El arte de la jardinería china en Borges y otros estudios
 9783964563750

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CONTENIDO
PALABRAS OMINARES
ESPACIO TEXTUAL Y EL ARTE DE LA JARDINERÍA CHINA: «EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN»
Y SU EPITAFIO LA SANGRIENTA LUNA: CONTEXTOS HISTÓRICOS Y CULTURALES EN «LA FORMA DE LA ESPADA»
LOS ARLEQUINES Y EL «MUNDO AL REVÉS» EN «LA MUERTE Y LA BRÚJULA»
EL EXTRAÑO CASO DE LA ARAÑA HOMICIDA EN BORGES Y MARTIN LUIS GUZMÁN: «LA MUERTE Y LA BRÚJULA» Y EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE
PIERRE MENARD, UNAMUNO Y LOS SIMBOLISTAS
MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN DEL ESCRITOR: BORGES EN SUS LECTORES
AMERICA Y (EN) EUROPA: BORGES Y LA TRADICIÓN LITERARIA
BORGES, LOS CLÁSICOS Y EL CANON LITERARIO
BORGES EN LA HISTORIA DE LA CRÍTICA CONTEMPORÁNEA

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Arturo Echavarría El arte de la jardinería china en Borges y otros estudios

TCCL - TEORÍA Y CRITICA DE LA CULTURA Y LITERATURA INVESTIGACIONES DE LOS SIGNOS CULTURALES (SEMIÓTICA-EPISTEMOLOGÍA-INTERPRETACIÓN) TKKL - THEORIE UND KRITIK DER KULTUR UND LITERATUR UNTERSUCHUNGEN ZU DEN KULTURELLEN ZEICHEN (SEMIOTIK-EPISTEMOLOGIE-INTERPRETATION) TCCL - THEORY AND CRITICISM OF CULTURE AND LITERATURE INVESTIGATIONS ON CULTURAL SIGNS (SEMIOTICS-EPISTEMOLOGY-INTERPRETATION)

Vol. 33 EDITORES / HERAUSGEBER / EDITORS: Alfonso de Toro Ibero-Amerikanisches Forschungsseminar Universität Leipzig detoro@rz. uni-leipzig. de Dieter Ingenschay Institut für Romanistik Humboldt-Universität zu Berlin [email protected] Rafael Olea Franco El Colegio de México rolea@colmex. mx Michael Rössner Institut für Romanische Philologie der Ludwig-Maximilians-Universität München [email protected] CONSEJO ASESOR/BEIRAT/PUBLISHING BOARD: Uta Feiten (Leipzig), Christopher Laferl (Salzburg), Gerhard Wild (Frankfurt am Main)

EL ARTE DE LA JARDINERÍA CHINA EN BORGES Y OTROS ESTUDIOS Arturo Echavarría

Iberoamericana • Vervuert • 2 0 0 6

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CONTENIDO

PALABRAS O M I N A R E S

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ESPACIO TEXTUAL Y EL ARTE DE LA JARDINERÍA CHINA: « E L JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN» Y SU EPITAFIO

LA SANGRIENTA

LUNA:

CONTEXTOS

11 HISTÓRICOS

Y CULTURALES EN «LA FORMA DE LA ESPADA»

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L O S ARLEQUINES Y EL « M U N D O AL REVÉS» EN «LA M U E R T E Y LA BRÚJULA»

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E L EXTRAÑO CASO DE LA ARAÑA H O M I C I D A EN B O R G E S Y M A R T Í N LUIS G U Z M Á N : «LA M U E R T E Y LA BRÚJULA» Y EL AGUILA

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Y LA SERPIENTE

P I E R R E M E N A R D , U N A M U N O Y LOS SIMBOLISTAS

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M U E R T E Y TRANSFIGURACIÓN DEL E S C R I T O R : B O R G E S EN SUS L E C T O R E S

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A M É R I C A Y ( E N ) E U R O P A : B O R G E S Y LA T R A D I C I Ó N LITERARIA B O R G E S , LOS CLÁSICOS Y EL CANON

127 LITERARIO

B O R G E S EN LA HISTORIA DE LA CRÍTICA CONTEMPORÁNEA

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PALABRAS O M I N A R E S

L o s N U E V E E S T U D I O S Q U E incluyo fueron redactados en el transcurso de varios años. Algunos vieron la luz en revistas especializadas, otros, en los tomos en torno a distintos aspectos de la obra de Borges que publica el profesor Alfonso de Toro bajo la rúbrica de Teoría y Crítica de la Cultura y la Literatura en la editorial Iberoamericana-Vervuert; un par de ellos, en forma muy abreviada, aparecieron en volúmenes de homenaje. Y uno de los que figuran en la presente colección, en rigor, ha permanecido inédito. Pienso que ha llegado la hora de recogerlos en un volumen único. Quisiera aclarar, sin embargo, que a pesar de que muchos de los artículos que ahora pongo a la disposición del lector han aparecido previamente impresos, todas las versiones anteriores han sido modificadas con motivo de la presente edición. En algunos casos, quizá los menos, las revisiones han tenido un alcance limitado, en otros, he sometido las versiones originarias a eso que llaman «cirugía mayor». También he hecho lo que está a mi alcance por actualizar la bibliografía de consulta de cada uno de los trabajos. Y al repasar una buena parte del cúmulo imponente de ensayos y artículos críticos que ha generado la obra de Borges, me he percatado, como era quizá previsible, que los que nos dedicamos a explorar esta materia, querámoslo o no, en más de una ocasión terminamos por coincidir en nuestros señalamientos y apreciaciones. Sería preciso concluir, quizá con resignación, que en muchos casos los comentarios críticos sobre la obra de Borges no constituyen mucho más que la diversa entonación de una serie de propuestas fundamentales. Para evitar que lo que pudiera pasar por una «silva de varia lección» se transforme en una selva selvaggia, he decidido agrupar los trabajos que configuran el presente volumen ordenándolos del modo siguiente. Los ensayos críticos que versan sobre cuentos específicos («El jardín de senderos que se bifurcan», «La forma de la espada», «La muerte y la brújula» y «Pierre Menard autor del Quijote»), y que son los que han precisado mayor elaboración, encabezan la

8 colección. He colocado lo que considero un mero ejercicio de lectura —las páginas que versan sobre «His End and his Beginning»— como texto de transición. Luego he dispuesto los textos que tratan de aspectos más generales de la obra de Borges: aquellos que se ocupan de Borges y la tradición literaria y de Borges y el canon literario. Cierro el volumen con el estudio que titulo «Borges en la historia de la crítica contemporánea». Este ensayo, que es bastante extenso, quizá sea de mayor utilidad para los estudiantes que para los estudiosos, si es que es posible separar sin menoscabo unos de otros, de la obra de Jorge Luis Borges. N o se me oculta que un ensayo de esa categoría, además, está destinado a permanecer incompleto y queda en espera de señalamientos y sugerencias ulteriores. Sí me parece apropiado señalar que allí hago constar mi propia evolución en lo que respecta a los cambios que ha sufrido mi modo de percibir y entender la obra de nuestro escritor. Digo «apropiado» porque esa perspectiva crítica, la que al proceder al análisis textual toma en consideración los contextos históricos y culturales, se encuentra reflejada de un modo o de otro en la mayoría de los estudios que anteceden esas páginas finales. Por último, quisiera consignar que el artículo sobre Borges y Martín Luis Guzmán es una mera curiosidad literaria, pero considero que no está exenta de interés. Todo libro contrae deudas con personas e instituciones. Quiero comenzar evocando a aquellos a quienes tanto debe mi formación profesional: Raimundo Lida, Enrique Anderson Imbert, Stephen Gilman y Juan Marichal. Raimundo Lida me advirtió hace muchísimos años que cuando fuera a escribir escogiera un lector específico, ciertamente idóneo y exigente, como destinatario. Terminé por escoger no uno, sino cuatro. Siempre he escrito para mis antiguos maestros. Por otro lado, varios amigos y colegas han leído algunos de los ensayos que ahora, corregidos y ampliados, vuelvo a dar a la imprenta: Ana María Barrenechea, Jaime Alazraki, Francisco Márquez Villanueva y Edwin Williamson. A todos agradezco profundamente sus comentarios, y hago constar que asumo responsabilidad personal por las omisiones o faltas de que puedan adolecer mis estudios. Asimismo agradezco a Alfonso de Toro, de la Universidad de Leipzig, sus llamados, recurrentes y enfáticos, a producir ensayos críticos en torno a la obra de Borges. Varios de los trabajos que incluyo aquí en primera instancia existen como respuesta a sus generosas invitaciones al diálogo colegiado en el Instituto de Romanística en Leipzig. De igual modo agradezco de modo especial el apoyo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges y de su presidenta, María Kodama, quien hace tantos años me honra con su amistad y de la Universidad de Puerto Rico, que puso a mi disposición el tiempo necesario para realizar algunas de las investigaciones que luego fructificaron en los presentes ensayos. Asimismo agradezco la generosa ayuda del Instituto de Literatura Puertorriqueña que preside el Dr. Ramón Luis Acevedo. Al mencionar mis deudas, no podría pasar por alto la diligente y abnegada ayuda que me ha brindado en todo momento mi asistente de investigación, Beatriz Cruz, como tampoco puedo pasar por alto a Klaus Dieter Vervuert, cuyo

9 vivo interés ha servido de acicate, durante años, en lo relativo a la realización de este proyecto. Y para concluir, o mejor dicho, quizá para comenzar, ya en los umbrales de los jardines chinos que hollaremos en breve — y estos jardines ya no serán de papel—, dedico este libro a Luce, sin la cual nada es posible. Junio de 2005

ESPACIO TEXTUAL Y EL ARTE DE LA JARDINERÍA CHINA: «EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN» A José R. Echeverría y Nilita Vientos Gastón, in memoriam Tal es mi Oriente. Es eljardín que tengo para que tu memoria no me ahogue. JORGE LUIS BORGES, «El Oriente»

Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido... JORGE LUIS BORGES, «El jardín de senderos que se bifurcan»

A. Elmajdoub y Mary K . Miller, «often focuses upon human concoctions as potions against powerlessness» (1991: 249). Los comentarios de Elmajdoub y Miller se insertan en aquella corriente crítica que considera el «recto» uso de la razón —los esquemas clasificatorios y los sistemas filosóficos, por ejemplo— como poco más que un «consuelo secreto»; es decir, un recurso ordenador ciertamente ineficaz ante la desordenada variedad del mundo. A lo largo de la narrativa de Borges, esta suerte de powerlessness está —a veces, no siempre— vinculada a otro tipo de limitaciones que dependen de las estructuras de poder dentro de las cuales se ven obligados a moverse los protagonistas. Esta carencia tiene una dimensión histórica y puede manifestarse tanto en el ámbito cultural como en el político. La impotencia a la que aludo puede provenir de las deficiencias debidas a la ignorancia de la totalidad de un código cultural foráneo que impide la consecución cabal de una empresa («La busca de Averroes»), o al manejo defectuoso y limitado de un código cultural recién aprendido («La muerte y la brújula», «El muerto»), a la orden de encarcelamiento y exterminio dictada por fuerzas de ocupación extranjeras («El milagro secreto», «La escritura del dios»), o, finalmente, como ocurre en «Tema del traidor y del héroe», a las circunstancias de un momento político que, al obligar a los personajes centrales a actuar mediante rodeos y subterfugios, impiden la consecución de un acto colectivo de justicia: la ejecución pública de un traidor. Acaso sería útil señalar, de paso, el hecho de que tanto en «El milagro secreto» y la «Escritura del dios» como en «Tema del traidor y del héroe» los protagonistas desvalidos logran alcanzar el «poder», pero ello sólo es posible bajo dos circunstancias: este género de poder sólo se hace factible mediante la lectura y la escritura, es decir, es un acto que «BORGES' W O R K » , ANOTAN A B U R I W I

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E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN B O R G E S

remite en primera instancia al campo de la cultura y no propiamente al de la política1 y además es un acto «secreto». Secreto es el proceso mediante el cual Jaromir Hladík compone, de cara al pelotón de fusilamiento, la versión final del drama Los enemigos; secreto es también el proceso que lleva a cabo Tzinacán para restituir el mensaje divino —como secreto es el contenido mismo de ese mensaje— en la «Escritura del dios»; secreta es, en fin, la obra de Nolan «escrita» en torno a Fergus Kilpatrick en «Tema del traidor y del héroe». La confección o reconfiguración de estas «obras secretas» parece ser uno de los escasos recursos de acción que aún quedan a disposición de quienes carecen de acceso a las fuentes e instrumentos de un poder que los limita, los disminuye y en muchos casos los oprime 2 . De algún modo, la gestión aludida les restituye un grado de dignidad y de autoestima, los «justifica», como suele reiterar en tantas ocasiones Borges. Asimismo, en cada una de esas obras queda implicado, de modo implícito o explícito, un descodificador, un «lector» privilegiado, que, a su vez, restituirá o recreará el mensaje en apariencias perdido. En «El milagro secreto» la versión terminada de Los enemigos queda en nebulosa acaso aguardando algún lector o espectador que pueda repasarla y reconstituirla desde el principio hasta el fin. En «La escritura del dios» el privilegio de descodificar recae en el sacerdote Tzinacán 3 ; al lector del relato sólo se le brinda la noticia de que la fórmula mágica consta de catorce palabras casuales. En «Tema del traidor y del héroe», en cambio, la obra de Nolan está «escrita» con una secreta anticipación, a la espera de que algún lector futuro desentrañe el verdadero sentido de lo que ocurrió (en ese caso el lector-escritor será Ryan, el bisnieto de Kilpatrick) 4 . Pienso que «El jardín de senderos que se bifurcan» se inscribe en la trayectoria de los tres relatos a que he aludido y que los recursos que he destacado en esos relatos, sobre todo en «Tema del traidor y 1

2

3

4

No he de detenerme aquí en un examen de la relación evidente entre cultura y política. Desde un punto de vista amplio, sin embargo, sabemos que, en unas ocasiones, la ejecución de una empresa cultural coincide de modo manifiesto con un plan de acción política, mientras que, en otras, la relación entre ambas es, por lo menos a primera vista, más difícil de detectar. De los tres relatos que he mencionado, sólo en «Tema del traidor y del héroe» podría percibirse la acción ejecutada por Nolan como una que abarca de modo inmediato tanto el ámbito cultural como el político. Más difícil de ubicar en este esquema de cosas son los relatos «El milagro secreto» y «La escritura del dios», en los que los protagonistas parecen afirmarse de modo indirecto, con actos que se podrían llamar «de resistencia». En varios de sus relatos, Borges parece ser consciente de los mecanismos de opresión en la historia moderna. El segundo párrafo de «Tema del traidor y del héroe», por ejemplo, dice lo siguiente: «La historia transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico...» (Borges [1989] I: 496). En torno a la escritura del dios comenta Tzinacán: «Nadie sabe en qué punto la escribió ni en qué caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura» (597; la cursiva es mía). «En la obra de Nolan [una vasta conspiración ideada por él, con la ayuda de textos de Shakespeare, para hacer parecer la ejecución de Kilpatrick, un traidor a la causa de Irlanda,

ESPACIO TEXTUAL Y EL ARTE DE LA JARDINERÍA

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del héroe» —donde, al igual que en «El jardín...», el protagonista que maneja textos de un antepasado ilustre es su bisnieto—, son centrales en él. Las consideraciones que acabo de exponer me llevan necesariamente, antes que nada, a incorporar a mi análisis una serie de datos históricos que fundamentan y, en cierto modo, explican las relaciones de poder y sujeción que he mencionado5. Pero la complejidad manifiesta de «El jardín de senderos que se bifurcan» hace obligatoria la consideración de otros aspectos que rebasan las meras relaciones de dominio en torno a circunstancias particulares y que remiten al ámbito cultural. La noción de jardín, por ejemplo, en el contexto general de la cultura china y, en especial, de su tradición literaria, pasa a ser referente obligado, por ocupar un lugar central, de la lectura que he de llevar a cabo. Encontramos inscritas allí la existencia simultánea de las concepciones de arte e historia, del caos y el orden, así como esa figura que podríamos llamar sintética, y que Borges invoca una y otra vez, a todo lo largo de su obra: el multum in parvo. La evocación de lo múltiple en lo único, de lo que fluye súbitamente detenido en lo inmutable del instante, ya es sabido, se insinúa en el centro mismo de relatos tales como «La escritura del dios», «El zahir» y «El Aleph», y suscita interrogantes relativos al asunto de estrategias textuales. La «desesperación de escritor» que reclama el Borges narrador de «El Aleph» remite al dilema de cómo articular un espacio textual de tal forma que ese espacio limitado, que ha de ser apreciado de modo sucesivo, sea capaz de contener la imagen simultánea del cosmos y de lo infinito. El dilema me lleva, pues, a considerar aspectos relativos a la dimensión espacial del texto y sus posibles vínculos con «El jardín de senderos que se bifurcan». Por esta razón, sería conveniente que, antes de proceder a una lectura del texto como «intrincado jardín» chino, nos detengamos en algunas consideraciones teóricas en torno a la noción de espacio textual.

ESPACIO TEXTUAL

Al entrar a considerar, aunque sea someramente, las cuestiones teóricas que acabo de mencionar, acaso convendría hacer unas cuantas aclaraciones. He de repasar la noción de espacialización del texto literario apoyándome primordial-

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c o m o u n a p á g i n a del martirologio i n d e p e n d e n t i s t a irlandés] los pasajes i m i t a d o s de Shakespeare s o n los menos d r a m á t i c o s . Ryan s o s p e c h a q u e el autor los intercaló para q u e u n a persona, en el porvenir, diera c o n la verdad. C o m p r e n d e q u e él t a m b i é n f o r m a parte de la trama de Nolan...» (498). E n lo relativo a los m o d o s en q u e la integración del t r a s f o n d o histórico genera nuevas lecturas de m u c h o s de los relatos de Borges, Daniel Balderston ( 1 9 9 3 : 6) señala q u e «...the real beginn i n g [in a reading o f this kind] occurs w h e n these referents are woven together into webs or constellations. In this way, a new text (a parallel fiction, perhaps) is p r o p o s e d , o n e in which the implicit referents are m a d e explicit. C o n n e c t i o n s with history a n d politics are reestablished; the 'dialogues o f the d e a d ' are heard again».

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E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN B O R G E S

mente en las teorías elaboradas en el ámbito norteamericano por Joseph Frank y sus seguidores. Del otro lado del Atlántico, Barthes, Kristeva y Genette también se ocupan de la problemática aludida, aunque no siempre desde el mismo punto de vista6. Pienso que, de los críticos que he mencionado, es Frank quien ofrece los esquemas teóricos que mejor cuadran con los principios de composición que evidencia Borges en «El jardín de senderos que se bifurcan», y es por esa razón que en mi análisis me he de apoyar en ellos. Al referirme a los escritos de Joseph Frank, habría que aclarar de entrada lo siguiente: el crítico norteamericano desarrolla la noción de espacio narrativo no en lo relativo a lo que describe el texto, sino en lo tocante a la disposición del texto mismo en la página impresa. Es decir, en rigor él no se interesa por los modos en que se generan, por medio del lenguaje, los ámbitos («espacios») descritos en el transcurso del relato, sino el modo o los modos en que el lector percibe, espacialmente, la articulación de la narración. Así, Frank reúne bajo una sola rúbrica, como han señalado algunos de sus críticos, «three fundamental aspects of narrative: language, structure and reader perception» (Smitten 1981: 15)7. El punto de arranque de sus especulaciones está vinculado al hecho de que buena parte de la poesía moderna, empleada aquí como paradigma de la narrativa, mina la naturaleza sucesiva («consecutiveness») del lenguaje. Señala Smitten: [Frank] finds that m u c h m o d e r n poetry... u n d e r m i n e s the inherent c o n s e c u tiveness o f l a n g u a g e , f o r c i n g the reader to perceive the e l e m e n t s o f the p o e m n o t as u n r o l l i n g in t i m e b u t as j u x t a p o s e d in s p a c e ( S m i t t e n 1 9 8 1 : 17).

Las «anomalías» —por llamarlas de algún modo— del discurso que obligan al lector a percibir el texto de modo espacial y no consecutivo están relacionadas con un hecho que Frank considera característico de mucha de la poesía moderna: la ausencia de vínculos (o conecto res) causales/temporales («causal/temporal connectives») que relacionan una obra literaria con la realidad externa y con la tradición de la m i m e s i s (Smitten 1981: 17). Como consecuencia del resquebrajamiento que se instaura en la disposición textual y que puede tornar incomprensible el texto, el lector se verá impelido a elaborar una sintaxis propia del discurso narra-

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Gérard Genette, por ejemplo, (1969: 46-47) toma como punto de partida de sus reflexiones sobre la espacialización del texto (y, como veremos más adelante, la ruptura de la linealidad del discurso literario) concepciones del formalismo lingüístico mientras que Frank toma como su punto de arranque el «New Criticism». Julia Kristeva (1981), por otro lado, examina el fenómeno desde el punto de vista de las teorías de Bajtín. Para una comparación y contraste entre las posiciones teóricas de Frank y la exposición de las de Bajtín por Kristeva, véase Jola Skulj (1990, vol 5: 43-50).

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El intento por parte de Frank de incluir bajo un solo concepto crítico estos tres aspectos de la narrativa ha sido motivo de una prolongada polémica. Véase, por ejemplo, Skulj (1990:

45).

E S P A C I O T E X T U A L Y EL A R T E D E LA

JARDINERÍA

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tivo. Esta «sintaxis» habrá de estar fundamentada en los vínculos que se establezcan en el texto entre palabras y grupos de palabras que originariamente no aparentaban tener relación entre sí. De ese modo, se podrá entender lo que las palabras individuales simbolizan y cómo se relacionan unas con otras y con el todo. El significado del texto, sin embargo, aclara Smitten, sólo se logra una vez que se haya completado la lectura: But the meaning of the text emerges only after the reader has discovered its internal relationships, its syntax (18).

La función del lector en estas circunstancias, aclara Smitten, es de vital importancia porque es él (el lector) quien puede llevar a cabo el procedimiento que Frank denomina -—y ésta es una noción clave— «reflexive reference»: The reader plays a crucial role throughout Frank's discussion because Frank attributes to him the key to spatial form —reflexive reference. This term designates the reference of one part of the work to another; it is by means of reflexive reference that the syntax of a narrative is worked out (20).

Las concepciones de Frank en torno al papel que desempeña el lector, además, son similares a algunas consideraciones teóricas elaboradas del otro lado del Atlántico, algún tiempo después, por Roman Ingarden y Wolfgang Iser. Tanto Ingarden como Iser arguyen, como se sabe, que las palabras, las oraciones y algunas unidades más extensas del discurso narrativo sólo logran un significado completo («full meaning») cuando se vinculan a sus contextos inmediatos. Así, ningún elemento en un discurso escrito es susceptible de ser entendido aisladamente (Smitten 1981: 21). Como ya indiqué, las estrategias textuales empleadas por Borges en «El jardín de senderos que se bifurcan», así como en otros relatos, se ciñen de modo casi sorprendente al esquema analítico que acabo de delinear a grandes rasgos. No es de extrañar, pues, que varios estudiosos hayan señalado que, en lo relativo a la noción crítica de «reflexive reference», la escritura del narrador argentino se constituya en una suerte de paradigma de este género de análisis. Al aludir a la existencia posible de una ficción espacial arquetípica («ideal spatial fiction»), comenta Jerome Klinkowitz: Such a work would be absolved of the responsibility of representing some action in the world; even more so, it should not have to represent some other, secondhand reality at all, but rather be its own reality, where the pleasure of the reader is not to recognize the artful depiction of a familiar world, but to appreciate its elements of composition, which just as in a painting would be a spatial affair. The work as selfconscious artifact becomes fully self-reflexive, which is the key Frank saw to making spatial form possible in literature. As Cary Nelson

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E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN

BORGES

notes about Jorge Luis Borges, which writes this type of fiction, «the reader is made aware that a work creates itself before his eyes» ( 1 9 8 1 : 39) 8 .

Acaso convendría aclarar, de paso, que el hecho de que las ficciones de Borges con frecuencia comuniquen al lector esa sensación de que, en efecto, están en proceso de «crearse ante sus ojos» y de constituirse en «artefactos auto-conscientes y auto-reflexivos», no impide el que remitan asimismo al mundo que está más allá del texto. Muchas de estas obras, me parece, no quedan en rigor exentas de «the responsibility of representing some action in the world». La conjunción de estas referencias, intra y extra textuales, es lo que, en nuestro caso, posibilitará una lectura más completa y más significativa del relato. Es por ello que antes de proceder al examen de la disposición espacial del cuento y de los significados posibles que generan la conjunción y yuxtaposición de unidades narrativas, sería útil abordar lo que he señalado como otro contexto obligado del cuento, el cual coincide con algunas determinaciones del concepto de espacialización del discurso narrativo; me refiero al histórico-cultural. Paso ahora a examinar la noción de jardín en la historia cultural china y algunas de sus connotaciones literarias que, en cierto modo, constituyen materia contextual forzosa del relato de Borges.

EL JARDÍN

CHINO

En una abarcadora historia cultural de la China, el jardín ha de ocupar un lugar ciertamente privilegiado. Este espacio delimitado hace las veces de una cifra del cosmos —«cosmic diagram», lo ha llamado una reconocida historiadora del género— y, a la vez, telón de fondo de toda una civilización. Escribe Maggie Keswick en The Chinese Garden: Like the plans of Gothic cathedrals, Chinese gardens are cosmic diagrams revealing a profound and ancient view of the world, and of man's place in it. But in their long history they have also been, in quite a real way, a background for a civilization, for in them China's great poets and painters have met and worked ( 1 9 7 8 : 7).

Charles Jencks, en «The Meanings of the Chinese Garden», abunda sobre la noción a la que acabo de aludir y la comenta en relación con la literatura. No sólo es el jardín, desde un punto de vista amplio, factor estructurante de la cultura china, sino que asimismo ocupa un lugar destacado en la narrativa. En el Hung Lu Meng (Sueño de la cámara roja), novela a la cual Borges alude en «El jardín de 8

La cita de Gary Nelson (1973: 3) procede de su libro The Incarnate

Space.

Word: Literature as Verbal

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E S P A C I O T E X T U A L Y E L A R T E D E LA J A R D I N E R Í A

senderos q u e se bifurcan», 9 por ejemplo, el capítulo que se desarrolla en un se ubica c o m o uno de los puntos de apoyo de la estructura del relato. Es allí el protagonista Pao-Yu y su padre entablan una disputa en torno a lo que es ral» en contraposición a lo que es «artificial» en el arte de la jardinería. Jencks al respecto:

jardín donde «natuSeñala

It is not at all surprising that the dispute should take place in a garden, for after all a garden was that microcosm of the universe where all forces would be present or at least represented [...] (Jencks 1978: 195). Refiriéndose a este m i s m o asunto, Andrew Plaks, en un extenso estudio precisamente sobre el Sueño de la cámara roja, comenta: The Chinese literary garden, then, is a mixed composition of elements that, taken together, comprise a synecdochical sampling of the infinite phenomena of the world beyond its gates. Y un p o c o m á s adelante añade: Without making too much of the enclosure-radical present in the Chinese characters used to express the garden [...] we may still say that the enclosed landscape is intended to be aprehended as an entire world in miniature (Plaks 1976: 162-3). L a relación con el m u n d o , señala Plaks — y Jencks, veremos m á s adelante, glosa sus c o m e n t a r i o s — es de índole «sinecdóquica». Es decir, el jardín representa simbólicamente el universo, en el sentido de que la parte ha sido t o m a d a por el todo. Ello obliga, según Plaks, a q u e la proyección de lo particular en lo general se logre, en lo que concierne a la disposición del jardín, bajo la f o r m a de una «espacialización sincrónica». C o m e n t a Plaks: That is, while the enclosed space of all literary gardens clearly «stands for» the sum total of finite creation, here the implied projection from a limited field of perception to some more total form of vision takes the form of synchronic spatialization, as opposed to the diachronic process of revelation seen to be the ground of Western allegory (146). D e ahí — n o s aclara J e n c k s — q u e el jardín chino aparezca a los ojos de un extranjero c o m o particularmente extraño y, en ocasiones, hasta incomprensible:

9

Tanto Balderston como John Irwin señalan el hecho de que el nombre del protagonista de Borges, Yu Tsun, proviene de uno de los personajes de la novela de Tsao Hsueh-Chin. Véase Balderston (1993: 42) y John T. Irwin (1994: 88).

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E L A R T E D E LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN B O R G E S

This partially explains what is so characteristically strange to us about the Chinese garden: its cramming of a density of meanings into a very small space, its tight packing, and its restless changing aspect (Keswick 1978: 196).

Aunque los tres rasgos predominantes del jardín chino que acaba de destacar Charles Jencks —la multiplicidad de significados comprendidos en un espacio muy reducido; la apretada contigüidad de los elementos que lo componen; el cambio continuo y sorpresivo— se transparentan de un modo o de otro en el relato de Borges, acaso sería útil detenerse ahora en el último (el que apunta al cambio continuo y sorpresivo) porque reviste una importancia primordial en lo que toca «El jardín de senderos que se bifurcan». El jardín en la tradición china con frecuencia acoge en su concepción un sinnúmero de contradicciones. Además de apelar constantemente a lo que sus críticos e historiadores llaman bipolaridades múltiples (la oscilación entre el ying y el yang. el hecho de que todo vacío, toda ausencia evoque instantáneamente una presencia), existe una «contradicción» que me parece reviste cierta importancia respecto del cuento de Borges. Me refiero al hecho de que, en su concepción misma, el jardín chino está sujeto a normas estéticas rigurosas, pero, en cambio, su ensamblaje aspira a que se le perciba como un caos, como un laberinto. Comentando una carta de relación publicada en París en 1749 que acerca de los jardines redactó el padre Attiret, un jesuita francés que el emperador Chi'en Lung había empleado como pintor de corte en Pekín, Maggie Keswick anota lo siguiente: His letter describes how clear streams wound —seemingly as they willed— through gentle valleys hidden from each other by charming hills. O n the slopes, as if by chance, plum and willow trees grew in profussion and through them paths meandered with the lie of the land ornamented all along with little pavilions and grottoes. The streams themselves were edged with different pieces of rock, some jutting out, some receding, but «plac'd with so much Art that you would take it to be the work of Nature». For what was so intriguing was that the whole exquisite park was every bit as man-made as the landscapes of Le Notre; only in this case the Art of the whole endeavor lay in concealing, completely, any sign of the artificial (10; la cursiva es mía) 10 .

10

La cita del relato del padre Attiret proviene de «A Particular account of the Emperor of China's gardens near Peking in a letter from Père Attiret...to his friend in Paris, translated from the French by Sir Harry Beaumont» (1749). M a s adelante, Maggie Keswick, al contrastar las casas chinas con los jardines, aclara: «Above all, house buildings are always sited in an orderly rectangular plan, and in large households are arranged as regular progressions of courtyards. A garden, on the other hand, is instantly recognisable because everything in it is irregular and confusing; it is a place where the ordinary is transformed into something new and delightful» (10).

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Andrew Plaks subraya esta condición del jardín chino: «[...] we must bear in mind that [in the Chinese tradition of literary gardens] we are dealing [...] with the specific problem of the garden as an arbitrarily delimited space under more of less strict aesthetic control, and not with the broader conception of natural landscape», (Plaks 1976: 146-147). Asimismo, el estudioso norteamericano llama la atención al hecho de que la misma disposición estructural de estos pequeños parques privados que, partiendo de lo limitado y finito pretenden proyectar una imagen de lo infinito, de hecho determina el m o d o en que han de ser percibidos: It is perhaps significant, therefore, that the Chinese garden tradition does not emphasize the presentation of panoramic views as a necessary element in its spatial extension from the finite to the infinite. Instead, it is sooner the idea of divided space: smaller prospects broken up by artificial hills, winding streams, and overhanging folliage, or framed by carefully designed windows, doorways and railings, that characterize the Chinese garden (165-166). La percepción sincrónica que se busca, pues, la que transforma el jardín en imagen o cifra del cosmos, está predicada, en apariencia y contradictoriamente, en una percepción diacrònica del espacio en cuestión. El jardín chino tiene que ser conocido poco a poco, en el proceso que lleva al viandante a la exploración de giros súbitos de sus veredas, a toparse con paredes inesperadas, a encontrarse con pabellones cuya ubicación era imposible prever y arroyos que siguen un curso sorpresivo. En The Gardens of China, Osvald Sirén escribe que un jardín chino típico consiste en [...] more or less isolated sections which, though they succeed one another as parts of a homogenous composition, must nevertheless be discovered gradually and enjoyed as the beholder continues his stroll (Sirén 1949: 4) 11 . Pero el deambular por senderos y vericuetos en secuencia lineal no conduce a un fin delimitado y preciso, sino al descubrimiento de algo que en rigor no concluye, no tiene término, porque ese espacio apunta hacia lo infinito. «There is no overwhelming 'sense of an ending' as there is at the Palace of Versailles», escribe Jencks (1978: 200). Así, la experiencia que comúnmente comunica la exploración de un jardín chino es la de lo parcial y, a la vez, de lo inconcluso. Esta circunstancia, a su vez, refleja el carácter de quien lo diseñó y construyó, del «autor». U n a vez más, Jencks observa: «The job of garden building, like the builder's character, is never completed, but always undergoing growth, decay and transformation» (197). Esta observación, que apunta hacia lo inconcluso, a las transformaciones constantes e inesperadas, hacia lo caótico, remite, asimismo, a otra consideración relacionada con la organización del espacio: hacia el laberinto.

11

Citado por Keswick 1978: 15.

20 EL

E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN

BORGES

JARDÍN-LABERINTO

A pesar de que, c o m o han señalado varios críticos, el laberinto occidental en el sentido de un maze simétrico, es propiamente ajeno a la cultura china 12 , la disposición aparentemente «caótica» del jardín — r e c o r d e m o s que el caos está gobernado, c o m o señaló Piales, por una estética más o menos rigurosa— ha de dar la impresión de lo desordenado, de lo laberíntico, y de lo que no se puede fácilmente reducir a esquemas racionales. En el transcurso de un extenso comentario en torno al W a n g Shih Yuan de Suchou, uno de los jardines más bellos de la China, Maggie Keswick comenta lo siguiente: The whole garden is in a sense a composition of courtyards. Some wind around corners out of sight. Others are half open-ended. Some are cut off like cul-desacs, or fit into each other like pieces of a puzzle. The total effect is of a labyrinth, with spaces layered round each other, again unlike, say, a French garden where space is as clear and distinct as French logic (Keswick 1978: 18). Por otra parte, c o m o ya he indicado, el jardín-laberinto debe estar exento de los atributos del laberinto simétrico de Occidente 1 3 . Es más, el jardín chino no debe en absoluto guardar las apariencias de un laberinto. Señala Keswick:

12 13

Véase, por ejemplo, Murillo (1968: 259). Queda por aclarar, en este contexto, la misteriosa alusión de Yu Tsun en «El jardín de senderos que se bifurcan» en lo relativo a un jardín que conoció de niño: «A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir?» (472). Siguiendo la opinión de sinólogos reconocidos como los que cito en el texto, la noción de jardín chino, como consta, está vinculada a la concepción de laberinto caótico y no simétrico. Por confesión propia de Stephen Albert, el «jardín» de Ts'ui Pén (la novela El jardín de senderos que se bifurcan) es un laberinto y es también caótico, es un laberinto caótico («A su muerte [la de Ts'ui Pén], los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos» [476]) ¿Cómo compaginar, entonces, el laberinto caótico tradicional chino con el «simétrico jardín» de Hai Feng? No tengo a la mano sino datos escasos que sirvan de apoyo a la formulación de algunas hipótesis. Yu Tsun, en primera instancia, parece ser consciente del hecho de que existen distintos tipos de laberintos y que, por lo tanto, no todos son iguales. Cuando los niños de Ashgrove le dan indicaciones de cómo llegar a casa de Albert, siempre girando a la izquierda, Yu Tsun rememora el hecho de que las instrucciones que estipulan ese giro constante a la izquierda «era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos» (475; la cursiva es mía). Un poco más adelante, al recordar el laberinto de su antepasado Ts'ui Pén pero, y ello es importante, aún sin saber que novela y laberinto son una sola cosa, identifica ese espacio, entre otras cosas, con el plan irregular de un jardín chino: «lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos...» (475; la cursiva es mía). En este contexto, la disposición simétrica del jardín de Hai Feng posiblemente tiene una explicación si apelamos, como lo estoy haciendo, a las circunstancias históricas implícitas en el cuento. Los atlas que he consultado ubican el pueblo de Haifeng (así se inscribe en el mapa) en la provincia de Guangdong, muy cerca de la costa

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Although a [Chinese] garden should ultimately be a labyrinth, it should not obviously look like one. When the Jesuit fathers of Peking devised a Western maze for the Ch'ien-lung Emperor, it was regarded as a barbarian novelty, and soon fell into disrepair after the Emperor's death. The maze, of course, was too regular, too false, whereas a true Chinese labyrinth garden should always seem spontaneous and uncontrived (124).

Por ultimo, parte integral del jardín-laberinto chino es la inclusión de versos y alusiones literarias en diversas partes de su topografía inscritas en tabletas de piedra. De este modo, el jardín se convierte —y ello es de importancia primordial para este estudio— en un espacio mental donde se ubican diversas metáforas y que a la vez alberga una multiplicidad de interpretaciones eruditas. Keswick concluye: [...] the proper way to tend a garden was to increase its historical richness until finally it became another kind of labyrinth — a mental maze of scholarly interpretations and well-chosen metaphors (150).

Como ya advertí, el jardín chino termina por comprender en su seno una serie impresionante de contradicciones. Es un espacio que niega el espacio y está inscrito en un tiempo que aspira a negar el tiempo. Siguiendo pautas que derivan de las creencias taoístas, el jardín acomoda con holgura en su topografía estas y otras contradicciones. De acuerdo con Keswick: The art of gardening [...] cannot be specified and prescribed any more exactly than the true Way. The Tao is suggested through aphorism and contradiction: to gain you must yield; to grasp, let go; to win, lose [...]14 Chinese gardens are designed with the aid of a similar set of contrasts: the method for teaching garden-building equally involves evocation and suggestion rather than a precise formula (76).

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y a unos 100 kilómetros de Hong Kong. Cantón (Guangzhou) es la cuidad principal de la provincia de Guangdong, y, como se sabe, fue por esa provincia por donde se logró la primera y más importante penetración europea, mayormente inglesa, del Imperio de la China. El hecho de que el personaje de Borges, Yu Tsun, sea nada menos que profesor de inglés en una escuela alemana de Tsingtao (miles de kilómetros al norte en la China), implica necesariamente un dominio de ambas lenguas —como de hecho queda constatado en el relato que nos ocupa—, y, por consiguiente, una educación esmerada y al mismo tiempo indiscutiblemente híbrida, y, ello encajaría en este contexto, un hogar que, dentro del mundo chino, mantiene comunicación con el occidente europeo. Acaso esas circunstancias podrían aclarar el «simétrico jardín» occidentalizante —y de «bárbaros»— como indica la cita que sigue, en un contexto chino. En este contexto habría que recordar que Yu Tsun adjudica la calidad de execrable al monje «taoísta o budista» que decidió publicar, en contra de la voluntad expresa de la familia, aquel «acervo indeciso de manuscritos contradictorios» (476; las cursivas son mías) que luego identificamos como Eljardín de senderos que se bifurcan de Ts'ui Pén.

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E L A R T E D E LA J A R D I N E R Í A C H I N A E N

BORGES

Antes de proceder al análisis textual del relato de Borges, quizá convendría aducir otro contexto del jardín chino, en este caso obligado, me parece, y que no procede, en rigor, ni del ámbito teórico ni del cultural. El referente al que aludo es de índole histórica y está vinculado a la intervención imperialista europea en la China.

E L J A R D Í N Y LA I N T E R V E N C I Ó N EUROPEA EN LA C H I N A

En el transcurso del siglo XIX, los ingleses, franceses y alemanes intervinieron, como se sabe, de forma enérgica y brutal, en el Imperio Chino con el fin de obtener concesiones, casi todas ellas humillantes, y prebendas comerciales de las autoridades de ese país. Una de las acciones más notorias está relacionada con la destrucción de uno de los jardines imperiales más famosos del reino, el Yuan Ming Yuan en las afueras de Pekín, por tropas inglesas bajo el mando de Lord Elgin. La quema y destrucción casi total de este jardín de más de sesenta mil acres de extensión ocurrió el 18 de octubre de 1860 escasamente días después del saqueo inmisericorde de los edificios y pabellones que formaban parte integral del Yuan Ming Yuan por tropas inglesas y francesas. Maggie Keswick relata el incidente de forma particularmente dramática y, como la quema de este jardín tendrá importancia en el contexto de mi comentario en torno al cuento de Borges, como se verá enseguida, me permito citar la relación in extenso. O n the morning of 18 October 1860, a detachment of British troops marched briskly out of one of the city gates of Peking. Heading northwards along the paved road made for the K'ang-hsi Emperor a hundred years before, they came in time to two fan-shaped lakes, so designed that in the height of summer they would suggest cool breezes waving towards the entrance of the Imperial gardens of the Yuan M i n g Yuan. Ten days earlier this detachment had left these same gates as part of a much larger force of combined French and British troops. At the time they had been laden with booty —all the movable remains of a century of Imperial collecting, and behind them they had left the palaces looted, their treasures smashed and scattered in the open courtyards. N o w they reentered the gardens without the need of force and under orders from their officers spread out among the sixty thousand acres of water-gardens enclosed within the walls. Then they set fire to everything that was left. In two days of burning they thus destroyed almost two thirds of all the three thousand varied buildings that had once made this place the talk of Europe and one of the glories of the Manchu dynasty (1978: 45).

La operación militar se llevó a cabo, según Lord Elgin, para castigar duramente al emperador por torturas infligidas por subalternos suyos a varios prisioneros de guerra de nacionalidad inglesa. Pero el fin último que aparentemente se

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perseguía al destruir el jardín era el de humillar al emperador al maltratar aquello que precisamente tenía un prestigio y una importancia histórica-cultural soberana (Keswick 1978: 45). Como resultado de estos enfrentamientos, Francia e Inglaterra, por un lado, y China, por otro, firmaron en Pekín unos nuevos acuerdos que, entre otras estipulaciones, abría la ciudad de Tientsin [Tianjín] a los extranjeros. Diez años más tarde, en 1870, ocurrió justamente en Tientsin una matanza de subditos chinos por parte de fuerzas militares francesas. La acción bélica, a su vez, ocasionó una notoria masacre de extranjeros y, en especial, de misioneros franceses por turbas chinas. El asesinato en masa se debió, en gran medida, a la suspicacia y al mal ambiente creado por varias comunidades religiosas europeas, entre las que habría que señalar los misioneros tanto franceses como ingleses radicados en esa y otras ciudades. Estos divulgadores del Evangelio eran notorios por su desconocimiento, menosprecio e intolerancia respecto de la cultura china. La actitud de menosprecio de quienes fungían como agentes de la expansión imperial europea, indica Jacques Gernet, tiene como uno de sus efectos, el surgimiento de una crisis de estima propia entre los chinos: [...] el comportamiento de los extranjeros en China, su recurso constante a las demostraciones de prepotencia o al empleo de la fuerza, tendrían graves consecuencias psicológicas. Son los causantes de un clima de incomprensión, desconfianza y odio que afectó todas las relaciones de China con sus ocupantes extranjeros. Produjeron a los chinos una especie de complejo de inferioridad que dañaría gravemente su adaptación a las grandes mutaciones de la época contemporánea (Gernet 1991: 508)15.

No sería ocioso recordar aquí que el cuento de Borges establece una relación tripartita entre Alemania/Inglaterra/Francia respecto de China, es decir, entre los opresores de ese momento histórico con relación al país oprimido. Y que esa suerte de tránsfugo, Stephen Albert, el sinólogo inglés con un jardín al estilo chino en el seno del otro imperio (la «isla occidental» de que habla Yu Tsun), fue «antes de aspirar a sinólogo» un misionero en Tientsin [Tianjín], Tampoco se debería olvidar que su país, Inglaterra, había arrasado y quemado el bello jardín imperial, el Yuan Ming Yuan. Ni tampoco creo que sea ocioso recalcar en este contexto que Albert vive y ha edificado su jardín en un lugar llamado Ashgrove, un jardín, pues, que como el fénix surge de las cenizas, en este caso, de las cenizas de un bosque. Pienso también que en esa red de viejas enemistades que culminan en la despiadada saña con que se arremete contra una arquitectura y, sobre todo, contra una horticultura nacionales con gran relevancia cultural, están incluidas las misterio-

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Para un recuento de la larga lista de humillaciones y depredaciones que sufrió la China a manos de las naciones europeas, especialmente de Francia e Inglaterra, a lo largo del siglo XIX, véase el Libro IX de la obra aludida.

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E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN B O R G E S

sas palabras de Yu Tsun camino del encuentro con Stephen Albert. Ya muy cerca de la casa de Albert, Yu Tsun contempla la naturaleza inglesa circundante y señala lo siguiente: El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes (475; la cursiva es mía).

Después de presentar los presupuestos teóricos que acabo de reseñar —y a los que he de apelar repetidamente— acaso ya sea hora de pasar al examen detenido del complejo relato de Borges.

EL

JARDÍN-LABERINTO

DE

SENDEROS

QUE

SE

BIFURCAN

La primera consideración que se impone está relacionada con el hecho de que «El jardín de senderos que se bifurcan» se ajusta en términos generales de manera casi diría admirable a tres de los patrones, tanto retóricos, teóricos como culturales que he venido señalando en las páginas anteriores: el multum in parvo, el principio de análisis textual denominado «reflexive reference» y la noción histórico-cultural de «jardín chino». El texto deTs'ui Pén, que es escritura—recordemos su condición de jardín que es escritura— es también, como el jardín físico chino, una cifra del cosmos. En torno a la importancia del tiempo y su relación con la concepción del cosmos que Ts'ui Pén inscribe en su novela, comenta Stephen Albert a Yu Tsun: He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: Eljardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal y como lo concebía Ts'ui Pén (479; las cursivas son mías).

Aparte del señalamiento que adjudica al texto la propiedad de emblema («imagen», la llama el sinólogo inglés) del universo, Albert alude a la condición de «caos planificado» («he conjeturado el plan de ese caos») que es la novela de Ts'ui Pén. El espacio textual limitado de El jardín de senderos que se bifurcan del antecesor de Yu Tsun es, a su vez, como el jardín físico chino, una cifra del cosmos (el multum in parvo), un caos al que subyace un orden previo, un laberinto, una obra inconclusa que aspira a la calidad de infinita y que, al mismo tiempo,

E S P A C I O T E X T U A L Y EL ARTE DE LA J A R D I N E R Í A

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revela los rasgos del autor. Pero hay algo más, y es que la novela de Ts'ui Pén es, en primera instancia, incomprensible. Su estructura desordenada e incoherente lleva a los herederos de Ts'ui Pén, quienes no encontraron, como ya se indicó, otra cosa que «borradores contradictorios» y «manuscritos caóticos» (476), a tomar la decisión de entregarlos al fuego. El desorden aparente que invoca el caos en la novela de Ts'ui Pén está fundamentado en la ausencia absoluta de conectores causales/temporales («causal/temporal connectives»), que es, como señalé anteriormente, justamente de donde parte Joseph Frank para elaborar su teoría de la espacialización del texto literario 16 . C o m o se sabe, cada capítulo de la novela El jardín de senderos que se bifurcan elabora, a partir de una acción única, situaciones alternas que, de haberse desarrollado en una secuencia temporal consecutiva o lineal, se hubieran excluido mutuamente. En su conversación con Yu Tsun, Stephen Albert glosa la extraña estructura de la novela: E n todas las ficciones, c a d a vez q u e u n h o m b r e se enfrenta con diversas alternativas, o p t a p o r u n a y elimina las otras, en la del casi inextricable Ts'ui Pén, o p t a — s i m u l t á n e a m e n t e — p o r todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos t i e m p o s , q u e t a m b i é n proliferan y se bifurcan. D e ahí las contradicciones d e la novela ( 4 7 8 ) .

Albert opta por dos estrategias de hermenéutica que posibilitan el significado en el texto, es decir, que liberan el texto de su condición de caos y permiten, una vez establecido el plan de ese desorden aparente, una conceptualización coherente. Una de ellas es «la relectura general de la obra». Es un hecho bien conoci-

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En un estudio que identifica certeramente al narrador argentino como precursor de estrategias narrativas luego empleadas por el nouveau román y el grupo Tel Quely que propone nuevas posibilidades de lectura, Alfonso de Toro aplica la noción de «rizoma», elaborada por Deleuze/Guattari, a los resultados de algunos procedimientos literarios centrales a la obra de Borges. Deleuze/Guattari, explica De Toro, «definen el rizoma a través de seis principios: por el de la conexión, 'heterogeneidad', 'multiplicidad', 'asignificante ruptura', de la 'cartografía' y de la 'decalcomanía' (véase Alfonso de Toro 1992: 164). De estos principios, aquellos que ponen de relieve la heterogeneidad en las series y la ausencia de conexión entre ellas, es decir, la falta de elementos que las relacionen con un «sentido causal», como apunta De Toro, son las que parecen fundamentar más firmemente la concepción de «rizoma». Entre los relatos por los cuales De Toro se interesa en este estudio se encuentra «El jardín de senderos que se bifurcan», con sus conocidas ramificaciones que no están sujetas, como vengo apuntando en el texto, a encadenamientos causales. Si bien el concepto de rizoma identifica en un principio con justeza y comodidad las series inconexas que va construyendo Borges a lo largo de la narración, pienso que, como señalo arriba, en el transcurso de este relato el texto provee puntos de apoyo desde los cuales se pueden establecer relaciones que afiancen y sustenten patrones de coherencia en casi la totalidad de la narración. Desde luego, ello no impide que, desde otro punto de vista, se puedan realizar lecturas con otras coordenadas y con resultados divergentes, como sucede a menudo cuando se trata de la obra de Borges.

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E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN

BORGES

do que la relectura de una obra impone, necesariamente, aunque muchas veces de modo implícito, el establecimiento de una serie de relaciones espaciales en el texto. Una vez concluida la primera lectura, una segunda y luego lecturas sucesivas, nos revelan significados figurados de palabras y grupos de palabras que antes no nos habían dicho nada y que ahora cobran un sentido inusitado justamente porque los estamos yuxtaponiendo a la información obtenida al concluir la lectura inicial. Asimismo, la segunda lectura obliga al lector a buscar conectores («connectives») que, como ha señalado Frank, posibilitan la generación de una sintaxis del texto. La segunda estrategia remite aquí a la incorporación de un cotexto: la carta, o el fragmento de una carta —no está claro—, redactada por Ts'ui Pén y que algún orientalista de Oxford envía a Stephen Albert. La primera estrategia que acabo de señalar revela a Albert que los capítulos contradictorios, donde, por ejemplo, «en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo» (476), responden a una estructura subyacente: la de la bifurcación en el tiempo. El tiempo es el ente organizador de la novela y la estructura correspondiente es la de tiempos paralelos y divergentes. La segunda estrategia, la que introduce en la lectura de la novela el cotexto de la carta, comunica al sinólogo inglés, Albert, que el tiempo no radica propiamente en el texto mismo, sino en el lector. El «oblicuo» Borges ha obviado la operación de descodificación que lleva a cabo el sinólogo (Albert, como en otro contexto Pierre Menard, nos ofrece sólo los resultados y no el proceso) y, como Ts'ui Pén en la novela El jardín de senderos que se bifurcan, omite o suprime la palabra que se constituye como la clave del acertijo: me refiero a la palabra lector. En torno al concepto tiempo en el contexto de la novela de Ts'ui Pén, comenta Albert: El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohibe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pén

(479). Lo mismo ocurre con la palabra «lector». Stephen Albert logra corroborar su intuición originaria en cuanto a que el principio de organización de la novela es, en efecto, el tiempo, cuando integra la carta del escritor a su esquema conceptual. Ts'ui Pén había escrito: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan

(477). La voz «porvenires» está aquí condicionada por la frase entre paréntesis «no a todos». De entrada, nos choca esa compartimentación del futuro que remite al

E S P A C I O T E X T U A L Y EL A R T E DE LA J A R D I N E R Í A

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hecho de que algunos de esos «futuros» tendrán acceso al jardín de senderos que se bifurcan y otros no. La críptica frase de Ts'ui Pén sólo ha de cobrar sentido si conceptuamos esos porvenires como tiempo encarnado con acceso a un texto, es decir, como lectores. Como en el caso de Tzinacán y, sobre todo, en el de Ryan en «Tema del traidor y del héroe», no a todos los lectores sino a unos pocos les será dado descubrir el secreto: en este caso, sucede que, pese a que «todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto» (477). A ese nadie al que alude Stephen Albert también se le escaparon otros datos que, debidamente relacionados, lo hubieran ayudado a establecer la paridad novela laberinto. Los datos a que aludo son, me parece, de vital importancia para el género de lectura que estoy llevando a cabo porque allí, justamente en las palabras de Ts'ui Pén y en el mismo texto de Borges, se encuentran claros indicios («diáfanos», diría Albert), del proceso de espacialización del texto. La interpretación general de las metas que se había impuesto Ts'ui Pén, al retirarse al Pabellón de la Límpida Soledad, apuntaba a la realización de dos tareas cuyo fin debería de ser, naturalmente, la confección de dos «cosas» distintas, novela y laberinto. Esa «lectura» se fundamentó en las palabras de Ts'ui Pén quien, recuerda su biznieto Yu Tsun, [...] renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto donde se perdieran todos los hombres (475; la cursiva es mía).

Ese nadie del pasado remoto a quien el sinólogo había aludido se convierte en hombre futuro y es ahora el lector Stephen Albert: «A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano» (477). Aclara Albert: Ts'ui Pén diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto (471; la cursiva es mía).

Si «nadie» pensó que libro y laberinto eran un solo objeto fue porque, en este contexto específico, nadie logró establecer la equivalencia de que escribir = construir o edificar. Habitualmente concebimos la escritura como una actividad cuyo desarrollo es lineal mientras que la edificación o construcción está relacionada primordialmente con la arquitectura, con la disposición de elementos en el espacio. De hecho, la yuxtaposición espacial en el proceso de la lectura de las palabras que designaron la actividad de Ts'ui Pén, y que en el relato de Borges están dispuestas a unas dos páginas de «distancia», es lo que a fin de cuentas permite descifrar el hecho de que novela y laberinto eran una misma cosa porque escribir, por un lado, y edificar y construir, por otro, eran también una misma cosa.

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E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN

BORGES

N o deja de ser notable, pues, que el proceso de yuxtaposiciones intratextuales que permite al lector establecer polaridades en un principio bisémicas 1 7 , es decir, sentidos determinados por un contexto específico, sólo es d a d o a quienes hayan llevado a cabo la elaboración previa de una sintaxis del texto y posean los contextos adecuados que f u n d a m e n t e n esa operación. L a crítica ha destacado en repetidas ocasiones la importancia del lector con relación al cuento que ahora nos ocupa 1 8 . Pero no creo q u e se haya prestado u n a consideración detenida a la importancia de esta especie de multum in parvo q u e comienza con la generación de unidades bisémicas a partir de un vocablo único o de un g r u p o de palabras específicas. Al dirigir m i atención no ya a la novela de Ts'ui Pén sino al relato de Borges, «El jardín de senderos q u e se bifurcan», que contiene a la novela, se advierte la proliferación de unidades, c u a n d o m e n o s bisémicas, q u e el lector, un lector, genera al llevar a cabo el «reflexive reference» desde contextos predeterminados. Las lecturas múltiples c u m p l e n con el fin de crear una red «de tiempos divergentes, convergentes y paralelos» c o n f i g u r a n d o así el texto-laberinto. M e detengo un m o m e n t o en la frase que se inserta en los primeros renglones del cuento, que ahora considero piedra de toque de t o d o el relato y cuya importancia el narrador oblicuamente se o c u p a de minimizar («Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell H a r t ) provocaron esa d e m o r a [la de la ofensiva de las trece divisiones británicas] n a d a significativa, por cierto» [472]), y en las afirmaciones contradictorias de Albert y Yu T s u n q u e cierran el relato (Albert: «Alguna vez los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es m i enemigo, en otro m i a m i g o » [478]; Yu T s u n : « — E n todos [los tiempos] — a r t i c u l é yo no sin temb l o r — yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pén. — N o en todos — m u r m u r ó con una sonrisa—. El t i e m p o se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. E n uno de ellos soy su enemigo... — E l porvenir ya existe — r e s p o n d í — , pero yo soy su amigo» [ 4 7 9 - 8 0 ] ) . E n los comentarios aludidos están codificados mensajes que son paralelos y divergentes y a veces contradictorios y que dependen del contexto accesible a lectores diversos. El patrón se repi-

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Milagros Ezquerro comenta la naturaleza «bipolar» de la estructura del cuento desde el punto de vista de la concepción de «enigma», que es una entidad bi-partita: enunciado/significado. «[...] le conte qui nous occupe,» escribe, «est construit sur le double plan de l'intrigue policière et de la signification symbolique...» (1986: 39). He calificado la generación de unidades bisémicas con la frase «en principio», porque, como en la novela de Ts'ui Pên, en el relato de Borges estas unidades a su vez siguen generando otras que se multiplican y se diseminan sin fin previsible. Véase, por ejemplo, Murillo (1968, en especial, pp. 130-150). Asimismo varios críticos han subrayado la importancia que desempeña en este cuento un lector dotado de una competencia especial, es decir, un «lector avisado». Cfr. Milagros Ezquerro (1986: 51) y María Ester Martínez (1983). La profesora Martínez, sin embargo, centra el interés del lector avisado en lo que denomina un «laberinto existencial» en el cuento.

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te a lo largo del discurso narrativo y es fundamental para la estructura del cuento. Repaso algunos ejemplos. El más accesible, acaso porque la descodificación se lleva a cabo ante los ojos del lector, es la consabida unidad con sentido doble Albert = sinólogo inglés; Albert = ciudad en territorio francés. Sin embargo, para que se logre la transformación de nombre propio en toponimia, de hombre >~ lenguaje >~ topografía (que, curiosamente, discurre en sentido inverso al del jardín de Ts'ui Pén, que va de topografía a lenguaje, de objeto físico a discurso narrativo) se precisan los contextos específicos que determinan el sentido. Para un lector de los diarios ingleses en Inglaterra, Albert es el apellido de uno de tantos excéntricos entre sus congéneres. Para el jefe de Yu Tsun en Berlín, en espera de una indicación geográfica, es un lugar preciso en el mapa de Francia, mientras que el hombre inglés, en cambio, es, para el militar alemán, como augura el mismo Stephen Albert en una de las series de tiempos divergentes, convergentes y paralelos, «un error, un fantasma» (479). El procedimiento queda expuesto de modo casi bufonesco por el problemático «editor» del relato de Yu Tsun. Cuando, a consecuencia de haber oído la voz de Richard Madden en el apartamento de su colega Runeberg, Yu Tsun especula que Runeberg debió de haber sido «arrestado y asesinado» (472), el «editor», probablemente un miembro de la oficialidad inglesa o alguien allegado a ella, recurre en nota al pie a la perífrasis legalista y justificante que reviste la forma del eufemismo con el fin de dar otra «lectura» del evento. El alegado asesinato de Runeberg19, escribe el «editor», es una hipótesis odiosa y estrafalaria. «El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Este, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte» (472). Pero existen también, en el relato de Yu Tsun, contextos histórico-culturales que posibilitan lecturas divergentes. Ya he indicado algunos: los comentarios de Yu Tsun en torno a la vegetación inglesa camino de la casa de Stephen Albert; la mención de que Albert, «antes de aspirar a sinólogo», fue misionero en Tientsin [Tianjín], por ejemplo. Habría que añadir, además, otros que ya han sido mencionados por la crítica: la problemática situación del irlandés Richard Madden en el contexto del servicio de seguridad inglés luego de la Rebelión de Pascua de 1916 (véase Daniel Balderston 1993: 44-45) y la afirmación del espía chino a

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Notable que en el nombre mismo de Runeberg esté inscrita la posibilidad de lecturas múltiples. Las runas, c o m o es sabido, constituyen una suerte de criptografía, entre otras cosas, porque aún no se ha podido establecer una clave estable e inequívoca del sistema. Escribe Andrew Robinson: «But even though runic inscriptions can usually be 'read' — i n the same sense as Etruscan inscriptions— their meaning is frequently cryptic, because o f our lack o f knowledge o f the early Germanic languages. Hence the origin o f today's expression 'to read the runes' — m e a n i n g to make an educated guess on the basis o f scanty and ambiguous evidence. As a scholar o f runes has remarked, the First Law o f Runodynamics is 'that for every inscription there shall be as many interpretations as there are scholars working on it'» ( 1 9 9 5 : 178).

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principios de la narración respecto de que «[...] un pistoletazo puede oírse muy lejos» (473). Habría que considerar también los rasgos étnicos de Yu Tsun en el ámbito de un país caucásico. Algunas observaciones del espía chino que podrían leerse en primera instancia como motivadas por sentimientos subjetivos («La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente» [474]), adquieren un sentido penosamente literal. Se sentía «visible y vulnerable, infinitamente» porque como oriental en la Inglaterra de esa época se tornaba inevitablemente notorio en cualquier lugar en que apareciera. De igual modo, este mismo contexto aclara incidentes que a primera vista podrían parecer «misteriosos». Asombra un poco que al bajar Yu Tsun del tren en Ashgrove unos niños de inmediato le pregunten sin más si anda en busca de la casa de Stephen Albert. Como ha indicado Murillo, ello se debe al tácito reconocimiento de un oriental en las cercanías de la casa de un sinólogo (Murillo 1968: 154). De igual modo, el contexto explica por qué Madden logra averiguar en qué estación ferroviaria descendió Yu Tsun, cuando, en efecto, el agente al servicio de Alemania había aclarado que, para despistar, había comprado un boleto a una estación mucho más distante que Ashgrove. Es de suponer que para determinar la estación en que había bajado Yu Tsun le habría bastado a Madden con preguntar a los que se encontraban en el andén si había descendido allí «un chino» y adonde se había dirigido. El hecho es que la condición étnica de Yu Tsun lo priva de una de las condiciones necesarias para el espionaje: el poder pasar desapercibido. Finalmente — y esto es de importancia suma para el significado de todo el cuento— el relato mismo de Yu Tsun, que, en rigor, conforma el cuerpo de «El jardín de senderos que se bifurcan», y la revelación que se nos comunica a los lectores al final de esa relación, funciona como contexto necesario del texto historiográfico de Liddell Hart y altera su significado. La palabra demora, las lluvias torrenciales (que causaron esa demora) atribuidas a Liddell Hart y la frase nada significativa, por cierto, esta última redactada o por el historiador inglés o por el desconocido «editor» del relato de Yu Tsun, cobran, una vez leído el informe del espía chino, un sentido diverso y hasta contradictorio. Descifrado el enigma, el nombre propio Albert convertido en topografía, efectuado el bombardeo de la ciudad francesa, el lector avisado, sirviéndose una vez más del «reflexive reference», sabe que la palabra demora, vagamente teñida de casualidad en el texto citado a comienzos del relato (se adjudica a unas «lluvias torrenciales») está muy lejos de ser casual, sino todo lo contrario. Asimismo, la frase que se refiere a esa demora, nada significativa, por cierto, adquiere un significado opuesto. La demora no fue casual y, por lo menos en el contexto del relato de Borges, fue de hecho muy significativa porque en ese transcurso de tiempo se llevó a cabo la devastación de un bombardeo. La frase clave que obtiene un sentido totalmente distinto y que, al

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encajar en el nuevo contexto, crea una nueva sintaxis es «las lluvias torrenciales... provocaron esa demora». Se precisa el establecimiento de conectores que son productos de la yuxtaposición espacial de varias frases desparramadas aparentemente al azar, es decir, dispuestas espacialmente por el texto. El lector que ha recorrido el texto de Yu Tsun sabe, al final, que el propósito que perseguía el espía oriental era comunicar al ejército alemán el nombre de una ciudad para que la bombardearan. Yu Tsun afirma en los últimos renglones del cuento que la ciudad de Albert fue en efecto bombardeada. Liddell Hart escribe, en fecha posterior, la relación histórica; pero, o calla a sabiendas de lo ocurrido o carece de la información necesaria para transmitir la noticia, quizá — y aquí no puedo sino especular— porque la oficialidad inglesa decidió ocultar el bombardeo. Es lógico pensar que, en este contexto, el bombardeo fue la causa de la demora. Pero Liddell Hart, o el anónimo «editor», afirma que la demora fue «nada significativa», y además que fue casual, ocasionada por «lluvias torrenciales». Veamos ahora cómo se transforma el significado de esta última frase. En el proceso habrá que recurrir a la yuxtaposición de tres unidades lingüísticas, una al final del relato, otra en las primeras páginas y otra en el párrafo introductorio. En el último párrafo, Yu Tsun declara que la ciudad fue bombardeada, en la segunda o tercera página, el mismo Yu Tsun fantasea con ese bombardeo, suceso que, en aquel momento, aún se encuentra en el futuro («Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos [en el cielo francés] aniquilando el parque de artillería [británico] con bombas verticales» [475]), en el primer párrafo, Liddell Hart habla de demoras ocasionadas por «lluvias torrenciales». Es ahora cuando caemos en la cuenta de que lo que surge de la develación del Secreto, el bombardeo que se anuncia en los últimos renglones del relato, ya estaba inscrito bajo el velo de aparentes «metáforas ineptas y perífrasis evidentes» (las palabras son de Stephen Albert) en el primer párrafo del

cuento: bombardeo = bombas verticales que caen desde el cielo = lluvias torrenciales.

Con esta información a la mano, el lector reconstruye una nueva sintaxis de la «historia». La demora fue casual sólo para aquellos que ignoraban o quisieron ocultar el bombardeo producto del espionaje. Y el bombardeo fue significativo porque causó una demora de cinco días respecto de la ofensiva contra la línea Serre-Montauban. De igual modo, sirviéndose de la relación de Yu Tsun, Borges logra crear, como el antepasado Ts'ui Pén antes que él, «diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan» (478), es decir, lectores cuyos contextos crean lecturas simultáneas, diversas y contradictorias. Acaso el ejemplo más brillante de ello lo constituya las palabras enigmáticas, primero de Stephen Albert y luego de Yu Tsun, en distintos lugares del texto. Comentando los procedimientos textuales de Ts'ui Pén, Albert aclara: En la obra de Ts'ui Pén, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto con-

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vergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo (478).

Esto con respecto del pasado; con respecto del futuro, ocurre este curioso intercambio entre Albert y Yu Tsun: — E n todos [los futuros posibles]... yo [Yu Tsun] agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pén. — N o en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo. [...] — E l porvenir ya existe —respondí—, pero yo [Yu Tsun] soy su amigo, (479480).

Las implicaciones dialécticas que encaran las posibilidades de ser en unos tiempos (pasados y futuros), «enemigos» y, en otros, «amigos» en gran medida se resuelven si se considera un lector que haya recorrido minuciosamente el texto del cuento «El jardín de senderos que se bifurcan», que se haya encontrado en posición de hacer algunas de las yuxtaposiciones espaciales que he señalado (y acaso otras muchas más) y que haya tenido acceso a los contextos históricos y culturales pertinentes. Si ese lector opta por uno de los «senderos» del pasado podrá establecer que, en efecto, en tanto y en cuanto se desempeñó como misionero europeo en Tientsin [Tianjín], Albert fue enemigo de los de la raza de Yu Tsun. Como ya se ha indicado anteriormente, la presencia de misioneros extranjeros como agentes de la expansión colonial inglesa y francesa en el siglo XIX eran, en general, hombres incultos y altamente prejuiciados que sembraron la suspicacia y el desprecio respecto de las gentes de China y su cultura. Sería preciso recordar los comentarios de Jacques Gernet: En la larga lista de los incidentes creados por la presencia en China de los misioneros cristianos, los de junio de 1870 en Tianjín [Tientsin] merecen un lugar particular debido a su gravedad y a sus consecuencias... (1991: 508-509).

Si, por el contrario, el lector optara por otro «sendero» del pasado, Albert sería el amigo de Yu Tsun y sus congéneres. Luego de haber sido misionero, se convirtió en sinólogo, cultivó y veneró los acervos culturales chinos hasta el punto de asimilarlos e integrarlos a su vida diaria y, entre otras cosas, asumió el papel de difusor de esa cultura ya que tradujo la novela de Ts'ui Pén al inglés. Lo mismo se puede decir de las ramificaciones hacia el futuro. Es enemigo si la relación se considera desde el punto de vista de que Albert es inglés, enemigo de Alemania a cuyo servicio está Yu Tsun, y que éste lo tendrá que asesinar para convertir su nombre en una topografía que su Jefe en Berlín pueda identificar. Es su amigo porque, al convertirse en instrumento del mensaje, le permite a Yu Tsun intentar probarle a

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aquel oficial alemán «que tenía en poco a los de mi raza» que «un amarillo podía salvar sus ejércitos» (473). Es su amigo también, y acaso ello se reviste de una enorme importancia, como se verá más adelante, porque permite a Yu Tsun recrear el jardín de Ts'ui Pén. Todos estos senderos, y quizá muchos más, divergentes, convergentes y paralelos, se constituyen y relampaguean simultáneamente en la conciencia de un solo lector o en la de múltiples y variados lectores. Para concluir paso ahora a lo que pienso es el núcleo del relato. Desde allí se hace posible tejer una red en la que se encuentran relacionados muchos de los asuntos y recursos textuales que he venido pormenorizando hasta aquí. Esa red fundamenta por un lado la idea de restitución, que apunta en primera instancia a la «reproducción» de las páginas de la novela china en suelo inglés y, lo que acaso es más importante, simultáneamente al hecho de la descodificación de parte de Albert del Secreto de Ts'ui Pén: novela = jardín = laberinto. Asimismo, la red mencionada fundamenta el concepto de recreación que he señalado en el párrafo anterior. El tejido al que aludo está compuesto, como he señalado en instancias anteriores, por una serie de unidades dispersas en el espacio textual del cuento. En esta ocasión, las palabras o grupos de palabras que examinaré apuntan, de un modo o de otro, a las relaciones de poder y destitución que comenté en las primeras páginas de este trabajo. Un poco más arriba, cité unas palabras de Yu Tsun que aluden a su condición de hombre oriental. Las menciones, múltiples por cierto, remiten insistentemente a la noción de raza y de genealogía y colocan al personaje Yu Tsun en una relación antagónica —salvo una excepción harto significativa— con aquellos que lo rodean. Repasemos algunos ejemplos. Cuando Yu Tsun declara que él ha estado espiando para Alemania, explica que no lo ha hecho por ese país, que nada le importa. Lo hice porque yo sentía que el Jefe [en Berlín] temía un poco a los de mi raza — a los innumerables antepasados que fluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos (473).

En páginas anteriores he recalcado la aguda conciencia que tiene el protagonista de su condición de chino al afirmar veladamente que se siente «visible y vulnerable, infinitamente» ya que su condición étnica lo hace fácilmente reconocible en la calle. Sería oportuno señalar asimismo que los comentarios de índole racial y genealógica en las primeras páginas del cuento transmiten un tono adversativo que sitúan a Yu Tsun en unas circunstancias de impotencia frente a unas naciones que él parece considerar culturalmente muy inferiores a la suya. «No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro que me ha obligado a la abyección de ser un espía» (478; la cursiva es mía). Ante una situación que lo disminuye y lo denigra, Yu Tsun quiere probarle a los alemanes, como queda señalado arriba, que un «amarillo», cuya raza era motivo de miedo y de menosprecio de parte

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del Jefe en Berlín (478), es capaz de salvar sus ejércitos. Pero a un mismo tiempo el espía chino alude una y otra vez al hecho de que no dispone de poder alguno. Si por un lado, ha sido forzado, c o m o se sabe, a la «abyección» de ser un espía, por otro, cuando cae en la cuenta que va a ser capturado y que debe huir de su escondite, desesperadamente revisa sus bolsillos (la revisión de sus bolsillos es casi un acto de desesperación), y concluye que el acto no era otra cosa que una «mera ostentación de probar de que mis recursos eran nulos» ( 4 7 8 ) . Descubierto por el sistema de contraespionaje inglés, se convierte en el blanco de una franca persecución. Ya cercano a la casa de Stephen Albert, piensa en el laberinto que quiso edificar su bisabuelo: «Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido» (475) 2 0 . Pero n o deja de ser interesante y hasta significativo el que sea la memoria del bisabuelo y de sus hazañas culturales — l a redacción de una novela y la construcción de un laberinto que Yu Tsun imagina ahora i n f i n i t o — lo que lo haga olvidar «su destino de perseguido» 21 . D e aquí en adelante, las alusiones a raza y genealogía irán inscribiéndose, de una manera cada vez más evidente, en el ámbito de un prestigio cultural también cada vez más amplio y elevado. La transición comienza a efectuarse en el m o m e n t o en que, ya casi a la entrada de la casa de Albert, Yu Tsun reconoce la música «silábica» que provenía de un pabellón del parque del sinólogo c o m o música china, y es por ello que la «acep-

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Ese «destino de perseguido» está asimismo matizado por el odio. El problemático y anónimo «editor» de la relación de Yu Tsun, presuntamente inglés —pero que bien podría ser el renegado irlandés Richard Madden quien, fungiendo de «editor», trata de justificar su condición de asesino al servicio de Inglaterra— califica, como ya indiqué anteriormente, la afirmación del espía chino (Yu Tsun) respecto del arresto o asesinato de su colega Viktor Runeberg de «hipótesis odiosa y estrafalaria» (1989: 472). Luego de publicada la versión originaria de este ensayo, llegó a mis manos el estudio sobre «El jardín de senderos que se bifurcan» de Roberto González Echevarría (1999), que debió haber salido de la imprenta casi a la par que el mío, también de 1999. González Echevarría es de la opinión que Madden en efecto es el narradoreditor que redacta los párrafos introductorias del relato y la nota al pie en torno a la muerte de Runeberg (1999: 65). Me complace que coincidamos en esa apreciación. Regresando al asunto de le evocación del odio, y una vez más, aludiendo a Madden, Yu Tsun comenta: «En mitad de mi odio y de mi terror [...] pensé que ese guerrero [...] no sospechaba que yo poseía el Secreto» (1989: 473). Asimismo, al Yu Tsun aludir al Jefe en Berlín, se refiere a él como «[...] aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos [...]» (1989: 473). Curioso el modo en que Yu Tsun intuye —y a esa altura del relato no creo que sea posible emplear otra palabra— que el laberinto de su bisabuelo Ts'ui Pén es, en efecto, un «jardín». Esa intuición primaria quedará posteriormente confirmada por Stephen Albert, añadiendo éste el hecho de que el laberinto es un jardín que a su vez es una novela. La primera vez que Yu Tsun hace mención del laberinto «edificado» por uno de sus mayores parece visualizarlo de un modo difuso, ciertamente ajeno al concepto de novela. Ts'ui Pén, recuerda Yu Tsun camino de la casa de Albert, se había retirado a escribir una novela y edificar un laberinto. «Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas [...]», pero «la novela era insensata y nadie encontró el laberinto [para

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tara con plenitud». Asimismo, cuando Stephen Albert recibe a Yu Tsun en el portón que da a la alameda, inmediatamente se dirige a él, como era de esperar, en chino y, al preguntarse si viene a ver «el jardín», da por sentado que su visita está animada por un interés relativo al mundo de la cultura y no por otros motivos. Estas referencias comienzan a situar de inmediato a Yu Tsun en un espacio de reconocimiento y respeto que lo enaltece como persona y como integrante de un

la conjunción de las nociones de edificación y escritura. Véase más arriba]. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido» (1989: 475; la cursiva es mía). Lo imaginó primero en la cumbre de una montaña, luego borrado por arrozales y bajo el agua, y también infinito, bajo la forma de un jardín —al que se alude indirectamente— pero de un jardín que rebasa los límites de un espacio constreñido: «[...] lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos [...]» (1989: 475). Ya he comentado la naturaleza «sinecdóquica» del jardín chino, su condición de emblema del mundo en el que la parte refiere al todo. Esta visión borrosa del jardín-laberinto comienza a adquirir, de modo «incomprensible», contornos definidos cuando Yu Tsun se encuentra por primera vez con Stephen Albert: «—¿Usted sin duda querrá ver el jardín? [preguntó Albert] [...] y repetí desconcertado: —¿El jardín? —El jardín de senderos que se bifurcan— Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad: —El jardín de mi antepasado Ts'ui Pén» (475-476; la cursiva es mía). Ya se sabe que en el transcurso de la conversación entablada con Albert saldrá a relucir la vinculación jardín-laberinto-novela, circunstancia que habrá de descartar la noción de «fatigas heterogéneas» que había imaginado en un principio Yu Tsun. Quisiera consignar aquí, además, algo que me parece que reviste cierta importancia y que, hasta donde tengo conocimiento, no ha sido comentado por la crítica. Aludo a la ambigüedad que rodea la adjudicación del título de la novela de Ts'ui Pén. La evidencia textual del relato de Borges parece apuntar al hecho de que fue Stephen Albert, quien en última instancia, dotó a la novela del antepasado de Yu Tsun del título Eljardín de senderos que se bifurcan. Ts'ui Pén dejó la novela en la que estuvo trabajando durante trece años sin título, no sabemos si por designio o porque fue asesinado antes de poder adjudicarle uno. La familia no encontró, como se sabe, sino «manuscritos caóticos» que catalogaron de insensatos. De haber encontrado esos papeles encabezados por un título, acaso la noción de caos total hubiera comenzado a disiparse. Años después, en otro lado del planeta, un sinólogo inglés relee la novela y ello le permite establecer que el fundamento planificador de la obra era el tiempo. Asimismo encuentra una carta de Ts'ui Pén en la que éste testimonia: «Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan» (1989: 477). Nótese —y aquí es imprescindible recurrir a la disposición tipográfica empleada en el cuento— que lo que va a ser el título de la novela aparece, en el contexto de una cita, con ausencia de mayúsculas y en redondas, no en cursiva, como tendríamos derecho a anticipar si se tratara del título de una obra. Es Stephen Albert quien, por inferencia, llega a la conclusión de que la frase, que vuelve a repetirse en otras dos ocasiones en minúsculas y en redondas en el contexto de la cita, se refiere a la novela: «Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí: el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio» (1989: 477). El título de la novela no vuelve a aparecer en el texto sino mucho más adelante (en la página 479), y allí aparece con mayúsculas y en cursiva pero curiosamente sólo anotada como el Jardín: «Ahora bien, [el tiempo] es el único problema que no figura en las páginas del Jardín». Más adelante aún aparece el título completo citado como libro.

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grupo humano cuya cultura excede en antigüedad y, en muchos casos, en refinamiento al acervo cultural europeo. Más adelante volveré sobre este asunto, pero por lo pronto conviene señalar que el círculo mágico de valoración propia y de respeto mutuo en que se sitúan el espía chino y el sinólogo inglés irá acrecentándose. Un poco más adelante, cuando Albert alude al hecho de que la novela del bisabuelo constaba de una serie de «manuscritos caóticos» y que un monje «taoísta o budista» decidió publicarlos aun cuando la familia se oponía, Yu Tsun replica: «—Los de la sangre de Ts'ui Pén —expliqué— seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata» (476). Y luego, al leer la carta de Ts'ui Pén que le fue remitida a Albert desde Oxford, vuelve a pensar en su raza, en su genealogía: «Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre [...]» (477). Finalmente, al escuchar unas páginas de la novela de su bisabuelo leídas a viva voz por Albert, medita lo siguiente: Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso m e n o s admirables q u e el hecho de q u e las hubiera ideado m i sangre y de q u e un h o m b r e de un imperio r e m o t o m e las restituyera, en el curso de u n a desesperada aventura, en u n a isla occidental ( 4 7 8 ) . 2 2

Todo ello culmina en una afirmación de triunfo («Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar» [480]), palabras que proclama un hombre que, hasta hace muy poco, se había estado desempeñando como un subalterno despreciado y al margen de todos los mecanismos del poder. Es como si se tratara de la realización de una hazaña suprema que se hubiera ejecutado obedeciendo el mandamiento secreto (son palabras del propio YuTsun, [478]) que se encontraba ai final de cada una de las redacciones de los capítulos de la novela del antecesor Ts'ui Pén: «Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir» (1989: 478). El efecto del triunfo es tal que hace la vida misma despreciable («[...] ahora que mi garganta anhela la cuerda» [473]) y convierte lo que aconteció luego del asesinato de Albert —su arresto, su condena a la horca— en «irreal, insignificante» (480). Examinada con detenimiento, sin embargo, la proclamación de victoria de Yu Tsun revela rasgos contradictorios. Existen modos diversos de leer la frase con-

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Aludiendo al patriota irlandés Padraic Pearse quien, al ser acusado de apoyar a Alemania en contra de Inglaterra en el transcurso del Levantamiento de Pascua («Easter Rising») de 1916, declara que Alemania no es para él ni más ni menos que Inglaterra y que lo que importa es la tradición de lucha por la libertad de su pueblo, Daniel Balderston lo compara con Yu Tsun: «The celebration of ancestors is connected for both men with the vindication of a debased and colonized national identity and with the founding or discovery of a tradition that will carry on into the future (or as Yu Tsun would say after his conversation with Albert, into the innumerable futures)» (1993: 45).

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tundente «he vencido». La primera lectura que se insinúa está determinada por la frase que hace las veces de una explicación: la transmisión a Berlín del nombre de la ciudad en Francia que deben atacar. Es cierto que esa interpretación no carece de fundamento. Yu Tsun realizó con éxito la función de espionaje que le fue encomendada. Pero es lícito preguntar si ese acto merece en rigor el calificativo de «victoria». Por admisión propia, Yu Tsun no hizo sino «burlar» a Richard Madden (475), un hombre subalterno, como él, empleado por un país que ha oprimido a los suyos y, por ende, sujeto a las órdenes de quienes muy bien pueden tenerlo en menos. Madden, como el texto parece indicar, inspira a Yu Tsun un desdén que raya con el desprecio. ¿»Venció», entonces, a Inglaterra, y de paso a Francia, como espía de Alemania? Ya sabemos que ese «país bárbaro» nada le importaba y que, una vez más por confesión propia, lo degradó aún más al obligarlo a «la abyección de ser un espía» (473). Poco «victoriosa» podrá parecer una gestión de espionaje, profesión considerada de antemano como degradante, que se ha llevado a cabo en favor de una nación que se estima abusiva, a la que no se le debe fidelidad alguna, y cuyo pago es la deshonra pública —el arresto, el juicio, la sentencia— y la muerte. Es cierto, por otro lado, que Yu Tsun quería, en un principio, probarle al hombre «enfermo y odioso» que era su jefe en Berlín que «un amarillo era capaz de salvar a sus ejércitos» (475). La transmisión del nombre de Albert mediante una astucia harto complicada se puede entender, en primera instancia, como una victoria del espía oriental. Pero, en esta ocasión, el «triunfo» de Yu Tsun queda disminuido por circunstancias «atenuantes». La «prueba» de la excelencia de un «amarillo» estaría aquí dirigida a un hombre a quien desprecia abiertamente y, sobre todo, la hazaña habría de quedar, por fuerza, oculta en los archivos del servicio de inteligencia alemán. Tampoco habría garantía alguna, de otra parte, de que el grandioso designio esbozado por Yu Tsun, el de «salvar» los ejércitos alemanes (si es que el sus refiere únicamente a los ejércitos teutones), pudiera cumplirse con el bombardeo de un mero parque de artillería. La «victoria», además, está calificada por el mismo Yu Tsun de abominable. Y no sabemos si en rigor esta circunstancia responde al hecho de que para llevar a cabo su plan tuvo que matar a un hombre a quien consideró, por lo menos por una hora, a la altura de Goethe, que para él «fue Goethe» —volveré sobre este asunto—, o si simultáneamente el espía oriental está apuntando a otras circunstancias de igual o mayor peso que asimismo conviertan ese «triunfo» en una amarga experiencia23. El hecho es que la

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Refiriéndose al hecho de que el Enigma siempre se constituye en tabú y que aquellos que lo descifran transgreden el orden y por ello merecen la muerte, Milagros Ezquerro señala: «C'est exactement le cas de Yu Tsun et de Albert qui sont tous deux voués à la mort parce que détenteurs de la clé d'une enigme». Y enseguida añade un comentario que podría ser de interés en el contexto de la reflexión que estoy llevando a cabo en torno al concepto de «victoria» por aludir a los elementos de cultura y de raza: «Il faut en outre remarquer que l'enigme léguée par Ts'ui Pên a été déchiffrée par Albert alors qu'elle était démeurée impenetrable 'à ceux de sa race': comme dans le mythe, le déchiffreur d'enigmes est un homme venu d'ailleurs. En

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frase «abominablemente he vencido» y lo que ello implica, la victoria que habrá de reivindicar «los innumerables antepasados que fluyen en mí [Yu Tsun]», tiene un radio de acción mucho mayor que el nombre de un lugar que momentáneamente se ha convertido en un arsenal. Paso ahora a trazar el camino que nos permita llegar a la escena del contradictorio triunfo del espía chino, al extraño lugar (espacio, topos) desde donde podrá, de algún modo, «salvar» a los suyos y por medio del cual le será dado acceder a ciertos recursos del poder. De entrada, quizá convendría detenernos en una afirmación de Yu Tsun que, a primera vista, parecería remitir a una circunstancia específica de la trama del relato y que da la impresión de operar, por decirlo así, aisladamente. Leída de otro modo, en cambio, establece una red de relaciones de amplio alcance y pasa a ocupar un lugar central en el proceso de estructuración del relato mismo que estamos leyendo. Me refiero a un comentario, ya citado, que Yu Tsun dirige a Stephen Albert poco antes de concluir el cuento. Luego de que Stephen Albert le advirtiera al espía chino que su antepasado Ts'ui Pén «creía en infinitas series de tiempos» y que, en uno de esos futuros, él, Albert, podría ser su amigo y, en otro, su enemigo, Yu Tsun responde lo siguiente: «—En todos —articulé no sin temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pén» (479). La palabra clave aquí, creo, es recreación. La «recreación» del jardín —nótese que «jardín» está impresa en redonda— podría significar de modo literal y rudimentario la reelaboración, por parte de Albert, del jardín físico de Ts'ui Pén en suelo inglés. Pero a estas alturas del relato esa lectura, me parece, es inoperante. El lector sabe que el jardín del antepasado de Yu Tsun no es un jardín que se manifiesta como fenómeno topográfico, sino un laberinto de tiempo, un laberinto de «símbolos», es decir, de lenguaje. La segunda lectura podría tener como referente el hecho de que Albert había traducido la novela de Ts'ui Pén al inglés, y toda traducción es, en rigor, una recreación. Esta es una lectura, en principio, bien fundamentada. Lo único dudoso es que el personaje oriental alude a la difusión temporal de ese acto de «recreación» («en todos [los tiempos]», que primordialmente remite a lectores múltiples) y no hay indicación alguna de que la versión inglesa de Albert se haya dado a la imprenta. Existe la posibilidad de una tercera lectura. Tomando como contexto obligado el manuscrito de la carta de Ts'ui Pén que le remitieron de Oxford, Albert, como se sabe, llega a la conclusión de que libro y laberinto eran «un solo objeto». Ya he indicado, además (véase nota 26), que parece ser Albert quien, mediante una compleja operación de lectura, da a la novela el título que lleva: El jardín de senderos que se bifurcan. Ésta también resulta una

tuant Albert, Yu Tsun repare l'affront fait à sa race, et par le même geste, lègue à son tour une enigme que la race d'Albert ne saura pas déchiffer» (1986: 39). Pienso, sin embargo, que si hay venganza, ella no está dirigida a la persona de Albert, a quien Yu Tsun declara, paradójicamente, casi al final del relato «su amigo».

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lectura fundamentada, pero sujeta a la misma objeción que he indicado anteriormente. No hay evidencia de que Stephen Albert haya puesto esta revelación crítica por escrito, mucho menos de que la haya publicado24. Existe la posibilidad de una cuarta lectura, de carácter aún más recóndito que las otras, pero que, creo, cumple con el principio de irradiación que presupone la bifurcación de los tiempos, la existencia temporal simultánea en planos diversos. Me refiero al hecho de que la recreación remite aquí al acto previo de la escritura, a una escritura que se va realizando poco a poco, poblada de múltiples senderos, uno de cuyos sentidos no se conocerá hasta el final y que culmina en al relato «El jardín de senderos que se bifurcan» que tenemos ante nuestros ojos. Una vez más, es preciso llevar a cabo la yuxtaposición espacial (el «reflexive reference») de varias unidades lingüísticas que funcionan a modo de indicadores a través del texto. Antes de pasar a examinar en detalle las unidades que he mencionado, sin embargo, convendría señalar que el acto de recreación al que alude Yu Tsun está sujeto a una preparación cuidadosa: se anticipa por medio de una serie de indicadores textuales que apuntan de modo indirecto en esa dirección. Me refiero aquí, para comenzar, a la primera manifestación de cultura que apela a la tradición y, por decirlo así, a la sangre de Yu Tsun: la música que le llega, «empañada de hojas y de distancia», en las inmediaciones de la casa de Stephen Albert. El origen de esa música que se recrea en suelo inglés radica en un gramófono, con su consabida mecánica reproductora, colocado curiosamente al lado de una estatuilla de un fénix [«El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce», (476)]. Huelga aquí, me parece, comentar las cualidades «recreadoras» de todos conocidas que caracteriza la mitología de este animal fabuloso25. Pero el pabellón, sabemos, está

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Abundan en el relato de Borges las alusiones a la imprenta y creo que en este contexto esa insistencia se reviste de importancia. Se habla, por ejemplo, de la Enciclopedia Perdida que «nunca se dio a la imprenta» (1989: 476); se habla asimismo de la publicación de los manuscritos caóticos de Ts'ui Pén; y se alude, casi de paso, a la lista de teléfonos donde el espía chino encuentra la clave que le permitirá transmitir el Secreto. Acaso la función primordial de la imprenta en el cuento radique, como se sabe, en el hecho de que la transmisión del Secreto se efectuará precisamente por medio de la prensa, de periódicos. Habría que señalar aquí que fueron los chinos quienes inventaron el papel en el siglo II de nuestra era y que los procedimientos de fabricación de esta materia, sin la cual sería impensable la imprenta, llegó a Europa por vía de los musulmanes en los siglos X y XI (véase Gernet 1991: 248). Asimismo los primeros tipos móviles que estudiosos como el mismo Gernet catalogan de imprenta y que prefigura la imprenta europea se desarrollaron justamente en China a principios del siglo XI (Gernet 1991: 261 y 291-292).

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Borges, además, adjudica al «fénix chino» en su Manual de zoología fantástica (1957: 76) la condición de no constituir «una especie fija» y, por lo tanto, la de ostentar la capacidad de adquirir formas diversas. No deja de ser interesante el que Borges transcriba allí el nombre del fénix chino como «Feng» y que Stephen Albert incluya como primer ejemplo de la estructura caracterizada por los principios de diversidad y bifurcación de la novela de Ts'ui Pén un personaje llamado «Fang». «De ahí las contradicciones de la novela», —indica Albert— «Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente hay

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descrito como una biblioteca, y es a la consabida función «recreadora» del lenguaje y, por lo tanto, de los libros a la que ahora dirijo mi atención. La primera de estas unidades a que he aludido anteriormente consiste en unas palabras relativamente enigmáticas articuladas por Stephen Albert. Al meditar en torno a la novela El jardín de senderos que se bifurcan de Ts'ui Pén y las posibilidades de crear un texto infinito, comenta a Yu Tsun: Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores (477).

Esa añadidura o corrección «piadosa» la va a aportar Yu Tsun con su propio relato y Stephen Albert —como Kilpatrick en la «obra» de Nolan en «Tema del traidor y del héroe»— va a ocupar un lugar central en la organización de esa escritura. Una vez más apelando al principio que rige, como ya indiqué, la disposición de todo jardín chino —el caos aparente al que subyace un orden estético pre-establecido— el espía oriental va a ir urdiendo frente a nuestros ojos un texto preñado de interpretaciones múltiples, y así se inserta en el proyecto de la reedificación del laberinto de estirpe china, uno de cuyos fines es reivindicar frente a los europeos los más altos valores de sus antepasados, de los de su raza. Las claves que fundamentan esta lectura, veremos enseguida, se encuentran en las menciones crípticas relativas a los colores negro y amarillo (a veces, también al marfil) y su vinculación con el fenómeno de la escritura. Repaso rápidamente estas circunstancias. Cuando Yu Tsun llega a casa de Albert, lo primero que hace es examinar la biblioteca del sinólogo inglés. Allí llaman su atención algunos tomos «encuadernados en seda amarilla» (476) de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa. La seda es amarilla y las letras en caligrafía china, salvo marcadas excepciones, negras. La segunda mención alude justamente a la existencia del Laberinto, así con mayúscula, y vincula estos colores (amarillo y negro) firmemente con la escritura. Stephen Albert parece haber descifrado el secreto del laberinto de Ts'ui Pén al revelarle a Yu Tsun: «—Aquí está el Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado». YuTsun «lee» mal esa aseveración y entiende que Albert se refiere al escritorio, al objeto en sí: «—¡Un laberinto de marfil! —exclamé [...]». El inglés lo corrige y le certifica que el labevarios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc.» (1989: 478). Casi enseguida, Albert, al referir un segundo ejemplo, sustituye el nombre de Fang por el suyo propio (1989: 478), y al aludir un poco más adelante a la estructura de tiempos divergentes, convergentes y paralelos el sinólogo, una vez más, vuelve a repetir un gesto idéntico: Fang se sustituye por Stephen Albert (1989: 479). En lo que respecta «Feng/Fang» ¿estará aludiendo Borges a «la pronunciación incurable» (1989: 478) que Albert señala al referirse al modo en que él mismo habla el chino?

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rinto es la novela, que no es un objeto físico entre otros, como creyó inicialmente Yu Tsun, sino que es un objeto hecho de lenguaje (es «un laberinto de símbolos»). Pero es de interés notar que lo que contribuyó a atribuir al texto de Ts'ui Pén su calidad de laberinto es la carta del mismo novelista, el cotexto del que se sirvió Albert y al que he aludido antes. El laberinto es escritura que se superimpone o se incorpora a la escritura. «Aquí está el Laberinto», pues, se puede referir a la carta que está guardada en el escritorio y, de paso y a la vez, al objeto mismo donde se lleva a cabo el acto de escribir, el escritorio. Yu Tsun describe los movimientos del inglés camino de la mesa de escritura: «Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio» (1989: 477; la cursiva es mía). El negro y el amarillo vuelven a mencionarse en el antepenúltimo párrafo del relato. Ello ocurre en el momento decisivo del crimen. Ese instante lo determina, como lo venía anunciando desde las primeras páginas Yu Tsun, el personaje Richard Madden, quien al alcanzar por fin el espía oriental, se convierte en agente de clausura y en uno de los instrumentos de la divulgación del Secreto. Anota Yu Tsun: M e pareció q u e el h ú m e d o jardín q u e r o d e a b a la casa estaba s a t u r a d o hasta lo i n f i n i t o de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y m u l t i f o r m e s en otras d i m e n s i o n e s de t i e m p o . Alcé los ojos y la t e n u e pesadilla se disipó. E n el amarillo y negro jardín h a b í a u n solo h o m b r e [...] era el capitán Richard M a d d e n (1989: 4 7 9 - 8 0 ; la cursiva es mía).

Yu Tsun está en proceso de comenzar a convertir el «húmedo jardín» en escritura, lo está trastocando mágicamente en el «amarillo y negro jardín», en la tinta y el papel del relato «El jardín de senderos que se bifurcan», en un laberinto de símbolos cuyos esquemas se revelan ad litteram ante nuestros ojos en un espacio donde el negro de la letra impresa ha de contrastar con el amarillo o el marfil de la página donde se estampa 26 . Acaso no sea ocioso señalar aquí que en el momento de consumar los hechos, el instante del asesinato que organiza todo

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Es interesante notar, en este contexto, que Borges ha empleado, en ocasiones diversas, el mismo esquema de colores para designar la escritura como criptografía. En «La escritura del dios», por ejemplo, la sentencia mágica del dios está escrita en la piel —manchas negras con un fondo amarillo— del jaguar, a quien también se llama «tigre». De otra parte, Yu Tsun califica en dos ocasiones el jardín de Stephen Albert de «húmedo». La primera vez apela a la sinécdoque y habla de un «húmedo sendero zigzagueante». Es muy probable que el referente de la frase sea el jardín «real» donde se encuentra el pabellón de Albert y nada más. La segunda mención, sin embargo, parece venir revestida de un sentido múltiple. Yu Tsun vuelve a referirse al «húmedo jardín» en el contexto del amarillo y negro jardín, al que aludo en el texto, y en uno de cuyos senderos se encuentra Richard Madden. Este jardín es a la vez el jardín «real» y el jardín que está en vías de transformarse en texto, en papel y tinta. En el contexto de la historia de los procesos de impresión en la cultura china, la humedad del papel donde se grababa o se imprimía ocupa un lugar destacado, sobre todo en los tiempos más

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el texto en jardín-laberinto de senderos paralelos, convergentes y divergentes de lectura —ya están allí, en el jardín, en imágenes virtuales, «Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo»— ocurre cuando Yu Tsun le pide a Albert volver a ver la carta-cotexto de Ts'ui Pén, y el sinólogo inglés, amigo y enemigo a la par, se dirige, por segunda vez, al «áureo y renegrido» escritorio. «Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda [...] Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente» (480). Stephen Albert, en efecto, es el vínculo, el conector, que une los dos planos de la narración: el relato de espionaje de corte detectivesco y lo que parece un extenso aparte, un sendero divergente, en torno al tiempo y a la literatura y al mundo chino. Albert-hombre y Albert-ciudad distante están vinculados por la escritura, por la tinta del «Jardín», por la tinta que parece constituir a uno y otro, ya que el nombre de la cuidad francesa bien puede leerse como Albert sur Ancre/Enere17. Por último, es también Albert quien, al restituir la «infinita» novela de Ts'ui Pén y su mundo, proporciona a Yu Tsun el ambiente adecuado —y por ello me refiero a un espacio de respeto y de igualdad— que le permite salir en busca del «laberinto perdido» elaborado por los de su sangre. Sospecho que ello queda claramente aludido en una afirmación del espía chino inscrita en el cuarto párrafo del relato, la cual resulta oscura y problemática porque, como tantas otras indicaciones, no parece estar conectada con el cuerpo de la narración. Me refiero aquí a la aseveración contundente de Yu Tsun que alude a un personaje que —como la ciudad sobre el Ancre— aún no tiene nombre, Stephen Albert: [...] yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe [...] (473).

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remotos. Así lo afirma Gernet: «El papel, que demostraría ser indispensable para la reproducción de textos, se convirtió en el soporte ordinario de la escritura a partir de finales de la época de los Han [...] Entre la época Han y los principios de la xilografía se desarrolló el estampado de estelas grabadas con textos o ilustraciones (moldeado con papel húmedo, secado, entintado y reproducción sobre papel mediante un tampón) que hasta la época actual ha permitido a todos los países de civilización china obtener reproducciones fieles y poco costosas de figuras grabadas o de caligrafías célebres» (Gernet 1991: 291; la cursiva es mía). La crítica ha comentado la alusión del nombre del río al objeto ancla. Es de notar que tanto el ancla como la tinta sirven, en cierto modo, para estabilizar y «fijar» algo que posee el don del libre movimiento. En este contexto, no deja de carecer de interés el hecho, por ejemplo, de que cuando Yu Tsun ve a Madden avanzando por ese espacio en transformación, el sendero del amarillo y negro jardín del final del relato, le atribuye contradictoriamente características que pertenecen a la inmovilidad de la escultura: «era un hombre fuerte como una estatua» (1989: 480).

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E l t e x t o d e r e f e r e n c i a p a r e c e r í a ser la c o n v e r s a c i ó n q u e E c k e r m a n n

sostuvo

c o n G o e t h e el m i é r c o l e s 3 1 d e e n e r o d e 1 8 2 7 2 8 . L a c o n v e r s a c i ó n se i n i c i a c o n las siguientes palabras de G o e t h e : — E n estos días desde que n o lo vi a usted he leído m u c h a s y diversas cosas. Sobre todo, una novela china que sigue o c u p á n d o m e aún y que m e parece altam e n t e notable. — ¿ U n a novela china? — d i j e yo. — D e b e lucir m u y exótica. — N o t a n t o c o m o se podría p e n s a r — d i j o G o e t h e — . L a gente piensa, actúa y siente casi c o m o nosotros y u n o se siente p r o n t o c o m o u n o de ellos. Pero allí es t o d o m á s claro, límpido y más moral [...] — P e r o — d i j e y o — ¿Quizá esta novela c h i n a es una de las m á s excepcionales? : — D e n i n g u n a m a n e r a — d i j o G o e t h e — . Los chinos tienen miles de este género e incluso las tenían ya c u a n d o nuestros antepasados todavía vivían en los bosques ( E c k e r m a n n s. d.: 1 7 8 - 1 7 9 ) 2 9 . E n s u t r a t o c o n el e s p í a o r i e n t a l , S t e p h e n A l b e r t e s t a b l e c e u n c l i m a d e o p i n i ó n a n á l o g o al d e G o e t h e e n l o q u e r e s p e c t a la i g u a l d a d , p o r u n l a d o , y, c i e r t a m e n t e , p o r o t r o , a la a d m i r a c i ó n q u e m a n i f i e s t a p o r la s u p e r i o r i d a d d e c i e r t o s a s p e c t o s d e la c u l t u r a c h i n a r e s p e c t o d e la e u r o p e a . E s t a s c i r c u n s t a n c i a s h a b i l i t a n p a r a Y u T s u n u n n u e v o e s p a c i o d o n d e le es p o s i b l e c o m p o n e r y a ñ a d i r u n « n u e v o c a p í t u l o » , crear u n a n u e v a d i m e n s i ó n d e t i e m p o e n el j a r d í n i n f i n i t o d e T s ' u i P é n . S t e p h e n A l b e r t , p u e s , f a c i l i t a d e m o d o s d i v e r s o s la restitución

y recreación

del l a b e -

E1 «oblicuo» Borges, por lo demás, se ha encargado de diseminar textualmente las claves que acercan a Albert al ancla, pero pienso que, sobretodo, a «la tinta». En las primeras páginas del cuento se señala la ciudad donde se encuentra el parque de artillería británico, por razones evidentes escamoteando el nombre ya que ello constituye el Secreto, de la siguiente forma: «[Richard Madden] no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre» ( 1 9 8 9 : 4 7 3 ) ] . En los últimos renglones del cuento se nos revela que el nombre era Albert: Albert sur Ancre/Encre. Debo esta sugerencia (la relación ancre/encre) a la colega Liliana Ramos Collado de la Universidad de Puerto Rico, quien tuvo a bien señalármela al final de una conferencia pública fundamentada en una versión abreviada del presente trabajo. También podría ser útil recordar, de paso, que Baudelaire establece la rima «ancre!encre», y el contraste negro/blanco (luz), justamente en su convocatoria a la Muerte en «Le Voyage» (VIII): «Ô Mort, vieux capitaine, il est temps! levons l'ancre!/ Ce pays nous ennuie, ô Mort! Appareillons!/ Si le ciel et la mer sonts noirs comme de l'encre,/ Nos coeurs que tu connais sont remplis de rayons!» ( 1 9 6 1 : 127). 28

Sin restar mérito ni a las observaciones de Murillo ( 1 9 6 8 : 144) para quien Albert es, a un nivel simbólico, «an archetype o f the Goethean faculties o f Western man», ni a las de Balderston quien, en ese mismo sentido general, se apoya en las opiniones de Romain Roland sobre Goethe como «representative [...] o f the idea o f humanity» ( 1 9 9 3 : 152, nota 17), la referencia que cito me parece que se ajusta de manera más ceñida e inmediata al contexto del relato que nos ocupa, entre otras razones, porque Yu Tsun parece insinuarse en el lugar de Eckermann, por tanto en un plano de relativa igualdad, cuando señala que estuvo «hablando», léase «conversando», con Albert una hora.

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La traducción de este pasaje es de Magdalena de Ferdinandy.

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rinto del antepasado de Yu Tsun y le permite «continuar» la obra y así ejercer el único poder verdadero a su alcance en una situación semejante: el cultural. Pero esas mismas circunstancias hacen que las consecuencias de la «victoria» sean nefastas (abominables, recalca Yu Tsun), de ahí, quizá, su «contrición y cansancio». El laberinto, cuyo umbral, por decirlo así, está marcado por la transmisión del nombre de una ciudad con valor estratégico «a través de los estrépitos de la guerra», queda irremediablemente contaminado por la violencia. Albert el hombre, su enemigo/amigo, piedra de toque del laberinto de símbolos, morirá asesinado a manos del propio Yu Tsun y Albert y la ciudad, devastada por el bombardeo aéreo provocado por la develación del Secreto en Berlín. Es como si la recreación del jardín que lleva a cabo Yu Tsun por medio de los espacios textuales del relato «El jardín de senderos que se bifurcan» que es en rigor una reedificación —laberinto de escritura y de lectura que crea nuevas dimensiones del tiempo y del yo— viniera melancólica y siniestramente a ocupar el lugar de aquellos vastos, perfumados y frondosos jardines, como el de Yuan Ming Yuan, que las manos de sus mayores habían cuidadosamente trazado en el centro del Imperio Chino, sin saber, seguramente, que estaban destinados a la depredación por tropas extranjeras, inglesas y francesas. Múltiples espacios geográficos y culturales, muy distantes entre sí, se acercan en el ámbito de la página en blanco (que podría, asimismo, parecer de color amarillo o marfil) para reconfigurar un espacio mental donde se despliega, como ocurre frecuentemente en el ejercicio de la guerra, un caos que se quiere fundamentado en un orden. Sospecho que unas palabras de Andrew Plaks sobre el jardín literario chino, a las que ya he aludido, merecen nuestra atención una vez más: T h e chínese literary garden, t h e n , is a mixed c o m p o s i t i o n o f elements that, taken together, comprise a synecdochical s a m p l i n g of t h e infinite p h e n o m e n a of t h e w o r l d b e y o n d its gates.

El relato de Borges, publicado en el año aciago de 1941, contiene en el reducido ámbito de sus márgenes lo que ciertamente es una versión de la vertiginosa variedad del cosmos. A la vez se inserta, más allá de sus límites, en ese universo, una de cuyas dimensiones es, como ocurre también en la novela de Ts'ui Pên El jardín de senderos que se bifurcan, el conflicto bélico30. En lo relativo al relato de Borges, los hechos de violencia generalizada remiten a la gran conflagración que 30

El «oblicuo» Borges nos da un indicio más de las características que apuntan hacia una posible condición de analogía entre el relato «El jardín de senderos que se bifurcan», ostensiblemente obra de Yu Tsun, y la novela de Ts'ui Pén El jardín de senderos que se bifurcan. En lo que toca al cuento en sí, el lector sabe de entrada que la guerra como tal es un contexto obligado que condiciona el relato de Yu Tsun. Pero sería preciso señalar que en la novela de Ts'ui Pén, curiosamente redactada en la paz del Pabellón de la Límpida Soledad — lugar acaso análogo al pabellón en cuyo espacio sereno, ajeno al tumulto que se agita más allá de sus márgenes, Stephen

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representa la guerra mundial, a c o m p a ñ a d a de catástrofes que involucran, entre tantísimas otras cosas, las manifestaciones más excelsas y delicadas del hombre, las culturales, y cuyo estrépito (las palabras son de Borges: «el estrépito de la guerra») no parece perdonar a nada ni a nadie.

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Albert y Yu Tsun discurren sobre asuntos relativos a la literatura y a la metafísica—también irrumpe la violencia de la guerra. Borges dispone las circunstancias que rodean la discusión del espía chino y el sinólogo inglés de tal modo que propicia, me parece, el que pasemos por alto el hecho siguiente: los capítulos de Eljardín de senderos que se bifurcan que comentan Yu Tsun y Stephen Albert tienen la guerra como referente primordial. En el Jardín de Ts'ui Pén se relata el tránsito de un ejército por dos ámbitos distintos, y ese tránsito culmina en una batalla cuyo desenlace es, en ambos casos, la victoria. Lo admirable es que Borges ha logrado introducir elementos de un conflicto bélico en la discusión en torno al Jardín de senderos que se bijurcan de Ts'ui Pén y los ha ubicado en un contexto tal que el lector tiende a soslayar su significado literal y a leerlos más bien como materia relativa a la metafísica y la estética.

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Y SU EPITAFIO LA SANGRIENTA LUNA: CONTEXTOS HISTÓRICOS Y CULTURALES E N «LA F O R M A D E LA E S P A D A »

A Denah Lida A Raimundo Lida in memoriam

EN UN ENSAYO QUE se incluye en este volumen, «América y (en) Europa: Borges y la tradición literaria», he aludido a los modos en que varios textos de Borges se convierten en una suerte de tableros donde es posible establecer una serie de relaciones tanto geográficas como culturales entre áreas muy distantes unas de otras. Allí señalo la interesantísima triangulación que se configura en el espacio textual del relato «El acercamiento a Almotásim» y que vincula civilizaciones y lugares no solamente distantes, sino sin aparente relación entre sí. En ese cuento, las reseñas que críticos ingleses publican en Londres en torno a la novela {El acercamiento a Almotásim) escrita por un residente de Bombay de ascendencia musulmana, relato que muestra claros influjos de autores tanto persas como británicos, provee los datos necesarios para que Borges, desde ese otro extremo que es Buenos Aires, redacte, a su vez, los comentarios y reflexiones en torno a los problemas metafísicos y literarios que suscita el texto del novelista indio y que constituyen la materia de su texto narrativo. Así, Londres, cabeza del Imperio Británico, se instaura como punto de enlace y puente que une áreas que normalmente no hubieran mantenido comunicación eficaz entre sí. Asimismo, en el estudio que gira en torno a «El jardín de senderos que se bifurcan», también incluido en la presente colección, he explorado esta suerte de triangulación geopolítica (Inglaterra, Francia, Alemania frente a la China) —que en este caso termina configurando un rombo— y las consecuencias relativas a la gestión cultural, en especial, a las relaciones de poder y sujeción que se instauran a partir de la presencia armada en territorio ajeno por parte de países que pretenden someter a otros. Por último, no sería aconsejable soslayar, me parece, la figura del rombo que, de modo explícito, se inscribe en la trama de «La muerte y la brújula» y, como se sabe, determina las relaciones entre los conceptos metafísicoreligiosos y los personajes, por un lado, y su destino, por otro. Vista desde la perspectiva que deriva de los planteamientos que acabo de exponer, el rombo de «La muerte...» podía también leerse, desde un punto de vista más general, como figura que alude a las tormentosas relaciones entre «Oriente» y «Occidente» ejemplificados en la antigua y triste contienda entre el mundo semítico y el mundo cris-

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tiano. Pienso, por otro lado, que en «La forma de la espada», como veremos, se establecen una serie de relaciones que se podrían denominar «geo-culturales», también entre Oriente y Occidente, que casi sorpresivamente trazan la figura de ese rombo que tanta importancia tiene en otros relatos de Borges 1 .

E L R E L A T O « L A F O R M A D E LA E S P A D A »

N o deja de ser curioso que en el cuento que ahora nos ocupa se presienta, casi desde el título mismo, un marcado aliento de violencia y, de modo especial, de guerra. La presencia de la «espada» y la marca de la «espada», cuyo sentido, de entrada, es ambiguo, adquiere un significado más preciso, o si se quiere, se reviste de nuevos parámetros de ambigüedad, a partir del dato particular que se nos revela al final de la narración y que es medular a la trama. En los últimos párrafos del cuento se nos informa que la marca que dejó la «espada» no fue efecto de un caso de violencia aislada, de una pelea callejera, digamos, de un duelo entre hombres, sino el resultado de una acción que busca castigar a un traidor a la causa de la independencia en tiempos bélicos y en el mismo campo de batalla, acaso la peor de las traiciones. Tampoco deja de ser curioso, por otra parte, que las imágenes que se evocan en el transcurso de la narración, casas quemadas, descargas de artillería, fusilamientos, una «noche agujereada de incendios», y en otra ocasión «ceniza y humo en el viento» (Borges 1989 I: 493 y 494) se mencionen en el contexto de una paz rural, en un lugar geográfico ajeno y muy distante de aquel en el que se mueven los personajes evocados por John Vincent Moon. Y, asimismo, no deja de llamar la atención del lector la relativa prodigalidad, en el marco exterior del relato, de menciones geográficas precisas, cuando a primera vista ello no parece tener relación con los eventos relativos a la trama medular del cuento. También suscita interés el que sean dos extranjeros en suelo uruguayo, uno irlandés y el otro argentino, los que con su presencia generan el relato que forma el centro de la narración. Sobre esta disposición de cosas abundaré más adelante, pero cabría anticipar desde ya que no considero fortuito el emplazamiento geográfico del marco amplio del relato en el Uruguay, y en una región particular del Uruguay —en Tacuarembó—, sino al contrario, como una alusión muy significativa. Antes de continuar, sin embargo, quizá convendría hacer un apretado resumen del argumento del relato. Borges, el personaje, se encuentra recorriendo los departamentos del norte del Uruguay cuando una crecida del arroyo Caraguatá lo obliga a refugiarse en una estancia llamada La Colorada, propiedad de un «inglés» cuyo rostro está marcado por una cicatriz en forma de media luna. Esa noche, Borges cena en com1

Para la ilustración gráfica de la configuración geométrica a la que aludo, véase el apéndice a este ensayo.

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pañía del «inglés» y, luego de haber c o m p a r t i d o una botella de ron, le pregunta por la cicatriz. El anfitrión, quien ya había aclarado que no era inglés sino irlandés, narra una historia cuyo marco de acción es el período de la lucha por la independencia de Irlanda que culmina en la guerra civil que se desata en 1 9 2 1 - 1 9 2 2 . C u e n t a el dueño de La C o l o r a d a que «Hacia el 1922, en una de las ciudades de Connaught...» ( 1 9 8 9 , I: 4 9 2 ) , él era uno de los que militaba en los bandos partidarios de la independencia de Irlanda y por la instauración de la república 2 . U n día se les une un candidato procedente de Munster con el nombre de J o h n Vincent M o o n . El recién llegado es marxista y cobarde 3 . A la larga traiciona a

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El marco exterior del relato, el que cuenta con Borges como personaje, parece inscribirse en los años de la Segunda Guerra Mundial. El cuento está firmado en 1942 y el personaje Borges alude al esperado triunfo de Inglaterra («Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra») en lo que se entiende es un conflicto bélico. El personaje irlandés que relata a Borges la extraña historia, como se ha visto, ubica los hechos relativos a la cicatriz en el año 1922. En el contexto de la historia de Irlanda, esta fecha está asociada, entre otras cosas, con la guerra civil que se desata en territorio irlandés a partir del «Anglo-Irish Treaty» que se firmó en Londres el 6 de diciembre de 1921. El Tratado angloirlandés, acordado en Inglaterra por una delegación del Dáil (la asamblea nacional irlandesa en Dublín), otorgaba a Irlanda el estatus político de dominion, semejante al del Canadá, y denominaba el territorio el «Irish Free State». También establecía una separación geográfica entre el sur católico y el norte mayormente protestante. Una de sus cláusulas, sin embargo, exigía a los irlandeses un juramento de lealtad a la Corona británica y ello dividió a los rebeldes del «Irish Free State», quienes eran mayoritariamente republicanos. Como tal, el tratado no contemplaba el, establecimiento de una república independiente. Las fuerzas patrióticas irlandesas se dividieron entre los que apoyaban el tratado, muchos de los cuales veían el estatus de dominion como un paso de transición hacia el establecimiento eventual de una república, y los republicanos a ultranza, quienes, insatisfechos con el statu quo, lo repudiaban. Ambas partes armaron las fuerzas locales irlandesas y como consecuencia se desencadenó una guerra civil. (Véase Lee 1989: 47 ss. y Calton Younger 1979). En el contexto del relato de Borges, los rebeldes que conspiran en la casa del general Berkeley, en cuyo contexto se menciona de paso la guerra civil («De mis compañeros» —dice el narrador irlandés— «algunos [...] dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil» [492]), parecen estar afiliados al partido de los republicanos que repudiaron el tratado. Un cotejo de los datos históricos, sin embargo, niega la posibilidad para esa época (1922) de una presencia del ejército inglés, mencionada en el cuento, en el territorio del «Irish Free State». Sobre la anacrónica aparición del ejército inglés, los «Black and Tans», en la ciudad en Connaught evocada por el irlandés de La Colorada, véase la página siguiente.

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La presencia de marxistas y socialistas en la gesta de independencia de Irlanda fue minoritaria pero en ciertos momentos influyente. Uno de las figuras más destacadas fue James Conolly, líder obrero, uno de los responsables del «Citizen Army» y luego miembro del «Military Committee» que impulsó la Rebelión de Pascua de 1916. Pero luego de analizar aspectos importantes de la Primera Guerra Mundial, primordialmente el hecho de que los proletarios europeos fervorosamente marcharon hacia su propia aniquilación en defensa «de Dios y de la Patria», Conolly concluyó que el socialismo no era capaz de destruir y superar el nacionalismo, como había creído anteriormente. En torno al hecho de que en 1914 el proletariado europeo pareció olvidar su condición de clase, comenta J. J. Lee: «This finally compelled Conolly to reconsider the theory that socialism would bury nationalism. He concluded that

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quien le había dado albergue y lo había salvado de la muerte en una escaramuza con las fuerzas militares inglesas. Poco antes de su arresto y su fusilamiento, el patriota irlandés —quien ostensiblemente está narrando la historia a Borges en el Uruguay— persigue a Moon y, sirviéndose de un alfanje que encuentra en una de las panoplias de la casa en que se habían refugiado, lo marca: «le rubriqué, para siempre, una media luna de sangre» (494-495). El traidor cobra los «dineros de Judas» y huye al Brasil. El que narra la historia, el de la cicatriz, termina por confesar a Borges que él es John Vincent Moon. Y el mismo Moon clausura el relato con una frase tajante y, a mi ver, en un sentido amplio, críptica: «ahora desprécieme».

LA HISTORIA Y LOS A N T E C E D E N T E S C I N E M A T O G R Á F I C O S Y LITERARIOS D E « L A F O R M A D E LA E S P A D A »

Antes de proceder a un examen detenido del texto, quizá convendría repasar brevemente un aspecto del contexto histórico del relato que considero significativo. M e refiero a un dato en específico: «La forma de la espada» consigna de modo inequívoco, y ello desempeña un papel importante en la trama, la presencia de fuerzas militares británicas operacionales en suelo irlandés en el año 1922. Esta circunstancia es incompatible con la situación histórica que impera en ese momento en Irlanda. Si aún quedaban tropas inglesas en tierra de Irlanda, éstas estaban consignadas a cuarteles y se les prohibía aventurarse más allá de esos límites. Esta disyuntiva que, a primera vista, podría bien carecer de importancia, cobra peso cuando se convierte en pista que nos remite a los posibles antecedentes fílmicos y literarios que, me parece, no carecen de interés. C o m o he indicado antes, mis pesquisas en torno al trasfondo histórico del relato niegan la posibilidad de una presencia activa del ejército inglés, llamado los «Black and Tans», en el «Irish Free State» para 1922. Si bien en «La forma de la espada» se da a entender en las primeras páginas del cuento que el ejército británico se constituye como la fuerza adversaria de los patriotas irlandeses, en los últimos párrafos del relato se indica claramente que así es: «El décimo [día] la ciudad cayó definitivamente en el poder de los Black and Tans» (1989 I: 494). La incongruencia que he señalado bien podría ser efecto de una serie de circunstancias: un cambio voluntario del referente histórico por parte de Borges, o bien ser indicio de que para Borges el hecho carecía de importancia, o, en última instancia, como resultado de una distracción de parte del escritor. La posibilidad de una distrac-

if socialism were to come to Ireland at all, it could only come through nationalism, or rather through republicanism» (1989: 20). N o he encontrado alusión alguna en lo referente a traidores marxistas en el contexto de la lucha por la emancipación de Irlanda.

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ción, sin embargo, parecería carecer de fundamento si se entiende que, hasta donde he podido corroborar, las fechas y lugares que se mencionan o se aluden en el cuento encajan con bastante precisión en el marco histórico de los acontecimientos. He podido ubicar, sin embargo, un indicio que podría aclarar este «desvío» de los hechos históricos. El relato de Borges tiene, hasta donde he podido averiguar, dos antecedentes. Uno es una novela bastante conocida del escritor irlandés Liam O'Flaherty titulada The Informer (Londres 1925). El largo relato, a su vez, sirvió de base para el otro «precursor», un filme muy exitoso de John Ford, también titulado The Informer (1935) 4 . Borges cita de paso la novela con el título traducido al español, El delator, en la biografía sintética de O'Flaherty que publicó en El Hogar el 9 de julio de 1937 (Borges, 1996 IV: 299). Sin embargo, años antes había publicado en Sur5 una reseña del filme. Allí asegura de entrada que no había leído la novela y que ello le facilitaría la tarea de juzgar la película en sus propios méritos. Luego de un examen de algunos aspectos sobresalientes de la película concluye que el filme pudo haber sido un filme «enteramente satisfactorio» (1996 IV: 179) pero que un par de defectos lo impidieron. Tanto la novela como el filme narran la historia de un delator en el contexto de las guerras de independencia de los irlandeses. En ambos casos, el protagonista, Gypo, se presenta como un hombre tosco y de escasa inteligencia (imagen especular y contradictoria, claro está, del personaje de Borges), expulsado por sospechas de deslealtad de los movimientos subversivos en que una vez militó. En el filme, Gypo entrega a los ingleses a uno de sus antiguos compañeros de lucha patriótica, uno de los pocos que aún confiaba en él, un hombre muy inteligente llamado Frankie McPhillip. La traición se tramita a cambio de la suma de 20 libras esterlinas. McPhillip es perseguido por el ejército británico y finalmente, al intentar escapar por una ventana de la casa de su madre, a quien había ido a visitar, un pelotón de los Black and Tans logra alcanzarlo con sus fusiles y, agarrado de una pared del patio de la casa de la madre, lo matan. Gypo, a su vez, malgasta las 20 libras y a la larga, luego de haber sido herido de muerte por sus antiguos compañeros de lucha, se arrepiente en una iglesia. En la reseña, Borges, con una ironía que le es habitual, juzga el final del filme vagamente ridículo. La trama del relato de Borges guarda alguna relación con los sucesos que se narran tanto en la novela como en el filme. Pero, por razones que expongo más abajo, el filme de

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La película fue galardonada por la Academia Americana de Artes Cinematográficas. Victor McLaglen recibió, por ejemplo, el Oscar por el trabajo realizado como «mejor actor» y John Ford el Oscar como «mejor director». Buenos Aires, V [11], agosto de 1935, reimpreso en Cozarinsky, Edgardo. (1974). Borges y el cine. Buenos Aires: Editorial Sur y luego en Borges en Sur. 1931-1980 (Borges 1999: 179181).

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John Ford parece ser la fuente primaria que sirve de nexo a «La forma de la espada» con la obra de O'Flaherty 6 . En el cuento de Borges, en dos ocasiones distintas se especifica que los acontecimientos que narra el irlandés de la cicatriz ocurrieron en 1922. En la novela de O'Flaherty, la primera oración del largo relato ubica la fecha de la acción en el contexto de un marco de tiempo preciso en cuanto al mes, el día y la hora, pero ambiguo al referirse al año: «It was three minutes to six o'clock in the evening of the fifteenth of March, 192- [sic]» (O'Flaherty 1937: 7). En el filme, por el contrario, instantes antes de comenzar el drama aparece en pantalla la siguiente advertencia: «A certain evening in strife-torn Dublin-1922» (John Ford 1935). El filme, asimismo, destaca el acto de traición, y dicho sea de paso el arrepentimiento del traidor, vinculándolo de modo inequívoco a la traición de Judas. Luego de ubicar el lugar y la fecha, el filme proyecta de inmediato en pantalla una segunda advertencia aclarando, sin más, que Judas se arrepintió, «cast the 30 pieces o f silver- and departed». En el relato de Borges, el narrador de la cicatriz aclara hacia el final del cuento: «[Moon] cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil» (Borges 1989 I: 495). El filme, además, por medio de la súper imposición de imágenes y de alusiones en el diálogo, destaca el hecho de que las 2 0 libras esterlinas que había de cobrar el delator por entregar a su compañero de lucha servirían para fugarse con su amante a América. Los protagonistas contemplan en repetidas ocasiones un anuncio que ofrece pasaje marítimo a América por 10 libras por persona. Frente a este anuncio se detiene el traidor minutos antes de proceder a la delación. Gypo no logra el viaje al continente americano y muere, como ya indiqué, ajusticiado por el bando que había traicionado. Pero el personaje de Borges, marcado por el destino, como es sabido, se salva y huye no a la América del Norte, sino a la del Sur. Por último, obedeciendo a razones que no están del todo claras pero que bien podrían responder a un intento por incrementar la tensión dramática, John Ford decide introducir en su filme una variante que altera de modo sensible las circunstancias de la novela. La trama de la novela responde a la realidad histórica que, por la fecha aludida aún de un modo ambiguo, la ubican en el contexto de la guerra civil irlandesa de 1921-1922. Lo que era una lucha entre fuerzas armadas irlandesas se convierte en el filme de Ford en una lucha patriótica de rebeldes que conspiran contra la intervención imperialista del ejército inglés, los ya mencionados Black and Tans. Al decidir delatar por dinero a Frankie McPhillip, su antiguo compañero de lucha, Gypo se dirige al cuartel de los Black and Tans para consumar el hecho y es, por tanto, el ejército británico quien cerca la casa de la madre de Frankie y eventualmente, como ya se ha señalado, lo fusilan. Es intere6

Con todo, no es del todo imposible que Borges haya leído la novela con posterioridad. Como puede constatarse por el artículo publicado en El Hogar años después, en 1937, el novelista O'Flaherty no había sido olvidado del todo.

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sante notar, de paso, que la composición visual de la escena en que se le da muerte al patriota irlandés tiene visos de la ejecutoria de un pelotón de fusilamiento. Sospecho que la anacrónica presencia de los Black and Tans en el cuento de Borges debe su inspiración al filme dirigido por John Ford7. Acaso cabría señalar una coincidencia más, pero en esta ocasión el punto de referencia es la novela y no el filme. La alusión en el relato de Borges que tiene claros sobretonos metafísico-literarios y que aparece inscrito de la forma siguiente: «cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon» (1989 I: 494), podría adquirir como uno de sus referentes más precisos el hecho de que O'Flaherty ubica el comienzo de su novela, como ya señalé un poco más arriba, el 15 de marzo. Ese notorio Ides ofMarch nos remite de inmediato a aquel otro drama, derivado, dicho sea de paso, de circunstancias históricas determinadas, en que amigos y protegidos traicionan la confianza de otros amigos y de antiguos compañeros de armas, el Julius Caesar de Shakespeare.

L A F O R M A DE LA

ESPADA

Volvamos al texto mismo del relato de Borges, cuyo título, rico en posibilidades semánticas, ha atraído reiteradamente la atención de la crítica La secuencia de palabras cobra relevancia especial, sobre todo, cuando «la forma de la espada» se lee en conjunción con la primera oración del cuento, la que describe detalladamente la marca que surcaba el rostro del narrador: «Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la cien y del otro el pómulo» (Borges 1989 I: 491). La cicatriz, pues, es un signo que se inscribe en el cuerpo textual, al tiempo que se inscribe en el rostro de Moon, y que, desempeñándose como una suerte de bio-grafia, encierra en sí el secreto de la identidad del protagonista y el evento que literalmente marca y mancha su pasado. La inscripción del signo mencionado en un relato o poema, sin embargo, no constituye, como se podría anticipar, novedad alguna. Daniel Balderston, por ejemplo, corrobora en distintos textos literarios una función semiótica análoga de la cicatriz como recurso literario. Destaca el enigma que suscita la marca y las connotaciones de violencia y aventura que proyecta respecto de la vida de los personajes. Pero añade algo más. Lo que puede ser un mero recurso literario en otras culturas, en el caso de Borges adquiere un sentido especial. En la cultura del Río de la Plata, explica Balderston apoyándose en Sarmiento, el fin que se persigue en

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Mi agradecimiento al profesor Kevin O'Niell, del Program for Irish Studies de Boston College (EE.UU.) por haber dirigido mi atención al cambio hecho por Ford en lo relativo a la presencia operacional (anacrónica, como ya se ha indicado) del ejército inglés en Irlanda para el año 1922.

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el furor de la pelea a cuchillos no es matar, sino marcar (Balderston 1988: 72-73). Es ello lo que impone el estigma y, como en el caso de Moon, publica su afrenta 8 . Por otro lado, tanto Helene Weldt como Donald McGrady prestan atención especial a la forma de la cicatriz que aparece en el relato. Al comentar la descripción que abre el cuento, Weldt señala: Lo que se destaca aquí es cómo el narrador se empeña en describir la forma exacta de la cicatriz (como un arco que se extiende de un punto a otro de su cara), algo que ya, en cierta medida, nos acerca al significado del título del relato (Weldt 1991: 219).

Y McGrady, a su vez, identifica esa forma de la cicatriz, que de entrada se toma como una imagen refleja de la forma de la espada, con el símbolo del Islam, pero piensa que en el contexto del relato la identificación a la que acabo de aludir es de índole irónica. «Great irony resides in this 'shape of the sword': the half moon is the symbol of Islam —an appropiate stigma to attach to an Irish Catholic who betrayed his cause» (1987: 145). Sin restar mérito a la posibilidad de la existencia de un eco semejante en el cuento, pienso que la identificación de la media luna que rubrica la cara de John Vincent Moon con el Islam rebasa por mucho la función de un mero estigma anti-católico. Pienso asimismo, y espero poder demostrarlo, que la problemática presencia en la narración de Borges de una dimensión del mundo islámico de esa época particular es fundamental para una lectura que logre de algún modo unificar elementos tan diversos y tan dispersos, cultural y geográficamente, como los que aparecen en esta complejísima narración.

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Herbert J. Brant entiende la cicatriz, con sus patentes ecos de imagen fálica, como una marca que resume una actitud negativa de parte de Borges en torno a los homosexuales. Al describir a Moon como «flaco y fofo», comenta Brant, Borges el escritor está indicando que Moon «is not at all the brave and masculine warrior who courageously battle for the honor, either personal or national, that every 'real' man is traditionally obliged to defend: Rather the desciption of Moon specifically points him as unmanly, effeminate and vulnerable» (Brant 1996: 29). Si bien es cierto que la descripción de Moon tiende a destacar, como indica Brant, sus rasgos de hombre débil y casi afeminado, sería importante recordar que esas palabras no podrían haber salido de la boca del personaje Borges, quien nunca había visto a Moon hasta ese momento, ni tampoco del Borges narrador, sino de la boca de un Moon distante y ciertamente desdeñoso y avergonzado de la conducta del «otro», describiéndose a sí mismo en tercera persona. Esto convierte la situación, y el posible interés erótico de Moon hacia su protector, si es que existe, en mucho más problemática de lo anticipado y, como tal, merecería un análisis más extenso.

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L A F O R M A Q U E T I E N E LA E S P A D A : LOS V Í N C U L O S

POSIBLES

DE IRLANDA C O N EL I N D O S T Á N EN EL C O N T E X T O DEL

IMPERIO

En primera instancia se impone una vez más la consideración detenida del título del relato que nos ocupa, esta vez en contextos que difieren de los que ya han sido explorados por la crítica. De entrada, sería preciso examinar una de las tantas contradicciones aparentes que abundan en los textos de Borges y que con frecuencia cumplen la misión de un llamado al lector atento que lo invitan a reinsertar sus palabras en contextos diversos de lectura. En el caso específico que tenemos a la mano, pienso que el comentario crítico en torno al relato de Borges que ha servido, sin duda, para iluminar aspectos importantes del texto, no ha tomado en cuenta, hasta donde me es conocido, rasgos contradictorios que se hacen patentes si vinculamos el título del cuento con la descripción de la cicatriz. Ya se ha subrayado la importancia de la conjunción de título y marca corporal. Pero la consideración pausada del título y su relación con la cicatriz de inmediato suscitan una pregunta. ¿Proyecta en rigor la forma de la cicatriz la forma de la espada? O dicho de otro modo ¿es la marca que cruza el rostro de Moon la imagen especular de la espada? Un cotejo somero del término espada en diccionarios de lengua española (el de la Real Academia, el Vox, el de María Moliner) nos revela lo siguiente: un aspecto fundamental de la definición del término es la condición de que el arma que designa sea recta. Así, la voz espada queda definida como «arma blanca, larga, recta, aguda y cortante, con guarnición y empuñadura», en el Diccionario de la Real Academia Española (la definición es idéntica en el Diccionario general ilustrado de la lengua española Vox). En el de María Moliner (1994), la definición se inscribe con una sola variante: «Arma de hoja larga, recta, aguda y cortante...». Es decir, que una «espada» en rigor no sería capaz de inscribir ese «arco [...] casi perfecto» que Borges se demora en describir con tanta precisión en el transcurso de la primera oración del cuento. De ser una «espada», el arma blanca de que se sirve el innominado adversario de Moon ni siquiera hubiera sido capaz de inscribir una ligera curvatura, como lo podría haber hecho esa variante de la espada que es el sable, un arma que, aunque de origen oriental, sí formaba parte del arsenal europeo. Borges, para quien esta suerte de operaciones lingüísticas no suele ser producto del descuido o del azar, se ocupa de no volver a emplear ni siquiera una sola vez la palabra «espada» en el cuerpo del relato. Todo lo contrario, cuando describe armas blancas destaca las orientales, haciendo hincapié en su naturaleza curva (por ejemplo, en la quinta del general Berkeley, en Connaught, había «cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla» [493]; «[...] arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre...» [495]), y se ocupa de emplear los nombres con raíces orientales o semíticas: «cimitarra» del persa ximizir y «alfanje» del árabe aljánchar, a diferencia de «espada» que, con su

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clara estirpe europea, desciende del latín y del griego. Los diccionarios de lengua española, por lo demás, subrayan que son los persas y los árabes quienes usan las cimitarras y los alfanjes. Su identificación con el Islam, pues, de entrada radica en la raíz de la palabra misma, y así el narrador destaca de modo inconfundible su raigambre musulmana. El irlandés que relata la historia señala que el general Berkeley, en cuya quinta se encontraban los conspiradores irlandeses en Connaught, ocupaba en esos momentos un cargo administrativo en Bengala: una de las partes del subcontinente índico, cabe recordar, más claramente identificados con el Islam. Y, se desprende del contexto, que Berkeley había traído de sus campañas coloniales a Irlanda alfanjes y cimitarras fabricadas en Nishapur 9 . Pero, como si fuera poco, las armas blancas de origen musulmán, llevan inscritas en su forma misma, como ya se indicó, el símbolo del Islam, símbolo que, entre otras cosas, luego formó parte de la bandera turca y de otros estados islámicos10. La «media luna de acero», nos dice el que narra la historia de la cicatriz, instaura en el rostro de Moon «una media luna de sangre». ¿Qué significados posibles podría albergar esta impronta de sangre, símbolo del Islam, de un Islam precisado por la procedencia misma de las armas desde el Indostán, en la cara de un irlandés de nombre John Vincent Moon? En realidad, un examen somero de los nexos posibles entre la marca de una media luna, símbolo del Islam, y la circunstancias históricas en que aparece —en el rostro de un traidor, agente de las fuerzas imperiales británicas en el contexto de las guerras relacionadas con la lucha por la independencia de Irlanda— no presentan muchas alternativas viables. Quizá una de las pocas que de algún modo explique una superposición tan extraña y ajena a la trama del cuento apunte en la dirección siguiente. La Irlanda ocupada militarmente y gobernada por los ingleses ocupa un lugar análogo al del gran subcontinente indostano, también gobernado y gran parte de él intervenido militarmente por fuerzas extranjeras. Ambas 9

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La ciudad de Nishapur, además de estar vinculada a la figura del poeta místico Attar, autor de «El coloquio de los pájaros», era famosa por la calidad de las armas blancas que se fabricaban allí. En el mundo musulmán, además de lo indicado, la media luna tiene una importancia muy especial. En la tradición poética sufí, por ejemplo, la media luna como metáfora de la cimitrarra y el alfanje se usa como instrumento del yihad, que en ese contexto específico significa la batalla santa consigo mismo con el fin de aniquilar las pasiones y, como consecuencia, acceder a un estado de purificación preparatorio al éxtasis transformante. D e b o estos datos a Luce López-Baralt. En este contexto, sería acaso pertinente señalar que en la lengua árabe el arma blanca curva está vinculada, por la palabra misma que la designa, con la India. Escribe Henri Peres en torno al poeta andalusí Ibn al-Labbana: «Las armas defensivas y ofensivas parecen haber sido agrupadas a propósito por Ibn al-Labbana en un solo verso: 'He arrojado, por el licor bermejo, mi cota de malla ( f a d f a d a ) , mi sable indio {muhannad), mi lanza de Jatt (jattiyya), las flechas (nabl), el arco ( qaws) y el escudo ( turs )'. El sable, con tanta frecuencia descrito, no se diferencia en nada del sable mencionado por los poetas orientales; la mejor hoja, incluso la templada en España, se califica de india {muhannad o hinduwani)» (Peres 1983: 355).

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geografías, pues, una muy limitada y otra muy vasta, son objeto de opresión por parte del imperialismo británico. La quinta de un general que se encuentra como administrador del Imperio en Bengala, el general Berkeley, es el lugar donde ocurren los hechos centrales del relato: la delación de Moon, el tajo con el alfanje que delata la infamia, el arresto que anuncia el martirio eventual del patriota irlandés. Esa quinta, a un mismo tiempo, hace las veces de lugar de encuentro donde se unen geografías y culturas distantes y distintas pero indefectiblemente sujetas a fuerzas análogas11. Pero hay más, el alfanje, corvo como la cimitarra y directamente vinculado al mundo musulmán de esas regiones lejanas, traído a Irlanda como objeto exótico y pieza de museo por quien a todas luces es un agente administrador del imperio, arrastra consigo un indefectible aura de violencia. Y aquí habría que hacer un alto forzoso. Resulta curioso cómo Borges, con la genial destreza que le es habitual, emplea una brevísima descripción a modo de comentario que podría acercar y hacer coincidir estos espacios topográficos y humanos tan distantes uno del otro. Al mencionar las cimitarras que se encuentran en las panoplias del general Berkeley, y al hacer hincapié justamente en el arco que será la seña definitoria de la cicatriz, el narrador comenta: «[había en la casa] cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla» (493). Unos párrafos más adelante, cuando, momentáneamente derrotados los insurrectos irlandeses, la ciudad cae en manos de las fuerzas inglesas, el narrador señala lo siguiente: «altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había humo y cenizas en el viento» (494). Nótese la mención del «viento y la violencia de la batalla» aún presentes en el arco de la cimitarra y el «viento» en el que perduran «el humo y las cenizas» como resultado también de la violencia de la batalla, lo único que aquellas batallas se desempeñaron en lejanas tierras asiáticas y éstas, en territorio irlandés. Es más, las circunstancias parecen indicar que la cimitarra o el alfanje, que en tierras islámicas pueden servir como instrumento de insurrección de un pueblo 11

Tanto Barbara Southard, catedrática de la Universidad de Puerto Rico, como luego Edwin Williamson tuvieron la gentileza de traer ante mi consideración el hecho de que el movimiento de emancipación en la India en repetidas ocasiones tomó como modelo la lucha por la independencia de los irlandeses. Por ejemplo, en 1916 se instauraron en la India dos «Home Rule Leagues», semejantes a las que ya se habían establecido en Irlanda, para impulsar reformas en el contexto del gobierno colonial. Una de estas ligas fue organizada en el sur de la India por Annie Besant de la Sociedad Teosòfica, y otra, en la parte occidental de la India, por B. B. Tilak. Una publicación periódica de la Sra. Besant llamada New India llegó hasta justificar la Insurrección de Pascua de 1916 en Irlanda, lo cual le valió fuertes represalias de parte del gobierno británico colonial por haber violado la censura. De igual modo, hay historiadores que equiparan el levantamiento de Pascua de Resurrección (1916) en Irlanda con los disturbios que promovieron en la India los adeptos a Gandhi en 1919 y que desembocaron en abril en la masacre de Amritsar (véase, entre otros, H . F. Owen [1968] y Majundar [1966]).

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sometido, es la misma que, en otra parte del mundo, un personaje emplea, en el transcurso de la lucha por librarse de la sujeción, para marcar al agente del opresor. En este relato donde abundan las confusiones de identidad, las usurpaciones y, como se ha señalado, las ambigüedades, el personaje que, aun ausente, termina por ubicarse en el lugar central del cuento, es aquel que se mantiene leal a la causa de Irlanda. Es el mismo que, sirviéndose de un instrumento extraño a su cultura inmediata pero con el potencial para la resistencia violenta, rubrica, inscribe con una tinta sangrienta la marca de la «espada». En una suerte de juego de espejos harto común en Borges, Moon se emplea como un agente reflector de una presencia ajena y poderosa, y el protagonista real termina por ser no el contrincante, el que queda marcado, sino su congénere, el que deja la señal, el que marca12. De paso, cabría destacar el hecho de que, en el contexto del relato de Borges, cimitarras y alfanjes pierden su condición de objetos exóticos condenados a la inercia de las piezas de museo para transformarse en agentes inmediatos de la resistencia y del reclamo por la justicia y la igualdad13.

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Antes de abandonar la escena europea y su relación con Oriente, acaso cabría invocar, en el contexto del presente comentario, el vínculo posible entre la imagen que deja una impronta de tanto relieve en el relato de Borges, la cicatriz en forma de media luna, y un texto poético que en más de una ocasión llamó la atención de Borges. Me refiero al famoso soneto de Francisco de Quevedo en memo12

Además de la lectura que propongo en lo que toca el apellido del traidor irlandés, Moon, cabría señalar lo siguiente. En el «Prólogo» que aparece en la edición de las Obras completas al libro Evaristo Carriego (1930), Borges relata el recuerdo vivido de aquellos personajes de sus primeras lecturas que «dieron agradable horror» a sus noches y destaca al «traidor que abandonó su amigo en la luna» (Borges 1989 I: 101). Luego, en una de las entrevistas con Antonio Carrizo, recogidas en Borges el memorioso, abunda sobre el tema. Al escuchar que el entrevistador cita la frase del «Prólogo» antes aludido, Borges comenta: «[...] ahí me refiero a Los primeros hombres en la luna de [H. G.] Wells, que está narrado, precisamente, por el traidor que abandona su amigo. Y que me emocionó mucho más que la aventura en la luna» (Carrizo 1997: 182; también en Williamson 2004: 41). Me parece que cualquier intento de trazar la procedencia del apellido del personaje del relato de Borges, Moon, tendría que tomar en cuenta el hecho de que el traidor de Wells es, como John Vincent Moon, quien narra su propia traición a un compañero, en este caso perpetrada justamente en la luna.

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Debo esta observación a mi colega la profesora María Teresa Narváez de la Universidad de Puerto Rico. Este procedimiento —el que súbitamente convierte armas de museo, en general armas blancas, en instrumentos de agresión y muerte— se repite en otros textos de Borges. Véase, por ejemplo, «Juan Muraña» y «El otro duelo». Andrew Hurley, también colega y colaborador, tuvo la gentileza de señalármelo. Véase asimismo mi comentario al poema en prosa «El puñal» en este mismo capítulo (cfr. pp. 65 ss.).

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ria del Duque de Osuna: «Faltar pudo su patria al grande Osuna, /pero no a su defensa sus hazañas...», compuesto, indica Alessandro Martinengo (1993), poco después de la muerte del antiguo virrey de Nápoles en 162414. Un dístico de este poema pareció cautivar de modo especial la atención del escritor argentino: «su tumba son de Flandes las campañas, /y su epitafio la sangrienta luna» (Martinengo 1993: 644). Por lo menos en dos ocasiones distintas Borges comenta estos versos, demorándose en particular, sobre todo en años más recientes, en el último, «y su epitafio la sangrienta luna». En los años treinta, en el transcurso de un ensayo en torno a las kenningar («Las kenningar», Historia de la eternidad, 1936), Borges cita el dístico como ejemplo de lo que en poesía produce agrado por el «heterogéneo contacto» de las palabras, y anota que «la espléndida eficacia del dístico [...] es anterior a toda interpretación y no depende de ella» (369, nota). En torno al segundo verso del dístico, declara con un dejo irónico: «En cuanto a la sangrienta Luna (sic), mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón» (369). Casi cincuenta años después, en uno de los Nueve ensayos dantescos (1982), «El falso problema de Ugolino», Borges vuelve sobre esa sangrienta luna de Quevedo, pero esta vez la función hermenéutica prima sobre otras consideraciones. Se trata, dice, de una de las ambigüedades famosas de la literatura: «la sangrienta luna de Quevedo [...] es a la vez la de los campos de batalla [la luna «real» de Flandes] y la de la bandera otomana...» (Borges 1996 III: 351, nota). No deja de ser curioso, sin embargo, que en esta imagen coincidan dos realidades: una geográfica y otra política, que, a su vez, están enlazadas entre sí. La ambigüedad que destaca Borges, pues, y que se aviene de modo tan justo al relato que estoy en vías de examinar, tiene su locus en esa «luna sangrienta» que es, en el contexto del poema de Quevedo, un «epitafio», una inscripción sepulcral que, en general, se empleaba en la antigüedad para destacar rasgos virtuosos y, por tanto, memorables de la persona muerta. Es digno de atención el que, en un contexto de gran ambigüedad como el que reina en «La forma de la espada», sean las imágenes de la escritura y de la luna sangrienta las que prevalezcan. El personaje que narra usurpando la voz del héroe patriota relata a Borges, como ya se ha indicado, el acto que marca el momento culminante del relato: «con esa media luna de acero le rubriqué en la cara para siempre una media luna de sangre» (Borges 1989 I: 494-495; la cursiva es mía). Y ese «para siempre» tan enfático nos deja el leve sabor de aquello que quiere perdurar en la memoria, de lo que conserva rasgos patentes del epitafio. Es, también, como si la «media luna de sangre» fuera el fuego y la mentada cicatriz la ceniza. Es así como describe Borges la marca indeleble en la primera oración del cuento: «un arco ceniciento y casi perfecto» que llama, además, «cicatriz rencorosa». Indeleble y rencorosa porque, como ya se ha 14

Martinengo cita a Quevedo siguiendo la edición de J. M. Blecua, Francisco de Quevedo, Obra poética, Madrid, Castalia, 1969-1981. Vol. I.

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indicado, la dimensión polivalente del relato permite que sirva para afrentar al traidor y al mismo tiempo, y sobre todo, como epitafio del patriota caído. Pero en la «sangrienta luna» de Quevedo, como en «la media luna de sangre» y su efecto, «el arco ceniciento» de Borges, convergen también la geografía y la política. Por un lado aparecen en el cuento Inglaterra, Irlanda y el Indostán y los esfuerzos de las fuerzas imperiales encaminados a reprimir los levantamientos de los subalternos; por otro, la España imperial que trata de sofocar la insurrección emancipadora de las provincias flamencas del imperio y, a la vez, emprende una guerra de expansión contra el turco (el Islam) que amenaza constantemente los lindes del dominio español. En torno a la luna sangrienta de Borges y de Quevedo, pues, se constelan, con muchos siglos de por medio, lugares muy apartados entre sí que suscitan afanes y angustias semejantes.

L A L U C H A D E E M A N C I P A C I Ó N Y LA I N T E R V E N C I Ó N EN U R U G U A Y ,

COLONIAL

BRASIL Y ARGENTINA

Pasemos ahora a una zona geográfica quizá tan distante de Irlanda como lo es del subcontinente indio: la región del Río de la Plata. Intentaré indagar en torno a la relación posible entre los hechos que involucran, por un lado, al Imperio Británico con Irlanda y con el Indostán, y, por otro, con la aventura imperialista decimonónica de varios países (Inglaterra, España, Portugal), y sus respectivas intervenciones en los parajes aludidos en el marco amplio de «La forma de la espada», la Argentina y, muy en especial, el Uruguay. De entrada pienso que resulta útil examinar una serie de datos que el narrador Borges menciona y que, como en tantas otras narraciones, los coloca como si fueran meros «hechos circunstanciales». El que Borges vuelva sobre ellos y los comente, passim, desde distintos puntos de vista no puede dejar de suscitar la curiosidad del lector atento. El primero de ellos, muy obvio por cierto, tiene que ver con el apodo de Moon —si es que es ése su nombre—, «el Inglés de La Colorada», en las cercanías de Tacuarembó. Ya conocemos la importancia del hecho de que «el inglés de La Colorada» no era, por confesión propia a comienzos del relato, inglés sino irlandés. En este contexto también es relevante el que Borges, ya al tanto de que es irlandés y aún sin conocer el «secreto» que revela Moon al final del cuento, lo siga llamando «Inglés» («La cara del Inglés se demudó...», Borges, 1989 I: 491). Un traidor que se une a la causa del adversario incurre en esa notoria ambigüedad de identidades: un irlandés que, sin dejar de serlo, se convierte en inglés en la peor de las circunstancias. Pero hay más. Borges no repara en subrayar en más de una ocasión el hecho de que este irlandés traidor, ex agente del imperio británico, ha entrado al Uruguay por la frontera del Brasil: «El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido

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contrabandista» (491). Luego, el Borges narrador anota lo siguiente: «No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado» (491). Y un poco más adelante, cuando el irlandés se dispone a narrar su singular historia, su interlocutor señala lo siguiente: «Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués» (492). En el apretado espacio de unos cuantos párrafos, la mención reiterada del portugués, en ocasiones sirviéndose de perífrasis («español abrasilerado»), y la confirmación de la ruta de entrada al Uruguay por la frontera del Brasil no puede no atraer nuestra atención. Tampoco debe pasar desapercibido, como he señalado antes, el que sea precisamente Tacuarembó el lugar donde se desarrolla la entrevista entre Borges y Moon, encuentro que sirve de marco del relato del exilado y justamente donde se divulgan los hechos de la traición del «Inglés de La Colorada»15. Ni tampoco acaso sea fortuito que la trama del marco externo de la narración, además de desarrollarse en Tacuarembó, tenga como protagonistas dos extranjeros en suelo uruguayo, uno irlandés y el otro porteño. La región del Río de la Plata, como es sabido, fue objeto de interés de parte del Imperio Británico durante los primeros años del siglo XIX. Como en otro momento Irlanda, como una buena parte del mundo oriental desde la China hasta el Oriente Cercano pasando por todo el subcontinente indio y las regiones limítrofes, las costas del Plata fueron invadidas por fuerzas militares inglesas por lo menos en dos ocasiones. La primera incursión del siglo fue en 1806 y, como resultado, Buenos Aires cayó bajo el poder británico de junio a agosto de 1806. Luego de retirarse, los ingleses volvieron a invadir la región en 1807 y lograron conquistar Montevideo, que capituló el 3 de febrero de 1807, pero no lograron reconquistar Buenos Aires, y ello se convirtió a la larga en una derrota decisiva para el general Whitelock. Como consecuencia de un tratado, los ingleses volvieron a retirarse. A partir de septiembre de 1807, señalan Silvia Dutrénit Bielous y Ana Buriano Castro, «Inglaterra desistió de una dominación directa sobre las regiones platenses» (Dutrénit y Buriano 1994: 52).

15

Daniel Balderston señala que el nombre de la estancia La Colorada, además de evocar la sangre, podría también aludir al largo conflicto civil entre los dos partidos políticos principales del Uruguay, los Blancos y los Colorados (1996: 74, nota 21). Por otro lado, en la cuidadosa biografía sobre Borges, rica en atisbos muy sugerentes, Edwin Williamson, recalca la importancia del color rojo en el contexto de la vida familiar de Borges, justamente por sus asociaciones con los procesos políticos que fundamentaron la gestación de la República Argentina. En la contienda entre unitarios y federales, el colorado había quedado tradicionalmente vinculado al partido de los federales y, muy en especial a su caudillo, Juan Manuel Rosas, figura que suscitaba un rechazo rayando en el odio de parte de los Acevedo-Suárez Haedo. Estos eran por tradición unitarios y achacaban su descalabro económico y social principalmente al tirano Rosas y sus partidarios. El repudio al rojo alcanzaba tal intensidad en el seno familiar que, explica Williamson, la madre de Borges, doña Leonor Acevedo Suárez, había prohibido su mera presencia en el hogar de los Borges Acevedo (Williamson 2004: 106).

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Pero estos acontecimientos, junto a las dificultades que experimenta España en sus relaciones con la Francia pre-napoleónica y luego bajo el mando de Napoleón, propiciaron, entre otras cosas, la sublevación de los argentinos y el establecimiento en la antigua capital virreinal de la Junta de Mayo, en 1810. En 1811, Artigas, quien se considera el gestor de la independencia nacional del Uruguay, se traslada de Buenos Aires a la Banda Oriental con un cargo de teniente coronel otorgado por la Junta de Mayo. Su propósito era «ponerse al frente de las huestes insurreccionadas» en el territorio que luego pasará a ser el Uruguay (Dutrénit y Buriano 1994: 67). A partir de este momento la situación se vuelve tornadiza y complicada. Entre los eventos que marcan la historia del Uruguay durante el período que eventualmente culmina en la proclamación de su independencia habría que destacar las dos invasiones portuguesas. Las fuerzas de esa otra gran potencia imperial de la época, Portugal, penetran por primera vez la Banda Oriental, como es de esperar, por la frontera del Brasil, el 17 de julio de 1811. La invasión portuguesa trastoca las relaciones de poder que en esos momentos imperaban en la región. Ante la apertura de un nuevo frente, el triunvirato de insurrectos que había sucedido en Buenos Aires a la Junta de Mayo decide pactar un armisticio con Elio, el nuevo virrey español, obviamente en detrimento de las fuerzas insurrectas en la Banda Oriental al mando de Artigas. Silvia Dutrénit Bielous y Ana Buriano Castro señalan que posteriormente muchos historiadores uruguayos han juzgado con singular dureza esta maniobra política por considerarla una traición a los orientales —nótese, una traición de porteños a futuros uruguayos— que se habían sublevado contra el poder español: La historiografía tradicional uruguaya es muy dura al juzgar este hecho que valora como una traición al esfuerzo revolucionario de los orientales. Realmente el armisticio se negociaba por encima de estos intereses, ya que se pactaba la retirada de las fuerzas portuguesas y el cese del bloqueo naval de Buenos Aires a condición del levantamiento del sitio de Montevideo. Así se dejaba, bajo el arbitrio de Elio, el conjunto de la jurisdicción; es decir, se trataba de abandonar a los hombres de la campaña que se habían levantado en insurrección a una venganza que sin duda sería sangrienta (1994: 68).

El pacto que ostensiblemente traicionó a los de la Banda Oriental tuvo, a su vez, un efecto que fue decisivo para la configuración nacional del Uruguay. Como respuesta a la estratagema fraguada en Buenos Aires, los orientales convocaron dos asambleas, la de la panadería de Vidal y la de la quinta de la Paraguaya y, entre otras cosas, designaron a Artigas como «jefe de los orientales». En torno a la proyección histórica de estas asambleas, Dutrénit y Buriano comentan lo siguiente:

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Estas primeras asambleas orientales [...] son catalogadas c o m o las primeras expresiones separadas de soberanía del p u e b l o del oriente del Plata y c o m o los gérmenes constitutivos de la nacionalidad ( 1 9 9 4 : 6 8 ) .

Entre 1812, cuando se firmó el tratado Rademaker-Herrera que ratificaba el retiro de las fuerzas portuguesas, y 1816, se escenificaron en los ámbitos del poder político bonaerense múltiples conspiraciones con el fin de desacreditar a Artigas y minar su arraigo entre las tropas insurrectas en el otro lado del Plata. En 1812, Manuel de Sarratea, por ejemplo, un enviado del triunvirato de Buenos Aires, llegó a «emitir un bando en el que calificó a Artigas de traidor a la patria', en tanto intentó organizar su eliminación física a través de jefes cercanos» (1994: 71) 16 . Pero en esta ocasión, Artigas logró un acuerdo secreto con José Rondeau, quien en esos momentos se encontraba al mando de las fuerzas bonaerenses en los entornos de Montevideo. Rondeau y Artigas logran destituir a Sarratea y enviarlo de vuelta a Buenos Aires y Artigas, a su vez, se incorpora a las fuerzas bonaerenses de Rondeau en el sitio de Montevideo. Las disidencias y las intrigas, sin embargo, continúan hasta llegar al punto de que Rondeau convoca en 1814, con la anuencia de Artigas, un congreso en Capilla Maciel con el fin de establecer una lista de diputados de la Provincia Oriental al Congreso Constituyente en Buenos Aires. Artigas quería hacer valer en Capilla Maciel la decisión del Congreso de abril de 1813, acuerdo que validaba el poder del gobierno de Buenos Aires en el territorio de la Banda Oriental, pero no por «acatamiento», sino por medio de un pacto entre las fuerzas orientales y el gobierno central del otro lado del Plata. Rondeau, en cambio, con la ayuda de delegados que traicionaron la confianza de Artigas, se ocupó de hacer aprobar «las directivas emanadas del gobierno de Buenos Aires» (1994: 72-73). Temiendo una fragmentación de poder, el gobierno de Buenos Aires no estaba interesado en la idea de un pacto entre porteños y orientales. Este acontecimiento dio a paso a un período primero de intensa confrontación y luego de guerra abierta entre Artigas y el directorio alvearista de Buenos Aires. Algún tiempo después, se produjo una segunda invasión portuguesa, la de 1816, fraguada en el contexto de mayor alcance y de oscuras traiciones en torno a Artigas y las fuerzas rebeldes de la Banda Oriental. Portugueses, emigrados españoles procedentes de Montevideo y exiliados argentinos alvearistas en Brasil fraguaron la conjura que culminó con la invasión del territorio oriental por fuerzas comandadas por el general portugués Lecor. La actitud del gobierno central de Buenos Aires al respecto, comentan las profesoras Dutrénit y Buriano, está en parte mediatizada por la figura de Artigas: 16

C o m o es evidente, las nociones de «traición» y «traidor» se esgrimían de una y otra parte con una vehemencia análoga. No sólo se sentían los orientales traicionados por los porteños, sino que los argentinos percibían los intentos de secesión de los de la Banda Oriental como un acto de traición a la patria.

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C o m o telón de fondo, actuaba el odio al caudillo que había sido capaz de cuestionar seriamente el centralismo de la capital. El directorio porteño, tanto el de Pueyrredón como el de Rondeau, avaló extraoficialmente esa política de entrega de la convulsa Banda Oriental a Portugal [...]

Y añade casi enseguida: Los tratados secretos se sucedieron entre los más sórdidos personajes de la política platense y la diplomacia europea (1994: 72).

Finalmente, en 1820, Artigas sufre una derrota decisiva a manos del ejército invasor portugués, justamente en Tacuarembó. En Tacuarembó se da, pues, un revés temporero pero ciertamente importante de la lucha patriótica en el Uruguay y, por decirlo así, el lugar que evoca la figura de quien se había convertido en el líder indiscutible de las fuerzas revolucionarias y, como tal, gestor de la lucha por un Uruguay independiente. Habría que aclarar que aunque la traición no se perpetró en Tacuarembó, Artigas llegó allí arrastrando múltiples actos de perfidia y de grandes deslealtades que, entre otras, incidieron en la derrota a manos de los portugueses. A partir de ese lugar y esa fecha, descalabrado y casi deshecho, y luego de otra derrota en Santa Fe, Artigas tiene que eventualmente refugiarse en el Paraguay, donde muere luego de muchos años de exilio. Volvamos ahora al breve relato de Borges. Pero antes de resumir los hechos paralelos que posiblemente hermanan las historias que acabo de describir y que acaso las hacen coincidir, convendría examinar cuidadosamente el texto en busca de algún aviso, por tenue que sea, que nos revele algún nexo posible entre el mundo irlandés y el mundo rioplatense. Sólo he encontrado una brevísima descripción, que parece repetirse con variantes y ciertamente de modo elíptico, y cuyo punto de enlace es una palabra que en Borges suele estar cargada de un significado muy notable: Sur, así con mayúscula. A principios del cuento, luego de cenar con el irlandés en La Colorada (Tacuarembó), ambos, Borges el personaje y su anfitrión, salen de la casa a mirar el cielo. «Había escampado, pero detrás de las cuchillas el Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta» (Borges 1989 I: 491) A ese Sur, alude John Vincent Moon en un momento de su relato, lo único que ese Sur, también extrañamente con mayúscula, se encuentra ubicado esta vez a miles de kilómetros al norte, en Irlanda. Como el Sur que describe Borges el personaje en el Uruguay, el Sur que describe Moon está configurado por luces y estruendos, lo único que en el caso de Irlanda en lugar de fenómenos atmosféricos lo que estremece el ambiente es el fragor y los fogonazos de las armas bélicas en el contexto de una guerra de independencia: «Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur» (493). No deja de ser interesante, por otro lado, que en el caso de la región del Río de la Plata, Borges emplee (en las peligrosas cercanías, en el espacio textual, de «las

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cuchillas», cuya acepción en primera instancia aquí es topográfica) el sustantivo «Sur» como agente. Es el «Sur» el que «urde» «otra tormenta». Tampoco deja de llamar la atención el que Borges emplee, en este contexto, el verbo urdir, cuya segunda acepción en el Diccionario de la Real Academia es «maquinar y disponer cautelosamente algo contra alguien, o para la consecución de algún designio». En el contexto de la lectura alterna que estoy proponiendo, la voz «otra» se reviste de un sentido semántico muy distinto del originario y altera los parámetros de significado de lo que aparenta ser, en el transcurso de una primera lectura, un mero rasgo circunstancial. Por último, quisiera allegar a mi comentario unos datos que aparecen en un poema en prosa que Borges incluyó en su libro Evaristo Carriego, por lo menos a partir de la edición de 1955, y que se titula «El puñal». El poeta enuncia allí objetos, lugares y obras literarias que, reinsertados en el contexto de «La forma de la espada», de algún modo abonan aspectos relevantes de las hipótesis que he estado examinando. Sin pretender entrar en un análisis pormenorizado del texto, cuyo ámbito temático en rigor no coincide con los asuntos centrales que se elaboran en «La forma de la espada», quisiera destacar las coincidencias siguientes. El arma blanca, nos dice el poeta, pertenece a su padre y se guarda en la gaveta de su escritorio, «entre borradores y cartas» (Borges 1989 I: 156) y, en tales circunstancias, como no está en uso ni tiene perspectivas inmediatas de uso, se desempeña como si fuera una pieza de museo. «Quienes lo ven», escribe el poeta, «tienen que jugar un rato con él» (156). Pero más allá de su función de «juguete» o de pieza de museo, y semejante a los alfanjes y las cimitarras de la panoplia-museo del general Berkeley en Irlanda, armas «en cuyo [...] arcos de círculo» parecía perdurar aún «la violencia de la batalla», el puñal sueña, «quiere» dice el poema, cumplir el destino para el que fue hecho: matar o «derramar brusca sangre» (156). Lo curioso es que ese puñal fue un regalo de un pariente del padre de Borges y éste «lo trajo del Uruguay» (156) a Buenos Aires. Más curioso aún, el «destino» del arma en cuestión, que en el transcurso del poema se transforma en un puñal «eterno», se asocia aquí con actos de traición perpetrados por compañeros de armas: «los puñales que mataron a César». Y, me parece, mucho más sorprendente aún, es el hecho de que la frase que antecede de inmediato a la que evoca la traición perpetrada contra César, y a la que está vinculada desde un punto de vista sintáctico, alude de un modo ciertamente críptico a un lugar específico en el Uruguay: el puñal «eterno» fue el mismo que «anoche mató a un hombre en Tacuarembó» (156). Cito ahora la secuencia completa: «[el puñal] es, de algún modo, eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César» (156). Un arma blanca traída del Uruguay, un arma que en su calidad de «juguete» o pieza de museo en un escritorio —semejante a las armas blancas exóticas de la panoplia contigua a una biblioteca en una quinta irlandesa— pide ser reactivada como instrumento de agresión o defensa, un puñal que evoca un acto de traición entre amigos y correligionarios y que también ejerce su vocación de violencia, la de

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«derramar brusca sangre» nada menos que en Tacuarembó... Son demasiadas las coincidencias y las asociaciones que convocan estos objetos y lugares como para no tomarlas en cuenta en el transcurso de un análisis de «La forma de la espada»17. Lo menos que se puede decir al respecto es que de algún modo Borges entretuvo en su imaginación, aunque fuera con otros fines, los vínculos y concurrencias que acabo de señalar. Volvamos a «La forma de la espada» para examinar, desde una perspectiva narrativa e histórica, los puntos de enlace de tres mundos en apariencias muy diversos: por un lado el irlandés y su vinculación con Inglaterra, por otro, el que se afinca en el Indostán, también en su relación con Inglaterra, y finalmente el mundo del la región del Plata. Los datos, tan dispersos en el texto, y muchas veces sólo insinuados, pueden acercarse unos a otros para dibujar la proverbial «the figure in the carpet» de que hablaba Henry James. Un irlandés al servicio del imperio británico traiciona la causa de la lucha por la independencia de su país, un irlandés que, además, exhibe en su rostro, en tierra de orientales, dicho sea de paso, la marca vergonzante de su traición bajo la forma de un reflejo de un arma exótica (oriental) adscrita a una cultura que, como Irlanda, padece el poder imperial de los ingleses. Ese irlandés simbólicamente penetra en territorio uruguayo, como lo hicieron en realidad las fuerzas del imperio portugués un siglo antes, por la frontera del Brasil, y se asienta en Tacuarembó. En el lugar que se constituye como escenario de la derrota por fuerzas imperialistas de un Artigas también traicionado, nada menos que por sus hermanos bonaerenses, John Vincent Moon narra la historia de otra gran traición, la cuenta justamente a un argentino, a un porteño. ¿No estará percibiendo el personaje Borges en el intersticio de las palabras de Moon las imágenes de otro drama de intriga y sórdidas traiciones en el que sus congéneres, también aliándose con otros imperios, España y Portugal, escenificaron un siglo antes?18 ¿No es en realidad la afrenta que señala Moon en su rostro, una cicatriz ceniza que una vez fue un arco san17

En lo tocante a la fascinación que ejerce este tipo de puñal sobre Borges, desde un punto de vista biográfico, Williamson percibe en el futuro escritor un conflicto que se insinúa desde niño y cuyos emblemas, por decirlo así, son la espada y la daga. Los emblemas remiten a una doble estirpe que él siente gravitar sobre sí mismo y que experimenta como algo conflictivo. Por un lado está la espada, cuyo referente es la estirpe de proceres que, aunque de ascendencia europea, ya integradas al mundo argentino protagonizan épicas gloriosas y que es posible asimilar a la categoría sarmientina de «civilización»; por otro, la daga, que en el contexto de Borges se asocia con lo autóctono al margen de lo «civilizado», los cuchilleros y, muy en especial, con el arma que usaban los tigreros para, en un acto de valor supremo, matar jaguares en el campo. Williamson entiende que Borges llegó a asociar a su padre, Jorge Guillermo Borges, con los tigres, y es acaso por ello que cuando el padre mostraba al futuro escritor una daga que guardaba en el cajón de su escritorio y le explicaba para qué servía, entre otras cosas para matar tigres, el niño quedaba profundamente impresionado (Williamson, 2 0 0 4 : 40).

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Sin entrar en los pormenores de las circunstancias históricas que menciono, Balderston señala la posibilidad de que Borges se haya introducido en el cuento como personaje para sentir

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griento, el epitafio de un valiente y, a la vez, la afrenta vergonzante de muchos? La cortante frase de clausura del relato, «ahora desprécieme», al ubicar de modo implícito al interlocutor en un plano de superioridad moral, ¿no adquiere en estas circunstancias un subido tono irónico? Y leída en este contexto y, por lo tanto, de otro modo, ¿no es la frase «Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres», al margen de sus claras resonancias metafísicas, una suerte de reflexión y un aviso en torno a la triste universalidad de estos procesos históricos y humanos? En el brevísimo espacio de la narración convergen, como si fuera en un torbellino sembrado de cenizas, historias de alianzas, traiciones y de la violencia que genera la presencia y el dominio de un país sobre regiones que se mantienen sujetas por la fuerza. Esa violencia puede muy bien dirigirse contra otros, contra las fuerzas intervencionistas, por ejemplo, pero muchísimas veces se dirige contra los propios para transformarse en una violencia fratricida. Quizá hay otro modo de leer el título del relato. «La forma de la espada», de esa espada que en español, sería preciso recordar, es recta y no curva y que, como tal, está asociada con el mundo occidental. Acaso la marca que rubrica la forma de la espada no sea otra que la marca que ha dejado en muy distantes regiones del planeta el fragor de las intervenciones armadas que acompañan las aventuras coloniales de las grandes potencias de Occidente.

en sí mismo la «marca» de los hechos: «Borges cast himself as a character in his narrative to suggest that each retelling will produce another fearful recognition» (Balderston 1988: 7475). Por otra parte, y una vez más desde un punto de vista biográfico, creo que no se debería pasar por alto, en este contexto, la estrecha relación de Borges con el Uruguay y los uruguayos. Williamson hace una relación pormenorizada de la estirpe familiar del escritor argentino y, en esa historia el Uruguay desempeña un papel destacado. El bisabuelo de Borges por vía materna, el coronel Isidoro Suárez, el famoso «Héroe de Junín», terminó sus días exiliado por unitario en el Uruguay. Allí contrajo nupcias con una uruguaya, Jacinta Haedo, y murió en Montevideo en 1846 (Williamson 2004: 17). Más tarde, la viuda se trasladó a Buenos Aires y allí, una de sus hijas, Leonor Suárez Haedo, contrajo matrimonio con Isidoro Acevedo. El matrimonio tuvo una sola hija: Leonor Acevedo Suárez, madre de Borges. Doña Leonor Suárez Haedo de Acevedo, abuela de Borges, mantenía vivo en el seno del hogar el pasado ilustre de los Acevedo y de los Suárez Haedo y, junto a su hija Leonor Acevedo, organizaba excursiones a las antiguas propiedades de los Acevedo en San Nicolás. Asimismo, profesó un afecto especial por su tierra ancestral, el Uruguay. Comenta Williamson: «They [doña Leonor Suárez y su hija, Leonor Acevedo] reserved a special place in their hearts for Uruguay which they still called 'la Banda Oriental' [...] and never Uruguay as such, a name Leonor Suárez regarded as unpleasant and offensive, and one used only by guarangos» (Williamson 2004: 20). Por confesión propia, Borges vivió en tierra uruguaya momentos muy emotivos que nunca olvidó. Fue durante unas vacaciones en la quinta de un pariente, en el Paso del Molino en Uruguay, cuando Borges vio por primera vez en su vida un gaucho de «carne y hueso». «En el Paso del Molino vi algo que no había visto nunca, porque yo venía de la ciudad de Buenos

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E L A R T E D E LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN

BORGES

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Aires: vi gauchos. Eran troperos que llegaban al Paso del Molino. Y yo nunca había visto gauchos antes, salvo en láminas, o [...] en fin, a través de Ascasubi y de Hernández; pero ahí, cuando vi gauchos de veras me emocioné mucho» (Carrizo 1997: 152; también, Williamson 2004: 44).

Y SU EPITAFIO

LA SANGRIENTA

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LUNA

"Acercamiento a Almotásim" Inglaterra

Indostán

Argentina

"El jardín de los senderos que se bifurcan"

"La forma de la espada"

Inglaterra

Francia

Inglaterra

Alemania

Indostán

Irlanda

China

Río de la Plata (Argentina, Uruguay)

"La muerte y la brújula" N

mundo oriental (semítico)

M

mundo occidental (cristiano)

LOS A R L E Q U I N E S Y EL « M U N D O AL REVÉS» E N « L A M U E R T E Y LA B R Ú J U L A »

A María Teresa Márquez y Francisco Márquez Villanueva

S O N M U C H O S L O S R E L A T O S de Borges — y algunos estudiosos han aventurado la hipótesis de que son casi todos— cuya estructura narrativa se asienta en el principio de la inversión. La crítica con frecuencia ha recurrido a la metáfora del juego de espejos para ilustrar las transformaciones textuales que con frecuencia sorprenden, en varios sentidos del término, al lector. No es raro, como se sabe, que la lectura lineal de un relato de Borges sustente una interpretación de los hechos y que esa percepción quede súbitamente desautorizada al suministrársele al lector soluciones sustancial o totalmente contrarias a las anticipadas. El procedimiento es muy evidente en cuentos como «La forma de la espada», «El muerto», «El tema del traidor y del héroe» y «Las ruinas circulares». Pero el ejemplo más contundente de este procedimiento lo constituye el relato «La muerte y la brújula» 1 . El giro inesperado que en el momento de la clausura del relato trastoca el desenlace esperado y, al convertir el detective en la presa del criminal, invierte el papel anticipado de uno y de otro, está, a su vez, sustentado por inversiones de menor relieve. Y cuando señalo de «menor relieve» aludo al hecho de que éstas no se disciernen con facilidad. Las puestas al revés cobran importancia sólo en el transcurso de lecturas sucesivas. En este sentido, se han explorado desde las proyecciones simbólicas de los nombres de los protagonistas que parecen hermanarlos (tanto el apellido del detective como el del criminal aluden al rojo en alemán) y, en un contexto intertextual, la alusión implícita en sus apelativos que, por otra parte, apunta en una dirección que, al invertirlos, pone en entredicho los roles antagónicos del delincuente y el detective (los casi homófonos Scharlach/ Sherlock), hasta la consideración de los modos que propician una inversión total

1

En su Versiones, inversiones, reversiones Jaime Alazraki propone el espejo como modelo estructural de las narraciones de Borges. Respecto de «La muerte y la brújula» en particular señala lo siguiente: «Este principio estructurador del relato —imágenes que absorben otras imágenes y que en esa operación trastocan o confirman los sentidos propuestos desde el plano lineal de la narración— es todavía más evidente en cuentos que responden al género policial». (1977: 99).

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E L A R T E D E LA J A R D I N E R Í A C H I N A E N

BORGES

de la estructura del relato como resultado de una lucha agónica de Borges con un predecesor literario: Poe. Creo que podría ser útil examinar con algún detenimiento lo que la crítica ha tenido que decir sobre estos asuntos.

LAS INVERSIONES DE « M E N O R

RELIEVE»

En un ensayo muy sugestivo, Harold G. Jones adelanta la posibilidad de que «La muerte y la brújula» relate, en realidad, la lucha encubierta entre dos personajes dotados ambos de las características del detective. Al notar que el nombre del detective Sherlock Holmes reverbera, como ya indiqué, en el nombre del criminal Scharlach —quien, no hay que olvidar, asimismo lleva el apodo de «el dandy», circunstancia que también lo asocia al personaje de Conan Doyle—, comenta lo siguiente: «...this combat [entre el detective y el criminal] is, after all, between doubles, a Dupin and a Holmes, note the similarity of 'Scharlach' and 'Sherlock' [...]» (Jones 2000: 169). En lo tocante a los nombres de los protagonistas y su alusión al rojo, se pueden consultar con provecho los siguientes estudios: David Gallagher (1973), D. L. Shaw (1976), John P. Dyson (1985) y, en particular en lo relativo a la relación de «La muerte...» con una novela en cuyo título figura de modo prominente el rojo, A Study in Scarlet de Arthur Conan Doyle, «Borges' Study in Scarlet: 'Death and the Compass' as Detective Fiction and Literary Criticism», de Jeanne F. Bedell (1985). Aden W. Hayes y Khachig Tololyan (1981) también aluden de paso al rojo, pero centran su atención en las alusiones al azul (los zafiros del Tetrarca de Galilea) y su parentesco con una cruz de zafiros que constituye la incitación al robo en el relato «The Blue Cross» de Chesterton. En «The Blue Cross», además, la caza del ladrón se articula acorde a una disposición espacial que se inscribe en el plano de la ciudad y que, en el caso de Chesterton, dibuja una cruz. Si desplazamos la atención del nombre de los personajes al género literario en que se inserta el relato y a los modos en que se trastocan e invierten las convenciones del cuento detectivesco, podríamos detectar, según David Boruchoff, que la subversión aludida anuncia la posibilidad de un proceso de «evolución literaria». Boruchoff anota lo siguiente: Not only are the traditional roles inverted —Lonrot becomes both the 'permanent idiot' and the criminal mastermind—, but the narration underlines the artificiality, rather than the art, of the detective's use of reason. In short, the function of the detective genre has changed while its narrative devices and basic structures have not, fulfilling, in this way, Jurij Tynjanov's criteria for literary evolution (Boruchoff 1985: 18).

L O S A R L E Q U I N E S Y « E L M U N D O AL R E V É S »

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Respecto del principio de la subversión de convenciones narrativas que, en ciertos casos, bien puede culminar en una transformación de géneros, John T. Irwin trae a nuestra atención una serie de consideraciones, pienso, de verdadero interés. El crítico norteamericano percibe el principio de inversión en que se fundamentan, anota él, no sólo «La muerte y la brújula», sino los otros relatos de corte detectivesco de Borges, como un intento de superación, por parte de Borges, de su antecesor: el inventor del cuento policial Edgar Alan Poe. Esta «puesta al revés» del género culmina en una visión nueva de la relación del ser humano con el mundo circundante. Escribe Irwin: T h e reversal of Poe's priviledged terms in Borges's detective stories accounts, then, not only for the triumph of the criminal over the detective (sinister over rightous) and for the related shift in gender coding of the victim from female to male, but also for the triumph of complexity (the indeterminacy of the world) over simplicity (the analytic certainty of the mind), for Borges presents the outwitting of the detective by the criminal as less the victory of one mind over another than an entrapment of both minds in the fatal, labyrinthine net of the world (1994: 127).

En un sentido más amplio, Nicolás Rosa, en un ensayo también muy sugestivo cuyas consideraciones podrían aplicarse al relato que nos ocupa, parece aludir al principio de una vuelta al revés —en el sentido de que el texto termina por reflejarse a sí mismo— al señalar que el enigma que tradicionalmente suele ubicarse en el centro de la narración tiene como principal referente la narración misma: Entrar en el laberinto es entrar en la obra. Recorrer los pasillos, los corredores entrecruzados, las exasperadas galerías paralelas, es recorrer el discurso. Re-visar las salas hexagonales, los descansos, las escaleras, que ascienden y descienden es recrear la historia. Llegar al centro —descender a la cripta— es encontrar el desenlace: el Enigma. Si la literatura es laberinto, el secreto constitutivo de la literatura se vuelve figura del secreto en el texto. El enigma del fatigante laberinto es sencillo y directo: no es otro que el de la literatura y este Secreto no está en ninguna otra parte, se encuentra en la narración del que la palabra secreto no es más que una figura (1969-1972: 171).

La crítica tampoco ha pasado por alto la relación antagónica entre los dos detectives que figuran en el relato, uno refinado, culto y «un puro razonador» (Lónrot) y, el otro, tosco y rudimentario pero atento a «los hechos», a la realidad sensible del mundo (Treviranus). Aquí, como se sabe, también se invierten los roles que, respecto de los investigadores policiales, establece la tradición del género del cuento detectivesco. A diferencia de lo anticipado, el detective simple, Treviranus, es el que vislumbra la realidad de los hechos, por lo menos respecto de las circunstancias del primer crimen y el simulacro del tercer asesinato, y no el

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E L A R T E D E LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN B O R G E S

sutil, muy sabedor y «bibliófilo» Lónrot quien, sin saberlo, colabora con la red que teje en torno suyo su asesino eventual2. Pero entre lo que he llamado inversiones de menor relieve en «La muerte y la brújula» hay dos que han recibido escasa atención de la crítica. Me refiero a los arlequines y al carnaval que opera como el marco en el que se insertan los saltimbanquis.

E L CARNAVAL Y LOS A R L E Q U I N E S

Si centramos nuestra atención en el carnaval, la época contemporánea —donde se ubica el relato de Borges— suele entenderlo primordialmente como una fiesta que, sirviéndose de serpentinas, bailes y disfraces, altera por unos días un orden social establecido. Este género de celebración, sin embargo, arrastra consigo desde tiempos remotos, como veremos con más detalle, la idea de la inversión y, por ende, lleva inscrita en sí la imagen del «mundo al revés». Finalmente, de los ejemplos aludidos anteriormente, es la figura del arlequín la que, en el contexto de la sociedad actual, se torna más problemática si se le toma como símbolo de inversión y, al igual que el carnaval, como emblema del «mundo al revés». Esto es así por dos razones: primero, por el modo en que los arlequines se ubican en el entramado de «La muerte y la brújula», y segundo, ciertamente relacionada con la primera, por razones de índole histórica. En el relato de Borges, el arlequín y, de modo más inmediato, más que la figura misma del arlequín, su traje, sirve para completar una serie de indicios que apuntan, de modo indirecto, a la existencia de una «secreta morfología» en la serie de homicidios. El rombo que forma parte integral de su disfraz, publica, como se sabe, erróneamente, que no son tres, sino cuatro los crímenes que se proyectan y que éstos están dispuestos de tal modo que conforman, en la geografía de la ciudad, la figura de un paralelograma, de un rombo. Una vez atrapado Lónrot, Scharlach le suministra un resumen verbal de su estratagema. Al recordar que uno de los arlequines había escrito en un pilar de la Rué de Toulon «La última de las letras del Nombre ha sido articulada», Scharlach añade a modo de explicación: Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lónrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el nombre de Dios, J H V H — consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra [en forma de rombo] del pinturero sugieren cuatro términos (1989: 507; la cursiva es del autor). 2

Entre los muchos estudios al respecto, cabría señalar los comentarios de John Sturrock en su Paper Tigers. The Ideal Fictions of Jorge Luis Borges (1977: 127-134).

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Pero la importancia del arlequín trasciende aquí por mucho a las figuras geométricas que forman parte integral de su disfraz y que aluden, en primera instancia, al número y disposición geográfica de los asesinatos que se suceden con una regularidad implacable. Como el carnaval en el que aparece insertado casi, diríamos, de manera inocente, el arlequín arrastra consigo a través de varias transformaciones una historia compleja que lo dota de atributos que inesperadamente iluminan aspectos centrales y a la vez recónditos del relato de Borges. En primera instancia encontraremos en la historia social, teatral y literaria de los arlequines y de sus antecesores rasgos importantes que, sin ser de inmediato evidentes, apuntan en el cuento a principios estructurales y temáticos que considero de primera importancia: su capacidad, por ejemplo, para connotar la inversión y, por lo tanto, el «mundo al revés». Asimismo, si se toma a estas figuras disfrazadas y enmascaradas como uno de los ejes del constructo verbal, surgen casi sorpresivamente una serie de relaciones que enriquecen por mucho la lectura y posibles significados del cuento. Me refiero ahora a las relaciones, algunas veces antagónicas, entre el «loco» y el sabio, el orden y el caos, el disfraz y la identidad. Antes de proceder a examinar el papel central que desempeña el arlequín en el relato de Borges, sin embargo, acaso sería útil detenerse, aunque sea de modo parcial e incompleto, en algunos datos importantes en lo tocante a la historia del carnaval, del «loco» como antecesor del arlequín, y de su relación con la idea de «el mundo al revés».

E L CARNAVAL

Aunque sus raíces pueden trazarse hasta las Saturnales, y de allí a ritos cómicos de una antigüedad aún más remota, el carnaval se configura como una fiesta popular con características propias durante la Edad Media. Frente a una sociedad en la que impera una estricta jerarquía, que predica «verdades» inmutables y eternas y, que, por ende, se opone en principio a todo relativismo, esta índole de explosión festiva tiene como uno de sus fines primarios borrar y alterar órdenes establecidos. Mijail Bajtín señala lo siguiente: [...] todas las formas y símbolos de la lengua carnavalesca están impregnados del lirismo de la sucesión y la renovación, de la gozosa comprensión de la relatividad de las verdades y las autoridades dominantes (1974: 16).

Y, añade Bajtín, una de las modalidades fundamentales por las que opta la «lengua carnavalesca» para trastornar las estructuras dominantes de la sociedad consiste precisamente en invertir esos órdenes (1974: 16):

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BORGES

[La lengua carnavalesca] se caracteriza principalmente por la lógica original de las cosas «al revés» y «contradictorias», de las permutaciones constantes de lo alto y lo bajo (la «rueda»), del frente y el revés, y por las diversas formas de parodias, inversiones y degradaciones, profanaciones, coronaciones y derrocamientos bufonescos3. El transcurso de la historia, sin embargo, altera y transforma lo que podríamos considerar rasgos predominantes de ese género de fiesta popular. C o n el advenimiento en muchas partes de Europa de nuevas modalidades en lo tocante a la configuración del Estado y a formas distintas de considerar el hombre y el mundo que lo rodea — m e refiero principalmente a lo ocurrido en los siglos XVII y, sobre todo XVIII—, el carnaval como celebración donde reina la despreocupación y el desparpajo populares y uno de cuyos fines consiste, sirviéndose de trastornos y permutaciones, en conmemorar festivamente los cambios y la renovación también, a su vez, se modifica. Comenta Bajtín: [...] a partir de la segunda mitad del siglo XVII asistimos a un proceso de reducción, falsificación y empobrecimiento progresivo de las formas, de los ritos y espectáculos carnavalescos populares. Por una parte se produce una estatización de la vida festiva, que pasa a ser una vida de gala; y por la otra se introduce a la fiesta en lo cotidiano, es decir que queda relegada a la vida frivola, doméstica y familiar. Los antiguos privilegios de las fiestas públicas se restringen cada vez más. La cosmovisión carnavalesca típica, con su universalismo, sus osadías, su carácter utópico y su ordenación al porvenir, comienza a transformarse en simple humor festivo (1974: 36-37). Será ese «simple humor festivo» el rasgo que predomine en las celebraciones del carnaval en los siglos XIX y XX. Pero a pesar de constituirse en su característica más visible, la fiesta carnavalesca arrastra consigo, unas veces profundamente soterradas, otras sólo bajo la apariencia de un leve disfraz, las características fundamentales que lo configuraron originariamente. Entre esos rasgos se destaca uno en especial: su capacidad para trastornar el mundo, para revenirlo, para volverlo al revés.

3

Bajtín se cuida de distinguir los modos y contextos de la parodia según aparecen en las festividades de la Edad Media de las formas predominantes de la parodia en el mundo contemporáneo. Escribe Bajtín: «Es preciso señalar, sin embargo, que la parodia carnavalesca está muy alejada de la parodia moderna puramente negativa y formal; en efecto, al negar, aquella resucita y renueva a la vez. La negación pura y llana es casi siempre ajena a la cultura popular» (1974: 16).

L O S A R L E Q U I N E S Y «EL M U N D O AL R E V É S »

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EL « L O C O » Y «EL M U N D O AL REVÉS»

Con frecuencia, comenta Bajtín, las degradaciones e inversiones que son comunes a las fiestas de carnaval durante la Edad Media y el Renacimiento culminan en lo que él describe como «el grotesco popular», y allí la locura y la imagen del «loco»4 desempeña un papel destacado. Señala el crítico ruso: «[...] en el grotesco popular, la locura es una parodia feliz del espíritu oficial, de la seriedad unilateral y la 'verdad' oficial» (1974: 41). D e modo más preciso aún, Robert Klein, al hablar del tema del «loco» y la ironía humanista, vincula de modo muy directo la figura del «trastornado» justamente al «trastorno» del mundo, una se convierte en la justa y precisa imagen del otro: «C'est généralement par des grandes parades des fous et par des miroirs universels à la manière médiévale qu' on amène la conclusion que le monde entier est 'renversé' et 'fou'» (1963: 16). Pero no sólo es el «loco» símbolo del «mundo al revés», sino que su propio modo de proceder como agente tergiversador de jerarquías y órdenes establecidos lo convierte, a su vez, en instrumento del «sin sentido» y del caos. En su Reality in the Looking Glass, Anton Zijderveld señala lo siguiente: Traditional fools played erratic games with the primary foundations of human existence, with the basic structures of the lifeworld, with the essential criteria by which human beings manage to experience meaning at all. Turning reality upside-down, they rendered it, for the duration of their performances, to chaos, to the forces of unstructured primeval energy (1982: 2). En The Fool and His Scepter, William Willeford resalta también la capacidad del «loco» para desmantelar las barreras que separan el orden del caos («The fool breaks down the boundary between chaos and order» [1969: 101]) y vincula la 4

Empleo las palabras «loco» y «locura» en su acepción de folo fool y folly. En otro ensayo, Bajtín abunda aún más sobre lo que considera algunos rasgos que caracterizan tanto al picaro como al payaso y al «loco». En el contexto del mundo medieval no sólo están estos personajes vinculados a «la plaza pública», sino que el significado de su existencia debe entenderse como de índole metafórica puesto que se desempeñan, en primera instancia, como «máscaras de la vida»: «These figures carry with them into literature first a vital connection with the theatrical trappings of the public square, with the mask of the public spectacle; they are connected with that highly specific, extremely important area of the square where the common people congregate; second — a n d this is of course a related phenomenon— the very being of these figures does not have a direct, but rather a metaphorical, significance. Their very appearance, everything they do and say, cannot be understood in a direct and unmediated way but must be grasped metaphorically. Sometimes their significance can be reversed but one cannot take them literally, because they are not what they seem. Third and last, and this again follows from what has come before, their existence is a reflection of some other's, mode of being—and even then, not a direct reflection. They are life's maskers, their being coincides with their role, and outside this role they simply do not exist» (Bajtín 1981: 159).

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E L A R T E DE LA J A R D I N E R Í A C H I N A EN

BORGES

figura del fol a una relativa movilidad e independencia por parte de este personaje: Fools are characteristically unperturbed by the ignominy that comes from being irresponsible. They have a magical affinity to chaos that might allow them to serve as scapegoats on behalf of order; yet they elude the sacrifice or the banishment that would affirm order at their expense (1969: 101).

Acaso sea esa agilidad y el hecho de estar dotados para escamotear castigos y retribuciones, aún cuando representen una amenaza a las fronteras que separan el orden del desorden, lo que convierte al «loco» en personaje particularmente apto para la crítica no solamente de índole política y social, sino —ello es de especial interés en el contexto de este comentario— también la de índole intelectual. Al comentar la paradójica situación de los «locos» profesionales que, en su calidad de bufones de corte durante la Edad Media y el Renacimiento, servían con frecuencia de consejeros a los reyes, Robert Klein los denomina «desmitificadores» y vincula la burla al orden social con la burla a los órdenes del intelecto: Le fait un peu paradoxal que 1' on ait prêté à l'être humain le plus vil et ridicule le dernier mot et le plus sage sur les affaires d'état, de justice et de morale, s'explique aisément par le crédit mélangé qu on accorde aux démystificateurs. Le fou ne croit pas a l'honneur chevaleresque ou militaire (ses conseils politiques seront de paix, d'économie, de protection des pauvres); il se moque des dignités sociales et, plus que de toute autre chose, des prétentions des savants (Klein 1963: 19) 5 .

Según Klein, pues, la burla dirigida a la «pretensión de los sabios» y a la sabiduría obtenida en bibliotecas —que, cabe recordar, constituye un sistema de orden— forma parte integral y de importancia primaria, de la constitución del «loco». Al aludir a los modos en que el «loco» Till Eulenspiegel se burla de los ciudadanos de Magebourg, Klein concluye: [...] le fou humilie les sages de ce monde, y comprit naturellement les docteurs et les théologiens. La Nefdes fous [de Sebastian Brant] abonde en discours contre l'érudition et la «curiosité» du savoir livresque [...] (1963: 20).

5

Para un examen del «loco» como «desmitificador» en su función de bufón de corte en la España de los Siglos de Oro, véase el estudio indispensable de Francisco Márquez Villanueva, «Planteamiento de la literatura del 'loco' en España» (Márquez 1980). Comenta Márquez Villanueva: «La corte necesitaba de esta presencia corpórea de la Locura para liberarse de la tiranía verdaderamente enloquecedora de una vida penetrada de arriba a abajo por la razón, objetivada en el implacable engranaje de la política. El 'loco' de corte restaura a su alrededor la flexibilidad y los derechos de la sana y más benéfica naturaleza» (1980: 8).

L o s A R L E Q U I N E S Y « E L M U N D O AL R E V É S »

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Pero como ocurre con el carnaval en el contexto de su configuración originaria, los cambios históricos y, por consiguiente, las nuevas perspectivas en las que se ubica el hombre y su mundo, alterarán de modo definitivo la figura de este «desmitificador» y especie de «anti-hermeneuta» cuya función es invertir y subvertir órdenes establecidos. Anton Zijderveld intenta historiar el proceso. Arguyendo que el hombre de la Ilustración está emparentado, dado sus posturas, con los principios que rigen el puritanismo calvinista, explica que, como los puritanos, [...] Rational M a n hated the Roman Catholic faith which had made of the Middle Ages a «dark age», founded on superstitions and misguided beliefs, ruled by corrupt ecclesiastic and secular powers, politically shaped by the despicable system of feudalism. Much of this indictment was similar to the condemnations levelled against «Rome» by the «Reformation» [...]

Pero, añade Zijderveld, mientras que, por un lado, los protestantes deseaban purificar, desde un punto de vista teológico, el cristianismo, T h e Enlightment, on the other hand, fought for the purification of mankind and proposed to use human reason as the ultimate authority. T h e latter turned out to be fatal to traditional folly (Zijderveld 1982: 31).

En un mundo donde impera la Razón, así, con mayúscula, no se tolerarán imágenes del «mundo al revés» (a menos que no se empleen con fines primordialmente satíricos), ni habrá, ni puede haber, lugar para la sinrazón. Baste con recordar que para el hombre Ilustrado las sinrazones de un Shakespeare o de un Cervantes constituían cuando menos, motivo de desdén, cuando más, motivo de escarnio.

E L « L O C O » Y U N O DE SUS D E S C E N D I E N T E S : EL A R L E Q U Í N

Si bien es cierto que en el contexto de la vida europea y, sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, la importancia del «loco» va disminuyendo hasta que, pasado el siglo XVIII, su figura para todos los fines desaparece, no es menos cierto que, bajo máscaras y disfraces diversos, uno de sus descendientes, el arlequín, prevalecerá hasta nuestros días. Esta figura, que solemos asociar principalmente con el mundo del teatro, está vinculada desde sus orígenes con la imagen del «loco». Enid Welsford indica que, en el temprano Renacimiento, los comediantes que desempeñaban papeles de «loco» en obras teatrales «[...] modelled themselves to a certain extent upon an existent social type [...]» Un poco más adelante, sin embargo, se llevan a cabo ciertos cambios:

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[...] at the end of the sixteenth century the vogue of the cap and bells began to be superceded by that of the black mask of the Harlequin, a fool type created by popular imagination and the genius of successive generations of comic actors (Welsford 1935: 287).

Welsford va a insistir una y otra vez en esa doble vertiente —la popular y la artística— en lo concerniente a su estirpe. Citando a Otto Driesen, traza su origen más remoto al siglo XI y lo vincula con «apariciones» presenciadas por un sacerdote que identifica a la maléfica turba como miembros de la familia Herlechin (1935: 287) s . Con el correr del tiempo, la imaginación popular transforma estos fantasmas en «demonios aéreos», y éstos, a su vez, transformados una vez más, se incorporarán al teatro religioso. Citando de nuevo a Driesen, Enid Welsford comenta: Dr. Driesen, indeed, suggests that it was mainly through religious drama that Harlequin developed from an aerial demon into a comic devil and so was prepared for his final migration to the Italian comic stage. For Harlequin has a mixed ancestry, and is himself an odd hybrid nature, in part a devil created by popular fancy, in part a wandering mountebank from Italy (Welsford 1935: 288-289).

Pero es en el contexto de la commedia dell'arte y en el de sus antecedentes inmediatos en el que al arlequín se le dota de sus rasgos distintivos. Comenta Welsford: [...] in the later half of the sixteenth century certain companies of Italian actors became famous all over Europe for their skill in improvisation, their store of amusing stagetricks or «lazzi», and their creation of characters who became stock comic types, most of whom were caricatures of certain classes or nationalities: the lovers, the servants, the braggart captain, the Doctor from Bologna, Pantaloon the old merchant of Venice, and so on [...] One of the most popular of these Italian masques was that of Arlecchino, the comic valet [...] (1935: 289).

Así, por medio del virtuosismo con que actores especialmente dotados, tales como Tristano Martielli (nacido en 1557), representaban este personaje —quien, cabría recordar, no dependía de un texto redactado de antemano sino de la mera improvisación—, el arlequín pudo generar incluso una vida independiente de las formas teatrales que le habían servido de marco originario. Como consecuencia, logró incorporarse, más allá de las barreras del escenario, a la sociedad como mera versión del bufón y del «loco». Escribe Welsford: 6

Existen otras teorías en torno a su origen remoto. Thelma Niklaus, por ejemplo, ve a los sátiros que aparecen en la comedia griega antigua como antecesores suyos (véase, Niklaus 1956).

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However diabolical Harlequin may have been in the Middle Ages, in the Renaissance he was a very human figure patronized by princes and beloved by the citizens of Paris. Successive actors identified so thoroughly with the role that Harlequin began to exist outside the walls of the theater and to play a part in society not wholly dissimilar to that of the buffon and the fool, whom he was to a certain extent supplanting in popularity (1935: 291).

Quisiera destacar, sin embargo, algunos atributos que adquiere el arlequín en el proceso de su desarrollo y que, a primera vista, parecerían encontrarse en marcada contradicción con rasgos importantes de su antecesor, el «loco» tradicional. Me refiero a la evolución de la vestimenta del saltimbanqui que, derivándose en un principio del traje abigarrado del «loco» («motley» lo llama William Willeford), va adquiriendo cierto «orden», «orden» que se hace visible en los modos en que paulatinamente se transforman las manchas o remiendos del vestido original, en general dispuestas al azar, en figuras geométricas. Vinculando, y a la vez contrastando, el traje del arlequín y el de su antecesor, Willeford hace las siguientes observaciones: It is clear that the fool's motley, as it emerges from his lumpishness, contains the possibility o f development into a harmonious formal pattern. T h u s the costume of Harlequin, which consisted at first of irregular patches, had developed by the middle o f the seventeenth century into a symmetrical pattern o f blue, red and green triangles, which in the eighteenth century became in turn lozenges. However, such a development of the relatively chaotic into simple order is, if the formal perfection becomes paramount, at the expense of the fool's being a fool: divorced from chaos he may become, for example, a ballet dancer (Willeford 1969: 17-18).

El arlequín, había que subrayar, no se convierte en el contexto de su rol tradicional en un mero bailarín de ballet. En él conviven rasgos de lo inesperado, de lo sorprendente y de lo caótico —herencia de su parentesco con el «loco»— junto a esas formas del orden —triángulos y rombos— tan visiblemente sobrepuestos a su disfraz y que solemos asociar comúnmente con el pensamiento sistemático y abstracto que rige la geometría.

E L A R L E Q U Í N EN LA LITERATURA C O N T E M P O R Á N E A

N o es de extrañar que una figura que a primera vista casi no invoca complejidad alguna, pero que, bajo máscaras y disfraces, esconde características contradictorias y arrastra consigo una tradición rica y variada, haya suscitado el interés de varios escritores importantes contemporáneos. Si bien las metas y límites de

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este trabajo no me permiten abundar en el asunto, desearía sin embargo mencionar tres narradores del siglo XX que, en casos específicos, han suscitado la atención de los críticos justamente por haberse servido de la figura del arlequín con fines muy diversos. Me refiero a Vladimir Nabokov, cuya última novela se titula Look at the Harlequins (1974), J. D. Salinger, quien en Franny andZooey (1961) dota a Zooey Glass de una máscara arlequinesca, y quizá, más a propósito porque se trata de un autor leído y admirado por Borges, Joseph Conrad, en cuyo Heart of Darkness (1899) aparece un ruso dotado de múltiples y evidentes características de arlequín. Esta figura, curiosamente, sirve de intermediario entre el narrador Marlow y el personaje en torno al cual parece girar todo el relato, el europeo trastornado cuyo nombre es Kurtz. Respecto de Salinger y Nabokov, Kordula Rose-Werle, en un estudio que versa sobre el arlequín en la obra de ambos escritores, propone la hipótesis de que, tanto en la obra de uno como de otro, la figura del saltimbanqui funciona primordialmente como símbolo de las transformaciones a las cuales se tienen que someter los personajes para integrarse — o para darse cuenta de que la integración es a fin de cuentas imposible— a una sociedad cuyas exigencias no son concordes con sus necesidades internas (Kordula 1979: 274). El caso de Conrad, por otro lado, resulta de mucho más interés. A pesar de que a primera vista el personaje con atributos arlequinescos en Heart of Darkness parece desempeñar un papel de mero intermediario entre Marlow y Kurtz, su figura, una vez integrada en el contexto de su pasado literario y social, adquiere dimensiones insospechadas. Si bien John W. Canario, en su artículo «The Harlequin in Heart of Darkness», ve al ruso, en su carácter de saltimbanqui, como una imagen del «aborigen» europeo, un europeo que ha retrocedido a un comportamiento atávico en el que aflora su inocencia y sentido de humanidad (Canario 1967: 232) 7 , Jack Helder, al insertarlo en el sistema de convenciones a que pertenece, lo destaca hasta convertirlo en un símbolo central de las principales preocupaciones y temas de todo el relato de Conrad. Escribe Helder: 7

John W. Canario señala cómo Marlow, partiendo de una primera impresión, va inscribiendo progresivamente en el personaje ruso la figura del arlequín: «Marlow first describes this Russian as a harlequin, and he later reveals through frequent observation of harlequinesque qualities in the youth that the first impression was progressively strenghtened during their conversation» (1967: 225). Sería interesante señalar de paso que en otra novela de Conrad, Nostromo (1904), también se dota a uno de los protagonistas, Martín Decoud, de ciertos atributos arlequinescos que aluden al principio de la inversión y de la impostura. Aludiendo a unos reportajes sobre asuntos europeos que aparecían en la prensa local de Santa Marta sin que se revelara el nombre del redactor, escribe Conrad: «Everybody in Costaguana, where the tale of compatriots in Europe is jealously kept, knew that it was 'the son Decoud', a talented young man, supposed to be moving in the higher spheres of society. As a matter of fact he was an idle boulevardier, in touch with some smart journalists, made free of a few newspaper offices, and welcomed in the pleasure haunts of pressman. This life, whose dreary superficiality is covered by the glitter of universal

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W h e n he is d e f i n e d in terms o f conventions derived f r o m the c o m m e d i a dell'arte [sic] tradition o f fools, he takes shape as an archetypal figure with certain archetypal functions. W i t h i n these fool conventions the Russian serves as a s y m b o l i c type — a s a m o s t appropriate figurative i m a g e in C o n r a d ' s overall depiction o f a moral element in man's experience a n d man's relation to his universe — a s well as a character with individual a n d moral d i m e n s i o n s o f his o w n (1975: 362).

Como arquetipo teatral, el arlequín ruso se presenta desprovisto de un sentido de moralidad y por tanto carente de valores morales. Pero — y esto me parece de mucho más interés en este contexto— Helder también ve al arlequín de Conrad como símbolo de lo que el crítico considera el asunto primordial e unitario de la novella: la lucha entre el caos y el orden, pugna que el hombre percibe en el universo que lo circunda y que ve, en ocasiones, reflejada en su propia vida interior: I n c o n g r u o u s as [the H a r l e q u i n ] m a y first appear to Marlow, he not only fits the s y m b o l i c a n d thematic scheme o f the novella, but actually is a d r a m a t i c presentation o f the p o i n t at which these elements are clearly welded together. As a traditional fool type, he provides a focal p o i n t f r o m which elements o f s y m b o l , t h e m e a n d character can fruitfully be perceived (Helder 1 9 7 5 : 3 6 2 ) .

Pienso que, ubicando los arlequines de Borges de un modo análogo en el contexto de «La muerte y la brújula», se podrían iluminar aspectos, recónditos a primera vista, que dan coherencia y sentido a esa trágica historia de detectives marginales y rencorosos pistoleros.

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Quizá convendría ahora llevar a cabo una relectura del relato de Borges convirtiendo, como ya propuse, la figura de los arlequines y, junto a ellos, el carnaval, en ejes de significados múltiples. En el contexto de «La muerte y la brújula», el rol simbólico que desempeñan los saltimbanquis y la ocasión festiva en que aparecen insertados cobran un sentido pleno, me parece, si se les lee en el contexto de algunos rasgos sobresalientes de su pasado social y literario. La función que desempeña el carnaval como tergiversador del mundo reviste aquí, como es de esperar, una importancia primordial. A pesar de indicios sueltos y, como es usual en Borges, oblicuos, inscritos en las primeras páginas del cuento y que parecen apuntar a una tergiversación de un orden de cosas (ya señalé la coincidenblague, like the stupid clowning of a harlequin by the spangles of a motley costume, induced in him a Frenchified —but most un-French— cosmopolitanism, in reality a mere barren indifferentism posing as intellectual superiority» (Conrad 1960: 130).

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cia Scharlach/Sherlock: el asesino con el nombre del detective; la descripción de un estuario «cuyas aguas tienen el color del desierto» [Borges 1989: 499; la cursiva es mía], por ejemplo), es en realidad durante las festividades del carnaval cuando aparece por primera vez de modo evidente la indicación de que el mundo de Lónrot y Scharlach, del detective y del criminal, está, en efecto, invertido. De las pistas que se suceden en esa sección del relato en lo tocante al «mundo al revés» sólo cabe destacar dos que me parecen de innegable importancia. Por un lado, Scharlach se hace pasar, disfrazado de Ginsburg, por objeto de un asesinato, el victimario, pues, se convierte momentáneamente en víctima. Por otro lado, los arlequines que, en el simulacro de asesinato en la Rué de Toulon «sujetan» a Scharlach-Ginsburg camino del cupé, son los mismos que en la quinta de Triste-le-roy, ya sin disfraces y, como indiqué anteriormente, abandonando el ambiente juguetón y festivo, se arrojan sobre Lónrot, lo «sujetan» y le atan las manos. Estos personajes anónimos, en los que se encarna, la figura abstracta del rombo, se convierten en instrumentos del climax del relato. Mediante esta maniobra permiten que en efecto se consume el crimen que trastorna definitivamente el mundo del detective y del delincuente. La secuencia textual es la siguiente. Primero los dos arlequines se describen como «de reducida estatura» (1989: 502); más tarde, en el mirador de la quinta: «Dos hombres de pequeña estatura [...] se arrojaron sobre él y lo desarmaron [...] Los hombres maniataron a Lónrot» (1989: 505). La importancia de los arlequines, pues, como entes que trastocan una serie de expectativas fundamentadas en un orden establecido es sin duda muy grande. Además de llevar inscrito en su disfraz —ya lo he comentado— el rombo que, junto a los losanges de la pinturería, las de la ventana del mirador de la quinta y el doble triángulo que el mismo Lónrot inscribe en el mapa de la ciudad que le ha enviado Scharlach, resume con una admirable economía la estratagema del asesino, el personaje enmascarado cumple otras funciones que proyectan luz sobre el trágico destino del investigador. Las funciones a las que me he de referir están estrechamente unidas al «pasado» del arlequín y a su vinculación con la imagen del «loco». Tal es el caso en lo relativo al hecho de que uno de los arlequines, al abandonar la taberna de la Rué de Toulon, escribe en la pizarra de una recova: «La última de las letras del Nombre ha sido articulada». Choca que un arlequín que, en el contexto de su tradición teatral suele desempeñarse la mayor parte del tiempo haciendo trucos (« lazzi ») o, si habla, suele hacerlo no partiendo de un texto escrito sino improvisando, escriba una sentencia cargada de premeditación, en este caso alevosa, pues su fin es dar un indicio equivocado a Lónrot. Esta escritura se transforma simbólicamente en uno de los paradigmas que sirven de andamiaje al cuento: lo razonablemente premeditado frente al azar que rige la improvisación, todo ello inscrito, en esta instancia particular, en el contexto de un carnaval. Curioso, de paso, notar que el poder corrosivo y desmitificador del carnaval en lo tocante al envío y recepción de mensajes, es decir a la pragmática, no elude la atención del rudimentario Treviranus. Al comentar la llamada telefónica de

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Gryphius-Ginzberg a Treviranus prometiendo información sobre los crímenes, el narrador explica: «Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon [...]» ( 1 9 8 9 : 5 0 2 , la cursiva es mía). Pero hay más. C o m o ha indicado Robert Klein, el «loco», al burlarse de las pretensiones de los sabios, [...] n o sólo «humilie les sages [...] y compris [...] les docteurs et les théologiens [...]», sino que, como muestran comentarios insertos en la Nave de los locos de Brant, suele atacar además «l'érudition et la curiosité' du savoir livresque...» 8 Cabría recordar que son justamente las pretensiones de «sabio» de Lônrot las que los arlequines subvierten con la frase escrita en una recova, frase por lo demás que, con una leve variante, ha sido usurpada nada menos que a un teólogo (a Marcelo Yarmolinski: «La primera letra del Nombre ha sido articulada») con el propósito de subvertirla y hacerla vehículo de una burla macabra. C o m o tampoco se debería olvidar que Lónrot, cae en las redes de Scharlach y marcha hacia una muerte segura justamente por los senderos de una «sabiduría» que podríamos calificar de temerariamente libresca 9 .

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Véase, más arriba. En lo relativo a esa sabiduría que insiste tercamente en ubicar los libros y el pensamiento abstracto como único referente y que desdeña los particulares, incluso cuando esos particulares incluyen el sufrimiento y la vida misma de otros hombres (véase, por ejemplo, las consideraciones a que se entrega Lónrot camino de Triste-le Roy: «Virtualmente había solucionado el problema; las meras circunstancias, la realidad [los nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios], apenas le interesaban ahora» [1989: 504]), la crítica no ha reparado en algunos datos al respecto que son, cuando menos, interesantes. En su afán por encontrar, en lo que toca los crímenes, una solución puramente «rabínica», fundamentada exclusivamente en textos que encuentra en el cuarto de Yarmolinski o que subrepticiamente le provee Scharlach, Lónrot desatiende no sólo las razonables hipótesis de Treviranus que parecen fundamentarse en su observación del comportamiento humano y en la disposición de los hechos, sino que asimismo obvia datos derivados de la realidad sensible que un detective eficaz, es decir, diligente, no hubiera debido ignorar. De haberlos tomado en cuenta, Lónrot no hubiera necesitado de libros de cultura religiosa para obtener información que estima de primera importancia para el proceso de su investigación. Un ejemplo de lo que acabo de referir lo constituye el dato que, junto a otros indicios, va a ejercer una función crucial en cuanto a las hipótesis de Lónrot, el hecho de que los crímenes no se cometieron los días tres sino los días cuatro de cada mes y que, por tanto, un cuarto asesinato era previsible el cuatro del mes entrante. La información «libresca» en lo que toca el comienzo y el final de cada día para los hebreos la obtiene Lónrot, como se sabe, del manual Philologus hebraeogrecuss de Leusden que el criminal le ha hecho llegar, por vía de Treviranus, solapadamente. El narrador y el mismo Scharlach dejan constancia, me parece de manera ambigua, que los asesinatos ocurrieron la «noche» de los días tres. Pero una lectura atenta del relato abre la posibilidad de que, examinados en el contexto de la mera «realidad» y con un poco de investigación adicional, hubiera sido posible determinar que por lo menos la muerte violenta de Yarmolinski y el «crimen» de Gryphius-Ginzberg ocurrieron en verdad el cuatro. En lo que respecta la hora del asesinato de Yarmolinski, el narrador señala que el chauffeur del Tetrarca, quien dormía en el cuarto contiguo, había declarado que «antes de medianoche» el rabino «apagó la luz» (1989: 499). Es cierto que la frase «antes de medianoche» no remite a una hora

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Otro de los atributos del «loco» que, recordemos, señalan Zijderveld y Willeford es su afinidad con el caos. Al «jugar» de modo irresponsable y errático con los parámetros que sirven al hombre para dotar de significado al mundo («the essential criteria by which human beings manage to experience meaning»), como indica Zijderveld, el «loco» trastorna el orden del mundo y convoca el sinsentido, que es una de las formas del caos. En la figura del arlequín, ya he comentado, parecen convivir simultáneamente el caos y el orden, el descalabro y los rigores de la geometría. Si bien el arlequín queda emparentado con el «loco» en su calidad de saltimbanqui, también es cierto que, como explica Willeford, su vestimenta da claros indicios de evolucionar, desde un punto de vista histórico. Parte de manchas desparramadas al azar (motley), luego pasa a triángulos simétricos en el siglo X V I I , y finalmente se configura en rombos de tres colores en el siglo X V I I I . Así, pues, en la persona misma de ese perturbador del orden que es el arlequín, están inscritos, a la vez, símbolos de la razón y del pensamiento ordenado de la geometría. Pero habría que aclarar, sin embargo, que a pesar de los losanges que adornan sus vestiduras, primordialmente es el azar y el desorden las características que definen al saltimbanqui. Y quizá sea apropiado destacar aquí por su importancia que, en lo que toca su modo de percibir el arlequín, Lonrot parece excluir rigurosamente los atributos que remiten al caos y en su lugar, centra su atención exclusivamente en la imagen geométrica que ostenta el disfraz; los lozanges multicolores. 10

precisa, pero las más de las veces se suele emplear para indicar «alrededor de la medianoche». Lo cierto es que en la cercanías de la medianoche del tres de diciembre Yarmolinski aún estaba vivo, como lo confirma de modo inequívoco el dato preciso que Scharlach le suministra a Lonrot poco antes de matarlo: Azevedo irrumpió en la habitación del rabino «hacia las dos de la mañana» (1989: 506) y habría de perpetrar el crimen poco después. De haber procedido a interrogar de modo más minucioso al mentado chauffeur, o de haber reclamado la ayuda que en estos casos suelen brindar las ciencias forenses, el detective «bibliófilo» hubiera podido con toda probabilidad determinar que el crimen ocurrió en la temprana madrugada del cuatro de diciembre. El caso del tercer «asesinato» es en este sentido, me parece, menos ambiguo. El supuesto crimen, se infiere por la «brusca estrella de sangre» en la habitación Gryphius en el Liverpool House, ocurrió luego de que los arlequines suben con el misterioso personaje del escritorio de Finnegan a la segunda planta. Habría que recordar, sin embargo, que Treviranus recibe la llamada de Gryphius «poco antes de la una» (1989: 502) de «la noche del tres de febrero». Es decir, los hechos apuntan irremisiblemente a una conclusión: el tercer «crimen» se perpetró después de la una de la madrugada del cuatro.

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Es acaso lícito preguntarse en qué radica la importancia de estas minucias. La respuesta a esta interrogante apunta en la dirección siguiente: si Lonrot hubiera investigado no libros en torno a asuntos sagrados, sino los hechos fehacientes y su disposición correspondiente, le hubiera sido posible determinar, como lo hizo mediante la lectura e interpretación de libros, que por lo menos dos de los crímenes ocurrieron el cuatro de cada mes. Lo único, y creo que ello es importante, que en ese caso la información quedaría firmemente emplazada en un plano secular, y al liberarse de sus connotaciones religiosas y la alusión a prácticas mágicas, la búsqueda de explicaciones exclusivamente «rabínicas» quedaría, cuando menos, bastante comprometida. Véase más arriba.

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Pero la estrecha y peligrosa convivencia entre caos y orden representada en el arlequín y en su vestimenta, tiene repercusiones de gran extensión en el relato de Borges. La crítica ya ha señalado cómo la irrupción de un caos inesperado (un asesinato, digamos) viola los fundamentos de un orden establecido (el «orden» que rige una sociedad determinada) y la función del detective —firmemente establecida en la tradición del género del relato policial— como agente del restablecimiento de esa armonía perdida cuando finalmente atrapa el criminal". En el contexto de «La muerte y la brújula», la convivencia del orden y del caos es precario y, como el arlequín, una de cuyas funciones consta en tornar el mundo «al revés», la relación queda definitivamente trastocada. La intervención del detective aquí, ya se ha dicho, lejos de restaurar un orden, sirve para procrear un caos mucho más extenso que el que instaura el primer asesinato, el de Yarmolinski. Se trata de un caos de crímenes múltiples rigurosa y razonablemente dispuestos en serie, more geométrico. Uno de los resultados más contundentes de esta tergiversación de un estado de cosas, como explica John Irwin, es la de deslizar a los dos protagonistas en un mundo donde reina, desde un punto de vista epistemológico, la incertidumbre {indeterminacy)n. Finalmente, tanto Lónrot como Scharlach, al usurpar un lenguaje y unas prácticas sagradas que poco o nada tienen que ver con aquellos fines a los cuales las destinan la tradición —uno, el detective, los emplea para descubrir la identidad de asesinos; el otro, el criminal, se sirve de ellos para perpetrar crímenes-— asumen, a su vez, identidades que no corresponden a sus configuraciones como personas o como miembros de la sociedad 13 . Como el arlequín que, al escribir en la pizarra de la recova en la Rué de Toulon, usurpa un lenguaje en clara contradicción con su naturaleza misma, con una historia social y literaria que lo destina a los trucos de escena y a la improvisación, Lónrot y Scharlach, al asumir la identidad de savants, de teólogos, también se enmascaran, se integran plenamente a un «mundo al revés», a un carnaval que, a su vez, se contradice a sí mismo. La ocasión festiva se transforma en una suerte de rito que en estas circunstancias está 11 12 13

Varios teóricos del relato detectivesco han reflexionado sobre el asunto. Desde un punto de vista marxista, por ejemplo. Véase Ernst Kaemel (1983: 56-61, en especial: 60). Véase nota más arriba. En un agudo estudio en torno al lenguaje de la locura en el Renacimiento, Paolo Valesio, al contrastar los modos de representación del loco en la literatura de la Edad Media y la de los siglos XVI y XVII, señala que, a diferencia de lo que ocurre en la literatura medieval donde el loco aparece representado de m o d o icónico (se le pinta casi siempre desnudo), en la literatura renacentista se le suele identificar primordialmente por medio del lenguaje que usa: «[...] the basic difference between the medieval and Renaissance interpretation of madness is that, while the former is predominantly iconic, the latter is predominantly verbal; moreover, this verbal representation is characterized by the presence of a specific linguistic component, the language of folklore» (Valesio 1971: 127). Un tipo de lenguaje, pues, sirve para dotar de una «identidad», en este caso la «identidad» de loco, a uno o varios personajes de una obra literaria.

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exento de todo espíritu de celebración y de alegría y que, contraviniendo sus principios fundamentales, parece proclamar a esos cuatro macabros puntos cardinales que tanto importan en el cuento: ad mortem festinamusu. Y no creo que sea del todo lícito pasar por alto, en este contexto, la importancia de la fecha que Borges inscribe al final del relato: 1942. Por esos años, sabemos de sobra, un Nuevo Orden había desatado en el mundo un caos monumental, y, de paso, había asimismo establecido las condiciones propicias para que los «tres mil años de opresión y de pogroms» (Borges 1989: 499) que, según el narrador de «La muerte y la brújula», había tenido que tolerar el doctor Marcelo Yarmolinski, la primera de las víctimas, siguieran transcurriendo como una pesadilla sin término15. Pero existen, además, otros tipos de lenguajes capaces de disfrazar personajes literarios, capaces de dotarlos de identidades que podríamos calificar de «falsas», puesto que esas secuencias de palabras que se les atribuyen no corresponden a lo que se sabe o se espera de ellos, no se ajustan a lo que llamaríamos sus condiciones personales. De los procedimientos que emplean el lenguaje como «máscara», ninguno más interesante, en el contexto de este estudio, que el que se desarrolla en la literatura francesa del siglo XVII (la llamada époque classique) y que suele denominarse le burlesque. A. Kibédi Varga, en un estudio que versa sobre este subgénero literario, señala que una de las variantes importantes del burlesque es la epopeya heroico-cómica. En esta clase de poema se lleva a cabo una inversión parcial del mundo, se postula una suerte de «mundo al revés», puesto que el lenguaje que se usa es elevado —como concierne a la epopeya—, mientras que los personajes son de extracción ínfima. Intentando una definición sucinta, Kibédi Varga cita las palabras que Boileau inscribe en su prólogo a la primera edición del Lutrin: «Dans (la epopeya heroico-cómica) une Horlogère et un Horloger partent comme Didon et Enée». Pero si es cierto que, como indica Kibédi Varga, el burlesque constituye una inversión parcial del mundo, que no encaja de forma total y completa dentro del marco más amplio del «mundo al revés», también es cierto que comparte con ese marco de referencia un punto importante: ambos suscitan de modo evidente el problema de la identidad. Escribe Kibédi Varga: «Le burlesque se rattache cependant au theme du monde renversé sur un point essential: les deux possent finalement le problème de l'identité» (Kibédi Varga 1979: 158). Y un poco más adelante, el crítico vuelve a recalcar el vínculo entre este proceso y la pérdida de una identidad o la adquisición de una que sea falsa: «Le personage qui perd le langage qui lui convient, le langage privé de celui qui, socialement, le supporte, le héros a qui le fourbe tend un miroir— voici la mise en question de l'identité» (1979: 159). Es, pues, en la medida en que un lenguaje puede determinar una identidad que tanto Lônrot como Scharlach se «disfrazan» e, inviniendo el mundo momentáneamente al emplear —sobre todo, Scharlach— para maleficio del hombre un lenguaje cuyo fin primordial es cantar la gloria de Dios, usurpan identidades que les son muy ajenas: las de teólogos o de místicos. 14

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Miguel de Ferdinandy, además de realzar los rasgos funéreos que se hacen sentir en los remotos orígenes del arlequín, destaca lo que llama la faz «oculta» del carnaval y le adjudica cualidades trágicas: «Al protagonista de la comedia se le puede despojar, por decirlo así, de su cómico' primer rostro. Inmediatamente aparece un 'segundo' rostro: una faz trágica» (1977: 12). Luego de comentar «La muerte y la brújula» como, entre otras cosas, un duelo milenario e interminable entre judíos y cristianos, John T. Irwin invoca el trasfondo histórico del momento en que el relato se redactó como un marco de referencia posible: «That Borges means for us to interpret this image of a periodically recurring duel between Christian and Jew, evoked by the encounter of Lónrot and Scharlach, in relation to the Nazi persécution going on at the time is supported by another of his tales, 'The Secret Miracle' (1943)» (Irwin. 1994: 60).

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Borges, en «La m u e r t e y la brújula», ha d a d o u n giro personal y h a actualizad o los rasgos tradicionales del carnaval y, sobre t o d o , del arlequín, c o n f o r m e a la p a r a d o j a tradicional de u n ser a la vez j u g u e t ó n y siniestro, en este caso, disfrazad o p o r p a r t i d a doble. I m p r o v i s a d o r p o r naturaleza, envía mensajes a l t a m e n t e m o t i v a d o s con resultados nefastos; b u r l a d o r de sabios y teólogos, a la vez se c o n vierte p a r a u n o de los personajes en f u e n t e d e sabiduría libresca c o n visos teológicos, sabiduría c u y o origen es la sangre d e r r a m a d a y cuya p u e s t a en práctica es, a su vez, el d e r r a m a m i e n t o d e sangre. T o d o ello se provee a u n a p r e n d i z de herm e n e u t a q u e , e m b e l e s a d o p o r los placeres del intelecto, d e s d e ñ a la «realidad» y que, en tales circunstancias, está a b o c a d o a desconfiar y e v e n t u a l m e n t e a s u p r i m i r el azar y la e s p o n t a n e i d a d q u e son partes f u n d a m e n t a l e s d e la vida m i s m a . E n circunstancias c o m o estas, la negación de la vida, auxiliada p o r el m a n e j o diestro o siniestro de u n a b r ú j u l a , n o p u e d e sino llevar a la a f i r m a c i ó n d e la m u e r t e .

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EL EXTRAÑO CASO DE LA ARAÑA H O M I C I D A EN BORGES Y MARTIN LUIS GUZMÁN: «LA MUERTE Y LA BRÚJULA» Y EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE A Luis Rafael Sánchez

E L A S U N T O S O B R E EL que versa el presente ensayo acaso suscite en el lector aprehensiones no del todo injustificadas. Jorge Luis Borges y Martín Luis Guzmán no son autores que solemos asociar en lo que toca los modos de concebir y ejercer la vocación literaria en el contexto del mundo hispanoamericano. El argentino, como se sabe, abiertamente desconfía de la literatura «comprometida»; el mexicano, en cambio, desarrolla su obra literaria en el contexto de circunstancias políticas y sociales contemporáneas del autor, situaciones que incorpora a sus textos y que son patentes en ellos. Pero como sucede de vez en cuando, la fuerza de ciertos datos, y hablo aquí de «datos» literarios, poseen la virtud de alterar expectativas y esquemas preconcebidos y nos invitan a mirar más de cerca parentescos que normalmente uno no hubiera anticipado. Varios estudios críticos han intentado trazar los antecedentes de rasgos importantes de la trama de «La muerte y la brújula» y, en el proceso, remiten a textos de Conan Doyle, Poe y Chesterton, entre otros1. Pero hasta donde me es conocido, nadie se ha detenido a examinar las coincidencias, a mi entender muy evidentes, en lo tocante a la trama, coincidencias que acercan el relato de Borges y una anécdota que narra Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente titulada «La araña homicida». Sería quizá útil señalar de paso que, más allá del hecho de que ambos relatos estén estructurados al modo del cuento policial —el de Borges, como se sabe, asumiendo y transgrediendo en ocasiones las convenciones del género; el de Guzmán de modo más libre, casi como un reportaje—, los emparentan otras circunstancias no del todo desdeñables2. Las circunstancias a las que me refiero podrían asimilarse aquí predominantemente a contextos culturales de

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Véase el estudio anterior, «Los arlequines y el 'mundo al revés'» en «La muerte y la brújula». William W. Megenney, quien considera un cuento lo que Guzmán llama modestamente «acontecimiento», observa lo siguiente: «Otro cuento hábilmente intercalado dentro de la urdimbre de la obra ha sido titulado 'La araña homicida' por Martín Luis Guzmán. Aquí las páginas rebasan la intriga, misterio y mucha acción, a la manera de los buenos cuentos policíacos o de detectives. En efecto, la trama y el ambiente de misterio nos recuerdan lo más

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Hispanoamérica y están relacionados con el emplazamiento del «intelectual» en el entorno de la violencia, tanto personal como institucionalizada 3 . En lo tocante a Borges, como es sabido, el asunto ha sido materia de reflexión a lo largo de su carrera literaria. Aparece en composiciones tan diversas como el «Poema conjetural» y años después en el relato «El Sur», para sólo citar dos de sus textos más famosos; en el relato «La muerte y la brújula» el conflicto se instaura en la figura de Lónrot, un asiduo lector y estudioso aficionado, destinado a vivir en una ciudad (ese «Buenos Aires de sueño») donde parece imperar la anarquía y el crimen 4 . En el caso de Martín Luis Guzmán el mero hecho de redactar unas memorias noveladas, El águila y la serpiente, cuya persona literaria central es un hombre de vasta cultura que se desplaza en el fragor de una guerra revolucionaria, es una situación que en este contexto se explica por sí sola5. Pero de aquellas características que acercan uno y otro relato, el más impactante, me parece, es el diseño, por decirlo así, que configuran en el espacio y en el tiempo la serie de asesinatos que asolan cada una de las ciudades que sirven de marco a la acción: Culiacán y el «Buenos Aires de sueño» de Borges. Y más importante aún, interesa de modo especial el modo en que los detectives, cuando se disponen a buscar una solución al misterio, recurren a las relaciones fundamentadas en la simetría. Pienso que ahora se impone un cotejo pormenorizado del cuento de Borges y de «La araña homicida» de Martín Luis Guzmán.

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sugestivo e indescifrable de los cuentos de Edgar Alian Poe, Alfred Hitchcock o de Horacio Quiroga» (1975: 92). El profesor Megenney en ningún momento alude al parecido entre el relato de Guzmán y «La muerte y la brújula». Empleo la voz «intelectual» en un sentido muy lato, el de una persona adepta a la reflexión y al estudio. Ariel Dorfman dedica un capítulo muy sugestivo a este tema («Borges y la violencia americana») en su libro Imaginación y violencia en América (1972). Luego de indicar que en la mayoría de los textos de Borges, los personajes no parecen haber elegido libremente la violencia, sino que ésta parece haberlos elegido a ellos, Dorfman nos invita a considerar la profusión de muertes violentas en sus narraciones: «Ante todo, podemos advertir que el factor que unifica la mayoría de los cuentos es el hecho de que uno de los protagonistas, generalmente el principal, muere, Pero encontramos otro común denominador aún más significativo: casi todas las muertes son violentas» (1972: 44-45). Por otro lado, para un examen de la relación existente entre aspectos importantes de la obra de Borges y las figuras que practican el «culto del coraje» en la mitología rioplatense, véase Daniel Balderston (1988). En cuanto a El águila y la serpiente, la persona que asume el papel del «detective» que se ocupará de esclarecer la serie de asesinatos que ocurren en Culiacán, como veremos, es el coronel Eduardo Hay, hombre que se nos pinta como reflexivo y de pensamiento riguroso. Es de notar que el narrador-protagonista, el escritor Martín Luis Guzmán, con frecuencia parece asimilarse a la figura, ya codificada en las convenciones del relato policial, del compañero del «detective» Hay, de tal modo que uno y otro parecen pensar y actuar al unísono. Véanse, por ejemplo, los siguientes comentarios: «Hay y yo nos entendimos en pocas palabras y resolvimos poner juntos manos a la obra...», y un poco más adelante: «El Coronel Hay y yo nos volvimos todos conjeturas...» (1969: 135).

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La trama de «La muerte y la brújula» (1942) repite, en términos generales, casi punto por punto la de «La araña homicida» en El águila y la serpiente (1928). N o estimo necesario resumir aquí en detalle el argumento del cuento de Borges. En el capítulo anterior me he ocupado de ello y en esta ocasión sólo repasaré brevemente aquellos rasgos de la intriga que puedan ser útiles cuando proceda a comparar y contrastar los dos relatos. En ocasiones, para fines de claridad, me veré obligado a pormenorizar incidentes de la trama, aunque ellos sean bien conocidos del lector. Quizá el aspecto del argumento de «La muerte y la brújula» que se podría entender como fundamental, en el sentido de que los eventos que se narran remiten una y otra vez a ese principio, es el hecho de que los asesinatos se constituyen en una serie periódica, y que la periodicidad en el tiempo se manifiesta en una disposición simétrica en el espacio. Los primeros «tres» crímenes —sabemos que son sólo dos porque el asesinato de Gryphius fue un simulacro— se perpetran, ostensiblemente para el detective (véase la nota 9 del capítulo anterior), el día 3 de cada uno de tres meses corridos. Yarmolinski, Azevedo y Gryphius-Ginsberg, perecen a manos de criminales el 3 de diciembre, enero y febrero sucesivamente y los homicidios ocurren en tres puntos de la ciudad que configuran un triángulo equilátero. El segundo rasgo de la trama que quisiera destacar es el hecho que, de entrada, los homicidios no responden a una motivación aparente. Es esta carencia lo que impele a Lónrot a motivar los crímenes y construir un andamiaje teológico-místico que de algún modo explique la serie de «hechos de sangre». El tercer rasgo que me parece notable en este contexto remite al hecho de que son dos los detectives que intervienen en el caso, aunque Borges, como es sabido, se ocupa de transgredir esta convención muy conocida del relato policial (Dupin y el comisario; Sherlock Homes y Watson) al disponer uno y otro en abierta oposición en lo que respecta al camino a seguir en el proceso investigativo. Y como posible corolario de esta disposición de hechos en «La muerte...», habría que añadir lo siguiente: es el «razonador» el que se impone aunque, en este caso, si bien el raciocinio le sirve para identificar el criminal y enfrentarlo, no le es provechoso para resolver el caso exitosamente, sino todo lo contrario. Ello me lleva a destacar otro rasgo que está vinculado con el anterior y que, en el contexto de estas páginas, pienso, no carece de importancia. Me refiero al hecho de que, además del placer evidente que el investigador deriva de la investigación libresca, los fines aparentes que impulsan al detective en el curso de la investigación están orientados primordialmente a atrapar el criminal y no tanto a evitar víctimas en el futuro. Finalmente, la disposición simétrica de los crímenes, tanto en el tiempo como en el espacio, permite al detective inferir la fecha y el lugar del siguiente homicidio y, en un despliegue de valor, encarar al asesino. La anécdota que narra Martín Luis Guzmán con el título de «La araña homicida» es mucho menos compleja. Está desprovista de alusiones literarias o metafísicas, y la solución del enigma, como se verá, no ha de tener otras repercusiones

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que la de satisfacer la pertinaz curiosidad de dos hombres ocupados en restablecer el orden en una ciudad que sufre los estragos de una guerra intestina. Guzmán, quien escribe en primera persona, cuenta que, a instancias del general Iturbe, se une al coronel Eduardo Hay en Culiacán en calidad de asistente administrativo con el fin de ayudar en los trabajos de reorganización de la ciudad. Deciden comenzar por el Hospital Militar y allí se topan con una serie de extraños sucesos. Una mañana traen un hombre moribundo, con varios balazos en el cuerpo, que alguien encontró al amanecer tendido en una acera. La mañana siguiente, otra persona encuentra, en otra parte de la ciudad, el cadáver de un segundo hombre también muerto a balazos. Al amanecer del tercer día aparece en otro distrito de Culiacán una tercera víctima asesinada de igual modo que las anteriores. Alguien que se encontraba en las cercanías del lugar del crimen cree haber escuchado, momentos antes del tiroteo, el ruido de un coche que viajaba a gran velocidad. Al alba del cuarto día encuentran, una vez más en una parte distinta de la ciudad, un hombre agonizante, también herido de bala, quien antes de morir indica que el asesino viajaba en una araña. Guzmán explica que esta especie de tartana es [...] uno de esos cochecitos bajos, de dos ruedas, típicamente sinaloenses, a los cuales se designa con el mote, tan popular como descriptivo, de arañas (Guzmán 1969: 137).

El coronel Hay, quien junto a Guzmán se hace cargo de la investigación en torno a los asesinatos, se dedica a recopilar evidencia y, fundamentándose en lo obtenido, logra predecir con un grado sorprendente de exactitud el lugar geográfico donde ocurrirá, justamente el quinto día, el quinto crimen. En ese lugar dispone la trampa para apresar al criminal. A pesar de no poder evitar el último homicidio, el «razonador» que es Hay triunfa, y el asesino —un oficial del ejército con un expediente de mala conducta— queda eficazmente atrapado y, al intentar escapar, muerto a tiros por los soldados dispuestos por el coronel-detective en el lugar previsto. Hasta aquí, estos resúmenes algo esquemáticos de los argumentos de los dos relatos. Paso ahora a examinar los puntos de coincidencia. Antes que nada habría que afirmar lo que ya habrá aparecido evidente. Ambas historias narran una serie de homicidios: el de Borges en principio cuatro, el de Guzmán cinco. En ambas narraciones todos los asesinatos ocurren de noche y también en los dos relatos todos menos el último de la serie se descubren al día siguiente por la mañana. En un cuento como en el otro, son dos los investigadores que se dedican a resolver el misterio: Treviranus y Lónrot en «La muerte y la brújula» (ya he destacado las variantes que impone Borges al esquema tradicional) y Eduardo Hay y el mismo Guzmán en El águila y la serpiente. Más importante, quizá, es señalar que tanto en el caso de Martín Luis Guzmán como en el de

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Borges los crímenes ocurren sin que los justifiquen, en primera instancia, motivación alguna. Enfrentados los dos detectives de Borges al primer asesinato, el del rabino Yarmolinski, Treviranus postula la intervención del mero azar mientras que Lónrot, sabemos, se inclina a una solución «rabínica». En el caso de «La araña homicida», Guzmán consigna de un modo semejante tanto su perplejidad como la de Hay en lo tocante a la aparente ausencia de móviles. El moribundo del primer día [...] y el muerto del día siguiente descartaban, por su condición misma, las hipótesis de la riña o del robo a mano armada. Era gente de aspecto humildísimo a quien nada hubiera podido robarse, salvo la pobre ropa que llevaban puesta; gente sin trazas de haber portado armas nunca y sin probable historia de aventuras y encuentros rijosos (136).

Y es justamente esta ausencia aparente de motivos, y la regularidad periódica de los crímenes tanto en tiempo como en espacio, la que sirve, también en ambos relatos, para configurar los asesinatos ante los ojos de los espectadores en una serie de crímenes rituales. Escribe Guzmán en El águila y la serpiente: [...] Culiacán gustó la rara emoción de saberse bajo el imperio de un demonio oculto que sólo se manifestaba en las sombras matando a sus elegidos y que escogía una víctima cada noche (136).

En lo que respecta al cuento de Borges, las circunstancias se perfilan con aún más nitidez. Es precisamente ésa, la que apunta a una serie de crímenes rituales, la estratagema que emplea el asesino Scharlach para atrapar a Lónrot. En el transcurso de los últimos párrafos de «La muerte y la brújula», Red Scharlach alecciona a su víctima con una paciencia que está traspasada de odio: — A los diez días [del primer crimen] yo supe por la Yidische Zeitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinski la clave de la muerte de Yarmolinski. Leí la Historia de la secta de los Hasidim", y supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos [...] Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura (Borges 1989: 1: 506).

Pero para que el enigma se resuelva, como en efecto ocurre tanto en el relato de Borges como en el de Guzmán, se hace imprescindible que los detectives estén dotados de tres cualidades sin las cuales hubiera resultado imposible esclarecer el misterio y enfrentarse con los asesinos respectivos. Primero, la tendencia a un «detallismo» minucioso y tenaz; segundo, una aguda capacidad para el juicio de índole inferencial; y, por último, el estar dispuestos a correr grandes peligros, el

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ser muy valientes. Lonrot y Hay exhiben estas características tanto en el pensamiento como en la acción. En lo que respecta la atención minuciosa al detalle, Lonrot, por ejemplo, al taparse en la escena del primer crimen con una oración que aparece en la máquina de escribir del rabino muerto («La primera letra del Nombre ha sido articulada»), opta por dedicarse al estudio detenido de los libros de Yarmolinski. Allí hallará las «pistas» que lo han de llevar inexorablemente a la solución del misterio y a su propia muerte. Frente a la oración inconclusa y un comentario irónico del redactor de la Yidische Zeitung que se encuentra presente, Lonrot reacciona del siguiente modo: Bruscamente bibliófilo y hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos (500).

Sobre Eduardo Hay escribe Martín Luis Guzmán: El defecto que vieron siempre en Hay hasta sus amigos mejores fue el del detallismo: detallista se le consideraba, detallista al grado de no abarcar los acontecimientos en su totalidad. Pero en esta ocasión el detallismo tuvo la suerte de probar la eficacia de su virtud, por lo menos para ciertas cosas (138; la cursiva es mía).

Ahora bien, ese «detallismo» evidente tanto en Hay como en Lonrot, se ejerce en función de una capacidad para la inferencia que, dada la forma tan extraña y singular con que se emplea, considero que marca ciertamente de modo poco esperado el posible parentesco entre el relato «La araña homicida» y «La muerte y la brújula». La inclinación por el detalle que muestran tanto Lonrot como Hay se vincula en ambos casos con la siguiente intuición: si los crímenes son periódicos, como en efecto lo son («periódica serie de hechos de sangre» en el relato de Borges [499]), y si ocurren en distintos lugares de la ciudad, existe la posibilidad —extendiendo el principio de una simetría en el tiempo a uno de simetría en el espacio— de predecir el lugar donde ocurrirá el próximo asesinato. Esto, como se sabe, es precisamente lo que ocurre en el relato de Borges. Ayudado por un plano de la ciudad con un triángulo inscrito, Lonrot razona del siguiente modo: Los tres lugares [de los crímenes], en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio también [...] Sintió de pronto que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esta brusca intuición (503).

En lo que respecta al coronel Hay, no se nos dan pormenores de si, en efecto, se sirve de un mapa o no. Pero sí se nos indica que, tomando en cuenta la disposición geográfica de los crímenes en el contexto del marco físico de la ciudad,

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Eduardo Hay logra, al igual que Lónrot, determinar la ubicación del próximo homicidio, y también, al igual que el detective de Borges, articular una estratagema para atrapar allí al asesino. Escribe Guzmán: Detalle tras detalle, H a y había llegado a establecer acerca de las actividades de la araña homicida una serie de conclusiones tan evidentes que le permitió predecir, con un grado de aproximación casi increíble, el sector de la ciudad donde se intentaría el nuevo asesinato. Ahora, que no bastaba este mero conocimiento, pues el problema no consistía sólo en c ó m o evitar crímenes iguales a los ya perpetrados, sino en aprehender al criminal o a los criminales [...] (138).

Los dos investigadores principales, además, no muestran reparos en arriesgar sus propias vidas cuando llega la hora de encararse con el criminal. Erik Lónrot, al final de «La muerte y la brújula», se dirige solo, y por lo tanto sin la protección de colegas y subalternos, al fatal encuentro con Scharlach en la quinta de Tristele-Roy. En «La araña homicida», Guzmán señala que, una vez ubicado el lugar del próximo asesinato, Eduardo Hay da muestras de una singular sangre fría: [...] H a y debía pasar repetidamente por los propios lugares señalados por él c o m o teatro del probable nuevo crimen, y eso lo convertiría, otras tantas veces, en blanco del asesino incógnito (138-139).

Finalmente, sería preciso señalar otros puntos de convergencia. En el relato de Martín Luis Guzmán se emplea con frecuencia la metonimia para designar al asesino llamándole, por el nombre del coche, «la araña homicida». En lo tocante al carruaje, convendría apuntar que es justamente un pequeño coche tirado por caballos, un cupé, donde el asesino de «La muerte y la brújula», Red Scharlach, huye malherido por las balas de los agentes de Lónrot cuando éste allana el local ubicado en la Rué de Toulon en busca del hermano del pandillero. Es también, además, en un cupé donde los «arlequines» se llevan, de otro establecimiento de la Rué de Toulon, la tercera «víctima»: el propio Scharlach disfrazado de Gryphius-Ginsburg. Y desde los estribos de ese mismo cupé es que escriben en tiza la frase, cuyo contexto histórico-cultural he examinado en detalle en el capítulo anterior, que dará a Lónrot la pista en lo relativo a un cuarto asesinato: «La última de las letras del Nombre ha sido articulada». Pero volvamos a la frase «la araña homicida» que en El águila y la serpiente se emplea para designar el asesino. Guzmán nos relata lo siguiente: Hay, sorprendido por los aspectos inusitados del caso, llega a referirse a la serie de homicidios como una «trama» infernal que, se entiende, el criminal ha tejido y que ellos tendrán a su vez que volver a tejer si quieren alcanzar la solución del misterio. Las palabras de Hay, según Guzmán, son las siguientes:

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—Será cosa de que mueran del mismo modo otras quince o veinte personas, tal vez más, para que rehagamos, hilo a hilo, la infernal trama en que se complacen quién sabe qué desalmados (136-137; la cursiva es mía).

En «La muerte y la brújula», Red Scharlach, el criminal, asume implícitamente el papel de una «araña homicida» que teje también una red, que pacientemente elabora una trama, que es la secuencia de eventos en un relato y a la vez una trampa, para apresar y suprimir al detective. Será preciso recordar que años antes del encuentro final, Scharlach había sido herido de bala en la redada dirigida contra su hermano por Lónrot. La recuperación, le confiesa el criminal al detective mientras explica cómo logró atraparlo, fue lenta y dolorosa. Comenta Scharlach: —En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo X V I I I , una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería (155; la cursiva es mía).

Como es natural y esperable, por otra parte, las diferencias que separan una narración breve de un relato de la complejidad y envergadura, tanto literaria como filosófica, como el de Borges, son grandes. No me puedo detener en ellas, pero quisiera señalar un dato que se emplea en ambos textos como recurso dramático y que adquiere significados muy diversos en manos de uno y otro autor. Me refiero a la tendencia, que ya he destacado en el transcurso de estas páginas, tanto del Lónrot de Borges como del Hay de Guzmán y que desde luego remiten a la tradición del género, a acumular detalles para luego formular grandes hipótesis. Esta característica que en el caso del coronel Hay sirve para que efectivamente se resuelva el enigma y se ajusticie al criminal, adquiere, en el contexto de Erik Lónrot, aspectos, como es sabido, trágicos. Inscrita en los contornos de la persona del detective de Borges, el rasgo de carácter aludido se transforma en falla trágica, en hamartía, puesto que Lónrot logra adivinar, atesorando dato tras dato, la fecha y el lugar del cuarto asesinato pero no anticipa que la «cuarta» víctima será él. Como creo haber demostrado en el transcurso de estas páginas, las coincidencias entre uno y otro texto son demasiadas y demasiado cercanas. Por el momento, dejando de lado la posibilidad de un texto anterior común a ambos autores, antes de concluir desearía adelantar algunas hipótesis que no pasan de ser conjeturas pero que pudieran explicar cómo pudo haber llegado la «anécdota» narrada por Guzmán a la atención de Borges. A pesar de que, hasta donde me es conocido, el argentino no menciona al mexicano en sus escritos, sabemos de por lo menos dos ilustres escritores que verosímilmente pudieron haber servi-

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do de intermediarios: Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Tanto Henríquez Ureña como Reyes eran para la misma época, junto a Guzmán, miembros prominentes del Ateneo de México. Henríquez Ureña, por ejemplo, califica El águila y la serpiente en sus Norton Lectures dictadas en Harvard en 1941 y publicadas bajo el título de Literary Currents in Hispanic America con las siguientes palabras de elogio: [...it is] a brillant and amazing record of the actual experiences of the author during the revolt of Carranza against the usurper Huerta (Henríquez Ureña 1946: 281).

Sabemos que Pedro Henríquez Ureña era buen amigo de Borges y, como el argentino, colaboraba en Sur. De modo análogo, una estrecha amistad vinculó por muchos años a Borges con Alfonso Reyes. El mexicano, incluso, redactó, hacia 1945, un artículo titulado «Sobre la novela policial», donde confiesa sentir admiración por este tipo de literatura y donde, además, menciona explícitamente a Borges. Escribe Reyes: Sobre [la] novela policial me atreví a decir —y lo ha recordado recientemente Jorge Luis Borges en Buenos Aires— que era el género literario de nuestra época (Reyes 1959: 457).

Por otra parte, acaso no sería del todo imposible que, dado el interés de ambos por este género de literatura, en algún momento Reyes señalara a Borges la existencia de la anécdota «detectivesca» narrada por Guzmán y que el argentino la leyera. Y no habría que descartar, incluso, la posibilidad de que, como tantas veces ocurre entre personas aficionadas a la literatura, la trama a la que he venido aludiendo se transmitiera por vía de Reyes o de Henríquez Ureña como mero resumen verbal en el transcurso de una conversación. Vuelvo ahora a los planteamientos expuestos al comienzo para examinar el modo en que se articulan aquellas propuestas con el sistema de relaciones intertextuales que acabo de establecer. Debe de quedar claro que, más allá de compartir múltiples rasgos en lo relativo a la trama, el breve cuento de Guzmán y el más elaborado y complejo de Borges presentan una situación que me parece fundamental: en ambos los protagonistas, llámense Martín Luis Guzmán, Hay o el Lónrot de Borges, son, en el contexto del mundo hispanoamericano, hombres inclinados a la reflexión y al análisis, llamados a testimoniar y activamente intervenir en un universo cuyo santo y seña, por decirlo así, es la violencia. En algunos casos como es el de Lónrot y Guzmán, también, ese mundo estremecido reclama su atención y presencia muy frecuentemente a pesar suyo. Baste con recordar cuántas veces Martín Luis Guzmán narra episodios relacionados con castigos corporales y fusilamientos, por ejemplo, que a su entender, violan las más

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elementales normas de justicia y del buen sentido y que él repudia por encontrarlos reprobables. Recordemos sólo uno: obligado a velar por que se guarden las «normas» en el transcurso de una ejecución, Guzmán relata, «[...] salí en busca del [general] Cosío Robelo. Iba a enterarlo de que el fusilamiento progresaba dentro de las más perfectas normas posibles; pero que así y todo me parecía un acto perverso y abominable» (246). Sintiéndose igualmente refractario frente a lo que está ocurriendo, pero esta vez aludiendo no a un caso específico sino a toda una circunstancia vital, el Dr. Laprida, ya próximo a su muerte en el campo de batalla, y al filo de descubrir su «destino sudamericano», discurre de la siguiente forma en el muy comentado «Poema conjetural» de Borges: «Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes,/ a cielo abierto yaceré entre ciénagas» (Borges 1989 II: 245). Y finalmente Lónrot, en «La muerte y la brújula», lamenta, naturalmente de modo mucho menos dramático, que un redactor de periódico lo sustraiga de los trabajos de erudición en materia religiosa: «éste [el redactor] quería hablar del asesinato; Lónrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios» (Borges 1989 I: 501). En los relatos del argentino y del mexicano los «intelectuales» también ejercen la función de restauradores del orden en el caos circundante. El intelecto ha de servir si no para prevenir a lo menos para entender los móviles y los patrones de acción de los agentes del desorden, de aquellos que instauran el caos. Pero es curioso notar que, a diferencia de lo que ocurre en el relato de Martín Luis Guzmán, en Borges los protagonistas, cuya inteligencia y curiosidad libresca parecen hacerlos aptos para desentrañar los fundamentos del desvarío, sucumben una y otra vez ante el impulso ciego que sale a su encuentro y que ellos no logran detener. Las fuerzas del torbellino los arrastran y los pierden. Muerto termina Dahlmann en «El sur», ejecutado Jaromir Hladík en «El milagro secreto», asesinados Stephen Albert en «El jardín de senderos que se bifurcan» y Erik Lónrot en «La muerte y la brújula». Y aun sin descartar el hubris de quien parece sostener la terca primacía del raciocinio a expensas de la pasión, el caso de Lónrot no deja de conmover. Si el detective creyó que con la brújula —instrumento cuyo fin es orientar al descarriado y que presupone un orden subyacente puesto que sólo funciona en un mundo de paralelas— había de descifrar los móviles de la violencia caótica que azota la ciudad y suprimirla, la muerte se encargará de desengañarlo. Entre impulso ciego e inteligencia, entre muerte y brújula, como ya indiqué en páginas anteriores, no prevalecerá la brújula, vencerá la muerte. Es más, semejante a aquella red simétrica y ordenada que la araña teje pacientemente para cobijarse pero que también sirve para atrapar y destruir, la brújula, en el contexto del cuento, se convierte simultánea y sorpresivamente en arma homicida. Por último, y salvando las innegables diferencias, no deja de sorprender que ambos textos, más allá de lo que dicen y de cómo lo dicen, se asienten en una paradoja que en los dos casos es la misma. En uno y otro relato la belleza, la casi mórbida belleza, de la figura simétrica y abstracta que sostiene la trama, ejerce

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sobre el «lector» de las circunstancias, que es a la vez personaje de una y otra historia, una fascinación de tal categoría que lo distrae y a ratos lo encandila. Por momentos está a punto de hacerlo olvidar que aquel diseño geométrico producto de la intuición y del pensamiento sistemático está de facto trazado por una sorpresiva serie de muertes violentas. Es como si, en el mundo donde se entrelazan los hechos, los escuetos trazos de la geometría no pudieran desentenderse del todo de un caos subyacente que, en el caso del cuento de Borges, se inscribe en el vértice que completa la figura, el rombo, para suprimir al protagonista. A pesar de las distancias evidentes que median entre uno y otro, Borges, creo, conscientemente o sin saberlo, nos ha señalado aspectos fundamentales de una condición que en Hispanoamérica no nos es extraña. Desde un particular punto de vista que con frecuencia no excluye lamentables parcialidades, aislamiento e incomprensión respecto de procesos históricos inmediatos, pero a la vez ubicado en un amplio contexto que nos incluye a todos, Borges no sólo nos incita a reflexionar sobre la eternidad, el lenguaje y los cien nombres de Dios, sino que a un mismo tiempo nos deja entrever, desde los intersticios de sus mismos textos, atisbos de una serie de circunstancias de trágico relieve que configuran en parte el mundo que nos ha sido deparado vivir.

BIBLIOGRAFÍA

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A Ana María Barrenechea

EL TÍTULO QUE ENCABEZA estas páginas podría leerse como ejemplo de una brevísima y modesta incursión en la enumeración caótica o en la heterotopía. Me explico. No hay, no debería de haber, nada que extrañe la relación establecida por la secuencia que hermana a Pierre Menard con los simbolistas. El texto, como se sabe, se ocupa de fundamentar esa identidad. Menard es un simbolista, simbolista marginal, por cierto, no de los cenáculos de París, sino de Nîmes. Lo que sí podría suscitar, por decirlo así, una leve incomodidad es la intromisión en la serie del nombre de Unamuno. Rafael Gutiérrez Girardot ha destacado esta suerte de contradictio in adjecto que parece estar imbricado en el texto mismo. Ha consignado un franco asombro al comentar la crítica que ha asociado el symboliste de Nîmes con el escritor radicado en Salamanca, y que ha visto en las tareas análogas que emprenden uno y otro —de la parte, de Menard, la «reescritura» del Quijote; de la de Unamuno, la Vida de Don Quijote y Sancho— una especie de homenaje de Borges al pensador español (1994: 67)'. Gutiérrez Girardot piensa que, en lugar de Unamuno, se podría considerar con más provecho, como precursor o «modelo» de Menard, la figura de Stéphane Mallarmé2. El Mallarmé,

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Glosando la aseveración de Emilio Carilla («[...] el ejemplo de Unamuno figura [me parece que figura], y de manera visible, entre las raíces que determinan el relato de Borges. Una, entre varias. Y, en definitiva, que el personaje de Pierre Menard puede ser un Unamuno llevado a sus últimos extremos» [1989: 55]), Gutiérrez Girardot comenta lo siguiente: «Pierre Menard podría ser un homenaje que hizo Borges a esa relación con los libros de Unamuno 'parecida a la amistad', pero que implicaría, al menos, una peculiar bofetada: Unamuno disfrazado de poeta simbolista y erudito francés, aficionado a la filosofía racionalista, mundano, defensor de una aristócrata, es decir, Unamuno disfrazado de anti-Unamuno, Unamuno traidor de sí mismo. Este homenaje cabría en el borgiano de la traición» (1994). Además de Mallarmé, el profesor Gutiérrez Girardot propone a Paul Valéry como modelo de una doble parodia de parte de Borges (1994: 70) El texto de Borges, como se sabe, consigna a Valéry como amigo, y hasta «modelo», por lo menos en lo que respecta «Le Cimetière Marin», de Menard y de este modo parece establecer, al nivel textual, identidades separadas. Sobre la importancia de Valéry, de quien me ocupo más adelante, en el contexto del relato de Borges, han reflexionado también Paul de Man (1964; en Alazraki 1987: 55-62) —quien

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claro está que, al margen de L'apres midi d'un faune y de los poemas de circunstancia, elabora esa «vasta obra» cuyo título es Le Livre. Todos recordamos este singular proyecto: Mallarmé se enfrasca, por diversas vías, en la confección de un libro que nunca se materializa, que nunca accede a la categoría de lo visible como tal, y cuya existencia sólo podemos inferir a partir de párrafos y fragmentos dispersos. Pienso, sin embargo, que el posible parentesco Menard/Mallarmé no desplaza del todo el otro: Menard/Unamuno. Pienso asimismo que el establecimiento de paridades muy precisas entre figuras literarias (Menard = Unamuno, Mallarmé o Valéry) es menos útil, desde mi punto de vista, que la búsqueda de afinidades entre algunas concepciones en torno al lenguaje y a las prácticas literarias asociadas con estas figuras. No estaría de más recordar, en este contexto, la propensión de Borges a considerar con frecuencia los nombres como meros resúmenes de concepciones en torno al mundo, el lenguaje y la literatura. De hecho, es justamente en el relato «Pierre Menard autor del Quijote» donde aparece la tan citada opinión relativa a la suerte de las doctrinas filosóficas que en un principio aparecen como descripciones verosímiles del universo y que, con el correr de los años, se convierten «en un mero capítulo —cuando no en un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía» (Borges: 1989: 450; la cursiva es mía) 3 . Pierre Menard, como veremos, importa menos como personalidad que como un modo de entender el lenguaje y los procedimientos y presupuestos teóricos que gobiernan la confección de un texto literario4. Propongo, por otro lado, la necesidad de explorar un aspecto formal del relato que no deja de inquietar a muchos de sus lectores. Me refiero aquí a una aparente disyuntiva en la estructura del cuento que, como a otros tantos relatos de Borges, lo torna fragmentario. La primera parte de la narración nos presenta un Pierre Menard simbolista en el contexto, con frecuencia irónico 5 , de sus amigos y

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identifica a Menard con el Monsieur Teste de Valéry—, Daniel Balderston (1993: 18-38) —quien centra su atención en la controversia entre «las armas y las letras» —, Sylvia Dapía (1997), Jorge Castillo (2003) y, al margen del relato particular y en el contexto amplio de la obra de Borges, Gabriela Massuh (1980: en esp. 230-238). En lo sucesivo se incluirá la página entre paréntesis. En este sentido, me parecen acertadas las observaciones de Jorge Castillo quien, al examinar argumentos de De Man y de Balderston, señala la dificultad de establecer una serie de parámetros de significados que sirvan de fundamento para determinar con exactitud qué dice el Quijote por Pierre Menard, dada la propensión de Menard de propagar con frecuencia ideas que eran el exacto reverso de lo que creía (1998: 5 n. 4). La función de la ironía como elemento desestabilizador de un texto es ampliamente reconocida en el contexto de la literatura europea desde el Renacimiento. En el caso del relato de Borges, la ironía teñida de humor una y otra vez desbanca y desautoriza la voz de ese extraño redactor de la nota necrológica quien, además de ridículo, exhibe, como ya se ha señalado, marcados ribetes de católico conservador y antisemita. Pero pienso que no es posible entretener la idea de que el relato en su totalidad y el extraño personaje de Menard sean poco más

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mentores. Esta parte tiene como rasgo predominante la ya famosa bibliografía de Menard que se inscribe como la obra visible. La segunda parte se ocupa casi exclusivamente de Menard en tanto que reescritor del Quijote. Convendría, pues, examinar estas disposiciones estructurales para constatar si de algún modo están relacionadas 6 .

MENARD Y UNAMUNO

Antes de entrar de lleno a considerar la figura de Pierre Menard en el contexto del simbolismo literario de origen francés y algunos puntos de posible contacto con Unamuno, convendría acaso repasar brevemente lo que han tenido a bien señalar algunos críticos, en un contexto amplio, en torno a la innegable cercanía de las figuras de Unamuno y Borges en lo que toca sus dimensiones literarias y filosóficas. Ya en los años cincuenta Ana María Barrenechea en un artículo que había de señalar caminos para la crítica posterior, «Borges y el lenguaje» (1953), señalaba a Unamuno como uno de los escritores que había influido en la obra de Borges. Luego, James Irby en 1962, Harriet Stevens en 1963, Valéry Larbaud en 1964, Anthony Kerrigan en 1972, Dolores Koch en 1984, Donald Shaw (con relación a la poesía) en 1986 y Roberto Yahni en 1992, desde diversos puntos de vista, recalcaban lo mismo. Pero es Stelio Cro, en un ensayo de 1967, quien, hasta donde me es conocido, se detiene por vez primera a examinar, desde un punto de vista que hoy llamaríamos intertextual, un número de coincidencias entre Unamuno y Borges tanto en lo relativo al pensamiento literario como a lo que Cro toma por estímulos para la producción textual posterior del argentino. En «Jorge Luis Borges e Miguel de Unamuno» (Cro 1967), luego de establecer la existencia de una relación epistolar entre Unamuno y Borges, el crítico italiano parte de una lectura del ensayo de juventud «Acerca de Unamuno poeta» (1923/1925) en el que el argentino da claros indicios de apreciar de forma muy especial el «carácter dialéctico» de la obra unamuniana. Aunque Cro no lo menciona como tal, este «carácter dialéctico» irradia en la obra de uno y de otro hacia el uso preponderante de la paradoja. El crítico va más allá y propone que la lectura y asimilación de la obra de Unamuno en ese momento preciso de su vida lleva a Borges a abandonar los principios que fundamentaban el ultraísmo. Destacando asimismo otros puntos de coincidencia, Cro anota que, bajo el esti-

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que una broma. En este sentido me solidarizo con las palabras de John Frow, quien afirma: «Borges's 'Pierre Menard, Author of Don Quijote is a perfectly serious joke that we are still learning how to take seriously» (1986: 170, citado por Balderston: 1993: 18). En lo tocante a la relación estructural entre la primera parte del relato y la segunda, véase también, más adelante, la nota.

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mulo de Croce, ambos conciben su obra respectiva como una superación de los géneros literarios, y es de notar aquí que los dos primeros relatos de madurez de Borges, «Acercamiento a Almotásim» y el cuento que nos ocupa, «Pierre Menard autor del Quijote», se configuran como textos que abiertamente transgreden los lindes tradicionales de género literario. Por otra parte, Cro percibe en ambos la tendencia a ver lo universal partiendo casi siempre de lo autóctono («vedere, attraverso delle opere locali, una realtà universale ed eterna» [84]). Asimismo destaca en Unamuno y Borges la contienda entre razón y sentimiento, pero entiende que en el argentino está ausente la angustia como factor determinante en el conflicto y propone que la solución de uno y otro ante el conflicto es distinta. Finalmente, al destacar la enumeración caótica en los poemas y relatos de Borges como la respuesta del argentino al dilema de la finitud humana frente a los absolutos de tiempo y espacio, hace coincidir su raíz con la agónica raíz del conflicto unamuniano. En un ensayo publicado en 1972, Anthony Kerrigan reitera algunas de las afinidades ya anotadas por Cro, pero en ocasiones lo hace destacando matices que no tienen el mismo relieve en las páginas del crítico italiano. Por ejemplo, al apuntar al hecho de que si bien tanto Unamuno como Borges son «sentidores de las dificultades metafísicas» y de que ambos execran los sistemas filosóficos fundamentados en la razón sola (1972: 298), subraya el hecho de que uno y otro, el argentino y el español, exponen esta índole de reflexión desde su circunstancia en calidad de escritores de literatura imaginativa (295). Asimismo, Kerrigan comenta otros puntos de coincidencia que no dejan de suscitar interés. Destaca, entre otros, el hecho de que Unamuno y Borges escriben en un «idioma prestado»; es decir, en su calidad de vasco o de porteño ambos son escritores que podríamos denominar como extraterritoriales. Borges, además, está de acuerdo con Unamuno en que para negar algo hay que primero afirmarlo: la paradoja de que en la negación está implícita la afirmación (300). Unamuno por su parte, destaca Kerrigan, inicia la concepción de «la novela del yo» y «la novela del Otro» (301). En ese espejo textual de algún modo tendrá que mirarse el Borges de «Borges y yo». Finalmente, se destaca en ambos escritores la extraordinaria y complejísima categoría del sueño. En ambos encontramos el soñador soñado; en ambos se inscribe indefectiblemente su corolario: el escritor es producto de su obra, de sus personajes7. También se establece, en este ensayo crítico, otro tipo de relación que pudiera entenderse como un corolario más de la categoría de «el soñador soñado»: la noción de que si yo soy los otros, entonces yo soy nadie o yo soy todos (305). Y, en varios momentos de la obra de ambos, se concibe al mundo como un sueño de Dios (310). Emilio Carilla, en los capítulos de su libro citado dedicados al relato que nos ocupa, Jorge Luis Borges autor de «Pierre Menard» y otros estudios borgesianos 7

Unamuno como Borges, señala Kerrigan, destaca la figura de Shakespeare como ejemplo excelso de este fenómeno (1972: 305).

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(1989), lleva a cabo un útilísimo recuento de la estirpe «real» de los Menard en la Francia de fin del siglo X I X 8 , y reseña las afinidades no ya de Borges con Unamuno, sino del escritor francés, personaje del cuento de Borges, con el escritor español. Como ya se ha hecho constar, señala varios puntos de coincidencia. Advirtiendo que no pretende inscribir, por decirlo así, punto por punto la figura de Menard en la Unamuno, anota una serie de puntos de contacto evidentes. Carilla vislumbra la posibilidad de entender la «explicación y comentario» que Unamuno lleva a cabo en Vida de Don Quijote y Sancho como una «reconstrucción» del Quijote, «reconstrucción» en forma de reescritura que era el fin que se había trazado Pierre Menard. En el caso de Unamuno, recalca Carilla, «reconstrucción» porque Unamuno había aspirado a trazar el «pre-Quijote» de Cide Hamete Benengeli, el «verdadero Quijote». Las coincidencias que acabo de enumerar en los párrafos anteriores ciertamente sirven para esclarecer pasajes y alusiones específicas, algunas de ellas importantes, en el contexto del relato «Pierre Menard autor del Quijote». Por sí solas, sin embargo, no creo que propicien una lectura que, más allá de comunicar el asunto predominante del cuento —la función del lector como generador de textos, la condición pragmática de todo lenguaje— libere a la narración, aunque sea de modo parcial, de su condición fragmentaria y contradictoria. Los relatos de Borges — y no olvidemos que «El acercamiento a Almotásim» y «Pierre Menard autor del Quijote» prefiguran muchos de los cuentos que escribirá después— exhiben esas características. «El milagro secreto», «Emma Zunz», «Tlón, Uqbar, Orbis Tertius», «La muerte y la brújula», «El jardín de senderos que se bifurcan», por ejemplo, dan la ilusión de resolver, casi siempre en las últimas páginas, el enigma central del relato de un modo lacónico y, se podría decir, casi rudimentario: la conclusión milagrosa de una obra aún por terminar, la transformación del mundo por una enciclopedia pirática, la trampa mortal que tiende el asesino al detective que lo busca, la transmisión al «enemigo» de un topónimo con valor estratégico. Pero, curiosamente, lecturas reiteradas del texto narrativo ponen en evidencia contradicciones e inconsistencias que de algún modo no encajan del todo con esas revelaciones finales y que, a su vez, al no quedar resueltas, constituyen una suerte de enigma en segundo grado9. Sin pensar que sea posible agotar las posibilidades de las contradicciones en los relatos de Borges, y con la clara conciencia de que muchas de esas contradicciones están allí, como las de Unamuno, para quedarse y que, justamente por ello, significan, me dirijo ahora a recontextualizar la lectura de «Pierre Menard...» en términos de

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Otros críticos que se han ocupado de la estirpe «real» de Pierre Menard son Emir Rodríguez Monegal, Daniel Balderston y Ezequiel de Olaso. Véase, por ejemplo, las páginas que dedico a «Tlón, Uqbar, Orbis Tertius» en Lengua y literatura de Borges (Echavarría [1983: 160-186] 2006), y a «El jardín de senderos que se bifurcan» en este mismo volumen (pp. 11-46).

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las teorías y prácticas literarias que enmarcan y definen al autor de una obra de la magnitud del Quijote de Menard. Pero antes de abandonar la exploración de las posibles relaciones entre Borges y Unamuno, sin embargo, y a modo de transición, quisiera traer a colación un dato que sospecho tiene peso en el contexto de los argumentos que estoy por exponer y que podría constituir en este caso particular un nexo significativo entre uno y otro. Me refiero a una cita que aparece en el artículo de Stelio Cro que acabo de citar. Cro, a su vez, extrae la cita de una carta que, hacia los años veinte, Unamuno escribe a Guillermo de Torre. Unamuno manda saludos a Borges y lamenta el no haberle escrito antes: Es lo que ocurre cuando uno siente mucho que tener que decir. ¡Las veces que me he detenido en frases de sus escritos y hasta en alguna alusión a mí! Y más de una vez he pensado escribir algún comentario comentando dichos —por escrito— suyos. De todos modos que le conste que no pocas veces cuando escribo algo para el público y hablo del lector pienso individual y concretamente en él (Cro 1967: 82; la cursiva es mía).

Esa palabra «lector» que en Unamuno sienta las bases de una concepción de la literatura y, que en la Vida de Don Quijote y Sancho, ocupa un lugar destacado, es la misma que está claramente implícita en unos apuntes que, bajo la rúbrica de Choses tues, Paul Valéry publica en 1930: La valeur des oeuvres de l'homme ne réside point dans elles-mêmes, mais dans les développements qu'elles reçoivent des autres et des circonstances ultérieures (1960: 477)

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Al centrar mi atención en la obra de Pierre Menard, tanto la visible como la invisible, quisiera tomar como punto de partida esta encrucijada y asimismo servirme en buena medida de la óptica del simbolismo francés de fines de siglo y de los herederos inmediatos de ese movimiento literario. Habría que aclarar que si bien algunos críticos que ya he mencionado (De Man, Gutiérrez Girardot, Massuh, Balderston, Dapía, Castillo) señalan coincidencias particulares entre ciertas propuestas de Mallarmé y/o Valéry en torno a teoría literaria y la que se vislumbra en «Pierre Menard...», aún no se ha articulado, salvo alguna excepción y hasta donde me es conocido, una visión de conjunto de los presupuestos de los simbolistas y los llamados post-simbolistas aplicadas a este relato en particular10.

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Consigno de inmediato la excepción a que he aludido en el texto.

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Esto que llamo visión de conjunto tendrá, por fuerza mayor, que reiterar algunos argumentos que ya se han esbozado anteriormente. La presentación que intento realizar, sin embargo, aspira a que la recontextualización de estas preocupaciones teóricas nos proporcione si no nuevos modos de leer y entender la obra del sim-

Luego de publicada la versión originaria de estas páginas, una antigua amiga y colega, Ivonne Bordelois, me refirió a un comentario extenso sobre «Pierre Menard autor del Quijote» que Ezequiel de Olaso dio a la luz el mismo año en que aparecieron impresas mis notas sobre el relato de Borges. Se trata de «Sobre la obra visible de Pierre Menard», que figura como capítulo del libro del mismo autor Jugar en serio. Aventuras de Borges (1999). Olaso comenta minuciosamente el catálogo que constituye la obra visible del nuevo autor del Quijote, ítem por ítem de la a) hasta la s), y añade a las útiles aportaciones que han hecho Balderston y Bernés al respecto datos y dilucidaciones, a mi entender, invaluables, sobre todo en lo tocante al contexto filosófico y lingüístico de los escritos de Menard (Descartes, Leibnitz, Wilkins, Llul, Boole y Russell). En lo relativo a los argumentos que estoy en vías de desarrollar, sus contribuciones respecto de la relación que se establece en el relato entre la obra visible y la obra invisible y sus nexos con los postulados de los simbolistas y, sobre todo, de Valéry, suscitan un interés especial. Olaso, en efecto, se ocupa de la relación entre la obra visible y la obra invisible del escritor de Nimes y propone que el nexo entre una y otra está fundamentado en el modo en que Borges entiende algunos postulados de ese heredero del simbolismo, Valéry, en torno a la naturaleza de la literatura. En una reseña publicada en El Hogar en 1938 (Introduction a la poétique, de Paul Valéry, recogida en Textos cautivos, pp. 241-242), Borges destaca dos concepciones en torno a la literatura del poeta francés que reclaman su atención de un modo particular. La primera define la literatura como extensión y aplicación de ciertas formas del lenguaje, en el que por fuerza radican ciertos límites; dicho de otro modo, la creación literaria se entiende como una combinación de las potencias de un vocabulario limitado. La segunda toma como punto de partida una cita de Valéry: «Las obras del espíritu [la literatura, el arte] sólo existen en actos y [...] este acto presupone evidentemente un lector o un espectador». Borges glosa los argumentos que tiene ante su consideración de la siguiente forma: «Si no me equivoco, esa observación [la segunda] modifica muchísimo la primera y hasta la contradice. Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varían según cada lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras; la segunda, un número de obras indeterminado, creciente. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto» (242). Luego Borges pasa a comentar los modos en que el tiempo, por mediación del lector, altera el sentido de un verso de Cervantes («¡Vive Dios que me espanta esta grandeza!»). Olaso piensa, creo que con razón, que estas observaciones constituyen una de las raíces del relato «Pierre Menard autor del Quijote». Propone, además, que «[...] el escrito [«Pierre Menard...»] consta de dos partes que corresponden a las dos concepciones de la literatura que Borges creyó ver en Valéry: una, la obra visible, gobernada por el ideal de texto puro [y que corresponde a una visión técnica de la elaboración de un texto literario], y la segunda iluminada por el ideal de la literatura contextual, el primado de las circunstancias de la obra, especialmente del lector» (114). Cuando se refiere al aspecto contextual, entiendo que Olaso alude primordialmente a las «circunstancias», es decir, a los entornos histórico-culturales de la obra y del lector. El filósofo argentino, además, advierte con lucidez que Borges, quien se sintió atraído por las concepciones de Valéry en torno a la literatura que acabo de enumerar, y que son en apariencias contradictorias, «no terminó por renunciar completamente ninguna» (62).

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E L ARTE DE LA JARDINERÍA CHINA EN B O R G E S

bolista de Nîmes, devoto de Poe, «que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró Edmond Teste» (Borges 1993: 447), al menos nos permita inscribir algunos de los comentarios críticos ya divulgados en nuevos marcos de referencia y ello, a su vez, sirva para enriquecer aspectos no del todo visibles del relato de Borges. Los principales estudiosos del simbolismo coinciden en conceptualizar este movimiento literario como uno que no sólo marcó el fin de siècle, sino que tuvo importantes ramificaciones en la literatura más prestigiosa de la primera mitad del siglo XX. C. M. Bowra (1961) y Edmund Wilson (1969), por ejemplo, incluyen en la nómina del simbolismo o del post-simbolismo, a escritores tan variados como Valéry, Yeats, Rilke, Stefan George y Alexander Blok (Bowra). A Valéry y Yeats, Edmund Wilson añade a Proust, T. S. Eliot, Joyce y Gertrude Stein. Anna Balakian (1969), más restrictiva que los anteriores tanto en su nómina de autores como en las definiciones que maneja, coloca a Baudelaire como uno de aquellos que, oscilando entre un romanticismo tardío y la implantación de innovaciones que romperán con esa sensibilidad, prepara las nociones de símbolo y del «discurso indirecto» que han de resultar preponderantes en las décadas venideras. Asimismo propone a Mallarmé como el «proto-simbolista» por antonomasia (1969: 20). Es él quien elabora una serie de propuestas teóricas en torno al uso del lenguaje literario y los lleva a la práctica, y de ese modo sienta los fundamentos de que se han de servir otros que ya propiamente forman parte de la escuela simbolista. Finalmente, Balakian destaca a Valéry y T. S. Eliot, como dos de los poetas herederos del simbolismo en el sentido de que se sirven de sus presupuestos teóricos y de sus prácticas, aunque en muchas ocasiones modifican y amplían el alcance de los postulados originarios. No es este el lugar propicio para llevar a cabo un examen detenido de las concepciones teóricas y prácticas poéticas de Baudelaire, Mallarmé, Valéry y T. S. Eliot y su pertinencia como marco referencial de una lectura de «Pierre Menard autor del Quijote». Tendré que limitarme, pues, a un resumen apretado de los recursos literarios más relevantes a los que he aludido y que funcionan como contextos del relato de Borges. Tanto Wilson como Balakian centran sus consideraciones en torno al simbolismo en la problemática del lenguaje. Los precursores de este movimiento postuPor o t r o l a d o , y en el c o n t e x t o del relato q u e n o s o c u p a , O l a s o es d e la o p i n i ó n q u e B o r g e s trató d e unir las d o s partes del c u e n t o q u e c o r r e s p o n d e n a d o s visiones d e la creación artística sirviéndose d e u n factor específico, la « e v o l u c i ó n espiritual» d e M e n a r d s e g ú n se m a n i f i e s ta en la a c t i v i d a d literaria del p e r s o n a j e - a u t o r q u e evidencian los í t e m q u e van d e la a h a s t a la s. F i n a l m e n t e , el p r o f e s o r O l a s o , y ello es d e m u c h o interés, d e s t a c a u n í t e m q u e aparece en la lista d e M m e . H e n r i Bachelier — p e r o q u e el narrador, m o l e s t o , n o e n c u e n t r a en la biblioteca d e M e n a r d — c o m o a q u e l q u e t e s t i m o n i a la t r a n s f o r m a c i ó n final del p o e t a s i m b o l i s t a d e N i m e s en el a u t o r del Quijote: la versión literal d e la versión literal q u e hizo Q u e v e d o d e la o b r a d e S a n Francisco d e Sales.

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lan la necesidad de crear un lenguaje particular, al margen del lenguaje ordinario. Wilson anota lo siguiente: Each poet has his unique personality; each of his moments has its special tone, its special combination of elements. And it is the poet's task to find, to invent, the special language which will alone be capable of expressing his personality and feelings. Such a language must make use of symbols: what is so special, so fleeting and vague, cannot be conveyed by direct statement or description, but only by a succession of words, of images, which will serve to suggest it to the reader (1969: 21).

Subrayo aquí tres nociones que se revestirán de importancia cuando dirijamos nuestra atención al cuento de Borges: 1) la necesidad de crear un lenguaje al margen del habla común; 2) la necesidad de establecer las vías de comunicación entre el escritor y el lector mediante la comunicación indirecta (símbolos, imágenes ambiguas), lo que Balakian llama el «sine qua non del modo de escribir simbolista» (1969: 67); y 3) la importancia implícita de un descodificador, de un lector capacitado o competente para realizar las operaciones necesarias. Anna Balakian precisa estos conceptos y traza su origen en la poesía moderna a la figura de Baudelaire, a quien, aclara Balakian, no considera como simbolista, sino como uno de sus precursores en materia de teoría poética («Baudelaire no es simbolista, pero suministra carburante para el simbolismo...» [1969: 65]). El manejo del lenguaje, por ejemplo, con el propósito de alcanzar algunas de las metas que he señalado en el párrafo anterior es, para Baudelaire, una operación de índole intelectual: Baudelaire convierte la actividad poética en una actividad intelectual más que emocional y bajo este aspecto el poeta asume el carácter de sabio o vidente en lugar del de bardo {Idem).

Y el procedimiento intelectual que implica la exposición indirecta (la «técnica de comunicación verbal indirecta en poesía», la llama Balakian) culmina en la formulación de un lenguaje multivalente o ambiguo que transforma el poema en enigma. Apoyándose en una nueva definición de la poesía que ella entiende procede de Baudelaire, «el poema se convierte en un enigma». Comenta Balakian: Los múltiples significados contenidos en las palabras y en los objetos son ingredientes del misterio y tono del poema. Nunca se consigue la sensación triunfal de la comprensión, sino que el mensaje permanece tan ambiguo como sucinto, igual que en las visiones que se presentan en el sueño o en medio de la intoxicación por las drogas, tal como lo describe Baudelaire (68).

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Más tarde, Mallarmé —recordemos una vez más que, para Pierre Menard, Mallarmé fue engendrado por Baudelaire— al margen de las consideraciones en torno a estupefacientes, refina estas ideas. Señala Balakian: [...] para Mallarmé el símbolo significa lo opuesto a la representación, la sugerencia lo opuesto a la designación: lo designado es finito, lo sugerido es órfico, es decir, oracular, porque como el oráculo, puede tener múltiples significados. «Siempre debe de haber un enigma en la poesía», declaró [Mallarmé] en la entrevista con [Jean] Huret (106). Pero cobra particular relieve en el contexto de los argumentos que estoy en proceso de desarrollar, el hecho de que Mallarmé entienda que es posible, es decir, que está al alcance del poeta limitar ciertos aspectos del carácter «órfico» —léase enigmático u oscuro— de su poesía. Ello es realizable, comenta Mallarmé — y no lo dice en tantas palabras pero creo que el mensaje no es difícil de discernir— si se atienden los principios de composición a los que se atiene el poeta. Es decir, sus escritos — o sus entrevistas, como queda señalado arriba— sobre lenguaje y poesía se convierten en intertextos necesarios de sus poemas. En un pasaje de su libro sobre Mallarmé, E d m u n d Gosse recoge las siguientes palabras de boca del maestro francés: «No, querido poeta: excepto por torpeza, yo no soy oscuro, siempre y cuando se me lea desde el punto de vista de los principios que sostengo, o como un ejemplo de las manifestaciones de un arte que utiliza el lenguaje; y ciertamente me vuelvo oscuro si la gente se equivoca y cree que está abriendo las páginas de un periódico» (apud Balakian 1969: 107). En lo que corresponde a los poetas de la primera mitad del siglo XX, Anna Balakian detecta en muchos de ellos claros reflejos —con variantes evidentes— de este legado teórico y práctico. Lo único, que con el tiempo el lector adquiere un papel cada vez más destacado: Los recipendiarios del legado simbolista parecen haberse orientado claramente en esta dirección: desde Valéry hasta Sitwells, la poesía significó una serie de estrategias intelectuales para el poeta; para el lector un enigma que ponía a prueba sus facultades de discernimiento (197; la cursiva es mía)11. 11

Curioso aquí notar que el papel preponderante del lector como cogenerador de textos que, en el contexto de los simbolistas y de los herederos del simbolismo, suele asociarse en primera instancia con Valéry, como lo hace con lucidez Sylvia Dapía al relacionarlo con el relato de Borges («The allusion to Valéry is also relevant within the framework of my interpretation, since for Valéry the meaning of a literary work necessarily entails the participation of the reader» [1997: 89]), queda consignado asimismo en el estudio de Balakian a un amplio grupo de escritores que a principios de siglo entran en contacto con el simbolismo. Escribe Balakian:

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Podría ser útil resumir ahora los aspectos sobresalientes de la estética simbolista que entiendo pertinentes a la lectura del relato de Borges: 1) el proceso que implica la generación de textos es una actividad intelectual, de la inteligencia y no de los sentimientos; 2) el procedimiento se logra mediante una transformación del lenguaje ordinario («donner un sens plus pur aux mots de la tribu», en palabras de Mallarmé) que a la larga puede constituir una criptografía, un lenguaje «órfico»; 3) la importancia creciente del lector en su rol de descodificador de un lenguaje ambiguo y, por consiguiente, «oracular» o en extremo polisémico; cada lector, a su vez, responderá al texto desde el contexto de sus circunstancias con aportaciones distintas 12 ; y 4) la importancia y necesidad de los intertextos como instrumentos de ayuda para descodificar, aunque sea parcialmente —es decir, sin pretender establecer un significado invariable y único— los mensajes; estos intertextos constan en general de escritos sobre literatura y el procedimiento literario, cartas personales, declaraciones públicas y entrevistas.

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«[...] ¿qué encontramos en las obras de los diversos autores que escriben en la misma época? El mayor grado de acuerdo parece producirse en relación con la poética simbolista: la misión del poeta y sus relaciones con los lectores. El poeta no está tan aislado en los años 1900 como en los años del fin de siecle, pero esto no significa que haya abandonado su torre de marfil. Más bien parece que haya admitido un determinado porcentaje de público lector en su torre. Se produce lo que podríamos llamar la poetización del lector. En la mayoría de los comentarios de T. S. Eliot sobre el efecto del poema, hay una definida toma de conciencia de la presencia del lector y no simplemente de un puñado de lectores, tales como los habitués de los martes de Mallarmé» (1969: 195). Y un poco más adelante, deteniéndose un poco más en Eliot, cuyos presupuestos en torno a la concepción de la literatura son, como se sabe, de gran importancia en el contexto de Borges, añade Balakian: «Los primeros simbolistas se habrían contentado con cualquier cosa que el poema les hubiera hecho a ellos [se entiende, a los lectores]; en el otro proceso creador [el que viene más tarde], en cambio, hay un definido intento de que el poema impregne 'al otro' tanto como a uno mismo, dentro de una relación en que el lector se convierte en una especie de alter ego, o lleva a cabo la función de espejo de Narciso. Si consideramos la voluminosas notas explicativas que Eliot pone a The Wasteland, observamos la importancia que Eliot concedía a ese valor intermediario de la idea. Así se da una orientación al lector, cosa que no significa que se le dé una total y llana explicación, la cual incluso los neo-simbolistas que ambicionan tener un público lector consideran como un anatema para la apreciación de la poesía» (1969: 195-196). Acaso sería preciso aclarar en este contexto que, al margen de los simbolistas, otros escritores y filósofos que publican a comienzos del siglo XX, algunos de ellos muy frecuentados por Borges (Mauthner, por ejemplo), esbozan hipótesis análogas en torno a los modos en que las contextualizaciones histórico-temporales determinan el proceso de desarrollo y cambio de todo lenguaje. Sylvia Dapía (1997), luego de reseñar la posición de Fritz Mauthner al respecto («In Mauthner's view, language develops and changes through a process of new contextualizations [Beiträge 2: 458]») aplica este principio a su lectura de «Pierre Menard...». Escribe Dapía: «[...] the meaning of a text is the result of its reconstruction carried out by a reader positioned in her own historically, socially, and culturally conditioned frame of perception. And just as for Mauthner language develops and changes through contextualizations (Beiträge 3: 117), so for Borges literature develops and changes when the texts are positioned in dififerent frameworks» (80-81).

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En lo que toca el relato de Borges, y una vez más será preciso abreviar, empecemos por tomar en cuenta el último de los apartados que acabo de enumerar, el cuarto. ¿Qué circunstancias específicas -—más allá de la operación unamunesca que sirve de punto de partida— facilitan una «nueva» lectura del Quijote? El hecho de que lo «escribió» Pierre Menard. ¿Y qué circunstancias explican a Pierre Menard? El hecho de que es un simbolista de Nîmes. ¿Y quién es ese simbolista de Nîmes, heredero tardío de ese legado, dicho sea de paso? Pierre Menard interesa más, queda mejor definido, por lo que piensa que por sus atributos personales y sicológicos. El narrador-reseñador no ahorra bromas en torno a la existencia de «semblanzas» (que nunca leemos) y pinturas de Carolus Hourcade (que naturalmente nunca vemos) de ese ser tan singular. Pierre Menard es un ente pensante casi cartesiano cuya «fisonomía» está determinada, por decirlo así, por sus nociones, sus opiniones, sus especulaciones, en suma, su inteligencia («Pensar, analizar, inventar [me escribió también] no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia», 450). Y si es lo que piensa lo que lo define, ¿qué acceso tenemos a su pensamiento? Las conversaciones —que podrían considerarse casi como entrevistas— y las cartas que cursa al reseñador sobre qué es la literatura y en qué consiste escribir y leer. Existe, además, algo importantísimo que sirve de ventana a su pensamiento: la obra visible de Menard. Esa suerte de bibliografía, que condiciona y justifica la obra invisible, nos devela casi siempre indirectamente —es decir, obliga al lector a proveer coordenadas de lectura— qué piensa nuestro personaje en torno primero a la poesía, un poco más adelante, al lenguaje y, en particular, al lenguaje literario. Esta bibliografía, escribe Borges en el «Prólogo» a Ficciones, intertexto obligatorio, a su vez, para la lectura muchos de sus relatos, «no es arbitraria; es un diagrama de su historia mental...» (1989: 429)13. En el archivo de Menard, además, se destacan varios ítems que claramente marcan su interés por las operaciones intelectuales en el marco de la actividad literaria: el b, c y d. b)

c)

13

Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901) Una monografía sobre «ciertas conexiones y afinidades» del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903)

En lo tocante al elenco de personajes de Borges y las circunstancias que estoy describiendo, el caso de Pierre Menard no es único. Comenta Gene Bell-Villada (1999: 57): «Readers remember Pierre Menard, E m m a Zunz or "Villari" because of the complex of logical relations in which they operate or because of their abstract situations, not because physically or psychologically they "are" a certain way».

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d)

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Una monografía sobre la Characteristica 1904) (444-445).

universalis

de Leibniz (Nímes,

Esta suerte de «súper intelectualismo» se desborda asimismo en el interés por juegos de permutaciones con reglas arbitrarias tales como el ajedrez, y en la posibilidad de «innovar» mediante la introducción de variantes —el ítem e («Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación») y g («Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y el arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura [París, 1907]»)—así como el interés por los procesos de la lógica simbólica —ítem h: los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole (445)—. Finalmente, un ítem que figura casi de manera burlesca en la lista, el p, postula la posibilidad de que un lector «enterado», que conoce las reglas del juego, es decir, las convenciones, pueda «crear» un texto mediante la lectura que diga el exacto reverso de lo que literalmente dice: p)

Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Este así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro) (445).

Es de interés, de paso, consignar en este contexto la observación que, también justamente entre bromas y veras, hizo uno de los allegados de Mallarmé y del grupo simbolista. Se trata de George Moore. Escribe Anna Balakian al respecto: George Moore había llegado a París a finales de los años de 1870, había estado con Mallarmé y había hablado sobre el simbolismo con él y sus discípulos. Sin embargo, cuando escribió sus experiencias en The Confessions of a Young Man en 1888, lo hizo en un tono, medio divertido, medio serio, muy alejado del sobrio, autoconsciente y seguro de las proclamas de los discípulos: [escribió] «¿Qué es un símbolo? Decir lo contrario de lo que quieres decir» (1969: 119).

El diagrama mental, la bibliografía de Menard que figura aparentemente desarticulada en la primera parte del relato y que acabo de reseñar parcialmente, cumple, creo, una función importante. Prepara al lector, primero al reseñadornarrador que es lector y luego a nosotros los otros lectores, para recibir el Quijote reescrito por Pierre Menard como un texto intelectualmente manipulado con el fin de hacerlo extremadamente ambiguo, un texto que refleje las circunstancias personales y, sobre todo, intelectuales del nuevo «escritor», preñado de significados posibles que cada lector, además, descifrará, a su vez, desde perspectivas privadas y que lo dotará de riquezas sin fin para convertirlo en una versión del texto infinito. El Quijote de Menard ya no es, como anteriormente se ha notado y como

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lo afirma el mismo simbolista de Nímes, un libro contingente y escrito h la diable como lo fue el de Cervantes. Es ahora un tejido de palabras intelectualmente manipulado y ponderado, y así habrá de leerse como «deliberado y fatal». Sería preciso añadir, además, en el contexto de este relato en particular, que Borges ha querido aplicar a la prosa lo que los simbolistas y sus herederos creyeron que sólo era aplicable a la poesía14. Para concluir, sólo habría que recalcar que Borges en su «Pierre Menard autor del Quijote» ha establecido, apelando al simbolismo literario, uno de los legados más importantes de la literatura moderna: la necesidad siempre mayor de los intertextos, cuya importancia ha señalado con lucidez Carmen Rita Rabell en un estudio que, aunque sigue otros caminos a los que he trazado en este trabajo, llega a conclusiones análogas15. Sin esas estrategias de lectura, a saber, la inclusión necesaria en los procesos de la descodificación de un texto de cartas, bibliografías, ensayos, entrevistas, anotaciones marginales, sin contar los borradores, que funcionan como intertextos, es casi imposible descifrar los grandes monumentos de la modernidad literaria. Pero como en tantas otras ocasiones, Borges se adelanta y desarma al crítico, circunstancia que señaló hace ya muchos años, recién aparecido ElAleph, Raimundo Lida. En el transcurso de unos comentarios publicados en 1939 en torno al Finnegans Wake de James Joyce, texto que Borges considera en sí mismo poco menos que ilegible, el argentino menciona con ironía a los «agudos autores de aplausos» que celebran la aparición de una obra de una oscuridad prácticamente impenetrable. Añade lo siguiente: Sospecho que comparten mi perplejidad esencial y mis vislumbres inservibles, parciales. Sospecho que están clandestinamente a la espera (yo públicamente lo estoy) de un tratado exegético de Stuart Gilbert, intérprete oficial de Joyce (Textos cautivos [328]).

Naturalmente, Borges está evocando la célebre «llave» de Gilbert que acompaña el Ulysses y que fue redactada «bajo la supervisión de Joyce». Pero tampoco es improbable que también esté evocando, entre otros monumentos de la moder14

15

Gabriela Massuh, al indagar la función del silencio en la obra de Borges, vincula el concepto de polivalencia de significaciones a unos comentarios de Valéry que parecen adscribir dimensiones estéticas a la noción de silencio: «Acaso [Valéry] da al silencio las connotaciones de una expresión perfecta cuando afirma que se trata de "[...] créer donc l'espèce de silence à laquelle répond le beau. O u les vers purs, ou l'idée lumineuse..."» (1980: 237). El acceso a lo bello que provoca el silencio en este caso estaría en manos del lector. Gabriela Massuh cierra este apartado refiriéndose a la obra de Borges en general: «El carácter intencionalmente constructivo de [la prosa de Borges] y la articulación de un camino que supera los límites del texto para instalarse en un ámbito de significaciones plurales, le permiten llevar a cabo aquello que Valéry concebía sólo como un ideal de la poesía» (238). Carmen Rita Rabell señala lo siguiente: «"Pierre Menard autor del Quijote ' no sólo propone la intertextualidad como fenómeno literario sino como estrategia de lectura» (1992: 35).

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nidad literaria, el Wasteland de T. S. Eliot, y esos intertextos obligados que son, por un lado, las variadas y múltiples notas al pie redactadas por el poeta y, por otro, los ensayos sobre poesía y teoría poética que publicó a lo largo de su vida. Y es de pensar que, en ese mismo año en que se publica «Pierre Menard autor del Quijote», Borges no esté del todo ajeno a la conciencia de sí mismo como Dédalo, como arquitecto de una intrincada red de textos propios sin los cuales la lectura de sus obras maestras, por lo menos desde un punto de vista crítico, sería para todos los fines de hecho casi imposible.

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MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN DEL ESCRITOR: BORGES EN SUS L E C T O R E S

A Teresa Guillén A Stephen Gilman In memorian

LOS LECTORES ATENTOS DE Borges son conscientes de que, en ocasiones, la secuencia que el escritor impone a los relatos y poemas cuando los reúne en un volumen es significativa, y que, como tal, algo nos quieren decir. Así, para citar los ejemplos acaso más notorios, la crítica en general no ha entendido como casual el hecho de que el último relato del libro de narraciones El jardín de senderos que se bifurcan (1941) lleve el mismo título del libro que tenemos entre las manos, ni que el último cuento de ElAleph (1949) se llame también «El Aleph»1. Pero habría que confesar que más allá de apuntar al hecho, me parece, primario de que el conjunto de los relatos que componen El jardín de senderos que se bifurcan se configuran en un «jardín de senderos que se bifurcan», o que los cuentos que componen ElAleph en su totalidad son metáfora de una metáfora, es decir, el libro entero es un aleph, cualquier otra interpretación que se derive del ordenamiento a que me he referido es, en realidad, materia de discusión. Pero, con todo, aún queda la sospecha de que en ciertas instancias particulares, el lugar en el que un escritor como Borges coloca un texto en relación con los que de inmediato le anteceden y suceden puede querer decir algo, y ese «algo» quizá pueda ayudarnos a confirmar intuiciones que se revelan en el transcurso de lecturas sucesivas. Creo que este es el caso de «His End and his Beginning», prosa que forma parte del Elogio de la sombra. Borges ubica «His End...» entre dos textos que asumen las convenciones de una confesión personal; «Una oración», que está redactada en prosa y «Un lector», compuesto en verso. El poema «Un lector», a su vez, antecede de inmediato los versos que cierran el libro y cuyo título es idéntico al volumen que tenemos entre las manos: «Elogio de la sombra». El primer texto que he mencionado al referirme a la secuencia, «Una oración», que es una composición que busca articular «una oración que sea personal, no heredada», culmina con la petición de «morir del todo, morir con este compañero, mi 1

Entre los volúmenes que muestran esta característica se podrían mencionar los poemarios El oro de los tigres, La moneda de hierro, Historia de la noche, La cijra y Los conjurados y en lo relativo a recopilación de relatos, El informe de Brodie y El libro de arena.

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cuerpo»; el segundo comienza planteando la relación tan recurrente en Borges de lectura y escritura desde un punto de vista íntimo. La muerte «total» y la lectura, pues, cercan, por decirlo así, «His End and his Beginning», y todo ello parece confluir en el «Elogio de la sombra». Además de reflexionar en torno al lugar que ocupa el texto respecto de los que vienen antes y los que vienen después, creo que asimismo se impone examinar el breve relato que nos ocupa en el contexto de las composiciones en verso y en prosa con las que convive en el Elogio de la sombra, que, sería preciso recordar, primordialmente es un libro de poemas. «His End and His Beginning» es, dentro del conjunto, uno de seis textos redactados en prosa. Con la excepción de «Una oración», al que ya he aludido, las cinco prosas restantes están estructuradas a modo de relatos breves. De éstos, todos menos «Leyenda» y «His End and His Beginning», están narrados en primera persona, una primera persona que con frecuencia tiende a designar, también sirviéndose de indicaciones internas en el relato mismo, al Borges escrito: «Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror» [«Episodio del enemigo»]; «El caso me lo refirieron en Texas...» [«El etnógrafo»]; «El hombre se llamó Pedro Salvadores; mi abuelo Acevedo lo vio, días o semanas después de la batalla de Caseros...» [«Pedro Salvadores»]. «His End...» y «Leyenda» se narran en tercera persona, pero la extrema brevedad, las alusiones bíblicas y lo escueto en lo tocante a la trama de este último lo hacen asemejarse más a una parábola que a un cuento. Los otros relatos, además, («Episodio del enemigo», «El etnógrafo», «Pedro Salvadores»), a pesar de ser también breves, utilizan las convenciones del cuento realista. Incluso en narración tan extraña como «Episodio del enemigo», cuyos últimos renglones nos indican sorpresivamente que lo que habíamos estado leyendo era un sueño, los recursos empleados por el escritor parecen claramente apuntar, con dos excepciones que sólo cobran sentido como tales una vez concluida la lectura —la presencia en una mesa de trabajo de un libro en un idioma que él no entiende, y la súbita «desaparición» de un bastón— al género realista. «His End and His Beginning», sin embargo, exhibe al nivel textual varias indicaciones contradictorias que hacen su «naturalización» en lo relativo a la categoría de género literario particularmente difícil y, por consiguiente, en primera instancia nos impide reconstruir un significado plenamente coherente. Convendría aclarar que estoy empleando el término «naturalización» en el sentido que le adjudica Jonathan Culler en su Structuralist Poetics (1976): [...] what we speak of as conventions of genre or an écriture are essentially possibilities of meaning, ways of naturalizing the text and giving it a place in the world which our culture defines...

Y un poco más adelante, aclara:

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«Naturalization» emphasizes the fact that the strange or deviant is brought within the discursive order and thus made to seem natural.

En términos amplios, pues, se puede recuperar o «naturalizar» un texto que abunde en contradicciones y que narre hechos que contravengan las expectativas de lo verosímil, desde un punto de vista cultural o literario, una vez que el lector logre insertarlo, por ejemplo, en la tradición del género del relato fantástico. En un contexto tal, los sucesos extraños e inverosímiles se tornan «naturales» y aceptables. Si dirigimos nuestra atención una vez más a «His End and His Beginning» habríamos de notar de entrada una serie de sucesos que se destacan por su singular extrañeza. El protagonista, se nos informa en la cuarta oración, está muerto, y él mismo sospecha que aquellos que lo rodean lo saben y por eso «desvían la mirada ». El personaje principal, además, se entrega a una serie de transformaciones que lo llevan a un mundo nuevo donde sus «experiencias» no concuerdan con los propios recuerdos. Estas indicaciones textuales, entre otras, son las que hacen posible que, en el transcurso de una primera lectura, un lector se sienta inclinado a ubicar el relato dentro del marco del género fantástico. Pero como ocurre con frecuencia en Borges, sus textos contienen otras indicaciones que funcionan a modo de enigmas y que parecen contraindicar las primeras tentativas de naturalización. Una vez descodificadas las indicaciones textuales de índole enigmática, se posibilita una segunda lectura — y en ocasiones hasta una tercera o cuarta— con marcos de referencia diversos, marcos de referencia que permiten un mayor grado de coherencia textual. En el caso de «His End...», como veremos, la ubicación inicial del relato dentro del género fantástico parece quedar desarticulada por la oración final que, súbita e inesperadamente, sitúa al lector en los ámbitos de lo ultramundano, de lo «teológico»: el protagonista, informa el narrador, «desde su muerte había estado siempre en el cielo». Y para complicar aún más las circunstancias contradictorias, este «cielo» está visto en términos de experiencias de «horror» y de «agonías». Descodificados los conceptos de «gracia» y «cielo», sin embargo, el relato se puede volver a leer no ya como mero relato fantástico, sino como una alegoría de la lectura y de la supervivencia del escritor a través de las inevitables transformaciones en las experiencias de los otros, de sus lectores. Como me dispongo a examinar el texto detalladamente, pienso que convendría, dada su brevedad, transcribirlo completo. C u m p l i d a la agonía, ya solo, ya solo y desgarrado y rechazado, se hundió en el sueño. C u a n d o se despertó, lo aguardaban los hábitos cotidianos y los lugares; se dijo que no debía pensar demasiado en la noche anterior y, alentado por esa voluntad, se vistió sin apuro. En la oficina, cumplió pasablemente con sus deberes, si bien con esa i n c ó m o d a impresión de repetir algo ya hecho, que nos da la fatiga. Le pareció notar que los otros desviaban la mirada; acaso ya sabían que estaba muerto. Esa noche empezaron las pesadillas; no le dejaban el menor

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recuerdo, sólo el temor de que volvieran. A la larga el temor prevaleció; se interponía entre él y la página que debía escribir o el libro que trataba de leer. Las letras hormigueaban y pululaban; los rostros familiares iban borrándose; las cosas y los hombres fueron dejándolo. Su mente se aferró a esas formas cambiantes, como en un frenesí de tenacidad. Por raro que parezca, nunca sospechó la verdad; ésta lo iluminó de golpe. Comprendió que no podía recordar las formas, los sonidos y los colores de los sueños; no había formas, colores ni sonidos, y no eran sueños. Eran su realidad, una realidad más allá del silencio y de la visión y, por consiguiente, de la memoria. Esto lo consternó más que el hecho de que a partir de la hora de su muerte, había estado luchando en un remolino de insensatas imágenes. Las voces que había oído eran ecos, los rostros máscaras; los dedos de su mano eran sombras, vagas e insustanciales sin duda, pero también queridas y conocidas. De algún modo sintió que su deber era dejar atrás esas cosas: ahora pertenecía a este mundo nuevo, ajeno de pasado, de presente y de porvenir. Poco a poco este mundo lo circundó. Padeció muchas agonías, atravesó regiones de desesperación y de soledad. Esas peregrinaciones eran atroces porque trascendían todas sus anteriores percepciones, memorias y esperanzas. Todo el horror yacía en su novedad y esplendor. Había merecido la gracia, desde su muerte había estado siempre en el cielo (Borges 1989 II: 393).

La historia se desarrolla en lo que se podría denominar tres etapas. En la primera, el protagonista, «cumplida ya la agonía», ya muerto, comienza a experimentar cambios que, se nos da a entender, lo alienan de su pasado inmediato («los rostros familiares iban borrándose; las cosas y los hombres fueron dejándolo») y de ese modo trastocan el «sueño» que se menciona en la primera oración en pesadilla. En la segunda, una brusca intuición lo ilumina: no puede recordar los sueños (ni, se entiende, las pesadillas) porque ya no le es dado soñar; ha ingresado en una nueva realidad, y en esa nueva realidad él mismo se ha transfigurado en sueño («comprendió que no había formas, colores ni sonidos, y no eran sueños. Eran su realidad...»). En la siguiente etapa, ya desprovisto de memoria propia, despojado de pasado, presente y porvenir, se abandona a transformaciones inesperadas donde vuelven a repetirse las «agonías» del principio pero ahora extrañadas por el hecho de que no concuerdan con sus percepciones anteriores y que parecen ser consustanciales con su nueva figura. Hasta aquí, como he apuntado anteriormente, el relato es recuperable como cuento fantástico. Sin embargo, en la última oración se nos informa de súbito que las tres etapas que acabo de resumir corresponden al hecho de haber alcanzado un estado de gracia, corresponden a haber estado, desde el principio de la narración, en el cielo. La inesperada mención de los conceptos de gracia y cielo como resumen de todo el texto ejercen la función de elementos desorganizadores que, aún dada la extrañeza del relato, lo tornan todavía más incoherente. Choca al lector, sobre todo, que las concepciones de «cielo» y «gracia» estén vinculadas en el texto a

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experiencias que denotan justamente cualidades opuestas a las que, desde un punto de vista cultural, habitualmente solemos asociar con el estado de bienaventuranza. El cielo aquí consta de pesadillas, de agonías, de regiones de desesperación, de peregrinaciones atroces y de experiencias de horror. La clave primordial del relato, pues, parece residir en ese enigmático cielo, y es a ese concepto que sería preciso dirigir la atención. En estudio aparte, y muy en especial en el contexto del Elogio de la sombra, he examinado detenidamente los modos en que Borges, sirviéndose de una compleja red de alusiones, con mucha frecuencia alusiones a sus propios textos, trasmuta y altera el significado de ciertas palabras («noche»,»sombra», por ejemplo) y las dota de sentidos personalísimos 2 . Cabría añadir que estos nuevos sentidos aluden una y otra vez a concepciones particulares respecto de qué es y cómo es la literatura. Me propongo, pues, rastrear la voz cielo, sobre todo en el contexto de los escritos tempranos de Borges, para comprobar si, en efecto, el escritor ha ido codificándola de tal forma que uno de sus referentes relevantes aquí lo constituya una concepción particular de la literatura. Desde sus primeros escritos, Borges da muestras de una preocupación insistente en torno al problema de la inmortalidad del escritor. En un artículo de 1928, «La fruición literaria», escribe: Si ya nos engravece pensar que hace dos mil quinientos años vivieron hombres, ¿cómo no ha de conmovemos saber que versificaron, que fueron espectadores del mundo, que hospedaron en las palabras leves y duraderas algo de su pesada vida fugaz, que esas palabras están cumpliendo un largo destino? (1928: 107).

Pero en ese largo destino que cumplen las palabras, se altera y modifica, con frecuencia la voluntad del artista. La reflexión en lo tocante a la función «innovadora» de los contextos histórico-culturales en los que se inserta el lenguaje y que ocupa un lugar destacado en un número importante de sus poemas y relatos —de modo muy especial en «Pierre Menard autor del Quijote»3— ya es patente en las páginas que publica en 1928. Asignándole al tiempo un papel de «constructor», razona que el transcurrir de los años y la diversa lectura comienzan a modificar, a transfigurar el trazo originario que inscribió la mano del escritor. Así, con aire francamente risueño, lo hace constar de inmediato Borges: El tiempo, tan preciado de socavador, tan famoso por sus demoliciones y sus ruinas de Itálica, también construye. El erguido verso de Cervantes «¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza! [...]»

2 3

Véase Arturo Echavarría ([1983] 2006). Véanse las páginas que le dedico en este volumen.

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lo hemos refaccionado y hasta notablemente ensanchado por él. Cuando el inventor y detallador de Don Quijote lo redactó, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Sospecho que los contemporáneos suyos lo sentirían así: «¡Vieran lo que me asombra este aparato! [...]» o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas (Borges 1928: 107). T a m b i é n en las leves y duraderas palabras permanece, inmortal, la figura del poeta, lo único que, c o m o indica Borges de un m o d o implícito, esa figura comienza a trasmutarse y disolverse en las palabras y símbolos que él m i s m o erigió en el contexto de su propia obra: Tierna y segura inmortalidad [...] es la del poeta cuyo nombre está vinculado a un lugar del mundo. Esa es la de Burns, que está sobre tierras labrantías de Escocia y ríos que se apuran y cordilleritas; esa es la de nuestro Carriego, que persiste en el arrabal vergonzante, furtivo, casi enterrado que hay en Palermo al sur y en donde un extravagante esfuerzo arqueológico puede reconstruir el baldío cuya ruina actual es la casa y el despacho de bebidas que se ha hecho Emporio. Hay también un inmortalizarse en cosas eternas. La luna, la primavera, los ruiseñores, manifiestan la gloria de Enrique Heine [...] (1928: 108109). Y de manera aún más explícita, en un artículo anterior que precisamente versa también sobre Evaristo Carriego («Carriego y el sentido del arrabal», Inquisiciones, 1926), Borges a b u n d a sobre el m i s m o asunto: [...] las palabras arrabal y Carriego son ya sinónimos de una misma visión. Visión perfeccionada por la muerte y la reverencia, pues el fallecimiento de quien lo causó añade piedad y con firmeza definitiva lo ata al pasado. Pero en el proceso de equivalencia y asimilación entre Carriego y el arrabal de Palermo en el contexto de su obra poética, la figura del m i s m o Carriego comienza a transformarse por m e d i o de sus lectores, a b a n d o n a su «realidad» y se inscribe en los ámbitos de lo imaginativo y de lo fabuloso. Los lectores de Carriego, continúa Borges, [...] le han investido de mansedumbre, y así en la fabulación de José Gabriel hay un Carriego apocadísimo y casi mujerengo que no es ciertamente el gran alacrán y permanente conversador que conocí en mi infancia, en los domingos de la calle Serrano (Borges 1926: 26-27). Finalmente, en unos renglones más abajo en el m i s m o ensayo, y en otro texto anterior, un p o e m a de 1923, obtenemos la clave del «lugar» que ocupan los poe-

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tas, transfigurados por sus propios símbolos, en la inmortalidad. Uniendo una vez más el nombre de Carriego al de Heine, uno inmortalizado por el arrabal de Palermo, el otro por la luna y los ruiseñores, comenta Borges: Este brevísimo discurso sobre Carriego tiene su contraseña y he de reincidir en él algún día, solamente para ensalzarlo. Sospecho que Carriego ya está en el cielo (en un cielo palermense, sin duda, el mismo donde se lo llevaron a los Portones) y que el judío Enrique Heine irá a visitarlo y se tutearán (1926: 30).

Y en «Alquimia», poema de su primer libro de versos, Fervor de Buenos Aires, Borges provee inequívocamente una definición de lo que, en el contexto de su literatura, él declara ser el cielo-. Asimismo en el cielo: —con esa palabra quiero nombrar el regalo que alguna vez ha de responder al ansia entrañable con venturosa precisión de voces que riman— no ha de allanamos una común excelsitud [...] (1921: s. p.).

En ese cielo, «muertos» y «transfigurados» por lecturas sucesivas de las «livianas y duraderas» palabras, los poetas han de perdurar, inmortales. Es ahora, una vez descodificado el concepto de cielo, cuando podemos regresar al texto originario, «His End and His Beginning», y realizar una lectura fundamentada en, lo que estimo, un alto grado de coherencia. «His End and His Beginning», como indica el título, narra la «muerte» y la «transfiguración» del escritor a través de sus lectores. «His End» equivale —cumplida ya la «agonía»— a la «muerte» del artista, a la conclusión del texto y a su entrega, en una primera etapa, a un amplio público lector. «His Beginning» consta de las etapas que se podrían denominar segunda y tercera, en las que el creador se interna en una nueva dimensión mediante una larga, acaso interminable, serie de lecturas. La lectura lo someterá a procesos de metamorfosis, donde el emisor dejará de ser lo que era para quedar, en vez, configurado por la emisión misma: su nueva realidad serán, como lo indica el texto, sus sueños, sus creaciones poéticas. Y esta nueva realidad incluirá elementos de soledad y horror porque cada lector proyectará en el texto recuerdos, anhelos, y esperanzas que con frecuencia ni concuerdan ni corresponden con las que originariamente trazó en el texto que estamos en vías de descifrar. Así lo confirma en un ensayo de madurez. Escribiendo en torno a la obra inmortal, comenta Borges: La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad, es todo para todos como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo (1989 II: 76).

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Pero a ese ámbito de inmortalidad («cielo») sólo se puede acceder por la gracia que otorga el lector, gracia que efectivamente impedirá que se realice el ferviente deseo expresado en la oración que eleva ese yo que designa al Borges escritor en la prosa que inmediatamente antecede a «His End and His Beginning» en el Elogio de la sombra y a la que ya he aludido. «Una oración» termina de este modo: «Quiero morir del todo; quiero morir con este compañero, mi cuerpo». La reducción y transformación por medio de los lectores —la reducción de su palabra a «eco», como indica en «His End...»— es uno de los precios que ha de pagar el poeta inmortal. Y, como en tantas otras ocasiones, el Borges juvenil ya lo había previsto. Meditando, en «La fruición literaria» de El idioma de los argentinos (1928), sobre el destino que implica la inmortalidad literaria, invoca finalmente una sentencia de uno de los escritores que él ha leído con especial fervor y admiración a través de los años: Quevedo. Los inmortales, escribe Borges, Se vuelven pobres y perfectos como un guarismo. Se hacen abstracciones. Son apenas un manojito de sombra, pero lo son con eternidad. Les conviene demasiado esta oración: «Quedaron ecos: formándose en lo hueco y vacío de su majestad, no voz entera, sino apenas cola de la ausencia de la palabra» (Quevedo: La hora de todos y la fortuna con seso, Episodio XXXV) (Borges 1928: 108).

«Un manojito de sombra», nada menos, de una «sombra» motivo de elogio que proyecta un conjunto de palabras que momentáneamente ha perdido, al convertirse en eco, su integridad inicial. Pero esa integridad se volverá a restaurar aunque en el proceso pierda mucho o todo de lo que tuvo en un principio de rasgo personal o íntimo. El agente será el lector. En el lector se rehará, previa y parcialmente desfigurada para luego pasar a ser reconfigurada y transfigurada, acaso penosa pero sin duda gloriosamente, la voz entera.

BIBLIOGRAFÍA B O R G E S , Jorge Luis. (1921). Fervor de Buenos Aires. Buenos Aires: Imprenta Serantes. —. (1926). El tamaño de mi esperanza. Buenos Aires: Proa —. (1928). El idioma de los argentinos. Buenos Aires: M. Gleizer Editor. —. (1989). Obras completas II. Barcelona: Emecé. CULLER, Jonathan. (1976). Structuralist Poetics. Ithaca: Cornell University Press. ECHAVARRÍA, Arturo. ([1983] 2006). Lengua y literatura de Borges. [Barcelona: Ariel] Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert.

A M E R I C A Y (EN) EUROPA: B O R G E S Y LA T R A D I C I Ó N L I T E R A R I A A Jaime Alazraki A Enrique Anderson Imbert, in memoriam

AUTOBIOGRÁFICO, Borges ha señalado que su obra narrativa de madurez tiene contraída una deuda de gran envergadura con lo que es en propiedad su primer relato «Acercamiento a Almotásim», de 1935, porque éste prefigura los cuentos que sentarán los fundamentos de su reputación de gran escritor:

E N UN ENSAYO

[...] ahora me parece que [«El acercamiento a Almotásim»] pronostica y hasta fija la pauta de otros cuentos que de alguna manera me estaban esperando, y en los que luego se basa mi reputación como cuentista (Borges 1999: 76).

Quisiera destacar algunos aspectos de la pauta («pattern» en la versión inglesa originaria) que, en palabras de Borges, emerge de ese «primer» relato, rasgos que no son en primera instancia los más evidentes —tales como la fusión de géneros literarios y, por tanto, la transgresión de los límites que los separan—, pero que se proyectan, me parece, de modo especial en la narrativa que vendrá con posterioridad. Las particularidades a que me refiero inciden en el contexto del examen que me dispongo a llevar a cabo en las páginas siguientes y van más allá de los meros recursos técnicos y de la estructura narrativa. Su función es la de establecer una serie de relaciones tanto geográficas como culturales entre zonas que se encuentran distantes unas de otras y que en ciertos casos no están relacionadas entre sí. Esta suerte de vínculos que los relatos establecen tácitamente aparecen, como he advertido en un capítulo anterior, en cuentos tales como «El jardín de senderos que se bifurcan», «La forma de la espada», «La muerte y la brújula»1, «El hombre en el umbral» y en el poema «El otro tigre», para sólo mencionar algunas obras de madurez. Pero pienso que es preciso volver al punto de partida, al «Acercamiento a Almotásim», y examinarlo como ejemplo de lo que acabo de proponer.

1

Véase los capítulos que se ocupan de estos relatos en el presente volumen, en especial los que tratan de «El jardín de senderos que se bifurcan» y «La forma de la espada» (pp. 11-46 y 47-69).

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El relato, como es sabido, tiene que ver con una novela escrita en la India, presumimos, en inglés, por un nativo de Bombay City de origen musulmán. Dos críticos ingleses la reseñan en Londres y uno de ellos destaca el hecho de que el texto delata un parentesco evidente con las obras de Wilkie Collins, presunto padre de la novela detectivesca en Occidente, y del poeta místico persa Farid Attar. Sería preciso destacar aquí que lo que hace las veces de intermediario entre el novelista musulmán residente en la India y el hombre de letras argentino que escribe, en español, otra reseña desde Buenos Aires, es el idioma y la cultura de Inglaterra. Así, la Inglaterra imperial y, por extensión, Europa se convierten en un vértice y punto de enlace entre lugares y, sobre todo, culturas tan apartadas unas de otras como lo son aquellas vinculadas al subcontinente indio y la que se gesta en el continente sudamericano, ambas, vistas desde un punto de vista eurocèntrico, marginales y ambas sujetas a su predominio. Frente a culturas milenarias que se asientan en el mundo oriental, he contrapuesto una cultura en gestación —y utilizo el término «gestación» por la relativa novedad de las culturas de este lado del Atlántico— en el ámbito de la América hispana. Quizá sería útil pausar un momento y remontarnos brevemente al pasado para revisar algunas consideraciones, ciertamente ya muy trabajadas, en torno al corpus de la literatura hispanoamericana y de sus azarosos comienzos. Me refiero principalmente al asunto de la tradición literaria americana y, como consecuencia, a la existencia virtual o actual de una autonomía cultural que se evidencie en un orden configurado por textos literarios. Dos interrogantes surgen de esta propuesta. La primera, la más inmediata, remite al hecho mismo de si existe o no en América una literatura autóctona con características bien definidas. La segunda, apunta en la dirección siguiente: si se logra comprobar la existencia de un orden literario autóctono, habría que preguntarse en qué serie literaria se inserta el fenómeno artístico al que he aludido y de qué modo o modos esas obras significan. Las cuestiones que suscitan tales interrogantes son muy conocidas, algunos dirían, con razón, demasiado bien conocidas, en el ámbito de nuestro mundo letrado. Su origen coincide, como es de esperar, con la aguda conciencia de diferenciación que pesa en un principio como mero desiderátum en las conciencias de algunos habitantes de las antiguas colonias españolas en los años que cercanamente anteceden y que luego suceden las guerras de independencia. La crítica ha comentado ampliamente la coyuntura histórica y literaria en la que se produce el parto de las jóvenes repúblicas de la América hispana. A pesar de que los ideales que dan impulso al movimiento independentista en estas latitudes están enraizados en la cultura de la Ilustración, es el Romanticismo europeo, y, como se sabe, sobre todo el francés, el que sirve de cauce para las corrientes de afirmación cultural que han de discurrir por los espacios del nuevo mundo. De ahí que, en parte, en lo relativo a la literatura, los rasgos diferenciales América/Europa se prediquen con frecuencia en el ámbito de lo folclòrico y de lo pintoresco y que sus fuentes

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radiquen en una suerte de Volksgeist rebelde y cimarrón. De ahí, también, que desde Andrés Bello, que deriva originariamente del mundo neoclásico, hasta José Enrique Rodó y José Martí, ya en el Modernismo mismo, la relación de América y Europa continúe proveyendo casi sin interrupción la materia para un cuestionamiento constante. Si escribir desde América y para americanos presupone un acto de independencia cultural ¿cómo, por decirlo así, relativizar a Europa o disminuir su influjo?, ¿de qué manera forjar un corpus textual que no haga las veces de una literatura derivativa más apta para representar una mera provincia o una «patria chica»? Anteriormente he mencionado a Martí (y pienso en «Nuestra América»), pero el dilema, esta suerte de «anxiety of influence» que se produce en América vis a vis Europa una vez que llega la independencia política, en el futuro se extiende complica y ciertamente se niega a disolverse y desaparecer. Está, sabemos, en Rubén Darío («en mi interior Verlaine»; «mi esposa es de mi tierra, mi querida, de París»), en cierto modo en César Vallejo y en Neruda y ciertamente en Octavio Paz. Está implícito pero de modo inequívoco «del lado de acá» y «del lado de allá» de Julio Cortázar, y muy vivo y central en la obra de Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Fernando del Paso y Juan José Saer. Y aunque una parte de la crítica ha descuidado hasta una época relativamente reciente dilemas suscitados durante su temprana etapa criollista, está, también, en el «desraizado» y «europeizante» Jorge Luis Borges. La inquietud a que aludo, que de un modo o de otro, las más veces soterrado, atraviesa gran parte de la obra del escritor argentino, reaparece en el contexto del escritor maduro de forma muy patente en un ensayo de madurez, ampliamente comentado por la crítica: «El escritor argentino y la tradición». Antes de entrar en él, sin embargo, acaso convendría detenerse unos instantes en las reflexiones de otro americano, un angloamericano asimilado e integrado de lleno al mundo europeo, sobre la tradición literaria. Me refiero ahora al poeta y crítico T. S. Eliot. En un ensayo redactado relativamente temprano en su carrera y titulado «Tradition and the Individual Talent» (1917), Eliot reflexiona en torno a los conceptos de «tradición» e «innovación» en literatura. Al llevar a cabo esta operación intelectual, Eliot se convierte, pienso, en uno de los primeros teóricos en el contexto del siglo actual en postular el corpus literario como sistema, es decir, la literatura como una red de relaciones, concepto que, con variantes, elaboran en el transcurso de los últimos quince o veinte años con excepcional lucidez figuras de la relevancia de Claudio Guillén y Jonathan Culler. Eliot, por su parte, postula la existencia de un «historical sense», de un sentido histórico que concibe, en el ámbito de la literatura y esto creo que es muy importante, el pasado no sólo como pasado, sino además y a la vez como presente. Anota Eliot: [el sentido histórico] obliga a un hombre a escribir no sólo bajo el influjo de su propia generación [«with his own generation in his bones»], sino con la sensa-

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ción de que toda la literatura europea, desde Homero en adelante — y dentro de ella toda la literatura de su propio país— está dotada de una existencia simultánea y compone un orden simultáneo 2 (1952: 525-526).

De tal forma es así, continúa apuntando Eliot, que toda obra literaria verdaderamente nueva tendría que insertarse en ese sistema literario y habría, a la vez, de alterar la totalidad del sistema, modificándolo. El orden existente está completo antes de que llegue la obra nueva; para que el orden se conserve una vez que se imponga la obra novedosa, todo el orden existente habrá de ser, aunque sea de modo leve, alterado; y así las relaciones, las proporciones, los valores de una obra de arte respecto del todo queda reajustado. Es este reajuste del sistema lo que fundamenta la conformidad entre lo nuevo y lo antiguo (Eliot 1952: 526). Dentro de la concepción de literatura como sistema, encontramos aquí, además, nociones que van a revestirse de particular importancia en la obra de Borges, tales como aquellas que proponen que, en el contexto de la literatura, el presente es en efecto capaz de modificar el pasado [recordemos, entre otros, el ensayo «Kafka y sus precursores» y en particular «Pierre Menard, autor del Quijote»]. Pero, sobre todo, quisiera destacar el hecho de que para que una obra literaria nueva pueda entenderse, sea capaz de generar significado, se precisa que se inserte en un orden preestablecido y que configure una red de relaciones con ese orden. A ningún poeta —anota Eliot—, a ningún artista de cualquier arte le es dado alcanzar significado por sí solo. Lo que él significa, el modo de apreciación [que se impone] es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. N o se le puede evaluar solo; hay que ubicarlo, para fines de comparación y contraste, entre los muertos (1952: 526).

T. S. Eliot establece, además, los fundamentos del sistema sin titubeos ni ambigüedades: el orden queda establecido fundamentándose en toda la literatura europea desde Homero, y, en el caso de Eliot, la literatura de su propio país, es decir la de Inglaterra. Para Borges, sin embargo, esta red de relaciones se complica. Para crear una literatura que pueda aspirar a autóctona, ¿existe en rigor un orden autóctono preexistente, o se precisa recurrir a un sistema, a un orden «extranjero» para intentar inscribirse allí? Son éstas las preguntas que ahora paso a considerar. En «El escritor argentino y la tradición», Borges comienza por plantear el «problema» de la tradición literaria en Argentina como un «seudo-problema», pero pese a que le resta de antemano importancia procede a someterlo a un examen detenido. Sería útil aclarar de inmediato que el análisis al cual Borges some-

2

El ensayo, como he indicado, se publicó inicialmente en 1917. Cito ahora por la edición de 1952. La traducción es mía.

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te el asunto en cuestión puede extenderse, pienso que con ajustes de poca importancia, al resto de Hispanoamérica. Ello es así porque aquellos fundamentos que el escritor argentino identifica como constitutivos de una posible «serie literaria», de una «tradición», se encuentran de un modo u otro en los antecedentes literarios de casi todos los países americanos de habla española. Pero sería útil ahora volver al ensayo de Borges. El escritor porteño procede a señalar tres fundamentos que podrían sustentar o justificar la existencia de una serie literaria auténticamente argentina. En el transcurso de esas páginas, Borges examinará cada uno por separado y a cada uno pondrá objeciones que lo convierten de inmediato en falsos e inoperantes. Finalmente, postulará su propio argumento en torno al problema de la tradición, resolviendo así el dilema inicial. El primero de los argumentos citado por Borges es el siguiente. La tradición literaria argentina ya existe y ella radica en la literatura gauchesca. El argumento, previamente esbozado por Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, queda resumido de la siguiente forma: los poemas gauchescos son «un punto de partida y quizá un arquetipo» para los escritores argentinos. De inmediato, Borges trae a colación una serie de objeciones. Si se busca lo genuinamente autóctono, el argumento pierde vigencia de inmediato. La literatura gauchesca, como sabemos, es algo distinto de la literatura de los gauchos. Los poemas gauchescos no constituyen en rigor un acervo de literatura popular. Son en su mayoría redactados por hombres cultos de la ciudad tales como Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, quienes intentan del algún modo recrear ese mundo y esa atmósfera y para ello recurren a remedar el habla campesina y a dotar el ambiente de color local. La poesía popular, la verdadera, añade Borges, «tiene la convicción de ejecutar algo importante», suele rehuir las voces populares y con frecuencia busca voces y giros altisonantes. El poeta de veras popular aspira a la corrección y no al despliegue de un léxico y una sintaxis rústica. Para apoyar este argumento, Borges cita un caso que él estima como en cierto modo anómalo dentro del contexto de la literatura gauchesca. Recuerda la famosa payada del Negro y Martín Fierro en el poema de ese mismo nombre y comenta lo siguiente: allí se rehuyen los localismos y se escribe en «un español general» sobre temas abstractos tales como el tiempo, el espacio, el mar, la noche. Y concluye: «la idea de que la literatura argentina debe de abundar en rasgos diferenciales argentinos y en el color local argentino me parece una equivocación» (1989: 269). ¿Qué pasaría con escritores del calibre de Chaucer, de Racine (Phedre, Andromaque), cuyas tragedias tienen como fuente la mitología griega y cuya ubicación es Grecia, de Corneille {Le Cid) con su historia y ambientación castellanas, de algunos de los dramas de Shakespeare con sus locales romanos, italianos y daneses? Al amparo del criterio de «rasgos diferenciales» nacionales evidenciados en algunos giros lingüísticos y el color local, estas obras se verían, en el peor de los casos, desterradas del lugar que les pertenece en el panteón de las literaturas de Francia e Inglaterra. Por otra parte, Borges alude al hecho de que en los círculos literarios locales se menciona a la novela de Ricardo

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Güiraldes Don Segundo Sombra como fuente posible de la tradición argentina. Nuestro escritor pasa de inmediato a enumerar ciertos reparos en torno a ese argumento. El fondo «filosófico», por decirlo así, de la novela de Güiraldes, anota Borges, se encuentra en los cenáculos literarios de Montmartre, sin contar la presencia patente en el texto, que se supone quintaesencialmente argentino, del Kim de Rudyard Kipling y de las novelas de Mark Twain. Existe una segunda hipótesis, un planteamiento adicional en torno a los fundamentos de una tradición literaria argentina. Se presenta la literatura española, es decir peninsular, como la matriz literaria de la producción textual americana. Ello queda de inmediato descartado por la sencilla razón, arguye Borges, de que la historia argentina ha expresado, por lo menos desde 1810, una voluntad de ser diferente de España. La literatura española, añade, es en Argentina un «gusto adquirido» y no responde a una inclinación natural. Paso ahora al tercer argumento en torno al asunto que nos ocupa. Sería interesante anotar que el nuevo planteamiento en rigor niega, sin saberlo o no, la posibilidad de una serie literaria preexistente. Ello es así porque en América, se argumenta, obra una ruptura radical con el pasado. Todo es nuevo en esas tierras y la historia sólo puede medirse, por decirlo así, partiendo de cero. Una concepción tal de nuestro mundo, señala Borges, equivaldría a una declaración contundente de que «estamos esencialmente solos», de nuestra absoluta soledad3. Pero de inmediato vienen las objeciones. La idea de una América desvinculada del tiempo no es exacta. La realidad, de hecho, dictamina todo lo contrario. «[...] He observado», afirma Borges, «que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo» (272). Todo lo que ocurre en Europa repercute en América: las guerras, el ascenso y descenso de las ideologías, por ejemplo. En América, justamente por ser un continente nuevo, todo lo ocurrido digamos hace cincuenta años nos parece remoto, mientras que en Europa, con varios miles de años de historia, ese lapso de tiempo se conceptualiza como algo relativamente reciente. El tiempo, pues, constituye una experiencia central e inmediata del mundo americano. Finalmente, Borges llega al planteamiento que podríamos calificar de propio en torno al asunto en cuestión. Afirma el escritor argentino: Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental y creo también que tenemos derecho a esa tradición mayor de la que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental (272).

Borges entra aquí, de paso, en una consideración en torno a Europa y los europeos que, en otros lugares y en foros diversos, se ha encargado de comentar y

3

Acaso no sería del todo impropio evocar aquí esa compleja articulación literaria en torno al tiempo, y en especial, al tiempo americano, que es Cien años de soledad de García Márquez, publicada años después de haber aparecido este ensayo.

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ampliar. Parece ser que para el narrador y poeta argentino, Europa como sistema cultural globalizante es una noción foránea a las naciones individuales que componen ese conjunto de pueblos. Previo a las gestiones en pos de unas tentativas de integración llevadas a cabo durante los últimos veinte o treinta años por los miembros de la comunidad europea, los franceses, los italianos, los españoles, los alemanes, en general, no se consideraban propiamente partícipes de un sistema de relaciones culturales configurado como una totalidad. La noción de «cultura europea», en realidad, es una concepción impuesta desde fuera, acaso por extranjeros, en nuestro caso particular, por americanos, quienes desde nuestras márgenes, desde nuestras lejanas fronteras, ven en ese conglomerado de naciones un fondo cultural común. «Los verdaderos europeos», una vez me comentó Borges repitiendo lo que ya había señalado antes y que en diversas ocasiones, al leer la afirmación fuera de contexto, se ha malinterpretado, «somos nosotros»4. Para ser considerado culto, además, un europeo no precisa de un conocimiento amplio y detallado de la historia, la literatura y el arte de los países vecinos, además del suyo. No así los hispanoamericanos para quienes la noción de hombre culto en general supone un dominio relativamente pormenorizado de los códigos culturales de varios países del continente europeo, cuando no, y a la vez, de otras regiones del planeta. En una novela de Carlos Fuentes, Una familia lejana, el personaje francés llamado Branly alude, casi de paso, a un joven antropólogo mexicano que había conocido hace poco, del siguiente modo: [El mexicano Heredia] poseía esa característica de los latinoamericanos cultos: sentirse obligados a saberlo todo, leerlo todo, no darle al europeo cuartel ni pretexto, conocer igualmente bien lo que el europeo ignora y lo que considera propio, el Popol Vuh y Descartes. Sobre todo, demostrarle que no hay excusa para desconocer a los demás (Fuentes 1980: 15).

Poco antes de concluir el ensayo afirmando que «ser argentino es una fatalidad» y que todo lo que escriban los argentinos será fatalmente argentino, Borges detiene su atención en las teorías de un sociólogo norteamericano en torno a la función de un grupo étnico-cultural de gran importancia en el contexto de la civilización occidental. Thornstein Veblen observa que los judíos han desempeñado con frecuencia el papel de grandes innovadores dentro de culturas nacionales particulares porque su circunstancia les permite manejar con gran desenfado las categorías consagradas del sistema. Ello en gran parte se debe, razona Veblen, a que este grupo pertenece y a la vez no pertenece, es decir que simultáneamente está 4

Acaso sería de interés señalar que el aserto de Borges es casi idéntico a una observación de T. S. Eliot, quien en un ensayo sobre Henry James redactado en 1918, afirma: «It is the final perfection, the consummation of an American to become, not an Englishman, but a European — something which no born European, no person of any European nationality, can become» (Eliot 1945: 109).

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fuera y dentro de ese ámbito cultural. En efecto, no podemos olvidar que un número impresionante de artistas, filósofos, teóricos de las ciencias sociales y naturales, sobre todo en los dos últimos siglos, son fácilmente identificables dentro de la categoría aludida (Marx, Einstein, Freud, Kafka, Sartre y Schonberg, entre otros). Pero igualmente no deberíamos olvidar la impresionante nómina de innovadores, sin cuya gestión acaso no habría arte y literatura modernas, que si no pertenecen en propiedad a ese grupo étnico-cultural ciertamente provienen de espacios culturales que, aunque no siempre lo fueron, en la época en que ellos realizan su producción cultural son en efecto excéntricos y marginales. Recordemos los nombres de James Joyce, Beckett, Ionesco y el mismo Kafka (un «checo» judío que escribe en alemán), en literatura; Stravinski, Bartok y John Cage en música; y Pissarro, Juan Gris, Dalí y Picasso en pintura. Borges, pues, reclama para el escritor argentino, y por extensión hispanoamericano, un patrimonio cultural mucho más amplio del que prevalece en las naciones europeas, pues no sólo proclama toda la cultura occidental como fundamento de la producción literaria y artística, sino que reiteradamente menciona, en ensayos diversos y entrevistas, el acervo cultural oriental y asiático como patrimonio también nuestro. Todo ello asumido desde una posición excéntrica y por lo tanto de marginalidad. Es desde esta posición de marginalidad que nos es dado manejar esos sistemas con una soltura que niega las supersticiones culturales y que nos abre las puertas de la innovación. Beatriz Sarlo lleva a cabo un lúcido examen de la obra de Borges justamente tomando como punto de referencia la noción de marginalidad. En su libro, Borges, un escritor en las orillas, Sarlo parte de la concepción de la Argentina como nación periférica y, como consecuencia de ello, dotada, para emplear las palabras de la autora, de una «cultura tributaria». Calcada en el modelo europeo, la Argentina no logra insertarse ni con comodidad ni ciertamente del todo en los contornos de la configuración cultural de la metrópoli quizá porque su lenta articulación como país presupone el trato obligado del criollo con las poblaciones autóctonas y «con la llanura». Todo ello termina por establecer un espacio cultural ambivalente y hasta contradictorio en el que se hace patente la sensación de «estar» y «no estar», de pertenecer y de sentirse a la vez excluido. Así que, a pesar de que el intelectual o el artista argentino se sentía heredero inmediato de Europa, a la vez experimentaba la sensación contradictoria de sentirse ubicado en los márgenes, en un ámbito cultural dependiente. Acaso impelido por el anhelo de constatar o superar esa contradicción, explica Beatriz Sarlo, Borges crea, en los orígenes mismos de su literatura, una mitología de las orillas en la que la ciudad europea y el campo americano se encuentran y se diluyen uno en el otro y que constituye, según la crítica argentina, una «tipología urbana-criolla». Explica Sarlo:

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Borges trabajó con todos los sentidos de la palabra «orillas» (margen, filo, límite, costa, playa) para construir un ideologema que definió en la década del veinte y reapareció, hasta el final, en muchos de sus relatos (1995: 52).

Sobre la función de este ideologema en la literatura temprana de Borges, que va de Fervor de Buenos Aires y los primeros libros de ensayos hasta «El hombre de la esquina rosada» y Evaristo Carriego, y su persistencia en la obra de madurez, la crítica argentina señala que, a pesar de que el Borges maduro las desautorice, esas obras [...] fueron momentos de fundación radical de una voz literaria, tanto más radical cuanto que esa voz reorganizó la historia entera de la literatura argentina y rearmó, para ella, una jerarquía de valores culturales y sociales (1995: 64).

Y continúa: [...] Borges nunca se separó del todo del ideologema «las orillas»: esa fue siempre su ubicación simbólica, desde esas orillas leyó las literaturas del mundo, y fueron esas orillas el soporte para que su obra no pagara ningún tributo ni al nacionalismo ni al realismo (1995: 64).

Borges, explica Sarlo, [...] inscribe una literatura en el límite, reconociendo allí una forma cifrada de la Argentina (1995: 55).

A modo de resumen, podrían citarse unas palabras que encabezan el segundo capítulo del libro: Borges dibujó uno de los paradigmas de la literatura argentina: una literatura construida (como la nación misma) en el cruce de la cultura europea con la inflexión rioplatense del castellano en el escenario de un país marginal (1995: 51).

Pero si esta posición excéntrica por marginal, este «estar y no estar» a la vez, que Borges encomia en «El escritor argentino y la tradición», brinda innegables ventajas al escritor latinoamericano al permitirle manejar con soltura el sistema dominante y así innovar, ello, por otro lado, impone también a un mismo tiempo ciertamente graves limitaciones. Algo, y quizá algo más que algo, se pierde. Estar y simultáneamente no estar es quizá también una forma de ausencia. A pesar de haber sido educado en Suiza, comenta Beatriz Sarlo, de haber vivido intensamente un momento cultural español (el ultraísmo, por ejemplo), Borges tenía una aguda conciencia de haber perdido «un vínculo 'natural' con Europa»,

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Borges había perdido el saber de sus antepasados criollos y, también, como argentino una ligazón «natural» con Europa. Experimentó el problema de una cultura que se definía como europea pero no lo era del todo, porque se había implantado en un país periférico y mezclado con el mundo criollo. Si podía entrar y salir de dos culturas a voluntad, esta libertad tenía su costo: había algo artificial y distante en su relación con ambas. Esta es la libertad de los latinoamericanos (podría haber respondido Borges) construida sobre la conciencia de una falta. Leer toda la literatura del mundo en Buenos Aires, reescribir algunos de esos textos, es una experiencia que no puede compararse con la del escritor que trabaja en el territorio seguro de una patria que le ofrece una tradición cultural menos problemática. Puede argüirse que éste es muy a menudo el caso de los grandes escritores del siglo XX en todas partes; pero los que están fuera de la tradición europea consideran que los europeos nativos tienen una afinidad íntima con sus culturas «naturales»: enclavados en una cultura que es, para ellos, «inevitable», no están obligados a la auténtica libertad de los latinoamericanos, para quienes la libertad es un destino (1995: 84-85).

Considero que esta noción acertada que propone Beatriz Sarlo respecto de que «algo falta», congénere con nuestra marginalidad, puede tener —-y pienso que es evidente que tiene en la obra de Borges— consecuencias de gran envergadura. La crítica ha mencionado algunos de los modos en que se evidencia en algunos relatos de Borges el manejo defectuoso, es decir, fragmentario e incompleto, por parte de los protagonistas, de códigos culturales que les son parcialmente ajenos. Pero quizá no nos hemos detenido lo suficiente a examinar las consecuencias negativas que ello acarrea. Si el marginado, el outsider, se ve obligado a operar con carencias y lagunas, con retazos, digamos, del código cultural dominante y ello le sirve por un lado para liberar su imaginación y así innovar, por otro, esos lapsos pueden con frecuencia convertirse en instrumentos de su propia disminución cuando no de su exterminio. Paso ahora a examinar apretadamente en este contexto un panorama bastante amplio de la obra creativa de Borges donde parece evidenciarse este patrón. En la narrativa y la poesía de Borges se delinean una y otra vez personajes y personae literarias que se ubican en el contexto de esa marginalidad o que de un modo u otro invocan su condición de marginales. Me refiero ahora a algunos personajes de sus relatos y pienso que sería apto comenzar por el contradictorio Averroes de «La busca de Averroes». El filósofo musulmán ve en su comentario de Aristóteles y como consecuencia en su interpretación de la Poética (que forzosamente ha de traducir, se entiende, del griego al árabe) la «obra monumental que lo justificaría ante las gentes» (Borges 1989 I: 582). Pero Averroes, y ello es manifiesto, se ve imposibilitado de comprender el sentido último del texto que está traduciendo y comentando por causa de una carencia en el contexto de su propia cultura, una carencia que está predicada en lo que se podría señalar, por lo menos en este caso específico, como una «marginalidad» inherente a la cultura árabe res-

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pecto de la cultura griega. El comentarista-traductor es incapaz de entender los fundamentales del discurso crítico de Aristóteles, «tragedia» y «comedia», porque los musulmanes de la época clásica carecían del concepto del teatro. Vedado el acceso a aspectos en su caso centrales del código cultural foráneo, Averroes, quien había aborrecido toda innovación («Alarmado, no sin razón, por las fruslerías de Ibn-Sháraf, dijo que en los antiguos y en el Qurán estaba cifrada toda poesía y condenó por analfabeta y por vana la ambición de innovar» [587]) se convierte, impelido por una suerte de suprema ignorancia devota, en innovador a pesar suyo. Horas más tarde, ya solo en su biblioteca, «Algo le había revelado el sentido de las dos palabras oscuras». Súbitamente iluminado, C o n firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manuscrito: Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas.

Y, como si esto fuera poco, añade a renglón seguido: Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario

(587).

Averroes, sin saberlo, «imposta» una nueva lectura a las mohalacas y a las páginas del Corán. Incita a los que manejan exclusivamente el código cultural islámico a identificar conceptos que en rigor no se encuentran en sus textos sagrados, y, por otro lado, a los que manejan el código literario griego y cuentan sólo con la última oración de la cita a buscar en esos textos (es decir, a «interpretar») circunstancias que son, en el contexto cultural musulmán, ajenas. Así, Averroes, agente de las «atribuciones erróneas» que recomienda Borges en «Pierre Menard...» como un modo de enriquecer el arte de la lectura, se convierte en un impostor en el sentido riguroso del término 5 . Pero todo ello tiene su precio. Averroes queda, al final del relato, de hecho fulminado. Borges, a su vez, en busca de Averroes, a quien conoce por trozos de lecturas de Lañe y Asín Palacios y quien asimismo maneja retazos del código cultural islámico defectuosamente desde un código cultural ajeno, se siente igualmente derrotado. 5

La noción de impostor/impostura en el sentido en que la acabo de emplear en el contexto de la obra de Borges no arrastra aquí carga negativa alguna. Más allá de las citas en falso, de los libros inventados, de las alusiones espúreas, es notable, como habré de señalar en el texto, la presencia de múltiples impostores en su obra narrativa, entre los que cabría destacar «El impostor inverosímil Tom Castro», en cuya vida figura aquel sugerente capítulo «Las virtudes de la disparidad» (Historia universal de la infamia) y, por ejemplo, las alusiones de Borges al cuento que él mismo se ha encargado de declarar, como ya he señalado, fundamental respecto de su narrativa posterior: «El acercamiento a Almotásim». A éste lo califica de «engaño y pseudo-ensayo» y caracteriza la «segunda edición» de la novela de Bahadur Alí de falsa, de «apócrifa». (Borges 1999: 75).

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De manera análoga abundan en sus relatos los personajes irlandeses —ubicados en el contexto de la lucha de independencia de ese país «marginal» respecto de Inglaterra— tales como John Vincent Moon en «La forma de la espada» y Kilpatrick en «Tema del traidor y del héroe», ambos espías y traidores y como tales impostores. Kilpatrick termina, en el contexto de una audaz impostura, ajusticiado y, Moon, quien frente al Borges narrador se hace pasar también por patriota, exiliado y permanentemente marcado. En «El jardín de senderos que se bifurcan», la situación es a la vez más variada y más compleja. Los protagonistas Yu Tsun y Stephen Albert son marginales por partida múltiple. Yu Tsun es un chino «marginal» porque se inserta en el contexto de las culturas alemana e inglesa (no hay que olvidar que fue profesor de inglés en una escuela alemana en Tsintao, lugar de uno de los asentamientos más importantes de la incursión imperialista alemana en China, y luego obligado por Alemania a espiar contra Inglaterra). Stephen Albert, inglés marginal porque en su propio país asume la cultura china para convertirse en un «transterrado». Sin contar con Richard Madden, «irlandés a las órdenes de Inglaterra», quien persigue y arresta a Yu Tsun6. Los judíos, como es bien sabido, ocupan en algunos de sus relatos más destacados una posición de importancia. Bastaría con recordar tres: Haromir Hladík en «El milagro secreto», David Jerusalem en «Deutsches Requiem» y todo ese mundo judeo-cabalístico representado por Red Scharlach y Eric Lónrot en «La muerte y la brújula». No sería ocioso recordar lo que ya he expuesto en otro capítulo: Lónrot, en ese relato, hace las veces de un personaje a la vez central y marginal, en el sentido de que es un advenedizo a la cultura hebrea, cuyo conocimiento parcial e incompleto lo lleva justamente a un trágico fin. Marginal también es ese personaje conmovedor, el alemán Drocfult, en «Historia del guerrero y de la cautiva», «tránsfugo» que traiciona a los suyos porque intuye en la configuración urbana de Ravena, y por lo tanto en la mente de aquellos que la organizaron, destellos de una complejidad y una riqueza que supera por mucho el mundo rudimentario y nómada en el que había pasado toda su vida. Al contemplar a Ravena, una súbita iluminación lo transforma, puesto que «sabe [...] que [la ciudad] vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania» (558). Y por encima de los personajes en sentido estricto, asoman en la obra de Borges esas personae literarias de importancia capital que parecen cumplir este extraño destino. Está el «Borges» que en el poema «Benarés» de su primer libro de poemas (1923) alude a lo «imaginado» y lo «inalcanzable» de esa lejana ciudad:

6

Para un examen de datos valiosos y de interés en torno a Madden, Yu Tsun y Stephen Albert en el contexto histórico de «El jardín de senderos que se bifurcan», véase Daniel Balderston (1993). En lo relativo a la penetración imperialista de Inglaterra en la India, véase asimismo el capítulo 1 de este volumen.

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Falsa y tupida como un jardín calcado en un espejo, la imaginada urbe que no han visto nunca mis ojos entreteje distancias y repite sus casas inalcanzables ( 1 9 8 9 I: 40).

Está también el «Borges» que, al meditar sobre el tiempo en «Nueva refutación del tiempo», con ironía se designa a sí mismo como «un argentino extraviado en la metafísica». Y está el «Borges» que, en uno de los poemas, a mi entender, más extraordinarios jamás redactados por él, «El otro tigre», constituye la imagen de ese animal asiático mientras alude a su propia marginalidad. Al invocar el magnífico animal de las riberas del Ganges, más literario que real, exclama: «Desde esta casa de un remoto puerto de la América del Sur, te sigo y sueño». Unas vez más, India/América Latina, y como entidad mediadora entre estos dos polos una «vasta Biblioteca laboriosa», evocada asimismo en el poema, entre cuyos textos acaso se habrán de encontrar, también soñados, los tigres de inglés Blake. Lo asombroso es que desde ese mundo de carencia y de escasez, Jorge Luis Borges ha logrado edificar una obra de tal importancia y brillantez que, y ello es casi irónico, hoy ocupa un lugar si no ciertamente central, a lo menos de gran relevancia no sólo en la cultura hispanoamericana, sino en el contexto de la alta cultura mundial. Como es sabido, de un texto de Borges parte Michel Foucault en Les mots et les choses para elaborar sus postulados epistemológicos; de muchas ideas de Borges parten algunas consideraciones críticas centrales a la obra de Gérard Genette; la novelística de vanguardia europea y norteamericana muestran su influjo (Italo Calvino, Michael Ende, John Barth, Thomas Pynchon). Y no en vano pone Umberto Eco al monje ciego Jorge de Burgos, curiosamente a la vez creador y destructor, sabio e impostor, en el espacio central del relato El nombre de la rosa, pues es él, de manera sorpresiva, nada menos que el guardián de la biblioteca, del espacio donde se depositan y se organizan gran parte de los bienes fundamentales de la cultura. Borges, y con él toda la América hispana, se ha insertado en la serie de relaciones que constituye el «sistema», la «tradición» señalada por Eliot, del mundo actual, y al hacerlo, en el proceso, ofuscando y haciendo desaparecer la noción de centro, ha modificado de manera muy especial la forma de leer el sistema y, por decirlo así, también y simultáneamente, ha modificado la forma de leer el mundo.

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BORGES, LOS CLÁSICOS Y EL C A N O N LITERARIO

A Solita Salinas y Juan Marichal

R E F L E X I O N E S E N T O R N O al canon literario, a cuán pertinente es, a cuán ecuánime y justa es su valoración de los las obras que incluye, bien podrían clasificarse en dos apartados de índole general: uno que podría llamarse «objetivo» y otro que podría llamarse «subjetivo»1. Las críticas más extremas, las que repudian la existencia misma del canon, como se sabe, hacen reclamos en contra de lo que se percibe como el establecimiento de un orden de jerarquía literaria arbitrario y exclusivo, fundamentado en principios que responden únicamente a factores ideológicos, económicos, sociales y de género sexual. Los que casi con impaciencia adelantan tales hipótesis, señalan que estos postulados se fundamentan en un punto de vista rigurosamente objetivo porque es fácil constatar, a un nivel empírico si se quiere, la escasa representación en el canon literario de obras y autores pertenecientes a minorías étnicas y raciales, los gays y al género femenino. De otra parte, y en el otro extremo, los defensores más encendidos del orden vigente asumen una posición que podríamos calificar de corte «subjetivo». En lo que podría caracterizarse como una defensa de los fines educativos y formativos de la enseñanza de la literatura, éstos señalan que el canon literario actual provee a sus lectores y estudiosos un caudal de valores éticos fundamentales para nuestra sociedad. En lo relativo a la ubicación que ocupa Borges en esta controversia, me interesa ahora explorar brevemente dos posiciones en torno al canon, ambas de gran relieve, una que parte de principios «objetivos» y la otra de principios que, en términos amplios, podrían llamarse «subjetivos». Sería útil aclarar que, si por una parte, ambas ocuLAS

1

N o se m e oculta q u e el e m p l e o d e estos términos en el contexto del discurso crítico contemp o r á n e o entraña grandes dificultades. N o he logrado identificar otros vocablos q u e c o m u n i q u e n con mayor precisión lo que quiero decir y p o r ello, resignado a lo que p u e d e ser una limitación, los incluyo entre comillas en el texto. N o m e resta sino aclarar lo siguiente. Por «objetivos» entiendo aquellos criterios q u e derivan de circunstancias observables, cuantificables y sujetos a verificación independiente del observador q u e los formula. Por «subjetivos» entiendo aquellos criterios que derivan de experiencias personales cuya raíz reside, por lo general, en las emociones y la intuición del ser h u m a n o y que no son susceptibles d e verificación independiente.

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pan posiciones encontradas una respecto de la otra, por otra parte, no se ubican en los extremos de la polémica que acabo de delinear. Me refiero a los postulados de Harold Bloom y John Guillory 2 . La postura de Harold Bloom, expuesta en el libro The Western Canon (1994), obra ya muy comentada, y que para sorpresa de algunos llegó a convertirse en un best-seller, se puede resumir sucintamente. Es cierto, y ello habría que aclararlo de entrada, que Bloom repudia la noción que propone la presencia en las obras consagradas de valores éticos y morales cónsonos con las normas que rigen la sociedad establecida. Con la agudeza que lo caracteriza, Bloom recalca el hecho de que la gran mayoría de las obras que consideramos consagradas proponen un registro de valores contrarios a los que rigen la sociedad en una época histórica particular. Pero por otro lado, el crítico de Yale afirma la existencia de «valores estéticos» intrínsecos a los textos pertenecientes al canon literario. Las dos características sobresalientes de estos textos son su capacidad para suscitar en el lector la sensación de «extrañeza» (strangeness) y de comunicar su condición de obra dotada de originalidad. Repasando el canon literario de un extremo al otro, comenta Bloom: T h e cycle of achievement goes from The Divine Comedy [de Dante] to Endgame [de Samuel Becket], from strangeness to strangeness. W h e n you read a canonical work for the first time you encounter a stranger, an uncanny startlement rather than a fulfillment of expectations (Bloom 1994: 3).

Queda claro en el contexto que estas intuiciones y/o sensaciones residen en la experiencia del receptor y, como tales, se manifiestan en el plano subjetivo. La característica de «extrañeza» en una obra está, a su vez, vinculada a su condición de originalidad. Y la originalidad, a su vez, es producto, según Bloom, de un agon, (y recordemos que agon en griego significa «lucha»); se trata, pues, de una lucha sin cuartel con el canon que le precede, de un forcejeo con la tradición literaria que, de tener éxito, permite a la obra nueva subyugar y asimilar sus antecesores y así abrirse paso y quedar incluida en la lista de obras clásicas: T h e burden of influence has to be borne, if significant originality is to be achieved and reachieved within the wealth of Western literary tradition. Tradition is not only a handing-down or process of benign transmission; it is also a conflict between past genius and present aspiration, in which the prize is literary survival or canonical inclusion (Bloom 1994: 8).

Vayamos ahora a la posición contraria, a la que expone John Guillory. John Guillory, cuyo libro más reconocido en este contexto se titula Cultural Capital: 2

En el transcurso de los últimos años ha salido a la luz un libro de un crítico muy destacado que también versa sobre el tema y del que lamentablemente no me puedo ocupar en esos momentos: Frank Kermode, Pleasure and Change. The Aesthtetics of Canon.

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The problem of Literary Canon-Formation, opta por un camino que soslaya la cuestión de un juicio valorativo del texto literario en sí, con sus concomitantes ingredientes psíquicos y sociales, y parte de una pregunta que él considera clave en lo relativo a los modos que en rigor operan en el proceso del establecimiento de un canon literario. La pregunta que formula Guillory tiene que ver con los mecanismos que obran en contextos institucionales particulares en lo que toca la preservación, reproducción y transmisión de textos que luego pasan a la categoría de «clásicos». Desde un punto de vista que aspira a fundarse en criterios susceptibles de verificación empírica, Guillory expone lo siguiente: An individual's judgement that a work is great does nothing in itself to preserve that work, unless that judgement is made in a certain institutional context, a setting in which it is possible to insure de reproduction of the work, its continual reintroduction to generations of readers. The work of preservation has other more complex social contexts than the immediate responses of readers of texts (Guillory 1995: 237). Y añade que es razonable conjeturar que, contrario a los que sostienen la opinión de que el canon es el resultado de una estrategia de exclusión basada en principios sociales, raciales y de género sexual, los criterios que predominan en el momento de identificar textos que se han de preservar y reproducir para la posteridad responden a una agenda social que no remite ni a lo dogmático y ni a lo ideológico. Si bien en este punto específico su pensamiento se hermana con el de Harold Bloom, las diferencias se hacen sentir de inmediato. El fin que persigue el proceso de selección, propone Guillory, está relacionado con la diseminación de aquellos textos que son compatibles con las prácticas relacionadas con la enseñanza de la lectura y la escritura. It has long been known by historians of literature that the process we call canon-formation first appeared in ancient schools in connection with the social function of disseminating the knowledge of how to read and write. The selection of texts was a means to an end, not an end in itself. (Guillory 1995: 240). Negando la posibilidad de que las obras llamadas «clásicas» estén dotadas de valores estéticos intrínsecos, Guillory afirma: The problem of the canon is a problem of syllabus and curriculum, the institutional forms by which works are preserved as great works (Guillory, 1995: 240). ¿Y qué cualidades debe poseer una obra literaria que la haga susceptible de convertirse en materia de enseñanza? Aquí, Guillory hila muy fino, acaso, me parece, demasiado fino. Propone que el idioma hablado, como se sabe, experi-

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menta cambios que, con el tiempo, lo alejan del lenguaje literario. Y añade que, al estimarse el primero (el lenguaje hablado) como una forma de algún modo degradada del segundo (el escrito), los estudiosos-maestros, los de la Grecia y la Roma antigua, por ejemplo, escogían textos basándose en criterios de refinamiento y corrección, tanto léxicos como sintácticos, que, al poner en contacto el lenguaje escrito con el hablado, sirvieran para enriquecer y refinar, a su vez, el lenguaje de los jóvenes que estaban sujetos a los procesos de formación: To the early teachers, the scholars of Hellenistic times, for example, who first set out to preserve the poems and plays of classical Greece, it appeared that the laguage of earlier ages was better, more refined, more correct than the language spoken in their own time. They saw their spoken language as a degeneration from that original standard of purity and correctness. So they attempted to refine their contemporary language by extracting from the written texts they preserved, the classics, a standard of usage - a syntax, a vocabulary, an orthography, in short, a grammar. Learning to read, then, also came to mean in the Greek and Roman eras, as ever since, learning to speak a more correct, refined version of one's native tongue, a grammatical language (Guillory 1995: 240-241).

Al margen de todo reparo —y los hay— respecto de los postulados de Guillory, son estos procesos, susceptibles en un sentido amplio de verificación, los que según el estudioso norteamericano median en el establecimiento de un canon literario, de un orden de libros consagrados. Borges se inserta en esta polémica, me parece, de un modo especial. Ciertamente no podríamos ubicarlo en el campo de los que reclaman criterios de índole «objetiva» para la formulación de un canon. Como de sobra sabemos, a Borges nunca le han interesado ni la economía ni la sociología como fundamentos de explicaciones y valoraciones en torno a la literatura y el arte. Pero curiosamente, tampoco se pueden insertar con comodidad los juicios de Borges dentro de los marcos de referencia de un Harold Bloom, digamos. Si en algún lugar hubiera que colocarlos en los ámbitos de esta polémica tendría que ser en el lado de los «subjetivos». Pero este juicio requiere aclaraciones adicionales. En múltiples ocasiones Borges ha diseminado por sus ensayos, sus cuentos y hasta en sus poemas, sobre todo al ocuparse de ciertos autores y textos particulares, apreciaciones en torno a «la obra que perdura». Pero el planteamiento más coherente al respecto, me parece, lo encontramos en las breves páginas de su ensayo «Sobre los clásicos» (Otras inquisiciones), páginas que confiesa haber escrito a los «sesenta y tantos años» de edad, es decir, en plena madurez. Borges parte de la consideración de un texto específico, uno que pertenece al ámbito cultural chino: el I King o Libro de los Cambios que editó Confucio, texto, dicho sea de paso, de difícil clasificación en el contexto del orden literario puesto que su perfil es el de un manual de adivinación que, según el sinólogo Charles O.

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Hucker, [«has no interest as literature»] «no tiene interés alguno como literatura» (Hucker 1975: 98). Borges, sin embargo, parece estimarlo, y en esto se asemeja a su apreciación de otros textos literarios, filosóficos y religiosos: los estima por su capacidad para «decir» o «no decir», y vincula esta propiedad a otro factor de relieve: estas obras deben comunicar una esencial ambigüedad. El Libro de los Cambios, el I King, anota Borges, cautivó a filósofos, historiadores y a meros lectores porque, al entrar en contacto con él, puso a su disposición un abanico casi infinito de posibilidades de interpretación: Leibnitz creyó ver en los hexagramas [que son parte del libro] un sistema binario de numeración; otros una filosofía enigmática; otros, como Wilhem, un instrumento para la adivinación del futuro, ya que los 64 figuras corresponden a las 64 fases de cualquier empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros un calendario (Borges 1989 II: 150).

Este acercamiento al libro, a un libro, no está determinado por un número de condiciones inherentes al texto, como ya hemos visto propone Bloom, la «belleza» como valor estético, por ejemplo. Al tratar este punto, Borges confiesa con palabras que no están del todo exentas de cierta ironía: Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza era privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero (Borges 1989 II: 151).

No sorprende demasiado, de paso, el que Borges comparta este juicio, el que versa en torno a valores intrínsecos en la obra literaria, con uno de aquellos de sus personajes para quienes la práctica de la escritura es consustancial con la reflexión teórica, el novelista y dramaturgo Herbert Quain. El personaje al que aludo aparece en un relato titulado «Examen de la obra de Herbert Quain» {Eljardín de senderos que se bifurcan, luego incluido en Ficciones). La formulación de Quain en torno a ciertos «valores» congéneres de la obra literaria es verbalmente casi idéntica al del ensayo de Borges. El punto de partida de Quain no nos puede ser indiferente en este contexto. Herbert Quain descree de la vigencia de los cánones literarios: «Deploraba con sonriente sinceridad 'la servil y obstinada conservación' de libros pretéritos...» (Borges 1989 I: 461) y ello se debe, insiste Quain, al hecho de que «la buena literatura es harto común y que apenas no hay diálogo callejero que no la logre» (Borges 1989 I: 461). Pero si Borges, como Quain, descree de la existencia inherente de valores estéticos en el texto literario, por otro lado, está muy lejos de sumarse ni al grupo de «los objetivos» ni al grupo de los nihilistas, y aquí me refiero a aquellos que niegan todo valor a una obra artística.

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Como sabemos, una y otra vez Borges reafirma la existencia y valor de lo que llama «el hecho estético» e incluso acomete la difícil empresa de tratar de definirlo. En otro ensayo, «La muralla y los libros» (Otras inquisiciones), expone la célebre formulación del «hecho estético» como «la inminencia de una revelación que no se produce» (Borges 1989 II: 13). Pero aquí no nos debe de dejar de interesar el hecho de que aquello que inspira la búsqueda que intenta precisar la «naturaleza» de lo que, en otras circunstancias, Borges llama el thrill de la revelación estética es precisamente un texto histórico. Este libro, como ya se ha dicho, suscita en el lector una posibilidad de interpretaciones sin término, condición que ya ha formulado como característica de la obra clásica en «Sobre los clásicos». Habría que señalar, sin embargo, que en «La muralla y los libros» no son sólo las obras artísticas las que facilitan la suerte de epifanía que experimenta el receptor al experimentar la expectativa de la revelación que no se produce. Además de la música, Borges enumera meros «hechos circunstanciales» tales como las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y los estados de felicidad. La enumeración que acabo de citar ubica a Borges, me parece, en el contexto de la contienda en torno a los cánones, salvando ciertas distancias, en el ámbito de los «subjetivos». El carácter subjetivo de la experiencia estética y el repudio a la noción de que la obra literaria contenga valores estéticos intrínsecos —esta última proposición separa a Borges, aun cuando pueda ubicarse entre aquellos que sostienen la posición «subjetiva», de los postulados de Harold Bloom— se expone en términos muy específicos en el «Prólogo» a la edición de la Obra poética de 1964. Al imaginar la posibilidad de que el prólogo pueda denominarse «La estética de Berkeley», «no porque la haya profesado el metafísico irlandés [...], sino porque aplica a las letras el argumento que éste aplicó a al realidad», Borges señala: El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura (Borges 1964: 11). Podríamos resumir los fundamentos que sustentan la postura de Borges respecto de la existencia de un canon literario de la siguiente forma: primero que nada, como demuestran sus ensayos, comentarios y entrevistas, el argentino está muy lejos de negar la excelencia de autores y obras dignas de preservación y que reclamen que acudamos a ellas reiteradamente, es decir, que sean susceptibles de múltiples relecturas. Tampoco he encontrado evidencia que sostenga la noción de que el orden de «los clásicos», el establecimiento de un canon, sea efecto de presupuestos ideológicos ni dogmáticos, ni tampoco que sea efecto de procedimientos susceptibles de una verificación empírica. En el ensayo «Sobre los clásicos»,

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como ya indiqué, Borges alude de modo general a razones geográficas y lingüísticas y a «actos de fe» que condicionan ciertas obras de tal forma que se «leen con previo fervor y una misteriosa lealtad» (Borges 1989 II: 151) y así se convierten en clásicos. Pero queda claro que para Borges esas obras, cuyo orden es cambiante, tienen que poseer la virtud de suscitar en el lector la sensación de la inminencia de una revelación que no se produce, ya sea porque revelan una visión alterna y enriquecida del universo (los filósofos Schopenhauer, Berkeley o el poeta Dante, por ejemplo), por la riqueza de su invención {Las mil y una noches, El Quijote de Cervantes, entre otros), por lo modos que conciben y practican el riguroso arte de la escritura (los cabalistas, Gustave Flaubert, los simbolistas franceses), o porque revelan o están a punto de revelar «un destino», (los dramas de Shakespeare, la historia del germano Droctfult narrada por Gibbon en su Decine and Fall of the Román Empire). Como se ve, si existe un «canon» para Borges éste es abierto, ecléctico, ciertamente variable y sólo sujeto a suscitar el thrill del hecho estético en el receptor. Para concluir, quisiera brevemente invocar un ejemplo de cómo, en el contexto de su narrativa, Borges lleva a la práctica algunas de las consideraciones que he venido delineando en los párrafos anteriores. Me refiero al breve cuento «La forma de la espada» (Ficciones). La crítica ha apuntado con alguna frecuencia a motivos y hasta principios estructurales que se transparentan en algunos de sus relatos y que delatan la presencia de grandes figuras del canon, tanto occidental como oriental. Sólo menciono los más evidentes: Dante en «El aleph», Attar y otros poetas místicos sufíes en «El zahir» y «El acercamiento a Almotásim», la mitología clásica en «La casa de Asterión», José Hernández en «Biografía deTadeo Isidoro Cruz», E. A. Poe en «La muerte y la brújula», Unamuno, Mallarmé y Valéry en «Pierre Menard autor del Quijote». Es cierto que en múltiples instancias la presencia de autores y obras se instaura como motivo de subversión, como principio de parodia. Pero no siempre Borges acude a los grandes consagrados en busca de lo que podríamos llamar un «modelo» que le sirva de materia intertextual. Conforme a la visión ecléctica respecto del canon que he delineado, el argentino acude en busca de «inspiración», a veces de un modo ostentoso, a escritores y obras marginales, muy poco cotizadas, por decirlo de algún modo, por el establishment. Quizá el caso más llamativo sea el del «Indice de fuentes», una serie de autores de ínfima categoría literaria, en lo relativo a su primer libro de cuentos: Historia universal de la infamia (1935). En el ensayo que ocupa el segundo lugar en este volumen trazo los caminos que he seguido para llegar a la identificación de dos obras que son directamente antecesoras de uno de sus cuentos más famosos: «La forma de la espada». Allí indico que la historia de traición que narra un personaje de Borges, de una traición que se perpetra en el contexto de dos compañeros de armas involucrados en la guerra por la independencia de Irlanda que se confiesan amigos (uno de ellos

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se convierte en delator), pudo haberse inspirado, sin lugar a dudas, en la tragedia Julius Caesar de Shakespeare. Y de hecho, como ya he indicado, el delator Vincent Moon, refiriéndose a sí mismo con un dejo irónico, alude de modo indirecto a la presencia de Shakespeare en la triste trama que le ha tocado desempeñar («[...] Shakespeare es de algún modo John Vincent Moon» [Borges, 1989 I: 494). Pero entre Shakespeare, la Biblia —la historia de la traición de Judas, claramente aludida en el texto— y Borges hay intermediarios. Dos de ellos, los más directos, el filme de John Ford The Informer de 1935 y la novela The Informer del irlandés Liam O'Flaherty de 1925, cuya trama sirve de base para la versión cinematográfica. Ambas hacen referencias a veces indirectas y a veces muy directas al Julius Caesar de Shakespeare y al drama de Judas. Las coincidencias entre «La forma de la espada» y el filme de Ford son múltiples y las diferencias entre uno y otro de gran interés porque revelan al Borges de agudo ojo crítico y tino literario que conocemos. Pero no es este el lugar, como ya indiqué, para entrar en esos pormenores. Lo que quisiera recalcar en este contexto es el hecho de que Borges, conforme a su concepción plástica y sumamente amplia de los órdenes consagrados, de los «clásicos», no tiene reparo alguno en tomar como posible modelo, o como texto de fondo, si se quiere, obras que no pertenecen en rigor a cánones. La novela de O'Flaherty, aunque queda destacada como un relato de mucho interés en el contexto del período histórico en que se redactó (la guerra civil irlandesa de 19211922) propiamente no es considerada, hasta donde me es conocido, como perteneciente al canon de la gran literatura irlandesa. El filme de Ford, por otro lado, aunque reconocido en su momento por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, contiene giros de un burdo melodrama y otras fallas —que Borges se encarga de señalar y comentar con ironía en una reseña— que merman sensiblemente su calidad artística. Como acaso podríamos anticipar, Borges los supera a todos. Su abarcadora visión artística, atemperada por fuertes dosis de relatividad, su eclecticismo que traspasa sin ambages, como de sobra sabemos, fronteras y géneros, nos hace con frecuencia dirigir la mirada a otros horizontes. Nos invita a examinar obras y autores «menores» y géneros que están al margen de lo literario con ojos nuevos, y aquilatar aquellos valores literarios y artísticos que pueden manifestarse a un lector sensible y que corrían el albur de pasar desapercibidos y permanecer en la sombra al no estar incluidos en el rango de lo que otros han establecido como «clásicos».

BORGES,

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BLBLIOGRAFIA

Jorge Luis. ( 1 9 6 4 ) . Obrapoetica. Buenos Aires: Emece. Obras completas I, II y III. Barcelona: Emece. B L O O M , Harold. ( 1 9 9 4 ) . The Western Canon. New York: Riverhead Books. F O R D , John. ( 1 9 3 5 ) . The Informer. A Radio Picture. G u i L L O R Y , John. (1995). «Canon», en: Lentricchia, Frank/McLaughlin, Thomas (eds.). Critical Terms for Literary Studies. Chicago: University of Chicago Press, pp. 233-249. H Ü C K E R , Charles O. (1975). China's Imperial Past. Stanford: Stanford University Press. K E R M O D E , Frank. (2004). Pleasure and Change. The Aesthtetics of Canon. Oxford: Oxford University Press. O ' F L A H E R T Y , Liam. (1980). The Informer. New York: A Harvest Book. Harcourt. BORGES,

—.

(1989).

B O R G E S E N LA H I S T O R I A D E CRÍTICA

LA

CONTEMPORÁNEA

EL REPASO, POR SOMERO que sea, de cuarenta años de comentario crítico cuyo asunto es la producción literaria de Borges exigiría un espacio que excede por mucho —por muchísimo— del que dispongo aquí. He de limitarme, pues, a trazar las corrientes del discurso crítico que, a mi entender, han ido dilucidando y poniendo en perspectiva aspectos centrales de la obra de Borges 1 . Las coordena1

Quisiera aclarar de entrada que, en lo que toca la nómina de escritores y de escritos críticos que habré de comentar, la selección se fundamenta en los principios de lo que estimo útil para esclarecer ciertos aspectos que me parecen definitorios de la variada obra de Borges. Por tanto, creo que sería injustificado pensar que aquellos estudios monográficos que no he podido atender —la bibliografía, como todos sabemos, es inmensa— necesariamente carecen de valor para el estudioso de la obra del escritor argentino. Algunos de esos ensayos que no he podido incluir se ocupan de asuntos demasiado específicos, otros rebasan el esquema general crítico que, como se verá, he trazado. El intentar ser más abarcador de lo que he sido implicaría entrar una y otra vez en digresiones que pudieran convertir el texto presente en algo inmanejable. De igual modo, desearía aclarar que las limitaciones de espacio a que ya he aludido no han hecho viable el que pueda ocuparme con detenimiento de los estudios monográficos que versan sobre la poesía de Borges. Entre estos habría que mencionar la valiosa contribución de Zunilda Gertel (Borges y su retorno a la poesía [1968]), la de Guillermo Sucre (Borges, el poeta [1968]), la de Matilde Albert Robato (Borges, Buenos Aires y el tiempo [1972]) y los artículos indispensables de Saúl Yurkiévich, entre ellos, «Borges poeta circular» y «Jorge Luis Borges» en Fundadores de la nueva poesia latinoamericana. Asimismo, he tenido que dejar al margen de un comentario pormenorizado las entrevistas y, en especial, las biografías, entre ellas, la de Marcos Ricardo Barnatán, Borges, una biografía total (1996), la de James Woodall, The Man in the Mirror of the Book (1996), la de Fernando Savater, Jorge Luis Borges (2002) y la de Edwin Williamson, Borges. A Life (2004), que sólo cito en lo que está relacionado con mis comentarios en torno a «La forma de la espada» en el capítulo 2 del presente volumen. Hay otras fuentes de estudio de veras útiles que no desearía pasar por alto y que ciertamente merecerían, en otras circunstancias, mucho más que una simple mención. Los trabajos críticos sobre Borges como traductor han hecho aportaciones de gran interés (véanse, por ejemplo, los trabajos de Suzanne Jill Levine y el muy incisivo estudio de Efraín Kristal, Invisible Work. Borges and Translation (2002). También es de tomarse en cuenta los números monográficos de revistas dedicados al escritor argentino: L'Herne (París, 1964), The Cardinal Points ofBorges (1971), Lowell Dunham y Ivar Ivask (eds.), Triquarterly. Prose for Borges (1972), Charles Newman y Mary Kinzie (eds.), Iberoromania (1975), Gustav Siebenmann (ed.), Revista

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das teóricas que han servido de marco a estas investigaciones y que han posibilitado una lectura de los textos borgeanos que rebasa las categorías de excentricidad y curiosidad literarias, a las que en un principio fueron adjudicadas, han ido cambiando con el transcurrir de los años. Todos los que hemos dedicado tiempo al estudio de su obra —y quisiera incorporar aquí cuatro ilustres antecesores en lo tocante a la historia de la crítica borgeana: María Luisa Bastos (Borges ante la crítica argentina, de 1974), Julio Ortega («Para un mapa de Borges», de 1977), Gabriela Massuh (Borges: una estética del silencio, de 1980) y Nicolás Rosa («Borges y la crítica», de 1987)2— somos conscientes de la diversidad de presupuestos teóricos que han servido de fundamento a los exámenes a que se han sometido sus poemas, ensayos y cuentos. Así, leer la crítica que se centra en la producción literaria de Borges equivale con frecuencia a hacer un recorrido por las coordenadas teóricas que han sustentado el pensamiento crítico contemporáneo, y advierto que por contemporáneo me refiero aquí a los últimos cuarenta años del siglo que acaba de terminar. Desde los estudios cuya filiación es la estilística, pasando por aquellos que se sustentan en los presupuestos del estructuralismo, la semiótica y en el examen de la naturaleza misma del lenguaje, hasta los comentarios que establecen su perspectiva de lectura desde los supuestos del posmodernismo, el poscolonialismo y la importancia de los contextos históricos y culturales, la literatura de Borges ha ido pasando, y más que pasando, transformándose «de mano en mano». Cada lectura ha ido revelando configuraciones que antes no se habían mostrado evidentes, y en ocasiones esas mismas lecturas han revelado también ciertas posibilidades y límites de los supuestos teóricos que han servido de instrumento de trabajo. En el amplio panorama de la literatura, pocos autores pueden reclamar un destino tan singular y en el fondo tan glorioso. Comencemos, pues, nuestro recorrido. Como han señalado María Luisa Bastos y Gabriela Massuh, los primeros comentarios críticos que suscitan las obras de Borges ven la luz, como era de suponer por la ínfima irradiación de su poesía y de su prosa temprana, en la Argentina. Con notables excepciones, las valoraciones de su obra, desde el año 1926 en adelante, son fundamentalmente negativas. Sin hacer distinción alguna

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Iberoamericana: 40 inquisiciones sobre Borges (1977), Alfredo Roggiano y Emir Rodríguez Monegal (eds.), La Torre. Simposio/Homenaje a Jorge Luis Borges (1988), Arturo Echavarría (ed.), Cuadernos Hispanoamericanos. Homenaje a Jorge Luis Borges (505-7, 1992), Félix Grande y Blas Matamoro (eds.), Anthropos. Jorge Luis Borges (142/3, 1993), Carlos Meneses (ed.), y los números de Variaciones Borges, Iván Almeida y Cristina Parodi (eds.). Luego de publicada la versión originaria de estas páginas, llegó a mi atención la obra de María Caballero Wangüemert Borges y la crítica, de 1999. La profesora Caballero ha tenido la amabilidad de incluir en su libro un aviso dando noticia de lo que constituyó la exposición oral del presente trabajo. Estas páginas, con algunas variantes, se leyeron como una conferencia plenaria en el Universidad de Leipzig en marzo de 1999, ocasión en que la profesora Caballero me honró con su presencia. Inevitablemente, al examinar la crítica sobre Borges, habremos con frecuencia de detenernos en los mismos textos.

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entre hombre y obra, esta suerte de comentario impresionista percibe la producción literaria de Borges como una cuyo único fin es el cultivo de la forma y la elaboración de un estilo. La literatura de Borges es fría, fría y amañada por inútiles gramatiquerías. Pero la transgresión es de índole más grave aún: su prosa es, explica Ramón Dolí en 1933, «antiargentina, sin matices ni acentos nacionales» (1999: 32). Sirviéndose de artimañas retóricas, añade Dolí, Borges manifiesta por medio de su prosa «un firme propósito de irritar a los argentinos, con el excesivo cuidado de la propiedad del lenguaje... [y, entre otras cosas,] la preocupación de cargar demasiada intención en las palabras» (1999: 35-36). La apreciación negativa habrá de continuar por muchos años y a ese coro se sumará, ciertamente matizada y ambivalente, la ya autorizada voz de Ernesto Sábato, para quien la prosa de Borges sigue siendo «fría» e incapaz de suscitar reacciones de índole emocional. La apreciación de Sábato aparece en el famoso número que la revista Sur dedicó en 1942 a nuestro escritor bajo el título de «Desagravio a Borges». El motivo del número causaría hoy un verdadero escándalo literario. Borges, sabemos, había sometido su libro de relatos El jardín de senderos que se bifurcan al Premio Nacional de Literatura y la colección de cuentos no cualifica ni siquiera para el tercero de esos premios. En el número de desagravio de Sur figuran importantes personalidades del mundo literario argentino y algunos extranjeros, tales como Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña, cuyos juicios son positivos. Pero la figura de Borges, aún en el contexto de un número de «desagravio», como señala Gabriela Massuh, sigue siendo polémica; es alguien «a quien se debe atacar o defender porque representa a algún grupo literario o alguna forma determinada de concebir la literatura» (1980: 24-25). Y así también aparecerá, es cierto que con nuevos matices, ante los ojos de un Adolfo Prieto muchos años después, en 1954, en su libro —-cabe recordar que es uno de los primeros libros dedicados a Borges— titulado Borges y la nueva generación. Las letras de Borges son «inútiles», carecen de un compromiso de estirpe sartreana, y se caracterizan por su condición de frivolidad y de «hedonismo». El juicio se habrá de reiterar en la década de los setenta en libros de David Viñas (Literatura argentina y realidad política, de 1971) y Blas Matamoro (Jorge Luis Borges o el juego trascendente., de 1971). Antes de pasar a reflexionar en torno al giro que toma el comentario crítico en torno a la obra de Borges en la década del cincuenta, cabría destacar ciertas constantes —y empleo aquí la voz en su sentido matemático—, quizá no del todo centrales pero asimismo evidentes, en las apreciaciones que acabo de citar. Estas constantes van a desempeñar luego un lugar destacado en el discurso crítico que surgirá a partir de los años cincuenta. Me refiero ahora a aquellas observaciones que intentan caracterizar la obra literaria de Borges como obsedidas por el problema del lenguaje. He dicho problema y no problemática del lenguaje —esto vendrá años después— porque en términos amplios se señalan las obsesiones por lo que se percibe sólo como la factura de un estilo. Este «estilo» trascenderá mucho

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más tarde las meras astucias retóricas para convertirse en límpida marca del escritor que aspira a una «modesta y secreta complejidad» y, además, «constituye», en palabras del gran escritor mexicano Carlos Fuentes, un nuevo lenguaje sin el cual resultaría del todo imposible la configuración y desarrollo de la nueva novela hispanoamericana {La nueva novela hispanoamericana, 1969). La otra constante que intereso destacar refiere a la calidad fragmentaria de los escritos borgeanos. La crítica más reciente verá en ese «defecto» del Borges temprano, lo que algunos calificaban de excesivo «fragmentarismo» —el raciocinio que abunda en aporías y en contradicciones, por ejemplo— un aviso de los tiempos de la gran literatura de la modernidad, según algunos estudiosos, y de la posmodernidad, según otros.

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De aquel fragor «crítico» que las más veces se empecinaba en calibrar la producción literaria de Borges empleando criterios ajenos al análisis de los textos, y por lo tanto a la práctica de la literatura, surgen dos estudios que marcan hitos en la historia de la crítica borgeana. Aludo al ensayo de Enrique Pezzoni que apareció en la revista Sur, en 1952, bajo la forma de un comentario a un libro de Borges de reciente publicación y, creo que más allá de toda duda, al ya clásico estudio de Ana María Barrenechea, La expresión de la irrealidad en la obra de Borges publicado por primera vez en México en 1957 y reeditado en Buenos Aires en 1967. El artículo de Enrique Pezzoni, «Aproximación al último libro de Borges» •—el libro es Otras inquisiciones—, recatadamente apuntaba en una nueva dirección crítica. Como punto de partida, toma los textos de Borges como creaciones verbales que gozan de autonomía. En lo tocante a la continua preocupación de Borges por lo que llamaríamos «procedimientos de estilo», el crítico dirige la atención del lector no a la problemática de una elaboración preciosista en busca de «oropeles», cuya tentación, en el proceso de una elaboración de estilo, había señalado Sábato, sino a la difícil tarea de establecer unos parámetros lingüísticos que de algún modo propicien la exploración, desde el lenguaje, de la radical fisura que separa la palabra de la realidad exterior. Las certeras intuiciones críticas de Pezzoni, sin embargo, señala G. Massuh, no encontraron eco en aquellos que para bien o para mal se ocupaban de la obra de Borges, y para que se pudiera desbrozar el campo crítico de aquel map of misreadings hubo que esperar varios años a la llegada de estudios como el de Ana María Barrenechea. La importancia de La expresión de la irrealidad en la obra de Borges es conocida de todos. Por primera vez, en el contexto de un estudio extenso, se busca establecer los lindes del ejercicio literario en Borges y, a su vez, se intenta trabajar dentro de esos márgenes con instrumentos que son primordialmente literarios. La utilidad o presunta inutilidad, el aspecto puramente lúdico, o la supuesta falta de

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pasión de esos textos son consideraciones que quedan por lo pronto al margen. Como también queda excluido como tema primario del análisis crítico las especulaciones en torno a la argentinidad o, para algunos, la alarmante ausencia de ella, en los poemas, ensayos y relatos de Borges. Los instrumentos de investigación que usa Ana María Barrenechea para examinar lo que ella misma llama «ese nítido orbe de sombras» urdido por Borges pertenecen al campo de la lingüística y de la literatura y provienen, como todos sabemos, del ámbito de la estilística cuya ascendencia principal está en Leo Spitzer, Karl Vossler y, en materia lingüística, Charles Bally. La presencia en la Argentina de Amado Alonso, maestro de A. M. Barrenechea, y su interés por los estudios estilísticos, como lo demuestra, por ejemplo, la colección que con ese mismo nombre se creó por iniciativa suya, también contribuyó al clima de investigación en el que primaban el rigor y una clara demarcación del marco literario. El fácil biografismo y los comentarios de corte impresionista no encontrarían, en un contexto semejante, espacio autorizado alguno. Ana María Barrenechea toma como principal punto de referencia cinco temas que ella entiende son centrales en el contexto de la producción literaria de nuestro escritor (el infinito, el caos, la personalidad, el tiempo y la materia), algunos subtemas relacionados con ellos y el examen de la presencia en estos textos de «objetos con valor simbólico, las metáforas, el vocabulario preferido y, a veces, la sintaxis» (1967: 20). El uso de la adjetivación y el empleo de determinados sustantivos, por ejemplo, explica Barrenechea, sirven de medios «expresivos» para designar lo impreciso, vago y caótico que caracteriza la «realidad» que tantas veces se trastorna en lo que la crítica llama «irrealidad» en múltiples cuentos y poemas de Borges. Algunos lectores posteriores de la obra de Borges han mostrado inquietud ante la insistencia de Ana María Barrenechea en destacar el caos, el tiempo regresivo, los espejos y los laberintos que dotan de «irrealidad» el ambiente de los relatos y poemas de nuestro escritor. Pero pienso que una lectura tan inmediata como la que ella lleva a cabo y los recursos críticos que tiene a su disposición, instrumentos que emplea con una singular intuición literaria, no le proporcionan demasiado margen para la elaboración de otras perspectivas que servirán a lectores que vendrán con posterioridad. Todo discurso crítico, incluso el actual, es en gran medida hijo de su tiempo y se precisa entenderlo como tal. En términos amplios, se podría decir — y el refinamiento y matización de estos conceptos requeriría mucho más tiempo y espacio del que dispongo aquí— que la estilística, cuyo punto de arranque es el análisis textual, no suele hacer una clara distinción entre el escritor y la obra, y es en ese sentido que es posible postular que la «expresión lingüística», es decir, el estilo, es el hombre. En ese contexto, lo que dice o quiere decir el texto queda imbricado necesariamente en la figura de quien elabora los estilemas, entendiéndose el término como las unidades lingüísticas que son objeto del escrutinio crítico.

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Además de proponer una lectura de los textos de Borges firmemente enmarcados en el ámbito de la literatura y de realizar el examen de su obra sirviéndose de recursos de comprobada seriedad y rigor en el quehacer de la crítica literaria, el estudio pionero de A. M. Barrenechea hace otras contribuciones que, al nivel conceptual, habrán de servir de puntos de referencia para los que vendrán luego. He de mencionar sólo tres: I o la concepción de la obra de Borges como un todo unitario (en términos amplios, se había tendido con frecuencia a separar la poesía del ensayo y del cuento); 2 o en su comentario crítico, la profesora Barrenechea establece lazos firmes entre la especulación filosófica y la concepción y la práctica literaria en Borges; somos todos conscientes de que esa problemática relación, y los distintos modos de entenderla, nos ocupa a muchos de nosotros hasta el día de hoy; y 3 o finalmente, el estudio de Ana María Barrenechea llama la atención del lector en torno a la conciencia de Borges respecto del lenguaje como problema y en particular se menciona el nombre de Fritz Mauthner como uno de sus guías; escribe la profesora Barrenechea: «Conociendo la lucidez de Borges ante lo problemático del quehacer literario y además su inquietud metafísica, no puede extrañarnos que guiado por Mauthner y por la especulaciones del nominalismo inglés sienta un recelo radical ante ese instrumento...» (1967: 107). A esta llamada se unirá, en 1959, Rafael Gutiérrez Girardot, quien en su Jorge Luis Borges. Ensayo de una interpretación señala las inquisiciones de Borges en torno del lenguaje como un intento de una crítica del lenguaje. Enrique Anderson Imbert, varios de cuyos análisis de la obra de Borges siguen siendo de consulta indispensable, como lo es, por ejemplo, «Un cuento de Borges: 'La casa de Asterión'» (en Crítica interna, de 1960), destaca el dejo irónico que se transparenta en las especulaciones de Borges en torno a temas de la metafísica y, como consecuencia, la distancia que empieza a operar entre el redactor de textos y los asuntos que trata con frecuencia. Las contribuciones de Jaime Alazraki al estudio y la comprensión de la obra de Borges son múltiples y de una relevancia especial. Alazraki no se mantiene en una sola perspectiva crítica, sino que va atemperando sus análisis a las corrientes teóricas según éstas van cambiando, y con el cambio viabilizan nuevos modos de apreciación y de entendimiento del texto literario. Su aportación inicial, La prosa narrativa de Jorge Luis Borges de 1968, toma como fundamento algunos presupuestos teóricos de la estilística. Al proceder al análisis de los textos, el crítico concentra su atención menos en el empleo de vocablos o de metáforas aisladas que en la articulación de las estructuras de los relatos y, en especial, en el empleo reiterado de figuras retóricas, tales como la metonimia, el hipálague y la sinécdoque y en costumbres sintácticas, tales como el uso de la conjunción disyuntiva y la enumeración caótica como recursos «expresivos» de las preocupaciones temáticas de Borges. Así, se perciben la retórica y la sintaxis como «medios» de expresión de los asuntos que parecen obseder al Borges escritor: la disyuntiva del caos y del orden, el universo como sueño de Dios, el panteísmo, las trampas de la casualidad y lo

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que el mismo Alazraki llama «lo esencial argentino». Para nuestros fines voy a destacar lo que me parecen dos logros de importancia que se derivan de este estudio —y ciertamente no son los únicos— que aportan de modo especial a la percepción crítica que habrán de generar los textos de Borges en el futuro. El primero tiene que ver con la relación entre ficción y «realidad». Aun cuando Alazraki anota que «Borges ve la realidad desde el mirador del idealismo», el crítico parece deslindar la «realidad» empírica de la «realidad» textual. «[L]a realidad», escribe Alazraki, «se organiza en una imagen muy diferente de aquella a la cual reservamos ese nombre, y al estudiar los temas de sus cuentos hemos procurado definir esa abstracta visión de la realidad contenida en sus fábulas» (1968: 116). El segundo está relacionado con la integración de lo «esencial argentino» a la constelación de preocupaciones relevantes que hay que atender en la obra de Borges. Sabemos que, en un principio, lo «argentino», o más bien, su escandalosa ausencia, hacía las veces de un valor negativo en lo relativo a la apreciación crítica temprana de sus obras. Sabemos, de igual modo, que en muchos estudios serios que se están realizando en la actualidad, la ubicación de Borges en un contexto geográfico y cultural determinado ha adquirido una importancia de gran envergadura. En años sucesivos, las aportaciones críticas de Alazraki se fundamentan, a veces, en presupuestos teóricos que surgen con posterioridad al apogeo de la estilística, me refiero, por ejemplo, al estructuralismo. Habría que aclarar, sin embargo, que en estos casos el profesor Alazraki no suele ceñirse con dogmatismo a los esquemas críticos que emplea; más bien recurre a aquellos principios que, dentro de ese contexto, le son útiles para dilucidar los textos. Ejemplo de un tipo de análisis que se fundamenta en parte en los principios del estructuralismo literario es su estudio Versiones, inversiones, reversiones de 1976, al cual aludiré de paso más adelante. En otras ocasiones, opta por avenidas de investigación más libres, menos comprometidas abiertamente con la teoría. Su interés por la articulación estructural de los relatos de Borges que figura en un contexto determinado en el estudio de 1968, por ejemplo, enriquecido por reflexiones teóricas posteriores, se transforma, en un lúcido análisis, indispensable para la lectura de los ensayos de Borges, en el artículo titulado «Oxymoronic Structure in Borges' Essays», de 1971. Sin contar sus excursiones críticas en torno a la Cábala (por ejemplo, Borges and the Kabbalah, de 1988) y su labor como compilador de estudios de primera categoría sobre Borges tanto en español como en inglés (por ejemplo, Critical essays on Jorge Luis Borges, de 1987). Y puesto que he aludido a la excelencia de algunos comentarios críticos en torno a la obra de Borges redactados en lengua inglesa, acaso convendría recordar que el inglés, al igual que el francés años antes, sirvió de vehículo a estudios monográficos algunos de los cuales hoy se consideran clásicos. Asimismo, el inglés fue instrumental en lo que toca la difusión de la obra y el fortalecimiento de la reputación del escritor argentino a nivel internacional. Además de recordar una de las obras pioneras en esa lengua, la de Cárter Wheelock (The Mythmaker, de

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1969), en la que el crítico estudia los procesos por medio de los cuales Borges usa el arte de la escritura para, al reformular elementos de la realidad, edificar mitos, quisiera detenerme brevemente en las contribuciones de Christ y de Sturrock. Ronald Christ (The Narrow Act. Borges' Art ofAllusion, de 1969), no sólo atrae la atención del lector crítico a la multitud de obras norteamericanas e inglesas que Borges ha integrado, de modo directo o indirecto, a sus cuentos y poemas, sino que toma como punto de partida y fundamento de su análisis la condición de Borges como teórico de la literatura. Desde sus comienzos, nos recuerda el crítico norteamericano, Borges se desempeña no sólo como poeta, sino como alguien que reflexiona sobre la naturaleza misma del fenómeno literario. Christ acerca y, en ocasiones, hace coincidir las especulaciones de índole metafísica a la producción textual del argentino. Pero ahora el interés crítico no se centra en la metafísica como tema, ni se detiene en la forma en que la sintaxis o el léxico ilustran esos conceptos, sino que desplaza su análisis a algunos de los modos en que esas inquietudes metafísicas sirven, en sí y de diversas maneras, para estructurar los relatos y poemas bajo examen. Señala la «alusión» como uno de los recursos más evidentes y reiterados en la obra de Borges e ilustra, por ejemplo, cómo el uso de palabras en su sentido etimológico en sus poemas y cuentos —una forma de «alusión»—, puede servir para desmantelar las nociones del flujo más o menos uniforme del tiempo y de la integridad de la personalidad individual. Estos principios, claro está, pertenecen al ámbito de la metafísica. Las consideraciones que acabo de señalar dirigen la atención del lector atento, cada vez más, al fenómeno mismo del lenguaje como eje de estas conjunciones. John Sturrock, en su Paper Tigres. The Ideal Fictions of Jorge Luis Borges (1977) también da un giro a las inquietudes metafísicas del escritor y las acerca cada vez más a lo que podríamos llamar el mecanismo mismo de la producción textual, al mundo de las ficciones. Partiendo de la predilección de Borges, tan conocida, por los argumentos que favorecen el idealismo filosófico (los de Berkeley y Schopenhauer, por ejemplo) y constatando, por otro lado, la naturaleza arbitraria y convencional, es decir, al margen de la realidad, del signo lingüístico, Sturrock analiza muchas veces con atisbos esclarecedores, sus cuentos. El crítico considera muchos de los relatos del escritor argentino como artefactos que intentan edificar «irrealidades visibles», irrealidades que, a su vez, sirven para comentar varios aspectos fundamentales del fenómeno literario. Lo que distingue esta concepción de aquellas que marcarán con posterioridad un derrotero crítico que se inclina a tomar en cuenta cada vez más el fenómeno mismo del lenguaje como fundamento de la producción textual acaso podría radicar en la circunstancia siguiente. Al Sturrock considerar el lenguaje al amparo exclusivo del idealismo filosófico, mantiene aún, en el contexto de la obra de Borges, la metafísica como fuerza rectora del fenómeno lingüístico-literario.

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Volviendo a la producción crítica en lengua española, y ya al filo de la década de los ochenta, sería propio distinguir Las letras de Borges, que se publica en Buenos Aires en 1979. En un texto ricamente alusivo y a la vez contundente, Sylvia Molloy propone una lectura crítica de una marcada originalidad. La exposición se lleva a cabo mediante una serie de observaciones, reflexiones especulativas y señalamientos, que con frecuencia iluminan súbitamente recodos ocultos de los textos y nos dejan la impresión de que la distancia entre texto y lector crítico se ha reducido drásticamente. No se trata en rigor de una práctica crítica en la que prima la subjetividad. Al contrario. Las observaciones se van engarzando en un discurso cuya coherencia radica en los textos del escritor objeto del comentario. Pero el lector del lector crítico no puede soslayar una evidente simpatía entre el comentarista y el material que está en vías de releer, y ello, a su vez, produce esa sensación de intimidad «razonada» a la que he aludido. Acaso esta circunstancia emparente el discurso de Sylvia Molloy con un discurso crítico que es muy visible en la Francia de mediados de siglo XX y que suelo asociar con el L'espace proustien de Georges Poulet y ese otro dilucidador de espacios que es Maurice Blanchot. Había sido Maurice Blanchot quien, en 1959, había observado que los textos de Borges eran en rigor laberintos verbales. Esto que, como señala Gabriela Massuh, hoy en día es una perogrullada, entonces fue una osadía. En ocasiones apelando no sólo a Blanchot, sino también a varias de las figuras tutelares del formalismo (Tomachevski, Jakobson, Todorov) y otras que suelen agruparse bajo la rúbrica de la nouvelle critique (Foucault, Barthes, Genette), Sylvia Molloy va a edificar un comentario crítico propio. La profesora Molloy caracteriza el discurso borgeano como uno inestable, de evidentes fisuras, de letra móvil, fundamentado en una superficie textual llena de hiatos y donde se evidencia una y otra vez la discontinuidad. Con estas imágenes, S. Molloy establece la extrema movilidad y plasticidad del texto borgeano y lo demarca, como creo que ya es evidente, como fenómeno verbal que se examina a sí mismo, que se vuelve sobre sí mismo. «Si la concatenación sintáctica impone una secuencia deficiente», escribe la profesora Molloy, «el texto borgeano, aún aceptándola, descree de ella y la desafía» (1979: 211). A estos orbes verbales que se observarán cada vez más de cerca por los cristales del estructuralismo y los maestros de la nouvelle critique presta particular atención Emir Rodríguez Monegal. De la variada bibliografía redactada por Rodríguez Monegal en torno a Borges, adquiere particular relevancia para nuestros fines el breve volumen que bajo el título de Borges. Hacia una lectura poética —y cuyo título verdadero, señala Julio Ortega (1977: 748), es Borges, Hacia una poética de la lectura— se publicó en Barcelona en 1976. En dos de los tres ensayos que se recogen allí, «El lector como escritor» y «Borges y la nouvelle cri-

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tique», el crítico uruguayo inserta la producción textual de Borges en el marco de las especulaciones teóricas en torno al lenguaje y, al lenguaje literario en particular, que ocupa la atención de Blanchot, Jean Ricardou, Gérard Genette y Michel Foucault. Destaca lo que, de paso, ya se ha aludido antes: la «reducción» de los textos borgeanos al ámbito del fenómeno del lenguaje, especulación que de distinto modo ocupó de manera tan especial a los formalistas (tales como Jakobson) quienes, a su vez, sirvieron de apoyo para las teorías que habrían de elaborarse por los pensadores que se suelen agrupar bajo la rúbrica de la «nueva crítica» francesa. Al amparo de estas consideraciones y, más en específico, partiendo de unas fecundas propuestas de Gérard Gennette, Rodríguez Monegal adelanta la hipótesis de que los textos de Borges proponen una «poética de la lectura», es decir, la noción de que la génesis del texto no se da propiamente en la escritura sino en la lectura, o bien que la escritura es en efecto lectura. Me parece que es de sobra evidente que esta apreciación, insertada en el contexto de las especulaciones críticas de la escuela francesa, que consideran esa obra como orbes verbales que se rigen por normas propias, ubica la producción literaria de Borges ya de modo definitivo en el espacio de la especulación en torno al lenguaje mismo. De paso, el crítico uruguayo anota lo que hoy nos suena a consabido: el pensamiento de Borges, aquellas «gramatiquerías» e incursiones en el campo del pensamiento que lo habían ocupado desde su juventud y que habían sido juzgadas una y otra vez como lúdicas y «frivolas», sirven ahora de fundamento a un pensamiento de una marcada modernidad. Lo notable del caso es que, como ha mostrado Jaime Alazraki en un estudio posterior, «Borges' modernism and the new critical idiom» (1988: 166-175), Borges llegó a estos postulados en torno al lenguaje al margen de las trabajos de los formalistas rusos y el discurso sausurriano que sirven de parámetros a las reflexiones de los teóricos franceses. En el contexto general de las reformulaciones críticas que entienden la producción textual como función del proceso de lectura/escritura y que están emparentadas con las concepciones elaboradas por varios teóricos franceses, en particular, Gérard Genette, cabría mencionar dos libros, uno de Lisa Block de Béhar y otro de de Michel Lafon. En Al margen de Borges (1987), contribución que gira en torno a la obra de Borges en el contexto de una serie de reflexiones que se insertan en el marco de la teoría literaria, Lisa Block de Béhar reitera la importancia de la función del lector en el fenómeno literario. Desde una perspectiva lúcida y abarcadora, integra a sus consideraciones, además de las proposiciones obligatorias de Genette — y algunas de Derrida y de los deconstruccionistas—, otros postulados asociados a la semiótica y la hermenéutica que implican al lector en el proceso literario como son, por ejemplo, los elaborados por Umberto Eco, H. G. Gadamer y por aquellos que se suelen asociar con la llamada estética de la recepción de la Escuela de Constanza. En lo que toca a las variadas interpretaciones de que es susceptible la obra de Borges, tiene un peso particular, desde mi punto de vista, la relevancia que pres-

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ta la profesora Block a la noción de historia «como pasado, como tradición, como situación, como objeto de estudio» en su función de mediadora en el proceso de realización del texto literario a través de la lectura. La crítica uruguaya identifica la historia como uno de los integrantes de lo que denomina una «fuerza axial que pone en movimiento un mecanismo cognoscitivo que no pierde eficacia ni por perspectivismo (la alteridad de quien indaga) ni por selectividad (la arbitrariedad de quien compone y describe el corpus)» (1987: 50, lo subrayado es de la autora). Michel Lafon, en Borges ou la reécriture (1990), lleva a cabo una lectura muy original de la obra del escritor argentino explorando cómo, al nivel textual, el lenguaje de Borges, por decirlo así, se asume y se transforma a sí mismo para establecer nuevos parámetros de significado. La perspectiva desde la cual Lafon percibe la elaboración textual del argentino sienta las bases para conceptualizar la escritura de Borges como una constante reescritura no sólo de textos ajenos, sino de los suyos propios. Como una suerte de aparte, y al margen del estudio de Alazraki ya citado, Versiones, inversiones, reversiones, cabría detenerse muy brevemente en las aportaciones de algunos estudiosos de la obra de Borges que han optado por los instrumentos de análisis que se ciñen más o menos de cerca a los presupuestos del estructuralismo. Estos trabajos no dejan de tener interés pero su alcance parece haber estado condicionado por las dificultades que, con frecuencia, se hacen patentes cuando se intenta deslindar tajantemente aspectos de la crítica temática y social de la que se sirve de los principios del estructuralismo literario. En el contexto de los estudios que se ciñen a los principios elaborados por los estructuralistas habría que mencionar el de Noé Jitrik («Estructura y significación de Ficciones de Jorge Luis Borges», de 1971), que se centra en la «búsqueda del narrador»3. También sería pre3

Al margen de asuntos relacionados con metodología, Noé Jitrik redacta unas páginas de crítica literaria («Complex Feelings about Borges») que con frecuencia lindan con la memoria personal y uno de cuyos fines es aquilatar a Borges y su obra en el contexto de una serie de contradicciones evidentes en lo que toca a su compostura pública, por un lado, y los modos en que ejerce el oficio de escritor, por otro. Entre esas oposiciones, cabría mencionar las siguientes: Borges crea de una escritura generativa y rica en posibilidades que contrasta con las posiciones marcadamente conservadoras — y por ello propensas a la inmutabilidad— del escritor; Borges posee una erudición cuyos límites son difícilmente calculables y a la vez es excluyente; Borges como persona se caracteriza por una timidez extrema y a un mismo tiempo no tiene reparos en proclamarse escritor reiteradamente en público. El profesor Jitrik sospecha que estas contradicciones terminan por encaminarnos a la biblioteca paterna: «the refuge of the little boy and his knowledge, and, at the same time, the place of pride without equal and an affirmation without detractors» (2005: 12; publicado originariamente en 1981, pero sólo he podido tener acceso al texto en su versión inglesa). Las palabras de Noé Jitrik se presentan como un comentario crítico amplio que adquiere a la vez los rasgos de un testimonio íntimo conmovedor. Son las reflexiones de un estudioso que percibe sin ambages las excelencias de un Borges escritor cuya pertinencia en la vida de todos aquellos que aman la literatura es indiscutible, pero cuyas posiciones en materia de política — q u e el crítico está muy lejos de compartir— son con frecuencia difíciles de comprender.

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ciso recordar el de David William Foster («Para una caracterización de la escritura en los relatos de Borges», de 1977), que busca delinear una «tentativa sistematizante de la escritura» en la obra borgeana. Sirviéndose también del principio de análisis estructural —aunque, como él mismo advierte, muy al margen de muchos de los postulados teóricos que suelen fundamentar el estructuralismo literario—, Donald L. Shaw (Narrative Strategies, 1992) estudia con detenimiento un gran número de los cuentos del escritor argentino. Centra su atención, en primera instancia, en los modos en que la organización estructural del relato está vinculada y, de cierta manera, prefigura los significados posibles que es capaz de generar cada narración. Shaw identifica varias estrategias narrativas que el escritor pone en vigor, tales como los modos en que se articulan los comienzos de los relatos, la inserción de «marcos narrativos» ( f r a ming devices) y el empleo de lo que él denomina episodios que se desempeñan en la trama como si fueran «ejes» {pivotal episodes) que ocasionan giros cuyo efecto consiste en frustrar súbitamente las expectativas del lector y, en varios casos, orientar el sentido del relato en una dirección contraria a la esperada. El examen de los modos en que se desempeñan estas estrategias, junto a otras, tales como las estrategias de clausura (closing strategies), traen a la atención del lector detalles desapercibidos que constelan, a su vez, posibilidades de interpretación inusitadas y suscitan interrogantes de interés desde donde es posible emprender investigaciones futuras. De regreso a la trayectoria que he estado trazando y que apunta en la dirección de la exploración de la naturaleza del lenguaje, habría que destacar como precursor, aunque sin detenernos demasiado en ello, el extenso ensayo de Jaime Rest, El laberinto del universo de 1976. Rest explora con lucidez y detenimiento la importancia del nominalismo filosófico en el contexto de las exploraciones de problemas de índole metafísica y señala la posibilidad de entender estas incursiones como fundamentadas en la problemática del lenguaje. Para los nominalistas, explica Rest, «es imposible separar el pensamiento de los mecanismos lingüísticos» (1975: 57). En cierto modo se reitera, ahora desde otra perspectiva, los postulados de los nuevos críticos franceses: las búsquedas de Borges en torno al conocimiento y, por lo tanto, a las tentativas de llegar a certidumbres están condicionadas por la naturaleza del lenguaje mismo. En la década de los ochenta se dan a la luz dos estudios cuyo centro de atención es justamente este asunto: el libro de Gabriela Massuh, Borges: una estética del silencio, de 1980, y el mío propio, Lengua y literatura de Borges, de 1983. Pido ahora que se me permita una interpolación personal: la historia breve de la relación de estos estudios. Mi libro entra en prensa en Barcelona en el año 1981, mientras me encontraba enseñando en Yale en calidad de profesor invitado y el libro de la profesora Massuh aparece en 1980 en Buenos Aires. En una cena en casa de Enrique Anderson Imbert en Cambridge (Massachusetts) a fines de 1981 o principios de 1982 me entero de la existencia del libro y Margot Anderson,

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bibliotecaria de Harvard, se compromete a hacerlo llegar a la biblioteca Widener. Llega en 1982, lo leo con premura, con demasiado premura, y logro convencer a Mario Muchnik, quien para esa época estaba a cargo de la Editorial Ariel en Barcelona, que me reimprima el primer cuadernillo —mi libro ya estaba impreso— para poder incluir una escueta nota al pie donde doy noticia de la existencia del libro y donde inscribo una opinión que luego he considerado harto apresurada. Borges: una estética del silencio comparte con Lengua y literatura de Borges, y de hecho con los estudios de Jaime Rest, Maurice Blanchot y en cierto modo John Sturrock, la concepción fundamental que Grabiela Massuh inscribe en los primeros renglones de su segundo capítulo: «la literatura de Borges es idéntica a la articulación de un universo lingüístico que se rige con leyes propias» (1980: 71). Esta concepción proviene de una literatura que, al percatarse de una crisis del lenguaje, pierde la fe «en los valores expresivos y las capacidades miméticas de la palabra». La profesora Massuh concibe esta disyuntiva frente al lenguaje —el escritor es capaz de inventar por medio de la palabra pero no le es dado ni imitar ni «expresar»— al amparo de una metáfora: el lenguaje es una cárcel que no le permite al escritor reflejar el mundo sino crear objetos verbales que resultan ser «cosas» añadidas al mundo. Si bien, en mi estudio, no me aproximo a la metáfora de la «cárcel», por otro lado, ambos compartimos asimismo la noción de que algunos temas de índole metafísica son, en rigor, exploraciones de la naturaleza, posibilidades y límites del lenguaje mismo y de su empleo en contextos literarios. Es decir, los problemas metafísicos pasan a ser considerados en la obra de Borges mayormente sub specie linguae. Ambos también vemos a Fritz Mauthner como una de las fuentes importantes de las que se nutre el pensamiento de Borges al respecto. «En parte», escribe Gabriela Massuh, «la concepción de un lenguaje insuficiente como instrumento poético, proviene acaso de las lecturas que Borges hiciera de los escritos de Mauthner. Es posible que Borges viera en ellos una patética exposición de sus propios problemas lingüísticos». Lengua y literatura de Borges explora en sus diversos capítulos el pensamiento de Borges en torno a asuntos que se suelen asociar con la metafísica —la identidad, el tiempo, la percepción de la realidad— y los considera como exploraciones en torno a la naturaleza y limites del lenguaje. El estudio fundamenta estas variadas consideraciones, a su vez, en las disquisiciones teóricas de Borges en torno al lenguaje. Uno y otro libro difieren en la interpretación de los modos que Borges emplea para superar las graves limitaciones inherentes a todo lenguaje. Si bien uno y otro trabajo coinciden en que la superación de tales limitaciones se logran por medio de un arduo trabajo de fabro letterario, la profesora Massuh postula la imagen del silencio como el punto de ruptura que hará posible un máximo de representaciones a partir de la palabra no dicha o que quedó por decir. Por mi parte, he propuesto que para lograr esa superación, Borges va creando una suerte de criptografía personal a través de una lúcida práctica inter-

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textual. Y es en el enriquecimiento de la palabra por la cual la imagen adquiere la condición de alucinante. Luego de la publicación de los estudios monográficos que acabo de mencionar, Sylvia Dapía continuará, en años sucesivos, explorando la relación del pensamiento de Mauthner con la obra de Borges: primero en su tesis doctoral Die Rezeption der Sprachkritik Fritz Mauthners im Werk von Jorge Luis Borges, de 1992, y en dos artículos muy recientes, uno sobre el ensayo borgeano (1995) y otro sobre «Pierre Menard autor del Quijote» (1997). Pero en lo relativo a los asedios críticos, la obra de Borges se resiste a la inmovilidad y mucho menos al agotamiento. Sobre todo en un reducto que inquietó a sus primeros críticos y que patentemente sigue inquietando a los de ahora: me refiero a los asuntos relacionados con la metafísica. Cabría mencionar en este contexto cuatro ensayos en forma de libro: La filosofía de Borges de Juan Ñuño, de 1986, Borges et la métaphysique de Serge Champeau, de 1990, El centro del laberinto, Los motivosfilosóficosen la obra de Borges de Juan Arana, de 1994, y El mundo como voluntad y representación: Borges y Schopenhauer de Ana Sierra, de 1997. Además de compartir un interés por la producción literaria borgeana, los autores son reconocidos profesores de filosofía. Juan Arana recalca el reclamo de Borges respecto de la importancia que ha revestido en su vida «las perplejidades metafísicas» y en parte fundamenta su estudio de los principales temas metafísicos en Borges: el conocimiento, el mundo, el infinito y el yo, en la noción de que el campo profesional de hoy en día no rechaza, ni mucho menos, la contribución de los llamados «aficionados». Después de todo, ha sido el mismo Borges quien ha destacado lo que él entendió como una injusticia perpetrada por ciertas historias de la filosofía alemanas al excluir los nombres de Schopenhauer y de Mauthner 4 . 4

Como ha ocurrido en otras ocasiones cuando se trata de algunos enfoques críticos de la obra del escritor, la noción de Borges como filósofo ha suscitado diferencias entre varios estudiosos. Carla Cordua, por ejemplo, en un ensayo de gran interés publicado en La Torre («Borges y la metafísica», 1988), al separar con nitidez las concepciones que ostenta el argentino en torno al «arte» y la «verdad», nociones que a su vez remiten al distingo entre literatura y filosofía, se inclina a pensar que Borges, quien toma abiertamente partido por la literatura, no es en rigor un filósofo. Yo mismo, en Lengua y literatura de Borges ([1983] 2006), afirmé para esa época que estimaba que Borges no era un filósofo. El juicio se fundamentaba en que, desde mi punto de vista, se precisaba aplicar aquellos argumentos de Borges que derivaban de la metafísica no a la «realidad», sino a la naturaleza y función del lenguaje y muy en especial a la literatura. Y si se entiende que la literatura ocupa un ámbito aparte del propiamente filosófico, dado el planteamiento que acabo de enunciar, el desempeño de Borges como filósofo se torna, cuando menos, muy problemático. El hecho de que no haya variado mis argumentos en la reimpresión de Lengua y literatura de Borges, explican por qué he decido dejar allí el aserto originario. Por otra parte, sería preciso aclarar que, como explico enseguida en el texto, en el transcurso de las últimas décadas, la noción de «filósofo» ha ido acogiendo matices que la dotan de mayor amplitud en cuanto a sus funciones, y por tanto, la hacen menos restrictiva. El sentido más lato al que aludo ahora, viabiliza el que Borges pueda ser considerado en estos años un filósofo.

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El juicio de Arana, que estimo relevante, relativiza a su vez, acorde a ciertas corrientes del pensamiento actual, la concepción misma de «filosofía» y nos obliga, me parece, a reexaminar la posición de Borges en el contexto de ese campo. Serge Champeau, por otro lado, se ocupa del problema de la «representación» y lo que él llama «le désir metaphysique» en Borges. Sus exploraciones textuales lo llevan a problematizar en la obra borgeana lo que denomina el dilema de «representar lo irrepresentable». Una y otra vertiente que se podría considerar aledaña a este tipo de interrogaciones es la que estudia los textos de Borges a luz de las especulaciones de las ciencias naturales y de la matemática actual. El libro de Floyd Merrell explo-

ra estos temas en su libro Unthinking Thinking. Jorge Luis Borges, Mathematics and

the New Physics, de 1991, y nos reitera una vez más, el papel que desempeña aquel hombre «en un remoto puerto de la América del Sur» de precursor de postulados teóricos, para él del todo imprevisibles. Al evocar algunos análisis de la obra del escritor argentino que bien podrían caracterizarse como multidisciplinares habría que recordar por fuerza, me parece,

el de John T. Irwin (The Mystery to a Solution. Poe, Borges and the Analytic

Detective Story, de 1994). Es un estudio de una impresionante erudición, de extensión (en varios sentidos del término) considerable y de una marcada originalidad. En un libro que recorre la línea tenue, cada vez más tenue, que separa la filosofía, la crítica literaria y el psicoanálisis, Irwin examina la posible relación entre Borges, Poe y el género literario que origina este último: lo que el crítico norteamericano denomina el «relato analítico detectivesco». Irwin argumenta que Borges se propuso, con plena conciencia de ello, modelar sus tres relatos de corte detectivesco en los tres cuentos de Poe, pero con la intención de superarlos. Para lograr esa meta, el argentino va a proceder, por varios medios, a invertir los mecanismos principales de un género cuya originalidad radica, justamente, en el continente americano. De este modo, Irwin traza muchos de los rasgos que juzgamos definitorios en el contexto de la práctica literaria de Borges, y que con frecuencia tienen claras resonancias metafísicas, a los cuentos detectivescos de Poe y a inquietudes y lecturas comunes a ambos escritores. Entre las características que Irwin destaca en la escritura de Borges y que, él entiende, están relacionadas de varios modos con la obra de Poe, se encuentran las siguientes: por un lado, la inclinación en la prosa de Borges — y aquí volvemos a ocuparnos del fenómeno del lenguaje mismo— a la autorreflexión y, por tanto, la abundancia de rasgos autorreferenciales en sus escritos, por otro, la problemática relación entre contenido metafísico (semántico), la posible inscripción de esta problemática en el lenguaje mismo y su relación con el yo, y, por último, la tentativa de crear una obra que, exigiendo una lectura reiterada y a la vez difiriendo continuamente la «solución» a los dilemas expuestos por el autor, se convierta en un texto infinito. En su intento de superación de la originalísima hazaña del escritor norteamericano, Borges logra, a su vez, piensa Irwin, dotar sus ficciones de una complejidad y originalidad asimismo afincada en el continente americano.

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BORGES

No puedo detenerme ahora en los múltiples estudios, algunos de genuino interés para el investigador que se interesa por la problemática del lenguaje y sus límites en la obra de Borges, que tratan de temas que se ubican más allá del mundo denominado europeo. Aludo ahora a los ensayos que se han ocupado de temas judíos, musulmanes y, rebasando el mundo propiamente musulmán, pertenecientes al extremo oriente. Saúl Sosnowski (Borges y la cábula: la búsqueda del verbo, de 1976), Alazraki, a quien ya he aludido (Borges and the Kabbalah, de 1988) y Edna Aizenberg (Borges, el tejedor del Aleph y otros ensayos-, la edición más reciente es de 1997) han logrado contribuciones importantes en lo relativa a la Cábala judía. En el contexto de la civilización y más en específico de la mística musulmana, sería preciso recordar a Adolfo Ruiz Díaz, Djelal Kadir, George Wingerter, Luce LópezBaralt, Garayalde y, en el marco del extremo oriente, María Kodama. Los avatares de la crítica en los últimos años han girado, como se sabe, en torno a los supuestos de dos vertientes que no son del todo ajenos el uno del otro: el posmodernismo y el poscolonialismo. Las concepciones en torno al lenguaje de Derrida que, entre otras cosas, postula que el «significado» está, como ha anotado Terry Eagleton (1996), fragmentado y disperso a lo largo de toda la cadena de significantes, adelanta como una de sus consecuencias una extraordinaria apertura en cuanto a lecturas posibles. Entre los múltiples estudios que se sustentan en los presupuestos que acabo de delinear a grandes rasgos se encuentran dos que sería útil mencionar aquí: «Posmodernidad e intertextualidad en la obra de Jorges Luis Borges» de Karl Alfred Blüher y «El productor rizomórfico y el lector como "detective literario"... [en el] discurso borgeano» de Alfonso de Toro, ambos de 1992. El profesor De Toro centra su atención en lo que denomina la «pluricodificación» del discurso borgeano. Esta condición lo adecúa con facilidad a la noción de «doble codificación» que había identificado Leslie Fiedler como «síntoma» del género de discurso asimilable al posmodernismo. Identifica asimismo el rizoma «como procedimiento superador del intertexto y del palimpsesto» y la mise en abîme en el doble sentido en que lo usa Gide. En el discurso crítico que explora los presupuestos elaborados por el poscolonialismo, quisiera destacar el ensayo de Edna Aizenberg «Borges, precursor poscolonial», publicado originariamente en inglés en 1992 y en español en 1997. En un lúcido análisis que se pregunta en torno a la pertinencia de las nociones fundamentales enarboladas por la posmodernidad —nociones que se elaboran en el contexto de sociedades posindustriales literalmente plagadas por los medios de comunicación y la informática— aplicadas a sociedades en estado de un desarrollo primario, como son las de América Latina, Edna Aizenberg adelanta la hipótesis de que las herramientas críticas propuestas por el discurso poscolonial sean acaso más aptas para estudiar nuestra producción literaria que otras que derivan de circunstancias en rigor ajenas al mundo que nos ha tocado y nos toca vivir. Como ejemplo de la fecundidad que propiciaría una lectura tal, la profesora Aizenberg cita varios ejemplos; quisiera detenerme en dos de ellos. Uno se reía-

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ciona con la apreciación de Borges en torno a la «artificialidad» del género de la poesía gauchesca en la argentina frente a tradición de poesía oral de los gauchos. La afirmación suscita una serie de interrogantes. «¿Cuál es», escribe E. Aizenberg, «la relación entre la oralidad y la escritura en la configuración de una tradición literaria? Las preguntas sobre las continuidades y discontinuidades entre las formas orales y escritas son de importancia central en el discurso crítico literario de África, donde se sigue debatiendo la defensa no meditada de la tradición oral como el modelo para la escritura africana contemporánea» (1997: 161). El otro, brevísimo, tiene que ver con la aseveración de Borges: «nuestra tradición es toda la cultura occidental». Señala la profesora Aizenberg, «Borges vuelve la tradición occidental contra sí misma al apropiarse el derecho de "escribir" al "centro"» (162). Cabría recalcar que consideraciones como éstas, desplazan la mirada crítica del texto únicamente como producción lingüística autorreflexiva, como orbe cerrado, a una variedad de factores, sociales, geográficos y, sobre todo, culturales, que también determinan cómo se lee un texto y, por tanto, qué significados es capaz de generar 5 . Y al hablar de «factores culturales» uno de los primeros temas que sale al paso en el caso de Borges es el de su «argentinidad», o, como ya expuse en las primeras páginas de este ensayo, su posible carencia, falta ocasionada por lo que algunos han juzgado un cosmopolitismo desraizado. Gene H . Bell-Villada (Borges and his Fiction. A Guide to his Mind and Art, 1981, ed. rev., 1999) lleva a cabo una revisión amplia centrada en la obra narrativa de Borges y alude de modo directo al asunto. El crítico logra insertar, me parece, con notable acierto a un Borges excesivamente «cosmopolizado» por cierta crítica, elaborada tanto por europeos y norteamericanos como por argentinos, en un entorno cultural preciso, sin cuyos referentes su obra artística, que puede presentarse a algunos como meramente extravagante y caprichosa, pierde dimensiones considerables de significado. Por ejemplo, Bell-Villada logra presentar una explicación plausible que vincula el auge de la producción literaria de Borges para fines de los años treinta y durante toda la década de los cuarenta con las crisis históricas y políticas que se dan tanto en Europa como en Argentina, en el transcurso de esos mismos años. La tendencia a descontextualizar a Borges y su obra de lo que es en rigor su medio inmediato y necesario ha ocupado asimismo la atención de Rafael Olea Franco. En un estudio monográfico extenso y ponderado {El otro Borges. Elpri5

Como he señalado anteriormente, existen ciertas posturas críticas en torno a la obra de nuestro escritor que generan diferencias entre sus comentaristas. Entre las que he señalado, cabría añadir otra: la visión de un Borges porsmodernista y poscolonialista. Emil Volek, por ejemplo, (véase «Borges total, paralelo y plural, ¿precursor de Borges?: un muestrario esperanzado y ecuánime de lecturas modernas y posmodernas» [1998] y en artículo más reciente, «Jorge Luis Borges ¿Posmoderno?» [2001]) muestra reparos en lo relativo a una apreciación de Borges como posmodernista.

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mer Borges, de 1993), Olea Franco examina de entrada los mecanismos que obraron en lo tocante a la construcción de la imagen de un Borges excesivamente cosmopolita, sobre todo en el contexto francés (las gestiones de su amigo Néstor Ibarra, por ejemplo). Luego, pasa a trazar la historia de un Borges que comienza su carrera como criollista y los modos en que esta postura literaria-cultural, vigente por muchos años, que tenía repercusiones patentes en su producción poética y ensayística, estaba, a su vez, vinculada a los procesos históricos, es decir, económicos y políticos, que vivía la Argentina por esos tiempos. Para cerrar, quisiera mencionar dos vertientes de la apreciación crítica en torno a la obra de Jorges Luis Borges que sostiene cierta relación con lo que acabo de anotar y que estimo también de gran promesa y fecundidad. Me refiero a la inclinación de varios estudiosos a leer la obra de Borges empleando primordialmente coordenadas históricas, sociales y culturales. El libro de Daniel Balderston Out ofContext. Historical Reference and the Representation ofReality in Borges, de 1993, propone esta suerte de lectura. Con frecuencia, sus anotaciones históricas, tanto de índole social y política como cultural, y que abarca ámbitos que rebasan por mucho los linderos del medio inmediato que es la Argentina, proveen perspectivas desde las cuales se iluminan espacios recónditos o singularmente oscuros pero importantes de los textos de Borges. Por otro lado, el estudio de Beatriz Sarlo, Borges. Un escritor en las orillas, originariamente publicado en inglés en 1993 y luego en español en 1995, resulta para mí indispensable para ubicar y entender a Borges y gran parte de todo ese bagaje cultural que arrastra consigo en el contexto del panorama literario contemporáneo, no sólo de América Latina, sino de eso que llaman Occidente.

CONCLUSIONES

Cuando trabé amistad con los textos de Borges por primera vez —una amistad que continúa tan fresca y tan consoladora como en el primer día y que sospecho que estará conmigo hasta el fin— comencé a estudiar a nuestro escritor como orbe cerrado de lenguaje. Hoy por hoy, sin embargo, me siento más cercano, como demuestran algunos estudios que acompañan estas páginas en el volumen presente, de las posiciones que interpretan a un Borges contextualizado en una realidad geográfica y cultural. No abjuro del todo de lo que había hecho anteriormente. Sólo pienso ahora que al estudiar a Borges en el lenguaje y desde el lenguaje, debemos estar alertas al hecho de que ese lenguaje no opera bajo la benévola protección de una espléndida campana de cristal. El lenguaje, y eso lo anota Borges en más de una ocasión, contamina eso que llamamos realidad: la tifie y la transforma. La luna de esta noche es también la luna de los persas, la de Virgilio, la de Ariosto, la de Lugones, la sangrienta de Quevedo, la que está teñida de un antiguo llanto y la que en la oscuridad del espacio sideral es nuestro espejo.

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V a y a , si se m e p e r m i t e , u n a ú l t i m a a f i r m a c i ó n d e í n d o l e general, U n a p a r t e i m p o r t a n t e de la c r í t i c a e n t o r n o a los ensayos, p o e m a s y relatos de B o r g e s h a disc u r r i d o e n u n a d i r e c c i ó n q u e p a r t e o r i g i n a r i a m e n t e de u n a n e g a c i ó n de s e n t i d o , y q u e pasa l u e g o a p r e g u n t a r s e q u é d i c e n o q u é q u i s i e r o n d e c i r e, i n c l u s o , q u é c a l l a r o n esos t e x t o s , h a s t a a d e l a n t a r s e a esa o t r a i n t e r r o g a n t e : p o r q u é d i j e r o n lo q u e d i j e r o n , o q u i s i e r o n decir, esos a l u c i n a n t e s artificios verbales. P e r o estos c o m e n t a r i o s , c l a r o está, n o p r e f i g u r a n el fin de los t i e m p o s . A ú n n o s a g u a r d a n m u c h o s d e s c u b r i m i e n t o s . A c a s o B o r g e s esté p o r transfigurarse u n a vez m á s e n el t r a n s c u r s o del siglo XXI. A los q u e lo h e m o s a c o m p a ñ a d o hasta a q u í , el v i a j e h a c o n s t i t u i d o u n a p r o d i g i o s a a v e n t u r a c u y o t é r m i n o n o m e es d a d o v i s l u m b r a r . E s u n v i a j e q u e , c o m o ya se h a d i c h o en o t r o c o n t e x t o , c i e r t a m e n t e h a v a l i d o la p e n a .

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Henry W. Sullivan: El Calderón alemán: Recepción e influencia de un genio hispano, 1654-1980, Frankfurt am Main / Madrid 1998

8.

Fernando de Toro / Alfonso de Toro (eds.): Acercamientos al teatro actual (19701995). Historia — Teoría — Práctica. Frankfurt am Main / Madrid 1998

9.

Alfonso de Toro: De las similitudes y diferencias. Honor y drama de los siglos XVIy XVII en Italia y España, Frankfurt am Main / Madrid 1998

10. Fernando de Toro: Intersecciones: Ensayos sobre teatro. Semiótica, antropología, teatro latinoamericano, post-modernidad, feminismo, post-colonialidad, Frankfurt am Main / Madrid 1999 11. Alfonso de Toro (ed.): Estrategiaspostmodernasy postcoloniales en el teatro latinoamericano actual. Hibridez — Medialidad — Cuerpo, Frankfurt am Main / Madrid 2004 12. Claudia Angehrn: Territorium Theater. Körper, Macht, Sexualität und Begehren im dramatischen Werk von Eduardo Pavlovsky. Frankfurt am Main 2004 13. Wilfried Floeck / María Francisca Vilches de Frutos (eds.): Teatro y Sociedad en la España actual. Frankfurt am Main / Madrid 2004 14. Susanne Hartwig: Chaos und System: Studien zum spanischen Gegenwarts-theater. Frankfurt am Main 2005.