Teorias Del Universo

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TEORÍAS DEL UNIVERSO Volumen I

DE LOS PITAGÓRICOS A GALILEO

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Ana Rioja y Javier Ordóñez

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♦ directores M anuel M aceiras Fafián Juan M anuel Navarro Cordón Ram ón Rodríguez García

TEORÍAS DEL UNIVERSO Volum en I

DE LOS PITAGÓRICOS A GALILEO

Ana Rioja y Javier Ordóñez

EDITORIAL

SINTESIS

Esta obra ba f ijo publieaJa con la ayuJa Je la Dirección General Jel Libro, Arcbivot y Bibliotecas Jel Ministerio Je EJucación y C ultura. Diseño gráfico estber morcillo • fem anJo cabrera © Ana Rioja y Javier O rJó ñ ez © E D IT O R IA L S ÍN T E S IS , S . A. Vallebermoso 3 4 2 8 0 1 5 M aJriJ Tel 91 5 9 3 2 0 9 8 bttp ://www.sintesis.com IS B N G eneral: 8 4 -7 7 3 8 -6 2 7 -7 IS B N Volumen 1¡ 8 4 -7 7 3 8 -6 2 8 -5 Depósito Legal: M . 7 7 8 -1 9 9 9 Impreso en España - P rinteJ in Spain Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previsto en las leyes, reproducir, registrar o transm itir esta publicación, íntegra o parcialmente por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, m agnético, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S . A.

índice

P ró lo g o ..........................................................................................................

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E l cosmos g rieg o ................................................................................ 15 1.1. Qué interesa conocer.................................................................... 15 1.2. Por qué comenzar en Grecia........................................................ 17 1.3. El Cielo que observamos desde la Tierra................................ 21 1.3.1. Las estrellas, 21. 1.3.2. El Sol, 23. 1.3.3. La Luna, 27. 1.3.4. Los planetas, 27. 1.4. El legado de Platón....................................................................... 30 1.4.1. Jónicos e Itálicos, 31. 1.4.2. Los pitagóricos y la armo­ nía del cosmos, 31. 1.4.3. La concepción platónica de la astro­ nomía, 33. 1.5. La teoría planetaria de Eudoxo................................................ 36 1.5.1. El “problema de Platón’, 37. 1.5.2. Eudoxo de Cnido y la teoría de esferas homocéntricas, 38. 1.5-3. Dificidtades de la teoría de Eudoxo, 44. 1.6. Física y cosmología en Aristóteles........................................... 45 1 . 6. 1 . Física terrestre y física celeste, 46. 1.6.2. Las clases de materia y sus movimientos naturales, 49. 1.6.3. Características

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cosmológicas, 53. 1.6.4. Origen y transmisión de la rotación de las esferas celestes, 55. 1.7. La astronomía geométrica de Ptolomeo y sus predecesores... 1.7.1. La escuela de Alejandría: la astronomía ptolemaica, 59. 1.7.2. E l Sol y los planetas, 60. 1.7.3. Predecesores de Ptolomeo, 69. 1.7.4. Claudio Ptolomeo, 71. 1.8. ¿Cosmología ptolemaica?.......................................................... 1 .8. 1 . Astronomía y cosmología en el período helénico y en el pe­ ríodo helenístico, 76. 1.8.2. E l conflicto entrefísica y astronomía, 78. 1.8.3. Consideraciones físicas de Hiparcoy Ptolomeo, 80. 1.9. Griegos heterodoxos................................................................. 1.9.1. Heliocentristas, 85. 1 .9.2 . Atomistas, 88.

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2 E l cosmos copem icano.................................................................

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2.1. De Ptolomeo a Copérnico....................................................... 2 . 1 . 1 . La caída del Imperio romano de Occidente, 93. 2 .1.2. E l Islam y el saber griego, 95. 2.1.3. Los cristianos medievales y el renovado conflicto entre astronomía y cosmología, 99. 2.2. Nicolás Copérnico y la reforma de la astronomía.................. 2 .2 . 1 . La reforma astronómica y el Commentariolus, 111. 2.2.2. La reforma astronómica y el De Revolutionibus, 114. 2.3. ¿Se puede mover la Tierra? Argumentos físicos en defensa de la movilidad terrestre........................................................... 2.3.1. Imposibilidad de la astronomía de decidir la cuestión del movimiento de la Tierra, 119. 2.3.2. Argumentos físicos de los antiguos en contra del movimiento de la Tierra, 121. 2.3.3. Respuesta de Copérnico a las objeciones de aristotélicos y ptolemaicos, 124. 2.3. 4. Los nominalistas del siglo XIVy la po­ sibilidad del movimiento de la Tierra, 129. 2.4. La interpretación de las apariencias celestes en términos he­ liocéntricos. La astronomía copernicana................................ 2.4.1. La herencia griega de Copérnico, 131. 2.4.2. El triple movimiento de la Tierra, 134. 2.4.3. El movimiento de retrogradación de los planetas, 140. 2.5. La verdad de la teoría astronómica copernicana.................... 2.6. Sobre luteranos, católicos, ptolemaicos y copernicanos........

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índice

3 Realistas copem icanos: hacia una nueva física celeste........

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3.1. Las estrellas se dispersan: Th. Digges, W. Gilbert, G. Bruno 159 3.1.1. ¿Esfera de las estrellas?, 159. 3 . 1 .2 . Dos ingleses copernicanos: Digges y Gilbert, 162. 3.1.3. Giordano Bruno, 165. 3.2. La excepción: Tycho Brahe y su propuesta astronóm ica....... 171 3.2.1. La culminación de la astronomía observacionalpreteles­ cópica, 173. 3.2.2. Sobre estrellas y cometas, 177. 3.2.3. La Tierra no se mueve, 179. 3.2.4. El sistema tychónico, 181. 3.3. La física celeste de Johannes Kepler........................................ 185 3.3.1. Descanse en paz, 185. 3.3.2. Platonismo y copemicanismo, 188. 3 -3 .3 . Órbitas planetarias y poliedros regulares, 193. 3-3.4. De la astronomía geométrica a la física celeste, 200. 3.3.5. La Tierra se mueve, aunque no uniformemente, 203. 3.3.6. Sobre fuerzas y almas, 210. 3.3.7. La segunda y la primera ley de bs movimientos pbnetarios, 215. 3.3.8. La tercera ley y b armonía del cosmos, 221.

4 L a físic a y el m ovim iento de la Tierra .......................................

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4.1. Galileo Galilei: la física de una Tierra en movimiento......... 4.1.1. La biografía intelectual de Galileo, 226. 4.1.2. Nuevas observaciones celestes mediante telescopio, 236. 4.1.3■ Las cosas cebstes antes nunca vistas y el sistema copemicano, 244. 4.1.4. La Biblia, b ciencby el movimiento de b Tierra, 246. 4.1.5. E l Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, 251. 4.1.6. Hacia una física compatible con b movilidad te­ rrestre, 256. 4.2. Cara y cruz de la aportación galileana..................................... 266

E pílogo ....................................

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B ib lio g ra fía ...........................

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índice de autores y m aterias

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Prólogo

Esta obra ha nacido por iniciativa de Editorial Síntesis, en el marco de un ambicioso proyecto destinado a presentar una visión de los grandes asuntos que tradicionalmente han sido de interés filosófico y que siguen constituyen­ do motivo de preocupación para el hombre actual. En nuestro caso, el tema sugerido ha sido ni más ni menos que las principales teorías sobre el universo consideradas desde una perspectiva histórica. No fue para nosotros mera cuestión de trámite aceptar un reto de esas características. Se trataba, no de escribir un ensayo sobre cierto aspecto con­ creto acerca del cual realizar un estudio monográfico, sino de redactar algo parecido a un manual que pudiera servir como obra de referencia para estu­ diantes y profesores, incluyendo a los especialistas de otras materias interesa­ dos en problemas limítrofes con su área específica de trabajo. Este planteamiento interdisciplinar está recogido en el propio título del libro: Teorías del Universo. Es evidente que se trata de uno de esos asuntos que, tanto por su génesis como por su desarrollo a lo largo de los siglos, difícilmen­ te puede encuadrarse bajo el rótulo exclusivo de “ciencia” o “filosofía”. Por el contrario, se sitúa de manera privilegiada en el punto de confluencia de las más diversas razones, tradiciones e intereses. Y es que, en definitiva, resulta imposi­ ble dar respuesta, desde una perspectiva única, a la pregunta por los motivos que han inducido al ser humano en todos los tiempos a elevar su mirada al Cie­ lo tratando de desentrañar el enigma que ocultan esos misteriosos y luminosos objetos que nos envuelven por doquier. Filosofía, física, cosmología, astrono­ mía, matemáticas, óptica y, a veces, incluso música, son algunos de los saberes que han encontrado en el universo un ámbito común de reflexión. Lo cual, dicho sea de paso, constituye un motivo más para poner en cuestión esa dis­ cutible separación entre Ciencia y Humanidades tan en boga en nuestros días. 9

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Un proyecto de estas características exigía combinar una información rigu­ rosa con la mayor claridad expositiva posible. En este sentido nos ha sido de valor indudable no sólo la formación que como profesores universitarios hemos adquirido a lo largo de los años, sino nuestra ya larga experiencia docente en la que hemos tenido ocasión de comprobar a diario hasta qué punto no es lo mis­ mo saber algo que exponerlo de modo que quien lo escuche o lo lea pueda hacer­ lo suyo. La transmisión de una parcela de conocimientos supone una cierta for­ ma de recreación, en ocasiones tan gratificante como la propia invención. La obra que presentamos aparecerá en tres volúmenes los cuales, en con­ junto, abarcan desde la antigua Grecia hasta las primeras décadas de nuestro siglo. El primero de ellos, que el lector tiene entre sus manos, recorre el dila­ tado período que media entre los pitagóricos del siglo VI a. C. y las aporta­ ciones de Galileo en la primera mitad del siglo XVII. En total veintitrés siglos de desigual contribución al esclarecimiento de los problemas astronómicos y cosmológicos más fundamentales. El capítulo 1 lleva por título “El cosmos griego”. En primer lugar se justi­ fica en él que una obra dedicada a las “teorías del universo”, y no a la “histo­ ria de la astronomía”, comience en Grecia en vez de hacerlo en Babilonia o en Egipto. A continuación se pretende analizar la evolución del estudio de estre­ llas, planetas y de la propia Tierra desde los antiguos pitagóricos hasta Ptolomeo. A lo largo de esos ocho siglos (entre el siglo VI a. C. y el siglo II d. C.) tuvo lugar la constitución y desarrollo de la astronomía, la cosmología y la físi­ ca, primero en el ámbito de influencia de la Academia de Platón y del Liceo de Aristóteles, en Atenas, y posteriormente en torno al Museo de la ciudad greco-egipcia de Alejandría. Así, la teoría planetaria del discípulo de Platón, Eudoxo de Cnido, la física y cosmología de Aristóteles o la astronomía de Ptolomeo y sus predecesores Apolonio de Perga e Hiparco de Nicea, son objeto de atención preferente. El objetivo es presentar al lector la construcción de uno de los modelos de universo de mayor vigencia de todos los tiempos, el poderoso e influyente cosmos griego, en cuanto conjunto finito y ordenado de cuerpos dispuestos con arreglo a ciertos criterios de carácter racional. Como resultado se verá aparecer, ya en la Antigüedad clásica, el primer saber cientí­ fico de Occidente referido al conocimiento de los cuerpos celestes. El capítulo 2 se refiere a lo que hemos denominado “El cosmos copernicano”, queriendo con ello subrayar la profunda vinculación de Copérnico con la forma griega de concebir el mundo. Pero antes de instalarnos en el siglo XVI, conviene repasar lo acaecido durante el largo período que separa a Ptolomeo de Copérnico. Es bien sabido que la división del Imperio romano, tras la muer­ to

Prólogo

te del emperador romano Teodosio (395) y la posterior disolución de su par­ te occidental, trajo consigo desde el inicio de la Edad Media la pérdida del saber griego para los habitantes de dicha parte. Ningún progreso (cuando no un franco retroceso) tuvo lugar en astronomía y cosmología hasta que lenta­ mente ese saber se fue introduciendo en Europa gracias a los musulmanes. Hay pues que esperar al siglo XII para que sea posible volver a leer a Platón, Aris­ tóteles o Ptolomeo, y al siglo XIII para que se retome el estudio de aquellas dis­ ciplinas en las recién creadas universidades europeas. Pero es en el siglo XVI cuando se plantea la primera gran modificación del cosmos griego en la obra de Copérnico, a pesar de que este autor no perseguía otra cosa que el perfec­ cionamiento del modelo heredado. En efecto, la sustitución de un mundo geo­ céntrico por otro heliocéntrico se realizó dentro de los supuestos pitagóricoplatónicos en astronomía y aristotélicos en física. Sin embargo, el estudio pormenorizado de las dificultades habidas para responder a los argumentos de carácter físico, que desde la Antigüedad se esgrimían en contra del movimiento de la Tierra, dejó al descubierto la necesidad de profundas reformas. El hecho es que la llamada “revolución copernicana” no fue llevada a cabo por el pro­ pio Copérnico sino por sus defensores décadas después de su muerte. Así, en este capítulo se atiende a la construcción copernicana del cosmos, todavía de marcada influencia griega, dejando para más adelante el análisis de la evolu­ ción hacia un modelo de universo heliocéntrico, de características totalmente diferentes, propio de la modernidad. El capítulo 3 se titula “Realistas copernicanos: hacia una nueva física”. En él se examina la aportación de los escasos autores convencidos de la verdad del sistema copemicano. De hecho, fueron ellos los llamados a abordar la revolu­ cionaria tarea de pensar las consecuencias físicas y cosmológicas de una Tierra móvil desplazada del centro del mundo. Ya en la segunda mitad del siglo XVI, tras la publicación del De Revoliitionibtis ( 1543), encontramos nombres como los de Digges, Gilbert o Bruno, quienes se aventuraron a sacar conclusiones de la teoría copernicana más allá de lo establecido por el propio Copérnico. Situados en el fuego cruzado entre católicos y protestantes, sus propuestas deja­ ban adivinar tiempos difíciles para las nuevas ¡deas. La formulación de una propuesta astronómica conciliadora por parte del danés Tycho Brahe, en la que se combinaban elementos ptolemaicos y copernicanos, tal vez hubiera podido evitar la confrontación. Sin embargo, las obras de Kepler y Galileo, en las primeras décadas del siglo XVII, consolidaron la descripción copernicana con aportaciones originales en el campo de la física celeste y terrestre respec­ tivamente. En concreto, en este capítulo 3 se analiza en detalle el descubriu

Teorías del Universo

miento por parte de Kepler de sus tres famosas leyes de los movimientos pla­ netarios en el contexto de su búsqueda pitagórico-platónica de las armonías matemáticas subyacentes a los fenómenos celestes. Dichas leyes vendrían a reemplazar el viejo principio de circularidad y uniformidad de los movimien­ tos que, desde los tiempos de Platón, había presidido el desarrollo de la astro­ nomía, abriendo con ello la puerta a un nuevo tipo de explicación del com­ portamiento de los cuerpos celestes que culminará en la teoría de la gravitación newton iana. Por último, el capítulo 4 “La física y el movimiento de la Tierra” se ocupa de la aportación de Galileo Galilei a la construcción de una física compatible con el nuevo mundo heliocéntrico surgido décadas atrás con Copérnico. Y ello en un doble sentido. Por un lado, se expone la interpretación en clave copernicana de las nuevas observaciones celestes obtenidas mediante su recién inventa­ do telescopio; por otro, se atiende a la introducción de planteamientos inerciaíes y relativistas responsables del principio del fin de la todopoderosa física aristotélica. Así, sus ¡deas acerca del estado de movimiento y reposo de los cuer­ pos referido a sistemas móviles despejarán definitivamente el camino a la posi­ bilidad del movimiento de la Tierra, a pesar de que éste no resulte perceptible para nosotros, sus habitantes. Frente a las objeciones físicas acumuladas por aris­ totélicos y ptolemaicos, y a las que Copérnico no había podido responder satis­ factoriamente, Galileo pondrá de manifiesto que ningún argumento teórico basa­ do en la observación de fenómenos mecánicos sobre la superficie terrestre puede oponerse al veloz giro de la esfera terrestre. Nos hallamos en los umbrales de un nuevo mundo mucho más próximo a Einstein que a Aristóteles. Con Kepler y Galileo finaliza el volumen primero de las Teorías del Uni­ verso. Ha comenzado la apasionante aventura intelectual que conducirá a la gradual sustitución del esférico, finito y jerarquizado cosmos griego, aún defen­ dido parcialmente por Copérnico, por otro de características abiertamente contrarias como es el famoso sistema del mundo de Isaac Newton, punto de partida de la historia moderna del universo. Pero esta radical modificación en el modo de concebir el universo estuvo acompañada de un proceso en el que un nuevo y fundamental vínculo entre heliocentrismo, corpuscularismo y mecanicismo fue gradualmente creándose a lo largo del siglo XVII, fruto del cual tomó fuerza la idea del mundo como una gran máquina. A la construcción de la gran maquinaria del mundo se consagra, en par­ te, el volumen segundo de la presente obra. En él se examinará, entre otras cosas, las características del nuevo universo que verá la luz tras los sistemas mecánicos de Descartes, por un lado, y de Newton, por otro. O mejor, de los iz

Prólogo

dos tipos de universo enfrentados entre sí, el cartesiano y el newtoniano, que el siglo XVII dejará en herencia a los astrónomos de la Ilustración. Dicho volu­ men concluye con la muerte de Newton acaecida en 1727 y da paso a un ter­ cero en el que se analiza lo sucedido durante los dos siglos siguientes, concre­ tamente desde Newton y su sistema del mundo hasta las nebulosas extragaldcticas o galaxias del astrónomo americano Edwin Powell Hubble, en constante ale­ jamiento unas de otras. Cuando este tercer volumen concluya, habremos pasa­ do del eterno, inmutable y sereno cosmos antiguo al inquietante universo en expansión, de incierto final, que nos ha deparado el siglo XX. En cuanto a la Bibliografía que figura al final, está dividida en obras fuen­ te y obras de consulta. En general, el criterio de selección de las mismas ha estado determinado por el hecho de aparecer citadas a lo largo de las páginas que siguen. Pero también se incluyen otras que hemos tenido en cuenta en la elaboración de los diferentes capítulos, aun cuando no se mencionen de modo explícito. Por otro lado, el carácter interdisciplinar de este libro hacía aconsejable no presuponer conocimientos astronómicos, matemáticos o filosóficos específicos. De ahí, por ejemplo, que hayamos definido los términos técnicos que se encuen­ tran en él, o que hayamos hecho consideraciones introductorias a la filosofía de Aristóteles o de Descartes, por citar dos casos, a pesar de que unos lectores no pre­ cisarán lo primero, mientras que otros conocen sobradamente lo segundo. Confiamos, pues, en que la presente obra sea de alguna utilidad para quie­ nes, desde la filosofía o desde la ciencia, se interesan por cuestiones relaciona­ das con las teorías que, a lo largo de más de veintiséis siglos de historia, los seres humanos han llegado a construir acerca de ese siempre enigmático uni­ verso del que formamos parte. Pero, sobre todo, deseamos que la experiencia de adentrarse por el contenido de estas páginas resulte tan grata como ha sido para nosotros su redacción, a pesar del tiempo y esfuerzo que toda tarea inte­ lectual requiere para ser satisfactoria.

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1 El cosmos griego

i .i .

Qué interesa conocer

Desde tiempos muy remotos los hombres y las mujeres somos inquilinos permanentes (que no propietarios) de una única e intransferible morada, la Tierra. Desde ella contemplamos todo cuanto nos rodea. El peculiar y sor­ prendente hecho de que nosotros, sus habitantes, seamos los únicos (que sepa­ mos) observadores conscientes del gran espectáculo del mundo, condujo a suponer que ocupábamos un lugar privilegiado dentro del conjunto. Ello dio pie a hacer una distinción que ha jugado un papel fundamental en la historia del pensamiento cosmológico y que consiste en dividir el mundo en dos regio­ nes independientes y bien diferenciadas: la Tierra, por un lado, y el Cielo, con el resto de los cuerpos del universo, por otro. Diversos datos avalan esa distinción. En la Tierra los seres humanos que la habitan se ven sometidos al capricho de las poderosas fuerzas naturales que, en forma de inundaciones, tempestades, terremotos, seísmos, etc., producen asombro y terror a quienes los padecen. Además se advierte el constante apa­ recer y desaparecer por nacimiento o muerte de un tipo de seres que sólo exis­ ten en ella, los seres vivos. Frente a esta experiencia atormentada de la poten­ cia arrolladora de la Naturaleza en la que se desenvuelve la vida humana, otros seres, no terrestres, parecen mostrar una sorprendente serenidad. No hay sino que elevar los ojos al Cielo para que el espectáculo que se nos ofrez­ ca sea por completo distinto. Allí los cuerpos parecen existir eternamente, sin que se advierta en ellos el menor signo de envejecimiento o deterioro. Las estrellas, el Sol y la Luna se desplazan con señorial seguridad, no siendo afectados por catás­ trofes que alteren el orden inmutable del que disfrutan. Sus movimientos cíclicos son los responsables de los pocos acontecimientos regulares que tienen lugar en la Tierra: la sucesión de los días y las noches o el paso de las estaciones. 15

Teorías del Universo

Períodos de luz reemplazan a períodos de oscuridad, que son a su vez segui­ dos por nuevos períodos de luz, y así por siempre y para siempre. Su carácter repetitivo hace del transcurso del día y de la noche un fenómeno fácilmente predictible. Menos sencillo de anticipar resulta la llegada de las diversas esta­ ciones, si la única información que de ello se tiene es la atmosférica. Es evi­ dente, por ejemplo, que la irrupción de la época de lluvias o el desbordamiento de un río pueden retrasarse o adelantarse. Con el desarrollo de la agricultura, los pueblos que ya no eran meros reco­ lectores de frutos silvestres precisaban conocer el momento idóneo para sem­ brar, plantar, cosechar, vendimiar, etc. Y no sólo a la agricultura convenían los cálculos previos. La ganadería, la navegación o incluso la determinación del día más apto para emprender acciones militares o para realizar rituales mági­ co-religiosos llevaron al hombre primitivo a interesarse por el curso de los astros. En general el objetivo es múltiple. Se trata, por un lado, de determinar la alternancia de las estaciones. Y puesto que dicha alternancia parece deberse al desplazamiento aparente del Sol entre las estrellas, se hace imprescindible obser­ var éste con toda la minuciosidad posible. Por otro lado, hay un fenómeno visible en los cielos de enorme importancia debido a su regularidad: los cam­ bios periódicos de las fases de la Luna. Sol y Luna se convierten así en los cuer­ pos cuyo conocimiento reporta mayor provecho. ¿Pero mayor provecho para qué? La respuesta es sencilla e importante: para computar el tiempo. El carácter cíclico y regular de los movimientos celestes tiene como con­ secuencia inmediata permitir la medida del paso del tiempo. Esto es, hace posi­ ble la división en años, meses y días, y a su vez estos últimos en intervalos de igual duración (horas, minutos, etc.). Resulta así que, tomando como refe­ rencia el movimiento del Sol y de la Luna, se puede aspirar a elaborar un calen­ dario solar, lunar o soli-lunar. Este es sin duda uno de los temas fundamentales que presiden al naci­ miento de la astronomía: la medición del tiempo y la confección de calendarios. Para controlar la evolución de la vida en la Tierra es importante conocer los procesos celestes que influyen en ella. En ese sentido conviene observar para predecir. Ahora bien, no es esto lo único relevante en el estudio del Cielo. Des­ de otro punto de vista interesa explicar cuestiones de escaso o nulo interés prác­ tico inmediato. Durante miles de años los hombres se han preguntado y se siguen pre­ guntando cómo es el mundo en el que viven, qué forma tiene, cuál es su ori­ gen. En definitiva, nos enfrentamos aquí a un tema teórico de carácter cos­ ió

El cosmos griego

mológico referido al origen y configuración del universo. La respuesta puede ser mítica o racional, pero el caso es que en todas las culturas hallamos siquiera algún tipo de narración que pretende dar cuenta de la aparición y formación del universo. Con frecuencia se ha polemizado acerca de si en el origen fue primero el deseo de conocer el modo como el Cielo está organizado (cuestión cosmoló­ gica) o la necesidad de observarlo con precisión a fin de poder anticipar las posiciones futuras de los astros (cuestión astronómica). En realidad se trata de una discusión ociosa, no menos difícil de contestar que la referida a la priori­ dad del huevo sobre la gallina o viceversa. Desde tiempos muy lejanos el ser humano ha tenido la necesidad de ocuparse del entorno que rodea a la Tierra, y ello por razones tanto teóricas como prácticas. Lo que sí resulta cierto, no obstante, es que no siempre ambas cuestiones han sido abordadas y respondi­ das de modo compatible. El conflicto entre astronomía y cosmología ha pre­ sidido buena parte de la historia del conocimiento de los cielos.

1.2. Por qué comenzar en Grecia El primer capítulo de este volumen se refiere al cosmos griego, entendiendo por tal la concepción del mundo que se gesta en Grecia a partir del siglo VI a. C. y que recibirá la última gran aportación en el siglo II d. C. Evidentemente ello suscita el interrogante de por qué situar en este momento y en este lugar el comien­ zo de una obra dedicada a presentar las grandes teorías acerca del universo. Desde luego los griegos no fueron ni los primeros ni los únicos que con­ templaron la bóveda celeste con un interés tanto práctico como especulativo. Babilonios, egipcios, chinos, mayas, hindúes, hebreos, entre otros, lo habían hecho mucho antes. En concreto, si nos ceñimos a las dos culturas de mayor importancia desde el punto de vista astronómico, la babilónica y la egipcia, hemos de trasladarnos unos tres mil años antes de Cristo a dos zonas geográ­ ficas: Mesopotamia, localizada entre los ríos Tigris y Eúfrates (hoy Irak), y Egipto, atravesada de norte a sur por el río Nilo. En ambos casos se plantean los asuntos ya mencionados: la necesidad de medir el tiempo por razones ligadas a la agricultura, a la crianza de los ani­ males, a la navegación fluvial, a la concreción de fiestas religiosas, etc., y tam­ bién el interés por narrar la historia del universo. A lo primero responden acu­ mulando pacientemente gran cantidad de observaciones y elaborando a lo largo de siglos diversos tipos de calendarios (lunar en el caso de los babilonios *7

Teorías del Universo

y solar en el de los egipcios). Dado que ni el año solar ni el mes lunar son perío­ dos que abarquen un número entero de días (365 '/ 2 y 29 '/ 2 respectivamen­ te), resultaba laborioso coordinar el curso del Sol con el de la Luna y, por tan­ to, determinar una fecha fija de comienzo y final de las estaciones. Doce meses lunares sumarían sólo 354 días en vez de 365 '/4, de modo que al cabo de nue­ ve años se habría producido un desajuste de una estación. Éste era el princi­ pal problema al que tenían que hacer frente los mesopotámicos. En cuanto a los egipcios, estipularon un año solar dividido en doce meses de treinta días, esto es, 360 días, a los que agregaban cinco más. En total al año solar consta­ ba de 365 días, no añadiéndose el equivalente a nuestros días bisiestos (uno cada cuatro años). En consecuencia, en 120 años el retraso era de un mes. Pero pese a estas y otras dificultades, nadie puede negarles su extraordina­ ria habilidad en el arte de medir el tiempo, haciendo uso para ello de una rudi­ mentaria matemática. Cosa distinta es el tema de la conformación del univer­ so. Aquí la explicación es enteramente mítica, recurriéndose a la deificación de ciertos cuerpos y fuerzas de la Naturaleza. Así, en la cosmología mitológica de los babilonios se hablaba de un dios celestial, responsable del Cielo, de un dios terrestre, responsable de la Tierra, y de un dios de las tempestades, encargado del espacio que separa uno de otra. En definitiva, lo fundamental era el triun­ fo de los dioses sobre el caos primigenio y la imposición de un orden en el mun­ do centrado en la división Cielo-Tierra. Los egipcios, por su parte, adoraban al dios del Sol Ra y a la diosa del Cielo Nut, de cuyo cuerpo en forma de bóveda pendían estrellas y planetas. Cada día Ra recorría la espalda de Nut, atravesan­ do de este modo los cielos. En general podemos decir que en las culturas prehelénicas hay ciertos ras­ gos comunes, entre los que cabe destacar los siguientes: la imperfecta elabo­ ración de un calendario con la finalidad de obtener algún tipo de división y cómputo del tiempo; la necesidad, por tanto, de llevar a cabo observaciones de los movimientos celestes; el interés no sólo práctico sino religioso y, en oca­ siones, astrológico del estudio del Cielo (frecuentemente los astrónomos eran los encargados de los ritos y ceremonias, identificándose con los sacerdotes); el desarrollo de la aritmética y de la geometría (muy irregular, dependiendo de las culturas) a fin de poder llevar a cabo predicciones astronómicas; por últi­ mo, la construcción de cosmologías de carácter mítico, en las que el proble­ ma del origen y estructura del universo se hacía depender de la intervención de las divinidades, personificadas en el Sol, la Luna u otros seres naturales. Atendiendo a esto último, es claro que la cuestión cosmológica desborda por completo los límites de la experiencia. Ni la distribución espacial de los 18

El cosmos griego

cuerpos que integran el universo ni su origen en el tiempo pueden contem­ plarse directamente. Luego, los grandes interrogantes cosmológicos referidos a la forma del mundo (forma abovedada de base plana, de tabernáculo, de esfe­ ra, etc.), a su ordenación, finitud o eternidad exigen dar un "salto en el vacío”. Es preciso pasar de la pequeña parte que habitamos y observamos al conjun­ to, a la totalidad del universo, pero sin que nos sea posible acceder personal­ mente a dicha totalidad. Esta situación puede afrontarse de dos formas diferentes. La que nos es más familiar consiste en tratar de ampliar el conocimiento empírico de los cielos (en la actualidad construyendo aparatos cada vez más sofisticados que “vean” por nosotros), a fin de conocer el mayor número de regiones posibles del presente y del pasado. A partir de la observación de un ámbito limitado de fenómenos, hacemos extensiva esa información a otros fenómenos de manera inductiva, par­ tiendo del supuesto de que el universo que no vemos es como el que vemos. En este caso podríamos decir que la cosmología se nutre de la astronomía. Pero históricamente hallamos también un talante por completo diferente, que ha sido mencionado a propósito de egipcios y babilonios. La fuente ins­ piradora de la cosmología son los mitos, a menudo muy bellos, en los cuales se narra lo que los dioses han permitido saber al hombre sobre el modo como han creado u ordenado el mundo. El punto de partida no es la experiencia humana sino la revelación divina. En resumen, podríamos pues hablar de una cosmología mitológica y de una cosmología astronómica. Y el hecho es que el punto de inflexión de una a otra se da en Grecia. El tema tiene un alcance muy profundo que va mucho más allá del mero abandono del mito como forma de explicación. En el contexto de la cosmología astronómica no cabe plantearse el cono­ cimiento de la estructura del universo sin realizar observaciones precisas. Todo cuanto lleguemos a saber depende de la acumulación del mayor número de observaciones posibles. Ahora bien, por sí sola dicha acumulación no propor­ ciona información sobre la estructura global del universo (Kuhn, 1978: 5253). Por mucho que examinemos las posiciones relativas de los astros, ello no nos muestra ni su localización con respecto a la Tierra, ni su movimiento o su reposo, ni la forma que adoptan en conjunto, ni su hipotético origen en un remoto pasado. Ver, contemplar, mirar, no basta, entre otras razones porque no podemos situarnos fuera y abarcar todo con la mirada. Muy al contrario, el observador humano forma parte de lo que quiere observar y, por tanto, ha de hacerlo desde una posición necesariamente limitada. El problema enton­ ces a resolver es cómo pasar racionalmente de la parte al todo. Si las observa-

Teorías del Universo

dones no son suficientes, ¿con qué más contamos? Con la posibilidad de cons­ truir modelos teóricos que por un lado sobrepasan y por otro anticipan la pro­ pia experiencia. El tema es bien conocido por quienes en nuestros días se hallan próximos al quehacer científico, ya que se plantea en toda la ciencia natural y no sólo en la cosmología. En el sentido en que aquí se emplea el término, un modelo es una cons­ trucción racional espía, de representarse y justificar un dominio dado de fenó­ menos. Se trata de un marco general unificador que, desde luego, no se obtie­ ne recorriendo uno a uno los fenómenos a los que se aplica (por eso, no es necesario llevar a cabo todas las observaciones posibles). Más bien supone una auténtica creación del intelecto humano cuyo objetivo es la construcción de una estructura teórica que, aunque no se percibe, es capaz de hacer entender lo que se percibe. Los modelos no se ven, se piensan, pero pueden explicar lo que se ve. O mejor dicho, deben explicarlo ya que, una vez erigidos, han de ser contrastados empíricamente a fin de ser aceptados o rechazados. N o es cuestión de inventar arbitrariamente marcos teóricos sino de presentar aqué­ llos que sean aptos para dar razón de las apariencias. El ejemplo más conocido y divulgado en nuestra época es el que se refie­ re al modelo de átomo. Todo estudiante ha oído hablar alguna vez del modelo de átomo de Thomson, del de Rutherford y, sobre todo, del abstracto y alta­ mente formalizado modelo cuántico de Bohr. Dichos modelos pretenden mos­ trar la posible estructura del átomo que facilite la comprensión de los fenó­ menos de emisión y absorción de radiación. Pero nadie los ha “visto”, por muchas horas que haya pasado ante un microscopio. En nuestro caso lo que buscamos es nada menos que un modelo de uni­ verso, una estructura racional que permita integrar y organizar el conjunto de observaciones celestes que lqs pueblos han ido acumulando a lo largo de los siglos. Aspiramos a ir más allá del mero catálogo de estrellas, lo cual implica imponer un orden racional a un conjunto de datos experimentales plurales e inconexos. Como resultado obtendremos una teoría del universo. ¿Dónde y cuándo encontramos la primera teoría del universo que merez­ ca tal nombre? En Grecia, en el siglo VI a. C. Con anterioridad diversos pue­ blos a lo largo de más de treinta siglos se han interesado por el conocimiento del Cielo, pero ninguno ha elaborado un teoría en sentido estricto (entre otras razones porque en ellos no se ha dado un pensamiento cosmológico laico). La racionalización del universo es una empresa llevada a cabo por los griegos. De ahí que una obra dedicada a las teorías del universo, y no a la historia de la astronomía, comience con el cosmos griego. 20

El cosmos griego

A partir de aquí dos tareas nos aguardan. La primera consistirá en la expo­ sición de las principales observaciones de las que dispusieron los griegos refe­ ridas a las estrellas, al Sol, a la Luna y a los planetas. La segunda tendrá como objetivo considerar las características que adoptará el primer modelo teórico del universo en el ámbito de influencia de la filosofía de Platón.

1.3. El Cielo que observamos desde la Tierra Levantemos la mirada al Cielo y contemplemos el magnífico espectáculo que se ofrece a los habitantes del hemisferio norte (en el que se hallan tanto Mesopotamia y Egipto como Grecia). En una noche en la que la visión no se halle obstaculizada por las nubes u otros agentes perturbadores, lo que de modo más inmediato divisamos es un numeroso conjunto de luces en movimiento.

r.3.1. Las estrellas Una observación más atenta a lo largo de un cierto tiempo nos mostrará, primero, que la mayoría de esas luces se desplazan conjuntamente describiendo círculos de diferente tamaño; segundo, que su velocidad es invariable; tercero, que avanzan siempre en sentido contrario al de las agujas del reloj, esto es, de este a oeste, empleando en ello 23 h 56’ (día sideral). A los cuerpos luminosos que así se comportan se les conoce con el nombre de estrellas, o más precisamente de estrellasfijas, debido a que, a pesar de su movimiento, mantienen siempre sus distancias relativas. Únicamente la estrella polar (recordemos que hablamos del hemisferio norte) ocupa un lugar que permanece en reposo. Por otro lado, el Cielo como tal tiene un aspecto no plano sino abovedado; ello lleva a pensar que sobre nuestras cabezas se levanta algo parecido a una cúpu­ la o semiesfera. Si nos aventuramos a dar un paso más allá de la pura observa­ ción, tal como hicieron los griegos, bien podríamos completar la semiesfera convirtiéndola en una esfera completa, de modo que el mencionado Cielo se extendería no sólo por “encima” sino también por “debajo” de nosotros, envol­ viéndonos por entero. A dicha esfera le daremos el nombre de esfera celeste. Lo anterior tiene una ventaja evidente. En vez de tener que admitir que cada una de las estrella es capaz de desplazarse sin perder la posición que tie­ ne con las demás (como caballos de carrera que llegaran a la meta en el mis­ mo orden en el que salieron), es mucho más sencillo suponer que todas ellas 21

Teorías del Universo

están adheridas a la esfera celeste, y que es ésta la que gira sobre su eje, en sen­ tido este-oeste, con velocidad uniforme. En ese caso la única posibilidad es que las estrellas se trasladen conjuntamente, cosa que coincide con lo que se observa. El eje de la esfera celeste se orientará en la dirección norte-sur. Tal como se han descrito las cosas, se presupone que el observador ocupa la posición central, es decir, que la Tierra está colocada en el centro de la esfe­ ra de las estrellas. Además, por razones teóricas y prácticas los griegos asumie­ ron, a partir del siglo VI a. C., no sólo la esfericidad del mundo sino también la de la propia Tierra, cuyo centro coincidiría con el centro geométrico del universo. Tenemos pues una minúscula esfera dentro de otra gigantesca, con sus respectivos polos y ecuadores dispuestos de modo que el polo norte celes­ te esté exactamente encima del polo norte terrestre y el ecuador celeste sobre el ecuador terrestre. Por último, puesto que es a la esfera celeste a la que se con­ cede movimiento, la Tierra permanecerá en reposo (en términos heliocéntri­ cos, el giro de la bóveda celeste hacia el oeste se explica por el movimiento de rotación de la Tierra hacia el este) (figura 1.1).

Pero no todos los puntos luminosos que pueblan el Cielo se conducen de la misma manera. Quiere decirse, por tanto, que no todos son estrellas. Los que más destacan a simple vista como cuerpos con una personalidad propia 22

El cosmos griego

son el Sol y la Luna. En consecuencia convendrá estudiarlos por separado, comenzando por el primero de ellos.

1.3.2. El Sol Aparentemente el movimiento del Sol es el que nos puede permitir com­ prender algo tan importante como el momento de inicio y finalización de las estaciones del año. Para ello es imprescindible fijar sus posiciones sucesivas en relación con los únicos puntos de referencia de que disponemos, las estrellas. O sea, se trata de determinar el desplazamiento observable del Sol sobre el fon­ do de la esfera estelar. Pero ello no es posible hacerlo directamente, ya que de día la luz solar no permite ver las estrellas, y de noche lo que no puede obser­ varse es el propio Sol. Unas y otro nunca son visibles al mismo tiempo, razón por la cual hay que establecer procedimientos indirectos que permitan inferir la localización de este astro en todo tiempo. Si tuviéramos la paciencia de ir constatando uno tras otro los puntos en lo que el Sol desaparece por el horizonte (a partir de la observación de las estre­ llas que se hacen visibles inmediatamente después de su puesta), advertiríamos dos cosas. La primera, que dicho astro describe un círculo sobre el fondo de las estrellas, y la segunda que ese círculo solar no coincide con el ecuador celes­ te sino que se halla inclinado 23 '/2° con respecto a él (y, en consecuencia, tam­ bién lo está con relación al ecuador terrestre). A este canfino que en aparien­ cia recorre el Sol sobre el fondo siempre de las mismas estrellas se le denomina eclíptica (figura 1.2). Para mayor facilidad pueden dividirse sus 360° en doce segmentos ¡guales, agrupar las estrellas que caen dentro de cada uno de ellos en constelaciones y nombrarlas de alguna manera: Aries, Tauro, Géminis, Cán­ cer, Leo, Virgo, Libra, Escorpio, Sagitario, Capricornio, Acuario, Piscis. Pues­ to que muchas de ellas recibieron nombre de animales, los griegos las deno­ minaron constelaciones zodiacales. El Sol transita por este anillo zodiacal o eclíptica en sentido oeste-este, em­ pleando algo más de trescientos sesenta y cinco días y con velocidad no unifor­ me. Este movimiento solar permite una división fundamental del tiempo, el año. Todo el mundo conoce que a lo largo de este lapso de tiempo hay cuatro días especialmente señalados, a saber, los que marcan el comienzo de las estaciones. Puesto que el Sol no sale y se pone siempre por el mismo sitio, podríamos seña­ lar en la esfera celeste los puntos que corresponden a esos cuatro días, o sea, los dos solsticios y los dos equinoccios. En su recorrido hacia el este a lo largo

Teorías del Universo

de la eclíptica, hay épocas en las que el Sol está encima del ecuador celeste y, por tanto, en la zona más septentrional, y épocas en las que está por debajo en la zona más meridional. Para pasar de una a otra ha de cruzar el ecuador celeste en dos ocasiones. Es posible, entonces, destacar cuatro puntos de la eclípti­ ca: el punto más al norte posible, el más al sur, y los dos puntos en los que se cortan el ecuador y la eclíptica. El primero de ellos corresponde al solsticio de verano (22 de junio). En él, el Sol sale y se pone por el norte, las horas de luz son máximas; señala el comien­ zo de los días en los que la Tierra recibe más directamente los rayos solares y, en consecuencia, en los que hace más calor (siempre en el hemisferio norte). En cambio, en el solsticio de invierno (22 de diciembre) sucede todo lo con­ trario. El Sol sale y se pone por el sur, las noches son más largas, los rayos caen oblicuamente y la temperatura desciende. Por último, tenemos el equinoccio de primavera (21 de marzo) y el equinoccio de otoño (23 de septiembre), en los que el Sol atraviesa el ecuador, saliendo y poniéndose por el este y el oeste ver­ daderos. En ellos la duración de los días y las noches es aproximadamente la misma (equinoccio es un término de origen latino que significa “igual noche”). Resulta así que la división del año en primavera, verano, otoño e invierno se debe a la inclinación de la eclíptica (o a la inclinación del eje de la Tierra, en términos heliocéntricos) (figura 1.3). Puede tomarse como unidad de medida el tiempo que transcurre entre dos pasos consecutivos del Sol por el mismo punto equinoccial (normalmente el punto vernal o equinoccio de primavera). Tenemos entonces el año trópico,

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cuya duración ps de 365,2421 días (según estimaciones actuales). Pero tam­ bién puede contabilizarse el tiempo que tarda el Sol en volver a pasar sobre el fondo de una misma estrella. Hablamos entonces del año sidéreo, que dura 365,2563 días. Como se ve, uno y otro año no coinciden; su diferencia se debe al fenómeno conocido como precesión de los equinoccios (descubierto en Gre­ cia en el siglo II a. C.; epígrafe 1.7.3). Los puntos de intersección de la eclíp­ tica con el ecuador celeste van retrocediendo muy lentamente, con lo cual el principio de las estaciones se anticipa de año en año. Sin embargo, esto sólo es observable en períodos de tiempo muy largos, ya que se necesitarían 26.000 años para que cada punto equinoccial diera una vuelta completa alrededor de la eclíptica. Desde un punto de vista geocéntrico, puede explicarse por el cam­ bio de posición del ecuador celeste, debido al giro del polo de la esfera celes­ te en torno al polo de la eclíptica (figura 1.4) (sobre el modo heliocéntrico de explicar este fenómeno, consúltese el epígrafe 2.4.2). Todo lo dicho acerca del Sol se ha referido a un único tipo de movimien­ to, el llamado movimiento anual. Pero lamentablemente las cosas no son tan sencillas. Es evidente que así se ha explicado el paso de las estaciones, pero no la sucesión de los días y las noches. Para ello es necesario introducir otro tipo de movimiento, el movimiento diurno del Sol. No sólo las estrellas se trasladan diariamente de este a oeste; también lo hace el Sol y, en realidad, absoluta­ mente todos los cuerpos celestes. La inmensa esfera celeste arrastra en su giro a todo lo demás, de modo que nada en el universo se sustrae a este constante

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y regular movimiento, nada excepto la Tierra (o bien podría ser la Tierra la que girara sobre su eje hacia el este, en cuyo caso el resto de los cuerpos per­ dería su desplazamiento hacia el oeste). Si las estrellas emplean 23 h 56’ en la vuelta completa, el Sol necesita 24 h, resultando así que el día sidéreo no coin­ cide exactamente con el día solar. Se produce un desfase de cuatro minutos, que es el responsable de que en verano y en invierno no se vean las mismas estrellas. Recapitulando lo dicho con respecto al Sol tenemos un movimiento diur­ no que permite definir el día y un movimiento anual que determina la dura­ ción del año (en un planteamiento heliocéntrico, el primero de estos movi­ mientos se explicará por el de rotación de la Tierra y el segundo por el de traslación). Es decir, el Sol comparte el veloz movimiento de las estrellas que tiene lugar de este a oeste con velocidad constante. Pero además tiene un movi­ miento propio, mucho más lento, en sentido contrario, o sea, hacia el este, que no es uniforme (emplea seis días más en desplazarse del equinoccio de pri­ mavera al de otoño que al revés, pese a que la distancia que recorre es la mis­ ma). Naturalmente lo que se observa no son estos dos movimiento por sepa­ rado, sino la resultante de la combinación de ambos. Ello quiere decir que el comportamiento fenoménico de este astro es muy complejo e irregular. Des­ doblar su movimiento observable, en forma de espiral, en dos movimientos circulares supone una simplificación teórica en absoluto evidente.

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1.3.3. La Luna

En el caso de la Luna no es preciso detenerse en exceso, puesto que el esque­ ma explicativo empleado con el Sol le es aplicable. En efecto, el movimiento que de hecho se contempla puede descomponerse en un movimiento diurno, junto con las estrellas y el Sol hacia el oeste, y en un movimiento mensual, a lo largo de la eclíptica hacia el este. El movimiento mensual de la Luna se reali­ za, por tanto, en la misma región del Cielo que el movimiento anual del Sol, a saber, sobre el fondo de las constelaciones zodiacales. La duración del mes dependerá de que midamos el tiempo transcurrido entre dos fases iguales de la Luna (dos plenilunios, por ejemplo) o entre dos pasos consecutivos sobre el fondo de la misma estrella. En el primer caso hablaremos del mes sidéreo, que consta de 27,3216 días, y en el segundo del mes sinódico, que se extiende a 29,3305 días. Además la Luna se desplaza en la dirección norte-sur en torno a le eclíptica, de la que, sin embargo, no se aleja nunca más de 5°- En defini­ tiva, su movimiento observable ha sido descompuesto en tres movimiento teó­ ricos más sencillos.

1.3.4. Los planetas

Si han resultado ser complejos los movimientos del Sol y de la Luna, mucho más van a serlo los de otros puntos luminosos que se divisan en el Cielo, cuya conducta es tan anárquica que los griegos los denominaron astros errantes o pla­ netas. En apariencia los planetas no se distinguen de las estrellas a no ser por­ que, mientras estas últimas se trasladan disciplinadamente en círculos en tor­ no a la Tierra, los primeros son verdaderos vagabundos celestes. A simple vista se observan cinco planetas, que conocemos por sus nombres latinos: Mercurio, Venus, Martes, Júpiter y Saturno. Si queremos describir su curso, resulta impres­ cindible ahora más que nunca considerar su movimiento observable como com­ puesto de otros más simples. En primer lugar hay que referirse al movimiento que los planetas no pue­ den dejar de compartir con el conjunto de la esfera celeste de este a oeste. Todo cuanto nos rodea gira diariamente hacia occidente (o bien somos nosotros los que giramos hacía oriente cada veinticuatro horas). En segundo lugar, estos cuer­ pos se desplazan hacia el este, lo mismo que la Luna, siguiendo el recorrido del Sol a lo largo de la eclíptica. Ello quiere decir que las estrellas del zodíaco cons­ tituyen el fondo sobre el que caminan el Sol, la Luna y los cinco planetas, de

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modo que sus órbitas están aproximadamente en el mismo plano. El período de revolución es distinto para cada planeta, oscilando entre el año de Mercurio y Venus y los veintinueve años de Saturno. Pero el más desconcertante es el lla­ mado movimiento de retrogradación que sólo es atribuible a estos astros errantes. En su trayectoria hacia el este a lo largo de la eclíptica se hace notar que invier­ ten el sentido de su movimiento como si retrocedieran, describiendo una espe­ cie de bude o lazo que les llevaría hacia el oeste durante un corto intervalo de tiempo, para recuperar finalmente su camino normal (figura 1.5).

Cuando tal cosa ocurre, la velocidad se altera por completo, disminuyen­ do durante el retroceso y aumentando de nuevo después. Cada planeta retro­ grada un número distinto de veces en el recorrido normal de su órbita: Mer­ curio cada 116 días, Saturno cada 378, Júpiter cada 399, Venus cada 584 y Marte cada 780. Por último, hay que decir que los planetas se apartan de la línea de la eclíptica algo más que la Luna en dirección norte-sur, hasta un máxi­ mo de 8°. Ello supone que, junto a los tres movimientos anteriores en direc­ ción este-oeste y oeste-este, hay que incluir un movimiento latitudinal en esta otra dirección norte-sur. Queda por decidir una cuestión importante con respecto a los planetas: su ubicación dentro del conjunto. Lo único que ha sido establecido es que en los confines del mundo se hallan las estrellas, adheridas a la esfera que envuel­ ve el mundo, y que el centro lo ocupa la Tierra. Se sabe asimismo que el res­ to de los cuerpos celestes, esto es, el Sol, la Luna y los planetas avanzan sobre el fondo de las mismas estrellas (las zodiacales), vistos desde la Tierra. No cabe, por tanto, situarlos en la esfera de las estrellas, sino más bien en el gran espa­ cio que media entre la periferia y el centro. Los planetas están entre las estre­ llas y la Tierra. ¿En qué orden? (figura 1.6).

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El principio adoptado por los griegos fue el de considerar que a mayor tiem­ po empleado en recorrer las doce constelaciones del zodíaco (período del plane­ ta), mayor distancia al centro. Saturno emplea unos veintinueve años, Júpiter doce, Mane casi dos, Mercurio y Venus un año. Según esto, inmediatamente por debajo de las estrellas hay que situar las órbitas de Saturno, Júpiter y Marte. A partir de aquí el problema es decidir la colocación de cuerpos cuyo período medio es de un año: el Sol, Mercurio y Venus. Dos fueron las posibilidades que se bara­ jaron: Mane, Venus, Mercurio y el Sol, o bien Mane, el Sol, Venus y Mercurio. Esta segunda es la que finalmente se adoptó a partir del siglo III a. C. Dado que hay siete cuerpos, el Sol ocupará la posición 4. Por encima se sitú­ an tres planetas, los llamados planetas superiores, que pueden ser vistos a cual­ quier distancia de aquél, incluso a la máxima posible de 180° (oposición). Por debajo quedan otros tres, los dos planetas inferiores y la Luna. A diferencia de Saturno, Júpiter y Mane, la elongación máxima (o distancia angular máxima) de Venus está limitada a 46° y la de Mercurio a 28°. La órbita de la Luna en todo caso se considera la más próxima a la Tierra, de modo que el orden queda esta­ blecido como sigue desde la periferia al centro: las estrellas, Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio, la Luna y la Tierra (figura 1.7). En resumen, a partir de datos observables se ha ¡do configurando un mun­ do esférico en el que los planetas se hallan localizados a diferentes distancias del centro (el Sol y la Luna se asimilan a los planetas, no a las estrellas, aunque por sus peculiares características suelen merecer un tratamiento aparte). Por el con-

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Figura 1.7.

erario, todas las estrellas se sitúan en la periferia, equidistantes de dicho centro ocupado por la Tierra. El movimiento de estas últimas aparece como uniforme y circular; en cambio el de los planetas resulta tan complejo que es aconsejable su descomposición en otros más simples. Ahora bien, es manifiesto que con ello se ha rebasado el ámbito de la pura y estricta observación. Ni la esfericidad del universo, ni el movimiento de la esfe­ ra celeste, ni la posición central de la Tierra, ni la descomposición de los movi­ mientos planetarios son hechos de experiencia directa. Exactamente lo mismo que vemos podría haber sido descrito de otra manera, tal como siglos más tarde harán Copémico o Kepler. Esto quiere decir que las observaciones se han presentado interpretadas desde un modelo teórico. En concreto dicho modelo comienza a abrirse camino en Grecia, con la escuela pitagórica, y adquiere sus rasgos defi­ nitivos en el entorno de la filosofía de Platón. A ella hay que acudir para com­ prender cómo y por qué surge la primera teoría astronómica propiamente dicha, capaz de emprender la tarea de ordenar racionalmente el mundo.

1.4. El legado de Platón Antes de abordar la construcción del cosmos en el período de madurez de la filosofía griega ateniense, recordemos muy someramente a jónicos e itálicos y su desigual aportación a la empresa cosmológica.

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1 .4. 1 . Jónicos e itálicos Es ya un tópico situar el nacimiento de la filosofía, a finales del siglo VII a. C., en las colonias fundadas por los jonios en la costa oeste de Asia Menor (hoy Turquía), separada de la costa este de Grecia por el mar Egeo. Los jonios eran un pueblo de la antigua Grecia, que siglos atrás se habían visto obligados a emigrar huyendo de las invasiones dóricas. Algunas de sus ciudades han sido inmortalizadas por la historia de la filosofía presocrática; tal es el caso de Mileto, de donde procedían Tales, Anaximandro y Anaxímenes; Éfeso, la ciudad de Heráclito; Colofón, lugar de nacimiento de Jenófanes; o Clazomenes, de donde era oriundo Anaxágoras. Si agrupamos a todos estos filósofos por su lugar de nacimiento, Jonia, podríamos hablar de una cosmologíajónica, que se extiende a lo largo de unos dos siglos. Lo cierto es que, si bien introducen una manera absolutamente nueva de interrogarse acerca de la naturaleza de las cosas, no se puede considerar que su descripción del mundo suponga un efectivo avance con respecto a babilonios y egipcios (cuyas concepciones muy probablemente conocieron). Cielo en for­ ma de bóveda hemiesférica que se erige sobre una Tierra plana o, en el mejor de los casos, cilindrica; astros que se encienden al levantarse y se apagan al ponerse; astros ígneos que se dejan ver a través de orificios en el Cielo; etc., todo ello pone de manifiesto una concepción muy primitiva del universo. La extraordinaria innovación que representan sus planteamientos físicos, no tie­ ne su paralelismo en cosmología. Mucho mayor progreso, en cambio, se aprecia entre sus contemporáneos de las colonias griegas del sur de Italia. Aquí los nombres de lugares que sue­ nan son Elea, la ciudad de Parménides, y Agrigento (en Sicilia) la de Empédocles; Crotona, en donde Pitágoras (oriundo de Samos, en Jonia) creara su famosa escuela; o Tarento, donde nacieron los pitagóricos Filolao o Arquitas. En realidad este mayor progreso no se debe a los filósofos que podríamos lla­ mar “itálicos” en general, sino a los pitagóricos en particular. Por tanto, den­ tro de la cosmología itálica es la cosmología pitagórica la que merece destacarse entre los siglos VI y V a. C.

1 .4.2 . Los pitagóricos y la armonía del cosmos Los aspectos más generales de la descripción de las observaciones celestes hecha en el epígrafe 1.3 se deben a la escuela pitagórica. Es el caso de la afir­

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mación de la forma esférica del mundo, la localización de las estrellas fijas en esa esfera última en rotación, el establecimiento de la esfericidad de la Tierra, o la ubicación de la Luna, el Sol y los planetas en el espacio que media entre la Tierra y las estrellas. El centro lo ocuparía la Tierra o, en una versión muy extendida debida a Filolao (siglo V a. C.), un fuego central inmóvil en torno al cual giraría todo lo demás incluida la Tierra (como curiosidad cabe señalar que entre la Tierra y el fuego central, Filolao situó una Anti-Tierra a fin de proteger a aquélla de los rayos directos de éste) (figura 1.8). Asimismo fue ini­ ciativa de estos filósofos la descomposición del complejo movimiento obser­ vable del Sol en dos movimientos simples, el diurno y el anual (y probable­ mente también la del movimiento de la Luna y los planetas) (ver lo dicho en epígrafe 1.3).

Fácilmente se comprende la importancia de este modo de presentar las cosas para el estudio del Cielo. Conforme al planteamiento pitagórico, el movi­ miento de los astros ha de ser simplificado cuando la mera observación sólo nos ofrece datos irregulares y desordenados (o sea, en todos los casos, excepto en el de las estrellas). ¿Por qué? Porque en el mundo rige una armonía univer­ sal. El concepto de armonía en principio se aplica a los sonidos musicales. De hecho debemos a esta escuela el descubrimiento de que se producen sonidos armoniosos, esto es, diferentes pero acordes, cuando las longitudes de las cuer­ das de la lira o de cualquier otro instrumento guardan ciertas proporciones

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numéricas fijas; así hallaron el intervalo de octava, de quinta, de cuarta, etc. Pero de la armonía de la música se pasó a la armonía del cosmos. Las propie­ dades de los números gobiernan todas las cosas, desde el cuerpo humano a los cuerpos celestes. Ello significa que tanto las distancias a las que éstos se hallan unos de otros como sus movimientos han de ser armónicos. No cabe conce­ bir la menor irregularidad o asimetría en los desplazamientos que tienen lugar en el Cielo. Luego, los movimientos aparentemente desordenados del Sol o de la Luna han de ser reducidos a movimientos que adopten la figura simétrica por excelencia, el círculo. En definitiva es mérito de Pitágoras y sus seguidores haber aproximado la astronomía a la aritmética y a la geometría, pasando por la música (discipli­ nas todas ellas que integrarán el Quadrivium siglos después). Desde luego aún no se dispone de una astronomía cuantitativa capaz de predecir con exactitud los movimientos celestes. Sin embargo, el papel que se concede a la matemá­ tica es muy distinto del que se le atribuía entre babilonios y egipcios. Allí se trataba de realizar ciertas actividades de medición para poder establecer divi­ siones del tiempo útiles a la agricultura o la navegación; pero lo que no se encuentra es el menor atisbo de relación entre la estructura del mundo y la matemática. O dicho de otro modo, el mundo no obedecía a las propiedades de los números y las figuras sino al designio caprichoso de los dioses. La noción de ley, aplicada a los cuerpos celestes, es una conquista del espíritu griego. En el fondo de este tema se plantea una cuestión de enorme trascendencia en la cultura científica occidental: el lugar de la matemática en el conocimiento de la Naturaleza. Más allá de los pitagóricos y sus armonías cosmológico-musicales, el asunto nos conduce del sur de Italia a Atenas, concretamente ante la entrada de la Academia de Platón.

i .4.3. La concepción platónica de la astronomía Nacido en esa ciudad en el año 427 a. C., diversos viajes llevaron a Platón a establecer contacto con pitagóricos de Tarento, especialmente con Arquitas, discípulo del famoso Filolao. La combinación de la influencia recibida y de sus propias convicciones filosóficas dio como resultado el alumbramiento de una peculiar concepción del mundo de la que da cuenta fundamentalmente en el Timeo. En este diálogo, escrito en los últimos años de su vida, encontra­ mos ideas de sorprendente actualidad expuestas en un lenguaje tan alegórico, que no puede decirse que su lectura resulte fácil.

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£1 problema fundamental que se aborda en el Timeo es cómo alcanzar auténtico conocimiento, o sea, conocimiento verdadero y no sólo verosímil, del mundo sensible. Puesto que la verdad es atemporal (lo que es verdadero lo es siempre, como sucede en los teoremas geométricos), se plantea cómo obtener ese conocimiento universalmente válido de objetos en constante cambio. De ahí el famoso dualismo platónico entre un mundo de ideas inteligibles, eter­ nas e inmutables, y un mundo de cosas perceptibles, temporales y en perpe­ tua transformación. En sentido estricto sólo cabe ciencia de lo inteligible, pero entonces la astronomía y la física estarían condenadas de antemano (de hecho esta última sí quedará excluida por Platón del ámbito de la ciencia). La única manera de fundar una ciencia de lo visible es encontrar, tras este ámbito de lo visible, alguna huella de lo inteligible; o dicho en otros términos, rastrear elementos racionales en un contexto meramente sensible. Esto a su vez exige especificar aquello que caracteriza a lo racional entre lo sensible. En defi­ nitiva, se trata de saber qué quiere decir comprender aplicado al conjunto de cosas que afectan a nuestros sentidos, y no simplemente observar acumulan­ do datos empíricos. Einstein decía, asumiendo una posición profundamente platónica, que la comprensibilidad implica la creación de un cierto orden en las impresiones sensoriales. Y, en efecto, conocimiento racional y orden son tér­ minos que nunca caminan uno muy lejos del otro. Es posible hacer ciencia del mundo sensible (celeste) única y exclusivamente porque está ordenado, o mejor, según Platón, porque ha sido ordenado por la acción de un Demiurgo (en la filosofía griega la materia puede ser ordenada por un ser superior pero no crea­ da, como sucede en el pensamiento judío). ¿Qué entiende este filósofo por ordenación? Estar ordenado significa ser partícipe de algunos signos distintivos del mundo de las Ideas. Las formas inte­ ligibles o Ideas están jerarquizadas, de modo que no todas son de igual rango. En el grado más elevado hallamos las Ideas de Bien y de Belleza. Ambas presi­ den el ámbito de lo inteligible, otorgándole ciertas características: orden, armo­ nía, simplicidad, proporción, simetría. A su vez esta belleza del mundo inteligi­ ble se contagia al mundo sensible, permitiéndonos descubrir en él vestigios de racionalidad. El mundo sensible ha sido dispuesto por el Demiurgo a imita­ ción del inteligible; por ello es armonioso, regular, simétrico, bello. La cuestión que a continuación se suscita es la del lenguaje apto para expre­ sar esta belleza, que no es sensible sino racional (es posible apreciarla, por ejem­ plo, en un teorema matemático, más que en los colores de un paisaje de oto­ ño). La respuesta de Platón no nos sorprende veinticuatro siglos después: el lenguaje es el de las matemáticas. Dado que únicamente hay verdadero cono34

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cimiento de lo que no cambia, sólo es posible captar racionalmente lo que per­ manece invariante en todo cambio, la ley. Pero lo que la ley expresa son deter­ minadas relaciones invariantes. Son precisamente esas relaciones invariantes, presentes en la Naturaleza, lo que el científico ha de aprender y conocer. Todo ello no podía por menos de ejercer una influencia decisiva en la astro­ nomía. Esta ciencia se ocupa del movimiento de los astros. Ahora bien, habrá que dirimir si nos referimos a los complicados e irregulares movimientos que vemos, o a los simples y ordenados que no vemos. Pitágoras ha puesto de mani­ fiesto la posibilidad de descomponer la compleja trayectoria helicoidal del Sol en dos movimientos circulares simples, el diurno y el anual. Y la cuestión es si el movimiento real del Sol es el helicoidal que la observación pone de mani­ fiesto, o los circulares que hemos deducido racionalmente. La respuesta de Pla­ tón es clara: “Los verdaderos movimientos son perceptibles para la razón y el pensamiento, pero no para la vista” (Platón, 1969: V il, 529 d). Si los movimientos de los astros son susceptibles de ser conocidos racio­ nalmente y la astronomía como ciencia es posible, entonces quiere decirse que sus movimientos son ordenados, aunque la observación directamente no lo ponga de manifiesto. Luego, bajo los movimientos irregulares aparentes ha de ser posible encontrar los verdaderos movimientos regulares. En el Cielo ni hay ni puede haber astros errantes, que recorran cada vez un camino distinto. El Sol, la Luna y los planetas, aunque en apariencia describan trayectorias sin figura precisa, en realidad se hallan sometidos a la necesidad de una ley inal­ terable, como inalterables son las propiedades de las figuras geométricas. La astronomía está estrechamente emparentada con la geometría. Su obje­ to es el estudio de los sólidos en movimiento. El problema que se plantea es cuál sea la figura más adecuada a dichos sólidos y al movimiento que realizan. La respuesta no puede ser otra que la figura más simétrica, es decir, la más capaz de no verse alterada cuando es sometida a ciertas transformaciones como, por ejemplo, el giro. Y esa figura es desde luego la esfera (en tres dimensiones) y el círculo (en dos). En definitiva, la figura perfecta es la esfera y el movimiento perfecto es el circular. Estos criterios de tipo matemático-estético van a traer consigo la adopción de compromisos muy precisos, que influirán decisiva­ mente en el desarrollo de la astronomía desde el siglo IV a. C. hasta el siglo XVII. Resumidamente pueden ser expresados como sigue: 1. Tanto los cuerpos celestes como la Tierra tienen forma de esfera (hay también argumentos empíricos en favor de la esfericidad de la Tierra que se expondrán en otro momento).

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2. 3. 4. 5.

El cosmos tiene forma esférica y, por tanto, es finito. La esfera de la Tierra se halla en el centro de la esfera cósmica. Todos los movimientos celestes son circulares. La velocidad angular (el término es moderno) de los cuerpos celestes es invariable (algunos autores niegan en la actualidad que Platón for­ mulara explícitamente este requisito). 6. El sentido de los movimientos circulares planetarios es siempre el mis­ mo; no hay inversiones de sentido. A partir de Platón la astronomía se moverá dentro de los límites que mar­ can estas proposiciones. Para romperlos será preciso aguardar al heliocentrismo de Copérnico, a las leyes de Kepler, a la ley de inercia de Descartes y Newton. La esfera y el círculo perderán su posición privilegiada, pero lo que no desaparecerá es la extraordinaria importancia de la geometría, o mejor, de la matemática en general en la explicación de la Naturaleza. Muy al contrario su aplicabilidad se extenderá con Galileo del Cielo a la Tierra, abarcando un ámbi­ to de fenómenos que habían sido excluidos por Platón de la posibilidad de matematización. Según este filósofo, los fenómenos terrestres (a diferencia de los celestes) no parecían esconder la menor regularidad, el más mínimo orden y, por tan­ to, no eran susceptibles de ser conocidos racionalmente. De la Tierra no podía haber ciencia. La física, a diferencia de la astronomía geométrica, no era una ciencia porque no es posible conocer lo que está en incesante cambio. Y es que el mundo está dividido en dos regiones bien diferenciadas, la región supralunar, arriba, y la región sublunar, abajo (el abajo está en el centro, el arriba en la periferia), o lo que es lo mismo, el Cielo y la Tierra respectivamente. El gra­ do de perfección de cada una de ellos es distinto. Si deseamos contemplar el reflejo de lo Bueno y de lo Bello en el ámbito de lo sensible, elevemos nues­ tros ojos, porque lo perfecto, lo divino, reside arriba, en tanto que lo imper­ fecto, lo humano, abajo. Lejos de la homogeneidad de un universo mecánico, en el cosmos de Platón a los seres celestes corresponde el lugar superior; a los terrestres, incluidos los humanos, el inferior.

1.5. La teoría planetaria de Eudoxo La contribución de Platón a la astronomía es exclusivamente teórica. Su concepción del papel que debe jugar la geometría en el conocimiento del ver­ 36

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dadero Cielo le conduce a plantear el ideal de una astronomía geométrica capaz de imponer un orden racional al conjunto de observaciones acumuladas por los antiguos. Pero este filósofo no construye una teoría concreta en la que se traten de salvar las apariencias celestes, esto es, en la que se muestre cómo los complejos movimientos de los astros pueden reducirse a movimientos más simples e inteligibles. Una teoría de estas características es necesaria sobre todo allí donde la obser­ vación pone de manifiesto movimientos desordenados y caóticos, y no tanto Cuando lo que se ve está ya de suyo ordenado. De ahí que el auténtico reto intelectual consista en el comportamiento de los planetas, y no del de las estre­ llas. En ese sentido, la historia de la astronomía de Platón a Kepler es ante todo una teoría planetaria, cosa que no había sido con anterioridad al siglo IV a. C.

r.j.i.

El “problema de Platón”

A simple vista las estrellas se desplazan conjuntamente, siempre de este a oeste, describiendo círculos con velocidad constante. Una manera fácil de inter­ pretar estos datos ha sido disponer que se hallan adheridas a una esfera, la cual gira constantemente sobre su eje, arrastrándolas (epígrafe 1.3.1). Ahora bien, la aplicación de un principio de analogía puede llevar a suponer que, al igual que las estrellas son trasladadas por una esfera en rotación, lo mismo sucede con los restantes cuerpos celestes. Así, cada uno de ellos estará situado en la cara interna de una esfera transparente que gira en torno a la Tierra. Puesto que son siete los cuerpos celestes a alojar (cinco planetas, más el Sol y la Luna), siete serán las esferas que los contengan. Si a ellas añadimos la de las estrellas, pode­ mos representarnos el mundo como compuesto de ocho esferas concéntricas a la Tierra, que constituyen las órbitas de cada cuerpo celeste (no hay que con­ fundir la esfera del propio cuerpo con la esfera de su órbita) (figura 1.7). Esta representación del mundo gozó de enorme popularidad, primero en Grecia y después en la Europa de la Baja Edad Media y del Renacimiento. Su fácil aceptación quizá provenga del hecho de combinar la simetría de un mun­ do gobernado por la esfera con la atribución de la posición central a los obser­ vadores humanos. Pero, en todo caso, no puede sino tratarse de una repre­ sentación esquemática, exageradamente simplificada. La razón es clara. Si los planetas, el Sol y la Luna viajaran cada uno en su correspondiente esfera lo mismo que hacen las estrellas en la suya, su movimiento aparente debería ser el mismo que el de estas últimas. Al girar cada órbita esférica sobre su eje con

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velocidad constante, obligaría al cuerpo que se aloja en ella a desplazarse siguien­ do un solo círculo. Visto desde la Tierra el movimiento planetario, por tanto, aparecería como uniforme, circular y siempre en el mismo sentido. Pero bien sabemos que no es así. Se presenta, en consecuencia, una ardua tarea que según la tradición habría sido encomendada por Platón a los geómetras. No parece, sin embargo, que fuera formulada por ¿I mismo sino por un discípulo suyo, Eudoxo. En todo caso no hay que salir del recinto de la Academia para ver abordada una osada empresa astronómica, consistente en mostrar que los movimientos, en apa­ riencia erráticos, de los planetas pueden considerarse como la resultante de movimientos absolutamente ordenados, cuya combinación produce la impre­ sión de falta de orden que de hecho se observa. Se trata, en definitiva, de asi­ milar los planetas a estrellas. Según el conocido testimonio de Simplicio, autor del siglo VI d. C., Platón habría fijado el problema planetario en los siguientes términos: “Cuáles son los movimientos circulares, uniformes y perfectamente regulares que convie­ ne tomar como hipótesis a fin de salvar las apariencias presentadas por los pla­ netas”. Aun cuando sea dudoso que fuera personalmente este filósofo el que planteara este reto a los astrónomos, dicho problema se conoce como el pro­ blema de Platón. En todo caso, quien ofreció primero una respuesta concreta fue Eudoxo. A él debemos la primera teoría planetaria propiamente dicha, la teoría de las esferas homocéntricas.

1 .5 .1 . Eudoxo de Cnido y la teoría de las esferas homocéntricas Oriundo de Cnido (Asia Menor), Eudoxo (408-355 a. C.) fue primero discípulo del pitagórico Arquitas de Tarento y después de Platón. Al parecer, un viaje a Egipto le habría proporcionado información empírica más precisa del movimiento de los astros de la que se disponía en aquel momento en Ate­ nas. Su objetivo como geómetra y astrónomo fue dar razón de las observacio­ nes en el marco de las enseñanzas recibidas en la Academia. Para ello adoptó como punto de partida el movimiento circular que se origina por rotación de una esfera sobre su eje, de modo que lo que debería encontrarse es el modo de salvar las apariencias mediante la combinación de esferas en rotación. Según se ha indicado ya, no es posible limitar la estructura del mundo a un conjunto de ocho esferas, una por cuerpo. Precisamente la solución pro­ puesta por Eudoxo fue la siguiente: introducir, junto a las esferas que trans­ 38

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portan un astro, otras vacias o sin astro, cuya función sería ia de agregar su movimiento al de las anteriores. Como consecuencia, el movimiento circular del cuerpo en cuestión en su esfera se vería mediatizado por el movimiento de las restantes esferas vacías, produciendo la apariencia de movimiento comple­ jo que se observa. Para establecer cuál es el número y las particularidades de esas esferas sin astro hay que acudir a la descomposición de los movimientos del Sol, la Luna y los planetas llevada a cabo con anterioridad. Los únicos cuerpos que no precisan esferas adicionales son las estrellas. Aquí basta con suponer una única esfera, que gira de este a oeste, con velocidad uni­ forme, empleando 23 h 56’ en dar la vuelta completa (día sidéreo). Su eje se orienta en la dirección norte-sur, lo mismo que el de la Tierra. Al círculo máxi­ mo, perpendicular al eje, que equidista de los dos polos, se le denomina ecua­ dor celeste (figura 1.9).

En cambio, cuando nos ocupamos del movimiento del Sol, una sola esfe­ ra ya no es suficiente. Recordemos que los pitagóricos habían descompuesto su movimiento helicoidal aparente en dos movimientos simples, el movimiento diurno y el movimiento anual. En consonancia con este planteamiento, Eudoxo introducirá una esfera para cada uno de estos dos movimientos, de modo que dispondrá de una para dar razón de la sucesión de los días y de las noches,

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y de otra para el paso de las estaciones. Puesto que en virtud del primero de estos movimientos, el Sol sigue a las estrellas en su desplazamiento diario hacia el oeste, las características de la primera de las esferas serán las mismas que la de las estrellas: giro de este a oeste cada veinticuatro horas (día solar), eje que pasa por los polos norte y sur celestes y velocidad constante. En su interior y en contacto con ella, se sitúa una segunda esfera respon­ sable del recorrido anual del Sol a lo largo de la eclíptica. Dado que ésta es un círculo que se halla inclinado 23 V2° con respecto al círculo del ecuador celes­ te, podría considerarse a su vez como el ecuador de esa segunda esfera, cuyos polos deberán tener los mismos grados de inclinación con respecto a los polos celestes. Asimismo, puesto que el movimiento anual tiene lugar hacia el este (el Sol sale y se pone cada vez más hacia el este), su sentido de rotación, a dife­ rencia del anterior, será de oeste a este. En cuanto a la velocidad se supone que es constante, lo que quiere decir que Eudoxo no abordó el problema de la apa­ rente mayor velocidad del Sol en invierno que en verano. Por último, dentro de esta esfera se sitúa una tercera, cuya misión sería explicar el movimiento latitudinal del Sol. Sin embargo, no parece que fuera necesaria ya que este astro no se aleja más de un grado de la línea de la eclíptica. Con dos esferas hubie­ ra sido suficiente (figura 1.10).

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Pasando ahora a la Luna, sabemos que su movimiento aparente tampoco es como el de las estrellas. Para simplificarlo es preciso distinguir entre su movi­ miento diurno y su movimiento mensual. Luego se hará uso de dos esferas res­ ponsables de uno y otro tipo de movimiento. La más externa justifica el movi­ miento hacia el oeste que la Luna comparte, lo mismo que el Sol, con las estrellas. En consecuencia, puede aplicársele la descripción hecha con respec­ to a la primera esfera solar. La segunda esfera ha de explicar el movimiento peculiar de la Luna en un mes. Este astro atraviesa mensualmente la eclíptica, empleando en ello 27,32 días (mes sidéreo). A lo largo de esta vuelta comple­ ta al zodíaco cambia ostensivamente de fases. El tiempo que transcurre entre dos fases iguales de la Luna es de 29,53 días (mes sinódico). Existe pues un des­ fase en más de dos días entre el mes sidéreo y el mes sinódico, produciéndose la reaparición de la Luna nueva cada vez más hacia el este sobre el fondo de las estrellas zodiacales. Todo ello permite inferir el modo como ha de concebirse la segunda esfera lunar: la rotación ha de tener lugar en el sentido oeste-este, su eje estará inclinado 23,/2° con respecto al eje de la primera esfera a fin de que su ecuador coincida con la eclíptica y su velocidad se considera que es invaria­ ble (no teniendo en cuenta las variaciones de velocidad que se observan en este cuerpo celeste). Finalmente hay que decir que la Luna se aparta un máximo de 5° de la eclíp­ tica. Le corresponde pues un movimiento latitudinal, para el cual Eudoxo intro­ duce una tercera esfera que aquí, a diferencia del Sol, sí tiene justificación. La inclinación de su eje ha de ser de 5° con respecto al de la segunda esfera y el sen­ tido de su rotación coincidirá con el de la primera, o sea, de este a oeste, debido a que los puntos de desviación máxima al norte y al sur de la eclíptica se despla­ zan cada vez más hacia occidente en relación a las estrellas fijas (figura 1.11). Eudoxo se sirve pues de tres esferas para explicar el movimiento del Sol y de otras tantas para el de la Luna. En cada uno de estos sistemas de tres esfe­ ras, dos de ellas son vacías, la primera y la segunda, en tanto que la más inte­ rior es la que contiene el cuerpo celeste (en particular en la región del ecua­ dor). Puesto que el cuerpo en cuestión no abandona jamás esta posición, su desplazamiento es necesariamente en círculo. Sin embargo, la combinación de la rotación uniforme de la esfera que lo transporta con las correspondientes rotaciones de las otras dos, permite explicar la compleja trayectoria que se observa desde el centro común a todas ellas, la Tierra. En resumen, hasta el momento contamos con siete esferas (las tres de la Luna, las tres del Sol y la de las estrellas). Pero evidentemente su número ha de ser superior, puesto que aún no han aparecido en escena los cinco planetas.

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Consideremos en conjunto el movimiento de Saturno, Júpiter, Marte, Venus y Mercurio. Fácilmente puede suponerse que al menos dos esferas serán necesarias para cada uno de ellos. La primera permitirá dar cuenta de la dia­ ria rotación hacia el oeste que es común absolutamente a todos los cuerpos celestes (o sea, es común a cuanto se observa desde la Tierra; de lo contrario no podría ser equivalente al movimiento de rotación del observador hacia el este en un planteamiento heliocéntrico). La segunda esfera ha de servir para explicar la vuelta completa que cada planeta realiza a lo largo de la eclíptica (período sidéreo), empleando en ello tiempos distintos (desde los veintinueve años de Saturno hasta el año de Mercurio y Venus). Luego, las características de estas dos esferas básicamente coincidirán con la primera y la segunda esfe­ ra del Sol o de la Luna, a excepción del período de rotación. Pero además los planetas, en su recorrido zodiacal, por un lado, se alejan de la línea de la eclíptica no más de 8o en la dirección norte-sur y, por otro, invierten el sentido normal de su movimiento hacia el este, desplazándose tem­ poralmente hacia el oeste y variando sensiblemente su velocidad. O sea, hay que explicar su movimiento latitudinal y, lo más difícil, su movimiento de retrogradadon. Para ello, Eudoxo se servirá de dos esferas más, esto es, de una tercera y de una cuarta, con velocidades iguales y sentidos opuestos, en torno

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a ejes inclinados entre sí de modo diferente para cada planeta. La cuestión, difícil de visualizar, es el modo como un cuerpo situado en el ecuador de la esfera más interna, la cuarta, trazaría sobre el zodíaco una figura similar a un ocho. Al combinarse con el movimiento uniforme de la segunda esfera hacia el este, produciría un efecto parecido al de avance y retroceso en el camino del planeta a lo largo de la eclíptica (en un planteamiento heliocéntrico, este movi­ miento retrógrado aparente es consecuencia del adelantamiento mutuo de la Tierra y los planetas en su recorrido orbital) (figura 1.12).

En definitiva, se precisan veinte esferas para salvar el comportamiento apa­ rente de los cinco planetas, cuatro para cada uno de ellos. Sólo la cuarta trans­ porta en su interior al planeta en tanto que las otras tres están vacías, pero todas están ligadas entre sí. En efecto, la más interna está en contacto por los polos con la que la envuelve inmediatamente, y ésta con la anterior, y así hasta lle­ gar a la primera. Eudoxo pone en juego un total de veintisiete esferas homocéntricas. El centro común a todas ellas está ocupado por la Tierra. 43

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Esta primera teoría planetaria logra reproducir, de modo meramente aproxi­ mado, los movimientos irregulares observados mediante la combinación de movimientos circulares y uniformes. Cumple pues con el objetivo de tratar de ordenar los erráticos movimientos planetarios dentro de un marco de com­ prensión teórico. Pero no llega a tener una precisión cuantitativa suficiente. De hecho, los modelos teóricos con capacidad predictiva son posteriores al siglo III a. C. y no harán uso de esferas homocéntricas. No obstante, se busca la acomodación a los hechos observables en el Cielo. De ahí que en la escue­ la de Eudoxo en Cícico, otros autores como Polemarco y Calipo continuaran trabajando en pos de un mayor ajuste de la teoría. Fruto de esto será el aumen­ to del número de esferas que éste último llevará a cabo a fin de explicar mejor el movimiento de algunos cuerpos. En concreto añadirá dos más a cada una de las tres esferas del Sol y de la Luna y una a las cuatro de Marte, de Venus y de Mercurio. Se pasa así de veintisiete a treinta y cuatro esferas.

7.5.3. Dificultades de la teoría de Eudoxo Todo este inmenso esfuerzo, sin embargo, se enfrentaría a algunas dificul­ tades insalvables. Es consustancial a esta concepción que cada cuerpo celeste permanezca siempre equidistante de la Tierra, puesto que se mueve en una esfera que tiene a ésta como centro. El problema es que el brillo de los plane­ tas no es siempre el mismo; por el contrario, hay grandes variaciones de unos momentos a otros, en concreto cuando una retrogradación tiene lugar. Estas variaciones son especialmente visibles en el caso de Marte o Venus y se inter­ pretaban como modificaciones de la distancia al observador. Ahora bien, es claro que un modelo basado en esferas homocéntricas no podía asumir dife­ rencias de distancia al centro y, en consecuencia, no era capaz de explicar la diversidad de brillos planetarios. Tampoco daba cuenta de la desigual veloci­ dad con la que el Sol, la Luna y los planetas recorren aparentemente la eclíp­ tica. Estos y otros inconvenientes motivaron que la astronomía posterior se apartara de la teoría planetaria propuesta por Eudoxo. Pero éste no es el único obstáculo al que la teoría tenía que hacer frente. El estudio del Cielo no sólo tiene como meta el cálculo y la predicción, sino también la construcción de un sistema del mundo, entendiendo por tai el con­ junto organizado que forman estrellas y planetas. Interesa abarcar la peculiar disposición de las partes del universo, de la que resulta su configuración. Astro­ nomía y cosmología representan enfoques distintos pero no desligados; en con­ 44

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creto la segunda se asienta sobre la primera, puesto que el modelo cosmológi­ co no puede prescindir del modelo astronómico. La teoría de las esferas homocéntricas de Eudoxo y Calipo es fundamen­ talmente un teoría de carácter astronómico-geométrico, que se propone como tarea prioritaria la explicación racional de los irregulares movimientos plane­ tarios. La cuestión que ahora se suscita es el tipo de sistema del mundo que cabe defender a partir de ella. A primera vista puede parecer que la respuesta es sencilla. El mundo estaría constituido por un conjunto de esferas concón' tricas en contacto, de menor tamaño y mayor movimiento conforme avanza­ mos de la periferia al centro. Los cuerpos celestes serían eternos viajeros de las esferas que los transportan con una inexorabilidad desconocida en cualquier otro ámbito natural. Pero esta configuración del mundo sólo conviene a un esquema simplificado. El hecho es que para cada cuerpo se ha arbitrado un conjunto, bien de tres, bien de cuatro esferas, con el fin de justificar el movi­ miento de ese cuerpo en particular, prescindiendo del movimiento de los res­ tantes. Resulta así que nos encontramos con siete subsistemas inconexos de esfe­ ras independientes, pero no con un sistema único del cosmos que integre todos los cuerpos en una representación global. La teoría de las esferas inicia un camino de investigación del Cielo que en Grecia se bifurcará en dos direcciones. La primera conduce a la poderosa e influ­ yente cosmologúi aristotélica (siglo IV a. C.). La segunda permite asistir, a lo lar­ go de cinco siglos (desde el siglo III a. C. al siglo II d. C.), a la gradual consti­ tución de un astronomía alternativa conocida como astronomíaptolemaica. El epígrafe 1.6 se ocupará del pensamiento cosmológico de Aristóteles, en tanto que el epígrafe 1.7 abordará la empresa de Ptolomeo y sus predecesores.

i.6. Física y cosmología en Aristóteles Aristóteles, lo mismo que Eudoxo, fue miembro de la Academia de Pla­ tón y, por tanto, discípulo de este filósofo durante veinte años. Oriundo de Estagira, ciudad de Macedonia (al norte de la península de Grecia), se trasla­ dó a Atenas en el año 368 a. C., cuando contaba diecisiete años y allí perma­ neció hasta la muerte del maestro (347 a. C.). A continuación pasó a vivir en Asia Menor durante cinco años, al cabo de los cuales regresó a su tierra natal, Macedonia, en donde desempeñó el cargo de preceptor del hijo del rey Filipo, Alejandro Magno. En el año 336 Alejandro sucedió a su padre en el tro­ no y un año más tarde Aristóteles se dirigió de nuevo a Atenas. En esta ciudad 45

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abrió su propia escuela, el Liceo, en coexistencia con la Academia. En el año 322 a. C. morirá fuera de Atenas (en Calcis de Eubea), dejando tras de sí una amplia e importante obra filosófica en general y físico-cosmológica en parti­ cular. Dos son fundamentalmente los escritos relacionados con este tema: la Física con ocho libros o capítulos, y Del Cielo, dividido en cuatro libros.

1 . 6. 1 . Física terrestre y física celeste Pese al contacto con la filosofía de Platón, la reflexión de Aristóteles con res­ pecto a la Naturaleza sigue un camino original y propio. Quizá la diferencia más fundamental sea la contraposición entre un cosmos (el platónico) regido por un principio de ordenación geométrico y un cosmos (el aristotélico) gobernado por un principio de carácter físico. Pero en todo caso comparte con su maestro la idea de cosmos como totalidad presidida por un criterio de perfección, el cual determinará una jerarquización de los lugares o regiones. En concreto la mayor excelencia ha de corresponder a lo que está arriba en el Cielo; la menor a lo que está abajo en la Tierra (así es también en el lenguaje religioso al que estamos habi­ tuados; en la Edad Media el infierno se localizará por debajo de la Tierra, en con­ sonancia con su nulo grado de excelencia). Ahora bien, dicho grado de perfec­ ción se entenderá de modo muy distinto en ambos filósofos. El universo se halla dividido en dos partes por completo heterogéneas: el mundo supralunaro Cielo y el mundo sublunar o Tierra. La línea divisoria está en la esfera de la Luna, perteneciendo ella misma a la región superior. En Pla­ tón esta heterogeneidad se debe a que sólo el mundo supralunar participa de ciertas características del mundo de las ideas, en especial de las Ideas de Bien y de Belleza. Ello se traduce en orden, simetría, regularidad, de los verdaderos movimientos celestes, lo que permite hacer ciencia sobre ellos. Los movimientos celestes son los únicos que están provistos de racionalidad porque son ordena­ dos, porque obedecen a leyes tan inmutables como las propiedades de las for­ mas geométricas. Esas leyes no pueden ser descubiertas por los sentidos; de ahí que la astronomía deba elevarse por encima del nivel puramente observadonal hasta situarse a una altura próxima a la geometría. Nada de esto es posible con respecto a los finitos y contingentes cambios que acontecen en la Tierra. Los seres terrestres están sometidos a una constante mutación que es posible constatar empíricamente, pero de la que no hay ni puede haber ciencia. Podría­ mos decir que la única ciencia natural que admite el planteamiento platónico es la astronomía, quedando excluida la física. 46

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Aristóteles mantendrá la partición del cosmos en dos regiones bien dife­ renciadas y separadas por la esfera de la Luna, pero no asumirá la tesis según la cual sólo es posible el conocimiento de los inmutables seres supralunares. Por el contrario, defenderá la posibilidad de una ciencia del Cielo y de una ciencia de la Tierra, lo cual quiere decir que aspira a conocer en el ámbito de lo sensible algo distinto de lo que pretende Platón. ¿En qué consiste el cono­ cimiento científico? El filósofo estagirita no niega que la ciencia es conocimiento de lo uni­ versal permanente, y no de lo singular cambiante. Efectivamente, no se trata de saber qué es el objeto que tengo delante de mí aquí y ahora, sino de lo que son todos los objetos de su misma clase a partir de la determinación de cier­ tas características básicas que le son atribuibles en todo lugar y en todo tiem­ po. Es cierto que los sentidos nos ponen en contacto con un mundo de cosas y cualidades en constante mutación. Pero ello no significa que no haya nada estable que aprehender en él. En este punto Aristóteles mantiene una posición de la mayor importancia para el pensamiento físico de los siglos siguientes: lo que constituye objeto de conocimiento científico no son las leyes sino las cau­ sas que operan siempre que se produce un cambio. Necesariamente las causas producen sus efectos, o los efectos derivan de sus causas, de modo que no hay movimiento sin motor. Así, hay ciencia de las cosas sensibles, celestes o terres­ tres, porque la ciencia no es conocimiento de las relaciones cuantitativas invaria­ bles sino de las causas que determinan la aparición de losfenómenos. Todo cuanto es, es por alguna causa o principio. En consecuencia, la expli­ cación racional de los seres en su conjunto exige su investigación a fin de poner de manifiesto, no sólo el qué, sino el porqué. Y ello se descubre gracias a la información que proporcionan los sentidos. Éstos perciben un objeto, y lue­ go otro, y luego otro que guardan alguna similitud entre sí. A partir de la obser­ vación de muchos casos particulares, el intelecto llega a establecer ciertas pro­ piedades esenciales que necesariamente han de pertenecer a todos los objetos de la misma clase. De este modo se alcanza inductivamente un conocimien­ to de lo universal desde lo singular, en contra de la opinión platónica. El estudio de la Naturaleza y de los seres que la integran deberá consistir, por tanto, en la búsqueda de sus causas o principios, y no de las leyes a las que pudieran obedecer. Ahora bien, puesto que lo propio y lo peculiar de las cosas que percibimos es que están sujetas a cambio, la ciencia de lo sensible se ocupa­ rá de tas causas del cambio. O expresado de otra manera, lo que importa saber es por qué los objetos del universo en su conjunto se comportan de tal o cual manera; por qué los astros se mueven como dicen los astrónomos que lo hacen,

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y también por qué sobre la superficie terrestre unos cuerpos descienden (las piedras, por ejemplo), mientras otros ascienden (el vapor o el fuego). La investigación no debe limitarse al Cielo, sino que ha de abarcar también la Tierra, ya que tan persistentes son las causas del giro de las estrellas como las de la caída de las piedras. Hay pues una física terrestre y una física celeste que no se unifican en una sola, debido a que el Cielo no es como la Tierra o la Tierra no es como el Cielo (esta opinión se mantiene hasta el siglo XVII). Así, a dife­ rencia de Platón, Aristóteles entiende que tanto los inmutables cuerpos celes­ tes como ios cambiantes y perecederos cuerpos terrestres son susceptibles de ser considerados objetos de conocimiento. Ello nos lleva a plantear la siguiente cuestión: ¿qué entiende Aristóteles por física? El término griego physis significa naturaleza. Luego la física consis­ tirá en el estudio de los seres que integran la Naturaleza, o sea, los seres natu­ rales. Éstos se oponen a otro tipo de seres que nuestro filósofo denomina fabri­ cados. Tenemos así seres naturales y seresfabricados, sobre cuyas causas y principios es preciso interrogarse. El ser fabricado o ser artificial es producto de la mano del hombre; por tanto, su origen está en la producción humana. Pero, evi­ dentemente, no puede decirse lo mismo del ser natural; ni los animales, ni las plantas, ni el agua o el aire deben lo que son a nuestra actividad productiva. En contraste con el supuesto básico de toda concepción mecanicista de la Naturaleza, Aristóteles considerará que lo que defíne a los seres naturales, vivos o inertes, es lo siguiente. En primer lugar son susceptibles de cambiar de tres maneras: modificando su tamaño (cambio de cantidad), alterando sus cuali­ dades tales como colores, olores, etc. (cambio de cualidad) y desplazándose localmente (cambio de lugar). Por otra parte, tienen en sí mismos el principio de ese cambio, de modo que su causa es intrínseca. En tercer lugar, la causa de dicho cambio es su propia physis, definida como fuente de la que derivan todas las operaciones que no son artificiales (Física: II, 192b). La física, por tanto, es el estudio de los cuerpos que son susceptibles de cam­ biar de estado por sí mismos (y no de aquellos que revelan un tipo de armonía y simetría matemáticas de orden superior); o mejor, consiste en la determinación de las causas intrínsecas de esos cambios. Ahora bien, dichas causas se identifican con la naturaleza (physis) peculiar de cada cuerpo. Ello indica que hay diferentes naturalezas; de lo contrario todos se moverían de la misma manera. Luego a la física compete analizar esas diversas naturalezas internas y los movimientos que de ellas resultan. El supuesto básico (contrario a un planteamiento de carácter atomista) es que los cuerpos no están hechos de la misma clase de materia; por eso se comportan de manera distinta en la Tierra y en el Cielo. 48

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En las antípodas del planteamiento inercia! de Galileo, Descartes o Newton, resulta así que los cambios de estado fundamentales son aquellos que se deben a la iniciativa del propio cuerpo que cambia, y no a la acción de unos sobre otros (fuerzas extrínsecas). En conjunto se nos ofrece una concepción activa y dinámica incluso de los seres inertes, y no sólo de los seres vivos, total­ mente alejada del homogéneo mundo-máquina que nos traerá la ciencia del siglo XVII.

i .6.2 . Las clases de materia y sus movimientos naturales Lo que ahora procede plantearse es precisamente cuáles son los cambios espontáneos (sin causa externa) que se dan en la Naturaleza y de qué clase de materia están compuestos los cuerpos en los que se dan esos cambios. Consi­ deraremos únicamente el llamado cambio de lugar o movimiento local Nin­ gún cuerpo permanece indefinidamente en un mismo lugar, sino que ocupa posiciones sucesivamente distintas. Conforme al modo aristotélico de hacer ciencia, habrá que indagar cuántas clases de movimiento local hay en la Natu­ raleza y a qué causas obedecen. Pero, según se ha dicho ya, puesto que la invesligación de las causas nos remite a la de las diferentes naturalezas que los pro­ ducen, todo ello conducirá a su vez a investigar cuántos tipos de naturalezas diferentes hay o, si se quiere, cuántas clases de materia. El resultado de esta investigación mostrará que en el Cielo y en la Tierra hay movimientos distin­ tos porque hay variedades de materia por completo heterogéneas. A los movimientos que los cuerpos realizan por sí mismos, en función de su naturaleza, Aristóteles les da el nombre de movimientos naturales. Por el contra­ rio, los movimientos que se producen por empuje o arrastre del cuerpo, apar­ tándole de la trayectoria que seguiría si nada interfiriera, los denomina movi­ mientos violentos. Todo lanzamiento de un proyectil será violento, mientras que la caída de los cuerpos sobre la superficie terrestre será natural. Los movimien­ tos violentos pueden darse en cualquier dirección puesto que dependen del agen­ te externo impulsor. En cambio, los movimientos que se producen naturalmente tienen una dirección perfectamente definida: la que marca la propia naturaleza del cuerpo que obra siempre de la misma manera sin excepción. Dichas direcciones sólo pueden ser dos: o bien en torno al centro de la esfera del mundo, o bien de aproximación-alejamiento de dicho centro. En el primer caso se produce un movimiento circular, en el segundo un movimien­ to rectilíneo en sentido descendente o ascendente. Hay, por tanto, dos tipos 49

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de movimientos naturales, el circular y el rectilíneo. Ambos son simples. La causa de estos movimientos está en la naturaleza de los cuerpos que los ejecu­ tan. En consecuencia se han de examinar los tipos de cuerpos a los que con­ viene de modo natural movimiento circular, movimiento rectilíneo descen­ dente o movimiento rectilíneo ascendente. Un principio básico de la física aristotélica establece que los movimientos simples corresponden a los cuerpos simples o elementos. Dichos elementos son las sustancias básicas últimas cuya combinación da lugar a ios cuerpos compues­ tos que de hecho percibimos. Se trata de una idea similar a la que preside los orígenes de la química, según la cual las cosas que vemos y tocamos son mez­ cla de otras simples. Aristóteles toma de Empédocles la teoría según la cual esas substancias elementales son cuatro y vienen definidas por ciertos pares de cualidades: tierra (fría y seca), agua (fría y húmeda), aire (caliente y húmedo) y fuego (caliente y seco). Ellos compondrán cuantos objetos integran el mun­ do sublunar. A continuación lo que se plantea es el tipo de movimiento que cada uno de los elementos inicia o finaliza en (unción de su naturaleza. La cuestión enlaza con un tema fundamental, el de la gravedad. Tomando los datos de observación como punto de partida, se advierte que en la Tierra unos cuerpos caen sobre su superficie, mientras que otros hacen lo contrario. Lejos del planteamiento galileano en el que todos los cuerpos son graves, Aristóteles atribuirá este compor­ tamiento a la existencia de dos clases opuestas de naturalezas, a las que califica como intrínsecamente pesadas o intrínsecamente ligeras. Pesantez y ligereza son propiedades últimas e irreductibles de los elementos. En concreto el elemento tierra es el pesado y el elemento fuego el ligero en términos absolutos, mientras que el agua y el aire son elementos intermedios, relativamente pesado el prime­ ro y relativamente ligero el segundo. ¿Gimo se definen estas propiedades? Nada parecido a la idea de atracción de unos cuerpos por otros hallamos en este filósofo. La gravedad o pesantez se definen como una tendencia al movi­ m iento que reside en el propio cuerpo, en virtud de la cual éste propende a situarse en la región más próxima al centro del universo. Puesto que dicho cen­ tro se halla ocupado por la Tierra, normalmente no podrá ir más allá de la superficie terrestre. De ahí que cuando están alejados de ella, siempre des­ ciendan. Pero no todo cuerpo se comporta así. Ni el aire ni el fuego caen, sino que su inclinación natural es a moverse en sentido contrario, esto es, hacia la periferia del mundo (sin sobrepasar jamás la esfera de la Luna). Así, la ligere­ za es la tendencia al movimiento rectilíneo ascendente, mientras que la pesantez es la tendencia a l movimiento rectilíneo descendente. 50

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La gravedad y su contrario se asocian pues al movimiento rectilíneo. La causa de dicho movimiento es la diferente naturaleza de los elementos que entran en la composición de los cuerpos terrestres. Pero Aristóteles define la naturaleza como causa tanto de inicio como de cese de movimiento. Esto quie­ re decir que la mencionada causa no opera moviendo constantemente. Más bien se activa cuando un cuerpo está en un lugar distinto del que le corres­ ponde (según su ligereza o pesantez) y, en cambio, se convierte en causa de reposo cuando el cuerpo se halla donde “debe” (abajo si es pesado, arriba si es iigero). En ese caso el cuerpo en cuestión disfrutará de un reposo natural en su lugar natural. Esto es exactamente lo que sucede con la Tierra. Al ser pesada está obligada a permanecer abajo, esto es, en el centro del mundo. ¿Acaso podría permanecer suspendida en cualquier otro lugar? En definitiva, en el mundo sublunar los elementos se dirigen a su lugar natural, en línea recta, tendiendo a ordenarse de una cierta manera en función de su naturaleza pesada o ligera. Así, el elemento tierra se situará siempre por debajo de los demás elementos, y sobre ella el agua, el aire y finalmente el Rie­ go. Pero por encima del fuego se halla la esfera de la Luna y el resto de los pla­ netas hasta llegar a la esfera de las estrellas, o sea, al fin del mundo. ¿Cuál es el movimiento natural de estos cuerpos? Los cuerpos celestes no gozan de movimiento natural rectilíneo, ni descen­ dente ni ascendente; de lo contrario, o se precipitarían sobre la Tierra y sobre nosotros, sus habitantes, o se alejarían centrífiigamente de la posición que ocu­ pan en su órbita. Los astrónomos han establecido que su movimiento es circu­ lar, lo cual sólo puede querer decir una cosa, a saber, que no están formados por ninguno de los cuatro elementos (ni siquiera por el fuego, como tan a menudo habían supuesto autores anteriores). En efecto, puesto que la causa de su movi­ miento circular ha de buscarse en su naturaleza, si ésta fuera pesada o ligera, se aproximarían o se alejarían con respecto al centro del mundo. Pero se mantie­ nen equidistantes de dicho centro. Luego habrá que preguntarse de que mate­ ria, diferente de la de los cuerpos terrestres, están hechos los cuerpos celestes. Aristóteles introduce un quinto elemento para referirse a la materia de los astros, el éter (que nada tiene que ver con el éter mecánico o electromagnéti­ co de la física moderna). La primera propiedad que hay que atribuir al éter es el hecho de no guardar relación alguna con el peso; se dice así que es impon­ derable. En consecuencia, su movimiento natural no será rectilíneo, ya que la causa de la caída en línea recta es precisamente la gravedad. Pero además la astronomía establece la eternidad de los movimientos cir­ culares celestes. Esto a su vez exige que la substancia de los cuerpos que así se

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mueven no esté sujeta a nacimiento, envejecimiento y muerte, y en general a ningún tipo de cambio. El éter es ingenerable e incorruptible; es inmutable. Sólo así se garantiza, desde el punto de vista físico, la continuidad indefinida de un mismo tipo de movimiento. Pues es claro que éste no podría persistir eterna­ mente si lo que se mueve estuviera hecho de materia perecedera. Resulta enton­ ces que los cuerpos celestes están formados de un solo elemento (y no de la mezcla de cuatro) que ni se genera ni se corrompe, que no pesa (no tiende a precipitarse sobre el centro del mundo) y que existe siempre sin experimentar la menor mutación. Los razonamientos de Aristóteles afianzan la división del cosmos en una región celestial y otra terrenal. Los cuerpos no pueden ocupar cualquier posi­ ción, sino que les corresponden lugares bien definidos en función de lo que son. A su vez dichos lugares están jerarquizados, de modo que, por así decir, no todos son de igual categoría. En la parte superior, esto es por encima de la Luna, sólo pueden hallarse los etéreos astros, imperturbables, siempre existentes sin cambio ni transformación, en eterno movimiento circular y uniforme. Se obser­ va aquí la versión física de la perfección geométrica que Platón atribuía al orde­ nado mundo celeste. Todo conspira en favor de convertir esta parte del uni­ verso en la morada de los dioses. En cambio, por debajo de la Luna se sitúan los cuerpos terrestres, resulta­ do de la mezcla inestable de cuatro elementos. En ellos se observa una cons­ tante conversión de unos en otros, responsable de lo que modernamente lla­ mamos “cambios de estado” (sólido, líquido y gaseoso). Así, al transformarse, por ejemplo, la tierra en agua (de sólido a líquido), o el agua en aire (de líqui­ do a gaseoso), o el aire en agua (de gaseoso a líquido), ha de producirse un cambio de lugar a fin de que cada elemento pueda dirigirse por el camino más corto posible a ocupar la posición que le corresponde en función de su natu­ raleza (pesada o ligera). De ahí los movimientos naturales rectilíneos, en los que la velocidad se incrementa proporcionalmente al espacio (no al tiempo, como establecerá Galileo). Lejos de la inmutabilidad de lo celestial, en el mun­ do sublunar todos los individuos están condenados a aparecer y desaparecer (únicamente las especies se mantienen fijas), viéndose afectados por procesos de cambio similares a los de los seres vivos. El nacimiento y la muerte presi­ den el acontecer en la Tierra, de modo que también aquí encontramos la tra­ ducción en términos físicos de la imperfección que Platón atribuía a esta par­ te del mundo. Con Aristóteles salimos del ámbito de la astronomía geométrica para aden­ trarnos en el de la astronomía física, o simplemente en el de la física, tanto celes­

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te como terrestre. En ella se nos ofrece una investigación, no acerca de la estruc­ tura geométrica y legal del Cielo, sino acerca de las causas de los movimien­ tos que acontecen por encima y por debajo de la Luna. Esto a su vez tiene pro­ fundas implicaciones de carácter cosmológico, sobre las que aún se discutirá más de veinte siglos después, esto es, en plena Edad Moderna.

1 .6.3. Características cosmológicas Aristóteles no hace ninguna aportación original a la astronomía que elabo­ ran los geómetras y, por tanto, en nada contribuye a mejorar los cálculos celes­ tes. Pero desde luego no hace caso omiso de los datos que aquéllos proporcio­ nan. Así, su punto de partida será el tipo de mundo que se viene configurando desde los pitagóricos hasta Eudoxo: esférico, geocéntrico, geostático y compuesto de un conjunto de esferas concéntricas en las que se alojan estrellas y planetas. Su investigación no se orienta a determinar con mayor precisión las posiciones futuras de los astros, sino a conocer los rasgos que defínen el universo en su con­ junto, al que Aristóteles denomina el Todo, el Cosmos o incluso el Cieb. El mundo celeste o supralunar está constituido por un elemento distinto a los cuatro que integran la composición del mundo sublunar: el éter, también lla­ mado el quinto elemento, como ya ha quedado referido. Dicho quinto elemen­ to es imponderable, no generado, no sujeto a destrucción, y le corresponde por naturaleza movimiento circular. Puesto que todos los cuerpos celestes están hechos de éter, de ello se siguen consecuencias tan importantes como las siguientes (Del Cieb: Libros I y II). Para empezar hay que decir que el cosmos es eterno puesto que su materia no ha sido producida por causa alguna, no ha comenzado a existir en un tiem­ po dado (a diferencia de lo que se relata en el Génesis, libro de la Biblia en el que se da cuenta de la creación del mundo). Además, como el éter es inalte­ rable, los seres etéreos o astros no están sometidos al menor proceso de cam­ bio o de transformación; son seres sin historia, que no tienen ni principio ni final. Ello a su vez supone que no hay ni puede haber la menor variación con respecto al número de cuerpos que observamos en el Cielo. Entre las estrellas y la Tierra contamos siete cuerpos y siempre contaremos siete. De lo contra­ rio querría decirse que alguno habría sido generado o destruido (la alteración de este número por obra y gracia del telescopio acarreará a Gaiileo serios dis­ gustos). La presencia pasajera de cometas no altera este principio básico, ya que se consideran fenómenos atmosféricos, es decir, sublunares. Así, los astros

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existen siempre sin cambio alguno, razón por la cual no evolucionan en el tiempo. Propiamente no son seres temporales, ya que Aristóteles entiende que no tiene sentido hablar de transcurso de tiempo cuando lo que se da es la inde­ finida permanencia en un mismo estado. Sin cambio, no hay tiempo. En defi­ nitiva, el cosmos que nos describe se perfila como eterno, atemporal, ahistórico, increado, indestructible, imperecedero. Pasando ahora de la consideración temporal a la consideración espacial, este filósofo afirma rotundamente la fin itu d del mundo, argumentando que ningún cuerpo, ni siquiera el del propio universo como totalidad, puede tener un tama­ ño infinito. Difícilmente puede concebirse el movimiento, ni natural ni vio­ lento, de un cuerpo infinito; pues si fuera natural, el número de elementos debe­ rla ser infinito y, si fuera violento, la fuerza del agente impulsor debería serlo también. Frente a los atomistas (Demócrito y Leucipo), defenderá la existen­ cia de límites gracias a los cuales es posible hablar de una form a del mundo. Dicha forma no es otra que la esfera en tanto que figura perfecta. La superficie de la esfera cósmica marca las confines del mundo. Más allá Nada en sentido abso­ luto, esto es, ni materia ni espacio vacío. Tanto una como otro terminan en la región de las estrellas; detrás de éstas no hay que interrogarse por lo que pudie­ ra esconderse a nuestra vista, porque nada se oculta. Admitir que el mundo tie­ ne limites significa poner también coto a nuestra imaginación, que siempre nos lleva a prolongar la extensión espacial y a hacernos suponer que cuando todo acaba, al menos el espacio sin cuerpos continúa. En resumen, el universo no sólo no está en el tiempo, sino tampoco en el espacio. E l universo no está en nin­ gún lugar. Para hallar el lugar del universo precisaríamos de un término de refe­ rencia externo al todo, cosa que, por definición, es imposible. Junto con la tesis de la finitud del mundo se establece asimismo su unicidad Puesto que el número de cuerpos no es infinito, menos aún lo será el número de mundos, cada uno supuestamente con sus estrellas, planetas, soles y tierras. Hay un solo mundo con un solo cuerpo, la Tierra, ocupando el centro de la esfera cós­ mica. Los pitagóricos habían planteado la posibilidad de un limitado número de mundos coexistentes. Aristóteles tiene un argumento físico que oponer a ello. Partiendo de que los elementos materiales habrían de ser los mismos en cualquier mundo (puesto que carecemos de todo criterio que nos permita definir de mane­ ra distinta la materia de cada uno de ellos), la ubicación que por naturaleza les correspondería dentro del conjunto sería única. Esto quiere decir que todo lo “terrestre” se encontraría aglutinado en el centro, ya que a lo pesado conviene la posición central. Luego no puede haber Tierras fuera del centro. No hay más Tie­ rra que la nuestra, ocupando el único lugar en el que puede hallarse. 54

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Estrechamente ligado al geocentrismo hallamos otra característica, el geostatismo. Dado lo anterior, si la Tierra se viera desplazada de su posición cen­ tral, tendería a recuperarla con un movimiento natural rectilíneo (nunca cir­ cular). Una vez alcanzada, permanecería allí indefinidamente en estado de reposo. A diferencia de lo que ocurre con los ingrávidos cuerpos celestes, si la esfera que habitamos fuera suspendida en alguna región del Cielo, no podría mantenerse, sino que necesariamente caería precipitándose hacia abajo hasta situarse en él (muchos siglos después, Copérnico tendrá que explicar cómo es que la Tierra puede comportarse como un planeta; esto es, girar en círculos alrededor del Sol en vez de descender en línea recta). Hay pues que afirmar la necesaria inmovilidad de este cuerpo central. Por último, Aristóteles ofrece diversos argumentos empíricos, y no sólo estéticos, en favor de la esfericidad de la Tierra. No se trata exclusivamente de que la esfera sea la figura geométricamente perfecta. Es un hecho de observa­ ción, por ejemplo, que durante los eclipses de Luna, la Tierra arroja una som­ bra circular sobre la superficie lunar, al interponerse entre el Sol y aquélla. Ade­ más, según contemplemos la bóveda celeste más al norte o más al sur, cambia la línea del horizonte y vemos constelaciones diferentes, lo que pone de mani­ fiesto que la Tierra es una esfera y que es de pequeñas dimensiones compara­ da con la esfera estelar. En resumen, por tanto, la cosmología aristotélica establece que el cosmos es increado, eterno, indestructible, finito, esférico, no temporal y no espacial, único, geocéntrico y geostático. El único tipo de cambio que acontece en el Cielo es el indefinido y constante movimiento circular de las esferas que lo componen, considerándose dicho movimiento el más próximo al estado de reposo (y así seguirá pensándose hasta la formulación de la ley de inercia en el siglo XVII). Nos queda por averiguar cómo se efectúa su transmisión de unas esferas a otras.

1 . 6.4. Origen y transmisión de la rotación de las esferas celestes Los geómetras, y en particular Eudoxo y Calipo, han establecido que los cuerpos celestes se mueven en círculos y que dichos movimientos circulares son consecuencia de la rotación sobre su eje de las esferas en las que se hallan alojados. Aristóteles acepta la teoría de las esferas homocén tricas, a la que no hace ninguna aportación de carácter geométrico, pero sí mecánico. Hasta la Edad Moderna no se planteará la necesidad de una teoría de fuerzas, como es

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la de Newton, que explique por qué los cuerpos celestes no se salen por la tan­ gente (esa necesidad surgirá como consecuencia de la formulación de la ley de inercia). En el contexto en el que estamos, nada sugiere que pudieran hacer tal cosa, puesto que el movimiento que les corresponde de modo natural es el circular y no el rectilíneo. En consecuencia, no opondrán la menor resisten­ cia al desplazamiento circular. Todos ellos describen ininterrumpidamente cír­ culos en torno a la Tierra gracias a las esferas que los transportan, sin ejercer ningún tipo de oposición. Dichas esferas orbitales son las responsables directas de los movimientos de estrellas y planetas (según se dijo ya en otra ocasión, es importante distinguir con claridad las esferas de los astros de las esferas de sus órbitas). La cuestión que ahora se suscita es el origen de la rotación de dichas esferas y su modo de transmisión de unas a otras. A diferencia de lo que ocurrirá a partir de Kepler, el motor de los movi­ mientos celestes no está localizado en el centro (o en el foco de una elipse poco excéntrica); tampoco se identifica con el Sol, que aquí carece de todo papel mecánico. Por el contrario, el movimiento surge en la periferia del mundo, o sea, en la esfera de las estrellas fijas, y se transfiere a las restantes por frota­ miento hasta llegar a la de la Luna. Ahora bien, al estar las esferas en contac­ to (no hay intervalos vacíos entre unas y otras), el movimiento de la primera (la de las estrellas) arrastrará al conjunto de esferas de Saturno, y éste a las de Júpiter y así sucesivamente, impidiendo la necesaria independencia requerida por la teoría de Eudoxo. Para evitar esto, Aristóteles introduce una serie de esferas compensadoras que se intercalan entre cada uno de estos conjuntos a fin de neutralizar sus efectos (figura 1.13). Así, entre la esfera más interna de Saturno, en la que se aloja éste, y la más externa de Júpiter es donde se sitúan las correspondientes esferas compensadoras, y lo mismo en los demás casos. El número total de esferas se eleva de este modo a cincuenta y seis. La pretensión fundamental de este filósofo es salvar la viabilidad física de unos movimientos, los celestes, que los astrónomos han estudiado en térmi­ nos exclusivamente geométricos. No basta con salvar las apariencias raciona­ lizando el movimiento de los planetas uno a uno, como si todos ellos no for­ maran parte del mismo mundo. Comprender el cosmos significa conocer la manera como las partes están organizadas en un todo. Calcular y predecir no es la única finalidad de la ciencia del Cielo; además es imprescindible lograr una visión global que integre los diversos subsistemas en un sistema único. La analogía más pertinente es la del ser vivo, cuyos órganos cumplen diferentes 56

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Figura 1 . 1 3 .

funciones en beneficio de la totalidad. Y es que el funcionamiento del uni­ verso está presidido por una teleología semejante a la que rige en el limitado ámbito de la vida. Ésta tiende a la conservación del individuo y de la especie; de ahí que todo organismo se incline por naturaleza a alimentarse y reprodu­ cirse. De igual manera el cosmos tiende a su mantenimiento del modo más perfecto posible. Perfecto es aquello que posee todos los atributos sin carecer de ninguno y, por tanto, aquello que no experimenta ningún tipo de cambio. Cambiar es perder ciertas propiedades para ganar otras. Pero sí se poseen todas, no ha lugar a modificación alguna. Así, lo perfecto es inmutable. La materia aspira a la perfección del ser absolutamente inmutable cuyo estudio corresponde a la metafísica, no a la física. La traducción en términos físicos de esa aspiración supone poseer el tipo de movimiento que implique la menor mutación y que, en consecuencia, sea el más perfecto posible, el movimiento circular. En efec­ to, lo que se desplaza indefinidamente en círculo ocupa eternamente los mis­ mos lugares en torno al mismo centro. Según esto, el factor responsable del movimiento cíclico de los imperturbables seres celestes será la tendencia a imi­ tar la perfección de lo inmutable. El primer motor o la causa primera del movimiento cósmico no actúa, por tanto, en términos de causa eficiente como haría un agente mecánico, sino en términos de causa final. El mundo no es una máquina que precise un impul­ so inicial (tal será el caso del gran detractor de Aristóteles, Descartes). Por el contrario, la esfera envolvente del mundo en cuanto primer móviles puesta en

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movimiento teleológicamente. Éste se comunica por contacto a los restantes móviles hasta llegar al mundo sublunar. En última instancia, la razón del eter­ no y ordenado movimiento del mundo es un principio de finalidad intrínse­ ca, que es asimismo un principio de lo mejor. Al igual que en Platón, el cosmos de Aristóteles es un conjunto heterogé­ neo de regiones jerarquizadas que van desde un máximo de perfección en la periferia a un mínimo en el centro. Arriba contemplamos los etéreos seres celes­ tes, imperecederos, inalterables, sujetos exclusivamente al movimiento per­ fecto, el circular. Abajo vemos y tocamos los seres terrestres que nacen y mue­ ren, sufren alteraciones, modifican sus tamaños, abandonan sus lugares naturales. Pero todo ello forma parte del orden cósmico que nunca está amenazado: en el Cielo porque nada se desordena, en la Tierra porque los cuerpos tienden espon­ táneamente a recuperar la ordenación perdida. En este confortable mundo no cabe concebir un tipo de evolución futura que pudiera conducir a su destruc­ ción. Los rasgos fundamentales de la cosmología aristotélica difieren por com­ pleto de los que nos presenta la cosmología del siglo XX, debido a lo cual pro­ ducen cierta sensación de extrañeza. Ello no impide, sin embargo, que nos mostremos indecisos sobre si, en el fondo, no preferiríamos que el universo del que formamos parte fuera tan eterno y estable como Aristóteles lo describe.

1.7. Las astronomía geométrica de Ptolomco y sus predecesores Desde su origen mismo, en el siglo IV a. C., la teoría planetaria de Eudoxo y Calipo tenía que hacer frente a algunos problemas para los que no tenía solu­ ción. Estos problemas se referían a la inconstancia de la velocidad con que apa­ rentemente el Sol, la Luna y los planetas recorrían su órbita, y a las variacio­ nes visibles de su brillo y su diámetro. Lo primero violaba el axioma de la uniformidad de los movimientos celestes. Lo segundo hacía suponer que la distancia de los planetas a la Tierra no se mantenía inalterable, ya que no se interpretaba que hubiera aumento o disminución real del tamaño o brillo de los propios cuerpos. En definitiva, diversos datos de observación avalaban la inadecuación de un modelo basado en esferas concéntricas a la Tierra con movimientos de rotación uniformes. Dicho modelo salvaba, de modo más cualitativo que cuantitativo, grandes irregularidades que tenían que ver sobre todo con las formas de las órbitas. Pero no permitía calcular las posiciones de los astros en fechas determinadas. Los astrónomos habían pues de afanarse por encontrar nuevos modelos geométricos que, sin abandonar el principio de los

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movimientos uniformes y circulares, permitieran dar mejor cuenta de las obser­ vaciones. Esto ocurrirá en la denominada escuela alejandrina.

1.7.1. La escuela de Alejandría: la astronomía ptolemaica

Tras la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.), acaecida un año antes de la de su preceptor Aristóteles, el inmenso imperio creado por aquél fue divi­ dido entre sus generales. Filipo de Macedonia, padre de Alejandro, había ya completado la conquista de Grecia en el año 338 a. C., de modo que Aristó­ teles conoció el dominio de la ciudad de Atenas por sus conciudadanos macedonios (lo que le llevó a emigrar para evitar suspicacias políticas). El hecho es que en el año 331, tras anexionarse Egipto, Alejandro había fundado allí la ciudad que llevaría su nombre, Alejandría. Cuando el general Ptolomeo Sote­ ro heredó este país y se convirtió en el primer rey de la dinastía de los Ptolomeos (303 a. C.), gradualmente el foco de importancia cultural se fue despla­ zando desde Atenas a esa ciudad greco-egipcia. A ello contribuyó notablemente la creación de dos instituciones, el Museo y la Biblioteca. El Museo fue un gran centro de investigación y docencia construido, lo mis­ mo que su homónimo ateniense, en honor de las Musas. De enorme tamaño, esta institución llegó a albergar a más de cien miembros, entre filósofos, mate­ máticos, geógrafos, médicos y astrónomos. Por ella pasaron hombres tan ¡lus­ tres como el gran geómetra Euclides (siglo IV-III a. C.), los creadores de la ana­ tomía y de la fisiología Herófilo (siglo IV-III a. C.) y Erasístrato (siglo III a. C.), los ingenieros Ctesibio (siglo III a. C.) y Filón de Bizancio (siglo III a. C.), el geó­ grafo Eratóstenes de Cirene (siglo III a. C.), famoso por haber calculado la dimen­ sión de la Tierra, el heliocentrista Aristarco de Samos (siglo III a. C.) y los mate­ máticos y astrónomos Apolonio de Perga (siglo III a. G ), Hiparco (siglo II a. C.) y Ptolomeo de Alejandría (siglo II a. G ). La Biblioteca por su parte, con más de 700.000 volúmenes, permitió recopilar, copiar y guardar (hasta que fuera des­ truida en el siglo IV d. C. por albergar “ciencia pagana”), las obras de éstos y otros grandes estudiosos, cuyos originales siempre se habían escrito allí. En conjunto, Alejandría jugó un papel fundamental en la promoción y conservación del saber generado en lengua griega. Esta cultura alejandrina se extiende a lo largo del período helenístico (desde la muerte de Alejandro Magno y la división de su imperio, en el año 323 a. G , has­ ta la conquista de Grecia por Roma, a mediados del siglo II a. C.) y del periodo grecorromano (desde mediados del siglo II a. C. hasta el final del imperio roma­ 59

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no occidental, en la segunda mitad del siglo V d. C.). En concreto, Egipto fue sometido por los romanos en el año 31a. C., de modo que la gobernación de Alejandría pasó a nuevas manos a partir de entonces. Sin embargo, esta ciudad siguió siendo el centro de estudios griegos. Su producción científica adquirió una personalidad propia (más proclive a la observación y la experimentación), sin perder por ello su continuidad con la de la época helénica. Éste es el caso de la astronomía. Siempre en el marco de los principios de uniformidad y circularidad establecidos por Platón, diversos matemáticos ligados de manera más o menos estable al Museo fueron haciendo aportaciones sucesivas a un modo nuevo de hacer astronomía geométrica, que tomará la denominación del último y más importante de sus artífices, Claudio Ptolomeo (siglo II d. C.). En consecuencia, a la astronomía alejandrina se la conocerá como astronomía ptolemaica. Sus orígenes son oscuros y mal delimitados, pero en todo caso parecen remontarse al siglo III a. C. Apenas han llegado a nosotros nombres y, mucho menos, obras. Sin embargo, disponemos de algunos testimonios de terceras personas, especialmente del propio Ptolomeo, quien con toda probabilidad tuvo acceso a esas obras, hoy perdidas, gracias a los fondos de la Biblioteca. Pero, con independencia de los autores y los lugares, lo que en primer lugar interesa es describir la teoría astronómica cuya elaboración se extiende a lo lar­ go de cinco siglos (desde el siglo III a. C. al siglo II d. C.) y que Ptolomeo final­ mente resumirá, sistematizará y perfeccionará. La característica más inmediata de la astronomía ptolemaica, a diferencia de la producida en Atenas bajo la influencia directa de la Academia platónica, es la sustitución de las esferas concéntricas por combinaciones de círculos con diferentes centros: círculos excéntricos, círculos epicíclicos o simplemente epici­ clos, círcubs deferentes y círculos ecuantes. Para comprender el papel que se les asigna en la tarea de salvar las apariencias celestes, conviene considerar su aplicabilidad a los movimientos de los diversos cuerpos celestes.

1.7.2. El Sol y los planetas Comencemos por el Sol Eudoxo había tratado de explicar el movimiento diurno y anual de este astro haciendo uso de dos esferas. Con ello conseguía reducir de modo aproximado el complejo movimiento helicoidal que se obser­ va a la combinación de dos movimientos uniformes y circulares. Pero lo que no quedaba justificado es cómo la rotación uniforme de dos esferas permitía dar razón de la desigual marcha con que el Sol recorre la eclíptica. El hecho es que 60

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tarda seis días más en pasar del equinoccio de primavera al de otoño (alejados entre sí 180°) que del equinoccio de otoño al de primavera (alejados igualmen­ te 180°). Puesto que atraviesa la misma distancia empleando en uno y otro caso tiempos distintos, quería decirse que su velocidad no es uniforme, o mejor, no se observa como tal. En esto consiste la llamada anomalía zodiacal de este astro. La aplicación del principio de uniformidad hace necesario salvar la igual duración de las estaciones y, por tanto, la velocidad angular constante del Sol en su movimiento anual. Por otro lado, las variaciones de su diámetro apa­ rente sugieren que su distancia a ia Tierra no es siempre la misma. Sin embar­ go, así habría de ser si estuviera adherido a la cara interna de una esfera que gira uniformemente alrededor de aquélla. Es posible que fueran precisamente estas dificultades en torno al movi­ miento del Sol las que hicieran nacer una hipótesis nueva, la de los círculos excéntricos, en sustitución de las esferas (Duhem, 1958: 431). La idea básica es muy simple: la velocidad angular y el tamaño del Sol no se mantienen inva­ riantes a lo largo del año porque la observación no se realiza desde el centro geométrico de su órbita. Dicho de otro modo, el centro de la órbita solar y el centro de la Tierra no coinciden, debido a que éste se encuentra algo despla­ zado con respecto al anterior. Por ello, cuando el Sol avanza desde un punto equinoccial a otro (equi­ distantes entre sí), según se sitúe en la posición más alejada de la Tierra (peri­ neo) o en la más próxima (apogeo), un mismo segmento de arco parecerá a los observadores terrestres menor o mayor. La medida de las distancias se verá afec­ tada, pero no la medida de los tiempos. Aparentemente el Sol recorrería dis­ tancias distintas en tiempos iguales, de modo que su velocidad se computará como variable: la mayor velocidad corresponderá al perigeo (solsticio de invier­ no) y la menor al apogeo (solsticio de verano) (figuras 1.14a y b). En resumen, la anomalía zodiacal del Sol, esto es, la desigual duración de las estaciones, puede resolverse postulando que su movimiento anual no se observa ni se mide desde el centro. Ello equivale a afirmar algo extraordinariamente osa­ do, a saber, que la órbita circular de este astro no es concéntrica sino excéntrica a la ¡ierra y a la esfera de las estrellas. Para que este modelo solar tenga valor predictivo, los astrónomos tenían que calcular la excentricidad de la órbita, esto es, la dis­ tancia que separa el centro de ésta del centro de la Tierra. En último término, la precisión de los cálculos dependía de la adecuación de los instrumentos para fijar l.i posición del Sol en un momento dado y para medir el tiempo. Pero lo impor­ tante en este momento es el hecho de que, para salvar el movimiento aparente ilel Sol, se ha requerido la introducción de círculos excéntricos. 6i

Teorías del Universo

MUKOK

a)

verano

SO lsncoM VERANO

b)

Figura i . 14.

Consideremos ahora el movimiento de los planetas. En su desplazamien­ to hacia el este a lo largo de la eclíptica (movimiento directo), se observa que cada cierto tiempo estos cuerpos pierden velocidad, llegando a detenerse (pun­ tos estacionarios), e invierten el sentido de su marcha (movimiento retrógrado o retrogradación). Retroceden así hacia el oeste durante semanas o meses, hasta que recuperan la dirección normal “hacia delante”. Se observa también que los planetas inferiores (los que están por debajo del Sol y más próximos a la Tierra: Venus y Mercurio) retrogradan cuando están en conjunción con el Sol, o sea, cuando están situados en la misma región del zodíaco que este astro. En 6z

El cosmos griego

cambio, los planetas superiores (los que están por encima del Sol: Marte, Júpi­ ter y Saturno) lo hacen cuando están en oposición al Sol, es decir, cuando están en la región del zodíaco más alejada (a 180° de distancia). El hecho es que Venus y Mercurio parecen mantener una especial vinculación con este astro ya que nunca están en oposición a él. Su elongación máxima (distancia angu­ lar máxima) es de 46° para Venus y 28° para Mercurio. Una manera de explicar estos datos observables es combinar la rotación de dos círculos (no de dos esferas) del modo siguiente (Duhem, 1958:431-432). Atendiendo en principio únicamente a los planetas inferiores, podría construirse un modelo en el cual el cuerpo se mueve describiendo un círculo, denomina­ do epiciclo, cuyo centro coincide con el del Sol. A su vez dicho centro gira en torno a la Tierra dibujando un círculo de mayor tamaño denominado defe­ rente (figura 1.15).

Al recorrer el planeta su epiciclo con movimiento uniforme emplea un tiempo que ha de coincidir con la duración de su revolución sinódica (tiempo medio empleado en pasar por dos conjunciones). En cambio, el tiempo emplea­ do por el centro del epiciclo en trazar el círculo deferente (asimismo con velo­ cidad uniforme) ha de ajustarse a la duración de su revolución zodiacal (tiem­ po medio empleado en dar una vuelta completa alrededor del zodiaco). Tanto para Mercurio como para Venus el período zodiacal es de un año.

6)

Teorías del Universo

La combinación del movimiento del epiciclo con el del deferente, giran­ do ambos círculos en el mismo sentido, engendraría, visto desde la Tierra, el movimiento en forma de bucle que de hecho se observa (figura 1.16). En efec­ to, cuando el planeta se desplaza por la parte del epiciclo situada fuera del defe­ rente, esto es, en el apogeo o lugar más alejado de la Tierra, su movimiento será hacia el este, lo mismo que el del deferente (movimiento directo), su diá­ metro aparente será menor y su brillo menos intenso. Por el contrario, cuan­ do el planeta penetra dentro del deferente, su movimiento tendrá lugar en sen­ tido contrario, es decir, hacia el oeste (movimiento retrógrado); al hallarse en el punto más próximo a la Tierra o perigeo, su diámetro aparente aumentará de tamaño y su brillo se intensificará.

A pesar de que en el cambio de movimiento directo a retrógrado el pla­ neta parece detenerse, de hecho siempre se moverá uniformemente en círcu­ los epicíclicos de modo que no se viola el principio de uniformidad y circularidad de los movimientos. Ahora bien, la novedad estriba en que el centro de rotación de Mercurio y Venus no sería la Tierra sino el Sol, siendo a su vez éste el que gira alrededor de ella. Esto explicaría la peculiar relación que mantie­ nen los dos planetas inferiores con este astro, del cual no se alejan nunca dema­ siado. Se trata de un modelo explicativo que, sin ser heliocéntrico, tampoco 64

El cosmos griego

es ortodoxamente geocéntrico, puesto que la Tierra no es el único centro de rotación de todos los cuerpos. No obstante, ofrece ventajas indudables, tales como justificar las variaciones de brillo y tamaño de los planetas (como con­ secuencia de la modificación de su distancia a la Tierra), sin perder la circularidad de su órbita. La superioridad de este modelo astronómico sobre el de las esferas homocéntricas aconseja su generalización a los planetas superiores (Duhem, 1958: 432). Éstos ya no guardan esa relación de vecindad con el Sol que les impide hallarse en oposición a él. Muy al contrario es en esa posición cuando Satur­ no, Júpiter y Marte retrogradan. Ello quiere decir que el centro de sus corres­ pondientes epiciclos no está ocupado por el Sol, sino que ha de ser un simple punto geométrico. A su vez este centro geométrico del epiciclo describe un círculo deferente que tendrá como centro la Tierra (figura 1.17). El tiempo empleado en recorrer el epiciclo corresponde al periodo sinódico del planeta (para los planetas superiores es el tiempo medio que transcurre entre dos opo­ siciones sucesivas al Sol). Y el tiempo que tarda el deferente (que coincide con el plano de la eclíptica) en dar una vuelta completa se ajusta al período zodia­ cal (tiempo medio que emplea el planeta en recorrer el zodíaco).

De modo general, y no sólo en la descripción limitada a los planetas infe­ riores, el modelo epiciclo-deferente (girando ambos círculos hacia el este y con

Teorías del Universo

velocidad uniforme) permite explicar variaciones de brillo y tamaño de los pla­ netas, así como sus estaciones y retrogradaciones. Al fenómeno de detención e inversión del normal sentido de movimiento hacia el este a lo largo de la eclíptica se le conoce con el nombre de anomalía helíaca de los planetas, debi­ do a que los movimientos de retrogradación tienen lugar, bien cuando los pla­ netas están en oposición al Sol (planeta superiores), bien cuando están en con­ junción con él (planetas inferiores). En resumen, para salvar la anomalía zodiacal del Sol se ha hecho uso de un círculo excéntrico que corresponde a la órbita de este astro, el cual gira en rela­ ción a un punto algo desplazado en relación a la Tierra (figura 1.14b). Para salvar la anomalía helíaca de los planetas se han combinado dos círculos, uno de los cuales tiene como centro el de la Tierra, que es también el centro del mundo —círculo deferente concéntrico a la Tierra- y el otro tiene como centro un punto cualquiera del deferente -círculo epicíclico-. El deferente se produ­ ce por la rotación uniforme del centro del epiciclo alrededor de la Tierra; el epiciclo se produce por la rotación uniforme del planeta alrededor de un pun­ to geométrico abstracto, no ocupado por ningún cuerpo (figura 1.17). Además, los planetas también presentan su propia anomalía zodiacal ya que, en apariencia, recorren el zodíaco con velocidad no constante. Manifies­ tamente ello viola el principio de uniformidad de los movimientos. Para sal­ var esta anom alía zodiacal de los planetas puede utilizarse la misma hipótesis que la empleada con el Sol: círculos excéntricos. Ahora el círculo excéntrico sería el deferente, de modo que en vez del sistema epiciclo-deferente concén­ trico, tendríamos el sistema epiciclo-deferente excéntrico (figura 1.18). Sin embargo, la justificación de esta anomalía exigirá la introducción de una hipó­ tesis original debida a Ptolomeo: el ecuante (epígrafe 1.7.4). En todo caso, el centro de los movimientos uniformes y circulares del Sol y de los planetas no es la Tierra. Esto no presenta problemas desde la perspectiva astronómica, pero, tal como se verá posteriormente, sí suscitará importantes dificultades en rela­ ción con la física y la cosmología. El modelo de las esferas homocéntricas, falto de precisión cuantitativa y, por tanto, de capacidad predictiva, tenía la ventaja, no obstante, de ofrecer una explicación unitaria de las apariencias celestes. En efecto, una sola figura, la esfera, bastaba para dar cuenta del comportamiento de todos y cada uno de los cuerpos celestes. El nuevo modelo geométrico, en cambio, parece quebrar esa armonía desde el momento en que se sirve de supuestos distintos: excén­ tricas y epiciclos. Su restablecimiento únicamente puede venir por vía mate­ mática, lo cual no permite la unificación del cosmos desde el punto de vista 66

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físico. El hecho es que los geómetras, en efecto, establecerán la equivalenciafo r­ mal entre la hipótesis de los circuios epiciclo-deferente, de sentidos de rotación dis­ tintos, y la hipótesis del círculo excéntrico. Si epiciclo y deferente rotan en el mis­ mo sentido, el movimiento resultante del planeta será en forma de espiral (movimiento en forma de bucle de los planetas) (figura 1.16). Pero si el defe­ rente se mantiene girando hacia el este, en tanto que el epiciclo lo hace “hacia atrás”, o sea, hacia el oeste, se obtendrá un desplazamiento del cuerpo en su epi­ ciclo retrógrado equivalente al que tendría en una órbita excéntrica (figura 1.19). Así, el movimiento aparente del Sol podría ser justificado indistintamen­ te suponiendo que se mantiene en una órbita excéntrica a la Tierra, o bien que gira en un epiciclo en sentido inverso al del deferente, el cual es concéntrico a la Tierra. Por otro lado, también es posible establecer un procedimiento alter­ nativo para ios epiciclos directos, o sea, para aquellos cuyo sentido de rotación es el mismo que el del deferente (epiciclos de los planetas). Dicho procedi­ miento consistiría en un círculo excéntrico cuyo centro a su vez describe un pequeño círculo en torno a otro centro que coincide (también puede no coin­ cidir) con el de la Tierra. A dicho círculo cuyo centro no está fijo se le deno­ mina excéntrica m óvil (figura 1.20b). Luego el movimiento aparente de los pla­ netas puede ser salvado por igual mediante el sistema de epiciclos directos y deferentes concéntricos a la Tierra (figura 1.20a), que postulando órbitas excén­ tricas móviles (figura 1.20b). 67

Teorías del Universo

Todas estas formas de hacer astronomía geométrica, que constituyen una alter­ nativa a las esferas homocéntricas de Eudoxo y Calipo, se agrupan bajo un mismo nombre: astronomía ptolemaica. Recordemos que la mayor parte de los nombres y obras de los astrónomos alejandrinos no ha llegado hasta nosotros y resulta muy difícil contar la historia de la astronomía desde la muerte de Aristóteles, en la segun­ da mitad del siglo IV a. C., hasta las aportaciones de Ptolomeo, a mediados del siglo II d. C. Gracias a este último conocemos el tipo de hipótesis introducidas por sus antecesores, pero no podemos establecer el orden en que se fueron sucediendo. 68

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1 .7 .3 .

Predecesores de Ptolomeo

Según algunas opiniones, la invención de excéntricas y epiciclos se debe a escuelas pitagóricas tardías que pervivían en el sur de Italia. £1 papel de la escue­ la alejandrina habría consistido en desarrollar cuantitativamente y aplicar a observaciones celestes precisas, estructuras geométricas generadas dentro del más puro espíritu de los antiguos pitagóricos y de Platón. Según otras versio­ nes, la utilización de epiciclos para los planetas, cuyo centro estaría ocupado por el Sol y a su vez éste giraría en torno a la Tierra describiendo un círculo deferente, habría derivado de doctrinas de carácter heliocéntrico como las de Heráclides del Ponto (siglo IV a. C.) (ver epígrafe 1.9.1). O tal vez el abando­ no de las esferas se habría debido a autores desconocidos que no se encuadran en ninguno de estos planteamientos. Lo que parece cierto es que su origen en el tiempo se remonta a finales del siglo IV y principios del siglo III a. C. El pri­ mer matemático que sabemos con seguridad que hizo uso de las nuevas hipó­ tesis para salvar las apariencias celestes fue Apolonio. Apolonio de Perga (ca. 240 a. C.-r».190 a. C.), nacido en esa ciudad, vivió un tiempo en Alejandría. Es bien conocido por su tratado sobre las Cónicas, pero también merece destacarse su contribución a la astronomía. Ptolomeo le atribuye la utilización de excéntricas móviles para dar razón del movimiento observable de los planetas superiores, así como del sistema de epiciclos-defe­ rentes para explicar el movimiento de los inferiores. Considerando que en el centro del correspondiente epiciclo se halla el Sol, habría hecho coincidir el desplazamiento sobre el epiciclo con el período sinódico del planeta y el des­ plazamiento sobre el deferente con el período zodiacal. Además es probable que hubiera llegado a probar la equivalencia entre el empleo de epiciclos-defe­ rentes concéntricos y excéntricas móviles. En realidad Apolonio es el artífice de una teoría planetaria en la que las variaciones de brillo, la anomalía helíaca y la anomalía zodiacal son justificadas mediante el recurso a combinacio­ nes de círculos que no tienen como centro común la Tierra. Este matemático fallece precisamente cuando nace otro gran astrónomo y geómetra, Hiparco de Nicea (ra.190-oi.120 a. C.), también llamado Hiparco ilc Rodas por haber vivido en esa ciudad. Durante su estancia en Rodas y en Alejandría, entre los treinta y los sesenta años de edad, realizó minuciosas y precisas observaciones con el fin de ajustar lo más posible la teoría a los fenó­ menos. Con Hiparco asistimos propiamente al comienzo de una astronomía que es capaz de dar cuenta de modo cuantitativo, y no sólo cualitativo, de los movimientos planetarios. 69

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Tanto el modelo de esferas de Eudoxo como el de excéntricas y epiciclos de Apolonio habían pretendido la traducción de los irregulares movimientos observados a movimientos uniformes y circulares. Sin embargo, ni uno ni otro habían dado valores numéricos precisos a los parámetros de sus respectivos modelos. Hiparco se atiene del modo más escrupuloso al principio de Platón; la ordenación y la racionalización del Cielo exigen la construcción de teorías geométricas que salven las anomalías aparentes. Ahora bien, el punto de par­ tida han de ser los datos de observación, a los que se apliquen los procedi­ mientos de la teoría en cuestión. Así será posible construir tablas que permi­ tan predecir el comportamiento futuro de los cuerpos celestes, y con ello verificar la validez de las hipótesis astronómicas puestas en juego. Él mismo fue autor de unas tablas que anticipaban la posición diaria del Sol ¡a lo largo de seis­ cientos años! En general puede decirse que en Hiparco se da la combinación en adecuadas proporciones de criterios estético-racionales (de tradición pitagórico-platónica) y de elementos empíricos, que le convierten en uno de los astrónomos más importantes de la Antigüedad. Sus aportaciones al estudio de los cuerpos celestes se centran en el Sol y la Luna. Con respecto a los planetas se limita a mejorar las observaciones referi­ das a su período trópico, criticando las inexactitudes de sus predecesores, pero no construye ninguna teoría planetaria en la que haga intervenir epiciclos o excéntricas. Esta tarea será llevada a cabo por Ptolomeo. En la teoría del Sol de Hiparco, para salvar la anomalía zodiacal de este astro (desigualdad de las estaciones) se recurre tanto a una órbita excéntrica a la Tierra con centro fijo (figura 1.14b), como a epiciclos con movimiento retrógrado en relación al deferente (figura 1.19). Esto es, la desigual velocidad con la que en apariencia el Sol camina a lo largo de la eclíptica admite dos tipos de explicaciones dis­ tintas. Con arreglo a la primera, se garantiza la constancia de su velocidad angular al establecer que en tiempos iguales se barren ángulos iguales en rela­ ción al centro de su movimiento circular, el cual no coincide con el centro de la Tierra. Dicho de otro modo, las observaciones no se llevan a cabo desde el centro de rotación del Sol porque la órbita de éste es excéntrica. Pero cabe dar también razón de esta anomalía suponiendo que el Sol describe un pequeño círculo epicídico, cuyo centro describe a su vez un círculo deferente en torno a la Tierra. Dado que el sentido de rotación del epiciclo es inverso al del defe­ rente, visto desde la Tierra parecerá que el Sol sigue una órbita cuyo centro se halla desplazado con respecto a aquélla. En definitiva, la utilización de ambos procedimientos muestra que Hipar­ co conocía su equivalencia y la refuerza al obtener en los dos casos el mismo 70

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valor de la anomalía zodiacal. Algo muy similar sucede con la Luna. Para expli­ car su comportamiento observable, más complicado que el del Sol, hace uso tanto del sistema de epiciclo retrógrado y deferente concéntrico a la Tierra (figura 1.19), como de la excéntrica, pero esta vez con centro móvil (el cen­ tro de la órbita excéntrica describe un círculo en torno a la Tierra) (figura 1.20b). Sin duda uno de los hallazgos más importantes de Hiparco es la precesión de los equinoccios, esto es, el retroceso de los puntos equinocciales o puntos de intersección de la eclíptica con el ecuador (epígrafe 1.3.2). Estipuló que ello era consecuencia del cambio de posición del ecuador debido al lento giro del polo de la esfera celeste (de la que el ecuador es círculo máximo), en torno al polo de la eclíptica (figura 1.4). Este descubrimiento fue propiciado por la sutil observación de que el tiempo que emplea el Sol en volver a pasar por el fondo de la misma estrella (año sidéreo) es ligeramente superior al que nece­ sita para pasar dos veces consecutivas por el equinoccio de primavera (año tró­ pico). Precisamente la razón de este hecho residiría en el ligerísimo desplaza­ miento que experimenta ese punto equinoccial, “saliendo al encuentro” del Sol. Por último, podrían mencionarse los trabajos de Hiparco en relación con el tamaño de algunos cuerpos y la distancia a la que están unos de otros. Así, a partir de la observación de los eclipses trató de determinar la magnitud de la Luna y su distancia al Sol (halló un resultado casi veinte veces inferior al real). También se pronunció sobre el tamaño de la Tierra, criticando las medi­ ciones llevadas a cabo por Eratóstenes de Cirene (275 a. C.- 95 a. C.), con­ temporáneo de Apolonio. A todo ello hay que añadir la confección de un Catá­ logo de estrellas, en el que se calcula la posición de más de ochocientas de ellas. En conjunto, Hiparco da el perfil de uno de los grandes sabios de la escuela de Alejandría, siendo necesario aguardar dos siglos y medio para encontrar otro hombre de su talla, Claudio Ptolomeo.

1.7.4. Claudio Ptolomeo

Aproximadamente un siglo después de que Hiparco hubiera vivido en Ale­ jandría, esta ciudad egipcia, lo mismo que el resto del país, cayó bajo domi­ nio de los romanos (año 3 1 a . C.). Si permanecemos en ese lugar, pero nos trasladamos al siglo II d. C., nos encontraremos en la época de pleno esplendor del Imperio romano que conoció el gran astrónomo Ptolomeo (ca. 100 d. C.-

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ca. 170 d. C.) (pese a su nombre, no guarda la menor relación con el primer rey de Egipto, Ptolomeo I, y sus sucesores). Todo se desconoce de su biogra­ fía, a excepción de que pasó buena parte de su vida en la Biblioteca y en el Museo alejandrinos. Ello le permitió tener acceso a los escritos (hoy perdidos) de geómetras y astrónomos anteriores y realizar una gigantesca tarea sólo com­ parable a la llevada a cabo por Euclides en geometría. Se trata de la sistemati­ zación de los conocimientos astronómicos acumulados desde el siglo III a. C. mediante el recurso a epiciclos y excéntricas. Pero su labor no es meramente recopiladora, sino que realizó fundamentales aportaciones a la resolución del problema de los movimientos planetarios, hasta el punto de ser considerado por la historia posterior como el último y más grande de los creadores de este modelo geométrico. A la obra (escrita en griego) en la que se recoge todo este saber astronó­ mico acumulado a lo largo de cinco siglos, así como sus propias innovaciones, Ptolomeo le dio el nombre de Gran Composición Matemática de la Astronomía. La primera edición que llegó a occidente fue en versión árabe bajo el título de AlM ajesti (“El más Grande”); de ahí el modo como es conocida normalmen­ te, Almagesto. Está dividida en trece libros y capítulos, en los que se incluye el tratamiento del movimiento del Sol (Libro I), de la Luna (Libro IV) y de los planetas (Libros IX - XIII), un catálogo de más de mil estrellas que mejora el de Hiparco (Libros VII y VIII), la descripción del astrolabio, instrumento que permite determinar las coordenadas celestes (Libro V), un estudio de la dis­ tancia que separa la Luna y el Sol del centro de la Tierra (Libro V), y también diversas consideraciones de carácter físico y geográfico referidas a la forma del universo, a la de la Tierra, a su inmovilidad, a la concepción de la gravedad y a cuanto tiene que ver con la idea de “lugar habitado”. La teoría astronómica de Ptolomeo parte de los sistemas de drculos ya emplea­ dos por Apolonio, Hiparco y otros astrónomos desconocidos que habrían efec­ tuado pequeños progresos en el largo período que separa a Ptolomeo de este últi­ mo (unos dosciento sessenta años). De hecho su teoría del Soles idéntica a la de su predecesor: equivalencia entre la hipótesis de una excéntrica fija y la hipóte­ sis de un epiciclo retrógrado junto con un deferente concéntrico a la Tierra para explicar la anomalía zodiacal de este astro. La única diferencia reside en que, mientras Hiparco prefiere una descripción concéntrica a la Tierra que evite des­ plazar a ésta del centro, Ptolomeo se decanta en favor de la excéntrica por ser más simple (precisa un solo movimiento en vez de dos). Pero el tema de la elec­ ción entre hipótesis equivalentes desborda el marco de la astronomía para aden­ trarse en el de la física. 72

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Donde realmente se aprecia la originalidad de este astrónomo es en su teoría de la Luna, que corrige y perfecciona la de Hiparco, y sobre todo en su teoría de los planetas. Consideremos esta última, más sencilla que la anterior. Desde épo­ cas previas a Apolonio se conoce la posibilidad de explicar las dos anomalías de los planetas, a saber, la anomalía helíaca (movimiento de retrogradación cuando se hallan en conjunción con el Sol -planetas inferiores- o en oposición al Sol -planetas superiores-) y la anomalía zodiacal (variaciones de velocidad y de bri­ llo en su recorrido a lo largo de la eclíptica) mediante la combinación de epici­ clos-deferentes y excéntricas respectivamente. Recordemos que, al seguir su órbi­ ta sobre el fondo de las estrellas zodiacales, se observa que los planetas no avanzan siempre en el mismo sentido; más bien al contrario, cuando se encuentran en determinadas posiciones con respecto al Sol, vistos desde la Tierra parecen retro­ ceder caprichosamente durante un intervalo de tiempo. Pero además resulta que los “bucles” o “lazos” que como consecuencia des­ criben en el Cielo no son todos iguales en forma o tamaño, ni se distribuyen uniformemente a lo largo de la eclíptica, lo que quiere decir que el movimiento de los planetas sufre serias variaciones (Hetherington, 1993: 114 y ss.). La introducción de la excentricidad del círculo deferente resuelve parte del pro­ blema, pero no explica por qué unos lazos son más anchos que otros. En defi­ nitiva, hay una asignatura pendiente referida a la no-uniformidad del movi­ miento aparente de los planetas en su recorrido zodiacal, que Ptolomeo tratará de resolver. Para ello se servirá de un procedimiento nuevo, creado por él, tan fecundo como polémico, el ecuante. El esquema básico que adopta para todos los planetas, excepto para Mer­ curio (que es más complejo), es el siguiente (Duhem, 1958: 490-493). Se par­ te de la combinación de los dos círculos ya conocidos, el epiciclo y el defe­ rente. El planeta traza con movimiento uniforme y en sentido oeste-este un círculo epicíclico, empleando un tiempo que corresponde a su período sinó­ dico. Simultáneamente el centro del epiciclo describe un círculo deferente, también en sentido oeste-este, en torno a un centro que no coincide con el de la Tierra. El deferente es, por tanto, un círculo excéntrico. La cuestión es si la velocidad angular con que el centro del epiciclo describe el deferente es constante con respecto a su centro de rotación, tal como exige el inviolable prin­ cipio de uniformidad de los movimientos. Afirmar que el planeta se mueve uniformemente en su epiciclo quiere decir que el radío vector que une el cen­ tro de dicho epiciclo con el propio planeta barre ángulos iguales en tiempos iguales. De modo análogo, el radio vector que une el centro del deferente con el centro del epiciclo debiera barrer ángulos iguales en tiempos iguales, tal

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como $e suponía desde hacía cinco siglos. Ptolomeo, sin embargo, estipula algo distinto. El movimiento del centro del epiciclo que traza el deferente no es unifor­ me con respecto al centro de su movimiento circular sino con respecto a un tercer punto (distinto del centro del deferente y distinto del centro de la Tie­ rra). Dicho punto ha de estar en la recta que une el centro del deferente excén­ trico con el de la Tierra y a una distancia de dicho centro del deferente igual a la que está la Tierra. Resulta así que el radio vector que une el nuevo punto con el centro del epiciclo es el que barre ángulos iguales en tiempos iguales (figura 1.21). O lo que es lo mismo, la velocidad angular del centro del epici­ clo no es uniforme en relación al deferente sino a otro círculo imaginario del que el tercer punto introducido sería el centro. La velocidad del epiciclo se iguala o se hace uniforme con respecto a este círculo imaginario, al que los medievales denominaron círculo ecuante (circulus aequans), y a su punto cen­ tral punto ecuante (punctum aequans) (figura 1.22).

En definitiva, el principio de uniformidad exige que los movimientos circu­ lares de los astros sean uniformes con relación a sus centros de rotación. El nue­ vo procedimiento introducido por Ptolomeo supone que el planeta se mueve con velocidad angular constante referida al centro de su movimiento que es el centro del epiciclo. Pero éste a su vez se mueve con velocidad angular variable en relación al centro del círculo deferente; la constancia de la velocidad sólo se 74

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salva si se mide con respecto a un punto distinto, el punto ecuante. Luego la conclusión únicamente puede ser ésta: el sistema de círculos epiciclo-deferente-ecuante viola un principio astronómico básico como es el de la uniformi­ dad de los movimientos alrededor de sus centros de rotación. Paradójicamente, para salvar el movimiento en apariencia no uniforme de los planetas a lo largo de la eclíptica se pone en juego una combinación de movimientos circulares en los que la velocidad angular no es constante, a no ser que se determine a partir de un punto imaginario convenientemente ele­ gido. Ahora no se trata sólo de que el observador terrestre, por estar desplaza­ do del centro de rotación del deferente, no observe los movimientos de los pla­ netas como uniformes (excéntrica), sino que esos movimientos planetarios no son uniformes (ecuante). Esta cuestión alcanzará una enorme relevancia cuan­ do, trece siglos después, Copérnico aduzca como razón fundamental de la reforma astronómica la necesidad de eliminar el ecuante a fin de restablecer la validez del principio de uniformidad. Pero no anticipemos acontecimientos. El hecho es que Ptolomeo se convierte en el verdadero artífice de la teoría planetaria de la Antigüedad. Las herramientas geométricas de las que se sirve son los círculos epicíclicos, deferentes, excéntricos con centro fijo (para todos los planetas, excepto para Mercurio) y ecuantes. Mercurio y la Luna, cuyo com­ portamiento observable es más complejo, requerirán el uso de deferentes excén­ tricos con centro móvil (el centro del deferente describe un pequeño círculo, en sentido contrario al del propio deferente, en torno a un centro que tampo­ co coincide con el de la Tierra). Su trabajo original en este campo se une al de Hiparco con respecto al Sol, para ofrecernos el sistema astronómico sobre el que aún se discutirá en plena Edad Moderna. En conjunto la obra de Ptolomeo representa un monumental esfuerzo inte­ lectual encaminado a dar razón de las apariencias celestes dentro de un marco teórico que tiene dos pilares: la razón y la experiencia. Efectivamente, en el pun­ to de partida se dispone de los datos de observación y de ciertos principios racio­ nales de tradición pitagórico-platónica. En el punto de llegada se obtiene una reinterpretación de esos datos gracias a la construcción de un modelo geomé­ trico que ha tomado como guía dichos principios racionales. El último paso es la contrastación empírica del modelo y la confirmación de su validez en el caso de que se dé el debido ajuste entre observación y predicción. La astronomía ptolemaica se perfila así como una genuina ciencia del Cie­ lo, capaz de aunar matemáticas y experiencia en orden a descubrir las regula­ ridades o leyes que rigen el comportamiento de los astros. Pero los astróno­ mos y geómetras alejandrinos no llevaron a cabo una similar transformación

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de la cosmología y de la física heredadas de Aristóteles. El tema que se plan­ tea, por tanto, a continuación es si cabe hablar de una cosmología alejandrina, paralela a su astronomía.

1.8. ¿Cosmología ptolemaica? Astronomía y cosmología se configuran en Grecia como saberes distintos, con objetivos y métodos propios. El soporte fundamental de la primera es la geometría; la segunda, por el contrario, está estrechamente emparentada con la física (cualitativa y no matemática, como es toda la física pregalileana). No obstante, puesto que se ocupan de lo mismo, a saber, del Cielo, no pueden dejar de interferirse mutuamente.

1.8 .1. Astronomía y cosmología en el período helénico y en el período helenístico

Durante la época helénica (período que se extiende desde el siglo VI a. C. hasta el siglo IV a. C.), el pensamiento astronómico y cosmológico más madu­ ro se articuló en torno a la noción de esfera. Así, en el siglo IV a. C., la astro­ nomía de las esferas de Eudoxo y la cosmología de las esferas de Aristóteles res­ ponden a interrogantes diferentes acerca de los cuerpos celestes, pero sin que entre una y otra se dé la menor incompatibilidad. La figura perfecta sirve tan­ to para geometrizar y ordenar los alocados movimientos planetarios, como para describir la configuración del cosmos. En manos de Eudoxo las esferas son instrumentos que contribuyen a salvar las apariencias de cada planeta inde­ pendientemente considerado. Con Aristóteles, en cambio, nos permiten saber cómo es el mundo en su conjunto, qué forma tiene, cuál es la disposición de todas sus partes. La hipótesis de las esferas de estrellas y planetas, además de ser útil, es verdadera. El período helenístico, que se inaugura con la muerte de Alejandro Magno (y de Aristóteles), trae consigo importantes novedades en astronomía analiza­ das en el epígrafe 1.7. Para empezar, el procedimiento más apto para calcular y predecir los movimientos de los astros no ha sido la esfera, sino el círculo. Eudoxo y Calipo consideraban que los planetas, el Sol y la Luna están adhe­ ridos a una esfera en rotación, que los arrastra en torno al centro de la Tierra y del mundo. Frente a esto Apolonio, Hiparco y Ptolomeo han establecido 7 ea al facilitar la aceptación de un sistema físico y cosmológico cuya superio­ ridad era manifiesta. Aun cuando la revolución científica posterior se llevará a cabo precisamente en oposición a tal sistema, la importancia de su recepción ro í

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en Occidente es indiscutible. El hecho es que, a partir del siglo XIII, la cos­ mología dominante es la aristotélica, sin que quepa hablar de alternativas dig­ nas de tenerse en cuenta. Esto quiere decir que para la mentalidad de los últimos siglos de la Edad Media el cosmos es concebido como esférico, geocéntrico, único (pese a que llegue a pensarse que, en virtud de la omnipotencia divina, no necesariamente ha de haber un solo mundo), con las estrellas y planetas alojados en esferas concéntri­ cas. El número de esferas que se toma en cuenta no es el de cincuenta y cin­ co, como en Aristóteles, sino simplemente ocho (elevándose a once en oca­ siones). Entre las estrellas, en la periferia, y la Tierra, en el centro, se localizan los demás cuerpos en el orden ya conocido: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y la Luna (figura 1.7). Se mantiene la distinción entre un mundo etéreo supralunar, el Cielo, y un mundo sublunar mezcla de los cuatro ele­ mentos. Este orden cósmico no es eterno ni indestructible sino dependiente de la acción de Dios. En conjunto se trata de una sencilla representación que satisface la natural curiosidad por saber cómo es el mundo del que formamos parte. Quizá radique en ello la extraordinaria implantación que llegó a tener en toda Europa, siendo los filósofos escolásticos sus más fervientes defensores. Ahora bien, a nadie podía ocultársele que este seductor esquema cosmo­ lógico no resistía la menor contrastación con las observaciones celestes. Cuan­ do en la Antigüedad helénica se introdujo a fin de salvar las apariencias, el número de esferas en juego fue muy superior a ocho (o a once). Pero aun así la dificultad de acomodarse a las variaciones de brillo y de diámetro de los pla­ netas llevó a plantear su sustitución por excéntricas y epiciclos (epígrafe 1.5.3). Finalizando la Alta Edad Media, el problema permanece igual. En consecuencia, tras un período de revuelo inicial originado por la traducción latina de la Teo­ ría de los planetas de Alpetragius (en la que se defendían de un modo peculiar las esferas homocéntricas), la mayor parte de los matemáticos y astrónomos se decantó en favor de los círculos excéntricos de Ptolomeo. ¿Concentricidad o excentricidad? ¿Giran todos los cuerpos celestes en tor­ no a un único centro físico especificado por la propia Naturaleza (el centro del mundo en el que reposa la Tierra) o lo hacen alrededor de múltiples puntos geométricos arbitrariamente fijados por los astrónomos? ¿Cómo es realmente el cosmos? Puesto que la teoría de Aristóteles y la de Ptolomeo hacen afirma­ ciones incompatibles, ¿cuál de ellas es la verdadera y cuál es la falsa? La res­ puesta más generalizada sería ésta: la teoría cosmológica de Aristóteles es ver­ dadera, en tanto que la teoría astronómica de Ptolomeo no es ni verdadera ni falsa. Una y otra se interrogan de modo distinto acerca del Cielo. 10 2

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La cosmología trata de conocer la estructura global del cosmos, el modo como se distribuyen todos los cuerpos celestes. Sus proposiciones pretenden dar cuenta de la configuración del mundo en su totalidad (orbis totalis). Si se adecúa a éste tal como es, será verdadera; en caso contrario será falsa. En cam­ bio, la astronomía tiene como tarea observar sistemáticamente, computar y predecir los movimientos de las estrellas y de cada uno de los planetas. Para salvar las apariencias no hay que suponer que las hipótesis geométricas que for­ mulan son verdaderas, sino únicamente que son útiles al fin propuesto. Ese fin puede ser algo tan fundamental como corregir los importantes errores que el calendario juliano había ido acumulando, hasta lograrse su reforma. La filosofía de la ciencia actual denomina realista a la concepción de las teo­ rías científicas que considera a éstas como un conjunto de enunciados de los que es posible predicar la verdad o la falsedad. Por el contrario, llama instrumentalista a la posición según la cual dichas teorías científicas son sólo instru­ mentos o herramientas válidas para organizar el material sensible disponible y predecir datos futuros. En este último caso, la expresión salvar las apariencias, aplicada a la astronomía, pierde su sentido platónico profundo (desvelar el ver­ dadero orden del mundo bajo las confusas apariencias) y se convierte exclusi­ vamente en la posibilidad de anticipación del movimiento de los astros. Según esto cabe decir que la interpretación de la cosmología de Aristóteles fue realis­ ta, en tanto que la interpretación de la astronomía de Ptolomeo fue instrurnentalista o positivista. En principio pudiera pensarse que este pragmático enfoque del problema existente entre teorías inconciliables acerca de los cielos evitó la confrontación entre cosmólogos y astrónomos. Sin embargo, no fue así. Hanson ha subra­ yado que los diferentes objetivos de una y otra disciplina “se desarrollaron en la mentalidad medieval como si fueran constitucionalmente diferentes. [...] Así, en cuestiones celestes se podía tener, o bien una descripción y predicción matemáticas, o bien una comprensión y explicación cosmológica; pero no ambas cosas a la vez” (Hanson, 1978: 182). Este asunto dividió a los eruditos y a las propias universidades en las que normalmente éstos realizaban sus investigaciones. Las facultades de artes (en las que se enseñaba física, cosmología, geometría y astronomía, además de lógi­ ca) fueron escenario de las disputas entre quienes reclamaban la prioridad de los estudios físico-cosmológicos (se trata de los denominados físicos, cosmólo­ gos o peripatéticos) y quienes ponían el acento en las técnicas de cálculo, pres­ cindiendo de toda consideración física (eran los matemáticos, astrónomos o ptolemaicos). 10 3

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Esta situación de conflicto se fue agudizando conforme nos acercamos a la época de Copérnico, esto es, a los siglos XV y XVI. Durante mucho tiempo, los receptores medievales del Almagesto no estuvieron en disposición de aden­ trarse en los vericuetos geométricos de la obra. Lo que más bien se populari­ zó fue una versión muy simplificada de la combinación ptolemaica de círcu­ los debida a Sacrobosco (siglo XIII). Su obra La Esfera, así como ciertos tratados árabes, constituyeron los casi únicos textos que se manejaron con profusión. No es de extrañar, por tanto, que deba aguardarse al siglo XV para hallar algún progreso o aportación original a las técnicas de Ptolomeo, en especial en la Universidad de Viena. Aun cuando, desde mediados del siglo XIII, en los planes de estudio de las universidades se incluyeron tanto la Física y el D el Cielo de Aristóteles como el Almagesto y las Hipótesis de los Planetas de Ptolomeo, la mayor parte de la producción literaria medieval consistió en comentarios sobre las dos obras aris­ totélicas. La forma que normalmente adoptaron esos comentarios fue la de las célebres quaestiones, en las que se planteaban y resolvían ciertos temas o pro­ blemas de filosofía natural a partir de la cita de un texto. Los escolásticos con frecuencia se sirvieron de ese método para exponer sus puntos de vista deci­ didamente aristotélicos. Especial atención merece el modo condicional o hipotético que esas quaes­ tiones adoptaron en el siglo XIV, particularmente en sectores con tendencias empiristas o nominalistas opuestas al realismo tomista. Así, en el punto de par­ tida se formulaba una hipótesis contraria a la aceptada como válida por la opi­ nión dominante de la época (por ejemplo, podía postularse el movimiento de la Tierra). A continuación se esgrimían los llamados argumentos principales en su favor (argumentos en defensa del movimiento terrestre). Sin embargo, al final el autor no concluía conforme a esos argumentos principales, sino que se atenía a la concepción habitual (reposo de la Tierra). Esto era así porque los razonamientos se planteaban de manera hipotética en cuanto puros ejercicios dialécticos, sin pretensión de demostrar la falsedad de ciertas tesis físicas o cos­ mológicas consideradas verdaderas hasta este momento. Ya se comentó ante­ riormente que la condena de 1277 trajo consigo esta forma ciertamente pecu­ liar de libertad de pensamiento que, si bien no produjo ningún tipo de revolución intelectual, acostumbró a las mentes a ciertas reflexiones en favor del movi­ miento terrestre. Copérnico se beneficiará posteriormente de ese relativo espí­ ritu crítico. Entre los casos más relevantes de la manera de proceder descrita se cuen­ tan los autores mencionados en páginas precedentes vinculados a la Universi­ 10 4

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dad de París: Juan Buridan (ca. 1300-1358), quien desempeñó el cargo de rec­ tor de dicha Universidad, Nicolás de Oresme (1328-1382) y Alberto de Sajo­ rna (ca. 1316-1390), también rector de la universidad parisina. Los tres inte­ gran la denominada escuela de París, muy próxima a la posición filosófica de Guillermo de Occam. Sus disquisiciones pusieron de manifiesto algo funda­ mental que recuerda lo que será la empresa galileana: es imposible demostrar fehacientemente, tanto que la Tierra se mueve, como lo contrario. Lo único que cabe decir es que puede moverse. La última palabra, sin embargo, la tiene la teología. A la luz de la razón establecemos la posibilidad del movimiento terrestre, pero a la luz de la revelación afirmamos su permanente reposo (sobre la escuela de París véase el epígrafe 2.3.4). En virtud de todo lo dicho hasta ahora, cabe afirmar lo siguiente. Tras la gradual recuperación del saber griego gracias a la mediación de los musulma­ nes, los mejores esfuerzos de los cristianos de los siglos XIII y XIV se orientaron a asimilar las tesis físicas y cosmológicas del gran Aristóteles. Al igual que en el siglo IV a. C., el hombre de la Baja Edad Media piensa que ocupa el centro de la gran esfera celeste. A su alrededor estrellas y planetas se desplazan con movimiento uniforme y circular, debido a que están alojados en esferas con­ céntricas en rotación. El mundo pues es un conjunto de esferas, unas dentro de otras, con un solo centro común a todas ellas. El hecho de ser habitantes del único cuerpo pesado o grave nos garantiza que podamos contemplar el espectáculo celestial estando inmóviles en dicho centro. Si la Tierra es la mora­ da de los seres humanos, las esferas planetarias lo serán de seres angélicos. Todos, ángeles y hombres, tienen su lugar en este cosmos greco-cristiano crea­ do por la voluntad libre y soberana de Dios. A lo largo de estos dos siglos de estudio, aceptación y discusión de la obra de Aristóteles, la astronomía geométrica no tuvo un desarrollo paralelo. Se sometió a examen la cuestión de la realidad física de los círculos excéntricos de Ptolomeo (acordándose en general el negársela), pero no se mejoraron los cálculos haciendo uso de tales círculos. Hasta el siglo XV no encontramos una contribución al perfeccionamiento de las técnicas desplegadas en el Almagesto. La Universidad de Viena será el escenario más importante de tal empresa gracias al trabajo del austríaco Georg Peuerbach (también escrito Peurbach) (1423-1461) y del alemán Johannes Müller (1436-1476), conocido como Regiomontano y discípulo del anterior. Conforme nos acercamos al final del siglo XV, el centro de mayor actividad, en lo que a astronomía se refiere, se des­ plaza a la Universidad de Cracovia. En ella Marcin Bylica y Wojeiech de Brudzewo continuarán la tarea de sus colegas de Viena. En esta universidad polaca es

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en la que Nicolás Copérnico iniciará sus estudios en 1491 cuando Brudzewo era uno de sus profesores. Con frecuencia se han señalado dos tipos de razones para comprender por qué se produce concretamente en el siglo XV un progreso de la astronomía en Europa. En primer lugar, hay que señalar la urgente necesidad de una reforma del calendario juliano, cuestión tan grave que en realidad exigirá la reforma mis­ ma de la astronomía (epígrafe 2.2.2). En segundo lugar, no pueden dejar de mencionarse los afanes viajeros de portugueses y españoles que concluirán en 1492 con el descubrimiento de América. Los osados navegantes precisaban que los astrónomos y geógrafos pusieran a su disposición mejores mapas terrestres y celestes. El perfeccionamiento, por tanto, de las tablas astronómicas era de suma importancia. El gran ptolemaico que fue G. Peuerbach, profesor de astronomía y mate­ máticas en la Universidad de Viena, que emprendió junto con su discípulo Regiomontano la revisión de las Tablas Alfonsinas. Dichas tablas habían sido encargadas en el siglo XIII por Alfonso X de Castilla y León y fueron utiliza­ das hasta el siglo XVII. Venían a sustituir a las Tablas Toledanas, elaboradas cuando Toledo estaba bajo dominio musulmán y traducidas en el siglo XII por Gerardo de Cremona. Tanto Peuerbach como Regiomontano llegaron a domi­ nar las técnicas del cálculo del Almagesto como nadie antes lo había hecho. Ello les permitió comprender también sus errores y limitaciones, tratando de esta­ blecer en qué medida esos errores podían deberse a deficiencias en las sucesi­ vas traducciones de la obra de Ptolomeo. La normalización de dichas traduc­ ciones, cotejándolas con el original griego, se convirtió en un objetivo para Peuerbach que la muerte le impidió culminar. Regiomontano fue el que llevó esa empresa a término a lo largo de los sie­ te años que permaneció en Italia. Asimismo completó una obra iniciada por su maestro, Compendio del Almagesto de Ptolomeo, que sería ampliamente difun­ dida a lo largo de las décadas siguientes (Copérnico se encontrará entre sus lectores). El otro gran texto de astronomía ptolemaica fue la Nueva Teoría de los Planetas de Peuerbach, en la cual ensayó la posibilidad de localizar las excén­ tricas y epiciclos en esferas cristalinas materiales siguiendo los pasos de Las Hipótesis de los Planetas de Ptolomeo. Es decir, quiso mostrar que las herra­ mientas de cálculo de la astronomía no eran meras hipótesis geométricas sino entidades con realidad física. Una vez más surge el intento de conciliación entre cosmología y astro­ nomía con resultados siempre inciertos. Y también de nuevo se pone de mani­ fiesto que cuando se aspira a conocer cómo es realmente el mundo, la res­

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puesta es invariablemente la misma: un conjunto de esferas. En la Universi­ dad de Viena, Peuerbach trataba de encajar en esferas sólidas los imprescin­ dibles círculos excéntricos de Ptolomeo sin los cuales no hay cálculo ni pre­ dicción posibles. En la misma época, sus colegas averroístas de las universidades de Padua y Bolonia seguían un camino bien distinto. Negando toda validez a los círcu­ los ptolemaicos, pretendían una astronomía basada en esferas homocéntricas por ser éstas las únicas que resultan enteramente compatibles con los postula­ dos de la física. Así, aristotélicos averroístas como Alessandro Achillini (Sobre las esferas, 1484) o Girolamo Fracastoro (Homocéntricas, 1538) y Gianbattista Amico (Sobre los movimientos de bs cuerpos celestes conforme a los principios peripatéticos, 1536), se apartarán de Ptolomeo en busca de una mejor expre­ sión de la teoría de Eudoxo. Pero ningún tipo de tablas astronómicas es posi­ ble hacer con las esferas homocéntricas porque éstas no se adaptan a las obser­ vaciones. ¿Viena o Padua? ¿Ptolomeo o Aristóteles? ¿Astronomía o cosmología? ¿Pre­ dicción matemática o explicación física? Éstos son los graves dilemas a los que tratará de enfrentarse un desconocido estudiante, primero de la Universidad de Cracovia (cuya orientación era muy similar a la de Viena), y después de la universidad de Padua. Ese estudiante se llama Nicolás Copérnico. De la nece­ sidad de poner fin a esta escandalosa situación de conflicto en la que se edu­ ca y que se prolonga desde hace tantos siglos, surgirá la reforma de la astro­ nomía. No decimos reforma de la cosmología o de la física, sino únicamente de la astronomía. Pues el hecho es que la más radical reelaboración de esta última disciplina se llevó a cabo en defensa de la concepción griega del cosmos y, por tanto, en el marco de la antigua cosmología.

z.2. Copérnico y la reforma de la astronomía Constan ti nopla, año 1453. Los turcos toman la ciudad poniendo fin al longevo y debilitado Imperio bizantino. La artificiosa división de la historia en edades nos permite señalar el comienzo de la Edad Moderna. Paradójicamen­ te, el último siglo de franca decadencia de estos descendientes del Imperio romano de Oriente coincide en Occidente con el comienzo de un período de renovación cultural conocido como Renacimiento. Diez años antes, Johann Gutenberg había inventado la imprenta (1443); casi cuarenta años después Colón descubrirá América (1492). Entre tanto acontecimiento importante hay 107

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que señalar otra fecha: el 19 de febrero de 1473, día en que nace en la ciudad de Thorn (Prusia polaca) Copérnico, uno de los mayores astrónomos de todos los tiempos. La vida de este astrónomo transcurre en su Polonia natal, con un largo paréntesis de unos ocho años que pasó en las universidades italianas de Bolo­ nia, Padua y Ferrara. Tutelado por su tío Lucas Watzenrode, obispo de Warmia, a los dieciocho años inicia su formación universitaria en Cracovia. En la facultad de artes de esta universidad estudiará matemáticas y astronomía, en especial la obras de Sacrobosco, Peuerbach y Regiomontano. El discípulo de éste último, Brudzewski, impartía en aquella época un curso sobre el De Cáe­ lo de Aristóteles que seguramente no pasó desapercibido a nuestro astrónomo. De esta Universidad Copérnico salió cuatro años más tarde con sólidos cono­ cimientos matemáticos y habiendo adquirido las técnicas de observación astro­ nómica. Tras ser nombrado canónigo de la catedral de Frauenburg (siempre gra­ cias a la largo mano de su tío), en 1496 se trasladó a Italia para cursar primero derecho en la Universidad de Bolonia y después medicina en la de Padua. En la ciudad de Ferrara obtuvo el doctorado en derecho canónigo en el año 1503. Conviene resaltar los nombres de dos italianos con quienes Copérnico entró en relación: el neoplatónico Doménico María de Novara, profesor de astronomía en la Universidad de Bolonia, y el averroísta Fracastoro, condiscípulo de Copér­ nico, que enseñaría lógica en la Universidad de Padua. Posteriormente habrá oca­ sión de comentar algo acerca del neoplatonismo de Copérnico; lo que parece cla­ ro es que recibió la influencia directa de Doménico María de Novara, en cuya casa vivió como discípulo y con quien realizó importantes observaciones celestes. Tampoco puede menospreciarse la importancia que para su pensamiento pudo tener el contacto con aristotélicos averroístas, firmes defensores de la necesidad de supeditar la astronomía a la física (en contraposición a los ptolemaicos). Es verosímil, incluso, que a través de las universidades italianas accediera a los escritos de los nominalistas parisinos del siglo anterior (Buridan, Oresme) y sus argumentos dialécticos en favor del movimiento terrestre. Sin embar­ go, no hay constancia de ello. Con poco más de treinta años regresa a Polo­ nia, en donde permanecerá hasta su muerte acaecida a los setenta años. Primero vivió en el castillo de Heilsberg, residencia de su tío obispo (que era también el príncipe de la provincia de Warmia), en calidad de secretario personal. A la muerte de éste, en el año 1512, se mudó a Frauenburg para hacerse cargo de la canonjía. En este destino, en el que tuvo ocasión de practicar la medicina, permaneció la mayor parte de su vida, exceptuando la época inmediatamente anterior y posterior a la guerra de Prusia (desencadenada en 1520). 10 8

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La gran obra astronómica de Copérnico fue escrita en latín y publicada en el año de su muerte, 1$43, con el título De Revolutionibus Orbium Coelestium (Sobre las Revoluciones de los Orbes Celestes). Dada la nula información que el propio autor ha proporcionado sobre su biografía intelectual resulta difícil saber cuándo estuvo terminado el original. Pero es muy probable que, salvo retoques sin importancia, haya que remontarse a 1530. Durante esos trece años, lo único que pudo leerse acerca de la nueva astronomía heliocéntrica propuesta por Copérnico fue un manuscrito suyo de muy pocas páginas que circuló entre amigos y conocidos. Al estar desprovisto de toda precisión téc­ nica, cumplía únicamente un papel divulgativo que, sin embargo, hizo con­ cebir esperanzas a muchos sobre la posibilidad de una pronta reforma del calen­ dario. Carece de fecha y de título, si bien es conocido como Commentariolus (En: Copérnico, Digges, Galilei, 1983: 23-43). Posiblemente fue redactado en la década que se inicia en 1530, pero hay incluso quien le atribuye 1507 como fecha más adecuada. Quienes, no obstante, deseaban averiguar el contenido de las tesis princi­ pales del De Revolutionibus en los años inmediatamente anteriores a su publi­ cación, dispusieron de una buena fuente indirecta. Un joven alemán, Georg Joachim von Lauchen, más conocido como Rheticus, se trasladó en 1539 a Frauenburg para conocer de primera mano lo que sólo sabía de oídas. Perma­ neció dos años con Copérnico y escribió una obra, Narrado prim a de libris revolutionibus, que constituye una exposición introductoria a la nueva astro­ nomía. Fue publicada en 1540 sin mencionar el nombre de su maestro (aun­ que con la autorización de éste) y tuvo una enorme difusión. La verdad es que el sabio polaco deseaba a toda costa evitar la polémica. Quizá por ello se ocultó durante tanto tiempo. Animado por el éxito del escri­ to de Rheticus o por cualquier otra razón, el hecho es que por fin en 1542 ini­ cia las acciones oportunas para que el De Revolutionibus salga a la luz pública. Por diversas vicisitudes, la responsabilidad de conducir el manuscrito original a la imprenta quedó a cargo primero del propio Rheticus y después del teólo­ go luterano Andreas Osiander. La fecha y el lugar de su aparición es mayo de 1543 en la ciudad de Nuremberg. Pero para su autor era ya demasiado tarde. En diciembre anterior había sufrido un derrame cerebral con la consecuencia de parálisis parcial y pérdida de las facultades mentales. La primera copia de la obra llegaba a sus manos en los días precedentes a su muerte. El De Revolutionibus se presentó ante los lectores con un prefacio anóni­ mo, en realidad escrito por Osiander (epígrafe 2.6), y con un prefacio del pro­ pio Copérnico dedicado al Papa Pablo III (Alejandro Farnesio). Su obra está 109

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dividida en ocho libros o capítulos y en ella se aborda la explicación, en tér­ minos heliocéntricos, de todas las apariencias celestes justificadas hasta enton­ ces de modo geocéntrico. Así, tras corregir el catálogo de estrellas de Ptolomeo y analizar el valor de la oblicuidad de la eclíptica en los Libros I y II respecti­ vamente, en el resto de los libros se lleva a cabo un minucioso estudio del movi­ miento aparente del Sol (Libro III), de la Luna (Libro IV) y de los planetas (Libros V y VI), partiendo de la hipótesis de un triple movimiento terrestre. A lo largo de siglos, en la época alejandrina y muy posteriormente en la Baja Edad Media, se habían desarrollado y perfeccionado técnicas de cálculo y predicción de los fenómenos terrestres que eran incuestionablemente ptolemaicas. La tarea fundamental del astrónomo, salvar las apariencias, se llevaba a cabo siempre y en todo caso tomando la Tierra como el único sistema en reposo en el centro del mundo. Elegir el Sol para ocupar el lugar de ésta impli­ caba, primero, rehacer de principio a fin el edificio erigido por Ptolomeo y sus continuadores árabes y cristianos y, segundo, añadir una complicación nueva, puesto que el comportamiento de los astros se describía ahora desde un lugar distinto del que nosotros habitamos y desde el que realizamos nuestras obser­ vaciones. Es verdad que la astronomía ptolemaica había ido acumulando errores que exigían cambios capaces de traer la reforma del calendario (acontecida en 1582). Pero también es cierto que la corrección de esos errores no exigía necesaria­ mente afirmar algo tan difícil de admitir como el movimiento vertiginoso de la esfera que pisamos (movimiento, por cierto, que no notamos). Prueba de lo impensable que resultaba el giro de la Tierra es que, para encontrar prece­ dentes de su temeraria hipótesis, Copérnico hubo de remontarse nada menos que a autores griegos como Hicetas de Siracusa, Filolao de Tarento, Heráclides del Ponto o Ecfanto el Pitagórico (epígrafe 1.9.1). Es decir, se retrotrae unos veinte siglos. No obstante, ninguno de ellos había construido una astro­ nomía de cálculo capaz de establecer las posiciones de los planetas partiendo de postulados heliocéntricos. Copérnico, por tanto, no pudo apoyarse en lo hecho por esos heterodoxos pensadores, lo cual hace aún más apremiante la contestación al interrogante ya planteado: ¿por qué se decidió a abordar una reforma de la astronomía de tal envergadura? La respuesta la ofrece el propio autor explícitamente en dos momentos: en el Commentariolus y en el prefacio al De Revolutionibus dedicado al Papa Pablo III. Desde luego sus razones son sorprendentes para un lector del siglo XX, pero también de gran interés por cuanto ponen de manifiesto sus más pro­ fundas convicciones teóricas. no

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2.2 . 1 . La reforma astronómica y el Commentariolus Comencemos con el Commentariolus, cuyas líneas iniciales merece la pena reproducir pese a su extensión. En ellas Copérnico, tras hacer un somero repa­ so de lo que ha sido la historia de la astronomía, expone lo que constituye el centro de sus preocupaciones: Observo que nuestros predecesores recurrieron a un elevado número de esferas celestes a fin, sobre todo, de poder explicar el movimiento aparente de los planetas respetando el principio de uniformidad. En verdad parecía completamente absurdo que un cuerpo celeste no se moviera uniforme­ mente a lo largo de un círculo perfecto. [Recordemos que en virtud del prin­ cipio platónico de circularidad y uniformidad de los movimientos, todo cuerpo celeste ha de desplazarse con velocidad angular uniforme alrededor, no de un punto cualquiera arbitrariamente elegido, sino alrededor del cen­ tro mismo de su rotación.] Pero se dieron cuenta de que mediante distintas composiciones y combinaciones de movimientos uniformes podían lograr que un cuerpo pareciera moverse hacia cualquier lugar del espacio. [Los pla­ netas parecen vagar por el cíelo de modo errático y desordenado. Sin embar­ go, combinando un número suficientemente elevado de esferas o círculos, sus desplazamientos aparentes podían ser reducidos a movimientos unifor­ mes y circulares.] Calipo y Eudoxo, que trataron de resolver el problema por medio de círculos concéntricos, no fueron sin embargo capaces de dar cuenta por este procedimiento de todos los movimientos planetarios. No sólo tenían que explicar las revoluciones aparentes de los planetas, sino también el hecho de que tales cuerpos tan pronto nos parezcan ascender en los cielos como descender, fenómeno éste incompatible con el sistema de círculos concéntricos. [Puesto que los planetas varían de tamaño y de brillo, pare­ ciera que ascienden y descienden; esto es, que en ocasiones se hallan más alejados y en otras más próximos a la Tierra.] Éste es el motivo de que pare­ ciera mejor emplear excéntricas y epiciclos, preferencia que casi todos los sabios acabaron secundando. Las teorías planetarias propuestas por Ptolomeo y casi todos los demás astrónomos, aunque guardaban un perfecto acuerdo con los datos numé­ ricos, parecían comportar una dificultad no menor. [Aquí Copérnico cla­ ramente afirma que el problema de la astronomía ptolemaica no es de carác­ ter empírico, ya que no son los datos los que invalidan la teoría. Dicha astronomía adolece de un problema que, en su opinión, resulta por lo menos tan grave como sería el desajuste entre observación y predicción.] Efecti­ vamente, tales teorías sólo resultaban satisfactorias al precio de tener asi­ iii

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mismo que imaginar ciertos ecuantes, en razón de los cuales el planeta parece moverse con una velocidad siempre uniforme, pero no con respecto a su deferente ni tampoco con respecto a su propio centro. Por ese motivo, una teoría de estas características no parecía ni suficientemente elaborada ni tan siquiera acorde con la razón. [La dificultad no menor a la que se ha aludido anteriormente es la violación de un principio racional, el princi­ pio de uniformidad de los movimientos. En virtud de los ecuantes intro­ ducidos por Ptolomeo en el Almagcsto, se establece que los planetas no giran con velocidad uniforme ni en torno al centro del epiciclo ni en torno al centro del deferente, sino en relación a un punto imaginario, el punto ecuante. No cabe duda que esto no se adecúa al principio platónico.) Habiendo reparado en todos estos defectos, me preguntaba a menudo si sería posible hallar un sistema de círculos más racional, mediante el cual se pudiese dar cuenta de toda irregularidad aparente sin tener para ello que postular movimiento alguno distinto del uniforme alrededor de los centros correspondientes, tal y como el principio del movimiento perfecto exige. Tras abordar este problema tan extraordinariamente difícil y casi insoluble, por fin se me ocurrió cómo se podría resolver por recurso a construcciones mucho más sencillas y adecuadas que las tradicionalmente utilizadas, a con­ dición únicamente de que se me concedan algunos postulados. Estos pos­ tulados, denominados axiomas, son los siguientes (Commentariolus. En: Copérnico, Digges, Galilci, 1983: 25-26). Lejos de una actitud positivista, Copérnico busca el sistema de círculos que sea, no más acorde con las observaciones, sino más racional. Es decir, no sólo se trata de dar cuenta de los movimientos aparentes de los planetas, sino de hacerlo de modo que ponga al descubierto el orden inteligible que subyace en el cosmos. Para ello entiende que han de establecerse siete postulados, en los que se renuncia nada menos que al reposo de la Tierra y a su posición central. Concretamente afirma que no hay un único centro de rotación de todas las esferas celestes; así, el centro de la esfera lunar es el centro de la Tierra, pero el centro de todas las demás, incluida la esfera de la Tierra, es el Sol. Luego no es la Tierra la que se halla en el centro del mundo, sino este astro. Tanto la rotación diaria de la esfera de las estrellas y los movimientos diario y anual del Sol, como el de retrogradación de los planetas, son pura apariencia sensible producto del doble movimiento de la Tierra (rotación y traslación). Realmente ni las estrellas se mueven, ni el Sol recorre la eclíptica, ni los planetas retro­ gradan. Y a continuación añade: “Una vez establecidos estos postulados, voy a tratar de mostrar brevemente cómo puede preservarse sistemáticamente la ri2

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uniformidad de los movimientos” (Commentariolus. En: Copérnico, Digges, Galilei, 1983: 28). En páginas posteriores de este libro (epígrafe 2.4) se verá de qué manera explica Copérnico el comportamiento observable del Sol, la Luna y los pla­ netas en términos heliocéntricos. Lo que no deja de asombrar es que mani­ fieste la intención de emprender una total reforma de la astronomía con el solo fin de poder eliminar los ecuantes y garantizar así el más escrupuloso respeto al principio de Platón. Con frecuencia se ha subrayado la presencia de ele­ mentos platonizantes en la obra del astrónomo polaco. Desde la Antigüedad podemos rastrear una línea ininterrumpida de autores platónicos y neoplatónicos que llega hasta el Renacimiento. Aunque durante muchos siglos los medievales sólo dispusieron de una traducción parcial del Timeo de Platón, lo cierto es que nunca llegó a desaparecer una corriente de pensamiento que enla­ za con autores latinos como Macrobio, Calcidio, san Agustín o Boecio, y con­ tinúa con Juan Escoto Eriúgena, la Escuela de Chartres, Roberto Grosseteste y con los renacentistas Marsilio Ficino y Nicolás de Cusa entre otros. A través del profesor de la Universidad de Bolonia Doménico María de Novara, Copér­ nico entró en relación con círculos platónicos de la Academia creada en Flo­ rencia por la familia Medicis (homónima de la fundada por Platón en Atenas), lo que sin duda ejerció una profunda influencia sobre él. Prescindiendo de los ingredientes espiritualistas, orientalistas y esotéricos que con frecuencia se mezclan en esta tendencia filosófica, lo que aquí intere­ sa destacar es la combinación de platonismo (o neoplatonismo) y pitagorismo que tendrá su expresión en una firme convicción: la estructura del mundo - o mejor, la estructura del alma del mundo según la terminología del Timeo-, es de carácter matemático. Las cosas sensibles se mueven, cambian, se modifi­ can. Pero esos cambios no suceden anárquica o caprichosamente, sino según las propiedades de orden, armonía, simetría y simplicidad que hallamos en los entes matemáticos. Al igual que los seres vivos poseen un principio de movi­ miento, un alma, también la posee el mundo sensible. Ahora bien, si el alma del mundo es de naturaleza matemática, los movimientos resultantes son orde­ nados y, puesto que son ordenados, son racionales. La concreción astronómica de esta tesis general es el principio de unifor­ midad y circularidad de los movimientos. Por ello, poner en cuestión este prin­ cipio de uniformidad es atentar contra la racionalidad misma de los cuerpos celestes y, consecuentemente, contra la viabilidad de la astronomía como cien­ cia. Mucho es lo que está en juego. Se comprende entonces que Copérnico en el Commentariolus, pese a no referirse explícitamente a esta cuestión del alma

Teorías del Universo

del mundo, rechace la astronomía ptolemaica en nombre, no de la experien­ cia, sino de la razón. Así, en definitiva, si hacemos caso a este breve escrito, el abandono del geo­ centrismo se produce en el contexto de una interpretación profundamente pla­ tonizante de la tarea del astrónomo. Salvar las apariencias no consiste simple­ mente en formular cuantas hipótesis sean necesarias para poder anticipar las posiciones de los astros, por mucho que esto se haga con el máximo rigor. Supone además reducir los irregulares movimientos aparentes a los verdade­ ros movimientos uniformes, circulares y regulares, pues sólo de este modo se hace posible desvelar el orden subyacente del cosmos.

2.2.2. La reforma astronómica y el De Revolutionibus Cerremos ya el Commentariolus y abramos el De Revolutionibus. En parti­ cular, elijamos el prefacio dedicado al “Santísimo Señor Pablo III, Pontífice Máximo”. Allí su autor se propone desvelar al Papa los motivos que le han inducido a imaginar un cierto movimiento de la Tierra, en contra de la opi­ nión recibida de los matemáticos, e incluso en contra del sentido común. Res­ pondiendo a la pregunta por él mismo formulada, aduce ahora tres de estos motivos que merece la pena comentar. Primero, porque los matemáticos están tan inseguros sobre el movi­ miento del Sol y de la Luna, que no pueden ni demostrar ni observar la duración constante del año estacional (año trópico| (Copernicus, 1965: “Prefacio"). (La traducción de las citas de esta obra ha sido realizada a par­ tir de la edición facsímil de 1965; véase Obras Fuente). Aquí Copérnico ofrece un argumento que tiene que ver con una de las grandes asignaturas pendientes de la astronomía, la reforma del calendario. El problema es el siguiente (véase epígrafe 1.3.2). Se trata de determinar la dura­ ción exacta del año trópico, esto es, el tiempo que tarda el Sol en volver a pasar por un mismo punto de intersección del ecuador celeste y la eclíptica. A los dos puntos de intersección se les denomina puntos equinocciales y señalan el comienzo del otoño (23 de septiembre) y de la primavera (21 de marzo). Pue­ de pues decirse que el año trópico es el tiempo que transcurre entre dos pasos consecutivos del Sol por un mismo punto equinoccial. Su duración es funda­ mental para construir un calendario, puesto que indica el comienzo y el final 114

El cosmos copermcano

de las estaciones. La primera dificultad estriba en que no abarca un número entero de días. De ahí que los egipcios, al establecer que el año constaba de 365 días exactos, fueran acrecentando un retraso que llegó a ser de un mes en un período de 120 años. En el siglo I a. C. Julio César, asesorado por astrónomos, decretó que un año (trópico) consta de 365 */4 días, de modo que a cada tres años de 365 días había de añadirse un cuarto bisiesto. El llamado calendario juliano, adoptado por la Iglesia en el Concilio de Nicea (325), se mantuvo hasta finales del siglo XVI, siendo por tanto el que conoció Copérnico. Pero este calendario a su vez acumulaba un error debido al fenómeno conocido como precesión de los equi­ noccios. Consiste en el lento retroceso de los puntos equinocciales, responsa­ ble de que el comienzo de las estaciones se anticipe muy ligeramente cada año (11 minutos y 14 segundos). Así, si el comienzo de la primavera estaba fijado para el 21 de marzo, resultaba que en la época de Copérnico se había adelan­ tado diez días. En contra de lo que indicaba el calendario juliano, el equinoc­ cio de primavera tenía entonces lugar el 11 de marzo. En definitiva, las obser­ vaciones mostraban que el año trópico no tenía una duración constante y, en consecuencia, tampoco era constante la diferencia entre el año trópico y el año sidéreo (tiempo que tarda el Sol en volver a pasar sobre el fondo de una misma estrella). De ahí que en el texto anteriormente citado del prefacio a Pablo III, Copérnico se lamente de que los matemáticos no hayan sido capaces de demos­ trar “la duración constante del año estacional”. Es posible que la referencia a la reforma del calendario en la dedicatoria al Papa obedezca a una estrategia bien calculada. La Iglesia en aquel momento estaba interesada en grado máximo en este tema. Una de las razones princi­ pales era la fijación de la importante fecha de Pascua, así como otras fechas litúrgicas móviles que dependían de la determinación del equinoccio de pri­ mavera. El tema había sido abordado en el Concilio de Letrán (1516), pero no había podido ser resuelto. De hecho la modificación del calendario no lle­ gará hasta 1582 con el papa Gregorio XIII, ya muerto Copérnico (básicamente consistirá en suprimir tres años bisiestos cada cuatro siglos). Aun cuando no fue este astrónomo quien personalmente llevó a cabo dicha modificación, sí es cierto que sus cálculos, en el contexto de una nueva astronomía heliocén­ trica, fueron decisivos para culminar la empresa con éxito y confeccionar el nuevo calendario gregoriano. Resulta pues muy comprensible que se presente al Papa, como argumen­ to en favor de la reforma de la astronomía, la contribución a la anhelada y has­ ta entonces fracasada reforma del calendario. Las ventajas prácticas de esta

Teorías del Universo

empresa ral vez harían más aceptables sus inconvenientes teóricos, especial­ mente en lo relacionado con el movimiento de la Tierra. La pragmática posi­ ción de la Iglesia, sin embargo, fue la de aceptar los beneficios, rechazando toda implicación física y cosmológica que pusiera en entredicho el orden impe­ rante aristotélico. Si la primera razón aducida por Copérnico en favor de una astronomía heliocéntrica se refiere al cálculo de la duración del año trópico, la segunda va a reproducir el argumento ya empleado en el Commentariolus. Los matemáti­ cos no se ponen de acuerdo sobre el mejor modo de describir los movimien­ tos celestes. Unos emplean esferas homocéntricas (los seguidores de Eudoxo y Aristóteles, tales como los averroístas italianos); otros hacen uso de círculos excéntricos (Peuerbach, Müller y demás ptolemaicos). Pero ambos adolecen de un defecto fundamental: Los que han puesto su confianza en las esferas homocéntricas, aun­ que han mostrado que con ellas es posible componer movimiento diver­ sos, no han sido capaces de construir algo que se ajuste por completo a los fenómenos [o sea, que dé razón de las diferencias de brillo y tamaño de los planetas]. Por su parte, aquellos que han ideado los círculos excéntri­ cos, si bien parece que gracias a ellos han logrado en buena medida dedu­ cir los movimientos aparentes con exactitud numérica, sin embargo en este proceso se han visto llevados a admitir muchas cosas que contravie­ nen el primer principio referente a la uniformidad de los movimientos [los ecuantes] (Copernicus, 1965: “Prefacio”). Los defensores de las esferas homocéntricas no se ajustan a los datos de observación. Por su parte, los partidarios de los círculos excéntricos violan un principio racional que supone garantía de inteligibilidad. Ahora bien, tan fun­ damental es atenerse a la experiencia como a los requisitos de la teoría. Nin­ gún sistema astronómico puede ser considerado válido si no es capaz de pro­ porcionar verdadero conocimiento, además de simples predicciones acertadas. De nuevo viene aquí al caso el platonismo de Copérnico expuesto a propósi­ to del Commentariolus. Pero aún cabe mencionar un tercer motivo de insatis­ facción con respecto a los astrónomos ptolemaicos. Tampoco han podido descubrir o deducir lo más importante, esto es, la forma del mundo y la simetría de sus partes. Más bien son comparables a alguien [un escultor, por ejemplo] que tomase de diversos lugares manos, pies, cabeza y otros miembros auténticamente óprimos, pero no adecua­

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El cosmos copemicano

dos para representar un solo cuerpo al no corresponderse entre sí, de modo que con ellos compusiera más un monstruo que un hombre (Copernicus, 1965: “Prefacio"). Se trata de una sugerente metáfora la que aquí emplea Copérnico. Un artis­ ta puede elegir los más perfectos miembros tomados aisladamente, pero esto no bastará si lo que quiere es formar con ellos un solo cuerpo. La reunión de partes, por hermosas que éstas sean, no dará como resultado un todo bello y armonioso, si no es a condición de que guarden entre sí la debida correspon­ dencia. De lo contrario, bien podría suceder que, al juntarse, crearan algo monstruoso. La serie de recursos astronómicos, que Ptolomeo sistematizara y perfeccionara en el siglo II d. C., tenía como objetivo salvar los movimientos observables de cada planeta independientemente considerado. Para ello el astró­ nomo estaba autorizado a arbitrar cuantos recursos geométricos fueran preci­ sos, sin tener que garantizar que fueran compatibles entre sí. Por tanto, de un mismo cuerpo celeste podía afirmarse, por ejemplo, que se mueve describien­ do un círculo excéntrico, y también un epiciclo-deferente concéntrico. El tema se hace mucho más evidente cuando lo que se pretende es una representación global del comportamiento de todos los cuerpos celestes en su conjunto, y no uno a uno. Hanson (Hanson, 1978: 167) se refiere a la astro­ nomía ptolemaica como “una colección de herramientas de cómputo” que, propiamente, no llegó a ser nunca un sistema, esto es, un conjunto de princi­ pios y reglas enlazados entre sí. Cada una de estas herramientas (epiciclos, defe­ rentes, excéntricas, ecuantes, etc.) cumple su cometido, a saber, dar razón de la anomalía zodiacal de Saturno, de Júpiter, de Marte, de Venus, de Mercu­ rio. Por ello, nos ha dicho Copérnico, son como “los miembros auténtica­ mente óptimos” que un escultor seleccionara para construir su obra de arte. Pero el problema se plantea al tratar de reunirlos de modo que formen una sola escultura. Los artificios geométricos no están concebidos para ofrecer una explicación unitaria del cosmos, sino sólo para resolver problemas técnicos ais­ lados. Así, no permiten saber cómo es el mundo en su globalidad, qué forma tiene, cuál es la disposición de sus partes. En palabras de Copérnico, los astró­ nomos no pudieron hallar lo más importante, esto es, la forma del mundo y la simetría exacta de sus partes. O sea, la astronomía ptolemaica no ha ¡do acom­ pañada de una cosmología adecuada. A su paso por las distintas universidades de Polonia e Italia, Copérnico ha conocido el divorcio entre las dos disciplinas que se ocupan del mundo celeste. La escuela astronómica de Cracovia (Bylica, Brudzewo), ligada a la escuela de

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Teorías del Universo

Viena (Peuerbach, Regiomontano), le ha facilitado el acceso a los intrincados procedimientos de predicción y cálculo que se habían ido desarrollando a par­ tir del Almagestoy de diversos tratados árabes. Por otro lado, el contacto con cír­ culos averroístas de Padua y Bolonia (en especial con Fracastoro) probablemen­ te inculcó o al menos reforzó en él la convicción de que ninguna astronomía geométrica puede ser válida si sus conclusiones no concuerdan con las tesis bási­ cas de la cosmología y de la física (inevitablemente aristotélicas). Como resultado se perfila la necesidad de rescatar lo mejor, tanto de la tra­ dición astronómica ptolemaica, como de la cosmología aristotélica. Contra­ riamente a lo ocurrido a lo largo de los siglos anteriores, en cuestiones celes­ tes ha de ser posible predecir matemáticamente y explicar cosmológicamente. La escisión irreconciliable entre estos dos tipos de investigación debe terminar (Hanson, 1978: 194; Elena, 1985: llO y ss.). En resumen, tres son las razones aducidas por Copérnico en el prefacio de su obra Sobre las Revoluciones de los Orbes Celestes en favor de una radical trans­ formación de la astronomía. La primera se refiere a la necesidad de llevar a cabo una reforma del calendario. Se trata pues de un motivo de carácter prác­ tico. La segunda, por el contrario, obedece a criterios enteramente teóricos de inspiración pitagórico-platónica. Repugna a la razón, como dirá más adelante (Libro I, cap. 4), la sola idea de un mundo en el que los cuerpos celestes se muevan de forma irregular. El universo es un todo ordenado y, en consecuencia, racional. Violar un principio fundamental de orden, como es el de uniformi­ dad, equivale a renunciar a la inteligibilidad del cosmos. Por último, se esgrime como argumento la necesidad de conciliar astronomía y cosmología. Puesto que tal conciliación no puede llevarse a cabo desde los pos­ tulados de la astronomía geocéntrica tradicional, se propone la sustitución de éstos por otros nuevos. Si con ellos se logra proporcionar la verdaderaforma del mun­ do y la simetría de sus partes, sin menoscabo de la precisión en el cálculo y ¡a predic­ ción, querrá decirse que el estudio del Cielo habrá entrado al fin por el buen cami­ no. Y dicho camino no es otro que aquel que nos haya de conducir a la obtención de conocimientos tan útiles como verdaderos y tan verdaderos como útiles.

2.3. ¿Se puede mover la Tierra? Argumentos físicos en defensa de la movilidad terrestre La pretensión de lograr conocimientos que revelen el verdadero orden del cosmos obliga a tomar partido con respecto al movimiento o reposo de la Tierra. 118

El cosmos copernicano

Por el contrario, si lo único que interesa es calcular con precisión las variaciones aparentes de las posiciones de los astros, entonces no es necesario decidir si aqué­ lla realmente se mueve. Las apariencias celestes pueden describirse de igual modo suponiendo bien que es lo observado lo que gira en un sentido, bien que es el observador el que gira en sentido contrario. En ambos casos contemplaremos el mismo espectáculo. Consideremos el movimiento diurno hacia el oeste que en la astronomía geocéntrica comparten las estrellas, el Sol, la Luna y los planetas, es decir, todos los cuerpos excepto la Tierra. Resulta perfectamente legítimo dar cuenta de ese movimiento aparente postulando que es esta última la que gira hacía el este. En un caso desplazamos a la gigantesca esfera de los cielos; en el otro sólo a la minúscula esfera terrestre. ¿Cómo dirimir cuál de estas dos hipótesis es la verdadera y cuál es la falsa?

2 . 3 . 1.

Imposibilidad de la astronomía de decidir la cuestión del movimiento de la Tierra

Planteada de este modo la anterior pregunta no tiene respuesta. No es posi­ ble determinar el estado físicamente real de la Tierra atendiendo a lo que desde ella se observa, cosa que ya comprendió perfectamente Ptolomeo. En el Almagesto explícitamente afirma que nada hay en los fenómenos celestes que permi­ ta descartar la hipótesis de que sean los cielos los que permanecen en reposo, en tanto que la Tierra da vueltas alrededor de su eje de oeste a este, completando una revolución cada día (Ptolemy, 1984: I, 7). Y lo mismo piensa Copérnico trece siglos después. En el De Revolutionibus nos dice que, aunque la mayoría de los autores opinen que la Tierra descansa en el centro del mundo, sin embargo “no debe darse esta cuestión por resuelta”. En efecto, todo cambio de posición aparente se debe al movimiento de lo que se ve o al movimiento de quien ve. Desde la Tierra percibimos la rotación de los cielos, pero si íúera ella misma la que diera vueltas alrededor de su eje, su movimiento repercutiría en todo lo que vemos que sea exterior a ella. Concretamente parecería que todo eso que le es exterior gira en sentido contrario (revolución diurna), tal como sucede de hecho. Luego convendrá considerar la posibilidad del movimiento terrestre con más atención (Copernicus, 1965:1, 5). (Advertencia: al igual que en el caso del Almagesto, en las citas de esta obra, en vez de las páginas, indicaremos el Libro con números romanos y el capítulo con números arábigos, a fin de que el lector pue­ da orientarse más fácilmente en cualquier edición). 119

Teorías del Universo

A partir de la observación de lo que ocurre juemdc la Tierra, no es posible dedu­ cir su estado de movimiento o de reposo. Denominaremos a esto principio óptico de relatividad. Lo único que cabe determinar es el cambio de posición aparente entre la Tierra y los cuerpos celestes, pero no la causa del cambio. Quiere ello decir que, en términos puramente astronómicos o matemáticos, no puede especificarse cuál es el sistema realmente en reposo y cuál es el sistema realmente en movimiento, ya que en cualquier caso siempre se ve y se mide lo mismo. Tal vez, no obstante, haya una manera de salir de la incertidumbre. Para ello será preciso dejar de contemplar cuanto acontece en los cielos y reparar en lo que sucede aquí en la Tierra. O dicho de otro modo, en vez de prestar atención al comportamiento de los cuerpos celes­ tes, convendrá indagar el de los cuerpos terrestres en su desplazamiento sobre la superficie de la Tierra. La mirada ha de pasar de fuera a dentro. Tanto Aristóteles como Ptolomeo, por señalar los dos casos más significa­ tivos, no dudaron en sostener que, si esto hacemos, nos decantaremos ine­ quívocamente en favor del reposo de la Tierra. “Aunque no haya nada quizá en los fenómenos celestes -afirma Ptolomeo- que contravenga esta hipótesis [la del movimiento terrestre], sin embargo a partir de lo que ocurre aquí en la Tierra y en el aire, podemos ver que tal idea es francamente ridicula” (Ptolemy; 1984:1, 7). Los argumentos de este astrónomo son los mismos que los de Aris­ tóteles y suponen rebasar el ámbito de la astronomía para adentrarnos en el de la (epígrafe 1.8.3). En lo fundamental, dichos argumentos se resumen en lo siguiente: 1. Si la Tierra se moviera, se producirían ciertos efectos perceptibles deri­ vados del movimiento terrestre. 2. Es así que no se aprecian tales efectos en los cuerpos que se mueven en ella (graves, proyectiles, nubes, pájaros, etc.). 3. Luego la Tierra no se mueve. Resulta pues que si desde el punto de vista astronómico el movimiento de la Tierra no es decidible, desde el punto de vista físico sí debería serlo. Lo que es real es su inmovilidad. Al menos esto piensan aristotélicos y ptolemaicos. Volvamos a Copérnico. Según se ha visto, aspira a establecer el sistema astronómico que sea físicamente real Y entiende que dicho sistema es de carác­ ter heliocéntrico. En consecuencia, la afirmación relativa a la movilidad terres­ tre ha de ser verdadera. Pero esto no puede ser defendido sin más. Deberá res­ ponderse a las objeciones (físicas, no astronómicas) en contra del movimiento de la Tierra que han sido planteadas desde la Antigüedad. 120

El cosmos copemicano 2 .3 .2 .

Argumetttos físicos de los antiguos en contra del movimiento de la Tierra

Copérníco se plantea este tema en el Libro I del De Revolutionibus antes de los desarrollos astronómico-geométricos que ocuparán los cinco libros res­ tantes. Así, en el capítulo 7 del mencionado Libro I encontramos la presenta­ ción de las razones de los antiguos favorables a una Tierra en reposo en el cen­ tro del mundo, y en el capítulo 8 su refutación. Su discurso es del máximo interés por cuanto pone de manifiesto, sin pre­ tenderlo, dos cosas de gran importancia relacionadas entre sí. Por un lado, la incompatibilidad del único sistema físico disponible, el aristotélico, con una astro­ nomía heliocéntrica. Por otro, la necesidad de una nueva física alternativa a la del filósofo griego, que de hecho no llegará hasta la primera mitad del siglo XVII con Gal ileo y Descartes. En una Tierra en movimiento, la física de los movimientos naturales deberá ceder el paso a la física de ios movimientos inerciales y del prin­ cipio mecánico de relatividad. Pero para ello es pronto. Copérnico ha de abordar la defensa de esa Tierra móvil sin los conceptos físicos adecuados. Veámoslo. Cinco son los argumentos de los antiguos que aparecen reproducidos en el De Revolutionibus. El primero se relaciona con la teoría aristotélica de la grave­ dad y dice así (epígrafe 1.6.2). La tierra es el elemento pesado por antonomasia. Ahora bien, la pesantez o gravedad se define como la tendencia intrínseca a las cosas que poseen esa naturaleza a dirigirse al centro de la esfera celeste y perma­ necer en ese lugar en reposo. Luego la T erra deberá conservarse inmóvil en el centro del mundo como consecuencia de su peso (Copernicus; 1965,1,7). Este razonamiento implícitamente supone que si el centro de la T erra no coincidiera con el centro del mundo, los cuerpos pesados mantendrían su ten­ dencia a caer sobre éste último. Y si resultara que es el Sol el que reposa en él, tal como se afirma desde un sistema astronómico heliocéntrico, entonces dichos cuerpos deberían precipitarse sobre ese astro central. Pero ello no ocurre, sino que descienden sobre la superficie terrestre. Por tanto, es la Tierra la que ocu­ pa el centro. Además, si alguien postulara que en algún momento dejara de estar en ese lugar, de inmediato tendería a recuperarlo en línea recta. Ello quie­ re decir que en ningún caso la Tierra puede mantenerse indefinidamente en movimiento circular. La verdad es que resultaba a casi todo el mundo impo­ sible de concebir que esa gran mole terráquea fuera capaz de conservarse “sus­ pendida” en alguna región de los cielos, en vez de arrojarse hacia abajo. Lo pesado no puede ser situado arriba; sólo los cuerpos etéreos retienen esa posi­ ción alejada del centro del cosmos. X2I

Teorías del Universo

El segundo argumento se hace eco de otra tesis física de Aristóteles referi­ da a la simplicidad de los movimientos (epígrafe 1.6.2). Puesto que se enten­ día que dos son las magnitudes geométricamente simples, la recta y el círcu­ lo, dos serán también los movimientos simples, el rectilíneo y el circular. Los demás son combinación de ambos. A su vez el movimiento rectilíneo tiene dos sentidos. Luego todo movimiento simple, o está dirigido hacia el centro (rectilíneo descendente), o se encamina hacia la periferia (rectilíneo ascen­ dente), o se efectúa alrededor del centro (circular). Ahora bien, por naturale­ za, esto es, de modo espontáneo y no inducido por causas externas, a cada cla­ se de materia sólo le corresponde un tipo de movimiento simple (descendente, ascendente o en círculo). Ello se debe a que es absurdo pensar que algo pue­ da propender a seguir direcciones opuestas simultáneamente. Dado que, según Aristóteles, las clases básicas de materia son cinco, tierra, agua, aire y fuego (elementos sublunares) y éter (elemento supralunar), a cada uno de estos com­ ponentes simples de los cuerpos conviene un solo movimiento simple. En con­ creto, la tierra y el agua se mueven naturalmente en sentido vertical descen­ dente, el aire y el fuego en sentido vertical ascendente y el éter alrededor del centro del mundo (Copernicus, 1965:1, 7). A primera vista no resulta evidente qué relación guarda la cuestión de la sim­ plicidad de los movimientos con la de la inmovilidad terrestre. Sin embargo, el tema tiene un profundo alcance en el caso de que efectivamente la Tierra se mue­ va, pues entonces será necesario combinar dos movimientos simples: el rectilíneo de los cuerpos pesados o ligeros con el circular de la propia Tierra. Pero la física aristotélica excluye por completo la combinación de dos movimientos natura­ les simples; en consecuencia, la Tierra está inmóvil. El tercer argumento que Copérnico considera alude de modo explícito a Ptolomeo (el cual lo ha tomado de Aristóteles) (epígrafe 1.8.3). Dice el astró­ nomo alejandrino que si supusiéramos que la Tierra tiene una revolución dia­ ria hacia el este, se trataría de un movimiento de rotación tan violento y tan rápido que arrojaría fuera de ella a cuanto se encuentra en su superficie. Inclu­ so las partes terrestres se separarían llegando a diseminarse por los cielos. Es así que nada de esto sucede; luego la Tierra carece de todo movimiento gira­ torio (Copernicus, 1965:1,7). En el fondo se trata de un razonamiento aristotélico que parte de la dis­ tinción entre movimiento natural circular celeste y movimiento natural recti­ líneo terrestre. El movimiento natural circular de los cuerpos celestes no engen­ dra lo que modernamente llamamos fuerzas centrífugas porque dichos cuerpos carecen de toda tendencia a apartarse de su centro de rotación. Muy al con­ 1 22

El cosmos copernicano

trario, por naturaleza propenden a mantenerse equidistantes de dicho centro. Es por ello que su movimiento carece de todo efecto dispersivo y destructor. Pero no sucede lo mismo con la pesada Tierra, cuyo movimiento natural sólo puede ser rectilíneo. Por tanto, obligarla a rotar significa violentar su inclina­ ción al movimiento rectilíneo (en el hipotético caso de que se hallara alguna vez desplazada del centro). Y esta violencia sí tendría efectos negativos para ella misma y para lo que contiene. En cuarto lugar se presenta una prueba en favor del reposo de la Tierra que será enormemente popular y que ocupará a Galileo a lo largo de gran núme­ ro de páginas casi un siglo después. Brevemente expresado por Copérnico se reduce a lo siguiente. En una Tierra en movimiento las cosas no podrían caer como de hecho lo hacen, esto es, perpendicularmente al punto de la superfi­ cie terrestre situado justo debajo. Pues, mientras lo hacen, dicho punto o lugar se habría desplazado (Copernicus, 1965:1, 7). En definitiva, se trata de un argumento que pretende estar sacado de la observación directa del fenómeno de caída de los graves. Parece manifiesto que éstos lo hacen verticalmente, de manera que si una piedra es lanzada siguien­ do esa dirección, deberá caer en la misma región desde la que fue impulsada hacia arriba. Pero si la Tierra se mueve, dicha región se trasladará hacia el este tanto más cuanto mayor sea el tiempo empleado en caer. Consecuentemente, la piedra encontrará el suelo siempre en un lugar diferente al de partida (es decir, quedará situada más hacia el oeste). Resulta así que, si suponemos una Tierra móvil, los cuerpos no caerían perpendicular sino transversalmente. Es un hecho de observación, no obstante, que la dirección de la gravedad es per­ pendicular a la superficie terrestre. Luego la Tierra no se mueve. En quinto y último lugar Copérnico se refiere al movimiento de las cosas que flotan en el aire, como las nubes (o los pájaros). Si fuéramos habitantes de una Tierra en rotación hacia el este, deberíamos observar que siempre se dirigen hacia el oeste. Pero no observamos tal cosa; luego... (Copernicus, 1965: L 7). También aquí se esgrime un argumento que pretende ser empírico (Gali­ leo pondrá de manifiesto la irrelevancia de estos supuestos datos de observa­ ción). Puesto que la Tierra, en caso de que rotara, debería hacerlo con una ele­ vada velocidad no igualable por nube o pájaro alguno, siempre adelantaría a éstos dejándolos atrás. O sea, aunque ellos se movieran indistintamente hacia oriente o hacia occidente, a nosotros siempre nos parecería que se desplazan hacia occidente. Sin embargo, no es esto lo que constatamos. Luego contem­ plamos su desplazamiento estando nosotros mismos en reposo. 123

Teorías del Universo

Hasta aquí el resumen que hace Copérnico de las principales razones de los antiguos a favor de la inmovilidad de la esfera terrestre. Ninguna de ellas se refiere a las apariencias celestes sino a los fenómenos terrestres. Ahora es el momento de emprender la ardua tarea de encontrar respuestas satisfactorias que muestren la insuficiencia de esas razones aducidas. De lo contrario, el pos­ tulado del movimiento de la Tierra y, en general, el sistema heliocéntrico del mundo podría considerarse (en el mejor de los casos) como un modo de des­ cripción astronómicamente útil, pero no verdadero. La realidad física sería de un modo ('Hierra inmóvil en el centro del mundo), aunque los geómetras fin­ gieran que es de otro (Tierra móvil situada entre Venus y Marte) a fin de lograr una mayor simplicidad y exactitud en sus cálculos. Pero si se defiende una concepción realista de la astronomía, como es el caso de Copérnico, es imprescindible realizar una incursión por la física a fin de neutralizar los razonamientos de quienes creen probar el reposo terrestre. La empresa no resulta en absoluto fácil en un siglo que aún se sirve de los con­ ceptos físicos aristotélicos acuñados para dar razón de un mundo geocéntrico. Puesto que la transformación de dichos conceptos no tendrá lugar hasta aproxi­ madamente un siglo después, lo único que hallamos en Copérnico es una serie de hipótesis ad hoc introducidas, en el marco físico heredado, con el solo fin de salvar su propia teoría astronómica. Pasemos pues a considerar su réplica a las objeciones tradicionales contra el movimiento de la Tierra contenidas en el Libro I, capítulos 8 y 9 del De Revolutionibus.

2.3.3. Respuesta de Copérnico a las objeciones de aristotélicos y ptolemaicos En respuesta al primer argumento referido a la gravedad optará por el úni­ co camino posible, a saber, sustituir la definición aristotélica por otra más con­ veniente al tipo de universo que pretende defender. Así, se preguntará si el cen­ tro del mundo es el centro de gravedad entendiendo por tal el lugar al que se han de dirigir las cosas pesadas. La contestación es negativa. El centro de gra­ vedad de las cosas terrestres es el centro de la Tierra, que no coincide con el centro de la esfera celeste. Y es que la gravedad es meramente una cierta inclinación natural atri­ buida a todas y cada una de las partes por la divina providencia del Arqui­ tecto del mundo para otorgarles unidad e integridad, agrupándose en for­ ma de esfera. Bien puede aceptarse que esta inclinación la poseen el Sol, la 124

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