Teorias De La Verdad En El Siglo XX

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Juan Antonio Nicolás María José Frápolli (Editores)

TEORÍAS DE LA VERDAD EN EL SIGLO XX

temos

JUAN ANTONIO NICOLÁS MARÍA JOSÉ FRÁPOLLI (Editores)

TEORIAS DE LA VERDAD EN EL SIGLO XX Traducción de textos inéditos por N. SM 1LG , J. R O D R ÍG U E Z , M . J. F R Á P O L L I y J. A. N IC O L Á S

Impresión ele cubierta: Gráficas Molina

© EDITORIAL TECNOS, S.A., 1997 Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid ISBN; 84-309-3072-8 Depósito Legal: M- 36323-1997 Printed in Spain. Impreso en España por Rigorma. Polígono Alparrache. 28600 Navalcarnero (Madrid)

I.

II.

TEORÍAS PRAGMÁTICAS DE LA V E R D A D .....................................

23

W. JAmes,' Concepción Je Ia verdad según el pragmatismo (1 9 0 6 )......... I. ELLAfcURÍA, La realidad histórica como objeto de la filosofía (1981) . , S. HA/tCK, El interés'por la verdad: qué significa, por qué importa (1995) ........................................................... ............................................

25 45

TEORÍAS DE LA CORRESPONDENCIA .............................................

63

A)

TEORÍAS SEM Á NTICAS..................................................................

65

v A. 7 AlísKI, La concepción semántica de la verdad y los funda­ mentos de la semántica (1 9 4 4 )..................................................... S. Kr'ipke, Esbozo de una teoría de la verdad (1975) ...................... D. DAVIDSON, Estructura y contenido de la verdad ( 19 9 0 )..............

65 109 145

13) TEORÍAS NO SEMÁNTICAS...........................................................

III.

IV.

V.

53

207

R. C arnap, Observaciones sobre la inducción y la verdad (1946) . J. L. A ustin, Verdad ( 1950) ................................................................. , A. S chaff, ¿Qué entendemos p o r «verdad»? (1 9 7 1 ).......................

207 225 243

TEORÍAS PRO-ORACIONALES...............................................................

263

F. P. Ramsey, La naturaleza de la verdad (1927) ...................................... • P. F. Straw son, Verdad (1950)..................................................................... C. J. W. Wll.T.IAMS, La teoría pro-oracional de la verdad (1992) ............

265 281 309

TEORÍAS FENOMENOLÓGICAS............................................................

321

E. HusíJBR-l, El ideal de la adecuación. Evidencia y verdad ( 19 0 1) ........ J. O rte o a y G asset, ¿A qué llamamos verdad? (1915) ........................... *P. RlCOEyR, Verdad y mentira (1 9 5 1) .......................................................... X. Zubiri, La ¡validad en la intelección sentiente: la verdad reaI (1980) .

323 335 357 385

TEORÍAS HERMENÉUTICAS DE LA VERDAD ..................................

397

M. Hei6ec¡ger, De la esencia de la verdad (19 4 3 ).................................... K. Jaspers, De la verdad (1947).................................................................. H. G. Gadam er, ¿Qué es la verdad? (1957) ............................................. » M. F o u cau lt, Verdad y poder (1 9 7 7 )......................................................... «. J. Simón, Lenguaje y verdad (19 8 7 )............................................................

399 419 431 445< 461

VI.

TEORÍAS COHERENCIALES ..................................................................

479

C.

481

La teoría de la verdad de los positivistas lógicos (1 9 3 5 ).... t N. ResCI IBR, Verdad como coherencia ideal ( 1985) ........... ........ L. B. P u n te l, Problemas y tareas de una teoría explicatívo-dejinicional de la verdad ( 1987) ...................................... VIL

H em pel,

495 509

TEORÍAS INTERSUBJETIVISTAS DE LA VERDAD .........................

527

K. Lorenz, El concepto dialógico de verdad ( 1 9 7 2 ) .................. , J. H a b e r M A S , Teorías de ¡a verdad ( 1 9 7 3 ) ...........................

529 543

p e l , ¿Husserl, Tarsld o Peirce? Por una teoría semiótico-trascendental de la verdad como consenso ( 1995) ....................

597

K. O. A

" BIBLIOGRAFÍA .....................................................................................................

617

ÍNDICES A M

N

utores

................................................................

619

...............................................................................................................

623

...............................................................

625

a t e r ia s

ombres

PRESENTACIÓN

i El final de siglo es un momento oportuno para hacer balance de cuanto ha ocurrido a lo largo del mismo. Dos tareas han atravesado toda la filosofía de la últim a centuria. La prim era puede sintetizarse en el lema husserliano «a las cosas mismas». Husserl planteó la necesidad de «recuperar la realidad» en cuanto objeto e instancia prioritaria de la reflexión filosófica. Tras los idealismos, que culminan con Hegel, se percibe a comienzos de siglo la urgencia de volverse hacia lo real, en las diversas caras bajo las que ello se presenta. El program a marcado por Husserl se ha de­ sarrollado a lo largo de todo el siglo xx, bien bajo la orientación fenomenológica, bien bajo la óptica de la transform ación de la feno­ menología que ha sido la hermenéutica. Así, tenem os intentos más o menos explícitos de ejecutar este programa, que van desde los existencialism os y los personalism os, que pretenden «mostrar» la reali­ dad hum ana al desnudo, hasta el marxismo, que se esfuerza en poner de manifiesto el carácter determ inante de la realidad social, o la noología de Zubiri, que parte del hecho de que «en la realidad estamos ya», o los pragmatismos, que ponen la eficacia en la praxis como criterio último de evaluación del pensamiento y de la acción, o el raeio-vitalism o de Ortega, que encuentra la realidad última en la «vida», como categoría que unifica todo mundo individual. La segunda tarea que ha desarrollado masivam ente la filosofía del siglo xx ha consistido en desentrañar el profundo significado que el lenguaje tiene en la configuración de la propia reflexión filosófica y de sus productos (concepción del mundo, autocom prensión hu­ mana, reconstrucción de la historia, determ inación del saber, etc.). Siguiendo el impulso dado, entre otros, por W ittgenstein, el análisis del lenguaje se ha convertido en uno de los ejes de la filosofía en nuestro siglo. El lugar preem inente del fenómeno lingüístico ha adoptado diferentes figuras y objetivos: desde la búsqueda de un len­ guaje ideal como vehículo de la ciencia unificada (Neopositivismo,

Racionalism o Crítico), hasta el análisis del lenguaje corriente, que entiende la actividad lingüística como una de las actividades hum a­ nas guiadas por regias (Filosofías del lenguaje ordinario,'Pragm ática universal del lenguaje), pasando por la com prensión de la actividad filosófica como interpretación de textos (ciertas Hermenéuticas), o como desengañam iento de los presupuestos, tanto lógicos como ontológicos, del uso del lenguaje en la acción comunicativa (Pragmá­ tica trascendental del lenguaje), etc. Esta doble orientación ha tenido su reflejo en el tema de la ver­ dad. Durante el siglo xx se ha desarrollado una am plísim a reflexión sobre esta cuestión. Las aportaciones han sido tan variadas como las corrientes filosóficas que han ido cobrando vigencia sucesiva o si­ multáneamente. Bien es verdad que no todas las propuestas acerca de la verdad han tenido el mismo grado de elaboración ni la misma influencia. Algunas de ellas ni siquiera han constituido propiamente una teoría de la verdad en sentido estricto. El tema de la verdad constituye el foco en el que confluyen la mayor parte de los elem entos integrantes de la Filosofía del conoci­ miento. Todo saber teórico está orientado a la consecución de cono­ cimientos verdaderos. La Filosofía del conocim iento pretende deter­ minar los elementos que constituyen el conocimiento, la relación entre ellos y su alcance, las posibilidades de fundamentación del co­ nocimiento, com enzando por una justificación de su misma posibili­ dad, etc. En cualquier caso, la verdad es un tema central de la refle­ xión gnoseológica y, con ello, de loda filosofía. El tratamiento del tema de la verdad se inicia en nuestra tradi­ ción probablemente a la vez que la reflexión racional. Los com ien­ zos de la Filosofía occidental pueden interpretarse en esta clave. Las prim eras preguntas de los pensadores m ilesios fueron acerca de qué son verdaderamente las cosas (el mundo, lo real), cuál es la verdad de lo que se nos presenta, dado que no es lo que en principio parece. Se abre, pues, la Filosofía con una cuestión ontológica y gnoseoló­ gica sim ultáneam ente, aunque es el aspecto ontológico el determ i­ nante de esta reflexión en los prim eros siglos de su desarrollo. En este tramo inicial de la Filosofía se configura una concepción de la verdad cuya influencia ha alcanzado, cuando menos, desde Parménides hasta Heidegger. Todas las épocas se han ocupado de manera significativa del tem a de la verdad, en conexión con el contexto cultural y filosófico de cada momento. La concepción de la verdad se ha ido decantando en un sentido, en el que el surgimiento del modelo galileano-newto-

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niano de ciencia ha tenido una incidencia muy significativa. Tal vez por ser el modo de conocim iento más potente creado en nuestra tra­ dición, ha configurado un determ inado tipo de concepción de la ver­ dad, predominante en muchos ámbitos filosóficos, científicos y prácticos de nuestras sociedades actuales. En el complejo panorama que presenta el siglo xx en sus refle­ xiones sobre la verdad, es posible detectar, según se ha señalado en diversos contextos, al menos tres raíces que nuestra tradición ha ido incorporando históricamente a la concepción de la verdad. Por eso, si examinamos nuestra experiencia respecto a lo que consideramos verdadero, podemos encontrar: primero, que llamamos verdadero a aquello que está realmente presente, al contraponerlo a lo imaginario o ilusorio. Surge aquí la raíz griega de la experiencia de la verdad {aletheia), com o lo que está patente. Es la dimensión que conecta lo verdadero con lo que es, con lo real. En segundo lugar, también consideram os algo com o verdadero cuando es fiable, cuando se puede confiar en ello. Es la dimensión que la verdad tiene de autenticidad. Esta puede entenderse de dos modos: o bien, como confianza en las cosas, o bien com o confianza en las personas. En cuanto se confía en la autenticidad de las cosas, se enlaza con la raíz latina (veritas), que viene a expresar justam ente aquello que es digno de crédito, lo que m erece confianza, y por tanto, resulta firme y seguro, es auténtico. Pero la confianza puede entenderse también referida a personas. Aquel en quien se puede confiar m uestra un rasgo de verdad, en cuanto autenticidad. La con­ fianza adquiere el matiz de fidelidad , y ello a su vez genera también seguridad, firm eza. Alguien en quien se puede confiar es alguien fir­ memente fiel a sus amigos, a su tarea como intelectual, a sus creen­ cias, a sus compromisos, etc. Esta es la dim ensión de la verdad puesta de m anifiesto en la tradición hebrea (emünah). Por último, se habla do verdad cuándo algo coincide con lo que las cosas son. Aquí «verdadero» tiene también un sentido de segun­ dad, de firm eza, pero surgida m etodológicam ente del ajuste con la realidad de las cosas. Se trata pues de una representación adecuada, de un decir correctam ente lo que es. En cierto m odo se produce una «juridificación» o «metodologización» de la com prensión de la ver­ dad. He aquí la dimensión de la adecuación, corrección, correspon­ dencia (iorthotes, adecuatio), presente en la mayor parte de las con­ cepciones de la verdad. Cada una de estas dimensiones ha sido puesta en cuestión por al­ guna concepción de la verdad. Pero a su vez, todas ellas siguen la-

lentes, de un modo u otro, en la experiencia, tanto individual como colectiva y tanto sincrónica como histórica de las sociedades arraiga­ das en nuestra tradición. Algunas influyentes propuestas del panorama filosófico actual han partido de la tesis de que el lugar propio (y en ocasiones exclu­ sivo) de la verdad es el lenguaje. Pero 110 todas las corrientes filosó­ ficas han com partido esta tesis, al no considerar el lenguaje como el ámbito prioritario o exclusivo en el que tiene lugar la verdad. Plantea­ mientos como los existencialismos, algunas fenomenologías, el perso­ nalismo, ciertos pragmatismos, etc., anteponen otras instancias (la vida, la historia, la experiencia del conocim iento intepersonal, lo real, etc.) al nivel lingüístico de la comprensión de la verdad. Una teo­ ría de la verdad habría de contar, pues, tanto con una dimensión se­ m ántica, como con una dim ensión pragmática en su descripción del hecho de la verdad. En el límite, hay incluso concepciones de la ver­ dad que explícitam ente se oponen al logicismo presente en la tesis que liga verdad y lenguaje. Tal puede ser el caso de Nietzsche, para quien el lenguaje, entendido argumentativamente, supone precisa­ mente una distorsión de la verdad. La alternativa es la corporalidad, com o hilo conductor para el descubrimiento de la verdad. Esto im­ plica una «lógica de los sentidos», más bien que una lógica de la ra­ zón. 11 La im portancia de la reflexión sobre la verdad se desprende de sus implicaciones para la Filosofía del conocimiento, la M etafísica, la Ontología, la Filosofía del lenguaje, la Filosofía de la Lógica, la Filosofía de la Ciencia, la Ética y la Filosofía Política. De ahí que to­ das las grandes corrientes que en la actualidad abordan los proble­ mas científicos y sociales del conocim iento, desde la perspectiva de la reflexión teórico-práctica, hayan encontrado un polo de confluen­ cia en la elaboración y discusión de teorías de la verdad. Cuando la reflexión sobre el hecho problemático de la verdad se sistematiza, se constituye lina Teoría de la verdad. Los elementos que componen tal teoría sistemática son muy diversos: concepto de verdad, criterios de verdad, tipos de verdad, lugar de la teoría de la verdad en el conjunto de la filosofía del conocimiento, clasificación de las teorías de la verdad, fuentes del conocimiento verdadero, nive­ les de la verdad, etc. Cada uno de estos capítulos ha dado lugar a su vez a m últiples problemas, discusiones, y alternativas. Así, p.e., se ha

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distinguido entre teorías definicionales o teorías criteriológicas de la verdad, se ha considerado a la verdad desde la perspectiva teórica y desde la perspectiva teórico-práctica, se han desarrollado teorías ló­ gico-semánticas y pragmáticas de la verdad al hilo de las dim ensio­ nes del lenguaje, se han elaborado múltiples clasificaciones de las teorías de la verdad, se han considerado como criterios de verdad desde la evidencia hasta la praxis histórica, etc. En ninguna de estas discusiones podem os detenernos aquí. No todos los filósofos que han reflexionado sobre la verdad se han ocupado de todos y cada uno de los aspectos que constituyen una teoría de la verdad. Han sido muy pocos los que han desarro­ llado sistemática, coherente e innovadoramente tal teoría. Esto puede decirse tanto del siglo xx como de etapas anteriores de la reflexión filosófica. En la obra Teorías ele la verdad en el siglo XX se han recogido las aportaciones, sean puntuales sean sistemáticas, de los filósofos que desde diversas perspectivas han escrito sobre el tem a en ese período. Los criterios formales utilizados para seleccionar los textos han sido dos: pluralidad y relevancia. En unos casos ha prim ado uno, y en ocasiones el otro. Naturalm ente, los textos seleccionados resultan ineludibles en unos casos, y más discutibles en otros. Hemos querido que estuvieran tanto los textos «clásicos» sobre el tema en el siglo xx, como las más recientes aportaciones. Se ha atendido a la mayor parte de las corrientes filosóficas en cuyo seno se ha reflexionado sobre la verdad, aunque algunas hayan tenido bastante más influen­ cia que otras. Aquí se revela tam bién una dimensión de esta obra, que hemos querido m antener conscientemente: se trata de presentar un pano­ rama que recupere aportaciones perdidas o sem i-olvidadas, con la in­ tención de am pliar lo más posible los horizontes de los problemas y de las propuestas de solución. Existe el peligro de reducir lo que his­ tóricamente se ha dado a lo que en un contexto u otro se destaca como relevante con vistas a un cierto objetivo. Trabajos de recopila­ ción como los de G. Pitcher (1964), G. Skirbckk (1977), o L. B. Puntcl (1987), pueden producir este efecto indeseado. Sin duda las apor­ taciones ahí resaltadas han sido y siguen siendo decisivas, tanto en amplitud y diversidad como en intensidad, dinam ism o y profundi­ dad. Su parcialidad responde de modo coherente a los fines m arca­ dos, puesto que no han pretendido dibujar un panoram a completo. Pero nuestro trabajo pretende ir m ás allá, y salvar dicho peligro. Conviene am pliar al m áxim o el escenario de las discusiones, por tres

razones. En prim er lugar, por una cuestión de justicia histórica; uno de los objetivos es aproximarse (conscientes de que toda elección su­ pone siem pre exclusiones) a todo lo que realmente ha sucedido en el último siglo, fundamentalmente en las tradiciones anglosajona, ale­ mana, francesa e hispano-latinoamericana. En segundo lugar, para evitar que poco a poco la perspectiva se vaya cerrando y los debates vayan cayendo en disputas intraescolásticas que acaban siendo poco productivas. Fin tercer lugar, porque reunir y reeditar estos textos ha de contribuir a proponer puntos de vista alternativos, quizá poco ex­ plorados. o a sugerir nuevas líneas de investigación. El conjunto obtenido creemos que presenta un panorama sufi­ cientemente am plio y ajustado de lo que ha sido este aspecto capital de la reflexión filosófica. No es probable que hayan quedado fuera en su totalidad planteam ientos relevantes. El resultado se presenta clasificado en siete grupos distintos de Teorías de la verdad. Se trata de una clasificación convencional y suficientem ente acreditada en los estudios al respecto, aunque ello no la convierte en indiscutible. Esta decisión está en consonancia con el carácter de la presente obra, cuyo objetivo no es la discusión del problema de la clasificación de las distintas teorías de la verdad, y la consiguiente elucidación de los criterios pertinentes para la misma, sino el de ofrecer reunidos y or­ denados una serie de textos relevantes, algunos de ellos inéditos en castellano, otros ya inaccesibles, y en conjunto, dispersos. Siendo así, se han seleccionado finalm ente veintisiete ensayos de diferentes autores y de diferentes planteamientos. Han habido limita­ ciones que han influido en el resultado final, derivadas principal­ mente de que ni el espacio ni el tiem po disponibles son infinitos. No es posible explicar en este contexto la posición de cada uno de los autores seleccionados. Por ello, nos limitam os aquí a'enum erar los autores, junto con algunos otros de planteamientos cercanos, pero que finalm ente han quedado excluidos. Las diversas teorías se han agrupado según el rasgo más característico que las constituye. Dado que ninguna teoría consta de un solo aspecto, hay ciertas teorías que según la característica que se subraye de ellas, podrían ser in­ cluidas en un grupo u otro. Asim ism o, hay teorías que teniendo as­ pectos com unes han quedado encuadradas en grupos diferentes. También ocurre que entre las teorías agrupadas en torno a una tesis básica existen divergencias m uy notables. La aclaración sistem ática de estas dificultades requeriría un espacio no disponible en este contexto.

1.

2.

3. 4.

5.

6.

7.

Teorías pragmáticas de la verdad: — Teoría pragmático-funeionalista: W. James. — Teoría pragmático-semiótica: Ch. S. Peirce. — Teoría ético-pragmática: S. Haack. — Teoría hermenéutico-relativista: R. Rorty. — Teoría histórico-práctica: I. Ellacuría. Teorías de la correspondencia: a) Teorías semánticas: — Teoría lógico-semántica: A. Tarski. — Teoría semántico-formal: E. Tugendhat. — Teoría semántico-fundamental: P. Hinst. — Teoría sem ántica del realismo interno: H. Putnam. — Teoría semántico-naturalista: W. v. O. Quine. — Teoría sem ántico-esencialista: S. Kripke. — Verdad como primitivo semántico: D. Davidson. h) Teorías no semánticas: - Teoría de las condiciones de la correlación: J. L. Austin. — Teorías lógico-empíricas: B. Russell y L. W ittgens­ tein, R. Carnap. — Teorías dialéctico-m aterialistas: K. Marx, A. Schaff, M. Horkheimcr Teorías pro-oracionales: — F. P. Ramsey, P F. Strawson, D. Grover, C. J. F. Williams. Teorías fenomenológicas: a) Teoría evidencial: E. Husserl, F. Bren taño. b) Teoría perspectivista: J. Ortega y Gasset. c) Teoría metafórica: P. Ricoeur. d) Teoría de la verdad real: X. Zubiri. Teorías hermenéuticas de la verdad: a) Teoría hermcnéutico-ontológica: M. Heidegger. b) Teoría exislcncialista: K. Jaspers. c) Teoría lingüístico-histórica: H.-G. Gadamer. d) Teoría hermenéutico-práctica: M. Foucault. e) Teoría hcrmenéutico-lingiiística: J. Simón. Teorías coherenciales: a) Teoría lógico-empírica: O. Neurath y C. Hempel. b) Teoría eriteriológica: N. Rescher. c) Teoría coherencial-sistemática: L. B. Puntel. Teorías intersubjetivistas: a) Teoría consensual: K. O. Apel y J. Habermas. h) Teoría dialógica: K. Lorenz, P. Lorenzen-W. Kamlah.

Los textos de los autores m ás representativos de cada una de estas corrientes o tendencias se han seleccionado del siguiente modo: 1) Teorías pragmáticas cíe la verdad. Desarrolladas principal­ mente en la segunda mitad del siglo xix y principios del siglo xx. Los autores más representativos del pragmatismo «clásico» am eri­ cano son .). Stuart Mili, W. James y Ch. S. Peirce. Ln la actualidad son representantes del pragmatism o R. Rorty y S. Haack, aunque en­ tre ellos haya discrepancias muy considerables. También representan posturas pragm áticas en cuanto a la concepción de la verdad K. O. Apel y J. Haberm as, en la medida en que se centran en el uso del lenguaje en el hecho de la acción comunicativa. Pero hemos prefe­ rido destacar de estos planteam ientos su rasgo de intersubjetividad en cuanto constitutivo de la racionalidad. Por ello han constituido un grupo específico. Se ha incluido en este apartado a I. Ellacuría, cuyo planteam iento difiere considerablem ente de los anteriores, pero considera la praxis histórica com o e l auténtico criterio de ver­ dad. Se han seleccionado los ensayos Concepción de la verdad se­ gún el pragm atism o, de W. Jam es (1906), «La realidad histórica com o objeto de la filosofía», de I. Ellacuría (1981), y «La preocu­ pación por la verdad: qué significa, por qué im porta», de S. Haack (1995). 2) Teorías de la correspondencia. Son sin duda las que mayor fuerza y vigencia histórica han tenido. Tan es así, que la concepción prototípica de la correspondencia se ha convertido en la referencia respecto a la cual se definen otras concepciones alternativas de la verdad, sean pragmáticas, coherentistas o hermenéuticas. La amplia y dilatada discusión de las teorías de la correspondencia ha dado lu­ gar a gran m ultitud de variantes. Las desarrolladas durante nuestro siglo se han clasificado, para sim plificar, en dos tipos: a) Teorías semánticas de la verdad. Representa toda una línea de desarrollo de reflexión sobre el tema. Su más neto representante es A. Tarski. Posteriorm ente otros autores han desarrollado sus teo­ rías ateniéndose a la idea básica de la propuesta tarskiana. Tal es el caso de la teoría sem ántico-form al de E. Tugendhat, la teoría semántico-fundamental de P. Hinst, la teoría sem ántica del realismo interno de H. Putnam, la teoría sem ántico-esencialista de S. Kripke y la teo­ ría scm ántico-naturalista de W. v. O. Quine. Se han seleccionado los trabajos siguientes: «La concepción sem ántica de la verdad y los

Fundamentos de la semántica» de A. Tarski (1944); «Esbozo de una teoría de la verdad» de S. Kripke (1975); y «Estructura y contenido de la verdad» de D. Davidson (1990). h) Teorías no semánticas de la verdad. Dentro del plantea­ miento de la correspondencia, pero no en el marco de las teorías se­ mánticas, se puede incluir la propuesta de J. Austin. Se ha seleccio­ nado su trabajo «Verdad» (1950), a propósito del cual sostiene una fuerte polémica con P. F. Strawson. Hay también otras concepciones que siendo teorías de la corres­ pondencia, no son teorías semánticas. Así, encontram os varios gru­ pos: — Teorías lógico-empíricas. Se elaboran en el seno del Ato­ mismo Lógico y el Ncopositivismo. Sus representantes más signifi­ cativos son B. Russell, el «primer» W ittgenstein (Tractatus) y R. Carnap. Se ha seleccionado «Observaciones sobre la inducción y la verdad» (1946) de R. Carnap. Teorías dialéctico-materialistas. Aunque su fundador fue C. Marx, muerto a las puertas del siglo xx, su influjo en nuestro siglo ha sido muy relevante. Además de los m arxistas ortodoxos, se han desarrollado otras «escuelas» dentro de esta tradición, que han te­ nido un carácter crítico. Es de resaltar la Escuela de Frankfurt, la Es­ cuela de Budapest, y junto a ellas, otros autores no inscritos en di­ chos círculos, como pueden ser E. Bloch, A. Schaff o J.-P. Sartre. Se ha seleccionado el ensayo de A. Schaff, ¿Qué entendemos por ver­ dad? (1971). 3) Teorías pro-oracionales. En sentido estricto sólo son teorías pro-oracionales las de D. Grover y C. J. W. W illiams. Proceden en parte de las propuestas de F. P. Ramsey, cuya concepción de la ver­ dad ha dado lugar tam bién a las llamadas teorías de la redundancia. I lablando con precisión, solamente la de A. J. Ayer podría ser deno­ minada así. Tanto la teoría de F. P. Ramsey como la de P. F. Strawson se pueden clasificar, con más precisión, como teorías pro-oraciona­ les. Se han seleccionado los trabajos «La naturaleza de la verdad» de F. P. Ramsey (1927/publicado por primera vez en 1991); «Verdad» de P. F. Strawson (1950) y «La teoría pro-oracional de la verdad» de C .J.W . Williams (1992). 4) Teorías fenomenológicas de la verdad. El gran fundador del movimiento fenomenológico es E. Husserl. Su más significativo antecedente y punto de referencia crítica fue F. Brentano. Posterior­

mente la Fenomenología ha seguido desarrollándose en diversos cam­ pos (ética, antropología, metafísica del conocimiento, etc.). Las con­ cepciones fenomenológicas de la verdad son tan variadas como el mismo movimiento fenomenológico. La mayor parte de ellas están emparentadas con el movimiento hermenéutico, tan cercano en algu­ nos puntos, pero tan distante en otros. Un caso representativo de esta vecindad filosófica es el de P. Ricoeur. Entre nosotros encontramos las significativas aportaciones en esta línea que representan J. Ortega y X. Zubiri. Se han seleccionado algunos pasajes de las Investigaciones ló­ gicas de E. Husserl (1901); «¿A qué llamamos verdad?» de Ortega y Gasset (1915); «Verdad y mentira» de P. Ricoeur (1951); y «La reali­ dad en la intelección sentiente: la verdad real» de X. Zubiri (1980). 5) Teorías hermenéuticas de la verdad. El creador fue iM. Hei­ degger a partir de su crítica a la Fenomenología, y con el im portante antecedente de F. Nietzsche. El escrito «Verdad y mentira en sentido extramoral» es pionero en esta línea. El movimiento herm enéutico se ha desarrollado tam bién en lineas muy diversas. Al menos habría que distinguir dos tendencias: hermenéutica no normativa, más ligada al intento de superación de la modernidad, y hermenéutica normativa, que intenta aprovechar el impulso crítico-ilustrado, pero transfor­ mado según diversas instancias. Aunque individualmente no todos los casos son claram ente clasificables en una u otra dirección, pue­ den distinguirse indicativamente H.-G. Gadamer, K. Jaspers, M. Foucault, .1. Simón, G. Vattimo, R. Rorty, J. Derrida, por un lado; por otro, H. Habermas, K. O. Apcl, W. Becker, O. F. Bollnow, etc. Se han seleccionado los trabajos de M. Heidegger, De la esencia de la ver­ dad (1943); «De la verdad» de K. Jaspers (1947); «¿Qué es la ver­ dad?» de H.-G. Gadam er (1957); «Verdad y poder» de M. Foucault (1977); y «Lenguaje y verdad» de J. Simón (1987). Las obras relati­ vas a la H erm enéutica crítica se han recogido en el apartado 7, dedi­ cado a las Teorías intersubjetivistas de la verdad. 6) Teorías coherentistas de la verdad. Aunque la raíz última de todo este planteam iento se encuentra de G. W. F. Hegel, en nuestro siglo se ha desarrollado esta teoría en varias direcciones. Por un lado, llegaron a una versión de ella, desde el positivismo lógico. O. Neurath y C. Hempel. Por otro lado, desde posiciones más cercanas a la lógica del hegelianismo, aunque tam bién muy transform ada, se hallan los planteam ientos de N. Rescher y de L. B. Puntel. Se han se­ leccionado «La teoría de la verdad de los positivistas lógicos» de C.

llempel (1935); «Verdad como coherencia ideal» de N. Rescher (1985); y «Problemas y tareas de una teoría explicativo-definicional de la verdad» de L. B. Puntel (1987). 7) Teorías intersubjetivistas de la verdad. Se enm arcan en la transformación dialógica de la racionalidad. Se han desarrollado por un lado la teoría consensual de la verdad, representada principal­ mente por K. O. Apel y J. Habermas; por otro lado la teoría dialógica de la verdad, representada por la llam ada Escuela de Erlangen: K. Lorenz, P. Lorenzen, W. Kamlah. Se han seleccionado de J. Habermas, «Teorías de la verdad» (1973); «¿Husserl, Tarski o Peirce? Para una teoría sem iótico-trascendental de la verdad como consenso» de K, O. Apel (1995); y «El concepto dialógico de verdad» de K. Lo­ renz (1972).

III El conjunto de la obra Teorías de ¡a verdad en el siglo XX está di­ vidido en cuatro apartados: presentación, textos seleccionados, bi­ bliografía e índices. En la sección Textos seleccionados, se han reco­ pilado veintisiete ensayos, publicados como artículos o bien como capítulos de libros. De ellos, trece han sido traducidos por prim era vez a nuestro idioma. Otros tres son ahora mismo inaccesibles por ser ediciones ya agotadas o ilocalizables. El resto (once) están dis­ persos en ediciones varias. Reunir todo este conjunto facilita el ac­ ceso a una problemática filosóficam ente capital. Cada uno de los textos cuenta con una ficha inicial en la que se recogen los datos bibliográficos más relevantes del texto en cuestión: edición original, reediciones posteriores del texto original, edición castellana, si la hay, otras ediciones en castellano, cuando es el caso, nombre del traductor (si el original no es castellano), otros ensayos del autor sobre el mismo tema, algunos títulos de bibliografía com ­ plementaria y, a veces, se añaden algunas observaciones, cuando se considera necesario aclarar alguna circunstancia bibliográfica. Siem ­ pre que ha existido una versión castellana del texto, hem os aprove­ chado el trabajo ya realizado. Estos datos resultan útiles para orien­ tarse en la com prensión del texto y de la obra del autor, y facilitan la ampliación de los conocimientos en caso de estar interesado en ello. Por eso nos pareció conveniente reunir todos esos datos, que suelen figurar dispersos o no figurar.

La Bibliografía la hemos reducido al máximo. Carece de sentido incluir una bibliografía que, por un lado, no podría ser exhaustiva, y por otro, tendría tales dim ensiones que engrosaría considerablem ente el libro, y no resultaría útil, por no discrim inar el valor de los traba­ jos. Como se dice en la nota que encabeza la Bibliografía, los edito­ res ponemos a disposición de quienes estén interesados un am plí­ simo listado bibliográfico sobre el tema, que cuenta ya con más de seiscientos títulos. Siendo así, hemos recogido en la Bibliografía so­ lamente aquellos títulos que contienen recopilaciones, ensayos pano­ rámicos, números m onográficos, actas de reuniones dedicadas al tema, etc. Como prim er nivel de orientación, junto con la bibliogra­ fía com plem entaria específica que figura en la ficha de cada uno de los textos recopilados, puede ser suficiente. Finalmente, los Indices. En una obra de la pluralidad y enverga­ dura de la presente, conviene potenciar este aspecto. Por ello se han realizado tres índices: un índice de autores, en el que figura una bre­ vísima nota biográfica sobre los autores de cada uno de textos selec­ cionados, junto con los títulos de sus obras principales y la fecha de publicación original. En algunos casos los autores y su producción filosófica son ampliam ente conocidos, pero en otros casos no es así. Se ha realizado tam bién un Índice de nombres, que puede facilitar la localización precisa de los diversos filósofos tratados en los textos seleccionados. Y, por últim o, un índice de m aterias, útil para la orientación en los tem as y problem áticas tratados en diver­ sos lugares. Un trabajo como el presente requiere especialm ente un apartado de agradecim ientos. Han sido muchas las personas que han interve­ nido de un modo u otro en su elaboración. En prim er lugar, quere­ mos agradecer especialm ente la colaboración a todas las editoriales que han dado el permiso para reproducir o traducir los textos cuyos derechos poseen. Todas figuran en el lugar correspondiente, en la fi­ cha que precede a cada texto, bien en el epígrafe de «Pedición origi­ nal», bien en el de «Edición castellana» cuando la hay. Sin dichos permisos, no hubiera sido posible este trabajo. También hay que dar las gracias a los autores que, en tres casos, nos han proporcionado textos aún inéditos en cualquier idioma, y en otros siete casos, han autorizado personalm ente la reproducción. Igualmente queremos agradecer a nuestros com pañeros del Departa­ mento de Filosofía de la Universidad de Granada, que han respon­ dido am ablem ente ante nuestros requerimientos. También es de des­ tacar en este contexto la ayuda económica prestada por el Ministerio

PRESENTACIÓN

2!

tic Educación, a través de su Dirección General de Ciencia y Tecno­ logía (DG1CYT/PS 95-0238), que ha facilitado la ejecución de este trabajo. Agradacer, finalm ente, a la Editorial Tecnos el haber acep­ tado acoger la presente obra entre sus publicaciones. Es nuestro deseo ofrecer un instrumento de trabajo útil e ine­ xistente hasta ahora en nuestro idioma, que facilite y estim ule la in­ vestigación y discusión filosóficas en uno de los capítulos más signi­ ficativos de nuestra tradición intelectual. LOS EDITORES

TEORÍAS PRAGMÁTICAS D E L A VERDAD

WILLIAM JAMES CONCEPCIÓN DE LA VERDAD SEGÚN EL PRAGMATISMO ( 1906)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Pragmatism’s Conception ofTruth», en Pragmatism, Lowell Institute Boston, nov.-dic. 1906. ♦ Columbia University, Nueva York, enero 1907. • Longmans Green & Co„ Nueva York-Londres-Toronto, 1949, pp. 197-236. E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «Concepción ele la verdad según el pragmatismo», en Pragma­ tismo. Un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pen­ sar, Aguilai' Argentina, 1975, pp. 165-194. • Ediciones Orbis, Barcelona, 1984, pp. 127-149. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. T r a d u c c ió n :

L. Rodríguez Aranda.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

The Meaning o f truth, Londres, 1909 (edición castellana, El signi­ ficado de la verdad, Aguilar, Buenos Aires, 1,a edición, 1957). B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— Y. Ben-Menahem, «Pragmatism and Revisionism: Jairte’s eoneeption of truth» Int. Journal Phil.Studies, 3/2 (1995), pp. 270-289. — D. Olin (ed.), William James: Pragmatism in Focus, Routledgc, Nueva York, 1992. — M. White, «Pragmatism and the revolt against Formal¡sm: revising some doctrines of Willliam James», en Transaction of the Charles S. Peirce Society, 26/1 (1990), pp. 1-17.

1.25]

Se cuenta que, cuando Clerk-M axwell era niño, tenía la manía de pedir que se lo explicasen todo, y si alguien evitaba hacerlo mediante una vaga explicación del fenómeno, lo interrum pía con impaciencia diciendo: «Sí, pero lo que yo necesito que me digas es el porqué de ello». Si su pregunta hubiera versado sobre la verdad, sólo un prag­ matista podría haberle respondido adecuadamente. Creo que nues­ tros pragm atistas contem poráneos, especialm ente Schiller y Dewey, han dado la única explicación atendible sobre el asunto. Es una cues­ tión delicada, con m uchos repliegues sutiles y difícil de tratar en la form a esquemática que es propia de una conferencia pública. Pero el punto de vista de la verdad de Schiller-Dewey ha sido atacado tan fe­ rozmente por los filósofos racionalistas, y tan abom inablem ente mal interpretado, que debe hacerse aquí, si ha de hacerse en algún sitio, una exposición clara y sencilla. Espero que la concepción pragmatista de la verdad recorrerá las etapas clásicas del curso de toda teoría. Como ustedes saben, en pri­ mer lugar toda teoría nueva es atacada por absurda; luego se la ad­ mite como cierta, aunque innecesaria e insignificante, y finalm ente se la considera tan importante que son precisam ente sus adversarios quienes pretenden haberla descubierto. Nuestra doctrina de la verdad se encuentra actualmente en el prim ero de estos tres estadios, con síntomas de haber entrado en ciertos sectores del segundo. Deseo que esta conferencia la conduzca, a ojos de muchos de ustedes, más allá del estado correspondiente al prim er estadio. La verdad, como dicen los diccionarios, es una propiedad de al­ gunas de nuestras ideas. Significa adecuación con la realidad, así como la falsedad significa inadecuación con ella. Tanto el pragma­ tismo como el intelectualismo aceptan esta definición, y discuten sólo cuando surge la cuestión de qué ha de entenderse por los térm i­ nos «adecuación» y «realidad», cuando se juzga a la realidad como algo con lo que hayan de estar de acuerdo nuestras ideas. Al responder a estas cuestiones, los pragmatistas son analíticos y concienzudos, y los intelectualistas son ligeros c irreflexivos, la no­ ción más popular es que una idea verdadera debe copiar su realidad. Como otros puntos de vista populares, éste sigue la analogía de h experiencia más corriente. Nuestras ideas verdaderas de las cosas sensibles reproducen a éstas, sin duda alguna. C ierren ustedes los ojos y piensen en ese reloj de pared y tendrán una verdadera imagen o reproducción de su esfera. Pero su idea acerca de cóm o «anda» — a menos de que ustedes sean relojeros— no llega a ser una reproduc­ ción, aunque pase por tal, pues de ningún modo se enfrenta con la

realidad. Aun cuando nos atuviéram os sólo a la palabra «andar», ésta liene su utilidad; y cuando se habla de la función del reloj de «m ar­ car la hora» o de la «elasticidad» de su cuerda, es difícil ver exacta­ mente de que son copias sus ideas. Adviértese que aquí existe un problema. Donde nuestras ideas no pueden reproducir definitivam ente a su objeto, ¿qué significa la ade­ cuación con este objeto? Algunos idealistas parecen decir que son verdaderas cuando son lo que Dios entiende que debemos pensar so­ bre este objeto. Otros mantienen íntegramente la concepción de la reproducción y hablan como si nuestras ideas poseyeran la verdad en la medida en que se aproximan a ser copias del eterno modo de pen­ sar de lo Absoluto. Estas concepciones, como verán, invitan a una discusión pragmalista. Pero la gran suposición de los intelcctualistas es que la verdad significa esencialm ente una relación estática inerte. Cuando ustedes alcanzan la idea verdadera de algo, llegan al térm ino de la cuestión. Están en posesión, conocen, han cumplido ustedes un destino del pensar. Están donde deberían estar m entalmente; han obedecido su imperativo categórico y 110 es necesario ir más allá de esta culm ina­ ción de su destino racional. Epistem ológicam ente se encuentran us­ tedes en un estado de equilibrio. El pragmatism o, por otra parte, hace su pregunta usual. «Adm i­ tida como cierta una idea o creencia — dice— , ¿qué diferencia con­ creta se deducirá de ello para la vida real de un individuo? ¿Cómo se realizará la verdad? ¿Qué experiencias serán diferentes de las que se obtendrían si estas creencias fueran falsas ? En resumen, ¿cuál es, en términos de experiencia, el valor efectivo de la verdad?». En el momento en que el pragmatism o pregunta esta cuestión comprende la respuesta: Ideas verdaderas son las que podem os asi­ milar, hacer vellidas, corroborar, y verificar; ideas falsas, son las que no. Ésta es la diferencia práctica que supone para nosotros tener ideas verdaderas; éste es, por lo tanto, el significado de la verdad, pues ello es todo lo que es conocido de la verdad. Ésta es la tesis que tengo que defender. La verdad de una idea no es una propiedad estancada inherente a ella. La verdad acontece a una idea. Llega a ser cierta, se hace cierta por los acontecimientos. Su verdad es, en efecto, un proceso, un suceso, a saber: el proceso de ve­ rificarse, su verificación. Su validez es el proceso de su valid-ación. Pero ¿cuál es el significado pragmático de las palabras verifica­ ción y validación? Insistimos otra vez en que significan determ ina­ das consecuencias prácticas de la idea verificada y validada. Es difí­

cil hallar una frase que caracterice estas consecuencias mejor que la fórm ula corriente de la adecuación, siendo exactamente estas conse­ cuencias lo que tenemos en la mente cuando decim os que nuestras ideas concuerdan con la realidad. Nos guían, m ediante los actos y las demás ideas que suscitan, a otros sectores de la experiencia con los que sentim os — estando este sentimiento entre nuestras posibilida­ des— que concuerdan las ideas originales, las conexiones y transi­ ciones llegan a nosotros punto por punto de modo progresivo, arm o­ nioso y satisfactorio. Esta función de orientación agradable es la que denom inam os verificación de una idea. Esta explicación es en un principio vaga, y parece completam ente trivial, pero ofrece resulta­ dos de los que me ocuparé a continuación. Empezaré por recordarles el hecho de que la posesión de pensa­ mientos verdaderos significa en todas partes la posesión de unos inestimables instrum entos de acción, y que nuestro deber para alcan­ zar la verdad, lejos de ser un mandam iento vacuo del cielo o una «pi­ rueta» impuesta a sí mismo por nuestro intelecto, puede explicarse por excelentes razones prácticas. La im portancia para la vida hum ana de poseer creencias verda­ deras acerca de hechos, es algo demasiado evidente. Vivimos en un mundo de realidades que pueden ser infinitam ente útiles o infinita­ mente perjudiciales. Las ideas que nos dicen cuáles de éstas pueden esperarse, se consideran com o las ideas verdaderas en toda esta es­ fera primaria de verificación y la búsqueda de tales ideas constituye un deber prim ario humano. La posesión de la verdad, lejos de ser aquí un fin en sí mismo, es solam ente un medio prelim inar hacia otras satisfacciones vitales. Si me hallo perdido en un bosque, y hambriento, y encuentro una senda de ganado, será de la m ayor im­ portancia que piense que existe un lugar con seres hum anos al final del sendero, pues si lo hago así y sigo el sendero, salvaré mi vida. El pensamiento verdadero, en este caso, es útil, porque la casa, que es su objeto, es útil. El valor práctico de las ideas verdaderas se deriva, pues, prim ariamente de la im portancia práctica de sus objetos para nosotros. Sus objetos no son, sin duda alguna, im portantes en todo momento. En otra ocasión puede no tener utilidad alguna la casa para mí, y entonces mi idea de ella, aunque verificable, será práctica­ mente inadecuada y convendrá que permanezca latente. Pero puesto que casi todo objeto puede algún día llegar a ser tem poralm ente im­ portante, es evidente la ventaja de poseer una reserva general de ver­ dades extra, de ideas que serán verdaderas en situaciones meramente posibles.

Alm acenam os tales verdades en nuestra m em oria y con el so­ brante llenam os nuestros libros de consulta, y cuando una de estas ideas extra se hace prácticamente adecuada para uno de nuestros ca­ sos de necesidad, del frigorífico donde estaba, pasa a actuar en el mundo y nuestra creencia en ella se convierte en activa. Se puede de­ cir de ella que «es útil porque es verdadera» o que «es verdadera porque es útil». Ambas frases significan exactamente lo mismo, a sa­ ber: que se trata de una idea que se cumple y que puede verificarse. «Verdadera» es el nom bre para la idea que inicia el proceso de veri­ ficación; «útil» es el calificativo de su completa función en la expe­ riencia. Las ideas verdaderas nunca se habrían singularizado como lales, nunca habrían adquirido nombre de clase, ni mucho menos un nombre que sugiere un valor, a m enos que hubieran sido útiles desde un principio en este sentido. De esta circunstancia el pragmatismo obtiene su noción general de la verdad com o algo esencialm ente ligado con el modo en el que un momento de nuestra experiencia puede conducirnos hacia otros momentos a los que vale la pena de ser conducidos. Primariamente, y en el plano del sentido común, la verdad de un estado de espíritu significa esta función de conducir a lo que vede la pena. Cuando un momento de nuestra experiencia, de cualquier clase que sea, nos ins­ pira un pensam iento que es verdadero, esto quiere decir que más pronto o más tarde nos sumiremos de nuevo, m ediante la guía de tal experiencia, en los hechos particulares, estableciendo así ventajosas conexiones con ellos. Ésta es una explicación bastante vaga, pero es conveniente retenerla porque es esencial. Entretanto, nuestra experiencia se halla acribillada de regularida­ des. Una partícula de ella puede ponernos sobre aviso para alcanzar pronto otra y puede «proponerse» o ser «significativa de» ese objeto más remoto. El advenimiento del objeto es la verificación del signi­ ficado. La verdad en estos casos, no significando sino la verifica­ ción eventual, es m anifiestam ente incompatible con la desobediencia por nuestra parte. ¡Ay de aquel cuyas creencias no se ajustan al or­ den que siguen las realidades en su experiencia! No le conducirán a parte alguna o le harán establecer falsas conexiones. Por «realidades» u «objetos» entendem os aquí cosas del sentido común, sensiblem ente presentes, o bien relaciones de sentido común lales como fechas, lugares, distancias, géneros, actividades. Si­ guiendo nuestra imagen mental de una casa a lo largo de una senda de ganado, llegamos ahora a ver la casa, obtenem os la verificación plena de la imagen. Tales orientaciones simple y plenamente verifi­

cadas son, sin duda alguna, los originales y arquetipos en el proceso de la verdad. La experiencia ofrece, indudablem ente, otras formas del proceso de la verdad pero todas son concebibles como verifica­ ciones prim ariam ente aprehendidas, m ultiplicadas o sustituidas unas por otras. Consideren, por ejemplo, aquel objeto de la pared. Ustedes, como yo, consideran que es un reloj, aunque ninguno de ustedes ha visto la máquina escondida que le da la condición de tal. Admitamos que nuestra noción pasa por cierta sin intentar verificarla. Si las ver­ dades significan esencialm ente un proceso de verificación, ¿no de­ beríamos considerar las verdades que no se verifican como aborti­ vas? No, pues constituyen el número abrum ador de verdades con arreglo a las que vivimos. Se aceptan tanto las verificaciones direc­ tas como las indirectas. Donde la evidencia circunstancial basta, no necesitam os testimonio ocular. De la misma form a que asumimos aqui que el Japón existe, sin haber estado nunca en él. porque todo lo que conocem os nos induce a aceptar esta creencia, y nada a recha­ zarla, de igual forma asumimos que aquello es un reloj. Lo usamos como un reloj, al regular la duración de esta conferencia por él. La verificación de esta suposición significa aquí que no nos conduce a negación o contradicción. La «verificabilidad» de las ruedas, las pe­ sas y el péndulo, vale tanto como la verificación misma. Por un pro­ ceso de verdad que se verifique, existe un millón en nuestras vidas en estado de formación. Nos orientan hacia la verificación directa: nos conducen hacia los alrededores de los objetos con que se enfren­ tan; y entonces, si todo se desenvuelve arm oniosam ente, estamos tan seguros de que la verificación es posible que la omitimos quedando corrientem ente justificada por todo cuanto sucede. La verdad descansa, en efecto, en su mayor parte sobre su sis­ tema de crédito. Nuestros pensam ientos y creencias «pasan» en tanto que no haya nadie que los ponga a prueba, del mismo modo que pasa un billete de banco en tanto que nadie lo rehúse. Pero todo esto apunta a una verificación directa en alguna parte sin la que la estruc­ tura de la verdad se derrum ba como un sistema financiero que ca­ rece de respaldo económico. Ustedes aceptan mi verificación de una cosa, yo la de otra de ustedes. Com erciamos uno con las verdades del otro, pero las creencias concretam ente verificadas por alguien son los pilares de toda la superestructura. Otra gran razón — además de la economía de tiempo— para re­ nunciar a una verificación com pleta en los asuntos usuales de la vida, es que todas las cosas existen en géneros y no singularmente.

Nuestro mundo, de una vez para siempre, hubo de m ostrar tal pecu­ liaridad. Así, una vez verificadas directam ente nuestras ideas sobre el ejem plar de un género nos consideram os libres de aplicarlos a otros ejem plares sin verificación. Una mente que habitualm ente dis­ cierne el género de una cosa que está ante ella y actúa inmedia­ tamente por la ley del género sin detenerse a verificarla, será una mente «exacta» en el noventa y nueve por ciento de los casos, pro­ bado así por su conducta que se acom oda a todo lo que encuentra y no sufre refutación. Los procesos que se verifican indirectamente o sólo potencialmente, pueden, pues, ser tan verdaderos como los procesos plena­ mente verificados. Actúan como actuarían los procesos verdaderos. Nos proporcionan las mismas ventajas y solicitan nuestro reconoci­ miento por las mismas razones. Todo esto en el plano del sentido co­ mún de los hechos, que es lo único que ahora estam os considerando. Pero no son los hechos los únicos artículos de nuestro comercio. Las relaciones entre ideas puramente mentales forman otra esfera donde se obtienen creencias verdaderas y falsas, y aquí las creencias son absolutas o incondicionadas. Cuando son verdaderas llevan el nombre de definiciones o de principios. Es definición o principio que 1 y 1 sum en 2, que 2 y 1 sumen 3, etcétera; que lo blanco difiera menos de lo gris que de lo negro; que cuando las causas comiencen a actuar, los efectos comiencen también. Tales proposiciones se sostie­ nen de todos los «unos» posibles, de todos los «blancos» concebi­ bles, y de los «grises» y de las «causas». Los objetos aquí son obje­ tos mentales. Sus relaciones son perceptivamente obvias a la primera mirada y no es necesaria una verificación sensorial. Además, lo que una vez es verdadero lo es siem pre de aquellos m ismos objetos m en­ tales. La verdad aquí posee un carácter «eterno». Si se halla una cosa concreta en cualquier parte que es «una» o «blanca» o «gris» o un «efecto», entonces los principios indicados se aplicarán eternam ente a ellas. Se trata sólo de cerciorarse del género y después aplicar la ley de su género al objeto particular. Se tendrá la certeza de haber al­ canzado la verdad sólo con poder nombrar el género adecuadamente, pues las relaciones mentales se aplicarán a todo lo relativo a aquel género sin excepción. Si entonces, no obstante, se falla en alcanzar la verdad concretamente, podría decirse que se habían clasificado inadecuadamente los objetos reales. En este reino de las relaciones mentales, la verdad es además una cuestión de orientación. Nosotros relacionam os unas ideas abstractas con otras, formando al fin grandes sistem as de verdad lógica y m ate­

m ática bajo cuyos respectivos términos los hechos sensibles de la ex­ periencia se ordenan eventualmente entre sí, de forma que nuestras verdades eternas se aplican también a las realidades. Este maridaje entre hecho y teoría es ilim itadam ente fecundo. Lo que decimos aquí es ya verdad antes de su verificación especial si hemos incluido nuestros objetos rectamente. Nuestra armazón ideal libremente cons­ truida para toda clase de objetos posibles es determ inada por la pro­ pia estructura de nuestro pensar. Y así como no podem os jugar con las experiencias sensibles, mucho menos podem os hacerlo con las relaciones abstractas. Nos obligan y debemos tratarlas en forma con­ secuente, nos gusten o no los resultados. Las reglas de la suma se aplican tan rigurosamente a nuestras deudas como a nuestros habe­ res. La centésima cifra decimal de «, razón de la circunferencia al diámetro, se halla idealmente predeterminada, aunque nadie la haya computado. Si necesitáram os esa cifra cuando nos ocupamos de un círculo, la necesitaríam os tal como es, según las reglas usuales, pues es el mismo género de verdad el que esas reglas calculan en todas partes. Nuestro espíritu está así firm em ente encajado entre las limitacio­ nes coercitivas del orden sensible y las del orden ideal. Nuestras ideas deben conform arse a la realidad, sean tales realidades concre­ tas o abstractas, hechos o principios, so pena de inconsistencia y frustración ilimitadas. Hasta ahora los intelectualistas no tienen por qué protestar. Sola­ mente pueden decir que hemos tocado la superficie de la cuestión. Las realidades significan, pues, o hechos concretos o géneros abstractos de cosas y relaciones intuitivamente percibidas entre ellos. Además significan, en tercer térm ino, como cosas que nuestras nue­ vas ideas no deben dejar de tener en cuenta, todo el cuerpo de verda­ des que ya poseem os. Pero, ¿qué significa ahora «adecuación» con estas triples realidades, utilizando de nuevo la definición corriente? Aquí es donde empiezan a separarse el pragmatism o y el intelectualismo. Primariamente, sin duda, «adecuar» significa «copiar», aunque vemos que la palabra «reloj» hace el mismo papel que la re­ presentación mental de su mecanismo y que de muchas realidades nuestras ideas pueden ser solam ente sím bolos y no copias. «Tiempo pasado», «fuerza», «espontaneidad», ¿cómo podrá nuestra mente co­ piar tales realidades? En su más amplio sentido, «adecuar» con una realidad sólo puede significar ser guiado y a directamente hacia ella o bien a sus alrededores, o ser colocado en tal activo contacto con ella que se la

maneje, a ella o a algo relacionado con ella, mejor que si no estuvié­ ramos conformes con ella. Mejor, ya sea en sentido intelectual o práctico. Y a menudo adecuación significará exclusivamente el he­ cho negativo de que nada contradictorio del sector de esa realidad habrá de interferir el camino por el que nuestras ideas nos conduz­ can. Copiar una realidad es, indudablemente, un modo muy im por­ tante de estar de acuerdo con ella, pero está lejos de ser esencial. Lo esencial es el proceso de ser conducido. Cualquier idea que nos ayude a tratar, práctica o intelectualmente, la realidad o sus conexio­ nes, que no com plique nuestro progreso con fracasos, que se adecúe, de hecho, y adapte nuestra vida al marco de la realidad, estará de acuerdo suficientem ente como para satisfacer la exigencia. M anten­ drá la verdad de aquella realidad. Así, pues, los nombres son tan verdaderos o falsos como lo son los cuadros mentales que son. Suscitan procesos de verificación y conducen a resultados prácticos totalmente equivalentes. Todo pensamiento humano es discursivo; cambiamos ideas; pres­ tamos y pedimos prestadas verificaciones, obteniéndolas unos de otros por medio de intercambio social. Todas las verdades llegan a ser así construcciones verbales que se almacenan y se hallan disponi­ bles para todos. De aquí que debamos hablar consistentem ente de igual forma que debemos pensar consistentemente: pues tanto en el lenguaje como en el pensamiento tratamos con géneros. Los nom ­ bres son arbitrarios, pero una vez entendidos se deben mantener. No debemos llamar Abel a «Caín» o Caín a «Abel», pues si lo hacemos así nos desligaríamos de todo el libro del Génesis y de todas sus conexiones con el Universo del lenguaje y los hechos hasta la actua­ lidad. Nos apartaríam os de cualquier verdad que pudiera contener ese entero sistem a de lenguaje y hechos. La abrum adora m ayoría de nuestras ideas verdaderas no admite un careo directo con la realidad: por ejemplo, las históricas, tales como las de Caín y Abel. La corriente del tiem po sólo puede ser re­ montada verbalmente, o verificada de modo indirecto por las prolon­ gaciones presentes o efectos de lo que albergaba el pasado. Si no obstante concuerdan con estas palabras y efectos podrem os conocer que nuestras ideas del pasado son verdaderas. Tan cierto como que hubo un tiempo pasado, fueron verdad Julio César y los monstruos antediluvianos cada uno en su propia fecha y circunstancias. El mismo tiempo pasado existió, lo garantiza su coherencia con todo lo presente. Tan cierto com o el presente es, lo fue el pasado. La adecuación, así, pasa a ser esencialm ente cuestión de orienta­

ción, orientación que es útil, pues se ejerce en dominios que contie­ nen objetos importantes. Las ideas verdaderas nos conducen a regio­ nes verbales y conceptuales útiles a la vez que nos relacionan direc­ tamente con térm inos sensibles útiles. Nos llevan a la congruencia, a la estabilidad y al fluyente intercambio humano. Nos alejan de la ex­ centricidad y del aislamiento, del pensar estéril e infructuoso. El li­ bre flujo de! proceso de dirección, su libertad general de choque y contradicción pasa por su verificación indirecta; pero todos los cam i­ nos van a Roma y al final y eventualmente todos los procesos ciertos deben conducir a experiencias sensibles directam ente verificables en alguna parte, que han copiado las ideas de algún individuo. Tal es el amplio y holgado camino que el pragm atista sigue para interpretar la palabra adecuación. La trata de un m odo enteramente práctico. Le perm ite abarcar cualquier proceso de conducción de una idea presente a un térm ino futuro, a condición de que se desenvuelva prósperamente. Solamente así puede decirse que las ideas científi­ cas, yendo com o lo hacen más allá del sentido común, se adecúan a sus realidades. Es, com o ya he dicho, como si la realidad estuviera hecha de éter, átomos o electrones, pero no lo debemos pensar tan literalmente. El térm ino «energía» no ha pretendido nunca represen­ tar nada «objetivo». Es solamente un medio de m edir la superficie de los fenómenos, con el fin de registrar sus cambios en una fórmula sencilla. Pero en la elección de estas fórmulas de fabricación humana no podemos ser caprichosos impunemente, como no lo somos en el plano práctico del sentido común. Debemos hallar una teoría que ac­ túe, y esto significa algo extremadamente difícil, pues nuestra teoría debe m ediar entre todas las verdades previas y determ inadas expe­ riencias nuevas. Debe perturbar lo menos posible al sentido común y a las creencias previas, y debe conducir a algún térm ino sensible que pueda verificarse exactamente. «Actuar» significa estas dos cosas y la ligadura es tan estrecha que casi no deja lugar a ninguna hipótesis. Nuestras teorías están cercadas y controladas como ninguna otra cosa lo está. Sin embargo, algunas veces las fórmulas teóricas alter­ nativas son igualmente compatibles con todas las verdades que cono­ cemos, y entonces elegimos entre ellas por razones subjetivas. Esco­ gemos el género de teoría del cual somos ya partidarios; seguimos la «elegancia» o la «economía». Clerk-Maxwell dice en alguna parte que sería un «precario gusto científico» elegir la más complicada de dos concepciones igualmente demostradas, y creo que estarán uste­ des de acuerdo con él. La verdad en la ciencia es lo que nos da la

máxima suma posible de satisfacciones, incluso de agrado, pero la congruencia con la verdad previa y con el hecho nuevo es siempre el requisito más imperioso. Les he conducido por un desierto arenoso. Pero ahora, si se me permite una expresión tan vulgar, empezarem os a paladear la leche del coco. Aquí nuestros críticos racionalistas descargarán sus bate­ rías sobre nosotros y para contestarles saldremos de esta aridez a la visión total de una importante alternativa filosófica. Nuestra interpretación de la verdad es una interpretación de ver­ dades, en plural, de procesos de conducción realizados in rebus, con usía única cualidad en común, la de que pagan. Pagan conduciéndo­ nos en o hacia alguna parte de un sistema que penetra en numerosos puntos de lo percibido por los sentidos, que podem os copiar o no mentalmente, pero con los que en cualquier caso nos hallamos en una clase de relación vagamente designada como verificación. La verdad para nosotros es sim plemente un nombre colectivo para los procesos de verificación, igual que la salud, la riqueza, la fuerza, et­ cétera, son nombres para otros procesos conectados con la vida, y también proseguidos porque su prosecución retribuye. La verdad se liace lo mismo que se hacen la salud la riqueza y la fuerza en el curso de la experiencia. En este punto el racionalismo se levanta instantáneamente en ar­ mas contra nosotros. Imagino que un racionalista nos hablaría como sigue: «La verdad — dirá— no se hace, se obtiene absolutamente, siendo una relación única que no depende de ningún proceso, sino que marcha a la cabeza de la experiencia indicando su realidad en todo momento. Nuestra creencia de que aquello que hay en la pared es un reloj es ya verdadera, aunque nadie en toda la historia del mundo lo verificara. La simple cualidad de estar en esa relación tras­ cendente es lo que hace verdadero cualquier pensamiento que la po­ sea, independientemente de su verificación. Vosotros, los pragm atis­ tas, tergiversáis la cuestión — dirá— , haciendo que la existencia de la verdad resida en los procesos de verificación. Estos procesos son meramente signos de su existencia, nuestros imperfectos m edios de comprobar después el hecho del cual nuestras ideas poseían ya la maravillosa cualidad. La cualidad misma es intemporal, como todas las esencias y naturalezas. Los pensam ientos participan de ellas di­ rectamente, como participan de la falsedad o de la incongruencia. No puede ser analizada con arreglo a las consecuencias pragm áti­ cas.»

Toda la plausibilidad de esta argum entación racionalista se debe al hecho a que hemos prestado ya tanta atención. En nuestro mundo, abundante como es en cosas de géneros similares y asociadas sim i­ larmente, una verificación sirve para otras de su género, y una de las grandes utilidades de conocer las cosas es no tanto conducirnos a ellas como a sus asociados, especialm ente a lo que los hombres di­ cen de ellas. La cualidad de la verdad, obtenida ante rem, significa pragm áticam ente el hecho de que en un m undo tal, innumerables ideas actúan m ejor por su verificación indirecta o posible que por la directa y real. Así, pues, verdad ante rem significa solam ente verificabilidad; pues no es sino un ardid racionalista tratar el nombre de una realidad concreta fenoménica com o una entidad independiente y previa, colocándola tras la realidad com o su explicación. He aquí un epigrama de Lessing que el profesor M ach cita: Sagt Hanschen Schlau zu Vetter Fritz, «Wie kommt es, Vetter Frilzen, Das g ra d ’die Reichsten in der Welt, Das meiste Geld besitzen?»'. Hanschen Schlau considera aquí el principio riqueza como algo distinto de los hechos denotados por la circunstancia de ser rico el hombre. Anterior a ellos, los hechos llegan a ser solam ente una espe­ cie de coincidencia secundaria con la naturaleza esencial del hombre rico. En el caso de la «riqueza», a nadie se le oculta la falacia. Sabe­ mos que la riqueza no es sino un nom bre para el proceso concreto que se efectúa en la vida de determ inados hombres y no una excelen­ cia natural que se encuentra en los señores Rockefeller y Carncgie, y no en el resto de los mortales. Como la riqueza, tam bién la salud vive in rebus. Es un nombre para determ inados procesos, como la digestión, la circulación, el sueño, etcétera, que se desenvuelven felizmente, aunque en este caso nos inclinamos más a imaginarlo como un principio y a decir que el hombre digiere y duerme bien porque él está sano. Respecto de la «fuerza», creo que somos todavía m ás racionalis­ tas, y nos inclinamos decididam ente a tratarla como una excelencia

1 Juanito c) Astuto dicc a su primo Fritz: ¿Cómo te explicas que los más ricos en el mundo tengan la mayor cantidad de dinero? (N. del. T.)

preexistente en el hombre y que explica las hazañas hercúleas de sus músculos. En cuanto a la «verdad», la mayoría de las personas se excede, considerando la explicación racionalista como evidente por sí misma. Pero lo cierto es que todas estas palabras son semejantes. La verdad existe ante rem ni más ni menos que las otras cosas. Los escolásticos, siguiendo a Aristóteles, usaron mucho la distin­ ción entre hábito y acto. La salud in actu significa, entre otras cosas, dormir y digerir bien. Pero un hombre saludable no necesita estar siempre durm iendo y digiriendo, como el hombre rico no necesita estar siempre manejando dinero o el hombre fuerte levantando pesas, liilcs cualidades caen en estado de «hábitos» entre sus tiempos de ejercicio; c igualmente la verdad llega a ser un hábito de ciertas de nuestras ideas y creencias en los intervalos de reposo de sus activida­ des de verificación. Tales actividades constituyen la raiz de toda la cuestión y la condición de la existencia de cualquier hábito en ios in­ tervalos. Lo verdadero, dicho brevemente, es sólo el expediente de nuestro modo de pensar, de igual forma que lo justo es sólo el expediente del modo de conducirnos. Expediente en casi todos los órdenes y en ge­ neral, por supuesto, pues lo que responde satisfactoriam ente a la ex­ periencia en perspectiva no responderá de modo necesario a todas las u lte r i o r e s experiencias tan satisfactoriamente. La experiencia, como Habernos, tiene modos de salirse y de hacernos corregir nuestras ac­ í d a l e s fórmulas. Lo «absolutamente» verdadero, es decir, lo que ninguna expe­ riencia ulterior alterará nunca, es ese punto ideal hacia el que nos imaginamos que convergerán algún día todas nuestras verdades tem ­ porales. Equivale al hombre perfectam ente sabio y a la experiencia tibsohitamente completa; y si estos ideales se realizan algún día, se realizarán conjuntamente. Entretanto, tendrem os que vivir hoy con arreglo a la verdad que podamos obtener hoy y estar dispuestos a lla­ marla falsedad mañana. La astronomía ptolomeica, el espacio euclidiano, la lógica aristo­ télica, la m etafísica escolástica fueron expedientes durante siglos, pero la experiencia humana se ha salido de aquellos límites y ahora consideramos que estas cosas son sólo relativamente verdaderas o ciertas dentro de aquellos límites de experiencia. «Absolutamente», son falsas, pues sabemos que aquellos límites eran casuales y p o ­ drían haber sido trascendidos por teóricos de aquel tiempo lo mismo que lo han sido por teóricos del presente.

Cuando nuevas experiencias nos conduzcan a juicios retrospecti­ vos, podremos decir, usando el pretérito indefinido, que lo que estos juicios expresan fu e cierto, aun cuando ningún pensador pasado lo formulara. Vivimos hacia adelante, dice un pensador danés, pero com prendem os hacia atrás. El prcsenle proyecta una luz retrospec­ tiva sobre los procesos previos del mundo. Pueden éstos haber sido procesos verdaderos para los que participaron en ellos. No lo son para quien conoce las ulteriores revelaciones de la historia. Esta noción reguladora de una verdad potencial mejor, se estable­ cerá más tarde, posiblem ente se establecerá algún día, con carácter absoluto y con poderes de legislación retroactiva, y volverá su rostro, como todas las nociones pragm atistas, hacia los hechos concretos y hacia el futuro. Como todas las verdades a medias, la verdad abso­ luta tendrá que hacerse, y ha de ser hecha como una relación inci­ dental al desarrollo de una masa de experiencias de verificación a las que contribuyen con su cuota las ideas semiverdaderas. Ya he insistido en el hecho de que la verdad está hecha en gran parte de otras verdades previas. Las creencias de los hombres en cual­ quier tiempo constituyen una experiencia fundada. Pues las creencias son, en sí mismas, partes de la suma total de la experiencia del mundo y llegan a ser, por lo tanto, la materia sobre la que se asientan o fundan para las operaciones del día siguiente. En cuanto la realidad significa realidad experimentable, tanto ella como las verdades que el hombre obtiene acerca de ella están continuamente en proceso de mutación, m utación acaso hacia una meta definitiva, pero mutación al fin y al cabo. Los m atem áticos pueden resolver problemas con dos variables. En la teoría newtoniana, por ejemplo, la aceleración varía con la dis­ tancia, pero la distancia también varía con la aceleración. En el reino de los procesos de la verdad, los hechos se dan independientemente y determinan provisionalmente a nuestras creencias. Pero estas creen­ cias nos hacen actuar y, tan pronto como lo hacen, descubren u origi­ nan nuevos hechos que, consiguientem ente, vuelven a determ inar las creencias. Así, todo el ovillo de la verdad, a m edida que se desenro­ lla, es el producto de una doble influencia. Las verdades emergen de los hechos, pero vuelven a sum irse en ellos de nuevo y los aum en­ tan: esos hechos, otra vez, crean o revelan una nueva verdad — la pa­ labra es indiferente-— y así indefinidam ente. Los hechos mismos, mientras tanto, no son verdaderos. Son, simplemente. La verdad es la función de las creencias que com ienzan y acaban entre ellos. Se trata de un caso semejante al crecimiento de una bola de

nieve, que se debe, por una parte, a la acumulación de la nieve, y, de olía, a los sucesivos empujones de los muchachos, codetcrminándose estos factores entre sí incesantemente. Hallémonos ahora ante el punto decisivo de la diferencia que existe entre ser racionalista y ser pragmatista. La experiencia está en mutación, y en igual estado hállanse nuestras indagaciones psicoló­ gicas de la verdad; el racionalismo nos lo concederá, pero no que la realidad o la verdad misma es mutable. La realidad perm anece com ­ pleta y ya hecha desde la eternidad insiste el racionalismo, y la ade­ cuación de nuestras ideas con ella es aquella única e inanalizable virlud que existe en ella y de la que nos ha hablado. Como aquella excelencia intrínseca, su verdad nada tiene que ver con nuestras ex­ periencias. No añade nada al contenido de la experiencia. Es indife­ rente a la realidad misma; es superveniente, inerte, estática, una refle­ xión meramente. No existe, se mantiene u obtiene, pertenece a otra dimensión distinta a la de los hechos o a la de las relaciones de he­ chos, pertenece, en resumen, a la dimensión epistemológica, y he aquí que con esta palabra altisonante el racionalismo cierra la discusión. Así, tal como el pragmatismo mira hacia el futuro, el raciona­ lismo se orienta de nuevo a una eternidad pasada. Fiel a su invete­ rado hábito, el racionalismo se vuelve a los «principios» y estima que, una vez que una abstracción ha sido nombrada, poseemos una solución de oráculo. La extraordinaria fecundidad de consecuencias para la vida de esta radical diferencia de perspectiva- aparecerá claram ente en mis últimas conferencias. Deseo, entretanto, acabar ésta dem ostrando que la sublimidad del racionalismo no lo salva de la inanidad. Cuando se pide a los racionalistas que, en lugar de acusar al prag­ matismo de profanar la noción de verdad, la definan diciendo exacta­ mente lo que ellos entienden por tal, se obtienen estas respuestas: 1. «La verdad es un sistema de proposiciones que ofrecen la pretensión incondicional de ser reconocidas com o válidas»2. 2. «Verdad es el nombre que damos a todos aquellos juicios que nos hallamos en la obligación de llevar a cabo por una especie de deber im perativo»3.

: A. E. Taylor: Philosophical Review, XIV, p. 298. ' H. Rickert: Der Cegenstand der Erkenntnis, cap. sobre Die Urlheitnolhwendigkeit.

La prim era cosa que nos sorprende en tales definiciones es su enorme trivialidad. Son absolutamente ciertas, por supuesto, pero absolutam ente insignificantes hasta que se las considera pragmática­ mente. ¿Qué significa aquí «pretensión» y qué se quiere decir con la palabra «deber»? Es perfectamente correcto hablar de pretensiones por parte de la realidad, con la que ha de existir adecuación, y de obligaciones por nuestra parte con respecto a la adecuación, enten­ diendo las palabras «pretensión» y «deber» como nombres resumi­ dos para las razones concretas del porqué pensar con arreglo a nor­ mas verdaderas es conveniente para los mortales. Sentimos las pretensiones y las obligaciones, y las sentimos precisam ente por las razones enunciadas. Pero los racionalistas que hablan de pretensión y obligación dicen expresamente que éstas nada tienen que ver con nuestros intereses prácticos o razones personales. Nuestras razones para la adecuación son hechos psicológicos, dicen, relativos a cada pensador y a los acci­ dentes de su vida. Son meramente su evidencia, no parte de la vida de la verdad misma. Esta vida se lleva a cabo en una dimensión pura­ mente lógica o epistemológica, distinta de la psicología, y sus preten­ siones anteceden y exceden a toda motivación personal. Aunque ni el hombre ni Dios llegaran a conocer la verdad, habría que definir la pa­ labra como lo que «debe» ser comprobado y reconocido. Nunca hubo más excelente ejemplo de una idea abstraída de los hechos concretos de la experiencia y usada luego para oponerse y negar a aquello de que fue abstraída. En la filosofía y en la vida corriente abundan ejem plos análogos. «La falacia sentimentalista» consiste en derram ar lágrimas ante la justicia en abstracto, la generosidad, la belleza, etcétera, etcétera, y no conocer estas cualidades cuando se las encuentra en la calle, por­ que las circunstancias las hacen vulgares. Leo en la biografía de un eminente racionalista editada privadamente: «Era extraño que con tal admiración por la belleza en abstracto, mi hermano no sintiera entu­ siasmo por la arquitectura bella, los buenos cuadros o las flores». Y en casi la últim a obra filosófica que he leído encuentro pasajes como los siguientes: «La justicia es ideal, únicamente ideal. La razón con­ cibe que debe existir, pero la experiencia dem uestra que no puede... La verdad que debiera existir, no puede ser... La razón está defor­ mada por la experiencia. Tan pronto como la razón entra en contacto con la experiencia, ésta se vuelve contra aquélla». La falacia racionalista es aquí exactamente análoga a la senti­ mentalista. Ambas extraen una cualidad de los cenagosos hechos de

In experiencia y la encuentran tan pura cuando la han extraído que la comparan con todos y cada uno de sus cenagosos ejemplos, como si Hiera de una naturaleza opuesta y más elevada. Tal es su naturaleza, lis la naturaleza de las verdades que han de ser validadas, verifica­ das. Nuestra obligación de buscar la verdad es parte de nuestra obli­ gación general de hacer lo que vale la pena. La retribución que apor­ tan las ideas verdaderas es la única razón para seguirlas. Idénticas razones existen con respecto a la riqueza y a la salud. I ,a verdad no formula otra clase de pretensiones ni impone otra clase de deberes que los que formulan e imponen la riqueza y la sa­ lud. Todas estas pretensiones son condicionales; los beneficios con­ cretos que ganamos se reducen a lo que llamamos la prosecución de un deber. En el caso de la verdad las creencias falsas actúan a la larga tan perniciosam ente com o beneficiosam ente actúan las creen­ cias verdaderas. Hablando abstractam ente, la cualidad «verdadera» puede decirse que es absolutam ente valiosa y la cualidad «falsa» ab­ solutamente condenable: se puede llamar a la una buena y a la otra mala, de modo incondicional. Imperativamente, debemos pensar lo verdadero y rechazar lo falso. Pero si tratamos literalmente toda esta abstracción, y la opone­ mos a su suelo materno de la experiencia, considérese cuán absurda es la posición en que nos habremos colocado. No podem os, pues, dar un paso adelante en nuestro pensamiento real. ¿Cuándo reconoceré esta verdad y cuándo aquélla? El conoci­ miento ¿será en alta voz o silencioso? Si a veces es ruidoso y a veces silencioso, ¿cómo será ahora? ¿Cuándo una verdad se incorporará en el casillero de nuestra enciclopedia; y cuándo saldrá al combate? ¿Debo estar repitiendo constantemente la verdad «dos veces dos ha­ cen cuatro» a causa de su eterna pretensión al reconocim iento? ¿O será algunas veces inadecuado? ¿Debe mi pensam iento preocuparse noche y día con mis pecados y faltas porque los tengo realmente o puedo ocultarlos e ignorarlos para ser un miembro social decoroso y no una masa m órbida de m elancolía y disculpas? Es com pletam ente evidente que nuestra obligación de reconocer la verdad, lejos de ser incondicional, es sum am ente condicionada. La Verdad, en singular y con mayúscula, exige abstractam ente ser reco­ nocida, pero las verdades concretas en plural, necesitan ser reconoci­ das sólo cuando su reconocim iento es conveniente. Debe preferirse siempre una verdad a una falsedad cuando se relacionan am bas con una situación dada, pero cuando no ocurre así la verdad no consti­ tuye más deber que la mentira. Si se me pregunta qué hora es, y con­

testo diciendo que vivo en el número 95 de «Irving Street», mi res­ puesta es, sin duda alguna, verdadera, pero no se comprenderá por qué tengo que darla. Lo mismo sería dar una dirección equivocada. A dm itiendo que existen condiciones que limitan la aplicación del imperativo abstracto, la consideración pragmatista de la verdad se nos impone en toda su plenitud. Se comprende que nuestro deber de conform arnos con la realidad está fundado en una tram a perfecta de conveniencias concretas. Cuando Berkeley explicó lo que la gente entiende por materia, la gente pensó que él negaba la existencia de la materia. Cuando SchiIler y Dewey explican ahora lo que la gente entiende por verdad se les acusa de negar su existencia. Los críticos dicen que los pragm a­ tistas destruyen todas las reglas objetivas y que sitúan la estupidez y la sabiduría en un mismo plano. Una fórmula favorita para describir las doctrinas de Schiller y las m ías consiste en decir que nosotros creemos que al considerar como verdad cualquier cosa que nos agrade llenamos todos los requisitos pragmatistas. Dejo a la consideración de ustedes el juzgar si esto es o no una insolente calumnia. Atenido el pragmatista más que ningún otro, a todo el cuerpo de verdades fundamentales acum uladas desde el pa­ sado y a las coacciones que el mundo de los sentidos ejerce sobre él, ¿quién tan bien como él siente la presión inmensa del control obje­ tivo bajo el cual nuestras mentes realizan sus operaciones? Si alguien imagina que esta ley es laxa, dejadle que se abstenga de su manda­ miento un solo día, dice Emerson. Mucho menos he oído hablar re­ cientemente del uso de la imaginación en la ciencia. Es tiempo de re­ com endar el empleo de un poco de imaginación en filosofía. La mala gana de nuestros críticos para no leer sino el más necio de to­ dos los significados posibles en nuestros argumentos, hace tan poco honor a su imaginación, que apenas descubro algo parecido en la fi­ losofía contemporánea. Schilicr dice que la verdad es aquello que «actúa». Por lo tanto, se le reprocha que limita la verificación al más bajo utilitarismo material. Dewey dice que la verdad es lo que pro­ porciona «satisfacción». Se le reprocha que subordina la verdad a lo agradable. Nuestros críticos necesitan, ciertam ente, más im aginación de las realidades. He tratado honestam ente de forzar mi propia imaginación y de leer el m ejor significado posible en la concepción racionalista, pero confieso que ello me desconcierta. La noción de una realidad que nos exige adecuarnos a ella, y por ninguna otra razón sino sim­ plemente porque su propósito es «incondicionado» o «trascendente»,

os algo en lo que yo no veo ni pies ni cabeza. Pruebo a imaginarme a mi mismo como la única realidad en el mundo, y luego qué más «pretendería» si se me permitiera. De admitirse la posibilidad de mi pretensión de que de la nada surgiera un espíritu y me copiara, indu­ dablemente puedo imaginar lo que significaría la copia, pero no puedo hacer conjeturas sobre el motivo. No puedo explicarm e qué bien me liaría ser copiado, o qué bien le haría a aquel espíritu co­ piarme si las consecuencias ulteriores se excluyen expresam ente y en principio com o motivos de la pretensión -—como lo son por nuestras autoridades racionalistas— . Cuando los adm iradores del irlandés del cuento lo llevaron al lugar del banquete en una silla de manos sin asiento, él dijo: «En verdad, si no fuera por el honor que supone, po­ dría haber venido a pie». Así me sucede en este caso: si no fuera por el honor que supone, podría muy bien haber prescindido de la copia. Copiar es un modo genuino de conocer — lo que por alguna extraña razón nuestros trascendentalistas contem poráneos se disputan por re­ pudiar— , pero cuando vamos m ás allá del acto de copiar y recurri­ mos a las formas innominadas de adecuación que se han negado ex­ presamente ser copias, orientaciones o acomodaciones, o cualquier otro proceso pragmáticam ente definible, el qué de la «adecuación» reclamada se hace tan ininteligible como el porqué de ella. No se puede im aginar para ella ni motivo ni contenido. Es una abstracción absolutamente carente de significado4. Indudablemente, en este cam po de la verdad son los pragmatistas, y no los racionalistas, los más genuinos defensores de la raciona­ lidad del Universo.

1 No olvido que el profesor Rickert renunció hace ya algún tiempo a toda noción de verdad, como fundada en su adecuación con la realidad. Realidad, según él, es cuanto se adecúa con la verdad, y la verdad está fundada únicamente en nuestro deber fundamental. Esta evasión fantástica, junto con la cándida confesión de fracaso de Joachim en su libro The Na tu re ofTruth, me parece indicar la bancarrota del racionalismo en este asunto. Rickert se ocupa de parte de la posición pragmatista con la denomina­ ción de lo que él llama «relativismus». No puedo discutir aquí este texto. Baste decir que su argumentación en aquel capítulo es tan endeble, que no parece corresponder al talento de su autor.

IGNACIO ELLACURÍA LA REALIDAD HISTÓRICA COM O OBJETO DE LA FILOSOFÍA (1981)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «El objeto de la filosofía», Revista de Estudios Centroamerica­ nos, 396-7 (1981), pp. 977-980. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. — Reeditado en Filosofía de la realidad histórica, Trotta, Madrid 1991, pp. 17-42 y 473-475. O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Función liberadora de la filosofía», Revista de Estudios Centroa­ mericanos, 435-6 (1985), pp. 45-64. — «Voluntad de fundamentalidad y voluntad de verdad: conocimiento-fe y su configuración histórica», Revista Latinoamericana de Filo­ sofía, 8 (1986), pp. 113-131. B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— G. Marquínez Argote, «Zubiri visto desde Latinoamérica. Aportes a la filosofía de la liberación», Revista de Estudios Centroamerica­ nos, 32/345 (1977), pp. 475-484. — E. Dussel, Métodos para una filosofía de la liberación, Sígueme, Salamanca, 1974. — M. Cekic, «Ist die Praxis der MaBtab der Wahrheit?», Zeitschriftfiir philosophische Forschung, 32 (1978), pp. 83-99. «La realidad histórica como objeto de la filosofía» forma parte del articulo más amplio titulado «El objeto de la filoso­ fía», reseñado como edición original.

O b s e r v a c io n e s :

La «realidad histórica» es el «objeto último» de la filosofía, en­ tendida como metafísica ultramundana, no sólo por su carácter en­ globante y totalizador sino en cuanto m anifestación suprema de la realidad. Evidentemente, esta grave afirm ación no puede ser el inicio de la filosofía, sino que tan sólo puede sostenerse com o resultado de toda una labor filosófica. No es un capricho ni un a priori dogmático. Ha sido labor de la historia de la filosofía misma, que paulatinam ente ha ido descubriendo y m ostrando dónde y en qué forma se da la reali­ dad por antonomasia, donde se da la mayor densidad de lo real. Los que sostenían que la persona hum ana como realidad metafísica era el summum de realidad; los que defendían que lo era la existencia hu­ mana o la vida humana, los que defendían que era la historia..., todos ellos se acercaban a la definición del objeto de la filosofía como rea­ lidad histórica. Aquí no vamos a hacer un desarrollo integral de esta tesis. Bas­ tará indicar qué se quiere decir con ella y en qué se fundamenta ese decir. I) Por «realidad histórica» no se entiende lo que pasa en la his­ toria, ni siquiera la serie ordenada y explicada del discurrir histórico. Por consiguiente, no se dice que la filosofía haya de ser lo que ha so­ lido entenderse por filosofía de la historia. Precisamente para evitar este equívoco no se habla de historia, sino de realidad histórica. ¿Qué se entiende, entonces, por realidad histórica? Ya hem os sostenido en las tesis anteriores que la realidad intram undana constituye una totalidad dinámica, estructural y dialéctica. Esa única totalidad es el objeto de la filosofía. Lo que ocurre es que esa totalidad ha ido haciéndose de modo que hay un incremento cualitativo de realidad, pero de tal form a que la realidad superior, el «más» de realidad, no se da separada de todos los m om entos ante­ riores del proceso real, del proceso de realidad, sino que al contrario se da un «más» dinám ico de realidad desde, en y por la realidad in­ ferior, de modo que ésta se hace presente de m uchos m odos y siem ­ pre necesariam ente en la realidad superior. A este últim o estadio de la realidad, en el que se hacen presentes todos los dem ás, es al que llam am os realidad histórica: en él la realidad es m ás realidad, por­ que se halla toda la realidad anterior, pero en esa m odalidad que ve­ nimos llam ando histórica. Es la realidad entera asum ida en el reino social de la libertad; es la realidad m ostrando sus m ás ricas virtuali­ dades y posibilidades, aún en estado dinám ico de desarrollo, pero

ya alcanzando el nivel cualitativo metafíisico desde el que la reali­ dad va a seguir dando de sí, pero ya desde el mismo subsuelo de la realidad histórica, y sin dejar ya de ser intram undanamente realidad histórica. En efecto, la realidad histórica, ante todo, engloba todo otro tipo de realidad: no hay realidad histórica sin realidad puramente mate­ rial, sin realidad biológica, sin realidad personal y sin realidad so- v cial; en segundo lugar, toda otra forma de realidad donde da más de si y donde reciber su para qué fáctico — no necesariamente finalíslico— es una realidad histórica; en tercer lugar, esa forma de reali­ dad que es la realidad histórica es donde la realidad es «más» y donde es «más suya», donde tam bién es «más abierta». Por eso se habla estrictamente de «realidad histórica». Con ello no se alude lo que pasa en la historia y, menos aún, se elude la consi­ deración de qué es lo que pasa últimamente en la historia después de , que van pasando en ella tantas cosas. Pero la metafísica atiende, si se quiere hablar así, a la historia de la realidad, a lo que pasa a la reali­ dad misma cuando entra con el hombre y la sociedad a eso que lla­ mamos historia. Y esto tanto en el salto cualitativo de la evolución natural al proceso histórico como en el desarrollo creador, ya dentro de la historia, de nuevos m odos de la realidad histórica. Es decir, atiende a la realidad histórica en tanto que realidad, aunque sabiendo que no se puede hablar de realidad al margen de las cosas reales. Así por «realidad histórica» se entiende la totalidad de la reali­ dad tal com o se da unitariamente en su forma cualitativa más alta y esa forma específica de realidad que es la historia, donde se nos da 110 sólo la form a más alta de realidad sino el cam po abierto de las máximas posibilidades de lo real. No la historia simplemente, sino la realidad histórica, lo cual significa que se tom a lo histórico como ámbito histórico más que como contenidos históricos y que en ese ámbito la pregunta es por su realidad, por lo que la realidad da de sí y se m uestra en él. 2) Podría discutirse si ese summum de realidad no es más bien la persona o la vida humana o la existencia, etc. Desde luego ha de aceptarse que una consideración de la realidad histórica, que ladeara o hiciese perder su especificidad a la persona humana, a la vida, a la existencia, etc., dejaría de ser el objeto pleno de la filosofía, porque entonces ese objeto quedaría disminuido, sim plemente porque en él no entraría formal y específicam ente una form a de realidad, que en algún sentido es la máxima manifestación de la realidad. Y éste es un

peligro real porque propiam ente la historia tiende a convertirse con facilidad en historia social, en historia estructural, donde el quehacer originario de las personas puede quedar desdibujado y disminuido. Pero no es un peligro en el que ha de caerse necesariamente. Y, por otra parte, la consideración puramente personal, incluso interpersonal y com unitaria, no explica el poder creador de la historia, cuando es en ese poder creador y renovador, en ese novum histórico, donde la realidad va dando efectivamente de sí. Por otro lado, sólo de la to­ talidad histórica, que es el modo concreto en el que se realiza la per­ sona humana, en el que vive el ser humana, se ven adecuadamente lo que son esa persona y esa vida. Puestos en la realidad histórica, ésta exige, por su explicación última, el estudio de la persona, de la vida, de la materia, etc., mientras que la recíproca no es cierta: un estudio de la persona y de la vida humana, al margen de la historia, es un es­ tudio abstracto e irreal, y lo m ismo cabe decir de la m ateria o de cualquier forma de realidad, aunque por distintas razones. Por difícil que sea su realización, la filosofía que tiene por objeto la realidad histórica no pretende menoscabar ese específico summum de realidad que es la persona. Y, aunque las relaciones entre historia y persona sean mutua pero no unívocas, parecen más englobantes las de la historia. Así tenemos que personas egregias no han podido dar todo de sí por cuanto han vivido en momentos históricos que no lo posibilitaban. Por otro lado, es distinta la apertura y la creatividad in­ novadora de la persona que la apertura y la creatividad de la historia. En definitiva, la realidad histórica incluye más fácilmente la realidad personal que ésta a aquélla. 3) ¿Cómo justificar metafíisicamente esta opción de la realidad histórica como objeto de la filosofía? La justificación sería que la fi­ losofía debiera estudiar la totalidad de la realidad en su unidad más englobante y manifestativa y que la realidad histórica es una unidad más englobante y manifestativa de la realidad. La pretensión filosófica de tratar acerca de todas las cosas en cuanto todas ellas forman una unidad es una pretensión clásica y continuada. Hoy día está un tanto desfasada tal pretensión. Pero no hay duda de su fuerza entre los mayores y mejores filósofos. Esa unidad de todas las cosas se ha buscado por distintos caminos: por el camino de la construcción mental, por el camino de los conceptos objetivos, por el camino de la realidad misma. Cuando se buscaba un concepto generalísimo que abarcara todas las cosas y que fuese lo último de todas ellas, se corría el peligro de igualarlas y vaciarlas,

cmilesquiera fueran los recursos que se seguían para ello, desde los Intentos analógicos a los empeños dialécticos. Lo que así se propone es otra cosa: hay una unidad real de todas las cosas reales, que no es meramente una unidad de semejanza o cosa parecida, sino una uniilnd física y dinámica, porque todas las cosas vienen unas de otras y de un modo u otro están realmente m utuamente presentes, si no en nú individualidad, sí como formas de realidad. En segundo caso, se propone analizar esta unidad no desde sus orígenes, que ya no son puros, pues lo originado ha revertido sobre lo originante de múltiples formas sino desde su etapa última, que muestra lo que hasta ahora al menos es la realidad. Conozcámosla o no como es en realidad. Esta etapa últim a no es un concepto ni es una idea o ideal; es algo que nos está dado y que, mientras se hace, se nos está dando. Por todo ello, no parece injustificado proponer la realidad histó­ rica como objeto de la filosofía, si es que para la filosofía se sigue queriendo el que busque decir lo que es la realidad últim am ente y lo que es la realidad como un todo. Por otro lado, la realidad histórica, dinám ica y concretamente considerada, tiene un carácter de praxis, que junto a otros criterios lleva a la verdad de la realidad y también a la verdad de la interpreta­ ción de la realidad. No es tanto la equivalencia de Vico entre el ve­ nan y el J'actum sino entre el ver uní y el faciendum. La verdad de la realidad no es lo ya hecho; eso es sólo una parte de la realidad. Si no nos volvemos a lo que está haciéndose y a lo que está por hacer, se nos escapa la verdad de la realidad. Hay que hacer la verdad, lo cual no supone prim ariamente poner en ejecución, realizar lo que ya se sabe, sino hacer aquella realidad que en juego de praxis y teoría se muestra como verdadera. Que la realidad y la verdad han de hacerse y descubrirse, y que han de hacerse y descubrirse en la complej idad colectiva y sucesiva de la historia, de la hum anidad es indicar que la realidad histórica puede ser el objeto de la filosofía. 4) La realidad histórica es, además, la realidad abierta e inno­ vadora por antonomasia. Si hay una apertua viva a la transcendencia es la de la historia. La m etafísica intram undana no puede cerrarse sobre sí misma, precisam ente porque la historia es abierta, porque la realidad es en sí misma dinámica y abierta, y lo ha sido hasta llegar a la historia y desde la historia está abierta a lo que no es necesaria y exclusivamente intramundano. Se dirá que esta apertura es propia de la persona. Y así es. Pero ninguna persona puede desde sí misma dar cuenta de toda la apertura de la realidad. Hay una experiencia de la

realidad, hay una praxis real y, consecuentemente, hay una apertura que no pueden ser agotadas por una sola persona ni por la suma de todas las personas separadamente consideradas. La realidad histórica no se reduce a ser la suma de personas; es como realidad una reali­ dad unitaria su iju ñ s , que es creadora en las personas, pero que posi­ bilita esa creación de las personas. Por este camino no queda Dios excluido del objeto de la filoso­ fía, cuando ese objeto se entiende como realidad histórica. Dios no puede aparecer inicialmente en el discurrir filosófico, simplemente porque su presencia 110 cabe junto a otras realidades intramundanas. Es un intento en el fondo em pobreccdor de Dios y del resto de la realidad el abarcarlos en un mismo tratamiento filosófico. El objeto de la filosofía debe ser prim ariamente la realidad ultramundana, lo cual no significa necesariamente que Dios haya de ser tan sólo ob­ jeto de fe, sin embargo, ha de aceptarse el fondo de la crítica kan­ tiana, cuando saca a Dios, como realidad de la Razón Pura, para re­ encontrarlo en la Razón Práctica, Lo que sucede es que la realidad intramundana últimamente considerada no queda cerrada sobre sí misma ni en lo que tiene de realidad personal ni tampoco en lo que tiene de realidad histórica. El análisis de la realidad personal muestra ciertam ente su aper' tura; puede m ostrar incluso su religación (Zubiri). Pero ni la inm en­ sidad de Dios, ni su novedad, incluso ni su misterio se hacen real­ m ente patentes más que en la totalidad de la experiencia histórica. Hay una experiencia personal de Dios, pero la realidad más plena de Dios sólo se ha hecho presente y sólo puede hacerse presente en una realidad histórica. Si no podemos llegar a saber lo que es la hum ani­ dad y, en definitiva, el hombre, más que cuando el hombre acabe de ser históricam ente todo lo que es capaz de dar de sí, seria presun­ tuoso pensar que podemos saber algo menos adecuadamente de Dios más que en el aprovechamiento de todo el hacer y el experimental históricos de la humanidad acerca de Dios. Todas las experiencias personales y todos los saberes caben en la historia; más aún, la cons­ tituyen. Pero la plenitud de la realidad está m ás allá de cualquier ex­ periencia personal y de cualquier saber individual. Hay que reasum ir todas las praxis y todos los saberes personales tanto para mostrar la índole concreeta de la apertura de la realidad hum ana y, conse­ cuentemente, los trazos fundamentales de la pregunta y de la res­ puesta por lo m ás último y total de la realidad. No debe olvidarse que las grandes religiones muestran siempre un Dios del pueblo, de un pueblo que marcha por la historia; lo cual, como es sabido, no ex-

cluye la singularidad del revelador de Dios. Puede haber un Dios de In naturaleza, puede haber un Dios de la persona y de la subjetividad; pero hay, y sobre todo, un Dios de la historia, que no excluye, como ya indicamos, ni a la naturaleza material ni a la realidad personal. Hay quienes objetan que Dios es un invento del hombre y hay quienes hacen de lo religioso un fenómeno puramente histórico, para unos necesario y para otros alienante. Es una opinión que apunta a nlgo verdadero. Dios aparece después de la persona y en el curso de ki historia. No es objeto de una filosofía intramundana, aunque la historia puede descubrir en la intram undanidad no sólo una transcen­ dencia formal, sino una realidad transm undana y transhistórica, pero cuya transcendencia real es del m undo y de la historia. 5) Incluso, si no se aceptara que la realidad histórica es la reali­ dad por antonom asia y, consecuentem ente, el objeto adecuado de la filosofía, habría que reconocer que es el lugar más adecuado de reve­ lación de la realidad. El despliegue de la realidad no sólo alcanza en la historia su momento último, sino que el discurrir histórico va des­ velando y revelando la verdad de la realidad. Una realidad que, por muchos capítulos, es un escándalo a la razón ahistórica, que estim a­ ría como irreales muchas de las estructuras y muchos de los sucesos históricos. La identificación del ser con lo bueno y lo verdadero, pero de suerte que sólo es lo que nos parece bueno y verdadero a una razón que se ha constituido en medida -de todas las cosas, choca con la realidad histórica del mal y del error. Lo cual trae consigo necesa­ riamente la aparición de la dialéctica en el plano teórico y de la pra­ xis revolucionaria en el plano de la acción. La historia era sacada an­ tes del ámbito de la ciencia y de la metafísica porque su aparente contingencialidad no casaba con la aparente y superficial perm anen­ cia y universalidad de la realidad. Aquí se propone retrotraerla al nú­ cleo mismo de la ciencia y de la metafísica, porque si se la tom a en| toda su realidad concreta y no sólo en lo que tiene de diferenciativo, es el gran criterio de verdad, de revelación, de lo que es la realidad. Porque de revelación se trata y no m eramente de dcsvelación, p ues la' realidad misma se realiza y no meramente se despliega o se desvela y la praxis hist;orica fuerza la realidad para que se transform e y se manifieste. Todo eso es lo que quiere decir cuando se afirm a que la realidad histórica es el objeto de la filosofía. Cómo repercuta esta nueva con­ cepción del objeto en la estructuración misma de las categorías filo­ sóficas no es tema que aquí pueda ensayarse. Evidentem ente, su re-

percusión ha de ser grande en las categorías fundamentales, en el método y aun en la partición de tratados, aunque propiam ente no debe haber tratados cuando se afirm a la unidad de todo lo real y quiere verse esa unidad no de abajo hacia arriba, sino de arriba hacia abajo. Y es que la unidad y la totalidad son las que dan su lugar real y su sentido a las partes. Tampoco queremos entrar en por qué y cóm o desde este objeto primario de la filosofía, cabe por su propia historicidad formas de filosofar y de filosofía específicas en distin( tas etapas y situaciones históricas, sin que esto rom pa la unidad, múltiple y compleja, pero unitaria del objeto y del acercamiento ade­ cuado a ese objeto. Es bastante claro desde el propio planteamiento que un objeto tal como el de la realidad histórica, entendido como aquí se ha dicho, deja abiertas posibilidades reales para teorías y prácticas distintas, ya que la unidad de la realidad histórica no es monolítica. Se ha dicho que intram undamente no ha habido «una» historia, propiamente tal hasta tiempos recientes. Hoy es cada vez más «una», aunque esta unidad sea estrictam ente dialéctica y enormemente dolorosa para la mayor parte de la humanidad. Aunque se habla de distin­ tos mundos (un Primer Mundo, un Tercer Mundo, etc.), el mundo histórico es uno, aunque contradictorio. Quizá sólo lograda la unidad del mundo empírico y de la historia constatable haya llegado la hora de hacer de esa única historia el objeto de diferentes filosofías.

SUSAN HAACK EL INTERÉS POR LA VERDAD: QUÉ SIGNIFICA, POR QUÉ IM PORTA' (1995) r,

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E d i c ió n o r i g i n a l :

Inédito.

— Título original: «Concern for Truth: What it Means, Why it Matters» (1995). E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —traducido— con autorización expresa de la autora.

T r a d u c c ió n :

M. J. Frápolli.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «The pragmatist theory of truth», British Journal for the Philo­ sophy o f Science, 27 (1976). — «Is it true what they say about Tarski?», Philosophy, 51 (1976). — «Two fallibilists in search of the truth», Proceedings ofthe Aristotelian Society, Supp. 51 (1977). — «Analycity and logical truth», Theoria, 43 (1977). — Philosophy of Logics, Cambridge University Press, 1978 (ed. cast.: Filosofía de las lógicas, Cátedra, Madrid, 2.a ed., 1991). •f.

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1 Tomo lo que sigue de mis siguientes trabajos anteriores: Evidence and Inquiry: rowards Reconstruction in Epistemology, Blackwell, Oxford, 1993, especialmente el capítulo 8; «The First Rule of Reason», presentado en un congreso sobre «New Topics iu the Philosophy o f C. S. Pcirce», Toronto, 10.92, aparecerá en un volumen editado por Jaqueline Brunning and Paul Forster, Toronto University Press; «“The Ethics o f lielief” Reconsidered», aparecerá en Levvis Hahn, ed., The Philosophy o f R. M. Chisholm, Open Court; «Preposterisme and Its Consequences», presentado en un congreso sobre «Scientific Innovation, Philosophy and Public Policy», Bowling Oreen, OH, 4.95, aparecerá en Social Philosophy and Policy y en Ellen Frankel Paul et al., eds, Scientific Innovation, Philosophy and Public Policy, Cambridge University Press. Este artículo se preparó para la publicación con la ayuda de una beca NEH #FT40534-95. Me gustaría dar las gracias a Paul Gross por sus útiles comentarios a un bo­ rrador y a Mark Migotti por proporcionarme la cita de Nietzsche de la nota 4.

— Evidence and Inquiry. Towards reconstruction in Epislemology, Blackwell, Oxford, 1993 (ed. east.: Evidencia e Investigación. Ha­ cia una reconstrucción en Epistemología, Tecnos, Madrid, 1997). — «Dry truth and real Knowledge: Epistemologies of Metaphor and Metaphors of Epistemology», en J. Hintikka (ed.), Aproaches to Metaphor, Kluwer, Dordrecht (en prensa).

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia ;

— R. Rorty, Consequences o f Pragmatism, Harverster Press, Sussex, 1982. — Ch. S. Peirce, Lecciones sobre Pragmatismo, Aguilar, Buenos Ai­ res, 1978 (ed. orig., 1903). R. Almeder, «Peircean Fallibilism», Transactions of the Ch. S. Peirce Society, 18 (1981), pp. 57-65.

C. S. Peirce escribió, hace un siglo o así, que «para razonar bien [...] es absolutamente necesario poseer [...] virtudes tales como la ho­ nestidad intelectual y la sinceridad y un auténtico amor a la verdad», y que «[el genuino razonar consiste] en dirigir realmente el arco ha­ cia la verdad con resolución en el ojo, con energía en el brazo». C. I. Lewis observó, hace cuarenta años o así, que «presumimos, de parte de aquellos que siguen cualquier vocación científica [quería decir “ intelectual”], [...] una suerte de voto tácito de no subordinar nunca el motivo de búsqueda objetiva de la verdad a ninguna preferencia o inclinación subjetivas o a ninguna conveniencia o consideración op o rtunista»2. Estos filósofos tuvieron alguna intuición de lo que exige la vida de la mente. Ahora, sin embargo, está de moda sugerir que estas intuiciones son en realidad ilusiones. Stephen Stich profesa una desilusión sofis­ ticada, al escribir que «una vez que tenemos una visión clara del asunto, la mayoría de nosotros no encontrará ningún valor [...] en te­ ner creencias verdaderas». Richard Rorty se refiere a aquellos de no­ sotros que estam os dispuestos a describirnos a nosotros mismos

2 C. S. Pcircc, Collected Papers, eds Charles Hartshorne, Paul Weiss y Arthur 13urks, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1931-58, 2.82 y 1.235; C. I. Lewis, The Ground and Sature o f the Right, Columbia University Press, Nueva York, NY, 1955, p. 34.

como buscando la verdad como «anticuados pedantes encantadores», (notándose de que él «no hace dem asiado uso de nociones como “verdad objetiva”», puesto que, después de todo, llam ar a un enun­ ciado verdadero «no es más que darle una palmada retórica en la es­ palda». Jane Heal concluye con evidente satisfacción que «no hay ninguna diosa, Verdad, de la que los académicos y los investigadores puedan considerarse a sí mismos como sacerdotes o devotos»3. Estos filósofos revelan un fracaso sorprendente en, o quizá un rechazo a, captar lo que es la integridad intelectual, o por qué es importante. Sin embargo, como reza el dicho, aquellos que sólo conocen su lado de un caso conocen muy poco de él; así quizá es saludable estar obligado a articular, como yo haré aquí, lo que significa el interés por la verdad, por qué importa y lo que está mal en la manera de pensar de los que lo denigran. El primer paso es señalar que el concepto de verdad está interna­ mente relacionado con los conceptos de creencia, evidencia e investi­ gación. Creer que p es aceptar p como verdadero. La evidencia de que ¡> es la evidencia de que p es verdadero, una indicación de la verdad de ¡>. E investigar si p es investigar si p es verdadero; si usted no está inIcntando obtener la verdad usted no está en realidad investigando. Por supuesto, tanto la pseudo-crecncia como la pseudo-investigaeión son lugares comunes. La pseudo-creencia incluye aquellos esta­ dos psicológicos familiares de lealtad obstinada a una proposición de la que uno sospecha a medias que es falsa, y la atadura sentimental a una proposición a la que uno no le ha dedicado ningún pensamiento en absoluto. Samuel Butler lo dijo m ejor de lo que yo puedo [ha­ cerlo] cuando, tras describir la repentina concienciación por parte de Ernest Pontifex de que «a pocos les im porta un comino la verdad, o licnen alguna confianza en que es más correcto o mejor creer lo que es verdadero que lo que no es verdadero», reflexiona «sin embargo, son sólo esos pocos los que puede decirse que creen algo en abso­ luto; el resto son simplemente no creyentes disfrazados»4.

3 Stephen Stich, The Fragmenta/ion o f Reason, Bradford Books, MIT Press, Cam­ bridge, MA y Londres, 1990, p. 101; Richard Rorty, Essays on Heidegger and Others, Cambridge University Press, Cambridge, 1991, p. 86 (trad. cast.: Ensayos sobre Hei­ degger y otros pensadores contemporáneos, Paidós, Barcelona, 1993; «Trotsky and the Wild Orchids», Common Knowiedge, 1.3, 1992, p. 141, y Consequences o f Pragmatism, Harvester Press, Hassocks, Sussex, 1982, p. XVII; Jane Heal, «The Disinterested Search for Truth», Proceedings o f the Aristotelian Society, 88, 1987-8, p. 108. 1 Samuel Butler, The Way o f Alt Flesh (1903), Signct Books, The New American

Y la pseudo-investigación está tan lejos de ser inusual que,¡ cuando el gobierno o nuestra universidad instituye una Investigación; Oficial sobre esto o aquello, algunos de nosotros nos ponem os en guardia. Peirce identifica un tipo de pseudo-investigación cuando es­ cribe acerca del «razonam iento fingido»: intenta, no llegar a la ver­ dad de alguna cuestión, sino argumentar a favor de la verdad de al­ guna proposición respecto de la cual nuestro com prom iso ya está a prueba de evidencia y de argumento. Tiene en la mente a los teólo­ gos que inventan elaborados andamios m etafísicos para proposicio­ nes teológicas que ninguna evidencia o argum ento les induciría a abandonar; pero su argumento se aplica de igual modo a la «investi­ gación» propicia y al «trabajo académico» guiado por motivaciones políticas de nuestros tiempos. Y además hay lo que he llegado a con­ siderar como razonamiento de pega: no intenta llegar a la verdad de alguna cuestión, sino argumentar a favor de la verdad de alguna pro­ posición respecto de la cual el único com prom iso de uno es la con­ vicción de que defendiéndola avanzará uno mismo; también un fenó­ m eno fam iliar cuando, como en algunas áreas de la vida académica contem poránea, una defensa inteligente de una idea llamativamente falsa o impresionantem ente oscura es una buena ruta hacia la reputa­ ción y el dinero. Pero necesitam os ir más allá de la tautología de que los investiga­ dores fingidos y los investigadores de pega no están en realidad in­ vestigando para ver lo que, sustantivamente, está mal en los razona­ mientos fingido y de pega. Los investigadores de pega y los que fingen no tienen como objetivo encontrar la verdad sino argumentar a favor de alguna proposición identificada previamente a la investi­ gación. Así tienen razones para evitar el examen cuidadoso de cual­ quier evidencia que pudiera im pugnar la proposición a favor de la cual pretenden argumentar, para minim izar u ofuscar la importancia o pertinencia de tal evidencia, para hacer esfuerzos sobrehumanos para disolverla mediante una explicación. F,1 investigador genuino, a cambio, quiere llegar a la verdad de la cuestión que le concierne,

Library o f World Classics, Nueva York, NY, 1960, p. 259. Véase también Fricdrich Nietzschc, The Gay Science [(1882), traducido por Walter Kaufmann, Vintagc, Nueva York, NY, 1974, p. 76: «Quiero decir que la gran mayoría no juzga despreciable creer esto o aquello y vivir de acuerdo con eso sin haber considerado previamente los argu­ mentos últimos y más ciertos en pro y en contra y sin siquiera molestarse en indagar a posteriori tales argumentos», trad. cast. Ch. Crego y G. Groot, F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, Akal, Madrid, 1988, § 2, p. 61].

(tinto si la verdad se ajusta a lo que creía al principio de la investiga­ ción como si no, y tanto si es probable que su reconocim iento de la Verdad lo lleve a obtener un plaza fija, o lo haga rico, famoso o po­ pular, como si no. Tiene motivos, por tanto, para perseguir y evaluar ol valor de la evidencia o de los argumentos com pleta e imparcialincnlc, para reconocer, ante sí mismo tanto como ante otros, dónde mi evidencia o sus argumentos parecen más inestables y su articula­ ción del problema o de la solución [parece] más vaga, para ir con la evidencia incluso hasta conclusiones impopulares o conclusiones i|tie socavan sus anteriores convicciones más profundamente sosteni(llis, y para aceptar el que otro haya encontrado la verdad que él eslliha buscando. listo no es negar que los razonadores fingidos y de pega pudieran hiparse con la verdad, y que, cuando lo hacen, podrían encontrar buena evidencia y argumentos, ni que los investigadores genuinos pudieran llegar a conclusiones falsas y ser engañados por evidencia desorientadora. El compromiso con una causa y el deseo de reputa­ ción pueden motivar un esfuerzo intelectual enérgico. Pero la inteli­ gencia que ayudará a un investigador genuino a resolver las cosas, ayudará a un razonador fingido o de pega a suprim ir la evidencia desfavorable de manera más efectiva, o a inventar las formulaciones más impresionantemente oscuras. Un investigador genuino, en conIraste, no suprim irá evidencia desfavorable, ni disfrazará su fracaso con afectada oscuridad; así, incluso cuando fracasa, no obstaculizará los esfuerzos de otros. El am or a la verdad del investigador genuino, com o esto revela, no es como el am or de un coleccionista por los m uebles antiguos o por los sellos exóticos que colecciona, ni es como el am or a Dios de una persona religiosa. No es un coleccionista de proposiciones ver­ daderas, ni es un adorador de un ideal intelectual. Es una persona de integridad intelectual. No es, com o el razonador de pega, indife­ rente a la verdad de las proposiciones a favor de las que argumenta. No es, com o el investigador fingido, inam oviblem ente leal a alguna proposición, com prom etido sin im portar cóm o sea la evidencia. En cualquier cuestión que investigue, trata de encontrar la verdad de esta cuestión independientem ente del color del que esta verdad pu­ diera ser. El argumento hasta aquí nos ha llevado más allá de la tautología de que la investigación genuina está dirigida hacia la verdad, hasta la afirmación sustantiva de que la falta de integridad intelectual es ca­ paz, a largo plazo y como un todo, de im pedir la investigación. Pero

¿por qué, se preguntará, deberíamos preocuparnos por esto? Despuesj de todo, en algunas circunstancias uno podría estar m ejor sin investi-i gar, o m ejor teniendo una creencia injustificada que una bien funda­ mentada en la evidencia, o m ejor teniendo una creencia falsa que¡ una verdadera; y algunas verdades son aburridas, triviales, poco im­ portantes, algunas cuestiones no merecen el esfuerzo de investi­ g arla s]. La integridad intelectual es instrum entahnente valiosa, porque, a largo plazo y como un todo, hace avanzar la investigación y la inves­ tigación que tiene éxito es instrum entalm ente valiosa. Comparados con otros anim ales, no somos especialmente hábiles o fuertes; nues­ tro fo rte es una capacidad para resolver cosas, por tanto para antici­ par y evitar el peligro. Admitámoslo, esto no es en absoluto una ben­ dición sin mezcla; la capacidad que, como Hobbes lo dijo, perm ite a los hombres, a diferencia de las bestias, com prom eterse en el racio­ cinio, también permite a los hombres, a diferencia de las bestias, «m ultiplicar una no-verdad por otra» ’. Pero ¿quién podría dudar de que nuestra capacidad para razonar es de valor instrumental para no­ sotros los humanos? Y la integridad intelectual es moralmente valiosa. Esto se sugiere ya por la forma en que nuestro vocabulario para la valoración epistémica del carácter se solapa con nuestro vocabulario para la valora­ ción moral del carácter: e.g., «responsable», «negligente», «temera­ rio», «valiente» y, por supuesto, «honesto». Y «Es un buen hombre pero intelectualmente deshonesto» tiene, para mis oidos, el auténtico sonido del oxímoron. Así como ei valor es p a r excellence la virtud del soldado del mismo modo, podría uno decir sobresim plificando un poco, la inte­ gridad intelectual es la del académico. (La sobresim plificación es que la integridad intelectual misma exige un tipo de valor, la firm eza que se necesita para abandonar convicciones de mucho tiempo frente a evidencia en contrario, o para resistir consignas de moda.) Yo diría, más bruscam ente que Lewis, que es completam ente indecente para quien denigra la importancia o niega la posibilidad de la investiga­ ción honesta el ganarse la vida com o académico. Esto explica por qué a aquellos de nosotros que tenemos una es­ pecial obligación a encargarnos de la investigación se nos exige mo-

5 Thomas Hobbes, Human Nalure (1650), en Woodbridge, .1. E., ed., Hobbes Selections, Charles Scribners Sons, Nueva York, Chicago, Boston, 1930, p. 23.

miníente integridad intelectual; pero la explicación de por qué es llluralmente importante para todos nosotros tiene que ser más obligtm, El creer de m ás (el creer más alia de lo que la evidencia le autorl/it a uno) no siem pre tiene consecuencias, ni es siempre algo de lo i|tie es responsable el que cree. Pero a veces es ambas cosas; y enton­ ces es moralmente culpable. Pensemos en el sorprendente caso de W. K. Clifford del dueño de un barco que sabe que su barco está viejo y deteriorado, pero no lo revisa y, consiguiendo engañarse a sí mismo pilla creer que el barco está en condiciones de navegar, le permite partir; es, como Clifford correctam ente dice, «verdaderam ente cul­ pable» de las m uertes de los pasajeros y la tripulación cuando el bureo se hu nd e0. El mismo argumento se aplica, mutatis mutandis, al creer de menos (el no creer cuando la evidencia de uno autoriza la creencia). La deshonestidad intelectual, un hábito de la tem eraria o Irreflexiva form ación de creencia auto-engañosa, le pone a uno ante c! riesgo crónico del creer de más o de menos m oralm ente culpable. Por tanto, ¿qué ha ido mal en el pensamiento de aquellos que de­ nigran el interés por la verdad? Desafortunadam ente, no la misma cosa en cada caso, ni siquiera con los tres escritores que cité al co­ mienzo de este artículo. Stich com ienza ignorando la conexión interna de los conceptos de creencia y verdad, y construyendo equivocadam ente la creencia como [si no fuera] nada más que «un estado del cerebro aplicado | inapped] m ediante una función-interpretación sobre una proposi­ ción», o, com o le gusta decir para hacer la idea vivida, una ora­ ción inscrita en una caja dentro de' la cabeza de uno, etiquetada «Creencias». Esto lo conduce a la idea equivocada de que la ver­ dad sería una propiedad que sería deseable que la tuviera una cre­ encia sólo si la verdad es o intrínsecam ente o instrum entalm ente valiosa. Entonces construye la confusión a partir de dos non sequi­ láis m anifiestos: que, puesto que la verdad es sólo una dentro de un rango com pleto de propiedades sem ánticas que pudiera tener una oración en la cabeza de uno, la verdad no es intrínsecam ente valiosa; y que, puesto que uno podría a veces estar m ejor con una creencia falsa que con una verdadera, la verdad no es tam poco insIrum entalm ente valiosa. Con Heal uno se encuentra con un tipo diferente de dirección

‘ W. K. Clifford, «The Ethics o f Belícf» (1877), en The Elhics o f B elief and Other /■'.ssaysy Watts and Co., Londres, 1947, 70-96.

equivocada. Ella apunta, correctamente, que no toda proposición verdadera m erece ser conocida; también correctamente, que, como el valor, la integridad intelectual puede ser útil al servicio de proyectos moralm ente malos tanto com o buenos; correctam ente una vez más, que lo que un investigador quiere saber es la respuesta a la cuestión en la que investiga. Incluso su conclusión — que no hay ninguna diosa Verdad, de la cuál los académicos puedan considerarse a sí mismos como devotos— es suficientem ente verdadera; lo que hay de equivocado en este asunto no es que sea falso, sino que sugiere que si uno tom a el interés por la verdad como algo que importa, uno debe negarlo. El valor instrum ental de la integridad intelectual no exige que toda verdad m erezca ser conocida; su valor moral no re­ quiere que sea un rasgo del carácter capaz de servir sólo en usos buenos; y valorar la integridad intelectual no es, como la conclusión de Heal sugiere, un tipo de superstición. Y como Rorty más que sugiere cuando nos dice que ve la histo­ ria intelectual de occidente como un intento «de sustituir un am or a la verdad por un am or a D ios»7. Rorty está de parte de los que sos­ tienen con vehemencia que no hay una única verdad sino muchas verdades. Si esto significa que descripciones del mundo diferentes pero compatibles pueden ser verdaderas a la vez, es trivial; si signi­ fica que descripciones del mundo diferentes e incompatibles podrían ser verdaderas a la vez, es tautológicam ente falso. Muy probable­ mente, Rorty la ha confundido con la declaración de que hay muchas declaraciones-de-verdad incompatibles. Esto revela una conexión con una falacia ubicua. Lo que pasa por verdad conocida no es a m enudo tal cosa, y declaraciones-de-verdad incompatibles a menudo están presionadas por intereses en com pe­ tencia. Pero obviamente no se sigue, y no es verdad que declaracio­ nes-de-verdad incompatibles puedan ser verdaderas a la vez, ni que llamar a una declaración verdadera sólo sea hacer un tipo de gesto retórico o de golpe de mano a su favor. Esta últim a inferencia equi­ vocada, como la inferencia de la premisa verdadera de que lo que pasa por evidencia objetiva no es a menudo tal cosa, a la conclusión falsa de que la idea de la evidencia objetiva es sólo una trola ideoló­ gica, es un caso especial de lo que he decidido apodar la falacia del

7 Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidaríty, Cambridge University Press, Cambridge, 1989, p. 22 (trad. cast., Contingencia, Ironía y Solidaridad, Paidós, Bar­ celona, 1991, p. 42).

«pasa p o r» 8. Rorty transmuta esta falacia en una poco profunda con­ cepción errónea que identifica «verdadero» y «“verdadero”», lo ver­ dadero con lo que pasa por verdadero. «Verdadero» es una palabra que aplicamos a enunciados acerca de los que estamos de acuerdo, simplemente porque, si estamos de acuerdo que p, estam os de acuerdo que p es verdadero. Pero podríamos estar de acuerdo en que P cuando p no es verdadero. Así «verdadero» no es una palabra que verdaderamente se aplique a todos los enunciados acerca de los que estamos de acuerdo o sólo a ellos; y tampoco, por supuesto, el llamar a un enunciado «verdadero» significa que es un enunciado acerca del cual estamos de acuerdo. l ie aquí de nuevo a Peirce, describiendo lo que pasa si la pseudoinvestigación se convierte en lugar común: «el hombre pierde sus concepciones de la verdad y de la razón [...] [y llega] a considerar el razonamiento en gran medida com o decorativo. El resultado [...] es, por supuesto, un deterioro rápido del vigor intelectual»’. Es la auténlica debacle teniendo lugar delante de nuestros ojos. El razonamiento fingido en la forma de «investigación», comprado y pagado por gen­ tes interesadas en que las cosas fueran de esta m anera m ejor que de esta otra, o motivado por convicción política, y el razonamiento de pega en forma de «academicismo», m ejor caracterizado com o medio de auto-promoción, son dem asiado frecuentes. Consciente de esto, la confianza de la gente en lo que pasa por verdadero declina, y con ello su buena disposición a usar las palabras «verdad», «evidencia», «objetividad», «investigación», sin la precaución de las comillas. Y como esas comillas se hacen ubicuas, la confianza de la gente en los conceptos de verdad, evidencia, investigación, desfallece; y uno co­ mienza a oír, de Rorty, Stich, Heal y cía., que el interés por la verdad es sólo un tipo de superstición — que, añadiría yo, a su vez alienta la idea de que no hay, después de todo, nada malo en el razonamiento fingido o de pega [...] y así sucesivamente— . Uno piensa en Primo Levi en el tema del Fascismo y la química: «la quím ica y la física de la que nos alim entábam os, además de ser alimentos vitales en sí mismos, eran el antídoto contra el Fascismo

* Un término que introduje en «Knowledge and Propaganda: Reflections o f an Oíd Feminist», Partisan Review, otoño 1993, también reimpreso en Our Coimtry, Our Culture, Edith Kurzweil y William Phillips (eds.), Partisan Review Press, Boston, MA, 1995, 57-66. 5 Collected Papers, 1.57-9.

[...], porque eran claros y distintos y verificables en cada paso, y no un tejido de m entiras y vacuidad, como la radio y los periódicos»l0. Yo lo pondría de manera más prosaica, pero quizá un poco más pre­ cisa: el antídoto contra la pseudo-investigación y contra la pérdida de confianza en la importancia de la integridad intelectual que engen­ dra, es la investigación auténtica y el respeto que engendra por las demandas de evidencia y argumento. La investigación auténtica de cualquier tipo, diría yo: científica, histórica, textual, forense, [...], in­ cluso filosófica. (Pero hay una razón para poner «científica» el pri­ mero en la lista, la misma razón que llevó a Lewis a escribir «voca­ ción científica», con el significado de «vocación intelectual», y que llevó a Peirce a veces a describir el interés por la verdad de los inves­ tigadores genuinos como «la actitud científica» ": no que todos los científicos o sólo ellos tengan la actitud científica, sino que ésta es la actitud que hace posible la ciencia.) No es el interés por la verdad, sino la idea de que tal interés es superstición, la que es supersticiosa.

10 Primo Levi, The Períodic Table, (1975), traducido del italiano por Raymond Rosenthal, Schocken Books, Nueva York, NY, 1984, p. 42. Debo esta referencia a Cora D iam ond, «Truth: Defenders, Debunkers, Despisers», en Commitment in Rejlection, ed. Leona Toker, Garland, Nueva York, NY, 1994, 19 5 -22 1, a cuyo trabajo dirijo a los lectores para una discusión iluminadora de Rorty y Heal. " Y otra razón también: que, en la investigación científica, la presión («circumpressure») de los hechos, de la evidencia, es relativamente directa (aunque no, creo, tan directa como la cita de Levi sugiere). Merecería la pena recordar, en este contexto, que Pcirce, un científico en activo tanto como el más grande de los filósofos america­ nos, tenía formación de químico.

II. TEORÍAS DE LA CORRESPONDENCIA

A.

TEORÍAS SEMÁNTICAS

ALFRED TARSKI LA CONCEPCIÓN SEM ÁNTICA DE LA VERDAD Y LOS FUNDAMENTOS DE LA SEM ÁNTICA (1944)

E d ic ió n o r ig in a l :

' ’ ■■: :i / • . ' / - / ; ¡¿f;^^ — «The Semantic Conception of Truth and the Foundations of Seman­ tics», Philosophy and Phenomenological Research, IV (1944), P P - 341-375. , H. Feigl, W. Sellars (eds.), Readings in Philosophical Analysis, Nueva York, 1949, pp. 52-84. E dición c a stella n a :

:: ' ’ - «La concepción semántica de la verdad y los fundamentos de la semántica» en M. Bunge (ed.),’Antología semántica, Nueva Vi­ sión, Buenos Aires, 1960, pp. 111-157. Reimpresión de la anterior, L. Valdés (ed.), La búsqueda del signi­ ficado, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 275-312. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. T r a d u c c ió n :

E. Colombo.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Der Wahrheitsbegriff ¡n den formaIisierten Sprachen», Studia Plúlosophica, vol. 1, 1935, pp. 261-415 [reimpreso en Berka-Kreiser (eds.) Logik-Texte. Kommentierte Auswahl zur Geschichte der modernen Logik, Berlín, 1971, pp. 447-559; también en Logic, Se­ mantics, Methamathematics, Oxford, 1956]. — «Truth and Proof», Scienüjle American, 6/220 (1969), pp. 63-77 [editado también en L’Age de la Science 3 (1970), pp. 91 -99],

I ¡EI

¿ y "
Metafísica, Gamma, 6 101 lb25, en la traducción del Sr. Ross.

el uso común del hecho de que A es B y decir que corresponde a la creencia de que A es B en una forma en la cual si A no es B no hay tal hecho que le corresponda. Pero no podemos describir la natura­ leza de esta correspondencia hasta que conozcamos el análisis de la referencia proposicional, de «creer que A es B». Sólo cuando conoz­ camos la estructura de la creencia podem os decir qué tipo de corres­ pondencia es el que une las creencias verdaderas con los hechos. Y podem os muy bien ser escépticos en cuanto a que haya ninguna rela­ ción simple de correspondencia aplicable a todos los casos o incluso que sea siempre correcto describir la relación como si se diera entre la «creencia de que /;» y el «hecho de que /;»; por ejem plo si la creencia es disyuntiva, como lo es cuando cuando Jones piensa que Smith es o un m entiroso o un loco, ¿vamos a decir que se hace ver­ dadera por un «hecho disyuntivo», «el hecho», a saber, «de que Smith es o un mentiroso o un loco»? [Si creemos que no contiene meramente tal «o-o» tendremos que m odificar nuestro enfoque.] O si m antenemos que es absurdo creer que la realidad contiene tal o-o, ¿a qué corresponde la creencia? Pero la prospectiva de estas dificultades no debe angustiarnos o llevarnos a suponer que vamos por un cam ino equivocado al adop­ tar lo que es, en un sentido vago, una teoría de la verdad com o co­ rrespondencia. Porque hemos dado una definición clara de verdad que escapa de estas dificultades al no apelar a una noción de co­ rrespondencia en absoluto. Una creencia de que decim os, es ver­ dadera si, y sólo si />; por ejem plo una creencia de que Smith es o un m entiroso o un loco es verdadera si Smith es o un m entiroso o un loco y no en cualquier otro caso. Parece, de hecho, posible re­ em plazar esta definición por una perífrasis acerca de la correspon­ dencia de dos hechos; pero si tal perífrasis no es finalm ente legiti­ m ada eslo no prueba que nuestra definición está equivocada, sino que no debería llam arse estrictam ente una teoría de la correspon­ dencia y que una enunciación de ella en térm inos de corresponden­ cia debería considerarse m eram ente com o una explicación inade­ cuada y popular. Verdad, decim os, es cuando un hom bre cree que A es B y A es B, independientem ente de si tal ocurrencia pueda o no ser adecuadam ente descrita como una correspondencia entre dos hechos; el fracaso al describirla en térm inos de correspondencia no puede m ostrar que no ocurra nunca y no es lo que querem os decir por verdad. Este enfoque de la verdad es sim plemente una trivialidad pero no hay ninguna perogrullada tan obvia que filósofos em inentes no

hayan negado, y aun a riesgo de agotar al lector insistiré en nuestra trivialidad una vez más. Tomemos tres enunciados como: La tierra es redonda Es verdadero que la tierra es redonda Cualquiera que crea que la tierra es redonda lo cree con verdad. Es realm ente obvio que estos tres enunciados son todos equiva­ lentes, en el sentido de que no es posible afirm ar uno y negar otro sin contradicción patente; decir, por ejemplo, que es verdadero que la tierra es redonda pero que la tierra no es redonda es claramente absurdo. Ahora bien el prim er enunciado de los tres no involucra la idea de verdad de ninguna manera, dice simplemente que la tierra es re­ donda. [En el segundo tenemos el prefijo «Es verdadero que» que se añade generalm ente no para alterar el significado sino por lo que en un sentido amplio son razones de estilo [y no afecta al significado de los enunciados]. Así podemos usarlo m ás bien com o «aunque» al conceder un punto pero negar una supuesta consecuencia, «Es verda­ dero que ia tierra es redonda, pero aún así ...», o tam bién a veces lo usam os cuando lo que vamos a decir ha sido puesto en cuestión: «¿Es esto verdadero?» «Si, es com pletamente verdadero». Pero en el último caso la frase «es verdadero que la tierra es redonda» está cambiando desde significar simplemente que la tierra es redonda ...] El significado del segundo, por otra parte, está menos claro: puede ser un mero sinónimo del primero, pero m ás a menudo con­ tiene alguna referencia a la posibilidad de que alguien crea o diga que la tierra es redonda. Estamos pensando no meramente que la tie­ rra es redonda, sino que porque es redonda cualquiera" que crea o diga que es redonda lo cree o lo dice con verdad. Hemos pasado del primero de nuestros enunciados al tercero. Pero el tercero no quiere decir en un sentido nada más que el primero, y es meram ente el pri­ mero pensado en conexión con la posibilidad de que alguien lo diga o lo crea. Para tom ar un caso paralelo, podemos sim plemente decir

" Por ejemplo el hombre con el que estamos hablando puede haber sostenido eso y nosotros lo concedemos. «Sí, es verdadero, corno dices, que la tierra es redonda, pero -» o podemos haberlo sostenido y ser cuestionado «¿Es verdadero, lo que estu­ viste diciendo de que la tierra es redonda?» «Sí, completamente verdadero».

«El tiempo en Escocia fue malo en julio», o podemos pensar en el hecho con referencia a su posible efecto sobre uno de nuestros ami­ gos y decir en cam bio «Si estuviste en Escocia en julio, tuviste mal tiempo». Así también podemos pensar en la tierra como siendo re­ donda como tema posible de una creencia y decir «Si piensas que la tierra es redonda, lo piensas con verdad» y esto no cuenta más que que la tierra tiene la cualidad que tú piensas que tiene cuando pien­ sas que es redonda, i.e., que la tierra es redonda. Todo esto es realmente tan obvio que uno se avergüenza de insistir en ello, pero nuestra insistencia se ha vuelto necesaria por la forma extraor­ dinaria en la que los filósofos producen definiciones de la verdad de nin­ guna manera compatibles con nuestras perogrulladas, definiciones de acuerdo con las cuales la tierra puede ser redonda sin ser verdadero que es r e d o n d a L a razón de esto descansa en un número de confusiones acerca de las cuales debe ser extremadamente difícil mantener la claridad si hay que juzgar por su extraordinaria prevalencia. En el resto de este ca­ pítulo estaremos ocupados únicamente en la defensa de nuestra perogru­ llada de que una creencia de que p es verdadera si, y sólo si p, y en un in­ tento de desenredar las confusiones que la envuelven. El prim er tipo de confusión surge de la am bigüedad de la pre­ gunta que estam os intentando contestar, la pregunta «¿qué es la ver­ dad?», que puede interpretarse al m enos de tres formas diferentes. Porque en prim er lugar hay algunos filósofos que no ven ningún pro­ blema en lo que quiere decirse por ‘verdad', pero que toman nuestra interpretación del térm ino por obviamente correcta, y proceden bajo el título de «¿qué es la verdad?» a discutir el problema diferente de dar un criterio general para distinguir verdad de falsedad. Ésta fue, por ejemplo, la interpretación de K a n t15 y él continúa con bastante

12 Así de acuerdo con William James un pragmatista puede pensar tanto que las obras de Shakespeare fueron escritas por Baeon y que la opinión de otra persona de que Shakespeare las escribió podría ser perfectamente verdadera «para él». («The Mcaning of Truth», p. 274.) Acerca de la idea de que lo que es verdadero para una persona puede no serlo para otra véase más abajo. " Véase Krítik der reinen Vernunft, «Die transzendentale Logik». Einleitung III (A57=B82): «Die alie und beríihmte Frage... Was isl Wahrheitl Die Namenerklarung der Wahrheit, dass sie námlich die Übercinstimmung der Erkenntnis mit ¡toen Gegenstande sei, wird hier geschenkt und vorausgesetzt; man verlangt aber zu wissen, welches das allgemeine und sichere Kriterium der Wahrheit einer jedem Erkenntnis sei». La razón por la que no puede haber (al criterio es que lodo objeto es distinguible y por tanto tiene algo verdadero de él que no es verdadero de ningún otro objeto. Por tanto no puede haber garantía de verdad sin tener en cuenta al objeto en cuestión.

razón diciendo que la idea de tal criterio de verdad es absurda, y que para los hombres discutir tal cuestión es tan estúpido como ordeñar una cabra m acho m ientras que otro sostiene un cedazo para recoger la leche. Y en segundo lugar incluso cuando estam os de acuerdo en que el problema es definir la verdad en el sentido de explicar su signifi­ cado, este problema puede exhibir dos com plexiones bastante distin­ tas, de acuerdo con el tipo de definición con el que estemos dispues­ tos a contentarnos. Nuestra definición es una en térm inos de referencia proposicional, que tomamos por un térm ino ya entendido. Pero puede m antenerse que esta noción de referencia proposicional está ella misma necesitada de análisis y definición, y que una defini­ ción de verdad en térm inos de una noción tan obscura representa un progreso muy pequeño, si alguno. Si una creencia se identifica como lo que el Sr. Jones estaba pensando a las diez en punto de la mañana, y preguntamos qué significa llamar a la creencia así identificada una creencia verdadera, para aplicar la única respuesta que hemos obte­ nido hasta aquí necesitamos saber de qué la creencia del Sr. Jones era una «creencia de»; por ejemplo, decim os que si era una creencia de que la tierra es plana, entonces era verdadera si la tierra es plana. Pero para muchos esto puede parecer meramente escam otear la parte m ás dura y más interesante del problema, que es descubrir cómo y en qué sentido estas imágenes o ideas en la mente del Sr. Jones a las diez en punto constituyen o expresan una «creencia de que la tierra es plana». La verdad, se dirá, consiste en una relación entre ideas y realidad, y el uso sin análisis de la expresión referencia proposicional simplemente oculta y escam otea todos los problem as reales que esta relación involucra. Esta carga debe adm itirse que es justa, y un enfoque de la verdad que acepte la noción de referencia proposicional sin análisis no es posible que pueda considerarse completo. Porque todas las muchas dificultades conectadas con esta noción están realm ente involucradas en la verdad que depende de ella: si, por ejem plo, «referencia propo­ sicional» tiene significados bastante diferentes en relación a diferen­ tes tipos de creencia (como m ucha gente piensa) entonces una am bi­ güedad sim ilar está latente también en ‘verdad’, y está claro que no tendrem os nuestra idea de verdad realm ente clara hasta que este y otros problemas similares estén resueltos. Pero aunque la reducción de la verdad a la referencia proposicional es una pequeña parte y con mucho la más fácil de su análisis, no es una que, por lo tanto, podamos perm itirnos pasar por alto. [No

sólo es esencial darse cuenta de que la verdad y la referencia propo­ sicional no son nociones independientes que requieran análisis sepa­ rado, y que es la verdad la que depende de y debe ser definida vía re­ ferencia no referencia vía la verdad]M. Porque no sólo es esencial en cualquier caso darse cuenta de que el problema se divide de esta ma­ nera en dos partes ”, la reducción de la verdad a la referencia y el análisis de la referencia misma, y tener claro qué parte del problema tiene en cada m om ento que ser abordada, pero para m uchos propósi­ tos es sólo la parte primera y más fácil de la solución la que se re­ quiere; a m enudo estamos interesados no en creencias o juicios como ocurrencias en momentos particulares en mentes de hombres particulares, por ejemplo, la creencia o juicio «todos los hombres son m ortales»; en tal caso la única definición de verdad que pode­ mos posiblemente necesitar es una en térm inos de referencia propo­ sicional, que se presupone en la noción misma del juicio «todos los hombres son m ortales»; porque cuando hablamos del juicio «todos los hombres son m ortales» con lo que estamos realmente tratando es con cualquier juicio particular en cualquier ocasión par­ ticular que tenga esta referencia proposicional, que es un juicio «de que todos los hom bres son m ortales». Así, aunque las dificultades psicológicas involucradas en esta noción de referencia deben enca­ rarse en cualquier tratamiento completo de la verdad, está bien em ­ pezar con una definición que es suficiente para muchísimos propósi­ tos y sólo depende de las consideraciones más simples.

14 [Esto podría quizá negarse si la referencia fuera algo esencialmente diferente en los casos de creencias verdaderas y falsas; e.g., si la forma precisa en que la creencia de un hombre hoy de que hará humedad mañana fuera una creencia «de que hará hu­ medad mañana» dependiera de cómo resultara realmente ser el tiempo mañana. Pero esto es absurdo porque nos permitiría fijar el tiempo por adelantado simplemente con­ siderando la naturaleza de las expectativas del profeta y viendo si tenían referencia verdadera o referencia falsa.] 15 Se podría posiblemente cuestionar si esta división del problema es correcta, no porque la verdad de una creencia no depende obviamente de su referencia, i.e., de lo que se cree, sino porque la referencia podría ser esencialmente diferente en los dos ca­ sos de verdad y falsedad, de tal modo que hubiera realmente dos ideas primitivas, la referencia verdadera y la referencia falsa, que tendrían que ser analizadas por sepa­ rado. En este caso, sin embargo, podríamos decir si una creencia de que // es B era verdadera o falsa, sin mirar a A simplemente viendo si la manera en que la creencia era una «creencia de que A es B» era la de la referencia verdadera o la de la referencia falsa, e inferir con certeza que mañana liaría bueno del hecho de que alguien creyera de una manera particular, la manera de la referencia falsa, que haría humedad. Véase más abajo.

Y cualquiera que pudiera ser la definición completa, debe con­ servar la conexión evidente entre verdad y referencia, que una creen­ cia de «que p» es verdadera si y sólo p. Podemos burlarnos de esto como de un formalismo trivial, pero puesto que no podemos contradecirlo sin caer en el absurdo, proporciona un mínimo examen de cualesquiera investigaciones más profundas que deben encajar con esta trivialidad obvia.

PETER F. STRAWSON VERDAD (1950)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Truth», Próceedings of the Aristotelian Society, sup, vol. XXIV (1950). — G. Pitcher (ed.), Truth, Prentice-Hall, Nueva Jersey, 1964, pp. 32-53. — Logico-Linguisfíe Papers, Methucn, Londres, 1971. E d ic ió n c a s t e l l a n a :

«Verdad», en Ensayos lógico-lingüísticos, Tecnos, Madrid, 1983, pp. 216-42. Reproducimos el texto de esta edición con autoriza­ ción expresa de la empresa editora. T r a d u c c ió n :

A. García Suárez y L. M. Valdés.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

;— «Truth», Analysis, IX/6 (1949), pp. 83-97. — «A problem about Truth», en G. Pitcher (ed.), Truth, Nueva Jer­ sey, 1964, pp. 68-84 (reimpreso en Logico-linguistic Papers, Lon­ dres, 1971; ed. cast.: «Un problema sobre la verdad», en Ensayos lógico-lingüísticos, Madrid, 1983, pp. 243-264). — «Truth: a Reconsideration of Austin’s Views», Philosophical Quarterly 15 (1965), pp. 289-301 (reimpreso en Logico-linguistic Papers, Londres, 1971; ed. cast.: «Verdad: reconsideración de los puntos de vista de Austin», en Ensayos lógico-lingüísticos, Ma­ drid, 1983, pp. 265-282). — «Meaning and Truth», Oxford, 1969 [reimpreso en Logicolingüistic Papers, Londres; 1971; ed. cast.: «Significado y verdad», en Ensayos lógico-lingüísticos, Madrid, 1983, pp. 194-215/reimpresa la traducción castellana en L. M. Valdés (ed.), La búsqueda del significado, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 335-353],

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— G. Ezorsky, «The performative theory ofTruth», en P. Edwards (ed.), Encyclopedia o f Philosophy, vol. VI, Macmillan, Nueva York, 1967. — P. Geach, «Ascriplivism», Philosophical Review, 69 (1960), pp. 221-25. — R. Harre, «Is trae», Australasian Journal o f Philosophy, 35 (1957), pp. 119-124.

El Sr. Austin nos ofrece una versión purificada de la teoría de la verdad como correspondencia'. Por una parte, él renuncia al error del sem ántico consistente en suponer que «verdadero» es un predi­ cado de oraciones; por otra el error de suponer que la relación de co­ rrespondencia es otra que la puramente convencional, el error que modela la palabra sobre el mundo o el mundo sobre la palabra. Su propia teoría consiste, aproximadamente, en que decir que un enun­ ciado es verdadero es decir que un determ inado episodio de habla está relacionado de una determ inada manera convencional con algo del mundo que es exclusivo de él mismo. Pero ni la explicación que el Sr. Austin da de los dos térm inos de la relación que confiere ver­ dad ni su explicación de la relación misma me parecen satisfactorias. La teoría de la correspondencia requiere, no purificación, sino elim i­ nación. I. Enunciados. Es, desde luego, indiscutible el que nosotros usamos varias expresiones substantivas com o sujetos gram aticales de «verdadero». Se trata, comúnmente, de frases nominales com o «Lo que él dijo», o «Su enunciado»; o de pronom bres o frases nominales, con una cláusula «que» completiva, por ejemplo, «... que p» y «El enunciado de que p». Austin propone que deberíamos usar «enun­ ciado» de modo que sirva de m anera general para expresiones tales como éstas. No tengo ninguna objeción. Esto nos capacitará para de­ cir, de una m anera filosóficam ente no comprom etedora, que, al usar «verdadero» estam os hablando sobre enunciados. M ediante «decir esto de una manera no comprometedora» me refiero a decirlo de una manera que no nos comprometa con ningún punto de vista sobre la

1 En

Proceedings o f the Arisíotelian Society, S u p p . V o lu m e , 1950.

naturaleza de los enunciados de los que hablamos así; que no nos comprom eta, por ejemplo, con el punto de vista de que los enuncia­ dos, sobre los que hablamos así son eventos históricos. Las palabras «aserción y «enunciado» tienen una paralela y con­ veniente duplicidad de sentido. «Mi enunciado» puede ser o lo que digo o mi decirlo. Mi decir algo es, ciertam ente, un episodio. Lo que digo no lo es. Es lo último, no lo primero, lo que declaram os que es verdadero. (Decir la verdad 110 es una manera de hablar: es decir algo verdadero.) Cuando decimos «Su enunciado fue recibido con un estruendoso aplauso» o «Su vehemente aserción fue seguida de un silencio sobrecogedor», estamos ciertam ente refiriéndonos a, carac­ terizando, un evento histórico, y colocándolo en el contexto de otros. Si digo que el mismo enunciado fue primero susurrado por Juan y después voceado por Pedro, emitido prim ero en francés y repetido después en castellano, estoy haciendo claram ente observaciones his­ tóricas sobre ocasiones de emisión; pero la propia palabra «enun­ ciado» se ha sacudido la referencia a cualquier episodio particular de habla. Los episodios de que estoy hablando son los susurros, voces, emisiones y repeticiones. F,l enunciado no es algo que figure en to­ dos esos episodios. Ni tampoco estoy hablando indirectamente sobre esos episodios, o sobre cualquier episodio en absoluto, cuando digo que el enunciado es verdadero, como algo opuesto a decir que el enunciado se hacía, de esas diversas maneras. (Decir de un enun­ ciado que es verdadero no está relacionado con decir de un episodio de habla que era verdadero, como decir de un enunciado que era su­ surrado está relacionado con decir de un episodio de habla que era un susurro.) Es inútil preguntar sobre qué cosa o evento estoy ha­ blando (además del tem a del enunciado) al declarar que un enun­ ciado es verdadero; pues no hay tal cosa o evento. La palabra «enun­ ciado» y la frase «Lo que él dijo», al igual que la conjunción «que» seguida de una cláusula nominal, son dispositivos convenientes, substantivos gramaticalmente, que em picam os en determ inadas oca­ siones, para determ inados propósitos, principalm ente (pero no sola­ mente) en aquellas ocasiones en que usamos la palabra «verdadero». Más adelante intentaré elucidar qué ocasiones son ésas. Suponer que siempre que usamos un substantivo singular estam os usándolo, o de­ beríamos estarlo, para hacer referencia a algo es un error antiguo, pero no respetable ya por más tiempo. Más plausible que la tesis de que al declarar que un enunciado es verdadero estoy hablando sobre un episodio de habla, es la tesis de que para que yo declare que un enunciado es verdadero, tiene que

haber ocurrido, dentro de mi conocim iento, a! menos un episodio consistente en hacer ese enunciado. Esto es en gran parte correcto, aunque (como Austin vio) no enteram ente. La ocasión para que yo declare que un enunciado es verdadero puede no ser la de que al­ guien haya hecho un enunciado, sino la de que esté contemplando la posibilidad de que alguien lo haga. Por ejem plo, al discutir los méri­ tos del Estado Benefactor, podría decir: «Es verdad que el estado sa­ nitario general de la com unidad ha mejorado (que p), pero esto se debe solam ente al avance de la ciencia médica». No es necesario que alguien tenga que haber dicho que p para que esto sea una observa­ ción perfectamente apropiada. Al hacerla, no estoy hablando sobre un episodio de habla efectivo o posible. Estoy aseverando que p, de una determinada m anera, con un determ inado propósito. Estoy con­ cediendo anticipadamente, con vistas a neutralizarla, una posible objeción. Me anticipo a que alguien haga el enunciado de que p ha­ ciéndolo yo mismo, con algunas adiciones. Es de importancia funda­ mental el distinguir el hecho de que el uso de «verdadero» mire siempre, hacia delante o hacia atrás, al hecho efectivo o contem ­ plado, de que alguien haga un enunciado, de la teoría que se usa para caracterizar tales episodios (efectivos o posibles). No es fácil explicar el sentido no episódico y no com prom etedor de «enunciado» en el que «enunciado» = «lo que se dice que es ver­ dadero o falso». Pero, a riesgo de resultar tedioso, proseguiré con el tema. Pues, si Austin está en lo cierto al sugerir que predicam os bási­ camente «verdadero» de episodios de habla, entonces sería posible «reducir» las aserciones en las que decimos de un enunciado, en el sentido no episódico, que es verdadero, a aserciones en las que pre­ dicamos verdad de episodios. Austin señala que la misma oración puede usarse para hacer diferentes enunciados. Él estaría, sin duda, de acuerdo en que diferentes oraciones pueden usarse para hacer el mismo enunciado. No estoy pensando solamente en lenguajes dife­ rentes o expresiones sinónimas del mismo lenguaje, sino también en ocasiones tales como aquellas en que tú dices de Juan «Él está en­ fermo», yo digo a Juan «Tú estás enferm o», y Juan dice «Estoy en­ fermo». En todos los casos hacemos «el mismo enunciado» usando no sólo oraciones diferentes, sino también oraciones con significa­ dos diferentes; y éste es el sentido de «enunciado» que necesitam os discutir, puesto que es, prim a facie de los enunciados en este sentido de los que decim os que son verdaderos o falsos (por ejem plo, «Lo que todos ellos dijeron, a saber, que Juan estaba enfermo, era com ­ pletamente verdadero»). Podríamos decir: la gente hace el mismo

enunciado cuando las palabras que usa en las situaciones en que las usa son tales que, o bien toda ella debe (lógicamente) estar haciendo un enunciado verdadero, o toda ella debe (lógicamente) estar ha­ ciendo un enunciado falso. Pero esto es usar «verdadero» en la eluci­ dación de «mismo enunciado». O podríamos decir del caso presente: Juan, tú y yo estamos haciendo los tres el mismo enunciado puesto que, al usar las palabras que usamos en la situación que las usamos, estam os aplicando todos la misma descripción a la m ism a persona en un momento determ inado de su historia; cualquiera que aplicase esta descripción a esta persona (etc.), estaría haciendo este enunciado. El Sr. Austin podría entonces querer analizar (A) «El enunciado de que Juan estaba enferm o era verdadero» de una m anera semejante a la si­ guiente: «Si alguien ha emitido, o fuese a emitir, palabras tales que, en la situación en que se emiten, está aplicando a una persona la misma descripción que yo aplico a esa persona cuando emito ahora las palabras ‘Juan estaba enferm o’, entonces el episodio de habla re­ sultante era, o sería, verdadero». Parece claro, sin embargo, que sola­ mente el deseo de encontrar un prim er térm ino m etafísicam ente irre­ prochable para la relación de correspondencia podría inducir a alguien a aceptar este análisis de (A) como una hipótesis general ela­ borada. Sería una sugerencia plausible solamente si los sujetos gra­ maticales de «verdadero» fuesen comúnm ente expresiones que se re­ fieren a episodios de habla particulares, fechables de manera singularizadora. Pero el hecho sim ple y obvio es que las expresiones que aparecen como tales sujetos gramaticales («Lo que ellos dije­ ron», «...que p», y asi sucesivamente) jam ás representan, en esos contextos, tales episodios ’. Lo que ellos dijeron no tiene fecha, aun­ que las diversas ocasiones en que se dijo son fechables. El enunciado de que p no es un evento, aunque tuvo que hacerse por vez prim era y tuvo que hacerse sabiéndolo yo si he de hablar de su verdad y false­ dad. Si suscribo un punto de vista de Platón, atribuyéndoselo erróne­ amente a lord Russell («El punto de vista de Russell de que p es completamente verdadero»), y se me corrige, no he descubierto que estaba hablando de un evento separado por siglos del que im aginaba que estaba hablando. (Una vez corregido, puedo decir: «Bien,

2 Y los casos en que podría mostrarse más plausiblemente que tales frases desem­ peñan el papel de referirse a un episodio son precisamente aquellos que se someterían más fácilmente a otro tratamiento, a saber, aquellos casos en los que un hablante co­ rrobora, confirma o garantiza lo que otro acaba de decir (cf. la sección IV ittfra).

quienquiera que io haya dicho es verdad») Mi juicio histórico impli­ cado es falso; eso es todo. II. Hechos. ¿Qué sucede con el segundo térm ino de la rela­ ción de correspondencia? El Sr. Austin utiliza para él las siguientes palabras o frases: «cosa», «evento», «situación», «estado de cosas», «característica» y «hecho». Todas éstas son palabras que deberían manejarse con cuidado. Creo que el Sr. Austin, debido a que no logra distinguir suficientem ente entre ellas, ( 1 ) fomenta la asim ilación de hechos a cosas o (lo que es aproxim adam ente lo mismo) de enunciar a hacer referencia; (2) tergiversa el uso de «verdadero»; y (3) obscu­ rece otro problema más fundamental. En la sección 3 de su artículo, el Sr. Austin dice, o sugiere, que todo enunciar incluye a la vez hacer referencia («mostración») y ca­ racterizar («descripción»). Es cuestionable el que todos los enuncia­ dos incluyan am bas co sas3, aunque es cierto que algunos las inclu­ yen. Las oraciones siguientes, por ejemplo, podrían usarse todas ellas para hacer esos enunciados, esto es, enunciados tales que, al ha­ cerlos, se realizan a la vez las funciones refercncial y descriptiva, siendo aproximadamente (aunque no exclusivamente) asignable la realización de las dos funciones a partes diferentes de las oraciones en tanto que emitidas: El gato tiene la sarna.

El loro habla mucho.

Su acompañante era un hombre de constitución mediana, correc­ tamente afeitado, bien vestido y con acento del norte. Al usar tales oraciones para hacer enunciados, nos referim os a una cosa o persona (objeto) para, a continuación, caracterizarlo (lo mostramos para describirlo). Una referencia puede ser correcta o in­ correcta. Una descripción puede ajustarse, o no lograr ajustarse, a la persona o cosa a la que se a p lic a '. Cuando hacemos referencia co­ rrectamente, hay ciertam ente una relación convencionalmente esta­

5 Cfr. la sección V infra. La tesis de que todos los enunciados incluyen a la vez de­ mostración y descripción es, dicho de manera aproximada, la tesis de que todos los enunciados son, o incluyen, enunciados de sujeto-predicado (sin excluir a los enuncia­ dos relaciónales). -1 Cfr. la frase «Él es descrito como...» Lo que llena el hueco no es una oración (expresión que podría usarse normalmente para hacer un enunciado) sino una frase que podría aparecer como parle de una expresión usada de esta manera.

blecida entre las palabras, usadas de esa manera, y la cosa a la que nos referimos. Cuando describim os correctamente, hay ciertamente una relación convencionalmente establecida entre las palabras que usamos al describir y el tipo de cosa o persona que describimos. Esas relaciones, como el Sr. Austin subraya, son diferentes. Una ex­ presión usada referencialm ente tiene un papel lógico diferente del de una expresión usada descriptivamente. Están relacionadas de distinta manera con el objeto. Y enunciar es diferente de hacer referencia y de describir pues es (en tales casos) ambas cosas a la vez. El enun­ ciado (algún enunciado) es referencia-cum-descripción. Para evitar expresiones engorrosas hablaré de aquí en adelante de partes de enunciados (la parte referencial y la parte descriptiva); sin embargo, las partes de enunciados no han de tenerse por equivalentes a partes de oraciones (o partes de episodios de habla) en mayor medida que los enunciados han de tenerse por equivalentes a oraciones (o episo­ dios de habla). Aquello (persona, cosa, etc.) a que se refiere la parte referencial del enunciado, y a lo que se ajusta o no logra ajustarse la parte des­ criptiva del enunciado, es aquello sobre lo que es el enunciado. Es evidente que no hay nada más en el mundo que esté relacionado con el enunciado mismo de alguna manera adicional que sea propia de él mismo o bien de las diferentes maneras de las que esas partes di­ ferentes del enunciado están relacionadas con aquello sobre lo que es el enunciado. Y es evidente que la exigencia de que tiene que ha­ ber un tal relatum es lógicam ente absurda: un error-tipo lógica­ mente fundamental. Pero la exigencia de que haya algo en el mundo que hace al enunciado verdadero (frase del Sr. Austin), o a lo que el enunciado corresponde cuando es verdadero, es precisam ente esta exigencia. Y la teoría que responde decir que un enunciado es ver­ dadero es decir que un episodio de habla está relacionado conven­ cionalm ente de una m anera determ inada con tal relatum reproduce el error-tipo incorporado en esta exigencia. Pues, m ientras que cier­ tam ente decim os que un enunciado corresponde a (se ajusta a, es apoyado por, está de acuerdo con) los hechos, com o una variante de decir que es verdadero, jam ás decimos que un enunciado corres­ ponde a la cosa, persona, etc., sobre la que es. Lo que «hace que el enunciado» de que el gato tiene sarna sea «verdadero»,' no es el gato, sino la condición del gato, esto es, el hecho de que el gato tiene sarna. El único candidato plausible para el puesto de aquello que (en el m undo) hace verdadero el enunciado es el hecho que éste enuncia; pero el hecho que el enunciado enuncia no es algo del

m un do 5. No es un objeto; ni es tan siquiera (como algunos han su­ puesto) un objeto complejo consistente en uno o más elem entos par­ ticulares (constituyentes, partes) y un elem ento universal (constitu­ yente, parte). Yo puedo (quizás) pasarte, o encerrar en un círculo, o cronom etrar con un reloj las cosas o incidentes a las que se hace re­ ferencia cuando se hace un enunciado. Los enunciados son sobre ta­ les objetos; pero enuncian hechos. El señor Austin parece ignorar la com pleta diferencia de tipo entre, por ejemplo, «hecho» y «cosa»; habla como si «hecho» fuera justam ente una palabra muy general (con algunas características desorientadoras, desgraciadam ente) para «evento», «cosa», etc., en lugar de ser (como lo es) com pleta­ mente diferente de estas últimas y, con todo, el único candidato po­ sible para el deseado correlato no-lingüístico de «enunciado». Di­ cho de m anera aproximada: la cosa, persona, etc., a que se hace referencia es el correlato material de la parte referencial del enun­ ciado; la cualidad o propiedad que se dice que el referente «posee» es el correlato pseudom aterial de su parte descriptiva, y el hecho al que «corresponde» el enunciado es el correlato pseudom aterial del enunciado com o un todo. Estos puntos se reflejan, desde luego, en la conducta de la pala­ bra «hecho» en el lenguaje ordinario; conducta que el señor Austin advierte, pero respecto a la cual no es lo suficientem ente cauto. «He­ cho», al igual que «verdadero», «enuncia» y «enunciado», está ca­ sado con cláusulas «que» y no hay nada sacrilego en esta unión. Los hechos son conocidos, enunciados, aprendidos, olvidados, pasados por alto, comentados, comunicados u observados. (Cada uno de esos verbos puede estar seguido de una cláusula «que» o de una cláusula «el hecho de que».) Los hechos son lo que los enunciados (cuando son verdaderos) enuncian; no son aquello sobre lo que son los enun­ ciados. A diferencia de los acontecim ientos que ocurren sobre la faz del globo, los hechos no se presencian ni se oyen ni se ven, no se

! Esto no es, desde luego, negar que exista en el mundo aquello sobre lo que es un enunciado de este tipo (aquello de lo que es verdadero o falso), a lo que se hace re­ ferencia y se describe y a lo que la descripción se ajusta (si el enunciado es verdadero) o no logra ajustarse (si es falso). Esta verdad de pcrogrullo es una introducción inade­ cuada a la tarca de elucidar, no nuestro uso de «verdadero», sino cierta manera gene­ ral de usar el lenguaje, un determinado tipo de discurso, a saber, el tipo de discurso consislente en enunciar hechos. Lo que confunde la cuestión planteada sobre el uso de la palabra «verdadero» es, precisamente, su embrollo con este problema mucho más fundamental y difícil. [Cf. (2) de esta sección.]

rom pen ni se trastocan, no se interrumpen ni se prolongan, no se les da un puntapié, no se destruyen, no se les enm ienda ni tampoco m e­ ten ruido. El Sr. Austin toma nota de la expresión «el hecho de que», nos advierte que puede tentarnos a identificar hechos con enuncia­ dos verdaderos y explica su existencia diciendo que, para ciertos propósitos de la vida ordinaria, no hacemos caso de, o consideram os irrelevante, la distinción entre decir algo verdadero y la cosa o episo­ dio del que estamos hablando. Sería efectivamente erróneo — pero 110 por las razones del Sr. Austin— identificar «hecho» con «enun­ ciado verdadero»; pues esas expresiones tienen papeles diferentes en nuestro lenguaje, corno puede verse mediante el experimento con­ sistente en tratar de intercam biarlas en contexto. Sin embargo, sus papeles — o los de expresiones relacionadas— se solapan. No hay ningún matiz, excepto de estilo, entre «Esto es verdadero» y «Esto es un hecho»; ni entre «¿Es verdadero que...?» y «¿Es un hecho q ue...?»6. Pero las razones del Sr. Austin para objetar la identifica­ ción parecen erróneas, como también lo parece su explicación de la usanza que (dice él) nos tienta a hacerlo. Puesto que piensa en los enunciados como algo que está en el mundo (un episodio de habla) y en los hechos como algo más que está en el mundo (aquello a lo que «corresponde» o «sobre lo que es» el enunciado), concibe la distin­ ción como de importancia decisiva en filosofía, aunque (sorpren­ dentemente) susceptible de no ser tom ada en cuenta para propósitos ordinarios. Pero no puedo concebir ninguna ocasión en la que podría posiblem ente m antener que estaba «no tom ando en cuenta o consi­ derando como irrelevante» la distinción entre, digam os, el que mi m ujer me estaba dando a luz gem elos (a m edianoche) y el que yo diga (diez m inutos más tarde) que mi m ujer m e había dado a luz gem elos. Según la tesis del Sr. Austin, sin em bargo, mi anunciar «El hecho es que mi m ujer me ha dado a luz gem elos» sería ju sta­ mente tal ocasión. En otra parte de su artículo, el Sr. Austin expresa el hecho de que no hay límite teórico a lo que podría decirse con verdad sobre las co­

6 Pienso que, en general, la diferencia entre ellas consiste en que mientras el uso de «verdadero», como ya se ha reconocido, dirige sus miradas, hacia detrás o hacia delante, al hecho efectivo o previsto de que alguien haga un enunciado, el uso de «he­ cho» no hace generalmente esto, aunque puede hacerlo algunas veces. Ciertamente no lo hace en, por ejemplo, la frase «F,l hecho es que...», que sirve más bien para prepa­ rarnos para lo inesperado e inoportuno.

sas del mundo, m ientras que hay límites prácticos muy definidos a lo que los seres hum anos efectivamente pueden decir y dicen sobre ellas, m ediante la observación de que los enunciados «se ajustan siem pre a los hechos m ás o menos laxamente, de diversas maneras para propósitos diferentes». Pero ¿qué podría ajustarse más perfecta­ mente al hecho de que está lloviendo que el enunciado de que está lloviendo? Desde luego, los enunciados y los hechos se ajustan. Se diría que están hechos los unos para los otros. Si se fuerza a los enunciados a salir del mundo, se fuerza también a los hechos a salir de él; pero el mundo no sería, de ninguna manera, más pobre. (No se fuerza a salir del mundo también a aquello sobre lo que los enuncia­ dos son; para este m enester se necesitaría un género diferente de pa­ lanca.) Un síntom a de la inquietud que el Sr. Austin siente respecto a los hechos es su preferencia por las expresiones «situación» y «estado de cosas», expresiones cuyo carácter y función son un poco menos transparentes que los de «hecho». Son candidatos más plausibles para ser incluidos en el mundo. Pues m ientras que es verdad que si­ tuaciones y estados de cosas no son vistos ni oídos (más que lo son los hechos), sino que más bien son resumidos o captados de un vis­ tazo (frases que recalcan la conexión con enunciado y cláusula «que», respectivamente), es también verdad que hay un sentido de «sobre» en el que hablamos sobre, describimos, situaciones y esta­ dos de cosas. Decimos, por ejemplo, «La situación internacional es grave» o «Este estado de cosas se arrastró desde la m uerte del rey hasta la disolución del Parlamento». En el mismo sentido de «so­ bre», hablamos sobre hechos, com o cuando decimos «Estoy alar­ mado por el hecho de que los gastos de alimentación hayan subido un 50 por 100 en el último año». Pero m ientras que «hecho» está li­ gado en estos usos a una cláusula «que» (o conectado no menos ob­ viamente con «enunciado», como cuando «tomamos nota de los he­ chos» o transm itim os a alguien los hechos en una hoja de papel), «situación» y «estado de cosas» se m antienen por sí mismos; de los estados de cosas se dice que tienen un comienzo y un final, y así su­ cesivamente. Sin embargo, las situaciones y los estados de cosas de los que se habla así (al igual que los hechos de que se habla así) son abstracciones que un lógico, si no un gramático, debe ser capaz de exam inar com pletam ente. Estar alarm ado por un hecho no es algo semejante a estar asustado por una sombra. Es estar alarm ado por­ que... Uno de los dispositivos más económicos y recurrentes del len­ guaje es el uso de expresiones substantivas para abreviar, resum ir y

conectar. Una vez que he hecho una serie de enunciados descriptivos, puedo conectar comprensivamente con ellos el resto de mi discurso mediante el uso de expresiones tales como «esta situación» o «este es­ tado de cosas»; precisamente como, una vez que he presentado lo que consideraba como un conjunto de razones para una determinada con­ clusión, me permito tomar aliento diciendo «Puesto que estas cosas son así, entonces...», en lugar de hacer que la conjunción preceda a toda la historieta. Una situación o estado de cosas es, dicho aproxima­ damente, un conjunto de hechos, no un conjunto de cosas. Un punto que es necesario mencionar a la vista del uso que el Sr. Austin hace de esas expresiones (en las secciones 3a y 3b de su ar­ tículo) es que cuando «hablamos sobre» situaciones (como algo opuesto a cosas y personas) la situación sobre la que hablamos no es, como él parece pensar que lo es, identificada correctamente con el he­ cho que enunciamos (con «lo que hacc verdadero al enunciado»). Si una situación es el «tema» de nuestro enunciado, entonces «lo que hace verdadero al enunciado», no es la situación, sino el hecho de que la si­ tuación tiene el carácter que se asevera que tiene. Pienso que gran parte de la capacidad persuasiva de la frase «hablar sobre situaciones» se de­ riva de esc uso de la palabra que acabo ahora mismo de comentar. Pero, si una situación se trata como «tema» de un enunciado, entonces no servirá como el término no lingüístico de la «relación de corresponden­ cia», que el Sr. Austin anda buscando; y, si se trata como término no lingüístico de esta relación, no servirá corno tema del enunciado. Alguien podría decir ahora: «Sin duda, ‘situación’, ‘estado de cosas’ y ‘ hechos’ están relacionados dé esta manera con las cláusu­ las ‘que’ y las oraciones asertivas; pueden servir, de determinadas maneras y para determ inados propósitos, como dobletes indefinidos para expresiones específicas de esos tipos diversos. Así se relaciona también ‘cosa’ con algunos nombres; ‘evento’ con algunos verbos, nombres y oraciones; ‘cualidad’ con algunos adjetivos; ‘relación’ con algunos nombres, verbos y adjetivos. ¿Por qué m anifestar este prejuicio a favor de cosas y eventos como si fuesen las únicas partes del mundo o de su historia? ¿Por qué no tam bién situaciones y he­ chos?» La respuesta a esto (implícita en lo precedente) es doble. 1) La primera parte de la respuesta7 es que todo el encanto que ; Lo cual podría expresarse más brevemente diciendo que, si leemos «mundo» (una palabra tristemente corrompida) como «cielos y tierra», hablar de hechos, situa­ ciones y estados de cosas, como «incluidos en» o «partes de», el mundo es, obvia­ mente, metafórico. El mundo es la totalidad de las cosas, no de los hechos.

proporciona el hablar de situaciones, estados de cosas o hechos como incluidos en, o partes de, el mundo, consiste en pensar en ellos como cosas y grupos de cosas; que la tentación de hablar de situacio­ nes, ctc., en el estilo apropiado para hablar de cosas y eventos es, una vez que se da este prim er paso, arrolladora. El Sr. Austin no es capaz de resistirla. Resbala significativam ente en la palabra «rasgo» (nari­ ces y colinas son rasgos de rostros y paisajes) como sustituto de «he­ chos». Dice que la razón por la que fotografías y mapas no son «ver­ daderos» de la m anera en que los enunciados son verdaderos es que la relación de un mapa o de una fotografía con aquello de lo que es mapa o fotografía no es com pletam ente (en el primer caso) y no es en absoluto (en el segundo) una relación convencional. Pero no es ésta la razón única, o la fundamental. (La relación entre el prim er ministro de Inglaterra y la frase «el prim er ministro de Inglaterra» es convencional; pero no tiene sentido decir que alguien que está usando la frase fuera de contexto está diciendo algo verdadero o falso.) La razón fundamental (para los presentes propósitos) consiste en que «ser un mapa de» o «ser una fotografía de» son relaciones cu­ yos reíala no fotográficos y no cartográficos, respectivamente son, digamos, entidades personales o geográficas. El problem a de las teo­ rías de la verdad como correspondencia no es prim ariamente la ten­ dencia a substituir relaciones no convencionales, por lo que es real­ mente una relación completamente convencional. Lo que da origen al problema es la representación desorientadora de «correspondencia entre enunciado y hecho» como una relación, de cualquier género, entre eventos, cosas o grupos de cosas. Los teóricos de la correspon­ dencia piensan que un enunciado «describe aquello que lo hace ver­ dadero» (hecho, situación, estado de cosas) de la m anera en que un predicado descriptivo puede usarse para describir, o una expresión refcrcncial para hacer referencia a, una co sa8.

s Supongamos que en un tablero de ajedrez están colocadas las piezas, que se está jugando una partida. Y supongamos que alguien da, en palabras, un enunciado exhaus­ tivo de la posición de las piezas. La objeción del Sr. Austin (o una de sus objecio­ nes) a las teorías primitivas de la correspondencia consistiría en que éstas representan la relación entre la descripción y el tablero con las piezas encima de manera semejante a, digamos, la relación entre un diagrama de un problema de ajedrez de un periódico y un tablero con las piezas correspondientemente dispuestas. Él dice, más bien, que la relación es puramente convencional. Mi objeción va más allá. Se trata de que no hay ninguna cosa o evento llamado «enunciado» (aunque hay el hacer el enunciado) y no hay ninguna cosa o evento llamado «hecho» o «situación» (aunque hay el tablero de

2) La segunda objeción al tratamiento que el Sr. Austin hace de hechos, situaciones, estados de cosas, como «partes del mundo» que nosotros declaramos que están en una determ inada relación con un enunciado cuando declaramos verdadero al enunciado, es más pro­ funda que la anterior, pero en ella radica, en cierto sentido, su impor­ tancia. El Sr. Austin dice, o implica, correctam ente (sección 3) que para alguno de los propósitos para los que usamos el lenguaje debe haber convenciones que correlacionen las palabras de nuestro len­ guaje con lo que se encuentra en el mundo. No todos los propósitos lingüísticos para los que vale esta necesidad son, sin embargo, idén­ ticos. Las órdenes, así como la inform ación, se com unican conven­ cionalmente. Supongamos que «naranja» significa siem pre lo que queremos decir mediante «Tráeme una naranja», y «esa naranja» sig­ nifica siempre lo que querem os dccir mediante «Tráeme esa na­ ranja», y, en general, que nuestro lenguaje contuviese solam ente ora­ ciones imperativas de alguna manera semejante. No habría menor necesidad de una relación convencional entre la palabra y el mundo. Ni tampoco sería menos lo que se hallase en el mundo. Pero esas pseudoentidades que hacen verdaderos a los enunciados no figura­ rían entre los correlatos no lingüísticos. No se las encontraría (no se las han encontrado jam ás, y jam ás han figurado entre los correlatos no lingüísticos). El punto es que la palabra «hecho» (y las palabras pertenecientes al «conjunto-de-hechos» como «situación» y «estado de cosas» tienen, al igual que las mismas palabras «enunciado» y «verdadero», un cierto tipo de discurso (el inform ativo) relacionante palabra-m undo empotrado dentro de ellas. La ocurrencia en el dis­ curso ordinario de las palabras «hecho», «enunciado», «verdadero» señala la ocurrencia de este tipo de discurso; del m ism o modo que la ocurrencia de las palabras «orden», «obedecida» señala la ocurren­ cia de otro género de com unicación convencional (el imperativo). Si

ajedrez con las piezas encima de él) que esté uno respecto de otro en una relación, ni tan siquiera una relación puramente convencional, como el diagrama del periódico lo está con el tablero-y-las-piezas. Por encima de los hechos (situación, estado de cosas) no se puede, como por encima del tablero-y-las-piezas, derramar café, ni pueden ser volcados por manos poco cuidadosas. El que el Sr. Austin necesite tales eventos y co­ sas para su teoría es la causa de que considere el hacer el enunciado conío el enun­ ciado y aquello sobre lo que es el enunciado como el hecho que enuncia. Los eventos se pueden fechar y las cosas pueden localizarse. Pero los hechos que los enunciados (cuando son verdaderos) enuncian no pueden ni fecharse ni locali­ zarse. (Ni tampoco pueden ser fechados ni localizados los enunciados, aunque sí el hacerlos.) ¿Están incluidos en el mundo?

nuestra tarea fuese elucidar la naturaleza de este prim er tipo de dis­ curso, sería inútil intentar hacerlo en térm inos de las palabras «he­ cho», «enunciado», «verdadero», puesto que estas palabras contie­ nen el problema, pero no su solución. Por la misma razón, sería igualmente inútil intentar elucidar cualquiera de esas palabras (en tanto en cuanto la elucidación de esa palabra fuese la elucidación de este problema) en términos de las otras. Y es efectivamente muy ex­ traño que ia gente haya procedido tan a menudo diciendo: «Bien, te­ nemos suficientem ente claro lo que es un enunciado, ¿no es cierto? Planteemos ahora la cuestión adicional, a saber: ¿en qué consiste que un enunciado sea verdadero?» Esto es lo mismo que decir: «Bien, te­ nemos claro lo que es una orden: ahora bien, ¿en qué consiste que una orden sea obedecida? ¡Cómo si se pudiesen separar enunciados y órdenes del objeto por el que se hacen o dan! Supóngase que tuviésemos en nuestro lenguaje la palabra «ejecu­ ción» con el significado de «acción consistente en dar cumplimiento a una orden». Y supóngase que alguien plantease la cuestión filosó­ fica: ¿Qué es obediencia? ¿En qué consiste que una orden sea obe­ decida? Un filósofo podría presentar la respuesta siguiente: «Obe­ diencia es una relación convencional entre una orden y una ejecución. Se obedece una orden cuando ésta corresponde a una eje­ cución». Ésta es la Teoría de la Obediencia com o Correspondencia. Tiene, quizás, un poco menos de valor com o intento de elucidar la natura­ leza de un tipo de comunicación, que el que la Teoría de la Verdad como Correspondencia tiene como intento de elucidar la del otro. En ambos casos, las palabras que aparecen en la solución llevan incor­ porado el problema. Y, desde luego, esta íntima relación entre «enun­ ciado» y «hecho» (que se com prende cuando se ve que ambas pala­ bras llevan incorporado este problema) explica por qué cuando tratamos de explicar verdad según el modelo de nom brar o clasificar, o cualquier otro género de relación convencional o no convencional entre una cosa y otra, nos encontram os siempre con que hemos ate­ rrizado en «hecho», «situación», «estado de cosas», com o térm inos no lingüísticos de la relación. Pero ¿por qué habría de verse el problema de la Verdad (el pro­ blema sobre el uso de «verdadero») com o el problema de elucidar el tipo de discurso que enuncia hechos? La respuesta es que no debería ser así; pero que la Teoría de la Correspondencia sólo puede ser comprendida completam ente a fondo cuando se la contem pla como un intento estéril de atacar este segundo problema. Desde luego, un

filósofo interesado en el segundo problema, interesado en elucidar un determinado tipo general de discurso, tiene que estar de espaldas al lenguaje y hablar sobre las diferentes maneras en que las em isio­ nes se relacionan con el mundo (aunque tiene que llegar más allá de la «correspondencia de enunciado y hecho» si lo que dice ha de ser fructífero). Pero — para recurrir a algo que he dicho anteriorm ente— la aparición en el discurso ordinario de las palabras «verdadero», «hecho», etcétera, señala, sin comentarla, la aparición de cierta m a­ nera de usar el lenguaje. Cuando usamos esas palabras en la vida or­ dinaria, estamos hablando dentro, y no sobre, una cierta tram a de discurso; no estamos hablando precisamente del modo en que las emisiones se relacionan, o pueden relacionarse convencionalmente, con el mundo. Estam os hablando sobre personas o cosas, pero de una m anera en que no podríam os hablar sobre ellas si no se cum plie­ sen condiciones de determ inados géneros. El problem a que plantea el uso de «verdadero» consiste en ver cómo encaja esta palabra den­ tro de la tram a de discurso. El cam ino más seguro hacia la respuesta errónea es confundir este problema con la pregunta: ¿Que tipo de discurso e s ’? III. Correspondencia convencional. Resulta claro a partir del parágrafo anterior lo que pienso que es erróneo respecto a la explica­ ción que el Sr. Austin proporciona de la relación misma, como opuesta a sus términos. En la sección 4 de su artículo dice que, cuando declaramos que un enunciado es verdadero, la relación entre el enunciado y el mundo que nuestra declaración «asevera que se da» es «una relación puramente convencional» y «una [relación] que podríamos alterar a voluntad». Esta observación revela la confusión fundamental, de la que el Sr. Austin es culpable, entre: a) las condiciones sem ánticas que deben satisfacerse para que el enunciado de que determ inado enunciado es verdadero sea, él mismo, verdadero, y /;) lo que se asevera cuando se enuncia que determinado enun­ ciado es verdadero.

4 Un error paralelo sería pensar que en nuestro uso ordinario (como opuesto al uso de un filósofo) de la palabra «cualidad» estábamos hablando sobre usos de palabras por parte de la gente; sobre la base (correcta en sí misma) de que esta palabra no ten­ dría ningún uso a 110 ser por la ocurrencia de una determinada manera general de usar las palabras.

Supóngase que A hace un enunciado y B declara que el enun­ ciado de A es verdadero. Entonces para que el enunciado de B sea verdadero es necesario, desde luego, que las palabras usadas por A al hacer el enunciado estén en una determinada relación convencional (semántica) con el mundo; y que las «reglas lingüísticas» subyacen­ tes a esta relación sean las reglas observadas tanto por A como por B. Debe observarse que estas condiciones (con la excepción de la condición sobre la observancia por parte de B de las reglas lingüísti­ cas) son igualm ente condiciones necesarias de que A haya hecho un enunciado verdadero al usar las palabras que usó. No es más ni me­ nos absurdo sugerir que B, al hacer su enunciado, asevera que esas condiciones sem ánticas se cum plen, que lo es el sugerir que A, al ha­ cer su enunciado, asevera que esas condiciones semánticas se cum ­ plen (esto es, que jam ás podem os usar palabras sin mencionarlas). Si el Sr. Austin está en lo cierto al sugerir que decir que un enunciado es verdadero es decir que «el estado de cosas histórico (esto es, para el Sr. Austin, el episodio de hacerlo) con el que está correlacionado m ediante las convenciones demostrativas (aquel a que ‘se refiere’) es de un tipo con el que la oración usada al hacer el enunciado está co­ rrelacionada mediante las convenciones descriptivas», entonces (como se muestra claram ente cuando dice que la relación que aseve­ ramos que se da es una «relación puram ente convencional» que «po­ dría alterarse a voluntad») al declarar que un enunciado es verda­ dero, estamos: a) hablando sobre los significados de las palabras usadas por el hablante cuyo acto de realizar el enunciado es la ocasión para nues­ tro uso de «verdadero» (es decir, estam os aprovechando la ocasión para dar reglas sem ánticas), o bien b) diciendo que el hablante ha usado correctam ente las pala­ bras que usó. Es patentem ente falso que estem os haciendo una de estas dos co­ sas. Ciertam ente, usamos la palabra «verdadero» cuando las condi­ ciones sem ánticas descritas por A u s tin 10 se cumplen; pero no enun-

En que, debido a su uso de las palabras «enunciado», «hecho», «situación», et­ cétera, es una forma desorientadora. La explicación citada de las condiciones de un enunciado veraz es bastante más apropiada como explicación de las condiciones de referencia descriptiva correcta. Supongamos que digo en una habitación con un pájaro

ciamos, al usar la palabra, que se cumplen. (Y ésta es, dicho sea de pasada, la respuesta a la pregunta con que el Sr. Austin concluye su artículo.) El daño está hecho (confundidos los dos problemas distin­ guidos al inicio de la sección anterior) al plantear la pregunta de ¿Cuándo usamos la palabra «verdadero»? en lugar de ¿Cómo usa­ mos la palabra «verdadero»? Alguien dice: «Es verdad que los gobiernos franceses raramente duran más de unos pocos meses, pero el sistema electoral es el res­ ponsable de esto». ¿Es alterable el hecho que esa persona enuncia en la primera parte de su oración cambiando las convenciones del len­ guaje? No lo es. IV. Usos de cláusulas «que»; y de «enunciado», «verdadero», «hecho», «exagerado», etc. (a) Hay muchas maneras de hacer una aserción sobre una cosa, X, además del mero uso de la oración-modelo «X es Y». Muchas de esas m aneras incluyen el uso de cláusulas «que». Por ejemplo: Cuántas veces tengo que decirte Hoy he aprendido Es sorprendente El hecho es Se me acaba de recordar el hecho de Es indiscutible Está establecido fuera de duda

i

que X es Y

en una jaula: «Este loro es muy hablador». Entonces mi uso de la expresión referen­ cial («esle loro»), con la que comienza mi oración, es correcta cuando el objeto-ins­ tancia (pájaro) con la que mi expresión-instancia (evento) está correlacionada me­ diante las convenciones de demostración es de un género con el que la expresión-tipo eslá correlacionada mediante las convenciones de descripción. Tenemos aquí un evento, una cosa y una relación convencional (mediada por un tipo) entre ellos. Si al­ guien me corrige diciéndome «Eso no es un loro sino una cacatúa», esapersona puede estar corrigiendo un error lingüístico o un error fáctico por mi parte. (La cuestión de lo que está haciendo es la cuestión de si yo me habría aferrado a mi observación des­ pués de una observación más atenta del pájaro.) Solamente en el primer caso ella está declarando que no se cumple una determinada condición semántica. En el segundo caso está hablando sobre el pájaro. Ella asevera que es una cacatúa y no un loro, listo lo podría haber hecho hubiese yo hablado o no. Ella me corrige también; esto no lo podría haber hecho si yo no hubiera hablado.

Todas éstas son maneras de aseverar, en contextos y circunstan­ cias muy diferentes, que X es Y Algunas de ellas incluyen también aserciones autobiográficas, y otras no. En el sentido gram atical ya concedido, todas ellas son «sobre» hechos o enunciados. Ninguna de ellas es, en ningún otro sentido, sobre alguna de estas dos cosas, aunque algunas de ellas lleven aparejadas implicaciones sobre el ha­ cer enunciados. (b) Hay m uchas circunstancias diferentes en las que la oraciónmodelo simple «X es Y» puede usarse para hacer cosas que no sean meramente enunciar (aunque todas ellas incluyan enunciar) que X es Y. Al em itir las palabras de este modelo simple podemos estar ani­ mando, reprobando o aconsejando a alguien; haciéndole un recorda­ torio a alguien, respondiendo o replicando a alguien; negando lo que alguien ha dicho; confirm ando, garantizando, corroborando, concor­ dando con, adm itiendo, lo que alguien ha dicho. El qué cosas de és­ tas estemos haciendo (si es que estam os haciendo alguna) depende de las circunstancias en que aseveramos que X es Y, usando esta ora­ ción-m odelo simple. (c) En m uchos de los casos en que estamos haciendo algo ade­ más de enunciar m eram ente que X es Y disponemos, para su uso en contextos adecuados, de ciertos recursos de abreviación que nos ca­ pacitan para enunciar que X es Y (para hacer nuestra negación, res­ puesta, adm isión o lo que sea) sin usar la oración-m odelo «X es Y». De este modo, si alguien nos pregunta «¿Es X Y?», podem os enun­ ciar (a modo de réplica) que X es Y diciendo «Sí». Si alguien dice «X es Y», podem os enunciar (a m odo de negación) que X no es Y, diciendo «No lo es» o diciendo «Eso no es verdadero»; o podemos enunciar (a m odo de corroboración, acuerdo, garantía, etc.) que X es Y diciendo «Efectivamente lo es» o «Eso es verdadero». En todos estos casos (de réplica, negación y acuerdo) el contexto de nuestra emisión, así como las palabras que usam os, deben tenerse en cuenta si pretendemos que quede claro lo que estamos aseverando, a saber: que X es (o no es) Y. Me parece evidente que en estos casos «verda­ dero» y «no verdadero» (raramente usamos «falso») están funcio­ nando como dispositivos de abreviación para enunciados de la

" Podría preferirse decir que en algunos de estos casos se estaba aseverando sola­ mente por implicación que X es Y; aunque me parece más probable que en todos estos casos diríamos del hablante, no «lo que él dijo que implicaba que X es Y», sino «él dijo que X era Y».

misma clase general que los otros que se han citado. Y parece tam ­ bién evidente que la única diferencia entre esos dispositivos que po­ dría tentarnos a decir que mientras que decimos de algunos («Sí». «Efectivamente lo es», «No lo es») que, al usarlos, estábamos ha­ blando sobre X, diríamos de otros («Esto es verdadero», «Esto no es verdadero») que, al usarlos, estábamos hablando sobre algo com ple­ tam ente diferente, a saber: la emisión que constituía la ocasión para el uso de estos dispositivos, la constituye sus diferencias respecto a sus estructuras gramaticales, esto es, el hecho de que «verdadero» aparece como predicado gramatical '2. (Obviamente no es un predi­ cado de X.) Si la tesis del Sr. Austin de que al usar la palabra «verda­ dero» hacemos una aserción sobre un enunciado no fuese más que la tesis de que la palabra «verdadero» aparece como un predicado gra­ matical con palabras y frases tales como «Eso», «Lo que él dijo», «Su enunciado» como sujetos gramaticales, entonces, desde luego, sería indiscutible. Es evidente, sin embargo, que quiere decir más que esto, y ya he presentado mis objeciones a ese más que él quiere decir. (d) Resultará claro que, ai igual que el Sr. Austin, rechazo la te­ sis de que la frase «es verdadero» es lógicamente superflua, junta­ mente con la tesis de que decir que una proposición es verdadera es justam ente aseverarla y decir que es falsa es justam ente aseverar su contradictoria. «Verdadero» y «no verdadero» tienen tarcas propias que cumplir, algunas de las cuales, pero e'ri modo alguno todas, he caracterizado anteriormente. Al usarlas no estam os justam ente ase­ verando que X es Y o que X no es Y. Estamos aseverando esto de una manera en la que no podríam os hacerlo a m enos que ciertas con­ diciones se cumpliesen; podemos estar también garantizando, ne­ gando, confirm ando, etc. Resultará claro tam bién que el rechazo de esas dos tesis no entraña la aceptación de la tesis del Sr. Austin de que al usar «verdadero» estam os haciendo una aserción sobre un enunciado. Tampoco entraña esto el rechazo de la tesis que el Sr. Austin (en la sección 4 de su artículo) empareja con estas dos, a sa­ ber: la tesis de que decir que una aserción es verdadera no es hacer

12 Compárese también el hábito inglés de hacer un enunciado seguido de una peti­ ción interrogativa de acuerdo en formas tales como «isn‘t it?», «doesn ’t fie», etcétera, con los giros alemanes e italianos correspondientes. «Nicht wahr?» «non e vero?» [y castellanos, «¿no es verdad?», ¿no?, «¿no es cierto?» (T.)\. No hay seguramente nin­ guna diferencia significativa entre las frases que no emplean la palabra «verdadero» y aquellas que la emplean: todas ellas piden el acuerdo de la misma manera.

ninguna aserción adicional en absoluto. Esta tesis vale para muchos usos, pero exige modificación para otros. (e) Las ocasiones para usar «verdadero» 'mencionadas hasta aquí en esta sección no son evidentemente las únicas ocasiones para su uso. Hay, por ejemplo, el empleo generalmente concesivo de «Es verdadero que p...», que es difícil de ver cómo el Sr. Austin seria ca­ paz de acomodarlo. Todas esas ocasiones tienen, sin embargo, una cierta inm ediatez contextual que está obviamente ausente cuando emitimos oraciones tales como «Lo que dijo Juan ayer es completa­ mente verdadero» y «Lo que La Rochefoucauld dijo sobre la amistad es verdadero». Aquí el contexto de nuestra emisión no nos identifica el enunciado sobre el que estamos hablando (en el sentido filosófica­ mente no com prom etedor en el que estamos «hablando sobre enun­ ciados» cuando usamos la palabra «verdadero»), y de este modo usa­ mos una frase descriptiva para llevar a cabo la tarea. Pero la frase descriptiva no identifica un evento; aunque el enunciado que hacemos lleva aparejada la implicación (en algún sentido de «implicación») de que ocurrió un evento consistente en que Juan hizo ayer (o La Roche­ foucauld lo hizo alguna vez) el enunciado de que p (esto es, el enun­ ciado que nosotros declaramos que es verdadero). Ciertamente noso­ tros no estamos diciendo a nuestro auditorio que el evento ocurrió — por ejemplo, que Juan hizo el enunciado de que p— puesto que (1) no enunciamos, ni mediante cita ni de otra manera, qué era lo que Juan dijo ayer, y (2) nuestra emisión alcanza su propósito principal (el de hacer, por vía de confirmación o aprobación, el enunciado de que p) solamente si nuestro auditorio ya sabe que Juan hizo ayer el enun­ ciado de que p. La función abreviadora de «verdadero» en casos como éstos se torna más clara si los comparamos con lo que decimos en el caso donde ( 1) queremos aseverar que p; (2) queremos indicar (o exhibir nuestro conocimiento de que) ocurrió un evento consistente en que Juan hizo ayer el enunciado de que p; (3) creemos que nuestro auditorio ignora o se ha olvidado del hecho de que Juan dijo ayer que p. Entonces usamos la fórmula «Como Juan dijo ayer, p», o «Es ver­ dadero, como Juan dijo ayer, que p», o «Lo que Juan dijo ayer, a sa­ ber: que p, es verdadero». (Desde luego, las palabras representadas por la letra p, que nosotros usamos, pueden ser — algunas veces, si hemos de usar el m ismo enunciado, tienen que ser— diferentes de las palabras que Juan usó.) Algunas veces para desconcertar o probar a nuestro auditorio usamos, en los casos en que se cumple la tercera de estas condiciones, la fórmula apropiada para su no cumplimiento, a saber: «Lo que Juan dijo ayer es verdadero».

(f) En una crítica de mi punto de vista sobre la verdad presen­ tada en Analysis ”, y presumiblemente en apoyo de su propia tesis de que «verdadero» se usa para aseverar que se da una determ inada re­ lación entre un episodio de habla y algo del m undo que es exclusivo de ese episodio, el Sr. Austin hace la observación siguiente en la sec­ ción 7 de su artículo. Dice él: «El Sr. Strawson parece confinarse al caso en que digo ‘Tu enunciado es verdadero’, o algo similar, pero ¿qué sucede con el caso en que tú enuncias que E y yo no digo nada, sino que miro a ver si tu enunciado es verdadero?» El meollo de la objeción es, supongo, que puesto que yo no digo nada, no puedo es­ tar haciendo ningún uso realizatorio de «verdadero»; pero, con todo, puedo ver que tu enunciado es verdadero. El ejem plo, sin embargo, me parece que tiene una fuerza precisam ente contraria a la que el Sr. Austin intenta que tenga. Desde luego, «verdadero» tiene un papel diferente en «X ve que el enunciado de Y es verdadero» del papel que tiene en «El enunciado de Y es verdadero». ¿Cuál es este papel? Austin dice en mi presencia «Hay un gato sobre la alfombra», y yo miro a ver si hay un gato sobre la alfombra. Alguien (Z) informa: «Strawson vio que el enunciado de Austin era verdadero». ¿De qué está informando? Está informando de que yo he visto un gato sobre la alfombra; pero está informando de esto de una manera de la que no podría informar excepto en determinadas circunstancias, a saber; en las circunstancias consistentes en que Austin dijo en mi presencia que había un gato sobre la alfombra. La observación de Z lleva también aparejada la implicación de que Austin hizo un enunciado, pero no puede considerarse que está informando de esto por implicación, puesto que cumple su propósito principal solamente si el auditorio co­ noce ya de antemano que Austin hizo un enunciado y qué enunciado hizo; y la implicación (que puede considerarse como un informe im­ plicado) es que yo oí y comprendí lo que Austin d ijo 1'1. La persona que mira a ver si el enunciado de que hay un gato encima de la alfombra es verdadero, no ve ni más ni menos que la persona que mira a ver si hay un gato sobre la alfombra o la persona que mira a ver si efectivamente hay un gato encima de la alfombra. Pero la escenografía del primer caso y del tercero puede ser diferente de la del segundo.

15 Vol. IX, n.° 6 (1949). 14 Si yo informo «Veo que el enunciado de Austin es verdadero», esto es simple­ mente nn informe corroborativo de primera mano de que hay un gato sobre la alfom­ bra, hecho de una manera en la que no podría hacerse excepto en esas circunstancias.

Este ejemplo, sin embargo, es valioso. Recalca la importancia del concepto de la «ocasión» en que hacem os uso del dispositivo asertivo que es el tema de este sim posio (la palabra «verdadero»); y m inim iza (cosa que yo estaba inclinado a recalcar en exceso) el ca­ rácter realizatorio de nuestros usos de ella. (g) El Sr. Austin subraya las diferencias entre negación y false­ dad; correctamente, en tanto que, hacerlo así, es subrayar la diferen­ cia (de ocasión y contexto) entre aseverar que X no es Y y negar la aserción de que X es Y. También exagera la diferencia; pues, si he captado el objeto de su ejemplo, él sugiere que hay casos en los que «X no es Y» es inapropiado para una situación en la cual, si alguien enunció que X era Y, sería correcto decir que el enunciado de que X era Y era falso. Estos casos son aquellos en que la cuestión de si X es o no es Y no se plantea (donde las condiciones para su plantea­ miento no se cum plen). Son igualmente casos, me parece, en los que la cuestión de la verdad o la falsedad del enunciado de que X es Y no se plantea. (h) Se requiere una puntualización de mi tesis general de que al usar «verdadero» y «no verdadero» no estamos hablando de un epi­ sodio de habla, a fin de tomar en consideración aquellos casos en que nuestro interés no reside prim ariamente en lo que el hablante asevera, sino en el hecho de que el hablante lo asevera, en, por así decirlo, el hecho de que él haya dicho la verdad más bien que en el hecho del que informó, al hacerlo así. (Podemos, desde luego, estar interesados en am bas cosas; o nuestro interés en la veracidad evi­ dente de una persona en una ocasión puede deberse a nuestro interés en el grado de su fiabilidad en otras.) Pero este caso no reclama ningún análisis especial ni presenta ventaja alguna para ningún teórico de la verdad, pues usar «verda­ dero» de esta m anera es sim plemente caracterizar un determinado evento como algo que consiste en que alguien haga un enunciado verdadero. El problema del análisis permanece. (i) El Sr. Austin dice que habremos de encontrar más fácil el cla­ rificar «verdadero» si consideram os otros adjetivos «de la misma clase», tales como «exagerado», «vago», «aproximado», «desorien­ tador», «general», «demasiado conciso». No pienso que esas pala­ bras sean com pletam ente de la m ism a clase que «verdadero» y «falso». En cualquier lenguaje en el que puedan hacerse enunciados, debe ser posible hacer enunciados verdaderos y falsos. Pero los enunciados pueden sufrir ciertos defectos adicionales que el Sr. Austin menciona solam ente cuando el lenguaje ha alcanzado una deter­

minada riqueza. Imaginémonos uno de los lenguajes rudimentarios del Sr. Austin con «palabras simples» para «situaciones complejas» de géneros totalmente diferentes. Se podrían hacer enunciados ver­ daderos o falsos; pero no enunciados que fueran exagerados, superconcisos, demasiado generales o más bien aproximados. E incluso, dado un lenguaje tan rico como se quiera, m ientras que todos los enunciados que se hiciesen en él podrían ser verdaderos o falsos, no todos los enunciados podrían ser exagerados. ¿Cuándo podemos de­ cir que el enunciado de que p es exagerado? Una de las condiciones es ésta: que, si la oración O,, se usa para hacer el enunciado de que p, haya de haber alguna oración O, (que podría usarse para hacer el enunciado de que q) tal que O, y O, están relacionadas de algún modo como «Allí había 200 personas» está relacionada con «Allí ha­ bía 100 personas». (A la observación «Nos casam os ayer» no puedes esperar que se te replique, excepto a modo de chiste: «Estás exage­ rando».) Así pues, la creencia del Sr. Austin do que la palabra «exage­ rado» representa una relación entre un enunciado y algo del mundo exclusivo de ese enunciado sería, cuando menos, una supersim plificación, incluso si no fuese objetable de otras maneras. Pero sí que lo es. Las dificultades que plantean enunciados y hechos son recurren­ tes y tam bién las dificultades que plantea su relación. El Sr. Austin no desearía decir que la relación entre un enunciado exagerado y el mundo era semejante a la existente entre un guante y una mano de­ masiado pequeña para él. Él diría que la relación era convencional. Pero el hecho de que el enunciado de que p sea exagerado no es, en ningún sentido, un hecho convencional. (Lo es, quizás, el hecho de que hubiera 1.200 personas y no 2.000.) Si una persona dice: «Allí había por lo menos 2.000 personas», se puede replicar: A) «No, allí no había tantas (muchas más)»; o se puede replicar: B) «Eso es una exageración (subestimación)». A) y B) dicen lo mismo. Examinemos la situación más de cerca. Al decir A) no se está meram ente aseve­ rando que allí había menos de 2.000 personas: se está corrigiendo tam bién al prim er hablante, y corrigiéndolo de una determinada ma­ nera general, corrección que no se podría haber hecho si él no hu­ biese hablado como lo hizo, aunque se podría haber aseverado m era­ mente que allí había menos de 2.000 personas sin que él hubiese hablado. Obsérvese también que lo que se asevera mediante el uso de A) — que allí había menos de 2.000 personas— no puede enten­ derse sin tom ar en consideración la observación original que fue la ocasión para la réplica A). A) tiene a la vez características contextúa­

les asertivas y realizatorias. B) tiene las mismas características y lleva a cabo la misma tarea que A), pero m ás concisamente y con mayor dependencia del contexto. No todas las palabras que Austin considera que verosímilmente han de ayudarnos a clarificar «verdadero» pertenecen a la misma clase. «Exagerado» es, entre las que él menciona, la más relevante para su tesis; pero ya se ha visto que da lugar a mi tratamiento. Ser «superconciso» y «demasiado general» no son maneras de ser «no completam ente verdadero». Ambas se relacionan obviam ente con los propósitos específicos de realizaciones específicas de enunciados; con los deseos insatisfechos de auditorios específicos. Ninguna alte­ ración en las cosas del mundo ni ninguna repetición mágica del curso de los acontecim ientos podrían m eter en cintura a los enuncia­ dos condenados de este modo, de la manera en que podría m eterse en cintura una «estimación exagerada» de la altura de un edificio mediante crecim iento inorgánico. El que el enunciado (de que p) sea verdadero o falso es asunto del modo en que las cosas son (de si p); el que un enunciado sea exagerado (si la cuestión se plantea, lo cual depende del tipo de enunciado y de las posibilidades del lenguaje) es asunto del m odo en que las cosas son (por ejemplo, de si allí había o no menos de 2.000 personas). Pero el que un enunciado sea super­ conciso 15 o dem asiado general depende de lo que el hablante quiera saber. El m undo no exige que se le describa con un grado de detalle más bien que con otro. V Et alcance de «enunciado», «verdadero», «falso» y «hecho». Las órdenes y preguntas no pretenden ser obviamente enunciados de hecho: no son verdaderas o falsas. En la sección 6 de su artículo el Sr. Austin nos recuerda que hay muchas expresiones que no son ni imperativas ni interrogativas por lo que respecta a su forma, que em ­ pleamos para propósitos distintos de los de inform ar o pronosticar. A partir de nuestro empleo de esas expresiones recom ienda que recha­ cemos (sospecha que en la práctica lo rechazamos en gran medida) la apelación «enunciar hechos», las palabras «verdadero» y «falso». Incluso en la esfera del lenguaje, los filósofos no son legisladores;

!S «Conciso» se usa quizás con menos frecuencia respecto de lo que una persona dice que de la manera en que lo dice (por ejemplo, «dicho concisamente», «concisa­ mente expresado», «una formulación concisa»), A puede utilizar 500 palabras para decir lo que B dice con 200. Entonces diré que la formulación de B era más concisa que la de A, queriendo decir simplemente que B usó menos palabras.

sin embargo, no tengo ningún deseo de desafiar la restricción, en al­ gunos contextos filosóficos, de las palabras «enunciado», «verda­ dero», «falso», a lo que yo mismo he llamado anteriorm ente el tipo de discurso «enunciador de hecho». Lo que me preocupa más es el propio análisis incipiente que el Sr. Austin hace de este tipo de discurso. Este análisis me parece que es de tales características que lo fuerzan a llevar la restricción más allá de lo que desea o intenta. Y hay aquí dos puntos que, aunque co­ nectados, necesitan distinguirse. E;n primer lugar hay dificultades que hacen impracticable la teoría relacional de la verdad como tal; en segundo lugar está la persistencia de estas dificultades de una forma diferente cuando esta «teoría de la verdad» se revela como un análisis m ás bien incipiente del uso del lenguaje consistente en hacer enunciados. Así pues, en prim er lugar, hechos del tipo el-gato-cstá-encimade-la-alfombra son la especie favorecida para los partidarios del punto de vista del tipo que el Sr. Austin mantiene. Pues aquí tenemos una cosa (un pedazo de realidad) sentada encim a de otra: podemos (si estamos dispuestos a cometer los errores com entados en la sec­ ción II anterior) considerarlas a las dos juntas si queremos, como si formasen una sola pieza, y llamarla hecho o estado de cosas. Puede parecer entonces relativamente plausible que el decir que el enun­ ciado (que yo te hago) de que el gato está encima de la alfombra es verdadero, es decir que el estado de cosas tridimensional, con que está correlacionado mediante las convenciones demostrativas el epi­ sodio consistente en que yo haga el enunciado, es de un tipo con el que la oración que uso está correlacionada mediante convenciones descriptivas. Sin embargo, se sabe desde hace tiem po que otras espe­ cies de hecho presentan una dificultad mayor: el hecho de que, por ejemplo, el gato no está encima de la alfombra, o el hecho de que hay gatos blancos, o de que los gatos persiguen ratones, o de que si le das a mi gato un huevo lo romperá y comerá su contenido. Consi­ deremos el más simple de estos casos, aquel que incluye la negación. ¿Con qué tipo de estado de cosas (pedazo de la realidad) está corre­ lacionada mediante convenciones de descripción la oración «F.I gato no está encima de la alfombra»? ¿Con una alfombra s.impliciter'1 ¿Con un perro encima de una alfombra? ¿Con un gato subido a un árbol? La rectificación del punto de vista del Sr. Austin, que podría­ mos estar tentados a hacer para los enunciados negativos (esto es, «E es verdadero» = «El estado de cosas con el que E está correlacionado mediante las convenciones demostrativas no es del tipo con el que

está correlacionada mediante las convenciones descriptivas la forma afirmativa de E»), destruye la sim plicidad de la historieta creando la necesidad de un sentido diferente de «verdadero» cuando discutimos enunciados negativos. Y es peor aún lo que sigue. No todos los enun­ ciados emplean convenciones de demostración. Los enunciados existenciales no las emplean, ni tampoco (ni tan siquiera relativamente) los enunciados de generalidad irrestricta. ¿Hemos de negar que estos son enunciados o hemos de crear un sentido adicional de «verda­ dero»? ¿Y en qué se ha convertido el correlato no lingüístico, el pe­ dazo de realidad? ¿Es, en el caso de los enunciados existenciales o generales, el m undo entero? ¿O es, en el caso de los enunciados existenciales negativos, una 110 presencia ubicua? Como objeciones a la teoría de la verdad corno correspondencia éstos son puntos familiares; sin embargo, presentarlos com o tales es conceder dem asiado a la teoría. Lo que los hace interesantes es su poder de revelar cóm o tal teoría, junto con sus defectos intrínsecos, incorpora una concepción demasiado estrecha del uso del lenguaje consistente en enunciar hechos. La descripción que el Sr. Austin hace de las condiciones bajo las cuales un enunciado es verdadero, considerado com o un análisis del uso consistente en enunciar he­ chos, se aplica solam ente a enunciados afirmativos de sujeto predi­ cado, esto es, enunciados tales que, al hacerlos, nos referim os a una o más cosas o grupos de cosas localizados, a un evento o conjunto de eventos, y los caracterizam os de alguna manera positiva (identifica­ mos el objeto u objetos y Ies pegamos la etiqueta). No se aplica a enunciados negativos, generales y existenciales, ni, francamente, a los enunciados hipotéticos y disyuntivos. Estoy de acuerdo en que cualquier lenguaje capaz del uso enunciador de hechos debe tener al­ gunos dispositivos para realizar la función a la que el Sr. Austin di­ rige exclusivamente su atención, y en que otros tipos de enunciados de hecho solam ente pueden com prenderse en relación con este tipo. Pero los otros tipos son otros tipos. Por ejemplo, la palabra «no» puede considerarse provechosamente com o un género de cristaliza­ ción de algo implícito en todo uso de lenguaje descriptivo (puesto que ningún predicado tendría fuerza descriptiva si fuese compatible con cualquier cosa). Pero de esto no se sigue que la negación (esto es, la exclusión explícita de alguna característica) es un género de afirm ación, que los enunciados negativos se discutan con propiedad en el lenguaje apropiado para los enunciados afirmativos. O conside­ remos el caso de los enunciados existenciales. Aquí es necesario dis­ tinguir dos géneros de mostración o referencia. Está, en prim er lugar,

el género en virtud del cual capacitamos a nuestro oyente para que identifique la cosa, persona, evento o conjunto de éstos que de al­ guna manera vamos a caracterizar a continuación. Está, en segundo lugar, el género mediante el cual indicamos sim plemente una locali­ zación. El prim ero («Tabby tiene la sarna») responde a la pregunta «¿De quién (de cuál, de qué) estás hablando?» La segunda («Hay un gato allí») responde a la pregunta «¿Dónde?» Es claro que ninguna de las partes de un enunciado existencial realiza la primera función; con todo, la explicación de Austin de la referencia-a/m -descripción es apropiada para la referencia de este género más bien que para la del otro. Es claro también que un buen número de enunciados existenciales no responden a la pregunta «¿Dónde?», aunque pueden auto­ rizar su investigación. La diferencia entre los diversos tipos de enun­ ciados y sus relaciones m utuas es asunto que exige una descripción cuidadosa. No se gana nada mezclándolos todos bajo una descrip­ ción apropiada solamente para un tipo, incluso si es del tipo básico. VI. Conclusión. Mi objeción central a la tesis del Sr. Austin es ésta. El describe las condiciones que deben darse si hemos de de­ clarar que un enunciado es correctam ente verdadero. Su descripción detallada de esas condiciones es, con reservas, correcta dentro de sus límites, aunque demasiado estrecha en varios aspectos. El error cen­ tral consiste en suponer que al usar la palabra «verdadero» estamos aseverando que tales condiciones se dan. Que esto es un error lo muestra el examen detallado de la conducta de palabras tales como «enunciado», «hecho», etc., de la misma palabra «verdadero», y me­ diante el examen de distintos tipos de enunciado. Esto revela tam ­ bién las maneras en que «verdadero» funciona de hecho como un dispositivo de aserción. Lo que confunde sobremanera la cuestión es el fracaso en distinguir entre la tarea de elucidar la naturaleza de cierto tipo de com unicación (la empíricamente informativa) del pro­ blema del funcionamiento efectivo de la palabra «verdadero» dentro de esc tipo de comunicación.

CHRISTOPHER J. W. WILLIAMS LA TEORÍA PRO-ORACIONAL DB LA VERDAD (1992)

E d ic ió n o r ig in a l : Inédito.

— Título original: «The Prosentcníial Theory of Truth», 1992. Inédito. Reproducirnos el texto — traducido—con autorización expresa del autor.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

T r a d u c c ió n :

M. J. Frápolli.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «What does ‘x is truc’ say about x?», Analysis, 29 (1969), pp. 113-124. — «Truth: a composite rejoinder», Analysis, 32 (1971/72), pp. 57-64. — «Truth, or Bristol revisited», Proceedings o f (he Aristotelian Society, sup. vol. 47 (1973), pp. 121-133. — «Predicating Truth», Mind, 84 (1975), pp. 270-272. — What is Truth?, Cambridge Universiíy Press, Londres, 1976. — «True tomorrow, never true today», The Philosophical Quarterly, 28 (1978), pp. 285-299. — Being, Identity and Truth, Clarendon Press, Oxford, 1992. B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

—? D. Grover, A prosentential theory o f Truth, Princeton University Press, 1992. — Ch. Sayward, «True propositions. A reply to C. J. F. Williams», Analysis, 32 (1971-2), pp. 101-3. — M. J. Frápolli, «Lógica y Ontología: verdad, existencia e identidad como funciones de segundo nivel», Revista de Filosofía, 7/11 (1994), pp. 265-74. O b s e r v a c i o n e s : Este artículo es el texto inédito de una conferencia pronunciada por C. F. J. Williams en la Universidad Jagiellonia de Cracovia el 30 de abril de 1992. El artículo ha sido ligeramente modi­ ficado en la primavera de 1995.

Llegar a Polonia y em pezar inmediatamente a criticar a Tarski parece de muy m ala educación. Pero m e temo que e$ lo que voy a hacer. La Teoría Sem ántica de la Verdad de T arski' ha tenido un des­ graciado efecto en el estudio de este concepto. Hay una cierta per­ versión en su enfoque que ha distorsionado la mayoría de los inten­ tos posteriores de descubrir la verdad acerca de la verdad. Tarski toma com o su objetivo la definición de «verdadero» en proposiciones com o « ‘La nieve es blanca’ es verdadero», o sus equi­ valentes formales. Podemos em pezar útilmente un exámen de las proposiciones com o ésta recordando la así llam ada «Teoría de la Re­ dundancia de la Verdad» de Ramsey: «Es verdad que la nieve es blanca» no significa ni más ni menos que «La nieve es blanca»’. El significado de «La nieve es blanca» no se altera en lo más mínimo al colocar las palabras «Es verdadero que» delante de ella. Ramsey, de hecho, tenía más cosas que decir acerca de la verdad, pero por decir esto es por lo que fundamentalmente se le recuerda. Pero la redun­ dancia de «Es verdadero que» necesita alguna explicación. William Kneale, en unas pocas páginas escondidas en su monu­ mental obra The Development o f Logic*, introdujo las ideas de una «designación» de una proposición y de una «expresión» de una pro­ posición. Si «La nieve es blanca» está escrita al principio de la pá­ gina 423 de Logic and Metamathematics de Tarski, me puedo referir a ella con las palabras «la proposición al principio de la página 423 de Logic and Metamathematics de Tarski». Si Jorge acaba de proferir las palabras «La nieve es blanca», me puedo referir a esta proposi­ ción con las palabras «lo que Jorge dijo». Si digo «No es probable que se niegue que la nieve es blanca», la proposición de la que estoy diciendo que probablem ente pocos negarán es indicada por mí m e­ diante las palabras «que la nieve es blanca». Finalmente, puedo indi­ car esta proposición colocando com illas alrededor de las palabras «La nieve es blanca» mismas. Todas estas m aneras de hablar consti­ tuyen, en la term inología de Kneale, «designaciones» de la proposi­ ción. Las palabras mismas, «La nieve es blanca», junto con «Snieg

' A. Tarski, «The Concept ofT ruth in Formal ized Languages», en Logic. Semantics and Metamathematics, Clarendon Press, Oxford, 1956. 2 F. P. Ramsey, «Facts and Propositions», en The Foundations o f Mathematics, Totowa, Nueva Jersey: Littlefield. Adams and Co.,1965. 3 William y Martha Kneale, The Development o f Logic, Clarendon Press, Oxford, 1962, pp. 584-6.

jest bialy», «Der Schnee ist weiss», «La neige est blanche», etc. constituyen «expresiones» de ella. Si digo «Lo que Jorge dijo es verdadero», y lo que Jorge dijo es que la nieve es blanca, es como si hubiera dicho yo mismo «La nieve es blanca». Al decir que lo que Jorge dijo es verdadero me he com ­ prometido yo mismo con exactamente lo que el m ism o Jorge afirmó. He convertido, como si dijéramos, la designación de la proposición, a saber, «lo que Jorge dijo» en una expresión de la misma proposi­ ción. Esto es para lo que están las palabras «es verdadero»: son me­ canismos para convertir la designación de una proposición en una expresión de esa proposición. La palabra «que» y las comillas son mecanismos cuyo propósito es precisamente el opuesto de éste, a saber, convertir una expresión de una proposición en una designación de una proposición. Si se consi­ dera «es verdadero» y «que» como operadores, uno puede verse como el converso del otro. Están relacionados como «el doble de» está rela­ cionado con «la mitad de». Es fácil ver lo que ocurre si se los aplica sucesivamente a una hilera de palabras. No nos sorprendemos si pen­ samos en un número, digamos el siete, le añadimos la expresión «el doble de», y al resultado, «el doble de siete», le añadimos la expresión «la mitad de» sólo para encontrar que lo que tenemos al final de esto, «la mitad del doble de siete», era aquello en lo que al principio pensa­ mos, a saber, el siete. No deberíamos tampoco sorprendernos si, cuando usamos la palabra «que» para convertir «la nieve es blanca» en su propia designación, «que la nieve es blanca», y añadimos a conti­ nuación las palabras «es verdadero», terminamos con algo que no vale más que la oración con la que empezamos: «Que la nieve es blanca es verdadero» no dice nada más que «La nieve es blanca». Sería ridículo m irar sólo a expresiones como «la mitad del doble de siete» y quejarse de que las palabras «la mitad de» eran estricta­ mente redundantes, que nunca permitían designar un núm ero que no se pudiera designar perfectam ente bien om itiéndolas. Claramente, la utilidad de la expresión «la mitad de» deriva de su uso en contextos no-redundantes como «la m itad de dieciséis» donde nos lleva de un núm ero a otro. De manera similar, el uso de «es verdadero» es evi­ dente, no en contextos donde se combina con «que» o con comillas, sino en com binación con designaciones de proposiciones como «lo que Jorge dijo», que no contienen ellas misma una expresión de la proposición designada. El paradigm a de una proposición que con­ tiene la palabra «verdadero» debería ser, no «La nieve es blanca» de Tarski, sino «Lo que Jorge dijo es verdadero».

«Lo que Jorge dijo» es, en la terminología de Russell, una des­ cripción definida 4. Es comparable a expresiones como «Lo que M agda cocinó». De acuerdo con Russell, si yo dijera «Lo que Magda cocinó estaba delicioso» estaría diciendo lo mismo que si hubiera di­ cho «M agda cocinó algo y eso estaba delicioso». (Para ahorrar com ­ plicaciones innecesarias supondré que M agda cocinó una sola cosa. Esta presuposición está, en el análisis de Russell, form alm ente im­ plicada por «Lo que Magda cocinó estaba delicioso».) Supongamos que Macek había capturado una carpa y que esto fue lo que Magda cocinó. En este caso podemos considerar las proposiciones «M agda cocinó algo y eso estaba delicioso» y «Lo que Magda cocinó estaba delicioso» como generalizaciones existenciales de «M agda cocinó la carpa de JVlacek y la carpa de Macek estaba deliciosa». Exactamente así «Lo que Jorge dijo es verdadero» puede ser considerado como una generalización existencial de «Jorge dijo que la nieve es blanca y la nieve es blanca». La relación lógica entre «Jorge dijo que la nieve es blanca y la nieve es blanca» y «Lo que Jorge dijo es verdadero» es obviamente la misma que aquélla entre «Magda cocinó la carpa de Macek y la carpa de Macek estaba deliciosa» y «Lo que M agda co­ cinó estaba delicioso». ¿Cómo debe entenderse una generalización existencial? Clara­ mente el aparato de los cuantificadores y las variables está concebido para arrojar luz sobre esta cuestión. Con su ayuda podemos exhibir el mecanismo por el cual una proposición como «Magda cocinó algo y esto estaba delicioso» se deriva de una proposición como «Magda cocinó la carpa de Macek y la carpa de Macek estaba deliciosa». Tratemos, por conveniencia, «la carpa de Macek» como un nombre — a las carpas m uertas no se les dan usualmente nombres propios genuinos— . Podemos entonces decir que la versión formal de la ge­ neralización existencial, «3x (Magda cocinó x y x estaba deli­ cioso)», se obtiene al sustituir el nombre «la carpa de Macek» por la variable nominal «x» en cada una de sus ocurrencias en «M agda co­ cinó la carpa de M acek y la carpa de M acek estaba deliciosa», y des­ pués prefijando « 3 x » al resultado de esta sustitución. ¿Cómo obtendríamos el equivalente formal de nuestra generali­ zación existencial, «Lo que Jorge dijo era verdadero»? Por analogía con el procedim iento previo, podríam os intentar sustituir una varia­ ble proposicional, «p», por la proposición «La nieve es blanca» en

J Bertrand Russell, «On Denoling», Muid, 1905.

f cada una de sus ocurrencias en «Jorge dijo que la nieve es blanca y la nieve es blanca» y prefijando «3p» al resultado de esta sustitu­ ción. Así obtenemos «3/; (Jorge dijo que p y p)». La palabra «verda­ dero» se ha perdido en el proceso. Si de lo que estam os detrás es de una definición de verdad, esta «evaporación» de la verdad es alta­ mente deseable. Tanto Quine como Geach han puesto énfasis en muchas ocasio­ nes en el paralelismo entre las variables ligadas de la lógica cuantificacional y los pronom bres de los lenguajes naturales5. Así, «eso» en «M agda cocinó algo y eso estaba delicioso» corresponde a la se­ gunda variable ligada en su equivalente formal «3x (M agda cocinó x y x estaba delicioso)». Si tuviéramos que introducir variables para ocupar las posiciones accesibles a los adverbios o a las expresiones adverbiales que indican lugar, como «aquí» o «en Varsovia» o «en el extranjero», podríamos construir generalizaciones existenciales for­ males de proposiciones como «Tomás está dando clase en M arrue­ cos y hace mucho calor en M arruecos». Usemos «m » como una va­ riable de este tipo. Estamos entonces en condiciones de ofrecer « 3 ni (Tomás está dando clase en m y hace mucho calor en m)» como el equivalente formal de «Tomás está dando clase en cierto lugar y hace mucho calor allí». En esta oración del lenguaje natural «allí» se relaciona con «en M arruecos» como «eso» se relaciona en nuestro otro ejemplo con «la carpa de Macek». Si es apropiado llamar a «eso» y, por extensión, a la variable nominal «x», pronombres, es igualmente apropiado llam ar a «allí» y a la variable adverbial «/;?» proadverbios. Los lenguajes naturales como el castellano y, no me cabc la m enor duda, el polaco tienen ya proadverbios funcionando. Los lenguajes naturales no tienen palabras que correspondan a la va­ riable proposicional «p», cuyo uso he explicado y que ocurre más de una vez en el análogo formal de «Lo que Jorge dijo es verdadero», a saber, «3p (Jorge dijo que p y /;)». Si tuvieran, sería apropiado lla­ marlas «prooraciones»; y así es precisam ente como fueron llamadas por el filósofo que más hizo para desarrollar la teoría de la verdad que estoy tratando de explicar, A rthur Prior. (La prim era vez que Prior usó el térm ino «prooración» fue en su artículo de la Encyclopaedia o f Philosophy editado por Paul Edwards, sub voce «Corres-

5 W. V Quine, Malheinatical Logic, Harper Torchbooks, Nueva York, 1962, § 12; P. T. Geach, Reference and Generality, Cornell University Press, Nueva York, 3." edi­ ción, 1980, §68.

pondence Theory o f Truth» 6. Fue, creo, Dorothy Grover y sus cole­ gas quienes prim ero dieron el nombre de «Teoría Prooracional de la Verdad» a la teoría de R am sey-Prior7.) ¿Es realmente el caso de que en los lenguajes naturales faltan prooraciones? Supongamos que digo «Lo que Jorge dijo fue negado por Elizabeth». Esto puede ser parafraseado en el mismo estilo russelliano por «Jorge dijo algo y Elizabeth lo negó». La versión formal de esto sería « 3 p (Jorge dijo que p y Elizabeth negó que p)». Aquí parece que «lo» en castellano está haciendo el mismo trabajo que la últim a «p» en la versión formal. Si la variable proposicional tiene que ser tomada como una prooración, ¿por qué no la palabra caste­ llana que está jugando el mismo papel en la proposición? Podemos en efecto decir que «algo», al menos, está capacitada para ocupar en oraciones posiciones diferentes de aquellas apropia­ das a los nombres. Si digo «Major es algo y Thatcher no lo era», una instanciación existencial verosímil de esto es «Major es solidario y Thatcher no lo era»; y aquí la posición ocupada por «algo» es ocupada por un adjetivo «solidario», i.e., una expresión predicativa. Aquí «algo» no es tanto un pronombre como un proadjetivo. Pero «algo» no puede ocupar cualquier posición abierta a adjetivos; ni puede la habili­ dad de «algo» y «eso» reemplazar a las variables ligadas en «3p (Jorge dijo que p y Elizabeth negó que p)». «Jorge dijo algo y eso» es una oración incompleta. La palabra «y» exige ser seguida por algo en forma proposicional: «eso» no puede servir por sí mismo como un conyunto. Esto es por lo que en castellano tenemos que añadir las pa­ labras «es verdadero» a «eso» para completar la oración. Es aquí «es verdadero» lo que convierte a «eso» en una prooración. Otra forma de decir «Jorge dijo algo y Elizabeth lo negó» es de­ cir «Jorge dijo algo y eso fue negado por Elizabeth». Todas estas oraciones pueden verse como equivalentes del más formal « 3 p (Jorge dijo que p y Elizabeth negó que p)». De manera similar, «Lo que Jorge dijo era verdadero» puede verse como el equivalente en lenguaje natural de «3p (Jorge dijo que p y p)». Pero aquí no tene­ mos una versión de lenguaje natural que use las palabras «algo» y «eso». «Jorge dijo algo y eso» es, com o hemos visto, incompleta. En

6 I’. Edwards (cd.), The Encyclopaedia o f Philosophy, C'ollier Macmillan Publishers, Nueva York y Londres, 1967, vol. 2, p. 229. 7 Dorothy Grover, Joseph L. Camp, Jr., y Nuel D. Belnap, .Ir., en su artículo «A Prosentential Theory o f Truth», Philosophical Studies, vol. 27, 1975.

«Jorge dijo algo y eso fue negado por Elizabeth» el trabajo de « 3 p (Jorge dijo que p y ... p )» es hecho por «Jorge dijo algo y eso», y en «Lo que Jorge dijo fue negado por Elizabeth» el trabajo de «Lo que Jorge dijo» es también hecho por «3/; (Jorge dijo que p y ... /;)». Para dar el equivalente formal de «Lo que Jorge dijo fue negado por Elizabeth» es necesario llenar el hueco en «3/; (Jorge dijo que p y ... />)» mediante una expresión como «Elizabeth negó que». Pero para dar el equivalente formal de «Lo que Jorge dijo era verdad» no se re­ quiere ninguna otra expresión predicativa. Todo lo que tiene que ha­ cerse es cerrar el hueco. «3p (Jorge dijo que p y /?)» puede por sí mismo suplir lo que está faltando en «Lo que Jorge dijo» para ha­ cerla una proposición completa. Los lenguajes naturales están em pobrecidos en este aspecto. Lo más ccrca que pueden llegar a proporcionar algo equivalente a «3/? (Jorge dijo que p y p)» es producir las oraciones incompletas «Jorge dijo algo y eso» y «Lo que Jorge dijo». Para com pletar estas oracio­ nes hemos inventado el pseudo-predicado «era verdadero». La fun­ ción de «es verdadero» es tanto convertir el pronom bre «eso» en una prooración como convertir la descripción definida «Lo que Jorge dijo» en una proposición completa. Así com o en los lenguajes naturales tenem os pronom bres pero no prooraciones, así las descripciones definidas de los lenguajes na­ turales toman forma nominal en vez de oracional. Un lenguaje for­ mal equipado con cuantificadores que liguen variables proposicionales puede hacerlo mejor. No sólo dirá.«3/? (Jorge dijo que p y p )» lo que se dice mediante «Jorge dijo algo y eso es verdadero», sino «El p tal que (Jorge dijo que p) p» puede reproducir adecuadamente «Lo que Jorge dijo era verdadero». Ambas oraciones formales nos dis­ pensan de la palabra «verdadero». En este sentido es realm ente re­ dundante. Algunos filósofos han argumentado que no es m ejor dejar a «p» sin nada más después de «y» en «3/? (Jorge dijo que p y p)r> de lo que lo es dejar a «eso» solo después de «y» en «Jorge dijo algo y eso » s. La variable ligada, por sí misma, no puede, en esta concep­ ción, constituir uno de los conyuntos de una oración conjuntiva abierta. Sólo podemos entender «3/; (Jorge dijo que p y p )» si la contem plam os como una elipsis de «3p (Jorge dijo que p y es verdad

s Cf. Kneale, loe. cit.

que p)». Si esto es así. la afirm ación de la teoría prooracional de ber dado un análisis o definición de «verdadero» no está justificauu,* el supuesto análisis com ete el error de cireulus in definiendo. La misma queja la hacen aquellos que piensan que es necesario ofrecer lo que se llama una interpretación «sustitucional» de la cuantificación con variables proposicionales y otras variables no-nom ina­ les9. Estos filósofos piensan que la única manera en la que una ora­ ción como «3/? (Jorge dijo que p y p)» puede entenderse es interpretándola com o la afirm ación de que alguna proposición ver­ dadera puede obtenerse sustituyendo una proposición simple por am ­ bas ocurrencias de «p» en «Jorge dijo que p y p». Si esto fuera así, el analisans propuesto no sería inteligible a menos que entendiésem os ya el analisandum. Ninguna de estas versiones de la carga de circularidad pueden, creo, sostenerse. Es posible entender la práctica de ligar variables proposicionales con cuantificadores sin apelar al concepto de verdad previamente entendido. Claramente, no todo uso de «algún» puede entenderse m ediante la regla «sustitucional». «Una proposición de la forma ‘Para algún H (...H ...)’ es verdadero si, y sólo si, alguna proposicón verdadera puede encontrarse al sustituir una constante o constantes del tipo apropiado por la variable o variables en la matriz de la proposición cuantificada». Aquí el circidus in definiendo es in­ ducido por la ocurrencia de la palabra «algún» en la regla que pre­ tende dar su definición. Algún uso de «algún» debe tom arse como primitivo. Creo que de hecho una palabra como «alguien» se aprende cuando a uno se le entrena en el reconocim iento de inferencias co­ rrectas. Uno aprende que de «Eduardo viene a cenar» se puede infe­ rir «Alguien viene a cenar». Uno aprende a reconocer «Si Julia viene a cenar, alguien viene a cenar» com o lógicamente necesario. No es entonces difícil adquirir el uso, digamos, de «de algún modo» por analogía. Exactam ente igual que uno reconoce la validez de una in­ ferencia que resulta de sustituir «alguien» por un nombre, así uno re­ conoce la validez de una inferencia que resulta de la sustitución de

* Cf. Susan Haack, Philosophy o f Logias, Cambridge University Press, Cam­ bridge, capítulo VII; Paul Honvich, Trutlu Basil Blackwell, Oxford, 1990, capítulo I. Para una explicación de la interpretación «sustitucional» de la cuantifícación, cf. W. V. Quine, «Existence and Quantification», en Ontological Relativity and Other Essays. Columbia University Press, Nueva York y Londres, 1969.

«de algún modo» por una frase adverbial de la form a «en tren» en «fnrique llegará en tren». Aprendemos a usar «3x» como el equiva­ lente formal de «alguien». No sería difícil aprender a usar otra ex­ presión cuantificacional, digamos «3/?», como el equivalente formal de «de algún modo». Hay sólo un pequeño paso a partir de aquí para aprender el uso «3py>. Todo lo que se necesita es que aprendiésemos a reconocer una vez más la regla apropiada de generalización existencial. Dado que Jorge ha dicho que la hierba es verde o que la nieve es blanca, pode­ mos sin riesgo inferir «3p (Jorge dijo q u ep)». A prender el uso de las variables proposicionales cuantificadas no es más que estar entre­ nado en reconocer la validez de tales inferencias. Al afirm ar la regla que expresa esta validez, podría ser conveniente usar la palabra «ver­ dadero»; pero una persona puede estar entrenada para hablar de acuerdo con la regla, y así entender el modo de habla gobernado por la regla, sin ser capaz de form ular la regla de esta o de cualquier otra manera. No hay necesidad de entender el uso de la palabra «verda­ dero» para usar la expresión «de alguna manera» 10 correctamente. Ni hay ninguna necesidad de entender el uso de la palabra «verdadero» para usar la expresión «3;;» correctamente. De este modo no hay obstáculo en analizar el concepto de verdad por medio de la noción expresada por «3p». Si aceptamos el enfoque prooracional del significado de «verda­ dero», nos com prom etemos con un análisis de toda proposición ostensiblemente singular de que «verdadero» sea el predicado apa­ rente — un análisis que requiere que el sujeto aparente sea una des­ cripción definida— . La palabra «verdadero» tiene, como si dijéra­ mos, que desaparecer en la variable proposicional ligada que depende del cuantificador implícito en la descripción definida. «Lo que Jorge dijo era verdadero» se convierte en «El p tal que (Jorge dijo que p) p». De acuerdo con esto, no hay m anera de construir una oración en la que «es verdadero» se una a un nom bre propio. ¿Esto importa? Y ¿es un hecho que no hay proposiciones en las que nombremos una proposición y continuem os diciendo de ella que es verdadera? Bueno, hay palabras como «Platonism o» y «Utilita­

El texto inglés dice ‘the word «somehow»’. Como no hay en castellano ningún equivalente de «somehow» que sea una sola palabra, he modificado ligeramente el texto, vertiendo «word» por «expresión» para mantener la coherencia de la afirm a­ ción. (N. de la T.)

rismo» que podrían plausiblemente tomarse como nombres de pro­ posiciones. Aristóteles, sin embargo, dijo que era una marca de un nombre el que significara por convención y que 110 tuviera ninguna parte que fuera significativa separadamente. Claramente «Platón» es una parte separadamente significativa de «Platonism o» (y de la misma manera probablemente lo es «-ismo»), y el significado de «Utilitarism o» no es completamente independiente del de «utilidad». Sugiero que «Platonismo» es una abreviatura de algo como «lo más famoso de lo que Platón enseñó», que en nuestra concepción será equivalente también a «el p tal que (es famoso que Platón enseñó que /;)», y «Utilitarismo» de «lo que creen aquellos que piensan que lo bueno es lo que favorece la mayor felicidad al mayor número». Así estos aparentes nombres propios se vuelven descripciones defi­ nidas ocultas y no constituyen ninguna excepción a la regla. Pero ¿qué decir acerca del tipo de proposición que Tarski pensó que era central al problema de la definición de la verdad? ¿Cómo en­ caja una proposición como « ‘La nieve es blanca’ es verdadera» en el enfoque prooracional de la verdad? ¿No tenemos aquí un nombre de una proposición de la cual se dice que es verdadera? Este tipo de cosa se dice frecuentemente. Pero una vez más, en mi concepción, el resultado de colocar una proposición entre comillas es darle la fuerza de una descripción definida. «La nieve es blanca» entre comillas equivale a la descripción definida «lo que alguien que diga e sto » — y el hablante en este punto profiere las palabras «La nieve es blanca» como una m uestra de aquello sobre lo que está hablando— «dice mediante eso». « ‘La nieve es blanca’ es verdadero» puede entonces analizarse de la siguiente manera: 3 p (alguien que diga esto — y el hablante en este punto profiere las palabras «La nieve es blanca» como una muestra de aquello sobre lo que está hablando— mediante eso dice que p y p). De manera similar, «Es verdadero que la nieve es blanca» significa «3p (alguien que dice que la nieve es blanca dice mediante eso que p y p)». ¿Cómo explicamos la redundancia de «Es verdadero que» a la luz de este enfoque del significado de «verdadero», m anteniendo tanto como sea posible las intuiciones que Knealc nos dio? La gene­ ralización existencial «3/; (alguien que dice que la nieve es blanca dice mediante eso que p y p )» sólo puede tener una instanciación existencial: «Alguien que dice que la nieve es blanca dice mediante eso quQ la nieve es blanca y la nieve es blanca». ¿Qué más que que la nieve es blanca puede estar diciendo alguien que dice que la nieve es blanca? Si una generalización existencial tiene sólo una instan-

d ació n lógicamente posible, ella y esta instanciación deben ser lógi­ camente equivalentes. Pero «Alguien que dice que la nieve es blanca dice m ediante eso que la nieve es blanca y la nieve es blanca» es una conjunción uno de cuyos conyuntos es una tautología. Su contenido informativo, por tanto, debe ser idéntico a su conyunto no tautoló­ gico, en este caso «La nieve es blanca». Así el contenido informativo de la proposición que es lógicamente equivalente a ella, a saber, «3/> (alguien que dice que la nieve es blanca dice mediante ello que p y p)», debe ser idéntico al contenido informativo de «La nieve es blanca». «Es verdadero que la nieve es blanca» tiene el mismo conte­ nido informativo que «La nieve es blanca» exactam ente de la misma m anera que «2+2=4 y la nieve es blanca» tiene el mismo contenido informativo que «La nieve es blanca». Alguien que dice «Es verdad que el gobierno ha perdido» puede estar haciendo algo diferente de quien simplemente dice «El gobierno ha perdido»; ella puede estar asumiendo lo que he dicho o concediendo una verdad aparentemente conflictiva. Pero lo que está diciéndome no puede ser diferente de lo que me estaría diciendo si simplemente dijera «El gobierno ha per­ dido». La pragmática puede ser diferente, pero la semántica es la misma. Tarski, y m uchos de los que lo han seguido, han estado preocu­ pados por predicados como «verdadero en L» que se aplican a hile­ ras de palabras consideradas com o meros patrones de sonido o m ar­ cas en un papel. Eso no es por lo que la mayoría de nosotros estamos preocupados cuando queremos conocer si lo que el segundo testigo de la defensa dijo era verdadero, o si la prim era cosa que M aría dijo en su carta era verdadero. Pero la interpretación de «verdadero» que la teoría prooracional da puede acom odar las necesidades de Tarski y sus amigos. Hay proposiciones como «3/; (alguien que, hablando castellano, dice esto — y el hablante en este punto profiere las pala­ bras «La nieve es blanca» como una muestra de aquello sobre lo que está hablando— m ediante eso dice que p y p)» que se puede pensar que predican algo del patrón de palabras indicado por «esto»; y lo que se predica de este patrón así indicado puede, si se quiere, abre­ viarse a «es verdadero en castellano». Esto tiene la ventaja de que se pueden escribir en este predicado tantas subsecuentes relativizaciones de «verdadero» como se quie­ ran. La adaptación de la teoría de Tarski que se ha hecho en los últi­ mos años para tom ar en cuenta deícticos, etc. puede incorporarse fá­ cilmente a mi enfoque. Así «— es verdadero en castellano dicho por C. J. F. Williams en Cracovia el 30 de abril de 1992», si se predica de

algún patrón de palabras indicado por «esto», equivale a «3/; (si C. J. F. Williams dice esto en castellano en Cracovia el 30 de abril de 1992, m ediante eso dice que p y p)». El predicado «— es verdadero en castellano dicho por C. J. F. Williams en Cracovia el 30 de abril de 1992» es simplemente una abreviatura de «3/; (si C. J. F. Williams dice — en castellano en Cracovia el 30 de abril de 1992, mediante eso dice que p y /?)». Déjenme asegurarles que esto — les estoy muy agradecido por invitarme a dirigirm e a ustedes hoy aquí— es verdadero en caste­ llano dicho por C. J. F. Williams en Cracovia el 30 de abril de 1992.

TEORÍAS FENOMENOLÓGICAS

EDMUND HUSSERL EL IDEAL DE LA ADECUACIÓN. EVIDENCIA Y VERDAD (1901)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Evidenz und Wahrheit», en Logische Unterstíchungen (1901), M. Nicmeyer Verlag, Tubinga, 4.a ed., 1968, vol. 2, 2.“ parte, cap. 5, pp. 115-127. E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «El ideal de la adecuación. Evidencia y verdad», en Investiga­ ciones Lógicas, Alianza, Madrid, 2.a ed., 1985 (1.a ed. cast., 1929), Investigación VI, cap. 5, pp. 681-689. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. T r a d u c c ió n :

J. García Morente y J. Gaos.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

•— «Verflechtungen aller Vernunftarten. Theoretisehe, axiologische und praktische Wahrheit», Ideen zu einer reinen Phdnomenologie und phanomenologischen Philosophie, M. Niemeyer, Halle, 1913, vol. I, 4.a parte, 2." cap., § 139, pp. 321-4 (ed. cast.: «Verdad teórica, axiológica y práctica», Ideas rela­ tivas a una fenomenología pitra, FGE, México, 1993 (1.a ed., 1949), § 139, pp. 332 ss. — «Die konstitutive Problematik. Wahrheit und Wirklichkeit», Cartesianische Meditationen, M. Nijhoff, La Haya, 1929, 2.a ed., 1973, pp. 91-99 (cd. cast.: «Los problemas constitutivos. Verdad y realidad», Meditaciones cartesianas, Tecnos, Madrid, 1986 ( 1 ed., 1979), Tercera Meditación, pp. 75-85 (reedición y nueva traduc­ ción en México, FCE, 1985).

B ib l io g r a f ía

c o m p lem en ta r ia :

— E. Tugendhat, Der Wahrheitsbegriff bei Husserl und Heidegger, W. de Gruyter, Berlín, 1967. — R. S. Ortíz de Urbina, La fenomenología de la verdad: Husserl, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1984. — M. García-Baró, La verdad y el tiempo, Sígueme, Salamanca, 1993.

INTRODUCCIÓN En las consideraciones anteriores no se ha hablado para nada de las cualidades de los actos; no se ha supuesto nada acerca de ellas. La posibilidad y la im posibilidad no tienen ninguna relación espe­ cial con las cualidades. La posibilidad de una proposición, por ejem plo, no depende para nada de que realicem os la m ateria de la m isma com o m ateria de un acto ponente (no de un acto de fe que asienta, que reconozca o acepte en el modo de la aprobación, sino de uno que adm ita sim plem ente), o de que la hayamos dado en m o­ dificación cualitativa com o m ateria de un mero representar; siem ­ pre es válido que la proposición es «posible», cuando el acto con­ creto del significar proposicional adm ite la identificación impletiva con una intuición objetivam ente com pleta de igual materia. Tiene, asim ism o, poca im portancia que esta intuición impletiva sea una percepción, o una mera fantasía, etc. Como la producción de imá­ genes en la fantasía está som etida a nuestro albedrío en medida in­ com parablem ente mayor que la de las percepciones y la de las po­ siciones en general, solem os referir con predilección la posibilidad a la fantasía. C om o posible vale para nosotros lo que se puede rea­ lizar en el m odo de una imagen adecuada de la fantasía — form u­ lado objetivam ente— ; séanos ello posible o no a nosotros mismos, los distintos individuos em píricos. Pero esta afirm ación es equiva­ lente a la nuestra, y la restricción del concepto a la im aginación re­ sulta inesencial en virtud de la conexión ideal entre la percepción y la im aginación, por la cual corresponde a priori a toda percepción una posible im aginación. Trátase, por tanto, ahora de examinar, con toda brevedad, el in­ flujo que las distinciones que acabam os de indicar tienen sobre las relaciones de cumplimiento, a fin de lograr una conclusión provisio­

nal, al menos, para nuestras consideraciones, y una perspectiva para las investigaciones ulteriores.

LA FUNCIÓN IMPLETIVA DE LA PERCEPCIÓN. EL IDEAL DEL CUM PLIM IENTO DEFINITIVO Las diferencias de perfección en la plenitud han demostrado su importancia, por lo que respecta a la forma en que lo objetivo es re­ presentado en la representación. Los actos signitivos forman el grado inferior; carecen de toda plenitud. Los actos intuitivos tienen pleni­ tud, peto con diferencias graduales de más y de menos, dentro de la esfera de la imaginación. Pero la perfección de una imaginación, por grande que sea, presenta una diferencia frente a la percepción: no nos da el objeto mismo, ni siquiera en parte; nos da sólo su imagen, la cual, en cuanto que es imagen, no es nunca la cosa misma. Ésta la tenem os en la percepción. La percepción «da» el objeto también con diversos grados de perfección, en diversos grados de «escorzo». El carácter intencional de la percepción consiste en presentar -—en con­ traste con el mero re-presentar de la imaginación— . Es ésta, como sabemos, una diferencia íntima de los actos y, más concretamente, una diferencia de la forma de su representación funcional (forma aprehensiva). Pero el presentar no constituye, por lo general, un ver­ dadero estar presente, sino sólo un aparecer com o presente; en el cual la presencia objetiva, y con ella la perfección de la percepción, ofrecen distintos grados. Así lo enseña una mirada a las respectivas series graduales del cumplimiento, en las cuales debe buscarse toda ejem plificación de la perfección en la representación del objeto. En ellas vemos claramente que sobre la plenitud de la percepción se ex­ tiende una diferencia de la que hemos intentado dar razón, hablando del escorzo perceptivo; una diferencia que no afecta, empero, a la plenitud por su contenido en sensaciones, por su carácter íntimo, sino que significa una extensión gradual de su carácter como «pleni­ tud», o sea, del carácter de acto aprehensivo. Por eso valen para no­ sotros [siempre prescindiendo de todo lo genético, pues sabemos muy bien que ésta, como todas las diferencias análogas, .ha surgido asociativamente] muchos elementos de la plenitud como presenta­ ciones definitivas de elementos objetivos correspondientes; dándose com o idénticos con ellos, no com o sus meros representantes, sino como ellos mismos en sentido absoluto. Otros valen a su vez como m eros «matices de color», meros «escorzos de perspectivas», etc..

siendo claro que algo hay también que responde a estas expresiones en el contenido fenomenológico del acto y antes de toda reflexión. Ya habíam os tocado estas diferencias y las habíamos encontrado también en la imaginación, transportadas a las imágenes. Todo es­ corzo tiene carácter de representante, y hace de tal por semejanza; pero el modo de esta representación funcional por semejanza es dis­ tinto, según que la representación funcional aprehenda el contenido escorzado com o una imagen del objeto o como una representación del objeto mismo [...]. El límite ideal que admite el aumento de la plenitud en el escorzo es en el caso de la percepción «la cosa misma» en absoluto (como en la imaginación es la imagen absoluta­ mente semejante); y lo es para cada aspecto, para cada elem ento pre­ sentado del objeto. La consideración de las posibles relaciones de cumplimiento conduce pues a un térm ino final en el aum ento del cumplimiento; en el cual la intención plena y total ha alcanzado su cumplimiento, y no un cumplimiento intermediario y parcial, sino último y definitivo. El contenido total intuitivo de esta representación final es la suma abso­ luta de plenitud posible; el representante intuitivo es el objeto mismo, tal com o éste es en sí. Contenido representante y contenido representado son aquí una sola cosa idéntica. Y cuando una intención representativa se ha procurado definitivo cumplimiento por medio de esta percepción idealmente perfecta, se ha producido la auténtica adaequaíio rei et intellectiis: lo objetivo es «dado» o está « presente» real y exactam ente tal como lo que es en la intención; ya no queda implícita ninguna intención parcial que carezca de cumplimiento. Y con esto está señalado eo ipso el ideal de todo cum plim iento y, por ende, también del significativo; el intellectus es aquí la intención mental; la de la significación. Y la adaequaíio está realizada cuando la objetividad significada es dada en la intuición en sentido estricto y dada exactam ente tal como es pensada y nombrada. No hay ninguna intención mental que no encuentre su cumplimiento, y además su de­ finitivo cum plimiento, puesto que lo impletivo mismo de la intuición no implica ya nada de intenciones insatisfechas. Obsérvese que la perfección de la adecuación del «pensamiento» a la «cosa» es doble. Por una parte es perfecta la adecuación a la in­ tuición, pues el pensamiento no mienta nada que la intuición im ple­ tiva no represente completamente como correspondiente. Como es notorio, en ésta hállanse comprendidas las dos perfecciones distin­ guidas anteriormente: ambas dan por resultado lo que hemos desig­ nado como «integridad objetiva» del cumplimiento. Por otra parte,

hay otra perfección en la m ism a intuición completa. La intuición no cumple la intención, que term ina en ella, en el modo de una inten­ ción que necesite a su vez de cumplimiento, sino que produce el cumplimiento definitivo de aquella intención. Debemos distinguir, pues, la perfección de la adecuación a la intuición de la adecuación en el sentido natural y más amplio) y la perfección del cumplimiento definitivo (de la adecuación a la «cosa misma»), que supone la ante­ rior. Toda descripción pura y fiel de un objeto o proceso intuitivo ofrece un ejemplo de la primera perfección. Si lo objetivo es algo vi­ vido interiormente y aprehendido tal como es en una percepción re­ fleja, puede agregarse la segunda perfección; com o si mirando, por ejemplo, a un juicio categórico, que pronunciam os en el mismo ins­ tante, hablamos de la representación sujeto de este juicio. En cam­ bio, falta la prim era perfección cuando llamamos al árbol situado de­ lante de nosotros un manzano «seleccionado» o cuando hablamos del «número de vibraciones» del sonido, que estam os oyendo, y en general, de aquellas propiedades de un objeto de la percepción que no caen dentro del fenómeno, en modo más o menos escorzado al menos aunque sean mentadas 'concom itántem ente en la intención perceptiva. Advertimos, además, lo siguiente. Como el cumplimiento defini­ tivo no puede encerrar absolutamente ninguna intención incumplida, ha de tener lugar sobre la base de una percepción pura, no puede bas­ tar para él una percepción objetivamente completa, pero que se verifi­ que en el modo de una síntesis continúa de percepciones impuras. Contra este modo de considerar las cosas, que pone el cum pli­ miento definitivo de todas las intenciones en percepciones, se susci­ tará la siguiente duda: que la conciencia realizada de lo universal — que es la que da a las representaciones conceptuales universales su plenitud y pone delante de los ojos el «objeto universal» «mismo»— se edifica sobre la base de meras imaginaciones, o es al m enos in­ sensible a la diferencia entre la percepción y la imaginación. Lo mismo vale notoriam ente — a consecuencia de lo dicho ahora mismo— para todos los enunciados generales evidentes, que son evi­ dentes, en forma axiomática, «sobre la base de los meros conceptos». Esta objeción apunta a un flanco de nuestra investigación, que ya hemos tocado ocasionalmente. Percepción valía para nosotros tanto com o percepción sensible, intuición tanto com o intuición sensible — am bas cosas, claro está, en un principio— . Tácitamente y sin m u­ cha conciencia de ello, hemos traspasado con frecuencia los límites de estos conceptos, por ejemplo, en la conexión de las consideracio­

nes sobre la compatibilidad, y esto ha sucedido en general allí donde hablamos de la intuición de una contrariedad, o de una unión, o de otra síntesis. En el capítulo próximo, que se refiere a1las formas categoriales en general, mostraremos la necesidad de am pliar los con­ ceptos de percepción y demás formas de intuición. Para eludir la ob­ jeción, observam os ahora tan sólo que la imaginación, que es base de la abstracción generalizadora, no por esto ejerce la función real y propia del cumplimiento, o sea, no representa la intuición «corres­ pondiente». Lo individual del fenómeno no es lo universal, ni lo con­ tiene en el modo de una parte real, como hemos subrayado repetidas veces.

ACTOS PONENTES EN FUNCIÓN IMPLETIVA. EVIDENCIA EN SENTIDO LAXO Y RIGUROSO Bajo el título de intenciones hemos comprendido hasta ahora por igual actos ponentes y 110 ponentes. Sin embargo, aunque lo univer­ sal en el carácter de cumplimiento está determinado esencialmente por la m ateria y solam ente la materia entra también en consideración para una serie de importantes relaciones, la cualidad se revela en otras como decisiva, tanto, que el térm ino de intención, de tender, parece convenir propia y exclusivamente a los actos ponentes. La mención tiende hacia la cosa y alcanza su objetivo o no lo alcanza, según que concuerde o no concuerde en cierto modo con la percep­ ción (que es aquí un acto ponente). Y en el prim er caso concuerda una posición con otra posición; el acto intencional y el impletivo son iguales en esta cualidad. Mas el mero representar es pasivo, «deja la cosa indecisa». Cuando una percepción adecuada se agrega acciden­ talmente al mero representar, se produce sin duda una coincidencia impletiva sobre la base de las materias congruentes; pero la repre­ sentación se apropia el carácter de posición ya en el tránsito a la uni­ dad de coincidencia, y ésta lo tiene seguramente en un modo hom o­ géneo. Toda identificación o distinción actual es un acto ponente, esté o no fundada ella misma en posiciones; y esta ley sum inistra en sus pocas palabras una característica fundamental que define los re­ sultados de las últimas investigaciones sobre las relaciones de com ­ patibilidad, y por medio de la cual se pone de m anifiesto, en medida mucho mayor que hasta ahora, cómo la teoría de las identificaciones y distinciones es un trozo capital de la teoría del juicio. Atendiendo a si funcionan actos ponentes o tam bién actos no ponentes, como in­

tencionales e ¡mpletivos, se aclaran diferencias como las que hay en­ tre la ilustración (o eventualmente ejemplificación) y la confirm a­ ción (o verificación, y en el caso contrario, refutación). El concepto de confirm ación se refiere exclusivamente a los actos ponentes en relación a su cum plimiento ponente y, en último térm ino, a su cum­ plimiento por medio de percepciones. Dediquemos una consideración más detallada a este caso, particu­ larmente señalado. El ideal de la adecuación proporciona en él la evi­ dencia. Hablamos de evidencia en un sentido laxo siempre que una intención ponente (principalmente una aserción) encuentra su confir­ mación por medio de una percepción correspondiente y plenamente adecuada, aunque ésta sea una síntesis adecuada de percepciones particulares conectadas. En este caso puede hablarse con buen sen­ tido de grados de evidencia. Entran en consideración a este respecto las aproximaciones de la percepción a la integridad objetiva de su presentación de objetos, y además los progresos hacia el último ideal de perfección, el de la percepción adecuada, el de la plena aparición del objeto «mismo» — hasta donde era mentado de algún modo en la intención-— . Pero el sentido riguroso de la evidencia, en la crítica del conocimiento, se refiere exclusivamente a este últim o término in­ franqueable, al acto de esta síntesis de cum plimiento más perfecta, que da a la intención — por ejemplo, a la intención judicativa-— la absoluta plenitud de contenido, la del objeto mismo. El objeto no es meramente mentado, sino dado — en el sentido más riguroso— tal como es mentado e identificado con la mención. Por lo demás es in­ diferente que se trate de un objeto individual o universal, de un ob­ jeto en sentido estricto o de una situación de hecho (el correlato de una síntesis identificadora o distintiva). La evidencia misma es, dijim os, el acto de esa síntesis de coinci­ dencia más perfecta. Como toda identificación, es un acto objeti­ vante; su correlato objetivo se llama el ser en el sentido de la verdad, o también la verdad, caso de que no se prefiera aplicar este último térm ino a otro concepto de la serie de conceptos que radican en la si­ tuación fenomenológica mencionada. Pero en este punto es menester una dilucidación más exacta.

EVIDENCIA Y VERDAD 1. Si nos atenemos, en prim er término, al concepto que acaba­ mos de indicar de la verdad, la verdad es, como correlato de un acto

identificador, una situación objetiva, y como correlato de una identi4 fieación de coincidencia, una identidad: la plena concordancia entre lo mentado y lo dado como tal. Esta concordan'cia es vivida en la evidencia, en cuanto que la evidencia es la verificación actual de la identificación adecuada. Por otra parte, la afirmación de que la evi­ dencia es la vivencia de la verdad, 110 puede interpretarse sim ple­ mente diciendo que es la percepción, y en el caso de la rigurosa evi­ dencia, la percepción adecuada de la verdad (para lo cual es menester que tomemos el concepto de percepción con suficiente amplitud). Pues teniendo presente la duda manifestada con anterioridad, habre­ mos de confesar que la verificación de la coincidencia identificadora todavía no es una percepción actual de la concordancia objetiva, sino que se convierte en ésta por medio de un acto propio de aprehensión objetivante, por medio de una consideración especial de la verdad presente. Y «presente» está de hecho. En este caso existe a priori la posibilidad de mirar en todo instante a la concordancia y de adquirir coincidencia intencional de ella en una percepción adecuada. 2. Otro concepto de la verdad se refiere a la relación ideal que impera en la unidad de coincidencia entre las esencias significativas de los actos coincidentes — definida como evidencia— . Mientras la verdad era, en el sentido anterior, lo objetivo que correspondía al acto de la evidencia, la verdad es, en el presente sentido, la idea co­ rrespondiente a la form a del acto, es decir, la esencia cognoscitiva — tom ada com o idea— del acto empírico y contingente de la eviden­ cia, o la idea de la adecuación absoluta como tal. 3. Por parte del acto que da plenitud, vivimos, además, en la evidencia el objeto dado, en el modo del objeto mentado: el objeto dado es la plenitud misma. También él puede designarse como el ser, la verdad, lo verdadero, en cuanto que en este caso es vivido no como en la mera percepción adecuada, sino como la plenitud ideal de una intención, com o el objeto que la «hace verdadera», o como la plenitud ideal de la esencia cognoscitiva específica de la intención. 4. Finalmente, desde el punto de vista de la intención, la aprehen­ sión de la relación de evidencia da por resultado la verdad como ju s­ teza de la intención (en especial, por ejemplo, como justeza del ju i­ cio), como su adecuación al objeto verdadero, o como justeza de la esencia cognoscitiva de la intención «in specic». En este último res­ pecto, por ejem plo, la justeza del juicio en el sentido lógico de pro-

posición: la proposición se «ajusta» a la cosa misma; dice que es así, y asi es realmente. Pero con esto se ha expresado la posibilidad ideal, o sea, general, de que una proposición de tal m ateria se cumpla en el sentido de la adecuación más rigurosa. Debemos fijarnos especialm ente todavía en una cosa. El ser de que aquí se trata (como prim er sentido objetivo de la verdad) no debe confundirse con el ser de la cópula del enunciado categórico «afirmativo». En la evidencia trátase de una coincidencia total; pero a este ser corresponden, si no siempre, las más de las veces (juicio de propiedad), identificaciones parciales. Pero un ser no coincide con el otro, ni siquiera cuando una iden­ tificación total llega a la predicación. Pues observam os que en la evi­ dencia de un juicio (juicio=enunciado predicativo) el ser en el sen­ tido de la verdad del juicio es vivido, pero no expresado, o sea, no coincide nunca con el ser vivido y mentado en el es del enunciado. Este ser es el momento sintético de lo que es, en el sentido de lo ver­ dadero — ¿cómo podría expresar su ser verdad?— . Encontramos aquí varias concordancias en síntesis. La una, parcial, predicativa, es mentada asertóricam ente y percibida adecuadamente, o sea, dada en sí misma. (Lo que esto quiere decir ganará en claridad en el próximo capítulo, mediante la teoría más general de las objetivaciones catcgoriales.) Ésta es la concordancia entre el sujeto y el predicado, el con­ venir éste a aquél. Pero, en segundo término, tenem os la concordan­ cia que constituye la forma sintética del acto de la evidencia, o sea, la coincidencia total entre la intención significativa del enunciado y la percepción de la situación objetiva, coincidencia que tiene lugar, naturalmente, de un modo paulatino: pero aquí no se trata de esto. Esta coincidencia, notoriamente, no es enunciada, no se refiere obje­ tivamente a la situación efectiva juzgada, como aquella primera. In­ dudablemente puede ser enunciada en todo instante y con evidencia. Pero entonces se convierte en la situación objetiva, que hace verda­ dera una nueva evidencia, de la cual es válido lo mismo; y así sucesi­ vamente. En cada avance hay que distinguir entre la situación obje­ tiva que hace verdadera y la que constituye la evidencia misma, entre la situación objetivada y la no objetivada. Las distinciones que acabam os de llevar a cabo nos conducen a la siguiente dilucidación general. En nuestra exposición de las relaciones entre los conceptos de evidencia y de verdad, y al referirnos al aspecto objetivo de los actos, que encuentran su adecuación rigurosa en la evidencia, ya sea en la

función de la intención, ya sea en la del cumplimiento, no hemos distinguido entre las situaciones objetivas y los dem ás objetos. Y por consiguiente, tam poco hem os tom ado en cuenta la distinción fenom enológica entre los actos relacionantes — los actos de la concor-' dancia y la no-concordancia, los actos predicativos— y los actos no-| relacionantes; ni tampoco la distinción entre las significaciones (y : las esencias intencionales, idealmente tomadas, en general) relacio­ nantes y no relacionantes. La adecuación rigurosa puede identificar tanto intenciones no-rclacionantes com o relacionantes con sus cum ­ plimientos perfectos. No necesita tratarse precisamente de juicios como intenciones enunciativas o cum plimientos enunciativos — para destacar en especial la esfera de las significaciones— , pues también los actos nominales pueden figurar en una adecuación. Las más de las veces, em pero, se toman los conceptos de verdad justeza, verda­ dero, de un modo más limitado que nosotros lo hemos hecho; se los refiere a los juicios y proposiciones, o a sus correlatos objetivos, las situaciones efectivas; a la vez se habla del ser preferentem ente con respecto a los objetos absolutos (no-situaciones objetivas), aunque sin una delimitación precisa. El derecho a nuestra interpretación más general de los conceptos es incontestable. La naturaleza de la cosa misma exige que los conceptos de verdad y falsedad se extiendan tanto, al menos en un principio, que abarquen la esfera total de los actos objetivantes. Junto a esto parece lo más adecuado diferenciar de tal suerte los conceptos de verdad y ser, que los conceptos de la verdad (cierto libre campo a los equívocos resulta inevitable, pero fá­ cilmente corregible después de aclarados los conceptos) se refieran a la parte de los actos mismos y de sus momentos susceptibles de aprehensión ideal y los conceptos del ser (ser verdadero) a los co­ rrespondientes correlatos objetivos. Por consiguiente, tendríamos que definir la verdad según 2) y 4) com o la idea de la adecuación, o como la justeza de la posición y significación objetivantes. Y el ser en el sentido de la verdad debería definirse según 1) y 3) como la identidad del objeto a la vez m entado y dado en la adecuación, o (respondiendo al sentido natural de la palabra) como lo adecuada­ mente perceptible en general, en referencia indeterminada a alguna intención, que debe ser hecha verdadera (cumplida adecuadamente) mediante ello. Después de haber considerado con esta amplitud y asegurado fenomenológicamente los conceptos, podemos pasar a definir concep­ tos más estrechos de la verdad y del ser, tomando en cuenta la distin­ ción de los actos relacionantes y no relacionantes (predicaciones-posi-

líoncs absolutas). El concepto estricto de la verdad se limitaría a la adecuación ideal de un acto relacionante a la respectiva percepción ndecuada de la situación objetiva. El concepto estricto de! ser afectarlti al ser de los objetos absolutos y lo distinguiría de la peculiar «existencia» de las situaciones objetivas. Según esto es claro lo siguiente. Si se define el juicio como un neto ponente en general, la esfera del juicio — expresado subjetiva­ mente— coincide con las esferas reunidas de los conceptos de ver­ dad y falsedad en el sentido más amplio. Si se lo define mediante el enunciado y sus posibles cumplimientos existe también la misma coincidencia; bastando para ello tom ar por base los conceptos estric­ tos de verdad y falsedad. I fasta aquí hemos tratado con preferencia exclusiva el caso de la evidencia, o sea, el acto descrito como coincidencia total. Pero a la evidencia corresponde, en el caso correlativo de la contrariedad, la absurdidad, como vivencia de la contrariedad com pleta entre la in­ tención y el quasi-cumplimiento. En este caso corresponden a los conceptos de verdad y ser los conceptos correlativos de falsedad y no-ser. El esclarecim iento fenomenológico de estos conceptos puede llevarse a cabo sin dificultades especiales, después de haber prepa­ rado todos los fundamentos. Ante todo habría que describir exacta­ mente el ideal negativo de la decepción definitiva. Dada la formulación rigurosa del concepto de evidencia, que he­ mos tomado por base, es notorio que son absurdas dudas como las que se han exteriorizado en ocasiones, en los últim os tiempos: por ejemplo, si no podría enlazarse con la misma m ateria A la vivencia de la evidencia en unos y la absurdidad en otros. Sem ejantes dudas sólo eran posibles mientras se interpretaba la evidencia y la absurdi­ dad como unos sentimientos peculiares (positivo y negativo) que, perteneciendo como accidentes al acto de juicio, le com unican ese particular sello que valoram os lógicam ente como verdad o falsedad. Si alguien vive la evidencia de A es evidente que ningún otro puede vivir la absurdidad del mismo A; pues decir que A es evidente es de­ cir que A no es m eramente mentado, sino dado tam bién, verdadera y exactamente, como aquello que es mentado; que está presente él mismo, en el sentido más riguroso. ¿Cómo va, pues, tratándose de una segunda persona, a ser mentado A y a ser excluida verdadera­ mente la mención de que es A por un no-A verdaderam ente dado? Como se ve, trátase de una situación esencial, la misma que expresa el principio de contradicción [...]. De nuestros análisis resulta con suficiente claridad que el ser y el

no ser no son conceptos que expresen por-su origen opuestas cuali­ dades del juicio. En el sentido de nuestra interpretación de las rela­ ciones fenomenológicas, todo juicio es ponente, y lá posición no es un carácter del es, que tenga su correlato cualitativo en el no es. El correlato cualitativo del juicio es la mera representación de la misma materia. Las diferencias entre el es y el no es son diferencias en la materia intencional. El es expresa en el modo de la intención signifi­ cativa la concordancia predicativa; el no es expresa la contrariedad predicativa.

JOSÉ ORTEGA Y GASSET ¿A QUÉ LLAM AMOS VERDAD? (1915)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Investigaciones psicológicas» en Obras completas, vol. XII, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1.a ed., 1979, Lecciones X, XII, XIII y XIV, pp. 413-417 y 426-444. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de los herederos del autor.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Trasmundos», en Meditaciones del Quijote (1914), Obras com­ pletas, vol. I, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1946, pp. 335-7. — «Verdad y perspectiva», en El Espectador (1916), Obras completas, vol. II, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1946, pp, 17-21. — ¿Qué es conocimiento?, Revista de Occidente-Alianza, Madrid, Í984, pp. 21-38 (redacción original 1929-30). — «La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo», en En torno a Galileo (1947), Obras completas, vol. V, pp. 81-92 (ed. orig. Cruz y Raya, 1933). — «Creencia y verdad», en La ¡dea de principio en Leibnizy la evo­ lución de la teoría deductiva (1958), § 30, Obras completas, V ol, VIII, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1962, pp. 285-93 (re­ dacción original 1947). — «El nombre auténtico» en Origen y epílogo de la Filosofía (1960), Obras completas, vol. IX, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1962, pp. 384-88 (redacción original 1943-53). B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— R Cerezo Galán, La voluntad de aventura. Aproximamiento critico al pensamiento de Ortega y Gasset, Ariel, Barcelona, 1984 (esp. pp. 243-9 y 413-7). — A. Rodríguez Huesear, Perspectiva y verdad: el problema de la verdad en Ortega, Revista de Occidente, Madrid, 1966.

— P. J. Chamizo, Ortega y la cultura española, Cincel, Madrid, 1985 (esp. cap. 8: «Filosofía y verdad», pp. 142-52). : V 1••v



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O b ser va cio n es : El título que unifica los textos seleccionados es el

utilizado por el propio Ortega y Gasset para designar uno de los pará­ grafos aquí recogidos. El texto fue publicado por primera vez por P. Garagorri en 1979, pero la fecha original de redacción es 1915.

LECCIÓN X [Las ciencias suponen la existencia de la verdad.— Misión de la filo­ sofía.— Filosofía y escepticismo.— La disonancia de las verdades.— Inanidad de tal principio.] Toda teoría es un sistema de verdades. Toda verdad requiere su comprobación como verdad universal y como verdad particular. Ejemplo, una ley — y la ciencia toda— . Flotan todas las ciencias en la inmensa suposición de la verdad. La idea de la verdad como un hilo de oro, circunscribe, ciñe y sustenta toda una provincia de la cultura. Y hay quien, solícito, den­ tro de ella trabaja, allá en un rincón, sin sospechar que acaso la ver­ dad no existe, que la colmena es ilusoria. Noten ustedes las conse­ cuencias de que así fuese, de que, en efecto, la verdad no existiese. Como toda ciencia y toda parte de cada ciencia no es sino la creencia de que se posee una serie de verdades, la inexistencia de la verdad convertiría la actividad científica en un ejercicio sin sentido, ficticio y huero. Para que la ciencia tenga sentido es menester que la verdad sea asegurada, fundamentada. Y aquí tienen la primera misión de la filo­ sofía: cim entar inconmoviblemente esa suposición matriz de toda una provincia de la cultura. Lo propio ocurre con la moral: la calificación y descalificación de los actos en virtud de un juicio estimativo que cree distinguir lo bueno de lo malo es un hecho. Pero ¿y si ese juicio que cree con toda certidumbre discernir lo bueno de lo malo es una ficción? He aquí otra provincia de la cultura que se levanta sobre la suposición del bien, del valor bondad. La belleza: si analizamos bien la significación que a «bello» da­ mos notaremos que con esta nota pretendemos dotar a la obra de un

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valor sobreindividual. No es el «me gusta» porque me gusta, sino «me gusta porque es objetivamente perfecto». La filosofía, ciencia de la cultura, ciencia del sentido de la vida consciente, ho anexétastos Bíos ou Bíotos anthrópos. Mientras vivimos, vivimos em barcados en esos supuestos — usa­ mos de ellos— , los ejercitamos. Tratar de fundarlos es ya ponerlos en crisis, y es apartarse de la vida espontánea de la conciencia, y pa­ sar como a una transvida o vida virtual. Por eso la filosofía es lo contrario de la vida. Fichte: «Ambas, vida y especulación no pueden determinarse sino la una por la otra. Vida es propiam ente un no-filosofar: filosofar es propiamente un no-vivir.» Siendo el tema de la filosofía primera o fundamental la verdad vimos ya que su modo de proceder, su método tiene que diferen­ ciarse de todos los de las demás ciencias, por lo menos en un punto: tiene que proceder sin supuestos; y, especialmente, sin el supuesto de la verdad. Pero ¿cómo movernos entonces? Si todo tiene que retrotraerse a la cuestión de la verdad ¿a dónde recurrirem os para resolver ésta? Ya lo veremos. Claro desde luego resulta que tenemos que habérnoslas cara a cara con el absoluto escepticismo. Pero esto no es una desdicha o una enojosa, fastidiosa aventura que nos sobreviniese. El escepticismo no es un episodio de la filoso­ fía, y el escéptico no es un salteador que de súbito saliese al camino real para desvalijar al filósofo transeúnte. (Es todo lo contrario. La filosofía comienza por el escepticism o como la espada por su buida punta.-Herbart.) En la filosofía antigua que, como dijimos, no ha abandonado el modo natural de la conciencia precientífica — que es la creencia no sospechada— veía en el escéptico un hecho: sólo porque de hecho existían hombres escépticos urgía responder al escepticismo. Ahora bien, tan no es así que no ha habido escépticos absolutos. (Georgias de Leontini.) El escepticismo no es una filosofía sino una objeción a toda filosofía, es decir, el problem a prim ario de toda filo­ sofía. Si la filosofía comienza dudando de todo no es porque tenga motivos concretos para dudar de todo sino por su condición de cien­ cia sin supuestos. Por esto, adquiere la conciencia de sí misma en Descartes. El m étodo es la duda metódica — no el hecho de la duda— . Dudar de una proposición es una misma cosa que pedir su prueba, lagos cliclo-

iiai. Sólo entonces es la proposición verdadera — y de ser un creer en que A es B pasa a ser un creer en que (A es B) es verdad— . Luego desarrollaremos esto. No hay, pues, que esperar a que acontezca el hecho de que al­ guien venga a ponernos en duda tal o cual proposición: es menester que desde luego tracem os el círculo de la máxima duda posible, que anticipemos el universo de la duda, y no hagamos uso de nada que esté o pueda estar dentro de él. Por eso en las Meditaciones titula Descartes una: no de ce qu 'on a revoqué en doute, sino de ce qu 'on peu t revoquer en doute. Como aquella sonata de Beethoven, «a la alegría por el dolor», tenemos que llegar a la verdad por la duda y a la filosofía por el es­ cepticismo. Y los instrumentos de toda duda los forjaron los griegos. Aún no hem os agotado en ciencia el horizonte de la pupila griega — vem os las m ism as sierras, el m ismo horizonte y los mismos ár­ boles— . Siguen siendo — cada uno en su medida— eficaces los cinco tro­ pos de Agrippa, las cinco lanzadas contra la verdad. El primero: ton upó tes diafonías ton doxon, la disonancia de las opiniones. Si m ira­ mos en torno y, sobre todo, a redrotiem po hallamos sustentadas las más opuestas teorías. He aquí el argumento que mayor fuerza de in­ flujo práctico tiene: y mayor hoy que en Grecia. La historia es un largo panoram a de brazos que empuñan cada uno su verdad — y la verdad de uno lucha con la del otro— . Es un hecho que los hombres han sostenido y sostienen como verdades proposiciones antitéticas. ¿Vamos a pretender que no ocurra lo pro­ pio con nosotros? Nuestra verdad se nos presenta com o una más que viene a aum entar la universal disonancia. Mayor influjo tiene esta advertencia sobre nosotros porque en el siglo último hemos apren­ dido a ver el pasado, a comprenderlo. Vemos cómo cada época está constituida en definitiva por unas cuantas propensiones y unas cuan­ tas cegueras, dentro de las cuales viven los individuos. Llega cada si­ glo con su nuevo afán y su nueva virtud, pero a la vez con el dardo que ha de m atarle clavado en el flanco. Y hemos aprendido a trasla­ darnos a cada una de esas almas de [cada] época, y a ver el mundo por sus ojos, y hallar justificación y sentido a su ideario. De suerte que por un lado vemos la vida hum ana sometida a la relatividad de cada tiempo y, a la vez, justificada. Ya no caemos en el error del si­ glo xviit — ésa fue su limitación— que pretende salirse de la hilera de los siglos y constituirse en una edad definitiva. Nos reconocemos

(ainbién com o un eslabón de la infinita cadena, y anticipando el fu­ turo acertam os a convertirnos a nosotros mismos en pasado, en algo transitorio, y a mirarnos con esa mezcla de piedad y de desdén que forman lo que se llama «el sentido histórico». (Interpretación realmente democrática de la historia en que hace­ mos de nuestro siglo, de nuestro día — como dice Scherazade al em­ pezar sus cuentos— no más que un día de entre los días.) Esto, con otras maneras, venía a pensar Agrippa: los hombres han creído proposiciones opuestas o distintas, luego no es posible que nosotros pensemos la verdad. El indudable influjo emocional. Pero ¿cuál es el rigor teorético? ¿Es una prueba de la inexistencia de la verdad? Nada más inane. ¿Por qué parece probar la imposibilidad de la verdad? El hecho de la pluralidad de opiniones no dice nada contra la verdad. Pensadlo del revés: Sería una razón para que si os inclináis sinceram ente a es­ cuchar los rumores más profundos de nuestro corazón... ¿no es cierto que halláis allí la inquietud de este argumento, que, en efecto, no os sentís con valor para dar a vuestras opiniones un valor preeminente y definitivo sobre todas las demás? (Esa falta de confianza del indivi­ duo en sí mismo era característica de nuestra edad y por eso hubo una hora en la cual parecieron la cima del pensamiento aquellos es­ critores que acariciaban y alim entaban con flores retóricas esa des­ confianza, titubeo y anemia de nuestras personas. El Jardín de Epicuro, de Anatole France, es obra representativa de ese tiempo: no hay allí una sola idea clara, profunda, es no más que un voluptuoso elo­ gio de nuestra debilidad espiritual.) Es decir, que si ésta no existiese — la pluralidad de opiniones— no habría por qué dudar de la verdad. Hacer criterio de la verdad el consensus omnium — el sufragio universal— . El hecho de la divergencia de opiniones ni siquiera prueba la existencia de errores: ¿por qué no han de ser verdad en algún .sentido todas esas opiniones? Porque dos opiniones antitéticas no pueden ser ambas verdad: es así que existen opiniones antitéticas luego el error existe. He ahí una verdad que, por lo visto, lo es sobre todo escepti­ cismo, la que permite reconocer en lo antitético un error. Para que el hecho de la diafonia sea principio de duda ha sido m enester que no haya duda sobre qué es verdad. Porque la verdad es una, su muchedumbre es el error. Problema particular del error. ¿Cómo son posibles esos errores? ¿Lo son en verdad? Historia. — El ton pros ti — la relatividad— . Todo conocimiento nace y muere en un sujeto: es un algo subje­

tivo — incluso el conocimiento de lo verdadero y lo falso— . Protágoras — ser verdad es parecerle a uno J'aineszai. La bacía. Tal ve?, fatalmente. Aquí el escepticismo n a c e 'd e la esencia m ism a del conocimiento. Del ser al conocer va la intervención de un sujeto: conocer y todas sus determ inaciones manan del ser de ese su­ jeto: dime quién eres y te diré lo que piensas. La verdad es el sentimiento de evidencia — la creencia, Jammes, la reacción emocional del hombre entero.— La customary connexion de Hume.— Nietzsche: la verdad «es aquella clase de error sin la cual no puede vivir una especie determinada». Voluntad de pode­ río.— Verdades y valores son monedas acuñadas por el troquel de la voluntad de los grandes hombres. La verdad es cosa humana, dema­ siado humana. Ser verdad es parecerle a uno verdad: expresa, pues, la palabra verdad — como grande y pequeño— un quid relativo.— Somos movibles y querem os juzgar de lo que se mueve. A otro su­ jeto otra verdad.— El discípulo de Isis. La verdad filosófica para Simmel, com o el arte, la danza. La ver­ dad es la danza nativa del alma, su m ódulo y compás. Las verdades primeras son m odos de obrar una constitución. A otro sujeto otra verdad. Lipps, Mili.— Leyes naturales del pensar. Psicologismo.— Lipps. El conocimiento, actividad biológica.— Principio de la econom ía del pensar o del m ínim o esfuerzo.— Esta es la tendencia intelectual de la época. El subjetivismo, el relativismo subjetivista. ¿Es, pues, sin orillas el ámbito de lo dubitable?— El escepticismo absoluto.— Kant: 110 es una opinión seria — las cosas en serie.

LECCIÓN XII [El escepticismo.— El sentido y la identidad: el contrasentido.— El relativismo contem poráneo.— Quid est veritasl— La creencia.— La posibilidad de la verdad.— El relativismo y la verdad.] Comprenderán ustedes que ningún problema y menos el pro­ blema de los problemas que el escepticismo plantea, puede ser re­ suelto mientras se le m antenga en la penum bra de la comprensión. Todo problema es un imperativo de mayor claridad y una apelación que del crepúsculo hacemos al mediodía. Inútil es, por lo tanto, que nos movamos en torno a la proposición escéptica con vagas generali­ dades sobre la luctuosa experiencia de errores que el hombre ha he­

cho a lo largo de su historia. Para el presente menester, resulta tan ineficaz la elegía como el ditirambo. El escepticismo filosófico no es una m elancolía, no es un dolor indefinible ni una inquietud difusa que vagabundea por nuestro pecho. Si tai fuese, en efecto, sólo po­ dría curarse de ella quien fuese capaz de curarse con las untuosas p a­ labras de una m ística plática. Es una cuestión teórica, puramente teórica — y teoría quiere de­ cir visión y visión es faena de claridad— . Quien no tenga esa audaz voluntad de ver claro, esa trágica voluntad luciferina, que no hable de verdad ni de duda, porque en ellas comienza la cultura, la cual es ante todo, sobre todo, y después de todo, como Goethe sugería, un inmenso afán desde lo oscuro hacia lo claro, una indomable voluntad de mediodía. Digo esto porque es frecuente en nosotros un com o am edrenta­ miento ante la som bra que en el aire tienden las palabras y que nos impide ir derechos a su sentido concreto. Al amparo de esta impreci­ sión en que quedan adquieren sobre nosotros un m ágico poder que, en rigor, le es ajeno. Así ante la proposición escéptica nosotros no tenemos otro queha­ cer sino atenernos a lo que ella dice y reducirnos a examinarlo: y ha­ bremos hecho todo cuanto nos es forzoso hacer, si m ostram os que se destruye a sí misma. Ni siquiera es necesario — conste bien esto— para que el escepticismo quede como inadmisible, que lo contrario de él sea probado, es decir, que logremos estatuir una teoría firm e de la verdad y de su posesión por nosotros. . Decía yo en pasadas conferencias que el escepticismo imposible como teoría se ju stifica como objeción a toda teoría. A la manera de M efistófeles queriendo el mal crea el bien: intentando perdurable­ mente negarlo todo, nos obliga a afirm ar y a asegurar bien todo. Una muestra de ello hemos tenido en que apretados por él, menesterosos de buscar una instancia que la duda extrema no pudiera rehusar, nos ha ocurrido la aventura de desem bocar insospechadam ente en un mundo más rico, más firm e y más claro que el m undo del ser y el mundo de la verdad. Podrá acontecer que las cosas no sean tal y como a nosotros nos parecen en verdad ser. Podrá acontecer que, como Descartes tem ía llevando a! superlativo la suspicacia, exista un «genio maligno» el cual se com plazca en mover nuestros pensam ien­ tos de manera que no hagamos sino engañarnos. Lo que no puede ocurrir es que cuando pensemos A estem os pensando B, lo que no puede ocurrir es que un sentido que entendemos no sea lo que enten­ demos.

Lo verdadero y lo falso y lo dudoso —decíam os— antes de ser verdadero o falso o dudoso tiene que tener sentido. Si no lo tiene no será verdadero, mas tampoco falso, mas tampoco dudoso. Lo único a que el escéptico no puede renunciar es a que sus pala-! bras tengan sentido. Pronto ensayaremos la investigación de qué sea el «sentido»: este estudio a quien doy el nombre de Noología es, en mi opinión, fundamento de todo lo demás, anterior a la lógica y a la psicología y a la m atem ática y a la metafísica. Ahora nos basta con haber caído en la cuenta de esta perogrullada: que para dudar de algo ese algo tiene que ser tal algo, y no otro algo del cual no se duda. No tenemos, pues, que detenernos más ante la proposición es­ céptica que a sí m ism a se anula: quien dice «no hay verdad», «dudo que poseam os verdad» o como quiera que esto sea expresado, piensa en la verdad y la distingue de la falsedad y no admite que esos dos sentidos sean uno mismo. La verdad del principio de identidad es condición para que la duda tenga sentido. Yo no puedo dudar mi duda si aquello de que dudo no es algo idéntico a sí mismo y distinto de cuanto no es ese algo. Por esto es la proposición escéptica un con­ trasentido como el cuadrado redondo. No podemos llegar a pensarla completamente. Con esto nos basta. No aspiramos a mayor seguridad para nuestros conocim ientos y opiniones que ésta de que la negación o duda de ellos implique un contrasentido. Recordarán ustedes que nos proponíam os anticipar todo el ámbito de la duda posible: con ob­ jeto de que el contenido de la ciencia fuera imposible de ponerse en duda. Pues bien, ahora decimos: la duda posible concluye donde em ­ pieza el contrasentido, la duda tiene com o límite ciertas condiciones sin las cuales no sería duda. Y una de éstas es que el sentido de la duda supone el sentido de verdades: una de ellas, que lo que pensa­ mos tiene que ser además idéntico a sí mismo; otra de ellas, que la duda existe; otra, que el que duda existe, etc., etc. En rigor, la duda es imposible sin la admisión de un m undo literalmente infinito de verdades. Esta imposibilidad de negar la posibilidad de la verdad es la que Lotze llamaba Selbslvertrauen y Joñas Cahan la Selbstgarantie der Wahrheit. Com prenderán ustedes que esta atención a la fórm ula de abso­ luto escepticismo, aunque necesaria para el edificio ideal de la cien­ cia, no tendría interés para nosotros si no fuera porque a los resulta­ dos de su crítica hay que referir las teorías de la verdad históricamente sentadas y, sobre todo, vigentes hoy. Hay un error que está por encim a de todos los errores, un error

absoluto, que invalida en grado último una teoría: este error consiste en que la teoría de que se trata niegue las condiciones constitutivas de toda teoría. Y siendo «teoría» — antes que nada— un orden y co­ nexión de verdades, claro es que la negación de la verdad, del senlido de la verdad hace imposible toda teoría. Este error aparece for­ malmente en el escepticismo y por esto he dicho alguna vez que el escepticismo o negación de la verdad es el error absoluto. Y ahora dirijámonos al relativismo contemporáneo que es tarca mucho más fecunda y sugestiva. Habla éste de la verdad, tanto que no pretende ser sino la teoría de la verdad, la verdad de la verdad. Consiste, como hemos indicado otras veces, en afirm ar que la ver­ dad es algo relativo al sujeto que conoce. Ahora vamos a ver si afir­ mar eso no es una y misma cosa con el escepticismo absoluto, con la negación del sentido de la verdad. Pero es ya sazón sobrada para que nos hagamos la pregunta que una dramática tarde se hizo, en el pretorio, al justo de Galilea: Quid est veritas? ¿Qué entendemos por esa «verdad» de quien andamos siguiendo las trazas e inquiriendo si la hay o no la hay? Cuanto hem os dicho en estas conferencias viene a servirnos ahora, y nos perm ite dar brevedad a nuestra presente tarea. Las cosas — hemos dicho— no son verdad ni falsedad, ni verda­ deras ni falsas; verdadera y falsa sólo puede serlo la conciencia de las cosas, el pensar las cosas. Y no todo pensar. La imagen de una quimera que acaso tengo, no es verdadera ni falsa. La misma percep­ ción alucinada no es verdadera ni falsa:'si yo en vez de esta estancia llena de un público cortés viera de súbito ante mí una selva atroz hir­ viendo de fieras, no es dudoso que yo lo estaba viendo en efecto. (Verdad y falsedad hacen sentir su presencia en el momento que de representar, im aginar o percibir algo paso a juzgar, a creer. «Los sentidos — dice Kant— no yerran nunca pero no porque siempre juzguen con acierto sino sim plemente porque no juzgan.» Dice en cambio Heráclito: Testigos y no m alos jueces.) Nuestro análisis del juicio nos había llevado a aislar, como su elemento esencial, la creencia: juzgar que ‘a ’ es ‘b ’ es creer que, en efecto, ‘a ’ es ‘b ’. ¿Y qué quiere decir ese ‘en efecto’? Para ver esto con claridad es m enester que siquiera aludamos rá­ pidamente a las nuevas investigaciones del austríaco M einong, sobre lo que él llama Annahmen o asumpeiones. Era tradicional en la ló­ gica definir el juicio como el acto en que afirm am os o negamos. Esta dualidad se daba como la característica del juicio; en realidad,

en un acto de im aginación ni afirm am os ni negamos nada; en una] percepción es dudoso si hay afirm ación pero es cierto que no hay ni puede haber negación. Pero Meinong ha subrayado, una advertencia sum am ente trivial y que a toda hora hacemos en nuestros usos men­ tales. Nótese la diferencia de sentido que hay cuando digo sin reser­ vas «la guerra es un acto de barbarie», y cuando digo «que la guerra es un acto de barbarie me parece sum am ente dudoso». En esta s e - 1 gunda frase parece que va incrustada la prim era y, sin embargo, en este segundo caso ¿no significa algo distinto? Si yo digo que es du- ¡ doso su contenido ¿cómo es posible que en el mismo complejo de la frase entera haya aseverado ese contenido? Prudentemente no lo he hecho; en su segunda aparición ¿no es cierto que la frase ha perdido algo con respecto a su primera aparición? Allí yo sentenciaba, daba, por decirlo así, a mis palabras un valor ejecutivo: aquí no sentencio, no asevero que la guerra es un acto de barbarie. Otra manifestación acaso más clara de este cambio de sentido la encontramos siempre que a una frase anteponemos un ‘si’ condicio­ nal. Digo por ejemplo: «ahora se apagan las luccs». Encuentran uste­ des, sin duda, que esto que yo digo es falso. Pero ahora digo: «Si ahora se apagan las luces nos vamos a quedar a oscuras.» Y esto yo creo que les parece a ustedes cosa bastante verosímil. Lo primero es propiamente un juicio: lo segundo, diría Meinong, es una asumpción. El mismo contenido de objetos en uno y en otra; ambos pueden ser afirm aciones o negaciones, y sin embargo, falta a la asumpción aquel género de eficacia última, de ejecutividad, de sentencia, en suma, que el juicio posee. La asum pción viene a ser la sombra de un juicio, el hueco de un juicio, un juicio neutralizado, desvirtuado. Eso que sobre aquélla tiene éste, ya lo sabemos de sobra, es la tesis de convicción, la creencia. No sé si a ustedes parecerán minucias estas distinciones; yo creo que todo lo que vale algo —-un tapiz de Gobelinos, un poem a, una ciencia, una amistad— no es más que un tejido de minucias y hum il­ des momentos. La realidad no es m ás que una suma infinita de pequeñeces y, si Dios al crearla hubiera desdeñado lo m enudo, yo tengo para mí que no habría hecho el mundo, sino que hubiera hecho un discurso. La m inucia es la lealtad del pensador, com o del creador. Pues bien, vengamos ahora a la creencia. No se cree en las cosas sino en nuestro pensar las cosas. Cuando un pensam iento nuestro, un acto de nuestra m ente va acom pañado de creencia queda dotado de la pretensión de que a él corresponde exactam ente algo transconsciente, algo que no es

nuestra m entalidad. En menos palabras: creer es creer que a mi conciencia corresponde un ser. ¡Palabra terrible ésta del ser, la terrible palabra de la metafísica, erizada de equívocos; que, com o.a la cabeza de Medusa, no sabemos por dónde coger! Mas para el caso nos basta con advertir que ser significa esa ca­ pacidad que hace de las cosas cosas, de la realidad realidad y, en virlud de la cual, las cosas y la realidad no consisten en meras ficcio­ nes, 110 dependen de una subjetividad. En la ficción lo fingido no es supuesto por mí com o siendo, es decir, como consistiendo fuera de este mi fingir. Lo fingido no es real; es decir, lo que hay de real en lo fingido es el acto que lo finge. Este acto mío empieza en un momento y acaba en otro y con él su ficticia criatura. M as la creencia, por el contrario, es la declaración de que lo creído vive por sí mismo independientemente de mi acto de creer, de suerte que no nace ni m uere con éste. No olviden que no estam os ensayando otra cosa que la descrip­ ción del fenómeno de nuestra creencia: no nos preocupa ahora la cuestión de si ese carácter de nuestra creencia, esa pretensión que es constitutiva de ella, está o no justificada. Así, supongamos que todas mis creencias son ilusorias; en cuanto creencias son, no obstante, un creer que no son ilusionas, que son todo lo contrario que la ilusión: que a su contenido responden rea­ lidades, que en ellas se reflejan realidades. La creencia, en suma, es la conciencia de que algo es — es inde­ pendiente de esta mi conciencia— . Sobrem anera difícil es hacer fácil de aprehender este punto. Yo diría acaso: como el color es el correlato del ver, es el ser correlato del creer; en cierto modo, es lo que ve el creer. El color lo ve el ojo; pero que ese color es, este ser lo ve el creer. Pues bien: sólo la creencia en este sentido puede ser verdadera o falsa. Verdad y falsedad son cualidades de las creencias. Se me dirá ¿cómo es esto posible? Según lo dicho toda creencia, aun la ilusoria, cree que lo que ella piensa es. Por tanto, toda creen­ cia cree que es verdadera. ¿Cóm o podrá haber una creencia que a sí misma se crea falsa? ¡Poco a poco! ¡Poco a poco! Si en algún tema, en toda esta formi­ dable cuestión de la verdad, es [ahora] forzoso el bisturí de las más deli­ cadas distinciones. Estamos puliendo y asegurando el vértice sutil donde viene a descansar el orbe inmenso y sagrado de la cultura. No creo que haya más abonada ocasión para andar con pulcritud y alerta.

Como enseguida podremos ver, cualquiera ligereza y descuido en este lugar trae consigo las más graves desviaciones en el resto del edificio científico. Estamos manejando las verdades donde flotan to; das las demás; y no sólo las demás verdades sino también donde vive inmerso nuestro corazón; nuestra ciencia y nuestro arte, nuestra eco-a nomía y nuestro derecho, nuestra ética y nuestro Dios respirarán aquella atm ósfera que ahora le preparemos. ¡Poco a poco! — exclam aba yo— . He dicho que toda creencia es un creer que lo que pienso es. Pero no he dicho ni m ucho'm enos que toda creencia crea de sí misma que es verdadera. Cuando aseguro que A es B, creo que A es B, y nada más. No; creo que A es B, y, además, que esa mi creencia es una verdad. ¿No notan ustedes que esto segundo es ya otra creencia con otro conte­ nido distinto? En la creencia ‘a ’ creo en la conexión entre A y B; en la creencia N creo en la conexión de «Creencia a» y «Verdad». La verdad es un carácter que creo encontrar en la «Creencia a ». En qué consista este carácter no es ya cuestión intrincada para nosotros. (Al encerado: La creencia que A es B = N N es V (Verdad) Creencia o. Creencia N) A

B

verdad

Si el creer es creer que A es B, esa creencia será una verdad cuando su pretensión se confirm e, cuando, en efecto, resulte que A es B. Para esto necesito comparar la creencia ‘a ’ con las cosas m is­ mas — no con sus conceptos— , con las cosas mismas A y B. Con esto queda, sospecho, aclarado qué entendem os por verdad: es el carácter que adquiere una proposición o creencia cuando cree­ mos que su pensam iento coincide con la realidad; como siempre se ha dicho: adaequatio intellectus el rei. Bsta creencia en que se advierte la verdad de otra creencia, es lo que significa, estrictamente, una de las palabras que con más vague­ dad usamos: conocer. Ver una cosa no es conocerla. Yo conozco una cosa cuando creo que mis proposiciones sobre ella son verdaderas.

No oculto que todas estas definiciones sobre el sentido de la creencia, de la verdad y del conocer, bajo su aspecto de perogrulla­ das nada brillantes, me han costado algún trabajo y, si han tomado ustedes nota de ellas, yo les estimaré que, a solas, las ensayen, conIrasten y depuren. Es en verdad increíble, pero son muy raros los li­ bros en que se acomete de una manera formal la aclaración de estos conceptos fundamentales. Mas es seguro que al llegar donde llegábamos se habrán dicho: ¿cómo es posible que la verdad de una proposición consista en que hayamos visto su coincidencia con las cosas mismas, con el ser mismo? Entonces no habría ninguna verdad: porque ¿cómo vamos a comparar nuestros pensamientos con las cosas mismas? A éstas no podemos llegar sino al través de otros actos de conciencia y así suce­ sivamente, sin salir jam ás de nosotros, porque ésta es la condición incomparablemente trágica de la subjetividad: ser cárcel de sí misma. Si es terrible hallarse perpetuam ente preso, cuál no será el horror macabro de esta imagen: un preso que es, además, prisión. «Es imposible — decía Hebbel— que encerremos en un armario su propia llave». No menos imposible parece lo inverso: que el sujeto salga de sí mismo y vea el ser tal y como él es. Así piensa, en efecto, la Edad que a sí se llama «m oderna»; y so­ bre todo ese siglo de la «modernidad» superlativa, el xix. Es proba­ ble que yo piense de otra m anera; verdad es que no soy nada «mo­ derno», que aspiro a ser del siglo xx, el cual acaso se diferencia del xix, entre otras cosas, en no sentir prurito de modernidad como tam ­ poco de palingenesias. Pero de todas suertes, pensemos que hay manera o que no la hay de palpar las cosas mismas, nuestro asunto de hoy no sufre m odifica­ ción: no he intentado mostrar cómo es posible la verdad. Me he limi­ tado a precisar qué entendemos por verdad qué buscamos cuando buscamos la verdad. Si luego resulta que por la estructura de nuestra mente no somos aptos para lograrla, tanto peor para nosotros. Pero lo que no parece lícito es que desentendiéndose de lo que directamente entendemos por verdad se busque, mediante un supuesto análisis de nuestros medios cognoscitivos, aquello que éstos son aptos para pro­ ducir, y eso, sea lo que sea, se nos presente como el sentido de la ver­ dad. ¡Vano empeño! La creencia misma en que esa cuasi verdad se afirme, creerá que lo que ella afirm a es, y ese ser, esa seguridad y forzosidad en ella creada no admite reservas ni contenciones. Cuando se cree que la verdad es algo relativo, esto se cree absolutamente. Mas el creer admite grados, se me objetará: yo creo cierto algo, o

lo creo probable, poco o muy probable, etc. Sin duda; pero lie ahí e curioso hum or de la creencia: cuando yo creo probable que A sea É la probabilidad de que A sea B se me convierte en una seguridad de esa probabilidad. Cuando se ha declarado que algo es probable se ha declarado absolutam ente su probabilidad. F,l cálculo de probabilidad des no es a su vez probable sino cierto. Y ahora podemos ver cómo la dubitación misma es una modifi-i cación de este carácter genérico de la creencia: cuando dudo de algo| no es que no crea nada de ese algo, al contrario, creo indubitable­ m ente que es dudoso: su carácter dudoso se planta ante mí con la fir­ meza del ser cierto, sólo que envolviendo en su firm eza esta m odali­ dad de dudoso. Dicho de otro modo: el ser probable, el ser cuestionable, el ser dudoso son siempre ser, y conservan de éste ese carácter de inm utabilidad y solidez que es su nota constitutiva. Husserl — a quien tanto debemos en todos estos asuntos— hace notar que es un error considerar la duda, el creer probable, el parecerle a uno o sospechar, etc., etc., como modos de conciencia entre los que pueda situarse, cual uno de tantos, la creencia cierta, la convicción plena, pura y simple. No hay tal: analícese atentamente el sentido de aquéllos y se verá cómo por todos pasa como un nervio esencial que los vitaliza, esta creencia cierta que es, por tanto, su modo originario y que en ellos persiste. Duda, probabilidad, etc., son en rigor m odali­ dades de la creencia, como el estar sano y el estar enfermo, moda­ lidades del ser vivo. Acaso no vean todos ustedes hoy con la misma claridad esto que digo ahora. No importa: llegará, espero, ocasión de que a todos sea patente. I lechas todas estas consideraciones creo yo que bastará deducir de ellas las más próxim as consecuencias para que se manifieste el contrasentido o absurdo que yace en toda teoría relativa de la verdad, en toda teoría donde se haga depender el carácter de verdad de la pe­ culiar estructura del sujeto. No olvidem os, ante todo, esto: cuando yo creo que una proposi­ ción mía — A es B— es una verdad, puede que en realidad no sea B el A. Entonces se dice que he com etido un error; o, de otra m anera expresado, entonces ha sido verdad para mí lo que, en rigor, no era verdad. Aquí hemos empleado dos veces la palabra verdad: una vez señera, otra vez unida al para mí. Pero yo les ruego a ustedes, que de una vez para siempre hagan el esfuerzo de fijar, con toda claridad, qué entienden en la expresión «verdad para mí», y en qué se diferen­ cia su sentido de la expresión simple, «verdad», o «verdad en sí»

como escribe el genial Bolzano. Notarán ustedes que, en fin de cuentas, no hay la menor diferencia: algo es verdad para mí, quiere decir: creo que a este mi pensamiento de algo corresponde una reali­ dad. Y algo es «verdad en sí», o sim plemente verdad, quiere decir: a esto que yo pienso corresponde una realidad, Supongan ustedes que me he equivocado: entonces deja de ser verdad en sí mi proposición, y al dejar de ser «verdad en sí» deja de ser verdad por completo, es decir, deja de ser verdad para mí. En otra fórmula — porque en pun­ tos difíciles como éste conviene expresar las cosas de muchas m ane­ ras a fin de que en unos esta frase, en otros la otra suscite repentina­ mente la luz de la com prensión— , en otra fórmula, pues: algo es verdad para mí cuando para mí es verdad en sí. Que he com etido un error: entonces es que he tomado por verdad en sí lo que no lo era en rigor, y ahora al dejar de ser verdad en sí deja de ser verdad para mi. Como ven ustedes todo depende de un equívoco fatal que hay en es­ tas palabras «verdad para mí». Por un lado, y éste es el sentido ab­ surdo, imposible: parece con ellas indicarse una clase o especie de verdad distinta de la verdad sin más o verdad en sí. Por otro, lo que se quiere significar por «verdad para mí», es que para mí la proposi­ ción «A es B» es verdad. El para mí no afecta a la cosa «verdad», sino al enlace, tal vez erróneo, que establezco entre «A es B», por un lado, y «verdad» por otro. Las naranjas son azules — esto es por ejemplo una verdad para mí— ; es decir, que para mí el ser azules las naranjas es absolutamente verdad, que para mí todo el mundo está obligado a reconocer que las naranjas son azules. Noten el absurdo que resultaría de dar el otro sentido a eso que llamo «verdad para mí»; sería com o decir: las naranjas no son azules pero para mí lo son. El «ser para mí» es un cuadrado redondo, un cuchillo sin hoja ni mango. Ésta es la divina, desesperada burla de Cervantes cuando, ante la bacía del barbero, hace concluir la cuestión a Don Quijote: [«... eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (III capítulo XXV).] Es decir, nuestros pareceres son varios y encontrados: sólo en una cosa coincidimos, en que, a todos, no nos parece que nos pa­ rece sino nos parece que es tal y com o nos parece. El hecho del error no quita ni pone quilates al objetivo «verdad» sino que consiste pre­ cisamente en que creemos ver esa cosa verdad donde no está. Cuando, temerosos, en los caminos nocturnos poblados de patéticas sospechas, creemos ver un hom bre donde hay una zarza el error está justamente en que creamos ver un hombre, un verdadero hombre. Del mismo modo, en el error del conocimiento creemos ver una ver­

dad, una verdadera y absoluta verdad donde [no] la hay. Si no enten­ demos por hombre un hombre real no sufriremos temores. Si 110 creemos que es verdad sin más lo que pensamos, no habrá ocasión par? el error. No acierto, por el momento, a dar a esto mayor lucidez. Sólo ls meditación de ustedes... (Guía: no m ezclar dos cuestiones; qué es lo que entendemos por verdad, y cómo podem os nosotros llegar a la posesión de ella.)

LECCIÓN XIII [¿Qué entendemos por verdad?— Relativismo y constitución.] Habíamos tratado, en la postrera conferencia, de contestar a la pregunta que en el pretorio, una patética tarde, hizo el político, todo frivolidad, al hijo del hombre, todo corazón: Quid est veritas? Sin embargo, es esta pregunta, como tantas otras, por decirlo así, tornasolada. Puede con ella buscarse qué sea, en qué consista, de qué dependa la verdad — o simplemente podemos en ella solicitar que se nos diga qué entendem os por verdad— . Ambas son, como de suyo se advierte, muy distintas y de impar dificultad. Nosotros sólo intenta­ mos contestar esta segunda cuestión, la más fácil, la más urgente: ¿qué entendemos por verdad? Qué sea, en qué consiste, de qué de­ penda, cómo se obtiene son todas cuestiones que, por lo menos, ha­ brán de som eterse a esta irrecusable condición: que aquello cuyo ser, cuya consistencia y dependencia, cuya obtención nos expliquen y declaren sea esto mismo que por verdad entendemos, y no otra cosa, la cual es diferente de la que entendemos. Equívoco en «verdad para mí».— La verdad «carácter»... En la creencia ‘a ’ es ‘b ’, yo encuentro ese carácter de verdad; como antes decía que ‘a ’ es ‘b \ ahora digo que la creencia ‘a ’ es ver­ dadera o tiene verdad. Se me dirá: pero ese carácter de verdad es a su vez contenido de una creencia; ese creer es como un sentimiento de seguridad que, com o la tristeza y la alegría, se adhieren... Relatividad de agrado y enojo — Platón. lnsum abilidad del dolor y el placer. Algo así es el sentim iento de evidencia. No: sentimiento vacilante ante la insospechada evidencia. «Ahora estoy viendo un encerado» — mi pensar, lo que pienso y

las cosas a que lo pensado se refiere— . Mi pensar y mi ver: lo pen­ sado es la form a ideal o conceptual de lo visto. Mi visión — mi per­ cepción visual— me da esas cosas. Lo que yo entiendo cuando he pensado lo encuentro en mi visión: advierto, pues, la identidad entre lo pensado y las cosas en mi visión dadas. El acto en el cual veo, ha­ llo esa identidad es la evidencia. Como en la visión veo colores en la evidencia veo la identidad entre lo pensado y las cosas. Toda verdad se funda en un acto de evidencia. Que las cosas no son en sí tal y como me son dadas en la percepción.— Perfectamente, pero como las cosas que mi pensamiento pensaba son estas que mi percepción percibe y no otras a las que yo no me refería y de las que nada sé... No es, pues, un impulso subjetivo quien me mueve a declarar verdaderos mis pensamientos de las cosas, sino las cosas quienes dan la garantía a mi pensamiento. La verdad de que sean 4, 2 y 2, es el mismo y su repetición. Relativismo: ¿el ser de Sirio pensará acaso que 2 y 2 son 5? La «constitución». I. Que no haya matemática en Sirio. Si la hay, si piensa en dos, en ese dos en que nosotros pensam os y piensa la repetición — ¿qué sentido tiene decir que será para él otra la verdad? Si algo es, en rigor, verdad para mí — será verdad en absoluto. La verdad en tierra de ciegos — no ven las cosas de distinta suerte que nosotros— . Sino que no las ven; las verdades sobre colo­ res no existen para ellos. Distintas constituciones orgánicas, mundos distintos pero no an­ tagónicos. Los cuerpos — cúbicos— se dan en una perspectiva. Pues bien, si para Dios existen, existirán así. Conversión del subjetivismo: donde está una pupila no está otra — lo que ve una pupila no lo ve la otra— , luego mi verdad no es tu verdad. Nada de eso: donde yo estoy en efecto nadie está, y el mundo en­ vía hacía mí una perspectiva, toma un aspecto que sólo yo puedo ver. Pero esto no quiere decir que el mundo no sea como yo digo y veo. Todos los aspectos y perspectivas lo son verdaderam ente del objeto. Los objetos ideales para quienes el espacio y el tiem po no exis­ ten, no ofrecen en el mismo sentido una forzosa diversificación de aspecto. El órgano que los percibe — el intelecto— es ubicuo y com penetrable — en cierto sentido— . El objeto ideal tierra y el ob­ jeto visual tierra, me ofrece una vertiente que sólo a mí ofrece — he

ahí una verdad que precisam ente por ser yo distinto es una verdad de las cosas. La constitución orgánica, un analizador.— Los, sentidos como di­ mensiones sensibles del mundo: la proyección de unos sentidos en otros.— Frangois Huber y las abejas.— El arnero o cedazo; la erotiká. La constitución psicológica: la atención directora de los sentidos. Seleccionadora. Tesitura. Los tiburones.— Qué objetos y qué verda­ des sobre ellos lleguen a cada uno depende de su estructura. De su ser. Por eso es al revés que el Darwin-Lamarck. El ser crea su medio — lo selecciona, lo recorta. Cada individuo necesario. El foco. El individuo como un órgano y un tentáculo del universo. La raza.— La nación. La vertiente española del mundo. Los haces verdaderos o trozos del mundo se constituyen en las razas, en las épocas, en los individuos. Y el universo no lo es en na­ die porque individuo es «punto de vista exclusivo». La historia es in­ terindividual como integración de esos trozos de mundo. Dios como la integración, correlato del universo — omnitudo veritatum— es la exclusión de toda exclusión. Dios exigencia derivada de la lógica. Si no, la física no existe. En suma, quien no se obstine en contrasentidos, en lugar de decir «la verdad es la verdad para mí», tendrá que decir la «verdad para mí» es verdad en sí, absoluta. La consistencia de la especie, un suceso. La verdad como suceso — luego la verdad no existe. Husserl y la «no existencia de la constitución y existencia huma­ nas». La no-existencia del mundo y en él el yo y la especie.— Sólo el azar de que haya especies así constituidas — para quienes valga «la existencia del mundo». Pero las especies se entienden como pro­ ducto del mundo, y sin embargo el mundo depende, es y no es, se­ gún ellas. Errores de este calibre implican alguna grave frivolidad. Es el no entenderse a sí mismo... Las palabras — van de alma en alma llevando la intimidad— como ideales naos que llegan de Ceilán cargadas de especias.— El alma bronce. Aquiles. Significación y signo-Ser-signo-Señal y fundamento. Conexión ideal presente a la conciencia. ¿Palabra signo de la vida psíquica? Gesto, expresión emotiva, llanto, palidez. Falta la conciencia de su expresividad.— Fisiognomía.

[El subjetivismo-relativismo es cosa de ayer.— Verdad, conoci­ miento: el equívoco de la verdad.— El núcleo de la psicología.— Las clases de verdad.— Las «condiciones» del sujeto.— El foco lumi­ noso.— El ideal de la Psicología.] Era urgente que tuviéramos un primer encuentro con la interpre­ tación subjetivista, relativista de la verdad. Como tantas veces he di­ cho desde los comienzos de este curso, es ella el aire ideológico donde nuestras mentes se han movido mientras se iban construyendo y ha llegado a ser como nuestro instinto espiritual. Por otra parte, es un hecho patente que la ciencia filosófica cuando m enos — acaso también la sensibilidad general del alma europea— se encuentra ya a ultranza de esa interpretación y nada hay más infecundo para la obra del intelecto com o encarcelarse en los pensamientos de ayer cuando ya ha llegado el hoy con nuevos pensamientos. En este prim er encuentro con el relativismo yo me he limitado a señalar a ustedes el equívoco que existe en todo condicionamiento del carácter «verdad» por el sujeto y su constitución, en toda fórmula donde se hable de verdad para — sea para el hombre, para el habi­ tante de Alfa Centhauri o para Dios. Dos cosas ciertam ente no he pretendido: ni que con lo dicho quede a todos plenam ente m anifiesto el equívoco ni que sin más que lo dicho quede desarraigado el relati­ vismo. No era verosímil que quid pro gao tan grave naciera de la sola y en la sola palabra verdad. Pensemos que en ella llegan a verter sus particulares significaciones otras muchas palabras, precisam ente las de más peligrosa delimitación. Verdad era no más que un carácter del conocim iento; el conocim iento a su vez supone los conceptos de pensar, de realidad, de sujeto, de conciencia, de representación, de contenido de la conciencia, etc. Germinado casi imperceptiblemente en una de estas palabras, florecido en la otra, triunfante en la tercera, multiplicado en la cuarta, etc., viene a explotar de un golpe el equí­ voco dentro del cuerpo m ínimo y de tan inocente sem blante, que tiene el término verdad. Sólo habrem os llegado a una plenaria penetración del equivoco cuando paso a paso hayamos desarraigado sus gérm enes en cada uno de esos elementales conceptos. A la par que esto, com o son ellos los conceptos fundamentales de la psicología, nos encontrarem os sin sospecharlo dueños de la clave de esta ciencia y, súbitamente, mien­

tras creíam os que habíamos hablado de lógica y de metafísica y de gramática nos sorprenderem os con que hemos arribado al núcleo cordial de la psicología. Había yo tratado de mostrar en la penúltima conferencia me­ diante el análisis de la expresión «verdad para mí», que toda teoría donde se reduce a un valor relativo el carácter «verdad», es un ab­ surdo en el mismo sentido en que lo sería la afirm ación de que lo que estoy viendo cuando estoy viendo un color azul es un color verde. Todo lo que no sea declarar que si hay verdad lo que sea ver­ dadero es absolutamente verdadero, y que lo que para mí es verdad si, en efecto, lo es y no se trata de un error mío, lo será para todo otro sujeto cualquiera que sea su condición — lleva al puro absurdo. Pero en la tendencia relativista hay, sin duda, junto a este absurdo doctrinal el propósito, bien fundado, de hacer notar que la posesión de la verdad por el hombre está som etida a evidentes limitaciones. En efecto, ni poseemos todas las verdades ni podem os poseerlas to­ das. En este sentido, claro es que la verdad es relativa; pero ese sen­ tido está mal expresado así. No es la verdad quien es relativa al hom­ bre sino el número y clases de verdades que podam os poseer. Tenía, pues, yo alguna prisa de dar esta parte, ciertamente trivial, de razón al relativismo y a ello dediqué mi última conferencia. El in­ tento de lo en ella dicho — me importa subrayar esto— fue presentar ante ustedes en am plísim a anticipación la teoría positiva de la in­ fluencia del sujeto en la verdad, desde un punto de vista exento de relativismo. Como un esquem a y plano fue lo que dije, nunca como una prueba y fundada exposición. ¿Cómo negar — venía yo a decir— que el sujeto condiciona en algún sentido la verdad? Empezando por su cuerpo, por sus órganos de sensibilidad: el sistema nervioso se halla interpuesto entre nuestra conciencia y el universo, lo mismo que una retícula o cedazo que sólo deja pasar una porción de realidad e intercepta todo el resto. No hay duda de que ve otro mundo el ojo de seis mil facetas de la rubia abeja y el globo ocular del hombre que condensa los rayos lum ino­ sos. Pero ¿qué sentido tiene preguntarse cuál de los dos ve el mundo visible como el mundo visible es? El mundo visible es de tantas ma­ neras como sean las formas de verlo: cuantos estemos en torno a un objeto vemos de el caras y lados diversos y, porque sean entre sí di­ versos, no son todos menos propios del objeto. Qué llegue, pues, del mundo al sujeto depende por lo pronto de su estructura orgánica, específica e individual. Pero mucho más de su estructura psíquica: para el hom bre atento

;i la m atemática las verdades biológicas no existen; tal individuo es ciego para los problemas religiosos o artísticos y, en cambio, dotado de suma perspicacia para los físicos o químicos. Evidentem ente si una cosa existe para nosotros, si nos percatam os de ella y de otra no, es, como suele decirse, porque tenem os para ella atención. Pero si esta atención no ha de quedar como un vago término, y si intentamos ver en qué consiste, hallaremos que no es sino el resultado de nuestra individual contextura psíquica. Todos los hombres nos reunimos bajo este título de hombres, precisam ente porque coincidim os en una gran parte de nuestra predisposición o como yo suelo decir, tesitura. Una parte de nuestro mundo nos es común a todos, precisam ente aquella sobre la cual se ejercen las actividades básicas de la vida. Cuando al­ guien no coincide en esa parte con nosotros le excluim os de la nor­ malidad. Dentro de la especie hum ana forman las razas círculos más estrechos de coincidencia y normalidades relativas, hasta llegar al in­ dividuo el cual posee ciertos rincones de verdad y de realidad que son su individual propiedad, que nadie sino él puede intuir y ver. Y de este unipersonal peculio aún habrá una parte que logre, por m e­ dios indirectos — como es la palabra— , hacer cuasi-ver a los demás, pero siempre quedará un resto inexpresado y prácticam ente inexpre­ sable que no podrá comunicar. Esta es la razón psicológica de ese fe­ nómeno de soledad radical que van sintiendo los individuos humanos conforme van individualizándose más, esa fatal incom prensión e in­ comunicabilidad en que vienen a desembocar a la postre las más pro­ fundas amistades y los más leales amores. Cada individuo es un ór­ gano de percepción en algo distinto de todos los demás, y como un tentáculo que llega a trozos de universo para el resto secretos. Nin­ guna imagen más adecuada de la relación entre nuestra conciencia y el mundo de las realidades y de las verdades que, en la noche marina, el foco de un navio vagabundeando con su cono luminoso por el cielo en tinieblas e iluminando súbitamente este o aquel trozo de nube. Y aquí tienen ustedes, a lo que pienso, indicado el problema de la Psicología: mientras las otras ciencias se ocupan de hacinar esas verdades del mundo que cada sujeto ha ido arrancando al universo, la psicología se vuelve de espaldas a ellas, al mundo, y estudia el mecanismo y la estructura de cada conciencia subjetiva. Podemos es­ tudiar o los colores del paisaje o el ojo que los ve. Así, la psicología vuelta de espaldas al mundo estudia la psique, órgano de percepción del mundo. Y el ideal de la Psicología sería averiguar qué había de peculiar, de único, en la contextura psíquica de Newton, que hizo quedar en

ella enredada y aprisionada la idea de la mecánica; qué había en el alm a de Cervantes... Todas estas palabras mías no son más que ejemplos tras de los cuales se ocultan largas hileras de problemas. La Psicología se ha­ llaba detenida ante algunos de ellos sin poder avanzar, sin poder ju s­ tificar la retirada. Había en los laboratorios y en las m editaciones de los psicólogos una desesperanza y acedia, un como odium professionis análogo al que suele acom eter al cenobita cuando los primeros fuegos del entusiasmo religioso se han apagado. No hay duda de que la repentina primavera que en estos últimos años ha venido para la Psicología se debe a la publicación que en 1900 hizo Edmund Husserl de sus Investigaciones lógicas. Y el más fecundo acierto de esta obra fue renovar, en cierto m odo iniciar, los estudios de la significación.

PAUL RICOEUR VERDAD Y MENTIRA (1951)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Vérité et mensonge», Esprit, 19/12 (1951), pp. 753-778. — Recopilado en Histoire et vérité, Seuil, París, 1955; 3.a ed. aumen­ tada, 1967. E dición ca stellan a :

— «Verdad y mentira», en Historia y verdad, Encuentró, Madrid, 1990, pp. 145-168. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. T r a d u c c ió n : A.

Ortiz García.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Vers le concept de vérité métáphorique», én La mélaphore vive, VII, 5, Seuil, 1975, pp. 310-321 (ed. east., «Hacia el concepto de verdad metafórica» en La metáfora viva, Cristiandad, Madrid, 1980, pp. 332-343). — «Can Fictional Narratives be True?», Analecta Husserliana, 14 (1983), pp. 3-19. — «Conclusions», en H. L. van Breda (ed.), Vérité et vérification, Actes du IV Colloque International de Phénomenologie, M. Nijhoff, La Haya, 1974, pp. 190-209. — «Étre afecté par le passé», en Temps et récit, III, Seuil, París, 1985, pp. 322-329. —- «Liebender Kampf um die Wahrheit. Gespraeh mit Paul Ricoeur», Evangelische Kómmentare, 16 (1983), n.° 7, 378, pp. 383-4.

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B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia : t¡.: 3. • i% •' ••

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J. Grondin, «La conscience du travail de l'histoire et le probléme

de la vérité en hennéneutique». Archives de Philosophie, 44/3 (1981), pp. 435-453. — A. M. Olson, «Myth, Symbol and Metaphorical Truth», en A. M. Olson (ed.), Myth, Symbol and Reality, Univ. Nolre Dame Press, Londres, 1980, pp. 99-125. — O. F. Bollnow, «Paul Ricoeur und die Probleme der Hermeneutik 1-11», Zeitschrift fiir philosophische Fórschung, 30/2 (1976), pp. 167-189 y 30/3 (1976), pp. 389-412.

Nos gustaría com enzar una meditación sobre la verdad con una celebración de la unidad: la verdad no se contradice, la mentira es le­ gión; la verdad congrega a los hombres, la mentira los dispersa y los enfrenta entre sí. Pero no es posible com enzar así: el Uno es una re­ compensa demasiado remota; y antes aún es una tentación maligna. Por eso, la prim era parte de este estudio 1 se dedicará a la diferen­ ciación de nuestra noción de verdad. Me gustaría mostrar que este esfuerzo por desm ultiplicar los planos o los órdenes de la verdad no es un simple ejercicio escolar, sino que corresponde a un movi­ miento histórico de explosión; el Renacimiento pluridimensional de la verdad; gracias a este proceso histórico el problema de la verdad afecta al m ovimiento mismo de nuestra civilización y se presta a una sociología del conocimiento. Pero a este proceso de diferenciación responde un proceso in­ verso de unificación, de totalización, al que dedicarem os la segunda parte de este estudio. La interpretación de este proceso será la clave de esta exposición; intentaré m ostrar que la unificación de la verdad es a la vez un anhelo de la razón y una primera violencia, una falta; tocarem os así un punto de am bigüedad un punto de grandeza y de culpabilidad; es precisamente el punto en que la m entira toca más de cerca a la esencia de la verdad. Iremos directamente al aspecto del problema que concierne a la interpretación de nuestra civilización.

' Este estudio era en su origen un Informe, sometido a la discusión del «Congrés Esprit» (Jouy-en-.losas, septiembre de 1951); no hemos cambiado en nada su carácter esquemático y unilateral. Exigía otras perspectivas complementarias que no dejaron de surgir en la discusión; no hemos querido introducirlas dentro de este estudio, que así queda mejor abierto a la discusión y a la crítica. Por otra parte, tenía que introducir a otros dos informes de carácter más preciso y concreto sobre la Verdad y la Mentira en la vida privada y en la política; por tanto, este informe no es más que una intro­ ducción, algo así como la atnbientación donde situar los otros dos estudios.

Históricamente, la tentación de unificar violentam ente lo verdadero puede venir y ha venido realm ente de dos polos: el polo clerical y el polo político; más exactamente, de dos poderes, el poder espiritual y el poder temporal. Me gustaría m ostrar cómo la síntesis clerical de lo verdadero es culpa de la autoridad especial que el creyente concede a la verdad revelada, lo mismo que la síntesis política de lo verdadero es culpa de la política, cuando pervierte su función natural y auténti­ camente dom inante en nuestra existencia histórica. Por consiguiente, tendré que esbozar cuál es la especie de autoridad que puede ejercer la verdad teológica en los otros planos de la verdad, cuál es el sen­ tido «escatológico» y no «sistem ático» con que puede unificar todos los órdenes de la verdad a los ojos del creyente. E igualmente tendré que aclarar los límites de una filosofía de la historia en sus preten­ siones de unificar los múltiples planos de la verdad en un único «sentido», en una única dialéctica de la verdad. Así pues, los puntos neurálgicos de mi análisis serán: la pluralización de los órdenes de verdad en nuestra historia cultural — el ca­ rácter ambiguo de nuestra voluntad de unidad, a la vez como tarca de la razón y como violencia— la naturaleza «escatológica» de la sínte­ sis teológica —el carácter meramente «probable» de toda síntesis he­ cha por la filosofía de la historia. Quizá se adivine ya así que el espíritu de m entira está indisolu­ blemente unido a nuestra búsqueda de la verdad, como túnica de Neso adherida al cuerpo humano.

LA DIFERENCIACIÓN DE LOS ÓRDENES DE VERDAD A primera vista no hay nada tan simple como la noción de verdad. La tradición la define por una consonancia, un acuerdo situado en el nivel de nuestro poder de juzgar (de afirmar y de negar), un acuerdo de nuestro discurso con la realidad y, secundariamente, un acuerdo nuestro con nosotros mismos, un acuerdo entre los espíritus. Quedé­ monos con el cariz que toma la conducta de la verdad: es una manera de disponernos «en conformidad con...», «según tal norma...». Pero tras un prim er examen, esta definición se muestra pura­ mente formal, lo mismo que el térm ino de «realidad» que le sirve de referencia. Hay 1111 caso-límite en donde el sentido es tanto más claro cuanto más anodino: aquel en que la conform idad de nuestro pensa­ miento no es m ás que una simple repetición de un orden ya estructu­ rado, en donde nuestro decir no descubre nada, no innova nada, no

entra en polém ica contra ninguna contestación: llueve, la pared es blanca; es verdad, todo el mundo lo sabe. Desde que salimos de estas verdades rutinarias y perezosas es evidente que el gesto de dispo­ nerse según..., tal como es la cosa, es solidario de todo un trabajo que consiste precisam ente en elaborar el hecho como hecho, en es­ tructurar lo real. Pasemos a continuación al nivel de ciencia experimental; se trata de la actividad de la verdad más conocida, pero también la más difí­ cil y la de desarrollo más lento. Su manera de estructurar la realidad establece un tipo de verdad fundamentalmente solidario de un estilo metodológico. Fue preciso primero que las matemáticas, que vuelven la espalda a la realidad visi­ ble, alcanzaran cierto grado de madurez; luego, que el espíritu se atre­ viera a plantear que sólo el aspecto materializable de lo real era «obje­ tivo» y que las cualidades percibidas eran solamente «sujetivas». Esta decisión del espíritu tiene una historia (escrita por Koyré), que puede fecharse con exactitud en Galileo. Este acontecimiento cultural, es de­ cir, el nacimiento de la ciencia experimental, fue el que precipitó la ex­ plosión de la síntesis filosófico-teológica de lo verdadero, o por lo me­ nos el que hizo visible esta explosión porque, como se verá, no ha existido nunca más que a título de intención o de pretensión. ¿Quiere decir esto que este plano de verdad puede convertirse en el único plano de referencia de la verdad y que es posible profesar una especie de monismo de la verdad científica? El carácter elabo­ rado de la noción de «hecho» científico nos advierte ya que el tra­ bajo que hace verdadero — el trabajo de verificación— , con el que se identifica la verdad experimental, es solidario del método que re­ gula esc trabajo y de la decisión que toma el espíritu de definir lo objetivo por lo materializable. Ese trabajo 110 existe, com o ha m os­ trado Duhem, hasta que hay unos instrum entos capaces de detectar hechos científicos y contracciones m ateriales de toda la ciencia ante­ rior, unas teorías realizadas. Así pues, la verdad se muestra solidaria del proceso de verificación, es decir, de las posibilidades instrum en­ tales, de la metodología particular de una ciencia determ inada (la cual determ ina un hecho como físico, químico, biológico, psicoló­ gico, etc.) y del m étodo experim ental en general. Por eso la verdad experimental deja fuera de su ám bito a otros planos de verdad; puede m ostrarse brevemente cómo los implica en una especie de «círculo». En prim er lugar la verdad experimental supone lo mismo que ella excluye: a saber, la fuerza de convicción que em ana de ese mundo

percibido por una com unidad de hombres. Se declaran subjetivos los sonidos, los colores, las formas concretas que constituyen el entorno de nuestra vida (nuestro Lebenwelt); sin embargo, en estamos en este mundo, es porque hay algo que se percibe. Esto sigue siendo verdad para el sabio no solamente en su vida extracientífica — también para él el sol se levanta, el pan y el vino se distinguen por su sabor, su consciencia, etc.— , sino incluso en su vida científica; porque los ob­ jetos científicos que elabora son las determ inaciones de ese mundo que percibe; en el horizonte de ese «mundo» es com o su investiga­ ción es ultramundana; más aún, es en ese mundo percibido donde se sitúan esos objetos culturales que constituyen el laboratorio mismo, los hilos que se cruzan en su lente, la oscilación de la aguja, el tra­ zado de la partícula en la cámara de Wilson. El movimiento de reabsorción de lo percibido en lo experimental no puede pensarse, por tanto, hasta el fin, ya que lo percibido sigue siendo el refugio existencial de la objetividad científica. Por primera vez asistimos al desdoblamiento de la verdad entre la objetividad y la existencia percibida; ese desdoblam iento aparece a continuación como una envoltura mutua, como un «círculo». Esto es importante para nuestra interpretación ulterior de la unidad de lo verdadero; no es posible reducir este «círculo» a una «jerarquía», que es la idea más satisfactoria para nuestro espíritu de síntesis. He em pezado por este ejemplo, ya que es el más palpable; pero pasemos a algo que toca más de cerca a nuestras preocupaciones éticas y culturales. Hemos dicho que la aparición de la ciencia experimental era un acontecimiento de nuestra historia cultural, lo mismo que la literatura, la teología, la política; hemos llamado al laboratorio y a sus instru­ mentos objetos culturales, como las casas, los libros, el teatro, los len­ guajes, los ritos. Todos estos objetos culturales no sólo están arraiga­ dos en la presencia convincente de este mundo percibido, sino que son obra de una actividad cultural, de una vida de cultura, de la que forma parte la ciencia, considerada sujetivamente como trabajo humano. Pues bien, la ciencia procede a la reducción de los objetos de cultura, al mismo tiempo que de los objetos percibidos. Más todavía, reduce a la m isma medida de objetividad al hombre portador de esa cultura; la biología, la psicología, la sociología son departam entos de la ciencia natural, en donde el hom bre no tiene com o objetó de cien­ cia ningún privilegio especial. Sin embargo, esta ciencia, que reab­ sorbe al hombre como un objeto, presupone una actividad científica y a un hombre-sujeto, portador y autor de esas actividades; la reduc­ ción misma del hombre al estatuto de objeto no es posible más que

dentro de una vida de cultura que lo envuelve en su praxis total. Allí la ciencia no es más que una «praxis» entre otras, una «praxis teoré­ tica», como dice Husserl, constituida por la decisión- de suspender toda preocupación afectiva, utilitaria, política, estética, religiosa, y por la decisión de no tener por verdadero más que lo que responda al criterio del método científico en general y de la metodología particu­ lar de tal o cual disciplina. De esta forma volvemos a encontrarnos con un «círculo» nuevo: el del hombre como objeto de ciencia y el hombre como sujeto de cultura. Y entonces surge un nuevo plano de verdad el que responde a la coherencia de la praxis total del hombre, al orden de su obra; es el plano mismo de una ética, en el sentido más general de la palabra. Tendremos que volver más tarde sobre la noción difícil de verdad ética; contentémonos por ahora con haber hecho surgir los órdenes de verdad unos de otros, mediante un doble proceso de exclusión y de implicación mutua. Hemos esbozado así una dialéctica en cierto modo triangular entre el percibir, el saber y el obrar. Lo percibido, con su horizonte de mundo, envuelve en cierto sentido al saber y al obrar como el teatro más amplio de nuestra existencia; los laborato­ rios, las aplicaciones de la ciencia — al trabajo, al bienestar, a la gue­ rra— dan una presencia palpable a la ciencia, que de este modo está mezclada con nuestra vida y con nuestra muerte. Sin embargo, el saber científico a su vez lo envuelve todo, ya que la ciencia es precisamente ciencia de lo percibido y ciencia de toda vida biológica, psicológica y social. En este sentido, estamos impregnados hasta tal punto de un mínimo de ciencia que «casi» per­ cibimos los objetos del sabio, las dim ensiones inm ensas del cielo, las vibraciones del sonido y de la luz, las horm onas de nuestro vecino. Pero tam bién puede decirse que el obrar lo envuelve todo, ya que el saber y hasta el percibir son obra de cultura. La verdad es que esta dialéctica en tres térm inos es todavía de­ masiado vulgar; cada actitud se «dialectiza» en cierto modo por sí misma, y no sólo suscitando otras actitudes que pueda excluir o exi­ gir. Al decir que cada térm ino de esta tríada se «dialectiza» interior­ mente, quiero decir que cada uno de ellos está llevado por un pro­ ceso doble e inverso, por una tendencia a dogmatizarse y una tendencia a problematizarse. Se trata de una manera más sutil de ha­ cer vibrar la verdad. Consideremos la actitud científica que nos ha sen'i do de primer punto de referencia, de primera aproximación a la verdad. Hemos ad­ mitido que nos proponía un estilo único y simple de comportamiento

frente a lo real: el estilo experimental. Pero no es eso lo que ocurre. Ese estilo experimental es en muchos aspectos la contrapartida, el contrapié de un estilo matemático, inaugurado por la negación de lo real. Pero la obra científica se propone al hombre a la vez como ambición de la Ciencia y como oficio de las ciencias. Continuamente, a lo largo de la historia, la obra científica suscita un trabajo de agrupación, de sistema­ tización (a veces de disciplinas que han nacido por separado, de técni­ cas heterogéneas que llegan a fundirse en una metodología que las engloba); continuamente esta obra se divide en disciplinas, en especia­ lidades, en metodologías diferentes. El árbol ramificado de la ciencia sigue siendo nuestro presupuesto, pero todo encadenamiento dogmá­ tico de las ciencias se ve trastornado por hiatos o por invasiones que ha­ cen problemática la idea misma de sistema de las ciencias. Y no es eso todo. Si la ciencia tiene una situación única en un edificio eventual de la verdad es porque se presenta ante nosotros como piedra de toque y como modelo de la verdad. Toda verdad, pensamos, debería ser, si no de ciencia, sí al menos como la ciencia. La ciencia pudo ser de forma excelente este modelo de verdad m ien­ tras que el ideal de la Episteme, salido de la geometría griega, se nos presentó sin opacidad alguna, com o una respuesta satisfactoria, que saturaba por com pleto la cuestión que le dio origen. La era de Galileo, que está a punto de concluir, se basa en un crédito total al carác­ ter ejem plar del saber matem ático recibido de los grandes Alejandri­ nos; sobre ese fondo de claridad es como se fundó y como ha proseguido con el éxito que todos conocemos la exploración de tipo mecanicista de todo el imperio de lo visible. De este modo, a un orden matemático seguro respondía, en la otra extremidad, un mundo experimental capaz de ser matematizado. Cuanto más ejem plar parecía el acto científico para cualquier otra actividad (el derecho, la ética, la economía), menos problem ático re­ sultaba. Pero he aquí que resurge la opacidad en las dos extrem ida­ des: volviendo a la crisis prim aria de sus orígenes, las m atemáticas descubren actos, decisiones, m anejos en donde Platón veía seres ma­ temáticos — no ciertam ente absolutos en iodos los sentidos, puesto que veía ya en los números y las figuras «seres por posición», seres de menos dignidad que los seres alcanzados por la dialéctica filosó­ fica— ; al m enos esos seres matem áticos tenían el poder de ligar el pensamiento y de imponerse a un ver. Nunca se dirá bastante cóm o nuestra sensibilidad por la verdad se vio instruida, educada y en definitiva iluminada por la idea de que la verdad es un espectáculo para nuestro entendim iento, espectáculo

que el orden celestial desplegaba generosam ente ante nuestros ojos carnales como la belleza ordenada en que se encam a el orden m ate­ mático. Si la verdad ética tenía alguna dignidad para! un Kant, era por ser la réplica práctica de ese orden que «obliga» al pensamiento: el cielo estrellado por encima de nuestras cabezas y la ley moral en nuestro corazón... En el otro extremo de la exploración de nuestro mundo, a esta crisis de los fundamentos responde el descubrimiento de una energía que tam poco es un espectáculo como el orden celestial que contem ­ plaban los antiguos, sino algo así como la sanción de una empresa del hombre; la energía nuclear que el hombre es responsable de ha­ ber liberado, con todas las oportunidades y peligros que encierra, es como la réplica simétrica del acto por el que el hombre inaugura las matemáticas. Y estos dos actos se cuestionan mutuamente. Por eso mismo, todo el com portam iento situado más acá de la axiomática m atemática sin aclarar y más acá de la peripecia nuclear de la física, todo ese com portamiento científico, lanzado por la geografía de los griegos y por la física m atem ática de Galileo, se presenta de pronto como un com portamiento tranquilizante, claro y dogmático respecto a la clarificación de las extrem idades de lo matemático y de las ex­ tremidades de la física, respecto a esa gran problematización de la ciencia que se realiza ante nuestros ojos. Nosotros som os los hombres que no hemos acabado de sacar las consecuencias de la Episteme griega y que hemos puesto en discu­ sión los fundamentos de esa Episteme. Por un lado todo nos invita a dogmatizar como hombres de ciencia y a aplastar despreciativamente todo proceso que no haya pasado por la clarificación cuantitativa de una disciplina científica: ¿no estamos acaso en los umbrales de un dominio exaltante de los fenómenos de la vida? ¿no estamos casi a punto de vislum brar lo que será una ciencia verdadera del psiquismo superior? M ás aún, además de esos saltos de la ciencia más allá del ciclo de la experiencia m atem ático-m ecanicista queda abierta una nueva fase do teorización, no sólo debido a una proliferación de dis­ ciplinas m atemáticas, sino por su asociación con la nueva lógica simbólica, por una parte, y con la teoría física, por otra. En resumen, tom a forma ante nuestros ojos una razón científica de una amplitud distinta de la que conocieron Descartes y K a n t2. Esto es verdad; y

1 Cf. D. Dubarle, «Le christianisme et les progrés de la scicnce», Espril, septiem­ bre de 1951.

todo esto invita a la inteligencia científica a dogm atizar y a descono­ cer ese «círculo» en el que está sin embargo incluida y en donde ha de vérselas a la vez con la conciencia perceptiva de nuestro estar-enel-mundo y con la conciencia ética de nuestra responsabilidad, es de­ cir, con la verdad existencial y la verdad ética. Pero precisam ente el trabajo de problematización que se realiza en sentido inverso de las tendencias dogmatizantes de la inteligencia científica vuelve a situar el acto científico en su contexto de existen­ cia y de responsabilidad. He aquí que hay unas decisiones teóricas en el principio de las m atem áticas y que unas decisiones prácticas, y hasta políticas y m i­ litares, son provocadas por la energía nuclear. La asim ilación por parte de la hum anidad de sem ejante descubrim iento plantea proble­ mas, no ya de objetividad, de saber, sino de gestión de los asuntos humanos. El problema militar, industrial y económ ico de la energía atóm ica no se plantea en la escala en que es verdadera la teoría ató­ mica, sino en la escala en que existim os nosotros; se plantea en el mundo tal com o aparece; se plantea no en el universo tal com o se lo representan los físicos, sino en el m undo de la percepción en que nosotros nacem os, vivimos y morimos. Es en el mundo de la per­ cepción donde nuestros instrum entos y nuestras m áquinas tienen una significación ética y ponen e n ju eg o nuestras responsabilidades. De este m odo volvemos a vernos metidos en nuestro «círculo». La extensión de la verdad científica engloba al hombre com o un rincón de objetos, pero las responsabilidades que pone en juego esta ver­ dad científica atestiguan que el acto científico queda englobado en el conjunto de los actos del hom bre responsable, en la figura global de la «praxis» humana. Otro tanto habría que decir de la conquista de la vida por la cien­ cia y de la conquista eventual del psiquism o superior y de la socialidad hum ana en unas disciplinas científicas rigurosas. Más que nin­ gún progreso científico, esta conquista pone al hom bre en el mismo rango que a las cosas y lo reabsorbe en ellas; pero por otra parte, más que ningún progreso científico, encierra tam bién una cuestión ética virtual: ¿qué haremos con semejante poder sobre la vida y so­ bre el hombre? El hecho de que podamos tem er por el hombre, discernir los peli­ gros para el hombre, porque com ienza y avanza la ciencia del hom ­ bre, ese mismo hecho atestigua el poder de im plicación m utua del saber y de la ética. Estos temores por el hom bre — que degeneran en muchos de nuestros contem poráneos en miedo y en desesperación—

son saludables en la m edida en que atestiguan que la verdad ética es la respuesta del hombre al progreso de su saber, que la ética es en re­ sumen la vigilancia misma de ese hombre, en el corazón de su mundo percibido, entre los demás hombres. Esta manera con que se «dialectiza» la verdad científica en sí misma se presta así al «círculo» del percibir, del saber y del obrar, volvemos a encontrarla en el corazón de la verdad ética. No hay nada tan dispuesto a dogm atizar com o la conciencia ética; tampoco hay nada tan vulnerable a la problcmatización. Por un lado, lo que constituye la coherencia de una conducta ética personal, como la estabilidad de una tradición común, es el no recomenzar continuam ente a evaluar sus opciones principales, el no volver a cuestionar sus valores fundamentales, sino conservarlos com o con­ vicciones adquiridas y apoyarse en ellas, a fin de lanzarse ligera­ m ente y sin escrúpulos hacia nuevas situaciones. Así se consolida un orden de valores que perm ite zanjar enseguida y desem barazar de las vacilaciones últimas las decisiones de cada día. Esta especie de sedimentación de nuestras opciones hace que haya para nosotros un «mundo» ético, una concepción de la felicidad y del honor que es nuestra referencia moral propia, y más aún el te­ soro de las grandes civilizaciones. De este m odo toda una historia, individual y colectiva, queda recogida en un orden estable. Podemos apoyarnos en ella; así es com o se constituye para nosotros uno de los aspectos de la verdad ética: una conducta verdadera es en un sentido aquella que se conform a a... que se dispone según ese orden moral que no se cuestiona. Pero basta con haber puesto una vez en duda una opción anti­ gua, una costum bre, una convicción, para que de pronto todo se ponga a vacilar y se ponga de relieve la precariedad del «mundo ético», para que un interrogante sin fin se adhiera a las ram as m a­ estras sobre las que se asienta nuestra acción y se apodere de no­ sotros el vértigo de nuestra condición ética. ¿Hay un poder que pueda obligarnos, hay una autoridad que resista a nuestra fantasía, a la tentación del acto gratuito? Este interrogante es la otra cara de la idea de verdad ética; porque en esa duda, en ese interrogante que quebranta el orden ya hecho, buscam os la obligación autén­ tica, nos disponem os aún según la exigencia más auténtica, m ás original, capaz a la vez de m andarnos y de atraernos. S ospecha­ mos que la verdad m oral debe ser algo así com o esa tensión entre una obediencia m uda a un orden ya hecho, siem pre bajo mano, y esa obediencia interrogativa y, por decirlo así, dubitativa, dirigida

al valor esencial que siem pre se escapa más allá de toda costum ­ bre ya consolidada. Quizá podría encontrarse este ritmo de dogmatización y de problematización de la verdad ética al principio de todas las paradojas de la vida moral: yo no reconozco un valor más que sirviéndole; un valor no es auténtico —-justicia, veracidad etc.— más que en su dia­ léctica con otro: lo universal es lo histórico, etc. No es éste el lugar de hacer una teoría de la verdad moral; des­ pués de haber situado en líneas generales el uno respecto al otro tres grandes órdenes de la verdad, era menester de algún m odo anim ar interiormente — o, como hemos dicho, «dialectizar»— cada uno de esos órdenes, para vislumbrar no solamente que la verdad es que hay varios órdenes de verdad, pero que cada orden está dirigido por un doble movimiento de dogmatización y de problematización. De este m odo nunca deja de pluralizarse nuestra conciencia mo­ derna. ¿Qué ocurrirá si volvemos a introducir en este esquem a triangu­ lar la m ultitud de las otras dim ensiones en que puede intervenir una conducta de «conformidad», es decir, una conducta de verdad? El arte m ism o encierra verdad. Verdad de respeto y verdad de duda. No hay arquitectura sin respeto a las exigencias del material: el arte de la piedra no tolera la madera, el arte del cem ento armado no repite el de la piedra, las colum nas no disimulan el peso de la bó­ veda. La misma imaginación tiene su verdad, que conocen muy bien tanto el novelista como su lector: un personaje es verdadero cuando su coherencia interna, cuando su presencia completa en la im agina­ ción se impone a su creador y logra convencer al lector. Pero esta verdad de sumisión es también verdad de cuestionamiento. Es verdadero el artista que no conoce más que la motivación propia de su arte y no cede ante imperativos externos a su arte: com ­ placer al tirano, ilustrar la Revolución. Incluso cuando pinta la socie­ dad de su tiempo, incluso cuando profetiza tiempos nuevos, el artista es verdadero si no plagia un análisis sociológico ya hecho y una rei­ vindicación que ya ha encontrado una expresión no estética. Es él, por el contrario, el que creará algo nuevo, social y políticam ente vá­ lido, si es fiel al poder de análisis que procede de la autenticidad de su sensibilidad como de la m adurez de los medios de expresión here­ dados. Habrá que volver sobre ello a propósito de la «síntesis polí­ tica de lo verdadero»: el arte verdadero, conform e con su propia mo­ tivación, es un arte com prometido cuando no lo pretende, cuando

acepta no conocer el mismo el principio de su integración en una ci­ vilización total. Sea lo que fuere de esta situación política de la verdad estética, ésta introduce en nuestra vida cultural una nueva línea de dem arca­ ción y de explosión. Es posible una existencia puramente estética; y todos los demás hombres están al servicio de esta aventura; ¿qué se­ ría para nosotros el espectáculo conmovedor de este mundo perci­ bido, matriz de nuestra existencia, si el artista no nos devolviera con­ tinuam ente su gozo, incluso a través del artificio extremo del arte abstracto? Salvando el color, y el sonido, y el sabor de la palabra, el artista, sin quererlo expresamente, resucita la verdad más primitiva del mundo de nuestra vida que el sabio había sepultado; creando fi­ guras y mitos interpreta el mundo y establece permanentem ente un juicio ético sobre nuestra existencia, aun cuando no moralice, sobre todo si no moraliza. Poetry is a criticism oflife... De este modo todos los órdenes de la verdad se critican y se res­ tituyen m utuamente en un «círculo» sin fin. Todavía sería m enester hacer que interviniera otra dim ensión en este m ensaje cifrado y supercifrado de nuestra historia cultural: la dim ensión crítica, la que abrió nuestra filosofía occidental de tipo socrático, cartesiano, kantiano, y que consiste en plantear la cues­ tión previa: ¿cóm o es posible que haya un «sentido» para mí o en sí? La filosofía occidental ha introducido en el cam po de la verdad una fuerza, a la vez corrosiva y constructiva, de cuestionar, que transform a el problem a mismo de la verdad con que se encontraban las disciplinas particulares en un problem a de concordancia externa y de coherencia interna. Ha hecho de él el problem a del funda­ mento. También esto form a parte de nuestra tradición cultural. A m edida que las ciencias se iban desprendiendo de la filosofía, con­ cebida como C iencia universal, ésta volvía a surgir com o la cues­ tión del lím ite y del fundamento de toda ciencia. De este modo daba origen a una historia de segundo grado, la historia de esa sub­ jetividad filosófica que duda y que interroga sobre el fundamento. Y ésta no es una historia vana, ya que una crítica de la vida es ya nueva vida, un nuevo tipo de relaciones hum anas: el género de vida filosófica; esa historia que repercute en las ciencias, en el derecho, en la ética — e incluso, como luego verem os, en la teología— , pro­ sigue de form a discontinua, a través de los im perios y de las gue­ rras, pasando por grandes silencios y reanudándose de pronto en nuevas obras.

LA UNIDAD COMO TAREA Y COMO FALTA. LA SÍNTESIS CLERICAL Llegamos ahora al punto crítico de toda esta exposición. El desa­ rrollo cultural nacido del pensamiento griego es por tanto un proceso de pluralización de la existencia humana, que se ha hecho capaz de innumerables contrapuntos. Sin embargo, estamos destinados a la unidad. Querem os que la verdad se dé en singular, no sólo en la definición formal, sino en sus obras. Nos gustaría que hubiera un sentido total, que fuera como la figura significante que totalizara toda nuestra actividad cultural. ¿Qué significa esc deseo que concierne a la unidad de las verdades? Me parece que ese deseo es muy ambiguo. Por un lado repre­ senta una exigencia, es decir, una tarea auténtica: un pluralismo ab­ soluto es inconcebible. Ésta es la significación profunda de la «ra­ zón», en el sentido en que Kant la distingue del entendimiento: el entendimiento se aplica a los objetos, se encarna en las obras de pen­ samiento, está ya en la dispersión; la razón es la tarca suprema de unificar los pensamientos entre sí, los pensamientos y las obras, los hombres entre sí, la virtud y la felicidad. Tanto como tarea de la razón, la unidad es también tarea del sen­ timiento. Entiendo por sentimiento esa preposesión confusa, a estilo del deseo, de la tristeza y del gozo, de la unidad buscada, perdida o vislumbrada: la unidad es amada. Sin concebirlo, comprendemos afectivamente que el gozo de las matemáticas deber ser el mismo que el de las artes o que el de la amistad; siem pre que presentimos unas conexiones en profundidad entre unas realidades, entre unos puntos de vista o entre unos personajes heterogéneos, som os felices; la feli­ cidad de la unidad atestigua un plan de Vida que es más profundo que la dispersión de nuestra cultura. Sí, la Vida tiene que significar finalm ente la unidad, como si hubiera primero la vida bruta, el querer-vivir-no-escindido, luego la pujante explosión cultural de nuestra existencia según todas las dim ensiones de la verdad y, más allá de esta dispersión, otra unidad que fuera Razón y Vida... Sea lo que fuere de este anhelo de unidad, está al principio y al final de las verdades. Pero desde que entra en la historia la exigencia de una verdad-una, como una larca de civilización, enseguida se ve afectada de un índice de violencia; porque siempre se quiere rizar el rizo demasiado pronto. La unidad realizada de lo verdadero es preci­ samente la mentira inicial. Pues bien, esta culpabilidad vinculada a la unidad de la verdad

— esta mentira de la verdad— se pone de m anifiesto cuando la tarea de unificar coincide con el fenómeno sociológico de la autoridad. No es que la autoridad sea viciosa en principio; al contrario, es una función insustituible. Quizá ni siquiera pueda pensarse que el go­ bierno de las personas, bajo todas sus formas, se disuelva en la adm i­ nistración de las cosas. Siempre se darán situaciones en las que el hom bre mandará al hombre, aunque sea su delegado. La autoridad no es culpable en sí misma. Pero es la ocasión de las pasiones del poder. A través de esas pasiones del poder es como algunos hombres ejercen una función unificante. Así es como la violencia sirve para estim ular la tarea más alta de la razón y la más firm e aspiración del sentimiento. Bonito ejemplo, de ambigüedad, en donde, como siem ­ pre, la falta no se puede distinguir de la grandeza... La prim era m anifestación de esta unificación violenta de la ver­ dad — al m enos la primera que vamos a considerar, ya que no se trata de agotar aquí todo el problema del poder— está ligada a la teo­ logía, a su autoridad al poder clerical de la verdad (tomo aquí la pa­ labra «clerical» en su sentido peyorativo, opuesto a «cclesial»). Me situaré desde ahora en una perspectiva cristiana, e incluso concretam ente teológica y eclesial, y he de decir que, si mi posición está fuertem ente acentuada en un sentido «reformado», espero que la com partan en gran parte mis camaradas católicos, aunque con algu­ nos acentos propios. Para el cristiano, la teología introduce en su vida cultural una di­ mensión de verdad que hay que situar debidam ente respecto a las anteriores. Pero la teología no es ella misma una realidad simple; desde el punto de vista de nuestra investigación sobre la verdad, es un com plejo de planos de verdades. Antes de ser esa tentación de violencia que vamos a decir, es una realidad subordinada, sometida; su referencia m ás allá de ella es la Verdad que es y que se muestra como una Persona. Así es com o se presenta, y el sociólogo agnós­ tico puede todo lo más com prenderla fenom enológicam ente tal com o se presenta. Esta Verdad no es la teología, sino la dueña de la teología, y la teología ni siquiera tiene acceso directo a ella, ya que esa Verdad que se ha m anifestado 110 llega a nosotros m ás que a tra­ vés de una cadena de testigos y de testimonios. A la verdad que es se adhiere la verdad como testim onio sobre ella: el dedo que señala; el prim er testimonio es la Escritura; a su verdad se subordina y con ella se mide la verdad de la predicación, que en el acto de culto transm ite y explica a la com unidad de hoy el testim onio primero. Por tanto, si hay una verdad en la predicación, es dentro de su con­

formidad con el testimonio sobre la Verdad-persona. Pero como la predicación es siempre un acto de hoy, un acto en la m odernidad presente, m anifiesta ya los caracteres dialécticos de la verdad hu­ mana; tam bién ella se dialectiza entre los dos polos m ortales de una repetición anacrónica y de una aventurada adaptación de la Palabra a las necesidades actuales de la com unidad de los creyentes; por tanto, esta verdad de la predicación está siempre en busca de una fi­ delidad que sea creadora. Con esta verdad — siem pre en cam ino— de la predicación se ar­ ticula la verdad posible de la teología y la profesión de «doctor» que soporta esta verdad posible. Pues bien, la teología es por necesidad un acto cultural que interfiere con toda la vida cultural de un pueblo o de una civilización. En efecto, la teología es un esfuerzo por comprender; no ya en el sentido de que quiera hacer creíble la Revelación, sino en un doble sentido: ante todo es una crítica de la predicación; pero esta función crítica supone una función de totalización: com prender para ella es comprender en su conjunto los momentos de la Revelación. Com ­ prender es siempre captar una totalidad; m ientras que los temas de la predicación se van desgranando a lo largo del año litúrgico, la teolo­ gía intenta hacer de todo ello un conjunto. De este modo es una rea­ lidad cultural, que puede com pararse con otras; busca implicaciones, encadenamientos: pone orden: orden entre los tem as vitales para el creyente (ser-pecador, justificado, se-santificado, esperar el fin) y orden entre esos temas vitales y los acontecim ientos absolutos (En­ carnación, Cruz, Resurrección, Parusía), en resumen, entre una tota­ lidad de experiencia y una totalidad de acontecimiento. Por muy dia­ léctico, por muy sombreado de antítesis que esté este orden — tenso entre encarnación y redención, entre conversión individual y vida co­ munitaria, entre vida presente y vida eterna, entre esfuerzo histórico y fines últim os— , es una manera de comprender; com o tal, utiliza el lenguaje, el instrumental nocional de la filosofía, del derecho, de la vida social am biental, y de este modo interfiere con toda la cultura. La teología interfiere con la cultura no solamente integrando los elementos culturales, sino oponiéndose funcionalmente a ese otro in­ tento por captar el conjunto de nuestra existencia que es la filosofía. La verdad teológica se constituye por esta misma polaridad; puede existir una predicación indiferente a la filosofía, pero no puede exis­ tir teología sin una referencia filosófica, y esta referencia no puede dejar de ser una oposición naciente, al menos de tipo metodológico. En efecto, si la comprensión teológica es una crítica de la predica­

ción y si, por este título, está siempre en relación con una comunidad de fieles, la filosofía es una crítica del entendim iento y del saber. S i base de referencia es el ideal del saber racional, y más en concreto de la ciencia contem poránea, tal como va modulando la estructura del entendim iento en un momento determinado. La voluntad dé com prender universalm ente está necesariam ente en tensión con la voluntad teológica de com prender por acontecim ientos absolutos; Esta polaridad tom ará una figura dramática a partir de la peripecia] autoritaria y violenta que ahora vamos a comentar. La teología interfiere con la cultura, no sólo por su manera de comprender, sino por su carácter de autoridad. En ella la autoridad no es un accidente social sobreañadido; es un aspecto fundamental de la Revelación y de la verdad que el creyente reconoce en ella. Los acontecim ientos de la Revelación son capaces de cam biar a mi vida; son igualmente fundadores de una nueva existencia comunitaria; en este sentido tienen autoridad sobre mi vida y sobre nuestra com uni­ dad. La palabra de Dios es autoridad por su sentido para mí y para nosotros. La autoridad es un fenómeno de la esfera religiosa: Dios quiere algo para mí y para nosotros. Como ha mostrado Cullmann, tal es el prim er sentido de la palabra dogma, más radical y más am­ plia que la palabra doctrina, que sólo explícita una dimensión teó­ rica: el dogma es una orden para mí a través de un acontecimiento absoluto y que, com o tal, encierra virtualm ente una doctrina. Así es como la Verdad es autoridad; el encadenamiento se presenta de este modo: autoridad del Verbo, autoridad del testimonio escriturístico, autoridad de la predicación fiel, autoridad de la teología. ¡Terrible depósito y terrible tentación para las «autoridades» de la com unidad cristiana, tener que ejercer esta autoridad de la Pala­ bra! Porque he aquí una autoridad del hom bre sobre el hom bre — la autoridad del sacerdote, del guía eclesiástico— , que la autoridad de la Palabra de Dios sobre el hom bre parece autentificar y sostener. El equívoco de una autoridad sociológica especial y de la autoridad de la Verdad está inscrito en la am bigüedad m ism a de la realidad eclesial. Este equívoco es la trampa privilegiada de la pasión clerical. Porque hay un «pathos» clerical, que es a la vez rabies theologica y pasión por el poder y que a m enudo coincide con el espíritu despó­ tico y la estrechez del campo de conciencia de la vejez. Esta pasión, tanto más pérfida cuanto que se cree al servicio de la verdad, acom ­ paña com o una som bra a la historia de la Iglesia, a la historia de las Iglesias.

A partir de esta situación fundamental de la autoridad clerical es como hay que com prender la pretensión endémica en las Iglesias de recapitular todos los planos de verdades en un sistema actual, que fuera a la vez una doctrina y una civilización. No es un puro acci­ dente histórico el que en la edad media se haya intentado vincular la palabra a un sistema del mundo, a una astronomía, a una física, a un sistema social. Este intento tiene su razón en la desviación pasional de la autoridad eclesiástica convertida en poder clerical. Debería vol­ verse a pensar toda la idea de cristiandad a partir de una crítica de las pasiones por la unidad. Esta empresa grandiosa expresaba a la vez la grandeza del hombre en busca de la unidad y la culpabilidad de la violencia clerical. Es aquí donde la mentira está más cerca de la verdad. Habría que hacer toda una exégcsis de la m entira con motivaciones clericales. ¡Cuántas astucias para seguir estando «conforme», como si nada se pareciese tanto a la conform idad de lo verdadero com o el confor­ mismo de la mentira! Cuando uno lleva a cabo una innovación en as­ tronomía o en física, intenta ocultar a los demás, incluso a sí mismo, la ruptura de la síntesis clerical que implica su descubrimiento. To­ davía no se ha cerrado la era de estas artim añas, de estos manejos, de estas maneras de decir sin decir, de dar a entender y retirarse; actual­ mente quizá no plantee la cosmología estos problemas — al menos con los térm inos del Renacim iento— , pero ayer mismo la biología, hoy y m añana las ciencias del hombre, han suscitado y suscitarán el mismo tipo de alternativas que la que estuvo a punto de costarle la vida a Galileo. La pasión clerical es capaz de engendrar todas las fi­ guras fundamentales de la mentira que volverá a inventar el totalita­ rismo político: desde la falsía vulgar, el disimulo y la habilidad, hasta cierto arte de hacer creer, que es el alm a de la propaganda, y que consiste en hacer coagular un conjunto de creencias, de costum ­ bres, de nociones, de representaciones en una masa indivisa que ofrece una especie de superficie lisa, esclerótica e impermeable a la acción disolvente de la reflexión y de la crítica. A su vez, esta m en­ tira activa de la propaganda clerical, que ha perdido con frecuencia el hilo de sus propias maquinaciones, sirve de cobertura a «la más astuta de las alimañas del jardín» — la impostura— , la impostura o la mala fe consolidada como fe. Me parece que, ante este hecho, el fenómeno de explosión de la verdad, en el que habíamos reconocido en líneas generales el espíritu del Renacimiento, adquiere un sentido totalmente nuevo. Lo había­ mos descrito como un proceso de diferenciación metodológica; ese

proceso puede ser reinterpretado a la luz de nuestras reflexiones sflB bre la síntesis clerical. 1. Parece ser que esta explosión de la verdad fue ante fundamentalmente la ruptura de la unidad clerical de lo 2. La autonom ía de la ciencia es el punto privilegiado de ruptura; en este sentido el incidente de Galileo tiene un simbólico: «Y sin embargo, se mueve...». Este asunto no es un dente histórico, sino que resume un drama permanente: el drama la verdad autoritaria de la Revelación y de la verdad libertaria de ciencia. Pero esta autonomía, a su vez, corre siempre el peligro caer en un nuevo dogmatismo, en una suficiencia pretenciosa encierra su propio «pathos», frente al del teólogo. 3. Si la ciencia es el lugar de la ruptura, la filosofía, con su po-: der de cuestionar sin fin, es el nervio de la revuelta. Es aquí donde! volvemos a encontrarnos con nuestras reflexiones sobre la polaridad de la teología y de la filosofía; pero hay que completarlas, ya que esta polaridad m etodológica entre dos maneras de comprender, de pensar por totalidad, va acompañada ahora de una polaridad pasio­ nal, de una polaridad culpable. Porque si hay un «pathos» teológico, también hay un «pathos» filosófico; frente al «pathos» de la autori­ dad, el «pathos» de la libertad com o desafio. Y esto es algo que el filósofo no adm ite fácilm ente. La libertad enloquecida no tolera la autoridad de la Palabra y «elim inando al niño con el agua de la ba­ ñera» expulsa a lo eclesial con lo clerical, rechaza la «obediencia de la fe», de la que habla san Pablo, junto con la obediencia-clerical. De este modo la teología y la filosofía se enfrentan a lo largo de nuestra historia de occidente, a través de sus propias expresiones pasionales; el filósofo denuncia a la Inquisición y defiende a Galileo contra la violencia clerical; el teólogo denuncia la hybris de los grandes siste­ mas filosóficos, incluso y sobre todo si esos sistemas son el sistema de Dios. El filósofo y el teólogo anuncian cada uno de ellos algo esencial: uno la audacia de la verdad y el otro la obediencia a la Ver­ dad; pero quizá ninguno de ellos esté lo suficientem ente cuerdo para poder pronunciar auténticamente la verdad que le daría la razón. Quizá el teólogo no pueda pronunciar, sin espíritu de anexión y de amarga satisfacción, aquella terrible palabra: «Destruiré la sabiduría de los sabios y aniquilaré la inteligencia de los inteligentes». Y quizá tampoco el filósofo pueda ejercer sin orgullo la adm irable y tre­ menda libertad de la duda socrática... 4. Para el cristiano, la ruptura de esta unidad violenta de la ver­

dad es un bien. Por un lado m arca la tom a de conciencia de todas las posibilidades de la verdad, la aceptación de toda su talla humana. Por otro, significa la purificación de la verdad de la Palabra; la Palabra de creación y de recreación no es un lenguaje de ciencia, ni una cos­ mología, no siquiera una ética, ni una estética. Es de un orden dis­ tinto. Esta distribución no puede ser, en nuestra econom ía pasional, más que un cruel aprendizaje de la ruptura, una dura escuela de de­ cepciones en donde el desgarrón es la única oportunidad de la su­ tura. Este duro proceso está todavía en curso en las ciencias del hom­ bre, en la historia de las ciencias sociales, en la psicología y en la política. ¿Qué es entonces, para el cristiano, la unidad de lo verdadero? Una figura escatológica, la figura del «último día». La «recapitula­ ción de todas las cosas en Cristo», según la epístola a los Colosenses, significa a la vez que la unidad «se m anifestará en el último día» y que la unidad no es una potencia de la historia. Entretanto, no sabemos lo que significa que haya una verdad m atem ática y una Ver­ dad que es Alguien; todo lo más percibim os a veces algunas precio­ sas consonancias, que son como las «arras del Espíritu», más allá de todas las síntesis violentas y de todas las disociaciones culturales de la unidad clerical. Por eso mismo es un espejismo la idea de un «humanismo inte­ gral», en el que se situarían armoniosam ente todos los planos de ver­ dad. El sentido final de las aventuras peligrosas del hom bre y de los valores que éstas desarrollan está condenado a seguir siendo ambi­ guo: el tiempo sigue siendo tiem po de debate, de discernim iento y de paciencia.

LA SÍNTESIS POLÍTICA DE LO VERDADERO Lo que acabamos de decir sobre la síntesis «clerical» facilita el acceso a la segunda tentación de unificación de lo verdadero: por la conciencia política. Hay aquí una nueva encrucijada que explorar. En efecto, la polí­ tica tiene una vocación fundamental y una capacidad de reunir los intereses y las tareas de la existencia humana; en el poder político es donde se decide el destino de un conjunto geo-histórico: la ciudad, la nación, un grupo de pueblos. Para cada uno de nosotros, la vida en el Estado no es un sector como los dem ás de nuestra existencia; allí se

está jugando algo que afecta al trabajo y al ocio, al bienestar y a la educación, a las técnicas y a las artes, finalm ente a la vida y a la muerte, como nos recuerda la guerra. Por eso mismo la vida en el Estado es una totalidad envolvente respecto a las costumbres, las ciencias y las artes. Lo vemos simplemente por el hecho de que las ciencias, las artes, las costum bres son realidades que tienen un carác­ ter «público»; el Estado, en cuanto querer «público», central, tiene un mínimo de responsabilidades en relación con esas actividades de interés común; esto es verdad incluso en el Estado más liberal. Por tanto, nos encontram os claram ente en una encrucijada entre lo polí­ tico y los diversos órdenes de verdades. En definitiva, no hay pro­ blema que sea políticam ente neutro, es decir, que no tenga inciden­ cias sobre la vida del Estado. He acentuado adrede el giro hegeliano de estas indicaciones, para presentar en resumen la irrupción de lo político en el terreno de la verdad. El Estado es ciertam ente uno de los puntos en donde se anudan los diversos hilos que nos hemos entretenido en deshilacliar en la prim era parte. Pues bien, la formación de una conciencia política, sobre todo después de la Revolución francesa, coincide a la vez con el momento en que llega a un punto elevado de virulencia la complejidad de los planos de existencia y de verdad y con el momento en que la descris­ tianización de nuestra sociedad deja vacante la función teológica de reunificación. Al final del triunfo del Renacimiento, queda abierta la sucesión de la violencia clerical. ¿Cómo puede el Estado ejercer esta función hegemónica, espe­ cialmente sobre la investigación científica, la vida estética y hasta la ética? La Iglesia la ejercía a través de una doctrina, a través de una doctrina que tenía autoridad: la teología. Esta función mediadora, desde el punto de vista de una sociología del conocim iento, entre el poder del Estado y los diferentes planos de la búsqueda humana, la ocupa desde hace cien años la filosofía de la historia. Es verdad que no todas las filosofías de la historia son aptas para esta función; la violencia o se insinúa por esta puerta m ás que bajo dos condiciones. En prim er lugar, es m enester que la filosofía de la historia se com prenda a sí misma como búsqueda de una unidad de sentido; y no es éste el caso de todas las filosofías de la historia. En contraposición, desde que la filosofía de la historia com prende en su perspectiva todos los planos de verdad, todas las actividades cultura­ les, en relación con un motivo conductor de la historia, comienza a ejercer una violencia virtual respecto a las tendencias divergentes de

la historia, aun cuando piense tan sólo com prender y no transform ar la historia. Dice: «La verdad una se va haciendo y se hará; todas las contradicciones se disolverán en una síntesis superior»; y entonces no com prende ya lo que no entra en su ley de construcción, lo tacha m entalm ente, lo destruye en el pensamiento. La segunda condición en el camino de la violencia efectiva es la identificación, por parte de la filosofía de la historia, de la única ley de construcción (sea o no sea dialéctica) con una fuerza social, con un «hombre de la historia». La tiranía de los fascism os era la más burda, ya que a su hombre histórico se limitaba a un pueblo, a una raza; su filosofía de la historia era meramente un provincialismo, sin perspectiva para el conjunto de la humanidad, a no ser la sumisión a la raza de los señores. Por eso el totalitarismo se realizaba allí como en estado puro. El caso del marxismo es mucho más complejo. En muchos aspectos él es la filosofía de la historia por excelencia: no solamente ofrece una fórmula de la dialéctica de las fuerzas sociales — bajo el nombre de m aterialismo histórico— , sino que discierne en la clase proletaria la realidad a la vez universal y concreta que, opri­ mida en la actualidad, hará mañana la unidad de la historia. De este modo, la perspectiva proletaria ofrece a la vez un sentido teórico de la historia y una tarca práctica para la historia, un principio de expli­ cación y una línea de acción. El universalismo proletario es en prin­ cipio y fundamentalmente liberador respecto al provincialismo fas­ cista. Pero la toma de poder, en una provincia de la tierra, por los hombres de la dialéctica hace resurgir todas las consecuencias au­ toritarias de una filosofía de la historia que pretende m onopolizar la ortodoxia. He aquí un Estado que se considera a la vez com o instrumento humilde e intérprete orgulloso de la filosofía de la historia. Todas las investigaciones, todas las hipótesis, incluso científicas, son entonces encuadradas, orientadas y podadas por ese Estado; ya no hay verda­ des autónom as ni «objetividad» científica independiente; se ha ce­ rrado la era liberal abierta en el Renacimiento. Se com prende enton­ ces que pueda zanjarse según criterios políticos un debate de biología o de lingüística. Por eso una doctrina universalista, a través del prism a de la auto­ ridad y del poder, puede ser tan tiránica como una doctrina racista, si comprende lo mismo que ella su deber de unificar. Del mismo modo, aunque de forma más pueril, el american way o f Ufe, que se niega a verse cuestionado por la historia del resto del mundo y se precia de buena conciencia, es tan capaz de recoger la herencia nazi

como el «centralismo democrático»; desde el momento en que se in­ tenta una síntesis prem atura de los planos de existencia y de verdad, se repiten con la misma vulgaridad los mismos procesos violentos. No creo que se com prenda toda la importancia sociológica de esta aparición de las filosofías de la historia, si antes no se ha adqui­ rido una conciencia clara del proceso de dispersión de la cultura con el que esas filosofías han de tropezar. Tampoco creo que se la com ­ prenda si no se tiene en cuenta el papel histórico de la síntesis cleri­ cal. La filosofía de la historia es el nervio de la síntesis política, como la teología fue el nervio de la síntesis clerical. Es impresio­ nante el paralelismo funcional entre la función de integración de la filosofía de la historia y la de la teología medieval. La filosofía de la historia — sea o no díalética— carga también con una tarea y con una falta. Por un lado la filosofía de la historia es una de las em er­ gencias concretas de esa voluntad de unidad en la que habíamos re­ conocido la grandeza de la razón y del sentimiento; por otro, es un testimonio más de esa violencia original que corrom pe toda preten­ sión por el «sistema». Grandeza y culpabilidad de la unidad política de lo verdadero... Este paralelismo funcional entre la unidad clerical y la unidad política de lo verdadero, o mejor dicho esta semejanza entre los ins­ trum entos u órganos de la unidad entre la teología y la filosofía de la historia, se traduce en un extraño parecido en el reino de la mentira. El nacimiento clerical y el nacimiento político de la mentira tienen un parentesco impresionante: sumisión hábil y desobediencia astuta, propaganda artera y hábil para tocar todos los resortes psicológicos, censura de las opiniones divergentes y puesta en el índice de libros y películas, arte de «hacer creer» y de com pendiar todos los aspectos de una civilización en una mentalidad impermeable a la crítica ex­ terna, transform ación perversa de la duda socrática en una autocrí­ tica que restaure solamente la ortodoxia quebrantada por un m o­ mento. Se objetará, y con razón, que la filosofía de la historia y concre­ tamente la filosofía marxista de la historia es el único medio de po­ ner en orden toda la proliferación del pasado y sobre todo de prom o­ ver una política racional, capaz de abrazar a la vez los intereses de los proletariados y de los pueblos de color y de elaborar una política mundial a largo plazo; en resumen, que el universo marxista, por esencia y por excelencia, libera de la violencia rom ántica de los «Ftihrer» y de los «Duce». Es cierto; por eso precisam ente existe el problema. Y por eso

nuestra crítica de la síntesis teológica de lo verdadero tampoco fue sim plemente negativa. Entonces insistimos en el carácter escatológico de la unidad. Ahora hay que insistir en la fecundidad de las filo­ sofías de la historia en general y de la dialética inarxista en particular como hipótesis de trabajo, es decir, al mismo tiempo como método para los investigadores y como regla probable para los políticos. Buscamos el orden, necesitam os orden: en el entramado de las fibras históricas, toda hipótesis se legitima por su doble poder de descubrimiento y de sim plificación comprensiva. En este sentido el esquema económico-social tiene una superioridad evidente sobre el relato arbitrario de las batallas, de las sucesiones y de los repartos de la antigua historia m ilitar y dinámica; y sobre todo la función inter­ pretativa de una «gran hipótesis» m arxista va acom pañada de una fe­ cundidad política, de una aptitud no sólo para explicar, sino para orientar los movimientos efectivos de liberación del proletariado y de los pueblos de color. Pero la historia es muy rica; perm ite otros muchos sistemas de lectura y es necesario que tengam os en cuenta la acción limitativa de otros esquemas posibles, para protegernos del fanatismo que nace con toda unidad prematura. Esta acción ¡imitada que ejercen otras grandes hipótesis me pa­ rece que representa el mismo papel que la idea de escatología frente a la tentación clerical. Por eso vale la pena insistir en ella. Sin poner­ nos a esbozar esas otras hipótesis de trabajo, me gustaría señalar poi­ qué razón de principio es posible una pluralidad de sistem as de inter­ pretación. Para ello situaré la pluralidad dentro m ism o del movi­ miento de crecimiento de la historia. La historia que escribimos, la historia retrospectiva (die Historie) se ha hecho posible por la histo­ ria que se ha hecho (die Gescltichte). Si hay varias lecturas posibles de la historia, quizá sea porque hay varios movimientos entrelazados de «historización» (perm ítasem e hablar así). Proseguimos a la vez varias historias, en unos tiem pos en que no coinciden los períodos, las crisis, los momentos de quietud. Encade­ namos, abandonam os y volvemos a coger varias historias, como el ajedrecista que juega varias partidas, volviendo unas veces a una y otras a otra. Si hubiera que seguir adelante aclarando esta ilusión principal de la unicidad de la historia, no vacilaría en decir que en ella se oculta una ilusión tenaz sobre el tiempo. Suponemos que hay una trayecto­ ria continua, lina duración única, que sincroniza la historia, tanto la de las dos ciudades de san Agustín como la historia de las ciencias y de los imperios, la historia de la filosofía o la del arte.

En realidad estam os sacando de las intuiciones de la m ecánica el modelo del movimiento uniform e y continuo por el que se regulan todas las duraciones. Por eso queremos que todos los acontecim ien­ tos de toda la historia vayan puntuando un único flujo indiferenciado y continuo, que sería el correr del tiempo. Sospecho que la reflexión de Bachelard sobre las superposicio­ nes te m p o ra le stra n sp o rta d a al corazón de la filosofía de la historia, causaría allí una tremenda convulsión y minaría por su base el postu­ lado de una unidad de fluencia de la historia. Esa gran «sinfonía de la historia» de que habla san Agustín -—y en la que M arrou m editaba recientemente— está estructurada según innumerables ejes que tie­ nen su forma propia de encadenarse y de durar, haciendo prematuras todas las lecturas globales. Así, hay una historia de las ciencias, estructurada por el tiempo de los descubrimientos, donde se perciben grandes lagunas, pero que se va prolongando poco a poco gracias a una serie discontinua de descubrimientos; esos descubrimientos, separados de sus inventores, se van acumulando, se estratifican en una única historia del saber, cuya línea atraviesa las dialécticas económico-sociales, la ascensión y la decadencia de los imperios. Igualmente es posible escribir otras historias que tienen su propio tipo de encadenamiento. Los descubrim ientos técnicos tienen una form a bastante sim ilar de encadenarse por acum ulación y de durar por capitalización. Así se constituye un tiem po de progreso, que no es ni m ucho menos el único eje temporal de nuestra existencia, sino que atraviesa todas las historias com o una flecha del devenir; allí nada se pierde, todo se acumula: la pólvora de los chinos, la escritura de los semitas, la m áquina de vapor de los ingleses, etc. Todas las historias que tienen este mismo estilo acumulativo -— la historia de los descubrimientos científicos, de los inventos instrum entales, de las técnicas de tra­ bajo, del bienestar y de la guerra— , todas estas historias son fáciles de acom odar dentro del mismo eje de duración, que confundim os sin graves prejuicios con el tiem po de la m ecánica, regulado por el movimiento de los astros. Pero ahí está la ocasión de la ilusión: un único ritmo histórico, en contraste con el tiem po de la mecánica, ofrece el esquem a de las fechas, es decir de las coincidencias y de los encuentros, algo así como las rayas divisorias de los compases en una sinfonía.

3 Diaiectique de la Durée.

Pero hay otros ritmos históricos que se entrelazan, que no se aco­ modan exactamente al eje del progreso de las ciencias y de las técni­ cas. Se abren y se cierran ciclos de civilización, surgen nuevos pode­ res y se consolidan; el tiempo exige aquí otras categorías distintas de las de la sedim entación y del progreso: nociones de crisis, de apo­ geo, de renacimiento, de supervivencia, de revolución; tiempos de nudos y de vientres (en cierto sentido, ese tiempo está más emparen­ tado con la estructura periódica de los fenómenos de la micro-física que con la estructura lineal del tiem po de la cinemática y de la mecá­ nica racional). Más aún, una civilización nueva no sigue un ritmo masivo: no avanza en bloque ni se estanca en todos sus aspectos. Hay en ella va­ rias líneas que es posible seguir longitudinalmente. La ola no sube ni refluye en el mismo momento en todas las playas de la vida de un pueblo. Las crisis de un com portamiento social o cultural particular tienen su motivación propia y su resolución propia; así la crisis de las matem áticas en la época de Pitágoras es ampliam ente autónoma respecto a la historia general; la suscitó un desafio interno a las ma­ temáticas (la irracionalidad de la diagonal respecto al lado del cua­ drado); nacida de un proceso propiam ente m atem ático, esta crisis tuvo su desenlace propiam ente matemático. La historia de la m úsica se prestaría a reflexiones del mismo tipo, aunque en un grado mayor de complejidad; en cierto sentido se la puede considerar como un encadenamiento relativamente autó­ nomo de las etapas de la técnica de escritura musical; pero el desa­ rrollo de la música expresa tam bién las sugerencias laterales de las otras artes y de la sensibilidad general, deja ver las esperanzas de un público y hasta los encargos de los m ecenas o del Estado. Una histo­ ria de la m úsica se m anifiesta com o una continuación técnica de ella misma, con su motivación en cierto modo longitudinal, pero también como una serie de explosiones inventivas ligadas a los grandes crea­ dores, y com o un aspecto de la época, con sus relaciones transversa­ les con las demás m anifestaciones de la cultura y de la vida. De este m odo, la misma historia, que es una por el progreso del instrumental material e intelectual, tiene por otra parte muchas for­ mas de ser múltiples; se divide no solamente en períodos sucesivos (lo cual plantea ya m uchos problemas), sino tam bién en fibras longi­ tudinales que no siguen el mismo modo de encadenarse ni proponen la misma problemática temporal. La idea de «historia integral» es entonces una idea-límite; toda dialéctica resulta dem asiado simple y se ve superada por el entramado de las m otivaciones longitudinales

propias de cada serie y por las interferencias transversales entre una serie y las demás. Habría que poder leer a la vez los contrapuntos de las líneas metódicas horizontales y la armonía de lo,s acordes vertica­ les. Todo esto nos lleva al carácter circular de las dialécticas más claras que podemos descubrir. Un ejemplo: el progreso en las técni­ cas y en los instrum entos afecta en cierto modo a todo el proceso so­ cial y con él a las superestructuras ideológicas; pero a su vez las téc­ nicas dependen de las ciencias y principalmente de las matemáticas, que florecieron en el umbral de las grandes m etafísicas pitagórica, platónica y neoplatónica del Renacimiento; sin esas metafísicas idea­ listas habría sido impensable la idea misma de una matematización de la naturaleza. Por tanto sería «ingenua» la dialéctica que se em peñase en ser ella misma única y en un sentido único. Se pueden escribir muchas historias: de las técnicas o del trabajo, de las clases y de las civiliza­ ciones, del derecho, del poder político y de las ideas — sin contar la historia de los cuestionamientos de la historia por la subjetividad so­ crática, cartesiana, kantiana— , la historia, en segundo grado, de la reflexión filosófica. C reo que había que llegar hasta esta raíz del problem a, para poder esbozar la crítica interna de todas las pretensiones de resol­ ver por m edio de la historia el problem a de la unidad de los órde­ nes de la verdad. La historia se pluraliza tanto com o la verdad; conviene m antener alerta esta reflexión en contra de toda ju stific a­ ción de las pasiones del poder al servicio de una filosofía dogm á­ tica de la historia. Terminaré subrayando al alcance de estas reflexiones para una investigación sobre la mentira en el mundo moderno. M ientras que nos quedam os en un plano vulgar de la verdad — en el enunciado perezoso de las proposiciones rutinarias (por el estilo: «llueve»)— , el problema de la mentira sólo atañe al decir (digo falsamente lo que sé o lo que creo que no es verdad; no digo lo que sé o creo que es verdad). Esa mentira, que supone por tanto la verdad conocida, tiene como contrario a la veracidad, m ientras que la verdad tiene como contrario al error. Las dos parejas de contrarios — mentira-verdad, error-verdad— parecen entonces que no guardan relación. Sin embargo, a medida que nos vamos elevando hacia verdades que hay que formar, elaborar, la verdad entra en el terreno de las obras, especialmente de las obras de civilización. Entonces la m en­ tira puede afectar muy de cerca a la obra de la verdad buscada; la

mentira verdaderamente «disimulada» no es la que concierne al de­ cir de la verdad conocida, sino la que pervierte la búsqueda de la verdad. Creo que he tocado un punto en donde ci espíritu de mentira —que es anterior a las mentiras— está más cerca del espíritu de ver­ dad, anterior a su vez a las verdades formadas; ese punto es aquel en que la cuestión de la verdad culm ina en el problema de la unidad to­ tal de las verdades y de los planos de la verdad. El espíritu de men­ tira contam ina a la búsqueda de la verdad en su corazón, es decir, en su exigencia unitaria; es el paso en fa lso ele lo total a lo totalitario. Ese desliz se produce históricamente cuando un p oder sociológico inclina y logra reagrupar más o menos com pletam ente todos los ór­ denes de la verdad y plegar a los hombres a la violencia de la unidad. Ese poder sociológico tiene dos figuras típicas: el poder clerical y el poder político. En efecto, resulta que tanto el uno como el otro tie­ nen una función auténtica de reagrupamiento; la totalidad religiosa y la totalidad política son totalizaciones reales de nuestra existencia; por eso precisam ente son las dos mayores tentaciones para el espíritu de mentira, para la caída de lo total en lo totalitario; el p o d er— y por excelencia el poder clerical y el poder político— es ocasión de caída y de culpabilidad virtual. En función de estas observaciones sobre la solidaridad entre tota­ lidad, mentira y poder, las tareas de un espíritu de verdad serían las siguientes: 1. A nivel de la vida concreta de una civilización, el espíritu de verdad consiste en respetar la com plejidad de los órdenes de verdad; es el reconocim iento de la pluralidad. Incluso diré que este espíritu sabe discernir, entre esos órdenes de verdad, varios círculos, en donde nosotros establecemos prematuram ente jerarquía. (He seña­ lado uno de estos círculos entre el mundo como horizonte de mi existencia, la objetivación científica de la naturaleza y las evaluacio­ nes morales, estéticas, utilitarias, etc., de mi vida de cultura.) El «círculo» representa un fracaso para la unidad prematura. 2. La autonomía de la investigación científica es uno de los cri­ terios del espíritu de verdad de una sociedad. El hombre ha corrido el riesgo de la objetivación y de la objetividad; es una aventura que no puede limitarse en su propia línea, sino sólo establecerse como uno de los aspectos de la «praxis» teórica. Por eso, el espíritu de ver­ dad no denunciará la deshum anización del hombre, basándose en la objetividad científica; tam bién el tirano tiene este lenguaje. 3. Otro criterio del espíritu de verdad es la repugnancia del arte

y de la literatura respecto a la apologética clerical y política; no hsíy que precipitarse en prescribir una eficacia próxima a las artes; lit m entira se introduce a través de esta pasión por ser útil o edificante. Un artista servirá con mayor seguridad a su tiempo — casi como de propina— , si se preocupa prim ero de com prender la problemática in­ terna de su arte y de expresar lo más exigente de sí mismo; una li­ teratura «com prom etida» quizá no exprese sino lo más gastado de la conciencia de su tiempo; y otra literatura «descomprometida» quizá alcance un nivel de sentimiento y de esperanza más cargada de por­ venir. En resumen, el artista y el científico no repetirán nunca con demasiada vehemencia la vieja crítica socrática de lo útil, para llegar a la verdad según su orden. 4. Una reflexión sobre la relación entre el poder totalitario y la mentira tendrá que esbozar una crítica útil de la conciencia política. Señalemos aspectos importantes de esta crítica: hay que desenmas­ carar como mentirosa la idea de una política como ciencia. El nivel de esta función, a pesar de ser fundamental, sigue siendo la «opi­ nión» en el sentido platónico, o mejor aún lo «probable», como lo vio Aristóteles; nunca hay más que un «probabilismo» político. Por otra parte, hay que desenm ascarar como mentira la idea de una com ­ prensión dialéctica única y exhaustiva de la dinámica social; la dialéc­ tica es un método y una hipótesis de trabajo; es excelente siempre que se la limite con otros sistemas posibles de interpretación... y cuando no esté ella en el poder. 5. Finalmente, los cristianos han de recobrar el sentido escatológico de la unidad de lo verdadero, el significado de aquel «último día» que a la vez «vendrá como un ladrón» y cum plirá la «historia», «recapitulando todas las cosas en Cristo». Una tarca importante de la teología cristiana hoy es la de reflexionar conjuntam ente sobre una escatología de la verdad y sobre una cscatología de la historia. Esta reflexión tiene que dom inar en toda m editación sobre la autoridad en la Iglesia, cuya grandeza y cuya tremenda tram pa hemos indicado más arriba. La escatología es la curación de lo clerical. Quizá enton­ ces el cristiano sepa vivir en la más extrema multiplicidad de los ór­ denes de la verdad con la esperanza de com prender «algún día» la unidad tal como él será com prendido por ella.

XAVIER ZUBIRI LA REALIDAD EN LA INTELECCIÓN SENTIENTE: LA VERDAD REAL ( 1980)

E d ició n

o r ig in a l :

— «La realidad en la intelección sentiente: la verdad real», en Inteli­ gencia y realidad, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1980, pp. 229-246. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. O

t r o s e n s a y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a

:

— «La verdad y la ciencia», en Naturaleza, Historia, Dios, AlianzaFundación X. Zubiri, Madrid, 10.a ed., 1994 (ed. orig., 1944), pp. 37-49. — «Realidad y verdad», en Sobre la esencia, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1985 (ed. orig., 1962), pp. 112-134. — «Logos sentiente y verdad», en Inteligencia y Logos, Alianza-So­ ciedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1982, pp. 253-392. — «La verdad racional», en Inteligencia y Razón, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1983, pp. 258-320. — «La voluntad de verdad», en El hombre y Dios, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1984, pp. 245-258. — «La realidad moral», en Sobre el hombre, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1986, pp. 430-436. — «La verdad religiosa», en El problema filosófico de la Historia de las religiones, Alianza-Fundación X. Zubiri, Madrid, 1993, pp. 151 164. — «Descartes: evidencia y verdad», en Los problemas fundamentales de la metafísica occidental, Alianza-Fundación X. Zubiri, Madrid, 1994, pp. 136-150. — «Hegel: lo absoluto y la razón», en Los problemas fundamentales de la metafísica occidental, Alianza-Fundación X. Zubiri, Madrid, 1994. pp. 248-269. — El hombre y la verdad (inédito/redac. orig. 1966).

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í¡ — D. Gracia, Voluntad de verdad. Para leer a Zubiri, Lábor, Barce­ lona, 1986. — A. Pintor-Ramos, Realidad y verdad. Las bases de ¡a filosofía de Zubiri, UPS, Salamanca, 1994. — J. A. Nicolás, «Teoría de la verdad conseiiso-cvidencial y teoría de la verdad fenomenológico-ícal», en D. Blanco et al. (eds.), Discurso y Realidad, Trotta, Madrid, 1994, pp. 144-156.

La cosa real es aprehendida com o real en y por sí misma: es «de suyo» lo que es. Como este momento de formalidad es un prius de las cosas, resulta que la realidad no consiste formalmente ni se agota forzosamente en ser inteligida. En su virtud, por inteligir lo que la cosa realm ente es, diremos que la intelección es verdadera. Lo que la mera actualización de lo real añade a la realidad es pues, su verdad. ¿Qué se entiende por verdad? A primera vista la verdad parece ser una cualidad de la afirmación. Pero esto no es así porque la afir­ mación es tan sólo un modo de intelección. La intelección no es ni exclusivamente ni prim ariamente intelección afirmativa. La intelec­ ción consiste formalmente en aprehender algo como real, y esta inte­ lección tiene también su verdad. Como acabo de decir, verdad es la intelección en cuanto aprehende lo real presente como real. La ver­ dad no añade nada a la realidad en las notas pero le añade su mera actualización intelectiva. Por tanto, la pregunta de qué sea verdad es una pregunta que concierne a la intelección en cuanto tal, y no sólo a la intelección afirmativa. Realidad y verdad no son idénticas. Intelección, y por tanto ver­ d a d son aspectos de actualización. Y la actualidad, repito, no añade ninguna nota física a lo real. Pero, sin embargo, le añade la actuali­ dad de verdad. Y como no toda realidad está actualizada ni tiene por qué estarlo, resulta que no toda realidad tiene verdad. Por la misma razón, realidad y verdad tampoco son correlativas; esto es, realidad no consiste en ser correlato de verdad. Toda verdad envuelve realidad, pero no toda realidad envuelve verdad. La realidad funda la verdad. La realidad es lo que da verdad a la intelección, al estar meramente actualizada en ésta. Y esta actualiza­ ción es verdad porque envuelve la realidad. La realidad pues, es lo que da verdad, y a este «dar verdad» es a lo que he solido llamar «verdadear». La realidad verdadea en intelección. Pues bien, el «en»

en ciue la actualidad intelectiva consiste no es sino el verdadear. Por esto, verdad no sólo no es algo correlativo a realidad, sino que ni si­ quiera es relación: es respectividad. Es un momento de la pura actua­ lización, es puro verdadear. Verdad es pura y simplemente el mo­ mento de la real presencia intelectiva de la realidad. Con esto hay que elim inar de entrada dos concepciones de la ver­ dad que a fuerza de ser repetidas se admiten sin discusión, pero que a mi modo de ver son falsas. La primera es la concepción según la cual la verdad es concien­ cia objetiva. Es la concepción en que se apoya toda la filosofía de Kant; en rigor viene de siglos atrás. Pero esto no es solamente que sea falso, sino que es algo más grave: es un inexacto análisis del he­ cho de la intelección. Resuenan en esta concepción las ideas de conciencia y objeto. Pero la intelección no es un acto de conciencia, sino un acto de aprehensión, y lo inteligido mismo no tiene sólo independencia objetiva, sino independencia real. La concepción de la verdad como conciencia objetiva es, pues, falsa de raíz. La segunda concepción consiste en apelar al hecho del error: hay intelecciones no verdaderas. Y de aquí se pasa a decir que verdad y error son dos cualidades que funcionan ex aequo, y que la intelec­ ción en cuanto tal es «neutra» respecto de esta diferencia. La intelec­ ción sería algo neutral en sí m ism o y, por tanto, lo propio de ella no sería tener verdad, sino ser pretensión de verdad. Fue en el fondo la concepción de Descartes, asociada inmediatamente al análisis idea­ lista de la intelección. Pero esto envuelve una serie de graves inexac­ titudes. En prim er lugar, la verdad y el error de que se nos habla en esta concepción, son verdad y error de la afirm ación. Ahora bien, como ya hemos dicho repetidam ente, la afirm ación jam ás es la forma prim aria de intelección; hay un modo de intelección anterior. Y entonces lo menos que ha de decirse es que no es tan inconcuso que este m odo primario de intelección incluya verdad y error. Habría que examinarlo, y lo haremos enseguida. Pero, en segundo lugar, aún tratándose de la intelección afirmativa, el hecho inconcuso de afir­ maciones erróneas no equivale a equiparar sin más las dos cualida­ des de verdad y error: los errores de la afirmación son posibles pre­ cisamente porque la verdad es fundante de la posibilidad del error. El error de la afirm ación no consiste, por tanto, en una mera «carencia» de verdad sino que es formal y rigurosamente «privación» de ver­ dad. La intelección afirmativa, por tanto, no es algo neutral. No es que la intelección afirmativa «pueda ser» verdadera «y» falsa, sino que de hecho «tiene que ser» forzosamente «o bien» verdadera, «o

bien» falsa, porque de suyo la intelección afirmativa tendría que ser verdadera. Por tanto, verdad y error no pueden equipararse como cualidades que sobrevienen a una intelección en sí misma neutral. La intelección incluso afirm ativa es algo más que pretensión. Por tanto, la verdad no es conciencia objetiva ni es una cualidad de la intelec­ ción opuesta a otra que sería el error. Verdad es el momento de la ac­ tualización de lo real en intelección sentientc en cuanto tal. ¿En qué consiste más precisamente? Repito que se trata de la verdad de la intelección sentiente en cuanto tal, es decir, de la índole prim aria y radical de la actualización sentientc de lo real. No se trata, pues, de cualquier actualización in­ telectiva. Como ya vimos, intelección sentiente en su forma primaria y radical es aquella en que lo aprehendido lo es en y por si mismo, es decir, en que lo aprehendido está directamente, inm ediatam ente y unitariam ente aprehendido. Ahora bien, en esta actualización sentiente lo aprehendido lo es «de suyo». Y este momento de formali­ dad del «de suyo» es un momento de la cosa anterior (prius) a su propio estar aprehendida. Y en esto consiste justam ente su realidad. Pero claro está, este «de suyo» anterior a la aprehensión está, sin em ­ bargo, aprehendido en su propia anterioridad; esto es, está presente en la intelección sentiente. Pues bien, este «de suyo» en cuanto ante­ rior a la aprehensión es realidad. Y este «de suyo», esta realidad, en cuanto presente en la aprehensión es justam ente verdad. Verdad es realidad presente en intelección en cuanto está realmente presente en ella. Por tanto, la verdad prim aria y radical de la intelección sentiente no se identifica con la realidad, pero no añade a lo real nada distinto a su propia realidad. Lo que le añade es esa especie de ratifi­ cación según la cual lo aprehendido como real está presente en su aprehensión misma: es justo ratificación del «de suyo», ratificación de la realidad propia. Ratificación es la form a primaria y radical de la verdad de la intelección sentiente. Es lo que yo llamo verdad real. Es verdad, es un momento que no es form alm ente idéntico a rea­ lidad. La realidad es formalidad de la cosa, pero la verdad es cuali­ dad de la intelección en cuanto en ella está presente lo real. Ésta y no otra es la diferencia entre realidad y verdad: verdad real es ratifica­ ción de la realidad. Es real, porque es la realidad misma la que está en esta verdad; es lo real mismo lo que verdadea. Claro está, trátase de la realidad como formalidad del «de suyo», y no de la realidad allende su aprehensión; es la realidad de lo aprehendido m ism o tal como es aprehendido en su aprehensión. Inmediatamente volveré sobre esta idea.

He aquí la índole esencial de la verdad real: lo real está «en» la intelección, y este «en» es ratificación. En la intelección sentiente la verdad se halla en esa primaria forma que es la impresión de reali­ dad. La verdad de esta actualidad impresiva de lo real en y por sí misma es justo la verdad real. Tres observaciones esenciales servirán para perfilar esta idea con más precisión. Ante todo, trátase de una m era ratificación. Y esto es esencial. Clásicamente la filosofía ha resbalado sobre este punto y ha pensado siempre que la verdad está constituida en la referencia a una cosa real desde lo que de ella se concibe o se afirma. Precisamente por esto es por lo que pienso que la idea clásica de verdad es siempre lo que llamo verdad dual. Pero en la verdad real no salimos de la cosa real en y por sí misma; la inteligencia de esta verdad no es concipiente sino sentiente. Y en esta intelección no hay primariamente nada concebido ni afirmado, sino que hay simplemente lo real actua­ lizado como real y por tanto ratificado en su realidad. La verdad real es ratificación, y es por esto verdad simple. Para mayor claridad, y aunque sea anticipando ideas que aparecerán en las otras dos partes del libro, diré que la verdad puede adoptar formas diversas. En pri­ mer lugar, la verdad simple, es decir, la verdad real en la que no sali­ mos de lo real: es verdad como ratificación. En ella no solamente no salimos de lo real, sino que hay un positivo y penoso acto de no sa­ limos de lo real: es la esencia misma de la ratificación. En segundo lugar, hay la verdad dual. En ella hemos salido de la cosa real hacia su concepto o hacia una afirm ación, o-hacia su razón. Si volvemos a la cosa real desde su concepto, es la verdad como autenticidad. Si volvemos a la cosa real desde una afirmación, es la verdad como conformidad. Si volvemos a la cosa real desde su razón, es la verdad como cumplimiento. Como veremos, esta tercera forma tampoco ha sido considerada por la filosofía clásica. Autenticidad, conformidad y cumplimiento son tres formas de verdad dual. Pero en la verdad real no hay, como en la verdad dual, dos términos prim ariamente aje­ nos entre sí; de un lado la cosa real y de otro su concepto, su afirm a­ ción y su razón. No hay sino un solo término, la cosa real en sus dos momentos internos suyos: su actualidad propia y su propia ratifica­ ción. Por esto es por lo que toda verdad dual se halla fundada en ver­ dad real. En la verdad real, lo real está ratificando. En la verdad de autenticidad lo real está autenticando. En la verdad de conformidad, lo real está veridictando; esto es, lo real está dictando su verdad. En la verdad de razón, lo real está verificando. Autenticar, veridictar,

verificar son tres formas de m odalizar dualmente la verdad real, es decir, la ratificación. Por esto, esta verdad real es, como veremos en su momento, el fundamento de la verdad dual. La segunda observación concierne a lo que apuntaba ya antes: la verdad real no se contrapone al error, sencillamente porque la inte­ lección prim aria de lo real no admite la posibilidad de error. Toda aprehensión prim aria de realidad es ratificante de lo aprehendido y, por tanto, es siem pre constitutivamente y formalmente verdad real. No hay posibilidad ninguna de error. La verdad es ratificación de lo real en su actualidad. Nada tiene que ver con que haya o no haya una actuación de la cosa real para llegar a ser aprehendida. Si nos coloca­ mos en lo real allende la aprehensión, es posible que esta actuación deform e la cosa y, que por tanto, lo aprehendido no sea igual a lo que es la cosa allende la aprehensión. Pero esto no obsta para que lo aprehendido sea real «en» la aprehensión misma, sea o no real allende la aprehensión. En el caso de cualquier error, por ejemplo, en el caso de la ilusión, se sale de lo aprehendido y se va allende lo aprehendido. La ilusión es por esto un fenómeno de dualidad. Pero la mera actualidad de lo aprehendido «en» la aprehensión misma no es dual: es una serie de notas que pertenecen a lo aprehendido «en pro­ pio»; es decir, «de suyo». Por tanto, el error consiste en identificar lo real aprehendido con lo real allende la aprehensión; en m anera al­ guna consiste en que lo aprehendido sea irreal «en» la aprehensión, y que se tome com o real. En la aprehensión el contenido aprehen­ dido es real en y por sí mismo; ratificado como tal constituye verdad real. No hay posibilidad de error. Lo mismo debe decirse de errores debidos más que a simples ilusiones a la m alform ación de los recep­ tores mismos; por ejemplo, el daltonismo. Un tipo daltónico ve un color gris oscuro donde un hombre normal ve un color rojo. Pero en ambos casos, y dentro de cada percepción, el gris que ve el daltónico no es menos real que el rojo que ve el hombre normal, ni este rojo es más real allende la percepción que el gris que ve el daltónico. Toda intelección sentiente en la que se aprehende algo en y por sí mismo es siempre y constitutivamente verdad real. Realidad no es sino la formalidad del «de suyo», y verdad real es este «de suyo» ratificado como «de suyo» en la aprehensión misma. El error sólo es posible saliéndonos de esta intelección y lanzándonos a una intelección dual allende la aprehensión. Finalmente, una tercera observación. La verdad real, como acabo de decir, es verdad simple. Pero es menester conceptuar correcta­ mente esta simplicidad. Para Aristóteles ser simple consiste en no te­

ner multiplicidad ninguna, en ser «sencillo» por así decirlo; así las cualidades sensibles como objeto formal propio de cada sentido se­ rian ta haplá.J'cm esto no es así. Lo aprehendido en intelección sentiente tiene en general una gran variedad de notas, es un sistema sus­ tantivo de notas. La simplicidad de esta aprehensión no consiste, pues, en la «sencillez» de lo aprehendido sino en que toda su interna variedad está aprehendida en y por sí misma de una m anera unitaria. No se trata, pues, de la sencillez de un contenido (la cual en defini­ tiva nunca se da), sino de la simplicidad del modo de aprehensión, a saber, el modo de aprehender algo directamente, inmediatamente y unitariamente, es decir, p er mochan unius. Ver un paisaje, ver un li­ bro, en bloque, por así decirlo, sin pararse a aprehender cada una de sus notas o conjuntos parciales de ellas, es una aprehensión simple en el sentido de unitaria. Esta visión unitaria del sistema, ratificada en la intelección de lo así presentado es su verdad real simple. Pu­ diera llamársela también verdad elemental. He aquí la índole esencial de la verdad real: ratificación. Y esta verdad tiene algunas dimensiones sumamente concretas.

DIM ENSIONES DE LA VERDAD REAL En la verdad real, es la realidad la que en y por sí misma está verdadeando en la inteligencia, es decir, es la realidad la que directamente, inmediatamente y unitariamente está dando su verdad a la intelección. Esta realidad tiene estructuralmente, como vimos, tres dimensiones: to­ talidad coherencia, duratividad. Pues bien, la ratificación de cada una de estas dimensiones es una dim ensión de la verdad real. Las dim en­ siones son respectos formales, son la ratificación de los distintos momentos de la respectividad en que lo real consiste. Al tratar de las dimensiones de lo real me expliqué sobre el hecho de que lo dicho a propósito de los sistemas de notas se aplica a cada una de ellas si es aprehendida en y por sí misma. Por esto puedo perm itirm e no refe­ rirme aquí sino a sistemas. A) Todo lo real tiene com o sistem a de notas esa dimensión de ser un todo sistemático: es la dim ensión de totalidad. Actualizada la cosa real en su respecto formal de totalidad su realidad se ratifica de un modo muy preciso: es la riqueza de lo aprehendido. La riqueza no es la totalidad de notas de lo real, sino que es esta totalidad en cuanto ratificada en intelección sentiente. Es una dimensión de la

verdad real: la dimensión de totalidad de lo real ratificada en la inte­ lección. B) Todo lo real es un sistem a coherente de notas. La coheren­ cia formal es una dimensión de lo real. Pero esta coherencia ratifi­ cada en la intelección constituye la verdad real como verdad de la coherencia: es lo que llamamos el qué de algo. Es una dimensión de la verdad real. Ser «qué» es la ratificación de la coherencia real del sistema en la intelección. C) Todo lo real es sistema durable en el sentido de ser duro. Si no tuviera alguna dureza, la cosa no tendría realidad. Pues bien, la ratificación de la dureza en la intelección constituye la verdad de esta dureza, a saber, la estabilidad. Estabilidad significa aquí el ca­ rácter de ser algo establecido. Estar establecido es la dimensión de la duratividad, del estar siendo de lo real, ratificada en la intelección. Estar establecido es exactamente lo que constituye la ratificación del estar siendo. El lector puede observar que esta idea de estabilidad está conceptuada aquí, en este problema, de un m odo algo diferente a como la he conceptuado en otras publicaciones mías. La realidad, pues, tiene tres dimensiones: totalidad, coherencia y duratividad. Estas dimensiones se ratifican en verdad real y constitu­ yen las tres dimensiones de esta verdad: la totalidad se ratifica en ri­ queza, la coherencia se ratifica en «qué», la duratividad se ratifica en estabilidad. Riqueza, «qué», estabilidad son, pues, las tres dim ensio­ nes de la verdad real. Pero la ratificación misma no es un carácter amorfo, por así decirlo, sino que en cada caso hay un modo propio de ratificación. La totalidad se ratifica en riqueza según un modo propio de ratificación: la manifestación. No es lo mismo manifesta­ ción que patentización, porque lo patente es ciertamente manifiesto, pero es patente porque está manifestado. M anifestar es el modo de ratificación de la totalidad en riqueza. La cosa m anifiesta la riqueza de todas sus notas. La realidad es coherente, y se ratifica en un «qué» según un modo propio de ratificación: la firm eza. Lo que lla­ mamos «qué» de una cosa es justo aquello en que ésta consiste y, por tanto, le da su firm eza propia: es hierro, es perro, etc. El modo como esta coherencia se ratifica es, pues, justam ente la firmeza: lo real tiene la firm eza de ser un «qué». Finalmente, la realidad durable se ratifica en estabilidad según un modo propio, la constatación. La constatación no es aprehensión de un mero hecho: es un modo de ra­ tificación, es la aprehensión del estar siendo. En resumen, las tres dim ensiones de lo real (totalidad, coheren­

cia, duratividad) se ratifican en tres dimensiones de la verdad real (riqueza, «qué», estabilidad) según tres modos propios de ratifica­ ción (manifestación, firmeza, constatación). La unidad intrínseca de estas tres dimensiones de ratificación y de sus modos propios consti­ tuye lo radical de la verdad real, lo radical de la ratificación de la reali­ dad en la intelección. Esta idea de la ratificación no es una mera precisión conceptual, sino algo que concierne a lo más esencial de la aprehensión sentiente de lo real. Por ser sentiente, esta aprehensión es impresiva. Y toda impresión, según veíamos en el capítulo II, tiene tres momentos: afección, alteridad (contenido y formalidad), fuerza de imposición. La inteligencia sentiente está esencialm ente constituida por impre­ sión de realidad. En cuanto imprensiva, esta intelección es sentiente. En cuanto siente lo otro como alteridad de «en propio», de «de suyo», este sentir es intelectivo. En cuanto la realidad aprehendida está ratificada en la impresión misma, es verdad real. La ratificación es la fuerza de imposición de la impresión de realidad. La ratifica­ ción es la fuerza de la realidad en la intelección. Y como esta intelec­ ción impresiva es mera actualización, resulta que no somos nosotros los que vamos a la verdad real, sino que la verdad real nos tiene por así decirlo en sus manos. No poseemos la verdad real sino que la verdad real nos tiene poseídos por la fuerza de la realidad. Esta pose­ sión no es un mero estado mental o cosa semejante, sino que es la estructura formal de nuestra intelección misma. Toda form a de inte­ lección ulterior a la intelección prim aria y radical está determinada por lo real mismo: la determ inación és entonces un arrastre. Estamos poseídos por la verdad real y arrastrados por ella a ulteriores intelec­ ciones. ¿Cómo? Es el problema de los modos ulteriores de intelec­ ción. Será el tem a de las otras dos partes del libro. Pero antes de en­ trar en ellas es conveniente concluir esta prim era parte con una consideración modal. Voy a explicarme. Lo que he hecho hasta ahora ha sido analizar la estructura formal de la intelección en cuanto tal: es intelección sentiente. Pero en m u­ chos pasajes he advertido que trataba de la intelección primaria y ra­ dical. Esto indica ya que hay intelecciones que no son prim arias y ra­ dicales, pero que, sin embargo, son intelecciones, esto es tienen la estructura formal de la intelección. Esto significa que én nuestro análisis hemos tratado a la vez de qué es intelección y de cuál es su modo primario. Es m enester ahora acotar con m ás precisión estos dos momentos formal y modal de la intelección. Es el tem a del capí­ tulo siguiente.

APÉNDICE: CONSIDERACIONES SOBRE LAS DIMENSIONES DE LA VERDAD REAL Una vez más, estos conceptos que en cierto modo rebasan los lí­ mites estrictos de un análisis formal de la aprehensión de realidad, los reúno en apéndice. En él, en prim er lugar, a título de mera ilus­ tración, aporto ciertos hechos lingüísticos sobradamente conocidos. Y en segundo lugar apunto a las posibles dimensiones de la verdad real en intelección ulterior. I. C om o es bien sabido, los griegos llam aron a la verdad, a-léth eia, descubrimiento, patentización. Peto no es el único voca­ blo con que en nuestras lenguas se designa la verdad. Para mayor sencillez reproduciré aquí una página que escribí y publiqué ya en 1944. «Por am or a la precisión no será ocioso decir que el sentido pri­ mario de la palabra aletheia no es «descubrimiento», «patencia». Aunque el vocablo contiene la raíz la-dh-, «estar oculto», con un -dh- sufijo de estado (lat. lateo de la-t, Benveniste; ai, rahú-, el de­ monio que eclipsa al sol y a la luna; tal vez gr. alasteis, el que 110 se olvida de sus sentimientos, de sus resentimientos, el violento, etc.), la palabra aletheia licne su origen en el adjetivo alethés, del que es su abstracto. A su vez, alethés deriva de léthos, láthos, que significa «olvido» (pasaje único Teoc. 23, 24). Primitivamente alétheia signi­ ficó, pues, algo sin olvido, algo en que nada ha caído en olvido «com ­ pleto» (Krctschmer, Dcbrunner). La patencia única a que alétheia alude es, pues, sim plemente la del recuerdo. De aquí, por lo que tiene de completo, alétheia vino a significar más tarde la simple pa­ tencia, el descubrimiento de algo, la verdad. Pero la idea misma de verdad tiene su expresión primaria en otras voces. El latín, el celta y el germánico expresan la idea de verdad a base de una raíz itero, cuyo sentido original es difícil de precisar; se encuentra como segundo término de un compuesto en latín se-verus (seld[verus), «estricto, serio», lo que haría suponer que uero signifi­ caría confiar alegremente; de donde heorté, fiesta. La verdad es la propiedad de algo que merece confianza, seguridad. El mismo pro­ ceso semántico se da en las lenguas semíticas. En hebreo, aman, «ser de fiar», en hiphil «confiar», dio emunah, «fidelidad, firm eza»; amén «verdaderamente, así sea»; emeth «fidelidad, verdad». En akkadio ammatu «fundamento firm e»; tal vez emtu (Amai na), «verdad». En cambio el griego y el indoiranio parten de la raíz es- «ser». Así ved. satya-, av. haithya- «lo que es realmente, lo verdadero». El

griego deriva de la misma raíz el adjetivo etós, eteós, de s-e-tó «lo que es en realidad»; etá=alethé (Hesych.). La verdad es la propiedad de ser real. La misma raíz da lugar al verbo etázo «verificar», y esto «sustancia, ousía». Desde el punto de vista lingüístico, pues, en la idea de verdad quedan indisolublemente articuladas tres esenciales dimensiones, cuyo esclarecim iento ha de ser uno de los temas centrales de la filo­ sofía: la realidad (es-), la seguridad (uer-) y la patencia (la- dh-)». La unidad radical de estas tres dimensiones es justo la verdad real. Por esto he apelado a estos datos lingüísticos como m era ilus­ tración de un problema filosófico. (Naturaleza, Historia, D ios, 1.a ed., p. 29, 1944.) II. La verdad real, es decir, la ratificación de la realidad en la intelección tiene, pues, tres modos: m anifestación, firm eza y consta­ tación. Como escribí en mi libro Sobre la esencia (1962, p. 131), toda verdad real posee indefectible e indisolublemente aquellas tres dimensiones. Ninguna de ellas tiene rango preferente ni prerrogativa de ninguna clase sobre las otras dos. Las tres son congéneres como momentos estructurales de la prim aria actualización intelectiva de una cosa real. Sin embargo, son form alm ente distintas, tanto que su despliegue en intelección ulterior matiza fundamentalmente la acti­ tud del hombre ante el problema de la verdad de lo real. «Bl hombre, en efecto, puede moverse intelectivamente con pre­ ferencia en la riqueza insondable de la cosa. Ve en sus notas su ri­ queza en erupción. Está inseguro de todo y de todas las cosas. No sabe si llegará a alguna parte, ni le inquieta demasiado lo exiguo de la realidad y de la inseguridad que pueda encontrar en su marcha. Lo que le interesa es agitar, sacudir por así decirlo la realidad, para po­ ner de m anifiesto y desenterrar sus riquezas; a lo sumo concebirlas y clasificarlas con precisión. Es un tipo de intelección perfectamente definido: la intelección como aventura en la realidad. Otras veces, moviéndose a tientas y como en luz crepuscular, la imprescindible para no tropezar y no desorientarse en sus movimientos, el hombre busca en las cosas seguridades a que asirse intelectual mente con fir­ meza. Busca certezas, certezas de lo que las cosas son en realidad. Es posible que al proceder así deje de lado grandes riquezas de las cosas, pero es a cambio de lograr lo seguro de ellas, su «qué». Corre tras lo firm e, tras lo cierto como «lo verdadero»; lo demás, por rico que fuere, no pasa de ser para él simulacro de verdad y realidad, lo «vero-simil». Es la intelección como logro de lo razonable. Otras ve­ ces, en fin, recorta con precisión el ámbito y la figura de sus movi­

mientos intelectuales en la realidad. Busca la clara constatación de su realidad, el perfil aristado de lo que efectivamente es. En princi­ pio, nada queda excluido de esta pretensión; pero aunque fuera nece­ sario llevar a cabo dolorosas am putaciones, las acepta; prefiere que quede fuera de lo intcligido todo aquello a que no alcance la consta­ tación, el propósito de claridad efectiva. Es la intelección como co­ nocimiento, en el sentido más amplio del vocablo». (Sobre la esen­ cia, p. 131.) Toda intelección verdadera ulterior tiene algo de aventura en la realidad, algo de firm eza cierta, y algo de conocimiento, porque ma­ nifestación, firm eza y constatación son tres dim ensiones constituti­ vas de la verdad real, y a fuer de tal son irrenunciables. Pero el pre­ dominio de algunas de estas cualidades sobre las dem ás en el desarrollo de la intelección, matiza la actitud intelectual. Por aquel predominio se constituyen así tres tipos de actitud intelectual.

TEORÍAS HERMENÉUTICAS DE LA VERDAD

MARTIN HEIDEGGER DE LA ESENCIA DE LA VERDAD (1943)

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— Vom Wesen der Wahrheit, Klostermann, Francfort, 1943.

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«De la esencia de la verdad», en Cuadernos de Filosofía (Buenos Aires), n.D1 (1948). -— B) «De la esencia de la verdad», en Heidegger. De la analítica on­ tológica a la dimensión dialéctica, Juárez, Buenos Aires, 1970. — C) «De la esencia de la verdad», en Ser, verdad y fundamento, Monte Ávila, Caracas, 1968, pp. 59-83. — D) «De la esencia de la verdad», en ¿Qué es metafísica? y otros ensayos, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1974, pp. 109-131. Re­ producimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. T

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— A) y B): C. Aslrada. — C) y D): E. Garcia Belsunce. :

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i»-:' — Sein und Zeit, M. Niemcyer Verlag, Tubinga, 1927 (11.a reimp., 1967); § 44: «Dasein, Erschlossenheit, Wahrheit» [ed. east. El ser y el tiempo, FCE, México, 1951 (2.a ed., 3.a reimp., 1980), § 44: «Ser ahí, estado abierto, verdad»]. — «Platons Lehre von der Wahrheit», Franckc, Berna. 1947 fcd. east., «Doctrina de la verdad según Platón», Cuadernos de Filoso­ fía, Universidad de Buenos Aires, 10/12 (1953), pp. 113-158]. —- «Aletheia» (Heraklit, Fragmento 16), recogido en Vortrage und Aufsiitze, Neske, Pfullingen, 1954 (cd. east. «Aletheia», en Confe­ rencias y artículos, Ed. del Serbal, Barcelona, 1994, pp. 225-246.

que habitualmente y según las enseñanzas de la filosofía se co­ noce como lo erróneo, la no conform idad del juicio y la falsedad del conocimiento, es sólo uno de los modos de errar, y el más superfi­ cial. El error en el que ha de andar una humanidad histórica para que su marcha sea errada encuadra esencialmente con la apertura del Dasein. El error dom ina por entero al hombre, en tanto lo hace errar (heirrt). El error, en cuanto hace errar, crea también al mismo liempo la posibilidad, que el hombre puede sacar de su ex-sistencia, de no dejarse llevar al error, en cuanto experimenta el error mismo y no se asusta ante el misterio del Da-sein. Puesto que la in-sistente ex-sistencia del hombre se mueve en el error, y puesto que el error, en cuanto que hace errar (Beirrung), pre­ siona siempre de alguna manera y por esta opresión (Bedrangnis) domina al misterio, y en realidad como misterio olvidado, por eso, el hombre en la ex-sistencia de su Dasein, está sometido a la vez al im­ perio del misterio y a la opresión del error. Por uno y otro se halla en la penuria de la coacción (No! der Nótingung). La plena esencia de la verdad, que incluye a su no-esencia más propia, mantiene al Dasein en la penuria por este permanente volverse de aquí para allá. El Dasein es ese volver ( Wendung) a la penuria. El desvelamiento de la necesidad [vuelta a la penuria], y a causa de ello, el posible traslado a lo inevitable, surgen del Dasein del hombre y sólo de él. El desvelamiento del ente com o tal es en sí, simultáneamente, la ocultación del ente en su totalidad. En la simultaneidad del desvela­ miento y de la ocultación impera el error. La ocultación de lo oculto y el error pertenecen a la esencia inicial de la verdad. La libertad, en­ tendida desde la ex-sistencia in-sistente del Dasein es la esencia de la verdad (en el sentido de la conformidad del re-presentar) sólo porque la libertad misma nace de la esencia inicial de la verdad, del imperio del misterio en el error. El dejar-ser al ente se cum ple en el com por­ tamiento siempre abierto. El dejar-ser al ente como tal en totalidad, sólo acontece con legitimidad esencial cuando a veces se lo acoge en su esencia inicial. Entonces, la abierta decisión (Ent-schlossenheit) hacia el misterio está en camino al error como tal. Entonces, la pre­ gunta por la esencia de la verdad se pregunta más originariamente. Entonces, se descubre el fundamento del entrelazamiento de la esen­ cia de la verdad con la verdad de la esencia. La mirada al misterio, desde el error, es el preguntar, en el sentido de la única pregunta: ¿Qué es el ente como tal en su totalidad? Este preguntar piensa la

pregunta por el ser del ente, pregunta que esencialmente lleva a errar y por eso no ha sido aún dominada en su multivocidad. El pensar del ser, del que nace inicialmente tal preguntar, se comprende desde PlaJ tón como «Filosofía» y recibe más tarde el nombre de «metafísica»,

VIH.

LA PREGUNTA POR LA VERDAD Y LA FILOSOFÍA

La liberación del hombre — que fundamenta la historia— para la ex-sistencia, llega a la palabra en el pensar del ser, ésta no es sólo lai «expresión» de una opinión, sino que es ya la asegurada articulación de la verdad del ente en su totalidad. No importa cuántos tienen oído para esta palabra. Lo que decide sobre el lugar del hom bre en la his­ toria es quiénes son aquellos que pueden oir. Sin embargo, en el mismo momento histórico que llenó el comienzo de la filosofía, em ­ pieza también el dominio expreso del entendimiento común (la So­ fística). Éste se apoya en la incuestionabilidad del ente m anifiesto e inter­ preta todo preguntar pensante como un ataque al sano entendimiento humano y su desdichada irritabilidad. Pero la estimación del sano entendimiento, justificado en su ám­ bito, acerca de lo que es la filosofía, no toca la esencia de ésta que sólo se puede determ inar desde la referencia a la verdad originaria del ente com o tal en su totalidad. Pero, puesto que la esencia plena de la verdad incluye la no-esencia e impera ante todo como oculta­ ción, la filosofía, como cuestionamiento de esta verdad está en sí di­ vidida. Su pensar es la serenidad de lo apacible (M ilde), que no se rehúsa al ocultam iento del ente en su totalidad. Su pensar es sobre todo la abierta decisión (Entschlossenheit) de rigor, que no rompe la ocultación, pero obliga a su esencia intacta a abrirse al com prender y de ese m odo a su propia verdad. En el apacible rigor y en la rigurosa apacibilidad de su dejar-ser al ente com o tal en su totalidad, llega la filosofía a un preguntar que no se atiene únicamente al ente, pero tampoco puede soportar nin­ guna imposición exterior. Kant entrevio esta indigencia íntima del pensar, pues dijo de la filosofía: «Vemos aquí a la filosofía en un punto de vista desgraciado, que debe ser firm e, sin que, sin embargo se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de m ostrar su pureza com o guardadora de sus leyes, no como he­ raldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué natura­ leza tutora...» (Grundlegung der Metaphysik der Sitien, AA, IV 425).

Con esta interpretación esencial de la filosofía, Kant, cuya obra introduce el último giro de la m etafísica occidental, mira hacia un ámbito que él, de acuerdo con su posición m etafísica fundamentada en la subjetividad, sólo pudo com prender desde ella, y la debió com ­ prender como custodia de sus propias leyes. Esta m irada esencial en el destino de la filosofía es, sin embargo, suficientem ente amplia para rechazar toda servidumbre de su pensamiento, cuya forma más inerme se esconde en el subterfugio que acuerda valor a la filosofía como una «expresión» de la «cultura» (Spengler) o como adorno de una humanidad creadora. Si la filosofía cumple su esencia, inicialmente decidida, como «autocustodia de sus leyes», o si ella misma 110 es sostenida y determinada a ese custodiar por la verdad de aque­ llo por lo cual sus leyes son siempre leyes, es algo que se decide desde la iniciación, en la que la esencia originaria de la verdad llega a ser esencial para el preguntar pensante. El ensayo presentado aquí lleva la pregunta por la esencia de la verdad más allá del recinto de la habitual delim itación del concepto usual de esencia, y ayuda a m editar acerca de si la pregunta por la esencia de la verdad no debe ser al mismo tiempo y en prim er tér­ mino la pregunta por la verdad de la esencia. En el concepto de «esencia», la filosofía piensa el ser. La retroferencia de la posibili­ dad interna de la conformidad de un enunciado a la libertad exsistente del dejar-ser, como su «fundamento», y del mismo modo la previa remisión al comienzo esencial de este fundamento en la ocul­ tación y el error, quisieran señalar que. la esencia de la verdad no es el vacío «general» de una universalidad «abstracta» sino lo único que se oculta, de la historia irrepetible del desvelam iento del «sen­ tido» de aquello que llamamos el ser, y que desde hace mucho sólo estamos habituados a meditar como el ente en su totalidad.

IX.

NOTA

La pregunta por la esencia de la verdad surge de la pregunta por la verdad de la esencia. Aquella pregunta entiende esencia en el sen­ tido de la quidditas (Washeií) o de la realitas (Sachheit) pero en­ tiende la verdad como un carácter del conocimiento. La pregunta por la verdad de la esencia entiende «esencia» verbalm ente, y perm ane­ ciendo aún dentro del representar de la metafísica, piensa en esta pa­ labra Ser (Seyn) como la diferencia imperante entre ser y ente. Ver­ dad significa un cobijar que despeja (lichtendes Bergen), como rasgo

fundamental del Ser. La pregunta por la esencia de la verdad encuen­ tra su respuesta en la proposición: la esencia de la verdad es la ver­ dad de la esencia. Luego de la explicación, se ve con facilidad que lu proposición no invierte simplemente una combinación de palabras para provocar la apariencia de una paradoja. El sujeto de la propofflj ción, en caso de que haya que usar todavía esta fatal categoría gra­ matical, es la verdad de la esencia. El cobijar que despeja es; esto significa que deja que cobre pre­ sencia (wesen) la coincidencia entre conocimiento y ente. La propo­ sición no es dialéctica. No es en general una proposición en el sen­ tido de un enunciado. La respuesta a la pregunta por la esencia de la verdad es el relato (Sage) de una vuelta (Kehre) dentro de la historia del ser. Puesto que a él le corresponde el cobijar que despeja, el Seí aparece inicialmente a la luz de una sustracción ocultadora. El nonH bre de este despejamiento (Lichtung) es aletheia. Ya en su proyecto original, la conferencia «De la esencia de la verdad» debía completarse con una segunda acerca «De la verdad de la esencia». Ésta fracasó por razones que ahora están indicadas en la carta «sobre el humanismo». La pregunta decisiva (Ser y tiempo, 1927) por el sentido es decir, por el ámbito del proyecto, es dccir, por la patencia, es decir por la verdad del ser y no sólo del ente, sigue intencionalmente sin desarro­ llarse. El pensamiento se mantiene, según la apariencia, en la vía de la metafísica y sin embargo en sus pasos decisivos, que llevan desde la verdad como conform idad hacia la libertad ex-sistente y de ésta hacia la verdad como ocultación y error, realiza una transformación de la metafísica. El pensar intentado en la conferencia se cumple en la experiencia esencial de que sólo a partir del Da-sein, en el que el hom bre puede ingresar, se prepara para el hom bre histórico una pro­ xim idad a la verdad del ser. No sólo se abandona toda especie de an­ tropología y toda subjetividad del hombre como sujeto, como en Ser y Tiempo, y se persigue la verdad del ser como fundamento de un cambio de posición histórica fundamental, sino que el curso mismo de la conferencia, se dispone a pensar desde otro fundamento (el del Da-sein). Los sucesivos pasos del preguntar son en sí el camino de un pensar que, en vez de ofrecer representaciones y conceptos, se ex­ perim enta y se prueba como transformación de la referencia al ser.

KARL JASPERS DE LA VERDAD (1947)

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— A)

Von der Wahrheit, Piper, Munich, 1947 (2.a ed., 1958). pp. 453-463. — B) Über das Tragische, Piper, Múnich, 1952, 63 pp. (reedición parcial de la obra anterior, pp. 915-961). — C) Die Sprache, Piper, Múnich, 1964 (reedición parcial de la obra anterior, pp. 395-449). E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos con autorización expresa de su heredero.

T r a d u c c ió n :

el

texto -—traducido—

N. Smilg.

O t r o s e n s a y o s d f .l a u t o r s o b r e e l m i s m o t e m a :

— «La verdad como comunicabilidad», en Razón y existencia (trad. H. Kahnemann), Nova, Buenos Aires, 1959, pp. 71-101 (ed. orig., Vernunft und Existenz, J. W. Wolters, Groningen, 1935). — «Wahrheit» en Nietzsche, W. de Gruyter, Berlín, 1936, pp. 170234 (cd. east., «T.a verdad», en Nietzsche, trad. E. Estiú, Sudame­ ricana, Buenos Aires, 1963, pp. 257-339). — «La verdad» en Filosofía de la existencia (trad. L. Rodríguez), Aguilar, Madrid, 1958 (reedición en Planeta-Agostini, Barcelona, 1985, pp. 43-84) (ed. orig., Existenzphilosophie, W. de Gruyter, Berlín, 1937; 2.a ed, 1956). — «Wahrheit, Freiheit und Friede», Bórsenblatt f deut. Buchhandel, Frankfurt a.M, 14/79 (1958), pp. 1318-1322 [ed. east., «Verdad, Libertad y Paz», La Torre, Puerto Rico, 26 (1959), pp. 55-70], — «Wahrheit und Wissenschaft», National-Zeitung, Basilca„ n.° 302, 3.7.1960 (ed. east, «La verdad y la Ciencia». Humboldt, Hamburgo, 3/11 (1962), 4-11. — Der philosophische Glaube angesichts der OJfenbarung, Piper, Múnich, 1962 (ed. east. La fe filosófica ante la revelación, Cre­ dos, Madrid, 1968, pp. 137 ss.).

— Wahrheit und Lehen, Europáischer Buchklub, Stuttgart, 1965 (rccop. de artículos). — Wahrheit und Bewáhrung, Piper, Múnich, 1983. 1 B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— X. Tillíette, Karl Jaspers, Theorie de la vérité, Aubíer, París, 1959. — M. Mounier, «Existence et vérité», en Introduction ata existentialismes, Denoel, París, 1947; edición en Oeuvres, Seuil, París, 1962, vol. III, pp. 157-164 (ed. cast., «Existencia y verdad», en Introducción a los existencialismos, Guadarrama, Madrid, 1967, pp. 179-194). — J.-P. Sartre, Vérité et existence, Gallimard, París, 1989 (ed. cast., Verdad y existencia, Paidós, Barcelona, 1996). Existe traducción castellana parcial de la obra De la verdad (Von der Wahrheit), bajo el título Esencia y formas de lo trá­ gico (trad. N. Silvetti Paz), Sur, Buenos Aires, 1960. Esta obra corres­ ponde a la edición parcial citada anteriormente titulada Üher das I'ragische. También existe una edición conjunta de Üher das Tragische y Die Sprache, en castellano titulada Lo trágico. El lenguaje (trad. J. L. del Barco), Agora, Málaga, 1995. Esta edición no recoge las páginas aquí seleccionadas. O b s e r v a c io n e s :

Verdad: La palabra tiene un encanto incomparable. Parece pro­ meternos lo que realm ente nos importa. La vulneración de la verdad envenena aquello que se consigue al precio de esa vulneración. Pone el germen de la destrucción en todo lo que se basa sobre tal vulneración, lo convierte en culpable y triste. En el fondo, la no-verdad se agita sin descanso. Pero la misma verdad reporta penas. «Quien aumenta el saber, aumenta el dolor». ¡Qué abismo separa al ser humano de todos los demás seres sólo porque él sabe que ha de morir! La no-verdad y la verdad, am bas parecen intranquilizarme. Pero la verdad puede — sólo por ser verdad, independientemente del contenido— satisfacerm e profundamente: existe la verdad. La verdad estimula: donde quiera que la conciba, despierta en mí el impulso de perseguirla sin cesar. La verdad proporciona apoyo: aquí hay algo indestructible, unido al ser.

La verdad da confianza: «Si el mundo se está ahogando, debe salvarse por la proclamación de la verdad» (M ong Dsi). Pero la cuestión es qué es la verdad — no la verdad determinada en cada caso, sino la verdad como tal— para fascinarnos poderosa­ mente. Las discusiones que nos preceden nos impiden que esta cues­ tión encuentre una respuesta cómoda, fútil y prematura. En prim er lugar, clarificam os los modos del aprehender: la ver­ dad entera sólo está allí donde estén presentes todos los modos del aprehender. Pero, como nunca se completa una unidad definitiva de todos los modos, la verdad nunca existe en el tiempo de form a com ­ pleta y absoluta. En segundo lugar, consideramos los límites a los que está ligado el conocer, en tanto que pensamiento: para nosotros sólo existe la verdad bajo las condiciones del pensar. Mediante tales clarificaciones llevamos a nuestra conciencia al extremo en el que, liberados de toda fijación supersticiosa en la ver­ dad, la buscamos en el fondo de todo. Conocemos el deslizamiento hacia la vacía intelectualidad de lo correcto, hacia la gradual patetización moral, hacia la tosca inmediatez de los sentimientos no acre­ ditados, hacia todos los modos del tener definitivo de la verdad. Pero cuando ya no poseemos palpablemente la verdad total y absoluta, en­ tonces el propio movimiento de búsqueda es tal vez la verdad en el tiempo; entonces, vivir agonizando en la pregunta es la más pro­ funda verdad; y la plenitud del ser verdadero es el paso que corres­ ponde y no la duración en el tiempo; es como la m irada fugitiva de los ojos en los que está todo. Tenemos que empezar de nuevo por el principio para captar el ser verdadero en toda la extensión a que nos sea posible acceder. Aquí nuestra tarea no cosiste en mostrar la verdad en su realidad plena: la ló­ gica filosófica clarifica la verdad en los modos del ser verdadero y en su movimiento, no la representa como verdad con contenido.

I.

POR QUÉ PREGUNTAMOS POR EL SENTIDO DEL SER VERDADERO

Existe la verdad: lo pensamos así, como si fuera obvio. Escucha­ mos y afirm am os verdades sobre cosas, sucesos, realidades que son incuestionables para nosotros. Quizás tengamos incluso confianza en que la verdad triunfará en el mundo. Pero estamos perplejos. Poco se puede advertir acerca de una presencia segura de lo verdadero:

Las opiniones usuales se m anifiestan en la mayoría de los casoí como expresión de la necesidad pero no de la verdad sino de u¿ apoyo: se prefiere con mucho algo firm e para liberarse de seguii pensando, del esfuerzo y del peligro de seguir pensando continua­ mente. Lo que se dice es, la mayoría de las veces, inexacto y sobre todo! en su claridad aparente es la expresión de ocultos intereses de exis­ tencia. Entre los seres humanos hay tan poca confianza en lo verdaderc que, en lo público, no se puede prescindir del abogado para hacei prevalecer una verdad en el mundo. La pretensión de verdad se con­ vierte en un medio de lucha también de lo 110 verdadero. Existe la m aleza de lo irresoluble y la lucha mediante el engaño y el poder Parece que son las casualidades quienes deciden que se imponga la verdad, no el ser verdadero como tal. Y al final llega para todo lo in­ sospechado, ante lo cual sucumbe. Estos ejemplos de carencia de verdad en situaciones sociológicas y psicológicas 110 ponen en peligro al ser verdadero como tal, pero sólo cuando éste existe intangible en sí mismo y se puede separar de su realización ya sea acertada o fracasada. Sin embargo, aún la exis­ tencia de un ser verdadero en sí puede ser dudosa: a) Un ser verdadero, como validez separada de la realidad, tiene que parecer imaginario. Esa misma separación lo convierte en no-verdadero. La separación entre la verdad en sí y su realización en situaciones delimitadas tiene pleno sentido para verdades finitas y particulares, cuando se separa entre el conocim iento y su aplicación técnica. Pero tal separación puede admitirse para realizaciones espe­ cíficas de la verdad en determ inadas estructuras, pero en modo al­ guno para la verdad en su conjunto. b) Experimentamos la imposibilidad de un acuerdo sobre lo verdadero — a pesar de la voluntad despiadada de claridad y de abierta disponibilidad— precisam ente ahí donde el contenido de esta verdad nos resulta tan esencial que todo parece estar en él, porque él es el fundamento de nuestra fe. Aquí es posible una incompatibilidad de afirm aciones que parece mostrar desde diferentes orígenes la vida y la fe. Esto nos obliga a dudar del ser verdadero, en el sentido ordi­ nario de un ser existente en sí. Lo verdadero, que es de lo que se trata, podría escapar según su naturaleza a la univocidad y unanimi­ dad del enunciado.

Si el estado de cosas fundamental de nuestra captación de la ver­ dad en el inundo está condicionado psicológica y sociológicamente o lo está por la carencia de una verdad en sí única y om niabarcante; si esto ocurre de forma que lo m antenido com o absolutam ente verda­ dero queda marcado como falso — tanto interpersonalm ente como ante la consideración de un individuo— de tal modo que no se pre­ senta una solución definitiva a pesar de que las personas creen po­ seer la verdad, entonces a) La verdad de la que no se ha dudado y que dom ina fá s ic a ­ mente la vida se muestra a los otros como falsa. En nuestro mundo occidental escuchamos el entrecruzam iento de afirm aciones con orí­ genes esencialmente distintos y el ruido ensordecedor que atraviesa los siglos con sus explosiones en fenómenos de masas. /;) Yo mismo experimento mi error. Ahí donde estaba fir­ memente convencido, puede desvelárseme la equivocación. Donde creía saber con evidencia, puede mostrárseme la falta. La rectitud re­ conoce la contingencia de la seguridad individual. Desde el punto de vista de esta realidad, continuam ente surge de nuevo la duda [Skepsis], Hay una inclinación a la vieja frase: no existe la verdad; y añade: si existiera una verdad, no podríamos co­ nocerla; y si la conociéramos, no podríamos comunicarla. La verdad no se funda sobre sí misma, se deriva de alguna otra cosa (como de situaciones sociológicas, técnicas de trabajo, razas, de la predisposi­ ción y condición personal, de los fines de la existencia, etc.) sólo bajo cuya condición la verdad es verdad. Así el ir y venir atraviesa la historia del pensamiento: desde la afirmación de la verdad absoluta a la duda acerca de todo ser verda­ dero. Junto a ambos va caminando el uso sofista de la verdad apa­ rente con sus presuposiciones de que no hay nada cierto, nada se puede demostrar: dependiendo de las circunstancias se pone en fun­ cionamiento como medio de lucha la apariencia de la verdad en vez de la verdad que no existe. El fundamento último es: es así porque yo lo quiero. Mi voluntad es la verdad. La pregunta por el ser verdadero es una de las cuestiones vertigi­ nosas del filosofar y su proyección oscurece el brillo fascinante de la verdad. Pero, de todos modos, se ha perdido toda la cómoda univoci­ dad de la verdad. La simple separación entre auténtico e inauténtico, entre correcto e incorrecto, la manera de diferenciarlo todo en blanco y negro es en sí misma una radical no-verdad. Ya ha acabado esa ob-

viedad inicial con la que se afirm aron verdades de forma indudable La simple presunción de la existencia de verdades y la confianza ei ellas no es veracidad, sino pasividad evasiva: «la verdad prevale­ cerá», «con el tiempo, lo correcto tiene que vencer»; siempre que ei estas frases, «verdad» y «correcto» se refieran a algo sabido por la] personas. La pregunta ¿que es la verdad? no surge de una duda cansada sino de la búsqueda apasionada. Frente a la confusión proponemos una y otra vez la tesis de que tiene que existir un reino establecido de la verdad válida, puesto que se m uestra patentemente en las ciencias. De hecho, encontramos co­ nocimientos de ciencias particulares que (concebidas de manera real­ mente científica dentro del conjunto total de las denominadas cien­ cias), tienen la característica de la com prensibilidad concluyente y por eso, también producen el efecto del acuerdo fáctico respecto a sus resultados por parte de cualquier intelecto humano que los com ­ prenda. Pero la cuestión es si la verdad, tan esencial para nosotros, no co­ m ienza precisam ente allí donde cesa lo científicam ente concluyente, si el ser y la verdad posible no imperan más allá de lo que puede abarcar la verdad de lo inmutablemente válido. Chocamos con el lí­ mite en el que nuestra existencia y la existencia de otro, aunque am ­ bas estén orientadas hacia la verdad y la realidad (tomada como único ser universalmente válido), 110 la reconocen conjuntamente como lo mismo sino que, o llegan a la lucha en la que deciden la fuerza y la astucia, o en la situación de empate frente a la otra exis­ tencia, contraponen afirm aciones contra afirm aciones que no se en­ cuentran y que meramente se repiten. Pero, llegar a estar seguro en estas experiencias sin disimulo de sí mismo ni del ser debe perm itir aclarar la verdad en la lógica filosó­ fica.

II.

INTENTOS DE DETERMINAR EL SENTIDO DEL SER VERDADERO

En cuanto queremos enunciarlo, el sentido de la verdad es plural. Fácilmente nos inclinamos a limitarlo (por ejemplo, a la correc­ ción de los juicios en el enunciado) o a yuxtaponer una simple plura­ lidad (por ejemplo, verdad del saber, verdad de las sensaciones, ver­ dad del querer).

Pero lo que im porta es: a) Buscar el único ser verdadero en la pluralidad de sentidos de la verdad. b) Encontrar el ser verdadero en toda la amplitud, aun antes de In forma racional. (Esto es, encontrarlo en aquello que tam bién en la forma racional aún sigue siendo lo que hay que fundamentar y lo que proporciona contenido; aunque para nosotros la verdad encuentre también en el juicio su forma revelable, comunicable y fijable, ella es lo abarcante previo a todo juicio, lo que es apuntado en el juicio, pero no superado.) c) Concebir el ser verdadero como carácter fundamental uni­ versal de todo ser para nosotros: de modo que no hay nada sobre lo t|ue no se pueda preguntar cómo es verdadero o falso. d) Ver que (oda determinación del ser verdadero, lo aísla, lo li­ mita a una manera de lo envolvente, lo destaca frente a lo otro (el ser verdadero sólo se puede circundar en universalidades indeterm ina­ das, pero entonces desaparece en la indeterminación — por eso, sólo se puede alcanzar, si acaso, atravesando todos las maneras del senlido de la verdad— la lógica filosófica es este camino, en el que se debe ver hasta dónde se llega). Intentaremos circundar provisionalmente el sentido abarcante del ser verdadero: l. Jm verdad como validez de enunciados. La característica más sencilla del ser verdadero ocurre en referencia al juicio. El ju i­ cio es la forma racional de la verdad en su ser pensada. Toda verdad está en juicios, en tanto que sólo los juicios son proposiciones que pueden ser verdaderas o falsas. De hecho, la forma del pensamiento y también la forma de la alternativa entre verdadero y falso es aque­ lla a través de la cual todo lo que es verdadero accede a una claridad plena para nosotros; claridad en la que tiene que entrar para llegar a ser lo que realmente puede ser. En este sentido universal, la verdad es la validez de los enunciados. I o que se afirma en los enunciados se llama juicio. La verdad consiste en juicios correctos. Los juicios tienen validez intemporal. La verdad, que en este sentido es universalmente válida, está fuera del tiempo o. si es pensada en el tiempo, es verdadera en cualquier tiempo. Pero, aunque los juicios sean la forma universal del saber y de la comunicación de la verdad, sólo son un indicador para el ser verda-

dero, no el propio ser verdadero. Los juicios se refieren a su objete! Según su contenido, la verdad no está en el sentido del juicio sino en aquello a lo que éste se dirige. El juicio da a conocer la verdad, pero no es la verdad por sí mismo. La universalidad del juzgar es indiscui tibie, es ciertam ente indispensable, pero insuficiente para caracteri­ zar al ser verdadero. 2. La verdad como revelarse. La verdad misma es la capaci-í dad de revelarse de lo otro que viene a nuestro encuentro. La verdad se m anifiesta al revelarse. La verdad es el ser mismo en su habersej revelado (la palabra verdad en griego, alétheia, significa literalmente desocultamiento). La verdad se estructura según las maneras de revelarse y éstas se fundamentan en las m aneras según las cuales el ser puede revelarse. a) El revelarse acontece en el hacerse presente, ya sea en la vi­ vencia, en la intuición, en el pensamiento o en la ejecución del pen­ sar como tal. Todas las maneras de lo envolvente se manifiestan en un aquí y ahora. b) Se me revela lo otro o yo me revelo a mí mismo. La verdad es, en prim er lugar, el revelarse de lo otro que se me muestra y que a la vez permanece opaco; ese revelarse no lo transforma, sino que sólo transform a su aparecer para nosotros. En segundo lugar, la ver­ dad es el ser que sólo llega a ser lo que puede ser al revelarse, el ser sí misino que, al mismo tiempo, sólo es un realizarse de este ser. c) El revelarse de los fenómenos aún no es el revelarse áe\ fun­ damento. El revelarse de los fenómenos alcanza su posible cum pli­ miento; el revelarse del fundamento sucede, ciertam ente, por los fe­ nómenos, pero por sí mismo permanece como envolvente y por eso infinito e incumplible. El firm e mantenimiento de esta diferencia es condición de la profundidad de nuestra conciencia del ser. El reve­ larse del ser en su fundamento no sucede porque algo especial en el mundo — un fenómeno— se constituya en fundamento del mundo o porque el ser se piense por analogía con ese algo especial. Por tanto, la verdad del propio revelarse del ser comparte con el ser mismo este carácter: no alcanza una auténtica revelación en el cumplimiento ob­ jetivo, concreto y concluyente, sino sólo en el abrirse camino de cualquier revelación que se ha hecho presente por completo. 3. La verdad como ser. Cuando intentam os pensar el ser com o idéntico al ser verdadero, al saber y al ser sabido, se hace per­ ceptible lo absolutam ente universal del ser verdadero. Lo que nosotros diferenciam os está unido en el fundamento del ser verdadero. Es verdad que sólo diferenciando podem os hablar del

fundamento del ser, pero en la perspectiva del fundamento podemos hacer que lo diferenciado se vuelva a unir y se haga uno. Al diferenciar, el ser verdadero se hace múltiple: el ser tiene el carácter de ser verdadero quizás como la vida, en tanto su existencia se conforma a su esencia, corresponde a su arquetipo y aún más: en tanto en la alternancia de vida a vida se m anifiesta lo que realmente es. — El saber se llama verdadero cuando es la realización de! saber recto, del pensar correcto en oposición al falso. — El ser sabido es la verdad pensada como lo otro, como lo que es opuesto y por lo que un conocimiento se encuentra con el ser, en oposición al presunto ser sabido que es falso, al que no corresponde ningún ser. En la unidad del fundamento — para nosotros inconcebible— está todo el ser en uno, el ser verdadero, el saber y el ser sabido. El ser que no fuera ser sabido, no sería propiamente: si él mismo no fuera saber, ¿qué otra cosa sería en tanto que sabido, sino una apa­ riencia para el que sabe? Ser verdadero es lo propio del ser porque, a la vez, es saber y ser sabido. La verdad no es un ser especial en el mundo, no es una manera determ inada de ser, sino lo abarcante del ser mismo. Desde la tradición del pensam iento filosófico nos hablan form u­ laciones peculiares que, para una m irada superficial, son vacías, tri­ viales o absurdas, pero que alcanzan la universalidad del ser verda­ dero mediante el vínculo en el único fundamento del ser. Utilizan algunas de las categorías más universales, en su indeterminación de­ jan quizás indiferente, pero en una meditación detenida muestran una profundidad extraordinaria. El ser existe sólo como ser verdadero, el saber y el ser sabido del ser pertenecen al ser mismo: om ne ens est verum. En tanto que ser sabido, el ser tiene el carácter de un tener que ser. Sólo el ser uno puede ser idéntico. Lo que se revela, se revela como uno. En la medida en que este revelarse lo hace como uno, en esa medida es ser para nosotros. Lo que no es uno, igualdad consigo mismo, identidad, no es ser en absoluto: omne ens est unum. Ser verdadero significa además m erecer ser. Lo que es, debe ser: omne ens est bonum. Esta conexión entre lo verdadero, uno y bueno en el ser significa una am pliación del sentido del ser verdadero a la que nada se sus­ trae. La verdad es lo absolutam ente envolvente. 4. Los modos de ¡a verdad como modos de la concordancia. En el fundamento del ser nuestro pensamiento pierde toda firmeza. Donde algo es comprensible para nosotros, está dividido. Para noso-

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tros, la verdad en su sentido abarcante tiene precisamente el carácter fundamental de expresar una división radical: toda verdad tiene eni común que allá donde existe, ha de ser posible en cualquier sentido una no-verdad. Esta no-verdad puede aparecer como falsedad, en­ gaño, error, mentira, como deserción, defección, como lo malo. Frente a la no-verdad, se puede concebir la verdad como concordan­ cia. La verdad no es un ser estable, indiviso, sino que a partir de una posible división, recupera la concordancia consigo mismo y, por cierto, de tal modo que la no-concordancia es posible como falsedad, mientras que la concordancia es la verdad. Existen muchos modos de concordancia. Son ejemplos de formula­ ciones antiguas los siguientes: la verdad del conocimiento es la concor­ dancia del conocimiento con su objeto; la verdad de una cosa es la concordancia de esa cosa con su arquetipo ideal (1111 amigo verdadero, un verdadero Estado, un perro de verdad); la verdad de la voluntad es la concordancia de la acción querida en un instante con la auténtica vo­ luntad, o dicho de otro modo: la concordancia de la acción volitiva con la ley moral; la verdad del juicio es la concordancia del sentido del jui­ cio con el objeto (estado de cosas), o dicho de otra manera: la concor­ dancia del sujeto con el predicado mediante la correlación entre ambos, o la concordancia de un juicio con otros juicios sin contradicción; la verdad de la percepción de los sentidos consiste en la concordancia de la percepción con la capacidad objetiva de percibir. Así pues, no es posible asegurar la concordancia de una sola ma­ nera. La verdad es tan múltiple como los modos de esta concordancia o como los modos de aquello entre lo que tiene lugar la concordancia. Las principales diferencias entre los modos de la concordancia signifi­ carán también diferenciaciones en la esencia de la verdad. En todas partes encontram os la verdad a partir del error. Allí donde concibamos claram ente la verdad, nos damos cuenta a la vez de los posibles errores. La búsqueda de la verdad se puede com pren­ der negativamente como un deshacer errores y positivamente como la captación del ser. Para nosotros, ambas cosas están unidas. La ver­ dad no sucede por sí sola; no existe como la seguridad inconsciente de la ingenuidad, sino que sólo llega a ser por la superación decisiva de los errores aclarados. Es consciente y real sólo como convenci­ miento expreso do la concordancia consigo misma. La explicación de la verdad coincide, por tanto, con la explica­ ción del posible error. La verdad es la concordancia de aquello que no concuerda en el error. Para nosotros, la concordancia es un carác­ ter formal fundamental de todo ser verdadero.

Que para nosotros no haya verdad sin concordancia significa un límite en el sentido del ser verdadero. El ser verdadero envuelve ¡i lodo ser, pero en tanto que concordancia es el m odo del ser para nosotros, no el ser en sí. Que tengam os que buscar la verdad cuando buscam os el ser y que el ser tenga el carácter de abrirse a nosotros en el ser verdadero, significa la inclusión de nuestra capa­ cidad de participación en el ser. No podem os pensar o im aginar ob­ jetivamente nada que sea el propio ser, ya estem os fuera o en el fundamento del ser verdadero. Pero en el pensam iento formal po­ demos transcender y darnos cuenta del límite: la verdad que ya no fuera concordancia en ningún modo, sino que fuese ella m ism a sin posibilidad de error; esto es, la verdad que para nosotros ya no tiene el carácter de verdad, sino que es anterior a toda verdad y es más que ésta, eso es la divinidad. 5. El ser verdadero como origen y meta. Para nosotros la ver­ dad es buscar y alcanzar lo verdadero en formas siempre finitas. Pero no podem os adherirnos a ninguna forma que sea todavía finita, aislada, que sea sólo un modo, que sea todavía referencia a otra cosa. Nuestra voluntad de verdad no está satisfecha con ninguna ver­ dad. Tiene la seguridad de que procede de un fundamento y se dirige hacia una meta, desde los que no nos satisface ninguna form a del ser verdadero que encontremos en el camino. La verdad, en tanto que búsqueda, también es para nosotros un elaborarse a partir de una no-verdad real y posible (a partir de ilu­ sión, apariencia, a partir del tiempo y desde el prim er plano). La vo­ luntad de verdad es la voluntad de alcanzar la liberación desde la opresión y la bruma, desde el tem or y la miseria y la maldad, hacién­ dolo a través de todo saber, a través de todo pensar (que, al no tener un fin último, sería distracción sin sentido ni valor): voluntad de en­ contrarse con el ser que nos redime. Pero esta verdad del propio ser nunca nos es accesible inm edia­ tamente en el tiempo. Sin embargo, el fin último del ser verdadero ilumina retrospectivamente todos los m odos en los que se nos hace presente; aun la última, mera e indiferente rectitud tiene desde su evidencia, un destello del propio ser verdadero, fundamento y meta de nuestra búsqueda de la verdad. Aun cuando esc fin últim o al que llam am os propiam ente ver­ dad sin tenerla nunca clara ante nosotros, no se alcanza jam ás en el tiem po, sin em bargo nos puede conducir e ilum inar en el pre­ sente, atribuyendo im portancia y m anteniendo coherente nuestra búsqueda.

Como el propio ser verdadero es también la auténtica realidad. La idea de este ser verdadero último y envolvente significa que: a) Él juzga todas las falsas anticipaciones de la redención, to­ das las liberaciones aparentes y las rechaza como prisión seductora de un bienestar irreflexivo. b) Nosotros preferim os cualquier sufrimiento a una locura feliz en la que la verdad sólo se nos hiciera presente como apariencia. Preferimos la honradez franca con sus consecuencias, a un dichoso estado de seguridad adquirido y conservado sólo gracias a encubri­ mientos. L.a idea del ser verdadero, originario e infinito proporciona la fuerza para soportar la intranquilidad de la búsqueda.

HANS-GEORG GADAMER ¿QUÉ ES LA VERDAD? (1957)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Was ist Wahrheit?», Zeitwende, 28 (1957), pp. 226-237. — «Was ist Wahrheit?», Kleine Schriften, I, J. C. B. Mohr, Tubinga, 1967 (2.a ed., 1976), pp. 46-58. — «Was ist Wahrheit?», Gesammelle Werke, Bd. 2: Hermeneutik II, 1986, pp. 44-56. E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «¿Qué es la verdad?», en Verdad y Método II, Sígueme, Sala­ manca, 1992, pp. 51-62. Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa editora. T r a d u c c ió n :

M. Olasagasti.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— Wahrheit und Methode, Tubinga, 1960 (cd. cast., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1977). — «Wahrheit in den Gcisteswisscnschaften», 1953 (editado también en Kleine Schriften I, 1967 (2.a ed., 1976), pp. 39-45; y en Gesam­ melle Werke, Bd. 2: Hermeneutik, II, 1986, pp. 37-43. — «Über den Beitrag der Dichtkunst bei der Suche nach der Wahr­ heit», Zeitwende, 42 (1971), pp. 402-410 (editado también en Kleine Schriften, IV, 1977, pp. 218-227). B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— J. Grondin, Hermeneutische Wahrheit? Zum Wahrheitsbegriff Hans Georg Gadamers, Forum Academicum, Konigstein, 1982. — J. Grondin, «Zur Entfaltung eines hermeneutischen Wahrheitsbegriff», Philosophisches Jahrbuch, 90 (1983). pp. 145-53.

— A. Domingo Moratalla, «Perfeccionistas y liberales. El horizonte político de la verdad en Cíadamer y Rorty», Estudios Filosóficos, 129 (1996), pp. 261-296. O b s e r v a c io n e s : La edición de «Was ist Wahrheit?» en Klein Schriften I contenia epígrafes que dividían el texto. En la edición posterior de Gesamm. ÍVerke 2 (1986) fueron suprimidos. En la edición castellana de Editorial Sígueme tampoco aparecen. En nuestra edición (repro­ ducción de la de Editorial Sígueme) se recuperan los epígrafes, con lo que se gana en claridad.

La pregunta de Pilato «¿qué es la verdad?» (Jn. 18,38), entendida directam ente a partir del sentido de la situación histórica, viene a re­ sumir el problema de la neutralidad. La frase, tal com o fue pronun­ ciada por el gobernador Poncio Pilato en la situación política de Pa­ lestina, significa que lo afirm ado como verdad por un hombre como Jesús no afecta al Estado para nada. La postura liberal y tolerante que adopta así el poder estatal ante la situación resulta en algún as­ pecto muy extraña. Sería vano intento buscar algo sim ilar en el mundo político antiguo e incluso en el moderno hasta la época del li­ beralismo. Es la situación jurídico-política especial de un poder esta­ tal que se mueve entre un ‘rey’judío y un gobernador romano la que hace posible esa actitud de tolerancia. Quizá el aspecto político de la tolerancia sea siempre algo similar; entonces la tarea política que plantea el ideal de tolerancia consistirá en proporcionarle al poder estatal unas situaciones de equilibrio en esa línea. Sería pura ilusión creer que este problema no se da ya en el Es­ tado moderno porque este Estado reconoce en principio la libertad de la ciencia. Pero la invocación de esa libertad es siem pre una peli­ grosa abstracción. Ts'o exime al investigador de su responsabilidad política apenas abandona la quietud del cuarto de estudio y del labo­ ratorio, vetado a personal no autorizado, y com unica sus conoci­ mientos a la opinión pública. Aunque la idea de la verdad presida ab­ soluta e inequívocamente la vida del investigador, su libertad para hablar es limitada y polivalente. Debe conocer las repercusiones de su obra y responder de ellas. Pero la vertiente diabólica de esta situa­ ción es que, debido a esas repercusiones, induce al investigador a la tentación de decir e incluso de aceptar como verdad lo que 1c dicta la opinión pública o los intereses del Estado. Hay aquí un nexo interno

cutre las limitaciones en la expresión de las opiniones y la falta de li­ bertad en el pensamiento mismo. No podemos negar que la pregunta «¿qué es la verdad?» en el sentido en que la formuló Pilato sigue presidiendo hoy nuestra vida. Pero esa frase solemos oírla también en otro tono: el de Nietzsclie cuando declara que es la única frase valiosa del Nuevo Testa­ mento. En ese sentido la frase de Pilato com porta un desvío escép­ tico respecto al «fanático». No en vano la recoge Nietzsche: también su crítica al cristiano de su tiempo es la crítica de un psicólogo al fa­ nático. Nietzsche extremó este escepticismo en un escepticismo frente a la ciencia. La ciencia coincide, en efecto, con el fánatico en ser tan intolerante como él porque exige y da siempre demostraciones. Na­ die es tan intolerante como aquel que pretende dem ostrar que lo que dice ha de ser la verdad. La ciencia es intolerante, según Nietzsche, porque es un síntoma de debilidad, un producto tardío de la vida, un alejandrinismo, un legado de esa decadencia que Sócrates, el inven­ tor de la dialéctica, trajo a un mundo en el que no existía aún la «incidencia de la demostración», sino que una soberana autocerteza se limitaba a señalar y decir, sin demostración alguna. Este escepticismo psicológico frente a la afirm ación de la verdad no afecta a la ciencia misma. Nadie seguirá a Nietzsche en este punto. Pero hay también una duda sobre la ciencia que nos ofrece, detrás de la frase «¿qué es la verdad?», como un tercer estrato. ¿Es cierto que la ciencia es realmente, como pretende, la última instancia y el único soporte de la verdad? Debemos a la ciencia la liberación de m uchos prejuicios y la destrucción de muchas quim eras. Es pretcnsión de la ciencia cues­ tionar los prejuicios y conocer así la realidad m ejor que hasta ahora. Pero a m edida que los m étodos de la ciencia se extienden a todo lo existente resulta más dudoso que los presupuestos de la ciencia perm itan plantear la cuestión de la verdad en todo su al­ cance. Nos preguntam os con inquietud si no hay que achacar a los métodos de la ciencia la existencia de tantas cuestiones que dem an­ dan una respuesta que aquélla rehúsa dar. La ciencia se niega a dar la respuesta desacreditando la pregunta, es decir, tachándola de ab­ surda. Porque sólo tiene sentido para ella lo que se ajusta a su m é­ todo de hallazgo y examen de la verdad. Este m alestar ante la pre­ tensión de la ciencia se da sobre todo en m ateria de religión, filosofía y cosmovisión. Ellas son las instancias a las que apelan los escépticos de la ciencia para m arcar los lím ites de la espcciali-

zación c ie n tífic a y de la investigación m etod o ló gica ante las cucs-j tio n es decisivas de la vida.

Después de examinar la pregunta de Pilato en sus tres estratos, queda claro que el último estrato, que viene a cuestionar la relación interna entre verdad y ciencia, es el más im portante para nosotros. Conviene pues, analizar en prim er lugar el hecho de que la verdad haya establecido una conexión tan estrecha con la ciencia.

1.

CIENCIA Y VERDAD

Es evidente que la ciencia confiere su peculiaridad y su unidad a la civilización occidental. Pero si se quiere com prender este hecho habrá que indagar los orígenes de esa ciencia occidental, es decir, su procedencia griega. La ciencia griega es una novedad frente a todo lo que sabían antes los hombres y cultivaban como saber. Al elaborar esta ciencia, los griegos segregaron el occidente del oriente y le mar­ caron su propio camino. Fue un afán de saber, de conocimiento, de explotación de lo ignoto, raro y extraño y un singular escepticismo hacia lo que se narra y se da por verdadero, lo que los impulsó a crear la ciencia. Valga como ejem plo una escena homérica: pregun­ tan a Telémaco quién es, y él responde: «Mi madre se llama Penélope, pero nadie podrá saber nunca con certeza quién es mi padre. La gente dice que es Ulises». Este escepticismo extremo revela el ta­ lento especial del hombre griego para convertir en ciencia su sed es­ pontánea de conocimiento y su ansia de verdad. Por eso fue muy esclarecedor que Heidegger, en nuestra genera­ ción, recurriera al término con que los griegos designaron la verdad. No fue Heidegger el primero en averiguar que aletheia significa pro­ piamente desocultación. Pero él nos ha enseñado lo que significa para la concepción del ser que la verdad tenga que ser arrebatada del estado de ocultación y encubrimiento. Ocultación y encubrimiento son correlativos. Las cosas s? m antienen ocultas por naturaleza; «la naturaleza tiende a ocultarse», parece que dijo Heráclito. Igual­ mente, el encubrimiento es propio de la acción y del lenguaje hu­ mano. Porque el lenguaje humano no expresa sólo la verdad, sino la ficción, la mentira y el engaño. Hay, pues, una relación originaria en­ tre el ser verdadero y el discurso verdadero. La desocultación del ente se produce en la sinceridad del lenguaje. El modo de discurso que realiza con mayor pureza esta relación es la enseñanza. Debemos hacer constar que para nosotros la expe-

ricncia singular y prim aria del discurso no es el enseñar, sino esa ex­ periencia que la filosofía griega tradujo primero en conceptos y la ciencia movilizó con todas sus posibilidades. Es frecuente traducir el discurso o habla, ¡ogos, por razón, y ello es legítimo en cuanto que los griegos vieron pronto que son las cosas mismas en su intcligibilidad lo que el discurso encierra y guarda primariamente. Es la razón misma de las cosas la que se representa y comunica en un modo es­ pecífico de discurso. Este modo se llama enunciado, proposición o juicio. La palabra griega que lo designa es apophansis. La lógica posterior lo llamó juicio. El juicio se caracteriza frente a todos los otros modos de discurso por la pretensión de ser verdadero, de reve­ lar un ente tal como es. Se da el mandato, la súplica, la imprecación, se da el fenómeno tan enigmático de la interrogación, sobre el que volveremos, se dan innumerables formas de discurso, y todas ellas contienen algo de verdad; pero no se definen exclusivamente por la pretensión de mostrar el ente como es. ¿Qué clase de experiencia es la que hace consistir la verdad en el discurso m ostrante? Verdad es desocultación. Dejar estar lo de­ socultado, hacerlo patente, es el sentido del discurso. Uno presenta algo que así está presente y se com unica a otro tal com o está pre­ sente para uno. Dice Aristóteles: un juicio es verdadero si deja reu­ nido lo que en la cosa aparece reunido; un juicio es falso si hace estar reunido en el discurso lo que en la cosa no está reunido. La verdad del discurso se define, pues, com o adecuación del discurso a la cosa, es decir, adecuación deí «dejar estar» el discurso a la cosa presente. De ahí deriva la definición de la verdad divulgada por la lógica: adaequatio intellectus a d rem. Esta definición da como algo obvio que el discurso, es decir, el intellectus que se ex­ presa en el discurso, tiene la posibilidad de m edirse a sí m ism o de forma que lo que alguien dice exprese sólo aquello que hay. A eso llamamos en filosofía la verdad enunciativa, teniendo en cuenta que hay tam bién otras posibilidades de verdad en el discurso. El lu­ gar de la verdad es el juicio. Esto podría ser una afirmación unilateral que Aristóteles no res­ palda sin más. Pero es una derivación de la teoría griega del logos y subyace en su evolución hacia el concepto moderno de la ciencia. La ciencia creada por los griegos difiere mucho de nuestra noción de cicncia. La verdadera ciencia no es la ciencia natural, mucho menos la historia, sino la matemática. Porque su objeto es un ser puramente racional y como lal es modelo de toda ciencia porque se puede repre­ sentar en un contexto deductivo cerrado. La ciencia m oderna, en

cambio, considera la m atem ática com o modelo no por el ser de sus objetos, sino por su modo de conocimiento más perfecto. La figura m oderna de la ciencia establece una ruptura decisiva con las figuras de saber del occidente griego y cristiano. Lo que prevalece ahora es la idea del método. Pero éste, en sentido moderno, es un concepto unitario, pese a las modalidades que pueda tener en las diversas cien­ cias. El ideal de conocimiento perfilado por el concepto de método consiste en recorrer una vía de conocimiento tan reflexivamente que siem pre sea posible repetirla. Methodos significa «camino para ir en busca de algo». Lo metódico es poder recorrer de nuevo el camino andado, y tal es el modo de proceder de la ciencia. Pero eso supone necesariamente una restricción en las pretensiones de alcanzar la verdad. Si la verdad (ventas) supone la verificabilidad — en una u otra forma— , el criterio que mide el conocimiento no es ya su ver­ dad, sino su certeza. Por eso el auténtico ethos de la ciencia moderna es, desde que Descartes form ulara la clásica regla de certeza, que ella sólo admite como satisfaciendo las condiciones de la verdad lo que satisface el ideal de certeza. F.sta concepción de la ciencia m oderna influye en todos los ám ­ bitos de nuestra vida. El ideal de verificación, la limitación del sa­ ber a lo com -probable culm ina en el re-producir iterativo. Así, ha surgido de la legalidad progresiva de la ciencia m oderna, el uni­ verso íntegro de la planificación y de la técnica. El problema de nuestra civilización y de los males que trae su tecnificación no con­ siste en carecer de una instancia interm edia adecuada entre el cono­ cimiento y la aplicación práctica. Precisamente el m odo de conoci­ miento de la ciencia es tal que imposibilita esa instancia. Ella misma es técnica. Lo verdaderam ente significativo en el cam bio que experimentó el concepto de ciencia al com ienzo de la época m oderna es que en medio de él persiste el enfoque fundamental de la idea griega del ser. La física m oderna presupone la m etafísica antigua. Heidegger ha puesto en claro este remoto origen del pensam iento occidental, y en ese sentido su contribución ha sido decisiva para la autoconciencia histórica del presente. Porque esa averiguación cierra el paso a todos los intentos rom ánticos de restauración de antiguos ideales, sea de la Edad M edia o del hum anism o helenístico, al establecer el carácter inexorable de la historia de la civilización occidental. Tam­ poco es suficiente el esquem a creado por Hegel de una filosofía de la historia y de una historia de la filosofía, porque según Hegel la filosofía griega es tan sólo un preludio especulativo de lo realizado

modernamente en la autoconciencia del espíritu. El idealismo espe­ culativo y su postulado de una ciencia especulativa resultó ser en del initiva una restauración impotente. La ciencia es, por mucho que nc la censure, el alfa y omega de nuestra civilización.

2,

VERDAD MÁS ALLÁ DE LA CIENCIA

No es que la filosofía empiece a percatarse hoy del problema. Mas bien se trata de una cruz tan evidente sobre nuestra entera conciencia de la civilización, que la ciencia m oderna se ve perse­ guida, como por su sombra, por la crítica a la «escuela». A nivel filo­ sófico la pregunta se formula así: ¿en qué sentido y de qué modo cabe recuperar — si cabe— el saber elaborado por las ciencias? Es evidente que cada uno de nosotros recurre constantemente a la expe­ riencia práctica de la vida. Siempre podem os esperar que algún otro corrobore lo que damos por verdadero aunque no lo podam os de­ mostrar. No siem pre se puede considerar la vía de la demostración como el modo correcto de hacer conocer la verdad a otro. Todos tras­ pasamos constantemente la frontera de lo objetivable en la que se mueve el enunciado por su forma lógica. Utilizamos de continuo for­ mas de comunicación para realidades no objetivables, formas que nos ofrece el lenguaje, incluido el de los poetas. Sin embargo, la pretensión de la ciencia es superar lo aleatorio de la experiencia subjetiva m ediante'un conocimiento objetivo, y el lenguaje del simbolismo equívoco mediante la univocidad del con­ cepto. Pero cabe preguntar: ¿hay dentro de la ciencia como tal un lí­ mite de lo objetivable basado en la esencia del juicio y de la verdad enunciativa? No es fácil responder a esta pregunta. Hay una corriente nada desdeñable en la filosofía actual que encuentra una respuesta clara. Estima que lodo el secreto y la tarca de la filosofía consiste en for­ mar el enunciado con la exactitud necesaria para que pueda expresar unívocamente el contenido. La filosofía debe elaborar un sistem a de signos que no dependa de la polivalencia metafórica del lenguaje na­ tural ni del plurilingiiismo de las naciones modernas, sino que al­ cance la univocidad y precisión de la matemática. La lógica m atem á­ tica sería la vía de solución para todos los problemas que la ciencia ha dejado hasta ahora en manos de la filosofía. Esta corriente que de la patria del nominalismo pasa al m undo entero representa un resur­ gir de las ideas del siglo xvin. Lo cierto es que esta corriente tro­

pieza, como filosofía, con una dificultad lógica, y se va percatando de ello paulatinamente. Se ha demostrado que la introducción de sis­ temas de signos convencionales nunca se puede efectuar mediante el sistema elegido en esas convenciones y que, en consecuencia, la in - ' traducción de un lenguaje artificial presupone ya otro lenguaje en el que se habla. Se traía del problema del metalenguaje, que tiene aquí su lugar de discusión. Pero detrás de eso hay algo más. El lenguaje que hablamos y en el que vivimos ocupa un puesto privilegiado. Es a la vez el presupuesto para cualquier análisis lógico posterior. Y no como mera suma de enunciados, ya que el enunciado que pretenda expresar la verdad debe satisfacer unas condiciones muy diferentes a las del análisis lógico. Su pretensión desoeultadora no consiste sólo en hacer constar la presencia de lo presente. No basta con proponer en el enunciado lo que está delante. Porque el problema es justa­ mente saber si todo está delante de form a que se pueda proponer en el discurso, y si al contem plar sólo lo que se puede proponer no se relega el reconocimiento de aquello que sin embargo es y se percibe. Yo creo que las ciencias del espíritu dan un testimonio muy elo­ cuente de este problema. También en ellas hay elementos que cabe subsum ir en el concepto m etodológico de la ciencia moderna. Todos hemos de aspirar como ideal a la verificabilidad de todos los conoci­ mientos dentro de lo posible. Pero hemos de reconocer que este ideal se alcanza muy pocas veces y que los investigadores que aspiran a alcanzar este ideal con la mayor precisión no suelen decirnos las co­ sas realmente importantes. Sucede así que hay algo en las ciencias del espíritu que no es pensable de igual modo que en las ciencias na­ turales: a veces el investigador puede aprender más del libro de un aficionado que de los libros de otros investigadores. Esto ocurre ob­ viam ente en casos excepcionales; pero su existencia muestra que se da aquí una relación entre conocimiento de la verdad y cnunciabilidad que no es evaluable con la verificabilidad de los enunciados. Eso lo conocemos tan bien por las ciencias del espíritu, que abrigamos una fundada desconfianza hacia un determinado tipo de trabajos científicos que muestran dem asiado a las claras, delante, detrás y so­ bre todo debajo (en las notas), el m étodo con el que están hechos. ¿Buscan esos trabajos algo nuevo? ¿Llegan realmente al conoci­ m iento de algo? ¿O imitan tan perfectamente el m étodo de conoci­ miento y sus formas externas que producen la impresión de un tra­ bajo científico? Hemos de reconocer que los resultados más im portantes y fecundos alcanzados en las ciencias del espíritu que­ dan muy al margen del ideal de verificabilidad. Y esto resulta signi-

licalivo a nivel filosófico. No es que el investigador no original se llaga pasar por competente con ánimo de impostura y que, a la in­ versa, el investigador fecundo tenga que destruir en una protesta re­ volucionaria todo lo que antes era válido en la ciencia. Lo que hay uquí es una relación según la cual aquello que posibilita la ciencia puede im pedir también la fecundidad del conocimiento científico. Se Irnta de una relación de principio entre verdad y no verdad. Esta relación aparece en el hecho de que la mera presentación de lo que está delante es sin duda verdadera, es decir, lo m anifiesta como es; pero perfila a la vez lo que se puede preguntar con sentido y se puede poner de m anifiesto en futuros actos cognitivos. No es posible avanzar en el conocimiento sin dejar a trasm ano una posible verdad. No se trata de una relación cuantitativa en el sentido de que sólo podemos certificar una parte de nuestro saber. No es sólo que siempre encubramos y olvidemos la verdad al tiempo que la conoce­ mos, sino que chocamos forzosam ente con los límites de nuestra si­ tuación hermenéutica cuando buscamos la verdad. Pero eso significa que no podem os conocer muchas cosas que son verdaderas porque nos limitan los prejuicios sin saberlo. La «moda» se da tam bién en la praxis del trabajo científico. Nadie ignora el enorme poder y la capacidad impositiva de la moda. Pero esta palabra resulta trem endam ente funesta en ciencia. Por supuesto que intentamos estar por encim a de las exigencias de la moda; pero la cuestión es saber si no es inevitable la existencia de la moda incluso en la ciencia; si nuestro modo de conocer la verdad no implica necesariamente que cada paso hacia adelante nos aleje más de los presupuestos iniciales, los sum erja en la oscuridad de lo obvio e incluso dificulte enormemente rebasar estos presupuestos, ensayar otros y obtener así conocim ientos realmente nuevos. Se da una espe­ cie de burocratización, no sólo de la vida sino de las ciencias m is­ mas. Cabe preguntar si ello pertenece a la naturaleza de la ciencia o es una enfermedad cultural de la misma, sim ilar a otros fenómenos patológicos, conocidos en otras esferas, cuando admiramos, por ejemplo, los bloques gigantescos de nuestros edificios adm inistrati­ vos y de organizaciones de seguros. Quizá se deba esto a la esencia niisnia de la verdad, como pensaron los griegos, y tambiéfi a la natu­ raleza de nuestras posibilidades de conocimiento creadas por la pro­ pia ciencia griega. La ciencia m oderna se limitó, com o hemos visto, a radicalizar los presupuestos de la ciencia griega. La investigación fenomenológica guiada en Alemania, dentro de nuestra generación, por Husserl y Heidegger ha intentado abordarlos preguntando cuáles

son las condiciones de la verdad, enunciando que van más allá de lo lógico. Yo creo que la respuesta puede ser, en principio: no puede ha-J ber un enunciado que sea del todo verdadero. Esta tesis es conocida como el punto inicial de la autoconstruc-j ción hegeliana de la razón m ediante la dialéctica. «La forma de pro­ posición no es adecuada para formular verdades especulativas». Por- ; que la verdad es el todo. Pero esta crítica del enunciado y de la proposición que hace Ilegel se refiere a su vez a un ideal de enun­ ciación total: la totalidad del proceso dialéctico que se hace cons­ ciente en el saber absoluto. Un ideal que viene a radicalizar una vez más el planteamiento griego. El límite puesto a la lógica del enun­ ciado desde ella misma no se puede definir realmente en Hegel, pues es preciso recurrir a las ciencias de la experiencia histórica, que se imponen contra Hegel. Por eso los trabajos de Dilthey dedicados a la experiencia del mundo histórico revisten mucha importancia en el nuevo enfoque de Heidegger.

3.

VERDAD COMO RESPUESTA

No hay ningún enunciado que se pueda entender únicamente por el contenido que propone, si se quiere comprenderlo en su verdad. Cada enunciado tiene su motivación. Cada enunciado tiene unos pre­ supuestos, que él no enuncia. Sólo quien medita también sobre estos presupuestos, puede sopesar realmente la verdad de un enunciado. Ahora bien, mi tesis es que la últim a forma lógica de esa motivación de todo enunciado es la pregunta. No es el juicio, sino la pregunta lo que tiene prioridad en la lógica, como confirm an históricamente el diálogo platónico y el origen dialéctico de la lógica griega. Pero la prioridad de la pregunta frente al enunciado significa que éste es esencialm ente una respuesta. No hay ningún enunciado que no sea fundamentalmente una especie de respuesta. Por eso la comprensión de un enunciado tiene como única norma suprema la comprensión de la pregunta a la que responde. Esto, así formulado, suena a obviedad y todos lo conocen por su experiencia vital. Si alguien hace una afir­ mación que no se entiende, se intenta aclarar cómo ha llegado a ella. ¿Cuál es la pregunta formulada a la que su enunciado da respuesta? Y si se trata de un enunciado que parece verdadero, hay que cote­ jarlo con la pregunta a la que el enunciado pretende dar respuesta. No siempre será fácil encontrar Ia pregunta a la que un enunciado da respuesta. No es fácil, sobre todo, porque una pregunta tampoco es

un primer elemento al que podamos trasladarnos a voluntad. Toda pregunta es a su vez respuesta. Tal es la dialéctica en que nos halla­ mos inmersos. Toda pregunta tiene su motivación. Tampoco es posi­ ble dar plenamente con su sentido1. Si antes me refería a los proble­ mas de alejandrinismo que amenazan a nuestra cultura científica en Imito que ésta oscurece la originariedad del preguntar, las raíces se encuentran aquí. Lo decisivo, el núcleo del investigador científico, consiste en ver las preguntas. Pero ver las preguntas es poder abrir lo que domina todo nuestro pensar y conocer como una capa cerrada y opaca de prejuicios asimilados. Lo que constituye al investigador como tal es la capacidad de apertura para ver nuevas preguntas y po­ sibilitar nuevas respuestas. Un enunciado encuentra su horizonte de sentido en la situación interrogativa, de la que procede. Si yo utilizo en este contexto el concepto de «situación» es para sugerir que la pregunta científica y el enunciado científico son un caso especial de una circunstancia mucho más general que se conIcmpla en el concepto de situación. La situación y la verdad apare­ cen ya estrecham ente relacionadas en el pragmatismo americano. Éste ve com o nota distintiva de la verdad el saber afrontar una situa­ ción. La fecundidad de un conocim iento se com prueba en su capaci­ dad para despejar una situación problemática. Yo no creo que el giro pragmático que experimenta aquí el tema sea suficiente. Esto se ad­ vierte ya en que el pragmatismo relega sim plemente todas las pre­ guntas calificadas de filosóficas o m etafísicas porque lo importante es salir airoso de cada situación. Es preciso, para progresar, tirar por la borda todo el lastre dogmático de la tradición. M e parece que eso es una evasiva. El primado de la pregunta del que yo hablaba no es un prim ado pragmático. Y la respuesta verdadera tampoco va ligada al criterio de las consecuencias de la acción. Pero el pragmatism o acierta al afirm ar que se debe superar la relación formal en que está la pregunta respecto al sentido del enunciado. Abordam os el fenó­ meno interhum ano de la pregunta en su plena concreción cuando de­ jam os de lado la relación teórica entre pregunta y respuesta que constituye la ciencia y reflexionam os sobre situaciones específicas en las que los seres humanos se sienten llamados e interrogados y se preguntan a sí mismos. Entonces se ve que la naturaleza del enun­ ciado experim enta una ampliación. No es sólo que el enunciado sea

1 Cfr. I, 369 ss., 439 ss., 446 ss.

siempre respuesta y remita a una pregunta, sino que la pregunta y la respuesta desempeñan en su carácter enunciativo común una función hermenéutica. Ambas son interpelación. Este térm ino no significa aquí sim plemente que siempre se infiltra algo del entorno social en el contenido de nuestros enunciados. La observación es correcta! pero no se trata de eso, sino de que sólo hay verdad en el enunciado en la medida que éste es interpelación. El horizonte siUiacional que', constituye la verdad de un enunciado implica a la persona a la que se dice algo con el enunciado. La filosofía de la existencia ha traído esta conclusión muy deli­ beradamente. Pienso en la filosofía de la comunicación en Jaspers, según la cual la dimensión necesitante de la ciencia acaba allí donde se tocan las auténticas cuestiones de la existencia humana: finitud, historicidad, culpa, muerte; en suma, las «situaciones límite». La co­ municación no es ya aquí transm isión de conocim ientos mediante pruebas categóricas, sino el trato de una existencia con otra. El que habla es a su vez interpelado y contesta como un yo al tú porque tam bién él es un tú para el tú. A mí no me parece suficiente acuñar frente al concepto de verdad científica, que es anónimo, general y necesitante, el concepto contrapuesto de verdad existencial. Este nexo de la verdad a una posible existencia, que Jaspers subraya, en­ traña un problem a filosófico general. Sólo la pregunta de Heidegger por la esencia de la verdad trans­ cendió realmente el ámbito de la subjetividad. Su pensamiento hizo el recorrido desde el «útil», pasando por la «obra», hasta la «cosa», un recorrido que deja muy atrás la cuestión de la ciencia, incluso de las ciencias históricas. Es hora de no olvidar que la historicidad del ser sigue presente cuando el «ser ahí» se conoce a sí mismo y se com porta históricam ente com o ciencia. La hermenéutica de las cien­ cias históricas, que se desarrolló en el romanticismo y en la escuela histórica desde Schleierm acher a Dilthey, pasa a ser una tarea total­ mente nueva cuando, siguiendo a Heidegger, avanza más allá de la problemática de la subjetividad. El único precursor en este terreno fue Hans Lipps, cuya lógica herm enéutica2, sin ofrecer una verda­ dera hermenéutica, destaca con éxito la inexorabilidad del lenguaje frente a su nivelación lógica.

2 Cfr. H. Lipps, Untersuchungen zu einer hermeneutischen Logik. Werke II, Franc­ fort, 1976 (1.a ed., 1938).

. Por el contrario, el Decálogo se aplica de antemano a mi prójimo en mi relación especí­ fic a con él, sin la presuposición «contrafáctica» de una «intersubjetividad» universal en la que todos están o en la que deberían llegar al consenso con todos los demás. En este sentido tam bién hay que pos­ tular finalm ente la «buena voluntad» sólo «contrafáclicamente». de modo que no se pueda apelar a ella simultáneamente. Pues también la voluntad del hombre y no sólo su saber, es finita. El Decálogo se refiere, en principio, al prójimo en tanto que me es próximo, tanto si ambos lo queremos, como si no; tanto si podem os quererlo desde nuestra capacidad condicionada, como si no; tanto si podem os com ­ prendernos, como si no. Su existencia [Dasein] es la verdad para mí, frente a todo aquello que desde mí y desde mi competencia lingüís­ tica puedo com prender y pensar y decir como verdad. Si no puedo comprenderlo es porque yo también tengo que comprenderm e a mí mismo. Puesto que en la existencia del otro está Dios en tanto que la verdad, así como en las preguntas últimas o absolutamente universa­ les nadie puede saberlas por otro y así como tampoco se pueden in­ troducir ya palabras con determinación última «en vez de» otros. Por ello, tampoco las denom inadas proposiciones intensionales del tipo «A cree que ‘p ’» o «A no cree que ‘p ’», indican nada definitivo acerca de A. Lo que el otro cree sigue siendo inescrutable y si dice que cree que ‘p \ entonces tengo que comprendcr/o inmediatamente (es decir sin volver a preguntar «qué» es), o tengo que hacer/e dar una respuesta que tal vez yo entienda desde mí mismo. Más allá del símbolo, ‘p ’ no se convierte nunca en «intersubjetivo».

;s Kant, Metaphysik der Sitien, ed. tic la Academia VI, 238 (cd. cast., Metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989). “ De otro modo también se encuentra ciertamente en Kant, por ejemplo en Das Ende aller Dinge, ed. de la Academia VIII, 337 ss.

Se puede resumir este resultado de la relación entre lenguaje y verdad del siguiente modo: se suprime la dimensión filosófica si, como en la tradición metafísico-platónica, se trata de explicar esta relación con ejem plos de la praxis vital usual y no problematizada y con ejemplos de ciencias particulares en su curso «norm al» con el uso lingüístico usual correspondiente. La dimensión filosófica sólo se inicia donde se ponen de relieve los límites de la traducibilidad y termina la com prensión «habitual».

TEORÍAS COHERENCIALES

CARL HEMPEL LA TEORÍA DE LA VERDAD DE LOS POSITIVISTAS L Ó G IC O S' (1935)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «On the Logical Posilivists’ Theory of Truth», Analysis, II/4 (1935), 49-59. E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —traducido— con autorización expresa del autor.

T r a d u c c ió n :

J. Rodríguez Alcázar.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Le probléme de la vérité», Theoria, 3 (1937), pp. 206-246. — «On the nature of Mathematical Truth», American Math. Monthly, 52 (1945), pp. 543-46 (recopilado en Feigl-Sellars (eds.), Recidings in Philosophical Analysis, Nueva York, 1949). Tí .



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B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— M. Schlick, «Facts and Propositions», Analysis, 2 (1935), pp. 6570. — O. Neurath, «Radikaler phísicalismus und “wirklichc Welt”», Er­ kenntnis, 4 (1934), pp. 346-362. — A. J. Ayer, «Verificación y experiencia», Proceedings of the Aristotelian Sociéty, 37, 1936-37 (ed. cast. «Verificación y experien­ cia», en A. J. Ayer (ed.), El positivismo lógico, FCE, México, 3.a reimp., 1986, pp. 233-48).

’ Ha sido necesario, por desgracia, condensar ligeramente este artículo del doctor Hempel. (Nota del editor de Analysis, en cuyo número de enero de 1935 se publicó originalmente el artículo.)

La idea de escribir el presente artículo me ha surgido a raíz de un debate reciente entre el profesor Schlick y el doctor Neurath, que se publicará en dos trabajos incluidos en el volumen' 4 de la revista Er­ kenntnis 2. Dicho debate gira principalm ente en torno a la concep­ ción positivista de la verificación y la verdad. Puede resultar útil para la discusión que sigue hacer referencia a esa clasificación, bien conocida aunque algo tosca, que divide las di­ ferentes teorías de la verdad en dos grandes grupos, a saber, las teo­ rías de la verdad como correspondencia y las teorías coherentistas de la verdad. Para las teorías de la correspondencia, la verdad consiste en una cierta concordancia o correspondencia entre un enunciado y lo que se llam a «realidad» o «hechos». Para las teorías coherentistas, en cambio, la verdad es una propiedad que pueden poseer ciertos sis­ temas de enunciados como un todo; dicho con otras palabras, la ver­ dad consistiría en una cierta conform idad de los enunciados entre sí. En las teorías coherentistas extremas la verdad llega a identificarse con la com patibilidad mutua entre los elementos de un sistema. La teoría de la verdad de los positivistas lógicos evolucionó paso a paso desde una teoría de la verdad como correspondencia hasta una teoría parcialm ente coherentista. Consideremos ahora breve­ mente las fases lógicas más importantes de este proceso (que no se corresponden exactamente con las históricas). Las ideas filosóficas desarrolladas por L. Wittgenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus, que representan el punto de partida lógico e histórico de las investigaciones del Círculo de Viena, se ca­ racterizan obviamente por la defensa de una teoría de la verdad como correspondencia. De acuerdo con una de las tesis fundamentales de Wittgenstein, consideraremos verdadero un enunciado si existe el hecho o estado de cosas que ese enunciado describe; en caso contrario lo considera­ remos falso. Ahora bien, según la teoría wittgensteiniana, los hechos que componen el mundo constan en último análisis de ciertos tipos de hechos elementales que a su vez no es posible reducir a otros. És­ tos son los llamados hechos atóm icos, mientras que los compuestos a base de ellos se denominan «hechos moleculares». Dos tipos de enunciados se corresponderían con estos dos tipos de hechos: los enunciados atómicos describirían hechos atómicos y los enunciados

1 M. Schlick, «Über das Fundament der Erkenntnis», Erkenntnis 4, 79 ss. O. Neu­ rath, «Radikaler Physikalismus und ‘wirkliche Welt’», Erkenntnis 4, 346 ss.

moleculares, hechos moleculares. Un enunciado molecular se consti­ tuye a partir de enunciados atómicos de acuerdo con una cierta form a lógica, y ésta refleja la estructura formal de los hechos; de ahí se sigue que, del mismo modo que la existencia o no existencia de un hecho molecular viene determinada por la existencia o no exis­ tencia de sus componentes atómicos, así también la verdad o false­ dad de un enunciado molecular está determ inada por las propiedades correspondientes de los enunciados atómicos. Dicho con otras pala­ bras; cada enunciado se concibe como una función de verdad de los enunciados atómicos. Las ideas de W ittgenstein sobre la verdad fueron adoptadas de forma casi general por los miembros del Círculo de Viena en su fase inicial. El primero que puso sobre el tapete algunas dudas (unas du­ das que pronto darían paso a una oposición radical) fue el doctor Neurath. El profesor Carnap, por su parte, fue el prim ero en recono­ cer la importancia de las ideas de Neurath. Carnap suscribió algunas de las tesis principales de Neurath y les proporcionó una forma más precisa. Finalmente, tras un proceso en el cual las ideas de cada uno sirvieron de estímulo al otro, Carnap y Neurath acabaron elaborando la teoría de la verdad de la que nos ocuparemos más abajo. Ofrezco a continuación una formulación de las tesis principales del doctor N eurath3, una formulación que, aunque no muy detallada, crco representa fielm ente sus opiniones. La ciencia es un sistema compuesto por enunciados de un cierto tipo. Cualquiera de estos enunciados puede o bien com binarse o bien compararse con cualquier otro, con el propósito, por ejemplo, de ex­ traer conclusiones a partir de los enunciados que hem os combinado o para com probar si éstos son o no compatibles entre sí. Pero los enunciados nunca se comparan con una «realidad», con «hechos». Nadie de entre quienes defienden la existencia de una fisura entre los enunciados y la realidad es capaz de explicar con exactitud cómo pueden compararse aquéllos y ésta, ni cómo podríamos averiguar la estructura de los hechos. Por consiguiente, la mencionada fisura no es sino el resultado de una laboriosa m etafísica y los problemas co­ nectados con ella, pscudoproblemas.

3 Cfr. «Soziologic im Physikalismus», Erkenntnis 2, 393; (2) «Physikalismus», Scientia, Nov. 1931; (3) «Sozialbehaviorismus», Sociologus 8, 821 (1932); (4) Einheitswissenschaft und Psychologie, en la serie Einheitswissenschaft, Gerold, Viena, 1933; «Protokollsalze», Erkenntnis 3, 204.

Ahora bien: ¿cómo ha de caracterizarse la verdad desde una posi­ ción como ésta? Obviamente, las ideas de Neurath implican una teoría coherentista. Carnap com enzó a desarrollar una cierta versión de lo que pre­ tendía ser una teoría satisfactoria de la verdad como coherencia. La idea central de su propuesta se resume en la reflexión siguiente: si fuera posible prescindir en la teoría de Wittgenstein de la idea de una relación con «hechos», quizás pudiéram os salvar las aportaciones w ittgensteinianas más importantes con respecto a los enunciados y a las conexiones que se dan entre éstos sin tener que recurrir a una pe­ ligrosa confrontación entre enunciados y hechos ni hacer frente a sus incómodas consecuencias. Cierto tipo de proposiciones se mostraron útiles para este propó­ sito. Se trata de la clase de aquellos enunciados que expresan el re­ sultado de una experiencia inmediata pura, sin ningún aditamento teó­ rico. Se los denominó «enunciados protocolares», y en un principio se pensó que no necesitaban pruebas añadidas. Reem plazar el concepto de enunciados atómicos por el de enun­ ciados protocolares fue el prim er paso hacia el abandono de la teoría de la verdad de Wittgenstein. El segundo paso de la evolución que llevó desde la teoría wittgensteiniana de la verdad a la de Carnap y Neurath fue un cambio de opinión con respecto a la estructura formal del sistema de los enun­ ciados científicos. De acuerdo con Wittgenstein, una proposición que en última ins­ tancia no pueda verificarse no tiene significado; en otras palabras, un enunciado tiene significado si y sólo si es una función de verdad de las proposiciones atómicas. Las llamadas leyes de la naturaleza, tal y com o mostraré más abajo, no pueden verificarse de form a completa; de acuerdo con el Tractatus, por tanto, no pueden considerarse enunciados en absoluto, sino meras instrucciones a partir de las cuales podem os obtener enunciados con significado. Pero cuando Carnap desarrollaba la teoría de la que estoy ha­ blando se percató de que en la ciencia em pírica las leyes se formulan en el mismo lenguaje que los dem ás enunciados y se combinan con enunciados particulares al objeto de obtener predicciones. Concluyó, por tanto, que el criterio de W ittgenstein para atribuir significado a los enunciados era demasiado estrecho y que debía sustituirse por otro más amplio. De acuerdo con la caracterización de Carnap, las leyes em píricas serian enunciados implicatorios generales que difie-

rcn por su forma de los llamados enunciados particulares como «Aquí hace ahora una temperatura de 20 grados centígrados». La validez de un enunciado general se com prueba examinando los enunciados particulares que se siguen de él. Pero, dado que de cada enunciado general se deduce una clase infinita de enunciados particulares, aquél no puede ser verificado por éstos de forma com ­ pleta y definitiva, sino tan sólo recibir apoyo de ellos en mayor o me­ nor medida. Es decir: un enunciado general no es una función de verdad de enunciados particulares, sino que tiene con relación a és­ tos el carácter de una hipótesis. Este mismo hecho puede expresarse de la manera siguiente: no es posible deducir formalmente una ley general a partir de un conjunto finito de enunciados particulares. Todo conjunto finito de enunciados admite una serie infinita de hi­ pótesis, cada una de las cuales implica, a su vez, todos los enuncia­ dos particulares del conjunto en cuestión. Así pues, el estableci­ miento del sistema de la ciencia incluye, en un momento dado, el recurso a la convención; tenemos que elegir entre una amplia canti­ dad de hipótesis que son igualmente posibles desde el punto de vista lógico, y por lo general escogemos una que sobresalga por su sim pli­ cidad formal, tal y como Poincaré y Duhem han señalado repetida­ mente. Además, es importante recordar que, como ha m ostrado Carnap en su Unity o f Science*, los enunciados particulares tienen el carác­ ter de hipótesis con relación a los enunciados protocolares. Permíta­ seme señalar entonces que, como consecuencia de lo anterior, incluso qué enunciados particulares adoptemos,' incluso qué enunciados consi­ deremos verdaderos dependerá del sistema que elijamos de entre los formalmente posibles. Nuestra elección es arbitraria desde el punto de vista de la lógica, pero el amplio número de posibilidades que se ofrecen a nuestra elección está restringido en la práctica por factores psicológicos y sociológicos, como ha señalado principalmente Neurath. Así pues, hay que abandonar un segundo principio del Tractatus: no es posible seguir definiendo la verdad o la falsedad de cada enun­ ciado en términos de la verdad o falsedad de ciertos enunciados bási­ cos, ya se trate de enunciados atómicos, de enunciados protocolares o de otros tipos de enunciados particulares. Pues incluso los enuncia­ dos particulares habituales han resultado ser hipótesis con respecto a

4 The Unity o f Science, Kegan Paul, Londres, 1934. (N. del T.)

los enunciados básicos. Ahora bien, una hipótesis no puede ser veri­ ficada de manera completa y definitiva por una serie finita de enun­ ciados particulares; una hipótesis no es una función de verdad de enunciados particulares y, como consecuencia de ello, un enunciado particular que no sea él mismo un enunciado básico no es una fun­ ción de verdad de enunciados básicos. De este modo, un análisis cuidadoso de la estructura formal del sistema total de los enunciados conduce a un concepto de verdad muchísimo más laxo o blando. De acuerdo con las consideraciones que acabo de apuntar, podemos afirm ar lo siguiente: en ciencia, un enunciado se acoge como verdadero si está suficientem ente apoyado por enunciados protocolares 5. En este punto encontramos un rasgo fundamental que la teoría que estamos considerando com parte con la posición de Wittgenstein: el principio de que la comprobación de cada enunciado ha de redu­ cirse a una determ inada forma de comparación entre el enunciado en cuestión y cierta clase de proposiciones básicas que se consideran úl­ timas y acerca de las cuales no es posible dudar en absoluto. La tercera y última fase de la evolución lógica que venimos consi­ derando puede caracterizarse como el proceso de eliminar de la teoría de la verdad incluso esta última característica común. Tal y como el doctor Neurath se ocupó de resaltar en una época bastante tem prana, es ciertam ente fácil imaginar que el informe de un cierto observador contenga dos enunciados m utuam ente contra­ dictorios. Por ejemplo: «Veo esta m ancha completam ente a/ul os­ cura y tam bién completam ente roja». Cuando algo así sucede en ciencia, se deja de lado al menos uno de los dos enunciados protoco­ lares mencionados. Ya no es posible, por tanto, defender que los enunciados protoco­ lares proporcionen una base inalterable para el sistem a global de los enunciados científicos, aunque es verdad que con frecuencia nos li­ mitamos a retroceder hasta los enunciados protocolares cuando se trata de com probar la validez de una proposición. Pero no renuncia-

5 En este lugar, el texto original añade la siguiente frase: «So there oecurs in science, one drops at least one o f the mentioned protocol statements». Tal afirmación es incomprensible en este contexto y todo indica que se trata de un error tipográfico; sobre todo si tenemos en cuenta que dos párrafos más abajo, también en la última frase del párrafo, aparece una afirmación casi idéntica, que esta vez sí tiene perfecto sentido con relación a lo que en ese párrafo se dice: «And if that occurs ¡n science, one drops at least one o f the mentioned protocol statements». (N. del T.)

mos, como dice Neurath, a recurrir a un juez que decida si un enun­ ciado disputado debe ser aceptado o rechazado; este juez viene dado por el sistema de enunciados protocolares. Ahora bien: nuestro juez puede ser destituido. Carnap sostiene el mismo punto de vista cuando afirm a que no hay enunciados que se puedan considerar fun­ damento absoluto de la ciencia; todo enunciado de carácter empírico, incluidos los enunciados protocolares, puede necesitar justificación adicional. Por ejemplo, los enunciados protocolares de un cierto ob­ servador quizás se justifiquen con la ayuda de los enunciados conte­ nidos en el inform e de un psicólogo que analice (antes o, incluso, al mismo tiempo que se realizan las observaciones) cómo de fiable es ese observador. De este modo, cualquier enunciado em pírico puede ir unido a una cadena de pasos comprobatorios en la cual no hay un eslabón fi­ nal absoluto. A nosotros corresponde decidir en qué momento se da por terminado el proceso de comprobaciones. Deja, pues, de ser ade­ cuada la comparación de la ciencia con una pirámide que se yergue sobre una base sólida. Neurath prefiere com parar la ciencia con un barco que sufre interminables m odificaciones en alta m ar y que no puede llevarse jam ás a un astillero para reconstruirlo de abajo arriba, empezando por la quilla. Es obvio que estas ideas generales implican una teoría de la verdad como coherencia. Pero téngase bien presente que, dado que Carnap y Neurath se limitan a hablar de enunciados, no pretenden en absoluto afirm ar lo siguiente: «No hay hechos, sólo hay proposiciones». Antes al contrario, el que nos encontremos ciertos enunciados en el informe de un observador o en un libro científico es considerado un hecho empírico, y las proposiciones que ahí aparecen, objetos empíricos. Lo que estos dos autores pretenden afirm ar puede expresarse con mayor precisión gracias a la distinción carnapiana entre los modos formal y material de discurso'’. Como ha mostrado Carnap, toda consideración no m etafísica que la filosofía lleve a cabo pertenece al dominio de la Lógica de la Ciencia, a menos que tenga que ver con un asunto em pírico (en cuyo caso debe ser la ciencia empírica la que se ocupe de ella). Además,

* Carnap: Logische Syntax der Sprache, Viena, 1934; «Philosophy and Logical Syntax», conferencias pronunciadas en Londres el año 1934 y de las que se hace eco la revista Analvsis, vol. 2, n. 3; The Unity o f Science, Psyche Miniatures 63, Londres, 1934.

es posible considerar a cada uno de los enunciados de la Lógica de la Ciencia como una afirm ación relativa a ciertas propiedades y rela­ ciones de las proposiciones científicas, y sólo de tales proposiciones. También es posible caracterizar el concepto de verdad utilizando este modo formal de discurso; dicho sin excesivos tecnicismos, la verdad se entendería como un nivel suficiente de concordancia entre el sis­ tema de los enunciados protocolares aceptados y las consecuencias lógicas que pueden deducirse del enunciado bajo escrutinio combi­ nado con otros enunciados que han sido admitidos con anterioridad. No sólo es posible, sino además mucho más adecuado, recurrir a este modo formal mejor que al material. Pues este último acarrea muchos pseudoproblemas que no es posible formular en el modo formal correcto. Decir que los enunciados empíricos «describen hechos» y que, por consiguiente, la verdad consiste en una cierta correspondencia entre los enunciados y los «hechos» descritos por aquéllos es un ejemplo típico del modo material de discurso. Los pseudoproblemas relacionados con este modo de discurso si­ guen vivos en muchas de las objeciones que se han dirigido contra las ideas de Neurath y Carnap; esto vale tam bién para ciertas obje­ ciones expuestas en el artículo del profesor Schlick (y para algunas de las consideraciones que, en un tenor bastante similar, ha desarro­ llado recientemente B. v. Julios)7. El profesor Schlick comienza objetando que el abandono radical de la idea de un sistema de enunciados básicos inalterables nos pri­ varía de unos cim ientos absolutos para el conocimiento y conduciría a un relativismo completo en lo tocante a la verdad. Pero hemos de contestar que una teoría sintáctica de la verificación científica no puede tomar en consideración algo que no existe dentro del sistema de la verificación científica. Pues está claro que en ningún lugar de la ciencia es posible hallar un criterio de verdad absoluta e in­ cuestionable. Para encontrar un grado relativamente alto de certeza ne­ cesitamos retroceder hasta los enunciados protocolares de observadores fiables; pero incluso tales enunciados pueden verse desplazados por otros enunciados bien contrastados o por leyes generales. Así que no es sensato demandar un criterio de verdad absoluta para enunciados empí­ ricos; tal demanda parte de una presuposición errónea.

7 B. v. Julios: «Kritischc Bemerkungen zur Wissenschaftstheorie des Physikalismus», Erkenntnis 4, 397.

Podemos decir que la búsqueda de un criterio de verdad absoluta representa uno de los pseudoproblemas debidos al modo material del discurso. Pues la afirm ación de que para com probar la validez de un enunciado necesitam os com pararlo con los hechos sugiere, en ver­ dad, la quimera de un mundo dado con unas propiedades precisas; y es fácil que a continuación uno sienta la tentación de solicitar su co­ pia de aquel sistem a de enunciados que proporciona una descripción completa y verdadera de ese mundo, un sistema que habríamos de considerar absolutamente verdadero. Ahora bien, cuando utilizamos el modo formal de discurso desaparece este malentendido imposible de formular correctam ente y, con él, todo motivo para buscar un cri­ terio de verdad absoluta. El profesor Schlick asume la existencia de una base del conoci­ miento absolutamente sólida; pero por otro lado admite que una teo­ ría de la verdad que tuviera en cuenta únicam ente proposiciones se resentiría de ello. Sólo le queda, por tanto, una manera de caracteri­ zar la verdad, que consiste en asum ir que hay un cierta clase de enunciados, sintéticos y, sin embargo, absoluta e incuestionable­ mente verdaderos, con los que com param os cualquier otro enunciado cuya validez queramos comprobar. De hecho, el profesor Schlick asume que existen enunciados con estas características; los llama «Konstatierungen» (constataciones) y les atribuye la forma «Aquí y ahora esto y lo otro»; por ejemplo, «Aquí y ahora azul y, al lado, amarillo», «Aquí y ahora dolor». Pero el mismo profesor Schlick reconoce que todo enunciado científico es una hipótesis que se puede llegar a abandonar y, por tanto, se ve obligado a adm itir que estos «Konstatierungen» imposi­ bles de contradecir no son enunciados científicos, sino m ás bien un acicate para establecer los enunciados protocolares que se correspon­ den con ellos, como, por ejemplo: «El .observador M iller vio, en aquel momento y lugar, azul y, al lado, amarillo». El profesor Schlick sostiene (1) que, a diferencia de los enunciados empíricos corrientes, basta una sola acción para comprender y verificar estos «Konstatierungen», a saber, su comparación con hechos. De esta manera retorna al modo material de discurso e, incluso, describe los «Konstatierungen» como los sólidos puntos de contacto entre el cono­ cimiento y la realidad. Hace sólo un momento hemos señalado las in­ cómodas consecuencias que se siguen de esta forma de abordar la cues­ tión. Además, (2) el profesor Schlick asume que los «Konstatierungen» no pueden escribirse en papel como los enunciados normales y que sólo son válidos en el momento en que se establecen. Pero en ese caso

no hay forma de comprender cómo podríamos comparar un «Konstatierung» con un enunciado científico ordinario. Y una comparación de ese tipo es necesaria si asumimos, como hacc el profesor Schlick, que la validez de todo enunciado empírico se establece en último término re­ curriendo a «Konstatierungen». Es importante, de todas formas, dedicar un poco más de atención al punto de partida de las ideas del profesor Schlick. Se trata de la consideración siguiente: La tesis de Carnap y Neurath según la cual en la ciencia un enun­ ciado se adopta como verdadero si está suficientemente respaldado por enunciados protocolares se convierte en un sinsentido si se re­ chaza la idea de enunciados protocolares absolutamente verdaderos. Pues resulta evidente que podemos imaginar muchos sistemas dife­ rentes de enunciados protocolares y también muchos enunciados hi­ potéticos suficientem ente apoyados por aquéllos. Además, si nos ate­ nemos al criterio formal de Carnap y Neurath, cada uno de esos sistemas diferentes, que pueden resultar incluso incompatibles entre sí, serían sin embargo verdaderos. Sería posible construir sistem as de enunciados protocolares que prestaran apoyo suficiente a cualquier cuento de hadas. Pero lo cierto es que consideramos falsos los cuen­ tos de hadas y verdaderos los enunciados de la ciencia empírica, aunque ambos cumplan todos los requisitos formales. Dicho brevemente: ¿qué características nos permiten, de acuerdo con el punto de vista de Carnap y Neurath, distinguir los enunciados protocolares verdaderos de la ciencia de aquellos otros falsos que podemos encontrar en un cuento de hadas? Ciertam ente, tal y com o los propios Carnap y Neurath han subra­ yado, la diferencia entre los dos sistem as no es lógica sino empírica. El sistema de enunciados protocolares que llamamos verdadero, y al cual nos referimos en nuestra vida cotidiana y en la ciencia, sólo puede caracterizarse por el hecho histórico de que es el sistema que ha sido efectivamente adoptado por la humanidad y por los científi­ cos de nuestro ámbito cultural. A su vez, los enunciados «verdade­ ros» en general pueden caracterizarse como aquellos que están sufi­ cientemente respaldados por ese sistem a de enunciados protocolares efectivamente adoptados8.

8 Así pues, la verdad no se reduce sin más matices a las propiedades formales de un sistema de enunciados: como señalábamos al comienzo, Carnap y Neurath no apoyan una teoría pura de la verdad como coherencia, sino una teoría parcialmente coherentista.

Los enunciados protocolares adoptados se conciben como obje­ tos físicos hablados o escritos, producidos por los sujetos a los que acabamos de referirnos; y pudiera darse el caso de que los enuncia­ dos protocolares producidos por diferentes seres humanos no adm i­ tieran la construcción de un único sistema de enunciados científicos, esto es, de un sistema respaldado suficientem ente por el conjunto to­ tal de los enunciados protocolares de gentes diversas. Pero, afortuna­ damente, esta posibilidad no se da en la realidad: de hecho, la gran mayoría de los científicos se ponen antes o después de acuerdo y, de este modo (y éste es un hecho empírico), de sus enunciados protoco­ lares resulta un sistema de enunciados y teorías coherentes que crece y se extiende sin cesar. Replicando a una objeción planteada por Z ilsel9, C arn ap10 añade una observación que quizás nos permita explicar ese afortunado he­ cho empírico. ¿Cómo aprendemos a pronunciar enunciados protocolares «ver­ daderos»? Por condicionamiento, evidentemente. Del mismo modo que acostumbramos a un niño a que escupa los huesos de las cerezas con la ayuda de nuestro buen ejemplo o echando mano a su boca, también lo condicionamos para que realice, en ciertas circunstancias, proferencias habladas o escritas concretas, como «Tengo hambre» o «Esto es una pelota roja». Podemos decir, del mismo modo, que los científicos jóvenes son condicionados igualmente cuando se les enseña en sus clases univer­ sitarias a proferir, dadas ciertas circunstancias, expresiones como «La aguja señala ahora el número 5 de la escala», «Este vocablo per­ tenece al alto alemán antiguo» o «Aquel documento histórico data del siglo xvn». Este condicionamiento generalizado y bastante uniform e de los científicos quizás pueda explicar en alguna medida la existencia de un único sistem a científico. La evolución que hemos venido considerando del concepto de verdad está íntimamente vinculada a un cambio de opinión con res­ pecto a la función lógica de los enunciados protocolares. Permíta­ seme term inar con algunas observaciones relativas a esta cuestión. En un prim er momento, Carnap introdujo el concepto de enun­ ciados protocolares para referirse a la base que perm itiría com probar

9 Zilsel: «Bemerkungen zur Wissenschaftslogik», Erkenntnis 3, 143. 10 Carnap: «Erwiderung auf Zilsel und Duncker», Erkenntnis 3, 177.

la validez de los enunciados empíricos; separándose radicalm ente de los principios wittgcnsteinianos, mostró que incluso los enunciados particulares tienen el carácter de hipótesis con relación a los enun­ ciados protocolares: aquéllos no pueden ser verificados por éstos de forma definitiva; únicamente pueden ser confirm ados en mayor o menor medida. Además, no hay ninguna regla precisa que estipule qué grado m ínim o de confirm ación es necesario para adoptar un cierto enunciado. En último térm ino, la adopción o el rechazo de un enunciado depende de una decisión. En la versión más reciente de la teoría de Carnap y Neurath, los enunciados protocolares son desprovistos de forma aún más radical de su carácter básico, pues pierden la condición de irrefutables que se les atribuyó originariamente. Incluso los enunciados protocolares resultan ser hipótesis con respecto a otros enunciados del sistema global. De este modo, es una decisión la que nos lleva a adoptar o re­ chazar un enunciado protocolar dado. Así pues, me parece que ya no es posible señalar ninguna dife­ rencia esencial entre los enunciados protocolares y los demás. El doctor Neurath propone restringir el uso de la expresión «enunciados protocolares» a un grupo de enunciados con una cierta forma; en concreto, aquéllos en los cuales aparece el nombre de quien realiza la observación acompañado del resultado de ésta. Con ello persigue subrayar el carácter empírico de la ciencia, cuyos tests más concienzudos se apoyan principalm ente en enunciados observacionales. El profesor Carnap, por su parte, insiste en que (1) no todos los tests se apoyan sobre tales enunciados observacionales; también en que (2) la validez de los enunciados observacionales del tipo descrito por el doctor Neurath puede som eterse a prueba mediante su reduc­ ción a otros enunciados, incluso enunciados diferentes en su forma. Por último (3), señala que la determ inación de las características for­ males de los enunciados protocolares es una cuestión de convención, no una cuestión de hecho. Para ilustrar esta opinión bosqueja tres convenciones diferentes, cada una de las cuales podría utilizarse igualmente a la hora de caracterizar formalmente una clase de enun­ ciados protocolares. Una de estas convenciones ha sido sugerida por el doctor Popper; consiste en adm itir que enunciados con cualquier forma puedan figurar como enunciados protocolares. El profesor Carnap opina que la convención propuesta por Popper es la más apropiada y más simple de las tres que somete a consideración. Y ciertamente me parece que esta convención cuadra perfectamente

con las posiciones generales de Carnap y Neurath sobre la verifica­ ción y la verdad. De este modo, el concepto de enunciados protocolares puede ha­ berse convertido finalm ente en un concepto superfluo. Pero ha sido, cuando menos, un concepto auxiliar de enorme importancia, y su relativización o su abandono completo no supondría más que el último paso de un desarrollo teórico de amplias proporciones. Consideremos para term inar qué consecuencias tiene esta evolu­ ción para el problema de los hechos atómicos, que ocupa un lugar muy im portante en la teoría de Wittgenstein. Una vez que expresamos correctam ente aquellos problemas que han de resolverse en el modo formal de discurso, percibimos que la doble pregunta acerca de qué son los hechos atómicos y qué los enunciados atómicos resulta ser una sola pregunta, formulada pri­ mero en el modo material y luego en el modo formal. En este punto sólo quedaba un problema por resolver, esto es, averiguar cuál es la estructura de los hechos atóm icos o, en la ver­ sión de Carnap, averiguar cuál es la forma lógica de los enunciados protocolares. En un prim er momento (p. ej., en Unity o f Science) este problema se consideró una cuestión de hecho. M ás adelante, sin embargo, los argumentos de Carnap condujeron a la conclusión de que la forma de los enunciados protocolares no es algo que se averi­ güe sino algo que se determ ina por convención. Esta lúcida idea eli­ mina de la teoría de la verificación y la verdad de los positivistas lógi­ cos un vestigio de absolutismo que se debe a tendencias metafísicas y que ningún análisis sintáctico correcto de la ciencia puede justificar.

NICHOLAS RESCHER VERDAD COMO COHERENCIA IDEAL (1985)

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E

d ic ió n o r ig in a l

:

— «Truth as Ideal Coherence», Review o f Metaphysics, 38 (1985), pp. 795-806. k ü * '■ — Forbiden Knowledge, Reidel, Dordrecht, 1987, cap. 2, pp. 17-27. E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto - -traducido— con autorización expresa de la empresa editora original.

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J. Rodríguez Alcázar.

T

r a d u c c ió n

O

t r o s e n s a y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a

:

— The Coherence Theory of Truth, Clarendon Press, Oxford, 1973. — «Scientific Truth and the Arbitrament of Praxis», Nous, 14 (1980), pp. 59-74. B

ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia

:

— S. D. Palmer, «Blanshard, Rescher and the coherence Theory of Truth», Idealistic Síudies, 12 (1982), pp. 211-230. — L. B. Puntel, «Einfíihrung in Nicholas Reschers pragmatische Systemphilosophie», en N. Rescher, Die Grenzen der Wissenschaft, Reclam, Stuttgart. 1985, pp. 7-47 (la traducción castellana de esta obra no contiene la «Introducción» referida de Puntel, pre­ sente en la edición alemana). — H. Coomann, Die Kohárenztheorie der Wahrheit, P. Lang, Franc­ fort del M., 1983.

Quienes defienden un criterio coherentista para la verdad han de mostrar que ese criterio concuerda debidamente con la naturaleza de la verdad desde el punto de vista de su definición, pues debería ha­ ber una continuidad entre nuestro criterio evidencial de lo que es

aceptable-com o-verdadero y la «verdad», tal y como ésta se define. C ualquier criterio satisfactorio debe ser capaz de proporcionarnos acceso a la cosa misma (supuestas, claro está, unas condiciones sufi­ cientemente favorables). Por fortuna para los defensores del coherentismo, es posible dem ostrar rigurosamente que la verdad equivale a la coherencia ideal (esto es, que la verdad de una proposición equi­ vale de hecho a la coherencia óptima de ésta con una base de datos ideal). Dado que están efectivamente en condiciones de responder a este requisito de continuidad, los coherentistas cumplen con lo exi­ gido por la concepción tradicional de la verdad como concordancia con los hechos (adaequatio ad rem). Sin embargo, la referencia a la idealización nos indica que no podemos pretender que la coherencia nos proporcione, en la práctica, un acceso incondicional a la verdad. Las investigaciones que, tomando como base la exigencia de cohe­ rencia, llevamos efectivamente a cabo sólo pueden llegar a propor­ cionarnos la m ejor aproximación disponible de la verdad genuina.

I La objeción más habitual a la teoría coherentista de la verdad fáctica es que el vínculo de la coherencia con la verdad es demasiado laxo como para que la coherencia proporcione un criterio definitivo de verdad. Hace ya algunos años, Arthur Pap formuló la cuestión del modo siguiente: Es bastante sensato pensar que la teoría coherentista, más que un análi­ sis del significado de la palabra ‘verdadero’, proporciona una descripción de cómo se llega a averiguar si los enunciados son verdaderos o falsos... Alguien podría estar de acuerdo en que aceptamos como verdadero un cierto enunciado porque se encuentra en ciertas relaciones lógicas con otros enunciados; pero de ahí no se seguiría que cuando esc alguien dice que ese enunciado es verdadero su intención sea atribuirle esas relaciones1.

Así pues, la objeción más habitual a la teoría coherentista de la verdad sería la siguiente: «Puede proporcionarnos un criterio para establecer qué es verdadero, pero no, ciertamente, una definición de la verdad.» El presente escrito tiene como objetivo m ostrar que las objeciones de este tipo no son acertadas.

Arthur Pap, Elements ofAnalytic PhUosophv, MacMillan, Nueva York, 1949, p. 356.

El asunto que nos ocupa es, por tanto, la polém ica cuestión de si la coherencia es pertinente tan sólo como mero criterio potencial de verdad fáctica, o si es inherente, de algún modo, a la definición de la verdad, por reflejar algún aspecto esencial de su naturaleza2. M os­ traré que si se contempla la coherencia bajo una perspectiva ideali­ zada (esto es, como coherencia óptima con una base de datos p e r­ fecta, y no como coherencia aparente con los datos imperfectos de que disponemos de hecho), entonces se pone de m anifiesto el vín­ culo esencial entre la verdad y la coherencia '. Esta vinculación entre el criterio y la definición resulta crucial incluso para la viabilidad de una teoría coherentista m eram ente criteriológica, pues la validación legitimadora de un criterio de verdad debe ser capaz de m ostrar la conform idad de éste con la naturaleza de la verdad tal y como queda recogida en una definición. Un crite­ rio de algo no puede considerarse adecuado a menos que estemos en condiciones de m ostrar que ese criterio nos proporciona acceso a la cosa misma, dadas unas condiciones lo suficientem ente favorables. A partir de ahora llamaremos «requisito de continuidad» a esta exi­ gencia de que las proposiciones verdaderas sean coextensivas con creencias justificadas criteriológicamente en circunstancias ideales. Una pequeña dosis de simbolismo nos ayudará a form ular este requisito de forma más precisa: Por C(E/f) se entenderá lo siguiente: el enunciado ‘E ’ satisface el criterio de verdad C en el supuesto de que se den las circunstan­ cias f Por i(E) se entenderá lo siguiente: circunstancias ideales (desde un punto de vista epistemológico) con respecto al enunciado ‘E’.

2 La dicotomía definición/criterio era el punto de partida de mi libro The Coherence Theory o f Truth, Oxford University Press, Oxford: 1973. También proporcionó la base principal para mi critica del coherentismo que Blanshard defiende en The Na­ tura ufThought; esta crítica aparece en mi contribución a Paul A. Schilpp, ed., The ¡’hilosophy o f Brand Blanshard. Open Court, La Salle, Illinois, 1980. Varias publica­ ciones posteriores han mantenido viva la discusión; en particular el artículo de Scott D. Palmer «Blanshard, Rescher and the Coherence Theory of Truth», tdealistic Studies, 12 (1982): 21 1-30, así como el de RobertTad Lehe «Coherence-Criterion and Nature ofTruth», ibíd., 13 (1983): 177-89. 5 En este punto mis opiniones han cambiado, en buena medida como resultado de las estimulantes conversaciones que mantuve a lo largo del curso académico 1983-84 con el profesor Lorcnz Bruno Puntel, de la Universidad de Munich.

Teniendo presentes estas convenciones, formularem os el requi­ sito de continuidad como sigue: Para que se pueda considerar a C un criterio adecuado de verdad, ha de demostrarse que, dado cualquier enunciado E, decir que E es verdadero equivale a decir que satisface C bajo unas condicio­ nes evidencíales que son ideales con respecto a E: ' £ ’ es verdadero syss C[E/i(E)] Precisamente, Brand Blanshard requiere un vínculo profundo de este tipo cuando correctamente sostiene que «una “brecha lógica” tan profunda como para que un criterio pueda estar presente en ausencia de aquello a lo que se supone que apunta, o viceversa, hace que ese criterio no sea tan digno de confianza como debería4». Así pues, ésta es la tesis que tenemos que demostrar. Si quere­ mos validar una criteriología coherentista debemos ser capaces de m ostrar que, al menos en condiciones ideales (esto es, si hacemos abstracción de las im perfecciones presentes en las complicadas si­ tuaciones de la vida real), la coherencia es realmente capaz de pro­ porcionarnos acceso a «la verdad genuina de las cosas.» Pero antes es necesario introducir una observación preliminar: si C ha de servirnos como criterio de verdad, entonces la satisfacción de C en las circunstancias epistémicas más comunes habrá de pro­ porcionar un respaldo suficiente a nuestra atribución de verdad: Si C(E/r), donde r son las circunstancias reales, entonces ‘E’ es verdadero. Nuestro com prom iso con esta conclusión es un corolario de la previa adopción de C como criterio de verdad. Pero, naturalmente, tal compromiso refleja tan sólo una línea de actuación práctica im­ plícita en nuestra adhesión a C como criterio de verdad, ya que se li­ mita a expresar nuestra determ inación de tornar ‘£" por verdadero siempre que, de hecho, se satisfaga C. No se trata, pues, de invocar ningún principio general abstracto, sino únicamente de adoptar un cierto modus operandi. Cabe esperar, por supuesto, algún grado de

4 Brand Blanshard, «Reply to Nicholas Rescher», en Schilpp (ed.), The Philosophy o f Brand Blanshard, pp. 589-600 (cfr. p. 596).

desajuste, pues las circunstancias reales r pueden ser bastante tnenos que ideales con respecto a E. Esta «línea de actuación práctica» con­ siste, por resumir la cuestión de forma tosca y rápida, en dar por buenas las condiciones epistémicas habituales (esto es, considerar que los «datos disponibles» bastan para dar solución al problema de que se trate). En cambio, el criterio de continuidad — ‘E ’ es verda­ dero syss C.(E/i(E))— recoge una cierta relación que debe satisfacerse/árticam ente (si bien los hechos en cuestión son conceptuales). Es decir, para considerar a C una condición adecuada de la verdad debe demostrarse la existencia de la relación m encionada recu­ rriendo a «principios generales».

[I Convengamos que una proposición fáctica satisface la exigencia de la «coherencia ideal» si es coherente de forma óptima con una base de datos perfecta (o completa). Dada la naturaleza de la «cohe­ rencia», una proposición tal cuadrará mejor que su negación con esa base de datos idealizada (como también, por consiguiente, cuadrará mejor que cualquier otra proposición que sea incompatible con ella). A continuación, argumentamos que cuando la coherencia ideal se concibe de esta manera, entonces es posible demostrar que la verdad equivale a coherencia ideal. Nuestro propósito es dem ostrar que el vínculo entre verdad y coherencia ideal se convierte de hecho, en es­ tas condiciones, en un vínculo esencial. Para probar esta tesis es necesario mostrar que las dos im plica­ ciones siguientes son válidas para todos y cada uno de los enuncia­ dos: J. II.

verdadero idealmente coherente idealmente coherente => verdadero

La noción de «coherencia ideal» que manejamos aquí debe en­ tenderse como una coherencia óptima (c) con una base de datos p er­ fecta (B). Si hacemos uso de todas estas abreviaturas, los dos'princi­ pios a debate pueden ser formulados como sigue: (I) (II)

‘E ’ es verdadero - ) ‘F c 8 'E' c B ‘E ’ es verdadero

Adviértase que cuando e! criterio específico de verdad como co­ herencia reemplaza a nuestro criterio genérico anterior, C, entonces resulta que, por hipótesis, l£" c B equivale a C(E/i(E)). Así pues, es­ tos dos principios no hacen sino form ular de m odo diferente el re­ quisito de continuidad. Para que podam os considerar adecuada la teoría coherentista, por tanto, la validación de estos dos principios tendrá que basarse en la naturaleza misma de la «coherencia óptima (c) con una base de datos perfecta (/?)»• Así que con objeto de probar esos dos principios ten­ dremos que exam inar con mayor detenimiento las principales ideas pertinentes al caso, a saber, los conceptos de «coherencia óptima» y «base de datos perfecta». Consideremos brevemente, en prim er lugar, la noción de cohe­ rencia óptima. ¿En qué consiste eso de «ser coherente de form a óp­ tima con una base de datos»? ¿A qué compromete (CE' c 5 » ? La res­ puesta viene dada por las dos condiciones siguientes: 1. 2.

‘E’ representa a un miembro de una cierta familia de alternati­ vas exhaustivas y mutuamente excluyentes: { £ , E}, Et, ..., E J. ‘£” es en este caso más fácilmente co-sistematizable con B que ninguna de sus alternativas, juntas o por separado. (Ad­ viértase que esto significa específicam ente que lE ' es más fácilmente co-sistematizable con B que ‘n o -£ ’).

Para satisfacer esta segunda condición necesitamos un conjunto preciso de principios concretos de sistem atización cognoscitiva que determine una conexión sistemática de acuerdo con la cual ‘E ’ sea m ás fácilmente co-sistematizable con B que ninguna otra (combina­ ción) de las alternativas disponibles. Pero no necesitamos en este momento tratar esta custión con más detalles. Ocupémonos ahora de la noción de «base de datos perfecta». Para ser perfecta ha de poseer dos características: ser completa (o comprehensiva) y ser adecuada (o definitiva). Explicamos estas ca­ racterísticas a continuación: 1.

Completud: para que consideremos a D una base de datos per­ fecta, debe ser los suficientemente completa y comprehensiva

5 Para un desarrollo más detallado de estas ideas, cfr. mis libros The Coherence Theory ofTruth y Cognitive Systemalization, Blackwell, Oxford, 1979.

como para que, dada cualquier tesis ‘E’ perteneciente al do­ minio de la discusión de que se trate, bien la misma tesis E o su negación, ‘no-E \ sea coherente de manera óptima con D: Si p erf (D), entonces: para todos y cada uno de los enunciados del dominio pertinente, es el caso que o bien ‘F c D o bien ‘n o -£ ’ c D. 2.

Adecuación: el reconocimiento de D como una base de datos perfecta equivale a atribuirle la capacidad de delimitar lo que es real. Así pues, nos estamos comprom etiendo con que:

Si perf (£)), entonces: si ‘£ ’ c D , entonces R(E). La completud exige capacidad para decidir, la adecuación re­ quiere /a d icid a d . Estas condiciones son inherentes a la noción misma de «perfección» de una base de datos. De todo lo anterior no se sigue, por supuesto, que algún día po­ damos hallar una base de datos perfecta en el sentido señalado. Se­ mejante cosa es, sin duda, imposible. La idea misma de una base de datos semejante constituye una idealización y lo dicho más arriba debe entenderse en sentido puramente hipotético: “Si existiera al­ guna base de datos perfecta, ésta debería poseer ipso f a d o ciertas ca­ racterísticas.” Estamos manejando, en efecto, ciertos postulados o requisitos que nos permiten fijar el significado o la definición de esta noción de «base de datos perfecta»; dicho de otro modo, opera­ mos con ciertas estipulaciones que explicitan ese ideal de una base de datos perfecta (en el contexto de una «coherencia óptima»). Com encemos demostrando que una base de datos perfecta es efectivamente única desde el punto de vista de la coherencia óptima. Para ello, supongamos que tanto B{ como fí, responden a la caracte­ rización de una «base de datos perfecta». Vamos a dem ostrar que: Para todo enunciado ‘E ’, si ‘£ ’ c B[t entonces ‘£" c B A esta conclusión se llega m ediante el siguiente argumento: (1) (2) (3) (4)

Supongamos que: ‘E ’ c Br Supongamos que no es el caso que: lE' c Br De (2) se sigue que ‘no-£” c S, (por Completud). De (3) se sigue que R(no-E) (por Adecuación).

(5) (6)

Pero de (1) se sigue R(E) (por Adecuación). Ya que, por Tercio Excluso, (4) y (5) son contradictorias en­ tre sí, podem os negar el supuesto (2 ), con lo que tenemos que: ‘F c B , Q.E.D.

Naturalmente, la proposición reciproca se dem uestra igualmente utilizando el mismo curso de razonamiento. De modo que, por lo que respecta a la «coherencia óptima», hay efectivamente, com o m á­ ximo, una base de datos perfecta. Sigamos refiriéndonos a ella como B. Por definición, pues, B es la (única) base de datos perfecta. Como ya hemos señalado, concebim os una base de datos semejante como una idealización y no pretendem os que sea efectivamente realizable. De los dos requisitos estipulados, completud y adecuación, se si­ gue de forma inmediata que B debe satisfacer las condiciones expre­ sadas en los principios siguientes: (P l)

Por el requisito de Adecuación, si 'E' es en verdad óptim a­ mente coherente con B, entonces debe darse realmente el siguiente estado de cosas: ÍE' c B -» R(E)

(P2)

Por el requisito de Completud, si lE ’ no 6 es óptimamente coherente con la base de datos perfecta (B), entonces se si­ gue que ‘n o -£ ’ será óptimamente coherente con la base de datos perfecta B. Dicho con ayuda de nuestros símbolos: - CE' c B) -> ‘no-E ’ c B

Los principios (P l) y (P2) nos proporcionan la base a partir de la cual dem ostrar nuestras dos tesis principales, (I) y (II). Estos dos principios son todo lo que tenemos; deben, pues, bastarnos (supo­ niendo que consigamos com pletar nuestra tarea).

6 Aquí parece haber una errata en el texto original. Literalmente dice: «[...] if ‘S ’ coheres optimaily with the perfected data base (B), then ¡1 follows Ihat ‘not-S’ will be optimally coherent with the perfected data base B.» Pero esta última afirmación evi­ dentemente no se sigue del principio de Completud y no se corresponde, además, con la formulación simbólica que aparece inmediatamente a continuación. De ahí que haya añadido la palabra «no» para restablecer lo que parece ser el sentido de la frase. (N. deIT.)

Antes, sin embargo, merece la pena añadir un breve comentario acerca de la idea de «realidad» que aparece reflejada en nuestra expre­ sión «/?(£')». Lo que aquí aparece es una afirmación de facticidad, de «adecuación a los hechos» (adaequatio ad rem): afirmar «R(E)» equi­ vale a sostener que el estado de cosas E forma parte del mundo real, que la realidad existente se caracteriza, en parte, por ese estado de co­ sas. [Por tanto, afirm ar «/?(£)» equivale de hecho a sostener que E es un «beslehender Sachverhalt», un estado de cosas real, en la termino­ logía del Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein], Lo que se sostiene con «R(E)» es una tesis ontológica: se afirma que las cosas son así de hecho, lo sepa alguien o no, lo crea alguien o no. Y este rasgo de R, su carácter definitivo desde un punto de vista ontológico, significa que la «ley del tercio excluso» debe expresarse mediante el siguiente principio de tertium non datur. (LTE) -R {E ) syss R{m -E) La realidad tiene que «decidirse» ante la dicotom ía R(E) / 7?(noE). Esta condición es axiom áticam ente inherente al significado mismo de «realidad». Sobre esta base, pasemos ahora a demostrar los principios (I) y (II). La demostración requerida resulta ahora muy fácil. Dado que la verdad está sujeta (por definición, se podría decir) al viejo principio de concordancia con los hechos (adaequatio ad rem), (A) l£” es verdadero

R(E)

tenemos entonces que del principio (P l) se deduce de form a inme­ diata que: c5

‘E ’ es verdadero

Queda así probada la tesis (II), con lo que ya hemos com pletado la mitad de nuestra misión. Con objeto de obtener la tesis (I), recurram os ahora al principio (P l), para el caso especial del estado de cosas no-£: (1)

~‘R (no-E) —» -■(‘no-E’ c B)

Por la Ley de Tercio Excluso: (LTE) R(E) ~'R(no-E)

tenemos que de ( 1) se sigue: (2)

R(E) -» - ( ‘n o - F c B)

Ahora, teniendo en cuenta (P2), de esto se sigue que R ( E ) - ^ ‘E 'c B Y, dado (A), llegamos a que lE' es verdadero -» *£’ c B Queda así demostrada la tesis (I), con lo cual hemos completado nuestra misión. De la equivalencia resultante entre la verdad como adecuación y la coherencia ideal se sigue que una concepción adecuacionista de la na­ turaleza de la verdad no ofrece obstáculos insuperables para el coherentismo. El vínculo entre verdad y coherencia (idealizada) se funda­ menta en los principios generales relevantes para la cuestión, de manera que el criterio coherentista satisface el crucial requisito de continuidad, que constituye una exigencia a cum plir por cualquier criterio de verdad viable. De este modo, pues, se satisface el requi­ sito de continuidad. Así que podemos escribir un nihil obstat sobre la propuesta de construir la verdad en términos de coherencia ideali­ zada, al menos por lo que toca a su adm isibilidad teórica.

III

Queda por mostrar, sin embargo, que el defensor del coherentismo es capaz de cumplir con el «viejo principio de concordancia con los he­ chos o adaequatio ad rem» (es decir, la tesis (A) de más arriba). Des­ pués de todo, aquél no se propone definir la verdad en estos términos, lo que significa que la satisfacción del principio mencionado no es para él una mera obviedad (como lo es para el adecuacionista). Así pues, he­ mos de mostrar que es posible derivar esta misma tesis a partir de prin­ cipios coherentistas, teniendo presente que esos principios no se redu­ cen a (P l) y (P2), sino que incluyen también el axioma (o definición) que se obtiene cuando combinamos las tesis (I) y (II): (C) ‘E ’ es verdadero

cB

Si tenemos presente este axioma, habremos de concluir que de (P l) se sigue que ‘E ’ es verdadero —> R(E) Para obtener la otra dirección del bicondicional, considérese el prin­ cipio (P l) en el caso especial del estado de cosas no-£: ^ (n o -E ) —» _,(‘no-£'’ c B) De aquí deducimos, por la Ley del Tercio Excluso (LTE), que /? (£ )-> - ( ‘n o -F c B) Por (P2), esto implica lo siguiente: R(E)

( “£” c B)

Lo cual, por (C), implica que R(E) —> lE' es verdadero Combinadas esta proposición y su recíproca, ya dem ostrada más arriba, obtenemos (A).Q.E.D. Se sigue de lo anterior que una concepción coherentista de la naturaleza de la verdad tiene entre sus consecuencias im plícitas (en el caso idealizado) la identificación de «la verdad (genuina)» con la adecuación a los hechos (es decir, con cóm o son realm ente las cosas en el m undo). El coherentista, por tanto, no tiene por qué re­ nunciar a la adecuación. Si bien el coherentista define la verdad en térm inos de coherencia ideal, continúa aceptando el principio de adecuación (A), en tanto que recoge un rasgo esencial de la verdad. El coherentista está, por tanto, en tan buenas condiciones como cualquier otro para reconocer que el principio (A) caracteriza la esencia de la verdad. Recordemos que el principio (A) resume aquella concepción de la naturaleza de la verdad que entiende ésta como correspondencia con o adecuación a los hechos: (A) ‘£ ’ es verdadero R(E)

Por otra parte, el principio (C) formula la concepción coherenlista, que entiende la naturaleza de la verdad como coherencia ideal: (C) 'E' es verdadero l£” c B Tengamos ahora presente que en el apartado II hemos demostrado que: De {(LTE), (P l), (P2), (A)} se sigue (C) Por otra parte, la argumentación al inicio del apartado III ha demos­ trado que: De {(LTE), (P l), (P2), (C)} se sigue (A) Uniendo estas dos conclusiones, llegamos a la siguiente: De {(LTE), (P l), (P 2)} se sigue [(A) (C)] Dada la interpretación de la noción de «coherencia ideal» que se pone de m anifiesto en los principios Pl y P2 (o, de forma equiva­ lente, en los requisitos de Completud y Adecuación), resulta que el adecuacionismo y el coherentism o son efectivamente armonizados. Los criterios coherentistas para la verdad están al alcance del adecuacionista, del mismo modo que la concepción adecuacionista de la naturaleza de la verdad está al alcance del coherentista. Partiendo de ciertos presupuestos plausibles, las dos posiciones pueden arm oni­ zarse y considerarse, sin más, equivalentes. Queda, pues, resuelto el problem a principal que se planteaba en el apartado I. Las consideraciones presentes sugieren que el criterio coherentista que entiende la verdad como sistem atización óptima vale como criterio veritativo, en tanto que satisface el requisito de continuidad. La verdad genuina puede caracterizarse esencialmente en términos de coherencia idealizada', la verdad supuesta puede identificarse criteriológicam entc en términos de coherencia mani­ fiesta. De este modo, la continuidad queda asegurada. Y es im portante que sea así. La insistencia de B rand B lans­ hard en el requisito de continuidad es com pletam ente pertinente. En efecto, lo que él viene a reclam ar es lo siguiente: “ Si ustedes están proponiendo seriam ente que adoptem os la coherencia con «los datos» com o criterio de verdad, entonces deberán ser capa-

ccs de m ostrar que esa propuesta está respaldada por algún tipo de vínculo esencial entre la verdad y la coherencia.” En sus pro­ pias palabras: Si aceptamos como prueba la coherencia, entonces debemos aplicarla en lodos los casos. Por tanto, debemos utilizarla también para comprobar la propuesta de que la verdad sea algo distinto a la coherencia. Pero si ha­ cemos tal cosa, descubriremos que debemos rechazar tal propuesta porque nos lleva a caer en la incoherencia1.

Este punto tiene toda la razón. Una definición o interpretación de la verdad que no cum pliera el requisito mencionado pondría de m ani­ fiesto, por eso mismo, su propia invalidez. Al m ostrar que el criterio coherentista de verdad es capaz de cum plir el requisito de continuidad, las consideraciones presentes permiten dejar de lado una de las principales reservas con respecto a la aceptabilidad del cohcrentismo.

IV Nos queda por tratar un problema importante. Dado que «la ver­ dad genuina» sólo está garantizada por la coherencia ideal (esto es, por la coherencia óptima con una base de datos perfecta que no po­ seemos, y no con aquella otra algo menos que óptima a la que efecti­ vamente podemos acceder), no tenem os seguridad incondicional acerca de la corrección efectiva de nuestras investigaciones, guiadas por el objetivo de la coherencia; tampoco tenemos una garantía sin reservas de que esas investigaciones nos proporcionen «la verdad ge­ nuina» que perseguimos cuando nos ocupamos de investigaciones empíricas. Más bien al contrario: la historia de la ciencia muestra que es necesario ajustar, corregir y reem plazar constantemente nues­ tros «descubrimientos», respaldados por el coherentism o científico, acerca del comportamiento de las cosas en el mundo. No podemos decir que nuestras indagaciones inductivas, cim entadas en la cohe­ rencia, nos proporcionen la verdad genuina (definitiva); tan sólo que nos proveen de la mejor aproximación a la verdad que somos capa­ ces de lograr dadas las circunstancias.

’ Brand Blanshard, The Nature ofThoughl, 2 vols, Alien & Unwin, Londres, 1939, vol. 2, pp. 267-68.

El conocim iento definitivo (en oposición al conocimiento «m era­ mente hipotético») es el resultado de una investigación perfecta. Únicamente ahí, en el nivel idealizado de la ciencia perfecta, podría­ mos confiar en asegurarnos aquella verdad genúina sobre el mundo que, como dice la expresión tradicional, «se correspondiera con la realidad». El conocimiento fáctico, al nivel de generalidad y preci­ sión propios de la teorización científica, recuerda la búsqueda de un círculo perfecto. Por mucho que lo intentamos, no acabamos de con­ seguirlo. Lo hacemos lo mejor que podemos, y al resultado lo llama­ mos conocimiento, igual que llamamos círculo al «círculo» que he­ mos dibujado cuidadosamente en la pizarra. Pero en el fondo, por así decirlo, nos damos cuenta de que lo que en la actualidad llamamos conocimiento científico tiene más o menos lo mismo de conoci­ miento genuino (perfecto) que eso que dibujamos sobre la pizarra y llamamos «círculo» tiene de círculo auténtico (perfecto). Nuestro «conocimiento» en tales casos no es más que nuestra mejor aproxi­ mación a la verdad de las cosas. Ya que no podemos ocupar el punto de vista del ojo de Dios, sólo tenemos acceso a los hechos del mundo a través de una investigación (potencialmente errada) de la realidad. Todo lo que podemos hacer (y debe bastarnos, pues cierta­ mente es todo lo que podemos hacer) es realizar lo m ejor posible nuestro trabajo, el arte cognoscitivo de intentar discernir cuál es la respuesta «correcta» a nuestras preguntas científicas. En la vida real, siempre por debajo de lo ideal, la verdad su­ puesta queda ciertam ente separada de la verdad indubitable por una brecha evidencial. Pero, dada una critcriología adecuada de la ver­ dad, esta brecha se cierra en circunstancias ideales. El requisito de continuidad refleja el hecho de que la investigación persigue la ver­ dad, el que la empresa científica tiene como objetivo y aspiración fi­ nal alcanzar la verdad genuina. El hecho de que lo que consigamos en nuestra práctica del coherentismo científico no sea esa verdad genuina, sino únicamente nuestra mejor aproximación a ella, refleja la circunstancia de que de­ bemos afanarnos en la búsqueda del conocimiento rodeados de las ásperas realidades y com plejidades de un mundo imperfecto. Hemos de ser conscientes siempre de la brecha entre lo real y lo ideal; tam ­ bién cuando debatimos la verdad de nuestras tesis científicas.

LORENZ B. PUNTEL PROBLEMAS Y TAREAS DE UNA TEORÍA EXPLICATIVO-DEFINICIONAL DE LA VERDAD (1987)

E

d ic ió n o r ig in a l

:

— «Probleme und Aufgaben einer explikativ-definitionalen Theorie der Wahrheit» en Der Wahrheitsbegriff, Wiss. Buchgesellschaft, Darmstadt, 1987, pp. 1-33. E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —traducido— con autorización expresa de la empresa editora original.

T r a d u c c ió n : J. A.

Nicolás.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

—• «Einleitung», en Wahrheitstheorien in der neueren Philosophie, Wiss. Buchgesellschaft, Darmstadt, 1978, pp. 1-25. — Grurtdlagen einer Theorie der Wahrheit, W. de Gruyter, Berlín. 1990. — «Theorie der Wahrheit. Thesen zur Klarung der Grundlagen», EthikundSozialwissenschaften, 2/3 (1992), pp. 123-135. — «Wahrheit», Krings, Baumgartner, Wild (Hrsg.) Handbuch philosophischer Grundbegriffe, Munich, 1974, cois. 1649-1668 [ed. east., «Verdad», Krings-Baumgartner-Wild (eds.), Conceptos fun­ damentales de Filosofía, Barcelona, Herder, 1979, vol. III, pp. 616-637], — «Sprachphilosophie und Wahrheitstheorie(n)», en Frey-Zelger (eds.), Der Mensch und die Wissenschaften vom Menschen, Insbruck, 1983, pp. 1023-1031. — «Wahrheitstheorie, Wahrhcitspradikat und Wahrheitsontologie», Philosophische Rundschau, 31 (1984), pp. 95-108. —- (ed.), Der Wahrheitsbegriff, Darmstadt, Wiss. Buchgesellschaft, 1987. — «Kami die Wissenschafl auf den Wahrheitsbegriff verzichten?», en W. Kluxen (ed.), Tradition und Innova/ion, Meiner, Hamburgo, 1987, pp. 135-144.

— «Partidle Metakritík: Konsensustheorie, Wahrheitsbegriff und Wahrheitskriterium», Etik u. Sozialwissenschaften, 1/3 (1990), 388-97. — «That Unfortunate Word ‘Criterion’», Ethik u. Sozialwissenschaf­ ten, 1/3 (1990), pp. 398-399. — «Prázisierungen und Aufgaben einer Klarung der Grundlagen ciner Theorie der Wahrheit», Ethik u. Sozialwissenschaften, 3/2 (1992), pp. 170-179. — «Kompositionalitatsprinzíp, Doppelstatus der ‘Proposition’ und ‘aktuale’ Welt», Ethik u. Sozialwissenschaften, 3/2 (1992), pp. 195-196. — «Zwei Schritte in der Philosophie: Kiárung der Grundlagen und Ausflihrung der Theorie», Ethik u. Sozialwissenschaften, 3/2 (1992), pp. 196-198. B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— W. Becker, «Probleme einer Theorie der Wahrheit», Ethik u. Sozialwissens chaften, 3/2 (1992), pp. 179-185. — Th. Seebohm, «Variable, Objekte, Mengen von Universen und maximale Konsistenz in formalisierten Sprachen», Ethik u. Sozialwissenschaften, 3/2 (1992), pp. 186-195. — H. D. Heckmann, Was ist Wahrheit?, Winter Univ. Verlag, Heidelberg, 1981 (esp. cap. V: «Kohárenztheoríen der Wahrheit», pp. 130-144. O b s e r v a c io n e s :

© 1987, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darms-

tad (Alemania).

1.

1.1.

ASPECTOS FUNDAMENTALES DE LA DISCUSIÓN ACTUAL SOBRE LA EXPLICACIÓN DEL CONCEPTO DE VERDAD «T E O R ÍA

DE LA VERDA D »

(=TV)

La expresión «Teoría» se emplea en el contexto de la tem ática de la verdad generalm ente en un sentido muy amplio e inespecífico. Aquí no significa más que «concepción», «comprensión», entre otros. Solamente en una parte relativamente pequeña del tema de la verdad (especialmente la paradoja de la verdad) se han desarrollado hasta ahora «Teorías» en sentido estricto. Si se considera toda la di-

versidad de la literatura sobre teoría de la verdad, se descubre rápida­ mente que bajo el altisonante rótulo «Teoría de la verdad» se tratan muchas y muy heterogéneas cuestiones, las cuales no se integran fá­ cilmente en un concepto sistemático. El intento de ver uniformidad en esta jungla de temas y modos de acceso, situaciones problemáti­ cas y perspectivas de solución, y de introducir claridad mediante una coordinación y clasificación sistemática, conduce al siguiente resul­ tado: la expresión «Teoría de la verdad» indica una teoría que consta (al menos) de cinco partes (o teorías parciales): (1) La primera parte se ocupa de la explicación del concepto de verdad. La correspondiente teoría parcial podría llamarse Teoría explicativo-definicional de la verdad. (El empleo de las expresiones ‘explicativo’ y ‘definicional’ motiva y explica el próximo apartado

[ 1.2].) (2) El objeto de la segunda parte de la teoría de la verdad es la problemática de los criterios de verdad. La correspondiente teoría de la verdad debería llamarse en consecuencia Teoría criteriológica de la verdad. (3) La tipología o modos de decirse la verdad constituye la ter­ cera parte de la teoría de la verdad, y la teoría correspondiente se de­ signaría como Teoría tipológica de la verdad. Aquí hay que distinguir dos tipos de clasificaciones: uno formal y otro material. Pertenecen al tipo de clasificación formal distinciones como: verdad necesaria y contingente, verdad de razón y verdad de hecho, verdad a priori y verdad a posteriori, etc. Entre los tipos materiales hay que incluir «verdades» que son caracterizadas mediante la organización tem á­ tica del contexto, en el cual se formulan las expresiones calificadas como «verdaderas». Ejemplos de esto serían: verdad científico-natu­ ral, verdad de las ciencias del espíritu, verdad lógica, m atemática (formal), verdad filosófica. (4) Las paradojas de la verdad constituyen la cuarta parte de la teoría de la verdad. Como muestra la intensa discusión desarrollada desde hace tiempo y especialmente en la actualidad, no se trata de un tema periférico, sino que afecta esencialmente a todos los aspectos de la tem ática de la verdad. La parte de la teoría correspondiente po­ dría llevar el rótulo de Teoría «paradojológica» de la verdad. (5) Por último, la quinta parte de la teoría de la verdad se ocupa del lugar del concepto de verdad, del criterio de verdad, de la tipolo­ gía de la verdad y de las paradojas de la verdad en el marco del con­ junto de la ciencia y la filosofía. La parte de la teoría correspon­ diente podría llamarse la Teoría teorético-científica de la verdad.

Aquí cuentan cuestiones como: ¿es la verdad el objetivo de la ciencia (y de la filosofía)1? entre otras. Sin duda se podrían suscitar en relación con la «verdad» nuevas preguntas, que no están incluidas en ninguna de las cinco partes cita­ das, como p.e.: preguntas acerca de la historia de la «verdad» (no in­ tercam biable con una concepción de la verdad como historia, lo que siem pre es posible), cuestiones acerca de la relevancia ética, sociopolítica, psicológica, etc., de la «verdad», etc. Aunque tales pregun­ tas podrían ser también tan importantes en su propio ámbito que no deberían ser contadas como contenido propio de la teoría de la ver­ dad, representan aspectos más o menos externos y muy relativos de la tem ática de la verdad.

1.2.

TEORÍA DE LA VERDAD EXPLICATIVO-DEFINICIONAL

1.2.1. 1.2.1.1.

C u e s t io n e s m e t ó d ic a s p r e v ia s

La pregunta central de la teoría de la verdad

La teoría explicativo-definicional de la verdad podría ser consi­ derada com o la parte central, en sentido propio, de la teoría de la verdad. Pues sin la especificación de lo que se entiende por «ver­ dad», no se pueden tratar las otras partes de la teoría de la verdad con pleno sentido. ¿Qué significa exactamente una teoría explicativo-definicional de la verdad? Antes de formular una propuesta positiva para responder a esta pregunta, hay que indicar que no existe acuerdo alguno sobre el ob­ jeto y el m étodo de tal parte de la teoría de la verdad — una circuns­ tancia que justifican ante todo los diferentes (la mayoría de las vcces com pletam ente inexplicados) térm inos que se emplean en este con­ texto para la caracterización de las tareas propuestas— . Expresiones como: «análisis», «caracterización», «aclaración», «determinación», «esclarecim iento», «demostración», «explicación», «definición», etc., muestran diversos modos de proceder, mientras que expresiones como «el concepto», «el significado», «la extensión», «la inten­

1 Véase del autor, «¿Puede renunciar la ciencia al concepto de verdad? Observa­ ciones sobre una controversia», en Tradition und Innovaiion, Actas del XIII Congreso Alemán de Filosofía (Bonn, 24-29 de septiembre de 1984 [aparecido en 1987]).

sión», «el sentido», «la esencia», «la naturaleza», etc., de la verdad, articulan distintas «determ inaciones» del «objeto» de la teoría explicativo-definicional de la verdad. Teniendo en cuenta que con estas indeterminaciones se hace patente la urgente necesidad de com enzar por aclaraciones term inológicas, en las que hay que observar que las fijaciones de térm inos contienen siempre — al menos indirecta­ mente— una cierta decisión (previa) respecto a la cosa a clarificar.

1 .2 .1 .2.

El concepto de «reconstrucción racional-sistemática»

(1) ¿Qué debe conseguir una teoría explicativo-definicional de la verdad? En la discusión actual sobre la teoría de la verdad no hay una respuesta única a esta pregunta. De todos modos se puede constatar que los conceptos «aclaración», «explicación» y «defini­ ción» son considerados de modo creciente como centrales, cuando se trata de detallar (los) tipos de procedimiento en el ámbito de la teoría de la verdad. De hecho, no debería ser difícil m ostrar que los otros conceptos se pueden «reducir» a estos tres. Sin duda es más difícil determ inar el «objeto» del procedimiento denotado por estos con­ ceptos. Como objeto de la teoría explicativo-definicional de la ver­ dad — a eso tienden la mayoría de los autores ocupados con esta temática— puede considerarse el significado de la expresión «ver­ dad». Una caracterización sem ejante es muy vaga. La amplia inde­ term inación de la expresión «significado» juega un importante papel estratégico en la discusión sobre la teoría de la verdad en cuanto que queda a cargo de cada autor precisar el significado de «significado». Si se toma esta expresión en su sentido más amplio, entonces una de las posibilidades de determ inarlo más de cerca consiste en enten­ derlo como «función». Precisar el significado de la expresión «ver­ dad» consiste por consiguiente en precisar su «función». Una parte considerable de los esfuerzos actuales en la teoría de la verdad re­ caen sobre esta equiparación, con vistas a concebir la investigación de su objeto. (2) Pero ¿cómo hay que entender más exactam ente los concep­ tos de «aclaración» ( 'Erklarung’), «explicación» ( ‘Explikation’) y «definición»? A continuación se esboza una propuesta para ello. Parece que las expresiones «aclaración», «explicación» y «defi­ nición» presuponen algo previo (un «significado» previo). (Por lo que respecta a la expresión «definición», esto vale solamente para

uno de los dos tipos de la misma, a saber, la llamada «definición ve­ rificativa». Del otro tipo de definición, la llamada «definición dcsignativa o estipulativa» debe prescindirse aquí.) Esto es propio no de un carácter constructivo, sino más bien de uno reconstructivo. Con esto hay que atender indudablemente a tres aspectos. (A) Sería ilusorio aceptar que las expresiones «lingüístico-naturales» tienen un único y absoluto significado previo. Esto presupon­ dría que el lenguaje natural — y también en cierto modo el lenguaje culto, el lenguaje histórico, filosófico e incluso (restringidámente) el científico— es utilizado de manera absolutamente unívoca. Si se to­ man p.c. expresiones como «pez», «función», «modelo», etc., salla a la vista enseguida que al respecto deben contarse en el mencionado lenguaje expresiones existentes con la posibilidad en principio de que cada expresión particular tenga no sólo un campo semántico muy amplio, sino incluso inconsistente. En el lenguaje precientífico las ballenas son peces, pero en el lenguaje científico no. Carnap, que se ha dedicado insistentemente de este problema, señala: «Dicho en general, no es indispensable que un explicatum tan cercano como sea posible, tenga el mismo significado que el explicandum. No obs­ tante, debe corresponder de tal modo al explicandum que pueda ser utilizado en lugar del últim o2. Carnap nombraba a continuación cua­ tro condiciones que ha de satisfacer una expresión que pueda valer como explicans adecuado (la expresión expHcans sería más ade­ cuada que la expresión explicatum): (a) semejanza con el explican­ dum; (b) precisión; (c) utilidad científica; (d) sim plicidad3. A partir de esta constatación o pretensión se hace patente que la «aclaración» de una expresión científica y filosóficam ente intere­ sante tiene sin duda un carácter reconstructivo, pero no en sentido ilimitado. Tal aclaración debe tener también una cara constructiva, y con ello otra normativa en un sentido determinado. Desde este punto de vista, que es una consecuencia del «desnivel» que hay entre len­ guaje natural y el lenguaje más estrictamente «aclarado», se muestra justam ente, que se podría hablar de una reconstrucción racional-sis­ temática. Joseph F. H anna ha emprendido un intento significativo de «ex-

2 R. Carnap, Bedeuiung und Nolwendigkeit (inglés, 1947); alemán, Berlín/Viena. 1972, pp. 11. •' R. Carnap, The logicalfoundation.i ofprobability, Chicago, 1962, p. 7.

plicitar» el concepto de «explicación» 4. El distingue cuatro posicio­ nes respecto a la relación de correspondencia entre explicandum y explicans'". a) En la fijación del explicandum se observan absolutamente las convenciones lingüísticas normales y los modos de aplicación, por lo cual el explicans debe corresponder en cada caso y respecto a cada particularidad. b) En la descripción del explicandum se observan sin duda las convenciones lingüísticas norm ales y los modos de aplicación, pero el explicans no debe ser determ inado en cada caso y con respecto a cada particularidad en conform idad con él (ejem plo conocido de Carnap: la explicación de la expresión «pez» por los zoólogos). c) En la caracterización del explicandum se puede (en determ i­ nados casos: se debe) apartar de las convenciones lingüísticas nor­ males y los modos de aplicación, por lo que es o elaborada o elegida una «intensión definitiva» del explicandum, que lia satisfecho com­ pletamente al explicans. d) Ni se debe mantener en la caracterización del explicandum las convenciones lingüísticas norm ales y los modos de aplicación, ni en la determ inación del explicans la caracterización efectuada del explicandum. El intento de precisión de Hanna hay que considerarlo como el más significativo hasta ahora; sin embargo, no perm ite ser conside­ rado como adecuado para siempre, porque no tiene en cuenta el se­ gundo aspecto, que se expone a continuación, o al menos no lo atiende suficientemente. (B) Sin duda se podría sostener el punto de vista de que sola­ mente deben ser distinguidos y reconocidos dos niveles de lenguaje: el ‘lenguaje ordinario’ y el ‘estrictamente científico’. Por consi­ guiente habría que atribuir en principio a las expresiones del primer nivel tanto inconsistencias como indeterminaciones en un nuevo campo comprehensivo de significación. El segundo sólo contendría expresiones absolutam ente unívocas. Una posición semejante, que identifica sin más cada «aclaración» o «explicación» con «defini­

4 «An F.xplication of ‘explicación’», Philosophy o f Science, 35 (1968), pp. 28-44. 5 ibíd., pp. 29 ss.

ción» en sentido estricto, es sin duda posible en muchos casos, pre­ sentados sobre todo en el ámbito de las ciencias formales, y en gene­ ral hay que intentar conseguirlo como previsión ideal. Sin embargo, sería contraproducente querer reconocer y aplicar tal concepción como única tesis metódica plena de sentido en la praxis científica. No siempre es posible obtener una aclaración absolutam ente unívoca en el sentido de una definición estricta de las expresiones utilizadas en el discurso científico y filosófico sacadas del lenguaje ordinario. En muchos, o quizás incluso en la mayoría de los casos, tal defini­ ción es antes que nada el resultado de un lento procedimiento. En Kant se encuentra la penetrante observación siguiente: «Si no se pu­ diera utilizar en absoluto un concepto antes de haberlo definido, mal se presentarían las cosas para todo filosofar. Ahora bien, desde el momento en que pueden utilizarse bien y con seguridad los elem en­ tos (de la descomposición) hasta donde alcancen, también pueden emplearse con gran provecho las definiciones defectuosas, es decir, las proposiciones que no constituyen aún definiciones propiamente dichas, pero que son, por otro lado, verdaderas y, por consiguiente, aproximaciones a una definición. En las matemáticas, la definición pertenece cid esse; en la filosofía, a d melius esse. Lograr una defini­ ción es algo hermoso, pero suele ser difícil» 6. Entre el uso ‘lingüístico-ordinario’ y el 'estrictam ente definicional’ o significado de una expresión hay toda una escala de formas in­ termedias. ¿Podrían considerarse todas? Esto apenas sería posible. También se m uestra aquí como ineludible encontrar una cierta regu­ lación. La propuesta señalada va a introducir, solamente, un nivel in­ termedio entre la aplicación o significado lingüístico ordinario y el definicional estrictamente determinado, a saber, el nivel de la expli­ cación. Junto a este aspecto objetivo, la propuesta tiene también otro terminológico. La expresión reconstrucción racional-sistemática es introducida com o denominación de procedimiento en dos niveles de la aclaración del significado de las expresiones (dadas en el lenguaje ordinario). El térm ino «aclaración» [Erklarung] es aplicado com ple­ tamente en general para todo el procedimiento, y con ello para los dos niveles. El prim er nivel de la aclaración es llamado «explica­ ción» y el segundo «definición». La propuesta debe ser expuesta y precisada con m ás detalle.

6 Kant, Critica ele la razón pura, B759 nota (citado según la edición castellana de P. Ribas, pp. 585-6).

(C) El tercer aspecto concierne a la estructura exacta de las «re­ laciones» entre los niveles de lenguaje indicados: el «lingüístico or­ dinario», el «explicativo» y el «definicional». Una aclaración de esta pregunta encuentra cuestiones muy difíciles, especialmente el pro­ blema de la sinonimia, de la analiticidad, la llamada «paradoja del análisis», etc. Existen propuestas de solución para estos problemas, que no pueden ser discutidas aquí en detalle. Señálese en este punto solamente esto: cada uno de los tres niveles está estructurado m e­ diante un determ inado sistema de conceptos, que lo distingue de los otros. Para determ inar las diferencias y relaciones entre los diversos sistemas de conceptos, no sería recomendable retom ar conceptos tra­ dicionales como «analiticidad», «sinonimia», entre o tro s7, al menos en tanto estos términos no hayan sido aclarados de antemano con exactitud. (3) En lo que sigue debe exponerse informalmente el concepto (o el procedim iento) de la reconstrucción racional-sistemática. Para fa­ cilitar la comprensión de los pensamientos fundamentales, se toma en lo sucesivo «significado» [en sentido] puramente extensional. (Con esto no se precisa y concibe el citado concepto, según mi opi­ nión, de modo adecuado. Pero la determinación puramente extensio­ nal es un comienzo o una base".) Por motivos de simplicidad es ne­ cesario tratar el status semántico de las expresiones predicativas. Para la caracterización (extensional) del concepto de reconstruc­ ción racional-sistemática hay que distinguir entre cuatro formas o es­ tructuras del estatus semántico de las expresiones predicativas: El status semántico general de una expresión predicativa se puede determ inar mediante la indicación de un ámbito (el «universe o f discourse») y tres «maneras» de aplicación de la expresión: la po­ sitiva (^determ inación positiva de la expresión), la negativa ^ d e te r ­ minación negativa de la expresión), la indeterminada (vaga) ( i n d e ­ terminación o vaguedad de la expresión), con lo cual en ningún caso pueden faltar los modos positivo y negativo de determ inación, pero eventualmente [puede hacerlo] el indeterminado. Se entiende por «determinación» (o «indeterminación»), como ya se ha observado,

1 Véase sobre esto la memorable crítica de Quine a este concepto en su ensayo: «Dos dogmas del empirismo», en W. O. Quine, Desde un punto de vista lógico, Orbis, Barcelona, 1984, pp. 49-81. * Véase sobre esto, entre otros, P. Weingartner, Wissenschafistheorie II, 1, Gntndalgen probleme der Logik und Mathematik, Stuttgart, 1976, pp. 117-170.

el significado en el sentido de la extensión de la expresión. En un lenguaje teorético cuantitativo se interpretarían el ámbito como m ag­ nitud fundamental y los tres tipos de aplicación como tres m agnitu­ des parciales de la magnitud fundamental, por lo cual la magnitud parcial de los modos de aplicación positivos y la de los negativos no están vacías. El status semántico presistem ático (preteórico) de una expresión predicativa expone una especificación del status semántico general en el siguiente sentido: en principio no están excluidos los modos de aplicación indeterminados y las com binaciones parciales de modos de aplicación determ inados positiva y negativamente así como de modos de aplicación determ inados e indeterminados positiva o nega­ tivamente. En un lenguaje teórico cuantitativo este status se caracte­ rizaría así: no son vacías (según la posibilidad) las magnitudes par­ ciales de los modos de aplicación indeterminados y todos los cortes de las tres m agnitudes parciales de los (en principio posibles) modos de aplicación. Dicho brevemente: una expresión predicativa con sta­ tus semántico presistemático es una expresión cuya aplicación com ­ pleta no excluye la determ inación positiva, la determ inación nega­ tiva, la indeterminación pura y «mixta», así como la inconsistencia. Una expresión con status sistemático programático es una expre­ sión tal que excluye los modos de aplicación puramente indetermina­ dos y los inconsistentes. Pero no quedan excluidos los modos de aplicación que representan una «síntesis» de modos de aplicación determ inados e indeterminados (positivos o negativos). Por último, una expresión con status sistemático completamente determinado se caracteriza porque tiene solamente un modo de apli­ cación disyuntivo entre determinación positiva y determinación ne­ gativa. (4) Sobre la base de la caracterización esbozada de un triple sta­ tus semántico de las expresiones lingüísticas es posible definir los dos niveles de la reconstrucción racional-sistemática. La explicación puede ser determ inada ahora como la correspon­ dencia entre una expresión con status presistemático y otra expresión (la mayoría muy complejas) con status program ático-sistem ático. La primera expresión se llama explicandum y la segunda explicans. La correspondencia entre las dos hay que entenderla como una repro­ ducción de la prim era en la segunda, pero de tal modo que solamente se reproduce una cantidad parcial de los m odos de aplicación de la primera en la segunda. Con ello queda excluida la cantidad parcial

de los m odos de aplicación puram ente inconsistentes y pura­ m ente indeterm inados del explicandum. Esta correspondencia debe entenderse, solam ente, com o representación inyectiva; 110 es ninguna equivalencia, sino una relación si-entonces. Como ilustración se describe el ‘c a so ’ del m odo de aplicación positiva­ m ente determ inado. D esigne ‘a ’ un elem ento de la m agnitud p ar­ cial del m odo de aplicación positivam ente determ inado del expli­ candum ‘P ’; entonces hay un valor f(a), que es el elem ento de la m agnitud parcial del m odo de aplicación positivam ente determ i­ nado del explicans ‘Q ’. C on esto se afirm a que el explicans con­ tiene una precisión del explicandum en el sentido de que elim ina determ inados m odos de aplicación del últim o, esto es, que ya no son tenidos en cuenta. A dem ás, de la determ inación ofrecida re­ sulta que la condición necesaria para poder decir algo concer­ niente a una expresión con status p resistem ático, acerca del uso determ inado-positivo, hay que ver en ello que hay un «valor» c o ­ rrespondiente en el ám bito de otra expresión con status progra­ m ático sistem ático. Y viceversa: que de una determ inación p o si­ tiva de un explicans puede d ecirse que hay una condición suficien te, pero no necesaria, para la existencia de la d eterm ina­ ción co rrespondiente en un explicandum. Es fácil com prender que se derivan im portantes consecuencias de esta determ inación del concepto de explicación. A diferencia de la explicación, la definición (en sentido es­ tricto) indica una relación de equivalencia entre una expresión con status program ático sistem ático y una expresión con status siste­ m ático com pletam ente determ inado. Se trata pues de una relación unívoca entre una m agnitud parcial de los m odos de aplicación de cada expresión, que ocupa el lugar de un explicans en el m arco del procedim iento de reconstrucción racional-sistem ático, y otra ex­ presión, que en el m arco de este procedim iento hace las veces de definiens del explicans. Esto indica que esas otras m agnitudes par­ ciales del explicans están excluidas en las relaciones de represen­ tación, las representan una síntesis de m odos de aplicación deter­ m inados, positiva o negativam ente, y puram ente indeterm inados. Del nivel de la definición así concebida surge una nueva precisión, y precisam ente una com pleta, la obtenida de la expresión resul­ tante de un status sistem ático com pletam ente determ inado, es de­ cir, que tiene solam ente m odos de aplicación determ inados posi­ tiva y negativam ente.

(5) l lagamos todavía algunas anotaciones para una nueva acla­ ración del procedim iento esbozado de la reconstrucción racional-sistemática. Habitualmente hace falta una precisión si se habla de la defini­ ción de una pretendida expresión lingüística. Por ello no se atiende al status semántico de esa expresión. Si se quiere presentar una defini­ ción «fijadora» en sentido estricto, se debe suponer que la explica­ ción de la expresión (en sentido demostrativo) ha sido ya realizada. En muchos casos se puede pasar por alto este paso, con lo cual debe­ ría estar realmente claro que este acortam iento del proceso total está autorizado, y que no hay ningún motivo para malentendidos. Éste es, pues, el caso cuando se puede suponer que la expresión a definir tiene el status de un explicans, es decir, que puede ser introducido en una relación de equivalencia. La reconstrucción racional-sistem ática en el sentido descrito es un procedimiento idealizado, que como tal sólo en relativamente raras ocasiones tendría una aplicación explícita y completa. Pero también, cuando 110 consigue una realización completa y en todos los detalles, es indispensable como instancia de control del proceso de clarificación La reconstrucción racional-sistem ática presupone que se dispone o se desarrolla un lenguaje más exacto (o un sistema de conceptos más preciso y amplio). Así se cvidcncia que la respuesta a la pre­ gunta de si una expresión es definible o no depende de si se dispone de tal sistema de lenguaje o de conceptos o no.

1.2.2.

A s p e c t o s d e c o n t e n id o

Se ha conseguido claridad acerca del objeto y de los m odos de proceder de la teoría de la verdad; se plantea entonces la pregunta por la determ inación del contenido. A continuación se abordan bre­ vemente algunos aspectos de esta problemática.

1.2.2.1.

Sobre la comprensión intuitiva de la verdad

Si no se trata de definir un concepto determinante de verdad, sino de aclarar, es decir, de reconstruir, es indispensable el recurso a la comprensión intuitiva del significado de «verdad». (¿A dónde re­ currir si no?) Este fue también el avance de Tarski en sus dos investí-

gaciones sobre el concepto de verdad9. Será conveniente enlazar con el intento de Tarski y precisar y com pletar sus formulaciones. Tarski presenta en prim er lugar la siguiente caracterización infor­ mal del concepto de verdad: (V)

Una expresión verdadera es una expresión que enuncia que las cosas se com portan de esta manera, y las cosas se com ­ portan exactam ente de esta m anera»

A partir de esta formulación alcanza Tarski este «esquem a gene­ ral» que es conocido como «criterio de adecuación» para la verdad o como «convención general de la verdad»: (VS)

«X es una expresión verdadera si y sólo si ‘p ’» (En ella «X» es reemplazada por el nombre de una expresión del lenguaje objeto y ‘p ’ por una expresión que representa una traducción de «X» en el metalenguaje.)

La caracterización de Tarski de la com prensión intuitiva de la verdad en (V) contiene algunos pero no todos los mom entos irrenunciables del significado de «verdad». Puede m ostrarse que esta com ­ prensión se caracteriza al menos por cuatro momentos: (a) «Verdad» está relacionada de algún modo con «realidad», «mundo» y otras por el estilo (en donde «realidad» no significa sola­ mente «realidad empírica», sino sobre todo «dimensión objetiva»), (b) El lenguaje sobre la verdad contiene una diferencia entre dos niveles, que de algún modo están relacionados uno con otro. Tra­ dicionalmente se alude a este nivel como «pensamiento» o «reali­ dad», «lenguaje» o «mundo», «expresión» o «hecho», etc., estable­ ciendo entre ellos una relación de correspondencia. Las dificultades para definir exactamente esta relación son notorias, y originan que muchos autores se contenten con formulaciones com o «es el caso»,

’ A. Tarski, Der Wahrheitsbegriffin den formalisierten Sprachen, Lemberg, 1935; citado según K. Berka/L. Kreiser (eds.), Logik-Texte, Berlín, 1983; también de A. Tarski, Die semantische Konzeption der Wahrheit und die Grundlagen der Semantik (1944); en alemán en J. Sinnreich (ed.), Zar Philosophie der idealen Sprache, Múnich, 1972, pp. 53-100 (ed. cast. en este mismo volumen; La concepción semántica de la verdad y los fundamentos de la semántica). “ Á. Tarski, Der Wahrheitsbegriff, p. 450. 11 Ibid.

«estado de hechos», entre otras. (V) y (VS) son elogiadas y acepta­ das a menudo entre otras cosas porque en ellas no ocurre (al menos explícitam ente) el concepto problemático añadido de la correspon­ dencia. Debe dudarse si este punto de vista basta para recom endar las formulaciones de Tarski. (c) Hay un tercer momento en la comprensión intuitiva de la verdad que no recibe atención expresa en las formulaciones de Tarski: si se afirm a algo como verdadero, entonces está ligado con ello (también) en cierto modo a una pretensión cualificada de va­ lidez, a saber, una pretensión de validez resoluble con medios racio­ nales. (d) El cuarto momento de la com prensión intuitiva de la verdad podría llamarse el momento de la determinación máxima. Cada ex­ presión lingüística, cada entidad en general cada «instancia» (de cualquier tipo tam bién), tiene necesidad y capacidad de determ ina­ ción. Si a ellas se pudieran o debieran atribuir predicados o propie­ dades (relaciones), es decir, determinaciones, entonces ella debería ser conceptuada (concebida, explicada, etc.) como tal. Hay los más diversos tipos y niveles de «determinación». También «verdad(ero)» es en este aspecto un modo, como una «instancia» es determinada o puede serlo. Para las «instancias» a las cuales es atribuida la verdad, esta calificación significa la más alta, la m áxima determinación. De hecho ellas no pueden ser caracterizadas más allá de la determ ina­ ción de la verdad. Verdad significa algo definitivo, la conclusión del proceso de determ inación de una «instancia». Algo solamente puede considerarse como aclaración adecuada o reconstrucción del concepto de verdad si cuenta al m enos con los ci­ tados cuatro momentos.

1.2.2.2.

La problemática de los portadores de verdad

La expresión «portadores de verdad», que como se sabe es una traducción literal de la expresión inglesa «truth bearer» y un término habitual también en la discusión sobre teoría de la verdad en lengua alemana, se utiliza aquí solamente con la advertencia de que propia­ mente debería ser evitada, por razón de sus connotaciones, que con­ ducen a preguntas aparentes. Es innegable que «verdad» — especialm ente si se concibe como modo de aplicación atributivo, com o «verdadera amistad», «verda­ dero [=auténtico] oro», etc.— tiene m uchas instancias (portadores de

verdad): enunciaciones, afirm aciones, opiniones, principios, propo­ siciones, m odelos, teorías, sistemas, etc. Una de las prim eras grandes decisiones previas que cada principio orientativo de explicación debe abordar, afecta a la pregunta de cóm o comportarse con la citada plu­ ralidad. Se pueden distinguir en la literatura sobre teoría de la verdad al menos cinco direcciones. La primera considera todos los portadores de verdad como fenómenos superficiales de tipo lingüístico, e in­ tenta reducirla a la estructura profunda subyacente (procedimiento totalmente reductivo). La tesis correspondiente dice: la «verdad», adecuadamente explicada, no es algo así como un predicado, una propiedad, un operador (modal), etc. Esta concepción es defendida hoy con gran radicalidad y consecuencia especialm ente por los re­ presentantes de la «teoría prooracional de la verdad». Una segunda dirección elige una de las instancias de verdad (generalmente la pro­ posición) y 110 se ocupa de las otras (procedimiento selectivo). Una tercera dirección se decide asimismo por un portador de verdad, pero intenta reducir las otras a éste (procedimiento parcialm ente reduc­ tivo). Una cuarta dirección distingue y reconoce la pluralidad de los portadores de verdad, sin presentar una conexión entre ellos (proce­ dimiento disyuntivo puro). Finalmente una quinta dirección se carac­ teriza por la fijación de un fin «distintivo-integrativo»: diferencia en­ tre diversas instancias de verdad y destaca las relaciones de unas con otras. Por cuál de estas direcciones decidirse de modo coherente, de­ pende entre otras cosas de qué teoría se desarrolla o presupone sobre las entidades consideradas com o portadoras de verdad; tal teoría puede ser determ inada decisivamente por la com prensión de la ver­ dad, que se tiene y se quiere hacer válida.

1.2.2.3.

La conexión entre Teoría de la verdad, Lógica, Filosofía del lenguaje, Teoría del conocimiento y Ontología

N inguna conexión de problem as es tan apropiada para presentar las difíciles condiciones del m arco de una aclaración del concepto de verdad com o las relaciones entre Lógica, Filosofía del lenguaje, Teoría del conocim iento y Ontología. Entre un determ inado con­ cepto de verdad y una determ inada concepción de estas relaciones hay una dependencia recíproca m anifiesta. A continuación se ilus­ tra con un ejem plo significativo que aquí deberían radicar las d ifi­

cultades decisivas que ha de superar un intento de aclaración del concepto de verdad. Si se reconoce y se aplica la lógica elemental (consistente en la lógica de predicados de prim er orden con identidad, y en la lógica de proposiciones) com o único ‘instrum ental’ formal, entonces se puede conseguir una ontología de la cosa o del objeto puro. Para llevar esta ontología a una fórm ula breve, se podría invertir una famosa frase del Tractatus de Wittgenstein, y formular: el mundo es la totalidad de los objetos, no de los hechos (el estado de cosas existente)...I2. Esta presuposición e implicación ontológica incluida en la lógica elemental es la responsable de hacer que la disputa entre nom inalis­ tas y platónicos nunca quiera acabar. El nom inalista acepta como en­ tidades reales solam ente «objetos» y cuestiona la relevancia ontoló­ gica de las propiedades, relaciones y proposiciones, Pero no puede hacer comprensible lo que él llama atribuir una propiedad o relación a un «objeto», o bien, afirm ar una proposición «referida» a un ob­ jeto. Como máxim o puede representar una interpretación puramente extensional del predicado — una interpretación que no interpreta, pues identifica el predicado tautológicamente con la multitud de ob­ jetos ya provistos de la propiedad correspondiente— . El platónico por su parte intenta proporcionar realidad a las pro­ piedades y relaciones (y proposiciones), pero esto puede hacerlo so­ lamente — m ientras se mantenga exclusivamente en la lógica ele­ mental— atribuyéndoles relevancia ontológica «junto» o «además» de los objetos. Tampoco puede aclarar la «relación onlológica» entre un objeto y una propiedad, relación o proposición. Las consecuencias de esta situación para la aclaración del con­ cepto de verdad saltan a la vista: bajo el presupuesto de que «ver­ dad» tiene en todo caso que ver (también) con «realidad», apenas puede esperarse que sobre esta base lingüístico-lógico-ontológica se consiga una aclaración positiva (sustancial) del concepto de verdad. Según mi convicción, hay dos factores principales responsables de las debilidades de esta posición: por un lado, se basa en un dogma (a) y, por otro, m enosprecia un principio básico (b). En cuanto a (a): el dogma es la tesis de que «objeto» («cosa») es el concepto básico o la entidad básica de modo absoluto, es decir, o bien de m anera que el concepto de «objeto» es introducido como no analizado de nuevo o como no analizable de nuevo, o bien que la en-

u L. Wittgenstein, Schriften I, Francfort del Meno, 1969. Véase Proposición 1.1

tidad «objeto» es aceptada como no estructurada de nuevo o como no estrueturable de nuevo. Este dogma debería haber tenido amplias consecuencias y tenerlas aún. El intento debia conseguir quebrantar lo m ostrado numerosas veces, especialm ente las preguntas tratadas en la discusión sobre teoría de la verdad, com o cuestiones aparentes y una parte considerable de la literatura filosófica correspondiente como sin objeto. El resultado sería una Ontología cuya tesis funda­ mental form ula el Tractatus del siguiente modo: «El m undo es la to­ talidad de los hechos, no de los objetos...»I5. Aquí sólo podemos esbozar qué estrategia podría conducir al éxito con la mayor rapidez en la confrontación con el dogma del ob­ jeto ontológico. (a) En prim er lugar, habría que m ostrar las desastro­ sas consecuencias del dogma: se introduce el concepto de «objeto» como un concepto «primitivo» (no analizado y no analizable), lo que significa una renuncia a la inteligibilidad, (b) Una segunda estrategia parcial se ocuparía de los presupuestos del dogma ontológico del ob­ jeto, que subyace en la vulneración del principio básico presentado a continuación. En cuanto a (b): El principio básico aludido es un principio ló­ gico-lingüístico. Fue formulado por Frege en Fundamentos de Arit­ mética y es llamado en la literatura especializada el principio contextual. La versión más breve y pregnante dice: «Las palabras significan algo solam ente en el contexto de una frase» M. M. Dummet, el conocido intérprete de Frege, afirm a que este principio fue la expresión más importante que Frege formuló jam ás; además, la doctrina posterior de Frege ya no concuerda con él ’5. El reconocimiento del principio contextúa! tiene consecuencias decisivas, especialm ente para la aclaración de concepto de verdad. Pues de este principio básico se puede inferir fácilmente que «el» concepto central o «la» entidad central no es «objeto» sino «proposi­

15 Ibídem. Además hay que destacar que Wittgenstein en el Tractatus introduce los objetos todavía «más allá» o «más acá» de! estado de cosas (de nuevo), en tanto que concibe el «estado de cosas» como «configuración de los objetos» (2.0)72). Con ello emergen para él todos los problemas que en el texto han sido señalados. 14 O. Frege, Die Grundlagen der Aritmetik. Eine logisch-mathematisthe Uníersuchungüber den Begrijf derZahl. Breslau, 1884; reimpresión en 1961 de la nueva edi­ ción aparecida en 1934, Darmstadt 1961, par. 62. Otras formulaciones del principio contextual se encuentran al menos en otros tres pasajes de esta obra (Introd., p. XXII, par. 60 y par. 106). 15 M. Dummet, Frege. Philosophy o f language, Cambridge, Mass., 2.“ ed., 1981, pp. 6-7; del mismo autor, The interpreta/ion o f Frege 's Philosophy, Londres, 1981.

ción {estado de cosas)». Se podría mostrar que sobre esta base ontológica de la proposición es posible acercarse más a la clarificación el concepto de verdad.

1.2.2.4.

¿Un criterio para una aclaración adecuada del concepto de verdad?

A la vista de esta situación problemática muy desarrollada se im­ pone la pregunta de si puede indicarse un criterio para una adecuada teoría explicativo-definicional de la verdad. Sería muy difícil, si no imposible, form ular un criterio claro, seguro y convincente. Pues tal criterio está ligado por su parte a m uchos presupuestos, opciones, es­ tablecimiento de fines, etc., sobre lo que se debería alcanzar previa­ mente un acuerdo. No obstante se pueden enunciar algunos puntos de vista que pueden considerarse como aspectos de un criterio rela­ tivo. (a) En esto hay que retener que una aclaración del concepto de verdad sólo puede ser tratada adecuadamente si considera positiva­ mente la com prensión intuitiva de la verdad, y precisam ente en el sentido de que sean considerados todos los aspectos de esta com ­ prensión. Formulado negativamente: debería evitarse toda forma de selección (voluntaria) y toda forma de reduccionismo infundado. Formulado positivamente: en la aclaración del concepto de verdad hay que integrar sistemáticamente todos los aspectos de la com pren­ sión intuitiva de la verdad. (b) Los presupuestos y consecuencias lógicos, filosófico-lingüísticos, teórico-cognoscitivos y ontológicos deberían ser cuidado­ samente presentados en una aclaración intencionada, y ser sopesados en su valor. (c) Los conceptos utilizados (como explicantia y definientia) deberían por su parte ser sometidos a una aclaración. Así sería recha­ zado un vago y puramente intuitivo «concepto» de correspondencia. (d) Debería considerarse como la mejor aclaración posible del concepto de verdad la que consiga alcanzar la mayor coherencia po­ sible en lo referente a los aspectos (a)-(c).

VII.

TEORÍAS INTERSUBJETIVISTAS DE LA VERDAD

KUNO LORENZ EL CONCEPTO DIALÓGICO DE VERDAD (1972)

EDICIÓN ORIGINAL: — «Der dialogische Wahrheitsbegriff», Nene Hefte für Philosophie, 2/3 (1972), pp. 111-123. Inédito. Reproducimos el texto —traducido— con autorización expresa del autor.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

T r a d u c c ió n :

J. A. Nicolás.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Artikulation und Prádikation», en M. Dascal, D. Gerhardus, K. Lorenz, G. Meggle (Hrsg.), Sprachphilosophie, 2. Bd., W. de Gruyter, Berlin-NuevaYork, 1996, esp. pp. 117-8. — «Spiel in der Sprache», en en M. Dascal, D. Gerhardus, K. Lo­ renz, G. Meggle (Hrsg.), Sprachphilosophie, 2. Bd., W. de Gruy­ ter, Beiiín-Nueva York, 1996, esp. pp. 1383-7. — «Sprachphilosophie», en Althaus, Henne, Wiegand (Hrsg.), Lexikon der Germanistischen Lingiiistik, Max Niemeyer Verlag, Tubinga, 2. AufL 1980, esp. pp. 12-15. — «Wahrheit», Enzyklopadie Philosophie und Wissenschaftstheorie, B. I. W. Verlag, Mannheim/Viena/Zúrich, vol. IV (en prensa). — «Wahrheitstheorien», Enzyklopadie Philosophie. und Wissenschaftstheorie, B. I. W. Verlag, Mannheim/Viena/'Zúrich, vol. IV (en prensa). — «Wahr/das Wahre», Enzyklopadie Philosophie und Wissenschaftstheorie, B. I. W. Verlag, Mannheim/Viena/Zurich, vol. IV (en prensa). V ’ VÍ" K

'

íyi'-'yjz

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— W. Kamlah/P. Lorenzen, Logische Propadeutik. Vorschule des ver­ il ¿infligen Redens, 3.a ed., Stuttgart, 1996 (esp. cap. IV: «Wahrheit und Wirklichkeit», pp. 117-128; y cap. VI. 2: «Nicht empirische Wahrheit»).

— W. Karálah, «Der moderne Wahrhéitsbegriff», en K. Ochler/R. Schaefíer (eds.), Einsichten. Gerhard Kriiger zum 60. Geburstag, Francfort, 1962, pp. 107-130. — P. Lorenzen, «Bemerkungen über cinc Móglichkeit der Definierbarkeit von Wahrheit» Zeitschríft fiir allegeme'me Wissenschaftstheorie, 2 (1971), pp. 63-5.

«Decir de lo que es, que no es, o de lo que no es, que es, es falso; por el contrario, decir de lo que es, que es, y de lo que no es, que no es, es v e r d a d e r o » E s ta famosa definición de «verdadero» y «falso» dada por Aristóteles en conexión con Platón (para la fundamentación del principio de tercero excluido: de uno debe ser o bien afirm ado o bien negado un otro) se ha convertido en la fuente de la llam ada teo­ ría de la verdad como correspondencia, de la adaecuatio intellectus el rei escolástica, así como de las teorías del conocimiento como re­ flejo en sus diferentes matices; incluso la siguiente equivalencia (metalingüística) de la definición semántica de verdad para lenguajes for­ males de Tarski «A es verdadero es equivalente a A» ( A Z w s A), en donde «A» nombra la expresión del objeto lingüístico, que expresa la traducción en el m etalenguaje «A», puede ser considerada como una versión lingüístico-formal de la teoría de la correspondencia2, si no se interpreta como puramente sintáctica, como por ejemplo en Car­ n a p ’, sino que se la toma en relación a los significados de expresio­ nes lingüísticas usadas. Desde Platón hasta Marx y en la Filosofía analítica de nuestro si­ glo, tanto en representantes del empirismo lógico (p.e., el primer Wittgcnstcin), com o en representantes del fenomenalismo lingüístico (p.e., Austin), vale esta teoría de la verdad como correspondencia en su autocom prensión o en la com prensión de sus intérpretes como la única explicación adecuada del concepto de verdad. Junto a ella las

1 Aristóteles, Met. IV, 7, 101 Ib 26 ss. El principio de tercero excluido necesario para expresiones elementales ha de distinguirse cuidadosamente del principio afir­ mado de tertiiun non datur A V ->A, general para expresiones lógicas compuestas. 1 En referencia expresa al pasaje citado de Aristóteles desarrolla Tarski el en­ sayo hoy clásico «El concepto de verdad en los lenguajes formalizados», Sludia Philosophica, 1 (1936), pp. 261-405. ’ Cfr. sobre todo R. Carnap, Meaning and Necessity, Chicago, 2.a ed., 1956; supl. A: «Empiricism, Semantics and Ontology», pp. 205-221.

concepciones heterodoxas han tenido difícil hasta hoy probar la per­ tinencia de sus objeciones y propuestas alternativas, especialmente cuando con ello exigen al mismo tiempo em prender una nueva inter­ pretación, o mejor, reconstrucción racional de la teoría de la corres­ pondencia. Entre ellas figuran la teoría de la redundancia y la teoría contextual de Ramsey, Ayer y S traw son' que la modifica: afirm ar la verdad de una expresión es la afirm ación de una expresión equiva­ lente o indicación com plem entaria para otras acciones lingüísticas dependientes del contexto, como una ratificación o confirm ación, pero nunca afirm ación independiente en el metanivel en el que se cumplen las condiciones de verdad de la afirm ación básica; también la interpretación sintáctica ya mencionada de Carnap, de la definición semántica de verdad y sus consecuencias quedan cerca de la teoría de la redundancia. Se debe llamar la atención aquí sobre las diversas concepciones de los representantes de la teoría coherencial, especialm ente en el empirismo lógico, p.e., Neurath (pero también ya antes en los suce­ sores de Hegel); en su forma estricta, hacen valer com o criterio de verdad, naturalmente relativo a la elección de las expresiones funda­ mentales, la conservación de la libertad de contradicción sintáctica de un sistema de expresiones ya reconocidas al añadir una nueva ex­ presión’. Finalmente, toda una serie de conceptos pragmáticos de verdad compiten por el honor de ser reconocidos como la alternativa mejor fundada al concepto semántico de verdad, como yo ahora quisiera expresar resumidam ente para el concepto de verdad en las diversas teorías de la correspondencia. Para Charles S. Peirce6 lo que decide sobre la verdad es la aproximación mediante el progreso científico al consenso realizado por todos los investigadores en relación a una ex­ presión. Por el contrario, William James explica la eficacia o utilidad de una expresión si es reconocida, como su verdad7, y esta tesis no

4 Cfr. F, P. Ramsey, Facts and Pmpositions, en The foundations o f Mathematics, Londres, 1931, pp. 138-155: A. J. Ayer, Language, Truth and Logic, Londres, 2.a ed., 1946, cap. 5; P. F. Strawson, «Truth», impreso en G. Pitcher (ed.), Truth, Ertglewood Cliffs, 1964, pp. 32-53. s Cfr. O. Neurath, «Radikaler Physikalismus und ‘wirkliche Welt’», Erkenntnis, 4 (1934), pp. 346-362. ‘ Cfr. Ch. S. Peirce, Collected Papers, C. Hartshorne y P. VVeiss (eds.), Cam­ bridge/Mass., 1931-35, 5.407 ss. ; Cfr. W. James, Pragmatista, Londres-Nueva York. 1907, pp. 257 ss.

está de nuevo muy alejada de la concepción presente ya en la antigua sofística, en la que la vigencia de la expresión mediante medios retó­ ricos puede ser causada por su reconocimiento arbitrario: verdadero es eficaz y con ello se convierte en práctico, pero ya no seguro y por consiguiente sin pretensión teórica. Con la perdida del m undo independiente del lenguaje, m undo de objetos y hechos concebido sin lenguaje y constitutivo para el concepto sem ántico de verdad en las teorías de la correspondencia, se pierde aparentem ente la instancia de control para los conceptos heterodoxos de verdad. Tampoco una teoría sobre el desarrollo fu­ turo de la ciencia, o sobre lo útil para el hom bre, etc., puede jugar el papel de instancia de control, ya que su construcción misma de­ pende de la presencia de un concepto adecuado de verdad. U tilizar algunos enunciados protocolarios de las ciencias em píricas como base para el criterio de la libertad de contradicción, como hace N eurath, no es ninguna solución, porque la definición de la verdad se rem ite a los procedim ientos de las ciencias em píricas ya no criti­ cables ex hypothesi. Estamos ante un dilema: el concepto sem ántico de verdad no pa­ rece satisfacerse sin relaciones adecuadas entre expresiones lingüísti­ cas y partes del m undo por principio libres de lenguaje, aunque cada decir del mundo es patentem ente autocontradictorio. Una interpreta­ ción realista de la teoría de la correspondencia no tiene ninguna po­ sibilidad a pesar de todas las opiniones de sus defensores. Por el con­ trario, las propuestas alternativas parecen no poder escapar o del ámbito del lenguaje (en las teorías de la redundancia, contextúales y coherentistas) o quedan en manos de decisiones que afirm an arbitra­ riam ente una expresión (en las teorías pragmáticas). O bien faltan los criterios de verdad, o bien no son controlables. Esta situación debería desconcertar y levantar la sospecha de que por un lado, ya los defensores originarios de la teoría de la corres­ pondencia no han sostenido seriamente una doctrina-realista-de-losdos-reinos, aquí el lenguaje ahí el mundo, sino que intentaron inter­ pretar más adecuadam ente el carácter de signo de las expresiones lingüísticas, como sucede en las interpretaciones habituales; y por otro lado, las diversas teorías alternativas, como afirm a R. M. M artin8 en defensa del concepto semántico de verdad, no presentan

* R. M. Martin, «Truth and its lllicit Surrogates, Nene Hefte /.’ Philosophie, 2/3 (1972), pp. 95-110.

equivalencias inadmisibles, sino que resaltan aspectos de una intro­ ducción adecuada del concepto de verdad, que en una especial inter­ pretación realista de la teoría de la correspondencia o no están consi­ deradas del todo o bien sólo parcialmente, y quizás entonces de manera desfigurada. Esto se puede aclarar aún más mediante la con­ traposición de «verdadero» y «eficaz» en el sentido de un concepto semántico y de un concepto pragmático de verdad. El concepto semántico de vprdad W. Kamlah/P. Lorenzen, Logische Propadeutik. Vorschule des vernünftigen Redens, Mannheini, 1967, pp. 118 ss. " Cfr. aquí y en lo que sigue, J. Habermas, «Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der konimunikativen Kompetenz», en J. Habermas/N. Luhmann, Theoríe der Gesellschaft oder Sozialtechnologie?, Suhrkamp, Francfort, 1971, pp. 101-141, esp. pp. 129 ss. u Art. cit., p. 134.

der hablar de la racionalidad de un consenso ya logrado; hay que asegurar tam bién que el asentimiento de los hablantes no es sólo si­ mulado o subrepticio, que su inclusión en el resto del-conjunto de la acción pertenece por lo tanto a la autodeterm inación de cada ha­ blante. Con este Principio de autonomía, utilizado para la caracteri­ zación de la situación ideal, se expresa que las acciones lingüísticas son reconocidas realmente como acciones, porque sólo así constitu­ yen una praxis de la com unicación, y podría confirm arse su propia autenticidad en el conjunto de la acción a la que pertenecen. Como acciones son acciones lingüísticas, ahora distinguibles de aconteci­ mientos naturales, que en ciertas condiciones, incluso pueden ser in­ tencionalm ente provocadas — por ejemplo, bajo incitaciones o pro­ cedimientos especiales de la publicidad— . Podemos hablar aquí también de Principio de libertad de acción, que debe ser reconocido, antes de poder denom inar a un consenso fáctico como consenso, y no debe valer como explicación aceptada de uno particular. Ahora ya es claro que el térm ino ‘consenso’ o su sinónimo ‘acuerdo’ no es una expresión descriptiva, con la que se pueda repre­ sentar una conducta especial entre hombres, sino que su aplicación adecuada en una situación de habla presupone ya el reconocimiento general al menos de los dos principios de igualdad de habla y de li­ bertad de acción. Ahora es más que dudoso que el consenso entre personas como fundamento de un concepto adecuado de verdad con­ duzca a una aporía sim ilar a la de la correspondencia entre habla y mundo. Tan insostenible es la ficción de un mundo independiente del lenguaje, como el reconocimiento de principios más allá de un con­ senso todavía por introducir con ello. Tampoco puede romperse me­ tódicamente la reducción recíproca de «racional» a «consenso» y vi­ ceversa, mediante la anticipación de la situación ideal de habla, caracterizada por Habcrm as acertadam ente como apariencia consti­ tutiva La oposición entre concepto sem ántico de verdad y concepto pragmático ha llevado a la introducción de propuestas unilateral­ mente constituidas para los términos «correspondencia» y «con­ senso» aplicados o al menos aplicables en cada caso; en el marco de estas propuestas sólo podrían ser tenidas en cuenta incompletamente las justificadas objeciones del contrario. Para esto se pueden com pa­ rar pasajes, de Austin para una teoría de la correspondencia y de

° Art. cit., p. 141

Shwayder para una teoría consensual, que en su algo desamparada afirmación son igualmente instructivos. «Cuando un enunciado es verdadero, hay, p o r cierto, un estado de cosas que lo hace verdadero y que es tofo mundo, distinto del enunciado verdadero sobre él; pero igualmente por cierto, sólo pode­ mos describir este estado de cosas con palabras... Sólo puedo descri­ bir la situación en que es verdadero decir que estoy sintiendo mareo diciendo que es una en la que estoy sintiendo mareo... Sin embargo, entre el enunciar, por muy verdaderam ente que sea, que estoy sin­ tiendo mareo y el sentir mareo hay un gran abismo permanente. Cuesta dos hacer una verdad. De aquí (obviamente) no que pueda haber ningún criterio de verdad en el sentido de algún rasgo detectable en el enunciado mismo que revele si es verdadero o falso. De aquí, también, que un enunciado no pueda sin absurdo referirse a sí mismo» M. «Lo que es a la vez más esencial y más asombroso del lenguaje es que habla por sí mismo. Viéndome hacer lo que quiera que yo esté haciendo, p.e., disparando a la parte superior de un blanco, usted puede no saber qué estoy haciendo yo. Pero si usted me oye decir algo, usted estará allí, y entonces llegará a saber lo que yo quiero de­ cir. Mi elección de palabras está calculada para decirle a usted lo que yo quiero hacer con esas palabras. Ellas hablan por sí m ism as»l5. En Austin la insistencia en la diferencia entre el aspecto metalingüístico y el objetual-lingüístico de una expresión, en Shwayder la acentuación de la autorreferencia siempre presente del habla. Ambos llaman la atención sobre propiedades que evidentemente conoce cada hablante y de las cuales hace uso, pero sin explicar propia­ mente; es decir, sin reconstruir cóm o se llega a esto. Tal intento de reconstrucción, que quiero ahora esbozar y para el cual he elegido el título «Concepto dialógico de verdad», debe dar un sentido racional tanto a la teoría de la verdad como correspondencia, como a la teoría consensual, en su intento de confirm ar y enlazar aspectos teóricocognoscitivos y filosófico-m orales. Con esto se trata de destacar desde el comienzo explícitamente la doble relación en la que está

M J. L. Austin, «Truth», en J. O. Ursom,/G. J. Warnock (eds.), PhiíosophicaI Pa­ péis, Oxford, 2 “ ed., 1970, pp. 123 ss. (ed. east., J. L. Austin, Ensayos filosóficos, trad. A. García Suárez, Alianza, Madrid, 1989, p. 124). 15 D. S. Shwayder, The Stra/ification o f Behaviour, Londres, 1965, pp. 287 ss. (en inglés en el original alemán).

cada conversación, la relación con los objetos sobre los que se habla, y la relación con las personas con las que se habla, así como articular su conexión. Y tampoco es sorprendente que surja de un impulso sis­ temático y decisivo de las reflexiones metódicas de Platón, precisa­ mente porque allí se encuentra la aparente definición teorética de la verdad com o correspondencia, con la que he empezado, en inme­ diata vecindad con las reflexiones respecto al consenso. En el Cratilo se introduce el habla, la acción lingüística del nom­ brar (ov o p á^E iv ) y del expresar (Xé^/eiv), con un doble objetivo: por un lado, servir a la comprensión recíproca ( S i S á a m v t i oíA/UiAxnx;), por otro, a la diferenciación de los objetos (SiaKpívr.iv t á n p á y u a x a ) l6; y la determ inación de la expresión verdadera me­ diante el giro «expresar los objetos como son» (x á ó v x a XÉyeiv ax; é'oTiv)'7 — en la que se puede reconocer sin dificultad tam bién una parte de la concepción aristotélica posterior— , lleva en una cuida­ dosa interpretación casi por sí misma a la tesis de que la validez de una expresión sobre un objeto, es decir, de expresiones elementales, depende en lo esencial sólo de la comparación del uso del predicador frente al objeto en la expresión con su previa introducción externa a una expresión para la diferenciación de objetos. Pero esta introduc­ ción — así debe entenderse el fin de la comprensión m utua— se puede reconstruir solam ente en una situación de enseñar y aprender para los hablantes. Con esto ya tenemos la base sistemática sufi­ ciente para introducir el concepto dialógico de verdad. P artim osls de que nos encontram os hablando y actuando básica­ mente en situaciones de uso del habla, sin que las situaciones de in­ troducción del habla, correspondientes fácticamente a la infancia y adolescencia, sean conocidas por los participantes. Por lo tanto, para reconstruir un consenso fáctico o un disenso en la situación de uso del habla mediante un procedim iento paso a paso y convertir en am­ bos casos en un consenso racional (eventualmente primero en un melanivel), es necesaria, primero, una reconstrucción de las situaciones

16 Cratilo, 387b-388b. 11 Cratilo, 385b; cfr. Sofista, 263b, así como la detallada discusión en K. Lorenz/J. MittelstraG, «On Rational Philosophy o f Language: The Prograinme in Plato’s Cratilus reconsidered», Mimi, 76 (1967), pp. 1-20. IS Cfr. para lo siguiente también la construcción sistemática de K. Lorenz, Ele­ mente der Sprachkritik. Eine Alternative zum Dogmatismus und Skeptizismus in der Analylischen Philosophie, Francfort del M., 1970, 2.a parte (Elementos de crítica del lenguaje. Una alternativa al dogmatismo y al escepticismo en la filosofía analítica).

de introducción del habla para cada fragmento lingüístico del habla en la situación de uso del habla. Estas situaciones de introducción del habla son proporcionadas, en el caso más simple que es el de los predicados, como situaciones de enseñanza y aprendizaje, en la des­ cripción naturalmente sim plificada, para la articulación lingüística de esquemas de acción. Con esto por un lado, se establece con segu­ ridad que el esquema de acción de la enseñanza y del aprendizaje obedece ya en el concepto al principio de autonomía y al principio de invariancia — una enseñanza eficaz se distingue de aprender y en­ señar con éxito en que el aprendiz es en otro lugar tam bién ense­ ñante para «la misma» distinción— ; y por otro lado, es también se­ guro que el conocimiento y la sinceridad no son todavía problemáticas: al comienzo de un saber sobre objetos y sobre los en­ señantes o aprendices respectivamente no hay ninguna diferen­ ciación entre el conocimiento y el error y entre la sinceridad y el en­ gaño. El problema de la validez de las expresiones así com o para las máximas no existe todavía. La praxis prim aria dialógicam ente construida, en las situaciones de introducción del habla nunca dada, sino siempre por reconstruir, es una acción mediada de enseñar y aprender, acción im plícitamente lingüística, la base prim aria reducible a las situaciones de uso del ha­ bla, a saber, allí donde es formulada la pregunta por lo que es, y por lo que debe ser. M ediante las situaciones de enseñanza y aprendizaje de la praxis prim aria se garantiza la comprensibilidad de los concep­ tos, los predicados, es decir, una comprensión básica común de su sentido, como se puede decir ahora en relación con el uso tradicional del lenguaje. Sólo hay un problema, el paso de la situación de uso del habla a la construcción de la situación de introducción del habla, que hace transparente su éxito y fracaso, para los elem entos lingüís­ ticos del habla utilizada en la praxis científica y también en la coti­ diana. La objeción fundamental m uestra en este lugar que tal recons­ trucción de la introducción del habla sólo se puede conseguir porque el consenso racional del uso del habla final es ya previo y no puede ser elaborado mediante ella. Esta dificultad parece tan insuperable porque completam ente libre de objeción — prim eram ente sólo fin­ gida— la representación de la reconstrucción de las situaciones de introducción del habla no se alcanza sin el uso del habla ya conse­ guido y se considera irrealizable transm itir según su intención las discutibles reconstrucciones sin la ayuda de la representación lin­ güística. El punto clave de esta argumentación es naturalmente la in­

significante — traída por mí de manera lo menos significativa posi­ ble— determ inación adverbial «fiel a la intención» en la que está in­ cluido enteram ente el problema de la validez, que queda por expli­ car. Pero no es absolutam ente necesario — com o ya 'he intentado m ostrar detalladamente en otro lu g a r”— cargar la introducción de acciones lingüísticas elementales, p.e., la predicación, la denom ina­ ción, la regulación, etc. mediante situaciones sim plificadas de ense­ ñanza y aprendizaje, con condiciones añadidas, que son formidables prim eram ente en un nivel de praxis lingüística y de acción más desa­ rrollado. Así es insignificante la consideración de malentendidos no excluibles en el aprender y enseñar de una distinción insignificante sin nuevos medios lingüísticos ya presentes (se piensa en el pro­ blema de la introducción de las palabras de los colores, m ientras no estén aún a disposición diferencias categoriales básicas, como color y forma), porque sólo es formidable bajo el presupuesto de una anti­ cipación de diversas continuaciones de la distinción introducida en com ún mediante ejem plos y contraejemplos. Pero son productos lin­ güísticos más elevados, que exigen postulados ya en la base, lo que sería metódicam ente absurdo. Por el contrario, se puede exigir con razón de las situaciones de introducción del habla volver de nuevo a las situaciones de uso del habla, de las cuales habíamos partido, por­ que la exigencia de posibilitar una orientación del hombre en el mundo y entre sus semejantes, produce el problema de la validez, es­ pecialmente el problem a de la verdad de las expresiones. El punto de partida para el próximo paso ahora necesario es la propiedad de las situaciones de uso de habla, de ser diferentes bási­ camente de posibles situaciones de introducción de sus componentes predicativos. En esto consiste el resultado específico del habla hu­ mana, la única que puede hacer presentes situaciones mediante pala­ bras, en las que no tiene lugar el dudoso habla. Hay un uso indepen­ diente de las situaciones de introducción posible en las expresiones lingüísticas, un uso de distinciones ya sabidas sobre objetos repre­ sentados meramente lingüísticos, m ediante nominadores, que tam­ bién, si ellos se encuentran ya en la situación de uso del habla, en­ tonces no podrían ser contados para la situación de introducción. Y esta capacidad de distinción entre introducción y uso consti­ tuye —fam a fert— la grandeza y la miseria del hombre, ya que la independencia de la situación en cada caso presente, en la que al-

'* Art. cit., esp. pp. 167 ss.

guien actúa y habla es posible gracias al habla. Con esto la posibili­ dad de consenso sobre tiempos y espacios se convierte al mismo tiempo en la fuente para la confianza que desaparece en la seguridad de los modos de acción y especialmente de habla sólo transm itidas, a saber, porque impulsa la duda en la ejem plificabilidad de muchas di­ ferencias tradicionales lingüísticamente articuladas, y porque enseña a esbozar nuevas alternativas para situaciones hasta ahora lingüísti­ camente articuladas. El consenso no problematizable en la praxis prim aria sobre la ar­ ticulación lingüística de las relaciones con el mundo —el núcleo ra­ cional de la correspondencia entre lenguaje y mundo se encuentra aquí solo en el nivel de las expresiones predicativas y ya no puede ser articulado en el plano de las expresiones que todavía no existen en la praxis prim aria— se convierte en una mera exigencia en la pra­ xis secundaria por reconstruir dialógicam ente m ediante situaciones de enseñanza y de aprendizaje, a saber, la situación de uso del habla. Entre el habla y la acción debe ser introducida una conexión contro­ lable, más allá del mero com prender el sentido de las palabras, que aparezca como fundamentabilidad del habla. En el caso de las expre­ siones — caracterizadas en la praxis secundaria mediante un procedi­ miento de afirm ación y discusión recíprocas, en una palabra, de ar­ gum entación— no se trata ya en la elaboración de la conexión mencionada de una mera com prensión del sentido de las palabras, sino del reconocimiento de la validez de las expresiones. En todo caso, con este procedimiento de la argumentación introducido y tam ­ bién sim plificado en las situaciones de enseñanza y aprendizaje de expresiones se diferencia el uso de expresiones para la afirm ación de su uso, p.e., en cuentos y se asegura su validez independiente de las circunstancias de la expresión. Este com ienzo del segundo paso es al mismo tiempo una piedra para la fundamentación de una teoría de la praxis primaria, porque aquí se presentan por prim era vez expresio­ nes cuya validez es asegurada dialógicamente mediante una praxis secundaria. Para los fundamentos de la teoría cuentan (1 °) las lim ita­ ciones de la praxis primaria, p.e., mediante la caracterización de ciertas expresiones lingüísticas com o partículas lógicas — esto se consigue mediante definiciones— , o mediante el establecimiento re­ cíproco de las diferencias encontradas — esto se consigue mediante regulaciones o determ inaciones conceptuales— ; de este modo los di­ versos elem entos lingüísticos de la praxis prim aria son ordenados para nuevos objetivos. (2 .°) una com plicada justificación, en su deta­ lle, de la praxis secundaria de las reglas de com portam iento para ar­

gum entar sobre expresiones, lo que acontece en el transcurso de un diálogo según reglas estrictas y conduce a la introducción, espe­ cialm ente para expresiones unidas por partículas lógicas, de un concepto de verdad con contenidos, a saber, com o gánabilidad en un diálogo de la expresión correspondiente; y (3.°) una limitación de la praxis secundaria, p.e., m ediante la caracterización de ciertas estrategias en este diálogo com o lógicas, y con ello la introducción de la verdad lógica de las expresiones como caso especial de su verdad con contenido. Se concluye con esto la construcción de esta teoría, esto es, la fundamentación de expresiones sobre el diálogo. Y en este lugar po­ sibilita por primera vez el cálculo de la teoría de una vuelta a una praxis, naturalmente en un nivel más alto, que desgraciadamente en la lógica moderna, en forma de cálculo lógico, ha sido denominada ya como fundamento de la lógica20. Un desarrollo de este esbozo de una construcción dialógica de la lógica mostraría más claram ente que de este modo se conserva una conexión de las determ inaciones prácticas y teóricas, que dejaría sin razón de ser la antigua disputa sobre el primado de teoría y praxis. Más bien esta construcción permite ver hasta los detalles técnicos de la lógica formal como intento de una solución de la exigencia plató­ nica de un saber e intelección con ayuda de una Sic/Aeiaiicq Té%vq, que no es otra cosa que la actualización de la más alta actividad filo­ sófica, del h ó yov Si8óvou (dar razón). El no calificar nada como saber o inteligencia sin indicación de los fundamentos, llega a ser un hilo conductor, especialmente para la pregunta por la verdad, cuya formulación moderna, la que restituye literalmente la formulación platónica, se encuentra en la concepción leibniziana del principium reddendae rationis (principio de que se ha de dar razón).

30 Cfr. sobre esto la parte del ensayo informativo más exacto de K. Lorenz, «Dialogspiele ais semantische Grundlage von Logikkalkiilen» («Juegos de diálogo como fundamento semántico de los cálculos lógicos»), I, II, en Arch. f. math. Logik u. Grundlagenf 11 (1968), pp. 32-55, 73-100, y «Rules versus Theorems. Approach for Mediation betvveen Infuitionistic and Two-Valued Logic» (aún no publicado).

JÜRGEN HABERMAS TEORÍAS DH LA VERDAD (1973)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Wahrheitstheorien», en H. Fahrenbach (Hrsg.), Wirklichkeit und Reflexión, Neske, Pfullingen, 1973, pp. 211-265. — Vorstudien und Ergánzungen zur Theorie des kómmunikátiven Handelns, Suhrkamp, Francfort del M., 1984, pp. 127-183.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «Teorías de la verdad», en J. Habermas, Teoría de la acción comu­ nicativa: complementos y estudios previos, Cátedra, Madrid, 1989, pp. 113-158. Reproducimos el texto de esta edición con au­ torización expresa de la empresa editora.

T r a d u c c ió n :

M. Jiménez.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

—7 «Objektivitat und Wahrheit», en Erkenntnis und Interesse, Suhrkatnp, Francfort, 1968, pp. 382-417 (ed. cast. «Objetividad y ver­ dad», en Conocimiento e interés, Taurus, Madrid, 1982, pp. 310337). — «La crítica nihilista del conocimiento en Nietzsche», epílogo en E Nietzsche: Erkenntnistheoretische Schriften, Suhrkamp, Francfort, 1968, pp. 237 ss, (ed. cast., en Cuadernos Teorema, n.° 13, Valen­ cia, 1976; también en Sobre Nietzsche y otros ensayos, Tecnos, Madrid, 1982, pp. 31-61 (recogido asimismo en la edición caste­ llana de La lógica de las ciencias sociales, pero bajo el título «So­ bre la teoría del conocimiento de Nietzsche», Tecnos, Madrid, 1988, pp. 423-41). — «El carácter veritativo de las cuestiones prácticas», en Problemas de legitimación del capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires, 4.a reimp.. 1991, pp. 124-34 (ed. orig., Legitimationsprobleme Un Spatkapitalismus, Francfort, 1973).

— «Wahrheit und Gesellschaft», en Vorstudien und Ergánzungen zur Theorie des kummunikativen Handelns, Suhrkamp, Francfort, 1984 (redacción original de 1970-71), pp. 104-126 (ed. cast., «Verdad y sociedad» en Teoría de la acción comunicativa: com­ plementos y estudios previos, Cátedra, Madrid, 1989, pp. 94-111). — «Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der kommunikativen Kompetenz», Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie. Was leistet die Systemfórschung?, Suhrkamp, Francfort, 1971, pp. 101-41. «Bedeutung und Wahrheit», en Faktizitát und Gelluitg, Suhrkamp, Francfort, 1992, 24-32 (ed. cast., Facticidady validez, Trotta, Ma­ drid (en prensa). B ibliografía com plem en taria : \

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— K. H. Ilting, «Gcltung ais Konsens», Neue Hefte fur Philosophie, 10(1976), 20-50. — H. Keuth, «F-rkenntnis oder Entscheidung? Die Konsenstheorie der Wahrheit und der Richtigkeit von J. Habermas», Zejtschrift fiir allgemein Wissenschafts-theorie, 10 (1979), pp. 375-393. — H. Scheit, Wahrheit, Diskurs, Demokratie. Studien zur Konsensustheorie der Wahrheit', K. Alber, Munich, 1987.

1.

TRES CUESTIONES PRELIMINARES

Antes de entrar en las teorías de la verdad, especialmente en dos de ellas, a saber: la teoría de la verdad como correspondencia y la teoría consensual de la verdad, voy a aclarar algunas cuestiones previas. Primero: ¿de qué podemos decir que es verdadero o falso? Los .candidatos más prom etedores son las oraciones (Sátze), las em isio­ n es (Áusserungen) y los enunciados (Aussagen). Escasas perspecti­ vas de éxito son las que ofrece la tentativa de escoger una determ i­ nada clase de oraciones como aquello a lo que podemos atribuir verdad o f a ls e d a d P u e s oraciones de distintas lenguas o diversas

' Esto, como es obvio, no puede considerarse una caracterización suficiente de la teoría semántica de la verdad. Cfr. Tarski, «The Semantic Conception ofTruth», en H. Feigl y W. Selláis, Readings in PhilosophicalAnalysis, Nueva York, 1949 (ed. cast. en este mismo volumen, pp. 65-108). Véase la critica de E. Tugendhat, en Philosophische Rundschau, 8, H. 2/3, pp. 131-159. La interpretación más sutil que conozco es la de

oraciones de la misma lengua pueden reflejar el mismo estado de co­ sas, m ientras que las mismas oraciones cuando aparecen en diversos contextos del habla, pueden también reflejar diversos estados de co­ sa s2. De ahí que A ustin propusiese considerar, no las oraciones, sino determ inadas clases de emisiones, a saber: las afirm aciones (assertions, statements) como aquello que podemos llam ar verdadero o falso 3. Una oración se compone de palabras, una afirm ación se «hace» recurriendo a palabras y empleando una oración. Se puede utilizar la misma oración en afirm aciones diversas y con diversas oraciones hacer la misma afirm ación. Pero aquí surge una nueva di­ ficultad. Pues las afirm aciones representan emisiones o episodios lingüísticos datables, mientras que, m anifiestam ente, la verdad exige invariabilidad y posee, por tanto, un carácter no episódico. Si distin­ tas personas, en distintas circunstancias y con distintas palabras pue­ den hacer la misma afirm ación, reflejan entonces el mismo estado de cosas. Aquello que han afirm ado no es relativo a los actos de habla con los que han afirm ado lo que han afirm ado. Straw son4 insiste con razón en la convención de que no son las emisiones, sino los enun­ ciados los que deben llamarse verdaderos o falsos: «Mi decir algo es ciertam ente un episodio. Lo que digo, no lo es. Es lo prim ero, no lo segundo, lo que declaramos ser verdadero»5. Verdaderos o falsos, llamamos a los enunciados en atención a los estados de cosas que en estos enunciados se reflejan o expresan. Sin embargo, no podem os privar a los enunciados de toda fuerza asertórica. A cada enunciado podem os hacer corresponder un estado de cosas, pero verdadero es un enunciado si y sólo si refleja un es­ tado de cosas real o un hecho — y no se limita a fingir un estado de cosas como un hecho— . Ciertam ente que también los enunciados

Sellars, «Truth and Concspondanec», en Science, Perception and Reality, Londres, 1963, pp. 197-224. Pero también a él le alcanza el contraargumento de que mediante la concordancia lógica del sentido de una oración metalingüíslica con el sentido de una oración perteneciente al lenguaje objeto no cabe captar el significado pragmático de la «correcta reproducción» de estados de cosas en enunciados. Cfr. sobre ello C. F. v. Weizacker, Die Einheit der Natur, Munich, 1971, pp. 336 ss. Últimamente E. Scheibe, «Wissenschaft und Wahrheit», en Zschrfí. Gymnasium, 80, Jg., 1973, H. 12, pp. 56 ss., sobre Tarski, pp. 70-72. P. F. Strawson, «Truth», en Analysis, t. IX (1949), n. 6. 3 J. L. Austin, «Truth», en Philosophical Papers, Oxford, 1971, pp. 117-133. 4 P. F. Strawson, «Truth» en G. Pitcher (ed.), Truth, Englewoods Cliffs, 1964, pp. 32-53. * Strawson, loe. cit., p. 33.

falsos, como podemos decir, tienen un contenido proposicional; pero cuando hago un enunciado, afirm o un estado de cosas existente, es decir un hecho. Un enunciado recibe fuerza asertórica por su inser­ ción en un acto de habla, por la circunstancia, pues, de que alguien pueda afirm ar ese enunciado. Searle ha llamado la atención acerca de que el mismo contenido proposicional puede aparecer en actos de habla diversos, como son los m andatos, las preguntas, las promesas y las afirm aciones, pero sólo en los actos de habla constatativos (afir­ maciones) puede un contenido proposicional aparecer en forma de una proposición6. Nuestra primera pregunta podemos pues respon­ derla en los siguientes términos: verdad es una pretensión de validez que vinculamos a los enunciados al afirmarlos. Las afirm aciones pertenecen a la clase de actos de habla constatativos. Al afirm ar algo, entablo la pretensión de que el enunciado que afirm o es verda­ dero. Esta pretensión puedo entablarla con razón o entablarla sin ra­ zón. Las afirm aciones no pueden ser verdaderas o falsas, están justi­ ficadas o no están justificadas. En la ejecución de actos de habla constatativos se expresa lo que queremos decir con «verdad de los enunciados»; de ahí que esos actos de habla no puedan ellos mismos ser verdaderos. Verdad significa aquí el sentido del empleo de enun­ ciados en afirm aciones. El sentido de la verdad puede, por tanto, aclararse con referencia a la pragm ática de una determ inada clase de actos de habla. Acerca de qué es una pretensión de validez podem os aclararnos recurriendo al modelo de una pretensión o demanda jurídica. Una pretensión puede entablarse, es decir, hacerse valer, puede discutirse o defenderse, puede rechazarse o reconocerse. Las pretensiones que son reconocidas cobran fuerza jurídica. La circunstancia de que las pretensiones de validez encuentren efectivamente reconocimiento, puede tener muchas razones (o causas). Pero en la medida en que «de la cosa misma» pueda deducirse una razón suficiente para el re­ conocimiento de una pretensión de validez, decimos que ésta es re­ conocida porque, y exclusivamente porque, está justificada (o les pa­ rece justificada a aquellos que la reconocen). Una pretensión está justificada sólo y en la medida en que pueda sostenerse; pues la vali­

* J. R. Searle, «Austin on Locutionary and (llocutionary Acts», en The Philosophical Review, 1. LXXVtl (1968). n. 4; del mismo autor, Speech Acts, Cambridge, 1969 (ed. east.. Actos de habla, Cátedra, Madrid, 1986).

dez justificada de una pretensión garantiza la fiabilidad con que pue­ den cum plirse las expectativas resultantes de una determ inada pre­ tensión. La segunda cuestión previa que quiero aclarar ha sido planteada por la teoría de la verdad como redundancia. Si es verdad que en to­ das las oraciones de la form a «p es verdadera» la expresión «es ver­ dadera» es lógicamente superfina, entonces no es m enester una teo­ ría de la verdad. Austin se atiene, a mi entender con razón a la diferencia que se da entre la afirm ación de un enunciado (verdadero) y la constatación m etalingüística de que la pretensión de validez afirm ada para esc enunciado es una pretensión entablada con razón. Esta segunda afirm ación contiene un enunciado que no se refiere a un hecho, sino a un enunciado sobre un hecho. Sin embargo, la teo­ ría de la verdad como redundancia puede apelar a una observación co rrecta7: «que «p» es verdadera», no añade nada a la afirm ación «p». Pues al afirm ar «p», presento o entablo para «p» una pretensión de verdad: en ello radica el sentido pragmático de las afirm aciones. La mencionada diferencia, una diferencia que la teoría de la verdad como redundancia pasa por alio, sólo se obtiene cuando la preten­ sión de validez de las afirm aciones, ingenuamente entablada, queda puesta en cuestión. Una pretensión de validez sobre cuya justifica­ ción pueden hacerse afirm aciones controvertidas, sólo puede tematizarse en constataciones m etalingüísticas del tipo «p es verdadera/no es verdadera». La expresión «constatación metalingüística» no debe sugerir, sin embargo, una relación de deducción lógica entre afirm a­ ciones que pertenecen a distintos ámbitos de com unicación. Una re­ lación deductiva se da entre la oración “ la afirm ación «que p» está justificada” y la oración «p» es verdadera». Entre afirm aciones de este nivel y la afirmación directam ente hecha de «p» no se da, en cambio, una relación deductiva, sino aquella relación reflexiva que tiene lugar cuando se confirm a explícitam ente un plexo o relación de justificación. La pretensión de validez implícitam ente contenida en las afirm aciones hechas ingenuamente, se torna explícita en consta­ taciones y aseveraciones m etalingüísticas, en las que pasa a ser ob­ jeto de confirm ación o negación.

7 F. P. Ramsey, «Facts and Propositions», cu The Foudations o f Mathematics, Lon­ dres y Nueva York, 1931. Reimpreso en parte en Pitcher, loc.cit., pp. 16 ss. (ed. east. en Revista de Filosofía, en prensa). Cfr. también G. Fregc, «Über Sinn und BedeuUing», en Kleine Schriflen, Gotinga.

El sentido de esta peculiar relación puede aclararse, en térm inos generales, atendiendo a la relación entre discursos y ac­ ciones. Bajo la rú brica «acción» introduzco el ám bito de com uni­ cación en el que tácitam ente reconocem os y presuponem os las p retensiones de validez im plicadas en las em isiones o m anifesta­ ciones (y, p or tanto, tam bién en las afirm aciones), para intercam ­ biar inform aciones (es decir, experiencias relativas a la acción). B ajo la rú b rica «discurso» introduzco la form a de com unicación caracterizada p or la argum entación, en la que se tornan tem a las pretensiones de validez que se han vuelto problem áticas y se exam ina si son legítim as o no. Para iniciar un discurso tenem os en cierto m odo que salir de los contextos de acción y experien­ cia; en los discursos no intercam biam os inform aciones, sino a r­ gum entos que sirven para razonar (o rechazar) pretensiones de validez problem atizadas. Los discursos exigen, en prim er lugar, una suspensión de las coacciones de la acción, que ha de condu­ cir a que pueda quedar neutralizada cualquier otra m otivación que no sea la de una disponibilidad cooperativa a entenderse (y a establecer una separación entre cuestiones de validez y cuestio­ nes de génesis). En segundo lugar, exigen una virtualización de las pretensiones de validez, que habría de conducir a dejar en suspenso la cuestión de la existencia de objetos de la experiencia (cosas, sucesos, personas, m anifestaciones) y a poder considerar tanto los hechos com o las norm as desde el punto de vista de su posible existencia o legitim idad (es decir, a poderlas tratar en ac­ titud hipotética). La diferenciación estructural entre ám bito de acción y discurso, es, por lo dem ás, el reverso de la vinculación de la estructura de la m otivación a la estructura de la com unica­ ción, que es característica de la etapa sociocultural de la evolu­ ción: los discursos son en este aspecto desconexiones a posteriori y tem porales de am bas estructuras. Esta form a de com unicación liberada de la presión de la experiencia y de las coacciones de la acción posibilita, en situaciones de interacción perturbada, restab lecer un entendim iento sobre pretensiones de validez que se han vuelto problem áticas (las alternativas son, o bien el paso al com portam iento estratégico, o la ruptura de la c o ­ m unicación). N uestra segunda pregunta, podem os responderla, por tanto, de la siguiente forma: en los plexos de acción comunicativa sería re­ dundante una explicitación de la pretensión de validez entablada con las afirm aciones; pero tal explicitación es ineludible en los dis-

cursos, pues éstos tem atizan el derecho que asiste a tales pretensio-i ncs de valid ez8. La tercera cuestión previa, que nos conduce ya al tema propia­ mente dicho, se refiere a un supuesto básico de la teoría de la verdad como correspondencia. ¿Cómo se relacionan los hechos que afirm a­ mos, con los objetos de nuestra experiencia? Strawson ha vuelto a sacar a relucir en su discusión con A ustin9 la diferencia entre hechos! y objetos de la experiencia o sucesos tratada ya por R am sey l0, y la ha sometido a una ulterior aclaración recurriendo a la diferencia en­ tre descripción y denotación (o referencia). Aquello que justificada­ mente podem os afirm ar lo llamamos un hecho. Un hecho es aquello que hace verdadero a un enunciado; de ahí que digamos que los enunciados reflejan, describen, expresan, etc., hechos. En cambio, las cosas y sucesos, las personas y sus manifestaciones, es decir, los objetos de la experiencia son aquello acerca de lo que hacemos afir­ maciones o de lo que enunciam os algo: aquello que afirm am os de los objetos, es un hecho cuando tal afirmación está justificada. Los hechos tienen, pues, un status distinto que los objetos. «Hechos son lo que las afirm aciones, cuando son verdaderas, afirm an; no son aquello sobre lo que las afirm aciones versan. A diferencia de las co­ sas y sucesos en la faz del globo, no son presenciados u oídos o vis­ to s...» ". Con los objetos hago experiencias, los hechos los afirmo; no puedo experim entar hechos ni afirm ar objetos (o experiencias con

* Esta circunstancia explica también la diferencia entre verdad/falsedad y afirma­ ción/negación. Empleamos dentro de un enunciado predicativo la negación para ex­ presar que un determinado predicado 110 conviene a un objeto. La negación determina un estado de cosas, 110 el enunciado con que niego un estado de cosas. Este enunciado puede a su vez ser no verdadero. La no verdad de 1111 enunciado no es la negación de un enunciado; no puede negarse un enunciado, sino su valor de verdad. Pero cuando niego el valor de verdad de un enunciado hago una afirmación discursiva: afirmo que el enunciado p es falso. De ello hay que distinguir a su vez la negación que se refiere a la ejecución del acto de habla mismo: es claro que «no afirmo que» 110 equivale a «afirmo que p no es verdadero». 9 En G. Pitcher, loe. cit., pp. 35-43, cfr. P. F. Strawson, Individuáis, Londres, 1959, cap. 6 (ed. east., Individuos, Tauros, Madrid, 1989). 10 Puede haber distintas descripciones coextensivas del mismo suceso, que 110 sean sinónimas, por ejemplo, «la muerte de César» y «el asesinato de César»; pero el he­ cho de que César fuera asesinado sólo podemos reproducirlo mediante el mismo enunciado; enunciados coextensivos que no sean sinónimos 110 pueden expresar el mismo hecho. Cfr. sobre ello P. Cjochet, Esquisse d'une Theorie nominalista de la pm position, París, 1972, pp. 92 ss. " Pitcher, loe. cit., p. 38.

los objetos). Al afirm ar un hecho me puedo basar en experiencia y referirm e a objetos. Y si los objetos de nuestra experiencia son algo ¡ en el mundo, entonces no podem os decir igualm ente de los hechos /que sean «algo en el mundo». Pero es precisam ente esta afirm ación o una afirm ación equivalente la que ha de hacer la teoría de la ver­ dad como correspondencia: los enunciados verdaderos deben «co­ rresponder» a hechos, expresión que sólo puede tener sentido si los correlatos de los enunciados representan algo real al modo com o lo son los objetos de nuestra experiencia, es decir, son «algo en el mundo». Si distinguim os de la form a indicada entre hechos y obje­ tos de la experiencia, tenem os que asentir a lo que dice Strawson: «Las cosas, personas, etc., a que nos referim os, son el correlato m aterial de la parte referencial de la afirm ación; la cualidad o pro­ piedad que el referente decim os que «posee» (es decir, el correlato de la determ inación predicativa) es el correlato pseudo material de su parte descriptiva; y el hecho al que la afirm ación «corresponde» es el correlato pseudom aterial de la afirm ación tom ada en con­ junto» l2. Los hechos sólo son en apariencia correlatos objetivos de los enunciados, si el sentido de «objetivo» (m aterial, que dice Strawson) no puede definirse, sino aclarando qué es eso de objetos de la experiencia. Esta objeción contra la teoría de la verdad como corespondencia nos remite a la objeción lógica que ya hizo Peirce contra el carácter autocontradictorio de esa teoría Si al término «realidad» no pode­ mos darle ningún otro sentido que el que vinculam os con los enun­ ciados sobre hechos, y entendemos el mundo como suma de lodos los hechos, entonces la relación de correspondencia entre enunciados y realidad sólo podría determ inarse a su vez mediante enunciados. La teoría de la verdad como correspondencia trata en vano de rom­ per el ám bito de la lógica del lenguaje, que es el único lugar donde cabe aclarar la pretensión de validez de los actos de habla. Y, sin embargo, esa teoría descansa en una observación correcta. t Si los enunciados «reflejan» hechos y no se limitan simplemente a fingirlos o a inventarlos, entonces tales «hechos» tienen que estar dados de alguna manera; y precisam ente esta es la propiedad que po­ seen los objetos «reales», es decir, los objetos de la experiencia, los

'■ Ibíd., p. 37. 15 Cfr. la introducción de K. O. Apel a su edición de Ch. S. Peirce, Schríften, t. I, Francfort, 1968.

cuales «son algo en el mundo». Los enunciados han de ajustarse a los hechos y no los hechos a los enunciados. Esta dificultad desaparece si tenem os presente que los «hechos» sólo advienen al lenguaje en el ámbito de comunicación que es el discurso, es decir cuando, y sólo cuando, queda problem atizada la pretensión de validez que los enunciados llevan aneja. En los contex­ tos de acción nos informamos o nos transmitimos inform aciones so­ bre objetos de la experiencia. Ciertam ente que el contenido de la in­ formación se apoya en hechos, pero sólo cuando la información se pone en duda y pasa a discutirse acerca del contenido de esa afirm a­ ción desde el punto de vista de la posibilidad de que algo sea el caso, pero pudiera también no serlo, hablamos de «hechos», que (a lo m e­ nos) un ponente afirm a y que (a lo menos) un oponente pone en duda IJ. Que un semáforo esté en amarillo o que una m anzana sea amarilla es, en el contexto del tráfico autom ovilístico o en el mer­ cado de fruta, una información (la comunicación de una experiencia referida a la acción); se puede también decir que éstos son hechos, pero lo decim os, es decir, empezamos a hablar de hechos, cuando tras un accidente autom ovilístico hay que aclarar el estado de cosas consistente en si aquel sem áforo en un determ inado momento estaba en amarillo, o, al experim entar unos cultivos, hay que aclarar el es­ tado de cosas de si aquella manzana ya estaba am arilla en un deter­ minado punto del tiempo. En estos casos estam os ante afirm aciones de la misma forma gramatical, pero esas afirm aciones significan co­ sas distintas en ambos ámbitos de comunicación. En el contexto de acción la afirm ación tiene el papel de una inform ación acerca de una experiencia con objetos, en el discurso cumple la función de un enunciado con pretensión de validez problematizada. El mismo acto de habla expresa, en el prim er caso, una experiencia, que puede ser objetiva o simplemente subjetiva, en el segundo, un pensamiento (Gedanke) que es verdadero o falso. En los contextos de acción puedo equivocarme en mis experiencias con los objetos, en los dis­ cursos tengo o no tengo razón en lo tocante a la pretensión de vali­ dez que afirm o para mi enunciado. Los hechos son deducidos de los estados de cosas; y por estados de cosas entendemos el contenido proposicional de afirm aciones cuyo contenido veritativo ha sido problematizado. Cuando decimos que los hechos son estados de cosas existentes, a lo que nos estamos

14 El pensamiento hipotético puede considerarse entonces corno discurso interior.

refiriendo no es a la existencia de objetos, sino a la verdad de propo­ siciones. si bien estam os también suponiendo la existencia de obje­ tos identificables de los que predicam os algo. El sentido de «hecho» o «estado de cosas» no puede aclararse sin hacer referencia a discur­ sos en los que examinamos la pretensión de validez de las afirm acio­ nes, dejada en suspenso (Gedanken en el sentido de Frege). Pensa­ mientos sobre objetos de la experiencia no son lo mismo que experiencias o percepciones de objetos. Ciertam ente que en el contexto de una argumentación también puede apelarse a experiencias. Pero la apelación metódica a la expe­ riencia, por ejem plo, en un experimento, depende por su parte de in­ terpretaciones, que sólo pueden acreditar su validez en un discurso. Las experiencias apoyan la pretensión de validez de los enunciados; a tal pretensión solemos atenernos mientras no se presenten expe­ riencias disonantes. Pero «desempeñarse» sólo puede una pretensión de verdad m ediante argumentos. Una pretensión basada en la expe­ riencia no es en modo alguno todavía una pretensión fundada. El resultado de estas consideraciones prelim inares podem os re­ sumirlo en tres tesis, que necesitan un ulterior desarrollo15. Primera tesis. Llamamos verdad a la pretensión de validez que vinculamos con los actos de habla constatativos. Un enunciado es verdadero cuando está justificada la pretensión de validez de los ac­ tos de habla con los que, haciendo uso de oraciones, afirm am os ese enunciado. Segunda tesis. Cuestiones de verdad sólo se plantean cuando quedan problem atizadas las pretensiones de validez ingenuamente supuestas en los contextos de acción. En los discursos, en los que se someten a examen pretensiones de validez hipotéticas, no son, pues, redundantes las em isiones o manifestaciones acerca de la verdad de los enunciados. Tercera tesis. En los contextos de acción las afirm aciones infor­ man acerca de objetos de la experiencia, en los discursos se someten

ls La teoría consensual de la verdad está para mí en conexión con los fundamentos normativos de una teoría crítica de la sociedad y con los problemas de fundamentación de la ética. En esta dimensión saltan a la vista las relaciones con los esfuerzos fi­ losóficos que W. Schulz ha emprendido en su obra, Pliilosophie in der veránderten Welt, Pfullingen, 1972. Cfr. también trabajos anteriores: «Neue Wege und Zieie in der Philosophic», en Universitas, 17 (1962), H. 10; y del mismo autor: «Wandlungen der Wirklichkeitsbegriff», en Universitas, 20 (1965), H. 6.

a discusión enunciados sobre hechos. Las cuestiones de verdad se plantean, por consiguiente, no tanto en lo tocante a los correlatos intram undanos del conocimiento referido a la acción, cuanto a los he­ chos que se hacen corresponder con discursos libres de experiencia y descargados de acción. Sobre si un estado de cosas es el caso o no es el caso, no decide la evidencia de experiencias, sino el resultado de una argumentación. La idea de verdad sólo puede desarrollarse por referencia al desempeño discursivo de pretensiones de validez. De estas tesis voy a sacar algunas conclusiones provisionales que sugieren una teoría consensual de la verdad. De las informaciones decimos que son fiables (o no fiables). La fiabilidad de una información se mide por la probabilidad con que (en los contextos de acción) se cumplen las expectativas de com por­ tam iento derivadas de esa información. Ls posible que podamos ex­ plicar la relación pragmática entre conocimiento y objetos de la ex­ periencia con ayuda del concepto de correspondencia (aunque aun así, tampoco debe olvidarse que la objetividad de la experiencia se funda en las condiciones subjetivas generales de la posibilidad de la experiencia). La verdad, en cambio, no es una propiedad de las infor­ maciones, sino de los enunciados; se mide no por la probabilidad de cum plimiento de pronósticos, sino por la unívoca alternativa de si la pretensión de validez de las afirm aciones es discursivamente desem ­ p e ñ a r e o no lo es. Llamamos verdaderos a los enunciados que pode­ mos fundamentar. El sentido de la verdad, implicado en la pragm á­ tica de las afirm aciones, sólo puede aclararse suficientem ente si podemos a su vez aclarar qué significa «desempeño o resolución dis­ cursivos» (idiskursive Einlósung) de pretensiones de validez fundadas en la experiencia. Precisamente esto es el fin de una teoría consen­ sual de la verdad. Según esta teoría, sólo puedo (con ayuda de oraciones predicati­ vas) atribuir un predicado a un objeto, si tam bién cualquiera que pu­ diera entrar en discusión conmigo atribuyese el mismo predicado al mismo objeto; para distinguir los enunciados verdaderos de los fal­ sos, me refiero al juicio de los otros y, por cierto, al juicio de todos aquellos con los que pudiera iniciar una discusión (incluyendo contrafácticamente a todos los oponentes que pudiera encontrar si mi vida fuera coextensiva con la historia del mundo humano). La condición para la verdad de los enunciados es el potencial asentimiento de todos los demás. Cualquier otro tendría que poder convencerse de que atri­ buyo justificadam ente al objeto el predicado de que se trate, pudiendo

darm e por tanto su asentimiento. La verdad de una proposición signi­ fica la prom esa de alcanzar un consenso racional sobre lo dicho.

II.

PRETENSIONES DE VALIDEZ Y VIVENCIAS DE CERTEZA

En la tradición filosófica el término «verdad» ha tenido en múlti­ ples ocasiones un significado más amplio que el hasta ahora indicado de verdad de los enunciados. El término es utilizado a menudo como sinónimo de «racionalidad». Pero llamamos racionales no sólo a las afirm aciones, sino también a otras clases de actos de habla; a veces llamamos racionales incluso a las normas, acciones y personas. Voy a defender la tesis de que hay a lo menos cuatro clases de pretensiones de validez, que son cooriginarias, y que esas cuatro clases, a saber: i n te 1eg ib i 1idad, verdad, rectitud y veracidad, constituyen un plexo al que podemos llamar racionalidad. Voy a distinguir primero entre estas cuatro pretensiones de validez, y después entre pretensiones de vali­ dez y las correspondientes intenciones y vivencias de certeza, para mostrar que no sólo con las afirmaciones, sino también con las nor­ mas vinculamos, asociamos pretensiones de validez que pueden re­ solverse o desempeñarse en un discurso. Las primeras pueden some­ terse a examen en discursos teoréticos, y las segundas en discursos prácticos. Una teoría consensual de la verdad no sólo habrá de exten­ derse, pues, a la verdad de los enunciados, sino a la rectitud de los preceptos y valoraciones. Por lo demás, la tabla de pretensiones de validez nos servirá para explicar cómo han podido formularse teorías de la verdad que resultan más que problemáticas (cfr. sección III). 1. Un juego de lenguaje que funciona, en el que se intercam ­ bian actos de habla coordinados, se ve acompañado de un «consenso de fondo». Este consenso consiste en el reconocimiento recíproco de, a lo menos, cuatro pretensiones de validez, que los hablantes competentes han de entablar m utuamente en cada uno de sus actos de habla: se pretende inteligibilidad para las emisiones o manifesta­ ciones, la verdad del contenido proposicional, la rectitud (Richtigkeit) de su componente realizativo y la veracidad de la intención que el ha­ blante expresa. Una com unicación (no estratégica, es decir, endere­ zada al entendim iento) discurre sin perturbaciones (sobre la base de un consenso «convertido en hábito») si y sólo si los sujetos hablan­ tes/agentes:

(a) hacen comprensible, así el sentido de la relación interperso­ nal (el cual puede expresarse en forma de una oración realizativa), como el sentido del contenido proposicional de su emisión; (b) prestan reconocim iento a la verdad del enunciado hecho con el acto del habla (o de las presuposiciones de existencia del con­ tenido proposicional, al que el acto de habla hace mención); (c) reconocen la rectitud de la norm a, como cumplimiento de la cual puede considerarse en cada caso el acto de habla ejecutado; (d) no ponen en cuestión la veracidad de los sujetos im pli­ cados. Pero estas cuatro pretensiones de validez sólo se convierten en tem a cuando el funcionam iento del acto de habla se ve perturbado, y conm ovido el consenso de fondo. Entonces aparecen preguntas y respuestas típicas; son un com ponente norm al de la práctica co­ m unicativa. Cuando la inteligibilidad de una em isión o m anifesta­ ción se torna problem ática, hacem os preguntas del tipo: ¿qué quie­ res decir con eso? ¿Cóm o he de entender eso? ¿Q ué significa eso? Las respuestas a tales preguntas las llam am os interpretaciones. Cuando se torna problem ática la verdad del contenido proposicio­ nal de una em isión, hacem os preguntas del tipo: ¿son las cosas com o tú dices? ¿Por qué es eso así y no de otra m anera? A estas preguntas replicam os con afirm aciones y explicaciones. Cuando se torna problem ática la rectitud de la norm a que subyace al acto de habla, hacem os preguntas del' tipo: ¿por qué has hecho eso? ¿Por qué te has com portado así? ¿Te es lícito hacer eso? ¿No te deberías com portar de otra m anera? A estas preguntas responde­ mos con justificaciones. C uando, finalm ente, en un contexto de interacción ponem os en duda la veracidad del prójim o, hacem os preguntas del tipo: ¿me estará engañando? ¿No se estará enga­ ñando sobre sí mismo? Pero estas preguntas no las dirigim os a la persona de la que hem os dejado de fiarnos, sino a un tercero. El hablante sospechoso de no veracidad, puede a lo sum o, «ser inte­ rrogado», por ejem plo, en el curso de un proceso, o ser «traído a razón» en un diálogo psicoanalítico. No todas las cuatro pretensiones de validez se endérezan a ser desem peñadas o resueltas en un discurso. Las pretensiones de vera­ cidad sólo pueden desem peñarse en los contextos de acción. Ni los interrogatorios ni los diálogos psicoanalíticos entre m édico y pa­ ciente pueden entenderse com o discursos en el sentido de una bús­ queda cooperativa de la verdad. La cuestión de si alguien expresa

verdaderam ente sus intenciones o si en sus em isiones m anifiestas se limita sim plem ente a fingir las intenciones que se im puta o le im putam os (com portándose en realidad estratégicam ente), esto es algo que habrá de m ostrarse en sus acciones con tal que prosiga­ mos nuestras interacciones con él por tiem po suficiente. Por eso voy a distinguir entre «veracidad», com o pretensión de validez no susceptible de desem peño o resolución discursivos y las pretensio­ nes de validez discursivas que son la «verdad» y la «rectitud». Cosa distinta es lo que sucede con la pretensión de inteligibilidad. Cuando las reglas de form ación del lenguaje del que uno de los ha­ blantes se sirve resultan al otro tan oscuras que no entiende las ora­ ciones em itidas (bien sea en el plano sem ántico, gram atical o in­ cluso fonético), entonces pueden tratar ambos de llegar a un acuerdo sobre el lenguaje que quieren em plear en común. En este aspecto la inteligibilidad podría figurar entre las pretensiones de validez discursivas. Pero la diferencia es obvia. Las pretensiones de verdad y rectitud funcionan en el habla e interacción diarias como pretensiones, que se aceptan en atención a la posibilidad de que, en caso necesario, pueden desem peñarse discursivam ente. La inteligi­ bilidad representa, en cam bio, m ientras la com unicación discurra sin perturbaciones, una pretensión de validez fácticam ente ya re­ suelta; no es sim plem ente una prom esa. Por eso voy a poner la «in­ teligibilidad» entre las condiciones de la com unicación y no entre las pretensiones de la validez, discursivas o no discursivas, que se entablan en la com unicación. Para precisar el puesto especial que com pete a las dos pretensio­ nes de validez discursivamente desempeñables y que por consi­ guiente son por igual relevantes para una teoría consensual de la ver­ dad, voy a poner en correspondencia con las pretcnsiones de validez las intenciones y vivencias de certeza que las pretensiones de validez llevan anejas. Resulta entonces que la verdad proposicional y la rec­ titu d a diferencia de la inteligibilidad y la veracidad carecen de base directa en la experiencia. 2. Un sujeto, al reconocer una determ inada pretensión de validez, sigue una determ inada intención. «E ntiende» trivialm entc un producto sim bólico generado conform e a reglas, tan pronto com o se cum ple la «inteligibilidad» com o condición que es de la com unicación. A lguien «sabe» algo sobre un objeto de la experiencia (o sabe un hecho) cuando acepta la pretensión de verdad de una afirm ación. E stá «convencido» de la rectitud o

adecuación de una norm a, cuando reconoce la pretensión de vali­ dez de las co rrespondientes recom endaciones en la elección de esa norm a. Finalm ente, una persona «cree» a alguien si lo tiene por veraz en sus m anifestaciones. Con todas estas «intenciones» se asocian vivencias de certeza, pero en un sentido inespecífico. C uando entiendo algo o sé algo, cuando reconozco algo como válido o creo a alguien, tengo certezas, pero certezas que pueden ser muy distintas. Las pretensiones de validez se distinguen de las vivencias de cer­ teza por su intersubjetividad; no puede afirm arse con sentido que un enunciado sólo sea verdadero para un determinado individuo, que una persona sea veraz en sus m anifestaciones sólo para algunos indi­ viduos. En cambio, la certeza de una percepción, paradigm a de la certeza en general, sólo se da para el sujeto percipiente y para nadie más. Ciertam ente que diversos sujetos pueden com partir la certeza de que han hecho una determ inada percepción; pero entonces tienen que decirlo, es decir, tienen que hacer la misma afirm ación. Una pre­ tensión de validez es algo que presento como algo susceptible de com probación intersubjetiva, una certeza es algo que sólo puedo ex­ presar como algo subjetivo si bien puede servir de ocasión para po­ ner en cuestión pretensiones de validez disonantes. Una pretensión de validez la entablo, una certeza la tengo. Esta distinción es impor­ tante en lo concerniente a que precisam ente las dos pretensiones dis­ cursivas de validez (verdad y rectitud) sólo m ediatam ente se fundan en la experiencia. Entender un objeto sim bólico significa que he adquirido aque­ lla com petencia de regla que me perm ite probar (llegado el caso repitiendo las operaciones) si ese producto está correctam ente ge­ nerado. La vivencia de certeza que acom paña a tal acto de enten­ der, o bien es tan obvia, que no resalta com o m om ento especial (por ejem plo, en las em isiones de rutina en nuestra lengua m a­ terna), o cobra el rango de una intuición ejem plar o paradigm ática (como ocurre en el caso de las proposiciones m atem áticas senci­ llas). En am bos casos la fuerza garantizadora de certeza que posee la com prensión brota de que ese objeto sim bólico que entende­ mos, som os nosotros m ism os quienes lo hem os producido con­ forme a reglas o quienes al m enos lo hem os reconstruido, y plena­ mente lo entendem os m erced precisam ente a esta transparente historia de su nacim iento.

Tabla de las pretensiones de validez Condición de la comunicación

Pretensiones de validez No discursiva

Veracidad

Reclitud

.

____ ________

Vivencias ’de certeza

Base en la expenencia

Discursivas

Inteligibilidad

X

1menciones correspondientes

Entender algo

Certeza no sensible

Percepción de signos

C reerá alguien

Certeza de fe

Experiencias interactivas con personas y sus emisiones o manifestaciones

Estar convencido de algo

X

Ninguna directa

Verdad (de los Saber algo enunciados) X Ver, percibir algo

X

Ninguna directa

Certeza sensible Percepción de cosas y sucesos

Hn este proceso interviene la experiencia en la medida en que la comprensión de sím bolos se basa directamente en la percepción de signos. El acto de comprensión, dependiente de la percepción de sig­ nos, se ve acompañado por vivencias de certeza de un tipo al que va­ mos a llamar certeza no sensible. Otra cosa es lo que ocurre con la confianza que ponemos en la veracidad de una persona. Creer a una persona significa excluir que esa persona pudiera estar pensando algo distinto de lo que dice. La vivencia de certeza que acompaña a cada acto de fe en una persona, se debe a las interacciones en las que lie hecho experiencia de la ve­ racidad del afectado. La certeza de fe, que es como voy a llamar a este tipo de vivencia de certeza, depende de experiencias com unica­ tivas; de ahí tam bién que las pretensiones de veracidad sólo puedan desempeñarse o «darse prueba» de ellas en interacciones16. En ello no hace ninguna diferencia el que la sospecha se deba a engaños o autoengaños.

' Quien da testimonio de algo trata üe suministrar indirectamente certeza de fe. En este sentido Kierkegaard, por ejemplo, funda la certeza cristiana de la fe en el testi­ monio de los contemporáneos de Cristo.

La certeza no sensible y lo que hemos llamado «certeza de fe» se distingue característicam ente de la certeza sensible que acompaña directam ente a las percepciones. Percibir algo significa estar seguro de las cosas y sucesos percibidos. El acto de ver es uno con la cer­ teza de que veo lo que veo: incluso hablar así resulta ya más bien ab­ surdo. Naturalmente que «sé» que a posteriori una percepción puede resultar haber sido una equivocación; pero sólo como algo pertene­ ciente al pasado puede una certeza sensible ser puesta en tela de ju i­ cio. En cambio, la certeza que acompaña al creer a una persona des­ cansa per se en experiencias pasadas y no excluye, por tanto, en el acto de creer la posibilidad de equivocación, del mismo modo como la certeza sensible la excluye en el acto de percepción sensible. Por el contrario, la certeza no sensible que asociam os con los actos de com prensión está inm unizada incluso contra la posibilidad de descu­ brir una equivocación a posteriori. Si a posteriori me percato de que 110 entendí algo o que 110 lo entendí correctamente, aquello que en­ tendí, si es que en general entendí alguna cosa, no puede haber sido falso: sim plemente entendí otra cosa. El error se produjo en el plano de la identificación del objeto, no en el plano de la aprehensión del objeto mismo (que uno siempre pudo identificar mal). Lo que característicamente distingue a la certeza sensible de otros tipos de certeza es la circunstancia de que la vivencia de que brota la fuerza generadora de certeza no puede ser hecha corresponder a nin­ guna pretensión de validez: cuando entiendo a alguien o crco a al­ guien, correspondo a la pretensión de validez que una emisión entabla en punto a inteligibilidad, o a la pretensión de validez que una persona que habla entabla en punto a veracidad; pero al ver, oir, oler, o gustar algo, no correspondo a ninguna pretensión de validez en absoluto. Ciertamente que también puedo afirm ar lo que he percibido; pero en­ tonces entablo la pretensión de validez que siempre asocio con mis afirmaciones, y no la pretensión de que la percepción es lo que es, a saber: una percepción que para mí, el sujeto pcrcipicnle, se convierte en fuente de certeza sensible. Las percepciones que, por el hecho de serlo, son sensorialmente seguras, son actos a los que, a diferencia de lo que acaece con «entender», «creer», «reconocer» y «saber» no co­ rresponde directamente una pretensión de validez17. ir Ciertamente que ia certeza sensible puede hacerse corresponder con la preten­ sión de «objetividad de la experiencia»; pero ésta no debe confundirse entonces con la verdad do las proposiciones, es decir, con una pretensión de validez discursiva; cfr. más abajo sección IV

Por otro lado, hay pretensiones de validez cuyas correspondien­ tes intenciones, a diferencia de lo que ocurre con los actos de enten­ der o creer, no se ven acompañadas por vivencias significativas de certeza. Cuando sé una cosa o estoy convencido de la rectitud de una regulación no estoy seguro de la m anera como puedo estarlo cuando se trata de la inteligibilidad de una emisión o de la veracidad de una persona (incluso de una percepción). E incluso un saber seguro y una convicción firm e sólo descansan en las razones que, llegado el caso, puedo aducir para desvirtuar las objeciones en contra. El saber y las convicciones extraen su «fuerza» de las razones que ya he dado o que puedo dar (o que a lo menos pienso que puedo dar). Directa­ mente estas «certezas» se basan en la argumentación y no en la expe­ riencia, si bien los juicios empíricos de percepción o los enunciados de observación pueden, naturalmente, entrar en la argumentación. Mediante el saber y la pretensión de verdad aceptada pueden muy bien basarse en la certeza sensible, de forma sim ilar a como las con­ vicciones y las pretensiones de rectitud aceptadas pueden basarse en la certeza que acom paña al creer (a saber; en la certeza de los parti­ cipantes en un discurso práctico de que, al considerar adecuadas de­ term inadas interpretaciones de sus necesidades, no se están enga­ ñando sobre sí mismos). Los actos de saber y de convicción, que expresan el reconocim iento de pretensiones de verdad y actitud sus­ ceptibles de desempeño discursivo sólo tienen en la experiencia, com o hemos dicho, una base. Se ven acompañados de un tipo de «vivencia de certeza», que sólo se debe a la experiencia de la pecu­ liar coacción sin coacciones que ejerce el mejor argumento. Y así como a esta experiencia no la llamamos norm alm ente experiencia, así tam bién esa certeza se aleja de la form a paradigm ática de la cer­ teza sensible, que siem pre expresa algo inmediato. 3. Si la rectitud, junto con la verdad, puede calificarse de pre­ tensión de validez susceptible de desempeño discursivo, de ello se si­ gue que la rectitud de una norma puede som eterse a examen lo mismo que la verdad de los enunciados. En la tradición filosófica se han venido enfrentando, entre otras, dos formas de ver las cosas. La prim era fue desarrollada en el derecho natural clásico y afirm a que los enunciados normativos son susceptibles de verdad en el mismo sentido que los enunciados descriptivos; la otra se ha convertido, de la mano del nom inalism o y del empirismo, en la concepción hoy do­ m inante y dice que los enunciados normativos no son susceptibles de verdad. Tengo por falsos los supuestos que subyacen a ambas versio­ nes. Sospecho que la justificación de la pretensión de validez conte-

nida en las recomendaciones, ya sea de norm as de acción, o de nor­ mas de valoración, es tan susceptible de examen discursivo como la justificación de la pretensión de validez implicada en las afirm acio­ nes ls. Ciertam ente que la fundam entación de preceptos y valoracio­ nes correctos se distingue de la fundamentación de enunciados ver­ daderos en la forma de la argumentación. En los discursos prácticos, las condiciones lógicas bajo las que cabe alcanzar un consenso racio­ nalmente motivado, son distintas que en los discursos teóricosl9.

18 Cfr. el capítulo sobre la susceptibilidad de verdad de las cuestiones prácticas, en Habermas, Legitimationsprobleme ¡m SpatkapUalismus, Francfort, 1973 (ed. cast., Problemas de legitimación del capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires, 4.a reimp., 1991). 19 La lógica del discurso práctico es imprescindible para la fundamentación de una ética universalista del lenguaje, pues en ella las normas básicas del discurso racional se consideran condiciones pragmático-universales de toda fundamentación de normas. Pero ello no implica la afirmación de que tal lógica del discurso resulte de por sí sufi­ ciente para tal tarea. Con toda razón Walter Schulz ha introducido como «instancias de la ética» no sólo a la razón, sino también a la compasión. La universalidad de la compasión puede justificarse como una máxima etica fundamental si entendemos la compasión como reacción a la violación de estructuras universales de la intersubjetividad en las que se estabiliza una identidad del yo que siempre ha menester protección. La compasión entendida como categoría ética y no como categoría psicológica viene provocada por las violaciones de la integridad del yo, es decir, de la estructura simbó­ lica que es la dignidad humana, y sólo indirectamente por las violaciones de la integri­ dad del cuerpo. En este aspecto la compasión se corresponde exactamente con el con­ cepto de mal moral que Schulz desarrolla: «Una de las más profundas intuiciones de Fichtc es que, consideradas las cosas en términos teóricos y abstractos, el otro, en tanto que yo autoconsciente, puede ser negado por mí, lo mismo que el mundo de los objetos, y que sólo el aspecto moral impide tal aniquilación exigiéndome limitar mi yo frente al otro y reconocerlo. Aquí se muestra con claridad la estructura dialéctica del yo. El yo, en tanto que autoconciencia, se da la posibilidad de aniquilar al otro, y, por tanto, sólo puede ser el yo mismo el que como autoconciencia moral se impide la posibilidad. La ética descansa en la autodisciplina, es decir, en oponerme a tal egoísmo en mí mismo... Pero en vista de esta figura del mal como negación sin objeto, como negación pura, no hay más remedio que radicalizar la idea de que la yoidad abre la po­ sibilidad de ruptura con los demás, y ello mediante un análisis más diferenciado del yo. Sólo porque, y en la medida en que, el yo se pervierte en si mismo puede pervertir su relación con los otros en las formas de tortura, humillación y degradación que aca­ bamos de mencionar. Kant se percató, por lo menos a grandes rasgos, de 'esta situa­ ción dialéctica. En su escrito sobre la religión, en la famosa sección acerca del mal ra­ dical, explica Kant que el mal no radica ni en las pulsiones ni en la sensibilidad ni tampoco en una razón malvada, sino en que el hombre invierte el orden en sí mismo: coloca el móvil que representa el amor propio por encima de la ley moral y lo con­ vierte en condición de esa ley. Sólo esta perversión de mí mismo puede dar como re­ sultado la «perversión del corazón», es decir, el mal, que después se vuelve también

En relación con esto voy a recurrir a algunas distinciones que re­ sultan de la relación entre cultura y naturaleza. Llamamos «cultura» al ám bito de la realidad que está estructurado lingüísticamente. Frente a él podemos adoptar una doble actitud, como participantes y como observadores. La cultura se compone de emisiones o manifes­ taciones (o sedimentos de emisiones y manifestaciones) que han sido generadas conform e a reglas por sujetos capaces de lenguaje y de ac­ ción (o que fueron generadas por las generaciones pasadas). Como todas esas manifestaciones implican pretensiones de validez, el ám­ bito de realidad que llamamos cultura reposa sobre la facticidad de pretensiones de validez. Para el propósito de nuestra discusión me voy a limitar al fragm ento de la cultura que viene determinado por norm as de acción. Las instituciones sociales pretenden frente a los agentes una validez normativa, no viniendo generada tal validez por las acciones particulares de los sujetos que se guían en cada caso por norm as20. La pretensión de validez de un acto de habla constatativo se re­ fiere a objetos de la experiencia y a hechos; la pretensión de validez de una norma reconocida es ella misma objeto de la experiencia o hecho. De ahí que podamos hablar de «norm as existentes». La vi­ gencia (normativa) es la form a de existencia de las normas. Se ex­ presa en oraciones de deber del tipo: en tales o cuales situaciones se debe (es obligatorio) ejecutar (u omitir) la acción x. El operador mo­ dal «es obligatorio» juega para los miembros de los sistemas sociales un papel sim ilar al que juega el cuantor de existencia «existe» para el observador de la naturaleza; ambos expresan una forma de existen­ cia. Tales oraciones de deber (o preceptos) expresan la pretensión de validez de normas existentes; no pertenecen a los actos de habla que pueden ejecutarse ateniéndose a normas. Todo acto de habla puede ser el cum plim iento de una norma, pero sólo lina determ inada clase de actos de habla expresa las rela­ ciones universales que sujetos hablantes y agentes pueden entablar

contra los otros» {toe. cit., p. 725). Base de esta interpretación del mal (que fue objeto de ulterior desarrollo en la filosofía última de Schelling) es la bella y original inter­ pretación que Schulz hace del escrito de Fichte «Die Bestimmung des Menschen», es­ crito que, si 110 entiendo mal, ocupa una posición sistemática central en la propia argu­ mentación de Schulz (loe. cit., pp. 328 ss.). !0 Añadido, 1983: las consideraciones que siguen, todavía muy tentativas, las he pre­ cisado mientras tanto en la sección IV de mi artículo sobre ética del discurso, en J. I labermas, Momlbewusstsein und kommimikutives Húndela, Francfort, 1983, pp. 67-72.

entre sí basándose en normas. Ejemplos son: ordenar, exigir, rogar, amonestar, aprobar, sancionar, salir fiador de; disculparse, perdo­ nar; aconsejar, advertir, proponer, recomendar, rechazar, otorgar, conceder, etc. Los actos de habla regulativos podem os distinguirlos, así de los actos de habla constatativos como afirm ar, describir, refe­ rir, narrar, exponer, explicar, predecir, etc., como de los actos de ha­ bla representativos, que se refieren a la expresión de intenciones, actitudes y modos de expresión de un hablante. Ejem plos son: ocul­ tar, fingir, encubrir, dejar de decir, negar, etc. A los actos de habla constatativos pertenece como pretensión de validez la verdad, a los actos de habla representativos la veracidad; pero a los actos de habla regulativos no cabe hacerles corresponder del mismo modo la recti­ tud. Pues, al intentarlo, resulta que la pretensión de validez asociada a los actos de habla regulativos está tom ada de la validez fáctica de una norma que antecede ya siem pre a esos actos. Al dar a alguien una orden, o bien estoy expresando una necesidad subjetiva y una relación contingente de poder, y en tales casos estoy expresando una intención; o bien estoy expresando una relación legítim a de depen­ dencia, y en tal caso me estoy apoyando en una norm a, cuya validez no es generada por mi acto de habla (como sucede en los actos de habla constatativos o representativos), sino que ya viene presu­ puesta en mi acto de habla. Esta circunstancia explica tam bién por qué la validez norm ativa sólo puede expresarse en la form a im per­ sonal de oraciones de deber y no en la form a de actos de habla. La rectitud de acciones particulares (o dé actos de habla particulares) deriva de la legitimidad de las norm as subyacentes. Cuando se pone en cuestión una orden dada legítimamente, ésta puede justificarse haciendo referencia a una norm a vigente, que otorga el correspon­ diente poder de mando. Es la rectitud de tales norm as fácticam ente reconocidas la que puede ser objeto de fundam entación. Son las pretensiones de vali­ dez de las norm as existentes, pretensiones que vienen form uladas en oraciones de deber, las que se convierten en objeto de los dis­ cursos prácticos (y no las pretensiones de validez de los actos de habla regulativos). C iertam ente que en el tránsito de la acción al discurso práctico, las pretensiones de validez fácticam ente'recono­ cidas de las norm as, al igual que las pretensiones de validez inge­ nuam ente reconocidas de las afirm aciones, quedan transform adas en pretensiones de validez hipotéticas, de m odo que las correspon­ dientes norm as pueden considerarse com o «puestas» (y sustituíbles). En el discurso las norm as quedan a disposición desde el

punto de vista de si deben tener vigencia o n o -'. Para los estados em píricos acerca de los que discutim os com o «estados de cosas» dejando en suspenso su existencia, hemos introducido el térm ino «hecho»; para las norm as sobre las que discutim os dejando en sus­ penso su validez nos falta un térm ino análogo. Podemos recurrir, a título de estipulación term inológica, a la expresión «propuesta nor­ mativa». En ambos casos se abre un discurso, sea con la (contro­ vertible) afirm ación de que p (siendo p un enunciado), o con la (controvertible) recom endación de que m (siendo m un precepto general). Las recom endaciones (o advertencias) cuando se las hace en discursos, im plican, del mismo modo que las afirm aciones, pre­ tensiones de validez hipotéticas. A la pretensión de validez de las afirm aciones, ingenuam ente reconocida en contextos de acción, corresponde la vigencia o vali­ dez fáctica de las normas. A la pretensión de verdad de los enun­ ciados acerca de estados de cosas (hechos), que pueden existir o no existir, tem atizada en los discursos teóricos, corresponde la preten­ sión de rectitud, tem atizada en los discursos prácticos, que las reco­ m endaciones entablan en favor de preceptos que afectan a todos y a los que es posible deba prestarse vigencia (y que en cuanto rigen Tácticamente, representan norm as reconocidas). A un hecho debe corresponderle (por lo menos) una afirm ación justificada (o un enunciado verdadero); a una norm a que en circunstancias dadas debe regir, debe corresponderle (por lo m enos) una recom endación ju stificad a (o m andato correcto). Ciertam ente que una norm a fácticam ente vigente, no por eso tiene la razón de su parte, y norm as correctas puede que no lleguen a alcanzar vigencia fáctica. De ahí que los resultados de los discursos prácticos, en los que se dem ues­ tra que la pretensión de validez de norm as cuya pretensión de vali­ dez sería susceptible de desem peñarse con argum entos que no es­ tán en realidad vigentes, se com porten críticam ente frente a la realidad (es decir, frente a la realidad sim bólica de la sociedad), m ientras que los discursos teóricos no pueden dirigirse contra la realidad (naturaleza) misma, sino contra afirm aciones falsas acerca de la realidad.

11 De ahí que las etapas posconvencionales de la conciencia moral (Piaget, Kohlberg) presupongan la capacidad de participar en discursos prácticos.

III.

M ODELOS NO APTOS DE LA VERDAD

Antes de pasar a estudiar (valiéndome de las distintas formas de argumentación) qué puede significar resolución o desempeño discur­ sivo de pretensiones de validez, voy a intercalar un excurso. Las hue­ llas de las teorías de la verdad formadas a lo largo de la historia de la Filosofía conducen a cuatro fuentes de error: 1. La teoría consensual de la verdad tiene la ventaja de identifi­ car la verdad y la rectitud com o pretensiones de validez susceptibles de desempeño discursivo, sin borrar a la vez las diferencias lógicas que se dan entre los discursos teoréticos y los discursos prácticos. Por el contrario, las teorías metafísicas de la verdad, al declarar las cuestiones prácticas susceptibles de verdad en el mismo sentido que las teóricas, resultan demasiado extensivas22; y las teorías positivistas de la verdad, al negar que las cuestiones prácticas sean susceptibles de verdad, resultan demasiado restrictivas23. 2. La teoría consensual de la verdad tiene la ventaja de distin­ guir entre sistemas en los que hacemos experiencias, transmitimos inform aciones y ejecutamos acciones, y discursos en los que pueden aclararse mediante argumentación pretensiones de validez problematizadas. En cambio, las teorías trascendentales de la verdad confun­ den las condiciones de objetividad de la experiencia posible (y con ello de la comunicabilidad de las percepciones) con las condiciones de desempeño discursivo de pretensiones de verdad, para las cuales la experiencia no puede constituir otra cosa que una base. Una teoría de la constitución de la experiencia, que analiza los objetos de la ex­ periencia posible, no puede cum plir el papel de una teoría de la ver­ dad (primera línea del esquema que sigue). 3. La teoría consensual de la verdad tiene la ventaja de distin­ guir entre pretensiones de validez susceptibles de desempeño discur­ sivo y no susceptibles de desem peño discursivo. En cambio, algunas teorías de la verdad confunden el concepto de verdad, interpretado en térm inos excesivamente extensivos o restrictivos, con la inteligi­ bilidad, la rectitud o la veracidad (cfr. la m itad inferior del esquema que sigue). Como he discutido el prim er punto de la sección anterior (III),

21 Un ejemplo reciente lo representa Leo Strauss, Nalurrecht und Geschichte, Stuttgart, 1956 (Introducción). 2Í Un conocido ejemplo es R. M. liare, The Language o f Moráis, Oxford, 1952.

me voy a lim itar a señalar las debilidades de las teorías de la verdad m encionadas en 2-4; naturalmente que sólo puede tratarse de re­ ferencias estratégicas y no de objeciones sistemáticas. Además, teo­ rías de la verdad más o menos elaboradas son sólo la teoría de la ver­ dad como correspondencia y la teoría de la verdad com o evidencia, por una lado, y las teorías pragmatista y analítica de la verdad, por otro. Lo que llamo teoría de la verdad como manifestación y teoría voluntarista de la verdad son más bien constructos que resultan de nuestra clasificación; lo que no quiere decir que en la tradición no se encuentren lineas de argumentación, que se mueven en la dirección de esos constructos.

Modelos no aptos de la verdad Objetividad de la experiencia Teoría trascendental de la verdad Certeza sensible Certeza no sensible Certeza de fe

Teoría de la verdad como correspondencia o copia Teoría de la verdad como evidencia [Teoría voluntarista de la verdad]

Veracidad Rectitud Inteligibilidad

Teoría de la verdad como manifestación Teoría de la verdad como éxito (pragmatismo) Teoría analítica de la verdad

a d 2: confusión de objetividad y verdad En cierto m odo las percepciones no pueden ser falsas. C uando nos hem os equivocado, entonces no era esa percepción, sino una percepción distinta de la que habíam os pensado; o no se trataba de ninguna percepción en absoluto, aunque creim os haber percibido algo — com o ocurre, por ejem plo, en el caso de las alucinaciones y fantasías— . Ello tiene su precipitado, com o h e­ m os dicho, en la vivencia de certeza sensible. No es ninguna contradicción a la subjetividad de esa certeza el que las p ercep ­ ciones se presenten a la vez con la pretensión de objetividad: la vivencia de certeza es el fiador subjetivo de la objetividad de la experiencia. Todo el que sea dueño de sus sentidos, debería p o ­ der hacer (en circu nstancias com parables), en otro acto de per­ cepción, la «m ism a» percepción y p o d er estar a su vez seguro de ella. De ahí que las percepciones se hayan considerado a m enudo paradigm a del conocim iento en general y las teorías de la verdad

se hayan d esarrollad o la m ayor parte de las veces recurriendo a estos elem entos, los más sim ples e indubitables del co n o ci­ m iento (en alem án, incluso el propio térm ino «percepción» ( Wahrnehmung), hace ya referencia a la verdad). Las teorías emp iristas de la verdad parten del m om ento de certeza sensible, las teorías trascendentales de la verdad parten de la pretensión de objetividad; pero am bas concuerdan en el peralte paradigm ático que dan a la percepción o al ju icio de percepción y a la observa­ ción o al enunciado observacional. Por mi p arte, voy a defender la tesis de que la verdad p erte­ nece categ o rialm en te al m undo de los «pensam ientos» (en el sentido de Frege) y no al de las percepciones. C om o las p ercep ­ ciones en cierto modo no pueden ser falsas, en el plano de ellas la cuestión de la verdad no puede ni siquiera plantearse. Puede que m e haya podido equivocar en una (supuesta) percepción (entonces, o no era esa percepción, o no se trata en absoluto de percepción alguna); pero tales equivocaciones pueden aclararse sin m ás, a saber: reiterando la percepción: «¿N o crees que la casa de al lado esté ardiendo? ¡Ve y convéncete tu m ism o!» En este caso el oponente ha puesto en cuestión una percepción; so s­ pecha que el otro se ha equivocado. Su duda no se re fie re d irec­ tam ente a la no verdad del co rresp o n d ien te enunciado de que la casa de la esq u ina esté ardiendo, si bien ese enunciado tiene que ser falso en la m edida en que le subyace un e rro r de los senti­ dos. Las cu estiones de verdad só lo pueden convertirse en tem a cuando la duda ya no se dirige contra percepciones (duda que puede elim in arse repitiendo la percep ció n ), sino directam ente contra la verdad del enunciado, es decir, cuando u n a pretensión de v alidez (que sólo puede d esem peñarse m ediante argum entos) se torna problem ática. Conocim ientos ejemplares, con ayuda de los cuales podemos aclarar el sentido de la verdad, no son las percepciones o los enun­ ciados singulares en que se com unican percepciones, sino los enun­ ciados universales, negativos y modales; en éstos se expresa lo espe­ cífico del conocimiento, a saber: la organización conceptual del m aterial de la experiencia. El conocimiento, que trae experiencias a conceptos, se expresa en oraciones que en modo alguno reflejan di­ rectamente percepciones. Su pretensión de validez está, por tanto, re­ ferida a la argumentación. La certeza sensible o la objetividad de la experiencia no son modelos adecuados de la verdad. Sobre el malen­ tendido em pirista volveré en la próxim a sección; aquí me limitaré al

malentendido de las teorías trascendentales de la verdad, que pasan por alto la distinción entre objetividad y verdad24. Mi tesis es: las experiencias se presentan con la.pretensión de ob­ jetividad; pero ésta 110 es idéntica a la verdad del correspondiente enunciado. La objetividad de la experiencia puede entenderse en el sentido de un pragmatism o de orientación trascendental25. La estruc­ tura categoría] de los objetos de la experiencia posible hace posible la objetividad de la experiencia; la objetividad de una determinada experiencia se acredita en el éxito, susceptible de control, de las ac­ ciones que se basan en esas experiencias. La verdad, es decir, el de­ recho que asiste a la pretensión de validez implícitam ente entablada con las afirm aciones, se m uestra, en cambio, no en acciones suscep­ tibles de venir controladas por el éxito que nos procuran, sino en ar­ gum entaciones que nos perm iten desem peñar discursivamente esa pretensión de validez. Esto puede explicarse también recurriendo a los enunciados singulares que expresam ente no considero paradigma de conocimiento. Una afirm ación (esta pelota es roja) que se hace en un contexto de acción, implica una pretensión de validez (es decir, supone la verdad de la proposición expresada), pero tematiza una ex­ periencia con un objeto en el mundo: afirm a una experiencia, no un pensamiento. La misma afirmación puede convertirse en elemento de un discurso. Entonces cambia su sentido: tem atiza un estado de cosas con vistas a una pretensión de validez hecha explícita y puesta en cuestión, y supone que ese estado de cosas, si existe, puede con­ firm arse mediante experiencias. Sin embargo, al afirm ar un estado de cosas no estoy afirm ando una experiencia. Esta consideración justifica una ulterior distinción entre el sen­ tido categorial de la validez de un enunciado y el sentido de la pre­ tensión discursiva de la correspondiente afirmación. El sentido cate­ gorial de la validez de un enunciado se mide por la estructura del ámbito objetual abierto por un a priori de la experiencia, ya sea prag­ mático (cosas y sucesos) o comunicativo (personas y sus manifesta­ ciones); el sentido de la pretensión discursiva de validez se mide, en cambio, por las condiciones de la situación ideal de habla, exigidas por el a priori de la argumentación y supuestas a la hora de proceder

M Cfr. también sobre lo que sigue el epílogo a J. Habermas, Erkenntnis und Interesse, Francfort, 1973; en especial, pp. 381-401 (ed. cast., Conocimiento e interés, Taurus, Madrid, 1982). !S Cfr. K. O. Apel, Die Transformation der Philosophie, 2 tomos, Francfort, 1973 (ed. cast., La transformación de la Filosofía, Taurus, Madrid, 1985).

a fundamentar, bajo las que tal pretensión de validez puede resol­ verse o desempeñarse. Los problem as que a la teoria del conoci­ miento plantea la constitución del objeto no deben mezclarse, en el sentido de las teorías trascendentales de la verdad, con los problemas de la resolución o desempeño de pretensiones de validez. Voy a m encionar una consecuencia anticipándom e a lo que diré después. Si queremos entender el progreso científico como un desa­ rrollo crítico de lenguajes teoréticos, que a largo plazo interpretan de forma cada vez «más adecuada» los ámbitos objetuales precientíficamente constituidos, la identificación de verdad y objetividad no puede menos que plantear dificultades. Pues si las pretensiones de verdad no se desempeñasen mediante argumentación, sino mediante experiencias, los progresos teoréticos dependerían de la producción de nuevas experiencias y no de nuevas interpretaciones de las mis­ mas experiencias. Más plausible es la idea de que la objetividad de una experiencia no asegura la verdad de la correspondiente afirm a­ ción, sino sólo la identidad de una experiencia en la diversidad de sus posibles interpretaciones. cid 3: confusión de pretensiones de validez y vivencias de certeza (a) Las teorías que quieren fundar la pretensión de validez de las afirm aciones empíricas en la certeza que acom paña a nuestras percepciones, interpretan la relación de verdad conform e a la rela­ ción de copia o semejanza sugerida por el modelo de la visión. No voy a entrar en las distintas versiones' que la teoría de la verdad como adecuación ha tenido desde Aristóteles. Esas versiones no aciertan con el sentido pragmático de la verdad, pues las imágenes pueden ser más o menos parecidas al original que tratan de representar, mientras que un enunciado que es verdadero, no puede ser más o menos pró­ ximo o parecido a la realidad: la verdad no es una relación com para­ tiva (sobre esto han llamado la atención, entre otros, Austin y Sellars). Esta diferencia se torna clara cuando se comparan simulaciones técni­ camente realizables de fragmentos de la realidad con teorías sobre esos fragm entos de la realidad. Los modelos sim uladores pueden ser más o m enos próximos a la realidad y pertenecen categorialm ente al mismo ámbito objetual que aquello de que son m odelos;-las teorías sobre un ámbito objetual fundan, en cambio, ya sea enunciados ver­ daderos o enunciados falsos y no pueden pertenecer categorialmente ellas mismas a esc ámbito objetual. Tampoco la versión debilitada de esa relación de copia, a saber: la relación de correspondencia que se entiende com o una correspon­

dencia no icónica y biunívoca entre elementos del enunciado y ele­ mentos del ám bito objetual, resulta adecuada para una interpretación de la relación de verdad2'’; pues los hechos no pertenecen al sistema de experiencias referidas a la acción, sino, inseparablem ente de los enunciados en los que quedan reflejados” , a los contextos de posible argumentación. El quid pro quo de verdad y certeza sensible sugiere (como el m encionado quid pro quo entre verdad y objetividad de la experiencia) una confusión entre hechos y objetos de la experiencia. (b) Las teorías que pretenden fundar la verdad de los enunciados en aquella certeza que acompaña a nuestra comprensión de los produc­ tos simbólicos, interpretan la relación de verdad conforme a la relación entre expectativa y cumplimiento, sugerida por el modelo de la genera­ ción operativa de objetos ideales. Así, Husserl basó su teoría de la ver­ dad como evidencia en el cumplimiento de intenciones. La impractica­ bilidad de este programa queda patente en la tentativa de probar para los enunciados universales la existencia de una intuición no sensible (o categorial), en que los elementos universales pudieran darse por sí mis­ mos. Y es claro que también los enunciados singulares (los llamados juicios de percepción) contienen a lo menos una expresión universal (a saber: uno de los predicados relativos a disposiciones, medida, relación o sensación, permitidos en los lenguajes observacionales), cuyo conte­ nido intencional no puede quedar cumplido por las evidencias suminis­ tradas por un número finito de observaciones particulares. Los signifi­ cados de las palabras y oraciones, como Wittgenstein mostró analizando la introducción de reglas mediante ejemplos, tienen siempre un excedente de universalidad que por principio va más allá de todos los posibles cumplimientos particulares. La pretensión de validez implicada en una afirm ación no puede, por tanto, quedar desempeñada mediante evidencias suministradas por la experiencia, ya elijam os como paradigm a la certeza sensible o la certeza no sensible. (c) No voy a detenerm e en las argumentaciones que de forma análoga apelan a una conexión entre verdad y la certeza que acom­ paña al creer en la veracidad del otro. Tales argumentaciones apare-

Cfr. G. Pitcher en su introducción al colectivo editado por él: Tmth (véase nota 4), pp. 9 ss. v En este sentido se expresa P. Goehet, loe. cit., p. 98: «Este estudio nos ha con­ firmado, en efecto, que el hecho, contrariamente al suceso, no puede alcanzarse sino por mediación del lenguaje y que es lógicamente inseparable de la frase que lo formula».

cen sobre todo en los contextos de fundamentación de las teorías ra­ cionalistas cuando se trata de inmunizar la verdad de los axiomas, principios supremos, etc., contra las dudas convencionalistas, ape­ lando a la veracidad de un Dios que procede en térm inos voluntaristas (cfr., por ejemplo, el papel que la suposición contrafáctica de un deus m alignus juega en Descartes). ctcl 4: sobre la confusión de pretensiones de validez Las cuatro pretensiones de validez que hemos introducido son genuinas; no pueden reducirse a una de ellas, ni tampoco a un funda­ mento común. Especialmente en la tradición em pirista se han hecho tentativas (en forma de falacias naturalistas) de reducir la veracidad, la rectitud y la inteligibilidad a relaciones de verdad. Falacias com ­ plementarias son las que subyaccn a las teorías que, a la inversa, identifican la verdad con la veracidad, la rectitud o la inteligibilidad. (a) La veracidad es una pretensión de validez asociada a los actos de habla de la clase que hemos llamado representativos, y que dice que las intenciones que expreso (pensam ientos, necesidades y senti­ mientos) las estoy pensando en serio, exactamente como las expreso. Un hablante es veraz cuando con sus emisiones o m anifestaciones ni se engaña a sí mismo ni engaña a los demás. La posibilidad de en­ gaño y autoengaño no tiene nada que ver con la no verdad. Así como la «verdad» se refiere al sentido en que afirm o una proposición, así también la «veracidad» se refiere al sentido en que doy expresión a una intención. Tan pronto com o entendemos la veracidad como una relación entre una oración intencional expresada y la entidad interna de una vivencia o un estado, la hemos interpretado y malentendido ya conform e al modelo de una relación de verdad; en los actos de autoexpresión no afirm o nada acerca de episodios internos, no hago en general ninguna afirm ación, sino que estoy expresando vivencias. A las teorías de la verdad como m anifestación subyace un m alenten­ dido complementario. De él pueden encontrarse ejem plos tanto en las tradiciones místicas como incluso en algunos aspectos de la teo­ ría de la verdad de Heidegger. El acontecer de la verdad como una dialéctica de manifestación y ocultamiento está concebido conform e al modelo de un ser que a la vez que se m anifiesta en sus formas de aparición se resiste a quedar extrañado de sí. Tal concepción no hace justicia a la referencia del uso cognitivo del lenguaje a la realidad28.

ís Cfr. E. Tugendhat, Der Wahrheitsbegriff bei Husserl wul Heidegger, Berlín, 1967.

(b) También la rectitud es una pretensión de validez genuina que no puede reducirse a la verdad. La rectitud es como hemos visto una pretensión de validez que dice que una norma de acción (o de valoración) vigente es reconocida con razón, que «debe» estar vi­ gente. Estas reiteradas objeciones contra las falacias naturalistas en el ám bito de la ética acentúan esa diferencia. En cuanto interpreta­ mos la rectitud como una relación entre una recomendación o adver­ tencia y la entidad interna de la satisfacción de una necesidad (o com o descarga de la tensión interna provocada por un displacer), la hemos ya m alentendido conform e al modelo de una relación de ver­ dad. Al igual que en los actos de autopresentación, tampoco en la elección de norm as estoy haciendo afirm aciones sobre episodios in­ ternos; no estoy haciendo en general enunciado alguno, sino que es­ toy obrando bien u obrando mal. A las teorías que entienden la ver­ dad com o éxito (en la dim ensión que fuere) les subyace un error complem entario. De tal m alentendido pueden encontrarse buenos ejemplos en Nietzsche, en el pragmatism o de orientación psicológica de VV. James y F. C. Schiller y en el concepto sistémico de verdad de Luhman. Según esta concepción, la verdad se mide por el cum pli­ miento de funciones importantes para la vida, viniendo determinada esa im portancia para la vida por los valores-m eta de un organismo o de una especie o por los imperativos de supervivencia o consistencia de un sistema social. En tal tentativa de m inar el concepto de verdad en térm inos funcionalistas, habríamos de atenernos a los imperativos dominantes de funciones evaluativas, relativas a aspectos de control sistémico, sin que por su parte tales funciones pudieran ya conside­ rarse susceptibles de verdad. Pero tal concepción no hace justicia al m omento contrafáctico contenido en el concepto de pretensión nor­ mativa de validez2’. (c) Parece evidente que la inteligibilidad de una m anifesta­ ción nada tiene que ver con la verdad. La inteligibilidad es una pretensión de validez que dice que dispongo de una determ inada com petencia de regla, a saber: que dom ino (a lo m enos) un len­ guaje natural. Una em isión o m anifestación es inteligible cuando está form ada de suerte que todo el que dom ine los correspondien­ tes sistem as de reglas podría generar la m ism a em isión o m anifes­ tación. En este aspecto, lo que llam am os «verdad analítica» es un

29 Cfr. mi discusión con Luhmann, en J, Habernias y N. Luhrnarm, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie, Francfort, 1971, pp. 221 ss.

caso especial de inteligibilidad, a saber: la inteligibilidad de ora­ ciones form alm ente construidas. Tanto mayor es entonces la tenta­ ción de, a la inversa, defin ir la verdad por la inteligibilidad. Una teoría analítica de la verdad ha sido últim am ente propuesta por Kuno Lorenz basándose en la filosofía m etódica de la Escuela de E rlan g cn 3,). Kuno Lorenz parte de la conocida tesis de que las con­ diciones de verdad de un enunciado vienen regidas por las reglas de uso de las expresiones lingüísticas que aparecen en esc enun­ ciado. La cuestión de si en un caso dado se cum plen o no las con­ diciones de verdad tiene que poderse com probar m ediante com pa­ ración de la situación de uso actual de esas expresiones con la correspondiente situación (racionalm ente reconstruible) de intro­ ducción de esas expresiones. Es claro que este procedim iento ga­ rantiza la inteligibilidad de los actos de habla constatativos, pero no toca su pretensión de verdad M.

IV.

SOBRE LA LÓGICA DEL DISCURSO

La teoría consensual de la verdad se ve expuesta a dos objecio­ nes centrales. La primera la trataré brevemente, en la segunda he de entrar con bastante más detalle. Contra las teorías pragmáticas de la verdad, que se refieren al proceso de entendimiento entre sujetos capaces de lenguaje y acción, se ha hecho siempre la objeción de que la verdad no debe confun­ dirse con los métodos de obtención de enunciados verdaderos: «La verdad no debería confundirse con asuntos relativos a cómo se ob­ tiene o a cóm o se llega a ella. Obtener una verdad es una noción, “ ser verdadero” es una noción muy distinta». Esta objeción no

* K. Lorenz, «Der dialogische WahrheitsbegrifF», en Neue Hefie Jtir Philosophie, 1972, H. 2/3, pp. 111-123. 11 Lorenz se percata de la diferencia enlre la comprensión del sentido de las pala­ bras y el reconocimiento de la pretcnsión de verdad de los enunciados. Pero piensa q.uc la pertinencia de los argumentos, al igual que el significado de las palabras, puede someterse a examen mediante recurso al procedimiento argumentativo- introducido en situaciones estilizadas de enseñanza y aprendizaje. Si no entiendo mal, Lorenz des­ plaza asi la carga de la prueba de la teoría de la predicación a la teoría de los juegos dialógicos o de la fundamentación estratégica de enunciados que ha desarrollado P. Lorenzen. Esa teoría proporciona ciertamente una elegante fundamentación de las partículas lógicas, pero, de nuevo si no entiendo mal, no aporta nada a la fundamenta­ ción de la lógica del discurso exigida por la teoría consensual de la verdad.

afecta a la teoría que yo defiendo33. La afirm ación de que la verdad y la rectitud son pretensiones de validez discursivamente desempeñables de las em isiones o manifestaciones hace ciertam ente referen­ cia a la práctica de la argumentación en general, pero en modo al­ guno a métodos determ inados de obtención de enunciados verdaderos o norm as correctas. Por así decirlo, a la propia naturaleza de las pretensiones de validez pertenece el poder ser desempeñadas. Y aquello mediante lo que pueden ser desempeñadas, es precisa­ mente lo que constituye su sentido. Cuando trato de explicar un de­ term inado título jurídico, por ejemplo, un derecho de propiedad como tal, puedo referirm e a las garantías que están previstas para el caso de que otro ponga mi derecho en cuestión: en tanto que título jurídico puedo procurar a mi propiedad, si ello fuera menester, un re­ conocimiento general recurriendo a un proceso judicial. Otro tanto sucede con la verdad como pretensión de validez. El sentido de esta clase de pretensiones remite a un señalado modo de com probación, que tales pretensiones han de ser capaces de resistir. Y naturalmente, la «forma de acción» que es la producción argumentativa de un con­ senso, mediante el que queda desempeñada una pretensión discur­ siva de validez, 110 puede ser externa al sentido de la verdad y la rec­ titud. Más grave es la segunda objeción. Si por «consenso» entendiéra­ mos todo acuerdo que se produjese contingentemente, es claro que no podría valer como criterio de verdad53. De ahí que el concepto de «resolución discursiva» o «desempeño discursivo» sea un concepto normativo; el acuerdo a que llegamos en los discursos tiene que ser un consenso fundado M. Este vale como criterio de verdad, pero el significado de la verdad no consiste en la circunstancia de que se al-

51 R. M. Martin, «Truth and its illicit Surrogates», Nene Hefte Jiir Philosophie, 1972, H. 2/3, p. 10!. " Cfr. las matizaciones que T. A. McCarthy hace al criterio de verdad aquí pro­ puesto, en «A Theory o f Communicative Competence», Phil. Soc. Se., 3 (1973), pp. 135-156. Añadido 1983: hablar de criterio de verdad puede conducir a confusio­ nes. La teoría consensual explica el significado del concepto de verdad, para lo cual recurre ciertamente a un procedimiento, pero no de hallazgo de la verdad, sino de re­ solución o desempeño de pretensiones de verdad. 14 Quizá, para prevenir malentendidos, debería hablarse de una teoría discursiva de la verdad en vez de una teoría consensual de la verdad. Cfr. A. Beckermann, «Die realistischen Voraussetzungen von Konsensustheorie von Habermas», Zeitschrift fu r alt. Wissenschaftstheorie, III, H. 1, 1972, 63-80.

cancc un consenso, sino en que en todo momento y en todas partes, con tal que entrem os en un discurso, pueda llegarse a un consenso en condiciones que permitan calificar ese consenso de consenso fun­ dado. Verdad significa warranled asserlibility'K Ahora bien, si como criterio de verdad sólo se perm ite un consenso fundado, la teoría consensual de la verdad se ve envuelta en una contradicción. Las condiciones bajo las que un consenso puede considerarse real o ra­ cional y, en todo caso, garantizador de verdad, no pueden hacerse a su vez depender de un consenso: «Parece que un consenso, para po­ der garantizar la verdad de enunciados puestos en cuestión, está so­ metido aún a condiciones cuyo cumplimiento no puede orientarse a su vez por un consenso»36. Esta objeción es correcta. Si el sentido de la verdad consiste en la posibilidad de llegar en los discursos a una decisión positiva acerca de la justificación de una pretensión de validez problematizada, y si la decisión a que discursivamente se ha llegado sólo puede producirse en forma de un consenso alcanzado argumentativamente, entonces hay que mostrar en qué consiste la fuerza generadora de consenso de un argumento; pues no puede consistir en el simple he­ cho de poder llegar argumentativamente a un acuerdo, sino que este hecho ha m enester él mismo de explicación. La teoría consensual de la verdad pretende explicar la peculiar coacción sin coacciones que ejerce el m ejor argum ento por las pro­ piedades formales del discurso y no por algo que, com o la consis­ tencia lógica de las oraciones, subyace al contexto de argum enta­ ción o que, como la evidencia de las experiencias, penetra, por así decirlo, en la argumentación desde fuera. El resultado de un dis­ curso no puede decidirse ni por coacción lógica ni por coacción em ­ pírica, sino por la «fuerza del mejor argumento». A esta fuerza es a lo que llam am os motivación racional. Tiene que ser aclarada en el marco de una lógica del discurso, para la que, por lo que veo, sólo existen por el momento unos cuantos trabajos previos. Por parte de la retórica habría que m encionar las investigaciones de Ch. Perelmann y por parte de la lógica los trabajos de Y. Bar-Hillel. Me ba­ saré en el análisis que hace St. Toulmin del uso de argum entos47

15 Se trata de una formulación de R. M. Martin apoyada en Dewey, cfr. más arriba nota 32. K. Lorenz, loe. cit., p. 115. y St. Toulmin, The Uses ofArgimient, Cambridge, 1964.

porque entiendo que Toulmin elige el plano m ás adecuado para lina lógica del discurso. La lógica del discurso se distingue, así de la lógica de enuncia­ dos que suministra las reglas para la construcción y transformación de enunciados manteniendo constantes sus valores de verdad, como de la lógica trascendental que investiga los conceptos básicos (cate­ gorías) relevantes para la constitución de objetos de experiencia po­ sible. La lógica del discurso es una lógica pragmática. Investiga las propiedades formales de los plexos de argumentación. La expectativa de que la pertinencia de un argumento habría de basarse en la necesidad lógica y/o la evidencia empírica, surge de la errónea suposición de que una argumentación consta de una cadena de oraciones. Sólo en este caso habría de justificarse el tránsito de una oración a otra, o bien por derivación lógica (relativa a lógica de enunciados o a lógica modal) o por referencia (interpretada en térm i­ nos realistas) a una baso experimental. Esta alternativa no se plantea en cuanto nos percatam os de que una argumentación no consta de una cadena de oraciones, sino de actos de habla. Entre estas unidades pragmáticas del habla el tránsito no puede fundarse ni en términos exclusivamente lógicos (pues no se trata de enunciados, sino de em i­ siones o m anifestaciones y justificaciones), ni tampoco em pírica­ mente (pues las unidades pragmáticas del habla han interpretado ya en cada caso específica referencia a la realidad, mientras que las ora­ ciones han de em pezar siendo puestas en contacto con la realidad). En la lógica del discurso aparecen en lugar de las m odalidades lógicas: imposible (contradicción), necesario (im posibilidad de la negación), posible (negación de la imposibilidad), otras modalidades que califican formalmente la adecuación de un argumento para apo­ yar o debilitar una pretensión de validez. En lo tocante a la fundamentación de una pretensión de validez un argumento puede ser in­ consistente («imposible») o concluyente («necesario») por razones analíticas; pero el caso interesante es el de los argumentos que son pertinentes («posibles») para la obtención discursiva de un consenso. Llam am os a estos argumentos sustanciales porque son informativos y no sólo son válidos (o no válidos) en virtud de consistencia (o in­ consistencia) analítica. Un argumento es la razón que nos motiva a reconocer la preten­ sión de validez de una afirmación o de una norma/o valoración. La estructura formal de una argumento la expone Toulmin en el si­ guiente esquema (simplificado):

TEORÍAS INTERSUBJETIVISTAS DE LA VERDAD Estructura de un argumento (según Toulmin) D (data)----------------------------------------------------------C (conclusión)

W (warrant)

k

B (ibacking)

La afirm ación: «H arry es ciudadano británico» (C= conclu­ sión) se explica dando una causa: «H arry nació en las Berm udas» (D= data). Introduciendo una regla deductiva: «Un hom bre nacido en las B erm udas es por lo general un ciudadano británico» (W = warrant) esa explicación se convierte en una deducción perm isi­ ble. La plausibilidad de esa prem isa (o regla de deducción) gene­ ral se ju stific a m ediante la indicación: «H abida cuenta de los si­ guientes estatutos y los siguientes elem entos jurídicos» (B= backing). Vamos a aplicar este esquem a a los discursos teoréticos en los que, m ediante argum entación puede desem peñarse la pre­ tcnsión de validez de los m andatos y valoraciones. En las afirm a­ ciones se afirm a o niega la existencia de estas dos cosas, con una pretensión de verdad. El oponente pone en tela de ju icio la verdad y afirm a la no verdad del enunciado. En los m andatos se exigen o prohíben acciones, con una pretensión de rectitud. El oponente pone en tela de juicio la rectitud y afirm a la no rectitud de la ac­ ción prescrita. En las valoraciones se jerarquizan objetos (sucesos, obras, reglas, etc.), com o buenos o m alos, con una pretensión de adecuación. El oponente pone en tela de juicio la adecuación y afirm a la no adecuación de la clasificación o jerarquización que se hace. El oponente exige en el prim er caso una explicación fundada y en los otros dos casos una ju stificació n fundada. Los argum en­ tos exigidos pueden representarse de la siguiente form a, haciendo uso de los sím bolos introducidos por Toulmin.

Tipos de discurso Discurso (eórico-empírico

Discurso práctico

Afirmaciones

Mandatos/valoraciones

Pretensión de validez

Verdad

Rectitud

El oponente exige

Explicaciones

Justificaciones

D

Causas (en caso de sucesos), motivos (en caso de acciones)

Razones

W

Regularidades empíricas, hipótesis legaliformes, etc.

Normas o principios de acción/valoración

B

Observaciones, resultados de encuestas, constataciones

Necesidades interpretadas (valores), consecuencias, consecuencias secundarias, etc.

c

Un argumento es inconsistente (imposible) (en el sentido de las modalidades discursivas), si W no puede interpretarse como una regla que permita el paso analítico de D a C. Un argumento es concluyente (necesario) si D puede seguirse de B. En este caso estamos ante un ar­ gumento analítico y no ante un argumento sustancial, pues W no es informativo frente a B. El ejemplo de Toulmin: C: Ana es pelirroja; D: Ana es una de las hermanas de Jack; W: todas las hermanas de Jack son pelirrojas; B: cada una de las hermanas de Jack (hemos comprobado individualmente cada caso) tiene el pelo rojo. Llamamos convincente o pertinente sólo al argumento que es posible (en el sen­ tido de modalidades discursivas). Es lo que ocurre cuando entre B y W no existe ninguna relación deductiva y, sin embargo, B es un mo­ tivo suficiente para considerar plausible W. Sustanciales llamamos sólo a los argumentos que pese a la discontinuidad lógica, es dccir, pese al «salto de tipos» que se da entre B y W, generan plausibilidad. Este bosquejo de tipos de discurso ha m enester ciertam ente de precisión. Pero basta para localizar el problema a que hemos de en­ frentarnos si queremos aclarar en qué consiste la fuerza generadora de consenso de un argumento, es decir, qué es aquello que conduce a un consenso «racionalmente motivado», a un consenso fundado. ¿Bajo qué condiciones nos sentimos justificados a pasar de B a W? Dos ejemplos triviales:

1. Afirm ación necesitada de explicación (C): el agua de este puchero se dilata. Explicación (D): está recibiendo calor. Fundamentación mediante una hipótesis legaliforme (W): (una correspondiente ley de la termodinámica). Evidencia casuística en apoyo de la hipótesis (B): (una serie de constataciones sobre la covarianza reiteradam ente observada entre magnitudes como el volumen, la tem peratura y el peso de los cuer­ pos). 2. Recomendación necesitada de justificación (C): debes de­ volver a A los 50 marcos antes del fin de semana. Justificación (D): A te prestó el dinero por cuatro semanas. Fundam entación mediante una norm a de acción (W) (una corres­ pondiente norma, por ejemplo): los préstamos deben devolverse en los plazos acordados. Evidencia casuística en apoyo de la norm a (B) (una serie de re­ ferencias a las consecuencias y consecuencias secundarias de la apli­ cación de la norm a para la satisfacción de necesidades aceptadas, por ejemplo): los préstamos posibilitan una utilización flexible de re­ cursos escasos. Pues bien, a mí me parece que la fuerza generadora de consenso de un argumento tiene que ver con la adecuación del lenguaje y del correspondiente sistema conceptual em pleados con fines argum enta­ tivos. Sólo estamos ante un argumento satisfactorio cuando todas las partes de un argumento pertenecen al mismo lenguaje. Pues el sis­ tema del lenguaje fija los conceptos básicos con que el fenómeno necesitado de explicación o de justificación (C) queda descrito, de form a que, por un lado, el enunciado singular de existencia que apa­ rece en esa descripción puede deducirse de los enunciados que apa­ recen en D y W y, por otro, para cualquiera que participe en un dis­ curso B se convierte en motivo suficiente para aceptar W. El papel del lenguaje de fundamentación elegido puede explicarse bajo el do­ ble aspecto de descripción del fenómeno y elección de los datos. Con la elección de un sistema de lenguaje asignam os el fenó­ meno necesitado de explicación o de justificación a un determinado ámbito objetual. Los predicados básicos del sistema de lenguaje de­ ciden acerca de con qué tipo de causas, motivos y razones y con qué clase de hipótesis legaliformes o norm as puede ponerse en relación el fenómeno descrito. La argumentación sirve al despliegue de im­ plicaciones que, m erced al correspondiente sistem a de lenguaje y sistema conceptual, están contenidas en la descripción del fenómeno.

Sólo como elementos de su sistema de lenguaje son las afirmaciones y recom endaciones susceptibles de fundamentación. Las fundamentaciones no tienen nada que ver con la relación entre esta o aquella oración y la realidad, sino en prim er término con la coherencia entre oraciones dentro de un sistema de lenguaje. Pero más importante es el segundo aspecto. El sistema del len­ guaje elegido decide también acerca de qué clase de experiencias pueden entrar como evidencias en un contexto de argumentación dado, es decir, sobre qué clase de backings se permite. Pues tanto los datos resultantes de observaciones y pesquisas como las interpreta­ ciones de las necesidades (es dccir, las experiencias obtenidas en el trato con la naturaleza externa e interna), que tratamos de introducir en los discursos, son, naturalmente, experiencias interpretadas y, por tanto, dependientes del marco categorial del sistema de lenguaje ele­ gid o 38. Y aunque no se dan relaciones deductivas entre los enunciados que aparecen en el warrant y en el backing, un argumento extrae su fuerza generadora de consenso de la justificación con que se pasa de B a W. Tal justificación se ha tratado de explicar recurriendo al prin­ cipio de inducción (para fundamentación de hipótesis monológicas) y al principio de universalización39 (para la fundamentación de las nor­ mas de acción). La inducción sirve como principio puente para justi­ ficar el tránsito lógicamente discontinuo de un número finito de enunciados singulares (datos) a un enunciado universal (hipótesis); la universalización sirve de principio puente para justificar el paso desde referencias descriptivas (a las consecuencias y consecuencias secundarias de la aplicación de una norma para la satisfacción de ne­ cesidades generalmente aceptadas) a la norma misma. El papel de es­ tos principios puente está estrechamente ligado con el lenguaje de fundamentación. Pues si el sistema de lenguaje empleado para las ar­ gumentaciones, el lenguaje de fundamentación, que en cierto modo antecede a la experiencia, lo entendemos a la vez como resultado de procesos de formación dependientes de la experiencia, puede expli­ carse por qué en la fundamentación de las afirmaciones es posible el principio de inducción y por qué en la fundamentación de norm as y valoraciones es necesario el principio de universalización.

“ lin los discursos científicos sólo se admiten cu general datos «medidos», y «medir» significa la transformación sistemática de experiencias referidas a la acción en datos discursivamente utilizables. Cfr. sobre esto V. Cicourel, Methode and Measurement in Sociology, San Francisco, 1965. ” Cfr. M. G. Singcr, Generalizaíion in Ethics, Londres, 1963.

Los predicados básicos de lenguajes de fundamentación acredita­ dos expresan esquemas cognitivos. Propongo entender esos esque­ mas en el sentido de Piaget (y también de una teoría m aterialista del conocimiento, que entiende el trabajo social como síntesis •”) . Los esquemas cognitivos son resultado de una discusión activa del sis­ tema de la personalidad y del sistema social con la naturaleza: se for­ man en procesos de asimilación que son simultáneam ente procesos de adaptación. La capa fundamental de esos esquemas penetra en el sistema de la personalidad formando el aparato cognitivo; pero tam ­ bién esquemas menos fundamentales y más mudables, que como conceptos fundamentales aparecen en teorías y otros sistemas de in­ terpretación, juegan un papel constitutivo en la construcción, así de los ámbitos objetuales como de las estructuras de interacción. Por un lado, estos esquemas son ellos mismos resultado de procesos de for­ mación dependientes de la experiencia; por otro, frente a las expe­ riencias que en ellos son organizadas como experiencias, esos esque­ mas tienen, por así decirlo, una validez apriórica. Pues bien, si los predicados básicos de los lenguajes de fundamentación expresan esquemas cognitivos en el sentido indicado, la inducción significa algo bastante trivial, a saber: la repetición por vía de ejem plos de exactamente el tipo de experiencia en el que se for­ maron previamente los esquemas cognitivos que entraron en los pre­ dicados básicos del lenguaje de fundamentación. Mediante evidencia casuística podemos asegurarnos por vía inductiva de la verdad de un enunciado universal si y sólo si el sistema de lenguaje y conceptual elegido recoge los resultados de una evolución cognitiva; pues ésta garantiza lo que vamos a llam ar «adecuación» de un lenguaje de fun­ damentación a un determ inado ámbito objetual que, de la manera que fuere, se ha vuelto relevante. Y en este aspecto la evolución cog­ nitiva sale también indirectamente fiadora de la validez de los enun­ ciados que son posibles en los sistemas de descripción dependientes de ella. La inducción, cuando se la considera en estos términos, pierde su carácter m isterioso; ciertam ente que entonces se hacen también visibles el alcance y límites del procedim iento inductivo. Los datos permitidos para una confirmación o refutación inductivas inevitablemente vienen hasta tal punto seleccionados por el sistema de lenguaje elegido, que la «experiencia» no puede representar una instancia de comprobación absolutamente independiente. La induc-

A" H. O. Fruth, Piaget and Knowlcdge, Englewood Cliffs, 1969.

ción garantiza la coherencia de los enunciados universales que apa­ recen en un argumento con otros enunciados universales que pueden formarse dentro del mismo sistema de lenguaje; ese procedimiento no confronta con la realidad a este o aquel enunciado, sino a todo un sistema de lenguaje. La relación del lenguaje de fundamcntación con la realidad viene ya regulada por un proceso de aprendizaje y evolu­ ción previos, es decir, por una evolución cognitiva que, al determ inar los predicados básicos del sistema de lenguaje elegido, antecede a toda argumentación posible en ese lenguaje. Pero, si no en la con­ frontación de enunciados particulares con las experiencias interpre­ tadas, ¿en que descansa entonces la fuerza generadora de consenso de un argumento? Para responder a esta pregunta lo más obvio sería recurrir a la m encionada «adecuación» del sistema de lenguaje al ámbito objetual. C. F. von Weizsácker ha sugerido una teoría cibernética de la verdad, que trata de interpretar la «verdad» como aquella relación sistema-entorno que en la etapa sociocultural de la evolución res­ ponde a la relación de adaptación de los organismos a su entorno. «Un animal puede com portarse correcta o incorrectamente... Deci­ mos entonces algo así como que “ la corrección es la adaptación del comportamiento a las circunstancias” ... El comportamiento no es en modo alguno “copia” (Abbild) de las circunstancias; no se ajusta a la circunstancia como una fotografía al objeto, sino como una llave a la cerrad u ra» 41. Partiendo de esta idea de «verdad del com porta­ miento», W eizsácker introduce un concepto de verdad que viene a coincidir con el de «adecuación» de los esquemas cognitivos, suge­ rido por Piaget: tam bién éstos «se adecúan» a una realidad que se constituye como realidad para nosotros en nuestros procesos de for­ mación. Si se pudiese identificar tal adecuación con la verdad, quizá pudiera rehabilitarse aún por esta vía la teoría de la verdad como co­ rrespondencia. Sólo que la adecuación de los esquemas cognitivos (y de los co­ rrespondientes sistem as de lenguaje) a los ámbitos objetuales (o a los fragmentos de realidad constituidos) no puede entenderse como verdad si al concepto de «verdad» no se le quiere disociar por com ­ pleto de la pretensión de validez que asociam os a los enunciados, es decir, si al concepto de verdad no se le sustituye por otro concepto. Ni los esquemas cognitivos ni los conceptos o predicados pueden ser

41 C. F. v. Weizsácker, Die Einheil der Nainr, Munich, 1971, pp. 338 ss.

verdaderos o falsos. Verdaderos o falsos sólo son los enunciados que formamos empleando tales conceptos y predicados. La «adecuación» es una categoría que pertenece al ám bito de la cognición, es decir, de la obtención de informaciones sobre los objetos de la experiencia. En esta esfera de experiencia referida a la acción no se tematizan en absoluto, com o hemos mostrado, pretensiones de validez. En cam ­ bio, cuando, como ocurre en los discursos, lo que se pone a discu­ sión son estados de cosas, se trata de la validez de enunciados y no de la fiabilidad de informaciones o de la pertinencia o seriedad de actos cognitivos. A la confusión, más arriba analizada, entre correla­ tos de la experiencia (objetos en el mundo) y correlatos de la argu­ mentación (hechos) responde aquí la confusión de la adecuación de un sistem a de lenguaje y un sistem a conceptual con la verdad de las proposiciones. Los sistemas de lenguaje son condición de la posibilidad de enunciados (los enunciados sobre sistemas de lenguaje pertenecen por su parte a otro sistema de lenguaje que se halla sujeto a condi­ ciones similares a las del lenguaje objeto de esos enunciados). Entre esas condiciones hay que contar también, en la medida en que nos es posible argumentar tales lenguajes, la adecuación antecedente de los esquemas cognitivos y lingüísticos que (por adecuados que se los su­ pongan) son en cada caso determ inados estados de cosas que pueden ser el caso o no serlo. Es la existencia de tales estados de cosas la que decide sobre la verdad de los enunciados en los que quedan re­ flejados, pero no sobre la adecuación del sistema de lenguaje del que están tomados los conceptos y predicados empleados en esos enun­ ciados. Si un sistema de lenguaje es inadecuado, ha dejado de cum ­ plirse una de las condiciones necesarias para la verdad de los enun­ ciados que formulamos en categorías de ese lenguaje, y nada más. Ciertamente que de forma indirecta podemos com probar si un sis­ tema de lenguaje es adecuado por los enunciados verdaderos que cabe formar en él. Pero la adecuación de los sistem as de lenguaje y de los sistemas conceptuales sólo podríam os ponerla directamente en relación con la verdad de los enunciados formados en ellos si las evoluciones cognitivas, que (según nuestra hipótesis) subyacen en cada caso a la «adecuación», se hubieran efectuado conscientemente en forma de procesos de aprendizaje discursivos, es decir, en el m e­ dio de la argumentación. Esto sólo sería el caso si las evoluciones cognitivas que, bajo la presión de la acción y la experiencia, discu­ rren de forma no discursiva, quedaran desconectadas de sus m eca­ nismos empíricos de control y ligadas estructuralm ente a discursos.

Pues bien, a mi juicio tenemos que suponer ya siempre cumplida esta exigencia (¿cumplida aproximativamente en el sistema de la ciencia?) cuando nos plegamos a la fuerza de convicción de un argu­ mento, es decir, cuando nos dejamos motivar racionalmente. Voy a recapitular nuestras consideraciones. Dentro de un sistema de lenguaje y de un sistema conceptual elegidos, la afirm ación o la recomendación necesitada de explicación es puesta en una relación deductiva con al menos otras dos oraciones; después, mediante evi­ dencia casuística, se apoya la aceptabilidad del enunciado universal que hace de premisa (hipótesis legaliforme, norma de acción o valo­ ración). La fuerza generadora de consenso de un argumento des­ cansa en el tránsito, justificado mediante inducción o universaliza­ ción, de B a W. Por de pronto sólo hemos discutido el caso de la confirm ación deductiva de hipótesis legal ¡formes y expresado la sos­ pecha de que la inducción puede explicarse por la adecuación del lenguaje de fundamentación al correspondiente ámbito objetual. Pero entonces la fuerza generadora de consenso de un argumento descansa en la evolución cognitiva que garantiza la adecuación del sistem a de descripción, evolución cognitiva que antecede a toda ar­ gum entación concreta. La tentativa entonces obvia, de fundar la ver­ dad, no en el procedim iento de discusión mismo, sino en esa adecua­ ción, fracasa, empero, ante la circunstancia de que ni los predicados y conceptos, ni los sistemas de lenguaje y sistemas conceptuales en que aparecen, pueden ser verdaderos. Sólo los enunciados pueden ser verdaderos o falsos. La verdad ha de definirse, pues, por referen­ cia a la argumentación. Pero ésta sólo puede pretender una fuerza ge­ neradora de consenso qua argumentación, si está asegurado que no sólo se apoya en una relación entre sistema de lenguaje y realidad, que ex antecedente venga espontáneam ente regulada por evolución cognoscitiva, es decir, en una relación de «adecuación» entre sistema de lenguaje y realidad, sino que representa ella misma el medio en que puede proseguirse esa evolución cognoscitiva como proceso de aprendizaje consciente. La cuestión de si un sistema de lenguaje es adecuado a un ámbito objetual y de si el fenómeno necesitado de ex­ plicación ha de asignarse precisam ente al ámbito objetual para el que el lenguaje elegido resulta adecuado, es una cuestión que ha de po­ der convertirse ella misma en objeto de la argumentación. Se trata de una cuestión que directam ente sólo podría decidirse mediante un ir y venir entre concepto y cosa. Pero sólo a un espíritu metafísico, que no seria ya espíritu de nuestro espíritu, le sería posible tal acceso di­ recto. Nosotros dependemos del curso de la argumentación, que

afortunadamente permite un cambio de los niveles de la argumenta­ ción. Las propiedades formales del discurso tienen, por tanto, que ser tales que pueda cambiarse en todo momento de nivel de discurso, de suerte que un sistema de lenguaje y conceptual elegido pueda, lle­ gado el caso, reconocerse como inadecuado y ser sometido a revi­ sión: el progreso del conocimiento se efectúa en form a de una crítica sustancial del lenguaje. Un consenso alcanzado argumentativamente puede considerarse criterio de verdad si, pero sólo si, se da estructuralmente la posibilidad de revisar, m odificar y sustituir el lenguaje de fundamentación en que se interpretan las experiencias. La expe­ riencia reflexiva de la inadecuación de las interpretaciones de nues­ tras experiencias tiene que poder entrar en la argumentación. Antes de investigar qué significa esta exigencia hecha a los discursos teóri­ cos y cómo puede cumplirse, voy a tratar de explicar el papel que cumple la universalización en los contextos de discurso práctico42. Como en los discursos prácticos, a diferencia de lo que ocurre en la com probación de pretensiones de verdad, no hem os de recu­ rrir a experiencias con la realidad externa, objetivada, y ni siquiera hemos de hacer la tentativa de entender la pretensión de validez vinculada a las norm as como una relación entre lenguaje y natura­ leza externa, una teoría consensual de la rectitud no se enfrenta a las mismas objeciones que una teoría consensual de la verdad. Pa­ rece obvio que las cuestiones prácticas que se plantean en lo to­ cante a la elección de norm as, sólo pueden decidirse m ediante un consenso entre todos los im plicados y todos los afectados potencia­ les. Las norm as regulan oportunidades legítimas de satisfacción de las necesidades; y las necesidades interpretadas son un fragm ento de la naturaleza interna, a la que cada sujeto, en la medida en que se com porte con veracidad, tiene un acceso privilegiado. Una teoría consensual de la rectitud se expone más bien a la duda de si las cuestiones prácticas son en general susceptibles de verdad, de si la rectitud de los m andatos o las prohibiciones es una pretensión de validez discursivam ente desem peñable y no más bien algo m era­ mente subjetivo. Ésta es la convicción que subyace a las éticas no cognitivistas. Pues bien, en este contexto, el principio de universalización, según el