El Alba De Nuestra Espiritualidad

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EL AL V

ESPIRITUALIDAI

Segundo Galilea

El alba de nuestra espiritualidad Vigencia de los Padres del desierto en la espiritualidad contemporánea

NARCEA, S.A. de EDICIONES

índice

' NARCEA, S.A. DE EDICIONES Dr. Federico Rubio y Gali, 9. 28039 Madrid I.S.B.N.: 84-277-0732-0 Depósito Legal: M-I7802-I986 Impreso en España. Printed in Spain. Fotomecánica Floppy. Lérida, 80. 28020 Madrid Talleres Peñalara. Fuenlabrada. Madrid

EL ALBA DE NUESTRA ESPIRITUALIDAD Una manera de ser cristiano Precursores de la sabiduría del espíritu Un profetismo a nuestro alcance

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EL NOMADISMO ESPIRITUAL El exilio voluntario Hacia un Dios siempre mayor y diferente El valor de las mediaciones El camino de la purificación Compunción del corazón La teoría y la práctica de los Padres

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LA CRISIS DEL DESIERTO La gracia de la desolación

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EL CAMINO DE LA LIBERACIÓN INTERIOR La renuncia como ascesis corporal La renuncia del corazón

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EL DEMONIO DEL MEDIODÍA Las crisis del atardecer

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LOS SENDEROS DE LA LUZ La iluminación como humildad Discernimiento y consejo La ceguera del corazón

71 73 76 78

LA PLEGARIA DEL CORAZÓN La «oración de Jesús» Actualización

83 86 88

Oración junto a la acción

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El alba de nuestra espiritualidad

Existe el prejuicio de que las grandes corrientes místicas del cristianismo, y sus exponentes más representativos, constituyen una forma de espiritualidad a-típica, elitista y de expresiones extraordinarias, a menudo admirables pero difícilmente imitables, que no tienen cosas prácticas que decirnos a los cristianos de hoy. Incluso los místicos más popularizados — Francisco de Asís, Teresa de Jesús, el autor de La imitación de Cristo u otros— son más objeto de devoción o anécdotas, que de inspiración cristiana, lo cual parece reservado a especialistas y no a los creyentes ordinarios. Este prejuicio es particularmente cierto en el caso de la primera gran corriente de mística y espiritualidad cristiana, conocida como los Padres del desierto. Como es bien sabido, esta expresión recubre a aquellos cristianos (la mayoría hombres pero 9

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también mujeres, Madres del desierto), que a partir de la tercera centuria se retiraron del «mundo» de la ciudad para consagrarse a Dios en los desiertos de Siria y Egipto. Es bien sabido también su estilo de vida, extremadamente pobre y su dedicación a la oración, al silencio, a la penitencia y a la misericordia fraterna. Los poquísimos de entre ellos que escribieron, nos han transmitido sus máximas y enseñanzas (los apotegmas de los Padres) así como muchos hechos de sus vidas que fueron considerados ejemplo y testimonio cristiano por sus contemporáneos. Todo ello nos revela una espiritualidad tan radical, tan peculiar y original, tan marcada por el cristianismo oriental de la época, que para nosotros no parece presentar sino curiosidad e interés meramente académico o histórico. Para el cristianismo contemporáneo, afanado por buscar o mantener un trabajo digno, abrumado en su presupuesto por economías de mecanismos despiadados, sometido a la presión de las ideologías, de la propaganda y del consumo, frustrado en su lucha por la justicia y la paz y espectador impotente de la erosión de las familias que lo rodean y de la moral pública, a lá primera vista la vida de esos eremitas no tiene mucho que decirle en su esfuerzo por vivir una identidad y un espíritu cristiano dentro de la cultura contemporánea, o en su esfuerzo por humanizar esa cultura y hacer una sociedad más justa. La verdad es que toda experiencia mística cris10

tiana, si es realmente representativa y auténtica, tiene mucho que decir e inspirar no sólo a los creyentes de su tiempo, sino también a todas las generaciones cristianas posteriores. Para eso, sin embargo, debemos recurrir a los hechos reales de la espiritualidad, y no a «tradiciones» y leyendas. Debemos discernir, separando el trigo de la maleza, y distinguiendo la actitud cristiana de recubrimientos culturales anacrónicos. Debemos saber interpretar, no sólo preguntándonos por el mensaje substancial que nos transmiten hoy, sino también por lo que ellos querían realmente decir con sus palabras, prácticas y actitudes. Esto es particularmente verdadero cuando nos aproximamos a la tradición de los Padres del desierto, dada la distancia cronológica y cultural que nos separa de ellos, y dado el camino tan peculiar de su espiritualidad: el éxodo de las formas de vida ordinaria, la «fuga del mundo» llevada a la letra, y el estilo de vida solitario. Todo ello no son elementos visibles de una espiritualidad contemporánea. Pero sí son valores permanentes del espíritu del Evangelio (no de su letra), que todos los creyentes debemos cultivar según nuestra propia vocación y cultura. Cuando estudié los Padres del desierto me di cuenta, sorprendido, de la pertinencia de sus grandes experiencias espirituales para el cristiano moderno, sumido en la secularidad, en la ambigüedad de los cambios culturales y presionado por los com11

promisos de acción. Puede parecer una paradoja, pero tal vez por contraste, por búsqueda de síntesis y equilibrio, por vacío y nostalgia, la auténtica espiritualidad contemporánea busca recuperar ciertos valores que los santos del desierto vivieron en forma radical. Quisiera mostrar esto en las páginas siguientes, como una contribución a la síntesis espiritual que hoy buscamos. Una manera de ser cristiano Como primera constatación, descubrí que los grandes místicos de la Iglesia en general, y los Padres del desierto en particular, cultivaron una espiritualidad básicamente cristiana. Es cierto que en sus expresiones y modalidades radicalizaron muchas virtudes y valores, pero para ellos eso estaba en la lógica del bautismo, y no de una vida cristiana «superior». Los Padres y vírgenes eremitas rara vez eran sacerdotes, ni pensaban en institucionalizar o sistematizar su manera radical de vivir para Dios. Esta manera de ser cristiano fue siempre presentada por la patrística primitiva como un «segundo bautismo», es decir, como una segunda llamada y conversión a vivir las promesas bautismales. Los temas de espiritualidad que cultivan y que motivan e inspiran sus vidas, a veces tan peculiares, son los temas básicos de cualquier espiritualidad cristiana y coincidirían con cualquier síntesis 12

contemporánea del camino cristiano: el seguimiento y la imitación de Jesucristo, como valor único de sus opciones y estilo de vida. El Evangelio leído y rezado continuamente, como única norma de vida. El bautismo como la raíz de la empresa espiritual emprendida, que contiene en germen la transformación de sus vidas según la novedad de Cristo. En fin, la «vida apostólica», que para la tradición antigua que ellos representan consiste esencialmente en la práctica constante del «doble amor»: a Dios por sobre todo y al prójimo por Dios, expresado en el múltiple servicio de la misericordia. Los Padres nunca se consideraron «especialistas» en espiritualidad, ni se consideraban superiores a otros cristianos, ni asumieron su género de vida por desprecio al mundo, por reacción o por espíritu excéntrico. Están convencidos de que ningún género de vida santifica por sí mismo, ni tampoco los lugares, desiertos o no. «Para santificarte, cambia de alma y no de lugar», leemos en los apotegmas. Esta última sentencia tiene un valor permanente y actual. Solemos poner el acento cristiano excesivamente en el género de vida e incluso en el lugar (el marco exterior) y no siempre en el cambio del corazón; la verdad es que el estilo y el lugar, que no carecen de importancia, son relativos a una conversión interior. La expresan y la estimulan al mismo tiempo. Valen cuando está animada de un gran espíritu y de una gran libertad en el amor, y cuan13

do corresponde a un itinerario de búsqueda espiritual. Solemos sobrevalorar la austeridad de nuestra morada, y nuestra decisión de habitar en un lugar pobre entre los pobres, descuidando la motivación de eso y el crecimiento en la actitud cristiana coherente con ese exterior. También he podido constatar que la asimilación e integración de la espiritualidad de los Padres en la espiritualidad actual, con la ardua reinterpretación y discernimiento teológico-cultural que ello supone en cada caso, es un punto de llegada y no de partida, de maduración y no de retroceso. Supone haber realizado ya una cierta síntesis espiritual personal, donde la mística de los Padres —o cualquier otra escuela mística— puede ser integrada sin trastornos ni desviaciones. Una cierta «cultura espiritual» es también conveniente. Por ejemplo, sorprende en los antiguos la preocupación dominante por su salvación. Los cristianos y cristianas acudían al desierto para salvarse y por eso realizaban una vida evangélica heroica. A primera vista eso es un exceso, desalentador para cualquier creyente común, además de crear interrogantes sobre la voluntad eficaz, por parte de Dios, de que todos los hombres encuentren su salvación en el camino ordinario de sus vidas. Pero en el lenguaje de los Padres —y de los antiguos espirituales en general— «salvación» es sinónimo de «santificación». No hacían la distinción que hoy hacemos; para nosotros alguien puede sal14

varse sin ser un santo; para los antiguos místicos el proyecto de su salvación era el de su perfección cristiana. Por eso solían afirmar continuamente que «el cuidado de la propia salvación es la empresa humana más difícil». En esta empresa de santificación y crecimiento humano-cristiano, los místicos, que a primera vista podrían parecer pesimistas ante la naturaleza humana, por las exigencias y dominio de sí mismos que se imponen, tienen un gran optimismo antropológico. Las metas que se imponen, y sus renuncias que nos parecen excesivas, revelan una gran confianza en las posibilidades humanas de autosuperación y de extirpación del mal. La fuerza de la gracia y no la del pecado constituye su centro de interés. Practican intuitivamente la vieja formulación, a la vez antropológica y teológica, de que «el alma es naturalmente cristiana», y que las exigencias evangélicas, aun las más radicales, son humanizantes y liberadoras. Intuían que el ser humano colocado en un medio adecuado de espiritualidad, encuentra que la práctica cristiana, e incluso la renuncia, le es no sólo llevadera sino connatural. Y en este sentido, como «ambientación», valoraron el género de vida y el lugar del desierto. Al revés de muchos de nosotros, son optimistas con las posibilidades del hombre (siempre sostenido por la gracia) y presentan un camino cristiano difícil y exigente, y no fácil y acomodaticio. A nosotros nos parece que el cristianismo va contra15

corriente; no nos falta razón, dadas las filosofías de la vida dominantes, pero no nos atrevemos a exigirnos o a exigir, lo cual nos va llevando a un pesimismo antropológico, que puede conducir al pesimismo en la evangelización: no estamos totalmente convencidos de que la presentación de todos y cada uno de los valores evangélicos coincide con las aspiraciones y dinamismos más profundos del ser humano.

Precursores de la sabiduría del espíritu ¿Los Padres del desierto tienen un interés especial para el cristianismo, o son una corriente más de espiritualidad, apreciable por su originalidad y radicalismo? Su interés especial en la mística cristiana se apoya en el hecho de ser precursores en la expresión y elaboración de los grandes temas de la espiritualidad. Si excluimos el Nuevo Testamento, que es siempre la fuente y referencia obligada del espíritu cristiano, la primera sistematización o escuela espiritual fue la que brotó de la experiencia de los Padres del desierto. Más aún, de hecho y sin tal vez pretenderlo, esta experiencia constituye también la primera experiencia colectiva de vida religiosa. Es verdad que la vida religiosa, como se conoció algunos siglos más tarde, hasta nuestros días, norma16

da e institucionalizada (votos, estructura comunitaria, regla, etc.) y reconocida como tal por la Iglesia, no la encontramos aún en los eremitas del desierto. Pero encontramos en ellos las bases de la espiritualidad de toda vida consagrada: la dedicación al absoluto de Dios, a la práctica de los consejos evangélicos (celibato, pobreza radical y obediencia al maestro de espíritu), a la caridad fraterna, a la contemplación y reparación de los pecados, y todo esto vivido en una experiencia colectiva de mutua ayuda. El monaquismo cristiano tomó más adelante otras formas, que corrigieron y completaron este monaquismo primitivo, pero no sin antes haberse alimentado de su espíritu y haber adoptado las líneas maestras de su espiritualidad. Es bien sabido que la espiritualidad, como teoría y práctica elaboradas, nació en la Iglesia de Oriente, la primera región cristianizada y la más cercana a la tradición apostólica. Y que más adelante, al decaer primero, y luego al islamizarse el Oriente, esta espiritualidad oriental fue la que fundamentó e influyó en la formación de la espiritualidad occidental, quedando muchos de sus valores y formulaciones incorporadas a ella (v. gr., la síntesis de san Juan de la Cruz). Pues bien, el primer crisol de la mística oriental, su cuna y su origen, son los Padres del desierto. Cuando leo los apotegmas y enseñanzas de los que entre ellos escribieron, me encuentro con concep17

tos, con análisis, con síntesis, con elección y tratamiento de temas, que he vuelto a encontrar, reiteradamente, en toda la literatura espiritual cristiana, a veces mejorados, muchas veces intactos, en otro contexto, con otro lenguaje: en muchas áreas de la espiritualidad, poco se ha agregado de substancial a los Padres del desierto. Por ejemplo, en materia de ascesis, de análisis de vicios y virtudes, de tentaciones y crisis, o de la oración contemplativa y sus condiciones; en materia de caridad fraterna, sin olvidar sus penetrantes —y a veces insuperables— análisis psicológicos cuando lo creían necesario. Ciertamente que hay en ellos, particularmente en los llamados «Padres doctos», influencias de la filosofía griega, que por entonces dominaba en Oriente, pero esta influencia no hay que sobrevalorarla en el conjunto de su experiencia vivida. Esta permanece siempre profundamente evangélica: la mayoría sólo leía la Biblia, no conocía los escritos de los filósofos, y más aún, desconfiaba de ellos. La influencia de los Padres en la tradición cristiana oriental y occidental no es sólo espiritual. También es sapiencial (que a veces es lo mismo), en términos de una filosofía de la vida y de un humanismo. Los apotegmas y relatos, tanto históricos como simbólicos, son joyas de sabiduría humana, y aunque ningún hombre de hoy participe de la síntesis humanista de los Padres, a todas luces anacrónica, esta sabiduría tiene mucho que decir en la 18

grave crisis de humanismo y sabiduría que actualmente experimentamos. El calibre de esta sabiduría se puede apreciar por el hecho que afecta e implica a toda la condición humana. Creyentes o no creyentes, pobres, ricos, débiles y poderosos, blancos, chinos o hindúes, todos somos aludidos por esa sabiduría del desierto, cuyo secreto estaba en haber descubierto el centro de la vocación humana y el corazón de su grandeza y miseria.

Un profetismo a nuestro alcance

La mística del desierto, al igual que otras grandes corrientes de espiritualidad, tiene mucho de respuesta, y aun de reacción, a una crisis eclesial y social en su tiempo. Toda escuela mística tiene algo de reformadora; recordemos a Bernardo y Francisco de Asís, y más tarde a Ignacio de Loyola y los místicos carmelitas. Los Padres del desierto también son un movimiento de reforma cristiana y eclesial, pero sin fundadores o líderes espirituales que se destaquen como los anteriores, sin crear una institución religiosa, y sin clarividencia de lo que estaban haciendo. El éxodo al desierto de un importante número de creyentes fue antes que nada un movimiento afirmativo, un movimiento del Espíritu, y sería un error 19

juzgarlo meramente como una reacción a un estado de decadencia social y eclesial, o una corriente de preservación ante inminentes desastres políticos y económicos. Pero el factor de respuesta a una crisis en la cristiandad tampoco hay que perderlo de vista: la vivencia de la fe se relajaba con el aumento, ya masivo, de conversiones, con la disminución de la persecución y los martirios, y con el prestigio temporal del cristianismo. La memoria de Cristo crucificado y su seguimiento radical estaban en peligro. Así, el éxodo al desierto quiere ser para muchos el camino de vivir para este Cristo, y recorrer con él una oblación diaria que contiene la caridad heroica del «martirio». Por contraste, esa forma de vida evangélica acentuará los valores gestados en las multitudes cristianas de las ciudades orientales: la conversión de cada día, la pobreza voluntaria, la humildad, la oración y sobre todo la caridad fraterna. También por paradoja, el inicio de un cristianismo «conformista» coincide con el inicio de la vida consagrada en la Iglesia. Con el correr del tiempo, la mística del desierto conoció también su propia decadencia. Se acentuaron sus insuficiencias y se revelaron sus ambigüedades latentes, como sucede con todos los movimientos de la historia. La soledad corría el peligro de hacerse aislamiento; la ascesis, excentricismo; la pobreza, vagancia; la contemplación, individualismo. Debió dejar lugar a reformas de la vida reli20

giosa, y a nuevas síntesis de la espiritualidad que equilibraron sus excesos, pero al mismo tiempo consolidaron sus riquezas. Las comunidades cristianas de la Iglesia contemporánea, a lo menos en América Latina, están en etapa de decantamiento y de síntesis, tras el notable movimiento renovador que arrancó en el Vaticano II y creció con Medellín, Puebla, y más aún con la experiencia pastoral y profética de los últimos veinte años. En esta síntesis se procura integrar una espiritualidad coherente con este proceso de crecimiento. Se debe integrar igualmente la mejor tradición eclesial, y en este caso la gran tradición mística del cristianismo. En ella, el testimonio reinterpretado y purificado de los Padres del desierto tiene una palabra que decir a nuestro tiempo, como cuestionamiento a su cultura y pseudo-valores, y como estímulo a la afirmación de la identidad cristiana en situaciones nuevas. La tradición espiritual de los Padres del desierto la conocemos hoy a través de dos fuentes: los Padres «doctos» y los Padres «iletrados». Los «iletrados» eran la inmensa mayoría. No es que todos no supieran leer, pero no escribían ni sistematizaban su experiencia espiritual. En cuanto a lecturas, se limitaban sólo a la Biblia, que muchos conocía prodigiosamente; hay en ellos una gran desconfianza hacia la cultura filosófica e intelectual, y hacia los estudios (en muchos como una manera de entender la humildad), en beneficio de la simpli21

cidad de vida, de la práctica espiritual y de la sabiduría. Esta es transmitida a los discípulos mediante el ejemplo de la vida corroborado por enseñanzas muy breves, lapidarias, símbolos y parábolas que se comunicaban oralmente: los apotegmas. Encontramos ya una de las primeras tensiones de la historia entre la teología sistemática y el testimonio de vida en la espiritualidad cristiana; la doctrina y la práctica. La tensión dura hasta nuestros días en un contexto diferente, entre la Bcentuación de la «ortodoxia» y la «ortopraxis», la doctrina correcta y el testimonio correcto. Aunque el término «ortodoxia» esté mal elegido, pues significa «alabanza verdadera» y no «discurso verdadero», su uso, sin embargo, nos muestra que la fuente primera de la verdad cristiana, lo que cree la Iglesia, se da en el culto y la liturgia, y que en la vida cristiana lo que se cree es en primer lugar lo que la Iglesia reza. Esta tensión entre dos dimensiones que deben siempre ir juntas, se produce cuando una de ellas se privilegia indebidamente, creando una reacción. Así, los Padres «iletrados» reaccionaban contra una racionalización del cristianismo al modo de la filosofía griega, como más adelante la «devoción moderna» (Kempis, etc.) de finales de la Edad Media estará en reacción contra la invasión de la filosofía escolástica en la espiritualidad, y en nuestros tiempos los «ortoprácticos» están en reacción contra una cristianismo sin compromiso suficiente, y los

«ortodoxos» contra una práctica cristiana insuficientemente atenta a la verdad católica. Los Padres «doctos» mantuvieron el equilibrio de la síntesis. Eran hombres del desierto y de su tradición mística, pero también «teólogos», es decir, personas que sistematizaron y nos dejaron escrita esta tradición. A través de ellos, por una parte, es como conocemos los ejemplos y enseñanzas de los iletrados, y que conservamos los apotegmas. Por otra parte, al sistematizar esa rica experiencia, crearon para el Oriente cristiano y para el resto de la Iglesia el primer cuerpo de teología mística, si excluimos el Nuevo Testamento, que conoció la historia. Ese es el valor principal de espirituales como Macario, Evagrio, Orígenes, Gregorio de Nisa. Y en la misma esencia, aunque reformada en vista de un monaquismo más comunitario y estructurado, habría que colocar a Basilio y a Casiano^uien introdujo esta tradición en Occidente.

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El nomadismo espiritual

En nuestras decisiones, sobre todo si son radicales y permanentes, hay que estar siempre atento a las motivaciones. Estas son siempre complejas y múltiples; se entremezclan las inspiradas en el egoísmo con las inspiradas en el altruismo. La ética nos exige que el acto, la opción, la decisión, sea verdadera y buena. La espiritualidad exige algo más: que las motivaciones conscientes y predominantes sean cristianas, no al servicio propio, sino de Dios y de los demás. Los espirituales del desierto eran muy conscientes de esta condición. El éxodo que emprendían a la soledad era radical y heroico; las razones inmediatas que los llevaban a él eran variadas e influidas por elementos sociológicos y psicológicos, como suele suceder en las decisiones cristianas: desilusión, huida de un ambiente decadente, insatisfac25

ción por las formas de vida prevalentes, crisis personales. .. Sin embargo, a través de todas estas mediaciones experimentables, todos tenían la convicción de responder a una llamada de Dios para seguir a Jesús al servicio de El y del prójimo, y no de sí mismos. Esta llamada los llevaba al desierto en actitud de búsqueda de Dios, pues sabían que aún no lo habían encontrado, y que toda opción de vida es volver a ponerse en marcha para buscar una mayor plenitud humana, que es buscar a Dios. El desierto es su lugar de búsqueda de Dios como plenitud del hombre. Esta búsqueda no es a ciegas, al azar, sin norte ni orientación. La búsqueda espiritual ya está marcada por un camino, y se reaíiza recorriendo ese camino, que es el camino de Jesús. Los monjes del desierto saben a qué van, y qué tienen que hacer, esencialmente, para recorrer el camino de la búsqueda de Jesús. El desierto es también una ruta y un itinerario que hay que saber recorrer y aprender a recorrer. En esto, la enseñanza y ejemplo de los que han caminado más, es insustituible- Al ir al desierto, estos cristianos ingresaban en una «escuela» y lo hacían con actitud de discípulos. Desde entonces, la espiritualidad cristiana tiene también la característica de una escuela —escuela de perfección en el lenguaje de los clásicos— y un aprendizaje continuo.

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El exilio voluntario Los Padres y Madres del desierto nos enseñaron lo que tiene la espiritualidad cristiana de éxodo y peregrinación; de búsqueda constante —el «nomadismo» espiritual— que no permite la instalación. Y como la espiritualidad es la plenitud del humanismo, y el itinerario espiritual no es otra cosa que el reflejo del itinerario de la vida, nos enseñan también lo que implica el camino de cada hombre en la tierra: un éxodo, una peregrinación, una búsqueda. Implícita u ostensiblemente, el ser humano es un inquieto y un insatisfecho. Busca un nivel de vida mejor, un lugar mejor para vivir, satisfacer aspiraciones nunca alcanzadas y, aun en sus vicios, peregrina en busca de una felicidad que lo elude constantemente. La visión de fe coloca esto en su perspectiva total: la vida humana tiene una dimensión de éxodo y destierro, de búsqueda y peregrinar incansables, «una noche en una mala posada» como diría Santa Teresa, pues, en palabras de san Pablo, «no tenemos morada permanente aquí», y lo que se busca en definitiva es a Dios como la plenitud del hombre. La espiritualidad es vivir esta condición humana en su verdadera perspectiva, que fue radicalizada por los místicos al exiliarse en el desierto. Si la condición humana es búsqueda y exilio provisorios, la espiritualidad del desierto los acentúa, y los integra como experiencia propia de la vida cristiana: la 27

mística de lo provisorio y, por consiguiente, la desinstalación de todo logro que quiera hacerse absoluto, incluyendo la ascética del desierto y el desierto mismo. Para los Padres, la desinstalación exterior fue siempre relativa a la desinstalación interior («cambia de alma y no de lugar»), pues el éxodo y nomadismo espiritual es del corazón y no del cuerpo. Hay que desinstalarse de actitudes y criterios, de modos de ser y actuar que consideramos habitualmente como perfectamente válidos —y que en verdad siempre tienen algo de mentira y de ambigüedad, siempre revelan algo de egoísmo a desinstalar, conformismo a exiliar— y el deseo de hacer una vida sin riesgo ni búsqueda, y sin una superación que exige éxodos siempre nuevos. Este éxodo espiritual toma características radicales y carismáticas en el exilio voluntario a causa de Cristo y su Evangelio, por amor a Dios y a los hermanos. A este exilio, que es ante todo interior, pertenece el éxodo de Abraham «a tierra extraña»; el de Moisés a la tierra prometida que jamás vio; el nomadismo de los profetas; la itinerancia de Jesús; la huida al desierto de los Padres; el éxodo misionero de los apóstoles y de todos los misioneros de la historia. Típicamente, el desierto y la misión tienen la misma raíz espiritual: la desinstalación como actitud permanente, y el nomadismo interior que conduce al cambio de lugar como servicio del Reino. 28

Para los místicos del desierto, la huida a tierra extraña y el exilio voluntario, es el paso por una «noche» que apunta a una búsqueda de plenitud y liberación total; según la expresión que usaron tantas veces, la «búsqueda del paraíso perdido». Al revés de los criterios mundanos, el «paraíso» a encontrar no es la ausencia de sufrimiento y la satisfacción de necesidades materiales, sino la integridad y plenitud humana perdidas. Como todos nosotros, experimentaron la desintegración e incoherencia de la condición humana, las cegueras del corazón, las servidumbres morales y las traiciones de la voluntad «que hace el mal que no quiere y no hace el bien que quiere». El seguimiento de Cristo se presentó en sus vidas como el camino de la integración, de la coherencia y de la plenitud perdidas, y la huida al desierto como su forma particular de huir de los falsos paraísos para reconstruir una libertad dañada. Para ellos la vía del desierto es la vía interior, nocturna y despojada, que conduce a «la nueva creatura» según la imagen de Jesús: reintegrada en el amor, libre para el bien, con la felicidad anticipada que da el señorío sobre el mundo y la sabiduría evangélica sobre los acontecimientos. El aparente antiparaíso que es la desolación del desierto los llevó a encontrar las primicias del «paraíso perdido» dentro de sí mismos.

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Hacia un Dios siempre mayor y diferente El nomadismo espiritual, con su mística de la desinstalación y de lo provisorio, y su actitud de éxodo de toda «morada permanente» que pudiera substituir a Dios y a su búsqueda, llevó a los Padres del desierto a relativizar, a veces extremadamente, las mediaciones sensibles que pueden ayudar a ir a Dios. La desnudez del desierto es el símbolo mismo de esta actitud espiritual: Dios no está contenido en ninguna de sus mediaciones (imágenes, lugares, ritos, naturaleza, acontecimientos...), que hay que dejar atrás continuamente para encontrar su misterio en el vacío obscuro de la fe amorosa. Los Padres introdujeron así una cuestión permanente de la espiritualidad cristiana: el uso de las mediaciones visibles para unirse al Invisible. Por un lado tenemos la espiritualidad del desierto, que acentúa lo relativo de los medios y aun el daño que pueden acarrear para la unión con el Dios absoluto y diferente. Es la orientación mística llamada «apofáctica» (o «gnosis» por san Gregorio de Nisa). En esta línea se llegó ciertamente a excesos, como cuando el místico del desierto Evagrio afirmaba que con el progreso espiritual había que dejar atrás incluso las enseñanzas de la Iglesia y la misma humanidad de Cristo. La cuestión de la devoción a la humanidad de Jesús como mediación insustituible en todas las etapas del camino místico, se ha planteado, en la práctica, varias veces a través de la his-

toria. Recordemos que Teresa de Avila recibió también el aberrante consejo de «superarla» en su oración. Algo de eso habría también en algunas formas de oración modernas. Por otro lado tenemos la espiritualidad de la devoción popular, con su modo sensible de acceso a Dios a través de símbolos, fiestas, imágenes y celebración. Evidentemente hay que establecer una síntesis de las tendencias, aunque jerarquizada y teniendo en cuenta las etapas de progreso del itinerario espiritual. La mejor tradición mística cristiana, como por ejemplo, la síntesis de san Juan de la Cruz, nos enseña que las mediaciones son al mismo tiempo necesarias y relativas. Relativas como medios para comprender o alcanzar el misterio de Dios. Instalarse en cualquier mediación, transformándola en «la» experiencia de Dios, es detenerse en la búsqueda de Dios: el Dios cristiano es irreductible a cualquier experiencia humana; es un Dios siempre mayor. Mayor que nuestro corazón. Está más allá de los métodos y experiencias psicológicas; más allá de las fórmulas teológicas, de cualquier utopía histórica y social, de cualquier acontecimiento liberador, o de toda belleza y bondad que vemos en los hombres o en la naturaleza. En este sentido el éxodo y el despojo del desierto son esenciales en la espiritualidad. Pero al mismo tiempo, dada la condición humana, por la cual nuestro acceso a lo invisible se hace 31

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penosa y paulatinamente a través de lo visible; dado que Dios mismo es la fuente de lo creado, y que asumió lo creado en la encarnación, las mediaciones se revelan necesarias, y la Iglesia las ofrece en abundancia en su vida simbólica, devocional y litúrgica, sabiendo siempre que son relativas al Dios siempre mayor. En este sentido la fiesta, como el desierto, son esenciales a la espiritualidad. La cultura moderna tiende a privilegiar las mediaciones históricas de acceso a Dios: las liberaciones humanas, la sociedad más justa y las utopías de convivencia humana. Las culturas tradicionales han mantenido, por su parte, muy vivas las mediaciones de la naturaleza, lo cual es muy apreciable en el catolicismo popular. Las primeras acentúan el carácter histórico del cristianismo y de la presencia de Dios; las segundas, el carácter cosmológico de esta presencia. Y en verdad el cristianismo es a la vez religión histórica y cosmológica. Así, la liturgia, que es la gran mediación de la espiritualidad de la Iglesia, celebra acontecimientos históricos con símbolos de la naturaleza: la liberación de Cristo revestida de agua, luz, pan y vino... Los grandes contemplativos accedieron al misterio de Dios a través de la historia de su tiempo y también a través de la naturaleza, como es notorio en la síntesis de san Francisco. Esto conduce a la mística cristiana a una fraternidad no sólo con el prójimo, mediación privilegiada de Dios en la historia, sino también con el mundo natural: El «herma32

no» sol, la «hermana» luna, las «hermanas» aves, etc.

El valor de las mediaciones Comunión con las mediaciones, éxodo y pobreza ante las mediaciones. Ese es el difícil equilibrio de la espiritualidad cristiana. Dios como desierto, como «nube» y «tiniebla» (en el lenguaje de la mística oriental, que paradójicamente se denomina también «mística de la luz»); Dios de alguna manera ya presente en todos los signos de vida del mundo. La mística carmelitana de Teresa y Juan de la Cruz, tiene el mérito de haber formulado esta síntesis con criterios de discernimiento, a través del tema de la purificación, tema igualmente muy cercano a la espiritualidad del desierto. Ellos nos recuerdan que hay que usar todas las mediaciones que nos ayuden a ir hacia Dios. Pero como éstas son relativas e insuficientes como experiencia de Dios, también son capaces de estorbar e ilusionar en el camino a Dios. Por eso hay que ser libres ante las mediaciones; discernir el momento en que hay que dejarlas y superarlas, y eventualmente volverlas a usar, con actitud provisoria. Pero sobre todo —y aquí es importante san Juan de la Cruz— la ambigüedad de las mediaciones no está en ellas mismas sino en el espíritu con que se emplean: Dios es mayor que ellas, y como a Dios sólo 33

se le aprehende con la fe amorosa, sólo este espíritu de fe es lo que da valor al recurso a cualquier mediación, real o imaginaria; natural, histórica o litúrgica. Se trata entonces, en último término, de purificar la fe y el amor en el uso de los medios, y que éstos a su vez purifiquen esa fe amorosa, que es el lugar decisivo de la experiencia de Dios y del hermano. Pero por nosotros mismos no podemos hacer esta purificación, lo que constituye la ambigüedad de las mediaciones: pueden ayudar o no ayudar. De ahí que el Espíritu Santo mismo emprende en nosotros esa purificación, que en la práctica es la aridez ante las mediaciones, la «noche» de lo que no sea en nosotros la fe amorosa, la percepción de la «nada» (lo relativo) ante el misterio del Dios absoluto. De esta manera, la purificación del corazón coincide con la purificación de la imagen de Dios, y la libertad ante los medios va adentrando en el Dios mayor, transcendente e inmanipulable de toda mediación humana. La purificación es Dios que se libera para nosotros. «Los puros de corazón verán a Dios.» Intuitivamente, los Padres se exiliaron en el desierto para acoger esta purificación en un marco de vida que revelara con más fuerza la ambigüedad de su existencia cristiana. El desierto mismo es una mediación, y los que lo comprendieron así superaron el lugar material para centrarse en el itinerario de 34

la purificación interior. Los que no lo entendieron así, constituyen los casos excéntricos y decadentes de esa espiritualidad, cuyo anecdotario también es bien conocido.

El camino de la purificación El itinerario de la purificación del espíritu tiene para los Padres tres exigencias: la renuncia, la conversión y la práctica de la misericordia. Por la renuncia acogen la palabra de Jesús que invita a seguirlo renunciando «a todo lo que se tiene» (Le 14,33). Esto es, dejar las personas, las cosas, los trabajos, los estilos de vida y los proyectos que son incompatibles con la voluntad de Dios en sus vidas, y más aún, con su deseo de buscar a Dios con todas sus fuerzas. Este «cambio de costumbres» llevó a los Padres a renuncias radicales y permanentes no sólo a lo nocivo, sino también a lo innecesario, llegando a una pobreza material casi absoluta; entendían así que el vacío de lo que se despojaban era llenado por la experiencia de Dios y por la libertad para amar. Con su sabiduría advirtieron que la renuncia al mal y a lo que estorba el seguimiento de Jesús no es suficiente en el camino cristiano. Percibieron que dada la tendencia de la condición humana a la instalación permanente y a hacer no sólo de lo malo, sino también de lo indiferente o aun de lo bueno 35

un ídolo, practicaron la austeridad y el desprendimiento como estilo de vida. La misma sabiduría les hizo comprender que toda renupcia, por generosa y permanente que sea, es vana sin la renuncia a uno mismo, al propio orgullo y al propio egoísmo, es decir, sin la abnegación. La abnegación no es la pobreza y la austeridad, pero sin ella éstas no tienen sentido, y pueden mecanizarse y hacerse actos semi-mágicos, válidos en sí mismos para la santificación del corazón. La abnegación es el alma de la renuncia. Para los Padres —y con el mismo efecto para toda la tradición mística— la abnegación nace del olvido de sí mismo, y no del desprecio de sí mismo. «Negarse a sí mismo» es olvidarse, no despreciarse. La abnegación se construye sobre el recto amor a sí, y sobre la paz y la reconciliación consigo mismo. Ninguna forma de menosprecio corresponde al cristianismo. Más aún, el desprecio y conflicto consigo mismo es una forma de orgullo y de preocupación por la propia persona ajenos a la abnegación evangélica. Hoy tenemos demasiada gente que no se acepta a sí misma, en lo profundo, y que carece por lo mismo de abnegación. Ambas cosas van juntas. Y el primer paso de una purificación liberadora es reconciliarse consigo mismo y perdonarse, como Dios nos ama y perdona así como somos.

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Conjunción del corazón La conversión por amor. Para los Padres es una actitud permanente, un estado de espíritu, que inspira y acompaña el cambio de costumbres y la renuncia. Esta actitud permanente del espíritu la denominaban «compunción del corazón». Por ella deploraban sus pecados pasados y sus infidelidades presentes, y al mismo tiempo mantenían vivo en su conciencia que eran objeto, cada día, de la misericordia de Dios. La compunción por los pecados, asumida en la bondad y el perdón de Dios, es un ingrediente siempre presente en la oración y en el anhelo de conversión de los espirituales del desierto. Esta actitud, que la tradición espiritual también llamó, «llorar los pecados», pues en algunos casos llega hasta las lágrimas, no tiene que ver con lo que la psicología actual llama el complejo de culpa. Más aún, la compunción del corazón y el complejo de culpa son incompatibles. Este último es la caricatura de la compunción y de la conversión, al ignorar la misericordia de Dios con nosotros, y la misericordia que debemos tener con nosotros mismos. Ambas misericordias son inseparables, pues la conciencia de que a pesar de todo estamos reconciliados con Dios pasa por la reconciliación con nosotros mismos. El complejo de culpa encierra al corazón en sí mismo; da más importancia a la desazón y auto-imagen negativa que deja en uno mismo la 37

culpa, que a la culpa misma; se concentra en la miseria y no en la misericordia, que es lo único que alimenta el anhelo de la conversión. Es notoria la convicción de los Padres de que esta compunción del corazón y conversión permanente son un don de Dios, que hay que pedir y que ellos pedían cada día, para librarse tanto de la insensibilidad y ceguera de la conciencia y del conformismo, como de la desesperanza y de lo que hoy llamamos el complejo de culpa.

La teoría y la práctica de los Padres La práctica de la misericordia, es decir, el servicio al prójimo en necesidad, constituye desde el Nuevo Testamento un ministerio esencial en la Iglesia y una dimensión de la espiritualidad; por eso la encontramos en todas las corrientes místicas de la historia, aunque con modalidades diferentes. Para los Padres del desierto era fundamental. No es exacta la idea que algunos tienen de ellos, como seres totalmente aislados, inaccesibles, sin contacto con los demás y preocupados sólo de Dios y de su santificación personal. Y para el mismo efecto, nunca hubo formas monacales o contemplativas auténticamente cristianas, que prescindieran de la práctica de la misericordia. La encontramos en los grandes monasterios medievales y modernos, y en las formas más radicales de comunidades contempla38

tivas, desde los starets de Rusia hasta los trapenses de Occidente. En su contexto y a su manera, los Padres del desierto introdujeron esta tradición. Recibían continuamente a los necesitados que los requerían, y si era necesario les visitaban. Atendían a enfermos y compartían lo poco que tenían con pobres y mendigos. Dada la naturaleza de sus vidas, sobre todo acudían a ellos los pecadores, los desorientados e inquietos, a buscar consuelo y guía espiritual. Los apotegmas y dichos de los Padres suponen este ministerio, a veces abrumador. Ahí se inicia lo que más tarde se llamó «dirección espiritual». La insistencia en el apartamiento y en la soledad que vemos en sus testimonios orales o escritos, responde precisamente a la necesidad de mantener el equilibrio y la identidad original de su exilio voluntario, ante los requerimientos de sus hermanos. Ahora bien, para ellos la misericordia con los necesitados es, además, profundamente purificadora del corazón. Verifica la conversión, es una forma eminente de renuncia y alimenta la compunción del corazón. Los Padres comprueban, en el albor del cristianismo, lo que la Iglesia comprobó continuamente en el transcurso de la historia: que los pobres nos evangelizan, y que son un lugar importante de la experiencia espiritual, a través de la práctica del amor eficaz. Los Padres doctos llamaron a la práctica de la misericordia simplemente la «praxis». Praxis aparece 39

en el lenguaje cristiano en ese contexto. En la síntesis cristiana oriental, el camino místico se apoya en dos polos: la «ciencia práctica» —la praxis— que es el amor al prójimo por la misericordia; y la «ciencia teórica» —la teoría— que consiste en la oración contemplativa. Teoría y praxis van juntas, como son inseparables la oración y la práctica de la misericordia. El término «praxis» en este su sentido más genuino, se eclipsó con el tiempo. Reaparece esporádicamente en algún teólogo de la alta Edad Media, en el sentido de práctica cristiana. Contemporáneamente ha vuelto a emerger, en la filosofía moderna, con un sentido secularizado, como en el marxismo. La praxis es aquí la acción transformadora de la sociedad, de la historia. A través del pensamiento moderno, el término ha sido recientemente incorporado al lenguaje teológico, a lo menos en algunos autores y corrientes, particularmente en Iberoamérica. En estos casos, la praxis es la acción, de inspiración cristiana, en favor de la justicia y la liberación de los pobres. Cerrando el ciclo, podemos apreciar que la praxis cristiana hoy es nuevamente la práctica de la misericordia con el necesitado (a lo menos esa es la mística que debe animarla), aunque en un contexto cultural y social muy diferente: quiere ir a las causas de la pobreza, es una práctica más colectiva en un mundo donde los necesitados también se organizan y luchan. Es interesante constatar que la pri40

mera formulación de la praxis y de su importancia prevalente en la vida cristiana correspondió a los Padres del desierto, y que para ellos esta praxis era un factor de crecimiento espiritual inseparable de la oración y la contemplación.

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La crisis del desierto

El desierto es el lugar de la soledad y despojo radicales en donde los Padres experimentaron, de modo igualmente radical, el amor a Dios y la misericordia con el hermano. Antes y después de ellos, muchos otros creyentes hicieron lo mismo. A través de la historia, el desierto quedó como una dimensión, un factor de la espiritualidad bíblica y cristiana. Desierto es tres cosas. Primeramente es parte de la condición y del espíritu humano. Es la experiencia del vacío, de la soledad, de la frustración, de la rutina y aridez que periódicamente nos invade. Casados o solteros, rodeados de afecto o sin él, llenos de ocupaciones o sin ellas, sea o no nuestro trabajo interesante o realizador, la sensación ocasional de desierto es inescapable a la condición humana. 43

En segundo lugar, desierto es una actitud espiritual, dimensión esencial de la experiencia cristiana, por la cual transformamos esas arideces y ambigüedades de la condición humana en crecimiento de amor y purificación. Y tercero, desierto es el lugar y el ambiente externo que ayuda a mantener y nutrir esa actitud espiritual. Pues esta actitud —y no el lugar— es lo esencial en la espiritualidad del desierto. Por ella vamos más allá del desierto afectivo y psicológico, para descender al fondo de nuestro ser y encontrar ahí el rostro de Dios y del hermano. No todos están llamados a la espiritualidad del desierto como medio y valor preponderante de la experiencia cristiana, al modo de los Padres, pero todo creyente debe mantener y cultivar esa actitud espiritual como factor vivo de su vida cristiana. Así como también debemos cultivar y mantener viva la dimensión de celebración y fiesta de la mística cristiana. Ella es también una actitud psicológica de alegría y comunión, cuyo lugar es sobre todo el culto y la liturgia. La celebración y el desierto son polos aparentemente opuestos que el espíritu cristiano debe sintetizar. El desierto nos recuerda lo que tiene la vida humana y cristiana de lucha y de arduo; la fiesta de Dios lo tiene de don gratuito y de plenitud. El camino de la espiritualidad transita entre el despojo de la ascética y la plenitud del sacramento; entre la soledad del desierto y la fra44

ternidad humana y eclesial. Sorprendentemente, ambos polos están en continuidad y se sostienen mutuamente, y tienen mucho más en común de lo que a primera vista aparece: ambas actitudes son improductivas a los ojos del «mundo»: «no sirven para nada»; psicológicamente nos dan la sensación de pérdida de tiempo. Por lo mismo, desierto y fiesta nos colocan en la cúspide del amor, que es siempre don y comunión contemplativa y gratuita, y que es también liberación y consumación de humanismo. Nuestros Padres constituyen la escuela de espiritualidad que más ha radicalizado el desierto. Pero como «escuela» no son originales ni mucho menos. La tradición del desierto se remonta al inicio de la espiritualidad bíblica y se prolonga hasta nuestros días. Desde Abraham, nuestro padre en la fe, que es enviado por Dios a tierra extraña en el desierto para consolidar su vocación, pasando por todos los grandes profetas desde Moisés y Elias hasta Juan el Bautista, todos ellos purificados por Dios en el desierto y consumidos ahí por su amor en vista de la misión, hasta Jesús mismo conducido por el Espíritu al desierto de la tentación, y periódicamente retirado a lugares desolados para hacer oración, la espiritualidad bíblica no es comprensible sin la dimensión del desierto. Ello explica el itinerario de los Padres, que al emigrar al yermo entendían no sólo seguir a Jesús que habitó en el desierto, sino igualmente imitar a los 45

grandes servidores de Dios en la historia bíblica. Y explica también el hecho de que desde entonces hasta nuestros días, la práctica del desierto, en diversas formas, sea un factor siempre presente en toda búsqueda seria de Dios, y en diverso grado, una dimensión necesaria en todas las grandes escuelas de espiritualidad. En todos los casos, no se trata de un ejercicio geográfico y psicológico, sino de un modo de seguir e imitar a Jesús, que al hacer de la práctica del desierto un elemento de la espiritualidad de su humanidad, nos reveló así que el desierto sería un elemento en la espiritualidad de todos sus discípulos.

La gracia de la desolación Para nuestro tiempo y nuestras búsquedas, nos interesa aquí el desierto no tanto como marco externo de vida, sino como actitud y gracia espiritual, que está simbolizada por ese marco de vida y que ciertamente puede ser estimulada por él. El marco externo nos va a dar las claves de la actitud mística: soledad, silencio, ausencia de personas, ocupaciones, distracciones; ausencia de vegetación y paisaje y recreo para la vista; austeridad de vida y pobreza de medios, incluso de libros de contenido espiritual... En suma, un gran despojo, donde estamos sólo nosotros y Dios, pero cuya presencia no es sensible, sino sólo verif¡cable por nuestra fe, con46

fianza y amor, que son un despojo más de nuestros sentidos. ¿Qué significa esto como experiencia espiritual? Primero, una experiencia de lo absoluto de Dios y de lo relativo de todo lo demás, incluidas las personas y nosotros mismos. En el desierto estamos presentes sólo ante Dios, y esta presencia debería bastar para llenarnos y dar sentido a nuestra vida. No «necesitamos» lo demás; nos hemos desprendido de todas las otras realidades, pero no podemos ignorar a Dios ni desprendernos de El, que en el despojo radical se nos revela como la única realidad absoluta y lo que da sentido a todas las demás realidades. En el desierto, el amar y buscar a Dios es la única alternativa posible. En el desierto, donde estamos desposeídos de toda mediación que nos lleve a Dios, y en donde por lo mismo sentimos toda nuestra dificultad para encontrarlo con pura fe y amor, experimentamos un hecho fundamental de la mística cristiana: que Dios nos amó primero, que Dios nos busca, en primer lugar, y que la espiritualidad es dejarse encontrar por Dios y estar a la espera de la gracia de Dios que nos llama. Así, el desierto subraya lo que tiene la vida humana y la mística cristiana de «espera», de expectativa de la visita de Dios en el sentimiento de nuestra impotencia y aridez para encontrarlo. En segundo lugar, el desierto es el lugar de la autenticidad y la verdad. En este caso sobre nosotros mismos, sobre lo que habitualmente nos rodea, 47

sobre nuestros trabajos, sobre la sociedad, solos delante de Dios, en el despojo del desierto, no podemos engañarnos más, ni seguir ilusionándonos y enmascarando nuestra vida. Prestigio, realizaciones, relaciones personales, todo esto que nos ilusiona y que está siempre manchado de inautenticidad, ya no está ahí para sustituir nuestras pretensiones y mentiras, y para desviarnos de la verdad sobre nosotros mismos y las realidades que nos rodean. La ambigüedad de nuestras motivaciones y de nuestras «generosidades» sale a flote, y nos vemos tal cual somos, o mejor, tal como Dios nos ve. Por eso el desierto es el lugar de la conversión y de la purificación del corazón. Pues si en verdad buscamos a Dios, la toma de conciencia de las mentiras que hay en nosotros y en lo que nos rodea habitualmente, nos lleva a optar por la luz que nos revela el desierto, y a despegarnos, poco a poco, de las tinieblas de nuestros motivos, nuestros trabajos, nuestra actitud con los demás; nos lleva a acallar las voces engañosas que surgen de los ídolos de la sociedad, las ideologías, la riqueza y el bienestar, el prestigio y el poder, las compensaciones sutiles del placer. El desierto es el camino de la liberación interior, donde «Dios habla al corazón» y el espíritu del mundo que nos fascina puede enmudecer. En tercer lugar, el desierto nos abre a la verdadera solidaridad y misericordia con el hermano; nos enseña a amar verdaderamente. El aprendizaje del 48

amor fraterno requiere la actitud del desierto; la fraternidad y el servicio de la comunidad requieren que en nuestro espíritu haya espacio para la soledad y el silencio cristianos. Esta aparente paradoja fue lapidariamente expresada por los Padres: la soledad da lugar a la misericordia «porque nos hace morir al prójimo». ¿Qué significa esto? «Morir al prójimo» quiere decir dejar de juzgarlo, criticarlo, evaluarlo, morir a toda forma de prejuicio y hostilidad. Esto se hace posible porque el desierto nos da un agudo sentir de nuestros propios defectos y miserias, nos hace «ver la viga en nuestro ojo», con lo cual ya no hay lugar para «ver la paja en el ojo ajeno». Y esto nos abre a la compasión y misericordia. En cuarto lugar, el desierto es el lugar de la tentación y de la crisis, y de su superación. Es el lugar de nuestro fortalecimiento y maduración, ya que nuestro espíritu se hace fuerte mediante el coraje ante la prueba. Para los Padres, el desierto es también el lugar del demonio, e iban a él a hacer frente a sus tentaciones y vencerlo, inspirados en las tentaciones de Cristo en el desierto de la cuarentena. En efecto, el desierto como momento fuerte de la espiritualidad es siempre una crisis. En él encontramos a Dios, pero también al demonio. La miseria de que somos hechos emerge ahí como verdad, como desánimo, incluso como desesperación. O nos entregamos a Dios, o nos cerramos en nosotros mismos huyendo de Dios: en eso consiste la tentación. Estas dos alternativas son radicales e in49

compatibles, y la gravedad de la crisis persiste hasta que morimos a nuestra imagen y a «hacer nuestra vida», y acogemos a Dios. La gracia del desierto es vencer la tentación sutil que el demonio nos presenta como un bien aparente: la búsqueda de seguridad y santidad en nosotros mismos. Por todo esto, el desierto nos prepara para superar no sólo los «desiertos» de la condición humana, sino también las tentaciones y crisis a las que somos más vulnerables en el curso de nuestra vida ordinaria. Pues la forma en que hayamos reconocido y rechazado la seducción del «demonio del desierto», nos da la actitud y fortaleza para reconocerlo y rechazarlo en el camino de nuestra vida.

El camino de la liberación interior

«Si uno no nace de nuevo, no podrá gozar del Reino de Dios» (Jn 3,3). Estas palabras eran inspiración y vida en los Padres del desierto, pues eran muy conscientes de esta dimensión esencial del Reino, que «está dentro de nosotros» y que se goza de él «haciéndose violencia». Para ellos y para todos los espirituales antes y después, el camino cristiano es un camino de liberación interior. En este punto, la espiritualidad cristiana está emparentada con las grandes religiones del Asia (hinduismo, budismo...), donde a pesar de sus serias diferencias con la fe de Jesucristo, conciben la religión como mística, y la mística como liberación del ser humano. En este plano puede haber diálogo mutuamente enriquecedor entre mística cristiana y mística oriental, que para la Iglesia constituye su modo de evangelizar las culturas y religiones de Oriente. La coincidencia de estas místicas en torno a la

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liberación del espíritu no es casual, si creemos con la Iglesia que el Espíritu Santo también actúa y actuó de alguna manera en esas culturas y religiones. En este contexto de liberación interior hay que entender la importancia que daban los Padres a la renuncia y a la ascética, como medio para liberarse de sus servidumbres interiores a fin de estar totalmente disponibles para Dios y los demás. Ellos fueron los primeros en introducir la ascética, la renuncia cristiana, en la espiritualidad, de manera racional y sistemática, elaborando sobre sus posibilidades de liberación del espíritu.

La renuncia como ascesis corporal La ascesis subraya sobre todo la renuncia corporal y exterior. Globalmente, en su intención fundamental, es asumir un estilo de vida radicalmente diverso del mundano, y la huida al desierto es su primer paso, siguiendo las palabras de Jesús «el que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (Le 14,33 y anteriores). Desde entonces, la ascesis ha quedado como un valor cristiano, y también humano, permanente. Hoy también necesitamos ascesis si no queremos ser tragados por la mundanidad. Como modo de crecer en libertad ante las seducciones del «mundo, la carne y el demonio», la ascesis toma y tomó muchas modalidades en la his52

toria. Tiene que ver con la forma de vida activa o contemplativa del espiritual; el monacato contemplativo acentúa más la ascesis voluntaria, que el cristiano activo encuentra más bien en las exigencias de la acción. Tiene que ver con las culturas, y la valoración que hacen de las mediaciones corporales, del bienestar o de las realidades mundanas. La espiritualidad contemporánea no gusta de una ascesis «inventada» y sobrepuesta a los sacrificios que la vida diaria impone, y quiere más bien hacer de estos sacrificios, de los deberes y compromisos, del ministerio y de los servicios, el lugar común de la ascética. Consiguientemente, también los Padres del desierto desarrollaron su propio camino ascético, evidentemente muy ligado al radicalismo de su opción espiritual, a la cultura y antropología de su tiempo. Para nuestra mentalidad, el ascetismo de los Padres nos parece más admirable que imitable, y con razón. Pero lo que aquí nos interesa no es la materialidad de sus renuncias, sino los valores humanocristianos que descubrieron y perpetuaron, que están en el fondo de sus rigorismos y excesos ascéticos. Veamos algunos de esos valores, que los Padres mismos privilegiaron, de los cuales hoy tampoco podemos prescindir aunque los practiquemos de modo muy diferente. Contrariamente a lo que a veces se oye, el trabajo era la primera fuente de renuncia y de ascesis 53

para los Padres. Y el valor ascético del trabajo quedó como esencial en el monaquisino oriental y occidental, y es hoy también la fuente principal de ascetismo para el cristiano moderno. Para los Padres, el trabajo es ascesis por el esfuerzo y fatiga que representa. También es ascesis como forma de pobreza; ganaban su vida con el sudor de su frente, y lo que les sobraba lo daban a los pobres. Por eso el trabajo es también para ellos, y sobre todo esto, el esfuerzo que realizan en servir al prójimo y en practicar la misericordia. Los Padres unieron el trabajo a la caridad, elemento hoy muy olvidado en nuestras sociedades de lucro y producción. En fin, para los Padres el trabajo era también un factor importante para evitar y vencer toda suerte de tentaciones, y ponen en guardia contra el ocio como fuente de ellas. Pero la ascética del trabajo en los Padres va más allá del trabajo mismo, es decir, es ascesis también no dejarse esclavizar por el trabajo, ni hacer del trabajo un ídolo. Esta otra cara de la ascética del trabajo es igualmente importante para el hombre de hoy, sometido al trabajo por el trabajo y a su rendimiento. Los Padres sabían parar el trabajo, regularlo y disciplinarlo, para dedicar tiempo a valores que son más importantes que el trabajo, como la contemplación y la gratuidad de la caridad fraterna. Aquí también hay un mensaje para los cristianos de hoy. El segundo valor central de la ascética del de54

sierto es el silencio. En la sabiduría del desierto, silencio no es simplemente no hablar. Es antes que nada el silencio interior fecundo, y es el control de la lengua y de los juicios internos, según la caridad. Dice un apotegma: «Un hombre puede parecer silencioso, pero si en su corazón está condenando a otros, está charlando sin cesar». El silencio es una actitud, y en lo que tiene de renuncia ha de ser llenado por Dios para que adquiera valor cristiano. El silencio como lugar de la escucha de Dios es el lugar de la reintegración y reorientación de la vida del hombre, siempre perplejo, confuso, tentado, requerido para múltiples cosas, y al final descentrado. En el silencio religioso las cosas y personas vuelven a su cauce y perspectiva reales. En suma, el silencio interior y el control de la lengua, que suponen inevitablemente momentos diarios de silencio exterior, es más que ascética, es también contemplación. Prepara la contemplación y la acompaña. Luego está la ascesis de la castidad. Para los Padres, esta renuncia no está tanto ligada al cuerpo, al afecto o a la sexualidad, sino que tiene que ver con el amor. La castidad para ellos es el amor indivisible a Jesús, y esta noción positiva del celibato es clásica de la mística cristiana. Así, colocan la ascesis de la castidad en un contexto de amor radical e indivisible a Dios; en un contexto de contemplación y oración. Pero por larga sabiduría y experiencia no descuidan las medidas propiamente ascéti55

cas; insistirán en el hábito general de la renuncia, en el trabajo, pues el ocio hace particularmente vulnerable a la castidad, y especialmente en el control de la comida y bebida. Saben que la castidad es al mismo tiempo un don del Señor y una lucha permanente, que hay que acoger y cultivar en la humildad. Humildad y castidad van juntas para los místicos. Aquí la humildad es la desconfianza en las propias fuerzas, la huida de las ocasiones, la fuga en la tentación, el no «hacer trampas» con uno mismo. El desierto dio a estos cristianos una percepción muy equilibrada y realista de la castidad. Por sus medidas ascéticas no la «espiritualizan», y por el contexto de la libertad del corazón para amar en que la realizan no la legalizan ni cosifican. Y al final, la castidad será para ellos un modo de «morir al prójimo» (al prójimo como objeto, como compensación, como servicio a sí mismos) y de abrirse cada vez más plenamente al amor fraterno y a la praxis de la misericordia. La ascesis de la castidad no era ajena, en la experiencia de los Padres, a la ascesis y control en la comida y la bebida, y al ayuno. Percibían, por intuición y experiencia, que ambas ascesis están relacionadas, y que la gula predispone a la sensualidad. Por otra parte, en su práctica del ayuno, a menudo extremado, entendían ser fieles a la tradición espiritualidad bíblica y evangélica, sancionada por el mismo Cristo en el desierto de la cuarentena. Más aún,

el ayuno en el sentido amplio de la palabra, está presente en todas las grandes religiones e incluso en los ideales humanistas. Sus tiempos fuertes los encontramos no sólo en la Cuaresma cristiana, sino también en el Ramadán de los musulmanes y en la mística hindú. Todas las espiritualidades saben que el ayuno y la parsimonia en el comer y beber fortalece el dominio de sí mismo y el desarrollo de nuestras facultades espirituales. Que es también un camino de penitencia y de purificación, y una forma de plegaria por la que nos disponemos a la misericordia de Dios. En los Padres del desierto, además, el ayuno estuvo muy ligado a la solidaridad: era una manera de ahorrar a fin de compartir su alimento con los pobres y de hacer limosna. El ayuno voluntario se ha constituido también, modernamente, en un medio de presión social y política, y en una forma de protesta ante situaciones injustas, cuando las partes afectadas carecen de poder o de medios de acción efectivos. En la cultura hindú, el ayuno como protesta tiene una larga tradición; los ayunos de Ghandi no son un caso insólito. Con todo, el ayuno de protesta socio-política, que es válido en sí mismo, no es necesariamente espiritual, y tiene importantes diferencias con el ayuno religioso. El ayuno religioso tiene a la vista, en primer lugar, los pecados propios y no los pecados de los demás, y está motivado por la conversión para crecer en el amor: los motivos estéticos (adelgazar), o de salud, o de protesta social no son sufi57

cientes para hacer del ayuno una experiencia espiritual. De cara a nuestras actuales convicciones de antropología cristiana, los Padres del desierto practicaron el ayuno de manera excesiva y a veces aberrante. Advertimos ahí influencias culturales ajenas a la espiritualidad cristiana. En muchos casos el control de la comida y bebida constituía una obsesión y una práctica santificadora por sí misma. Aún más, se llegó a considerar algunos alimentos, como la carne, de suyo «malos». Estas tendencias, que encontramos aquí y allá en la historia posterior de la mística, no debieran hacer olvidar especialmente al hombre moderno, el valor humano y religioso del ayuno practicado por amor e integrado en una visión positiva del cuerpo y de los placeres sanos. La ascética de los Padres podría resumirse en la búsqueda de una pobreza lo más radical posible. Para ellos, la pobreza era un desprendimiento total de dependencias exteriores para mejor identificarse con Cristo pobre y para poder compartir con los pobres. Estas motivaciones de la pobreza han permanecido substancialmente las mismas a través de la historia de la Iglesia. Para los Padres, la castidad era una forma de pobreza; el mismo desierto era el marco exterior que facilitaba la desnudez de los ídolos interiores. Su concepto de la austeridad cristiana consistía en contentarse sólo con lo necesario, en lo que tienen mucho que enseñar a los cristianos contemporáneos, donde lo necesario adquiere

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niveles cada vez más exigentes, en una sociedad de producción y desarrollo ciegos, donde la austeridad parece mala y la comodidad y acumulación, buenas. A través de un modo de austeridad obviamente extremado («poseer sólo lo que no se pierde al morir», reza un apotegma), esos eremitas nos recuerdan hoy que toda austeridad debe implicar una cierta escasez e «incomodidad», para que sea auténtica, y por sus mismos excesos nos advierten también .que las formas de austeridad son relativas a los modelos culturales y sociales, y que en cada cultura y sociedad los cristianos deben descubrir, penosa y lentamente, el modo de austeridad a que son llamados. Lo cual, aunque no lo parezca, se hace más necesario en las sociedades de consumo y desarrollo material: cómo vivir hoy, de modo totalmente diferente, los valores de pobreza y austeridad de los santos del desierto.

La renuncia del corazón Los Padres del desierto no cayeron en la trampa de centrar su espiritualidad en la renuncia exterior. Esta la consideraban vana sin la renuncia interior, o pureza del corazón, en su sentido más evangélico, a tenor de la bienaventuranza: Desarraigar del fondo de nuestro espíritu todo ídolo y deseo dominante incompatibles con el crecimiento en la libertad del amor. 59

Encontramos en ellos los primeros análisis sistemáticos sobre las pasiones y la lucha contra ellas («pasión» en la tradición mística tiene un sentido siempre peyorativo y esclavizante), y la idea de la espiritualidad como «combate interior», y como una forma de martirio incruento y progresivo. Siguiendo las palabras de san Pablo, «ofreceros como hostias vivas», los Padres hicieron de la renuncia del corazón su oblación martirial. Sabemos que uno de sus motivos de éxodo al desierto era reeditar, de modo simbólico y espiritual, la experiencia del martirio, ya desaparecido con la paz constantiniana. Los eremitas no cultivaron mucho la liturgia por motivos históricos. Pero no parecían muy ansiosos de hacerlo; su forma misma de vida consagrada carecía de un rito de iniciación o de cualquier forma de liturgia. Para ellos, la ofrenda de sus vidas por amor y en un contexto de renuncia interior, era una liturgia continuada, y sus vidas tenían un contenido pascual, sacramental, que es el propio de la liturgia cristiana, sacramento del paso a la vida nueva del Espíritu por la muerte del hombre viejo. En contra de algunas apariencias, los Padres no eran voluntaristas. Sabían que las medidas ascéticas son insuficientes cuando se trata de purificar el corazón, ese fondo del espíritu donde habitan la ceguera y el egoísmo más o menos inconscientes. Sólo el Espíritu Santo puede purificar y convertir la raíz del hombre, y éste solamente puede disponer-

se y aceptar, sin poner resistencia, la acción del Espíritu. Después de las primeras etapas, donde los ídolos son obvios y conscientes y donde la ascética juega un papel necesariamente prominente, la renuncia del corazón tiene un carácter de aceptación pasiva y de alguna manera siempre dolorosa. Esta experiencia se hará capital en la mística cristiana; más adelante, san Juan de la Cruz hará de ella la mejor síntesis conocida: la purificación pasiva de los sentidos y del espíritu a través de las noches. De ahí la dimensión de «espera» y «expectación» propia de la conversión cristiana, puesto que ésta, llevada a la raíz, supera la capacidad ascética del hombre, así como las exigencias del apostolado y de toda forma de misericordia que brotan de esta conversión, superan el esfuerzo de su voluntad. Los Padres del desierto se dispusieron a la purificación que viene de Dios mediante la oración, la humildad, la discreción de espíritus y la lucha contra los engaños del demonio. Veamos qué mensaje nos comunican a través de su manera de vivir estos valores.

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El demonio del mediodía

San Pablo escribe que «nuestro combate no es sólo contra fuerzas humanas... Nos enfrentamos con los espíritus y las fuerzas sobrenaturales del mal» (Ef 6,12). Explícita o implícitamente, esta afirmación formó parte, desde siempre, de la espiritualidad cristiana. Su símbolo y paradigma es la victoria de Jesús contra las tentaciones del demonio en el desierto de la cuarentena. La lucha contra el demonio, nos advierten los místicos, se hace cada vez más importante y sutil en las etapas superiores de la espiritualidad, dado que el demonio se disfraza de «ángel de luz», y sus seducciones se hacen más difíciles de reconocer y discernir. Este discernimiento y su consiguiente combate fue preocupación permanente en los primeros eremitas. De hecho, uno de los motivos de su opción por el desierto era para imitar a Cristo en la monta63

ña de la tentación, saliendo al encuentro del demonio para vencerlo en su propio terreno. En la mística de los Padres, el demonio ocupa un lugar importante. Sucede lo mismo en la mística medieval, en la mística hispana del siglo XVI, y en mayor o menor grado en las escuelas posteriores de espiritualidad. Para nuestra sensibilidad cristiana contemporánea, la demonología de los Padres del desierto y del medioevo aparece exagerada y sobredimensionada. Toda tentación era relacionada con el demonio, y sus seducciones y trampas eran omnipresentes. Aun los males físicos, y por supuesto psicológicos, eran atribuidos al demonio. En este aspecto nos sentimos muy diferentes a los clásicos, que nos parecen anacrónicos. Y como en otros aspectos de la espiritualidad, debemos interpretarlos y recuperarlos en los términos de nuestro mundo cultural. Los Padres no tenían nuestros conocimientos médicos, antropológicos o psicológicos, ni nuestro refinamiento teológico, particularmente en lo referente a la teología del pecado y del mal. Además, en su lenguaje, el mal y el demonio eran equivalentes, y no se hacían preguntas sobre la identidad específica del demonio. Por otra parte —y en esto los Padres y otros místicos nos deberían a su vez cuestionar— nuestras convicciones sobre la acción del demonio en el mundo y su vigencia en la espiritualidad son bastante débiles y confusas.

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Las crisis del atardecer Para los Padres del desierto, el demonio es un componente de las tentaciones y de las pasiones que las provocan. Establecieron una lista para discernir los demonios propios de cada pasión fundamental: el demonio del orgullo, de la lujuria, de la gula, de la vanidad, de la pereza, de la avaricia, etc. Analizaron profunda y lúcidamente cada una de estas pasiones, y su propio modo de tentación y engaño. Esta sistematización, hecha a partir de una larga experiencia espiritual, más que de una ciencia, a pesar de que sus conclusiones coinciden sorprendentemente con los hallazgos de la moderna psicología, se hicieron clásicas, y han sido posteriormente adoptadas en la teología espiritual, en un contexto y lenguaje diferentes. Los Padres doctos llamaron a estas pasiones logismos, y los redujeron a ocho vicios capitales, con sus correspondientes demonios. Su percepción espiritual y psicológica, que incluía siglos antes de la psicología moderna atisbos del mundo inconsciente y de sus motivaciones, no se reducía sólo al análisis del modo de tentación de los logismos. Incluía también criterios de discernimiento y de superación. Podemos aprender de ellos que cada logismo y que cada demonio tiene su propia terapéutica y su propia manera de hacerle frente y ser superado. Estas elaboraciones sobre las pasiones capitales y sus demonios nos parecen hoy ingenuas en su simplici65

dad, pero por la experiencia y conocimiento de la naturaleza humana que nos revelan, son una cantera de sabiduría humana y mística. Merece una atención especial las reflexiones que hicieron los monjes del desierto en torno a la pasión y demonio de la acedía. La acedía tiene importancia porque no es tanto una pasión específica, sino que es un estado de espíritu que invade toda la conciencia humana. La acedía es el tedio o aburrimiento espiritual. Es el vacío global y falta de propósito aparente que sumerge a la persona en ciertas etapas de su desarrollo humano y espiritual, que habitualmente coinciden con la madurez de la vida. Por esta razón algunos Padres llamaron al tedio espiritual, el «demonio del mediodía» de la vida, inspirados en el salmo 90: «Su brazo es escudo y armadura: no temerás... la epidemia que devasta a mediodía». Las elaboraciones que los monjes del desierto hicieron del demonio del mediodía quedaron integradas en la tradición mística cristiana casi sin cambios substanciales, tan certeras eran éstas. También por el camino de la psicología, el hombre moderno ha descubierto y analizado la misma experiencia básica, en la perspectiva de crisis de la madurez. Así, con otro lenguaje, la crisis del mediodía ha sido tema' para los escritores, los poetas, los psicólogos y psicoanalistas, los consultores matrimoniales, y, por supuesto, los maestros espirituales. La crisis o demonio del mediodía se revela poco 66

a poco en la madurez que sigue a los primeros ideales y realizaciones, y a las frustraciones y fracasos. El hombre mira para atrás y le parece que no ha hecho nada significativo, y que en el presente no tiene mucho que mostrar. No tiene ánimo de comenzar de nuevo y prefiere quedarse con una rutina que le causa tedio. El amor de su matrimonio o de su consagración a Dios han perdido sentimiento y fervor, y ha quedado un vacío que la pura fidelidad no parece poder llenar. Se quisiera una vida más interesante y reconocida por otros, y esto parece fuera de su alcance. Se han perdido las ilusiones y se acentúa un cierto cinismo, que es uno de los síntomas de la crisis de la madurez. Un profundo tedio y cansancio invade al hombre. La sabiduría del desierto consistió aquí en que esos rústicos eremitas, siglos antes de que las ciencias contemporáneas investigaran sobre las crisis de la madurez, ya las habían analizado en su nivel más amplio y radical: como crisis y tentación global en la espiritualidad. Los Padres integraron en la mística experiencias aparentemente sólo psicológicas, y expusieron en términos de tentación y llamada a la conversión lo que para los psicólogos sería sólo una crisis. En este punto, los espirituales del desierto hicieron una de las primeras síntesis entre la psicología y la mística. El demonio del mediodía es el demonio que congrega a todos los demonios. Es una de las tentaciones más radicalmente sutiles. Se presenta pasa67

do el primer entusiasmo y dinamismo del camino espiritual, como cansancio y futilidad. La oración parece inútil e improductiva; la práctica de la misericordia fraterna parece tan lejana como antes, encadenada a los defectos del temperamento y del egoísmo. Las pasiones parecen reaparecer constantemente, de nuevas maneras. El espíritu parece cansado, insensible y opaco. La simbologfá mística ha usado innumerables símbolos para expresar esta experiencia clásica de la madurez humana y espiritual: sequedad, aridez, desierto, éxodo, noche... En todo, la tentación fundamental consiste en ir recuperando, poco a poco e insensiblemente, lo entregado a Dios en el comienzo de generosidad y entrega total. La terapéutica de los eremitas y de todos los místicos ante la tentación del mediodía es siempre la misma: continuar buscando la voluntad de Dios, no tanto motivados por la ilusión y la sensibilidad, sino por una fe y un amor purificados. Particularmente continuar constantes en la oración, a pesar de la aridez y de la noche: la primera tentación del demonio meridiano es la de abandonar la oración porque no somos dignos de ella en ese estado de tedio e insensibilidad, o porque Dios parece olvidado de nosotros y no respondernos. Cuenta un apotegma que un eremita sumido en la tentación dejó la oración para más adelante recapacitar y recuperarla, y que oyó la palabra de Jesús en su espíritu mientras oraba: «Fuiste descuidado. En cuanto te vol68

viste a mí otra vez has visto que estaba siempre junto a ti». El recurso a la palabra de Dios es la segunda terapéutica fundamental para vencer la tentación del mediodía y las tentaciones del demonio en general. A ejemplo de Cristo que expulsó al demonio con el uso reiterado de la Palabra, los Padres meditaban continuamente la Biblia y especialmente los Evangelios, sobre todo en tiempos de crisis y tentación. Seleccionaban y aprendían de memoria frases bíblicas adecuadas a las diversas formas de seducción del demonio, usándolas como plegaria. El recurso a la Palabra se hacía tanto más importante por cuanto el demonio suele servirse de la misma Palabra para engañar y seducir, como vemos en las tentaciones de Cristo en el desierto. La experiencia que tenían los Padres de que la Palabra de Dios falsamente leída e interpretada es fuente de las desviaciones y cegueras más sutiles y de engañosas confusiones entre las tinieblas y la luz, los llevaba a meditarla acompañando su oración con el espíritu de discernimiento que facilita la renuncia del corazón. Esta renuncia les parecía necesaria para recibir la luz de la discreción de espíritus y la fuerza para sobrellevar la tentación. Así como habían descubierto para cada seducción una Palabra iluminadora, también la experiencia les enseñaba que diversas seducciones se combaten mejor con ciertas renuncias que las neutralizan. 69

Sobre todo, los eremitas se daban cuenta de que el peor peligro de engaño en la tentación, y muy particularmente en las crisis del demonio del mediodía, provenía del aislamiento y de la tendencia a discernir solo y a enfrentar la crisis por sí solo. Por eso, insistían tanto en la disposición de humildad como el arma más segura contra los engaños y seducciones del mal, y como consecuencia de ello, insistían en la manifestación y apertura de conciencia a los hermanos. Así, estos anacoretas que se exiliaron en el desierto para buscar a Dios en la soledad y el silencio, se constituyeron en los maestros, iniciadores del arte de la dirección espiritual y del discernimiento de espíritus en fraternidad.

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Los senderos de la luz

Un día, al atardecer, un campesino se sentó a la puerta de su casa a tomar el fresco. Por ahí pasaba el camino en dirección al cercano pueblo. Pasó un hombre, que al divisar al campesino sentado, pensó para sí: Este hombre es un perezoso. No trabaja y se pasa el día sin hacer nada sentado a su puerta. Y siguió de largo. Luego pasó otro caminante en dirección al pueblo, y al ver al campesino sentado, pensó para sí: Ese hombre es un mujeriego. Está todo el día sentado junto al camino para ver pasar a las muchachas y alternar con ellas. Y siguió de largo. Pasó otro viajero en dirección al pueblo, y al ver al campesino sentado a su puerta, pensó para sí: Este hombre es muy trabajador. Ha trabajado duro todo el día, y ahora, al caer la tarde, se toma un merecido descanso. Y siguió su camino. Enseñanza de la parábola: En realidad, no podemos decir mucho del carácter y costumbres del campesino que se sentó 71

a la puerta de su casa. Pero sí podemos decir algo de los tres hombres que pasaron por el camino: del primero podemos decir que era un perezoso; del segundo podemos decir que era un mujeriego, y del tercero podemos decir que era un hombre muy trabajador.

de las conciencias, los caminos de la contemplación. Como fundamento de esta iluminación y coherentes una vez más con la tradición mística, los Padres daban la mayor importancia al espíritu de humildad.

De un apotegma de los Padres.

La iluminación como humildad Repitamos una vez más. Para los Padres y Madres del desierto, la ascesis, la abnegación y la lucha contra las pasiones no son valores que terminan en sí mismos. Lo que buscan a través de ese camino necesario es liberarse de lo que les impide amar y entregarse totalmente a Dios y a sus hermanos, y purificarse para que la luz de Dios les revele la verdad sobre ellos mismos y los caminos a seguir para identificarse con la voluntad de Dios. Esto, por lo demás, está en la naturaleza misma de toda espiritualidad cristiana: la purificación es en vista de la libertad y de la luz. Siglos más tarde san Juan de la Cruz escribiría que las imperfecciones e infidelidades, aunque no desvíen de la ruta hacia Dios, esclavizan al espíritu, lo ensucian, lo debilitan y lo enceguecen. Los ermitaños del desierto sabían esto por experiencia. Su itinerario espiritual es un itinerario de iluminación; por eso sus mejores contribuciones espirituales no están tanto en el orden de la ascética, sino en el orden del arte de la iluminación: el discernimiento de espíritus, la guía 72

Para los Padres, la humildad como valor cristiano y no como forma de temperamento, no tiene que ver con ninguna forma de complejo, o de actitud psicológica, y menos con actitudes exteriores. Pues en su raíz, la humildad verdadera no es el resultado de una relación con los demás, ni con uno mismo, sino que es el fruto de la experiencia y del conocimiento de Dios. La humildad comienza por una luz sobre Dios, su misterio y su bondad, y como de rebote, este conocimiento de Dios se refleja sobre lo que somos nosotros en relación con Dios. Humildad es experimentar la realidad de Dios y a través de ella la propia realidad. Y ello, necesariamente, crea una actitud verdadera con respecto a lo que somos y tenemos, y con respecto a los demás. Para los Padres, el orgullo es una forma de mentira y de ceguera que, al afectar en primer lugar a Dios, distorsiona lo que se piensa de uno mismo y lo que se piensa de los demás. De otra parte, la humildad en los santos del de73

sierto va unida a la compunción por los pecados pasados y por las faltas presentes. La compunción como ingrediente de la humildad es el dolor continuamente renovado de la condición frágil y pecadora del hombre, unido a la gratitud por la misericordia de Dios que lo ha liberado y que lo libera cada día. Esta humildad evangélica, que no está hecha de palabras o actitudes externas o de psicología humana, es típicamente un don y un experiencia contemplativa, pero para los Padres era más o menos verif ¡cable por algunos síntomas que se pueden percibir en las relaciones con los demás. Pues la humildad la concebían en la práctica como una cualidad de la caridad fraterna, como inseparable de ella, como uno de sus fundamentos que la hacen posible. Si todo ha de resolverse en el crecimiento del amor, la humildad es la luz que ilumina las razones del amor. Así, la humildad tiene que ver con la caridad en el modo de hablar de los otros, de los ausentes, insistían los Padres. Tiene que ver con los juicios internos que hacemos de los demás, y sobre todo con la carga de misericordia que ponemos en nuestros juicios. La humildad se revela también en la paciencia con que aceptamos las ofensas, y con nuestra prontitud en perdonarlas. La humildad también se muestra, para los monjes del desierto, en la libertad y desapego de las propias ideas y, por tanto, en la disposición a escuchar, a ser iluminado por otros, a cambiar. 74

Uno de los síntomas de humildad más típicos de los eremitas es la obediencia a las personas a quien es debida. Más tarde, al estructurarse la vida monacal y religiosa, humildad y obediencia religiosa estarían en estrecha relación, pero ya los Padres del desierto habían descubierto el valor de la obediencia cristiana y eclesial, y la practicaban con sus maestros de espíritu en actitud de humildad y como búsqueda de luz. Los modos de obediencia y de práctica de la humildad de los Padres nos parecen a veces desconcertantes para nuestra conciencia actual de la libertad y dignidad humanas. Pero hay que recordar que a través de la historia, la obediencia religiosa, y la obediencia en general como valor humano, ha tenido tantas modalidades como han sido las culturas en que se ha realizado, y ha tenido tantos modelos válidos como han sido los modelos de vida consagrada. Una cosa ha sido la obediencia en la vida eremítica, otra en la cenobítica, otra bastante diferente, el modelo de la vida monacal en las grandes comunidades, otra el de la vida religiosa activa y apostólica, e t c . . Para los monjes y monjas del desierto uno de los síntomas y frutos importantes de la humildad es la capacidad de discernir espíritus. La discreción de espíritus es una actividad de iluminación, y sin humildad no hay luz. El que discierne espíritus sin humildad es un ciego que guía a otro ciego. En la tradición del desierto, el discernimiento de espíritus, en sí mismo y en otros, consiste en saber 75

distinguir lo bueno de lo malo en los corazones, en lo que hacemos y en lo que nos sentimos inspirados a hacer. Es ayudar a percibir lo que es inspirado por Dios, por el demonio o por pasiones o ilusiones. El discernimiento de espíritus pertenecía ya a la tradición judeo-cristiana y se desarrolló como disciplina religiosa en las comunidades del Qumran. Jesús instó a sus discípulos a discernir los tiempos y los espíritus, por ejemplo en: Mt 7,15 ss: «Reconoceréis al árbol por sus frutos»; Mt 16,3: «¿No sabéis interpretar las señales de los tiempos?»; Mt 24,32: «Aprended la parábola de la higuera. Cuando sus ramas se ponen tiernas y echan hojas, conocéis que el verano se acerca». El Nuevo Testamento, particularmente san Pablo, abunda en criterios para distinguir lo que viene del Espíritu y lo que procede de la carne; para Pablo mismo, el discernimiento de espíritus es un carísima (I Cor 12,10).

Discernimiento y consejo Si el discernimiento es un don del Espíritu, entonces requiere humildad, continua purificación y oración. Debido a su forma de vida aislada de los grandes centros cristianos, y donde los eremitas eran maestros unos de otros, los Padres del desierto cultivaron y aun elaboraron con gran extensión y profundidad la práctica del discernimiento. Gran número de sus apotegmas guardan relación con su 76

experiencia en esta materia. La discreción de espíritus, que quedará como un elemento permanente de la mística cristiana, tuvo en los Padres su primera gran síntesis original. Más adelante, místicos también de síntesis, como Juan de la Cruz o Ignacio de Loyola, profundizarán en el discernimiento de modo magistral y definitivo (hoy nos servimos de ellos), pero los fundamentos de su doctrina habrá que buscarlos siempre en la mejor tradición medieval que tiene su origen en los Padres del desierto. Muy unido al don de discernimiento se encuentra el don de dirección o guía espiritual. Discernir el espíritu es el contenido habitual de la dirección espiritual; por eso, los Padres son considerados igualmente como los iniciadores del arte místico de la guía espiritual y de la formación de la conciencia cristiana. En su contacto permanente con los discípulos que querían imitarlos y llevar su vida, los Padres los guiaban por el arduo camino del espíritu más que nada animando, dándoles seguridad, discerniendo e iluminando. Esta guía era sobre todo indispensable en los comienzos, en los períodos de conversión, de aprendizaje de la oración, de educación en la caridad y en el modo de ascesis a que Dios llamaba a cada uno. La dirección espiritual tomará muchas formas a través de la historia, más o menos estrictas, manteniendo siempre el principio de que la guía de la Iglesia es necesaria en el itinerario espiritual; los Padres del desierto inauguran la modalidad propia de la vida consagrada, de maes77

tro a discípulo, donde éste desea la santidad sobre todas las cosas. La guía de espíritus se hace más urgente no sólo en el período de iniciación, sino también en tiempos de crisis, de elección, de tentación y de obscuridad. En todo ello, los Padres hicieron de la guía espiritual un verdadero arte del espíritu, y con pocas palabras, justas y oportunas, a menudo largamente oradas y reflexionadas, iluminaban a sus hermanos a veces para toda la vida. Esta sabiduría, que transciende al desierto y a su época, es la que hoy conservamos en los célebres apotegmas o «dichos y sentencias» de los Padres del desierto.

La ceguera del corazón El tema de la ceguera del corazón es clásico en la espiritualidad; es una variante del discernimiento de espíritus. Conscientes de que no sólo pecamos o erramos por mala voluntad, sino también por falta de verdad y de luz, todos los místicos han dado gran importancia a la iluminación de la conciencia como elemento de la conversión. Siguiendo los evangelios y el Nuevo Testamento en general, todos los místicos han entendido que la obra de Cristo en nosotros es no sólo librarnos del pecado, sino también trasladarnos de las tinieblas a la luz. La condición humana está marcada por el pecado y la ceguera. Esta ceguera de corazón impide 78

distinguir el bien del mal; impide percibir lo defectuoso que hay en nosotros; impide discernir en nuestro espíritu, y tomar así el camino correcto. Los Padres estaban convencidos, por experiencia, que la iluminación de las áreas ciegas que todos tenemos, es parte indispensable de la liberación interior y del acceso a la humildad y la verdadera caridad. Por eso, el tema de la ceguera lo elaboraron tanto; en los místicos de Oriente es donde encontramos por primera vez el término «ceguera de corazón», y los remedios para disponerse a la luz. Los remedios espirituales de la ceguera de corazón que han quedado como clásicos en la espiritualidad son: la oración, que es siempre una iluminación de la raíz de nuestro ser, aunque muy lenta y gradual; la Palabra de Dios, que la Iglesia nos confiere, entre otras cosas, para iluminar todos los aspectos de nuestra vida; la guía espiritual, la corrección fraterna, la comunidad: Dios nos da luz a través de nuestros hermanos, y a menudo sin que ellos mismos se den cuenta. Por otra parte, los Padres son conscientes de los aliados de la ceguera que hay que combatir con la renuncia. Así, entendemos mejor cómo su ascética es antes que nada una disposición para la iluminación y una purificación de las raíces más típicas de la ceguera. En su análisis de la ceguera, los Padres no necesitaban ser unos genios de la psicología; acostumbrados a referirse a los evangelios, encontraban en ellos, en las palabras mismas de Je79

sus, los peligros habituales de toda forma de ceguera del corazón. Así, la falta de amor fraterno; por eso su empeño por una caridad cada vez más exquisita: «El que ama a su hermano permanece en la luz... quien odia a su hermano está en las tinieblas» (I Jn 2,10,11). Igualmente la riqueza; por eso su empeño en una vida despojada y austera: «Las preocupaciones materiales y la ceguera de las riquezas ahogan la Palabra» (Mt 13,21,22). La autosuficiencia y falta de humildad; por eso su insistencia en la humildad: «Son ciegos que guían a otros ciegos» (Mt 15,14). La ceguera de corazón es una categoría bíblica que los Padres elaboraron como categoría espiritual y de la condición humana, sentando las bases para todo humanismo realista y toda espiritualidad evangélica. Tal vez en nuestros tiempos necesitemos tomar conciencia de la vigencia del tema. Hoy somos mucho más sensibles al mal como acción que como ceguera. Somos más sensibles a la ética que a la verdad; a los resultados que al sentido último de esos resultados. Y no percibimos que muchos males del mundo actual vienen más por ceguera que por maldad deliberada. Los problemas de la guerra, de la miseria y de los contrastes económicos; la deshumanización creada por ideologías y por sectas, son problemas creados por ciegos que guían a otros ciegos y no por búsqueda deliberada de hacer el mal. El error es tan deshumanizante como el pecado, cuando proviene de la ceguera; las aberra80

ciones de la ética moderna provienen de cegueras colectivas y culturales. Por eso Jesús utiliza tanto el tema de la luz y las tinieblas, siendo él mismo la verdadera luz que disipa la obscuridad de las cegueras del corazón y de las sociedades y culturas. Esta es la luz que en definitiva los eremitas iban a buscar al desierto, huyendo de la tentación de las cegueras de su tiempo que para ellos eran aparentes en los grandes centros mundanos.

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La plegaria del corazón

Cierto día, un joven recientemente iniciado en la fe, fue a visitar a un santo anacoreta, y le preguntó: Padre, ¿cómo es Dios? El santo eremita oró un momento y le contó la siguiente parábola: Dos amigos estaban sentados a la mesa, tomando leche. Uno de ellos era ciego de nacimiento. El que veía comentó lo blanca que era la leche, y el ciego le preguntó: «¿Cómo es el color blanco?». El amigo pensó un momento y le dijo: «El blanco es el color del cisne». Y el ciego volvió a preguntar: «¿ Y cómo es el cisne?». «El cisne», respondió su amigo, «es un ave muy grande y muy hermosa, con el cuello largo y curvo». Y volvió a preguntar el ciego: «¿Y cómo es curvo?». Entonces su amigo lo cogió de la mano, y la deslizó por la orilla de la mesa, que era redonda. Y al mismo tiempo le dijo: «Curva es la forma de esta mesa que estás tocando». 83

El rostro del ciego se iluminó, y entonces le dijo a su amigo: «Gracias por explicarme. Ahora ya sé cómo es el color blanco». De un apotegma de los Padres.

Hablando en categorías corrientes, los Padres del desierto eran contemplativos en el sentido más estricto de la palabra: la oración y la contemplación de las cosas de Dios constituía la búsqueda y la actividad eminente de sus vidas. Es verdad que orar y contemplar e$ capital en cualquier espiritualidad, pero los Padres rodearon su oración y experiencia de Dios de tales condiciones óptimas (en realidad, todo su estilo de vida es en vista de la contemplación), que también dejaron para las generaciones futuras lecciones definitivas sobre los caminos de. la oración cristiana. En primer lugar, los Padres y con ellos la tradición oriental posterior, reivindican que el único conocimiento posible, aquí en la tierra, del misterio de Dios, se da por vía contemplativa y no por la vía de las mediaciones de la razón o la imaginación, siempre inadecuadas e insuficientes. Dios es diferente; Dios está más allá de las mediaciones, y lo único que nos adecúa a él es la fe, que es como «un rayo luminoso de tiniebla» que deja a los sentidos en la obscuridad, y el amor que se pone en la oración. En la tradición del desierto, retomada más tarde por la mística carmelitana, el amor es una RA

fuente de conocimiento, y en los grados más altos de la experiencia de Dios, es la fuente privilegiada del conocimiento. En suma, la oración de fe y amor es el camino eminente de la búsqueda y experiencia de Dios. En segundo lugar, si es verdad que la oración está ligada a la vitalidad de la fe, la mejor preparación a la oración se da alimentando la fe; y la fe se alimenta especialmente con la Palabra de Dios. De ahí la enorme importancia que concedían los eremitas a la lectura continua de la Biblia, la lectio divina o lectura espiritual, que junto con renovar continuamente su fe, preparaba inmediatamente a la oración y era ya en sí misma una oración. La relación que ponían entre la lectura y la oración era tan fuerte, que los Padres no-doctos despreciaban toda lectura hecha con ánimo de curiosidad, o aun de estudio, buscando tan sólo las lecturas que llevaran a la meditación y condujeran al amor. En tercer lugar, por consiguiente, los Padres nos recuerdan que los métodos de oración, las técnicas actuales de concentración y el recurso a otros mecanismos psicológicos, son vanos si no generan amor. Siglos más tarde, Teresa de Avila diría lo mismo al afirmar que «orar no es pensar mucho sino amar mucho», y esta continuidad de convicciones se explica porque el primado del amor es típico de la mística cristiana. En ella, la contemplación es un diálogo personal y amoroso entre Dios y la persona, y no tanto un acto de sabiduría y contempla85

ción intelectual. Si comparamos en este punto la mística cristiana con las místicas no-cristianas de Oriente como el hinduismo, budismo, zen y taoísmo, encontramos que en Oriente la contemplación es sobre todo una sabiduría y una liberación interior, pero donde falta, en la perspectiva cristiana, tanto el primado del amor como la relación personal con un Dios personal. Los Padres, que emigraron al desierto para amar mejor, y que para amar mejor tomaron el camino de la ascesis y la abnegación, también para amar mejor tomaron el camino de «la oración del corazón» sobre toda otra forma de plegaria. A este camino de oración lo denominaban la «oración de Jesús».

La «oración de Jesús» ¿Tuvieron los Padres y Madres del desierto un método particular o escuela de oración? Ciertamente que sí. Su forma de oración, reelaborada y refinada con el correr del tiempo, está en la base de la forma de oración más conocida y prestigiada del cristianismo oriental: el hesicasmo u «oración de Jesús». El hesicasmo es llevar la oración al fondo de nuestro espíritu, convirtiéndola en una letanía de amor. Dice un apotegma: «Rezar es descender con la mente al corazón y ahí estar ante el rostro del Se86

ñor, siempre presente y que todo lo ve, dentro de uno». Para ello, los Padres recurrían a la oración letánica: la repetición de una frase simple, capaz de enfervorizar y de concentrar el corazón y todo el ser en el amor de Dios. Es clásica la letanía hesicasta: «Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador»; de ahí la denominación de «oración de Jesús». La oración tetánica que desciende al corazón es típica de la contemplación de los eremitas del desierto, y terminará por hacerse usual en el cristianismo oriental. La oración de la mística oriental es eminentemente tetánica. Pero, junto con ella, lo es también, a lo menos en parte, la mística de Occidente, el rosario, las letanías diversas, las antífonas y estribillos, e incluso es característica de las espiritualidades no-cristianas: el «mantra» de los hindúes, el rosario de los atributos de Dios de los musulmanes. .. El valor psicológico de concentración y de penetración del corazón que tiene la fórmula religiosa repetida, el principio letánico, tiene valor universal. Agotada la época de los Padres del desierto, el hesicasmo fue conservado por algunos monjes de Oriente, hasta que los monjes griegos del monte Athos lo revitalizaron y perfeccionaron. De ahí pasaría a ser el modo de oración más popular en los monjes rusos del siglo XIX, y así la «oración de Jesús» se mantiene hasta nuestros días, ofreciendo sufascinación también a la espiritualidad occiderá¡£e$n? temporánea. Así, las formas modernas É¡&Já'