El arte de vivir en tiempos difíciles 9788411481274

Pocas cosas se saben de Epicteto (h. 55-h. 135) fuera de su condición primera de esclavo, su interés por la filosofía y

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El arte de vivir en tiempos difíciles
 9788411481274

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  • filosófica estoica

Table of contents :
Introducción
El arte de vivir (en tiempos difíciles)
Manual
Antología de textos sobre filosofía y libertad
Glosario
Créditos

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Epicteto

El arte de vivir (en tiempos difíciles) Antología de textos Traducción, introducción y notas de Ignacio Pajón Leyra

Índice Introducción, de Ignacio Pajón Leyra

El arte de vivir (en tiempos difíciles) Manual Antología de textos sobre filosofía y libertad Glosario Créditos

Introducción

1. El filósofo esclavo Muy poco es lo que se puede decir del filósofo Epicteto con total seguridad. A pesar de ser una de las mayores figuras del estoicismo y uno de los filósofos más reputados de época romana, apenas sabemos nada de su vida. Ni siquiera su verdadero nombre es seguro, pues el apelativo por el que nos es conocido, «Epicteto», significa simplemente «adquirido», indicando su condición de esclavo, y tanto podría ser su nombre real como un mero mote otorgado por sus dueños. Nació en la ciudad frigia de Hierápolis, la actual Pamukkale, hoy dentro de las fronteras de Turquía, hacia el año 55 de nuestra era, y murió probablemente en Nicópolis, cerca del año 135. Fue esclavo de Epafrodito, liberto adinerado y secretario del emperador romano Nerón. Escuchó las lecciones del filósofo estoico Musonio Rufo, de quien aprendió una forma de filosofía especialmente válida para el modo de vida que por su condición de esclavo estaba obligado a llevar. Obtuvo la libertad en algún momento posterior a la muerte de Nerón, y debido a la expulsión de los filósofos de la ciudad de Roma por parte de Domiciano, tuvo que marcharse de la capital del Imperio. En esta época convulsa la filosofía en general, y más concretamente las corrientes de pensamiento –como el estoicismo y el cinismo– que practicaban la libertad de palabra, no estaban bien vistas por parte de las estructuras de poder imperiales, lo que llevó a otros filósofos como Dion de Prusa o el mismo Musonio Rufo a tener que exiliarse, y a otros como Séneca, incluso, a la muerte.

Alejado de la capital, Epicteto acabó por establecerse en Nicópolis, en la región del Epiro, en el noroeste de Grecia, donde fundó su propia escuela. Allí, desarrollando su magisterio con numerosos alumnos que en su mayoría fueron patricios romanos, llegó a alcanzar una gran fama y a recibir el respeto y la admiración de sus contemporáneos. Entre sus alumnos se encontró Flavio Arriano, también conocido como Arriano de Nicomedia, historiador y filósofo, que recogió, redactó y difundió algunas de las lecciones de su maestro. Estas transcripciones son, de hecho, los textos por los que hoy es conocido. Pero Epicteto mismo jamás escribió nada. Con toda probabilidad, su decisión de no escribir estuvo inspirada en la de Sócrates, uno de sus modelos de comportamiento y de sus grandes referentes intelectuales. Y tal y como la figura de Sócrates llegó a ser conocida a través de la escritura de su discípulo Platón, la de Epicteto lo fue a través de los apuntes recogidos por Arriano. Las palabras que contiene esta antología de textos son, pues, las que proceden de los escritos de Arriano, pero las ideas son las expuestas por Epicteto en sus clases. Y el texto de Arriano no pretende ser otra cosa que un medio de transmisión de la filosofía de su maestro (y no una expresión filosófica y literaria original como la de Platón), por lo que parece tener más sentido atribuirle a Epicteto la autoría y considerar a Arriano, más bien, como la fuente de nuestro conocimiento de la filosofía de aquel. Sobre la vida de Epicteto poco más sabemos. Quedó lisiado en algún momento, quizá en su mismo nacimiento o quizá como resultado del castigo físico de alguno de sus amos anteriores. Nunca se casó, aunque convivió en la última etapa de su vida con una mujer. Crió, con ayuda de ella, un hijo adoptivo. Y murió en algún momento próximo al año 135 d. C. Sin embargo, a pesar de lo misterioso de su biografía, la figura de Epicteto de Hierápolis sobresale como una de las de mayor importancia en la filosofía de época romana y uno de los referentes principales en el terreno de la ética que el estoicismo dio como resultado. Como filósofo práctico, Epicteto no cayó jamás en el frecuente defecto de perder de vista a

aquellos a los que se dirige. Al contrario: su filosofía, directa y clara, aborda las cuestiones con sencillez. El lenguaje con el que Arriano nos la ha legado, probablemente muy próximo al del propio Epicteto, multiplica esa proximidad con el lector, empleando expresiones llanas incluso para las cuestiones más complejas, y ejemplos tomados de la vida cotidiana. Y además, la propia temática por la que se interesó el pensador de Hierápolis gira fundamentalmente alrededor de cuestiones prácticas, aplicadas, que tienen como espacio natural la vida y las inquietudes personales de cualquier ciudadano de a pie, sea de la Roma del siglo II o del globalizado mundo del siglo XXI.

2. Filosofía estoica para la actualidad La filosofía en la que Epicteto se enmarca, el estoicismo, se encuentra además en estado de especial vigencia en nuestro tiempo. Por supuesto, se trata de un marco de pensamiento compuesto para su contexto histórico y social, y por ello conocer ese contexto es una herramienta de importancia para no malinterpretar su mensaje. Pero al tiempo se trata de una forma de pensar y de vivir que mantiene inalterada su validez en nuestro presente, aportando respuestas lógicas, físicas y sobre todo éticas que nos aluden de forma tan directa como aludían al ciudadano grecorromano que las recibió por primera vez. En parte esta inusual vigencia se debe a que el contexto social, político y cultural para el que nace el estoicismo tiene paralelismos importantes con el momento que hoy vivimos. Un periodo histórico es el relato de cómo las personas de una época –que en la mayoría de aspectos son como nosotros– lidiaron con los problemas que les salían al paso en su vida diaria, problemas que, también en su mayoría, son similares a los nuestros. Por eso, desde nuestra perspectiva de lectores contemporáneos, no podemos evitar pensar que cualquier periodo histórico del pasado

puede entenderse como una imagen en el espejo de nuestro propio presente. Pero incluso desde este punto de vista, hemos de admitir que hay periodos que mantienen con otros una similitud en los aspectos cruciales mayor de lo habitual. No es necesario llegar a plantear la idea de que todo se repite para admitir que los ecos del pasado resuenan en el presente, y que hay épocas más marcadas por unos problemas que por otros, y preguntas que resultan más acuciantes en unos contextos que en otros. La época actual, en concreto, es un momento histórico de especial complejidad. El número y la diversidad de los factores que intervienen en cómo vivimos nuestro presente son muy amplios, y además la interacción entre esos factores varía a un ritmo tan alto que tenemos la sensación de estar sumidos en un cambio acelerado permanente. Un momento tan complejo como este, como es razonable, tiende a ser similar en algunos aspectos a muchos momentos distintos de la Historia. Pero en algunos de sus rasgos más destacados la actualidad puede compararse con la época de aparición del estoicismo: la época helenística. En primer lugar, el propio habitante de cualquier ciudad griega de la época helenística también tenía esa sensación de cambio sobrevenido, de transformación repentina, que nos invade a nosotros. Después del paso por el mundo de Alejandro Magno la mayor parte del contexto civil previo se había transformado sin vuelta atrás. La antigua estructura del mundo helénico basada en la atomización en pequeñas ciudades-Estado independientes política, jurídica y militarmente se había transformado en un imperio, noción que en la época se consideraba más propia de Oriente (con el Imperio Persa como su ejemplo principal) que de Occidente. Pero además, si nos fijamos en el panorama social de la etapa histórica que se estaba abriendo, veremos rasgos muy definidos, claramente distintos de los que caracterizaban la vida social de la anterior etapa clásica: crecimiento demográfico, concentración de la población en las ciudades (que crecen hasta dimensiones inusitadas), sincretismo religioso y cierta decadencia de la religión tradicional, inestabilidad

política, intenso contacto cultural a través de un mundo amplio y diverso, multiplicación de las guerras, que además adoptan formas nuevas antes desconocidas, crisis de las instituciones, individualismo... Casi parecería la descripción de nuestro presente. En una situación como esta, el antiguo ciudadano de una polis griega que de pronto se veía transformado en súbdito de un imperio que llega hasta el Ganges, y casi al instante cambiaba de nuevo para verse integrado en un Reino Helenístico producto de fusiones culturales, sociales y militares que apenas podía entender, es comprensible que se sintiera profundamente desorientado. En el transcurso de una sola generación se produjo un cambio tan radical que llevó a la casi completa pérdida de los referentes sociales que permitían a la población saber quiénes eran y cómo se insertaban en su mundo. Y en una situación como esa la filosofía no podía ni debía permanecer impasible. Y de hecho, los pensadores de la época dieron un paso adelante para ofrecer alternativas prácticas que permitiesen regirse de algún modo en un mundo cambiante y confuso. Entre esas alternativas surgieron corrientes filosóficas de gran importancia, como el escepticismo, el epicureísmo o el eclecticismo, corrientes que se preocupaban por plantear modos de pensamiento capaces de asistir a la población en la búsqueda de la verdad, la tranquilidad de espíritu y la felicidad. Pero puede que la que más influencia cultural e histórica haya tenido de entre todas ellas sea el estoicismo. Cuenta la tradición que el estoicismo nace como una suerte de evolución desde el cinismo de Diógenes y Crates. Como el cinismo, el estoicismo tiene una fuerte vocación pública, transformadora y cosmopolita. Su fundador, Zenón de Citio, no era griego sino fenicio, y no pertenecía a los estratos favorecidos de la sociedad, como la mayoría de filósofos, sino que era un mercader caído en desgracia que había acabado sumido prácticamente en la mendicidad. Su filosofía, además de enfocarse en las cuestiones prácticas y vitales como la mayoría de las de su tiempo, será especialmente apta para convertirse en guía de vida para gentes de toda condición, desde los

más favorecidos hasta los por completo desposeídos. Quizá por ello acabará extendiéndose, ya después del helenismo, en tiempos del Imperio Romano, por la totalidad de la estructura social, de tal manera que entre sus representantes principales encontraremos desde un emperador como Marco Aurelio hasta un esclavo como Epicteto. Como forma de filosofía volcada en lo público, el estoicismo se desarrollará en espacios cotidianos, en la discusión viva de las calles, plazas y mercados de Atenas, Alejandría y Roma. Su propio nombre deriva de una plaza pública ateniense, la Stoa Poikilè, el pórtico pintado en el que se cuenta que Zenón decidió impartir sus primeras lecciones. De esta forma, el estoicismo nace unido a la calle, el espacio público ciudadano, y admite a cualquiera como alumno con el mero hecho de que se pare a escuchar. Ese carácter cotidiano, abierto y diáfano le permitió tener una gran difusión ya en la propia Antigüedad. Pero fueron su modo profundo y claro de afrontar los problemas de la vida y el tipo de soluciones razonables, sobrias y en cierto sentido reconfortantes que ofrecen ante ellos los que le permitieron, además, obtener una intensa recepción por parte de los lectores medievales, modernos e incluso contemporáneos. Por ello, el influjo del estoicismo ha llegado con fuerza hasta nuestros días, momento en el que nos hemos dado cuenta de la fuerte validez y vigencia de su modo de pensar para nuestras inquietudes actuales. El estoicismo está viviendo, de hecho, una suerte de resurgimiento. Entre sus virtudes como filosofía de vida se encuentra la capacidad para señalar diferencias (entre lo que es valioso y lo que no, entre lo que puede y lo que no puede cambiarse, entre lo preferible y lo rechazable) que no son válidas solo para el momento en el que fueron formuladas, sino que trascienden a toda época y nos resultan tan clarificadoras e iluminadoras a nosotros como les resultaban a los griegos o los romanos, y que tienen la capacidad de reubicar a quien reflexiona sobre ellas. Por eso el estoicismo continúa cumpliendo con el

cometido con el que nació: ofrecer a quien está perdido los medios para situarse y para encontrar un modo de vivir en el mundo cambiante, imprevisible y a veces incluso amenazador que nos rodea.

3. Filosofía y libertad antes de Epicteto El núcleo de esta selección de textos de Epicteto es el tema de la libertad. La noción de libertad, su aplicación y sus consecuencias son uno de los temas más destacados de la filosofía de todos los tiempos. Y el estoicismo en concreto tendió a preocuparse mucho por esta cuestión. No sería legítimo considerar que la libertad es el tema principal del estoicismo, pues hay otros a los que estos filósofos dedicaron más tiempo y que aparecen representados de manera más extensa en las obras estoicas que han llegado hasta nosotros. Pero sí puede considerarse que la problemática de la libertad es uno de los núcleos que vertebran toda la filosofía estoica. La existencia y naturaleza de la libertad es una de las preocupaciones principales de la ética de los estoicos, pero también es una de las cuestiones que surgen del desarrollo de su física (su visión de cómo está constituido el mundo y de qué manera se comporta) y de su teoría del conocimiento (su posición sobre qué somos capaces de conocer con certeza, y de qué modo). Por ello, en cierto sentido puede considerarse al estoicismo una forma de filosofía de la libertad. Y entre los estoicos, quizá uno de los que nos ha dejado una reflexión más completa, interesante y sugerente sobre la libertad sea Epicteto. Aunque muchas de las posiciones de Epicteto sobre este tema son profundamente originales, hay que tener en cuenta que cuando este pensador de Hierápolis comenzó a preguntarse por la libertad humana existía ya una larga y muy destacada tradición filosófica sobre en qué medida somos libres y qué supone que lo seamos. La

filosofía de la libertad había aparecido en la historia del pensamiento mucho antes, vinculada a un giro en los intereses intelectuales que tuvo lugar alrededor del siglo V a. C. En efecto, en esa época se produjo un fuerte cambio de orientación general del pensamiento filosófico, de tener como objeto de estudio principal el mundo físico y su composición a centrarse en el mundo social y su particular dinámica. El ser humano y los elementos que conforman su ambiente social, ético, jurídico o político cobraron, entonces, una importancia destacada, lo que llevó a la aparición de preguntas filosóficas sobre el derecho, la naturaleza de la ley, el bien, la justicia o la voluntad. En esta época se instaura en Atenas la democracia, que puede concebirse de manera fundamental como un «gobierno de la palabra» 1 . Cada una de las cuestiones políticas y jurídicas que debieran dirimirse en la ciudad pasaron a hacerlo en el seno de foros de deliberación y argumentación estructurados alrededor del uso de la palabra (la asamblea, los tribunales e incluso el ágora). Con ese nuevo protagonismo del diálogo y de la discusión aparecieron unos nuevos intervinientes en el espacio intelectual que fueron los sofistas, un grupo de maestros de la cultura griega dedicados a la enseñanza de la retórica y la argumentación. El movimiento sofístico nace indudablemente unido a la democracia. Porque en el contexto democrático las cuestiones políticas se resuelven hablando, se hace necesaria la aparición de maestros de retórica capaces de perfeccionar las habilidades persuasivas de los agentes políticos democráticos. Es decir, la dinámica democrática genera la demanda a la que los sofistas responden. Y de igual modo, porque la democracia justifica la puesta en valor de esta clase de enseñanzas, porque genera un espacio en el que la sabiduría, la habilidad y los conocimientos argumentativos pasan a estar extraordinariamente valorados (y su enseñanza muy bien pagada), es por lo que los sofistas afluyen a Atenas, respondiendo a esa suerte de llamada. De este modo, sus enseñanzas versarán sobre asuntos plenamente humanos, a diferencia de las de los filósofos físicos del periodo anterior. Y entre

esos asuntos humanos destacarán los vinculados con el uso de la palabra, tanto en su vertiente teórica como en la práctica. El sofista no enseña solo teorías, sino también habilidades. En especial la habilidad de hacer cambiar de opinión al que escucha. Y para hacerlo, promueve la práctica de defender el argumento que parece menos justificado, hasta que dé la impresión de estar más justificado que su opuesto, y a continuación defender su opuesto. Algo parecido a lo que se hace todavía hoy en el entrenamiento para los modernos torneos de debate. Con ello, su cliente adquiere la habilidad necesaria para producir la convicción, el gran objetivo. Pero como parte de su actividad argumentativa el sofista se ve movido a justificar también su propia actividad. ¿Por qué puede considerarse que enseñar a convencer es moralmente legítimo? ¿Qué diferencia hay entre argumentar en favor de la alternativa más débil y fomentar la mentira y el error? ¿Hacer cambiar de opinión es una forma de coaccionar? Para salvar estas cuestiones, la actividad sofística construyó algunas de las grandes herramientas de la filosofía de su tiempo: una posición filosófica completa (el relativismo, según la cual la verdad no es absoluta, sino relativa a un sujeto) y una división dicotómica que permite reinterpretar la realidad: la contraposición entre phýsis (naturaleza) y nómos (convención). A partir de esta división, la totalidad de los sofistas afirmaron el carácter no natural de las convenciones (leyes, costumbres o normas) por las que se rige el ser humano. Todas esas convenciones fueron consideradas creaciones humanas ajenas a la naturaleza. Las leyes, por ejemplo, se concibieron como el producto de la obra de los legisladores, sin nada que ver con el modo de ser natural del mundo. Y es en el marco de una visión de la legalidad como esta donde la cuestión de la libertad humana obtiene una presencia nuclear. Si la ley es un mero producto humano, los que la imponen son los que determinan qué ley es la vigente, y lo harán siguiendo sus propios intereses (tal y como defiende el sofista Trasímaco), y quienes se sometan a la ley lo harán por miedo (como

afirmará Glaucón). Frente a esta visión de la legalidad es frente a la que reacciona Sócrates, que considera que, aunque la ley sea convencional, nuestro compromiso con ella es un acto libre. Sin duda, Sócrates está de acuerdo con los sofistas en que la ley es un producto de la mera convención. La ley no es en última instancia otra cosa que un acuerdo, un pacto, que Sócrates entiende no como pacto entre ciudadanos sino como pacto entre el ciudadano y las leyes mismas. Pero a diferencia de los sofistas, Sócrates no atribuye a esa característica de la legalidad de ser algo convencional y acordado la consecuencia de una puesta en cuestión de su legitimidad. Al contrario, la clave de la legitimidad de la ley se encuentra en el hecho de que es el producto de un pacto llevado a cabo libremente. Nuestra presencia en la ciudad reafirma ese pacto libre entre el ciudadano y la ley. Si no hubiera tal acuerdo, el ciudadano podría marcharse, y si no lo hace, muestra con ello su aquiescencia y su compromiso con la legalidad acordada. Esta forma de concebir la ley y la libertad tendrá una fuerte influencia no solo en la filosofía de Sócrates, sino incluso en su vida. En primer lugar, la actitud socrática está lejos de poder ser concebida como obediencia. La valentía y la capacidad de sacrificio tienen un papel de primer orden en su concepción de la vida. Y ambas han mostrado su puesta en práctica tanto en el contexto bélico como en el civil. En efecto, Sócrates alude a la necesidad de asumir las obligaciones militares ciudadanas en la Apología 2 , vinculándolas con la entereza. Y por analogía con la valentía militar, Sócrates hace ver la necesidad de una valentía civil que también consiste en un modo de entereza: el tipo de fortaleza de ánimo que le permitió negarse a detener injustamente a León de Salamina 3 , ser el único de los prítanes que no cedió a las exigencias y amenazas de las masas tras la batalla de las Arginusas 4 y finalmente acatar la sentencia de muerte dictada contra él, en lugar de escapar para salvar la vida. Como puede apreciarse por los ejemplos vitales que ofrecemos, la concepción de esa entereza cívica está lejos de poder

equipararse con una obediencia ciega al dictado de la autoridad normativa. Se trata más bien de una asunción de la responsabilidad que no está exenta de un matiz de desobediencia frente a la injusticia cuando la situación lo exige. La valentía, por tanto, también es para Sócrates la virtud que se muestra al enfrentarse al poder establecido para defender lo legal o lo justo. Y se muestra tanto por las palabras como por los actos. Esta pauta de comportamiento socrática, que se manifestaba a diario en las calles de Atenas cada vez que Sócrates ejercía su conocida tarea de aguijonear las conciencias de sus conciudadanos, y que pasó a ser extremadamente conocida a causa de su aceptación de la condena a beber cicuta y de la serenidad ante la muerte con la que vivió sus últimos momentos, supuso un importante modelo de conducta para muchos de sus seguidores. En especial, las características del esfuerzo, la libertad de palabra y de acción, la asunción de la responsabilidad ética y la serenidad ante la mortalidad constituyeron los rasgos principales desde los cuales se gestó, por parte del discípulo de más edad de Sócrates, Antístenes de Atenas, una de las filosofías de la Antigüedad que más interés manifestaron en el tema de la libertad y qué más tuvieron que ver con el nacimiento doctrinal del estoicismo: el cinismo antiguo. De hecho, el cinismo es en muchos sentidos el punto de arranque de la visión de la libertad que Epicteto expresa en su obra. Y no solo por la influencia que la corriente cínica tuvo en el nacimiento y la conformación del estoicismo en general, sino sobre todo por la proximidad de planteamientos entre puntos esenciales de la filosofía de Epicteto y de destacados cínicos como Antístenes o Crates. El iniciador de la corriente, Antístenes, era hijo de un ciudadano ateniense y una mujer tracia, probablemente esclava. Esto le confería un carácter mestizo que lo abocaba a llevar una existencia de marginalidad en lo que respecta a la vida civil griega. Sin embargo, a pesar de ello Antístenes llegó a ser considerado como uno de los filósofos más destacados de la generación posterior a la de Sócrates, y como el antecedente último de toda una

visión del socratismo completamente alejada de la visión platónica. Mientras que Platón, basándose en su propia interpretación de Sócrates, confería una importancia central en su obra al distanciamiento de lo corporal, Antístenes veía en Sócrates una forma de filosofía del cuerpo. La entereza socrática no era, para él, resistencia del alma frente a la corporalidad, sino entereza corporal material al tiempo que entereza anímica y emocional. Y del mismo modo, la franqueza socrática, su ironía y su vida moderada, casi ascética, suponían para Antístenes un modelo de comportamiento que se alejaba de la artificiosidad de lo social para recuperar la evidencia e inmediatez del cuerpo y de la naturaleza. Distanciarse de la convención para regresar al ámbito de lo natural, por tanto, era la enseñanza que, según el cinismo, la filosofía posterior había de obtener de Sócrates. Y se trataba, según estos filósofos, de una enseñanza liberadora. Así, los cínicos ven en la atención a lo convencional un modo de cubrirnos a nosotros mismos con cadenas. La excesiva tendencia a estar pendientes de la mirada social proyectada sobre nosotros, o a tratar de cumplir las expectativas creadas sobre nuestro comportamiento, nuestro pensamiento o nuestra palabra, son, para esta corriente, modos en los que la sociedad esclaviza a sus integrantes. Y en última instancia toda la filosofía cínica se orientó a tratar de fomentar la libertad. La sociedad tal y como está constituida es fuente de desigualdades e injusticias que mantienen a la mayoría de la población sometida. Y la emancipación de ese sometimiento es un acto que debemos acometer cada uno de nosotros. La liberación, para estos pensadores, es sobre todo una autoliberación. Al igual que Antístenes, su discípulo Diógenes se comporta como un ciudadano libre. Y no porque una legalidad vigente en una ciudad concreta le haya concedido esa libertad, sino porque la tiene por su propia naturaleza. No se declarará, por tanto, ciudadano de su ciudad natal, sino ciudadano del mundo (cosmopolités), porque es el mundo natural, la naturaleza misma, el que nos hizo libres. Pero al

tiempo esa libertad desaparece cuando la supeditamos a la opinión que los demás tendrán sobre nosotros, o a la posición en la que nos sitúa la escala social, o a los bienes materiales de los que gozamos, la riqueza que tenemos, los placeres de los que disfrutamos o cualquier otro de los que la sociedad llama «bienes». Despojado de todo, desposeído por completo, Diógenes recupera la libertad en grado tal que ni el poderoso por excelencia, Alejandro Magno, puede hacer que se someta ante él. La anécdota es probablemente falsa, pero aun así nos hace ver cómo se concebirá en los años siguientes la clase de libertad que Diógenes propugna. Alejandro, soberano de Macedonia que ha unido bajo su poder a todos los griegos, se presenta ante el desterrado y miserable Diógenes, que toma el sol en la calle. El rey ofrece al pordiosero concederle lo que él le pida. Diógenes contesta que se aparte, que le está quitando el sol. La independencia vital, y la libertad que esa independencia supone, son para el filósofo cínico la fuente primaria de su felicidad. Por ello, nos cuenta Diógenes Laercio que a alguien que elogiaba la suerte de Calístenes 5 , comentando que compartía la vida espléndida de la corte de Alejandro, Diógenes le corrigió diciendo: «No es más que un desgraciado, que come y cena cuando a Alejandro le da la gana» 6 . La felicidad no está, pues, para estos filósofos, en el hecho de tener las necesidades cubiertas si ello supone perder la independencia. La única fuente de felicidad auténtica es la libertad. Calístenes no puede ser un ejemplo de afortunado, ni de dichoso, ni siquiera de sabio, porque ha sacrificado su libertad por las comodidades de la corte. El sabio más bien preferirá sobrellevar las penurias de la pobreza antes que perder su libertad. Por supuesto, no toda la filosofía antigua estará de acuerdo con esta visión de la felicidad como fruto exclusivo de la autonomía y la libertad. Ni siquiera con el peligro que el filósofo cínico ve en el comportamiento de Calístenes al acercarse a la mesa del poderoso. Y eso a pesar de que el propio Calístenes morirá en cautiverio tras

ser acusado por Alejandro de conspiración. Sin embargo, la poderosa imagen del sabio carente de posesiones, pero por ello mismo libre, se convertirá en una de las ideas más extendidas sobre el modo de ser socialmente libre tanto en el helenismo como en época romana. De este modo, la figura miserable y desposeída pero desafiante y desinhibida de Diógenes pasará rápido a ser un ejemplo extremo de libertad. Y no serán pocos los que imiten su modo de vivir y de pensar. Un ejemplo destacado del establecimiento de Diógenes como modelo lo supone su discípulo Crates de Tebas. Miembro de una familia adinerada y heredero de una gran fortuna, Crates asumió un modo de vida austero y ascético tras ver en escena en una tragedia un personaje que vivía con lo mínimo, llevando consigo solamente un manto y un cestillo que cubrían sus necesidades inmediatas. Según la tradición, vendió todo cuanto poseía y llevó el dinero resultante al puerto, donde lo arrojó al mar. Y al hacerlo, compuso un breve poema sobre ese acto: «Crates libera a Crates de Tebas. Gracias a ti, Fortuna, maestra del bien para mí, me envuelvo sin cuitas en mi manto» 7 . La destrucción de las cadenas que el dinero nos pone lleva a Crates a verse como un esclavo que se libera a sí mismo, y por ello celebra su cambio de vida con un texto breve que recuerda las notas en las cuales se hacía constar la manumisión de un esclavo al liberarlo. El nuevo liberto es libre en la miseria autoescogida, o, dicho de otro modo, es libre a pesar de la riqueza material abandonada, y lo es porque la libertad no tiene que ver con la riqueza sino con la independencia. Y en muchas ocasiones la independencia no aumenta cuanto más tienes, sino cuanto más reduces las necesidades que te limitan. Esta visión de la libertad forjada en el cinismo antiguo tendrá una importancia decisiva en la conformación original del estoicismo. De hecho, la tradición antigua hace del estoicismo una especie de «hijo doctrinal» del cinismo. El primer estoico, Zenón de Citio, habría sido un discípulo de Crates de Tebas, que, mientras se estaba iniciando en el cinismo, mostró una tendencia hacia el recato que casaba

poco con la desvergonzada vida de los filósofos callejeros. Por ese motivo acabaría fundando una variante propia del cinismo menos escandalosa pero igualmente comprometida, social y libertaria, y aún más rigurosa y ascética si cabe. Diógenes Laercio narra el primer contacto de Zenón con Crates de la siguiente manera: El encuentro [de Zenón] con Crates fue de este modo. Naufragó en un viaje desde Fenicia ante el Pireo con una carga de púrpura. Subió a Atenas, siendo entonces un hombre de unos treinta años, y se sentó en la tienda de un librero. Como se estaba leyendo el libro segundo de los Recuerdos de Jenofonte, le gustó tanto que preguntó dónde podían encontrarse hombres como aquellos. Crates pasaba entonces oportunamente, así que el librero lo señaló y dijo: «Sigue a ese». Desde entonces se convirtió en alumno de Crates, fuertemente aplicado para la filosofía pero con demasiado recato para asimilar el impudor cínico 8 .

Zenón no es exactamente el prototipo de filósofo antiguo al que estamos acostumbrados. Como ya se ha dicho, para empezar no es griego. Es un mercader fenicio de púrpura. Y además de ello no llega a la filosofía desde una situación acomodada en la que pueda no preocuparse por cubrir sus necesidades inmediatas. Al contrario: su contacto con el ámbito filosófico se produce desde la más extrema necesidad. Zenón no llega a Atenas porque lo decida, como los sofistas o los cínicos, sino porque el barco en el que viajaba y comerciaba se hunde frente a su puerto. Tras su naufragio, Zenón es un extranjero en Atenas, desposeído de todo bien material, carente de toda familia y excluido por completo de la sociedad. Y desde esa marginalidad y miseria extrema es desde donde llega a conocer la filosofía, únicamente a través de la lectura de un libro de Jenofonte que recoge recuerdos de las conversaciones de Sócrates con otros filósofos, entre ellos el propio Antístenes. Cuando Zenón pregunta al librero dónde encontrar hombres como aquellos, la respuesta del librero hace de Crates al tiempo el nuevo Sócrates y el heredero de Antístenes; es decir, hace ver a Crates como nuevo depositario de la línea de pensamiento socrática. Y es en esa línea en la que Zenón decide

iniciarse como filósofo. Al mismo tiempo, la filosofía de Crates es especialmente apta para la vida de alguien como Zenón, pues no requiere de comodidades económicas ni de derechos ciudadanos, e incluso ve el prestigio social, los bienes materiales y el disfrute de los placeres como elementos perturbadores antinaturales que deben ser evitados. Ninguna otra forma de filosofía de su tiempo habría sido tan adecuada para servir de camino vital a un náufrago frigio sumido en la mendicidad como Zenón. Y es a través de esa conciliación entre su vida miserable y su proyecto filosófico y vital como aprende Zenón a concebir los rigores y penurias de la vida como un espacio en el que desarrollar su libertad. La naciente filosofía zenoniana, sin embargo, no será ya la desgarrada, impúdica y mordaz tarea contracultural del cinismo. Los textos antiguos achacan esta diferencia al carácter de Zenón, más recatado y pudoroso que cualquier otro discípulo de Crates, y por ello incapaz de emular la vida descarnada y escandalosa de Diógenes. Sin embargo, el carácter propio de la filosofía estoica va mucho más allá de un mero «cinismo decoroso».

4. El pensamiento estoico Durante sus más de cuatro siglos de vigencia plena, el estoicismo fue el movimiento más importante y de mayor influencia cultural y filosófica de la Antigüedad tardía. Su influjo no se limitó al mero espacio intelectual y de la alta cultura, sino que abarcó la totalidad del ámbito de lo social tanto en la parte final de la época griega como durante la totalidad de la época romana. Sus efectos fueron mucho más allá de la propia Antigüedad, dejando una profunda marca en el Medievo, el Renacimiento, la Modernidad e incluso la época contemporánea, perfilando en especial muchos de los caminos por los que discurriría la ética en todas esas etapas. Como señala Long 9 , muchas de las ideas morales de los estoicos influyeron de manera decisiva en los padres de la Iglesia, y otras

reaparecen con fuerza en autores posteriores de la talla de Spinoza o Kant. De hecho, la ética estoica es la que ha generado la imagen contemporánea que tenemos de esta escuela de pensamiento, determinando en gran medida el significado que hoy le damos al término «estoico». En efecto, hoy llamamos «estoico» a alguien que muestra fortaleza y dominio sobre sí mismo, especialmente ante la aparición de las desgracias y las dificultades vitales. Y este sentido coloquial del término no es completamente exacto, pero guarda importante parecido con algunos puntos nucleares de la doctrina ética del estoicismo antiguo. Sin embargo, lo que Zenón conformó a partir del momento en que dio comienzo a su enseñanza es mucho más que una ética: es una coherente y completa forma de filosofía que contiene una lógica, una teoría del lenguaje, una particular posición sobre el conocimiento, una física, una política o una teoría de los deseos y los afectos, es decir, una visión del mundo mucho más elaborada de lo que nuestra actual imagen tópica del estoicismo nos da a entender. A partir del inicio de las enseñanzas públicas de Zenón en la Stoa de Atenas, alrededor del año 300 a. C., el debate filosófico helenístico se enriquecía con una nueva perspectiva sobre la naturaleza y sobre el hombre que, con el paso del tiempo, entraría en polémica tanto con las grandes visiones del mundo heredadas del periodo anterior, como la platónica o la aristotélica, como con las que habían surgido poco antes o incluso casi al mismo tiempo, como el epicureísmo y el escepticismo. En efecto, Zenón comenzó el desarrollo de su filosofía independiente aproximadamente una década después de su llegada a Atenas. Para entonces, la muerte de Aristóteles, Alejandro Magno y Diógenes «el perro» había supuesto un importante cambio en los protagonistas del panorama intelectual y político griego. Y poco después llegaría también a Atenas desde Samos un joven Epicuro, el cual, al establecerse en el jardín privado de su casa y construir una filosofía articulada alrededor de la noción de placer, generará una suerte de opuesto

temático del estoicismo. Esta oposición entre estoicos y epicúreos desplazará en gran medida en los siglos siguientes el debate hacia temas que en el periodo anterior habrían sido secundarios, completamente marginales, o incluso no habrían existido. Y el núcleo de ese nuevo debate será la búsqueda del modo adecuado de vivir. La ética, y especialmente una visión de esta que la concibe como disciplina práctica, será la estrella en esta etapa de la historia del pensamiento. Las preguntas ontológicas abstractas o la investigación natural, aunque no desaparecerán, cederán su protagonismo a una filosofía más aplicada, más cotidiana. La filosofía tiene que ofrecer, según los pensadores helenísticos, respuestas para los problemas de la vida. Y la ética estoica es un ejemplo destacado de esta orientación. El sistema filosófico del estoicismo contiene también una física (materialista radical y más fatalista que determinista mecánica) y una lógica (que de hecho es una de las primeras formas de lógica proposicional). Pero para estos autores tanto la lógica como la física se supeditan a la ética. Si tiene sentido estudiar lógica, según ellos, es porque a través de ese estudio se puede llegar a sustentar el saber físico; y si tiene sentido estudiar física es porque con la física ocurre lo mismo respecto del saber ético. Pero es el saber ético, el que corresponde con las cuestiones morales sobre la virtud, el vicio, la tranquilidad, la felicidad o la libertad, el que tiene sentido por sí mismo. Para explicar esta relación entre los campos de la filosofía, los estoicos antiguos recurrían a una imagen especialmente esclarecedora: comparaban la filosofía en su conjunto con un huerto 10 . La lógica, decían, es como la valla del huerto. Rodea y define qué es el huerto y qué ya no lo es; y al tiempo defiende el huerto del exterior, igual que la lógica sirve para determinar el saber formalmente y para defenderlo con argumentaciones. La física, en cambio, es como la tierra y las plantas del huerto: es su contenido material, y casi nos tienta a decir que es lo que el huerto realmente es. Pero la ética es como la cosecha del huerto. Es lo que la filosofía

produce, y por ella cobran sentido lógica y física. Al igual que el huerto es huerto porque da una cosecha, la filosofía es lo que es porque de ella se obtiene, como fruto, la ética. Este fruto intelectual que es la ética estoica está asentado sobre una serie de principios que ya habían sido sostenidos por pensadores anteriores. En primer lugar, como ya hemos dicho, tiene una fuerte raíz socrática. Y de hecho no era raro que un estoico antiguo recurriese a la figura de Sócrates en sus tratados y discursos. Pero la imagen concreta de Sócrates que la Stoa tomó como referente no es con exactitud la misma que sirvió de modelo a Platón. De hecho, se parece considerablemente más a la idea de Sócrates que tenían los cínicos. Como estos últimos, los estoicos desarrollarán una noción cuyo origen encuentran en la filosofía socrática: la auténtica naturaleza humana consiste en su racionalidad. Como Long señala 11 , esta no es una tesis con la que Platón o Aristóteles habrían estado necesariamente en desacuerdo. Al menos si no entramos en los detalles. Pues la carga principal de esta noción se encuentra en las consecuencias que la línea de pensamiento cínico-estoica extrae de ella. En primer lugar, esta identidad entre naturaleza humana y racionalidad se encuentra velada por las capas de artificio y convención arrojadas sobre ella por la sociedad. De hecho, apenas somos capaces de darnos cuenta de que nuestra naturaleza consiste antes que nada en nuestra razón, obnubilados como estamos por las sofisticadas distracciones de la sociedad. Sin embargo, una vez descubierta por nosotros, esta identidad permite redefinir la pretensión humana de ser feliz. La verdadera felicidad no puede provenir de algo que no tenga que ver con la naturaleza (racional) que todos compartimos. Si queremos ser felices, tenemos que regresar a lo natural. La diferencia que marcará la separación de caminos entre estoicos y cínicos se encuentra en qué supone cada uno de ellos que debe ser ese «regreso». Mientras que los cínicos proponen una suerte de asilvestramiento del ser humano que recupere la

animalidad originaria y haga desaparecer los modales, convenciones y fingimientos de la sociedad civilizada, los estoicos consideran en gran medida ese camino equivocado por buenas que fueran sus intenciones. La naturaleza humana, según ellos, no se reduce a su animalidad. Al contrario, es la razón en su sentido más específicamente humano (la inteligencia, la palabra, el conocimiento, la virtud) la que nos define y nos caracteriza. Los actos propiamente humanos son los que dependen de ese sentido de la racionalidad. Y son esos los que podemos llamar con rigor «naturales». Esta visión estoica del ser humano tiene, de nuevo, innegables ecos socráticos. De hecho, muchas de las posiciones socráticas principales habrían podido ser también sostenidas por cualquier estoico: la unión inevitable entre bondad y conocimiento (y, como consecuencia de esta, la consideración de que tras un hombre recto se esconde sabiduría, y tras un malvado, ignorancia); la idea de que la acción virtuosa es la consecuencia inevitable del hecho de conocer qué se debe hacer, y que, por lo tanto, el vicio, la mala acción, etc., son el resultado de un fallo en ese conocimiento; la tesis de que las distintas virtudes están en realidad tan relacionadas que en última instancia puede decirse que todas ellas son una; incluso la identificación de esa virtud de la que todos los actos virtuosos emanan con la sabiduría. Como puede verse, el núcleo principal de lo socrático pervive en el estoicismo. Y sin embargo, la ética estoica es mucho más que una mera evolución de la de Sócrates. El núcleo principal de la propuesta estoica gira alrededor de una contraposición profunda entre la razón y las pasiones. Estas últimas no son, para ellos, una parte de nuestra naturaleza, sino todo lo contrario. El pathos (el estado emocional afectado por la pasionalidad, el «patetismo») es una desviación de la naturaleza racional que caracteriza al ser humano; es algo contrario a lo más propio de nuestra naturaleza, y por lo tanto nos conduce a comportamientos antinaturales que son los causantes del mal moral:

el deseo irracional de tener más que los demás y más de lo necesario, la pulsión irrefrenable hacia el placer más desbocado, los arranques de ira producto de la ofuscación o la absurda persecución de fama y prestigio social, todos ellos son comportamientos generados por ese pathos que tiende siempre a dominarnos. Si las pasiones nos dominan, no seremos libres. A diferencia de como se concebía en otras escuelas de pensamiento, en el estoicismo la libertad es eminentemente interior. Nada exterior puede limitarla, porque no se trata de algo que se ejerza hacia afuera de nosotros mismos. Libre es aquel que logra no ser dominado por sus pasiones interiores. Eso no significa que el hombre libre no sienta. Es inevitable sentir dolor, placer, deseo o temores, pero la reacción ante ellos no tiene por qué ser de mera rendición, sino que puede y debe ser de autodominio. Nuestra razón, nuestra capacidad para el comportamiento racional, es una herramienta en nuestras manos para alcanzar el autocontrol suficiente para no dejarnos llevar por reacciones irracionales ante lo que sentimos. Ejercitando la razón podemos llegar a estados de conciencia más libres, más autónomos, porque estarán determinados por nuestro lógos, nuestra razón, y no por nuestros temores, dolores o tendencias. Ese autocontrol del sabio estoico es el que permite llegar a la impasibilidad (apátheia) y la imperturbabilidad (ataraxía), que son los estados necesarios para poder comportarse y reaccionar ante el mundo de manera acorde con la naturaleza. De hecho, el respeto por el curso de la naturaleza es un ingrediente esencial de la ética estoica. Para esta escuela de pensamiento siempre fue evidente que el comportamiento humano no debe llevarse a cabo de espaldas a la naturaleza. Por eso es imprescindible un conocimiento profundo del mundo que nos rodea para poder actuar de un modo conforme a él. Aunque en general esto suele expresarse como una llamada de los estoicos a que estudiemos la física para saber comportarnos en el terreno ético, no se trata tanto de que nos pidan que practiquemos ciencia empírica

como de que nos insten a que tengamos presente una cierta filosofía de la naturaleza. Para ellos, el cosmos es una realidad única, conformada por la pura materialidad del universo. Y todo en ese cosmos está permanentemente sometido a movimiento y cambio. Como Heráclito, ellos también consideran que la realidad está sujeta a un flujo constante. Pero el propio Heráclito había hecho notar ya, muchos siglos antes, que ese cambio del mundo no era caótico ni azaroso, sino pautado, estable y racional. Todo cambia, pero cambia según un lógos, una regla o racionalidad que nos permite conocer y comprender el universo. La noción de ‘naturaleza’ (la phýsis griega y la natura latina) es concebida siempre por la filosofía estoica como vinculada con esta otra de ‘razón’ (lógos para los griegos y ratio para los latinos) que resulta algo más compleja de entender. El lógos es el principio de comprensibilidad de la realidad; lo que permite que el mundo pueda ser entendido. Y en ese sentido, toda la naturaleza, tomada en su conjunto, posee un lógos, un principio rector racional. Pero eso no significa que todos los seres de la naturaleza actúen racionalmente. Ni que todos ellos puedan entender esa racionalidad intrínseca del cosmos. De entre los seres naturales, solo el hombre posee lógos en el sentido que usualmente otorgamos al término ‘razón’. Y esa especificidad del ser humano arrastra una serie de implicaciones importantes para nuestra vida. Si fuéramos uno más de los seres que están sujetos al devenir del universo sin posibilidad de conocerlo ni comprenderlo, no tendríamos más opción que desentendernos de él y dejarnos llevar sin más por el paso del tiempo. Pero dado que somos ese peculiar tipo de ser que posee la racionalidad como el ingrediente principal de su naturaleza, como la característica que lo define, estamos llamados a actuar racionalmente ante ese mundo racional que nos rodea. Por eso no está en la naturaleza de las plantas, de los animales o de las piedras el obrar racionalmente, aunque como seres naturales tengan que obrar según la racionalidad del universo. Pero en

nosotros, como parte de nuestra naturaleza, sí que está el obrar no solo según una razón general, sino racionalmente. De aquí extrae el estoicismo una consideración acerca del fin de la vida humana que marcará a la escuela de manera definitiva. La mejor vida posible es aquella en la que nuestra razón particular se ponga en consonancia con la razón universal. Y eso supone tanto conocer la dinámica racional del universo como poner nuestro granito de arena para favorecerla. Es decir, la mejor vida que podemos aspirar a alcanzar consiste en vivir contemplando el orden racional del universo y contribuyendo a su realización en la medida de nuestras posibilidades. Así concebirán la vida más perfecta estoicos como Panecio o Posidonio, que ejercen de puentes entre el estoicismo griego y el romano; y así heredará el ideal vital Epicteto tiempo después. La vida ideal del sabio no puede ser solo contemplación teórica de la racionalidad del mundo (la vida del científico, centrada solo en observar), sino que también ha de incluir la puesta en práctica de nuestra racionalidad para contribuir al orden natural (esto es, una dimensión aplicada de intervención ética, política, social y casi podríamos decir que hasta ecológica). Adelantándose dos mil años a Marx, los estoicos ya plantean de este modo que no basta con comprender el mundo, sino que se trata más bien de transformarlo. O incluso que se trata tanto de comprenderlo como de transformarlo. Y es especialmente interesante el modo de transformarlo que proponen, pues no es cuestión, según ellos, de alterar su modo natural de ser, de intervenir en la naturaleza para cambiarla o forzarla, sino de contribuir a su curso natural. La acción humana, de hecho, sería incapaz de intervenir en la naturaleza de un modo tal que transgrediera el propio orden de la naturaleza. Por nuestros actos la realidad jamás llegará a verse tan alterada que el devenir conjunto del universo cambie de sentido. Nuestros actos, como máximo, podrían entenderse como piedrecitas arrojadas al gran río del cosmos, que logran formar unas ondas en su superficie, pero que rápidamente son borradas por el curso

general del cauce, que siempre termina por imponerse. Pero, si el universo es así de inalterable, ¿por qué hemos de aspirar a poner de nuestra parte en su realización? La respuesta que se desprende del pensamiento estoico es clara: no debemos hacerlo por el universo, sino por nosotros. Los únicos perjudicados por nuestros actos contrarios a la virtud, por nuestro comportamiento ignorante y malvado, somos nosotros mismos, que nos vemos forzados a vivir en unas condiciones vitales y sociales peores que si siguiéramos un comportamiento razonable. Por traerlo a ejemplos del presente, si permitimos la corrupción de las instituciones, los que hemos de vivir en un mundo de desigualdades económicas y sociales somos nosotros; si permitimos la contaminación, los que hemos de alimentarnos y respirar en un mundo contaminado somos nosotros; si actuamos de manera opuesta a lo que dicta el bien, los que hemos de sobrellevar en nuestra vida y en nuestra conciencia las consecuencias éticas de esos actos somos nosotros.

5. Filosofía para llegar a ser libre La tradición estoica entendía en esa íntima relación el conocimiento del mundo y la acción práctica. De algún modo, hay que conocer el orden del universo para llevar a cabo acciones ordenadas. Y por lo tanto la física es una materia que es necesario conocer para poder alcanzar una vida éticamente digna. Sin embargo, los estoicos de época romana, y Epicteto especialmente de entre ellos, se ocuparon muy poco de cuestiones físicas. Marco Aurelio solo las menciona de pasada. Séneca les dedicó un largo tratado (Cuestiones naturales), pero que palidece en comparación con su extensa obra moral. Y Epicteto solo se refiere a todo ese campo de estudios unas pocas veces. En efecto, el filósofo de Hierápolis menciona la regularidad y unidad de todo lo que sucede en el mundo (Disertaciones, III, 13,

15) y trata de pasada la teoría estoica de que todo procede de un gran incendio universal y se consumirá en un nuevo incendio universal, o, dicho de otra forma, que el universo se ha generado en el fuego y perecerá en el fuego, ya que atraviesa por innumerables ciclos cósmicos de creación y destrucción a partir del elemento ígneo (Disertaciones, III, 13, 4). Poco más llega a tratar de cuestiones de esta clase. Tampoco habla sobre la naturaleza de los dioses, aunque los mencione (en especial a Zeus) como objeto de reverencia y como símbolo de la ordenación racional de la naturaleza. Y sin embargo, la principal consecuencia de toda la posición estoica sobre física y filosofía natural se encuentra omnipresente en la obra de Epicteto: la ley soberana. En efecto, el imperio de la racionalidad, la inevitabilidad del Lógos, atraviesa todos los pasajes de Epicteto que Arriano nos ha legado. No se trata tanto de que Epicteto explique la teoría estoica de que el mundo está regido por un principio o ley universal racional que determina los cambios y gobierna el curso de los acontecimientos como de que esta tesis filosófica se encuentra en la base de su modo de contemplar el mundo, no solo en sentido físico, sino también (y sobre todo) en sentido ético. A este Lógos universal que envuelve todo y determina todo Epicteto lo llama tanto «Razón» como «Zeus» o «Dios», «Providencia» o incluso «la divinidad». No se trata, por supuesto, de la divinidad de la religión olímpica, ni de un dios personal con una mitología o una teología asociadas; ni siquiera es, como han querido ver algunos estudiosos de siglos pasados 12 , un cierto modo de aceptación del dios cristiano que por entonces empezaba su proceso de expansión por el Imperio. La divinidad estoica dirige y determina el rumbo de los acontecimientos en el cosmos porque se identifica con el devenir del cosmos. Es una Razón que atraviesa la totalidad de la naturaleza porque es en sí misma la racionalidad de las leyes naturales, la inevitable regularidad de los cambios del mundo.

Este principio divino universal de Epicteto se identifica, pues, con la naturaleza y sus funciones, sus procesos y sus cambios. Y si alguna vez en la lectura de las Disertaciones o del Manual tenemos la sensación de que se está tratando de algo más místico o menos racional, es por el modo en que Epicteto decide expresar esta visión del mundo para que logre llegar a su perfil amplio de discípulos procedentes de todos los estratos sociales romanos. En efecto, Epicteto habla a veces en un tono que parece más religioso que el de sus antecesores estoicos, incluso llegando a veces a sonar casi oratorio. Y con ello seguramente logró que se le prestase oído con más facilidad que si hubiese tratado en palabras grandilocuentes de la naturaleza transformable, predecible y calculable de la realidad, o de la inevitabilidad, elegancia y coherencia de las leyes físicas. Sin embargo, en lo que respecta al contenido que expone con ese tono, Epicteto no se aleja de la doctrina clásica de la escuela del Pórtico. Tras sus palabras se encuentra el mismo monismo materialista y casi panteísta de Zenón, Cleantes y Crisipo. Y por lo que le interesa a Epicteto recordar a su auditorio la omnipotencia y necesidad de ese dios natural es por las consecuencias éticas que se desprenden de ellas para el agente moral. De manera parecida, el tratamiento del alma en Epicteto sigue las tendencias más científicas y filosóficas de época antigua y se aleja de las visiones enraizadas en la religión. En ningún momento da a entender que considere que el alma es o puede ser inmortal. Quizá el pasaje del capítulo XV del Manual, en el que habla de compartir mesa con los dioses, resulte equívoco, pero se trata más de una forma de expresión que lo vincula con las tradiciones de su auditorio que de una toma de posición propia 13 . El tema del alma, sin embargo, ocupa buena parte de su trabajo, pues es la puerta de entrada a su interés principal. Alrededor de la cuestión del alma, sus partes, sus funciones y sus facultades, se sitúa en la filosofía epictetiana el vínculo entre psicología y ética. Y como muchos estoicos tardíos, en esto Epicteto se puede considerar fuertemente influido por Aristóteles.

Aunque parte de una división del ser humano en carne (sarx) y alma (psyché), esta última la considera también dividida en una parte sensitiva y una racional. Las representaciones que conservamos de los objetos son una suerte de copias de las impresiones sensoriales que quedan almacenadas en el alma. Y es el tratamiento que hacemos de ellas mediante la parte racional de nuestra psique lo que dará lugar a los actos del individuo, de manera que en última instancia, como Epicteto se cuida muy bien de repetir con frecuencia, la ética reposa sobre un correcto tratamiento de las representaciones (y de los juicios que emitimos sobre esas representaciones). En este punto se encuentra el núcleo de la filosofía de Epicteto y sus principales aportes a la historia del pensamiento. La ética debe encaminarse a esclarecer la acción humana. Y el fin del obrar es la libertad. La virtud misma del hombre se puede resumir en esa palabra, y por ello el hombre libre es el que es digno de ser llamado «sabio» e incluso «divino». Para alcanzar la calificación de libre, el ser humano ha de romper primero las dos cadenas que lo mantienen esclavizado en su acción: las pasiones y las cosas exteriores. Y esa tarea de autoliberación exige aprender a distinguir en qué medida y de qué manera podemos liberarnos de esas trabas a las que estamos sometidos. Es decir, para llegar a ser libres lo primero que necesitamos es aprender que ya somos libres. Pero quizá eso exija que, como punto de partida, tengamos que redefinir lo que entendemos por «libertad».

6. Lo que podemos y lo que no podemos controlar Uno de los temas destacados de la filosofía de Epicteto es el establecimiento de una distinción tajante entre las cosas que podemos considerar a nuestro alcance y las que no. Las cuestiones relacionadas con esta distinción, de hecho, tienen un peso muy

importante en su visión de la vida y de la libertad. ¿Podemos decidir cuándo caer enfermos y cuándo estar sanos? ¿Podemos elegir enamorarnos o no enamorarnos de una persona? ¿O que esa persona se enamore de nosotros? ¿Tener un accidente? ¿Perder a un familiar? ¿Tener éxito en los negocios? ¿Alcanzar buena fama? Algunas de las circunstancias de nuestra vida quedan por completo fuera de nuestra capacidad de decisión. Otras quizá nos permiten influir parcialmente en ellas de ciertas maneras. Pero la asunción de que una gran parte de esas circunstancias en las que vivimos no dependen de nosotros es un tema central de la filosofía estoica desde su inicio; y en el caso de Epicteto, una de sus grandes aportaciones a la historia del pensamiento. El inicio de su Manual consiste, precisamente, en el planteamiento tajante de la distinción entre las cosas que dependen de nosotros y las que no. Según él, lo que podemos controlar es en realidad muy escaso, y lo que se nos impone escapando a nuestra voluntad, abrumadoramente mayoritario. Escapan a nuestro control nuestra posición social, nuestra imagen pública, nuestra fortuna, pero también nuestra salud, nuestro cuerpo e incluso nuestra vida. Y la mayor parte de nuestra infelicidad procede de la confusión de algunos de estos elementos volubles que no controlamos con el escaso ámbito de lo que sí está en nuestras manos. Dicho de otro modo, la causa del sufrimiento humano es pensar que puede cambiar lo que no puede cambiar. Si nos paramos a analizar con atención la clasificación que acabamos de mencionar, en un primer momento puede que pensemos que Epicteto está proponiendo centrar la ética en la distinción entre lo interno y lo externo. Es decir, identificando lo que no está en nuestra mano con las circunstancias exteriores (físicas) de nuestra vida, asumirlas como son y centrarnos en nuestro mundo interior (mental) como ámbito en el que sí estamos capacitados para determinar lo que nos ocurre. Y aunque algo parecido a esta interpretación puede que sea cierto en parte, la propuesta de Epicteto no debe leerse solo en esos términos. No se trata de una

sencilla opción por lo interno, lo psíquico o lo mental, frente a sus respectivos opuestos, pues ni siquiera todo lo que forma parte de esa interioridad nuestra está realmente en nuestra mano. No podemos, en efecto, elegir ni controlar todos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos o nuestras sensaciones. De hecho, solo hay un concreto tipo de acto mental que el filósofo de Hierápolis piense que está realmente bajo nuestro control: nuestros juicios. No podemos elegir nuestras emociones, ni apagar o encender a voluntad todas nuestras reacciones internas. No construimos voluntariamente nuestras creencias. Pero en lo que respecta a nuestros juicios, es decir, en lo que respecta a lo que pensamos de aquello que sentimos y creemos, y de cómo reaccionamos ante lo que nos sucede, en eso sí que podemos asumir que tenemos el control a nuestro alcance. Por lo tanto, eso que depende de nosotros no es meramente lo interno o lo mental, sino lo que pensamos de toda la amalgama de circunstancias que no dependen de nosotros, sean internas o externas, mentales o físicas. Y aunque no estén en nuestra mano nuestras emociones, nuestra fortuna, nuestros recuerdos, nuestros bienes o nuestra salud, sí lo están las consideraciones con las que los juzgamos (y por lo tanto con las que construimos lo que pensamos de nuestras vidas y de nosotros mismos). ¿Y por qué formulamos juicios que generan en nosotros emociones que nos dañan? Dado que formular o no formular esos juicios es algo que depende de nosotros, ¿no sería más lógico que el ser humano se hubiera acostumbrado a no juzgar de ese modo, por ejemplo, las adversidades, y limitarse a afrontarlas sin realizar juicios sobre ellas que lo arrastren a reacciones pasionales dañinas? Al contrario de como suele exponerse su filosofía, los estoicos no consideran que sea posible (ni conveniente) que nos convirtamos en bloques de hielo carentes de toda reacción ante los acontecimientos que nos sucedan en la vida. De hecho, forma parte de nuestra naturaleza tener algún tipo de reacción inicial ante cualquiera de

nuestras experiencias. Esas reacciones, que Séneca llama «primeros impulsos», no son otra cosa que respuestas puramente fisiológicas del cuerpo con las que reaccionamos de manera involuntaria (y por lo tanto no las controlamos) ante las circunstancias: nos asustamos, nos asqueamos, nos ponemos nerviosos o sentimos una chispa repentina de ilusión, de temor, de pena... Pero todavía no son propiamente una emoción (una «pasión», diría un estoico). Tras esa primera reacción fisiológica que no podemos controlar, y que hemos de asumir que es natural, es cuando se produce, en una suerte de segunda fase de nuestra reacción ante los acontecimientos, un juicio. Este juicio sí que queda bajo nuestro control. Podemos emitirlo de un modo o de otro, cuestionarlo, transformarlo, y sobre todo podemos hacernos conscientes de que es un juicio nuestro sobre el acontecimiento que ha tenido lugar, y no una parte del acontecimiento mismo. Solo después de que el juicio se formule, en una tercera fase de nuestra respuesta, aparece la emoción como un resultado del carácter del juicio que hemos formulado. Si juzgamos algo como amenazante, la angustia; si lo juzgamos como injusto, la indignación; si lo juzgamos como beneficioso, el deseo. El problema es que el lapso entre la primera fase, la respuesta involuntaria de nuestro cuerpo, y la segunda, en forma de juicio, a menudo es tan breve, tan aparentemente instantáneo, que no nos damos cuenta de que se trata de dos momentos diferenciados y caemos en la interpretación injustificada de que nuestro juicio de que algo es bueno o malo, preferible o rechazable, es en realidad una parte del objeto o el acontecimiento que se nos ha dado de ese modo. Es decir, que ese algo es en sí mismo preferible o rechazable. Por eso lo importante es pararse a pensar sobre lo sucedido. No podemos ni debemos aspirar a no reaccionar fisiológicamente a ello, pero debemos acostumbrarnos a no dejarnos llevar impulsivamente por nuestra reacción. Ese objetivo, plantea Epicteto, puede conseguirse con el debido entrenamiento. Con reflexión y práctica podemos lograr que los acontecimientos,

incluso los más difíciles de sobrellevar, no nos arrastren. Y el modo de hacerlo es acostumbrarnos a reflexionar antes de juzgar. Séneca y Epicteto no plantean exactamente el mismo tipo de ejercicio a este respecto. Para Séneca, nuestra práctica debe consistir en tratar de ver eso que nos estamos viendo arrastrados a juzgar como una desgracia, como algo que en realidad esconde un beneficio. Perder el trabajo puede ser una ocasión para emprender un proyecto personal. Una baja médica puede ser la oportunidad para leer más. Una pandemia puede ayudarnos a recalibrar nuestro ritmo vital. En cambio, Epicteto enfoca la necesidad de un entrenamiento respecto de las adversidades de otro modo: dado que todo depende del juicio que formulemos sobre ellas, y el juicio depende de nosotros, nuestro empeño debe centrarse en hacernos conscientes de que todo juicio es solo un juicio; que es nuestra opinión, nuestra suposición, y no una realidad objetiva. Es decir, mientras que Séneca nos propone que tratemos de dejar de ver la adversidad como algo que es malo para que nos hagamos conscientes de que en realidad puede llegar a ser algo bueno (una prueba para el carácter, una ocasión vital, un nuevo camino ante nosotros...), Epicteto nos propone que tratemos de desentendernos de si es algo bueno o malo, que nos olvidemos de su supuesta naturaleza real, y centremos toda nuestra atención en nuestro juicio, que es lo único a lo que tiene sentido atender dado que es lo único que está en nuestra mano. Si estamos tentados de pensar que esto nos deja muy poco margen de acción en el mundo, que Epicteto nos señala que apenas hay nada que esté a nuestro alcance, quizá deberíamos replantearnos cuánto de lo que forma parte de nuestras vidas es en realidad un juicio, y no un hecho objetivo. En primer lugar, nuestros juicios son los responsables de formar nuestra mirada hacia el mundo. Son los juicios que emitimos sobre las cosas los que tiñen de un cierto color toda nuestra cosmovisión. Pero, además, los juicios son los que producen nuestras acciones. Determinan nuestro modo de actuar y generan nuestros impulsos y deseos. Los juicios

son, por lo tanto, fundamentales para la configuración de nuestro carácter, para la determinación de nuestra biografía (ya que actuamos en función de ellos) y para el devenir de nuestra acción moral. Eliminar de nosotros nuestra tendencia al apresuramiento en el juzgar nos ofrece un gran margen de control sobre nuestra vida, en especial en el modo en que esta será vivida. Con la práctica podemos superar nuestra tendencia a juzgar sin pensar, y con ello convertirnos en dueños de nuestros juicios (que es de lo único de lo que realmente podemos ser dueños). Así, aunque en un primer momento parezca que el sabio de Hierápolis nos dice que no tenemos control sobre casi nada, en realidad está tratando de hacernos ver que tenemos la posibilidad de adquirir el control sobre todo lo que de verdad importa, lo que determina nuestra vida ética y lo que en el fondo produce nuestro bienestar o malestar. La clave de nuestra expectativa de tener una buena vida está en nuestras manos, y no depende de tratar de incrementar nuestro control sobre las cosas, sino de tener presente qué es lo que está bajo nuestro control y centrar en ello nuestro esfuerzo.

7. La libertad del filósofo esclavo Según Epicteto, de este modo, somos libres para elegir cómo juzgar lo que sentimos, lo que pensamos y lo que nos pasa. Y esa libertad, que parece escasa y estrecha, determina de manera tan profunda nuestra vida práctica que puede llegar a hacer que seamos virtuosos e incluso felices. La visión de la libertad que Epicteto expresa está muy alejada del tópico con el que se emplea el término en contextos políticos, sociales y económicos contemporáneos. No se trata en absoluto de la supuesta libertad que reclama el que quiere hacer lo que le viene en gana. De hecho, apenas tiene nada que ver con el hacer. Al contrario: la libertad de Epicteto no es tanto un modo de actuar como de pensar. Y eso no hace que sea menos aplicable a la vida.

Los seres humanos no somos libres para hacer que el universo funcione de otra manera que como funciona. Tampoco somos libres para escoger lo que nos ocurrirá en nuestras vidas. Y desde luego no tenemos la libertad de decidir hacer lo que queramos en cada momento y ante cada situación en la que nos encontremos. Y sin embargo dice Epicteto que somos profundamente libres. Nuestra libertad es inalienable y tiene efectos determinantes en nuestra vida precisamente porque no consiste en cambiar el curso de los acontecimientos que vamos a vivir, sino en cambiar nuestro modo de vivirlos. Para tener una buena vida no hemos de intentar tener el control sobre más cosas, sino más bien tener un mejor control sobre lo que de verdad controlamos. Y esa clase de libertad es imposible que le sea arrebatada a nadie ni siquiera por el procedimiento de ser sometido a la esclavitud. De hecho, es enormemente revelador que formule esta clase de visión de la libertad precisamente un filósofo que nació esclavo, y que vivió como esclavo una buena parte de su vida adulta. Puede que para pocos pensadores la libertad haya sido un tema tan personal. Solo uno de los referentes filosóficos de Epicteto puede decirse que tuviera una preocupación equivalente por el tema de la libertad, y a la vez un recorrido biográfico en parte similar: Diógenes. El filósofo cínico, en efecto, también fue sometido a la esclavitud, conducido a un mercado y comprado por un banquero corintio. Pero el tipo de trayecto vital de ambos filósofos es tan diferente como su noción de lo que significa ser libre. Diógenes, nacido entre la élite social de Sínope, desterrado y luego privado de la libertad legal, abraza como respuesta una forma de rebeldía exterior que lo enfrenta a la sociedad vigente, a sus convenciones y a sus instituciones. Epicteto, en cambio, parte de la esclavitud, en la que tiene que pasar la mayor parte de su vida, para obtener la libertad legal tardíamente y como inesperada gracia de su amo. Y ese recorrido, en gran medida opuesto al de Diógenes, tuvo que producir

también un tipo de reflexión en cierto sentido opuesta sobre lo que la presencia y la ausencia de libertad significan. Para Epicteto, la libertad es una cuestión de la intimidad de cada ser humano, algo que se practica en el interior de uno mismo más que en su trato con el exterior. No es que plantee una forma de libertad negativa, entendida como ausencia de impedimentos o coacciones externas al individuo para llevar a cabo el curso de acción que escoja. De hecho, esa clase de libertad es justo la que pierde el esclavo por su esclavitud si la relacionamos con un curso de acción exterior a sí mismo. Se trata, más bien, del descubrimiento de una forma más de libertad que se encuentra vinculada con la toma de decisión voluntaria que se lleva a cabo en cada elección que incluye un juicio. Nuestras elecciones nos definen. Somos, según Epicteto, nuestra proáiresis, nuestras decisiones. La identidad individual de cada uno de nosotros se encuentra en las elecciones que realizamos. Y esa capacidad que determina quiénes somos es la que nos permite, a pesar de cualquier opresión exterior a la que nos veamos sometidos, a pesar de la trampa interior que nos tienden nuestros propios deseos e impulsos cuando parten de juicios erróneos, con la ayuda de la reflexión, de la calma y de la práctica, elegir libremente vivir felices.

8. Sobre esta edición Como hemos visto, el tema de la libertad humana es uno de los ejes principales de toda la filosofía de Epicteto, y a su vez está relacionado con la mayoría del resto de temas importantes de su pensamiento, como la felicidad, la sabiduría, la virtud, el conocimiento, el modo adecuado de vida y la actitud ante la muerte. Por ello, un volumen que recoja la posición de Epicteto sobre estas cuestiones puede enfocarse de muchas maneras distintas. En nuestro caso, hemos preferido partir de la más conocida exposición ordenada de su pensamiento, el Manual o Enquiridión, incluyéndolo

de manera íntegra como primera parte de esta antología. De este modo, la estructura de su enseñanza, tal y como Arriano la transmite, puede seguirse con plena fidelidad, conservando el orden original de sus reflexiones. A continuación, y como material complementario, hemos introducido una selección de textos procedentes del resto de la obra conservada de Epicteto, ofreciendo con ellos una propuesta de lectura que recorre tanto el fundamento teórico como el enfoque práctico y vital de su estoicismo. Como no puede ser de otro modo, la fuente principal para esta sección ha sido la otra gran obra que Arriano nos ha legado de Epicteto, las Disertaciones o Diatribas, que por su carácter monumental no podría haber sido incluida de manera íntegra en un volumen como este, pero en la que se encuentran abundantes pasajes que permiten complementar y precisar lo expuesto en el Manual. No debe olvidarse que el Manual es, precisamente, una selección de lo más nuclear y sustancioso de lo contenido en las Disertaciones, y por lo tanto la relación entre ambas obras es tan intensa que cualquier recorrido que se haga por una de ellas ha de hacerse siempre sin perder del todo de vista la otra. Por último, dado que la forma de expresarse de Epicteto, según es recogida por Arriano, tiene más de vocabulario cotidiano que de terminología técnica, pero al tiempo recibe muchos de los términos que la tradición estoica anterior había cargado de sentido filosófico, hemos añadido un breve glosario para que sirva de orientación respecto de los conceptos nucleares que emplea nuestro filósofo. Para la traducción del texto hemos seguido las Epicteti Dissertationes ab Arriano digestae, editadas por Heinrich Schenkl (Leipzig, B. G. Teubner, 1916), cotejadas para pasajes concretos con la edición de W. A. Oldfather. (Epictetus. The Discourses as reported by Arrian, the Manual and Fragments with an English translation, Cambridge, MA/Londres, 1979).

1. Véase T. Calvo Martínez, De los sofistas a Platón: política y pensamiento, Madrid, Cincel, 1986, p. 41. 2. Platón, Apología, 28 e. (Véase Platón, Apología de Sócrates / Menón / Crátilo, Madrid, Alianza Editorial, 2014.) 3. Platón, Apología, 32 d. 4. Platón, Apología, 31 b-c. 5. Calístenes de Olinto, historiador y filósofo peripatético, sobrino de Aristóteles y miembro de la corte de Alejandro. 6. D. L., VI, 45. (Véase Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza Editorial, 2013). 7. Sobre esto, véase C. García Gual, La secta del perro, Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 82-90. 8. D. L., VII, 3. 9. A. A. Long, La filosofía helenística: estoicos, epicúreos y escépticos, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 111. 10. Véase D. L., VII, 40. 11. Op. cit., 114. 12. El tono con el que Epicteto trata la figura de la divinidad siempre ha llevado a que su obra sea muy valorada por los círculos cristianos de todos los tiempos. Pero fue en 1894 cuando Th. Zahn planteó por primera vez la hipótesis de que esta afinidad se debía a que Epicteto no era, realmente, un filósofo pagano, sino un cristiano oculto. Esta hipótesis fue contundente y convincentemente refutada por el filólogo e historiador de la filosofía alemán A. F. Bonhöffer muy poco tiempo después, en 1911, en un trabajo titulado Epiktet und das Neue Testament. A raíz del trabajo de Bonhöffer, y de otros posteriores que siguieron el mismo camino, hoy en día ya no existe ningún especialista riguroso que no considere que la hipótesis de Zahn carecía de cualquier tipo de base. 13. Sobre esto, véase Jordán de Urríes y Azara, «Introducción», en Epicteto, Pláticas, I, Barcelona, Alma Mater, 1957, p. LVI.

El arte de vivir (en tiempos difíciles) Antología de textos

Manual

I De las cosas que existen, unas dependen de nosotros, mientras que otras no. De nosotros dependen juicio, impulso, deseo, aversión, y, en una palabra, todas cuantas son nuestras acciones. Mientras que no dependen de nosotros el cuerpo, las posesiones, reputación, cargos, y, en una palabra, todas cuantas no son nuestras acciones. Y las cosas que dependen de nosotros por naturaleza son libres, no impedidas, no trabadas, mientras que las que no dependen de nosotros son débiles, dependientes 14 , impedidas, ajenas. Recuerda, por tanto, que si las naturalmente dependientes las considerases libres, y las ajenas, propias, quedarás frustrado, afligido, turbado 15 , y harás reproches a los dioses y a los hombres; pero si solo lo tuyo juzgas que es tuyo, y lo ajeno –tal como es–, ajeno, nadie te obligará nunca, nadie te pondrá impedimento, no harás reproches a nadie, no acusarás a persona alguna, no harás ni una sola cosa forzado, nadie te dañará: no tendrás enemigo, pues no te dejarás convencer de que haya algo perjudicial. Puesto que tan grandes bienes aspiras a lograr, recuerda que quien se haya movido poco no ha de alcanzarlos, sino que unas cosas hay que soltarlas por completo y otras aplazarlas por el momento. Pero si deseas estas y también mandar y enriquecerte, quizá no obtengas ni siquiera estas mismas por desear también las anteriores, pero sin duda en todo caso malograrás precisamente aquellas que solo ellas dan como resultado libertad y felicidad 16 . Así pues, a toda representación perturbadora 17 procura decirle directamente: «eres una representación, pero en absoluto lo que

parece 18 ». Después de eso examínala bien y ponla a prueba con los cánones que tienes, y más que nada con este primero de si es sobre las cosas que dependen de nosotros o sobre las que no dependen de nosotros. Y si es de las que no dependen de nosotros, ten a mano la respuesta «esto no me atañe en nada».

II Recuerda que la promesa que el deseo ofrece es la obtención de lo deseado, la promesa de la evitación es no caer en aquello mismo que se evita; y quien no alcanza lo que desea es desafortunado, pero quien cae en aquello que evita es desgraciado. Pues ciertamente si de entre las cosas que de ti dependen solo evitas las contrarias a la naturaleza 19 , no caerás en ninguna de las que evitas; pero si tratas de evitar la enfermedad, la muerte o la pobreza, serás desgraciado. Retira, pues, tu aversión de todas las cosas que no dependen de nosotros y ponla en las que son contrarias a la naturaleza de entre las que dependen de nosotros. Y en lo que respecta al deseo, suprímelo del todo por el momento 20 . Pues si deseas alguna de las cosas que no dependen de nosotros, necesariamente serás desafortunado, y si es alguna de las que dependen de nosotros, las cuales es bueno desear, ninguna está aún a tu alcance. Provéete solo del instar y el iniciar, y hazlo aun así de forma leve, con cautela y con suavidad.

III Con cada cosa que te atraiga, te resulte útil o te guste, recuerda decirte a ti mismo de qué tipo es, comenzando por las cosas más triviales. Si te gusta una vasija, di: «una vasija es lo que me gusta».

Así, si esta se rompe, no te turbarás. Si besas a tu hijo o a tu mujer, di: «estoy besando a un ser humano», de modo que si muere no te turbarás 21 .

IV Cuando vayas a emprender una acción, recuerda en qué consiste en realidad esa tarea. Si sales para darte un baño, represéntate las cosas que suelen suceder en los baños públicos: los que salpican, los que empujan, los que insultan, los que roban. Y de este modo afrontarás con mayor seguridad esa acción si te dices: «Quiero ir a bañarme y al tiempo quiero que mi elección 22 se mantenga conforme a la naturaleza». Y del mismo modo con cada acción. Así pues, si algo sucede por el camino que impide tu baño, recurre a lo de: «en realidad esto no es lo único que yo quería, sino también cumplir mi propia elección conforme a la naturaleza, y no la cumpliré si me irrito a causa de lo sucedido».

V Lo que perturba a los seres humanos no son las cosas, sino las opiniones sobre las cosas. Así, por ejemplo, la muerte no es nada terrible, pues a Sócrates no se lo pareció. Solo la opinión que tenemos de la muerte, la de que es terrible, es lo que es terrible. Así pues, cuando nos enfrentemos a un obstáculo, o nos preocupemos, o nos disgustemos, no deberíamos achacarlo a otros, sino a nosotros mismos; esto es, a nuestras propias opiniones. La gente sin formación es la que culpa a otros cuando pasan por algo malo. Aquellos que se están formando se culpan a sí mismos. Y los que ya se han formado ni culpan a otros ni a sí mismos.

VI No alardees de ningún mérito ajeno. Si el caballo dijera alardeando «soy hermoso», sería tolerable. Pero si tú dices alardeando «tengo un caballo hermoso», que sepas que alardeas del bien del caballo. ¿Qué es, entonces, tuyo? El uso de las representaciones. Por tanto, alardea únicamente cuando en el uso de las representaciones actúes de manera conforme a la naturaleza, pues en ese momento podrás alardear de un bien que te pertenece.

VII Al igual que en un viaje en barco, al llegar a puerto, si vas a aprovisionarte de agua, de paso por el camino puedes recoger un molusco o un tubérculo, pero has de tener el pensamiento dirigido hacia el barco y volverte hacia él por si en algún momento el timonel llama a bordo, y si llama, tirar todas aquellas cosas si no quieres acabar arrojado al interior atado como las bestias. Del mismo modo, en la vida, si en vez de un molusco y un tubérculo recibes una mujer y un hijo, no será problema, pero si el timonel llama, corre hacia el barco abandonando todas aquellas cosas sin siquiera mirar atrás 23 . Y si ya eres viejo, tampoco te alejes mucho del barco en ningún momento, no sea que dejes atrás al que llama.

VIII No pretendas que lo que ocurre ocurra como quieres, sino quiere lo que ocurre tal como ocurre, y te irá bien.

IX

La enfermedad es un impedimento para el cuerpo, pero no para la elección, a menos que esta quiera. La cojera es un impedimento para la pierna, pero no para la elección 24 . Y sobre cada una de las cosas que te sobrevengan, repítelo. De este modo descubrirás que esa cosa es impedimento para otra, pero no para ti.

X Sobre cada una de las cosas que te sobrevengan, procura volverte hacia ti mismo e investigar qué capacidad 25 tienes sobre su utilización. Si ves a un chico guapo o una chica guapa, encontrarás que la capacidad que tienes sobre ello es la continencia 26 . Si se te impone el esfuerzo, encontrarás la fortaleza 27 . Si es el agravio, encontrarás la paciencia. Y acostumbrándote de este modo no te arrastrarán las representaciones.

XI No digas nunca acerca de nada «lo he perdido», sino «lo he devuelto». ¿Ha muerto tu hijo? Ha sido devuelto. ¿Ha muerto tu mujer? Ha sido devuelta. ¿Han saqueado tu tierra? Desde luego que también eso ha sido devuelto. «¡Pero el que me los ha arrebatado es un malvado!» ¿Y a ti qué te importa por medio de quién te lo ha reclamado quien te lo dio? Durante el tiempo que te son dados, trata tus bienes como si fueran ajenos, como el viajero al albergue.

XII Si quieres progresar, rechaza razonamientos como estos: «si descuido mis negocios, no tendré de qué mantenerme», o «si no

castigo a mi esclavo, se pervertirá». Pues es preferible morir de hambre habiendo vivido sin pena y sin miedo a vivir con holgura pero en la inquietud. Y también es preferible que tu esclavo sea un mal esclavo a que tú te conviertas en un hombre de mal genio. Empieza, por tanto, por cosas pequeñas. Si el aceite se te derrama, si te roban un poco de vino, di para ti mismo: «A este precio se adquiere la impasibilidad 28 , a este, la imperturbabilidad 29 . Nada se obtiene gratuitamente». Y cuando llames a tu esclavo, piensa que quizás no te haya oído, o si te ha oído, quizá no vaya a hacer lo que quieres; pero que en cualquier caso su situación no es tan buena como para que dependa de él tu tranquilidad.

XIII Si quieres progresar, soporta que los demás crean que eres un necio y un insensato en lo que concierne a las cosas exteriores, y no pretendas ser tomado por experto. Y si a algunos les pareces alguien, desconfía de ti mismo. Estate seguro de que no es fácil mantener tu elección en armonía con la naturaleza y al tiempo ocuparse de las cosas exteriores, sino que quien atiende unas cosas por necesidad descuida las otras.

XIV Si quieres que tus hijos, y que tu mujer y tus amigos, vivan para siempre, eres un insensato; pues quieres que dependa de ti lo que no depende de ti, y que lo ajeno a ti sea lo propio de ti. De la misma forma, si quieres que tu esclavo no se equivoque, eres un loco, pues quieres que la falta no sea falta, sino otra cosa 30 . Sin embargo si quieres, al tener un deseo, no fracasar, de esto sí que eres capaz. Ejercítate, entonces, en esto de lo que sí eres capaz.

El dueño de cada uno es aquel que, sobre las cosas que este quiere o no quiere, tiene el poder de dárselas o arrebatárselas. Por tanto, todo aquel que pretenda ser libre, que ni quiera ni evite ninguna cosa que dependa de los demás; pues si no, por necesidad será esclavo.

XV Recuerda que debes comportarte como en un banquete. ¿Algo de lo que circula llega hasta ti? Alarga la mano y sírvete con mesura. ¿Pasa de largo? No lo retengas. ¿Tarda en llegar? No proyectes hacia ello tu deseo, sino que espera hasta que llegue junto a ti. Y así también respecto a los hijos, así respecto a la mujer, así respecto a los cargos, así respecto a la riqueza. Y así un día serás un compañero de mesa digno de los dioses. Y si ni siquiera tomas lo que te ofrecen, sino que lo desdeñas, no solo compartirás la mesa con los dioses, sino también su gobierno 31 . Pues por actuar de este modo es por lo que Diógenes y Heráclito y otros como ellos merecidamente fueron y se les llamó «divinos».

XVI Cuando veas a alguien llorando de dolor por la partida de un hijo o porque perdió sus posesiones, ten cuidado de no verte arrastrado por la representación de que los males en los que aquel se encuentra le vienen de fuera. Más bien ten dispuesto el pensamiento de que «lo que le aflige no es lo ocurrido (pues otros no se afligen), sino su opinión 32 sobre ello». No dudes en acompañarle en su dolor con palabras, e incluso, si se tercia, compartir sus lamentaciones; pero cuídate de no lamentarte también en tu interior.

XVII Recuerda que eres el actor de un drama que habrá de discurrir como el director quiera: breve, si lo quiere breve, largo, si lo quiere largo. Si quiere que representes a un mendigo, represéntalo convincentemente; o si es a un cojo, a un magistrado, a un particular. Tu objetivo es este: representar bien el papel que se te ha asignado, pues elegirlo le corresponde a otro.

XVIII Cuando un cuervo lance graznidos de mal augurio, que no te arrastre tu representación, sino establece la distinción en tu interior y di: «Ninguna de estas señales presagia nada contra mí; en todo caso, contra mi pobre cuerpo, mis pocas posesiones, mi escasa reputación, contra mis hijos o contra mi mujer. Para mí, en cambio, todas las señales son favorables, si yo así lo quiero, pues sea la que sea la que ocurra de estas cosas, de mí depende obtener de ella un beneficio».

XIX Puedes ser invencible siempre y cuando no entables ninguna batalla en la que la victoria no dependa de ti. Cuando veas a alguien recibir más honores que tú, o tener más poder, o estar bien considerado de cualquier otro modo, no lo tomes por un hombre feliz, dejándote arrastrar por tu representación. Pues si la entidad del bien reside en las cosas que dependen de nosotros, no hay lugar allí para la envidia o para los celos. Y tú mismo no desearás ser un pretor, o un senador, o un cónsul, sino ser libre. Y

para serlo solo hay un camino: el desprecio de las cosas que no dependen de nosotros.

XX Recuerda que lo que te daña no es el que te insulta o el que te agrede, sino tu opinión de que estas cosas son dañinas. Por tanto, cuando alguien te moleste, ten presente que es tu propio juicio 33 lo que te ha molestado. Así pues, intenta primero no dejarte arrastrar por la representación. Pues, una vez te hayas dado tiempo y distancia, te será más fácil dominarte a ti mismo.

XXI La muerte, el destierro y todas las cosas que parecen terribles, ponlas cada día ante tus ojos –la que más de todas, la muerte– y no albergarás nunca ningún sentimiento bajo ni anhelarás nada en exceso.

XXII Si aspiras a ser filósofo, prepárate desde ahora mismo para que se rían, para que la mayoría se burle, para que te digan «¡Se nos ha vuelto filósofo de repente!», y «¿de dónde viene ese engreimiento?». Pero tú no seas engreído, atente a lo que te parezca lo mejor, como alguien asignado por la divinidad precisamente a ese lugar. Y piensa que, si te mantienes en tu puesto, los que se reían de ti al principio después te admirarán; pero si te dejas vencer, se reirán de ti el doble.

XXIII Si alguna vez ocurre que te vuelves hacia las cosas externas por querer agradar a alguien, que sepas que estarás quebrantando tus principios. Conténtate, pues, en todo momento, con ser un filósofo. Y si además quieres aparentar que lo eres, parécetelo a ti mismo y será suficiente.

XXIV No permitas que maquinaciones como estas te aflijan: «Me pasaré la vida sin honores y no seré nadie en ningún lado». Pues si el deshonor es un mal, no puedes estar en el mal por causa de otro, ni tampoco en la vergüenza 34 . ¿Acaso depende de ti ser elegido para un cargo público o ser invitado a un banquete? En absoluto. ¿Entonces cómo podría esto ser un deshonor? ¿Y cómo podrías no ser nadie en ningún lado, tú que solo debes ser alguien en las cosas que dependen de ti, en las que te es posible ser de gran valor? «Pero tus amigos se quedarán desamparados.» ¿Qué quieres decir cuando hablas de «desamparados»? No recibirán tu dinero, ni los convertirás en ciudadanos romanos 35 . ¿Pero quién te ha dicho a ti que esas cosas dependen de nosotros y que no son, más bien, asuntos ajenos? ¿Y quién podría dar a otro lo que ni él mismo posee? «Gana dinero, entonces –dirá alguien–, para que también nosotros tengamos.» Si puedo ganarlo manteniéndome decente, leal y magnánimo, enséñame el camino y lo ganaré. Pero si pretendéis que pierda los bienes que de verdad me pertenecen para que vosotros obtengáis cosas que no son bienes, ya veis hasta qué punto sois injustos e insensatos. ¿Y qué es lo que deseáis más, dinero o un amigo leal y decente? Entonces mejor ayudadme a serlo

en vez de pedirme que haga las cosas que me harían perder esos bienes. «Pero mi patria, en lo que dependía de mí –dirá otro–, quedará desamparada.» Una vez más, ¿de qué ayuda hablas? No obtendrá de ti ni pórticos ni baños públicos. ¿Y qué? Tampoco recibe zapatos del herrero ni armas del zapatero. Basta con que cada uno cumpla con su cometido. Si tú eres capaz de producir otro ciudadano leal y decente, ¿acaso no le eres de utilidad? «Claro que sí.» Entonces tampoco tú mismo le habrás sido inútil. «¿Y qué puesto –dirá– ocuparé en la ciudad?» El que puedas ocupar mientras te mantengas a la vez leal y decente. Pero si queriendo serle útil pierdes estas cualidades, ¿de qué le servirás, habiéndote convertido en alguien indecente y desleal?

XXV ¿Alguien ha recibido más honores que tú en un banquete o en una recepción, o ha sido invitado a formar parte del consejo? Si esto han sido cosas buenas, debes alegrarte de que aquel los haya recibido; si han sido cosas malas, no te disgustes por no haberlos recibido tú. Y recuerda que, como no haces lo mismo que otros para obtener las cosas que no dependen de nosotros, tampoco puedes pretender los mismos resultados. ¡Cómo podría obtener lo mismo quien no llama a las puertas de otros que quien sí lo hace; quien no se arrima que quien se arrima; quien no halaga que quien halaga! Serías injusto y codicioso si quisieras poseer estas cosas sin pagar el precio por el que se venden. ¿A cuánto están las lechugas? Pongamos que a un óbolo. Pues si alguien suelta el óbolo se lleva las lechugas. Tú, como no lo has soltado, no te las llevas. Pero no creas que tienes menos que el que se las lleva: él tiene sus lechugas y tú el óbolo que no has gastado.

Del mismo modo sucede también en nuestro asunto. ¿No te han invitado al banquete de alguien? Eso es porque no le has pagado al anfitrión el precio al que vende la cena. La vende por halagos. La vende por atención. Dale, pues, si te merece la pena, el precio que exige. Pero si no quieres pagarle y aun así quieres recibir esas cosas, eres un codicioso y un necio. ¿Acaso no tienes nada en lugar de esa cena? Tienes el no haber halagado a quien no querías, y el no haber tenido que aguantar mecha delante de su puerta.

XXVI Podemos conocer la voluntad de la naturaleza partiendo de aquellas cosas en las que no discrepamos los unos de los otros. Por ejemplo, cuando el esclavo de otro rompe una copa, pronto estamos dispuestos a decir «son cosas que pasan». Por tanto, debes saber que cuando se rompa la tuya has de comportarte igual que cuando se rompió la de otro. Y aplica esto también a las cosas más graves. ¿Ha muerto el hijo o la mujer de otro? Nadie habrá que no diga: «es el destino humano» 36 . Pero cuando es el hijo de uno mismo el que muere, al momento dice: «¡Ay de mí, qué desgraciado soy!». Deberíamos recordar entonces lo que sentimos cuando escuchamos eso mismo de otros.

XXVII Así como no colocamos una diana para fallar el tiro, así tampoco hay en el cosmos una naturaleza del mal.

XXVIII

Si alguien entregara tu cuerpo al primero que pase, te enfurecerías; pero tú entregas tu mente a cualquiera, pues basta con que cualquiera te insulte para que te perturbes y te confundas. ¿No te da vergüenza esto?

XXIX 37 De cada obra, observa sus puntos de partida y sus efectos, y empréndela solo entonces. De lo contrario, al principio irás con entusiasmo, como nada preocupado por las consecuencias, pero luego, al presentarse algunas de ellas, desistirás vergonzosamente. ¿Quieres vencer en los Juegos Olímpicos? ¡Por los dioses, yo también, que es algo estupendo! Pero observa los puntos de partida y los efectos, y solo después acomete la empresa. Debes imponerte disciplina, seguir dieta estricta, abstenerte de dulces, hacer ejercicio por fuerza, en la hora establecida, con calor, con frío, sin beber agua fría ni vino cuando se te antoje; sencillamente tendrás que atenerte al dictado de tu entrenador como al de un médico. Luego, en la competición, tendrás que revolver la tierra, a veces dislocarte una mano, torcerte un tobillo, tragar mucho polvo, tal vez recibir golpes, y después de todo ello, quizá, ser derrotado. Después de sopesado todo esto, si todavía quieres, hazte atleta. Si no, te estarás comportando como los niños, que ahora juegan a ser atletas, ahora a gladiadores, ahora a trompetistas y luego a actores. Así también tú, ahora vas a ser atleta, y ahora gladiador, después rétor, después filósofo, pero nada de ello con toda tu alma. Imitas como un mono todo lo que ves, y una cosa tras otra todo te complace. A nada has llegado con mirada cuidadosa, ni habiéndolo considerado con detenimiento, sino a la ligera y con un deseo tibio. Así, algunos que han visto a un filósofo y han oído a alguien hablar como habla Eufrates 38 (¿pero quién es capaz de hablar como él?) quieren dedicarse ellos también a la filosofía.

Hombre, primero examina el asunto de que se trata; y después observa bien tu propia naturaleza, si eres capaz de sobrellevarlo. ¿Quieres dedicarte al pentatlón o a la lucha? Mírate los brazos, los muslos, observa tu espalda. Pues cada uno nació para una cosa. ¿Crees que haciendo esto 39 puedes seguir comiendo del mismo modo, bebiendo del mismo modo, enfadándote igual, contrariándote igual? Tendrás que desvelarte, esforzarte, alejarte de tus próximos, verte desdeñado por un esclavo, ridiculizado por los que te encuentres, degradado en todo: en honores, en cargos, en derechos, en cada mínimo asunto 40 . Examina estas cosas si quieres recibir a cambio de ellas la impasibilidad, la libertad y la imperturbabilidad 41 . Si no, no sigas adelante, no sea que, como los niños, hagas ahora de filósofo, después de recaudador de impuestos, luego de rétor y luego de procurador del César. Estas cosas no armonizan. Tienes que ser una sola persona, buena o mala. Tienes que trabajar o tu principio rector 42 o las cosas exteriores. Es decir, tomar posición de filósofo o de persona corriente.

XXX En general, las acciones apropiadas se establecen en función de las relaciones. Si alguien es el padre, lo propio es que cuides de él, que le muestres respeto en todo, que toleres hasta que te insulte o te golpee. «¡Pero es un mal padre!» ¿Es que acaso la naturaleza está obligada a emparentarte con un padre bueno? No, simplemente con un padre. «Mi hermano es injusto.» Conserva entonces tu propia disposición con respecto a él, y no te fijes en lo que él hace, sino en qué tienes que hacer tú para que tu voluntad elija de acuerdo con la naturaleza. Pues otro no te hará daño si tú no quieres; y solo serás dañado cuando juzgues que se te daña. De este modo, descubrirás

lo que es apropiado para con el vecino, para con el ciudadano, para con el estratego, si te acostumbras a contemplar las relaciones.

XXXI Sobre la devoción a los dioses, debes saber que lo más importante es tener los juicios correctos 43 acerca de ellos, como que existen y que administran la totalidad de las cosas con perfecta justicia, que te han orientado a ti mismo, en todo, a dejarte persuadir por ellos, y a ceder en todos los acontecimientos, y seguirles voluntariamente como bajo el designio de la mejor inteligencia. De este modo, no censurarás nunca a los dioses, ni les reprocharás que te hayan descuidado. Pero no es posible que esto ocurra si no separas el bien y el mal de las cosas que no dependen de nosotros y no los vinculas solo con las que dependen de nosotros. Pues, si juzgas buena o mala alguna de aquellas, con toda necesidad, tan pronto como no obtengas lo que quieres y te topes con lo que no quieres, censurarás y odiarás a los causantes. De hecho, todo ser vivo tiende por naturaleza a huir y apartarse de las cosas que le parecen perjudiciales y de sus causas, y a perseguir y apegarse a las beneficiosas y a sus causas. Así, es inconcebible que alguien que se cree perjudicado se alegre de lo que cree que le perjudica, al igual que es imposible alegrarse por el perjuicio mismo. De ahí que el padre sea injuriado por el hijo cuando aquel no comparte con este las cosas que son consideradas como bienes. Y esto es lo que hizo enemigos entre sí a Polinices y a Eteocles, al suponer que el poder era un bien. Y es por eso por lo que el labriego injuria a los dioses, y por eso lo hace el marinero, y por eso lo hace el mercader, y por eso lo hacen los que han perdido a sus mujeres e hijos. Porque allí donde está lo conveniente, allí está también la

devoción; de modo que quien se preocupa de desear y rechazar según se debe con ello mismo se preocupa también de la devoción. Al ofrecer libaciones, sacrificios y primicias, conviene seguir en cada caso las costumbres patrias con pureza, sin dejadez ni negligencia, ni tampoco mezquindad, ni sobrepasando lo que se puede.

XXXII Cuando recurras a la adivinación, recuerda que no sabes lo que acontecerá (por eso vas al adivino a averiguarlo), pero que, si eres filósofo, vas sabiendo ya de qué clase va a ser. Pues, si es alguna de las cosas que no dependen de nosotros, por fuerza no será ni un bien ni un mal. Por eso, no te presentes ante el adivino llevando tu deseo o tu aversión, ni tampoco temblando, sino convencido de que todo lo que haya de acontecer es indiferente y que nada te atañe, y que sea lo que sea, te será posible recibirlo adecuadamente, y eso nadie te lo impedirá. Por lo tanto, acude a los dioses como a tus consejeros con toda confianza. Y a continuación, cuando se te haya aconsejado algo, recuerda a quiénes tomaste por consejeros y a quiénes desoirás si los desobedeces. Acude, por tanto, a la profecía del modo en que lo recomendaba Sócrates 44 , en aquellos casos en los que toda la cuestión haga referencia al desenlace, y ni por la razón ni por cualquier otra técnica se den los medios para comprender lo planteado. Así, cuando sea necesario afrontar un peligro por un amigo o por la patria, no recurras a la adivinación para saber si hay que afrontar el peligro. Pues, si el adivino advierte que los augurios son desfavorables, es evidente que se insinúa la muerte, o la mutilación de alguna parte del cuerpo, o el destierro. Pero la razón exige que, incluso bajo esas circunstancias, permanezcas al lado de tu amigo o de tu patria afrontando el peligro. Por eso, vuelve tu atención hacia

el mayor de los adivinos, el Pitio 45 , que echó de su templo a uno que no acudió en ayuda de su amigo cuando lo asesinaban.

XXXIII Establece ya mismo un carácter para ti, y un modelo de conducta, y mantente fiel a ellos tanto ante ti mismo como cuando te encuentres con otras personas. Mantente por lo general en silencio, y habla solo lo necesario y con brevedad. Y eventualmente, cuando la ocasión requiera decir algo, dilo. Pero que no sea sobre nada de lo que se suele: ni sobre combates de luchadores, ni sobre carreras de caballos, ni sobre atletas, ni sobre comidas o bebidas, de los que se habla en todas partes; y sobre todo no censures a otras personas, o las elogies, o las compares. Y si te es posible, guía también con tus propias palabras a aquellos que estén contigo hacia lo conveniente. Pero si te encuentras rodeado de extraños, cállate. Que tu risa no sea mucha, ni por muchas cosas, ni desatada. Rehúsa hacer juramentos, si te es posible, por completo; y si no, lo que permitan las circunstancias. Evita los festejos con extraños y ajenos 46 ; y si alguna vez asistir fuera oportuno, fija tu atención en no incurrir en comportamientos vulgares. Pues ten en cuenta que, si el compañero está manchado, también por necesidad acabará ensuciando al que se roce con él, por limpio que esté por sí mismo. En lo relativo al cuerpo, toma solo hasta cubrir la mera necesidad, tanto en alimento como en bebida, vestido, vivienda o servicio; lo que conduzca a la fama o al lujo descártalo por completo. En lo erótico, en la medida de lo posible, mantente limpio hasta el matrimonio 47 . Pero si te unes, comparte el goce de lo que está aceptado. Sin embargo, no llegues a ser pesado con quienes

practican estos placeres, ni los censures, ni proclames en todas partes que tú no lo haces. Si alguien te cuenta que alguno habla mal de ti, en vez de defenderte contra lo que haya dicho, contesta: «Pues no conoce los demás defectos que tengo, porque si no no habría dicho solo esos». No es necesario acudir con frecuencia a los espectáculos. Pero si fuera oportuno estar, no manifiestes tomar partido por nadie salvo por ti mismo. Es decir: desea que ocurra solo lo que ocurre y que venza solo el vencedor. Así no te vincularás. De gritar y de llorar por cualquier cosa, o de conmoverte demasiado, abstente por completo. Y después de irte no converses demasiado sobre las cosas sucedidas, a no ser que la conversación te lleve a corregirte, pues eso revelaría que te quedaste maravillado por el espectáculo. No vayas a la ligera y dócilmente a las lecturas públicas de cualquiera; pero si vas, mantén la dignidad y la compostura, y al tiempo mantente sin mostrar fastidio 48 . Cuando tengas idea de ir a ver a alguien, sobre todo si es de los que se consideran superiores, pregúntate a ti mismo qué harían en tal caso Sócrates o Zenón, y no te será difícil dar con el comportamiento apropiado. Cuando vayas a visitar a alguno de los muy poderosos, supón que no lo vas a encontrar en casa, que te van a impedir el paso, que te van a dar con la puerta en las narices, que no te atenderá. Si aun así debes ir, ve y soporta las cosas que ocurran, y en ningún momento te digas a ti mismo que «no merecía la pena»; pues ese sería el comportamiento del hombre común y que está arrojado a las cosas exteriores. En las conversaciones, evita recordar muy a menudo y sin medida algunas de tus propias acciones y aventuras. Pues aunque a ti te agrade recordar tus aventuras, a los demás no les agrada tanto escuchar las cosas que te han pasado. Evita también hacerte el gracioso, pues es el modo de caer en la vulgaridad, y además basta para echar a perder el respeto que te tienen los que te rodean.

También es resbaladizo el entrar en comentarios obscenos. Así que, cuando ocurra algo de esa clase, si la ocasión es buena, incluso reprende al que los inició; y si no lo es, al menos manteniendo silencio, con el rostro enrojecido y mirando con enfado, haz evidente que te molesta lo que se dice.

XXXIV Cuando recibas la representación de algún placer, al igual que con las demás representaciones, ten cuidado de no ser atrapado por ella; que te espere a ti el asunto y concédete a ti mismo un segundo. Después ten en mente estos dos momentos: aquel en el que estarás disfrutando del placer y aquel en el que, cuando ya lo hayas disfrutado, te arrepentirás y te lo reprocharás. Y a estos contraponles cómo si te abstienes te alegrarás y te aplaudirás a ti mismo. Pero si te parece que es la ocasión de emprender la acción, guárdate de no perderte en su embeleso, dulzura y atractivo; contraponle cuánto mejor es saber que has logrado esta victoria.

XXXV Cuando hagas algo después de haber tomado la decisión de hacerlo, no intentes evitar que te vean llevarlo a cabo, incluso si la mayoría se opone a ello. Pues si no estás actuando con rectitud, debes evitar la acción, pero si es con rectitud, ¿por qué temes el reproche de los que no son rectos?

XXXVI

Igual que «es de día» y «es de noche» tienen gran valor como disyuntiva, pero como copulativa no valen 49 , así también escoger para uno la ración más grande tendrá, en efecto, valor para el cuerpo, pero para la camaradería que hay que mantener en el banquete no lo tiene. Por lo tanto, cuando comas con otro, recuerda no solo tener en cuenta el valor para el cuerpo de lo que te sirvan, sino también mantener el respeto al anfitrión.

XXXVII Si asumiste un papel por encima de tus capacidades, obraste con torpeza, y a la vez dejaste de lado el que podrías haber representado perfectamente.

XXXVIII Igual que en los paseos procuras no pisar un clavo o no torcerte un tobillo, procura también no perjudicar tu propio principio rector. Si observamos esto en cada acción, nos aplicaremos a la acción con más seguridad.

XXXIX El cuerpo de cada uno es la medida de las posesiones como el pie lo es de la sandalia. Si te atienes a ello, guardarás la medida. Si lo superas, acabarás arrastrado inevitablemente como hacia un precipicio. Lo mismo ocurre en el caso de la sandalia: si superas lo que el pie necesita, acabarás con sandalias doradas, luego púrpura, bordadas... Pues una vez superada la medida, no hay ningún límite.

XL A las mujeres, en cuanto cumplen los catorce años, los hombres las llaman «señora». Y así ellas, viendo que no tienen ninguna otra perspectiva que acostarse con los hombres, empiezan a adornarse y a depositar todas sus esperanzas en ello. Vale, pues, la pena hacerles ver que no reciben respeto por ninguna otra cosa más que por mostrarse moderadas y decentes.

XLI Es señal de ineptitud gastar el tiempo en las cosas del cuerpo, como en hacer mucho ejercicio, en comer mucho, en beber mucho, en defecar mucho o en copular. Más bien estas cosas se han de hacer de manera accesoria, y preocuparse del todo, en cambio, del entendimiento.

XLII Cuando alguien te hace un mal o habla mal de ti, recuerda que lo hace o lo dice porque cree que es lo que debe hacer. Por tanto, como no es posible que siga lo que te parece a ti, sino a él, entonces, si lo que le parece está mal, él mismo se perjudica, puesto que se engaña. En efecto, si alguien opina que es falsa una proposición copulativa verdadera, no es la proposición copulativa la perjudicada, sino quien se engaña. De hecho, partiendo de esto, te comportarás con afabilidad con quien te calumnie. Declara, pues, en cada ocasión: «es lo que él opina».

XLIII

Todo asunto tiene dos asas, la que permite soportarlo y la que no permite soportarlo. Si tu hermano es injusto, no lo tomes del lado de que es injusto (pues esa es el asa que hace que no se pueda soportar), sino más bien por ese otro lado de que es tu hermano, de que os habéis criado juntos, y lo tomarás por donde se puede soportar.

XLIV Los razonamientos como estos son incongruentes: «soy más rico que tú, luego soy superior a ti»; «soy más elocuente que tú, luego soy superior a ti». Pero estos otros son más concluyentes: «soy más rico que tú, luego mis propiedades son superiores a las tuyas», «soy más elocuente que tú, luego mi elocuencia es superior a la tuya». Pues tú no eres ni propiedades ni elocuencia.

XLV ¿Alguien se lava deprisa? No digas que lo hace mal, sino que lo hace deprisa. ¿Alguien bebe mucho vino? No digas que hace mal, sino que lo hace mucho. Pues antes de distinguir su parecer 50 , ¿cómo sabes si hace mal? Así no te sucederá que recibas una representación reveladora 51 de unas cosas, y sin embargo des tu asentimiento a otras.

XLVI Nunca te llames a ti mismo filósofo ni charles a menudo entre los profanos sobre tus principios; más bien haz lo que se sigue de esos principios: por ejemplo, no digas en un banquete cómo se debe

comer, sino come tú como es debido. Recuerda, en efecto, que Sócrates se había desprendido tan completamente de toda forma de ostentación que a aquellos que acudían a él queriendo que les pusiera en contacto con filósofos, él hasta los acompañaba. Hasta ese punto aguantaba ser relegado. Y si estando entre profanos la conversación cae sobre algún principio filosófico, guarda silencio la mayor parte del tiempo, pues hay un gran riesgo de que vomites enseguida lo que no has digerido. Y cuando alguien te diga que no sabes nada, tú no te piques; ten por seguro entonces que has empezado tu tarea. Pues las ovejas no les demuestran a los pastores cuánto han comido trayéndoles el forraje, sino que, una vez que han asimilado el pasto en su interior, producen lana y leche. De este modo, tampoco tú exhibas los principios filosóficos ante los profanos, sino las obras que se siguen de haberlos asimilado.

XLVII Cuando te hayas acostumbrado a la frugalidad para con el cuerpo, no te jactes de ello, y, si solo bebes agua, no vayas por todas partes diciendo a la primera oportunidad que solo bebes agua. Y si alguna vez quieres ejercitarte en tu aguante del sufrimiento 52 , hazlo para ti mismo y no para los demás. ¡No te abraces a las estatuas! 53 . Más bien, cuando estés muy sediento, toma un sorbo de agua fresca y luego escúpelo, y no se lo digas a nadie.

XLVIII Postura y carácter del profano: nunca espera de sí mismo ayuda o perjuicio, sino de las cosas externas. Postura y carácter del filósofo: toda ayuda y todo perjuicio los espera de sí mismo.

Señales del que progresa 54 : no critica a nadie, no alaba a nadie, no se queja de nadie, no acusa a nadie, no habla de sí mismo como si fuera alguien o tuviera idea de algo. Cuando se enfrenta a algún impedimento, se encomienda a sí mismo. Cuando algún otro lo elogia, se ríe para sus adentros del elogiador; cuando lo critican, no se defiende. Se comporta igual que los convalecientes, teniendo cuidado de no mover algo que se está recuperando hasta que se haya restablecido. Ha eliminado de sí mismo por completo todo deseo y ha centrado su aversión solo en las cosas que dependen de nosotros y son contrarias a la naturaleza 55 . Hace uso para todo de un impulso moderado. No le importa parecer estúpido o ignorante. En una palabra: se mantiene en guardia respecto de sí mismo como ante un enemigo y un conspirador.

XLIX Cuando alguien se jacte de ser capaz de entender e interpretar los libros de Crisipo 56 , di para ti mismo: «Si Crisipo no hubiera escrito tan poco claro, nada tendría este de lo que jactarse». Pero yo ¿qué quiero? Conocer la naturaleza y seguirla. Por eso busco alguien que me la explique. Y como he oído que es Crisipo, voy con él. Pero no entiendo lo que ha escrito. Entonces busco al que lo interprete. Y hasta este punto no hay nada de lo que jactarse. Una vez que haya encontrado al que lo interprete, aún me faltará poner en práctica las prescripciones [que haya aprendido]; esto es lo único de lo que enorgullecerse. Pero si solo voy a admirar la mera interpretación, ¿acabaré siendo otra cosa que un gramático en vez de un filósofo? Con la única diferencia de que en vez de a Homero, interpreto a Crisipo. De hecho, cuando alguien me diga «interprétame a Crisipo», me sonrojaré cuando no pueda mostrar que mis actos son semejantes y concuerdan con sus razonamientos.

L En las cosas que te propongas, atente a ellas como si fueran leyes, como si fueras a cometer impiedad si las transgredes. Pero a lo que alguien vaya a decir de ti, no le prestes atención, porque eso ya no es cosa tuya.

LI ¿Para qué momento dejas el hacerte merecedor de lo más excelente y el no transgredir en nada los dictados de la razón? Has recibido los principios que debías aceptar, y los has aceptado. ¿A qué maestro esperas ahora para encargarle la tarea de enderezarte? Ya no eres un muchacho, sino un hombre adulto. Si ahora te descuidas y caes en la pereza, y vas cambiando de propósito en propósito, fijando uno tras otro el día en que te harás cargo de ti mismo, ni siquiera te darás cuenta de que no haces ningún progreso, y en vez de eso seguirás siendo un profano tanto en la vida como en la muerte. Por tanto, desde ahora considera que lo digno de ti es vivir como un adulto que progresa, y que lo que te parezca que es más excelente sea para ti ley inquebrantable. Y si se te presenta algo doloroso, o placentero, o que produce honor, o deshonra, recuerda que el momento de la lucha es ahora, que ya han llegado las Olimpiadas y no es posible aplazarlo por más tiempo, y que es cosa de un solo día y de una sola acción que se pierda o se salve tu progreso. Así es como Sócrates llegó a ser quien era: no prestando atención en todas las situaciones a ninguna otra cosa salvo a la razón. Y si tú todavía no eres Sócrates, debes vivir como si quisieras ser Sócrates.

LII La primera parte, y la más necesaria de la filosofía, es la de la práctica de los principios, como el de «no mentir». La segunda, la de las demostraciones, como la de «por qué no se debe mentir». En tercer lugar, la confirmación y explicación de estas mismas cosas, como «por qué esto es una demostración», «qué es, entonces, una demostración», «qué una consecuencia», «qué una contradicción», «qué es verdadero», «qué es falso». Por tanto, la tercera parte es necesaria para la segunda, y la segunda para la primera. Pero la más necesaria y en la que hay que detenerse es la primera. Sin embargo, nosotros hacemos lo contrario, pues nos enfrascamos en la tercera, y a esa es a la que dedicamos todo nuestro empeño, mientras que de la primera nos desentendemos por completo. Como consecuencia mentimos aunque sepamos cómo se demuestra que no hay que mentir.

LIII En toda circunstancia, ten presentes estos pasajes: ¡Guíame, Zeus, y tú también, Destino, allá adonde vosotros me habéis asignado, que yo os seguiré sin dudarlo; y si no quisiera porque fuese un malvado, no por eso os seguiría menos! 57 . Quien a la necesidad le cede el mando con nobleza para nosotros es sabio y conoce los asuntos divinos 58 . Pues bien, oh Critón, si así lo quieren los dioses, que así suceda 59 . A mí Ánito y Meleto pueden matarme, pero no perjudicarme 60 .

14. El término que Epicteto emplea (doûla) significa literalmente «esclavas», «siervas», pero también «sometidas», «sumisas» o «serviles». Indica con ello que se trata de cosas que no se dan por sí mismas, sino con una relación de dependencia respecto de circunstancias ajenas a uno. Pero al tiempo, al escoger esta palabra para expresarlas, justo él, que fue esclavo una gran parte de su vida, supone un cierto juego paradójico por su parte sobre quién es libre y quién no, el esclavo que se basta a sí mismo o el señor que requiere de cosas que no dependen de él. 15. El concepto de turbación (tarachē) tiene una gran importancia filosófica en la época. La ausencia de turbaciones es el elemento que los epicúreos y los escépticos consideran capaz de producir la felicidad. 16. Las nociones de libertad (eleuthería) y felicidad (eudaimonía) son nucleares tanto en el pensamiento de Epicteto como en el de todo el estoicismo. 17. En el estoicismo, las representaciones (phantasíai) son el producto del efecto de los sentidos en nuestra alma. Se trata de una suerte de copia mental de los objetos percibidos. Esta copia será posteriormente reelaborada por la inteligencia para formar los conceptos y emitir los juicios. Aquí Epicteto remite específicamente a las representaciones que producen turbación, esto es, a las que son las causantes de nuestra innecesaria intranquilidad anímica. 18. Lo evidente (to phainómenon), es decir, lo que parece ser, pero también lo que aparece, lo que se nos da con evidencia inevitable, lo que el mundo muestra; es decir, lo real. 19. Uno de los elementos destacados de la filosofía estoica, heredado en parte del pensamiento cínico, es la idea de que el fin de la vida humana se alcanza solo cuando se vive conforme a la naturaleza. Evitar las cosas que son contrarias a lo natural, por tanto, es uno de los pasos principales que conducen a la mejor manera posible de vivir. Sobre esto, véase Disertaciones, I, 4, 1-2. 20. Epicteto nos recomienda aquí suprimir provisionalmente todo deseo, al menos hasta que hayamos progresado lo suficiente en sabiduría como para llegar a desear solo lo que debe ser deseado (es decir, la virtud). Pero la supresión del deseo no ha de ser, según él, definitiva. No se trata de no desear, sino de desear lo que en verdad es deseable por su propia naturaleza. 21. El pasaje puede ser interpretado erróneamente como una muestra de frialdad por parte de Epicteto al poner a la misma altura una vasija y un ser querido. Sin embargo, en una lectura pausada se aprecia que lo que Epicteto está haciendo es en realidad una gradación, de lo más nimio (un utensilio doméstico) a lo más importante (una persona), mostrando que en todos los casos estamos ante

circunstancias que se cuentan entre las que no dependen de nosotros, tal y como exponía en el capítulo I. 22. Proairesis. Opción o elección vital, en el sentido de decisión bien meditada. 23. Esta es, sin duda, una de las grandes dificultades de la ética estoica: hay que estar dispuesto a dejar atrás todas las cosas que no dependen de nosotros, incluidas las más valiosas y amadas, precisamente porque no dependen de nosotros y no está en nuestra mano conservarlas o no. 24. Aquí ofrece Epicteto su propia condición física, su cojera, como ejemplo de cómo las circunstancias de la vida que no dependen de nosotros no son impedimento para que elijamos con juicio aquellas que sí están en nuestra mano. 25. Es decir, qué poder, qué nivel de influencia. 26. Enkráteia. Continencia o firmeza. Se trata de uno de los ideales socráticos de fortaleza de ánimo y dominio de uno mismo. 27. Kartería. Fortaleza, aguante. Otra de las nociones socráticas de ánimo firme adoptadas después por cínicos y estoicos. En este caso, Epicteto la considera centrada en el aguante del trabajo y el empeño físico (pónos, que hemos traducido como «esfuerzo»), mientras que la enkráteia la remite a una forma de aguante emocional. 28. Apátheia, ausencia de emociones capaces de arrebatarnos la calma. 29. Ataraxía, ausencia de perturbaciones del ánimo. Se trata de una concepción de la serenidad parcialmente compartida por todas las escuelas helenísitcas. 30. La falta (moral) está aquí vinculada también con una falta de instrucción. Epicteto no comparte la opinión, muy difundida en época antigua, de que el esclavo es inferior por naturaleza. Pero considera que el menos instruido es más dado al error (que en última instancia es tanto equivocación como mala acción moral). Por ello, es absurdo pretender que el esclavo, al que no se le ha permitido instruirse, no yerre. Y si se pretende eliminar cualquiera de sus posibles desaciertos, no puede hacerse de otro modo que eliminando su causa: la ignorancia. 31. La característica principal de los dioses griegos no es solo que gobiernen el mundo, sino que se gobiernan a sí mismos. Son autarcas (es decir, gobernantes de sí) en tanto que no dependen del exterior para su existencia. El ideal que propone aquí Epicteto para el ser humano, en este sentido, es el de llegar a ser émulos de los dioses al no estar supeditados a los bienes exteriores.

32. La palabra que se emplea aquí, «dogma», tiene en la época el sentido de «opinión o creencia tomada por acertada o verdadera». Nuestro concepto contemporáneo de dogma, aunque enraizado en este sentido, está plagado de connotaciones de las que el sentido antiguo carecía. 33. Hypólepsis. Se trata de una suposición o juicio de carácter hipotético, pero no necesariamente reflexionado y consciente. En el pensamiento estoico este término hace alusión a una asunción acerca de la realidad que carece de fundamento seguro y por lo tanto debe mantener el estatus de mera suposición, ya que tomarla equivocadamente por verdadera es lo que nos causa dolor. 34. Según Epicteto, no es posible hacer el mal por causas ajenas a nosotros, y esto se debe a su modo de entender la libertad. El poder de decisión que tenemos sobre nuestros actos es inalienable. En toda circunstancia permanecemos libres porque los demás, por mucho poder exterior que adquieran sobre nosotros, no pueden hacer que perdamos nuestra libertad interior para querer o no querer algo. Por ese motivo «no puedes estar en el mal por causa de otro». 35. En la época en la que Epicteto enseña, la ciudadanía romana no se había extendido más que a una pequeña parte de la población total del Imperio, y comportaba toda una serie de beneficios sociales y económicos. Para hacer a alguien ciudadano habría que ser pretor, magistrado o algún otro cargo político de importancia y ejercer la influencia del cargo en su favor. 36. Anthrōpinon. Expresión de pésame equivalente de nuestra expresión contemporánea «es ley de vida». 37. Todo este capítulo probablemente no formaba parte de la versión original del Manual de Epicteto, sino que debió de ser introducido de forma tardía tomándolo del pasaje de las Disertaciones III, 15, 1-13, que es prácticamente idéntico. De hecho, Simplicio no lo incluye en su comentario. 38. Filósofo estoico del siglo I, discípulo de Musonio Rufo, que vivió aproximadamente entre el 35 y el 119. Fue conocido de manera destacada por su brillante oratoria y por la calidad de sus discursos públicos. 39. Es decir, practicando la filosofía. 40. El tipo de vida de filósofo al que parece referirse aquí Epicteto, recibiendo el desprecio público y la ridiculización social, da la sensación de aludir a un modo de práctica de la filosofía próximo al cinismo: una vida de prédica pública y privación de posesiones y comodidades que generaba un fuerte rechazo social. El mismo tipo de rechazo a esta clase de filósofos que menciona Epicteto lo atestigua Dion de Prusa en sus discursos (Cfr. Discurso LXXII, 1-4), llegando a mencionar incluso el peligro de que sufrieran agresiones por las calles.

41. Estos tres conceptos (apátheia, eleuthería y ataraxía) componen los elementos básicos de la felicidad del sabio. 42. El hegemonikón o principio rector es la parte más importante del alma para los estoicos: la que da unidad a la vida psíquica y produce la conciencia humana y las facultades cognoscitivas superiores. 43. O hacer las suposiciones correctas. 44. Se refiere al testimonio de Jenofonte (Memorabilia, I, 1) según el cual Sócrates animaba a sus amigos a hacer del mejor modo posible las cosas cuyo resultado podía preverse, y consultar los oráculos solo respecto a aquellas cuyo resultado era imposible de conocer. Tan insensatos serían, pues, quienes piensan que pueden preverlo todo como quienes consultan a los dioses sobre cosas que pueden prever por sí mismos. 45. Apolo Pitio, dios al que estaba consagrado el templo oracular de Delfos. 46. Se refiere a los ajenos a la sabiduría y el conocimiento, es decir, a los idiōtai, los profanos del saber, cuyo comportamiento es vulgar e inadecuado por desconocimiento. 47. La posición de Epicteto en lo que respecta al matrimonio y a la ética sexual es muy diferente de la que sostienen los primeros estoicos, como Zenón o Crisipo. Mientras que estos últimos, muy próximos al cinismo, defienden la plena libertad sexual y la necesidad de sustituir la institución del matrimonio por una completa comunidad de las parejas sexuales, Epicteto, al igual que su maestro Musonio Rufo, considera el respeto al matrimonio como un deber cívico y el adulterio como una falta contraria a la armonía de la colectividad. 48. Ἀνεπαχθής puede significar también, en este contexto, «sin producir fastidio u ofensa», pero, dada la situación de la que Epicteto habla, la lectura pública de su libro que algún autor hubiera convocado, e imaginando que las lecturas públicas del ambiente cultural romano pudieran llegar a ser al menos tan aburridas como la mayoría de las actuales presentaciones, nos inclinamos por traducir como «sin mostrar fastidio». 49. Es decir, que la proposición «es de día o es de noche» es válida, mientras que la proposición «es de día y es de noche» no lo es. 50. Su dogma, es decir, el juicio u opinión que guía sus actos. 51. La propuesta estoica de criterio de verdad consiste en esta clase de representaciones, llamadas phantasíai kataleptikaí («fantasías catalépticas» o «representaciones comprehensivas»), que habían sido formuladas por Zenón como salida de la aporía del conocimiento. (Cfr. SVF, I, 59.) El debate sobre su

validez será el eje conductor de la polémica entre estoicos y escépticos durante toda la época helenística y buena parte de la romana. Sobre las características de este tipo de criterio de verdad, véase J. Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz, Biblioteca de la Revista de Occidente, Emecé Editores, Buenos Aires, 1958, pp. 291-300. 52. El sufrimiento (pónos) es uno de los medios a través de los cuales los filósofos de tendencia cínica planteaban que el sabio puede acceder a la virtud al acostumbrarse al modo de vida más austero posible. Entre algunos autores de época romana surgió la polémica de hasta qué punto la capacidad para soportar dolor y sufrimiento era, por parte de los cínicos de entonces, un verdadero medio para asumir la austeridad, o si se trataba más bien de un modo espectacular de mostrarse virtuoso ante los ojos del vulgo. Sobre esto, véase Luciano, Sobre la muerte de Peregrino, 7-17, y Dion de Prusa, Discursos, VI, 1-15. 53. Alusión a la anécdota según la cual Diógenes el cínico tenía la costumbre de abrazarse a las estatuas de bronce heladas en los días más fríos y revolcarse en la arena ardiente los más calurosos para acostumbrar su cuerpo al sufrimiento que produce el rigor de los elementos en la vida a la intemperie. Véase D. L., VI, 23. 54. En la tradición estoica «el que progresa» es el modo de hacer alusión a una categoría intermedia entre el sabio y el necio. Aunque la virtud sea una entidad unitaria, y por tanto no se pueda ser parcialmente virtuoso ni se puedan establecer grados de virtud, algunos estoicos introdujeron entre quienes carecen de ella y quienes la poseen la categoría de quienes, sin ser aún sabios, progresan hacia el saber y la virtud cultivando la racionalidad mediante el estudio y el ejercicio anímico. En el estoicismo tardío, al considerarse el llegar a ser sabio más como un ideal que como una meta realizable, la categoría del que progresa pasa a ser identificada en la práctica con el filósofo. 55. O, de aquellas cosas que dependen de nosotros, solo en las que son contrarias a la naturaleza. 56. Crisipo de Solos, filósofo estoico considerado como una de las figuras de mayor importancia de la Stoa. Se le atribuye haber escrito más de 700 obras, pero ninguna ha sobrevivido hasta nuestro tiempo salvo de manera muy fragmentaria. Se le tenía por un filósofo oscuro y de difícil lectura, pero de gran profundidad. 57. Versos del Himno a Zeus de Cleantes (SVF, I, 527). 58. Eurípides, fr. 965. 59. Platón, Critón, 43 d. 60. Platón, Apología, 30 c-d.

Antología de textos sobre filosofía y libertad Extraída de las Disertaciones y de fragmentos y testimonios sobre Epicteto

I De lo existente, unas cosas son buenas, otras malas y otras indiferentes. Buenas son, de este modo, las virtudes y lo que participa de las virtudes; malas, sus contrarias; indiferentes, la riqueza, la salud, la fama. (Disertaciones, II, 9, 15.)

II ¿Cómo es que se llama, entonces, a algunas cosas exteriores «acordes con la naturaleza» y a otras «contrarias a naturaleza»? Como si fuéramos algo separado. Pues del pie diré que es conforme a la naturaleza que esté limpio, pero si lo tomas como pie y no como algo separado, le corresponderá a veces meterse en el barro, y pisar espinas, y aun que lo amputen por el bien del todo. Y si no, ya no sería un pie. Tenemos que pensar de manera similar también de nosotros. ¿Qué eres? Un ser humano. Si te consideras como algo separado, será conforme a la naturaleza vivir hasta la vejez, ser rico, estar sano; pero si te consideras como ser humano y como parte de un todo, te corresponde ahora estar enfermo, ahora navegar y correr riesgos, ahora pasar necesidades, y acaso también morir antes de tiempo. Entonces ¿por qué te enfadas? ¿No sabes que igual que aquel no seguiría siendo un pie, del mismo modo tú tampoco un hombre?

(Disertaciones, II, 5, 24-26.)

III –¿Dónde reside el bien, entonces? [...] –En donde no os lo parece ni queréis buscarlo. Pues si en efecto quisierais, hallaríais que está en vosotros; y no andaríais errantes por afuera ni buscaríais lo ajeno como propio. Volveos hacia vosotros mismos, estudiad bien las presunciones que tenéis. ¿Cómo imagináis que es el bien? Sereno, feliz, sin ataduras. ¿Y no os lo imagináis grande por naturaleza? ¿No lo imagináis digno de estima? ¿No lo imagináis invulnerable? ¿En qué materia, pues, debe buscarse lo sereno y sin ataduras? ¿En la esclava o en la libre? –En la libre. –El cuerpecito, entonces, ¿lo tenéis libre o esclavo? –No lo sabemos. –¿No sabéis que es esclavo de la fiebre, de la gota, de la miopía, de la disentería, del tirano, del fuego, de las cadenas, y de todo lo que es más fuerte? –Sí, es esclavo. –¿Cómo puede, entonces, algo del cuerpo ser libre de ataduras? ¿Cómo va a ser grande o digno de estima lo que está muerto por naturaleza, lo que es tierra, lo que es barro? ¿Entonces qué? ¿No tenéis nada libre? ¿Absolutamente nada? ¿Y quién puede obligaros a asentir a lo que parece falso? –Nadie. –¿Y quién a no asentir a lo que parece verdadero? –Nadie. –Entonces, aquí veis cómo hay algo en vosotros que es libre por naturaleza. Pero de vosotros ¿quién puede desear o aborrecer, sentir un impulso o una repulsión, o prepararse para algo, o proponérselo, sin tener una representación de aquello como algo útil o conveniente?

–Nadie. –Así pues, también en eso tenéis algo que carece de ataduras y es libre. Desdichados, cultivad eso, ocupaos de eso, buscad ahí el bien. (Disertaciones, III, 22, 38-44.)

IV Para quienes desobedecen el gobierno divino hay ciertos castigos señalados como por ley. Cualquiera que tenga por un bien algo aparte de la libre elección: que envidie, que codicie, que adule y que se inquiete. Cualquiera que lo tenga por un mal: que se aflija, que llore, que se lamente, que sea infeliz. Y sin embargo, a pesar de ser castigados de forma tan severa, no somos capaces de parar. Recuerda lo que dice el poeta sobre el extranjero: «Extranjero, no me es lícito despreciar al huésped que se presente, aunque sea uno peor que tú, pues son de Zeus todos los extranjeros y los pobres» 61 . [Recuerda] pues tener también esto presente con el padre: «No me es lícito, aunque fuera uno peor que tú, despreciar al padre, pues todos son de Zeus Paterno». Y con el hermano: «pues todos son de Zeus Fraternal». Y de igual manera en todos los demás casos encontraremos un vigilante en Zeus. (Disertaciones, III, 11, 1-6.)

V. Sobre la providencia Cuando reclames a la providencia, reflexiona y te darás cuenta de que los acontecimientos han sucedido conforme a razón. «Sí, pero el injusto obtiene más.» ¿En qué? En dinero. En esto, en efecto, es

superior a ti porque adula, no tiene vergüenza, se pasa la noche en vela. ¿De qué te asombras? Sin embargo, observa si obtiene más que tú en ser leal, o si en ser decente. Te encontrarás con que no, por cierto; al contrario, en lo que más vale te encontrarás que eres tú quien más obtiene. Ya una vez yo le dije a uno que se enfadaba porque Filostorgo 62 prosperaba: –¿Acaso querrías tú acostarte con Sura? 63 . –¡Que nunca llegue ese día! –exclamó. –Entonces ¿por qué te enfadas si recibe algo a cambio de lo que vende? ¿O cómo tienes por feliz a quien, por medio de esas cosas que tú detestas, consigue aquellas otras? ¿O qué mal hace la providencia si da lo que más vale a los más valiosos? ¿O es que no vale más ser decente que ser rico? Estuvo de acuerdo. –Entonces ¿por qué te indignas, hombre, si tienes lo más valioso? Recordad siempre, por tanto, y tened a mano que la ley natural es esta: que el que vale más tenga más que el que menos en aquello que más vale. Y así nunca os indignaréis. «Pero mi mujer me maltrata.» Bien. Si alguien te pregunta qué ocurre, di: «Mi mujer me maltrata». ¿Y nada más? Nada más. «Mi padre no me da nada.» ¿Y has de añadir tú en tu interior «esto es un mal» y engañarte? Por eso no debe rechazarse la pobreza, sino la opinión acerca de ella, y así nos irá bien. (Disertaciones, III, 17, 1-9.)

VI. Qué promete la filosofía Cuando uno le preguntó cómo podría persuadir a su hermano para que dejase de estar enfadado con él, le respondió:

–La filosofía no promete al hombre conseguirle nada de lo exterior; si no, estaría tomando sobre sí algo ajeno a su propia materia. Pues igual que la materia del carpintero es la madera, y la del escultor el bronce, así también es materia del arte de la vida de cada uno su propia vida. Entonces ¿qué? De nuevo, la vida del hermano es cosa de su propia habilidad; pero respecto de la tuya, es una cosa externa, igual que el campo, igual que la salud, igual que la buena fama. De todo esto la filosofía no promete nada. En toda circunstancia mantendré al principio rector de manera conforme a la naturaleza. –¿El de quién? –El de aquel en el cual existo. –¿Y cómo haré, entonces, para que [mi hermano] no se enfade conmigo? –Tráelo y yo le hablaré. A ti no tengo nada que decirte sobre su enfado. Y cuando le dijo el que le consultaba: «Lo que busco es, aunque él no cambie, cómo podré yo actuar según la naturaleza». –Ninguna de las grandes cosas –dijo– se genera de pronto. Ni siquiera la uva o el higo. Si ahora me dices «quiero un higo», te responderé «hace falta tiempo». Primero deja que florezca, luego que eche fruto, luego que este madure. Si el fruto de la higuera no se logra de inmediato, ¿en tan poco tiempo y tan fácilmente quieres tú conseguir el fruto de la inteligencia humana? No lo esperes ni aunque yo te lo diga. (Disertaciones, I, 15, 1-8.)

VII. A quienes recomiendan a algunos a los filósofos Con razón Diógenes, a quien le pedía cartas de recomendación, le respondió: «Que eres hombre, lo notará al verte; de si eres bueno o malo se dará cuenta si es experimentado en distinguir a los buenos

de los malos; y si es inexperto en eso, ni aunque se lo escriba yo mil veces». Es lo mismo que si una dracma quisiera ser recomendada a alguien para pasar por buena. Si tu plata es de ley, tú mismo te recomendarás. Convendría que algo así tuviéramos también para la vida, como lo que tenemos para el dinero, para que yo pueda decir, como dice el que comprueba las monedas: «trae la dracma que quieras, que yo la comprobaré»; o en silogismos: «trae a quien quieras y distinguiré quién sabe resolverlos y quién no». ¿Por qué? Porque sé resolver silogismos; tengo la capacidad que debe tener el examinador de expertos en silogismos. En la vida, en cambio, ¿qué hago? Tan pronto digo «bueno» como «malo». ¿Cuál es la causa? Lo contrario que en los silogismos: ignorancia e inexperiencia. (Disertaciones, II, 3, 1-5.)

VIII. Qué debe tenerse presente en las dificultades Cuando te presentes ante uno de los poderosos, recuerda que también otro desde arriba mira lo que ocurre, y que has de complacer a este más que a aquel. Este, entonces, te pregunta: –Exilio, cárcel, cadenas, muerte, infamia, ¿cómo llamabas a esto en tu escuela? –Yo, cosas indiferentes. –Y ahora, ¿cómo las llamas? ¿Acaso no han cambiado? –No. –¿Has cambiado tú, entonces? –No. –Entonces di: ¿qué cosas son indiferentes? Di también lo que sigue. –Lo que es ajeno a la voluntad. Eso no tiene que ver conmigo. –Di también, ¿qué cosas os parecía que eran bienes?

–La voluntad y el uso adecuado de las representaciones. –¿Y cuál es el fin? –Seguirte. –¿Y aún sigues diciendo lo mismo? –Aún sigo diciendo lo mismo. –Entra, pues, confiado y acordándote de todo esto, y verás lo que es un joven que ha estudiado lo que debe en medio de hombres sin estudios. Yo, por los dioses, me imagino que sentirás algo así: «¿Por qué hacemos tantos y tan grandes preparativos para nada? ¿Esto era el poder? ¿Esto la fachada, el servicio, la escolta? ¿Para esto he escuchado tantos discursos? ¡Todo esto no era nada, y yo me preparaba como para cosas grandes!». (Disertaciones, I, 30, 1-7.)

IX –¿Te importa si los demás te compadecen? –Sí, pero me compadecen sin que lo merezca. –¿Y es por eso por lo que sufres? ¿No es el que sufre merecedor de compasión? –Sí. –¡Entonces qué van a estar compadeciéndose de ti sin que lo merezcas! En las mismas cosas en las que compadeces, por la compasión, te haces a ti mismo merecedor de compasión. ¿Qué dice, pues, Antístenes? ¿Nunca lo oíste? «De reyes es, Ciro, obrar bien y oír hablar mal de uno.» (Disertaciones, IV, 6, 18-20.)

X

Hemos de saber que no es fácil que una opinión acompañe a un hombre, a no ser que este la pronuncie y la escuche cada día, y al tiempo la emplee en su vida. (Epicteto, apud Estobeo, Florilegio, III, 29, 84.)

XI. A los que quieren ser admirados Cuando uno ocupa en la vida la posición que le corresponde, no aspira a otra. –Hombre, ¿qué quieres que te suceda? –A mí me basta con desear y aborrecer de manera conforme a la naturaleza; con usar, como es mi naturaleza, el impulso y la repulsión, el propósito, la intención y el asentimiento. –¿Entonces por qué te paseas por ahí como si te hubieras tragado un palo? –Quisiera que cuantos se encontrasen conmigo me admirasen y me siguieran exclamando: «¡Oh, qué gran filósofo!». –¿Y quiénes son esos por los que quieres ser admirado? ¿No serán esos mismos de los que sueles decir que están locos? ¿Qué ocurre? ¿Quieres ser admirado por los locos? (Disertaciones, I, 21, 1-4.)

XII. Que la lógica es necesaria Cuando uno de los presentes le dijo: –Convénceme de que la lógica es útil. –¿Quieres –contestó– que te lo demuestre? –Sí. –¿Entonces debo argumentar con demostrativo?

un

razonamiento

Como el otro asintió: –¿Cómo sabrás si empleo sofismas contigo? Al quedarse callado el hombre: –Ya ves –dijo– cómo tú mismo reconoces que estas cosas son necesarias, pues sin ellas ni siquiera eres capaz de saber si son necesarias o no son necesarias. (Disertaciones, II, 25, 1.)

XIII. Contra los Académicos 64 Dice [Epicteto]: si uno se resiste a lo que es por completo evidente, contra este no es fácil encontrar un argumento con el que hacer que cambie de opinión. Y esto no surge ni de la capacidad de aquel ni de la debilidad del enseñante, sino que cuando sigue obstinado a pesar de haber sido acorralado, ¿cómo va uno a seguir empleando con él el razonamiento? Ahora bien, hay dos clases de obstinación: la obstinación del intelecto y la de la vergüenza, cuando alguien se empeña en no admitir lo que es claro y no ceder en la disputa. Ahora bien, la mayoría tememos la necrosis corporal y lo intentamos todo para no caer en tal situación; en cambio, la necrosis del alma no nos importa nada. Y, por Zeus, en cuanto a la misma alma, si uno se encuentra en tal estado que no es capaz de seguir ni de comprender nada, pensamos de él que está mal. Pero si son la vergüenza y el respeto los que se han necrosado, a eso hasta lo llamamos «capacidad» 65 . –¿Tienes la certeza de que estás despierto? –No –responde uno–. No más que cuando en sueños me imagino que estoy despierto. –¿No hay ninguna diferencia, entonces, entre esta representación y aquella? –Ninguna.

¿Y voy a seguir dialogando con él? ¿Qué fuego o qué hierro le tengo que aplicar para que se dé cuenta de que está necrosado? ¡Incluso dándose cuenta finge que no! Es peor todavía que un cadáver. Este no nota la contradicción: está mal. Este otro, advirtiéndola, no se mueve ni saca provecho: todavía está peor. Le han mutilado su decencia y su pudor, y no le han mutilado la razón, pero sí lo han embrutecido. ¿Y a esto voy a llamarlo yo «capacidad»? ¡En la vida! Como tampoco llamaría así a la actitud de los libertinos por la que todo cuanto se les ocurre lo hacen y lo dicen en público. (Disertaciones, I, 5, 1-10.)

XIV –Dime eso que no debes decir. –No lo diré, porque eso sí depende de mí. –Entonces te encadenaré. –Hombre, ¿pero qué dices? ¿A mí? Encadenarás mi pierna, que mi elección ni Zeus puede someterla. (Disertaciones, I, 1, 23.)

XV «Cuando se trata de la salvación del alma y del respeto hacia nosotros mismos, tenemos que actuar incluso sin medida», como Arriano elogia que dijera Epicteto. (Arnobio, Adversus gentes, II, 78.)

XVI. De Arriano, discípulo de Epicteto El que se irrita por el presente y por lo que el azar le ha dado es un profano en la vida, mientras que el que soporta digna y razonablemente lo que se deriva de esas cosas es merecedor de ser considerado un hombre bueno. (Estobeo, Florilegio, IV, 44, 65.)

XVII Un filósofo de renombre de la corriente estoica sacó ante mí el libro V de las Disertaciones del filósofo Epicteto, que, tal y como fueron preparadas por Arriano, concuerdan sin duda con los escritos de Zenón y de Crisipo. En este libro, escrito naturalmente en griego, leemos lo siguiente: Las representaciones del alma, a las que los filósofos llaman phantasíai, por las cuales la mente humana, con la primera imagen visual de lo que ocurre, es impulsada de inmediato hacia el deseo de la cosa, no proceden ni de nuestra voluntad ni de nuestro arbitrio, sino que llegan a ser conocidas por los seres humanos gracias a una cierta fuerza propia. Sin embargo, los actos de asentimiento, a los que llaman synkatathḗseis 66 , por medio de los cuales se reconocen esas mismas representaciones, son voluntarios y proceden del arbitrio de los seres humanos. Por tanto, cuando se produce un estruendo aterrador, ya provenga del cielo o de un derrumbe, o de un anuncio repentino de un peligro de cualquier tipo, incluso el ánimo del sabio tiene que perturbarse, contraerse y palidecer por un momento, no por la creencia de un mal, sino por ciertos movimientos rápidos y automáticos que se anticipan a la actuación de la mente y la razón. Pero el sabio enseguida no aprueba [...] tales representaciones terroríficas de su ánimo, sino que las aparta y las rechaza, y no le parece que haya nada en ellas tan temible. Y dicen que esta es la

diferencia entre el ánimo del insensato y el del sabio: que el insensato de verdad piensa que estas representaciones son de hecho tan terribles y crueles como le parecen a su alma en el impulso inicial, [...] y las aprueba con su asentimiento. [...]. El sabio, en cambio, tras perturbarse brevemente y de manera superficial en el color y en el gesto, ou synkatatíthetai 67 , sino que conserva su estado y el sentido de su parecer, el que tuvo siempre acerca de las representaciones de este tipo: que dichas representaciones no deben ser temidas en absoluto aunque asusten por su apariencia falsa y su terror ilusorio. En el libro que mencioné, leí que esto es lo que el filósofo Epicteto pensaba y decía, tomándolo de las teorías estoicas. (Epicteto apud Aulo Gelio, Noches áticas, XIX, 1, 14-20.)

XVIII Igual que toda alma, por naturaleza, asiente a lo verdadero, niega lo falso y suspende el juicio respecto de lo incierto, así también reacciona con deseo hacia el bien, evita el mal y ni una cosa ni la otra ante lo que no es ni bueno ni malo. Igual que el cambista o el vendedor de verduras no pueden rechazar la moneda del César, sino que, quieran o no quieran, si se la ofreces, han de entregar el producto a cambio de ella, también así ocurre con el alma. Cuando aparece el bien, de inmediato se mueve hacia él; cuando lo hace el mal, se aleja de él. El alma nunca rechazará una representación clara del bien, como pasa con el cuño del César. De eso depende todo movimiento tanto del ser humano como de la divinidad. (Disertaciones, III, 3, 2-4.)

XIX Aquellas cosas de las que uno se ha ocupado, justo esas son las que ama. Ahora bien, ¿los seres humanos se ocupan de los males? De ninguna manera. ¿Y tampoco de aquello que no es asunto suyo? Tampoco. Queda, entonces, que solo se ocupan de los bienes, y si se ocupan de ellos, también los aman. Por lo tanto, cualquiera que conozca los bienes también sabrá amarlos; pero quien es incapaz de distinguir los bienes de los males, ni lo indiferente de los unos y los otros, ¿cómo va a ser también capaz de amar? Por tanto, el amar es solo propio del hombre sensato. –¿Y cómo es eso? –pregunta uno–. Porque yo, aunque sea insensato, amo a mi hijo. –Me asombra, por los dioses, cómo ya de entrada confesaste tú mismo que eres insensato. En efecto, ¿qué te falta? ¿No utilizas los sentidos? ¿No distingues entre las representaciones? ¿No le procuras a tu cuerpo los alimentos que necesita, la ropa, la vivienda? ¿Por qué, entonces, admites ser insensato? Porque, por Zeus, a menudo te sacan de tus casillas las representaciones, y te perturbas, y te dejas derrotar, seducido por ellas, y unas veces tomas esas cosas por bienes, y otras, las mismas, por males, y después ni una cosa ni la otra, y por todo te entristeces, tienes miedo, envidias, te perturbas, te alteras; por eso admites ser insensato. (Disertaciones, II, 22, 1-6.)

XX ¿Qué quieres estar haciendo cuando la muerte te encuentre? Yo, por mi parte, alguna obra humana, beneficiosa, útil para la comunidad, digna. Y si no puedo ser encontrado haciendo cosas tan grandes, al menos algo sin trabas, lo que me sea dado,

reformándome a mí mismo, perfeccionando mi capacidad para tratar con las representaciones, practicando la impasibilidad, produciendo lo que es propio de mi modo de ser. (Disertaciones, IV, 10, 12-13.)

61. Homero, Odisea, XIV, 56-58. 62. Ignoramos a qué personaje hace aquí referencia Epicteto, o si se trata de una figura del panorama social o del filosófico, ya que esta es la única alusión que conocemos a su nombre. 63. Probablemente alude a Palfurius Sura, senador expulsado del Senado romano durante la época de los Flavios y considerado por Juvenal como un delator, un denunciador o acusador dedicado a informar a los tribunales de los delitos supuestamente cometidos por otros. (Cfr. Juv., Sat., 4.53). 64. Académicos es el nombre por el que fueron conocidos los filósofos escépticos que formaron parte de la Academia de Platón en época helenística, como Arcesilao y Carnéades, y por extensión las posiciones filosóficas más cuestionadoras de la capacidad de conocer. 65. Los filósofos escépticos no llaman a su posición «teoría», «tesis» o «escuela», sino «capacidad» (dýnamis), de manera que rechazan que haya un dogma detrás de su filosofía, sino solo la mera capacidad para vivir sin creencias. Esto, sin embargo, conlleva también el sentido de, indirectamente, llamar a los escépticos «capaces» frente a los demás filósofos. Sobre esto, véase Sexto Empírico, HP, I, 8-9. 66. Asentimientos. En griego en el original. 67. No da su asentimiento, no asiente. En griego en el original.

Glosario

Acción apropiada (Kathēkon). En los primeros estoicos este término aludía solo a la conducta que es conveniente, pero se diferenciaba con claridad de la noción de deber propiamente dicho, para la que se empleaba el término katórthōma. La acción apropiada, de este modo, era aquella que se correspondía con la naturaleza de los seres vivos y los movía a mantenerse con vida y perpetuarse en la existencia. El deber, en cambio, se encontraba éticamente en un nivel superior. Sin embargo, Epicteto simplifica el vocabulario técnico del estoicismo para dirigirse con claridad y efectividad a un público más amplio, Así, para Epicteto la acción apropiada alude al comportamiento acorde con la naturaleza en general, y puede casi identificarse con el deber mismo. En este sentido, pueden incluirse entre las acciones apropiadas tanto aquellas que de modo directo tienen que ver con la virtud como las que responden a la tendencia natural a preservar la propia vida. Anticipación (Prólepsis). Tanto para los estoicos como para los epicúreos, este término designa la noción previa de conceptos generales que permiten a la mente anticiparse a los datos sensoriales y «catalogarlos» o «clasificarlos». Podemos considerarla casi una forma de prejuicio o preconcepción que nos permite tratar con rapidez y eficacia con la información procedente de los sentidos, pero que corre el riesgo de hacernos caer en malinterpretanciones.

Asentimiento (Synkatathḗsis). Aprobación de las representaciones que, al producirse, permite que se lleve a cabo la acción. La tarea del Manual de Epicteto es enseñar al lector a distinguir cuándo debe dar su asentimiento a las representaciones para no darlo a aquellas que son meras suposiciones infundadas. El resultado del hecho de dar el asentimiento solo a aquellas representaciones que deben recibirlo, o, dicho de otro modo, darlo solo a las representaciones en cuanto representaciones y no a los juicios no justificados, es la serenidad. Aversión (Ekklisis). Inclinación a apartarse de una cosa o de una situación. Funciona como un opuesto práctico del deseo (órexis). Bien (Agathós). Para Epicteto, como para todos los estoicos, este término se aplica de manera correcta solo a aquello que se corresponde con los actos virtuosos. El resto de supuestos tipos de «bienes» (como los bienes materiales, los honores sociales o los golpes de fortuna) son solo modos incorrectos de usar el término «bien» por parte de aquellos que no comprenden la naturaleza moral de lo bueno. Cosas que dependen de nosotros (Ta eph’hēmîn). Las cosas que realmente se encuentran a nuestro alcance, entre las que Epicteto destaca especialmente el uso correcto de las representaciones y por tanto el control de nuestra capacidad de juzgar. Decente (Aidḗmōn). Término conceptualmente opuesto a la virtud de la desvergüenza (anaideia) de los cínicos. A diferencia de esta corriente de filosofía, Epicteto no considera que la desfachatez y la falta de pudor sean una condición necesaria para la libertad, ni siquiera que sean una herramienta útil en la persecución de un comportamiento natural. Muy al contrario, para Epicteto son la decencia, la modestia y el rubor las que guían al ser humano por el camino del comportamiento adecuado.

Deseo (Órexis). Tendencia a perseguir aquello que parece bueno. Devoción (Eusebeia). Veneración y respeto hacia lo religioso. Se aplica tanto a la reverencia a los dioses, a la piedad y al respeto al culto y las creencias sociales como a la apreciación y devoción hacia el orden intrínseco de la naturaleza en su conjunto, entendido como una Razón suprema que, cuando la comprendemos y contemplamos, no podemos evitar reconocer que le corresponde el calificativo de «divina». Elección (Proairesis). Hace alusión a una toma de decisión voluntaria llevada a cabo con un propósito. A menudo se considera que en Epicteto equivale en la práctica al yo mismo. Cada uno no es otra cosa que sus elecciones. La identidad individual de cada persona se encuentra en las decisiones que toma. Impulso (Hormḗ). También en ocasiones traducido como «apetito». Tendencia o ímpetu que tiene por base la representación de un objeto y produce la tendencia a la búsqueda o persecución de ese objeto. Se encuentra en íntima relación con el deseo. Indiferente (Adiáphoros). Se emplea para designar aquellas cosas que no son de por sí ni buenas ni malas, es decir, que no conducen ni a la virtud ni al vicio. Juicio (Hypólepsis). Se trata de las representaciones, opiniones y suposiciones que realizamos sobre el mundo que nos rodea y sobre las cosas que nos suceden. Dado que las cosas mismas no llegan, por así decir, a tocarnos, vivimos en un mundo de suposiciones sobre ellas que está formado por meros juicios (que pueden ser verdaderos o falsos, pero que casi siempre tomamos por verdaderos y muy pocas veces ponemos en cuestión). Domeñar nuestra capacidad de juzgar y refrenar las suposiciones que realizamos, aunque es algo que está siempre en nuestra mano, nos resulta difícil y requiere práctica y ejercicio. Y, según

Epicteto, si llegamos a dominar ese complicado arte de refrenar nuestras opiniones, habremos dado el paso más importante, no solo en pos de nuestra libertad, sino también de nuestra felicidad. Mal (Kakós). La filosofía estoica no admite la existencia de males objetivos en el mundo que sean independientes del ser humano, por lo que el término «malo» alude en sus textos solo al comportamiento moralmente reprensible. El único mal que hay en el cosmos, según sostienen Zenón, Cleantes y Crisipo, es el que nosotros mismos creamos al llevar a cabo acciones contrarias al orden del universo y a la razón misma. Y si lo hacemos es porque nos equivocamos al tomar por buenos supuestos «bienes» que no lo son, y no identificar como males actos que sí lo son. Es decir, nuestra capacidad para hacer el mal, única en el universo, está íntimamente relacionada con nuestra ignorancia. Todos los demás aparentes «males» (penurias, enfermedades o incluso la muerte) son, en realidad, acontecimientos y objetos indiferentes. Esta clase de concepción del mal se encuentra profundamente relacionada con la visión de la libertad que Epicteto sostiene. Principio rector (Hegemonikón). Alude a la parte principal del alma humana, la que dirige las acciones voluntarias del cuerpo, toma las decisiones, sostiene la consciencia y es lugar de residencia de la mente, la voluntad y los cálculos racionales. Para todos los filósofos estoicos es de gran importancia, y le dedican destacados pasajes de sus obras, señalando pequeñas diferencias en su modo de concebir su naturaleza y su papel en la vida. Epicteto alude a este principio rector en los pasajes nucleares de su teoría de la acción, ya que sobre él recae la responsabilidad de gobernar el comportamiento del conjunto psicofísico humano. La capacidad para formar representaciones, producir juicios y razonar en general se debe a esta parte del alma. Según la posición estoica más extendida, su lugar de residencia en el cuerpo es el corazón.

Profano (Idiōtēs). Originalmente significaba «particular», referido a aquellos que no se ocupan de los asuntos públicos. En Epicteto, en cambio, adquiere un sentido diferente, más relacionado con el que es el asunto que más concierne a todos los seres humanos: la sabiduría. Frente a los que buscan alcanzarla (los filósofos) se encuentran los que no se han dedicado a esa tarea. Estos son los profanos, los ajenos al tema, que Epicteto considera que, por su ignorancia, tienden a un comportamiento inadecuado y vulgar. De este modo, idiōtēs pasa a vincularse con la necedad, acercándose al que será el sentido en el castellano moderno del término «idiota». Representación (Phantasía). En ocasiones se traduce también como «impresión» o incluso como «fantasía». Según los estoicos, la sensación envía sus señales a la mente, que crea a partir de ellas una representación de los objetos percibidos. Esta representación mental puede ser aceptada por el entendimiento a través de un juicio, o rechazada (mediante un juicio contrario que se oponga a su aceptación). Mientras que las impresiones sensoriales y la reacción fisiológica a ellas no están en nuestras manos, sino que se nos imponen «desde fuera», los juicios con los que aceptamos o rechazamos las representaciones, y mediante los cuales les asignamos un valor positivo o negativo, deseable o rechazable, son voluntarios, y por tanto podemos controlarlos. La obra de Epicteto consiste, principalmente, en una guía práctica de aprendizaje del modo correcto de trato con estas representaciones y los juicios que formulamos sobre ellas, para lograr, mediante práctica y ejercicio, el entrenamiento de nuestra capacidad de valorar, y a través de ello llegar a ser libres. Representación comprehensiva (Kataleptikḗ phantasía). Representación convincente. Representación captadora. Se trata de un tipo especial de representación que ejerce en el estoicismo de criterio de verdad. Es aquella en la que el objeto se imprime en el entendimiento de modo tal que no puede producir error. Es decir, este término se aplica en exclusiva a las representaciones

de los objetos que los describen de manera evidente como realmente son, y por lo tanto la información que obtenemos de ellos es por completo inequívoca. A pesar de que esta clase de representación tiene asignado un rol de primer orden en la teoría estoica del conocimiento, en la obra de Epicteto (más práctica que teórica) cumple un papel de menor importancia que en la mayoría de los estoicos más antiguos. Repulsión (Aphormḗ). Es lo opuesto del impulso (hormḗ). Sabio (Sophós). Como para el resto de filósofos estoicos, para Epicteto el hombre sabio es aquel que lleva a cabo actos virtuosos. Aunque se trata hasta cierto punto más de un ideal al que tender que de un estado que alcanzar, Epicteto plantea a menudo ejemplos tomados de la Grecia clásica para representar este ideal encarnado, y en especial recurre para ello a las figuras de Sócrates y Diógenes de Sínope. Serenidad (Apátheia). Tranquilidad del ánimo para el estoicismo. A diferencia del pensamiento epicúreo, que cifra esta tranquilidad en la ausencia de toda perturbación (ataraxía), el estoicismo considera que consiste en concreto en la liberación del pathos, el «patetismo» o estado emocional afectado. Totalidad (Ta hóla). El conjunto completo de las cosas existentes; el universo. Cada uno de los seres particulares (seres humanos incluidos) debe entenderse como una parte de este todo para haber entendido adecuadamente lo que es en realidad.

Edición en formato digital: 2023 © de la traducción, introducción y notas: Ignacio Pajón Leyra, 2023 © Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2023 Calle Valentín Beato, 21 28037 Madrid www.alianzaeditorial.es ISBN ebook: 978-84-1148-127-4 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.