia sus maridos, sino por cierto sentimiento de crisis. La inflación es algo de locura, y «Charlie» no hace lo suficiente para compensarla. O tal vez no haya tal Charlie. Charlie puede haberse casado con otra, o haber muerto, o simplemente divertirse, alguna que otra noche, entre los brazos de mujeres más jóvenes y menos onerosas. Viudas o divorciadas las mujeres «sobrantes» tienen poco o ningún dinero para mantener a sus hijos y a ellas mismas. En estas circunstancias, los pensamientos sobre la necesidad de «volver a trabajar» no son tan constructivos y alegres como podríamos imaginarnos. Puede haber cierto entusiasmo inicial, como la satisfacción que siente una adolescente al cobrar su sueldo por primera vez, pero la alegría de la emancipación pronto es sustituida por una sospecha aterradora: esto podría durar siempre.

SIGNOS DE RETROCESO

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Hay indicios de que algunas mujeres, o tal vez más, no luchan por afianzar su independencia, sino que muestran una peculiar reacción contra su flamante libertad: un movimiento de retroceso. Un estudio llevado a cabo por el Wall Street Journal descubrió que los fabricantes se quejaban de que no podían conseguir que sus trabajadoras aprovecharan los programas de promoción que las compañías habían planeado especialmente para ellas. «Tenemos que arrastrarlas casi a la fuerza», dijo un ejecutivo de la General Motors. (Un director de relaciones laborales concluyó, con menos irritación, pero igualmente molesto: «Es su condicionamiento social. Las mujeres nunca habían aspirado a esa clase de trabajos. Ahora es difícil convencerlas de que deben desearlos».)14 Algunas esposas dejan sus empleos porque, según ellas, no pueden resistir el cansancio y la angustia que les causa. «Es como si dejaran escapar entre sus dedos el “sueño dorado”», dijo la revista Better Homes and Gardens al informar sobre una nueva encuesta basada en las reacciones de 30.000 lectoras frente al trabajo.15 Casi todas casadas y con hijos, estas mujeres tienden a desplazar su ansiedad sobre su propio desarrollo hacia la salida, más fácil, de que «me necesitan más en casa». En realidad, han perdido la sensación de que «se las necesitaba», tan importante para su equilibrio psicológico, y han proyectado esa pérdida hacia su familia, convencidas de que esta se sentía «abandonada» por su ausencia. Tremendamente angustiadas, algunas de ellas dijeron que habían convencido a sus maridos de que se trasladaran a casas de barrios menos lujosos porque querían dejar de trabajar para «dedicarse» a la familia, decisión que, según sus propias palabras, les produjo una «notable sensación de alivio».16 Hay también el síndrome de «tener-otro-hijo», un modo socialmente aprobado de conseguir quedarse en casa, o de quedarse definitivamente en el hogar. Según Ruth Moulton, psiquiatra feminista perteneciente al personal docente de la Universidad de Columbia, incluso mujeres de gran talento procuran quedar embarazadas para evitar la angustia que les causa su floreciente carrera.17 Es característico, dice, el caso de una artista conocida suya que concibió dos veces accidentalmente en el espacio de cinco años; cada vez se le había presentado la oportunidad de tomar parte en una prueba con miras a su promoción. El resultado fue que tales pruebas se aplazaron hasta que hubo cumplido los cincuenta años, «cuando había disminuido en gran manera —escribe Ruth Moulton— el tiempo que le quedaba para su desarrollo personal y para el aprovechamiento de sus facultades».18

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Al examinar la lista de sus pacientes de los últimos años, la doctora Moulton descubrió que «podría dar una lista de veinte mujeres entre cuarenta y sesenta años que usaron el embarazo como pretexto para no trabajar fuera de casa». Ruth Moulton llama a dicho síndrome «crianza compulsiva», en el sentido de que no se desea la maternidad por la satisfacción que pueda representar, sino porque proporciona una situación que sustituye a la acción en el mundo. En efecto, las mujeres «usan el embarazo como pretexto para salir del Ejército», según consta en el reportaje «Evaluación de las mujeres en el Ejército» efectuado por M. Kathleen Carpenter en 1977. El fenómeno del «embarazo-para-evitar-el esfuerzo» no tiende precisamente a favorecer a nuestras más veneradas instituciones. Cuando las mujeres conciben y tienen hijos con el fin de evitar la angustia que comporta el desarrollo personal, caen en un perpetuo y destructivo círculo vicioso. Muestran resentimiento por la estrechez y autolimitación a que las somete el papel que escogieron como salida, y a veces se vuelven fóbicas e hipocondríacas. Y, lo más importante de todo, no crían hijos independientes. Según Ruth Moulton, el hecho de que la mujer dependiente esté demasiado sujeta a sus hijos «se interfiere con el crecimiento independiente y con la individualización de todos los implicados». Una idea que ha adquirido mucha fuerza en nuestros días (y que parece llamar la atención a todo el mundo: hombres y mujeres, feministas y no feministas) es la de que las mujeres, ante todo, debieran tener la oportunidad de elegir. Deberían poder decidir por sí mismas la conveniencia, por ejemplo de trabajar o no trabajar, de procurarse o no un empleo para todo el día, de quedarse o no en casa para «dedicarse» a su familia. Nadie debiera acosar a las mujeres diciéndoles que «deben» o «no pueden» hacer esto o aquello. Insinuar que las mujeres eluden sus deberes quedándose en casa no puede ser más arbitrario, nos dicen las feministas, tanto como insistir en que permanezcan en ella cuando lo que desean es ir a trabajar. Quedarse en el hogar con los niños, limpiar la casa, alimentar al marido y cuidar de él para que pueda sobrellevar las angustias derivadas de ganar el pan para los suyos, son contribuciones sociales importantes de las que toda mujer puede sentirse justificadamente orgullosa. Pero este «derecho a la elección», nos mantengamos o no a nosotras mismas, ha contribuido poderosamente al «vacío de realización femenina». Al tener la opción social de quedarse en casa, las mujeres pueden inhibirse a la hora de asumir responsabilidades por sí mismas.

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Lo cierto es que muchas mujeres que no «tienen que» trabajar porque su marido desea y puede mantenerlas, no trabajan. El creciente número de mujeres que trabajan está muy relacionado con el aumento del deterioro del matrimonio. El veintidós por ciento de todas las mujeres que trabajan son cabezas de familia.19 Lo sorprendente, en la época en que vivimos, es que de las mujeres que están casadas y viven con su marido la mitad prefieren todavía quedarse en casa al calor del hogar.20 Algo anda mal en todo esto. Comienza a verse cuando se observan los apuros económicos de las mujeres de nuestro país que han llegado a la vejez. Mientras todo el mundo habla de la facultad de elegir, nosotras podríamos preguntarnos con más provecho: «¿Quién cuida de las mujeres cuando envejecen?». La respuesta es, por supuesto, que nadie. Cuando el pelo de una mujer se ha vuelto gris, el sistema asistencial del tipo «las-mujeres-y-los-niños-primero» ya hace tiempo que funciona precariamente. La realidad nos golpea con toda su fuerza cuando nuestros maridos mueren. Las últimas cifras gubernamentales muestran que los cincuenta y seis años es la edad media de la viudez de Estados Unidos. Más de una mujer de cada dos puede esperar quedarse viuda a los sesenta y cinco años. Y ni siquiera las mujeres que se han pasado la vida trabajando están protegidas al llegar la vejez: una de cada cuatro de ellas será pobre, más pobre que los hombres de la misma edad. En 1977, en Estados Unidos, los ingresos medios de las mujeres viejas en general equivalían solo a la mitad de lo que ingresaban los hombres de su misma edad. (La principal razón de que las mujeres que han trabajado cobren tan poco al llegar a la vejez está en que, en Estados Unidos, la Seguridad Social va ligada al sistema de salarios, y las mujeres, como ya se ha indicado, cobran solo el sesenta por ciento de lo que perciben los hombres.)21 Esta es la amarga verdad a la que las mujeres jóvenes —aún románticas, aún enamoradas, aún encandiladas por el sueño de que las mujeres siempre están en condiciones de encontrar alguien que cuide de ellas— vuelven la espalda. Creer que la seguridad de las mujeres reside en el hecho de quedarse siempre y permanentemente atada, acurrucada y pegada a «la familia» como los moluscos dentro de sus conchas, es un mito. Ello se confirma cuando esas mismas mujeres, al envejecer, se ven horriblemente privadas de sus derechos, apartadas de la economía «dominante» antes de que sepan qué les ha sucedido. La desolación que llega con la vejez es una de las consecuencias más patéticas del «complejo de Cenicienta», si no el más destructivo. Este punto ciego de nuestra percepción —la incapacidad (o negativa) de ver la

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relación que existe entre la falsa seguridad a que nos exponemos por el simple hecho de ser mujeres y la soledad y pobreza que nos aguarda en la vejez y al enviudar— es una especie de enfermedad que debiera prevenirse. Y, en cambio, deseamos creer desesperadamente que alguien cuidará de nosotras... Deseamos creerlo tan desesperadamente que no tomamos la responsabilidad de nuestro propio bienestar...

CONFUSIÓN EN ATLANTA Este mito prevalece especialmente entre las mujeres de las clases medias. Mirando la vida a través de sus lentes de color de rosa, siguen buscando trabajo como si hicieran un experimento; casi como si se tratase de un juego. Languidecen en empleos de dedicación parcial, en puestos que «ampliarán sus horizontes» o les permitirán «salir de casa y conocer gente». En la clase media superior, hay cierto tipo de mujer joven que no sabe en absoluto qué hacer con las oportunidades que se le presentan, que se halla más o menos decidida a quedarse «como está» mientras pueda porque cualquier futuro prometedor, por brillante que se le ofrezca, le causa más miedo que fascinación. Cierta vez, tuve ocasión de conocer a un grupo de estas mujeres en un pequeño banquete celebrado en Atlanta, Georgia. Eran mujeres más bien refinadas, atractivas y vivarachas, casi todas de unos treinta y tantos años. Sus maridos eran hombres que habían triunfado (agentes de bolsa, un burócrata del Departamento de Estado, un profesor de psicología de la universidad local, etc.). Una de las mujeres, a la que llamaré Paley, destacaba entre las demás por su espontaneidad y por su aspecto de «rebelde muchacha del Sur». Otra, Helen, había emigrado recientemente al Sur desde Cambridge, Massachusetts. Y otra, Lynnan, había vivido feliz en Atlanta durante sus treinta años y pico. Aquellas mujeres coincidían en decir que experimentaban cierto grado de frustración en su vida. Sus hijos se hallaban internados en escuelas o a punto de estarlo, pero, a pesar del tiempo libre que ello les dejaba, veían el trabajo como algo enojoso y aburrido. Hablaban de la posibilidad de encontrar trabajos fáciles; trabajos de pocas horas y bien pagados. El bridge, según decían, empezaba a fastidiarlas (aunque todas seguían perteneciendo a sus clubes de bridge). De momento, Paley era la única de aquellas mujeres que trabajaba fuera de casa.

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—Trabajo en un pequeño restaurante vegetariano en la misma calle de mi casa —dijo —. Solo se trata de un par de horas algunos días de la semana, ¡pero con las propinas gano más por hora que mi marido! Las otras rieron. En la vida de Paley, el dinero nunca había tenido demasiada importancia. Procedía de una pequeña población de Georgia donde todos se conocían entre sí y donde nadie sufría apreturas económicas. Ahora vivía en Atlanta, aún tan «silvestre» como en sus tiempos de estudiante en el viejo estado de Georgia. Después de la comida, el tono de la conversación pareció cambiar. Las mujeres dejaron a los hombres sentados en el comedor estilo Chippendale y se apiñaron en un extremo de la sala de estar, donde hablaron, por fin, de la falta de acontecimientos relevantes que notaban en sus vidas. Más bien tímidamente, empezaron a bromear sobre la insustancialidad de sus charlas habituales. Podrían haber sido las mismas mujeres que Betty Friedan había descubierto veinte años antes en su estudio del Smith College: unas graduadas que andaban medio locas por los suburbios del Nordeste. Pero ahora no estábamos en 1960, sino en 1980. Y mis contertulias de Atlanta aún no habían enloquecido por culpa de la frustración. En todo caso, llevaban una vida demasiado cómoda —comidas en clubes de campo, coches elegantes, muchas fiestas, y solo el residuo de sus días universitarios para recordarles que en otro tiempo habían tenido una visión muy distinta de ellas mismas—. Entonces se sentían libres, dinámicas, al día; y también se imaginaban que estaban haciendo algo. Ahora, su fácil y relajada vida de mujeres casadas les hacía difícil la aceptación de cualquier actividad que tuviese que comenzarse por el primer peldaño de la escalera. —Trabajar para otra persona es algo que no se ha hecho para mí —exclamó Lynnan, que ya había dicho que a ella no le iba lo de hacer de subordinada—. Lo que a mí me va —añadió entre las risas de sus compañeras— es la dirección al más alto nivel. Ser la mandamás de todos. ¿Debería, pues, considerar la necesidad de graduarse en ciencias económicas o ir a una escuela superior para obtener un título de administradora de empresas? Pues no; en realidad, no. Estaba interesada en un «pequeño curso» de que le habían hablado, un curso que, dijo, «me proveerá de ciertas herramientas esenciales y me enseñará lo necesario para que pueda presentarme de modo que parezca una mujer lista». (Más risas.) Paley no estaba ciega respecto al sistema social en que se atrincheraban las de su

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clase. —El principal motivo de orgullo para muchas mujeres de Atlanta —dijo— es todavía el dinero que gana su esposo y el punto hasta el que puede mimarla y cuidarla a una. Aquí, las cosas más importantes siguen siendo estas: ¿Qué tipo de coche puede comprarte tu marido? ¿Da al hogar, a los hijos, una buena ayuda económica? ¿Puede una permitirse el lujo de hacer viajes de placer? Quedaba por resolver, sin embargo, el problema de la monotonía, de la falta de acontecimientos relevantes. ¿Qué hacían para llenar las horas vacías cuando no iban de compras o llevaban a los hijos de un lado a otro en su coche? Leían novelas. En broma (porque no eran precisamente incultas), comenzaron a evaluar a los autores de las novelas populares más corrientes según sus méritos literarios. Todas se lanzaron al juego. —En realidad, ¿cuánto tiempo invierten ustedes en la lectura de novelas? —pregunté. Paley —con su pelo rizado, sus uñas pintadas, sus elegantes escarpines y, probablemente, con una agudeza mayor de la que dejaba ver—, me dijo: —Leo, leo y leo. Suelo leer varias horas de un tirón. Llego a quedar tan absorta que mi pequeñuela podría cruzar la puerta de la casa y salir a la calle sin que yo me diese cuenta. A veces, cuando llora ni siquiera la oigo.

Esas son las mujeres protegidas: jóvenes, atractivas, maliciosas y ocurrentes... y seguras. Dan por sentado que, como mujeres, tienen perfecto derecho a la dependencia económica. A cambio de este principio, se dedican al cuidado del hogar, dichosamente orgullosas de lo limpia que tienen la casa, la perfección con que organizan y administran, de lo bien que crían a sus hijos y de su excelente trato social. Pero interiormente, sin ser conscientes de ello, cuentan uno a uno sus días de seguridad; evitan, casi ritualmente, todo indicio que pueda conducirlas a reconocer la precariedad de su situación. Nunca piensan en lo que sucedería si sus matrimonios se rompieran. Los divorcios son cosa corriente, por supuesto. Los ven a su alrededor, y consideran que sus víctimas femeninas demuestran gran valentía por la manera en que intentan reunir de nuevo los hilos rotos de su vida. Pero para las mujeres tan bien acomodadas, el divorcio es algo inimaginable. El divorcio es para las demás; para las mujeres que son... bueno, mucho menos afortunadas. Lo mismo que el cáncer. O la muerte.

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LA DEPRESIÓN A TRAVÉS DE NUESTRO PAÍS Derivado directamente de la confusión en que se hallan muchas mujeres como las de Atlanta, cada día abunda más un nuevo fenómeno cultural: el «ama de casa desplazada» (refiriéndose este término más a la mujer en calidad de madre y esposa que como cuidadora de la casa). Las amas de casa desplazadas, una vasta «subcultura» de esposas que enviudaron o dejaron a su marido y que no están preparadas para mantenerse a sí mismas, constituyen una nueva clase femenina —la de las mujeres emocionalmente mutiladas— cuyo número de componentes asciende a 25 millones de mujeres.22 Por haberse creído lo que les dijeron respecto a que la sociedad las recompensaría por haber sido buenas madres y buenas esposas y por haber mantenido encendido el fuego del hogar, se encuentran de pronto en un verdadero apuro: desarraigadas por el tremendo cambio en las costumbres maritales. Se creen incompetentes. La cultura y las habilidades que pudieron haber adquirido antaño en la universidad o la escuela superior se atrofiaron ya hace tiempo por no haber ejercitado sus facultades. Son las mujeres que se pasaron la vida creyendo en el mito de Cenicienta, en que siempre tendrían un hombre dispuesto a ayudarlas. Las estadísticas del Centro de Amas de Casa Desplazadas, de Maryland, demuestran lo cruel que puede llegar a ser este sueño. Solo el diecisiete por ciento de las mujeres registradas por dicho centro perciben algún dinero de sus ex maridos. Y una tercera parte de ellas viven en la pobreza.23 Y no se trata de mujeres viejas. Sus edades oscilan entre los treinta y los cincuenta y cinco años. Al apoyar más o menos el divorcio —y, al mismo tiempo, apoyando la idea de la madre trabajadora— la sociedad ha destruido la seguridad de este tipo de mujeres. A consecuencia de ello, según Milo Smith, fundadora de la organización llamada Amas de Casa Desplazadas y directora del centro en Oakland, California, todas las mujeres a las que trata de ayudar se muestran furiosas. Se resisten a admitir la idea de que todo ha cambiado de súbito. Les sabe muy mal tener que dejar sus hogares, aprender cosas nuevas e ir a trabajar. También están deprimidas. —El suicidio es nuestro mayor problema —me dijo la señora Smith—. Solo en este año, hemos tenido cuatro intentos de suicidio; en este mismo centro. El día que visité aquel centro (hay docenas de ellos en Estados Unidos), las mujeres que acudían a él en busca de ayuda iban bien peinadas y maquilladas. Algunas, las más gordas, llevaban esos sencillos vestidos sueltos y holgados. Mientras esperaban ser

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recibidas y poder exponer su caso, mujeres pertenecientes al personal del centro, que eran también amas de casa desplazadas, les daban una cordial acogida y les servían café. Como antiguas compañeras de presidio, esas mujeres intentaban ayudarse unas a otras. Las recién llegadas tenían la mirada brillante y parecían deseosas de agradar. La inseguridad lucía como fiebre en sus ojos. —Muchas de ellas llegan hechas un lío —dijo la señora Smith, una mujer de más de sesenta años que hacía aquel trabajo desde que ella misma, algunos años atrás, solo era una viuda asustada que no sabía cómo ganarse la vida—. Son como drogadictas legalizadas, drogadictas del Valium, llevadas a aquella situación por sus doctores.

Angustiadas y desamparadas desde el día en que se habían quedado sin su esposo, afectadas por una sensación de pérdida no atribuible solamente a la privación de marido, sino a la desaparición de una forma de vida que les daba sus señas de identidad, aquellas mujeres acudían a su médico de cabecera necesitadas de algo más que las simples pastillas que el doctor podía darles. La desesperación de las amas de casa desplazadas es evidente. La sociedad no sabe qué hacer con ellas, y ellas, habiendo perdido la raison d’être para la que habían nacido y habían sido criadas, no saben qué hacer consigo mismas. Su amor propio parece desvanecerse de la noche a la mañana. Señalando hacia el salón de descanso del centro, Milo Smith me dijo: —Virtualmente, cada una de las mujeres que ha cruzado esta puerta se ha autoconvencido de que ahora es fea, vieja, gorda e inútil. Peor todavía, tienen la sensación de que el deslucimiento de su imagen es algo que alguien les ha causado, lo que las hace vengativas. —Estas mujeres —prosiguió la señora Smith— malgastan sus energías convirtiéndolo todo en el esfuerzo negativo por desquitarse. Son terriblemente rígidas e inflexibles. Todo forma parte de su estado depresivo. Cuando intento enviarlas fuera de aquí para que hagan algo por sí mismas, vuelven al poco tiempo con excusas. La típica ama de casa desplazada es capaz de rebatir con cincuenta razones la única que cualquier persona como yo puede argüir, es decir, la de que cuanto se le sugiere es para su bien. «La mujer deprimida es una persona que ha perdido», dice Maggie Scarf, hablando de «la aterradora abundancia de depresión» que muestran muchos nuevos estudios de la psicología femenina. Al mismo tiempo, señala la creciente oleada de intentos de suicidio

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entre las mujeres (especialmente entre las jóvenes), y el exagerado consumo de pastillas contra los trastornos emotivos. Un estudio dirigido por el Instituto Nacional de la Salud Mental concluido en los primeros años setenta dice que una tercera parte de todas las mujeres de edades comprendidas entre los treinta y los cuarenta y cuatro años usan medicamentos facultativamente prescritos para tratar sus desajustes emocionales. El ochenta y cinco por ciento de estas declaran que nunca han sido visitadas por un psiquiatra.24 Pero ¿qué ha perdido en realidad la mujer deprimida? «Algo de lo que dependía vitalmente —dice Maggie Scarf—. He comprobado con una regularidad casi sorprendente que la “pérdida” en cuestión se centra en la pérdida de unas relaciones emocionales de importancia decisiva y, a menudo, autodefinidoras.»

Las mujeres recurren a otras personas para conseguir su propia definición como tales, la plena conciencia de quién son. Se ven hasta tal punto en los ojos de los demás que si algo le sucede al ser en el que se miran —si muere, si se marcha o, incluso, si muestra algún cambio importante— quedan incapacitadas para seguir viéndose a sí mismas. Que es lo que vino a decir una mujer que había perdido al amante que había tenido durante tres años al confesar (hablando, no tengo la menor duda, en nombre de millones de mujeres): «Empiezo a sentirme como si no existiera».

CÓMO EL COMPLEJO DE CENICIENTA AFECTA AL TRABAJO DE LAS MUJERES Esta necesidad de —y sujeción a— otra persona inhibe, en todas sus formas, la aptitud de la mujer para trabajar productivamente, su capacidad de ser original, responsable y realmente encantadora. El mito de que nuestra salvación está en la sujeción comporta el implícito corolario de que nunca se nos exigirá que trabajemos. Cuando, inesperadamente, sucede algo que convierte el trabajo en una necesidad, son muchas las que reaccionan con un tremendo furor íntimo. Tener que trabajar es señal, en cierto modo, de que han fracasado como mujeres. O tal vez es una señal de que tal mito no es más que un sueño irrealizable. —Considerando el placer que hallo en mi ocupación, del mismo modo podría estar

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trabajando en una fábrica de horquillas —recordó la conservadora de un museo. Tenía treinta y un años, era soltera y ostentaba un envidiable puesto en el mundo artístico de Washington, D.C., cuando, de pronto, todo lo que hasta entonces le había parecido tan fascinante se volvió para ella gris y opaco. Algo le sucedió el día en que alcanzó los treinta y un años. Aquel día terminaba en lo más íntimo de su ser un plazo improrrogable, el tiempo que se había concedido a sí misma para librarse de su independencia. «Demasiado tarde —le dijo una voz interior—. Hace tiempo que hubieras debido dejar de trabajar. Las mujeres de tu edad deberían tener la opción de no trabajar; debieran poder quedarse en casa para pintar, hacer obras asistenciales o cuidar de los niños.» Se sentía como si hubiese perdido para siempre una gran oportunidad. Era una postura tal vez ridícula, pero la preocupaba de tal modo que acabó por perder toda su vitalidad. Se dio cuenta de que hacía su trabajo diario mecánicamente, como un robot. Había perdido el entusiasmo y la ilusión de experimentar y trabajar con su propia creatividad. Varios años más tarde, me diría: —Me sentía insignificante, como si estuviera batallando contra una serie de tareas que no eran otra cosa que obligaciones. Aquello parecía quitarme la mitad de mi eficacia. «¿Por qué terminar un trabajo determinado, me preguntaba a mí misma, cuando otra cruel exigencia vendrá enseguida a ocupar su sitio?» Una mujer de educación universitaria que conozco trabaja como si fuera un ama de casa, limpiando apartamentos de otras personas en Nueva York, porque, según dice, «no quiero tener la sensación de que trabajo en algo permanente, de que he escogido algo que me dice: “Muy bien, esta es la clase de trabajo que vas a hacer, y así es como vas a poder mantenerte y cuidar de ti misma”». La mujer de la que hablaré a continuación tiene veinticuatro años y posee una inteligencia poco común. Además de sus tareas caseras, trabaja por cuenta propia, escribiendo, muy brillantemente por cierto, modelos de publicidad directa por correo. Las personas o empresas para las que trabaja creen que es tremendamente eficaz..., excepto por el hecho de que aproximadamente cada dos meses da un frenazo a su actividad y se detiene ante un callejón sin salida inexistente. Se queda «atascada». No puede escribir ni una línea. Esto le sucede cada vez que comienza a cobrar más dinero del que necesita para pagar el alquiler y las facturas del suministro de agua, gas y electricidad de su diminuto apartamento de una sola habitación en Greenwich Village. «Si no me encuentro a punto de que me corten la electricidad o cualquier otro

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servicio, me siento como si mi vida no fuese real —dice—. Tener que trabajar solo para ir tirando un mes tras otro es una cosa. Tener que trabajar porque eso es lo que hacen los adultos, porque eso es lo que va a ser tu vida... no puedo soportarlo. Sé que es una postura neurótica e infantil, pero en el fondo no me gusta tener que mantenerme yo misma; deseo que lo haga otra persona.» No hay señales de alarma indicadoras de que una mujer está sufriendo problemas funcionales como resultado de sus actitudes inadecuadas ante el trabajo. Algunas permanecen año tras año en un puesto de trabajo que acaba por anular sus facultades intelectuales. Otras protestan contra la «competencia de los hombres en el mundo laboral» y dicen que «no quieren» integrarse en él. Sin embargo, estas mujeres son a menudo las que envidian a los hombres por sus ansias de hacer cosas que ellas se sienten incapaces de llevar a cabo, o que, en la confusión de su mente, creen demasiado difíciles. Negociar, por ejemplo. Iniciar sus propios proyectos. Pedir, y obtener, más dinero.25 En pocas palabras: adoptar un papel activo en relación con su propio bienestar. Hay toda una red de problemas psicológicos cuyos síntomas permanecen cómodamente ocultos hasta que las mujeres quieren obtener un puesto de trabajo o intentan ejercer una profesión. Entonces, de pronto, estalla el conflicto. La angustia ante los tests, por ejemplo, es mucho más frecuente en las mujeres que en los hombres.26 Si se les exige estas pruebas para ejercer una profesión, cambiar de carrera, o conseguir un nivel notablemente más alto en determinada clase de trabajo, los efectos de tal perspectiva pueden ser devastadores para los planes de una mujer. (A algunas mujeres les causa terror cualquier tipo de test, ya se trate de la prueba necesaria para entrar en la universidad, de la obtención del permiso de conducir o de calificarse como corredora de fincas.) Hablar en público también es más difícil para las mujeres. Mediante una encuesta efectuada en 200 graduados de la Universidad de Columbia, cierto profesor descubrió que el cincuenta por ciento de las mujeres eran incapaces de hablar en público, frente a una incapacidad oratoria masculina de solo un veinte por ciento. Para algunas, la angustia de tener que dirigirse verbalmente a un grupo de personas era tan abrumadora que les producía vértigos y desmayos.27 La comunicación en general es difícil para las mujeres cuya autoestima es baja y que abrigan un íntimo deseo de que alguien cuide de ellas. Algunas mujeres, al pretender explicarse, quedan desconcertadas, olvidan lo que querían decir, no encuentran las

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palabras adecuadas y no pueden mirar a las personas frente a frente. O se sonrojan, o tartamudean, o hablan con voz temblorosa. O les cuesta mantener el hilo de un razonamiento tan pronto como alguien se muestra desacorde con ellas. Pueden llegar al más completo aturdimiento e incluso al llanto cuando es un hombre el que expresa su disconformidad. Varias de las mujeres con las que hablé me describieron la experiencia que habían sufrido de encontrarse con que su conciencia de saber lo que sabían, su sensación de autoridad y el sentido de coordinación disminuían en el momento en que el péndulo de su conversación se apartaba de ellas para dirigirse hacia un hombre. Todos estos problemas son en realidad distintas variantes de la «angustia de la realización», y esta se halla relacionada con otros miedos más generales emparentados con ciertos sentimientos de inadaptación y de indefensión en el mundo: el miedo a ser criticada por haber hecho algo mal; el miedo a decir «no»; el miedo a expresar las propias necesidades clara y directamente, sin manipularlas. Estas son las clases de miedo que afectan a las mujeres en particular, porque hemos sido criadas para creer que cuidar de nosotras mismas, hacer valer los propios derechos, no es femenino. Deseamos — intensamente— parecer atractivas a los hombres: dulces, «femeninas» y nada amenazadoras. Este deseo malogra la alegría y la eficiencia que las mujeres podrían dar a su vida. Por no decir nada de lo bobamente que hace comportarnos.

EL «ASPECTO» Y EL LENGUAJE DE LA «NIÑA DE PAPÁ» En una reunión en Beverly Hills de la Academia Norteamericana de Psicoanálisis, Alexandra Symonds dijo a sus sorprendidos colegas: «No es aceptable que la jefa de servicio de un periódico con un sueldo de 30.000 dólares al año haga monadas y se muestre seductora cuando le rechazan uno de sus planes; o que una catedrática universitaria se enfurruñe cuando le dan un programa que no le gusta esperando que el decano se lo cambiará al advertir su mal humor. Estas conductas son más adecuadas para una típica “niña de papá” que para una mujer liberada que actúa autonómicamente».28 La doctora Symonds no inventó un puñado de «niñas de papá» excelentemente pagadas para demostrar su tesis. Aquellas profesionales que «habían triunfado» se

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hallaban entre las pacientes que habían acudido a ella en busca de ayuda, eran «supermujeres» en profundo conflicto con sus íntimos sentimientos de dependencia. Por lo general, cuando las mujeres suben por la escalera profesional o de los negocios, ciertas afectaciones y amaneramientos suyos desmienten la confianza en sí mismas que intentan mostrar. En efecto, las mujeres que, interiormente, no han abandonado el deseo de ser «niñas de papá» pueden soltar más de un mensaje desconcertante a sus colegas o a las personas con las que tratan. De manera no muy distinta al aspecto personal, ya muy visto, que podríamos llamar «traje para el éxito» —a medio camino entre el angelicalismo de un ser vuelto a nacer y la última cubierta de la revista Cosmopolitan—, hay a menudo algo esquizoide en la presencia de mujeres de carrera interiormente dependientes. Parecen mujeres de temple... hasta que comienzan a pestañear, a hacer mohínes y a comportarse como unas desvalidas cuyo único recurso fueran sus artes de seducción. Es una forma de actuar no siempre advertida por los hombres con que tratan estas mujeres. Un periodista financiero, un agente de bolsa de Wall Street y un ejecutivo publicitario se reunieron recientemente conmigo para ofrecerme sus impresiones sobre el aspecto que presentan las mujeres, respecto a cómo actúan y se explican, cuando tratan de negocios. He aquí algunos extractos de la conversación: Periodista: Hace unos meses, entrevisté a una mujer que ocupaba un puesto importante en la bolsa de Nueva York. Llevaba una blusa blanca de seda, mucho maquillaje, unas uñas largas y pintadas y unos pendientes de oro que se mecían y tintineaban al más leve movimiento de su cabeza. Apenas podía prestar atención a lo que me decía. Eran tantas las cosas que llevaba, que atraían a la vez mi atención... Mientras hablaba, cambiaba con frecuencia de estilo expresivo. Por un momento, se mostraba muy seria y llena de confianza en sí misma. Poco después ahogaba una risotada, hacía un inesperado movimiento de hombros o meneaba sin ton ni son la cabeza. Agente de bolsa: Siempre que trabajo con una mujer tengo la sensación de que trato con dos. Nunca sé en qué momento ocurrirá el «gran cambio» ni qué rostro se me ofrecerá de dicha dualidad. Periodista: La dicción de aquella mujer era lentísima. Era muy cuidadosa con las palabras que usaba, hiperconsciente de cómo estaba hablando, del efecto que causaba. Y también hacía lo que he visto hacer a muchas mujeres que ocupan cargos importantes. Terminaba las frases suavizando las palabras y acompañándolas de pequeños movimientos de cabeza afirmativos. Publicitario: Sí, conozco eso. Es una especie de sutil aseveración. Terminaba las frases con suavidad, pero con insistencia. Es un modo de ocultar los elogios de lo que han de ofrecerle, pues no quieren que parezca que se lo están «vendiendo». Periodista: Es como si las mujeres temieran dar fuerza a sus afirmaciones. Hablan y hablan, y llegan a mostrarse impetuosas, pero, de pronto, uno tiene la sensación de que han advertido que se expresan con

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demasiada vehemencia y que tienen que frenar su fogosidad. Creo que las asusta la energía, el mostrarse poderosas. Agente de bolsa: Es muy común en ellas esta suavización de la voz compensada por movimientos de cabeza afirmativos. Publicitario: Estas pequeñas cabezadas tienen el objeto de hacerle aceptar a uno lo que ellas proponen. Agente de bolsa: Eso. Publicitario: He observado que las mujeres, cuando están negociando algo, nunca se lanzan a fondo. Nunca les oirá usted decir: «¿Está usted loco?», o algo por el estilo. Es muy frecuente que los hombres, en sus conversaciones de negocios, dejen volar y elevarse su personalidad. Así es como ellos hacen negocios. No se preocupan por ser quienes creen que debieran ser. Se entregan por completo al asunto que les ocupa, se identifican plenamente con él. Las mujeres son corteses y formalistas. Quieren tener siempre delante de ellas las reglas del juego. Me recuerdan a las muchachas que solían ser las primeras en la clase de sexto grado. Agente de bolsa: Por eso las mujeres son tan buenas para trabajos como el de tratar con los clientes. Aunque la gente les grite y les diga las peores necedades, ellas no parecen alterarse, ocultas detrás de su rubor y sus buenos modales. Es difícil perturbar a una mujer cuando se escuda en sus vestidos, su maquillaje y su feminidad. Periodista: En la adolescencia de las muchachas, es corriente su tendencia a desear que los chicos las lleven en un coche. Y esta inclinación parece continuar toda la vida. La mujer procura que el hombre la lleve así por su mundo masculino. Cuando la mujer entra en el coche del hombre, que son sus instituciones, prefiere que la sigan llevando. No intenta ocupar el asiento del conductor, ni hacer las cosas a su manera, ni introducir cambios. No intenta ocupar ninguna posición de poder. Tal dependencia es una verdadera cualidad del tipo «dejarse llevar».

Las mujeres no se sienten cómodas enfrentándose abiertamente con los problemas, pidiendo directamente lo que desean, vendiendo aquello en lo que creen, sobre todo cuando ello significa rebatir las opiniones de los demás. Sin embargo, permanece al acecho la tentación —que se manifiesta en los momentos más impensados— de dejarse caer en el papel de ingenua, en el de seductora o en el de niña indefensa. Basta un gesto o una mirada para conseguirlo. Hacen «un inesperado movimiento de hombros o menean sin ton ni son la cabeza», como decía el periodista. En Mujeres, dinero y poder, la psicóloga Phyllis Chesler sugiere que las mujeres hacen todo esto deliberadamente (si bien no siempre de manera consciente) para mantenerse cómodamente sentadas en el asiento trasero del coche. «Mujeres de todas clases —dice —, tanto en el hogar como en público, usan un lenguaje básico corporal para comunicar deferencia, inconsecuencia, desamparo..., para colocarse en una posición que haga sentirse cómodos a los demás, y a los hombres “en la cumbre”.» Las mujeres disponen aún de otros recursos para mantener a los hombres —o, con dicho fin, a ellas mismas— «en la cumbre». Una inopinada forma de expresarse, propia

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de un trabajo escolar, en el lenguaje de las mujeres indica que el miedo y la inseguridad moldean nuestra manera de hablar: nuestra dicción, la elección de las palabras que usamos, nuestra entonación, nuestra articulación vacilante, e incluso el tono de nuestra voz (que algunas mujeres hacen agudo y aniñado para granjearse protección y ayuda). Las siguientes características fueron descubiertas por el lingüista Robin Lakoff como constantes en la forma de hablar de las mujeres: El uso de adjetivos «vacíos» (maravilloso, divino, terrible, etc.), que poseen escaso significado y tienen un efecto un tanto desconcertante. Las personas en cuyo lenguaje abundan los adjetivos vacíos no suelen ser tomadas en serio. El uso de muletillas después de una frase afirmativa. («Hoy hace mucho calor, ¿no cree usted?») El uso de una entonación descendente o interrogativa al final de una declaración, lo que le quita fuerza. El uso de términos superfluos o modificados («como», «una especie de», «yo creo»), que dan al discurso una calidad tentativa e irresponsable. El uso de un lenguaje «hipercorrecto» y excesivamente cortés (no hacer las contracciones que permita el idioma, por ejemplo, o mostrar gran cautela respecto a las jergas).

Los hallazgos de Lakoff —muy polémicos al principio— provocaron una frenética investigación por parte de los y las especialistas en la materia de todo el país.29 Mucho de lo que descubrieron reforzó las observaciones de Lakoff: en efecto, las mujeres usan estilos de lenguaje tentativos. Sally Genet, de la Universidad de Cornell, acuñó el término «timidez expresiva» para describir nuestra vacilante tendencia a evitar las afirmaciones claras y tajantes. Hablando tal como hablamos, las mujeres hacemos ciertamente que algo suceda —o no suceda— respecto a nuestra eficacia al tratar con los demás. «El lenguaje puede no solo reflejar diferencias de fuerza —observa Mary Brown Parlee, psicóloga del cuerpo de redactores de la revista Psychology Today—. Puede ayudar a crearlas.» 30 En otras palabras las mujeres de carrera que confían en la «timidez expresiva» pueden tardar mucho en verse favorecidas por el éxito.

Hay una nueva crisis en la feminidad, un conflicto sobre lo que es «femenino» y lo que no lo es, que impide a muchas mujeres un desenvolvimiento dichoso y completo. Porque, hasta ahora, la feminidad se ha relacionado —de hecho, identificado— con la dependencia. Las mujeres, al sucumbir a lo que yo llamo «pánico genérico» (es decir,

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pánico en función de su sexo), temen que la conducta independiente no sea femenina (véase capítulo VI). En realidad, podemos no considerarla masculina, pero al mismo tiempo no tenemos la sensación de que sea femenina. Expresando gráficamente este nuevo pánico del género femenino, una joven agente de bolsa me dijo: —Creo que alguien (ya sea un hombre o una mujer) puede enseñarme a ser como un hombre, a hacer dinero en el mercado como un hombre, a tener tanta confianza en mí misma y ser tan lista como un hombre. Pero cuando haya logrado todo esto, puedo tener que volver a comportarme como una mujer. Puedo quedar embarazada y permanecer cinco o seis años en casa con el niño. Luego tendré que comportarme de nuevo como un hombre. La tremenda confusión que las mujeres experimentamos respecto a la feminidad está fuertemente relacionada con nuestra decisión de no vivir como nuestras madres. Los psiquiatras han comenzado a descubrir que, cuanto más confinadas y dependientes vivieron nuestras madres, más ansiosas estamos de movernos en direcciones diferentes a las que ellas siguieron. «La madre buena, modesta y acostumbrada a sufrir en silencio — aunque diga a su hija: “No te dejes atrapar como yo; procura tener valor propio”— puede sentirse dolorida y amenazada por el hecho de que su hija no la emule en el mismo papel», dice Alexandra Symonds.31 Tener una madre así resentida tiende a causar en las hijas uno de los tres síndromes descritos a continuación. El primero es una depresión no muy profunda, pero crónica: una tendencia oculta a la tristeza o al desánimo que parece siempre presente. Según la doctora Symonds, esto es típico de la mujer muy ocupada en su trabajo y que se entrega mucho a los demás, pero que se halla emocionalmente desvalida. El segundo síndrome que puede aparecer en las mujeres que vuelven la espalda al estilo de vida de su madre es la inseguridad en el área de la identidad femenina (la clase de confusión expresada por la joven agente de bolsa). «Me ha sorprendido el pánico, incluso el terror que estas mujeres sienten ante ciertos aspectos de su personalidad que consideran masculinos», observa la doctora Symonds, haciendo notar que las mujeres que se esfuerzan por vivir independientemente se hallan aún —en nuestros días— vacilantes frente a lo que la cultura espera de ellas. El tercer síndrome es el núcleo de dependencia oculta que anida en tales mujeres —y que niegan a veces durante años—, con frecuencia escondido en convincentes fachadas de autosuficiencia. La mujer seudoindependiente puede trabajar por cuenta ajena durante

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una jornada completa, cuidar de su familia, cocinar sin alimentos preparados y mostrar en general una necesidad compulsiva de ser «super» tanto en casa como en su empleo. También es probable que llore por la noche cuando su marido se halla fuera de casa. Por parte de las mujeres, hay actualmente una fuerte tendencia a intentar resolver los problemas trocando las cosas exteriores: casándose (o descasándose), cambiando de trabajo, moviéndose de un lado a otro, sindicándose o luchando por los derechos de la mujer. Pero lo cierto es que si una mujer se ve afectada por problemas de dependencia no resueltos, su vida nunca cambiará como resultado de haber encontrado al hombre «ideal», o el trabajo «adecuado», o el estilo de vida «perfecto». Su trabajo en la lucha por los derechos de la mujer podrá aliviar su sentimiento de aislamiento personal. Pero ninguno de estos cambios externos desenmarañará las actitudes confusas y autodestructivas hondamente arraigadas en su interior. Las mujeres deseosas de comenzar a sentirse satisfechas de ellas mismas deben empezar por enfrentarse con lo que sucede en su interior. Después de hablar con psicoterapeutas y psiquiatras de diferentes partes del país, de entrevistar a mujeres y de observar, simplemente, la vida de las mujeres que me rodean, he llegado a esta conclusión: lo primero que las mujeres han de reconocer es la medida en que el miedo rige sus vidas. El miedo irracional y caprichoso —el miedo que no tiene relación con las aptitudes propias, ni siquiera con la realidad— es hoy día epidémico entre las mujeres. El miedo a ser independiente (esto podría significar que la mujer teme quedarse sola y sin que nadie cuide de ella); el miedo a ser dependiente (esto podría significar que la mujer teme ser tragada por algún «otro» dominante); el miedo a hacer bien lo que hagamos (esto podría significar nuestra obligación de seguir haciendo bien las cosas); el miedo a ser incompetente (esto podría significar nuestro temor a seguir sintiéndonos torpes, deprimidas y de segunda clase). La sujeción al miedo deja sentir su presencia en cada etapa de la vida de la mujer a partir del momento en que llega a la pubertad y siente deseos de atraer a los hombres (puede que no consiga seducir a ninguno; pero también es posible que lo logre, y entonces quedará atrapada y limitada por el resto de su vida). El miedo es evidente en las amas de casa desplazadas cuyo marido las abandonó, y en las viudas que no se ven capaces de seguir adelante al perder a su esposo. Está presente en las mujeres que intentan ejercer una profesión; en las mujeres que quieren salir de su matrimonio, pero

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que temen dar el primer paso; en las mujeres que han logrado salir de él, pero que se encuentran totalmente paralizadas ante la perspectiva de depender solo de sí mismas. Quienes tal vez ejemplifican el miedo con mayor intensidad son las mujeres que han subido ya todos los peldaños de la escalera profesional —y que creían haber vencido tal problema—, solo para descubrir que al llegar a un punto X de su carrera, al nivel en que la verdadera acción independiente no podrá evitarse si quieren llegar hasta el final, se hallan de pronto abrumadas por una angustia que no las deja seguir adelante. Las fobias se han infiltrado de tal modo en la experiencia femenina que han llegado a ser como una plaga secreta. Se han ido reforzando a lo largo de los años al amparo de los condicionamientos sociales, y lo que las hace más insidiosas es lo civilizadas y naturales que parecen; tanto, que ni siquiera nos damos cuenta de lo que nos ha sucedido. Las mujeres no llegarán a ser libres hasta que dejen de tener miedo. No empezaremos a experimentar ningún cambio verdadero en nuestras vidas, ni una verdadera emancipación, hasta que comencemos el proceso —casi comparable a un lavado de cerebro— de superar las angustias que nos impiden sentirnos competentes y completas.

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3 La respuesta femenina

En la escuela superior llegué a ser un problema para las monjas, por lo paradójica que encontraban mi personalidad. Era a la vez una líder y un problema de disciplina. Me comportaba con una increíble audacia, me mostraba insolente y despreciativa hacia aquellas extrañas criaturas vestidas de negro, y también me sentía intimidada por ellas. Cuando era estudiante de segundo año, me convertí en presidenta de la clase y a la vez en un agente perturbador, pues no perdía oportunidad de lanzar mis pullas contra las profesoras tan pronto como volvían la espalda. Ser una muchacha exigente y alborotadora era un impulso que no podía evitar. Aun ahora, al recordar aquellos días, experimento de nuevo la deliciosa sensación de desafiar un sistema que encontraba estúpido y a unos mentores que no podía respetar. Mi confusión era verdadera. Dentro de mi capa de chica ruidosa y exigente había una niña; no una muchacha a punto de ser mujer, sino una niña pequeña, asustada y confundida ante todo lo que le rodeaba, una chica insegura ante el hecho de que nadie parecía saber cómo cuidar de ella. Mientras mis padres vivían en la creencia más o menos firme de que yo me hallaba en buenas manos, las monjas parecían convertir mi educación en algo cada vez peor. Me obligaban a crecer demasiado deprisa. Había ingresado en la escuela superior a los doce años y entré en la universidad a los dieciséis. Todo el mundo se maravillaba de mi precocidad, pero nadie parecía saber qué necesitaba emocionalmente, y yo menos que nadie. Era una contrafóbica en potencia: alborotadora exteriormente, pero asustada por dentro, y empeñada desesperadamente a toda costa en esconder mi miedo. Dejé la universidad a los veinte años. Apenas a las dos horas de mi graduación, ya me hallaba en el aeropuerto de Washington D.C., a punto de despegar hacia una nueva vida. Mi futuro había quedado claramente decidido (o al menos así me lo imaginaba) por un golpe de suerte. Había tomado parte en un concurso para estudiantes universitarias organizado por la revista Mademoiselle, y, de pronto me

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encontré entre las ganadoras. A otras diecinueve mujeres jóvenes y a mí —«redactoras invitadas»— se nos brindó la oportunidad de trabajar durante un mes para un número de la revista dedicado a la universidad. ¿Qué sucedería después de aquel emocionante mes? ¿Quién lo sabía? ¿A quién le importaba? Porque sin duda el mundo tenía sus planes para unas personas tan especiales como nosotras. Quince años después, cuando Sylvia Plath publicó un lacerante relato de su propia experiencia como «redactora invitada» en La jarra de cristal, lo encontré tan terrible que, en aquel momento, no pude terminar el libro. Pero cuando yo entré en aquel mismo mundo, el mundo llamativo y fascinante de la edición de revistas, no me di cuenta de lo que ocurría en mi interior. Emocionalmente, ninguna de nosotras sabíamos en realidad lo que nos estaba sucediendo. Mujeres inteligentes, de indudable talento, llegadas a la mayoría de edad en los años cincuenta, estaban avanzando hacia el borde de un precipicio. No sabíamos de qué modo cambiaría nuestra vida, qué empujones, hacia el éxito o hacia la marginación, nos darían los profundos cambios que estaban teniendo lugar en el ámbito cultural. Se esperaba mucho de nosotras, se esperaban cosas que, en general, nunca se creyó que pudiéramos dar. Cuando terminó el mes de duración que tuvo el período de las «redactoras invitadas», me ofrecieron un trabajo rutinario en la revista. Nunca dedicaba mucho tiempo a reflexionar sobre mis posibles ocupaciones o a planear qué haría con mi vida. Esperando, al fin y al cabo, que alguien volviera a «cuidar de mí», acepté el puesto que me habían ofrecido y me las arreglé para vivir en un apartamento del alto East Side de Nueva York con tres amigas de la universidad. Al cabo de un par de años, aburrida de hacer lo mismo día tras día, la fascinación de aquel trabajo empezó a disminuir, y el esfuerzo que hacía para ganar apenas lo justo para vivir me había desequilibrado los nervios. Me decía a mí misma que era más libre que mis amigas de habitación, muchachas cuyos padres se interferían constantemente en su vida, rogándoles que les dejaran pagar las facturas del dentista y comprarles vestidos. Con un sueldo de cincuenta dólares semanales, vivía orgullosamente una vida pobre y llena de confusiones. No se me ocurría probar suerte en otra cosa: buscar otro trabajo, unas nuevas amigas, o tal vez un amigo, de habitación. Al tercer año, cuando me di cuenta de que bebía demasiado los fines de semana, las preguntas comenzaron a acosarme. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Transcurrirá mi vida siempre de esta manera? ¿Llegará a sucederme alguna cosa? ¿Me casaré?

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Por fin, algo sucedió. Cuatro años después de que el avión me dejara en la pista de aterrizaje del aeropuerto de La Guardia, ante las centelleantes luces de Nueva York que me daban la bienvenida, me volví fóbica. La cosa se presentó sin avisar. Durante más de tres años, había trabajado siempre en lo mismo, en tareas de investigación sin futuro alguno. Nunca me había atrevido a escribir un artículo, a pesar de que mi orgullo estaba herido y yo sabía que debía «hacer algo». (Cortar artículos de las publicaciones universitarias y tener una entrevista con alguien una vez al mes no era precisamente «hacer algo».) Ahora sé lo que quería en realidad: quería ser rescatada, transportada por unas alas mágicas a una vida que me diera confianza en mí misma, una vida creativa, activa; y segura. La interminable monotonía de ser una simple muchacha trabajadora de Nueva York, sin afectos, sin ningún hombre y sin perspectivas de mejorar mi situación, mermaba más mi autoestima cada día que pasaba. No «buscaba un hombre», al menos conscientemente. Por otra parte, no intentaba crearme un estilo de vida. No tenía idea de cómo podría llenar un futuro que aparecía ante mí inabarcable, exigente y posiblemente destructor. Allí estaba yo. Sin tener, por supuesto, ni pizca de conciencia de lo que me sucedía, de cuál era mi mal: el complejo de Cenicienta. Entonces solía afectar a las muchachas de dieciséis o diecisiete años, impidiéndoles con frecuencia ir a la universidad, y lanzándolas a tempranos matrimonios. Ahora tiende a crear problemas a las mujeres que ya dejaron la universidad, algún tiempo después de haberse enfrentado solas con el mundo. Cuando empiezan a decaer sus ansias de libertad y la angustia ocupa su lugar, comienza a aflorar en ellas un viejo anhelo: el de ser salvadas. No todas las mujeres sufren el miedo inherente a esta situación en su grado más agudo, es decir, en forma de fobia. Para la mayoría es algo difuso y amorfo, algo que solo roza los bordes de la estabilidad personal. En cuanto a mí, resultó que era vulnerable a la forma aguda de tal afección. A veces, cuando el deseo de ser salvada se dejaba sentir en mí con más fuerza —en mi último año de universidad, después de haber trabajado algunos años sin tener plan alguno para mi vida y cuando mi matrimonio se rompió—, me volvía sumamente fóbica. Una tarde, mientras estaba investigando algo en el Museo de Brooklyn, me acometió una oleada de vértigo tan aturdidora que tuve que sentarme con la cabeza entre las rodillas. Por no haber sentido el menor mareo o desvanecimiento en mi vida, encontré la experiencia aterradora. Por espacio de seis meses viví con el constante temor de que me

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sobreviniese uno de aquellos ataques, y mi aprensión no era infundada. El vértigo se adueñaba de mi mente cuando por la mañana subía al autobús para ir a trabajar, cuando entraba en unos grandes almacenes o cuando bajaba las escaleras del Metro. La gente pasaba a oleadas en torno a mí, dándome la sensación de sentirme «desanclada». ¿Qué sucedería si me desmayaba en medio de la multitud o en plena calle? Durante seis largos meses, aquellos raros y desagradables síntomas prevalecieron sobre todo lo demás, golpeteándome implacablemente con la metáfora de una pregunta inarticulada, pero esencial: «¿Quién me sostendrá si me caigo?». Cuando salí de la universidad y me dirigí a Nueva York, pensé que por fin había escapado de la asfixiante opresión del ambiente de escuela católica femenina en que me había educado. Pero me encontré con un problema inesperado: no creía en mi aptitud para conseguir un puesto en el mundo solo con mi propio esfuerzo. A medida que fue pasando el tiempo y los días fueron llenándose de los mismos rituales de siempre, la imagen que tenía de mí misma comenzó a desmoronarse: cuanto la sostenía había sido reemplazado por una angustiosa sensación de desarraigo. La realidad de mis relaciones con mis padres, mi religión, toda mi formación, se hallaban enterradas en un pasado cuya influencia sobre mí yo intentaba ignorar. Por más que me rebelara contra la seguridad y las restricciones de mi infancia —las monjas, las normas, la cita semanal con el confesor, el instinto infalible que tenía mi padre para correr a ayudarme siempre que me proponía lograr algo por mi propio esfuerzo, el apoyo silencioso que le prestaba mi madre—, por más que no quisiese tener nada que ver con aquel pasado, seguía dependiendo de él, de todo lo que significaba. Había crecido amparada por una Iglesia que tomaba por mí todas las decisiones de tipo moral y aconsejada por unos padres que me decían cómo debía solucionar las cuestiones de mi vida secular. Sin embargo, si en alguna ocasión las cosas no quedaban suficientemente claras, la Iglesia tomaba por mí mis decisiones de carácter práctico y lo mismo hacía mi padre con las de índole moral. Al parecer, no tenía importancia quién decidiera lo que fuese por mí, siempre que lo hiciese alguna otra persona y no yo. En septiembre de mi cuarto año de residencia en Nueva York, aquellos terribles ataques desaparecieron tan misteriosamente como se habían presentado. Por espacio de varios meses estuve con el alma en un hilo, temiendo que si miraba por encima de mi hombro, aquella «cosa» —las terribles palpitaciones del miedo— aún estaría allí. En cierto momento me hice examinar por un médico, quien me aseguró que no tenía

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ninguna deficiencia física. Al verme libre de aquellos síntomas debilitantes, di gracias a Dios por el alivio. Enterré el incidente, optando por pensar en él como si se hubiera tratado de un intermedio insólito, en vez de considerarlo como un síntoma de que algo andaba fundamentalmente mal. Nunca había oído contar a nadie una experiencia como la que yo había sufrido, lo que la hacía aún más horrible y amenazadora. Ignorar los signos de los problemas, examinarlos lo menos posible, «aguantar», es característico de la personalidad dependiente. («Quizá las cosas cambiarán», decía Cenicienta, barriendo perpetuamente las cenizas del hogar.)

En abril conocí a un hombre. Era un intelectual católico. Había vivido tres años en París, estudiando en la Sorbona gracias a una beca para veteranos de guerra. En aquel momento trabajaba como reportero para una revista relacionada con la televisión, escribía poesía y hacía unas tartas estupendas. Le encontré fascinante. Casi inmediatamente (me sirvió espárragos con queso de Parma en nuestra primera cita en su casa), decidí poner mi destino en sus manos. Al cabo de un mes estaba embarazada y, poco después, casada. Fue una de las últimas decisiones que mi padre me ayudó a tomar. No le pedí su intervención, pero tampoco la rechacé. Mi padre me dijo que, considerando las circunstancias, lo mejor y lo más moral que podía hacer era casarme. «Sin saberlo, tomaste esta decisión en el mismo momento de la concepción», añadió. En realidad, no me preocupaba mucho la moralidad de mis actos. Para ser moral, hay que ser auténtico. No tenía una verdadera idea del bien y del mal; solo un concepto catequístico. Siempre había vivido siguiendo dócilmente las reglas que los demás habían establecido para mí. En aquella ocasión, como en todas las otras, me dejé llevar. Caí en el matrimonio como en un lecho de plumas, para no experimentar mis miedos callejeros y mis terrores nocturnos durante los diez años siguientes.

LOS PRIMEROS SIGNOS Los psiquiatras que tratan a mujeres fóbicas han descubierto ciertas semejanzas en la

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historia de su comportamiento pasado. Tienden a revelar, ya en los primeros años de su vida, la necesidad de mostrarse seguras de sí mismas y con un buen dominio de sus sentimientos. De niñas, se esfuerzan por cultivar esas virtudes y cualidades que puedan darles la ilusión de que son fuertes e invulnerables. De adultas, se inclinan por ese tipo de trabajos que refuerzan una imagen de autosuficiencia. Mucho de lo que las muchachas prefóbicas intentan lograr en su vida es perfectamente normal —en realidad, admirable— en sí mismo y por sí mismo. Su actitud se vuelve neurótica cuando sus ansias de realización se convierten en compulsión... y, pese a todo, no pueden lograr lo que desean. La raison d’être de tales mujeres es la construcción de una fortaleza para esconder detrás de ella su núcleo de miedo e inseguridad. «Nunca permitiste que nadie te dijera nada —suele recordar a la hija la madre de una amiga mía—. Desde que cumpliste los catorce años, demostraste muy claramente que nada de lo que yo pudiera hacer o decir podría serte de ayuda alguna.» Lo malo fue que esa madre se tomó en serio la confianza en sí misma que su hija fingía tener. Su actitud la intimidó y, perpleja, se preguntaba cómo era que su niña se había convertido tan repentinamente en una sabelotodo. Pero, en realidad, su quinceañera hija, al transmitir el mensaje: «No necesito a nadie; puedo cuidar de mí misma», no hacía más que exhibir un síntoma claramente expresado. Su ostentosa seguridad en sí misma no era otra cosa que una farsa, un intento de compensar con ventaja una profunda falta de confianza. Es frecuente, en las mujeres prefóbicas, la exhibición de una marcada temeridad en su adolescencia. Pueden ser físicamente activas, arriesgadas y agresivas en los deportes, o pueden mostrarse desafiantes con los que tienen autoridad sobre ellas. Sea cual sea su estilo particular, dice Alexandra Symonds, que ha estudiado las fobias de las mujeres, el mensaje es siempre el mismo: «No necesito a nadie; puedo cuidar de mí misma». Paso a paso, año tras año, se desarrolla una compleja fachada. Sus detalles pueden variar de una persona a otra, pero la imagen caracterológica es siempre la misma: dominante, despótica, autoafirmativa. Puede permanecer una atractiva vibración en la superficie de ese frío núcleo, una acuciante energía que proviene, en parte, de los esfuerzos contrafóbicos destinados a dominar el inmediato entorno personal. A menudo, por ejemplo, las contrafóbicas son buenas habladoras, impelidas por la necesidad de articular palabras y definir conceptos. Cuando se hallan en compañía de otras personas, su presencia puede ser dominante. ¡Quién podría figurarse que esa vistosa participante en la

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fiesta posterior a algún congreso, con su verde vestido de seda, centro de atracción de toda la concurrencia —que desconcierta a todo el mundo con sus atrevidas anécdotas y su agresivo escote—, es una fóbica disfrazada, insegura de su inteligencia, de su «atractivo», del efecto que causa el tamaño de sus pechos! A las mujeres contrafóbicas les es difícil relacionarse positivamente con los hombres. Tienen una íntima necesidad de sentirse superiores, de «dominar la situación». En las relaciones amorosas, suelen quejarse del hombre que han elegido como futuro esposo. Terminada la luna de miel, comienzan a actuar con frialdad y a mostrar actitudes de rechazo. Su marido queda desconcertado, y se siente extrañamente culpable, sin saber en realidad cuál ha sido su error. Su error ha sido creer en la imagen de seguridad proyectada por una mujer que está básicamente asustada. A juzgar por su postura exterior, estas mujeres nunca se apoyan en su marido, que es —secretamente— lo que siempre han deseado. No es fácil descifrar la mezcla de mensajes que emana de las mujeres que actúan con osadía y emplean expresiones audaces como tapadera de sus sentimientos básicos de seguridad y desamparo. Los hombres no se dan cuenta de que han sido engañados por la falsedad de una máscara de autosuficiencia. Pueden incluso llegar a desear lo que su esposa desea: otra persona fuerte e independiente para apoyarse en ella. Sobrevienen terribles choques cuando esas necesidades de la mujer quedan a la vista y el marido no quiere o no puede llenarlas. Esta fue la dinámica de las primeras relaciones amorosas de una joven mujer de California a la que llamaré Jill.

El padre de Jill era un abogado de gran vitalidad que había cosechado muchos éxitos en su profesión. Su madre, aunque no muy dada a la vida de sociedad, había hecho carrera en el agradable trabajo de ilustradora de revistas por cuenta propia. Jill, su primera hija, siempre se había sentido atrapada entre sus imágenes femenina y masculina en eterno conflicto: una imagen femenina que la mostraba tímida e insignificante, aunque bien cuidada por los demás; y una imagen masculina, que le daba aires de dinamismo y responsabilidad, pero que no podía impedir que se encontrara sola y desamparada en sus tratos con el mundo. Cuando cumplió los veinte años, Jill empezó a exteriorizar el conflicto que se agitaba en su interior. Se puso a vivir con un carpintero, un joven ineducado pero inteligente que no sabía qué hacer con su propia vida. Jill no tardó en sentirse infeliz, frustrada y desengañada del pobre muchacho. Mientras dudaba entre

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convertirse en una psicóloga, una ceramista, una abogada o una música, empezó un tratamiento terapéutico. Acabó por abrir una tienda de objetos de cerámica. El conflicto de su elección de carrera, sin embargo, no era el menor de sus problemas. En primer lugar, Jill se sentía sexualmente insegura: necesitaba ser la principal atracción en las fiestas y reuniones porque vivía con el temor oculto de que su compañero conociera una mujer más atractiva y la dejara por ella. Las quejas de Jill respecto al dinero también eran sintomáticas. Quería una casa más grande, pero no podía ver con claridad de quién era la responsabilidad de conseguirla: si de ella o de su amigo. Sin embargo, procuraba ignorar su profundo resentimiento por la fuerza con que chocaba con sus ideales feministas. —Es interesante notar —recordó la psicoterapeuta de Jill— que siempre daba la impresión de ser tremendamente responsable. Siempre llegaba a las sesiones de terapia a la hora exacta; y las terminaba ella misma en vez de esperar que yo, complaciente, las prolongara. Parecía eficiente y dueña de sí misma. Pero en cierto momento, entre su segundo y tercer año de tratamiento, se rompió por completo su compostura. Casi repentinamente, una mañana Jill comenzó a hiperventilar, a sentir vértigos y palpitaciones cardíacas, hasta llegar a experimentar toda la panoplia de síntomas de la angustia. No se atrevía siquiera a salir sola de casa. Su «súbita» inseguridad se manifestó de varias maneras. Llamó el sábado al domicilio particular de su terapeuta para decirle que llegaría tarde a su sesión del jueves siguiente. —Yo siempre estoy disponible para un caso de urgencia —siguió diciéndome la psicoterapeuta—, pero aquello no era un caso de urgencia. De pronto, aquella persona tan responsable se puso a tratarme como a una madre. Contaba con que acudiera a su llamada siempre que me necesitara, cada vez que lo ordenase. Acabé por descubrir que la conducta «contradependiente» que había observado Jill hasta entonces había sido una gran maniobra defensiva por su parte. La había llevado a cabo con tanta perfección que al cabo de dos años de tratamiento yo me preguntaba: «¿Por qué sigue viniendo esa mujer a mi consultorio?». Parecía, ¿sabe usted?, tan competente, tan segura de sí misma... »Ahora Jill ha comenzado a expresar su ira. Resulta que está furiosa porque, durante dos años, se sintió insatisfecha de mí y yo no le dije nunca nada al respecto. Le dije que debía habérmelo dicho sin rodeos. Y ahora, inesperadamente, tiene miedo de salir de casa y de hacer las cosas por sí misma. Teme tomarse unas vacaciones porque no puede

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desembarazarse de la rígida estructura de su vida. Desaparecida su fachada, he descubierto que Jill es todavía muy dependiente de sus padres, precisamente lo que ocultaba su conducta “contradependiente”. Su dependencia se manifiesta ahora en forma de odio hacia mí y hacia su amigo. Está muy furiosa porque él no será abogado y no podrá cuidar de ella adecuadamente. Jill había superpuesto la imagen de su enérgico y dinámico padre a la de su amigo. Por ello quería que el joven llevara el pan a casa al mismo tiempo que el estímulo social, exactamente como había hecho siempre su padre. Dinero, entusiasmo, estimulantes y complacientes amigos, todo eso había sido suministrado por «papá» a Jill y a su madre. En comparación con su padre, el hombre con que vivía Jill era un «pigmeo». Según la terapeuta «es un chico dulce y afectuoso, muy apreciado por los padres de la muchacha, pero a ella no la satisface. En la universidad, había ido con otro hombre que no estaba todavía seguro de lo que quería ser, y riñeron porque Jill no podía soportar su ambivalencia. No puede sentirse fuerte si su hombre no se siente fuerte». Jill no quiere ser, como su madre, pasiva y enclaustrada. Se identifica principalmente con su padre. Pero en su propia vida, no quiere tener que ser tan fuerte como él ni convertirse en proveedora de todo. Según Jill, eso debe hacerlo el hombre para ella, y cuando no lo hace se siente deprimida y se pone furiosa. «Jill es de esa clase de mujeres que se muestran muy sexuales al principio de una relación, pero cuya excitación, al cabo de algún tiempo, se va por la ventana a causa de su tendencia a los accesos de cólera», según palabras de su terapeuta.

LA INVASIÓN DEL MIEDO Los síntomas fóbicos de Jill se presentaron precisamente en el momento de su vida en que se dio cuenta de que nunca podría conseguir lo que en realidad deseaba, es decir, contar con alguien que se hiciera cargo de todos los riesgos que ella debiese correr. —En este momento —me explicó su terapeuta— la veo en la necesidad de tener que tomar resoluciones realmente decisivas, propias de una mujer madura. Tiene que renunciar al padre que lleva dentro, al hombre que solucionaría su vida entera. Tal vez tenga que volver a la escuela para aprender algo que le resulte intelectualmente más satisfactorio que su pequeña tienda de objetos de cerámica, algo que la apoye de la

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manera que ella quiere ser apoyada. Ha empezado a enfrentarse con todo eso, pero lo que experimenta es miedo puro. Está aterrorizada. Este miedo puro, si Jill puede llegar a ver a través de él, puede conducirla a una vida más libre, más relajada, más satisfactoria. Antes de que se viniera abajo su fachada, hacía cuanto podía para no tener que sufrir tal pavor. Intentaba, sobre todo, recrear el mismo entorno protegido de que había disfrutado de niña, manipulando a su compañero con la esperanza de hacerlo actuar como su papá. En parte, fue la negativa de su amigo a hacer el papel de padre de Jill lo que precipitó su crisis con la dependencia. Por dolorosa y terrible que pudiera ser la crisis, esa muchacha tiene ahora la oportunidad de librarse de sus hábitos y convertirse en una verdadera mujer adulta. Vio —en realidad experimentó — su fachada contrafóbica, y sintió deseos de obrar sin ayuda, sin su concha: inerme, indefensa, vulnerable.

No son tan afortunadas las mujeres cuyos síntomas contrafóbicos pasan inadvertidos. Se pasan la vida construyendo unas defensas cada vez más impenetrables. Son las mujeres que harían cualquier cosa, que se privarían de lo que fuera —amor, satisfacciones, felicidad— con tal de no tener que experimentar lo que Jill sufrió: el pánico, la confusión, la ira. Las mujeres contrafóbicas eligen determinados trabajos realzadores de la propia imagen, trabajos de los que muchas mujeres más manifiestamente inhibidas podrían decir: «Oh, yo no podría hacer nunca eso: me daría miedo». Lo cual es por supuesto, el punto central de la cuestión. Sentir miedo y desamparo es algo tan amenazador para esas mujeres, que dedican todas sus energías a construir una vida y un estilo de conducta calculados de modo que despistan a todo el mundo (incluidas ellas mismas). Pueden convertirse en pilotos de coches de carreras. O en actrices. O en prostitutas. (Jane Fonda interpretaba un papel típicamente contrafóbico en la película Klute.) O, como Abigail Fletcher, pueden anhelar la captura de criminales. Del mismo modo que hay grados en cuanto a la fobia, existen también grados en el desarrollo de una personalidad contrafóbica por parte de una mujer básicamente temerosa. En el caso de Abigail, el estilo —el fanfarroneo, el cinismo— se convirtió en un duro caparazón. Creía en su propia imagen de fuerza, excepto cuando un amigo la dejaba para casarse y tener hijos con otra. Entonces Abigail se sentía infeliz y derrotada por espacio de varias

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semanas, o incluso meses; pero después se recuperaba, volvía a animarse, y sus recriminaciones y deseos de venganza volvían a aparecer, redoblados. Ocasionalmente, solo para probar lo innecesarios que eran los hombres, tenía una aventura con una mujer. Y cuando su agresividad, afilada hasta hacerse tan aguda como un colmillo de sabueso, llegó a su plenitud, Abigail, a sus dieciocho años, se convirtió en madre. Sucedió en 1970. Había procurado quedar embarazada para escapar de sus padres, gente pusilánime que, complaciendo y protegiendo demasiado a su preciosa hija, llegaron a conseguir que se sintiera asfixiada y atemorizada. Para negar aquellos deprimentes sentimientos, se había transformado en una maliciosa y pequeña versión de la Princesa Judía norteamericana. Creía, con toda la fuerza de su corazoncito oprimido, que llegaría a conseguir las mejores cosas de la vida. Pero había momentos en que también sospechaba —profunda y amargamente— que nunca aparecería nadie que pudiera proporcionarle lo que anhelaba. Por supuesto, todo aquello no podría dárselo el cabezota de su marido, el hombre con quien se había casado a los diecisiete años y al que había dejado un año después, tras haber traído al mundo a su hija.

OCULTAR EL MIEDO: EL «ESTILO CONTRAFÓBICO» La historia de Abigail puede darnos una idea del estilo contrafóbico, que se basa en cierta seudoindependencia: una máscara de autosuficiencia para ocultar la timidez, la inseguridad y el miedo excesivo a perder la identidad, incluso para poder enamorarse. Aun cuando los detalles de esta historia solo pertenecen a la vida de Abigail Fletcher (a quien he dado un nombre ficticio), el estilo seudoindependiente propio de su caso puede ser reconocible por muchas de nosotras. Es el estilo de la mujer completamente aterrorizada, de la mujer tan llena de sentimientos de vulnerabilidad del género femenino que preferiría ser hombre.

El anuncio del Globe dominical decía: «Investigador, masculino o femenino», y había sido publicado por el departamento de personal de unos almacenes de la zona del Quincy Market, situada en la parte céntrica de Boston. Aquel «investigador» llamó la atención a Abigail Fletcher. Tenía gran necesidad de encontrar trabajo, y con su año de universidad

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y su buen aspecto hubiera podido ocupar probablemente un cargo de recepcionista en algún lugar, pero ¿a quién podía gustarle la perspectiva de estarse sentada seis horas diarias recibiendo con la máxima amabilidad a quienquiera que fuese? No, aquello no le convenía: demasiado aburrido. Tenía una gran nariz y una gran boca (según sus propias palabras), con lo que quería decir que le gustaba husmear en los asuntos de los demás y que podía hablar bien y claramente siempre que las circunstancias lo exigieran. A Abigail le gustaba imaginarse que era una investigadora al lado de la ley y la justicia. Solía fantasear respecto a un pretendido cargo en el Departamento de Asuntos del Consumidor. Podía verse a sí misma con su chaqueta de aviador, sus pantalones vaqueros y su larga cabellera a lo Farrah Fawcett Majors, la actriz, enfrentándose con los carniceros de Boston acerca del coeficiente de grasa de sus tajadas de carne. «Le entrenaremos», decía el anuncio del periódico. El entrenamiento era para formar parte del personal de seguridad de Towne & Country, unos grandes y elegantes almacenes. Abigail pensó que allí estaba su ocasión: había llegado el momento de actuar. No tenía nada de corpulenta, pero servía para el trabajo; estaba convencida de su buena preparación física y de su fortaleza, gracias en parte a las lecciones de jiujitsu que había tomado en otro tiempo en el sótano de un templo budista, y gracias, también en parte, a los genes de su querida y dulce mamá. Abigail encontró divertida la oficina de personal de Towne & Country. Le chocó ver la manera como aquel individuo llamado Hollis se volvió hacia ella tan pronto como la vio entrar. Habló con ella durante una hora, y la entrevista terminó con las preguntas esenciales: —¿Toma usted drogas? —Sí, claro... Fumo marihuana. —¿Robó alguna vez en sus empleos anteriores? —No. —¿Tiene deudas importantes? —Sí, debo cuatrocientos dólares a Checking Plus. Entonces el hombre se quejó de las deficiencias de su presente plantilla y le explicó en qué consistía el programa de entrenamiento. —Está usted admitida —le dijo el señor Hollis por teléfono el día siguiente—. Bienvenida a las fuerzas de seguridad de Towne & Country. Abigail sonrió al descubrir que su entrenador iba a ser aquel chaval de su antigua clase

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de jiu-jitsu llamado Mario. Cuando en aquellos tiempos luchaban entre sí y ella intentaba golpearle con el pie, él doblaba instintivamente las rodillas para protegerse los testículos, y siempre terminaba recibiendo las patadas en las espinillas. Abigail advirtió enseguida la diferencia que había entre el entrenamiento que ella recibía y el que se daba a los hombres: estos recibían clases de kárate y practicaban llaves especiales (como la llamada «Ven conmigo», porque al permitir torcer con facilidad el brazo de la persona detenida e inmovilizárselo dolorosamente detrás de la espalda, aquella «iba con él» o «con ella» dócilmente a la Oficina de Seguridad). Abigail, sin rodeos, había preguntado más de una vez a Hollis: «¿Cuándo voy a conseguir que me den esos cursos?». Pero él, con su sonrisa zalamera y su tono de padre de guardarropía, le había dicho siempre: «Cuando haga usted su primera detención». «¡Diantre! —pensó Abigail—. Yo ya tengo mi cinturón verde, cosa que no puede decir, ni mucho menos, mi entrenador.» Abigail comenzó a presentarse al trabajo con pantalones vaqueros y zapatos de lona y suela de goma. La intriga y la acción propias de aquel trabajo la habían atraído desde el principio. Le habían enseñado a acabar con las malas intenciones de un sospechoso siguiéndole tan de cerca que no tuviera otro remedio que salir asustado de los almacenes sin haber podido llevarse nada. Había aprendido a obligar a un comprador o compradora a echar sobre una mesa todo lo que llevaba o a dejarse registrar en un probador. Abigail era una buena estudiante. Enseguida aprendió cuáles eran las grandes avenidas y cuáles las calles secundarias, dónde estaban los cruces de mayor tráfico, dónde se hallaban situados los espejos y los aparatos de alarma. Al principio, se pasó mucho tiempo arrastrándose por los alfombrados suelos de los probadores. Era la parte de su trabajo que más le gustaba, y la que le ofrecía más probabilidades de éxito. Siempre llevaba en el bolsillo una pequeña caja de pastillas llena de agujas y, cuando el instinto se lo decía, se colaba en un probador vacío y prendía con ellos las cortinas para que quedaran cerradas y le permitieran fisgar sin ser sorprendida por nadie. Entonces se estiraba en el suelo y miraba por la abertura de ventilación que había en el zócalo de madera. Era divertido observar cómo las mujeres hacían poses y comprimían la barriga mientras se probaban prendas y más prendas. De vez en cuando sorprendía a una que, después de arrancar las etiquetas a las cosas que podía, empezaba a meterlas en su monedero, en una bolsa de mano, entre su propia ropa interior o dentro de los panties

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que llevaba puestos. Por lo general se trataba de mujeres pertenecientes a la chusma de la ciudad. Tales mujeres podían ser muy temibles. Con frecuencia eran corpulentas y de raza negra (combinación que siempre había horrorizado a Abigail desde sus tiempos universitarios), además de bravuconas y expertas en la materia. Un día, una de aquellas amazonas sorprendió a Abigail mientras esta la seguía; se volvió, se le acercó y le dijo con voz y aliento aguardentosos: —Si quieres seguirme, hazlo de cerca, sin valerte de los espejos. —Cierra esa boca, marimacho —le disparó Abigail como respuesta, pero sintió que se le doblaban las rodillas de miedo. Cuando, después de dos semanas de prácticas, Abigail hizo su primera detención, la experiencia fue chocante. La mujer que atrapó no era ni negra ni portorriqueña; ni iba mal vestida, como Abigail pudo comprobar desde el primer momento. Era la pequeña señora Hansen, con un grisáceo moño pulcramente sostenido con horquillas en la nuca. Estaba medio muerta de miedo. No muy segura de sí misma, Abigail condujo a la señora Hansen al despacho del señor Hollis. El contenido de las bolsas que llevaba se esparció sobre la gran mesa de caoba del señor Hollis para que todos pudieran verlo. La señora Hansen no pudo ser acusada de tener drogas. En cuanto a armas, solo se le encontró una cajita con hilos y agujas de esas que las mujeres meticulosas llevan para un cosido de urgencia. Por ser de las que vendían en el almacén, la cajita fue confiscada. Terminada la inspección, Abigail (que se sentía extrañamente identificada con aquella mujer) experimentó los efectos de una descarga adrenalítica en su sangre. La escena no podía ser más deprimente. Hizo maquinalmente el resto de su trabajo. Las normas de seguridad exigían que acompañara a la mujer hasta el ascensor y que la dejara en la planta baja. Con la cabeza gacha, la señora Hansen agarró los paquetes como pudo. Abigail la condujo a lo largo de las paredes de plexiglás de la boutique de pelucas y a través de las secciones de guantes y género de punto, y le hizo cruzar la barrera de mareante olor de los mostradores de perfumes, hasta que llegaron a una de las puertas que daban a la calle. Allí, sin mirar hacia atrás, la señora Hansen se apartó de Abigail y se escabulló precipitadamente como un animal asustado entre los transeúntes de Market Street. Con el corazón encogido y un profundo sentimiento de culpabilidad, Abigail se esforzó

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como siempre por recuperar la serenidad. ¿Por qué deprimirse de aquella manera? Se trataba de un trabajo como otro cualquiera. Al fin y al cabo, ¿qué mujer no sentía alguna vez la necesidad de birlar algo en una tienda? Bueno, basta de quebraderos de cabeza... Sabía muy bien lo que iba a hacer. Cuando saliese de aquel asqueroso Metro y llegara a casa, se daría una buena zambullida en la bañera llena de agua caliente. Entonces llevaría a su pequeña a la cama y esnifaría un poco. El próximo día, inesperadamente, volvió a «marcar». Sí, fue un tanto doble: dos negritas, de quince y dieciséis años. Esta vez llevó a cabo su trabajo con eficacia y sin remordimientos. Iba disparada. Fuerte, invulnerable, se sentía avanzar por extrañas alturas. «Ser responsable de la propia vida —pensó— resulta fácil cuando una ha adaptado su mente a la nueva situación.» Aquel trabajo iba a dársele estupendamente. Además, notaba que atraía a los hombres como la miel a las abejas. Al cabo de unos cuantos años, tendría su propio negocio de seguridad y podría largarse del South Side. Su plan solo tenía un fallo. Lo que Abigail no sabía —lo que nunca podía prever— era que jamás podría enamorarse de veras, profunda e irrevocablemente. A no ser que algo viniese a romper —y a abrir— el núcleo que escondía en su interior. Tuvo una serie de amigos y acompañantes, hombres que se sentían atraídos al principio por el brillo superficial de su confianza en sí misma, pero que después eran ahuyentados precisamente por aquella rara tendencia suya a apresarlos. Apenas un hombre había empezado a salir con ella cuando, de pronto, le entraban ganas de hacerle manzanas al horno y a mostrarle —puesto— su nuevo juego de ropa interior. «Esto es fenomenal», tendría que haberse dicho el hombre. Pero no era eso lo que sucedía. En su lugar, pensaba: «Esa Abigail tan pronto te pone caliente como te deja frío. Lo que pasa es que está tejiendo una red para atraparme. En la cama no se porta mal, pero no sé qué le pasa. Cuando todo está hecho y dicho, te encuentras como si ella ya no estuviera allí. Es un hueso. Y una narcisista. Y tiene cosas de prostituta».

Lo más sorprendente de la personalidad contrafóbica es su eficacia como defensa. Las mujeres contrafóbicas raramente sienten miedo. Por ello no tienen idea de la medida en que este domina sus vidas. En la mujer, la fobia puede estar relacionada con el miedo a abandonar la represión sexual y a sentirse vulnerable y desamparada. Este miedo se expresa en fantasías de

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prostitución y dominación. A Abigail le gustaba imaginarse que era algo así como una pistola sexual, una mujer caprichosa y cambiante a la que nunca faltaban regalos ni apuestos acompañantes. Esta fantasía era una compleja tapadera para una terrible y profunda soledad interior, una soledad originada por su incapacidad de abandonarse a otro ser humano y fundirse con él. Fundirse con otra persona le daba un miedo atroz. Consideraba que equivalía a perder las fronteras de su personalidad. Tales temores se remontaban a lo más hondo de su infancia. La necesidad de amor no llenada durante la niñez puede conducir a un deseo, pasivo y potencialmente destructivo, de entregarse a cualquiera. Abigail había sido criada y mantenida por sus padres, pero nunca recibió la clase de apoyo que necesitaba. Y la chica jamás tuvo la sensación de que sus padres se preocuparan de sus problemas emocionales. Si lo hubieran hecho, ¿no habrían contribuido, según ellos, a una madurez prematura de su hija? Por lo tanto, Abigail protegía su necesidad interior de asustarse. Pero también tenía deseos —agresivos— de liberarse de tal necesidad —de liberarse de los hombres, cuya fuerza tanto necesitaba y envidiaba—, y por ello proyectó su agresión hacia los hombres que trabajaban con ella. Trataba con desdén al señor Hollis, a «Huevos Asustadizos» y a cuantos no despertaban su interés romántico.1 Expresaba su verdadero miedo a los hombres en general con su lenguaje «masculino», es decir, con todo su estilo «duro». Hubiera sido magnífico ser fuerte (como los hombres), y sentirse segura (al igual que los hombres), y no ser fácilmente explotable. Ni vulnerable, ni insegura. Tal como son las mujeres.

LA RESPUESTA FEMENINA El temor ha sido considerado, casi siempre, como un componente natural de la feminidad. Tener miedo a los ratones, a la oscuridad, a la soledad... Todos esos temores se han considerado corrientes para las mujeres, pero no para los hombres. Sin embargo, psicólogos y sociólogos están llegando a la conclusión de que la fobia, o miedo irracional, no es más «normal» en las mujeres que en los hombres. Con todo, está más extendida entre las mujeres. Sorprendida por la gran cantidad de pacientes fóbicos femeninos que pasan por su consultorio de la ciudad de Nueva York, Alexandra Symonds dice que, si bien esas mujeres aparentemente tienen miedo de ser

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controladas por otras personas, lo que realmente temen es tomar a su cargo su propia vida. Las asusta el dirigirse a sí mismas. Tienen miedo al movimiento, a los descubrimientos, a los cambios: a cualquier cosa desconocida o poco familiar. Y —eso es lo que más las incapacita— las asusta la agresión y la autoafirmación o aserción normales.2 Las mujeres sienten más miedo del que debieran. Por ir de la mano de la dependencia, la respuesta fóbica tiene que ser rastreada e identificada. Son demasiadas cosas las que evitan las mujeres por culpa del miedo. Vivian Gold, psicóloga que ejerce en San Francisco, dice que las mujeres acuden a ella con todas las clases de miedo concebibles. «Despierta su fobia salir de casa, enamorarse de alguien, tomar la iniciativa de sus relaciones: todo.» En parte porque cierto grado de miedo y evasión es considerado apropiado en las mujeres, y en parte porque siempre resulta penoso tener que hablar de él, la intensidad del miedo que domina a las pacientes femeninas de la doctora Gold no es siempre apreciable al principio. «Con frecuencia, no se manifiesta hasta después de más de un año de tratamiento —dice—. Al comienzo prefieren hablar de los problemas de su matrimonio o de las decisiones que piensan tomar respecto a su carrera. Solo hasta más tarde una descubre que estar solas las aterroriza. A veces, incluso les resulta insufrible pasar una noche sin compañía.» «Muchas fobias femeninas (según demuestra un buen seguimiento de casos) tienen su origen en unos padres demasiado protectores —dice Ruth Moulton—, unos padres que asustaban a sus hijas descargando sus propias angustias sobre ellas. Les decían que no hablaran con desconocidos, que llegaran temprano a casa por la noche, que si no tenían cuidado serían violadas.» (Hay motivos, por supuesto, para que se enseñe a las muchachas a ser cautelosas, pero los efectos frustrantes de todas las amenazas y advertencias recibidas durante la infancia indican que una educación general basada en la autodefensa sería más constructiva para las jóvenes que el enseñarles que deben estar continuamente vigilantes y asustadas si quieren sobrevivir.) La vida de la mujer fóbica tiende a transcurrir dentro de círculos cada vez más reducidos. Poco a poco se dejan los amigos, las actividades. La mujer que gustaba de los deportes en la escuela se vuelve completamente sedentaria, como una matrona. Esquiar es demasiado peligroso («Me podría romper una pierna», se dice a sí misma, creyendo que no puede pensar más sensatamente). Dar un raquetazo a una pelota de tenis está

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más allá de sus fuerzas (y además es demasiado agresivo). Viajar puede convertirse en un problema. Los aviones no son seguros. «Los pilotos suelen ir bebidos», os dirá, citando las últimas estadísticas de catástrofes aéreas. ¿A qué persona en su sano juicio no le asusta volar? (A la mujer fóbica no se le ocurre, por supuesto, que volar es un símbolo de separación de su príncipe: sea este quien sea, ella siempre cuenta con que cuidará de ella.) A veces, la respuesta fóbica obliga a la mujer a evitar actividades tan poco peligrosas que nadie podría imaginarse que el miedo preside en el fondo de su actitud. Buena parte de las mujeres con quienes hablé me decían que cuando tuvieron hijos dejaron de leer. «Al parecer, nunca volvía a tener tiempo para ello —solía ser su explicación—. Después, la cosa se convirtió en una especie de hábito. Mi marido se sentaba en cualquier parte y no paraba de leer, pero no yo; a pesar de que mis hijos crecieron y dejaron el hogar, nunca he recobrado la costumbre de leer. En vez de eso, hago labores de punto o veo la televisión.» Aquellas mujeres evitaban la lectura porque leer es hacer un viaje: un viaje lejos de casa y del marido, un viaje sin compañía. Leer era una de las muchas actividades «abandonadas» por aquellas mujeres fóbicas, cuyo abandono ellas solo experimentaban como una simple desaparición. Jamás se preguntaron por qué aquel hábito se había esfumado de su vida.3 Las formas de fobia menos aguda son mucho más comunes, y también más difíciles de identificar como irracionales. La reclusión de las mujeres en casa, por ejemplo. Resulta fácil hacer uso de la alternativa doméstica como protección contra las vicisitudes de un mundo terrible. «El exceso de gente me pone muy nerviosa —dice la escritora Anne T. Fleming, explicando por qué prefiere quedarse en casa—. El solo pensamiento de sentarme en la redacción de un periódico llena de tecleantes máquinas de escribir me deja aterrada. No quiero oír el miedo de los demás cuando intentan sobrevivir en un circo profesional. Y, por supuesto, no quiero que nadie vea mi miedo.» Una mujer de la que yo sabía que había vivido económicamente independiente hasta que, a la edad de treinta y tres años, se casó (momento en que dejó su empleo como quien recibe una sinecura para toda la vida), pensaba trabajar de nuevo después de mucho tiempo. También se proponía abandonar a su marido, una idea que llevaba en lo más recóndito de su pensamiento desde hacía varios años, pero que, al parecer, la horrorizaba.

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—Por la noche, echada en la cama, no dejo de mirar el techo —me dijo—. Tengo miedo de que el techo se abra y me trague. La perspectiva de volver a valerse por sí misma era aterradora para aquella mujer. Mientras que el matrimonio parece provocar fobias a algunas mujeres, el divorcio parece causarlas a otras. —Descubrí que tenía un grupo de pacientes femeninas que se sentían muy aisladas y asustadas después de un divorcio que ellas mismas habían propiciado —me dijo Ruth Moulton. Según dicha doctora, casi todas las mujeres con problemas fóbicos que frecuentaban su consultorio compartían la misma ilusión: «Tener un hombre en casa, aunque estuviera dormido, borracho o enfermo, era mejor que estar sola».

LA HUIDA DE LA INDEPENDENCIA Al llegar a la edad del matrimonio, la muchacha demasiado dependiente suele encontrarse con que le es difícil, si no imposible, seguir fingiendo que es fuerte. Puede haber logrado muchas cosas por sí misma durante la adolescencia, pero en ese momento anhela quitarse la máscara y entregarse a la dependencia. Sin ser consciente de ello, busca una situación en la que pueda abandonar su fachada de autosuficiencia y volver al lugar que, con infantiles reminiscencias, tan seductor resulta para las mujeres: el hogar. ¿Qué pretexto mejor que el de querer ser ama de casa para la «triunfadora» de otro tiempo que desea abandonar su lucha con elegancia? Su apasionamiento por la vida hogareña es con frecuencia una sorpresa para ella misma.

Nadie se sorprendería tanto como Carolyn Burckhardt ante las ansias de comodidad hogareña que se despertaron en ella el dicho día en que se convirtió en la señora Helmut Anderson. —Es un aspecto de mí misma que nunca supe que existía —me dijo doce años después recordando el momento (debía de tener entonces veintidós o veintitrés años) en que «decidió» tener un par de hijos antes de continuar su carrera musical. Ahora, en los últimos años de la treintena, Carolyn (me he permitido cambiar su

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nombre y el de su esposo) intentaba reorganizar su vida. Todos sus planes juveniles se habían desmoronado bajo el peso de un agobiante matrimonio. No se creía capaz de dominar la situación. De joven, Carolyn había sido una contralto de primera categoría, una de las cantantes más jóvenes que hubieran ingresado en la compañía de ópera de Santa Fe. Como una de las muchachas más dinámicas y de más éxito de Shaker Heights, Ohio, había destacado en las cacerías y en todo lo relacionado con la equitación, pero más tarde, tras estudiar, practicar y ensayar sin descanso, logró distinguirse como una joven voz de calidad. Cuantos la conocían estaban sorprendidos de su disciplina, su madurez y su decisión de alcanzar una meta definida. «Carolyn sabía muy bien lo que quería ya desde su más tierna infancia», solía decir su madre a sus amigas del club de campo, quienes asentían con un movimiento de cabeza, interiormente envidiosas porque mientras sus hijas estaban ocupadas con sus complicados peinados y almidonando crinolinas, Carolyn se dedicaba a algo, bueno... significativo. La muchacha trabajaba febrilmente, ya limpiando pesebres vestida con sus viejos pantalones vaqueros y su blusa de trabajo, ya haciendo elegantes y ajustados saltos a lomos de su caballo, luciendo sus pantalones de montar y su gorra negra de terciopelo. Después, en los últimos años de su adolescencia, perdió su afición a los caballos y comenzó a practicar el canto dos, tres y cuatro horas al día. En la primavera de su último curso en la escuela superior, Carolyn fue a Santa Fe con el objeto de dar una audición para la compañía de ópera y, con el entusiasmo y alegría de toda su familia, fue aceptada. En junio se marchó de casa, con todo su equipaje, para entrar en el mundo de la música. ¿Quién se hubiera imaginado que solo seis meses después, cuando su madre la mandó a Nueva York por una semana para que pudiera asistir a varias representaciones de ópera, conocería al elegante Helmut Anderson y se enamoraría de él? Resumiendo, Carolyn hubiera ingresado probablemente en una compañía de ópera de Nueva York, pero cuando Helmut le pidió que se uniera a él en matrimonio y ambos se casaron, ella quiso facilitar las cosas a su marido «quedándose en casa por algún tiempo». Helmut, a sus veinticuatro años, estaba terminando su tesis doctoral de filosofía. Necesitaba, mientras escribía, la paz y la tranquilidad de un hogar bien organizado. Necesitaba, en una palabra, una esposa.

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LA ESPOSA SECRETAMENTE FÓBICA Sin pensarlo mucho («¿Hay alguien que piense mucho en esas cosas?», susurró, satisfecha), Carolyn quedó embarazada enseguida, y volvió a quedarlo ocho meses después del nacimiento del primer hijo. Joven, enérgica, locamente enamorada, y con toda una historia de éxitos a que recurrir, Carolyn se imaginó que le sería fácil reanudar su carrera tan pronto como los niños fueran al parvulario. Entretanto, haría de ama de casa, de madre y de mecanógrafa, un papel —esto lo había descubierto de súbito— que adoraba. —De niña —me dijo—, nunca había jugado a ser ama de casa. Después de los cinco o seis años, las muñecas dejaron de interesarme por completo. Pero cuando me casé con Helmut me entusiasmó quedarme en casa, formar un hogar y, en todos sus aspectos, la idea de ser una esposa. Aquello me pilló por sorpresa. Fue como si dentro de mí algo hubiera dado media vuelta y todo se encontrara entonces en su justo lugar. Helmut, que inmediatamente consiguió un trabajo universitario a una distancia razonable de Brooklyn, pasaba casi todas sus horas libres en el comedor del apartamento en que vivían. Por ser la mejor habitación de que disponían, la que tenía más luz y la mejor aireada, pronto se convirtió en su estudio. Era una estancia desde la que Helmut gustaba de presidir la casa. A través de sus puertas de cristal, podía ver a su pequeña familia dedicada agradablemente a sus ocupaciones. Carolyn observó que los niños jugaban en silencio siempre que Helmut estaba en casa. «Chisss..., papá está trabajando», habían oído los pequeños, un día tras otro, desde que tenían noción de esas cosas. La solución no era la más adecuada, pero Carolyn pensó que al fin y al cabo suponía un precio insignificante, considerando que le quedaba solo para ella todo el resto de aquel gran apartamento de Brooklyn Heights. Excepto, desde luego, cuando Helmut salía de su estudio, momento en que se apoderaba de toda la casa. Era una de esas pequeñas realidades desagradables que tan a menudo queremos ignorar: Carolyn no poseía nada ni tenía derecho a nada de cuanto la rodeaba. Todo lo que «tenían» era de Helmut. El perro era de Helmut; los pagos a cuenta de la propiedad del piso los había hecho Helmut; la comida que Carolyn ponía sobre la mesa era de Helmut, y de Helmut eran las tarjetas de abono del transporte hasta New Haven. Cuando nuestra esposa se dio cuenta de todo aquello, estaba casi a punto de cumplir

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los treinta años. Una mañana despertó (como si volviera de un sueño más profundo que el de cada día) a la realidad de que Helmut era un Poseedor, y ella, que se había pasado toda la vida poseyendo, había quedado relegada a la humillante condición de Desposeída. Helmut solo tenía que lanzar un gruñido desde detrás de las puertas de cristal de su estudio para que el resto de la familia anduviera de puntillas y hablase susurrando. Los críos se peleaban (al parecer, constantemente), y ella no paraba de salir como un rayo de la cocina para hacerles callar. Cuando uno de los niños estaba enfermo y el otro no, contrataba una muchacha para que llevase al otro a la escuela. Helmut no era de ninguna ayuda en aquellas cosas. Durante los dos días semanales que pasaba en casa, escribía... y punto; indiferente a cuanto sucedía a su alrededor. A mediados de febrero de cada año, cuando la temporada de los virus se había cobrado su tributo, Helmut se quejaba dramáticamente de lo caras que les habían salido las muchachas que se ocupaban de sus hijos. Corría el año 1978, y Helmut enseñaba en una de las universidades más prestigiosas del Nordeste, donde las muchachas estudiantes habían avasallado por completo a la administración con sus exigencias sobre el cambio de normas y programas, pero en casa de Helmut las reglas seguían siendo siempre las mismas: él, Helmut, era el astro más brillante de la constelación familiar. Carolyn solo era un vacilante satélite. De un modo u otro, habían transcurrido ya siete años. La ópera, por entonces, no era más que un recuerdo en el cerebro de Carolyn, una imagen demasiado brillante para ser vista con claridad y detalle, y demasiado fugaz para incidir en su conciencia durante mucho tiempo. En aquella época pasada, Carolyn solo era una criatura, una niña llena de sueños y sin un conocimiento claro del mundo real. Una muchacha con la loca e infantil idea de que la vida podía ser exhibida siempre desde el centro del escenario. Carolyn ya no era una cantante. Era delgada y de facciones tensas, y su pelo no tan abundante como antaño. La aterciopelada piel de su primera juventud había comenzado a perder su encanto. «¡Pero, querida! —exclamaba su madre desde lejos, a través del teléfono, cuando Carolyn intentaba hablar con ella—. No te comprendo. ¡Con la buena carrera que está haciendo Helmut! Ser profesor adjunto a su edad no es nada desdeñable. Pronto tendréis más dinero y las cosas os irán mejor.» Carolyn no podía decir a su madre que la solución no estaba en el dinero. Carolyn no podía encontrar las palabras adecuadas para decir que había dejado de ser muchacha y mujer a la vez; que, viviendo en el eterno limbo del servicio a otra persona, era un ser totalmente privado de autonomía. Lo que soñaba —pero solo cuando dormía— era la

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posibilidad de dominar la situación. Soñaba que era un cirujano cuyo equipo de quirófano respondía a sus indicaciones con tanta eficacia que solo tenía que pedirles los instrumentos con una mirada. Cuando Timothy, su hijo más joven, pasó en la escuela al primer grado, Carolyn empezó a hablar de «hacer algo»: —Helmut, creo que he de hacer algo, de veras —dijo. —Bien, pues haz algo —respondió él—. Me volverás loco. Por entonces, Carolyn había perdido la frágil energía que, con toda su flojedad, la había mantenido tan infalible durante los años de su adolescencia. La reacción de Helmut la hizo sentirse abandonada; la dejó con la sensación de que no quería cuidar de ella, de que todo lo que deseaba de su mujer era que lo dejase en paz. Carolyn quería tener la opción de ir a hacer algo fuera de casa, pero en realidad no quería estar convencida de que tenía que hacerlo. De todos modos, debía decidirse, elegir el camino que pudiese llevarla a vivir su propia vida. Pero la preocupación de Carolyn respecto a cuál era su mejor alternativa era falsa y superficial. Le hubiera gustado mucho más vivir sin tener que decidir ni elegir nada — como había venido haciendo desde el día que se casó— que arriesgarse a experimentar su propia «individuación». Por lo tanto, se doblegó. Consideró que recibía órdenes cuando Helmut, gruñendo como de costumbre por culpa de las facturas, dijo que ella debía comenzar a ser una anfitriona de más alto nivel. Él empezaba a ser conocido en el mundo universitario. —¡Basta de ese queso y esas galletas de posgraduado! —gritó—. Y basta también de vino a granel. Esa gente está acostumbrada a vino embotellado, y del bueno. En realidad, lo que Helmut deseaba era un segundo sueldo en la familia, algo que ayudara a mejorar un poco la economía doméstica. Él se encontraba más allá del estilo de vida que llevaban. Publicaba ya regularmente; se hablaba de él, en su campo. En vez de apoyarlo —solía lamentarse ante sus más íntimos colegas de la Universidad de Yale —, su mujer y sus hijos le quitaban ánimos.

LA «HUIDA DE SÍ MISMA» DE UNA MUJER CASADA La fóbica evitación de la vida por parte de Carolyn se hizo más manifiesta a medida que

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fue percatándose de que no tenía necesidad de planear una línea de conducta para ella misma. Sin responder a ningún dictado interior de crecer y desarrollarse, sino reaccionando meramente a la presión de Helmut para crear un ambiente que él pudiese iluminar con su brillo, Carolyn intentó desesperadamente hacer milagros con el presupuesto familiar. Se inscribió a un cursillo universitario a distancia sobre la selección de vinos. Amplió su repertorio culinario adquiriendo destreza en la confección de platos exóticos que requerían poca carne. En vez de galletas y queso, cuando tenían invitados servía su propia caponata, pan recién salido del horno, y el más oscuro vino de Burdeos que conseguía encontrar en un tienducho del barrio por menos de dos dólares la botella. Para poder dar mayor categoría al aspecto de su apartamento, recorría las tiendas de saldos y aprovechaba las campañas de liquidaciones y rebajas en busca de pequeñas alfombras de puntos anudados, lámparas de latón, bandejitas chapadas de plata..., cosas que ayudaban a crear un ambiente de éxito y bienestar. Carolyn no había leído El segundo sexo. Si lo hubiera hecho, habría encontrado absurdas las observaciones de Simone de Beauvoir sobre los peligros que pueden correr las mujeres al integrarse demasiado en el hogar. «Cuando comete esta locura... la mujer se encuentra tan ocupada que se olvida de su propia existencia», dijo Beauvoir. «De hecho, el gobierno de la casa, con todas sus meticulosas e interminables tareas, permite a la mujer una huida sadomasoquista de sí misma...» Si Carolyn estaba demasiado ocupada para darse cuenta de todas las implicaciones de su constante bregar, no así Helmut, quien comenzaba a creer que su mujer era un fracaso. Las esposas de sus colegas hacían cosas, aunque solo fuera volver a la universidad. «Por Dios, Carolyn... ¿Otra vez caponata? —le decía, por ejemplo, cinco minutos antes de que llegaran los invitados—. Creo que es la tercera vez que sirves esa bazofia a los Aronson.»

«Necesitaría un año —se dijo Carolyn—. Necesitaría un empresario, un administrador y un acompañante. Tendría que viajar, estar fuera de casa, por lo menos cuatro meses de ese año; a veces, cuatro semanas seguidas, y entonces, después de todo, quizá resultaría que no tengo lo que se requiere para seguir cantando en la ópera.» Consideró la posibilidad de ingresar en la facultad de medicina, pero era una idea demasiado ambiciosa. Necesitaría dos años solo para prepararse, luego tendría que ir

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cuatro años a la facultad propiamente dicha, y después vendrían las prácticas como interna y la residencia en un hospital... Carolyn comprobó con horror que terminaría la carrera a los cuarenta años, y que su vida entre el momento actual y aquel en que pudiese empezar a ejercer sería muy difícil..., terriblemente difícil, imposible de soportar. Además, Helmut no podría adaptarse a la catástrofe que para él representaría la vuelta de ella al mundo académico. En este punto de su fantasía, los ojos de Carolyn siempre se llenaban de lágrimas. «Probablemente no podría siquiera ingresar en la facultad por falta de aptitudes», le era más fácil pensar, en vez de enfrentarse con la realidad: el grado que había alcanzado su dependencia de Helmut para todo. Como resultado de aquella dependencia, Helmut hizo más insensible su conducta. Convertido en un mezquino tirano cuyos deseos eran obedecidos al instante, dejó incluso de ser fiel a su esposa. Solo al llegar las primeras horas de la madrugada, cuando Helmut se quedaba más de la cuenta en New Haven, Carolyn se permitía pensar en lo frecuentes que eran aquellos retrasos; en la facilidad con que se había establecido la costumbre. Una o dos veces por semana, llamaba con una excusa: hacía mal tiempo y se quedaría en casa de un amigo, o se quedaría hasta tarde en la biblioteca, por lo que sería una tontería correr para alcanzar el último tren de la noche. ¡Qué vergüenza! ¿Y cuánto tiempo haría que iban así las cosas? Excepto por su esplendor académico, que parecía adquirir más brillo a cada año que transcurría, Helmut había decepcionado a Carolyn en casi todo lo que había esperado de él. Era padre de sus hijos solo en lo tocante a llenar sus necesidades físicas. Aun cuando permanecía en casa más horas que la mayoría de los hombres, apenas veía a sus pequeños. A veces, de no haber sido por las excursiones de ritual que hacían todos los sábados por la tarde, no los habría visto en toda la semana. En cuanto a sus relaciones con ella... Bueno, pues Helmut apenas si era para ella lo que pudiera llamarse un compañero correcto, pues en realidad solo le hablaba para recordarle que no olvidase tenerle preparadas las cosas que él necesitaba: ir a recoger sus camisas de la lavandería china y cosas por el estilo. ¿Y no habría podido evitar que ella tuviera que asistir a aquellas terribles reuniones de padres en la nueva escuela de Timothy? ¿Y a qué se debía que la madre de ella no viniera a visitarles hasta después de Año Nuevo? Seguramente su madre hubiera hecho un mal papel entre la gente que ellos recibían en el apartamento por Nochevieja.

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A la edad de treinta y dos años, once después de haberse casado, Carolyn comenzó a sufrir súbitos y prolongados accesos de llanto. Solo el pensar en un cambio —en un trabajo fuera de casa, en tomarse unas pequeñas vacaciones, cualquier cosa que significara salir de la pesadilla en que su vida se había convertido— hacía que se sintiera insoportablemente cansada e indiferente en cuanto a sus habituales obligaciones. Se sentía como si atravesara sus días sobre una cinta transportadora, tan monótonos y fastidiosos eran sus quehaceres: llevar a los niños a la escuela y a la biblioteca, ir a la compra y cosas por el estilo. Había adelgazado, pero apenas se lamentaba de la pérdida de su buena presencia, pues su cuerpo casi no le servía para nada... Empezó a pasarse las noches sin dormir, atormentada por las reminiscencias de extraños sueños, por imágenes de muerte y violencia. Helmut la presionaba para que fuese a trabajar fuera de casa. No estaba satisfecho de su mujer. Esto la enfurecía, pero no se atrevía a mostrarle su irritación. ¿Quién se creía que era, su marido, al exigirle que cambiara de estilo de vida después de lo que ella había abandonado por él? Como un ave, Helmut intentaba empujarla fuera del nido antes de que estuviese preparada. No, no estaba preparada. Alguien le había cortado las alas. Alguien se había despreocupado de enseñarle a volar. Cuando finalmente Helmut decidió abandonar a Carolyn, ella tenía cuarenta años y aún no había aprendido a volar. El divorcio la dejó hecha una ruina. Le costó mucho, mucho tiempo, descubrir que ella, y no él, había sido el instrumento de su martirio. Le costó mucho tiempo enseñarse a sí misma algo que nadie puede eludir en esta vida: tener responsabilidad. Su acumulación de quehaceres y su preocupación por el bienestar de la familia habían hecho que se sintiera responsable, pero no lo era en absoluto. Desde el día en que Carolyn Burckhardt conoció a Helmut Anderson, ella no volvió a tomar ninguna decisión independiente relacionada con su propia vida. Se convirtió en una ayudanta, en una auxiliar: en una mujer adulta solo de nombre. Cuando ya llevaba varios años de matrimonio, su fóbica «desatención» de la vida había aumentado hasta tal punto que, abandonando toda su autoridad, la había transferido a Helmut, quien, según ella esperaba, iba a salvarla. Las mujeres de más de treinta años en especial son las más afectadas por estos problemas. Hemos sido educadas y preparadas para la dependencia, para ser madres y esposas; para lo que en realidad es, si nos detenemos a analizarlo, una prolongación infinita de la infancia. Luego, cuando los matrimonios se rompen, las mujeres se encuentran profundamente desconcertadas y angustiadas ante la necesidad de

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responsabilizarse de su propia vida por primera vez. En el fondo, siempre habían creído que ser mantenidas y cuidadas por otra persona era un derecho que les había sido otorgado por mandato divino. La pregunta que debe hacerse ahora es: ¿Por qué a las mujeres se las orientó de esta manera?

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4 El camino del desamparo

Fui una primera hija mimada y protegida durante más tiempo que la mayoría de las niñas. Mis padres me enviaron a la escuela rural cuando tenía cinco años. Comencé joven, en parte porque entonces ya sabía leer —y esto convenció a las hermanas de la Escuela del Sagrado Nombre de María de que podían aceptarme sin esperar más—, y en parte porque mi único hermano acababa de nacer. Sintiéndome confundida y no poco despreciada, recibí enseñanza de unas monjas vestidas de negro pertenecientes a una peculiar institución en cuyo ámbito yo nunca me sentiría cómoda, desde el primer grado hasta el duodécimo. Aprendía con facilidad, lo que hacía encontrarme aburrida con frecuencia mientras otras niñas, con grandes esfuerzos, se veían obligadas a repetir una y otra vez las mismas cosas bajo la guía de la hermana. A veces, mi rapidez me daba aires de presunción, pero eran más las ocasiones en que me sentía rara. Pude saltarme la mitad del segundo grado y la mitad del quinto, lo que me permitió iniciar el sexto en Santo Tomás de Aquino, una caótica escuela de los alrededores de Baltimore, cuando cumplí los nueve años. Era la escuela parroquial más cercana del lugar donde vivíamos. Las niñas eran allí pobres, hostiles, y si eran inteligentes no daban muestras de ello. Me pasé la mayor parte del tiempo intentando evitar que aquellas chicas me pegaran. Al final de aquel curso, cuando las pruebas para establecer el cociente intelectual de las alumnas habían terminado, la directora, en un tono nada académico, leía la puntuación de la clase. La mía era la más alta, y a partir de aquel momento las niñas me miraban como su común enemiga: un caso más extraño del que habían previsto. «Se cree una sabihonda», se susurraban las unas a las otras a mis espaldas cuando las superaba haciendo ecuaciones en la pizarra. Afortunadamente, fui enviada después a una escuela secundaria, aunque allí las chicas estaban tan poco interesadas en estudiar como las de la escuela anterior. Si bien me había

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vuelto rebelde y descarada como consecuencia de sentirme siempre inadaptada, era considerada una «líder». Fui elegida presidenta de la clase, redactora del anuario y jefa de control del «Día de ejercicios atléticos». Me llevé a casa aquel poder recién encontrado, y lo usé para discutir con mi padre, que había mostrado un súbito interés por mi desarrollo intelectual. Yo siempre hacía lo posible para demostrarle que era listísima, que sabía muchas cosas y que comenzaba a pensar por mi cuenta. Y él siempre intentaba demostrarme cuánto mejor hubiera sido yo con solo reconocer que sabía muy pocas cosas y aceptar la tutela de él. Las ciencias eran su campo (ciencias y matemáticas). En cambio, a mí me gustaban cada vez menos las matemáticas a medida que transcurrían mis años de instituto. Cuando entré en la universidad, mi «angustia científica» era tal que incluso fui suspendida en el primer curso de química. Durante muchos años, creí que mis problemas tenían que ver con mi padre. Solo hasta que tuve treinta y tantos años comencé a sospechar que mis sentimientos respecto a mi madre formaban parte del conflicto que se había empezado a desarrollar en mi interior cuando aún era muy pequeña. Mi madre era una persona plácida, no dada a gritos ni a rabietas, que se encontraba siempre en casa, siempre esperando, cuando mi hermano y yo llegábamos de la escuela. Me llevaba a tomar lecciones de baile cuando era todavía muy pequeña, y después —hasta bien entrada mi adolescencia— insistió en que practicara el piano cada día. Se sentaba a mi lado y marcaba los compases con la regularidad y perfección de un metrónomo. Igual regularidad mostraba en su siesta de cada tarde, pequeño alejamiento diario de su vida cotidiana. Era propensa a varias dolencias y malestares: jaquecas, bursitis, fatiga, etcétera. A primera vista, no había nada insólito en su vida: era la típica madre-ama de casa de su época. Y sin embargo..., su peculiar tendencia a evadirse de ciertas cosas y sus pequeñas dolencias estaban relacionadas, a mi modo de ver actual (y también al suyo), con una ira y una agresividad no expresadas. Evitaba los enfrentamientos con su marido, y a nosotros, los hijos, nos parecía que nuestro padre la tenía completamente intimidada. Cuando tenía que discutir con él algún asunto, era palpable la tensión que ello le causaba. Sí, lo temía. En comparación con mi madre, mi padre destacaba con fuerza y profundidad en mi vida: un padre poderoso de voz potente, grandes gestos y bruscas —y a veces desconcertantes— maneras. Era didáctico, autoritario, y nadie podía ignorarlo fácilmente. Detestarlo, sí; ciertamente, había más de uno que experimentaba tal sentimiento. Pero

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nadie podía fingir que no se había dado cuenta de su presencia. Se imponía a quienes entraban en contacto con él; su personalidad incidía en los demás. Hubiera podido creerse que prestaba un exceso de atención a las personas con que trataba, pero a menudo sus palabras parecían surgir más bien de alguna oculta necesidad suya. Yo le quería. Adoraba la seguridad que transpiraba, su idealismo, su infinita energía. Su laboratorio en el edificio de ingeniería de la Universidad Johns Hopkins, con su enorme y complejo equipo, resultaba frío e impresionante. Él era el Profesor. Mi madre, cuando hablaba con otras personas, se refería a mi padre como el «doctor Hoppmann». Se refería a sí misma como a la señora Hoppmann. «Habla la señora Hoppmann», solía decir cuando contestaba al teléfono, como si se refugiara de algún modo en la formalidad de la frase y en el uso del apellido de mi padre. De hecho, éramos una familia formal. En su trabajo —que era su vida—, mi padre trataba con la tiza, los números y el acero. En su laboratorio había aparatos. En su escritorio, un macizo pisapapeles que alguien del departamento de metalurgia le había regalado, un trozo de acero finamente pulido con un frío y preciso corte a través de su parte alta. Me gustaba sopesarlo, sentir su peso en mi mano. Al mismo tiempo, me preguntaba a mí misma cómo era posible que gustara a alguien, pues no era ni hermoso ni inspirador de nada. Ante la exigente personalidad de mi padre, mi madre parecía sostener la suya con dificultad. Era apacible y sumisa, una mujer que se había criado como la decimocuarta o decimosexta criatura de una familia campesina de Nebraska. Cuando tenía ya más de sesenta años, comenzó —sin hacer ruido, pero con decisión— a vivir su propia vida, casi a despecho de su marido. Mi madre adquirió más firmeza y se volvió más interesante con la edad, pero cuando yo aún estaba creciendo no tenía nada de firme; era débil y sumisa. He tenido ocasión de observar esta sumisión en casi todas las mujeres casadas que he conocido: una necesidad de mostrarse deferentes hacia el hombre que «cuidaba de ellas», el hombre del que dependían para todo.

Cuando entré en el instituto, llevaba a casa las ideas recogidas en él; no para exponerlas a mi madre, sino a mi padre, quien en la sobremesa las analizaba con apasionado desdén. Después seguía adelante con sus digresiones, con referencias a campos que muy poco tenían que ver conmigo, aunque imprimiendo siempre una gran energía a la disertación. Su energía se convertía en mi energía, o al menos así lo creía yo.

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Mi padre consideraba que tenía el deber —un deber otorgado por Dios— de señalarme el camino de la verdad: específicamente, de corregir las actitudes equivocadas hacia las que querían orientarme los «intelectuales de tercera clase» que eran mis maestros. Creo ahora que su papel de profesor ante mí le resultaba mucho más fascinante que mis progresos como estudiante. A la edad de doce o trece años, comencé a perseguir lo que llegaría a ser una ambición de toda mi vida: hacer callar a mi padre. Teníamos una mutua y peculiar dependencia: yo necesitaba su atención; él necesitaba la mía. Mi padre creía que si me limitaba a quedarme sentada y callada escuchándole, me podría entregar el mundo entero y sin tacha, como una pera pelada en una bandeja de plata. Yo no quería permanecer callada, ni deseaba la pera pelada. Quería descubrir la vida por mí misma, a mi propia manera, tropezar con ella como con una sorpresa en el campo: que llegara a mí como la fresca y roja —o tal vez deforme— manzana caída de un árbol no podado. Cuando me quejaba a mi padre de sus métodos de discusión y de su manifiesta necesidad de tener siempre razón, se reía de mí y me decía que no entendía bien su modo de razonar. Según él, aquel ejercicio de ataque y defensa era la mejor manera de «agudizar» la mente. El hecho de que me hiciera participar en él, no hacía más que demostrar su respeto por mi habilidad en «encajar los golpes». Los mensajes que comencé a recibir de mi padre cuando tenía unos doce años, me confundieron. Yo creía que él me entrenaba para combatir en el duro y áspero mundo de las ideas y de los adultos. (¿No me decía él que aquello era precisamente lo que estaba haciendo?) Sin embargo, parecía estar interesado muy personalmente en el ganar-operder. Ya entonces, advertí que había un nivel en el que el combatir tenía poco que ver con la comprensión. Con poco más de veinte años, cuando empecé a escribir, no se me ocurrió que estaba entrando en un campo que no podía estar más alejado del de mi padre. Comencé escribiendo lo que yo consideraba «pequeñeces»: cosas cortas muy influidas por mi estado de ánimo personal, cosas subjetivas, nada demasiado audaz. Ciertamente, nada que exigiera «pensar de verdad». No me creía capaz de ello. El «verdadero pensamiento» era para los hombres. El «verdadero pensamiento» era para los profesores, los padres y los sacerdotes. Aparte de algún valiente «torneo» con algunos de mis colegas profesores, tenía poca experiencia en el desarrollo de una posición racional sobre el tema que fuese. Ya en mis

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tiempos del instituto, era más una participante en una justa que una pensadora independiente. La clase de desarrollo mental y emocional que se consigue en el aislamiento, cuando una persona se enfrenta sola consigo misma, fue algo en lo que temí empeñarme durante casi veinte años. Entretanto, intenté ver más claras las cosas diferenciándome de cierto «otro» fuerte y poderoso, de alguien, hombre o mujer, en quien pudiese proyectar la imagen de mi padre que llevaba en mi interior. Esa «claridad», huelga decirlo, no duró mucho. Me aparté del «otro» sintiéndome aún unida a él como por una goma elástica, vislumbré mi personalidad diferenciada solo un instante, y volví a unirme a él, como arrastrada por la goma, cuando la tensión de la separación se hizo demasiado fuerte para poder soportarla.

INVITACIONES AL DESAMPARO Los psicólogos ya sabían que las «necesidades gregarias» (o «relacionales») de las mujeres eran más fuertes que las de los hombres, pero los estudios realizados en criaturas del sexo femenino no les han dado la razón hasta hace poco: a causa de una profunda duda que afecta a su competencia y que comienza a manifestarse ya en la temprana infancia, las muchachas llegan a convencerse de que han de poder contar con la protección ajena para poder sobrevivir. Esta creencia se les inculca a las mujeres por esperanzas sociales mal orientadas y por el miedo de los padres. Como veremos, una monumental ignorancia conforma las maneras de pensar y opinar sobre sus hijos y el modo de relacionarse con ellas. Por lo que respecta a su capacidad de convertirse en seres humanos independientes, las niñas son frenadas por las actitudes protectoras de sus padres con la misma fuerza que si les ataran los pies. Las muchachas son adiestradas de modo diferente a los hombres. Su adiestramiento o aprendizaje tiende a convertirlas en unas mujeres adultas que se verán condenadas a efectuar trabajos inferiores a su capacidad. Las conduce a sentirse intimidadas por el hombre con que se casan, y a mostrarse deferentes hacia él con la esperanza de ser protegidas. También conduce —como veremos— a la frustración de las aptitudes intelectuales de las mujeres. Muy elogiadas por los profesores por ser diligentes y sumisas en la escuela, nosotras,

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que solo podemos contar con la obediencia para arreglárnoslas en el mundo profesional, pronto nos encontramos con que nos tratan como si no hubiéramos crecido en absoluto. Virtuosas, tal vez. Amables, quizá (como cuando se dice: «¿Habéis visto lo amable que ha sido Mary al hacer por nosotros esos encargos?»). Pero infantiles, nunca tomadas en serio, y (como las esclavas buenas de las antiguas plantaciones) fácilmente explotables. Desde tiempos inmemoriales, los hombres han señalado que las mujeres han tenido una participación poco importante en las grandes realizaciones. «¿Dónde están —oiréis, por ejemplo— las físicas del plasma? ¿Cómo es que no hay Bártoks femeninos?» (Esas preguntas suelen obedecer al deseo de silenciar cualquier sugerencia en el sentido de que las mujeres son tan inteligentes como los hombres.) Recientes estudios ponen cada vez más de manifiesto que son las propias mujeres las que impiden su progreso. Saboteamos nuestra propia originalidad. Nosotras mismas avanzamos a una marcha inferior a nuestras posibilidades —evitando la impetuosa velocidad propia de los mecanismos de calidad—, como si hubiéramos sido programadas para actuar de tal manera. Y en realidad lo fuimos. Los psicólogos han comenzado a observar detenidamente el comportamiento de las mujeres y el modo de pensar sobre ellas mismas en relación con la medida en que se les enseñó y animó a conducirse como niñas. Sorprendentemente, la situación ha cambiado muy poco durante los últimos veinte años. La manera cómo se integra a las mujeres en la sociedad sigue predeterminando un angustioso conflicto sobre la independencia psicológica que necesitan las mujeres si han de liberarse algún día y tomar posesión de su lugar bajo el sol.

APRENDIENDO A APOYARSE Nos gusta creer que, como padres, lo hacemos todo de manera diferente, que nuestras hijas no sufrirán los efectos de la educación discriminativa y superprotectora a que estuvimos sujetos nosotros. Pero la investigación muestra que la mayoría de las niñas están siendo encerradas en la misma diferenciación, en el mismo papel artificial, que nos enseñaron a nosotros y a ustedes. La dominación masculina —y la tolerancia femenina de la misma— puede observarse ya en la escuela de párvulos:

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—Tú te quedas aquí con las niñas y los pequeños. Yo me voy a pescar— dice el pequeño Gerald a la pequeña Judy mientras se aleja trotando. —Yo también quiero ir —grita Judy, corriendo tras él. Gerald se vuelve y repite: —¡No, tú te quedas con las niñas y los pequeños! —¡Es que yo también quiero ir a pescar! —grita Judy. —No —insiste Gerald—, pero cuando vuelva te llevaré a un restaurante chino. Mientras supervisaba una sala de juegos en la escuela de párvulos donde trabaja, Laura Carper vio dicha escena entre un niño y una niña de cuatro años y la publicó recientemente en la revista Harper’s.1 «Otra escena que observo de vez en cuando se desarrolla del modo siguiente — escribió—. Tres o cuatro muchachitos se sientan alrededor de la mesa ante la cocina de juguete. Los chicos empiezan a dar órdenes como: “¡Quiero una taza de café!” o “¡Huevos con jamón!” o “¡Más tostadas!”, y la muchachita no para de ir del fogón a la mesa sirviendo lo que le piden. En una de tales escenas, los chicos se desmandaron, pidiendo tazas de café una tras otra mientras la chiquilla, frenética, corría como una lanzadera. Por fin, consiguió dominar la situación diciendo que se había terminado el café. Evidentemente, nunca se le ocurrió sentarse a la mesa y pedir a uno de los chiquillos que le sirviera café.» Las niñas del parvulario ponen en escena la imagen de un antiguo pacto: servir al dueño a cambio de ser protegidas. Los abogados, los consultores y otros profesionales que trabajan con mujeres jóvenes o se dedican a estudiarlas deploran la continua existencia del complejo de Cenicienta: la creencia de las muchachas de que siempre habrá alguien que cuidará de ellas. «Con lo mucho que se habla hoy día del papel de la mujer en la sociedad, no ha habido prácticamente ningún cambio en la preparación de las muchachas para ser mujeres adultas —dijo Edith Phelp, directora administrativa de los Clubes Femeninos de Norteamérica, en una reciente conferencia—. Su preparación — añadió— sigue siendo destructiva en el peor de los casos, y llena de conflictos en el mejor de ellos.» 2 Estudiando a las adolescentes en la Universidad de Michigan, la psicóloga Elizabeth Douvan descubrió que, hasta la edad de dieciocho años (y a veces hasta más adelante), las muchachas no suelen mostrar ningún impulso hacia la independencia, no se las ve interesadas en enfrentarse a la autoridad con la rebelión, y no insisten «en su derecho a

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formar y mantener creencias y poderes independientes».3 En todos estos aspectos, difieren de los muchachos. Los datos disponibles demuestran que la dependencia de las mujeres aumenta con la edad. También demuestran —sorprendentemente— que a las muchachas, desde su más temprana edad, se las cría en un ambiente de total dependencia, mientras que los chicos son educados en sentido contrario.

¿CÓMO EMPEZÓ TODO ESO?

Las chicas comienzan a tomar parte en la competición de la vida con una apreciable ventaja sobre los chicos. Desde un punto de vista verbal, perceptivo y cognoscitivo, las niñas están mejor dotadas que los niños. Al nacer, su desarrollo mental lleva una ventaja de cuatro a seis semanas sobre los niños. Al comenzar el primer curso en la escuela, esta ventaja es de un año entero.4 ¿Por qué, entonces, sirven ya a la mesa y a los pequeños comodones a la edad de tres o cuatro años? Eleanor Maccoby, profesora de la Universidad de Stanford, especializada en psicología diferencial, cree que «la clave de la cuestión está en si —o cuán tempranamente— a las muchachas se las anima a asumir la iniciativa, a empezar a ser responsables de sí mismas y a solucionar los problemas sin ayuda ajena en vez de depender de otras personas».5 Los psicólogos dicen que los dados de la independencia se echan antes de que una criatura alcance la edad de seis años. Pero actualmente algunos creen que si las muchachas no dan un giro decisivo en su desarrollo emocional es precisamente porque se les pone el camino demasiado fácil y cómodo; porque se las protege demasiado, porque se las ayuda demasiado, y porque se les enseña que todo lo que deben hacer para que no les falte nunca ayuda es ser «buenas». Sin embargo, el tipo de ánimos que se dan a las ocas no se dan a los gansos. Mucho de lo que se considera «bueno» para las niñas es tenido por absolutamente repulsivo para los niños. La timidez física o la excesiva prudencia, el ser sosegadamente bien «educadas», y el depender de los demás para toda clase de ayudas y apoyos se considera

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natural —si no francamente encantador— en las niñas. A los niños, en cambio, se los desanima activamente de que adopten actitudes dependientes en sus relaciones, posturas que se consideran «afeminadas» en los chicos. Poco a poco, dice Judith Bardwick, «el hijo será empujado hacia delante y recompensado por su conducta independiente...». Investigadoras como Bardwick y Douvan están examinando de nuevo cuestiones como por qué los niños y no las niñas crecen aprendiendo a ser independientes, por qué no temen abrirse paso por sí mismos (o, más exactamente, por qué lo hacen pese a estar asustados), y por qué comienzan a dar notables muestras de amor propio virtualmente antes de dejar de llevar pañales.6 Las teorías de estas dos psicólogas tienen que ver con los efectos constructivos del esfuerzo. Según ellas, los chicos no tienen otra opción que la de esforzarse por refrenar lo que podríamos llamar su «comportamiento instintivo innato» (no infringiendo tabúes como los de no morder, no golpear a nadie o no masturbarse delante de los demás), y procurar, asimismo, ser «masculinizados» con tendencia a apartarse de su conducta de dependencia. Tal esfuerzo, dicen Bardwick y Douvan, llega a ser beneficioso: la experiencia de tener que imponerse restricciones, y el temor a perder la aprobación de los adultos, ayuda al niño a tomar el buen camino: el camino que le conducirá a encontrar su propia personalidad y a vivir de acuerdo con ella. El proceso de orientación hacia una actitud de independencia comienza, en los niños, a la edad de dos años. Durante los tres años siguientes van perdiendo su necesidad de aprobación exterior y empiezan a dar muestras de poseer criterios independientes respecto a una buena opinión de sí mismos. La mayoría de los niños han dado este paso vital para su proceso de maduración antes de cumplir los seis años. Lo que sucede con las muchachas ya no es tan sencillo. En unos importantes estudios, frecuentemente citados, sobre el desarrollo, Jerome Kagan y H. A. Moss descubrieron que tanto la pasividad como la orientación dependiente hacia los adultos aparecía constantemente en las muchachas hasta llegar a la edad adulta. En efecto, se descubrió que estos dos factores de la personalidad eran los dos rasgos femeninos más estables y predecibles. Cuando una niña es pasiva en los tres primeros años de su vida, puede deducirse que permanecerá pasiva hasta el comienzo de su adolescencia; por el mismo motivo, cuando una muchacha es pasiva en la adolescencia, puede esperarse que sea excesivamente dependiente de sus padres cuando alcance la edad adulta.7 A medida que crecen, las muchachas tienden a contar cada vez más con el apoyo ajeno. En general, las niñas no usan sus aventajadas aptitudes perceptivas y cognoscitivas

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para adelantar el proceso de separación de la madre, ni para tener la satisfacción de valerse por sí mismas para su propio bien (es mucho más probable que aprendan a valerse por sí mismas para poder recibir la aprobación ajena), ni para perseguir una creciente independencia, sino para comprender y prever las exigencias de los adultos... y amoldarse a ellas. Bardwick y Douvan creen que, en parte, los problemas de las muchachas tienen su origen en un insuficiente esfuerzo en los primeros años de su vida. Por ser el comportamiento de las niñas generalmente agradable a los adultos desde el principio (no suelen morder, golpear ni masturbarse delante de los demás), se considera que las hijas, para su desarrollo, no necesitan vencer más obstáculos que seguir siendo tal como son: verbal y perceptivamente hábiles, no agresivas, y extremadamente listas y previsoras, que es lo que quieren de ellas las personas de quienes dependen. Los adultos, por su parte, no se interfieren en la conducta instintiva de las muchachas ni intentan modificarla... excepto en lo tocante a sus tanteos hacia la independencia. Obstaculizan sistemáticamente cualquier paso en tal dirección, como si sus hijas, al experimentar con su entorno y arriesgarse en él, cortejaran a la propia muerte.

LA AYUDA EXCESIVA Y LA FRUSTRACIÓN DE LAS MUCHACHAS

La habituación a la dependencia comienza muy temprano en la vida de las niñas. Los bebés femeninos son manejados con menos frecuencia y menos vigorosamente que los masculinos.8 A pesar de su mayor fuerza y desarrollo mental, se cree que las niñas son más frágiles. Al recibir menos estímulos físicos, pueden no verse espoleadas como los chicos hacia tempranas aventuras exploratorias. La aprensión en cuanto a la seguridad de las hijas la tienen sus padres incluso antes de que dejen la cuna. En 1976, un estudio demostró que los padres no interpretan igual el llanto de sus bebés según sean de uno u otro sexo. El lloro de una misma criatura fue percibido por ciertos padres como de miedo cuando creían que el bebé era una niña, y de rabia cuando se figuraban que era un niño. Además, la madre no responde de la misma manera al llanto de su bebé cuando es una niña que cuando se trata de un niño. Si es una niña la que llora, es más probable que deje lo que esté haciendo y corra a consolarla. (No hay duda de que los padres ignoran con más tranquilidad los «berridos» de sus bebés masculinos.)

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Otra notable diferencia es la de que la madre aumenta su contacto con el bebé cuando se trata de una niña, pero lo disminuye cuando la criatura es un niño, aun cuando este sea más irritable. Tal condicionamiento, dice la psicóloga Lois Hoffman, podría muy bien significar «el inicio de una pauta de interacción... en la que las hijas aprenden rápidamente que la madre es una fuente de consuelo y el comportamiento de la madre es reforzado por el cese del llanto». En otras palabras, las niñas aprenden que la ayuda llega enseguida si lloran para conseguirla, y las madres de estas criaturas aprenden que el llanto cesará si corren a ayudarlas. La lección opuesta se refuerza precisamente cuando la interacción tiene lugar entre madres e hijos masculinos. Por creerse que estos son más fuertes, su mamá no tropieza nunca con el aspirador al correr hacia ellos para consolarlos. Por consiguiente, no se le refuerza sistemáticamente la idea: «La ayuda vendrá enseguida hacia mí si lloro para conseguirla». A veces, tiene que calmarse solo. Ocasionalmente descubre que eso le da resultado. Es capaz de consolarse a sí mismo. Poco a poco, aprende a hacerlo de manera más habitual. Poco a poco, aprende a convertirse en su propio cuidador emocional. Cuando una criatura empieza a hacer pinitos —se arrastra, se pone de pie en la cuna por primera vez y, por fin, da los primeros pasos—, la angustia de sus padres puede empañar su alegría inicial. Este logro del niño es un momento de suma felicidad, pero también un momento en que se crea una nueva ambivalencia, porque el bebé comenzará a correr riesgos: a manosear los enchufes eléctricos, a examinar el contenido de los recipientes de los estantes bajos, a caminar demasiado aprisa y tocar objetos punzantes o cortantes. Como adivinos con la mirada fija en la misma bola de cristal, mamá y papá ven anticipadamente esas catástrofes a partir del momento en que el pequeño empieza a gatear. Las catástrofes en potencia no son una amenaza tan viva cuando el bebé es un niño. Según demuestra la investigación, cuando la criatura es una niña, la ambivalencia sobre sus primeros pasos hacia la independencia es mayor. Billy, ese duro chavalillo, logrará abrirse camino solo. Deborah, en cambio, necesita que se vele mucho por ella, requiere mucha ayuda. Cuando es Billy quien da los primeros pasos, mamá y papá se mueren de felicidad. Cuando los da Deborah, esa felicidad está teñida con el oscuro comienzo de la

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preocupación. La pequeña Deborah —desgraciadamente— levanta la mirada y ve los ojos de mamá llenos de angustia. Esta temprana indicación de angustia por parte de la madre —lo que algunos investigadores llaman «hipersolicitud aprensiva»— lleva a la criatura a dudar de su propia competencia. «Si mamá está asustada, no me saldrá nada bien; debe de saber algo que yo no sé», piensa Deborah. Como derivada de su mayor inquietud por las niñas, aparece la tendencia de los padres (para decirlo con más exactitud, podríamos llamarla compulsión) a proteger..., a saltar para agarrar a la criatura antes de que tropiece, a tener siempre la seguridad de que su pequeña no se hará daño. En cambio, si un niño se hace daño se considera que ello forma parte de su proceso de maduración. «Vaya, Billy, ¿te has hecho pupa? —le dice la madre—. Bueno, no es nada... Así aprenderás.» Si Deborah se da un golpe en la cabeza, el susto que recibe su madre es mayúsculo, y no hablemos de lo culpable que se siente. Mamá tendría que haberla vigilado mejor. Mamá debiera haber estado segura de que nada le sucedería a la pequeña Deborah. Porque Deborah no es más que una niña indefensa. Este es el momento en que los padres empiezan a inculcar a sus hijas la idea de que no deben contar con ellas mismas en todo lo que se refiere a correr riesgos y a la valoración de su propia seguridad. Como sabemos, la confianza de una persona en ella misma es decisiva para el desarrollo de la independencia.

Con frecuencia, el miedo comienza a manifestarse en las niñas a causa de las actitudes que muestran sus madres. Las madres ansiosas enseñan a sus criaturas a comportarse de modo que no les causen —a ellas— ansiedad. Al enseñar a su pequeña hija a evitar el peligro, la madre ansiosa evita, inadvertidamente, que la criatura aprenda a enfrentarse con el miedo. El único método que conocen las personas, y los animales, para vencer el miedo ante nuevas situaciones consiste en vivir repetidamente de cerca la situación causante de miedo y luego retirarse de ella. «La provocación repetida del miedo en dosis pequeñas y controladas llega a extinguir la respuesta miedosa», explica Barclay Martin en Angustia y trastornos neuróticos.

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La madre no quiere que Deborah tropiece siquiera con la situación causante del miedo, lo que impide que la criatura aprenda a controlar, por propia experiencia, su respuesta al mismo. Las criaturas que no están acostumbradas a experimentar la respuesta miedosa pueden llegar a ser adultos cuya vida esté dominada por el miedo. En esencia, la pequeña Deborah será propensa al miedo durante su paso por la escuela elemental, en el instituto y la universidad, para entrar finalmente inerme en el frío y espantoso mundo de los adultos. En él intentará arreglárselas procurando «dominar» su miedo, «superarlo», es decir, mantenerlo acorralado. El miedo —su represión o, preferiblemente, su total evitación— acabará siendo uno de los principales motivadores (o des-motivadores) en la vida de Deborah. Consiguientemente, por supuesto, experimentará grandes dificultades en el desarrollo de la confianza en sí misma. Ciertos estudios demuestran que las muchachas —especialmente las más listas— tienen serios problemas en el área de la confianza en sí mismas.9 Persisten en subvalorar sus aptitudes. Cuando se les pregunta si sabrán hacer determinadas cosas —tanto si se trata de tareas o trabajos ya practicados por ellas como de actividades desconocidas—, dan estimaciones más bajas que los muchachos, y en general subvaloran también los resultados conseguidos. Un estudio demostró incluso que, cuanto más inteligente es la muchacha, menos esperanzas tiene de llevar a cabo tareas intelectuales con éxito. Las chicas no tan dotadas intelectualmente tienen mejores esperanzas respecto a sí mismas.10 La falta de confianza en sí mismas es el azote de muchas chicas, y conduce a una serie de problemas relacionados con ella. Las muchachas son muy sugestionables y tienden a cambiar sus opiniones sobre los juicios perceptivos si alguien disiente de ellas. Se atribuyen valores inferiores a los reales. Mientras que los muchachos se toman las tareas difíciles como un reto, las muchachas tratan de evitarlas. Incluso en la edad preescolar, los niños se muestran más entregados a sus tareas, más confiados, y presentan mayor tendencia al incremento del cociente intelectual. A los seis años es cuando se puede empezar a prever su probable desarrollo intelectual y el probable desarrollo de su independencia. A esa edad, puede predecirse una imagen al respecto. Según Eleanor Maccoby, el niño de seis años cuyo cociente intelectual aumentará durante los años siguientes es el chico que ya es competidor, autoafirmativo, independiente, y domina sobre los otros muchachos. El niño de seis años cuyo cociente intelectual disminuirá durante los años siguientes es pasivo, vergonzoso y dependiente.

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«Basándonos en estos datos —dice Maccoby intencionadamente—, las características de aquellos cuyo cociente intelectual aumentará no parecen muy femeninas.» En las muchachas, todo esto se relaciona con el desarrollo de las «necesidades gregarias» excesivas, es decir, el impulso a experimentar relaciones con preferencia a cualquier otra cosa. Considerando lo incompetente que se siente, no es sorprendente que la niña «se pegue» al «otro» más próximo que encuentre y persista en esta tendencia toda la vida. Lois Hoffman describe, según transcribo a continuación, la secuencia, relativa al desarrollo, que lleva a las muchachas a convertirse en mujeres adultas necesitadas de excesivo apoyo ajeno. Por tener la niña a) menos estímulos hacia la independencia, b) más protección de sus padres, c) menos presión cognoscitiva y social para establecer una identidad separada de la madre, y d) menos conflictos madrecriatura que contribuyan a tal separación, lleva a cabo la exploración de su entorno con menos independencia. Por consiguiente, no desarrolla su habilidad para enfrentarse con el ambiente circundante ni la confianza en su aptitud para hacerlo. Continúa dependiendo de los adultos para solucionar sus problemas, y por este motivo no puede prescindir de sus lazos afectivos con aquellos. 11

Como podemos ver, los problemas de excesiva dependencia motivan una rápida integración de las niñas en el mundo de los adultos. Sin embargo, las mujeres no suelen ser conscientes de su infancia restringida y superprotegida. No piensan en las trabas que se pusieron a sus esfuerzos para hacerse independientes cuando eran niñas. Por esto, cuando los problemas de dependencia se convierten para ellas en una calamidad en su vida adulta, quedan desconcertadas. Las que acaben por recurrir a la terapia comenzarán a recordar entonces las extrañas prohibiciones —todas ellas tendentes a aumentar el miedo— de sus padres: las advertencias, los toques de queda, las invitaciones a no «cansarse»..., como si fueran frágiles mariposas cuyas alas pudiesen dejar de sostenerlas en cualquier momento. Ruth Moulton dice que el principal problema psicológico de muchas de sus pacientes tiene su origen en «la temprana inhibición de toda aserción o afirmación y, a veces, de toda actividad física, cosas que se consideran peligrosas e “impropias de una dama”». Dos pacientes de la doctora Moulton habían sido literalmente atadas, de muchachas, a su cama. Dice que las historias de la infancia de sus pacientes femeninas revelan muchos de estos ejemplos de «excesiva restricción o protección desmesurada». Todo conduce al

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hecho de que esas mujeres, de niñas, fueron impulsadas a sentirse débiles, incapaces de usar su cuerpo, incapaces de defenderse tanto física como verbalmente, lo que Ruth Moulton llama el «síndrome de la buena chica». De mayores, esas mujeres quieren ir sobre seguro. Y siguen coartadas al reprimirse entonces a sí mismas.12 Lo que acaba de remachar el clavo en cuanto a la educación de las niñas y a la orientación de su conducta es el exceso de ayuda: la tendencia de los padres a saltar dispuestos a prestar ayuda a sus hijas cuando en realidad no la necesitan, o cuando debieran estar aprendiendo a valerse y corregirse por sí mismas (un proceso fundamental para el desarrollo de la propia confianza y autoestima). A las niñas no se les da la oportunidad de autocorregirse. Se las toma, se les sacude el polvo y se las hace girar y girar de nuevo, como esas pequeñas bailarinas de juguete giroscópicas que bailan o dejan de hacerlo a voluntad de su dueño. ¿Por qué es tan destructivo el exceso de ayuda? «El autodominio requiere la capacidad de tolerar la frustración —explica Lois Hoffman—. Si los padres responden demasiado pronto con su ayuda, la criatura no adquirirá nunca tal facultad.» «La independencia es el resultado de aprender que una puede lograr cosas por sí misma, que puede contar con sus propias aptitudes, que puede confiar en su propio juicio», dice Judith Bardwick en su libro La psicología de las mujeres. En cambio, no se hace más que reforzar constantemente en las muchachas la noción de que no pueden conseguir nada sin la ayuda de los demás. Así se acaba por implantarles la idea de que no pueden responder por sí solas a los retos que presenta la vida.

Hay ciertas «enfermedades de dependencia» que solo afectan a las mujeres. Una de estas es la anorexia mental, el extraño síndrome bajo el que las muchachas adolescentes se someten a una severa dieta en un lamentable y paradójico intento de controlar su vida. Cada año, una de cada cien adolescentes se entrega a este extenuante régimen anoréxico. Aproximadamente el diez por ciento de las que lo siguen acaban muriendo de hambre. «Las muchachas de personalidad acomodaticia se sienten obligadas, para ser respetadas y reconocidas, a hacer algo que exija un alto grado de independencia. Cuando se encuentran encalladas, la única independencia que creen tener es la de controlar su cuerpo», dice la doctora Hilde Bruch, una autoridad en dicho trastorno. La anorexia afecta principalmente a las chicas de edades comprendidas entre los doce

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y los veintiún años (raramente a los hombres). Son casi siempre bien educadas, altamente motivadas, y pertenecientes, por lo general, a familias de buena situación económica. Tratarlas, según dice la doctora Bruch, puede ser una tarea larga y laboriosa. «La convicción de ser imperfectas y de no tener mérito alguno suele estar tan profundamente arraigada, y desde hace tanto tiempo [en las muchachas en cuestión], que se esconden tras la máscara de la superioridad tan pronto como experimentan la más ligera duda sobre sí mismas o chocan con algún desacuerdo. No pueden curarse sin estar seguras de que no carecen de méritos y de que son unas personas sin deficiencias.» 13 Otras víctimas de la dependencia neurótica son las mujeres maltratadas. El hecho de que tan a menudo sean económicamente dependientes del hombre que las maltrata conduce a una trampa morbosa. Sin embargo, es la dependencia emocional lo que cierra la trampa con mayor seguridad. «Muchas mujeres tienen miedo a actuar si no lo hacen bajo la dependencia de su marido —dijo Kenneth MacFarlane, del Departamento de Salud, Educación y Bienestar—. Se les ha enseñado toda la vida que no pueden valerse por sí mismas. Es un indudable proceso de condicionamiento.» Los animales, cuando se hallan en una situación en la que no causan ningún efecto sobre su entorno, suspenden su actividad. Recientes estudios demuestran que lo mismo sucede con los seres humanos. Permanezca usted suficiente tiempo en una situación que le resulte incontrolable, y verá cómo cesa de reaccionar. Se llama a esto desamparo aprendido (condicionado). Fue Martin Seligman quien denominó así este fenómeno.14 Diane Follingstad, de la Universidad de Carolina del Sur, ha empezado a usar algunas de las ideas de Seligman sobre el desamparo aprendido o condicionado en un programa de tratamiento que ha proyectado para las mujeres maltratadas. Follingstad enseña a esas mujeres a desaprender (descondicionar), en un período de tiempo relativamente corto, lo que sus padres y la sociedad les inculcaron durante largos años. «Las hembras humanas suelen tener la sensación de que carecen del dominio de sí mismas y de las situaciones, de que las cosas suceden en su vida por casualidad, u obedeciendo al destino o a la suerte. Nunca proponen: “Si hago X, conseguiré Y”», dice la doctora Follingstad. Al haber sido «formada» para creer que nada puede hacer para cambiar la situación, la mujer maltratada continúa siendo maltratada. Hasta que no comience a desembarazarse de la creencia en su propio desamparo no podrá romper el círculo vicioso en que se halla y evitar su brutal efecto en su vida. El concepto de desamparo aprendido ha estimulado la imaginación de muchos

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psicólogos, los cuales han empezado a buscar signos del mismo a lo largo de la línea de desarrollo. Carol Jacklin, del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, me dijo que recientes estudios demuestran que el desamparo está siendo enseñado a nuestras hijas por sus profesores de la escuela de primera enseñanza. —Los maestros —añadió—, dicen cosas estupendas sobre lo buenas estudiantes que son las chicas y cosas malas respecto a su conducta: que lanzan trozos de tiza y son alborotadoras, entre otras travesuras. En cambio, por desgracia, las profesoras, al elogiar a sus alumnas, solo mencionan cualidades no relacionadas con los estudios: lo cuidadosas y limpias que son, lo bien arregladas que van, y cosas por el estilo. Esta clase de pauta de reforzamiento, según Carol Jacklin, significa que las chicas pueden sufrir la experiencia de su fracaso docente aun cuando sean buenas estudiantes. Y quedan notablemente mal «equipadas» por habérselas llevado a una situación de supuesto o imaginario fracaso. —Todas nosotras —siguió explicando Carol Jacklin— nos hemos hallado en situaciones que parecían fracasos. La pregunta que todo esto nos sugiere es: ¿Se debe perseverar, hay que trabajar con más ahínco, o es mejor abandonar la lucha? La conclusión, una conclusión lamentable, es la de que las chicas deben abandonar la lucha. Una vez establecida, la dependencia de la niña se mantiene a lo largo de toda la infancia. Por ser «buena» —por no desafiar a nadie, por no enfrentarse con nadie, por no quejarse de nada—, se le recompensa con buenas notas, con la aprobación de sus padres y profesoras y con el afecto de sus iguales. ¿Qué razón puede tener para desviarse de la línea que le han trazado, para no ser conformista? El camino es fácil y agradable. Por lo tanto, se conforma. Progresivamente, se adapta a lo que se espera de ella. Recompensada por poco más que su buen comportamiento y su facultad memorizadora, la chica sale airosa de esta etapa de su vida. Una vida que ella encuentra estupenda y básicamente fácil. Hasta que llega la pubertad. En ese momento, al menos para las muchachas norteamericanas, es cuando las cosas empiezan a torcerse.

LA ADOLESCENCIA: LA PRIMERA CRISIS DE LA FEMINIDAD

Una «crisis», en el lenguaje de los expertos en psicología evolutiva, es un período de tensiones y trastornos, una época inestable y agitada durante la cual aumenta la angustia

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sobre la propia identidad y las propias aptitudes. El proceso de resolución de nuestras crisis de desarrollo aumenta nuestra madurez y nuestra salud psicológica. Para las muchachas, la adolescencia constituye una sola etapa de desarrollo: lo que Bardwick y Douvan denominan «la primera crisis de la feminidad». Antes de alcanzar los doce o trece años, las muchachas son más o menos libres de comportarse a su gusto. Con la pubertad, sin embargo, la puerta de la trampa en que han caído empieza a cerrarse tras ellas. En ese momento, se espera de la muchacha un comportamiento nuevo y muy específico. Sutilmente (y a veces no tan sutilmente), se la recompensará por su «éxito» con los chicos. Prescindiendo de los logros de su hija en otras áreas de la vida, la madre de una muchacha de quince años que no sale con ningún muchacho comienza a preocuparse. Con suavidad, pero con firmeza, empuja a su hija a convertirse en un miembro de la pareja heterosexual. El mensaje que recibe la chica le llega — inevitablemente— con una voz muy fuerte y clara: no es bueno competir demasiado con los hombres. Lo adecuado es complacer a los chicos, llevarse bien con ellos.15 Es entonces cuando las muchachas se ven enfrentadas con lo que, sin lugar a dudas, se ha convertido en el problema central de la feminidad en nuestra cultura: el conflicto entre la dependencia y la independencia. ¿Cuál es el equilibrio adecuado entre ambas? ¿Qué es lo «correcto»? ¿Qué es lo «apropiado»? A la muchacha demasiado dependiente, a la que no tiene opiniones ni «personalidad» se la considera aburrida y de poco atractivo, pero la muchacha demasiado independiente tampoco tiene demasiado éxito. Los muchachos pueden rodearla como compañeros, pero, románticamente, no la encuentran demasiado fascinante. A ninguna de las muchachas que están creciendo en nuestra sociedad hay que decirle nada de todo esto: lo sabe. Y, partiendo de este conocimiento, empieza a establecer prioridades. En la adolescencia, su principal tarea evolutiva es la de tener «éxito» en sus relaciones con los demás. Tal como aprendió en su infancia, sigue dependiendo de los demás como principal fuente de su autoestima. Hacia el final de sus estudios en el instituto o la universidad, muchas jóvenes mujeres dejan de lado sus valores y renuncian a sus posibles logros a favor de una resuelta búsqueda de la aceptación social.16 Cuando sucede esto, la tarea de desarrollar las aptitudes conducentes a la independencia sufre un alarmante frenazo. A causa de los halagos que reciben de la sociedad, las mujeres nunca vuelven a sentir la necesidad de desarrollar su independencia..., hasta que alguna crisis, en un momento posterior de su vida, desarma su complacencia y les

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muestra lo lamentablemente desamparadas y poco desarrolladas que se han permitido estar.

OBSTÁCULOS EN EL CAMINO DE LA HIJA ADOLESCENTE Las peculiaridades del ambiente familiar en que se cría una muchacha constituyen uno de sus factores formativos más importantes. Allí, en el hogar, dentro de los límites del cuarto de estar de papá y mamá, se sentirá animada a romper todas las trabas para adquirir personalidad propia o, contrariamente, aprenderá a ir sobre seguro. Examinando las historias de la infancia de algunas pacientes femeninas que lograron ser buenas profesionales, Ruth Moulton descubrió ciertas tendencias muy interesantes respecto a la manera como fueron criadas. A menudo, el padre toma cartas en el asunto y obstaculiza la incipiente independencia de la muchacha, con el asentimiento —cuando no la ayuda— de la madre, que le deja hacer. De esta dura prueba, en que las conflictivas quejas sobre la díscola hija son un constante azote, surge la brillante y ansiosa mujer cuyas realizaciones quedarán muy por debajo de lo que ella había soñado. Ante todo, prestemos un poco de atención a la pasividad de la madre. En lo tocante a su propio desarrollo, se ha limitado a ocupar siempre una posición secundaria respecto a su marido y a detener el libre curso de la vida. Su postura de sumisión la imbuye de lo que una hija describe como una «delicada y evanescente calidad». Un sorprendente número de mujeres, de entre las muchas que entrevisté, concluyeron, casi disculpándose: «No puedo contarle muchas cosas de mi madre. Hay en ella mucha vaguedad, algo que no puedo llegar a comprender». Una mujer graduada en psicología que ha estado trabajando en su especialidad y ha conseguido alejarse notablemente de la dependencia, se muestra aún sorprendida ante el insignificante papel que su madre juega en su propia vida y en la de los demás: —Es algo muy extraño, considerando que la veo muy a menudo. No puedo tener una idea clara de quién es mi madre, ni de cuál es el verdadero sentido de nuestras relaciones. Creo que nunca la tendré. Otra mujer describió el «espacio vacío» que había experimentado durante su crecimiento, una deficiencia relacionada con su feminidad: —Mi padre fue el único que dirigió mi vida. Ahora que tengo hijos, pienso a menudo

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en aquellos tiempos y me pregunto: «¿Dónde estaba entonces mi madre? ¿Por qué permitía que mi padre se encargara de todo? ¿Acaso no le importaba? ¿O le dejaba hacer por debilidad?». —Mi padre ocupaba en todo el primer puesto —dice una pintora de Missouri que vive la angustia de un posible fracaso cada vez que se empeña en presentar una exposición de sus cuadros—. Mi madre era y hacía lo que él deseaba. Si se portaba bien, la amaría, le compraría regalos y cuidaría de ella; según él, sería una reina. Y mi padre cuidó de ella y siempre le compró muchos regalos, porque se portó bien como madre, esposa y ama de casa. —¿Era una mujer inteligente? —pregunté. —No lo sé —replicó la pintora—. Creo que alguna vez lo fue. Pero había dejado de pensar. Una de las razones por las que la madre, en estos casos, permanece en la sombra está en la intimidación que siente ante la fuerte y enérgica personalidad de su marido. Convertida en pacificadora, en una especie de persona «a medias» que ha optado por permanecer siempre segura detrás de su esposo, la madre es protegida de los aspectos más duros de la vida en el mundo. Las grandes luchas, las francas discusiones, no fueron nunca características de las relaciones de la hija con su evasiva madre. En nuestro ejemplo, muy al contrario, la madre pudo haber estado rodeada de una calma engañosa, de un aura de paz decepcionante por la perfección con que disfrazaba las paradojas que había en todo: «Mi madre estaba allí (sí, siempre, interminablemente allí). Pero tampoco estaba allí».17 Inconscientemente, la muchacha que se cría en una de tales familias crece con un progresivo sentimiento de desvinculación de lo que los psicólogos llamarían su «núcleo femenino». —Siempre me había sentido culpable —me dijo una mujer que trabajaba en una agencia publicitaria de Nueva York—. Vivía con la culpa dentro por no haberme sentido nunca femenina. Mi padre me animaba a mantenerme erguida, a llevar tacones altos, o parecer una «señora», pero yo no quería representar el papel de «señora». Mi actitud tenía algo que ver con el hecho de que mi madre era una «señora», y también un cero a la izquierda. Mi madre nunca hacía ruido; nunca hacía preguntas; nunca quería saber nada. La brecha se abre, por lo tanto, como consecuencia de una distinción básica que hace

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la muchacha: papá es activo y mamá es pasiva. Papá puede valerse por sí mismo. Mamá está desamparada y es dependiente.18 A veces, aparece una relación especial entre la muchacha y su padre. Se comportan como compañeros. Él le dice lo mucho que le recuerda a él mismo cuando era joven. Ella se siente halagada y animada; se imagina que es una chica especial. Pamela Daniels, socióloga de Wellesley, recuerda «el pequeño e importante ritual retórico que mi padre y yo representábamos a menudo juntos». —«Cuando papá te dice que hagas algo, ¿qué haces?», me preguntaba, y yo le respondía: «¡Lo hago!». No había un padre más orgulloso, ni una hija más obediente.19 En semejantes casos, ¡qué horrible ha de resultar para la muchacha la brusca retirada del apoyo de su padre cuando ella intenta, más tarde, valerse por sí misma!

LA TRAICIÓN DEL PADRE «Con frecuencia, el padre anima a su hija a aprender hasta un punto en que teme que la muchacha llegue a saber más que él —observa Ruth Moulton—. O bien tiene miedo de sentirse atraído sexualmente hacia ella. A menudo, el padre que se vuelve contra su hija en la adolescencia es el mismo padre que la animó intelectualmente cuando ella era más joven.» 20 —Fui preparada para ser una pianista de concierto desde que tenía cinco años —me dijo una joven madre de Washington, D.C.—. Entonces, de pronto, cuando iba a entrar en la universidad, mi padre me preguntó en qué quería especializarme. «En música, por supuesto», le dije. «No —respondió él—; la música es un campo en que es muy difícil ganarse la vida. Especialízate en pedagogía infantil. De este modo, siempre te será fácil convertirte en maestra.» La mujer hizo lo que le aconsejó su padre y se especializó en pedagogía infantil. Al salir de la universidad, enseñó durante algunos años y luego se casó y tuvo hijos. La muchacha a la que en otro tiempo se consideró «la estudiante de música del estado de Nueva York con más probabilidades de triunfar» hace mucho tiempo que abandonó su ambición musical. Con aire de tristeza, me dijo: —Hace doce años que no practico.

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En realidad, no tenía siquiera piano.

Muchas jóvenes que comienzan a tener éxito creativa o intelectualmente, se encuentran con que —de repente y sin previo aviso— su padre les retira todo su apoyo.21 Es una verdadera conmoción, y se experimenta, a nivel profundo, como una traición. «Obedecía sus deseos al pie de la letra —escribió Simone de Beauvoir respecto a las relaciones con su padre cuando ella era una adolescente—, pero mi actitud parecía enojarle. Él me había destinado a una vida de estudio y, sin embargo, me reprochaba que tuviera la nariz metida en los libros todo el santo día. A juzgar por sus demostraciones de mal humor, se hubiera podido creer que iba contra sus deseos al seguir un camino que él mismo eligió para mí.» 22 En tal situación, la muchacha suele percibir algo —aunque sea poco— que le permite objetivar qué le sucede a su padre. «No dejaba de preguntarme qué podía haber hecho mal —recuerda Simone de Beauvoir—. Me sentía tremendamente enferma y desdichada, y mi corazón estaba lleno de resentimiento.» 23 En ocasiones como esta, el resentimiento existe, naturalmente, pero a la joven hija la confunde sentirlo. Entretanto sigue creyendo en su padre, creyendo en la descripción que él hace de la situación, es decir, que se encuentra muy preocupado por culpa de ella. Quizá quiere orientarla adecuadamente. O tal vez piensa que es mejor que ella se case y que «goce» marginalmente de sus aptitudes especiales, puesto que al fin y al cabo no podría mantenerse a sí misma. A veces, se da el caso de que el padre compite con su hija tan esforzadamente como podría hacerlo con un hijo. Mientras él va en cabeza de la carrera, todo va bien; se siente a sus anchas y en agradable camaradería. Pero cuando la muchacha da señales de querer —y poder— adelantarlo, comienzan los problemas. El padre puede mostrarse abiertamente hostil, criticándola «por su ambición de destacarse», o (más insidiosamente) puede ofrecer la imagen de un hombre abatido y autocompasivo. Hemos oído hablar de la madre que empuja a su hija hacia la culpabilidad, pero, virtualmente, nada del padre que hace lo mismo. No obstante, refiriéndonos a la constelación familiar cuyas peculiaridades describimos aquí, puede ser el padre quien menoscabe los esfuerzos de su hija haciendo que se sienta culpable. El año en que se graduó en el instituto, Hortense Calisher confió a su padre su deseo

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de ser escritora: específicamente (entonces), poetisa. ¿Cuál fue la respuesta del padre? Enseñó a la muchacha un cuaderno que había llenado con sus propias poesías. —Mira esto —le dijo—. Yo también quise ser poeta. Pero no puede vivirse de la poesía, hija mía. Aquella escena implicaba la siguiente pregunta, no explicitada, del padre: «¿Cómo se atreve esa mocosa a triunfar en lo que yo he fracasado?». Pero Hortense, adoptando la actitud de las muchachas que quieren escapar al síndrome de la hija refrenada, exclamó: —¡Yo no quiero vivir de eso! Y entonces se puso a escribir versos.24 Cuando el padre nota que su hija está escapando al control a que la tiene sometida, pueden suceder cosas insospechadas. En sus varias décadas de ejercicio de la psiquiatría, Ruth Moulton ha observado una sorprendente cantidad de casos en que los padres se soliviantan vengativamente cuando sus hijas intentan librarse de su tutela. Un hombre al que la doctora conoce insistía en que su hija debía casarse tan pronto como saliera de la escuela superior. —La chica no quería casarse entonces; quería ir a la facultad de derecho —me dijo la doctora Moulton—. A pesar de que ella sabía muy bien lo que quería, al principio le fue virtualmente imposible llevarlo a cabo. Los planes que el padre de esa muchacha había hecho para ella pesaban demasiado en su ánimo. Arriesgarse a rechazarlos podía ser desastroso. —Tuvo que soportar muchas depresiones y someterse a un largo tratamiento —dijo la doctora Moulton— antes de que, por fin, se sintiera capaz de enfrentarse con su padre y seguir su propio camino. Sin embargo, su padre siguió interviniendo en todos los momentos decisivos de su vida. Cuando creía que ya había «liquidado» emocionalmente con él, sucedía algo que le recordaba lo perniciosa que era su necesidad de la aprobación paterna. —Más tarde, la muchacha obtuvo una beca para estudiar en Europa. De nuevo, su padre se enfureció —siguió contándome la doctora Moulton—. El hombre quería que su hija se quedara en casa y estudiara en la universidad local. Pero ella quería ir a Europa y finalmente lo hizo, a despecho de él. Desde entonces, sus relaciones nunca volvieron a ser iguales. —Diez años después, cuando su padre murió —prosiguió la doctora—, aquella mujer

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se dio cuenta de que, en realidad, lo había perdido en el momento en que comenzaba a desobedecerle. Para algunas mujeres, el momento del abandono o separación de su padre y de lo que su padre quiere no tiene lugar hasta que ambos alcanzan mucha mayor edad. Meredith, una mujer que había luchado para vivir de su trabajo en Nueva York durante dieciocho años, cuando recientemente perdió el puesto que tuvo bastante tiempo en una gran editorial, debió enfrentarse con las relaciones infantiles que tenía con su padre. Había perdido su empleo por motivos relacionados con la reorganización de la editorial. Meredith, una chica «buena y trabajadora», nunca había considerado la posibilidad de dejar al «gran papá» (como llama ahora a la empresa de estructura paternalista en que trabajaba), pero cuando el «gran papá» la dejó abandonada a ella, se le ocurrieron varias alternativas, cada una de las cuales podía animarla a su desarrollo personal. Podía establecerse como redactora independiente; o podía buscar trabajo en otra editorial; o podía ponerse a estudiar algo enteramente nuevo. —Consideraba que era el momento adecuado para elegir una nueva profesión —dijo Meredith. Nuestra mujer tenía entonces treinta y nueve años. Creía que podía sacar partido de lo que le había pasado, convirtiéndolo, de un hecho negativo, en un trampolín para cambiar el curso de su vida. Pero su padre —que le había dicho lo que tenía que hacer desde que ella, a los catorce años, rechazó la primera cita de su vida porque el chico que la invitaba a salir no era «adecuado» para ella— tenía otras ideas. —Papá estaba horrorizado por el hecho de que su hija hubiera sido despedida y quería «hacer algo sin pérdida de tiempo». Conocía a alguien que a su vez conocía a alguien que conocía al editor. Bueno, lo que suele suceder en estos casos. Habiéndose percatado de la larga historia de «intrusiones» de su padre en su vida, Meredith se resistía a ceder a sus intentos de hacerse cargo de la situación y solucionarle el problema a su manera. —¿Quién sabe? —dijo Meredith a su padre—. Puede que vuelva a estudiar y me convierta en una psicoterapeuta. Muy bien, si se inclinaba por una nueva profesión, él la apoyaría, pero ¿psicoterapia? Derecho era la carrera más apropiada para su hija. —Si vas a la facultad de derecho, te pagaré los estudios —dijo a la muchacha. En cambio, si insistía en estudiar para convertirse en una psicoterapeuta, no le pagaría

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la carrera. La psicoterapia no era lo mejor para ella. —Otra vez lo mismo —siguió diciéndome Meredith—. «Si haces las cosas a mi manera, cuidaré de ti.» Esto es un ejemplo de lo que han sido mis relaciones con mi padre durante todos estos años. Cuando pienso en ello, me entran ganas de llorar. Aunque pensar en ello siempre la angustiaba y la hacía sentirse desamparada, Meredith alcanzó por fin una nueva perspectiva de las cosas: o iba a ser siempre una «niña de papá» o se decidía a dar los primeros pasos, por angustiosos que pudieran ser, para «dirigir» su propia vida. —Después de todos estos años, he llegado a la conclusión de que soy una eterna princesa —prosiguió—. Mis padres me decían lo que tenía que hacer, lo que tenía que ponerme. En nuestra familia, una nunca hacía nada por separado de ella o distinto a lo que en ella era habitual. Siempre hacíamos las compras juntos. Mis padres eligieron mis vestidos hasta que me marché de casa, a los veintiún años. Aún hoy, mi permiso de conducir lleva la dirección de mi padre, que vive en Rhode Island. Cuando tengo que renovarlo, no puedo hacerlo sin ir a casa. Señalando la relación que existía entre su dependencia de sus padres y lo desolada que se sentía por haber perdido su empleo, Meredith dijo: —Tenía miedo de no poder seguir existiendo sin la editorial en que había trabajado. No tenía dinero ahorrado. No tenía seguro, porque la compañía siempre había hecho por su cuenta las «prestaciones a la Seguridad Social»... igual que mi padre. De pronto, el efecto que mi padre causó en mi vida se me hizo dolorosamente claro. Vi que si quería que cambiasen las cosas tenía que olvidar lo que él quería, avanzar y hacer lo que yo quería. Por primera vez en su vida, Meredith se mostraba realista y reivindicaba sus derechos. Considerando que su situación económica era demasiado inestable para cambiar de carrera, decidió dedicarse a montar una asesoría editorial por su cuenta. Alquiló una pequeña oficina en uno de los mejores lugares de Manhattan, se rodeó de una plantilla de personal reducida pero competente, y salió en busca —y los consiguió— de clientes de categoría. Hoy, dos años después, las cosas no pueden irle mejor, tanto profesional como económicamente. —Ahora —me dijo— tengo dinero y confianza suficientes para cambiar de campo profesional cuando quiera. Por primera vez en mi vida, sé que puedo valerme por mí misma, porque he intentado hacerlo y lo he logrado.

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LA TRAICIÓN DE LA MADRE Las hijas experimentan a menudo los problemas de su vida como si dimanaran de su dominante y despótico padre, pero, en realidad, tanto el padre como la madre contribuyen a dificultar el desarrollo y la liberación de las jóvenes. La «madre elusiva» (huidiza) tiende a hacer que su hija dependa casi tanto de ella como ella depende de su marido. La madre peca por omisión, por no apoyar los esfuerzos de su hija hacia el logro de la independencia. La doctora Moulton cita el caso de una brillante profesional que tuvo que soportar varios años de conflictos a causa de las exigencias de su dependiente madre. Por fin, consiguió completar sus estudios y graduarse en filosofía. Se casó, tuvo hijos y continuó trabajando en un empleo de dedicación parcial. Aun cuando había tenido que hacer grandes esfuerzos para liberarse de la opresión de una madre dependiente, y a pesar de hallarse muy bien instalada en la vida gracias a sus dos ocupaciones, se sintió profundamente herida cuando vio que su madre quería vengarse de ella. La mujer no cesaba de acosar a su hija con su total e irritante desaprobación: no hubiera debido trabajar; sus hijos estaban expuestos a terribles peligros; su sitio estaba en casa; y dale que dale. El coup de grâce de esta historia tuvo lugar cuando su madre armó tal alboroto que el padre le ofreció pagarle el sueldo que ganaba fuera de casa si se quedaba en ella para cuidar de los hijos «y descansar». —De este modo —dijo la mujer a la doctora Moulton—, mi madre dejó de preocuparme y de fastidiar a mi padre. Otra «niña de papá» me dijo: —Siempre pareció que mi padre no se interesaba tanto por ella como por mí. Cuando el periódico llegaba a la mesa a la hora del desayuno, solía ser yo quien discutía los editoriales con él. Mi madre siempre estaba quitando los platos o sacando los bizcochos del horno. En tales «triángulos», la madre compite a veces abiertamente por la atención de su marido. Sin embargo, lo más frecuente es que sus esperanzas sobre el propio futuro, teñidas de envidia, se vayan deteriorando poco a poco. Se siente angustiada y no sabe por qué. Se siente disgustada por el giro de su hija hacia un mundo más amplio; íntimamente experimenta un rechazo de la tendencia de la muchacha a proyectarse hacia el exterior.

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No es solo la pasividad de la madre lo que perjudica a la hija. A menudo, un exceso de preocupación por el «bienestar» de la muchacha socava su lucha por la independencia. La madre intenta restringir las actividades de su hija para que no se «extralimite»; pide al padre que extreme sus toques de queda. La empuja hacia el muchacho «adecuado» (el chico de la casa de al lado), hacia la universidad «adecuada». En suma, según las propias palabras de Ruth Moulton, la madre «está con frecuencia celosa de los pasos que da su hija hacia la libertad y la individuación, teme verse empequeñecida y superada por su hija, y necesita defender su limitado estilo de vida aunque esta no haya sido nunca feliz ni satisfactoria».25

«LA PRUEBA DE LA VERDAD»

Después de todas estas lecciones de dependencia, ¿cómo les va en realidad la vida a las mujeres adultas? No muy bien, como podía suponerse. Durante la última década, psiquiatras, psicoanalistas y sociólogos se han dedicado con gran intensidad a las investigaciones relacionadas con la mujer: su infancia y su niñez, su adolescencia, los primeros años de su edad adulta y la transición hacia la edad madura. Como resultado, se ha obtenido una nueva imagen psicológica del sexo femenino. Se ha demostrado, por ejemplo, que a las mujeres no les gusta reconocer a otras mujeres como jefes. Investigadores de la Universidad de Delaware presentaron a un grupo mixto de sujetos una diapositiva que mostraba a hombres y mujeres sentados alrededor de una mesa de conferencias con un hombre en la presidencia, y después otra diapositiva semejante, pero con una mujer en vez de un hombre en dicho lugar preferente. Tanto los sujetos femeninos como los masculinos tendieron a percibir en la segunda diapositiva a un hombre como jefe del grupo. (Solo cuando se hallaba presidiendo un grupo compuesto enteramente de mujeres, fue reconocida una de ellas como jefa.)26 La competición suele ser más difícil para las mujeres que para los hombres. Cuando se nos pone en una situación en que es necesario competir, la confianza en nosotras mismas disminuye notablemente. Esta confianza puede sostenerse cuando recibimos algún estímulo, aunque sea simplemente verbal, pero cuando este cesa, el desánimo reaparece.27 En tales situaciones, poco es lo que las mujeres pueden hacer si no saben

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exactamente cómo deben conducirse. Por miedo a comportarse de manera incorrecta, se muestran demasiado rígidas para improvisar un tira y afloja que las lleve a una solución. En un estudio destinado a descubrir cómo los hombres y las mujeres respondían a una situación de emergencia en la que se les hacía creer que alguien había sufrido un ataque, las mujeres se mostraron más inseguras respecto a cómo actuar. Se sintieron preocupadas por la cuestión de si harían o no «lo más adecuado». Según dijeron ellas mismas, incluso hallándose en medio de la situación, su mente estaba llena de pensamientos obsesivos sobre su incapacidad de enfrentarse con ella.28 Una amiga mía ilustró este mismo fenómeno con una vívida anécdota relacionada con la muerte de su marido. —Desde que murió hasta que hubieron terminado las honras fúnebres —me dijo—, no dejé de pensar en si estaba haciendo lo más «adecuado», si había notificado la muerte de mi esposo a las personas adecuadas o si había elegido los salmos «adecuados». Estaba profunda y morbosamente preocupada por si a la gente le gustaría la ceremonia, como si una pudiera acertar o equivocarse al decidir cómo debía ser la ceremonia fúnebre dedicada a un hombre con el que había vivido y al que había amado durante veinticinco años. Ni siquiera un verdadero éxito, cuando se trata de mujeres, anima a otro éxito. Los estudios llevados a cabo al respecto demuestran que no tendemos a sacar partido de los beneficios psicológicos de nuestros logros porque un peculiar trastorno interno nos impide asimilar nuestro éxito. Por ejemplo, cuando una mujer resuelve un problema matemático difícil, tiene la opción de atribuir el éxito a su capacidad, a la suerte, al hecho de que «se ha esforzado al máximo», o a la circunstancia de que el problema era «fácil». Según la «teoría de la atribución», que analiza lo que las personas ven como causas de las cosas y los efectos que reciben de estas, las mujeres tienden a atribuir el éxito a fuentes externas que nada tienen que ver con ellas. La «suerte» es la causa favorita. Además, de evitar el atribuirse méritos a sí mismas, las mujeres aprovechan cualquier oportunidad para responsabilizarse de un fracaso. Los hombres tienden a buscar fuera de ellos las causas de sus fracasos, achacándolos a alguna otra cosa o persona. No así las mujeres, que «absorben» las culpas como si estuvieran destinadas a ser las víctimas de toda la sociedad. (A algunas mujeres les gusta hablar de su inclinación a aceptar culpas como si se tratara de una especie de altruismo. Pero no lo es. Las mujeres se culpan a sí mismas porque temen enfrentarse con los verdaderos culpables.)

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Dada nuestra socialización en un ambiente de total dependencia, las mujeres son malas aventureras. Evitamos las situaciones en que el riesgo sea siquiera una posibilidad. Detestamos las pruebas y los exámenes porque son arriesgados. Evitamos las nuevas situaciones, los cambios de empleo y los traslados a otras partes del país. Las mujeres temen que si cometen un error, o no hacen «lo adecuado», se las castigue.29 Las mujeres tienen menos confianza en sí mismas que los hombres en cuanto a su aptitud para emitir juicios, y cuando forman pareja con un hombre suelen dejar para él la responsabilidad de tomar decisiones, situación que solo puede garantizarles la disminución progresiva de su confianza en la facultad de juzgar. Y lo más sorprendente de todo es que las mujeres no utilizan todo su potencial intelectual con tanta frecuencia como los hombres. En un importante estudio de las diferencias de los sexos en cuanto a rendimiento intelectual, la doctora Eleanor Maccoby, de Stanford, concluyó: «En la edad adulta... los hombres logran sustancialmente más que las mujeres en casi todos los aspectos de la actividad intelectual donde sus realizaciones pueden ser objeto de comparación: libros y artículos escritos, productividad artística y descubrimientos científicos». En realidad, las mujeres adultas van perdiendo puntos, con el paso del tiempo, en el empleo de «su inteligencia», debido al hecho de que cuanto más alejadas se hallan de su época escolar, menos la usan. Otros estudios demuestran que la capacidad de desarrollo del intelecto puede ser perjudicada por las características personales de dependencia. El tipo de personalidad dependiente o acomodaticia se subordina en gran manera a las «sugerencias exteriores» —o sugerencias de los demás—, cosa que puede frenar el proceso interno de análisis secuencial.30

ENVIDIA Y COMPETENCIA: EL CÍRCULO VICIOSO Un estudio llevado a cabo hace varios años reveló algo muy interesante sobre lo que les sucede a las mujeres cuando trabajan en colaboración con otra persona. La magnitud de la confianza que una mujer pueda tener en sí misma es inversamente proporcional a nivel de productividad de su pareja. Es digno de notar el hecho de que cuanto mayor es el rendimiento del otro miembro de la pareja, menores son las probabilidades de que la mujer se atribuya grandes aptitudes.31

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La confianza y la autoestima juegan un papel principal en las dificultades de realización de las mujeres. La falta de confianza en nosotras mismas nos conduce a las oscuras aguas de la envidia. Cuando actuamos sin reacciones neuróticas, tenemos la sensación de parecer hombres; y, como muchachas que envidian la libertad sin trabas de sus hermanos mayores, encontramos más fácil la postura de considerar lo «afortunados» que son los hombres y lo «desafortunadas» que somos nosotras. Confinadas a una situación injusta, no nos creemos en la necesidad de hacer nada para adquirir la capacidad y la autoestima que tanto admiramos en los hombres. Pero, al mismo tiempo, tenemos ganas de competir. Hace treinta años, la psiquiatra Clara Thompson señaló que las mujeres nos hallamos en desventaja al vivir en una cultura donde impera la competencia, en una cultura cuya atmósfera tiende a hacernos sentir poco valoradas. En tal situación, las actitudes competitivas hacia los hombres son inevitables. Sin embargo, como advirtió la doctora Thompson, la envidia debe ser reconocida, observada y bien comprendida; puede usarse demasiado fácilmente para ocultar algo mucho más importante para la independencia de la mujer: nuestros sentimientos íntimos de ineptitud. Hay que luchar contra ellos —directamente— si hemos de llegar a ser fuertes y a tener confianza en nosotras mismas.32

Cuando la conocí, Vivian Knowlton, una joven abogada, estaba atrapada en un círculo vicioso de envidia que le hizo olvidar los problemas íntimos que la mantenían refrenada. —Lo que está sucediendo en mi vida en este momento me tiene desconcertada —me dijo Vivian. (Como he hecho con otras mujeres citadas en este libro, le he cambiado el nombre y ciertos detalles de identificación.) Estábamos sentadas en el cuarto de estar de su bonita casa de Berkeley, California—. Gano un buen sueldo y me gusta el trabajo jurídico. Pero no me siento bien. Salgo cada día para la oficina envuelta en una nube de angustia. »Hace tres años, cuando empecé a trabajar —recordó—, me levantaba animadísima cada mañana. Cerraba la puerta de un fuerte tirón y, balanceando mi cartera de mano, echaba a correr hacia la parada del autobús. »Las cosas empezaron a estropearse al cabo de un año. Creía que era un portento en mi trabajo, pero ahora veo que la impresión favorable que tenía de mí misma se basaba en la facilidad con que tomaba los encargos y hacía lo que me decían. Era una incauta

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glorificada. Siempre que alguien tenía un trabajo fastidioso y de poco mérito por hacer me lo daba a mí. Vivian raramente hacía valer sus derechos ante sus jefes; se decía a sí misma que acababa de comenzar y que aquello solo era una experiencia que podía llamarse «aprendizaje». (¿Quién era ella para enfrentarse con personas que ejercían la abogacía desde hacía veinte años o más?) Durante el segundo año, comenzó a reconocer que no trabajaba a la altura de sus aptitudes: —En las reuniones, me quedaba callada; me daba vergüenza expresar mis ideas. Sin embargo, cuando alguien necesitaba ayuda, podía hablar con mucha claridad y buen sentido. Y así siguió otros tres años, trabajando con perseverancia en cosas de poco relieve. A Vivian nunca se la amonestaba, pero tampoco se la elogiaba: —Me había convertido en una persona de tercera categoría cuando estaba acostumbrada a ser de primera. Aquello me entristecía. ¿Dónde estaba la mujer inteligente y dueña de sí misma que tanto se había distinguido en la facultad de derecho? Había otra mujer en el despacho de Vivian, que se contaba entre los socios principales de la firma: —Natalie tenía una increíble confianza en sí misma. Era tentador convertirme en un facsímil de aquella mujer. Hasta me sorprendí imitando su voz enronquecida por el whisky. Era una locura. Me sentía como si hubiera perdido la noción de quién era yo. Estaba adoptando los tics y la manera de expresarse de otra persona solo para ir tirando.

¿P OR QUÉ LA COSA ES MUCHO MÁS FÁCIL PARA LOS HOMBRES?

Vivian era ambivalente respecto a los dos jóvenes que habían sido contratados al mismo tiempo que ella: —Paul y Hurf empezaron a afianzar su puesto desde el principio. Paul lo hizo con su sugerencia de encargarse de los impuestos portuarios, algo a que la firma no se había dedicado nunca. Esto no preocupó a Paul. Se perfeccionó en la especialidad y convenció a sus jefes de Hodgkins and Pearl de que era lo mejor que podía hacerse. El ímpetu con que Paul tomaba la iniciativa resultaba exasperante para Vivian. —Parecía considerar la oficina como una base de operaciones para sus incursiones en

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el mundo de los negocios —dijo Vivian amargamente—. Una tenía la sensación de que, por este motivo, a aquel hombre le importaba muy poco la firma, e incluso el Derecho. Para Vivian, Hodgkins and Pearl se había convertido en el equivalente del Adulto. Se sentía rebelde hacia su jefe y al mismo tiempo envidiaba a Paul, que no tenía que rebelarse y que era bastante independiente como para mantener su propia postura frente a «la oficina». Al no dejarse intimidar por «el dueño», Paul era mucho más innovador y más dueño de sí mismo que Vivian, y por ello más valioso para la firma. Hurf no era tan «agresivo» como Paul, pero él también se exponía a la clase de riesgos personales que hubieran aterrorizado a Vivian. —En cuanto a Hurf, lo suyo era el estrado —dijo nuestra mujer—. Por lo común, no se permitía que una persona tan inexperimentada representara a la firma ante los tribunales, pero Hurf insistía. No paraba de rogar y rogar. Al cabo de algún tiempo, sentía vergüenza por él. Es corriente que las mujeres consideren a los hombres con que trabajan «insensibles» e «impulsivos». Sin embargo, Vivian observó que todos los demás parecían tomar su agresividad tal como venía: —Cada vez que Hurf hablaba con los principales socios, tenía más razones para creer que le concederían lo que deseaba. Finalmente, lo soltó todo en una reunión. Hurf hizo lo que muchas mujeres, cuando se han asegurado un buen empleo, juzgan como un paso horroroso. A riesgo de verse rechazado o, peor aún, despedido, Hurf mantuvo su postura frente a todo el mundo en la reunión que celebraban cada dos semanas los miembros de la plantilla y se vendió a sí mismo. —Dispongo de la información y los antecedentes ideales para encargarme del caso Wilkinson —dijo, y explicó que su cuñado era un maníaco depresivo y que a él le eran familiares los aspectos bioquímicos de la enfermedad, así como los precedentes de los derechos civiles en casos relacionados con episodios psicóticos. Después de exponer su experiencia y conocimientos, expresó su creencia de que Hodgkins and Pearl ahorraría dinero si le dejaba representar a Wilkinson ante el tribunal. —No quiero quitar ningún mérito a Hurf —me dijo Vivian—. Obtuvo por sí mismo el empleo y consiguió que le confiaran aquel caso. Procedía con decisión y honradez. Sin embargo, cuando suceden cosas como esa, me pregunto por qué yo no voy a ninguna parte. No puedo dejar de pensar que nadie me presta atención, que me están pasando por alto.

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¡NO ES JUSTO! Por haber sido la justicia —o más bien la injusticia— un problema importante para las mujeres, la cuestión de «lo que es justo» puede usarse fácilmente como un mecanismo de defensa —y ocultación— de los sentimientos de insuficiencia. Como la joven criatura obsesionada en que recibe un trato negativo de la familia, las mujeres utilizan la injusticia con que han sido históricamente tratadas como muro protector contra la continuación de tal trato. Aisladas por la sensación de haberse convertido en unas eternas víctimas, están atrapadas. Como sucede con las mujeres maltratadas, actúa un sistema de refuerzo negativo. Es un ciclo realmente doloroso. Consideradas desde un punto de vista objetivo, clínico, las mujeres tienen menos confianza en sí mismas que los hombres. El modo como hemos sido criadas nos impide lograr la disociación psicológica que conduce a la confianza en una misma. Culturalmente, esto puede ser una realidad, pero para las mujeres es contraproducente detenerse ahí. No obstante, ese es el punto en que muchas mujeres se dan por vencidas. —No es justo que me tuvieran clasificada en la categoría quinta del escalafón, ni que ahora tenga que ir de un lado a otro de la oficina escudriñando entre el polvo de sus informes o haciendo investigaciones para sus casos —me dijo Vivian Knowlton—. No es justo que hubiera vivido sin vida social los tres años que fui a la facultad de derecho, esforzándome por conseguir las mejores notas posibles y que ahora tenga que malgastar mis conocimientos pasándome horas y más horas bajo una luz fluorescente buscando datos e información en viejos códigos desde la mañana hasta la noche. Las cosas no marchaban según ninguna de las normas que habían regido la vida de Vivian hasta entonces. La vida profesional exigía un grado de independencia que ella no había necesitado para obtener las mejores notas cuando estudiaba. De un modo muy brusco, las reglas habían cambiado: —Todo eso me hace sentir defraudada, como si me hubieran formado para algo grande y apasionante (habían puesto a mi disposición todo el mundo del derecho para que lo devorara a mi gusto), y ahora me encuentro con esta horrible decepción. Vivian creía realmente que todo lo que hacían sus colegas masculinos lo realizaban «sin esfuerzo». Consideraba que estaba en condiciones de competir con los hombres y al mismo tiempo los envidiaba, pero también experimentaba lo mismo respecto a Natalie, la mujer de más categoría de la oficina. Le parecía que «ellos» tenían algo que ella no

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tenía, algo que podían utilizar para conseguir éxitos. Este es precisamente el escollo principal de la psicología femenina contemporánea. Vivian usaba su sensación de desventaja cultural para ocultarse a sí misma sus más dolorosas emociones: los sentimientos que le impedían alcanzar la verdadera confianza y la autoestima sin los que no tenía la menor oportunidad de liberarse.

Las mujeres conservan su necesidad de dependencia hasta mucho más allá del punto de desarrollo en que tal necesidad pueda considerarse sana y normal. Sin que los otros lo sepan —y, peor, sin que lo sepamos nosotras mismas—, llevamos la dependencia en nuestro interior como una enfermedad incurable. La llevamos con nosotras desde el jardín de infancia hasta el «arreglo» de nuestro matrimonio, pasando por el instituto, la universidad y el ejercicio de nuestra carrera. Cual punzante astilla en el corazón de una doncella, la dependencia se aloja profundamente en el centro de nuestras relaciones con nuestro marido, con nuestros amigos, e incluso con nuestros hijos. Casi siempre —para muchas cosas, siempre—, nuestra renuncia a permanecer erguidas sobre nuestros dos pies pasa desadvertida porque es esperada. Las mujeres son criaturas de relación. Dan y necesitan recibir. Eso, nos han venido diciendo durante muchos, muchos años, es propio de nuestra naturaleza. Y por frustrante que resulte para nosotras, lo hemos dejado pasar sin rechistar.

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5 Devoción ciega

Cinco años de matrimonio. Desde el principio, mi meta había sido conseguir que el rendimiento profesional de mi esposo alcanzara un nivel que me hiciese sentir segura en el mundo. Su competencia era mi competencia; sin embargo, sus fracasos eran suyos. Aunque injusto, era un estado de cosas bien definido. Yo nunca cuestionaba esta actitud. En realidad, nunca la identificaba. En el verano de 1967, mi ambición por el éxito de mi marido se vio favorecida por el hecho de que recibiera su primer encargo de un artículo de gran extensión, cosa que él anhelaba desde hacía mucho tiempo. La revista Atlantic Monthly estaba interesada en que Ed rastreara la relación entre el crecimiento del coste de los alimentos y el dinero gastado en publicidad por las marcas nacionales, cuya factura pagaba, sin saberlo, el consumidor. La aprobación de su proyecto por la Atlantic Monthly animó a Ed a dar forma definitiva a su trabajo, aun cuando no se le había garantizado que el artículo resultante llegara a publicarse. Aquel verano, se pasó todas las horas que le dejó libre la oficina investigando para componer su artículo y escribirlo. Yo sentía una gran emoción por el sesgo que habían tomado los hechos (preveía que de ellos surgiría un grandioso y brillante futuro). Además, mi papel de mecanógrafa y colaboradora en ciertos aspectos de la redacción del trabajo aumentó mi apasionamiento por el mismo. Aquel verano, en Nueva York hacía un calor terrible, pero el sudor que se transpiraba en nuestro pequeño y abarrotado apartamento era como una saludable purificación. Las toxinas del fracaso y la frustración habían desaparecido por completo. Tan pronto como Ed llegaba a casa de la oficina, servía la cena, que era una cena temprana. Después llevaba a los críos a jugar a un jardín cercano, donde nos quedábamos hasta que oscurecía. A las ocho u ocho y media, después de bañarlos y acostarlos, volvía al comedor para pulir y mecanografiar lo que Ed había escrito entretanto. Era algo que había aprendido en la revista Mademoiselle: el

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repaso de las frases y párrafos de otra persona para darles mayor claridad y mejor estructura. Yo había empezado a escribir mis propios artículos sobre el cuidado de los hijos y de la casa, pero me sentía atemorizada por las ideas, mucho más importantes, de Ed —ideas que yo intentaba desenmarañar— que tenían que ver con el gobierno, la industria y el naciente movimiento del consumidor. Cuando las ideas de Ed eran oscuras podía reconocerlo, y señalaba la necesidad de clarificación, pero sabía muy poco de los asuntos que trataba y creía que se necesitaba algo especial —¿estudios universitarios?, ¿mayor inteligencia?, ¿haber nacido hombre?— para manejar temas tan complejos. Parte de mi problema, por supuesto, residía en el hecho de que a mis veintinueve años no había adquirido aún el hábito de leer el periódico. Cualquier trabajador de la construcción del distrito neoyorquino de Queens que leyera cada día el periódico junto a su cerveza de las cinco de la tarde sabía más de economía y política que yo. Pero me parecía que aquellas cosas no tenían importancia para mi vida personal. Quién gobernaba en el país, cómo y por qué; qué era la economía y cómo funcionaba... Aquellas cosas no podían constituir una preocupación visceral para una mujer con tres criaturas pequeñas que dependía, para su bienestar y el de los pequeños, de los esfuerzos de otra persona. El movimiento feminista acababa de ponerse en marcha por aquel entonces, pero aún no insistía en la idea de que las mujeres debían ser más responsables de sí mismas. Parecía más bien sugerir que necesitaban que se les dieran ciertas cosas (cosas que, tradicionalmente, les habían negado: profesiones, sueldos iguales que los de los hombres, el uso de la palabra respecto a su vida presente y a sus sueños sobre el futuro). La ironía de la situación estaba en que de un lado comenzábamos a pedir más cosas, y del otro seguíamos contando con los demás (los hombres principalmente) para que nos las proporcionaran. Las mujeres dábamos la sensación de haber entrado en la adolescencia: queríamos la libertad, pero todavía no deseábamos su responsabilidad. No queríamos liberarnos del todo. Por supuesto, Ed y yo creíamos que hacíamos lo que podíamos. El hecho de que él y yo nunca tuviéramos bastante dinero era un problema para cuya solución yo creía que hacía algo. ¿Qué hacía? Le ayudaba. Despejándole el camino y afianzando su propia imagen para que él tuviera más éxito. Escribir artículos como colaborador de una revista mercantil cobrando unos 7.500 dólares al año no era una carrera con mucho futuro. Naturalmente, era demasiado poco dinero para una familia de cinco personas con

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residencia en Manhattan; pero no había salida, a menos que, por supuesto, Ed la encontrara. Es cierto que la sociedad había inmovilizado a la mujer dándole toda la responsabilidad de la crianza de los hijos. Vivíamos encarceladas en nuestra casa llevadas al terrible convencimiento de que solo nosotras podíamos cuidar de nuestros bebés. Cuando emprendí mi campaña para elevar el nivel remunerativo, aún no existían esos centros donde cuidan todo el día de las criaturas. Sin duda hubiera sido difícil contratar para el caso una muchacha que los cuidara sin que nos quedáramos sin un centavo. Pero mirando ahora atrás, sé que habría podido hacer algo. Podría haber hecho un plan, comenzar desde abajo y llegar a realizarlo por completo (como, al fin y al cabo, tuve que terminar haciendo). La causa de mi inercia no estaba en la falta de un lugar donde cuidaran de mis hijos. No quería ser responsable de mí misma, razón por la cual no hacía nada para empezar a moverme. Había huido de la independencia a la edad de veinticuatro años, y no tenía motivos para querer volver entonces a ella. Interiormente, aún anhelaba que cuidaran de mí, y estaba dispuesta a trabajar muy duramente y a tener que aguantar muchas cosas a cambio de ello. En realidad, quería ser una esclava.

No nos gustaba verlo de esa manera, por supuesto; ni a él ni a mí. Preferíamos tenernos por un matrimonio moderno e ilustrado. Yo no era una mujer blandengue, de las que se encuentran mal durante el embarazo y se desmayan cuando algo las asusta. Mis síntomas fóbicos habían desaparecido. El matrimonio me había hecho fuerte y vigorosa. Tenía suficiente energía para cuidar de tres criaturas de menos de cuatro años, de la casa, de la comida, del lavado de la ropa, y para telefonear a despachos de senadores con el fin de concertar entrevistas para Ed. Tenía la energía necesaria para convertirme en una especie de «otro yo» para él, y a veces le apoyaba fingiendo una fuerza que se me había agotado. Era mentira que Ed necesitara mi ayuda aquel verano porque solo podía trabajar por las mañanas en el proyecto para la Atlantic Monthly. La verdad era que él tenía miedo: miedo de empezar (podía fracasar), miedo de pedir a los senadores y a los miembros del Congreso que le concedieran entrevistas (podían decir que no), miedo de comenzar a trabajar a un nuevo nivel más difícil que pondría a prueba sus aptitudes y podría terminar frustrando sus más caras fantasías. Esto no lo sabía yo por entonces; aún no me había

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enfrentado nunca con mis propios demonios. Consideraba «irreales» los miedos de Ed. Al mismo tiempo, me gustaba pensar que creía en Ed, que yo sabía que él «podía hacerlo». Con gran habilidad, conseguí concertar todo un programa de entrevistas en Washington en una sola tarde de llamadas telefónicas. «Mi marido está preparando un artículo para la Atlantic Monthly sobre los precios de los alimentos», decía a los ayudantes y secretarias. Me sentía eficiente y tranquila. No me desanimaba relacionando aquella tarea con el poder de la prensa (las puertas de los senadores se abrían a ella inmediatamente), porque, en realidad, no era mi poder sino el de mi marido. Me sentía fuerte y eficaz precisamente porque trabajaba en nombre de mi esposo, con mi imagen protegida y mis facultades personales por probar. Entregar la vida de una al dueño puede llegar a ser enormemente frustrante. Como treta para evitar la ansiedad que conlleva la autonomía, no siempre da resultado. A veces —más bien muchas—, Ed ahogaba sus propias frustraciones en una juerga de bebedores. Tales episodios me hundían en la desesperación, pues me hacían reconocer mi situación de desamparo: lo vulnerable que era; lo carente de aptitudes que estaba para hacer cualquier cosa; lo tremenda, lo fútil que era mi dependencia. A la mañana siguiente —una mañana que no podía ser más desolada—, experimentaba, mezclada con mi aflicción, una oscura sensación de alivio. Habíamos tocado fondo, y con ello quedaba a la vista la mentira que vivíamos y las energías que malgastábamos en la farsa que era nuestra existencia. La arrugada bata, la barba de todo un día, el apestoso olor del alcohol ofrecía una repelente imagen de la verdad: nuestro matrimonio no marchaba bien. La seguridad y la protección que este debía darme eran falsedades. Tanto él como yo nos las componíamos, cada cual por su parte, para evitar las cuestiones principales de nuestras vidas. Por supuesto, huía horrorizada de aquella imagen, como si quisiera esquivar un alud que se me viniera encima. Durante nueve años, viví la vida de una niña casada que jugara a ser adulta. Del mismo modo que bauticé a mis hijos a su tiempo, les hacía vacunar siempre que era necesario. Pagaba las facturas y pedía prestamos al banco cuando las cosas iban mal. Cambiaba y lavaba pañales y hacía cuanto estaba en mi mano para que todo andara lo mejor posible. Lo hacía contra toda probabilidad de que alguna diosa de los cielos hubiese siquiera sonreído en caso de haber tenido la ocurrencia de echar una mirada

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hacia nosotros. Porque aquella diosa se habría dado cuenta de que todos mis esfuerzos eran regresivos. Solo estaban destinados a mantener intactos los muros de mi prisión.

LA PUERTA DE ESCAPE DEL MATRIMONIO La idea que las mujeres tienen del matrimonio no parece haber cambiado mucho con el correr del tiempo. En un estudio que acabó convirtiéndose en el libro Maridos y esposas, el doctor Anthony Pietropinto y Jacqueline Simenauer descubrieron que muchas mujeres siguen viendo todavía el matrimonio como una fortaleza. Al escoger marido, buscan al príncipe, a alguien que las exima de su responsabilidad. La sexualidad gratificadora y el compañerismo estimulante son cosas secundarias. Dadles un pedestal en el que puedan mantenerse por encima de los peligros de la auténtica forma de vivir y serán felices solo permaneciendo sentadas en él. Los antecedentes culturales de las mujeres objeto de dicho estudio tuvieron muy poco que ver con su actitud hacia el amor y el matrimonio. Una mujer, un ama de casa que era licenciada universitaria, dijo a los investigadores que se había casado con su esposo porque «yo era el centro de su vida. Se desvivía por hacerme feliz. Creí que podía ser un buen proveedor y darme la seguridad económica que necesitaba». (La seguridad económica predominaba en la lista de las cosas que las encuestadas esperaban de un marido.) Otra mujer con educación universitaria dijo del hombre que había conseguido atrapar: —En realidad, es mi mejor amigo. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Lo acosé hasta que se enamoró de mí y quiso casarse conmigo.1 Una mujer del Sur me dijo que cuando se casó buscaba sobre todo en el matrimonio «una intensa relación amorosa, excitante y sexual», pero que, después, pensándolo mejor, se dio cuenta de lo románticamente engañosas que eran sus esperanzas: —Lo que quería en realidad —me dijo— era permanecer segura en casa con los niños y que mi marido dejara el amor, la excitación y la aventura al otro lado de la puerta de casa. Sorprende, en estas respuestas de mujeres, la vehemencia con que se expresan. Las esposas parecen obsesionadas por el deseo de demostrar lo mucho que son amadas. Y algo más importante, se perciben a sí mismas como acreedoras de la seguridad proporcionada por el hombre.

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Típica de esta postura de exigencia es la actitud de la mujer que hace todo lo posible para enamorar a un médico. Más que cualquier otra cosa, las mujeres casadas con médicos buscan en el matrimonio, según sus propias declaraciones, la «seguridad». Pero, por otro lado, son pasmosos el talante conflictivo y la hostilidad que exhiben hacia los hombres que les facilitan toda esa seguridad. Una encuesta sobre las experiencias de la vida real de mujeres que optaron por casarse con médicos (cuyos resultados fueron publicados en una revista llamada Medical/Mrs.) llegó al fondo de la cuestión. ¿Era la esposa de un médico todo lo que se había soñado que era?, vino a preguntar la revista a sus cien mil suscriptoras. «¿Es realmente lo que usted esperaba y lo que la sociedad le prometía?» No lo es en absoluto, si hemos de hacer caso a las mujeres que eligieron esa desdichada existencia. «La mujer de un médico siempre espera mucho más de su marido que las demás mujeres, pero es muy poco el apoyo emocional o los ánimos que recibe de él —se quejaba una de ellas—. No podemos contar con nuestros esposos para nada, ni siquiera para clavar un clavo en la pared.» La frustración experimentada por la esposa de un médico de Maryland era fácil de observar, especialmente por el modo en que subrayaba ciertas palabras: «No puedo hacerle entender que las horas suplementarias que dedica a su profesión no aumentan su sueldo o su posición, sino que son horas que le quita a la familia, y que, con su proceder, ha impedido que yo tenga una vida propia porque no me sobra ni un minuto después de hacer todo lo necesario para llevar la casa y mantener tres criaturas en paz». «Lo más lamentable —escribió otra mujer de veintinueve años, veterana del matrimonio casada con un doctor en medicina— es que me he visto obligada a crearme una vida propia, separada y diferente de la de él.» (Muchas mujeres de más edad que ella, y no pocas más jóvenes, creen que verse obligadas a crearse una vida aparte es un signo patológico en las relaciones matrimoniales. Y que la mujer cuyo marido no tiene en cuenta su debilidad femenina, dándole una razón de existir y una escapatoria a sus problemas de desarrollo, ha hecho un mal negocio.) Las esposas de los médicos descubren, con evidente desánimo por su parte, una razón inversa entre la importancia de la seguridad económica que obtienen de sus maridos y algo que aún ansían más: la seguridad emocional. «Apoyo», «mantenimiento», «amigos y vida familiar» son las áreas en que, según reveló la encuesta, el médico-proveedor no da tanto como recibe. De hecho, muchas esposas de médico creen que su marido es un

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individuo aburrido y limitado. A diferencia de ella, no tiene «alicientes externos» que animen su existencia. En realidad, según ellas, no hace nada. (Al no tener la esposa existencia propia, encuentra difícil, si no imposible, comprender que su esposo disfrute en la parte de su vida que se halla separada de la de ella.) Para añadir el insulto al ultraje, el marido médico se comporta en casa como un despreciable demagogo. «¿Sufre usted a causa de la posición de “Dios” de que disfruta su marido?», preguntaban en la encuesta de la revista, y el cuarenta y ocho por ciento de sus lectoras respondieron impulsivamente: «¡Sí!». Una esposa que, obviamente, se relacionaba mal con su marido, observó: «El principal problema está en que mi esposo no se da cuenta de que, si bien puede ser un dios en el hospital y sus palabras son allí leyes, unas relaciones familiares sanas exigen otras cosas muy diferentes. Suele dar órdenes; a mí y a nuestros hijos, lo que a todos nos molesta... Es neurocirujano, y comprendo las tensiones que ha de sufrir en la sala de operaciones, pero yo tengo treinta y seis años, mis hijos once y doce, y empiezo a cansarme de su modo de comportarse. Mientras no encuentre una solución mejor, procuraré ignorarlo cuanto pueda». ¡Qué afligidas parecen esas mujeres! Quieren seguridad, sí, pero la seguridad significa para ellas mucho más que el pago de sus facturas por otra persona. Significa el cariño nocturno. Alguien que se siente junto a la familia en las competiciones deportivas de los chicos y en los recitales de piano de «Alice». Alguien que ayude a su esposa a cuidar el jardín y que vaya a jugar al golf con ella de vez en cuando. En vez de eso, esas mujeres han terminado poseyendo un Yo con mayúscula, inermes, no obstante, bajo las reglas y normas procedentes de las alturas donde se halla su esposo. «Es un hombre que lo controla todo: la comida que debe servirse, la casa, el dinero y, por supuesto, el empleo de mi tiempo», se quejaba la mujer del neurocirujano.2 El doctor debe de encontrar sin duda justificada su dominación de la escena familiar porque, en el fondo, está convencido de que paga la seguridad de su esposa con su propia vida. Cuanto más se queja ella de la ausencia de su marido, más tiempo pasa él «en el hospital» para evitarla. Él encuentra justa su propia manera de vivir, incluso se siente satisfecho de la misma. Tiende a ignorar sus más terribles sentimientos, tales como el odio que siente hacia la exigente e infantil mujer con que vive. Prefiere mostrarse autoritario y frustrar así los esfuerzos que ella hace para domarle y domesticarle. Al fin y al cabo, él tiene la sartén por el mango, porque su mujer no puede hacer nada ni ir a ninguna parte sin su esposo. Para limitarla, para circunscribir sus actividades, le basta con

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cancelar sus tarjetas de crédito. La simple amenaza de reducir o cortar la prestación económica es suficiente para mantener en su sitio a las esposas que no trabajan. Por esto, considerando que eso es mucho más de lo que se puede aguantar, la esposa del médico, con tristeza y depresión (porque, a fin de cuentas, ¿no se merece una vida mejor?), acaba por romper sus ataduras y vivir «una vida propia». «Espíritu comunitario» [togetherness] era en los años cincuenta el término que se usaba para describir un matrimonio ideal, unas relaciones cómodas, agradables e íntimas en las que la esposa y el marido lo compartían todo: ideas, opiniones, sueños e ilusiones. En los años sesenta, se consideró que el espíritu comunitario no tenía razón de ser, y se proclamó que era una malsana interdependencia que no permitía madurar, cambiar o desarrollarse a ninguno de los dos miembros de la pareja. (Las revistas femeninas en particular recibieron un vapuleo por haber tomado históricamente la postura de que las mujeres querían, necesitaban y alentaban aquel sofocante «espíritu comunitario».) Tanto si tuvo lugar un retroceso entre los años cincuenta y sesenta como si, en lo más íntimo de su ser, las mujeres nunca quisieron romper el capullo de la vida en común y salir de él, parece ser que el matrimonio ofrece todavía a muchas mujeres una puerta de escape, una retirada de la autonomía que lleva el sello de la aprobación de la sociedad. El estilo de vida proyectado hacia fuera puede ser más liberado, pero el miedo interior que las mujeres experimentan las empuja hacia una existencia simbiótica, de total fusión con otra persona, que no es fundamentalmente distinta de la imagen de la unida pareja de los años cincuenta que avanza de la mano hacia el rosado horizonte de su futuro. La cuestión a que nos referimos aquí es lo que los psicólogos llaman «separaciónindividuación» y que tiene que ver con la consideración de si alguna persona —hombre o mujer— puede soportar la experiencia de desenvolverse primaria y fundamentalmente sola: la de una persona que sepa sostenerse sobre sus propios pies, que desarrolle sus propias ideas y que tenga una manera única y personal de enfrentarse con la vida. Es la falta de «separación-individuación» lo que hace naufragar muchos matrimonios.3

HAY SEGURIDAD EN LA «FUSIÓN» «Fusión» es la palabra usada en los libros de psicología matrimonial para describir unas relaciones en las que un miembro de la pareja, o ambos, por horrorizarle la idea de

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hallarse separado o solo, renuncia a la identidad individual a favor de un intento de «identidad fusionada». Afirmaciones como «puedo leer en su mente», «somos iguales en todo» o «podemos sentir nuestros mutuos sentimientos» no reflejan intimidad; reflejan miedo, el miedo de una persona a desarrollarse y a vivir sola. El deseo de unirse simbióticamente con otro ser tiene su origen en la niñez y en el profundo deseo de «fusión» con la madre.4 Psicológicamente, la primera fase de la separación es un momento azaroso en el desarrollo de la criatura, la cual, todavía insegura de su identidad y angustiada por la desunión, siente la tentación de regresar a un tiempo de la temprana infancia en que no era consciente de la vida autónoma, pero en que se hallaba fundida con una madre totalmente envolvente y protectora. Joan Wexler y John Steidl, profesores de psicología social en la Universidad de Yale, creen que los adultos que intentan fundirse con su pareja actúan movidos por un impulso regresivo semejante al del niño que hace pinitos. «Ambivalentes respecto a la autonomía, asustadas ante su estado de separación y sintiéndose solas y necesitadas», dicen Wexler y Steidl, tales personas «anhelan e intentan recuperar en las relaciones con sus cónyuges el primitivo y continuo intercambio empático de una criatura preverbal con su madre. Este intento de fusión es un intento de permanecer unido con otra persona, de no estar nunca solo, y de negar el estado de separación y la diferencia».5 En los matrimonios que se mantienen «fundidos» año tras año, tanto el marido como la esposa se hallan firmemente anclados en un nivel de desarrollo psicológicamente infantil. Wexler y Steidl describen fríamente el fenómeno como «dos grises figuras unidas por una danza reiterativa y fatal». ¿Cómo pueden marchar bien los matrimonios de esta manera? Con mucho cálculo. Procuran protegerse; «miden sus pasos y actúan con escrupuloso cuidado» para no tener que ver la perturbadora realidad: que las cosas han cambiado radicalmente y que el matrimonio se ha hecho amargamente decepcionante. Los hombres, por supuesto, son en parte responsables de mantener tales lazos, pero las mujeres, por correr un riesgo mucho mayor, pueden hacer milagros para mantener la situación de equilibrio. Cuanto más dependientes son, mayores son sus esfuerzos (por ejemplo) para estructurar una familia «adecuada»: comidas con un horario bien programado, y en general una insistencia más bien malhumorada en que la familia haga «lo correcto», que suele traducirse por un «hacedlo a mi manera». Se cuenta con que el maridito será digno de confianza y de movimientos previsibles. Y él lo demuestra a su

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esposa poniéndose cada noche en contacto con la estructura familiar cuando tiene que ausentarse de la ciudad por asuntos de negocios. En varios grados de exageración, las esposas dependientes tratan de convertir la «vida familiar» en una compleja red social de hijos, parientes y amigos cuidadosamente seleccionados con la que se atrapa al marido como a una mosca de brillantes alas.

Algunas mujeres ejercen su control mediante una crítica insistencia en mantener en vilo con sus advertencias a todos los miembros de la familia. Otras consiguen lo mismo poniendo en juego su ciega devoción. Las ciegamente devotas se hacen indispensables a los maridos, los cuales llegan a creer de veras que no podrían hacer nada sin ellas. Hay muchas maneras de mantener equilibrado el vaivén de un matrimonio simbiótico. La solicitud y una excesiva preocupación por el bienestar del cónyuge es una de ellas.

LA DEVOCIÓN CIEGA La historia más conmovedora que conozco sobre el tema de la devoción ciega es la de una mujer a la que llamaré Madeleine Boroff. Debido a la naturaleza del caso, he tenido que cambiar un gran número de detalles para mantener el anonimato de las personas implicadas en él. Pero lo que se dice aquí es cierto en sus aspectos más importantes: los sueños, las ilusiones, el autoengaño. Madeleine es una mujer cuyo peculiar atractivo tiene mucho que ver con su evidente competencia y su capacidad de mantener la serenidad frente a los momentos críticos. Poseer esta cualidad fue para ella una suerte, dado el giro que tomó su vida el día en que contrajo matrimonio. Inteligente y enérgica, a los dieciocho años dejó de ser una muchacha para casarse y convertirse en una mujer. Un año y medio después, dio a luz a su primer hijo. Había comenzado la novela de su vida de mujer adulta: una lucha con la adversidad casi picaresca. —Aquel lío del auxilio social en que nos vimos metidas Manny y yo hace algunos años ha vuelto a surgir inesperadamente —dijo nuestra mujer a una amiga por teléfono una lluviosa mañana de invierno. Hacía solo unos meses que había cumplido los cuarenta

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años—. He recibido una citación judicial. ¿Qué te parece? Mi abogado dice que podría ir a parar a la cárcel. ¿Te figuras? Para todo aquel que la conociese, la idea de que Madeleine Boroff fuera encarcelada parecía absurda. Con cuatro hijos y un marido de precaria estabilidad económica, ella era el principal sostén de la familia. Durante varios años realmente tumultuosos, había sido la más competente de la familia, una mujer nada impulsiva que se había responsabilizado de mantenerlo todo a flote. De pronto, corrió el rumor de que los Boroff vivían de la beneficencia pública (Manny había vuelto a perder su empleo), y algunos meses más tarde comenzaron a dar la sensación de que vivían de dicha ayuda desde hacía mucho más tiempo del que su inteligencia y cultura podían permitir. ¡Pero la cárcel! La cárcel era para los que actuaban con intenciones delictivas, no para los luchadores de la clase media emocionalmente abrumados por las dificultades económicas. Y no, sobre todo, para las madres. Entre las mujeres que la conocían, la reacción inmediata fue la indignación. Madeleine había trabajado duramente para que nada faltara en su casa y para mantener dignamente a sus hijos. En aquel momento, vivía de sus propios recursos; tenía un empleo de recepcionista que la ocupaba todo el día e iba a la escuela nocturna al salir del trabajo para conseguir una licenciatura que había abandonado años antes, cuando volar a Roma con Manny le pareció algo sensacional. Los detalles de lo que había sucedido durante el tiempo en que los Boroff vivieron de la beneficencia pública nunca fueron totalmente claros, aunque una cosa era evidente: si alguien tenía que ir a la cárcel no era Madeleine. Madeleine Boroff era una buena mujer. Salvando apuros y fatigas que hubieran destrozado a cualquier otra esposa, había sacado sanos y salvos de la infancia a cuatro hijos y los había conducido, no sin dificultades, a la pubertad. A sus cuarenta años era aún atractiva y esbelta. No había perdido ninguna esperanza. Era mucho lo que había dado a los demás. ¿No merecía ahora la suerte de poder vivir por sus propios medios? Varias semanas después de la alarma inicial, Madeleine confirmó a su amiga: —No te lo creerás: he sido sentenciada. Veintiún días en la penitenciaría de Hartford. Manny ya ha cumplido la condena. Solo le dieron dos semanas —lanzó una seca carcajada—. El juez seguramente creería que tengo más tiempo para malgastar. Había sucedido, sin embargo, que al juez no le había preocupado precisamente cuál de los dos disponía de más tiempo, sino la idea del fraude, delito del que encontró culpable a

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Madeleine; más culpable que a su marido. Había sido ella, al fin y al cabo, quien había firmado la petición de beneficencia en Massachusetts cuando vivían aún bastante bien en su casa de Connecticut.

Al principio, a nadie le resultó fácil comprender la situación. El hecho de que se ordenara a una mujer que abandonase a sus hijos para ir a la cárcel fue tan horrible para todo el mundo que empalideció cualquier principio de justicia que lo justificara. La inveterada santificación de la maternidad volvió a ocultar una vez más la percepción de lo esencial y solo dejó ver lo que parecía ser un atentado contra las más elementales normas éticas. En su indignación ante aquella otra indignidad que Madeleine tenía que «aguantar», sus amigas pasaron completamente por alto las cuestiones más importantes. De hecho, ¿qué había sido la vida de Madeleine hasta aquel momento? Durante aquellos largos años, ¿había sido en realidad demasiado condescendiente con sus hijos, con su marido, con ella misma? O, más que una víctima de la devoción, ¿no había sido una mujer desquiciada por la desesperación, cegada por la inseguridad?6

ESCENAS MATRIMONIALES Muchos años antes de ser despedido de su empleo más reciente, Manny Boroff había dejado con su familia el apartamento que ocupaban en Springfield, Massachusetts, para irse a vivir a Thompsonville, una pequeña población sobre el río Connecticut. Por espacio de un año, Manny había tenido un importante cargo en una agencia de un banco de Massachusetts, y el sueldo de que disfrutaba era tan elevado que decidió sacar a su familia de Springfield para llevarla a una enorme casa algo vieja pero llena de encanto. Tal como le había venido sucediendo hasta entonces, poco después de aquel traslado Manny se encontró de nuevo sin empleo. Las personas para las que trabajaba quedaban al principio impresionadas por la inteligencia y el buen aspecto de Manny, pero pronto se decepcionaban al ver su incapacidad de persistir en sus responsabilidades. Era un hombre que en el cargo de jefe comercial, por ejemplo, podía hacer subir las cifras de ventas como un cohete. Pero esto solo era al principio. Poco después, tras haber dado cuanto podía de sí, se abandonaba cuesta abajo como un esquiador que hubiese perdido el

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control de sí mismo: no acudía a las citas concertadas, llegaba tarde al trabajo, y finalmente, cuando su comportamiento se hacía sospechoso, mentía para disimular su desidia. Siempre acababa por ser atrapado en una mentira —o en una serie de ellas—, lo que le dejaba derrotado. Pero al contar a Madeleine lo que le había sucedido, cargaba toda la responsabilidad sobre «ellos» y se valía de sutiles astucias para conseguir que progresivamente, compartiera su actitud contra sus insensibles y estúpidos patronos. Sin embargo, aquella vez Madeleine tuvo la impresión de que no había sucedido lo mismo que en otras ocasiones. A medida que fueron pasando los meses, la persistencia de las nuevas costumbres cotidianas dieron a esta esposa cierta sensación de seguridad. Manny se encerraba en su estudio del tercer piso para trabajar, según decía, en una novela. Madeleine estaba esperanzada. Cuidaba a sus hijos y vendía pan para complementar las prestaciones del seguro de desempleo. Era una nueva forma de vida que, en cierto modo, resultaba vigorizante. Con Manny en casa, todo ofrecía más alicientes, por ejemplo, hacer planes sobre lo que plantarían en el jardín y cuidarlo juntos. Por las tardes, él permanecía en su acogedor estudio, trabajando en la novela. Durante un año, todo tuvo una apariencia peculiarmente idílica. ¿A quién no le hubiera gustado una vida dedicada a la jardinería y a la literatura en el lujuriante valle del río Connecticut? Pero después de cincuenta y seis semanas, el seguro de desempleo se agotó, y el presupuesto de los Boroff acusó enseguida el golpe. Inmediatamente y con eficacia, Manny solicitó la ayuda de la beneficencia pública de Connecticut. No salió a buscar trabajo. Escribía (o al menos lo intentaba), y Madeleine le animaba a hacerlo. Sus continuos fracasos le habían conducido al hábito de beber demasiado. Toda su vida había querido ser escritor; lo deseaba desesperadamente. Madeleine había puesto sus esperanzas en el cambio que su marido parecía estar haciendo, un cambio que, si todo seguía el curso que ella anhelaba, redundaría en una existencia más estable para ambos. Halagaba, analizaba y «apoyaba» a su esposo, interesada tanto por su propia seguridad como por la de él. A medida que transcurrían los meses, se les iba haciendo más difícil vivir con los insuficientes (aunque constantes) pagos de la beneficencia pública. La prestación que recibían era de 350 dólares mensuales, suma con la que apenas podían cubrir los gastos más imprescindibles, incluida la alimentación. Y también había los quince o veinte litros de vino que consumían cada semana (si bien Madeleine tenía que reconocer que era principalmente Manny quien se lo bebía). Y así fue como un día, un par de semanas

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antes de que finalizara el plazo de la ayuda económica que les habían concedido, Madeleine, al ver que peligraba su único medio de vida y que Manny no podía entregar antes de un mes a su agente literario el bosquejo del libro y un capítulo de prueba, tomó el autobús de Springfield y solicitó una nueva ayuda a la beneficencia pública de Massachusetts. Para justificar su residencia en aquel estado, utilizó la dirección del apartamento que aún estaban pagando a plazos y que tenían alquilado. Todo fue sorprendentemente fácil. Bueno, si no fácil, no tan difícil como hubiera podido esperarse. Los cheques les serían enviados a sus señas de Springfield. Para que se cursase su petición con mayor celeridad, dijo al empleado de la beneficencia pública que su marido se había marchado de casa. El «sistema» siempre se muestra sensible ante las esposas abandonadas, sobre todo si tienen hijos. Además, Manny la había convencido de que él ya había tenido suficientes disputas con los de la beneficencia cada vez que pretendía obtener unos meses más de ayuda. Según dijo, sería horroroso para él tener que hacer lo mismo en Springfield. Por esto Madeleine se convenció de que era a ella a quien le tocaba entendérselas con la beneficencia pública. Fue un paso arriesgado el que dio, aunque no tan peligroso, evidentemente, como el tener que enfrentarse con sus temores íntimos y con la baja autoestima que empeoraban su depresión con el paso de los años. Ciegamente dedicada a Manny, Madeleine también sufría una gran ofuscación respecto a su sofocante dependencia, a su necesidad de entregarse totalmente a su marido, de adherirse tan firmemente como un percebe a un barco. Poco importaba que el barco navegara sin timón. Más que nada, a Madeleine la aterrorizaba la posibilidad de tener que quedarse sola algún día. Para evitarlo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa: robar al gobierno si era necesario (aunque ninguno de ellos dos creía en aquel momento que lo que estaban haciendo era «robar»). Madeleine llevó a la realidad su plan para percibir una doble ayuda benéfica con una eficacia que resultó verdaderamente irónica. Consiguió que sus arrendatarios enviaran por correo a su casa de Connecticut los pagos que la beneficencia cursaba a sus antiguas señas de Massachusetts. Entonces solo faltaba cobrar los cheques en cualquier banco que no fuera el de Thompsonville, que les había estado pagando los de la beneficencia de Connecticut durante más de un año. Enfrentarse con la realidad tiene el extraño efecto de hacer sentirse «víctimas» a las personas que, en lo más recóndito de su espíritu, no se consideran verdaderamente adultas. A Madeleine, ser descubierta le resultó doblemente irónico. Cuando los dos

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departamentos de beneficencia pública atraparon a los Boroff, Madeleine ya reunía la valentía suficiente para liberarse. A pesar de los niños. A pesar de su miedo de que Manny tuviera que pasar el mal trago sin ella. Estaba dispuesta a seguir adelante por sí misma aun cuando tuviera que abandonarle. Esta es otra treta de la personalidad dependiente: hacer creer que se es responsable del «cuidado» del otro miembro de la pareja. Madeleine siempre se había sentido más responsable de la supervivencia de Manny que de la suya. Mientras se mantenía concentrada en Manny —en su pasividad, en su indecisión, en sus problemas con el alcohol—, concentraba todas sus energías en buscar soluciones para él, o para «ellos», por lo que nunca tenía que mirar dentro de sí misma. Por esto le había costado veintidós años percatarse de que estaba siendo moralmente estafada. Si no ponía remedio a su situación de una vez por todas, terminaría sin haber vivido de veras. Por fin lo reconoció, y dio el doloroso paso que había de hacerla romper no solo con Manny, sino también con todo su estilo de vida dependiente. Puso en venta la destartalada y vieja casa que tanto amaba, saldó sus deudas (dicho sea de paso, el juez le había permitido disfrutar de un «régimen abierto» durante los fines de semana) y se marchó con sus hijos a Seattle. Allí encontró trabajo en una compañía de seguros, se propuso ir a la escuela nocturna y, fervientemente esperanzada, se propuso hacerse una nueva vida. Desde sus dieciocho años hasta que cumplió los cuarenta —época de la vida en que se considera que las personas crecen, maduran y adquieren experiencia mundana —, Madeleine Boroff había tenido una existencia sin relieve alguno, durante la cual se había engañado a sí misma diciéndose que la vida no era lo que era, que su marido no tardaría en salir de su inestabilidad, y que un día llegaría a ser libre de vivir su propia vida interior pacífica y creativamente. Por espacio de veintidós años, no se había atrevido a enfrentarse con aquel mentirse a sí misma y, por consiguiente, temerosa de perjudicar a los demás y asustada de vivir auténticamente, había vuelto las espaldas a la verdad.

La historia de Madeleine puede parecer excepcionalmente dramática en sus detalles externos, pero en su dinámica fundamental no es infrecuente. Su modo de ir viviendo sin protagonismos, su aparente incapacidad de separarse de una persona demasiado absorbente, suelen ser los signos característicos de las mujeres psicológicamente

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dependientes. El matrimonio actúa como un vigorizante de estas tendencias. En vez de aumentar la autoconfianza de la mujer, conduce a la duda con respecto a sí misma. En vez de proporcionar una experiencia en que la mujer pueda incrementar y desarrollar sus recursos individuales, el matrimonio, con mucha frecuencia, acaba por tener un efecto totalmente contrario: refuerza la dependencia de la esposa y disminuye su autonomía, dejándola solo con leves vestigios de la fuerza y la viveza que poseía antes de casarse.

Jessie Bernard, socióloga de la Universidad Estatal de Pensilvania, dice en su libro El futuro del matrimonio que «muchas mujeres que son totalmente capaces de cuidar de sí mismas antes del matrimonio se hallan desvalidas al cabo de quince o veinte años». Cuenta la historia de una mujer que dirigía una agencia de viajes antes de casarse, pero que, al enviudar cuando tenía cincuenta y cinco años, había vivido tan alejada de las realidades cotidianas mientras duró su matrimonio, que ni siquiera sabía cómo obtener un pasaporte, por lo que tuvo que pedir a sus amigos que se lo consiguieran. «A las muchachas se las educa para considerarse naturalmente dependientes, se les concede el privilegio de apoyarse en la mayor fuerza de los hombres, y van al matrimonio plenamente convencidas de que verán cumplidas tales esperanzas», observa la doctora Bernard. La contrapartida de esta fantasía es, por supuesto, otra fantasía, la de que los hombres serán como unos padres para sus esposas: fuertes y firmes, pero también complacientes y capaces de proteger y ayudar. Existe el mito de que las mujeres son las que crían y alimentan en el matrimonio, pero este mito no tiene en cuenta el reverso de la medalla: que las mujeres buscan en los hombres la misma clase de protección, apoyo y aliento que los niños esperan de sus padres. Una vez casadas, las mujeres se encuentran con que fueron educadas deficientemente; descubren que su esposo se halla muy lejos de ser el superhombre que ellas se habían imaginado durante el noviazgo. Los hombres también tienen su sensibilidad y, cuando intentan llevar a cabo su realización personal, se ven obligados a luchar con sus propias inseguridades. «Al hacer este descubrimiento —dice la doctora Bernard—, algunas mujeres actúan como la niña que llega a darse cuenta de que sus padres no son en realidad omniscientes.» Entonces se indignan y se creen engañadas. Cuando hacía algún tiempo que estaba casada, Madeleine Boroff descubrió que su encantador y joven esposo no era en absoluto como ella se había imaginado. Lejos de

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mostrarse como un hombre fuerte y animoso, se apoyaba pesadamente en ella... y en toda la familia. Eran para él el armazón que sostenía su autoconfianza siempre a punto de derrumbarse. Aquella manera de hablar tan osada y arrolladora que tenía, así como su ostentoso desprecio de los convencionalismos, no eran más que temerosos esfuerzos de conseguir mayor estima a pesar de sus repetidos fracasos. Cualquiera que observara un poco a Manny Boroff podía ver aquello, pero Madeleine no lo advertía. «Algunas mujeres controlan a su pareja siendo dependientes —dice la terapeuta Marcia Perlstein—, haciendo creer a su marido que es el amo y señor de la casa.» Esto también es cierto en las relaciones en que el hombre tiene problemas de autoestima. «Se siente importante en el mundo si logra ser importante para una simple persona —prosigue Marcia Perlstein—. Conservando exactamente el grado de insignificancia adecuado, y procurando que ese equilibrio no se rompa, la mujer puede mantenerse simbióticamente fundida con su cónyuge y ser “feliz”.» Madeleine estaba tan «fundida» con su marido, que no podía ver —más bien temía ver— lo abrumada que se hallaba por las exigencias de su vida de mujer adulta y por el caos emocional creado por sus propios conflictos interiores. Cuando Manny insistió en irse a vivir a Roma con ella antes de que naciera su primer hijo, Madeleine se sintió fascinada por fantásticas visiones de Via Veneto, y lo siguió como una fiel perrita. No sabía cómo ni de qué vivirían, pero, al fin y al cabo, el problema no era de ella. Años más tarde, cuando Manny consideró que había llegado el momento de salir del «hacinamiento humano de Springfield» y comprar una casa de campo, Madeleine también deseaba vivir en el campo, pero nunca se lo sugeriría a su esposo, pues no tenía idea de cómo podrían pagar los plazos necesarios. Cuando Manny creyó que convertirse en escritor «a todo trance» era su gran oportunidad, Madeleine organizó la familia entera hacia un solo fin: ayudar a su marido a hacer su sueño realidad. Hasta que un día la «ecuación» dejó de funcionar. Madeleine vio, por fin, que sus hijos crecían y que pronto la abandonarían, momento en que comenzaría a vivir sus últimos días con «el gran escritor de bosquejos literarios» y su jarra de vino barato. Como para tantísimas mujeres, la partida de sus hijos fue para ella un bofetón en la cara, una brusca sacudida que la despertó de la estúpida servidumbre de su existencia. ¿Qué haría ahora? ¿Quién sería? Porque se daba cuenta de que, separada, no era nadie, solo un ser sin identidad posible; no era más que una parte de «ellos».

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EL SÍNDROME DE LA «BUENA MUJER» La mujer que dedica su vida entera a cuidar de su marido y a «proteger» a sus hijos no es una santa. En vez de exponerse a los temores de la mujer que rompe todas sus ataduras para llevar una vida autónoma, de conseguir por sí misma su propia seguridad, prefiere permanecer enfrentada con soluciones de increíble adversidad. Una vez acostumbrada a ellas, ni siquiera parece sufrir mucho. Es la mujer que siempre «mira el lado bueno de las cosas»; que se muestra serena y vigorosa en casos en que la mayoría de sus congéneres quedarían hechas trizas; que es, a toda costa, «implacable con sus hijos». La «buena mujer» hace todo lo que puede para complacer a los demás. Sin embargo, por lo que respecta a los esfuerzos para su propio desarrollo, se comporta como si aún no hubiera salido de la escuela superior. «Utiliza el matrimonio para favorecer su regresión», como diría un psicólogo para especificar que esa mujer desea volver inconscientemente, a través de las relaciones con su esposo, a unos tiempos anteriores más seguros. Para la «buena mujer», según los psicólogos Rubin y Gertrude Blanck, el matrimonio es «un recurso para que cuiden de ella, para que la apoyen y mantengan..., el modo de adquirir un hogar en vez de formarlo..., una oportunidad de aliviar los conflictos en vez de dominarlos».7 Cuando se quieren usar las relaciones matrimoniales como máscara para ocultar los impulsos neuróticos, deben ser manipuladas con delicadeza. «Algunas de las mujeres que vienen a mi consulta tienen un criterio muy ajustado sobre lo que da o no resultado en su matrimonio —dice Marcia Perlstein—.8 Con todo, ese resultado no es siempre satisfactorio, pues de otro modo no recurrirían a la terapia. Exteriormente, el mecanismo puede dar la impresión de que funciona, pero por dentro esas mujeres no son felices. Notan agudamente la falta de significado de sus vidas. La única sensación de competencia que experimentan va unida a su posibilidad de controlar las situaciones, de conseguir lo que desean mediante la dependencia.» En unas relaciones dependientes, siempre hay distintas maneras de mantener el equilibrio deseado. Algunas veces, la esposa da por descontado —o finge creer— que su marido es superior a ella. Mantenerse en esta actitud requiere una gran habilidad. Algunas mujeres realizan tan poco, limitan sus vidas hasta tal punto, que merman realmente su competencia. Solo se hallan a sus anchas cuando se sienten más pequeñas que su

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marido, se aplacan, se apaciguan, y acaban por volver las espaldas a sí mismas: a sus propias necesidades, aptitudes e intereses. (El psiquiatra Leon Salzman dice que este caso es similar a la renuncia del «prisionero, esclavo o miembro de un grupo minoritario que llega a aceptar la anulación personal que supone su situación con el fin de lograr la máxima seguridad y las mayores ventajas posibles».9 En otras palabras, hay ventajas en el hecho de permanecer en estado de servidumbre, unas ventajas tales que muchas mujeres prefieren ser esclavas antes que perder la seguridad que proporciona la esclavitud.) Otro ardid consiste en hacer exactamente lo contrario: «disminuir» a los hombres tratándoles como niños que son. «Los hombres son todos iguales», puede oírse en todos los jardines, parques, cocinas y cuartos de estar de Norteamérica. —Me hallaba en un convite donde todas las mujeres eran amas de casa, y todos sus maridos eran importantes antropólogos del Instituto de Tecnología de California —me dijo el sociólogo Barrie Thorne—. Los maridos estaban sentados en un lado de la estancia y hablaban de los temas relacionados con su especialidad, mientras las mujeres, sentadas en el lado opuesto de la habitación, hablaban de lo niños que eran sus esposos.10 Cuando las mujeres hacen estas cosas, demuestran con toda seguridad que están sufriendo. Cuando comparten entre ellas el consolador tópico de que «todos-loshombres-son-unos-niños», no hacen sino desahogar hasta cierto punto su dolor de muchachas desilusionadas sin exponerse a ningún cambio. Nunca tienen que hacer nada que modifique su estilo de vida. Simplemente, cómodamente, se quejan. (O, si son «buenas mujeres», no se quejan en absoluto.) La mujer dependiente oscila a menudo entre dos tendencias: la de formar a su marido y la de destruirlo. Madeleine Boroff, por ejemplo, engrandecía con sus elogios el talento literario de Manny, porque tales facultades le proporcionaban una racionalización que le permitía soportar la destructividad de su esposo (siendo una esclava suya). «Mi-maridoel-genio» es un juego seductor. Nos permite seguir apoyándonos en esos «genios» aun cuando sean unos zoquetes. Madeleine también «disminuía» a Manny, prefiriendo pensar que era un hombre frágil que necesitaba su protección. Haciéndose la protectora se ayudaba a sí misma a salvar un poco de autoestima. Como una «gran niñera», cualquier mujer puede adquirir un ilusorio poder, por pequeña que sea su confianza en sí misma. «¿Ves lo bien que me

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desenvuelvo? —exige cada acto de la esposa—. Confía en mí. Cuenta conmigo.» (E interiormente: «Nunca me abandones.») So pretexto de ayudar a su marido, muchas mujeres hacen una inversión emocional destinada a mantener la debilidad del mismo. Si son débiles, los hombres necesitan siempre a su esposa. Si se conservan débiles, nunca se marcharán. (Esto, en realidad, es un paradigma de la mujer del alcohólico: por fuera es competente y bien organizada, pero por dentro teme que si la dejan sola se disuelva como pura mantequilla.) La «buena mujer», por supuesto, tiene la misma estructura caracterológica que la «buena chica», la que aprendió a ser pasiva agarrada a las faldas de su madre. Un estudio reciente ha puesto de manifiesto cierta correlación entre el síndrome de la «buena chica» y las dificultades en alcanzar el orgasmo.11 Dagmar O’Connor, psicóloga neoyorquina que ha tratado a más de seiscientas pacientes en un programa de terapia sexual desarrollado en el Hospital Roosevelt, comparó a las pacientes no orgásmicas con las mujeres orgásmicas. En el grupo de las no orgásmicas, el ochenta y ocho por ciento dijeron, al describirse a sí mismas, que habían sido «buenas chicas» de niñas y en su adolescencia. Eran obedientes y buenas alumnas en la escuela, y nunca habían tenido conflictos con sus padres. Cosa interesante, solo el treinta por ciento de las mujeres orgásmicas pertenecían a esta última categoría. El estudio indica, como mínimo, ciertos indicios de una correlación entre la independencia psicológica y la capacidad de experimentar el orgasmo. Las mujeres psicológicamente dependientes pueden encontrar aterrador el instante de fundirse con un ser del sexo opuesto, un momento en que desaparecen las fronteras de la personalidad y la identidad. Inseguras de su identidad en primer lugar, y luego dependientes, vulnerables y desvalidas, encuentran insoportable ese momento de apasionado abandono, por lo que se niegan inconscientemente a entregarse a él.

LA SEGUNDA INTENTONA: EN BUSCA DEL MITO DE LA SEGURIDAD

Del mismo modo que lo abandonan todo por el matrimonio, las mujeres descubren a menudo que este no les proporciona verdadera seguridad. —Es como la letra de esa canción que se canta por ahí —me dijo una mujer a la que

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llamaré Jessica—: «No puedes mandar siquiera en tu vida, no me fastidies mandando en la mía». Una no tarda en preguntarse: ¿Cómo podrá encargarse de mí ese hombre tan lleno de defectos? Jessica, antes de casarse recientemente por segunda vez, había vivido sola con sus hijos por espacio de cinco años, tiempo durante el cual volvió a la escuela para especializarse en odontología. Poco después de haber empezado a trabajar en su primer empleo, Jessica abandonó su apenas conseguida independencia por un guapo nuevo marido. Ben, como pronto descubrió su flamante esposa, quería ser padre de una criatura. ¿Cómo podía privarle de ser padre si lo que quería era precisamente ser padre? Pero no era un bebé lo único que Jessica daría a Ben. Gastó 13.000 dólares —sus ahorros producto de la liquidación de su hogar anterior— en el pago de algunas deudas de su nuevo marido. Ahora, con la criatura que tuvo hace un año y medio y otra en camino, no es tan feliz «dando» como antes: —Quería dejar a Ben libre de deudas para que tanto él como yo pudiéramos empezar sin complicaciones económicas. Pero ahora, cuando pienso que no tengo la casa que poseía, que se esfumaron los trece mil dólares que tenía en el banco y que me hallo sin el empleo que había conseguido, me siento anclada. Me digo a mí misma: «Si algo anduviera mal, si por alguna razón quisiera salir de esta relación matrimonial, me sería muy difícil romper con ella». La actitud de Jessica es un claro ejemplo del nuevo conflicto femenino. Desde un plano emocional, quiere disfrutar del lujo de que alguien la mantenga y cuide de ella, pero es suficientemente lista para saber que está pagando un precio demasiado alto por lo que Jessie Bernard llama «los escollos de una seguridad excesiva». Jessica habla de su «situación» con cierta pasividad, como si no pudiera tomar decisiones por sí misma: —De pronto, he dejado de ser económicamente independiente, y tampoco lo soy ya desde un punto de vista profesional. Sé que si mi resentimiento sigue aumentando, cualquier día estallaré. Todo se debe a que he perdido el control de mi vida. Los sociólogos han descubierto que las mujeres hacen muchas más concesiones que los hombres para que el matrimonio no naufrague. La mayoría de los hombres, cuando se casan, no tienen la menor intención de cambiar sus normas de vida. Se figuran que, básicamente, harán y pensarán las mismas cosas —que casi en todo seguirán siendo la misma persona—, con la única diferencia de que, a partir de entonces, estarán casados en vez de ser solteros.12

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Las mujeres no ven el panorama de la misma manera. Nosotras nos convertimos en esposas del mismo modo que nos convertimos en madres. Esperamos cambiar, suavizar y disimular cualquier obstáculo que se interponga entre «yo» y «él». En esencia, esperamos fundirnos con otro ser. Y aunque algo de esta unión no nos guste conscientemente, aunque la forma resultante de ello responda más a las ideas y actitudes de él que a las nuestras, apenas cuestionamos el statu quo logrado. «Reducirse a la condición de esposa —dice Jessie Bernard— supone la redefinición de una misma, una remodelación activa de la personalidad para adaptarse a los deseos y necesidades del marido.» 13

«Reducirse a la condición de esposa» también requiere saber renunciar. Muchas mujeres casadas se encuentran hoy con la desventaja de que no pueden mantenerse a sí mismas, pues los conocimientos y habilidades que pudieron haber adquirido antes del matrimonio se han atrofiado desde hace mucho tiempo. Como podrán contarle a usted las mujeres que han pasado por esta experiencia, es una equivocación creer que una puede «retirarse» durante seis o siete años, mientras crecen los niños, y luego reanudar su carrera como si nada hubiera sucedido. Casi siempre se necesita un período de readaptación y puesta al día. En tal momento, una ya no es la misma persona que cuando se casó. —Sucede algo muy sutil —me dijo la mujer que abandonó su carrera y sus 13.000 dólares ahorrados—. Cuando vivía sola, divorciada y sin compañía, me sentía capaz de hacer cualquier cosa. Tenía responsabilidades. Pero tan pronto como volví a casarme, empecé a esperar que mi pareja hiciera toda clase de cosas por mí. Aún hoy, si no las hace, exclamo para mis adentros: «¡Esto no es justo!». La dependencia, por su propia naturaleza, crea desconfianza en una misma, y la autodesconfianza conduce demasiado rápidamente al odio hacia sí misma. Ciertos estudios comparativos entre los dos sexos demuestran que las esposas se perciben a sí mismas bajo una luz mucho más negativa que los maridos. Las esposas se preocupan obsesivamente por cosas como su aspecto personal o su atractivo. Si experimentan alguna dificultad al adaptarse a algún aspecto de la vida matrimonial, ellas siempre tienden a culparse a sí mismas, a atribuir el problema a su ineptitud. Las mujeres, por lo

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general, se sienten culpables incluso cuando es el marido quien crea dificultades en las relaciones matrimoniales. De todas las mujeres con quienes hablé mientras hacía la investigación necesaria para escribir este libro, las que se hallaban entre los treinta y cuarenta años y se habían divorciado y vuelto a casar, pero no habían adquirido suficiente confianza en sí mismas entre el marido número uno y el marido número dos, eran las más patéticamente resignadas. —Cuando obtuvimos el divorcio, me hallé como si estuviera en el limbo hasta que llegó el segundo marido —dijo una mujer de Little Rock, Arkansas—. En realidad no hice más que esperar el próximo esposo. —No estaba entrenada —dijo una graduada universitaria que hasta entonces nunca había sabido lo que era ganar un sueldo—. Nunca me imaginé que algún día tendría que sostenerme por mis propios medios y mantener a mi familia, y es verdaderamente difícil hacerse a tal idea. —Llega un día —dijo otra mujer— en que te dices a ti misma: «Hay algo en ese hombre que no me gusta, algo que no había advertido antes de comprometerme, algo que, si yo hubiese madurado y cambiado, no podría aceptar en absoluto». Pero luego reconoces: «Dejemos las cosas como están. ¿Qué puedo hacer para remediarlas?». Piensas en el divorcio, en las posibilidades de separación, pero te das cuenta de que la segunda intentona no es ya tan fácil. La mujer que renunció a su empleo y a sus ahorros dijo: —Llegas a un punto en que desearías que ciertas cosas cambiaran, pero probablemente no variarán. No es posible cambiar la manera de ser de otra persona. A veces, todo esto me deprime, pero entonces pienso: «Bueno, también disfruto de alguna que otra ventaja». Empiezo pensando que quisiera cambiar la situación, pero acabo por reconocer que lo mejor es resignarse y callar. Las mujeres que se resignan, las mujeres que se muestran estoicas y «fuertes» ante un matrimonio que no les ofrece ninguna ventaja, suelen tener un grado de dependencia que roza lo enfermizo. Como esposas, son incapaces de enfrentarse con su marido, porque para hacerlo con eficacia tendrían que experimentar sus propios sentimientos de cólera y hostilidad, cosa que consideran demasiado peligrosa. Estas son las mujeres cuyo amor no está basado en una elección derivada de su fuerza interior, en una ternura y una

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generosidad que brotan de un sentimiento de plenitud y de confianza en la propia valía. Estas son las mujeres que «aman» porque temen quedarse solas.

FIN DE LA INFERIORIDAD La dependencia se alimenta de sí misma. La mujer dependiente acaba por encontrarse casi siempre en una situación de verdadera esclavitud. Humillada, no tiene otra ocupación que la de atender a su «opresor», el hombre del que depende. Llegada a ese punto, le es muy difícil, si no imposible, ver claro dentro de sí. Lo que no impedirá que exclame: «Él es la única razón de que yo no tenga vida propia». La psicoterapeuta Marcia Goldstein, de Berkeley, California, está especializada en ayudar a las parejas a mejorar sus relaciones excesivamente simbióticas. A veces, sus clientes deciden continuar viviendo juntos al sentirse capaces de disfrutar de una existencia más satisfactoria como personas, y dispuestos a ser mutuamente más cariñosos y tolerantes. En otras ocasiones acaban por separarse definitivamente. Sin embargo, como se desprende de la «historia» que señalo a continuación, el hecho de abandonar unas relaciones matrimoniales sin otra razón de continuidad que una excesiva dependencia («fusión») por ambas partes, no tiene que ser necesariamente destructor ni para él ni para ella. Puede constituir una huida hacia la libertad. El hombre de este caso, a quien llamaremos Al, tenía todo un historial de relaciones matrimoniales para las que no estaba realmente preparado. —Era un individuo de tipo pasivo-agresivo que parecía elegir a gusto una cosa y luego, más tarde, la encontraba detestable —me dijo su terapeuta. La mujer, a quien llamaremos Lyn, administradora de escuela y profesora, era una persona activa y sociable. Durante los casi cuatro años que vivió con Al, su eficiencia y su confianza en sí misma fueron reduciéndose hasta desaparecer, hasta el punto que no parecía la misma de «antes de Al», según observaron sus amistades. Él se quejaba de que Lyn se injería en su vida; ella se batía en retirada, notablemente disminuida su autoestima. Artista frustrado, Al deseaba tener la oportunidad de hacer carrera como artista comercial. Lyn lo animaba a que trabajara en su estudio por la noche, y no se acostaba hasta que él terminaba su tarea, «por si necesitaba alguna cosa o quería tomar algo antes

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de irse a la cama». Al, que notaba su presencia y su espera, se sentía inquieto y cohibido. Al y Lyn se habían convertido en «dos figuras grises encerradas en una danza monótona y letárgica». El esfuerzo emocional que hacían para contener su irritación y resentimiento les dejaba agotados. Al anhelaba disponer de un «espacio» para él solo, disfrutar del aislamiento necesario para trabajar con libertad, de manera espontánea. Lo cierto era, sin embargo, que interiormente tenía miedo de liberarse, porque no quería experimentar la soledad. Así pues, se desahogaba culpando a Lyn de su problema. Lyn, por su parte, se sentía preocupada por el deseo de apartarse de ella que notaba en Al. Aquella separación temporal —a la que Al tenía perfecto derecho— suponía para su esposa la aniquilación de su espíritu comunitario. «En las parejas adultas “simbióticas” —observan Joan Wexler y John Steidl—, el cónyuge es considerado como el mundo entero, como alguien totalmente responsable del propio bienestar o malestar. Cuando las necesidades de ambos miembros de la pareja están en sintonía, el mundo marcha bien. Sin embargo, si uno de los dos no responde como se esperaba, las relaciones se deterioran...» Mantener unas relaciones «simbióticas» en estado de equilibrio requiere que tanto él como ella no se muevan de su sitio. Tan rígido convenio no deja espacio para el cambio o la maduración. A la larga, uno de los dos cónyuges lo rompe para exigir más, para expresar su decepción o su sensación de sentirse amenazado. Esto es lo que les sucedía a Lyn y a Al, según su terapeuta. Si bien Lyn sabía conscientemente que era razonable y madura, en realidad aquellas noches de Al aislado en su estudio la tenían trastornada. «Cuando el otro miembro de la pareja no está presente —explican Joan Wexler y John Steidl—, se tiene la sensación de que se han perdido las relaciones, y hasta de que es incluso la propia personalidad lo que ha desaparecido. La dependencia total se interpreta como perfecta vida en común.» ¿Cómo salir de ese encierro? —Lyn y Al hicieron una prueba: tres meses de separación —me dijo Marcia Goldstein —. Es algo que he aconsejado a veces a otras parejas. Se trata de una experiencia destinada a romper su eterno abrazo, o su constante lucha cuerpo a cuerpo, según cómo se mire. Es posible que, transcurrido ese período, ambos tengan una nueva perspectiva respecto a sí mismos. El primer mes viven separados, pero monogámicamente, concentrándose en el desarrollo de su vida individual. El segundo mes pueden dejar de

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ser monógamos; si lo desean, pueden emplear ese tiempo en experimentar la posibilidad de otra clase de relaciones. El tercer mes vuelven a la monogamia. Lo destinan a reflexionar, a hacer una nueva evaluación de sus relaciones matrimoniales y a determinar lo que sobra o falta en ellas. Pasados los tres meses, se preguntó a Lyn y a Al, independientemente, si querían separarse o continuar juntos. En la primera sesión con Lyn después de la separación de prueba, esta dio lo que su terapeuta llama «la clásica respuesta de la mujer dependiente». —Empezó por decir —me explicó Marcia Goldstein— que sabía que la cosa iba a requerir mucho tiempo, pero que en realidad amaba a Al y que, por otra parte, estaba convencida de que Al la quería de veras. Luego se mostró dispuesta a vivir de nuevo con su esposo si él pensaba de la misma manera... Bla, bla, bla. Todo parece muy razonable y equilibrado, pero la actitud de Lyn enmascara su creencia de que no le es posible seguir adelante sin Al. De hecho, Lyn no había tomado ninguna decisión al respecto; estaba desesperadamente «adherida» a las relaciones matrimoniales. Entretanto, la terapeuta ya había visto a Al y sabía que este había decidido romper con su esposa. ¿Cómo se lo tomaría Lyn, con lo dependiente que era de su querido Al? —En realidad, bajo su preocupación exterior, era mucho lo que había cambiado en la vida de Lyn —me dijo Marcia Goldstein—. Había conseguido un empleo mejor. También, cosa muy importante, había tenido mucho más contacto con sus amigas durante su separación de Al, e incluso se había visto con alguno de sus antiguos pretendientes. Habían paseado juntos, yendo de excursión y conversado mucho. Como tantas mujeres dependientes, Lyn se había encerrado al principio en su exclusiva soledad. Había llegado al punto de ser incapaz de relacionarse con los demás. Lyn aún creía que seguía dependiendo en gran manera de Al, pero era una convicción más bien basada en antiguas ideas sobre sí misma que en la realidad de su nueva vida. —Sabiendo que Lyn había empezado a asegurarse sólidos medios de existencia, le pregunté si quería volver a toda costa con su marido —me explicó la terapeuta—. Reflexionó un momento y me respondió: «No. Si sigue resentido conmigo y continúa culpándome de ser la única razón que le impide realizar su trabajo artístico, si cree que quedándose conmigo me haría un favor, no. En tal caso no quiero seguir con él». Cuando Lyn vino a la próxima sesión y coincidió en ella con Al, se hallaba en un

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estado emocional que Marcia Goldstein llama «valientemente vulnerable». En esencia, dijo a su marido: «No quiero mentirte; hemos convivido demasiado tiempo para andar con fingimientos. Nuestras relaciones significan mucho para mí, en parte por el tiempo que hemos vivido juntos y en parte por haberme habituado a ti, pero sobre todo porque me importas de veras. Y si quisieras comenzar de nuevo, si pudiese contar contigo, plenamente contigo, con el compromiso de que cada uno viviría su propia vida..., si estuvieras dispuesto a todo ello, yo no vería inconveniente en continuar nuestras relaciones matrimoniales. Pero si tienes alguna duda, por pequeña que sea, y crees que no debemos seguir juntos, por doloroso que me resulte estoy dispuesta a separarme definitivamente de ti». Marcia prosiguió: —Dije a Lyn que no podía volver con su marido, que Al no podía darle lo que deseaba y necesitaba; y, de mutuo acuerdo, decidieron separarse para siempre, allí mismo, en mi consultorio. Fue algo increíblemente hermoso. Lyn acababa de graduarse como mujer independiente. Desde su separación, Lyn es «más tierna, más vulnerable y más afectuosa con sus amigas y amigos», según palabras de la terapeuta, y está a punto de hacer un viaje por Europa. —He de señalar algo muy importante —me dijo, como conclusión, Marcia Goldstein —. Cuando una persona se libra realmente de la dependencia, lo hace de manera positiva. Experimenta más bien la libertad de la independencia que el aislamiento. Si, a pesar de todo, se siente todavía dependiente, entonces sufre ese aislamiento, siente autocompasión: «Estoy sola en el mundo y condenada a no intimar de nuevo con nadie, a no volver a ser nunca feliz». En cambio, Lyn se dice a sí misma: «No tengo que preocuparme por si él me ama o no. Puedo ir a Europa y pasarme allí tres meses; después podré volver, aposentarme y vivir de mi trabajo». Este es el verdadero barómetro indicador de si una mujer se ha librado realmente de la dependencia: la mujer que no tiene esa clase de energía, esa clase de confianza, no puede decir que haya logrado la libertad.

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6 El «pánico genérico»

¿De qué manera, cuando no hemos temido en la vida, comenzamos a temer? ¿Qué nos da el pequeño empujón, el impulso para ir más allá del borde de lo que nos es familiar y empezar a caminar solas? Para muchas mujeres, es un sentimiento de desesperación.

Cuando finalmente comencé a escribir, no lo hice en la escuela, ni en la revista Mademoiselle, sino en un pequeño piso de una casa situada junto a la vía del ferrocarril, al norte de Greenwich Village, cuando mi segundo bebé acababa de cumplir un mes. Recuerdo aquella noche con increíble claridad, porque de ningún modo me había imaginado lo que iba a ocurrir. El impulso me vino de no sé dónde. Fue una súbita, apremiante necesidad de escribir, de poner palabras sobre el papel. Aquellas palabras fueron para mí un comienzo, pues pasaron directamente de mi cabeza al papel, sin la intervención de «nadie más». Fue un momento sensacional, la primera experiencia totalmente independiente desde que me había casado. El apartamento estaba silencioso, nadie me exigía nada. Mi marido se había dormido en el sofá del cuarto de estar. Era medianoche, yo estaba amamantando a mi hijo. Recuerdo que le acunaba sobre mi pecho con la mano izquierda mientras empezaba a garrapatear palabras con la derecha. Mientras el pequeño mamaba, mi mente se llenó impetuosamente con la forma de algo que quería comunicar a los demás. Escribí sin parar, como enfebrecida; me detuve apenas el tiempo justo para dejar el bebé en la cuna. Y permanecí sola, escribiendo y escribiendo, hasta que la aparición, al otro lado de la ventana, de las chimeneas que se alzaban sobre los tejados vecinos, me recordó que acababa de nacer un nuevo día. Lo que me impulsó a empezar a escribir fue el deseo de no seguir estando sola. Era una antigua soledad, una soledad que venía de tiempos muy anteriores a mi matrimonio.

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Se remontaba a la época de la pequeña escuela parroquial de Valley Stream, Long Island; de las extrañas y frías monjas; de mi cuerpo frágil; de los problemas con mis dientes; de la percepción de mí misma como una criatura demasiado joven, demasiado delgada, que no estaba en armonía con el mundo que me rodeaba: mis padres, mis compañeras de colegio, mis amigas. Durante cuatro años, había sido criada y señora a la vez, al mismo tiempo el alma del hogar y una desconocida en él. Siempre había vivido con una imagen de mí misma desenfocada, lo que constituía un modo solitario y enajenado de existir. Así pues, cuando finalmente estallé, la motivación que me impulsó a actuar podría traducirse por las palabras que tracé sobre el papel: «Miradme. Tengo algo en común con vosotras. Aquí están mis sentimientos, unos sentimientos que seguramente conoceréis». Creo que entonces, como ahora, escribí especialmente para crear un sentimiento de «comunión» con las otras mujeres. Al principio, los sentimientos sobre los que escribí fueron fielmente los que yo experimentaba: las frustraciones inherentes al hecho de ser una mujer y una madre joven empeñada en salir adelante en una ciudad enorme, ruidosa y sucia. En mi soledad, me imaginaba que las mujeres que leerían mis artículos podrían verme realmente mientras me hacía un vestido con un patrón de la revista Vogue en una habitación con una ventana cruzada exteriormente por una escalera de incendios y con el suelo cubierto de juguetes rotos. Me imaginaba que se percatarían de que todo lo que yo quería algunas veces era poderme repasar las cejas sin que el lápiz encontrara ninguna arruga, y salir a la calle y olvidarme de que, a pesar de no haber cumplido aún los treinta años, me sentía agotada, como una muchacha que de repente hubiera envejecido y estuviese cansada de la vida sin haber tenido la oportunidad de florecer. Mis frustraciones se hacían más profundas a medida que pasaba el tiempo, y el riesgo que suponía escribir sobre ellas resultaba cada vez mayor. Siete años después de que se publicara mi primer artículo, estaba preparada para empezar a hablar. Y, no por casualidad, también lo estaba para dejar mi matrimonio. Ambas cosas coincidieron: la necesidad de no seguir contando con la falsa seguridad de las relaciones con mi marido y la necesidad de utilizar lo que escribía como un acto de autodefinición, de autoafirmación. Había empezado a pensar por mí misma. Las opiniones de mi esposo, a las que al principio me atenía con una especie de fascinación infantil y que más tarde aceptaba por encontrarme completamente «enajenada», se habían convertido en las únicas existentes. Pero la situación había cambiado: me daba perfecta cuenta de que yo

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veía la mayoría de las cosas de manera diferente a él, de que mucho de lo que él juzgaba importante a mí no me entusiasmaba lo más mínimo. A decir verdad, también vi que aquel hombre no podría protegerme en el mundo. Había llegado a un punto en que me parecía menos peligroso vivir sola que continuar integrada en un matrimonio que nos sumergía en un mutuo engaño. Extrañamente, advertí todo esto al final de un año en que Ed no había tenido nada para beber. Éramos gente vulgar y corriente sin aspiraciones de nada especial. Sin las crisis a que estaba acostumbrada, nuestra vida en común comenzó a hacerse espiritual y emocionalmente árida. A través de mis escritos, con mis escritos, había empezado a penetrar en mí misma. Escribir exige el uso solitario de la mente y las emociones. No hay nadie que te anime a su manera cuando estás escribiendo párrafo tras párrafo; nadie que te diga: «Buena chica, vas por el buen camino». Solo tú decides, y las decisiones que puedes tomar son infinitas. Hay muchas maneras de llegar a conocerse —y a aceptarse— a sí misma. Hay muchas maneras de comenzar a comprometerse honrada y sinceramente con la vida. Fue escribiendo como ese proceso se puso en marcha para mí.

¿Cómo es que la mayoría de nosotras hemos optado por permanecer «fusionadas» con nuestra pareja como criaturas indiferenciadas que incluso evitan autodefinirse? ¿Cuántas de nosotras pertenecen a esa estadística oculta, a ese enorme depósito de talento enterrado intacto bajo la superficie del sexo femenino de la clase media? «La gente no para de decirme que era creativa —me escribió una mujer del suburbio de Bedford Village (en el condado neoyorquino de Westchester), donde solo vive gente acomodada—. Algunos de mis amigos, con increíble paciencia, aún confían en que irrumpiré cualquier día en la escena artística como un cometa; como un cometa que será bien recibido por todo el mundo. Entretanto, ellas están, y han estado trabajando en una oficina cada día de nueve a cinco. Y yo, durante ese tiempo he permanecido sentada, estupefacta, intentando decidir qué haré cuando sea mayor. Ayúdeme. Estoy a punto de volverme a sentar al piano, o de salir al jardín para quitar las orugas de las coles.» (La autora de esta carta tiene treinta y siete años.) De Ann Arbor, Michigan, me llegó, hacia el final de los años sesenta, una sugerencia que podía ser la explicación de por qué las mujeres suelen mostrarse tan inhibidas a la

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hora de ejercitar sus facultades. Desconcertada por el peculiar pánico que había experimentado durante sus laboriosos esfuerzos para llegar a doctorarse en filosofía, Matina Horner comenzó a sospechar que el éxito —la idea del éxito— significa para las mujeres algo completamente distinto de lo que representa para los hombres. Las mujeres no parecen ir detrás del éxito del mismo modo que los hombres. Son unas jugadoras que se cubren demasiado al apostar. Se sienten tan angustiadas cuando las cosas les van bien como cuando están a punto de sufrir un rechazo o un fracaso. Dominar una especialidad —hacer algo realmente bien, con éxito— parece asustar terriblemente a muchas mujeres que poseen lo necesario para hacer algo sustancial durante el curso de su vida. Matina Horner consideró que se trataba de un fenómeno que merecía ser investigado. Emprendiendo unos estudios que acabarían por situarla a la delantera de un nuevo campo —la psicología femenina—, empezó sus pruebas con noventa hombres y ochenta y ocho mujeres en la misma Universidad de Michigan. Terminada esta tarea, pudo identificar algo que nadie había conceptualizado hasta entonces: la tendencia que tienen las mujeres a asustarse ante la mínima posibilidad de tener éxito y que sofoca la misma voluntad de triunfar. Llamó a este fenómeno «miedo al éxito».1 Se hizo enseguida evidente, cuando se examinaron los datos recogidos, el alto porcentaje de mujeres afectadas por este miedo. Fueron tantísimas, en comparación con el reducido número de hombres que lo padecía, que el problema pudo considerarse en cierto modo exclusivo de la psique femenina. No se trataba simplemente de que se sintieran inseguras respecto a sus facultades. Cuanto más podían ofrecer, más angustiadas se sentían. «Se da el caso de que precisamente las mujeres con más ansias de triunfo y más capacidad para lograr lo que quieren —dice la doctora Horner—, son las más afectadas por el “miedo al éxito”.» 2 Esto puede haber sido motivo de controversias en el mundo científico, pero el resto de nosotras —al leer en los medios de difusión lo que se había descubierto respecto al «miedo al éxito»— reconocimos en el acto de qué se trataba. ¿Cabía la posibilidad de que las mujeres se hicieran realmente ineptas para el éxito? ¿Podía ser que la preocupación sobre los hombres, el amor y la seguridad emocional —todo ello arropado con el manido término «feminidad»— influyeran en nuestra autolimitación, o fueran, incluso, su factor determinante?

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LAS CRISIS CAUSADAS POR EL ÉXITO La técnica de la doctora Horner para poner de manifiesto este extraño miedo de reciente identificación se llama «terminación de una historia proyectiva». Con ella, pudo profundizar en las actitudes inconscientes de los estudiantes para descubrir lo que sentían, o más bien lo que creían que sentían, o lo que les hubiera gustado sentir. A los estudiantes de uno y otro sexo se les pidió que escribieran historias imaginativas basadas en una «pista», una frase destinada a hacer pensar y sentir a quienes respondían a la prueba a lo largo de determinadas líneas de ideas. Esta fue la pista que se dio a las mujeres: «Al final de los exámenes trimestrales, Anne se encuentra en el primer puesto de la clase de la facultad de medicina». (La pista para los hombres fue la misma, pero con la diferencia de que «John» figuraba como el primero de la clase en vez de Anne.) Las historias de los estudiantes fueron luego analizadas por el equipo investigador. La idea en que se basan las «terminaciones de una historia proyectiva» es la de que las verdaderas actitudes y esperanzas de los responsables se hallan ocultas en la trama de la historia. La doctora Horner opinaba que el hecho de que los estudiantes dejaran ver en sus narraciones que el tomarse demasiado en serio cualquier éxito docente traía consecuencias negativas era un signo de que el «miedo al éxito» estaba actuando. Las consecuencias negativas incluían el miedo de ser socialmente rechazado, de perder la oportunidad de ser elegido para salir con personas del sexo contrario o, incluso, de resultar un mal candidato para el matrimonio, y también el miedo de quedar aislado y solitario o de ser infeliz como consecuencia de haber triunfado. La noticia de que Matina Horner estaba trabajando en tales estudios saltó de universidad en universidad con la rapidez de un rayo. La doctora descubrió que había enormes diferencias entre la manera cómo los hombres y las mujeres respondían a la perspectiva del éxito. Los chicos se sentían atraídos por la posibilidad de encauzarse hacia una brillante carrera; la misma perspectiva hundía a las estudiantes en la más profunda angustia. El noventa por ciento de los chicos que fueron sometidos a la prueba no solo creían que el éxito en el mundo del trabajo era su máxima aspiración por el bienestar que podría darles, sino que estaban convencidos de que les haría ganar puntos entre las mujeres. El sesenta y cinco por ciento de las chicas que se prestaron a la prueba de la doctora Horner encontraron que la idea del éxito en cualquier campo era desde

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perturbadora hasta francamente horrenda. El principal motivo de tal reacción, según la doctora, era este: las mujeres creían que si llegaban a ser buenas profesionales comprometerían sus buenas relaciones con los hombres. Era para ellas así de simple. Las mujeres con novio o amigo creían que lo perderían. Las mujeres sin pretendientes o amigos creían que nunca conseguirían tenerlos. Antes de arriesgarse a una vida sin amor, las mujeres son capaces de renunciar a muchas cosas: abandonar sus ambiciones, volver la espalda a sus más caros anhelos, lanzarse ansiosamente en el anonimato del «ochenta por ciento». Para ellas es impensable el destino de consumirse sin amor en la soledad del frío trono de la excelencia profesional. Más que nada, las mujeres desean experimentarse a sí mismas relacionándose con otra persona del sexo contrario. Esto es fundamental para ellas: le dan prioridad sobre cualquier otra cosa.

LOS DESASTRES QUE LE SUCEDIERON A «ANNE» Veamos ahora cómo las mujeres de la Universidad de Michigan trataron en realidad la inquietante situación en que Anne, la muchacha citada en la fase inicial de la prueba, se encontraba en la facultad de medicina. Una gran mayoría de mujeres escribieron historias que expresaban la idea de que Anne podría haber sido considerada como una «leprosa» a juzgar por el aislamiento en que sin duda se encontraría como resultado de su anómalo brillo en la facultad de medicina. Tal brillo iba a causar tantos problemas a Anne que más valía que no hiciera ostentación de sus méritos. Una mujer sugirió que lo mejor que podía hacer Anne era no dar la menor importancia a su posición de «número uno» de la clase. Aflojando un poco su apasionamiento por los estudios y ayudando a su amigo Carl, Anne podría casarse pronto, dejar la facultad de medicina y «concentrarse en criar sus hijos [los tenidos con Carl, naturalmentel]». Abundando en este punto de vista, el tema de las historias de las mujeres era que Anne mal podía esperar que un hombre la amase si persistía en distinguirse tan ostentosamente. Las mujeres expresaron cierto enojo, un angustioso enojo, hacia Anne. Según ellas, no era una chica «feliz». O bien la encontraron antipáticamente agresiva.

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Aquella «Anne», decían, no tenía escrúpulos para atropellar a los demás —familia, marido, amigos— en su detestable persecución de sus propias ambiciones. Las mujeres, principalmente, parecían preocupadas por el rechazo social a que se exponían las que se comportaran como la heroína de su historia. «Anne —escribió una— es una tragalibros con la cara llena de acné. Se cree muy importante por tener a su cuidado el tablero de avisos. Siempre se las da de lista. Un coro de murmullos de protesta es la contestación de la clase.» Otra de las estudiantes, preguntándose si una mujer de tanto relieve y ambición no sería una pequeña anormal, consideró que Anne debía emprender la retirada. «Anne — escribió— no se siente ya tan segura de querer ser doctora. Está preocupada por sí misma y se pregunta si su comportamiento es el de una persona normal... Anne decide no continuar su trabajo médico y seguir, en cambio, unos cursos de mayor significado personal para ella.» Algunas de las historias eran grotescas de por sí. Una universitaria encontró tan irritante la idea de que Anne se sintiera satisfecha de su éxito, que la castigó con sorprendente brutalidad. «Anne empieza por proclamar su sorpresa y su alegría», escribió la estudiante, y siguió contando que sus compañeras de clase se sintieron tan «ofendidas» con su conducta que «saltaron sobre ella todas a una y le pegaron». La narración terminaba con la consideración de que Anne no era «apta para vivir en sociedad». Aunque exagerados, estos temores femeninos de que el éxito puede constituir un obstáculo para la vida social de la mujer no están enteramente desprovistos de fundamento. En nuestros días, las ideas tradicionales sobre lo que es más deseable en las mujeres siguen prevaleciendo, sorprendentemente, entre la flor y nata de los universitarios solteros. Un reciente estudio, llevado a cabo en seis institutos y universidades del nordeste de Estados Unidos, reveló un hecho extraordinario: la inmensa mayoría de estudiantes masculinos esperan casarse con mujeres que se queden en casa y no trabajen fuera de ella. Se ven a sí mismos como ganadores del pan del hogar y contemplan anticipadamente a su esposa encerrada en casa con los niños.3 «Quizá cuando los niños vayan a la escuela», dicen. Quizá. En su libro El futuro del matrimonio, Jessie Bernard dice que la agresividad, la energía y la voluntad de triunfar —las cualidades requeridas en nuestra sociedad para obtener sueldos elevados— «son precisamente lo que la mayoría de hombres no desean

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encontrar en su esposa». Los profesionales emprendedores y prometedores de nuestros días (por lo menos, los procedentes de las principales universidades del país) están todavía buscando madres para su prole. No buscan mujeres profesionales que puedan desenvolverse en el mundo con tanta sofisticación e independencia como ellos. Comienza a percibirse que el conflicto originado por el trabajo femenino fuera de casa se halla muy relacionado con las clases sociales. En los estudios de Matina Horner, las mujeres más preocupadas por la posibilidad de futuros éxitos en su vida procedían generalmente de la clase media y media superior con padres que habían triunfado y que no eran distintos de los universitarios que hemos visto, es decir, que solo elegían por esposas a las mujeres no emancipadas. En tales hogares, la madre o no trabajaba en absoluto o solo lo hacía de manera no profesional y sin horario fijo. Las mujeres que no oponían tantos reparos al éxito procedían de hogares de la clase media inferior con madres a menudo mejor educadas que su marido, y que habían trabajado toda su vida. Las hijas de aquellas mujeres no experimentaron ningún conflicto entre la realización y la feminidad porque habían crecido viendo ambas cosas integradas en su madre. La relación entre determinada clase social y el conflicto femenino se hizo más evidente cuando, en estudios posteriores, la profesora Horner descubrió un fascinante paralelo entre las mujeres blancas y los hombres negros.4 Resulta que ambos se sienten notablemente más angustiados por el éxito que los hombres blancos y las mujeres negras. Solo el diez por ciento de los hombres blancos y el veintinueve por ciento de las mujeres negras tenían problemas con el «miedo al éxito». Los resultados de los estudios efectuados por Matina Horner sobre el «miedo al éxito» fueron tan estimulantes que quiso dar otro paso hacia delante para averiguar si las actitudes que las mujeres mostraban en sus estudios mediante las pruebas de «terminación de una historia» coincidían con las de su vida real. Y pudo comprobar que así era. Los mismos estudiantes utilizados en el estudio anterior fueron sometidos a una serie de pruebas que comprendían tareas basadas en la competición y tareas no relacionadas con ella. Los resultados, según la doctora Horner, «aclaran perfectamente» el hecho de que, cuando las mujeres esperan lo peor del éxito, se apartan de su camino para evitarlo. Tal proceso constituye una especie de profecía que se realiza a sí misma.

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La expectativa de consecuencias negativas → conduce al → «miedo al éxito» El «miedo al éxito» → conduce a → menos éxito.

Cuando el «miedo al éxito» ha despertado en una mujer, el nivel de sus aspiraciones desciende como el mercurio de un termómetro bajo los efectos de un frente frío. No es que las mujeres deseen el fracaso; lo que hacen es evitar el éxito. Así, por ejemplo, de entre las mujeres que habían obtenido las mejores notas, las que tenían miedo al éxito optaron, en el estudio en cuestión, por las ocupaciones más «sencillas» y «femeninas»: ama de casa, madre, enfermera, maestra. Era como sí, al evitar carreras más duras o difíciles, pudieran probarse a sí mismas que su feminidad no había sufrido merma alguna. Para una mujer dada, la evitación del éxito puede no ser tan manifiestamente autodestructiva como la busca del fracaso, pero los efectos de este fenómeno en general no pueden ser desestimados. Esa tendencia que tenemos a rebajar nuestra valía, a minimizar nuestras aptitudes, antes que arriesgarnos a la pérdida del amor, es una consecuencia de aquello a que me he referido anteriormente como «pánico genérico» (es decir, en función del sexo): la nueva confusión respecto a nuestra identidad de mujeres. En vez de experimentar la angustia del hacer, optamos por no hacer nada. Según descubrió la doctora Horner, las mujeres suelen entregarse a un triste juego de autonegación. Las estudiantes de bachillerato con buenas notas disminuyen progresivamente sus aspiraciones a medida que van avanzando en sus estudios desde los primeros años de instituto hasta los últimos de escuela superior. Si Julia ingresa en el instituto de enseñanza media con la esperanza de estudiar después medicina para convertirse en doctora, es muy probable que al llegar al último curso del bachillerato diga que nada le gustaría tanto como ser enfermera. La estudiante de segundo año de bachillerato que tiene los ojos puestos en la facultad de derecho acaba por pensar, cuando llega al final de los últimos años, que estudiar leyes sería algo horroroso, por lo que opta por ser maestra de escuela. Mamá dice que es una decisión muy acertada; papá opina igual. Y lo mismo cree Jim, su novio. «La enseñanza es algo a lo que siempre podrás volver, más adelante —le asegura el muchacho—, cuando los niños vayan a la escuela.» ¿Y qué sucede con las mujeres que sintieron poco «miedo al éxito»? Su futuro parecía mucho más halagüeño. Sorprendentemente, aun teniendo menos talento natural que las

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que sentían miedo ante el éxito, aspiraban a graduarse y a seguir carreras de rigurosa disciplina científica: matemáticas, física y química. A este respecto, las mujeres que tienen miedo al éxito pueden compararse con los hombres. Con frecuencia, se da el caso de que los hombres tienen aspiraciones superiores a su verdadera capacidad. Sin embargo, esto les lleva mucho más lejos en la vida de lo que hubieran llegado con menos pretensiones. Los hombres tienden a «proyectarse». Pueden acumular grandes dosis de valor para patinar, sobre el hielo más delgado, hasta más allá de sus aptitudes innatas, pero, como mínimo, llegan al centro del estanque. Las mujeres tienden a «encogerse». Frenan sus posibilidades, apuntan mucho más abajo de su nivel natural de realización. Como resultado, muchas no dejan nunca el borde del estanque. Cuando, en mayo de 1968, Matina Horner publicaba los resultados iniciales de su estudio, muchos pensaron que las mujeres de que se hablaba debieron de exagerar sus patéticos temores, suponiendo que hubieran llegado a tenerlos alguna vez. ¿Cuál había sido, al fin y al cabo, el objetivo perseguido por el movimiento femenino, sino el de ensanchar y hacer menos rígidas las fronteras culturales de la mujer? Los estudios iniciales de la doctora Horner fueron llevados a cabo en el año 1964. Por aquellos días, las mujeres universitarias estaban dispuestas a romper todas las barreras y a triunfar a toda costa... ¿Verdad que sí? La doctora Horner continuó sus estudios, pero a partir de aquel momento solo utilizó como sujetos de los mismos a jóvenes mujeres «liberadas» de los últimos años sesenta y de los primeros de la década de los setenta. Lo que descubrió contradecía todas las impresiones publicadas hasta entonces sobre el tema por los medios de información acerca de la «nueva mujer»; a saber: una proporción aún mayor de mujeres mostraban «miedo al éxito». Y se derrumbaban en las situaciones de competencia. Y disminuían las aspiraciones que tenían respecto a su carrera para pasar a interesarse por trabajos que exigían menos esfuerzo e inteligencia, o sea por ocupaciones más «femeninas».

En 1970, Matina Horner daba la siguiente información: «Las actitudes negativas expresadas por los sujetos femeninos blancos han aumentado del 65 % que apareció en el estudio de 1964 hasta el nivel corriente actual del 88,20 %». 5

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EL ALTO PRECIO DE SOFOCAR LA AMBICIÓN Si recordamos lo mucho que se recomienda a las niñas que eviten cuanto pueda angustiarlas, empezaremos a comprender por qué esas ambiciosas muchachas, tan bien dotadas intelectualmente, pueden mostrarse tan dispuestas a renunciar a tantas cosas. Quieren escapar del «pánico genérico». La pérdida potencial de su valor femenino en caso de que potenciaran sus capacidades las vuelve tan aprensivas que miran a su alrededor en busca de opciones menos amenazadoras. Intentan convertirse en mujeres con M mayúscula. Y les sale el tiro por la culata. Las mujeres angustiadas por el éxito pueden mantenerse más o menos corrientes, más o menos acordes con la aceptable imagen de la «chica de la casa de al lado», pero pronto serán víctimas de una multitud de nuevos problemas. Ser víctimas de la «agresión, la amargura y la confusión», dice la doctora Horner, es el destino de las mujeres que ahogan su potencial creador. Una joven mujer de Washington que había dejado el cargo de ayudanta que tenía en el Congreso comenzó a sentirse aburrida e insatisfecha poco después de haberse casado. Pero en vez de admitir que el problema era exclusivamente suyo —y de procurar resolverlo—, hizo algo más fácil: mortificar a su marido. —Me sentía corroída por la frustración cada vez que mi esposo hacía un viaje de negocios —me dijo—. ¿Por qué él, y no yo, tenía que ir a lugares desconocidos y tratar con nuevas personas? Volvía entusiasmado de sus excursiones, y yo tenía que esforzarme por mostrarme interesada en lo que me contaba, pero interiormente estaba furiosa y resentida. —Siempre envidié la vida de las amigas que no tenían hijos —me dijo otra mujer, una actriz que había tenido la sensación, desde el mismo instante en que se casó, de que le habían quitado algo. En realidad no le habían quitado nada. En vez de eso, ella había abandonado algo: —Echaba de menos la vida de teatro y sentía que el destino me había atado demasiado pronto. (Al no reconocer que son ellas quienes se apartan de lo que más quieren, las mujeres hacen a menudo el papel de víctima. «¿Cómo es posible que esto me suceda a mí?») Durante algunos años, hasta que por fin, cansada de lamentarse, hizo algo para recomponer su vida, esta actriz estuvo envidiando a todas las amigas que parecían tener más libertad que ella:

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—Una vez, intenté escribir una obra de teatro en colaboración con una amiga soltera, pero aquella mujer tenía tanta libertad de acción en su vida para investigar e ir de un lado al otro de la ciudad que me sentí tensa y estúpida a su lado. Las comparaciones se filtraron en otras zonas de la amistad. —Envidiaba su esbeltez y los vestidos que podía permitirse usar, pues ella ganaba un sueldo, mientras que yo siempre tenía que esperar que hubiera suficiente dinero en la hucha familiar para comprarme un simple par de zapatos. Nuestras relaciones fueron empeorando. Al lado de aquella mujer, me sentía estúpida y torpe, deformada por la maternidad y el cuidado de mis hijos, unos mocosos que no paraban de importunarnos cada vez que queríamos trabajar en nuestra obra. Finalmente, comencé a evitar del todo a mi amiga. Irrumpía en mi apartamento sembrado de juguetes y pañales, lozana y llena de entusiasmo, hablando a un kilómetro por segundo a impulsos de su inquieta mente. Y yo solo podía pensar en que pronto tendría que preparar la comida de mis pequeños. Me entristece recordarlo, pero tuve que abandonar el proyecto. Llegó un momento en que no podía soportar la presencia de aquella criatura tan joven y tan libre.

A las mujeres les cuesta muy cara su angustia ante el éxito. Matina Horner y su equipo de investigación concluyeron que muchas jóvenes capaces se inhiben con frecuencia incluso de buscar el éxito. En situaciones de competencia en que intervienen los dos sexos, quedan siempre a un nivel más bajo del que merecen sus aptitudes, y casi todas las que acaban por triunfar a despecho de ellas mismas intentan luego quitar importancia a los resultados conseguidos. Estas mujeres no experimentan a gusto sus realizaciones y su excelencia. Confusas y angustiadas, reducirán las aspiraciones sobre su carrera antes que exponerse a tal malestar. Algunas, al retirarse de cuanto huele a competición, sabotean por completo su futuro. Lo peor es que no tienen idea de que son unas víctimas del «pánico genérico».

LA «BUENA VIDA» DE LA ESPOSA QUE TRABAJA Consideremos, por ejemplo, el caso de una mujer a la que llamaré Adrian Holzer. De personalidad brillante y muy enérgica, hacía tiempo que había olvidado sus ambiciones

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de la adolescencia relegándolas al montón de chatarra de sus sueños infantiles. Ahora, por alguna razón, sus sueños volvían y aguijoneaban su conciencia como cartas dejadas sin contestar. Era una sensación sumamente desagradable, algo que hacía incómoda su vida, como si en algún momento no hubiera tomado el camino que debía. Justamente cuando empezaba a creer que las cosas le iban por un sendero ameno y sin obstáculos, algo surgió inesperadamente de su interior para cambiar su vida íntima. Una tarde de invierno, mientras hablábamos ante una botella de vino, Adrian dejó aflorar todos sus antiguos sueños, y de pronto se vio asaltada por ciertos temores: —No hacía mucho tiempo que había tenido los niños —solo tres o cuatro años— y aún no había vuelto a trabajar, pero encontraba la vida muy diferente de cuando era soltera. Yo no podía prever un futuro, un futuro exclusivamente mío. Vivir de día en día es algo que suelen hacer las madres, ¿sabe usted? Y con aquella mentalidad volví a trabajar fuera de casa. Habían transcurrido dos años sin que se me ocurriera preguntarme: «Bueno, ¿y mi promoción?». Hasta que, por fin, me lo pregunté, y no precisamente con tranquilidad. A los treinta y cuatro años, Adrian volvió a trabajar como encargada de relaciones públicas en la Fundación Ford, «un cargo prestigioso con una prestigiosa imagen», según sus propias palabras. —Ganaba un sueldo decente —prosiguió—, considerando que no tenía que mantenerme con él. Pero no me abandonaba la sensación de que me habían quitado algo. Lo cierto es que los asuntos de la fundación no me preocupan lo más mínimo. Siempre me ha bastado saber que soy una mujer trabajadora con un «buen» empleo y un buen par de botas de cuero. Y me bastaba salir a comer alguna vez con mis amigas, y tener un poco de dinero para malgastarlo... Bueno, con eso tenía suficiente libertad. »¡Y pasaron cuatro años! —exclamó de repente, volviendo a llenar su vaso—. Una ni siquiera se da cuenta de cómo se van cuatro años de esa clase, pero sin embargo tienen la culpa de que, cuando menos lo esperas, te encuentras con treinta y ocho años en vez de treinta y cuatro. Aquel renacer de Adrian en la mitad de su vida era típico de la mujer que rebaja sus aspiraciones a los veinte años y que no advierte lo que sucede hasta que tiene casi cuarenta. Ahora las comidas eran aburridas para ella; el trabajo, fastidioso: —Cuando pienso en ello, me parece algo irreal. En el instituto, todos creían que luego

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iría a la universidad. Tenía buenísimas notas. Hubo un tiempo en que pensé hacer la carrera diplomática. Pero, en vez de eso, ¿qué hizo? Como tantas otras mujeres, hizo un trueque decisivo: —Me convertí en una esposa. Y después, en una mujer de las que trabajan fuera de casa. Pero ahora, si Gerry muriera mañana, no sé lo que haría, de veras. Cuando pienso en ello, en cómo quedaría si de pronto me encontrase sola, me siento aterrada. ¿Viuda y haciendo todavía relaciones públicas para un gran Papá muy adulador, pero que apenas te paga? —levantó la mirada, alarmada—: No creo que pudiese siquiera permitirme el lujo de hacer este trabajo si no estuviera casada. Aquel pensamiento la había asaltado de improviso. ¿En qué situación se vería si, inesperadamente, se viera precisada a vivir de su trabajo como una mujer soltera? El panorama empezó a aclararse: —Lo cierto es —dijo— que mi marido me mantiene y que mis hijos me hacen adiós cada mañana para que pueda ir a escribir declaraciones para la prensa luciendo mi vestido de Diane von Furstemberg. Adrian Holzer, en una especie de autorreconocimiento, se encontró haciéndose una pregunta que había evitado casi por espacio de dos décadas: ¿Por qué hago lo que estoy haciendo? Y, enseguida, como pisando los talones a esta primera pregunta, surgió otra: Y si no hago esto, ¿qué haré, entonces? No eran preguntas que hubiera pensado hacerse nunca. Las mujeres son, no hacen. Cuando optan por trabajar, es algo que ocupa el segundo lugar respecto al destino de ser madre y esposa. Por lo menos, así es como lo han experimentado siempre Adrian y sus amigas. Pero la inminencia de su cuarenta aniversario estaba cambiando las cosas para Adrian Holzer. Tenía la sensación de que algo se le había pasado por alto, de que, inconscientemente, había renunciado a alguna cosa. A últimas horas de la noche, aparecía en su mente (en realidad lo hacía en los momentos más impensados) aquella muchacha-mujer de veinte años, aquella entusiasta y esperanzada criatura. Esbelta, con una lacia y larga cabellera y la cabeza llena de vívidos ideales, la muchacha que ella, Adrian, había sido en otro tiempo se había esfumado hacía años. Ahora, súbitamente, se encontraba allí de nuevo, renaciendo como una flor olvidada. Con su aparición, todas las pequeñas comidas, las reuniones, los convites, la compra de ropas para los niños en unos

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almacenes se habían convertido en un vacío ritual. El marido de una amiga, de solo cuarenta y tres años, Dios bendito, había tenido un ataque cardíaco. La vida ya no parecía tan larga y libre. Las cosas también habían cambiado en casa. Los niños seguían creciendo, y Gerry cada vez pasaba más tiempo en Washington. La gente no parecía necesitarla tanto como antes. Se sentía más apartada de todos, más sola. Y así, otra pregunta vino a añadirse a las demás: «¿Qué estaré haciendo dentro de cinco años? ¿Dentro de diez?». ¡Diez! Diez años parecía imposible. A los cuarenta y nueve, ¿tendría todavía aquella pandilla en casa fumando marihuana y viendo la televisión? A los cuarenta y nueve años, ¿iría aún religiosamente al gimnasio para quitarse la celulitis con la esperanza de no tener que hacerlo cuatro veces por semana el año siguiente? Estaba cansada de pasar la semana de Navidad en las Bermudas, cansada de visitar cada año a su parentela en agosto y quedarse quince días con ellos, cansada de poder predecirlo absolutamente todo. Pero, sobre todo, estaba cansada de aquellas fantasías que poblaban su cerebro. Pensamientos obsesivos. Descontento, disgusto, quejas silenciosas. «No me gustan las mujeres insatisfechas», solía decir Adrian. En aquel momento era una de ellas.

Había, por supuesto, un conjunto de circunstancias anteriores responsable de las actuales. Si Adrian hubiera asistido a la Universidad de Michigan en vez de haber ido a Smith, habría podido muy bien ser uno de los primeros sujetos de Matina Horner. Sus aspiraciones habían sido cortadas muchos años atrás. Sin embargo, en el punto decisivo, en 1964, unos seis meses antes de que se graduara, era por completo inconsciente de lo que estaba sucediendo. Adrian había dicho al muchacho con quien salía por entonces que tenía la intención de seguir la carrera diplomática. —¡La carrera diplomática! —chilló el chico—. ¡Es interminable! ¡Tendrás que estudiar toda la vida! —y para disimular que aquello no le gustaba, terminó con un chiste—. Es mejor que te quedes conmigo, nena. Así nunca tendrás que hacer de espía. Lo que Adrian había oído era: «No podré esperar que termines todos esos estudios». Y acabó por no persistir. La verdad fue que no se sentía suficientemente segura de sí

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misma para seguir adelante. Ella y su amiguito jamás volvieron a hablar del asunto. Él ingresó en la escuela de cinematografía con gran entusiasmo, y ella le siguió como un remolque a Nueva York. Después de llevar un año en su «carrera» (en régimen de dedicación parcial) en la firma publicitaria J. Walter Thompson, Adrian dejó de ver al muchacho. Por entonces, Gerry había entrado ya en su vida. El dulce Gerry, que le dijo: «Puedes hacer lo que quieras. Yo gano lo suficiente para los dos». Así pues, cesó de preocuparse por lo que haría de su vida. El matrimonio, los niños, Gerry... Poco a poco, todo aquello adquirió preferencia sobre sus posibilidades de autodesarrollo. Había dejado de ser un ser humano en crecimiento, cambiante y ávido de aprender; no era ni más ni menos que una esposa. Es notable la facilidad con que las mujeres abandonamos los esfuerzos y la lucha. Al cabo de poco tiempo, ya no nos acordamos de lo que hemos perdido. Optamos por la comodidad y la seguridad, y huimos de las angustias por más que nos estimulen. Parte del problema de Adrian está en que la vida le ha resultado demasiado fácil, suficientemente fácil para hacerla casi inmune al terror existencial común a todas nosotras. Incluso ahora, su angustia no ha superado el nivel de una vaga aprensión. No ha recibido todavía el aterrador dictado procedente de su propio interior que dice: «Vigílate. De lo contrario, pronto estarás atrofiada para la acción». La manera cómo Adrian experimenta las cosas depende todavía de las decisiones tomadas por Gerry. Si él muriera (o si, Dios no lo permita, pasara aún más tiempo en Washington), sufriría una tremenda crisis. No obstante, poco después, Adrian seguiría probablemente adelante, sin tener conciencia de lo insegura que se siente en realidad. Y así continuaría hasta que algún otro acontecimiento externo la obligase a percatarse de su verdadera situación.

Es una lástima que las mujeres, estando a punto de conocerse a sí mismas, parezcan a menudo necesitar algún hecho catastrófico que las sacuda y las ponga ante la verdad sobre sí mismas. Después de aquella tarde, en que Adrian se reveló tanto a sí misma — aunque no lo suficiente—, no pude dejar de pensar que le hubiera sido útil, en aquel momento de su vida, conocer a alguien como Sulka Bliss.

LA MAMÁ RETIRADA

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Conocí a Sulka (cuyo nombre también he inventado) en el Centro de Amas de Casa Desplazadas de Oakland, California. Es un lugar que, por su aspecto —y su ambiente— de seria rigidez, parece un campo de trabajo. Centro de Amas de Casa Desplazadas. Podría ser también el cuartel general de algún pequeño partido sin porvenir. Los calentadores de líquidos por inmersión es lo primero que llama allí la atención; y luego las tazas de plástico y las papeleras metálicas de color verde. Las mujeres que trabajan en aquel sitio son voluntarias, amas de casa desplazadas en espera de que «El Partido» las encarrile de nuevo. No se trata de mujeres holgazanas o completamente agotadas. Muchas, cuando estaban casadas, llevaban una vida cómoda (demasiado cómoda). Cuando su matrimonio se derrumbó, lo mismo hizo el mundo a su alrededor. Allí, al menos, hay orden: una mesa detrás de la que sentarse, un teléfono y voces para llenar espacios vacíos. Allí hay trabajos que hacer para las que han sido menos afortunadas que ellas: mujeres que acaban de entrar en el establecimiento y que apenas saben lo que les ha sucedido. Mujeres con los ojos entumecidos y llenos de lágrimas y las uñas roídas. Mujeres que se levantan con una taza de café y se acuestan con unas pastillas de Valium mezcladas con vodka. Sulka Bliss aún no había tomado esa ruta de las pastillas y la bebida, pero cuando la conocí estaba indudablemente deprimida. —No sé hacer nada más que cuidar de los niños —me dijo—. Dudo que pueda mecanografiar siquiera treinta palabras por minuto. Sin conocimiento práctico alguno (y, evidentemente, sin la menor autoestima), Sulka tenía algo a su favor que muchos empresarios no habían visto jamás y que habría gustado mucho a los pocos de ellos que se interesan por lo potencial:en el instituto, Sulka Bliss obtuvo en una prueba un cociente intelectual de 135. —Cuando me dijeron que tenía aquella puntuación, tanto en el noveno grado como en el décimo, recuerdo que quedé sorprendida —me explicó—. «Quizá llegue a ser una científica», me dije. Siempre he sido buena en matemáticas, pero las muchachas, en aquellos tiempos, nunca crecían para ser científicas, y mi hermano me fastidiaba con sus impertinencias al respecto. Incluso mi madre creyó que alardeaba de sabihonda cuando dije que quería ser química. Después de la enseñanza secundaria, Sulka acabó por ir a una escuela superior. La dejó al cabo de dos años, al casarse. El tiempo había frenado las ambiciones de Sulka. En una época tan lejana que apenas

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podía recordarla, había sido una muchacha esbelta, fuerte y enérgica. Cuando llegaron los hijos, engordó. Ahora se envuelve en cómodas prendas de algodón estampado a mano. Preocupada por su gordura, Sulka cuida con esmero de su aspecto personal, pero ha abandonado todo lo demás. Los geranios de su patio se fueron al diablo. El patio mismo está hecho un asco. El mortero de entre los ladrillos necesita un repaso. La pintura de los aleros ha comenzado a descascarillarse. «Es sorprendente —piensa Sulka — cómo una casa puede empezar a derrumbarse en menos de un año.» Hacía casi un año que Dick ya no vivía permanentemente en casa. No era porque ella hubiera engordado (como prefería creer Sulka algunas veces). No, aquel hombre había vivido con un pie fuera de casa desde que había conseguido el doctorado en biología molecular, la categoría que Sulka le había dado, en cierto modo, trabajando para sostenerle hasta que terminó con éxito sus estudios. Además de trabajar todo el día fuera de casa, había aprovechado los fines de semana para pasar a máquina cuanto él necesitara, y había evitado tener hijos para que Dick pudiera terminar su carrera y situarse. «Ahora podrás dejar tu empleo», le dijo su esposo cuando recibió el ofrecimiento de un trabajo en el Instituto de Tecnología de California. Dick no tardó en verse situado en una dependencia de aquella entidad: altas ventanas, un viejo escritorio de roble, una pizarra, estudiantes, y un laboratorio sostenido con una asignación del gobierno. Sulka dejó su trabajo con un profundo suspiro de alivio. Ahora podría cuidar de sus begonias. Ahora, sin duda alguna, concebiría un hijo. Sulka limpió, quitó el polvo y cantó durante un año, se las arregló para hacer ella misma el pan, y en la primavera de 1965 dio a luz a la primera criatura, una niña. Ella y Elsie vivían juntas en la soleada casa californiana, tan unidas que hubieran podido ser una misma persona. Sucedían cosas en la vida de Dick, pero no trascendían en casa, pues el hogar se había vuelto algo muy lejano para él. Recibían en casa a sus amigos o daban comidas varias veces al año, y asistían a fiestas de vez en cuando, pero todo aquello no interesaba mucho a Sulka. Era en el hogar, en el nido, donde estaba su corazón. Tuvo más hijos, y con cada embarazo ganó tanto peso que ya no pudo quitárselo nunca de encima. Hacia 1970 estaba muy rolliza, pero satisfecha con sus tres hijos, que vivían virtualmente pegados a ella. Para Sulka era una situación estupenda. Hacía sus propios vestidos (nada de lo que se vendía en los almacenes le sentaba ya bien) y se

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arreglaba ella misma su largo y lustroso pelo. Dondequiera que se la viese —en el supermercado, en la biblioteca, en el cine—, sus hijos siempre estaban con ella. Dick casi nunca. A Sulka no parecía importarle. Los científicos son gente preocupada y obsesiva. Y Dick no era diferente de los demás. Ella tenía lo que quería. Dick no la preocupaba. Luego, en los primeros años setenta, los acontecimientos se amontonaron en la vida de Dick con súbita intensidad. Él y su equipo de investigación se hallaban en el punto culminante de un trabajo de gran importancia, por lo que a menudo se quedaban toda la noche en el laboratorio y dormían solo unas horas antes de empezar la nueva jornada de trabajo. Cuando Sulka le veía, lo que solo ocurría de vez en cuando, su rostro se encendía y sus ojos se nublaban, como si pusiera un velo entre él y el mundo a fin de que nada se interfiriera en sus pensamientos. Sulka se imaginaba que el trabajo interior de su cerebro era como el de una máquina computadora (detallado, complejo y, sobre todo, absurdo). Dick era un «hacedor». No paraba de hacer cosas..., pero ¿adónde le había conducido toda aquella actividad?, se preguntaba a veces Sulka. Y le condujo (advirtió ella de pronto, más adelante) a un nuevo y misterioso asunto, en el que estaban volcando dinero toda clase de compañías importantes, algo llamado ADN recombinante («ingeniería genética» relacionada con el famoso ácido desoxirribonucleico). —Será el salvador de la crisis energética. ¡En realidad, será el salvador de toda la vida futura! —exclamó Dick una noche, un poco cargado de vino y con los ojos extraordinariamente brillantes. Sulka siempre recordaría aquella palabra, «salvador», porque tenía la impresión, a través del escorzo de la retrospección, de que él se había marchado al día siguiente de haberla pronunciado. ¿Se habría identificado Dick con su trabajo hasta el punto de comenzar a pensar en sí mismo como en el «salvador»? Como hacen tan a menudo las mujeres a las que abandona su marido, frenéticamente Sulka comenzó a analizar a Dick, a escrutar sus motivaciones, a mirarlo bajo una luz fría y «objetiva». Hacía lo posible para comprender la situación con la máxima claridad y dominarla. Pero, por supuesto, era demasiado tarde para intentar nada. La falta de afecto —en realidad, la indiferencia— hacía tiempo que se había dejado sentir. Dick no tardaría en marcharse, para conquistar nuevos mundos: nuevos empleos, nuevo dinero e, inevitablemente, nuevas mujeres. —Figúrese usted —dijo Sulka, llorando, la primera vez que, haciendo acopio de valor

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y pese a no gustarle la etiqueta de «ama de casa desplazada», fue por primera vez al centro convencida de que estaba en las últimas y necesitaba ayuda de quien fuera—, tan pronto como ha conseguido triunfar, me ha dejado con tres niños que cuidar y apenas con el dinero necesario para pagar los plazos del apartamento.6 Solo hasta que recibió la adecuada orientación psicológica empezó a ver que su vida no estaba absolutamente determinada por su esposo y a percatarse, en cambio, del gran papel que ella había jugado en todo lo que le había sucedido en su propia vida. Poco a poco, se dio cuenta de que se había abandonado a sí misma, de que había renunciado a su personalidad desde hacía muchos años, incluso desde antes de dejar el instituto. No le había faltado ayuda, por cierto, en la adopción de aquella actitud: la de sus padres y amigos, e incluso la del asesor de elección de carreras del instituto que le indicó, aun habiendo obtenido un cociente de inteligencia de 135, que siguiese la de oficinista. Sin embargo, Sulka siguió todo el programa que le señalaron. Siempre se conformó a todo. Había pues razones para que se sintiera tan débil, inútil e inexperta. ¡Ahora empezaba a ver que, por lo menos, algunas de tales razones tenían que ver con ella! Casarse a los veintiún años y sufragar los estudios de su esposo había sido para Sulka algo realmente meritorio. «¡Es una chica maravillosa! —decía entonces todo el mundo, al ver el cheque que llevaba a casa todas las semanas—. ¡Qué suerte tener una esposa como ella!» La sensación de estar haciendo algo importante la había estimulado a seguir manteniendo a los dos, aun cuando su trabajo fuera aburrido. Pero lo que no advertía Sulka era que el reto que le presentaba la vida solo era superficial. No estaba en realidad contra nada que pudiese impedir el desarrollo de sus propios valores potenciales. Y siempre, mientras se dirigía cada día al trabajo, se decía a sí misma: «Esto pronto terminará». Y pronto terminó. Al no tener que trabajar fuera de casa y al volver al «nido», no le quedó a Sulka ni pizca de independencia. El desafío estimulante de la maduración había desaparecido; por consiguiente, cesó de madurar. Ahora, diez años después, pagaba las consecuencias de haber perdido su autoestima y, lo peor de todo, su coraje. Sulka podría volver a su antiguo trabajo mecanográfico mucho antes de que lograra aumentar su fortaleza y su confianza en sí misma.7 Si Sulka Bliss hubiera conocido a Adrian Holzer cuando esta se hallaba aún cómodamente sentada y protegida en el otro extremo del país, muy bien hubiera podido sustraerse un instante a su propia angustia para decirle: «¡Vive tu vida por completo, sin

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límites ni reservas! ¡El camino más fácil no es precisamente el más seguro! ¡Solo lo parece!».

ATRAPADA ENTRE DOS MUNDOS Se ha venido correlacionando la ambivalencia sobre el papel de la mujer en la vida y sobre sus éxitos con los evidentes síntomas psicosomáticos que presentan con frecuencia nuestras congéneres. Solía suceder que entre las amas de casa más hastiadas —las esposas postergadas que se pasaban el santo día limpiando los estantes del refrigerador y quitando el polvo de los muebles— se daba la mayor proporción de mujeres alcohólicas. Ahora esta tendencia a la bebida se ha infiltrado en las filas de las «hacedoras», de las mujeres activas, de las que, diciendo adiós a su maridito, se lanzan cada mañana fuera de casa para poder estar en el centro de la ciudad a las ocho en punto. «Las mujeres casadas que trabajan muestran una proporción mucho más alta de alcohólicas que las solteras que trabajan o las amas de casa que permanecen en el hogar», dice Paula Johnson, de la Universidad de California en Los Ángeles. El hecho de que los hombres casados que trabajan no se hallen afectados por el problema del excesivo consumo de bebidas alcohólicas hace pensar en «la clara posibilidad de que ese papel no tradicional para las mujeres las lleve en mayor proporción al vicio de la bebida». No creo que sea tanto el papel que puedan desempeñar las mujeres —combinar la vida matrimonial con el trabajo fuera de casa— como la angustia que sienten ante la elección de tal papel, lo que las lleva a beber. Elegir significa actuar libremente y con pleno conocimiento de causa, reconociendo que habrá consecuencias, sean las que sean. Esto no es fácil para nadie, pero resulta especialmente difícil para las mujeres, por no estar acostumbradas a hacer cosas que pueden exponerlas al riesgo y a la angustia. Al no saber cuál será el resultado final de sus nuevas opciones, las mujeres suelen sentir serios temores. No avanzamos con verdadero entusiasmo, sino que lo hacemos llenas de reservas, intentando triunfar en un mundo altamente competitivo sin abandonar las anticuadas maneras y costumbres «femeninas»: nuestros afeites y nuestros perfumes, por ejemplo. «Permitimos» que el hombre nos abra la puerta del coche o nos encienda el cigarrillo mientras nos decimos a nosotras mismas: «¿Qué mal puede haber en ello?». No es el acto en sí lo que es dañino, sino el sentimiento que este engendra en nosotras, el

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sentimiento que nos hace exclamar: «¡Qué agradable es recibir atenciones de un hombre!». Aunque sin mostrarlo demasiado, las mujeres desean ser mimadas y servidas... especialmente por los hombres. Dicen que ello las hace sentirse delicadas y femeninas. Gustan de esos pequeños gestos de protección. Interiormente, recitan el credo de la revista Cosmopolitan: «Puedo ser sexy y triunfar al mismo tiempo». Pero se engañan a sí mismas. Querer gozar de protección y querer ser a la vez independientes, es como intentar conducir un coche con el freno puesto. Para conseguir lo que una desea, hay que ser «agresiva» cuando las circunstancias lo exigen. Hay que ser capaz de sostener los propios criterios, discutir y luchar por ellos si es necesario. Una tiene que estar también dispuesta a contar con roces y fricciones. Las mujeres suelen ser propensas a no hacer declaraciones que puedan considerarse hostiles. Ese comportamiento, según ellas creen, podría conducirlas a la soledad. Por temor al aislamiento, las mujeres no cultivan las técnicas y las aptitudes necesarias para un verdadero progreso profesional. Como ha observado Lois Hoffman, de la Universidad de Michigan: «Llevar bien la casa, ganar en una discusión, vencer a los demás en una competición y atender a la tarea que se tiene entre manos sin preocuparse del qué dirá la gente son obstáculos difíciles de salvar por las mujeres, pese a la innata inteligencia que puedan tener».8

En realidad, las mujeres suelen echarse hacia delante y frenarse al mismo tiempo. Nuestra incapacidad de mantener una imagen positiva y bien definida de nosotras mismas como trabajadoras desbarata nuestras más caras aspiraciones. De hecho, nuestra relación con el trabajo es completamente reactiva. Las mujeres trabajan cuando los hombres se lo «permiten» (lo que significa, por supuesto, cuando los hombres necesitan que ellas trabajen). A causa del estado en que se hallan casi todas las economías domésticas, los hombres necesitan que trabajemos, por lo que de pronto la mujer trabajadora se ha admitido en la sociedad como cosa corriente. Las mujeres no dejan de tener conciencia de que la nueva libertad para trabajar —y para ser esposas— no procede del interior de ellas mismas, sino del exterior. Se les ha dado permiso para ello. —Mi marido está encantado de que podamos ir todavía a comer fuera una vez por semana gracias a mi sueldo —me dijo en tono de queja una profesora de instituto,

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resentida por la actitud egoísta de su esposo—, pero antes de que sufriéramos las consecuencias de esa monstruosa inflación no paraba de hacer observaciones sobre el desorden que había en casa y lo mal cuidados que iban los niños por culpa de mi trabajo fuera de casa. Seguro que su actitud cambiará nuevamente de dirección tan pronto como la situación económica se estabilice. Seguro. La actitud de todo el país «cambió nuevamente de dirección» después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se les dijo a las mujeres, al dejar de ser necesarias para mantener las fábricas en funcionamiento, que volvieran a sus hogares. Y, al parecer, no aprendimos nada de aquella experiencia. Las mujeres actuamos por reacción. Nuestra postura no es autoafirmativa ni autogenerativa. Todavía tomamos nuestras decisiones más importantes según lo que «él» nos permite. Porque, en el fondo, seguimos viéndole aún como El Protector.9 Es ilustrativo observar qué le sucede a una mujer cuando se rompe su matrimonio. De pronto, se anima, como si renaciera. «¡Ajá! —piensa—. Así que esto es lo que llaman ser una mujer adulta y madura.» Cuando se ha visto obligada a aceptar una situación de entera responsabilidad económica, cuando es ella quien debe hacer frente al pago de los plazos del apartamento y comprar la ropa y los zapatos de los niños con su dinero, su ambivalencia desaparece. ¡Qué alivio no tener que luchar más contra el «pánico genérico» interior, no tener que volver a preocuparse por si lo que una hace es precisamente lo «adecuado», o dejar de temer que los demás la consideren a una dura, invulnerable... y poco femenina!10 Su sueldo sube; las asignaciones por los hijos y otros conceptos proliferan. Descubre una nueva y saludable relación entre el trabajo y el dinero, una profesionalidad para la que ahora tiene siempre permiso. ¡La mujer parece hallarse bien encarrilada! Pero ¿no estará reaccionando todavía? ¿No estará siguiendo un mandato? ¿Un precepto tan antiguo como el propio reino animal? Se ha convertido en la tigresa madre que cuida de sus cachorros, ¿y quién puede censurarla por ello? Observemos a la misma mujer cuando se vuelve a casar o empieza a vivir con otro hombre. La película comenzará a moverse en dirección contraria, y con increíble rapidez. Ahora la mujer «vuelve a estar en casa». Reina en ella un ambiente de verdadero hogar. Eso es lo que se consigue, misteriosamente, con una simple actitud de deferencia hacia nosotras.

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—Empecé dedicándole pequeñas atenciones —me dijo una mujer que, a los treinta y tres años, hacía dos que se había casado por segunda vez—. Siempre que iba a la cocina para tomar un café, le llevaba a él una taza. Cuando me di cuenta por primera vez de que lo estaba sirviendo, pensé: «Bueno, me gusta hacerlo, le amo..., ¿qué hay de malo en ello?». «¿Quieres un bocadillo, querido? ¿Una cerveza?» Sin embargo, aquello pronto se convirtió en una calle de dirección única donde yo lo llevaba y traía todo, y él permanecía sentado sin hacer nada. Y yo sabía, por haberlo vivido antes, que aquellas cosas tenían importancia. No son una «nadería». Significan que hay un contrato en marcha: «Tú cuidarás de mí en el mundo, y yo cuidaré de ti en casa». Es mejor, pues, que él se vaya a buscar lo de él y una se vaya a buscar lo suyo. Será el modo de volver enseguida a la situación inicial. Una mujer que había vivido sola durante varios años tras varios otros de vida matrimonial, descubrió que sus actitudes hacia el hombre que luego entró en su vida habían empezado a cambiar en el momento de empezar a vivir en común bajo el mismo techo: —Mi trabajo comenzó a ser solo un poco menos importante; el suyo, solo un poco más. Pero seis meses después de vivir juntos, yo ya pensaba en su futuro como en nuestro futuro. Mi futuro había quedado fuera de nuestro panorama. Mientras vivieron cada uno en su apartamento, eran dos personas con dos carreras distintas, y ninguna de ellas era más importante que la otra: —Al empezar a vivir juntos en un solo apartamento, volví a sentirme como una esposa. Sí, fundida con su pareja. Sin identidad. La mitad de un todo, y no precisamente la mitad más importante. En tales circunstancias, tal como sucedió en nuestros tiempos de compañerismo escolar, las prioridades desaparecen y apenas nos damos cuenta de lo que está sucediendo. La asociación predomina sobre la independencia. Empezamos a compartirlo todo —nuestros proyectos, nuestras ideas, nuestras más íntimas inseguridades— para no tener que hallarnos solas con tan pesada carga. ¡Y es tan fácil, de pronto, comenzar a acudir a él en busca de apoyo y aprobación para casi todo lo que una hace y piensa! Tal como dice una joven paciente de la doctora Moulton con toda franqueza, «necesito un hombre para prestar importancia a lo que creo que es importante». Tan pronto como una mujer tiene un hombre a mano, tiende a dejar de creer en su

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propio criterio. Después de algún tiempo, solo le queda, a lo sumo, una ligera noción de lo que cree o no cree. Poco a poco, empieza a abdicar, a volver la espalda a su propia autenticidad. Algo peculiar de estos casos es una especie de representación de situaciones vividas en un lejano pasado en los primeros tiempos de nuestra vida. Inconscientemente, esa mujer se halla reestructurando las cosas para mirarlo y sentirlo todo del mismo modo que todo se miraba y se sentía entre papá y mamá, cuando papá era el principal foco de la familia y mamá la feliz auxiliar. «Me casé con un hombre tan diferente de mi padre como diferente era yo de mi madre —recuerda con sorpresa Celia Gilbert, una escritora que vive en Cambridge, Massachusetts— y, sin embargo, inconscientemente, hice todo lo posible para que mi matrimonio se pareciera al máximo al de mis padres.» ¿Por qué sucede eso? Decimos que detestamos todo eso. Decimos que no queremos vivir con un hombre del mismo modo que nuestras madres vivieron con nuestros padres, es decir, dócilmente, mostrándonos siempre complacientes, sin disponer nunca de lo que se necesita para hallarse en una posición de independencia: abundancia de dinero propio. Pero esta afirmación peca de superficial. Emocionalmente, si no intelectualmente, la decisión de vivir contra la madre (este es el modo en que tan a menudo lo experimentamos) es aterradora. Nuestra madre pudo haberlo pasado mejor o peor, pero al menos sabemos cómo se comportó. La niña adquiere su noción de feminidad observando a las mujeres de su alrededor. Y, ya para siempre, «sabe» lo que tiene que hacer. Si optara por ir contra ello, según el psiquiatra Robert Seidenberg, su decisión sería tan fundamentalmente perturbadora que la llevaría a una crisis moral. «La niña que ve a su madre, a sus tías y a sus abuelas completamente entregadas a las tareas hogareñas y que observa su desprecio por las mujeres que trabajan fuera de casa —escribe el doctor Seidenberg— puede llegar a creer que cualquier otra ocupación femenina es innatural e inmoral.» 11

¿Qué le sucede a la mujer que se desvía del modelo que aprendió de su madre? Interiormente, la mujer se siente como una criatura que cree que le ocurrirá algo malo si da cualquier paso hacia la independencia, si se separa de su madre para seguir su propio camino. También se pregunta: «¿Cómo podré encontrar satisfacción alguna en la vida si rechazo la senda que tomó mi madre?». La mujer desprovista de un adecuado modelo para el papel a que debe sujetarse se halla en una profunda perplejidad psicológica.

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No quiere ser «como su madre». Pero tampoco quiere ser «como su padre». ¿Cómo quién va entonces a ser? Esta confusión respecto a la identidad de la mujer es la esencia del «pánico genérico».

LA FRENÉTICA ESPOSA-MADRE-TRABAJADORA No ceder a la ambición —como las mujeres de los estudios de la doctora Horner— es una «solución» para el problema del «pánico genérico». Otra solución consiste en persistir en el papel doméstico y seguir, al mismo tiempo, nuestra nueva y exigente carrera. Los efectos negativos de esta solución «multirrepresentativa» —la fatiga, la angustia y el resentimiento por haber hecho demasiado— se discuten hoy ampliamente entre las mujeres. Han comenzado a aparecer libros y revistas sobre el tema. Pero nadie habla de la causa. ¿A qué se debe el hecho de que cualquier trabajo suplementario pone frenéticas a las mujeres? Es algo que tiene que ver con nuestro conflicto inconsciente, un conflicto que permanece oculto. «El trabajo se ha convertido en un lugar al que una va para todo el día y que se deja en las horas vespertinas para poder ir a casa, es decir, al trabajo número dos: cocinera, sirvienta, ama de casa y niñera.» «Estoy tan cansada a lo largo del día que cada vez es mayor mi deseo de poder trabajar solo unas cuantas horas por semana. Sería estupendo conseguirlo, cobrando, naturalmente, lo mismo que ahora percibo por una semana de cuarenta horas.» «Ojalá pudiera disponer solo de una hora en mitad del día únicamente para sentarme sola y sin exigencias de mi hijo, de mi marido, de mi gato, de mi perro, de mi patrono... Poder tener solo una hora diaria de soledad absoluta...»

Estas mujeres hablaron así respondiendo a las preguntas que se les hicieron en una encuesta llevada a cabo por la Comisión Nacional de Mujeres Trabajadoras.12 En ella sobresalieron las quejas sobre lo que suele llamarse «doble carga» de las mujeres, es decir, tener que ganar un sueldo y atender a las tareas domésticas al mismo tiempo. El total agotamiento es un síntoma prevaleciente entre las mujeres de nuestros días. Natalie Gittelson me dijo que las palabras «estoy cansadísima» persistieron, como un hilo ininterrumpido, a través de los miles de cartas que las mujeres enviaron a la revista McCall’s en contestación a una reciente encuesta. «Por supuesto, son muchas las mujeres trabajadoras que aprecian el sueldo que cobran —escribe Gittelson—, pero

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mayor es aún el número de las que dicen que su marido lo aprecia más que ellas. Sin embargo, la nota predominante es la alusión a la fatiga casi inhumana exigida por la doble vida (el hogar y el empleo) que tantas mujeres trabajadoras se ven obligadas a soportar.» 13 Muchas mujeres que estuvieron ansiosas de marcharse de casa para desenvolverse solas en el mundo están empezando a gritar: «¡Socorro!». El problema está en que se lanzaron al mundo con la máxima ilusión, pero sin haberse desprendido realmente del hogar. «Mis energías se hallan tan divididas... —escribió a McCall’s una de las esposas trabajadoras—. Trabajo todo el día fuera del hogar para regresar por la noche a una casa en desorden, a una ropa sucia, a una cena aún por hacer. Me paso casi todos los fines de semana recuperando el trabajo doméstico retrasado. ¡Algo realmente fastidioso!» «La sexualidad es un gran problema para nosotros —dijo otra, refiriéndose a su esposo y a ella misma—. Invierto diez horas diarias en mi trabajo fuera de casa y en los viajes, y cuatro horas en las tareas de la casa cada noche. Siempre estoy cansada.»

En los últimos años de la década de los cincuenta y en los primeros años sesenta, se contaba que las mujeres soviéticas trabajaban como unas verdaderas «mulas». Nosotras sospechábamos que si podían jactarse de su igualdad con los hombres era a costa de una vida increíblemente horrorosa. Así, la idea que la mujer soviética debía de tener de la felicidad perfecta era la de trabajar todo el día como barrendera para volver por la noche a casa y completar la jornada limpiando y cocinando. Recuerdo las risas que todo esto provocaba entre las mujeres norteamericanas. Por aquel entonces éramos todavía más antisoviéticas que feministas, y teníamos la sensación de que a esas mujeres les estaban tomando el pelo sin que se dieran cuenta. Ahora, veinte años después, aquí estamos haciendo precisamente lo mismo. Las mujeres norteamericanas son las nuevas «mulas»: superocupadas, fatigadas y emocionalmente desasistidas. La mayoría de las mujeres casadas con empleo de Estados Unidos trabajan de 80 a 100 horas semanales, incluidas las tareas domésticas. Los maridos, en nuestra economía gobernada por la inflación, ya no ganan bastante para sostener a la familia, por lo que animan a sus mujeres a salir de casa para completar el maltrecho presupuesto doméstico. Con todo, para muchos hombres el hogar sigue siendo

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un refugio donde descansar y ser servido. «Pocos maridos se muestran dispuestos a hacer muchos trabajos caseros», dice llanamente el Wall Street Journal en una serie de artículos sobre las pruebas y tribulaciones porque ha de pasar la «nueva mujer trabajadora».14 En otoño de 1980, tres de las más importantes agencias publicitarias informaron del resultado de los estudios que habían llevado a cabo para ver cómo el comportamiento de «la nueva mujer» afecta «al marido norteamericano». Batten, Barten, Durstine y Osborne publicaron crudamente: «El hombre actual quiere que su esposa tenga dos empleos: uno fuera de casa y otro en ella... La mayoría [de los “hombres actuales”] no están dispuestos a descargar a sus mujeres de las tradicionales responsabilidades domésticas». De los hombres entrevistados por dichas agencias, más del 75 % dijeron que su esposa se encargaba de cocinar. Barbara Michael, vicepresidenta, concluía en el informe en cuestión: «La mayor desventaja que percibe el marido típico cuya esposa trabaja fuera de casa no recae en los hijos, sino en él: el marido tiene que invertir más tiempo en tareas domésticas que no le gustan. Salvo el cuidado del césped y las reparaciones, los trabajos caseros son para él una calamidad». Basándose en las entrevistas sostenidas con mil hombres, la firma Cunningham y Walsh concluyó: «La situación de la mujer trabajadora no ha producido gran impacto en el tradicional papel del hombre en casa».15 Esta clase de investigaciones pueden ser útiles a los anunciantes, pero no dicen a las mujeres nada que ellas no sepan. Nunca ha conocido a una mujer que comparta equitativamente las tareas domésticas con su compañero de hogar. Prescindiendo de si trabaja todo el día en un empleo, de si tiene hijos o de si gana más dinero que su esposo, cuando se trata de llevar la casa y cuidar a los niños, solo la mujer hace más. Y, l a pobre, no para de quejarse: «No puedo conseguir que haga aquello». ¿Por qué son las mujeres tan poco prácticas al juzgar el valor de cada tarea? Con solo empezar a examinar esta cuestión advertimos que el problema tiene tanto que ver con las necesidades de las mujeres como con las de los hombres. En una encuesta nacional efectuada solo hace un par de años, se preguntó a las mujeres empleadas qué las satisfacía más personalmente: las tareas domésticas o el trabajo fuera de casa. «¡Las tareas domésticas!», fue su resonante respuesta.16 —Lo encuentro desconcertante —me dijo el jefe de redacción de una importante

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firma editora, intentando comprender las sorprendentes actitudes de su esposa—. La otra noche vino a cenar su madre. Trabajamos los tres en la preparación de la comida. Después de la sobremesa, me puse el delantal y empecé a lavar los platos, cosa que alarmó a las dos de modo increíble: «No, no lo hagas. Somos nosotras quienes hemos de lavar los platos». «Muy bien, como queráis», les dije. »Es chocante —prosiguió el marido—. Por alguna razón, mi deseo de lavar los platos cuando ya las había ayudado a cocinar fue considerado por las dos mujeres como una pretensión de querer hacer más de lo que me tocaba. Mi gesto las puso muy nerviosas. No quisieron que hiciera más que la parte que me correspondía. En cambio, no se les ocurrió que, al lavar los platos aquella noche, también harían más de lo que a ellas les tocaba. Se da el caso de que la esposa de este hombre es una mujer de indudable éxito, muy bien pagada como mujer de negocios. Ella y sus amigas se pasan mucho tiempo hablando de la persistente desigualdad de la situación de las mujeres en el mundo. Desea más equidad, tanto profesionalmente como en su vida personal, pero al parecer, cuando se halla ante un caso concreto de lo que predica, le es difícil abandonar el papel clásico de la mujer en el hogar. —Era como si al querer lavar los platos le quitara algo de su pertenencia —dijo el hombre, pensativo—. No, les quitara —corrigió sonriendo porque probablemente había recordado lo más significativo del episodio: la presencia de la madre de su esposa. (Cuando la madre se halla en escena, muchas mujeres, turbadas, se olvidan por completo de su libertad recién descubierta.) Los lazos que nos atan con la casa y su cuidado no tienen nada que ver con el dinero que podamos ganar. «Novelista millonaria plancha su ropa mientras le llueven las ofertas de los editores», podría haber sido uno de los titulares de periódico del 18 de septiembre de 1979. La escritora era Judith Krantz, cuya primera novela, Escrúpulos, había sido un inesperado superventas, y cuyo segundo libro —también una novela—, La princesa Margarita, estaba siendo subastado entre las firmas editoras de libros de bolsillo. ¿Qué estaba haciendo Judith Krantz aquel día en California mientras las licitaciones de las editoriales subían a cada instante? —Mi marido y yo llegamos ayer de Europa —dijo a un periodista—. Por esto he estado planchando toda la mañana, desde las siete. ¡Planchando! La anécdota fue objeto de un artículo que apareció en la primera plana

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de The New York Times. Los derechos de publicación de la novela de Judith Krantz acabaron cediéndose por 3,2 millones de dólares, un millón más que cualquier otra novela de la historia editorial. La señora Krantz no pudo por menos de reír al decir que para ella la plancha era «una terapia física para la espera».17 En los años sesenta, el cuidado y mantenimiento de las tazas de retrete era un punto de controversia para muchas mujeres. «Por más que él me ayude en todas las tareas domésticas, hay una cosa que no hará jamás —solían decir de su marido las esposas, moviendo solemnemente la cabeza—. Es como si para él no existiera el retrete. Los retretes, por lo visto, solo deben tocarlos las mujeres.» Hoy día, lo más importante de esta cuestión para las mujeres no es conseguir que el marido haga más cosas en casa, sino que gane cuanto dinero pueda sin abandonar los pequeños rituales domésticos que la convencen a una de que todavía es «femenina». «Le ayudé a aumentar su torpeza en las más simples tareas domésticas —recuerda Cynthia Sears, una graduada de la escuela superior femenina Bryn Mawr que acabó por separarse de su marido y que ahora vive con sus dos hijas en Los Ángeles. Contando experiencias suyas en un libro llamado Forjando el propio destino, Cynthia describe un modo de vida doméstica muy familiar para todas nosotras—. Cuando dije a mis amigas con cierto orgullo (disfrazado de desesperación) que él nunca había cambiado una sola braga, velado por la noche a un niño enfermo, ni dado la comida a los hijos, no vi que mi “tolerancia” le había privado de un verdadero sentimiento de participación en la crianza de nuestros hijos. Lo único que advertí fue el inmediato beneficio de evitar cualquier crítica o queja.» Cynthia dice que, a los treinta y un años «me puse en manos de una terapeuta. Por aquel tiempo experimentaba mi resentimiento como una sensación física: contracciones en el pecho y palpitaciones».18 Además de ayudarnos a evitar la angustia relacionada con la ambición y las propias realizaciones, el hecho de no abandonar el papel de «jefa del hogar» contribuye a que ignoremos otros problemas. La ocupación completa y exhaustiva puede echar una cortina de humo sobre muchas cosas.19 Todas sabemos que hay mujeres —y algunas de nosotras nos contamos entre ellas— que podrían permitirse el gasto de tomar a su servicio a alguien que las ayudara, pero no lo hacen. ¿Por qué no lo hacemos? Precisamente porque esa ayuda nos haría peligrosamente libres. Las mujeres están empezando a descubrir que nada es más aterrador que huir hacia la libertad. Es un miedo realmente amenazador, pues tiende a estallar como una bomba

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retardada en el momento en que la mujer se halla ante necesidades básicas universales y sin exigencias económicas que justifiquen su ambición.

DISFRAZANDO EL CONFLICTO CON TRABAJOS INADECUADOS Evelyn y Richard Melton, ambos cultos e inteligentes, trabajan en ocupaciones que no les gustan, pero que les rinden mucho más que cualquier empleo corriente. Richard lleva a casa 70.000 dólares cada año como director artístico de una agencia publicitaria. Evelyn cobra casi lo mismo haciendo de modelo de alta costura. Entre los dos, disponen de unos ingresos totales de más de 100.000 dólares anuales. Sin embargo, a causa de una mala administración, consistente en comprar más cosas de las que podían permitirse (en parte para compensar el fastidio de tener que hacer un trabajo inferior a sus aptitudes), Richard y Evelyn se encuentran, según dicen, con que no les queda dinero para tomar a su servicio alguien que les ayude en los trabajos de la casa. Por esto Evelyn hace las tareas domésticas, lo que no solo significa —como de costumbre— efectuar la limpieza de los suelos y los retretes, sino todo el trabajo que requiere llevar la casa y cuidar de los hijos. Tres o cuatro veces por semana se traslada a Manhattan para cumplir con su trabajo de modelo; también hace la limpieza general de la casa, cocina, va a la compra y lava la ropa. Programa los gastos para cada miembro de la familia y se asegura de que no se superen. Lleva a los niños a la escuela en su coche y luego los recoge para conducirlos a lugares de asueto. «Esto solo durará unos años más», se dice a sí misma. Bueno, en realidad, cinco o seis años. Su hijo más joven se halla en cuarto grado. (Para los dos, es su segundo matrimonio.) ¿Qué hace Richard entretanto? Richard está extremadamente ocupado. Entre su levantamiento de peso y sus lecciones de natación submarina, por no mencionar las horas que se pasa al atardecer en su laboratorio fotográfico, apenas le queda tiempo para otras cosas durante las horas libres del día. Debe decirse, en su favor, que Richard no es un simple aficionado deseoso de pasar el rato. Trabaja pensando en un gran cambio de vida, con el propósito de establecerse por su cuenta, tan pronto como sus medios económicos se lo permitan, en lo que ahora es para él una apasionada afición: la fotografía. El conflicto de Richard frente a su situación actual —trabajar cuarenta horas semanales en algo que detesta cuando, en vez de eso, haría algo que, según ha descubierto, le gusta de

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veras— supera todo lo demás. A sus cuarenta y seis años, Richard Melton no se considera un hombre afortunado. ¡Haberse pasado tantos años trabajando para la agencia en cosas tremendamente aburridas para descubrir la verdadera vocación cuando se halla ya cerca de la maldita cincuentena! Y, claro, Richard no puede ni imaginarse la pérdida de uno de sus preciosos segundos en las tareas domésticas. Dedica todas sus energías sobrantes a lo que él llama su «verdadero trabajo»: la fotografía. Entre el levantamiento de peso y la concentración en sus fotografías, sus mejillas se han hundido y sus ojos arden intensamente. Es un hombre que guarda un secreto en su corazón: el hecho de que se le brinda una segunda oportunidad. Evelyn, después de dos años de matrimonio con Richard, se ha convertido de una esposa adorable que era, en una mujer que a veces sufre serias crisis de cólera y resentimiento. Richard deja en manos de ella cuanto tiene que ver con la casa, y Evelyn no puede conseguir que la ayude en nada. Durante estos últimos meses, lo único que ha logrado es enseñarle a hacer ensaladas. De vez en cuando, prepara algunas hojas de lechuga, principalmente cuando ella no está en casa para hacerlo. En cuanto a lo demás, Richard no ve nada de lo que sucede a su alrededor, no se da cuenta de que ella no para de trabajar entre aquellas cuatro paredes, de que es ella quien hace todas las compras y recados, quien planea toda la vida doméstica, quien hace la limpieza y quien cocina, quien atiende lo mejor posible a los parientes y a los amigos que les visitan, quien cuida tan bien al chico de él, cuando los va a ver, como a sus propios hijos. —¿Por qué trabajas tanto? —le dice Richard cuando ella se queja. —Alguien tiene que hacerlo —contesta Evelyn. Él se encoge de hombros. «¿Por qué hay que trabajar tanto?», se pregunta Richard como solo pueden preguntárselo las personas acostumbradas a que alguien más se encargue de llenar todas las necesidades domésticas. Considera que es cosa de ella, algo que ella tiene que «resolver por sí misma». (Intuitivamente tiene cierta razón al respecto —es ella quien debe dirigir su propia conducta—, pero Richard no acierta a explicarse su propio resentimiento, la sensación de ser empujado, por lo que opta por volver la espalda al problema.) A estas alturas, la situación se ha hecho angustiosa para ambos. Richard no comprende cómo su esposa se ha vuelto tan sensible y nerviosa. Evelyn se siente tan inestable como los dulces de jalea que brillan con trémulos reflejos en los platos de postre de sus hijos.

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Sabe que debiera hacer algo, pero no lo hace. Inconscientemente, Evelyn no se permite a sí misma discutir claramente con Richard la cuestión de las tareas domésticas. Puede hablar de lo que le gusta o de lo que no le gusta, de sus temores y resentimientos respecto a cualquier cosa que suceda. Sabe cuidar de sí misma, no hay duda, pero no es capaz de decir que se halla atrapada en la trampa del papel de ama de casa y que no ve cómo salir de ella. ¿Por qué? Porque hay algo que, a pesar de todo, la atrae hacia el hogar y la ata a él. Evelyn no tiene ningún equivalente, en su vida, de la afición fotográfica de Richard. No le gusta el trabajo que hace fuera de casa, no siente pasión por nada, aparte del gobierno de la casa, su marido y sus hijos. Aunque gana casi tanto dinero como su esposo, sabe que, en cuanto a creatividad, Richard se halla en un mundo separado, lo que hace que se sienta sola y alejada de él. El laboratorio fotográfico se ha vuelto, en la mente de Evelyn, un lugar de citas amorosas. Siente unos celos casi sexuales. Cuando Richard entra en aquel cuarto oscuro, Evelyn tiene la sensación de que su marido le ha vuelto la espalda y la ha abandonado. Sufre con la misma intensidad que si el laboratorio fuera el boudoir de otra mujer. Los celos suelen apoderarse de nosotras en los momentos de menor seguridad y entereza íntima. Cuando Evelyn se dio cuenta de la pasión con que su esposo se entregaba a su arte, comenzó a luchar contra una crisis que acababa de surgir en su vida; en realidad, a partir de aquel momento, no supo qué hacer con su existencia. Después de años de monotonía en un trabajo que no le exigía la menor potenciación de sus facultades, había aprendido a «perderse» en la actividad que le exigían el hogar y los hijos. Hubo un tiempo, por lo menos, en que el actuar como un ama de casa perfecta la hacía sentirse útil. Diez años atrás, Evelyn tenía lo que muchos consideraban una vida envidiable, una vida animada por una profesión fascinante y asegurada por la más completa independencia económica. La gente se maravillaba de la facilidad con que aquella mujer combinaba su trabajo con su vida doméstica. Era una excelente cocinera. Había llenado la casa de magníficas antigüedades conseguidas en subastas y almonedas. Cada año daba fiestas muy bien preparadas con motivo del cumpleaños de sus hijos, así como convites en las fiestas importantes. El día de Acción de Gracias, no era difícil sentarse a la amplia mesa de su casa —cubierta de plata y damasco— con otras treinta personas o más.

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Pero ahora las cosas han cambiado. Ahora la meta parece consistir en algo exigente, algo remunerador. El nivel de participación de la mujer en el mundo ha subido un escalón. Y, en parte como consecuencia de esto, la antigua solución que combinaba más de un papel femenino —la de actuar como una frenética esposa-madre-trabajadora— ya no es útil para Evelyn. Sin embargo, tiende a aferrarse a esa solución porque teme el compromiso de embarcarse en algo nuevo. Durante el año pasado, consideró un sinfín de posibilidades, desde inscribirse en unos cursos de redacción de novelas que dan en la escuela cercana a su casa, hasta mandarlo todo a paseo e ingresar en la facultad de medicina, pero a la hora de la verdad Evelyn parece no poder dar ni un paso. Ha estado caminando tanto tiempo por la misma senda que su mente se niega a todo cambio. Durante mucho tiempo, desde que llegó a la gran ciudad a los dieciocho años, hizo todo lo posible para destacar como modelo. Consiguió ser una de las mejores. Aprendió a desenvolverse a la perfección en su ambiente de trabajo. ¿Por qué ahora había de abandonarlo todo? No es fácil triunfar en tal especialidad. Pero una pequeña voz interior expresa su desacuerdo. No es ese el camino. No se cree capaz de evitar el conflicto que, a punto de estallar, bulle bajo la capa exterior de disimulo. Hasta que, exteriorizando sus problemas internos, hace responsable a Richard de lo que ella no es capaz de llevar a cabo. Que debiera consistir en irse de casa. En hacer algo. En vender la casa de campo, en tomar una asistenta, o en practicar todos los cambios necesarios para que ella pueda volver a la escuela o empezar una nueva profesión, algo que pueda penetrar en ella y llenarla de nuevas energías. Las mujeres, tengan o no una carrera fuera del hogar, siguen sin renunciar a su papel de ama de casa porque aún se sienten dependientes del esposo y porque necesitan algo —un «servicio»— con que mantener el equilibrio de su situación.20 Por esta razón, las mujeres se entregan más que los hombres a todo lo relacionado con la familia. ¡Qué caramba! Ellas, prescindiendo de las horas que puedan haber dedicado a la oficina, siguen cocinando los platos familiares haciendo sus pasteles tradicionales y cosiendo colchas que hagan juego con el empapelado de la habitación de los niños. La seguridad del matrimonio —seguridad de ser amada y necesitada— puede ser una ventaja de doble filo para la mujer que siente la necesidad de hacer algo por sí misma pero que tiene miedo. Cualquier presión negativa de «él» puede distraerla de sus miedos interiores. El trabajo, especialmente si se concibe como un medio para lograr el desarrollo

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personal, y no simplemente como algo que «ayude a pagar las facturas», es un modo de separarse o individualizarse. Así pues, puede experimentarse como una huida del lado del cónyuge... algo que da mucho miedo, por supuesto. Por lo que, puestas así las cosas, es mejor quedarse detenida en «el matrimonio». «Me cuido como nadie de mi familia», se convierte entonces en una razón de peso para hacer una vida realmente retirada. El agotamiento que las mujeres expresan hoy día en relación con su «doble carga» es el resultado del conflicto que experimentan: el choque entre el deseo de seguir disfrutando de la seguridad doméstica típica de las amas de casa clásicas, y el querer ser libre y autosuficiente. Este conflicto, irresuelto, y por lo tanto paralizador, engendra el «pánico genérico», retiene a las mujeres en empleos de bajo nivel aun estando capacitadas para trabajos de más categoría, y las mantiene excesivamente dedicadas al hogar. La mayoría de nosotras aún no hemos tomado una verdadera decisión acerca de nuestra vida. Intentar mantener una situación ambigua en la que no renunciamos a nuestra independencia ni a nuestra dependencia debilita nuestras energías. Conscientemente, censuramos a los hombres porque no cambian, pero inconscientemente deseamos con toda el alma que sigan siendo como son.

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7 El salto hacia la libertad

Cuando se hubo deshecho mi matrimonio y me encontré viviendo de nuevo bajo mi única responsabilidad y con mis propios recursos, no tardé en experimentar unos perturbadores y contradictorios síntomas. Sentía un tremendo cansancio; me ponía a llorar sin causa aparente, y a veces me era imposible conciliar el sueño. Sin embargo, aquellos síntomas de depresión se veían compensados por raptos de súbita e inexplicable alegría y energía, momentos de exaltación casi demenciales por la insignificancia de los motivos que los provocaban. Los mejores momentos eran aquellos en que me imaginaba que un día me reconocerían. No estaba segura de lo que eso significaba; solo sabía que equivalía a algo así como un rescate. «Ellos» me encontrarían, me descubrirían; «ellos» reconocerían mi carácter verdadero, mis facultades ocultas, y me llevarían, desde aquel gran apartamento vacío y sin vida, hacia fascinantes fronteras donde me esperaban desconocidas satisfacciones. A veces, a altas horas de la noche y ligeramente bebida, bailaba para mí delante del espejo. Solía llevar solo un sombrero flexible de ala blanda con una larga y llamativa pluma. Recuerdo bien aquella imagen, en parte porque contrasta tan vivamente con otro aspecto mío: la torpe y tímida colegiala, joven, inexperta e insegura. Aquella era la parte de mi personalidad que quería mantenerse escondida y que se contentaba con existir. Era de fácil adaptación: se sentía feliz con solo poder pagar el alquiler del piso y con que la compañía telefónica le concediera otro plazo de un mes para poner sus pagos al día. Por lo demás, solo necesitaba un poco de comida y algo de calor. Por aquel entonces, se me estropeó el aspirador de polvo. Fue sintomático que no hiciera el menor esfuerzo para hacerlo reparar. «Me basta con la escoba —me decía a mí misma, día tras día, mientras barría mi habitación—. Antes de que se inventaran los aspiradores, las mujeres solo usaban escobas.» Qué asustada vivía en aquella época, qué estrecha y constreñida era mi vida... Daba

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gracias al cielo cuando me regalaban unas entradas de teatro o me encargaban que escribiese algo sobre el ballet en cartel y podía ver el espectáculo entre los bastidores del State Theater de Nueva York. Allí contemplaba absorta las evoluciones de una joven bailarina que buscaba la perfección en su arte, que impulsaba su cuerpo a los sones de la triunfante música de Stravinsky. Sin saber por qué, prefería pensar que se trataba de una danzarina mágica. No podía conciliar el encanto de su representación con el sudor que goteaba de su cuerpo ni con las contorsiones de su rostro cuando, durante una pausa de la danza, de espaldas al público, boqueaba en busca de aire como un pez echado a la arena de la playa. Parecía una frágil nave embarrancada; vulnerable; agotada por el esfuerzo de haber dado de sí cuanto podía. No quise ver la relación entre la magnificencia de su arte y el difícil y torturante esfuerzo que tenía que hacer para ejercerlo. Aquel atisbo desde las bambalinas me presentó una dura realidad: una mujer, jadeante y sin dominio de sí misma que daba pena observar (aunque solo por unos momentos). Sus esfuerzos contrastaban dolorosamente con mis sueños de gloria; sueños que, sin que yo lo supiera, tenían su lado exigente, vengativo: no debía pugnar por el reconocimiento. Llegaría a mí tan fácilmente como un manto de seda que cayera sobre mis hombros. Fuertes corrientes opuestas circulaban dentro de mí. Mientras que mi autoestima era penosamente baja, mis fantasías sobre mí misma eran grandiosas. La idea de que tuviera que esforzarme para que se reconocieran mis logros era humillante; parecía validar aquella otra opinión de mí misma, una opinión terrible. La de que era una mujer laboriosa pero poco brillante, no muy lista y, por descontado, nada original: la silenciosa hermanastra cuya única razón de ser era el mantenimiento del fuego del hogar. Como Cenicienta, anhelaba tener una hada madrina, un príncipe, alguien que me sacara de mi situación. Cuando todo lo que quiere una mujer es seguridad, le basta con una vida aburrida y sin horizontes. A mí no me bastaba. Hallándome sentada en mi gran cama vacía aquel desdichado año 1973, sin otra señal de vida que el golpeteo de los tubos de la calefacción y el aire caliente de los radiadores que empañaba los cristales de las ventanas, mi mente empezó a ofrecerme imágenes de lo que aún podía hacer en mi vida si llegaba a ser una mujer fuerte y desenvuelta, sin el freno de la angustia. A los veintisiete años, instalada en otro apartamento, más pequeño que aquel, con tres criaturas, solía fantasear sobre mí misma. Me veía volando por la Quinta Avenida, con botas y minifalda, sobre una moto

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Honda de color rojo. Ahora soñaba con otras cosas, con ser libre y fuerte. Mientras permanecía despierta en medio de la noche, me inundaban intensas oleadas de poesía. No llegaba a escribirla, pero me indicaba el latente vigor que albergaba mi vida interior. También soñaba que viajaba, que iba y venía con nuevos amigos y nuevos amantes, segura gracias a una nueva y más profunda relación con mí misma. Súbitamente, y por primera vez, me di cuenta de que era una persona que deseaba, que quería. «Quiero, quiero, quiero», gritaba una voz dentro de mí, aunque aún me parecía no comprender bien el sentido de aquellas palabras. Era como si viviese envuelta en una membrana translúcida, pero impenetrable. Podía ver a través de ella, pero no me era posible atravesarla. Las cosas que había llegado a reconocer que quería no eran materiales sino espirituales; no eran cuantificables, sino exasperadamente huidizas: la libertad de hacer y ser simbolizada por ansias de más luz, más aire, meses en el océano, una casa en el campo. Enterrados, mis conflictivos deseos de libertad y seguridad me tenían atada. Me hallaba sobre arenas movedizas. Y aquello no era lo peor. Al cabo de unos cuantos años, mis amigos desaparecerían; la gente diría que había cambiado. Me habría vuelto diferente. Una persona distinta. La angustia también habría desaparecido, pero con ella se habría esfumado también el encantador sonrojo de haber bailado como en sueños ante el espejo. Para curarme de ese «enfrentamiento» que me dividía, tendría que renunciar a muchas cosas; me quedaría sin comodidades, sin seguridad, sin los paraísos que una puede imaginarse cuando vive solo mentalmente.

ATRAVESANDO EL CONFLICTO INTERIOR Cuando el conflicto interior entre la dependencia y la independencia ha sido localizado, identificado y aislado del espeso tejido de nuestra existencia cotidiana, ¿puede darse el salto, desde la pequeña y sofocante estancia donde mora el miedo hasta las amplias llanuras de la libertad? La cosa no es tan fácil. Hay que seguir un proceso. Los terapeutas dicen que hay que «atravesar» el conflicto, superarlo. No hay que someterse a un verdadero tratamiento para aprender a hacerlo. Solo hay que ser sistemática y persistente. Un vago conocimiento de que se sufre un conflicto no puede llevar muy lejos a la mujer afectada

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por él. Solo el esfuerzo lo conseguirá. Tiene que existir la consciente y deliberada voluntad de localizar —y separar— los enmarañados hilos del conflicto interior si una quiere salir del estancamiento en que se halla. El conflicto entre el deseo de ser libre y el de permanecer enclaustrada y protegida es insidioso porque nos ofrece subrepticiamente una ventaja. El conflicto nos permite quedarnos exactamente donde estamos. La condición, el estado que reconocemos desear —la independencia—, actúa como una pantalla que oculta algo que anhelamos con la misma intensidad, pero que no podemos admitir: la dependencia; y, con ella, la deliciosa y primordial seguridad. Conducidas por estos dos deseos opuestos, no tardamos en hallarnos en el limbo. El limbo tiene sus ventajas. Puede no ser muy cálido, pero tampoco es muy frío; no es muy apasionante, pero la vida en él no puede compararse con la muerte. No se puede «atravesar» la dependencia sin identificarla; de eso no hay duda. Identificar la dependencia es, pues, el primer paso hacia su superación. Hay que buscarla teniendo plena conciencia de lo que se persigue. Una vez, permanecí despierta hasta las primeras horas de la madrugada elaborando en mi pretenciosa cabeza —de la que también me quejaba mucho— la conclusión de que la causa de que yo no ganara dinero escribiendo estaba en «ellos» —en los redactores y editores—, que no se portaban bien con nosotros, los escritores y escritoras. Aliándome a todos los escritores tiranizados que habían existido, podía hacerme la víctima. Me «negué» a hacer cualquier cosa que pudiera comprometer mis ideales o que fuese contra el sistema establecido y, sin complicarme la vida, seguí dedicándome una y otra vez al mismo trabajo de siempre. La idea de que pudiera asustarme hacer algo nuevo, de que tal vez no tenía el valor de tentar la suerte, nunca se me ocurrió. Mis problemas permanecían cómodamente escondidos mientras seguía lamentándome. El trabajo no fue la única parte de mi vida que resultó afectada por el conflicto. Mi vida amorosa era un desastre, acorralada como estaba entre mi necesidad de ser amada y mi deseo, igualmente fuerte, de rechazar aquella necesidad. El evidente narcisismo de aquellos encuentros con el espejo a altas horas de la noche contrastaba notablemente con lo que yo sentía cuando me contemplaba a la despiadada luz del día. «Te estás haciendo vieja —me decía a mí misma, escrutando mi cara en busca de las huellas de la edad—. Has perdido tu buen aspecto.» Aquella preocupación por el envejecimiento —por

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cualquier cosa que me inspirara sentimientos negativos respecto a mí misma— ya era un síntoma de por sí. En aquel entonces, tenía unas relaciones limitadas e insatisfactorias con un hombre casado. Aun cuando bailaba de manera autocomplaciente por la noche, a la luz del día temía no poder «retener» a un hombre cuyo alejamiento encontraba fascinante. Al no obtener el amor que mi otra parte necesitaba, culpaba al hombre de pusilánime, de no tener el valor de lanzarse a una apasionada relación conmigo. Era un caso de pura y simple proyección, por supuesto. Era yo la que carecía de valor. Me vi con aquel hombre varias tardes por semana durante un año entero, sintiéndome así segura... y desdichada. Así pues, tanto por lo que respectaba al amor como al trabajo, me hallaba sobrecargada de inhibiciones de todas clases. Tenía la impresión de estar experimentando los inevitables miedos de una mujer que había vuelto a nacer, de una mujer que salía del estancamiento de un largo y opresivo matrimonio. Aquello era cierto en parte, pero había también mucho más. Mi tendencia a refrenarme, que era muy fuerte, chocaba con mi tendencia, igualmente poderosa, a romper las barreras que impedían la expresión de mis verdaderos sentimientos, de sobresalir, de «hacerme un nombre por mí misma». Las dos tendencias —restrictiva la una y expansiva la otra— parecían anularse mutuamente, dejándome atrapada entre ellas. La fatiga se fijaba en mi vida como el hollín en los tejados de las casas vecinas. Seguía trabajando, pero me costaba mucho terminar algo. Sentía deseos de castigarme a mí misma por mi lentitud. Me mordía las uñas.

LAS «FUGAS» DE ENERGÍA Las mujeres que se hallan así «escindidas» pueden tener áreas de su personalidad completamente eclipsadas porque han de usar mucha energía en el esfuerzo de suprimir —o negar— uno de sus dos polos en conflicto. Así es como intentamos aproximarnos a la plenitud psicológica. Yo, por ejemplo, siempre pretendía negar mi inclinación a la dependencia, y los esfuerzos que hacía por conseguirlo me dejaban agotada. Tal como afirmó Karen Horney, la parte de nosotras que intentamos suprimir es «aún suficientemente activa como para constituir una interferencia perturbadora». Es un proceso que, según ella, «supone una pérdida de energía que de otro modo podría usarse

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en la autoafirmación, en la cooperación o en el establecimiento de buenas relaciones humanas».1 Esta falta de energía es otro signo de conflicto, un conflicto relacionado con la dependencia oculta. Las «fugas de energía» se manifiestan por la indecisión y la inercia.2 La mujer en conflicto no cesa de vacilar. ¿Me decido por ese empleo o por aquel otro? ¿Me quedo en casa o vuelvo a la escuela? ¿He de amar a ese hombre o le abandono? Ese vaivén malgasta energía del mismo modo que la derrocharía una estufa con la que se pretendiera calentar una casa con las ventanas abiertas. Las decisiones que hay que tomar pueden ser triviales o ser importantes, pero siempre chocan con lo mismo: con la irresolución. La indecisión conduce al autocastigo y a una especie de frustración furiosa aparentemente inmotivada. Ese estado mental dividido nos vacía, y merma nuestra eficacia. En tales condiciones, la redacción de un simple reportaje puede requerir varias horas, lo mismo que, por ejemplo, ordenar el armario ropero o planear un menú. Para la mujer en conflicto, hasta las tareas más simples parecen exigir un gran esfuerzo. La ineficacia resultante de la tensión interior suele mostrarse también en nuestra manera de relacionarnos con la gente. Si, por ejemplo, una mujer quiere hacer valer sus propios derechos, pero también es propensa a ceder o conformarse, acabará actuando con tremendas vacilaciones. Si necesita pedir alguna cosa, pero también cree que debe ordenar que se la den o se la traigan, lo más fácil es que se quede sin ella. Si desea tener relaciones sexuales, pero siente el deseo interior de frustrar a su pareja, difícilmente alcanzará el orgasmo. Puede dar la culpa de algún problema, o de todos los que tiene, a la excesiva dureza de su trabajo, a no haber dormido bastante, a su «poca resistencia» y a muchas cosas más, pero es casi seguro que su estado de excitación tiene mucho que ver con las conflictivas y opuestas corrientes que están pugnando en su interior.

«DESENREDÁNDOSE»

Superar el conflicto requiere un trabajo equivalente a la curación de todas las pequeñas

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grietas y fisuras que la dividen a una. Hay que buscar las verdaderas causas de estas lesiones para que la necesidad de dividirse no sobreviva por más tiempo. ¿Cómo conseguirlo? Prestando una escrupulosa atención a una misma. No dejando rincón por escudriñar al examinar las propias motivaciones, las propias actitudes, nuestra manera de pensar sobre las cosas. Cuando aparezca algún indicio de que lo que se busca —una actitud extraña o un detalle del comportamiento que no encaje con el resto de la personalidad—, hay que seguir la pista encontrada. Si este es su caso, no diga: «Oh, es una pequeña contradicción de mi carácter; no es ese mi modo de ser». Se trata de su modo de ser. Y esas contradicciones, si usted las rastrea y las estudia bien, la conducirán al filón madre de su soterrado conflicto. Es posible que advierta, por ejemplo, que va fácilmente de un extremo al otro, es decir, pongamos por caso, que vacila entre ser estricta y ser indulgente con usted misma. También cabe la posibilidad de que dude entre despreciar a los demás y creer, secretamente, que son superiores. O también, que la necesidad de despreciarse a sí misma se interfiera con su capacidad de competir con éxito. Observe especialmente si se arroga usted todos los derechos o si cree que no tiene ningún derecho en este mundo. (Más que lamentarse por esto último, sospeche de sí misma por lo primero. Arrogarse todos los derechos es lo mismo que verse obligada a salirse con la suya. Es un vano intento de liberación llevado a cabo por una personalidad dependiente.) Debe recordarse especialmente esto: los «caprichos» de la personalidad pueden no ser anomalías sin importancia; en realidad, quizá sean el reflejo de importantes divisiones de la personalidad. Vigílelos, fría y objetivamente, sin culparse a sí misma de no ser perfecta, y la conducirán al conocimiento de datos fundamentales sobre quién es realmente usted. Enfrentándose con estas partes que habían permanecido ocultas, y aceptándolas también, acabará usted por descubrir una nueva personalidad fuerte e integrada.

En mi caso, las extrañas discrepancias que aparecieron en mi actitud hacia el dinero terminaron por revelar importantes distorsiones en mis contactos con los demás. Cuento a continuación cómo seguí el enredado hilo del problema de mi dinero hasta que me condujo al gigantesco ovillo de cordel que se había ido enrollando, durante varios años,

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en torno al trastorno principal de mi carácter: el deseo de que alguien más hiciera las tareas difíciles y pesadas; el deseo de ser salvada. Como he explicado en el capítulo primero, unos cinco años después de que mi matrimonio se rompiera (y un año después de haber comenzado a vivir con Lowell), descubrí, algo disgustada, que no quería tener nada que ver con el dinero. De ser necesario, podía vivir perfectamente de prestado. En realidad, así era como vivía desde hacía casi dos años. Lowell pagaba todas las facturas, mientras yo, sumida en una profunda indiferencia, no ganaba casi nada. Mi cuenta en el banco local estaba casi siempre vacía. (Y así se hallaban, cada vez más, los cofres de mi autoestima.) Las cosas, nada sencillas por cierto, estaban así: por una parte, yo encontraba degradante tener que pedir dinero a Lowell cada vez que había que llevar los zapatos a remendar; por otra parte (y para descubrir esto tuve que desenredar largos y enmarañados hilos), la situación me gustaba más de lo que me desagradaba. Tuve que reflexionar mucho antes de querer oír —y aceptar— lo que Lowell no paraba de decirme: que vivía apoyada en él, a sus expensas, como si el dinero que gastaba fuera mío; que él, con sus energías, podía hacer cosas más satisfactorias que mantener cinco personas. Finalmente, no pude ignorar por más tiempo lo justa que era su argumentación. No eran solo las presiones de Lowell, sin embargo, la causa de mi conflicto. Cuanto más duraba aquel período —en que yo le permitía que soportara la responsabilidad de mi bienestar—, peor me sentía. Tras experimentar una gran sacudida interior acompañada de una fuerte indignación, me decidí a superar la situación empezando a hacer un trabajo productivo. Comencé a cobrar dinero (más, en realidad, del que nunca había ganado). Pero el hecho de que aún anhelaba que cuidaran de mí se manifestaba en mi manera de administrar —o, más exactamente, de no administrar— mis nuevos ingresos. Siempre había supuesto que si algún día llegaba a tener dinero suficiente, podría evitarme la molestia de administrarlo. Se trataba de una actitud característica. «¡Si tuviera bastante dinero —pensaba—, no tendría por qué pasarme cuentas a mí misma!» No necesitaría estar pendiente de las cosas, dirigirlas, estar enterada de todos los detalles, ser consciente de todo: no tendría que reconocer la terrible realidad de cuanto nos rodea. Mi mejor truco, descubrí, consistía en no anotar el saldo en mi talonario de cheques después de cada operación. De ese modo nunca sabía cuánto dinero tenía. Cuanto más

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tardaba en poner el saldo al día, más confuso se hacía el panorama de mi vida. Al no saber con seguridad cuánto dinero poseía en un momento dado, podía seguir sintiéndome necesitada de amparo. ¿Cómo iba a calcular con exactitud si podía comprarme un nuevo par de botas, o si podía permitirme concertar un seguro de vida? La imagen mental que persistía en mí era siempre la del último ingreso en mi cuenta corriente (al trabajar por mi cuenta y riesgo, mis ingresos en el banco eran de cierta importancia, pero irregulares). Independientemente del número de cheques que pudiera haber librado desde determinado ingreso, siempre tenía en mi mente los cinco mil dólares (pongamos por caso) iniciales. Finalmente, algún instinto de supervivencia que se había despertado en los últimos tiempos me aguijoneó: «Bueno, ya es hora de que lleves las cuentas como Dios manda, ¿no te parece?». Desde el momento en que tomé la decisión de intentar saber dónde me hallaba económicamente, tuve la impresión de que cualquier cantidad de dinero que me quedara era como una pastilla de jabón en la mano de un niño. Al negarme a cuidar de mi pequeño tesoro, al negarme a protegerlo, a hacer con él una buena inversión, a tomar de él solo lo que necesitara, siempre acababa con la mirada fija en el saldo y preguntándome: «¿Dónde habrá ido a parar?». Mi negativa a preocuparme del movimiento de mi dinero era tanto un símbolo como la causa de mi necesidad de amparo. No me enteraba de que mis fondos disminuían, por lo que —una y otra vez— recibía un susto cuando se terminaban. ¿Por qué escondía la cabeza bajo la arena de aquella manera? ¿Por qué persistía en mi ignorancia voluntaria? No quería enfrentarme con el hecho de que tendría que proveer de fondos mi cuenta — continuamente— durante el resto de mi vida. Después de muchos meses de angustias y confusiones, decidí: «Pon tu talonario de cheques al día y veamos cómo te sientes luego». ¿Que cómo me sentí? Incompetente. Mi reloj de arena parecía tener una fuga. Siempre perdía; nunca ganaba. Nunca podía ponerme al corriente, equilibrar las entradas y las salidas. Al cabo de algún tiempo, empecé a ver que todo mi proceder respecto al saldo de mi cuenta era una metáfora. No mantener un saldo con las cifras al día es una forma de evitación. Me gustaba no saber dónde me hallaba, porque así eludía cualquier responsabilidad sobre las consecuencias de mi conducta en general. Más de una vez, había tenido que retrasar el pago de las facturas que me enviaba el dentista de mis hijos

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diciéndome a mí misma: «¡Este mes no hay suficiente dinero!». Sin embargo, conocía a otras mujeres que, ganando menos que yo, se las arreglaban para pagar todas las facturas a su tiempo. Otras que disponían de menos dinero disfrutaban de seguros que cubrían sus gastos de farmacia, el retiro y la invalidez, es decir, de todas las previsiones realistas que hacen los adultos para proteger a sus hijos y a ellos mismos cuando les llegue la vejez. Yo evitaba aquellas realidades, creyendo, sin motivo aparente, que estaba exenta de ellas; creyendo que si podía ir tirando el tiempo suficiente —si pagaba bastantes recibos de alquiler, bastantes facturas de teléfono, bastantes impuestos—, ¡acabaría por verme libre de las vicisitudes de aquella vida desagradable, horrenda y exigente, y sería salvada!

Mantener un saldo al día no es solamente una buena norma económica; es también una buena norma emocional. Significa tener un contacto diario, si no de cada momento, con la realidad. Significa no permitir que se acumulen en mí una irritación y un furor que acabarán por volcarse sobre mis hijos o sobre el hombre con quien vivo. Significa no dejar que, cuando estoy deprimida, las cosas lleguen a una situación totalmente negativa; significa detener su curso equivocado sentándome a pensar, a comprobar cuanto sea necesario: ¿Qué pasa aquí? ¿Adónde están yendo a parar mis energías? ¿De dónde me vienen las satisfacciones? ¿Se convierte todo mi gasto de energía en satisfacciones, o hay ahí un desequilibrio? Si gasto más de lo que gano, ¿cómo podrá aumentar mi saldo? Estas preguntas, y otras de la misma clase, forman parte del mantenimiento al día de mi saldo, de la conservación de mi equilibrio interior. Con ellas intento aconsejarme a mí misma. Me vuelvo responsable de mi felicidad o de mi desdicha. Mantener el saldo de mi «cuenta psíquica» al día aumenta las probabilidades de que yo no tenga una imagen deformada o irreal de las cosas. Sé cuáles son mis disponibilidades, pero también conozco mis limitaciones. Puedo establecer, en el armazón de estas realidades, las metas y prioridades más importantes, para vivir de modo realista, en el presente. Mantener un saldo al día significa ajustarse a las posibilidades de la vida, activar el propio cambio y la propia maduración en vez de esperar que «suceda algo»... Significa, en pocas palabras, convertirse en la dueña de sí misma.

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EL SUEÑO REVELADOR A veces, nuestros sentimientos de desamparo y frustración solo se manifiestan en los sueños. Una mujer de cincuenta años, atractiva y de aspecto juvenil, que había estado intentando reunir el valor suficiente para escapar de un desdichado matrimonio de dieciocho años, me describió el realismo y el significado de lo que ella llamaba el «sueño de la pecera». Lo tuvo exactamente un año antes de firmar su acuerdo de separación y, con su energía, la hizo saltar de golpe de la cama en plena noche. Así me lo explicó: Yo flotaba como un cadáver dentro de una enorme pecera e intentaba hablar, pero no podía hacerme entender. Jim [su esposo] se hallaba de pie fuera de ella e intentaba hablar a la «muerta», que era yo. Lo «vivo» de mi persona estaba fuera de la pecera, al otro lado de donde se encontraba él, y le gritaba: «¡No le hables a esa! ¿No ves que no es mi yo real?».

La amarga verdad del sueño reveló que su marido nunca miraba hacia ella. Y, algo más importante, reveló que ella tenía un gran interés en mantener oculto «su yo real», su verdadera personalidad. Ese fue el patético significado del sueño. Cuando ella lo reconoció, se puso a sollozar. No era de «él» —del marido nada cariñoso— de quien se escondía, sino de todo aquel con quien pudiera haber tenido unas relaciones íntimas satisfactorias. Con lo mucho que deseaba aquel tipo de relaciones, con lo mucho que las anhelaba, no podían existir para ella; mostrar «el yo real» era demasiado espantoso. La doctora Alexandra Symonds cuenta la historia de una paciente que se puso en tratamiento porque se sentía deprimida. No mucho después de haber empezado la terapia, la mujer tuvo un sueño. Se hallaba colgando a gran altura del exterior del edificio donde estaba su apartamento; con gran desesperación, se mantenía agarrada con las puntas de los dedos a la repisa de la ventana. Su marido andaba por el interior del piso. La mujer intentaba gritar, pedir socorro, a través del cristal de la ventana, pero solo salía de su garganta un ahogado suspiro. Su marido pasó varias veces por delante de ella sin oírla. El fuerte simbolismo de esta clase de sueños descubre, según la doctora Symonds, a toda una categoría de mujeres que, pese a encontrarse plenamente realizadas en su vida profesional, tienen una necesidad interior que las asusta: la de que se cuide de ellas. Un sueño puede ser una revelación. Para algunas mujeres, puede constituir la primera —y sorprendente— indicación de que algo anda mal.

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Puede también denotar que los viejos moldes se están rompiendo y que un nuevo cambio está teniendo lugar. Una profesora universitaria, con toda una historia relacionada con la dificultad que experimentaba en autoafirmarse, soñó que se la llevaban en un coche y que intentaba decir al conductor lo que debía hacer. Algunos meses después, tras haber conseguido comprender más claramente que debía ejercer un control más eficaz sobre su vida, soñó que estaba sentada en el asiento de pasajeros de un coche en marcha y veía horrorizada que el asiento del conductor estaba vacío. Este sueño puede ser perturbador, pero en este caso puede también significar un progreso. La mujer había avanzado hasta un punto en que reconocía que estaba sola y sin protección en el mundo, sentada en el asiento de pasajeros y sin nadie al volante del coche. (Cuando eso se ha superado, una puede también decidirse a ocupar el asiento del conductor.) Un sueño puede traer asimismo el presagio de un nuevo mundo, no necesariamente de fama o fortuna, pero sí un mundo, las más de las veces, en que se alcanza alguna solución interior. Después de haber estado en análisis durante varios años, tuve lo que he venido llamando desde entonces mi «sueño de Harlem». Harlem figuraba en él como una metáfora de la propia vida, un mundo extraño y abigarrado hormigueante de sorpresas, alegrías y peligros en potencia. Así fue como se desarrolló: Estoy caminando por una de las principales calles de Harlem, probablemente la Séptima Avenida, con dos amigas mías. Tengo la sensación de que hace mucho tiempo que no he estado en esa parte de la ciudad. Tengo miedo, pero al mismo tiempo noto que no se trata solo de ese miedo. «Aquí podría luchar con éxito —me digo a mí misma—. Hay mañas y conocimientos para abrirse paso en Harlem. Aquí no se triunfa nunca por azar.» El movimiento y bullicio de las calles —multitud de gente, ruido, vehículos en marcha— me molesta. Empieza a preocuparme mi seguridad. De pronto, nos detenemos ante el escaparate de un cuchifrito, un establecimiento especializado en la venta de pescado frito. Mis amigas van directamente hacia la tienda, pero yo, pasmada por la abrumadora variedad de cosas que pueden escogerse en ella, me quedo en el exterior, completamente inmovilizada. Finalmente, entro en el almacén —hago un esfuerzo por entrar en él— esperando que el simple acto de moverme me ayudará a elegir cuando me halle en el interior. Dentro del local, sobre un mostrador hay verdaderas exquisiteces: ostras, picadillo de pescado en grandes conchas a cinco centavos cada una, enormes mitades de aguacates... De repente, se me ocurre que quizá no llevo bastante dinero. Busco en mis bolsillos y encuentro, aliviada, treinta y cinco centavos. «Tomaré dos ostras», digo al alto hombre negro de detrás del mostrador. Va vestido de blanco como un jefe de cocina; un gran gorro blanco corona su cabeza. Empuja las dos ostras hacia mí con una maliciosa mirada de sospecha. Le doy torpemente las monedas, y él me da un empujón en el hombro. —¡He visto lo que ha hecho! —me grita—. Cubría con la mano esa pieza de cinco centavos para que creyese que era de veinticinco.

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—No es verdad —protesto, indignada—. Solo me he confundido —tomo las ostras y salgo de la tienda. Fuera, en plena Séptima Avenida, unos hombres están jugando a un juego callejero. Hacen chasquear una cuerda parecida a un alambre a un palmo del suelo. Los miro y pienso que no llevan trazas de hacer daño a nadie, por lo que salto por encima de la cuerda. Sin embargo, me siento enojada con mis amigas por no haberme prevenido. —¡Vaya! —les grito—. ¿Cómo no me habéis advertido de eso antes de que bajara de la acera? Se encogen de hombros, y yo pienso: «Quizá estoy dando demasiada importancia a una nadería. Tal vez eso de cruzar una calle llena de gente bulliciosa se hace abriéndose paso despreocupadamente». Cuando llego al otro lado de la calle, mis amigas me esperan en la acera, y el gentío que la atesta no parece tan amenazador. Es una tarde de sábado en Harlem. Luce el sol. Los árboles se alinean a lo largo del bordillo. Nos detenemos para contemplar a unas niñas que juegan en la acera.

Con el propósito de «asimilar» este sueño, presté luego atención a lo que sentía y pensaba mientras se desarrollaba. Comenzó con mi sensación de angustia e incomodidad por hallarme en un lugar extraño. Luego pasé por la experiencia de hallarme ante varias opciones sumamente atractivas sin ser capaz de actuar por mi cuenta. La angustia que sentí después de recordar la escena fue casi insoportable. Había cosas buenas a mi disposición, pero no podía avanzar hacia ellas. Algo me mantenía clavada en la acera, petrificada. Luego vino uno de los momentos decisivos del sueño. «Avanza, como sea —me instigaba una voz interior—. No puedes pararte aquí.» En aquel instante, algo dentro de mí, decidió que avanzara. Antes de entrar en la tienda me sentía confusa e insegura. Tuve que mirar y remirar mis monedas. Tardé en encontrar las adecuadas y las entregué con torpeza. Después se me acusó de actuar con mala fe —de hecho, de modo totalmente irracional— por el hombre de detrás del mostrador. No solo estaba equivocado, sino que fue mezquino conmigo; absoluta y arbitrariamente mezquino. Bueno, ¿y qué? Tal modo de ser no tenía por qué afectarme. La mezquindad de los hombres, la arbitrariedad con que puedan comportarse, es asunto de ellos. Siendo, por lo tanto, capaz de cuidar de mí misma, si alguien no me trataba bien era libre, al fin y al cabo, de marcharme. Y fue lo que hice. Dije al hombre que estaba equivocado y salí de la tienda. En la calle me asusté, pero aun así la crucé. Me enojé con mis amigas por no haberme avisado ni protegido, pero vi enseguida que la cosa no tenía importancia.

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Cruzar la calle fue asunto mío —superar los obstáculos, vigilar los coches y camiones, abrirme paso entre la bulliciosa multitud—, la atravesé por mí misma, sin ayuda de nadie. Cuando llegué al otro lado me sentí mejor, menos vulnerable, realmente encantada de ver cómo mejoraba el ambiente de la tarde. Había cruzado la calle sin sufrir el menor daño. Obtuve las ostras que me apetecían, sin dejarme intimidar por el impertinente hombre del gorro blanco. En vez de angustia, experimentaba una grata sensación de placer. Disfrutaba viendo jugar a aquellas niñas en la acera. Sentía el calor del sol en mi espalda. Me sentía, en una palabra, completa. He de decir que el hecho de oír en mi interior aquella voz que me dijo: «¡Avanza!», no tuvo nada que ver con la fuerza de voluntad. No es posible. Una persona, por fuerte que sea su voluntad, no puede «levantarse a sí misma tirando de los cordones de sus zapatos», aunque tenga que morir si no lo hace, frente a un conflicto abrumador. Si la fuerza de voluntad fuera la respuesta, yo nunca hubiera escrito este libro. Aquel salto de mi personalidad interior se produjo como resultado de un largo y significativo proceso, el proceso de identificar y «atravesar», superándolas, mis contradicciones interiores.3 Nadie, ni yo misma, hubiera podido ordenarme que me pusiera en marcha. Cuando una persona tiene la mente despejada de obstáculos y libre de conflictos, su voluntad funciona automáticamente. En cambio, cuando esa persona está empantanada por sentimientos y actitudes opuestas, su voluntad se paraliza. Lo que conlleva la imposibilidad de elegir qué se va a hacer en la vida; se actúa entonces solo obedeciendo al impulso de actuar. Se sigue haciendo el mismo trabajo, por poco competitivo que sea, no porque a una le guste o se prefiera a los demás, o tal vez, como dicen algunas mujeres, «mi trabajo no es tan importante como mi familia». Como la abogada Vivian Knowlton, se sigue conservando tal empleo porque la necesidad de subordinarse de una mujer está en oposición directa con su necesidad de triunfar, de lo que resulta un estancamiento entre esas dos necesidades. A nivel amoroso, una no elige a su pareja por el gusto de compartir la vida con otro ser humano. Si una se halla en conflicto, se casa —como hizo Caroline Burkhardt— por una compulsiva e indiscriminada necesidad de ser amada, deseada, aprobada y cuidada. Es esta misma necesidad la que nos ciega respecto al hecho de que no todo el mundo

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es bondadoso y fiable, por lo que quedamos destrozadas cuando alguien se muestra malévolo u hostil. Es esta necesidad la que nos impulsa a hacer lo posible para evitar las disputas, las desaprobaciones y las miradas iracundas. Es esta necesidad, por último, la que nos lleva a subordinarnos, a colocarnos en el segundo lugar, a aceptar resignadamente todas las censuras. Llegada a este punto, una ya se halla a muy poca distancia del síndrome «pobrecita de mí». Las mujeres que se dejan arrastrar por la compulsión de ponerse en el segundo lugar acaban, indefectiblemente, por echar a perder sus facultades. En cierta medida, una se convierte en lo que se siente impulsada a ser: una mujer insegura, titubeante, excesivamente vulnerable.

LIBERÁNDOSE DE LA TRAMPA DE LA DEPENDENCIA No mucho después de haber abandonado su vida de «chica formal» y de huir hacia la libertad sin trabas de París, Simone de Beauvoir conoció, en el otoño de 1929, al hombre que habría de ser su amigo, mentor y amante para el resto de su vida: Jean-Paul Sartre. Ambos tenían poco más de veinte años; él era algo mayor que ella. En muchos aspectos, su rápida y sólida unión con aquel hombre le permitió liberarse de las ataduras que la tenían sujeta a una familia que la había mantenido constreñidísima durante toda su adolescencia. Fue una huida hacia el más exótico terreno intelectual. Desde el principio, los dos amantes pasaron todo el tiempo juntos, leyeron los mismos libros, tuvieron los mismos amigos y, en general, desarrollaron sus ideas tan simbióticamente que Simone usa con frecuencia en sus memorias las expresiones «nosotros pensábamos» o «nuestras ideas». Cuando empecé a leer La plenitud de la vida (que retoma la vida de la Beauvoir donde la dejan las Memorias de una chica formal), quedé asombrada de la gran y mutua fusión que describía cuando hablaba de sus relaciones con Sartre. Parecía tan bien adaptada a la sensibilidad de él que era difícil imaginarse cómo conseguiría alguna vez despegarse suficientemente para llevar a cabo el bello y creativo trabajo intelectual que un día realizaría por sí sola. Sartre era un genio, cosa innegable; sin embargo, aquella mujer, con un encanto y una inteligencia tan poco comunes, se consideraba casi una esclava de él. «Yo le admiraba por tener su destino en sus propias manos, sin que nadie

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le ayudara a forjarlo —escribió—. Su superioridad, lejos de hacerme sentir molesta o incómoda, me confortaba.» 4 Ella solo tenía veintiún años y, al parecer, era tan romántica como cualquier otra muchacha de su edad. No obstante, era lógico pensar que si tenía que desligarse de la destructiva pauta que se estaba estableciendo en sus relaciones con Sartre, tendría que hacer algo... algo radical. «Mi confianza en él era tan grande —escribió— que me dio la clase de seguridad absoluta e indefectible que había recibido de mis padres, y de Dios.» Simone y Jean-Paul caminaban juntos por las calles de París, hablaban interminablemente y bebían aguardiente en los bares hasta las dos de la madrugada. Ella se sentía como si flotara en un delirio de felicidad. «Mis más sentidos anhelos se habían cumplido —escribió—. No me quedaba ya nada que desear, excepto que aquel estado de triunfante bienaventuranza se mantuviera siempre inmutable.» Aquella euforia duró más de un año, hasta que algo inquietante vino a estropear su felicidad. Nació en ella la sospecha de que había renunciado a una parte esencial de sí misma. Su abandonada respuesta al torbellino de distracción sensual e intelectual que París le ofrecía comenzaba a tener en ella efectos negativos. Su actitud ante su trabajo literario no era de excesivo entusiasmo, carecía de convicción. «A veces, tenía la sensación de que estaba haciendo una tarea escolar; otras, de que había caído en la parodia», escribió. Por espacio de dieciocho meses, vivió en un agudo conflicto. «Aun cuando seguía anhelando todas las cosas buenas de este mundo, comenzaba a pensar que me estaban apartando de mi verdadera vocación: me hallaba en el camino de la autotraición y la autodestrucción.» Se da cuenta de que leía de manera superficial, sin la debida concentración, sin una verdadera meta intelectual. Solo escribía esporádicamente en su diario. El conflicto, el deseo de conseguirlo todo a la vez, la mantenía atrapada, como una araña, en su tela paralizante. «No podía decidirme a renunciar a nada —escribió—, y por ello era incapaz de elegir lo que más me convenía.» Simone comenzó a verse invadida por las dudas sobre sí misma. Cuanto más tiempo permanecía inactiva —intelectual y emocionalmente sometida a Sartre—, más convencida estaba de su propia mediocridad. «Sin duda alguna, estaba abdicando», escribió después. Vivir dependiente de Sartre la había llevado a una falsa paz mental, a una especie de bienaventuranza, a un estado libre de angustias en que solo se esperaba de ella que fuese una compañera de espíritu vivo y despierto.

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Inevitablemente, incluso aquellas cualidades empezaron a deteriorarse. «Estabas tan llena de pequeñas ideas...», empezó a decirle Sartre. (Y también empezó a prevenirla contra la posibilidad de que se convirtiera en «una de esas mujeres introvertidas».) Desde la perspectiva de sus años maduros, Simone de Beauvoir reconocía lo peligrosamente fácil que le había sido existir, cuando era más joven, deslumbrada por otra persona. Por alguien «más fascinante» que ella. Por alguien a quien podía admirar, idolatrar, y a la sombra del cual podía sentirse insignificante y segura. Aquello tenía su precio, por supuesto. Una pequeña y modesta voz comenzó a filtrarse por la conciencia de la joven mujer. «No soy nada», decía. Y entonces se dio cuenta de que «había dejado de existir por lo que se refería a mi personalidad propia, y no era ya más que un parásito». Aunque es considerada por las feministas como una de las voces fundamentales del moderno feminismo, Simone de Beauvoir no pudo encontrar solución a su situación en cuanto problema meramente cultural. Si bien reconocía que incluso su manera de pensar sobre el conflicto estaba relacionada con el hecho de que ella era una mujer, «yo trataba de resolverlo simplemente como un individuo cualquiera». Súbita y resueltamente, Simone decidió dedicarse a la enseñanza por espacio de un año —lejos de Sartre, lejos de París— en la ciudad de Marsella. La soledad, esperaba, la fortalecería «contra la tentación que había estado esquivando durante tres años: la de resignarse». En Marsella, Simone se entregó a una notable, rigurosa y obsesiva actividad en un intento de exorcizar su necesidad de ser dependiente. En los dos días libres que tenía por semana, salía a caminar (no vagando sin propósito definido, sino con la firme perseverancia de quien tiene que vencer una gran desventaja en una carrera). Se ponía un vestido viejo y unas alpargatas y se llevaba un pequeño cesto con la comida. Entonces se lanzaba a su aventura por lo desconocido, escalando cumbres, bajando hondonadas explorando «cada valle, cada barranco o desfiladero que encontraba al paso». A medida que aumentaba su fuerza y resistencia, más largas eran sus caminatas. Al principio, solo andaba cinco o seis horas, pero pronto empezó a atreverse por rutas que requerían nueve o diez. Llegó a caminar cuarenta kilómetros diarios. «Visitaba poblaciones grandes y pequeñas, aldeas, abadías, castillos... Con tenaz perseverancia, redescubría mi misión de rescatar cosas del olvido.» Había sido «estrechamente dependiente de otras personas», había contado con ellas

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para que le fijaran normas y objetivos, pero ahora tenía que abrirse paso por sí misma, sin ayuda ajena, durante dos días enteros. Pedía a los conductores de camión que la llevaran durante los trechos más aburridos. Adoptaba una actitud agresiva en relación con lo que había emprendido. «Cuando estaba subiendo montañas, o dejándome deslizar por escarpadas pendientes, estudiaba y utilizaba atajos, con el fin de que cada expedición fuera una obra de arte en sí.» Durante aquel año, sucedieron tres cosas que la asustaron. Una vez, la siguió un perro en su solitaria caminata y pasó una tremenda sed por espacio de muchas horas. (Finalmente, se sumergió en un riachuelo al que ambos llegaron.) En otra ocasión, un conductor de camión a quien había pedido que la llevara desvió de pronto el vehículo de la carretera principal y lo dirigió hacia el único lugar desierto de los alrededores. Ella, cuando advirtió lo que sucedía, ideó un rápido plan. Tan pronto como el camión moderó la velocidad ante un paso a nivel, Simone abrió la puerta de la cabina e intentó saltar con el camión en marcha. El hombre, «con cara avergonzada», escribió, paró el vehículo y la dejó salir de él. El tercer episodio tuvo como escenario una serie de escarpados barrancos que ella atravesó, no sin esfuerzo, una soleada tarde. El camino había sido cada vez más impracticable, lo que le hizo pensar que le resultaría imposible regresar por el mismo sitio. Siguió, pues, adelante en busca de una salida menos complicada. «Por fin —escribe —, una alta muralla de piedra me impidió seguir avanzando, y no tuve otro remedio que volver sobre mis pasos, hondonada tras hondonada. Por último, llegué a una falla de la roca que no me atreví a saltar.» Se encontró allí ante un paso difícil, frente a una situación en la que pocas mujeres se hubieran aventurado deliberadamente. «No oía el menor ruido, excepto el silbido de una serpiente que se deslizaba entre las secas piedras. Ningún ser vivo se hubiese atrevido jamás a cruzar aquella profunda brecha. Si me hubiera roto una pierna o torcido un tobillo, ¿qué habría sido de mí? Grité, pero nadie me respondió. Y seguí gritando durante un cuarto de hora. El silencio era aterrador.» Simone había creado una situación de la que era difícil salir sin correr el riesgo de perder la vida. ¿Qué decisión tomó? La única que podía tomar. Hizo acopio de valor, saltó «y salió sana y salva» del apurado trance. Sus amigos empezaron a preocuparse por ella y le advirtieron que aquellas salidas solitarias eran peligrosas. Sobre todo, le rogaron que dejara de subir en camiones con

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conductores desconocidos. Pero ella se hallaba empeñada en una empresa mucho más importante que cualquiera de aquellos obstáculos, una empresa que nadie podía sospechar. Tenía un apasionado y único propósito: la recuperación de su propio espíritu, de su verdadera personalidad. ¿Qué significa, para una persona, convertirse en ella misma? Significa aceptar la responsabilidad de la propia existencia. Crear la propia vida. Trazar sus propios planes. Las caminatas de Simone de Beauvoir fueron la metáfora de su renacer como persona individual. «Sola, caminaba a través de las brumas que envolvían la cumbre de SainteVictoire y andaba a lo largo del cerro de Pilon de Roi, avanzando con vigorosos esfuerzos a través de un viento que, una vez, me arrebató la boina y la llevó hasta el fondo del valle... También sola, me perdí en una garganta de la sierra de Luberon. Aquellos momentos, con todo su calor, furia y ternura, solo me pertenecían a mí; a mí y a nadie más.» El 14 de julio, día de la Bastilla, dispuesta ya a volver a París, Simone se había convertido, fundamentalmente, en una persona distinta. Había conseguido amigos y había valorado a las personas solo por sí misma. Había encontrado placer en la soledad. Resumiendo las lecciones que aprendió durante aquel importante año, escribió: «No leí mucho, y mi novela valía poco. En cambio, trabajé sin perder los ánimos en la profesión que había elegido, y me encontré enriquecida con un nuevo entusiasmo. Acabé saliendo triunfante de las pruebas que yo misma me había impuesto; la separación y la soledad no habían destruido la paz de mi espíritu». Y, por último, la frase final y definitiva, una frase que parece pequeña e insignificante cuando una ha pasado por los grandes rigores necesarios para lograr tan envidiable estado de equilibrio: «Sabía que podía ya contar conmigo misma».

Cuando empezamos a ver cómo contribuimos a nuestra propia debilidad y vulnerabilidad, cómo alimentamos y defendemos, en realidad, nuestra dependencia, comenzamos a sentirnos más fuertes. «Cuanto más nos enfrentamos con nuestros conflictos y buscamos nuestras propias soluciones —escribió Karen Horney—, mayor es nuestra fuerza y libertad interior.» Cuando asumimos la responsabilidad de nuestros propios problemas, nuestro centro de gravedad comienza a dar un giro decisivo desde el «otro» hacia el «yo». Entonces sucede algo notable. Tenemos mayor fuerza a nuestra disposición. Es la

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que se perdía en las «fugas de energía» cuando nos agotábamos en la represión de los aspectos de nuestra personalidad que encontrábamos inaceptables o temibles. Tan pronto como dejamos de necesitar que nos defiendan y nos protejan, podemos utilizar esa misma energía en esfuerzos más positivos. Gradualmente, nos volvemos menos inhibidas, menos atormentadas por el miedo y la ansiedad, menos disminuidas por el autodesprecio. El antiguo «pánico genérico» con el que hemos vivido durante tanto tiempo, desaparece. Tenemos menos miedo de nosotras mismas.

EL SALTO HACIA LA LIBERTAD En definitiva, la meta es la espontaneidad emocional: una viveza interior que se manifiesta en todo lo que hacemos, en todos nuestros proyectos relacionados con el trabajo, en todos nuestros encuentros sociales, en todas nuestras relaciones amorosas. Todo eso emana de esta convicción: «Soy la primera fuerza de mi vida». Y conduce a lo que Karen Horney llama «plenitud de corazón»; es decir, la capacidad de «no tener pretensiones, de ser emocionalmente sincera, de poner la totalidad del ser en los propios sentimientos, en el propio trabajo, en las propias creencias».5 He pensado en las mujeres que he conocido que tenían «plenitud de corazón». Algunas son complejas, creadoras, de notable inteligencia; otras llevan una vida más simple, visiblemente menos dramática. Pero tanto si son sofisticadas y polifacéticas mujeres de ciudad como si se trata de campesinas hartas de poner fruta y hortalizas en botes de conservas, nadie puede negarles el mérito de haber dado «el salto hacia la libertad». Su experiencia de la vida es cualitativamente distinta de las que no dieron tan importante salto; son espiritualmente más ricas, menos rutinarias, menos atadas por las reglas y normas institucionales. Incluso su modo de expresar su experiencia es diferente. Pearl Primus, la coreógrafa, me contó cómo, a través de un zigzagueante camino, llegó a obtener el doctorado de antropología simplemente siendo:

Mi vida ha sido como un viaje continuo por un río corriente arriba. De vez en cuando, oía cantar en uno de los recodos, pero yo seguía adelante, ocupada en vivir. Esto no quiere decir que no pasaran los años y que no exclamara con frecuencia: «¡Dios mío, he de conseguir ese doctorado!». Durante mis estudios y mis esfuerzos

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por lograrlo he subido muchos cursos de ríos y conocido a muchas personas. La antropología se ha convertido en una parte de mí misma en vez de ser algo sobrepuesto. 6

Llega un momento —un «momento psicológico» que puede durar semanas e incluso meses, pero que a menudo se experimenta como un determinado instante en el tiempo— en que las condiciones de la personalidad creadoras del conflicto parecen desencajarse, del mismo modo que se desacoplan los engranajes, con lo que la mujer queda libre de las ataduras que la inmovilizan. Cuando esto sucede, cualquier cosa es posible. Puede haber cambios de trabajo, viajes, nuevas relaciones y amistades, y tareas creativas en las que jamás se había soñado. Las mujeres que dan el salto hacia la libertad se encuentran, inesperadamente, con un gran sobrante de energía para emplear. Se agarran tenazmente a la vida, libres, sin embargo, de subir y bajar a un nuevo ritmo. Hay una nueva experiencia de jovialidad, quizá de jugueteo de sentirse completamente viva, en que una es más libre que nunca de elegir, aceptar o rechazar según los deseos más profundos y verdaderos. Intensas experiencias emocionales aguardan a las que viven realmente el guión que ellas mismas han trazado. Una mujer de Chicago de poco más de cuarenta años, por ejemplo, que vivía aún con su marido —al que amaba—, tenía una profunda relación amorosa con el hombre con que trabajaba. Él también estaba casado, por lo que el tiempo que podían pasar juntos era muy limitado. Vivían ansiando los viajes de negocios que conseguían hacer juntos varias veces al año. En uno de ellos, la mujer dijo, al cabo de algunos días, que quería ir a esquiar. El hombre no tenía nada de esquiador, y además le esperaban asuntos urgentes en Boston. —Decidí irme a esquiar sola —me dijo esta mujer—. Tomé un autobús a media tarde, y cuando nos hallábamos, por una sinuosa carretera, montañas de Vermont arriba, empezó a nevar. Recuerdo lo bien que me sentía en aquel autobús sin depender de nadie, mirando por la ventana y contemplando las luces que aparecían en las pequeñas poblaciones que atravesábamos. Me sentía tan dichosa, era tan plena mi conciencia de que podía ser yo misma, de que podía hacer lo que quisiera —y también ser amada—, que me puse a llorar. La mujer que ha dado el salto hacia la libertad tiene movilidad. Puede moverse hacia las cosas que le satisfacen y alejarse de las que le desagradan. También es libre de triunfar: de fijarse metas y de hacer lo necesario para alcanzarlas

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sin miedo al fracaso. Su confianza procede de una valoración realista de sus límites y aptitudes. Uno de los ejemplos más alentadores que conozco de una mujer de ese tipo es el de Jean Auel. (Su primera novela, El clan del oso de las cavernas, alcanzó enseguida un gran éxito.) Fue el caso típico de la mujer que no permite que su vida esté dominada por acontecimientos externos. En vez de ceder, asumió la responsabilidad de moldear su propia vida, a pesar de que había otras personas que dependían de ella. Jean se casó a los dieciocho años. A los veinticinco, ya tenía cinco hijos. Con el diploma de graduada en filosofía y letras en sus manos, pasó a ocupar el puesto de directora de créditos en la firma Tektronix, con la responsabilidad de cuentas por cobrar de ocho millones de dólares. Hasta que, unos meses después de haber cumplido los cuarenta años, dejó su empleo: había decidido escribir una novela. El proyecto empezaba con una idea que tuvo una noche de insomnio. Se trataba de una muchacha perteneciente a la raza prehistórica de Cro-Magnon que vivía en la sociedad, aún más primitiva, de los Neanderthal. Jean Auel leyó más de cincuenta libros para estudiar lo mejor posible las costumbres de los pueblos primitivos. Entonces mecanografió un primer borrador de 450.000 palabras. Con todo aquello aprendió algo: no tenía suficientes conocimientos sobre la técnica de la novela. Así que, lógicamente, se puso a estudiar con empeño lo necesario. Escribió y volvió a escribir su obra. Luego, tras haberle sido rechazada por algunas editoriales, envió una carta a un agente literario de Nueva York que había conocido en una librería de Portland. Ocho semanas después, firmaba un contrato de 130.000 dólares para El clan del oso de las cavernas.7 Esa mujer permitió que los vientos del cambio soplaran en su vida. No le dio miedo trabajar, dedicarse a cosas que nunca había probado sin temer lo desconocido, lo extraño y lo nuevo. He aprendido que la libertad y la independencia no pueden arrebatarse a los demás —a la sociedad en general o a los hombres—, sino que deben desarrollarse, laboriosamente, desde dentro de nosotras mismas. Para lograrlas, tendremos que abandonar la dependencia a que estábamos acostumbradas, las muletas sin las que no podíamos sentirnos seguras. Y, con todo, el cambio no es tan peligroso como pudiera creerse. La mujer que cree en ella misma no se engaña con sueños vacíos sobre cosas que están más allá de sus aptitudes. Pero, al mismo tiempo, no vacila ante tareas en las que es competente y para las que está preparada. Es realista, firme en sus propósitos, y no carece de autoestima. Es libre, por fin, de amar a los demás..., porque se ama a sí

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misma. Todas estas cosas, como mínimo, son patrimonio de la mujer que ha dado el salto hacia la libertad.

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CAPÍTULO 1 1. Las personas dependientes suelen mostrar su agresión mediante la crítica. El doctor Martin Symonds, psicoanalista neoyorquino que ha llevado a cabo estudios sobre las víctimas de criminales, centra su interés en cómo manifiestan la agresión las personas que se perciben a sí mismas como ineficaces o impotentes. En un estudio titulado «Psicodinámica de la agresión en las mujeres», escribe que la crítica se convierte en una especie de sustitutivo de la potencia activa. «Es un método muy eficaz usado por las personas angustiadas que tienen un bajo nivel de autoestima. Al expresar su parecer crítico, se crean la ilusión de que si ellos o ellas “lo” hubieran hecho, “lo” habrían realizado mejor. El ejemplo clásico es el del “conductor de asiento trasero” que dice lo que debía hacerse si se encontrara delante, en el asiento del conductor. En realidad, los “conductores de asiento trasero” no conducen en absoluto.» (American Journal of Psychoanalysis, 1976.) 2. La «furia» que expresa esta mujer me recuerda a otras que se describieron a sí mismas como «furiosas, pero dependientes» a la psiquiatra Ruth Moulton. (La doctora Moulton, parte de cuyo trabajo se cita en este libro, es profesora adjunta de psiquiatría clínica de la Universidad de Columbia y analista supervisora del Instituto William Alanson White de la Clínica Psicoanalítica de Columbia, Nueva York.) En un estudio titulado «Mujeres de doble vida», dijo que tales mujeres «exigían a los hombres que les proporcionaran una seguridad excesiva y, cuando no podían obtenerla, se volvían contra sus maridos con una especie de “transformación malevolente”, para usar un término de Sullivan. El marido que las defrauda en este sentido es considerado enseguida como “el mal padre”. Mientras que en los primeros tiempos del matrimonio la paciente y su marido luchan contra los padres y los convencionalismos, más tarde es el marido quien se convierte en el enemigo, ocupando así el lugar de los padres». (El tema de este estudio se discute más adelante, con una cita completa, en las notas del capítulo IV.) 3. «¿Qué es la dependencia? —pregunta Judith Bardwick, psicóloga de la Universidad de Michigan—. Al principio, es el modo normal de relacionarse las criaturas con las personas mayores. Más tarde, tanto en los niños como en los adultos, parece una manera de enfrentarse con la tensión, una reacción contra la frustración o una protección contra la futura frustración. Puede ser afectiva: aferrarse a la conducta afectuosa protectora de otra persona, especialmente de un adulto. El comportamiento dependiente solo puede ser una conducta de autoprotección: una persona obtiene ayuda para resolver un problema que no puede solucionar por sí misma. También puede ser agresiva, como cuando alguien arrebata para sí la atención o el afecto de alguien, evitando que lo reciba otra persona. En cualquier caso, la dependencia significa precisamente falta de independencia. Es dependiente quien se apoya en alguien que pueda sostenerlo.» (Cita sacada del libro de Judith Bardwick, La psicología de las mujeres: un estudio de los conflictos bioculturales, 1971.) 4. Cita sacada de Alexandra Symonds, la psicoanalista que está casada con Martin Symonds (véase nota 1) y que ha escrito muchos ensayos sobre el tema de la dependencia neurótica en mujeres de carrera que triunfaron. Esta observación se hizo en la crítica (publicada) de la doctora Symonds al ensayo de otra psiquiatra, «Reflexiones sobre la liberación de la mujer», que apareció en el número de la primavera de 1972 del Journal of Contemporary Psychoanalysis. (Este ensayo era de Ruth Moulton.)

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CAPÍTULO 2 1. Esta cita y la siguiente han sido sacadas del artículo de Judith Coburn, «Autosabotaje: el miedo femenino al éxito», en Mademoiselle (1979). 2. Cita sacada de «¿Puedo quedarme en casa sin perder mi identidad?», de Anne T. Fleming, Vogue (1978). 3. De La psicología de las mujeres: un estudio de los conflictos bioculturales (1971). 4. Cita sacada de Forjando el propio destino (1977), libro claro e ilustrativo como pocos en el que veintitrés escritoras, artistas, científicas y eruditas hablan de su vida y de su trabajo. (Compilación efectuada por Sara Ruddick y Pamela Daniels.) 5. Datos obtenidos del Ministerio de Trabajo de Estados Unidos. 6. Cita sacada del artículo de Wright, «¿Están realmente más satisfechas las mujeres que trabajan? Conclusiones de varias encuestas nacionales», publicado en Journal of Marriage and the Family (1978). 7. El primer material obtenido en este famoso estudio de Terman y Ogden fue publicado en 1947. Desde entonces, se ha venido trabajando en el seguimiento de la muestra original de criaturas bien dotadas. El más reciente de los estudios de ese trabajo (dirigido por P. S. Sears y M. H. Odom y publicado en La psicología de las diferencias sexuales, de Eleanor Maccoby y Carol Jacklin) ha demostrado que las mujeres de mediana edad que fueron niñas bien dotadas sienten más amargura y desilusión respecto a su vida que los hombres que mostraron iguales características en su infancia. Según Maccoby y Jacklin, «los hombres objeto de este estudio, en conjunto, “triunfaron” en la vida obteniendo sobre todo logros personales fuera de la esfera doméstica, mientras que las mujeres tendieron a mirar hacia atrás lamentándose de no haber aprovechado lo que ellas llamaron “oportunidades perdidas”». Maccoby y Jacklin declararon en otro estudio, publicado en 1971, que las mujeres pierden autosuficiencia y «complejidad» entre los dieciocho y los veintiséis años, mientras que los hombres ganan puntos en este aspecto. La socióloga Alice Rossi señala que la sociedad «espera que los hombres aspiren a trabajos del más alto prestigio profesional concordantes con sus aptitudes; de hecho, su trabajo debiera exigir el máximo rendimiento y despliegue de sus facultades. Cuando esto no sucede, cuando un hombre se dedica a un trabajo inferior a su capacidad, solemos considerar su caso como un “problema social”, como el de un “talento perdido”. En rudo contraste, la sociedad no solo tolera que las mujeres trabajen en empleos inferiores a sus aptitudes, sino que las anima a ello, precisamente porque de este modo les quedan energías para desempeñar su papel principal en la familia». (Esta cita está sacada de «Las raíces de la ambivalencia en las mujeres norteamericanas», ensayo publicado en la antología Lecturas sobre la psicología de las mujeres, compilada por Judith Bardwick.) Rossi fue quien inventó el término «ganadoras de tartas» para referirse a las mujeres que invierten sus ingresos en «extras» del hogar en vez de tener como meta su propia independencia económica. 8. Cita sacada del ensayo de Symonds, «Dependencia neurótica en las mujeres de éxito», Journal of the American Academy of Psychoanalysis (1976). 9. Ibid. 10. «La mujer liberada: sana y neurótica», Journal of the American Academy of Psichoanalysis (1974). 11. Esta información se basó en un estudio de 32.000 estudiantes en 200 escuelas de todo el país, dirigido por

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el Programa Norteamericano de Pruebas Escolares (1973). 12. Los sectores laborales mencionados son (según la Oficina del Censo) enseñanza, periodismo y lengua inglesa, bellas artes y artesanía, literatura e idiomas extranjeros, la profesión de enfermera y la de bibliotecaria. Una década antes (1966), el sesenta y cinco por ciento de los diplomas de bachiller, el setenta y seis por ciento de las licenciaturas universitarias y el cuarenta y siete por ciento de los doctorados fueron concedidos a mujeres de estos campos profesionales. «Dicho de otro modo —explicó Frances Cerra, que recogió las citadas estadísticas para The New York Times—, el setenta por ciento de los doctorados, siempre en aumento, concedidos a mujeres entre 1966 y 1976 pertenecían a carreras tradicionalmente femeninas» (11 de mayo de 1980). 13. Pearl Kramer fue citada por primera vez en un artículo de Columbia, la revista de la Universidad de Columbia, titulado «Educación y carreras femeninas: ¿hay todavía un vínculo sexual?» (1980). 14. Citas sacadas de «Los problemas de las mujeres que trabajan», artículo publicado en The Wall Street Journal (13 de septiembre de 1978), que también informaba del notable hecho de que de los 68.000 trabajadores calificados de la General Motors, solo 58 (en aquel momento) eran mujeres. 15. Kathy Keating, que describió la encuesta para la revista Better Homes and Gardens en un artículo titulado «¿No pretenden demasiado las mujeres que trabajan?» (octubre de 1978), indicó que las amas de casa no empleadas «no viven precisamente en una tierra en que todo son rosas y rayos de sol». Les preocupa, principalmente, la frecuencia del divorcio entre sus amigas de mediana edad. Pero, dijo Kathy Keating, «la preocupación expresada más a menudo y con más hostilidad es la de que el movimiento pro derechos de la mujer haya degradado el papel de madre de dedicación completa». Al parecer, estas mujeres no establecen ninguna relación entre el hecho de no estar empleadas y de ser dependientes (que es tal como ellas se hallan) y su preocupación por el aumento de la tasa de divorcios. Al sentirse amenazadas, dirigen su agresividad contra el movimiento femenino. (Es digno de señalar que una encuesta basada en la pregunta «¿No pretenden demasiado las mujeres que trabajan?» tuviera suficiente fuerza como para que 30.000 lectoras unieran cartas al cupón rellenable publicado por la revista Better Homes para tomar parte en dicha encuesta.) 16. Es raro el caso de una mujer que haga progresos profesionales fuera de casa después de haberse dedicado largo tiempo y por entero a la familia y al hogar. Las mujeres que permanecen en casa raramente se dan cuenta de lo bien refugiadas que se hallan y de su inexperiencia hasta que intentan volver al mundo del trabajo. En casa, observa Ruth Moulton, «una mujer puede conservarse esencialmente infantil y dependiente al mismo tiempo, y dar la impresión de que cuida de su familia. Solo cuando intenta dar un paso hacia el exterior descubre lo fóbica, lo mal informada y falta de preparación que estaba en realidad». («Mujeres de doble vida», Journal of Contemporary Psychoanalysis, 1977.) 17. El «embarazo-como-excusa» es un fenómeno ampliamente reconocido. Judith Bardwick señala que las madres con educación universitaria interrumpida se quejan a menudo, cuando tienen hijos pequeños, de lo ahogadas que se sienten en casa y dicen que anhelan la llegada del día en que puedan reanudar sus estudios y «realizar sus potencialidades». «Esto es fácil de decir —observa Judith Bardwick—, pero enfrentarse con el fracaso de las aptitudes que creíamos tener y la pérdida de la autoestima ya es más difícil. Mientras los niños crecen y la posibilidad de ejercer una profesión se va convirtiendo en una realidad, decrece su interés por el trabajo fuera de casa. En tales casos, el mecanismo más lógico y común para evitar la entrada en el mundo del trabajo es el del embarazo “accidental”.» (La psicología de las mujeres.) 18. Esta cita, lo mismo que la siguiente, fue sacada de un ensayo inédito de Ruth Moulton titulado: «Ambivalencia sobre la maternidad en las mujeres de carrera».

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19. Esta estadística fue citada por Joyce Miller, presidenta de la Coalición de Mujeres Sindicadas, en un artículo publicado en la revista Newsweek con el título: «The Super Woman Squeeze» (19 de mayo de 1980). 20. Esta cifra procede de la Oficina del Censo de Estados Unidos. 21. Estas cifras se hicieron públicas en el otoño de 1980 en una pequeña conferencia que tuvo lugar en la Casa Blanca sobre las mujeres de edad de Des Moines y que se publicó en The New York Times en un artículo titulado «Si su cara no es joven: las mujeres frente al problema del envejecimiento» (10 de octubre de 1980). 22. Marjorie Bell Chambers, presidenta de la Asociación Norteamericana de Mujeres Universitarias, llevó a cabo un estudio que mostró, entre otras cosas, que el número de amas de casa desplazadas crece con gran rapidez. Se trata, por lo general, de mujeres de treinta y cinco a sesenta y cuatro años que han de sostenerse a sí mismas como resultado del divorcio, la separación o la muerte del marido. En 1976, había en Estados Unidos más de nueve millones y medio de tales mujeres: el doble de las registradas en 1950. Según Milo Smith, la cifra actual es de veinticinco millones. (Véase «El ama de casa desplazada: una víctima del cambio socioeconómico que afecta a la familia norteamericana», artículo de Marjorie Bell Chambers publicado en The Journal por el Instituto de Estudios Socioeconómicos. También: «Un retrato estadístico de las mujeres en los Estados Unidos», Government Printing Office, Washington, D.C.) 23. La pensión alimentaria ha ido menguando en tal medida que ninguna mujer la consideraría hoy como un recurso de importancia si su matrimonio se deshiciera. Un estudio de 9.000 lectoras de McCalls divorciadas (publicado en marzo de 1979) reveló que solo el diez por ciento de ellas recibían algo que se pudiera llamar pensión alimentaria. McCalls descubrió que es más probable que una mujer reciba pensión alimentaria si ella y su marido tenían, entre los dos, unos ingresos de 40.000 dólares o más si la esposa tiene más de cincuenta años, estuvo casada veinte años o más, o tiene más de tres hijos. 24. Cita y datos estadísticos sacados de «El sexo más afligido», artículo publicado en Psychology Today, 1979. 25. En un test comentado por A. A. Benton en el Journal of Personality (1973), se dijo a parejas de sexo contrario que regatearan y negociaran entre ellos un contrato económico. Las reglas de la «tarea» estipulaban que un sujeto de la pareja tenía que ganar más que el otro. Antes de que comenzara la discusión, las mujeres consideraron que ellas ganaban menos dinero que los hombres y dieron por sentado que también ellas tendrían menos fuerza y serían menos activas en las negociaciones. 26. Judith Bardwick y Matina Horner han dado a conocer estudios demostrativos de que, en los tests, las mujeres experimentan niveles de ansiedad más altos que los hombres. (Por lo que respecta a Horner, véanse notas del capítulo VI.) 27. Ruth Moulton realizó este estudio cuando empezó a descubrir que muchas mujeres competentes no daban conferencias porque eran fóbicas. Las observaciones que hizo entre estudiantes posgraduadas de la Universidad de Columbia se publicaron en «Algunos efectos del nuevo feminismo», ensayo que presentó en 1976 a la sesión conjunta de la Academia Norteamericana de Psicoanálisis y la Asociación Psiquiátrica Norteamericana. 28. Dada el 4 de mayo de 1975, la conferencia de la doctora Symonds se publicó luego en el Journal of the American Academy of Psychoanalysis (1976) con el título «La dependencia neurótica en las mujeres de éxito». 29. Robin Lakoff, «El lenguaje y el lugar de las mujeres» (1978). 30. Cita sacada de «Política de la conservación» (mayo de 1979). 31. Cita sacada de un artículo titulado «Las mujeres y el éxito: por qué algunas lo encuentran tan penoso», The New York Times (28 de enero de 1978).

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CAPÍTULO 3 1. El rencor contra los hombres puede funcionar como una defensa de la propia personalidad; es algo, como señaló Clara Thompson hace más de cuarenta años, que conlleva «ganancias secundarias». Cuando hay una tendencia cultural general a mostrarse rencorosa contra una «sociedad masculina» opresiva, la mujer, como persona, llega a hacerse «la ilusión de que sigue la dirección de la libertad de su tiempo». Esto le da una excusa aceptable por lo que respecta, al menos, a tener relaciones íntimas con un hombre. Lo que no reconoce es que unas relaciones heterosexuales pueden desencadenar los sentimientos peligrosos de anteriores dependencias de la niñez. «Su lucha por lograr alguna clase de superioridad sobre los hombres —dice Clara Thompson— es un intento de evitar la destrucción de la personalidad interior.» (Véase «Las presiones culturales en la psicología de las mujeres», de Clara Thompson, en la revista Psychiatry, 1942.) 2. La explicación clásica de la fobia es la de que funciona como un «mecanismo de desplazamiento» que «difunde» la angustia a fin de que el miedo original se una con sustitutivos aún más remotos e inaceptables. El siguiente caso es la historia de una mujer que se volvió fóbica al hecho de conducir determinado coche cuando lo que en realidad sentía era miedo a hacer valer sus propios derechos. El caso está sacado de Teoría y práctica de la psiquiatría, de Frederick Redlich y Daniel Freeman (Basic Books, Nueva York, 1966). La paciente, una pálida, hermosa y modesta profesional de treinta y dos años, refirió unos problemas matrimoniales motivados, en su mayor parte, por la irresponsabilidad de su marido, fanfarrón pero pasivo. Según dijo, era mucho lo que tenía que sufrir, de manera casi masoquista, por culpa de él. Ella, generosa y desinteresada, con su eficiente y silenciosa forma de actuar, era muy dominante; hacía su trabajo, cuidaba de los niños, de la economía de la casa y de muchas cosas más. En notable contraste con su eficacia, la única «debilidad» que mostraba era (por lo que se refería a la vida urbana) un sorprendente e inoportuno miedo a conducir, función que equiparaba al poder y la masculinidad. Consideraba que conducir el coche deportivo que tenía el matrimonio era muy adecuado para su esposo, pero que resultaba demasiado temerario para ella, y (aunque muy sensata en otras cuestiones) sostenía airadamente que, sin tener conocimientos de mecánica, ella o cualquier otra mujer sería una conductora insegura que pondría en peligro su propia vida y la de sus hijos. Por consiguiente, no quería aprender a conducir (aparte de las exasperadas, esporádicas y complicadas demostraciones de su marido), y, puesto que nunca pedía favores, iba a pie o aprovechaba ocasionalmente los ofrecimientos que sus amigos o su mismo esposo le hacían de llevarla en su coche. En realidad, se consideraba muy poca cosa y lo mismo pensaba de las otras mujeres. Exageraba el «desamparo de la mujer» y sobreestimaba negativa y ridículamente las consecuencias de la autoafirmación femenina, tendencia que favorecía su marido al llamarla «mandona» cuando exteriorizaba las más razonables exigencias. Su fobia resultó ser un intento de protegerse de las quejas ajenas de que era agresiva y dominante (es decir, que le gustaba ir en el «asiento del conductor»), y expresaba al mismo tiempo su necesidad de ser dependiente, lo que ella equiparaba con la debilidad. Cuando pudo liberarse de sus deseos de dependencia y de sus impulsos agresivos y empezó a distinguir entre competencia y masculinidad, la fobia disminuyó... 3. Están surgiendo nuevas teorías ortodoxas sobre el tema de las fobias femeninas. Una de ellas es el concepto de «trauma de la falta de acontecimientos» debido al doctor Robert Seidenberg. Basándose en la información

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obtenida de sus pacientes, cree que algunas mujeres se vuelven fóbicas al meditar sobre la total ausencia de acontecimientos significativos en su vida. El miedo de que su existencia pueda continuar indefinidamente con la misma falta de sentido provoca su angustia. Tales mujeres tienen miedo a la vida, pero temen todavía más la «falta de vida» que observan en su existencia. En ellas, según dice Seidenberg, la aparición de la angustia fóbica tiene carácter preservador, representa un lamento contra el hecho de que no son más que objetos en sus propias vidas. (Seidenberg, profesor de psiquiatría del Upstate Medical Center, de Syracuse, Nueva York, ha escrito extensamente en un intento de llevar a cabo una nueva valoración de las fuerzas que actúan en la mujer. Pueden encontrarse tres artículos suyos, incluido «El trauma de la falta de acontecimientos», en El psicoanálisis y las mujeres, compilado por Jean Baker Miller, doctora en Medicina.)

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CAPÍTULO 4 1. Laura Carper es directora del Mayflower Nursery Playcenter, de Detroit. Su artículo «Sexualidad en el cuarto de los niños» apareció en abril de 1978 en Harper’s. 2. En los clubes femeninos de Estados Unidos existe la norma de ofrecer extensos servicios sociales y educativos a las muchachas y a las mujeres jóvenes comprendidas entre los seis y los veintiún años y pertenecientes a familias de bajos ingresos. La organización ha dedicado recientemente mucha atención al hecho de que a las muchachas de nuestra cultura no se las ayuda más a conseguir su independencia que en cualquier otro momento anterior. Las observaciones de Edith Phelp fueron citadas en un artículo sobre «El conflicto de las muchacha de Estados Unidos», publicado en enero de 1979 en The New York Times. 3. Elizabeth Douvan ha aportado muchos datos sobre la experiencia psicológica de las adolescentes norteamericanas. Esta conclusión se basó en la comparación de los resultados de las entrevistas en profundidad efectuadas a 1.045 chicos de edades comprendidas entre los catorce y los dieciséis años y a 2.005 chicas de doce a dieciocho. Este estudio se describe en toda su extensión en el libro La experiencia de la adolescencia, de Elizabeth Douvan y Joseph Adelson (1966). Los autores observaron que las chicas se vuelven más sofisticadas y racionales en su dependencia a medida que crecen. Una chica de doce años puede decir que hay que obedecer a los padres porque «las reglas ayudan a los críos», mientras que otra de dieciocho, al haber racionalizado ya la necesidad de conformarse, dice que no quiere «preocupar a papá y mamá». 4. Pueden encontrarse datos al respecto en el Journal of Pediatrics, en un artículo (1956) de N. Bayley titulado: «Curvas de crecimiento de la talla y el peso de los chicos y las chicas según su grado de madurez física». (El hecho de que las niñas sean más hábiles que los niños desde un punto de vista verbal, perceptivo y cognoscitivo, es un hecho reconocido desde hace mucho tiempo en el campo de la psicología infantil.) 5. Eleanor Maccoby ha sido, hasta hace poco, directora del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford. Experta en las diferencias entre los dos sexos, ha dirigido en Stanford, durante varios años, un programa de investigaciones sobre el desarrollo infantil y se la conoce sobre todo por sus estudios sobre las diferencias del funcionamiento intelectual entre los dos sexos. Su obra El desarrollo de las diferencias entre los dos sexos ha sido un texto fundamental en muchos departamentos de psicología desde su publicación en 1966. Más recientemente (1974) ha publicado Psicología de las diferencias entre los dos sexos, escrita en colaboración con Carol Nagy Jacklin, también de Stanford. Es una notable obra de consulta, con una bibliografía de mil cuatrocientas referencias sobre las diferencias psicológicas (agresión, independencia, angustia, capacidad de llevar a cabo trabajos analíticos, etc.) entre los hombres y las mujeres. Cada referencia comprende un resumen y los resultados de un test llevado a cabo, lo que supone un sorprendente bagaje informativo en un solo volumen. 6. El hecho de que los chicos muestren una conducta más independiente que las chicas y de que su independencia aumente en la adolescencia está plenamente reconocido. Las razones de ello son hoy día objeto de estudio, y los descubrimientos que se llevan a cabo son a menudo polémicos. Esta teoría sobre el desarrollo de las diferencias entre chicos y chicas en relación con la independencia ha sido cuidadosamente explicada por Judith Bardwick y Elizabeth Douvan en un ensayo titulado: «Ambivalencia de la socialización de las mujeres». Se publicó

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en 1971 en Las mujeres en la sociedad sexual, colección de escritos compilados por Vivian Gornick y B. K. Moran. 7. Kagan y Moss hicieron un estudio sobre 44 chicos y 45 chicas entre 1929 y 1954. Descubrieron una dependencia notablemente alta en las chicas durante todo este período. Se halló que la correlación entre el comportamiento dependiente femenino en la infancia, la adolescencia y la temprana edad adulta era más elevada que cualquier otra variable de las que estudiaron. De ello resulta una fácil predicción: las chicas muy dependientes se convierten en mujeres muy dependientes, y las chicas poco dependientes se vuelven mujeres poco dependientes. 8. En el apartado «La ayuda excesiva y la frustración de las muchachas» cito datos comparativos respecto a cómo las madres tratan —y responden— a los niños y a las niñas. Esta información procede de un resumen de estudios sobre el tema llevados a cabo por Lois Wladis Hoffman, de la Universidad de Michigan, titulado «Las experiencias de la primera infancia y los motivos de la realización de las mujeres», que se publicó en el Journal of Social Issues (1972). El estudio es notable tanto por su claridad expositiva como por la fuerza y convicción con que Lois Hoffman establece relaciones y saca conclusiones. 9. En La psicología de las mujeres, Judith Bardwick se refiere a varios estudios relacionados con la falta de confianza en sí mismas que suelen tener las muchachas. En 1960, Crandall y Robson informaron sobre estudios de criaturas de tres a cinco años y de seis a ocho años de edad. Las niñas carecían de confianza en sus trabajos y buscaban la ayuda y aprobación de los adultos. Dichos autores observaron que los chicos, a medida que crecen, tienden a volver a las tareas en que antes habían fracasado, mientras que las chicas procuran evitar la posibilidad de volver a fracasar. En 1962, Tyler, Rafferty y Tyler dieron a conocer unos estudios demostrativos de que las niñas de los parvularios que mayores esfuerzos hacían para que se reconocieran sus méritos eran también las que más intentaban conseguir amor y afecto. Las niñas de las escuelas elementales que más anhelaban cosechar éxitos eran también las más deseosas de aprobación. Esta correlación entre los logros en los estudios y la aspiración al amor y/o la aprobación no existía entre los chicos. Muchos psicólogos han observado que las chicas consideran que sus éxitos en los estudios son principalmente un medio de conseguir amor y aprobación, mientras que los chicos desean el triunfo o el perfeccionamiento por sí mismos. 10. Judith Bardwick informó sobre un estudio de Crandall, Katlovsky y Preston (1962), demostrativo de que las chicas estudiantes de primer a tercer grado carecían de confianza en sí mismas y creían que fracasarían, mientras que los chicos esperaban tener éxito. En este estudio, la falta de confianza de las chicas aumentaba con su inteligencia. En cuanto a los chicos, no solo eran más realistas respecto a lo que esperaban de sí mismos, sino que tenían miras más altas y la creencia de que ellos mismos —y no el destino u otras personas— iban a determinar si eran capaces de triunfar. 11. Cita sacada del ensayo de Lois Hoffman antes citado (véase nota 8). La cursiva es mía. 12. La doctora Moulton hablaba de este «síndrome de la buena chica» y de las circunstancias que conducían a él en un ensayo presentado en 1976 a la sesión conjunta de la Academia Norteamericana de Psicoanálisis y a la Asociación Psiquiátrica Norteamericana con el título: «Veinte años de progresos en psicoanálisis». 13. Hilde Bruch, doctora en Medicina, hizo esta declaración cuando fue entrevistada por People (26 de junio de 1978). Puede encontrarse fascinante material sobre las relaciones madre-hija y la anorexia en el texto de la doctora Bruch, Trastornos del apetito (Basic Books, Nueva York, 1973). Cita un estudio finlandés demostrativo de que las madres de chicas anoréxicas eran mujeres inhibidas en su respuesta sexual e insatisfechas en su matrimonio. Tales madres pocas veces obtenían puntuaciones altas en las pruebas de inteligencia, pero su

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educación, su nivel social y su trabajo eran con frecuencia inferiores a su capacidad. Los autores de ese estudio consideraron que estas mujeres, frustradas en el uso de sus aptitudes y dotes intelectuales, se habían resignado ya a su destino cuando nació la hija anoréxica, descargando sobre la criatura la tarea de compensarlas por su desilusión. Solo podían aceptar una hija que lo admitiera todo pasivamente, que sofocara cualquier inclinación a la independencia. La adolescencia física de las chicas causaba verdadero pánico a las madres por ser una expresión de independencia que no habían podido evitar en sus hijas. 14. Martin Seligman, Desamparo (1975). Las citas de Follingstad proceden de una entrevista que celebré con ella en la Universidad de Carolina del Sur. 15. Las chicas suelen perseguir deliberadamente una patética e insulsa falta de autodefinición, mientras que los muchachos aspiran resueltamente al compromiso y al logro de metas (al fin y al cabo, tendrán que ser los proveedores). ¿Por qué permanecen «indefinidas» las chicas? «Tienen que conservarse fluidas y maleables en lo relativo a la identidad personal para poder adaptarse a las necesidades del hombre que tomen por esposo», sugiere Elizabeth Douvan en «Diferencias entre los dos sexos en las manifestaciones caracterológicas de los adolescentes» (Merrill-Palmer Quarterly, 1957). Esta pauta, dice, «refleja fuerzas que son sentidas en mayor o menor medida, según los casos, por las chicas de nuestra cultura». Desgraciadamente, en el momento de llegar a la edad adulta, ese mismo miedo de autodefinirse es considerado neurótico. 16. Al entrevistar a mujeres estudiantes en la Universidad de Michigan, Judith Bardwick advirtió una discrepancia entre su postura exterior de independencia y el modo como se referían a su marido o compañero. Las mujeres, dice, estaban altamente motivadas para percibirse a sí mismas como independientes. «Hablan de las ventajas de vivir solas, de ganarse la vida por sí mismas y cosas por el estilo. En ese punto de la entrevista, suelen decir que sus relaciones con su marido o compañero se mantienen perfectamente equilibradas y que ninguno de los dos domina al otro. Poco después, al describir la masculinidad y las características de su pareja como hombre de éxito, suele quedar claro que o él domina hasta el punto de decir la última palabra en todas las decisiones que se toman o ella desea que así sea. Así pues, ella lo percibe como un elemento dominante o permite que él se halle en condiciones de tomar las decisiones últimas. (De La psicología de las mujeres.) 17. En los primeros años sesenta, en el Instituto para el Estudio de los Problemas Humanos, de la Universidad de Stanford, Marjorie M. Lozoff estudió a cuarenta y nueve «universitarias capaces» para ver de qué modo sus relaciones con sus padres afectaban a su sentido de la autonomía personal. Descubrió que las hijas de madres de carrera tendían a desarrollar una gran variedad de facultades y aficiones en edad temprana. Sin embargo, pocas de las mujeres de la muestra tenían madres que combinaran su carrera y su familia. Tales mujeres, observó Lozoff, eran abandonadas «en una lucha con unas ambiciones y aptitudes que percibían como fuerzas ajenas y a las que tenían que enfrentarse de modo personal y, a menudo, turbadoramente». El ensayo de Marjorie M. Lozoff sobre este estudio, «Los padres y la autonomía de las mujeres», fue publicado en Las mujeres y el éxito (1974). 18. La artista Miriam Schapiro (véase capítulo II) describió el efecto sobre ella de esta visión dividida (el padre eficaz, la madre ineficaz). Como tantas otras mujeres, Miriam intentó resolver el conflicto identificándose con su padre, que también era un artista. «Aunque hoy admiro a mi madre por los esfuerzos que hizo para superar sus limitaciones —escribe—, yo, de niña, era muy consciente de ellas. La visión que mi madre tenía del mundo no era “universal”; ella vivía “en el interior”, en casa.» Cuando la Depresión obligó a la madre de Miriam a trabajar en unos grandes almacenes, aquella circunstancia tuvo un efecto positivo sobre su hija: «Cuando ella tuvo un “verdadero trabajo” —un “empleo fuera de casa”—, empecé a concederle una categoría que, hasta entonces, había reservado para mi padre; sin embargo, yo aún

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creía que el triunfo en el mundo solo era cosa de los hombres». (Esta cita está sacada de Forjando el propio destino, 1977.) 19. Cita procedente de Forjando el propio destino. 20. Cita sacada de un ensayo de Ruth Moulton titulado: «Mujeres de doble vida». En él, Moulton demuestra que un conflicto sin resolver en relación con el padre lleva a muchas mujeres a recurrir al apoyo de los hombres durante toda su vida. Las mujeres profesionales que no reciben del marido apoyo suficiente para su trabajo —es decir, las mujeres que tienen una excesiva necesidad de apoyo— suelen volverse hacia otros hombres para trabajar con ellos en su especialidad, y para conseguir la «validación consensual» que necesitan para poder producir algo. 21. De casos descritos en «Mujeres de doble vida». 22. De Memorias de una chica formal, primero de una serie de libros autobiográficos escritos por Simone de Beauvoir a lo largo de su vida. 23. En su estudio, antes citado, de «universitarias capaces», Marjorie Lozoff descubrió un grupo de lo que ella llamó «supercompetentes». (Seguramente hubieran recibido la misma calificación de Simone de Beauvoir.) Los padres de las «supercompetentes», dice esta autora, «eran siempre unos hombres distantes, autodisciplinados y perfeccionistas». La perfección que exigían a sus hijas «estaba teñida a menudo de narcisismo. Parecía que las muchachas no se atrevían a rebelarse contra las imposiciones del padre, temerosas de perder el escaso amor que recibían de él». 24. Citas sacadas de Ella misma (1972), obra autobiográfica de Hortense Calisher. 25. En el cuarto de estar de su apartamento de Central Park West, pregunté a Ruth Moulton si no creía que muchísimas madres se sentían preocupadas por la decisión de sus hijas de llevar una vida diferente de la de ellas. Ruth me dijo: «Creo que son muchas las que pueden considerarse franca o sutilmente descorazonadoras para con sus hijas que las que dicen: “Me gusta tu modo de ser. Ojalá yo hubiera podido hacer lo mismo que tú”». Luego, con su característico candor, la notable psicoanalista feminista que es Ruth Moulton, a sus sesenta y tantos años me puso un ejemplo de su propia vida: «Mi madre era música, por lo que intenté ser pianista, pero pronto vi que aquello no era para mí. Ella también lo advirtió y, convencida de que yo no iría a ninguna parte, interrumpió mis lecciones de piano. Inicié una carrera científica, y enseguida conseguí las mejores notas sin el menor esfuerzo. Mi padre era científico; era, pues, el camino que yo debía seguir. Al principio, mi madre no puso ninguna objeción, pero después se mostró preocupada por el hecho de mi ingreso en la facultad de medicina. Temía que me convirtiese en una solterona o que, si me casaba, tuviera conflictos y problemas de competencia con mi marido y además no pudiese criar adecuadamente a mis hijos. Ella no había trabajado nunca, salvo algunas lecciones de piano en casa durante las horas en que nosotros, sus hijos, nos hallábamos en la escuela, cosa compatible para ella pues no le creaba ningún conflicto respecto al tiempo que debía dedicarnos. Por eso no comprendía cómo podría estudiar medicina sin desatender a mis hijos; lo encontró irrealizable y me disuadió de ello». 26. Descrito en un artículo de la revista Psychology Today titulado: «Los sexos bajo investigación: de los antiguos prejuicios a las nuevas teorías» (noviembre de 1978). 27. En un análisis de la bibliografía psicológica referente a las mujeres y a la confianza de estas en sí mismas, Ellen Lenney cita varios estudios indicativos de que las mujeres proceden con torpeza si no se las tranquiliza diciéndoles que hacen bien las cosas. («Autoconfianza de las mujeres ante la realización», Psychological Bulletin, 1977.) 28. Este estudio, debido a Schwartz y Clausen, se describe en el artículo «Normas de responsabilidad en la

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prestación y en las emergencias», de Schwartz, S. H., y Clausen, G. T., Journal of Personality and Social Psychology, 1970. 29. Las mujeres tienden a tener juicios conservadores cuando se hallan en situaciones ambiguas, según los estudios dados a conocer en La mitad de la experiencia humana: la psicología de las mujeres (1976). En cambio, en situaciones que no ofrecen dudas, «parece producirse una descarga de audacia contrafóbica», lo que les permite mostrarse descaradas y autoritarias. 30. En su obra pionera El desarrollo de las diferencias en los dos sexos (1966), Eleanor Maccoby dedica gran importancia al examen de estudios relacionados con los efectos de la dependencia sobre las facultades intelectuales. «Los individuos dependientes y acomodaticios se orientan hacia estímulos procedentes de otras personas —escribe—. Quizá les resulta difícil ignorar tales estímulos a favor de un proceso intelectual interno. Al parecer, el pensamiento analítico requiere un proceso interno más complejo. Kagan y otros (1963) han demostrado que está relacionado con tiempos de reacción más largos que la respuesta global.» J. Kagan, H. A. Moss y I. E. Siegel son los autores de un ensayo titulado «Importancia psicológica de los estilos de conceptualización», que se incluye en Procesos básicos cognoscitivos de los niños, obra compilada por J. C. Wright y J. Kagan (Monografías de la Sociedad para la Investigación del Desarrollo Infantil, 1963). 31. Estas observaciones fueron hechas por R. S. Wyer, M. Henniger y M. Wolfson en el estudio «Determinantes informativos de las autoatribuciones de las mujeres y juicios de los observadores sobre las mismas en una situación de éxito», en Journal of Personality and Social Psychology (1975). 32. Clara Thompson es una psicoanalista que abrió nuevos caminos hacia un cambio en el modo como se percibía a las mujeres en la profesión psiquiátrica. En Sobre las mujeres, libro póstumo basado en sus primeros escritos, se advierte que las intuiciones que tuvo en los años cuarenta son muy importantes hoy día. Escribió: «Aun cuando una mujer se halle conscientemente convencida de su valía, siempre tendrá que luchar contra los efectos inconscientes de la educación que recibió, de la discriminación que sufrió y de las experiencias traumáticas que mantienen viva su actitud de inferioridad». La doctora Thompson, que ocupó la primera presidencia del Instituto Psicoanalítico de Washington-Baltimore, que fue vicepresidenta de la Asociación Norteamericana para el Progreso del Psicoanálisis y primera directora administrativa del Instituto William Alanson White, de Nueva York, estaba muy al corriente de la manera en que la sociedad anima a la mujer a ser dependiente. «La mujer vive en una cultura que no le proporciona ninguna seguridad excepto las llamadas relaciones amorosas permanentes. Es sabido que la necesidad neurótica de afecto es un mecanismo que proporciona seguridad en unas relaciones de dependencia... La medida en que una mujer tiene mayor necesidad de afecto que un hombre debe también interpretarse como un recurso para obtener seguridad en una situación cultural que causa dependencia. Ser amada no es solo una parte de la vida natural de la mujer, del mismo modo que lo es del hombre, sino que suele convertirse, por necesidad, en su profesión.» (La cursiva es mía.)

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CAPÍTULO 5 1. Citas sacadas de Maridos y esposas: una encuesta nacional sobre el matrimonio. Llevado a cabo por Crossley Surveys, Inc., de Nueva York, el estudio incluyó 3.880 hombres y mujeres. 2. Citas sacadas de un artículo del New York Times titulado «Esposas de médicos: muchas dicen que el matrimonio es una desilusión», de Leslie Bennets (7 de mayo de 1979). 3. Para problemas de separación-individuación en el matrimonio, léase El matrimonio y el desarrollo personal, de Rubin Blanck y Gertrude Blanck (1968), y también «Sobre la importancia de la fase de separaciónindividuación normal», de M. S. Mahler, publicado en Tendencias, afectos y conducta, compilado por M. Schur (1935). 4. Esta idea de la «fusión» se discute en un artículo titulado «El matrimonio y la aptitud para soportar la soledad», de Joan Wexler y John Steidl, en Psychiatry (1978). Tanto Joan Wexler como John Steidl son profesores adjuntos de psiquiatría de la Asistencia Social de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale. Dicen: «La fusión es un intento de evitar la separación, de renunciar a la intuición y a la empatía madura, y de recuperar el estado de empatía primitiva...». 5. Ibid. 6. Simone de Beauvoir se muestra fríamente astuta respecto al tema de lo lejos que pueden llegar las mujeres para manipular un entorno según sus conveniencias. Cf. El segundo sexo; nótese, especialmente, la sección sobre el «Matrimonio». 7. Cita sacada de El matrimonio y el desarrollo personal, ya citado. 8. Marcia Perlstein vive y trabaja en Berkeley, California, lugar donde la entrevisté. 9. Cita sacada de «Psicología femenina: un nuevo aspecto», en El psicoanálisis y las mujeres (1973), compilado por Jean Baker Miller, doctora en medicina. 10. Barrie Thorne es una erudita en lingüística que enseña en la Universidad Estatal de Michigan. La entrevisté en Stanford, donde pasaba un año como profesora visitante. Barrie me dio a conocer el trabajo que se estaba realizando sobre las mujeres y el lenguaje, del que hablo en el texto y en las notas del capítulo II. 11. La información sobre las «buenas chicas» y los orgasmos fue publicada en la revista Newsweek, el 22 de octubre de 1979. (Véase también «El síndrome de la buena chica» en el capítulo II.) 12. Véase El futuro del matrimonio, de Jessie Bernard, respecto a la excesiva «adaptación» de las mujeres en las situaciones matrimoniales. Esta autora cita estudios demostrativos de que la salud mental de las mujeres casadas es peor que la de las solteras y que la de los hombres, sean casados o solteros. Un estudio de dos mil mujeres y hombres casados, efectuado en 1960, demostró la existencia de niveles de angustia más altos en las mujeres casadas que en los hombres casados, pero sus autores consiguieron encontrar una interpretación positiva de tales datos. La preocupación de las esposas, dijeron, implicaba «una inversión en la vida». Consideraron que los maridos que no se preocupaban carecían de «entrega y aspiraciones». (Los norteamericanos examinan su salud mental: una serie de entrevistas de alcance nacional, de Gerald Gurin, Joseph Veroff y Sheila Field.) 13. Cita sacada de El futuro del matrimonio.

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CAPÍTULO 6 1. Puede hallarse una descripción completa del «miedo al éxito» en los estudios que Horner llevó a cabo en «Razones de las mujeres universitarias para evitar el éxito y cambiar de aspiraciones», reimpreso en Lecturas sobre la psicología de las mujeres. El ensayo se hizo público por primera vez en un simposio («Las mujeres en el campus: 1970»), patrocinado por el Centro para la Educación Permanente de las Mujeres, en Ann Arbor, Universidad de Michigan. (Nota: Matina Horner es en la actualidad presidenta del Radcliffe College.) 2. Las conclusiones de Horner sobre las mujeres y el éxito están apoyadas por otros estudios. Las mujeres tienen menos esperanzas de éxito que los hombres en una gran variedad de tareas y en grupos de edad afín (Crandall, 1969). Se ha demostrado que las personas con grandes esperanzas de éxito tienden a realizar mejor las cosas que las que tienen pocas esperanzas, prescindiendo de sus verdaderas aptitudes (Tyler, 1958). Buena parte de esta obra se resumió en La mitad de la experiencia humana: la psicología de las mujeres. Los autores Hyde y Rosenberg dicen: «Las mujeres no tienen esperanzas de hacer bien las cosas, lo que provoca el no hacerlas bien. Cuando las mujeres fracasan, su fracaso refuerza su creencia en su falta de aptitudes, lo que disminuye sus esperanzas de éxito y lo hace menos posible. Cuando las mujeres tienen éxito, lo atribuyen a la suerte, con lo que sus esperanzas de éxito no aumentan». Una mujer cuya actitud acredita esta teoría es Katharine Graham, editora de The Washington Post. «Todavía no creo que lo tengo —dijo a Wyndham Robertson, de la revista Fortune, refiriéndose al periódico—. Ha sido la suerte. Ya sé que decirlo parece infantil.» («Las diez mujeres de más categoría en los grandes negocios», abril de 1973.) 3. Las universidades o colleges donde se recogieron estos puntos de vista masculinos tan tradicionales fueron Brown, Princeton, Wellesley, Dartmouth, Barnard y Stony Brook. Los datos procedían de una extensa encuesta llevada a cabo en 1978 y presentada en diciembre de aquel mismo año en una sesión que tuvo lugar en la Universidad Brown con el título: «Mujeres/Hombres/Universidad: las implicaciones educativas de los papeles de los sexos en transición». 4. En el ensayo de Horner antes citado, la autora señala otros estudios (Tulkin, 1968; Jensen, 1970) que indican una elevada correlación del «miedo al éxito» con los hombres negros y las mujeres blancas. Su rendimiento escolar no tiene gran relación con las metas ambicionadas en las carreras por cada uno de los grupos. 5. Esta información fue publicada en «Barreras psicológicas al éxito, en las mujeres», de Matina S. Horner y Mary R. Walsh, y antologizada en Las mujeres y el éxito (1974), de Ruth Kundsin. 6. Los hijos de Sulka habrán tenido otros motivos de preocupación además de su mantenimiento físico. «Siempre que se presenta el caso de una madre esquizofrénica, su falta de propósitos bien definidos hace que se agarre a sus hijos como una persona que se estuviera ahogando —dice Robert Seidenberg—. Al niño nunca se le permite comprobar la realidad por sí mismo, conocer sus propias fronteras; y con frecuencia no acierta a distinguir lo animado de lo inanimado. Trata el mundo como una “cosa”, del mismo modo que le ha tratado una madre que no tiene “cosa”. Cuando una madre tiene algo, tiende a comportarse de modo muy distinto.» (Al decir «cosa», el doctor Seidenberg no se refiere a un pene, como hubiera hecho Freud, sino a una identidad propia, una

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identidad que la madre experimenta como algo separado de sus relaciones con sus hijos, que brota de sus relaciones con el mundo exterior. Véase «¿Es la anatomía el destino?», en El psicoanálisis y las mujeres.) 7. La dolorosa separación del divorcio vuelve a despertar a menudo «cuestiones de identidad básicas» en las mujeres para las cuales el matrimonio se ha convertido en el punto básico de referencia, en la principal definición de la personalidad. «Para la mujer que nunca se preguntó nada sobre su personalidad, que pasó del papel-identidad de hija al de esposa, el divorcio puede motivar por primera vez, en su fracaso y soledad, su enfrentamiento con la cuestión de sus valores, sus necesidades y sus metas», escribe Bardwick en La psicología de las mujeres. 8. Sacado del estudio de Lois Wladis Hoffman descrito en las notas del capítulo 2. 9. Las pioneras norteamericanas, tan elogiadas como todas nuestras inquietas antepasadas, no pudieron comportarse, como luego se ha comprobado, con tanta independencia como hubieran querido en el sentido interior, psicológico. Como sucede con las mujeres modernas, cuando sus maridos se hallaban lejos de casa podían conducirse independientemente para sobrevivir, pero no les gustaba hacerlo. Se veían alejadas de su vida normal por las exigencias de la vida de los adultos. Esto es, como mínimo, lo que Julie Jeffrey, erudita en historia del feminismo, descubrió cuando decidió investigar qué impresión de su propia vida habían tenido en realidad aquellas pioneras. Una mujer escribió en su diario cierta noche (antes de apagar su vela): «Acostumbrada a depender siempre de alguien, me resulta algo muy nuevo tener que cuidarme de las operaciones comerciales, cosa que me fastidia mucho». Citando extensamente textos de cartas y diarios, Julie Jeffrey demostró que las pioneras anhelaban volver a sus sencillas tareas domésticas tan pronto como sus maridos terminaran de enfrentarse con los indios y volviesen a casa. «Era la vida hogareña —dice Jeffrey, decepcionada— lo que daba sentido a su vida.» (Del libro de Julie Jeffrey, Mujeres de la frontera, publicado en 1979.) 10. Incluso una «triunfadora» como Margaret Mead intentaba, conscientemente, no dar la impresión de que «competía» con los hombres, y se consideraba más femenina que otras profesionales de su tiempo. En su libro autobiográfico Mis años jóvenes (1973), escribió que, una vez, al regresar de un largo viaje, tenía verdaderas «ganas» de hablar con su marido, pero que, al presentarse de pronto el antropólogo Gregory Bateson, ella los dejó solos para que pudieran charlar toda la noche «sin interrupción». 11. Hablando de este conflicto moral en «¿Es la anatomía el destino?» (véase página anterior), Seidenberg sigue advirtiendo: «A pesar de la posterior educación mundana... estas lecciones anteriores, recibidas de nuestros allegados, tienen siempre prioridad y solo pueden superarse mediante vigorosos esfuerzos autopurificadores». 12. Citas sacadas del artículo «Cuando las tareas domésticas se convierten en el empleo número dos», de Leslie Bennets, The New York Times, 14 de julio de 1979. 13. «Matrimonio: lo que las mujeres esperan y lo que obtienen», McCall’s, enero de 1980. 14. Otro artículo de la misma serie del Wall Street Journal (1978) citó a Kristin Moore, del Urban Institute, de Washington, D.C.: «El marido puede llevar a cabo algunas de las cosas más difíciles o pesadas de la casa, pero a las mujeres les queda todavía mucho trabajo que hacer». Muchas de las mujeres que trabajan fuera del hogar hacen semanas de 80 a 100 horas si se añade, al tiempo dedicado a su empleo, el invertido en las tareas domésticas. 15. Citas y datos estadísticos del artículo de Nadine Brozan titulado «Los hombres y las tareas domésticas: ¿hacerlas o no hacerlas?», The New York Times, 1 de noviembre de 1980. 16. Esta información se obtuvo del estudio llevado a cabo por Wright y que se cita en el texto y notas del capítulo II. 17. El artículo de The New York Times titulado «Según Bantam, Krantz ha conseguido un récord de 3,2

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millones de dólares con su nueva novela», iba acompañado de una fotografía de la señora Krantz tomada por Francesco Scavullo. El señor Scavullo no la fotografió mientras ella planchaba. 18. Cita sacada de Forjando el propio destino, obra compilada por Ruddich y Daniels (1977). 19. La escritora Anne Taylor Fleming describió un sorprendente fenómeno en un artículo publicado en la New York Times Magazine que ella tituló: «La cocinera liberada». Dice: «Después de haber tenido varios empleos, varios analistas y, en algunos casos, varios maridos, las mujeres vuelven a estar en la cocina, preparando la comida con ternura y seriedad. Quizá es un acto de expiación. Quizá es un muro contra la desilusión profesional. Quizá cocinar es mucho más divertido que la mayoría de las tareas que suelen hacer las mujeres. Para las que han encontrado el éxito menos gratificante de lo que se imaginaban, la cocina vuelve a ser un sitio agradable y familiar, un lugar seguro donde refugiarse después de días aciagos». Y, después, el golpe de gracia: «Las comidas que dichas mujeres preparan y las fiestas que dan les procuran unos elogios más fáciles que sus empleos. Los hombres se muestran afectuosos, se sienten orgullosos y emocionados ante una esposa manchada de harina y que huele a levadura». (28 de octubre de 1979.) 20. Algunas mujeres se las componen para conseguir unos ingresos independientes y mantener a un tiempo cierta dependencia básica casándose con un hombre rico e influyente. Una de ellas es Helen Gurley Brown, que, como redactora en jefe de la revista Cosmopolitan, gana algo más que para satisfacer sus caprichos. Sin embargo, por lo que respecta a su marido —con el que está casada desde hace veinte años—, el productor cinematográfico David Brown, Helen practica un truco femenino muy antiguo. Cada mañana, antes de salir corriendo para el trabajo, le prepara un desayuno compuesto de tres platos: picadillo de rosbif, tostadas con queso hervido y tortitas de coliflor. No se sienta a comer con él, según confesó a un periodista de The New York Times. «Le demuestro que estoy por completo a su servicio», dijo Helen, y, explicando lo que recibe en compensación, añadió: «Pero David también hace algo por mí. Por ejemplo, puedo librar los cheques que quiero con cargo a su cuenta sin que él me haga ninguna pregunta». («¿Desayunar o no desayunar?», de Enid Nemy, 25 de marzo de 1979.)

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CAPÍTULO 7 1. Este último capítulo se basa en la teoría de Karen Horney según la cual el conflicto —el choque de dos tendencias o impulsos opuestos— es el origen de muchas neurosis. La inclinación a la modestia y a una excesiva necesidad de cariño, por ejemplo, podría hallarse en conflicto con la tendencia contraria a ser expansivo, competitivo y a no tener excesiva necesidad de afecto. Esta, me parece a mí, es exactamente la situación en que se hallan hoy día casi todas las mujeres. También era, al parecer, la situación en que se hallaban las mujeres en los años treinta y cuarenta, cuando Karen Horney (que falleció en 1952) estaba trabajando tanto para cambiar el punto de vista psicoanalítico de las mujeres. Ella fue, entre los psicoanalistas de renombre mundial, la primera que discrepó de Freud en su visión de la psicología femenina (véase su obra Psicología femenina), de la que concibió una visión dinámica y holística (totalizadora) en la que la persona y la sociedad, las fuerzas internas y externas, las influencias del pasado y del presente interactuaban mutuamente, y cuyos efectos sobre la personalidad —sobre sus defensas y sus síntomas — no eran fácilmente alterables. En un ensayo llamado «La sobreestimación del amor» que Horney publicó en 1934 (Psychoanalytic Quarterly, volumen 3), su autora comenzó a examinar, a la luz del conocimiento de sus pacientes femeninas, el problema de la mujer moderna en una «sociedad patriarcal». Advirtió que muchas mujeres tienen un deseo compulsivo e intensísimo «de amar a un hombre y ser amada por él». No pueden tener relaciones buenas y duraderas con los hombres, se muestran inhibidas en su trabajo y faltas de aspiraciones, y a menudo acaban por sentirse angustiadas, torpes e incluso feas. En algunos casos, se les manifiestan deseos compulsivos de realización, que, en vez de llevar a la práctica ellas mismas, proyectan sobre su pareja masculina. En su siguiente ensayo, «La necesidad neurótica de afecto» (incluido en Psicología femenina), esta autora profundizó en las mismas ideas, distinguiendo entre la necesidad de afecto sana y espontánea y la compulsiva y limitada a la propia satisfacción. Las feministas dieron muy buena acogida a Karen Horney por su oposición a la teoría de Freud sobre la envidia del pene. Esta autora también dedicó gran atención a las situaciones de la vida corriente y a las actitudes destructivas, frente a las cuales los impulsos o tendencias infantiles, situadas en un segundo plano, pueden llegar a causar una neurosis. Por último, la teoría propugnada por Karen Horney es mucho más constructiva y optimista que la de Freud. Creamos y mantenemos la neurosis en nuestro interior, y también en nuestro interior se hallan los medios y las fuerzas para eliminarla. (Véase su magnífica obra Neurosis y maduración humana: el esfuerzo hacia la autorrealización, 1950.) 2. Karen Horney demuestra que la personalidad se ve afectada por varios tipos de «empobrecimiento» cuando perduran conflictos sin resolver: una sensación de tensión; un deterioro de la integridad moral (sustituida, con frecuencia, por una «seudomoralidad» relacionada con el mantenimiento de pretensiones interiores, tales como la pretensión de amar, de mostrar la bondad o de asumir una verdadera responsabilidad moral); y una sensación de desamparo. Este último estado de ánimo lo origina la sospecha de que la mera realización de un cambio en circunstancias exteriores no surtirá efecto. El conflicto se va afirmando, poco a poco, hasta que su resolución

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nos parece imposible. El desamparo se experimenta como un pesimismo permanente o crónico, o en forma de depresión, hipersensibilidad o desilusión. 3. Podrá encontrarse una descripción detallada de lo que ocurre en el proceso de «atravesar» o superar el conflicto neurótico en las páginas 230 a 233 del libro Nuestros conflictos interiores (1945), de Karen Horney. 4. La historia de esta época de la vida de Simone de Beauvoir, incluidas las citas directas, procede de La plenitud de la vida (1976). 5. Karen Horney, Nuestros conflictos interiores. 6. La cita de Pearl Primus procede de un relato publicado en The New York Times, 18 de marzo de 1979. 7. Gerald Jonas, «Detrás de los best-sellers», The New York Times Book Review, 26 de octubre de 1980.

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Título original: The Cinderella Complex

Edición en formato digital: julio de 2014 © 1981, Colette Dowling © 2014, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona © 1982, Antoni Pigrau, por la traducción Diseño de la cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. Fotografía de la cubierta: Pando Hall / Taxi Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-9989-788-2 Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L. www.megustaleer.com

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Índice Cubierta El complejo de Cenicienta Prólogo a la edición castellana Agradecimientos 1. El deseo de ser salvada 2. Echarse atrás: la retirada de la mujer ante un desafío 3. La respuesta femenina 4. El camino del desamparo 5. Devoción ciega 6. El «pánico genérico» 7. El salto hacia la libertad Bibliografía Notas Créditos

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Índice El complejo de Cenicienta Prólogo a la edición castellana Agradecimientos 1. El deseo de ser salvada 2. Echarse atrás: la retirada de la mujer ante un desafío 3. La respuesta femenina 4. El camino del desamparo 5. Devoción ciega 6. El «pánico genérico» 7. El salto hacia la libertad Bibliografía Notas Créditos

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