El artista y la ciudad
 9788433914712, 8433914715

Citation preview

Eugenio Trías El artista y la ciudad

COMPACTOS ^

ANAGRAMA

Eugenio Trías

El artista y la ciudad

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Diseño de ¡a colección: Julio Vivas Ilustración: fragmento del retrato de Guido Riccio de Fogliano. Simone Martini, 1315-1344, Palazzo Pubblico de Siena

© Eugenio Trias, 1976 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.. 1997 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-1471-5 Depósito Legal: B. 6852-1997 Printed in Spain Liberduplex. S.L., Constitució. 19,08014 Barcelona

El día 10 de diciembre de 1975, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Hans Magnus Enzensberger, Luis Goytisolo, Xavier Rubert de Ventós, Mario Vargas Llosa y el editor Jorge Herralde, sin voto, otorgó por mayoría el IV Premio Anagrama de Ensayo a la obra de Euge­ nio Trías E l artista y la ciudad. Resultó finalista E l o jo de Buñuel. Psicoaná­ lisis desde una butaca de Femando Cesarman.

PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN DE EL ARTISTA Y LA CIUDAD*

Preparé este libro después de una estancia de un año por América Latina, por Brasil y por Argentina, que tuvo para mí cierto carácter de viaje iniciático. Lo comencé a través de la extensa geografía brasileña, junto con mi hermano Carlos Trias y su mujer, Cristina Fernández Cubas. Después de cuatro meses itinerantes me asenté durante ocho meses en Buenos Aires, cuando esta ciudad era todavía el gran Buenos Aires que luego la dictadura militar destrozaría de forma ig­ nominiosa. Guardo un recuerdo indeleble tanto del viaje brasileño como de la estancia en Argentina. Era mi intención prolon­ gar más tiempo la estancia. Tenía incluso propuestas de dos espacios universitarios para permanecer allí. Pero ya los últimos meses de mi estancia se insinuaba lo que al final aconteció: los primeros actos de una tragedia colectiva. Poco después, muchos de mis amigos porteños de entonces iniciaron la inevitable emigración. No me fue fácil reintegrarme en el marco español, toda­ vía sometido a los últimos estertores agónicos de la inaguan­ table y «eterna» dictadura franquista. Por eso quise sublimar *La primera tuvo lugar en 1976 y la segunda en 1983, ambas en la colección Argumentos. (N. del E.)

I

mi retomo, en E l artista y la ciudad, mediante un reencuen­ tro con las más puras esencias de la cultura (artística, litera­ ria y filosófica) europea. Éste es, de todos mis libros, el que se afirma más rotunda­ mente en esa identidad europea; sólo que lo hace a través de la transferencia que permite la interpretación de algunos de sus más significativos episodios: la tradición platónica, que llega hasta el Renacimiento italiano, y la gran tradición cultural clásica, romántica y moderna alemana (Goethe, Hegel, Wagner, Nietzsche, Thomas Mann). Grecia, Italia, Ale­ mania: los ejes principales de mi identificación con Europa. A través de ese experimento fui poniendo a prueba algu­ nas categorías platónicas que me han sido siempre muy que­ ridas (la concepción del eros formativo y plasmador, capaz de objetivarse en el mundo cívico, la concepción de la poiesis como creación productiva; la mediación de ambas concep­ ciones; la correlación del Alma y de la Ciudad de La Repúbli­ ca). No en vano había iniciado mis pasos universitarios con una tesis de licenciatura sobre el «alma» y el «bien» en Platón. Me interesó seguir la pista de estos conceptos a través del tiempo, tomando como ocasión las figuras de filósofos, lite­ ratos y artistas antes citados. El libro resultante responde, como se dice al final del mismo, al género «ensayo». Pero todo él está atravesado por una pretensión, todavía tentativa y experimental, por formarme ciertos conceptos con vistas a una aventura más estrictamente filosófica (en la cual la trabazón de los conceptos es ineludible). Sólo que en este libro esos conceptos todavía se hallaban en estado de prueba y experimentación. En cierto modo este libro forma pareja con otro que escribí antes que él, Drama e identidad, escrito antes del viaje por América Latina. En ambos inicié una incursión decidida en mis propios temas. A través de ellos marqué distancias con mis primeras publicaciones, todavía muy mar­ II

cadas por mis años de aprendizaje filosófico, y por influencias alógenas (especialmente francesas). A través de estos dos libros me fui familiarizando con mi propia forma de pensar. Drama e identidad es, de todos modos, un libro más desgarrado, marcado por «el signo de interrogación», en el que está muy presente el trasfondo trágico que recorre toda mi filosofía. E l artista y la ciudad, en cambio, es un libro de corte más clásico. Algunos lectores míos consideran que, independientemente de su valor intrínseco, rezuma cierta frialdad. Es posible que sea así. No se halla en él en carne viva el pathos de otros libros míos (como el paradigmático Tratado de la pasión). Pero bajo su estilo y escritura equili­ brados, o apolíneos, llenos de efectos distanciadores, laten contenidos de alta temperatura. De hecho es un libro transferencial, en el que a la vez me proyecto en las figuras que interpreto, y marco también, a través de ellas, distancias conmigo mismo. En un tiempo en que el estamento pensante español se debatía en los hastiantes litigios entre la escolástica marxista y la positivista o analítica, y en que los intelectuales del país rivalizaban en jergas de importación, sin preocuparse por la aventura ensayística y el estilo, y sin atreverse, bajo palabra de honor, a la funesta manía de pensar por ellos mismos (desasistidos de andaderas de importación), estos libros míos, y en particular El artista y la ciudad, marcaban una importante inflexión. Pero como el colectivo filosóficointelectual carecía entonces (y en parte sigue careciendo) de ese sexto sentido que se necesita para saber leer, se intentó reducir mi aventura de entonces (años setenta) al cómodo rótulo de «filosofía de la cultura». A la larga, esta tentativa mía orientada hacia la aventura ensayística como preparación de una aventura filosófica propia comenzó a fructificar. En los años ochenta estos ensayos míos comenzaron a ser comprendidos por una miIII

nona consistente. He de decir, a este respecto, que por fortuna para mí los mejores lectores han sido, sobre todo, extra-gremiales: poetas, artistas, psicoanalistas, gente de le­ tras, juristas, etcétera. Salvo importantes excepciones he recibido muy poco de mi propio gremio filosófico. De haber­ se limitado a ese gremio la recepción de mi obra hace tiempo que hubiera decidido dejarla inédita. En los años ochenta iniciaba mi propia aventura filosófica, en la que estoy ahora inmerso. En ella, el ensayismo ha sido parcialmente abandonado por exigencias de la exposición de una filosofía que debe llamarse, propiamente, filosofía del límite. Eso no significa que no siga cultivando en el futuro el género ensayístico. Pero actualmente me ha pasado a primer plano la necesidad de exponer del mejor modo que puedo la idea filosófica que se me ha ido formando en los últimos años, la que he ido desarrollando a partir de Filosofía del futuro y de Los límites del mundo hasta La edad del espíritu. Hasta Los límites del mundo no había encontrado mi pro­ pia «piedra angular». Como suele suceder, esa piedra era una «piedra desechada» por la tradición moderna: la noción de límite (encontrada en Wittgenstein, en Kant, en el Idealismo Alemán). Mi operación filosófica ha consistido, desde enton­ ces, en seguir la consigna evangélica («la piedra desechada se convertirá en piedra angular»). Me atreví a pensar esa noción de límite en términos estrictamente ontológicos. En libros como E l artista y la ciudad, lo mismo que en Drama e identidad o en el Tratado de la pasión, parece como si estuviera emergiendo todavía en forma magmática lo que, en su momento, pudo ser articulado en razón del hallazgo de dicha piedra angular. Constituyen los complejos preparati­ vos de una aventura filosófica que sólo a partir de Los límites del mundo comenzó a reconocerse a sí misma. Barcelona, octubre de 1996 IV

PROLOGO

I Si algo parece repugnar la sensibilidad actual es cual­ quier forma, explícita o velada, de centralismo, con toda su secuela de corrupciones: violentación de las llamadas unidades naturales, homologación artificial de las partes, consiguiente esplendor de burocracia y papeleo. Esa re­ pugnancia tiene en la esfera de la política su expansión propia y natural, su espacio acostumbrado y caracterís­ tico. Pero la repugnancia no es sentimiento fácilmente contentadizo: tiende a desplegarse también, en el caso referido, por otros territorios, pronunciando siempre idén­ tica protesta cantonalista. Uno de esos territorios recientemente saqueados por principios saludables de dispersión y descentran) iento es el libro, la Unidad Libro, ese objeto cultural que, por pre­ siones externas (las necesidades editoriales), efectúa una artificial unificación de cierto objeto espontáneo y na­ tural llamado Texto. La tendencia cantonalista, como sue­ le suceder siempre que esa dialéctica se deja a su propio impulso, ha cuestionado también otras segundas unida­ des : la unidad capítulo, la unidad párrafo, la unidad fra­ se, la unidad sílaba. El resultado de ese despropósito ha 9

sido, necesariamente, el balbuceo, la transcripción del ruido, la promiscuidad de escritura y garabato, la página en blanco... Se sigue en este libro un criterio moderado entre esas dos tendencias extremadas. Y a que en el mismo no se mantiene, desde luego, la Unidad Libro tradicional, como tampoco se mantiene la Unidad Capítulo. N o puede de­ cirse que a través de sus páginas se vaya desarrollando, paso a paso, una Tesis nuclear, a la que se ordenan je­ rárquicamente varias tesis secundarias. Pero tampoco pue­ de decirse que se trata de una recopilación ad hoc y a posteriori de ensayos distintos surgidos en tiempos y en espacios diferentes. Se trata de un libro pensado unita­ riamente como libro de principio a fin. Pero se trata tam­ bién de un libro que ordena el material textual de una forma diferente a como suele ordenarse tradicionalmente. Se mantiene, pues, un principio inflexible de unidad, fren­ te a toda ceremonia de dispersión cantonalista. Pero se preserva un inflexible principio de autonomía, frente a todo liberalismo decimonónico. El resultado de la com­ binación de ambos principios es un libro de ensayos en­ trelazados en los que recurren varios temas a modo de motivos conductores. Y esos temas siguen un curso bio­ lógico, lo mismo que la sucesión de los ensayos o que el libro tomado como totalidad: nacen, se desarrollan, cul­ minan, mueren; se expolien, varían, se recapitulan. Ya en Drama e identidad ensayé esta metodología tan «wagneriana», sólo que pudo permanecer oculta para muchos ya que Cautela, virtud a la que a veces conviene prestar atención, me sugirió al oído la conveniencia de probar sin revelar. Por esa razón inventé un tema gigantesco, con todas las trazas de una Tesis Nuclear (la distinción entre Drama y Tragedia) con el fin de ocultar un proce­ der que sólo en la introducción, veladamente, sugería. 10

En este libro, en cambio, no hay Tesis Nuclear. Subsis­ ten solitarios los motivos conductores, sólo que entrela­ zándose, coordinando, contrapunteando, insinuando trata­ mientos fugados, etcétera. Por todas estas razones puede el lector iniciar su lec­ tura por donde le interese, puede leer los ensayos con independencia; pero bueno es que sepa que, así leídos, siempre le dejarán, creo, insatisfecho; ya que se ha pro­ curado dejarlos en suspenso, concluirlos en un acorde sin resolver. Motivos realistas me llevan, sin embargo, a su­ poner que habrá lectores que desoigan lo que estoy ahora indicando; y por esta razón he dado pistas redundantes en las notas a pie de página. En cuanto al uso que he dado a las Notas A Pie De Página, he invertido el méto­ do de Drama e identidad, donde las eliminé sencillamen­ te. Aquí he utilizado un recurso tan académico, tan no­ toriamente vacío y pedantesco, para darle un sentido de otra naturaleza: producir un contra-texto, más apretado, más seco, más filosófico, que trama con el texto «d e en­ cima» (más novelesco) una relación como la que hay en­ tre el bajo cifrado y el discurso melódico. Deberá el lector, por consiguiente, leer el libro de principio a fin, pero también de «arriba» a «abajo», en horizontal y en vertical, si quiere penetrar en todos sus escondites. Sé que para muchos resulta ingrata la in­ terrupción de la lectura sucesiva con notas sistemáticas. Muchos no saben si seguir o si interrumpir el relato. No seré yo quien les resuelva esa duda. Buena cosa es dudar sobre eso que nos da placer. Pues el placer es, muchas veces, el eufemismo de una rutina.

11

II Entonces, ¿sobre qué versa este libro, qué es lo que intenta demostrar, cuál es su idea central y su hilo con­ ductor? Preguntas que, obviamente, deben quedar en sus­ penso, por razón de que presuponen cierta idea acerca de la Unidad Libro que en este texto se halla sobrepasa­ da. Cabría quizás, de todos modos, conceder en una in­ troducción algunas pistas que orienten al lector a entrar en el laberinto, de manera que se le agudice el interés por la aventura. Y en consecuencia, sería pertinente acaso avanzar algunas de las hipótesis que aparecen aquí y allá de una manera dominante, sirviendo de nudo argumental. Sólo que éstas, como se ha sugerido, son varias y están entrelazadas, siendo el nudo argumental el resul­ tado de esa urdidumbre, el texto mismo. Dar un inven­ tario de motivos conductores me parece una pedantería insufrible. En cuanto a resumir brevemente la historia relatada, el curso de la cosa, creo que supondría infrin­ gir el principio exigido siempre por el lector: su derecho a la intriga. Por todo ello reprimo también esta tenden­ cia, con lo que anulo definitivamente el sentido y la fun­ ción de estas páginas introductorias, que parecen estar escritas como justificativo de su propia y necesaria inani­ dad. Pero acaso merezca el lector, cuando menos, ciertas explicaciones respecto al título que se ha dado al libro, puesto que, como buen libro que es, el presente lleva también título. Sólo diré al respecto que, en el posible inventario que he efectuado de motivos conductores, era el titulo elegido el que anudaba un número mayor de hi­ los arguméntales. Me decidí por él por razones estadís­ ticas. Y sobre todo por razones estéticas: era, de todos los que pensé, el título más eufónico. Era, además, el tí­ tulo de uno de los ensayos primeros. Y los ensayos pri12

meros, los que constituyen la primera parte del libro, son fundamentales en el sentido de que fundamentan los restantes, ponen las bases centrales de lo que, en la se­ gunda parte, constituye algo así como una «libre varia­ ción». También me gustaban como título los que lo eran ya de los otros dos ensayos primeros: La producción y el deseo y E l hombre, semejante a Proteo. Pero me de­ cidí por el primero por razones de orientación general. De hecho, los tres títulos conjuntados obvian cualquier consideración introductoria sobre hilos arguméntales.

13

O R IE N T A C IÓ N M E T O D O L Ó G IC A

Conviene aclarar, sumariamente, la metodología em­ pleada, el enfoque y perspectiva desde el cual se tratan aquí los temas que son objeto de consideración y re­ flexión. No es una metodología explícita y visible, ya que eso contradiría las exigencias narrativas de la exposi­ ción, pero no por ello es menos evidente. Se trata de un enfoque crítico, en el sentido perdu­ rable que significa Crítica desde Kant. Pero a la vez se trata de un enfoque histórico, en el sentido perdurable que significa Historia desde Hegel. Dado un fenómeno, así el fenómeno moderno «Deseo», o el fenómeno moderno «Producción», el método debe reconducir ese fenómeno al principio o logos desde el cual se alumbra, a partir del cual emerge. Y ese prin­ cipio es, a la vez, condición de posibilidad de su aparecer y principio formativo de su presencia histórica. Lo que se indaga, en consecuencia, es un espacio pre­ vio y fundante en el cual cobran sentido y significación los fenómenos presentes y cotidianos. Ese espacio es, res­ pecto a esas presencias, fundacional y generativo. Se trata de un espacio conceptual. Por consiguiente, necesariamente integrado, integrable, en un meta-espacio más global, más envolvente.

15

Ese meta-espacio (donde el pensamiento inflexiona, en el cual también reflexiona) constituye el ser extra­ mental, objetivo: ser que funda la objetividad del Suje­ to y la objetividad del Objeto. El pensamiento se abre a ese ser extramental, cobran­ do de esa apertura un esquema de pensamiento o un mapa categorial a partir del cual se orienta en el mundo. Ese esquema, ese mapa no es necesariamente consciente, como en general no es pensamiento sinónimo de cons­ ciencia. Por el contrario, es algo que orienta y dirige la promoción de consciencia y la correlativa producción de ideas. Las ideas que surgen de esa superficie son, nece­ sariamente, ideologías. Se intenta, por consiguiente, hallar ese nivel crítico (o si se quiere llamar así, «científico») susceptible de explicar la razón profunda de surgimiento de ideologías, pero asimismo susceptible de expoliar a éstas de su pre­ tensión de verdad. Ante el tribunal de ese pensamiento subyacente, la ideología es máscara y «tigre de papel». Enmascara la verdad de su formación y generación, oculta sus condi­ ciones de posibilidad. E intenta, en consecuencia, una vez obviado su nivel crítico-histórico, decir verdad para toda la eternidad. Legislar. La ideología se apoya en consecuencia en una ontología que no es crítica ni histórica. Alumbra necesaria­ mente una creencia, una fe. Es, respecto a la lucidez, el eterno antídoto y alibi. Es, respecto a la verdad, el eterno socorro y salvavidas. Es, por consiguiente, una coartada para la vida y para el pensamiento. Sólo la Idea regulativa que orienta vida, pensamien­ to, acción hacia más allá de sí, hacia el futuro, pero a título necesario de hipótesis condicional, en términos de «com o si», sólo la utopia concreta, el sueño racional, 16

constituye, respecto a la ideología, una alternativa ver­ dadera. Sólo esa Idea regulativa evita la necesaria consecuen­ cia de todo movimiento crítico de desenmascaramiento: el nihilismo. Perdida fe y esperanza, pierden los móviles primeros e ingenuos de toda acción su agarradero. Pero no por ello queda entonces sentenciada la acción, la vida. Al contrario: sólo entonces tiene significación hacer, ser, existir. Sólo ese planteamiento evita otra necesaria conse­ cuencia del movimiento crítico: el cinismo. Éste revela la verdad, pero se cruza de brazos a sabiendas respecto a lo revelado. Se niega a cumplir el imperativo vocacional: cambiar el mundo. Lo deja intacto y actúa en la misma dirección del mundo tal como se lo encuentra es­ tablecido. Actúa, pues, en la línea de lo ya existente. Es, respecto a la hipocresía inconfesada de la Ideología, el necesario contramovimiento. Pero es eso y nada más. Carece, pues, de alternativa a la creencia. La coartada del cinismo suele ser, lo mismo que la coartada nihilista, el pesimismo: una infravaloración de la acción y de la vida. Que los tiempos presentes, más que nunca quizás en la historia reciente, abonan la propensión de la inteligentsia, pero también de la casta política, empresarial, laboral, civil, hacia nihilismo o cinismo, no significa que éstas sean las únicas actitudes pertinentes que derivan de la lucidez. Cabe, por el contrario, repensar lucidez y acción en un movimiento o proceso más amplio, más comprensivo, en el que, realizando la lucidez su ejerci­ cio necesario de escepticismo, despeje, en virtud de ese ejercicio, el territorio de una acción libre de ideología, ilusión, ídolo: una acción fundada en Ilustración, en Autoconsciencia, en Razón.

17

De este modo podría evitarse el corolario idealista de una concepción, sea nihilista, sea cínica, que ante la pre­ supuesta ligazón, establecida de modo falaz como nece­ saria, entre ilusión y acción, deja como única alternativa la contemplación. Ese cruzarse de brazos ante el mundo se debe a la creencia (ideológica, como toda creencia) de que el mun­ do se halla gobernado únicamente por credos, por de­ cálogos, por leyes, que algún espíritu maligno, acaso el Ünico Dios, dirige, provisto de Órdenes, desde su aciago empíreo supralunar. Esta concepción, queriéndose dis­ tanciar de dioses y teologías, es de hecho y de derecho una nueva versión de teología positiva. La ecuación Dios igual a Estado igual a Sistema igual a Dinero constituye el despliegue de esa ciencia prime­ ra: el área de sus determinaciones originarías, el haz de los trascendentales.1 La búsqueda del espacio a p riori que permite consti­ tuir, como presencia histórica, esa moderna posición de la inteligencia, antitética a la acción y a la vida, que se denomina Lucidez, constituye en este sentido uno de los objetos, no primario, pero sí determinante, de este libro. Que es, respecto a fenómenos analizados en mi libro an­ terior Drama e identidad (especialmente en los dos últi­ mos capítulos-ensayo), un intento de distanciamiento crí­ tico.

1. En un libro excelente, una de las más vigorosas contribu­ ciones al pensar español contemporáneo, Ensayo sobre Cioran; Madrid, 1975, Femando Savater plantea, desde premisas diferen­ tes, este problema. El lector hará bien en remitirse a él para conocer el detalle de la cuestión aquí debatida.

18

Primera parte De Platón a Pico della Mirándola

La producción y el deseo: Este título puede sugerir a algún lector un orden de cuestiones que en estos últi­ mos años han sido ampliamente disputadas por filoso­ fías radicales tanto francesas como alemanas y america­ nas. Evidentemente este libro se inscribe en ese orden de cuestiones, a las que intenta sugerir cierta respuesta. Sólo que, con este fin, procura tomar distancias con respecto al campo ideológico y epistemológico en el que esas cues­ tiones suelen plantearse, buscando la raíz histórica, in­ clusive pre-histórica, de dicho campo. En este sentido debe entenderse lo que de otro modo puede resultar sor­ prendente y hasta chocante: el problema que plantea la tan buscada síntesis de deseo y de producción se inves­ tiga en este libro a través de un punto de partida verda­ deramente arcaico, en el sentido riguroso del término ar­ caico. Una exégesis de algunos textos platónicos, el Ban­ quete y el Fedro especialmente, sirve así de disparadero de una cuestión en la que está implicada algo más que la filosofía y la ideología actuales. Una cuestión que in­ cide en la entraña misma de nuestro ser y de nuestro existir. Ya que es experiencia vivida de a diario la sepa­ ración, la escisión, el extrañamiento, entre la esfera del deseo y la esfera de la producción: el mundo anímico y 21

subjetivo del erotismo y el mundo cívico y objetivo del trabajo. ¿Qué sucede cuando la síntesis, insinuada por la filo­ sofía clásica platónica, entre Eros y Poíesis (términos que malamente pueden traducirse por deseo y por pro­ ducción, ya que su gama semántica es mucho más am­ plia y matizada) se quiebra? ¿Qué sucede cuando Alma y Ciudad dejan de ser órdenes interconexos y dialécticos para construir esferas autónomas y separadas? ¿Cuándo el artista, sujeto a la vez erótico y poiético, pierde la re­ ferencia del espacio o hábitat que le es propio, la socie­ dad, la ciudad? ¿Cuándo la Ciudad, objeto resultante de la producción erótica del artista, se constituye en orden separado de la Belleza y del Arte, sometida al nudo prin­ cipio de una productividad no mediada por ningún princi­ pio erótico? Estas preguntas definen el orden de cuestiones que de una manera consciente y deliberadamente no sistemática aparecen y reaparecen a lo largo de este libro. Estas pre­ guntas orientan la investigación hacia la búsqueda de la relación entre: E l artista y la ciudad. Pues el artista, a diferencia del artesano concebido por Platón, no orienta su trabajo en un área acotada y definida, según el principio inflexible de la división del trabajo y del especialismo intransigente que inspira la ciudad ideal. Sino que, semejante en eso a Proteo, muda constantemente de hacer, inclusive de ser, hasta el punto que puede definirse como un indivi­ duo que pretende ser y hacer todas las cosas. En razón de esa pretensión sugiere el filósofo (Sócrates) su expul­ sión de la ciudad, ya que constituye un núcleo perma­ nente de subversión en una urbe en la que cada indivi­ duo se halla sometido al imperio de una sola actividad, de un solo papel social, sin que le sea posible bajo nin­ 22

gún concepto modificar esa fatalidad o condena. Y el filósofo-rey, provisto de una guardia pretoriana que le protege (los perros guardianes), salvaguarda ese princi­ pio frente a todo intento de subversión. La esfera política y la filosófica aparecen así como sojuzgadoras de una base social productiva que, de esta suerte, se mueve por el principio de la nuda productividad, sin que ésta se halle mediatizada por principio erótico-poiético de nin­ guna especie. El artista, expulsado de la ciudad, consti­ tuye entonces la prueba fehaciente de aquella síntesis que Platón pensó en la teoría (la síntesis de Eros y de Poíesis) sin poderla encamar en lo real (en la ciudad): esa expulsión explica la razón de que esa síntesis fuera tan sólo pensada, sin que ese pensamiento o concepto pudiera implantarse en lo real. Sólo en una ciudad, no ideal como la platónica, sino real como la renacentista florentina, pudo pensarse esa síntesis en términos reales, de manera que en ella el ar­ tista pasara a constituir la figura misma del hombre, el cual, semejante a Proteo, aparece en la filosofía de la época como aquel ser que carece de identidad y esencia definida. Y que por esa razón puede construir, hacer, producir consigo mismo cualquier identidad. En la filo­ sofía de Pico della Mirándola aparece implícitamente rein­ tegrado el Artista en la Ciudad, alcanzándose así una sín­ tesis que en Platón había sido cumplida en términos teó­ ricos pero incumplida en términos prácticos. Esa síntesis triple de Eros y Poíesis, de Alma y Ciu­ dad, de Arte y Sociedad, sugiere así un orden social en el que todo hombre es artista, y en consecuencia sujeto erótico y productor a un tiempo, sin que sea necesario entonces coronar ese orden mediante una superestructura política y filosófica, desvinculada de la base erótico-productiva. 23

Cuando esa síntesis triple se quiebra aparece enton­ ces la esfera anímica desvinculada de la esfera social, de manera que Eros no se prolonga en producción ninguna, de manera que Poíesis no halla en Eros ni en la Belleza su principio y su fundamento. Surge entonces el Deseo, concepto moderno que implica esa previa divisoria tra­ zada entre lo subjetivo y lo objetivo. El cual Deseo, al no hallarse mediatizado con la Producción, pierde tam­ bién su vínculo con el objeto al que tiende, Bien o Be­ lleza. Y esa pérdida hace que el objeto que le es propio aparezca entonces como lo eternamente ausente y separa­ do. Sólo mediante la disolución del sujeto deseante — a través de la Muerte o de la Locura— resulta posible el reencuentro del deseo con su objeto. Correlativamente surge la Producción, concepto moderno que constituye el transunto objetivo del Deseo. Esa Producción, ese Tra­ bajo, al perder su vinculo con el fundamento, con el prin­ cipio, llámese éste Bien o Belleza, sufre destino análogo al Deseo: se constituye en esfera autónoma y separada, sin vínculo con el mundo anímico del sujeto deseante. En consecuencia, se constituye en esfera fundada en su pro­ pia inanidad: producción que sólo busca producción, sin tino y sin oriente, hallando, igual en esto a Deseo, como último horizonte de su búsqueda también la Muerte: horizonte de destrucción y despilfarro al cual conduce la Producción ensimismada.

24

I.

PLATÓN: LA PRODUCCIÓN Y EL DESEO

En donde im pera el concepto de belleza, a llí paga el im p era tivo de vida su incondicionalidad. E l prin­ cip io de la belleza y de la fo rm a no p rocede de la esfera de la vida. Su relación con ella es, a lo sumo, de naturaleza altam en te crítica y correctiva. Con orgu llosa m elan colía está en frentada con la vid a y, en lo profu n do, está vinculada con la idea de la m uerte y de la esterilidad. T

homas

Mann,

Escrito sobre el matrimonio.

I Seria seguramente una lectura superficial del Banque­ te platónico limitarla al pasaje aquél en donde Diotima, sacerdotisa del amor, describe a Sócrates, con solemni­ dad y unción, el camino ascendente de Eros, camino que conduce de los cuerpos bellos a las almas, bellas, de las bellas virtudes a las bellas leyes, de éstas a las bellas cien­ cias, hasta alcanzar finalmente la única ciencia, la ciencia de lo bello. Una lectura precipitada tendería a suponer que el objeto de esa ascensión lo constituye: «la visión de algo que por naturaleza es admirablemente bello, aque­ llo precisamente por cuya causa tuvieron lugar todas las fatigas anteriores».1 El objeto de Eros, el fin de su persecución, la meta de todos sus desvelos sería, en ese caso, la posesión de la Belleza por parte del alma. Y esa posesión tendría el carácter de una visión. 1. Platón, Banquete, 210 e. La iniciación es gradual, la reve­ lación es repentina, súbita. (Para este diálogo se ha tom ado en consideración la edición de «Les be lies Iettres», París, 1970, texto bilingüe, y la traducción castellana de Luis Gil, Madrid, 1969).

29

Ahora bien, ya en algunas de las estaciones de trán­ sito por las que pasa Eros en su ascenso hasta lo bello puede advertirse, leyendo el texto con atención, cómo el objeto perseguido es menos simple que este que se acaba de describir; cómo asimismo el modo de posesión es me­ nos restringido que ese enunciado en términos de visión, contemplación, teoría: «E s menester..., si se quiere ir por el recto camino hacia esa meta, comenzar desde la juventud a dirigirse hacia los cuerpos bellos, y si conduce bien el iniciador, enamorarse primero de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos: comprender luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside en el otro, y que si lo que se debe perseguir es la be­ lleza de la forma, es gran insensatez no considerar que es una sola e idéntica cosa la belleza que hay en todos los cuerpos. Adquirido este concepto, es menester hacerse enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehe­ mente apego a uno solo, despreciándolo y considerándolo de poca monta. Después de esto, tener por más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos, de tal modo que si alguien es discreto de alma, aunque tenga poca lozanía, baste ello para amarle, mostrarse solícito, engen­ drar y buscar palabras tales que puedan hacer mejores a los jóvenes, a fin de ser obligado nuevamente a con­ templar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes y a percibir que todo ello está unido por parentesco a sí mismo, para considerar así que la belleza del cuerpo es algo de escasa importancia. Después de las normas de conducta, es menester que el iniciador con­ duzca a las ciencias para que el iniciado vea a su vez la belleza de éstas, dirija su mirada a toda esa belleza, que ya es mucha y... vuelva su mirada a ese inmenso mar de la belleza y su contemplación le haga engendrar mu­ 30

chos, bellos y magníficos discursos y pensamientos en inagotable filosofía.. . » 2 Los textos subrayados sugieren hasta qué punto no basta con afirmar que lo que calma y satisface a Eros es la contemplación de la belleza inseminada en cuerpos o en almas, o considerada en toda su pureza ideal. La contemplación, la teoría, constituye, cuando más, una condición imprescindible. O m ejor aún: un ingrediente necesario que exige, para su propia completud, la pre­ sencia de algo distinto. Algo que en cierto modo trascien­ de o sobrepasa el momento de la teoría. Podría decirse, en efecto, que la posesión de la belleza a través de la contemplación constituye la condición o el ingrediente necesario para que Eros alcance su verdadero ob jeto: el cual no es simple satisfacción ni posesión more teorética. Esa posesión, esa satisfacción apunta más allá de si misma, y ese más allá constituye una acción o proceso que en el texto citado aparece como fecundación, como movimiento que conduce a engendrar o parir. Engendrar o parir bellos discursos y pensamientos, pero así mismo bellas normas y bellas leyes, bellos hijos, bellas ciudades, bellos saberes. El objeto de Eros no es, por tanto, la posesión de la belleza a través de la contemplación sino «la generación y el parto en la belleza». Pues Platón, en boca de Diotima, dice con toda clari­ dad, en un pasaje anterior al citado: «N o es el amor, Só­ crates, como tú crees, amor de la belleza... (sino) amor de la generación y del parto en la belleza».3 2. Banqu. 210 a. 3. Banqu. 206 e. Anteriormente se especifica la acción propia de Eros en términos sim ilares: «E sta acción es la procreación en la belleza tanto según el cuerpo com o según el alma», Banqu. 206 b.

31

Podría acaso objetarse que ese objeto es provisional, de manera que en el último estadio del ascenso quedara relativizado y superado.4 En ese último estadio la acción productiva quedaría rebasada por la pura contemplación visual. La referencia a la visión, el empleo de una metá­ fora visual, permitiría abonar esa interpretación, de modo que, en la cúspide del ascenso, el movimiento vital al que conduce toda contemplación precedente — ese movi­ miento del engendrar y producir— se hallaría suspendido para dar paso al acto puro de la visión inmaculada de la idea de lo bello en sí. Si el alma es, según la doctrina del Fedón, congenial a la idea, y ésta es inengendrada, im­ perecedera y no sujeta a movimiento alguno, entonces el acto de visión, que es lo que tiene el alma de más propio y esencial, constituye, asimismo, un punto de reposo y descanso eterno que bajo ningún concepto puede desen­ cadenar acción productiva alguna. Pero esa concepción estática del alma — y de la idea— aparece relativizada en diálogos posteriores, en Fedro es­ pecialmente.5 En el Banquete, lo mismo que en La Repú­ blica, coexiste la primera doctrina, estática, con la segun­ da, dinámica. En el texto que comentamos, en el Ban­ quete, el empleo de la metáfora visual parece determinar una inflexión hacia teoría y contemplación. Ahora bien, un texto de La República, en el que parece resumirse todo ese ascenso trazado en el Banquete, sirve para re4. Tal es la tesis tradicional. Una versión matizada de la misma puede leerse en Léon Robin, La théorie ptatonicienne de l'am our, París, 1964. 5. Sobre todo en Fedro, 245 c : «T o d a alma es inmortal, pues lo que siempre se mueve es inmortal... lo que se mueve a sí mis­ mo, com o quiera que no se abandona a sí mismo, nunca cesa de moverse, y es además para todas las cosas que se mueven la fuente y el principio del m ovim iento...» (Para Fedro, edición del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957, texto bilingüe, tra­ ducción Luis Gil).

32

lativizar este punto de vista, en la medida en que aparece allí la metáfora sexual — contacto, coito, nupcias— como aquélla que m ejor describe el momento en el que el alma toma posesión del objeto de su apetencia: «Pero ¿no nos defenderemos cumplidamente alegando que el verdadero amante del conocimiento está natural­ mente dotado para luchar en la persecución del ser, y que no se detiene en cada una de las muchas cosas que pasan por existir, sino que sigue adelante, sin flaquear ni renunciar a su amor hasta que alcanza la naturaleza misma de cada una de las cosas que existen, y la alcanza con aquella parte de su alma a que corresponde, en vir­ tud de su afinidad, el llegarse a semejantes especies, por medio de la cual se acerca y une ( migeís) a lo que real­ mente existe, y engendra inteligencia y verdad, librándose entonces, pero no antes, de los dolores de su parto, y ob­ tiene conocim iento y verdadera vida y alimento verda­ dero?» (Subrayado mío).6 No se habla aquí de visión sino de contacto, unión, coito. Que en consecuencia trae consigo concepción, do­ lores de parto, nacimiento. Se trata, por consiguiente, de un acto en el que el sujeto, el alma, produce, fuera de sí mismo, un ser distinto, una alteridad, en la cual se tras­ ciende en tanto que sujeto, en tanto que mismidad. La metáfora sexual cristalizada en el término migeís (que, de todas formas, estaba ya presente en el Banquete) destaca el pensamiento subterráneo que podía llegar a inhibir la metáfora estrictamente visual (una metáfora que la tra­ dición ha olvidado en ocasiones su carácter metafórico). Se advierte, pues, hasta qué punto el objeto que persigue el alma no es sólo la contemplación de lo bello. O cómo 6. República, 490 a, Edición del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1969, traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fer­ nández Galiano.

33

esa contemplación se amplía o se prolonga en un acto más íntimo y más completo, el cual da lugar a una pro­ ducción, a una génesis. O para hablar platónicamente: a una poíesis.1 Frente al supuesto teoricismo o logicismo platónico, avalado por un texto primerizo, el Fedón, y por la for­ tuna o infortunio de una metáfora, visual, se promovería aquí una exégesis que integrase el momento teorético en un acto más pleno y más fecundo, cuyo punto de apoyo vendría dado por la metáfora sexual. Entonces la visión o la teoría se compenetraría con un proceso cuyo obje­ tivo final o cuya meta sería la producción: producción de bellos discursos, bellas leyes, bellas virtudes, bellos hijos, bellas ciencias. La concepción generalizada de Eros pro­ puesta por Platón permitiría extrapolar esa metáfora a todos los dominios del alma y del ser* En consecuencia, «lo sexual» aparecería como algo que, con mucho, rebasa el marco estrecho del contacto carnal. La concepción pla­ tónica de Eros — concepción que Freud intenta reganar en sus últimos escritos— entendería éste como principio de vida, como motor anímico.9 Pero lejos de definir Eros 7. Sobre la doble significación de poíesis (producción o fa­ bricación y «poesía»), véase Banqu. 205 c, donde se define como causa que hace que lo que no es llegue a ser, definición que se repite en Sofista, 265 b. 8. Banqu. 205 b-c. Nótese que la generalización del concepto de Eros, su extrapolación del dominio estrictamente sexual-amoroso a otros dominios, viene precedida de una referencia a Poíesis, término que significa en lenguaje corriente «poesía», pero que hace referencia, por razón de las características del término (que en el fondo son también del concepto) a todo «hacer». 9. Más allá del p rin cip io del placer, Madrid, 1970. Eros es el impulso aquél que da unidad y cohesión a todas las cosas, a modo de lazo de unión de todas ellas. Significa por tanto el con­ traimpulso a aquél, prim ero y previo, que Freud determina como «energía desligada» y cuya conceptuación le conduce a la hipó­ tesis de un principio de muerte ( Tánatos) al que, en última ins­ tancia, se halla subordinado Eros.

34

como simple deseo — es decir, como carencia y persecu­ ción de un objeto, la belleza, que está a la vez presente y ausente al alma— Platón superaría esta concepción.10 Eros no es deseo, no sólo es deseo. Eros no se halla, por lo demás, satisfecho con la posesión o presencia de eso que le falta, belleza o bien. O esa satisfacción no se cum­ ple con la simple contemplación. Ni siquiera con la mera «pacificación» satisfecha y descansada del impulso (y en este sentido la concepción platónica se desmarcaría de todo hedonismo).11 El objeto de Eros, lo que en propie10. Tal sería la interpretación implícita de Lacan: E ros en­ tendido como deseo, y éste definido por la carencia o falta de su objeto prim ero y propio (el llamado «objeto-a»). Esa falta, que constituye al sujeto com o «sujeto en falta», determina la perse­ cución desesperada de una ausencia que sólo puede ser precaria­ mente suplida a través de sustitutivos siempre permutables (es decir, signos). Sólo la presencia pura de la Ausencia desvelaría la Verdad, sólo que esa presencia sería la misma Muerte. De ahí la estrecha conexión entre Sujeto, Deseo, Verdad y Muerte. La reflexión lacaniana es coherente siempre y cuando se parta, como premisa fáctica y teórica, de una escisión entre la esfera subjetiva y la objetiva. La concepción lacaniana del deseo es, así, una muy lúcida reflexión sobre una realidad empírica, histórica, configurada a partir de esa escisión. Sólo que al no someter a crítica la experiencia, queda fijada a ésta, constituye su reflejo y termina p o r convertirse, obviamente, en ideología. L o contrario conduciría a c ritica r (científicam ente) el concepto em p írico de Deseo. Por ejem plo, desde el concepto de E ros platónico, tal como aquí se le interpreta. En el ensayo Goethe: la deuda y la vocación se halla una más extensa crítica del planteamiento lacaniano. Puede resumirse así la crítica que aquí se sugiere: el Sujeto no sólo está «sujetado» al Otro lacaniano, sino también y previa­ mente a la alteridad inmediata: e l mundo objetivo (esfera social, productiva). Se trata en realidad de una unidad sintética sujetoobjeto (alm a y sociedad) de la que puede abstraerse, analítica­ mente, una doble esfera. Cuando la abstracción deviene realidad, entonces, sólo entonces, aparece, com o objeto del sujeto, el Otro. Y correlativamente, como sujeto del objeto, el Capital. 11. Tal sería la interpretación implícita de Marcuse: el objeto de E ros sería la «pacificación» y el «descanso». Olvida este filó ­ sofo la existencia de un térm ino mediano entre trabajo enajenado

35

dad le define, es la fecundación. Eros es, por consiguien­ te, instancia fértil, productiva. En suma: Platón alcanza una concepción unitaria y sintética de Eros y de Produc­ ción ( Eros y Poiesis) que la modernidad ha quebrado. El texto de Thomas Mann con que se inaugura este escrito muestra a las claras la sanción de esa ruptura, de esa quiebra.12 ¿Qué es lo que explica ese carácter fértil, productivo, «poiético» de Eros? Se dice en el texto que Eros persi­ gue la posesión constante y permanente de lo bello y bueno. Dada su naturaleza daimónica, medianera, su­ puesto el carácter «im perfecto» de un ser que ni es inmor­ tal como los dioses ni mortal como los hombres, sino que es genio o demonio, similar en esto a semidioses o héroes inmortales, alcanza esa posesión constante y per­ manente de otro modo que a través de una visión beatí­ fica o de un eterno reposo cabe la idea de lo bello. Y ese otro modo es la constante y permanente tendencia a la producción. En virtud de esa fertilidad consigue repro­ ducirse eternamente, de manera que alcanza un término

y «placer» (principio de realidad y de placer), a saber, la creati­ vidad artística, de la que da una interpretación meramente hedonista. 12. Véase el ensayo Thomas Mann: Las enfermedades de la voluntad. Thomas Mann, discípulo de Schopenhauer, tiene el mérito de buscar una mediación entre la esfera de la Muerte y la esfera de la Vida, que encuentra en la actividad artística, pero las premisas teóricas schopenhauerianas no han sido con ello criticadas; únicamente se han corregido las conclusiones. De hecho, se parte del principio de que Belleza y Muerte se hallan hermanadas, de que la Belleza se halla divorciada de la esfera de la «sociedad civ il» (mundo empresarial, laboral). De todos modos, Thomas Mann, com o novelista, trasciende en algún sen­ tido esas premisas, toda vez que proporciona los elementos de juicio suficientes para comprender, de un modo histórico, el sur­ gir mismo de aquéllas.

36

mediano entre el proceso errático de la generación y corrupción propio del mundo sensible y el estado estático de la pura visión beatífica propia de los inmortales. El alma, en tanto sujeto de erotismo, constituye, así, un principio que, al igual que la idea, es eterno, inmutable, imperecedero, pero que, a diferencia de ésta, alcanza esos atributos a través del perpetuo movimiento. Así aparece la doctrina del alma en Fedro, en Leyes X . Y consiguien­ temente, también la Idea sufre, a partir de Parménides, Sofista y Fedro, un cambio de estatuto, evidenciado en la inclusión, dentro del inventario ideal, del movimiento, de la diferencia, del no-ser. Pues bien: el texto comen­ tado del Banquete constituye acaso la primera formula­ ción, todavía incipiente, todavía tributaria del estatismo de la doctrina del Fedón, de esta modificación sustancial de la doctrina platónica del alma y de las ideas. La con­ cepción del Eros productivo es, en suma, una preforma­ ción de la doctrina de la eterna movilidad del alma y de la dialéctica de las ideas. ¿Y qué es lo que se alcanza mediante esa unión sin­ tética de Eros y productividad? N i más ni menos que la inmortalidad: algo medianero entre la eterna lozanía de los dioses y el puro envejecer y renacer propio del deve­ nir sensible.13 Eros, hijo de Poros (Abundancia, Prodiga­ lidad, Recurso) y de Peinía (Indigencia, menesterosidad, carencia), consigue, merced a la fertilidad, acceso al reino de los inmortales.14 Ella asegura la perpetuación de las especies, mantiene por consiguiente un principio ideal de permanencia en el seno del devenir, posibilita la encarna­ ción del género o la idea dentro del mundo. Hace, en suma, que la idea sea algo más que instancia trascenden­ 13. Banqu. 206 c. 14. Banqu. 202 e.

37

te; sea también principio de inmanencia, sea género en sentido la to : fuente y principio del que brotan constante­ mente descendientes. Se iniciaba este escrito problematizando la doctrina según la cual el ascenso de Eros halla su culminación en un estadio — contemplativo— en el que el proceso parece quedar sobrepasado. Se sugería que la contemplación, apoyada en la metáfora visual, constituye tan sólo una condición, no en cambio un resultado o una meta. Ésta aparece ahora como proceso productivo. No es, por con­ siguiente, una illum inaíio lo que concluye el camino eró­ tico, o no lo es únicamente. Inclusive la última ilumina­ ción desencadena, como puede percibirse en el texto — siempre que se lea atentamente— un proceso de pro­ creación o producción. Cierto que el iniciado recibe «de repente la visión de algo por naturaleza admirablemente bello».11 Cierto que eso que se desvela ante la visión es la idea. E idea menta visión, tiene la misma raíz — vid— de la que deriva la también griega palabra teoría o la latina videre.1* ¿Y no se compara, para mayor abundamento, en La República, el proceso de conocimiento de la idea con el proceso de visión, de manera que el sujeto cognoscente se inviste del carácter de un ojo (o jo del alma) que percibe objetos visibles (ideas) en virtud de un «tercer término», la luz, que enlaza vidente y visible, cuya procedencia remite al dador de luz, deidad solar, pa­ dre y principio de todo nacer y sobrevivir en el área de1 6 5

15. Banqu. 210 e. 16. Véase Martin Heidegger, Platons Lehre von der Wahrheit, Berna, 1954, donde se tiene únicamente en cuenta el carácter de presencialidad de la idea. Mucho más próximo a nuestra hipó­ tesis se halla en cambio Gerhard Krüger, E insicht und Leidenschaft, Frankfurt am Main, 1939, que constituye un lúcido comen­ tario textual del Banquete.

38

lo sensible? 17 En ese texto de La República se desvela todo el complejo metafórico cortado según el patrón del parámetro visual que nutre multitud de alusiones al pro­ ceso de conocer, presentes de continuo en los textos pla­ tónicos. Podría llamarse a ese repertorio visual el reper­ torio «apolíneo». Y sin embargo, hemos visto también la presencia de otro arsenal metafórico que sirve como dis­ paradero de un repertorio de otro orden — orgiástico, dionisíaco— en el que el nietzscheano Zwang zum Orgasmus late con fuerza singular.” También ese segundo ar­ senal está presente de continuo en el corpas textual pla­ tónico, de manera que éste constituye, a este nivel, una cumplida síntesis entre el fervor plástico griego, ese im-

17. Rep., 507 a. 18. Nietzsche, en un texto incluido en «L a voluntad de poder como arte», una de las partes de su supuesta obra «L a voluntad de poder», reinterpreta las nociones de lo apolíneo y de lo dionisiaco que había acuñado en su libro prim erizo E l origen de la tragedia. La embriaguez característica de lo dionisíaco constitu­ ye un «im pulso al orgasm o» cuya finalidad es engendrar, crear, producir, parir. E l pensamiento de fondo es idéntico al de Platón. Rn cuanto al uso de metáforas fisiológicas, lejos de constituir una prueba más acerca del supuesto «positivism o» de Nietzsche, constituye p or di contrario una reincidencia en lugares comunes griegos y platónicos: un síntoma más del carácter «originario», por hablar en la jerga heideggeriana, de su pensamiento. Heidegger, en este punto como en muchos otros, ha tergiversado plena­ mente las cosas. Heidegger, Nietzsche; tomo I, Ptullingen, 1961. Nietzsche interpreta el fenómeno arte a partir de estas premisas fisio-lógicas: el arte es consecuencia de este impulso al orgasmo que conduce a la creación, es, pues, signo de vida «ascendente», l a demarcación entre ascendencia y decadencia viene dada por la diferencia entre fertilidad y esterilidad. El arte decadente seria impulso orgiástico sin obra. La interpretación que suele dar Thomas Mann de lo «dionisíaco» parece olvidar este extrem o: nada más contrario al pensar de Nietzsche que el esteticismo •dionisíaco-orgiástico» de sus supuestos seguidores (uno de ellos, confesado, el propio Thomas Mann, especialmente en su primera etapa «pesim ista»).

39

pulso a la figuración que, en el terreno epistemológico, da lugar a la expresión misma de idea (cuya acaso más estricta traducción sea Figura, Forma), y el desborda­ miento pletórico de vida propio del fervor pansexual que protagonizan las divinidades del subsuelo, y en especial Dionisos, las cuales aseguran la inmortalidad y la perpe­ tuación de las especies al cancelar, siquiera sea de modo episódico, epidémico, el principium individuationis.19 Esa síntesis de visión y coito, de contemplación y or­ gasmo, de idea y fertilidad, puede percibirse en un texto en el que se conjugan con desenvoltura ambos paradig­ mas lingüísticos, pasándose sin transición del uno al otro con toda naturalidad, con obviedad: «Este es el momento de la vida... en que más que ninguno adquiere valor el vivir del hombre: cuando éste contempla la belleza en sí... ¿O es que no te das cuenta de que es únicamente en ese momento cuando ve la be­ lleza con el órgano que ésta es visible cuando le será po­ sible engendrar, no apariencias de virtud... sino virtudes verdaderas, puesto que está en contacto con la verdad; y de que al que ha procreado y alimenta una virtud ver­ dadera le es posible hacerse amigo de los dioses y tam­ bién inmortal, si es que esto le fue posible a algún hom­ bre?» 20 La meta es puro conocer en términos de visión, peí o

19. Esta interpretación que aquí damos de Platón es tribu­ taria del esquema nietzscheano de E l origen de la tragedia, sólo que a partir de las rectificaciones ideológicas de la obra de ma­ durez de Nietzsche. Pero mientras este autor desmarca su teoría de la socrático-platónica, aquí se intenta, por e l contrario, mostrar hasta qué punto brota esencialmente de ella. Ya en un trabajo de tesis de licenciatura. Alm a y Bien según Platón, insistíamos en la presencia en Platón de la tradición «dionisíaca». 20. Banqu. 211 d.

40

asimismo es producción o generación de algo: virtudes verdaderas. Esa producción supone la visión, pero asimis­ mo el contacto, la copulación, las nupcias con la Belleza. En virtud de esa conjunción sintética de teoría y copu­ lación se alcanza la inmortalidad: a través, desde luego, de esa fugaz revelación que da pleno sentido a la vida de un hombre (punto éste ampliamente desarrollado, en la filosofía renaciente, por Marsilio Ficino).212Pero no en razón únicamente de la visión que entonces se logra ca­ pitalizar, cuanto por el proceso que en cierto modo hace productivo ese capital entonces conseguido. Y ese pro­ ceso es meta-visual, es erótico en sentido estricto, y abre al alma a su autotrascendencia. El teoricismo supuesto de Platón, abonado por un diálogo, el Fedón, en que se afirma que «e l filósofo tiene que m orir» con el fin de alcanzar, en la pura trascendencia de la visión de la idea, la inmortalidad, queda relativizado por un planteamiento más matizado, más sensato, más humano, más verdadero, según el cual se obtiene idéntico objetivo a través de la acción productiva y «poiética» en la que Eros alcanza su ob jetivo: a través de la gloria, de la fama, del renombre, a través de los hijos, de los discursos, a través de las legislaciones creadas, de las virtudes encamadas, indivi­ duales o cívicas, a través del cultivo y desarrollo de las ciencias, a través de la tarea educativa. Pero sobre to d o : a través de la política.2 El supuesto teoricismo de Platón se alimenta de una confusión que es perceptible en la mayoría de los exége21. Véase Edgar Wind, Los m isterios paganos del Renacimien­ to. Barcelona, 1972, donde se da una de las más bellas, sugestivas y verdaderas interpretaciones de la filosofía de la Academia flo ­ rentina, especialmente de Ficino, mostrándose la magnífica sín­ tesis de misticismo y hedonismo que caracteriza dicha filosofía. 22. Banqu. 208 b.

41

tas tradicionales (inclusive en intérpretes «moderados», como Léon Robin, que intentan, de modo demasiado cau­ teloso, rebasar ese punto de vista). En la medida en que no destacan la importancia del carácter productivo de Eros, de manera que conciben el pasaje en que se alude a ello como texto secundario, restringen de forma implí­ cita el sentido de éste al concepto moderno de Deseo. En consecuencia, no se percibe en Eros otra cosa que caren­ cia o falta, siendo entonces necesario rebasar en la Idea Pura esa precariedad. A medio camino entre el Deseo y la Idea aparece, sin embargo, el platónico concepto de Eros productivo, ese impulso que no se calma con visio­ nes sino con obras, ni con contemplaciones sino a través de acciones. No es la visión pura de la Idea la verdadera entelequia del proceso sino la acción productiva. Y no es casual que en el Banquete, antes de definir a Eros, acuda Platón al término de Poíesis, al que traduce genérica­ mente como pasaje del no-ser al ser.u La entelequia seria, pues, la unión sintética de los conceptos que expresan ambos términos, Eros • Poíesis. Ello significa que el im­ pulso erótico sólo halla su culminación mediante un acto de producción o creación del que resultan obras. Ambos, Eros y Poíesis, son términos medianeros entre el no-ser (mundo sensible) y el ser (mundo ideal). El im­ pulso erótico conduce al alma de lo sensible a lo ideal. El impulso poiético obliga a descender al alma de la con­ templación al «reino de las sombras», de manera que im­ plante en ese mundo los paradigmas contemplados en la ascensión. La obra artística o técnica, lo que resulta de esa téjne, de esa acción demiúrgica, es, pues, la obra2 3

23.

42

Banqu. 205 b.

en que ese proceso erótico-poético se culmina.24 Obra de arte que deriva de ese pasaje del alma por la Belleza, po­ sibilitada por el impulso erótico, y de esa implantación de la Belleza en el mundo, posibilitado por el carácter productivo de ese impulso. El artista es el hacedor de ese proyecto erótico-poiético. Y la ciudad es su obra. II Habla Sócrates en el Fedro, en el tercero de los dis­ cursos sobre el alma enamorada, de una «cuarta forma de locura» a la que se llega a través de la reminiscen­ cia de la belleza producida por algún objeto de este mun­ do con capacidad evocadora. El sujeto recuerda entonces la verdadera belleza «y adquiere alas, y de nuevo con ellas anhela remontar el vuelo hacia lo alto; y al no poder, mirando hacia arriba a la manera de un pájaro, desprecia las cosas de abajo, dando lugar a que lo tachen de loco —y aquí se ha de decir que ése es el más excelso de los estados de rapto, y el causado por las cosas más excel­ sas, tanto para el que lo tiene, como para el que de él participa; y que así mismo es por tener algo de esa locura por lo que el amante de los bellos mancebos se llama enamorado».25 24. La téjne «saca a luz» las fuerzas o virtudes ( dynamis) que están ocultas en la naturaleza ( fysis). Podría decirse, pues, que el artista ejerce una función «m ayéutica» respecto a la ciudad. Permite que la naturaleza se «alum bre» en ella. Sin embargo, ya en Platón el concepto de téjne acusa un prim er divorcio con el concepto de fysis, lo cual se pone de manifiesto especialmente en Leyes X, donde aparece también el correlativo divorcio entre Alma y Naturaleza: ésta convertida en Cuerpo (objeto inerte) que precisa un principio extrínseco (A lm a) para animarse. N o es casual esa doble separación: tiene su correlato en la conversión de la ciudad en obra técnica, una vez rotos los primeros ligámeites con Natura. 25. Fedro, 249 c.

43

He aquí, pues, en el Fedro, una nueva caracterización de Eros, complementaria de la del Banquete. El deseo de belleza, el impulso hacia lo bello aparece aquí como form a de locura, la locura divina, en la que el sujeto pier­ de el dominio de sí mismo y se conduce como un enaje­ nado, sólo que esa ex-centricidad se debe a que entonces es un dios el que se apodera del sujeto, el que lo rapta o lo posee. Ese dios es, de modo eminente, la idea de la belleza. Eros es, pues, locura, sólo que esa forma excelsa de locura que Platón llama zeta manía. El amor trama, así, una relación estrecha con la enajenación de la mente, con la pérdida de mismidad por parte del sujeto. La lo­ cura aparece, así mismo, como condición necesaria para el encuentro del sujeto con su objeto anhelado, la Belle­ za. Ésta es por consiguiente algo peligroso que pone en trance de muerte y de enajenación al sujeto que se le acerca. El alma no puede contemplar directamente la be­ lleza, ya que «le procuraría terribles amores», con lo que se ve obligada a iniciarse a través de un largo rito de aprendizaje y de pasaje.26 Por vez primera aparece en este texto una idea llamada a prosperar en la experiencia poética del romanticismo y del postrromanticismo: la be­ lleza como instancia terrible, «ese grado de lo terrible que los humanos podemos soportar» (Rilke), esa deidad que siembra por todas partes a la vez beneficio y desas­ tre (Baudelaire), ese ser asociado inexorablemente con la muerte (Von Platen, Thomas Mann): «Quien contempla la belleza con los ojos Se ha conciliado con la m uerte.»27 26. Fedro, 251 a. 27. Citado por Thomas Mann en su Escrito sobre el matri­ monio. 44

Ya en Platón, por consiguiente, la belleza traza un círculo de horror con sus hermanas, locura y m uerte: de ahí que el filósofo, para encontrarse con ella, «tenga que m orir* ( Fedón) o «deba enloquecer» (Fedro). ¿Qué es, entonces, lo específico y diferencial de la doc­ trina platónica? ¿O qué es lo que introduce como novedad o diferencia la modernidad, especialmente a partir del romanticismo? En Platón, ese pasaje del alma por la pérdida de sí, enajenación o muerte, constituye únicamente un pasaje, un estadio. Tiene el carácter de una prueba propiciatoria que, en el desarrollo del proceso educativo, cumple una función imprescindible. Pero no es en modo alguno un fin, una meta. Es necesario contactar con la belleza a través del impulso erótico — lo cual implica enajenación, muerte. Pero es preciso rebasar ese estadio, dejar morir la misma muerte, enajenar la misma enajenación. Y ello en virtud de un resurgir en el que el alma verdaderamen­ te re-nace, siendo ese re-nacer un descenso del estado con­ templativo al proceso activo. El alma, en efecto, prolonga ese estado de divina lo­ cura mediante un proceso de fecundación en el que al­ canza a imprimir, en otras almas u otros seres, las si­ mientes de su propia experiencia amorosa. De ahí que el remate de ese proceso amoroso descrito en el Fedro con­ siste en la fecundación de otras almas a través de la palabra: «Haciendo uso del arte dialéctica, una vez se ha es­ cogido un alma adecuada, se plantan y siembran en ella discursos unidos al conocimiento, discursos capaces de defenderse a sí mismos y a su sembrador, que no son estériles, sino que tienen una simiente de la que en otros caracteres germinan otros discursos capaces de transmi­ tir siempre esa semilla de un modo inmortal, haciendo 45

feliz a su poseedor en el más alto grado que le es posi­ ble al hombre.» a Sólo esa proyección fecundante de Eros — a través de la educación— asegura el alma su inmortalidad, siendo entonces locura o muerte no tanto instancias que posibi­ litan la purificación absoluta del alma, su espiritualiza­ ción cumplida, como sugiere el Fedón, sino medios que cualifican el proceso productivo, de manera que la obra resultante sea buena o bella, sea, pues, en cierto modo artística. El filósofo «tiene que m orir», «tiene que enloquecer», pero no para perderse en la pura trascendencia vacía de la contemplación de la idea, sino con vistas a volver a vivir, una vez consumado el ascenso, en el mundo de los hombres, en la ciudad. Todo ello permite hablar de una doble trascendencia de E ro s : 1) Aquélla que conduce al alma, muerte o enajena­ ción mediante, hasta la Belleza. 2) Aquélla que conduce al alma desde la cumbre de su ascensión al mundo de los hombres, a la ciudad. Se trataría de un doble éxtasis de E ro s : 1) Éxtasis ascendente al que se podría denominar vía mística. 2) Éxtasis descendente al que se podría denominar vía cívica. La tarea poiética — artística, demiúrgica, técnica (en el sentido platónico de téjne)— implicaría esa doble de-8 2

28. Fedro, 275 d. Véase el excelente comentario de Léon Robín, obra citada, que o » las reflexiones finales del Fedro en torno a la productividad de la palabra percibe también el sentido último, educacional, de este diálogo.

46

terminación necesaria: el artista debería recorrer ese do­ ble camino para plasmar su obra ciudadana.29 29. Nuestra determinación del concepto de arte, punto nuclear de una posible Estética, implica una doble sintesis, ambas suge­ ridas por la filosofía platónica: 1) La sintesis Alma-Ciudad. 2) La síntesis Eros-Poíesis. La cristalización de ambas síntesis, obviamente conexionadas en esencia, se produce siempre que todos y cada uno de los tér­ minos conjugados hagan expresa referencia a un principio tras­ cendente, el Bien, sinónimo de la Verdad y de la Belleza. Tenemos, pues, la estructura y el proceso siguiente (que es la estructura y el proceso mismo del a rte):

La flecha que conduce del Alm a a la trascendencia describe el camino de E ros (ascenso), la que lleva del Bien a la Ciudad describe el camino de Poiesis. N o se olvide que Poíesis, en tanto que poesía, «viene de lo alto», p or vía de inspiración y rapto. Pero en tanto esa «inspiración» se implanta en la esfera objetiva (palabra o form a), entonces aparece como poíesis en sentido amplio, es decir, com o ese hacer que «trae a luz» al ser desde el «n o ser». Y no-ser es: por un lado, el mundo umbrío y caver­ noso donde «trabaja» el artista; por otro lado el propio Bien, ya que está «más allá de la esencia» (R ep. 509 b). Añadimos una segunda flecha — de Ciudad a Alma— con el fin de mostrar el carácter dialéctico del proceso.

47

Ahora bien: en la modernidad, desde el romanticismo — que es el correlato necesario de la «civilización indus­ trial-burguesa»— este doble momento aparece escindido y roto, de manera que el primer proceso y el segundo se dan completamente la espalda. Y en consecuencia: 1) La locura y la muerte dejan de ser medio para pa­ sar a ser fin, un fin terrible y fascinante. La Todeslust, la «tentación del abismo» aparece como horizonte últi­ mo de experiencia. La muerte se presenta como fin de­ finitivo de todo amor. Surge por consiguiente el «am or romántico». Surge así mismo un arte y una estética desli­ gados de todo principio productivo y vital, de toda co­ nexión, cívica, social, mundana. 2) Correlativamente, la producción pierde su víncu­ lo fecundante con la pasión erótica y con la Belleza, de­ generando en trabajo enajenado que produce obra sin calidad. Puede decirse con propiedad que los conceptos mo­ dernos de Deseo y de Producción se hallan tallados a par­ tir de esa previa escisión empírica.30 Son el trasunto ideo30. He aquí el gráfico correspondiente (de carácter obviamen­ te aproximado):

48

lógico de una experiencia en la que la síntesis platónica de Eros y de Poíesis ha sido destruida, decantando en una doble esfera separada: esfera privada del amor, es­ fera pública de la producción; ámbito «espiritual» del arte, ámbito «m aterial» de la sociedad civil — económica, laboriosa— ; área subjetiva del deseo, área objetiva de la praxis productiva. Los pensadores y poetas más lúcidos y responsables de la modernidad tratan, sin embargo, de restaurar dicha síntesis, pero, al tener que partir de la experiencia de una escisión, se ven en la necesidad de presentarla como tarea de futuro, como idea regulativa

Como se ve, no hay verdaderamente apertura a la trascen­ dencia, ya que el Deseo no alcanza Verdad, Bien o Belleza sino Muerte o Locura (es decir, presencia de la Verdad como Ausen­ cia). De ahi que el objeto que busca no comparezca, no pueda comparecer. A esa supuesta «apertura» la llamaría trascendencia vacia. El alma, pues, no encuentra lo que busca; por su parte, la ciudad carece de fundamento sobre la cual edificarse: se produce y se reproduce sin que impere sobre esa producción y reproduc­ ción ningún principio de Verdad o de Belleza (ninguna pauta de calidad). Nótese cómo el gráfico que plasma el m ovim iento del Deseo reproduce casi con exactitud el gráfico lacaniano. De hecho, el Sujeto no se trasciende, ni tampoco el o b jeto: impera lo inma­ nente, clauso y ensimismado. Aunque con la consciencia viva de que existe o tro orden: de ahi el movim iento siempre frustrado de la vacía trascendencia. Cabría incluso decir que también la esfera productiva, al igual que el E ro s freudiano, se halla (debido a ese divorcio) bajo los auspicios de Tánatos: no es casual que esa productividad espoleada por el principio cuantitativo de la constante autosuperación (d e manera que el objeto que persigue la producción es siempre «m ás producción») parece tener cierto «lím ite de creci­ m iento» más allá del cual se vuelve contra ella misma. La super­ producción debe entonces ser absorbida por las fuerzas de la des­ trucción (bien directamente, a través de la industria de la guerra, bien indirectamente a través de la industria del consumo planteada en términos de «obsolescencia planificada»).

49

de la acción, como utopía concreta, como sueño racional (así por ejemplo Marx o Nietzsche).31 En Platón, ambas vías son necesarias y se hallan en­ trelazadas: la segunda, sin la primera, degenera en pura productividad no mediada por Belleza o Calidad. Ya en el esquema social platónico se halla la semilla de esta es­ cisión, reflejo del esquema empírico subyacente al pen­ samiento social platónico: en efecto, la banausía, trabajo del artesano o del esclavo, constituye, frente a la poíesis, una forma escindida de productividad. La primera, sin la segunda, se degrada en puro amorpasión sin proyección cívica, objetiva: amor subjetivista o «rom ántico» que tiene entonces en la locura o en la muerte su verdadera meta. Desde el romanticismo Eros traza un vínculo absolu­ to, no relativo (como en Platón) con la muerte: ya en una novela como el Werther se percibe esa peligrosa ve­ cindad (como también se percibe el extrañamiento del sujeto respecto al mundo objetivo).32 En cierto modo la Muerte, así sustantivada, cubre el hiato o el vacío resul­ tante de la escisión entre la esfera subjetiva del deseo y la objetiva de la producción. Eros será, desde entonces, principio de vida, pero principio sometido en última ins­ 31. La síntesis de Am or y Creatividad constituye, para Nietzs­ che, la figura misma del Superhombre: El Amor, en Zarathustra, no está definido por la carencia sino por la sobreabundancia. Constituye la premisa de toda creatividad. El amor es voluntad de poder en la medida en que, para Nietzsche, voluntad de poder significa voluntad de crear. 32. Véase el ensayo Goethe: la deuda y la vocación. En él se muestran los extravíos del alma perdida en la mónada subjetiva; es decir, en el Deseo. Así mismo se señala, siguiendo el perfil de la figura de Goethe, cómo la salvación, de haberla, se halla en la Poíesis. Sólo a través de la producción y edificación cívica puede el Sujeto salvar el bache emocional al que le conduce necesaria­ mente el Deseo.

50

tancia a Táñalos. De Schopenhauer a Freud y a Thomas Mann se percibe este sometimiento: la muerte es hori­ zonte trascendental que abre al sujeto a la trascendencia. El existencialismo no hace otra cosa que abundar en un lugar común cultural surgido con el romanticismo y con la civilización industrial-burguesa.39 Frente a una productividad sin norte y sin oriente, de­ jada a su propio impulso ciego de producir siempre más y reproducirse, se yergue, pues, un impulso hacia la be­ lleza que tiene en la muerte y en la locura su meta y su entelequia. Ese impulso es propiamente Deseo: impulso hacia un objeto que en última instancia está tachado y que sólo a través del único señor, la muerte, alcanza su satisfacción. Nuestra experiencia personal, social, históri­ ca es índice de esta escisión del Deseo y la Producción: el sujeto siente como «poder extraño» un «principio de realidad» en el que no puede insertarse para consumar su apetencia erótica: un principio que, muy al contrario, se yergue frente a él como eso que dificulta su erotismo y le obliga siempre a pactar, transar.3 343 5El mundo objeti­ vo, falto de contacto con el mundo subjetivo — erótico y estético— se rige por el absurdo principio de la nuda pro­ ductividad.” 33. Heidegger, en este sentido, es reflejo ideológico de una cultura escindida. De ahí que sólo a través de la presencia angus­ tiada de la Ausencia (M u erte) pueda el sujeto aprehenderse como Sujeto: y en consecuencia, resolverse a ser. 34. De dhí que en Freud el concepto dialéctico de mediación derive en el necesariamente no-dialéctico de transacción, deter­ minante del carácter necesariamente per-verso del Deseo. 35. En este ensayo y en general, en todo el libro partimos del principio de que el arte form a una unidad sintética con la sociedad, con la ciudad, que sin embargo en la modernidad se desmorona, originando un arte «ensimism ado» y una sociedad gobernada por principios an-estéticos. En este punto, pues, nues­ tra posición se aproxima a la que ha expuesto Xavier Rubert

51

En Platón fue pensada esa dualidad en forma de sín­ tesis conceptual. Pero tampoco pudo implantar el concep­ to en lo real. En el ensayo siguiente se intenta dar razón de esa imposibilidad.

en dos libros excelentes. E l arte ensimismado y Teoría de la' sensibilidad.

52

II.

PLATON: EL ARTISTA Y LA CIUDAD

I

« Pues bien — comencé yo— , la ciudad nace, en mi opi­ nión, por darse la circunstancia de que ninguno de noso­ tros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas.»1 Esta premisa con la que se inaugura La República ini­ cia un desarrollo en el curso del cual Platón va poblando su ciudad de habitantes divididos en compartimientos que se corresponden con una determinada necesidad: vivien­ da, alimentación, vestido. Ante los ojos del lector desfilan los diferentes sectores, agrícola, artesanal, comercial, que constituyen la base de la ciudad, base sobre la cual le­ vantará Platón, en secuencias más avanzadas del texto, la superestructura del gobierno, sostenida por los «perros guardianes» (verdadera guardia pretoriana de la monar­ quía filosófica) y coronada con la figura egregia del filó­ sofo-rey o del tirano-filósofo. La ciudad se halla informada por un principio que la recorre en todos sus sectores y estamentos y en el que Platón insiste una y otra vez de forma a veces compul­ siva : «Esta ciudad será la única en que se encuentren zapa1.

Rep. 369 b.

55

teros que sean sólo zapateros, y no pilotos además de zapateros, y labriegos que únicamente sean labriegos, y no jueces amén de labriegos, y soldados que no sean más que soldados, y no negociantes y soldados al mismo tiem­ po, y así sucesivamente.»2 Esta división estricta del trabajo en sectores y oficios está basada en un principio filosófico: existen, en efecto, «diferencias innatas que hacen apta a cada persona para una ocupación» y «no hay dos personas exactamente igua­ les por naturaleza».3 En consecuencia: «cada uno debe atender a una sola de las cosas de la ciudad; a aquello para que su natura­ leza esté m ejor dotado».4 En la base de esa sociedad, por consiguiente, cada su­ jeto «es lo que es», y esa identidad viene consignada por una actividad, papel u oficio que lo define esencialmente. Y «es lo que es» (zapatero, agricultor, navegante, artesa­ no) de una vez y para siem pre: lo es por naturaleza, por capacidad, y ese atributo que lo define y lo diferencia no parece abandonarle nunca a lo largo de toda su vida. La Justicia, objeto de investigación eminente del diá­ logo, aparece entonces como aquella virtud que hace que cada cosa, cada sujeto, sea ella misma y no otra, se aco­ mode a su lugar de ubicación, se mantenga dentro de los límites, de actividad, de oficio, de naturaleza, que lo de­ finen.5 En la ciudad platónica todo hombre tiene asigna2. Rep. 397 e. 3. Rep. 370 a-b. 4. Rep. 370 c. y 433 a. 5. «Aquello que desde el principio, cuando fundábamos la ciudad, afirmábamos que había que observar en toda circunstan­ cia, eso mismo o una form a de eso es, a mi parecer, la Justicia. Y lo que establecimos y repetimos muchas veces, si bien te acuerdas, es que cada uno debe atender a una sola de las cosas de la ciudad: a aquello para que su naturaleza esté m ejor dotada» (.Rep. 433 a).

56

do un lugar, un espacio determinado y definido. Si es zapatero, o médico, o negociante, es esencial, definitiva y decisivamente ese papel, y nada más que ese papel. Si algo repugna a esa visión platónica de la ciudad es la fi­ gura proteica de un individuo que encama múltiples acti­ vidades y oficios. Curiosamente, como se verá en el próxi­ mo ensayo, la figura antitética a la que Platón propone en La República aparece en la época en que el platonis­ mo cobra un auge espectacular: en el seno del renaci­ miento italiano, especialmente florentino. Si una figura parece repeler esta rígida concepción social platónica es aquélla del uom o singuiare y universale encamada por personajes como Alberti, Leonardo, Lorenzo de Médicis, Federico de Montefeltro.. .

II Una ciudad con estas características debe encomen­ darse a una divinidad que se corresponda con ese prin­ cipio de identidad y de estricta división del trabajo. Nada más contrario a todo ello que representarse a la divinidad «como a una especie de mago capaz de manifestarse de industria cada vez con una forma distinta, ora cambiando él mismo, modificando su apariencia, para transformarse de mil modos diversos, ora engañándonos y haciéndonos ver en él tal o cual cosa».6 La divinidad, por consiguien­ te, no puede jamás compadecerse con la figura que sue­ len dar los poetas de Proteo y de Tetis, esos «dioses que

6.

Rep. 380 d.

57

andan por el mundo de noche, disfrazados de mil modos como extranjeros de los más varios países».78 Por el contrario, la divinidad debe ser concebida como «un ser simple, más que ninguno incapaz de abandonar la forma que le es propia», ya que «los seres más her­ mosos y excelentes que pueden darse... permanecen in­ variables y simplemente en la forma que les es propia».* Esa divinidad incorpora, por consiguiente, aquellos atributos que definen, según el Fedón, el Banquete y la propia República, a la Idea: simplicidad, inmutabilidad, identidad consigo misma, eternidad, fijeza, autosuficien­ cia.9 Esa sociedad fundada en una división estricta del tra­ bajo que fija a cada individuo a una actividad y a un estrato social y lo define de modo permanente desde y a partir de él, halla en la teoría de la idea inmaculada y en la doctrina de la divinidad simple e inmutable su aval y legitimación gnoseológica y teológica.10 Esa sociedad, lo

7. «Entonces, amigo mío — dije— , que ningún poeta nos hable de que: “ los dioses, semejantes a extranjeros de todos los países, recorren las ciudades bajo multitud de apariencias” , ni nos cuente nadie mentiras acerca de Proteo y Tetis, ni nos presente en tragedias o poemas a Hera transformada en sacerdo­ tisa mendicante que pide: “ para los almos hijos de Inaco, el río de Argos* ni nos vengan con otras muchas y semejantes patrañas...» ( Rep. 381 d). 8. Rep. 318 c. 9. Atributos que, en estos diálogos «precríticos» (anteriores a la revisión de la doctrina de la idea en Parménides y del alma en F ed ro) se contagian también al alma, por lo menos en su estra­ to superior (la inteligencia), dado que el alma es congénere a la idea. 10. K arl R. Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos, Buenos Aires, 1957, destaca este carácter «ideológico» de la teoría

58

mismo que la Idea y la Divinidad, se halla tallada a partir de las categorías de Mismidad, Reposo y Ser (categorías que, sin embargo, en un diálogo avanzado, el Sofista, coexisten con sus opuestos: Diferencia. Movimiento, NoSer).u Por el contrarío, la figura de Proteo y Tetis, tal como aparece narrada por los poetas, constituye una versión espúrea de la divinidad, ya que subvierte esos principios promulgados. Esa figura no compagina con la Idea sino, al contrario, con la eídola; no participa de Ser, Reposo y Mismo sino de No-Ser, Movimiento, Otro. Esa figura debe ser expulsada del panteón, ya que no permite legitimar un orden social fundado en la división del trabajo y en la identidad de actividad y oficio. Por el contrario, esa figura avala una práctica de otro orden: no la del arte­ sano promocionado por el discurso platónico, sino la del artista imitativo.“ Frente a la divinidad simple, objeto de contemplación*1 2

de las ideas de una form a bastante convincente, aunque tenden­ ciosa. 11. Un magnífico comentario de la teoría de los géneros su­ premos del Sofista puede hallarse en Francis M. Cornford, Pía. to's Theory o f Knowledge, London 1957. 12. Para la distinción entre eikon (copia, obra del artesano que imita en el mundo la Idea, consumando una buena mimesis) y eídola (simulacro, obra del artista histriónico que realiza la mimesis a través de la simulación), véase el excelente trabajo de Deleuze sobre Platón incluido en el apéndice a la Lógica del sentido, Barcelona, 1972. A lo largo de este ensayo intentamos señalar la existencia de un lugar vacante intermedio entre el «buen artesano» y el «artis­ ta histriónico» que podría ser ocupado por el artista creador (figu ­ ra ausente en la imaginería platónica). Éste eliminaría la refe­ rencia al modelo ideal: en tanto que productor, su pauta sería física. Pero así mismo se desmarcaría del artista histriónico: pro­ duciría cosas y no tan sólo fantasmas. Nuestra posición respecto

59

del filósofo, aval de una sociedad fundada en la identi­ dad de cada sujeto a su actividad y oficio, aparece una divinidad compleja y tornadiza, de carácter camaleónico y proteico, que es objeto de devoción del artista imita­ tivo, y que es soporte de una sociedad antagónica a la platónica: una sociedad donde cada sujeto es siempre otro que sí-mismo, donde cada alma es ella misma y tam­ bién su diferencia, donde hombres y cosas son todos, en particular y en general, cada cosa y «todas las cosas». El problema de la m im e s is surge entonces como aquél que permite esclarecer esta propensión humana, auspi­ ciada por falsas representaciones míticas y teológicas, a ser otra cosa que sí-misma. Ya que al imitar «uno mis­ mo se asimila a otro en habla y aspecto».11 Y así por ejemplo Homero muda su identidad de narrador al dejar que hablen «otros» que «él m ism o»: otros a quienes imi­ ta en la narración y que se llaman Aquiles, Ulises, Héctor. Si Homero, a lo largo del relato, «continuase hablando como tal Homero, no como si se hubiese transformado en Crises», entonces «no habría imitación sino narración simple».**1 34 Esa m im e s is halla su perfecto cumplimiento en la poe­ sía épica, pero sobre todo en la tragedia y en la comedia, ya que en ellas el propio «autor» (es decir, el Mismo) se oculta en la diferencia, abriendo así el espacio por donde pueden circular las «máscaras».15 a la teoría del fantasma o del simulacro sería, entonces, veladamente crítica. Todo fantasma o simulacro es, en última instan­ cia, fantasma o simulacro para-un-sujeto, por mucho que se con­ ciba a éste «descentrado». Subyace, pues, una premisa subjetivista al planteamiento deleuziano. 13. Rep. 393 c. 14. Rep. 393 d. 15. Comprobará el lector que conozca mi libro Filosofía y Carnaval, Barcelona, 1970, que a lo largo de todo este libro recu-

60

El artista y el poeta imitativo inspiran su actividad en unos principios que son antagónicos a los del filósofo y gobernante, ya que socavan un orden social fundado en el principio de identidad y en la división del trabajo. De ahí que se pregunte Platón si tiene cabida en la ciu­ dad esa figura del artista o, por el contrario, debe ser expulsada de la misma. «L a respuesta depende de nuestras palabras anterio­ res, según las cuales cada uno puede practicar bien un solo oficio, pero no muchos...» Ello es pertinente refe­ rirlo al caso de la imitación, pues «no puede ser capaz la misma persona de imitar muchas cosas tan bien como una sola» y «mucho menos podrá simultanear la práctica de un oficio respetable con la imitación profesional de muchas cosas distintas».16 Platón hace al fin ciertas sal­ vedades a esta formulación tajante, que sin embargo no son bastantes para matizar siquiera su pensamiento de fondo.

re, com o uno de los motivos conductores, aquél que ya lo fue en dicha obra: la concepción del carnaval y de la máscara. Se in­ tenta, pues, desarrollar lo que allí era todavía esbozo y promesa. El tema no ha variado, pero sí el enfoque. Y a que en ese libro se cuestionaba la subjetividad desde un horizonte de locura (d ife­ rencia, dispersión) que abría el espacio de despliegue de las máscaras. Ahora bien, esa apertura, sim ilar en última instancia a la heideggeriana (que por ser menos barroca y latina, más pro­ testante, no habla de Folie sino de M uerte), constituye una «mala trascendencia», una trascendencia vacía, toda vez que falta una previa mediación necesaria del sujeto, en el orden de la inmanen­ cia. Esa mediación hace referencia a la esfera objetiva (social, productiva). Esta esfera no queda cubierta merced al recurso lacaniano de la intersubjetividad. L o intersubjetivo habla de lo objetivo fundado desde el Sujeto. Pero el orden de lo «objetivo libre» (esfera social y productiva) constituye, respecto al Sujeto, respecto a la Differance a la que éste se halla «sujetado», la ver­ dadera «diferencia libre». 16. Rep. 394 e y 395 a.

61

III A partir de estas concepciones platónicas puede esta­ blecerse el siguiente cuadro compartimentado en el que, por un lado, se establecen correspondencias entre los dis­ tintos órdenes, social, gnoseológico, teológico, y por otro lado se diferencia la opción filosófica elegida por Platón de aquélla otra rechazada.17 Podría ser, aproximadamen­ te, como sigue:

(+ ) Divinidad simple Idea inmutable Ser - Reposo - Mismo Filósofo-rey Orden social (de República y Leyes)

(- ) Proteo, Tetis Eidola No Ser - Movimiento - Otro Artista imitativo (sofista) ¿?

Ahora bien, a partir del Fedro, del Parménides y del Sofista esta compartimentación queda cuestionada. En el Sofista, por ejemplo, se intenta hallar un tér­ mino de mediación entre los «Amigos de la Forma», per* sonificadores del primer compartimiento ( + ) y los «Am i­ gos de la materia», personificadores del segundo (— ). Y en consecuencia, se integran, en la tabla de los géne­ ros supremos, Ser, Reposo y Mismo con No-Ser, Movi­ miento, Otro. Pero así mismo se concede a la eidola cierto estatuto ontológico, del mismo modo como se llega a la conclusión de que el No-Ser en algún sentido «es». En­ tonces la diferencia entre filósofo y sofista, o entre filó17. U tilizo aquí la misma premisa metodológica de La filoso­ fía y su sombra, Barcelona, 1969, especialmente manifiesta en el segundo de los ensayos.

62

sofo y artista imitativo (sofista y artista imitativo se refugian constantemente en la eídola) comienza a difuminarse.18 Por otra parte, ya en el Fedro se definía al Alma como «automovimiento», como aquel ser que siempre se mue­ ve y nunca puede dejar de moverse, de manera que ese eterno movimiento llegaba a constituir la prueba de su inmortalidad. Y en Timeo aparece el alma como una alea­ ción de Mismo y Otro.19 Pero también la Idea parece su­ frir su correspondiente modificación de estatuto: ya en el Parménides se la sugiere como aleación de unidad sin sustancia y pluralidad sin fundamento." Entonces ¿cómo puede compadecerse esta concepción dialéctica de la idea y dinámica del alma con la doctrina social, política, pero también individual, anímica, trazada por Platón en su República y reproducida en su obra úl­ tima, las Leyes? a 18. Emociona imaginar la grandeza del itinerario espiritual platónico: una vez contraídos compromisos teóricos tan fuertes como los que suponen la formulación de la doctrina de las ideas y del alma en Fedórt, Banquete y República, Platón lleva a cabo una crítica demoledora de estas doctrinas que es mucho más profunda y corrosiva que las de su propio discípulo disidente, Aristóteles. Quizás sea el caso más extremado y ejem plar de honradez intelectual que presenta la historia de la filosofía. 19. M ism o: ya que el alma tiene en sí misma el principio y la razón de su movimiento. O tro: ya que el alma se mueve (tras­ pasa de Sí misma a Otro; sólo que esa alteridad la tiene inter­ nalizada). 20. Véase el libro de V íctor Gómez Pin, De usía a manía, Barcelona, 1972, donde se examinan todas las implicaciones de las aporias del Parménides. 21. Sobre este particular, véase V íctor Gómez Pin, E l drama de la ciudad ideal, Madrid, 1973. Este ensayo mío es, respecto a ese excelente libro, polémico. En efecto, acepta que la resolución del «dram a de la ciudad ideal» se efectúe en la «filosofía dialécti­ ca» incoada por Platón y perfeccionada por Hegel. N o así, en cam­ bio, el drama de la ciudad real. Éste sólo puede tener resolución en la órbita del Logos (d e la filosofía) si, y sólo si, se mantiene una

63

Cabría suponer que en su segunda doctrina — del alma, de la idea, de la divinidad, de la filosofía, de la ciudad— Platón habría hallado en la figura del filósofo dialéctico un personaje que obviara la tajante escisión entre filó­ sofo-rey y artista-imitativo (o sofista); en la doctrina dia­ léctica de la idea, un término medio entre las categorías de Identidad, Ser y Reposo y las opuestas de Diferencia, Nada y Movimiento; en la doctrina del alma y quizás también del demiurgo, una apoyatura teológica más firme y coherente que aquélla, rígida, de la deidad simple y purísima (que en la propia República aparece cuestio­ nada en la enigmática idea de que el Bien está «allende la esencia»).22 Falta sin embargo una doctrina social y po­ lítica que se corresponda con estas sustanciales rectifica­ ciones. Y así mismo falta una concepción del arte y del artista adecuados a las mismas. En suma: Platón dejó sin responder los problemas que esa revisión acarreaban a los principales sujetos de su drama filosófico. Esos sujetos son: El Artista y la Ciudad.

diferencia de esencia entre base social y superestructura de poder. Esta superestructura alcanza su perfeccionamiento a través de la síntesis de la esfera filosófica y la política. Dicha síntesis resulta indispensable para llevar a cabo la subversión de la esfe­ ra social-productiva. Pero sólo se justifica si evidencia con hechos su voluntad dialéctica por desvanecerse. Cuando eso no sucede, o cuando eso sólo sucede en la teoría (entretanto cristalizada en dogma), entonces se alcanza un poder político-filosófico puro (en el sentido de una form a que es ella su propio contenido, dado que éste no es «externo», no es «económ ico»). En cierto modo ese form alism o constituye la cumplida realización de la ciudad ideal platónica. La voluntad de poder se descarga de contenidos de clase. Pero no por ello deja de ser lo que es. 22. Rep. 509 b.

64

IV En el Sofista aparece una reflexión sobre el artista imitativo, aparentemente sin importancia, que constituye, sin embargo, el necesario complemento de la doctrina de La República, En ese pasaje se integra al arte imita­ tivo en el seno de un género. Arte Poiética, del que tam­ bién forma parte la agricultura, «las (artes) que se re­ fieren a las cosas que los hombres componen y forman y que llamamos instrumentos» y así mismo «todas las artes que cuidan de un cuerpo mortal». Tal es el arte creativo o productivo (poietikéri).2* El artista imitativo, en tanto que artista, es produc­ tor. Constituye por consiguiente un habitante de la base del cuerpo social platónico. Por producción o Poíesis entiende Platón, en este pa­ saje, análogo al del Banquete: «Respecto a todo aquello que en un principio no existe y que después se lleva al ser, decimos que el que así lo lleva lo hace ( po'iein) y que lo llevado a existencia es hecho».24 Se veía en el primer compartimiento del cuadro que al filósofo «dogm ático» se oponía el artista mimético. Aquí, en el Sofista, vuelve aparecer este último. Pero, por una parte, la mimesis, y lo mismo puede decirse de la eídola, su elemento, ha modificado su estatuto. Y, así mismo, el artista comparece, antes que bajo la figura del imitador, bajo la forma del productor. En ese diálogo se halla en el filósofo dialéctico un tér­ mino medio entre ambas figuras escindidas. Ahora bien, falta una figura correspondiente en el terreno del arte. Y esa falta es delatora de una insuficiencia del plantea­ miento platónico, insuficiencia que hace abortar quizás 23. Sofista, 219 a-b. Edición del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970, texto bilingüe, traducción de Antonio Tovar. 24. Banqu. 205 b.

65

la misma revisión efectuada en los diálogos de transición y de madurez ( Fedro, Parménides, Sofista) ” Esa insuficiencia puede percibirse si se pregunta lo siguiente: ¿Puede afirmarse con rigor que el filósofo, dog­ mático o dialéctico, forme parte del ramo de la «produc­ ción», sea, pues, miembro de la base del cuerpo social? ¿O por el contrario, tanto en la doctrina ortodoxa como en la heterodoxa, tanto en la formulación dogmática como en la dialéctica (inclusive en las prolongaciones «hegelianas» de esa dialéctica) aparece siempre el filósofo como miembro de la superestructura gobernante, y por lo mismo sustraído necesariamente del proceso de pro­ ducción, a diferencia en esto del artista y del poeta, del agricultor, del médico y del artesano? De hecho, el filósofo piensa la sociedad: unifica men­ talmente todos los estamentos, todas las actividades, to­ taliza en su cabeza el cuerpo social. Y en virtud de ese control mental y consciente puede gobernar la ciudad.26 Entretanto el artista produce. Y en su versión mimética llega incluso a producir en todas las direcciones, 25. El demiurgo del mundo, el propio filósofo com o demiurgo de la polis no son candidatos apropiados a esa plaza vacante: su referencia al m odelo ideal, a la Idea, los hace cómplices de la «superestructura». 26. N o es que el filó so fo sea además rey o tirano, ni que éste sea además filósofo. L o que no llega a decir Platón, dando a veces sin embargo, pie para pensarlo, es que acaso pertenezca a la esencia de toda tiranía el ejercicio de la filosofía (siempre que sé entienda p or tiranía poder con vocación de absoluto; y por filosofía «saber absoluto»). Una reflexión acerca del vínculo esencial entre saber y poder podría abrirnos el espacio de una teoría política que fuera a la vez y en el m ism o sentido una epis­ temología. En un estado totalitario moderno se cumple el ideario plató­ nico: los «perros guardianes de la ciudad» (la guardia pretoriana) sostienen el poder en virtud de un saber absoluto (registro policial de «todas las cosas»). Sobre este particular, véase el último apar­ tado de Nietzsche: D iv o rcio entre alm a y ciudad.

66

hasta el punto de que parece «ser todas las cosas». Otro texto del Sofista nos habla de esa proclividad: «E xtranjero : Si alguien dijera saber no ya afirmar y contradecir sino hacer y realizar con un solo arte las co­ sas todas... T eeteto : ¿Cómo dices todas? Extranjero : Inmediatamente desconoces el principio de lo que te iba diciendo: pues, según se ve, no entien­ des este todas. T eeteto : Es verdad que no. Extranjero : Digo, pues, que en este todas las cosas, entramos tú y yo, y además de nosotros todos los demás animales y plantas. T eeteto : ¿Cómo dices? E xtranjero : Si alguien dijera que iba a hacemos a ti y a mí y a todas las demás criaturas... T eeteto : ¿Qué hacer es ese que dices? Porque no ha­ blas de un labrador, ya que indicabas que era un autor de seres vivos. E xtranjero : A sí digo, y autor además del mar, de la tierra, del cielo, de los dioses y de todo lo demás. . . » 27 Ese supremo hacedor, que por un momento parece asemejarse al demiurgo divino del Timeo (el cual ordena la jóra preexistente según el patrón de modelos ideales) es de hecho el sofista y el artista mimético, especializado en la producción de simulacros. Tenemos, por una parte, un filósofo dialéctico al fren­ te de la ciudad: piensa la unidad de lo diverso, pero pien­ sa también la diferencia de lo idéntico. Ese filósofo es más sutil, más refinado que aquel filósofo dogmático que se ahorraba pensamientos acerca de la Diferencia y del 27.

Sof. 233 d-e.

67

No-Ser. Pero en el fondo su estatuto no ha cambiado. Ya que se limita a pensar sin producir. Y en virtud de ello puede mandar, controlar.21 Tenemos, por otra parte, un artista productor en la base de la ciudad: amalgamado a agricultores, médicos, creadores de instrumentos. Sólo que ese productor no crea cosas reales sino simulaciones de objetos, no trans­ form a cielo y mar, tierra y subsuelo, sino que refleja con un espejo las cosas ya existentes.19 Falta por consiguiente una tercera figura que incor­ pore del artista su facultad productora, lo mismo que su omnímodo plan de realización, esa ambición por hacer y producir todas las cosas.30 Y que asimismo destrone la figura de un filósofo sustraído del proceso productivo con el fin de mandar, desde la cúspide de una pirámide, sobre la base social. A esa figura podría llamársele artista creador', su ob­ jeto de trabajo sería entonces naturaleza y ciudad, no ya la simulación de una o de otra. Su objeto de reflexión sería físico, no ideal. Su actividad sería demiúrgica o técnica, no mental o conceptual. A diferencia del artista productor — que encama la síntesis, trazada en el ensayo anterior, de Eros y de 28. Mandar significa, o puede significar: hacer que otros pro­ duzcan. Inclusive, si se quiere form ular así, «d a r trabajo». ¿Qué sucedería en una sociedad en que la colectividad asumiera, toda ella, puestos de «m ando» y de «con trol», debido a un perfeccio­ namiento del proceso de automatización y a otros factores simi­ lares? ¿Podría hablarse entonces de una colectivización del poder y del saber? ¿Se replantearía el problema de la dominación (rela­ ción amo-esclavo), sólo que en otros términos, por ejem plo entre lo humano y lo no-humano (la Fysis)? 29. El artista histriónico, a diferencia del artista creador, no transforma el mundo: se lim ita a simularlo (del mismo modo como el filósofo-rey se lim ita a contem plarlo o interpretarlo). 30. Esta es la utopía concreta, el sueño racional que subyace a lo largo de todo el texto.

68

Poíesis— el filósofo, sea dogmático o dialéctico, no hace todas las cosas, tan sólo las sabe y las conceptúa; no siente y vive con las cosas, tan sólo las reflexiona, las registra mentalmente. Las conoce, pero nunca puede dar­ las a luz. Le falta, pues, ese momento del engendrar y del parir que haría productiva su actividad. Se limita, por consiguiente, a una contemplación de todas las co­ sas, a una visión, supervisión, control o teoría. De ahí que pueda ejercer su dominio sobre la base social y pro­ ductiva. La rígida división del trabajo sancionada por Repú­ blica y por Leyes y avalada por la doctrina de la Idea una e indivisa deja paso a un orden social más avanza­ do, más moderno, más dinámico, en el que se reproduce sin embargo la división entre un estamento político que gobierna — y que necesariamente es filosófico para po­ der ejercer dicho gobierno (ya que la filosofía permite el registro mental en unidad y en totalidad de todas las cosas, sujetos, seres, pertenecienes al cuerpo social)— y una base productiva en la que se mantiene a cada alma encadenada a un lugar, a una actividad, a un oficio. Sólo en la cúspide de la pirámide se dinamiza y se dialectiza esa rigidez. Y de ese modo se perfecciona el dominio. Es, pues, en la filosofía dialéctica donde puede en­ contrarse la resolución del drama platónico, pero esa re­ solución sólo nos habla del pasaje de un idealismo dog­ mático y ortodoxo a un idealismo dialéctico, más sabio, más refinado. Sin embargo, el primado de la Idea, el pri­ mado de la Filosofía, en ningún momento queda cues­ tionado ni discutido. Ni por Platón ni por aquéllos que, como Hegel, abundan en su mismo planteamiento con la intención de perfeccionarlo y reformarlo.31 31. La verdadera resolución se podía hallar en la filosofía del renacimiento. Véase el siguiente ensayo, segundo apartado.

69

III.

PICO DELLA M IRANDOLA: EL HOMBRE, SEMEJANTE A PROTEO

Est autem haec diversitas in ter Deum et hominem, quod Deus in se om n ia contin et uti om nium principium , borne autem in se om nia contin et uti om nium m édium . P ic o

d ella

M ir á n d o l a , H eptajAus, V , V I.

I Parece como si en el punto de partida de Oración sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirándola se echara mano de la cosmovisión legada por la tradición medieval sin introducir ninguna distorsión fundamental. En esa cosmovisión se percibe una estratificación jerar­ quizada de regiones del ser entre las cuales cabe desta­ car: una región supraceleste que Dios, gran arquitecto, ha decorado con mentes; una región de «almas eternas» que, al modo de «etéreos globos», flotan ingrávidos en la zona inmediatamente inferior; por último, una zona inferior, «parte excremental y feculenta», en la que viven todo género de animales.1 En ese cosmos cerrado, en ese 1. Giovanni Pico della Mirándola, O ración acerca de la digni­ dad del hombre, Edición de la Universidad de Puerto Rico, 1970, traducción de José María Bulnes. Sobre el concepto renacentista de hombre (especialmente en la Academia Florentina), véase Paul O. Kristeller, Renaissance Concepts o f Man, Nueva York-Londres, 1972; Cassierer et alia, The Renaissance Philosophy o f M an (una excelente antología de textos, desde Petrarca a Pomponazzi y Vives, con introducciones previas, que incluye el texto de Pico que comentamos, así com o un extraordinario opúsculo de Marsilio Ficino, «cinco cuestiones sobre la m ente»), Chicago, 1948;

75

espacio tan bien acotado y definido, no parece tener ca­ bida ningún sujeto que en algún sentido profundo pueda cuestionarlo. Todo tiene su lugar, todas las cosas se ha­ llan definidas en su puesto natural, todo objeto o sujeto tiene allí su territorio propio: Dios, las mentes angéli­ cas, el alma cósmica, el mundo sublunar, la materia. Cierto que un divinas influxus recorre de parte a parte los estratos, nutriendo de energía espiritual todas las cosas.*23Cierto que la Divinidad está tallada según el pa­ trón platónico y neoplatónico del Uno-que-no-es. Y en consecuencia ocupa un lugar en cierto modo excéntrico respecto a ese cosmos tan clauso, tan perfecto. N i un asomo sin embargo parece existir en esta cosmovisión de ideas terribles como aquéllas, propias de la teología mística, propias del Cusano, que hablan de Lo Infinito. Menos aún puede siquiera vislumbrarse en el texto, ar­ mónico } razonable, de Pico, nada semejante al concepto, ya «m oderno», de Universo.2 Y sin embargo, en ese cos­ mos tan pagado de su propia completud, aparece un hués­

véase también la parte consagrada a la filosofía renacentista en Cassierer, E l problem a del conocim iento, I; sobre Pico della Mi­ rándola en particular, véase Henri de Lubac, P ie de la Mirándole, París, 1974; y el excelente trabajo del Padre Eusebi Colomer, De la Edad Media al Renacim iento (Ramón Llull-Nicolás de CusaJuan Pico della Mirándola), Barcelona, 1973. Todos los textos citados entre comillas form an parte de la Oración de Pico. Se ha seguido la traducción de Bulnes para los mismos. 2. Sobre la noción de divinas influxus en el contexto general del sistema neoplatónico florentino, véase el aprestado y sustan­ cioso resumen del mismo que da Erwin Panofsky, Estudios sobre iconología, Madrid, 1972, capítulo 5, «E l movim iento neoplató­ nico en Florencia y el norte de Italia». 3. Sobre la diferencia entre cosmos y universo, así como acerca de la noción de infinito, A. K oyré et alia. La ciencia mo­ derna, Barcelona, 1972.

76

ped ominoso que distorsiona tan sugestiva armonía. Ese huésped es el hombre. De hecho, el mundo era así de ordenado y perfecto hasta el momento en que Dios decidió crear el hombre. Hasta ese instante todo parecía suceder según un plan armonioso. Cada cosa creada ocupaba un lugar determi­ nado, y ese lugar era desde entonces y para siempre su lugar. La mente, el alma, el bruto, todo tenía su esfera y su ubicación. Ese cosmos recuerda extrañamente el cuerpo social platónico promulgado en La República: en ambos cada cosa tiene su puesto, su rango en la jerar­ quía; todo se halla perfectamente ordenado y distribuido. Y se encontró el creador que en ese cosmos no había lugar para esa su nueva y postrimera creatura, el hom­ bre. Todos, todos los lugares «estaban llenos». «Todos, tanto en los sumos órdenes, como en los medios e ínfi­ mos», todos los espacios «habían sido ya distribuidos». ¡Extraña injusticia cometida para con ese recién crea­ do personaje! No parece reservársele ningún lugar, llega, como los desposeídos de Malthus, mucho después del re­ parto, encontrándoselo todo ya ocupado. Sin posesión, sin patrimonio, sin territorio, aparece como el paria de la creación, tiene todas las trazas del proletario. «N i asiento determinado, ni aspecto propio, ni enco­ mienda alguna particular»: nada tiene ese ser que le sea propio, carece, como el Ünico de Stirner, de toda pro­ piedad, si se exceptúa su extraña, ambigua identidad. ¿O es que acaso puede hablarse de que tenga alguna identidad? Más bien parece no tener ninguna, ya que ni es dios, ni es bruto, ni es mente angélica, ni es alma cósmica, ni es materia. Se alcanza su identidad, precaria­ mente, como en el caso del Uno — que es, de todos mo­ dos, el caso de la misma Divinidad— a través de un ro­ 77

sario de negaciones. Propiamente no es. Propiamente nada tiene. Y hasta parece carecer de nombre propio. ¿Qué extraña cosa es el hombre? ¿Qué rareza o extra­ vagancia permite comprender su etérea y tornadiza na­ turaleza? Pico della Mirándola responde: semejante a un gran camaleón, semejante a Proteo, el hombre, precisa­ mente porque no es ninguna cosa, puede ser todas las cosas.

II El hombre carece de lugar: precisamente por ello pue­ de hacerse con cualquier lugar, puede darse «aquel asien­ to, aquel aspecto, aquellas encomiendas que deseara». En su menesterosidad se basa su propia riqueza. El hombre carece de identidad: merced a esa defec­ tuosidad puede elegir cualquier signo de identidad, puede construir cualquier personaje, puede hacer consigo mis­ mo lo que quiera. Su esencia se halla cifrada en su liber­ tad. No está definida, delimitada de antemano. Es en el modo del existir. Pico della Mirándola avanzó ideas re­ volucionarias que han pasado siglos hasta que se impu­ sieran, con la filosofía de la existencia, de un modo hegemónico.4 El hombre no es «celeste ni terreno, mortal ni inmor­ tal». Pero puede ser lo que quiera: celeste y/o terreno, mortal y/o inmortal. «É l es el artífice de sí mismo», ca­ paz, como el artista poiético definido por Platón, de con­ figurar, construir todas las cosas, su mundo; capaz, por 4. En Pico se halla plenamente expresada la idea de que el hombre carece de naturaleza o de esencia; es su libertad la que funda su realidad.

78

tanto, de hacer de sí mismo una obra de arte; y en con­ secuencia: «plasmarse y esculpirse» a sí mismo «en la forma en que prefiera». Puede «degenerar en las cosas inferiores que son los brutos» y también puede «regenerarse en las superiores, que son divinas». A modo de microcosmos, Dios ha sembrado en él «si­ mientes de todas las especies y gérmenes de todo género de vida». Pero no es microcosmos en el sentido tradicio­ nal, ni siquiera en el sentido en que entiende la idea el maestro de Pico, Ficino. N o es el hombre microcosmos en el sentido de que sea centro del cosmos. Y ello por razón de que el hombre propiamente no es del cosmos. Es extraño respecto al cosmos, excéntrico respecto a to­ das las cosas. No es centro del cosmos sino excentricidad del mismo: creatura en la que el orden de la creación parece perder la cabeza.5 Según las simientes que cultivare, puede el hombre ser una y otra cosa: «si cultiva las vegetales, planta se hará; si las sensuales, bruto; si las racionales, animal celeste; si las intelectuales, ángel e hijo de Dios; y si no contento con la suerte de creatura alguna, se recogiera hacia el centro de su unidad, se hará su espíritu uno con Dios». El hombre puede ser todas las cosas, puede hacer de sí cualquier cosa. Su hacer, su poíesis no está, por con­ siguiente, definida. Ninguna idea fija estipula de ante­ mano su propensión hacia esa u otra actividad, hacia esa u otra construcción de su propia identidad. Puede hacer todas las cosas: hacerse uno con Dios o dispersarse en

5. Sobre el avance que significa la noción de hombre en Pico respecto a la del propio Ficino, véase el prim er trabajo incluido en la obra, ya citada, de K risteller.

79

la materia, llegar a «ser» o perderse en el «n o ser», reco­ gerse en el «u no» o diluirse en las «muchas cosas». Es, por consiguiente, igual a un «camaleón» digno de toda admiración, tiene «su piel cambiante» y su natura­ leza es propensa a la «metamorfosis». No es casual, por tanto, que «en los misterios se le simbolizara por Pro­ teo».4 £1 es su propio hacedor: «el mismo se plasma, fa­ brica y transforma a sí mismo... es un animal de varia como multiforme y tornadiza naturaleza».

III Si este texto maravilloso y juvenil, escrito por un pensador que bebe en las aguas de la m ejor tradición platónica, se coteja con aquéllos de La República que en el ensayo anterior se han analizado, referentes a la recu­ sación, por parte de Platón, de la representación proteica de la divinidad y de la dimensión histriónica, también proteica, del artista imitativo — del que se dice en el So­ fista que «produce todas las cosas» por la vía de la simu­ lación— puede advertirse el verdadero «giro copemicano» que este pensador sublime introduce en el seno del platonismo. Ya que todos los argumentos que avalan el decreto en virtud del cual Platón decide expulsar al artista de la ciudad son esgrimidos por Pico como pruebas de admi­ ración y maravilla de esa creatura, el hombre, que basa su dignidad en eso mismo que era para Platón iniquidad. Si el artista mimético era expulsado por razón de sus 6. Sobre el tema de los misterios, Edgar Wind, Los misterios paganos del renacimiento, Barcelona, 1972.

80

metamorfosis, por razón de su incapacidad para asentar­ se en un lugar, para adecuarse a un oficio o actividad, para definirse según un determinado patrón de identidad, ahora todas estas razones de expulsión son, para Pico, razones de incorporación. Son inclusive algo más: eso que hace del hombre el ser supremo de toda la creación. Ésta, antes del hombre, se asemeja al cuerpo social platónico. Pero la llegada del hombre introduce en ese cosmos clauso y ordenado un principio de movilidad y energía. Huelga en el mundo resultante la introducción, necesaria en la ciudad platónica, de una superestructura político-filosófica que asegure el mantenimiento de cada cosa en su lugar. Está de más la figura del filósofo-rey. En su lugar, aparece el artista coronado. Ya que ese hombre de Pico evidencia su esencia ar­ tística: es, como hemos visto, artífice de sí mismo, es su propio hacedor y productor, es por lo mismo plasma­ dor de un mundo al que le da forma y figura; es el crea­ dor de la ciudad. Es, asimismo, omnímodo y polimorfo, no sujeto ni sometido a una sola actividad, a un solo oficio. Ese hombre de Pico della Mirándola constituye la transcripción conceptual de una experiencia de Alma y de Ciudad que en los años del renacimiento italiano, es­ pecialmente florentino, fue hermosamente esbozada.7 Ex­ periencia que dio lugar a la figura del uomo universale y singuiare, el alma que es todas las cosas, empeñada en construir, a imagen y semejanza de su alma, una ciudad en donde el Hombre pudiera al fin encontrar algo así como una auténtica morada. 7. Sobre la filosofía renacentista italiana en el marco de la cultura y de la civilización renacentista, léanse las obras de Euge­ nio Gerin, especialmente Moyen Age et Renaissance (traducción del italiano por Claude Carme), París, 1969.

81

IV

Pico della Mirándola en su discurso — y los habitan­ tes de la ciudad real del renacimiento, los Alberti, Leo­ nardo, Cosme y Lorenzo de Médicis, Piero della Francésca, en la vida práctica— consumaron esa última cohe­ rencia del platonismo que implica la reintegración del artista en la ciudad, única manera de «dialectizar» la fi­ gura rígida y estática del filósofo rey, empeñado en la contemplación de la Idea en-sí. Ünica manera, así mismo, de romper el yugo de la División del Trabajo con que Platón encadenó a su ciudad. La figura del uom o universale y singuiare, que es, en ejercicio, todas las cosas, que pretende a todas las ocu­ paciones, que intenta determinar todos los sueños y de­ seos, esa figura que en el mito fáustico hallará, en mano de Goethe, una última y melancólica modulación, consti­ tuye la cumplida síntesis de hacer y saber, de vida activa y vida contemplativa, de éxtasis místico y poíesis civil, política, de rapto poético y de compromiso social. Más próxima a nosotros que la filosofía y la ciudad griega, más originaría — si origen es principio fundacio­ nal de estirpe y dinastía, principio no sólo mítico sino a la vez fáctico, histórico— la filosofía y la polis renacen­ tista, hechura de comerciantes y banqueros, de burgue­ ses, obra de condottieros, príncipes y tiranos, poseídos por afanes e intereses mundanos, tales como la Gloria, la Fama, imbuidos de sensibilidad y de reflexión, de acción y de pasión, constituye ni más ni menos el criterio inter­ no desde el cual evaluar nuestro lugar en el curso de la historia. La concepción del hombre como ser que es de algún modo todas las cosas, piedra angular de la verda­ dera concepción humanista, es, a este respecto, la me-

82

dida desde la cual establecer el lugar en el cual nos en­ contramos, el índice de estravío de nuestra historia. Si esa historia nuestra porfía por hallar un mito fun­ dacional que sea para ella mito de origen deberá evitar la confusión entre lo real-histórico y lo únicamente soña­ do. Podemos soñar con los griegos, pero todavía pode­ mos reconocemos en los mercaderes venecianos y en los condottieros italianos, Arcadia y Utopía son, en esa cons­ telación, algo distinto que un Pasado inmemorial o un Futuro desligado del tiempo: son todavía recuerdo em­ pírico, en una palabra, historia. La distancia que nos separa de ese modelo y de esa posibilidad introduce entonces un índice de desconsuelo tanto más hondo y negativo cuanto más real es, menos producto del deseo y del ensueño.

83

Segunda parte De Goethe a Thomas Mann

El texto de Pico della Mirándola concede un sujeto y un objeto a la síntesis platónica del Alma y de la Ciu­ dad, de Eros y Producción. Ese sujeto es el Hombre. Y su objeto correspondiente, objeto de su deseo y objeto de su producción, la ciudad, la hermosa ciudad renacen­ tista. Ese hombre halla en el uom o universcde su con­ creción histórica. Y en la ciudad italiana su objetivación adecuada. Se trata de una síntesis clásica, ya que constituye el patrón o la pauta desde la cual medir el índice de extra­ vío que arroja el curso histórico subsecuente a su conso­ lidación. Ese curso muestra a las claras un proceso gra­ dual de resquebrajamiento de dicha síntesis, de manera que los términos en ella dialectizados comienzan a consti­ tuirse en órdenes autónomos, extraños y separados. Las razones de fondo de esa quiebra histórica y so­ cial sólo pueden quedar implícitas en este libro, en el cual se investiga su inflexión en la esfera de la cultura. Todavía en el mundo vivido y reflexionado por Goethe esa síntesis aparece como posibilidad práctica, sólo que necesariamente menguada. Pero esa mengua queda com­ pensada por el carácter problemático de la aventura. Ya que para Goethe constituye obviedad la escisión, la sepa­ 87

ración, el desgarro, siendo por esta razón tanto más va­ liosa su búsqueda de una mediación entre esferas que se viven ya divorciadas. En el universo hegeliano la síntesis se hace sólo po­ sible en la esfera del pensamiento, ya que se vive en la convicción de que el reino del hacer y del producir ha sido ya consumado. Sólo queda como tarea melancólica el pensar. Surge en consecuencia la Inteligencia como es­ fera desvinculada de la acción, del mundo y de la vida. Surge la Lucidez. En el mundo de Wagner y de Nietzsche la síntesis en­ tre alma y ciudad acusa su quiebra absoluta: el sujeto se pierde en simulaciones o se hunde en la noche men­ tal de sus alucinaciones. Surge así una Consciencia histriónica sin vínculo dialéctico con la razón. Y correlativa­ mente un sujeto alucinado sin relación ninguna con el mundo real. Ese proceso de quiebra del Deseo y la Producción, del Sujeto y el mundo objetivo, del artista y la sociedad, halla en Thomas Mann el narrador pertinente que da cuenta del mismo en sus relatos y que reflexiona sobre él en sus ensayos. No se pretende a través de esta segunda parte agotar una problemática que exigirá un trabajo largo y sistemá­ tico hasta quedar plenamente delineada y detallada. Uni­ camente se intenta esbozar un orden de cuestiones que configuran nuestra propia experiencia vital y reflexiva contemporánea. Remontándose al próximo pasado, a ese siglo romántico que constituye la premisa histórica del nuestro, puede quizás, con la distancia, hallarse el nú­ cleo y la semilla de multitud de experiencias y de ideas que hoy han sido plenamente monetizadas, hasta consti­ tuir experiencia diaria y casi obvia. La perspectiva histórica contribuye, en este sentido, a

88

convertir lo que parece obvio en extraño, ajeno, incluso en algún sentido sorprendente. Ésta es la razón de fondo por la que se han elegido pensadores y escritores del pasado cultural que aparen­ temente «nada dicen» a nuestra sensibilidad contemporá­ nea. Craso error que alimenta nuestra propensión a con­ vertir todo conocimiento en valor de cambio, todo objeto cultural en moneda circulante. Aproximarse a Goethe, a Thomas Mann, a Wagner, constituye entonces un anacronismo deliberado: el hecho mismo de que no «circulen» en el mercado de los valores culturales de las vanguardias los hacen especialmente ap­ tos para revelar, tras su fachada objetiva, un fondo expe­ riencia! que constituye el arranque y la médula de su inserción en la esfera de la cultura.

89

I.

G O E TH E : LA DEUDA Y LA VOCACION *

* Este ensayo apareció en Cuadernos de La Gaya Ciencia, I, Barcelona, 1975.

«L evá n ta te, vete a N ín ive, la gran ciudad, y clama contra ellos, porqu e su m aldad ha subido hasta m í». Levan tóse Jonás para huir a Tarsis, lejo s del ro stro de Yahvéh, y b a jó a Joppe, donde encontró un barco que salla para Tarsis; pagó su pasaje y se em barcó para ir con ellos a Tarsis, lejo s d el ro stro de Yahvéh. D bl

l ib r o

db

J o n ás .

I En un trabajo titulado Goethe y Mr. Eliot, Luis Cernuda se permite sospechar acerca de las razones ocultas que explican la reticencia del crítico inglés respecto al gran poeta y pensador: «Goethe no ataca al cristianis­ mo, como lo atacaron Voltaire y Diderot, como lo ata­ cará Nietzsche; sencillamente, sigue adelante o, mejor, lo deja a un lado. No se preocupa del pecado original, de la contrición, de la redención... Adopta, es cierto, la “mitología cristiana” para las necesidades medievalistas de su Fausto, mas sin mayor convicción' profunda que aquélla con que adoptaba la mitología persa para su D i­ ván». Y añade poco después con verdadera clarividencia: «E l catolicismo lucha contra la impiedad con comodidad mayor que contra una piedad diferente».1 En otro contexto en el que nuestro poeta evoca narra­ tivamente las vicisitudes de la relación entre Goethe y Holderlin, pone punto final al ensayo mediante cierta 1. Luis Cerauda, «Goethe y Mr. E liot», en Poesía y Literatura I y 11, Barcelona, 1971.

95

aclaración necesaria para evitar malentendidos: «Si al escribir estas palabras cometo alguna injusticia hacia Goethe, acaso no tenga importancia; el renombre de Goethe es de esos a los que no puede alcanzar cualquier injusticia que contra él se cometa. Así, por ejemplo, lo del “asno solemne” de Claudel, que no sólo no alcanza a Goethe, sino que se vuelve contra el propio Claudel».2 Eliot, en su trabajo Goethe com o el sabio, es desde luego más cauto, más prudente y menos necio que Clau­ del, pero acaso subyace el mismo móvil, ideológico y moral, como razón de su reticencia. La sospecha de Cernuda es interesante y verosímil. ¿Cómo entender, si no, el carácter tan descaradamente insulso del trabajo? Ante el riesgo de una necedad crasa y manifiesta o de una postura desnudamente dogmática, resulta más llevadera quizás una necedad irónica y, valga la paradoja, inteli­ gente, evidenciada en una veintena de páginas en las que se alcanza el palmarás de la vacuidad.3 En mi libro Drama e identidad señalaba que «Goethe sigue siendo para nosotros un misterio. Obliga a que re­ produzcamos en nuestros juicios sobre su vida y sobre su obra la misma matizada ambigüedad que delata esa vida y esa obra». Con lo que no hacía otra cosa que con­ densar, en pocas palabras, los riquísimos comentarios que Goethe suscitaba en su Secretario, tal como los pre­ senta Mann en ocasión del ficticio encuentro con la an­ ciana Lotte. ¿Puede sorprendernos que sea entonces una novela, Carlota en Weimar, la más penetrante investiga­ ción en tom o al misterio y al secreto de sumario que encierra esa vida y esa obra y en el que los más perspi­

2. Luis Cerauda, «G oethe y H ólderlin», obra citada. 3. T. S. Eliot, «Goethe com o el sabio», en Sobre la poesía y los poetas, Buenos Aires, 1959.

96

caces de los críticos, Benjamín especialmente, han pro­ curado penetrar mediante circunvalaciones?4 Señala también Cemuda, en una nota a pie de página, que la obra de Goethe, conocida y valorada en Inglaterra, constituye por el contrario en España «letra muerta, por razones seculares que no es ocasión de recordar ahora». Y sin embargo esas razones parecen sugerirse, sin de­ cirse, a lo largo del escrito en torno a las restricciones mentales de Mr. Eliot. Da, pues, Cemuda, un voto de confianza al buen entendedor, colocándose a resguardo de una mecánica traslación. Se me ocurre al respecto formular una pregunta polémica, con la sola pretensión de hacer nacer en nuestro yermo cultural una semilla de intriga: ¿No resulta sorprendente que en el proceso de descristianización que experimenta nuestro país, nuestra cultura, aparezca como causa ejemplar de neopaganismo un anti-cristiano militante como es Federico Nietzsche, no en cambio el que en verdad constituía su modelo? Cierto que Goethe está demasiado lejos en el tiempo, mientras que Nietzsche es un «m oderno». Sin embargo el desinterés que suscita Goethe, en una coyuntura cul­ tural que debería serle favorable, me resulta poderosa­ mente aleccionador. Esa «piedad diferente» de que habla Cemuda fue, probablemente, en Goethe, experiencia vivida, mientras que en Nietzsche parece ser más bien objeto de deseo. Ello explicaría suficientemente la progresiva identifica­ ción que experimenta Nietzsche respecto a su gran ante­ cesor. Esa piedad es, así mismo, enunciada y formulada por Nietzsche de manera que fácilmente se constituye o puede constituir en doctrina. Puede decirse entonces que la vivencia que falta queda convenientemente suplida por 4.

W. Benjamín, Goethes Wafúverwandtschaften.

97

la red del deseo y del lenguaje. Un lenguaje denotativo, cuando no explícitamente moral. El riesgo de que esa piedad diferente aparezca enton­ ces como piedad opuesta puede calibrarse a tenor del trato progresivamente polémico y combativo que tiene Nietzsche respecto al cristianismo. No puede sorprender entonces que la extramoralidad decaiga en inmoralismo, la moral del bien en moral del mal. Sólo Thomas Mann ha percibido con finísimo tacto la dialéctica sutil, no conceptual, no filosófica, que hace posible, en Goethe, la mediación del gran egoísmo y del amor, de la tolerancia y el absoluto desprecio, de la bondad y el despecho. Para ello se ha valido de dos poderosas armas: un ensayismo que evita el carácter demasiado hipnotizante de la prosa nietzscheana mediante el recurso de una irónica discursividad; una puesta en escena novelística que ha dejado a resguardo el secreto del sumario del biografiado al filtrarlo a través de algunos de sus próximos, sin escati­ mar el monólogo interior de un despertar sin trascen­ dencia en la vida del Consejero áulico. Si el trato con ese personaje requiere tales cautelas, ¿cómo puede maravillarnos que en el país en donde el catolicismo más contrarreformista y menos romano-rena­ centista ha informado no ya tan sólo la espiritualidad y la cultura, sino sobre todo las capas más profundas del organismo biológico y del psiquismo, la figura del gran pagano resulte profundamente extraña, ajena, «letra muerta»? Si se añade, para mayor desconsuelo, que ese gran pagano era también un «gran burgués» — y por consi­ guiente lo más opuesto a los hábitos hidalgos o «señori­ tos» de las capas sociales gobernantes o adineradas del país— , ¿puede sorprendemos que uno de nuestros máxi­ mos pensadores, no exento por lo demás de esos hábi­ 98

tos, confunda el carácter burgués de Goethe con «cier­ tas dosis de filisteísmo»? No es casual que sea un inte­ lectual de la periferia, Joan Maragall, quien de manera más vivencial simpatice, por ley de afinidades electivas, con Goethe. Antes de que Ortega y Gasset hubiera puesto en circu­ lación la idea de una España invertebrada, Hegel habfa pensado nuestra realidad nacional en el seno de una dia­ léctica conceptual que iniciaba Italia, el país de la sensi­ bilidad incapaz de una unificación siquiera formal y abs­ tracta. España protagoniza para el filósofo el momento de esa unidad — nacional, moral— que no informa los contenidos particulares (de ahí el riesgo de invertebración) de otro modo que mediante un acto de fuerza bruta o atropello. Ello trae consigo en el plano político el eter­ no riesgo de un centralismo totalitario y vacío de conte­ nido, en el plano religioso y moral una impostación de contenidos por la fuerza mediante el recurso o el refuerzo del brazo secular y policíaco. Estas estructuras nacionales de base no dejan de estar presentes en los hábitos particulares, inclusive en los intelectuales. Con demasiada frecuencia un escritor po­ lémico monta, sin pretenderlo quizás, un tribunal de la inquisición inofensivo en su efectividad pero profunda­ mente ofensivo como síntoma. Se sigue siendo católico en el hábito moral del juz­ gar, se confunde entonces juicio de verdad y juicio mo­ ral, se involucra finalmente de un modo harto singular verdad y valor, y resulta de todo ello el recurrente esce­ nario de una inquisición en la que han cambiado los uniformes, mas no las almas. ¿Qué importa entonces que al encausado de turno — en el caso que nos ocupa, Goethe— pase por el santo tribunal de la Razón Vital o por el de la Razón Dialéctica? ¿Qué importa entonces 99

que en un caso la sentencia dicte «deserción» allí donde el sumario de la contraria dicta «cinism o»? España se­ guirá siendo problema en la medida en que desconozca la rara «astucia» del juicio moral, su irrevocable inver­ sión, su quid pro quo. Siempre y cuando recaiga sobre alguien que, dolorosa, irónica, profundamente compren­ dió, sin necesidad de ser explícito al respecto, la verdad de la moral, la diferencia que media entre verdad y mo­ ral. El inquisidor alcanza grandeza si posee de modo implícito esa comprensión. Pero hay que tener el alma rusa, de un Dostoyewsky para llegar a ese orden de ilu­ minación. No puede sorprender entonces que el «gran inquisidor» entre de prestado en nuestro acervo míticoliterario: a través de un gran argentino, capaz de reflexio­ nar a fondo las ambiguas relaciones de la víctima y el verdugo en su célebre Deutsches Réquiem. Enfrentarse con Goethe es, entonces, para un español, jugar en el más contrario y hostil de los terrenos, aunque también — o por lo mismo— en el más incitante y propiciador: por cuan­ to posibilita como ninguno la necesaria operación edu­ cativa del propio cuestionamiento. Esa aproximación re­ quiere entonces, en esas pésimas condiciones de partida, un largo entrenamiento en el orden de juicio más visce­ ralmente contrario al hábito nacional: el juicio de la mo­ deración no exenta de fortaleza, inclusive de rotundidad, el ejercicio del matiz que sabe sin embargo simplificar a tiempo, el uso de una alusividad nada barroca, nada con­ ceptista, nada gongorina que no evita, cuando se tercia, la explicación meridiana y diáfana. En una palabra, el perspectivismo no doctrinario, pero no exento de referencias éticas de última instancia, el matiz de una comprensión que evita el riesgo de la pura tolerancia despreciativa. Matiz, perspectivismo, nuance: palabras gratas a Federi­ co Nietzsche, que intentó a través de sus escritos rodear

100

pictóricamente los objetos desde los ángulos más diver­ sos, pero que no pudo inhibir el retorno de lo reprimi­ do en forma de un contenido doctrinal demasiado desar­ mado para alcanzar otra autoridad que la del grito fu­ rioso y bárbaro. Goethe fue, ya lo hemos dicho, un mo­ delo para él y eso sólo aclara su explicitación, como objeto de deseo, de lo que en el antecesor constituía acervo espontáneo de su cultura, educación y experien­ cia. Ultimo gran hombre, junto con Napoleón, en las vís­ peras mismas de la decadencia y mediocridad moderna. Prefiguración del Uebermensch. Nietzsche vivió una cir­ cunstancia histórica en la que ese perspectivismo, acorde con el cosmopolitismo y con el «ideal de hombre armo­ nioso», no podía ser otra cosa que una añoranza o un futurible. Arcadia o Utopía. Buscó el matiz, trató penosa­ mente de abrirse paso en el laberinto de las perspectivas, pero entonces fue excesivamente contradictorio, hasta el punto de cuestionar la síntesis armónica, consumada por Goethe de un modo vivencial, del sujeto y el objeto (sín­ tesis que en Hegel necesitó ya, como superficie sustitutiva de registro, el concepto). Tuvo en cualquier caso el in­ menso mérito de explicitar con juicio helado las causas y los móviles que obstruían esa vivencia, hallando en­ tonces en el cristianismo el verdadero infame. Su re­ flexión en tom o al centro neurálgico del mismo en el registro anímico y cultural, la Schuld, término que signi­ fica a la vez culpa y deuda, el vínculo profundo estable­ cido en la Genealogía de la moral entre la relación del acreedor y el deudor con la del verdugo y la víctima, el sabio anudamiento de ese haz de relaciones con la pro­ blemática del goce, del signo, de la inscripción, de la es­ critura... todo ello acredita a Nietzsche como verdadero liberador del encegamiento consciente y como iluminista-racionalista, en el m ejor sentido de la gran tradi­ 101

ción. Todo ello proporciona, por último, una inestimable pista para adentrarse en el tema que ocupa y justifica el ensayo presente: la vocación, la deuda...

II Señala Ortega y Gasset en su célebre ensayo Goethe desde dentro las concomitancias entre su definición de la vida y aquella que se deduce de Ser y tiempo de Heidegger.5 Dejo de lado la enojosa cuestión bizantina acer­ ca de las prioridades respecto a ideas que estaban pre­ sentes en el horizonte cultural de la época de entreguerras. Dudo que nadie en su sano juicio pueda confundir, por lo demás, la Stimmung protestante que trasluce letra por letra la escritura y el estilo heideggeriano con el delicioso bel canto modernista de nuestro gran ensayista. Hay que estar demasiado deformado por una mala formación filo­ sófica para ignorar que mucho más importante que el 5. José Ortega y Gasset, Pidiendo un Goethe desde dentro, Madrid, 1973. Para una certera crítica del planteamiento orteguiano, M. Sacristán, La veracidad de Goethe, Barcelona, 1967. Desde un punto de vista muy diferente que nos permite salir al paso del precipitado juicio de Sacristán sobre la consciencia moral de Goe­ the, a quien acusa de cínico, la excelente biografía, tan breve como jugosa, de Alfonso Reyes, Trayectoria de Goethe, México, 1954, en donde se polemiza, continuamente, aunque sin citarle, con Ortega y Gasset, refutando su juicio, también moral, sobre Goethe, el cual comparece ante el tribunal del raciovitalismo como un desertor. Sobre la figura de Goethe como escritor educador, véanse los excelentes ensayos de Thomas Mann, Goethe, repre­ sentante de la época burguesa, y Goethe y su carrera literaria, Barcelona, 1968. Un excelente estudio marxista sobre el contexto histórico-social vivido por Goethe y sobre su papel y protagonis­ mo en dicho contexto es el de G. Lukács, Goethe y su ¿poca, Bar­ celona, 1968.

102

recitativo secco de las ideas es el airoso de su actualiza­ ción en un estilo. Porque a través de éste se filtra algo que, a falta de m ejor término, podría llamarse, siguien­ do a Nietzsche, «tonalidad de alma». Otro es el poso de sensación y sentimiento que dejan en la mente y en el corazón las páginas de uno y otro filósofo, aunque apa­ rentemente «digan lo mismo». Lo cual es, por lo demás, simple apariencia. En ese ensayo circula constantemente una palabra sin definir, pero que adquiere plena significación en el con­ texto particular del ensayo y general de la filosofía de Ortega. Me refiero a la palabra vocación. No es mi intención llevar a cabo una discusión deta­ llada de la interpretación orteguiana de Goethe, que sin embargo implícitamente se desarrolla a lo largo de estas páginas. N i mucho menos discutir su peculiar concepción de la vocación. Si bien la referencia al parentesco con la filosofía heideggeriana me evoca inevitablemente las pá­ ginas en donde se aborda la cuestión de la vocación en Ser y tiempo, ligada internamente a la cuestión de la deuda. En el planteo fenomenológico-existencial la deu­ da pierde su contenido económico-material propio del intercambio. Esa deuda no remite, por consiguiente, a un acreedor en el sentido usual, cotidiano. Pierde así mis­ mo su contenido teológico-moral, significado por la in­ terpretación de la Schuld en términos de culpa. Heidegger somete este concepto, como todos los conceptos exami­ nados, al vaciado fenomenológico, cobrando del mismo el pricipitado existencial. De esta suerte quedan fundadas en su condiciones de posibilidad, críticamente, las no­ ciones cotidianas, sean económicas o teológico-morales. No es el sujeto económico el acreedor ni tampoco lo es la Divinidad. «Dios ha m u erto»: por consiguiente, ha ex­ perimentado declive la figura nietzscheana del acreedor

103

infinito. El existente caído — arrojado al mundo— no se halla endeudado a Nadie que pueda presentar como cre­ dencial una presencia o un nombre. Pero oye de todos modos cierta voz, cierta llamada, interior a una conscien­ cia que no es moral, ya que también el fenómeno cons­ ciencia ha sido sometido a la operación de la Absckattung. A nadie debe el existente el ser, nada ni nadie le llama, invoca o convoca. Con lo que en esa Nada se desvela, en última instancia, el equívoco sostén de la vocación del existente endeudado. Y por lo mismo también culpable. Deuda o culpa de ser, ser para nada, ser-para-la-muerte. En el estado de resolución del proyectarse a esa nada de ser que es la muerte empuña al fin el existente, liberado de su existir enajenado y caído en lo cotidiano, su voca­ ción propia o auténtica. Deuda y vocación, por tanto, hallan en la angustiada asunción de la presencia de la muerte su estricto discernimiento. Resumo aquí de for­ ma precipitada y esquemática los largos desarrollos que se ramifican a lo largo y ancho de Ser y tiempo. Para los fines que me ocupan resulta sin embargo suficiente esta evocación de una problemática recientemente remo­ zada por una importante escuela psicoanalística. Me refiero a la escuela lacaniana, sugestiva hibrida­ ción de la analítica fenomenológico-existencial, del estructuralismo y del freudismo, posibilitada por la proxi­ midad entre la concepción existencialista de la angustia y una de las principales teorías freudianas al respecto. Sólo en el universo del mito — que al decir de Benjamín se contrapone a la verdad— puede personificarse al Dés­ pota, el cual jugaría en el tablado el papel de acreedor. Y ese Proto-padre representa entonces la matriz del dis­ paradero de las máscaras paternas que invisten los pa­ dres «reales». El ego infantil se halla endeudado por con­ siguiente con una evanescente metáfora, sin que salga

104

ni pueda salir del universo de la ficción, del mito. Del universo del lenguaje. En tom o al drama de su nexo in­ terior con esa esfera mítica se juega el drama de su voca­ ción — con sus vicisitudes pasionales de duda obsesiva, determinación angustiada, etcétera. Pero en última ins­ tancia caen las máscaras ante la presencia de la Verdad. Y se desvela el verdadero rostro del Déspota, ese único Señor, al decir de Hegel, que es la Muerte. A la llamada de ese déspota — y vocación es, desde el libro de Jonás en adelante, llamada— responde el sujeto mediante cier­ to diseño de su existir que sólo en su presencia, resuelto ante su amenaza (que se adjetiva convenientemente «de castración») adquiere carácter auténticamente vocacional, en sentido estricto, genuino y propio. En E l m ito in­ dividual del neurótico de Lacan quedan convenientemen- * te expuestas estas ideas, ilustrándose en este ensayo el comportamiento neurótico obsesivo con un pasaje de Poesía y verdad de Goethe* Las objeciones de Ortega a la autenticidad de la asun­ ción por parte de Goethe respecto a su vocación halla­ rían entonces en el planteo heideggeriano el código filo­ sófico correspondiente: la teoría de la vocación que las avalara. Así mismo, su psicología intuitiva y superficial quedaría rebasada por la refinada psicología del pensa­ dor francés, bien armado por el bagaje fenomenológicoexistencial y psicoanalítico. Pero subsiste la duda: por supuesto, respecto a la pertinencia de las objeciones orteguianas; pero también respecto a las teorías que podrían eventualmente perfec-6 6. J. Lacan, E l m ito individual del neurótico, Buenos Aires, 1972 (Cuadernos Sigmund Freud, números 2/3), donde se analiza, después de una exégesis de la m onografía freudiana del «hombre de las ratas», el célebre episodio de las «dos hermanas» de Poesía y Verdad de Goethe.

105

donarlas al encuadrarlas en un cuerpo teórico más po­ deroso. ¿Realmente es Goethe un desertor? ¿Hasta qué punto explica su obra y su vida la diagnosis psicoanalítica lacaniana? ¿Son aceptables sin más las premisas teó­ ricas de que se parte? Dónde encontrar entonces otras premisas más poderosas? ¿Quizás en el propio encausa­ do, quizás en el propio interpretado? ¿Quién debe ocu­ par el diván, quién debe ponerse a la escucha, quién debe ser sometido a la operación de vaciado?

III Queriendo sobrepasar el enfoque mítico, teológico, moral y económico de los conceptos con que se enfrenta, vocación, culpa, caída, el planteamiento fenomenológicoexistencial limita su tarea a fundarlos en sus condiciones de posibilidad. Nada menos desde luego, pero asimismo nada más. No se cuestiona el terreno, el humus mismo en el que ese árbol crece y se ramifica, no se inspeccio­ nan estratos subterráneos que posibilitarían quizás otros cultivos, otras plantaciones. Lo mismo puede decirse res­ pecto al psicoanálisis lacaniano, en donde el pasaje del mito a la Verdad supondría, cuando más, el cumplimien­ to de la célebre Kehre heideggeriana, de modo y manera que la ronda por el tablado fenoménico de los «pequeños otros» dejaría paso a la figura fundacional del Gran Otro. Puede decirse con propiedad que en uno y otro caso se ha dejado vacante la sede del Dios muerto y del Padre cuestionado, pero sin que se haya retirado al trono de su lugar, que emerge entonces como verdad latente a toda la sucesión de máscaras coronadas. Pero esa verdad ad­ quiere inevitablemente carácter equívocamente mítico, 106

de modo que destituye el politeísmo del fenómeno en un nuevo y peligroso monoteísmo del Logos. El hecho de que se le nombre como Ausencia no puede confundir res­ pecto al carácter equívoco de la denominación, puesto que es presencia de esa ausencia, la cual emerge al dis­ persarse la ronda de las pseudopresencias. Entonces no puede sorprender que esa tarea reflexiva y crítica doble su quehacer teorético con un falsete pragmático: una nueva mítica, una nueva moral, una nueva teología que tiene en el «v iv ir angustiosamente» su grito de combate y en la «muerte de Dios» su fundamento. Protestantismo sin Dios, el existente sólo ante una Divinidad que ha borrado los últimos signos sacrales de su noche santa, dejando como estela sustitutiva de su paso la huella in­ deleble de una moral, de un ethos, que la analítica existencial se ocupa en escudriñar. Se entiende entonces la exigencia vocacional (y el implícito pasaje del concepto al precepto): «deberás vivir resuelto y angustiado ante la llamada del Gran Otro, cuyo delegado simbólico te será concedido bajo la apariencia de un sencillo signifi­ cante, ése que dice Muerte, ése que se ha deslizado en tu verbalizar consciente, a modo de un parásito que tras­ torna continuamente la emisión discursiva». Ante Él, frente a Él, con Él, se delinean caracteres, tipologías, y en modo eminente la neurosis obsesiva, en la que la irre­ solución constituye la norma, cifrando en el perpetuo bas­ cular de este a aquel objeto erótico, de esta a aquella solicitud pasional, profesional, vital, su ejercicio sistemá­ tico de la duda no metódica sino despiadada, radical, hamletiana. ¿Inautenticidad quizás? ¿Eterna vacilación, ewiges Wanken, sólo vencida mediante el recurso irracio­ nal al oráculo, a la «voz interior», cuando no a la supers­ tición o al juego de dados? ¿Un continuo huir, un con­ tinuo desertar de amores, responsabilidades, un continuo 107

desoír la voz de Yahvéh por parte del profeta? ¿Todo ello sublimado mediante una magnificación de la acción, del saberse determinar a tiempo...? Sea, en la medida en que se repute como auténtica Stim mung la que empuña resueltamente el existir, en su coto de angustia, cara a cara a la verdad llamada Muer­ te. Cara a cara a la alétheia. Entonces valdría el veredicto que cae sobre el encausado: Goethe o el hombre en el que «la multiplicidad de dotes desorienta y perturba la vocación», «terrible ejemplo de cómo el hombre no puede tener más que una vida auténtica, la reclamada por su vocación». «Nada de lo que es lo es radicalmente y con pleni­ tud: es un ministro que no es en serio un ministro; un régisseur que detesta el teatro, que no es propiamente un régisseur; un naturalista que no acaba de serlo, y ya que, irremediablemente, por especialísimo decreto divi­ no, es un poeta, obligará a este poeta que él es a visitar la mina de Ilmenau y a reclutar soldados cabalgando un caballo oficial que se llama “ Poesía” ». (Ortega). En cuanto a la diagnosis lacaniana: superstición, re­ curso al «cara o cruz» como determinante de una reso­ lución «existencial», desdoblamiento continuo del objeto erótico (basta leer entre líneas las Elegías romanas para percatarse de ello), indecisión, rigidez y formalismo, plei­ to sospechoso con el padre en Poesía y Verdad, velado incesto con la hermana... Elementos que podrían com­ pletar el «cuadro clínico» que, prudentemente, limita el pensador francés al célebre pasaje de las «dos hermanas» de Poesía y Verdad. Ahora bien: es mucho conceder a la tradición pro­ testante que está en la base de la filosofía existencial — o a su equívoca importación orteguiana— así como a la tradición judeo-cristiana que está en la base del psicoaná­ 108

lisis la prerrogativa respecto a la Verdad en el problema que nos ocupa, la vocación, la deuda. No basta el vacia­ do trascendental de conceptos teológico-morales, aunque se efectúe mediante el recurso a métodos sospechosa­ mente «neutrales» como la fenomenología y el psicoanáli­ sis. Esas tradiciones no quedan de ese modo sobrepa­ sadas, cuestionadas y trascendidas — y por lo mismo, no pueden ser conocidas, toda vez que el verdadero conoci­ miento, o si se quiere hablar así, la ciencia, implica un «cambio de elemento» respecto al plano fenoménico y fenomenológico— . La ciencia es por esencia crítica, pero no en el sentido de un recubrimiento trascendental de lo empírico. Cuestiona lo empírico y señala el método de su transformación. Es por consiguiente un momento, teórico-conceptual, del proceso práctico. El simple va­ ciado trascendental dobla su aparente asepsia con una Neomítica y una Neopatética. ¡Pero resulta tan penoso, tan difícil, recuperar otras fuentes de inspiración que aquéllas rubricadas por una tradición secular judeo-cristiana! Nietzsche se consumió en el esfuerzo por cuestio­ nar esa empíria cultural — y sólo consiguió como resul­ tado vivencial el desvarío de la mente y el extravío de su discurso. ¿Y no atraviesa toda su obra este problema que nos ocupa, de manera que puede pasar toda ella por una exégesis de gran estilo de la sentencia oracular de Píndaro «llega a ser lo que eres»? En su Genealogía de la moral esbozó un replanteo extramoral de las cuestiones relativas a la culpa y a la deuda que los existencialismos retrajeron al plano moral mediante el maquillaje fenomenológico-existencial y que los estructuralismos hu­ bieran trivializado al conducirlo por el camino de la eco­ nomía vulgar (la de los intercambios ocultadores de esa palabra ausente en el vocabulario estructuralista: pro­ ducción) de no haber despertado a tiempo en las páginas 109

heideggerianas. En Nietzsche se alcanza en el texto cita­ do la altura de su programa extramoral en la medida misma en que consigue situar el fenómeno moral en un marco teórico que lo rebasa por completo, por delante y por detrás podríamos decir: en tanto se arranca allí del H om o Natura anterior a la implantación de ese fenóme­ no, y se vaticina o prescribe el método de transformación del estadio moral al extramoral, sin que la prescripción y el tono profético permita diluir la verdad planteada en el terreno de la posibilidad real. En ese texto nietzscheano la deuda no se satisface ni mediante angustiadas re­ soluciones ni mediante pagarés. Sino a través de inscrip­ ciones: primero en la tierra y en el cuerpo, posterior­ mente en tablillas o papiros, finalmente en el interior de un alma constituida en superficie o nodriza donde insemina el Lógos su poderosa huella. La deuda queda saldada mediante signos sensibles que arañan tierra y mar, cielo e infierno: huellas del pasaje del hombre a través de su morada. Pero en última instancia la deuda queda saldada cuando ese hombre sufre su última meta­ morfosis: entonces rubrica su acción mediante un salto hiperbóreo, cierto impulso ascensional, cierta compul­ sión al vuelo. En este punto halla su lugar de encuentro el Uebermensch nietzscheano y la mariposa de luz mara­ villosamente cantada por Goethe. Salto al Espacio, vuelo hacia el Espacio-luz, siendo entonces signo último y defi­ nitivo la huella diseñada en ese vuelo. Nietzsche preci­ pitó — no pudo dejar de hacerlo en razón de su natura­ leza— esa última metamorfosis. Goethe dejó correr en toda su extensión su larga vida hasta presentir ese acce­ so al Ser. Siendo éste en última instancia Espacio-luz: a la vez superficie de inscripción y fuente energética. Acto puro o entelequia que en ese vuelo póstumo, perpetua­ mente diferido mediante Astucia, se desvela.

110

Seguramente la vocación encierra profunda conexión con esta noción aquí formada acerca de la deuda y del signo. El recorrido misceláneo — y sumario— que vamos a intentar de la vida y obra de aquél que continuamente dejó traslucir ese problema de la vocación en todos los dramatis personae que componen el reparto de su teatro de marionetas, lo mismo que en su biografía proteica, permitirá avanzar o despejar quizás esa sospecha. Se evitará en todo caso un tratamiento temático y frontal de asunto tan dificultoso. Se someterá el discurso a las modulaciones impuestas por el objeto particular, sin so­ juzgar éste en absoluto a un tratamiento a priori. Se invitará al lector a que lea y disfrute una vez más con la vida y la obra del más cuestionado de los clásicos. Para muchos es una esfinge, una estatua, una mirada de Me­ dusa. Y algo medusea es la mirada grande, inteligente, hipersensible del personaje.IV

IV «Goethe necesitó siempre mucho tiempo para todo. Su lentitud y la profunda vacilación que acusaba su na­ turaleza son circunstancias que curiosamente no han sido reconocidas y comprendidas hasta nuestros días. Su vida fue organizada como para vivir muchos años. Está do­ minada por el instinto orgánico de tomarse el debido tiempo en todo, y muestra incluso características de in­ dolencia y de abulia.» El texto es de Thomas Mann, en cuyo universo nove­ lístico ocupa una plaza singular el leitm otiv Tiempo, en­ camado frecuentemente en el icono del reloj de arena. ¿O no es Tiempo la mercancía que Mefistófeles vende al 111

Doctor Faustas? Un tiempo limitado y en el que debe desenvolverse el artista mediante una sabia administra­ ción de las energías y los días con el fin de consumar la obra. En el célebre monólogo de Goethe en Carlota en Weimar éste se desespera al comprobar cuántas ideas o proyectos bullen por su cabeza en estado embrionario, faltándole para su realización precisamente Tiempo. De­ searía vivir ciento cincuenta años. Enemigo y amigo a la vez, el Tiempo fija un límite a la acción, obliga a la de­ terminación, establece un dique a la omnipotencia de la ensoñación y del deseo: fija por consiguiente a un pacto que permite el pasaje de lo posible a lo real. De la inde­ terminación subjetiva a la inscripción objetiva. Contra esa reflexión, constante en Goethe, acerca de la síntesis subjetivo-objetiva de Tiempo y Eternidad en el instante — que es siempre «tiem po de construir»— se eleva un pensamiento desmesurado. Reflexión secreta acerca del vencimiento del tiempo en el interior mismo del tiempo. Meditación solitaria acerca de la eternidad. Mito del músico moderno por condensar en un solo acorde atemporal todas las armonías concebibles. Diacronía replegada en la absoluta sincronización. Página única que resume todas las páginas, libro que encierra todos los libros. Forma enciclopédica en la que se ha sobre­ pasado el despliegue temporal, homofónico y discursivo, quedando entonces quizás una sola nota, una sola pala­ bra, un solo color, un solo trazo. Un paso más y el arte moderno halla en su autoinmolación su estricta Verdad descubierta: silencio, página en blanco, pared vacia, ausencia, locura, muerte. N o es casual, sino causal, que el arte y el pensar contemporáneos se especialicen en las formas malditas presentadas por la tabla de géneros supremos del Sofista platónico: el No-Ser, la Diferencia. A través de la obra de Thomas Mann se insinúa y se

112

desarrolla este segundo leitm otiv: aventura de un es­ píritu desencarnado que rompe lazos con el sentimiento y con lo anímico (el «calor de establo») procurando in­ clusive desasirse de la sujeción, derivada del Pacto, con lo temporal. A la luz de esta reflexión adquiere signifi­ cado el sistema dodecafónico, su pretensión por replegar lo temporal en lo espacial. En la Novela de una novela confiesa Mann que el escritor, él mismo, tiene presente siempre la totalidad de la obra en cada uno de los de­ talles de su realización. Sólo las fuerzas oscuras de la sensualidad parecen tramar una revancha frente a ese acto de supervia vitae: entonces el reloj de arena com­ parece de nuevo en el seno del enrarecido y pútrido paisa­ je veneciano. Goethe pudo tramar todavía una conjunción satisfac­ toria y ejemplar entre esas fuerzas oscuras y la «discipli­ na del espíritu», de manera que en ningún momento se halló seriamente amenazado el «ideal de vida armonioso». Pertenece a una estirpe anterior a la de esos sufridos «héroes de nuestro tiem po» que describe maravillosamen­ te Mann en La muerte en Venecia. Y sin embargo padeció también el tormento de esa tentación, especialmente en sus últimos años: la tenta­ ción al vuelo, la invitación de la mariposa de luz. Vuelo a espacios siderales donde subsisten, en pura unidad quintaesenciada, todos los arquetipos simbólicos, la Ur~ plantz y sus hermanas. Como si el mundo todo doblara, en buen platonismo, su realidad perecedera en lo simbólico mediante la obtención del pertinente prefijo. Allí existía también la comunidad de solitarios, los grandes hom­ bres, juntos y separados a un tiempo como en el célebre poema hólderliniano, los amigos que se fueron, los hé­ roes caídos: Schiller, Napoleón y toda la prosapia de in­ mortales a la que ellos pertenecían. Pero en ese nimbo

113

vivían también, como arquetipos, los seres asistidos por el cuidado del creador. Allí — no en el primer «original»— existía el Urfaust, el Urtasso, el Vrmeister... Y Goethe debía oír continuamente la voz querida que le interro­ gara: «¿Conoces el país...?» La grandeza de Goethe estriba en haber sabido vivir en perfecta armonía en dos planos a la vez, sin que hu­ biese signo fehaciente de un desgarro, de una disonancia. De haberlo habido, sería posible entonces considerar su figura visible, social, ritualizada, lo mismo como corte­ sano que como escritor, como una figura absolutamente postiza, simple marioneta sin alma. Entonces aparecería sin más como enmascarado. Y sería posible columbrar en su ademán hipocresía o cinismo. Pero en conjunto — aunque el detalle de alguna anécdota podría abonar esa interpretación— la figura mundana, ordenando, charlan­ do, escribiendo, no deja en el espectador esa impresión. O no puede dejarla a la larga. Pero ese trato con la temporalidad no estaba exento de conflicto interior y de peligrosas inclinaciones. So­ brevenía la sacudida de la llamada — esa interior voca­ ción de solitario en comunidad con ausentes— y enton­ ces presentaba ante el público la figura ritual de una máscara rígida e inexpresiva, casi paralizada, exagerada­ mente solemne. Podía entonces parecer pedante, hasta ri­ dículo. Ante la angustia del desajuste registrado entre interior y exterior, se acudía a lo ritual. ¿O no es el rito la transacción medianera de lo subjetivo y lo objetivo, que al faltar inerva el somatismo, el gesto, el rictus del habla, hasta constituirse en rito privado, en histeria, en neurosis...? Demasiado dolorido el comentario cínico acerca de los sucesos históricos, demasiado pródigo en segundos pen­ 114

samientos clarividentes para que la acusación no gire noventa grados sobre el acusador, el alma bella. Demasiadas incitaciones, demasiados móviles. Todo re­ suena en todo, todo está anudado por nexos interiores con todo, un coníinuum se delinea entre las cosas, de manera que sea el mundo libro abierto poblado de gra­ fías impenetrables, como en los libros de magia. Cual­ quier detalle es entonces revelador. Esto lo ha percibido con insólita clarividencia Benjamín, interpretando en sus justos términos la necesidad coleccionista, la compulsión a registrarlo todo, tomar nota de todas las cosas, impedir que se pierda una sola palabra salida de su boca, un solo papel pasado por su mano. Goethe se convierte, se va convirtiendo en figura sagrada. Para sí y para los de­ más. Un halo desprende su figura, su paso, su andar, su caricia, sobre todo su mirada. Todo lo vivido se convierte así en inscripción, se vive y escribe a un tiempo. Y final­ mente parece como si las escrituras se cruzaran unas con otras, terminaran por tacharse y obstaculizarse, llegándo­ se de este modo a lo que Benjamín denomina «el caos de lo simbólico». Finalmente todo se acrisola, la vario­ pinta combinatoria de colores deja paso a un pureza temida y presentida: la sombra absoluta, la pura luz. De joven asedió el lado nocturno y sombrío. De viejo tienta el Espacio-luz, allí donde asciende la mariposa que ha cumplido la pertinente metamorfosis y ha sobrenadado su especie. Todos los signos, las inscripciones se confun­ den en la unidad sin mácula del Espacio-luz, pura ener­ gía, símbolo único. Todas las almas de los amigos, todos los personajes quintaesenciados del teatro de marionetas, todos los arquetipos y los símbolos hallan su crisol en esa platónica unidad negativa y fundacional en la que todo es todo y nada es nada. Tiempo vencido, supresión de lo perecedero, dominio de las terribles madres, lo

115

Femenino. Anulación del viril obrar, actuar, determinarse. Cancelación de vida y escritura. Goethe anticipa así, mesurada, armónicamente, en su soledad y bajo el registro de una tentación no del todo consentida, la aventura del artista moderno hacia lo des­ mesurado.

V Primera matización de la interpretación tergiversadora orteguiana acerca de la rigidez de estatua del viejo Goethe: angustia de la compulsión a un descenso al pro­ pio cuerpo, al propio mundo social. Angustia del desper­ tar cuando se vive todavía en estado de duermevela. Cuan­ do se ha volado subjetivamente por el Espacio-luz, cuando se ha oído la voz y se ha perfilado con demasiada lumi­ nosidad el imperativo vocacional: ascenso y descenso, vuelo y sedentarismo, lo aéreo y lo telúrico, garabato en el aire o sobre la cresta de las olas e inscripciones dura­ deras sobre piedras y papeles... Vocación de Faetón como condición indispensable para cumplir la vocación arqui­ tectónica, urbanística. Pero conviene añadir una segunda matización que constituye el contrapunto sombrío y de mal agüero del asunto. ¿O no asedia necesariamente lo sombrío a lo lu­ minoso, el negro al blanco, el lado nocturno de la natu­ raleza al lado aéreo e hiperbóreo, lo telúrico y subterrá­ neo a lo olímpico y estelar? La rigidez de la figura esta­ tuaria del personaje puede nuevamente servir de índice. De indolencia y de abulia habla Thomas Mann en el texto citado. Schiller se lamentaba de esos estados. Otro efecto, todavía no señalado, de esa conflagración de mó­

116

viles y proyectos cuyo excitante lo constituye el «caos de lo simbólico». Demasiadas empresas obstaculizándose unas a otras. Demasiadas escrituras también. Pero fun­ damentalmente, demasiadas incitaciones y móviles. En­ tonces sobreviene la perenne vacilación, ewiges Wanken y el peligro infinito de lo indeterminado. Entonces entra en escena la duda, duda obseviva. Cada bombardeo de la sensibilidad, cada abrir y cerrar los ojos, cada incita­ ción cutánea se presenta como móvil, porque previamen­ te se ha mostrado significativo y simbólico. Se ha de actuar, se ha de realizar lo que entonces aparece como germen, como indicio. Se ha de perseguir éste hasta cum­ plir su metamorfosis, hasta alcanzar la entelequia. Pero al ser excesivos los aguijones, invaden la piel como si fuera lava volcánica y el cuerpo entonces sufre el efecto pompeyano de una momificación irremediable. Se con­ vierte así el personaje en estatua de piedra, se asume en un estado de hipertensión taciturna que impide cualquier determinación. Porque en ese estado valdría realmente cualquier determinación. Sólo la divinidad podría supe­ rar esa anestesia por sobreexcitación: cumplir el huma­ namente imposible desiderátum de ser todo a la vez, suprimir el quodammodo de la frase: «Anima est quodammodo omnia». Tanto como determinar lo indetermi­ nado, el Todo. De una vez para siempre, tota simul, en justa supresión de lo temporal. Pues ¿por dónde comen­ zar la acción, por dónde iniciar la determinación, por dónde establecer un primer límite, cuándo todo está en todo, en justa unión de unidad y totalidad? Entonces sobreviene el estado de posesión que se escenifica en esa otra cara de la rigidez convulsa y nerviosa. Pero no es posesión de un daimon benéfico como el mefistofélico de Fausto, espíritu de negación, dubitación, contradic­ ción que hace posible la acción, la mediatiza y la matiza,

117

le quita la aspereza de lo informe, la hace híbrida de luz y sombra, la inscribe en el universo de lo real al arran­ carla del subjetivismo de lo posible. Otro es ese demonio más arcaico que el Mefistófeles de la era jupiterina (era en la que se traduce el Logos por Acción). Un Mefistófeles terráqueo, más arrastrado, congenial como ninguno al alma femenina de la natura­ leza, a su lado limar y nocturno. «Creía en la naturaleza, en la naturaleza animada y sin espíritu, en la viva y en la muerta, para descubrir en ella algo que sólo se manifestaba en contradicciones y que, por tanto, no podía ser concebido mediante ningún concepto, ni captado por ninguna palabra. No era cosa divina, pues parecía irracional; tampoco humana, pues carecía de entendimiento; ni diabólica, puesto que era ge­ nerosa; ni angelical, puesto que frecuentemente se com­ placía en el pesar. Se asemejaba al azar, pues carecía de consecuencia; tenía parecido con la profecía, puesto que apuntaba a relaciones. Todo lo que nos rodeaba pa­ recía estar penetrado por ella; me parecía disponer arbi­ trariamente con los elementos más necesarios de nuestra existencia; reunía a los tiempos y abría los espacios. Pa­ recía complacerse en lo imposible, rechazando con des­ precio lo posible. A ese ser, que se imponía sobre todos los demás, lo llamé demoníaco, para distinguirlo, para determinarlo, siguiendo el ejemplo de los antiguos y de aquéllos que habían advertido algo semejante. Traté de salvarme de ese ser terrible.» Benjamín, en su soberbio trabajo sobre Las afinida­ des electivas, destaca esta última frase delatora: «Traté de salvarme de ese ser terrible». Y cita oportunamente el horóscopo de Goethe tal como éste lo recoge al co­ mienzo de Poesía y Verdad: «L a constelación era afortunada; estaba el Sol en el

118

signo de Virgo y culminaba ese día; mirábanse amorosa­ mente Júpiter y Venus; no era adverso Mercurio; Satur­ no y Marte mostrábanse indiferentes...»7 Pero cita también el horóscopo más inquietante que da Boíl en su Creencia en las estrellas e interpretación de los astros: «Que el ascendiente de Saturno esté tan próximo y repose en el maligno Escorpión, arroja algunas sombras sobre esa vida; por lo menos una cierta cerrazón será motivada por el signo astrológico dudoso en su conjun­ ción con el ser secreto de Saturno, en la vejez; pero tam­ bién — y ello remite a lo que sigue— a un ser vivo que se arrastra por la tierra, donde se encuentra el planeta “ terráqueo” Saturno, esa fuerte tendencia hacia lo mate­ rial que se atiene a la tierra con torpe amor sensual y con órganos aprensivos.» Frente a Mefistófeles, aguijón benéfico de Fausto que proporciona su impulso ascensional, se delinea un se­ gundo rostro del Malo, otra cara de Mefistos que hunde n la víctima posesa en esos estados conocidos desde an­ tiguo, especialmente vividos en la época de la disolución del clasicismo renacentista, a los que podemos denomi­ nar «satumianos». Tendría lugar, por consiguiente, un desdoblamiento, 7. La interpretación de Benjamín, es, con mucho, la más inte­ resante e importante que conozco sobre Goethe, realizando con creces su pretensión crítica, expuesta en las primeras páginas del texto, donde distingue crítica de comentario en tanto la primera trata con el contenido de verdad, mientras la segunda se ciñe al contenido objetivo. Bueno es cotejarla con los excelentes estudios ilc E- R. Curtius, G oethe com o c rític o , G oethe burócrata y Goethe, características de su m undo, incluidos en Ensayos c rítico s sobre la litera tu ra europea, Barcelona, 1972, donde se examinan en deta­ lle ciertas particularidades biográficas, a la vez que se coteja la concepción del símbolo goethiano con su teoría acerca de los colo­ res y de la metamorfosis.

119

muy pocas veces destacado con precisión, del «espíritu de la negación y de la contradicción», un aspecto bifronte incrustado en el corazón mismo del Ser o de la Natura­ leza. Poco es quizás llamar tedium viíae al sentimiento resultante de esa segunda posesión: un sufrimiento im­ productivo, estéril. Encierro en la cárcel de la subjetivi­ dad. Si el primer Mefistófeles incita al vuelo y a lo lige­ ro, este segundo hunde al sujeto en su interior telúrico, constituyendo el verdadero «espíritu de la pensatez» de que habla Nietzsche. El lugar a donde se llega en ese hundimiento es propiamente, estrictamente Infierno: lu­ gar de hielo, al decir de Baader, al decir de Thomas Mann, donde el sujeto deviene estatua tallada sobre el iceberg. Tundra siberiana, paisaje polar. Allí ninguna incitación o móvil se hace inscripción, empresa. Allí nada florece ni fructifica. Llamaba en mi libro Drama e identidad al in­ fierno «ese lugar de buenas o pésimas intenciones que jamás se contabilizan en acciones». Dominio saturnal de un pensamiento perdido en ensueños taciturnos. Escisión radical del sujeto respecto al mundo objetivo. Duda im­ productiva, contradicción estéril, negación ensimismada, indeterminación irremediable. Y como resultado de ese ascendiente, el quietismo del que se quejaba el viejo Goethe, una suerte de Nirvana de mal agüero de la que no brota ninguna acción, ninguna inventiva, ninguna cons­ trucción. Júpiter y Venus se miraban amorosamente a la luz del Sol, de ahí la compulsión al vuelo, la exigencia de claridad, el fervor plástico y apolíneo. «Sólo la Luna — termina Goethe al dar su propio horóscopo— que en seguida alcanzó su pleno, ejercía el poder de su contra­ fulgor, tanto más cuanto que también habíase iniciado su hora planetaria.» Se delinea así el cuadro de oposiciones: blanco y ne­ 120

gro como polos irrebasables que tienen en el azul y el amarillo su limite cromático, luces y sombras, que en los jirones de niebla matutina y en la noche clara y es­ trellada hallan su temple y moderación, lo aéreo y lo te­ lúrico, el impulso del gusano a salir del estado de crisá­ lida y alzarse al vuelo transformado en mariposa, la ten­ tación del abismo, protagonizada por Lord Byron o por Euforión. Goethe condujo su vida de tal manera que el doble exceso de lo nocturno y lo luminoso no terminaran por vencerlo. Hizo de su vida una excelente administración en la que la intensidad moderada punteaba la vocación por la extensión. Quantum y quale alcanzaron en su bio­ grafía una síntesis armoniosa. Difirió cuanto pudo la cita definitiva, cita que en la crisis pasional del adolescente ofrece la faz terráquea y sombría de la Sturm und Drang, verdadera explosión del elemento saturniano inhibido por una cultura glorificadora del imperativo jupiteríno de la Acción y la Determinación; cita que en los últimos años se presenta como un exceso cegador de luminosidad. Este cuadro de oposiciones constituye lo manifiesto, pertenece a la reconstrucción arqueológica efectuada por Goethe acerca de su propio registro de experiencia. Es, pues, fruto de una lectura interna y por lo tanto una versión, decana desde luego y especialmente sintomática, pero no por lo mismo necesariamente verdadera. El cua­ dro así presentado resulta demasiado estático y anatómi­ co. Desearíamos verlo en movimiento, tal como corres­ ponde a un organismo viviente. Para ello debemos aproxi­ mamos al inventario de figuras que presenta el teatro de marionetas, internamos en algunos personajes del repar­ to. Acaso se delinea la oposición en la proverbial pareja de Fausto y Mefistófeles, pero este genio de la ironía y de la contradicción es demasiado propiciador para Fausto 121

para que resulte visible allí ese «otro rostro de Satán» próximo al «lado malo de la Naturaleza». Nos cela, por consiguiente, un rostro más contrahecho. Hay que acudir entonces al Werther, obra de la Sturm und Drang, pro­ ducto del mal de un siglo que sentía el crecimiento y desbordamiento de ese lado malo y de sus formas mal­ ditas. Pero Werther es un embrión, verdadero homunculus de lo que buscamos. Sin embargo, hay prefiguracio­ nes: esos estados en que Werther, perdido en la cárcel de la subjetividad (y toda pasión que no alcanza a mo­ derarse es en su raíz subjetivista), deja que le invada un sentimiento, deja que éste se pierda en la indetermina­ ción y arrastre en esa pérdida al desdichado. O cuando desmiente sus razones y sus móviles, dando finalmente también mentís al acto mismo de desmentirlos, logrando mediante esta vía negativa una aproximación a lo inde­ terminado y ossiánico. Estados hiper-hamletianos, de cla­ ro ascendiente saturnal, que aparecen en toda su cruda verdad en Torquato Tasso. La concordia discors renacen­ tista ha sido rota en esa primera declinación del ideal armonioso y clásico cuyo brote espectacular lo constituyó la generación manierista. En la corte de Ferrara ya no existe la cumplida síntesis del libro y de la espada, del pensamiento y de la acción, de Júpiter y Saturno. Sólo el príncipe mantiene viva la tradición del uomo singuiare. Pero actúa in extremis como mediador de lo irremedia­ ble, por cuanto sus dos brazos, el brazo armado del Mi­ nistro y Diplomático, el brazo humanista del poeta de la corte, se hallan sumidos en un pleito sin remisión, a modo de enemigos irreconciliables. Antonio no modera su maquiavelismo con la estilización poética, Tasso no modera su ascendiente saturniana mediante el pacto obje­ tivo con las exigencias cortesanas. Se sume en sus estados taciturnos, de manera que libra en el interior de su subje­

122

tividad una batalla sin cuartel de la que no puede re­ sultar ninguna nota armónica. La subjetividad desnuda de mediación con lo objetivo se pierde entonces en el laberinto de los fantasmas del deseo, obstruyéndose entre sí las variadas ramificaciones de éste. Y el perdedor de ese combate es el propio sujeto, que sin embargo siente la tentación de la autodestrucción, con lo que quiere y acaricia su propio descalabro. Entonces todo remedio es enfermedad, nada ni nadie puede salvarlo. Es un demen­ te. Confunde al perseguidor y al perseguido. Y el resul­ tado de este proceso es la retracción, la agorafobia, la inacción, que sólo en virtud del ascendiente benéfico de la Princesa Leonor — congenial por lo demás con esa es­ piritualidad taciturna— logra objetivarse en Poesía. Sin embargo, Werther alcanza un mínimum de obje­ tivación de su m a l: lo inscribe en las cartas que va man­ dando a su amigo. En Tasso el homunculus se ha forma­ do, pero el mal ha crecido también. El estado de pose­ sión es más grave, pero en contrapartida la inscripción por vía epistolar ha trascendido al nivel de Poema de alcance universal. En el que, por lo demás, no se narra la desventura del Símismo, sino que se trasciende en el relato de los hombres de acción y de su universo épico. Ahora bien, en tanto media o repiedia el quietismo taci­ turno la actividad creadora, en tanto la posesión deja paso a la escritura, al imperio del signo sensible, puede decirse entonces que el personaje se halla en vías de for­ mación, de curación. Meister halla al fin escrita en el Templo del Saber su propia vida de aventuras bohemias. Comprende entonces que la aventura era aprendizaje. Sólo la subjetividad ensimismada, posesa por la segunda figura mefistofélica, constituye la esterilidad pura. Ese demonio es, pues, contrario al imperativo vocacional. Tienta al sujeto diciéndole al oído: «desentiéndete de la

123

deuda». Lo sume en el ensueño del sentimiento, le deja perderse en el laberinto de la pasión. Hay una oposición de última instancia entre Pasión y Producción. La figu­ ra de Otilia y la del Capitán constituyen, en Las afinidades electivas, los dos polos de un gravísimo problema, esce­ nificado y pensado por Goethe, pero que afecta a todo ser humano. Pero Otilia y el Capitán son figuras plena­ mente formadas, son verdaderamente especies superiores. A su lado, Werther o Tasso constituyen preformaciones. Otilia es un ser de la naturaleza que extrae de ella su fuerza magnética, su poder de médium, su mimetismo inquietante. Pero también su lado sombrío, autoaniquilador y «am oral». El Capitán realiza el pacto del sujeto y el o b je to : no menos pasional en su amor por Carlota que Otilia, sin embargo modera lo subjetivo con la voca­ ción constructiva, de la que resultan obras de ingeniería y arquitectura. En última instancia la obra de arte, plás­ tica o poética, consuma la síntesis de pasión y producti­ vidad, tomando su savia del elemento subjetivo pero plas­ mándose camalmente sobre el papel o sobre la piedra; En Goethe la obra de arte es cumplida síntesis armónica* En la praxis artística posterior y en su reflexión filosó­ fica, estética, esa síntesis dejará lugar a una vecindad peligrosa de belleza y enfermedad, de arte y tentación del abismo: ya el romanticismo prefigura ese dislocamiento. Todavía en Goethe se consigue armonizar esas instancias, ya vividas conflictivamente: la deuda, la vo­ cación, el signo.V I

VI La deuda se satisface mediante la inscripción. La vo cación se cumple en la producción de signos. Primero

124

hay sombras evanescentes que, al primer toque de incita­ ción sensible, remueven el caleidoscopio de la fantasía de tal manera que el joven no ceja en su nerviosa agita­ ción dubitativa entre el vivir y el escribir. La inspiración es de sobras inoportuna, se cruza en el camino demasia­ das veces al día, de forma que el sujeto se ve obligado a singulares piruetas propias del oficio, escribir poemas de circunstancias en los puños de las camisas o en cual­ quier suerte de papelucho. Lentamente el alma se serena. De fértil teatro de marionetas surge primero cierto homunculus que posteriormente causará espanto al crea­ dor, al modo como causa espanto el monstruo al incor­ porarse ante el Doctor Frankenstein. El joven mata su pasión suicida con la creación de ese impuro sosias que a partir de ese momento adquiere vida independiente. Entretanto el joven se distancia y huye. O si se quiere decir así: deserta. Merced a esa deserción será posible remover la retorta del alquimista, de manera que surjan de ella personajes más enteros: Tasso, Orestes, Meister, Fausto, Germán y Dorotea. El joven inexperto ensueña su presencia futura al sa­ lir de su primer serio atolladero sentimental, pero se trata de un fantasma de la subjetividad percibido en el área del profético presentimiento. Va a caballo por el campo y percibe de pronto a sí mismo volviendo en di­ rección contraria también a caballo, sólo que varios años después. La anécdota queda registrada en Poesía y Ver­ dad, obra con la cual se consuma la operación creativa. En esa obra se da remate a la construcción del propio sosias. N o es su prefiguración en forma de homúncu­ los, sino todo el proceso de aprendizaje y andanzas que conduce al Hombre plenamente formado. Ese Hombre, en su presencia física ante los otros y ante sí mismo, como máscara exterior, constituye la inscripción prime­

125

ra, el signo de identidad, la escritura originaria. El texto Poesía y Verdad es, entonces, la rúbrica de la inscripción. Primero se ha creado el propio monstruo, luego el poeta ha cantado su memoria. Al primer desdoblamiento ha su­ cedido un segundo desdoblamiento. Y en el relato se ha podido construir con esa identidad — primer ingreso en el terreno de la ficción— un personaje equivoco que se añade al reparto del universo novelesco. De ahí que ese personaje sea tan verdadero, examinado desde el criterio estricto de la ficción novelesca. Tanto o más verdadero que si fuera únicamente el resultado de una crónica o de un informe histórico objetivo. Ese avance por la vía del signo y de la ficción aproxima a la verdad. Se trata por consiguiente de la realización del verdadero doble. Un personaje más, un protagonista nuevo surgido de la mis­ ma retorta alquímica, igual que sus hermanos de crea­ ción, sin que su derecho al pronombre personal de pri­ mera persona le conceda mayor envergadura ontológica. De niño debió relatarse a sí mismo su propia trayec­ toria vital y de mayor debió ordenarla en estados de somnolencia por capítulos y parágrafos. Al fin, en la ve­ jez puede permitirse el aplomo de objetivar ese guión diario a través de una equívoca autobiografía. De esta suerte alcanza acuerdo musical, vivencia y símbolo, sien­ do la inscripción objetiva y pública, primero de las obras fantaseadas, posteriormente en la identidad construida, la rúbrica misma del acuerdo. Se trata desde luego de un pacto. Pero por esta vez las dos partes salen gananciosas: el exceso de fogosidad vital no conduce a lo contrario de sí misma, suicidio o desvarío de la mente; su defecto no alcanza a robar al signo su elemento ígneo. Algo se paga como satisfacción de tan ventajoso pacto: la rigidez olím­ pica de la figura de carne, el mal humor del tempera­ mento, cierta ritualización sospechosa del obrar, del co­

126

leccionar, del guardar. El cobro es sabiduría y poesía, en armónica conjunción con el poder: de todo ello rezuma la obra de vejez, la más pura, la más emocionante, el se­ gundo Fausto, Las afinidades electivas, el Diván, Poesía y Verdad. Se realiza la vocación y se satisface la deuda mediante signos sensibles o sacramentos. Y una lección ético-política se desprende de todo ello como testamento educativo: las vidas pasan, las almas vuelan a su esfera propia, quedando entonces firmes las estatuas, las cons­ trucciones, los monumentos, siempre y cuando hayan sido edificados con lentitud y con primor, desde la primera piedra hasta la última. En cuanto a la figura del viejo Goethe, hechura de toda una vida: es en rigor estatua o monumento, símbolo sensible que encama en sí mismo esta aserción. El ritmo de la naturaleza erosiona las más firmes construcciones jurídicomorales. El propio matrimonio acusa deterioro ante la ley de las afinidades electivas. Esta ley devuelve a la naturaleza lo que es de la natu­ raleza, lo que le es demasiado afín. Deja que el gas se sublime para que otras substancias puedan combinarse. El sacrificio de Otilia, víctima propiciatoria al decir de Benjamín, no es en absoluto en vano. Vuelve a sus lares, pues la Naturaleza es su elemento. Pero no sale ganan­ ciosa la ley sobreimpuesta al elemento natural. La ley física de afinidades corrompe la ley lógica, social o nómica del ordenamiento jurídico e institucional. La natura­ leza araña mortalmente la moral, el matrimonio. De ahí que sea Carlota la perdedora en este cruel juego, aun­ que su aplomo y discreción la convierte en la verdadera heroína junto con el capitán. En última instancia su si­ lenciosa presencia destila una lección sutilísima de moral de buena ley: pasmosa heroicidad del Nomos frente a la adversidad de la Fysis. 127

Sólo el capitán alcanza una cota más alta de proxi­ midad con la verdad, por cuanto accede a la inscripción sensible y sacramental. Algo superior a la objetivación creativa del Símismo en el plano natural, resultante del matrimonio, algo que sobrevuela la propia paternidad. Pero también algo más verdadero que la objetivación en­ simismada de la propia ensoñación en un Diario, al modo de Otilia. El capitán alcanza una objetividad sobre-natu­ ral, social, (y por ende sacramental) al encauzar su acti­ vidad en la construcción de interés público, arquitectura, ingeniería. En la creación civil. Prefigura de este modo la figura del Fausto empresario y constructor. En él se realiza el mito masónico que acrisola la novela y que se desvela en el discurso del albañil, dando sentido a la cé­ lebre Ta i pronunciada por Fausto. N o el comienzo de la acción sino el remate. N o el diseño sino el acabado. No la primera piedra sino la última. El signo alcanza su mediación con la acción en la entelequia.V I

V II Yerra por tanto Ortega y Gasset en su interpreta­ ción de la Tat como el nudo comienzo de la acción, la decisión o la sencilla puesta en marcha. Esa acción, en el caso particular del hombre Goethe, se despliega y se plasma en múltiples direcciones, sin que la escritura pre­ valezca sobre las demás. Logró determinarse aliquo modo en cada una de ellas, sin que la concentración vocacional en la órbita literaria, deseada por Ortega, hubiera garan­ tizado en absoluto una cuota más alta de calidad y gran­ deza. De hecho, se aproximó como pudo, como supo, como la historia vivida le permitió, a la realización del 128

ideal del uonto singuiare o del alma que es de algún modo todas las cosas. Su infinita curiosidad, atestiguada por testimonios propios y ajenos, su capacidad de diver­ sificación lo prueban suficientemente. Ese ideal tiene poco que ver con la interpretación orteguiana del impe­ rativo vocacional a la autodeterminación. Porque el ideal humanista pide, exige del hombre determinarse a ser Todo. Ideal que tiene en la figura de Fausto su plasmación póstuma y expresiva. Querer ser todo significa en algún sentido determinarse a ser todas las determinacio­ nes. El terrible peligro de esa voluntad consiste en el fiasco satumiano, su contraplacado dialéctico: ya que el hombre nacido bajo la estrella de Saturno, al no poder ser todas las cosas, las ensueña, las alucina. Entonces todas las cosas son, como en el caso de Nietzsche, su perdición. Entonces el Todo comparece como la nuda in­ determinación. Goethe sufrió esa mala estrella pero logró sobrepujarla. Pudo ser por tanto escritor, estadista, pensador, na­ turalista. Pero ese ingente despliegue de actividad quedó al fin trascendido también en una última y ambigua sín­ tesis: en la poesía y la sabiduría. Instancias próximas a la verdad donde la propia acción y su efecto monetizable como inscripción sensible asoma hacia aquello que las trasciende. Ya que en última instancia la verdad, si bien se plasma objetivamente en acción y en símbolo, rebasa la condición de ambos. Y es por lo mismo meta-humana. Sólo la poesía y la sabiduría, incrustadas en lo sensible activo o poético como lección silenciosa, apuntan a esa instancia liminar. De hecho, excede, rebasa todas las co­ sas. Es unidad negativa y síntesis paradoja!. No perte­ nece por consiguiente al universo de las categorías sino que lo trasciende. Es de iure lo trascendental. Praxis, pro­ ducción, historia objetiva, síntesis sujeto-objeto, se anona­ 129

dan finalmente en ese segundo plano y último. Por esta razón la Verdad carece de adjetivos, que siempre perte­ necen al universo categorial. N o es verdad natural, cien­ tífico-positiva, ni es tampoco verdad social, verdad his­ tórica. No debe por ello confundirse lo categórico con lo trascendental. Sólo esa confusión posibilita interpretar al hombre Goethe como erróneo sustentador de doctri­ nas científicas periclitadas o como cínico conocedor de los procesos sociales. Aquí el marxismo, en su exégesis, es reductor. Adolece por lo demás de su proverbial defi­ ciencia, su ignorancia de la categoría psicológica. Enton­ ces la relación del sujeto con la verdad, el problema de la veracidad, al plantearse únicamente en términos de ver­ dad científica o de verdad socio-histórica, carece de instrumentos de precisión para notificar acerca de los eximentes psicológicos. Dice Lacan de los marxistas que harían bien en dejar libre el lugar de la Verdad, que pre­ cipitadamente adjetivan como social. Y aunque lo mismo puede decirse de Lacan y del psicoanálisis, por cuanto saltan de un pistoletazo de la verdad intersubjetiva a la verdad ontológica, lo cierto es que el marxismo suele con­ fundir también demasiadas veces lo óntico con lo ontológico. En esas circunstancias no puede comprenderse — ni siquiera históricamente, por falta de mediación psi­ cológica— la visceral repulsión de Goethe a todo lo re­ volucionario. No puede comprenderse el papel idéntico que desempeña la catástrofe natural y la social, papel que en la economía de la narración comparece constan­ temente: en Germán y Dorotea, en el Cuento del león y el niño, por no hablar de Poesía y Verdad en su referen­ cia al incendio de Lisboa. Se olvida entonces que Goethe era un hombre del siglo dieciocho con antenas hacia el futuro, se mide su naturaleza de base con el rasero de esas antenas que sobrenadan el dato de partida. Y como

130

buen dieciochesco veía los hombres y la sociedad con mirada de «historia natural», percibiendo el curso de las cosas según la polaridad del continuo y de la catástrofe. Se ignora, por lo mismo, el sutil vínculo de afinidad, si no de identidad, entre el pecho enfermo que se abrasa por el fuego de la pasión — icono socorrido que en Goethe descarrilla su carácter emblemático hasta destilar ver­ dad— , entre la catástrofe natural (terremoto, desborda­ miento, incendio) que rompe el continuum de la vida ciudadano-burguesa encapsulada en la muralla y defen­ dida por torres, pórticos y llaves, y esa tercera especie de catástrofe que redondea el tríptico, hundimiento de las naciones, de las clases, de los estamentos, que tiene en la Revolución Francesa su culminación. Tríptico del horror, desvarío de la mente en la pasión amorosa, lo­ cura de la Naturaleza en el cataclismo, de la sociedad en la revolución. Tríptico de la Sturm und Drang o del mal de un siglo de cuyo morbo quiso Goethe, como pudo, como supo, como Dios le dio a entender, curarse. Él fue el médico de sí mismo. Él fue su propio terapeuta. Pú­ sose a sí mismo en el diván y en virtud de esa opera­ ción, similar a la que somete Hegel en la Fenomenología del espíritu a la consciencia ingenua, surgieron esas figu­ ras del espíritu en vías de formación que son Werther, Tasso, Meister, Orestes, Fausto, el propio Goethe como personaje de Poesía y Verdad. El incendio queda sofoca­ do en virtud de aparentes deserciones, en virtud de apa­ rentes actitudes cínicas. Pero se trata sólo de una aparien­ cia inmediata y poco duradera. De la consciencia ingenua se efectúa el pasaje a la consciencia ya formada y la rúbrica del pasaje es la crea­ ción de vida y escritura. Finalmente esa totalidad com­ parece en el diván, del mismo modo como el joven Meis­ ter al ingresar en el Templo del Saber. Entonces Goethe

131

escribe el relato en profundidad de sí mismo, narra su nosografía, construye su propio historial. De este modo contribuye a la creación plástica y sensible de sí m ism o: logra la objetivación de la identidad, el paso de ésta al terreno objetivo de la inscripción. Goethe se examina a sí mismo con mirada medusea hasta convertir su identi­ dad en objeto. Siente curiosidad respecto a su caso. Con­ suma de esta suerte el arte y el ethos refinado de un auténtico gay saber. N o se percibe en el relato una sola intromisión de los fantasmas subjetivos, deudas mal diri­ midas, culpabilidades sospechosas, autorreproches. Sor­ prende la helada y cálida mirada de una razón que ob­ serva espiritualmente. Sorprende su carácter «no-confe­ sional», tan ajeno al espíritu cristiano, tan ajeno a la moral. En un principio es la amada la que sufre la acción de la mirada medusea. Las manos del poeta confunden el abrazo con el cincelado, ciñen el cuerpo de la mujer romana con hexámetros. En el contexto de las Elegías romanas se advierte todavía un desdoblamiento del obje­ to erótico: el olimpio frente a la taberna. La bella ro­ mana inscribe garabatos sobre la mesa del conventícu­ lo tomando como materia el vino derramado, mientras el poeta olímpico la transfigura en diosa griega. El vere­ dicto acerca de la neurosis obsesiva del poeta, nos cuenta entonces la primera mitad de la aventura: mucho nos dice respecto al equipaje y al programa con que se lanza la consciencia ingenua a sus años de aprendizaje y andan­ zas. Pero nos dice poco respecto a la terapia que se autoasigna. Y ello es lo que importa, mucho más que el sim­ ple recuento de proclividades eróticas primarias. La mala fe del psicoanalista, su argucia de poder consiste en dejar al paciente en estado de mala objetividad, como natura­ leza fatalmente prescripta por huellas inseminadas en la 132

infancia. Entonces incumbe al Otro (el terapeuta) la tarea educadora, curativa. Al menos sucede así en demasiadas ocasiones, aunque desde luego no necesariamente. Lo cierto es que la diagnosis de proclividades deja en el tin­ tero la investigación del proceso de auto-curación. Y es éste el que importa. La exégesis lacaniana muerde con fortuna en la obra juvenil del escritor o en sus recuerdos primeros, con infortunio en la obra de vejez. De las Ele­ gías al Diván media la diferencia entre la neurosis obse­ siva y su curación. En el Diván es la poesía misma y su verdad lo que ingresa en el Diván de la sabiduría. Todo el poema es poesía de la poesía y verdad de la verdad. Las potencias desatadas de la naturaleza, incendio, hura­ cán, arena del desierto, quedan apaciguadas en la inscrip­ ción, cántico del poeta. A sabiendas que éste se empina con el símbolo a la verdad, a sabiendas que esa defensa es a la larga irremediablemente lo contrario de un es­ cudo o una coraza. Porque de este trato con el símbolo destila una verdad más escondida y más secreta, un trato más próximo con la entraña o el meollo mismo de lo na­ tural. Pues no son claros ni unívocos los símbolos. En última instancia, como señala Benjamín, todo se vuelve simbólico: el orden se trueca nuevamente en desorden, caos de lo simbólico. Y entonces ya todo resuena en todo, como en los tratados de magia. Todo se vuelve significa­ tivo. Todo rezuma goce y luz. Por huir del lado nocturno se ha caído en las garras de otro terror más angustiante. De ahí que en medio del Diván emerja el vuelo esa peli­ grosa mariposa de luz que desbarata la apaciguada pron­ titud de la inscripción remediadora.' Miedo a la vida, in-8 8.

Sagt es niemand, nur den Weisen, W eil die Menge gleich verhóhnet: Das Lebend'ge w ill ich preisen, Das nach Flammentod sich sehnet.

133

sinúa Benjamín. Angustia. Pero no respecto a Madame Lamort. Aquí el existencialismo y el psicoanálisis heideggerianizante deben sufrir la interpretación del interpreta­ do. Angustia ante el exceso de luz, angustia ante el exce­ so de goce. Insoportable goce al que continuamente hace referencia Goethe en sus poemas. Por esa razón puede confesar el más espléndido de los escritores, el menos maldito, el más afortunado: «tranquilizaos, no fui feliz».9

Nicht mehr bleibest du umfangen In der Finstemis Beschattung, Und dich reisset neu Verlangen Auf zu hoherer Begattung. Keine Ferae macbt dich schwierig, Kommst geflogen und gebannt, Und zuletzt, des Lichts begierig, Bist du Schmetterling verbrannt. Selige Sehnsucht.

9. Las Elegías romanas, lo mismo que algunos pasajes de Poe­ sía y Verdad podrían resultar «interpretables» en el sentido habi­ tual del término. N o así el W est-oestliches Divan, que al igual que el segundo Fausto, Poesía y Verdad tomada como obra de biografía-ficción y D ie W ahlverw andtschaften exigen trascender,’ comentario e interpretación en crítica. Exigen, en todo caso, inter­ pretación en el sentido musical del térm ino: la que tiene que ver con símbolos, no ya con alegorías. Porque esos textos intentan —y consiguen en la humana medida— decir verdad. Para ello es pre­ ciso experimentar verdad, y en ello estriba toda la dificultad, por cuanto abrasa en virtud de su naturaleza ígnea — abrasa el pecho del poeta que en medio del desierto sufriría la más espantable insolación dé no prevenirse mediante astucia o listeza con los ad­ minículos salvadores, los talismanes— . Gracias a ellos, al igual que en Die Za u berflóte de Mozart, donde la flauta mágica cumple idéntico papel, puede atraversarse el fuego que sale entonces por la boca en form a de cántico y por las manos en form a de inscripción o escritura sobre lápidas, tablillas o papiros. De esta suerte se evita el garabato al viento, la excesiva velocidad del

134

proceso de inscripción y deterioro. Reposa de esta manera el cantor o el poeta y de ello se beneficia la comunidad. Y sin emhurgo le tienta inscribir palabras o signos sobre las olas move­ dizas, del mismo modo que también añora, en feliz nostalgia, un Milto hacia el espacio-luz, com o el que da la mariposa de fuego, que escribe en los aires con su vuelo hacia más allá de si misma, tiendo el vuelo mismo signo. Ultima palabra — secreta, mediodicha tínicamente a los pocos sabios— de Goethe: a esa m ariposa sui­ cida qu iero alabar.

135

.

•' i ;

I

¿Cómo un alma singular, afectada de contingencia y de finitud, puede llegar a ser todas las cosas? ¿Cómo puede acceder al Todo o al Absoluto? ¿Cómo puede efec­ tuar ese acceso de manera que cobre no ya un vislumbre indeterminado de ese Todo, algo así como una oscura in­ tuición en la que su consciencia y su saber queden per­ didos para siempre, sino un pleno conocimiento deter­ minado y concreto de ese T od o? 1 1. Este tema, que constituye uno de los motivos conductores de! texto, se inspira en la idea aristotélica de que «el alma es de algún m odo todas las cosas» ( Anim a est quodam m odo om nia). Todo el problema estriba en la interpretación de ese quodam m o­ do. Se sugiere en este libro la siguiente interpretación: desde el renacimiento hasta nuestro siglo tiene lugar una progresiva degradación de la idea, de modo que el quodam m odo aparece en cada etapa del pensamiento y de la cultura disminuido y como empalidecido. Mientras Pico della Mirándola concebía al hombre como un ser que es todas las cosas, e interpretaba el quodam ­ modo en términos de creación (llegar-a-ser, crear todas las cosas), llcgel interpreta el término com o conocer, saber, legitimando la interpretación mediante la identificación idealista de saber y xer, de pensamiento y realidad. Podría establecerse el siguiente proceso declinante de la idea:

139

Estas preguntas parecen estar implícitas en la Feno­ menología del espíritu de Hegel.’ La originalidad del expe­ rimento que en ese texto se lleva a cabo consiste en dejar al alma singular a su propio impulso, sin arrancarla del hábitat que le es propio, sin forzarla ni coaccionarla des­ de el exterior para que ingrese en otro espacio superior. Se le da un voto de confianza a su propia capacidad de aprendizaje y de avance, de manera que sea ella la que llegue, por sí misma, a violentarse consigo misma y con su propio entorno. Es ella la que se educa y se conduce, es ella su propia pauta pedagógica. El Filósofo asiste al experimento desde fuera, sin interferir lo más mínimo en su camino, un poco a la manera del misterioso dómine que se va cruzando una y otra vez en la senda de Wilhelm Meister, sin revelar su identidad en el curso de la experiencia. Sólo al final del trayecto, una vez el perso­ naje de Goethe ha ingresado en el Templo masónico, una vez la consciencia ingenua hegeliana ha accedido al saber absoluto, puede el mistagogo revelar su nombre propio. Ambos podrán formar entonces una estrecha hermandad fundada en la identidad de sus naturalezas cultivadas.’*2 3

1) Pico della Mirándola: ei alma (humana) llega a ser todas las cosas. 2) Goethe: el alma es un p oco todas las cosas. 3) H egel: el alma sabe todas las cosas. 4) Wagner: el alma sim ula todas las cosas. 5) Nietzsche: el alma alucina todas las cosas. 2. Hegel, Fenom em ologla del espíritu, México-Buenos Aires, 1966, traducción Wenceslao Roces. Los textos citados al final del ensayo pertenecen al capítulo «L a religión revelada», págs. 435 y siguientes. 3. Sobre el carácter de rito de aprendizaje y de pasaje de la Fenom enología y, en general, de algunas obras decisivas de la tradición filosófica occidental, véase mi apunte La filosofía com o drama, Revista Literal, I I , Buenos Aires, 1975.

140

Mas ya en el prólogo de la Fenomenología se nos da cierta pista sintomática acerca de la significación de la experiencia que hace el alma. Se dice allí que ella es ya en sí todas las cosas, que las tiene depositadas en su seno al modo de un legado secular dejado en patrimonio por el espíritu del mundo. Quien a través de su propia exhibición en la historia ha ido tejiendo, lenta y laborio­ samente, eso que a ella, el alma, se le ofrece como nudo resultado. Se le ahorra por consiguiente ese trabajo os­ curo, asignándosele como única tarea levantar el acta no­ tarial que testimonia el recuento del patrimonio. N o tie­ ne su experimento el carácter propio de una intervención o de una praxis, mucho menos de un pronunciamiento. Constituye el reconocimiento de lo que ha sido trabajado para ella y en su interior ha sido depositado. Pues esa alma guarda en sí «todas las cosas». Debe, pues, sondear en su seno y alumbrar ante su mente eso que está allí ya predispuesto. Debe traer para sí eso que posee en si. El alma ya es, por lo tanto, «todas las cosas» en el comienzo de la Fenomenología. Y sin embargo no es consciente de su riqueza. En la primera figura fenomenológica se inicia esa toma de consciencia: sabe la cons­ ciencia sensible alguna cosa acerca de esa plétora, pero sólo en el modo de una certeza demasiado inmediata e informe. Sólo al final del experimento cobrará conscien­ cia de la totalidad del capital del que dispone. Pero ni en el principio ni al final queda ese capital aumentado. Ningún interés se cobra en el curso de esos años de aprendizaje y andanzas. Siempre el mismo capi­ tal, a modo de cosa inmueble. Siempre la misma Cosa, el mismo Dios. El oscuro trabajo fue cumplido. Y a fe que desde toda la eternidad. El filósofo llega, pues, tarde: tarde respecto a la irrup­ ción de algún alma del mundo que, en forma de indivi* 141

dúo universal, concede a Historia y a Espíritu un giro verdaderamente renovado. Le queda entonces al filósofo la oportunidad y hasta el derecho de elevar su corazón exaltado, en verdadero brindis emocional por la figura egregia del general a caballo que se contempla desde la ventana. ¿Será que la empresa épica europea, tras el siglo de las luces, la revolución y el imperio, ha sido ya conclui­ da? ¿Habrá terminado por consiguiente la función: el drama, la tragedia? ¿Habrá exclamado esa Europa que empieza a reconocerse vieja, al igual que Augusto al final de su mandato, Comoedia finita est? Le quedará enton­ ces la consciencia de un pasado, esa dignidad que se con­ cede tras la dimisión de un alto cargo: el eterno derecho a escribir unas memorias. Habrá, pues, lugar para una Consciencia Histórica. En general, para la filosofía. Consciencia que difícilmente podía despuntar en el fragor del combate, fuera éste efectuado en el escenario ilustrado de la cultura universal, o en el político de la toma de La Bastilla y de la guerra internacional. Viejos tiempos en que la pluma y la espada parecían intercam­ biar de continuo sus trascendentes funciones, siendo ob­ jeto para ambas el presente vivo y noticiable. Hermosa edad en que lo periodístico era esencial, universal, en que lo cotidiano era trascendental. Entonces se hacía his­ toria. No había tiempo ni espacio para reflexionarla. Se pensaba al tiempo que se hacía, pero no se redoblaba ese pensar bajo la forma de una reflexión. Ahora esa esen­ cia, esa necesidad, esa trascendentalidad está, para Hegel y su generación, en el pasado. Unos registran ese pa­ sado con sentimiento y con nostalgia, a modo de un viaje mental por lo remoto, medieval y originario. Hegel, más sobrio, más precavido, intenta determinar en con­ ceptos ese sentimiento informe. Pero ese registro concep­ 142

tual deja también idéntica sensación de melancolía. Una melancolía más firme, más genuina, menos aliviadora que la romántica, que es menos melancolía que nostalgia. Más lúcida por lo mismo, en la medida en que lucidez y me­ lancolía son casi términos sinónimos, o por lo menos es­ trechamente emparentados. Se alimenta de una conscien­ cia crepuscular acerca de que la vida, la verdadera vida, los viejos buenos tiempos pasaron ya. Y sólo queda como sustitutivo el recuerdo* El mundo de la belleza, el espíritu estético y la reli­ gión del arte son, así mismo, formas del pasado. Los bellos días de la Grecia clásica pasaron ya y el matri­ monio de Fausto y Helena, según nos lo recuerda otro espíritu contemporáneo en un poema igualmente melan­ cólico, terminaron en obligado divorcio. La acción pro­ ductiva del nuevo Fausto, constructor de caminos, cana­ les, puentes, supone la inmolación del mundo de Belleza protagonizado por los últimos supervivientes, Filemón y Haucis, que caen muertos bajo las huestes de Mefistófeles. El nuevo poder que surge se halla irremediablemente separado de lo bello. Se funda en el imperio de lo útil, configura un mundo sujeto a reglas demasiado compul­ sivas, demasiado serias también, para que dejen cabida u ningún otro resquicio a Belleza y Arte que no sea el de una zona marginal. El propio arte, la propia literatura se halla impregnada de consciencia y saber, es menos arte 4. La filosofía es, desde Hegel, desde Schopenhauer, reflexión t>ost festum que implica e l crepúsculo de la vida. En el siglo ilus­ trado, por el contrario, el filósofo era todavía hombre de acción: hombre de mundo, cortesano, político, periodista. Sobro este «urgir de la filosofía com o lucidez que presupone el ocaso de la empresa épica, véase Thom as M a m : Las enferm edades de la vo­ luntad. Sobre las antinomias entre acción y lucidez, el libro ilc Fernando Savater, Ensayo sobre d o ra n , Madrid, 1975. Asimis­ mo mi Dram a e identidad, especialmente en los dos últimos en«iiyos.

143

que crítica de arte, es a la vez obra y reflexión sobre la obra. O es obra en tanto que reflexión sobre la obra. Es, por ello, menos arte que consciencia estética.5 «Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivifica­ dora se ha esfumado, así como los himnos son palabras de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se han quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus jue­ gos y sus fiestas no infunden de nuevo a la conscienciai la gozosa unidad de ellas con la esencia. A las obras de las musas les falta la fuerza del espíritu que veía brotar del aplastamiento de los dioses y los hombres la certeza de sí mismo. Ahora, ya sólo son lo que son para nosotros — bellos frutos caídos del árbol, que un gozoso destino nos alarga, cuando una doncella presenta esos frutos; ya no hay ni la vida real de su existencia, ni el árbol que los sostuvo, ni la tierra y los elementos que constituían su sustancia, ni el clima que constituía su determinabilidad o el cambio de estaciones del año que dominaban el proceso de su devenir— . De este modo, el destino no nos entrega con las obras de este arte su mundo, la prima­ vera y el verano de la vida ética en las que florecen y maduran, sino solamente el recuerdo velado de esta rea* 5. Es interesante, a este respecto, cotejar la introducción a la Estética de Hegel, allí donde se desarrolla la idea, tan pródiga en consecuencias, tan verdadera, acerca de la muerte) del arte, con la última parte del Fausto I I de Goethe. Ambos, Hegel y Goethe, saben, al igual que los románticos, que lo estético (conciliación de naturaleza y espíritu) se halla cuestionado desde el surgir mismo de la modernidad (caída del Ancien Regime, expansión de la industria). Pero a diferencia de ellos evitan acotar una esfe­ ra separada, algo así com o un parque nacional, en la cual pudiera cultivarse todavía el «sentimiento de la naturaleza», a la vez que pudiera evocarse el pasado histórico. Con plena consciencia del carácter trágico de la opción, evitan esa propensión y apuestan por la construcción de un mundo basado en premisas puramente espirituales, y por consiguiente no estéticas: premisas científicotécnicas, premisas industriales.

144

lidad. Nuestro obrar, cuando gozamos de estas obras, no es ya, pues, el culto divino gracias al cual nuestra cons­ ciencia alcanzaría su verdad perfecta que la colmaría, sino que es el obrar exterior que limpia a estos frutos de al­ gunas gotas de lluvia o de algunos granos de polvo y que, en vez de los elementos interiores de la realidad ética que los rodeaba, los engendraba y les daba el es­ píritu, coloca la armonía prolija de los elementos muer­ tos de su existencia exterior, el lenguaje, lo histórico, etc., no para penetrar en su vida, sino solamente para repre­ sentárselos dentro de sí.» Hegel logra sobreponerse a esta percepción melancó­ lica mediante una arriesgada y audaz apuesta por el saber y la autoconsciencia. Por la lucidez: «Pero, lo mismo que la doncella que brinda los frutos del árbol es más que su naturaleza que los presentaba de un modo inmediato, la naturaleza desplegada en sus con­ diciones y en sus elementos, el árbol, el aire, la luz, etc., al reunir bajo una forma superior todas estas condicio­ nes en el resplandor del ojo autoconsciente mismo y en el gesto que ofrece los frutos, así también el espíritu del destino que nos brinda estas obras de arte es más que la vida ética y la realidad de este pueblo, pues es la re­ miniscencia del espíritu y exteriorizado todavía en ellas; es el espíritu del destino trágico que reúne todos aque­ llos dioses individuales y todos aquellos atributos de la sustancia en un panteón, en el espíritu autoconsciente como espíritu.» El mito y el rito, el teatro con sus máscaras, la épica y la tragedia, el culto al sol, la religión de las flores, la arquitectura lineal y orgánica, la escultura antropomórfica, todo ese mundo de belleza parece perdido para siem­ pre. En la consciencia cómica de la comedia ática crista­ lizó el espíritu ilustrado nacido en el seno de la propia 145

tragedia, en Eurípides, de manera que las máscaras des­ cendieron del pedestal y rebajaron su estatura hasta aquélla, humana, susceptible ya de novelarse. Cayeron las máscaras al tiempo que despuntaba la consciencia crítica. Fueron heridas de muerte por esa risa del come­ diante que constituye el efecto en el alma del decalage entre la estatura trágico-heroica de la máscara y su ver­ dad humana. ¿O no es la risa efecto de verdad, auténtica verificación? El mundo artístico del simulacro dejó paso al mundo sobrio de la verdad revelada.4 6. Para que exista espacio para eso que se llama novela ba de producirse esa previa «calda de las máscaras» protagonizada por la consciencia cómica. Las máscaras se han vuelto ridiculas y pretenciosas, derivan hacia lo grotesco. Queda com o objeto de atención el «su jeto» que las sostiene: el hombre. Su dignidad es simultánea a ese des-enmascaramiento. ' Pero desde mediados del pasado siglo comienza a sospechará que inclusive el hombre es una máscara. Todavía Fichte y Feuen bach pudieron recuperar, si bien de form a problemática y con­ flictiva, el «humanismo» de un Pico deJla Mirándola. Pero desde Marx, desde Nietzsche, desde Freud, parece com o si ese ser, Heno de dignidad, que parecía alzarse tras el crepúsculo de los dioses y de los héroes (las máscaras), comenzara a padecer terribles hu­ millaciones: aparecería también como máscara bajo la cual aso­ maran fuerzas de diverso orden: económicas, biológicas, libidinales. La novela, en consecuencia, deja de tener héroes, como todavía tiene en Stendhal: los protagonistas son Dinero (Balzac), Herencia (Zola). La consciencia adecuada a esa mutación de esca­ la es, nuevamente, la consciencia cóm ica: desde ella puede escri­ birse la enciclopedia de la estupidez humana (Flaubert). En este sentido es sugestivo leer Bouvart y Pecuchet com o una posible parodia de la Fenomenología del espíritu y del espíritu inquieto y eternamente curioso de Fausto. A través de esos personajes pasa todo el Saber y la Cultura de la época, al igual que a través de la consciencia ingenua. Pero los personajes son el contraplacadfl) mismo de héroes com o Wilhelm Meister, Fausto o el propio Goe­ the: quieren saber todas las cosas, pero a través de las intermi­ nables páginas de la novela no se percibe ningún avance, ningún progreso, com o tampoco se percibe avance ni progreso alguno en el eterno deambular acerca del mismo punto de Federico en la Educación sentimental. Puede decirse que en Flaubert se pro-

146

En vez de ese mundo en que el espíritu se reconocía en la piedra que tallaba, obra del artesano, o en el himno que cantaba, obra de músico y poeta, surgió un mundo de otra especie, un mundo transparente al espíritu, un mundo convertido él mismo en espíritu, subjetivado, his­ toriado, humanizado, carente de sustrato físico y senso­ rial, hechura del concepto, de la ciencia. En ese mundo no precisa el dios templos ni estatuas, ya que el espíritu encarnado en hombres es su propio templo, su propia estatua. Ya en la ilustración griega, ya en la comedia ática sur­ ge esa primera irrupción de espiritualidad autoconsciente que en la Ilustración y con la Revolución y el Imperio termina por implantarse. En ese brote primerizo aparece alegre y confiada, feliz y satisfecha de sí misma. De un modo todavía espontáneo y natural arremete con el mito y con el rito, deja caer las máscaras del teatro todavía religioso. Con la religión revelada se intensifica un pro­ ceso que alcanza su mayoría de edad en ese siglo iluminista en el que el arte alcanza su verdad en su forzado Ingreso al panteón: ése que se llama Salón, Museo, ése que se llama Estética, ése que se llama Arqueología, Cons­ ciencia Histórica. Hegel constituye la melancólica culminación de ese proceso

«luce la quiebra de la idea misma de Bildungsroman y del rito de aprendizaje y de pasaje que implica. Abre el espacio por donde i lrcularán esos personajes sin trayecto y sin identidad que proliloran en la novelística m oderna: en Joyce, y sobre todo en Hcckett.

147

III.

W AG NER: IN C IP IT COMOEDIA *

* ' Este ensayo elabora el trabajo aparecido en Cuadernos de Ui Gaya Ciencia, II, titulado Wagner: P roteo y Dionisio.

Añadir unas páginas más al descomunal sumario crí­ tico que aplasta la presencia, en otros tiempos polémica, del Mago de Bayreuth podría resultar, en otra circuns­ tancia que la presente, una temeridad incontestable, agra­ vada por el hecho de que el firmante de estas páginas no es un profesional de la música sino un simple aficiona­ do. Claro está que Wagner era algo más — o algo menos, según se mire— que un músico. Cabe entonces la coarta­ da siempre a mano de que su obra crítica, pero también, qué duda cabe, su obra dramático-musical, afecta a cam­ pos de experiencia y cultura distintos del musical, inte­ resando en consecuencia al literato, al filósofo, al crítico de la cultura. Pero no puede olvidarse al respecto lo que ya en 1933 decía Manuel de F alla: «Sobre la estética de Wagner, sobre su romanticismo exasperado, sobre sus in­ tenciones filosóficas, etc., ya se ha dicho todo, y aún más de lo que había que decir».1 El riesgo de afirmar en nom­ 1. Manuel de Falla, «Notas sobre Ricardo Wagner en el cin­ cuentenario de su muerte», Revista Cruz y Raya, Madrid, septiem­ bre de 1933.

bre propio lo que constituye parte conocida del sumario, atribuible a un imperdonable desconocimiento de la to­ talidad del mismo, parece entonces demasiado grande para que tenga ningún sentido seguir dejando correr la pluma. Tanto más cuanto que los tiempos no parecen predisponer a ninguna recepción interesada de unas pá­ ginas que versan sobre cierto personaje que, si en tiem­ pos no muy lejanos todavía desató acciones y pasiones, hoy sólo se mantiene vivo en el recuerdo de una minoría de entusiastas sin ningún protagonismo en el seno de la cultura viva. Pero quizás por eso mismo puede reflexionarse sobre la significación de su obra con calma y moderación, de manera que de su aparente realidad de objeto antiguo pueda extraerse un contenido y una significación que, convenientemente percibida, ilumine, a la vez que la época en que esa obra se inserta, también la nuestra, si­ quiera sea de una manera indirecta. Si Wagner asocia su destino a una familia espiritual, de clase, cuyo apo­ teosis — así como también el germen de su ruina— tiene lugar en el tiempo mismo en que dio a luz sus obras más significativas, cuya fecha crucial es 1848, entonces puede decirse que en él se establece un nexo o una red en la que se anudan algunos de los hilos sueltos de his­ toria europea más relevantes para conocer el suelo sobre el cual nos encontramos.2 2. Para algunos, así por ejemplo, A. Coeuroy, Wagner et Vesp rit rom antique, París, 1965, Wagner constituye la culminación y el remate del espíritu romántico, condensándose en él motivos ideológicos, estéticos y de sensibilidad presentes en Hoffmann, en Novalis, en Weber; para otros, en cambio, constituye «le dépassement du romantisme», así por ejem plo René Leibowitz, Les jantómes de l'opera, París, 1972, quien sostiene esta tesis desde el punto de vista ideológico y musical; asimismo también — desde el pun­ to de vista estrictamente ideológico— B. Maggie, Aspects o f wag-

152

Wagner fue feuerbachiano, creyó en un humanismo integral que revocaría las viejas tablas de la era de los dioses, participó activamente en la revolución del 48 en calidad de activista junto con Bakunín, simpatizando con las ideas de éste? Wagner se desengañó de estas convic­ ciones, abrazando la doctrina pesimista de Schopenhauer. Wagner fue ferviente nacionalista, alentando el fermento de ideología pangermana y racista, francófoba y antise­ mita que con el nacimiento del segundo imperio empeza­ ba a tomar cuerpo. Wagner derivó al final de su vida hacia un misticismo religioso del que es testimonio su ópera Parsifal. Wagner, pues, sufrió múltiples conversio­ nes, abrazó en su vida múltiples credos, constituyendo algo así como la superficie de registro en donde la época dejó caer toda su simiente ideológica. Wagner, en cuanto3

nerianism, Londres, 1968, quien sostiene ei carácter precursor de Wagner respecto a la teoría psicoanalítica. En cualquier caso puede afirm arse que Wagner se halla en el lugar mismo de separación y de juntura entre el «espíritu román­ tico» y la atmósfera fin du siécle. E llo explica la profunda conmo­ ción que produjo en sensibilidades com o la de Baudelaire, atesti­ guada por el magnífico ensayo de este poeta y crítico sobre Tannhauser (Richard Wagner ei Tannhauser á París, 8 abril 1861, en Baudelaire, V a r i rom aniique, París, 1968), en el que efectúa una coherente lectura de la música wagneriana desde el registro sim­ bolista. 3. Véase el excelente relato que nos ha dejado el propio Wag­ ner de los sucesos revolucionarios del 48 en la ciudad de Dresde, en compañía con Bakunín, de quien hace un singularísimo retra­ to, en Ricardo Wagner, M i vida, Barcelona, 1944, págs. 298-335. En cuanto a la relación de Wagner cotí la filosofía de la izquierda hegeliana y particularmente con Feuerbach, véase, aparte de las propias declaraciones del artista en su autobiografía ratificadas por sus escritos del período anterior a su «conversión» al pesi­ mismo estético de Schopenhauer (especialmente La obra de arte del porvenir), las oportunas referencias a Wagner de Karl Lówith. He Hegel a Nietzsche, Buenos Aires 1968.

153

a sus creencias, atestigua una naturaleza de carácter pro­ teico. En lo que sigue me ceñiré a este curioso aspecto de su personalidad para adentrarme en el enredado uni­ verso en que le tocó vivir.

II El siniestro juego de embustes apenas disimulados por sospechosas rectificaciones que sucede al escrito francófobo de Wagner titulado la Capitulación * sería quizás un indicio tendencioso para penetrar en la psicología de un artista que obliga con demasiada frecuencia a repetir las siguientes palabras de Manuel de Falla: «Siempre que me hallo ante la música de Wagner procuro olvidar a su autor. Nunca he sabido soportar su vanidad altanera ni aquel empeño — orgullosamente pueril— de encarnar en sus personajes dramáticos. Se creyó Sigfrido, y Tristán, y Walther, y hasta Lohengrin y Parsifal. Claro está que el caso es característico de su tiempo; al fin y al cabo, Wagner era como tantos otros de su categoría, un enor­ me personaje de aquel enorme carnaval que fue el si­ glo xix, y al que sólo puso término la Gran Guerra, prin­ cipio y base del gran manicomio que está resultando el siglo en que vivimos».4 5 No puede reprocharse a un francés como André Coeuroy que deslice la sospecha de duplicidad respecto a Wag­ ner en el affaire que siguió a la publicación del aludido escrito francófobo. Esa misma sospecha puede desper­ 4. La anécdota queda detalladamente reseñada en el libro, ya citado, de A. Coeuroy, capitulo titulado Teutonisme, págs. 143 ss. 5. Manuel de Falla, obra citada.

154

tarse en otros momentos de la biografía del artista en que se percibe una extraña combinación de fanatismo y oportunismo en ocasión de cualquiera de sus múltiples conversiones a tal o cual creencia.* Wagner pasa de una creencia a otra con enorme desparpajo, reproduciendo en cada caso idéntica fe de carbonero, con su secuela de adhesiones y persecuciones. Como señala Hadow, «por naturaleza era incapaz de respetar o comprender ningún punto de vista que no fuera el que tenía inmediatamente frente a sí; pegaba fuego sin remordimiento a lo que había adorado: era de la raza de aquéllos para quienes la persecución es complemento y culminación necesaria de la conversión».6 78 ¿Qué explicación puede darse de esta proclividad psi­ cológica? ¿Basta cerrar el sumario con la acusación de duplicidad, oportunismo, combinados con fe ciega de car­ bonero, tan fanática como superficial? ¿O se hace ne­ cesario penetrar algo más en el móvil vocacional con el fin de esclarecer y comprender este aspecto de la perso­ nalidad de Wagner? Esa vocación era, a lo que parece, las tablas. Ya des­ de niño acusó una predilección apasionada por el tea­ tro.* El histrionismo de su personalidad, ese componente histérico señalado una y otra vez por Nietzsche, debe considerarse entonces derivado de su misma pasión vo­ cacional. La pasión de Wagner por la escena puede expli­ car, quizás, que en ella se sintiera en el hábitat más na­ tural, más espontáneo, más real, sintiéndose en cambio 6. El lector que conozca M i vida podrá atestiguar, me parece, esta afirmación. Wagner probaba sus convicciones a través de discusiones acaloradas en las que, seguramente, afianzaba, a tra­ vés del pa th oi de las mismas, su fe incipiente. Parece incluso como si ese pathos fuese el verdadero soporte de dicha fe. 7. W. H. Hadow, Ricardo Wagner, México, 1951, pág. 36. 8. M i vida, págs. 40 ss.

155

con frecuencia en los asuntos de la vida real, de un modo inconsciente, representando un papel. Si pues se creyó Sigfrido y Parsifal, ello es debido a que los lindes entre el escenario y la vida real se le borraban con frecuencia, de manera que hasta su propia identidad quedó de esta suerte sometida al eterno juego teatral del cambio de papel y de máscara.* Esa confusión puede percibirse in­ cluso en sus amores. Saliendo al paso de la interpreta­ ción canónica de la génesis del Tristán, Marcel Doisy duda que fuese la aparición de Matilde Wesendonk lo que predispusiera al autor a la creación de la obra de arte, verificando la afirmación del propio Wagner de que el arte comienza cuando cesa la vida y la felicidad.10 «Es 9. Esta proclividad es asumida conscientemente y sublimada en el plano metafisico en el período de su relación con Matilde Wesendonk, com o lo atestigua plenamente el epistolario dirigido a ella (R. Wagner, E pistolario a M atilde Wesendonk, Buenos Aires, 1948): la metafísica de Schopenhauer, lo mismo que los dramas^ calderonianos —que en esa época leyó— constituyen el soporte doctrinal de una experiencia que en el am or a M atilde halla su concreción vivencial y en Tristán e Isolda su concreción artística. Ahora bien, es propio de Wagner el continuo fluir, sin solución de continuidad, de la vivencia al arte, del arte a la metafísica, de manera que finalmente el lector de las cartas no sabe a ciencia cierta dónde termina la experiencia y dónde comienza la repre­ sentación, dónde acaba el sentimiento y dónde se inicia la refle­ xión sobre el sentimiento. Esas cartas, escritas en la época de pro­ ducción del Tristán, parecen apuntes o borradores de esta obra, cuando no reflexiones sobre la misma urdidas sobre el texto re­ cién escrito. 10. Wagner se retira del plano vital de sus amores —y de los conflictos resultantes de ellos— con el fin de encontrar esa ansia­ da paz, reposo y liberación que continuamente, en su vida y en su obra (piénsese en el Holandés errante, en Tannhaüser, en Wotan, en Siegmund, en Parsifal, en el propio Lohengrin) ansia. Escoge com o escenario Venecia. En M i vida explica la angustiosa sensa­ ción que le producen las góndolas, por su form a y por su color, a las que veladamente asimila a la barca de Caronte. Venecia signi­ fica en cierto m odo paz, liberación, pero asimismo muerte: fin del deseo, apaciguamiento com pleto de la pasión. Desde allí escribe a

156

posible preguntarse en qué medida no será, por el con­ trario, el estado espiritual en que le sumergía esa obra ( Tristón) la que influyó en la eclosión de ese amor, del mismo modo como esta pasión contrariada y su fracaso final alimentaron sin ninguna duda el desenlace del draMatilde unas cartas que versan sobre este único tema: la subli­ mación del deseo vencido en la paz redentora, paz que implica renuncia, separación, ausencia. Y la trascendencia de ese momen­ to negativo en la creación artística, paso previo para alcanzar la santidad. El arte implica, por consiguiente, el ocaso de la voluntad de vivir y de la órbita del deseo y de la pasión, su cumplida tras­ cendencia en una voluntad creadora de nuevo cuño, más allá de la pasión, pero asimismo más allá de la muerte. El arte aparece en la reflexión de Wagner en esas cartas como instancia antitética respecto a la Naturaleza, cuya fuerza ciega conducente a una producción y reproducción sin tino y sin oriente queda entonces trascendida. El arte es, pues, algo antinatural. Lo mismo el verda­ dero amor, el amor ganado en la renuncia y en la ausencia: amor que se yergue orgulloso frente a la fuerza reproductiva y fecun­ dante de la Naturaleza; amor por consiguiente estéril. En esa reflexión, la esterilidad trama una relación esencial con la belleza: «L a Naturaleza persigue sus fines ciegamente, no se ocupa más que de la especie, es decir, no quiere más que vivir siempre de nuevo, recomenzar hasta el infinito. El individuo al que carga de todos los sufrimientos de la vida no constituye más que un gra­ no de arena en esta inmensidad de la especie, grano al que la Naturaleza puede reemplazar miles y millones de veces... ...La naturaleza no es «sagrada» salvo cuando se eleva a la serenidad... ...En mí todo es antinatural. Ignoro lo que es la familia, lo que son los padres, los hijos; mi matrimonio no fue más que un experimento de paciencia y de piedad... ...La vida, la realidad asume cada vez más la form a del sueño; los sentidos son enervados; la vista se nubla; el oído que quisiera ofr la voz del presente no puede percibirla. Donde estamos no nos vemos, solamente en donde n o estamos se fija nuestra mirada. Asi pues, el presente no existe; el futuro es la nada...» Todo lector y conocedor de la obra de ese gran wagneriano —y schopenhaueriano— que fue Thomas Mann (que sin embargo mantuvo siempre una distancia irónica e inteligente respecto a sus maestros) percibirá en el escenario (Venecia) en la problemá­ tica (relación entre arte y vida, entre belleza y fecundidad, e n tre

157

ma, que es posterior a la ruptura. Éste es un tema que podría conducir a un turbador estudio psicológico.» 11 No seria, desde luego, el primer caso de un artista que organiza su vida desde y a partir de sus creaciones artísticas, de manera que el sujeto empírico se hallara sometido a las leyes autónomas del sujeto creador, ver­ dadero sujeto trascendental que gobierna y condiciona el desarrollo de la experiencia. Ese sujeto empírico pasaría entonces a la condición de personaje, a modo de persona del drama, siendo entonces ora Lohengrin, ora Tristán, ora Parsifal, según las necesidades del proceso de crea­ ción. En virtud de ese pasaje el creador podría asegurar; de una manera exitosa, el cumplimiento del imperativo vocacional y con él la consumación de su obra en todas sus etapas sucesivas. Las metamorfosis del individuo co­ rrerían paralelas o serían consecuencia de las metamorfo­ sis de la obra creativa. Wagner habría sido feuerbachiano en la misma medida en que se identificaba a la vez con Wotan — el héroe de los tiempos presentes— y con Sigfrido — el héroe del porven ir;*12 habría sido schopenhaue-

arte y producción) incluso en la anécdota de las relaciones de Wagner con Matilde Wesendonk, sublimada en el Tristán, uno de los puntos nodales de donde arranca la inspiración de dicho escri­ tor, como lo atestiguan sus relatos Tristán, La muerte en Venecia, pero asimismo Los Buddenbrook en la última parte de la novela, asi como su escrito sobre el matrimonio, y sus ensayos consagra­ dos a Schopenhauer y a Wagner, especialmente Grandeza y sufri­ mientos de Ricardo Wagner, 1933, Ricardo Wagner y E l anillo del Nibelungo, 1937, Obras completas, Barcelona, 1968. 11. Marcel Doisy, prefacio a la edición bilingüe del Siegfried, París, 1971, pág. 26. 12. Son expresiones del propio Wagner, exteriorizadas en car­ ta a su amigo y correligionario Roeckel (ambos eran amigos asi­ mismo de Bakunín): «Fíjate con atención en Wotan, verás hasta qué punto se nos

158

riano en la medida en que se desengañaba de este héroe y de su calidad de «ser de la naturaleza», identificándose entonces con su heroína Briinhilda, la divinidad despo­ jada de todos sus atributos, convertida en ser humano, pero a la larga desengañada de esa misma humanidad de la que esperaba su propia redención, que al final del Crepúsculo de los dioses asciende de nuevo a la casa pa­ terna, al Walhalla, sólo que una vez lo ha convertido en una pira ardiente.13 Pero Wagner habría también trascendido este punto de vista pesimista en su conversión religiosa y mística correspondiente al período del Parsifal. Habría, por con­ siguiente, seguido en su biografía las leyes autónomas fijadas por la obra de arte, siendo entonces la creencia —y su secuela de conversión, renegación, demarcación entre lo bueno y lo malo, entre lo pío y lo impío— el efecto o la consecuencia de esa peculiar tiranía de la obra sobre su «autor». En algún sentido en Wagner — de se­ guirse hasta el final esta hipótesis, cuyas limitaciones explicativas no se me escapan— se habría producido la inversión de la relación supuestamente normal entFe el creador y su obra. Se ha dicho con frecuencia que Wag­ ner era un perfecto seductor. Cabe decir al respecto lo que Thomas Mann recuerda en Lotte en Weimar relati­ vo a la seducción: el artista, seductor nato, es también o por lo mismo el gran seducido, siendo la Belleza (cara

parece: Es la suma de la inteligencia del tiem po presente, mien­ tras que Siegfried es el hombre aguardado y querido por noso­ tros, que debe hacerse a sí mismo merced a nuestra aniquilación, el hombre más perfecto que imaginarse pueda.» 13. Por no hablar de su identificación con Tristón, atestigua­ da hasta la saciedad —y hasta el aburrimiento— por la corres­ pondencia con M atilde Wesendonk.

159

visible de la Muerte) quien continuamente le seduce.'4 Wagner fue una cabal personificación del seductor-sedu­ cido. Y fue su obra misma, su creación, el signo sensible de Belleza que actuó sobre él como agente de seducción. Seducido por sus obras, seducido por esos personajes que encamaba y con los cuales se identificaba, pudo a su vez seducir y hechizar a los demás con su trato, con su música. Al igual que el hechicero de que habla LeviStrauss, antes de poder encantar e hipnotizar a sus «pa­ cientes», debió en algún profundo sentido encantarse e hipnotizarse a sí mismo, confirmando el mecanismo se­ gún el cual se hace posible contagiar a los demás una convicción, un credo, un fanatismo: sólo el que previa­ mente ha conseguido convencerse a sí mismo, persuadir­ se a sí mismo respecto a cierta creencia puede, a posteriori, convencer a los demás.15 N o es causual que Nieto14. Idea que late a lo largo del hermoso monólogo de Goethe en el capítulo séptimo de la novela de Thomas Mann. Sobre la relación Belleza-Muerte, recuérdense los versos de Van Pialen citados por Mann en su ensayo sobre el matrimonio. 15. Levi-Strauss, E l hechicero y su magia, en Antropología estructural, donde describe con precisión el extraño tablado tea­ tral que monta el hechicero con la finalidad expresa de «incorpo­ rar» la enfermedad (el mal espíritu) de la victima, reproduciendo en sus ademanes y movimientos, en verdadera función mimética, los que son característicos del paciente. Puede decirse entonces que la identificación — térm ino fam iliar en la literatura psicoanalítica— constituirla una form a menguada de posesión, una modulación a escala en tono menor del tema genérico de la mimesis, tema de trascendencia fundamental para comprender algunos de los mecanismos más inquietantes que están en la base de nuestro funcionamiento psíquico, pero asimismo de toda realidad escénica. Sobre la vinculación entre las aptitudes miméticas y la iner­ vación somática de la ficción, Wagner deja multitud de indicios en su biografía: continuas erupciones e hinchazones, erisipelas. Verdaderas «enfermedades imaginarias» en sentido riguroso: ya que la causa eficiente de la enfermedad es, en esos casos, proba­ blemente lo Imaginario. También en este punto Thomas Mann ha

160

sche, en los escritos que siguen a su ruptura interior, previa a la ruptura exterior, con Wagner, tratara por todos los medios de escudriñar el mecanismo de pro­ ducción y transmisión de las creencias.*16

III Nos hallamos, por consiguiente, próximos a la mítica figura de Proteo, ese personaje sin sustancia ni entidad que es o se resuelve en sus múltiples metamorfosis. Nos hallamos, también, en vecindad con la hechicera Circe, verdadera diosa de toda escenografía en su calidad de propiciadora de continuas mutaciones de las cosas y los objetos en virtud de sus poderes mágicos.17 El sumario encontrado materia para sus finísimas observaciones: recuérdese el personaje Christian en Los Buddenbrook, pero sobre todo Félix Krull (y sus inquietantes experimentos con la contracción de la pupila y con las «fiebres imaginarias»). Es característico de la tipología del «artista» que ofrece Mann esa experimentación de la facultad mimética con el propio cuerpo. Confróntese este pro­ blema con las nosografías freudianas en torno a la histeria: hay aquí un tema de interés poco corriente que debería ser tratado con detalle y precisión, pero sobre todo con amplitud de miras y sin presupuestos doctrinarios de ningún orden. Sobre la relación entre la práctica del hechicero reseñada por Levi-Strauss y el problema de la creencia, véase el magnífico tra­ bajo de Octave Mannoni, Ya lo sé, pero aún así..., incluido en La otra escena, Buenos Aires, 1969. 16. Ya en los escritos íntimos o «esotéricos» previos a la ruptura exterior, centrados sobre Wagner, pero sobre todo en los escritos de la etapa llamada —con o sin fortuna, no entro aquí en la cuestión— «positivista», en los que Nietzsche prolonga la Investigación sobre la génesis de la creencia moral efectuada por su amigo Paul Rée. 17. Sobre las figuras de Proteo y de Circe, véase la excelente investigación sobre la cultura del barroco de Rousset, C irce y el pavo real, Barcelona, 1973.

161

acusatorio nietzscheano contra Wagner se perfila a tra­ vés de estas caracterizaciones: magia, hechicería, estupe­ faciente, anestesia de la voluntad propia y ajena, histrionismo, histeria.1* Términos que sólo pueden resultar pe­ yorativos para un alma ajena al universo escénico. En general, al universo de la ficción. Esa alma es la del filó s o fo : de Platón a Nietzsche, la vecindad con el artista resulta para él altamente atractiva e insoportable a un tiempo. ¿Puede sorprender que en La República se expulse al artista de la ciudad alegando su sospechosa vecindad con la mentira y con la produc­ ción de simulacros, toda vez que previamente se ha tra­ zado una nítida línea de demarcación entre la divinidad pertinente a la contemplación del filósofo, que es de na­ turaleza una y homogénea, simplicísima y purísima, no contaminada por ninguna mutación, y el falso pretendien­ te a la divinidad, ese ser que nunca es y siempre devie­ ne, ese ser que no es propiamente ser, carente de sustan­ cia, eternamente impuro y variable, sinónimo de simula­ cro, de eidola, resuelto en metamorfosis continuas, al que Platón compara con el personaje aludido de Proteo? w El artista, congenial a esta figura mítica, encama la figura 1 9 8 18. Expresiones continuas que aparecen en E l caso Wagner y en Nietzsche contra Wagner, pero en general en toda la pro­ ducción nietzscheana del último periodo. 19. «¿Hay que considerar, acaso, a un dios como a una especie de mago capaz de manifestarse de industria cada vez con una form a distinta, ora cambiando él mismo y modificando su aparien­ cia para transformarse de mil modos diversos, ora engañándonos y haciéndonos ver en él tal o cual cosa, o bien lo concebiremos, más que ninguno incapaz de abandonar la form a que le es pro­ pia?» ( República, 380 d). Poco más adelante, en 381 d, alude Platón explícitamente a Proteo, amonestando a aquellas madres que, influidas por los poetas, asustan «a sus hijos contándoles mal las leyendas y hablándoles de unos dioses que andan por el mundo de noche, disfrazados de mil modos com o extranjeros de los más varios países».

162

del embaucador, verdadero mimo del conocimiento, como el sofista: no es todas las cosas, únicamente las simula, no conoce todas las cosas, sencillamente las refleja en un espejo que gira en todas las direcciones.20 Todo el drama de la filosofía platónica, gravita en tomo al problema de la mediación del Uno con el Todo, lo én kai tó pán. Las aporías resultantes de esa media­ ción aparecen en toda su crudeza en el Parménides: ora el Uno debe ser negado con el fin de que pueda afirmar­ se el Todo, ora, por el contrario debe negarse el Todo con el fin de poderse afirmar el Uno. En el primer caso, la totalidad se vuelve insustancial e infundada, lindando con la condición del simulacro, de manera que la demarca­ ción entre sabiduría y engaño, entre filósofo y artista, entre conocimiento e ilusión amenaza con borrarse. En el segundo lugar, la Unidad se vuelve mística e inalcan­ zable, sumiendo al pensador en la tesitura de una per­ secución desesperada de su objeto apetecido y deseado que jamás tiene satisfactorio colofón.21 N o es casual que Nietzsche retome algunos de los tópoi más característicos del platonismo con la expresa finalidad de invertir esa filosofía. Entre ellos, la concep­ ción acerca de la connivencia del arte con la mentira, con la ilusión, con la apariencia, con el mundo de la eídola. El artista es productor de engaño, es embaucador, es se­ ductor. El verdadero artista es Dionisio, dios de las apa20. Para comenzar, el poeta — con la sola excepción del poeta épico o lírico en los pasajes en que habla en nombre propio— esconde su identidad, dejando la palabra a los personajes, «otros» que «él mismo». Ese camuflaje se consuma plenamente en el arte escénico, tragedia o comedia, donde el autor desaparece ante el tinglado, efectuando de este m odo una mimesis perfecta. 21. Sobre este tema, los excelentes libros de V íctor Gómez Pin, De usía a manía Barcelona, 1973 y E l drama de la ciudad ideal, Madrid, 1974.

163

riendas que, parecidamente a Proteo, se resuelve en sus continuas metamorfosis de rostro, de máscara, de piel. Verdadero demonio al decir de Nietzsche, para quien el demonio es fundamentalmente «p iel».22 La figura de Wagner aparece entonces a la vez como confirmación de estos asertos y como experimenttim crucis de los mismos, por cuanto su naturaleza proteiforme presenta rasgos ambiguos y sospechosos que lo emparentan, en vecindad peligrosísima, con el dios de las máscaras, Dioniso y que también lo distancian en algún sentido sutil y difícil de capturar, hasta el punto de destacarlo como, el «falso pretendiente» a la titularidad dionisíaca. Podría incluso pensarse como hipótesis que Proteo constituye entonces la versión espúrea de Dionisos. Tema éste que merece cierto rodeo explicativo.

IV La mitología en que se plasma la corriente del deseo nietzscheana traza la figura, tantas veces evocada, de un triángulo compuesto por Perseo-Ariadna-Dioniso. Este úl­ timo es el artista, vencedor del héroe, que cobra como prenda de su victoria la posesión de Ariadna. De esta suerte queda comprendida la relación Wagner-Cósima, la separación de ésta de su marido y de su padre. En el seno de esa constelación triangular trata de hallar el in­ truso pensador un lugar en la estructura. Sólo al final de su vida y en el registro alucinatorio de la locura, tras 22. «Cuando el diablo cambia de piel, ¿no se despoja también de su nombre? El nombre es, en efecto, también piel. El diablo mismo es tal vez p iel.» Así habió Zaralhustra, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, 1972.

164

la trágica declaración de amor (Cósima, te amo) halla al fin, ya en plena obnubilación, ese lugar siempre ocu­ pado («Y o soy el marido de Cósima Wagner»).232 5De ahí 4 que en las últimas cartas pudiera al fin firmar según su verdadera identidad, Dioniso. Pero también: Dioniso-crucificado. Este sintagma — Dioniso crucificado— sirve de índice explicativo de esa diferencia que buscamos entre el dios de las máscaras y su peligroso pretendiente, Proteo. En efecto, Dioniso, como Proteo, cambia de máscara, cum­ ple la ley de las sucesivas metamorfosis, pero a diferen­ cia de éste cada movimiento, cada pasaje, constituye una verdadera conmoción que afecta a las entrañas mismas del alma y del cuerpo del personaje, el cual cambia de piel dejando a la vez, por así decirlo, la piel.* De hecho, cada mutación significa una verdadera ago­ nía, un verdadero getsemaní, con su secuela de martirio, tortura, laceramiento, humillación, crucifixión y consumatum est. Sólo en virtud de ese torm ento se hace posi­ ble la periódica resurrección.2* Sólo ese extremo dolor posibilita el cumplimiento de la anhelada ley del re­ torno. La sospecha de Nietzsche respecto al artista histriónico, respecto a la naturaleza proteiforme, radica en este punto: ¿Significa su metamorfosis un verdadero tormen­ 23. El 27 de m arzo de 1889, ya internado, dice: «M i mujer Cósima Wagner es la que me ha traído aquí». H istoria clínica de lena, en Revista de Occidente, agosto-septiembre 1973, pág. 282. 24. Continuamente acude Nietzsche al sím bolo de la serpiente para representar la sabiduría. Y sobre todo al cam bio de piel de la serpiente, necesario para su supervivencia. 25. Sobre este sufrimiento producido por el cam bio de creen­ cia o doctrina — verdadero cambio de piel de la sabiduría— véase el penetrante análisis psicológico de Lou Andréas-Salomé, F. N ietz­ sche, especialmente el capítulo titulado, de un m odo sintomático, «Sus metam orfosis».

165

to, o únicamente la simulación de ese torm ento?24 Nietzsche, como buen filósofo o pensador, pone sobre el tape­ te, como instancia critica y discernidora en este juicio salomónico sobre el verdadero y el falso pretendiente la Verdad. Y Verdad es, para Nietzsche, sinónimo de abso­ luto tormento. Verdad es lo mismo que dolor, de manera que la capacidad de verdad que resiste un pensamiento es igual a la capacidad de dolor que resiste el pensador. Sospecha respecto a una mutación o metamorfosis que se produce sin dolor, o con un dolor únicamente simula­ do, únicamente representado — dolor del que se cobra un goce voluptuoso de naturaleza espúrea y decadente, muy distinto del goce voluptuoso moral, nada esteticista, que el pensador cobra de su autolaceración.2 27 A la crueldad 6 voluptuosa del imperativo moral del pensador, converti­ do en verdugo del sujeto-victima, se opone el goce es­ tético del artista histriónico que simula los sufrimientos en el registro de un morbo placentero en el que lo vivido

26. Entiéndase bien que no se sugiere aquí que el artista, y en el caso que nos ocupa Wagner, no sufriera en su alma tormen­ tos tan fuertes como los del filósofo, en este caso Nietzsche. 1a biografía de Wagner basta para alejar toda sospecha acerca de una «vida feliz y reconciliada consigo misma». Solamente se llama aquí la atención sobre el proceso que conduce de una creencia a otra, sobre el m ovim iento del alma que lleva al cambio de con­ vicción o de doctrina. Mientras el filósofo sufre entonces en carne viva su máximo tormento, el artista (W agner) vive esa mutación con mucho mayor desparpajo. Los sufrimientos del artista son de otra especie. Pero no tienen expresa relación con el problema del cambio de creencia. 27. Este punto es analizado con verdadera clarividencia por Lou Andréas-Salomé, obra citada. El alma de Nietzsche, concluye su antigua amiga, «se escinde en un dios sacrificador y en una víctima sacrificada». Sobre el tema de la voluptuosidad que se cobra del ejercicio de la crueldad característico de la relación verdugo-víctima, el propio Nietzsche ha dejado un análisis im­ presionante en la Genealogía de la m oral, capitulo 2°.

166

y lo representado terminan por confundirse.2* Del tablado heroico del filósofo se pasa, pues, al tablado histriónico del artista. Nietzsche quiso ser todas las cosas, pero a sabiendas de que el pasaje de un modo de ser a otro implica laceramiento y crucifixión. Quiso también saber todas las co­ sas: cambió varias veces de creencia y concepción del mundo, pudiendo distinguirse, en buen escolasticismo, su periodo romántico, su período positivista, su concepción del mundo de madurez. Pero cada cambio de piel supuso antes que nada tortura infligida sobre el espíritu, sobre el alma, sobre el cuerpo. Wagner, por el contrario, halló una modalidad histriónica de cumplimiento de ese ideal humanista y fáustico con el que se sintió tan identificado 28. De un modo semiconsciente — y por consiguiente en un registro todavía «rom ántico»— hay múltiples referencias en la vida y en la obra de Wagner a esa conexión de voluptuosidad y dolor: así el gozo profundo que ansia Tannhaüser cuando, harto ya de los placeres venusianos, «desea sufrir». De un modo cons­ ciente y lúcido — y por consiguiente en un registro «postrromántico» y «ta rd ío» característico del «Ocaso del sol romántico»— ese goce lo analiza con minuciosidad Baudelaire en su trabajo sobre Tannhaüser. En este punto puede verificarse nuevamente nuestra afirmación del carácter de pasaje que cumple Wagner en el plano de la sensibilidad estética. Sim plificar la cuestión que aquí estamos tratando con algún término bárbaro ad usum delphini (así por ejem plo «masoquis­ m o») sería un pecado de lesa historicidad, ya que Sacher Masoch representa, en el curso de una historia de la sensibilidad, un paso posterior, algo así como una figura del espíritu subsecuente, en la que la ambigua urdidumbre de lo vivido y lo representado, del sentimiento y de su representación, del impulso y de las tablas, en lo que hace referencia al problema de la víctima y del verdugo y su relación con el goce, se ha clarificado y resuelto en favor de la autoconsciencia, de la lucidez —y de un histrionismo lúci­ damente asumido y por lo mismo también «perverso»— . En Wag­ ner — incluso en Baudelaire— no se ha perdido todavía la referen­ cia a ese «sol romántico» cuyo ocaso, cuyo crepúsculo sin embargo se percibe y se enuncia en términos elegiacos.

167

(en el seno de sus sucesivas identificaciones el propio Fausto compareció también como personaje susceptible de encamación y representación).® Cumplió el ideal hu­ manista y fáustico en el registro histriónico. No fue to­ das las cosas. Sencillamente, las simuló. Con lo cual atestiguó, en un sentido simétricamente opuesto pero complementario a la experiencia nietzscheana (experiencia que sólo pudo realizar ese ideal, en su perfecto cumplimiento, en el registro alucinatorio), la quiebra del ideal humanista. Pues ese ideal sólo podía consumarse en virtud del mantenimiento de una relación dialéctica entre verdad y arte, entre el rol de pensador y el rol de artista, de ma­ nera que el pasaje a las tablas y el histrionismo no fuera en ningún sentido obstáculo para el asentamiento de la razón en una acrisolada lucidez y sabiduría. Ahora bien, Wagner no demuestra esa lucidez y autoconsciencia que hizo sentir al propio Augusto, en sus últimas y delatoras palabras (nos lo recuerda Nietzsche), la verdad del tabla­ do urdido en el curso de su gestión.2 30 En ningún momen­ 9 to oímos decirle, explícita o veladamente, Comoedia finita est, a menos que interpretemos ladina y favorablemente, en el registro de la parodia y del cinismo, su Parsifal, el cual, por el contrario, prueba que en los últimos momen­

29. Prueba de ello es su bella obertura Fausto. 30. Nietzsche asimila, en efecto, las «últim as palabras» de Augusto y las de Nerón, por razón de que, enzarzado en su polé­ mica contra el socratismo, interpreta el Qualis artifex pereol en el mismo sentido que el Plaudite am ici: comoedia finita est. Hay sin embargo, creo, cierta diferencia sintomática en ambas figuras de la consciencia histriónica: mayor consciencia en Augus­ to, mayor histrionismo ciego en Nerón. Más adelante queda este punto esclarecido en el contexto. El texto de Nietzsche es el afo­ rismo 36 del libro prim ero de D ie FrShliche WisSenschaft.

168

tos halló una última manera de esquivar Wagner la ver­ dad, a saber, a través del misticismo.31 Por esta razón Wagner, con ser genial, con ser re­ presentativo del arte y de la cultura y sociedad de su época — que constituye el humus fertilizante de la nues­ tra— no alcanza auténtica grandeza, no alcanza ese «gran estilo» buscado por Nietzsche en vano entre sus contem­ poráneos. Gran estilo de un Shakespeare, quien en un famoso 31. Nietzsche interpreta maliciosamente Parsifal como despe­ dida de Wagner de la esfera de la tragedia: caída de las máscaras, pasaje a la lucidez, comedia y bufonada (para Nietzsche, lo mismo que para Hegel, la comedia es superior a la tragedia en cuanto a su relación con la verdad, es el momento de la lucidez, aquel momento en el que, como se dice en el Zarathustra, hasta las peo­ res tragedias aparecen com o comedias). Nietzsche se pregunta: «W ar dieser Parsifal überhaupt ernst gemeint?» (¿Fue realmente tomado en serio por W agner...?) «Man móchte es námlich wünschen dass der Wagnersche Parsifal heiter gemeint sei, gleichsam ais Schlusstück und Satyrdrama, m it dem der Tragiker Wagner gerade auf eine ihm gebiihrende und würdige Weise von uns, aucb von sich, vo r A llem von der Tragódie habe Abschied nehmen w ollen...» Si se coteja este parágrafo del Nietzsche contra Wagner, Edi­ ción Colli-Montinarí, Berlín, 1969, vol. V I 3, pág. 428, con el texto antes citado de La Gaya Ciencia, así com o con los textos del Z a ­ rathustra acerca de la conexión tragedia-comedia, se puede hallar un nexo de relaciones relevantes para penetrar a fondo en la estética nietzscheana y en su concepto fundamental, el concepto de Gran Estilo. Creo que esta reflexión, de llevarse a cabo con rigor, ganaría a Nietzsche para una estética «racionalista», en algún sentido en la dirección incoada por Galvano della Volpe en su exégesis de la estética nietzschena ( Crisis de la estética romántica, capítulo dedicado a Nietzsche), si bien este autor, de­ masiado fija d o en su polémica con el intuicionismo de la esté­ tica de Croce, pierde la posibilidad de una exégesis de largos alcances al integrar a Nietzsche en e l seno del intuicionismo (lo que habría hecho fracasar el intento nietzscheano de trascender la estética romántica). De todas maneras di problema en cuestión rebasa ampliamente el marco epistemologista en el que lo en­ marca e l pensador italiano.

169

pasaje de Hamlet explica con lucidez sin igual la natura­ leza del artista, capaz de dar vida en forma de perso­ najes a todas las inquietudes y deseos, temores y tem­ blores de su corazón. Y que en La Tempestad relata, en el registro de la ficción, su propia verdad consciente­ mente asumida, identificándose con Próspero, verdadero dominador, como el artista, por medios mágicos y hechí­ cenles, de los elementos de la naturaleza, el cual, desde detrás del tablado, deja que suceda en el escenario un curso dramático que se va encauzando y torciendo según sus designios, desvelándose al fin de la obra y retirán­ dose entonces de su oficio, en ese extraordinario pasaje en que renuncia a sus poderes y se despide de la escena, diciendo poco más o menos lo mismo que Augusto: Comoedia finita est. Wagner, pese a su genialidad, parece más bien del li­ naje de quienes al fin de sus días pronuncian otra sen­ tencia muy diferente, un poco a la manera de Nerón (qualis artifex pereo!). Quizás esas «últimas palabras» podrían servir de ín­ dice y delación de lo que podría denominarse gran estilo. En cierto modo clasicismo. Esas últimas palabras anudan el universo artístico, la ficción, la escena, con el universo filosófico. Median en­ tre la belleza — y su concreción en simulacros— y la verdad — y su continua voluntad de desenmascaramiento de simulacros. Nietzsche intentó hallar ese número áulico fundador de la unidad arte y verdad, librando al arte de su ca­ rácter únicamente mimético-histriónico, librando a la ver­ dad de un voluntarismo — como el socrático-platónico— desconocedor de la verdad ínsita en la obra de arte. De ahí su búsqueda del gran estilo. De ahí su apuesta por un nuevo clasicismo que evitara la decadencia del arte 170

(su conversión en obra estrictamente proteica) y el exclu­ sivismo de la voluntad de verdad (negadora de la pul­ sión artística). Su apuesta por la vida le hizo combatir la voluntad de verdad schopenhaueriana, tomando el par­ tido por un arte que fuese estimulante y propiciador de vitalidad. Su apuesta por la verdad le hizo combatir un arte que evidenciaba su naturaleza espúrea al capitalizar en el registro histriónico-imitativo, por la vía de la iden­ tificación, la experiencia de tormento, de calvario indis­ pensable para el nacimiento tanto del arte como de la verdad. Apostaba, pues, por un arte verdadero y por una verdad artística. Pero su apuesta quedó únicamente como ideal inalcanzable. N i entre sus contemporáneos ni en sí mismo pudo realizar materialmente ese ideal.31

V Falta por consiguiente en el arte wagneríano ese mo­ mento crítico del arte (momento de la lucidez, momento de la verdad) que encontramos en todo gran estilo, en Shakespeare, en Goethe, en Schiller. Faltan esas últimas palabras. El arte wagneríano, ayuno de esa instancia crí­ tica, confunde continuamente sentimiento y representa­ ción del sentimiento, es, pues, como señala críticamente Nietzsche, un arte efectista, hipnótico, que sólo es grande 32. Este importante tema sólo puede ser insinuado en este contexto. Exigiría desde luego un tratamiento detallado, de exégesis y de crítica de los textos nietzscheanos, que debería llevarse a cabo con amplitud y minuciosidad. Creo, en efecto, que la esté­ tica de Nietzsche es uno de los terrenos menos convenientemente tratados de este pensador. Y uno de los más interesantes, tanto para comprender su pensamiento, como para comprender nuestra sensibilidad. 171

en algunos momentos supremos (especialmente en esa obra magistral que es Tristán e Isolda), pero que se halla falto de la mediación de una inteligencia crítica que do­ mine los arrebatos de la inspiración y del rapto. Es, en este sentido, un arte propio de «aquel gran Carnaval que fue el siglo x ix », como dice Falla. Carnaval al que le faltó la mediación racional de un reconocimiento de su carácter carnavalesco, carnaval que fue tomado por rea­ lidad, por norma, y del que sólo pudo cobrarse verdad en virtud del más absoluto esfuerzo demoledor de la crí­ tica: merced a un criticismo disolvente, rayano en el nihilismo, como aquel desplegado por quienes descorrie­ ron el velo de Maya en el cual se anudaba, en buena tergiversación romántica, el sentimiento y su representa­ ción, la acción real y la declamación sobre las tablas. A través de ese hipercriticismo, más radical que el in­ coado por Kant, se descubrió que, tras esa trama de su­ puesta realidad, bullía una esencia desconsolada y poco apetecible, que ora fue bautizada como Voluntad, como Voluntad de Poder, ora como Lucha de clases, ora como lucha por la vida y selección natural. Nuestro siglo, a tra­ vés del marxismo, a través del psicoanálisis, a través de la filosofía neopositivista y analítica, ha registrado en el terreno de la filosofía una experiencia histórica derivada de ese descorrimiento del velo de Maya: fin del Carna­ val, miércoles de Ceniza (como dice Lukács en el Asalto a la Razón, demostrando por una vez un magnífico sen­ tido del humor), comienzo de una cuaresma, culminada por ese viernes non sanctum de la Primera y de la Se­ gunda Guerra Mundial, que ha convertido el Carnaval y la crítica derivada de la resaca que le ha seguido en ese «gran manicomio que está resultando el siglo en que vi­ vimos», como señala Manuel de Falla. La tragedia del arte actual en su condición escénica 172

— y esa misma tragedia puede percibirse en el terreno del pensamiento y, en general, en el plano concreto de la vida histórica, social y cotidiana— consiste en su basculamiento entre un cumplimiento crispado — y no ro­ mántico— del imperativo carnavalesco, propiciador de un arte en el que definitivamente la razón se anonada y deja libre al instinto primitivo y a su gesto originario, y un criticismo anclado que preserva a la razón de la aco­ metida del hipnotismo de un mundo fetichizado y en­ cantado, aunque a costa de impedirle entonces el pasaje al terreno de la ficción, al escenario. Carnaval sin me­ diación racional, Razón sin mediación carnavalesca.

VI Desde una determinada óptica de altura, señala Nietzsche-Zarathustra, las más tremendas tragedias aparecen como comedias. En el proceso de autoconstitución del es­ píritu, insinúa Hegel en la Fenomenología, la comedia representa un estadio superior a la épica y a la tragedia en cuanto a autoconsciencia. Viene siempre después de éstas, como su momento crítico y su movimiento de ilus­ tración. Es, pues, respecto a ellas lucidez: revelación de que las máscaras son máscaras, tan sólo máscaras, me­ dición del decalage existente entre la máscara y lo que ésta enmascara. Esa medición es, por consiguiente, veri­ ficación, exposición de la verdad. Y si se registra en sen­ saciones como risa, ello es debido a que la risa es la res­ puesta subjetiva a ese proceso. Risa es, en efecto, el signo sensible que designa el espacio vacío existente entre la máscara revelada como máscara y lo que en verdad ésta enmascara. Para que haya risa se precisa que algo, la 173

situación, o alguien, un determinado personaje del ta­ blado, ejerza sobre el contexto una función verificadora. Así la criada respecto al Enfermo Imaginario. En la obra wagneriana, en la tetralogía, el genio del fuego, Loche, y ambiguamente el propio Wotan — el más entero de los personajes wagnerianos— ejercen esa fun­ ción desveladora: ante su sibilina presencia evanescente los viejos dioses parecen monigotes rígidos de una esta­ tura casi ridicula, desproporcionada a la situación y al tiempo declinante en que están viviendo y sufriendo. Pero el relevo de los dioses por el Hombre no significa a este respecto un movimiento suficiente de verificación: en se­ guida muestra Sigfrido su naturaleza de «tigre de papel», ya incluso en su lamentable actitud necesariamente in­ consciente ante su protector, pero sobre todo en las ri­ diculas historias, verdaderas gestas de miles gloriosas, en que se desenvuelve en la sombría ópera final de la tetralogía. También el Hombre es pues Máscara: grave lección verdadera que desprende, como legado, la inmen­ sa obra wagneriana. El mismo movimiento que rebaja la estatura de los dioses en virtud del espíritu de ilustra­ ción y comedia se insinúa entonces también respecto a aquel ser que parece surgir de ese desenmascaramiento: el Hombre. La antropología querida por Feuerbach, maes­ tro incidental de Wagner, como sustitutiva de la teolo­ gía, muestra su carácter insuficientemente crítico, reve­ lándose como relevo de lo mismo. A los dioses suceden, pues, los hombres convertidos en dioses. Pero el espíritu de ilustración y comedia ridiculiza incluso ese nuevo ré­ gimen humano. Y muestra que detrás de él existe un fondo no-humano al que revierte, en el que necesaria­ mente cae y decae. Y esa mostración produce nuevamente risa: el Hombre aparece también como monigote. En este subsuelo aparece entonces la esencia revelada

174

por el descorrimiento del velo de Maya: voluntad, vo­ luntad de poder, dinero, herencia. Allí existe el sujeto y el objeto del futuro drama, que una vez sobrepasada su forma trágica y su revelación cómica, puede surgir como novela: género en el cual no hay dioses ni hay héroes. Género que presupone el proceso, ya consumado, de ilus­ tración, de crítica, de verificación y risa. Género de lo que propiamente es novela en sentido moderno, irreducti­ ble a lo que bajo ese término pudo entenderse antes de la consumación de ese proceso: género surgido al alum­ brarse, como verdaderos protagonistas, Dinero (Balzac), Herencia (Zola). Género que en Flaubert abre su verda­ dero espacio: ya que, una vez revelada la suprema estu­ pidez del héroe y de la heroína, su imposibilidad de avan­ ce y de formación, una vez quebrado en consecuencia el esquema mismo de la novela formativa (género arcaico de novela), el rito de pasaje y aprendizaje que ésta con­ lleva, queda entonces un espacio de extravío y de flota­ ción en el que hombres y objetos se dirigen a ninguna parte. Ninguna parte que la novela moderna nombra con términos reveladores: Castillo kafkiano, Golem, Godot. El sujeto se vuelve necesariamente errabundo en una ciu­ dad en la que las calles no conducen a ningún sitio, sea esta ciudad Dublín o Ciudad de México. Wagner, pues, a pesar suyo, aun revelando su indis­ ponibilidad subjetiva para la lucidez y la comedia, comu­ nica en su obra, en la tetralogía, un proceso irreversible en el seno de la cultura contemporánea. Este es, pues, su legado perdurable, su verdad, lo que hace de él un verdadero contemporáneo: ya que de for­ ma indirecta, quizás de forma no consciente, abre el es­ pacio sobre el cual se piensa y se escribe, se actúa y vive, se cree y se deja de creer en esa edad en que no hay ya1 dioses ni semidioses, héroes ni semihéroes, en esa cultura

175

nuestra en la que no hay ya protagonistas: en la que las calles, al igual que en esa misteriosa y premonitora ciu­ dad casi kabalística llamada Praga, nunca llevan a nin­ guna parte, quedando como objetivo de cada tramo del laberinto un nuevo laberinto, apareciendo como yunta que articula los tramos una figura obsesiva, acaso una mueca, acaso una carcajada objetivada: la presencia siem­ pre diferida del Golem. Y sin embargo, desde cualquier punto de esa ciudad inquietante, se percibe la egregia silueta del Castillo. Un Walhalla desacralizado, convertido en objeto perenne de búsqueda infructuosa, pero también de parálisis y pe­ sadilla. 1

176

IV.

NIETZSCHE: DIVORCIO DE ALMA Y CIUDAD

I

La fecha del seis de enero de 1888 modifica sustanciadmente la significación que hasta ese día podía poseer, respecto a sus contemporáneos, la vida y la obra del solitario de Sils-Maria. Con mayor propiedad podría de­ cirse que sólo a partir de esa fecha cobra esa vida y esa obra significación en el campo de la cultura. Nietzsche era hasta entonces prácticamente desconocido, apenas leído, hasta el punto que tuvo que procurarse por su cuenta y riesgo la edición de la cuarta parte de su Zoraíhustra por falta de editor. £1 día en que Nietzsche en­ loquece se inicia el verdadero tránsito de la soledad extre­ ma del pensador a su protagonismo en el campo de la cultura. Pareciera entonces que su locura constituyese el necesario tributo del pasaje, de manera que la retirada de circulación del sujeto vivo, su interiorización radical, su abandono a la más extremada y fantasmática privacy, fuera el requisito, acaso indispensable, para su promo­ ción como sujeto cultural público y reconocido. Una sos­ pecha se apodera del critico acerca del nexo entre ambas series de hechos: nexo aparentemente paradójico de no esconder, como hipótesis, como sospecha, una posible ley, que en el caso Nietzsche se manifiesta en su máxi179

ma pureza, pero que puede cotejarse también en otros casos análogos. ¿Será quizás la condición de posibilidad del ingreso en nuestra cultura de un verdadero pensador, de un verdadero artista, la retirada de circulación y trá­ fico del personaje, de manera que al inmolarse su valor de cualidad pudiera, con legitimidad, aparecer bajo la forma desencarnada de un Doble, a la manera de signo público, comunicable, intercambiable? Podría decirse que Nietzsche inicia entonces su existencia legendaria, una vez cumplida su historia, siendo la fecha 1888 ese Rubícón al que, en una de sus últimas cartas, alude explícita­ mente.1 La historia se divide en dos mitades, una primera específicamente histórica, una segunda de carácter legen­ dario.1 2 Nietzsche se integra desde ese momento en la Me­ moria colectiva, constituyendo un lugar común inexcusa­ ble, para unos grito de combate, para otros catalizador de reflexiones, para todos una obligada referencia. El acontecimiento que sobreviene el seis de enero de 1888 despereza la atención de los contemporáneos, intrigándo-, les e interesándoles por el pensador desconocido. Diez años más tarde inicia su carrera vertiginosa, podríamos decir irónicamente triunfal, por toda Europa. Existe, por consiguiente, un doble pasaje del Rubicón, uno que afecta al sujeto Nietzsche como individuo histórico, otro que afecta al Sosias cultural surgido y de­ sarrollado a partir — y quizás también a costa— de la ena­ jenación mental del primero. Verdadera vita nuova en 1. Carta a Peter Gast, Turín, 31 de diciembre de 1888. Para la correspondencia de Nietzsche se utiliza la traducción de Eduar­ do Subirats, Barcelona, 1974. 2. «...soy bastante fuerte com o para partir en dos la historia de la humanidad», Carta a August Strindberg. Turín, 7 de diciem­ bre de 1888. Sobre el recubrimiento de historia y leyenda en Nietzsche, véase Ernst Bertram, Nietzsche, Versuch ein tr Mythologie, Berlín, 1921.

180

una doble faz sospechosamente complementaría en su carácter paradojal: como internado, como enfermo men­ tal, como viajero a través de todos los nombres de la historia (yo soy el marido de Cósima Wagner, yo soy el Kaiser);1 como Signo cultural poseedor de una identidad sólida y fundada, como nombre en boca de todos, como Inmortal. Doble y paradójico Retorno, asegurador de la eternidad: Retorno del sujeto carnal Nietzsche en su viaje a través del anillo del Ser hasta sí mismo, una vez ha llegado a ser todas las cosas; retorno del sujeto cultural Nietzsche en su viaje a través de la palabra, escritura y lectura ajena, a una mismidad rubricada por su carácter monumental. En un caso el sujeto consuma el retomo rompiendo todo lazo con la cultura; en el segundo caso lo consuma rompiendo todo lazo con la naturaleza y con la historia. Al sujeto histórico se contrapone entonces el sujeto legendario y mítico. La crítica debe apurar la sospecha acerca de un víncu­ lo de forzosidad entre uno y otro pasaje, con el fin de al­ canzar un terreno mediano — acaso el territorio mismo que a la crítica en propiedad pertenece— entre natura­ leza y cultura, entre privacy y publicidad, entre historia y mito, entre locura y normalidad. Confirma de esta suerte su carácter siempre media­ nero y sacerdotal.3 4 3. «Querido señor profesor: A fin de cuentas preferiría ser profesor de Basilea que ser Dios; pero no me he atrevido a llevar mi egoísm o privado tan lejos com o para desatender por él la creación del mundo....... N o se tom e usted el caso Prado con exce­ siva gravedad. Y o soy Prado, yo soy también el padre de Padro, y me atrevo a decir que asimismo soy Lesseps........También soy Chambige....... L o que resulta desagradable y hiere a mi modestia es que, en el fondo, y o soy cada uno de los nombres de la histo­ ria...», Carta a Jacob Burckhardt, 6 de enero de 1889. 4. Tem a éste desarrollado en m i Filosofía y Carnaval Barce­ lona, 1970.

181

II

Cabe desde luego desestimar esa sospecha apelando al sentido común. Nada más lógico que la noticia de la lo­ cura de Nietzsche produjera honda conmoción en la opinión pública. Nada más explicable que esa primera ca­ nalización de la atención hacia la vida y la obra del so­ litario de Sils-María produjera, sobre todo entre los jó­ venes, una impresión hondísima, toda vez que en esa obra hay reflexiones inestimables acerca del fenómeno decadence, hondamente vivido por una generación que inicia su protagonismo en plena atmósfera fin du siécle, toda vez que esa obra es rica en promesas regeneracionistas respecto al enfermo organismo vital y espiritual de Europa.1 Ninguno de estos hechos invalidan aquella sospecha, que exige explicaciones de otra naturaleza. Cabe enton­ ces probar, como experimento, una hipótesis que segura­ mente resulta descabellada, pero que, en su misma exage­ ración, permite arrojar alguna luz sobre el asunto. A esa hipótesis se la podría llamar «paradoja de nues­ tra cultura». Enunciaría la muy apocalíptica afirmación acerca de una relación inversamente proporcional entre el carácter público y reconocido del sujeto creador — pen­ sador, artista— y la exigencia de calidad y verdad del objeto producido. Podría añadirse a esta «le y » un corolario que reco­ gería y transcribiría el caso que nos ocupa. Su muy apo­ calíptico enunciado podría ser, más o menos, el siguien­ te : «Sólo bajo la severa condición de la retirada de circu-

5. Igualmente respecto a la España de la crisis del 98. Nietzs­ che aparece ante la nueva generación como profeta de la regene­ ración espiritual. Véase el documentado trabajo de Gonzalo Sobejano, Nietzsche en España, Madrid, 1967.

182

lación del sujeto creador, sea en forma de locura, sea en forma de muerte, sea en forma de silencio, sea en forma de renegación o deserción (el caso protagonizado por Rimbaud) puede alcanzarse la transacción cumplida entre el carácter social y compartido del sujeto creador y la ca­ lidad y verdad del objeto producido». Tengo perfecta consciencia del carácter lacónico, expe­ ditivo, si no decididamente demencial de esta ocurrencia engalanada bajo la forma de construcción teórica. Pero encierra quizás alguna semilla de verdad aprovechable para internarse en la espesa jungla de la cultura actual, con sus eternas aporías y divorcios entre lo privado y lo público, la élite cultivada y las masas manipuladas. Por lo demás, esa cultura actual tiene su arranque, en lo que atañe a la problemática que tratamos, en esa atmósfera fin du siécle en medio de la cual vivió, batalló y enloque­ ció el pensador que nos ocupa. Esas aporías, esos divorcios comparecen ya de un modo abierto y explícito en los escritos de juventud de Nietzsche, por ejemplo, en la Intempestiva titulada Ri­ cardo Wagner en Bayreuth, constituyendo, en todo el cur­ so de la obra posterior, un leitm otiv obligado, recurrente, incluso reiterativo.6 El profundo disgusto del joven Nietzsche, idealista maravillosamente ingenuo y genial, respecto a la fealdad de la existencia cotidiana que le ha tocado vivir y al ca­ rácter filisteo, inocuo, inculto, bajo y vulgar del público potencial con el que debe batallar el verdadero artista —y su aliado y confidente, el verdadero pensador— ad­ 6. Respecto al choque que produjo en la sensibilidad de Nietzsche la afluencia del «gran mundo» filisteo y semimundano característico de la época del Reich y del segundo imperio en Bayreuth, se leerá con interés a Charles Andler, Nietzsche, sa vie et son oeuvre, especialmente el libro segundo.

183

quiere todo su relieve si se tiene en cuenta el carácter imposible de la pauta desde la cual se está juzgando: una cultura griega clásica rediviva cuya materialización exige un matrimonio amoroso — que poco a poco deriva en ma­ trimonio por conveniencia— entre el convento de jóve­ nes filólogos y el cogollito wagneriano. La emocionante fe y esperanza de ese joven poderoso e idealista, que com­ bina en su carácter los rasgos del predicador, la profun­ didad del filósofo presocrático, la iniciativa del educador (en la m ejor línea del clasicismo alemán), respecto a la implantación de una nueva edad clásica, de una nueva Grecia, en la que Wagner debería constituir la cumplida palimgenesia de Esquilo, resiste en los inicios de la aven­ tura, de una manera sorprendente, la prueba dolorosa de un principio de realidad infinitamente más hostil que aquel con que Winckelmann y Goethe, Schiller y Hólderlin tuvieron que medirse.7 Poco a poco despertará el jo­ ven de ese su magnífico sueño dogmático ( E t in A rc a d ia e g o ), sellando la lucidez cobrada tras la renuncia a los 7. «Con el tiempo he ido viendo lo acertado de la concepción de Schopenhauer a propósito del saber universitario. Una vera­ cidad radical es aquí sencillamente im posible........Así que en la m ejor ocasión arrojaremos este yugo: para m i esto constituye una decisión irrevocable. Y posteriormente, fundaremos una nue­ va Academia griega. Romundt está, sin lugar a dudas, de nuestra parte. Y ya conoces por tu visita a Tribschen el plan de Wagner sobre Bayreuth........ Aunque obtengamos pocos adeptos no dejo de creer que podremos desprendernos algo de esta corriente — cier­ to que con algunas pérdidas— y alcanzar asi una pequeña isla en la que ya no tengamos que taparnos los oídos con cera. Sere­ mos entonces nuestros mutuos maestros y nuestros libros cons­ tituirán solamente el cebo para granjearnos de nuevo algunos hombres en nuestra comunidad artísticoconventual. Viviremos, trabajaremos y gozaremos los unos para los otros — y acaso sea ésta la única manera en que debemos trabajar para el todo... —¿Acaso no estamos en condiciones de fundar en el mundo una nueva form a de Academia?— » Firm ado: Frater Fridericus, Carta a Erwin Rohde, Basilea, 15 de diciem bre de 1870.

184

ideales educadores y reformadores de la primera juven­ tud con una creciente melancolía. Sin que ese pacto suponga la renuncia a su papel de pensador esencial, de corte presocrático. Pero esa hones­ tidad y esa veracidad, heredada de Schopenhauer, la pa­ gará a precios desmesuradamente altos en comparación con quienes, en tiempos anteriores a los que le tocó vivir, en épocas en las que la cultura poseía un carácter más armónico, menos escindido del organismo social, le pre­ cedieron en su experiencia de pensador. Se reconocerá en consecuencia intempestivo (de anteayer y de pasado ma­ ñana), iniciando su peregrinaje como «judío errante» de balneario en balneario. Cuando en la Intempestiva dedicada a Wagner traza el semblante de éste refiriéndose al Holandés volador, a Tannháuser y a Lohengrin, el lector sospecha lo que a través de Ecce Hom o se le confirm a: el carácter autobio­ gráfico de la semblanza. La asunción, lúcida y desesperada, de una soledad que sustituye la compañía de amigos verdaderos por evanes­ centes sombras — posteriormente magnificadas hasta constituir comensales de naturaleza estrictamente míti­ ca— modifica sustancialmente el escenario de aquellas primeras batallas en las que el joven se medía con ver­ daderas instituciones (Universidad, Bayreuth), con enemi­ gos reales (W ilam owitz), con entidades compartidas, pú­ blicas.* Desde el instante en que abandona el mundo ins­ titucional, cambiará sustancialmente el área de confron-8 8. El prim er golpe mortal lo recibe de su colega W ilamowitz a raíz de la publicación de E l origen de la tragedia. Léase Nietzsche, Rohde, Wilamowitz, Wagner, La polémica sull'arte trá­ gica, Florencia, 1972. Incluye las dos recensiones de Rohde sobre esa obra, el texto polémico de Wilamowitz-Móllendorff, la carta abierta de R. Wagner a Nietzsche en defensa de su libro y la polé­ mica entre Rohde y W ilam owitz en torno al mismo.

185

tación y de conflicto. No será el ágora — que entretanto se ha ido convirtiendo en mercado dominado por espú­ reos intereses, cuando no manipulado por el monstruo estatal— el lugar de encuentro y desencuentro con ene­ migos reales o potenciales. Del espacio externo de la ciu­ dad se efectúa el pasaje al espacio interno del alma del sujeto. Y esa alma aparecerá entonces bajo la forma de una fortificación o ciudadela en cuyo interior batallan potencias en conflicto sin alcanzar acuerdo, por cuanto cada una de ellas defiende impulsos e intereses contra­ puestos, asistiéndose entonces a una sucesión algo caóti­ ca de dinastías inestables, cada una de las cuales esta­ blece una precaria hegemonía mediante el dominio de las restantes. Clases, estamentos, bloques — y toda la di­ námica de dominaciones, hegemonías, ententes— consti­ tuyen entonces el arsenal metafórico que nutre las sutiles explicaciones del psicólogo, su trato con el océano de las pulsiones y los afectos, con las virtudes y las facul­ tades.9 Pero esa alma carecerá de una auténtica mediación con la ciudad real, externa respecto al sujeto, rompién­ dose de este modo la platónica correlación entre el alma, con su repertorio de facultades y virtudes correspondien­ tes, y la ciudad, con su diversidad de estamentos. Cierto que en Platón esa mediación se cumplía en la Idea y no 9. A lo largo de toda la obra nietzscheana abundan este orden de metáforas: luchas entre virtudes, hegemonía de la virtud más fuerte sobre las dem ás: se utiliza un lenguaje naturalmente dota­ do para describir el mundo objetivo con vistas a describir el mundo subjetivo. Y a p osteriori se subjetiviza el mundo objetivo, que se describe a través de esos términos ambiguamente «aními­ cos». Podría decirse que la descripción de la subjetividad es meta­ fórica de prim er grado; la de la objetividad, de segundo grado. Se ha roto la síntesis dialéctica sujeto-objeto, preservadora de la diferencia en la unidad. Y esa ruptura hace que el impulso dia­ léctico sólo pueda recuperarse mediante el recurso a la metáfora.

186

en el mundo, pero el logro de la misma hizo posible, a través de Aristóteles, la segunda mediación necesaria, la síntesis sustancial de idea y mundo. En Nietzsche queda sancionada la ruptura entre el orden psicológico del su­ jeto y el orden sociopolítico del objeto. Ahora la ciudad ha sido, por así decirlo, internalizada: convertida en feu­ do exclusivo de una subjetividad que sólo metafórica­ mente absorbe los atributos de lo objetivo. En cuanto al residuo de realidad sobrante de ese pasaje a la metáfora, en cuanto a esas Dinge an sich o ens realissimum que constituye la ciudad empírica y real — realidad, empina, «cosa en sí» que a través de la crítica nietzscheana se alumbra como el área de lo intersubjetivo y acordado— puede decirse entonces que pierde a los ojos del solitario su complejidad y su riqueza, apareciendo bajo la oscura forma de una Masa incolora e indiscriminada, sin ros­ tro, sin matiz, de la que sólo se adquiere noticia en tanto la subjetividad se halle afectada por ella.101Y por cierto en el modo de una noticia hostil y descorazonadora. El verdadero conflicto, aquel que merece atención, re­ levancia y derroche de energía y de pasión, se juega en ese escenario interior al sujeto. En él libra el solitario las batallas decisivas, cada una de las cuales marca un hito histórico, en las que el sujeto desdoblado sufre su contradicción interior, ora ejerciendo sobre una parte de sí mismo un dominio tiránico, un ejercicio sistemático de la crueldad voluptuosa, ora capitalizando su victoria mediante actos de adhesión y de exaltación, en verdadera orgía de triunfo.11 10. El mundo objetivo aparece bajo la figura de una nuda abstracción: la Masa, el Mercado, el Estado. 11. Sobre el desdoblamiento del sujeto Nietzsche en víctim a y verdugo de si mismo, el penetrante análisis de Lou Andréas^Salomé, Fréderic Nietzsche, París, 1932. Madame Lou parece seguir avant la lettre la consigna «cien tífica» de Levi-Strauss: tratar los

187

Los enemigos no son, por consiguiente, entidades ob­ jetivas, son las propias cavernas de la ciudadela interior, sus pasadizos subterráneos, sus abismos, allí donde se refugia el Adversario que, en forma de demonio de la pesantez, en forma de contradictor y espíritu de la nega­ ción, lanza sus peores ofensivas, ora metamorfoseándose en enano, ora en topo, ora en mago, ora en el viajero y su sombra. Un conflicto se insinúa entonces como el verdadero y decisivo. Conflicto de Zarathustra con el Demonio que deja caer pesadas gotas de plomo en su cabeza, insinuán­ dole el carácter baldío de toda su voluntad de perfeccio­ namiento, impidiéndole romper los lazos que le atan to­ davía al planeta tierra. Ese demonio es espíritu de Gra­ vedad, es de hecho Fuerza de Gravedad: eso que ata los pies del profeta impidiéndole bailar, volar, eso que im­ pide llamar a la tierra «la Ligera». Constituye el contra­ impulso a aquél otro magníficamente acuñado por Bachelard con el nombre de «psiquismo ascensional». Tiene el elemento tierra como propio, verdadero antípoda del éter y del Azul, de la cumbre siempre nevada y de la estrella danzarina.111 2

hombres «com o si fueran hormigas». El resultado del experi­ mento es científicamente impecable, aunque éticamente discutible y estéticamente dudoso. 12. Gastón Bachelard, E l aire y los sueños, México, 1943, ca­ pitulo V : «Nietzsche y el psiquismo ascensional», donde se ana­ liza, con gran precisión, la significación mitico-filosófica que tie­ nen en Nietzsche los distintos elem entos: la preponderada de lo áereo frente a lo telúrico y acuático.

188

III Ya en la primera juventud hace su aparición ese De­ monio bajo la forma de una inquietante alucinación: «L o que me produce miedo no es la horrible figura situada detrás de mi silla, sino su voz: tampoco las pa­ labras, sino el tono horrorosamente inarticulado e inhu­ mano de esa figura. ¡Si por lo menos hablase como ha­ blan los seres humanos!» u Quizás por esa vez renunció el Malo a disfraces misti­ ficadores, delatando su identidad a través de ese tono «horrorosamente inarticulado e inhumano». Esa voz inarticulada halla quizás su trasunto escriturístico en el signo cabalístico incomprensible: «¡Alpa!, exclamé. ¿Quién trae su ceniza a la monta­ ña? ¡Alpal ¡Alpa! ¡Alpa!» Extraño pasaje de un extraño sueño comentado en los siguientes términos por Sánchez Pascual: «La enigmática palabra Alpa carece aún de explicación satisfactoria. Se la suele relacionar con el primer verso, también enigmá­ tico, del Canto V II del Infierno, en la Divina Comedia de Dante. Este primer verso dice así, en el original italiano: Papé Satán, papé Satán, aleppe! No son palabras pertenecientes a ninguna lengua, sino que quieren dar una idea del lenguaje de los demonios».1 14 3 ¿Quién es, nos preguntamos, esa «voz de detrás de la silla», cuyo tono horrorosamente inarticulado e inhuma­ no parecería complacerse con palabras imposibles de tra­ ducir a ningún código? Algunas de esas palabras insóli­ tas, intempestivas, asaltan los ojos del lector del Zarathustra. 13. H istoria clínica de Jena, en Revista de Occidente, 1973. 14. Así habló Zarathustra, Madrid 1972, traducción de A. Sán­ chez Pascual, nota 201.

189

El viajero y su sombra, representante de la húmeda y melancólica Europa vieja, tiene de pronto «un viejo recuerdo» que lo narra en forma de cántico. Remite a su estancia, cierta vez, en un pequeño oasis entre «las hi­ jas del desierto». Una palabra intempestiva aparece de pronto: Sela. Palabra con la que concluyen las dos primeras estro­ fas del cántico. Las siguientes concluyen con una palabra que no por ser corriente en el vocabulario nietzscheano deja de resultamos sorprendente y sintomática: la pala­ bra Amén. Esa palabra Amén tiene el carácter de una aceptación — resignada, melancólica, jubilosa, resuelta— de cierto destino, acaso también de cierto oscuro Pacto: ¡No puedo hacer otra cosa, Dios me ayude! ¡Amén! N o puedo hacer otra cosa, Dios me ayude: «Expre­ sión muy difundida en Alemania y que se atribuye a Lutero, quien la habría dicho el 18 de abril de 1521 en la Dieta de Worms. Con ella parece haber acabado su res­ puesta a la pregunta de si quería retractarse...».15 ¿Y qué decir de esas hijas del desierto, Suleika y Dudú, qué decir del «vientre-oasis», de los «insectos alados», de las «muchachas-gatos» que aparecen en el cántico? ¿A qué extraño suceso se está aludiendo desempolvando ese «viejo recuerdo»? ¿Qué relación existe, caso de existir, entre este conjunto de referencias que he traído a cola­ ción para que el lector, si le apetece, resuelva el rom­ pecabezas? Nietzsche, en cualquier caso, sabía muy bien quién era su Adversario. No era exterior a su ciudadela inte15. ¡dem., nota 425. 190

rior, en cuyas cavernas y pasadizos subterráneos com­ parecía una y otra vez, investido de ropajes siempre cam­ biantes. «Cuando el diablo cambia de piel, ¿no se despoja tam­ bién de su nombre? El nombre es, en efecto, también piel. El diablo mismo es tal vez piel.»16 Piel del cerebro, podríamos decir; piel cerebral afecta­ da por extraños insectos voladores, por «hocicos perfu­ mados», por «niveos cortantes incisivos dientes». Piel ce­ rebral herida por oscuros estigmas, rozada y traspasada quizás por la embriaguez seductora de las «hijas del de­ sierto»... Ese adversario ganó finalmente la batalla, estampada en el veredicto médico que dice: «parálisis cerebral». Desde ese instante las gotas de plomo dejan de ser aci­ cate para una superación, obligando a un esfuerzo defi­ nitivo, absoluto, en el que el sujeto vence la prueba a costa de su existencia consciente. El gran mal propicia grandes y terribles rem edios: un vuelo sin retom o como esperanza de Retom o.17

16. Idem ., Cuarta Parte, «L a sombra». 17. Idem., Cuarta Parte, «E ntre hijas del desierto», donde se alude quizás a un suceso juvenil, la visita ocasional a un lupanar, que a buen seguro conmocionó su sensibilidad, su alma y proba­ blemente también su cuerpo. Thomas Mann, que alude a este «secreto del sumario» en alguno de sus escritos sobre Nietzsche, se ha servido del suceso para construir la egregia figura del Dokto r Faustus. Esmeralda, la prostituta, constituye la transmisora de un «meta-virus» de carácter espiritual-camal, que afecta direc­ tamente al cerebro, cuya procedencia es demoníaca. E l demonio aparece en esta novela com o un personaje con ropajes siempre cambiantes.

191

IV En Nietzsche, pues, se interioriza la ciudad, se inte­ rioriza el conflicto. El Adversario mismo aparece bajo forma alucinatoria, denunciando en cada aparición su naturaleza proteiforme. En el seno de esa interioridad amurallada se halla el sujeto tan sobremanera absorto por la magnitud de esos conflictos, que el trato con el exterior debe someterse a una diaria contabilidad, de manera que no obstruya, afecte ni se entremeta en ese espacio necesariamente monádico. Es preciso lograr la inmunidad del entorno, elegir con la máxima atención y cálculo los escenarios, esas condiciones climatológicas, ambientales, alimenticias que, caso de ser descuidadas, pueden privar de solidez a la ciudadela, hasta provocar en ella cambios y trastornos incomprensibles. El sujeto conoce por experiencia cómo su hipersensibilidad regis­ tra con la velocidad de un rayo las más pequeñas osci­ laciones climáticas, nutritivas, que arañan la «piel del cerebro» hasta gravar en ella signos cargados de electri­ cidad afectiva. Su organismo corpóreo-espiritual constitu­ ye una auténtica superficie de registro, a la manera de la nodriza de huellas platónicas, de todas esas levísimas mutaciones procedentes de Afuera. Poco a poco, sin em­ bargo, se empiezan a hacer borrosos, etéreos y flexibles los contornos que diferencian el adentro del afuera, insi­ nuándose una peligrosa fusión, sin mediación modera­ dora, entre el sujeto y el objeto. Puede decirse que la sensibilidad se agudiza tanto más cuanto mayor es la distancia real que separa al su­ jeto del objeto: éste pierde su determinación y su me­ sura, apareciendo a ojos de aquél enteramente deforma­ do, ora agrandado hasta proporciones monstruosas, ora empequeñecido hasta el absurdo. El sujeto oscila entre 192

una susceptibilidad singular ante sucesos que, desde un hipotético punto de vista cuerdo y mesurado, carecen del relieve que en esas circunstancias se les concede, y un salto alucinante de la barrera de la objetividad, efectua­ do en un clima eufórico y maníaco, que augura la transfi­ guración de la debilidad en suprema fortaleza encarnada por una fantástica Voluntad. Entonces se asistirá a la difuminación de los lindes que separan al deseo del obje­ to, al arco de la flecha, a la flecha de la estrella. En vir­ tud de ese acto heroico podrá consumarse la transvalora­ ción efectiva y material de todos los valores milenarios, consumándose el complot universal, la gran política, la implantación de aquella «ciudad platónica invertida», en­ soñada ya en los proyectos conventuales juveniles, en la que juntos estarán los que más se aman «en las cumbres más separadas». Y esa implantación logrará rebasar la imagen especular del doble y de la sombra, atravesará el espejo, alcanzando, más allá del mismo — en ese más allá de toda moral y de toda voluntad de verdad— un espacio nuevo, un nuevo elemento, inaugurante de una nueva sociedad, cultura, historia. Para que esa trascen­ dencia se produzca será preciso el desfondamiento del sujeto: única condición imprescindible para poder pro­ tagonizar todos los nombres de la historia. El sujeto sal­ drá del circuito infernal de su inmanencia, renunciará a su rol de hombre teorético, desertará del imperativo vocacional cuya voz dicta, como deber, la elaboración, pa­ ciente y cotidiana, de esa magna construcción teorética llamada La voluntad de Poder, experimentando entonces la euforia de la liberación, el aligeramiento de la carga, quizás también la ingravidez resultante de haber roto la dialéctica de la vocación y de la deuda: una ambigua inocencia — ¿una ambigua sensación de deserción, tam­ bién?— cuyo afecto inmediato lo registrará como gran 193

euforia. El sujeto tendrá la impresión de ver el mundo por vez primera, pasándole a primer plano todo aquello que, hasta el momento, era quizás únicamente instrumen­ tal o utensilio: las trattorios, los sastres, los transeúntes, todo lo que pasa a través de su piel cerebral cobra enti­ dad independiente y singular, sin nexo de causalidad o de finalidad con las entidades vecinas. Esa liberación abre el espacio del afuera por un instante; pero en seguida es «repoblado» por la subjetividad. El personaje toma paula­ tinamente consciencia de su identidad de «gran señor». Se sabe al fin reconocido en su calidad de hombre de mundo y aristócrata. Al modo de Goethe, empieza a com­ prenderse a sí mismo como algo más serio, más impor­ tante que simple pensador o poeta. Cambia por consi­ guiente de vocación.1* 18. Sugerimos, pues, una interpretación del proceso que con­ duce a la eclosión espiritual nietzscheana de las últimas cartas a partir de los conceptos de Vocación y Deuda tal com o han sido definidos, en el ensayo G oethe: la deuda y la vocación, a través de una discusión critica de la conceptuación de los mismos por parte de la analítica existencia! y de sus desarrollos psicoanalíticos. Sobre ese «desvelamiento del Afuera», léase la carta a Peter Gast, Turín, 16 de diciembre de 1888: «...¡A h, mi querido amigo! ¡La cocina piamontesa! ¡Mi tra ttoria j N o tenía la menor idea de cuán superiores son los italianos en el arte culinario. ¡Y la cali­ dad ¡N o en vano tienen la más famosa industria ganadera!...». Sobre la progresiva autopercepción como «gran señor»: « Hum a­ no, demasiado humano se me impone soberanamente: tiene algo del sosiego de un grand-seigneur». También en la carta a Peter Gast, Turín, 31 de diciembre de 1888: «N o sé ya cuáles son mis señas: pero supongamos que sea muy cerca del Palazzo del Quirinale». Nietzsche, pues, deja de reflexionar y de escribir sobre el «gran estilo» para comenzar a encamarlo. En general, en las últimas cartas se percibe el intento desesperado y trágico por «hacer verdad» todo aquello que hasta ese instante se escribía. Nietzsche se identifica con la figura de su sueño, el superhombre, Tuya prefiguración es el uom o singuiare, el noble de la corte de Luis X IV , Goethe, Napoleón, etcétera.

194

Sólo que entre Goethe y él la historia del mundo ha dejado heridas y cicatrices. La armoniosa mediación de gran señor y escritor, de político y poeta, de hombre de mundo y solitario, ha sido sepultada en la fosa de los imposibles. Nietzsche sólo realiza aquel sueño juvenil se­ gún el cual una nueva cultura clásica, armoniosa, redi­ miría a Alemania y a Europa del filisteísmo cultural, de la necedad y de la vulgaridad, en el patético registro de la alucinación. Nietzsche no es todas las cosas, como el uomo universale del renacimiento, como todavía pudo serlo Goethe. Ni siquiera piensa todas las cosas, al modo de Hegel (que interpreta al ser como pensar). Sencilla­ mente: las alucina. Y una sola manera aparece entonces como condición de esa apertura del sujeto al afuera de sí mismo, al ra­ dical ser-otro: la inmolación de ese Símismo subjetivo, el desfondamiento de la subjetividad, la locura. Nietzsche establece así, en carne viva, el desconsola­ do cul de sac de un subjetivismo que quiere alcanzar la trascendencia. El ser, el mundo y el afuera exige, enton­ ces, como condición de pasaje, la locura. Tal es el verdadero nombre de esa Kehre de la que tanto se habla en pleno desconocimiento de la experien­ cia en que está fundada... A través de su experiencia abre Nietzsche el horizon­ te de vida y de reflexión en el que, lo queramos o no lo queramos, nosotros, hombres del siglo veinte, nos halla­ mos circunscritos: en ese horizonte surge una cultura que exige, como tributo necesario de pasaje, la inmola­ ción, a través de muerte, locura, silencio o renegación, del sujeto — y su correlativa conversión en signo reco­ nocido y compartido— . Artaud, Van Gogh sellan el contra­ to mediante el recurso de la demencia, Rimbaud a través de la deserción, Mallarmée, lo mismo que la vanguardia

195

plástica y musical, mediante el silencio y la página en blanco, Joyce a través del discurso disparatado, esquizo­ frénico, en el que las oscuras palabras «terriblemente in­ humanas» por su esoterismo dejan de ser escondidas cla­ ves para constituir el texto mismo. Y en justa correspon­ dencia con esta connivencia de literatura y cultura con el Mal, la filosofía inclinará su especialización en las «form as malditas» de la tabla platónica de las categorías, el no-ser, la diferencia, cuyos delegados visibles son la Muerte y la Locura. En consonancia con esa inclinación teorética, la filosofía emulará el ejemplo nietzscheano en el terreno estilístico, abjurando de toda voluntad de sis­ tema, optando por lo aforístico y fragmentario, ese estilo perceptible tanto en Wittgenstein como en el último Heidegger... Pero Nietzsche abre algo más: una constelación ontológica de la que difícilmente podemos prescindir a menos que se nos escape ora la forma ora el contenido de nues­ tra reflexión de contemporáneos. Intentemos asomarnos un poco en este dificilísimo problema.

V En la experiencia ontológica nietzscheana, tal como se produce, en su radical cumplimiento, en las últimas cartas y en los últimos escritos, lo real se identifica, al parecer, con su alucinación. Poca cosa sería llamar Idea­ lismo a esta experiencia ontológica, ya que la idea ha sido estrangulada y convertida en materia ameboide, al modo de la imagen de un caleidoscopio siempre oscilan­ te. No es, desde luego, un idealismo absoluto como el 196

hegeliano, en el que todavía no se hubiera roto el víncu­ lo con la objetividad merced al proyecto de trascenderla mediante Aufhebung. Ni es tampoco un idealismo subje­ tivo que implicara una radical exégesis del esse est perdpi. Hablar de Idealismo Alucinante sería insuficiente por una razón que matiza y precisa el uso que hasta aho­ ra se ha efectuado del término alucinación. Esta palabra no es del todo exacta, pues menta imagen, plasmación plástica, ensoñación. Ahora bien, en ese crescendo de los últimos días nietzscheanos parece como si poco a poco el universo alucinante retrocediera a su Verdad de im­ pulso o afecto puro, sin mediación «apolínea» de ningún orden. El sujeto parece encaminarse a una experiencia radical de esa Verdad, hasta ser algo más (o algo menos) que el signo sustitutivo de la pulsión. La retracción crí­ tica establecida en el escrito juvenil Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, la regresión de la cosa a representación conceptual, de ésta al signo lingüístico, de la palabra a la imagen apolínea, de la imagen al elemento musical (semiología de los afectos), de la música al Caos primordial de afectos y pulsiones — ese proceso mediante el cual parece descorrerse el hilo de Ariadna, regresándo­ se en ese billete de vuelta de la Metáfora a la Verdad— ahora deja de ser consideración discursiva y teorética para llegar a ser acción, experiencia, praxis. Entonces puede afirmarse que el terminus ad quem de esta regre­ sión — verdadera regresión en sentido psicoanalítico— lo constituye, no el sujeto, que de esta suerte es des-edificado, sino ese más allá de la subjetividad que bien puede llamarse materia o ser natural — o para decirlo con pro­ piedad, Fysis— en el buen entendido de que ese ser no constituye una entidad del trasmundo, como el Espíritu, como la Materia del materialismo metafísico, como la Voluntad de Schopenhauer, sino la pluralidad oscilante 197

de existencias singulares independientes, las cuales, en virtud de la ley del Retorno, sustitutiva de la ley de per­ manencia de la sustancia bajo los accidentia, alcanzan una platónica existencia sellada por el anillo de la eter­ nidad. Platonismo invertido, no cabe la menor duda. Pero de todas form as: platonismo. Se trata por consiguiente de una experiencia ontológica que trasciende el idealismo, aproximándose a un materialismo sui generis en el que la ley del Retom o im­ pide la dispersión radical aleatoria de las singularidades finitas, fijando antecedentes y consecuentes a cada giro del caleidoscopio. Nietzsche parece entonces afirmar, en un principio, el infierno de las transmigraciones frente a todo ideal ascético de ruptura con esa rueda de la necesidad: Nir­ vana budista, Idea platónica, Divinidad judeocristiana. Pero en un segundo momento, que concede al primero verdadero aliento ontológico, halla la transacción entre el deseo de eternidad, protagonizado por el ideal ascético, y la «pasión de vivir», afirmadora de las transmigraciones. La ley del eterno retom o cumple el pacto entre el prin­ cipio de inmanencia y el principio de trascendencia.

VI Tal sería la experiencia ontológica nietzscheana de las últimas cartas y de los últimos escritos. A través de ella se percibe el carácter de ese pasaje de la inmanencia a la trascendencia: el solitario, ensimismado en sus com­ bates interiores, cuya única mediación con lo exterior se produce a través de la escritura, abandona el proyecto teorético de los próximos diez años — La voluntad de 198

Poder— y efectúa un cambio vocacional, acaso una am­ bigua deserción, acaso un perfeccionamiento de la ver­ dadera vocación, según el cual el «pensador» deviene acti­ vista, el hombre teorético se convierte en gran señor y en estratega. De pronto se le transfigura el mundo exte­ rior, que por vez primera en muchos años parece ad­ quirir relieve y entidad, cobrando significación todo lo que se cruza en el camino: trattorias, sastres, etcétera. Poco a poco invade de nuevo el interior sobre este exte­ rior desvelado, repoblándolo mediante el recurso a un proceso de sucesivas identificaciones que hacen a Nietzsche firm ar El Kaiser, El Crucificado, Dionisos crucifi­ cado... Por último comprende que él es «todos los nom­ bres de la historia», verdadera figura sustitutiva del Dios muerto, el Creador de todas las cosas. La cuestión de la subjetividad ha desvelado el Afuera. Pero ese Afuera aparece entonces, ora como sociedad, cultura e historia alucinada, ora como sociedad, cultura e historia devuelta al «estado de naturaleza». Entre la experiencia subjetiva y la experiencia ontológica existe así una transición inmediata, directa, sin mediación. En ese «salto» estriba el paso del Rubicón, ese que divide la historia en dos mitades. En una orilla del Rubicón, un mundo invadido por la subjetividad, en la que ésta, al cuestionarse, va enclaván­ dose de manera fluida y caleidoscópica de ser en ser, de cosa en cosa, de nombre en nombre, a través del recurso de la identificación. En la otra orilla del Rubicón, el ab­ soluto desfondamiento de esa subjetividad renacida de sus propias cenizas cual Ave Fénix: el cuerpo nietzscheano pierde el nudo unitario que lo soporta como unidad e identidad y se desagrega en flujos y pulsiones parciales. Dos experiencias entrecruzadas: esplendor de un sub­ jetivismo absoluto que soportaría la alusión a un Idealis­ 199

mo Alucinante; desfondamiento del sujeto y consiguiente pasaje a una experiencia directa, inmediata, súbita con el ser natural, con la materia. Idealismo del sujeto que alucina, entrecruzado con Materialismo del objeto que oscila. Pero ese objeto es natural y salvaje, es pulsión, afecto, flujo. Se llega, por consiguiente, a la siguiente situación: una subjetividad invasora efectúa el pasaje a una objeti­ vidad despoblada de todo atributo civil, expoliada de todo humus fertilizador de cultura. El sujeto se confronta di­ rectamente con un objeto natural, sin mediar o moderar su confrontación con el pasaje a través de la ciudad y sociedad «de los hombres». Ese objeto natural es, por lo demás, fúsis desvirtuada, des-animada, naturaleza que ha perdido toda su fuerza viva y fecundante y aparece, por consiguiente, nuda de determinación, al modo de simple hylé, como tierra baldía o desierto. De ahí el patético leitm otiv nietzscheano: E l desierto crece.

V II La clarificación de lo afirmado requiere efectuar un pequeño rodeo, necesariamente sumario e insuficiente, en el terreno de la ontología: ciertas precisiones en torno al concepto de Verdad. Hay, en efecto, una Verdad que debe escribirse con mayúsculas, siquiera sea para evitar confusionismos: constituye ese Enigma señalado por Platón a través del célebre épekeina tés ousías. En esa Verdad puede decirse que toda subjetividad y toda objetividad se abisman. Pero puede decirse a la vez que en ese abismo queda la doble serie del alma y de la sustancia (en Platón la Idea)

200

convenientemente fundadas. Esa Verdad debe ser llama­ da verdad trascendental. Pero esa Verdad puede evitar su mística evanescencia — afirmada por las teologías negativas— si se la concibe dialécticamente como Verdad forzada a aparecer y a ma­ nifestarse. ¿Cómo, a través de qué signos, a través de qué regiones del ser? Podría afirmarse, provisionalmente, que esa Verdad se manifiesta en dos regiones fundamentales, internamente vinculadas pero analíticamente discemibles: orden del sujeto y orden del objeto. O si se quiere decir así: orden psicológico y orden social, cívico. Vol­ viendo a la terminología platónica podemos hablar, de nuevo, del Alma y de la Ciudad. La mediación sujetoobjeto cristalizaría en un tercer orden al que podría lla­ marse Cultura. Este excursus permite ahora enmarcar los alcances y los límites de la experiencia ontológica inaugurada por Nietzsche — de la cual somos nosotros, lo queramos o no, herederos— . Puede afirmarse que Nietzsche salta de un pistoletazo, para hablar hegelianamente, de la verdad subjetiva y psicológica — esclarecida críticamente por él hasta matices de microscopio— a la verdad trascenden­ tal, sin que se perciba un verdadero «ajuste de cuentas» — que implicaría elaboración, trabajo, praxis— con la verdad social, pojítica. Ello condiciona decisivamente el enrarecido pasaje del sujeto al universo de la cultura — hecho sobre el cual se llamaba la atención al comienzo del ensayo. Esta afirmación puede resultar dogmática si no va acompañada de una confirmación. Ésta se encuentra en el último período de la vida consciente de Nietzsche, jus­ tamente en el pasaje mismo del Rubicón: Al pasarse de la ciudadela anímica a la ciudadela real, del adentro al afuera, del interior al exterior, a través de la proclama 201

de complot universal y gran política. La crítica se ve obligada entonces a bascular entre la sospecha de hallarse ante el más descomunal subjetivismo y también al mis­ mo tiempo, ante un crudo objetivismo en el que, a falta de objeto real, ora se alucina éste, ora se desfonda, él y la subjetividad que lo acompaña, en la pulsión pura, en el afecto puro, en la hylé, apuntando de esta suerte hacia una vacía trascendencia. Nietzsche no es todas las cosas: o bien las ensueña desde la subjetividad, o bien las devuelve a su primera naturaleza, robándoles su determinación social, política, civil y cultivada. Nietzsche intenta, acaso por última vez en la historia de occidente, realizar el ideal renacentista y humanista del uomo singuiare y universale, ser todas las cosas, ar­ monizar todas las actividades. Repite en su experiencia la gesta de Fausto, proveyéndose como él del necesario acompañante (Demonio de la pesantez). Ahora bien, mien­ tras el hombre del renacimiento, mientras el propio Goethe, pudieron materializar ese ideal de clasicismo, en su vida y en su obra, Nietzsche representa la quiebra cul­ tural de ese ideal. Ya no es todas las cosas: sencillamen­ te, las alucina.” 19. La filosofía de Deleuz&Guattari ( E l Antiedipo, Barcelona, 1973) se alimenta de la misma confusión de realidad y alucina­ ción. De ahí que parezca tener el mismo estatuto ontológico la producción-deseante de los fantasmas provocados por la química y la producción-deseante que resulta de un com plejo fabril: la ametralladora soñada y la fabricada. Al borrarse la diferencia entre naturaleza e industria, sujeto y objeto, persona y sociedad, Deseo y Objeto, en esa noche en la que todo es máquina deseante, termina por confundirse también pensar y ser, objeto pensado (o percibido, o alucinado) y objeto en-si. Producir mentalmente es, pues, idéntico a producir en lo real. De ahí que este idealismo absoluto sólo puede sostenerse presentándose com o materialismo extremado. Sólo que la materia, lo mismo que la máquina y la industria, han sido plenamente fantaseadas. En este sentido

202

Señala como condición de cumplimiento de ese prin­ cipio humanista el pasaje por la locura.*20 N o es éste el contexto apropiado para señalar, con detalle y refinamiento analítico, las razones subjetivas y objetivas, psicológicas, sociales, culturales e históricas que explican esa quiebra cultural. El interés que ha sus­ citado Nietzsche a lo largo de todo este siglo constituye, sin embargo, la prueba de que en su vida y en su obra

parece mucho más honesto el idealismo lacaniano, ya que no en­ gaña respecto al carácter fantasmático de las producciones del Sujeto deseante, com o tampoco engaña respecto al punto de par­ tida subjetivista. N o constituye, pues, ningún avance verdadero la sustitución del orden del simulacro desvelado por la «diferencia libre» (filo ­ sofía deleuziana previa al Anti-Edipo) por el orden, aparente y verbalmente más «real», más «físico », más «m aterialista», de la máquina revelada por el proceso esquizofrénico. Siempre subyace la misma opción de fondo «heideggeriana»: E l Ser tachado (que se verbaliza ora com o Diferencia libre, ora com o Folie, ora como Esquizofrenia) desvela el espacio de dispersión de... (máscaras, máquinas; teatro, fábrica). Se trata siempre del mismo problema de la apertura del existente al Ser; el problema de la trascen­ dencia. Pero el orden objetivo real queda escamoteado siempre, ya que, se quiera o no se quiera, se piensa desde el Sujeto (cues­ tionado) abierto a la Trascendencia. 20. E l sujeto pensado y encarnado por Nietzsche en sus últi­ mos escritos materializa el principio humanista «ser todas las cosas» en el registro de la alucinación, de la psicosis. La exégesis subjetivista e idealista del Anim a est quodam m odo omnia, halla, en ese experimento de vida y de pensamiento, su plena consu­ mación. Más allá no existe ningún más allá. El sujeto salta al afuera abre la ventana de la mónada y se arroja a la trascen­ dencia. Pero no es espacio hiperbóreo ni aire libre lo que en ese acto se desvela, sino «m u ro fr ío y silencioso», com o en el célebre poema de Holderlin. E l afuera comparece entonces com o el aden­ tro más clauso, de manera que ese «prim er m ovim iento» deseado muestra su naturaleza inmueble. E l sujeto que quiso ser puro proceso, pura producción conjugada en infinitivo, diferencia libre y devenir inocente alcanza entonces su contrariada verdad com o parálisis cerebral, rigidez convulsiva y catatonía.

203

se hallan, si no las claves, al menos los signos y los sín­ tomas que posibilitarían esa explicación. Nietzsche no alumbra un nuevo horizonte de reflexión y de experiencia: establece el horizonte en que vivimos y pensamos, nosotros, europeos del siglo veinte, en el cual se desarrolla hasta las últimas consecuencias ese infor­ tunio. Tal es nuestro peculiar mal du siécle, que en vano algunas corrientes filosóficas intentan «transvalorar» me­ diante una positivación de esa experiencia negativa en­ camada por Nietzsche. La lucidez impide, sin embargo, hacer de la necesidad virtud proclamando una nueva cul­ tura allí donde sólo se percibe la lenta erosión y la pro­ gresiva ruina de una cultura milenaria.

V III Nietzsche establece en sus propias carnes, en su pro­ pia experiencia ontológica, la obstrucción del vínculo dia­ léctico — a la vez conflictivo y armonioso— entre la esfera trascendente de la Verdad y la inmanente de la relación sujeto-objeto: uno de los términos de esta relación queda desdibujado, si no sencillamente tachado, compareciendo bajo la figura informe, amorfa de la Masa. Lo objetivo, por consiguiente, ha sido expoliado de su momento for­ mal, apareciendo bajo la nuda determinación de la inde­ terminación, un poco a la manera de la úlé aristotélica. Ahora bien, esa tachadura no es arbitraria ni casual, sino el riguroso registro en sensaciones, en afectos, en pala­ bras, en escritura, de una tachadura histórica que prece­ de y posibilita la inscripción, la autoconsciencia. Esa tachadura histórica del objeto es, obviamente, ta­ chadura simultánea del término correlativo. Bastará una 204

sencilla inversión estructural del drama en su resolución nietzscheana para comprender la consecuencia inevitable: una mala objetividad que se estatuye en portadora de todos aquellos atributos propios del ideal humanista, ser todas las cosas, saber todas las cosas. El Estado totali­ tario será entonces la forma apetecida por esa materia carente de determinaciones: será todas las cosas en vir­ tud de su control desenfrenado de estamentos e indivi­ duos, borrando los lindes entre lo privaao y lo público, entre lo individual y lo social; sabrá todas las cosas en virtud de su omnisciente registro policíaco de toda par­ ticularidad, imposibilitando cualquier ensoñación privada del individuo solitario. En consecuencia, o el alma realiza el ideal humanista a costa de robar a la objetividad su contenido cívico, o bien la ciudad lo realiza a costa de saquear todo dere­ cho a la soledad o a la privacy. La síntesis alma-ciudad se produce, en el primer caso, en el registro alucinatorio, en el segundo, en el «registro» policial. Rota la mediación entre el orden psíquico y el social, la cultura bascula entonces de uno a otro de los órdenes escindidos: ora constituye un objeto manipulable por el aparato estatal, perdiendo su dimensión crítica y creati­ va, degenerando en subcultura, ora se yergue en refugio de una intimidad crítica y creativa amenazada en su en­ traña misma, la cual pronuncia, desde ese precario espa­ cio de inmunidad, un discurso crítico respecto a esa enra­ recida situación, sin que ese pronunciamiento tenga otro valor y eficacia que el verbal e intransitivo únicamente afecto a la minoría copartícipe del mismo sentimiento de invasión y de soledad. El rito y el mito, las formas más añejas de toda cul­ tura sólidamente establecida, al perder el vínculo de lo subjetivo y lo objetivo, basculan entre dos formas degra­ 205

dadas de su milenaria sustancia: o son objetos manipu­ lados por el estado, o son reserva idiolectal de la subje­ tividad que, al faltar la mediación con lo social, inervan el somatismo, abriendo el nutrido repertorio nosográfico delineado por Freud en sus trazos fundamentales. Tomando la terminología de mi libro La filosofía y su sombra, podríamos resumir este ensayo con el siguiente cuadro, en el cual el signo ( + ) vendría protagonizado por la experiencia ontológica nietzscheana. El signo ( — ) constituiría la sombra correlativa a ésta, aquella otra «o p ­ ción» que se halla implícita en su filosofía y que, en al­ gún sentido, la completa. Ambas constituyen el lugar a partir del cual se explican una y otra como determina­ ciones particulares de una misma problemática. En el buen entendido de que ésta ha sido planteada por la his­ toria, condición de posibilidad de su aparecer en la cons­ ciencia y en la escritura.

D ivorcio de alma y ciudad