El Ateismo Como Problema Politico

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Reyes Mate

El ateísmo, un problema político El fenómeno del ateísmo el contexto teológico y político del concilio Vaticano I

Ediciones Sígueme - Salamanca, 1973

Cubierta y m aquetación: Luis de H om a

© Ediciones Sígueme 1973 A pdo. 332 - Salamanca (España) IS B N 84-301-0508-5 D epósito legal: S. 242-1973 Imprime: Gráficas Ortega - Asadería, 17 Salamanca, 1973

Contenido

J. B. M e t z , A guisa de p r ó lo g o .........................................................................

11

Introducción..............................................................................................................

13

1.

.........................................

27

1. II. III. IV.

T op ología ..................................................................................................... D esarrollo literario del ateísm o ....................................................... Explicación histórica de am bas posiciones ................................ C o n clu sió n .....................................................................................................

27 29 594

El

ateísmo , objeto teológico de u n a iglesia p o l it iz a d a .............

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I. II. III. IV. V.

La nueva experiencia eclesial bajo el orden revolucionario . . La restauración ........................................................................................ El tradicionalism o ................................................................................... El ateísm o, un problem a p olítico .................................................. Proyección histórica del tradicionalism o ....................................

99 105 106 131 134

2.

3.

E l tema

La

T ras I. II. III.

V aticano

i

neoescolástica , teología de la restauración burguesa

I. II. III. IV. 4.

ateísmo en el concilio

La El La El

....

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neoescolástica, continuidad dialéctica del tradicionalism o . tom ism o tradicionalista ................................................................ n eoescolástica vaticana ................................................................ ateísm o ¿problema p olítico ? .......................................................

145 149 160 10

u n a respuesta sistemática al desafío del a t e ísm o ................

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El ateísm o m oderno, fen óm en o pos-cristiano ........................... El ateísm o ¿sujeto definitivo de la em ancipación del h o m b re?. La praxis, m ediatización necesaria de la respuesta teológica al a t e ís m o .....................................................................................................

175 185 192

C onclusión general ....................................................................................................

205

B ibliografía .......................................................................................................................

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A los trabajadores españoles en Hiltrup En agradecimiento

El presente trabajo fue aceptado en junio de 1972 com o disertación doc­ toral por la Facultad de teología católica de la Universidad de Münster i. W. (Alemania) bajo el título: E l ateísmo, fenómeno histórico de una iglesia politi­ zada (D er Atheismus ais geschichtliches Phánomen einer politisierten Kirche). La presente publicación no ofrece ningún cambio sustancial respecto al ori­ ginal, tan sólo retoques en la forma, clarificaciones en algunos pasajes oscu­ ros y una presentación bibliográfica más sencilla. El destino ha querido que el I Premio de ensayo religioso «Maestro Avila» recayera sobre él. El pú­ blico decidirá si el fallo del jurado hace o no hace. Y o entiendo ese inci­ dente com o nueva exigencia de trabajo cara a los problemas del catolicismo español. Y ese es mi agradecimiento.

A guisa de prólogo

Una teología que tenga conciencia de su responsabilidad crítica respecto a la f e cristiana y su tradición, no puede pasar por alto las implicaciones práctico-sociales; ni la lógica de la teología puede hacer abstración de los problemas que la plantean tanto su existencia pública, como el derecho, la libertad, etc., sobre todo en tiempos de constantes mutaciones sociales. Nadie como la teología tiene que estar tan dispuesta a registrar el hecho de que la iglesia incide siempre como una entidad política —y eso anteriormente a cualquier toma determinada de postura política. H a sonado la hora en que se impone a la teología como tarea ineludible la confrontación con la ideología (pos-idealista) y con la crítica de la religión— una tarea que no está ni mucho menos resuelta por las convencionales críticas a la neoescolástica. Y aquí hay que situar el presente trabajo de Reyes M ate. Se puede caracterizar a l libro como una investigación histórica con vistas a un replanteamiento sistemático de los problemas en causa. Se analiza la pro­ blemática del ateísmo en el Vaticano I, considerando el complejo de sus presu­ puestos y fundamentaciones. A partir de ahí la teología quiere entrar en lid con «ese» ateísmo. E l trabajo de Reyes M ate está movido por el empeño de to­ mar en serio el método histórico-crítico en el terreno de la historia del dogma y de la teología —ese método que nos es fam iliar en el campo de la exégesis. Tal utilización va acompañada de un empleo consciente de los métodos histórico-sociales y de crítica ideológica. Consecuentemente se investiga la problemática del ateísmo en el Vaticano I a partir del complejo de intereses que anida en el contexto histórico-social, socio-cultural y político, sin que, p or tanto, se caiga en la manía —no rara por cierto en nuestros días— de crítica totalizadora de lo teológico, que disuelve tanto los contenidos teológicos como sus afirmaciones en crítica ideológica. A l autor le interesa más bien poner en evidencia los susodichos contextos de una manera paradigmática y hacerlos fructíferos a la hora de interpretar el ateísmo en una perspectiva teológica y eclesial. Precisamente por eso el autor se adentra

A guisa de prólogo

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tanto metodológica como argumentativamente en un mundo nuevo. D e ahí que haya que valorar el libro como un intento original en este terreno, incluso en el caso de quien considere detalles de la elaboración y ciertos resultados con una reserva crítica. Porque, efectivamente, el trabajo no está exento de unilateralidad, ni de ge­ neralizaciones en la exposición de posiciones e interpretaciones. Pero, a m i manera de ver, el libro está de tal manera escrito que uno sale beneficiado, incluso allá donde se le critique. Además, muchos recargos de tinta hay que agra­ decérselos a la «lógica del correctivo», mediante la cual el autor intenta sensi­ bilizar y hacer valer su visión de los contextos histórico y teológico que han desembocado en la problem ática del ateísmo tal y como se presenta en el concilio de la segunda m itad del siglo XIX. Aquí uno desearía al autor que su obra atra­ je ra la atención de la oposición crítica. Y el autor tendría que dejarse cuestio­ nar a lo largo de esa confrontación; por ejemplo, si su interpretación de la edad moderna —que en ciertos aspectos difiere de las interpretaciones comunes de ese período histórico— tiene suficientemente en cuenta la profunda ambivalen­ cia de sus procesos de secularización, emancipación e ilustración, y si su empleo del «ateísmo» no aparece a veces demasiado abstracto y domesticado. E l libro es naturalmente vulnerable. Y probablemente levantará protestas. Pero una cosa no tienen que olvidar quienes lo ataquen: el estudio está animado de un apasionada seriedad en p os de una pregunta fundamental: ¿cuál es la identidad y la legitimidad del cristianismo eclesial en nuestros días? E l desafío que la sociedad moderna arroja a l cristianismo y a la iglesia tiene su cita más decisiva en el asunto del ateísmo. Este estudio quiere levantar una hipoteca, buscando en la crítica que el «ateísmo histórico» dirige a la religión y a la iglesia el presupuesto de un lenguaje cristiano sobre Dios digno de credi­ bilidad y liberado de sospechas ideológicas. Como tal intento necesita y pide esta obra —tanto en sus proposiciones ma­ teriales como en la perspectiva m etodológica— una discusión continuada. Pero nadie se acercará a confrontarse con ella sin salir enriquecido. J. B. M etz Münster, septiembre de 1972

Introducción

El concilio Vaticano i pertenece al grupo de pesadillas lústóricas que el cristiano o el teólogo moderno mandaría gustosamente al limbo de los sueños, si le fuera posible. Pesadilla molesta ya que, si por un lado, tiene los contornos difusos de un acontecimiento que se conoce mal, posee, por otra parte, la presencia asfixiante de unas decisiones que condicionan poderosamente la mentalidad del catolicismo medio contemporáneo. El primer concilio del Vaticano no es, en efecto, tema predilecto de la in­ vestigación teológica actual. El lógico interés por el concilio decimonónico que cabía esperar del Vaticano 11 ha sido más bien escaso. Con razón se puede decir que en la segunda mitad del siglo xx , «la investigación sobre el Vaticano i está aún en pañales» 1. Lo paradójico del caso es que, muy a pesar del desin­ terés por aquel concilio, la influencia de sus decisiones sobre nuestro catoli­ cismo contemporáneo es abrumadora. Posiblemente ningún otro documento del pasado ha modulado tan sustancialmente la vida del catolicismo actual com o las dos constituciones dogmáticas del primer Vaticano: los catecismos de nuestra infancia, los tratados de apologética o de ecclesia de los seminarios serían impensables sin el transfondo de las constituciones D ei Filius y Pastor aeternus. La escasa movilidad del catolicismo, hasta fecha reciente, se debe en gran parte a la falta de estudios críticos de esa fuente ideológica de nuestro catolicismo, que es el concilio Vaticano i. Si el ímpetu renovador que arrancó del Vaticano n se ha apagado en parte, y se asiste a un cierto retroceso, ¿no será porque la ingente herencia del Vaticano i no fue críticamente asimilada por la teología del segundo vaticano? N o deja de ser sintomático que entre los dos últimos comentarios a la cons­ titución dogmática D ei Filius medie la friolera de 72 años: los que van desde 1895, fecha de publicación del monumental trabajo de Vacant —venerado co-

1.

Cf. W. Kasper, Primat und Episcopal nach des Vatikanum 1, Mainz 1965, 47.

Introducción

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mo la interpretación quasi-oficial del concilio— y el detallado estudio de H. Pottmeyer, en 1968 2. La lejanía en que iba quedando aquel acontecimiento potenciaba la «intocabilidad» de sus decisiones, a pesar de que los estudios históricos del siglo xix iban poniendo al desnudo la historicidad de aquella asamblea. Los calificados estudios de R. Aubert y de H. Rondet habían llamado la atención sobre los condicionamientos históricos de ese concilio, invitando a una re­ visión crítica de la interpretación conciliar, habida cuenta de las determina­ ciones a que estuvo sometido 3. Las mismas actas conciliares dan testimonio de que muchos padres eran conscientes de la inevitable parcialidad del con­ cilio, dado el sobrepeso de ciertas experiencias políticas que habían afectado negativamente al conjunto de los obispos reunidos, sin olvidar la desazón de los pastores de la iglesia frente a un mundo que les era profundamente hostil. El ingente estudio de H. Pottmeyer nos ha enseñado además la diferencia que existe entre ciertas interpretaciones corrientes del concilio y la compren­ sión conciliar, hecha desapasionadamente y teniendo en cuenta documentos más o menos ignorados. En lo que respecta al punto de las relaciones entre fe y ciencia, por ejemplo, no aboga el concilio por la desconfianza, sino por una posición mucho más matizada. En fin, que volver al concilio Vaticano i en estos años trans-posconciliares era una aventura que prometía sorpresas. Y , sin embargo, el presente trabajo no quiere ser tanto un estudio histó­ rico del ateísmo en el Vaticano i cuanto una aportación al problema del ateís­ m o actual. Desde el primer momento me hizo ver el profesor M etz el interés que debía animar mi investigación: no fotografiar el pasado, sino confron­ tarlo con los problemas que el ateísmo está planteando hoy a la teología y a la iglesia. Una de las adquisiciones más definitivas de la hermenéutica histórica es que, en efecto, toda lectura del pasado es una lectura desde y para el presen­ te. N o vale la pena ocultar los intereses y preocupaciones que mueven al lec­ tor moderno del pasado porque sería engañarse con el sueño ilusorio de una objetividad imposible. Naturalmente que esos intereses condicionan y lim i­ tan la gama de posibilidades que encierra el pasado. Pero esta particularización no significa fatalmente arbitrariedad y manipulación del pasado histó­ rico, porque la respuesta concreta a mis preocupaciones tiene que estar fun­ dada en la investigación del acontecimiento que se estudia. Lo trágico es no ser consciente de ese condicionamiento. El historiador de profesión echará de menos la erudición precisa que suele acompañar al estudio de la historia, así com o llamará la atención sobre la

2. Cf. H. Pottmeyer, Der Glaube vor dem Anspruch der Wissenschaft, Freiburg. i.B. 1968. 3. Cf. R. Aubert, Vatican I, París 1964; La pontificat de Pie IX, París 1952; Le probléme de l’acte de foi, Louvain 1958; H. Rondet, Vatican I, París 1962.

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globalidad de ciertos análisis y pondrá de manifiesto la unilateralidad «la­ tina» en la presentación de fenóm enos «europeos», tales com o la escolástica o el tradicionalismo. Esas lagunas son el resultado de la limitación de fuerzas, así com o de la escasez de materiales apropiados, disperdigados, por otra par­ te, por diferentes países de difícil acceso. Pero sería un error leer este trabajo con cristales arqueológicos. N o hay que perder de vista el desafío del ateísmo moderno, al que hay que responder. Ese interés por una situación actual no está muy explícito, pero se esconde detrás de cada línea. Y nuestra preocupa­ ción no es la de un ateísmo moderno abstracto, sino el que el autor ha en­ contrado en ese país sacral que es España. D e ahí la preponderancia de las variantes latinas al estudiar fenóm enos que también afectan a otras latitudes europeas. Claro que si el interés mayor es intentar una respuesta al problema del ateísmo contemporáneo cabe preguntarse ¿por qué esa peregrinación al si­ glo xix y, precisamente, a un documento de la iglesia, en lugar de hacer una exposición detallada de las diferentes fisonomías de los ateísmos existentes, escuchar sus respectivas exigencias, anotar sus logros e incongruencias, detec­ tar sus deseos irrealizados o irrealizables y arriesgarse a presentar una teología que se hiciera cargo de sus aspiraciones, proponiendo alternativas plausibles? D os razones explican nuestro itinerario. La primera afecta a la elección de un acontecimiento eclesial, como medio de estudiar el fenómeno ateo. U no parte de la sospecha —o de la h ip ó tesisde que el ateísmo es, en su raíz, un problema teológico, es decir, un juicio que hace el creyente (sea la iglesia, sea el teólogo) sobre un determinado fenó­ meno que no siempre ni necesariamente se califica a sí mismo de ateo. Me parecía oportuno empezar preguntándome por los intereses, o, más neutral­ mente, por lo criterios de la teología que la llevan a apellidar tal fenómeno de ateísmo. Había que comenzar desvelando la teología. El otro proceder que consistiría en hacer un recuento de sistemas o especies ateas me parecía im ­ posible en la situación actual de la teología. En efecto, la experiencia reciente de las «teologías de la muerte de D ios» 4, dan a entender que las fronteras 4. Una exposición histórica, en la obra colectiva Les deux visages de la théologie de la sécularitation, Toumai 1970, 75 s.; cf. J. Bishop, Die Gott-ist-tot-Theologie, Dusseldorf 1968. Lo que no significa que neguemos la legitimidad de un estudio sociológico, por ejemplo, del ateísmo. Lo que nosotros queremos señalar es la prioridad teológica en el estudio del ateísmo. Pretender una presentación «objetiva» significa caer en la trampa de considerar el ateísmo como un fenómeno ajeno al cristianismo. Típico de este planteamiento: G. Rossa, Natura, caratteri e radici dell ateísmo moderno: CivCatt 2807 (1967) 417-432. El interés de un estudio del ateísmo que opta por una presentación distanciada de las modalidades ateas estriba en la voluntad de ofrecer al ateísmo lo que los cristianos piensan de él. Esta perspectiva —que anima el voluminoso trabajo dirigido por J. Girardi, El ateísmo contemporáneo 1-1, Madrid 1971 — es imprescindible cara a un diálogo serio con el ateísmo, en la medida en que se queda abierto a la consiguiente interpelación del ateísmo que, cier­ tamente, presentará otra versión del hecho que invitará a una revisión de los presupuestos

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entre el ateísmo y la teología no son ni mucho menos evidentes; al contrario: están siendo continuamente franquedas por una teología (y no sólo las de la «muerte de D ios») que ha dejado de considerar al ateísmo esotéricamente, com o si fuera un problema que sólo y exclusivamente aqueja al de enfrente 5. Otro tanto ocurre en ciertas formas de ateísmo que no se dejan cernir por las clasificaciones conocidas 6. Los criterios teológicos de partida determinan la clasificación posterior. D e ahí la orientación del presente estudio: buscar los criterios y razones que llevaron a la teología vaticana a calificar de ateos toda una serie de sistemas de pensamiento, muchos de los cuales no se definían a sí mismo com o tales. Sólo secundariamente me ha detenido a explicitar las características de los sistemas condenados. Lo importante era comprender el por qué del juicio vaticano. Esas razones tienen que revelar no sólo los intereses reales de la teología en cuestión, sino que es el filtro a través del cual se mira y da color al fenóm eno que se juzga. La segunda razón del tema concreto del trabajo afecta a la importan­ cia del pasado cara a un problema del presente. Por muy importante que sea el pasado, por muy decisiva que sea la herencia, hay que demostrar que un camino optimal para comprender el presente consiste en revolver el pasado. Desde luego que si de lo que se trata es de poner al desnudo la trastienda teológica no hacía falta ir tan lejos, por lo m enos no era imprescindible. Sería más coherente analizar los intereses y criterios de la teología actual, si lo que se pretende es confrontarse con el ateísmo moderno. Cierto. Y es probable que un estudio sobre el Vaticano 11 habría aportado más que su antepasado, perdido en el recuerdo del siglo xix. A pesar de todo uno piensa que el Vaticano i tiene algo de privilegiado y ex­ cepcional. El fenóm eno con el que se confronta apologéticamente es el modede su juicio sobre el ateísmo. Nosotros hemos interpretado la crítica del ateísmo como una interpretación a los presupuestos teológicos. Esta es una opción de enfoque que domina todo el trabajo. 5. Cf. J. B. Metz, La incredulidad como problema teológico: Concilium 6 (1965) 63-83. 6. Suele decirse que el ateísmo contemporáneo se diferencia de sus predecesores nota­ blemente, pues el ateísmo actual es un humanismo, en tanto que el de los siglos pasados era preferentemente un anti-cristianismo. Esa distinción nos parece discutible por varias razones: en primer lugar, el ateísmo clá­ sico era también y fundamentalmente un humanismo, pues estaba movido por la voluntad de emancipación del hombre. En segundo, esa distinción no tiene en cuenta la transforma­ ción del sujeto religioso, cuya evolución hacia la tolerancia explica en parte la aceptación más positiva del ateísmo contemporáneo. Pero creemos que esa distinción tiene su verdad pues refleja la tendencia de un cierto ateísmo contemporáneo que si antaño tendía a la negación de la religión, hoy insiste en la asimilación de ciertos elementos de la tradición cristiana para profundizar su propia visión. Representantes de este planteamiento: E. Bloch, Atheismus im Christentum, Frankfurt 1968; V. Gardavsky, Hoffnung aus der Skepsis, München 1970; R. Garaudy - J. B. Metz - K. Rahner, Der Dialog, Hamburg 1966.

Introducción

17 lador de la civilización moderna. La concepción política de los estados moder­ nos, el desarrollo de la sociedad industrial y hasta muchas reacciones espon­ táneas del hombre de la calle tienen su origen en este vasto complejo llamado Neuzeit —«época m oderna»—, objeto de la preocupación vaticana. Es una perogrullada recordar que la situación no es la misma, que ha cambiado y muy profundamente. La punta agresiva y anticlerical que acompañaba casi siempre la crítica de la religión de entonces ha perdido mucho de su virulen­ cia. Ha pasado con la crítica de la religión com o con las organizaciones obre­ ras : el pathos contestatario de los primeros militantes se ha domesticado a lo largo del desarrollo industrial en favor de una coexistencia pacífica con los enemigos de entonces. Pero este cambio de tono ¿significa que se han superado los problemas de fondo? La respuesta es más bien negativa. Las grandes centrales sindicales modernas de corte más o menos «reformista» —por se­ guir el paralelismo anterior— son conscientes de haber cambiado la estra­ tegia de lucha, pero no se les escapa la irreconciliación de intereses entre el capital y el productor. El fondo no ha cambiado. Hay síntomas de que tampoco se han superado los problemas de fondo en lo tocante a las re­ laciones de la iglesia con el mundo moderno, por lo menos con una parte no despreciable del mundo moderno. En efecto, basta echar una mirada por las encíclicas papales así com o por las declaraciones de los diferentes episcopados nacionales para percatarse de que la iglesia y la teología son muy conscientes de que «el mundo obrero», o «el mundo técnico», o «el mundo artístico» ha emigrado de la iglesia. Esta emigración coincide con el Vaticano i, es decir, se inicia en el m omento en que la iglesia toma una postura determinada en el juego de fuerzas que han estructurado a Europa, a raíz del fracaso de la revolución francesa. U n contemporáneo de la restauración eclesial —cuyo punto álgido es el Vaticano i —, Karl Marx, anotaba agudamente, al hablar de la alianza de la iglesia con las fuerzas conservadoras de entonces: «Con la pérdida del apoyo del papa perdió el pueblo la fe». El ateísmo moderno no traduce ya en gritos su decepción y su desamparo, pero su emigración silen­ ciosa ¿significa que ha vuelto a encontrar en la iglesia la institución en la que pueda creer? N o parece. En el Vaticano i se reestructura a fondo la organi­ zación de la iglesia. La eclesiología y dogmática de entonces perduran o, al menos, condicionan poderosamente el presente. U no no puede menos de pre­ guntarse ¿cómo asumió la iglesia de entonces las críticas que le iban dirigidas ? ¿están hoy aquellas objeciones positivamente superadas o perduran com o una pasada hipoteca histórica? D e poco valdría la solidaridad de la iglesia actual con los movimientos de emancipación y con las aspiraciones de los «pobres» si ella misma permanece sorda a las voces del pueblo oprimido —de ahora y de antes— que le echan en cara su funcionalidad, institucionalidad y su alianza con las fuerzas represivas de la sociedad. Que la pregunta —y nuestro planteam iento— tenga su razón de ser lo demuestra la autocrítica del Vaticano n al hablar de la responsabilidad cris2

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18 tiana en el origen del ateísmo 7. D e eso se trata, a fin de cuentas, en estas pá­ ginas : de tomar en serio el análisis de esa responsabilidad, condición indis­ pensable para una respuesta cualificada al fenóm eno ateo. El estudio del pri­ mer vaticano nos puede ayudar en ese quehacer, porque entonces se plantea­ ron en su radicalidad todos esos problemas, y porque de entonces arranca nuestro presente eclesiológico. Ocuparse de un concilio significa necesariamente encontrarse con el pro­ blema de la interpretación del dogma —camino escabroso—, pues no solamen­ te hay que hacer frente a todas las dificultades hermenéuticas que lleva consigo la interpretación de un texto pasado, sino que además no se puede perder de vista la particularidad del dogma, es decir, la autoridad que la iglesia reconoce a las definiciones dogmáticas. Vaya por delante que el enfoque de nuestro trabajo dista de ser algo así com o la reducción de una definición dogmática a una fa rsa 8. Nuestro móvil es bastante más m odesto. El talante crítico de nuestra interpretación conci­ liar nace de una consideración de las circunstancias históricas que condicio­ naron aquella iglesia y aquella teología. D e ahí resultan una serie de perspec­ tivas que dan una tonalidad especial al juicio conciliar. Tal colorido puede extrañar a quien estudie al concilio sólo desde dentro, desde los propios pre­ supuestos teológicos. Pero si esos condicionamientos son reales, de poco vale ignorarlos. La estrategia del avestruz puede ser un suicidio. La querella entre una interpretación inmanente —que afirma definitiva­ mente el exotismo de la interpretación del dogma, ya que no es un texto com o otro cualquiera y que, por consiguiente, tiene una autoridad en sí que le con­ fiere un valor absoluto e intocable— y ese otro m étodo que sin negar la ori­ ginalidad del dogma le somete, sin embargo, al fuego crítico de sus determi­ naciones históricas, es larga y con un complicado historial. La exégesis bí­ blica ha sido un caballo de batalla. Vamos a detenernos brevemente en el análisis de esa discusión porque ahí se reflejan nuestras mismas dificultades hermenéuticas y porque el camino actual de la exégesis bíblica tiene un carácter «modélico» para nuestra inter­ pretación dogmática. N os referimos, más concretamente, a la discusión entre el método histórico crítico y el m étodo dogmático 9. Durante mucho tiempo el m étodo indiscutido de la exégesis fue el método dogmático, una de cuyas consecuencias era la conocida teoría de la inspiración literal del texto bíblico.

7. Cf. Gaudium et spes, 19. 8. Cf. H. Küng, Unfehíbar?, Zürich-Einsiedeln-Kóln 1970. A propósito de la polémica en torno a las razonables tesis del autor véase la obra editada por K. Rahner, Zum Problem Unfehtbarkeit, Freiburg i. Br. 1971. 9. Cf. E. Troeltsch, Über historische und dogmatische Methode in der Theologie, en Gesam. Schrijten II, Aalen 21962, 729-753; E. Kásemann, Vom theologischen Recht historisch-kritischer Exegese: ZThK 64 (1967) 259-281; K. Scholder, Ürsprünge und Probleme der Bibelkrítik im 17. Jh., München 1966.

Introducción

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Pero a medida que la filosofía moderna iba imponiendo sus criterios de verdad comienza a nacer la necesidad de una interpretación nueva, inteligible al hom ­ bre moderno. Spinoza es el programador de ese método que maduraría a lo largo del siglo xix. La razón del nuevo planteamiento es doble. En primer lugar, la esquizofrenia que existía entre el mensaje liberador del texto bíblico y la postura autoritaria y represiva de la iglesia. El monopo­ lio interpretativo que reclamaba la iglesia para sí chocaba a quien había to­ mado conciencia del dinamismo emancipador del texto bíblico. Y nace la sos­ pecha de que la pretensión eclesial al monopolizar el texto no coincidía con la inspiración del texto. La consecuencia es que la razón crítica del teólogo sustituye a la autoridad de la iglesia. En segundo lugar, el avance de la hermenéutica histórica moderna que distingue entre reconstrución arqueológica e interpretación histórica y que, además, somete la comprensión de un texto a sus criterios cientificos de verdad. La verdad de una afirmación del pasado es el fruto de la crítica a que so­ mete el texto, que tiene que demostrar su verdad ante el tribunal de la razón moderna. Ebeling ve ahí la razón formal del m étodo histórico crítico: la interpretación de un texto no puede pasarse por alto los criterios de verdad formulados por el Geist der Neuzeit (por el destilado de racionalidad que es el patrimonio de la edad moderna). Tales criterios dominan el progreso de la ciencia y el desarrollo de la filosofía m oderna10. Porque la verdad de un texto pasado no es la epifanía de una realidad in­ dependiente del sujeto que la interroga, sino que es el producto de esa discu­ sión entre ambos, resulta que toda interpretación del pasado arroja una sig­ nificación a la pregunta del hombre que la interroga, que es siempre pregunta suya, es decir, de un problema actual. El m étodo histórico crítico trata, pues, a la Biblia com o un texto más que se explica por sus contextos y condicionamientos históricos y cuya verdad es el fruto de una lucha con los criterios científicos de verdad. ¿Significa esto sumisión arbitraria del texto sagrado al subjetivismo de cada cual, o a las veleidades de cada filosofía? La crítica histórica nace por pasión realista, al ver que el m étodo dogmático hacía y deshacía fantástica­ mente. El m étodo crítico promete y garantiza aproximación a la realidad, habida cuenta de lo aleatorio que es el terreno en que se mueve: la historia. Todavía sigue siendo verdad que «la historia es la más discutible de las cien­ cias» porque el pasado no se puede encerrar en axiomas evidentes. El peligro de la manipulación y de la arbitrariedad en la interpretación histórica es una amenaza constante. Y, sin embargo, no disponemos de mejor instrumento para captar la verdad del pasado que la crítica a la historia, a partir de nues-

10. Cf. G. Ebeling, Die Bedeutung der historisch-kritischer Methode für die protest. Theologie und Kirche: ZThK 47 (1950).

1ntroducción

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tro horizonte intelectivo. Esta paradoja se aclara si recordamos lo que es lu­ gar común en la filosofía moderna de la historia: que el pasado está perdido; no irremediablemente perdido, pero sólo recuperable en virtud del esfuerzo que hace cada generación por resucitarle. D e esta manera renace el pasado, en cada generación, con una significación nueva, porque nuevos son los problemas que cada generación experimenta y tiene que dilucidar. El texto bíblico no es ni ha sido nunca una excepción. N ada más peligroso que en­ tender la originalidad bíblica com o una sustracción de los avatares de la com ­ prensión humana. La originalidad bíblica no puede ser exotismo hermenéutico, sino que hay que explicar su originalidad a través de la sumisión al fuego crítico de la his­ toria, com o se hace con cualquier otro texto. Mandar la Biblia a la región de los misterios —para escapar de la «condition hum aine»— tiene algo de irres­ petuoso, pues se roba al creador lo que más aprecia: la creatura. D ios se revela al hombre no al margen sino a través de la condición humana; negarse a la comprensión humana es negarse de lleno al conocimiento de D ios. La crítica histórica, por el contrario, garantiza el encuentro con el contenido del mensaje (no el encuentro por la fe con el D ios que se revela) al considerar la Biblia no com o un «tabú», es decir, com o un texto abandonado a sí mismo o al pasado, sino com o un texto que quiere rescatar del olvido, que quiere apro­ piarse buscando en él una respuesta a los problemas que se plantea el teólogo. Esta voluntad de romper «tabús», liberando al hombre de representaciones incontroladas, que no aguantan el examen crítico, es lo que mejor define a la crítica histórica. Vocablos com o crítica, emancipación, liberación pertenecen a la constelación del método histórico crítico. La historia del método ratifica su indiscutible éxito en esta tarea, de tal manera que Káseman legitima este proceder por los éxitos alcanzados u . Ya en sus mismos orígenes se rebela la crítica histórica contra el método dogmático usual. En efecto, para Troeltsch —sistematizador de una cierta teoría del método histórico crítico— el proceder en cuestión se basa en los pilares de la crítica, la analogía y la correlación. Pues bien, nada de eso puede aceptar el método dogmático: N o Duede soportar la critica, porque no acepta la consiguiente inseguridad en el re­ sultado final y porque presta a los hechos tal carácter que se niegan a toda crisis his­ tórica. N o acepta tampoco la analogía, porque eso significaría negar su propia iden­ tidad que consiste en la negación de toda semejanza analógica del cristianismo con el resto de los fenómenos religiosos. Se niega, finalmente, a ser integrada en el con­ junto del todo histórico, porque el conocimiento de su verdad dogmática está funda­ da en una causalidad distinta y original12.

11. 12.

Cf. E. Kásemann, o. c., 260. Cf. E. Troeltsch, o. c„ 740-741.

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Aquí aparece bien claro la oposición de procederes. N o se trata de identi­ ficarnos con la teoría de Troeltsch —cuyos presupuestos filosóficos son siem­ pre discutibles— sino de poner de manifiesto la distinta orientación entre ambos. Detrás del método dogmático se esconde la metafísica de un D ios trascendentalista que basa la verdad religiosa en la autoridad que resulta de su superioridad sobre la creatura. ¿Pero puede reclamar la iglesia esa misma autoridad para sí? Tras el método histórico crítico encontramos una antro­ pología que es consciente de la historicidad de la condición humana, condición a la que no puede renunciar, ni siquiera a la hora de escuchar la palabra de Dios. El dogmatismo latente en tantas interpretaciones «espiritualistas» o «pneu­ máticas» de la Biblia —y que ha invadido igualmente la teología— traiciona una especie de docetismo irreverente, porque introduce en la comprensión del mensaje cristiano la distinción sacro-profana, que el evangelio pretende haber superado. El D ios de los cristianos se revela en Jesús de Nazaret, en el crucificado. N o se puede bagatelizar la crucifixión —experiencia humana ra­ dical— a la hora de salir al encuentro del D ios de los cristianos. Quien recubra la imagen del crucificado de docetismo y le desfigure con oropel, dificulta el encuentro con Jesús, es decir, el encuentro con la verdad terrenal de la revelación divina 13.

Y , a pesar de todo, la crítica bíblica no pierde de vista el carácter original de ese libro que somete al fuego crítico. El teólogo busca en él una aclaración fontanal de su situación presente. Si la crítica histórica nos demuestra que ese libro es un documento sincretista, gestado com o otros muchos contemporá­ neos y que, por tanto, es imposible esperar de su sola lectura y estudio la con­ secución de esa fe —que es la respuesta apropiada a la palabra de D io s—, no hay que olvidar que el teólogo crítico —si es creyente— sabe que se encuen­ tra ante un m onumento que tiene fuerza obligatoria. El sentido de esa obli­ gatoriedad se transmite, sin embargo, a través de la crítica histórica y no al margen de ella. La demostración, por ejemplo, del carácter mitológico del relato de la creación, no anula su significación religiosa, sino que la libera de interpretaciones mitológicas. El interés que nos porta a ese breve repaso de la hermenéutica bíblica es la interpretación del dogma: ¿podemos trasponer la lectura crítica de la Biblia a la interpretación del dogma conciliar? Tal es nuestro problema verda­ dero. Sorprende que hoy se permita a un exégeta del antiguo testamento una libertad de interpretación que se niega al exégeta del nuevo testamento y mu­ cho más al historiador del dogma. N o nos vamos a detener en el examen del por qué la iglesia es tan sensible al nuevo testamento y al dogma y tan tole-

13.

Cf. E. Kásemann, o. c., 280.

I ntroducción

22

rante con el antiguo. Lo que nos tenemos que preguntar es si existen razones objetivas que impidan la crítica histórica del dogma. Creemos que ni por parte del método crítico, ni por parte del mismo dogma hay razones que pro­ híban esa interpretación. U no de los logros más incontestatados y geniales del m étodo crítico, aplicado a la Biblia, ha sido la obra de «desmitización» bultm aniana14. Ahora bien, las inconsecuencias de su sistema nos van a ayudar a legitimar la aplicación de la crítica histórica a la interpretación del dogma. Se ha criticado efectivamente a Bultmann la inconsecuencia de su labor, polarizada entre la crítica bíblica y la existencia abstracta del sujeto que se refiere al texto evangélico: Bultmann bagateliza, así, la significación herme­ néutica de la historia que medía entre el texto bíblico y la existencia del suje­ to del siglo xx. La verdad evangélica no sólo es el resultado de la crítica his­ tórica de la Biblia, sino que hay que someter a crítica la historia de ese texto, así com o tampoco se puede pasar por alto al sujeto del siglo x x — sea indi­ vidual o colectivo, com o la iglesia— que se plantea el problema de la verdad evangélica. Este sujeto también es fruto de una socialización y hay que so­ meter a examen el interés de su crítica. N o vale invocar el hecho de que, en el contexto del protestantismo, la sola fid e s dispensa de tomar en serio la his­ toria de esa fe: la tradición. Han sido los mismos protestantes quienes han puesto el dedo en la llaga y con razón. En efecto, aunque la teología protes­ tante afirma la diferencia cualitativa entre los textos bíblicos y el resto de los documentos eclesiales —que los católicos ponen bajo la tradición— no por eso deja de ser incongruente someter al documento bíblico a crítica his­ tórica, demostrar sus condicionamientos culturales, desentrañar sus intere­ ses políticos etc. y dejar fuera de esa crítica histórica al sujeto del siglo xx. El sentido emancipador que anima la crítica histórica se desvirtúa si se descuida el fam oso círculo hermenéutico, que va del sujeto al texto y del tex­ to al sujeto. Ahora bien, ese sujeto —aunque se trata del «hombre adulto» del siglo x x — no es una exigencia abstracta 1B, sino una existencia histó­ rica, sometida a condicionamientos de todo tipo, com o el texto bíblico. Pues bien, el concilio Vaticano i es para los católicos, por un lado, parte de la historia de la verdad bíblica —un mom ento de la tradición— y, por otro, parte de la herencia con que nace o, por lo menos, con que se encuentra el sujeto católico contemporáneo. N o vem os ninguna razón lógica que impida 14. Cf. D . Solle, Teología política. Confrontación con Rudolf Bultmann, Salamanca 1972, 21-22. 15. «Existencia abstracta» significa la consideración del sujeto humano, haciendo abs­ tracción del proceso de socialización, es decir, del juego de fuerzas e intereses que se mueven en el complejo social y que tienden por inercia a manipular la individualidad. En esta pre­ cisión reside la advertencia de Hegel que sólo se puede pensar concretamente si tenemos en cuenta ese proceso de socialización. Se es abstracto cuando se considera al individuo aislado del complejo de la sociedad.

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23

la aplicación de la crítica histórica a la interpretación de la doctrina con­ ciliar sobre el ateísmo. M uy al contrario, está en la lógica de su vocación emancipadora. La «desmitización» será, pues, la primera parte de un progra­ ma que se acabará con una crítica id eológica16 del sujeto contemporáneo y de los mom entos históricos sobre los que se apoya su teología. U n concilio no puede negarse a esa crítica, so pena de levantar la sos­ pecha de un irracionalismo interesado. Tal ocurriría si el dogma apelara a un último apriori ontológico, para justificar su negativa a someterse a la crítica histórica, sin antes haber reflexionado sobre el carácter histórico de esa pretensión absolutista. La autoridad intocable que reclama para sí el método dogmático también es un producto histórico. Sacralizarlo significa descualificar ante nuestros contemporáneos la posible significación de la afirmación conciliar. Pero ni siquiera puede justificar la autoridad eclesial una pretensión absolutista en nombre de la revelación. En la revelación se practica la crítica de la sociedad y la crítica de la religión con la misma generosidad con que se ejercita la autocrítica. Y nada más lejos de la comprensión evangélica de la verdad que la voluntad de fijarla definitivamente en una frase o en una signi­ ficación. Entre ambas posiciones aparece la diferencia que existe entre el con­ cepto griego de verdad y el bíblico 17. La tradición aristotélica, en efecto, define la verdad com o «adaequatio rei et intellectus», es decir, com o la identidad del pensamiento con el ser. Es el encuentro del ser consigo mismo, por medio de la reflexión. Este retorno del ser a su propia morada es el retorno de un sujeto que ya estaba ahí. La esencia de ese ser que se encuentra consigo mismo es el pasado: «das Wesen ist das Ge-wesene» dice Hegel. La historia no afecta lo más mínimo a ese ser que va al encuentro de sí mismo, sino que la historia es la ocasión de descubrir al que ya era. La verdad es la epifanía de una esencia permanente e inmutable, que no conoce la novedad y que, por tanto, desconoce el futuro y la esperan­ za, porque sólo vive del y para el recuerdo. El D ios bíblico, por el contrario, se define en función de la creación, que es una novedad radical: Mirad, todo lo hago nuevo (Apoc 21, 5). N o os acordéis más de lo de otras ve­ ces, no hagáis atención a lo pasado; que voy a hacer una obra nueva que ya está

16. Por ideología entendemos, grosso modo, las expresiones de una conciencia que no se da cuenta de los factores reales que provocan una situación, un acontecimiento o una de­ terminada teoría. La ideología, porque no es consciente de las causas reales que expresa, tampoco tiene conciencia de estar al servicio de intereses otros que los que verbaliza. La ideología tiene la forma de un discurso objetivo, pero funciona, en el fondo, como legitima­ ción de intereses subjetivos y que la ideología identifica como el interés general: cf. K. Lenk, Ideologiekritik und Wissenssoziologie, Neuwied-Berlin 1967, 15-65. 17. Cf. W. Kasper, Dogma unter dem Wort Gottes, Mainz 1965, 99-109.

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24 comenzada; ¿no lo véis? Voy a abrir un camino en el desierto y a llevar rfos a la so­ ledad (Is 43, 18-19).

«Esa su novedad es posible porque él mismo es la novedad original, el D ios que no se ata a la esencia (entendida com o la definición ya dada en las cosas) sino que se encuentra en potencia cara al mundo, que es capaz de abrir nuevos principios y que por eso puede prometer algo nuevo. Esa novedad no puede ser obra de recuperación en nombre de una metafísica» 18, porque se recupera lo dado. Lo prometido es objeto de esperanza. La verdad evangélica no puede ser prisionera de un dogma —si entendemos el dogma com o el axioma geométrico que una vez puesto sólo necesita engendrar conclusiones lógicas, incluidas en su seno—. La verdad bíblica —y la verdad deí dogma, en la medida en que el dogma es, para la teología católica, un locus theologicus privilegiado— tiene que ser comprendida en un tipo de pensamiento que en­ tienda la verdad com o porvenir y no com o una recuperación. Esto no significa pulverizar el peso del dogma: con él tiene que contar el teólogo necesariamente, porque formula una determinada experiencia eclesial, a través de la cual pasa la identidad cristiana. La historia cristiana no es un angelismo, sino la historia de una «ecclesia semper reformanda», que busca la superación de un mal que se cierne sobre ella constantemente. D e ahí que ni siquiera el reconocimiento del pecado o del error eclesial quite nada a la obligatoriedad del dogm a: es un mom ento de cuya asimilación crítica depende la identidad cristiana del presente. Pero el dogma no es sólo fijación de una experiencia concreta de la iglesia, sino también anticipación de una nueva realidad. Esta segunda función del dogma lleva consigo la superación del significado que la generación anterior ha dado de esas formulaciones históricas. Esa auto-trascendencia, que afecta necesariamente a los «lugares teológicos» en nombre de la verdad evangélica, se concretiza, por ejemplo, en la interpretación crítica del Vaticano i que lleva a cabo la teología del siglo xx. Solamente así puede el teólogo plasmar la responsabilidad que pesa sobre sus espaldas y que consiste «en dar cuenta, a quien nos lo pida, de las razones de esa esperanza que nos habita» (1 Pe 3, 1 5 )19. La asimilación crítica del pasado dogmático intenta explicitar el mensaje de tal manera que se haga inteligible a la mentalidad histórica de quien nos interroga. N o , ciertamente, para «adaptar» cómodamente el mensaje a su mentalidad, sino para que ese mensaje la ponga en crisis, a través de un con­ flicto fructuoso, pero inteligible. El trabajo está orquestado en cuatro capítulos.

18. 19.

Ibid., 103. Cf. J. B. Metz, Apologética, en Sacramentum tnundi I, Barcelona 1972.

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25 El primero se ocupa de la topología del ateísmo en el concilio, así com o de sus diferentes m odelos de argumentación. Encontramos dos topoi, con sen­ das argumentaciones, entre sí diferentes. La una corresponde a un plantea­ miento que llamamos «clásico» y que encontramos en Pablo y en Tomás de Aquino. La otra, que denominamos «emancipada», es la propia de la es­ colástica posterior. U n análisis socio-crítico de estas dos teorías nos revela que cada una de ellas nos refleja un tipo de sociedad diferente: la «clásica» corresponde a la sociedad constantiniana, mientras que la «emancipada» refleja la época moderna. El planteamiento de D ios tiene que ser forzosamente distinto y a esa diferencia estructural responde la teología con una teoría adaptada a cada situación. Constatamos que la significación de esa teoría en el Vaticano i es de nuevo distinta a la de sus orígenes a pesar de que se repitan casi literalmente. D e ahí que en el segundo capítulo nos interroguemos sobre esa nueva experiencia de la iglesia que la lleva a una interpretación original del pasado. N os encontramos con la experiencia de la revolución francesa, así como con la nueva restauración, que es com o Sitz-im-Leben de la teología vaticana. El tradicionalismo es la primera teoría teológica de la época post-revolucionaria. En el tradicionalismo la religión deviene fundamento de la sociedad y prin­ cipio de la legitimidad política. Pero no por mucho tiempo. En efecto, la bur­ guesía conservadora desplaza pronto a la caduca monarquía clerical de la restauración. La burguesía reclama para sí la legitimidad política. La religión se convierte en un asunto privado. Aparece entonces una nueva teología que se hace cargo de la nueva situación: la neoescolástica. El capítulo tercero se ocupa de la neoescolástica, teología dominante en el Vaticano i. Descubrimos dos etapas: a) un neotom ism o de corte tradicionalista; b) la neoescolástica vaticana. Esta nueva teología esquiva el tema candente de la época: la relación religión-sociedad y centra la problemática teológica en la relación ratio-fides. Esta escapada hacia la abstración les parece la condición de convivencia con una burguesía que defiende sus principios liberales, pero que deja a la iglesia un espacio de existencia. La neoescolástica ratifica prácticamente el orden social burgués, al que intenta dar una personalidad moralizante. Por conservar un sitio en la sociedad, la escolástica hace de D ios un problema abstracto y del ateísmo un problema filosófico. Se piensa así vencer al liberalismo burgués en nombre de una estrategia basada en la colonización moralizante. El ateísmo es explícitamente un problema filosófico, pero indirectamente un asunto polí­ tico, com o en el tradicionalismo. El capítulo cuarto y último intenta entresacar los elementos esenciales de esta experiencia histórica que quieren ser com o los nuevos «preámbulos de la fe», al mismo tiempo que los presupuestos indispensables para una res­ puesta adulta al problema del ateísmo: en primer lugar, la teología tiene que interiorizar la crítica atea sobre la religión; en segundo lugar, la emancipación

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del hombre —tarea común de ateos y cristianos— debe de estar alimentada por una confrontación constante entre ambos; finalmente, la iglesia tiene que re­ conocer que esa interiorización del ateísmo o esa mutua interpelación entre ateísmo y cristianismo no se puede llevar en el terreno de la pura teología, porque así no se escapa a la sospecha del oportunismo eclesial —ahora «de ziquierdas»—. N o una nueva teología interpretativa, sino una nueva praxis de la iglesia pueden garantizar la credibilidad del cristiano en medio de un mundo que no cree. Y ya, antes de acabar esta introducción, permítaseme expresar el agrade­ cimiento al profesor J. B. Metz. A su ayuda y dirección se debe particular­ mente lo que este trabajo tenga de válido. Durante los largos años pasados junto a él en la Universidad de Münster tengo la impresión de haber vivido una «escuela de teología» donde el quehacer teológico era creación y en el que la relación de maestro a discípulos repristinaba el calor humano de an­ taño. Gracias también a tantos amigos de Münster, alguno de ellos defini­ tivamente ausente y otros, lejos. La comunidad de vida y de acción ha creado el interrogante cuya respuesta quisiera balbucear este trabajo. Y a los traba­ jadores españoles en Hiltrup. Su encuentro no sólo ha determinado el rumbo de este trabajo, sino también mi destino.

1 El tema ateísmo en el concilio Vaticano I

I.

T o polog ía

La posición del concilio respecto al problema del ateísmo, quedó defi­ nitivamente formulada en dos pasajes de la constitución dogmática Dei Filius. Primeramente, en el prólogo de la constitución. Entonces (como infidelidad de las herejías a las directrices marcadas por Trento) surgió, desarrollándose monstruosamente por todo el universo, la doctrina del ra­ cionalismo o naturalismo, la cual poniéndose en contradicción total con la religión cristiana, dado el carácter sobrenatural de esta institución, se afana en excluir a Jesu­ cristo, nuestro único Señor y salvador, del pensamiento de los hombres, de la vida y de las costumbres de los hombres y de los pueblos, con la idea de implantar el reino de lo que dicen ser pura razón o naturaleza. Sin embargo, tras haber rechazado y abandonado la religión cristiana, después de haber renegado del verdadero Dios y de su Cristo, muchos de ellos han abandonado su inteligencia en las tinieblas del pan­ teísmo, del materialismo, del ateísmo; negando la espiritualidad de la razón y toda regla de justicia y de virtud aúnan sus esfuerzos para minar los más profundos fun­ damentos de la sociedad humanal.

El segundo lugar se refiere al canon primero de la misma constitución. Sin nombrar explícitamente al ateísmo, se refiere a él cuando dice: Si quis unum verum Deum visibilium et invisibilium creatorem et Dominum negaverit, anathema s it2.

En el prólogo aparece el ateísmo com o un engendro del racionalismo o naturalismo, junto con el panteísmo o materialismo. En el canon del capítulo primero se le enfoca desde otro án gulo: com o negación del D ios bíblico. 1. 2.

El texto latino del proemium, en M 51, 429B-430C. Cf. M. 51 434C.

El tema ateísmo en el concilio Vaticano i

28

Es interesante ver la comprensión e interpretación de estos textos, llevados a cabo por la teología posterior. J.-M .-A. Vacant, clásico comentador del Vaticano i, recoge la siguiente explicación, que ha dominado largos años la mentalidad general de la iglesia católica: la fuente del ateísmo es el racionalis­ mo, cuya nota esencial es atenerse exclusivamente a las luces de la razón y a las solas leyes de la naturaleza. Esta postura provoca, en el orden especula­ tivo, el panteísmo, el materialismo y el ateísmo, mientras que, en el orden práctico, lleva al socialismo, es decir, a la destrucción de los fundamentos morales en que descansa la sociedad 3. Un poco más adelante, comentando el canon primero del capítulo primero, puntualiza: el error que consiste en no reconocer que hay un D ios se llama ateísmo. Se distinguen dos especies de ateísmo: el negativo, simple ignorancia de D ios, propia de quien jamás se ha planteado el problema de su existencia, y el ateísmo positivo, que rechaza formalmente su existencia. Este es, a su vez, doble: especulativo, propio de quien está convencido de que D ios no existe; práctico, el ateísmo de quien vive com o si D ios no existiera. Según Vacant (y con él los manuales corrientes de teología), nuestro canon anatematiza el ateísmo positivo especulativo, pues sólo éste lleva consigo una adhesión interior consciente y razonada 4. Según esta interpretación, el ateísmo condenado es la afirmación teórica de la no existencia de D ios, y esto tanto en el prólogo como en el canon. ¿Es ésta la explicación definitiva del ateísmo en el concilio Vaticano i? ¿No hay ninguna diferencia entre condenar la filosofía por negarse a demostrar racionalmente la existencia de D ios (prólogo) y condenar a quien no acepta la existencia del D ios de la Biblia (canon)? Finalmente, ¿puede reducirse la intención del concilio a condenar un ateísmo positivo y especulativo, cuando sabemos que la incredulidad general era el problema más grave con que la iglesia de la segunda mitad del siglo xix tenía que debatirse ? La deserción de las masas, del proletariado principalmente, que acompaña al proceso de rees­ tructuración política de la Europa posnapoleónica, así com o a la industria­ lización de las sociedades modernas, ¿no tienen nada que ver con el tema del ateísmo en el concilio? Estos interrogantes señalan el ángulo de estudio del ateísmo en el presente trabajo: por un lado, ver qué tipo de categorías teológicas determinan la afir­ mación conciliar de la existencia de D ios; por otro, considerar las relaciones entre las afirmaciones teológicas del concilio y del ateísmo de la sociedad moderna.

3. Cf. J. A. Vacant, Etudes théologiques sur les constitutions du concile du Vatican d'aprés les actes du concile I, París 1895, 115. 4. Ibid., 208.

D esarrollo literario del ateísm o

29 II.

D esarrollo literario d e l ateísmo

El sentido de las afirmaciones conciliares sobre el ateísmo no puede se­ pararse de la historia de su lenta gestación. El concilio era muy consciente de las dificultades que semejantes documentos presentan en orden a su inter­ pretación; de ahí su preocupación en dejar bien sentados los principios hermenéuticos 5. Refiriéndose a los documentos preparatorios que sirvieron de material de trabajo («vota» y «adnotationes», etc.), decía el relator de la deputación que constituían «aliquod factum historicum» 6, sin cuya considera­ ción los textos definitivos quedan a merced de toda arbitrariedad. Seguimos, pues, su desarrollo histórico para detectar el mecanismo de su orquestación teológica. 1.

Primera etapa: el papa consulta a cardenales y obispos

D os días antes de la promulgación del Syllabus, el 6 de diciembre de 1864, Pío ix comunica a un grupo de cardenales reunidos en sesión de la congrega­ ción de ritos su voluntad de convocar un concilio ecuménico. El 20 de abril del año siguiente envía el papa un escrito a 34 obispos y cardenales de la igle­ sia católica latina, para que le comuniquen su opinión sobre la oportunidad de semejante concilio, así com o los puntos más urgentes a tratar. La selec­ ción de estos 34 obispos, incondicionales de Roma, determina ya la respues­ ta 7. Sus reacciones son, de todas maneras, altamente significativas, pues ade­ lantan lo que será la preocupación mayor del concilio. En el resumen que hizo el general de los dominicos, Mariano Spada, de las respuestas de los cardena­ les a la invitación del papa, se señala unánimemente que tal convocatoria es «conveniente, oportunísima y relativamente necesaria» al bien de la iglesia por las siguientes razones: — para poner fin a los muchos y grandes errores que circulan en los tiem­ pos presentes, — para denunciar las falsas doctrinas que, bajo el manto del bien, minan los principios de la fe, — que esas doctrinas hacen profesión de naturalismo y panteísmo, en una palabra, de ateísmo; — no se nombra com o razón la necesidad de definir la infalibilidad, aun­ que se señala la buena disposición de los pastores por intensificar la autoridad p a p a l8.

5. 6. 7. 8.

Cf. Cf. Cf. Cf.

M M R. M

49, 654C-655D. 51, 137B. Aubert, Le Vatican I, París 1964, 50. 49, 93C-94C.

El tema ateísmo en el concilio Vaticano i

30

La respuesta de los obispos coincide fundamentalmente con la de los car­ denales : están de acuerdo en afirmar «que en nuestra época no se dan herejías concretas... sino más bien un error general que ataca la verdad fundamental de la religión católica, así com o los preámbulos de la fe y que, por consiguiente, la iglesia se encuentra ante una situación de infidelidad general, parto funesto del racionalismo moderno, que resume todos los errores especulativos y prác­ ticos, filosóficos y sociales, com o si fueran frutos legítimos del espítiru hu­ mano» 9. N o es la infalibilidad papal, sino la infidelidad general el punto que se señala com o fundamental. En esto están de acuerdo progresistas y conservadores 10. Dar una respuesta al ateísmo es la tarea capital del concilio. 2.

Segunda etapa: las comisiones y los «vota»

Aunque todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que el ateísmo rei­ nante era el problema más importante con el que tendría que confrontarse el concilio, quedaba abierto el ángulo de enfoque, la manera de abordarlo. D os hechos van a pesar en la orientación del problema. En primer lugar, la elección de una mayoría aplastante de teólogos de las congregaciones ro­ manas para la formación de las com isiones preparatorias. El cardenal Bizzarri lo justifica a sí: Nadie mejor que ellos para justificar y determinar en qué dirección hay que buscar la solución a un problema. Además, ellos son los portadores de la tradición de la santa sede y por tanto capacitados para las oportunas informaciones...11

El otro hecho se refiere a la labor de la com isión teológico-dogmática, llamada a vida el 24 de mayo de 1866 12. Su misión consiste en coleccionar todos los errores filosóficos-teológicos, acaecidos desde Trento. En esta co­ misión, compuesta de 24 miembros, encontramos las figuras teológicas del concilio: Perrone, Franzelin, Schrader; el profesor romano Pecci, hermano del futuro León xm ; el profesor vienés Schwetz. U n comité especial, com ­ puesto por los consultores Cossa, Pecci, Franzelin, Perrone, Santori, deter­ mina el m étodo de trabajo: estudiar los errores modernos, partiendo del Syllabus. Cada consultor se ocupará de un párrafo, que deberá desarrollar

9. Cf. M 49, 208A. 10. Lo que no quiere decir que el tema de la infalibilidad fuera secundario. A la opinión pública le interesaba más el tema de la autoridad pontificia que el de la incredulidad; de ahí el revuelo de las cancillerías y prensa europea a raíz del famoso artículo de la CivCatt (el 6 de febrero de 1869) que ponía la infalibilidad a la orden del día conciliar. Sobre el inci­ dente, cf. R. Aubert, Le Vatican I, 74 s. l í . Cf. R. Aubert, o. c., 53. 12. Cf. M 49, 237D-240D.

Desarrollo literario del ateísmo

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con citas y envíos a los originales. Se pide una formulación exacta de los erro­ res, si es posible con las mismas palabras de sus autores, dando por lo menos las referencias al original. El mismo comité precisará, en la siguiente sesión, que hay que considerar cada error desde tres puntos de vista: histórico, hermenéutico y teológico 13. Pecci se encarga del primer párrafo del Syllabus, dedicado al panteísmo, naturalismo y racionalismo; Franzelin, del segundo, sobre el racionalismo moderado; Martinelli, del referente a los errores sobre la sagrada escritura. La selección de teólogos romanos, com o líderes teóricos del concilio, así com o la imposición del Syllabus com o material de base y mé­ todo de trabajo, son dos decisiones claves para comprender la marcha del Vaticano i. En efecto, los teólogos romanos no podrán evitar un enfoque de los errores modernos que escape a los intereses del Vaticano; en tanto que el Syllabus prestará al enjuiciamiento de esos fenómenos su agresividad reaccio­ naria y antimoderna. La suerte de la futura constitución dogmática D ei Fi­ lius está, en gran parte, echada. El «votum» de P e c c i14 es de capital importancia para la tipología del ateís­ m o, ya que es el análisis de base, que llegará substancialmente intacto a la redacción definitiva de la D ei Filius. A Pecci se le encarga la reelaboración del primer párrafo del Syllabus («Pantheismus, naturalismus et rationalismus absolutus») cuyo orden altera él ligeramente: panteísmo, racionalismo, na­ turalismo. En efecto, «del panteísmo deriva el racionalismo, porque si no existe más que una sustancia no puede existir más que un único orden de co­ sas: un doble orden de realidades exige dos tipos distintos de substancias... una vez que se ha eliminado el orden sobrenatural, fundamento de toda la realidad cristiana, se abre la puerta a toda especie de naturalism o»15. El panteísmo es el error fontanal del siglo. Se da panteísmo cuando se iden­ tifica la substancia divina con el mundo, de tal manera que cuanto existe es D ios. Se puede entender esta sustancia com o un absoluto o com o algo que se desarrolla indefinidamente. Consiguientemente, el hombre y el mundo son las epifanías divinas, en virtud de las cuales D ios se desarrolla y se realiza. El panteísmo puede ser emanativo o evolutivo, según se matice la relación mun­ dana con D ios. Corifeo del panteísmo es Spinoza quien, partiendo de la idea cartesiana de sustancia, desemboca en una sustancia infinita, de las que las cosas creadas no son sino «modos». Pecci dedica particular atención a la filo­ sofía trascendental germana. Partiendo del presupuesto de la identidad entre idea y realidad, sujeto y objeto, concluye afirmando una sustancia única, lo 13. El conjunto de estas consideraciones metodológicas están recogidas en el docu­ mento Methodus servando in commissione theologico-dogmatica, en M 49, 654C-655C. 14. El título completo es, «D e erroribus nonnullis circa cognitionem naturalem et supernaturalem seu circa habitudinem inter scientiam et fidem quae nostra aetate scholis catholicis periculum creant». Este capital documento ha sido sacado a la luz pública por H. Pottmeyer, Der Glaube vor dem Anspruch der Wissenschaft, Freiburg i. Br. 1968, 3-25. 15. Cf. H. Pottmeyer, o. c., 13.

El tema ateísmo en el concilio Vaticano i

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absoluto, que se explícita necesariamente en naturaleza y espíritu humano, en los cuales la sustancia única tom a conciencia de sí misma. Pecci distingue tres variantes en esta concepción fundamental: a) el sistema del idealismo subjetivo, de Fichte; b) el idealismo objetivo de Schelling; c) la filosofía dialéc­ tica de Hegel, con quien se entretiene más, ya que los otros sistemas le parecen superados. Hegel, al contrario, está de m oda en Italia, en Nápoles concre­ tamente. Característico de Hegel es que, para su definición de D ios, arranca de un concepto vacío e indeterminado del ser, introduciendo en el concepto divino la categoría del devenir. D ios deja de ser un ser perfecto, para conver­ tirse en la conciencia que sólo se posesiona cuando desarrolla las posibilida­ des encerradas en su seno. Se menciona la escisión del hegelianismo en una derecha, un centro y una izquierda, recordando que mientras el centro-de­ recha sigue fiel al panteísmo, la izquierda ha dado un paso al frente, procla­ mando ya un ateísmo abierto. Se echa de menos en esta presentación del panteísmo la invitación del co­ mité de la com isión pidiendo que se estudien las fuentes y que se den refe­ rencias exactas de los autores. Su interpretación no supera la de cualquier manual en boga. N o se hace ningún esfuerzo por comprender la temática con la que se confronta el idealismo alemán (superación tanto del racionalismo deísta com o del panteísmo spinozzista) y la filosofía spinozziana16. Después de esta exposición, Pecci pasa a enumerar las consecuencias cara a la teología. D el panteísmo, dice, se derivan dos conceptos; el uno, el de la necesidad de la creación; el segundo, la afirmación de un progreso continuo y necesario. N o se detiene en el primero, estudiado ya por el consultor que se encarga de Günther. La aplicación del segundo, de la idea del progreso continuo y necesario, a conceptos com o historia, verdad, religión o dogma, lleva a un relativismo irreconciliable con el pensamiento tradicional católico. En la confrontación del panteísmo con la doctrina católica, Pecci pone de manifiesto el ateísmo, camuflado unas veces en vocabulario religioso; abiertamente proclamado en otras ocasiones, com o hace la izquierda hegeliana. Com o, por otro lado, el panteísmo contradice la doctrina católica de las propiedades divinas, Pecci propone cinco cánones, en los que se condena: 1) la afirmación de que D ios y el mundo sean una misma sustancia; 2) la afir­ m ación de que D ios es el concepto generalísimo del ser o un ser indeterminado en devenir permanente y determinado por modalidades; 3) la afirmación de que la creación es necesaria; 4) la concepción progresivista de la verdad; 5) la relación de dependencia de la religión del desarrollo progresivo de la humanidad. N o hay ningún canon dedicado especialmente al ateísmo del panteísmo. En efecto, los cánones condenan proposiciones determinadas, concretamente 16. Cf. B. Welte, A u f der Spur des Ewigen, Freiburg i. Br.-Basel-Wien 1965, 380-410. También W. Kasper, Das Absolute in der Geschichte, Mainz 1965.

D esarrollo literario del ateísm o

33 formuladas; ahora bien, el ateísmo es aquí o un presupuesto o una consecuen­ cia general, sin que se llegue a articular explícitamente la negación de Dios. D e ahí esa aparente situación contradictoria: mientras por un lado, se reduce el panteísmo al ateísmo, no se le da, por otro lado, la «atención» de un canon anatematizador. A la presentación del panteísmo sigue la del racionalismo, su lógica con­ secuencia. Pecci define el racionalismo com o «regula cogitandi», «en nombre de la cual la razón se constituye en fuente exclusiva y criterio legítimo de to­ dos los conocimientos humanos, incluidos aquellos que afectan la religión y la moralidad» 17. Pecci rechaza la definición del racionalismo como «nega­ ción del orden sobrenatural», porque eso sólo es una consecuencia de la esen­ cia del racionalismo: absolutización de la autonomía y autoridad de la razón frente a la fuente única de la verdad. Pecci divide el racionalismo en teológico, que toma cuerpo en el protestantismo; filosófico, que se manifiesta en la filosofía del siglo x v i i i ;político, inspirador de la revolución francesa; social, que preconiza un orden social basado en la democracia. La interpretación que se hace de ese fenómeno histórico que se apellida «racionalista», es capital, porque representa la mentalidad general de la teo­ logía católica contemporánea y quedará fijada en la constitución Dei Filius. La raíz del racionalismo la coloca Pecci en la reforma, al oponer ésta la auto­ ridad del libre arbitrio a la autoridad de la institución eclesial. Descartes no hizo sino aplicar a la filosofía ese principio subjetivista, ya vigente en la teo­ logía; partiendo de la duda general y, una vez eliminada la autoridad com o garantía de la verdad, Descartes eleva la evidencia individual a criterio último de la verdad. El m étodo cartesiano se impone en filosofía, lo que supone una escisión infranqueable entre filosofía y teología católica, así com o la procla­ mación, en la filosofía moderna, del dogma de la absoluta independencia de la razón, norma exclusiva del conocimiento. El racionalismo político y social se apoya en el mismo principio raciona­ lista, visto ya en la reforma y en la filosofía: rechazo de toda autoridad, esta vez política. Se sustituye la autoridad por el número; la ley eterna por la opinión pública; en vez de justicia se persigue la utilidad. Pecci nombra a Rousseau, responsable de la teoría de la soberanía popular. Se le acusa de querer eliminar y alterar el lugar de D ios y de la religión en la sociedad. D el «nefasto» principio de la autonomía e independencia de la razón se de­ rivan las modernas exigencias libertinas: libertad de opinión, de publicación y divulgación, de conciencia, de c u lto ...18. La tragedia del racionalismo se manifiesta al erigirse la razón en árbitro de la fe. Tal ocurre en el llamado racionalismo teológico: sistema que reduce

17. 18. 3

Cf. H. Pottmeyer, o. c., 12. Cf. Ibid., 18.

£.1 tema ateísmo en el concilio Vaticano i

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el contenido de los dogmas de la tradición cristiana a lo inteligible por la pura razón. La historia del racionalismo en la teología se inicia, como ya di­ jimos, con la reforma y sobrevive en la teología liberal protestante, cargada de las aportaciones filosóficas del eclecticismo alemán, del naturalismo inglés, así como del deísmo de los enciclopedistas franceses. Se pasa finalmente a la crítica del racionalismo bíblico, de Ernesti, Lessing y Semler, cuyos principios se preludian ya en Spinoza. El «votum» concluye con una condena del racionalismo porque mina los fundamentos de la reli­ gión; porque niega el pecado original; porque elimina el orden sobrenatural; porque desconoce la esencia de la fe y de la religión; porque imposibilita cual­ quier relación de dependencia de la razón a la autoridad del dogma. El racio­ nalismo es la incredulidad, originada por una infidelidad (apostasía) y repre­ senta, en definitiva, una vuelta al paganismo 19. El problema que el racionalismo plantea a una teología ortodoxa es el de fundamentar, con visos de veracidad, la posibilidad de la revelación, de los milagros y de las profecías. Pecci piensa que la clave está en el concepto de creación. Si D ios crea libremente y es absoluto señor de lo creado puede, entonces, exigir una fe que supere los límites del asentimiento racional. En lo que respecta al racionalismo político y social —la afirmación de las liber­ tades modernas—, Pecci, sin perderse en detalles, quiere ir a lo esencial: 1) esas libertades no son tales, sino monstruosas pretensiones al error y al m al; ahora bien, tales pretensiones no pueden ser derechos, porque el derecho se apoya en la verdad y en la moralidad; 2) el fundamento real de esas libertades es «el principio impío de la independencia de la razón humana». Esta insana pretensión a la independencia origina, en el orden filosófico, la autolatría y el panteísmo; en el orden religioso, el ateísmo y la indiferencia; en el social, la corrupción; 3) estas libertades que conducen necesariamente al pecado suponen, teológicamente, que de ser derechos habría que afirmar que el pe­ cado pertenece necesariamente al concepto de libertad. Pecci se afana en de­ mostrar que no es así: D ios es libertad perfectísima y, sin embargo, no peca. El pecado puede ser un signo de libertad, pero a título de abuso 20. D e la exposición del racionalismo que hace Pecci saltan a la vista las si­ guientes consideraciones: a) Toda filosofía moderna cae, de una manera u otra, bajo la sospecha del racionalismo. Esto tiene que obligarnos a plantear la cuestión de saber hasta qué punto todos los análisis de Pecci no están condicionados por una filosofía concreta (la escolástica) que quiere arreglar cuentas a la filosofía moderna por el camino de la autoridad, de la condenación teológica.

19. 20.

Cf. Ibid., 19-20. Cf. Ibid.

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35

b ) Parece que el nudo gordiano del racionalismo se halla en la relación de la filosofía con la teología (el problema ratio-fides). Según Pecci la filosofía moderna lo resuelve en dos tiempos: primero, separando radicalmente los dos órdenes al proclamar la autonomía de la razón (Descartes); segundo, sometiendo la teología a la filosofía (Kant). Pecci busca en la teología de la creación la categoría que le permite asegurar la dependencia del hombre al creador. Esto no es, sin embargo, ninguna respuesta al problema que la filo­ sofía moderna plantea a la teología: la relación entre una filosofía emanci­ pada, asentada sobre sí misma y la revelación. Pecci niega la legitimidad de este planteamiento en nombre de una concepción de la filosofía («ancilla theologiae»), que si fue racional en el siglo xiii pasa a ser una forma de dogmatismo en el xix, porque la razón es histórica 21.

c) El juicio despectivo que le merecen las libertades modernas es sinto­ mático de la teología vaticana. A l considerar la afirmación de esas libertades políticas com o la consecuencia práctica de los principios filosóficos y religio­ sos del racionalismo, Pecci no ve otra salida que la condenación de los efectos, igual que condenaba sus causas teóricas. Detrás de ellas ve a Descartes y, más lejos aún, a Lutero. Esto denota una comprensión de la verdad según la cual la praxis no es más que un episodio de una teoría abstracta. Este plan­ teamiento imposibilitaba una discusión cualificada con esas libertades, por­ que éstas, com o sus teorías, son el resultado de la experiencia histórica de la teología eclesial. Se afirma la libertad en nombre de la razón porque se ex­ perimentó que la «verdad» que proclamaba la teología, oprimía. N o el racio­ nalismo, sino la historia de la iglesia era el lugar teológico en que una res­ puesta autorizada al racionalismo político y social hubiera sido comprensible. d) El estudio del racionalismo concluye con doce cánones, que conde­ nan sus diferentes afirmaciones. Ninguno está dedicado al ateísmo. Sin embargo, el ateísmo está presente en todo el capítulo pues, com o dice Pecci, el racionalismo se reduce a una forma de incredulidad. La razón de esta omnipresencia no localizable es, com o ya apuntábamos a propósito del panteís­ m o, que el ateísmo es considerado no com o un sistema concreto, sino más bien com o el denominador común de los sistemas filosóficos, tales com o el pan­ teísmo o racionalismo. 21. La razón no es una instancia que haya tenido siempre el mismo contenido. Pannenberg deduce de la historia tres tipos de «razón»: 1) la ratio; 2) die «vernehmende» Vernunft; 3) die geschichtliche Vemunft. El primer modelo de razón —que recubre Ja concep­ ción aristotélico-tomista— parte de un principio que no es fundado por la razón, sino que es dado. La racionalidad es el raciocinio, de ahí que el raciocinar a partir de unos pre­ supuestos recibidos —aunque sean teológicos— no va contra el concepto de racionalidad. Otra cosa será cuando la razón pretenda racionalizar sus mismos presupuestos; entonces el raciocinio puede ser considerado como irracional: cf. W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie, Gottingen 1967.

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D e acuerdo con el plan de trabajo pasa Pecci al estudio del naturalismo que el autor reduce a una exposición del racionalismo. El naturalismo es un nombre vago que agrupa, por un lado, al racionalismo espiritualista; com o ya se trató de él, no queda sino el racionalismo materialista —el otro aspecto del naturalismo—. Por materialismo se entiende la afirmación de la sola exis­ tencia de fuerzas materiales negando, por consecuencia, la existencia de D ios, de la ley moral, la diferenciación entre el bien y el mal, así com o la espirituali­ dad del alma. Se puede distinguir un materialismo psicológico y otro dinamicista. Com o representantes se nombra a Feuerbach, Vogt, M oleschot, R. Wegner; Büchner y Czolbe en Alemania, así com o Comte y Littré en Fran­ cia; a los italianos Ferrari y D e Filippi. El capítulo acaba proponiendo cuatro cánones condenatorios, a los que precede una corta conclusión en la que, de nuevo, se reduce el materialismo al ateísm o; más aún: a algo «atheismi peius»; el materialismo no sólo niega la existencia de D ios, sino todo fundamento filosófico, toda posibilidad de razonar. Pecci propone al concilio no perder mucho tiempo con «tam abjeta doctrina», sino quitársela de encima con una despectiva mención al hablar del racionalismo. Esta exposición del materialismo reproduce la tónica general del «votum». La orientación abstracta y escolar explica que en la segunda mitad del siglo xix, una comisión conciliar aborde el tema del materialismo sin mencionar el ma­ terialismo social que caracteriza a la sociedad capitalista de la primera revo­ lución industrial; se habla del materialismo social y se piensa sólo en la revo­ lución francesa, ignorando casi totalmente la presencia del fenómeno más importante de la segunda mital del siglo xix: el comunismo. 3.

Tercera etapa

El 1 de abril de 1869, la comisión teológica inicia la discusión del «votum» de Pecci. El resultado de la discusión fue encargar a Franzelin la redacción de un esquema, basándose en el «votum» de Pecci, así com o en el suyo propio y en el de Martinelli, teniendo en cuenta las advertencias llevadas a cab o por la comisión teo ló g ica 22. N os hemos detenido en el «votum» de Pecci porque ha condicionado fun­ damentalmente la tipología del ateísmo a lo largo de todo el concilio. A l de Franzelin nos referiremos más en detalle cuando analicemos la teoría conciliar relativa al conocimiento natural de Dios. El 5 de agosto de 1869, Franzelin presenta su primer esquema: Definido doctrinae catholicae contra multíplices errores ex impío rationalismo derívalos vel contra multíplices absoluti ac temperati rationülismí errores23. 22. 23.

Cf. M 49, 730 A-B 738C. El texto ha sido igualmente publicado por H. Pottmeyer, o. c., 28-89.

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U na deputación especial de la com isión estudia el esquema, al que abrevia y retoca en algunas formulaciones. La comisión devuelve el trabajo a Franzelin para que lo reelabore de nuevo teniendo en cuenta las críticas de la co­ misión. Le pide, al mismo tiempo, que añada una serie de amplias «adnotationes» para una mejor inteligencia del texto. Este segundo esquema, con sus importantes «adnotationes» lleva el título de Schema constituí ionis dogmaticae de doctrina catholica contra multíplices errores ex rationalismo derivatos24. a)

E l esquema Franzelin

El esquema de Franzelin refleja fielmente el concepto de Pecci —materia­ lismo, panteísmo y racionalismo son las articulaciones capitales de la infi­ delidad m oderna—, bien que estableciendo una relación entre los diferentes errores ligeramente diferente. Si para Pecci el panteísmo es el error fontanal del que se derivan los restantes sistemas, Franzelin atribuye ese papel al ra­ cionalismo. En cualquiera de las notas que acompañan al segundo esquema Franzelin denuncia el vicio teológico de los errores modernos que consiste en rechazar la obediencia de la fe proclamando la autonomía de la razón en los asuntos humanos y la evasión del orden sobrenatural. Este planteamien­ to, fiel reflejo de la mentalidad de la época, lo llama «rationalismus absolutus», el cual se articula en tres formas: materialismo, panteísmo y racionalismo vulgar. Las dos primeras intentan la «subversio fundamentorum omnis religionis», en tanto que el racionalismo ataca propiamente y en directo la temática de la revelación divina. D el materialismo y panteísmo se ocupa el primer capítulo; el segundo, del racionalismo. Franzelin definía el materialismo, en su primer esquema, com o una doc­ trina que niega todo lo que no sea transformación y explicitación de la mate­ ria, y que vaciando la palabra «D ios» de todo contenido, lo identifica con el complejo resultante de las transformaciones materiales, explicando las pro­ piedades espirituales del ser humano y su finalidad bajo el límite de las posi­ bilidades de la materia. Como a la comisión teológica no le parece ni necesario, ni digno de un concilio dedicar mucha tinta a tales aserciones, se simplifica más aún la expo­ sición del materialismo, en el segundo esquema, diciendo que el materialismo es «negatio omnis realitatis praeter materiam et transformationem aut expli citationes materiales» 26. En lo que respecta al panteísmo, las informaciones no son mucho más concretas. Se le define «omnia quae sunt discuntur única essentia», distinguien-

24. 25.

Cf. M 50, 59A-119B. Cf. M 50, 75B.

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do tres especies, según se conciba la procedencia de D ios: unos, com o Spinozza, conciben lo singular com o manifestación de la esencia universal; otros, com o Hegel, que el ser absoluto se hace determinado y se desarrolla en este mundo, de donde se sigue que el universo es la explicitación necesaria de aquel absoluto; otros, en fin, parten de una única sustancia de la que, por emanación, se producen las diferenciaciones de este universo, sin que entre el universo y la sustancia primera haya diferencia esencial. Se subdistingue todavía un «theopanismo» («Deus fit mundus») y un pancosmismo («mundus fit Deum»), Conforme al método adoptado, Franzelin recuerda, en su nota 5, que una vez expuestos los errores, procede a la presentación de la verdad correspondiente. La verdad católica afectada por el panteísmo y el materialismo es la doctrina de D ios creador, que crea «libérrimo arbitrio» y «ex nihilo»; ese D ios, en hombre de la excelencia de sus atributos y esencia está «infinite exaltatus» sobre la crea to a . La teología de la creación es traída a cuenta para fundamentar una antro­ pología que coloque a la creatura en absoluta dependencia del creador. La simplificación del panteísmo y materialismo, así com o el trascendentalismo de la teoría de la creación que se presenta, traiciona la tónica del concilio: interesa menos una cualificada discusión con estos sistemas que la afirmación masiva de la propia seguridad. A l estudiar la comisión teológica el racionalismo del «votum» de Pecci hace una serie de correcciones importantes cara al enjuiciamiento definitivo del tema. Se considera el racionalismo com o un m étodo y no ya cual un sis­ tema, com o hacía Pecci. Este método de pensamiento se concretiza en las es­ feras teológicas e histórico-críticas, entre las que se establece una relación de dependencia, diferente a la de P ecci: el racionalismo filosófico está a la base del racionalismo teológico, que es una aplicación de los presupuestos filosó­ ficos a los «mysteria fidei»; el racionalismo histórico y critico es, a su vez, una aplicación del racionalismo teológico a la interpretación bíblica. La pers­ pectiva es, pues, ligeramente distinta a la de Pecci, que veía el origen del ra­ cionalismo en el protestantismo, del que Descartes sería, en filosofía, un epí­ gono. Mientras en Pecci prevalece la perspectiva histórica, insiste Franzelin en una articulación lógica. La corrección de la comisión consultora («el racionalismo es un método, no un sistema preciso») ha influido en el planteamiento de Franzelin que ha­ bla de un racionalismo general, del que se derivan el materialismo, el panteís­ m o y el racionalismo vulgar. En la nota 7 26 considera el racionalismo com o un tipo de filosofar dominado por dos principios: uno del orden del conocimien­ to: «quod nullum verum agnoscit, nisi queatenus ratio humana ex esse illud intelligit», otro, del orden del ser: «quod nullum admittit bonum praeter illa1 ad quae humana natura ex suis principiis propiis sese explicet atque conti26.

Cf. M 50, 78A.

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nuis profectibus sese perficiat», es decir, Franzelin, precisando la esencia del racionalismo, lo reduce a dos principios fundamentales: la autoridad de la razón y la autonomía de la naturaleza del hombre, com o únicas instancias de la normatividad de la praxis y de la investigación de la verdad. La negación del hecho o de la posibilidad de la revelación es, pues, una consecuencia lógica. Como en el capítulo anterior, a la exposición del error sigue una presen­ tación contundente 27 de la doctrina católica. Franzelin recuerda, citando a Sab 13, 1-9 y Rom 1, 1, 19 s., que el hombre puede elevarse al conocimiento del verdadero D ios, utilizando sus solas luces racionales. El hombre, cono­ ciendo a D ios, se reconoce de tal manera dependiente de él (D ios se le apare­ ce com o principio y fin), que si a ese D ios se le ocurriera darse a conocer de otra manera que a través de las creaturas, el hombre tendría que prestarle «plenum obsequium intellectus et voluntatis». Esta ocurrencia, D ios la ha con­ vertido en un hecho, de ató que no sea irracional para el hombre el sometérsele y que el esquema condene, consecuentemente, la pretensión racionalista a eri­ gir la razón y la naturaleza del hombre en criterios exclusivos de la verdad y de la moralidad. Si nos detenemos un momento a juzgar el tenor del esquema de Franzelin constatamos: a) Una diferencia notable con relación al «votum» de Pecci, debido, en parte, a la diferencia literaria entre un «votum» y un esquema. El «votum» tenía la misión de presentar, de la forma más «objetiva» posible, el conjunto de errores modernos, proponiendo, al final, cánones condenatorios. El esque­ ma quiere, más bien, articular la doctrina católica, en función naturalmente de los errores del «votum». Pero constatamos de nuevo lo que señalábamos a propósito del «votum»: sorprendente superficialidad en la comprensión de los sistemas discutidos. Eso mismo se repite en Franzelin. Se observa, incluso, una mayor simplificación y desinterés en precisiones. La causa reside en las categorías filosófico-teológicas con las que trabaja Franzelin: para él el proble­ ma de D ios va ligado a unos presupuestos filosóficos, otros que los de la filo­ sofía m oderna; de ahí que toda afirmación de la filosofía moderna sobre Dios esté a priori descualificada. Esa identificación entre ortodoxia y presupuestos filosóficos escolásticos es, para Franzelin, algo evidente y exigido por la teo­ lo g ía 28. En nombre de un planteamiento filosófico se descualiíica teológica-

27. «Contra huiusmodi errorum circunventiones catholicam doctrinam firmiter ab ómnibus retinendam exponere et declarare intendimus»; cf. M 50, 59A. 28. Franzelin distingue efectivamente entre consideración filosófica y teológica del problema de Dios. La consideración filosófica consiste en la demostración directa, por la razón, de la existencia de Dios. La consideración teológica, por su parte, consiste en pregun­ tarse si la revelación dice algo sobre la posibilidad del conocimiento natural de Dios. Como dice que sí, no hay por qué buscar diferencias materiales entre el contenido o proceder de ambas demostraciones. La teología no hace sino añadir un argumento de autoridad al plan-

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mente a la filosofía moderna, sin que Franzelin llegue a preguntarse crítica­ mente la relación entre escolástica y afirmación religiosa, más concretamente: la relación entre el sentido del conocimiento «natural» de Dios, tal com o lo presenta Pablo y la teoría escolástica del conocimiento natural de Dios. b) Se puede observar en Franzelin un nivel de abstración mayor aún que el de Pecci. Franzelin quiere asir el error en su raíz y articularlo lógica­ mente, bajo el m odelo de causa a efecto (el racionalismo condicionado por el doble principio del orden del ser y el conocim iento, produciendo el materialis­ mo y el panteísmo). Esta simplificación sólo es posible si se parte de una teoría filosófica del conocimiento y de una metafísica de la naturaleza que sitúa al hombre, desde un principio, com o un ser fundamentalmente religado a D ios. A partir de esta base se entiende que el mal de fondo sea el racionalismo y que las diferentes formas del racionalismo no merezcan mayor explicitación, para una condena teológica. Pero no se ve dónde Franzelin justifique racional­ mente la justeza de este punto de partida. Se da com o evidente lo que es filo­ sóficamente discutible y se adopta com o criterio teológico una opinión filo­ sófica. ¿Cómo poder entender así el planteamiento teológico de las filosofías llamadas racionalismos ? Decíam os que el esquema de Franzelin es más abstracto que el «votum» de Pecci. Efectivamente en Franzelin desaparecen las, ciertamente, vagas consideraciones sociales y políticas de Pecci. Leyendo el esquema parece co­ m o que los problemas fundamentales de la iglesia en el siglo xix son del or­ den de la discusión académ ica29. Esto explica por qué el tema «ateísmo» no se nombre explícitamente. El «votum» de Pecci está aún influido por los gritos de «infidelidad general, ateísmo», que habían proferido los obispos y cardenales en la consulta preliminar. La reducción académica de los proble­ mas, en el esquema, recoge efectivamente la preocupación conciliar por salir al paso de la incredulidad de la sociedad en el tema del racionalismo; sola­ mente que en ese «ismo» casi se difumina el carácter existencial y sociológico del ateísmo del siglo xix. El 28 de diciembre de 1869 comienza en el aula conciliar el debate sobre el esquema de Franzelin. Pero antes hay que mencionar una decisión papal de gran importancia. El 14 de diciembre se había constituido la «Deputación de la fe» (Deputatio pro rebus ad íidem pertinentibus), cuyos miem-

teamiento filosófico. Franzelin acaba de esta manera identificando la posición bíblica con la filosofía escolástica: cf. J. B. Franzelin, Tractatus de Deo uno secundum naturam, Roma 21875, 33-37. Otro tanto J. Perrone, Praelectiones theologicae, Paris 1856, 338-340. 29. El cardenal de Viena, Rauscher, califica al esquema de manual de teología para uso de profesores; cf. M 50, 123A-125D. Ya antes de la discusión se ironizaba sobre el tratadito «apto para seminaristas», pero que no estaba a la altura de los problemas reales del concilio: cf. R. Aubert, Le Vatican I, 127.

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bros son, en aplastante mayoría, antiliberales y ultramontanos, principal­ mente su presidente, el cardenal Bilio, nombrado directamente por el papa. El papel de esta deputación es clave: decidir sobre las críticas y proposiciones de los padres conciliares, así com o cuidar las sucesivas redacciones de los textos. El integrismo de sus miembros condicionó unilateralmente la orientación del concilio. Y a monseñor Pie anotaba: «Todas estas decisiones son conside­ radas com o las claves del concilio y preludian cual ha de ser la nota dominan­ te» 30. Durante seis congregaciones generales, en las que toman la palabra treinta y cinco oradores, se discute el esquema. La gama de juicios es de to ­ dos los colores. La gran mayoría no pone en cuestión, sin embargo, la doc­ trina del esquema —y esto parece ser el resultado más notable del debate, a los ojos del patriarca Valerga 31—, sino que se discuten detalles u omi­ siones. El cardenal vienés, Rauscher, en la primera toma de posición, echa de menos el problema más urgente de la iglesia, «la incredulidad total, la negación radical de toda religión» 32. En lugar de este análisis vital, se pre­ senta un manual, bueno para profesores de teología o, peor aún, una diser­ tación de seminarista. El obispo David critica lo mismo, a su manera; un con­ cilio tiene que enseñar con autoridad y no perderse en disputas filosóficas, com o si se tratara de una cátedra germana; añade, por otro lado, que se p o­ lemiza con el panteísmo y materialismo en nombre de la fe, sin dar argumentos. Así no se va a ningún sitio porque los otros no entienden ese lenguaje. Habría que discutir en el plano de la racionalidad filosófica 33. La crítica al germanismo del esquema vuelve con frecuencia34. Ginoulhiac critica la elevación a la ca­ tegoría de dogma de opiniones teológicas no maduras. Algo parecido apunta Greith: condenar opiniones filosóficas que habría que ventilar por otros ca­ minos. La discusión del aula demuestra los fallos del esquema: falta de ac­ tualidad, de sensibilidad pastoral, y una excesiva identificación entre orto­ doxia y escuela teológica. N o falta quien, criticando el carácter escolar del esquema, llama poderosa­ mente la atención sobre el verdadero planteamiento. Así, por ejemplo, a pro­ pósito del materialismo: el problema del materialismo no es la afirmación teórica de algún filósofo, sino el sistema capitalista, causa de la miseria y de la incredulidad de los trabajadores. Ese materialismo es el peligroso, porque

"* 30. Cf. R. Aubert, o. c., 125. 31. Cf. M 50, 234AB. 32. Cf. M 50, 123A-125D. 33. Cf. La crítica del obispo briocenseDavid, «in primo capite revocanturpantheist et materialistae ad elementa fidei acsymboli.Sed nullum hic habeturargumentum. Ñeque enim huiusmodi homines admittunt, ñeque suponi possunt admittere elementa fidei... Revocandi sunt pottius ad elementa rationis humanae...»: M 50, 204C. 34. Cf. M 50, 180B-C.

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desprecia y degrada la dignidad del hombre y provoca, por el afán de lucro de un puñado, la incredulidad en la masa obrera35. N o deja de ser significativo que el ateísmo, com o problema candente y expreso, vuelva a emerger en las intervenciones «pastorales», aquéllas que se hacen eco de la situación real de la sociedad en la que se desenvuelve el con­ junto de la iglesia. La deputación decide, vistas las críticas de los padres conciliares, invitar a Franzelin para que defienda su esquema, lo que lleva a efecto el 11 de enero de 1870. Reconoce que la objección más frecuente que se le hace es el carácter profesoral del esquema. Responde diciendo que los errores modernos no se expresan hoy a través de movimientos populares (como las clásicas here­ jías), sino que se refugian en las cátedras (sustraídas hoy a las autoridades eclesiásticas), bajo el manto de la ciencia. El tono apologético tiene que ser, pues, de orden profesoral; el esquema quiere ofrecer a los profesores cató­ licos una orientación básica, para que sepan a qué atenerse. Esto explica el carácter subido del esquema. Esta argumentación es la misma que utilizará Martín, en la séptima congregación general y la que utilice Simor, en la pre­ sentación del futuro esquema 36. U nos días antes, el 7 de enero, la deputación había decidido por unanimidad que, vista la reacción en el aula, había que conservar la sustancia del esquema de Franzelin, porque ahí se refleja fiel­ mente la doctrina católica 37. Se hacen, desde luego, correcciones secundarias: evitar la terminología escolástica y dar mayor relieve a la presentación de la doctrina oficial, dejan­ do los errores para el final, bajo la forma de cánones condenatorios. La de­ cisión más importante es la redacción de un «proemium» a la constitución en el que se exponga la situación presente en que se encuentra la humanidad, relacionándola con el concilio de Trento. D el trabajo de la deputación resulta que el concilio se desinteresa peligro­ samente por el pueblo. Quiere ser una respuesta al mundo académico, en la medida en que se encuentra amenazado o conquistado por los «errores moder­ nos». La infidelidad popular, la descristianización de las masas, gestándose en esos momentos de la revolución industrial, parece ser algo lejano y la con­ secuencia de algunos errores académicos. La preocupación pastoral, manifies­ ta en numerosos oradores de las siete primeras sesiones generales, no fue tomada en serio. El hecho denota una trágica miopía histórica y obliga a plantearse por qué un error académico es más importante, para el concilio, que el fenóm eno de la descristianización de las m asas; por qué es más impor­ tante el materialismo trasnochado de Büchner que el materialismo del capi­ talismo. Algunos padres lo vieron, pero no fueron escuchados. La respuesta 35. 36. 37.

Es la intervención de Greith, una de las más lúcidas, cf. M 50, 207C-212. Cf. M 51, 44D-45B. Cf. M 53, 160AB y M 50, 317D.

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será el objeto de los próximos capítulos; de momento bástenos apuntar las direcciones de la investigación: 1) En los presupuestos filosófico-teológicos de los pensadores y conciliares. Si dan más importancia a la negación explícita de D ios, formulación te ísta 38, que a un sistema político-económ ico, com o el lismo, por ejemplo, que provoca la descristianización de masas, es su teología es del orden de la afirmación teórica de Dios.

padres o a su capita­ porque

2) En la situación político-eclesial. Es comprensible que los errores filo­ sóficos dificulten más la identidad de la iglesia que el materialismo solapado de una sociedad capitalista, la cual, aunque provoca la descristianización de la clase trabajadora, ofrece al mismo tiempo el campo político y social necesario a la existencia de la iglesia.

b)

E l esquema Kleutgen

El presidente de la deputación de la fe, cardenal Bilio, crea una subco­ m isión para la elaboración de un nuevo esquema, respetando la sustancia del anterior, pero integrando las correcciones de la deputación. Presidente es el cardenal de Malines, Deschamps; Pie se encargará del proemium y pedirá la ayuda del abbé Gay; el cuerpo del esquema corre al cargo del cardenal de Paderborn, Martín, el cual tomará com o teólogo a Kleutgen, pionero de la neoescolástica en Alemania. La elección de estas tres personalidades, así como de sus respectivos teólogos, es tan decisiva com o la utilización del Syllabus cual material de base 39. La subcomisión trabaja durante un mes y el 1 de marzo Martín presenta a la deputación el nuevo esquema, bajo el título Schema reformatum constitutionis dogmaticae de fide catholica patrum deputatorum examini propositum 4(J. La deputación lo discute durante siete sesiones. En la penúltima deciden hacer del «proemium», más los cuatro primeros capítulos, un único esquema que, acompañado de una corta introducción explicativa, es distribuido entre los padres conciliares el 14 del mismo marzo. El relator del nuevo esquema es Simor, quien hace la presentación el 18 de marzo. Recuerda las líneas de tra38. N o vemos ninguna diferencia entre «deísmo» y «teísmo» pues en ambas se plantea y resuelve el problema de la existencia de Dios racionalmente. La diferencia reside en \a. fun­ ción de cada planteamiento. Así, mientras el «deísmo» se identifica con la crítica de las ins­ tituciones reveladas, el «teísmo» les sirve como «preambulum fidei». D e ahí que toda distin­ ción formal entre ambos es arbitraria e interesada. Nuestra terminología puede seguir el uso convencional, sin que atribuyamos distinción formal: cf. E. Troeltsch, Der Deismus en Gesam. Schriften IV, Aalen 21962, 436. ’ 39. Cf. R. Aubert, o. c., 183. 40. Cf. M 53, I64A-169D.

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bajo que han dominado la reelaboración del nuevo esquema: sustancialmente idéntico al de Franzelin (es decir, en lo que respecta a la doctrina católica, así com o la presentación de errores). Sale al paso de quienes le achacan exce­ sivo academicismo, recordando la justificación de Franzelin. Advierte, final­ mente, que se ha tenido en cuenta la crítica relativa al estilo, limpiando el esquema «a pulveribus scholasticis», para evitar toda polémica y acentuar el cariz misericordioso y maternal de la iglesia41. Si miramos su contenido, Kleutgen recoge la definición de panteísmo for­ mulada por Franzelin, solamente que, de acuerdo con la deputación, no la trata en el cuerpo del artículo, sino en los cánones. El canon tercero condena la afirmación de que D ios y el mundo son una e idéntica substancia. Zinelli y Senestry proponen completar «substancia» por «vel essencia»; otro obispo, por el contrario, propone quitar «substancia», a lo que Gasser, relator de la deputatio, explica por qué se juzga conveniente poner «substantia vel essentia»; en el lenguaje eclesial «essentia» equivale a «substantia», que en D ios se identifican, pero en el panteísmo tiene una significación distinta. D e ahí la división del panteísmo en tres tip os: panteísmo «entis universalis», panteísmo «essentíalis», panteísmo «substantialis» 42. El canon cuarto condena la doc­ trina según la cual la esencia de D ios deviene realidad de las cosas, en cuanto que éstas son su real manifestación o explicitación. El canon quinto condena la idea de que D ios es el ser indefinido y general que fundamenta las cosas en géneros y especies, al mismo tiempo que se determina a sí mismo 43. A través de estas alambicadas formulaciones, Kleutgen pone de manifiesto su empeño en diferenciar la idea escolástica de D ios de la panteísta. Este empeño recuer­ da su controversia con Günther quien, según Kleutgen, no veía ninguna dis­ tinción entre la afirmación católica y el panteísmo. El canon sexto condena al emanacionismo. Franzelin había denunciado, en su primer esquema, la maniobra del pan­ teísmo, queriendo encubrir sus errores con fraseología cristiana. D e esa ma­ nera se ahorra el reproche de ateísmo y consigue así combatir al cristianismo desde dentro. El «Atheismusstreit» revela que, efectivamente, nadie tenía in­ terés en aparecer com o «ateo», un reproche con considerables repercusiones políticas y sociales 44. D e todas maneras, reducir el problema de D ios en la filosofía moderna a un problema de astucia estratégica para mejor vender una solapada mercancía es una injusta acusación que no hace justicia a la seriedad

41. Cf. M 51, 42A-48A. 42. Cf. M 50, 197A. 43. Cf. M 53, 168C. 44. Cf. H. Pottmeyer, o. c., 128; cf. E. Hirsch, Geschichte der neuen evangelischen Theologie IV, Gütersloh 1949-1954, 359 s. El delicioso libro de L. Febvre, Le probleme de l'incroyanee au 16e. siécle, París 1963, pone bien de manifiesto el cariz altamente político de la injuria «ateo», ya en aquel tiempo.

D esarrollo literario del ateísm o

45 de la temática de la filosofía moderna e ignora la significación del problema de la religión y de D ios en la filosofía occidental45. Esta idea acusatoria de Franzelin es recogida por Kleutgen, en el capítulo séptimo de su esquema, aunque Simor propone presentarla más bien bajo la forma de un «monitum». El «monitum» no prosperó por un malentendido del relator Gasser, quien lo consideró relacionado con el tema «misterios cris­ tianos» (segunda parte del esquema que no llegó a discutirse)46. En lo que respecta a la doctrina materialista, Kleutgen ratifica la simpli­ ficación despreciativa de Franzelin, añadiendo que semejante doctrina atenta a la fe y a la razón. La expresión «non erubuerit» tiene la intención, según el relator Gasser, de llamar la atención sobre el carácter fundamentalmente perverso del materialismo: negar el presupuesto de toda filosofía espiritualis­ ta. Con este cargo pasa a la constitución. Tam poco el racionalismo sufre modificaciones de fondo en el esquema de Kleutgen. La formulación de Kleutgen pasa sustancialmente al texto de la constitución D ei Filius, (cánones dos y tres del capítulo segundo; canon primero del capítulo tercero). El relator del tercer capítulo comenta este ca­ non diciendo que el racionalismo es el error fundamental de los tiempos m o­ dernos; y su idea de base (la razón es autónoma y autosuficiente), debe ser condenada. Simor advierte que el canon segundo del capítulo segundo se dirige contra naturalistas y racionalistas; Gasser precisa más: contra deístas y antiguos racionalistas, para quienes la religión natural es una especie de carta magna de las relaciones entre el hombre y Dios, carta a la que ni el mismo D ios puede sustraerse 47. El canon tercero de este capítulo apunta el progresismo del siglo xix. Esta especie de racionalismo colectivo cree en el desarrollo indefinido de la hum anidad; esta capacidad es fruto de su propia dinámica y no le viene de D ios cuyo conocimiento sobrenatural rechaza de­ cididamente. ¿Qué pensar del esquema de Kleutgen? En primer lugar, se mantiene cons­ cientemente la línea abstracta y académica del trabajo de Franzelin, pese a la crítica del aula conciliar. Este academicismo querido no significa, por tan­ to, calidad en el análisis, sino monición magistral a profesores de teología. Falta la discusión científica a un plano filosófico; en su lugar aparecen afirma­ ciones emocionales (a propósito del materialismo) o juicios autoritarios sobre doctrinas caricaturizadas. N otam os en Kleutgen un cambio de acentos. En efecto, Franzelin consideraba el materialismo, panteísmo y racionalismo como los problemas fundamentales, cuyo lugar teológico era el «praeambulum fidei»,

45. Sobre la seriedad del problemade Dios en lafilosofía moderna, cf. W.Schulz Der Gott der neuzeitlichen Metaphysik, Pfullingen 21959; y W.Kasper, Das Absolute in der Geschichte, Mainz 1965. 46. Cf. M 51, 114B, 184C, 199B. 47. Cf. M 51, 47D.

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es decir, esa zona común a la filosofía y teología pero donde la filosofía lo puede decidir todo en nombre de su racionalidad. En Kleutgen cambia el ra­ cionalismo de topología: no en el contexto del capítulo primero («D e D eo rerum omnium»), sino en el segundo («D e revelatione»). Es verdad que se sigue afirmando que el racionalismo es el mal fundamental que consiste en la autonomía e independencia de la razón, pero aparece ahora bajo un nuevo punto de vista: negando la posibilidad y el hecho de la revelación. Se consi­ dera al racionalismo com o la filosofía que rechaza cualquier autoridad exte­ rior a la razón que fundamente otro tipo de conocim iento y de ser. Este nuevo topos conciliar clarifica la perspectiva teológica del concilio, al confrontarse con el racionalismo: se le considera com o afirmación filosófica que pone en causa la posibilidad de afirmaciones teológicas. El concilio no discute en filó­ sofo, sino que juzga las consecuencias teológicas de tal presupuesto filosófico. Esta clarificación conciliar, aunque no sea más que formal, representa un avan­ ce considerable. El tema del ateísmo adquiere, igualmente, un perfil más claro. La atención expresa dedicada al ateísmo representa una novedad, en comparación al es­ quema de Franzelin, totalmente polarizado por el racionalismo, panteísmo y materialismo. La presencia de este tema aquí tiene por causa inmediata las críticas conciliares al primer esquema. Pero ¿qué es lo que el concilio entiende por ateísmo? La afirmación que se opone al enunciado general «D e D eo creatore». Según el relator Simor este primer capítulo propone brevemente la doctrina católica sobre el D ios creador, en cuanto que se opone a los erro­ res modernos de los que se está ocupando el concilio 48. Todos ellos van en­ cabezados por el primer canon que anatematiza al ateísmo, que es la negación del «unum Deum visibilium et invisibilium creatorem», el cual, a decir del relator, «contra omnes errores dirigitur»; resulta, por consiguiente, que el ateísmo es el dominador de las restantes filosofías, o sistemas determinados. Los apósitos bíblicos que acompañan al canon no tienen más misión que la de indicar qué D ios se significa: al D ios bíblico; sin que se pretenda decir que los sistemas condenados tengan que llevar, en su afirmación de D ios, a todas esas precisiones. Esta vaguedad abstracta (reducción del ateísmo a un denominador de determinados sistemas filosóficos) no puede satisfacer la crítica y la preocupación conciliar cuando hablaban de «incredulidad general» com o de un fenóm eno dominante en la vida social del siglo xix. Tampoco se puede pasar por alto la ambigüedad en el planteamiento conciliar: por un lado, se considera el ateísmo com o la negación del D ios bíblico; por otro, se adjudica el ateísmo a sistema filosófico. ¿Qué relación entiende el concilio entre D ios bíblico y D ios de los filó so fo s49? La dificultad fue discutida en 48. Cf. M 51, 42A-48A. 49. Sobre el tema véase el corto pero sabroso artículo de Picht, Der Gott der Philosophen und die Wissenchaft der Neuzeit, Stuttgart 1966.

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el aula bajo otra modalidad: ¿qué sentido tiene condenar errores filosóficos sostenidos por gente fuera de la iglesia? La respuesta del concilio: hay que hacerlo porque, aunque tales sujetos estén fuera de la iglesia, la mayoría de ellos están bautizados50. Huelga decir que la apelación al jurismo eclesiológico no puede satisfacer el problema de fondo: la relación entre filosofía y teología; más concretamente, en este caso: la relación entre D ios de los cris­ tianos y D ios de los filósofos. 4.

Cuarta etapa: La constitución dogmática D ei Filius a)

El «proemium»

Y a vim os cóm o la deputación decidió completar el esquema de Franzelin con la adición de un «proemium», que se encargó a Pie, quien busca la cola­ boración del teólogo Gay, el cual ya había trabajado en uno de esos «votum» iniciales, el relativo al socialismo y comunismo. La elección de estos dos ul­ tramontanos y militantes antiliberales 51 aclara la línea del «proemium». La misión que se asigna a la introducción es relacionar las preocupaciones del Vaticano con el concilio de Trento mostrando, al mismo tiempo, que toda la miseria contemporánea, la incredulidad moderna, proviene de la expansión del principio individualista de la autonomía religiosa denunciada en Trento. La traducción de este principio al terreno filosófico ha originado el derrum­ bamiento de la religión y la pululación del panteísmo, materialismo y ateísmo. Hacer caer sobre el protestantismo toda la responsabilidad de los males presentes, era un topos común en la literatura de aquel entonces, principal­ mente entre los tradicionalistas52. Fue precisamente este punto el que causó la única escena violenta que caracteriza bien la impotencia de la minoría crítica del concilio cara a una mayoría antiliberal y ultramontana. Fue, en efec­ to, Strossmeyer, quien se permitió el lujo de contestar protestando violenta­ mente contra esa simplificación de cargar al protestantismo con toda la res­ ponsabilidad. Strossmeyer admite, efectivamente, una relación causal entre el protestantismo y el racionalismo. Pero insiste en que el racionalismo y el protestantismo son, a su vez, fruto de un fenómeno anterior, que llama huma­ nismo y laxismo. Viniendo a los tiempos modernos: el desprecio de la fe y

50. Cf. R. Aubert, Le probléme de l'acte de foi, Louvain 1958, 174, nota 58. 51. Mons. Pie era un consagrado anti-liberal. Gay fue el autor del desventurado «vo­ tum» sobre el comunismo, de sorprendente mediocridad. Su resumen: «se trata de abomi­ naciones y absurdidades que ni merecen la atención de un concilio»: M 49, 718. 52. Sobre la manía católica de culpar al protestantismo de la incredulidad moderna, así como de todos los males contemporáneos, cf. W. Kasper, Die Lehre von der Theologie in der romischen Schule, Freiburg i. Br. 1962, 51: véase el artículo de Y.-M. Congar en la obra editada por Nedoncélle, Uecclesiologie au XlXéme. siécle, Paris 1960, 79 s.

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de toda autoridad es fruto del enciclopedismo, proclamado por autores cató­ licos (Voltaire, por ejemplo) y nacidos en países católicos. Strossmeyer tuvo que cortar su vehemente, pero cualificada y matizada exposición, a los gritos de «ese es un Lucifer; ¡anatema! ¡anatema!»; otros decían: «Este es un nuevo Lutero. ¡Largarle fuera!». Todos gritaban: «¡Bájate! ¡bájate!»53. A la crítica de Meignan, que tampoco veía claro el que se echara la culpa al protestantismo, responde Capalti que se apunta no a los protestantes, sino al principio del protestantismo, que sustituye la autoridad eclesial por la de­ cisión privada54. A pesar del mal humor de la mayoría se advierte una mínima transformación en la nueva redacción del 28 de marzo: se evita la reducción di­ recta de los errores modernos al protestantismo; pero el contexto general sigue siendo el mismo. De ahí que Edler y Krementz insisten en las mismas objeciones: el naturalismo y racionalismo han existido siempre y no se puede, por consiguiente, deducirlos monocausalmente de los errores condenados en Trento, sino que surgen forzosamente de la posposición de la autoridad eclesial en provecho de la razón individual. Gasser le responde en nombre de la deputación dándole la razón, en principio: Arrio, por ejemplo, y las diferentes formas de arrianismo son, en cierto sentido, racionalismo, en cuan­ to que prefieren Aristóteles a la escritura. Ahora bien, el racionalismo moder­ no, el cual directa o indirectamente niega el orden sobrenatural, ha nacido, sin ningún género de dudas, del protestantismo. El texto fue, así, aprobado por la mayoría 6B. La redacción definitiva del prólogo guarda, pues, el siguiente movimiento de ideas: — el protestantismo, con su principio de libre examen, estaba lógicamente condenado a un indefinido desmembramiento en sectas, que provocó la in­ credulidad en muchos; — del protestantismo ha nacido el racionalismo moderno, que niega todo orden sobrenatural. Se define al racionalismo como la doctrina, «que no reconoce más reinado que el de la pura razón o naturaleza»; — las consecuencias del racionalismo son, en el orden especulativo, el panteísmo, el materialismo y el ateísm o; en el orden práctico, el comunismo y el socialismo, que minan los fundamentos morales de la sociedad. Desde un punto de vista literario continúa aquí la volubilidad imprecisa en la definición de esos errores, así com o en su mutua conexión: en Pecci apa­ recía com o error fontanal el panteísmo del que derivaban el materialismo y el racionalismo. El ateísmo sería el denominador común. En Franzelin, sería el racionalismo absoluto, que se ramifica en los sistemas d e : materialismo, panteís­ mo y racionalismo vulgar. El ateísmo desaparece como tema concreto. Kleut53. 54. 55.

Cf. Buttler, Das vatikanische Konzil, München 21961,219. Cf. M 51, 75D-77C. El texto latino en M 51, 429B-430C.

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gen recoge, a su vez, el planteamiento de Pecci, en lo que toca al ateísmo. En el «proemium» vuelve el racionalismo a la primera plana, mientras que el ateísmo sigue siendo un sistema concreto derivado, lo mismo que el panteís­ m o o el materialismo. A pesar de todas esas fluctuaciones una cosa queda clara: la relación causal entre la mentalidad racionalista (los principios ra­ cionalista) y el ateísmo. El prólogo considera al socialismo (aunque sin nombrarle) com o una con­ secuencia práctica del racionalismo. Este tema, totalmente ausente de los es­ quemas de Franzelin y Kleutgen remonta, sin embargo, al «votum» de Pecci que habla de «racionalismo político y racionalismo social», significando a Rousseau y a las libertades democráticas. La presencia del tema en el prólogo es debido posiblemente a Gay, encargado del flojo «votum» sobre el socialis­ mo y comunismo. La presencia del socialismo en el concilio, así como su supuesta dependencia del protestantismo, evoca poderosamente la teoría tradicionalista que repite constantemente esa relación. El punto crucial del prólogo es la denuncia del racionalismo. El sentido de la condena es, sin embargo, enormemente oscuro. El «proemium» define al racionalismo com o la autonomía de la razón y de la naturaleza, pero el ángulo por el que se enfoca la condena es su negación del orden sobrenatural. Ahora bien, si el orden sobrenatural es un objeto de la fe ¿qué significa el hecho de que un sistema filosófico no le afirme ? ¿qué es lo que exige la teología de la filosofía? El concilio ventila la cuestión en su planteamiento del conocimiento na­ tural de D ios. Franzelin hace saber 56 que la perspectiva del concilio es teoló­ gica y no meramente filosófica. N o pretende, pues, considerar a D ios como una cifra neutra, dotada de ciertas cualificaciones, sino que se refiere al D ios de los cristianos y juzga a los racionalismos suspectos en la relación gnoseológica de los mismos cara a ese D ios. Veamos el desarrollo: — La perspectiva teológica de la argumentación conciliar se decide en la cuestión de saber si la sagrada escritura se pronuncia por un conocimiento na­ tural de Dios. Tras una exposición de la escritura se concluye la posibilidad y obligatoriedad de la demostración racional de D io s 57. Su exposición no deja lugar a dudas: «con certeza y prescindiendo totalmente de la revelación» la Escritura enseña que el hombre puede y debe conocer a D ios por sus solas fuerzas naturales e independientemente de la revelación. Tal conocimiento es posible, obligatorio y hasta fácil; tan al alcance de todo el mundo que quien no lo consiga es una «naturaleza frustrada» 58. 56. Cf. H. Pottmeyer, o. c., 28-88. 57. «Sufficit, ut ipsi fundamento totius oppinationis, negationi inquam cognoscibilitatis Dei ex praecognitis creationi citra positivam revelationem, opponantur affirmatio eiusdem cognoscibilitatis secundum manifestam doctrinara. Scripturarum»: cf. Ibid, 35. 58. Ibid., 37.

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— La realización filosófica de la posibilidad escriturística relativa al co­ nocimiento natural de D ios va ligada a la afirmación de determinados presu­ puestos filosóficos ligados al reconocimiento de una verdadera filosofía: la teo­ ría tomista del realismo del conocimiento y el principio metafísico de la causali­ dad son el trampolín de una ortodoxa demostración racional de la existencia de Dios 59. — Finalmente, la posición de los teólogos conciliares sería incomprensible si olvidáramos otro presupuesto teológico básico: la concepción de dos órdenes autónomos e independientes entre sí, el natural y el sobrenatural. Sin esa se­ paración no ve el concilio cóm o salvar la gratitud del orden sobrenatural y del encuentro con D ios por la fe 60. La posición del «proemium», explicitada a partir de los presupuestos teológico-filosóficos de los materiales preparatorios, arroja el siguiente resultado: en primer lugar, la perspectiva teológica del «proemium» es puramente for­ mal y no de contenido, puesto que se agota en la afirmación de que la Escritu­ ra libera ese conocimiento natural autónomo. Y a discutiremos la significación no sólo formal sino también material de la perspectiva teológica de la Escri­ tura en su planteamiento del conocimiento natural de Dios. Bástenos señalar la falta de perspectiva teológica en el texto que nos ocupa. En segundo lugar, el «proemium» se escapa del problema planteado: la culpabilidad del racio­ nalismo en su relación racional con el D ios de los cristianos. Se evade del problema porque liquida uno de los polos problem áticos: la filosofía. En efec­ to, da por hecho que una determinada filosofía —la escolástica— es la verda­ dera y fundamenta la verdad filosófica en su «domesticidad» teológica, es decir, en su disponibilidad a funcionar en el sentido que le dicta la teología —y una determinada teología. Esta dictadura teológica tiene caracteres trágicos porque lo original de la filosofía moderna es precisamente el descu­ brimiento de la subjetividad 61 com o crítica de la teoría realista y de la meta-

59. Cf. J. B. Franzelin, Tractatus de Deo secundum naturam, 35-37 y J. Perrone, Praelectiones theologicae, 340. 60. «Traditur genuina notio boni supematuralis, quod fieri nequit nisi comparatione cum ordine naturali»: M 50, 1128. Franzelin define así la «natura pura»: «Pura natura dicitur in oppositione tum ad naturam integram per dona supematuralis secundum quid, tum ad naturam elevatam per dona supernaturalia simpliciter; intelligitur ergo natura absque Omnibus hisci donis, instructa solis donis cohaerentibus cum interna exigencia et cum internis principiis ac viribus ipsius naturae. Esset ergo imprimis natura destinata ad finen naturalem cognitionis et amoris Dei secundum naturae exigentiam...»: De divina traditione et scriptura, 624. Véase en H. Pottmeyer, o. c., 100-107. 61. Por subjetividad entendemos la caracterización antropocéntrica de la época moder­ na, que se distancia así del cosmocentrismo antiguo y medieval. El hombre deviene sujeto y centro de la historia, es decir, deja de ser considerado como un episodio más en el orden metafísico y cósmico. Sobre el viraje de una consideración a la otra cf. J. B. Metz, Antropocentrismo cristiano, Salamanca 1972.

D esarrollo literario del ateísm o

51 física escolástica que concebía al ser humano com o fundamentalmente depen­ diente de un orden dado, exterior al sujeto, que se le imponía necesariamente y del que el entendimiento recibía sus conocimientos. El concilio no acepta el conflicto que plantea la filosofía moderna y «resuelve» el problema negándolo. Por últim o, la escisión (y no ya separación) entre el orden natural y el so­ brenatural tiene, sí, su interés cara a una controversia con el protestantismo, el jansenismo o el tradicionalismo pero nada significa en la confrontación del racionalismo con la teología. ¿Qué valor salvífico tiene un D ios «natural» distinto del D ios de Jesucristo? Si la relación entre ambos es la de una sepa­ ración, discutir sobre la posibilidad «natural» del conocimiento racional de D ios no pasa de ser un episodio racionalista. Volvamos al tema del ateísmo. Y a hemos visto cóm o el tema del ateísmo se recoge en el prólogo bajo la idea de que el ateísmo es un derivado del racionalismo. Ahora estamos en si­ tuación de responder a la cuestión crucial que nos hemos planteado, de saber qué significa esa condenación: ¿se critica al ateísmo por no plantearse, por no solucionar positivamente la afirmación racional de D ios? Según la teología, el hombre puede y debe demostrar la existencia de D ios. El ateísmo la rechaza. Frente a una negación racional de la existencia de D ios, el prólogo afirma la racionalidad de la afirmación de la existencia de Dios. El prólogo opone al ateísmo racionalista un teísmo racional. El ateísmo es un anti-teísmo porque, para la teología del prólogo, D ios es el objeto de la demostración de la razón autónoma. b)

E l «corpus» de la constitución Dei Filius

El primer capítulo se compone de tres párrafos, relativos a la existencia y a la naturaleza de D ios, a la creación, a la providencia y a la ciencia divina. Cinco cánones lo completan; los tres primeros condenan al ateísmo, al mate­ rialismo, al panteísmo y corresponden al primer párrafo 62. Ya dijimos que el esquema de Kleutgen recogía el análisis de los errores modernos de Pecci y Franzelin, aunque asignándoles una nueva topología: el error fundamental —el racionalismo— pasa al contexto de la revelación, mientras que el mate­ rialismo y panteísmo permanecen en el contexto de los preámbulos de la fe (existencia de D ios, creación), precedidos del ateísmo que es com o el deno­ minador común que se concretiza en los sistemas materialistas y panteístas. Según la explicación de Vacant y que parece reflejar la mentalidad domi­ nante de los padres conciliares 63, lo que se condena en el primer canon es el 62. Sobre la historia de este capítulo, cf. J. A. Vacant, o. c. I, 157-159. 63. Con Vacant coincide Th. Granderath, Geschichte des vatikanischen Konzils, Freiburg i. Br. 1903-1906.

El tem a ateísm o en el con cilio V aticano i

52 ateísmo, entendido com o «la negación del verdadero Dios». Sin embargo, no se condena cualquier negación de D ios, sino la afirmación consciente y teóri­ camente formulada de la inexistencia de D ios. En efecto, sólo este ateísmo positivo y especulativo exige la adhesión interna, requerida por el canon. El ateísmo práctico, así com o la afirmación de otras divinidades, no están concernidas por el canon con tal de que afirmen la existencia abstracta de Dios. En los documentos conciliares no hallamos una explicación de por qué el ateísmo no es un sistema concreto, sino un denominador común de sistemas filosóficos. Vacant adelanta una explicación plausible, habida cuenta de la mentalidad conciliar: el ateísmo formal es algo tan opuesto a las inclinaciones de la naturaleza humana que es casi imposible sistematizarlo. El ateísmo es, pues, el fruto de presupuestos que eliminan toda actividad racional (como el materialismo), o fruto de todo sistema que no defina al hombre com o ser creado (panteísm o)64. Esta interpretación del ateísmo es la misma que dimos del prólogo: el ateísmo es un anti-teísmo, al que se opone un teísmo ra­ cional. Pero las cosas se complican al constatar que en el capítulo no se habla de un teísmo abstracto sino del D ios bíblico. Si recordamos que en la cuidado­ sa hermenéutica elaborada por el mismo concilio, canon y artículo son cara y reverso de la misma doctrina —que ambas tienen el mismo «objeto f o r m a b a no podem os interpretar distintamente canon y capítulo. A l contrario: en ambos se significa al D ios revelado y por eso se condena la indredulidad, la negación del D ios de Jesucristo y no ya la negación de un teísmo abstracto. Tenemos por consiguiente: 1) Según el relator de la deputación, la constitución D ei Filius es una confesión de fe y no una demostración silogística. El encabezamiento invita a un acto de fe. 2) El D ios que se significa es el D ios salvador de la Biblia. Los epítetos que le acompañan son los nombres con los que la Biblia habla de D ios, y no tienen la función de ser definidos com o atributos, sino de precisar el D ios que se significa. Como el concilio no pretende presentar un tratado completo de Deo uno, sino decir lo indispensable y suficiente para hacer frente a los errores que condena, la constitución precisa quién sea ese D ios en dos tiempos: pri­ mero, quién es, en sí mismo considerado; lo hace mediante los atributos «aeternum, inmensum, incomprehensibilem, intellectu ac volúntate omnique perfectione infinitum». En segundo lugar, cóm o se distingue de todo lo demás.

64. «Tous les systémes qui n’expliquent pas le monde par la creation, ménent logiquement a la négation de Dieu», afirma Vacant, o. c. I, 209. 65. Cuando el relator Simor presentaba el esquema de Kleutgen a la asamblea advertía: «Attendendum fuit ut in canonibus errores sub formali conceptu condennaretur sub quo formali conceptu doctrina esse propositam quo directi excluderit errores condennandum»: M 50, 319.

Desarrollo literario del ateísmo

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La distinción divina de la universalidad de lo creado es, por un lado, esencial; por otro lado, infinita66. D e ahí resulta que el D ios cuya existencia se afirma es el D ios de la reve­ lación. Su existencia es objeto de fe y no de una demostración racional. Si en el canon primero se condena la negación de su existencia, se condena la incredulidad, es decir se condena el rechazo de la aceptación creyente (por la fe) de la existencia de D ios. Esto, a pesar de todas las dificultades consiguientes y respetando todas las precisiones oportunas, es una evidencia lógica que re­ sulta, tanto de la hermenéutica conciliar, com o del contenido del relator. Que esta significación haya pasado desapercibida se explica no sólo por la mentalidad «dualista» de la teología reinante, sino también porque el con­ cilio utiliza unas categorías que traicionan una enorme ambigüedad. El interés de este primer capítulo de la D ei Filius es, efectivamente, el de marcar la diferencia real entre el mundo y D ios, para contestar las tendencias monistas, subyacentes en el panteísmo y materialismo. La argumentación con­ ciliar funda toda actividad gratuita y libre de D ios en los conceptos de tras­ cendencia y libertad divina. Pecci había reconocido en el panteísmo el nudo gordiano de la mentalidad moderna. Aunque la D ei Filius no le siga en todo, recoge la idea de que en el panteísmo se refleja la opción decidida por la eman­ cipación moderna que trastoca el centro de gravedad de la historia: el hombre en lugar de D ios; en efecto, el hombre, queriendo hacer comprehensible su religación con un ser absoluto, se descubre a sí mismo com o el autor de esa religión y, consecuentemente, com o el ser que, fundando la religación, es el ser absoluto 67. El concilio afirma, por su parte, la soberanía y absoluta trascendencia de D ios para ponerla fuera del alcance del control del hombre, fundando, al mis­ mo tiempo, la religación y dependencia del hombre en D ios. Sólo que esto lo hace con categorías teológicas tales que, al final, producen el efecto contrario del pretendido. Esas categorías llevan el sello de la filosofía helena, que define a D ios con atributos objetos del conocimiento racional68. Esos atributos están, efectivamente, tomados del iv concilio laterano; ahora bien, mientras que allá se aplican al misterio trinitario, están aquí puestas al servicio de la sobe-

66. Esencial porque «essentia Dei est una singularis, simplex et incomunicabilis substantia spiritualis»; infinita porque Dios es «ex se beatissimus et super omnia quae praeter ipsum sunt et concipi possunt, ineffabiliter excelsus»: M 51, 186C. 67. Hay que reconocer que el concilio acertó en su pronóstico: la negación de Dios está inscrita en la frente de la filosofía moderna. En ese punto coincide el concilio con Nietzsche o Heidegger cf. W. Schulz, o. c., 31-37—, Queda sin embargo, pendiente la cuestión de saber si el Dios que subyace a la mentalidad conciliar no es ya una negación del Dios bí­ blico, es decir, si no es ya una pura creación de la razón humana. 68. Cf. W. Pannenberg, Die Aufnahme des philosophischen Gottesbergriffs ais dogmatisches Problem der frühchristlichen Theologie, en Grundfragen systematischer Theologie, 296-347.

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ranía abstracta de D ios. Esta abstracción sustituye la afirmación del D ios per­ sonal, pero no impide, a pesar de la intención, el que aparezca com o una afir­ mación filosófica y por tanto com o un objeto del conocimiento de la razón. La trasposición del D ios bíblico (sujeto) en categorías ontológicas (pre­ dicado), pensando ofrecer así una respuesta cualificada a la filosofía panteísta, es comprehensible a partir de un presupuesto latente en los teólogos del con­ cilio: que el D ios de la revelación y el D ios asequible por la razón, coinciden. Desde el punto de vista del conocimiento de D ios, la fe y la razón tienen un proceder distinto, pero el mismo objetivo. Tal presupuesto lo aceptan los teó­ logos por una exigencia teológica: creen que tal es el sentido de la afirmación bíblica del conocimiento de D ios; si la Biblia habla de un conocimiento na­ tural, independiente de la revelación, se concluye que el proceder autónomo de la ratio apunta al D ios revelado. Decim os que este presupuesto no fue nunca críticamente discutido, porque su verdadero sentido (en la mentalidad de los teólogos) era el siguiente: sólo la demostración y representación escolás­ tica de la existencia de D ios apunta al D ios bíblico. Se rechaza cualquier otra representación o demostración de la existencia de D ios y de la idea de Dios. Esto no fue explícitamente declarado; más aún: el concilio no se pronuncia por un tipo determinado de «pruebas» que demuestren la existencia de Dios. Pero esta identificación de la escolástica con la teología es lo que explica por qué determinadas filosofías deístas, que proponían una demostración racional de la existencia de D ios, fueran descualificadas com o ateas. Tenemos, por consecuencia, que si el concilio habla del D ios bíblico, su explicación categorial va unilateralmente ligada a las categorías de una deter­ minada filosofía. 3) La interpretación conciliar del conocimiento natural de D ios es el punto central para valorar el sentido de la condenación del ateísmo. El con­ texto de esta teoría era el fenóm eno de la ilustración, el cual, al proclamar la autonomía de la razón, ponía en la zona de lo irracional la comprehensión católica de la fe, basada en la aceptación de una autoridad, externa a la razón. La afirmación de la autonomía y autoridad de la razón se oponía a la legiti­ midad de la autoridad de la revelación. A este desafío de la ilustración había reaccionado la teología católica de dos m aneras: con un racionalismo teológico que intentando hacer el juego del contrario caía en sus mismas contradicciones; con el tradicionalismo, que eliminaba todo «intellectus fidei» en nombre de un fideísmo, más o menos larvado 69. El papel del concilio es salvar el principio católico del «intellectus fidei»,

69. La reducción de teólogos como A. Günther o Hermes a un racionalismo teológico no es evidente: cf. K. Beck, Offenbarung und Glaube bei A. Günther, Wien 1967, quien ha roto una lanza en favor de la inspiración teológica de Günther. El autor cree afirmar en jus­ ticia que el Vaticano ii está más cerca de Günther que del Vaticano i, cf. ibid., 183-186.

D esarrollo literario del ateísm o

55 superando la excesiva racionalización de la fe, que olvidaba su momento de gratuidad. El «locus theologicus» del conocimiento natural de D ios, tal y como apa­ rece en el corpus de la constitución, es el orden revelado. Se trata de precisar la posición, más exactamente, la responsabilidad del ser racional, que es el creyente, frente a las exigencias de la revelación. Esto sólo es posible si la pre­ tensión del D ios bíblico de revelarse cae, de alguna manera, dentro del hori­ zonte experimental y racional del hombre. Si la revelación exige del hombre una aceptación, es imprescindible que el hombre descubra su responsabilidad dentro de esa exigencia, así com o que disponga de una cierta representación de D ios. Este reconocimiento de su responsabilidad tiene que ser un momento externo a la pura revelación, es decir, tiene que ser racional. La categoría propia de este reconocimiento la pone el concilio en la idea de «creatura», en virtud de la cual el espíritu humano está por naturaleza tan radicalmente aten­ to y religado a su creador y señor que su acto fundamental no puede ser otra cosa que una cierta «fe», mucho antes de que intervenga la revelación divina. La actividad cognoscitiva del hombre, en tanto que creatura, desborda los límites puramente intramundanos y teóricos, porque se consume en el some­ timiento personal al creador 70. Que, por un lado, se trate de un acto propiamente racional y que, por otro, este acto sea algo más que pura racionalidad, se explica si se considera que este acto se lleva a cabo dentro del orden concreto actual (de ordenación al orden sobrenatural); lo que se pide a la naturaleza es un acto «natural», habida cuenta de la presencia de la gracia. El conocimiento humano natural es como el horizonte humano en el que se valoran las posibilidades de realización de la revelación, sin olvidar que este horizonte no lo crea la pura racionalidad, sino que es dado por la revelación; el conocimiento natural es, en definitiva, un momento crítico de la revelación que se produce al preguntarse el creyente por las posibilidades de realización dentro del horizonte racional del hombre. La razón crítica del creyente descubre al ser como limitado por Dios. Esta actividad crítica del creyente no significa, pues, que la razón humana pueda formular una idea general de D ios o de la revelación, para después afirmar que el D ios bíblico es la concretización histórica de esa posibilidad general, sino que el proceder es, más bien, inverso: el conocimiento natural de la creatura surge en el horizonte de la revelación sobrenatural; entonces se produce la toma de conciencia de que, com o creatura, tiene la responsabilidad de so­ meterse a la revelación sobrenatural. La toma de conciencia, por parte de la razón es, al mismo tiempo, el primer momento lógico de la revelación sobre­ natural del creyente. Esta interpretación que hacemos del Vaticano i no se opone, sino que pa­ rece coincidir con el texto paulino, sobre el que el concilio apoya su teoría. 70.

Cf. H. U . von Balthasar, Karl Barth, Kóln 1951, 322.

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La crítica de Pablo a los paganos afecta a su planteamiento racional, pero la crítica paulina también tiene una exigencia «sobrenatural»: condena su rechazo del D ios revelado en Jesucristo. La culpabilidad de los paganos no es meramente filosófica sino sobrenatural, porque consiste en no haber concretizado el producto de su actividad racional en el sometimiento, por la fe, al D ios revelado. La responsabilidad sobrenatural va exigida en la actividad racional. En lugar de ese sometimiento, los paganos absolutizan el producto racional —la existencia de un D io s— adorándole. Przyswara distingue entre el concepto «formal» y «material» de la idea de D ios. Desde el punto de vista «formal» el concepto de la filosofía pagana coincide con el ortodoxo cató­ lico ; no así con el «material». A pesar de esta diferencia en el concepto «ma­ terial», existe una comunicación interna entre ambos conceptos, de tal manera que una posición en el concepto «formal» avanza ya el contenido del concepto sobre D ios. Pablo formula estos dos momentos en el «conocer» a D ios de los paganos y en el «reconocimiento» de D ios por los cristianos. Esta re­ lación funda la responsabilidad de los paganos, quienes han conocido a Dios, es decir, han conocido eso que se significa con el vocablo D ios y, sin em­ bargo, han reducido su contenido a «algo creado», un producto de su fan­ tasía o inteligencia, negando así eso que iba implicado en el conocimiento de lo que se significa con «Dios». N o es, pues, un ateísmo cualquiera lo que Pablo achaca a los paganos. Más aún, no los califica de «ateos» puesto que conocen a D ios; les califica de pecadores por no reconocerlo en el D ios de Jesucristo. La alternativa no es «ateo» o «ateísta», sino cristiano o p agan o71. Si ahora volvemos al concilio para averiguar el alcance de su teoría sobre el conocimiento natural de D ios, no debemos perder de vista los diversos matices que abarca el indefinido concepto de «naturaleza»: concepto abstrac­ to, que engloba tanto el estado concreto del hombre en pecado com o en gra­ cia; la naturaleza del pecador; la naturaleza del hombre en gracia. Refiriéndose al primer concepto, Gasser habla de un «posse», auténtica potencia —en el lenguaje de la escuela activa y físic a —, que subsiste en el pecador, aunque nunca la actualice 72. A la objeción «la potencia que nunca se actualice es, más bien, una impotencia» replica Gasser que si se niega esa potencia no hay manera de fundamentar la responsabilidad del hombre frente al D ios revelado, ni se explica el pecado de quien le rechaza y, por último y consiguientemente, el sentido de la redención. El «posse» es una categoría ne­ cesaria en la lógica de la revelación cristiana. Solamente después de haber aceptado esto se puede comprender la doble afirmación: primero, la imposibilidad moral del pecador para reconocer a D ios; en segundo lugar, el que se le declare culpable por no hacer desem­ bocar su conocim iento divino en el reconocimiento del D ios de Jesucristo, 71. 72.

Ibid., 331 y cf. E. Przywara, Analogía entis I, München 1932, 80. Cf. J. A. Vacant, o. c. I, 404.

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com o el D ios que personifica lo que el conocimiento de D ios daba a entender de D ios. En lugar de eso se fija ese conocimiento en una represen­ tación de D ios, producto de la fantasía del hombre. Lo que es de todo punto impensable es la coexistencia de un conocimiento natural de D ios con la negativa a reconocer el D ios de Jesucristo como ver­ dadero. Esto, que es posible en una concepción dualista (de la naturaleza y el sobrenatural) —y que recuerda la controversia a propósito de la existencia de un «odium supernaturale Dei» con un «amor naturalis D ei»—, es teológica­ mente imposible porque un conocimiento natural de D ios supone, histórica­ mente, la fe que desemboca, lógicamente, en aquella abertura del ser, primer momento de la aceptación de la palabra del D ios que se revela. 4) Esta interpretación del conocim iento natural de D ios presta una nueva significación al ateísmo, condenado en el capítulo primero de la constitución. En efecto, ya notamos que la voluntad expresa del concilio era tratar en teó­ logo el problema de D ios; el sujeto de las afirmaciones sobre D ios es el D ios revelado y no un teísmo cualquiera. Hemos visto igualmente cóm o el sentido del conocim iento natural de D ios, del capítulo segundo de la constitución, no era sino fundamentar las condiciones de posibilidad de la revelación, es decir, fundamentar la responsabilidad del hombre frente a las exigencias del D ios que se revela. El sentido del canon primero, anatematizando a quien niegue la existencia de D ios, no es la condenación de una filosofía qie niegue la existencia de un teísmo abstracto, sino la condena de no reconocer en el D ios de Jesucristo al único D ios vivo. El ateísmo condenado es la incredulidad y no un anti-teísmo racional.

III.

E x p li c a c ió n h i s t ó r i c a d e am bas p o sic io n e s

A l acabar este estudio del ateísmo en la constitución dogmática Dei Filius constatamos dos comprensiones del ateísmo, perfectamente diferenciadas: la del «proemium» y la del cuerpo de la constitución. En ambos se apunta el mismo fenóm eno: el desarrollo de la filosofía mo­ derna, desde Descartes a la ideología alemana. Si se le juzga una vez como un anti-teísmo y otra com o una forma de incredulidad, es porque los presupues­ tos teológicos que condicionan el juicio varían del «proemium» al cuerpo de la constitución. La teología del «proemium» refleja las posiciones de los teólogos que prepararon la constitución: Pecci, Franzelin, Kleutgen, Gay. En todos ellos florea una teoría del conocimiento natural de D ios autónoma, independiente de la revelación. El ateísmo no puede ser otra cosa que un anti-teísmo. Lo sorprendente es que en el cuerpo de la constitución se signi­ fica la incredulidad. Y a vimos que eso era el resultado de la aplicación al concilio de su propia hermenéutica. Pero no sólo eso. La interpretación clásica, es decir, paulina, del conocimiento natural de D ios es obra,

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al mismo tiempo, de la preocupación de los padres de tendencia agustiniana (o simplemente tradicionalista) que se defendían contra toda valora­ ción exhaustiva de la naturaleza 73. Esta recuperación de la teoría clásica es uno de los logros más sensacionales de un concilio que se debate entre el pe­ ligro racionalista y la amenzaa fideista. Lo que es sintomático es que tal in­ terpretación pasara desapercibida no sólo en la teología posconciliar, sino también entre la mayoría de los padres conciliares 74, dominados por la men­ talidad del «proemium». Debem os tomar en serio este hecho y no reducirlo a un puro despiste de la mayoría conciliar. En efecto, el interés que animaba a la mayoría de los obis­ pos no era el de conseguir una teoría teológica, químicamente pura y teórica­ mente exacta, sino que esperaban del concilio una teología eficaz con la que pudieran hacer frente al racionalismo ambiental. Para esa necesidad apologé­ tica ¿era más eficaz una teoría del conocimiento natural tal y com o se presen­ taba en el prólogo, o la del cuerpo de la constitución ? La respuesta nos la da la historia: la pastoral, los catecismos siguieron utilizando la del «proemiun». La eficacia práctica se impuso a la pureza teórica. N o queremos abordar el problema desde el punto de vista de la legitimidad de esa opción, sino intentar explicar esa fatalidad histórica en profundidad. Lo haremos analizando más detenidamente cada teoría, situándola en su contexto original y preguntán­ donos si la función que cada teoría cumplió en su momento podía ser retrans­ mitida al contexto histórico del siglo xix. 1.

La teoría clásica

Denom inam os teoría clásica del conocimiento natural de Dios a la que aparece en el cuerpo de la constitución y que reproduce la posición de Pablo y Tomás, fuentes sobre las que se apoya el concilio. Pablo es la fuente principal de la reflexión católica sobre la relación entre la racionalidad del hombre y la gratuidad de la revelación de Dios, contexto general de la inter­ pretación del conocimiento natural de D ios 75.

73. Aunque el concilio formula su misión como una superación del racionalismo y del fideísmo, es evidente que se siente en mayor comunidad con el último. Esto provoca la cues­ tión de la relación entre teología conciliar y tradicionalismo que examinaremos en el tercer capítulo: cf. también R. Aubert, Le concile vatican et la connaissance naturelte de Dieu: LumVie 14 (1954) 21-52. 74. Esa capital distinción pasa desapercibida a la atenta mirada de Vacant lo que da una idea de la mentalidad general. Pero la interpretación naturalista no es ninguna rareza en nuestros días: el vicario general de Münster, Lettman, repite esa versión, a propósito del «asunto Halfas»: cf. Welstf. Nachrichten, 15 de noviembre 1968. 75. H. Schlier, Die Z eit der Kirche, Freiburg-Basel-Wien 1966, 29-38; y Problemas exegéticos fundamentales en el nuevo testamento, Madrid 1970, 427-455. También G. Bornkamn, Glaube und Vernunft bei Paulus, en Studien zur Antike und Urchristentum II, Mün-

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a)

La posición paulina

N o faltan sitios en los que Pablo parece eliminar ñdeísticamente toda apre­ ciación positiva de la razón. Allí, por ejemplo, donde Pablo presenta un anun­ cio del mensaje en oposición a la sabiduría del mundo y de la justificación por las obras. Esa paradoja provocadora —escándalo para los judíos e irrisión para los griegos— fue motivo para que filósofos contemporáneos, como Celso y Porfirio, se mofaran de los cristianos, seguidores de la imbecilidad que ignora la razón. Se puede contraatacar diciendo que Pablo habla de la sabi­ duría del mundo y no de la razón; pero uno se puede preguntar si a Pablo le interesa algo la razón cuando en 2 Cor 10, 3-5 la somete tan incondicional­ mente a la obediencia a Cristo. Sería poco paulino fijarse en un par de frases para demostrar que no es tan irracional como parece. Hay que fijarse, más bien, en su manera de argumentar com o teológo cuando reflexiona sobre el significado general del mensaje y su mediatización cara a aquellos que no creen. Aunque en Pablo no se plantea el problema moderno de la relación ratio-fides, com o la filosofía moderna, que opera con un concepto autónomo de racionalidad, encontramos en él la problemática de la transmisión racional de la fe. Ya, antes de Pablo, el judaismo helenista presenta la fe envuelta en categorías filosóficas. La teología racional de la sinagoga ha desarrollado un tipo de predicación misionera que ha influido poderosamente en el cristianis­ mo positivo y primitivo y cuyos «topoi» más repetidos eran: la doctrina del único y verdadero D ios en oposición a la multiplicidad de dioses paganos; la afirmación de su singularidad y fuerza creadora; su sabiduría, bondad y pro­ videncia; la conversión al auténtico conocimiento racional de Dios, etc. To­ dos esos m otivos pasan a la predicación primitiva y son puestos al servicio del anuncio del mensaje de Jesús de Nazaret. Este tipo de argumentación racional toma tales proporciones que hasta se observa un cierto pudor en la explicitación del mensaje salvador de Jesús. Característico es el discurso en el Areópago donde, sólo al final, se habla de aquel hombre en nombre del cual Dios hará justicia, aquel hombre cuya verdad D ios ha garantizado mediante la re­ surrección. Los dos primeros capítulos de la carta a los romanos delatan la dependen­ cia paulina de esta teología heleno-judía. Con ellos, Pablo recoge la idea de que el hombre puede conocer a D ios con los ojos de la razón; la idea de que el auténtico conocimiento de D ios encarna un reconocimiento de las pretensio­ nes de D ios; un conocimiento de su ley exige una vida dominada por la obe­ diencia a D ios. Una lectura más atenta del planteamiento paulino nos enseña, sin embar­ go, que Pablo hace un empleo del tema totalmente original; concretamente, chen 1959, 119-137; J. Dupont, Gnosis: la contiaissance religieuse dans les épitres de Paul, Paris 1960.

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que asigna un papel distinto a la razón en su discurso teológico. Comparemos, por ejemplo, el papel de la racionalidad en el libro de la Sabiduría y en Pablo. Sab 13, 5, habla de la posibilidad de conocer a D ios mediante sus obras. El texto reconoce que los hombres, de hecho, han errado, es decir, no han lle­ gado a actualizar esa posibilidad de conocer a Dios; es un error comprensi­ ble, aunque no disculpable puesto que los hombres «seducidos por su belleza (de las creaturas) las tomaron por dioses». Pablo utiliza otro lenguaje. La cues­ tión de la posibilidad del conocimiento racional de Dios deja de ser la cuestión abierta insinuada en el término «posibilidad». Pablo no plantea el problema com o una posibilidad abierta, sino com o una realidad de la que parte 76. La valorización diferente entre Sabiduría y Pablo arranca de un plantea­ miento distinto; para la primera el conocimiento de D ios es una actividad terrena; para Pablo es una afirmación teológica «porque D ios se lo ha revela­ do» (Rom 1, 19). Aquí es algo actual y no una abstracta posibilidad; de ahí que Pablo cargue a los paganos con una seria responsabilidad «pues han co­ nocido a Dios». Así, mientras que en la Sabiduría el mataiotes (pecado) es expresión y consecuencia de la ignorancia de D ios (son pecadores por no haber conocido a D ios), funda, por el contrario, Pablo su culpabilidad en el conoci­ miento de D ios. Habiéndole conocido no le han loado, ni dado gracias. N o vale apelar a la diferencia entre el género literario de la Sabiduría y Pablo (el primero dirigiéndose a paganos; Pablo a creyentes) pues «ningún texto co­ m o los primeros capítulos de la carta a los romanos revela el estilo de una pre­ dicación misionera» 77. Esta diferencia y originalidad de Pablo siguen mostrándose allá donde, de alguna manera, aflora la temática razón y fe. El encabezamiento de sus car­ tas, por ejemplo, no comienza con la formulación heleno-judía: «creer, ante todo, que único es el D ios que ha creado y ordenado cuando existe». N o es que Pablo lo de por sabido o renuncie a tales «topoi», sino que esas afirmacio­ nes (racionales para la teología heleno-judía) aparecen bajo el nuevo hori­ zonte: bajo el tema general del encuentro actual entre el D ios revelado y el hombre que no tiene más que una alternativa, o juicio o gracia. El horizonte escatológico condiciona ya la reacción del hombre frente a D ios en un sentido «sobrenatural». A diferencia de la literatura judeo-helena, Pablo habla de la razón no en un sentido apologético-propedéutico, sino« eléntico», es de­ cir, para poner en claro al oyente su responsabilidad y (culpabilidad) frente a D ios. Otro tanto vale para la comprensión paulina de la conciencia (Rom 2, 15). Ambos, razón y conciencia, no tienen la función de revelar al hombre el ser, la esencia de la ley de D ios, para después, en un segundo momento, obligarle a optar por la superioridad divina, sino que su misión es la de p o­ nerle ante sus ojos la situación de abandono en la que se encuentra, partien76. 77.

Cf. G. Bornkamm, o. c., 126. Ibid., 127.

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do de la revelación de la voluntad divina, de la que ya ha tomado conciencia el hombre. Tenemos, pues, que si por un lado, la teología judeo-helena no cesa de proclamar la alianza entre D ios y el ser racional que es el hombre, Pablo insiste en la situación de abandono del pagano, el cual, aunque no haya aún reconocido a D ios, no se lo puede quitar de encima. El conocimiento de D ios que no cuaja en el reconocimiento del D ios de Jesucristo arroja al hom­ bre en un abandono culpable. Este repaso de la posición paulina al tema razón-fe revela la posición que la teología católica clásica resume en el postulado «intellectus fidei», que es la definición de la teología com o cien cia78. La razón es la mediatización nece­ saria entre la revelación y el hombre concreto. El planteamiento es, sin em­ bargo, radicalmente diferente del de la filosofía de la ilustradión ya que Pablo parte de un hombre religioso (el pagano cree en D ios) mientras que la ilustra­ ción habla de una razón autónoma. Ahora bien, la insistencia paulina en la prioridad absoluta (histórica) de la revelación, por un lado; y por otro en la prioridad lógica de la razón sobre la revelación, fundamentado así la respon­ sabilidad del hombre frente a D ios, dan a entender que la teología cristiana no podrá resolver el conflicto permanente entre la ratio-fides refugiándose en uno u otro polo, sino en la incóm oda postura que no renuncia a ninguno de los dos. Respecto al contenido de la posición de Pablo, en el problema que anali­ zamos, lo podem os resumir así: a) la existencia de D ios y su ser creador puede ser conocido racional­ mente por las creaturas. En lo creado se ha dado D ios a conocer; b) los paganos, renegando de su carácter de «creatura», no han sido fieles al conocim iento original de D ios, implicado en su religiosidad; c) en la penumbra de su religiosidad tienen un cierto conocimiento no sólo de sus dioses, sino también de D ios. Saben de ese D ios, aunque oscura­ mente. Estas son las afirmaciones con las que tendrá que operar la teología dog­ mática, es decir, la teología del creyente que quiere precisar sus relaciones con D ios. Pero no tiene ninguna significación para una teología «natural», es decir, una teología que busca al margen de la revelación un camino dife­ rente, independiente del evangelio. Que tal itinerario no tenga ninguna significación religiosa, es decir, que no tenga ningún valor salvífico lo demuestra la certeza con que todo mensaje habla de la fe com o itinerario único del conocimiento salvífico de Dios. U n camino distinto pondría en entredicho su misión central. 78. Sobre la significación histórica de esta expresión teológica cf. M.-D. Chenu, Position de la théologie, en La parole de Dieu II, París 1964, 115-141 y H. de Lubac, Sur les chemins de Dieu, Paris 1966.

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N o podemos hacer un estudio detallado del desarrollo de la posición pau­ lina a lo largo de la historia. Vamos a dar un salto y fijarnos en la interpreta­ ción del tema que hace santo Tomás. Pablo y Tomás nos sirven de «m o­ delos» de la posición clásica sobre quienes, además, descansa el concilio.

b)

E l pensamiento de Tomás de A quino

¿Cómo entiende santo Tomás el conocimiento natural de D ios? Podemos situar la investigación de su respuesta en el contexto tomasiano de la relación entre naturaleza y sobrenatural79. En el tratado De angelis se define al uno en relación al otro, sin disociarles. La gracia eleva la naturaleza, a fin de or­ denarla eficazmente al fin para el que fue creada 80. Hay que ver bien desde el principio los sujetos afectados por el «elevatur» y el «ordinatur»: se eleva la naturaleza y se la ordena al fin para el que fue creada (el sobrenatural). N o se eleva el fin último de la naturaleza, sino que éste es considerado como único y dado. Santo Tomás planta el sobrenatural, desde el principio, com o única finalidad definitiva del hombre, sin pararse demasiado en los peligros de confusión entre naturaleza creada y fin sobrenatural que atormentarán a la teología del siglo xvm. El hombre está destinado a la visión beatífica; tal es su fin último sin que, por tanto, ese sea el único fin. En efecto, santo Tomás distingue entre fin so­ brenatural y fin natural; el primero desborda las fuerzas de la naturaleza, el segundo es proporcionado a ellas 81. Esta distinción es básica, pero hay que entenderla bien, es decir, en su con­ texto, sustancialmente distinto del que dominará la escolástica posterior de los grandes comentadores. Aquí no se trata de dos estados posibles de la hu­ manidad, de dos fines que podrían coexistir independiente y paralelamente en sus órdenes distintos de la humanidad, sino más bien de dos perspectivas distintas de un mismo estado de la humanidad. Se puede considerar el orden concreto —sobrenatural— de la humanidad con un interés filosófico y teoló­ gico 82, lo que llevará a una comprensión diferente de la virtud, del bien o del fin último. Santo Tomás, creyente y filósofo, adopta ambas perspectivas para esclarecer mejor la paradoja de una creatura cuyo único fin histórico es el sobrenatural. Su reflexión se apoya en las categorías de naturaleza y fin; de

79. Cf. H. Rondet, Nature et surnaturel dans la theologie de saint Thotnas d ’Aquin: RechScRel 33 (1946) 56-91. 80. De Caritate, q. unic., art. 1, ad 16m. 81. Cf. I, 62, 1; De veníate, q. 14, art. 2; De veritate, q. 27, art. 2; De anima, q. unic., art. 7, ad lOm. 82. «Philosophi non considerant virtutes secundum quod sunt principium actus meritorii»: De veritate, q. 14, art. 6 ad 5m.

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ahí la paradoja del hombre: todo ser posee un fin que alcanza desarrollando las posibilidades de su naturaleza. El hombre, no. Siendo una naturaleza limitada y creada, se le ha dado, y posee por tanto, un fin que le desborda; sin que contradiga, por otro lado, las posibilidades de su ser espiritual83. Esta paradoja coloca al hombre en una situación trágica, al hacer depender la realización de su fin de algo externo a él mismo. D e ahí que santo Tomás se preguntase: ¿por qué no ha dado D ios al hombre una fuerza que le oriente invenciblemente hacia su fin real? Im ­ posible, responde, la visión beatifica es sólo connatural a D ios 84. En lugar de esa orientación connatural el hombre dispone de una gracia certera que puede, sin embargo, rechazar o aceptar. Negarse a ella significa aferrarse al orden natural, lo que lleva consigo la privación de D io s : eso es la condenación 85. Hay que guardarse, sin embargo, de interpretar ese orden natural com o un estado histórico. El único estado histórico es el sobrenatural, al que el hombre ha estado destinado desde un principio. El orden natural terrestre es una abstracción, fruto de la reflexión filosófica, de la que santo To­ más no se cuida mucho, pues siempre añade a renglón seguido: por suerte D ios nos ha reservado una felicidad superior. N o hay que sorprenderse ante ciertas expresiones com o «puris naturalíbus», que tienen un sentido diferente del que les prestará la teología poste­ rior. Cuando santo Tomás se pregunta si el hombre hubiera podido ser creado «in puris naturalibus», se pregunta, sencillamente, si D ios pudiera haber dejado al hombre,- por un instante, sin la gracia santificante 86. Más tarde se entenderá la cuestión de otra manera: si D ios pudiera no haber ordenado al hombre al fin sobrenatural. Suárez dirá, por ejemplo, que D ios podría haber dejado al hombre, por un instante, en un orden histórico puramente natural, al que correspondería una felicidad que saciaría el deseo natural del hom ­ bre. Tomás queda lejos de todas esas cábalas. El único fin histórico imagina­ ble es el sobrenatural. Sólo ése sacia al hombre, el fin último natural de la reflexión filosófica es un fin relativo, que carece de sentido y de interés fuera de su subordinación al fin sobrenatural. Es innegable, pues, que Tomás ha distinguido y aceptado un cono­ cimiento natural de D ios, distinto del conocimiento que procura la fe. Saber qué entiende por uno y otro no es tarea fácil. Se suele decir que la razón nos lleva a afirmar la existencia de Dios único, poseedor de un determinado nú­ mero de atributos. La fe, por el contrario, nos da el conocimiento de la tri-

83 «Naturaliter anima est gratiae capax...»: I, II, 113, 10. 84. Cf. 1-2, q. 5, art. 7. 85. Cf. Quodlibet 5, 2 art.: «Peccatores autem qui non justificantur per gratiam non sunt elevati vel praeordinati a Deo ad culpam, sed solum praesciti quod non sunt gratiam habituri, sed suae naturae reliquendi». 86. Cf. H. Rondet, o. c„ 75, nota 1.

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n id a d 87. Este doble conocimiento se apoyaría en la distinción tomasiana entre naturaleza y fin: la razón puede conocer a D ios, autor de la naturaleza (contradistinguida del fin sobrenatural); mientras que la fe conoce a D ios com o fin último absoluto. Ahí se encuentran los dos puntos de vista cono­ cidos: el del filósofo que avanza desde la creatura al creador; el del teólogo, desciende desde D ios a las creaturas. Pero no se detiene a señalar los límites de uno y otro. Esto se explica por el corte teológico de su trabajo: gracias a la fe sabe todo sobre la naturaleza y fin del hombre. N o busca en la filosofía una concepción autónoma del hombre. Lo que le interesa es definir los límites de la filosofía, incapaz de revelarnos el verdadero fin del hombre. El hombre está creado para la visión beatífica, pero el hombre no lo puede conocer de por sí mismo. Com o tal no tiene más que un conocim iento general de felici­ dad. Es verdad que hay en él un apetito natural, es decir, una inclinación dentro de la naturaleza que procede y condiciona todo querer y que la empuja a la realización plena de su ser, que no lo puede conseguir sino en D ios, po­ seído en la visión beatífica. Ahora bien, la sola razón del hombre no puede conocer en qué consiste la realización plena de su ser; le hacen falta para ello los ojos nuevos de la gracia. El interés teológico de esta definición de los límites de la filosofía es el de poner a salvo la gratuidad de la gracia. Tiene además otra misión, crítica esta vez: el creyente racional se interroga sobre el sentido de su relación con D ios, para cernir el grado de responsabilidad. Tal es el sentido de las prue­ bas 8S. En efecto, las pruebas quieren ser una respuesta a la cuestión previa «an Deus sit». Sorprende, a primera vista, que una obra teológica como la Summa debute con este interrogante. El hecho de que sea un tratado teológico parece indicar la superfluidad de la cuestión, puesto que se supone resuelta por la fe. Se explica, sin embargo, si consideramos que quien se plantea la cuestión no es un creyente ingenuo, sino un creyente racional. La cuestión, así com o las pruebas consiguientes, tienen la función de localizar el sitio de la raciona­ lidad al interior del misterio 89. Sólo así puede explicarse que la pretensión de dirigirse al hombre para autocomunicarse puede implicar en el hombre la llamada a la responsabilidad. Este papel crítico de la razón al interior de la teología supone que D ios es prim ero: él es quien se da a conocer y quien se revela. El itinerario de la razón que se esfuerza en acercarse no es sino el segundo momento de un ritmo que D ios ha puesto en movimiento. Toda la filosofía tradicional está de acuerdo en afirmar esta prioridad de la iniciativa divina, cualquiera que sea el matiz que den alconocim iento natural deD ios 90. 87. Cf. De veníate, q. 14, art. 9; c g . I, c. 3. 88. Cf. I, q. 2, art. 3. 89. Cf. G. Siewerth, Das Schicksal der Metaphysik vonThomas deln 1959, 52. 90. Cf. H. de Lubac, Sur les chemins de Dieu, 14-15.

zuHeidegger,Einsie-

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La prioridad de la presencia e iniciativa divina en la actividad del conoci­ miento no significa que se reduzca el conocimiento a una mera repetición, en categorías filosóficas ahora, del proceso de la fe. La fe reconoce a la ratio una cierta prioridad lógica, sin la cual la fe no podría reconocerse como un proceso de hombres. La prioridad de la fe es, por otro lado, histórica, es decir absoluta: el sujeto que se plantea el conocim iento natural es un creyente y se lo plantea por necesidad interna; el creyente quiere que su fe sea la de un sujeto racional. Que esa distinción sea difícil de sostener —por su enorme imprecisión material, a pesar de su clara distinción form al— lo demuestra la historia del problema. Incluso santo Tomás busca una explicación que, uniendo ambos puntos de vista en una nueva categoría, permita una comprensión más directa de un tipo de conocimiento que se mueve entre una prioridad lógica de la razón y una prioridad histórica de la fe. La nueva categoría es el tema del deseo natural de ver a D ios 91: cuando uno llega al conocimiento explí­ cito del D ios revelado, naturalmente que no le conoce com o alguien o algo que ya hubiera conocido de otra manera, y que hubiera después olvidado. Y, sin embargo, conociendo a D ios, por la primera vez, le reconozco. En efecto, conociendo ahora explícitamente a D ios com o el ser que me hace feliz, reconozco al mismo tiempo la identidad de D ios con esa felicidad que conocía deseándola, pero que yo localizaba en otro tipo de objetos. Hablar de D ios a un hombre que nunca haya oído hablar de él, no es igual que hablar de colores a un ciego 92. D ios es poseído, desde el principio, en esa tensión natural del espíritu hacia D ios. Esta explicación es lo que sugiere la compa­ ración anterior, confirmada aún por la idea de santo Tomás de que, si bien es verdad que nuestro conocimiento espontáneo no puede conocer a Dios «simpliciter», no obsta para que de alguna manera tenga un conocimiento de D ios, lo que permite afirmar que, en el momento del conocimiento ex­ plícito, le reconozca. Esta interpretación del deseo natural de ver a Dios trabaja con una comprensión del concepto de «natural» muy especial. «Na­ tural» es aquí, no el concepto resultante de la sustracción de todo lo sobre­ natural al estado histórico actual, sino que «natural» es el estado históri­ co revelado, interpretado, no en la perspectiva de la revelación sino partiendo de la naturaleza, entendida com o el resultado del concepto «puro» de na­ turaleza (en oposición al sobrenatural) más lo que la revelación histórica ha depositado en ella: es el «existencial sobrenatural»93. El conocimiento «natural» de esta naturaleza es, por un lado, totalmente racional; por otro lado, opera con un capital que aunque sea racional, supera el contenido del

91. 92. 93. logía I,

5

Ibicl., 95-97. Cf. J. Lebreton, La considerance de foi: Etudes 68 (1908) 735. Cf. K. Rahner, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, en Escritos de teo­ Madrid 31967, 327-351; Id., Naturaleza y gracia, en Ibid. IV, 215-245.

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«puro natural». Aquí es precisamente imposible delimitar el campo de lo propio y de lo añadido. Las fronteras se cruzan y es fácil atribuir a la natu­ raleza parte del patrimonio heredado de la revelación. Santo Tomás no ha escapado a esta ambigüedad en su explicación del de­ seo natural de ver a D ios. Por un lado, reconoce que su presencia en la natura­ leza humana es de orden místico, a pesar de lo cual intenta explicar su reali­ dad por el camino racional. En el Contra gentes desarrolla para este efecto un tipo de argumentación inspirado de su fe, pero que tiene que hacer fruncir el ceño a un filósofo; de ahí que muchos intérpretes hayan pensado que el deseo natural del que santo Tomás habla es el deseo de conocer a D ios com o causa, pero no de verle realmente. La inteligencia que quiera comprender el universo no cesará su búsqueda hasta que dé con su causa primera; pero de ahí a decir que busque apropiarse existencialmente la esencia de esa causa primera, hay un abismo. Tam poco es evidente afirmar que el «elan» místico que explicaría el deseo de ver a D ios sea una continuación lógica de la actividad general del conoci­ miento, inquiriendo las causas de los efectos. La lógica de santo Tomás se comprende mejor si reconocemos que bajo el razonamiento del filósofo se esconde un interés y una preocupación de un orden diferente al del conoci­ miento general. Esto significa un fracaso en el intento de establecer una con­ tinuidad entre filosofía y mística; entre dinamismo de la inteligencia y deseo del espíritu94. Quedaría al final, que el deseo natural de ver a D ios no es más que una manera de abordar la relación crítica entre la revelación y la raciona­ lidad y no la pretensión de colocar a la revelación com o una prolongación de un proceso naturalmente racional. Si se concibe a la revelación sobrenatural com o una prolongación de un planteamiento natural religioso puede ocurrir que temas com o el conocim ien­ to natural o el deseo natural de ver a D ios tiendan a emanciparse de su contex­ to teológico, es decir, lleguen a aparecer com o objetos propios de la naturale­ za del hombre. La cosa es tanto más tentadora cuanto que la historia de occi­ dente está marcada por la civilización cristiana, en la que D ios era una reali­ dad cultural evidente y no un problema. Que la filosofía o la mentalidad gene­ ral conciba la prioridad histórica de D ios o el «existencial sobrenatural» de la naturaleza com o algo puramente racional, es comprensible. Lo que no hay que olvidar, en ese caso, es que esa presencia en la naturaleza es ya un don. La cul­ tura occidental ha hecho de la prioridad teológica una realidad tan banal que el peligro de olvidar el origen revelado de la afirmación es constante. Lo peligroso es, pues, abstraer el tema del conocimiento natural o del deseo de ver a D ios de ese contexto histórico —al origen del cual encontramos una motivación teológica— y asignar a la naturaleza abstracta del hombre una propiedad que

94.

Cf. H. de Lubac, o. c., 177.

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no le es incondicionalmente propia, sino dada; lo dado se reduce, entonces, a un objeto propio de la razón. Este peligro adquirirá toda su virulencia en la época moderna, cuando la cultura occidental se emancipe de la tutela teoló­ gica. En efecto, si en la época de santo Tomas el conocimiento natural es algo evidente para una filosofía «ancilla theologiae», es decir, totalmente dominada por el horizonte teológico, en la época moderna la filosofía —independizada ya de los intereses teológicos de la edad m edia— tratará esos temas como puros objetos de la racionalidad del hombre. D e esa manera se olvida lo esencial: que el primer m omento de la temática del conocim iento de D ios es la fe. Olvidar eso significa abandonar el tema D ios al imperio de la racionalidad que podrá afirmarle o negarle; en ambos casos D ios no podrá ser otra cosa que un objeto, una creación del poder de la racionalidad. A l acabar la presentación del planteamiento del conocimiento natural de D ios, en Pablo y en Tomás, tenemos que del uno al otro el plantea­ miento ha experimentado un cierto desarrollo debido a una utilización consciente de la filosofía com o ayuda categorial para interpretar la fe. Este desarrollo se concretiza en la aparición de la teoría de un conocimiento na­ tural, donde «natural» significa el estado histórico concreto de salvación, diferente categorialmente del orden sobrenatural, pero totalmente dominado por sus intereses y dependientes de ese horizonte revelado. Y, sin embargo, el planteamiento de fondo es el mismo; ni en Pablo, ni en santo Tomás Dios es problema, sino la realidad de la que se parte. El sentido del conocimiento na­ tural no es el descubrimiento de una realidad que se ignora previamente sino que tiene la misión crítica de demostrar y fundar la responsabilidad (sobre­ natural) de los paganos, quienes conociendo a D ios, no le reconocen en el D ios de Jesucristo; dicho de otra manera: explicar al creyente que en nombre del reconocimiento de sus límites y de la abertura de su ser, racionalmente es­ tablecidos, no tiene más remedio que tomar en serio la aceptación del D ios revelado que funda sus límites y da un sentido a esa apertura; de esta manera —y esto sería la última función del conocimiento natural de D io s— poner en claro que la aceptación y comunicación de D ios no es algo «natural» sino dado a la naturaleza, es decir: gracia. La alternativa que se presenta al pagano o al filósofo es la ortodoxia o heterodoxia; pecador o justo, pagano o católico. El caso del ateísmo filosófico, com o el de un ateísmo racional, están totalmente al margen de esta proble­ mática. Este planteamiento puede satisfacer considerablemente al creyente porque, por un lado, queda a salvo el papel central y primero de la fe, mientras que, por otro lado, no cae su creencia en el simplismo del fideísmo, sino que se apoya en la estructura racional. Sin embargo, son muchos los pro­ blemas que un tal planteamiento arroja sin que se vea solución evidente. En efecto, esa primacía histórica de la presencia de D ios puede ser compren-

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sible cuando se habla a paganos o en medio de una civilización cristiana, com o la de la edad media. Pero ¿significa esa primacía algo en una sociedad que es arreligiosa o no cree? La razón es la mediadora entre la fe y la racionalidad humana, ¿cuál es su misión allá donde el hombre no cree? Tal es el contexto en el que los escolásticos de la edad moderna van a reflexionar e interpretar el conocim iento natural de D ios. Antes de pasar a su estudio, recordemos la identidad entre la teoría del conocimiento natural de los capítulos segundo y primero de la constitución D ei Filius y la postura de Pablo y santo Tomás.

2.

La teoría escolástica en la edad moderna

La armonía precaria de una naturaleza humana ordenada a un único fin sobrenatural va a sufrir un desarrollo que desembocará en una nueva compren­ sión del conocim iento natural de D ios, que se emancipa de su contexto teoló­ gico. Nuestro análisis se reduce a una revisión del planteamiento de los gran­ des comentaristas de los siglos xvi y xvii, que condiciona el futuro de la teo­ logía escolástica. La idea central de un hombre com o Escoto es la de que el ser humano que fuera capaz de conocer exhaustivamente su naturaleza descubriría el ver­ dadero fin (la visión beatífica), ya que el hombre ha sido creado para conocer y poseer a D ios 95. Semejante conocimiento es imposible en la situación ac­ tual, de la naturaleza caída. Es la doctrina de la época clásica: la naturaleza humana es de por sí el sujeto inmediato de la bienaventuranza; claro, que por otro lado, esa naturaleza no dispone del dinamismo necesario para realizar la visión beatífica 98. Aunque la melodía es la misma, cambia el texto, es decir, el vocabulario: para Escoto la visión es el fin natural del hombre, bien que el hombre no puede realizarla por sus exclusivos medios racionales. U n coetáneo de Escoto, Capreolo, refiriéndose a las relaciones entre filo­ sofía y teología, se expresa com o en el siglo x m : cada cual tiene su fin propio, pero al interior de un bien concreto, único, finalizado por la visión de D ios 97. Esta sentencia se encuentra igualmente en Escoto; pero entre Escoto y Capreo­ lo tercia Cayetano con una postura cargada de consecuencias. Cayetano, discutiendo el problema de la necesidad de una ciencia teológica, critica la tesis de Escoto sobre el conocim iento que el hombre puede tener de su fin últim o; ese fin no es naturalmente conocido, porque es sobrenatural98;

95. Una visión de conjunto sobre este período en H. Rondet,Le probléme de la nature puré et de la théologie du XVIéme siécle: RechScRel 35 (1948). 96.Cf. In IV Sent. dist. 49, q. 11. 97. Capreolo cita a Tomás en I, 62, y e n In II sent., dist.5, q. 1, art. 1 (tom. III, col. 361). 98. Cf. Cayetano, In lam. partem, q. 1, art. 1, n. 7.

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no puede ser, por tanto, un fin natural al hombre, com o pensaba Escoto. Ca­ yetano desentraña su postura polemizando con el triple argumento de Escoto. La primera razón de Escoto se apoya en el texto agustiniano según el cual la posibilidad de tener la fe o la caridad es algo natural al hombre; en tanto que la posesión natural de los mismos es obra de la gracia del creyente Caye­ tano lo interpreta introduciendo la noción de «potencia oboedientalis» (ca­ pacidad de una cosa a que en ella se realice lo que D ios mande). Y la aplica al tex to : Agustín no dice que la posibilidad de tener la fe sea natural al hombre («naturale homini») sino que la naturaleza del hombre es un sujeto en quien esa posibilidad puede realizarse, cosa impensable, por ejemplo, en la natura­ leza leonina. El hombre está en potencia obediencial cara a esa bienaventuran­ za divina, porque el hombre es un ser racional. La segunda razón de Escoto decía: el hombre apetece naturalmente ese fin que se denomina sobrenatural. Por tanto, ese fin es natural al hombre. Cayetano se lo sacude de un plumazo: «ad secundum negatur antecedens». Pero de nuevo se tropieza con el problema, a propósito del tema si el espíritu creado puede ver a D ios en su esencia. Santo Tomás aborda el problema al recurrir al deseo natural de ver a D ios. Cayetano concede el principio pero distingue entre naturaleza del hombre y objeto del deseo; así es impensable que la inteligencia creada pueda ver a D ios naturalmente, porque la natu­ raleza no puede pretender objetivos que le resulten inalcanzables. D e ahí que santo Tomás no hable de una tendencia natural sino obediencial. Caye­ tano tergiversa manifiestamente a santo Tomás para quien la grandeza de la condición humana consiste precisamente en tener un destino que le su­ pera infinitamente. Esa orientación hacia un fin que es superior a sus fuerzas no crea una condición de esclavitud en el hombre sino una relación de amis­ tad entre D ios y el hombre. Cayetano olvida esta dialéctica de la amistad para degradar al hombre —a través de la potencia obediencial— a un ob­ jeto a merced de la voluntad divina. Explicando el objeto del deseo natural de ver a D ios, Cayetano introduce de nuevo una distinción que hará for­ tuna: «se desea ver a D ios en cuanto causa de las cosas y no en su sustancia». A partir de este momento los manuales de la teología advertirán al estu­ diante que santo Tomás habla aquí de deseo de ver a D ios com o «causa rerum» y no del deseo de verle cara a cara. Esta doble distinción inicia el divorcio entre el orden natural y el sobrenatural, salvaguardado hasta el momento. La original interpretación de Cayetano no es aceptada sin más por sus contemporáneos. Testigo es la reacción del Ferrariense: «tal no es la postura de santo Tomás» 10°. Para el Ferrariense el deseo natural está inscrito en la naturaleza humana. Sin embargo, ya ni él escapa de la seductora distinción de Cayetano, distinguiendo entre visión de D ios com o causa primera (!) 99. 100.

Cf. H. Rondet, o. c., 490 y s. Cf. Silvestre de Ferrara, In III C.G., c. 51, n. III.

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y visión de D ios com o objeto de la bienaventuranza101. El Ferrariense se re­ siste sin embargo a la separación definitiva entre el orden natural y el sobre­ natural; menos aún acepta una naturaleza humana ordenada a un fin único natural. La unidad del orden concreto de santo Tomás no le es desconocida y la mantiene. Pero a pesar de su afirmación formal las distancias se van agran­ dando. Cayetano con su distinción de D ios «causa rerum» y D ios en su sus­ tancia; el Ferrariense reduciendo el deseo natural a un deseo elícito (acto más bien sobrenatural que natural). En el siglo xvi el teólogo de Carlos v, D om ingo Soto, publica su tratado De natura et gratia. El título, tom ado de san Agustín, apunta en una dirección distinta: Agustín defendía la gracia contra los pelagianos; Soto defiende la naturaleza contra el pesimismo de los reformadores. Para mejor comprender los límites y las posibilidades de la naturaleza humana Soto comienza situán­ dose en el terreno de lo «posible», es decir, preguntándose por el contenido de una «naturaleza pura». Soto especula sobre la naturaleza pura. ¿Qué es ? U na naturaleza interme­ diaria entre lo puramente animal y lo puramente espiritual; aguantando las tiranteces entre la carne y el espíritu, es decir, habitada por la concupiscencia. El hombre en ese estado estaría dotado de razón y libertad. A la hora de pre­ guntarse por el fin de tal estado, uno se espera oír: «un fin puramente natural, aunque transcendente a la vida humana presente». N ada de eso. Soto sigue fiel al planteamiento de santo Tomás y responde: tendría dos fines, uno pro­ porcionado a sus propias fuerzas; otro, desbordándolas 102. Soto quiere dejar bien sentadas las posibilidades de un hombre creado en la hipótesis de natu­ raleza pura: ese hombre podría conocer la existencia de su creador; podría descubrir las obligaciones morales que se impondrían a su conciencia; este hombre sería tan débil, sin embargo, que le sería imposible, por sus medios, descubrir el fin para el que ha sido creado. Ese fin es sobrenatural porque la naturaleza de la hipótesis de Soto implica un destino sobrenatural. La pers­ pectiva de fondo es la misma que la de santo Tomás: único orden concreto, que es sobrenatural. Cambió un poco el vocabulario. En efecto, Soto, en con­ tra de Cayetano, utiliza la nomenclatura de Escoto denominando a la feli­ cidad suprema (visión de D ios) fin natural y sobrenatural103. N o hay que perder de vista que Escoto polemiza con los reformadores. Lo que le interesa es poner bien en evidencia las fuerzas naturales del hombre en su relación y distinción de la gracia y demás privilegios gratuitos. D e ahí su insistencia en recalcar que, incluso en la hipótesis de un estado de natura­ leza pura, el hombre no sería dejado a su suerte, sino ordenado a la visión de

101. Ibid., n. IV, 1. 102. Cf. D . Soto, De natura et gratia, lib. I, c. 3, col. 78. 103. «Quod felicitas illa suprema, finis sit potius noster dicendus naturalis, quam supernaturalis»: D . Soto, o. c., lib. I, c. 4, col. 108.

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Dios. Y este fin último es «natural» al hombre. A pesar del cambio de voca­ bulario (fin último «natural» en vez de «sobrenatural») Soto se mantiene en la línea de santo Tomás: afirmación de un orden único concreto, ordenado a la visión de D ios. Ahora bien, a pesar de esta identidad se ha operado una transformación profunda. Este orden concreto, común a ambos, está consi­ derado ahora desde una perspectiva diferente a la de santo Tomás. Para santo Tomás el orden concreto natural está pensado desde la pers­ pectiva de la revelación, mientras que Escoto considera el orden concreto revelado desde la naturaleza. El peligro que amenaza a Soto no es el de la es­ cisión en dos órdenes diferentes, sino el de la racionalización del orden sobre­ natural. La hipótesis de una naturaleza pura —que coincide con la noción de naturaleza a secas de santo Tom ás— puede justificarse com o argumenta­ ción cara a los reformadores. Pero es algo más; es el síntoma de una nueva sensibilidad en la manera de abordar las relaciones entre D ios y el hombre. A esta sensibilidad no escapa Soto ni Cayetano. Este, con sus distinciones entre naturaleza en sí y naturaleza ordenada a la bienaventuranza, así com o la distinción entre D ios causa de las cosas y objeto de la visión, abría el ca­ mino a una comprensión «emancipada» de la naturaleza humana, que será objeto de las disputas que sostendrá Belarmino con Jansenio y Bayo. Pero antes de llegar a Belarmino consideremos la posición de su maestro Toledo. Desde el principio de su comentario a la Suma, preguntándose sobre la ne­ cesidad de la teología y de la revelación, Toledo se tropieza con el problema del fin sobrenatural. Antes de meterse a discutir las conveniencias morales de una revelación, Toledo deja bien sentada la divinización concreta y real del hombre 104. A continuación distingue entre un apetito natural y otro elícito. D ios no puede ser nuestro fin natural, en el sentido de que tengamos na­ turalmente un apetito elícito de poseerle en sí mismo. Esto es imposible fuera de la gracia. El problema es de saber si existe un apetito natural, anterior al conocimiento de D ios. Toledo se topa con la controversia entre Escoto y Cayetano. Para Escoto quien fuera capaz de conocer hasta el fondo la natu­ raleza humana reconocería que su fin natural es la visión de D io s ; Cayetano, por el contrario, piensa que ya puede el hombre conocerse hasta el fondo: nunca descubrirá su verdadero fin porque es sobrenatural. Toledo se alinea a la posición de Escoto. Y refiriéndose a las tesis agustinianas discutidas afir­ ma que hay en el hombre una potencia natural capaz de plantear la posibili­ dad de los actos de la fe. Si por otro lado D ios ha de ser conocido por la visión beatífica es necesario que exista en el hombre una inclinación natural a ese conocimiento. Toledo, adelantándose a los defensores del método de inma­ nencia, se da cuenta de que si no hay en la naturaleza una exigencia de lo sobre­ natural, la trascendencia deja de tener una significación para la naturaleza humana. Por eso se decide por Escoto, contra Cayetano, aunque no le siga 104.

Cf. Toletus, In summam theologicam S. Thomas, in Iam. Partem. q. 1, a. 1, col. 13A.

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en el vocabulario. Toledo se niega a denominar «natural» ese fin que el hombre desea naturalm ente105. Se habrá notado que Toledo no habla para nada de la distinción entre un orden de esencia y otro de existencia; ni conoce la dis­ tinción entre orden natural y sobrenatural. Su orden concreto, sobrenatural, es formalmente idéntico al de santo Tomás. Sin embargo, se repite aquí lo que ya notábamos en S o to : la naturaleza humana (la inmanencia) es el objeto primario de reflexión. Se buscan en ella los presupuestos racionales que ga­ ranticen lo sobrenatural de la razón humana. Exagerando un tanto diríamos que a santo Tomás le preocupaba, más bien, la racionalidad de lo sobrentural. Los comentaristas parten de la evidencia de la razón humana y se debaten con el peligro del racionalismo. Santo Tomás parte de la evidencia de la fe y quiere orillar el peligro del fideísm o106. Las fluctuaciones en el vocabulario, así com o las diferencias formales, surgen de la complejidad misma del problema: establecer una unidad entre el hombre y D ios, dentro de un plan concreto de salvación, respetando las di­ ferencias entre naturaleza creada y su fin sobrenatural. La historia de las interpretaciones de esta relación entre el hombre y D ios va acentuando las diferencias e insistiendo en la óptica antropocéntrica. Con Belarmino la distinción hom bre-Dios llega a una real disociación 107. En efecto, Belarmino disocia lo posible de lo real, es decir, deja de considerar lo posible com o una categoría de trabajo a fin de comprender mejor lo real (como quería Soto) y centra su atención en la cuestión de si el hombre ha sido creado «in puris naturalibus», para poner en claro si el hombre hubiera podido ser ordenado a un fin distinto del histórico (sobrenatural). Lo po­ sible empieza a entenderse com o una alternativa a lo real. La teología de Belarmino hay que entenderla en el contexto de la controversia con Bayo y el jansenismo para quienes el problema era: ¿la gracia de Adán venía exigida por su naturaleza sana e íntegra? Bayo, que tiende a naturalizar lo sobre­ natural, responde por la afirmativa. Belarmino, por el contrario, responde con una afirmación cargada de electricidad: distingue entre la situación de hecho y el derecho de D ios. En efecto, D ios podría haber ordenado al hombre a un fin inferior, en cuyo caso no tendría que aprovisionarle de m e­ dios que conducen a otro fin superior. Estos medios sólo son exigibles en la hipótesis de que D ios crea al hombre para el fin sobrenatural. En el segundo argumento aparece de nuevo la doble idea: voluntarismo divino frente al

105. Ibid., col. 20A. 106. Cf. L. Goldmann, Der christliche Bürger und die Aufklárung, Neuwied und Berlin 1968, 59 s. El autor recoge un fragmento de Diderot altamente expresivo del cambio sobre el problema de D ios en ese tiempo: «En cierta ocasión se preguntó a alguien si era verdad que existían verdaderos ateos... ¿cree usted, respondió el preguntado, que existen verdaderos cristianos?». Véase también J. B. Metz, Teología del mundo, Salamanca 21971, 11-66. 107. Cf. H. Rondet, o. c„ 510 s.

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73 cual desaparece el hombre histórico y el naturalismo del hombre autónomo 108. En el tercer argumento, Belarmino parece tomar conciencia de la peligrosa novedad con la que juega, y vuelve a la unidad clásica: el hombre concreto se define en su relación a la visión de D ios. Ahora bien, D ios es muy señor en actualizar o no las posibilidades naturales y dejar, por consiguiente, al hombre abandonado a sus solas fuerzas naturales. Liado a la controversia jansenista, Belarmino no ve mejor manera de salvaguardar la gratuidad de lo sobrenatural que afirmando, en D ios, la posibilidad de dejar al hombre en un estado histórico posible «natural». Santo Tomás, teologizando con categorías aristotélicas y agustinianas, había elaborado una teoría de las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural en la que ambos órdenes estaban suficientemente distinguidos, sin que se soñara en la posibilidad de separarles. U n único fin, sobrenatural, dominaba la historia concreta del hombre; ese fin desbordaba las fuerzas del hombre, lo que no constituía ninguna tragedia porque D ios ponía amicalmente a su disposición los medios oportunos para realizar esa finalidad. A la naturaleza del hombre se le concedía una finalidad propia, temporal, pero a la que no se dedicaba mayor interés porque se la consideraba integrada dentro de la or­ denación sobrenatural, su fin real. Que esta ambigüedad no molestara a santo Tom ás se explica si recordamos que no había aún conciencia clara de una na­ turaleza autónom a y que el tema candente era marcar la gratuidad de D ios y la responsabilidad del hombre. Escoto, sin negar la unidad tomasiana, parece naturalizar el fin último. Veíamos, sin embargo, que «quaestio erat de verbis, non de re». Pero he aquí que Cayetano disloca la precaria unidad entre naturaleza y fin sobrenatural. Soto y Toledo vuelven a la posición de santo Tom ás por el camino de Escoto. Belarmino estira un poco más la separación llevada a cabo por Cayetano, sin salirse, por tanto, del cuadro clásico. Belarmino está demasiado pegado a san Agustín com o para hacerse una idea excesiva de la naturaleza humana. El hombre es espíritu y, como tal, se define por su relación con la visión de D ios. Ahora bien, lo sobrenatural es gratuito, es decir, está a merced del querer divino y puede ocurrir que el hom­ bre quede fijado en sus fronteras naturales. En ese caso, el espíritu, esencial­ mente creado para ver a D ios, quedaría existencialmente a medio camino, en una condición poco envidiable, pero posible. Esta tesis hará fortuna y aunque se siga afirmando que sólo la visión bea­ tífica puede satisfacer plenamente, se acabará por construir una creatura es­ piritual, con finalidad puramente natural; creatura perfecta y lograda en su orden, independiente del sobrentaural. D onde mejor se ha formulado la teo-

108. Blumenberg ha puesto de manifiesto cómo la insistencia en el absolutismo reli­ gioso no ha producido el apetecido resultado de ponerlo a salvo de la crítica de la razón, sino todo lo contrario: ha acelerado el proceso de emancipación: cf. Blumenberg, Die legitimitát der Neuzeit, Frankfurt a.M. 1966.

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ría de esa nueva creatura naturalizada es en la controversia sobre la gracia. Molina, recogiendo la distinción de Soto sobre los diversos estados de la humanidad afirma contundentemente una actividad natural en el hombre que le permite justificar la distinción entre amor natural de D ios y sobrentural. Entre Suárez y Belarmino se sitúa el teólogo belga Lessius para quien D ios puede ser considerado objeto de la felicidad natural del hombre, distinto naturalmente del D ios objeto de la felicidad sobrenatural109. En seguida vuelve sobre la afirmación diciendo que esa felicidad natural no puede conseguirse al margen de la sobrenatural. Lessius no precisa en qué consistiría esa felicidad natural (D ios) que el hombre conseguiría por sus solas fuerzas. Sus esbozos son, de todas maneras, significativos: ese hombre podría practicar la virtud y obtener perdón. Otros, com o Suárez, suponen una espe­ cie de gracia que se otorgaría a la oración natural; hay quien afirma la posi­ bilidad de una resurrección corporal uo. Se ve que ese estado de naturaleza pura sería una copia del existente; es una racionalización del orden concreto sobrenatural. La escisión teórica entre naturaleza y sobrenatural, la especulación sobre un estado de naturaleza pura, distinto del concreto sobrenatural, es la nota dominante de la teología de los grandes comentadores escolásticos de la edad moderna. Su teología está dominada por el interés mayor de ese mom ento cultural: el humanismo, el descubrimiento del hombre. La manera con que se lleva a cabo —separación de la unidad clásica para mejor señalar las p o­ sibilidades de lo hum ano— se orienta decididamente hacia una racionaliza­ ción de la teología, de la que aquella «teología racionalista» de Hermes y Gün­ ther con la que se confronte el concilio, no es sino un ep ígon o1U. Las afir­ maciones de esta teología racionalista se van sucediendo y cada vez más osadas. Así, en el siglo xvn, Elizalde afirma tranquilamente poder dem os­ trar con certeza metafísica la verdad de la religión católica. El 1681 D . Huet no dice m enos: la doctrina católica puede ser demostrada con certeza mate­ mática. Para M olina las verdades sobrenaturales pueden ser objetos de actos racionales; y la iglesia tiene el m onopolio de la distribución de la gracia112. 109. cf. Lessius, De summo bono et aeterna beatitudine hominis. Opuse... t. III, lib. I, c. 9: «Dices sicut datur aliqua beatitudo supematuralis, quam per gratiam Dei consequi possumus, ita etiam statuenda est quaedam beatitudo naturalis quam viribus naturae possumus adipisci. Confirmatur quia cuilibet rei intra limites naturae respondet sua completa beatitudo cuius naturaliter est capax, ad quam viribus naturae potest pervenire; alioquim numquam posse intra limites naturae perfici. Hinc autem doctores illa distinctio beatitudinis et ultimi finis in naturalem et supernaturalem: et dúplex consideratio Dei, quatenus finis naturalis hominis et supern. hominis». 110. Cf. F. Suárez, De fine ultimo, disp. 15, sect. 2. 111. Cf. K. Eschweiler, Die zwei Wege der neueren Theologie, Ausburg 1929 y la co­ rrespondiente recensión de K. Adam en ThRev 25 (1926) 321-326. 112. Cf. F. Schlagenheufen, Die Glaubensgewissheit und ihre Begrüdung in die Neoscholastik: ZKTh 56 (1932) 313-374.

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D esde el mom ento en que se escinde el orden natural del sobrenatural se ofrecen dos posibilidades; o bien racionalizar lo sobrenatural o bien diluir lo natural en un supranaturalismo absolvente. La escolástica barroca se orien­ ta por la primera alternativa, reproduciendo en la teología el fenómeno emancipatorio de la filosofía moderna. En efecto, teología y filosofía quieren racionalizar al máximo sus métodos científicos. D ios (objeto de ambas ciencias) no es una excepción; así la teolo­ gía se pregunta cóm o el D ios revelado puede ser motivo de credibilidad y se buscan en la filosofía fundamentos racionales que garanticen la credibilidad de la fe. El conocim iento natural de D ios coloca al hombre en el umbral de la revelación. Se trata de un conocimiento exclusivamente racional, apropián­ dose del «Deus causa rerum». Las vías tomistas son consideradas com o prue­ bas metafísicas; si se discute en la fuerza probativa de la una o de la otra, a nadie se le ocurre pensar que la fe sea necesaria para valorar su fuerza racional. La teología de la escolástica posterior y barroca, racionalizando ciertos con­ tenidos —com o el conocimiento natural de D io s—, porque han perdido de vista al complejo religioso en el que se planteaban esos problemas en la esco­ lástica clásica, caen en el vicio racionalista del que acusan a la filosofía moder­ na 113. D e poco servirá que la neoescolástica —queriendo evitar el racionalis­ mo escolástico posterior— se oriente hacia una interpretación supranaturalista de la escolástica. D e poco sirve que se niegue a la filosofía su legítima autonomía, imponiéndole método, objeto y objetivos teológicos. En su con­ tenido material subsiste el dualismo y por tanto la racionalización de deter­ minados teologúm enos (com o el conocim iento natural de D ios), aunque después se manipule su funcionalidad, en provecho del supranaturalismo. Cualquiera que sea la función de esta teoría en la neoescolástica del siglo xix lo cierto es su presencia, heredada de la escolástica posterior de los grandes comentaristas. Esta teología está vivamente presente en los teólogos del con­ cilio, tales com o Perrone, Franzelin, Kleutgen o Pecci; es la teología que con­ diciona la elaboración de los documentos preparatorios de la constitución Dei Filius y la que quedará en el «proemium» de la constitución. 3.

Trasfondo histórico

La presencia de dos teorías diferentes del conocimiento natural de Dios se puede explicar si consideramos que a mediados del siglo xix la recepción de la escolástica no disponía de los análisis históricos necesarios para recono­ cer las diferentes etapas de la escolástica. En ese momento no sólo se desco-

113. Cf. G. Sohngen, Natürliche Theologie, en LThK 7, col. 813-814; cf. B. Welte, A uf der Spur des Ewigen, 330 y nota; J. B. Metz, Ordre théologique et ordre métaphisique: ArchPhil (avril 1961).

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nocía su desarrollo histórico, sino también las diferentes escuelas en el inte­ rior de la escolástica 114. Se citaba a santo Tomás y se significaba la doctrina de sus comentadores. Esta confusión es comprensible, habida cuenta de la falta de perspectiva histórica. Lo que es sintomático es la hegemonía en la mentalidad general de la teoría «emancipada». Que no fuera fortuito lo de­ muestra el hecho de que, incluso una vez conseguida la interpretación clásica (en el cuerpo de la constitución), pasara desapercibida en el concilio y en los comentaristas posteriores. ¿Por qué, pues, se impone la interpretación racio­ nalista del conocimiento natural de D ios? La razón profunda no la encon­ traremos al nivel de la pura discusión teológica; en efecto, más ortodoxa que ésa era la clásica (esto lo reconoce hasta el mismo desarrollo conciliar). Su explicación hay que buscarla en otra dirección: examinando su funciona­ lidad. Cada teoría ha cumplido una determinada misión, en la edad media y en el amanecer de la edad moderna. La preponderancia de una sobre la otra venía exigida por la aptitud de una de ellas a jugar en el siglo xix el papel que se la exigía. Vamos, pues, a examinar qué papel ha jugado cada una en su tiempo, para comprender la apropiación de la teoría emancipada por la mentalidad teológica de la segunda mitad del siglo xix. a)

Funcionalidad de la teoría clásica del conocimiento de Dios en una sociedad culturalmente cristiana

La escolástica es la teoría teológica de la civilización medieval, surgida a raíz del quiebro del imperio romano y perfectamente institucionalizada en los siglos xi y xii. El vacío cultural que creó la desaparición del imperio romano no pudo llenarlo la llegada de los pueblos bárbaros desprovistos de tradición cultural adecuadalls. La iglesia que había ido asimilando elementos cultu­ rales, técnicos y organizativos de la época romana se encontró en una situa­ ción ideal para sellar con su cultura ese momento nuevo de la historia europea. N o sólo la debilidad cultural de los pueblos bárbaros preparó la función cultural de la iglesia, sino también el encuentro fortuito de dos idiosincrasias semejantes en muchos aspectos. En efecto, el carácter semianarquista del sis­ tema de vida de los pueblos bárbaros, el basamiento en la piedad y en el res­ peto de la organización política, la ausencia de una ideología de soberanía social, la comprensión utilitarista del estado, la función caritativa del soberano cara a sus súbditos: todo esto corresponde, en gran medida, al estilo patriar­ cal y personal del espíritu cristiano, ahorrando a la coexistencia todo espíritu de concurrencia guerrera. Estado e iglesia formarán una unidad vital, funda-

114. Cf. R. Aubert, Aspects divers du neothomisme sous le pontifical de León X llb Roma 1960. 115. Cf. E. Troeltsch, Der mittelalterliche Katholizismus IV, 122-156.

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mentalmente aceptada y que nadie pone en tela de juicio. Estado e iglesia son cara y reverso de una misma moneda. Los conflictos sucesivos entre papa­ do y poder civil no serán, en un principio, los clásicos del poder civil y poder papal sino discusión sobre la mayor o menor participación de uno y otro en la dirección del cuerpo social. El orden «social» es un orden religioso, no sólo porque el cristianismo se presenta com o la legitimación teórica de la polí­ tica sino también porque el pensamiento sacral da forma a ambos poderes. La superioridad cultural de la iglesia da una caracterización cristiana a ese transfondo sacral común 116. Ecclesia se identifica con la unidad social cuyos componentes son el papado y el imperio. Los componentes concretos de esta sociedad, conocida com o constantinismo 117 son: 1. La alianza de los poderes temporales o espirituales. La unidad de fe deviene principio de cohesión política; cismas y herejías son considerados com o atentados a la unidad política. Este principio cobra toda su signifi­ cación en los mom entos de conquista de territorios nuevos, a la hora de ins­ titucionalizar constituciones políticas de nuevas naciones: la fe justifica ideo­ lógicamente las conquistas; la iglesia ofrece los fundamentos jurídicos de las constituciones. El reverso de la medalla es la persecución de los herejes por el poder civil, convertido en brazo «secular» de la iglesia. En el siglo ív, el pacifista san Agustín pide la intervención policiaca para yugular a los donatistas, movimiento cismático que se rebela contra Roma, culpable de la miseria económica de estos campesinos. El mismo fenómeno se repetirá con frecuen­ cia : en la expulsión de los judíos en España, por ejemplo, que afirma la unidad política y moral de la nación bajo la unidad religiosa amenazada por los no cristianos. A partir del siglo v la iglesia se va haciendo con los cuadros sociológicos del imperio. Las células cristianas se plantan en las aglomeraciones urbanas, allá donde se encuentra la administración oficial. El campo queda lejos no sólo de los centros vitales imperiales sino también de la iglesia. Los «pagani» son «paisanos» (campesinos) y «paganos», en el vocabulario corriente. Su primer evangelizador, san Martín, será quien, curiosamente, proteste con energía contra la intervención del brazo secular en la represión de la herejía prisciliana. Pero no sólo el estado se sirve de la fe com o elemento político de unidad nacional; la iglesia saca su provecho, el estado tiene que someterse a las exigencias morales del evangelio. A l emperador Teodosio se le niega la entrada por haber asesinado al pueblo de Salónica. La alianza de los dos poderes produce, por un lado, la culturalización de la religión y, por otro, la sacralización de estructuras temporales. «Le sacré des rois» simboliza cuasi-sacramentalmente el poder místico del príncipe y es la 116. Cf. S. W. Bockenfórde, Die Entstehung des Staates ais Vorgang der Sákularisation, en Sákularisation und Utopie, Mainz 1967, 75-95. 1 17. Cf. M.-D. Chenu, La fin de l’ere constantinienne, en La parole de Dieu II, 17-37.

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fuente de su legitimidad. El juramento feudal es un cuasi-sacramento que san­ tifica la obediencia de los súbditos y hace de D ios un policía del orden social. El sistema profesional es sagrado. La vida colectiva está penetrada de sen­ tido cristiano; más aún, es la misma iglesia quien la institucionaliza, tom an­ do a su cargo los servicios de la seguridad social, la cuida de hospitales, los servicios médicos y farmacéuticos, la organización de la enseñanza, etc. Se sacraliza lo profano y se culturiza lo sacral. D e esta mezcolanza práctica nace la filosofía social del catolicismo, que se mueve bajo el horizonte del doble interés eclesial y estatal. Los estamentos de la naturaleza y de la gracia cons­ tituyen un edificio armonioso de doble planta; se sube a la gracia por la na­ turaleza, al mismo tiempo que ésta se fundamenta en la gracia. La iglesia es la oficina central donde se ventilan todos los conflictos de rodamiento. U n hecho casi olvidado, pero enormemente significativo para calibrar la significación histórica y las consecuencias del orden social constantiniano, es la pseudodonación de Constantino 118. En el siglo x i i se fabrica un texto según el cual Constantino dona al papa la ciudad de Rom a y un territorio adjunto para que éste pueda ejercer su soberanía. En el siglo x i i no se concibe una so­ beranía sin ejercicio territorial del poder. El papa se convierte en un soberano mundano con su corte, su fasto, su aparato diplomático. Esta soberanía no es la de cualquier príncipe campestre, sino la del vicario de Cristo sobre quien recae la responsabilidad universal. A este título distribuye el papa generosa­ mente la propiedad de territorios y continentes. Este escrito es pura invención y falsedad, pero está en la lógica de la alianza de poderes acaecida en la era constantiniana: la iglesia no sólo sacraliza el orden temporal, sino que aspira a ser el más importante. 2. La simbiosis cultural. La hegemonía civilizadora de la iglesia tras la caída del imperio romano se explica por su superioridad cultural. N o preten­ demos aquí presentar un estudio sociológicamente exacto de la influencia del cristianismo sobre la cultura pagana y las aportaciones de ésta al cristia­ nismo. Bástenos señalar la legitimidad de ese doble movimiento. En efecto, el cristianismo com o religión encarnada pretende influir ética y categorialmente en la marcha de la historia de los hombres. Esa exigencia se deriva ló­ gicamente de su conciencia com o religión encarnada y universal. Y por esa misma razón es el cristianismo permeable a las culturas que en­ cuentra y se deja influir por ellas. En efecto, la revelación no es una com u­ nicación extramundana, un mensaje extraespecial que se entregue sellado a los hombres, sino una historia que se va expresando a través de acontecimientos históricos, es decir, concretos y naturales. La historia es no sólo objeto sino sujeto de la revelación. D e ahí que la cultura de los pueblos sea un lugar teo-

118.

Ibid., 22.

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lógico del que el cristianismo recibe categorías y experiencias religiosas 119. El proceso de autoapropiación de la cultura imperial romana, de la cul­ tura helena y de las tradiciones bárbaras proyecta nueva luz sobre las teorías teológicas de la iglesia, explicativas de la relación entre el hombre y D ios, trasfondo de las reflexiones sobre el conocimiento natural de Dios. A sí com o a nivel institucional observamos una osmosis entre iglesia y estado, es importante recordar el rumbo del mismo fenómeno a nivel de cate­ gorías culturales, piedras de toque del pensamiento de la época, que determi­ nan tanto las teorías eclesiales com o profanas. He aquí algunos puntos de referencia: a) La autoapropiación del derecho romano. «Ecclesia vivit jure romano». La institucionalización de las estructuras eclesiales se hace a partir del dere­ cho romano, considerado com o expresión cualificada del derecho natural y al que la iglesia presta una aureola sobrenatural. La concepción romana de la sociedad, autoridad, justicia, ciudadanía pasan a la iglesia. La cosa va a veces demasiado lejos: Agustín, ciudadano romano, com pone L a ciudad de Dios. Su postura no es la del apóstol Pablo que pide se le trate en calidad de ciu­ dadano romano. El jurismo romano sustituye al mesianismo semita, definiendo la comunidad apostólica com o un conjunto de «poderes» recibidos de D ios y sublimados en la realeza terrenal de Cristo. La autoridad es el corazón de ese poder; lejos queda el sentido cristiano de la autoridad com o un servicio 12°. El anuncio carismático del mensaje cristiano está subordinado a los impera­ tivos de un «mandato» oficial, fuera del cual la profecía no encuentra garantías. Comunidad fraterna de creyentes, cuerpo místico de Cristo, anticipo del reino futuro son temas que los juristas romanos ciernen en el derecho, el contrato y el permiso. Gracias a la asimilación del derecho romano, la iglesia pone en marcha un aparato eficaz, que puede hacer competencia a cualquier otra ins­ titución social. b) El primado de la razón sobre otras formas de vida y valores del espíritu. La exigencia universalista del cristianismo no podía ignorar la exis­ tencia, en occidente, de una tradición filosófica poderosa y adulta. La ver­ dad del logos, la sólida objetividad del concepto, el prestigio de la ciencia que se siente capaz de descubrir las raíces y razones de las cosas, la racionaliza­ ción de la vida, etc., todo esto es el patrimonio feliz del occidente grecorroma-

119. Nadie pone en duda que hoy hay que considerar al constantinismo con una mirada más bien crítica. Pero sería negar la esencia del cristianismo si lo redujéramos a un puro espiritualismo o si lo internáramos en el templo. El angelismo no es ningún apartado de la teología de la encarnación: cf. J. B. Metz, Versuch einer positiven Deutung der bleidbendert Weltlichkeit der Welt, en Handbuch der Pastoraltheologie II/2, Freiburg 1966, 241-266. 120. Cf. Y.-M. Congar, Pour une église servante et pauvre, Paris 1963.

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no. La iglesia lo asimila en provecho de una teología que busca la inteligi­ bilidad de la fe, es decir, la identificación adulta con el mensaje evangélico. El precio era la relegación del sentido del misterio propio de la mentalidad semita, semiolvidando el primado de la fe. Por otra lodo, el pensamiento racional heleno es la expresión de una cultura determinada. Identificar la ex­ presión categorial con la racionalidad helena significa poner en paréntesis la universalidad del mensaje que no sólo se dirige a todos los hombres, sino que puede ser expresado en categorías distintas de las grecorromanas. La religio­ sidad de la identificación del cristianismo con una cultura determinada nos lo revela el lenguaje oficial de la iglesia: el latín. Si es verdad que el latín ha aportado una precisa densidad en la inteligencia de la fe es igualmente cierto que ha contribuido poderosamente a su vacuidad, a partir del momento en que dejó de ser lengua viva. U na lengua muerta no puede expresar el simbolis­ mo religioso, porque el símbolo surge espontáneamente de la experiencia v ita l121. Jurismo romano, primado del logos, lengua latina son las adquisiciones más importantes del cristianismo en su encuentro con occidente. La adquisi­ ción no es pasiva, sino una asimilación activa. El influjo es recíproco. Pero el resultado final es la identificación del cristianismo con la cultura occidental y viceversa. Y este es el contexto real en el que se formularán las relaciones entre D ios y el hombre. 3. La antropología constantiniana. La concepción del hombre de la era constantiniana refleja las mismas coordenadas, a un nivel antropológico. En primer lugar, la preferencia del definir al hombre por su naturaleza, abstra­ yendo no sólo del conjunto de los individuos, sino también de los diversos condicionamientos causados por la geografía, la raza, el medio ambiente, la educación, etc. El hombre tiene una naturaleza que se repite constantemente. Los filósofos se encargarán de deducir sus leyes generales. Los juristas se ha­ cen cargo del derecho natural, insensibles a los condicionamientos concretos que hacen del hombre un ser histórico, concepto éste que juega un papel fun­ damental en la econom ía judeocristiana122. En el polo opuesto, el concepto de «persona» que es incapaz de superar la abstración del concepto de naturaleza pues se la define al margen de toda dialéctica política, fuera de la cual es una peligrosa abstracción. Com o trasfondo de todas estas especulaciones, el dualismo entre materia y espíritu, fruto de la filosofía griega pero en desacuerdo con la antropología bíblica. Esta visión dualista de la creación ha originado en los cristianos euro­ peos una escisión al interior de la persona, que se debate entre un mundo es-

121. 122.

Cf. M.-D. Chenu, o. c., 26. Cf. J. B. Metz, Antropocentrismo cristiano, Salamanca 1972, 108-117.

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piritual, que tiene que imponerse y un mundo tenebroso dominado por la sexualidad y las pasiones que deben ser sometidas. Tenemos, por consiguiente, una concepción del hombre abstracta (individuum), regulada por leyes metafísicas insensibles a la propia historia (naturaleza) y a la historia de los demás (persona) de cuyos condicionamientos socio-políticos nada se dice. Es un hombre internamente dividido apelando al control aristocrático del espíritu sobre la materia. Es comprensible que, para la teología, el hombre no sea sino una creatura dependiente, sometida incondicionalmente a la trascendencia divina; la creatura siempre es sospe­ chosa en su autonomía. 4. Este connubio entre cristianismo y sociedad a nivel ideológico, cultural o antropológico se reproduce, lógicamente, al nivel práctico de la organiza­ ción económ ica y social: econom ía cristiana, sociología cristiana, política cristiana; todo teoretizado por una filosofía cristiana, «ancilla theologiae». Cada vez que se produzca un despertar evangélico será precisamente en la economía, la sociología y la política donde se plantee la crítica real a la insti­ tución eclesial. En efecto, si es verdad que es en la relación de la iglesia con la sociedad, es decir, con sus sistemas económ icos, sociales y políticos donde se revela la significación del cristianismo, es precisamente ahí donde la iglesia pierde con más facilidad su identidad al confundirse con el orden establecido, deviniendo ideología de intereses particularistas. Hasta qué punto la iglesia se haya identificado con los intereses feudales, en este tiempo, nos da una idea la aparición generosa de las órdenes religiosas, particularmente de los mendi­ cantes, con una clara intención crítica respecto a la posición de la iglesia. 5. El éxito de esta simbiosis se revela en la adaptación del cristianismo a la religiosidad de los pueblos con los que convive: a) La imagen de Cristo se confunde con la del soberano. La idea de que Cristo es igual al Padre, que gobierna cielo y tierra, tiene unas raíces que no se entienden si nos limitamos al sentido exegético del Cristo rey. Esa represen­ tación de Cristo es una trasposición del príncipe terreno. Es, sin embargo, más que pura trasposición de lo político en lo religioso puesto que, a su vez, la representación cristiana de Cristo afirma y potencializa el reinado del príncipe terrenal, hasta tomar formas sem idivinas123. b) El acto de fe se confunde con el vasallaje. La primera obligación del hombre medieval es honrar a D ios. Lo exige el «honor» y el «nomen» divino. El teólogo articula esta relación en el acto de fe. Este comportamiento es el mismo que lleva a cabo el siervo con su señor feudal. El bárbaro del si-

123.

6

Cf. F. Heer, Aufgang Europas, Wien-Zürich 1949, 107-109.

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glo vil no ve ninguna diferencia cualitativa entre ambos sometimientos. La fe significa la relación religiosa y la relación política. La ambigüedad semánti­ ca refleja la simbiosis real que, poco a poco, va dando pie a fricciones entre ambos poderes. El emperador, apelando a la identidad de sometimientos, re­ clama la parte del león en provecho del reino. Otro tanto hace el papado, aprovechándose de la religiosidad, en provecho de sus intereses terrenales. La relación religiosa (la fe) se explícita en actitudes tomadas del comporta­ miento político, al mismo tiempo que la política se sacraliza. Esta manera de concebir las relaciones entre el hombre y D ios está lejos de las iniciativas gratuitas que caracterizan al D ios bíblico y fundamentan la confianza del hom ­ bre. Se parece, más bien, a un negocio entre campesinos. El «do ut des» de la convivencia cotidiana en los pueblos primitivos caracteriza luego no sólo a su religiosidad bárbara, sino también a su comprensión del cristianismo. La religiosidad política no es una creación del cristianismo, sino una constante de las religiones que el cristianismo ha ido encontrando 124. Con el constantinismo los cristianos prosiguen esta tradición, imponiéndose gracias a la su­ perioridad cultural. Cuando los pueblos cristianizados se las tengan que ver con culturas superiores, com o por ejemplo el catolicismo español frente a los pueblos árabes y judíos de la península ibérica, entonces la religión cristiana funciona com o catalizador político de unidad n acion al125. En un caso com o en otro observamos el mismo fenómeno: la politización del cristianismo que se hace fundamento y legitimación de la política 126. En una sociedad semejante donde el cristianismo reproduce la función política clásica de las religiones paganas y en la que la teología fundamenta, a su vez, todas las esferas —prácticas y teóricas— de la sociedad, D ios no es un problema, com o tampoco lo es el soberano, sino una realidad presente 124. A esta simbiosis de religión y política es a lo que C. Schmitt ha bautizado con el nombre de «teología política»: cf. C. Schmitt, Politische Theologie, Leipzig 1934. Sobre el desarrollo histórico del término, cf. E. Feil, Von der «politischen Theologie» zur « Theologie der Revolution», en la obra editada por E. Feil-R. Welth, Diskusion zur « Theologie der Revolution», München 1969, 113-127. 125. N o es que en España funcione este mecanismo de una manera diferente al resto de Europa. En ambos casos observamos una simbiosis del cristianismo con las culturas que encuentra. Lo que pasa es que en el resto de Europa la superioridad cultural del cristianismo modela la simbiosis. En España, sin embargo, los «cristianos» se las tienen que ver con los judíos y moros, cultural y políticamente más consolidados que los primeros. El avance del «cristianismo» se produce gracias a una curiosa asimilación de la funcionalidad política de las religiones islámicas y del judaismo. Sobre este problema, las investigaciones de A. Castro son capitales, cf. A. Castro, La rea­ lidad histórica de España. México 21962; Aspectos del vivir hispánico, Madrid 1970. Un resu­ men de la visión de Castro, en la obra colectiva, dirigida por P. Laín Entralgo, Estudios sobre la obra de Américo Castro, Madrid 1971, principalmente 9-23 y el artículo de J. Jiménez Lo­ zano, El aporte de A. Castro a la interpretación del sentimiento religioso español, 209-247; Id., Meditación española sobre la libertad religiosa, Barcelona 1966. 126. Cf. J. B. Kraus, Scholastik, Puritanismus und Kapitalismus, München 1970, 22 s

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de la que se parte y que nadie pone en duda. La teoría del conocimiento natural de D ios no puede significar la búsqueda de una realidad desconocida sino que tiene la misión de especificar la originalidad del cristianismo en las relaciones del hombre con D ios, habida cuenta del contexto cultural en que se desarrolla el cristianismo. La unidad del orden natural y sobrenatural al interior de un horizonte dominado por el fin sobrenatural, es la teoría teológica de la realidad «Dios» en la vida cotidiana y en la cultura medieval. La consideración teológica de un D ios objeto de un conocimiento natural, independiente de la fe, es tan impensable com o una parcela de la sociedad al margen del emperador cris­ tiano. Si eso se da, se le considera com o herejía. Es decir: sin legitimidad política. En ningún caso podrían apelar los políticamente independientes a una legitimidad política en nombre de un teísmo racional independiente de la fe administrada por la iglesia. N os podemos preguntar, entonces, cuál es el sentido de su existencia (de la teoría del conocimiento natural de D ios) si lo sobrenatural es evidente. Precisamente, superar ese peligro. El D ios de los cristianos, en su relación con los hombres, no se identifica con el «do ut des» de la religiosidad ambien­ tal sino que se da gratuitamente. La teoría del conocimiento natural sale al paso de esa ambigüedad demostrando la responsabilidad del hombre quien, descubriéndose contingente y limitado, tiene que abrirse libremente a una realidad superior que le fundamente y que la tradición cristiana llama Dios. En el conocim iento de su contingencia el hombre toma conciencia de que esa realidad cultural cotidiana —D io s— no es una prolongación lógicamente necesaria de su limitud sino algo gratuito frente a lo cual él tiene que tomar libremente posición. El neutralismo es inadmisible porque fuera de esa libre aceptación el hombre reniega de su fundamento. La teología va tomando conciencia de la originalidad de las relaciones entre el hombre y Dios, por etapas: a una concepción de simbiosis cristianismo-sociedad indiferenciada, corresponde un planteamiento del problema de D ios en el que las fronteras entre natural y revelado no existen. Es el tiempo de los preescolásticos que citan com o auctoritates de la revelación a la escritura, a los padres y a la razón, «pero la auctoritas mayor es la razón»; en efecto, la escritura hay que interpretarla alegóricamente; y entre las contradicciones de los padres tiene que decidir la razón. En fin, que la autoridad de la razón es la autoridad misma de D ios, quien habla a través de ella 127. Lo que no plantea conflicto alguno a la fe; quien cree para saber más, ese llegará a una nueva intelección de las cosas, decía san Anselmo. Su argumento ontológico es la apoteosis de la confianza de la razón, que no entra en competencia con la revelación

127. Cf. H. Eibl, Die Scholastik, en el trabajo editado por O. Brunner, Das Mittelalter in Einzeldarstellungen, Leipzig 1930, 267 s.

El tem a ateísm o en el con cilio V aticano i

84 porque la razón se mueve exclusivamente al interior de un todo determinado exclusivamente por lo religioso. Si no se puede hablar de conflicto sí de una peligrosa ambigüedad que tiende a olvidar la gratuidad de D ios. D e ahí que, poco a poco, la teología coloque ciertas verdades fuera del control racional, tales com o la trinidad, la encarnación, la redención, que pasan a la categoría de misterios revelados, en tanto que la existencia de D ios y sus atributos siguen siendo objetos ra­ cionalmente demostrables. La idea de fondo no es la de separar un orden na­ tural del sobrenatural, ni emancipar el orden racional del revelado, sino todo lo contrario: marcar la gratuidad de la comunicación de D ios a los hombres. La escolástica es la teoría teológica de cristiandad. Se parte de la prioridad histórica de D ios y de la revelación, cuyo problema es la explicitación, es decir, el paso de lo implícito a lo explícito. El problema de una sociedad donde esa prioridad histórica de D ios no se dé —el problema del ateísm o— no existe. Cuando se piensa en pueblos no cristianos se considera su religiosidad com o el primer momento de la revelación; la misión de la teología es, de nue­ vo, la explicitación. El conocim iento natural de D ios está incondicionalmente al servicio de la revelación. Pero la teología no es sólo el reflejo teórico de una situación dada. Poco a poco, en efecto, emerge su significación crítica al tomar conciencia de la originalidad y gratuidad del D ios que anuncia. b)

Funcionalidad de la teoría racional del conocimiento natural de Dios en la sociedad moderna

El complejo cultural y estructural (económ ico, social y político) de la edad moderna es sustancialmente diferente del medieval. Ese es el contexto de la interpretación que dan los grandes comentaristas al conocimiento natural de Dios. 1. La cultura moderna es el despertar del humanismo renacentista. Su piedra angular es el axioma de la autonomía del hombre. Gracias a la acti­ vidad de su inteligencia el hombre ha descubierto las leyes profundas de la naturaleza; se ha apropiado de ellas para erigirse en señor del mundo. Su fuerza es, de momento, el poder de conocer. Eso le basta para liberarse del fatalismo al que estaba condenado desde el m omento en que tenía que aceptar la creación com o un en-sí acabado que él recibía pasivamente. El mundo se le aparece ahora com o un objeto manejable y moldeable por la fuerza de su inteligencia. La relación de fuerzas ha cambiado: no es el cosmos sino el hombre señor de la creación. Desde el momento en que el hombre se reco­ noce teóricamente com o señor y superior de lo creado, la dominación y so­ metimiento del mundo a su voluntad es cuestión de tiempo. El segundo axioma de la edad moderna es una consecuencia del primero: para llegar al dominio práctico sobre la naturaleza es necesario que el hombre controle las leyes

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del movimiento de la naturaleza, para poder aplicarlas soberanamente. Para ello es necesario reducir a un principio abstracto el desarrollo físico de las cosas. Instrumento ideal para esa reducción son las matemáticas cuya cla­ ridad y exactitud permiten la reproducción artificial de los fenómenos natu­ rales. Las matemáticas pasan a ser el m odelo ideal de ciencia. Finalmente y com o corolario de esta confianza en la subjetividad humana: el axioma clásico de las relaciones entre teoría y praxis. El sujeto se define com o externo al objeto, al que observa y analiza para definir sus leyes y propiedades. Todo lo existente deviene objeto de observación del sujeto: la naturaleza, la produc­ ción artística; el hombre y el mismo D ios devienen objeto del hombre. El su­ jeto se despoja de toda emoción y evita la proyección de su subjetividad; quiere posesionarse de las cosas tal y com o son 128. Estos axiomas resumen el pathos mental de la edad moderna y son el presupuesto necesario sobre el que se plantean los restantes problemas fi­ losóficos y teológicos de la época. 2. El contexto socio-político. A l estudiar la teoría clásica hacíamos notar la íntima correspondencia entre la unidad teológica y el sistema polí­ tico medieval. Las cosas han cambiado entretanto. Ya a finales de la edad media se inicia el proceso de emancipación política que se logrará definiti­ vamente en la edad moderna. La primera etapa de la disolución del constantinismo se consuma con la lucha de las investiduras 129. La lucha de las investiduras significa la separa­ ción entre lo espiritual y lo temporal. Y ocurre de la forma más insospecha­ da : no es el emperador que quiera salirse por sus fueros, sino que es la igle­ sia, el papa, quien afirmando sus pretensiones exclusivas sobre lo sacral, da a entender al emperador que com o tal no tiene el m onopolio del poder en el «ordo christianus». Según el papa, el emperador no tiene que meterse a sa­ cristán; lo suyo es lo profano. Históricamente significa esto la desacralización del emperador y, por tanto, la erección de la política com o actividad autó­ noma. D e ahora en adelante la política dispone de objetivos propios, que no son los espirituales. Claro que el tiempo no está aún maduro para que el po­ der civil saque todas las consecuencias de esta crisis: la superioridad cultural y organizativa de la iglesia es tal que nada, aparentemente, cambia. La reli­ gión seguirá influyendo directamente sobre los destinos políticos, porque la sociedad es cristiana; las normas éticas son cristianas y el cristianismo vive interiorizado en cada individuo, incluido el emperador. En estas circunstan­ cias no podía prosperar la emancipación política. Sin embargo, la primera piedra estaba puesta (la legitimación teórica de la política com o actividad 128. Cf. V. Gardavsky, Hoffnung aus der Skepsis, München 1970, 24. También M. Horkheimer, Anfánge der bürgerlichen Geschichtsphilosophie, Frankfurt a.M. 1930. 129. Cf. el ya citado artículo de Bóckenfórde.

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específica) y bendecida por la iglesia, que no podía entonces prever el alcance de su reivindicación: exigir su derecho en lo sacral y no dar la autonomía al poder civil. Pero no podía hacer lo uno sin lo otro. Las consecuencias eran incalculables porque desde el momento en que se abandona la política a sí misma cabe la posibilidad de que el emperador y los ciudadanos tomen con­ ciencia de su fuerza y ante un enfrentamiento con la iglesia opten por la de­ fensa de sus derechos políticos, incluso sometiendo a la iglesia. D e momento esto es imposible porque el balance de fuerzas es netamente superior a la iglesia. El logro del momento es, de todas maneras, la autoposición de la p o­ lítica com o una actividad distinta de la eclesial, sin una orientación directa­ mente escatológica, sino intramundana. La segunda etapa se inicia con la escisión religiosa (luteranismo-calvinismo-catolicismo), toma cuerpo durante las guerras de religión y se insti­ tucionaliza con la revolución francesa. En el siglo xvi sobreviene la reforma que plantea un problema de convivencia social con el catolicismo. El con­ flicto entre ambas confesiones era no solamente religioso, sino también po­ lítico: era religioso, por un lado, porque había entre las tres confesiones una valoración distinta de elementos tan fundamentales al cristianismo com o la tradición, la escritura, la autoridad y la razón. A nivel teológico las diferen­ cias eran poco menos que insalvables. Pero el conflicto no acaba ahí; dada la osmosis religioso-política de la época anterior —vigente aún— el poder ci­ vil («brazo secular») se consideraba obligado a luchar por la verdad y contra el error con sus argumentos: la guerra. Las guerras de religión ensangren­ taron y sangraron a Europa. Las modalidades de confrontación pueden va­ riar, pero las constantes permanecen: la política va a la guerra por razones religiosas. En España, por ejemplo, se conoce el fenómeno desde antes, ya que la «raza cristiana» se institucionaliza en pueblo a lo largo de un con­ flicto contra árabes y judíos. Si para estos pueblos la religión es el cordón umbilical político, otro tanto ocurrirá para los cristianos hispanos. La inqui­ sición (modalidad ibérica de la guerra religiosa) significa tanto defensa de la pureza de la religión com o garantía de la unidad política 130. En Ale­ mania toma la forma de lucha del emperador contra los estados imperiales. En Francia es la guerra civil entre católicos y hugonotes. Las consecuencias de las guerras de religión son definitivas para la e m a r cipación política. Si en la época anterior la iglesia manipula la política, a pe" sar de admitir y fundamentar teóricamente la diferencia de planos, las gue" rras de religión brindan a los príncipes cristianos la posibilidad de tomar conciencia de su fuerza y superioridad sobre la iglesia. Al constatar que son, precisamente, diferencias teológicas las causas de la situación catastrófica que envuelven a Europa, incapacitando toda paz y convivencia entre los pue-

130.

Cf. G. Brenan, El laberinto español, París 1962.

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blos, llegan a la conclusión de que la unidad política, así com o la convivencia social, no pueden cimentarse ya sobre la religión, convertida en elemento de discordia. La paz, unidad y seguridad nacional sólo se pueden conseguir a costa de un control de la religión por la política. Esta experiencia histórica es el transfondo de formulaciones com o «cuius regio eius et religio», así com o de las teorías políticas de Rousseau y Hobbes y de la elaboración del concepto moderno de derecho natural (que pasa de manos de teólogos a la propiedad de los juristas). D e este contexto surgen las teorías des politiques entre los juristas franceses, quienes desarrollan los conceptos normales polí­ ticos, tales com o paz, convivencia, autoridad, etc., no a partir de los presu­ puestos escolásticos del derecho natural, es decir, en referencia directa a una verdad absoluta, sino, más modestamente, deducido de la experiencia nega­ tiva de la guerra civil. El concepto formal de paz, por ejemplo, entendida como el cese de la guerra, tranquilidad exterior y seguridad de vida, pasa a primer plano, sustituyendo las declaraciones absolutas de las verdades reli­ giosas en cuyo nombre ni el concepto dogmático de paz existe. La guerra ci­ vil no lleva a la victoria, ni consigue el sometimiento del hereje, sino que pro­ duce odio, miseria y enemistad. Para los teóricos des politiques la definición formal de la paz y demás conceptos sociales a partir de la experiencia negativa de la guerra es un proceder en sí legítimo porque la guerra religiosa engendra el odio y la miseria. La construcción de la paz y unidad nacional es asunto del príncipe cuyas decisiones son leyes. El rey es el árbitro de la querella de partidos y de ciudadanos. Sólo él puede, de hecho, crear la paz y mantenerla. La religión deja de ser el fundamento político de antaño. Las disensiones religiosas son reducidas a problemas intraeclesiales. Naturalmente que, dada la significación e importancia de la religión, continuará ésta jugando un pa­ pel importante en la vida política. Pero no es com o antes. Ejemplarmente explican el cambio de decorado entre el pasado y el presente los dos Enrique iv, el emperador y el de Navarra. Enrique iv el emperador, tendrá que ir a Canosa a mendigar la absolución papal, para poder ejercer sus funciones imperiales. Era el condicionamiento del mundo constantiniano. Enrique iv de Navarra, se convierte al catolicismo también para poder reinar (en virtud de la ley sá­ lica). Pero ésta ya no se puede interpretar como un segundo viaje a Canosa, o com o un triunfo de la «vera religio», sino com o una utilización política de la religión, para poder instalar la paz en el país. En efecto, lo primero que hizo Enrique de Navarra, una vez llegado al poder, fue proclamar el edicto de Nantes (1598) que reconocía a los hugonotes una existencia legal. Con razón dirá más tarde Voltaire, releyendo la historia europea: Se acabaron las guerras de religión a partir del momento en que los gobiernos tuvie­ ron la sensatez de reprimir la teología 131.

131.

Voltaire, Dialogues philosophiques, Paris 1955, 306.

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Las guerras de religión desacreditan prácticamente la capacidad política de la religión y revelan, al mismo tiempo, la descomposición de aquel «orbis catholicus» del constantinismo medieval. Autores de esta tarea fueron, en primera línea, los príncipes católicosCada príncipe católico apela a la religión para legitimar sus ambiciones po­ líticas, lo que lleva a una colisión permanente con otros príncipes cristianos. Así, el emperador Carlos i quiere objetivar el título nominal (emperador) del que está revestido. Eso le sirve de justificación para sus sueños de dominio europeo o intercontinental. Su motivación religiosa no impide que otros prín­ cipes católicos, com o Francisco i de Francia, soliciten la alianza de los turcos para defenderse de su correligionario esp añ ol132. El mismo fenómeno se re­ pite en la política de colonización. La bula papal Inter nos repartía al nuevo mundo en dos, entre España y Portugal. Cada cual interpretaba la bula en su provecho: para los príncipes españoles y portugueses estaba fuera de toda duda la aceptación de la soberanía universal del papa, que puede conceder a su an­ tojo las tierras de los infieles. N ada de extrañar que las demás naciones —tam­ bién cristianas— rechazaran esa justificación religiosa, denunciándola de cle­ rical y apelando a otros principios que legitimen sus aspiraciones: el derecho natural al comercio, a la navegación marítima, el derecho natural del primer ocupante. Los mismos príncipes católicos reconocen el carácter particular de justificaciones religiosas universales, las rechazan consiguientemente y las sustituyen por principios católicos naturales de aplicación universal. En este punto Voltaire coincide con Richelieu, cardenal de la iglesia católica, cuando, instruyendo políticamente al delfín de Francia, decía: las diferencias religiosas no tienen por qué constituir estados políticos distintos; divididos en la fe, estamos unidos en el servicio al príncipe. La diferencia en la creencia no tiene por qué discriminar en la calidad del sometimiento. La ética política no coin­ cide con la moral política de la escolástica clásica. La revolución francesa sella definitivamente la dirección de este proceso político. La declaración de los derechos humanos de 1789 considera al estado com o un «Corpus sociale». El estado es la organización política soberana que garantiza la seguridad y los derechos de cada ciudadano. La legitimación política no reside en la descendencia histórica, ni en un mandamiento divino, ni en el servicio a cualquier verdad absoluta, sino en la soberana decisión de los particulares. El concepto racional de hombre y naturaleza que subyace a la filosofía de la declaración es profana y emancipada de la tutela teo lo g a l133. El estado se define neutral en relación a la religión, que es considerada com o un asunto privado que atañe a una persona o a un grupo de ciudadanos, pero sin incidencia en la fundamentación política.

132. 133.

Cf. J. Lecler, V église et la souveraineté de l'état, París 1944, 169-188. Ibid., 188 s.

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Marx ha formulado con exactitud la situación nueva de la religión: «la religión ha dejado de ser el Geist del estado... para convertirse en el Geist de la sociedad burguesa... ya no es la esencia de la comunidad social sino la esencia de la diferencia...» I34. La sociedad burguesa, estamento dentro del estado con intereses particulares, se apropia de la religión. Es evidente que este proceso histórico de emancipación política no es me­ cánico, sino que viene movido por determinadas concepciones del hombre y la sociedad, frutos a su vez de determinadas experiencias históricas. Lo que aquí nos interesa es señalar el cuadro formal sociopolítico dentro del cual se van a desarrollar las reflexiones teológicas de la escolástica posterior. Su con­ texto no es el de la unidad religioso-política medieval, sino el desgarre interno y externo del «orbis catholicus» 135. 3. El planteamiento teológico. Desaparecida la unidad de la edad media la función de la razón tenía que evolucionar. La función critica pero inmanente a la teología de la edad anterior se revela ahora insuficiente ya que los presu­ puestos unánimemente aceptados hasta entonces (D ios entendido como rea­ lidad y no com o problema) pierden el consensus general. El proceso de autoafirmación del hombre desafía la racionalidad del teólogo (dependiente de la fe) y le obliga a plantearse la defensa de sus principios a un nivel racional. La teología escolástica de los grandes comentaristas acepta el desafío. Dios deja de ser la evidencia de partida para convertirse en un problema que la razón puede solventar. La razón, que se mueve en el umbral de la revelación, es lo específico de la edad moderna y lo original con relación a la época anterior. Los teólogos piensan hacer así frente a los nuevos tiempos. En el fondo su planteamiento presenta reflejada la escisión típica del mundo moderno en esta fase. En efecto, la realidad cultural, social y política de la época es la de un todo en el que se yuxtaponen jirones cristianos de la edad anterior, junto a retazos de una sociedad nueva. Esta situación es la que refleja la razón teoló­ gica, dividida entre revelación y naturaleza pura. La adaptación de la escolástica es, sin embargo, de signo reaccionario. Las categorías escolásticas clásicas son fruto de una época jerárquicamente organizada y religiosamente autoritaria 136. La teología era la sabiduría ab­ soluta a la que se sometían las demás ciencias. La escolástica posterior, ope­ rando con el mismo esquema mental, no podía comprender que la filosofía moderna no era tanto un nuevo sistema filosófico cuanto la creación de un

134. Cf. K. Marx, La cuestión judía, Buenos Aires 1969, 140-141. 135. Cf. H. Vorgrimler, Der Atheismus in der neuen katholischen theologie: LR (1966) 38-54. 136. Cf. M. Horkheimer, Theismus und Atheismus, en Zeugnisse: Theodor W. Adorno znm 60. Geburtstag, Frankfurt a.M. 1963, 13.

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nuevo tipo de racionalidad que se definía en relación al sujeto humano. La ra­ cionalidad de la escolástica moderna sigue siendo la «philosophia perennis» y, com o tal, esencialmente orientada y dependiente de la sabiduría teológica. Sus desarrollos de la naturaleza, más o menos autónoma, no pueden escapar al control teológico. Este hecho se expresa en el topos «praeambula fidei» 137, lu­ gar teológico de estas consideraciones fundamentales. Si el ideal de la escolás­ tica clásica era el de un creyente adulto en busca de la inteligibilidad de la fe («fides quaerens intellectus»), el nuevo ideal es la catolicidad de la razón na­ tural, pretensión legítima de la teología, pero imposible de llevar a cabo, con un bagaje categorial condenado al suspiro de una edad de oro, definiti­ vamente superada. N o sólo la escolástica católica refleja los condicionamientos de su tiempo; también el protestantismo trasluce la misma realidad socio-política, aunque de otra manera. Si la teología católica es una adaptación reaccionaria con intereses colonizadores, el protestantismo es una forma «resignada» de la adaptación del cristianismo a los tiempos m odernos138. En efecto, los refor­ madores —precedidos por los nominalistas y el Cusano, entre otros— renun­ cian al esfuerzo de racionalizar las relaciones entre el cristianismo y la mundaneidad. Son conscientes de las contradicciones a las que ha llevado esa sistemati­ zación en el constantinismo. Ahora absolutizan esas contradicciones y hacen de ellas el centro de sus reflexiones. La mediatización entre D ios y el mundo consiste en la afirmación de su imposibilidad. En qué consiste una buena obra no lo sabe nadie. Como criterio de la actividad en este mundo se pone el interés del individuo. Lo importante es que cada cual crea. Max Weber ha visto en la reforma el punto de partida de la era burguesa139 y nadie pone en duda su enorme significación histórica, com o superación del feudalismo. Ahora bien, desde el momento que se renuncia a reflexionar- el significado del cielo para la tierra se corre el peligro de incurrir en contradicciones no me­ nores que las constantinianas. En nombre del interés individual la burguesía ha construido una ética social digna de las cruzadas medievales. El protes­ tantismo es, desde luego, una forma de adaptación infinitamente fnás actual que la escolástica puesto que recoge mejor las pretensiones de la subjetividad, al mismo tiempo que se presenta com o crítica de la institución eclesial existente (la católica). El precio es sin embargo caro: renunciar a seguir reflexionando sobre la relación entre la razón y la fe. 137. Sobre el reciente uso del término «preambulum fidei» y su procedencia cartesiana cf. el art. Preambulum fidei en LThK 8 (653-657); A. Lang, Die Entfaltung des apologetisches Problems in der Scholastik des Mittelalter, Frankfurt a. M. 1962. También A. Gardell, La credibilité et l'apologétique, Paris 1928. 138. M. Horkheimer, o. c., 12. 139. Cf. M. Weber, Der Protestantismus und der Geist der Kapitalismus, en Gesammelte Aufsatze, Tübingen 31963, 183-195.

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En el protestantismo subyace un pesimismo contra la mundaneidad a la que se le niega toda significación religiosa. Sola fides. Contra ese pesimismo reacciona la escolástica subrayando la positividad religiosa de la naturaleza humana. Hasta el Vaticano i la teología católica se da por misión la crítica al protestantismo, presentándose com o alternativa. Se ve en el protestantismo no sólo una herejía sino la fuente del rumbo que se han dado la filosofía y la sociedad moderna. Ese proceso es el que apunta el Vaticano i cuando habla de ateísmo. Vamos a presentarlo brevemente para ver hasta qué punto su estructura se diferencia o asemeja con la de la teología ortodoxa. 4. El proceso de emancipación que afecta a toda la cultura moderna (la política, la economía, la sociología) va naturalmente portado por un tipo de pensamiento cuya constante es la crítica a la religión revelada, en cuanto sistemas de creencias de las instituciones cristianas, que se alian a determina­ dos sistemas socio-políticos y que se sirven de la religión para explicar y jusficar sus alianzas 140. Tanto la teología ortodoxa como la crítica de la religión se reclaman de la tradición cristiana. Otto Brunner denomina a la primera «cultura clerical» y «cultura laica» a la segunda, cuyo origen sitúa en el siglo xn. La existente distinción (no escisión) entre iglesia e imperio comienza a poner en tela de juicio la unidad entre historia de la salvación e historia pro­ fana. En la edad moderna la historia profana, aprovechándose de esa distin­ ción de principio, se erige en la historia a secas, declarando el concepto de una salvación cristiana del mundo com o un episodio de la historia profana. La «cultura clerical», por el contrario, manifiesta una soberana despreocupación por la historia. Lo «mundano» se articula en la filosofía, sistema de explica­ ción del mundo, recibiendo de la teología determinaciones e intereses. La «cul­ tura laica» prefiere la reflexión sobre la historia y anuncia aquella tendencia que, en la edad moderna, logrará la emancipación de la cultura clerical. N os es imposible historiar detalladamente ambas posiciones. N os centra­ mos, pues, en el siglo xvm. En el siglo de las luces encontramos el concepto de religión en una doble constelación: 1) al interior de las iglesias cristianas, la idea de religión positiva y re­ velada ; 2) los filósofos que operan con un concepto de religión natural o general, que oponen críticamente a la religión revelada. La relación entre ambos conceptos se va aclarando poco a poco y por eta­ pas. Al principio no se quiere liquidar el mundo bíblico-cristiano, sino todo lo contrario. Kepler, Bruno, Galileo o Newton prosiguen una purificación del cristianismo, criticando toda forma de superstición interna: crítica a la repre-

140.

J. Mathes, Einführung in die Religionssoziologie I, Hamburg 1967, 104-105.

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sentación escolástica del mundo y de la ciencia; sustitución de la apologética aristotélica por otra más convincente. N o sólo no se quiere atentar contra la religión revelada sino que se es consciente de proceder de ella; el concepto clásico de ley natural com o distinta de la ley divina, o la teología del derecho natural son las categorías que yacen a la base de esta religión crítica y que demuestran su procedencia cristiana. La diferencia se va agrandando, pues cada vez se distancian más los intereses eclesiales de la racionalidad crítica. Un factor que marca el destino de la religión natural es la asimilación del es­ píritu burgués. La actividad humana, el pensamiento y el orden de la convi­ vencia no tienen por qué medirse a un orden revelado sino que son derivados de presupuestos naturales que son universales porque son racionalmente con­ trolables. Las guerras de religiones, finalmente, persuaden a los filósofos de la religión natural de su superioridad sobre la revelada. Si la guerra se declaraba incapaz de decidir sobre la verdad de las controversias internas a las diferen­ tes confesiones, la razón podía ejercer ese papel. La religión natural decide de las relaciones entre el hombre y la revelación en un sentido nuevo: la re­ ligión revelada deja de ser el punto de partida aceptado; punto de partida es ahora la razón que juzga la veracidad de la revelación 141. Representativo de este planteamiento es, por ejemplo, el de Grotius. En su doctrina racionalista del derecho natural encontramos diferenciados el derecho natural del derecho divino, pero sin oponerlos; al contrario: los principios del derecho natural se consideran expresiones de la voluntad di­ vina, porque son principios racionales ya que la razón es una expresión ade­ cuada de la voluntad divina. Esto le permite calificar su doctrina de «cristia­ na», teniendo un sitio en la historia del cristianismo. Grotius precisa su teoría, cristiana ciertamente, pero no revelada porque es natural. D e la distinción entre natural y revelado a la oposición entre ambas no hay más que un paso, que se insinúa ya en Grotius cuando habla de la religión natural com o de la «verdadera religión». El paso definitivo a la oposición, lo da H. Cherbury, quien recoge la doctrina de Hobbes, así com o la del deísmo inglés, concediendo a la religión natural la emancipación total de la religión revelada. «La doctrina de la religión hay que fundamentarla natural o racio­ nalmente en la conciencia del hombre, pero en ningún caso tradicional o auto­ ritariamente», dice. En su tratado D e veritate desarrolla una teoría del cono­ cimiento basada en las «notitiae conmunes» innatas, paradójicamente opues­ tas a toda procedencia supranatural. Poco después aplica esta teoría del co­ nocimiento a la historia bélica de las religiones reveladas, sometiéndola a las nociones de «notitiae conmunes», que deben decidir sobre la veracidad de las doctrinas reveladas. El estudio concluye denunciando la religión revelada de

141. E. Troeltsch, o. c. IV, 433 s.

Explicación histórica

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ideología. Toda religión revelada es la justificación teórica de intereses ocul­ tos 142. La crítica de la religión no se detiene, sin embargo, en la crítica de la re­ ligión revelada, sino que desemboca en la crítica absoluta a toda religión. También esto se logra por etapas: la ilustración francesa reduce la religión natural a un concepto racional-ético que se presenta com o alternativa de la religión revelada. Es la postura de Voltaire y, en el fondo, de Rousseau. Voltaire divulga los postulados del deísmo y empirismo inglés para denun­ ciar la religión de los clérigos com o la religión al servicio de la clase dirigente. Rousseau insiste en una religión natural, al servicio del estado democrático, y cuya misión sería la integración de los individuos en ese orden nuevo. Su religión natural reproduce la función de la religión sacerdotal, sólo que al ser­ vicio de un orden dem ocrático143. La descualificación de la religión com o tal se produce al considerar la reli­ gión natural no com o un derivado (legítimo) de las religiones reveladas, sino com o sustrato básico del que la religión revelada no es sino un engendro. La denuncia de la religión revelada como ideología lleva a la crítica de todo el fenómeno religioso com o ideológico. La religión revelada es la concretización más lograda de la esencia de la religión. Las tradiciones del fenómeno revelado descubren las contradicciones de la esencia religiosa. D e ahí que D e Holbach (y Helvetius) exijan el recurso a la razón para determinar los autén­ ticos intereses del hombre. Enemigos de la racionalidad son los prejuicios, \ los religiosos particularmente. Fuentes de los prejuicios son la ignorancia y el miedo de los que se aprovecha la religión para mantener la servidumbre del pueblo. La misión de una crítica radical de la religión es, pues, desenmas­ carar el fenóm eno religioso com o un complejo de prejuicios falsos. Hay que desmontar, al mismo tiempo, el complejo socio-cultural que los alimenta, así com o los intereses políticos que subsisten y se producen gracias al manteni­ miento del fenóm eno religioso. La crítica de la religión se desdobla así en una teoría psicológica del cono­ cimiento y crítica de la sociedad. A semejantes conclusiones llega la ilustración alemana; conclusiones for­ muladas —y profundizadas— en categorías hegelianas, principalmente por Feuerbach y Marx. N o nos metemos ahora en ellas porque repiten las líneas claves de la ilustración franco-sajona: crítica no sólo de la religión revelada si­ no de toda la religión; la crítica de la religión se resuelve en crítica a la socie­ dad, donde la religión tiene su origen e intereses144.

142. 143. 144. súltense

Cf. J. Mathes, o. c. I, 38-40. Ibid., 42-43. Cf. M. Xhauffaire, Feuerbach et la théologie de la sécularisation, Paris 1970. Con­ igualmente los escritos filosóficos del joven Marx.

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V.

C o n c l u s ió n

1. La tendencia progresiva, que habíamos observado en los comentaris­ tas escolásticos —que propugnaba la distinción clara entre el orden natural y sobrenatural a fin de marcar las posibilidades de la naturaleza humana—, corresponde al contexto histórico de la edad moderna que se caracteriza por una liquidación del «orbis catholicus» medieval, así como por un tipo de pen­ samiento basado en la confianza del sujeto racional en sus propias posibili­ dades. El proceso de emancipación cultural y político resultante afirma pro­ gresivamente una concepción y administración autónoma del mundo en el terreno de la filosofía, técnica y política, «etsi Deus non daretur». Esto no sig­ nifica la negación de Dios sino la afirmación de terrenos autónomos del hombre. D ios sigue siendo señor de la revelación y sigue presente en la filosofía pero, ahora, como un objeto del pensamiento humano. Las hipótesis escolásticas de una naturaleza pura son algo más que una disquisición bizantina: reflejan el pathos de la época dominada por la valorización de las posibilidades naturales del hombre. 2. La interpretación del conocimiento natural de D ios tiene que tener, en este contexto, una significación forzosamente distinta de la que tenía en la escolástica medieval. El papel crítico de la razón al interior de la fe resulta­ ba un planteamiento inoperable porque el punto de partida de la mentalidad moderna era la racionalidad pura y simple del ser humano. El éxito de una apo­ logética dependía de su argumentación racional. La razón es el terreno común en el que teólogos y filósofos pueden decidir de la veracidad de la propia con­ cepción de D ios y del mundo. Los comentaristas lo saben y lo aceptan cons­ cientemente, independiente de toda revelación. La consideración de D ios com o objeto del conocimiento racional es una constante en la filosofía moderna, a partir de Descartes. En ese punto coinci­ den los filósofos con los teólogos de la escolástica posterior. Habrá diferencias materiales en la elección de la argumentación convincente, pero estructural­ mente coinciden: la razón humana, independiente de toda revelación, puede demostrar racionalmente la existencia de Dios. Cambia, sin embargo, la sig­ nificación que da a la demostración racional. Los filósofos pretenden una crí­ tica directa del m onopolio religioso de las religiones reveladas que han perdi­ do su credibilidad y cuyos absolutismos dificultan la convivencia y el progreso moderno. Ya lo veíamos en el estudio de las críticas de la religión. El D ios de los filósofos se rebelaba contra el D ios administrado por la iglesia. La teo­ logía escolástica, por el contrario, directamente amenazada por la crítica filo­ sófica, intenta recuperar esa argumentación racional en provecho de sus in­ tereses. Es decir, concibe el conocim iento natural de D ios no com o una crí­ tica a la religión revelada, sino com o un presupuesto, com o el punto de par-

C onclusión

95 tida, com o un «praeambulum fidei» 145. La diferente función del conocimiento natural es lo que, en el fondo, está en causa. El hecho de que la teoría escolás­ tica vaya mediatizada en categorías de la metafísica aristotélica y la teoría crítica de los filósofos modernos, en las propias, significa, efectivamente, una desconfianza visceral de la teología ortodoxa contra la filosofía moderna, pero no porque las categorías sean distintas sino porque funcionan distin­ tamente 146. 3. El concilio Vaticano i denuncia y anatematiza toda esta época de atea. Sorprende, en primer lugar, la globalidad del juicio. En efecto, si en la última etapa de la crítica de la religión —tal y com o se presenta en Feuerbach y M arx— puede ser verdad, no lo es de ninguna manera con relación al conjun­ to de la edad moderna. La presencia de D ios en la filosofía es un hecho tan constante com o la teología en el constantinismo. Descartes era un cristiano y su duda metódica abre un nuevo camino a la presencia de D ios en la filosofía. Por lo menos su argumentación hereda la anselmiana, que es ortodoxa. A pesar de ello Descartes figura com o pionero de un racionalismo anticristiano. Otro tanto Spinoza. Su Deus sive natura no es un panteísmo craso sino la expresión —ambigua por cierto— del D ios com o el ser más fundamental y presente en todo ser. Incluso Herbet von Cherbury, pionero del deísmo, afirma convencido: D ios existe realmente. El hom ­ bre tiene la obligación de servirle. El hombre espera de D ios una recompensa divina. Sin hablar de otro «racionalista», Leibniz, cuya obra representa un esfuerzo grandioso en orden al ecumenismo y a la tolerancia. El mismo Voltaire acostumbraba a definirse com o teísta, para diferenciarlo del deísmo abstracto. Su mortal ironía iba dirigida contra los abusos de la institución eclesial y el fanatismo de la teología reinante. Sus críticos escritos no están faltos de una cierta simpatía por la fe sencilla del pueblo. Desde luego, nada

145. Significativa de la posición del magisterio es la polémica contra Bautain y Bonnety. Una de las proposiciones que se les obliga a firmar e s: «Ratiotinatio Dei existentiam, animae spiritualitatem, hominis libertatem cura certitudine probare potest. Fides posterior est revelatione, proindeque ad probandam Dei existentiam contra atheum... allegari convenienter nequit». La encíclica de Pío ix Ad pluribus (9 noviembre 1846) va aún más lejos. En efecto, la ra­ zón humana puede establecer con certeza la ciencia y la veracidad divina, el hecho de la revelación y la obligación que incumbe al hombre de aceptarla, sin la menor duda. El sentido de estas demostraciones se revela en la proposición cuarta, que Bautain tiene que firmar: «No se puede esperar de un incrédulo que admita la resurrección de nuestro Señor si antes no ha demostrado, con certeza y por vía racional (las tres verdades anterio­ res citadas)». La demostración racional de la existencia de Dios y del hecho de la revelación son los presupuestos necesarios para que un incrédulo acepte... la resurrección. Sobre todo este complejo, cf. R. Aubert, Le probleme de l ’acte de foi, 101-129. 146. Cf. H. R. Schlette, Antworten der frühen Zeit, en H. J. Schulz (ed.), Wer ist eigentlich Gott?, München 1970, 153-165.

El tema ateísmo en el concilio Vaticano i

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más ajeno a la intención de estos críticos de la religión que el ateísmo o el materialismo craso que les imputa el concilio. La teología contemporánea testifica que no se les considera ateos, sino impíos, críticos decididos de la iglesia, de su teología y sus dogmas. Su deísmo, efectivamente racional, distaba de ser una construción abstracta; al contrario, tenía una presencia a veces más inmediata que las construcciones absolutistas teológicas. La alternativa de la edad moderna no era ateo o cristiano, sino deísta o católico. El planteamiento del problema de D ios que lleva a cabo la escolástica pos­ terior tiene algo de trágico. Por un lado, es consciente de la ineficacia del plan­ teamiento clásico, fruto de unas condiciones culturales distintas de las suyas. Se vio, por tanto, obligada a plantear el problema allí donde tenía una chance en el terreno racional. El precio era, no sólo la liquidación de la unidad del orden revelado, patrimonio de la teología clásica, sino el peligro de caer en el vicio del enemigo: el racionalismo. Este peligro parece no haber asustado a los teólogos de la edad moderna porque tampoco era el problema más grave. El peligro real era la función crítica de las construcciones racionales de Dios. Y se le quiere conjurar recuperando la argumentación racional y poniéndola al servicio de los intereses de la teología eclesial. Este proceder no podía ser una solución por dos razones. La primera, la relación exclusiva del cristianismo con la filosofía escolástica, no justificada ni filosófica ni teológicamente. Esta fijación impedía todo contacto y discusión fructífera de la teología con el m un­ do moderno porque la racionalidad del mundo moderno era otra que la aris­ totélica. El aristotelismo (y el neoplatonismo adjunto) son categorías filosóficas que vinculan una concepción del hombre y del mundo contra las que se rebe­ la Descartes y con él la subjetividad de la filosofía moderna. Aunque la teología y la filosofía moderna se plantearan los mismos pro­ blemas (por ejemplo, el conocimiento natural de D ios) el entendimiento común estaba abocado al fracaso, porque los intereses que portaba cada filosofía eran radicalmente diferentes. N o sólo eso. Vimos cóm o las razones profundas que movían al deísmo moderno eran la fundamentación de la autonomía del orden en sectores tradicionalmente «sacros» y la crítica al funcionamiento an­ tiemancipador de las instituciones eclesiales. U na crítica o apologética cuali­ ficada contra las insuficiencias de las religiones naturales (y de la teoría del conocimiento natural consiguiente) tendría que haber partido de una auto­ crítica del funcionamiento del cristianismo en la sociedad. La teología eclesial no sólo no lo hace sino que ratifica en su praxis la justeza de la crítica de las religiones naturales. 4. La escolástica que renace en el siglo xix y llega al concilio no es la in­ terpretación de santo Tomás sino la escolástica posterior147. Que se conside147.

Véase la nota 9 del capítulo 3.

C onclu sión

97 rara la escolástica com o un todo hom ogéneo y constante, dominado por la interpretación de la escolástica posterior (por ejemplo en lo que afecta al cono­ cimiento natural de D ios) era inevitable: los problemas del siglo xix son una herencia de la sociedad moderna de los siglos xvi al x v iii y se diferencian sus­ tancialmente de los de la edad media. La posición de la religión en el siglo xix consuma el proceso de emancipación política iniciado en el siglo xvi. La esco­ lástica clásica no podíares ponder a los problemas de una sociedad donde la religión no era punto de partida sino problema a resolver. Era lógico que se impusiera la comprensión teológica de la escolástica moderna y barroca. La neoescolástica del siglo xix dista, sin embargo, de ser una mera trans­ posición de las categorías e interpretaciones de la época moderna. La teoría del conocim iento natural de D ios transforma radicalmente su significación: se convierte en una teoría anti-atea. Esto es nuevo porque ya hernos visto que para santo Tomás el conocimiento natural desempeñaba una función crítica intrateologal; la alternativa era «peccator sive justus». En la edad moderna cambia su locus theologicus al «praeambulum fidei», con la misión de funda­ mentar racionalmente la credibilidad del acto de fe; la alternativa es deísta o católico. El ateísmo, si no es un fenómeno desconocido, es algo marginal a las preocupaciones teológicas de ese tiempo y, desde luego, no es objeto de la teoría del conocimiento natural de D ios. Lo que es nuevo es la problematización de D ios. D ios ha dejado de ser el punto de partida, evidente e indiscutible, para convertirse en un problema que había que resolver. La res­ puesta era mucho más compleja que el «todo o nada» con que jugaba la teo­ logía oficial. ¿Cómo explicarse que la neoescolástica se presente com o alternativa del ateísmo ? N o basta con apelar a la evolución del fenómeno llemado ateo: que ha pasado de un deísmo a un ateísmo. N o basta porque los corifeos de la crítica radical a la religión (como Marx y Feuerbach) apenas si encuentran in­ terés en el con cilio; la crítica conciliar apunta más bien a la historia de la filo­ sofía moderna —desde Descartes a H egel— de la que ya dijimos cuál era la dirección en su critica de la religión; ciertamente ninguna proclamación del ateísmo. Responder a esta capital cuestión es el objeto del próximo capítulo.

2 El ateísmo, objeto teológico de una iglesia politizada

I.

La

n u e v a e x p e r i e n c ia e c l e s ia l b a j o e l o r d e n r e v o l u c i o n a r i o

La iglesia del concilio Vaticano i ha hecho una serie de experiencias his­ tóricas, desconocidas de la teología escolástica y que están a la raíz de su in­ terpretación original de categorías teológicas heredadas del pasado. Entre la escolástica barroca y la neoescolástica media la revolución francesa y el último momento de la ilustración La revolución francesa corona el movimiento de emancipación política ges­ tada durante siglos. La institucionalización de la emancipación política creaba una situación para la iglesia que le era desconocida: la religión pasaba a ser un asunto privado, tolerado por el estado y controlado por el poder civil. La emancipación política coincide con la afirmación del espíritu humano en las ciencias y en la filosofía. La ilustración acapara para sí la racionalidad, oponiéndola irreconciliablemente al proceder autoritario de la revelación, administrada por la iglesia. La razón se opone a la fe. La racionalidad ilustrada se define a sí misma com o liberadora —libera­ ción que se lleva a cabo sometiéndolo todo a la racionalidad crítica—. Esta obsesión no es extraña a un cierto tipo de teología que se desarrolla podero­ samente en la primera mitad del siglo xix. Incluso se puede decir que el ideal racional «tout court» de este tiempo es —a diferencia del racionalismo burgués del siglo x v i i i — la unidad entre pensamiento y fe. La filosofía busca esa sín­ tesis y la teología está atenta y abierta a ese planteamiento- La. consigna del tiempo es no dar nada por concluido, b u sc a r u j^ r a S S e r a eto o mst de tsdp, incluido el mensaje cristiano, habida cuentaJJ ^ ^ ’fisw M a^_qe Ialroert^fl aSfr

1. Una visión de conjunto en B. Welte, A u j\e r Spur des Éwigen, 3£0-409; por parte protestante, K. Barth, Die evangelische Theologie J h .,iSpUicon ©49, 3-24.,

El ateísmo, objeto teológico de una iglesia politizada

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pensamiento. La tradición y teología cristiana animan la teoría filosófica y viceversa. Esta teología se mueve libremente en la definición de su identidad. Es, a pesar de todo, una teología eclesial, es decir, concibe al cristianismo en referencia permanente a la iglesia. Sólo que su noción de iglesia es flexible y pluralista; no se reduce a la institución, sino que se considera a la iglesia históricamente y no jurídica o abstractamente: la iglesia es un proceso histórico cuyo lugar teológico más importante es la tradición en la cual se revela el cris­ tianismo. Estos elementos —verse despojada de su significación social; la tom a de conciencia de la oposición entre racionalidad secular y fe; ver cóm o una cierta teología hace el juego a la mentalidad moderna, aceptando la catástrofe ecle­ sial— ponen en cuestión la identidad de la iglesia. Desde el fondo de la hu­ millación en que la postra la revolución francesa, reconoce la iglesia que toda la edad moderna era un proceso que llevaba lógicamente a la emancipación política. Esta experiencia plantea dos problemas que afectan al fondo mismo de la eclesiología: 1.

La negación de la identidad eclesial com o «sociedad perfecta» 2

En efecto, constatábamos cóm o el proceso de emancipación y sus teorías liquidan la posición de la iglesia constantiniana en la sociedad y declaran a la religión com o un asunto privado. N ada quita a esta constatación el hecho de que los filósofos burgueses sigan hablando de una religión estatal (Rousseau), que sea natural y no ya revelada. Lo esencial del nuevo planteamiento no es tanto la distinción entre religión natural o revelada cuanto la liquidación del papel clásico de la religión en la sociedad europea. En Rousseau la religión no fundamenta al estado sino, al contrario, la religión sirve al estado. Este planteamiento crea la crisis más grave de la iglesia en la historia, porque es la negación de su identidad, secularmente tenida com o evidente e intocable. La eclesiología, desde el m omento de su nacimiento com o disciplina especial (hacia los años 1301-1302 a raíz de las querellas entre Felipe el Hermoso y Bonifacio vni) no ha dejado de ser la justificación teórica del poder de la igle­ sia en la sociedad; más exactamente: el poder sacerdotal del papa dentro del orden temporal. La reducción de la conciencia de universalidad —consi­ guiente a la dimensión universal de la salvación cristiana— a la cuestión del poder de la iglesia en la sociedad, se articula en la teoría de la iglesia com o «sociedad perfecta». Y eso era puesto en duda por la emancipación política

2. Cf. Y.-M. Congar, L ’écclesiologie de la revolution frangaise au concile du vatican, sous le signe de l ’affirmation de l'autorité, en L'écclesiologie au XlXéme. siécle, 77-115.

L a experiencia eclesial bajo el orden revolucionario

101

contemporánea. Poner eso en duda significa renunciar al esfuerzo desarro­ llado por el papado a partir de la reforma gregoriana. Ese esfuerzo había consistido en definir a la iglesia no sólo com o un club espiritual, sino como una sociedad, en el sentido pleno de la palabra: visible e institucionalizada. Esta sociedad afirmaba poseer un orden propio, que superaba los límites del orden espiritual; al orden eclesial pertenecía la disposición de medios visibles y externos, es decir, no sólo desarrollar ministerios espirituales que concernían las conciencias de los creyentes, sino también ministerios jerárquicos, con autoridad sobre los destinos temporales, articulados jurídicamente y justi­ ficados sobrenaturalmente. La iglesia, com o sociedad perfecta, reproduce la estructura reorganizativa del estado, al mismo tiempo que proclama la su­ perioridad de la sociedad eclesial sobre la temporal. Es importante señalar, aunque sea de paso, que la pretensión a una presen­ cia institucionalizada en la sociedad ha sido una constante de la eclesiología católica. En este punto diametralmente opuesta a la teología protestante, centrada en el individuo. Pero los católicos no estaban de acuerdo en deter­ minar el sujeto de la autoridad de la institución. Así, mientras Roma se lo atribuía, las iglesias nacionales (en la edad moderna) se lo discutían. Las teo­ rías de sujetos regionales se multiplican: en Francia es el galicismo, que se alia con el richerismo de Taburini; el febronianismo, en Alemania, Austria y luego Toscana; el josefinism o, a partir de 1760; el episcopalismo, etc. 3. Todos estos fenóm enos testifican, por un lado, de la conciencia católica por una presencia «política» y no sólo social en la sociedad; mientras que, por otro lado, ponen en entredicho la autoridad de una institución extranacional. La revolución francesa niega prácticamente la legitimidad de ambos m o­ delos, es decir, niega a la iglesia su funcionamiento com o una sociedad perfec­ ta al interior de la sociedad civil. Tam poco la aniquila, sino que la relega al rango de una agrupación privada dentro del estado, sujeto único de la sobe­ ranía democrática. Esta experiencia hace que la iglesia agudice su crítica contra las filosofías modernas, fuerzas propulsoras de la emancipación política. Toda la filosofía es juzgada a partir de la revolución francesa, final lógico de sus plan­ teamientos: la filosofía moderna es incompatible con la iglesia porque niega — o lleva a la negación— la identidad eclesial, formulada en términos de societas perfecta. Por otro lado, se polariza lo cristiano con lo eclesialmente ortodoxo. La crítica a la iglesia, por muy religiosa que sea, ha sido un momen­ to de la negación epocal de la identidad eclesial y, por tanto, incompatible con la iglesia (entiéndase: con el cristianismo).

3. Ibid., 86.

El ateísm o, objeto teológico de u na iglesia p olitizada

102

2.

La negación de la legitimidad política en nombre de la religión

Si la emancipación política atenta, de una parte, a la identidad de la iglesia, rechaza, por otra, la legitimidad de la misma política (tal y com o la teología lo entendía). En efecto, para la filosofía griega, así com o para la escolástica, la legiti­ mación de la política se basaba en la religión, porque la política era conside­ rada com o una ciencia moral. Tal es el planteamiento de A ristóteles4 que santo Tomás hereda. Se puede llamar a una comunidad estado cuando posi­ bilita a sus miembros el ejercicio de las virtus y de una vida ordenada. Entre Aristóteles y santo Tomás se apunta ya una diferencia. Aristóteles define la polis en oposición al oikos; esta última no constituye ninguna unidad real, sino que es el lugar común bajo el que se cobijan intereses privados. Santo Tomás identifica polis con societas cuyo príncipe domina monárquicamente, es decir, com o el paterfamilias del oikos. D e esta manera santo Tomás nivela polis con oikos, en virtud de una reducción de la polis a la societas. Esta di­ ferencia formal afecta al contenido: el fin de la sociedad es el bien común que consiste en la conservación de la unidad, unidad que es la paz. El criterio del orden que funda el bien común no es la libertad de los individuos, sino el orden y la paz. Santo Tomás funda su teoría de la sociedad, entendida com o un orden de virtud, con un doble tipo de argumentación: ontológico, en cuanto que la sociedad debe reproducir a su nivel el orden de «cosm os»; y teológicamente, a partir de la coincidencia del orden cósm ico con el decálogo. Típica de las doctrinas sociales modernas es la neta separación entre polí­ tica y moralidad. Los derechos formales son, en principio, derechos de la li­ bertad porque su esencia es posibilitar la acción libre de los individuos. A un derecho formal no se lo sanciona moralmente sino gracias a una protección física eficaz. El estado político, emancipado de su pasado religioso, arrastra consigo (piensa la teología) el problema de su legitimidad: ¿dónde encuentra el estado la fuerza aglutinadora necesaria? ¿de dónde procede el principio regulador de la libertad si ha renunciado a inspirarse de su fuente clásica, la religión 5? Pero no sólo a la conciencia teológica sino también a la pura racionalidad plantea la emancipación política un serio problema. Por un lado se exige validez positiva de todas las medidas coercitivas que tienden a defender el derecho y a castigar a quien no lo respete. Pero, por otro lado, la positividad del derecho natural no tiene más legitimación que el consensus y la autonomía de todos los individuos. Porque se trata de crear un sistema de igualdad las medidas coercitivas (destinadas a garantizar la libertad individual) tienen que

4. 5.

Cf. J. Habermas, Theorie und Praxis, Neuwied 1967, 19 s. Cf. E. U. Bockenforde, o. c., 92-93.

La experiencia eclesial bajo el orden revolucionario

103

legitimarse en la libertad, es decir, tienen que salir de la decisión autónoma de todos los individuos. El acto mediante el cual se objetivó en Francia y en América el derecho natural democrático fue la declaración de los derechos fundamentales. La declaración es la instancia legitimista del derecho natural que, en último análisis, recibe su fuerza de la filosofía. Es decir, la articulación política del derecho natural emancipado quiere ser genuinamente democrá­ tica, pero debido a que la mayoría no puede aún ejercer esa función (porque organizativamente no es posible y porque muchos no están aún sensibilizados a su responsabilidad), la teoría del derecho natural busca la legitimación en su racionalidad interna: en la filosofía. La legitimación política del derecho na­ tural, a partir de la filosofía, es revolución, es decir, tiene carácter revoluciona­ rio, pues pretende derrocar el orden político establecido por decisión de una minoría. Ahora bien, la confirmación de esa teoría de la legitimación depende, en última instancia, de si la realización del orden político, consecuente a la revolución, consigue la realización de los principios democráticos que la inspiran y ponen en movimiento. La experiencia de la tiranía que una parte de la sociedad conoció —aquella parte que se aprovechó de la caída de N apoleón y que se declaró portadora del nuevo orden restaurativo— desacreditó a sus ojos la teoría revolucionaria de la legitimación y planteó de nuevo el problema de la legitimación política, problema con el que se confrontó conscientemente. Conviene señalar (puesto que el concilio tocará el punto) la diferencia de reacción entre el catolicismo y una parte de la reforma protestante. La reducción de la religión a un asunto privado es una idea cara a ciertos enfants terribles de la reforma. En el tiempo de Lutero los anabaptistas —pero no sólo ellos sino también otros muchos disidentes— se rebelan contra la iglesia de estado; apoyados en el individualismo religioso, abogan por una priva­ tización de la religión 6. Las mismas tendencias separatistas afloran en Inglaterra, criticando a la iglesia «establecida». M uchos creyentes se pre­ guntan sobre el sentido de su rebelión contra el yugo papal, si ahora tienen que aguantar el despotismo de unos prelados más cercanos y sostenidos por la corona real. D e ahí la aparición de sectas congregacionistas, hacia 1560, con tendencia claramente individualista: «Una iglesia es una compañía de cristianos o creyentes que, gracias a una alianza voluntaria con D ios, se ponen al servicio de D ios y de Cristo». En sus numerosos escritos políticos, John M ilton milita convencidamente por el des-«stablishment» de la iglesia angli­ cana. En 1654 pide a Cromwell que deje «la iglesia a la iglesia» y no permita que los poderes civiles y espirituales «tan profundamente distintos, continúen haciéndose la corte; en verdad: destruyéndose mutuamente, bajo el barniz de un apoyo mutuo». Más radical que nadie, el polemista de la época John Goodwin, para quien el estado carece de todo título para gobernar la iglesia o definir las bases de la ortodoxia. La idea de una iglesia nacional es una pa6.

Cf. J. Lecler, L ’église et la souveraineté de l'état, 208-211.

E l ateísm o, objeto teológico de una iglesia politizada

104 radoja sin sentido, pues la comunidad de cristianos no es sino un rebaño de regenerados al interior de un mundo pecador. Su teoría de la separación entre iglesia y estado es doble de una concepción espiritualista, y por tanto, pri­ vada, de la iglesia. Otra secta que defendió los mismos principios fue la de los baptistas. Sus principios se encuentran ya hacia finales del siglo xvn en las obras de Locke ('Cartas sobre la tolerancia, 1689; Tratado del gobierno civil, 1690). D e nuevo se apoya la privatización religiosa en el individualismo radical de su teoría po­ lítica. Para Locke la sociedad es el resultado de un contrato de unos hombres que, hasta ese mom ento, vivían en un estado natural, libres e iguales entre ellos. Ese estado imponía obligaciones, a cambio del disfrute de ciertos derechos: libertad de conciencia, derecho de propiedad, derecho de tomarse la justicia por su mano, etc. La dificultad de garantizar el ejercicio de estos derechos empuja a los hombres a unirse en sociedad política, que tiene por misión ga­ rantizar los derechos individuales. Cada cual no tiene sino que entregarse y entregar a la sociedad y su gobierno el derecho de defenderse y de castigar la injusticia. Así fundaba Locke la teoría del estado liberal, estado consistente en el ejercicio de actividades policiacas, al servicio de las libertades y derecho de cada ciudadano. U no de esos derechos es la libertad de conciencia. Este derecho no ha sido alienado por el contrato con la sociedad (a quien sólo se otorga el derecho de castigar la injusticia). Las conciencias individuales conservan, pues, la li­ bertad de asociarse entre ellas, a fin de facilitar y posibilitar su salvación. Son consiguientemente independientes del estado, en lo que toca a su creencia y disciplina interna. U na iglesia oficial es una violación del contrato político. El estado, por su parte, no tiene que meterse con la iglesia, a no ser que la religión sea una amenaza para el orden público (esta cláusula estaba destina­ da a justificar las leyes del reino contra los «papistas», peligro para la sobera­ nía nacional porque obedecían a una soberanía extranjera: el p a p ad o)7. La iglesia católica, por el contrario, mantuvo una oposición sistemática a toda intentona de privatización. Su identidad eclesial era ser una socie­ dad perfecta. Su cristianismo tenía que ser socialmente y también cultural­ mente encarnado; de ahí que no pudiera aceptar la emancipación política, com o un hecho consumado, sino que la denunciara implacablemente bajo el nombre de liberalismo. Liberalismo significa reducción de la religión a un asun­ to privado; la iglesia dejaba de ser una institución pública, para convertirse en una asociación de creyentes, más exactamente: asociación de conciencias religiosas; el estado es el soberano absoluto del que se recibe un lugar parti­ cular para existir; ni la iglesia tiene pretensiones políticas, ni el estado reli­ giosas; el estado puede, sin embargo, intervenir cuando la religión amenace el orden público y los intereses comunes 8. 7. 8.

Ibid., 213-214. Ibid., 208.

La restauración

105

II.

La r e s t a u r a c i ó n 9

A la derrota napoleónica sigue en Europa un movimiento general, con o­ cido com o la restauración. La restauración es la época reaccionaria que li­ quida la herencia de la revolución francesa y que abarca todos los estamentos de la vida pública. Se habla de restauración política, la que llevan a cabo Metternich, por ejemplo, y la Santa Alianza; restauración filosófica, de los legitimistas franceses (de Bonald, de Maistre, Lam ennais); restauración religiosa, que se va gestando en pequeños grupos eclesiales, esperando su hora; restau­ ración papal, movimiento institucional, que buscaba la definición de la auto­ ridad papal dentro de la iglesia y de la autoridad de la iglesia dentro de la sociedad. Cada una de estas modalidades es relativamente independiente de las res­ tantes, pero todas reflejan la obsesión de la época, marcada por la experiencia de la revolución francesa y sus principios de libertad y autonomía. Su le­ ma: «N o la contrarrevolución, sino lo contrario de la revolución» 10. Se quería dar a entender así que se consideraba a la revolución com o un paréntesis con­ cluido (del que había que sacar, efectivamente, todas las consecuencias), y que había que volver a la restauración de los viejos tiempos, de equella ép o ­ ca diametralmente opuesta a la emancipación moderna: la edad media. Esta rápida liquidación —por lo menos aparentemente— del largo proceso de emancipación moderna sorprende, a primera vista, pero se explica por la presencia, durante todo este tiempo, de elementos clásicos, muchos más ope­ rantes que lo que la ilustración quería reconocer. Estos elementos saldrán a la luz cuando, tras el caos general consiguiente a los años de la revolución, los espíritus se revuelvan críticamente contra los presupuestos teóricos que ani­ maban al ideal revolucionario. En efecto, a la epopeya del subjetivismo, que había conm ocionado los fundamentos clásicos del estado, al considerar el contrato social no com o la garantía del poder central contra los individuos, sino com o fundamentado en la racionalidad del individuo, para garantizar los intereses democráticos u , sigue un gran desencanto. La experiencia no con­ firmó los sueños acumulados en torno a la democracia y se despertó entonces el recuerdo de la enseñanza antigua, según la cual el bien común es un fin importante del estado, pero no el mayor; que la sociedad y el estado no pue­ den subsistir sin fundamentarse en valores absolutos, fuera del alcance del arbitrio humano 12.

9. 10. 11. 12. 16-17. .

Cf. W. Kasper, Die Lehre von der Tradition in der romischen Schule,47-50. Cf. J. de Maistre, Oeuvres completes I, Lyon 1884-1886, 186. E. Troeltsch, Die Restauration am Anfang des 19. Jh. IV, 587-614. Cf. F. Schnabel, Deustche Geschichte im neunzehnten Jh. II, Freiburg 1948-1951,

El ateísm o, objeto teológico de una iglesia p olitizada

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Un segundo factor que contribuyó a la vuelta al pasado fue la trayectoria del romanticismo. El romanticismo no es reaccionario por principio. Al con­ trario: acentuar la genialidad del individuo significa poner en jaque a la ins­ titución. Su misticismo, centrado originalmente en la estética y en la literatura, pasa a la moral y descubre su misión religiosa. Su religiosidad es, desde luego, antidogmática, basada en la trascendencia del individuo. El medievo se le aparece com o una forma afortunada de unidad entre los pueblos europeos. Como entonces, también ahora es la iglesia el lugar óptimo en el que se re­ concilian la universalidad y el individualismo personal, gracias a sus sím­ bolos y lenguaje poético. El papel de la religión emerge, aún, por una nueva razón: el nacionalismo surge com o reacción al imperialismo napoleónico. La idea de nación incluye la de religión com o su componente histórico 13. La restauración redescubre, pues, la religión desde diferentes perspectivas. La restauración teológico-eclesial encuentra la mentalidad contemporánea preparada para hacer valer sus propios intereses, articulados en su crítica de la privatización que quería imponerle el liberalismo y en una crítica de la teo­ ría de la legitimación política, basada en las teorías democráticas. La restau­ ración eclesial no es la reproducción pura y simple de «l’ancien régime». En efecto, el pueblo mira al papado com o la fuerza capaz de asegurarle una defensa eficaz contra las posibles pretensiones del estado. El ultramontanismo sustituye al galicanismo de «l’ancien régime».

III.

El

t r a d i c i o n a l is m o

El movimiento teológico-político que, a raíz de la derrota napoleónica, intentó una primera sistematización del lugar de la iglesia .al interior de la restauración, así com o una reflexión sistemática sobre la legitimidad y estruc­ turación de la política, se designa con el nombre de tradicionalismo. Bajo ese nombre se esconde, efectivamente, una gama de posiciones, bien diferen­ ciadas entre s í 14. Hay, sin embargo, una serie de denominadores' comunes sobre los que vamos a dirigir la atención. 1.

El tradicionalismo, crítica del pensamiento ilustrado

«N o la contrarrevolución, sino lo contrario de una revolución» era la con­ signa que traicionaba sus propósitos. N o se trataba de proseguir la marcha de la historia, aunque fuera dialécticamente, sino de negar y desmontar e^ 13. Cf. E. Troeltsch, o. c. IV, 599. 14. Visión de conjunto, en H. Maier, Revolution und Kirche. Studien zur Frühgeschichte der christ. Demokratie 1789-1901, Freiburg i. Br. 1959, 143-175.

El tradicionalismo

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período revolucionario que acababan de sobrevivir, formulando una concep­ ción de la sociedad prerrevolucionaria. Desde el punto de vista de la teoría, esta voluntad restaurativa significaba la revisión crítica de la filosofía, de la ilustración, que había propulsado Ja revolución política. «Porque la revolu­ ción francesa se había fraguado en nombre de la filosofía, había que atacar a la filosofía para asestar un golpe definitivo a la revolución, su maldito en­ gendro», escribía Cournot en 187215. D e ahí que el tradicionalismo apuntara, en primer lugar: a)

Liquidación de la razón autónoma

D e Bonald, refiriéndose a las fuentes del pensamiento político, democrá­ tico (U esprit des lois, y al contrat social, a los que califica despectivamente de «filosofía del gran mundo» y «evangelio de los filósofos de gabinete»)16, se alegra de la lección de política aplicada que ha recibido Europa durante la revolución. Reconoce que tanto Montesquieu com o Rousseau han dado en el clavo, poniendo en evidencia la importancia de la legislación de una vida colectiva, así com o la insistencia en la supremacía de la voluntad general so­ bre los deseos incoherentes de los individuos: «Montesquieu y Rousseau se acuerdan entre sí; yo estoy de acuerdo con ellos, porque todos estamos de acuerdo con la verdad». La cuestión es averiguar por qué la filosofía moderna, que ha logrado sistematizar los principios de la ciencia política, por qué ha desembocado en el terremoto revolucionario, que ha desacreditado de arriba a abajo sus principios filosóficos. La explicación es muy simple, añade de Bonald: los filósofos modernos han querido fundamentar la autoridad polí­ tica en Ja institución legislativa, olvidando así algo elemental, a saber, que la autoridad sólo se impone si se presenta ante los individuos —cuyos destinos quiere determinar— com o superior a ellos en sus orígenes y en su esencia. Si la voluntad general es hom ogénea a las voluntades particulares y no se dis­ tingue de los individuos más que com o la suma total se distingue de sus facto­ res, la autoridad nunca se impondrá. Concebir la autoridad com o la delegación de los derechos individuales en las manos del soberano significa liquidar la uni­ dad y la fuerza del gobierno, que navegará continuamente a merced de las di­ versidades de opiniones y conflictos de deseos opuestos. El estado deviene un juego del individualismo. La manera de conjurar ese peligro es reconociendo que la sociedad es una realidad trascendente al individuo. Estamos, así, en el corazón del tradicionalismo. El rechazo de la subjetividad del pensamiento ilustrado tom a en D onoso Cortés —otro cualificado pionero tradicionalista 17— la forma de una oposi15. Cf. Cournot, Considérations sur le monde des idées et des événements dans les temps modernes II, Paris 1872, 182. 16. Cf. L. de Bonald, Oeuvres, Paris 1859. 17. Cf. J. Donoso Cortas, Obras completas, Madrid 1970.

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ción irreconciliable entre civilización cristiana y filosofía. El carácter trascen­ dental del cristianismo explica su eficacia histórica com o fom ento civilizador de la humanidad. Es inútil buscar las causas del progreso en las leyes de la sociedad o en el individuo humano; sus contradicciones son tales que no pueden lograr una línea ascendente de civilización. Esto es lo cierto: que la civilización toda se ha concentrado en la zona cristiana; fuera de esta zona no hay civilización, todo es barbarie; y esto es tan cierto que «antes del cris­ tianismo no ha habido pueblos civilizados en el mundo; ni uno siquiera». Como la afirmación es manifiestamente osada, añade el orador: «...el pueblo romano y el pueblo griego no fueron pueblos civilizados; fueron pueblos cultos, que es cosa diferente. La cultura es el barniz, y nada más que el barniz de las civilizaciones» 18. Las expresiones artísticas, científicas o filosóficas de la cultura no llegan a la altura de la significación civilizada que es, para D onoso, aquel conjunto de ideas rectas que, al apoderarse de una so­ ciedad, la educan; que enseña a cada uno de sus miembros los deberes y los derechos que tienen ante Dios, ante los demás hombres y ante sí mismo. La demostración de la identidad entre la civilización y cristianismo la de­ duce Cortés, en primer lugar, de la historia, al interior de la cual la edad media es considerada com o el modelo más logrado. Le seduce la unanimidad, es decir, la unidad de verdades y principios; admira la uniformidad política, social y religiosa, así com o la presencia de un orden jerárquico. El todo des­ cansaba en la verdad, alimento de las inteligencias y en la fe, alimento de los corazones. Contra la impresionante construcción medieval nada pueden los inevi­ tables «defectos y limitaciones», tales com o las persecuciones religiosas (cru­ zadas), asolamiento de ciudades, miedos y odios permanentes. A esa identidad llega D onoso, por otra parte, a partir de su idea de civilización com o reali­ zación histórica de un determinado orden, que es teológico. La metafísica de ese orden se resume en las tres proposiciones siguientes19: primero: existe un orden de cosas, universal y necesario que se reproduce en todos los niveles de la existencia: personal, social y político; segundo: la razón y el fundamento de ese orden es D ios; tercero: ese orden se realiza históricamente a través de unas leyes que es­ tructuran la dependencia del mundo con relación a Dios y a su iglesia. Si, por un lado, civilización se identifica con cristianismo, revolución, por otro, con filosofía moderna. La primera caracterización de la filosofía moderna es su procedencia religiosa, pero no de la ortodoxia católica sino de la herejía protestante. El peligro mortal para las instituciones políticas comenzó el día en que se reconoció al protestantismo el derecho de existencia.

18. J. Donoso Cortés, Discurso sobre Europa, en Obras completas II, 464 s. 19. Exposición de las coordenadas político-religiosas de Donoso, en D . Westemeyer, Donoso Cortés, Staatsmann und Theologe, Münster 1940.

El tradicionalismo

109 Desde entonces no hay revolución que no lleve para la sociedad un peligro de muerte. Lo que D onoso denuncia en el protestantismo es el postulado de la autonom ía de la razón; aceptar eso significa legitimar la revolución, pues el orden social consiguiente rechazará la función sustancial de la autoridad. El siglo xix — «siglo en el que la razón y la voluntad del hombre han llegado al apogeo de su independencia y de su soberanía»— es un producto lógico de la reforma protestante. D onoso desarrolla su teoría en una carta al prefecto de la sagrada con­ gregación de estudios, quien le pide una respuesta a un Syllabus eorum quae in colligendis notabilisque erroribus ab oculos haberi possu n t20. D onoso esboza una síntesis crítica de la ideología liberal y socialista, poniendo de manifiesto cóm o la razón autónom a está a la base de todas las teorías políticas y desvia­ ciones teológicas modernas. Esa razón autónoma tiene su raíz en el protes­ tantismo. El concilio, en el prólogo a la constitución D ei Filius, se hará eco del mismo planteamiento. Tanto en de Bonald com o en D onoso encontramos la misma figura del tradicionalismo: crítica a la autonomía del pensamiento ilustrado. Sólo que las categorías críticas de que se sirven son diferentes. Entre los tradicionalistas franceses es la teoría del lenguaje quien cumple esta misión de poner en evi­ dencia la superioridad de la sociedad sobre el individuo —y de D ios sobre la sociedad—. En efecto, para de Bonald el lenguaje es algo absolutamente nece­ sario porque sin él no ha podido existir la sociedad ni el mismo hombre, que depende existencialmente de la sociedad. Es verdad que el hombre puede descubrir lo útil y apetitoso; hasta puede inventar el mal; pero el hombre no puede inventar lo necesario; lo que es necesario al hombre existe antes que é l 21. D e ahí que pensar que la sociedad cree el lenguaje —el lenguaje que se forma gracias a las comunidades del pensamiento y de la palabra de los seres socia­ les— es querer poner el fin antes de los medios, es «trastocar el orden natural eterno de las cosas». Hay que reconocer «la imposibilidad física y moral de que el hombre haya inventado la expresión de sus ideas antes de que haya tenido idea de su expresión». La hipótesis de la invención del lenguaje por el hombre no explica lo que existe, ni el pasado. Es una hipótesis que se asienta únicamente sobre la imaginación desvariada del origen del mundo, de la generación espontá­ nea de los hombres en un tierra extraña a su especie, y sobre el origen asocial del género humano. Contra estas especulaciones, de Bonald conjura los resul­ tados de la historia, de la moral, física y filosófica. Todos estos absurdos se desvanecen ante la hipótesis de un lenguaje dado en bandeja a un primer 20. J. D onoso Cortés, Carta al cardenal Fornari, en Obras completas II, 744-762. 21. Cf. L. Brunschvicg, Le progrés de la science dans la philosophie occidentale, París 1927. Partie II, cap. XVIII.

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hombre, hablado en una familia original y transmitido por tradición de padres a hijos. La hipótesis tradicionalista tiende no sólo a afirmar la dependencia del individuo sobre la sociedad, sino también a fundar la sociedad sobre la reli­ gión. Gracias, también, al trastrueque de valores, poniendo la letra por delan­ te del espíritu, puede de Bonald afirmar que la explicación sociológica del origen del lenguaje implica una explicación sociológica del origen del pensa­ miento: no hay ideas innatas sin expresiones adquiridas. Si aceptamos la hipótesis tradicionalista del origen del lenguaje, com o un don, nos podremos explicar fácilmente la presencia en cada cual de princi­ pios e ideas generales, tanto morales com o sociales. La teoría bonaldiana de las relaciones entre lenguaje y conceptos es una mezcla alquímica del ineísmo cartesiano con el empirismo de Locke o Condillac. D e acuerdo con los empiristas, de Bonald no admite en la razón la pre­ sencia primitiva de un tipo cualquiera de verdades, que pudieran encontrarse ahí antes de la adquisición del lenguaje. D e Bonald propone un nuevo nom i­ nalismo, según el cual el concepto deriva del verbo exterior; éste aporta al concepto símbolos y objetos. Por otro lado, afirma con Descartes que el pensamiento es innato a la razón, independientemente de las verdades que concibe. El pensamiento es naturaleza; la palabra es adquirida (porque es recibida de Dios); ahora bien, el pensamiento no toma conciencia de sí mismo fuera de la expresión que lo actualiza y esa expresión no es inteligible sin el pensamiento que la anima 22.

La sociedad, guardiana de las verdades fundamentales, las comunica a todos los hombres, a medida que van formando parte de la humanidad. Esta explicación del origen del lenguaje condiciona la posición del hombre en el universo. Cuando un hombre nace se encuentra una serie de verdades, esta­ blecidas en la comunidad social y admitidas por la mayoría, tales com o: la creencia en un D ios creador, legislador y remunerador; la distinción entre bien y mal, injusto y justo. Si, frente a estas verdades sociales, el individuo comienza a plantearse críticamente la cuestión de saber qué es lo que tiene que admitir o rechazar y cual es la racionalidad sobre la que se fundan esos principios universales, piedras angulares del edificio social, se constituye automáticamente en estado de rebeldía contra la sociedad. La razón individual osa juzgar a la razón universal, de la que depende absolutamente: de ella ha recibido el lenguaje; ella le ha transmitido el conocimiento y las categorías intelectuales de expresión. Recordando la revolución francesa, de Bonald condena irremisiblemente el racionalismo cartesiano y el subjetivismo de la 22. L. Foucher, La philosophie catholique en France au XIXe. siécle avant la renaissance du thomisme et dans le rapport avec elle, Paris 1955, 23-25.

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reforma protestante. La misma agresividad que proyecta sobre el «racionalis­ m o» aplica al sensualismo del siglo xvm . Para convencerse de su falsedad basta suponer que la teoría del conocimiento tiene que optar entre el empirismo psicológico y el realismo sociológico. El conocimiento de las verdades sociales, objeto de las ideas generales, se encuentra en la sociedad, afirma decidida­ mente el tradicionalismo francés. Hay que guardarse, sin embargo, de absolutizar el realismo social, cuya significación no se explica si la sociedad pierde de vista el origen religioso: Hay que creer en verdades universales, necesarias a la conservación de la sociedad, basadas en el testimonio del género humano, de la misma manera que aceptamos la existencia de verdades particulares, útiles a la existencia, basados en la confianza que nos merecen determinados hombres23.

A sí se cierra el círculo tradicionalista: volviendo al punto de partida, la apología de la revelación; la idea se hace inteligible en la expresión, en la pa­ labra; la palabra es recibida, es decir, revelada; todas las verdades morales, por tanto, son conocidas por revelación. El problema del conocimiento natural de D ios, que tanto había preocupado a los escolásticos, desaparece. Preguntarse si la existencia de D ios, la inmortalidad del alma, nos son cognos­ cibles gracias a la pura razón o bien por medio de la revelación, no significa proponer una alternativa porque el conocimiento racional también es revela­ do. La diferencia es sólo form al: revelación oral (la razón) o esc rita 24. El galimatías de la teoría tradicionalista del lenguaje no pierde nunca de vista la razón de su existencia: presentar una alternativa política a la revolu­ ción; «la duda metódica es culpable del caos francés... un pueblo filosófico será siempre un pueblo de inquietos buscadores; ahora bien, si un pueblo quie­ re evitar la ruina tiene que saber, no buscar». A la autoridad de la evidencia racional, emblema de la ilustración, propone el tradicionalismo la evidencia de la autoridad. Esta preocupación domina su teoría del lenguaje2S. En D onoso Cortés el instrumento es distinto y obedece a su planteamiento de lo que una restauración debe ser. Restauración significa para los franceses la creación de un nuevo orden social, antirrevolucionario, es decir, basado no sobre la libre determinación del individuo sino sobre un principio de autori­ dad superior al mismo. El recurso a la religión se explica porque ésta funciona sobre el principio de la autoridad; es su modelo ideal. Los tradicionalistas franceses no pretenden, sin embargo, negar la adquisición más importante del proceso de secularización, llevado a cabo ya durante «l’ancien régime»: la distinción entre sociedad y religión. La religión puede ser concebida com o

23. 24. 25.

L. de Bonald, Oeuvres I, cap. VIII, 103.

Ibid. II, cap. IV, 59-60. Cf. L. Brunschvicg, o. c., 523.

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112 fundamento de la política, pero no se identifica con la sociedad. La sociedad es el conjunto de dos factores diferentes: el estado y la religión26. Para el tradicionalismo español, el planteamiento es forzosamente distinto, porque refleja la tradición del problema político español, distinto del francés. España no ha asimilado realmente el proceso de emancipación p o lítica 27 de ahí que su planteamiento sea, en el fondo, medieval: religión y política son cara y reverso de una misma realidad que D onoso denomina civilización cristiana. Restauración significa, en este contexto, no la creación de un orden político antirrevolucionario u opuesto a la revolución —basado en la distinpión de religión y sociedad, aunque buscando una nueva relación— sino la imposición pura y simple de un estado teocrático. Si la teoría del lenguaje sirve a los tradicionalistas franceses de instrumento racional para sistematizar sus intereses políticos —sometimiento del individuo a la sociedad y absolutización de la sociedad—, D onoso, a su vez, se servirá de una metafísica del orden que permita una sacralización del individuo y de la sociedad. Aunque en ambos se juega con los mism os elementos: indivi­ duo, sociedad, religión, la articulación es diferente. A D onoso le interesa de­ mostrar la esencia sacral del orden creado; a los franceses, el control de la subjetividad por la sociedad. Tradicionalista de interés, la argumentación donosiana está más cerca de la escolástica que del tradicionalismo clásico 28. Lo que le interesa es reanimar el principio de la civilización cristiana sin de­ tenerse en apologías de la monarquía, com o correspondería a un buen tradi­ cionalista. En lo que toca a formas políticas concretas, D onoso es un pragmá­ tico : puesto que la monarquía está muerta y el peligro del socialismo o anar-

26. R. Spaemann, Der Ursprung der Soziologie aus dem Geist der Restauration, München 1959, 63-64. 27. Naturalmente que se han dado en España personajes y movimientos críticos, si no ¿cómo explicarse la fabulosa actividad de la inquisición en España? Pero ni el planteamiento «moderno» de los cristianos nuevos (cristianos convertidos convencidamente del judaismo), ni el erasmismo —el movimiento reformador religioso-político posiblemente más importan­ te y popular en España— pudieron mucho contra los intereses y el poder de los «cristianos viejos». El político Azaña se equivocaba cuando a la cabeza de un gobierno republicano declaraba: «España ha dejado de ser católica». Ese es el fallo, pensar que había dejado de serlo cuando aún lo seguía siendo; cf. A. Castro, La realidad histórica de España, cap. V .; M. Bataillon, Erasmo y España, México 1950; J. Jiménez Lozano, Meditación española so­ bre la libertad religiosa, Barcelona 1966, 47-59. J. Jiménez Lozano es uno de los raros auto­ res españoles que, partiendo de los estudios históricos de A. Castro, han ido al fondo de las aporías en que se encuentra el catolicismo español actual; cf. también la obra publicada bajo la dirección de M. Raske, Der totalitáre Gottestaat, Düsseldorf 1970. 28. En efecto, la metafísica donosiana del orden está más cerca de la tradición agustiniana o escolástica que de los tradicionalistas franceses. Valverde, en su introducción a las obras completas de Donoso, pone de manifiesto la devoción donosiana por san Agustín y santo Tomás. La presencia de Ventura junto a los grandes maestros hace pensar en una recepción neoescolástica del pasado teológico. Pero faltan estudios analíticos de las fuentes de inspiración que frecuentara Donoso: cf. J. D onoso Cortés, Obras completas I, 86-92.

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quismo es inminente, D onoso se decide por la dictadura, muy a su pesar y escéptico en cuanto a su eficacia. El fondo de su pensamiento no es como quiere Schmitt, el decisionismo 29, com o pudiera ser en de Maistre. Para él la decisión política tiene que reflejar el orden metafísico que fundamenta la civilización cristiana; sólo ahí tiene legitimación. Sus simpatías dictatoriales son mitad figuras retóricas, mitad la opción de un hombre obsesionado por la expansión del socialismo y anarquismo, pero hay que guardarse de ver en la dictadura el m odelo político consecuente con su pensamiento profundo: la metafísica de un orden divino. La ansiedad con que los tradicionalistas sistematizan una alternativa a la subjetividad revolucionaria de la filosofía moderna se dobla con una concep­ ción pesimista de la antropología. El hombre es malo. Lo repiten todos pero nadie com o C ortés; su desprecio por el hombre no tiene límites. D e no haber sido por la encarnación —dice— «el reptil que piso con mis pies sería menos despreciable que el hombre» 30. Si D on oso radicaliza el pesimismo antropo­ lógico del tradicionalismo es porque polemiza con el anarquismo proudhoniano según el cual el hombre es bueno y no necesita de D ios ni de la institu­ ción política —dos construcciones represivas 31—. La racionalidad de la teoría política donosiana se funda en la necesidad de ser redimido y de ser dirigido. El pesimismo antropológico de los tradicionalistas arranca de un desarrollo del pecado original, que asustó a más de un teólogo y que recuerda más bien a Lutero que a Trento. Pero sería un error juzgar el papel del pecado ori­ ginal en la antropología tradicionalista desde un punto de vista meramente teológico; su ángulo de visión es polém ico. En efecto, topos común de las teo­ rías sociales era una determinada concepción del hombre; cualquier idea polí­ tica toma posición sobre la naturaleza del hombre, que puede ser buena o mala. La opción de base condiciona fuertemente la concepción social: para el pensamiento ilustrado el hombre es, por naturaleza, no precisamente bueno sino, indefinido, pero educable. Por eso justifican su teoría de un «despo­ tismo legal» a fin de educarle convenientemente y hacerle apto para la vida social; para el anarquismo el hombre es naturalmente bueno; su maldad es una adquisición histórica, fruto de las tradiciones religiosas y de sus derivados: estado, autoridad 32. Para D onoso y los tradicionalistas el hombre es malo, de ahí la necesidad de una redención social.

29. Las simpatías de C. Schmitt por el decidido antiliberal que es D onoso o mejor: la tendencia antiliberal de C. Schmitt le lleva a una interpretación («el decisionismo donosiano») que cuadra mejor a los tradicionalistas franceses. Sobre la diferencia entre ambos tipos de tradicionalismo, cf. C. Valverde, Obras completas de Donoso Cortés I, 88-92, 30. Cf. J. D onoso Cortés, Ensayo, en Obras completas II, 683. 31. Sobre el pensamiento proudhoniano, cf. P. Haubtmann, P. J. Proudhon, génése d'un anti-théiste, Paris 1969. 32. C. Schmitt, Politische Theologie, 72-73.

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114 La antropología del pecado original com o opuesta al optimismo natu­ ral del hombre es la primera variante del esquema general: civilización cris­ tiana o racionalismo político. Es verdad que podem os encontrar en los tradicionalistas páginas casi líricas sobre la dignidad y libertad del hom bre: El libre albedrío del hombre es la obra maestra de la creación y el más portentoso, si fuera lícito hablar así, de los portentos divinos... Si el hombre no es libre, no tiene el principado de la tierra; si no tiene el principado de la tierra, la tierra no se une a Dios por el hombre y si no se une a Dios por el hombre, no se une de ninguna ma­ nera.

Estas y otras afirmaciones —muy escolásticas, en su form ulación— pare­ cen estar más cerca del movimiento general de la ilustración que del pesi­ mismo religioso, anteriormente citado. La cosa se aclara si consideramos lo que D onoso, por ejemplo, entiende por libertad: la adecuación de la actividad humana al orden metafísico, establecido por D ios. Se recoge el pensamiento de san Ignacio de L oyola: El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios y, mediante esto, salvar su alma; y todas las demás cosas sobre el haz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden para la prosecución del fin para el que es creado 33.

Libertad es sometimiento; fuera de esa ordenación el hombre se niega a sí mismo. Es lo que ha ocurrido, gracias al racionalismo del pensamiento ilustrado; y es sobre ese hombre histórico, fruto de la filosofía racionalista, sobre quien los tradicionalistas descargan su desprecio. b)

L a historia contra la subjetividad

La teoría tradicionalista del lenguaje está movida por un interés concreto: colocar el pensamiento —que existe independientemente de sus órganos fí­ sicos— en dependencia radical de un aparato externo, que no es la experien­ cia sensible (como quieren Locke y Condillac) sino la historia en la que D ios educa al hombre de una manera empírica. El hombre no ha recibido de D ios la autonomía de la razón, sino que D ios le ha revelado la palabra y con ella las verdades primitivas, transmitidas históricamente por la tradición social. La tradición, la historia, aparece consiguientemente com o la instancia crítica de la razón individual; es el lugar donde la sociedad recibe, conserva y transmite las verdades fundamentales. En la historia se realiza la revelación progresiva de D ios y se expresa esa palabra que da forma a la sociedad y m o33.

J. Donoso Cortés, Ensayo, en Obras completas II, 630.

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déla al individuo. En la historia explica el tradicionalismo la superioridad de la sociedad sobre el individuo. Si la historia es el origen de las verdades es, por consiguiente, también el tribunal superior que juzga sobre la vera­ cidad de las ideas: Tras la experiencia de la revolución, Francia ha hecho todo un curso de filosofía: terminado el período escolar, puede ahora juzgar a sus maestros. En lo que se refiere a materias políticas, que eche mano de su razón, ilustrada con la experiencia revolu­ cionaria, más que con libros34.

Por primera vez en la historia de la teología se altera la relación entre teoría y praxis. La desconfianza en la subjetividad la conduce a una descon­ fianza cara a la prioridad de la pura racionalidad. Formalmente, es la praxis el lugar primario de la verdad. Esta posición de principios se traduce en un gusto por la lectura de la historia, construyendo su marcha en grandes sín­ tesis históricas. Se hacen excursiones gigantescas a través de los siglos, visi­ tando imperios caídos, religiones lejanas, persiguiendo las huellas de los pri meros hombres y ángeles, todo para desentrañar las leyes fijas que subyacen en la trastienda de la historia. La influencia de Vico y Agustín es decisiva 3S. Este gusto por la historia —com o un almacén de antigüedades en donde se piensa recuperar las piezas del rompecabezas post-revolucionario— es ge­ neral y sustituye al concepto de historia viva que había marcado la reflexión filosófica (principalmente germana) de la primera mitad del siglo xix. La fundamentación religiosa de la normatividad de la tradición —que en de Bonald se explica por la causalidad divina del pensamiento y en D onoso por un recurso directo a la providencia divina— la pone frente a la misma pa­ radoja con la que se topara el hombre bueno de Rousseau: si D ios dirige la historia, ¿cómo explicar la catástrofe de la revolución francesa? La respuesta a este problema desarrolla una teoría teológica de la historia según la cual el mal es interpretado com o un m omento pedagógico de la sociedad. Los tradicionalistas se apoyan en Leibniz para quien, al final, todo acaba en rosa. Si Voltaire ha ridiculizado ese optimismo ha sido porque ha aplicado el «happy end» al individuo y no a la sociedad, com o procede. Es la doctrina misma del evangelio, piensa de B onald: es necesario que haya escándalos; de ahí que las revoluciones —el gran escándalo de la sociedad— conducen al bien, porque sólo el bien es necesario 36. En virtud de una identificación en­ tre bien y necesario se llega a una valoración positiva del mal, porque es una realidad inevitable, es decir, «necesaria».

34. Cf. L. de Bonald, Résumé sur la question du divorce, en Oeuvres V, 326. 35. La concepción donosiana de la historia está fundamentalmente inspirada en Vico y san Agustín, cf. J. D onoso Cortés, Estudios sobre la historia, en Obras completas II, 226-278. 36. Cf. Brunschvicg, o. c., 514-516.

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Gracias a esta hermenéutica teológica de la historia, tenemos que un hecho com o la revolución es, al mismo tiempo, satánico y providencial. Satánico, en cuanto que niega el orden establecido por D io s ; providencial, porque es un mom ento necesario del bien, que abre mesiánicamente una nueva etapa en nombre de las lecciones aprendidas durante la experiencia revolucionaria 37. La interpretación providencialista de la revolución va mucho más lejos que el mero reconocimieno de un valor «pedagógico». Fieles a su lógica de ver en la historia la realización del orden divino, los tradicionalistas se ven obligados a sancionar teológicamente el orden político consiguiente a la re­ volución francesa —la democracia—, lo que significa la superación de su aver­ sión profunda al orden democrático. D e ahí que la conversión al liberalismo del segundo Lamennais esté en la pura lógica de la hermenéutica tradicionalista, en nombre de la cual pudiera proclamar: «la revolución ha sido una brecha providencial que inicia un futuro mejor del catolicismo» 38. La revolución, vista desde la responsabilidad del hombre, es algo malo: rebelión contra el orden divino. Pero vista desde D ios es un hecho necesario, una revolución decretada desde arriba, que se impone al hombre com o algo fatídico, frente a lo cual el hombre nada puede. Y a los tradicionalistas tenían la impresión de que en la revolución francesa los hombres eran más marionetas que actores, más víctimas que verdugos. Esto, que es una constante en todas las revoluciones históricas, aparece ahora con mayor evidencia. La hermenéutica teológica de la historia deja en el aire, sin responder, la cuestión que la había motivado: ¿cómo una historia providencial produce el mal revolucionario? N o responde porque no tom a en serio «el mal revo­ lucionario». Lo reduce a una necesidad, es decir, a un momento positivo. Y el tradicionalismo se incapacita así para presentar una alternativa al orden establecido. En efecto, la presencia masiva de la providencia, en el bien y en el mal, conduce al positivismo más extremo 89: cualquier orden establecido es sancionable teológicamente. El tradicionalismo que empezó siendo una crí­ tica al orden revolucionario puede muy bien acabar siendo su justificación, a partir del m omento en que el orden revolucionario se institucionaliza.

37. «Era imprescindible llevar a cabo la prueba del fuego y que cayeran los dados; era necesario que el metal francés —libre ya de la escorias amargas e impuras— llegara a las manos del futuro rey más nítido y más maleable. Claro que la providencia no tiene nece­ sidad de castigar de vez en cuando para justificar sus caminos; pero en nuestros tiempos se ha puesto a nuestro alcance y castiga como un tribunal humano»: de Maistre, Considérations sur la France, en Oeuvres completes I, 171. 38. Cf. H. Maier, o. c., 171. 39. El ejemplo más sorprendente de este positivismo extremo nos lo brinda M. Capellari, Triumphe de Véglise et du sainte siege. Roma 1799. El futuro Gregorio xvi identi­ fica la esencia de la iglesia con su forma jurídica actual: «La iglesia ha sido siempre monár­ quica porque lo es hoy y porque su forma de gobierno no ha variado jamás»: citado en Y.-M. Congar, o. c., 96.

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Hasta ahora hemos visto la función de la historia dentro del tradiciona­ lismo; pero, ¿qué es la historia para el tradicionalismo? D onoso Cortés con­ cluye sus lecciones sobre la filosofía de la historia a sí: Una misma es la marcha de la civilización de todos los siglos y entre todas las gentes y naciones; ...unos mismos fenómenos acompañan siempre a las tres épocas sociales (época divina, época histórica, época humana) que recorre el género humano en su progresivo desarrollo, y la identidad de esos fenómenos y de esas épocas es claro testimonio de que la humanidad obedece a ciertas leyes providenciales, cuyo catá­ logo constituye lo que se llama filosofía de la historia40.

Historia es el desarrollo orgánico de unas leyes externas al individuo, que se repiten constantemente. También el hombre tiene su sitio en el concepto tradicionalista de historia, pero com o un factor negativo que impide el des­ arrollo armonioso de la historia. En efecto, D ios es el bien; pero la voluntad libre del hombre engendra el pecado, el mal. Ambos actores —D ios y el hom­ bre— luchan en una interminable dialéctica, compuesta de períodos, en los que suele empezar tomando la delantera el mal sobre el bien para, al final, acabar D ios imponiéndose sobre el mal, en una acción directa, inmediata, personal y soberana. «Esta es, para mí, la filosofía, toda la filosofía de la his­ toria». La interpretación de la historia es imposible fuera de la revelación, pues sólo ésta explica la naturaleza y el papel de cada actor. Esta concepción de la historia, en la que el hombre no es sino la ocasión de un proceso divino, anterior al hombre, se basa en una reducción de his­ toria a naturaleza, que niega más que afirma el concepto de historia. La reducción de historia a naturaleza, es decir, la reducción de un pro­ ceso creador a la explicación de un orden de cosas, se explica por la iden­ tificación tradicionalista entre revelación y naturaleza. El cristianismo es la expresión de una realidad anterior, natural; dicho de otra manera; toda ver­ dad natural es revelada. Si fuera posible que la verdad existiera en alguna parte, fuera de D ios, D ios dejaría de serlo, porque habría dejado de ser la única verdad. N o hay verdad alguna que no sea una revelación actual o que no descienda directamente de la revelación primitiva. El entendimiento del hombre no es otra cosa sino la facultad de recibir, retener y aplicar las verda­ des que le han sido reveladas. La facultad más importante del hombre es la memoria; sin ella dejaría de ser inteligente y la sociedad caería en la pura barbarie41. Historia es el desarrollo (de la naturaleza o de la revelación: sustancialmente es lo mismo) de un proceso que se impone necesariamente al hombre y frente al cual se comporta pasivamente. La historia «no nace sino que se importa en las sociedades humanas».

40. 41.

J. D onoso Cortés, Filosofía de la historia, en Obras completas I, 652. J. Donoso Cortés, Estudios sobre la historia, en Obras completas II, 250.

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El otro vector del concepto tradicionalista de la historia es el primado de la protología sobre la escatología. La historia es el pasado; su evocación determina el presente y el futuro. Filosofía de la historia es la descripción de las leyes constantes deducidas de las experiencias pasadas. D e nuevo des­ aparece de la escena histórica su actor principal: el hombre, cuya función es la recitación del papel que se le da. «El hombre no crea, sino que recibe todo de la historia». Sujeto de la historia no es el hombre, ni D ios —a pesar de que verbalmente se afirme lo contrario—, sino un orden metafísico del pasado que se sacraliza y se impone al hombre. Esta concepción de la relación entre el sujeto humano y la tradición tiene en la teoría del conocimiento una consecuencia de capital importancia en el destino histórico del tradicionalismo: la reducción de la racionalidad a la recepción pasiva y la condenación de la filosofía com o conocimiento creador. N o hay más modelo de apropiación de la verdad que la creencia, la fe. Las verdades así conocidas constituyen las certezas reales, que se oponen a la cer­ teza racional, conseguida por la demostración. El primer tipo de conocim iento —añade Lamennais— invade toda nuestra vida, lo que demuestra la prio­ ridad de la fe sobre la razón. En efecto, es la fe en la autoridad de la natura­ leza social quien hace racional nuestra confianza en el testimonio de otro com o principio de verdad. La convicción humana es imposible al margen de la autoridad de la costumbre, de la tradición, de la educación recibida. La racionalidad se reduce a la creencia, por eso la verdadera filosofía es la religión. A esta «racionalidad» basada en la autoridad se opone la «demos­ tración», fruto de la actividad creadora del sujeto racional. N otem os de mom ento la antítesis que hará fortuna en el resto de la teología católica del siglo XIX. Si se puede y debe discutir críticamente la coherencia de la teoría tradi­ cionalista de la historia, no hay que perder de vista su intención, es decir, los intereses que animaron la revitalización de la categoría «historia» o «tra­ dición». El tradicionalismo quiere presentar una alternativa al racionalismo de la filosofía moderna, fuente de importantes consecuencias sociales y po­ líticas. ¿Significa el tradicionalismo una vuelta a la barbarie, a la irraciona­ lidad ? Los movimientos fascistas del siglo x x no son de esta opinión, al con­ trario 42. Pero sería un error abandonar la herencia del tradicionalismu en m anos fascistas. En efecto, los estudios críticos de Adorno y Horkheimer 43

42. Queremos decir que las tendencias totalitarias contemporáneas consideran al tra­ dicionalismo no como un retroceso en la barbarie sino como el mentor de sus ideales, los cuales son, naturalmente, la encarnación del progreso y hasta de la revolución (la falange española habla de su «revolución nacional-sindicalista»). Afirmar que no hay que dejar en manos tan ambiguas la herencia tradicionalista significa prestar atención al planteamiento de ese momento histórico, del que hay mucho que aprender y mucho que olvidar. 43. Cf. M. Horkheimer-Th. Adorno, Die dialektik der Augklárung, Amsterdam 1947.

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han demostrado que no todo el pensamiento ilustrado se puede identificar simplemente con la ilustración, es decir, con la historia liberadora de los hom ­ bres. Es innegable que el pensamiento ilustrado de la filosofía moderna nace empujado por el afán de emanciparse de la tutela teológica del feudalismo y de la irracionalidad religiosa reinante. En ese punto constituyen un m o­ mento de la historia de liberación, que la teología moderna reconoce. Pero ese m omento caduca, a la larga, en ideología de los nuevos am os: la burgue­ sía. La religión natural pasa a ser, de crítica de las religiones reveladas a ideo­ logía del nuevo estado; de emancipación religiosa a autoafirmación mítica de sí m ism o; el estado democrático, de afirmación universal de los derechos humanos a garantía de esos derechos... para unos pocos. A esas alturas la ilustración ha dejado de serlo y ha devenido un racionalismo, es decir, una afirmación irracional de la razón. El tradicionalismo ha sido muy consciente de esa absolutización y contra ella ha protestado violentamente, claro que a su manera; en lugar de poner en evidencia las contradicciones entre las afirmaciones teóricas de la ilustra­ ción y su praxis represiva, buscando concretamente alternativas racionales, el tradicionalismo condena globalmente toda la racionalidad moderna, im­ presionado por la catástrofe revolucionaria (catástrofe a sus ojos). Ese extre­ mismo no debe de echar en olvido el otro extremismo con el que se confron­ ta: la absolutización irracional de la razón. El descubrimiento de la categoría «tradición» com o correctivo del individualismo ilustrado no nos sorprende hoy porque ha pasado a la sensibilidad común, pero es un descubrimiento capital sobre el que Marx apoyará su filosofía. La diferencia entre uno y otro revela la ambigüedad del tradicionalismo. Mientras Marx consigue sistema­ tizar una relación dialéctica entre individuo y sociedad, desaparece el indi­ viduo bajo el tradicionalismo en un sociologism o dogmático. Historia es el pasado, la naturaleza. Esa concepción es sólo formalmente historia; su con­ tenido es anti-histórico. En efecto, la historia no es sólo correctivo del abso­ lutismo individual sino que también es la valoración de la actividad humana com o principio de creación de situaciones nuevas que transforman la subje­ tividad del hombre, rompiendo determinaciones protológicas. Esta concep­ ción exige una relación entre el individuo y la sociedad en la que no se niegue ninguno de los dos términos, com o hace el tradicionalismo. Liquidar al su­ jeto significa sacralizar la sociología y renunciar a toda esperanza. El concepto tradicionalista de tradición tiene una función conservadora y no ya revolucionaria. Sin embargo, su hermenéutica histórica se alia mal con este interés. En efecto, si el horizonte hermenéutico conduce a una conde­ nación, por ejemplo, de la revolución, el carácter providencial de todo acon­ tecimiento, por otro lado, no se opone a la sacralización del orden consi­ guiente a la revolución. D e ahí que el tradicionalismo no se identifica sin más con restauración medieval o monárquica. Esto ya se anuncia en Donoso que se siente indiferente a cualquier modalidad política. Lamennais pasa del

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integrismo al liberalismo, en continuidad tradicionalista. Es importante poner de manifiesto esta flexibilidad del tradicionalismo —originado por un pragmatismo consecuente a la omnipresencia de la Providencia— para valorar su impacto y presencia histórica más allá de la época de la restauración. 2.

Funcionalidad y concepción tradicionalista de la religión

a)

El concepto de religión

Ftasta el siglo xvm la religión era un elemento que nadie pretendía liquidar y con el que todos contaban. La crítica de la religión iba dirigida contra las religiones reveladas, sin que soñase en liquidar la religión dentro del estado. A l contrario, los filósofos ilustrados persiguen una unidad de religión y so­ ciedad, en la que la religión cumple un irremplazable papel. «Si D ios no existe, habría que inventarle»: no es una paradoja banal, sino que expresa una im­ portancia social que los nuevos teóricos acuerdan al fenómeno religioso. Eso sí, interpretan ese fenóm eno racional y no ya trascendentalmente, porque la religión está al servicio de ese complejo humano, fundamentado en la razón. Conviene poner de manifiesto que entre la teología clásica ortodoxa y los teísmos ilustrados hay un denominador común: para ambos momentos his­ tóricos la religión es un fenóm eno existente, que no hay que inventar; las di­ ferencias son de tipo interpretativo de esa realidad dada. La diferente inter­ pretación va unida a una expectación distinta de su funcionalidad. Esta situación común a la religión de «l’ancien régime» y al constantinismo no se da en el tradicionalismo y esta diferencia es la que condiciona sustancial­ mente la originalidad de la interpretación tradicionalista de la religión. En efecto, la revolución francesa —a pesar de unos comienzos en los que la in­ teligencia del pueblo con el bajo clero hacía presagiar otro- destino 44— crea un orden social en el que la religión deja de ser un fenómeno de importancia política. Para el tradicionalismo, pues, la religión ha dejado de ser un fenó­ meno impuesto en la sociedad; es una realidad que hay que crear (no en el sentido de creación ex nihilo, sino en el sentido de volverle a dar una presencia sociológica y política). La religión interviene ahora com o una realidad progra­ mática y no ya com o un principio de explicación, com o en los tiempos ante­ riores. Religión no es primariamente la teología, sino la institución. La nega­ ción de la identidad eclesial com o una sociedad perfecta es lo que ha originado

44. «En Francia la revolución ha comenzado en una atmósfera de acuerdo y armonía entre la iglesia y la nación. Si se ha llevado a cabo ha sido gracias a ese acuerdo», dice E. Latreille, Eglise catholique et la revolution francaise I, Paris 1970, 81. Sabido es que en 1789 no sólo el pueblo se levanta contra los señores feudales sino también el bajo clero, contra sus señores pastores. Con razón se lamentaba la nobleza: «han sido esos condenados curas quienes han hecho la revolución».

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la desaparición política de la religión. D e ahí que ahora se identifique religión con iglesia. El programa del tradicionalismo es realizar de nuevo la identidad de la iglesia. Fuera de la institución no hay comprensión posible de la reli­ gión, porque hablar de religión, si no está institucionalizada, es una vana abstracción. La religión, incluida la religión natural, se identifica sencillamente con iglesia católica. Por dos razones: la primera es porque la religión natural, com o opuesta a la religión revelada, ha sido un momento de la desaparaición política de la iglesia, así com o de la religión en general. Una religión natural independiente es inaceptable a la sensibilidad tradicionalista. En segundo lugar, por la identificación tradicionalista entre revelación y naturaleza45; la revelación escrita no se diferencia cualitativamente de la revelación natural, ambas institucionalizadas en la iglesia católica. A l identificar iglesia con reli­ gión natural se cambia de signo la función de la religión natural: los filósofos ilustrados erigen el orden natural contra la concepción teocrática medieval. La revolución era la concretización consecuente de ese nuevo orden, opuesto al teocrático. También los tradicionalistas proclaman un nuevo orden natural, no opuesto sino idéntico al revelado. La restauración es la concretización consecuente de ese nuevo orden social, en tanto que la revolución se les antoje com o la violación de ese orden natural. El tradicionalismo hereda de la ilustración el planteamiento de la religión: el sentido de la religión hay que ventilarlo en la ecuación religión-sociedad, es decir, aclarando la funcionalidad política de la religión. Sólo que el tradi­ cionalismo invierte los términos: los intereses de la religión natural son los de la iglesia católica, porque naturaleza y revelación se identifican. De esta manera se consigue neutralizar el papel crítico de la religión natural, ponién­ dolo al servicio de la iglesia, al mismo tiempo que se justifica la militancia por un orden teocrático, desde el m omento en que la restauración quiere crear un auténtico orden «natural». Cualquier religiosidad, finalmente, que escapa al control de la iglesia es inaceptable porque pone en cuestión la identidad de la iglesia, fuera de la cual hasta la religión natural crítica esta abocada a la destrucción.

45. «La misma idea sólo es perceptible en su expresión o palabra; ya demostramos que la palabra es revelada, de ahí que todas las verdades morales nos sean conocidas por revelación —oral o escrita. Preguntarse, pues, si la existencia de D ios o la inmortalidad del alma nos sean conocidas por la pura razón o por revelación no es plantear una alternativa, porque el conocimiento de verdades morales —que forma nuestra ra zó n - es una revelación oral, mientras que la revelación propiamente dicha es la razón escrita»: L. de Bonald, Législation primitive, en Oeuvres II, cap. IV, 59-60.

El ateísmo, objeto teológico de una iglesia politizada

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b)

Funcionalidad de la religión

Que la concepción crítica de la sociedad cara al individuo devenga un dog­ matismo sociológico, es decir, utilización irracional de la sociedad cual auto­ ridad indiscutible, se debe a la fundamentación religiosa de la sociedad. En la Theorie du pouvoir de Bonald da a entender que es muy consciente de la novedad del tradicionalism o: Hasta hoy se ha considerado la religión como un asunto que afecta sólo al indivi­ duo; de ahora en adelante habrá que considerarla desde otro punto de vista, en su significación social46.

La relación entre religión y sociedad no es de cualquier tipo, sino que la religión fundamenta la sociedad; la religión es la esencia misma de la sociedad. Los tradicionalistas franceses no pecan por exceso religioso; en efecto, no argumentan a partir de la Biblia, por ejemplo, entresacando del mensaje el concepto bíblico de sociedad, sino que parten de una determinada concepción de sociedad, irrealizable sin la religión; la religión es la esencia de toda socie­ dad, porque al margen de la religión no hay manera de explicar la razón del del poder, ni del deber. Más claro: la esencia de la sociedad es la autoridad, que no puede basarse sobre el individuo, sino sobre una instancia trascendente al mismo, una instancia religiosa, la religión 47. La esencia religiosa de la sociedad se desarrolla en distintos terrenos: En primer lugar en la relación del individuo y la sociedad. N o es el hombre quien funda la sociedad, sino que la sociedad crea al hombre. Las teorías demo­ cráticas basaban su argumentación en la concepción autónoma del hombre. El tradicionalismo substituye la razón por la creencia. Por una de esas cabriolas, tan frecuentes en el tradicionalismo, se reduce la razón a la irracionalidad y la fe a lo puramente racional 4S. Se define a la razón por la creencia, pero no cualquier creencia, sino la antirracional. Para andar por la vida lo que necesita el hombre es credulidad y no reflexión. Su cuna misma tiene que estar rodeada de dogmas,, para que cuando su corazón se despierte no tenga que pensar. Creencia significa prejui­ cio, superstición, ignorancia. «Nada hay tan importante com o los prejuicios», pues son «los verdaderos elementos de la felicidad» 49. La fundamentación religiosa de la sociedad va de par con una interpreta­ ción religiosa del individuo. El individuo no tiene escapatoria; la esencia tras­ cendente de la sociedad exige del individuo sometimiento; la esencia reli46. Cf. L. de Bonald, Théorie du pouvoir, en Oeuvres XIII, 27, cf. XIV, 9: «Otros han defendido la religión del hombre; yo defiendo la religión de la sociedad». 47. Cf. L. de Bonald, Législation primitive II, c. XIX (Oeuvres III). 48. H. Marcuse, Para una teoría critica de la sociedad, Caracas 1971, 149 s. 49. Cf. J. de Maistre, Considération sur la France I, 373.

El tradicionalismo

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giosa del individuo pone com o acto humano racional la irracionalidad del sometimiento. Esta teoría también se desarrolla en la justificación del absolutismo de la autoridad. U n o de de los logros de la filosofía burguesa había sido la separa­ ción entre función y persona, es decir, la distinción entre autoridad y persona que la ejercita. La persona deja de ser el sujeto que justifica la autoridad de un oficio, porque la autoridad deriva de un orden objetivo y de una legitimación, independiente de la persona que por casualidad desempeña esa función. La cosa cambia de nuevo con el tradicionalismo. La autoridad es un carisma dado por D ios a un determinado tipo de personas o a una persona y que el agra­ ciado hace valer a lo ancho y a lo largo del orden político y social. Este orden es, por naturaleza, es decir, por carisma, personal, más exactamente recae sobre el monarca. La explicación naturalista y personalista de la autoridad conduce, por un lado, a la divinización de la autoridad, a la teoría de la infalibilidad del sobera­ no (mucho antes de que el Vaticano lo definiera), por otro lado a la anatematización de todo intento de cambiar el orden establecido. Todas las sobe­ ranías actúan infaliblemente porque todo gobierno es absoluto. La autoridad es intocable por el mero hecho de existir, independiente de su capacidad, éxitos o fracasos 60. La fundamentación teológico-naturalista-personalista de la autoridad es una clara ideología de la clase dominante. N o es por casualidad que la sangre azul de Chateaubriand, de Maistre,' de Bonald y D onoso Cortés es la teorética del tradicionalismo. La aristocracia —el estamento social que más sufrió con la revolución francesa— refresca su conciencia elitista —unida a un profundo desprecio por el pueblo y burguesía— durante la restauración. En toda sociedad, necesariamente compuesta de diferentes capas sociales, una clase tiene que estar en el vértice de la escala. Los sueños igualitarios alteran el orden natural de las cosas. Esa clase son ellos, la aristocracia. Ante el re­ cuerdo de los malos momentos revolucionarios se explica su extremismo ac­ tual, sacralizando desmesuradamente la autoridad del príncipe 51. Algo diferente es la argumentación de D onoso Cortés. En él encontramos, desde luego, la sublimación religiosa de la autoridad que hemos visto en los tradicionalistas franceses. «Si el derecho de mandar y la obligación de obede­ cer no pueden existir en la especie humana, porque todos los hombres son iguales y hermanos, aquel derecho puede concebirse en el creador, sin caer en el absurdo; y aquel deber puede concebirse en la creatura, sin caer en el

50. «Todas las soberanías posibles... actúan de todas maneras como infalibles; porque todo gobierno es absoluto». «Se piensa que una familia es real porque reina; al contrario, reina porque es real», dice de Maistre, citado por H. Marcuse, o. c., 115. 51. Sobre el trasfondo irracional del concepto tradicionalista de autoridad, cf. H. Mar cuse, o.