El civismo planetario explicado a mis hijos 9788428822534

198 37 520KB

Spanish Pages [84] Year 2006

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Polecaj historie

El civismo planetario explicado a mis hijos
 9788428822534

Table of contents :
Acerca de la obra
Introducción
Capítulo I: El civismo: Aclaraciones preliminares
Capítulo 2: Principios del civismo
Capítulo 3: Virtudes Cívicas
Epílogo
Bibliografía
Créditos

Citation preview

Esta obra, El Civismo Planetario, de Francesc Torralba i Roselló, fue distinguida con el premio “Premi d’Assaig sobre Civisme”, convocado por la Societat Cooperativa Delta, Cat. Ltda., de Girona, en septiembre de 2004. El jurado estaba compuesto por Albert Rossich, Lluís Mª de Puig, Miquel Pairolí, Narcís Jordi Aragó y Francesc Ferrer i Gironès.

2

INTRODUCCIÓN El lector tiene en sus manos un libro esencialmente pedagógico. En este pequeño ensayo, por un lado, intentamos explorar los fundamentos del civismo y, por otro, deseamos describir las virtudes cívicas. Empleamos con mucha facilidad la palabra civismo sin saber exactamente qué significa. En la vida cotidiana identificamos actitudes cívicas e incívicas, pero rara vez nos paramos a pensar qué es el civismo, cómo se transmite, cuáles son los principios en los que se fundamenta. A veces, lo asociamos con expresiones como buena educación, urbanidad, cortesía, sentido del deber, pero el civismo es una actitud vital compleja que afecta a muchas esferas de la vida humana. Detectamos que, en los últimos tiempos, la preocupación por el civismo ha ido in crescendo. La educación cívica y la ética cívica no solo se han potenciado en el ámbito educativo formal, sino que también se han reivindicado y se reivindican con frecuencia desde ámbitos políticos, comunicativos, deportivos y desde sectores sociales muy diversos. Esta creciente sensibilidad hacia el civismo puede interpretarse, como mínimo, de dos maneras. Por un lado, puede entenderse como una reacción al incivismo creciente y, en este sentido, la potenciación del civismo tendrá que entenderse como una manera de contrarrestar ese incivismo que se manifiesta en las grandes aglomeraciones urbanas. Por otro lado, puede entenderse también como una consecuencia de la educación generalizada y de la creciente sensibilidad ética del ciudadano. Esta segunda interpretación es mucho más esperanzadora, aunque también puede parecer muy ingenua. Es algo temerario afirmar categóricamente que vivimos en un mundo más cívico que el de hace cincuenta o cien años. La cuestión es que tenemos mucha más información que antes, conocemos lo que pasa en el espacio micro, pero también en el espacio macro, y este conocimiento planetario nos hace ser muy cautelosos, porque nuestro diagnóstico ya no se construye a partir de la esfera local, sino a partir de la información que nos llega que, a menudo, obedece a intereses que muy poco tienen que ver con la verdad. Según los acontecimientos que uno esté dispuesto a analizar, puede llegar a conclusiones muy diferentes, incluso diametralmente opuestas, por lo que respecta al estado del civismo en nuestro mundo. Si centramos la atención, por ejemplo, en los casos de violencia doméstica, en los

3

accidentes de tráfico, en la suciedad de las ciudades, ríos y bosques, en la delincuencia callejera y en la crispación cotidiana que se vive en las principales vías circulatorias de las grandes aglomeraciones urbanas, tenemos motivos suficientes para afirmar que el incivismo está creciendo de forma desmedida. Pero, si nos centramos en el asociacionismo, en el voluntariado social, cultural y sanitario, en la cultura del reciclaje, en la práctica de las adopciones nacionales e internacionales, en las manifestaciones silenciosas contra la guerra y el terrorismo, en las solidaridad con los que padecen, en la lucha a favor del 0,7…, podemos llegar a la conclusión de que el civismo crece entre nosotros. Resulta, pues, difícil llegar a un acuerdo, porque somos receptores de estímulos muy opuestos. En los diagnósticos sobre el civismo de una sociedad o de un pueblo se hace trampa con facilidad. Los apocalípticos centran la atención en los puntos negativos –¡que, por cierto, no nos faltan!–, mientras que los apologistas dirigen su mirada al latido positivo que afortunadamente también se puede sentir en nuestra sociedad. Ya sabemos que en todo diagnóstico hay intereses creados, pero no podemos fijarnos solo en los que nos interesan para llegar a conclusiones que ya teníamos en mente antes de observar el fenómeno. La única manera de salir airoso de un debate de esta naturaleza parece que radica en darse cuenta de que la propia mirada es subjetiva y de que difícilmente se puede generalizar. Parece mucho más razonable mantener con discreción las propias convicciones y tratar de buscar argumentos en contra. De hecho, para poder diagnosticar correctamente cuál es el grado de civismo o de incivismo de un pueblo, sería necesario saber qué ítems deben analizarse. Uno podría decir, por ejemplo, que una sociedad cívica es una sociedad silenciosa, ordenada y limpia, una sociedad donde todo el mundo circula por el lugar autorizado y donde nadie se hace el listo. Pero también se podría considerar como prueba del civismo de una ciudad la capacidad de acoger extranjeros, de ejercer la hospitalidad, o bien su adaptación a las personas que tienen discapacidades de carácter físico. Antes de poder diagnosticar el estado del civismo, sería necesario fijar unos indicadores y jerarquizarlos. Si hiciéramos un test sobre el civismo, nos daríamos cuenta de que el progreso científico-técnico de un pueblo no siempre va de la mano del progreso ético. Habitualmente pensamos que las sociedades más desarrolladas económicamente son las más cívicas, mientras que las más vulnerables social y económicamente son las más incívicas. No hay, sin embargo, una necesaria relación de causa-efecto entre riqueza económica y riqueza ética. Hay pueblos, en el sur del planeta muy acogedores, muy hospitalarios pero muy pobres, y también hay pueblos muy ricos económicamente pero individualistas y atomizados. Siempre hemos sentido admiración por las sociedades

4

nórdicas: nos conmueve su orden, su silencio, su pulcritud, pero no siempre somos capaces de ver que el civismo va mucho más allá de todo esto, aunque lo incluya. Una sociedad cívica es una sociedad donde se respetan los derechos fundamentales de las personas, donde se viven realmente la equidad, la libertad, la justicia y la dignidad. A veces, bajo la apariencia del civismo, se esconde una profunda xenofobia o un desinterés por el sufrimiento del otro. No creemos que se pueda contrastar si en la actualidad somos más cívicos que antes. Hay conciencias nostálgicas que se afanan en mostrarnos la decadencia del civismo, pero existen en nuestra sociedad hechos reveladores, latidos de solidaridad que no nos permiten aceptar como único diagnóstico posible el que hacen esas voces nostálgicas. Desde nuestro punto de vista, el civismo no se reduce a un mero conjunto de normas arcaicas y pasadas de moda en torno a las formas que deben adoptarse en la vida social, ya sea en la mesa, en la calle, en la ópera o en la iglesia. Este civismo que se refiere a las convenciones, es su dimensión más externa y conocida. Pero hay otro civismo, más profundo, que se refiere a los deberes del ciudadano. Las convenciones son importantes, aunque también cambian con el paso del tiempo, pero el civismo es mucho más que un conjunto de convenciones y de gestos corporales. Es un modo de ser hombre y de ser mujer, es una forma de estar en el mundo, una manera de relacionarse con los demás, con la naturaleza y con las instituciones. El respeto a la dignidad del otro, la atención a su integridad, la compasión hacia los sujetos más vulnerables, el deber de participar en la res publica son factores que definen este civismo más profundo, que trasciende las convenciones. Claro que deben guardarse las formas en los actos sociales, aunque tampoco se debe ser esclavo del protocolo. Pero el civismo no es un simple encasillamiento social, sino el asumir unos deberes y el compromiso con un estilo de vida. He aquí el civismo que queremos reivindicar en este libro. Este ensayo está dividido en tres partes diferenciadas. En la primera, exploramos la noción de civismo y sus tipos. Los escenarios donde se desarrolla la vida humana se modifican y esto comporta la necesaria transformación del civismo. Hay actitudes cívicas e incívicas en la ciudad, pero también las hay en las redes telemáticas. Uno puede navegar por los océanos virtuales de muchas maneras, pero no todas son igualmente aceptables. Hay un civismo presencial, pero también un civismo virtual. En la segunda parte del libro exploramos los principios fundamentales sobre los cuales se construye el civismo. Una sociedad cívica, decíamos más arriba, no es solo una sociedad respetuosa con un conjunto de convenciones, sino que está sólidamente edificada sobre un conjunto de principia, sin los cuales la vida colectiva sería imposible. Mencionaremos los principios de dignidad, de libertad, de integridad, de equidad y de

5

vulnerabilidad. Puesto que este ensayo pretende ser pedagógico, dejaremos a un lado el intenso debate filosófico sobre cada uno de ellos. Finalmente, en la última parte del libro, nos centramos en el estudio de las virtudes cívicas. A menudo, cuando calificamos a una persona, una vecina o un hermano como cívico, lo hacemos porque realiza una tipo de acción que lo honra, porque ha interiorizado unos deberes que cumple escrupulosamente. La persona cívica es, esencialmente, virtuosa y en su personalidad moral se reflejan, como mínimo, siete virtudes: la sociabilidad, la benevolencia, la amabilidad, la cortesía, la urbanidad, la tolerancia y la hospitalidad. Consideramos que el civismo es uno de los tesoros más valiosos que puede conservar un pueblo. La transmisión de las virtudes cívicas nos preocupa porque solo es posible garantizar una sociedad futura basada en el civismo si los ciudadanos adquieren determinadas virtudes y asumen sus deberes como ciudadanos. El civismo del futuro depende del civismo que transmitimos ahora y aquí. Somos responsables de pasar esta antorcha a las futuras generaciones. Morgovejo (León), junio de 2004

6

Capítulo I EL CIVISMO: ACLARACIONES PRELIMINARES

1. Excursión etimológica No pretendemos, en este capítulo, desarrollar una historia de la palabra civismo. De hecho, un análisis etimológico de ella nos permitiría observar que ha adquirido diferentes significados a lo largo de la historia y que estos significados no son exactamente iguales entre sí. Podríamos decir que se trata de una palabra polisémica, que esconde un campo semántico muy rico, que sería necesario explorar y profundizar con la finalidad de no perder aspectos que podrían pasar desapercibidos en una descripción demasiado acelerada. La palabra civismo proviene, originalmente, del concepto latino civitas, que, además de significar «política» o «el arte de gobernar», se usa para referirse a las virtudes de la sociabilidad, la bondad, la urbanidad, la cortesía y la civilidad. En la etimología de la palabra aparecen dos connotaciones que no son exactamente iguales. La civilidad es el arte de gobernar, es decir, de gestionar el poder, de distribuir correctamente los recursos públicos, de vivir conforme a la ley. Pero ya desde el origen, la palabra civilitas se relaciona con el cultivo de unas determinadas virtudes. Lo que de hecho se nos está diciendo de una manera clara y diáfana es que el civismo es un modo de vivir virtuoso, excelente y que, como tal, es deseado. Según otras definiciones, el civismo es el celo por los intereses y por las instituciones de la patria. En este tercer sentido, el civismo no se relaciona directamente con el arte de gobernar ni tampoco con el ejercicio de unas virtudes determinadas, sino con la actitud de defensa de unas instituciones. En nuestra opinión, no hay duda de que el civismo comporta un respeto hacia las instituciones, pero no puede ser reducido al celo patriótico. La estimación por el propio país, la estima de las propias instituciones es inherente al ciudadano cívico, pero esta estima no debe entenderse de una manera exagerada, porque entonces el civismo deja de ser una práctica virtuosa, abandona el

7

término medio y cae en el exceso. Ser cívico es, por encima de todo, respetar a las personas del mismo ámbito, pero también las instituciones que conforman el cuerpo social. El civismo es el ejercicio de una virtud, la de la ciudadanía. El ciudadano se define por los derechos y por los deberes. Ser ciudadano significa asumir una serie de derechos como propios, pero también implica interiorizar y exteriorizar los propios deberes. El civismo podría definirse, entonces, como la expresión libre y voluntaria de los deberes sociales y políticos. Cuando esta expresión es impuesta o se desarrolla bajo coacción, no se puede hablar de civismo propiamente dicho. Un ser humano puede calificarse como cívico cuando cumple sus derechos sociales y políticos espontáneamente y no por el miedo a la censura o a la denuncia. Hay muchos comportamientos en la vida cotidiana que expresan el civismo de un pueblo. Cuando una persona, por ejemplo, recicla correctamente la basura o recoge una lata que hay delante de su casa, está actuando cívicamente, porque lo hace no por el miedo a la sanción o por coacción, sino porque lo tiene interiorizado. El civismo se concreta, entonces, en un conjunto de prácticas externas, pero que brotan de una conciencia que ha interiorizado lo que significa vivir en comunidad. Cuando el origen de estas actitudes es el miedo a la sanción o la coacción de una autoridad, no se puede hablar de actitud cívica. El hombre cívico es cívico cuando está con los demás, pero también cuando está solo. La posibilidad del civismo está condicionada, pues, por la efectividad de los derechos de los ciudadanos. En consecuencia, en Estados totalitarios, donde los derechos de los ciudadanos están profundamente vulnerados, no hay civismo propiamente dicho, sino miedo a la autoridad, y se actúa desde el miedo y no desde la libertad. El totalitarismo hace imposible el civismo. Aparentemente, una sociedad de este tipo puede parecer ordenada, pero este orden no brota de la soberanía popular, sino que es impuesto por el dictador. Por eso, no debe confundirse el civismo con el orden social. Hay un orden que nace del miedo y hay un orden que brota del civismo de la gente. El civismo es, sobre todo, un tipo de relación. El ser humano, como animal político, es capaz de establecer relaciones de naturaleza muy variada con su entorno más inmediato. No toda forma de relación puede calificarse igualmente de cívica, sino solamente la que es respetuosa con los derechos de los demás y es cuidadosa con los que comparten el mismo espacio. Este tipo de relación tiene diferentes destinatarios, pero se caracteriza por ser una relación de respeto y participación. El hombre cívico tiene relaciones de respeto con todo su entorno, pero además se interesa por la cosa pública, participa en la sociedad y en la vida política con el fin de transformarla y hacerla más humana.

8

Respeto y participación son, pues, los derechos fundamentales de la actitud cívica. Una relación de respeto no se puede identificar con una relación de indiferencia. La indiferencia, como después pondremos de relieve, se opone al civismo, porque la indiferencia es pasividad, es desinterés por el destino y por la suerte de los demás. Respeto hacia los demás quiere decir tener cuidado de sus derechos fundamentales, y no simplemente desinterés. Por eso, el respeto comporta una cierta preocupación. Cuando decimos que tenemos un vecino muy cívico, no estamos diciendo que es alguien totalmente indiferente con nosotros, que prescinde absolutamente de nuestra presencia, sino que es respetuoso con nuestros derechos y que, en caso de necesitarlo, podemos contar con él. La participación también es un elemento sustentador del civismo. Participar quiere decir, etimológicamente, tomar parte en la cosa, implicarse en asuntos de carácter colectivo que pueden beneficiar la vida de cada día, la propia y la del resto. Donde hay participación, hay una sociedad activa y madura. La desidia, el hermetismo en el propio yo, el aislamiento al abrigo de la propia intimidad imposibilitan el crecimiento y el desarrollo de las sociedades. Solo si los ciudadanos se implican en la mejora de la cosa pública y utilizan su voz, pacífica pero tenazmente, las sociedades cambian y se transforman.

2. Civitas y urbe La palabra ciudad puede aludir, como mínimo, a dos significados: el físico y el ético. Desde el primer punto de vista, la ciudad es la gran estructura urbana que puede medirse a partir de diferentes parámetros: extensión, población, densidad, relieve y otros criterios objetivos. Desde el punto de vista ético, en cambio, la ciudad no es un conjunto de calles, de plazas y de casas, sino que es, genuinamente, un ámbito donde el ser humano puede desarrollar su personalidad. La palabra urbe significa, por lo general, el concepto físico de ciudad. Una ciudad, en sentido ético, no es una aglomeración de personas, ni un conglomerado de seres humanos que, por casualidad, coexisten en un mismo espacio y en un mismo tiempo. Es un espacio donde rige la ley y donde los hombres y mujeres viven conforme a la ley que ellos mismos se han podido dar de forma soberana. Justo lo que diferencia la ciudad de la naturaleza es la existencia de una ley, que no es la denominada ley de la naturaleza, sino una ley que emerge de la razón humana y que determina cuáles son los deberes que es necesario cumplir y cuáles son los derechos que, en cualquier caso, deben preservarse. Precisamente cuando en una ciudad ya no impera la ley, deja de ser ciudad y se

9

convierte en jungla. La ciudad, en sentido ético, no depende de los fenómenos de la estructura, sino del cumplimiento y de la fidelidad a la ley de la ciudad. En este sentido, el ciudadano no es quien, sencillamente, vive rodeado de personas día y noche, sino el que vive conforme a la ley. Sócrates es un ejemplo paradigmático. Sócrates fue un ciudadano ejemplar, digno de ser recordado a lo largo de la historia no por el hecho de haber vivido en Atenas, sino porque vivió respetuosa y participativamente y aceptó fielmente el cumplimiento de la ley de la ciudad, aunque lo condujera a beber la cicuta. Con estas reflexiones, lo que tratamos de decir es que el concepto de ciudadano no es de tipo físico, aunque generalmente lo empleamos de esta forma, sino que es de tipo moral. Alguien dice, cuando se presenta en una reunión, en qué ciudad vive, pero eso aún no nos dice nada de la calidad que tiene su ciudadanía, no arroja luz sobre la manera de vivir de esa persona. Esa identificación solo nos da una referencia de tipo físico. Lo que nos hace verdaderamente ciudadanos no es el lugar donde vivimos, sino nuestra manera de vivir. La condición de ciudadano es, ante todo, ética. En la historia del pensamiento moderno y contemporáneo es una de las nociones más estudiadas. Queda reflejada ya en la Declaración de la Asamblea Nacional Francesa de septiembre de 1789, dos meses después de la toma de la Bastilla. En aquel texto, la condición de citoyen era radicalmente distinta a la condición de súbdito. El súbdito está preparado para obedecer, para acatar las órdenes del señor sin discusión. En tanto que súbdito, no tiene ni voz, ni voto; vive atemorizado y coaccionado por unas relaciones de poder que le son desfavorables. El súbdito es la clara expresión de una sociedad asimétrica, donde hay unos pocos individuos que tienen todos los derechos, y otros que solo mendigan algunos. El civismo se construye sobre una ciudad simétrica donde hay igualdad de oportunidades en todos los campos. La igualdad de derechos es un a priori del civismo, porque sin igualdad, no hay respeto y sin respeto no hay práctica del civismo. Ser ciudadano, pues, no significa ser habitante de un espacio masificado que denominamos urbe, sino estar en el mundo de una forma participativa. Según Aristóteles, la ciudad es la capacidad de ejercer el derecho de sufragio y la participación en el ejercicio del poder público. El ciudadano es, entonces, el que participa, el que toma parte en el poder público. Este «tomar parte» hay que entenderlo analógicamente. De hecho, se puede participar de muchas maneras en la cosa pública. Lamentablemente, demasiado a menudo se reduce la participación al acto de votar a una determinada fuerza política cada vez que se convocan elecciones. No cabe duda de que este es un sentido de participación muy leve, aunque es absolutamente necesario para el buen funcionamiento de nuestra democracia representativa. No obstante, hay otras formas de participación que no excluyen esta,

10

como la implicación en la vida asociativa, en las diferentes formas de voluntariado, ya sea social, cultural, sanitario o deportivo, o bien mediante el compromiso en los movimientos vecinales, los barrios o las plataformas que nacen espontáneamente del sí del pueblo. Si la participación es un elemento definitorio del civismo, podría haber, en este sentido, ciudades sin ciudadanos y ciudadanos sin ciudad. El respeto hacia el espacio público, hacia las personas y los objetos que la ocupan es una muestra de ciudadanía. En efecto, no se muestra solo en la relación con las personas, sino también con los objetos que hay en el espacio público. Una ciudad donde el mobiliario urbano sea respetado por parte de los ciudadanos que viven en ella, es una ciudad que se puede calificar como cívica. A menudo, cuando paseamos por nuestras ciudades, constatamos, con perplejidad, una forma de incivismo que se manifiesta en actos vandálicos contra los objetos de la ciudad. El que siente el espacio público como propio no puede tolerar estas actitudes corrosivas que echan a perder los objetos de todos, y está obligado a manifestar su desacuerdo pacíficamente. El instinto tanático encuentra en el vandalismo urbano una de las formas de manifestación más visibles, especialmente con ocasión de determinados eventos de masas, tanto políticos como deportivos. El afán de destruir, de reducir a la nada objetos de la vida pública, es un fenómeno que responde a un conjunto de pulsiones fanáticas que se encuentran en el fondo del ciudadano y que, en determinados contextos, no es capaz de contener, ni de administrar racionalmente. Según Immanuel Kant, hay unos atributos jurídicos inseparables de la naturaleza del ciudadano. El reconocimiento de estos derechos es la condición de posibilidad del civismo efectivo. Entre estos atributos el gran pensador de Koenigsberg enumera, en primer lugar, la libertad legal, que es la facultad de obedecer la ley que uno reconoce; y en segundo lugar cita la igualdad civil, la garantía de no depender de otra cosa que de las propias fuerzas como miembro del Estado. Explícita o implícitamente, el civismo es un tipo de pacto que incluye la defensa de unos derechos y que las personas que adoptan este contrato asuman unos determinados deberes. El pacto social, según Rousseau, es la forma jurídica del paso del estado de naturaleza a la sociedad civil. Es una transición en la cual la persona (la voluntad particular) se desdobla en ciudadano (voluntad general). Es un acto de asociación, mediante el cual cada uno de nosotros pone en común su persona y su potencial bajo la suprema dirección de la voluntad general. El pacto social produce un cuerpo moral y colectivo, que dispone de un yo, de una vida y de una voluntad propia. El hombre cívico es el que participa, el que colabora con los demás, el que se siente miembro de una estructura suprapersonal, de un pueblo, de un colectivo, de un nosotros.

11

3. Civismo y ética de mínimos Se ha especulado mucho sobre los mínimos éticos que deben exigirse a todo ser humano con el fin de garantizar una convivencia pacífica. También en una pequeña comunidad, como puede ser una familia, una escuela o una comunidad de vecinos, es esencial fijar unos mínimos que garanticen un desarrollo armónico de todas las personas implicadas. Entendemos por mínimos morales lo que no puede ser transgredido bajo ningún concepto. A menudo, estos mínimos no son asumidos de la misma manera por los miembros de la comunidad, y esto genera un profundo malestar en su interior, que puede derivar en formas de enfrentamiento o de violencia. También ocurre que, habitualmente, lo que nosotros podemos pensar que es un mínimo exigible, otros lo interpreten de otra forma y no se sientan interpelados cuando se les demuestra que han transgredido lo que no podía transgredirse. La discusión filosófica sobre el conjunto de imperativos mínimos que cualquier miembro de una sociedad debe aceptar para garantizar su buen funcionamiento es uno de los temas clásicos de la ética contemporánea. La descripción de este conjunto de principios mínimamente exigibles es el que entra en el campo de la llamada «ética mínima». Esta expresión, que en los círculos filosóficos de nuestro país ha popularizado la filósofa valenciana Adela Cortina, encuentra sus raíces en la expresión latina que usaba un pensador alemán, Theodor Adorno, en su conocida obra Minima Moralia. Debemos ser conscientes de que hay un umbral por debajo del cual no es posible un correcto desarrollo de la vida humana. Uno repara en ello precisamente cuando lo que se da por sentado falla irremediablemente. Muy a menudo, tomamos conciencia de cuáles son los principios fundamentales cuando padecemos su ausencia a nivel social. Incluso pensadores que en el ámbito teórico son partidarios de un cierto relativismo moral, consideran, en la vida práctica, que hay unos mínimos que deben ser aceptados y que no pueden vulnerarse. La dilucidación de cuáles deben ser estos mínimos y de cómo es posible legitimarlos racionalmente es una tarea ardua y compleja, pero la defensa de unos mínimos morales es una posición claramente distinta del relativismo. Esta ética de mínimos no excluye proyectos individuales de felicidad, sino que lo que incluye son aquellas mínimas exigencias morales que todo ciudadano, independientemente de su origen, raza, tradición y religión, debe aceptar como punto de partida de una posible convivencia. Cada ciudadano, individualmente o como miembro de una determinada comunidad, puede exigirse deberes y obligaciones que trascienden el cuerpo de principios mínimos, y nadie está legitimado para impedir la realización de estos deberes, mientras no pongan en juego aquellas normas básicas que nos hemos dado en el seno de una sociedad. Los máximos, pues, no se pueden exigir, mientras que los

12

mínimos son imputables a todos los ciudadanos. Hay una vía muy clara para demostrar la necesidad de esta ética mínima. Incluso los que tienen ciertas suspicacias hacia el discurso ético y fácilmente lo califican de doctrinario y conservador, aceptan que hay unos mínimos morales que no pueden pasarse por alto. Los espíritus más liberales que ha dado la historia de la ética en el siglo xx, aceptan unos mínimos justamente para garantizar la libertad de expresión y de pensamiento. Los mínimos serían el conjunto de pilares básicos sobre los que se construye una sociedad. La expresión social de estos mínimos es el civismo. El ciudadano cívico no es, desde nuestro punto de vista, el ciudadano excelente, capaz, si se requiere, de sacrificarse por la vida del otro, sino el que ha integrado el sistema de mínimos, lo respeta y da ejemplo con su vida práctica. El consecuencialismo es una vía suficientemente legítima para mostrar la necesidad de esta ética mínima. Cuando en una sociedad observamos que se vulnera el cuerpo de principios éticos mínimos, como pueden ser, por ejemplo, el respeto a la vida, a la libertad, a la igualdad o a la integridad, son fácilmente perceptibles las dramáticas consecuencias de la inobservancia de estos principios. El desmoronamiento de esta comunidad en la barbarie, en el oscurantismo, en la inhumanidad, es un hecho bien manifiesto. ¿Por qué, entonces, deben defenderse unos mínimos morales en toda sociedad? Sencillamente porque, cuando perdemos de vista la relevancia que tienen en el cuerpo social y los relativizamos, aflora lo más negativo y bárbaro que hay en la condición humana. Existe un gran debate en torno a cuáles deben ser estos principios. Según muchos teóricos de la ética contemporánea, la expresión más clara de los mínimos morales exigibles a todo ser humano es la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Aunque, como es obvio, hay detractores de la citada Declaración, es necesario tener en cuenta que esta carta magna de los derechos humanos sigue siendo un referente para muchos Estados del mundo. Sería un despropósito olvidar el largo proceso de gestión de la citada Declaración y su lenta inculturación en países y naciones. De hecho, la historia de la Declaración está íntimamente ligada a la historia contemporánea. Al acabar la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), se fundaba la ONU con el fin de alcanzar la cooperación internacional al mismo tiempo que se promovía el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales de todos los seres humanos sin distinción de raza, sexo, lengua o religión. Uno de los primeros actos de la Asamblea General de la ONU, el mes de enero de 1946, fue recomendar «la formulación de una declaración universal de derechos». Un año más tarde, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU eligió como presidente a Eleanor Roosevelt e inmediatamente después se puso a trabajar en la redacción de la

13

Declaración Universal de los Derechos Humanos, que se aprobó el 10 de diciembre de 1948. En la Declaración se articulan treinta derechos, pero hay un deber implícitamente expresado en el primer artículo: el deber de tratar fraternalmente al otro. He aquí un deber que, según cómo, puede parecer excesivo. Desde una ética mínima, puede exigirse el respeto al otro, la tolerancia hacia sus ideas, pero otra cosa es exigir la fraternidad, obligarlo a tener un trato de hermano (frater) con el otro. Dejando de lado esta cuestión que, dicho sea de paso, no puede considerarse menor, en la Declaración aparecen expresados los grandes derechos: el derecho a la vida, a la seguridad, a la integridad física y moral, a la libertad (de expresión, de credo y de pensamiento), a la educación, al trabajo, a la familia, entre muchos otros, pero en la Declaración no se imputan deberes, ni se exigen responsabilidades, sino que solamente se determinan los derechos de todos los seres humanos. Desde 1948 hasta ahora, la ONU y otras corporaciones regionales, como el Consejo de Europa, han promulgado declaraciones y convenciones sobre dimensiones específicas de los derechos humanos. Desgraciadamente, el magnífico estudio sobre la discriminación en cuestiones de derechos y prácticas religiosas de 1959 no fue seguido rápidamente, como se esperaba, por una declaración detallada sobre libertad religiosa. Hasta 1981 no se aprobó en la Asamblea General de la ONU la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y de discriminación basadas en la religión y las creencias. De todas formas, está claro que el progreso en los derechos humanos se ha alcanzado lentamente y con muchas dificultades. La ética mínima debería recoger los deberes elementales, aquellos que todo ser humano debe asumir. Estos deberes no pueden provenir de una determinada tradición religiosa que se impone a las otras, sino que deben ser racionalmente consensuados en el seno de la sociedad. Creemos que deben nacer de un acuerdo fundamental. Por eso, es irremisiblemente necesario construir la ética mínima a partir del diálogo entre sujetos iguales, de la escucha de las posiciones del otro y exigir la argumentación, la discusión de las posiciones propias con el fin de mostrar al otro la coherencia que tienen. ¿Quién tiene la función de transmitir esta ética mínima de generación en generación? Tradicionalmente las instituciones que han llevado a cabo la transmisión de las pautas éticas, con sus correspondientes sanciones y recompensas, han sido las instituciones religiosas. En muchos lugares del mundo, las instituciones de raíz religiosa siguen desarrollando esta función transmisora, salvo en el mundo occidental, en el que han perdido gran influencia sobre las conciencias, como consecuencia del proceso de secularización que ya intuyó Max Weber. En un universo secularizado como el nuestro, donde las instituciones religiosas

14

tienen muy poca credibilidad, ¿quién debe cumplir esta función? No es fácil señalar quién debe desempeñar este papel en las sociedades posmodernas. La ética mínima nos interesa y nos compromete a todos. Todos nos sentimos beneficiados de vivir en una sociedad cívica; por eso, puede decirse que todos, directa o indirectamente, tenemos interés por el civismo. No hay duda de que las instituciones educativas, formales y no formales, tienen un papel esencial en la transmisión de la ética mínima, aunque de entre estas, la familia tiene un papel determinante. Tampoco debe despreciarse el papel que pueden desempeñar los medios de comunicación de masas en la elaboración de juicios morales, así como la influencia de los agentes políticos, sociales y económicos y de las campañas institucionales de las ciudades y villas a favor del civismo y de la buena educación. Desde nuestro punto de vista, la transmisión del civismo no depende exclusivamente de un único agente, sino de la corresponsabilidad de un conjunto de agentes que deben presionar en un mismo sentido para lograr su objetivo.

4. Civismo intercultural e interreligioso El mundo occidental, como consecuencia de los flujos migratorios del Este hacia el Oeste y del Sur hacia el Norte, se está convirtiendo, de manera creciente, en un espacio plural, constituido por comunidades morales extrañas entre sí. Esta yuxtaposición de culturas, de etnias, de prácticas y costumbres religiosas, de lenguas y de razas, todavía no se puede considerar en sentido estricto como interrelación cultural, sino más bien como una especie de adición de elementos y extraños entre sí. El paso de la sociedad multicultural a la sociedad intercultural no es fácil, sino que exige un diálogo y la interrelación entre identidades que tienen orígenes diferentes. El civismo intercultural es el fruto de la relación armónica, pacífica y respetuosa entre identidades diferentes. Puede definirse como una relación cordial y amable con el otro, entendiendo por el otro el ser humano que no forma parte de mi mundo cultural, social, ético, religioso o lingüístico, sino que proviene de un universo distinto. El civismo monocultural, a diferencia del intercultural, se desarrolla en el seno de una sociedad homogénea, entre personas y grupos humanos que participan de la misma raza, lengua y religión. Es una forma de relación respetuosa y diligente con aquellos que forman parte de mi universo cultural. El civismo intercultural, en cambio, no se desarrolla entre miembros de una misma matriz, sino entre personas y grupos humanos de procedencias diferentes. Si la articulación práctica del civismo monocultural ya es suficientemente difícil, el civismo intercultural lo es más aún. De entrada, la aparición del otro resulta incómoda y da miedo. Solo si se superan determinados miedos

15

ancestrales y prejuicios, que se remontan al origen de los tiempos, es posible la implementación del civismo intercultural. A los educadores no solo nos preocupa la práctica del civismo entre miembros de una misma comunidad moral, sino entre miembros de grupos culturales, étnicos y religiosos distintos. Las nuevas generaciones deberán vivir en un mundo constitutivamente plural. Sabemos que la Europa del futuro será un gran rompecabezas y que solo el civismo intercultural nos podrá salvar de la xenofobia, la discriminación, el ostracismo y la cultura del gueto. La transición del civismo mono al civismo inter no es sencilla sino más bien compleja. Además de la superación de tópicos, prejuicios y viejos resentimientos, es necesario potenciar los aspectos de unión, los puntos de encuentro que nos permitan ver al otro no solo como otro, sino también como un cómplice, como alguien que participa de nuestra misma humanidad. El civismo monocultural se pone realmente a prueba cuando se enfrenta al reto de la diversidad y se le presenta la posibilidad de abrir sus fronteras, de dejar espacio al otro y de transformarse a la luz de este otro. Es en estas circunstancias cuando realmente podemos verificar si nuestro civismo es puramente endogámico o si tiene perspectivas cosmopolitas. Cuando nos encontramos con el otro, nos preguntamos: ¿podemos entendernos?, ¿seremos capaces de ensamblar un conjunto de pautas mínimas?, ¿seremos capaces de hacer la transposición de un civismo monocultural a un civismo intercultural? Nosotros creemos que sí será posible entendernos, que sí será posible edificar un conjunto de pautas mínimas entre los diferentes grupos humanos y no solamente de carácter formal, como preconiza una determinada forma de entender la ética mínima, sino de tipo material, de contenidos. Para alcanzar esta meta, es necesario recoger la mejor herencia moral de cada tradición cultural y edificar sobre estas bases un civismo intercultural e interreligioso, que sea el cimiento de una nueva sociedad. La construcción del civismo intercultural plantea grandes dificultades no solo de orden lingüístico sino también de orden psicológico. Es necesario superar los prejuicios, liberarse de las preconcepciones negativas del otro. Constatamos que la fabricación de la imagen del otro se realiza, básicamente, en los grandes medios de comunicación social. De esto se deduce la responsabilidad que tienen los medios de comunicación a la hora de contribuir al civismo planetario. Con facilidad vemos en el inmigrante el chivo expiatorio del incivismo que observamos por nuestras plazas y calles. De manera injusta se responsabiliza al recién llegado de nuestras desgracias y miserias sociales. De manera deliberada practicamos un maniqueísmo que nos exculpa de toda responsabilidad y explicamos el incivismo como si fuera un fenómeno nuevo ligado a

16

los flujos migratorios. Este análisis, sin embargo, no soporta el más mínimo contraste empírico. Si bien es verdad que hay un sector de la inmigración que estropea la convivencia pacífica, también es verdad que a menudo no se les ha ofrecido ni las más mínimas posibilidades de poder vivir y desarrollarse humanamente en el seno de nuestras ciudades. No podemos olvidar que frecuentemente los principales agentes incívicos son los jóvenes nacidos en nuestro propio territorio, que han pasado por las instituciones educativas formales y que forman parte de la generación que más tiempo ha participado gratuitamente en un sistema educativo. Las razones para estar desesperanzado son obvias, pero no podemos dejarnos vencer por el desánimo. Sin embargo, tampoco tenemos que comulgar con ruedas de molino y sumarnos sin espíritu crítico al maniqueísmo colectivo, según el cual los foráneos son incívicos y los nativos son las pobres víctimas del incivismo que practican aquellos otros. Debemos reconocer, por el contrario, que algo falla en nuestro sistema educativo, ya que, a pesar de los esfuerzos humanos y estructurales, a pesar de las inversiones y de las sucesivas reformas, no somos capaces de garantizar un comportamiento cívico por parte de las nuevas generaciones. Será necesario encontrar las causas, en lugar de buscar un chivo expiatorio y mirar con condescendencia los comportamientos incívicos de tantos jóvenes nacidos y «formados» aquí[1]. Es decepcionante constatar que la educación, la instrucción y la formación no han exonerado a nuestros jóvenes de prácticas incívicas. Quizás será necesario que tomemos nota todos los que de manera directa o indirecta estamos implicados en los procesos educativos, desde los máximos responsables hasta los maestros de a pie. Quizás deberíamos admitir que no estamos educando en la dirección correcta o que, bajo un falso progresismo liberal, estamos infravalorando la relevancia que tienen las convenciones y la buena educación. En la articulación del civismo planetario también desempeñan un papel decisivo las grandes tradiciones religiosas. ¿Es posible un entendimiento entre las religiones respecto de los derechos y los deberes fundamentales? ¿Hay un ethos común entre ellas? El civismo sólo puede construirse sobre un ethos común, que permita encontrar unos puntos de referencia parecidos entre los diferentes credos religiosos. La cuestión no es menor, sobre todo teniendo en cuenta que, tanto en el presente como en el pasado, los sistemas religiosos han tenido y siguen teniendo una influencia decisiva en los hábitos y costumbres de las poblaciones. También podemos constatar cómo, tanto en el pasado como en el presente, las religiones no han sido ni son precisamente movimientos de concordia ni de pacificación, sino de discordia y de enfrentamiento. Por eso, en la concepción de un civismo global no puede dejarse al margen el diálogo entre religiones. Uno de los teólogos que más ha profundizado en esta cuestión desde hace más de

17

veinte años es el suizo Hans Küng, conocido por sus estudios en teología dogmática y por sus manifiestas discrepancias con la denominada teología oficial. Küng cree que es posible encontrar un ethos común. Según él, los hombres religiosos de las diferentes religiones siempre han tenido puntos de encuentro y se han entendido. Este ethos común ya quedó expresado, según él, en la Declaración de la Conferencia Mundial de las Religiones por la Paz que se firmó en Kyoto (Japón) en 1970 y que expresa admirablemente lo que podría ser un ethos básico concreto y universal de las religiones al servicio de la sociedad mundial. En esta Declaración se puede leer: Cuando estamos reunidos para ocuparnos de lo prioritario, la paz, descubrimos que las cosas que nos unen son más importantes que las que nos separan. Nos dimos cuenta de las cosas que teníamos en común: • La convicción de la unidad fundamental de la familia humana, de la igualdad y de la dignidad de todos los hombres; • el sentimiento de inviolabilidad del individuo y de la conciencia; • el sentimiento del valor de la comunidad humana; • la convicción de que el poder no es igual al derecho, de que el poder humano no puede basarse en sí mismo y que no es absoluto; • la fe en que el amor, la solidaridad, la generosidad y la fuerza del espíritu y de la veracidad interior son más poderosos que el odio, la enemistad y los intereses propios; • el sentimiento del deber de estar al lado de los pobres y oprimidos contra los ricos y los opresores; • la profunda esperanza de que acabará triunfando la buena voluntad[2]. Desde la Conferencia Mundial de las Religiones convocada en Kyoto (1970) hasta la celebración del Parlamento Mundial de las Religiones celebrado en Barcelona durante el Forum Mundial de las Culturas (2004), el diálogo entre las diferentes religiones del mundo ha crecido notablemente y aquel movimiento primerizo que podría calificarse de ingenuo o, incluso, romántico, ha ido tomando dimensiones teóricas y prácticas cada vez más grandes, al tiempo que la conciencia de un acuerdo entre las religiones en torno a los principios fundamentales es cada vez más manifiesta, incluso entre los jerarcas de las diferentes instituciones religiosas. No hay duda de que este desarrollo es una buena noticia para el civismo planetario, aunque hay múltiples obstáculos, difíciles de salvar, que dificultan el camino. Resentimientos históricos, viejos miedos, ansias de poder, desconfianza y fanatismo son

18

los escollos fundamentales para poder llevar a buen puerto el diálogo entre culturas y religiones. Todo esto aún existe y pesa mucho, pero los signos del tiempo apuntan hacia otro horizonte. En este sentido, creemos verdaderamente que, contra los pronósticos fatalistas, hay razones para tener esperanza.

5. Ecocivismo Unas páginas más arriba he definido el civismo como una forma de relación caracterizada por el respeto hacia los derechos de los demás y por la voluntad de participar en la cosa pública. El civismo, sin embargo, no solo se manifiesta en la relación con las personas, sino también con los objetos y el conjunto de los seres vivos. Es incívico molestar a los vecinos con una música estridente o rayar un banco de la vía pública, pero también lo es verter basura en un lugar prohibido o contaminar ríos y parajes naturales. El civismo integral incluye una actitud respetuosa y cuidadosa hacia la naturaleza y hacia las formas de vida, presupone lo que podría denominarse ecocivismo o civismo ecológico. Como en el caso del civismo hacia los demás, el ecocivismo no es una actitud que viene marcada por la sanción o por el temor a ser penalizado, sino que es una actitud de respeto hacia la naturaleza independientemente de la autoridad, que toma conciencia de la fragilidad de nuestro ecosistema y quiere preservarlo tal y como es para las generaciones venideras. En la manera de relacionarnos con el entorno natural, manifestamos nuestro civismo pero también nuestro incivismo. No nos referimos solamente a si somos o no capaces de recoger la basura que generamos un día en el campo, sino a si somos capaces de consumir lo que es necesario y de no dilapidar los recursos de la tierra. El civismo ecológico no puede reducirse a una cuestión de orden público o de buena educación; no es un simple esteticismo, aunque también incluye buenos hábitos, sino que se traduce en las maneras de vivir, de consumir y de producir. Desde el ecocivismo se postula un tipo de vida sostenible. Se pretende conjugar calidad de vida, crecimiento económico y respeto al medio ambiente. Naturalmente, esta interrelación no es fácil y con demasiada frecuencia los elementos de este triple vínculo se presentan como inconciliables. A menudo se afirma que el aumento de la calidad de vida va en detrimento del respeto a la naturaleza. O bien se dice que el crecimiento económico conlleva, como consecuencia, la destrucción del medio ambiente. El civismo ecológico apuesta por la calidad de vida, pero también por el respeto a la naturaleza y el crecimiento económico para todo el mundo. Esta interrelación nos obliga a buscar soluciones inteligentes e imaginativas a nuestros problemas y a entender que el

19

desarrollo integral exige una cierta contención en la producción y, sobre todo, en el consumo. Sin duda, los humanos no tenemos, por lo general, una relación ni armónica ni equilibrada con la naturaleza considerada globalmente. Hay indicios suficientemente elocuentes de una mala interrelación hombre-naturaleza, que conlleva una profunda crisis ecológica de consecuencias muy negativas en el futuro. La lluvia ácida, el calentamiento del planeta, la reducción de la biodiversidad, el crecimiento del desierto, la contaminación de ríos y de océanos, el agujero de la capa de ozono, la contaminación acústica de las grandes ciudades, la suciedad de la atmósfera como consecuencia de la emisión de gases, las fugas de radiactividad, la peste porcina y tantos otros fenómenos ponen de manifiesto con suficiente claridad que no tenemos una relación saludable con la naturaleza y que, precisamente por eso, es necesario desarrollar las bases de un civismo planetario que, además de intercultural, es preciso que sea ecológico. Desde el civismo ecológico se propone una relación fraternal del ser humano con la tierra y un tipo de desarrollo sostenible que respete los diferentes ecosistemas y garantice una calidad de vida a las futuras generaciones[3]. El ecocivismo tiene, pues, una perspectiva de futuro. No se trata tan solo de pensar en la relación que tenemos aquí y ahora con el medio ambiente, sino de pensar en la relación que tendrán con él las generaciones futuras. En el último tramo del siglo xx nos concienciamos de que nuestro vínculo con la naturaleza podría poner en crisis la supervivencia de la especie humana en el planeta, de que podría perjudicar gravemente la calidad de vida de las generaciones futuras. Nos hemos dado cuenta de que la naturaleza es vulnerable y de que, dependiendo de cómo vivamos, podemos causarle daños irreversibles[4]. El ecocivismo es, pues, una relación de respeto con la naturaleza, no solo para garantizar un presente saludable, sino también para asegurar que las nuevas generaciones puedan vivir dignamente. Esto significa que estamos obligados a pensar qué hacemos con la naturaleza, cómo tratamos los ríos y los mares, de qué manera nos relacionamos con los animales y qué tipo de energías utilizamos para mover el mundo. Tenemos que aprender a relacionarnos de otra manera con la naturaleza, tenemos que superar nuestro instinto antropocéntrico y reconocer que la naturaleza es un todo orgánico, en el que todos los seres están profundamente ligados los unos a los otros. Debemos reconocernos como parte de la naturaleza y no como dueños de ella, debemos ser capaces de transformar aspectos de nuestra vida cotidiana con el fin de que este bien natural se conserve en el futuro. El ecocivismo, que ya tiene una cierta historia, comenzó como una preocupación por algunas especies en vías de extinción y para la creación de espacios verdes en las

20

ciudades. Después se ha ido desarrollando como una forma de vida desde la cual se interpreta la tierra como un organismo vivo, hecho de diferentes elementos integrados unos con otros. Según el civismo ecológico, todo está relacionado con todo, en todos los puntos y en todos los momentos. Se parte de una radical interdependencia entre los sistemas. Desde el civismo ecológico se crea la idea de una sociedad cósmica y de una sociedad planetaria, en la cual crece la conciencia de la destrucción de la tierra, y se critica el antropocentrismo despótico que ha colocado al ser humano en el centro de la creación. Desde él, se crea una nueva alianza con la naturaleza. A la vez, este ecocivismo se subdivide en tres tipos de ecología: a) la ecología ambiental, que es la preocupación por el medio ambiente, b) la ecología social, que es la preocupación por los grupos humanos vulnerables y c) la ecología mental, que busca la reconciliación del ser humano consigo mismo[5]. El despertar de la conciencia ecológica es una buena noticia, una señal esperanzadora. Es verdad que padecemos graves problemas de carácter medioambiental y que todavía hay muchos obstáculos para poder superarlos, pero el grito unánime a favor de la naturaleza y a favor de una vida sostenible es un fenómeno creciente. Desde los movimientos asociativos locales hasta las grandes organizaciones mundiales que trabajan en favor de la defensa de la naturaleza, es fácil constatar que esta conciencia se está enraizando en el ámbito social y que no se puede ni minimizar, ni ridiculizar. La no-indiferencia de la ciudadanía ante los desastres ecológicos y la implicación de los voluntarios en la limpieza de las correspondientes zonas afectadas nos llena de esperanza. Hay un ecocivismo que empieza a latir con fuerza y que, poco a poco, adquiere grandes dimensiones. También es necesario decir que los medios de comunicación social de masas han sido determinantes en la tarea de sensibilización y de potenciación de esta nueva conciencia ecológica. El movimiento «Nunca máis», por ejemplo, debe mucho al trabajo de los medios de comunicación social que, más allá de los intereses partidistas de signo político, han hecho un esfuerzo por presentar, con toda crudeza, la magnitud de la tragedia de la Costa da Morte. Las nuevas generaciones ya se han formado en un sistema educativo en el que se ha transmitido esta nueva sensibilidad ecológica. Son más receptivos y conscientes del problema que muchos adultos. Las bases para una nueva reconciliación entre hombre y naturaleza ya están asentadas, pero es necesario entender las ideas esenciales del ecocivismo en el conjunto del planeta, porque el problema ecológico, como todos los grandes problemas de la actualidad, no es un problema local que afecta a una pequeña parte del mundo, sino que es un desafío global, de signo planetario. Para hacerle frente, necesitamos un civismo planetario que incluya en su seno un ecocivismo desde el que se

21

postule una nueva forma de interrelación entre hombre y naturaleza.

6. Civismo online Hemos construido ciudades presenciales, pero también virtuales. Podemos transitar por las calles de nuestra localidad, pero también podemos navegar por la red telemática. Somos ciudadanos de un nuevo entorno que los expertos han denominado el «Tercer Entorno» (Javier Echevarría). Hasta la actualidad, el civismo siempre se ha planteado en el nivel presencial, pero últimamente se ha empezado a teorizar sobre el civismo «internético» u online, que es el que vela por establecer relaciones armónicas y respetuosas en el Tercer Entorno. Del mismo modo que hay muchas maneras de caminar por la calle, de comprar en un mercado o de trasladarse en un autobús, también hay muchas maneras de comprar, de vender, de informarse o de relacionarse con los demás por Internet. El civismo online es la práctica del civismo en la red y esta nueva modalidad es especialmente relevante para las nuevas generaciones, porque son usuarios habituales de este nuevo entorno y es necesario mostrarles qué mínimos morales deben respetarse con el fin de que se respeten los derechos fundamentales de los llamados internautas[6]. La reflexión en torno de los desafíos éticos que comporta la implementación de la red telemática en la vida, ha dado paso a una nueva rama de la ética aplicada, que se ha denominado ética online o «internética». De hecho, en la red se plantean problemas éticos que merecen una atención especial. Fenómenos como la manipulación informativa, la transgresión de la confidencialidad, el plagio, la distribución de productos que están prohibidos en el espacio presencial, la práctica de la discriminación y la venta de mercancías prohibidas son fenómenos plenamente presentes en la red telemática, y frente a ellos nos falta una ética mínima, pero también un código jurídico transnacional, porque las redes telemáticas atraviesan Estados y naciones. Puede ocurrir perfectamente que lo que está prohibido a nivel local pueda consumirse virtualmente a través de las redes telemáticas sin necesidad de moverse del país. El engaño es también muy frecuente en los chats y en las tertulias «internéticas». Hay personas que, cuando chatean, ocultan su identidad real y se presentan bajo la forma de un yo virtual. Esta duplicación o proyección ficticia de la personalidad es una muestra de incivismo y también de falta de autenticidad. Las nuevas generaciones viven con total naturalidad en este Tercer Entorno, pero no siempre están preparadas para digerir las informaciones que llegan caóticamente a través de los portales de la red. Determinar los mínimos morales de la red no es una tarea sencilla, porque los internautas provienen de mundos muy alejados cultural y religiosamente. Es necesario velar, no obstante, por un

22

uso responsable de la red, de manera que los usuarios más vulnerables no tengan acceso a determinados contenidos que exceden su capacidad comprensiva. En este papel de guía y de tutelaje tienen un papel determinante los progenitores y también las instituciones educativas. Consideramos que la solución al problema no puede consistir en la práctica de la prohibición, aunque sí es bueno que los progenitores practiquen cierta censura pensando en el bien de las nuevas generaciones. El problema reside, a nuestro parecer, en la audiencia. Mientras determinados productos-basura tengan una buena recepción en la red y haya usuarios dispuestos a consumirlos y a malgastar el tiempo y el dinero en obtenerlos, la prohibición será totalmente estéril. Lo único que puede cambiar la trayectoria de los acontecimientos es la existencia de un internauta culto, ilustrado y crítico, capaz de disfrutar de los productos más bellos y nobles que ofrece el océano telemático, pero también de rechazar lo que estropea tanto el corazón como la cabeza. Las instituciones educativas, familia y escuela particularmente, tienen el gran cometido de forjar internautas de esta naturaleza. Los expertos constatan que la red se convierte, para muchos adolescentes y jóvenes, en el primer espacio de transgresión, en la llave de acceso a los barrios prohibidos y a las prácticas censuradas. Debemos confiar en que una educación sólida permitirá a los futuros internautas discernir qué tiene que verse y qué tiene que escucharse, pero no podemos ser ingenuos y debemos tener en cuenta que el deseo de transgresión, la voluntad de pisar la tierra vedada o de comer el fruto del árbol prohibido, forma parte de la condición humana. La extensión de la red telemática en el conjunto del planeta es una buena noticia, porque permite la interrelación entre grandes grupos histórica y geográficamente alejados. Puede funcionar como un mecanismo de cohesión, como una manera de estrechar vínculos y de armar los fundamentos de un civismo planetario. Internet es un instrumento, mejor dicho, un sistema y un entorno y, como toda creación humana, puede emplearse con diversos fines. No es ingenuo imaginar que el civismo mundial puede encontrar en la Gran Red un instrumento de difusión y de comunicación de primer orden, de la misma manera que en esta se interconectan personas y grupos que tienen iniciativas sociales y culturales de signo altruista. En el Tercer Entorno no vale todo. Aunque en el presente es posible acceder a informaciones y productos que están legalmente prohibidos en el Segundo Entorno, la cuestión es que el Tercer Entorno no puede convertirse en un espacio anónimo, sino que es esencial pactar unos mínimos morales. Este pacto no es nada sencillo, porque por la red circulan personas de tradiciones morales y religiosas diferentes. Internet es el escaparate más grande del mundo y en este escaparate se exponen todo tipo de

23

productos. Creemos que, si es posible llegar a un acuerdo en el espacio presencial multicultural y multirreligioso, también hay motivos para pensar que se puedan fijar unas pautas mínimas en el Tercer Entorno.

7. ¿Se puede globalizar el civismo? ¿Es posible una globalización del civismo? ¿Es deseable un civismo global? ¿Es compatible la globalización de los mercados con la del civismo? ¿Es utópico defender la plausibilidad de esta globalización? Desde nuestro punto de vista, lo único que puede redimir el planeta de un «perverso fin» (en palabras de Hans Jonas) es la articulación práctica de un civismo planetario, que incluya un civismo intercultural, interreligioso, ecológico y virtual. Los problemas que debemos afrontar colectivamente no son de carácter local sino de carácter global, y solo podremos hacerles frente si asumimos un conjunto de deberes y de normas mínimas. Si el civismo sólo tiene vigencia en una parcela del mundo pero el resto se extralimita en su relación con la naturaleza, este civismo será inoperante, porque los efectos de esta mala interacción hombre-naturaleza, aunque tenga un origen local, son de carácter global. Debemos superar el pensamiento local y tomar conciencia de que el mundo es una gran interrelación de elementos y que no es suficiente con cuidar el feudo propio, sino que debe procurarse que todos cuiden de su terreno, porque el desequilibrio en un punto muy lejano del planeta afecta todo nuestro hábitat. El desequilibrio en nuestro pequeño mundo altera las constantes vitales del ámbito más alejado de nuestra región. Según la literatura especializada en la materia, hay muchas formas de globalización[7]. Es un error reducir los diferentes tipos a la extensión inmisericorde del neoliberalismo, aunque, de hecho, esta extensión es un hecho y está generando graves problemas de distribución de la riqueza. Cuando el filósofo alemán Safransky se pregunta cuánta globalización podrá soportar un solo hombre, se refiere, evidentemente, a la globalización económica y al malestar que genera en las zonas más vulnerables del planeta. Observamos atónitos como una pequeña parte del mundo acumula los medios de producción y la riqueza del planeta, mientras que gran parte del globo vive en la indigencia. La articulación práctica del civismo planetario exige una justa distribución de la riqueza, lo que implica una profunda transformación en la relación entre el Norte y el Sur y entre el Este y el Oeste. Como ya anunció Juan XXIII, en su conocida encíclica social Pacem in terris (1963), en la Tierra no habrá paz posible mientras no haya justicia. En un mundo radicalmente injusto como el nuestro la paz es sencillamente una utopía.

24

Lo único que cabe esperar en un mundo de estas características es el malestar, la tensión, la confrontación, la guerra o el terrorismo. La equidad mundial es la condición de posibilidad del civismo planetario. Si nos acercamos al fenómeno de la globalización con una cierta cautela intelectual, nos damos cuenta de que, de hecho, podemos referirnos a la globalización de los mercados, pero también a la globalización de las comunicaciones, de los problemas ecológicos, de la música, de la gastronomía, de las modas y también, lamentablemente, del terrorismo. Simple y llanamente: la globalización se denomina de muchas maneras. Desde el 11-S al 11-M, hemos observado cómo la protesta contra la guerra de Iraq se globalizaba, pero también ha ido ganando terreno la hipótesis de un terrorismo global que, como una fuerza destructora, opera más allá de las fronteras de los Estados. Se globaliza, pues, el bien, la conciencia pacifista, la solidaridad entre Estados y naciones, el asociacionismo internacional y el latido altruista de la sociedad, pero también la globalización del mal, la conciencia nihilista, la xenofobia, la intolerancia, el oscurantismo y el terror. No podemos dejarnos derrotar por la globalización del mal radical y debemos confiar en que, como dice Paul Ricoeur, el bien, al final, se impondrá. ¿Podemos hablar de una globalización de los derechos humanos? ¿Podemos defender una mundialización de los deberes humanos? ¿Es deseable que compartamos unos derechos y unos deberes? ¿No puede interpretarse este hecho como una colonización de los valores occidentales en el resto del mundo? ¿Cómo respetar, por un lado, las legítimas singularidades morales que se han ido forjando a lo largo de la historia y, por otro lado, una carta de deberes fundamentales aplicable a todos los seres humanos del planeta? ¿Es posible, como defienden algunos teóricos (José Antonio Marina, entre ellos) la elaboración de una Constitución mundial? Como veremos en la segunda parte de este ensayo, la equidad es uno de los principios fundamentales del civismo planetario. No podemos esperar que este civismo se desarrolle correctamente, mientras la desigualdad económica y social sea uno de los rasgos característicos de la organización geopolítica de nuestro mundo. No podemos pedir el cumplimiento de los deberes a los ciudadanos del Sur, si los ciudadanos del Norte no hacemos los nuestros. No podemos esperar comportamientos cívicos en el ámbito mundial, mientras grandes masas de hombres y mujeres viven en condiciones infrahumanas. La buena educación, la cortesía, la amabilidad, la urbanidad y otras virtudes cívicas exigen un minimum moral que, hoy por hoy, no esta garantizado. En circunstancias de desesperación, de indigencia o de impotencia social, política o económica, el brutus que llevamos dentro eclipsa el homo politicus que somos capaces de llegar a ser.

25

Algunos analistas culturales distinguen entre globalización y mundialización. Por mundialización entienden la concepción según la cual todos los seres humanos forman una realidad orgánica e interconectada. Desde esta perspectiva, la conciencia humana se aplica a escala planetaria y se crea una nueva alianza del ser humano con la naturaleza. No se trata solo de un cambio de escala, que pasa del Estado-nación al sistema-mundo, sino de una transformación de la residencia mental y de la conciencia. Por globalización, en cambio, se entiende el vehículo a través del cual se forma el capital mundial mediante la eliminación de todas las barreras al comercio de bienes y servicios; se basa en la libertad de flujos de mercancías y capitales para cruzar todo tipo de fronteras. Esta globalización económica es inseparable de la globalización cultural, que se vehicula desde el telégrafo hasta las nuevas tecnologías de comunicación, desde las agencias de noticias internacionales hasta los grandes consorcios mediáticos. No debe confundirse la globalización del civismo con la homogeneización cultural. En otras ocasiones nos hemos manifestado claramente en contra de este proceso de homogeneización, especialmente por el empobrecimiento que comporta y por la consiguiente segregación de las culturas vulnerables[8]. No somos partidarios de una homogeneización cultural, pero sí que lo somos de una globalización del civismo, de un civismo planetario respetuoso con cada una de las tradiciones, culturas y costumbres. Somos conscientes de que, en determinados contextos, la complementariedad entre civismo planetario y respeto a las tradiciones locales puede comportar tensiones difíciles de resolver, pero pensemos que entre los seres humanos hay una base común, una extraña raíz compartida, desde donde es posible articular, aunque solo sea de manera abstracta, un conjunto de pautas de carácter universal. Los críticos del civismo planetario justifican sus posturas a partir de esta dialéctica entre lo global y lo local. Entendemos que la contraposición entre ambas polaridades es insuperable y que no hay superación (Aufhebung) al estilo hegeliano. No queremos esconder estas dificultades que, de hecho, existen y se multiplican en todos los lugares donde conviven grupos y comunidades tradicionalmente distintas, pero queremos creer que hay un fondo común desde donde es posible edificar un civismo planetario que integre las diferentes singularidades en un organismo más grande, que no excluya a nadie, sino que sea el punto de encuentro.

8. Pedagogía del civismo No cabe duda de que, a menudo, somos espectadores del incivismo y padecemos, con impotencia, actos incívicos que nos hacen concienciarnos de la necesidad y de la urgencia de una buena pedagogía de los valores. Somos conscientes de que las medidas

26

coercitivas a través de un sistema penal exigente pueden ayudar a corregir determinados comportamientos, pero creemos que es más juicioso y más lógico invertir en pedagogía. El endurecimiento de las penas por actos incívicos puede hacer cambiar de actitud al bárbaro, pero no lo convierte en ciudadano, porque el proceso de convertirse en ciudadano pasa, irremediablemente, por la paideia, por la adquisición de un conjunto de principios y de virtudes. ¿Es posible forjar ciudadanos cívicos? ¿Es posible transmitir virtudes y actitudes cívicas a través de las instituciones educativas? ¿Qué papel desempeñan la familia, la escuela y los medios de comunicación social? En términos generales, hay dos grandes actitudes respecto de la transmisión de las virtudes. Hay autores que consideran que el ser humano tiene unas virtudes connaturales y que, de hecho, no hay transmisión, sino que estas virtudes son innatas y quien las posee, las vive y las expresa, porque ya forman parte de su naturaleza, mientras que quien las desconoce, no puede llegar a vivirlas nunca, porque son ajenas a su identidad. Esta postura puede calificarse como determinista e imposibilita el acto educativo. Si fuera verdad que los seres humanos no pueden adquirir virtudes, no tendría ningún sentido esforzarse por transmitirlas, ni invertir tiempo con el fin de que las nuevas generaciones interioricen valores como la urbanidad, la cortesía, la tolerancia o la solidaridad. En este caso, la educación se limitaría a ser un acto instructivo pero no una acción transformadora. La única alternativa que nos quedaría para introducir el civismo sería la coacción, el temor a la sanción, pero este sería un falso civismo, porque, como hemos dicho anteriormente, el hombre cívico no es el que actúa por miedo a la autoridad, sino porque ha interiorizado que debe hacerlo y, de alguna manera, lo hace «espontáneamente». Hay, sin embargo, otra postura respecto de la transmisión de virtudes que también nos parece cuestionable. Según algunos autores, el educando es receptivo a toda transmisión y acaba asumiendo aquello que se le transmite, de manera que con tenacidad y constancia se puede llegar a forjar un ciudadano responsable y cívico. Según esta postura, las virtudes pueden transmitirse, de manera que el educador tiene un gran poder sobre el educando, porque mediante su intervención determina la naturaleza moral del futuro ciudadano. Creemos, sinceramente, que esta postura es excesivamente optimista respecto de las posibilidades de transmisión. No entendemos el educando como un sujeto puramente pasivo, como un receptor de estímulos que va integrando en su identidad, sino más bien como un sujeto activo, que opone una cierta resistencia y que también es capaz de transmitir valores y virtudes a los que, supuestamente, son sus educadores. Con mucha frecuencia, los papeles de educador y educando se intercambian, de tal manera que no se puede concebir la transmisión

27

como un proceso unidireccional, sino más bien como un proceso bidireccional, porque, de la misma manera que las generaciones mayores transmiten valores y virtudes a los más jóvenes, también las generaciones más jóvenes influyen en las mayores. En este sentido, el proceso de transmisión no tiene fin y, sin ser plenamente conscientes, todos somos, a la vez, emisores y receptores. Creemos que es posible la transmisión, pero que este proceso se enfrenta a resistencias que, a veces, son insuperables. Lo que no se puede afirmar de entrada es el alcance que tendrá el acto educativo, ni se pueden predecir las consecuencias de los esfuerzos, porque siempre debe contarse con el factor sorpresa, con aquello inesperado que rompe la lógica esfuerzo-beneficio. La transmisión de virtudes es posible, pero hay unas condiciones de recepción que en cada educando son únicas y singulares. De la misma manera que la adquisición de conocimientos, de lenguajes y de habilidades no es homogénea en una comunidad educativa, tampoco lo es –no puede serlo– la interiorización de virtudes como la paciencia, la justicia, la fortaleza o la mansedumbre. Supongamos, pues, que las virtudes cívicas pueden transmitirse, aunque, como hemos dicho, esta transmisión está sometida a variables que pueden truncar todo el proceso. Es manifiesto que hay personas que se han forjado en un contexto educativo idóneo para la transmisión de virtudes y, no obstante, esas virtudes no se aprecian en los destinatarios. También ocurre lo contrario: hay personas que no han recibido un proceso educativo idóneo, ya sea por causas familiares, escolares o ambientales y, en cambio, son capaces de vivir y de expresar unas virtudes que, inexplicablemente, han asumido e interiorizado. Estas constataciones nos permiten llegar a la conclusión de que la tarea de la transmisión es esencial pero no determinante, que los educadores tienen una gran responsabilidad en este proceso, pero no se los puede responsabilizar y menos aún culpar totalmente de los fracasos o de los éxitos en la transmisión de virtudes. En esta no hay certezas matemáticas ni predicciones seguras, sino respuestas desiguales que no eximen a nadie de su responsabilidad, pero sí que nos permiten relativizar, hasta cierto punto, el trabajo del transmisor. Suponiendo que la transmisión sea, en parte, posible, la pregunta que inmediatamente asoma en el horizonte es la siguiente: ¿cómo se transmiten las virtudes cívicas? ¿Cómo podemos conseguir que el destinatario interiorice los principios del civismo? Lo que de verdad nos interesa como educadores, no es que nuestros educandos sepan qué es civismo, sino que realmente sean cívicos. Debe distinguirse, pues, el plan noético del plan actitudinal. Una cuestión es saber qué es la justicia, la fortaleza o la prudencia, y otra muy diferente es ser justo, ser fuerte o ser prudente. La transmisión no se mueve en el plano noético, sino que busca un cambio de actitud, una transformación del educando,

28

lo que implica que el acto educativo no puede limitarse a la simple información o instrucción, sino que ha de calar en el fondo del destinatario e integrarse en su voluntad. Aquí radica la complejidad de la cuestión. Puedo tratar de explicar qué es el civismo a mis hijos, pero solo puedo exigirles que sean cívicos si ven que trato de ser coherente y me esfuerzo por serlo. La transmisión de virtudes exige la coherencia o la autenticidad, no así la transmisión de conocimientos. Alguien puede transmitir conocimientos de historia, de matemáticas, de geografía o de filosofía sin identificarse en la práctica con estas materias, pero solo podemos transmitir prescripciones («Debes hacer...», «Es necesario que hagas…») si tratamos de vivirlas en nuestra propia vida. La coherencia es, pues, la primera condición de posibilidad de la transmisión de valores. Me doy cuenta de que no tengo autoridad para exigir a mis hijos que sean respetuosos con las normas de circulación, si yo no lo soy. Soy consciente de que no puedo exigir que sean cuidadosos con el medio ambiente, si lo ensucio indiscriminadamente. Tampoco es lícito que espere que sean participativos en la comunidad, si me desentiendo de la cosa pública y me limito a «cuidar mi parcela». La voluntad de coherencia debe exigirse al que pretende transmitir prescripciones. A pesar de todo, la coherencia tampoco asegura el proceso de transmisión. De hecho, hay educadores que viven con mucha coherencia su civismo y, sin embargo, no han triunfado a la hora de transmitirlo a sus destinatarios. La coherencia es una condición necesaria, pero no suficiente. Los destinatarios otorgan autoridad moral al que es coherente, pero eso no significa, necesariamente, que lo sigan al pie de la letra. La transmisión del civismo se desarrolla indirectamente, a través de prácticas y de hábitos cotidianos que se comunican de manera informal. Los grandes rótulos y las grandes campañas publicitarias suelen ser muy poco eficientes a la hora de enseñar actitudes cívicas. Suponen un gran coste y, a menudo, solo sirven para purgar la mala conciencia de los responsables políticos por no hacer suficiente en la lucha contra el incivismo. La transmisión de las virtudes cívicas se desarrolla a otro nivel: mediante la imitación, a través de lo que los griegos denominaban la mímesis. Uno de los mecanismos tradicionales del aprendizaje es la imitación. Los hermanos pequeños repiten lo que hacen los hermanos mayores, de manera que, si estos tienen buenos hábitos, los pequeños los integran de una forma inercial, informal, indirecta. Si el padre tiene por costumbre tirar los papeles a la papelera, puede esperarse que los hijos imiten este comportamiento de manera espontánea. Si la madre saluda a los vecinos al encontrarlos en la escalera, es probable que estos buenos hábitos sean imitados por los hijos. Los valores se transmiten indirectamente, por lo que hacemos, a través de lo que decimos o dejamos de decir. No se transmiten hablando de los valores sino indirectamente, expresándolos a través de nuestras prácticas cotidianas. No mostramos el

29

civismo hablando de civismo, sino a través de la forma en que vivimos en nuestra ciudad. El tercer elemento básico para la pedagogía del civismo es la constancia. Los valores no se transmiten de manera puntual, sino que exigen perseverancia. Después de repetir una y otra vez una prescripción («lávate las manos antes de sentarte a la mesa»), esta prescripción llega a ser integrada por el hijo, pero eso no es un milagro sino el fruto de una acción perseverante en el tiempo. El civismo, pues, no es una casualidad, sino que es el resultado de un esfuerzo continuado en el tiempo, de una tenacidad probada en diversas ocasiones. La integración de virtudes y de valores es lenta, requiere tiempo y un contacto constante entre educador y educando. Para poder transmitir los valores del civismo es esencial que transmisor y receptor compartan espacio y tiempo y que esta relación se prolongue durante cierto tiempo. Coherencia, imitación y constancia: he aquí tres elementos para garantizar la transmisión de las virtudes cívicas. Pero ¿quién es el responsable de la educación cívica? ¿Quién tiene la obligación de comunicar a las nuevas generaciones en qué consiste el civismo? ¿Es una obligación que atañe a las autoridades del Estado? ¿A la familia? ¿A la escuela? ¿A los medios de comunicación social? Desde nuestro punto de vista, la transmisión del civismo es una cuestión de corresponsabilidades, aunque no podemos hablar de responsabilidades simétricas. La familia tiene un papel prioritario, pero no puede subestimarse en absoluto el papel que pueden desempeñar las instituciones escolares y los medios de comunicación de masas. Es necesario que haya una cierta coherencia de fondo entre estos diferentes focos de transmisión, porque los mensajes contrapuestos son contraproducentes para asumir el civismo. El hogar puede entenderse como el pequeño mundo donde el futuro ciudadano irá adquiriendo las virtudes necesarias para vivir en sociedad, pero la escuela no puede obrar en un sentido opuesto, sino que debe fortalecer este conjunto de valores, con tal de poder garantizar la solidez del futuro ciudadano. Los mensajes que nos llegan a través de los grandes altavoces mediáticos (televisión, radio, prensa) también pueden contribuir a la creación de una conciencia cívica colectiva. Los medios de comunicación de masas contribuyen a la promoción del civismo, cuando abandonan el mensaje pretendidamente neutral y puramente descriptivo y adoptan un lenguaje desiderativo, prescriptivo o exhortativo que invita a la ciudadanía a moverse en una determinada dirección. Muchos actos cívicos de carácter colectivo, como, por ejemplo, las manifestaciones a favor de la paz en el mundo, las caceroladas contra la guerra de Iraq o la solidaridad ciudadana hacia las víctimas del 11-M, no habrían tenido éxito sin la implicación activa de los medios de comunicación social. En definitiva, el civismo es responsabilidad de todos los agentes sociales. De la

30

misma manera que deben promocionarse actitudes cívicas, también es esencial mostrar rechazo hacia las formas de incivismo que detectamos en nuestro entorno. El silencio frente al incivismo es una forma de complicidad con esta acción. Estamos llamados a manifestar nuestra «tolerancia cero» hacia el incivismo, pero solo podemos manifestar este rechazo de manera cívica, mediante la palabra, la acción aleccionadora y dentro del marco de la legalidad. Si lo hiciéramos de otra forma, pondríamos en crisis la coherencia que, como hemos expresado, es la condición de posibilidad de transmisión de los valores. 1 F. Rubio, «La cultura alternativa juvenil del “botellón”», en Estudios Agustinianos 37 (2002) 575-584.

2 Citado en «Ética de las grandes religiones y derechos humanos», en Concilium 228 (1990), pp. 308-309.

3 G. Pontara, Ética de las generaciones futuras, Barcelona, Ariel, 1996.

4 H. Jonas, El principio responsabilidad, Barcelona, Herder, 1995.

5 F. Guattari, Las tres ecologías, Valencia, Pre-textos, 1990; Las edades de la Gaia, Barcelona, Tusquets, 1993; R. Petrella, El bien común. Elogio de la solidaridad, Madrid, Debate, 1997

6 P. Levy, Cyberculture. Rapport au Conseil de l’Europe, Paris, Odile Jacob, 1997

7 VV. AA., La globalización y sus excluidos, Estella, Verbo Divino, 1999; Z. Bauman, Dentro la globalizazione. Le conseguenze sulle persone, Roma, Laterza, 1999; U. Beck, ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Barcelona, Paidós, 1998; P. Bordieu, Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal, Barcelona, Anagrama, 1999; M. Castells, La era de la información, I-IIIII vols., Madrid, Alianza Editorial, 1997; V. Forrester, L’horreur économique, París, Fayard, 1996

8 F. Torralba, I si la mare de Gandhi tingués raó? Identitat, convivencia i globalització, Barcelona, Pòrtic, 2002; Identitats vulnerables. Estratègies contra l’homogeneïtzació, Castellón, Tàndem Edicions, 2004.

31

Capítulo II PRINCIPIOS DEL CIVISMO

1. ¿Qué son los principios? El civismo se expresa en la vida práctica, en los hábitos, costumbres e, incluso, en los detalles, pero se edifica sobre unos principios que no siempre se explicitan suficientemente bien. Los principios son los pilares, los cimientos, las bases sobre las que se arma una determinada teoría. El civismo, entendido como propuesta ética, se construye a partir de un conjunto de principios que es necesario definir y razonar teóricamente. Estos principios no se ven a simple vista, pero, si no son suficientemente sólidos, el edificio no se sostiene sobre ellos, se derrumba. Lo que diferencia el civismo de una simple ristra de convenciones es su fundamentación teórica. En las entrañas de todo civismo hay un humanismo, es decir, una comprensión de la persona, de su dignidad y de su valor. El civismo planetario no puede edificarse sobre un humanismo provinciano, sino que debe partir de aquello que el filósofo polaco, Adam Schaff, llama humanismo ecuménico. Existe un intenso debate en torno a los principios esenciales del civismo y a la naturaleza relativa o universal de estos supuestos principios. No es una discusión menor, porque, si realmente creemos que es posible forjar un civismo planetario, de alcance mundial, debemos creer que este se fundamentará en una base que tendrá también pretensiones de universalidad y que, por tanto, podrá ser aceptado por todo el mundo. No es posible un civismo planetario sobre una base local o estrecha de miras. Creemos que hay unos principios con voluntad de universalidad que pueden sostener el civismo planetario y que estos principios, expresados indirectamente en el articulado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), son esencialmente los siguientes: dignidad, integridad, libertad, equidad y vulnerabilidad. Estos cinco principios tienen muchas afinidades con los principios europeos de la ética aplicada que ha formulado recientemente el filósofo danés Peter Kemp. Según él, estos principios

32

pueden sintetizarse en cuatro: dignidad, integridad, autonomía y vulnerabilidad[9]. No pretendemos, ni mucho menos, hacernos eco de la intensa y polémica discusión teórico-filosófica alrededor de los principios del civismo, porque esta cuestión excedería, con creces, los límites que nos hemos fijado en este ensayo, pero sí que deseamos mostrar, aunque solo sea de manera telegráfica, el contenido formal de estos principios y algunas de sus aplicaciones. El civismo solamente es posible si se respetan unos mínimos. Corresponde a la filosofía moral reflexionar sobre estos principios y justificarlos racionalmente. La persona cívica no necesariamente teoriza sobre los principios de su civismo. Actúa en el mundo movida por unos principios que, a menudo, no son objeto de reflexión, pero que inspiran y guían su praxis. El respeto por la dignidad de la persona, su integridad física y moral, sus decisiones libres y responsables, junto con el deber de tratarla equitativamente y de tener un especial cuidado con su vulnerabilidad son los pilares básicos del civismo. No creemos que estos principios sean patrimonio de una determinada tradición religiosa o cultural, sino que consideramos que, expresados con lenguajes cultural y simbólicamente diferentes, se encuentran en el corazón de toda cultura. A nuestro juicio, ser cívico significa darse cuenta de que el espacio público no me pertenece a mí, que no es de mi propiedad, sino que debemos compartirlo con otros y que no puedo obrar siempre según mi arbitrio. Ser cívico es tener conciencia del nosotros, de que la sociedad no es una caótica yuxtaposición de yos que luchan por sobrevivir, sino una comunión de yos que pueden llegar a crear un nosotros convivencial. Ser cívico es desear la concordia, participar del sentido de pertenencia, que significa sentirse miembro de una colectividad, de un barrio, de un pueblo, de un país y entender esta pertenencia no como un argumento de exclusión o de separación con los que no lo son, sino como un modo de cofraternización, como la identificación con un nosotros permeable capaz de incluir a los otros, capaz de hacerse más grande y de integrar a todo el mundo. Todo esto quiere decir que ser cívico significa interiorizar la presencia del otro. La persona cívica es esencialmente activa. No permanece pasiva frente a las injusticias y las miserias del mundo, sino que se siente llamada, interiormente, a actuar, a salir a la calle, a implicarse en el tejido asociativo, con el fin de contribuir, en la medida de sus capacidades, a forjar «otro mundo posible». Este civismo que se fundamenta en ser consciente del otro, se concreta en cinco ámbitos de responsabilidad que se pueden formular en primera persona del singular. Primero: «Trataré de cuidar mi aspecto, mi higiene personal y de no ofender a los demás». Segundo: «Trataré de ser discreto y silencioso en la relación con los demás,

33

especialmente en las ciudades donde vivimos concentrados y es fácil molestar al otro. Esto quiere decir que no perderé de vista que aquello que para mí es una melodía agradable puede convertirse en un ruido desagradable, incluso, insoportable, para el otro, y por eso trataré de ser silencioso». Tercero: «Tendré cuidado de mi forma de ocupar el espacio público. Tendré en cuenta si hay una persona vulnerable que necesita mi espacio y se lo cederé. Procuraré no ocuparlo excesivamente y trataré de no ser un obstáculo para los demás». Cuarto: «Seré respetuoso con el tiempo de los otros. La virtud de la puntualidad es una característica muy distintiva del civismo. No haré esperar a los demás sino que llegaré puntual a las citas, no retendré innecesariamente a la gente detrás de mí y siempre dejaré pasar a los que son más vulnerables que yo y tengan más necesidades». Quinto: «Intentaré no ofender a los demás. Sé que determinados gestos, palabras o actos en la vía pública pueden ofender a los demás y, por eso mismo, me abstendré de hacerlos». Si uno lee atentamente este pequeño sistema de obligaciones, se dará cuenta de que ser cívico significa esencialmente pensar en el otro, tener en cuenta sus necesidades y procurar responder a ellas. No es lo mismo pensar en el otro que pensar como el otro. El civismo nos exige aceptar al otro tal como es, vivir respetando sus derechos, pero no nos empuja a pensar lo que piensa el otro. El pensamiento, en las sociedades cívicas, es libre, nadie debe verse coaccionado a pensar lo que otro impone, sino que todo el mundo tiene derecho a pensar y a expresarse libremente. Pero también, más allá de las diferencias de pensamiento, es necesario respetar al otro tal y como es. El civismo es, en el fondo, un acto de des-centramiento, de apertura y de consideración hacia el otro. En cambio, las actitudes incívicas son, a menudo, consecuencias del egocentrismo, de olvidarse de los otros, el resultado de no tener en consideración que en el espacio público hay personas que tienen necesidades. Generalmente, el egocentrismo conduce a prácticas incívicas, así como el altruismo conduce a actitudes cívicas. El civismo se construye, pues, sobre la base de un humanismo que, en palabras de Emmanuel Lévinas, podríamos definir como un «humanismo del otro hombre» [10]. Muchas actitudes incívicas que observamos tanto en las ciudades como en los pueblos son expresiones inequívocas de este olvido del otro y son consecuencia de esta forma de vida egolátrica. Existe una íntima relación entre altruismo y civismo. El altruismo, según Auguste Comte, consiste en «vivir para el otro», o dicho de otra manera, consiste en tener en cuenta los intereses ajenos antes que los propios. Es todo lo contrario del egoísmo. En el altruismo hay una estima verdadera del otro. Si amar es, como dice Leibniz, alegrarse de la felicidad del otro, el altruismo es una forma de amor y también de alegría. El altruismo que está en las entrañas del civismo no es un altruismo abstracto, un

34

amor a la humanidad, un sentimiento de carácter genérico e indefinido, sino que es la capacidad de integrar a los otros en los pensamientos propios, de velar por su bienestar y por su realización. La persona altruista se pregunta qué puede hacer por los otros o, más concretamente, qué es lo que los otros esperan de ella, mientras que la persona egocéntrica busca la manera de sacar el máximo rendimiento de los otros por el propio beneficio personal. Salvador Giner afirma El altruismo mira siempre a terceros; se da cuando yo, o un grupo, o tres o cuatro hacemos alguna cosa por Ruanda o por los pobres del barrio, o por una causa de peso: la preservación de nuestra lengua, los aguazales del Ampurdán, los bosques de Collserola, o la paz en el País Vasco. Cualquier objetivo de este tipo, que no sabemos para quién es o sabemos que es para gente que no conocemos personalmente, es válido para ser altruista[11]. Si es verdad, como muchos analistas ponen de manifiesto, que vivimos sumergidos en una cultura eminentemente narcisista (H. Béjar), es un horizonte difícil de asumir, porque solo puede vivirse plenamente el civismo si uno se abre a la perspectiva de los demás. Narcisismo y altruismo se oponen dialécticamente. En la conciencia narcisista el otro se convierte en un instrumento del yo, un objeto que está a su servicio, porque en el narcisismo el centro del mundo es el yo, mientras que en la actitud altruista, el otro es un sujeto de derechos, un ser que tiene necesidades, deseos y posibilidades y que siento como muy propio, casi como la propia identidad. En palabras de Paul Ricoeur, podría decirse que la conciencia altruista se caracteriza por comprender al otro como a uno mismo (l’autre comme moi-même). Un hombre circula con la radio del coche a todo trapo a las dos de la madrugada por el centro de la ciudad: no tiene en cuenta el descanso de los otros. Una mujer aparca en una zona reservada a personas con problemas de movilidad: no tiene en cuenta las necesidades del otro. Un hombre aparca la moto sobre una acera estrecha: no tiene en cuenta a la mujer que circula con el cochecito, no tiene en cuenta el obstáculo que esto representa para los otros. Una familia se va de picnic y deja el bosque lleno de basura: no tiene en cuenta que otros pisan también aquel paraje. Un hombre deja que su perro excrete en el arenal de un parque: no tiene en cuenta a los niños que juegan en él, no es consciente de los perjuicios que produce a los otros. Un grupo de estudiantes vocifera dentro de un vagón de tren: no tienen en cuenta el silencio de los otros. Un joven, al salir del metro, suelta la puerta en las narices del que viene detrás: no tiene en cuenta al otro. Una mujer aparca en doble fila y desaparece: no tiene en cuenta que su coche es un obstáculo para el otro.

35

Podríamos poner miles de ejemplos de incivismo, pero no es nuestra intención agobiar al lector. Lo único que tratamos de mostrar es que, en todas estas actitudes, se observa claramente una constante: el olvido del otro, el menosprecio a la persona del otro. El civismo exige el respeto a la dignidad, a la integridad y la libertad del otro. Somos cívicos cuando mantenemos un trato justo y equitativo con los otros y, sobre todo, cuando somos solidarios con las personas y los grupos más vulnerables que viven en nuestro mundo y les facilitamos la vida.

2. Dignidad El principio de la dignidad, tal y como nosotros lo entendemos, puede formularse de la siguiente manera: «Toda persona tiene una dignidad intrínseca y debe ser tratada según esta dignidad». Cuando afirmamos que la persona tiene una dignidad intrínseca, se está diciendo que tiene un valor incalculable, que merece ser respetada por el mero hecho de ser persona. La dignidad, pues, no se fundamenta en el tener sino en el ser. Hay personas que tienen más cualidades que otras, pero la dignidad no depende del verbo tener, sino que enraíza en el ser de la persona. Simple y llanamente, el principio de dignidad puede parafrasearse así: Toda persona merece un trato respetuoso, tanto si tiene cualidades como si no, pues su dignidad no depende del tener, sino que es inherente a su ser. La persona rica, por ejemplo, merece un respeto, pero no por el hecho de ser rico, sino por el hecho de ser persona. La persona pobre también merece un respeto, pero no a causa de su pobreza, sino porque, aun siendo pobre, es, antes que nada y por encima de todo, una persona. El enfermo merece un respeto por parte de la sociedad, pero no a causa de su enfermedad, sino por el hecho de ser persona. El inmigrante, tenga o no tenga papeles, sea o no sea legal, también es merecedor de un respeto, porque, por encima de todo, es una persona y su dignidad no depende del hecho de tener o no tener unos papeles. El presidiario nos exige un respeto, pero no por el hecho de ser presidiario sino por el hecho de ser persona. La conciencia cívica asume estos principios como criterio ético y desde él juzga y evalúa situaciones. Este principio, que está expresado reiteradamente en las grandes declaraciones universales de la ONU, de la UNESCO y del Consejo de Europa desde 1945 hasta ahora, así como también en todas las Constituciones democráticas, como la española de 1978, nos empuja a superar la perspectiva grupal y a comprender que toda persona es un ser digno del máximo respeto y de atención. Con frecuencia, no obstante, se pierde de vista esta idea y se valora el respeto que merece la persona a partir de algunos rasgos externos: su raza, su lengua, su sexo, sus opciones políticas o su nacionalidad. Cuando se produce esta reducción del valor de la persona, se incurre en un

36

clasismo que tiene consecuencias lamentables. Aunque no podemos desarrollar exhaustivamente la razón filosófica de esta dignidad, es necesario decir que este principio parte de la base de que la persona es el ser más perfecto de la naturaleza y que tiene una serie de caracteres diferenciales ligados a su naturaleza, que lo hacen merecedor de un respeto casi sagrado. Esto no significa que no se deba también un respeto a todos los otros seres de la naturaleza. Lo que se afirma es que la persona ocupa un lugar jerárquicamente superior, porque está dotada de una naturaleza que la faculta para realizar unas funciones que son propias y exclusivas de ella. La persona es, en definitiva, un sujeto de derechos. La manera de expresar el respeto a su dignidad se manifiesta en el respeto a sus derechos fundamentales. La transgresión de derechos rezuma, en cambio, falta de respeto hacia su excelsa dignidad. Cuando la vida humana es utilizada como moneda de cambio, como mercancía, como instrumento de terror o como fuerza productiva, y se pierden de vista sus derechos inalienables, se vulnera su dignidad. Este principio se traduce, prácticamente, en una actitud de respeto y de atención hacia toda persona, en una actitud de atención a su corporeidad, a su dimensión social, psicológica y espiritual. Al afirmar que la persona tiene una dignidad inalienable, estamos diciendo que no se puede disponer de ésta, que no puede ser tratada como cosa o como objeto, que siempre y en cualquier lugar es un sujeto de derechos, también en los Estados más vulnerables y en las situaciones límite. Al defender que la persona es digna por sí misma, estamos afirmando que lo es siempre y en cualquier circunstancia, y que su dignidad no depende ni del color de piel, ni de las opciones sociales, lingüísticas o religiosas, ni de ninguna otra característica. Al afirmar que la persona tiene una dignidad intrínseca, decimos que no tiene precio, que ha de ser respetada siempre y en todo lugar y que, incluso en el caso de que haya cometido una acción impropia, merece un trato justo y no pierde nunca esta dignidad. Este principio filosófico, que ha sido objeto de múltiples reflexiones a lo largo de la historia desde los planteamientos escolásticos de santo Tomás de Aquino hasta las especulaciones renacentistas de Pico della Mirandola, tiene muchas consecuencias en la vida práctica. Al afirmar que la persona tiene una dignidad, afirmamos que debe ser tratada siempre y en cualquier circunstancia como una finalidad en sí misma y nunca únicamente como un instrumento. Esta concepción de la dignidad, tan presente en la obra filosófica de Immanuel Kant, tiene diversas aplicaciones prácticas. Si la persona es un fin en sí misma, toda actividad está a su servicio y nunca puede ser instrumentalizada para una finalidad superior. Respetarla significa tratarla como un fin. Con todo, observamos que en la vida práctica hay actitudes en que la persona no es tratada así, sino como un

37

instrumento al servicio de otras causas que se consideran de más valor. Cuando esto ocurre, la persona puede llegar a ser sacrificada por esta finalidad mayor. El cientifismo es un ejemplo de esto. Según algunas posturas, la finalidad principal es el desarrollo de la ciencia y la persona está a su servicio. Desde esta postura, la persona puede llegar a convertirse en un objeto al servicio del desarrollo de la ciencia. Desde el principio de dignidad, la persona es el fin de toda actividad, también de la investigación científica, de tal manera que no es la persona la que está al servicio de la ciencia, sino todo lo contrario, es la ciencia la que debe estar al servicio de la promoción y el bienestar de toda persona. También el estatalismo es una actitud contraria al principio de dignidad de la persona. Según esta postura, el Estado es el centro y el fin de la actividad humana, y la persona debe someterse a su servicio con el objetivo de garantizar el desarrollo y promoción de aquel. Desde el principio de dignidad, es el Estado el que debe estar al servicio de todas las personas que se encuentran en él. Corresponde al Estado la tarea de promocionar y de proteger a las personas y no al revés. En el economicismo la persona es valorada en tanto ser productivo. En el belicismo la persona es valorada como instrumento de guerra. En el utilitarismo la persona es respetada si es útil socialmente, mientras que, si no es útil, pasa a un segundo plano. En todas estas actitudes y en tantas otras, que no recogemos aquí pero que frecuentemente se dan en la vida colectiva, se vulnera el principio de la dignidad de la persona. Una ciudad es cívica cuando ha sido pensada para beneficiar a las personas que viven en ella. La ciudad no es un fin en sí misma, sino que es una estructura de acogida, cuya finalidad es posibilitar el desarrollo de la vida humana, el intercambio pluridimensional y las relaciones entre personas. No son los ciudadanos los que deben adaptarse a la ciudad, sino la ciudad la que debe adaptarse a las características y necesidades de los ciudadanos. Cuando la ciudad se convierte en un obstáculo para vivir o en un muro de incomunicación, pierde su sentido y su razón de ser. Desde la conciencia cívica, se reivindican ciudades al servicio de las personas y no al revés. En los pequeños detalles de la vida práctica es manifiesto el respeto a estos principios de dignidad. También en la manera de tratar a los que nos rodean se pone realmente de manifiesto el valor que otorgamos a este principio. Lo que dignifica, en último término, una ciudad, un pueblo o un barrio, es el grado de respeto que se tiene hacia cada ciudadano, sea cual sea su procedencia y su estilo de vida. Cuando a lo largo de la historia se ha perdido de vista este principio, irrumpen formas de vida, programas políticos y marcos jurídicos que son, explícita o implícitamente, clasistas. De ahí la necesidad de velar en todo momento por que este principio que está universalmente reconocido en las Declaraciones universales y Constituciones democráticas sea el aliento

38

vital de los pueblos.

3. Integridad El segundo principio fundamental del civismo es el de la integridad. Puede formularse de la siguiente manera: «Toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física y moral». Hay prácticas corrosivas que pueden llegar a des-integrar a la persona no solo en un sentido físico sino también en un sentido metafórico. Como veremos posteriormente, la persona es un ser vulnerable, como también lo son las instituciones y las ciudades, lo que quiere decir que tiene una estructura corporal y moral débil que, según qué tipo de trato reciba, puede lesionarse gravemente o, sencillamente, destruirse del todo. El respeto a la integridad es el respeto a la persona como ser físico y moral, como una entidad autónoma en el mundo. La fractura es posible, porque el ser humano es un sistema muy frágil. Respetar la identidad de los otros significa respetar su presencia física en el espacio y su imagen moral. El civismo es una forma de vida que vela por el respeto a la integridad de las personas, que tiene como objetivo que las personas puedan desarrollar su existencia sin roturas. El respeto a la integridad no debe entenderse, pues, como una especie de pasividad frente al otro, sino, más bien, como una actitud que tiene por objeto el bienestar del otro, su armonía corporal y espiritual. Es respeto activo y no indiferencia. Respetar la integridad del otro no quiere decir solamente no vulnerar su corporeidad, sino también velar por su comodidad. A través de los medios de comunicación social, nos concienciamos de que el principio de integridad se vulnera habitualmente. Cualquier agresión física o atentado contra la vida es una transgresión de este principio. Según este principio, el cuerpo del otro no es un objeto ni una cosa, sino que es una entidad digna de respeto y de atención. Este principio me hace concienciarme de que no puedo disponer del cuerpo de otro, que no puedo utilizarlo según mis intereses, sino que, antes de intervenir, he de contar con el permiso de la persona que está instalada en esa corporeidad. Cuando nos vemos obligados a rozar el cuerpo del otro, porque nos encontramos en un espacio muy reducido, como por ejemplo, un ascensor o un vagón de metro, nos excusamos, pedimos disculpas, porque nos vemos obligados a invadir su espacio, a entrar en contacto con el cuerpo del otro y esto puede causarle alguna molestia. Es difícil que se respete este principio en ciudades atestadas o en espacios intensamente masificados. De hecho, agresividad y masificación están estrechamente vinculados. Los sociólogos y psicólogos ponen de relieve la estrecha relación entre el fenómeno de las masas y la violencia. Cuando un número elevado de personas nos

39

vemos obligados a compartir un pequeño espacio, surgen fácilmente conflictos de convivencia y aparecen conductas agresivas, mientras que cuando las personas tenemos nuestro propio espacio personal y se respeta nuestra existencia física, es fácil que se genere un clima de cordialidad y entendimiento. Cuando estamos obligados a compartir un espacio reducido, en cambio, percibimos al otro como un obstáculo, incluso llegamos a desear que no estén, porque su presencia nos incomoda y sabemos que, si no estuvieran, tendríamos más espacio vital. El principio de integridad me obliga a mantener una distancia física con el otro. Es, en el fondo, el reconocimiento de su intangibilidad. Al asumir este principio, me doy cuenta de que no puedo tocar al otro, que no puedo ponerle la mano encima, si no me da permiso. En contextos sanitarios, este principio es especialmente complejo de articular, porque para poder intervenir sobre la persona enferma, el facultativo se ve obligado a explorar a su paciente y, al hacerlo, transgrede el principio de integridad, pero lo que justifica su actuación es el deseo de evitarle un mal (no-maleficencia) o bien hacerle un bien (beneficencia). El facultativo transgrede este principio y por eso mismo está llamado a dar razones de por qué lo hace, para que su destinatario lo entienda y dé su permiso. Constatamos, muchas veces, que, en la vida práctica, hay formas de interacción con los demás que nos incomodan, porque los demás desarrollan conductas invasoras, se nos acercan excesivamente cuando hablamos o bien nos tocan mientras se expresan. Muchas veces, de manera inconsciente, no somos suficientemente cuidadosos con la integridad física del otro. A la hora de hacer cola en una administración, por ejemplo, es cívico guardar una cierta distancia. En muchos casos, esta distancia viene señalada materialmente por una línea que nos recuerda este principio. Respetar la integridad de mi vecino significa respetar la conversación que tiene con el representante de la administración, comporta el esfuerzo de querer quedar al margen, de no inmiscuirme en este intercambio de palabras. El civismo nos exige una cierta distancia a la hora de relacionarnos con nuestros conciudadanos, una distancia que podemos calificar como adecuada. Cuando hay un exceso de distancia, puede caerse en la frialdad, en el alejamiento, pero cuando hay un exceso de proximidad, la presencia del otro puede llegar a incomodarnos. No es fácil encontrar el punto intermedio, este punto virtuoso que indica la distancia idónea, pero es necesario evitar tanto el alejamiento, como la contigüidad que asfixia. Los antropólogos constatan que esta distancia no es fija ni estática, sino que varía según culturas y latitudes. Hay pueblos donde esta distancia se respeta escrupulosamente, mientras que hay ámbitos en los que se crea un marco de relación muy estrecho entre los ciudadanos.

40

Aunque pueda parecer un tópico, estas diferencias se detectan nítidamente entre los pueblos del Norte y los del Sur. Al ciudadano le sorprende la cordialidad y la afabilidad del ciudadano del Sur y puede, incluso, llegar a incomodarle su proximidad, mientras que al ciudadano del Sur le sorprende el silencio y la distancia que se guarda en la vida pública en el Norte y puede sentirse muy solo en aquellas sociedades. No hay una distancia objetiva y aplicable a todos los terrenos sino que en cada cultura tiene sus características. Hay muchos ámbitos en las ciudades masificadas donde nuestra integridad física está en peligro. La concentración de grandes masas humanas en espacios de recreo o de trabajo comporta, fácilmente, esta transgresión de la integridad. En estos casos, nos sentimos asfixiados por el otro y este contacto obligado nos resulta desagradable. El civismo demanda una cierta distancia de cortesía, de buena educación; naturalmente, en caso de necesidad, puede transgredirse, pero no por ánimo de cotilleo o de curiosidad, sino para ayudar al otro, para evitarle algún mal. Las formas tienen un valor relativo y, cuando la necesidad lo impone, es evidente que es necesario pasar por encima de las formas. Reivindicar el valor de las convenciones y de los formalismos sociales no significa olvidar que, en ocasiones, es necesario trascenderlo, porque el mal que se quiere evitar lo justifica con creces. Respetar la integridad del otro significa respetar, también, su sentido de intimidad. En efecto, toda persona tiene un ámbito privado que no está dispuesta a exponer públicamente y que le pertenece. Hay ámbitos de nuestra corporeidad que no estamos dispuestos a mostrar públicamente, sino que consideramos propios e íntimos y que, de hecho, si nos obligaran a exponerlos, sentiríamos que nos usurpan el derecho a la intimidad. Cada persona tiene su sentido de privacidad corporal y no puede homogeneizarse este sentido. Hay razones culturales, religiosas, sociales y educativas que explican estos diferentes sentidos de privacidad corporal, pero la clave del civismo consiste en respetar la intimidad del otro, la frontera que el otro levanta entre su dimensión pública (aquello que está dispuesto a enseñar) y su dimensión privada (aquello que forma parte de su mundo personal y secreto). Este sentido de la intimidad corporal es básico para vivir en sociedad y no podemos imponerlo a los demás, pero sí podemos exigir que se respete aquello que para nosotros es privado. El civismo es una forma de vida respetuosa con la intimidad corporal del otro. No ofende ni irrita. La persona cívica es discreta y evita poner al otro en una situación violenta, evita que deba vivir una experiencia vergonzosa. A menudo constatamos que el sentido de la intimidad de otras personas es muy diferente del propio. Sentimos vergüenza ajena cuando, sin quererlo, oímos conversaciones telefónicas de viva voz dentro de un vagón de tren, o cuando nuestra

41

vecina explica sus miserias morales en un plató de televisión a cambio de un minuto de gloria. Pensamos que la intimidad ha sido vulnerada, pero no podemos perder de vista que este sentido es estrictamente individual. Ser cívico es respetar la intimidad del otro, es decir, no cruzar la frontera que el otro pone entre su exterioridad y su interioridad, pero sería un despropósito imponer el mismo sentido de privacidad para todos y perseguir a quien lo vulnere. Una última consideración sobre el principio de integridad. Este principio no debe entenderse solamente en un sentido físico, sino también en un sentido moral. El civismo implica el respeto a la realidad física del otro, pero también a su identidad moral, a su imagen pública, a sus principios y valores. En una sociedad plural, vivimos ciudadanos diferentes no tan solo desde un punto de vista físico, lingüístico, social, cultural o religioso, sino también desde un punto de vista moral. Respetar la integridad moral del otro significa respetar los valores que vertebran su personalidad, incluso en el caso de que no los comparta ni me sienta identificado con ellos. Respetar la integridad del otro quiere decir respetar su imagen pública, su derecho al honor. Por eso, la calumnia, la difamación o el menosprecio a los valores del otro son formas de transgredir el principio de integridad y son muestras claras de incivismo. Ser cívico es velar activamente por que la integridad física y moral de los demás sea respetada en todo momento y combatir con el mismo celo aquellas formas o estilos de vida que denigran al otro, ya sea física o moralmente.

4. Libertad La libertad es, como la dignidad y la integridad, uno de los principios esenciales del civismo. Puede formularse de la siguiente manera: «En una sociedad cívica es un deber respetar las decisiones libres y responsables del otro, mientras no afecten negativamente al bien común». Sin libertad no hay civismo posible, no hay ejercicio de la ciudadanía posible, porque lo que diferencia al ciudadano del súbdito es, esencialmente, el derecho a la libertad. El ciudadano tiene derecho a pensar, a expresarse y creer libremente, a tomar autónomamente decisiones personales, mientras que el súbdito no tiene libertad real, sino que vive servilmente, se limita a obedecer la autoridad y a cumplir por temor los preceptos que esta impone. Aunque hay autores que consideran que la libertad pone en peligro el civismo, nosotros creemos que sin libertad no hay civismo. La libertad es su condición de posibilidad; también debemos decir que un exceso de libertad o un ejercicio irresponsable de la misma, sin medir las consecuencias que se derivan de determinadas decisiones, puede, ciertamente, hacer tambalear la buena convivencia y el civismo.

42

Hay grupos nostálgicos que consideran que la libertad del mundo contemporáneo es el chivo expiatorio de todos nuestros males y que el civismo se constituye sobre la base de una autoridad fuerte, que vigila a los ciudadanos que se pasan de la raya. Este civismo sin libertad es falso, es un pseudocivismo, porque, tal y como se ha dicho antes, esta relación armónica y equilibrada con los demás y con la naturaleza que es el civismo no puede imponerse por la fuerza, sino que debe ser asumida libremente. Cuando la raíz del civismo es el miedo al sopapo, el civismo aún no ha nacido. El civismo sólo puede construirse en una tensión dialéctica entre libertad y autoridad. No hay civismo si no se respeta el principio de libertad, pero tampoco puede haberlo si no se respeta, mínimamente, la autoridad. El respeto a la autoridad, no obstante, no es la defensa del autoritarismo, del mismo modo que el respeto a la libertad no es la defensa de una libertad sin límites. El civismo debe forjarse sobre una autoridad, pero no sobre una autoridad arbitraria, sino sobre aquella que es legitimada por el propio pueblo. Ser cívico es aceptar la autoridad, es vivir dentro del marco que ella impone, pero no por miedo a las consecuencias de transgredirla, sino porque sus dictados son coherentes y razonables y son el resultado de un consenso dialógico en el seno de la sociedad. Cuando el ciudadano observa que la autoridad competente no se aviene a los criterios del bien común, tiene mecanismos para expresarse libremente y, mediante su participación activa, puede cambiar esta disposición en el futuro. Ser cívico, pues, no significa obedecer ciegamente los imperativos de la autoridad competente, sino vivir conforme a la autoridad, pero desde la razón, ejerciendo públicamente la facultad de pensar. La libertad es un derecho fundamental que no solo está expresado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), sino mucho antes, en las primeras Constituciones y Convenciones democráticas de nuestra civilización. Podríamos decir que es un principio esencial de las sociedades modernas y democráticas como, de hecho, también lo son los principios de equidad y de fraternidad, aunque el de libertad ha sido más patente en las grandes Declaraciones y Convenciones europeas e internacionales. En la Declaración de independencia de los Estados Unidos de América, por ejemplo, ya se puede leer: «Todos los hombres son creados iguales,... con ciertos derechos inalienables... a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad». Antes de la Declaración de independencia, se hizo pública la Declaración de derechos de la Constitución de Virginia (el 12 de junio de 1776), redactada por George Mason. En ella puede leerse: «Todos los hombres son iguales por naturaleza, libres e independientes y tienen ciertos derechos inherentes de los que, cuando entran en un Estado de sociedad, no pueden verse privados o despojados por su posteridad, y son el gozo de la vida y la libertad, como los medios para adquirir y poseer propiedades y la búsqueda y la consecución de la felicidad y seguridad... Todo poder es conferido al pueblo y

43

consecuentemente deriva de este». Entre los muchos deberes humanos enumerados estaba el derecho a la libertad religiosa, a la elección de líder y a la libertad de prensa. En la historia del derecho a la libertad, también debe citarse la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada en Francia el día 27 de agosto de 1789, justo después de la Revolución Francesa. En ella se puede leer: «1. Los hombres nacen y son libres e iguales en sus derechos... Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». También en nuestra Constitución (1978) la libertad de pensamiento, de expresión y culto son derecho fundamentales que comportan también unos deberes inalienables. El derecho a mi libertad comporta, necesariamente, el deber de respetar la libertad del otro. En esta tensión entre la propia libertad y la ajena se construye el civismo. La persona cívica exige que se respete su derecho a la libertad, pero cuando realmente se muestra su civismo es cuando respeta las decisiones, las expresiones y los pensamientos libres del otro, incluso en el caso de que no sintonice con ellos. Respetar las decisiones libres del otro cuando tienen un grado de afinidad con la propia forma de vivir, no comporta muchos problemas. Lo que verdaderamente comporta libertad es aceptar las decisiones libres y responsables de los otros (de mi hijo, de mi vecino o de mi compañero, por ejemplo) cuando son contrarias a lo que yo pienso. Es en estas circunstancias donde realmente se pone a prueba la calidad de nuestro civismo. El principio de libertad es limitado a posteriori. No puede comprenderse este principio al margen de los otros, sino en interacción con los otros. Desde el civismo que defendemos aquí, toda persona tiene el derecho a pensar, a actuar y a expresarse en libertad, mientras que este ejercicio no ponga entre paréntesis los otros principios. En muchos casos, no es fácil determinar estas fronteras, pero hay muchas situaciones en que se detecta que esta libertad ha transgredido otros principios, como el principio de integridad o el de equidad. Puedo expresarme libremente, pero no puedo negar la libertad al otro. Puedo conducir libremente, pero con mi conducción no puedo poner en peligro la integridad física del otro. Puedo educar libremente, pero no puedo discriminar a nadie, porque los educandos tienen el derecho a ser tratados equitativamente. En todo ejercicio libre es necesario calcular las consecuencias de los actos para que no se pongan en duda los demás principios. Una libertad que, por ejemplo, pase por alto la dignidad de toda persona, no se puede considerar, stricto sensu, libertad. Una libertad que vulnere la integridad del otro, tampoco se puede presentar como libertad cívica. Es necesario que la libertad sea ejercida en un marco de respeto a los demás principios. Cuando esto se pierde de vista y uno de ellos pasa a ser entendido como único, se pierde el equilibrio fundamental sobre el cual se sostiene el civismo que defendemos aquí.

44

El civismo incluye también el derecho a la desobediencia civil y a la objeción de conciencia. El ciudadano no es un autómata, ni una entidad mecánica que desarrolla mecánicamente sus funciones sociales, sino que el ciudadano es, por encima de todo, un sujeto ético, capaz de pensar por sí mismo y de valorar el sistema de vida en el que vive y las leyes a las que está sometido. Le es lícito objetar libre y responsablemente. Le es lícito desobedecer pacíficamente a la autoridad, cuando cree que en conciencia la debe desobedecer. En muchos momentos históricos, los movimientos de desobediencia civil, cuando han adquirido dimensiones de masa, han sido determinantes para cambiar un orden jurídicamente injusto o socialmente reaccionario. En este sentido, educar en el civismo es educar en el ejercicio de una libertad responsable. Es necesario mostrar a las nuevas generaciones que la libertad es un tesoro valioso, pero, a la vez, muy frágil, que es necesario conservar cuidadosamente y administrar sin abusar de él. El civismo solamente puede ser ejercido correctamente si la sociedad está formada por personas que conciben críticamente su mundo y ejercen lúcidamente su capacidad de pensar y de expresarse.

5. Equidad El principio de equidad o de justicia puede expresarse, sintéticamente, de la siguiente manera: «En una sociedad cívica, todos los ciudadanos tienen derecho a ser tratados con equidad, de tal manera que se luche contra cualquier forma de discriminación». Este principio, que queda reflejado en la trilogía de la Revolución Francesa bajo el nombre de égalité, también está manifiestamente expresado en las Declaraciones universales y en todas las Constituciones democráticas del mundo. Según este principio, toda persona merece un trato equitativo y no se la puede discriminar por ningún motivo. La asunción de este principio es básica para evitar caer en cualquier forma de racismo, de elitismo, de sexismo o de patriarcalismo. Cuando uno pierde de vista este sentido de igualdad, fácilmente puede legitimar marcos jurídicos y practicar políticas de signo clasista. Al afirmar que todos los seres humanos merecen un trato equitativo, no se está diciendo que seamos iguales entre nosotros. Somos iguales ante la ley, pero no somos iguales entre sí desde un punto de vista físico, ni psicológico, ni moral, ni social, ni religioso. La riqueza de una ciudad radica en su pluralidad, en la diversidad de formas de vida y de proyectos personales que se entrelazan. Con esto queremos decir que la equidad no debe entenderse como una forma de homogeneización o de nivelación a la baja, sino que es, sencillamente, el reconocimiento axiomático de una igualdad ética y jurídica. Es necesario que esta igualdad ética y jurídica tenga un fundamento de tipo

45

filosófico. Podría afirmarse que la equidad se basa en la idea de que entre los seres humanos hay una extraña raíz común que nos hermana, que nos hace sentir hermanos en la existencia. Esta raíz común es lo que nos permite decir que, más allá de la raza, del sexo, de la lengua o de la inteligencia, somos iguales, participamos de una naturaleza esencial que nos iguala a todos. La diversidad de formas y de estilos de vida no puede ser utilizada como argumento de discriminación. Partimos de la convicción de que hay algo más profundo entre nosotros, que nos une y nos mantiene fraternalmente unidos como miembros de la especie humana. Acabar de esclarecer cuál es esta raíz común y de qué está hecha es tarea esencial del antropólogo. Nosotros solo nos limitamos a decir que la equidad ética y jurídica no es una mera arbitrariedad, ni un a priori impuesto, sino un principio que se basa en la idea de una naturaleza compartida. Sería muy pesado realizar un recorrido por los grandes textos de la humanidad y comprobar que este principio está una y otra vez reiterado. En el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por ejemplo, puede leerse: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos y, dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Se explicita que la igualdad está en relación con la dignidad. Esto es, todos tenemos la misma dignidad y esta dignidad no nace ni merma en función de nuestras características externas. El principio de equidad exige por parte de la ciudadanía un esfuerzo por liberarse de los prejuicios, de los tópicos y de toda forma de estigmatización. El civismo es una actitud en el mundo que tiene como condición de posibilidad la superación o catarsis de prejuicios. Un prejuicio es un juicio anticipado, una valoración de la realidad sin conocimiento de causa. Generalmente, el prejuicio distorsiona la realidad y no permite ver con claridad. El prejuicio podría compararse con un velo que tapa la realidad que nos disponemos a conocer y que nos permite etiquetarla fácil y falsamente. Cuando observamos la realidad del otro a través del velo, ni lo vemos ni lo captamos tal como es, sino que lo comprendemos a partir de un filtro y este filtro determina nuestra manera de relacionarnos con él. Allí donde hay prejuicios, no puede haber un trato justo, equitativo y ponderado. La persona cívica no hace diferencias en su trato con el resto de las personas, no distingue, ni separa entre los unos y los otros, sino que intenta tratar a todo el mundo de la misma manera sin dejarse llevar por criterios de afinidad o de antipatía. Este trabajo de superación de prejuicios solo es posible si las instituciones educativas velan por no transmitir tópicos ni visiones estereotipadas de la realidad a las nuevas generaciones y si los medios de comunicación social cuidan su lenguaje. No podemos esconder, de

46

ninguna manera, esta difícil tarea de deconstrucción de prejuicios. A Albert Einstein se le atribuye esta frase: «¡Qué triste es la época en que vivimos! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio». Tratar equitativamente a las personas no significa, no obstante, tratarlas de la misma manera, porque esto sería incurrir en un igualitarismo injusto. Cada persona es un mundo, un universo de necesidades y de posibilidades, de deseos y de recursos. Ser justo no consiste en dar a todo el mundo lo mismo, sino en dar a cada uno lo que le corresponde. La referencia a Ulpiano es inevitable, porque él es quien forja este concepto de equidad. Pero solo podemos ser equitativos si escuchamos atentamente al otro, si captamos sus necesidades, si nos deshacemos de los prejuicios, si somos receptivos a sus precariedades y respondemos a ellas adecuadamente. La equidad exige un acto previo de escucha, sin el cual se distribuye mal aquello que se posee. Esta distribución atenta a las necesidades del otro, puede generar alguna forma de agravio comparativo, porque el que distribuye no da a todo el mundo lo mismo, sino a cada uno según sus necesidades. El que recibe menos puede sentirse ofendido e, incluso, discriminado negativamente respecto de quien ha recibido más. Es necesario que se le expliquen serenamente los motivos de esta diferente distribución y que se puedan razonar correctamente las causas de esta acción. El civismo exige un ejercicio de la palabra, de la argumentación, del diálogo y del consenso. Cuando esta distribución obedece a otras finalidades que no tienen nada que ver con las necesidades del destinatario, se incurre en una grave injusticia que puede producir la fractura social. La vida cívica es una vida virtuosa. La persona cívica y razonable acepta la parte que le toca y no siente celos ni resentimiento hacia aquel que recibe más, porque sabe que necesita más. El civismo, no obstante, no es pasividad, ni tampoco resignación. Si el ciudadano percibe que esta distribución obedece a otros fines y observa que la persona más necesitada queda al margen de esta distribución, no puede permanecer indiferente, sino que, de hecho, se sentirá llamado interiormente a combatirla. En el plano mundial, el ciudadano que tiene conciencia planetaria es capaz de darse cuenta de que el principio de equidad no se respeta ni de lejos. Mientras que una pequeña parte de la humanidad goza de una gran proporción de los recursos naturales de la Tierra, una gran mayoría malvive con una pequeña porción de estos recursos. Frente a esta monumental falta de equidad, la persona cívica se implica para que esta distribución sea justa y velará por evitar la concentración de poder económico en pocas manos. La equidad es la base del civismo. Cuando el ciudadano tiene la impresión de que se le discrimina por el hecho de tener un determinado color de piel o por hablar una determinada lengua, difícilmente podrá ejercer su derecho a la libertad y fácilmente se verá coaccionado a vivir de una determinada manera para poder ser aceptado y respetado

47

dentro del cuerpo social. En contextos de desigualdad no puede exigirse el civismo ni puede esperarse que se respeten los otros principios fundamentales como la dignidad, el de libertad o el de integridad. La discriminación comporta para las personas que la padecen una forma de humillación, y una persona humillada no tiene ningún deseo de participar abiertamente en la sociedad, no se ve capacitada para querer cordialmente a los otros ciudadanos, sino que se cuece en ella una especie de resentimiento que es contrario al sentido de la existencia cívica. Como ciudadanos del mal denominado Primer Mundo no podemos definirnos como cívicos, si aquello que nos preocupa es, solamente, nuestro sistema de vida, de pensiones y de bienestar. En la era de la globalización no podemos tener una visión provinciana del civismo, sino que debemos abrirnos a la perspectiva planetaria, y esto significa salir de nuestro pequeño mundo y constatar la radical y persistente injusticia planetaria. No es suficiente con velar por que nuestras ciudades estén pulcras, ordenadas y silenciosas, sino que es necesario armar las bases de un civismo planetario. Al fin y al cabo, debemos concienciarnos de que un mundo radicalmente injusto es un mundo radicalmente inestable y esto quiere decir que, tarde o temprano, nuestra pequeña y privilegiada provincia deberá afrontar las consecuencias de este inmenso desorden planetario.

6. Vulnerabilidad El principio de vulnerabilidad puede expresarse de la siguiente manera: «El ser humano es vulnerable y esto quiere decir que, para poder desarrollarse, necesita la práctica de la acogida». Precisamente porque el ser humano es vulnerable, no puede desarrollarse autárquicamente, sino que necesita un marco de acogida para llegar a ser aquello que está llamado a ser. Después del seno materno, la primera estructura de acogida es el propio hogar. En las sociedades occidentales, la segunda estructura de acogida es la escuela. En ella desarrollamos nuestras facultades mentales y emocionales y aprendemos el ejercicio de la ciudadanía. La ciudad, globalmente considerada, está llamada a convertirse en una estructura de acogida, un lugar donde uno puede vivir, trabajar, pero también descansar, distraerse y disfrutar de la vida[12]. Es necesario, por lo tanto, que la ciudad sea un ámbito de desarrollo de la vida humana. Esto dependerá, naturalmente, de su diseño urbanístico, de los espacios públicos y de las infraestructuras, del tipo de viviendas y de la accesibilidad, pero también del carácter (el ethos) de los ciudadanos que vivan en ella, porque, de hecho, podríamos encontrarnos en una ciudad espléndida desde un punto de vista urbanístico, pero inhóspita a causa del talante de la ciudadanía. Hay una serie de factores que convierten una ciudad en lo contrario de lo que debería ser.

48

La contaminación acústica, por ejemplo, la contaminación del agua y del aire, la inseguridad urbana, la presión ambiental, la siniestralidad laboral, los accidentes de tráfico, la hiperaceleración de la vida cotidiana, la especulación del suelo y actitudes como la xenofobia, el hermetismo o la indiferencia desfiguran el rostro acogedor de una ciudad y la convierten en un erial inhóspito, donde el único destino que queda al ciudadano es el éxodo. Todo ser humano es un proyecto abierto al futuro, pero solo puede conseguir su horizonte si resuelve su vulnerabilidad. Al nacer, somos extremadamente vulnerables. Si alguien no cuidara de nosotros, no podríamos desarrollarnos, ni llegar a ejercer libremente nuestra vida. Originariamente somos heterónomos, porque dependemos de la buena fe y de la destreza de los otros, pero a lo largo de nuestra vida vamos desarrollando nuestra autonomía, aunque esta autonomía puede verse reducida por múltiples razones. El principio de vulnerabilidad nos exige concienciarnos de los ciudadanos heterónomos dependientes. La autonomía no es un rasgo permanente en la condición humana, sino gradual, relativo y circunstancial. El objetivo de una educación cívica no es tan solo la construcción de ciudadanos autónomos, sino de ciudadanos autónomos y receptivos a la heteronomía de los otros (enfermos, niños, indigentes, inmigrantes...). El civismo se edifica a partir de este principio de vulnerabilidad que, de hecho, también puede formularse así: «Es necesario que el sujeto autónomo cuide del sujeto heterónomo». Gracias a la intervención del primero, el segundo conseguirá determinados niveles de autonomía que le permitirán vivir sus proyectos. Cabe esperar que este ciudadano sea capaz de agradecer a los otros esta acogida de que ha sido objeto. Si tiene memoria, no podrá desentenderse de los otros vulnerables. El ejercicio del civismo se vertebra sobre el de vulnerabilidad. Puede decirse, por ejemplo, que un ciudadano es cívico cuando tiene en cuenta a los más vulnerables que hay en su entorno vital. Esta consideración no puede limitarse a la lógica preocupación por la vulnerabilidad de los que están más próximos físicamente, sino que debe extenderse más allá de las propias fronteras y proyectarse hacia aquellos grupos humanos que viven en situaciones de vulnerabilidad. El civismo planetario, que es el civismo del futuro, tiene una vocación transnacional, intercultural e interreligiosa, trasciende las fronteras de la propia provincia y tiene un alcance mundial. Ser cívico globalmente significa preocuparse por el otro vulnerable, pero no tan solo en un sentido local (el que vive en el mismo barrio), sino también de aquel otro que no habla mi lengua, que no tiene el color de mi piel, que cree en otro dios y que vive en las antípodas. Esta forma de civismo puede implementarse de diferentes maneras, pero una de las

49

vías más acertadas es a través del asociacionismo de alcance internacional. Hoy tenemos conocimiento de la vulnerabilidad de ciudadanos que viven en contextos muy alejados de nuestra casa. Sin salir del comedor de casa, constatamos que hay una masa humana que padece miseria social. No podemos fingir desconocimiento. Sabemos que existen, sabemos que son muchos, sabemos que la riqueza del planeta se podría distribuir de otra manera. El principio de vulnerabilidad nos exige escuchar el grito de los que padecen y responder a este activamente. Solo así puede construirse un civismo planetario. Puede afirmarse que un pueblo es cívico si protege a los ciudadanos más débiles tanto desde el punto de vista social, económico y psicológico como físico. En los análisis sociológicos de nuestro mundo aparecen una serie de grupos especialmente vulnerables que están presentes en nuestra sociedad. Pensemos, por ejemplo, en las mujeres que padecen violencia doméstica, en los niños maltratados, en los abuelos solitarios, en los enfermos, en las personas que padecen alguna forma de discapacidad, en los inmigrantes, en el colectivo “sin techo” (los homeless), en el colectivo “sin papeles” (los sans-papiers) y tantos otros. No podemos permanecer indiferentes ante estas realidades. La indiferencia hacia la vulnerabilidad del otro es una forma de incivismo que revela falta de cohesión, fractura social, crisis de sentido de pertenencia, en definitiva, inhumanidad. Afortunadamente hay muchas expresiones de esta toma de conciencia colectiva frente a la vulnerabilidad ajena. Aunque, naturalmente, siempre hay individualidades y grupos que permanecen indiferentes, puede afirmarse que la ciudadanía se mueve. Contra los diagnósticos apocalípticos, vale la pena escuchar atentamente este grito solidario de nuestras sociedades. Pensemos, por ejemplo, en las organizaciones sociales de carácter no gubernamental, que velan por la promoción y el desarrollo de grupos vulnerables, pensemos en la acogida temporal que algunas parejas dispensan a las criaturas más vulnerables, pensemos en el incremento de las formas de adopción nacional e internacional, en la donación de órganos y de sangre o en nuestro voluntariado. Este último fenómeno es una expresión elocuente del impulso solidario de un pueblo. La acción voluntaria, libre y altruista que tiene como principal objetivo la atención a un ciudadano desconocido que padece alguna forma de vulnerabilidad es un raudal de esperanza[13]. 9 P. Kemp (ed.), European ethical principles of ethics and bioethics, I-II vols., Barcelona, Institut Borja de Bioètica, 1998.

10 Cf. E. Lévinas, El humanismo del otro hombre, Madrid, Caparrós Editores, 1995.

50

11 S. Giner, Altruisme cívic i democràcia, en VV. AA., Per una cultura democràtica, Sabadell, Fundació Caixa de Sabadell, 1997, p.65.

12 Sobre las estructuras de acogida, véase: L. Duch, J. C. Mèlich, Les ambigüitats de l’amor. Antropologia de la vida quotidiana, 2.2., Barcelona, PAM, 2004.

13 Sobre esta cuestión, véase: F. Torralba, Acció voluntària i ciutadania i solidaritat, en A. Vilà/ F. Torralba (Coord.), Perspectives de l’acció voluntària, Barcelona, Claret, 1999, pp. 31-45; Idem, «El voluntariat, escola de civisme», en Escola Catalana 332 (1996), pp. 17-19.

51

Capítulo III VIRTUDES CÍVICAS El desarrollo del civismo exige la práctica de ciertas virtudes. Tal como hemos puesto de relieve, el civismo se edifica sobre unos principios que son, de hecho, su condición de posibilidad, pero el desarrollo de la conciencia cívica solo es posible si los ciudadanos interiorizan un conjunto de virtudes. De lo que se trata, pues, no es tan solo de presentar teóricamente los principios éticos que es necesario preservar, sino de fomentar actitudes, modos de vida que sean virtuosos. La virtud no es el fundamento ni el principio de la ética, sino que es un hábito perfectivo que, al ser cultivado, perfecciona a la persona, la hace más humana y también más digna de respeto y de atención por parte de los otros. Según santo Tomás de Aquino, la virtud es un hábito operativo bueno[14] una perfección adquirida de una manera estable mediante la repetición de actos. De la misma manera que en el lenguaje cotidiano distinguimos entre buenos y malos hábitos, en el lenguaje de la ética tradicional se distinguía entre virtudes y vicios. La virtud era entendida como un hábito que perfeccionaba a la persona, que la acercaba hacia su ideal de realización, mientras que el vicio era considerado un mal hábito, aquello que hacía a la persona imperfecta y la alejaba de su ideal de perfección. En el lenguaje ético contemporáneo, la palabra vicio ha caído en desuso. No decimos, por ejemplo, que beber alcohol en exceso sea un vicio o que conducir a mayor velocidad de la permitida se pueda considerar un vicio. Más bien empleamos otras expresiones como «conductas de riesgo» o «estilos de vida no saludables», pero, en el fondo, estamos diciendo que hay malos hábitos que obstaculizan gravemente la armonía y el entendimiento entre los ciudadanos. En términos educativos, es juicioso potenciar estos buenos hábitos y, a la vez, contener y modificar los malos hábitos. Es necesario reivindicar una ética de las virtudes y defender una serie de virtudes públicas en la sociedad democrática[15]. La palabra virtud no pertenece tan solo al universo religioso, sino también al universo laico. En términos tradicionales, se ha entendido la defensa de las virtudes como la defensa de una determinada religión, pero

52

esta asociación es una clara simplificación. Hay, naturalmente, virtudes que están estrechamente ligadas al universo religioso, como por ejemplo, la caridad, la plegaria, la abstinencia o la meditación, pero hay una serie de virtudes que tienen una naturaleza independiente de la religión. El mismo Aristóteles, en su descripción de las virtudes, no se refiere directamente a ningún universo religioso, sino que las describe como modos de vida que perfeccionan a la persona y a las sociedades en general. Desde un punto de vista tradicional, se han distinguido las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) de las virtudes cardinales (justicia, fortaleza, templanza y prudencia) Nosotros pretendemos sintetizar el cuerpo de las virtudes cívicas. Su asunción no exige ninguna fidelidad religiosa, aunque tampoco excluye la posibilidad de sentirse vinculado a una comunidad de fe. En el segundo libro de la Ética a Nicómaco, Aristóteles analiza el concepto y los tipos de virtud. Después de definir la virtud como una excelencia (areté), entiende que hay dos tipos de virtud: las dianoéticas y las éticas. La virtud dianoética se origina y crece principalmente por la enseñanza y, por eso, requiere de experiencia y de tiempo, mientras que la virtud ética, en cambio, procede de la costumbre. Según él, ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por naturaleza, sino que se adquieren[16]. También nosotros creemos que las virtudes cívicas pueden aprenderse, ya sea mediante la enseñanza o mediante la costumbre. No creemos que nadie nazca ya con la conciencia cívica desarrollada, sino que tiene el potencial para llegar a ser un ciudadano moderado y civilizado, capaz de practicar la cortesía, la amabilidad o la hospitalidad. Según Aristóteles, adquirimos las virtudes como resultado de actividades anteriores. Llegamos a ser constructores construyendo casas y adquirimos la virtud de la justicia practicando la justicia. Lo mismo ocurre con las virtudes cívicas. No aprendemos a ser cívicos si nos movemos exclusivamente en el plano teórico, sino que el civismo se aprende ejerciendo la conciencia cívica. Los buenos hábitos de la urbanidad se aprenden practicando esta virtud e imitando a los que la practican. La naturaleza virtuosa se pone de manifiesto en el trato que dispensamos al resto de ciudadanos. Es, precisamente, en la manera de tratar al resto donde se pone de relieve nuestro talante moral. ¿Cómo llegamos a discernir si una persona es, por ejemplo, amable? Mediante el trato que tenemos con ella podemos concluir si es una persona que se hace querer o una persona agria. ¿Cómo llegamos a caracterizar éticamente a una persona? A través del trato que tenemos con ella. Es evidente que un juicio que solo tenga en cuenta un momento singular no es un buen juicio. Es necesario fijarse en la persona en diferentes momentos y tratarla en diferentes ocasiones. Solo así podremos llegar a hacernos una idea de su naturaleza moral. Las virtudes, por tanto, se manifiestan en el trato.

53

Las virtudes no son ni pasiones, ni facultades, sino un modo de ser que Aristóteles caracteriza como el término intermedio entre dos extremos: el uno por exceso, el otro por defecto. El autor de la Ética a Nicómaco entiende por término medio el punto equidistante de ambos extremos, el que ni se excede ni se queda corto. La acción virtuosa es la que vela por encontrar este punto medio. Es difícil, naturalmente, encontrarlo, porque con facilidad nos quedamos cortos o bien nos pasamos de la raya. Pensemos, por ejemplo, en tres actitudes: la cobardía, la temeridad y la valentía. Mientras que la cobardía es un defecto de carácter, la temeridad es un exceso. El hombre cobarde es incapaz de asumir los retos que se propone, porque tiene miedo y desconfianza, mientras que el hombre temerario cree que lo puede todo y desafía el peligro. La valentía representa el punto intermedio, porque ser valiente no significa ser temerario, sino tener el valor de afrontar determinados retos sin perder de vista los propios límites. La virtud es, además de una perfección, un hábito voluntario. Las acciones involuntarias son las que se efectúan a la fuerza o por ignorancia[17], mientras que las acciones voluntarias son las que responden a una decisión de la persona. La elección no es un impulso, tampoco es un simple deseo, sino que va acompañada de la razón y de la reflexión. Para tomar una decisión acertada, es necesario el ejercicio de la deliberación. La deliberación se realiza sobre lo que podemos hacer en el futuro, no sobre conocimientos exactos y suficientes que no pueden ser de otra manera a como son. La deliberación, pues, tiene lugar respecto de las cosas que suceden la mayoría de las veces, pero cuyo desenlace no es claro. El objeto de la deliberación no es el fin, sino el medio que conduce hacia este fin. Las virtudes cívicas que describiremos a continuación son también actos voluntarios. No pueden considerarse ni una causa ni el resultado de una fatalidad. Uno puede desear ser cortés, pero también puede desear no serlo. Claro que hay en toda persona una disposición natural que la hará más o menos apta para la cortesía, la amabilidad o la tolerancia, pero las virtudes cívicas, como toda virtud, son hábitos voluntarios que uno ha decidido vivir en su vida y comunicar a los demás. Esto quiere decir que para educar en las virtudes cívicas no es suficiente la instrucción que se mueve en el plano intelectual, sino que es necesario forjar la voluntad de los educandos. Entre los teóricos de la ética cívica hay un auténtico debate en torno a las virtudes cívicas que es necesario transmitir en el marco de una sociedad democrática. Según la filósofa valenciana Adela Cortina, por ejemplo, los valores cívicos son, fundamentalmente, la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y el diálogo, o mejor dicho, la disposición para resolver los problemas comunes mediante el

54

diálogo[18], mientras que, según la profesora Victoria Camps, las virtudes públicas son la solidaridad, la responsabilidad, la tolerancia, la profesionalidad y la buena educación. No pretendemos, ni de largo, explorar las razones de este debate y, aun menos, concluirlo. Lo que proponemos, a continuación, es un cuerpo de virtudes que sigue, en parte, el desarrollo del profesor Alaisdair MacIntyre, mundialmente conocido por su obra Después de la virtud[19]. Este cuerpo está integrado por las siguientes virtudes: la sociabilidad, la benevolencia, la urbanidad, la cortesía, la amabilidad, la tolerancia y la hospitalidad.

1. La sociabilidad El ser humano es, por definición, un ser social, un animal político (zóon politikón), capaz de crear vínculos afectivos con los demás. No todos tenemos la misma capacidad de socializarnos, ni de crear lazos con el resto de las personas, pero en todo ser humano subsiste esta capacidad, aunque no se expresa de la misma manera. La sociabilidad es esta disposición a establecer relaciones con los demás. En la vida cotidiana constatamos que hay personas más sociables que otras, personas que tienden a establecer relaciones con los otros, que con mucha facilidad dibujan un abanico de complicidades. También detectamos personas poco sociables, que tienden a refugiarse en su soledad, que tratan de evitar el encuentro con los demás. La sociabilidad, no obstante, no se puede contraponer al deseo de soledad. De hecho, sociabilidad y recogimiento son dos dimensiones complementarias de la persona. Así como la sociabilidad es la capacidad para estrechar vínculos con los otros, el recogimiento es la capacidad de encerrarnos en nosotros mismos para meditar o pensar. No debe contraponerse la sociabilidad al deseo de recogimiento, porque ambos movimientos son necesarios en la vida humana, sino que debe contraponerse a la taciturnidad. El taciturno huye del mundo por misantropía, por odio a los hombres, se encierra en sí mismo y, de esta manera, excluye la riqueza que aporta el diálogo con los demás. La sociabilidad, en cambio, es apertura, permeabilidad, receptividad. Es una disponibilidad del ánimo que puede hacerse efectiva o bien permanecer como una posibilidad. Para que se haga efectiva, es necesaria la presencia del otro. Es en este contexto en el que podemos detectar la sociabilidad o la insociabilidad de una persona. La persona sociable, además de tener esta virtud que la faculta para establecer vínculos, también tiene la capacidad de adaptarse en diferentes contextos. Todo ser humano se desarrolla en una circunstancia vital, pero no todos tenemos la misma capacidad para adaptarnos a las nuevas circunstancias. Ser sociable quiere decir saber vivir en sociedad,

55

y esto significa aprender a ceder terreno propio, a adaptarse a las nuevas formas de vida. Ser sociable significa, pues, ser capaz de congeniar con personas diferentes y en contextos diferentes. Ser sociable con los que tengo una afinidad especial, ya sea a causa del carácter o de la profesión, no es meritorio. Lo que verdaderamente es meritorio es practicar la sociabilidad con los que son rudos de corazón o difíciles de trato. La persona sociable no distingue en su trato, saluda y se despide de todo el mundo y no tiene complejos ni temores a la hora de conversar con uno o con otro. El exceso de sociabilidad, no obstante, ya no es una virtud, porque la virtud es, como se ha dicho, el punto intermedio y, allí donde hay un exceso, no puede haber una conducta virtuosa. El exceso de sociabilidad es una desmesura y se da cuando al entrar en relación con otro se produce una invasión de la intimidad de este. El civismo se relaciona estrechamente con la sociabilidad. Es interacción y, de hecho, solo puede haber interacción si se cultiva la virtud de la sociabilidad. Si, como hemos dichos anteriormente, el civismo es un modo de relación armónica y equilibrada con el otro, exige necesariamente la relación. Si fuéramos capaces de imaginarnos un mundo de personas absolutamente insociables, seres autistas socialmente, nos daríamos cuenta de que en ese mundo no habría ningún tipo de comunicación entre sus habitantes y que, por tanto, no podría haber ni conciencia cívica ni sentido de pertenencia. La sociabilidad es la condición de posibilidad del civismo. A pesar de todo, la virtud de la sociabilidad debe afrontar una serie de obstáculos. Esta apertura hacia los demás, este deseo de establecer vínculos y de confiar, puede verse limitada por diversos motivos. Es necesario darse cuenta, en primer lugar, de que el miedo al otro, ya sea por su aspecto o por experiencias negativas, obstaculiza la sociabilidad. Si tengo miedo del otro, trato de no acercarme a él, trato de eludirlo y separarme. El miedo separa, mientras que la sociabilidad une. En las grandes ciudades el miedo hacia el otro es mucho más frecuente de lo que desearíamos. El clima de inseguridad permanente en el que vivimos nos hace mucho más cuidadosos en la relación con el otro y, por poco que podamos, intentar evitar su proximidad. Enseñamos a los niños a no confiar en los desconocidos, a evitar el contacto con ellos, y lo hacemos por temor a que puedan ser objeto de alguna agresión. El miedo, la desconfianza hacia el otro, hace difícil la cordialidad, pero es una vivencia que va in crescendo en los grandes núcleos urbanos. La masificación también es un obstáculo para el civismo y en la práctica de la sociabilidad. El deseo espontáneo de abrirse al otro para establecer vínculos puede verse amortiguado cuando hay un exceso de densidad urbana que hace que el otro, en lugar de aparecer como una posibilidad, aparezca como un obstáculo. Finalmente, aún hay otra dificultad para la práctica de esta virtud, que es la timidez.

56

Esta última es un obstáculo de tipo psicológico que tiene raíces plurales y que causa padecimiento a la persona que la vive, porque no es capaz de encontrar ni las palabras ni el tono adecuado en la relación con los demás. Padece porque le cuesta establecer vínculos. La timidez no puede considerarse, en sentido estricto, una virtud, ya que indica un déficit de sociabilidad, denota una cierta incapacidad para establecer el encuentro con los demás. No debe confundirse con la virtud de la discreción, que es la prudencia frente a la intimidad del otro, una prudencia pensada deliberadamente, no defecto del carácter. Una de las expresiones de la sociabilidad humana es la conversación. Aunque pueda parecer obvio, merece la pena pensar en qué consiste el hecho de conversar, porque a menudo empleamos este verbo para referirnos a una actividad que, en esencia, no tiene nada que ver con el hecho de conversar. Conversar es hablar con alguien sin intentar convencerlo ni vencerlo. La finalidad de la conversación es entenderse, no ponerse de acuerdo. Por eso, se distingue de la discusión (que supone una discrepancia y el deseo de ponerle fin) y del diálogo (que tiende hacia una verdad común). La conversación no tiende hacia nada en concreto y no tiene otro objetivo que ella misma. Su gratuidad forma parte de su encanto. Es uno de los placeres de la vida social, especialmente entre los amigos. La persona sociable conversa con facilidad con sus coetáneos, ya sea con sus vecinos, con el barbero que lo afeita o con el panadero de la esquina. Este intercambio amable de palabras que es la conversación no pretende elevarse a altas cotas de reflexión, ni profundizar en determinados aspectos de la vida social, ni tampoco polemizar, sino que tiene como objetivo mantener con fluidez la relación con los otros y hacerles más agradable la vida.

2. La benevolencia La virtud de la benevolencia está estrechamente vinculada con la piedad (pietas). En el mundo romano, la pietas era aquella actitud nacida de los buenos sentimientos que empujaba a la aceptación animosa y al cumplimiento de los deberes respecto de los dioses (comenzando por los lares de la casa), los padres y el resto de parientes y amigos. En sentido etimológico, la benevolencia es el deseo de bien para los demás, la voluntad de bien para todo el mundo, próximos o desconocidos. No es la amistad, porque la amistad exige la reciprocidad y es un trato personal, una mutua relación de benevolencia, según la conocida definición aristotélica. Es inviable ser amigo de todos los ciudadanos, porque la amistad es un vínculo íntimo y leal a lo largo del tiempo y exige un trato continuado, y esto no es compatible con la limitación humana, mientras que la benevolencia es un deseo universal de bien, una especie de buena voluntad

57

proyectada hacia todo el mundo, sin distinciones. Dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco que la benevolencia se parece a lo amistoso, pero no es exactamente la amistad, porque la benevolencia se da, incluso, con personas desconocidas, mientras que la amistad exige siempre conocimiento del otro. Tampoco es afecto, porque no tiene la intensidad, ni el deseo que acompaña todo afecto. Además, el afecto se genera con el contacto y la benevolencia es inmediata. Dice, además que, en cierta manera, podría entenderse la benevolencia como una especie de amistad inactiva, ya que, cuando se prolonga y alcanza cierta familiaridad, se convierte en amistad, pero no es una amistad que existe por interés o por placer, porque la benevolencia tampoco radica en este tipo de cosas[20]. En el marco de la tradición budista la benevolencia es el deseo universal de bien para todo ser vivo, sea o no sea de la especie humana. Este sentimiento de proximidad hacia todas las criaturas del universo lleva, de rebote, a una relación de respeto hacia toda forma de vida. A diferencia de la benevolencia, tal y como se ha descrito en la historia de la ética occidental, la benevolencia budista no conoce fronteras y parte de la concepción de un mundo interdependiente en el que todas las cosas están íntimamente relacionadas entre sí y que es, en extremo, vulnerable[21]. De ahí se infiere el deber de ser benevolente, de amar todas las entidades vivas del mundo y de respetarlas, ya que el equilibrio de nuestro sistema-mundo no depende de un solo elemento, sino del cuidado respetuoso de todos los nudos que configuran el tejido de la vida. La benevolencia universal es la virtud básica de este civismo planetario que tratamos de describir. Una benevolencia que estuviera centrada exclusivamente en un tipo de ser, nos conduciría hacia una forma de civismo provinciano y excluyente. Aunque por afinidades electivas uno puede sentirse más cercano a un determinado tipo de ser, el civismo planetario nos exige el cultivo de la virtud de la benevolencia universal, la superación de la endogamia y el ensanchamiento del deseo de bien. Determinadas formas de chovinismo y de patriotismo insolidario dificultan la práctica del civismo, porque esta benevolencia solo se proyecta selectivamente hacia unos. El amor a lo propio, el amor a la propia tierra y la propia cultura no son incompatibles con esta benevolencia universal, sino todo lo contrario. Uno puede sentirse plenamente arraigado a su tierra, a su Heimat, a su lengua y tradiciones, pero eso no significa que no sienta benevolencia hacia los suyos, sino que puede sentirse igualmente ligado con todo ser vivo, por el mero hecho de ser vivo. Solo aquel que se siente profundamente arraigado a una tierra puede entender lo que siente el otro por su tierra y respetar su vivencia. En el mundo occidental esta idea de benevolencia puede encontrarse expresada en los

58

textos de San Francisco de Asís y, en particular, en su Cántico de las criaturas. El sentimiento de fraternidad cósmica que se desprende del espíritu de Francesco tiene muchas afinidades con esta voluntad de bien proyectada hacia todo el mundo. La persona cívica está dispuesta a ayudar al desconocido, a facilitar la vida a los demás y a orientar al forastero que se ha perdido por la ciudad. Tiene la virtud de la benevolencia el que desea el bien del otro y se esfuerza por conseguirlo. El filósofo y médico castellano Pedro Laín Entralgo distingue diferentes actitudes que están muy relacionadas con esta virtud cívica: la beneficencia, la benefidencia, y la benedicencia. Las tres son esenciales para una vida social y armoniosa. Aunque él expone estas ideas en el marco asistencial y, más concretamente, en el plano de la relación entre médico y paciente, estas tres nociones son esenciales para un civismo de calidad. Un ciudadano puede calificarse como cívico, en el sentido más pleno de la palabra, cuando, además de querer el bien de los que lo rodean (benevolencia), hace el bien a sus conciudadanos (beneficencia), se fía de ellos (benefidencia) y habla sin herirlos (benedicencia). El civismo, entendido como un modo de vida, no es simple voluntad de hacer el bien, sino que es destreza para hacer el bien. A la persona cívica se le supone la buena voluntad, el deseo de hacer un bien a sus conciudadanos, pero este deseo solo puede articularse de una manera efectiva si tiene destreza y habilidad para hacer este bien. La benevolencia se mueve en el plano del deseo, mientras que la beneficencia se mueve en el plano de la acción. No siempre, no obstante, se corresponden ambos planos. A veces, en el fondo hay buena intención, pero no hay suficiente capacidad para hacer con eficacia el bien. Otras veces, en cambio, se actúa correctamente, pero por pura casualidad, sin intencionalidad de bien. Ser cívico significa querer hacer el bien a los conciudadanos del entorno más inmediato, pero también a los que están más alejados geográficamente. Para poder discernir cuál es el bien que esperan nuestros coetáneos, es necesario escuchar el parecer de cada uno de ellos y, solo después de este acto de escucha, uno puede hacer con eficacia el bien. No podemos proyectar en los demás aquello que para nosotros es un bien. El paso de la benevolencia a la beneficencia exige la escucha del otro. Cuando uno se dispone a hacer el bien a un colectivo sin haber escuchado cuáles son sus aspiraciones y expectativas, con facilidad se frustra la práctica beneficiente. Uno podría creer, por ejemplo, que lo que una comunidad de vecinos necesita prioritariamente es una zona verde en lugar de un aparcamiento de carácter municipal. Solo si uno se dispone a escuchar a la comunidad, podrá llegar a discernir cuál es el bien prioritario para esta comunidad. No puedo anticipar el bien que esperan los demás si no estoy atento a sus demandas. Ser cívico significa, pues, practicar el difícil arte de escuchar. Además de la benevolencia y de la beneficencia, es necesario distinguir la

59

benedicencia, que significa decir buenas palabras, hablar correctamente. Al reivindicar el hecho de hablar bien, no nos referimos al dominio sintáctico o gramatical, sino al modo de hablar, al tono o al contenido de sus manifestaciones. No pretendemos resucitar la conocida «Lliga del bon mot» [«Liga de la buena palabra»] [22], ni tampoco introducir una censura a la libertad de expresión, pero sí queremos considerar la relevancia que tiene la palabra en el seno de las sociedades humanas y, especialmente, de las comunidades educativas. El ser humano, en tanto que animal dotado de palabra, tiene la capacidad de expresarse de muchas maneras. Diciéndolo a la manera de Aristóteles, podríamos afirmar que el hablar, como el ser, se predica de muchas maneras. En una sociedad cívica, el uso de la palabra no es irrelevante, sino que tiene mucho valor y es necesario prestarle atención. Una persona cívica es capaz de escuchar antes de hablar y sabe discernir el registro lingüístico que debe emplear según la situación. Sabe que no todas las palabras son igualmente oportunas y que, según el interlocutor, es necesario emplear unas u otras. Hay ocasiones en que no solo el contenido de la manifestación (la materia) llega a ser molesto, sino también la forma que tiene. Nos sorprende negativamente que en un vehículo público determinadas personas, a la hora de comunicarse entre sí, empleen un tono elevado así como también ofende el contenido de sus expresiones. La palabra es un instrumento de primer orden en la vida humana. Tiene un enorme potencial comunicativo. Hay palabras que consuelan y animan, pero también hay palabras que hieren y enfurecen. La persona cívica practica una cierta continencia verbal y es delicada en sus manifestaciones, intenta no molestar a los demás. Esta delicadeza en el hablar es un síntoma elocuente de civismo, es algo deseado y querido. El tono arrogante y pretencioso, en cambio, el insulto sistemático, el sarcasmo que hiere y la tendencia a abroncar al interlocutor son claras manifestaciones de incivismo. Sin duda, el derecho a la libertad de pensamiento, de creencia y de expresión es uno de los tesoros más valiosos que hemos conquistado en Occidente y que, precisamente por este motivo, debemos saber preservar para el futuro. La diversidad expresiva es un bien para la sociedad, nos enriquece profundamente y es una manifestación de la creatividad y de la singularidad de cada ser humano. No obstante, hay formas expresivas, ya sea a través del lenguaje verbal o del lenguaje no verbal, que pueden ofender la sensibilidad de grupos de ciudadanos. La libertad no puede emplearse para ofender, denigrar o humillar a nadie, sino que este derecho debe conjugarse con el derecho al respeto, al honor. Desde nuestro punto de vista, el civismo y la grosería son actitudes contrarias. Aunque pueda parecer ridículo y anacrónico, hablar bien es un acto de civismo, especialmente cuando uno se dispone a hablar en un ámbito público, como puede ser una

60

plaza, un aula, una radio o un plató de televisión. El que practica la benedicencia tiene en cuenta la sensibilidad de su receptor y tiene cuidado de no decir palabras que puedan herir la sensibilidad de los que lo escuchan. A veces, determinadas actitudes, sarcasmos o bromas que afectan a un colectivo vulnerable o minoritario, pueden ofender gravemente a algunas personas. Es lamentable observar cómo en las cadenas de televisiones públicas y también privadas, así como en los anuncios publicitarios, se hiere, con mucha frecuencia, la sensibilidad de grupos, ya sea por el prejuicio que se comunica o por lo que hay implícito en el sentido del humor que allí se expresa. Es fácil constatar este malestar, si uno consulta las denuncias que anualmente llegan al Consejo Audiovisual de Cataluña. Los prejuicios sexistas, racistas, economicistas y religiosos son muy abundantes en nuestros sistemas de comunicación de masas y son graves obstáculos para la práctica del civismo. Finalmente, el civismo se relaciona con otra actitud que es la benefidencia, la confianza en el otro. La raíz de la palabra que utiliza Laín Entralgo, proviene de la palabra latina fides, que significa «fe». La persona cívica tiene fe en sus coetáneos, se fía de sus palabras y actitudes, del mismo modo que ella es digna de confianza por parte de los que la escuchan. Digamos que da motivos para generar relaciones de confianza. En determinadas ocasiones, es posible que el ciudadano pierda esta confianza en su coetáneo, ya sea por malas experiencias pasadas o bien por prejuicios que tiene arraigados y que no es capaz de superar. Cuando uno pregunta a un vecino cómo puede hacer para llegar a un determinado lugar, realiza un acto de confianza, como también lo hace la persona que se dispone a ayudarlo. En sociedades profundamente marcadas por la violencia, la inseguridad y la desconfianza esta fe en el otro puede verse gravemente vulnerada. Deberíamos educar en la idea de que el otro no es, de entrada, un enemigo potencial, sino un posible amigo, que el otro no es, necesariamente, un potencial agresor, sino alguien de fiar. Debemos ser capaces de invertir el estilo educativo y velar por que las nuevas generaciones puedan vivir en un mundo donde la confianza no sea motivo de extrañeza.

3. La urbanidad La palabra urbanidad tiene diferentes sentidos. En cierta manera, es una virtud maldita, incluso puede sonar ridícula o desfasada en determinados ambientes. Para algunos autores, significa un conjunto de costumbres y de hábitos sociales muy estrictos que privan de libertad a la persona, mientras que para otros, en cambio, es aquella manera de hacer que se aviene a un conjunto de pautas mínimas de buena educación[23]. Nosotros entendemos por virtud de urbanidad aquel conjunto de formas mínimas que

61

es necesario respetar en el espacio público. Entendemos por forma no solo el lenguaje verbal o gestual, sino también la disposición del cuerpo y su ubicación en el espacio. La distinción entre el espacio público y el espacio privado no nos parece irrelevante en la definición de la urbanidad. Creemos, por ejemplo, que en el espacio público es exigible la virtud de la urbanidad, mientras que en el espacio privado, en la esfera de la propia intimidad, uno puede permitirse el lujo de ser condescendiente con las formas. Tampoco somos partidarios de una dejadez total en la esfera privada, porque también merecen respeto los que forman parte del núcleo más íntimo, pero la exigencia de urbanidad es menor, porque se produce en un marco de confianza y lealtad. Entendemos, pues, que la urbanidad es, esencialmente, una virtud pública determinante para el desarrollo de la conciencia cívica. Durante un tiempo la virtud de la urbanidad fue denigrada por los movimientos rupturistas desde el punto de vista social. Veían en la urbanidad un sistema de convenciones y de prejuicios heredados de la sociedad burguesa y puritana, que era necesario desmantelar y superar definitivamente. Durante ese tiempo se contrapusieron urbanidad y sinceridad, y se hizo una apología de la sinceridad, aunque, muchas veces, no era la sinceridad lo que se defendía, sino una total y absoluta espontaneidad. En aquel contexto, resultaba reaccionario y conservador defender la virtud de la urbanidad, porque lo que se consideraba innovador y progresista era la total permisividad de costumbres, hábitos y disposiciones corporales. En la actualidad, en cambio, muchos herederos de aquel mundo que se quería situar más allá de las convenciones y de las mínimas formas de educación reivindican, de nuevo, la urbanidad, aunque no en el sentido que esta palabra tenía antes de la ruptura. La defensa de la urbanidad, por tanto, no debe entenderse como una concesión a la nostalgia, como un movimiento de tipo reaccionario, sino como la voluntad de definir unas formas mínimas que debemos consensuar entre todos con el fin de hacer más agradable la coexistencia entre nuestras comunidades. No pretendemos, por tanto, resucitar aquella urbanidad de nuestras abuelas y bisabuelas, que tenía aspectos bien criticables, sino que lo que se pretende es replantearla como virtud de futuro[24]. Cuando uno piensa en los manuales de urbanismo de principios del siglo xx, siente un rechazo instintivo frente a la palabra urbanidad, especialmente por su carga sexista, puritana y clasista. No sentimos nostalgia de esta urbanidad ridícula y premoderna, que se basa en detalles sumamente estúpidos de la vida cotidiana y en formas y posturas corporales realmente artificiales; tampoco sentimos ningún tipo de devoción por la urbanidad entendida como una forma de hipocresía social, sino que reivindicamos la virtud de la urbanidad en el sentido más noble del término. En el discurso décimo del Teatro Crítico Universal, Benito Jerónimo Feijoo (1676-

62

1764) se refiere exhaustivamente a la verdadera y a la falsa urbanidad. Para él, la urbanidad es «una virtud o hábito virtuosos, que dirige al hombre en palabras, y acciones, en orden a hacer suave, y grato su comercio, o trato con los demás hombres». Creemos que, en esencia, este ilustrado afrancesado sintetiza, en pocas palabras, aquello perennemente valioso de la virtud de la urbanidad. Una persona que practica la virtud de la urbanidad es, según él, una persona que tiende a limar asperezas y a suavizar las relaciones, que evita engendrar la discordia y busca, más bien, la concordia. La virtud de la urbanidad nos faculta para tener un carácter suave, discreto, que se adapta a las circunstancias y que hace agradable la vida a los demás. Por eso, la urbanidad es una virtud que se muestra en los pequeños detalles. Hay un montón de situaciones diarias que nos revelan esta virtud: dejar pasar al otro cuando tiene prisa; preguntar, al entrar en una tienda, quién es el último de la cola; aguantar la puerta al que viene detrás; pedir las cosas con un «por favor»; recibir los favores con gratitud; levantarse de la silla cuando entra alguien; tratar de usted a las personas mayores; ayudar al ciudadano que tiene dificultades; circular correctamente por la carretera; no ensuciar el entorno; no molestar con el ruido a los demás; pasar discretamente... Hay, no obstante, una serie de manifestaciones humanas que son un claro exponente de la falta de esta virtud. Feijoo profundiza en ellas. La urbanidad se contrapone, según él, a la locuacidad. El que quiere –dice– ser siempre oído, y no escuchar a nadie, usurpa a los demás el uso de una prerrogativa propia de su ser. ¿Qué fruto sacará, pues, de su torrente de palabras? No más que enfadar a los circunstantes, los cuales después se desquitan de lo que callaron, hablando con irrisión, y desprecio de él. No hay tiempo más perdido, que el que se consume en oír a habladores. Esta es una gente, que carece de reflexión; pues a tenerla, se contendrían, por no hacerse contemptibles[25]. En efecto, la locuacidad es un mal hábito y, precisamente por eso, se contrapone a la urbanidad, que es una virtud. Se entiende por locuacidad el acto de hablar por hablar, la charlatanería descontrolada, el uso impertinente de la palabra, la incapacidad para reflexionar qué es necesario decir y qué es necesario callar en cada momento. Tener urbanidad significa hacer un esfuerzo por contener la palabra, por no decir más de lo que debe decirse y decir aquello que se ha pensado y no solo aquello que toca decir. La urbanidad es una virtud que nos permite adaptarnos a la circunstancia en la que nos encontramos. Una persona tiene urbanidad cuando sabe actuar conforme al entorno,

63

cuando no desentona por aquello que dice o hace. Así lo expresa Feijoo: Una de las lecciones más esenciales de la Urbanidad es acomodarse en las concurrencias al genio, y capacidad de los circunstantes: dejar en todo caso a otros la elección de materia, y seguirla hasta donde se pudiere. Punto menos extravagante es el que razona con otro sobre facultad, que es no alcanza, que el que le habla en idioma, que no entiende[26]. Es contraria, pues, a la urbanidad, la afectación de superioridad, el tono magistral en contextos informales y coloquios. Con gran lucidez, Feijoo nos muestra que, a veces, hombres eruditos del mundo académico son incapaces de adaptarse a las circunstancias y que, al hablar, pierden de vista el entorno en el que se encuentran y sentencian como si estuvieran en el aula. Les falta urbanidad. Dice: Entre los profesores de letras hay no pocos tediosos a los circunstantes, porque siempre quieren hacer el papel de maestros. Para ellos todo lugar es Aula, toda silla es Cátedra, todo oyente discípulo[27]. ¿Quién no se ha encontrado nunca en una cena festiva teniendo que soportar las graves sentencias de un poeta desconocido o las disquisiciones metafísicas de un filósofo frustrado? La urbanidad se muestra también en el arte de visitar y, especialmente, en la manera de visitar a los enfermos. A menudo, dice Feijoo, las visitas son inoportunas e impertinentes, se alargan excesivamente, y el visitante no se da cuenta de que es un estorbo y de que habría sido mejor que, antes de aparecer en aquella casa, hubiera preguntado si era conveniente ir. Con gran sentido común, Feijoo constata que hay visitas de duelo que, en lugar de consolar a la viuda, añaden una nueva tortura a esta pobre mujer. Aprender a visitar es un ejercicio clave para vivir la virtud de la urbanidad. En el terreno asistencial este punto es capital. Los enfermos son, según Feijoo, «unos vidrios delicadísimos» y, por eso, la visita no puede hacerse de cualquier manera, sino que es necesario tener el don de la oportunidad, para no cansar al enfermo. La urbanidad, como otras virtudes cívicas, se muestra en los detalles de la vida cotidiana. Al reivindicar la urbanidad, no pretendemos defender un mundo de hombres reflexivos y graves que meditan concienzudamente sobre cada uno de los gestos que hacen, sino que pretendemos defender unas formas mínimas, tanto en la calle como en las instituciones. Los hombres que siempre están serios –dice Feijoo– son mitad hombres y mitad estatuas.

64

4. La cortesía Una persona que practica la virtud de la cortesía trata de a los demás según el ceremonial que prescribe la buena educación. El lector, no obstante, puede hacerse una pregunta: ¿Qué es la buena educación? Naturalmente, este ceremonial es diverso según contextos históricos y culturales. En cada cultura hay, por ejemplo, un ceremonial de salutación y un ritual de despedida. Los antropólogos nos muestran cómo los gestos, los símbolos y las palabras que se intercambian en cada una de estos ceremoniales son muy diversos en el conjunto de nuestro mundo. La cortesía, por tanto, no es una disposición natural, ni una propiedad que llevemos sellada en nuestra naturaleza, sino que es una virtud que se aprende, ya sea mediante la enseñanza (dianoética) o bien a través de la costumbre (ética). Ser cortés significa ceñirse a los ceremoniales que se celebran en cada ámbito concreto. Esta es una lección que fácilmente aprende el buen viajero. Sabe que allí donde va, debe adaptarse a las costumbres y ritos sociales que son propios de aquel lugar y que, solo de esta manera, será aceptado y respetado. No obstante, puede haber ritos y costumbres que sean difíciles de asumir por su sensibilidad moral y eso le comporta, consecuentemente, una cierta violencia moral. Será necesario que discierna qué ritos y ceremoniales puede imitar sin problemas de conciencia y cuáles le presentan dificultades, para encontrar soluciones adecuadas. La cortesía también se reconoce en aquellas personas que guardan buenas formas en la manera de hablar y de moverse y que no se dejan llevar por las pasiones. Este último elemento es especialmente significativo. El ser humano, en tanto que animal apasionado, puede sentir amor, pero también odio, puede enamorarse, pero también puede querer vengarse. La cortesía es una forma de contención del fondo pasional del ser humano y, por eso, implica cierta continencia. La cortesía practicada durante una comida, por ejemplo, nos obliga a esperar hasta que el último miembro de la mesa se haya servido antes de comenzar. Si uno tiene hambre, es difícil esperar a que todo el mundo tenga el plato, pero la cortesía actúa como freno. La cortesía corresponde a la palabra francesa politesse, a la palabra italiana civiltà y a la latina comitas. La etimología relaciona la cortesía (politesse) con la política. De hecho, la cortesía indica originariamente aquel conjunto de actividades y de comportamientos que era necesario no perder de vista en la corte. Esta vinculación política, pues, no es arbitraria. La cortesía es el arte de convivir con los demás, pero más por el cuidado de las apariencias que por las relaciones de fuerza. Es el arte de los signos, en palabras de Alain, una especie de gramática de la vida intersubjetiva. La intención no cuenta, ya que las costumbres lo son todo. Según Comte-Sponville, no es

65

una virtud, sino más bien un simulacro de virtud, pero necesaria para vivir en sociedad[28]. En efecto, hay un cierto debate en torno a si esta disposición del ánimo se puede considerar o no una virtud. Si tan solo es apariencia y se trata de un acto involuntario, no puede considerarse virtud, porque la virtud debe nacer auténticamente en el corazón y es necesario que sea consecuencia de una decisión libre y voluntaria. Nosotros consideramos que la cortesía forma parte de las pequeñas virtudes de la vida pública, que no es un simple decorado, sino que facilita las relaciones humanas y que permite sentirse bien en la propia ciudad. Así como la urbanidad se refiere a aquellas formas mínimas que es necesario adoptar en la vida pública, la cortesía se refiere a aquel conjunto de gestos, de símbolos y de palabras que es bueno manifestar para facilitar la convivencia. La cortesía no es tan vital como la urbanidad, porque la urbanidad es una virtud de mínimos, mientras que la cortesía es una virtud deseable, pero no igualmente exigible como la urbanidad. El filósofo judío Emmanuel Lévinas, en cambio, ve en la cortesía lo esencial de la moral: «Usted primero». Desde su punto de vista, la cortesía no es un simulacro, sino que es un hábito perfectivo, es virtud de pleno derecho. Según él, ser cortés es actuar como si uno fuera virtuoso: significa simular el respeto («perdón», «por favor», «se lo ruego»...), el interés por el otro («¿cómo estás?», «¿cómo te encuentras?»), el agradecimiento («gracias»), la compasión («le acompaño en el sentimiento»), la misericordia («no tiene importancia»), incluso la generosidad o el desinterés («usted primero»). Si uno no es virtuoso pero simula que lo es, la cortesía es un simple simulacro; pero si uno es realmente virtuoso y lo manifiesta públicamente, esta manifestación no es hipocresía, sino una virtud. La cortesía es una manifestación de delicadeza hacia el otro y esta expresión no es necesariamente una falsedad. Al menos queremos imaginar que, en ocasiones, puede responder a un sentimiento verdadero.

5. La amabilidad En el libro IV de la Ética a Nicómaco, Aristóteles describe la virtud de la amabilidad dentro del conjunto de las virtudes éticas[29]. Según el Estagirita, la amabilidad es una virtud porque es un término medio entre dos actitudes que se dan en la vida social y en el intercambio de palabras entre las personas. Hay personas –dice– que lo elogian todo para agradar y que no se oponen a nada, porque se creen en la obligación de no causar molestias a aquellos con los que se encuentran; hay otros que, por norma, se oponen a todo y que no les preocupa lo más mínimo molestar. Ambas formas de ser son

66

igualmente censurables y solo el término medio es elogiable. Ser amable significa, según Aristóteles, actuar de igual manera con los desconocidos que con los conocidos, con los que forman parte del círculo íntimo que con los que no forman parte de él. En cada situación esta amabilidad deberá expresarse según corresponda, porque no puede mostrarse el mismo afecto hacia los que son íntimos que hacia los que son extraños. Hay quien aspira a ser agradable sin ningún interés de segundo orden. Aristóteles lo califica de persona obsequiosa; pero también hay quien quiere gustar por intereses y a este tipo lo denomina adulador. Si la práctica de la amabilidad responde a intereses, no puede considerarse una virtud propiamente dicha, porque no es un hábito perfectivo, sino un instrumento para conseguir algo. Una persona amable es una persona que se hace querer. Es querida por otros espontáneamente. Los demás buscan su compañía, porque viven con gozo el contacto con ella. Amabilis es aquella persona que se hace querer, que es digna de ser querida. El término amabilitas se forjó en latín como sustantivación del adjetivo amabilis, amabile. La persona amable genera, sin saberlo, complicidades. Esta amabilidad auténtica se contrapone a la amabilidad forzada, que persigue gustar al otro y que, generalmente, se traduce en una manera de adularlo para acrecentar su ego. No es esta la amabilidad que nos hace cívicos, sino una amabilidad mucho más sobria y transparente. La persona amable, en sentido genuino, no es amable porque desee conseguir unos determinados fines, sino porque cree que debe serlo, indistintamente de quién sea su interlocutor. La amabilidad se muestra con aquellos para los que, en principio, no tenemos ningún tipo de interés. En efecto, ser amable con un superior, con un potencial elector, con un cliente o con un paciente tiene, en cierto modo, una justificación de carácter rentable. Y, de hecho, trae cuenta hacerse el amable, aunque la representación de la amabilidad no es una virtud. A menudo nos sacrificamos por gustar a los demás, por captar su benevolencia, para que nos quieran, nos valoren y nos reconozcan. No es esta la amabilidad que nos construye como ciudadanos. Esta amabilidad es fruto de la necesidad, no es un acto plenamente voluntario, sino la respuesta a un estímulo. Cuando realmente se pone de manifiesto si una persona tiene o no la virtud de la amabilidad es cuando se relaciona con inferiores con la misma delicadeza que con sus superiores. Cuando la práctica de la amabilidad no se selecciona según niveles de poder o de riqueza económica del destinatario, estamos delante de una amabilidad recta. ¿Qué es lo que hace que una persona sea calificada como amable? Inciden en ello, como es natural, un conjunto de variables. Cuenta, naturalmente, su tono de voz, el contenido de sus palabras y la forma que adopta el cuerpo en el espacio, pero la amabilidad se relaciona, generalmente, con el bien realizado. El bien es deseado por todo

67

ser humano, aunque no siempre lo busquemos por los caminos adecuados. La persona que ha realizado la experiencia de haber hecho un bien a su prójimo, es una persona que se hace querer, que es amable. Ser amable, pues, no solo debe entenderse desde un punto de vista psicológico, sino también en función del bien que es capaz de realizar. Deseamos estar cerca de una persona amable, queremos compartir con ella tiempo y espacio, porque a través de ella experimentamos la gran experiencia del bien realizado.

6. La tolerancia Una de las virtudes cívicas esenciales para poder vivir en una sociedad plural es la tolerancia. No se trata de una virtud menor, como podrían ser, por ejemplo, la cortesía o la modestia; tampoco puede calificarse como una fácil disposición del ánimo, sino que demanda un esfuerzo, un intenso aprendizaje a lo largo del tiempo. No hay civismo sin tolerancia, aunque la tolerancia no debe confundirse ni con la indiferencia ni con la total permisividad. Sin caer en pesimismos antropológicos, podría afirmarse que la tendencia habitual del ser humano es la intolerancia, que instintivamente tiende a no aceptar a los que participan de otras convicciones y opciones de vida. El paso de la intolerancia a la tolerancia exige una pedagogía, un intenso trabajo de contención y de autodominio, una capacidad de sufrir sin alterarse, pero este es el signo más elocuente de una sociedad civilizada, de una comunidad cívica. Cuando la pluralidad no es un hecho vergonzoso, sino un fenómeno vivido con tolerancia, estamos frente a una sociedad modélica desde el punto de vista del civismo. Cuando, en cambio, la diversidad genera conflictos y fracturas sociales, estamos frente a una sociedad carente aún de la virtud de la tolerancia. La misma palabra tolerancia es equívoca. Se emplea en contextos diferentes y no siempre para expresar el mismo significado. A veces se utiliza para reivindicar una total permisividad hacia las costumbres y los hábitos sociales, mientras que, en otras ocasiones, parece identificarse con una actitud paternalista hacia alguien que consideramos que está equivocado. La tolerancia, no obstante, no es el paternalismo ni significa mirar con condescendencia al que piensa diferente. La persona auténticamente tolerante no se cree en posesión de la verdad, pero desea conocerla. Tolera otros caminos en la búsqueda de esta verdad y admite que su camino no es el único plausible, pero no puede evitar manifestar, con argumentos, los equívocos del otro, si cree firmemente que aquel se equivoca. El deseo de verdad se supone en la persona tolerante, aunque es lo suficientemente lúcida para distinguir el deseo de la posesión. Ser tolerante no significa practicar una indiferencia o apatía social, no quiere decir situarse más allá del bien y del

68

mal para creerse en la posesión de la verdad y poder perdonar a los que están equivocados, porque esto sería una apropiación indebida de la verdad, un error de soberbia, de orgullo o de vanidad. El filósofo catalán Jaime Balmes (1810-1848), en su conocida obra El catolicismo comparado con el protestantismo, explora el concepto desde diferentes puntos de vista. Es evidente que algunas de sus conclusiones pueden resultarnos anacrónicas y que en algunos textos rezuma un afán de proselitismo católico y un celo religioso incontenido que no compartimos, pero creemos que, en esencia, describe bien el núcleo de la cuestión. Según el autor de El criterio, Se llama tolerante un individuo cuando está habitualmente en tal disposición de ánimo, que soporta sin enojarse ni alterarse las opiniones contrarias a la suya[30]. En efecto, la tolerancia es una virtud que nos faculta para admitir opiniones, actitudes y estilos de vida que son contrarios a las propias convicciones, pero que admitimos sin enojarnos. Una tolerancia vivida de mala gana no es todavía una tolerancia madura, sino tan solo un esbozo, un principio. Es evidente que la tolerancia exige un esfuerzo, porque la tendencia habitual es contrariarse frente a aquellos que manifiestan otras opciones, mientras que la disposición a admitirlos y a aceptarlos con alegría, sin enfadarse, es realmente difícil, sobre todo si uno cree realmente en sus convicciones. En este sentido, el que no se siente arraigado en un conjunto de convicciones, el que no tiene un conjunto de principios firmemente adquiridos, está mejor predispuesto a aceptar las opiniones y los estilos de vida de otros, pero eso no es la tolerancia, porque la tolerancia implica cierto padecimiento por las opiniones del otro y este padecimiento solo puede sufrirlo quien realmente tiene unos principios y cree en ellos con firmeza. El escéptico, por tanto, no puede ser tolerante, sino indiferente. En el fondo, puede llevar a relativizar el punto de vista ajeno, porque relativiza su propia posición personal. La tolerancia no supone en la persona nuevos principios, sino más bien una calidad adquirida con la práctica, una disposición de ánimo que se va adquiriendo a lo largo del tiempo[31]. En efecto, esta virtud cívica formaría parte de las que Aristóteles denominaba éticas, de aquellas que se aprenden mediante la costumbre (el ethos). Para poder ejercer correctamente la tolerancia es necesario saber ponerse en el punto de vista del otro, en sus circunstancias históricas. Si uno intenta comprender por qué el otro dice lo que dice y por qué defiende un determinado estilo de vida, es más capaz de tolerar su posición e, incluso, de admitir que, si él también hubiera vivido aquellas circunstancias, también optaría por aquel mismo estilo de vida. La capacidad de empatizar con el otro, de ponerse en su piel, nos permite ver al otro

69

como un ser humano de carne y hueso con unas opciones de vida que, aunque no compartimos, tienen una lógica a causa de la historia vivida. Como dice acertadamente el filósofo de Vic, la tolerancia se relaciona estrechamente con la humildad, es decir, con el reconocimiento de los propios límites. Un hombre tolerante es capaz de relativizar el punto de vista propio y de admitir que él puede equivocarse y que el otro puede tener razón. A menudo, se confunde la tolerancia hacia las personas y la tolerancia respecto de las opiniones. Desde nuestro punto de vista, es esencial saber distinguir una de la otra. La opinión no es la persona. No deben confundirse los dos niveles. El hecho de que no compartamos una opinión determinada no significa que la persona que la formula no sea digna del máximo respeto. Las personas no se toleran, sino que se respetan y se valoran por sí mismas. La persona no debe ser valorada por lo que dice o hace, ni tampoco por lo que deja de decir o de hacer, sino que es un ser que tiene un valor intrínseco, por su naturaleza. Es clasista y contrario al principio de dignidad tolerar personas, porque las personas no se toleran, sino que se aceptan tal como son. Otra cosa son sus opiniones y sus estilos de vida. Hay opiniones que podemos tolerar, pero hay otras que, con el corazón en la mano, no son tolerables, que causan tanto sufrimiento que no podemos tolerarlas. La tolerancia absoluta no es tolerancia, sino permisividad. La tolerancia, como virtud humana, tiene límites, y en una sociedad plural, democrática y libre, es necesario discernir cuáles son las fronteras de lo tolerable y lo no tolerable. La tolerancia, pues, no es laxismo, ni debilidad; tampoco es la indiferencia frente a las actitudes del otro. El que tolera padece por el otro y le duele su modo de vivir, pero no intenta cambiarlo ni lo discrimina a causa de su estilo vital. El civismo exige la práctica de la tolerancia, pero también de la tolerancia cero hacia determinadas formas de conducta que atentan contra los principios fundamentales. Esta tolerancia cero, no obstante, no puede manifestarse violentamente, sino desde el sentido común y desde el peso de la legalidad. Los que velan por un mundo más cívico no pueden tolerar el menosprecio de la vida humana, la práctica de la injusticia, la vulneración de la integridad física y moral de las personas o la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, pero no podemos expresar esta «intolerancia» de una manera intolerante, sino desde la razón, la palabra y la firmeza de nuestras convicciones. La tolerancia tiene límites que no se pueden sobrepasar. La diferencia entre el hombre tolerante y el intolerante es que el primero expresa su intolerancia mediante la palabra, mientras que el otro lo hace mediante la violencia. La tolerancia es, pues, aquella virtud que nos permite dejar hacer lo que podría impedirse o castigarse. No equivale a la aprobación ni tampoco a la neutralidad. El

70

comportamiento que tolero, puedo también combatirlo, en mí o en el otro. Pero me prohíbo prohibirlo. Solo me enfrento a él con ideas, no con la fuerza. Consiste, pues, en apreciar más la libertad que la propia posición, el debate más que la coacción y la paz más que la victoria. La intolerancia es un defecto, un vicio diríamos en el lenguaje tradicional, aunque, tal y como se ha dicho, cierta «intolerancia» vivida juiciosamente y razonablemente es legítima. Tendemos a considerar que los demás son intolerantes, pero raramente somos capaces de darnos cuenta de los elementos de intolerancia que hay en nuestras palabras y actitudes. Calificamos a determinados grupos como intolerantes, pero los miembros de estos grupos difícilmente se considerarán a sí mismos como tales. En contextos sociales caracterizados por el pluralismo, nos preguntamos si, lentamente, la virtud de la tolerancia irá cuajando entre la ciudadanía, o si debemos esperar que los brotes de intolerancia vayan aumentando. Deseamos que nuestros hijos puedan vivir civilizadamente en pueblos y en ciudades, que acepten la pluralidad como un don y no como un problema, pero para alcanzar este reto es necesario transmitirles la virtud de la tolerancia. De momento, en este contexto de emergencia de la pluralidad, observamos, atónitos, cómo se multiplican los actos de intolerancia y cómo estos actos van acompañados de aquello que Martin Luther King denominaba el silencio de la «buena gente». ¿Qué podemos esperar? Jaime Balmes, en la primera mitad del siglo xix, hace el siguiente pronóstico: Cuando en una misma sociedad viven por largo tiempo hombres de diferentes creencias religiosas, al fin llegan a sufrirse unos a otros, a tolerarse, porque a esto los conduce el cansancio de repetidos choques y el deseo de un tenor de vida más tranquilo y apacible; pero en el comienzo de esta discordancia de creencias, cuando se encuentran cara a cara por primera vez los hombres que las tienen distintas, el choque más o menos rudo es siempre inevitable. Las causas de esto se encuentran en la misma naturaleza del hombre, y vano es luchar contra ello[32]. Nosotros queremos tener más esperanza, pero se nos antoja que la tolerancia, entendida como virtud cívica, no se alcanzará por agotamiento sino que será interiorizada intelectualmente. No queremos creer que la causa de la conflictividad hacia el otro-diferente se encuentre en la misma naturaleza del hombre y que sea inútil luchar contra ella; por el contrario, queremos creer que el ser humano, en tanto que animal de posibilidades, puede llegar a apropiarse la virtud de la tolerancia por iniciativa propia, por memoria histórica, antes de que deba hacerlo por cansancio.

71

7. La hospitalidad Una ciudad cerrada, recluida en sí misma, no es, en sentido propio, una ciudad. Una ciudad está viva cuando es abierta, cuando en ella se establece una relación de permeabilidad y de comunicación con el entorno más inmediato. El flujo de dentro hacia fuera (exteriorización) y de afuera hacia dentro (interiorización) es esencial para la buena fisiología de una ciudad. En diversas ocasiones se ha establecido una comparación entre la célula viva y la ciudad. La relación es consustancial en las dos realidades. La célula establece una intensa relación con el medio en el que se encuentra y, a través de su membrana permeable, absorbe elementos del exterior y también, a través de ella, expulsa algunos hacia fuera. La ciudad es, en este sentido, una entidad viva que debe absorber elementos foráneos, pero, igualmente, se ve obligada a expulsar elementos hacia fuera. La ciudad es un ámbito de múltiples conexiones, no solo de tipo mercantil sino también de tipo intelectual, artístico, religioso y cultural. Si esta idea de ciudad es correcta, una ciudad crece en la medida en que se practica la receptividad, en la medida en que está atenta a lo que ocurre en su exterior y es capaz de recibir nuevos elementos, de integrarlos en su seno y de enriquecerse, cualitativamente, con estas nuevas incorporaciones. Como consecuencia de esta receptividad, las ciudades cambian, porque integran lo foráneo y, al hacerlo, cambian costumbres y hábitos sociales. En este sentido, las ciudades no tienen una identidad fija y estática a lo largo del tiempo, no son entidades «ahistóricas» y eternamente idénticas a sí mismas, sino que mudan, se transforman, cambian de paisaje humano. Cada minuto la ciudad es diferente, porque cada minuto se ha producido una nueva entrada y una nueva salida que transforma el sistema global. La capacidad que tienen los miembros de una comunidad de recibir al que viene de fuera, de acogerlo y de hacerle un espacio para integrarlo en la propia comunidad, es la hospitalidad. Esta disponibilidad a ser receptivo es considerada, desde la antigüedad, una virtud básica dentro de las virtudes cívicas[33]. En un contexto planetario, caracterizado por flujos constantes de personas y objetos, la hospitalidad es una virtud clave. Si una comunidad permanece cerrada a las nuevas aportaciones, no puede formar parte del gran tejido interconectado; queda desplazada a la marginalidad. Esto es, en cierta manera, su muerte. Una virtud esencial, pues, desde el civismo planetario es la hospitalidad, porque faculta a los ciudadanos para establecer vínculos con personas provenientes de otras regiones y para establecer flujos de relación más allá de la propia provincia. Hay diferentes actitudes frente al extranjero, pero solo una es, propiamente, una virtud y consiste en acogerlo y en responder activamente a sus necesidades. No podemos

72

olvidar que, tanto en el presente como en el pasado, el huésped es recibido con cierto temor o desconfianza por parte de los nativos. En ocasiones, se le recibe como enemigo, pero también como invasor o como competidor. Resulta particularmente grave observar cómo en el lenguaje cotidiano este tipo de consideraciones sobre el huésped es muy frecuente. Es necesario concienciarse y adoptar medidas con el fin de que las nuevas generaciones tengan una actitud más receptiva y libre hacia los foráneos. Otras veces, se trata al extranjero como mano de obra barata, como carne de cañón, se le recibe de mala gana pero se le encomiendan las tareas más duras y desagradables de la comunidad. De esta manera, llega a tolerarse su presencia. Esto no puede calificarse como hospitalidad, porque se trata de una acogida puramente instrumental. En todas estas actitudes no hay la más mínima expresión de civismo, porque, sencillamente, el extranjero es mal recibido, es objeto de una instrumentalización que vulnera el principio de la dignidad, inherente a toda persona. La hospitalidad se opone frontalmente a la xenofobia, porque la xenofobia es el odio al extranjero por el mero hecho de serlo, mientras que la hospitalidad es un tipo de amor al extranjero que se traduce en la disposición a acogerlo. Esta acogida solo es posible si en la ciudadanía hay un cambio de mentalidad respecto del foráneo. Este cambio de mentalidad no se produce mediante las leyes, sino mediante la educación y la sensibilización de las masas. Las leyes pueden ser más o menos proclives a la acogida, también pueden ser más o menos excluyentes, pero, incluso en el caso de que fueran muy permisivas, si la ciudadanía no fuera capaz de superar su desconfianza, no sería posible la práctica de la hospitalidad. La hospitalidad, como virtud que es, no depende del marco legal, sino de la voluntad libre de los ciudadanos. Podemos ser hospitalarios, ofrecer a los que vienen la posibilidad de vivir una vida «digna de ser vivida», como diría Bertrand Russell, pero también podemos ser inhóspitos e impermeables. La hospitalidad es una posibilidad, un reto, un desafío que cada pueblo debe afrontar. La manera en que cada comunidad responde a este reto es determinante para poder evaluar la calidad de su civismo. Acoger al otro no significa desintegrar su identidad, disolver su singularidad, sino todo lo contrario. Significa respetar sus derechos y su propia identidad, porque solo así es posible el mutuo enriquecimiento y el crecimiento entre los que vienen de fuera y los que permanecen dentro. A pesar de todo, el contacto entre estos dos colectivos transforma tanto a los que hacen el papel de anfitriones como a los que hacen de huéspedes. Como consecuencia de la interacción, ambos crecen y se transforman. Esto significa que la hospitalidad no es solamente una virtud que beneficia al visitante, sino también al que acoge, porque, al acoger al extranjero, el nativo descubre un universo de valores, de creencias, de lenguas y costumbres que, sencillamente, no conocía.

73

El huésped tiene derechos, pero también tiene deberes. Tiene derecho a ser tratado con dignidad, a tener un trabajo digno, a disfrutar de una vivienda digna y a gozar de los servicios públicos que ofrece la comunidad que lo acoge, como, por ejemplo, el sistema educativo y sanitario, pero también tiene el deber de respetar las costumbres y los hábitos de la comunidad que lo acoge, su sistema de valores y de leyes y, de ninguna manera, puede imponer sus criterios ni alterar la fisiología de la sociedad receptora. En ocasiones, puede haber situaciones conflictivas, especialmente en el terreno de los valores. Cabe esperar que se produzcan estas fricciones, pero, precisamente por eso, es necesario preverlas, prevenirlas y afrontarlas antes de que se produzcan. En las ciudades multiétnicas del futuro, los mediadores desempeñarán un gran papel para garantizar la convivencia y la armonía entre ciudadanos que tienen orígenes y mentalidades diferentes. 14 Santo Tomás De Aquino, Suma Teológica, I-II, c. 55, a. 2.

15 V. Camps, Virtudes públicas, Madrid, Espasa, 1990; F., Torralba, «Més enllà del principialisme. L’ètica de les virtuts com a fonament», en Ars Brevis (2002), pp. 377-393.

16 Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1103a-1103b.

17 Ibid., 1110a-1110b.

18 A. Cortina, Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Madrid, Alianza, 1997, p. 229.

19 A. MacIntyre, After virtue: a study in moral theory, Londres, Duckworth, 1981.

20 Aristóteles, o.c., 1166b-1167b.

21 A. Canadell, J. Vicens, La textura de la vida, Girona, Documenta, 2004.

22 Miquel Costa Llobera, entre otros muchos escritores, fue un gran defensor de ésta.

23 Últimamente se han publicado diferentes textos sobre esta virtud: AA. VV. , Manual de urbanidad para niños y adolescentes, Madrid, Nobel, 2002; M. Mata y J. Udina, Civisme i urbanitat, Barcelona, Ajuntament de Barcelona, 1993; R. Serre, Ideas y trucos para comportarse socialmente, Barcelona, Robinbook, 1997.

24 Sobre esta urbanidad desfasada, véase: C. Collalto, Cortesía y buen tono, normas e indicaciones para alternar

74

en sociedad, Valencia, Pastor, 1941.

25 B. J. Feijoo, Teatro Crítico Universal, & IX, 47.

26 Ibid., & XV, 74.

27 Ibid., & XVII, 79

28 A. Comte-Spontville, Pequeño tratado de las grandes virtudes, Madrid, Espasa-Calpe, 1996.

29 Aristóteles, o.c., 1126b-1127a.

30 J. Balmes, Obras Completas. IV: El protestantismo comparado con el catolicismo, Madrid, La Editorial Católica, BAC 48, 1967, 2ª, p. 255.

31 Ibid., p. 333.

32 Ibid., p. 335.

33 D. Innerarity, Ética de la hospitalidad, Barcelona, Península, 1999; F. Torralba, Sobre la hospitalidad. Extraños y vulnerables como tú, Madrid, PPC, 2003; “No olvidéis la hospitalidad”. Una exploración teológica, Madrid, PPC, 2004.

75

EPÍLOGO Tal como he ido poniendo de manifiesto a lo largo de este modesto ensayo, el civismo es un modo de estar en el mundo que ha sido ampliamente tratado y teorizado a lo largo de la historia del pensamiento occidental, tanto en la etapa grecolatina como en la etapa moderna y contemporánea. Está asentado sobre unos principios fundamentales y se articula, prácticamente, a partir de un conjunto de virtudes que hemos esbozado en los capítulos precedentes. Nos preguntamos, para acabar, cómo puede contribuir la vieja Europa a la configuración de este civismo planetario y creemos que, más allá del eurocentrismo, su aportación puede ser determinante. Queremos pensar que, dejando de lado la Europa de Maastricht, del euro y de los banqueros, hay una Europa que participa de unos valores comunes y que puede contribuir, decisivamente, a introducir procesos de pacificación en el mundo y elementos para una convivencia futura a nivel mundial. En este sentido, es estimulante la existencia del Centro Europeo de Civismo, fundado en el año 1990, con sede en Bruselas. Es una iniciativa modesta, que tiene como finalidad convertirse en un espacio de reflexión, de encuentro, de comunicación y de intercambio en materia de civismo, para potenciar el despertar de una conciencia humanista planetaria. Tal como hemos puesto de manifiesto anteriormente, el civismo no nace ni se transmite por generación espontánea, sino que necesita órganos y recursos para su difusión y su desarrollo en la sociedad. Órganos como este nos hacen estar prudentemente esperanzados. La articulación teórica de un civismo planetario debe partir de las diferentes comprensiones del civismo que se articulan en el mundo. Si la esencia del civismo europeo se caracteriza, tal como defiende el conocido político y pensador Vaclav Havel, por los valores del coraje, del amor a la verdad, de la conciencia siempre despierta, de la libertad interior y de la responsabilidad, Europa puede desempeñar un gran papel en la defensa y en la promoción de este civismo, no solo dentro de sus pequeñas fronteras, sino también en todo el mundo. En la formación de una conciencia humanista planetaria, este legado no puede olvidarse, pero el civismo planetario no es solamente una cuestión europea, sino que también es objeto de reflexión en otros ámbitos culturales. Deberemos ser capaces de integrar los valores de otras culturas, superando viejos resentimientos y prejuicios.

76

Más allá del antiamericanismo explícito que nace en Europa, es necesario tener en cuenta el papel que puede desempeñar la primera potencia mundial en la promoción y en la difusión de los valores cívicos. Es necesario estar atento, por ejemplo, a que, en la educación básica de EE UU, el civismo tiene un papel fundamental. Desde 1970 hasta ahora han resurgido con mucha fuerza textos como el Decálogo para los valores democráticos para las escuelas americanas, que incorporan los siguientes conceptos: justicia, igualdad, autoridad, participación, obligaciones personales hacia el bien público y civismo cosmopolita[34]. En este contexto norteamericano, el civismo se concibe a partir del pensamiento ilustrado de raíz anglosajona y a partir de los grandes padres de aquella patria, como por ejemplo, Thomas Jefferson. En este ámbito cultural el civismo significa un conjunto de principios y virtudes del buen ciudadano. Sería un despropósito no considerar estas aportaciones en la construcción de un civismo planetario a causa de viejas antipatías y prejuicios. Según esta tradición de origen genuinamente norteamericano, la adquisición del civismo tiene lugar en las escuelas, pero esto solo es posible si las escuelas hacen pedagogía de las virtudes y de los principios del civismo. La educación cívica se considera necesaria del todo en una sociedad democrática, ya que esta produce ciudadanos aptos para participar en el sistema del autogobierno. Figuras tan relevantes como Thomas Jefferson, Horance Mann y John Dewey enfatizan los valores del buen ciudadano y acentúan la necesidad de que la educación pública eduque ciudadanos con conocimientos y habilidades para ejercer un civismo responsable. Llegar a ser un buen ciudadano significa respetar determinados derechos, pero también cumplir determinados deberes. En la Conferencia Nacional sobre el Futuro de la Educación Cívica, celebrada en Washington en 1988, se fijaron cinco obligaciones del buen ciudadano: el derecho a la libertad, a la diversidad, a la intimidad, a la seguridad y a los derechos humanos. Desde nuestro punto de vista, la principal colaboración de la educación en democracia es la educación cívica, porque la cultura cívica es el espacio común en el que esta es posible. El civismo planetario no excluye el civismo local, sino que lo presupone. En muchos foros de carácter europeo e internacional se repite la siguiente máxima: «Piensa globalmente, actúa localmente» Esta prescripción también tiene sentido en el marco de una reflexión sobre el civismo. El civismo planetario es un civismo transnacional, intercultural, interreligioso, eco-ético y virtual, tiene vocación de universalidad, pero su práctica es eminentemente local. No cabe duda de que el mundo da muchas vueltas y de que cada vez es más temerario pronosticar los escenarios de futuro. Se nos antoja imaginar un mundo en paz,

77

sostenible y armónico, donde personas diferentes vivan dignamente, pero no podemos olvidar la posibilidad de una caída en el peor de los mundos posibles. Queremos pensar que la historia no está escrita y que el futuro depende de nuestra voluntad individual y colectiva. Tal como se afirma en la Declaración de una ética mundial (1993) del Parlamento Mundial de las Religiones, suscribimos que La persona humana es inmensamente valiosa y absolutamente merecedora de protección. Pero la vida de los animales y las plantas, que junto con nosotros habitan este planeta, también merece salvaguardia, conservación y cuidado. Como humamos –con la vista puesta en las generaciones venideras– tenemos una responsabilidad especial con el planeta Tierra y el cosmos, el aire, el agua y el suelo. En este mundo todos estamos implicados recíprocamente y dependemos los unos de los otros. Cada uno de nosotros depende del bien de la colectividad[35]. Podemos dejar en herencia un mundo digno de ser vivido, un ámbito en el que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos puedan disfrutar del arte de vivir, pero este legado no será pura casualidad, sino consecuencia de nuestro esfuerzo. Debemos actuar localmente, comprometernos aquí y ahora, en cada momento, pero es necesario que pensemos con perspectiva global. Nuestra actuación puntual tiene efectos en todo el conjunto, y no solo en el presente sino también en el futuro. Por eso, estamos convencidos de que el civismo del futuro será planetario o sencillamente no será. 34 Cf. R. Freeman Butts, The Revival of Civic Learning, Bloomington, Phi Delta Educational Foundation, 1980, p. 128.

35 H. Küng y K.-J. Kuschel, Hacia una ética mundial. Declaración del Parlamento Mundial de las Religiones del Mundo, Madrid, Trotta, 1994, p. 16.

78

BIBLIOGRAFÍA

AA. VV. , L’educació cívica a l’escola: de 5 a 14 anys: recursos per als mestres, Barcelona, Rosa Sensat, Edicions 62, 1981. Amar, J. J., «El Impacto de la globalización y la construcción de una educación para la ciudadanía», en Tarbiya 29 (2001), pp. 21-33. Bárcena, F., «La educación moral de la ciudadanía: una filosofía de la educación cívica», en Revista de Educación 307 (1995), pp. 275-308. – El Oficio de la ciudadanía: introducción a la educación política, Barcelona, Paidós, 1997. Barbosa, M., «Educar per a una ciutadania democràtica de les escoles», en Temps d’educació 24 (2000) 259-373. Benso, C., Controlar y distinguir: la enseñanza de la urbanidad en las escuelas del siglo XIX, Vigo, Universidade de Vigo, 1997. Bolivar Botia, A., «Orientaciones actuales en la educación ético-cívica», en Revista de Ciencias de la Educación 164 (1995), pp. 507-532. Buxarrais, M.R., «Podem ensenyar “bones maneres” als adolescents?», en Escola Catalana 352 (1998), pp. 8-10. Camps, V. y Giner. S. , Manual de civisme, Barcelona, Ariel, 1998. Cardús, S., Ben educats: una defensa útil de les convencions, el civisme i l’autoritat, Barcelona, La Campana, 2003. Cortina, A., Ciudadanos del mundo: hacia una teoría de la ciudadanía, Madrid, Alianza, 1998. – Ética aplicada y democracia radical, Madrid, Tecnos, 1993. – Ética mínima: introducción a la filosofía práctica, Madrid, Tecnos, 1996. Cristina, M., «Comunicación, ciudadanía y poder: Pistas para pensar su articulación», en Diálogos de la comunicación 64 (2002), pp. 64-76. Debray, R., El civisme explicat a la meva filla, Barcelona, Empúries, 2000. Fermoso, P. (ed.), Educación intercultural: la Europa sin fronteras, Madrid, Narcea, 1992. Fernández, M., «Educación social y ciudadanía», en Pedagogía social 6-7 (20002001), pp. 307-319.

79

Fetscher, I., La tolerancia. Una pequeña virtud imprescindible para la democracia, Barcelona, Gedisa, 1995. Fontan, P., El Civisme mundial i la pau, Barcelona, Claret, 1986. Giner, S., «Altruisme ètic i democràcia», en Per una cultura democràtica. Les dimensións polítiques de la moral contemporània, Sabadell, Fundació Caixa de Sabadell, 1997, pp. 59-71. Gross, D. Social Science Perspectives on Citizenship Education, Nueva York, Taechers College Press, 1991. Gutman, A., «Democratic Education in Difficult Times», en Teachers College Records 92 (1990), pp. 7-20. Habermas, J., Ciutadania política i identitad nacional, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1993. Joussellin, J., Educación cívica e inserción social, Barcelona, Nova Terra, 1967. Küng, H. y Kuschel, J. (eds.), Hacia una ética mundial, Madrid, Trotta, 1994. López-Aranguren, J. L., Ética y política, Barcelona, Orbis, 1985 Llano, A., Humanismo cívico, Barcelona, Ariel, 1999. McIntyre, A., Animales racionales y dependientes, Barcelona, Paidós, 2001. Martínez, J., Cabello, M. J., Gimeno, J. et al., Ciutadania, poder i educació, Barcelona, Graó, 2003. Mata, M., «Civisme i urbanitat», en Perspectiva escolar 177 (1993), pp. 73-78. Medina, R., «Los derechos humanos y la educación en los valores de la ciudadanía universal», en Aula Abierta 72 (1998), pp. 63-96. Mencía de la Fuente, E., Educación cívica del ciudadano europeo: conocimiento de Europa y actitudes europeístas en el currículo, Madrid, Narcea, 1996. Noguero, J., «Educació i civilitat: entrevista a Marta Mata», en Escola catalana 352 (1998), pp. 17-29. Pariat, M., «Educación, ciudadanía, desarrollo», en Tarbiya 29 (2001), pp. 35-60. Pérez, C., «Educación para la convivencia: programa de intervención para educación primaria», en Aula de Innovación Educativa 93-94 (2000). Pérez, J., «El civismo europeo, necesidad ineludible», en Revista de ciencias de la educación 166 (1998), pp. 467-488. – «Educación para la ciudadanía: exigencia de la sociedad civil», en Revista española de pedagogía 213 (1999), pp. 245-278. Pernau, J., «Els Mitjans de comunicació i el civisme», en Forum 3 (1995), pp. 5962. Pontara, G., Ética y generaciones futura, Barcelona, Ariel,1996. Pratt, R., «Civic Education in a Democracy», en Theory into Practice 27 (1988), pp.

80

303-308. Puig Rovira, J.M., Educación moral y cívica: transversales, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1992. Riera, I., «Urbanitat», en Guix 229 (1996), pp. 41-44. Rodríguez, T., «La Figura del ciudadano: condiciones para una intervención socioeducativa», en Bordón 54 (2002), pp. 133-149. Ruiz Corbella, M., «La educación para la ciudadanía europea en la formación del profesorado, una respuesta», en Revista Interuniversitaria de formación del profesorado 35 (1999), pp. 103-114. Serra Moret, M., Ciutadania catalana: breviari de cogitacions, remarques i orientacions per als catalans, Barcelona, Lletra viva, 1978. Solé, C., «Ciutadania multicultural i integració dels immigrans», en Perspectiva social 45 (2001), pp. 69-84. Stricke, K. A., «Democracy, Civic Education, and the Problem of Neutrality», en Theory into Practice 27 (1988), pp. 256-261. Terricabras, J. M., I a tu, què t’importa?, Barcelona, La Campana, 2004. Torralba, F., I si la mare de Gandhi tingués raó? Identitat, convivència i globalització, Barcelona, Pòrtic, 2002. – ¿Es posible otro mundo ? Educar después del once de septiembre, Madrid, PPC, 2003.. – Cent valors per viure. La persona humana i la seva acció, Lérida, Pagès Editors, 2001. Warren, D., «Original Intents: Public School as Civic Education», en Theory into Practice 27 (1988), pp. 243-249. Wood, G., «The Hope for Civic Education», en Theory into Practice 27 (1988), pp. 296-302.

81

© 2006, Francesc Torralba Roselló © 2006, PPC, Editorial y Distribuidora, SA © De la presente edición: Ediciones PPC, Editorial y Distribuidora, SA, 2010

[email protected] www.ppc-editorial.com

ATENCIÓN AL CLIENTE Tel.: 902 12 13 23 e-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-288-2253-4

Digitalizado por: Publicaciones y Contenidos Digitales S.L. - Grupo Ulzama

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo la excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o utilizar algún fragmento de esta obra.

82

Acerca de la obra Introducción Capítulo I: El civismo: Aclaraciones preliminares Capítulo 2: Principios del civismo Capítulo 3: Virtudes Cívicas Epílogo Bibliografía Créditos

83

Índice Acerca de la obra Introducción Capítulo I: El civismo: Aclaraciones preliminares Capítulo 2: Principios del civismo Capítulo 3: Virtudes Cívicas Epílogo Bibliografía Créditos

84

2 3 7 32 52 76 79 82