Television Globalizacion E Identidades Culturales

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Chris Barker

Televisión, globalización e identidades culturales

vÚ PAIDÓS IH

Barcelona * Buenos Aires • México

Título original: Televisión, Globalization and Cultural ldentities Originalmente publicado en inglés, en 1999, por Open University Press, Buckingham, Filadelfia This edition is published by arrangement with Open University Press Traducción de Bernardo Moreno Carrillo Cubierta de Mario Eskenazi

© 1999 Chris Barker © 2003 de la traducción, Bernardo Moreno Carrillo © 2003 de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires http://www.paidos.com ISBN: 84-493-1396-1 Depósito legal: B-21.753/2003 Impreso en A & M Gráfic, S. L. 08130 Santa Peipetua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

Para Julie, con amor

Sumario

Prólogo del editor original ............................................ Agradecimientos...............................................................

13 15

Introducción: televisión, globalización e identidades culturales.................................................................... La búsqueda de la identidad. ....................................... La globalización de la televisión................................. Simunye: el caso de Sudáfrica....................................... La televisión, ¿elemento unificador de la nación moderna? Resumen de los principales argumentos......................

17 18 20 22 26 27

1. Identidades culturales perturbadoras................... . Primera persona del singular...................................... La idea de cultura....................................................... Sujetos modernos y posmodemos................................. El sujeto histórico del marxismo................................. Psicoanálisis y subjetividad.........................................

31 33 34 37 43 45

Feminismo: la política de la diferencia......................... Lenguaje, discurso e identidad.................................... Foucault, el discurso y el sujeto.................................... Esencialismo y antiesencialismo................................. Resumen y conclusiones............................................ Lecturas complementarias............................................

50 53 56 59 64 66

2. Televisión global y cultura global.............................. El concepto de globalization....................................... Homogeneización y fragmentación.............................. Globalizar el mercado televisivo................................. Cultura electrónica global............................................ Resumen y conclusiones............................................ Lecturas complementarias............................................

67 68 74 85 96 106 108

3. Construcción y representación de raza y nación. . . . Los conceptos de raza y de etnicidad........................... Identidades nacionales............................................... Diáspora e identidades híbridas.................................... Televisión, raza y representación................... ............. Resumen y conclusiones............................................ Lecturas complementarias............................................

109 110 116 122 131 146 147

4. Sujetos sexuados y representaciones del género . . . . La construcción social del sexo y del género................ Deconstruir la identidad sexual.................................... Género, representación y televisión.............................. Posiciones de sujeto de la feminidad............................ Resumen y conclusiones............................................ Lecturas complementarias............................................

149 150 157 165 170 181 182

5. Audiencias, identidad y debates sobre programas televisivos.................................................................. La ideología como discurso......................................... Audiencia «activa» de la televisión.............................. Audiencias televisivas e identidad cultural................... Televisión, espacio e identidad....................................

183 184 186 190 195

Etnicidad, género e hibridez: un grupo de jóvenes con­ versando sobre la televisión.................................... Los asiáticos no están nada bien vistos......................... Negros, británicos y clase obrera................................. Hablando de telenovelas: la construcción de la feminidad Explorando la identidad sexual.................................... Moral, ética y lenguaje en las telenovelas...................... Resumen y conclusiones............................................ Lecturas complementarias............................................ 6. La televisión y la política de identidad cultural . . . . Identidad y «agencia».................................................. Una política sin fundamentos...................................... Identidades privadas, ciudadanía democrática y esfera pú­ blica ..................................................................... La política cultural de la televisión.............................. La política de las organizaciones televisivas................. Resumen y conclusiones............................................ Lecturas complementarias............................................ 7. Televisión, globalización e identidades culturales: resumen....................................................................... Glosario de conceptos clave.............................................. Bibliografía.................................................................... índice analítico y de nombres...........................................

Prólogo del editor original

En una época en la que la dinámica cultural de la televi­ sión como medio de comunicación de masas se está refun­ diendo de manera decisiva en todo el mundo, la obra de Chris Barker Televisión, globalización e identidades culturales cons­ tituye una importante intervención en el gran debate acerca de los estudios culturales y mediáticos. Al tomar como principal punto de partida la cuestión de la identidad cultural, el libro examina una extensa gama de dife­ rentes enfoques conceptuales del estudio de la televisión en el marco de un contexto global. El autor desecha las nociones de identidad cultural como entidad universal, fija o esencial y se adentra, en cambio, en los modos socialmente contingentes en los que se construyen culturalmente las identidades. Presta asimismo una atención especial a la manera como las relacio­ nes de clase, género, sexualidad, «raza» y etnicidad confor­ man nuestra idea de quiénes somos con relación al mundo que nos rodea. Las representaciones televisivas —sugiere, el au­

tor— tienen que ser reconocidas como un recurso de primera importancia para la construcción de las identidades culturales dentro de las experiencias vividas día a día. Esto equivale a de­ cir que el profuso flujo de sonidos e imágenes televisivas su­ ministra a los espectadores un rico arsenal de materiales que les permiten remodelar sus «proyectos identitarios» de una ma­ nera sumamente compleja, por no decir también contradicto­ ria. Éste es, pues, un libro de lectura obligada en cuanto que consigue arrojar luz sobre los argumentos clave que se están agitando actualmente sobre la televisión al tiempo que cues­ tiona muchas de las suposiciones que los sustentan. Stuart A lla n

Agradecimientos

Algunas partes o aspectos de mi estudio sobre cómo ve las telenovelas la gente joven han aparecido ya en otras pu­ blicaciones, tal y como se especifica más abajo. El autor y el editor expresan su más sincero agradecimiento a quienes les han permitido utilizar el siguiente material: «Did you see? Soaps, teenage talk and gendered identity», por C. Barker y J. Andre, Young: Nordic Journal of Youth Research, 4(4), Tidskriftsfóreingen, 1996; «Televisión and the reflexive project of the self: soaps, teenage talk and hybrid identities», por C. Barker, British Journal o f Sociology, 44(4), Routledge, 1997; «“Cindy’s a Slut”: moral identities and moral responsibility in the “soap talk” of British Asian girls», por C. Barker, Sociology, 32(1), Cambridge University Press, 1998. También quisiera dar las gracias a Chris Pawling y Stuart Alian por haber leído y comentado el borrador del presente libro. C h r is B a r k e r

Introducción: televisión, globalización e identidades culturales

Espero que este libro sirva para reflexionar sobre cómo el cosmopolitismo se está convirtiendo, a marchas forzadas, en un aspecto de la vida cotidiana de las sociedades occidentales modernas muy a tener en cuenta. Muchas culturas que en otro tiempo se habían considerado «extrañas» y remotas se están volviendo accesibles en la actualidad (como signos y mercan­ cías) merced a la televisión, la radio y los centros comerciales. Así, podemos comer «indio», vestir «italiano», ver «america­ no» y escuchar «africano» (Hebdige, 1990; Massey, 1994). Dentro de esta tendencia general a la apertura, desentonarían la decidida hostilidad del gobierno francés hacia la televisión americana, como demostró el temor expresado por un antiguo ministro de cultura, Jack Lang, a «tener Dallas hasta en la sopa», o los intentos europeos, en el marco del GATT (Gene­ ral Agreement on Tariffs and Trade, o Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio), por levantar un muro pro­ teccionista contra los productos audiovisuales americanos.

Mencionar también a este respecto que las antenas parabólicas han sido declaradas ilegales en Arabia Saudí, Egipto, Bahrein e Irán, país este donde el presidente del comité del majlis (par­ lamento) para las Artes y los Medios de Comunicación Islá­ micos dio a entender que «ésta es una manera de poner freno a la invasión cultural... Hemos demostrado al mundo que esta­ mos en contra de la cultura extranjera» (citado por Tomlinson, 1 9 9 7 , 1 2 7 ).

¿Por qué estos dos aspectos, aparentemente contradicto­ rios, de la cultura global deberían ilustrarnos acerca del mun­ do moderno? ¿Vamos todos juntos en la misma dirección o en direcciones opuestas? ¿Respetamos a las otras culturas, o las tememos más bien? ¿Es la identidad cultural algo que debe mantenerse «puro» o algo que hay que ampliar y enriquecer mediante mezclas, parangones y cotejamientos? Este libro va a girar en tomo a cuestiones sobre la identidad cultural, sobre la televisión y sobre el mundo en que vivimos. Como se sabe, las cuestiones sobre la diferencia cultural y la identidad cultu­ ral ocupan un lugar de primer orden en los estudios culturales contemporáneos.

La búsqueda de la identidad Por una parte, la política identitaria puede relacionarse con el movimiento en pro de la justicia, la tolerancia y la soli­ daridad, como es el caso, en Estados Unidos, del movimiento en favor de los derechos civiles y del movimiento feminista, y, en Africa del Sur, de la lucha contra el apartheid. Por otra par­ te, la cuestión de la identidad ha sido una presencia amenaza­ dora en los genocidios de Ruanda y de Bosnia. Asimismo, la búsqueda de la identidad en un mundo cada vez más incierto es un rasgo que caracteriza a los movimientos religiosos y a las ansias individuales de significación. En semejante contex­ to, los estudios culturales se interesan por la manera como lle­ gamos a ser los tipos de personas que somos, es decir, cómo somos producidos en cuanto sujetos y cómo nos identificamos

con ciertas descripciones de nosotros mismos en cuanto hom­ bres o mujeres, negros o blancos, jóvenes o viejos; en una pa­ labra, qué tipos de identidades adoptamos. No cabe duda de que, como dice el principal teórico de los estudios culturales, Stuart Hall, «se ha producido una auténtica explosión discursiva en los últimos años en tomo al concepto de “identidad”, en el mismo momento en que dicho concep­ to se veía sometido a una crítica exhaustiva» (Hall, 1996a,l). Al calor de disputas políticas, como las que conciernen al fe­ minismo, a los derechos de los gays y al multiculturalismo, así como de otras preocupaciones de índole filosófica y lingüís­ tica, la «identidad» ha irrumpido en los noventa como el tema central de los estudios culturales. Así pues, cuestiones can­ dentes como el feminismo, la teoría poscolonial o la queer theory,* entre otras, han sido unas preocupaciones de pri­ mer orden íntimamente unidas a la política de la identidad. A su vez, esta luchas y disputas por y en torno a la identidad plantean necesariamente la siguiente pregunta: ¿qué es la identidad? Hall ofrece después una explicación detallada y compleja de la identidad, incidiendo en la «imposibilidad» y «significa­ ción política» de ésta. La imposibilidad de la identidad hace referencia a la crítica o deconstrucción cada vez mayor de la noción occidental de persona completa, que estaría en pose­ sión de una identidad estable. Es decir, que, dentro de las cul­ turas occidentales, la persona ha sido concebida como un agente unificado en posesión de una identidad universal e ina­ movible. En cambio, la concepción de la identidad en el mar­ co de los estudios culturales hace mayor hincapié en el sujeto descentrado, en el yo constituido por identidades múltiples y cambiables. La plasticidad de la identidad, que semejante con­ cepción entraña, es una de las razones por las que el concepto posee una especial importancia política, dado que el carácter * Teoría que defiende el alejamiento o abandono de las etiquetas o bi­ nomios normativizantes del sistema heterosexista, entre ellos los de homo­ sexual/heterosexual, hombre/mujer, masculino/femenino... (N. del t.)

deslizante y cambiante de las identidades, como también sus teorizaciones, guarda una íntima relación con las prácticas so­ ciales y políticas (véase el capítulo 1).

La globalización de la televisión Pero, si las cuestiones relativas a la identidad han pasado a ocupar un primer plano en el ámbito de los estudios cultu­ rales, la televisión, como forma suprema de la comunicación en las sociedades occidentales, es una de sus preocupaciones más antiguas. Con todo, los argumentos a favor de estudiar la importancia económica y cultural de la televisión son particu­ larmente relevantes en la actualidad por ciertos cambios pro­ ducidos en las pautas de las comunicaciones globales, entre ellos el importante auge que ha experimentado la televisión transnacional. A su vez, la globalización de las instituciones de la televisión plantea varias cuestiones cruciales sobre la cultura y las identidades culturales, de modo que la globaliza­ ción de la televisión constituye un recurso proliferador tanto para la deconstrucción como para la reconstrucción de las identidades culturales. Es decir, que la televisión se ha con­ vertido en un recurso de primer orden para la construcción de los proyectos identitarios. En la expresión proyectos identitarios, el concepto de identidad no es algo fijo, sino algo creado y agregado, y siem­ pre en proceso, que se mueve hacia en vez de haber llegado. Dicho proyecto se agrega a lo que creemos ser ahora a la luz de nuestras circunstancias pasadas y presentes, junto a eso que, creemos, nos gustaría ser: la trayectoria de nuestro futuro esperado (Giddens, 1991). De ahí que, cuantos más recursos haya disponibles, más complejo sea el entramado de nuestras identidades, toda vez que, me permito sugerir, los procesos de globalización nos proporcionan precisamente este mayor ni­ vel de recursos culturales. Si bien es cierto que la televisión no es la única fuente de capital cultural global, yo me atrevería a decir que es la más

importante. Aunque de la globalización de la televisión se ha­ blará detenidamente en el capítulo 2, podemos adelantar ya que, a través de la televisión, todos podemos ser viajeros glo­ bales de sillón, «sujetos» a los signos y discursos de y sobre otras culturas. Por ejemplo, anoche estuve viendo en la televi­ sión británica los programas EastEnders (británico), El prín­ cipe de Bel Air (americano), Holiday (británico, pero con co­ bertura para España, el Caribe y Blackpool), Billy Connolly’s World Tour of Australia, Soho Stories (una mirada sobre cómo vive la gente en un barrio famoso de Londres) y las News (Noticias) (que hablaban, entre otras cosas, de la vida personal del presidente estadounidense Bill Clinton, la crisis en tomo a las inspecciones de armas en Irak y el desarrollo de Hong Kong bajo la administración china). Por supuesto, éstas son descripciones mediáticas de la vida de otras personas y, si bien estas personas podrían cuestionar tales descripciones, si­ guen constituyendo un recurso importante para mi proyecto identitario. La televisión es un recurso del que dispone prácticamente todo el mundo en las sociedades industrializadas modernas y que no deja de ganar terreno en el resto del planeta. Es una fuente de conocimiento popular sobre el mundo, que cada vez nos pone más en contacto, aunque sea, como se ha dicho, de manera mediática o mediatizada, con modos de vida distintos a los nuestros habituales. Thompson dice al respecto: No debemos perder de vista el hecho de que, en un mun­ do cada vez más impregnado de productos mediáticos, se ha creado un nuevo escenario de inmensas proporciones para el proceso de automodelamiento. Es un escenario libre de los condicionamientos espaciotemporales de la interacción cara a cara y, dada la accesibilidad de la televisión y su expansión global, cada vez está más a disposición de la gente a escala mundial. (T h o m p s o n , 1 9 9 5 ,4 3 )

A medida que la gente se apropia de los mensajes y signi­ ficados de la televisión —sugiere Thompson—, los incorpora

rutinariamente a su vida y a su percepción personal del tiem­ po y el espacio. En otras palabras, los significados producidos por las personas interactuando con los textos televisivos están profundamente imbricados con sus proyectos identitarios. Thompson dice también que el alejamiento de una forma sim­ bólica de su contexto de producción, y su reincrustación en nuevos contextos, es un componente esencial de la experien­ cia de la comunicación mediática, como, por ejemplo, el tras­ plante de la serie estadounidense Melrose Place a las pantallas australianas. En este sentido, el trabajo identitario cada vez re­ curre más a toda una variedad de prácticas sociales que invo­ lucran a personas ajenas y ausentes y, necesariamente, entra también cada vez más en el ámbito del imaginario social. La televisión contribuye, por tanto, a la «provisión y construcción selectiva del conocimiento y la iconografía sociales, mediante los cuales percibimos los “mundos” y las “realidades vividas” de los demás, y reconstruimos imaginariamente sus vidas y las nuestras en una especie de “mundo de la totalidad” inteligi­ ble» (Hall, 1997, 140).

Simunye: el caso de Sudáfrica

Algunas de estas cuestiones abstractas dejaron de ser tales gracias a una estancia de un mes en Sudáfrica, concretamente en septiembre de 1996. Sudáfrica, descrita por su oficina de tu­ rismo con el conciso y expresivo sound-bite* «A World in one Country» (Un mundo en un solo país), está poblada por la na­ ción del arco iris de Mandela, compuesta por los pueblos zulú, xhosa, khoisan, suazi, pedi, venda, ndebele, tsonga, tswana, sotho meridional, indio, malayo, mestizo del Cabo (Cape Coloured), afrikáner y británico. O ¿son todos ellos sudafricanos? Es decir, ¿deberíamos considerar a sus pueblos culturalmente diversos como parte de una humanidad común? * La menor unidad hablada capaz de ser procesada por un telespectador (TV. del t.)

En su intento por contribuir a la construcción de la «nueva» Sudáfrica del post-apartheid, la televisión nacional South African Broadcasting Corporation (SABC) está hacien­ do campaña a la vez en pro de la diversidad cultural y de la unidad nacional. Simunye es una palabra zulú que significa «somos uno». Dirigido a estos pueblos de piel negra, morena, amarillenta y blanca, con toda una gama de atavíos tradicio­ nales y modernos, el eslogan simunye-we are one no deja de aparecer, en forma gráfica y cantada, en los tres canales de la SABC. Hasta hace poco, el pueblo de Sudáfrica había estado muy lejos de ser precisamente «uno». El sistema del apartheid, ba­ sado en la doctrina de la diferencia racial, tenía al país econó­ mica, política, social y espacialmente dividido entre los «pro­ pietarios» y los «desposeídos». ¿Cómo podían unos pueblos tan separados convertirse en uno solo? ¿Se puede incluso hablar de la población negra de Sudáfrica, la víctima del apartheid, en términos de un solo pueblo? Si vamos a KwaZulu/Natal, en Durban, descubriremos que el Inkhatha, partido político que dice representar al pueblo zulú, dista mucho de haberse reconciliado con el African National Congress (ANC o Congreso Nacional Africano), de fuerte base xhosa, que es el partido actualmente en el gobierno. Huelga decir que las dife­ rencias culturales entre los distintos pueblos negros fueron uti­ lizadas como estrategia del «divide y vencerás» por el régimen pro apartheid del National Party (Partido Nacional) blanco. Pero ¿qué significa «blanco» en Sudáfrica? Para empezar, entre los afrikáner y las poblaciones británicas existen, cuando menos, unas fuertes diferencias de carácter cultural y político. Los primeros echan sus raíces culturales en diez generaciones de ancestros holandeses, alemanes y hugonotes (franceses), cuya lengua, el afrikaans, se desarrolló exclusivamente en Áfri­ ca. Los británicos son británicos, ¿o no? Bueno, no realmente, habida cuenta de que, a lo largo de su historia, la verde y ri­ sueña campiña de la Gran Bretaña, la «isla coronada», ha ido incorporando, sobre la base de su primitiva población celta, a daneses, noruegos, sajones, franceses, italianos, griegos, pola-

eos, indios, afrocaribeños, etcétera. Por su parte, la lengua in­ glesa es un mosaico de palabras procedentes de las lenguas más distintas y variadas que cabría esperar. Y, además, cada una de estas categorías nacionales podría a su vez deconstruirse. Sin embargo, hablamos de Gran Bretaña como nación y de los británicos como pueblo, lo mismo que la televisión suda­ fricana trata de fundir en una sola nación a los distintos pue­ blos del arco iris. Simunye-somos uno. No cuesta mucho trabajo simpati­ zar con la intención que se esconde detrás de este eslogan. Como se ha dicho, en Sudáfrica hay toda una variedad de pueblos segmentados por la etnicidad, la tradición, la len­ gua, la historia, el sexo, el género, el poder, la riqueza y la pobreza, que ojalá —todos lo deseamos de verdad— puedan vivir en paz y armonía en esta nueva fase histórica. Sudáfri­ ca es el nombre de un país, una nación, y es bajo el signo de la nación como el gobierno sudafricano espera unir a sus heteróclitos pueblos. Es un auténtico acto de imaginación, ya que dicha nación tiene todavía que construirse, que crearse, pues la nacionalidad no es una entidad apriorística, sino un mecanismo simbólico y comunicativo en tomo al cual los in­ dividuos pueden imaginarse como una unidad e identificarse con sus vecinos. Simunye-somos uno. ¿Cómo podríamos creer, hablando en términos realistas, que un eslogan aireado en la televisión es susceptible de crear semejante nación, semejante utopía? La respuesta más sencilla es que, por sí solo, no es susceptible de tal cosa. Se necesitan muchas más cosas en términos de ins­ tituciones políticas, redistribución económica, justicia social, tolerancia y solidaridad. Ningún eslogan, por bien intenciona­ do que sea, podrá hacer que todo esto se haga realidad. Y, sin embargo, en términos materiales, el éxito depende en buena medida de qué piensa la gente de sí misma y de los demás, es decir, de cómo la gente está constituida culturalmente y de qué manera utiliza la lengua como guía para la acción. Imaginar­ nos a «nosotros» como «uno» forma parte del proceso de construcción nacional, y jamás ha habido un medio equipara­

ble a la televisión en cuanto a su capacidad de dirigirse a tan­ tas personas distintas en búsqueda de la misma meta. A quien esto le parezca extravagante o exótico —a causa de su contex­ to sudafricano—, le proponemos que vuelva la vista a Gran Bretaña. La Final de Copa de la Football Association, el men­ saje de la reina en Navidad, la sesión inaugural del Parlamen­ to, la carrera de caballos Grand National, los programas de no­ ticias, EastEnders y Coronation Street, todo ello se me ofrece a mí, sentado en mi salón, como partes distintas de un todo na­ cional y me permite entrar de lleno en el biorritmo de un ca­ lendario nacional, lo mismo que supondría para cualquier otro telespectador la retransmisión de la Super Bowl, el mensaje sobre el estado de la Unión del presidente, las CBS News y el NYPD Blue con respecto a Estados Unidos. Sin embargo, así como podemos destacar el papel tan im­ portante que desempeña la televisión en cuanto a construir identidad nacional, también nos conviene interesamos por la deconstrucción, desmontando tanto el concepto de identidad nacional como el papel unificador de la televisión. La identi­ dad nacional no es más que una manera de imaginar, una for­ ma de identidad cultural, pues, como ya hemos señalado, los sudafricanos negros tienen distintas identidades culturales ba­ sadas en la lengua, la historia y las tradiciones. También po­ dríamos preguntamos cuánto tienen en común las sudafrica­ nas negras con los sudafricanos negros toda vez que la lengua y las prácticas de género sitúan a la mujer en posiciones su­ bordinadas. En mi recuerdo bulle todavía la imagen de muje­ res caminando millas y millas con bultos encima de la cabeza y con niños cogidos de la mano. O la imagen de hombres ca­ mino de la mina o bebiendo tranquilamente en los shabeens* En la televisión veo pruebas de la existencia de una comunidad comercial negra, aún pequeña pero en constante crecimien­ to, mientras el gobierno del ANC invita, e insta, a las empre­ sas blancas a que se asocien con empresas negras. ¿Qué tiene * Cafés clandestinos, primitivos e ilegales, donde se encontraban escri­ tores negros y blancos, ladrones y proxenetas... (N. del t.)

en común un comerciante negro, relativamente bien situado, con los desempleados que se hacinan en los arrabales? O, para el caso, ¿qué tienen en común los ricos accionistas blancos de las minas de diamantes de Sudáfrica con los granjeros y agricultores blancos pero pobres? Sin duda, la identidad tie­ ne tanto que ver con la clase y el género (o la edad, la educa­ ción, la orientación sexual, etcétera) como con la etnicidad y la nación.

La televisión, ¿elemento unificador de la nación moderna? En los años en que sólo había un canal y todos «nosotros» veíamos los mismos programas, sin duda había motivos para afirmar que la televisión unificaba a la nación. Pero ¿se puede decir lo mismo de la época actual, en que unos tienen por lo menos cinco canales, otros cincuenta y otros incluso ciento cincuenta donde elegir? ¿Hasta qué punto es la televisión un medio unificador si sólo vemos lo que desde siempre nos ha gustado, y lo hacemos además en canales especializados en deporte, cine, música...? ¿La televisión unifica realmente la nación (simunye-somos uno)? ¿Cómo se puede afirmar esto si yo tengo tres televisores y tú no tienes ninguno? ¿Qué se pue­ de lograr en el terreno de la construcción nacional si lo que más se ve en la televisión sudafricana es Santa Barbara, Days ofOur Lives, The Bold and the Beautiful y The Yóung and the Restless, series todas ellas de origen americano? Así pues, a medida que el impulso ordenador de la televi­ sión moderna va dejando paso a los influjos globalizadores y a la posmodema fragmentación cultural, el papel de la televi­ sión como constitutivo de identidades culturales se nos antoja cada vez más complejo y contradictorio. Este libro no trata sobre Sudáfrica per se, pero sí se interesa por la problemática de la televisión y la identidad cultural, una problemática que deberá tener bien presente cualquiera que quiera estudiar a fondo lo que está ocurriendo en ese país. Dicho lo cual, hay

tres argumentos clave que conforman el esqueleto de este li­ bro, y que iré abordando en los capítulos subsiguientes. Argu­ mentos que resumimos a continuación.

Resumen de los principales argumentos En primer lugar, la televisión nos permite a todos ser via­ jeros y conocer cosas sobre las vidas e identidades culturales de los demás sin necesidad de salir siquiera de nuestro cuarto de estar. La televisión, en su avance imparable a lo largo y ancho del globo, es un recurso proliferador de primer orden para la construcción de identidad cultural. El concepto de recurso tie­ ne aquí una importancia considerable, si se tiene en cuenta que las audiencias se apropian, y utilizan, la televisión de manera activa a la hora de dar sentido a sus vidas. Así, la televisión no construye identidades a la manera de una aguja hipodérmica, sino que suministra materiales para su ulterior elaboración. Como ha dicho Tomlinson (1991), los medios de comuni­ cación son el aspecto representacional más importante de la cultura moderna; pero sus significados están a su vez mediati­ zados por la «experiencia vivida» de la cultura cotidiana. La relación entre medios y cultura es, pues, una sutil combina­ ción de mediaciones. En segundo lugar, el concepto de identidad cultural no se refiere a una identidad universal, fija o esencial, sino a una construcción social, histórica y culturalmente específica, de la que la lengua forma una parte esencial. Aunque se suele dar por sentado que tenemos un «verdadero yo», una identidad que poseemos y que puede resultar conocida para nosotros y para los demás, aquí cuestionaremos la tesis de que la identi­ dad es una cosa fija que se posee, o se encuentra, y diremos que se entiende mejor como una descripción permanente de nosotros mismos, que marca un proceso o devenir. Además, si hacemos caso a los estudios culturales, las cuestiones de clase, género, sexualidad, raza, etnicidad, nación y edad tienen sus particularidades propias e irreductibles a cualquier otra

dimensión. Así, las cuestiones relacionadas con la raza no de­ berían reducirse a ni explicarse solamente en términos de cla­ se (y así sucesivamente). De manera parecida, cada cual está implicado en el otro de tal manera que para explorar la cues­ tión de, por ejemplo, la nacionalidad hay que comprender bien qué género se le ha dado a esta palabra, dado que de las naciones suelen ser de género femenino y la noción de «raza» está relacionada con la idea de la ascendencia «masculina». Además, una negra joven, por ejemplo, tiene distintas expe­ riencias a las de una blanca, un negro o, para el caso, una negra adulta, etcétera. Aceptar la especificidad de cada elemento es reconocer también las múltiples experiencias de la gente y los distintos tipos de vida según las distintas circunstancias culturales. En tercer lugar, el mejor modo de entender la identidad es describiéndola como un entramado de pautas de discurso que forman una red sin centro y no como una serie de atribu­ tos poseídos por un yo nuclear unificado. Esta idea de iden­ tidad se basa en una concepción «antirrepresentacional» del lenguaje, según la cual, las palabras y los enunciados no re­ flejan un objeto independiente, sino que son un recurso para prestarnos forma a nosotros mismos y a nuestro mundo a par­ tir del contingente y desordenado flujo de lo hablado y prac­ ticado todos los días (Wittgenstein, 1953; Rorty, 1989; Shotter, 1993). Según esta concepción, no se puede decir que el lenguaje represente directamente un «yo» preexistente, sino que más bien constituye ese «yo», haciéndolo existir a tra­ vés de los procesos de significación. Además, puesto que, fuera del lenguaje, carecemos de un punto de Arquímedes desde el cual supervisar la relación entre el «yo» y los enun­ ciados, no se puede decir que tenemos una identidad determi­ nada, sino que somos una red sin centro de creencias, actitu­ des e identificaciones (Rorty, 1991a). Las identidades son, por tanto, contradictorias, se atraviesan o dislocan unas a otras, de manera que no hay una identidad única que actúe con una ca­ pacidad organizativa global; antes bien, va cambiando según la manera en que es abordado o representado el sujeto. Con­

trariamente a nuestro empleo cotidiano de la palabra identidad (para designar un yo no problemático), veremos cómo es un concepto difícil y perturbador, concepto que pasamos ya a explorar en el capítulo 1.

1. Identidades culturales perturbadoras

Antes de ponemos a analizar el lugar que ocupa la televi­ sión en la constitución, y cuestionamiento, de la identidad cul­ tural, conviene considerar más detenidamente qué entende­ mos por el término identidad. Así pues, en este capítulo nos extenderemos sobre los debates actuales en tomo a la cultura, la subjetividad y la identidad cultural, con la vista siempre puesta en la pregunta «¿qué es la identidad cultural?». Por el momento, diremos que cultura significa una variedad de prác­ ticas generadoras de significado, mientras que subjetividad se refiere a la condición de ser persona y a los procesos median­ te los cuales nos convertimos en una persona. Como sujetos (es decir, como personas), estamos «sometidos a» unos proce­ sos sociales que nos permiten ser «sujetos para» nosotros mis­ mos y para los demás. Subsiguientemente, las descripciones que hacemos de nosotros mismos, y con las que nos identifi­ camos, podemos llamarlas identidad cultural. Así, la pregunta sobre la subjetividad podría formularse de esta manera: «¿Qué

es una persona?», mientras que la pregunta sobre la identidad cultural podría formularse de esta otra: «¿Cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo nos ven los demás?». El título de este capítulo, «identidades culturales perturba­ doras», es producto de dos aspectos importantes de la teoría y práctica de los estudios culturales. En primer lugar, se puede afirmar que la teoría cultural ha perturbado la idea de una identidad estable, fija y universal poseída por una persona, idea esta contenida en el repertorio cultural del yo con el que está familiarizada la mayor parte de la gente que vive en el mundo occidental moderno. Así, por ejemplo, en Occidente tendemos a asumir que tenemos un «verdadero yo», una identidad que poseemos y que puede ser conocida por nosotros. Sin embargo, aquí vamos a impugnar la tesis de que la identidad es una cosa fija, algo que se puede encontrar, para sugerir más bien que, en vez de una entidad susceptible de ser poseída, la identidad está constituida por las descripciones de nosotros mismos con las que solemos identi­ ficamos. La segunda «perturbación» reside en la relación entre identidad cultural y política cultural. La identidad cultural ha pasado a ser una preocupación política clave, alrededor de la cual las feministas, los afroamericanos, los asiáticos británi­ cos y otros se han organizado para «perturbar la paz» de la América burguesa blanca o de la Inglaterra «burguesa». A medida que se debilita y fragmenta el control hegemónico de la identidad moderna unitaria (y de la clase media, general­ mente masculina y blanca), las voces de los «otros» margina­ dos de la modernidad —es decir, las voces de las mujeres, los gays, las personas de color y los no occidentales— han veni­ do a perturbar la paz cultural. Sin duda, el auge de las políti­ cas identitarias y los nuevos movimientos sociales figuran entre los rasgos más distintivos de la cultura global contem­ poránea.

Primera persona del singular Aunque, para la teoría occidental, no existe cultura en que no se utilice el «yo» o su equivalente lingüístico —es de­ cir, una cultura que no tenga una determinada concepción de la mismidad y de ser persona—, hay que decir que la mane­ ra de utilizar este pronombre personal, y lo que éste significa, varía según las culturas. Por consiguiente, para las concep­ ciones de la subjetividad y la identidad, dentro de los estudios culturales, es fundamental saber que lo que significa ser per­ sona tiene un carácter social y cultural en todo momento y lu­ gar. Es decir, que las identidades son unas construcciones ab­ solutamente sociales y no unas entidades que puedan existir fuera de las representaciones culturales y de la aculturación. Por «aculturación» entendemos aquí los procesos sociales mediante los cuales estamos constituidos, y, por «cultura», el aprender a «salir adelante» como agentes cognoscitivos. Así, la aculturación, que gira en tomo a la familia, los compañe­ ros, la educación, los medios de comunicación y las orga­ nizaciones laborales, es el proceso mediante el cual el niño indefenso se convierte en una persona bien informada y cons­ ciente de sí, es decir, suficientemente versada en los usos de la cultura La identidad, formada gracias a una relación duradera con las representaciones y discursos culturales que nos constitu­ yen, es una cosa completamente social y cultural por naturale­ za, desligada de cualquier elemento universal, trascendental o ahistórico de la persona. La identidad es un fenómeno social en dos aspectos muy importantes: • En primer lugar, la formulación misma de qué significa ser persona tiene de por sí un componente cultural. Por ejem­ plo, el individualismo es un rasgo distintivo de las sociedades occidentales modernas, mientras que, en muchas otras cultu­ ras, las personas no se conciben separadas de las relaciones fa­ miliares y del lugar que ocupan en el seno de toda una red de relaciones sociales.

• En segundo lugar, los mismos recursos que sirven de material para el proyecto identitario son sociales en la natura­ leza, el lenguaje y en las prácticas sociales, de manera que lo que significa ser mujer, niño, asiático o anciano difiere según los contextos culturales diferentes. En suma, pues, la identidad tiene que ver con lo igual y lo diferente, con lo personal y lo social, «con lo que tenemos en común con unas personas y lo que nos diferencia de otras» (Weeks, 1990, 89). Pero, antes de pasar a tratar el tema de las identidades, haciendo particular hincapié en la formación de la identidad moderna y posmodema, conviene al menos tener una idea somera de qué se entiende por cultura.

La idea de cultura Si bien el concepto de cultura es, por definición, esencial para los estudios culturales, no existe ningún significado co­ rrecto o definitivo vinculado al mismo. Al describirlo como «una de las dos o tres palabras más complicadas de la lengua inglesa», Williams (1983) deja bien claro que los estudios cul­ turales constituyen un campo de permanente debate y cuestionamiento. Es decir, que la cultura no «está ahí» esperando a ser descrita correctamente por los teóricos. El concepto de cul­ tura es, más bien, una herramienta que nos resulta más o me­ nos útil para comprender a los seres humanos como una forma de vida más. Por consiguiente, su empleo, y sus significados, serán siempre cambiantes. Históricamente, el concepto de cultura, al menos dentro de una rama de los estudios culturales, se ha definido como un modo de vida total (Williams, 1981), o, como dice Hall, «por cultura entiendo aquí el terreno bien cimentado de las prác­ ticas, representaciones, lenguas y costumbres de una sociedad concreta. También incluyo las formas contradictorias del sen­ tido común, que a la vez se fundamentan en, y ayudan a con­ figurar, la vida popular» (Hall, 1996c, 439). Así, la cultura no

es un concepto empleado con referencia a unos significados individuales propiamente dichos, pues, al ser un término colec­ tivo, se refiere a unos significados compartidos. No obstante, como veremos en el capítulo 2, el concepto de cultura como algo indisociable de un lugar concreto resulta cada vez menos defendible en una época, como la nuestra, marcadamente globalizada, en la que ningún lugar escapa a discursos culturales provenientes de otros lugares. Por lo tanto, la temática acerca de la cultura debe versar sobre qué significados son compar­ tidos o cuestionados por determinadas personas en determina­ dos lugares y en determinadas condiciones. Pero, si bien la cultura se interesa por las distintas mane­ ras de prestar sentido al mundo, los significados no están sim­ plemente «ahí fuera», esperando a que vayamos a captarlos; son generados mediante signos, el más notable de los cuales es el lenguaje. Se suele admitir que el lenguaje está en el meollo de la cultura y de la identidad por dos razones fundamentales, mutuamente relacionadas: en primer lugar, por ser el medio privilegiado por el que los significados culturales se forman y comunican, y, en segundo lugar, por ser el medio y vehículo por el que llegamos al conocimiento de nosotros mismos y del mundo social. Los estudios culturales dejan cada vez más claro que el lenguaje no es un medio neutral en la formación de los signi­ ficados y del conocimiento acerca de los objetos que existen en el «mundo real», fuera del lenguaje, sino que es constituti­ vo de esos mismos valores, significados y conocimientos. Es decir, que presta significado tanto a los objetos materiales como a las prácticas sociales presentadas a nuestra considera­ ción por el lenguaje y que nos resultan inteligibles en unos términos delimitados precisamente por el lenguaje. Estos pro­ cesos de producción de significado son prácticas significati­ vas, por lo que entender la cultura es explorar cómo se produ­ ce significado simbólicamente en el lenguaje como sistema significativo.

P r á c t ic a s

s ig n if ic a t iv a s

Según el lingüista Saussure (1960), un sistema significati­ vo está constituido por una serie de signos, que se analizan en términos de sus partes constitutivas, el significado y el signifi­ cante. Se considera significante la forma o el medio vehiculadores de signos, como, por ejemplo, un sonido, una imagen, las marcas que forman una palabra de la página, mientras que el significado se expresa en términos de conceptos y sentidos. Además, la relación entre los sonidos y marcas del lenguaje, o significantes, y lo que se supone que significan, o significado, no tiene un carácter eterno o fijo, sino que es arbitraria, en cuanto que, por ejemplo, lo que los españoles llaman «gato» y «estera» los ingleses llaman «cat» y «mat» respectivamente. Así pues, el argumento fundamental de Saussure consiste en que, en el lenguaje, el significado no está producido con refe­ rencia a una realidad extralingüística, sino que, más bien, está generado por un sistema de diferencias relaciónales entre los signos (diferencia semiótica). Una de las ilustraciones clásicas de estos argumentos semióticos es la relación existente entre los colores como sig­ nos y su organización y conversión en el código cultural de los colores del semáforo. Los colores son divisiones del es­ pectro lumínico, que nosotros clasificamos en el campo para­ digmático con signos, como, por ejemplo, el rojo, el verde, el ámbar, etcétera. Como ya hemos señalado, no existe una ra­ zón universal por la que el signo «rojo» deba referirse a un color específico; antes bien, el rojo es significativo con rela­ ción a la diferencia entre el rojo y el verde (y así sucesiva­ mente). Estos signos están organizados en una secuencia sin­ tagmática, que genera significado mediante las convenciones culturales de su empleo dentro de un contexto particular. Así, el semáforo exhibe el «rojo» para significar «detenerse» y el «verde» para significar «pasar». Éste es el código cultural de los sistemas de tráfico, que estabiliza y convencionaliza tem­ poralmente la relación entre colores y significados. Vemos, así, cómo los signos se convierten en códigos naturalizados,

cuya operatividad no revela tanto la transparencia de los có­ digos lingüísticos o visuales como la habituación cultural de los códigos operativos. Curiosamente, en el empleo cotidiano del código para la regulación del tráfico, no nos estamos refi­ riendo a las palabras que encontramos en una página, sino a los signos visuales que operan en la vida cultural. Así, la se­ miótica extiende su campo de acción desde el lenguaje verbal a los signos culturales en general, de manera que los colores, los objetos materiales y las imágenes se pueden analizar, uti­ lizando la semiótica, como prácticas que funcionan «como un lenguaje». Consiguientemente, aceptada esta concepción de la cul­ tura, una buena parte de los estudios culturales se centra en cuestiones de representación, es decir, en cómo el mundo está socialmente construido y representado para nosotros y por nosotros mediante la significación. Además, las represen­ taciones y los significados culturales no están flotando en el aire, en espera de ser capturados, sino que tienen cierta mate­ rialidad, es decir, que están incorporados en los sonidos, ins­ cripciones, objetos e imágenes, como, por ejemplo, en los li­ bros, las revistas y los programas de televisión. En este contexto, los estudios culturales se pueden entender como el estudio de la cultura en cuanto prácticas significativas de re­ presentación, y de la relación que éstas mantienen con unos seres humanos concretos. Esto, como veremos más adelante, incluye la identidad como forma de representación de la que es esencial el lenguaje. Sin embargo, en esta fase de nuestra argumentación, será la obra de Stuart Hall la que oriente nuestra comprensión de la identidad cultural en las circuns­ tancias actuales.

Sujetos modernos y posmodernos En su artículo seminal, titulado «La cuestión de la identi dad cultural», Hall (1992a) identificó tres maneras muy dis tintas de conceptuar la identidad cultural, que denominó:

• el sujeto de la Ilustración • el sujeto sociológico • el sujeto posmodemo. En los siguientes apartados iremos ampliando estas conceptualizaciones sobre la identidad y trazaremos el desarrollo del sujeto fracturado y descentrado, o posmodemo.

El

su je t o d e l a

I l u s t r a c ió n

La noción de persona como agente único y unificado suele relacionarse con la filosofía de la Ilustración, movimiento filo­ sófico que defendió la idea de que la razón y la racionalidad formaban la base del progreso humano universal. Así, el suje­ to de la Ilustración «se basaba en una concepción de la perso­ na como individuo perfectamente centrado y unificado, dotado de razón, conciencia y capacidad de acción, cuyo “centro” con­ sistía en un núcleo interno... Este centro esencial del yo era la identidad de una persona» (Hall, 1992a, 275). Desde el punto de vista filosófico, este planteamiento, asociado con Descartes, se conoce como «sujeto cartesiano». La famosa frase de Des­ cartes, «pienso, luego existo», coloca al sujeto individual ra­ cional y consciente en el corazón de la filosofía occidental, se­ gún la cual la mente posee per se unas capacidades racionales que le permiten experimentar el mundo y darle sentido según las propiedades reales de dicho mundo. Concebir el sujeto de esta manera no es una cuestión de simple filosofía, sino que atañe también a unos procesos más vastos en la formación del sujeto y de la identidad, pues un rasgo esencial de la explicación occidental del yo al uso es considerar a la persona como individuo unificado y capaz de organizarse por sí mismo. Así, por ejemplo, el discurso sobre la moralidad, que en la cultura occidental trata de hacer inteli­ gibles y abordables los dilemas morales y éticos que nos acu­ cian, se interesa esencialmente por problemas relativos a la responsabilidad que tienen los individuos por sus propias ac­

ciones. Sin duda, semejante concepción inspira la legislación según la cual es el individuo el último responsable de sus he­ chos, salvo algunas excepciones, como, por ejemplo, en caso de demencia (aunque también ésta se considera un estado del individuo). Por su parte, la organización del saber académico en disciplinas separadas delata una concepción del yo unifica­ do en cuanto que se considera objeto de la psicología el fun­ cionamiento de la mente individual, y, en su conjunto, la me­ dicina occidental se centra también en el tratamiento de las dolencias individuales. De manera parecida, la teoría econó­ mica clásica, si bien muestra cierta preocupación por los pro­ cesos sociales; sitúa en su centro al individuo racional, que toma decisiones y se interesa básicamente por sí mismo. No obstante, contrariamente a la creencia en un yo uni­ versal por parte de la Ilustración, las identidades se pueden considerar sociales y culturales «de principio a fin» ya que es­ tamos constituidos como seres sociales a resultas de los pro­ cesos de aculturación. Hall llama a este yo socializado sujeto sociológico, en el que el «núcleo interior del sujeto no era au­ tónomo y autosuficiente, sino que estaba formado en relación con los “otros significantes”, que transmitían al sujeto los va­ lores, significados y símbolos —la cultura— de los mundos en que dicho sujeto habitaba» (Hall, 1992a, 275). Lo más pro­ bable es que nuestros primeros «otros significantes» sean los miembros de nuestra familia, de quienes aprendemos, median­ te la alabanza, el castigo, la imitación y el lenguaje, a relacio­ namos en la vida social. El presupuesto de toda concepción so­ ciológica del sujeto se basa en que las personas son animales sociales, de manera que lo social y lo individual son mutua­ mente constitutivos. Aunque el yo se entiende como un ser en posesión de un núcleo unificado interno, se forma en la inte­ racción entre el mundo interno y el mundo social externo. En este sentido, la interiorización de los valores y roles sociales estabiliza al individuo y le asegura su «encaje» en la estructu­ ra social mediante ataduras y vínculos. Así, podemos hablar de autoidentidad y de identidad social en la estela del sociólogo Anthony Giddens.

El

s u j e t o s o c io l ó g ic o : a u t o i d e n t i d a d

E IDENTIDAD SOCIAL

Según Giddens (1991), la autoidentidad es la acumula­ ción de un sentido consistente de continuidad biográfica, in­ cluida la capacidad para mantener una narrativa del yo y para responder a preguntas críticas del tipo «¿qué hacer? ¿Cómo actuar? ¿Quién debo ser?». El individuo se esfuerza por cons­ truir una narrativa coherente que sirva de base a la identidad, de manera que «la autoidentidad no es ni un rasgo distintivo ni una colección de rasgos poseídos por el individuo. Es el yo en­ tendido reflexivamente por la persona en el marco de su bio­ grafía» (Giddens, 1991, 53). Esta argumentación se corres­ ponde con la noción de identidad que propone el sentido común, es decir, que nuestra identidad es, en cierto sentido, lo que nosotros, como personas, creemos que es. No obstante, Giddens también dice que la identidad no es una colección de rasgos que poseemos, no es una entidad o cosa a la que pode­ mos apuntar. Es más bien un modo de pensamos a nosotros mismos. Pero, como ya sabemos, lo que uno cree ser cambia, según las circunstancias, en el tiempo y el espacio. Por eso Giddens describe la identidad como un proyecto, es decir, como algo que se crea y se construye, como algo siempre en proceso, que, más que llegar, «se mueve hacia». Aunque podamos considerar la autoidentidad como nues­ tro proyecto, es una perogrullada sociológica afirmar que he­ mos nacido en un mundo que ya existía antes que nosotros, que aprendemos una lengua que ya se hablaba antes de que llegáramos nosotros y que vivimos nuestra vida en el contex­ to de las relaciones sociales con los demás; en una palabra, que nos constituimos como individuos dentro de un proceso social que utiliza materiales socialmente compartidos, lo que se suele entender con el nombre de socialización o aculturación. Sin la lengua, y sin la aculturación, no sólo no podemos ser personas, tal y como se entiende esta palabra en la vida co­ tidiana, sino que además los conceptos mismos de personali­ dad e identidad nos resultarían ininteligibles. Si no aprendo a

utilizar las palabras, y no sé lo que esperan los demás de mí, no podré comprenderme a mí mismo como hombre, británico, amigo, socio, hijo, y así sucesivamente. Desde luego, sin el lenguaje, que es un recurso social, yo no podría ni siquiera emplear el pronombre «yo». Giddens señala asimismo que las identidades sociales [...] van asociadas a derechos, obliga­ ciones y sanciones de carácter normativo que, dentro de unas colectividades específicas, conforman unos roles determina­ dos. El empleo de marcadores estandarizados, especialmente para distinguir los atributos físicos propios de la edad y el gé­ nero, es fundamental en todas las sociedades, pese a las gran­ des variaciones transculturales que se pueden detectar. (G id d e n s , 1984, 2 8 2 -2 8 3 )

Así pues, los recursos utilizables para un proyecto identitario dependen de nuestra capacidad situacional y de los es­ pecíficos contextos culturales de los que derivamos nuestras competencias. Es decir, que importa saber si somos negros o blancos, machos o hembras, africanos o americanos, ricos o pobres, por ser diferentes los recursos culturales que nos han constituido. Hasta ahora, la argumentación se ha basado en que el mo­ vimiento intelectual que va del sujeto de la «Ilustración» al su­ jeto «sociológico» equivale a dejar de percibir a las personas como todos unificados que se autosustentan para ver más bien al sujeto como un individuo socialmente formado. Aunque el sujeto social no es fuente de sí mismo, ni es tampoco un «todo» en virtud de la perogrullada según la cual todos adop­ tamos algún tipo de actitudes sociales, sin embargo el suje­ to social parece estar en posesión de un yo nuclear capaz de coordinarse reflexivamente dentro de una unidad. Tal no es, empero, el caso del fracturado sujeto posmodemo.

El

su je to p o sm o d e r n o

Según el esquema de Hall, el yo descentrado o posmoder­ no implica un sujeto de identidades cambiantes y fragmenta­ das, de manera que las personas no se componen de una, sino de varias —y a veces contradictorias— identidades. Así, el sujeto asume diferentes identidades en diferentes momen­ tos, identidades que no se unifican alrededor de un «yo» co­ herente. Dentro de nosotros existen identidades contradicto­ rias, que parten en distintas direcciones, de manera que nuestras identificaciones están constantemente cambiando de lugar. Si creemos tener una identidad unificada desde que na­ cemos hasta que morimos, ello se debe solamente a que sole­ mos construir un tranquilizante relato o «narrativa del yo» so­ bre nosotros mismos. (H a l l ,

1992a, 277)

Según Hall, ha habido cinco «rupturas importantes en el discurso del conocimiento moderno», que han contribuido a que comprendamos mejor al sujeto descentralizado o fractura­ do. Estas las constituyen: • el marxismo, • el psicoanálisis, • el feminismo, • el carácter del lenguaje y del discurso, • la obra de Foucault. Así pues, si queremos comprender bien lo que entiende Hall por sujeto descentrado o posmodemo, conviene explorar antes, aunque sea brevemente, cada una de estas «rupturas». El orden de las mismas, aunque es en parte —que no entera­ mente— cronológico, nos permitirá terminar con la más im­ portante: la relacionada con el denominado giro lingüístico experimentado por los estudios culturales; un giro, u orienta­ ción, cada vez más hacia el lenguaje y el análisis lingüístico,

por hallarse éstos en el corazón mismo de la cultura, de la identidad y del proyecto de los estudios culturales.

El sujeto histórico del marxismo La relación que mantienen con el marxismo los que se de­ dican a los estudios culturales es larga, ambigua e incómoda, pero productiva. Los estudios culturales no han sido un ámbi­ to típicamente marxista, pero le han sacado a éste bastante jugo al tiempo que lo sometían a una crítica vigorosa. Nuestro inte­ rés aquí por el marxismo se reduce a su contribución teórica a la noción del yo «fragmentado». El marxismo es, ante todo, una forma de materialismo his­ tórico que recalca la especificidad histórica de los asuntos hu­ manos y el carácter cambiable de las formaciones sociales en cualquier tiempo y lugar, a la vez que retrotrae las caracterís­ ticas básicas a las condiciones materiales de la existencia. Se­ gún Marx (véanse, por ejemplo, Bottomore y Rubel, 1961), la prioridad de los seres humanos es la producción de sus medios materiales de subsistencia mediante su trabajo, el cual trans­ forma no sólo el mundo material, sino también a los que lo realizan. Al mismo tiempo que los humanos producen comida, ropa y toda suerte de herramientas para la configuración de su entorno, se están creando también a sí mismos. Así, el trabajo y la forma de organización social que adopta dicha producción material, o modo de producción, son categorías esenciales del marxismo.

Los MODOS DE PRODUCCIÓN La organización de un determinado modo de producción no es simplemente una cuestión de organizar «cosas», sino que está íntimamente unida a las relaciones entre los huma­ nos; es, pues, una cuestión que, si bien tiene una dimensión social, es decir, cooperativa y coordinada, ha dado también

pie a numerosos conflictos y a la lucha por el poder. Por tanto, los conflictos de las clases sociales, estructurados y converti­ dos en relaciones de producción, que son una parte esencial de un determinado modo de producción, se consideran el princi­ pal motor del cambio histórico. Para el marxismo, la historia no es un proceso homogéneo de cambios graduales, sino que está marcada por rupturas y discontinuidades de gran calado. Así, el marxismo estudia un antiguo modo de producción, un modo de producción feudal, un modo de producción capitalis­ ta y el esperado modo de producción socialista/comunista, cada cual caracterizado por distintas formas de organización material y diferentes relaciones sociales, y cada cual superado también por otro modo de producción a medida que las con­ tradicciones internas, particularmente las de la lucha de clases, van conduciendo a la transformación y a la sustitución. El marxismo, según Hall (1992a), arrambla con cualquier concepción de una esencia universal de la personalidad, po­ seída por todo individuo, porque, parafraseando a Marx, «la gente hace historia ciertamente, pero sólo sobre la base de las condiciones objetivas, no de su propia acción». En otras pala­ bras, históricamente, los particulares modos de producción y las relaciones sociales constituyen a los sujetos de una mane­ ra específica, de suerte que la definición de persona no puede ser universal, sino que radica en la característica formación social de una época y de un lugar definidos. Por ejemplo, el modo de producción feudal se basa en el poder de los señores, que son dueños de la tierra y de los siervos (o que arriendan la tierra a los campesinos), de manera que las identidades de los señores y los siervos difieren completamente, y no sólo entre sí, sino también respecto de las relaciones e identidades socia­ les que se encuentran en un modo de producción capitalista, donde los capitalistas (y accionistas) emplean y explotan la mano de obra «libre» de la clase trabajadora. Las definiciones de señor, siervo, capitalista y trabajador difieren enormemen­ te a causa de la forma concreta de organización social de la que forman parte.

La i n t e r p r e t a c ió n

a l t h u s s e r ia n a

Es particularmente importante para Hall la interpretación althusseriana de Marx (Althusser, 1971), en la que es funda­ mental el lugar que ocupa la ideología en la constitución de los sujetos. En términos generales, por ideología entiende el pen­ sador francés las estructuras de significación o cosmovisiones que constituyen relaciones sociales y marcan el intento de fijar el carácter fluido y relacional del significado a fin de legitimizar los intereses de los poderosos. Althusser insiste en que el sujeto formado en la ideología no es un sujeto cartesiano unifi­ cado, sino un sujeto hecho añicos y fragmentado. Así, por ejem­ plo, si bien todas las clases comparten ciertas condiciones de existencia, no forman automáticamente una conciencia de cla­ se unificada y medular, sino que están atravesadas por inte­ reses en conflicto y se hacen y deshacen en el transcurso del desarrollo histórico presente. Así, aunque «yo» comparta con mi vecina unas condiciones laborales parecidas, no comparti­ mos una identidad de clase obrera homogénea porque «yo» soy hombre y «ella» es mujer, o «yo» soy negro y «ella» es blanca, o «yo» voto a la «izquierda» y «ella» vota a la «derecha», o, fi­ nalmente, «yo» soy liberal y «ella» es nacionalista. Aquí, el argumento general es que los sujetos se forman mediante la diferencia, marcada por el juego de significantes, de manera que lo que somos depende en parte de lo que no so­ mos. En este contexto, el marxismo apunta al carácter históri­ camente específico de la identidad y al sujeto fracturado for­ mado en la ideología. Sin duda, este creciente acentuar la diferencia en el lenguaje y en el campo social es también per­ tinente para las cuestiones relativas al psicoanálisis, especial­ mente tal y como aparece en el planteamiento lacaniano.

Psicoanálisis y subjetividad Según Hall (1996a), el psicoanálisis tiene una importancia capital, pues, al tiempo que el discurso regula a los sujetos,

controla y permite ciertas formas de identificación y excluye otras; se suele decir que el psicoanálisis puede arrojar cierta luz sobre la manera en que las identificaciones de nuestro «in­ terior» se relacionan con la capacidad reguladora del «exte­ rior» discursivo. Hall, siguiendo en esto a muchas feministas, se sirve del psicoanálisis para iluminar los procesos mediante los cuales unas personas concretas adoptan algún tipo de posi­ ción de sujeto —discursivamente construida— a través de identificaciones imaginadas y de «inversiones» emocionales (Henriques y otros, 1984). No cabe duda de que este plantea­ miento es fundamental para la conceptualización de la «iden­ tidad» desarrollada por Hall, ya que es el punto de sutura entre, por una parte, los discursos y las prácticas que nos tratan de «interpelar», nos hablan o nos in­ vitan a situamos como sujetos sociales de discursos concretos y, por la otra, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de ser «hablados». Las identidades son, por tanto, los puntos de enlace temporal con las posiciones de sujeto que las prácticas discursivas cons­ truyen para nosotros. (H a l l , 1996a: 5-6) Así, es a Freud, y a su «descubrimiento» del inconsciente mediante el psicoanálisis, a quien atribuye Hall otro de los descentramientos. El psicoanálisis es un cuerpo de pensamien­ to sumamente cuestionado y controvertido. Para sus defenso­ res (Mitchel, 1974; Chodorow, 1978 y 1989), su extraordina­ ria fuerza reside en su rechazo de una naturaleza fija en los sujetos y en la sexualidad, centrándose en cambio en la cons­ trucción y formación de la subjetividad, no en lo que es un su­ jeto, sino en cómo se deviene en sujeto. Así, se suele decir que el psicoanálisis demuestra que los procesos psíquicos crean la humanización de los niños pequeños en y mediante la diferen­ cia sexual, al tiempo que puede ofrecer también una decons­ trucción de la constitución de la subjetividad en los ámbitos psíquico y simbólico, una subjetividad que, en las sociedades

patriarcales, siempre está marcada por el género y creada por fantasías imaginarias.

El

y o : e g o , su p e r e g o e in c o n s c ie n t e

Según Freud, el yo está constituido por el ego —o mente racional consciente—, el superego —o conciencia social— y el inconsciente —o el id—, fuente y destinataria de la activi­ dad simbólica de la mente, que funciona con una lógica dife­ rente de la razón. Semejante concepción de la personalidad fractura de manera inmediata al sujeto cartesiano unificado, en cuanto que hacemos y pensamos cosas que no son el resul­ tado de un yo integrado racional, sino de unas actividades del inconsciente que por lo general no están disponibles para la mente consciente de manera franca y directa. Además, puesto que el yo está por definición fracturado en ego, superego e in­ consciente, la narrativa unificada del yo es algo que debemos adquirir con el paso del tiempo conforme vamos entrando en el orden simbólico del lenguaje y la cultura. Es decir, que me­ diante procesos de identificación con los demás y con los dis­ cursos sociales creamos una identidad, que produce la ilusión de una totalidad.

La

l ib id o

Según Freud, la libido, o el impulso sexual, no tiene un ob­ jetivo u objeto fijo y preestablecido. Antes bien, cualquier obje­ to, que incluya a personas o a partes del cuerpo, puede ser ob­ jeto de deseo a través de la fantasía. Consiguientemente, hay un número casi infinito de objetos y prácticas sexuales que en­ tran en el ámbito de la sexualidad humana. Sin embargo, la obra de Freud se esfuerza por documentar y explicar la regula­ ción y represión de esta «perversidad polimorfa» resolviendo (o no) el complejo de Edipo en una serie de relaciones de gé­ nero heterosexuales «normales».

El

c o m pl e jo d e

E d ip o

Según el pensamiento freudiano clásico, el complejo de Edipo es el momento de la formación del ego y de la subjeti­ vidad de género, pues, antes de ese momento, no somos ca­ paces de distinguir claramente entre nosotros mismos y los demás objetos, ni tenemos conciencia de nosotros mismos como varones o hembras. Es decir, antes de la resolución del complejo de Edipo, los niños pequeños experimentan el mun­ do en términos de exploración sensorial y de autoerotismo al buscar la satisfacción física. El primer foco de esta fase es la madre como fuente de calor, confort y alimento. En conse­ cuencia, el primer objeto de amor de un niño es su madre, con la que a la vez se identifica y a la que desea, es decir, que el niño a la vez quiere «ser» la madre y «poseer» a la madre. La resolución del complejo de Edipo implica repudiar a la madre como objeto de amor y la separación de la madre por parte del sujeto.

El

t a b ú d e l in c e s t o

Para los chicos, el tabú del incesto, simbolizado por el po­ der del padre como falo, significa que el deseo de la madre es insostenible y está amenazado por un castigo consistente en la castración. En consecuencia, los chicos desplazan su identifi­ cación de la madre al padre y adoptan la masculinidad como una forma deseable de ser sujeto. Esto incluye mantener rela­ ciones heterosexuales con las mujeres, a la vez por ser lo más apropiado y como un intento por recuperar la plenitud o unici­ dad del momento preedípico. Para las chicas, la formación de objetos de amor heterosexual y la separación de la madre son cosas más complejas, de las que se suele decir que nunca se completan. Las chicas no repudian enteramente la identifica­ ción con la madre ni tampoco se identifican con el padre. Sin embargo, sí reconocen el poder del falo como algo que no tie­ nen, y que sí tiene el padre. Al carecer de pene (el falo simbó­

lico), no pueden nunca identificarse con él; no obstante, pue­ den pretender su posesión, cosa que hacen al intentar tener un hijo con el padre o, más exactamente, con otros hombres, que representan al padre como falo.

La

in t e r p r e t a c ió n l a c a n i a n a

Según la famosa interpretación de Freud que hizo Lacan (1977), la resolución del complejo e Edipo marca la forma­ ción del inconsciente como ámbito de lo reprimido, así como la posibilidad del sujeto como tal (establecida por la entrada en las posiciones de sujeto del orden simbólico) y su consti­ tución según la diferencia de los géneros. La lectura lacania­ na de Freud considera el lenguaje como elemento axial, pues es a través de la entrada en el orden simbólico, constituido primeramente en lenguaje, como se forman los sujetos. Ade­ más, el inconsciente es el lugar de la generación de represen­ taciones significativas, que se pueden abordar mediante el lenguaje, o, mejor dicho, expresándolo en términos lacanianos, el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Es decir, que los mecanismos psíquicos de condensación y des­ plazamiento se equiparan con las funciones lingüísticas de la metáfora y la metonimia.

El

p a p e l d e l p s i c o a n á l i s is e n l o s e s t u d i o s

culturales

En la medida en que el psicoanálisis aparece como un re­ lato de la subjetividad universal y ahistórico que marca los procesos psíquicos de la humanidad a través de la historia y, aún más, como un relato intrínsecamente patriarcal y falocéntrico, es decir, centrado en los hombres, mientras que las mu­ jeres se convierten en términos secundarios y adjuntos, esta aproximación ha resultado ser inaceptable en el ámbito de los estudios culturales. No obstante, algunos críticos más com­

prensivos (Mitchel, 1974; Rose, 1997) han sugerido que el psicoanálisis puede ser reelaborado como un relato histórica­ mente contingente, es decir, un relato que describe la forma­ ción del sujeto sólo en unas circunstancias históricas espe­ cíficas. Por consiguiente, los cambios en el orden cultural y simbólico pueden conducirnos a unos cambios en la forma­ ción del sujeto y viceversa, de manera que el carácter subver­ sivo del psicoanálisis reside en su conmoción del orden so­ cial, incluidas las relaciones de género, en su intento por crear nuevos modos de pensar y nuevas subjetividades. Así, hay quien dice que el psicoanálisis podría ser despojado de su falocentrismo y convertirse en un sistema apropiado para la comprensión de la feminidad y del proyecto político del feminismo. Ciertamente, el psicoanálisis tiene en su punto de mira tanto al sujeto fracturado (consciente-inconsciente, etcé­ tera) como el carácter profundamente cultural de los niveles más profundos y soterrados de nuestras identidades sexuales. Y, aunque siga siendo un campo sumamente cuestionado, y varíen bastante sus formas exactas, es corriente verlo utiliza­ do por las feministas en sus investigaciones sobre la identi­ dad de género.

Feminismo: la política de la diferencia Según Hall, el feminismo ha tenido un influjo descentralizador en las concepciones de la subjetividad y de la identidad a causa de su desafío (mediante el eslogan y la práctica de «lo personal es político») a la distinción entre lo externo y lo in­ terno, o entre lo público y lo privado. Así, por ejemplo, aun­ que la violencia doméstica pueda producirse en un ámbito pri­ vado, entra dentro de la competencia pública. El feminismo ha planteado también la cuestión de cómo nos convertimos en su­ jetos marcados por el género en el contexto de unas familias marcadas asimismo por el género, de manera que «lo inter­ no» del género está formado por «lo externo» de la familia. Así, la definición de persona no puede ser universal ni unifi­

cada desde el momento en que la identidad está marcada, al menos, por la diferencia de sexo. El feminismo es un campo teórico y político plural con unas perspectivas y unas prescripciones para la acción en recí­ proca competencia. No obstante, no nos equivocamos al afir­ mar que, según el feminismo, el sexo es un eje fundamental e irreductible de la organización social, que hasta la fecha ha he­ cho que la mujer esté subordinada al hombre. Así pues, el fe­ minismo se preocupa básicamente por el sexo como principio organizador de la vida social, completamente saturado por las relaciones de poder. El hecho de que la subordinación de la mujer sea evidente en toda una serie de instituciones y prácti­ cas sociales, y de que el poder machista y la subordinación fe­ menina sean estructurales, ha llevado a las feministas a des­ cribir nuestras sociedades como una variedad de patriarcado, que se caracteriza por la familia androcéfala, el dominio y la superioridad (Evans, 1997).

F e m in is m o

l ib e r a l y f e m in is m o s o c ia l is t a

Como movimiento multiforme que es, el feminismo ha adoptado toda una serie de análisis y estrategias de acción, lo que hace que se pueda hablar respectivamente de feminismo liberal, feminismo socialista o marxista, feminismo de la dife­ rencia o radical, feminismo negro y feminismo postestructuralista y posmodemista. Así, el feminismo liberal (Mackinnon, 1987, 1991) tiende a subrayar la igualdad de oportunidades para la mujer, lo que considera alcanzable dentro de las vastas estructuras de los marcos jurídico y económico actuales. Por su parte, el feminismo socialista se interesa por las intercone­ xiones existentes entre clase y género, así como por el impor­ tante lugar que ocupan las desigualdades de género, destacan­ do los papeles duales (trabajo doméstico y trabajo pagado) de la mujer en la reproducción del capitalismo (Oakley, 1974).

F e m in is m o

d e l a d if e r e n c ia , o r a d ic a l ,

Y FEMINISMO NEGRO

En contraste con el especial hincapié que hacen los femi­ nismos liberal y socialista en la igualdad y la uniformidad, el feminismo de la diferencia, o radical, destaca las diferencias esenciales entre el hombre y la mujer. Estas diferencias son celebradas por ser representativas de la creatividad de la mu­ jer y de la superioridad de sus valores sobre los del hombre (Rich, 1986; Daly, 1987). Como tal, el feminismo radical tie­ ne tendencia al separatismo. Una crítica que se suele hacer al feminismo radical, y para el caso al concepto mismo de pa­ triarcado, es que trata la categoría de la mujer como una ca­ tegoría indiferenciada (Rowbotham, 1981); es decir, da por supuesto que todas las mujeres tienen en común algo funda­ mental frente a los hombres. Ésta es una suposición muy cues­ tionada por las feministas negras, que afirman que, al definir a la mujer «como mujer blanca», el movimiento se olvida de las profundas diferencias existentes entre las experiencias de la mujer blanca y de la mujer negra (Carby, 1984).

F e m in is m o

p o s t e s t r u c t u r a l is t a y p o s m o d e r n o

Según el feminismo postestructuralista y posmodemo (Nicholson, 1990; Weedon, 1997), el sexo y el género son cons­ trucciones sociales y culturales que ni se pueden explicar en términos de biología ni son reducibles a las funciones del ca­ pitalismo. Según esta postura antiesencialista, la feminidad y la masculinidad no son categorías esenciales universales y eternas, sino unas construcciones de carácter discursivo. Como tal, el feminismo postestructuralista se interesa por la construc­ ción cultural de la subjetividad per se y por toda una serie de posibles masculinidades y feminidades. Pero, mientras que el feminismo postestructuralista es la perspectiva más ambiciosa por su afirmación del carácter cultural y lingüístico del sexo y el género, todas las demás formas del feminismo afirman que

la diferencia sexual está en el núcleo mismo de la formación de la subjetividad. Lo que distingue al postestructuralsimo es su especial insistencia en el lenguaje, básica para la explica­ ción de la identidad fracturada por parte de Hall y para la con­ cepción de la identidad en tomo a la cual se estructura el pre­ sente libro.

Lenguaje, discurso e identidad Contrariamente a lo que se suele creer en la vida cotidia­ na, el lenguaje no se entiende mejor como un espejo que re­ fleja un mundo objetual independiente («la realidad»), sino como un recurso que nos presta forma a nosotros mismos y a nuestro mundo a partir del flujo contingente y desordenado de la práctica cotidiana (Shotter, 1993). El lenguaje y el discurso no representan a los objetos ni a la realidad, sino que, más bien, los constituyen, haciéndolos existir, de manera que hay que decir que la realidad social y las relaciones sociales están discursivamente constituidos en y mediante el lenguaje más bien que representados por éste. Dicho enfoque se conoce a veces con el nombre de construccionismo social. Según este planteamiento, las identidades son construc­ ciones discursivas (es decir, maneras de «hablar» formadas en el discurso o reguladas); de hecho, no puede haber identidad, experiencia o práctica social que no esté construida discursi­ vamente, habida cuenta de que no podemos sustraemos al len­ guaje. Es decir, que las identidades son construccciones del lenguaje y no cosas eternas y fijas. Esta idea de que las identi­ dades son construcciones discursivas se sustenta en una con­ cepción del lenguaje según la cual no hay esencias a las que se refiera el lenguaje y, por tanto, no hay tampoco identidades esenciales. Ya hemos aludido a la argumentación de Saussure de que el lenguaje genera significación por cuanto subraya relaciones de diferencia entre signos más que relaciones con referentes universales fijos del mundo material. Es decir, los significan­

tes no se refieren directamente, en una relación de exacta co­ rrespondencia, a entidades de un mundo objetual indepen­ diente, sino que generan significado con relación a otros sig­ nificantes. Así, «bueno» tiene significación con respecto a «malo», y a toda una serie de intermediarios, como, por ejem­ plo, maligno-malicioso-desagradable/amable-digno-virtuoso, que generan significación lo unos con referencia a los otros y no respecto a una entidad o cualidad fijas que «existan» inde­ pendientemente del lenguaje.

La in t e r p r e t a c ió n

de

D e r r id a

Este carácter relacional del lenguaje lo ha entendido muy bien el filósofo Derrida (1974), según el cual ni siquiera los signos semióticos tienen significados estables. Es esencial al proyecto derridano la lógica del suplemento como desafío a la lógica de la identidad. Mientras que para la lógica de la iden­ tidad el significado de las palabras es idéntico a una entidad fija a la que se refiere la palabra, un suplemento añade y suple a alguna otra cosa. Por ejemplo, la escritura complementa el habla ampliándola y supliéndola, de manera que el significado de una palabra está complementado por los ecos o huellas de otras palabras en otros contextos. La continua suplementariedad del significado, la continua sustitución y añadido de sig­ nificados mediante el juego de significantes, cuestiona la identidad de ruidos y marcas, las palabras, con un significado fijo. Así, el significado siempre queda desplazado y diferido. En La Carte póstale, Derrida (1980) juega con la idea de los sistemas y las tarjetas postales, que actúan como metáfora de la generación y circulación de significado. Esto le permite cuestionar la idea de que el significado opera dentro de un cir­ cuito cerrado en el que las intenciones y los mensajes son en­ viados y recibidos de manera inequívoca; antes bien, las tarje­ tas pueden perderse, llegar a su destino y generar significados distintos de los pretendidos, de manera que la idea de signifi­ cado o comunicación «verdaderos» queda desplazada. Los sig-

niñeados circulan sin ningún tipo de fuente o destino autoriza­ dos y eluden la capacidad de la razón para mantener en los con­ ceptos un significado controlado y fijo. En términos generales, los argumentos de Derrida cuestionan la identidad de las pala­ bras dentro de un significado fijo y sugieren más bien que el significado es intrínsecamente inestable y se desplaza constan­ temente. Así, por différance, el concepto derridano clave, se entiende «diferencia y dilación», de manera que la producción de significado es constantemente diferida y añadida (o comple­ mentada o suplida) por los significados de otras palabras. Ocu­ rre como cuando consultamos el significado de una palabra en el diccionario, y ésta remite a otra, y esta otra a su vez a otra, en una búsqueda potencialmente infinita de un significado fijo. La concepción del lenguaje expuesta en esta sección tiene importantes consecuencias para comprender el yo y la identi­ dad. Ahora no se puede decir que el lenguaje represente di­ rectamente un «yo» preexistente, sino que el lenguaje y el pensamiento constituyen al «yo», y lo hacen existir mediante los procesos de significación. No podemos tener una identi­ dad, sino que somos más bien una malla sin centro de creen­ cias, actitudes e identificaciones (Rorty, 1991a). Además, puesto que la identidad es discursiva, y está for­ mada y enunciada en un lenguaje inestable (différance), la identidad cultural no es, no puede ser, una reflexión de un es­ tado del ser natural y fijo, sino que es un proceso del devenir, y lo que llamamos identidad es un «corte» o instantánea nece­ saria de los significados del lenguaje que se están desplegando de manera permanente. Así, las identidades, en cuanto cons­ trucciones discursivas que no se refieren a una «cosa» ya exis­ tente, son estables y al mismo tiempo están temporalmente es­ tabilizadas por la práctica social y por las conductas regulares y predecibles (Hall, 1990, 1992a, 1996a). Afirmar que la identidad es cultural «de principio a fin» y, por tanto, específica de una época y lugar particulares, equiva­ le a decir que las identidades son cambiantes y están relacio­ nadas con unas coyunturas sociales y culturales definidas. La idea de que la identidad es plástica y está abierta a continuos

cambios se expresa a menudo con el término antiesencialismo, argumento que depende, al menos en el contexto de los estudios culturales, de la comprensión del lenguaje desarrolla­ do más arriba, según la cual los signos no tienen referentes fi­ jos en el mundo material. El argumento antiesencialista es, sin duda, un buen resumen de la postura de Hall sobre la identidad cultural. Pero, si bien se ha dicho que las palabras son inestables al estar generado el significado por sus relaciones entre las pala­ bras y no con unas entidades fijas, no obstante, en la práctica social, las palabras revisten unos significados convencionales, o temporalmente estabilizados o regulados; es decir, «un raci­ mo (o formación) de ideas, imágenes y prácticas, que sumi­ nistran modos de hablar sobre —o formas de conocimiento y de conducta asociadas con— un tema concreto, una actividad social o un lugar institucional de la sociedad» (Hall, 1997a, 6). Son como mapas de significación o maneras de hablar regula­ das que, según Foucault, se pueden denominar también for­ mación discursiva.

Foucault, el discurso y el sujeto La importancia de Foucault en nuestro debate sobre el yo descentrado se basa en su ataque al «gran mito de lo interior» y en su visión del sujeto como un «efecto» del discurso histó­ ricamente específico, sin ninguna continuidad trascendental desde una u otra posición de sujeto. Se suele decir que Fou­ cault ha creado una «genealogía del sujeto moderno», es decir, que ha trazado el árbol genealógico de la formación del sujeto en y a lo largo de la historia. Según el autor francés, podemos situar tipos particulares de «regímenes del yo» en coyunturas históricas y culturales específicas, de manera que la existencia de diferentes tipos de sujetos es el resultado de formaciones históricas y sociales particulares. Así, para Foucault, el sujeto está radicalmente historicizado, es decir, que es plena y exclu­ sivamente producto de la historia.

Más en particular, Foucault describe un sujeto que es el producto del poder mediante la individualización de los que están sometidos a dicho poder. Para nuestro autor, el poder no es simplemente un mecanismo de control negativo, sino que es productor del yo. El poder disciplinario de las escue­ las, de las organizaciones laborales, prisiones, hospitales y manicomios, por no mencionar los discursos proliferadores de la sexualidad, produce subjetividad al poner de manifies­ to a los individuos y fijarlos por escrito o mediante otras for­ mas de representación, como, por ejemplo, mediante los dis­ cursos de la medicina (Foucault, 1977, 1979). El cuerpo es el lugar de las prácticas disciplinarias que hacen existir a los su­ jetos, toda vez que dichas prácticas están asociadas a discur­ sos históricos específicos, es decir, discursos de crimen, cas­ tigo, medicina, ciencia, sexualidad, y así sucesivamente. En una palabra, que el sujeto y la identidad es una construcción históricamente específica del discurso y de la práctica (de la práctica discursiva). Para Foucault (1970,1972), el discurso afecta tanto al len­ guaje como a la práctica y se refiere a la producción de cono­ cimiento mediante el lenguaje, lo que presta significado tanto a los objetos materiales como a las prácticas sociales. Aunque tanto los objetos materiales como las prácticas sociales «exis­ ten» fuera del lenguaje, reciben significado y son presentados ante nuestra vista por el lenguaje, quedando, así, conformados discursivamente. El discurso construye, define y produce los objetos del conocimiento de manera inteligible, mientras que, al mismo tiempo, excluye otros modos de razonar, por ininte­ ligibles. Esto incluye la producción discursiva de los sujetos y las «identidades». Así, por ejemplo, en el estudio de los discursos de la locu­ ra acometido por Foucault (1973) se incluyen: • las afirmaciones sobre la locura, que nos proporcionan un conocimiento de ésta, • las normas que prescriben lo que es «decible» o «pensable» sobre la locura,

• los sujetos que personifican los discursos de la locura (es decir, los «locos»), • la manera en que los discursos sobre la locura se dotan de autoridad y de verdad en un momento histórico dado, • las prácticas dentro de las instituciones relacionadas con la locura, • la idea de que diferentes discursos sobre la locura apare­ cerán en momentos históricos posteriores, produciendo un nuevo conocimiento y una nueva formación discursiva (es de­ cir, unas pautas sobre el significado y la práctica). (Véase H a l l , 1997a, 44-6) Algunos críticos temen que tanta insistencia en el discur­ so y en el carácter constitutivo del lenguaje degenere en una forma de idealismo; es decir, en una concepción según la cual el mundo estaría formado por el lenguaje y la mente al margen de cualquier consideración material o, en su forma más extre­ ma, «todo sería discurso» y no existiría ningún mundo mate­ rial. Sin embargo, esto no es lo que se está diciendo aquí. Más que ver el lenguaje como algo divorciado de lo material, esta­ mos sugiriendo que los objetos materiales y las prácticas so­ ciales reciben significado y son presentados ante nuestra vista por el lenguaje, lo que hace que se configuren de manera dis­ cursiva. Por lo tanto, como ha dicho Butler (1993), el discurso y la materialidad son indisolubles. En este sentido, no sólo es el discurso el medio por el cual comprendemos lo que son los cuerpos materiales, sino que, además, el discurso pone ante nuestra vista los cuerpos materiales de una forma particular. Así, por ejemplo, los cuerpos sexuados son consrucciones dis­ cursivas, pero indispensables, que forman sujetos y gobiernan la materialización de los cuerpos de manera que los «cuerpos son indisociables de las normas reguladoras que rigen su ma­ terialización y la significación de dichos efectos materiales» (Butler, 1993, 2; véase también el capítulo 4).

Esencialismo y antiesencialismo Desde una línea argumentativa que contrasta con el esen­ cialismo, es decir, desde el antiesencialismo, Hall (1990) ha identificado, de manera muy útil, dos polos o posiciones des­ de las cuales entender la identidad. Según la primera versión esencialista, la identidad es el nombre que recibe un «verda­ dero yo» colectivo, que se considera formado a partir de una historia y una genealogía comunes y de una serie de recursos simbólicos. Desde esta óptica, es posible hablar de una «iden­ tidad americana», expresada mediante el símbolo de las «ba­ rras y estrellas», o medíante recuerdos de la Segunda Guerra Mundial y rituales colectivos tales como la Super Bowl, la Ac­ ción de Gracias y los noticiarios de la noche. Los presupues­ tos subyacentes bajo esta concepción son que la identidad existe ciertamente, que tanto en su forma individual como co­ lectiva es «un todo» y que se expresa mediante representación simbólica. Esta explicación de la identidad se suele denomi­ nar «esencialista» por asumir que las categorías sociales refle­ jan una identidad esencial subyacente. Por esta misma regla de tres, también tendría una esencia, por ejemplo, la identidad negra. Yuxtaponiendo las identidades «americana» y «negra» como identidades culturales, las hipótesis esencialistas resul­ tan inmediatamente problemáticas desde el momento en que parece darse por supuesto que la identidad americana es una identidad anglosajona blanca. La presencia de una población importante afroamericana (e hispana, judía, italiana, polaca, etcétera) hace que dicha hipótesis sea imposible de defender, pues sin duda redefine lo que significa ser americano. Ser americano puede implicar ser negro, sin posibilidad de re­ montarse en el árbol genealógico hasta Africa. Pero, por lo mismo que es problemático el concepto de identidad america­ na, también lo es el de identidad negra, pues no sólo es posi­ ble defender identificaciones culturales que relacionen las po­ blaciones de Africa, América, el Caribe y Gran Bretaña, sino también trazar las líneas de la diferencia. En este sentido, no

sólo ser americano negro no es lo mismo que ser africano ne­ gro o británico negro, sino que además el descriptor «negro» amenaza con homogeneizar una diversidad experiencial y re­ ducir a las personas a la cuestión de la raza. Como ha dicho bel hooks (1990), criticar el esencialismo permite a los afroa­ mericanos afirmar múltiples identidades negras y una variada experiencia negra en contraste con las concepciones suprematistas blancas que reducen a la gente al color de la piel. La segunda postura antiesencialista de Hall, con la que hay que entender las cuestiones relativas a la identidad cul­ tural, subraya que ésta se constituye alrededor de los puntos de diferencia, y no sólo alrededor de los puntos de semejan­ za. Sobre todo, la identidad cultural no se debe ver como el reflejo de un estado esencial fijo y natural, sino como un pro­ ceso del devenir. No hay ninguna identidad esencial que des­ cubrir, sino que, más bien, la identidad cultural se produce constantemente dentro de los vectores de la semejanza y la diferencia La identidad cultural no es una esencia, sino una situación en constante cambio, y los puntos de diferencia al­ rededor de los cuales se forman las identidades culturales son múltiples y proliferadores. Entre ellos destacan, por nombrar sólo unos pocos, las identificaciones de clase, género, sexua­ lidad, edad, etnicidad, nacionalidad, moral y religión, y cada una de esas posiciones o situaciones discursivas es de por sí inestable. El significado de americanidad, britanidad, negritud, masculinidad, y así sucesivamente, está sometido a constantes cambios, pues el significado nunca está acabado ni completa­ do (différance). La identidad se convierte, entonces, en un corte o instantánea de significados en evolución; es un posicionamiento estratégico que posibilita el significado. Esta po­ sición antiesencialista no significa que no podamos hablar de identidad, sino que, más bien, apunta a la naturaleza políti­ ca de la identidad como producción discursiva y a la posibi­ lidad de múltiples y cambiantes identidades, en las que los discursos de clase, edad, género, nacionalidad y raza se «ar­ ticulan» unos con otros. La palabra articulación sugiere tanto

un expresar-representar como un unir a los unos con los otros. Así, las representaciones de género, que constituyen eso que llamamos género, pueden unirse a las representaciones de raza, pero de una manera contingente y «específica respecto al con­ texto», que no puede vaticinarse antes del hecho.

La s

i d e n t i d a d e s y e l c o n c e p t o d e a r t ic u l a c ió n

Según Laclau (1977), no existen vínculos necesarios en­ tre los conceptos discursivos; los conceptos que se forjan son esencialmente temporales y connotativos, están articulados unos con otros y unidos «por vínculos connotativos o evocativos, que la costumbre y la opinión han establecido entre ellos». Es decir, las relaciones entre los discursos o las identi­ dades son producto de la cultura más que de la «naturaleza». Así, por ejemplo, solemos hablar de la nación como «pueblo» sin paramos a considerar su significado. Sin embargo, no sólo puede que este pueblo no se haya encontrado nunca junto, sino que además sea fundamentalmente diferente en términos de clase, género, sexualidad, raza, edad, convicciones políticas y moral. El concepto de articulación sugiere que esos aspectos de la vida social que tenemos por unidad (y a veces por uni­ versales), como, por ejemplo, la identidad, la nación o la so­ ciedad, se pueden considerar como la única estabilización temporal históricamente específica o cierre arbitrario del sig­ nificado. Así se expresa Hall al respecto: Una articulación es, por tanto, la forma de relación que puede establecer una unidad entre dos elementos diferentes en ciertas circunstancias. Es una conexión que no es necesaria, determinada, absoluta ni esencial todo el tiempo. Hay que plantear la siguiente pregunta: ¿en qué circunstancias puede hacerse o forjarse una relación? La denominada «unidad» de un discurso es en realidad la articulación de elementos dife­ rentes, y bien diferenciados, que se pueden rearticular de dis­ tintas maneras ya que no tienen una relación de pertenencia necesaria. La «unidad» que importa realmente es la conexión

entre el discurso articulado y las fuerzas sociales con las que, en determinadas circunstancias históricas, dicho discurso pue­ de estar relacionado, pero sin tener por qué estarlo necesaria­ mente. (H a l l , 1996b, 141)

Planteado el problema de esta manera, se puede conside­ rar a los individuos (y a las formaciones sociales) como la ar­ ticulación única, e históricamente específica, de elementos discursivos a la vez contingentes y socialmente determinados. Lo que se pretende afirmar es que no existe una relación nece­ saria o automática entre los distintos discursos de la identidad, estén éstos basados en la clase, el género o la etnicidad. Así, no todas las mujeres negras de la clase obrera comparten la misma identidad y las mismas identificaciones, como tampo­ co las comparten todos los hombres blancos de la clase media; antes bien, los distintos discursos que conforman la identidad se pueden articular los unos con los otros de distintas maneras. Hall ofrece un buen ejemplo al respecto recordándonos el caso de Clarence Thomas, juez negro de opiniones políticas conservadoras, que fue nombrado presidente del Tribunal Su­ premo estadounidense por el entonces presidente George Bush. El juez Thomas fue acusado de acoso sexual por Anita Hill, una antigua compañera negra. Comenta Hall: Algunos negros apoyaron a Thomas por motivos raciales, mientras que otros se opusieron a él por motivos sexuales. Las mujeres negras estaban divididas, según pesaran más sus «identidades» como negras o como mujeres. También los hombres negros se mostraron divididos, según predominara en ellos el sexismo o el liberalismo. En cuanto a los hombres blancos, también se mostraron divididos, no sólo según sus opiniones políticas, sino también según su postura ante el ra­ cismo y el sexismo. Las mujeres conservadoras blancas apo­ yaban a Thomas, además de por motivos políticos, por su oposición al feminismo. Las feministas blancas, a menudo li­ berales en materia racial, se opusieron a Thomas por motivos

sexuales. Y como el juez Thomas es miembro de la élite judi­ cial y Anita Hall, en la época de la querella, una joven aspi­ rante, en esta problemática tuvo mucho que ver asimismo la pertenencia a la clase social. (H a l l , 1992a, 279-280) Hall se sirve de este ejemplo para demostrar que las iden­ tidades son contradictorias: se entrecruzan o desplazan recí­ procamente tanto en el contexto de la sociedad en general co­ mo en la mente de cada individuo. No hay una sola identidad que, en opinión de Hall, pueda actuar como identidad organi­ zadora en todos los ámbitos; antes bien, las identidades varían según la manera en que se aborde o represente al sujeto.

Id e n t i d a d e s

c a m b ia n t e s

Por supuesto, las múltiples narrativas del yo no son resul­ tado de los significados cambiantes del lenguaje solamente, sino también de la proliferación y diversificación de las re­ laciones sociales, de los contextos y de los lugares de inte­ racción (si bien constituidos en y a través del lenguaje), de manera que el discurso, las identidades y la práctica social conforman una serie mutuamente constitutiva. Así, por ejem­ plo, en comparación con un campesino del siglo x v iii , una per­ sona de nuestros días tiene un abanico de relaciones y espa­ cios mucho más amplio en el que interactuar. Este abanico puede incluir no sólo espacios y relaciones de trabajo, familia y amigos, sino también los recursos globales de la televisión, el correo electrónico y los viajes. La proliferación y diversifi­ cación de los contextos y lugares de interacción impiden una fácil identificación de los sujetos particulares con una identi­ dad fija dada, de manera que una misma persona puede desli­ zarse entre distintas posiciones como sujeto según las circuns­ tancias. Este abanico de posiciones de identidad cambiantes lo describe muy bien una joven cantante:

Yo rapeo en bengalí y en inglés. Rapeo todo lo que se me presenta, desde el amor a la política. Yo siempre he estado rapeando... Es un rap rebelde, con una letra sensacional. Me puedo relacionar, identificar, con eso. Me gusta vivir en el gueto y todo eso... Me sale de dentro. Digámoslo así: «Soy bengalí, soy asiática, soy mujer, y estoy viviendo aquí». (citado por G a r d n e r

y Shuk ur,

1994, 161)

Expresado esto en el lenguaje teórico de Hall, digamos que las posiciones en cuanto sujeto de esta joven implican la ar­ ticulación de posiciones sacadas de toda una variedad de dis­ cursos y lugares. Por lo menos, tiene identificaciones con ser bengalí, inglesa, mujer, con la cultura juvenil y con el rap, un híbrido americano-caribeño, ahora apropiado como anglo-bengalí. No sólo está implicada en una serie de identificaciones cambiantes, sino también en llevar a la práctica una identidad híbrida (capítulo 3), que se sirve de toda una multiplicidad de recursos (capítulo 2).

Resumen y conclusiones Hasta aquí, hemos dicho que las identidades se constitu­ yen en el discurso o en maneras de hablar socialmente com­ partidas y reguladas. Es decir, que las identidades son unas construcciones discursivas. Sin duda, no puede haber identi­ dad, experiencia o práctica social que no esté construida dis­ cursivamente, pues no podemos sustraemos al lenguaje. En este sentido, las identidades son sociales y culturales «de prin­ cipio a fin», es decir, son construcciones plenamente sociales que no pueden «existir» fuera de las representaciones cultura­ les. Así, en un sentido más concreto, las identidades no son una propiedad nuestra, sino historias construidas a partir del recurso intersubjetivo del lenguaje. La subjetividad no produ­ ce intersubjetividad, sino a la inversa. Nuestros yoes los for­ mamos en «acción conjunta» (Shotter, 1993) con los demás y

utilizando un recurso social, el lenguaje, que preexiste a todos nosotros como individuos. El lenguaje es la herramienta con la que estamos «hechos» y con la que nos «hacemos» creati­ vamente a nosotros mismos. Es el camino que conduce direc­ tamente a la identidad. Así, la tesis principal expuesta en este capítulo es que la «identidad» no es una «cosa fija» y preexistente, una especie de posesión del yo, sino más bien una descripción constituti­ va del yo en el lenguaje. Como los significados del lenguaje son de por sí inestables y fluidos, podemos hablar de «identi­ dades en proceso» más que de identidad a secas. En una pala­ bra, no se puede hablar de identidades separadas, distintas y «auténticas» basadas ya en un yo nuclear ya en unos orígenes o experiencias plenamente compartidos, sino de identidades múltiples y fragmentadas. Asimismo, no tenemos una identidad, sino que somos un rico entramado de actitudes y creencias, aun cuando las narra­ tivas culturales históricamente específicas y contingentes de la tardía modernidad nos inviten a vemos como un «todo». Hablar de identidad es «congelar» los significados inestables y proliferadores del lenguaje y estabilizar temporalmente la narrativa del yo en un corte o posicionamiento estratégico del significado. Y, si bien en este resumen hemos hecho especial hincapié en la importancia del lenguaje y del discurso, por de­ sempeñar un papel fundamental en el esquema de Hall, el cual ha servido para estructurar el presente capítulo, también se ha dicho que el marxismo, el psicoanálisis y el feminismo corro­ boran la idea de un yo fracturado o posmodemo. La afirmación de que las identidades se forman dentro y a través de las representaciones es importante para cualquier debate sobre la cultura, la identidad y la televisión, pues la te­ levisión es el más importante mecanismo comunicativo en or­ den a diseminar esas representaciones que son constitutivas de —y están constituidas por— la identidad cultural. Así, en los capítulos 3 y 4 abordaremos las cuestiones más específicas de cómo la raza, la nación, el sexo y el género, en cuanto identi­ dades culturales, se construyen y se representan en la televi­

sión, pues existe una íntima correspondencia entre la construc­ ción y la representación de las identidades en la televisión y su formación en el más amplio campo social. Pero antes debe­ mos estudiar los cambios producidos hoy en día en la organi­ zación de las relaciones sociales, de las identidades de la tele­ visión en un contexto cada vez más global. Por consiguiente, en el capítulo 2 abordaremos el problema de la globalización y de la televisión global. Lecturas complementarias Giddens, A., Modemity and Self-Identity: Self and Society in the Late Modem Age, Cambridge, Poüty Press, 1991 (trad. cast.: Modernidad e identidad del yo: el yo y la sociedad en la época contemporánea, Barcelona, Península, 1997). Hall, S., «The question of cultural identity», en S. Hall, D. Held y T. McGrew (comps.), Modemity and its Futures, Cambridge, Polity Press, 1992. —, «Who needs identity?», en S. Hall y P. Du Gay (comps.), Questions of Cultural Identity, Londres, Sage, 1996a. —, (comp.), Representation: Cultural Representations and Signifying Practices, Londres y Thousand Oaks, Sage, 1997. Nicholson, L. y S. Seidman (comps.), Social Postmodemism: Beyond Identity Politics, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. Rabinow, P. (comp.), The Foucault Reader, Nueva York, Pantheon, 1986.

2. Televisión global y cultura global

En el capítulo anterior, se ha dicho que las identidades son como unas narrativas que están construidas desde el re­ curso intersubjetivo del lenguaje y que, como tales, tienen un carácter social y cultural «de principio a fin». Es decir, que están constituidas dentro y a través de representaciones cultu­ rales (entre ellas, las producidas por la televisión), con las que «nos» identificamos. Pero también esta noción de cultura ha empezado a cambiar, y, así, el concepto de cultura —asocia­ do a la obra de Raymond Williams— como un «modo de vida» integrado, bien delimitado e in situ está dejando paso a metáforas de fragmentación y a discursos plurales, si bien traslapados, que se filtran a través de fronteras establecidas (Featherstone, 1995). Es decir, que las culturas ya no están delimitadas por unas áreas específicas, sino que, como conse­ cuencia de la migración de las personas y de la transferencia electrónica de ideas e imágenes, transgrede las fronteras esta­ blecidas. Como ha dicho Ang (1996), «en el sistema mundial,

cada vez más integrado, no es posible esa cosa que algunos llaman identidad cultural independiente; cada identidad debe definirse y posicionarse con relación a los marcos culturales establecidos por el sistema mundial» (Ang, 1996, 145). Por consiguiente, en este capítulo nos centraremos en el carácter de la globalización y en los debates en tomo a la cul­ tura global, haciendo especial hincapié en los distintos medios de comunicación y en el imperialismo cultural, antes de ex­ plorar la globalización de las instituciones y de los discursos de la televisión. Veremos cómo la televisión, que debe ser en­ tendida en términos de economía política, representaciones y relación cultural entre textos y audiencias, es una serie, cada vez más globalizada, de instituciones y flujos culturales, que nos brindan recursos (representaciones) proliferadores para la construcción de la identidad. También veremos cómo el resul­ tado de la globalización es más bien una serie de flujos cultu­ rales imprevisibles, inconexos y multidireccionales que la simple expansión de instituciones occidentales y de formacio­ nes culturales al resto del mundo.

El concepto de globalización Como concepto, la globalización se refiere tanto a la com­ presión espaciotemporal del mundo como a la intensificación de la percepción del mundo como un todo (Robertson, 1992), es decir, a la abundancia cada vez mayor de relaciones globa­ les y a nuestra comprensión de las mismas. Por compresión espaciotemporal entendemos los procesos que modifican las cualidades espaciales y temporales que experimentamos y nuestras concepciones de esta cuestión. La compresión se re­ fiere a la aceleración del ritmo de la vida y a la superación de las barreras espaciales (asociadas a la historia y a la difusión del capitalismo); es claramente un término relativo, que impli­ ca una comparación con las circunstancias precedentes. Esta «compresión del mundo» se ha entendido con especial refe­ rencia a las instituciones de la modernidad, es decir, como glo-

balización de la economía moderna y de las prácticas cultura­ les, entre ellas las instituciones del mundo de la televisión. Para Giddens (1990,1991), las instituciones de la moderni­ dad, el período histórico que siguió a la Edad Media, se basan principalmente en el capitalismo, el industrialismo, el control, la nación-estado y el poder militar. Posteriormente, la globali­ zación es entendida en términos de • la economía capitalista internacional, • el sistema nación-estado, • el orden militar internacional, • el sistema de información global. Desde esta perspectiva, la modernidad es un orden «postradicional» marcado por el cambio, la innovación y el dina­ mismo, cuyas instituciones, según se dice, son globalizadoras por permitir la separación del tiempo y el espacio, así como la desincrustación de las relaciones sociales desarrolladas en un escenario determinado y su reincrustación en diferentes lugares. Aunque se puede advertir la existencia de un buen número de factores que estructuran los modelos de distanciación espaciotemporal (los procesos mediante los cuales las sociedades se «despliegan» en segmentos espaciotemporales más o menos largos), la reducción del tiempo a mercancía —de manera que éste llega a separarse de la «experiencia»— y el desarrollo de las formas de control de la comunicación y de la información, que separan la presencia en el tiempo de la presencia en el espacio, revisten para Giddens una especial importancia. Así, se pueden llevar a cabo transacciones sin limitaciones temporales ni espaciales, y cualquier lugar está penetrado y configurado por influjos sociales muy distantes. De este modo, por ejemplo, el desarrollo de las comunicacio­ nes financieras y electrónicas permite que las relaciones so­ ciales se estiren en el tiempo y el espacio en forma de tran­ sacciones financieras realizadas las veinticuatro horas del día a lo largo y ancho del globo.

A c t iv id a d

e c o n ó m ic a g l o b a l

A una determinada escala, los procesos de la globaliza­ ción tienen claramente un carácter económico, y un número relativamente pequeño de empresas transnacionales dominan las redes globales de la producción y el consumo. Así, la mi­ tad de las mayores unidades económicas del mundo están constituidas por un centenar de empresas transnacionales que representan entre un tercio y la mitad de la producción mun­ dial (Giddens, 1989). En 1990, las empresas transnacionales, entre las que la Royal Dutch Shell, la Ford y la General Mo­ tors representaban las mayores organizaciones no financieras, tenían el cuarenta y nueve por ciento de su capital y el sesenta y uno por ciento de sus ventas fuera del país de origen (Clarke, 1996). Además, las transacciones financieras se pueden llevar a cabo en cualquier momento del día o de la noche con ayuda de las comunicaciones electrónicas, como da testimonio el auge de las financieras multinacionales de gran tamaño y la importancia global de organizaciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. La globalización se re­ fiere, pues, a la actividad económica a escala planetaria, que ha dado lugar a una verdadera economía mundial, si bien se ha desarrollado de manera desigual. La actividad económica global no es un fenómeno de nue­ vo cuño: desde al menos el siglo xvi venimos asistiendo a la creciente expansión de la actividad económica occidental en dirección a Asia, Sudamérica y África. Sin embargo, a nadie se le escapa que estamos asistiendo a una nueva fase de glo­ balización acelerada. En una palabra, que la recesión global impulsó una nueva globalización de la actividad económica mundial, que implicó la aceleración de la producción y del rit­ mo del consumo merced sobre todo a las tecnologías de la in­ formación y de la comunicación (Harvey, 1989). En este sen­ tido, la globalización se refiere a una serie de actividades económicas interrelacionadas, que deben entenderse como prácticas específicas del capitalismo. En efecto, forman parte de la reestructuración del capitalismo a escala global, la cual,

según Lash y Urry (1987), consiste en una serie «desorganiza­ da» de flujos de capital, recursos y personas de ámbito global, es decir, en una desconcentración real del capital mediante la producción, la financiación y la distribución globalizadas, que han dado origen a un tipo de capitalismo geoplanetario, que no está organizado con la mediación de ningún Estado particular. El análisis de dichos autores subraya la naturaleza global del capitalismo, el poder de los consorcios trasnacionales y las di­ ficultades con que se enfrentan los Estados a la hora de regu­ lar sus operaciones. El factor geográfico sigue siendo impor­ tante como intersección o punto nodal de flujos globales, pero de una manera impredecible.

G l o b a l iz a c ió n

y m o d e r n id a d

Según Giddens, la gran metáfora de la modernidad es la de un camión grande, o un motor incontrolable de enorme po­ tencia, que arrambla con todo lo que se le pone por delante. Pero esta concepción de la relación entre modernidad y globa­ lización ha sido tachada de eurocéntrica, por contemplar sólo un tipo de modernidad, la occidental. Según Featherstone (1995), la modernidad debería verse no sólo en términos tem­ porales, es decir, como una transformación social propia de una época, sino también en términos espaciales y relaciónales. En otras palabras, hay distintas zonas espaciales del globo que se han hecho modernas a su manera particular, por lo que de­ beríamos hablar de modernidades globales, en plural. Así, por ejemplo, este autor sugiere que Japón no entra nítidamente en un desarrollo lineal «tradición-modemidad-posmodernidad». De manera parecida, Morley y Robbins (1995) sostienen que el desarrollo tecnológico japonés está cuestionando actualmen­ te la modernidad occidental. Según estos autores, «si Occi­ dente es moderno, Japón debería ser premodemo, o, al menos, no moderno. [...] lx) que ha hecho Japón ha sido cuestionar la supuesta centralidad de Occidente como lugar cultural y geo­ gráfico para el proyecto de la modernidad» (Morley y Rob-

bins, 1995, 160). En otras palabras, el caso de Japón habla en favor del carácter desigual y no lineal de los flujos económi­ cos y culturales contemporáneos.

G l o b a l iz a c ió n

y culturas

Por supuesto, la globalización no se debe experimentar ni entender solamente en términos económicos, pues también plantea importantes cuestiones sobre el significado cultural y la intensificación de una conciencia global. Así, aunque los valores y significados ligados al lugar siguen siendo impor­ tantes, las personas se involucran cada vez más en redes que se extienden mucho más allá de sus emplazamientos físicos. Pese a que el escenario de una cultura mundial unitaria rela­ cionada con un Estado mundial sigue estando sólo en el reino de la imaginación, podemos, empero, identificar importantes procesos culturales globales, tanto de integración como de de­ sintegración cultural, que son independientes de las relaciones interestatales. Así, por ejemplo, como ya se ha señalado en la introducción, el cosmopolitismo se está apoderando de la vida cotidiana de Occidente a medida que culturas diversas y remotas resultan accesibles como signos y como mercancías a través de la televisión, la radio o los grandes supermercados y centros comerciales. En opinión de Pieterse (1995), se puede hablar de dos con­ cepciones distintas de la cultura. Según la primera, es una cosa bien delimitada, ligada al lugar y que mira hacia dentro; según la segunda, es una especie de «proceso de aprendizaje trans­ local», que mira hacia fuera. Pero, sobre todo —insiste el au­ tor—, «las culturas introvertidas, que han dominado durante un largo período de la historia y eclipsado a la cultura translocal, están pasando paulatinamente a un segundo plano, mientras que la cultura translocal, formada por diversos elementos, está pasando al primer plano» (Pieterse, 1995,62). Así pues, los pa­ trones respecto al movimiento y asentamiento demográficos establecidos durante el colonialismo y el período que lo siguió

inmediatamente, combinados con la más reciente aceleración de la globalización, en particular de las comunicaciones elec­ trónicas, han incrementado las posibilidades de yuxtaposición, encuentro y mezcla en el ámbito cultural, lo que habla de la ne­ cesidad de eludir el modelo de cultura como un «modo de vida total» localmente circunscrito.

Culturas

v ia j e r a s

En esta línea, Clifford (1992), entre otros, sostiene que la cultura y las identidades culturales ya no pueden entender­ se adecuadamente en términos de lugar, sino que deben con­ ceptuarse más bien en términos de viaje. Esto incluye tanto a los pueblos y culturas que viajan como a los lugares/cultu­ ras, todos ellos entendidos como puntos de encuentro de via­ jeros que se cruzan. En cierto sentido, ha ocurrido siempre así. Por ejemplo, la población de Gran Bretaña está formada por celtas, sajones, vikingos, normandos, romanos, afrocaribeños, asiáticos y otros pueblos, de manera que la lengua «inglesa» es un híbrido de palabras provenientes de todas las partes del mundo. Algo parecido ocurre con Estados Unidos, la herencia de cuyos diversos pueblos se deriva de los indios americanos nativos, los ingleses, los franceses, los españoles, los africa­ nos, los mexicanos, los irlandeses, los polacos y tantos otros más. Sin embargo, la acelerada globalización de la tardía mo­ dernidad ha incrementado la importancia de la metáfora del viaje porque todos los lugares están ahora sujetos a influjos de lugares lejanos. En esto tiene mucho que ver la televisión, cu­ yas instituciones y productos han estado cada vez más someti­ dos a los procesos de la globalización. Pero ¿cuál es el tipo de cultura que está creando dicha globalización? Para unos críti­ cos, lo que se ve actualmente es el dominio occidental de la cultura global y la producción de homogeneización, de unifor­ midad, de una parte a otra del planeta. Para otros, la imagen del globo que se nos ofrece actualmente es más impredecible, caótica y fragmentada en sus flujos culturales.

Homogeneización y fragmentación Uno de los puntos principales que destaca la hipótesis de la homogeneización cultural es el alcance global del consumismo capitalista, cuyo vehículo por excelencia es la televi­ sión global. Según Hamelink, «los principales agentes de la sincronización cultural son actualmente los grandes consor­ cios transnacionales» (Hamelink, 1983, 22). Esta perspectiva hace especial hincapié en la pérdida de la diversidad cultural y en el aumento de la «uniformidad», proceso que evalúa de manera negativa. La crítica de la sincronización cultural se plantea en términos de la pérdida de autonomía y de diversi­ dad cultural, en un proceso al que se suele llamar imperialis­ mo cultural. El concepto de imperialismo cultural supone el dominio de una cultura por otra. Según una de sus interpretaciones, el imperialismo cultural es la imposición de una cultura nacional a otra con los medios considerados esenciales para este pro­ ceso, es decir, con unos medios portadores de significados culturales que penetran y dominan las culturas de las naciones subordinadas. Según otras interpretaciones, el imperialismo cultural está representado por una serie de procesos económi­ cos y culturales implicados en la reproducción del capitalismo global. Así, según Robins, la homogeneización se debe ver ante todo como la difusión del capitalismo y la cultura occi­ dentales: Pese a haberse proyectado como transhistórico y transna­ cional, como la fuerza trascendente y universalizadora de la modernización y la modernidad, el capitalismo global se ha convertido finalmente en una cuestión de simple occidentalización: en la exportación de mercancías, valores, prioridades y modos de vida occidentales. (R o b in s , 1 9 9 1 ,2 5 )

Expresado en su forma más descamada, este argumento viene a decir que los medios de comunicación globales están al servicio del capitalismo americano. Así, Herbert Schiller

(1969, 1985) recalca a la vez la naturaleza sistemática e inte­ grada del capitalismo global moderno y el papel crítico de las corporaciones multinacionales y transnacionales que se mue­ ven en su seno, y destaca el dominio global de las industrias de comunicaciones internacionales por parte de las corporacio­ nes controladas por Estados Unidos y la interrelación entre las distintas redes de televisión, los subcontratistas de defensa y el Gobierno Federal estadounidenses. Consiguientemente, son muchos los comentadores que temen que el mercado global en alza de programas de televisión acabe por completo en manos de los americanos, que detentan las tres posiciones de cabeza en términos de negocio global tanto para las compañías de te­ levisión tradicional como para la industria cinematográfica mundial.

Problem as

c o n l a g l o b a l iz a c ió n c o m o

IMPERIALISMO CULTURAL

El argumento de «la globalización como imperialismo cultural» entraña tres dificultades básicas: • No tiene por qué ser cierto que los flujos globales de dis­ curso cultural estén en lo sucesivo constituidos como un tráfi­ co en una sola dirección, a saber, «de Occidente al resto del mundo». • Aunque el flujo del discurso cultural imperante sea de Occidente a Oriente y de Norte a Sur, esto no debe entenderse necesariamente como una forma de dominación. • No está claro que la globalización sea simplemente un proceso de homogeneización, pues las fuerzas de la fragmen­ tación y de la hibridez son igualmente poderosas. No cabe duda de que las primeras olas de globalización, concretamente en los planos económico, militar y cultural, formaron parte de la difusión dinámica de la modernidad oc­ cidental. En cuanto que estas instituciones se originaron en

Europa, y se extendieron desde allí al resto del mundo, habría que convenir en que la modernidad es un proyecto occidental y que las primeras fases de la globalización plantearon ya la pregunta occidental por el «otro» no occidental. La expansión del poder militar y económico europeo también implicó la im­ posición de sus formas culturales a medida que la expansión mercantil fue dando paso a una fase de gobierno más directo. El control colonial entrañó el dominio militar, la ascendencia cultural y el origen de la dependencia económica al convertir­ se las tierras ocupadas tanto en un mercado protegido para unas mercancías seleccionadas por la potencia imperial como en un suministrador de materias primas. Aunque en los inicios del siglo xx se asistió a una serie de luchas anticoloniales y de movimientos de independencia, que acabaron logrando sus objetivos, por la misma época las economías de esos países se estaban integrando en el orden económico mundial como ac­ tores de segundo orden (Wallerstein, 1974).

El

e je m pl o s u d a f r ic a n o

El legado cultural de este colonialismo europeo sigue siendo evidente a escala global. Sin duda, es el legado divisivo del poder europeo el que la televisión sudafricana, pasando al terreno de los ejemplos, está tratando de superar con su es­ logan Simunye-somos uno (véase la introducción). Podemos afirmar, sin temor a equivocamos, que donde las secuelas del poder y superioridad culturales europeos se han mostrado de manera más compulsiva y obvia ha sido en la doctrina y prác­ tica del apartheid, en la que Dios y el César se han combina­ do para crear y justificar el dominio blanco en la más cruda de sus formas; no en vano, en este país con tantas lenguas dife­ rentes, el inglés hace de elemento transmisor más usual, como por cierto ocurre cada vez con más frecuencia en el resto del planeta. La cultura europea es evidente en Sudáfrica no sólo en términos de lenguaje, sino también en el ámbito de la ar­ quitectura, la música, la alimentación, la pintura, el cine, la te­

levisión y, sobre todo, en el sentimiento reinante entre los blancos de que la cultura europea representa la «alta» cultura. Sin embargo, hay dos formas musicales de la comunidad sudafricana negra que vienen a complicar un poco la idea del simple imperialismo cultural. En primer lugar, en Soweto exis­ te un cuarteto masculino negro que interpreta música de cá­ mara europea sustentada en numerosos ritmos africanos. En segundo lugar, es grandísima la popularidad de la música hiphop y rap, de inspiración americana, entre los sudafricanos ne­ gros, y en especial entre los «Prophets of Da City», con base en Soweto. Tanto el hip-hop como el rap se apoderan de for­ mas musicales no africanas y les dan un toque africano para lograr una forma de hibridación que actualmente se está ex­ portando con éxito a Occidente. Además, el rap, que aquí he­ mos descrito como americano, sin duda puede rastrear sus raí­ ces, y sus distintas rutas, en el influjo de la música del África occidental y en el impacto de la esclavitud. Así pues, se puede decir que el rap sudafricano forma parte de los intercambios culturales del «Atlántico negro» (Gilroy, 1993) más que ser una avanzadilla del imperialismo cultural americano. Al destacar el carácter desigual y multidireccional de los flujos culturales, estos ejemplos musicales complican el con­ cepto de imperialismo cultural, que se apoya en la noción de fuerza, pues ¿cómo se puede afirmar que la popularidad del rap en Sudáfrica encubre una coacción? ¿No representa la mú­ sica de los «Prophets of Da City» una forma de identificación y de identidad diaspóricas más bien que una imposición? El que los africanos escuchen algunas formas de música occi­ dental, vean algunas formas de televisión occidental y com­ pren bienes de consumo producidos en Occidente, que ma­ nifiestamente les gustan, no se puede interpretar en modo alguno como resultado de una dominación si no es recurrien­ do a argumentos basados en alguna variedad de «falsa» con­ ciencia. Como tampoco se puede afirmar que consumir bienes de consumo occidentales tenga los mismos significados o los mismos resultados en África que en Occidente.

EL DESIGUAL DESARROLLO DE

LA GLOBALIZACIÓN

Desde luego, la acelerada globalización contemporánea es cada vez menos unidireccional; es más bien «un proceso de de­ sigual desarrollo que se fragmenta al combinarse e introduce nuevas formas de interdependencia mundial, en las que, una vez más, no hay “otros”, y que implican “formas emergentes de interdependencia mundial y de conciencia planetaria”» (Gid­ dens, 1990, 175). Como dice Giddens en otro lugar, «se trata no sólo de que el otro “responda”, sino de que sea posible la mutua interrogación» (Giddens, 1994, 25). En este sentido, se­ gún afirma Appaduria, los modelos actuales centro-periferia son inadecuados para hacer frente a un nuevo «orden comple­ jo, solapado y disyuntivo», en el que a los habitantes de Irían Jaya, la indonesianización les puede resultar más molesta que la americanización, al igual que la japonización a los coreanos, la indianización a los habitantes de Sri Lanka, la vietnamización a los camboyanos o la rusización a los habitantes de la Armenia soviética y las Repúblicas Bálticas. (A p p a d u r ia , 1993, 328)

Según el mismo autor (Appaduria, 1993), la globalización dista mucho de ser un proceso uniforme de expansión occi­ dental dictado por imperativos económicos. Antes bien, las condiciones globales actuales se deben considerar en términos de flujos disyuntivos de paisajes étnicos, técnicos, financieros, mediáticos e ideológicos. Es decir, que la globalización impli­ ca movimientos dinámicos de grupos étnicos, tecnología, transacciones financieras, imágenes mediáticas y conflictos ideológicos, «flujos» todos estos que no están nítidamente de­ terminados por un «plan maestro» armonioso, sino que, antes bien, la velocidad, el alcance y el impacto de los mismos están fracturados y desconectados.

La

c u ltu r a d e l caos

De esta manera, se cuestiona la idea de que los aspectos institucionales y económicos de la modernidad estén impul­ sando lo cultural y lo étnico de manera lineal. No sólo lo cul­ tural modela lo económico —y, por cierto, también nuestros propios modelos de globalización—, sino que, además, las me­ táforas de la incertidumbre, la contingencia y el «caos» están sustituyendo a las del orden, la estabilidad y la sistematicidad. En vez de conceptuar la cultura global en términos de deter­ minaciones de un solo sentido, que irían ya de Occidente al resto del mundo ya de la economía a la cultura, conviene con­ ceptuarla como «rizomórfica». Ser rizomorfo es producir tallos y filamentos que parecen raíces, o, mejor aún, conectar con éstas penetrando en el tron­ co, pero dándoles nuevos usos. Estamos cansados de los árbo­ les. Deberíamos dejar de creer en árboles, raíces y radículas. Nos han hecho sufrir demasiado. Todo lo relacionado con la cultura arborescente se funda en ellos, desde la biología hasta la lingüística. ( D e l e u z e y G u a t t a r i, 1 9 8 8 ,1 5 )

En otras palabras, que la globalización y los flujos cultu­ rales globales no deberían entenderse necesariamente como una serie de determinaciones lineales nítidas, sino como una serie de condiciones solapadas, sobredeterminadas, complejas y «caóticas», que, en el mejor de los casos, deben considerar­ se como un grupo formado alrededor de determinados «puntos nodales». Esto ha conducido, «no a la creación de una aldea global ordenada, sino a la multiplicación de puntos de conflic­ to, antagonismos y contradicciones» (Ang, 1996, 165), como resultado de sobredeterminaciones impredecibles, de las que participa la televisión. Que la modernidad capitalista no implica un elemento de homogeneización cultural es algo evidente, dado que la mo­ dernidad aumenta los niveles y cantidad de coordinación glo­ bal. Sin embargo, lo que aquí se está afirmando es que los me­

canismos de fragmentación, heterogeneización e hibridez ac­ túan con la misma fuerza, de manera que, como sostiene Robertson, «no se trata ni de homogeneización ni de heteroge­ neización, sino más bien de cómo estas dos tendencias han llegado a ser rasgos de la vida en la mayor parte del mundo de finales del siglo xx» (Robertson, 1995, 27).

Lo GLOBAL V LO LOCAL Las culturas circunscritas, la resistencia étnica y la ree­ mergencia de poderosos sentimientos nacionalistas coexisten con las culturas como «procesos de aprendizaje translocales» (Pieterse, 1995). Sin duda, lo global y lo local son elemen­ tos mutuamente constitutivos, lo que llevó a Robertson (1992) a afirmar que muchas cosas que se consideran locales y que sirven de contrapeso a lo global son en realidad fruto de pro­ cesos translocales. Así, las naciones-estado se forjaron dentro de un sistema nacional-estatal global, y el reciente auge del sentimiento nacionalista se puede considerar un aspecto más de la globalización, y no sólo como una reacción a ésta. Ade­ más, puede ser que la difusión global del capitalismo consu­ mista fomente necesidades sin límite y el placer de una cons­ tante transformación de la identidad, de manera que la heterogeneidad surja en parte como resultado de las fuerzas globalizadoras del capitalismo consumista (Ang, 1996). Así pues, lo global y lo local son términos correlativos. El concepto de «local» —y, más en concreto, qué se entiende propiamente por local— es producido dentro de y por un dis­ curso globalizador, que incluye al marketing capitalista y a su orientación, cada vez mayor, hacia unos mercados locales di­ ferenciados. En cualquier caso, el mismo hecho de insistir en la particularidad y en la diversidad se puede considerar como un discurso cada vez más global, de manera que «la expectati­ va de la declaración de identidad está incorporada en el proce­ so general de globalización» (Robertson, 1992, 175). Robert­ son adopta el concepto de glocalización, originalmente un

término empleado en el mundo del marketing, para expresar la producción global de lo local y la localicación de lo global. Desde este punto de vista, el impacto de la televisión an­ gloamericana en un contexto global puede entenderse como la creación de una capa de modernidad capitalista occidental, que recubre, pero sin borrar necesariamente, formas cultura­ les preexistentes. Las ideas modernas y posmodemas sobre el tiempo, el espacio, la racionalidad, el capitalismo, el consumismo, la sexualidad, la familia y el género se sitúan paralela­ mente a discursos más viejos, estableciéndose una competen­ cia ideológica entre ellos. El resultado puede ser a la vez una serie de formas de identidad híbridas y la producción de iden­ tidades tradicionales, «ñradamentalistas» y nacionalistas. El nacionalismo y la nación-estado siguen coexistiendo con el cosmopolitismo y el debilitamiento de las identidades nacio­ nales (capítulo 3).

EL FLUJO INVERSO

Cuestionar la idea de que la globalización está constituida como un flujo monolítico y unidireccional de Occidente al res­ to del mundo es plantear la cuestión del «flujo inverso», es de­ cir, del impacto en Occidente de las ideas y prácticas no occi­ dentales. Así, por ejemplo, el impacto global del reggae, el rap, el hip-hop, la worid music y la exportación de telenovelas de Latinoamérica a Estados Unidos y Europa. También se inclu­ ye en esta cuestión la creación de una diáspora étnica median­ te el movimiento demográfico de las naciones «en desarrollo» a Occidente, así como el influjo en Occidente del Islam, el hinduismo y otras religiones internacionales, y la mercantilización de la comida y ropa «étnicas». Todo esto redunda no sólo en el descentramiento general de las ideas occidentales sobre el «progreso», sino también, y cada vez más, en la deconstruc­ ción de la idea misma de culturas nacionales homogéneas. En esta línea, Ashcroft y otros autores (1989) sostienen que la crítica del esencialismo y el encuentro y la mezcla fí­

sica de los pueblos ponen en tela de juicio la noción mis­ ma de literaturas y culturas nacionales o étnicas. Así, la hibridación y criollización de la lengua, la literatura y las identidades culturales es un tema corriente de la literatura poscolonial y marca cierto encuentro mental con el post­ modernismo. Es decir, ni las culturas ni las lenguas colonia­ les, o colonizadas, se pueden presentar en forma «pura» ni separarse unas de otras. Esto da origen a la hibridez, la cual cuestiona no sólo la centralidad de la cultura colonial y la marginación de la colonizada, sino también la idea misma de centro y margen como algo distinto a efectos representacionales. Así, en el contexto lingüístico caribeño ha ganado te­ rreno la idea de un continuum criollo, es decir, una serie de usos lingüísticos traslapados y de cambios de códigos que no sólo se sirven de los modos específicos de otras lenguas —pongamos por caso, el inglés o el francés—, sino que ade­ más inventa formas propias o peculiares. La criollización hace hincapié en la lengua como práctica cultural por encima de las abstracciones de la gramática, o de cualquier supuesto uso «correcto». En una palabra, las pretensiones de una homogeneización cultural no son una base fuerte para defender el imperialismo cultural: • Los procesos de flujo inverso, fragmentación e hibrida­ ción son tan fuertes como la tendencia a la homogeneización. • Si bien los argumentos contra la «uniformidad» se pue­ den aceptar como juicios de valor, hay que decir en qué ám­ bito concreto es mala la uniformidad y por qué. Tomlinson argumenta así al respecto, en términos generales: La globalización se puede distinguir del imperialismo en cuanto es un proceso mucho menos coherente o culturalmen­ te dirigido. Pese a las ambigüedades existentes entre los senti­ dos económico y político, la idea de imperialismo contiene, al menos, la noción de un proyecto tomado con determinación: la difusión de un sistema social desde un centro de poder a tra­ vés de todo el globo. La idea de globalización sugiere la inte-

rrelación e interdependencia de todos los ámbitos globales, lo cual se produce de una manera mucho menos resuelta. Se pro­ duce como resultado de prácticas económicas y culturales que, por sí mismas, no se proponen la integración global, pero que, a pesar de todo, la producen. Lo importante es que los efectos de la globalización tienden a debilitar la coherencia de todas las naciones-estado individuales, incluidas las económi­ camente poderosas —las potencias imperialistas de tiempos pasados. (T o m l in s o n , 1 9 9 1 ,1 7 5 )

Sin embargo, estas críticas a la tesis del imperialismo cul­ tural no deberían hacemos olvidar su preocupación principal, es decir, las ideas de poder y desigualdad. En este sentido, Massey sostiene que lo que está en juego en lo que ella deno­ mina la «geometría del poder» de la globalización es que «unas personas se encargan más de ella que otras; unas inician flujos y movimientos, y otras no» (Massey, 1994, 149). La g e o m e t r ía

d e l p o d e r d e l a g l o b a l iz a c ió n

En el contexto del debate sobre el poder, la idea del impe­ rialismo cultural cobra una fuerza especial, sobre todo con re­ lación a la televisión, donde a la gente se le niega una expe­ riencia cultural como resultado de la homogeneización, o no se la representa adecuadamente como resultado de la homogenei­ zación de las producciones. Así, si la economía de la televisión global conduce a que ciertos tipos de programas no se estén produciendo (como, por ejemplo, teatro local), o a que ciertos grupos socioeconómicos no estén siendo adecuadamente re­ presentados (como, por ejemplo, un grupo étnico concreto), existen motivos de crítica legítimos. En otro lugar, Tomlinson (1991) dice ver en la difusión de la modernidad occidental una pérdida cultural por cuanto la cultura de la modernidad hace hincapié en el concepto occidental de desarrollo como «más cantidad de algo», sobre todo más bienes materiales, a expen­ sas del crecimiento como experiencia personal preñada de sig­

nificación, e incluso de la experiencia espiritual en su sentido más amplio. Reconocer desequilibrio o pérdida no es lo mismo que ver en el proceso de globalización un proceso unidireccional de dominio, y, a este respecto, se ha dicho que el concepto de globalización es más adecuado que el de imperialismo cultu­ ral por sugerir un proceso menos coherente, unificado y diri­ gido. Sin embargo, el hecho de que el poder sea difuso, o de que las mercancías sean utilizadas subversivamente para pro­ ducir nuevas identidades híbridas, no suprime el poder, ni nuestra necesidad de examinarlo, pues, como dice Pieterse (1995), las relaciones de poder y hegemonía se inscriben y reproducen dentro de la hibridez, pues, si miramos atentamente, descubri­ remos las huellas de la asimetría en la cultura, el lugar, la as­ cendencia. De ahí que la hibridez plantee el problema de la mezcla, y de las condiciones de la mezcla. Al mismo tiempo, es importante señalar que la hegemonía no sólo se reproduce, sino que se refigura en el proceso de la hibridación. (P ie t e r s e , 1995, 57)

Así, por ejemplo, la hibridez de las formas culturales pro­ ducidas por la diáspora africana negra no resta importancia al poder, que tan incrustado estuvo en la época de la esclavitud, ni al vaivén y «tira y afloja» económico de la migración. Como dice Hall (1992a), las identidades de la diáspora se construyen dentro y por parte de un poder cultural. «Este po­ der», sugiere, «se ha convertido en un elemento constitutivo de nuestras propias identidades» (Hall, 1992a, 233). Consi­ guientemente, las identidades culturales de los blancos ricos de Nueva York son de un orden muy distinto a las de las asiáti­ cas pobres de la India rural. Sin embargo, si bien somos par­ tícipes desiguales y la globalización es un proceso desigual, formamos parte de una sociedad global en el sentido de que nadie puede escapar a sus consecuencias (Giddens, 1990).

LA TELEVISIÓN GLOBAL Tras establecer los parámetros generales de lo que está en juego en los debates sobre la globalización y el cambio cultu­ ral global, conviene estudiar ahora, de manera más concreta, el lugar que ocupa la televisión en estos flujos económicos y culturales más amplios. El concepto de televisión global su­ giere tres fenómenos, mutuamente relacionados: • A escala institucional, esta expresión implica las distin­ tas configuraciones de la televisión pública y comercial que es­ tán reguladas, financiadas y contempladas dentro de las fronte­ ras de las naciones-estado y/o de las comunidades lingüísticas. • La televisión global se refiere a la televisión que, en cuanto a la tecnología, la propiedad, la distribución de progra­ mas y las audiencias, opera más allá de las fronteras de las na­ ciones-estado y de las comunidades lingüísticas. La televisión global significa, en este sentido, televisión transnacional. • La televisión global se refiere a los flujos, de ámbito mun­ dial, de discursos y representaciones culturales que, a sü vez, plantean cuestiones de poder y de identidad cultural en el con­ texto de una cultura electrónica global.

Globalizar el mercado televisivo No cabe duda de que la televisión es un fenómeno glo­ bal, y ello en cuanto a su producción, diseminación y pará­ metros de visión. Según Screen Digest (febrero de 1995), hay más de ochocientos cincuenta millones de televisores en más de ciento sesenta países, vistos por dos mil quinientos millo­ nes de personas al día. Entre 1984 y 1994, el número de ho­ gares con televisión aumentó vertiginosamente en los países en vías de desarrollo; en Europa y Norteamérica el crecimien­ to fue poco significativo comparado con África y Asia, don­ de el número de televisores se triplicó, o Centroamérica, que duplicó la cifra.

La globalización de las instituciones televisivas es un as­ pecto más de la lógica dinámica del capitalismo, que tiene en la búsqueda de beneficios su meta principal. Esto exige la constante producción de nuevas mercancías y nuevos merca­ dos, por lo que se puede afirmar que el capitalismo es intrín­ secamente expansionista y dinámico. Pero, si bien es verdad que se puede ganar bastante dinero con la producción y venta de programas de televisión, no es menos cierto que éstos son también un buen medio para vender el hardware tecnológico de la televisión, desde los satélites a los aparatos de televisión, y para proporcionar audiencias a las compañías anunciadoras. Así pues, la televisión está en el centro de toda una serie de ac­ tividades comerciales de gran calado y es fundamental para la expansión del capitalismo consumista. Por eso, para compren­ der bien la globalización de la televisión, debemos antes ana­ lizar el carácter cambiante de sus facetas económicas y orga­ nizativas.

L a s ECONOMIAS CAMBIANTES

de

LA TELEVISIÓN MUNDIAL

La compañía de radiotelevisión británica British Broadcasting Corporation, o BBC, es, de entre todas las empresas que tienen una organización de carácter vertical, una de las más viejas y más grandes del mundo, y, como tal, realiza, vende y retransmite programas. Financiada básicamente a tra­ vés del impuesto denominado «licencia de visión», ha domi­ nado como un coloso el panorama televisivo británico, tanto en la vertiente técnica como artística, llegando a ser una de las compañías de televisión más famosas y respetadas del mun­ do. En cambio, la BSkyB es una gestora de canales por satéli­ te relativamente reciente que transmite desde el satélite Astra, registrado en Luxemburgo: con su programación a base fun­ damentalmente de deportes, noticias, películas y programas de archivo, copa entre el cinco y el ocho por ciento de la cuo­ ta de audiencia televisiva del Reino Unido. Sky produce po­ cos programas al margen de las noticias, prefiere comprarlos,

y ha sido principalmente a través de las retransmisiones de partidos de fútbol como ha conseguido hacerse un hueco en el mercado. Aparentemente, a nadie se le ocurriría lanzarse a acaparar acciones de Sky, ni tampoco pensar que esta cadena podría quitar el sueño a los ejecutivos de la BBC. Pero ya se sabe que las apariencias pueden ser engañosas: en términos comparativos, no es la BBC la que hace pensar en un coloso, sino Sky, o, más bien, una corporación de la que ésta no es más que un segmento, a saber, la gigantesca News Corporation, propiedad del ubicuo Rupert Murdoch. Como se sabe, en 1996 Murdoch borró a la BBC de su sistema asiático vía satélite Star TV, al parecer porque las noticias de la BBC resultaban molestas al Gobierno chino. Asimismo, la BBC su­ ministra programas a la británica Gold, una cadena vía satéli­ te que, además de operar bajo el paraguas de Sky, depende de un contrato firmado con Sky para la cobertura futbolística y parece dispuesta a desempeñar un papel instrumental en los planes de televisión digital de Murdoch. Habida cuenta de que este magnate ya se ha introducido en las redes americanas a través del sistema de cable Fox-TV —una cuarta red virtual—, no hay que descartar tampoco el éxito de su proyectada aven­ tura de televisión por satélite en el mercado estadounidense. A mediados de los ochenta, semejante escenario habría sido impensable, salvo tal vez para el propio Murdoch. Esto nos hace plantear la siguiente pregunta: ¿cómo es posible esta inversión en el mundo televisivo? Para contestar conveniente­ mente a esta pregunta, conviene tener en cuenta un buen nú­ mero de factores interrelacionados, entre los que figuran la propiedad, la tecnología, la toma de decisiones políticas y los contextos socioculturales.

C u e s t io n e s

r e l a c io n a d a s c o n l a p r o p ie d a d

La importancia de la propiedad televisiva tiene que ver con el problema de la coacción y la independencia, relaciona­ do a su vez con la diversidad o el control monopolista, de ma­

ñera que, como suele decirse, la diversidad de los programas está en función de la diversidad de la propiedad y de su con­ trol. Según Murdock y Golding (1977), la propiedad de las co­ municaciones por el capital privado está sujeta a un proceso general de concentraciones a través de la acumulación. Esto está propiciando el nacimiento de corporaciones «multime­ dia» y de «multiindustrias» que forman parte de un proceso más vasto de acumulación del capital. Así, son muchas las compañías de televisión comercial que tienen intereses de in­ versión tanto en actividades mediáticas como no mediáticas o que forman parte de organizaciones que sí tienen dichos inte­ reses. A tenor de las actividades básicas, Murdock (1990), dis­ tingue tres tipos principales de conglomerados, que están ope­ rando en el campo de las comunicaciones globales: • conglomerados industriales, • conglomerados de servicios, • conglomerados de comunicaciones. Cualquier análisis actual de la tecnología de la televisión y de la propiedad debe situarse en el contexto de los cambios más amplios que están experimentando las industrias de las co­ municaciones globales. Los trascendentales cambios produci­ dos en el mundo de las telecomunicaciones han sido fruto de una combinación de avances tecnológicos y de mutaciones en el mercado, lo que ha contribuido tanto al nacimiento de los gigantes de las comunicaciones globales como a la conver­ gencia (o erosión de fronteras) entre los distintos sectores. Así, avances tecnológicos como, por ejemplo, el empleo de cable de fibra óptica o la tecnología vía satélite y de conmutación di­ gital han abierto unas posibilidades comerciales tan vastas que han hecho que la industria de las telecomunicaciones sea con­ siderada tanto por los grandes consorcios como por el mismo Estado como la industria del futuro. De particular importan­ cia son, a este respecto, los denominados procesos de siner­ gia, convergencia y desregulación (o re-regulación) (Dyson y Humphreys, 1990).

S i n e r g ia

y c o n v e r g e n c ia e n l a t e l e v is ió n g l o b a l

Desde mediados de los ochenta venimos asistiendo a un proceso de diversificación, por el cual numerosas empresas fi­ nancieras, informáticas y de procesamiento de datos se están introduciendo en el mundo de las telecomunicaciones, lo que ha dado origen a verdaderos gigantes del mundo multimedia que se han adueñado de sectores enteros del mercado. Las em­ presas necesitan del poder financiero resultante de las fusiones con vistas a emprender las enormes inversiones necesarias para poder incidir en el mercado global. Así, por ejemplo, la fusión en 1989 de Time y Warner creó el mayor grupo mediático del mundo, con una capitalización mercantil del orden de los vein­ ticinco mil millones de dólares. A ésta le siguió en 1995 la ad­ quisición por Time-Wamer de la Tumer Broadcasting (CNN). A finales de 1993, la fusión entre la Paramount Communica­ tions y Viacom, propietaria de MTV, vio la emergencia de una compañía valorada en diecisiete mil millones de dólares, lo que la convirtió en el quinto gran grupo mediático del mundo, por detrás de Time-Wamer, News Corporation, Bertelsmann y Walt Disney. Una de las principales razones de estos fenómenos es la búsqueda de sinergia, es decir, hacer colaborar los distintos elementos de la televisión y de otros medios tanto en el ámbi­ to de la producción como de la distribución, de manera que di­ chos elementos se acoplen y complementen mutuamente en orden a reducir los costes e incrementar los beneficios. Nin­ gún consorcio de telecomunicaciones representa mejor esta si­ nergia que la News Corporation, de Rupert Murdoch.

La News Corporation La adquisición, por quinientos veinticinco mil dólares, de la Star TV, con base en Hong Kong, por parte de la News Cor­ poration ha permitido a Murdoch introducir su televisión por satélite en todo el Próximo y el Medio Oriente, con una au­

diencia potencial de cuarenta y cinco millones de espectado­ res. Si se une esto a sus otros intereses televisivos (la británi­ ca BSkyB y la estadounidense y australiana Fox-TV), se pue­ de decir que su cobertura se extiende aproximadamente a dos tercios del planeta. Pero lo importante del caso no es tanto la amplitud espacial del patrimonio como los potenciales nexos entre sus distintos elementos. Con la Twentieth Century Fox y la Star TV, Murdoch adquirió un inmenso arsenal de produc­ tos cinematográficos y televisivos, a los que puede dar salida a través de su red de cadenas de distribución. Está claro que el magnate espera crear un lucrativo mercado publicitario a es­ cala global. No olvidemos que puede utilizar sus publicacio­ nes periódicas para promover sus intereses televisivos, infor­ mando ampliamente en ellas sobre los eventos deportivos retransmitidos por sus canales de televisión. Así, News Cor­ poration obtiene beneficios merced a la sinergia, cuyos enla­ ces intertextuales corren paralelos con la convergencia tecno­ lógica y organizativa.

La televisión y los ordenadores Se estima que, para el año 2005, habrá veinticinco mi­ llones de hogares con cable interactivo en Estados Unidos y unos veintidós millones en Europa (Screen Digest, octubre de 1994). Sin duda, esta expansión de Internet y del cable inte­ ractivo va a crear las bases para una «superautopista de la in­ formación», es decir, la televisión con ordenadores persona­ les (PC) incorporados, unidos por cable, que nos permitirá encargar y pagar las compras, enviar dinero, seguir de cerca nuestros movimientos bancarios, seleccionar unas cuantas pe­ lículas y buscar información en la malla mundial. La idea de la TV-PC pone a la orden del día la cuestión de la convergen­ cia tecnológica, es decir, que varias tecnologías creadas y uti­ lizadas por separado están empezando a fundirse en una sola. Pero con esta convergencia, que significa el derribo de las fronteras que se interponen entre las distintas tecnologías, co­

rre paralela, como se ha dicho más arriba, la convergencia or­ ganizativa, es decir, la búsqueda de sinergia mediante fusio­ nes y adquisiciones, lo que a su vez está dando origen a los grandes consorcios multimedia.

La tecnología digital Esta convergencia tecnológica es posible en gran medida gracias a la tecnología digital, que permite que la información sea organizada electrónicamente en bytes, o paquetes discre­ tos de información, capaces de comprimirse durante la trans­ misión y de descomprimirse a la llegada. Esto permite que viaje muchísima más información por un conducto dado, ya sea mediante cable, satélite o señales terrestres (también per­ mite utilizar zonas del espectro antes no utilizadas), a mayor velocidad y a distancias también mayores. Así pues, el impac­ to de las nuevas tecnologías en general, y de los procesos di­ gitales en particular, se puede medir en términos de velocidad, volumen y distancia, es decir, mayor información a mayor ve­ locidad y a mayores distancias. Paralelamente al desarrollo de la televisión digital, se está observando cómo las tecnologías que tienen un mayor impacto son las que se ocupan de la dis­ tribución, es decir, las tecnologías del cable y el satélite. Las organizaciones que controlan los mecanismos de distribución están eclipsando el poder de los productores, pues nadie quie­ re empeñar recursos muy caros en un proyecto que no tenga asegurado su acuerdo de distribución.

Los satélites Los satélites pueden ofrecer un número mucho mayor de señales de televisión, ya directamente, ya por medio de las es­ taciones principales de los sistemas de cable, y, si bien los cos­ tes iniciales son bastante elevados, pueden preciarse de ofrecer unas imágenes y unos sonidos de altísima calidad y a una es­

cala mucho mayor. Por supuesto, el impacto de la tecnología del satélite ha sido diferente en las distintas partes del mundo. En la India, por ejemplo, el desarrollo de la televisión comer­ cial por satélite está poniendo en jaque el dominio de la televi­ sión estatal (Doordarshan) y obligando al Gobierno a optar por una radiotelevisión más comercial, mientras que en Gran Bre­ taña, si bien los canales vía satélite de la BSkyB han tenido cierto éxito al crearse un «nicho» propio, especialmente con relación al deporte, su cuota de audiencia del ocho por ciento indica que aún le queda mucho camino por andar si es que quiere competir de tú a tú con los canales de la BBC o de la ITV (Independent Televisión). Un contraste parecido se puede apreciar en los Países Bajos, donde la estación vía satélite Ra­ dio Télévision Luxembourg 4 (RTL4), con base en Luxemburgo, se ha introducido con fuerza en el mercado holandés, y en Estados Unidos, donde Direct Broadcasting by Satellite (DBS) ha visto su impacto mermado tras ser eclipsada por el cable, si bien la intervención de News Corporation en este mercado podría cambiar el panorama.

Los sistemas por cable La mayor parte de los sistemas por cable actuales se basan en la especificación coaxial de cobre. Sin embargo, su futuro está en el uso de cable de fibra óptica, con unas posibilidades mucho mayores en términos de capacidad canalizadora y de potencial de programas interactivos. No es de extrañar que el desarrollo del cable en todo el globo siga siendo aún harto de­ sigual, como muestra el hecho de que en Norteamérica tengan acceso al cable un setenta por ciento de los hogares con tele­ visión, frente a un veintitrés por ciento en la Unión Europea, veinte por ciento en Asia y sólo el siete por ciento en Sudamérica. Los niveles mundiales de la penetración del cable en los hogares con televisión se sitúan en un veintitrés por cien­ to, lo que representa unos ciento ochenta y nueve millones de hogares (Screen Digest, abril de 1995).

En Estados Unidos, el cable se extendió a un ritmo consi­ derable durante los primeros años ochenta (como demuestra el hecho de que la Fox-TV sea una cuarta red), si bien la últi­ ma parte de la década presenció uña considerable desacelera­ ción en el ritmo de penetración. En cambio, el cable ha teni­ do muchas dificultades para implantarse en el Reino Unido, que exhibe una de las tasas de densidad de cable más bajas de Europa, pese a los intentos gubernamentales por fomentar su desarrollo. Sin embargo, durante los noventa, una nueva ola de inversión americana en el cable británico, unida a su em­ pleo como transportador de programas por satélite, ha permi­ tido una paulatina expansión del cable, si bien se halla aún muy lejos del noventa y cinco por ciento del nivel de penetra­ ción de que disfrutan los Países Bajos, el país más densamen­ te cableado de Europa.

Industria y gobierno Los tipos de sinergia y convergencia descritos más arriba deben su existencia a los capitales de la industria y a los polí­ ticos. En efecto, aunque los conglomerados multimedia ya existían desde hacía bastantes años, la ampliación del alcance de sus actividades se debe en buena parte a la acción de los go­ biernos, que han flexibilizado la normativa que antes restrin­ gía la propiedad de cross-media (medios cruzados) y ha per­ mitido la entrada enjuego de nuevos actores. Es decir, que los medios de comunicación han experimentado un proceso de desregulación.

La

d e s r e g u l a c i ó n y l a r e - r e g u l a c ió n

e n l a t e l e v is ió n g l o b a l

A mediados de los ochenta y principios de los noventa se asistió a un importante período de desregulación en la televi­ sión, o, para ser más precisos, de re-regulación. Las nuevas re­

gulaciones, bastante menos rigurosas que sus predecesoras, han sido posibles merced a numerosos factores, entre los que cabe destacar: • el auge de las «nuevas» tecnologías de la comunicación, que han invalidado el argumento del monopolio natural desde el momento en que la tecnología digital permite la partición de las frecuencias y el empleo de sistemas de alimentación alter­ nativos, • el establecimiento, respaldado por decisiones judiciales en varios países, del derecho a la comunicación, y la adop­ ción de la diversidad como principio público clave (Porter, 1 9 8 9 ),

• el entusiasmo de los gobiernos (particularmente de Esta­ dos Unidos y del Reino Unido) por el mercado, ligado a la pre­ ferencia por financiar la televisión mediante la publicidad en vez de mediante impuestos directos. Sin duda, fue esta relajación de la normativa sobre la pro­ piedad de la televisión y la prensa lo que permitió a Murdoch lanzar su televisión por cable Fox en Estados Unidos y hacerse con la propiedad de numerosas empresas periodísticas y televi­ sivas en el Reino Unido. De manera parecida, la desregulación ha permitido también a AT&T, la mayor operadora telefónica de Estados Unidos, participar en el mercado televisivo, del que había estado anteriormente excluida por ley. En el Reino Uni­ do, la privatización de British Telecom (BT) y la desregulación de las industrias de telecomunicaciones han empujado a BT, más conocida por sus negocios en el sector telefónico, a buscar nuevos socios globales, para poder introducirse en el mercado de la televisión por cable y de otros servicios análogos.

Nuevos telepaisajes europeos La desregulación y la expansión cultural han suscitado un debate generalizado sobre la forma emergente de los nuevos

telepaisajes. En Europa, el «viejo orden» estuvo marcado por la subordinación de la radiotelevisión a los intereses públicos, en el contexto de un proceso de regulación básicamente polí­ tico. La televisión tenía un carácter fundamentalmente nacio­ nal y, en principio, no comercial. Actualmente, el «nuevo or­ den» está marcado por la coexistencia de la radiotelevisión pública y comercial, la desregulación de la televisión comer­ cial, la creciente emergencia de compañías transnacionales multimedia y la presión sobre la televisión de los poderes pú­ blicos para que ésta opere de acuerdo con la lógica comercial (McQuail y otros, 1992).

Los números de la televisión pública Los datos suministrados por Sánchez-Tabemero (1993) sugieren un declive, aunque no definitivo, del número de es­ pectadores de la televisión pública en Europa. En Francia y Alemania, por ejemplo, la televisión pública, que en 1975 co­ paba el ciento por ciento del universo de espectadores, en 1990 sólo contaba con el treinta y tres y el sesenta por ciento res­ pectivamente. Este declive fue algo menos espectacular en el Reino Unido, donde el porcentaje pasó del cincuenta y dos en 1975 al cuarenta y ocho por ciento en 1990. Sin embargo, la radiotelevisión pública se ha mostrado sorprendentemente re­ sistente frente a la competencia. En Australia, por ejemplo, la Australian Broadcasting Comision (ABC), financiada por el Estado, ha alcanzado sus índices más elevados en muchas dé­ cadas; en Italia, los canales de la Radiotelevisione Italiana (RAI) son más vistos que todos sus rivales comerciales juntos; en la India, la Doordarshan, de propiedad estatal, está pelean­ do con éxito con las rivales comerciales, y, en Gran Bretaña, la BBC parece destinada a seguir siendo la gran protagonista en un futuro previsible. No obstante, si bien han logrado so­ brevivir, los canales públicos son ahora simplemente un actor más, en vez de ser el protagonista principal, en un paisaje te­ levisivo global más plural y fragmentado, que se ha sedimen­

tado en los años noventa pero que parece que va a seguir cre­ ciendo en la nueva centuria.

La globalización y la tecnología Por doquier, las tecnologías del cable, el satélite, la tecno­ logía digital y las redes informáticas internacionales están per­ mitiendo a las organizaciones mediáticas operar a escala global aportando su ayuda en el proceso de la comunicación organi­ zativa interna y permitiendo la distribución de los productos mediáticos por todo el mundo. No cabe duda de que las dos funciones de la nueva tecnología, íntimamente unidas a la glo­ balización de los medios de comunicación en general y de la televisión en particular, están poniendo los cimientos de una cultura electrónica global.

Cultura electrónica global En el contexto de la globalización, la cultura se puede ver como algo que abraza el tiempo y el espacio, y así, en la era de la reproducción electrónica, la cultura nos llega a través de la pantalla, el vídeo y la radio, en vez de exigimos explorarla en el contexto de unos espacios ritualizados. Los artefactos y sig­ nificados culturales de diferentes períodos históricos y lugares geográficos se pueden mezclar entre sí y yuxtaponerse de tal manera que, si bien los valores y significados otorgados al es­ pacio siguen siendo importantes, las redes en las que se invo­ lucra la gente se extienden mucho más allá de sus emplaza­ mientos físicos. En este contexto, el debate acerca del impacto de la televisión es una especie de repetición del debate sobre la homogeneización/imperialismo cultural, pues, no sólo como tecnología sino también como forma cultural, la televisión es un proyecto surgido en Occidente que sigue estando dominado económicamente por Occidente y, de manera particular, por los poderes económicos de Estados Unidos.

¿I m p e r ia l is m o

m e d iá t ic o ?

Schiller (1969, 1985) intenta hacer ver que los medios de comunicación encajan perfectamente en el sistema capitalista mundial prestando apoyo ideológico al capitalismo en general y a los grandes consorcios transnacionales en particular. Los me­ dios de comunicación serían meros vehículos para el marketing empresarial, manipulando a las audiencias para entregarlas en manos de las compañías de publicidad. Y todo esto unido a un efecto ideológico general, por el cual los mensajes mediáticos crean y refuerzan la vinculación de la audiencia al statu quo.

El dominio estadounidense del comercio televisivo La preocupación por el imperialismo mediático se ha vis­ to reforzada por una serie de estudios realizados sobre el co­ mercio televisivo global, cuya conclusión ha puesto de mani­ fiesto que los flujos de las programaciones están dominados por Estados Unidos (Varis, 1974, 1984). Nadie duda de que Estados Unidos es el mayor exportador de programas de tele­ visión, posición esta auspiciada por la economía de la indus­ tria televisiva, que permite a los productores estadounidenses cubrir una buena parte de sus costes en el mercado nacional y obtener beneficios gracias a las exportaciones. Así, los pro­ ductores de Estados Unidos venden sus programas a una cota establecida por el mercado en vez de estar determinados por los costes de producción. Por ejemplo, el episodio de un pro­ grama cuya producción cuesta mil quinientos millones de dó­ lares se puede vender en Francia por cincuenta mil dólares y en Zimbabue por quinientos. Por supuesto, la familiaridad con —y la popularidad de— las técnicas narrativas de Hollywood también juegan a escala mundial un papel importante en tal coyuntura. Sin embargo, si bien el cuarenta y cuatro por ciento de to­ das las horas de televisión importadas a Europa occidental pro­ vinieron de Estados Unidos, Sepstrup (1989) sostiene que es

más importante el hecho de que el setenta y tres por ciento de la oferta nacional total en toda Europa occidental sea de pro­ ducción nacional. Además, «cada vez son más las naciones que están produciendo la mayor parte de su programación», y un buen número de dichas naciones está «produciendo más de la mitad de su programación propia, tanto con relación a la joma­ da entera como al período de máxima audiencia» (Straubhaar, 1997, 293). Por supuesto, no sólo las cifras generales relativas a la im­ portación-exportación están abiertas a varias interpretaciones, sino que además tienden a ocultar las diferencias entre las na­ ciones grandes y pequeñas (estas últimas tienden a importar más), entre los distintos tipos de programas (la oferta ameri­ cana se centra básicamente en los programas de ficción) y los niveles de consumo (los programas de Estados Unidos pare­ cen concentrarse en el horario de máxima audiencia). Ade­ más, si bien Estados Unidos puede presumir de «al menos el setenta y cinco por ciento de las exportaciones mundiales de programas televisivos» (Hoskins y otros, 1995), está ganando terreno la tendencia a la regionalización de los mercados so­ bre la base de una lengua, cultura y vínculos comerciales his­ tóricos comunes.

Mercados televisivos geoculturales Así, durante los ochenta, el ochenta por ciento de la dis­ tribución exterior de Estados Unidos estuvo copada por sieOte países: Australia, Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón y Reino Unido (Waterman, 1988). Según Straubhaar (1997), existen muchos mercados «geoculturales» emergentes, entre ellos los de Europa occidental, Latinoamérica, el mundo fran­ cófono —formado por Francia y sus antiguas colonias—, el mundo árabe, el mercado chino y, aparte, el mercado sudasiático. Por cierto, estos mercados no están necesariamente deli­ mitados por el espacio geográfico, sino que se alimentan de unas poblaciones diaspóricas repartidas a lo largo y ancho del

mundo. Así, por ejemplo, la industria cinematográfica india sirve nos sólo al subcontinente indio, sino también a varias zoñas de Africa, Malasia, Indonesia y Europa. Si bien la televisión desempeña un papel fundamental al penetrar en algunas culturas diferenciando significativamente los sistemas en vez de borrar las cosmovisiones locales, puede ser más exacto ver en este proceso una especie de solapamiento de significados locales mediante definiciones alternativas, relativizando así ambas cosas y creando nuevos sentidos lle­ nos de ambigüedad e incertidumbre (Ferguson, 1990). Vemos cómo una serie de procesos económicos y culturales, surgidos en diferentes períodos históricos, y cada cual con diferentes rit­ mos de desarrollo, están superponiéndose unos a otros y crean­ do disyunciones globales, así como nuevas relaciones y seme­ janzas, también globales (A.D. Smith, 1990; Appaduria, 1993).

El ejemplo chino Pero, sobre todo, el argumento sobre el imperialismo me­ diático de Estados Unidos no tiene en cuenta los significados contradictorios, impredecibles y heterogéneos que las audien­ cias pueden sacar de la televisión (véase el capítulo 5). Que la televisión es desigual y contradictoria en cuanto a su impacto es algo que ilustran sobradamente los estudios llevados a cabo por Lull en China. Según este autor (1991, 1997), en China la televisión es un sistema introducido por un Gobierno deseoso de utilizarla como forma de control social y de homogeneiza­ ción cultural, pero que ha tenido justo el efecto contrario. Aunque el Gobierno chino ha tratado de servirse de la televi­ sión para restablecer la estabilidad social tras los sucesos de la plaza de Tiananmen y mantener la autoridad del partido, dicha televisión se ha convertido en cambio en el principal elemen­ to de resistencia popular al amplificar e intensificar la diversi­ dad de los sentimientos culturales y políticos en China y al presentar otras visiones alternativas de la vida. Así, por ejem­ plo, los dramas «comerciales» e importados se han yuxtapues­

to a las dificultades económicas de China a medida que la te­ levisión, empujada por la necesidad de atraer a audiencias más amplias, se ha ido convirtiendo en un foro cultural e ideo­ lógico para los distintos puntos de vista en liza. Además, no sólo los propios programas son polisémicos, sino que las au­ diencias se han acostumbrado a leer entre líneas los comuni­ cados oficiales. Según Lull, el desafío al régimen autocrático lanzado por el movimiento de resistencia chino, con su insis­ tencia en la libertad y la democracia, no habría podido produ­ cirse sin la televisión. En una palabra, si bien es cierto que la televisión puede hacer circular un discurso a escala global, su consumo y su utilización como recurso para la construcción de las identidades culturales siempre tendrá lugar en un con­ texto local.

La t e l e v i s i ó n , g l o b a l

y local

Se puede decir que la televisión es global en cuanto per­ mite la circulación de formas narrativas semejantes por todo el mundo; las telenovelas, los noticiarios, los programas de­ portivos, los concursos y los vídeos musicales se pueden en­ contrar en la mayoría de los países.

Las telenovelas Así, la telenovela es una forma global por dos motivos: • es un modo narrativo producido en una gran variedad de países de todo el mundo, • es una de las formas de televisión más exportadas, y que se ve en una gran diversidad de contextos culturales. El tirón que ejerce la telenovela en el ámbito global puede atribuirse en parte al atractivo, al parecer universal, de deter­ minadas formas narrativas de duración indefinida, así como

a la importancia que se da en ésta a las relaciones personales y de parentesco y, en ciertas circunstancias, a la emergencia de un estilo internacional deudor de las tradiciones de Holly­ wood. Sin embargo, el éxito actual de la telenovela puede de­ berse también a la posibilidad que se ofrece a la audiencia de implicarse en asuntos y problemas locales o regionales que ocurren en lugares «reales» reconocibles. Así, por ejemplo, si bien la televisión sudafricana emite un buen número de tele­ novelas americanas y australianas, también es posible ver Generations, telenovela de producción local. Las tensiones entre los polos global y local saltan a la vis­ ta, de un iado, ante la enorme popularidad global de culebro­ nes como Vecinos {Neighbours) y Dallas y, del otro, ante el fracaso de estas mismas series en determinados países, como, por ejemplo, en Estados Unidos (Vecinos) y Japón (Dallas). Como ha señalado Crofts (1995), el éxito, y también los fraca­ sos, a escala global, de la telenovela dependen tanto de las es­ pecificidades de ésta en cuanto forma televisiva como de las particularidades de las condiciones de recepción. Por lo tanto, si bien es verdad que estamos presenciando la emergencia de un estilo internacional de telenovelas emitidas en horario este­ lar, que incluye valores de la alta producción, gratificantes es­ tereotipos visuales y modos narrativos que priman la acción y el ritmo acelerado, no es menos cierto que en muchos casos se conservan escenarios locales y modos de hablar regionales y se observa un ritmo narrativo lento.

Los noticiarios Algo parecido se puede decir con relación a los progra­ mas de noticias, donde se advierten tanto semejanzas globa­ les como diferencias locales. Los que consideran los noticia­ rios como un fenómeno global se basan en general en las ac­ tuales disposiciones sobre intercambio de noticias, por las que las agencias de noticias suscriptoras intercambian su material haciendo especial hincapié en la conveniencia de compartir el

material filmado. Straubhaar (1992) concluyó, basándose en un estudio intercultural que incluía a Estados Unidos, la anti­ gua Unión Soviética, Japón, la antigua Alemania Federal, Ita­ lia, India, Colombia y China, que «lo que es noticia» es «bas­ tante parecido» de un país a otro, siendo también común el formato de los programas: de veinte a cuarenta minutos de du­ ración, y conducidos por presentadores habituales. De igual manera, los datos recogidos por Gurevitch y otros (1991) so­ bre el Intercambio de Noticias de Eurovisión y los treinta y seis países que lo practican regularmente sugieren que la dis­ ponibilidad del material filmado común y una cultura profe­ sional compartida han conducido a una «sustancial, aunque no completa» convergencia de los temas y relatos informativos. El hecho de que Strubhaar encontrara semejanzas más allá de las diferencias sugeriría «la tendencia general a la estanda­ rización internacional de los discursos periodísticos básicos» (Dahlgren, 1995, 49) y la gestión de las noticias globales por parte de las agencias de noticias. Las noticias son recogidas, seleccionadas y controladas por los grandes consorcios trans­ nacionales occidentales, que las tratan como mercancías que se compran y se venden. Así, por ejemplo, dos grandes agen­ cias occidentales, la Visnews y la Worldwide Televisión News (WTN), tienen un poder tremendo en el mundo de los noticia­ rios televisados. Asimismo, existe una emergente oferta direc­ ta de productos de noticias acabados dirigida a quienes ven la televisión vía satélite, sobre todo por parte de la Cable News Network (CNN), la BBC y la News Corporation. No obstante, el hecho de que las agencias de noticias occidentales tiendan a ofrecer spot news* y reportajes visuales desprovistos de co­ mentarios permite que se introduzcan diferentes interpretacio­ nes de los acontecimientos que muestran las imágenes, situa­ ción que lleva a lo que Gurevitch y otros autores (1991) han denominado la «domesticación» de las noticias globales, y su­ pone, por tanto, un «contrapeso al empuje de la globalización». * Fotos de un acontecimiento imprevisto, ante el cual no ha sido posi­ ble ninguna preparación. (N. del t.)

Bricolaje electrónico Más allá de géneros específicos, como la telenovela y los noticiarios, se puede decir que la multiplicación global de las tecnologías de la comunicación ha creado un entorno semiótico cada vez más complejo, en el que la televisión produce y hace circular un arsenal explosivo de signos y significados que compiten entre sí. Esto crea un flujo de imágenes en el que se funden noticias, vistas panorámicas, dramas y reportajes, es de­ cir, toda una gama de yuxtaposiciones de imágenes y significa­ dos que crea una especie de bricolaje electrónico. Por bricolaje se entiende la recombinación y resignificación de elementos anteriormente inconexos en un «todo» nuevo. Así pues, la glo­ balización de la televisión ha contribuido a la construcción de un collage de imágenes a partir de diferentes épocas y lugares, collage que ha sido calificado como posmodemo.

La

cu ltura po sm o d er n a global

Para Lash (1990), el deslizamiento de lo «discursivo» a lo «figural» constituye el núcleo del giro posmodemo, queriendo decir con esto que las lógicas significativas de lo moderno y lo posmodemo operan de manera diferente. Asimismo, el «régi­ men de significación» modernista prima a las palabras sobre las imágenes, al tiempo que proclama una visión del mundo racionalista, explora los significados de los textos culturales y distancia al espectador respecto del objeto cultural. En cam­ bio, lo «figural» posmodemo es más visual, se inspira en la vida cotidiana, cuestiona las concepciones racionalistas de cultura y sumerge al espectador «deseante» en su objeto cul­ tural. En una palabra, la globalización del medio de la televi­ sión, esencialmente visual, constituye una parte esencial del giro cultural posmodemo. Los marcadores estilísticos de lo posmodemo en la televi­ sión se conciben en términos de

• autoconciencia/autorreflexión estética, • yuxtaposición/montaje/bricolaje, • paradoja, • ambigüedad, • incertidumbre, • desvanecimiento de las fronteras de género, estilo e his­ toria. Entre las distintas técnicas, destacan el montaje, la edición rápida, las técnicas narrativas no lineales y la descontextualización de las imágenes, de manera que muchos programas ge­ neralmente identificados con lo posmodemo descentran la im­ portancia de la narrativa lineal a favor de una nueva visión y un nuevo sentimiento, en los que la imagen tiene preferencia sobre el relato narrativo (Kellner, 1992).

La intertextualidad También es posmodemo el aumento de una intertextuali­ dad consciente de sí (es decir, la cita de un texto dentro de otro) que implica tanto la alusión explícita a programas parti­ culares como referencias oblicuas a otras convenciones de gé­ nero y a otros estilos, como, por ejemplo, las referencias ex­ plícitas a Thelma y Louise y El graduado en Los Simpson o a Twin Peaks en Doctor en Alaska. Esta intertextualidad es un aspecto más de la autoconciencia ampliada sobre la historia y las funciones de los productos culturales, entre ellos la tele­ visión.

Twin Peaks como mezcla de géneros Un buen ejemplo de mezcla de géneros en televisión lo constituyó la serie estadounidense Twin Peaks, donde se mez­ claban las convenciones de las series de policías, de la ciencia ficción y de la telenovela. Unas veces esto debía tomarse con

la mayor seriedad, mientras que, en otras ocasiones, debía to­ marse como una equívoca parodia humorística; y solía ir acompañado de una serie de variaciones tonales, que incluían patetismo y teatralidad, seriedad y humor, lo que propiciaba el deslizamiento de las posiciones del sujeto y la oscilación del empeño emocional (Collins, 1992). Además, Twin Peaks tenía un «doble código» (Jencks, 1986) o combinación de có­ digos que le permitían conectar a la vez con una «minoría concernida» familiarizada con un lenguaje «especializado» y una audiencia popular más amplia. Por último, Twin Peaks era un ejemplo de primer orden de la posmodema «semiótica del exceso». Es decir, que la serie rebosaba de significados, muchos de los cuales parecían «irrelevantes» para la resolu­ ción de la trama criminal o para hacer avanzar la narración, pero que formaban parte integrante de un espectáculo o entre­ tenimiento.

La cultura consumista La globalización, la cultura consumista y el posmodemismo forman parte de un mismo fenómeno. En primer lugar, la globalización ha supuesto el «desplazamiento» de Occidente y de sus categorías sobre el centro del universo; hay incluso quien ha visto en el colapso de las clasificaciones occidentales el signo distintivo del posmodemismo. En segundo lugar, el aumento en visibilidad y estatus de la cultura popular, propi­ ciado por los medios electrónicos, sobre todo por la televisión, ha hecho que la distinción entre alta y baja cultura ya no tenga sentido. Como ha dicho Chambers (1986, 194), «la alta cultura se ha convertido en una subcultura más, en una opinión más, en medio de nosotros», una opinión por cierto típicamente posmo­ dema. En tercer lugar, el desmoronamiento de las fronteras en­ tre el arte, la cultura y el comercio, junto con la cada vez mayor importancia de lo «figural» posmodemo, ha tenido como resul­ tado la estetización de la vida cotidiana (Featherstone, 1991, 1995), de la que la televisión forma una parte esencial

El desarrollo de la televisión global como forma funda­ mentalmente comercial ha puesto a la orden del día una acti­ vidad nuclear de la cultura de consumo: la publicidad basada en lo visual. Así, la televisión es fundamental para la produc­ ción y reproducción de una cultura promocional centrada en el empleo de la iconografía visual en orden a crear distintas variedades de valor añadido o signos mercantiles. Como dice Wemick, los fenómenos culturales que sirven para comunicar un mensaje promocional, del tipo que sea, se han hecho «prác­ ticamente coextensivos a nuestro mundo simbólico produci­ do» (Wemick, 1991,184). La frase «cultura de la Coca-Cola» resume a la perfección el alcance global de esta cultura pro­ mocional y resalta el presunto vínculo entre capitalismo glo­ bal, publicidad y homogeneización cultural. Es decir, según algunos críticos, estos procesos globales representan una for­ ma de homogeneización cultural, particularmente en el ámbi­ to de la cultura de consumo, de manera que Coca-Cola, Mc­ Donald’s, Nike y Microsoft Windows son logos que circulan por todo el globo. Sin embargo, la circulación global de los bie­ nes de consumo no debería hacemos suponer que su impacto es el mismo en todo el mundo: la yuxtaposición de Microsoft’s Windows con carretas tiradas por bueyes, de Los Simpson con Hum Log (famoso culebrón indio), de Hollywood con Bollywood, o de The Prodigy con la música de baile tradicional, apoya más bien la idea de una posmodemidad global.

Resumen y conclusiones En este capítulo hemos intentado mostrar cómo están cambiando y expandiéndose los contornos de la televisión a escala global. En particular, hemos dicho que la búsqueda de sinergia en el contexto de un paisaje televisivo desregulado ha conducido a una ola de fusiones y de «opas» empresariales. Estos fenómenos propician a su vez la creación de consorcios mediáticos transnacionales multimedia capaces de configurar la producción y distribución de la televisión a escala global.

La globalización de las instituciones televisivas corre paralela con la circulación a escala global de narrativas televisivas cla­ ve, entre ellas los noticiarios, la telenovela, la televisión musi­ cal, los espectáculos deportivos y todo tipo de concursos, den­ tro del marco de una cultura «promocional» en progreso. Luego hemos aludido a cómo la televisión está desarrollando en todo el mundo un estilo cultural posmodemo marcado por el bricolaje, la intertextualidad y la mezcolanza de géneros. No obstante, se ha sugerido también que no es en términos de imperialismo cultural y de homogeneización de la cultura mundial como ha de entenderse la globalización de la televi­ sión; antes bien, aun concediendo cierta importancia a la ho­ mogeneización, tiene igual importancia la heterogeneización y la localización. Por consiguiente, los conceptos de globa­ lización e hibridez deben preferirse a los de imperialismo y homogeneidad en esta época de relevo de siglos. Dicho lo cual, hay que reconocer también que las fuerzas descentradoras del imperialismo cultural a favor de la idea de la globali­ zación no invalidan la necesidad de explorar cuestiones rela­ cionadas con el poder económico y cultural; en efecto, las culturas y las identidades híbridas están íntimamente unidas a las cuestiones relacionadas con el poder. Estos argumentos tienen una importancia especial en cuan­ to ilustran el peso tan grande que tienen la televisión y sus representaciones culturales como un recurso fundamental y proliferador para la construcción de la identidad cultural. Con­ siderando juntos los argumentos avanzados en los capítulos 2 y 3, podemos afirmar que: • La identidad no es una «cosa» fija, sino una descripción de nosotros mismos, una representación con la que «nos» identificamos. • La televisión es el mayor diseminador de representacio­ nes en la cultura global contemporánea. • La globalización de la televisión ha posibilitado la dislo­ cación geográfica de la «cultura», lo que ha conducido a la yuxtaposición de toda una variedad de discursos globales.

• El bricolaje electrónico global de las representaciones que la televisión hace circular es constitutivo de identidades culturales cada vez más complejas. La relación entre globalización, televisión e identidades culturales es bastante compleja, pudiendo dar origen a identida­ des étnicas absolutistas, así como a identidades religiosas fundamentalistas, a identidades interculturales híbridas, a identi­ dades múltiples fragmentadas, a nuevas tribus posmodemas, a «terceras culturas» de trabajadores e intelectuales transglobales y, finalmente, a la convicción de que, si bien nuestro planeta es un espacio delimitado y finito, está compuesto por diversas cul­ turas y pueblos con complejas identidades culturales de índole local y global. Dicho lo cual, y provistos de una comprensión teórica de la identidad cultural (capítulo 1) en el contexto de una globalización cada vez más cultural (capítulo 2), podemos dedicamos ahora a considerar la formación de identidades cul­ turales específicas a través de la raza (capítulo 3) y el género (capítulo 4) como ejemplos de primer orden. Lecturas complementarias Barker, C., Global Televisión: An Introduction, Londres, Blackwell, 1997b. Giddens, A., «Living in a post-traditional society», en U. Beck, A. Giddens y C. Lash, Reflexive Modernisation, Cambridge, Polity . Press, 1994. Murdock, G., «Redrawing the map of the Communications indus­ tries: concentration and ownership in the era of privatisation», en M. Ferguson (comp.), Public Communication: The New Imperatives, Newbury Park, y Londres, Sage, 1990. Robertson, R., «Glocalization: time-space and homogeneity-hetrogeneity», en M. Featherstone, S. Lash y R. Robertson (comps.), Global Modernities, Newbury Park y Londres, Sage. Tomlinson, J., Cultural Imperialism, Londres, Pinter Press, 1991.

3. Construcción y representación de raza y nación

En el presente capítulo, proseguiremos el debate teórico iniciado en el capítulo 1, deteniéndonos especialmente en los conceptos de raza y nación como puntos organizadores de la identidad cultural en la cultura global contemporánea. En pri­ mer lugar, distinguiremos entre los discursos biológicos de raza y los discursos culturales de la «racialización», es decir, entre el argumento según el cual la subordinación racial es re­ sultado de la biología y el argumento según el cual los grupos sociales están construidos culturalmente como razas someti­ das. Luego se abordará el estudio de la etnicidad como con­ cepto cultural que delimita las fronteras entre los distintos gru­ pos sociales. Tras considerar brevemente la cuestión asociada de la identidad nacional, nos detendremos a continuación en el desmoronamiento de las fronteras entre las categorías de raza, nación y etnicidad, proceso que viene marcado por la forma­ ción de nuevas identidades híbridas. Un vez establecido, en la primera mitad de este capítulo,

que la raza es una construcción social, en la segunda nos dedi­ caremos a explorar la representación cultural de la raza, hacien­ do especial hincapié en la televisión. Es decir, exploraremos los estereotipos que suelen constituir a la raza como una forma de identidad y aduciremos algunos ejemplos sacados tanto de la te­ levisión como del ámbito de la cultura en general. Al igual que ocurre con otras formas de representación, la televisión genera sentido mediante toda una serie de prácticas significativas, las cuales constituyen los objetos del conocimiento. Estas signifi­ caciones selectivas y preñadas de valor no son ni representacio­ nes «exactas» del mundo ni tampoco inexactas, sino el lugar donde se lucha por dilucidar qué es significado y qué es verdad.

Los conceptos de raza y etnicidad El concepto de raza conserva aún la huella de sus orígenes en los discursos biológicos y en una forma de darwinismo so­ cial que subraya la existencia de distintos «linajes» y «tipos de pueblos» sobre la base de supuestas características biológicas y físicas. La más obvia de estas distinciones es la pigmenta­ ción de la piel, atributo frecuentemente relacionado con la «in­ teligencia» y las «aptitudes», de manera que los grupos «ra­ ciales» se caracterizan por una jerarquía de la superioridad y la subordinación. Esta concepción de raza genera a su vez el racismo, según el cual las clasificaciones raciales están cons­ tituidas por —y son constitutivas de— el poder y el forzoso rango social y material de los grupos «racializados».

La

r a c ia l iz a c ió n o f o r m a c ió n d e l a r a z a

La idea de «racialización» o «formación de la raza» ha sido utilizada para ilustrar el argumento de que la raza es una construcción social y no una categoría universal o esencial de la biología o la cultura. Las razas no existen fuera de la repre­ sentación, sino que se forman en y por ésta en un proceso de

lucha por el poder en los planos social y político. Las caracte­ rísticas observables se transforman en significantes raciales, incluida la referencia espuria a la diferencia esencial biológi­ ca y cultural. Como afirma Gilroy, aceptar que el «color» de la piel, por insignificante que sea, como todos sabemos que es, tiene en la biología una base ma­ terial estrictamente limitada, abre la posibilidad de abordar teorías de la significación capaces de destacar tanto la elasti­ cidad y vaciedad de los significantes «raciales» como el tra­ bajo ideológico que debe hacerse para convertirlos en signifi­ cantes de la «raza» como categoría política abierta, pues es la lucha la que determina qué definición de «raza» prevalecerá y en qué condiciones perdurarán, si es que perduran. (G il r o y , 1987, 38 -3 9 )

La formación histórica de la «raza» ha estado marcada por el poder y la subordinación, de manera que en algunos países, como, por ejemplo, en Gran Bretaña y Estados Unidos, las personas de color han ocupado posiciones estructuralmente subordinadas con relación a casi todas las dimensiones de las «oportunidades de la existencia». Esto equivale a decir, grosso modo, que los afroamericanos, los australianos aborígenes y los afrocaribeños británicos han ocupado los puestos peor pa­ gados, y poco cualificados, y han resultado perjudicados en la búsqueda de vivienda, en la formación escolar, en los medios de comunicación y en las representaciones culturales en gene­ ral. En consecuencia, la formación racial, o racialización, es intrínsecamente racista en el plano estructural al entrañar unas formas de subordinación social, económica y política vividas a través de las categorías de raza.

Racialización diferencial Como constructo discursivo, los significados de «raza» pueden cambiar y son objeto de debate dentro de una forma­

ción social dada, de manera que diferentes grupos son «di­ ferencialmente racializados» (Brah, 1996) y objeto de dife­ rentes racismos. Así, por ejemplo, los asiáticos británicos han estado históricamente sometidos a diferentes formas de este­ reotipos y, en la jerarquía social y racial de Gran Bretaña, han ocupado un lugar diferente a los afrocaribeños. Como ha afir­ mado un «ingeniero electrónico negro de treinta y un años», «la gente se ama mucho en Handsworth; hay mucho amor negro, blanco y asiático. Pero los asiáticos son ciudadanos de segundo rango, y nosotros ocupamos el puesto más bajo de todos: el tercero» (Observer, 15 de septiembre de 1985, cita­ do por Gilroy, 1987, 238). Asimismo, los significados de raza difieren en el tiempo y el espacio. Así, por ejemplo, se ha di­ cho (M. Barker, 1982) que el «nuevo racismo» de Gran Bre­ taña no se basa en discursos biológicos de superioridad, como en el apartheid sudafricano, sino en diferencias culturales que, según parece, impiden a los negros formar plenamente parte de la nación.

La diferencia nacional Los significados de la raza difieren también según las dis­ tintas culturas, como en el caso de Estados Unidos y Gran Bretaña. En este último país, por ejemplo, la pigmentación blanca, relativamente homogénea, de la población in situ se vio perturbada en los cincuenta por un gran número de recién llegados del Caribe y del subcontinente indio, haciendo del problema de la identidad nacional una categoría crucial, a tra­ vés de la cual operó la racialización. Sin embargo, como ha di­ cho West (1992), la historia del moderno Estados Unidos em­ pieza con el expolio y el genocidio de los pueblos americanos nativos y prosigue con una larga historia de esclavitud, de ma­ nera que el problema racial se plantea en los mismísimos co­ mienzos de Estados Unidos de una manera más duradera, pero menos preocupada por la nacionalidad, que en Gran Bretaña.

La e t n i c i d a d

Pero, mientras que la «raza» es un constructo cultural dis­ frazado de ciencia biológica, la etnicidad es un concepto distintivamente cultural, centrado en unas normas, valores, creencias, símbolos y prácticas culturales compartidas. La for­ mación, pues, de «grupos étnicos» se basa en significantes culturales compartidos, que se han desarrollado en contextos históricos, sociales y políticos específicos y fomentan un sen­ timiento de pertenencia a menudo basado, al menos en parte, en una ascendencia mitológica común. No obstante, a tenor de los argumentos antiesencialistas del capítulo 1, es evidente que los grupos étnicos no se basan en lazos primordiales ni en rasgos culturales universales propiamente dichos, sino que es­ tán formados por prácticas discursivas. La etnicidad es un concepto relacional que remite a categorías de autoidentificación y adscripción social. En consecuencia, la mejor manera de entenderla no es en términos de características culturales per se, sino como un proceso de formación de fronteras, cons­ truidas y mantenidas en determinadas condiciones sociohistóricas (Barth, 1969). Por supuesto, sugerir que la etnicidad no versa sobre una diferencia cultural dada de antemano, sino so­ bre un proceso de formación y mantenimiento de fronteras no significa que dicha distinción no pueda construirse socialmen­ te en tomo a significantes que connoten universalidad, territo­ rio y pureza. Así, por ejemplo, hemos visto cómo las metáfo­ ras de sangre, parentesco y patria saltaban al primer plano de la actualidad en el transcurso de la guerra desarrollada en Ser­ bia, Bosnia y Croacia. Una concepción culturalista de la etnicidad es un intento valiente de eludir las implicaciones racistas inherentes al con­ cepto mismo de raza, tal y como ha sido forjado históricamen­ te; de manera que, como dice Hall, si el súbdito negro y la experiencia negra no están estabiliza­ dos por la naturaleza ni por ninguna otra garantía esencial, entonces debe ser que están construidos histórica, cultural y

políticamente, y el concepto que se refiere a esto es el de «etnicidad». El término etnicidad reconoce el lugar de la historia, la lengua y la cultura en la construcción de la subjetividad y la identidad, así como el hecho de que todo discurso tiene un lu­ gar, una posición y una situación, y todo conocimiento tiene un contexto. (H a l l , 1996d, 446)

Problemas de uso con la etnicidad El concepto de etnicidad presenta algunos problemas de uso, amén de ser un término bastante cuestionado. Así, por ejemplo, los anglosajones blancos suelen utilizar el concepto de etnicidad para referirse a otro pueblo, generalmente con di­ ferente pigmentación de la piel; en este sentido, los asiáticos, los africanos, los hispanos y los afroamericanos son grupos étnicos, pero, de alguna manera, los ingleses o americanos an­ glosajones blancos no lo son. Sin embargo, es importante dejar bien claro que los ingleses, americanos o australianos blancos sí forman grupos étnicos, en los que el susodicho concepto se utiliza como descriptor constitutivo y no como base de un na­ cionalismo excluyente. En consecuencia, como ha dicho Dyer, explorar la blanquitud es «hacer de ésta algo extraño en vez de tratarla como una piedra de toque obvia sobre algo que es común y corriente» (Dyer, 1997). Por supuesto, como el mis­ mo autor (1997) vuelve a señalar, reconocer que la blanquitud es un invento histórico no significa que se la pueda arrinconar sin más. Un problema que afecta al concepto de etnicidad, espe­ cialmente en el contexto del debate del multiculturalismo, es el hecho de que las cuestiones sobre el poder y el racismo se dejen por lo general en un segundo plano. La etnicidad puede servir para sugerir que las formaciones sociales suelen operar con grupos plurales e iguales más que con grupos jerárquicos racializados. En este sentido, hooks (1990) y Gilroy (1987) prefieren el concepto de «raza» no porque corresponda a un

absoluto biológico o cultural, sino por connotar —y orientar la investigación hacia— cuestiones relacionadas con el poder.

Redefinir la etnicidad Por su parte, Hall trata de reelaborar el concepto de etnici­ dad y de rearticularlo en términos de exploración de las prácti­ cas culturales con coyunturas de índole histórica y política concretas, de manera que todos nosotros quedemos étnica­ mente situados (Hall, 1996d). Como tal, la etnicidad debe ata­ ñer a las relaciones entre grupos que se definen mutuamente en el contexto del poder, de manera que aborde el problema de las relaciones entre marginalidad, centro y periferia en el contex­ to de unas formas y circunstancias históricas cambiantes. No obstante, el problema sobre el centro y el margen tiene que en­ tenderse como un problema sobre la política de la representa­ ción, que incluye a la televisión, pues, como dice Brah, «es ne­ cesario considerar axiomático que lo que se representa como '‘margen” no sea marginal en absoluto, sino que sea un efecto constitutivo de la propia representación. El “centro” no es más centro que el “margen”» (Brah, 1996, 226). Los discursos acerca de la centralidad y la marginalidad son la ruta común en la que las cuestiones sobre la raza y la et­ nicidad se articulan con las cuestiones sobre la identidad na­ cional. A este respecto, la historia está plagada de ejemplos de cómo, dentro de una nación-estado dada, un grupo étnico se define a sí mismo central y superior a otro. Si bien la Alemania nazi, la Sudáfrica del apartheid y la «limpieza étnica» de Bos­ nia son los ejemplos más elocuentes (unos lugares y unos acon­ tecimientos que la mayoría de nosotros sólo conocemos por la televisión), la metáfora principal de la superioridad y subordi­ nación no es menos aplicable a la Gran Bretaña, los Estados Unidos y la Australia de nuestros días. En efecto, la identidad nacional suele asociarse a una idea de la nación como cultura compartida que exige que las fronteras étnicas no atraviesen las políticas, aunque, por supuesto, sí las crucen.

Identidades nacionales La n a c i ó n - e s t a d o

La moderna nación-estado es un invento relativamente reciente, lo que quiere decir que la mayor parte de los seres humanos que han pisado esta Tierra no ha formado parte de ningún tipo de Estado ni se ha identificado con él. La naciónestado y la identidad nacional, como formas colectivas de or­ ganización e identificación, no son fenómenos que ocurren «de manera natural», aunque a menudo las consideremos como tales; antes bien, son unas formaciones historicoculturales y, por tanto, contingentes. La nación-estado es un concepto fun­ damentalmente político, que se refiere a un aparato adminis­ trativo dedicado a mantener la soberanía sobre un espacio o territorio específico (dentro del sistema nación-estado). Por su parte, la identidad nacional es una forma de identificación imaginativa con la nación-estado por cuanto se expresa me­ diante símbolos y discursos. Así pues, las naciones no son sólo formaciones políticas, sino también sistemas de representa­ ción cultural, de modo que la identidad nacional está constan­ temente reproducida mediante la acción discursiva. La na­ ción-estado, como aparato político y forma simbólica, tiene una dimensión temporal puesto que las estructuras políticas perduran y cambian, mientras que, por su parte, las dimensio­ nes simbólicas y discursivas de la identidad nacional narran y crean a menudo la idea de los orígenes, de la continuidad y de la tradición. .

C o m u n id a d e s

im a g in a d a s

Para Benedict Anderson (1983), la nación es una «comu­ nidad imaginada», y la identidad es una construcción ensam­ blada mediante símbolos y rituales con relación a categorías territoriales y administrativas.

Es imaginada porque hasta los miembros de la nación más pequeña nunca conocerán —ni verán ni oirán— a la ma­ yoría de los demás miembros, y, sin embargo, en las mentes de cada cual pervive la imagen de su comunión. [...] La nación es imaginada como limitada porque hasta la más grande, que puede incluso llegar a contar mil millones de seres vivos, tie­ ne unas fronteras finitas, aunque elásticas, más allá de las cua­ les hay otras naciones. [...] Es imaginada como soberana por­ que el concepto nació en una época en que la Ilustración y la Revolución dieron al traste con la legitimidad del orden di­ nástico y jerárquico divinamente inestatuido. [...] Finalmente, la nación es imaginada como comunidad porque, indepen­ dientemente de la desigualdad y explotación que puedan exis­ tir en cada una de ellas, se concibe siempre como un lugar de camaradería profunda, horizontal. Es, en definitiva, esta fra­ ternidad la que ha hecho posible que, en estos dos últimos si­ glos sobre todo, tantísimos millones de personas, no digamos ya sólo que maten, sino que incluso estén dispuestos a morir por unas cosas imaginadas de carácter tan limitado. ( A n d e r s o n , 1983, 15-16)

El

c a p it a l is m o d e im p r e n t a

Según Anderson, la comunicación tiene una importancia capital para el surgimiento de la identidad nacional y de la nación-estado. Así, la producción mecanizada y la mercantilización de los libros y los periódicos, el surgimiento del «ca­ pitalismo de imprenta», permitió a las lenguas vernáculas nor­ malizarse y diseminarse, creando las condiciones propicias para el nacimiento de una conciencia nacional. Por primera vez, fue posible que la gran masa de gente dentro de un Esta­ do concreto se entendiera mediante una lengua común impre­ sa. Los procesos del capitalismo impreso «fijaron», así, una lengua vernácula como la lengua «nacional» e hicieron posi­ ble una nueva comunidad nacional imaginada; de ahí que la nación y la comunicación estén inextricablemente unidas. Por su parte, los medios de comunicación nos invitan a imaginar la

simultaneidad de los acontecimientos en amplios tramos espaciotemporales, lo que refuerza a su vez el concepto de nación y la importancia del Estado dentro de un sistema estatal espa­ cialmente distribuido. Sin embargo, en las condiciones globa­ les contemporáneas (capítulo 2), no se puede hablar sólo de los medios de comunicación impresos, sino también de la disemi­ nación electrónica de las representaciones culturales y de los ritmos de vida relacionados con la televisión. En este sentido, según Scannel (1988), la radiotelevisión está «profundamente implicada en las disposiciones tempora­ les de las sociedades modernas». En concreto, la televisión carga con buena parte del «día a día», tan importante para la reproducción de la vida social; hace, así, que acontecimientos públicos de primer orden entren dentro de la esfera privada de los telespectadores y, en tal medida, construye una especie de calendario nacional, que organiza, coordina y renueva el mundo social público y nacional. Entre tales acontecimientos cabría incluir, en el contexto británico, eventos deportivos como la Final de Copa Inglesa de Fútbol, la carrera hípica Grand National o el torneo de tenis de Wimbledon, pero tam­ bién acontecimientos políticos como la apertura oficial del Parlamento, las convenciones de los partidos políticos y los cumpleaños de la realeza. En otras palabras, la televisión co­ necta las representaciones con el día a día doméstico, facili­ tando así la producción de la identidad nacional. Las

teleno velas*

En el contexto latinoamericano, Martín-Barbero (1988, 1993, 1995) defiende el papel clave desempeñado por la tele­ visión en general, y por las telenovelas en particular, en la construcción de la identidad nacional mediante la circulación de símbolos y mitos nacionales, junto con la creación de sen­ timientos de solidaridad y de actividad simultánea. En su opi­ nión, durante la primera fase de la implantación de la televi­ * En español en el original. (TV. del t.)

sión en Latinoamérica, su gran papel fue el de dar cauce y ex­ presión al desafío y al atractivo del populismo, consiguiendo metamorfosear a una masa anónima en un pueblo reconocible y, subsiguientemente, en una nación. En particular, la televi­ sión contribuyó a transformar la idea política de nación en una forma de experiencia y sentimiento cotidianos. Esto incluía el paisaje nacional, los tipismos, gestos y hábitos de la gente, los estereotipos culturales nacionales, la modernización local y la sensación de estar viendo todo al mismo tiempo, sin necesidad siquiera de salir de casa. En la misma línea, López (1995) sostiene que las teleno­ velas han creado un «nacional» televisivo, que permite a las audiencias «vivir» la nación en la vida cotidiana mediante la sensación de visión simultánea y la conversión de temas y símbolos nacionales en relatos o narrativas. Así, sugiere que las telenovelas colombianas han «suministrado a una nación acosada una autoimagen que difiere marcadamente del violen­ to narcotráfico por el que se la conoce en el resto del mundo» (López, 1995, 263). En el caso del mercado hispanohablante, «las tenenovelas están haciendo “nación” allí donde no hay coincidencia entre nación y Estado» (López, 1995, 266). A través de los canales en lengua española Univisión y Tele­ mundo, las telenovelas han contribuido a crear el sentimiento de una común identidad cultural hispana o latina entre la diás­ pora hispana afincada en Estados Unidos. Sin embargo, las telenovelas no promueven de manera unívoca la identidad nacional, y a este respecto Martín-Barbero habla de la existencia de una tensión de crecimiento en el ámbito de la telenovela entre los temas nacionales, latinoame­ ricanos e internacionales. Por una parte, la introducción de un estilo realista en las telenovelas permitió la representación de lugares específicos, notablemente característicos de nacio­ nes-estado particulares —Brasil, Perú, Argentina, México—, mientras que, por la otra, se ha abierto paso la tendencia a la integración latinoamericana mediante el empleo de sonidos, ritmos e iconos estandardizados, lo que ha propiciado la ex­ portación de las telenovelas a todo el Continente. La interna-

cionalización de la telenovela a través de su exportación a Por­ tugal, España, Italia, Polonia, Japón y otros países ha supues­ to una «progresiva neutralización de las características de la latinoamericanidad», dado que la «producción para un merca­ do global implica la generalización de modelos narrativos y el eclipsamiento de nuestras características culturales» (MartínBarbero, 1995, 283).

Puntos

d é b i l e s e n l a in t e r p r e t a c ió n d e

A n derso n

A pesar de la utilidad de la explicación de Anderson (1983), antes mencionada, en cuanto a relacionar las formas de identi­ dad nacional con los modos de comunicación, no consigue, como ha criticado Thompson (1995), especificar la manera exacta en que las nuevas formas impresas dan origen al senti­ miento nacional. Como mucho, Anderson muestra cómo los medios de comunicación impresos han creado unas condicio­ nes propicias para la nación-estado y la identidad nacional. Tampoco trata adecuadamente el problema de cómo los grupos sociales divergentes utilizan los productos mediáticos y los descodifican a su manera. Asimismo, Anderson exagera la uni­ dad de la nación y la fuerza de las identidades nacionales, pa­ sando por encima de las diferencias de clase, género, etnicidad, etcétera. Si bien a menudo asumimos que la nación-estado es una entidad, resulta útil y necesario desligar los conceptos de nación y Estado, como quiera que las culturas y las identidades culturales nacionales no limitan necesariamente con los Esta­ dos. La presencia de varias diásporas globales —africana, ju­ día, india, polaca o irlandesa— atestigua la existencia de for­ mas de identidad cultural nacional y étnica que atraviesan las fronteras de las naciones-estado. Pero incluso dentro de tales fronteras hay muchas probabilidades de encontrar diversas identificaciones culturales y étnicas, de manera que son pocos los Estados que posean poblaciones étnicamente homogéneas. En este sentido, A. D. Smith (1990) distingue entre concepcio­ nes cívico/políticas de las naciones y concepciones étnicas, y

enumera más de sesenta Estados cívicos constituidos por más de un cultura nacional o étnica.

D iv e r s i d a d

c u l t u r a l y u n i d a d d is c u r s iv a

Puesto que las culturas consisten en prácticas y significa­ dos cambiantes, que operan en diferentes ámbitos sociales, no se puede decir que sean entidades estáticas. Toda cultura na­ cional dada es entendida, y realizada, por diferentes grupos so­ ciales de una manera divergente; así, los gobiernos, los grupos étnicos, las clases y los géneros pueden percibirla de modo dis­ tinto. ¿A qué escala debería identificarse, entonces, una cultu­ ra nacional? ¿Qué serie de valores son «auténticos» dentro de estos grupos? En efecto, todo grupo étnico o nación está mar­ cado por ciertos aspectos diferenciadores (Tomlinson, 1991). Por consiguiente, cualquier representación de una cultura na­ cional es una instantánea de símbolos y prácticas llevados a un primer plano en determinadas coyunturas históricas para fines particulares por grupos humanos distintos. Así pues, la identi­ dad nacional es una manera de unificar la diversidad cultural, de manera que, como afirma Hall, en v ez d e p e n sa r las cu ltu ras n ac io n a les co m o alg o u n ificad o , d eb e ríam o s p en sarlas cu a l d isp o sitiv o d isc u rsiv o q u e re p re ­ sen ta la d ife re n c ia co m o u n id a d o co m o iden tid ad . L as cu ltu ­ ras e stá n atra v esa d as p o r d iv isio n es p ro fu n d a s y d iferen cias internas, y sólo «un ificad as» m e d ian te el ejercic io d e las d ife ­ ren tes fo rm as del p o d e r cultural. (H a l l , 1992a, 297)

La unidad de la nación está construida de forma narrativa, y así los relatos, las imágenes, los símbolos y los rituales re­ presentan significados de ser nación «compartidos» (Bhabha, 1990). La identidad nacional es una representación constituti­ va de experiencias e historias compartidas, contada a través de los relatos populares, la literatura culta, la cultura popular y, por supuesto, la televisión. Así, por ejemplo, en el momento de

escribir estas líneas, la pantalla de mi televisor me ofrece toda una panoplia iconográfica —banderas, logos, canciones— aso­ ciada a la Copa del Mundo de Fútbol. Sin duda, el deporte te­ levisado es actualmente uno de los principales promotores de discursos y sentimientos nacionales. Tales narrativas subrayan las tradiciones y la continuidad de la nación como algo que está «en la naturaleza de las cosas», aunque pueden ser tradiciones «inventadas» que incluyen el mito fundacional de un origen colectivo. Esto asume y produce a la vez la unión entre la iden­ tidad nacional y un pueblo puro y original o una tradición «po­ pular» (Hall, 1992a). Hasta ahora, se ha dicho que, aun cuando sean construc­ ciones culturales, la raza, la etnicidad y la nación son consti­ tutivas de identidades discretas y estables, que aparecen co­ mo «naturales» y «lógicas». Sin embargo, la globalización ha incrementado el alcance de las fuentes y los recursos disponi­ bles para la construcción de la identidad, permitiendo la pro­ ducción de identidades híbridas en el contexto de una socie­ dad global postradicional, en la que sociedades y Estados bien delimitados, si bien aún los tenemos con nosotros, están atra­ vesados por otros discursos culturales globales. Sin duda, la proliferación y diversificación de los contextos y lugares de interacción, constituidos en y mediante el discurso, impiden una fácil identificación de cada sujeto con una identidad dada, fija, de manera que la misma persona puede deslizarse por distintas posiciones de sujeto según las circunstancias. En este contexto, conviene dar un nuevo repaso al viejo concep­ to de diáspora.

Diáspora fe identidades híbridas La idea de la diáspora se preocupa por las cuestiones re­ lacionadas con el viaje, la dispersión, las patrias y las fronte­ ras en el contexto de cuestiones que versan sobre quién viaja, «dónde, cuándo, cómo y en qué circunstancias» (Brah, 1996, 192). Así, «las identidades diaspóricas son a la vez locales y

globales. Son redes de identificaciones transnacionales que engloban a las comunidades “imaginadas” y a las “encontra­ das”» (Brah, 1996, 196). La diáspora es un concepto funda­ mentalmente relacional: se refiere a las «configuraciones de poder que diferencian la diáspora internamente y la sitúan en un contexto de relaciones recíprocas» (Brah, 1996, 183). He aquí la consecuencia de que la diáspora sea un concepto rela­ cional: El espacio diaspórico como categoría conceptual está «ha­ bitado no sólo por los que han migrado, y por los descendien­ tes de éstos, sino igualmente por aquellos que están construi­ dos y representados como indígenas. En otras palabras, el concepto de espacio diaspórico. [...] incluye el entrelazamien­ to y entrecruzamiento de las genealogías de dispersión con las que «se quedan». El espacio diaspórico es el lugar en el que lo nativo es tan diaspórico como la diáspora es lo nativo. (B r a h , 1996, 209)

Pero, si bien la idea de diáspora apunta ciertamente a una red dispersa de pueblos emparentados, también, como obser­ va Gilroy, está curiosamente producida por una dispersión forzada y renuen­ te, que connota una huida tras una amenaza de violencia, en la que la identidad diaspórica se centra menos en la fuerza igualizadora y protodemocrática del territorio común que en la di­ námica social del recuerdo y la conmemoración, definidas por un profundo sentimiento acerca de los peligros que entraña el olvidar el emplazamiento de origen y el proceso de la disper­ sión. (G ilr o y , 1997, 318)

E l A t l á n t ic o N e g r o

Como un medio para comprender la identidad cultural en el contexto de la diáspora, Gilroy (1993) introduce el concep­

to de Atlántico Negro. Las identidades negras no pueden en­ tenderse, a su juicio, en términos de una esencia americana, británica o antillana, ni tampoco en términos de un absolutis­ mo étnico (es decir, que existe una identidad negra esencial global), sino más bien en términos de la diáspora negra del Atlántico. El intercambio cultural dentro de la diáspora negra produce identidades híbridas y formas culturales que deben entenderse en términos de semejanzas y diferencias entre los distintos lugares de la diáspora, pues «las autodefiniciones y expresiones culturales negras se inspiran en una pluralidad de historias y políticas negras» (Gilroy, 1987, 125). Así pues, el rap y el hip-hop, que es a su vez un híbrido americano-caribe­ ño, se han convertido en importantes formas musicales de la diáspora negra y en un punto de identificación en el ámbito del Atlántico Negro. Por su parte, la juventud asiática ha produci­ do en Gran Bretaña sus propias formas híbridas de los cruces banghra-reggae-rap. En este sentido, el concepto de diáspora nos ayuda a considerar las identidades no en términos de raí­ ces o de una naturaleza o cultura absolutas, sino en términos de contingencia, indeterminación, conflicto, identidades en mo­ vimiento y nuevos caminos en los que adentrarse. Así pues, lo «uniforme cambiante» de la diáspora entraña unas «formas culturales criollizadas, sincretizadas, hibridadas y crónicamen­ te impuras» (Gilroy, 1997).

H ib r id a c ió n

estructural y c u ltural

Si bien el concepto de hibridez se ha demostrado útil a la hora de resaltar la mezcla cultural y la emergencia de nuevas formas de identidad, conviene diferenciar bien entre los distin­ tos tipos de hibridez, sin perder en ningún momento de vista las circunstancias específicas de grupos sociales concretos. Así, Pieterse (1995) ha sugerido establecer una distinción entre hi­ bridación estructural y cultural. La hibridación estructural se refiere a toda una variedad de sitios de hibridez sociales e ins­ titucionales, como, por ejemplo, las zonas fronterizas, mientras

que la hibridación cultural distingue entre las respuestas cultu­ rales, que van desde la asimilación hasta híbridos que desesta­ bilizan y desdibujan las fronteras culturales, pasando por otras formas de separación. Pieterse sostiene también que tanto la hi­ bridación estructural, que incrementa el alcance de las opcio­ nes organizativas de la gente, como la hibridación cultural, que comporta la apertura de «comunidades imaginadas», son sig­ nos de que cada vez están atravesando más las fronteras. Sin embargo, estas hibridaciones no suponen la desaparición de di­ chas fronteras, por lo que conviene estar atentos tanto a la dife­ rencia cultural como a otras formas de identificación que im­ plican el reconocimiento de la semejanza. Ello exige reconocer la gama de identidades culturales, ét­ nicas y nacionales que se hacen y deshacen con el tiempo y a lo largo y ancho de toda una serie de espacios. Así, por ejem­ plo, podríamos pensar en al menos seis distintos tipos de iden­ tificaciones, que van del absolutismo étnico a nuevas formas de hibridez cultural (C. Barker, 1997a, 1997b): • Dos tradiciones culturales distintas se consideran sepa­ radas en el tiempo y/o en el espacio. Uno se definiría como asiático o británico. Es el ámbito del nacionalismo y del abso­ lutismo étnico. • Dos tradiciones culturales separadas están yuxtapuestas y se encuentran en el tiempo y el espacio. Uno se definiría a sí mismo como asiático y británico y a las respectivas tradicio­ nes como situacionalmente apropiadas. • Las culturas son translocales e implican flujos globales. La hibridación se produce por el reconocimiento de la dife­ rencia y produce algo nuevo. Uno se definiría como «asiático británico». • Las tradiciones culturales se desarrollan en lugares sepa­ rados, pero generan identificaciones basadas en una semejan­ za percibida y en una mancomunidad de tradiciones y circuns­ tancias. Por ejemplo, una versión esencialista del nacionalismo negro o asiático panglobal, o, de una forma más contingente, el Atlántico Negro.

• Una tradición cultural determinada absorbe o borra las otras y crea una semejanza efectiva. Esto podría implicar ya asimilación (mis padres son asiáticos, pero yo soy británico), ya dominio e imperialismo cultural (una tradición es borrada del mapa). • Nuevas formas de identidad se forjan a partir de preo­ cupaciones compartidas a lo largo del eje de la clase social, la etnicidad, el género, la edad, etcétera. Es una versión antiesencialista, en la que la semejanza es estratégica y está crea­ da; por ejemplo, una alianza estratégica por la que personas negras y asiáticas comparten una misma estrategia antirracista. Las identificaciones y las alianzas estratégicas se pro­ ducen asimismo en otros ejes, como, por ejemplo, el género o la edad. El concepto de hibridez sigue siendo problemático por cuanto asume, o implica, el encuentro de esferas culturales completamente distintas y autónomas. Así, por ejemplo, la idea de formas híbridas asiático-británicas consideradas como dos tradiciones separadas que se mezclan en el tiempo y el espa­ cio, pasa por alto el hecho de que ni la cultura británica ni la asiática son «homogéneas», en el sentido corriente de esta pa­ labra. Cualquier cosa que se pueda llamar británica y cual­ quier cosa que se pueda llamar asiática son, para empezar, for­ mas híbridas, divididas por barreras de religión, clase, género, edad, nacionalidad, etcétera. Así pues, la hibridación es la mezcla de algo que ya es antes un híbrido. Sin embargo, el concepto de hibridez nos permite reconocer la producción de lo nuevo, como, por ejemplo, en la frase «asiático británico» o en el movimiento ragga o el banghra británico como formas musicales. Por lo tanto, al igual que ocurre con la noción mis­ ma de identidad cultural, el concepto de hibridez es aceptable siempre y cuando lo reconozcamos como una herramienta dis­ cursiva, una manera de captar el cambio cultural por medio de un corte estratégico o estabilización temporal de categorías culturales. Para mejor ilustrar estos argumentos sobre la hibri­ dez, exploraremos el ejemplo de los jóvenes asiáticos británi-

eos. Este ejemplo saldrá también a colación cuando estudie­ mos el tema de la audiencia en el capítulo 5.

La h i b r i d e z

y l o s a s iá t ic o s b r it á n ic o s

En el contexto de los modelos de migración de la «globa­ lización acelerada», Ballard (1994) trata acerca de la emer­ gencia, a principios de los cincuenta, de la frase desh pardesh, que significa a la vez «a casa desde casa» y «en casa fuera de casa». Y destaca asimismo la determinación de los inmigran­ tes de Asia meridional en orden a alcanzar sus objetivos, el ca­ rácter diverso y heterogéneo de las etnicidades sudasiáticas en Gran Bretaña y las disposiciones cambiantes que hay en las estrategias de adaptación de los settlers (colonos o residentes permanentes). Podemos hacemos una idea de la naturaleza compleja de las identidades culturales del colonizador sudasiático si reparamos en que la gran mayoría de los inmigrantes directos provenían de tres zonas geográficas bien distintas, el Punjab, Gujarat y Sylhet, que abundan en diferencias religio­ sas y están estratificadas por castas, clase social y género, así como por la distinción campo-ciudad. A este panorama, ya de por sí bastante complicado, hay que añadir aún la presencia de los «doblemente emigrantes», que llegaron a Gran Bretaña a través de Africa oriental. Según Ballard, los que emigraron de Asia meridional a Gran Bretaña sufrieron un proceso por el cual dejaron de ser sojoumers (temporales) para convertirse en settlers (perma­ nentes), es decir, abandonaron una situación de empresarios temporales, entre cuyas prioridades estaba ganar y ahorrar di­ nero, para convertirse en empresarios permanentes, lo que im­ plicaba fundar familias, construir casas, crear negocios e ins­ tituciones culturales. Sin embargo, incluso después de haberse asumido el estatus de permanentes, se trazaron unos límites bien definidos entre ellos mismos y sus vecinos blancos. En concreto, el mantenimiento del izzat, es decir, del honor perso­ nal, los indujo a guardar cierta distancia respecto a una cultura

que parecía tener muy poco sentido de la familia, de la moral sexual, del respeto a los mayores o a la higiene personal. «Los que mimetizaban las costumbres inglesas empezaron a ser ta­ chados de be-izzat: “sin honor”» (Ballard, 1994, 15). No obstante, la ola de jóvenes «asiáticos» nacidos en Gran Bretaña dio origen a una generación que estuvo mucho más in­ volucrada en el traspaso de las fronteras étnicas. Estos jóvenes asiáticos británicos iban al colegio con británicos afrocaribeños, compartían con todo el mundo los lugares de ocio, veían mucho la tele y eran por lo general bilingües. Aunque conser­ van algunos rasgos de una identidad parental sudasiática, son fundamentalmente británicos en el aspecto cultural. Los jóve­ nes asiáticos de Gran Bretaña han sido categorizados a me­ nudo como jóvenes que están «entre dos culturas» (Watson, 1977), o inmersos en un proceso de «conflicto cultural». Sin embargo, es mejor ver en estos jóvenes a unos operadores es­ pecializados en el cambio de códigos culturales. Esto lo deci­ mos por seis motivos diferentes: • La noción de dos culturas es incorrecta porque tanto la cultura «británica» como la «asiática» son de por sí heterogé­ neas y estratificadas. • No hay una base sólida para afirmar que los encuentros culturales implican necesariamente choques o conflictos. • La relación entre la cultura «británica» y la «asiática» es multidireccional, no un proceso unidireccional. • Si bien algunos asiáticos pueden experimentar disonan­ cia, no existen pruebas en el sentido de que esto sea un caso generalizado. •N o debería confundirse diferencia intergeneracional y conflicto. • Sobre todo, los jóvenes asiáticos-británicos han desarro­ llado sus discursos políticos y culturales propios —de su pro­ pia cosecha— sobre la «británico-asiaticidad» y sobre formas culturales sincréticas o híbridas. ( B r a h , 1996)

Naturalmente, por definición, las identidades híbridas no se pueden considerar identidades «esenciales», sino parte de un extenso «batiburrillo» de formas culturales en el contexto de la globalización. En efecto, según Hall, la muerte del esencialismo «entraña el reconocimiento de que las cuestiones esencia­ les sobre la raza siempre aparecen históricamente en articu­ lación, o formación, con otras categorías y divisiones, y que están constantemente atravesadas por las categorías de clase, género y etnicidad» (Hall, 1996b, 444). Así pues, las identida­ des nunca son puras ni fijas, sino que se forman en las inter­ secciones de la edad, la clase, el género, la raza y la nación. Esto es así por tres motivos principales: • por la capacidad de una persona para atravesar ámbi­ tos discursivos y espaciales de actividad, abordados de mane­ ra distinta; por ejemplo, para pasar del trabajo a la casa y de ésta a los lugares de ocio. • en términos de las múltiples identidades del sujeto pos­ modemo, es decir, la capacidad para tejer entramados de iden­ tidad desde los discursos de clase, raza y género. • por la construcción de un discurso en términos de metá­ foras sacadas de otro, es decir, por la construcción de la nación mediante metáforas de género, o de la raza en términos de cla­ se; por ejemplo, la idea de «raza» emparentada con la idea de la estirpe del «hombre», grupos étnicos objeto de burla al ser considerados afeminados, la nación es de género femenino o las diferencias étnicas absolutas se basan en la idea de unas lí­ neas de sangre y, por tanto, en el cuerpo de la mujer. Criticar argumentos biológicos espurios, subrayar la con­ tingencia radical de la raza y aceptar la idea de hibridez que ello entraña, todo ello ayuda a combatir la reducción de la gente al concepto de raza, algo que, como veremos después, la televisión hace de buen grado, permitiéndonos considerar a la gente como seres con múltiples facetas. Así se expresa bell hooks:

Criticar el esencialismo permite a los afroamericanos re­ conocer que la movilidad de las clases ha modificado la expe­ riencia negra colectiva, de manera que el racismo no tiene ne­ cesariamente el mismo impacto en nuestras vidas. Dicha crítica nos permite también afirmar la existencia de múltiples identidades negras, así como de una variada experiencia ne­ gra. Asimismo, cuestiona paradigmas imperialistas y colonia­ les sobre la identidad negra que proclaman la unidimensionalidad de la negritud con el fin de reforzar y mantener la supremacía blanca... Cuando los negros criticamos el esencia­ lismo, podemos reconocer múltiples experiencias de identi­ dad negra, es decir, esas condiciones vividas que hacen posi­ ble que existan distintas producciones culturales. Cuando no se tiene en cuenta esta diversidad, es fácil ver que los negros entran en dos categorías: nacionalistas o asimilacionistas, indentificados con lo negro o identificados con lo blanco. ( h o o k s , 1990, 2 8 -2 9 )

Además, sigue diciendo hooks, entre los beneficios de abandonar el esencialismo, y, por consiguiente, el absolutis­ mo o nacionalismo negros, se da la posibilidad de que las mu­ jeres negras no tengan que subsumir su crítica de determina­ dos aspectos de la masculinidad negra. No es una traición al pueblo negro hacer una crítica feminista negra del machista negro (Wallace, 1979), como tampoco supone una traición a la mujer criticar el feminismo blanco desde la perspectiva de la mujer negra (Carby, 1984; hooks, 1986); antes bien, éstos son unos procesos de construcción de articulaciones y de coa­ liciones que están en el cogollo de la política cultural. Así pues, la raza está articulada al género, y ambos son construc­ ciones sociales, no esencias biológicas. Hasta ahora, hemos visto que la raza y la nación, en cuan­ to identidades culturales, pueden entenderse como descripcio­ nes o representaciones con las que nos identificamos o en las que nos volcamos emotivamente. Como dice Hall, la identi­ dad emerge «en el diálogo entre, por una parte, los significa­ dos y las definiciones que nos son representadas por los dis­

cursos de una cultura determinada, y, por la otra, nuestra dis­ posición (consciente o inconsciente) a responder a la llama­ da de estos significados» (Hall, 1997b, 219). Ahora bien, tras haber explorado la raza, la etnicidad y la nación como con­ ceptos, conviene considerar ahora de qué manera éstos se en­ cuentran representados tanto en la cultura en general como, más concretamente, en la televisión global. Estas representa­ ciones culturales, incluidas las que versan sobre la televisión global, son constitutivas de lo que «es», por ejemplo, la raza, y las audiencias televisivas «responderán a esta llamada» de manera distinta en función de la forma en que estén situadas en los ámbitos global y local (véase el capítulo 5).

Televisión, raza y representación El racismo no es una simple cuestión de psicología o pa­ tología individual, sino un modelo de representación cultural profundamente engranado en los discursos, prácticas y subje­ tivismos de las sociedades occidentales. Por consiguiente, las representaciones sobre la raza y la etnicidad que disemina la televisión global no pueden separarse de estos estereotipos culturales más amplios.

T ip o s

y e s t e r e o t ip o s

Como dice Dyer (1977), conviene establecer una distin­ ción entre los tipos y los estereotipos. Los primeros actúan como clasificaciones generales y necesarias de las personas y los roles desempeñados según las categorías culturales loca­ les, mientras que los segundos se consideran representaciones vividas, pero simples, que reducen a las personas a una serie de rasgos característicos exagerados, generalmente negativos. Así, «al estereotipar se reduce, esencializa, naturaliza y fija la “diferencia”» (Hall, 1997c, 258). Que el hecho de estereotipar suela implicar la atribución de rasgos negativos a personas

distintas de nosotros delata un ejercicio del poder en el proce­ so de estereotipar y su papel excluyente dentro del orden so­ cial, simbólico y moral. Así, como sugiere Dyer, los «tipos son instancias que señalan a los que viven según las normas de la sociedad [tipos sociales] y a aquellos a los que dichas nor­ mas están destinadas a excluir [estereotipos]» (Dyer, 1997, 29). Por consiguiente, los estereotipos se centran en los «de­ gradados», rechazados o expulsados del orden «normal» de las cosas al mismo tiempo que establecen quién es «nosotros» y quién «ellos». Estereotipar es, por tanto, el mecanismo bási­ co del racismo.

Im á g e n e s

d e negros

Hay toda una variedad de maneras a través de las que las representaciones culturales de Occidente construyen imágenes de gente de color como una serie de problemas, objetos y víc­ timas (Gilroy, 1987). Es decir, los negros son representados como objeto más que como sujeto de la historia. Están encasi­ llados como individuos incapaces de pensar debidamente o de actuar por sí mismos. Según esta concepción, las personas de color no emprenden actividades ni se esfuerzan por contro­ lar su propio destino, sino que están representadas por otros o actúan en respuesta a otros, especialmente a los blancos. Asi­ mismo, cual objetos o seres venidos de otro planeta, los negros plantean una serie de dificultades a los blancos; por ejemplo, como presencia cultural extranjera y contaminante, como per­ petradores de delitos o como víctimas pasivas de la desinte­ gración familiar. Como veremos, éste es el modo en que preci­ samente se los suele representar en la televisión. En la cartografía que realiza Gilroy (1987) de las trans­ formaciones del racismo en Gran Bretaña, sostiene el autor que en los años cincuenta el desasosiego por la criminalidad de los negros en el seno de la policía, del aparato judicial y de la prensa fue relativamente escaso, y estaba relacionado sólo con la supuesta asociación de los negros con la prostitución y

las apuestas ilegales. Esta iconografía de la sordidez sexual corrió paralela durante la última parte de los cincuenta y la primera de los sesenta con el tema de la escasez de la vivien­ da y la superpoblación. A finales de los sesenta y durante los setenta, el discurso racial se centró en la inmigración, la «pre­ sencia extraña» en Gran Bretaña y la «amenaza» a la cultura y a la legalidad nacional que se decía que iba a suponer. Pos­ teriormente, la idea de que había algo intrínsecamente delic­ tivo en la cultura negra empezó a tomar cuerpo, y, aireada por la prensa y la televisión, se impuso la iconografía del jo­ ven negro como atracador drogadicto y agitador urbano. Así, el supuesto hedonismo, fobia al trabajo y criminalidad de la cultura negra, y su «lógica» diferencia respecto de la cultura blanca, se convirtieron en los motivos, íntimamente relacio­ nados, del racismo aireado en los medios de comunicación británicos. Según Hall y otros (1978), al incluir relatos de «atracos», los periodistas reproducen la suposición de que la delincuen­ cia callejera es solamente obra de los jóvenes negros. Ade­ más, los periodistas buscan la opinión de policías, políticos y jueces, para declarar después que no sólo está aumentando la delincuencia callejera, sino que además hay que hacer algo más de lo que se está haciendo, como, por ejemplo, interven­ ciones policiales más contundentes y condenas más largas. Los noticiarios exponen tales comentarios como preocupacio­ nes dictadas por el sentido común ante el aumento de la cri­ minalidad, una criminalidad asociada a la juventud negra. El círculo se cierra cuando los jueces citan a su vez los casos de delincuencia aparecidos en la prensa como expresión de la preocupación pública y los utilizan para justificar las conde­ nas mayores y la mayor contundencia policial solicitadas por los políticos y por ellos mismos. En la medida en que esta ac­ tividad policial se centra en zonas en las que viven jóvenes negros, conceptuados como perpetradores de delitos, la situa­ ción parece condenada a espolear la confrontación entre la policía y los jóvenes negros.

Estereotipos racistas: las colonias y las plantaciones Muchos de los estereotipos racistas más obvios que se pue­ den encontrar en Gran Bretaña y Estados Unidos son un eco de la historia colonial y esclavista respectivamente, que constitu­ yen, por cierto, dos aspectos de la globalización. Como dice Hall (1997c), un componente básico de las representaciones imperiales británicas de los negros fue el tema de los salvajes no cristianos que necesitaban ser civilizados por misioneros y aventureros británicos. Estas imágenes se transformaron subsi­ guientemente en lo que Hall denomina commodity racism, es decir, un racismo basado en exhibir «imágenes de la conquista colonial grabadas o estampadas en pastillas de jabón. [...] cajas de galletas, botellas de whisky, cajas de té y tabletas de choco­ late» (McClintock, citado por Hall, 1997c, 240). Dichas repre­ sentaciones del poder colonial blanco y del «salvajismo» negro estaban marcadas por el género por cuanto los «héroes» de la Gran Bretaña imperial eran varones, mientras que las mercan­ cías en las que aparecían dichas imágenes eran por lo general de carácter doméstico y estaban destinadas a las mujeres. Vea­ mos lo que dice Hall al respecto: El jabón simbolizaba este «racializar» el mundo domésti­ co y este «domesticar» el mundo colonial. Con su función la­ vadora y purificadora, el jabón adquirió, en el mundo de la fantasía de la publicidad imperial, la cualidad de objeto feti­ che. Tenía aparentemente el poder de blanquear la piel negra y de eliminar el hollín, la mugre y la suciedad de los barrios obreros y de sus habitantes —los pobres que no se lavaban—, al tiempo que mantenía el cuerpo imperial limpio y puro en las zonas de contacto racialmente contaminadas, «en la periferia» del Imperio. En este proceso, no obstante, la mano de obra do­ méstica de las mujeres fue silenciada la mayoría de las veces. (H a l l ,

1997c, 241)

Las imágenes americanas de las plantaciones comparten la misma preocupación británica por el binomio entre la civi­ lización blanca y la «naturalidad» y «primitivismo» negros.

Los negros eran representados como seres incapaces por na­ turaleza de los refinamientos de la civilización blanca; eran intrínsecamente perezosos y más propensos a la sumisión que los blancos. Así, la inferioridad social y política de los negros estaba representada como una parte más del ineludible orden del universo, fijado por Dios. No es que los estereotipos ra­ ciales estadounidenses fueran exactamente los mismos que los que campeaban en Gran Bretaña. Antes al contrario, con­ viene tener en cuenta la existencia y emergencia de diferentes formas de racismo, históricamente específicas, a lo largo y ancho del globo y de las sutiles tipologías dentro de contextos culturales dados. En el contexto americano, Bogle (1973) cree que se pueden distinguir cinco estereotipos en las películas estadounidenses, que deben su origen a las imágenes de las plantaciones y los esclavos: • Toms: negros buenos, sumisos, estoicos. • Coons: animadores bufones, aficionados al juego, «golfos». • Tragic Mulattos: mujeres mulatas, bellas, sensuales, exóticas, «manchadas» para siempre con sangre negra. • Mammies: criadas gordas, fuertes, mandonas pero lea­ les y serviles para con la familia blanca. • Bad Bucks: petimetres, renegados musculosos, mato­ nes, obsesos sexuales. Por supuesto, lo que vale para el cine no lo vale menos para la televisión, si bien la forma exacta de representación puede diferir sensiblemente.

Raza

y t e l e v is ió n

Exclusión de la gente de color Lo primero que cabe decir respecto a la representación y construcción de la raza en la televisión occidental es que los

miembros de grupos étnicos distintos a los blancos han sido simplemente ignorados durante mucho tiempo. Así, hasta fi­ nales de los sesenta y principios de los setenta, en Estados Uni­ dos no empezamos a encontrar alguna que otra familia negra en los programas dramáticos emitidos por la televisión (Cantor y Cantor, 1992). La Comisión Kemer, creada para abordar la inquietud que se había extendido en los sesenta por todas las ciudades estadounidenses, dictaminó que los noticiarios de Es­ tados Unidos «se han concentrado durante demasiado tiempo en el mundo blanco, y las contadas ocasiones en que han mira­ do hacia fuera lo han hecho con ojos de hombre blanco y des­ de una perspectiva blanca» (Comisión Kemer, 1968, 389), re­ flejando lo que dicha comisión denominaba «la indiferencia de la América blanca». En la Gran Bretaña de los años ochenta, la Comision for Racial Equality (Comisión para la Igualdad Racial) (1984) re­ veló que, mientras que en Estados Unidos los negros empeza­ ban a verse más frecuentemente en la televisión, en el Reino Unido no era tal el caso, ya que sólo el cinco por ciento de los actores eran negros, y de los sesenta y dos personajes no blan­ cos contabilizados sólo tres eran negros. Asimismo, una crítica corriente a las telenovelas británicas ha sido que representan a la comunidad en su conjunto como exclusivamente blanca, he­ terosexual y de clase obrera. Durante la mayor parte de su exis­ tencia, Coronation Street ha contado con muy pocos persona­ jes negros, algo extraño para un programa con pretensiones realistas y ambientado en un Manchester multicultural. Tam­ poco las telenovelas estadounidenses, desde Dallas y Dynastía a Melrose Place y Pacific Heights, se distinguen especialmen­ te por ser representativas de la población multiétnica america­ na. Por supuesto, la invisibilidad de los negros en los medios de comunicación no sólo atenta contra el espíritu democrático que se supone que éstos deben tener, sino que además promueve la ignorancia blanca sobre la población y cultura negras. Para los medios de comunicación, los negros no existen prácticamente, están fuera de lo que se cuece realmente en la sociedad y son considerados como unos seres periféricos e irrelevantes.

CON STRUCCIÓN Y R E PRESEN TA CIÓ N D E RAZA Y NA CIÓ N

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Tipos de representaciones La segunda cuestión se centra en los tipos de representa­ ciones que son constitutivas de etnicidad y de raza como iden­ tidades culturales. Si bien las imágenes de «salvajes», «mesti­ zos» y «negritos», sacadas de las colonias y las plantaciones, ya no menudean en los medios de comunicación británicos, los estereotipos actuales guardan ecos o huellas de tales significa­ dos. Por ejemplo, en Gran Bretaña los negros son representa­ dos a menudo como un problema, de manera que a la juventud negra se la suele asociar particularmente con la delincuencia y los desórdenes callejeros, o también se la representa en térmi­ nos de imágenes sacadas de un pasado colonial que connota estupidez e ignorancia. En la serie producida en los años se­ tenta Mind your Language, ambientada en una clase de lengua inglesa, toda comunidad no blanca era vista a través de esta frase estereotipada: «Es gracioso oír hablar a todos estos ex­ tranjeros, ¿no?» (Medhurst, 1989). En Estados Unidos, el primer programa de televisión en que aparecían negros fue Amos ‘n Andy, un tipo de comedia que posteriormente se ha convertido en un símbolo de la manera en que los negros se ven degradados por el empleo de un hu­ mor basado en estereotipos. Desde luego, la historia de la in­ dustria del cine y de la televisión estadounidense está plagada de imágenes estereotipadas de negros, desde las extraídas de la tradición de las plantaciones sobre el esclavo «grotesco» y «bruto» hasta los detectives musculosos de mediados de los setenta, pasando por los liberales blandengues de los sesenta. Así opina Leab al respecto: Sin embargo, ya sea como negrito ya como «negrata», la imagen del negro en la pantalla ha carecido siempre de una di­ mensión humana. Con muy pocas excepciones, esta dimen­ sión humana ha brillado por su ausencia en el tratamiento fílmico del negro desde la década de 1890, en que se produjo la primera película. ( L e a b , 1975, 5)

El legado histórico El legado histórico de la representación de la raza no se puede desestimar sin más. Pero si queremos comprender bien la representación de la raza en los noventa, y aun más allá, de­ bemos reconocer que han cambiado algunos aspectos. Así, por ejemplo, Campbell (1995) refiere que, en un estudio centrado en cuarenta horas de programación de noticias locales en Es­ tados Unidos, «no hubo muestras de gazmoñería intencionada o descarada», y muy pocos rastros de lo que él denomina «ra­ cismo trasnochado» (pero sí cierta dosis de racismo moderno, más sutil). Sin duda, desde mediados de los setenta, ha habido algunos intentos positivos de construir discursos por parte de Gran Bretaña y Estados Unidos en términos de sociedades multiculturales. En estas representaciones encontramos dibu­ jada una sociedad más pluralista, en la que las culturas y cos­ tumbres de distintos grupos étnicos contribuyen a una mayor riqueza y variedad de la sociedad. En Gran Bretaña, por ejem­ plo, Empire Road trató al menos de centrarse en la vida de una familia negra y consiguió hacer reír sin recurrir al humor ra­ cista, y, en Estados Unidos, la familia negra Huxtable (La hora de Bill Cosby) protagoniza una de las comedias más po­ pulares emitidas en horario estelar. Asimismo, durante los ochenta y los noventa se ha producido una especie de amplia­ ción de las fronteras de la representación en las telenovelas. Así, por ejemplo, la serie británica EastEnders ha intentado retratar un segmento más amplio de comunidades y de perso­ najes étnicos.

Representaciones negativas Esto no quiere decir que tales representaciones no puedan ser objeto de alguna crítica justificada, como, por ejemplo, tra­ tar el racismo como algo propio de una persona con talante an­ tiliberal más que como una desigualdad estructurada, o no prestar suficiente atención a la especificidad de la cultura ne­

gra. Las representaciones modernas de la raza en la televisión siguen asociando a los negros, sobre todo a los jóvenes, con ti­ pos socialmente problemáticos y especialmente propensos a la criminalidad. Según Martindale (1986) y Campbell (1995), el retrato más corriente de los afroamericanos en los noticiarios es el de delincuentes amigos de las armas de fuego y de la vio­ lencia. Los negros pobres, en concreto, aparecen construidos como una «amenaza a la sociedad» por haber traspasado los lí­ mites de una conducta aceptable a causa de su asociación con la delincuencia, la violencia, la droga, las pandillas callejeras y los embarazos adolescentes. Según H. Gray (1996), esto se puede ver perfectamente en el documental de la CBS Vanishing Family: Crisis in Black America. Este programa asocia­ ba, a su entender, la normalidad con la familia nuclear (blanca) y convertía las familias afroamericanas en nidos de problemas, sin reparar en la transformación general de la vida familiar que se estaba produciendo en todo el espectro social. De manera más particular, Gray sostiene que el documental se centraba en el contraste existente entre varias jóvenes afroamericanas sa­ crificadas y responsables que luchaban desesperadamente por sacar adelante a sus hijos pequeños y una panda de tipos cas­ quivanos que pasaban el tiempo merodeando por las esquinas de las calles. Aunque el programa contenía referencias a lo que el presentador denominaba «familias negras sólidas que han triunfado en América», éstas servían de mera pantalla para res­ tar importancia al carácter estructural y sistemático de la desi­ gualdad racial en Estados Unidos y para redirigir la culpa ha­ cia supuestas debilidades individuales y deficiencias morales de los negros pobres. Conviene reparar en el argumento de Gray de que las que se podrían considerar representaciones «positivas» de los afroamericanos no siempre funcionan positivamente, sobre todo cuando se yuxtaponen a otras imágenes de negros en el contexto más amplio de las representaciones raciales. En otras palabras, los significados asociados a la representación de los negros son a la vez acumulativos e intertextuales. Por ejem­ plo, la asociación de los negros con la delincuencia y su des­

cripción como un problema social constante difiere de, y es re­ forzada posiblemente por, la iconografía asimilacionista más positiva de las telecomedias contemporáneas.

Estrategias asimilacionistas La familia Huxtable de La hora de Bill Cosby (junto con algunos presentadores de series televisivas como, por ejemplo, Oprah Winfrey) representa el éxito y la movilidad social de la familia de clase media negra. Puesto que el sueño americano dicta que el éxito está abierto a todo el que tenga talento y se esfuerce en conseguir su meta, argumentación que, de manera circular, la exitosa familia negra de La hora de Bill Cosby pa­ rece corroborar, entonces la pobreza afroamericana debe, en el mejor de los casos, ser resultado de la debilidad del individuo y, en el peor, un aspecto colectivo de la cultura afroamericana (pues, ¿cómo explicar, si no, que los negros estén sobrerrepresentados en todas las estadísticas acerca de la pobreza y mise­ ria urbana en Estados Unidos?). Como dicen Jhally y Lewis, «el éxito de los Huxtable implica el fracaso de una mayoría de negros [...] que no han logrado semejante éxito en el plano pro­ fesional o material» (Jhally y Lewis, 1992, 137). Por lo tanto, si bien las teleseries de americanos negros de clase media su­ brayan no sólo el éxito material, sino también valores como el trabajo duro, la honradez, la responsabilidad, etcétera, dejan en un segundo plano el argumento de que «muchos individuos atrapados en la clase marginada tienen las mismas cualidades, pero no las mismas opciones y oportunidades para ponerlas en práctica» (H. Gray, 1996, 142). Según Entman (1990), este tipo de estrategias asimilacio­ nistas en los noticiarios locales, en especial la contratación de presentadoras negras, contribuye a extender la idea de que el racismo ya no existe en Estados Unidos. No sólo la presencia en la pantalla de personajes importantes negros sugiere que el racismo es cosa del pasado, sino que además la adopción por parte de éstos de las opiniones culturales y del sentido común

mayoritarios prestan credibilidad a la visión asimilacionista. Esta opinión la suscribe Campbell (1995) en su análisis cuali­ tativo del tratamiento hecho por los medios de comunicación locales americanos de las festividades en memoria de Martin Luther King. Según dicho tratamiento, con una notable excep­ ción, el racismo aparecía como una cosa del pasado y la festi­ vidad como una celebración del éxito de King más que como un recordatorio de la incapacidad misma de que su visión his­ tórica se materializara en la vida cotidiana americana.

A m b ig ü e d a d e s

e n l a r e p r e s e n t a c ió n d e l a r a z a

Está claro que hay contradicciones inherentes a la icono­ grafía de la América y la Gran Bretaña negras, pues los negros se representan situados a la vez en los polos de la delincuencia y del éxito burgués. La raza se considera un «problema» actual al tiempo que se tiene al racismo por una cosa del pasado. Como observa Hall (1997c), no sólo el racismo adopta a me­ nudo esta forma binaria —fracaso/éxito, bueno/malo, civiliza­ do/primitivo—, sino que además se exige a los negros ser am­ bas cosas al mismo tiempo. En cierto sentido, siempre hay un elemento de ambigüedad en la representación de la raza. La ambigüedad y ambivalencia en la representación de los negros se puede ver incluso cuando se hace un esfuerzo espe­ cial por construir imágenes «positivas». Así, por ejemplo, la preeminencia concedida a los deportistas negros americanos y británicos de ambos sexos en las competiciones olímpicas, en el baloncesto o el fútbol tiene un doble filo. Por una parte, es una celebración y aceptación del éxito negro, pero, por la otra, se puede ver como parte de un proceso por el que el éxito ne­ gro queda confinado al deporte y, por tanto, los negros apare­ cen estereotipadamente predestinados a destacar más en el plano físico que en el intelectual. Se puede observar una ambigüedad semejante en una se­ rie de películas afroamericanas estrictamente asociadas con la música rap, si bien entran claramente en la corriente general.

Entre éstas, destaca la obra de Marión van Peebles (New Jack City) y de John Singleton (Boys N the Hood), que Jacquie Jo­ nes (1996) describe como una obra constitutiva de «la nueva estética del gueto». Por una parte, estas películas son impor­ tantes por el simple hecho de ser películas de Hollywood rea­ lizadas por afroamericanos, y también han sido elogiadas por describir las terribles circunstancias vitales de algunos afroa­ mericanos. Por otra, se puede decir que «codifican una serie de conductas tan poco características de la experiencia negra como las representadas en las películas realizadas por blan­ cos» (Jones, 1996, 41). Hay dos facetas en estas películas que podrían considerarse problemáticas: • la descripción de unas comunidades negras desgarradas por la delincuencia y la violencia, cuyas causas se atribuyen a patologías individuales y cuya solución es una mayor presen­ cia ya policial, ya paterna, • el retrato de la mujer según el modo estándar bitchJHo (dominante/puta), de manera que pocas mujeres, si es que hay alguna, se pueden definir al margen de su relación con los hombres. En estas películas solemos llegar a conocer a los hombres por sus historias personales y sus crisis emocionales, mientras que las mujeres parecen condenadas a aparecer sólo como du­ ras y/o como sexy. No deja de ser curioso cómo la representa­ ción de una raza está claramente marcada por el género, hasta el punto de que un estilo machista exagerado puede llegar a ser el símbolo de la resistencia negra al poder blanco (hooks, 1990). Si bien para algunos negros la adopción de una forma dura y excesiva de masculinidad ha sido una forma de res­ puesta al poder blanco, al ofrecer una imagen de autoestima y de fuerza frente a la constante pérdida de peso social, tal acti­ tud no ha mitigado la indeseabilidad del binomio dominan­ te/puta o del «negro chulo-cachas» (Wallace, 1979). Conviene tener bien presentes las ambigüedades de la re­ presentación con respecto a la raza y no reducir el debate a un

simple binomio bueno/malo que, o bien provoca acusaciones viscerales de «racismo», o bien exige sólo imágenes positivas. Después de todo, las imágenes positivas, útiles y deseables pese a estar en el contexto de tantos estereotipos, no socavan ni desplazan necesariamente las representaciones negativas. Así, no es infrecuente descubrir que lo que se considera como una imagen «positiva» por algunos es atacada por otros. Por ejem­ plo, tanto la serie británica EastEnders como la americana I ’11 Fly Away intentaron por todos los medios plasmar representa­ ciones realistas y positivas de los negros, y, sin embargo, han sido vistas por algunos comentadores como problemáticas.

«EastEnders» EastEnders incluye, como consecuencia de una política deliberada, un elenco de personajes negros y asiáticos raras veces visto en la televisión británica. La serie va más allá de la representación de la negritud como «problema» para permi­ tir a los personajes negros asumir activos e importantes roles dramáticos. EastEnders retrata ciertamente a una comunidad multiétnica y de una manera tal que no reduce a los personajes negros y asiáticos a la condición de representantes unidimen­ sionales de «la experiencia negra». Además, la serie se gana la simpatía del espectador representando una relación/boda inte­ rracial que, según Bramlett-Solomon y Farwell (1996), brilla prácticamente por su ausencia en las telenovelas estadouni­ denses. Sin embargo, la serie ha sido atacada también por caer en el estereotipo, por ejemplo al representar a asiáticos britá­ nicos como médicos y tenderos, haciendo la vista gorda sobre formas estructurales más amplias de racismo, que reducen a rasgos de carácter individuales. También se alega que la centralidad de la familia blanca Beale (y de otros personajes tra­ dicionales blancos del barrio East End) desplaza a los perso­ najes negros y asiáticos a la periferia de la representación, de manera que nunca llegan a formar parte del verdadero núcleo del drama (véase Daniels y Gerson, 1989).

«I’ll Fly Away» El debate sobre I ’11 Fly Away se centra en la representa­ ción del personaje principal, Lily Harper, y su relación tanto con los demás personajes como con la política acerca del mo­ vimiento de los derechos civiles. Según Karen Smith (1996), la serie presentaba a un personaje, que, aun siendo femenino, se alejaba por completo de la tradicional mammy. En efecto, Lily Harper aparecía retratada como una mujer independiente y sensata que trabajaba en el movimiento pro derechos civi­ les y no estaba sometida a la familia blanca para la que traba­ jaba. Aunque Smith sabe que otros escritores han visto en Lily Harper una simple mammy, su principal crítica se centra en el entramado mediático que promovió la serie con imáge­ nes «fuera de contexto» que sugerían que Lily era una negra estereotipada. En otras palabras, el personaje de Lily Harper se convirtió, mediante un despliegue intertextual de represen­ taciones con distintos fines, en un punto de construcción de significados contradictorios y ambiguos.

R epresentar

l a d if e r e n c ia y l a d iv e r s id a d

La demanda de imágenes inequívocamente positivas se puede entender en términos de una necesidad de mostrar que los negros son «realmente tan buenos como» o «realmente tan humemos como» los blancos en el contexto de la circulación de estererotipos negativos y de las expectativas asimilacionistas (West, 1993). Sin embargo, esta estrategia entraña tres pro­ blemas: • Descansa en una versión esencialista de la identidad ne­ gra y promueve una homogeneización de los negros, borrando las diferencias de clase, género, sexualidad, etc. • Es difícil conocer una imagen inequívocamente positiva de los negros, una imagen que no se pudiera acusar de estereo­ tipo contrario a la realidad.

• Descansa en concepciones reflexionistas o realistas de la representación, por las que sería posible acercar las representa­ ciones a los negros «reales». Esto es imposible, pues lo «real» es siempre de por sí una representación (véase el capítulo 1). Estos argumentos forman parte de un debate más amplio sobre lo que «hace» la representación. Una exigencia bastante corriente es la de una mayor precisión y realismo con respec­ to a la representación de la raza. Sin embargo, ello supone re­ currir a una epistemología realista según la cual la televisión es el espejo del mundo real y puede, para bien o para mal, ilu­ minar nuestra comprensión de dicho mundo. Sin embargo, como sugieren los razonamientos sobre el lenguaje expuestos en el capítulo 1, existen grandes dificultades con la epistemo­ logía realista, lo cual sustenta dicho argumento, puesto que la televisión no es una representación objetiva ni universal del mundo, sino una construcción cultural específica. La repre­ sentación es constitutiva de la raza en cuanto identidad cultu­ ral y no un espejo o distorsión de ésta. Ningún criterio pue­ de evaluar la exactitud de la representación de la raza, sobre todo porque no existe un punto de Arquímedes neutral desde el que evaluar tanto lo que es «realmente» la raza como si las representaciones son una distorsión de lo que se está tratando «realmente». Así, Hall (1996d) vuelve la mirada hacia una «política de la representación», que registra la arbitrariedad de la significa­ ción y busca el reconocimiento y la disposición a vivir con la diferencia. Es decir, en vez de exigir sólo imágenes positivas, la política de la representación promueve unas representacio­ nes que exploran de por sí las relaciones de poder y deconstruyen el binomio negro-blanco. Hall ha visto esta política en Mi hermosa lavandería, de Kureishi, en la fotografía de Robert Mapplethorpe y en la filmografía de Isaac Julien. Estos argumentos giran en tomo a las consecuencias so­ ciales y políticas de construir y diseminar específicas cons­ trucciones discursivas del mundo. El papel de la crítica se con­ vierte en el desarrollo de una comprensión más profunda de

nuestros procesos culturales y simbólicos y de cómo éstos se relacionan con el poder social, político y económico. Esto in­ cluiría unos criterios de evaluación basados en la diferencia y la diversidad como valores políticos, de manera que la crítica se centre más bien en cuestiones relacionadas con el discurso, las relaciones sociales, el poder y sus consecuencias. Dicha crítica no exige una justificación epistemológica universal, pues se hace desde el interior de una tradición de pluralismo cultural, que valora la igualdad y la democracia y se basa en una comparación pragmática con otras formas de organiza­ ción social, y no en una abstracta razón universal o en la re­ presentación del «mundo real». En otras palabras, los juicios se basan en justificaciones políticas/de valor más que en unas pretensiones de verdad de índole epistemológica/universal. Por consiguiente, una vez liberados de las peores y más visco­ sas representaciones estereotipadas, puede que la cuestión no sea tanto de imágenes positivas como de la representación de la diferencia y diversidad de los pueblos. Por supuesto, dicha pretensión raras veces atañe a la «blanquitud» per se, donde siempre se asume la diversidad.

Resumen y conclusiones Hemos dicho que la raza, la etnicidad y la nacionalidad son formas de identidad que no se refieren a unas entidades fijas, sino que son construcciones discursivas cambiantes e inestables. Por ejemplo, la nacionalidad se puede ver como un mecanismo simbólico y como una comunidad imaginada que representa la diferencia en cuanto unidad. Luego se ha apuntado que, en el contexto de la globalización, tanto el mo­ vimiento físico de la gente como la distribución electrónica de la «cultura» ha contribuido al desarrollo de identidades hí­ bridas. El concepto de diáspora se ha explorado a la vez como representación simbólica de la hibridez y como plasmación de las experiencias reales de gente real. Es importante ver cómo la televisión global marca un punto de identificación

diaspórica mediante la circulación de, por ejemplo, los vídeos de rap. Después hemos examinado un buen número de represen­ taciones de la gente de color en la televisión británica y esta­ dounidense, y señalado toda una serie de diferentes estereoti­ pos de negros, entre ellos el colonial y el de la plantación, la marginación y criminalización de las comunidades negras —en especial los jóvenes— y toda una variedad de discursos asimilacionistas. Si bien es verdad que la televisión sigue produ­ ciendo y difundiendo discursos claramente racistas, no es me­ nos cierto que se han producido cambios importantes en la manera de abordar el problema de la raza, y he dicho también que las representaciones de los negros en la televisión son fre­ cuente y fundamentalmente ambiguas y ambivalentes. Dichas ambigüedades escenifican una lucha cultural por el significa­ do más bien que fijar imágenes definitivas para las audiencias. Estas luchas por el significado de la raza como identidad cul­ tural tienen lugar en el contexto de la globalización, marcado por la migración de gentes y la circulación electrónica de re­ presentaciones culturales a través de la televisión. Lecturas complementarias Brah, A., Cartographies of Diaspora, Londres, Routledge, 1996. Gilroy, P., The Black Atlantic, Londres, Verso, 1993. Gray, H„ «Televisión, Black Americans, and the American dream», en V. Berry y C. Manning-Miller (comps.), Mediated Messages and African American Culture, Thousand Oaks y Londres, Sage, 1996. Hall, S., «New ethnicities», en D. Morley y D. K. Chen (comps.), Stuart Hall, Londres, Routledge, 1996d. hooks, b., Yeaming: Race, Gender, and Cultural Politics, Boston, MA, South End Press, 1990.

4. Sujetos sexuados y representaciones del género

Así como en el capítulo 3 se ha sugerido que la raza es una construcción social, lo mismo sugeriremos también aquí acerca del sexo y el género, aun cuando los creamos profun­ damente insertados en nuestras psiques y perfectamente natu­ ralizados en nuestro cosmos. Tradicionalmente, el sexo se ha venido considerando un marcador biológico estable, sobre el que han reposado las expectativas culturales del género. Pero aquí vamos a ver cómo tanto el sexo como el género son tam­ bién producciones discursivas, apoyándonos en un corpus de obras que alian las distintas teorías del discurso con el psico­ análisis. En términos generales, se puede decir que las identidades basadas en el sexo y el género son descripciones socialmente producidas con las que nos identificamos y no categorías uni­ versales de la naturaleza o la metafísica. Por supuesto, algunas de las representaciones culturales del sexo y el género más am­ pliamente diseminadas se pueden encontrar en la televisión, y

precisamente sobre esto versará la segunda parte del capítulo, donde exploraremos tanto los estereotipos acerca de la mujer como los intentos por desestabilizar esta iconografía. Las re­ presentaciones del género que produce y difunde la televisión son de por sí constitutivas del género como identidad cultural. Dicho de otra manera, las dos mitades de este capítulo —a sa­ ber, sobre la construcción social de sujetos sexuados y acerca de la representación del género (sobre todo en la televisión) respectivamente— son recíprocamente constitutivas.

La construcción social del sexo y del género Para la mayor parte de la gente, aunque no para toda, iden­ tificarse como mujeres o como hombres, identificación basa­ da en la constitución corporal y atributos correlativos, es uno de los pilares fundamentales de su identidad. Esta visión basa­ da en el sentido común puede fomentar una forma de determinismo biológico, según la cual las estructuras bioquímicas y genéticas de los seres humanos determinan la conducta de la mujer y el hombre de una manera completamente definida y específica. Así, al hombre se le puede considerar «natural­ mente» más agresivo, dominador, jerárquicamente orientado y ávido de poder, mientras que a la mujer se la ve como sumi­ nistradora de nutrición, cuidadora de niños y orientada a la es­ fera doméstica. Sin embargo, dentro del campo de los estudios culturales se suele aceptar la conclusión avanzada por Connell en el sentido de que «no hay ninguna prueba sobre una clara determinación en este sentido. [...] Toda vez que la prueba de la diversidad intercultural e histórica es abrumadora» (Connel, 1 9 9 5 , 2 2 9 ).

En efecto, son numerosos los escritos sociológicos, cul­ turales y feministas (capítulo 1) que se han propuesto cues­ tionar el determinismo biológico mediante la distinción con­ ceptual entre sexo y género, distinción en la que el sexo representa la biología del cuerpo, y el género los presupues­ tos y prácticas culturales que rigen la construcción social de

la mujer, el hombre y sus relaciones sociales. Luego veremos cómo son los discursos y prácticas del género, de índole so­ cial, cultural y política, los que subyacen en la raíz de la desi­ gualdad de la mujer. Nicholson (1995) llama a esto la con­ cepción «perchero» de la propia identidad, según la cual el cuerpo se concibe como una percha en la que se cuelgan sig­ nificados culturales. Como dice la misma autora, «una venta­ ja crucial de esta postura para las feministas fue que les per­ mitió postular la existencia tanto de rasgos comunes como de diferencias entre las mujeres» (Nicholson, 1995,41). Asimis­ mo, veremos cómo, puesto que el género es un constructo cultural, está abierto al cambio, cosa que no puede decirse de lo biológico. Y, sin duda lo más importante en este desplaza­ miento del esencialismo biológico, es la lucha por el «géne­ ro como signo», es decir, la representación cultural del género (especialmente en la televisión). Los debates sobre biología, significación, esencialismo, diferencia e igualdad dentro del feminismo se han agrupado en tomo a la pregunta de «¿qué es una mujer?».

El

e s e n c i a l i s m o : l a d if e r e n c i a d e l a m u j e r

Para obtener una respuesta esencialista a la pregunta «¿Qué es una mujer?», la categoría «mujer» reflejaría una identidad subyacente basada ya en la biología, ya en patrones culturales universales. Algunas obras feministas, como, por ejemplo, la ecofeminista Rape ofthe Wild, de Collard y Contrucci (1988), parecen basarse en una forma de esencialismo biológico al ar­ gumentar que a todas las mujeres las une el hecho de tener unos cuerpos capaces de dar a luz y unos vínculos innatos con la tierra natural y con valores igualitarios, basados en la cría. En la misma línea se mueve Rich (1986), que celebra la di­ ferencia de la mujer respecto del hombre y sitúa su origen en la maternidad, que condena en cuanto a los modos históricos de opresión pero celebra por su poder y potencialidades fe­ meninas.

Sin embargo, la mayoría de los argumentos que celebran las culturas de la mujer y se empeñan en ver en las mujeres seres fundamentalmente diferentes a los hombres son de ca­ rácter lingüístico y cultural, al tiempo que se basan en signi­ ficantes del cuerpo femenino. Así, por ejemplo, Daly (1987) relaciona a la mujer con la naturaleza al subrayar no sólo la opresión material y psicológica de la mujer, sino también la celebración y separación radicales de la cultura de la mu­ jer. Sin embargo, dado que buena parte de su argumentación gira en torno al lenguaje utilizado para describir a la mujer, y el poder que éste ejerce sobre ella, sus argumentos parecen acercarse más al esencialismo cultural que al biológico. Asi­ mismo, podemos encontrar una argumentación con base cla­ ramente cultural sobre la diferencia de la mujer en Gilligan (1982) y en su estudio del razonamiento moral, donde sostie­ ne que, mientras que el hombre se preocupa por una «ética de la justicia», la mujer está más centrada en la «ética del cuida­ do». La mujer desarrollaría, por motivos culturales, una voz diferente al hombre, la cual subrayaría unas formas contex­ túales y específicas muy distintas al pensamiento más abs­ tracto del hombre.

La interpretación de Luce Irigaray Una vía alternativa, de carácter psicoanalítico-filosófico, para explicar la diferencia de la mujer la encontramos en Iri­ garay, autora que teoriza acerca de un «espacio» o «experien­ cia» presimbólicos, a los que el hombre no tiene acceso. Este espacio está constituido por una denominada jouissance feme­ nina (placer sexual, juego y goce), que está más allá de toda inteligibilidad. Irigaray (1985a, 1985b) multiplica sus intentos de escribir lo no escribible, de inscribir lo femenino a través de la écriture féminine (escritura femenina) y el parlerfemme (el habla femenina). La autora recurre a una lectura deconstructiva de la filosofía occidental, que, según ella, busca ante todo garantizar el orden masculino, con sus pretensiones de autoori-

ginamiento y de una agencia unificada. En este contexto, la au­ tora intenta leer los textos filosóficos según sus ausencias, se­ gún lo femenino, que está excluido. Pero, en su intento, se topa con un problema importante, a saber: critica la filosofía por sus exclusiones al tiempo que emplea el mismo lenguaje de la filo­ sofía, y, en este sentido, está abonando lo que trata de denun­ ciar. Su estrategia es «socavar» el discurso de la filosofía, ci­ tarlo y hablar su lenguaje, pero sin que sea una reiteración del original sino un cuestionamiento de la capacidad misma de la filosofía para fundamentar sus propias pretensiones. El habla femenina mimetiza el falogocentrismo (lenguaje centrado en el varón) sólo para poner al descubierto lo que está escondido (Irigaray, 1985b). Para los seguidores de Irigaray, el suyo es un audaz intento de • afirmar la especificidad de lo femenino, • invalidar la lógica de la identidad y de la masculinidad, • celebrar la jouissance indefinible de la mujer, • socavar y desenmascarar el pensamiento falocéntrico. En definitiva, se puede decir que Irigaray lanza un desafío en toda regla a un orden simbólico masculino mediante la es­ critura poética. Sin embargo, algunos autores la han acusado de esencialismo por su insistencia ya en la primacía de la biología femenina, ya en un imaginario femenino específico, que soca­ va su mismo intento por explorar la construcción de la sexuali­ dad y la subjetividad. Describir a las mujeres como imaginati­ vas, poéticas, sensibles, etcétera, podría interpretarse como un reflejo del discurso patriarcal propiamente dicho, que conside­ ra la razón como patrimonio del varón y la emoción como pa­ trimonio de la mujer. Frente al esencialismo manifiesto de Irigaray, hay otra va­ riedad de feminismo que, apoyándose en el argumento de la igualdad de los sexos en las instituciones y prácticas de las or­ ganizaciones sociales, rechaza cualquier forma de diferencia sexual entre las capacidades del hombre y la mujer. Según di­ cha posición, no existen diferencias sexuales esenciales, y las

que saltan a la vista son insignificantes con relación a los ar­ gumentos que demuestran la igualdad social. Es decir, las fe­ minidades y las masculinidades se consideran única y exclusi­ vamente construcciones sociales.

El

a n t i e s e n c ia l i s m o : l a c o n s t r u c c ió n d e l a f e m i n i d a d

Contrariamente a Daly o Irigaray, Alcoff (1989) conside­ ra equivocada toda insistencia en un supuesto carácter feme­ nino especial y benigno, no sólo porque no hay pruebas de la existencia de diferencias innatas, sino también por motivos políticos, a saber, que «se corre el peligro de que se solidifique un importante baluarte para la opresión sexista: la creencia en una “mujeridad” innata, a la que todas debemos adherimos si no queremos ser tachadas de inferiores o de mujeres “no verdaderas”» (Alcoff, 1989, 104). También se hace hincapié en la igualdad, y no en la diferencia, en la obra de Catherine Mackinnon (1987, 1991), que identifica una supuesta cultura de la mujer con «fabricar colchas ». En tal sentido, Mackinnon defiende la distinción sexo-género, según la cual el género es fundamentalmente una cuestión de poder social fundado en el dominio del hombre de la heterosexualidad institucionalizada, o, en otras palabras, un constructo social jerárquico que se su­ perpone a las distinciones biológicas; y, si bien no todos los hombres tienen igual poder y no todas las mujeres están some­ tidas a las mismas formas de opresión, la opinión de la autora de argumentos feministas del tipo «nosotras somos tan buenas como vosotros; todo lo que vosotros hacéis lo podemos hacer también nosotras; así que...¡quitaos de en medio!» (Mackin­ non, 1987, 32), hace hincapié en la igualdad. Sin embargo, como ha dicho Scott, el debate acerca de la igualdad-diferencia se basa en un falso binomio, ya que es po­ sible la coexistencia de la igualdad y de la diferencia, pues la «igualdad no es la eliminación de la diferencia, ni la diferencia excluye la igualdad» (Scott, 1990, 137-138). Pero, así como Scott deconstruye el binomio igualdad-diferencia, así también

la distinción misma entre sexo —como biología— y género —como construcción cultural— está viéndose impugnada por buena parte de la teoría cultural contemporánea sobre la base de que, en principio, nadie puede acceder a «verdades» bioló­ gicas que se queden fuera de los discursos culturales. Es decir, el sexo, al igual que el género, es una construcción discursiva, de manera que la frontera entre las dos categorías no tiene ra­ zón de ser. Según esta postura, el cuerpo no desaparece, convirtiéndose en una variable más que en una constante, pues no es capaz de fundamentar las pretensiones de la distinción macho/hembra en grandes períodos históricos; aún sigue exis­ tiendo, como siempre ha existido, un elemento potencialmen­ te importante en la manera en que la distinción macho/ hembra se plasma en una sociedad dada. (N ic h o l so n ,

1995,43-44 [la cursiva es mía])

La obra de Michel Foucault Una buena parte de estos argumentos antiesencialistas so­ bre la subjetividad, la feminidad y la masculinidad se inspiran en la obra de Foucault (véase Weedon, 1997), según el cual, como vimos en el capítulo 1, la subjetividad es una produc­ ción discursiva. Además de los hospitales y del sistema peni­ tenciario, el cuerpo y la sexualidad fueron los temas más im­ portantes tratados por el pensador francés. La sexualidad la considera como el locus de poder principal para la producción de subjetividad en las sociedades occidentales, pues la subje­ tividad limita con la sexualidad en la medida en que los suje­ tos se constituyen mediante la producción de «sexo» y del con­ trol del cuerpo. Foucault se ocupa de la manera en que el sexo es «puesto en el discurso» y, lejos de sostener que la sexuali­ dad «natural» está reprimida y prohibida, sugiere que los dis­ cursos acerca de las sexualidades polimorfas han proliferado y se han diseminado a través de la medicina, la Iglesia, el psi­ coanálisis, los programas educativos y la demografía. En con­

creto, lo confesional, desarrollado por el catolicismo, ha sido adaptado y adoptado por otras instituciones, convirtiéndose en una base de «sujeción» discursiva. Así, por ejemplo, en la cul­ tura contemporánea, la «terapia televisiva» de algunos progra­ mas de entrevistas como, por ejemplo, Springer y Oprah, no sólo está basada en lo confesional, sino que además desempe­ ña un papel importante en cuanto a regular las fronteras de gé­ nero y delinear la moral de las relaciones. Para Foucault, los discursos proliferadores de la sexuali­ dad la analizan, clasifican y regulan de tal manera que no sólo producen unos tipos particulares de sujetos sexuados, sino que además convierten la sexualidad en la piedra angular de la subjetividad. Por ejemplo, Foucault sostiene que, desde prin­ cipios del siglo xvm, el cuerpo de la mujer ha sido sujeto de —y ha estado sujeto a— el discurso de la ciencia moderna, que lo ha producido como histérico y nervioso al tiempo que lo ha reducido a su sistema reproductivo. Así, ha habido un triple proceso, por el que, en primer lugar, el cuerpo feme­ nino ha sido analizado —calificado y descalificado— como completamente saturado de sexualidad; por el que, en segun­ do lugar, ha sido integrado a la esfera de las prácticas médi­ cas, en razón de una patología intrínseca a él; y por el que, fi­ nalmente, ha sido colocado en comunicación orgánica con el cuerpo social (cuya fecundidad reguladora se suponía que aseguraba), el espacio familiar (del que debía ser un elemento sustancial y funcional) y la vida de los hijos (que producía y tenía que garantizar, en virtud de la responsabilidad biológico-moral que duraba todo el período de su educación): la ma­ dre, con su imagen negativa de «mujer nerviosa», constituyó la forma más visible de esta histerización. (F o u c a u l t , 1979, 104)

La obra de Foucault ha sido objeto de las críticas feminis­ tas por, paradójicamente, haberse olvidado de «examinar el carácter marcado por el género de muchas técnicas disciplina­ rias» (McNay, 1992,11). Foucault, se decía, trata los cuerpos como género neutro, con poca especificidad más allá de una

norma masculina, pues no explora cómo el hombre y la mu­ jer se relacionan de diferente manera con las instituciones disciplinarias que describe. Además, su primera descripción de los sujetos como «cuerpos dóciles» ha sido motivo de preo­ cupación para las feministas por cuanto priva a los sujetos de la agencia principal del feminismo como política. Sin em­ bargo, también se puede decir que la obra posterior de Fou­ cault (1984, 1986 y 1987), centrada en nociones como «las técnicas del yo», reintroduce dicha agencia y la posibilidad de resistir y cambiar. Es decir, las consideraciones éticas pue­ den suministrar una base para el automodelarse y una puerta abierta a la actividad política feminista. Por cierto, en el capí­ tulo 5 veremos cómo el debate sobre las telenovelas se suele centrar en cuestiones sobre la ética de la relación y del géne­ ro. Es decir, la televisión proporciona a las audiencias los re­ cursos necesarios para debatir y regular qué significa ser hombre o ser mujer.

Deconstruir la identidad sexual Grosso modo, lo que se pretende demostrar aquí es, en principio, la infinita plasticidad de la sexualidad y del género humanos, que está modelada y regulada en formas específicas y en condiciones históricas y culturales concretas. Por supues­ to, la mayor parte de las sociedades han utilizado, y siguen uti­ lizando, una distinción de carácter binario, macho-hembra, a la que se asocian expectativas culturales que son perjudiciales para la mujer. Sin duda, como veremos después, la televisión desempeña un papel importante en la regulación del género. Sin embargo, las variaciones culturales existentes entre las mujeres (y entre los hombres), y basadas, por ejemplo, no sólo en diferencias de clase, etnicidad o edad, sino también en di­ ferencias sobre lo que significa ser mujer, sugieren que no existe ninguna categoría intercultural de la «mujer» (o del «hombre») compartida por todo el mundo. Es decir, que exis­ ten múltiples modos de feminidad (y de masculinidad) pías-

mados no sólo por diferentes mujeres, sino también, poten­ cialmente, por una misma mujer en diferentes circunstancias. Como tales, «las mujeres se ven constantemente enfrentadas a la tarea cultural de descubrir lo que significa ser mujer, de marcar los límites entre lo femenino y lo no femenino (Ang, 1996, 94). Esta cuestión ha sido abordada, entre otros, por Ju­ lia Kristeva y Judith Butler.

Ju l i a K r is t e v a :

la id e n t id a d s e x u a l

c o m o r e p r e s e n t a c ió n

J. Kristeva mantiene una postura firmemente antiesen­ cialista sobre la identidad sexual, es decir, no existe ninguna esencia que defina lo que es mujer/hombre o lo que es feme­ nino/masculino. Así, según ella, «creer que “se es mujer” es casi tan absurdo y oscurantista como creer que “se es hom­ bre”» (citado por Moi, 1985, 163). Por supuesto, podemos identificamos con identidades de género, actuar como si las categorías de género fueran esenciales y considerar necesa­ rio, por motivos políticos, seguir haciendo campaña como mujeres (es decir, adoptar un esencialismo estratégico); pero no se puede ser mujer por unas supuestas identidades sexuales ya que los opuestos sólo pueden producirse después de haber hecho su entrada en un orden simbólico. Es decir, la identidad sexual no es una esencia, sino una cuestión de re­ presentación.

La identificación con la madre y la identificación con el padre Según Kristeva, el niño pequeño se enfrenta a la elección de identificarse con la madre, produciéndose la subsiguiente marginalidad dentro del orden simbólico, o con el padre, lo que le da acceso al dominio simbólico, pero suprime la edípica identificación con la madre. Estas elecciones tienen que ha­

cerlas tanto los niños como las niñas, y, si bien la resolución del complejo de Edipo lleva generalmente a los niños más fá­ cilmente a identificarse con el padre o la masculinidad y a las niñas a identificarse con la feminidad, sin embargo, los grados de masculinidad y feminidad existen en la mujer y el hombre biológicos. La feminidad es, entonces, una condición o posi­ ción de marginalidad del sujeto que algunos hombres (como en el caso de algunos artistas de la yanguardia, cuya escritura trastoca el orden simbólico) pueden también tener u ocupar. En efecto, es el orden simbólico patriarcal el que trata de fijar a todas las mujeres como femeninas y a los hombres como masculinos y, así, situar a todas las mujeres como un «segun­ do sexo» marginal. Dado que el sexo y el género son constructos sociales e históricos relaciónales, tanto las representaciones de la mujer como las posiciones e identificaciones del sujeto que están disponibles para la mujer se hallan sujetas a posibles cam­ bios. Así, Kristeva sugiere no sólo que la mujer ocupa toda una serie de posiciones de sujeto, sino que además se está abriendo ante ella un nuevo espacio simbólico y una nueva posición de sujeto. Y pasa a estudiar la idea de que está emer­ giendo una nueva generación de feministas empeñadas en reconciliar el tiempo lineal de la historia y de la política con el tiempo de la gestación cíclica de la maternidad. Es decir, el espacio está ahora disponible para que la mujer mezcle la ma­ ternidad (y la diferencia) con la política de la igualdad y el or­ den simbólico. A este respecto, Kristeva aboga por una terce­ ra vía, en la que la dicotomía misma hombre/mujer como oposición entre dos entidades rivales pueda entenderse como una dicotomía perte­ neciente a la metafísica. ¿Qué puede significar la «identidad», incluso la «identidad sexual», en un nuevo espacio teórico y científico en el que la noción misma de identidad está cuestio­ nada? [...] Me estoy refiriendo, sobre todo, a la desmasificación de la problemática de la diferencia, [...] con el fin de que la lucha, la diferencia implacable o la violencia se conciban en el lugar mismo en que actúan con la mayor intransigencia, es

decir, en las identidades personal y sexual propiamente dichas, para conseguir que se desintegre en su mismísimo núcleo. ( K r i s t e v a , 1986, 209)

Equilibrar la feminidad y la masculinidad dentro del individuo Kristeva da a entender que la lucha por las identidades se­ xuales tiene lugar dentro de cada individuo en vez de entre dos masas opuestas, macho-hembra, y habla de un equilibrio entre la masculinidad y la feminidad dentro de hombres y mujeres concretos. Esta lucha, según ella, podría tener como resultado la deconstrucción de las identidades de sexo y género, en tér­ minos de una marginalidad dentro del orden simbólico. Esto recalca la singularidad y multiplicidad de las personas, así como la relatividad de la existencia simbólica y biológica. «Tal vez ha llegado el momento de recalcar la multiplicidad de las expresiones y preocupaciones de la hembra» (Kristeva, 1986, 193 [la cursiva es mía]).

Ju d i t h B u t l e r : e n t r e F o u c a u l t

y e l p s i c o a n á l i s is

El intento de Julia Kristeva de deconstruir la idea misma de identidad sexual lo comparte también Judith Butler. Si bien Foucault rechazó el psicoanálisis como una red más del poder disciplinario, J. Butler ha intentado trabajar con y entre la obra de Foucault y el psicoanálisis. Acepta el argumento foucaultiano de que el poder regulador produce a los sujetos que con­ trola haciendo de ideal normativo mediante el que se forman los sujetos. Sin embargo, también sugiere una vuelta al psicoanálsis con el fin de estudiar mejor «la cuestión de cómo cier­ tas normas reguladoras forman un sujeto “sexuado” en unos términos que establecen la indistinguibilidad de la formación psíquica y la corporal» (Butler, 1993, 22).

J. Butler interpreta el psicoanálisis de una manera tal que deja abierto un espacio para poder debatir el problema de cómo las normas reguladoras se revisten de poder psíquico mediante procesos de identificación que nunca son perfec­ tos, completos ni exclusivos. A la manera foucaultiana, J. Butler sostiene que el discurso es el medio por el que enten­ demos lo que son los cuerpos; en cierto sentido, el discurso pone de manifiesto los cuerpos de una manera particular. Así pues, la categoría de «sexo» es, desde el principio, normativa; es lo que Foucault ha denominado el «ideal regulador». En este sen­ tido, pues, el «sexo» no sólo funciona como norma, sino que además forma parte de una práctica reguladora que produce los cuerpos a los que gobierna, es decir, cuya fuerza reguladora re­ sulta clara, como una especie de poder productivo, el poder de producir —deslindar, hacer circular, diferenciar— los cuerpos que controla. Así, el «sexo» es un ideal regulador cuya mate­ rialización tiene lugar (o deja de tener lugar) mediante ciertas prácticas sumamente reguladas. En otras palabras, el «sexo» es un constructo ideal forzosamente materializado a través del tiempo. No es un simple hecho ni una condición estática, sino un proceso por el cual las normas reguladoras materializan el «sexo» y logran esta materialización mediante una forzosa rei­ teración de tales normas. ( B u t l e r , 1993, 1-2)

Por decirlo de otra manera, son los discursos sobre el sexo los que, mediante la repetición de los actos que dirigen, ponen de manifiesto el sexo como norma necesaria. El sexo es una construcción, cierto, pero una construcción indispensable que forma sujetos y gobierna la materialización de los cuerpos. Esta afirmación no significa que «todo sea discurso», sino más bien, como dice Butler, que el discurso y la materialidad de los cuerpos son indisolubles.

«Performatividad citacional» J. Butler concibe el sexo y el género en términos de «per­ formatividad citacional», donde lo performativo es «esa práctica discursiva que plasma o produce lo que nombra» (Butler, 1993, 13) mediante la cita y la reiteración de las nor­ mas o convenciones del «derecho» (en el sentido simbólico, lacaniano). Sería «performativa», en la speech act theory (te­ oría de los actos del habla), la famosa frase pronunciada en la ceremonia de la boda: «Yo os declaro...», por la que se toma eficaz la relación que se nombra. A través de otros ejemplos, Butler recuerda cómo los jueces, en el derecho criminal y ci­ vil, no originan la ley ni su autoridad, sino que se limitan a citar las convenciones del derecho, que es consultado e invo­ cado. Pero es una invocación a una autoridad que no tiene un origen ni unos cimientos universales, siendo más bien la práctica misma de la cita la que produce la autoridad, que al ser citada reconstituye el derecho. Consiguientemente, el mantenimiento del derecho es una cuestión de reelaboración de una serie de convenciones ya operativas e implica reiterabilidad y «citacionalidad». De manera parecida, J. Butler sostiene que el «sexo» está siempre producido como una reiteración de normas hegemónicas, que se pueden interpretar como una especie de «perfor­ matividad», que es siempre derivativa. El «presupuesto» del sexo, que no es un acto o acontecimiento singular, sino una práctica reiterable, está asegurado con practicarse repetidas veces. Así, la frase «es una chica» inicia un proceso por el que se impone el «girling» (el ser/actuar como chica). Es decir, «la feminidad no es, así, el producto de una elección, sino la cita forzosa de una norma [...] esta cita de las normas del género es necesaria para cualificarse como “una”, para hacerse viable como “una”» (Butler, 1993, 232). No sólo la «performativi­ dad» no es un acto singular, al ser siempre la reiteración de una serie de normas, sino que además no debería entenderse como una performance (ejercicio, actuación) concreta por parte de un actor intencional consciente de sí, pues el ejercicio

del sexo está condicionado por un aparato regulador de heterosexualidad. En efecto, la idea misma de un actor sexuado in­ tencional es una producción discursiva de «performatividad» propiamente dicha; así, «el género es «performativo» en el sentido de que constituye como efecto al sujeto mismo al que parece expresar» (Butler, 1991, 24). Por supuesto, el aparato regulador de la heterosexualidad está constantemente citado y reiterado en la televisión a través de los anuncios, programas dramáticos, informativos, telenovelas, etcétera.

La inestabilidad de la identidad J. Butler combina la reelaboración del discurso y la speech act theory (teoría de los actos del lenguaje) con el psicoanáli­ sis y llega a la conclusión de que el «presupuesto» del sexo es también una cuestión de identificación con el fantasma nor­ mativo del «sexo». El sexo es una posición simbólica asumida bajo la amenaza de un castigo (por ejemplo, de la castración simbólica o la abyección»). Aquí, lo simbólico es repensado como una serie de injunciones normativas que aseguran los lí­ mites del sexo mediante la amenaza de la psicosis y la abyec­ ción (exclusión, expulsión, rechazo). La identificación puede entenderse como una especie de afiliación y expresión de un lazo emocional con un objeto de la fantasía idealizado (perso­ na, parte del cuerpo) o un ideal normativo. Se funda en la fan­ tasía, la proyección y la idealización. Sin embargo, la identifi­ cación no es una imitación intencional de un modelo o una inversión consciente en posiciones de sujeto, sino que está in­ disolublemente unida a la formación misma de los sujetos. Li­ mita con la emergencia de un ego. Además, para Butler, al igual que para Rose (1997), el psicoanálisis destaca la mismí­ sima inestabilidad de la identidad. Como la identificación se realiza con algo relativo a la fantasía o a la idealización, nun­ ca puede limitar con cuerpos «reales» ni con determinadas prácticas de género; siempre se produce un vacío o un escabu­ llirse de la identificación. Además, las identificaciones pue­

den ser múltiples y no tienen por qué implicar un repudio de todas las demás posiciones.

El papel del travestí A Butler tal vez se la conoce mejor por su argumentación según la cual las distintas formas de travestís pueden desesta­ bilizar y refundir las normas del género mediante una resigni­ ficación de los ideales genéricos (Butler, 1990). Al hacer mí­ mica de las normas del género, el travestí puede ser subversivo hasta el punto de reflexionar sobre el carácter «performativo» del género. Es decir, sugiere que todo género es una forma de «performatividad» y, como tal, desestabiliza la pretensión de la masculinidad heterosexual hegemónica como origen a imitar. Antes bien, la heterosexualidad hegemónica es en sí una perfor­ mance imitativa que se ve obligada a repetir sus propias idea­ lizaciones. El hecho de tener que reiterarse sugiere que la hete­ rosexualidad está acosada por un cúmulo de ansiedades que nunca puede superar del todo. Es decir, que esta necesidad de reiteración subraya la inseguridad misma de las identificacio­ nes heterosexuales y las posiciones de género; en efecto, ¿por qué, si no, tendrían que repetirse constantemente? Sin embar­ go, conviene tomar el argumento de Butler sólo como indica­ ción de un tipo de posible actividad subversiva, pues, como se­ ñala la autora, el travestí es, en el mejor de los casos, siempre ambivalente y puede ser por sí mismo una reiteración y una afirmación del Derecho del Padre y de la heterosexualidad. En efecto, según Butler, todas las categorías de identidad son fic­ ciones necesarias, que, aunque tengamos que seguir utilizán­ dolas, deberían ser simultáneamente interrogadas.

La

in f in it a p l a s t ic id a d d e l g é n e r o

Butler, Kristeva y otras pensadoras y pensadores han abo­ gado por la en principio infinita plasticidad de la sexualidad y

del género humanos, modelados y regulados en formas especí­ ficas y en situaciones históricas y culturales concretas. Por consiguiente, existen múltiples modos de feminidad (y de masculinidad), encamados no sólo por diferentes mujeres, sino también, potencialmente, por las mismas mujeres en diferentes circunstancias. Como han dicho Ang y Hermes (1996), lo que hemos tratado de clarificar es, pues, lo importante que es reconocer que no existe una identidad de género prearticulada. A pesar de la fuerza del discurso del género hegemónico, el verdadero contenido de ser mujer u hombre y la rigidez de la dicotomía propiamente dicha son muy variables, no sólo entre las distintas culturas y épocas, sino también, en un plano más microsocial y hasta psicológico, entre las mujeres y los hombres (entre los dos géneros o dentro de cada género). En una palabra, la identidad de género es a la vez múltiple y par­ cial, ambigua e incoherente, y en permanente proceso de ser articulada, desarticulada y rearticulada. (Ang y Hermes,

1996, 125)

Huelga decir que la televisión desempeña un papel impor­ tante en la reiteración del ideal heterosexual mediante las re­ presentaciones de la mujer y del hombre que tratan de fijar la fluidez de significados que rodean a la feminidad y a la masculinidad. Es decir, la televisión está constituida por, y es consti­ tutiva de, identidades de género de maneras míticas completa­ mente específicas, al tiempo que se inspira en el repertorio cultural —más amplio— de las representaciones del género. Género, representación y televisión Una buena parte de los escritos feministas, dentro del cam­ po de la cultura, se han ocupado de la representación del géne­ ro, en general, y de la mujer, en particular. Como ha comenta­ do Evans (1997), la primera preocupación ha sido tratar de demostrar que la mujer ha desempeñado un papel importante en la cultura, especialmente en la literatura, dada su tradicional

ausencia del canon de las grandes obras. Esto ha corrido pare­ jo con una preocupación especial por las representaciones de la mujer hechas por el hombre. Es decir, con «la tesis de que las políticas de género han sido absolutamente esenciales para el proyecto mismo de la representación» (Evans, 1997, 72). En los primeros estudios feministas, se daba generalmente por supuesto que la representación era una expresión directa de la realidad social y/o una distorsión potencial y real de dicha realidad. Es decir, que las representaciones de la mujer refleja­ ban actitudes masculinas y la situación de la mujer en la socie­ dad, a menudo a través de una falsa representación de la mujer «real». A esta perspectiva se la conoce a veces con la expresión de «la imagen de la mujer».

Im á g e n e s

d e l a m u jer

Desde esta perspectiva, el concepto del estereotipo ocupa un lugar destacado. Un estereotipo, como ya se dijo en el ca­ pítulo 3, implica la reducción de la persona a una serie de ras­ gos de carácter exagerados, generalmente negativos. Así, «el estereotipo reduce, esencializa, naturaliza y fija la “diferen­ cia”» (Hall, 1997c, 258) y, mediante la operación del poder, marca los límites entre lo «normal» y lo «abyectado», entre «nosotros» y «ellos». En este contexto, Meehan (1983) anali­ zó los estereotipos de que suele ser objeto la mujer en la te­ levisión estadounidense. Su estudio combinaba un análisis cuantitativo, que contaba el número y el tipo de representa­ ciones de la mujer, con una interpretación cualitativa de los roles y el poder (o ausencia de poder) de la mujer dentro de estas representaciones. En general, la autora sugiere que las representaciones en la televisión de la mujer «buena» la hacen aparecer como sumisa, sensible y domesticada, mientras que la mujer «mala» es rebelde, independiente y egoísta. Más es­ pecíficamente, Meehan (1983) considera corrientes los si­ guientes estereotipos:

• la «imp»: rebelde, asexuada, marimacho; • la buena esposa: doméstica, atractiva, centrada en el ho­ gar; • la arpía: agresiva, soltera, • la zorra: sinuosa, mentirosa, manipuladora; • la víctima: pasiva, objeto de violencias y blanco de acci­ dentes; • la señuelo: aparentemente desvalida, pero en realidad fuerte; • Id sirena: con sus mañas sexuales, lleva a los hombres a la perdición; • la cortesana: frecuenta los salones, los cabarets, los prostíbulos; • la bruja: tiene un poder extraordinario, pero está subor­ dinada al hombre; • la matriarca: autoridad en el ámbito familiar, mayor, asexuada. Meehan concluye diciendo que «los espectadores ameri­ canos han pasado más de tres décadas contemplando las aven­ turas de héroes varones, visiones viscosas de unos adolescen­ tes que imaginan a las mujeres como brujas, zorras, madres e imps» (Meehan, 1983,131).

Afirmación y negación Por supuesto, no es sólo la televisión estadounidense la que representa a la mujer de esta manera. En el estudio de Gallagher (1983) sobre la mujer en los medios de comunicación aparece asimismo una persistente imagen global de la mujer como un ser maniqueamente mercantilizado y estereotipado en términos de «buena» o «mala». Por su parte, Krishnan y Dighe (1990), en su estudio acerca de la representación de la mujer en la televisión india, hablan de dos tendencias princi­ pales igualmente recurrentes, la afirmación y la negación; la afirmación de una definición limitada de la feminidad como

pasiva y subordinada suele estar unida al hogar, al marido y a los hijos, mientras que se niega la creatividad, la actividad y la individualidad de la mujer, particularmente con relación al trabajo y a la esfera pública. Con relación a la ficción televisiva, aseguran que los hom­ bres aparecen en papeles protagonistas en un número mucho mayor que las mujeres (ciento cinco hombres por cincuenta y cinco mujeres) y que, mientras que los hombres eran repre­ sentados en toda una variedad de ocupaciones, la mayor parte de las mujeres (treinta y cuatro) aparecían en su faceta de amas de casa. Cada uno de los personajes principales era des­ crito sobre la base de ochenta y ocho rasgos de personalidad completamente opuestos; y he aquí la mayor parte de los ras­ gos comunes atribuidos a los hombres y a las mujeres:

Personajes masculinos

Personajes femeninos

centrados en sí mismos decididos seguros de sí mismos encuentran su lugar en el mundo maquinadores

sacrificados dependientes emotivos/sentimentales deseosos de agradar definen el mundo a través de las relaciones familiares maternales.

señoriales dominantes

Asimismo, a la mujer se la encasilla o como idealizada o como desviada de la norma. La mujer ideal es solícita y ma­ ternal. Asiste al hombre en sus ambiciones, pero sin tener ninguna ambición propia; es sacrificada, empática y hogare­ ña. Como esposa/hija pasiva, acepta el control del varón y se consagra a los hombres de su vida, defendiendo incluso al más reprensible de los maridos sin cuestionarlo ni levantarle la voz. Por otra parte, las mujeres desviadas de la norma son «dominantas» para con sus maridos y no se quedan en casa a cuidar sus familias. Antes bien, como tienen ambiciones per­ sonales, rompen con los lazos familiares, trastocan su vincu­

lación con el varón y no son suficientemente comprensivas ni acomodaticias.

Problemas epistemológicos Pero, por iluminadores que sean dichos estudios, el enfo­ que de «la imagen de la mujer» se enfrenta a un serio proble­ ma epistemológico al pretender sentar cátedra en cuanto a la verdad y falsedad de las representaciones. Por ejemplo, según Gallagher (1983), la representación de la mujer a escala mun­ dial es degradante, dañina y poco realista. Asimismo, como ha comentado Moi, el enfoque de «la imagen de la mujer» «equivale a estudiar imágenes falsas de mujeres construidas por ambos sexos, pues la “imagen” de la mujer en la literatura es invariablemente definida en oposición a la “persona real”, a la que la literatura nunca consigue transportar del todo hasta el lector» (Moi, 1985,44-45). El problema principal es, según se dijo en el capítulo 1, que lo «real» es siempre de por sí una re­ presentación, y que no existe un punto geométrico que permi­ ta yuxtaponer lo real a la representación. En otros estudios posteriores, inspirados en el postestructuralismo, se consideran todas las representaciones como construcciones culturales y no como reflejos de un mundo real. Dichos estudios se centran en cómo se producen las represen­ taciones en el contexto del poder social y cuáles son las con­ secuencias potenciales para las relaciones de género en gene­ ral y para la mujer en particular; es decir, no sobre la base de una adecuación representacional, sino sobre una política de la representación, en la que la marginalidad o subordinación de la mujer se puede entender como un efecto constitutivo de la representación, realizada —u objeto de resistencia— por par­ te de personas vivas. Este enfoque aborda «la mujer como sig­ no» (Cowie, 1978) y las posiciones de sujeto construidas para la mujer por las representaciones.

Posiciones de sujeto de la feminidad Se entiende por posición de sujeto esa perspectiva o serie de significados discursivos regulados, desde los cuales el tex­ to o discurso cobra sentido. Es ese sujeto al que debemos iden­ tificar con el fin de que el discurso sea significativo. Al identi­ ficarse con esta posición de sujeto, el texto nos somete a sus reglas, trata de construimos como cierto tipo de sujeto o per­ sona. Por ejemplo, al abordamos en nuestros caracteres privados, los anuncios nos venden, como mujeres, no sólo mercancías, sino también la relación personal en la que nosotras somos femeninas: cómo somos/deberíamos ser/podemos ser cierta mujer feme­ nina, cuyos atributos con relación a los hombres y a la familia derivan del empleo de estas mercancías [...] una mujer no es más que las mercancías que porta: el lápiz de labios, las me­ dias, la ropa, etcétera, son la «mujer». (W in sh ip , 1981, 218)

Asimismo, Winship sostiene que la publicidad construye para las mujeres posiciones de sujeto que las sitúan en el ám­ bito patriarcal de la domesticidad, de la necesidad de cuidar de los hijos, de ponerse guapas y de «cazar hombres». Las muje­ res deben ser madres, amas de casa, sexualmente atractivas, etcétera.

C uerpos

esbelto s

Una de las representaciones más poderosas e influyentes de la mujer que promueve la televisión occidental, y sobre todo la publicidad, es el «cuerpo esbelto» como norma cultu­ ral disciplinaria (Bordo, 1993). Es decir, la esbeltez, la dieta y el autocontrol se han convertido en unas preocupación de pri­ mer orden para la cultura mediática occidental, al igual que la obsesión por un «perfil corporal más ajustado, más fino y más

ceñido». Consiguientemente, los anuncios ponen en el dispa­ radero el aumento de peso, la gordura o la flaccidez, acompa­ ñados de la deseabilidad de unos estómagos planos y del tra­ tamiento de la celulitis. Por supuesto, añade Bordo (1993), el cuerpo estilizado es un cuerpo marcado por el género, pues la imagen, y la posición de sujeto, del cuerpo esbelto es general­ mente femenina. La esbeltez constituye actualmente la condi­ ción sine qua non del atractivo femenino, y las chicas y las mujeres son culturalmente más propensas a trastornos alimen­ ticios que los hombres. Paradójicamente, la televisión nos ofrece imágenes de co­ midas deseables al tiempo que propone tomar alimentos bajos en calorías y comprar artilugios para el mantenimiento de la forma corporal. Frente a esta contradicción, sigue argumen­ tando Bordo, la capacidad de autocontrol y la contención de la gordura se plantean tanto en términos morales como físicos. Es decir, la decisión de ponerse a dieta y de hacer ejercicio se considera un aspecto importante de la automodelación, y la consecución de una forma apropiada de identidad de género a través de un cuerpo firme se considera un símbolo de actitud «correcta». La incapacidad para ejercer dicho control, simbó­ licamente manifestada en la obesidad y la anorexia, suele ser denostada en la televisión, sobre todo en los abundantes pro­ gramas-entrevista, en que salen a relucir con frecuencia casos de «desórdenes alimenticios» o de la lucha de algunas mujeres obesas con el exceso de peso. Por ejemplo, en el famoso show de Oprah Winfrey, la lucha de la presentadora con su peso en aumento forma parte de la estrategia del programa para huma­ nizar a ésta.

La

m a d r e in d e p e n d ie n t e

Pero decir que los textos construyen estereotipos y posi­ ciones de sujeto sobre y para la mujer no significa ipso fac­ to que estas representaciones permanezcan estáticas. Así, por ejemplo, en su estudio acerca de la representación cam­

biante de la maternidad en la cultura contemporánea, Woodward (1997) observa la emergencia de una nueva represen­ tación, «la madre independiente», que no es una idealizada figura domesticada que sólo se preocupa por el cuidado de los hijos, sino que, antes bien, es una representación que aboga por la independencia y el trabajo de la mujer/madre. Según Woodward, el placer de esta posición de sujeto es cuádruple (reside en cuatro fantasías distintas): ser madre, tener una carrera, poder explorar la propia individualidad y ser atractiva.

La

m u j e r p o s c o l o n ia l

La posición de sujeto de la mujer, tratada en el debate an­ terior, es en buena parte la de la mujer blanca. Sin embargo, la globalización, junto con el influjo del feminismo negro y la teo­ ría poscolonial, ha situado la intersección entre la etnicidad y el género en el centro del debate, incluso dentro del mundo académico occidental. En un contexto poscolonial, no sólo la mujer es importante como imagen de la pureza y reproducción de la nación, sino que además soporta la doble carga de estar colonizada por los poderes imperiales y estar subordinada por el hombre colonial y nativo. Según Said (1978), el orientalismo es el producto de una serie de discursos occidentales acerca del poder que han cons­ truido un Oriente, y han orientalizado Oriente, de una manera tal que depende de —y reproduce— la superioridad y hege­ monía posicionales de Occidente. El orientalismo es un con­ junto de ideas presidido por la superioridad europea, entre ellas el racismo y el imperialismo, ideas elaboradas y distri­ buidas a través de toda una variedad de textos y prácticas. Es un sistema de representaciones que ha introducido Oriente en la cultura occidental, en el que se incluye el famoso encuentro de Flaubert con una cortesana egipcia, que generó y populari­ zó la imagen de la mujer oriental que nunca hablaba por sí misma, no mostraba sus emociones y carecía de recursos y de

historia. Es decir, la morena sexualmente apetecible fruto de la capacidad fantaseadora masculina. En este contexto, cabe recordar lo que ha dicho Spivak (1993) en el sentido de que «los subalternos no pueden ha­ blar», entendiendo por esto que las mujeres pobres de los contextos coloniales no tienen un lenguaje conceptual ade­ cuado para hablar ni el oído de los hombres coloniales e indí­ genas para escuchar. No es que la mujer no pueda literalmen­ te abrir la boca, sino que no hay posiciones de sujeto dentro del discurso del colonialismo que le permitan hablar. Está, así pues, condenada al silencio. Según Krishnan y Dighe (1990), la representación, en la televisión india, de la mujer idealizada como esposa sumisa está arraigada en —y extraída de— las dharma sastras hin­ dúes, o fuentes de la tradición y de la buena conducta, como, por ejemplo, el Ramayana y el Mahabharata. Los textos tam­ bién proporcionan el universo moral y la estructura ideológi­ ca ideales para toda una serie de películas populares hindis producidas en Bombay, que transforman y reelaboran sus na­ rrativas y sus sistemas de valores (Mishra, 1985). No sólo se exhiben estas películas en la televisión (por cierto, el Rama­ yana y el Mahabharata también se convirtieron en sendas se­ ries televisivas), sino que, además, Gillespie (1995) dice que son ampliamente vistas por la diáspora india de Gran Bretaña. Así, tienen muchas probabilidades de haber sido vistas por las asiáticas británicas de que se hablará en el capítulo 5, de ma­ nera que las representaciones de la mujer que aparecen en EastEnders y Vecinos (telenovelas occidentales) se yuxtapo­ nen a las de Suhaag, Ek Hi Bhool o Dilwale Dulhania Le Jayenge (películas hindis).

Esposas de Bollywood El título de una película hindi, Suhaag, connota un símbo­ lo matrimonial, auténtico leitmotiv de la película y que sirve de guía y norte para toda mujer que se quiera tener por virtuosa

(Bahia, 1997; véase también Dasgupta y Hegde, 1988, y Rajan, 1991, que pueden servir de fuentes para este debate). Dichas fuentes destacan las virtudes de la castidad, la paciencia y la abnegación, ejemplificadas por la protagonista, «Maa», la cual, abandonada por el sinvergüenza de su marido, se encarga de la educación de sus hijos sin salirse de los límites tradicionales. Su estatus emblemático está expresado por el hecho de ir cons­ tantemente vestida con un sari respetable, que le cubre todo el cuerpo, y tener el pelo recogido hacia atrás y la cabeza siempre cubierta en presencia de cualquier hombre, como señal de res­ peto. En cambio, la mujer «mala» de la película se caracteriza por ir vestida con un sari de colores chillones y llevar el pelo al aire. A lo largo de toda la película, la misión de Maa es la de sacar a sus hijos adelante de manera digna y cueste lo que cueste. El hecho de que uno de sus hijos sea secuestrado y se vuelva un villano mientras que el otro se queda con ella y se convierte en un hombre virtuoso recalca la importancia que tiene el lugar donde vive la madre, que se sacrifica por su honor personal y por el bien de la sociedad. Aunque su mari­ do se ha olvidado de ella, Maa sigue observando el gharbarchoth (un sacrificio tradicional que consiste en ayunar un día al año en honor de su marido) y luego, cuando éste reaparece, se somete a él a pesar de haber sido traicionada. Sobre todo, ella debe tratar de salvar su matrimonio, sin el cual carece de identidad. No es que las películas populares hindis no retraten a mu­ jeres más independientes y desinhibidas, sino que tales muje­ res suelen tener un final indeseable. Así, por ejemplo, en EkHi Bhool, la protagonista Satanna aparece como una mujer enér­ gica que no está dispuesta a ser maltratada por los hombres. Sin embargo, en la posición de sujeto ofrecida a la audiencia, su desenvoltura y desinhibición están representadas como muestras de egoísmo y de vana ambición, lo que la conduce perder a su marido. Con el tiempo, Satanna descubre que debe considerarse afortunada por estar casada con Ram, que le ase­ guró el sustento y fue amable con ella, cosa que le envidiarían

tantas mujeres indias. Éste defenderá luego el honor de ella cuando nadie está dispuesto a hacerlo, lo que hará que ella se arrodille a sus pies y le pida perdón, con lo que se restaura el matrimonio y el orden natural de las cosas. En la película Loadla, Shittel, propietaria de una fábrica, aparece representada como una mujer independiente, una per­ sona sin corazón que muestra una reprensible falta de respeto hacia la tradición. Shittel declara que, incluso después del ma­ trimonio, seguirá siendo la número uno, con su marido por de­ bajo de ella. Estos «actos antinaturales» se compensan con los de otras mujeres benevolentes, como, por ejemplo, Kajool, más pasiva y respetuosa con la posición de la mujer en la so­ ciedad india, como se puede ver en su manera de vestir (un sari que le cubre todo el cuerpo) y, en el plano psicológico, por saber reprimir lo que siente hacia el marido de Shittel. De nue­ vo, la mujer independiente debe retractarse de su conducta errónea, y, así, Shittel se ve rechazada por toda su familia an­ tes de caer a los pies de su marido para pedirle perdón. En la escena final, vestida con el tradicional sari y sirviendo el al­ muerzo a su marido, aparece como una persona mucho más feliz y contenta. Sin embargo, no es cierto que en todas las representacio­ nes de la mujer india ésta aparezca como una persona sumi­ sa. Por ejemplo, la popular película hindi Dilwale Dulhania Le Jayenge nos presenta a una joven que, pese a su espíritu independiente, moderno y autosuficiente, es tratada de mane­ ra positiva. Aunque el filme se puede interpretar en clave de una mujer que al final vuelve al dominio del varón, constitu­ ye un claro alejamiento de los estereotipos de Ek Hi Bhool y Loadla. Otra película, realizada en Gran Bretaña, Bahji on the Beach, trata con simpatía y sutileza a un grupo de asiáti­ cas británicas. Pero algunas teóricas y teóricos se han intere­ sado no sólo en las posiciones de sujeto que intentan fijar el carácter de la feminidad, sino también en otras que parecen desestabilizarla.

Los

v íd e o s d e M a d o n n a

Así, Kaplan (1992), inspirándose en la obra de Butler, ex­ plora la ambigüedad de Madonna cual texto que deconstruye las normas del género. Su preocupación no es tanto la fabrica­ ción de representaciones fijas de la mujer, como la explora­ ción del sexo en cuanto performance inestable pero regulada, es decir, como una política del significante. A través del análisis de sus vídeos, frecuentemente exhibi­ dos en la televisión en general, y en la MTV en particular, Ka­ plan sostiene que Madonna es capaz de «modificar las relacio­ nes de género y de desestabilizar el género por completo» (Kaplan, 1992, 273). Estos vídeos de Madonna no sólo tratan de dar poder a la mujer, exhortándola a controlar su propia vida, sino que además juegan con los códigos del sexo y el gé­ nero para intentar esfumar las fronteras existentes entre la masculinidad y la feminidad. Sobre todo —sigue diciendo Ka­ plan—, los vídeos de Madonna implican un constante cambio de posiciones de sujeto, de signos de género estilizados y mez­ clados que cuestionan los límites de los constructos de género, Es —concluye— una política de la representación centrada en el sexo y el género como significantes «flotantes» e inestables. Por ejemplo, en el vídeo «Express Yourself», Madonna —siempre según Kaplan— cambia constantemente el enfoque de la cámara, y por ende de la audiencia, para adoptar toda una variedad de posiciones de sujeto-espectador, con lo que la identificación se vuelve dispersa y múltiple. Los límites del cuerpo quedan violados, y las normas del género, cruzadas. Por ejemplo, Madonna imita al realizador cinematográfico Fritz Lang al abrir su chaqueta para sólo revelar un sujetador. Igual­ mente, en «Justify My Love», Madonna confunde a la audien­ cia sobre el género de toda una variedad de amantes y de aco­ plamientos/apareamientos, mientras que «Truth or Daré» no sólo finge revelar la «verdad» sobre Madonna, asumiendo de este modo la política de la representación como verdad, sino que además la sitúa en medio de un abanico de identidades de género. Es de notar especialmente una secuencia en la que,

disfrazada de Cleopatra, Madonna simula una masturbación bajo la mirada de varios eunucos que lucen unos enormes pe­ chos cónicos. Comenta Kaplan al respecto: «¿Son los ojos de un hombre o de una mujer? ¿Es femenino masturbarse en pú­ blico, o transgrede esta acción los códigos femeninos, aden­ trándose en la masculinidad? Estas son las preguntas plantea­ das por la performance» (Kaplan, 1992, 275). Durante 1998, Madonna se vio de nuevo en el centro de una controversia al presentarse para la concesión de premios vestida como una india «tradicional». Es cierto que, como se dijo en las revistas de moda de la época, el look indio étnico se había puesto de moda en Estados Unidos, el Reino Unido y Australia. Pero aquella aparición de Madonna fue acogida con fuertes protestas por parte de algunos hindúes por enten­ der éstos que deshonraba el carácter sagrado de dichas pren­ das al aparecer junto a los senos al aire de la diva. Por una par­ te, Madonna fue criticada por reducir a simple mercancía la etnicidad y ofender las creencias religiosas de algunos hin­ dúes. Por la otra, la propia «performatividad» de la identidad étnica que ella trataba de encamar y de resignificar podía con­ siderarse como un alegato a favor de las ideas antiesencialistas en el sentido de que todas las identidades étnicas son per­ formances y ninguna puede pretender arrogarse la exclusiva de la autenticidad. Así, Madonna estaba en realidad deconstruyendo la identidad étnica propiamente dicha. El inconmen­ surable potencial de interpretaciones suscita aquí la cuestión de si es posible un feminismo global. Es decir, ¿se puede de­ cir que las mujeres y las feministas procedentes de toda una variedad de culturas del orbe terráqueo pueden tener en su co­ razón los mismos intereses fundamentales?

¿Un f e m in is m o

global?

Kaplan (1997) plantea algunas de es tas cuestiones cuan­ do trata acerca de la película Warrior Míarks, dirigida por la afroamericana Alice Walker y la asiática británica, nacida en

Kenia, Pratibha Parmar. La película era una crítica gráfica de las clitoridectomías practicadas en África, con el fin de expo­ ner con todo su dramatismo el terror y el dolor que suponían estas prácticas y educar a las mujeres sobre los peligros de las mismas. En este sentido, la película defiende la idea de que las clitoridectomías son una forma más de tortura y de mal­ trato infantil, en clara violación de los derechos universales de la mujer (tal y como quedaron estatuidos en la Conferen­ cia de la Mujer celebrada en Pekín en 1995). Sin embargo, las africanas adultas de la película defienden con contundencia las clitoridectomías como una parte necesaria de sus tradicio­ nes y prácticas sagradas. Al tiempo que Kaplan simpatiza con la postura contraria a la clitoridectomía, suscita una serie de críticas potenciales a propósito de la película, entre ellas la de que • practica ejercicios argumentativos a costa de la mujer africana, • reproduce la tradición imperialista de enseñar a los afri­ canos una manera «mejor» de vivir, • se basa en viejos estereotipos de los africanos como exó­ ticos y salvajes, • asume la idea de unos derechos globales de la mujer, pe­ cando así de esencialismo. ¿Cómo puede haber un feminismo global cuando existe una diferencia insalvable entre estas feministas occidentales afroamericanas y asiático-británicas, por una parte, y, por la otra, las mujeres africanas? Parecería que no existen unas nor­ mas aceptadas ni un potencial centro de arbitraje que permitan llegar a un acuerdo en cuanto a qué es justicia o qué son los verdaderos derechos e intereses de la mujer. Por implicación, los derechos universales de la mujer son o bien imposibles, o bien, si están declarados, otra versión más de la representación imperialista de las categorías occidentales, aplicables en todo tiempo y lugar. Por lo tanto, se pregunta Kaplan, ¿podrán los unos conocer alguna vez a los otros?

Dentro del feminismo, existe un debate muy complejo so­ bre el que yo no estoy muy cualificado para hacer afirmacio­ nes de carácter definitivo. Sin embargo, permítaseme sugerir que las cuestiones relacionadas con el tema de conocer al otro son insuficientemente específicas en cuanto a lo que signifi­ ca conocer. Por supuesto, nunca podremos conocer a nadie si por conocer entendemos un conocimiento total del otro, que exigiría de nosotros ser ese otro y dejar de ser nosotros mis­ mos. Además, todo conocimiento está culturalmente delimita­ do, y las culturas posicionales y los discursos políticos pueden ser inconmensurables, pues no existe ningún metalenguaje de la traducción. Sin embargo, todos nosotros podemos recono­ cemos mutuamente como usuarios de lenguaje, y, más que considerar las lenguas (como la cultura y el conocimiento) constituidas por normas intraducibies e incompatibles, debe­ ríamos verlas como aptitudes aprendibles. Los lenguajes in­ conmensurables sólo podrían ser lenguajes no aprendibles. Esto fomentaría el diálogo y facilitaría los intentos por alcan­ zar acuerdos pragmáticos. No existe ninguna razón a priori por la que esto tenga que conseguirse. Puede que tampoco se consiga nunca alcanzar un acuerdo; pero, de nuevo, tampoco existe una razón a priori por la que no se pueda alcanzar (Rorty, 199a). No obstante, dada la pobreza, la desigualdad y la violencia que padecen las mujeres a lo largo y ancho del globo, resulta difícil creer que no se pueda alcanzar un acuer­ do sobre una amplia gama de cuestiones prácticas.

La t e l e n o v e l a

c o m o e s p a c io d e l a m u j e r

Hasta ahora nos hemos centrado en unas formas del análi­ sis textual que ilustran las posiciones de sujeto que tratan de fijar a los lectores. No obstante, más que considerar a las au­ diencias como simples reproductoras de un significado textual de base, existe toda una gama de estudios nuevos acerca de la telenovela que muestran cómo los telespectadores construyen, negocian y plasman toda una serie de significados e identida­

des de género. Si bien la telenovela produce ciertas formas simbólicas de ver la tele marcadas por el género, como, por ejemplo, la posición de sujeto de «la madre ideal» (Modleski, 1982), existe una clara diferencia entre, por una parte, «el aná­ lisis de la actividad televisual, concebida como una serie de po­ siciones de sujeto construidas en y a través de los textos, y, por la otra, el análisis de las audiencias sociales, entendidas como sujetos sociales empíricos realmente comprometidos con el ver la televisión» (Ang, 1996, 112). Se ha dicho a menudo (Hobson, 1982; Ang, 1985; Geraghty, 1991) que los temas principales de la telenovela —rela­ ciones interpersonales, bodas, divorcios, los hijos, etcétera— encajan perfectamente con las preocupaciones tradicional­ mente domésticas de la mujer, de manera que la telenovela se­ ría un espacio en el que están validadas las preocupaciones de la mujer y sus distintos puntos de vista y en el que las mujeres se encontrarían a gusto. En su obra sobre la telenovela británi­ ca Crossroads, un programa bastante vilipendiado y conside­ rado por muchos como la quintaesencia de la telebasura, Hob­ son (1982) dijo que ocupaba un lugar especial en la vida de su audiencia, principalmente femenina, cuyas competencias pro­ pias en la esfera interpersonal y doméstica, junto con los dis­ tintos tipos de programas y su buen conocimiento del género, les permitirían asumir un papel activo como miembros de di­ cha audiencia. Otros estudios realizados sobre la audiencia de la teleno­ vela confirman tanto las usuales competencias del género para la audiencia como la sensación de que existe una red colectiva y colaboradora de «televidencia». Así, en el estudio de Seiter (1989) se hablaba de una red de telespectadoras que se utiliza­ ban unas a otras para llevar la cuenta de los complejos avatares de la trama durante un largo período. Esta red tiene a me­ nudo una base familiar —madre e hijas— o vecinal, y entre los temas de discusión se incluye especular acerca de aconte­ cimientos futuros y emitir juicios de carácter moral-ideológi­ co sobre los personajes y sus acciones respectivas. Por eso conviene que nos ocupemos no sólo de los dispositivos tex­

tuales que producen una variedad de modos de feminidad, sino también de hasta qué punto unas mujeres y hombres con­ cretos «adoptan» determinadas posiciones de sujeto textuales (véase el capítulo 5).

Resumen y conclusiones El sexo y el género, al igual que la raza y la etnicidad, son construcciones sociales intrínsecamente implicadas en el pro­ blema de la representación. Son cuestiones que tienen que ver más con la cultura que con la naturaleza. Aunque existe un tipo de pensamiento feminista empeñado en destacar las diferen­ cias esenciales entre hombres y mujeres, yo me he centrado en —y abogado por— esas obras que sustentan la idea del carác­ ter históricamente específico, inestable, plástico y maleable de la identidad sexual. Sin embargo, esto no significa que poda­ mos descartar sin más unas identidades sexuales y adoptar otras, pues, si bien es verdad que el sexo es una construcción social, no es menos cierto que nos constituye tanto mediante las imposiciones del poder como mediante las identificaciones de la psique. Es decir, dichas construcciones están reguladas y tienen sus consecuencias. Como la identidad sexual no es una esencia biológica uni­ versal, sino que tiene que ver con la manera de hablar de la fe­ minidad y la masculinidad, el feminismo y los estudios cultu­ rales deben ocuparse de cómo están representados las mujeres y los hombres. Por ejemplo, los estudios culturales han explo­ rado la representación de la mujer en la cultura popular y en el ámbito de la literatura, llegando a la conclusión de que, a lo largo y ancho del planeta, la mujer ocupa unas posiciones de sujeto construidas para ella que la reducen al cometido patriar­ cal de la domesticidad y del embellecimiento corporal, o, cada vez más en Occidente, a ser madre, tener una carrera, ser capaz de explorar la propia individualidad y ser atractiva. La mujer de las sociedades poscoloniales soportan la doble carga de ha­ ber estado sometidas por el colonialismo y por los varones na­

tivos. Al mismo tiempo, hemos apuntado la posibilidad de de­ sestabilizar las representaciones de los cuerpos sexuados. Pero, del hecho de que los textos construyan posiciones de sujeto no se sigue que todas las mujeres, o todos los hombres, acepten lo que se les ofrece; antes bien, los estudios acerca de la recepción han destacado las negociaciones entre el sujeto y el texto, incluida la posibilidad de resistencia a los significa­ dos textuales. Tales estudios han celebrado a menudo los va­ lores y la cultura «televidente» de la mujer. En este paso del texto a la audiencia, de la imagen a lo hablado, se centrará el capítulo 5, donde, en un estudio sobre los jóvenes asiáticos británicos, podremos ver el lugar que ocupa la televisión en cuanto recurso textual para una serie de personas que se iden­ tifican, o no, con las posiciones de sujeto étnicas y de género que ofrecen los textos y cómo, a través de la charla, interpre­ tan o encaman toda una serie de etnicidades, feminidades y masculinidades. Lecturas complementarias Geraghty, C., Women and Soap Opera, Cambridge, Polity Press, 1991. Moi, T., Sexual/Textual Politics: Feminist Literary Theory, Londres y Nueva York, Routledge, 1985. Nicholson, L., «Interpreting gender», en L. Nicholson y S. Seidman (comps.), Social Postmodernism, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. Weedon, C., Feminist Practice and Poststructuralist Theory, Ox­ ford, Blackwell, 1997.

5. Audiencias, identidad y debates sobre programas televisivos

Las representaciones de la raza y el género de que se ha­ bló en los capítulos anteriores tienen gran importancia ya que se imbrican con esas ideologías, o formas de poder/saber (o poder/conocimiento) (Foucault, 1980), que son constitutivas de las identidades culturales. Por poder/saber se entiende una relación mutuamente constituyente entre poder y saber, o co­ nocimiento, de manera que el conocimiento es indisociable de los «regímenes del poder». El saber o conocimiento está for­ mado dentro, y a través, de las prácticas del poder, al tiempo que contribuye al desarrollo, refinamiento y proliferaciones de las nuevas técnicas del poder. Sin embargo, como ya señala­ mos al final del capítulo 4, del hecho de que los textos cons­ truyan posiciones de sujeto no se sigue que las audiencias «acepten» lo que se les ofrece. En este capítulo exploraremos la relación existente entre las ideologías, las representaciones y la capacidad de las audiencias para crear significado.

La ideología como discurso Las ideologías como forma de poder/saber son estructuras de significación que constituyen relaciones sociales, de tal manera que se encuentran completamente saturadas de poder. Si el significado es, como se dijo en el capítulo 1, una cuestión de diferencia y «diferimiento» (o aplazamiento), la ideología puede considerarse como el intento de fijar un significado para unos fines concretos. Es decir, es el conjunto de prácticas de poder hegemónico con que se intenta fijar la diferencia y po­ ner cerco a los significados inestables de los significantes en el campo discursivo (Laclau y Mouffe, 1985). Según Barthes (1972), por ejemplo, el mito naturaliza lo que es histórica­ mente contingente al hacer que determinadas cosmovisiones parezcan inmutables y fundadas por Dios. Las ideologías como formas de poder/conocimiento son discursos que prestan sentido tanto a los objetos materiales como a las prácticas sociales; definen y producen una manera aceptable e inteligible de entender el mundo al tiempo que ta­ chan de ininteligibles otros modos de razonar. Aquí no damos por supuesto (como en las versiones althusserianas marxistas de la ideología) que la «ideología» sea el contrapunto a una «verdad» que espera ser descubierta; decimos simplemente que la ideología está constituida por discursos o «regímenes de ver­ dad» que tienen consecuencias específicas para las relaciones de poder. Según la interpretación que hace Hall de Gramsci, los conceptos de ideología y hegemonía no sugieren una única ideología dominante, coherente y unificada, sino un campo complejo de ideas en liza, que tienen puntos de separación y rupturas, además de puntos de unión; «en una palabra, un com­ plejo ideológico o una formación discursiva» (Hall, 1996c, 434). Las ideologías son discursos que proporcionan a la gente unas reglas de conducta práctica y moral y, por tanto, son equi­ valentes «a una religión entendida en el sentido secular de uni­ dad de fe entre una concepción del mundo y su correspondien­ te norma de conducta» (Gramsci, 1971, 349). Aunque se puede presentar la ideología como una serie de ideas coherentes, la

mayoría de las veces aparece en forma de significados discur­ sivos fragmentados del sentido común, situados intertextualmente en una variedad de representaciones. Es a través del sen­ tido común como la gente organiza de modo rutinario su vida y sus vivencias, lo cual constituye un punto, o lugar, crucial del conflicto ideológico. Así, a Gramsci le interesa el carácter del pensamiento popular y de la cultura popular por ser el «sitio» más significativo de la lucha ideológica. Es importante ver en la televisión, y, para el caso, en todas las formas de cultura popular, un lugar de contestación y no una simple inyección de ideología en las audiencias, pues, como se dijo en el capítulo 4, si bien las representaciones cons­ truyen posiciones de sujeto, de ello no se sigue que todos los lectores/telespectadores adopten precisamente la que se ofre­ ce, sino todo lo contrario, como han demostrado los estudios sobre la recepción, que han subrayado de manera especial las negociaciones entre sujeto y texto. Consiguientemente, no se puede considerar completa una reflexión sobre la relación en­ tre la televisión global y la constitución de identidades cultu­ rales que no tenga suficientemente en cuenta las pruebas su­ ministradas por un estudio de la audiencia en toda regla. Sin embargo, las pruebas empíricas nunca «hablan por sí mismas» sin más, de una manera inequívoca, sino que están enmarca­ das dentro de unas perspectivas teóricas concretas. En este ca­ pítulo nos situaremos dentro del marco que ha dominado la in­ vestigación sobre la audiencia dentro de la tradición de los estudios culturales, es decir —al menos retrospectivamente—, dentro del paradigma de la audiencia activa. Según esta tra­ dición, las audiencias no son «zombies» culturales, sino acti­ vas productoras de sentido desde dentro de sus propios con­ textos culturales. En este capítulo repasaremos las principales apoyaturas teóricas y empíricas del planteamiento de la audiencia activa, antes de presentar un trabajo realizado con chicas asiático-bri­ tánicas y afrocaribeñas, consistente en dejarlas charlar acerca de algunas famosas telenovelas. Este trabajo es ilustrativo del lugar constitutivo del intercambio de opiniones acerca de la

televisión en la construcción de la identidad cultural, por su referencia específica a cuestiones relacionadas con la etnici­ dad, la hibridez y, sobre todo, el género. Es decir, nos sugiere cómo algunas jóvenes asiático-británicas y afrocaribeñas, por cuanto forman parte de diásporas globales, construyen y enuncian sus identidades simplemente charlando sobre la te­ levisión.

Audiencia «activa» de la televisión Ver la televisión comporta una serie de actividades de ca­ rácter social y cultural, un aspecto significativo de las cuales versa acerca del significado discursivo. Las audiencias televi­ sivas son creadoras activas; no aceptan sin más, de manera acrítica, los significados textuales, sino que hacen que sus competencias culturales, anteriormente adquiridas, influyan sobre éstos. Además, puesto que los textos no encaman una serie de significados inequívocos, sino que son polisémicos, es decir, portadores de múltiples significados, unas audiencias constituidas de forma distinta extraerán invariablemente unos significados textuales también distintos. En este contexto, hay que decir que abundan las obras sobre las audiencias televisi­ vas —obras que, por cierto, se apoyan mutuamente— dentro de la tradición de los estudios culturales, de las que se pueden sacar las siguientes conclusiones. • La audiencia se concibe como activa y entendida pro­ ductora de significado más que como resultado o efecto de un texto estructurado. Pero: • Los significados están delimitados por la manera en que se estructura el texto y por el contexto doméstico y cultural de la «televidencia». • Las audiencias deben entenderse en los contextos en los que éstas ven la televisión, tanto en términos de construcción de significado como de las mtinas de la vida cotidiana.

• Las audiencias pueden distinguir fácilmente entre fic­ ción y realidad; de hecho, juegan activamente con la frontera que existe entre ambas. • Los procesos de construcción de significado y el lugar de la televisión en las rutinas de la vida cotidiana varían según las culturas, el género y la clase social en el seno de la misma comunidad cultural. Si no queremos que el paradigma de la «audiencia activa» sea tildado de «eurocéntrico», conviene prestar atención a lo que dicen acerca de los estudios sobre la audiencia de las tele­ novelas McAnany y La Pastina (1994), cuyas opiniones corro­ boran la importancia de las configuraciones culturales locales en un contexto latinoamericano. Los autores dan a entender que las audiencias son activas por cuanto reconocen la natura­ leza ficticia del género y el funcionamiento de sus reglas, al tiempo que extraen toda una variedad de significados de las te­ lenovelas, las cuales acaban resultando bastante importantes para sus vidas. En el frente teórico, dos campos de estudio se han de­ mostrado particularmente influyentes dentro de los estudios culturales: el modelo codificador-descodificador de Hall (1981) y los estudios sobre la recepción literaria. Hall conci­ be el proceso de la codificación televisiva como una articula­ ción de momentos interrelacionados, pero distintos —pro­ ducción, circulación, distribución, reproducción—, cada uno de los cuales posee sus prácticas específicas, que son necesa­ rias para el circuito, pero que no garantizan el momento si­ guiente. Así, aunque el significado está «incrustado» en cada nivel, no es necesariamente adoptado en el siguiente momen­ to del circuito. En concreto, la producción de significado no asegura el consumo de éste tal y como los codificadores po­ drían dar a entender, pues los mensajes televisivos, construi­ dos como un sistema de signos con componentes multiacentuados, son polisémicos. Si —y en el grado en que— las audiencias comparten un marco cultural con los productores/codificadores, se puede

afirmar que descodifican los signos de la misma manera, es de­ cir, con una lectura «dominante». Sin embargo, si la audiencia está situada en diferentes posiciones sociales (por ejemplo, de clase y género) y con diferentes recursos culturales, podría descodificar los programas de manera alternativa, es decir, con una lectura negociada u oposicional. En otras palabras, los mensajes televisivos son portadores de múltiples significados y cada cual puede interpretarse de diferentes maneras. Lo cual no quiere decir que todos los significados sean iguales entre sí; antes bien, el texto estará «estructurado de manera predomi­ nante», conducente a un «significado preferido», es decir, al significado al que nos orienta el texto. Los trabajos dentro de la tradición de los estudios hermeneúticos y de la recepción literaria cuestionan asimismo la idea de que exista un único significado textual asociado a la inten­ ción autoral y de que los textos puedan controlar los significa­ dos creados por los lectores/las audiencias. Para Gadamer (1976) e Iset (1978), la relación entre texto y audiencia es una relación interactiva, en la que el lector se acerca al texto con ciertas expectativas y anticipaciones, que son modificadas en el transcurso de la lectura para ser a su vez desplazadas por nue­ vas «proyecciones». Así, la comprensión se produce siempre desde la posición y punto de vista de la persona que compren­ de, e implica no sólo reproducción de un significado textual se­ guro, sino también su producción por parte de los lectores. El texto puede guiar al lector, pero no puede fijar los significados, que son el resultado de las oscilaciones entre el texto y la ima­ ginación del lector. Wilson (1993) aplica a la pequeña pantalla unos conceptos parecidos a los Iser y afirma que todas las in­ terpretaciones de la televisión son productoras de nuevo senti­ do desde el momento en que los telespectadores tratan de cons­ truir sentido coherente fabricando narrativas a partir de las incertidumbres del texto. El paradigma de la audiencia activa forma parte de una in­ sistencia más amplia de los estudios culturales sobre la acti­ vidad, orientada al significado, de los consumidores, que se vuelven bricoleurs al seleccionar y disponer elementos de

mercancías materiales y de signos significativos. Así, por ejemplo, según Fiske (1987), la cultura popular está constitui­ da por los significados que la gente crea más que por aquellos que resultan identificables dentro de los textos. Tras dejar bien claro que la cultura popular está en su mayor parte producida por empresas capitalistas, «se centra más bien en las tácticas populares mediante las cuales se hace frente, se esquiva o se opone resistencia a estas fuerzas» (Fiske, 1989, 8). Asimismo, Fiske concibe la televisión en términos de dos economías bien distintas: una economía financiera de la producción y una eco­ nomía cultural del consumo. La primera se interesa funda­ mentalmente por el dinero y el valor de cambio de las mer­ cancías, mientras que la segunda es un lugar de significados culturales, de placeres y de identidades sociales. Es de impor­ tancia crucial que, si bien la economía financiera «debe tener­ se en cuenta» en cualquier investigación de lo cultural, ésta no determina ni invalida el considerable poder que tienen las audiencias como productoras de significado en el ámbito del consumo. La cultura popular se considera, pues, como un lu­ gar de guerra semiótica y de táctica popular, utilizadas para rehuir u oponer resistencia a los significados producidos e ins­ critos en las mercancías por los productores. Como reacción a esta postura «populista», McGuigan (1992) considera que Fiske representa una renuncia al pensa­ miento crítico y un claro abandono de la economía política, lo que conduce a la aceptación del libre mercado y al capitalismo consumista. En una línea parecida, Curran (1991) ha criticado también el paradigma de la audiencia activa por considerar que reniega de su talante crítico hacia el poder de los consorcios mediáticos a favor de la «autonomía de la audiencia». Sin em­ bargo, como señala Ang (1996), reconocer los significados plu­ rales que producen las audiencias no significa abandonar la necesidad de explorar las instituciones mediáticas ni los textos, sino que supone la puesta en marcha de una nueva problemáti­ ca, a saber, la necesidad de inquirir sobre «la manera en que la contradicción, la inconsistencia y la incoherencia culturales pe­ netran la cultura contemporánea posmodema» (Ang, 1996,11).

En efecto, no sólo existen múltiples posiciones respecto a la audiencia que son compatibles con una más amplia cultura de consumo, de mercado de nichos, sino que, además, la adop­ ción de cualquier ideología o identidad, sea crítica o conser­ vadora, exige que las audiencias estén activamente compro­ metidas con los textos. Las audiencias son siempre activas, y el significado siempre es inestable y está en constante flujo; las cuestiones críticas se dan cita allí donde se produce el ne­ cesario «corte» para estabilizar y regular los sentidos y las identidades; es decir, la cuestión de cómo la ideología, en el sobredeterminado y caótico juego de las competencias discur­ sivas de la audiencia y de los «significados preferidos» de la televisión, trata de fijar y estabilizar las representaciones con las que las audiencias se identifican y, con ello, construyen sus identidades. Una vez más, las identidades se conciben aquí como una «sutura» entre los textos y las identificaciones, las posiciones sedimentadas que hemos adoptado y tratado de vi­ vir (Hall, 1997b). En este contexto, ver la televisión es a la vez constitutivo de, y está constituido por, unas formas determina­ das de identidad cultural. Es decir, la televisión conforma un recurso para la construcción de la identidad cultural, así como las audiencias se inspiran en sus propias identidades culturales sedimentadas y en sus competencias culturales para descodifi­ car los programas a su manera particular.

Audiencias televisivas e identidad cultural Los primeros escritos de Morley y Ang resultaron funda­ mentales en cuanto a establecer y popularizar el carácter acti­ vo de las audiencias en el marco de los estudios culturales.

« N a t io n w id e »

El estudio realizado por Morley (1980) sobre las personas que vieron en los años setenta el programa informativo Na-

tionwide, estudio basado en el modelo de codificación/desco­ dificación de Hall, confirma tanto la existencia de un sinfín de lecturas como un escoramiento del lado de posiciones descodificadoras clave constituidas por la clase. Así, por ejemplo, las descodificaciones dominantes fueron realizadas por un grupo de ejecutivos de la prensa y de la banca conservadores, mientras que las descodificaciones «oposicionales» las realizó un grupo de representantes sindicales, cuyas perspectivas po­ líticas los llevaban a rechazar en masa los discursos de Na­ tionwide. Se puede considerar a la vez una virtud y una debilidad del modelo codificación/descodificación el que, al menos en su forma original, la clase sea el punto nodal crítico para es­ tructurar las interpretaciones de la audiencia y suministrar un elemento de resistencia frente a la que se consideró como la ideología de clase hegemónica. Sin embargo, una de las prin­ cipales críticas al citado estudio de Morley fue que se basara en discursos sobre la clase a expensas del género o la raza. En efecto, el género tiene al menos igual importancia, y ha sido debidamente estudiado por un buen número de escritores, también en su relación con la televisión.

D allas

En el comentadísimo estudio de Ang (1985) sobre el serial estadounidense Dallas se afirma que las mujeres que vieron la serie estuvieron activamente implicadas en la producción tan­ to de significado como de placer, lo que implica que toda una serie de manifestaciones no son reducibles simplemente a la estructura del texto, a un «efecto ideológico» o a un proyecto político. Ver Dallas, se viene a decir, es una experiencia me­ diada por la «ideología de la cultura de masas», lo que sitúa a la serie en una relación inferior con otras actividades cultura­ les, y que a su vez conduce a quienes la ven a experimentar y adoptar una serie de sensaciones y actitudes, entre ellas:

• sentimientos de culpa por ver la serie, • una actitud irónica, muy útil para superar la contradic­ ción que entraña ver la serie con claro placer y al mismo tiem­ po tenerla por «basura», • la sensación de que se puede ver la serie con tal de ser «conscientes de sus peligros», • una ideología populista, por la que las mujeres defienden su derecho a que les guste lo que bien les parezca. Durante los años ochenta, Dallas se convirtió en el símbo­ lo de la globalización de la televisión americana y de los temo­ res generados por el imperialismo cultural. En este contexto, el estudio de Liebes y Katz (1991) sobre la identidad cultural na­ cional y étnica como factores mediadores en la recepción de la ficción televisiva, encierra un interés especial. Los autores ex­ ploraban la recepción de Dallas por parte de telespectadores de una variada gama de procedencias culturales y étnicas, pres­ tando particular atención a las dimensiones interculturales. El estudio, que buscaba pruebas sobre la existencia de diferentes interpretaciones de la serie en términos de comprensión y ca­ pacidad crítica, asumía que los miembros de los grupos selec­ cionados debatirían el texto entre sí y avanzarían interpretacio­ nes basadas en una comprensión cultural mutua. Según Liebes y Katz, su estudio aporta pruebas claras sobre la existencia de diferentes lecturas basadas en diferentes trasfondos culturales mutuamente relacionados. En particular, se habla de la existencia de diferencias en­ tre los enfoques «referencial» y «crítico» de la serie en el seno de grupos diferentes. Por «referencial» se entiende una com­ prensión según la cual la serie se refiere fundamentalmente a la «realidad» y el programa aparece tratado como si fuera real. Y por «crítico» se entiende una conciencia del carácter fabri­ cado de la serie y un debate planteado en términos de los me­ canismos de la construcción narrativa y de la economía de la industria televisiva. Según los mencionados autores, había muchas diferencias entre grupos étnicos en los niveles de cada tipo de enunciado, y una de sus conclusiones era que los ame­

ricanos y los rusos se mostraban particularmente críticos. La conciencia crítica mostrada por los americanos se centraba principalmente en cuestiones de la forma y contexto de la pro­ ducción, fruto de su mayor comprensión de las cuestiones te­ levisivas, siendo menos críticos en cuanto al contenido y ten­ diendo a asumir que Dallas no tenía ninguna temática ni ideología especiales, sino que era un mero entretenimiento. En cambio, los rusos se mostraron más críticos con la «política» de la serie, en la que veían una representación distorsionada del Occidente capitalista, mientras que los grupos árabes mos­ traron una especial sensibilidad para con los «peligros» de la cultura occidental y la «degeneración moral» de Occidente. El estudio de Dallas llevado a cabo por Liebes y Katz su­ giere la existencia de un buen número de relaciones importan­ tes entre la televisión global y la identidad nacional/cultural. La principal conclusión que podemos extraer de dicho estudio es que las audiencias utilizan su sentido de la identidad nacio­ nal y étnica como posición desde la cual descodificar los pro­ gramas, de manera que, por ejemplo, los programas estadouni­ denses no son consumidos por las audiencias acríticamente, ni tienen como resultado inevitable la destrucción de las identi­ dades culturales autóctonas. De hecho, la utilización de las identificaciones culturales propias como punto de resistencia también ayudá a constituir esa misma identidad cultural a tra­ vés de su propio enunciado.

The Y

o u n g a n d the

R e stless

La obra de Miller (1995) sobre la telenovela estadouni­ dense The Young and the Restless suministra ulteriores mate­ riales sobre la interpretación de la televisión global en con­ textos no occidentales. Según el autor, nos equivocaríamos si consideráramos la emisión de The Young and the Restless en Trinidad simplemente en términos de exportación y consumo de la cultura americana o de vehículo «no problemático» de la modernidad y la cultura consumista. Antes bien —se nos

hace ver—, esta telenovela está perfectamente «localizada», cobrando sentido y encajando bastante bien en las prácticas y significados locales. El autor insiste en la naturaleza social y participativa de la «concepción» de las telenovelas, así como en la importancia del contenido narrativo de las cues­ tiones morales en Trinidad. En concreto, el cotilleo y el es­ cándalo, sobre todo de naturaleza sexual, que son preocupa­ ciones primordiales de la narrativa telenovelística, conectan perfectamente con el concepto trinidadiano de bacanal, que, según Miller, es un concepto popular profundamente arraiga­ do, que reúne en sí ideas tan dispares como la confusión, el cotilleo, el escándalo y la verdad. La preocupación de la serie «muestra cierta complicidad con el significado de la verdad local como exhibición y escándalo» (Miller, 1995, 223). Ade­ más, la serie ofrece varios modelos y puntos de apoyo para la discusión y la imitación de la moda, la cual desempeña un pa­ pel importante en la formación y conservación de la identidad dentro de Trinidad como expresión del «verdadero» yo públi­ co. La obra de Miller es importante por cuanto sugiere la in­ suficiencia del estudio de las características formales de las narrativas, al tiempo que insiste en la necesidad de compren­ der bien los procesos locales de absorción y transformación, los cuales, por su misma naturaleza, son específicos, contin­ gentes e imprevisibles.

V e c in o s

Por su parte, Gillespie (1995) nos aporta unas conclusio­ nes muy útiles acerca de la naturaleza de los debates sobre la televisión entre jóvenes asiáticos de la diáspora de Southall (Londres). La autora nos informa, por ejemplo, de que los jó­ venes utilizan Vecinos para articular sus propias normas y va­ lores emergentes. Se insiste de manera particular en las nor­ mas que conciernen a las relaciones hombre-mujer y al amor adolescente, pues, al tiempo que en la serie tales relaciones conforman el cogollo narrativo, no dejan de ser tabú dentro de

la cultura «de los padres». Esto vale especialmente para las chi­ cas, dado que en la serie aparecen mujeres jóvenes con un gra­ do de libertad mucho mayor de lo que podrían esperar muchas asiático-británicas. La serie ofrece, así, una buena oportunidad para ver a mujeres que viven a su aire al tiempo que plantea cuestiones interesantes sobre la identidad de género.

Televisión, espacio e identidad Ver televisión no sólo plantea problemas en cuanto al sig­ nificado textual, sino también en cuanto al lugar que ocupa la televisión dentro de los ritmos y rutinas de la vida doméstica cotidiana. Ver televisión es algo que solemos hacer en unos es­ pacios domésticos específicos, como, por ejemplo, en el «cuar­ to de estar», junto con otras personas con las que nos une a me­ nudo, aunque no siempre, algún tipo de parentesco. Así pues, muchos autores han empezado a interesarse por los espacios domésticos, en los que se ve la televisión y a sugerir la existen­ cia de una relación directa entre los espacios, las actividades y la construcción de identidades. En este contexto, vamos a ocupamos de dos aspectos con­ cretos de la televisión y de la vida diaria. En primer lugar, ve­ remos cómo la televisión ofrece unos momentos de carácter social y ritual en los que la familia, o un grupo de amigos, se reúnen a hablar antes, durante y después de los programas. En segundo lugar, hablaremos de la relación existente entre tales rituales, así como de los espacios en los que éstos tienen lugar y de la producción de identidades culturales, haciendo espe­ cial hincapié en las cuestiones relacionadas con las identida­ des de género.

El

e s p a c io c o m o l u g a r

Según Massey (1994), el espacio no está «vacío», sino que está culturalmente producido por las relaciones sociales. Es de­

cir, los espacios del hogar, la nación, el aula, el salón, etcétera, están construidos en y a través de relaciones sociales y ani­ mados por un compromiso emocional para que el espacio se convierta en lugar. Así, según Sílverstone (1994), la distinción entre espacio y lugar está marcada por el sentimiento. Es decir, los lugares son espacios llenos de experiencias, recuerdos, in­ tenciones y deseos humanos, que desempeñan el papel de im­ portantes marcadores de identidad individual y colectiva. El espacio forma parte, pues, de la «geometría en constante cambio de las relaciones sociales/de poder» (Massey, 1994,4). En concreto, el intento de fijar el significado del espacio es a su vez un intento por anclarlo en unas identidades específicas, que se presumen propias. Así, por ejemplo, aunque el espacio sea un sitio de contestación y conflicto, los nacionalistas pre­ tenden hacer de los espacios unos sitios de identidades nacio­ nales exclusivas al tratar de nombrar y fijar su significado. De igual manera, la identidad de género es un sitio de conflicto potencial dentro del espacio definido como hogar, que suele codificarse como femenino y apuntalarse ideológicamente con la pretensión de que las mujeres prefieren una vida más local, privada y doméstica que los hombres.

La t e c n o l o g í a , l a

t e l e v is ió n y e l g é n e r o e n e l h o g a r

Como dice Silverstone (1994), la televisión ofrece un nexo de unión entre el hogar y la identidad de un sinfín de ma­ neras, a la vez como objeto doméstico y como mediadora de imágenes de domesticidad (véase el capítulo 4). Aquí nos ocu­ paremos de la primera de estas imágenes, a saber, del lugar que ocupa la televisión como objeto tecnológico en el hogar y de sus relaciones con las rutinas domésticas, las fronteras espa­ ciales y las identidades de género. Es decir, las rutinas y los es­ pacios domésticos están marcados por el género, junto con otras categorías sociales y culturales, como, por ejemplo, codi­ ficar la cocina como femenina y el garaje como masculino. En concreto, el mundo privado del hogar, en el que está situada la

televisión, generalmente se codifica como femenino, mientras que las cuestiones públicas y el espacio público suelen llevar la etiqueta de masculinos. Dentro de estos espacios de género, las tecnologías tienen unas valencias espaciales, es decir, encajan con ciertas nor­ mas sociales/de género. Así, A. Gray (1992) sugiere que las tecnologías «utilizadas para trabajos especiales con un visible producto final» (taladradora, lij adora, sierra) se consideran masculinas, mientras que las «utilizadas en la ejecución de las tareas cotidianas, con un producto final que se suele con­ sumir de inmediato» (cocina, lavadora, plancha), se conside­ ran femeninas. Sin embargo, conviene tener bien presente que ésta no es una cuestión de complejidad tecnológica, o algo parecido, sino de absorción de tecnología en las rela­ ciones sociales. Gray argumenta asimismo, basándose en su estudio etnográfico sobre varios hogares de la zona occiden­ tal del condado de York, que, mientras que los aparatos de ví­ deo (VCR) estaban considerados en su conjunto por las mu­ jeres a la vez como masculinos y femeninos, el manejo de su temporizador se consideraba masculino. En concreto, la tarea de programar el vídeo era considerada por las mujeres del es­ tudio como algo tecnológicamente difícil, y, por ende, mas­ culino, pese a que ellas utilizaban todos los días la no menos compleja lavadora.

Ver la tele en el sur de Londres Lo que queremos decir con esto es que tanto el espacio como la tecnología están marcados por el género, de manera que la identidad cultural puede a la vez estar constituida por, y ser constitutiva de, la televisión en cuanto tecnología vista en la casa. De especial importancia es a este respecto el estudio de Morley (1986) titulado «La televisión en familia», en el que el autor trata de comprender cómo interpretan y utilizan la televisión diferentes familias, centrándose especialmente en cuestiones relacionadas con el poder y el género. De sus en-

travistas cualitativas, realizadas entre dieciocho familias obre­ ras del sur de Londres, extrae las siguientes conclusiones: • El poder y el control en la elección de los programas re­ cae la mayoría de las veces en los hombres. • Los hombres suelen ver la tele prestando más atención que las mujeres, las cuales suelen compaginar la visión con otras actividades domésticas. • Los hombres tienden a planificar lo que van a ver de ma­ nera más sistemática que las mujeres, que en cualquier mo­ mento están dispuestas a ver algo. • Mientras que los hombres dicen no hablar de la televi­ sión, la mujeres la utilizan como tema de conversación. • El uso del vídeo está controlado por el padre. • Las mujeres se sienten culpables de algunas preferencias como telespectadoras, especialmente de su hábito de ver la tele «en solitario». • Los programas de ficción copan las preferencias de las mujeres, mientras que los hombres prefieren los programas de deporte e informativos. • Las mujeres prefieren las noticias de ámbito local a las de ámbito nacional. Este trabajo tiene obvias limitaciones, dado el carácter res­ tringido de las familias entrevistadas, tanto en términos numé­ ricos (sólo dieciocho) como de composición (exclusivamen­ te familias de la clase trabajadora blanca londinense); pero no deja de ser indicativo del tipo de trabajos que se pueden hacer con relación a la televisión en el marco doméstico.

Ver la televisión en Venezuela El estudio etnográfico de Barrios (1988) sobre el público «telenovelero», llevado a cabo en Venezuela con trece fami­ lias, se centró en la mutua relación, de carácter constitutivo, entre ver la tele y la manera en que estaba organizada la vida

familiar. El acto de ver la televisión estaba perfectamente in­ tegrado en la vida cotidiana: al levantarse por la mañana, du­ rante las comidas, mientras se hacían las tareas domésticas, al volver del trabajo, etcétera. De especial importancia era el es­ pacio sagrado y ritual creado alrededor del tiempo consagrado a los dos bloques de telenovelas, en el que cualquier interrup­ ción era vista con mala cara. Esto era especialmente impor­ tante para las mujeres, cuyas vidas estaban centradas en el tra­ bajo doméstico, pero también para los hombres y los niños. De hecho, saber quiénes veían determinados programas de la tele, cuándo y dónde, era fundamental para la política familiar, lo que a la vez fomentaba y entorpecía la comunicación entre los distintos miembros de la familia.

Ver la televisión en China En China, donde el espacio doméstico limitado significa que la introducción en la casa de un aparato de televisión pro­ duce un impacto considerable, la relación entre televisión, es­ pacio y ocupaciones cotidianas en un contexto global ha sido asimismo objeto de estudio por parte de Lull (1991, 1997). Cuando la televisión está encendida, nadie puede escapar a ella, por lo que ver la televisión no puede por menos de ser una experiencia familiar colectiva; entre las ocupaciones cotidia­ nas de la familia, destaca un momento específico para ver la tele. La irrupción de la televisión ha modificado las relaciones familiares y ha creado conflictos potenciales sobre qué se ve, cuándo y por quién. Asimismo, la regulación de lo que ven los niños es un problema de primer orden.

La televisión como espacio global En contraste con la insistencia anterior en el hogar consi­ derado como lugar, a Meyrowitz (1986) le interesa más bien el espacio global y la manera en que los medios electrónicos

modifican nuestra percepción de una «geografía situacional» de la vida social; es decir, la sensación de que estamos vivien­ do en un espacio internacional virtual, en el que se forjan constantemente nuevas formas de identificación. El núcleo de su argumentación estriba en que los medios electrónicos han dado al traste con los vínculos tradicionales entre lugar geo­ gráfico e identidad social, como quiera que los medios de co­ municación nos proporcionan sin parar nuevas fuentes de identificación, situadas más allá de la inmediatez de unos lu­ gares concretos. Así, por ejemplo, el modo en que la televisión introduce el mundo exterior en el hogar redefine las fronteras entre lo privado y lo público. Esto tiene una importancia espe­ cial para las mujeres y los niños, cuyas vidas a menudo «limi­ tan con la casa», pero que ahora ven cómo el mundo público «masculino» es introducido por medio de la televisión en el mundo privado «femenino» del hogar. Un espacio de particular interés para el estudio de la televi­ sión global y de las identidades locales, y que está recibiendo cada vez mayor atención en el marco de los estudios culturales (véanse los capítulos 2 y 3), es el de la diáspora étnica. Así, por ejemplo, los participantes en el estudio de Gillespie (del que hablamos anteriormente) comparten su pertenencia a la diáspo­ ra asiática con la mayoría de los jóvenes afincados en Birmingham (Reino Unido) que colaboraron en mi estudio, consistente en dejarlos conversar libremente sobre varias telenovelas (y del que se hablará detenidamente más abajo). En ambos casos, se afirma que la conversación sobre telenovelas es constitutiva de identidad por cuanto los jóvenes negocian, a través de su inter­ cambio de opiniones, cómo «seguir adelante» en su sociedad como personas en el marco de las relaciones sociales.

Etnicidad, género e hibridez: un grupo de jóvenes conversando sobre la televisión El objeto de este estudio es hacer una investigación cuali­ tativa acerca del papel de la telenovela como recurso utilizado

por un grupo de adolescentes asiático-británicos y afrocaribeños, y, así, aportar un ejemplo concreto de cómo un determi­ nado grupo de personas utiliza la televisión como recurso para la construcción de identidades culturales. Me interesa princi­ palmente la producción discursiva de identidades múltiples, incluidas las relacionadas con el género, entre jóvenes asiáti­ cos y afrocaribeños afincados en Gran Bretaña, haciendo es­ pecial hincapié en la naturaleza formativa del lenguaje como recurso capaz de damos forma a nosotros mismos y a nuestro mundo a partir del flujo contingente y desordenado de la char­ la y la práctica cotidianas. La telenovela es un vehículo apro­ piado para explorar estas cuestiones, por la popularidad de que goza entre los jóvenes y por centrarse en las relaciones in­ terpersonales, imbricadas con las cuestiones sociales (Buckingham, 1987; Geraghty, 1991). La estrategia metodológica de este estudio consistía en hacer que los jóvenes hicieran por sí mismos esta investiga­ ción, lo que me llevó a reclutar a adolescentes de entre cator­ ce y quince años de edad para que investigaran junto con sus amigos sobre el tema «la telenovela y las relaciones». Con ello se pretendía que los jóvenes hablaran acerca de las telenovelas en grupo, sin la presencia de adultos. A cada grupo autoseleccionado se le dio una grabadora, pidiéndole que charlara sobre cualquier telenovela en el momento y lugar que quisiera. Casi todos los adolescentes hicieron el trabajo en el instituto, a la hora de comer o en tiempo de clase, con el preceptivo permi­ so de sus profesores (pero en privado). En el estudio partici­ paron veinte grupos de adolescentes, sumando un total de se­ tenta y siete personas, la mayor parte de las cuales, que no todas, eran asiático-británicas. En total, había veinte chicos y cincuenta y siete chicas (veinte blancos, cuarenta y siete asiá­ ticos y diez afrocaribeños). En estas páginas me he limitado, con una sola excepción, a muestras realizadas entre chicas asiático-británicas. (La recogida de datos de este proyecto no habría sido posible sin la colaboración de Julie Andre, a la sa­ zón activa en la universidad de Birmingham, Reino Unido.)

L a « a s ia t ic id a d »

y n e g r i t u d b r it á n ic a s

En mi opinión, las historias contadas aquí sobre jóvenes asiáticos y afrocaribeños británicos no sólo ponen unos uni­ versos vitales a la vista y consideración de los demás, sino que además contribuyen a la legitimación de la idea de la «asiatici­ dad» y negritud británicas mediante la redefinición de la idea misma de lo que significa ser británico. A este respecto, el pre­ dominio de chicas asiático-británicas en la muestra es particu­ larmente significativa. Sus comentarios tienen una especial importancia por el hecho de vivir en la intersección de varias fronteras culturales —concretamente asiáticas, afrocaribeñas y blancas— y también, como chicas, por estar en cierto modo marginadas dentro de unas culturas masculinamente domina­ das. Unas chicas que necesitan reflexionar sobre sus variadas experiencias identitarias para poder dar sentido a sus vidas, y que sin duda se encuentran en una posición excepcional res­ pecto a unas identidades híbridas reflexivamente construidas. Son conscientes de estar atravesando distintos discursos y lu­ gares de actividad y de ofrecer algo de luz sobre sus circuns­ tancias existenciales. Si bien las identidades son siempre históricamente contin­ gentes, también están sujetas a un proceso de estructuración por cuanto no son fortuitas ni están libremente escogidas por unos agentes determinados. En este sentido, la investigación puede dar lugar a narrativas retrospectivas sobre la impronta de la historia y la cultura en la identidad dentro de tradiciones culturales específicas. En este caso, las narrativas abordan cuestiones sobre identidades diaspóricas en el contexto del acelerado proceso de globalización de finales del siglo xx. Las cuestiones sobre la globalización conforman un trasfondo ideal para el estudio de dos problemas. En primer lugar, la te­ lenovela es uno de los géneros más importantes de la televi­ sión global; hay pocos sistemas televisivos que no produzcan y/o importen telenovelas. En segundo lugar, se trata de hijas —de la segunda y tercer generación— de inmigrantes indios, africanos y caribeños, cuya emigración a Gran Bretaña se de­

bió a factores económicos, culturales y políticos globales. Su charla se centra básicamente en lo que significa ser asiática o negra en la Gran Bretaña contemporánea.

Los asiáticos no están nada bien vistos En los debates de las chicas destacaron las cuestiones so­ bre la etnicidad como forma de identidad cultural, particular­ mente con referencia a la representación de los asiáticos y los negros en las telenovelas. En estos debates, las chicas se que­ jan de la imagen inadecuada que se da de las jóvenes asiáticas y negras en la serie australiana Vecinos. B: Creo que los asiáticos no están nada bien vistos. A: Ya. B: Y no es eso. C: Tampoco los negros están muy bien vistos. B: Ya lo sé, sólo están bien vistos los australianos esos. Las chicas se quejan de que la imagen de los asiáticos sea inadecuada tanto en términos cuantitativos como cualita­ tivos; en efecto, aparecen muy pocos asiáticos en Vecinos, y cuando aparece alguno es tratado de manera negativa y este­ reotipada. Así, las chicas manifiestan con bastante claridad su impresión de que los asiáticos están a la vez «dentro» y «fue­ ra» de la sociedad australiana y británica, pues el concepto po­ bre y estereotipado que se tiene de los asiáticos produce la im­ presión de que estuvieran excluidos de una participación plena en esas sociedades. Las chicas afirman su carácter de asiáticas británicas, pero subrayando lo que no son, es decir, partícipes plenamente reconocidas. Las identidades asiáticas construidas por estas chicas no son «puras» o esencialistas, sino una especie de híbridos asiá­ tico-británicos (Barker, 1997a), salpimentados por considera­ ciones de género.

B: ¿Qué me dices de esa Lahta que sale en Vecinos? D: No es la típica asiática. ¿La has visto con un sari puesto? A: Da risa. B: Y sale con... C: Ese Brett. A: Lo sé, le están tomando el pelo, es... [pausa] la típica asiá­ tica; siempre se están cachondeando de los asiáticos, o ne­ gros, o chinos. Así pues, a Lahta, un raro personaje asiático de Vecinos, la ven como una asiática poco típica, pues, entre otras cosas, lle­ va sari. Las chicas infieren que ellas son asiáticas típicas, pero de manera distinta a Lahta. Ellas no llevan sari, ni esperan te­ ner que llevarlo nunca a diario a modo de imposición. Su ex­ periencia como asiáticas es distinta a la de Lahta, que ha de­ sembarcado en Australia directamente de la India. Ellas son británicas y viven una mezcla de tradiciones británico-asiáti­ cas. De esta manera, redefinen lo que significa ser asiáticas al sugerir que son ellas y no Lahta quienes «realmente» repre­ sentan a la chica asiática. Lahta es diferente porque «ha llega­ do directamente de la India, ya sabes», mientras que ellas vi­ ven en Birminghan (Reino Unido). Esto es subrayado también por otro grupo de chicas en los siguientes términos: B: Y la manera en que su hermano [de Lahta] controla hasta lo más mínimo su vida..., eso no puede ser. Nuestra vida no es así. A: No, eso no ocurre. B: La gente no es tan estricta. C: Y yo no creo que los hermanos se porten así con sus her­ manas. Las relaciones familiares experimentadas y percibidas por estas chicas no son las mismas que las de la familia india tradicional o que las que suelen «representar» los medios de comunicación. En efecto, a la chica A le parece la imagen que se da de una «asiática típica» una «tomadura de pelo» y un «cachondearse». Según como se lea esta frase, se podría

inferir también que, para ellas, el hecho de que Lahta esté sa­ liendo con Brett, un chico blanco, es también un «cachon­ deo», y, en general, que salir con un chico blanco es algo poco probable. Las chicas parecen defender una identidad asiática que combine un sentido incluyente y tradicional (no se sale con chicos blancos) con una visión postradicional de ser asiáticas (no hay por qué llevar sari ni dejarse controlar por un hermano). Esto se podría describir como una forma hí­ brida británico-asiática. Además de ser significativos por redefinir lo que signifi­ ca ser asiático, estos debates lo son también por la manera en que la etnicidad y el género se entremezclan para producir las identidades de las interlocutoras como asiáticas y como chi­ cas. Consideremos, a este respecto, un pasaje en el que las chicas hablan de una secuencia de Vecinos centrada en el bai­ le y en la actividad sexual durante una fiesta. B: Ya sabes que Vikram es un hipócrita, ¿te acuerdas cuando la fiesta? No recuerdo bien en qué momento; después de estar bailando con Julie, la mujer de Philip, él no se lo pue­ de decir a su hija, quiero decir a su hermana. A: No, pero a ella no le molaba. C: No, no le molaba. Era sólo un baile normal. A: A él no le importa que ella tenga amigos, o sea, amigos normales; pero no lo que tú ya sabes, que salga con chicos y trate de tirárselos. B: Sí, creo que eso está mal. Es el influjo de todo el mundo que la rodea. Ya sabes, a Lahta no le gusta sentirse... mar­ ginada. A: Sí, por eso las asiáticas hacen a veces ese tipo de cosas. B: Sí, a veces, en fin... C; Y ¿por qué no las asiáticas? Casi todas las chicas... D: Lo de la mala reputación, y todo eso... B: O sea, casi todas las chicas lo hacen en nuestros días, lo sé porque... La cuestión de saber qué es un baile y una conducta se­ xual aceptables pone sobre el candelero los dilemas sexuales y emocionales de las chicas. El sentimiento de quedar «mar­

ginadas» y los peligros derivados de tener una «mala reputa­ ción» constituyen un dilema emocional para ellas, estructura­ do por preocupaciones tanto de género como de etnicidad. Vikram es un «hipócrita» por las implicaciones sexuales de bailar con Julie al mismo tiempo que intenta impedir la rela­ ción entre Lahta y Brett. La crítica puede considerarse dirigi­ da a algunos aspectos de la masculinidad asiática tradicional. Aunque las demás chicas defienden a Vikram («no le molaba, era sólo un baile normal»), dando a entender que es inacepta­ ble el baile con sesgo sexual, «a él no le importa que ella ten­ ga amigos, o sea, amigos normales, pero no lo que tú ya sabes, que salga con chicos y trate de tirárselos», existe cierta sim­ patía hacia Lahta por el hecho de que «a ella no le gusta sen­ tirse... marginada». Este miedo a verse marginadas está expli­ cado en términos de etnicidad. «Sí, por eso las asiáticas hacen a veces ese tipo de cosas». En otras palabras, la experiencia de ser asiáticas las hace sentirse «marginadas», lo cual ellas con­ trarrestan manteniendo relaciones con chicos, algo que, por implicación, les puede hacer sentirse más integradas. Sin em­ bargo, según otra chica, esto es algo que no tiene nada que ver con ser asiáticas, sino con ser mujeres. Y «¿por qué las asiáti­ cas no? Casi todas las chicas...». Así, los peligros de tener «mala reputación» parecen estar sobredeterminados por la conjunción entre etnicidad y género. Sin embargo, algunas mantienen cierto grado de distanciamiento respecto de las tra­ diciones de género y cultura asiáticas, pues, en la práctica, pi­ den un espacio aparte para realizar su sexualidad. «O sea, casi todas las chicas lo hacen en nuestros días», y pasan a nombrar a algunas participantes que se supone que son sexualmente activas. La confluencia entre etnicidad y género, que implica iden­ tificación pero tiene al mismo tiempo como resultado la ex­ clusión, es ulteriormente subrayada en una secuencia donde las chicas dicen que el Rick de Vecinos les parece atractivo. Rick aparece, así, considerado desde un punto de vista sexual: es «el más guapo», una percepción confirmada por las demás chicas y sistemáticamente asumida por las chichas blancas de

la muestra. Sin embargo, esta orientación, marcada por el sexo y el género, pierde fuerza para las chicas al enterarse (por una de las participantes) consternadas de que el atractivo actor ha afirmado en la televisión que «él no saldría nunca con una asiática». Curiosamente, la estructura de los discursos em­ pleados por las chicas durante buena parte de las discusiones conforman un entramado en el que las asiáticas, y las chicas en general, son inactivas. Las chicas utilizan frases genéricas del tipo: «Siempre se están cachondeando de los asiáticos o los negros», que construyen a los asiáticos como una colecti­ vidad que se encuentra las cosas hechas por otros. Hay pocas frases en las que los asiáticos sean activos y hagan cosas a otros. La excepción es Vikram, un hombre que, con su «exce­ sivo control», su «bailar» y su «encapricharse», hace cosas a/y con las mujeres. En la línea de lo anteriormente dicho, las chicas producen múltiples e híbridas identidades, complicadas por las relacio­ nes de género. Se ven a sí mismas como asiáticas y, sin em­ bargo, se distancian de algunos aspectos de la tradición en vir­ tud de su participación en otros ámbitos de la cultura británica. Están a la vez dentro y fuera de la sociedad británica y de la cultura asiática.

Negros, británicos y clase obrera En esta sección nos vamos a centrar en una participante en particular, a la que llamaremos Sandra y designaremos como «A» en los siguientes intercambios. En vez de ceñimos a cues­ tiones relacionadas con la asiaticidad teñida por el género, nos centraremos en la diáspora del «Atlántico Negro» (Gilroy, 1993) y en la constmcción de negritud modulada por discursos sobre la clase social. Consideremos el siguiente fragmento del estudio: A: Bueno, vamos a arrancar hablando de EastEnders. B: De EastEnders.

A: Sí. B: Creo que es..., creo que es la serie más realista que se pue­ de ver hoy día en la tele. C: Tiene mucho que ver con nosotras, desde luego. B: Sí, se habla del racismo, de las relaciones..., de la mujer, del paro y de muchas cosas más. A: Bueno, la verdad es que no nos podemos identificar mucho con lo que está pasando últimamente en EastEnders. Para empezar, mi madre no es dueña de ningún bar. B: Ya, pero... A: En segundo lugar, yo no vivo en una plaza. C: Bueno, tú sabes que mucha gente vive en ese tipo de sitios, ya sabes, gente de clase media. A: No, EastEnders no es una serie sobre gente de clase media. C: Bueno, de clase obrera, quería decir. A: Es para la clase obrera, en su mayoría, y... casi toda la gen­ te que vive en el East End de Londres cree que no da una imagen realista de la vida, ni mucho menos; aunque yo, sinceramente, creo que algunos de los temas que se tratan en la serie son bastante buenos: problemas muy de hoy, como, por ejemplo, lo de Mark, que es seropositivo, y su mujer. B: Ruth, que quiere tener crios. A: Ruth, que quiere tener crios, sí. Pero es un poco estúpida, ¿no? Si quería tener crios, ¿por qué se casó con Mark? B: Ya, sabía que no podría tenerlos. A: Y sabía que si tenía relaciones con Mark sin tomar medi­ das, no sólo tenía muchas probabilidades de quedarse em­ barazada, sino además de infectarse con el virus del sida. Por eso creo que debería habérselo pensado mejor antes de lanzarse y casarse con él. Dos de las chicas de la secuencia anterior, Sandra incluida, son negras, de origen afrocaribeño. La tercera es asiático-britá­ nica. Las interlocutoras C y B afirman que EastEnders es rea­ lista porque lo que trata tiene que ver con «nosotras». El grupo «nosotras» está constituido en términos de identificaciones compartidas por ser a la vez negras y mujeres. Sin embargo, Sandra disiente basándose en cuestiones de clase social. Se

identifica con su pertenencia a la clase obrera y cree que la ima­ gen que se da de la gente trabajadora es inadecuada. Su postu­ ra, pues, viene dictada por su pertenencia a la clase obrera, lo que, por un instante, relega a un segundo plano las cuestiones relacionadas con la etnicidad y el género. Además, introduce rápidamente otra faceta de su identidad: su preocupación por «temas» serios, sobre los que habla adoptando una postura mo­ ralista. EastEnders está considerada una serie «buena» por los «temas» que trata. Según Sandra, Ruth «debería» habérselo pensado mejor antes de casarse con Mark. El tono moral de Sandra, su autodefinición como persona preocupada por tales cuestiones, es un tema recurrente en la conversación. Otros dos ejemplos bastarán al respecto. Al hablar de otro personaje fe­ menino, Cindy, Sandra manifiesta lo siguiente: A: Ya, si se piensa un poco, no debía haber dejado que las co­ sas acabaran así, pues debía haber recordado que fue Ian quien la sacó del arroyo. Por supuesto, Sandra se interesa por tales cuestiones. Esto forma parte de su propia identidad. Además, este tipo de pen­ samientos la hacen adoptar una postura moral bastante firme, tal y como delatan algunas expresiones del tipo «no debía ha­ ber dejado...» o «debía haber recordado». Y relaciona esta postura moral con su anterior preocupación por la cuestión de la clase social. Ian aparece valorado positivamente por haber sacado a Cindy «del arroyo». El hecho de que ésta sea una in­ terpretación cuestionable de la narrativa subraya la importan­ cia que tiene para su identidad la interpretación específica que aplica. En otro momento, las chicas están a punto de comentar un encuentro sexual. Asimismo, en otras conversaciones, en que participaban diferentes chicas del mismo instituto, los tér­ minos «tirarse» y «hacerlo» fueron los descriptores del sexo más frecuentemente utilizados. Sin embargo, nuestra parti­ cipante prefiere, en este contexto, utilizar —e identificarse con— un lenguaje respetable, el oficialmente sancionado:

B: Sí, algo he oído de eso. He leído en una revista que los dos van a hacerlo... A: Sí, que van a tener relaciones sexuales.

Conviene reparar en que Sandra utiliza la expresión de ar­ got «they’re gonna» en vez de la correcta «they are going to» («van a»), pero acto seguido cambia de registro y utiliza la ex­ presión más formal de «relaciones sexuales». El empleo de esta frase podría interpretarse como el tributo que hay que pa­ gar a la grabadora que está funcionando en un rincón. Sin em­ bargo, aun cuando éste fuera el caso, ilustra la conciencia de Sandra respecto al lenguaje «oficial», su sensibilidad respecto al tipo de palabras que se espera que empleen los que ostentan alguna autoridad. Sandra se ve enfrentada a una especie de di­ lema. Por una parte, ya ha establecido para sí una identidad como perteneciente a la clase trabajadora y, por la otra, se identifica con el lenguaje, la ética del trabajo y la posición so­ cial de un sector de la clase media, los profesionales. Poste­ riormente, vuelve a subrayar este segundo aspecto con una alusión al lenguaje oficialmente sancionado: «Pues no vayas a pensar que es una putilla, perdón por la expresión». Sandra corrobora asimismo esta ambivalencia social en un comentario ulterior sobre la telenovela australiana Los rompecorazones (Heartbreak High). Por una parte, afirma su sensibilidad como persona perteneciente a la clase obrera: A: No pienses que en Los rompecorazones el dinero cae llovi­ do del cielo.

Pero, por la otra, se identifica con las aspiraciones socia­ les de los que trabajan duro en el instituto. Existe un acuerdo general en cuanto a censurar que los estudiantes que salen en Los rompecorazones pierdan el tiempo en el instituto. Esto re­ sulta inaceptable para Sandra. A: Para perder el tiempo así, yo preferiría no ir al instituto. B: Ya.

A: En el instituto hay algunos chavales bastante potables; la mitad de la clase siempre está deseando trabajar, pero en Los rompecorazones no llegan a la mitad.

La importancia del lugar de trabajo, del instituto, en la construcción de su identidad resulta más clara cuando explica por qué le gusta la serie americana El príncipe de Bel Air. A: Lo que me gusta del Príncipe es que no sale la típica pan­ da de negros que malviven en el Bronx o en un gueto, que les gusta robar o vender droga para ganarse la vida. Mues­ tra cómo en América hay realmente algunos negros que han conseguido triunfar. B: Ya. A: A los que les va bien en la vida, sin necesidad de traficar con drogas ni de recurrir a la violencia para triunfar. Creo que da una imagen real de algunos de los negros de Amé­ rica a los que les va realmente bien en lo profesional y todo lo demás, y eso está bien, pues no es justo... decir que to­ dos los negros viven en guetos y todo eso, pues sabemos que eso es completamente falso. tí: Ya. A: Por eso me gusta la serie, porque da una imagen positiva. Sin embargo, aunque sea una serie básicamente de negros, creo que mucha gente puede conectar con... El príncipe de Bel Air, creo que algunos asiáticos pueden conectar tam­ bién con la serie.

Sandra se identifica claramente con los «negros que han triunfado», los cuales dan, en su opinión, una «imagen positi­ va». Asimismo, lamenta el sistemático tratamiento racista de los negros como ladrones y traficantes de droga. Ella prefiere identificarse con los profesionales. Pero esto plantea un pro­ blema especial para ella por cuanto Gran Bretaña es un país aquejado de racismo estructural, un país donde existen pocos profesionales negros. No es, pues, de extrañar que no abjure de su identidad de persona perteneciente a la clase obrera ne­ gra en favor de una identidad de clase media. Se muestra muy consciente de sí como joven negra y de la imagen inadecuada

de los negros y los asiáticos en la televisión. Sandra no sólo adopta una postura discursiva sobre la «negritud», sino que además lleva el debate más allá. Reconoce las implicaciones claramente racistas de ciertas «representaciones» de Los rompecorazones. A: Y ¿por qué han decidido borrar del mapa a Jack, su novio? Ahora sólo aparece muy de tarde en tarde. B: Ya. Es porque es asiático, y, si fuera negro, pues lo mismo. Con los asiáticos, siempre igual. Sólo sacan a su gente. A: Ya, y en Los rompecorazones pasa igual, aunque intentan sacar a gente de distintas etnias... B: Y a los que sacan es para ponerlos a parir. A: Aunque intentan sacar a gente de distintas minorías étni­ cas, sólo se ve a negros y asiáticos, quiero decir orientales, y siempre haciendo de comparsas. Ninguno es protagonis­ ta, como Alex, que es blanco, caucasiano, y el resto de los personajes son caucasianos y tipos por el estilo, [...] Creo que ya va siendo hora, aunque digan que Los rompecora­ zones es una serie verdaderamente realista..., creo que ya va siendo hora de que saquen a algún negro o asiático de protagonista.

Se podría pensar que su conciencia de la desigualdad, basa­ da en la etnicidad, le va a impedir identificarse de alguna mane­ ra con Gran Bretaña como nación. Que, de toda la serie de po­ siciones identitarias que articula, la identidad nacional no va a ser una de ellas. Sin embargo, aunque es un caso bastante raro, ella se identifica después con la noción «este país», que incluye cierta valoración positiva. Además, no utiliza el argot autodefinidor de la cultura afrocaribeña que se oye en Handsworth, Birmingham (Reino Unido), sino un inglés más «estándar», salpi­ mentado de modismos de la clase obrera de Birmingham. Estos desplazamientos y múltiples identificaciones son re­ sultado de posicionarse dentro de un abanico de discursos. Sin duda, Sandra es una perfecta ilustración de los múltiples re­ cursos globales existentes para la construcción de la autoidentidad, pues, como ha sugerido Pieterse,

la existencia de múltiples identidades y el descentramiento del sujeto social se deben a la capacidad de los individuos para aprovecharse de varias opciones organizativas al mismo tiem­ po. Así, la globalización es un marco idóneo para la amplifi­ cación y diversificación de las «fuentes del yo». (P ie t e r s e ,

1995, 52)

Sandra utiliza toda una batería de recursos sacados de múltiples tiempos y espacios. Los recursos más obvios que utiliza son de carácter local y personal. Entre ellos, están su madre, sus amigos y su vida escolar. También se incluyen sus experiencias del multiétnico barrio de Handsworth. Como está hablando con una asiática, establece paralelismos entre las ex­ periencias negra y asiática en Gran Bretaña. Sin embargo, también utiliza recursos de una naturaleza más globalizada. EastEnders, Vecinos, Los rompecorazones y El príncipe de Bel Air son sendas series de televisión producidas en Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos respectivamente, pero que circulan por buena parte del planeta, incluido el denomi­ nado «Atlántico Negro», es decir, ese lugar de intercambio de recursos culturales por parte de la diáspora negra de Gran Bre­ taña, América, el Caribe y Africa. En resumen, Sandra posee un buen número de identifica­ ciones e identidades, que guardan cierta tensión recíproca. Su autoidentidad es múltiple y cambiante. Es decididamente de la clase obrera, pero también se identifica con la lengua y las as­ piraciones sociales de los profesionales de clase media. Como vive en una sociedad postradicional, en la que todos los mun­ dos vitales están sujetos a un escrutinio discursivo, no acepta la inferior posición social de los negros, sino que la critica cla­ ramente. Quiere ser una de tantas personas que triunfan, pero es consciente de —y sensible a— las limitaciones que implica ser negro en Gran Bretaña. Esto se expresa mediante una crí­ tica de la imagen que de los negros y asiáticos se da en la tele­ visión. Sandra puede considerarse un híbrido entre negra y británica. Se identifica con este país, pero también con su ne­ gritud. Quiere la movilidad prometida a los que trabajan duro.

pero sabe que, como negra que es, no puede aprovecharse de los recursos y oportunidades que sí están disponibles para los demás blancos. Esto la lleva a identificarse con otras personas que viven en una situación parecida tras reconocer la seme­ janza entre su experiencia y la de los demás negros y asiáticos en general. Es negra, británica y de clase obrera, tiene aspira­ ciones profesionales y domina un discurso moral elevado.

Hablando de telenovelas: la construcción de la feminidad En muchos aspectos, las jóvenes del estudio eran a la vez audiencia «activa» y estaban implicadas en la producción y re­ producción de ideología. Eran «activas» por cuanto se movían fácilmente entre los debates centrados en las distintas tramas, como si éstas fueran el «mundo real», llegando a reconocer la naturaleza construida por el texto dentro de un contexto de producción televisiva. Sin embargo, esto les impidió a muchas construir estereotipos ideológicos acerca del género y de los roles familiares.

Grant

La importancia del género en las conversaciones de las chicas se pudo ver con bastante claridad a la hora de tratar so­ bre sus personajes favoritos (Barker y Andre, 1996), uno de los cuales era Grant Mitchel, de EastEnders, como revela el siguiente diálogo: B: A mí la serie que más me gusta es EastEnders. Me gusta bastante Grant. C: Grant de EastEnders. A: A mí me encanta Grant. Nuestra hermana está loca por Grant. B: [...] A mí me gustan todos los pendejos.

D: Ah, a mí me gustaba muchísimo Grant. No quería que se fuera, aunque era un tipo violento. Antes no me gustaba, lo que se dice gustar, pero desde que salió de la cárcel me gusta muchísimo.

Para estas chicas, Grant pertenece a una tradición de hom­ bres rebeldes, que se distinguen por su fuerza, energía, seguri­ dad en sí mismos y por su independencia. Así, el estatus «mó­ vil» de Grant como «pendejo» es objeto de admiración. Sus «cualidades», como veremos después, se toleran menos en la mujer. La postura contrastada, adoptada por las chicas, iba a mostrar un interés creciente por Grant conforme éste se iba implicando cada vez más en tramas de carácter romántico, marital e interpersonal. Aunque D desaprueba formalmente su faceta de «tipo violento», después el personaje le «gusta mu­ chísimo», cuando su posición modificada en el texto lo hace más aceptable. Conviene señalar que esta chica comulgaba plenamente con las convenciones del amor y del quest roman­ ce (la novela de la búsqueda). La mayor parte de los empare­ jamientos de las telenovelas resultan tolerables «con tal de que se amen mutuamente», y la postura de Grant en este tipo de tramas hace que parezca más simpático. El hecho de que las chicas simpaticen con Grant de mane­ ra diferente, considerándolo, por una parte, como símbolo de la rebelión y, por la otra, como un personaje sensible a los discur­ sos sobre el amor, expresa la tensión existente en esta «cultura de chicas» asiático-británicas entre, de un lado, la atracción por el mundo privado tradicional de las relaciones interpersonales, tradicional tanto para las mujeres como para la telenovela, y, del otro, el deseo de mostrarse más independientes en la esfera pública.

N a t a l ie

y

B ia n c a

Algunas de las tensiones existentes en esta «cultura de chi­ cas» se manifestaron de forma especial en las conversaciones

centradas en otros dos personajes de EastEnders: Natalie y Bianca. B: A mí me gusta Natalie. Creo que Ricky y ella deberían en­ rollarse. A: Sí, bueno, podrían entenderse. Pero Natalie es una persona mucho más simpática, se preocupa por los demás, no pien­ sa sólo en sí misma y, no sé, pero creo que ha hecho por Ricky mucho más que Bianca. C: ¿Qué me decís del vestido de Bianca? [risas]. ¿Os habéis fijado? [risas]. A: El vestido de Bianca era rosa. Se daba de tortas con su pelo. C: Es de risa. Es una chica bastante estúpida. B: Sí, es bastante estúpida. Natalie está construida como una «persona simpática», en oposición a Bianca. Como tal, se podría «enrollar con» Ricky, «se preocupa por lo demás» y «no piensa sólo en sí misma». Estas cualidades son constitutivas de la tradicional identidad de la mujer, capacitada para el mundo privado de las relacio­ nes interpersonales pero excluida de los roles más emprende­ dores del ámbito público. Es una identidad hacia la que estas chicas concretas parecen orientarse, pues, para ellas, todo se puede perdonar «con tal de que se ame a la persona». Bianca caía antipática a todas las participantes. Un grupo de chicas la describió como «una verdadera escoria» y «un poco bruja». Al describir a Bianca en esos términos, las chi­ cas parecen estar atacándola de dos maneras: en primer lugar, por ser excesivamente independiente, prepotente y egotista; y, en segundo lugar, por su seguridad sexual. El término «es­ coria» sugiere lo que, según ellas, es una conducta sexual ina­ propiada para la mujer. Dada la manifiesta naturaleza sexual de las críticas lanzadas contra Bianca, resulta significativo que algunas conversadoras arremetan contra su aspecto. «Mmm, ¿qué te parece entrar en un bar vestida de esa mane­ ra? Parece como si quisiera exhibirse en braguitas.» Muchas de estas chicas no aceptan a las mujeres independientes, al

tiempo que aplauden que Grant sí se muestre como un tipo in­ dependiente.

Cody, H

elen y

B everley

Aunque hay otros ejemplos de juicios considerados tradi­ cionalmente sexistas (por ejemplo, Cody, de Vecinos, es criti­ cada por nuestras chicas por tener «una voz extraña», «una voz profunda» y «una voz ronca»), nos equivocaríamos si viéra­ mos en estas opiniones una simple confirmación de las tradi­ cionales identidades de género. La tensión, a la que he aludido anteriormente, entre «tradición» y deseo de ser más indepen­ diente sigue manifestándose en las distintas manifestaciones. Así, una chica criticó a Helen, también de Vecinos, por tomar descaradamente partido en favor de la domesticidad. «Lo úni­ co que hace Helen es pasarse el día sentada, guisando y dando buenos consejos.» En una vena no muy distinta, Beverley, de Brookside, tras ser criticada en un primer momento por sus pretensiones sociales, luego es objeto de elogio por su pasado de chica independiente. «Pero ha cambiado. Recuerda cuando llegó, al principio. Parecía... una especie de... devoradora de hombres [risas].» Lo de «devoradora de hombres» se podría interpretar como una expresión despectiva. Sin embargo, en este contexto, nos parece un elogio que se le dispensa por su confianza en sí misma y su desparpajo sexual.

Explorando la identidad sexual Esta libertad para explayarse sobre las telenovelas ofrece a nuestras jóvenes un foro de discusión acerca de unos temas que resultan arduos o violentos, como es la identidad sexual o, más en concreto, la homosexualidad, que se sale del ámbito del imperativo heterosexual. Conforme avanza la conversa­ ción, unas participantes se esfuerzan por establecer una iden­ tidad heterosexual fija, mientras que otras adoptan una postu­

ra más flexible y se muestran partidarias de una mayor plasti­ cidad en la identidad sexual.

B eth , D ella

y

B in n y

Durante la primera parte del estudio, los personajes lesbianos Beth, de Brookside, y Della y Binny, de EastEnders, con papeles destacados en los respectivos guiones, aparecie­ ron mencionados en casi todas las conversaciones. Debatien­ do sobre estos personajes, los jóvenes abundaron en lo que creían que era constitutivo del lesbianismo. Entre las chicas, hubo escasa hostilidad hacia los gays y las lesbianas, aunque se notaba cierta ambivalencia a la hora de decir qué «era» para ellas el lesbianismo. La principal tensión se produjo entre las que necesitaban dar explicaciones a propósito del lesbianismo de un personaje y las que lo aceptaban como algo normal. B: Yo creo que lo del lesbianismo de Beth y todo eso, yo creo..., supongo que podría ocurrir en la vida real. La ver­ dad es que no lo sé. Yo no conozco a ninguna lesbiana. C: Bueno, yo no creo..., yo no conozco a ninguna lesbiana, pero en fin, de todos modos, nunca se sabe... B: Yo no sé si ocurre en la vida real, aunque supongo que sí. En fin, se puede comprender por lo que le pasó, la viola­ ción y todo eso..., probablemente la hizo sentirse así con los hombres; pero ella no lo admite, dice que es así sim­ plemente. En EastEnders, a mí Della y Binny me produ­ cen risa. En cualquier caso, creo que, en cierto modo... se hacen el bien mutuamente. Yo no creo que Della esté muy por la labor... Creo que debería haberse ido con Steve o con cualquier otro tipo. Binny es más, o sea..., está más por la labor; pero es que ella es así; bueno, no, ahora me confundo, no, Della, Della es así, ella no creo que sea una... de verdad, cómo decir, una lesbiana incondicional, si es que existe alguna lesbiana incondicional, en fin, yo me entiendo... D: Esta serie [pausa] enseña una cosa que a mí me da mucha rabia, pues hay gente que espera que alguien sea diferente

por ser gay, y yo no creo que eso sea justo, que la gente crea eso porque ella no es diferente; me joroba realmente que la gente trate a alguien de manera distinta porque... [le­ vanta la voz] eso me saca realmente de quicio. Al distanciarse del lesbianismo cuestionando su realidad y negando conocer personalmente a ninguna lesbiana, la interlocutora B encama la ambivalencia que existe en estas jóvenes al respecto. Incluso se pregunta si existe realmente alguna les­ biana «incondicional». La confusión sobre la sexualidad de Della se debe a la amistad que mantiene con el personaje mas­ culino Steve; en otro lugar, se intenta asimismo aclarar si De­ lla está «saliendo» con Steve o todavía «sale» con Binny. La duda sobre la sexualidad de una de las protagonistas se debe a su amistad con un varón heterosexual, algo que las chicas per­ ciben sin duda como no constitutivo de tendencia o conducta homosexual, algo que sirve para confirmar la correcta solu­ ción normativa (para estas jóvenes) de la heterosexualidad. En otra de las discusiones, que resultó posible gracias al conocimiento por parte de las participantes de algunas expe­ riencias de la infancia, éstas tuvieron que exponer las «razo­ nes» por las que Beth (en Brookside) era lesbiana; dijeron «ser capaces de comprender» por qué «se había vuelto» lesbiana. Al parecer, todas coincidieron en afirmar que ello se debía al ataque sexual de que había sido objeto de pequeña, a manos de su padre, y al hecho de haberse acostado con un novio al que luego acusarían de violación. Evidentemente, las hipótesis se basan en los supuestos sentimientos hostiles hacia los hom­ bres por parte de Beth (y de las lesbianas en general). Aunque la que habla admite la explicación de Beth de que «es así sim­ plemente», necesita no obstante dejar bien claro que existe una «razón» que explica la sexualidad de Beth, y de la que ésta no es consciente. Pero, al mismo tiempo, las chicas defienden la relación entre Della y Binny. Dicen que «se hacen el bien mutuamen­ te», expresándose en los mismos términos en que se habían expresado antes sobre lo adecuado o no de las relaciones hete­

rosexuales —por ejemplo, sobre si Rick era más adecuado para Natalie o para Bianca—. Por cierto, la chica D aprovecha la discusión para expresar su apoyo al derecho a elegir libre­ mente respecto a la propia sexualidad. Además, manifiesta una opinión favorable sobre un beso que se dan dos amigos (varones) en la serie Byker Grove: «Conozco a personas a las que les ha pasado eso, y creo que... deberían, deberían dejarlas vivir a su aire».

Moral, ética y lenguaje en las telenovelas Uno de los aspectos más sorprendentes del papel que de­ sempeña el género en el intercambio de opiniones acerca de las telenovelas es la importancia que adquieren las cuestiones relacionadas con la moral y la ética. Dicho intercambio es una manera que tienen las jóvenes asiático-británicas de este estu­ dio de hacer inteligibles, y superables, los dilemas morales y éticos que se les presentan (C. Barker, 1998). Para Foucault, la reflexión ética es una de las maneras en que el sujeto se ve «obligado a poner la atención en sí mismo, a descifrarse y re­ conocerse como sujeto de deseo» (Foucault, 1987, 5). Esta preocupación por la autoproducción o por las «técnicas del yo» se centra en la cuestión ética, considerada como una ma­ nera de «cuidar al yo», lo que, en contraste con la noción de los «cuerpos dóciles», reintroduce el medio y la posibilidad de la resistencia y el cambio. Según Foucault, la moral se interesa por los sistemas de injunción y prohibición y se forma en función de unos códigos formalizados. La ética, en cambio, se ocupa de los consejos prácticos sobre cómo deberíamos preocuparnos de nosotros mismos en la vida cotidiana. Preocupamos, por ejemplo, de lo que significa ser una «buena» persona, una persona autodisciplinada, una persona creativa, etcétera (Foucault, 1979, 1984, 1986, 1987). El pensador francés distingue entre la moral, que opera mediante una serie de normas y prohibiciones impues­ tas (asociadas al cristianismo), y la ética, que se ocupa de las

prácticas reales de los sujetos con relación a las normas que se les recomiendan y que éstos ponen en práctica con distintos grados de observancia y creatividad. En concreto, él aboga por una ética del autodominio y de la «estilización», surgida del carácter de las propias relaciones más que de las normas o prohibiciones externas. Según esta concepción más dinámica del yo, hay que ver la ética como el lugar donde se concreta una forma de activi­ dad automodeladora. En este sentido, los debates de las chicas que reproducimos más abajo son significativos de la manera en que éstas se preocupan tanto de enjuiciar moralmente a los personajes de las telenovelas como de «modelarse» a sí mis­ mas, preocupándose de la ética en cuanto «cuidado del yo». En estas conversaciones se exploraron tanto las injunciones morales formales derivadas de la vida cultural asiático-britá­ nica como un modo de preocuparse por uno mismo centrado en la sexualidad y la realización a través de las relaciones per­ sonales. Así, las chicas se esfuerzan por forjar nuevos lengua­ jes relacionados con la moral, la ética y la acción, y también por hacer inteligibles y superables los dilemas morales y éti­ cos a que deben hacer frente.

Condenas

y e x p l ic a c io n e s d e c a r á c t e r m o r a l

En el transcurso de los debates de las chicas sobre la mo­ ral sexual, emergen dos temas clave, que mantienen no obs­ tante una tensión recíproca. El primero es la condena de la se­ xualidad inadecuada en términos tanto de su representación (se considera demasiado explícita) como de la reprensión ver­ bal de los personajes que actúan de manera «inmoral»; esta clara postura de condena moral, que demuestra una preocupa­ ción especial por la pureza y la austeridad, vuelve culpables a los individuos. Pero, al mismo tiempo, esto se ve atenuado por una segunda temática: la explicación en virtud de la cual se pueden comprender y perdonar las acciones de los personajes, de manera que la moral de la condena absoluta deja paso a lq.

relativización de la moral al recontextualizarla en el marco de las relaciones sociales. Veamos, por ejemplo, un pasaje en el que las chicas opinan acerca de Los rompecorazones: A: Viste cuando Zachery se la estaba tirando, ¿no? B: ¿Quieres decir hace unas semanas? Sí, bueno..., es una si­ tuación bastante violenta... Esos capítulos no deberían po­ nerlos de día, ya sabes. A: ¿Por qué no? C: Si lo piensas un poco..., es algo que en la actualidad se hace como si tal cosa. A: Hombre, no es tan normal ver a un profesor haciéndolo con . una estudiante. B: Pues eso ocurre. C: Sí, claro que ocurre; es una serie realista, este tipo de cosas pasan en la vida real y en todo el mundo. A: Pero, semana tras semana, lo único que ponen es a gente practicando el sexo. B: Eso es cierto. A: Si es Nick y Jody, o Nick y Daniel o cualquier otra perso­ na..., pues eso, gente pasando constantemente de una habi­ tación a otra. B: Eso no pasa tanto en la vida real. No creo que pase así, con tanta facilidad. A: No, al menos no con tanta frecuencia. C: Eso es puro invento del guionista, puro invento. La interlocutora B se queja de que la representación de la sexualidad sea una situación «bastante violenta» y cree que ta­ les episodios no deberían exhibirse. Argumento que confirma y apoya la interlocutora A: «Semana tras semana, lo único que ponen es a gente practicando el sexo». Los mecanismos retó­ ricos de esta argumentación son bastante interesantes. En pri­ mer lugar, existe una clara exageración: el sexo es «lo único que ponen». En segundo lugar, es una especie de acto sexual anónimo, practicado por «gente» a la que «alguien» saca por la tele. En tercer lugar, se produce una condena implícita de la frecuencia con que se escenifica el sexo, que parece confundir «poner sexo semana tras semana» con «practicar el sexo» se­

mana tras semana. Este absolutismo moral queda atenuado, rebajado y relativizado por el argumento que avanza C de que «es algo que en la actualidad se hace como si tal cosa». Aun­ que A cuestiona tal afirmación («Hombre, no es tan normal ver a un profesor haciéndolo con una estudiante»), tanto B como C reafirman su «realidad»: «pues eso ocurre» y «es una serie realista». Por implicación, las cuestiones morales son cuestiones consensúales. Si «eso» ocurre y si «eso» es realis­ ta, entonces es aceptable que pongan «eso» por la tele. Sin duda, podríamos decir que en esta conversación se da por su­ puesta la relatividad de todos los juicios morales, es decir, que si «eso» ocurre y si «eso» es normal, entonces es aceptable. Es decir, que la verdad moral parece correr pareja con los juicios epistemológicos sobre el realismo. La complejidad y naturaleza contradictoria de la lógica moral empleada por las chicas aún se pueden ver con mayor claridad si nos centramos en las intervenciones de cada interlocutora. Así, la interlocutora A es la primera en cuestionar la afirmación de B de que «Esos capítulos no deberían ponerlos de día, ya sabes», al replicarle: «¿Por qué no?». Sin embargo, a la interlocutora C, cuya afirmación de que «es algo que en la actualidad se hace como si tal cosa» parecería ir en apoyo del «¿por qué no?» de A, le parece ahora que A cuestiona el enunciado realista «hombre, no es tan normal ver a un profe­ sor haciéndolo con una estudiante». Después, A parece co­ rroborar el sentir original de la chica B al sugerir que «sema­ na tras semana, lo único que ponen es a gente practicando el sexo», lo que, en otro lugar, no fue considerado como algo rea­ lista. La interlocutora B, que había sugerido que tanto practi­ car sexo producía una situación bastante violenta, si bien está de acuerdo en que ponen demasiado sexo no está segura de hasta qué punto esas escenas son realistas. Su afirmación («pues eso ocurre») sugeriría el realismo que supone mostrar la actividad sexual como algo muy extendido, pero su afir­ mación se ve contradicha por «eso no pasa tanto en la vida real. No creo que pase así, con tanta facilidad». Por su parte, C se muestra igualmente contradictoria. Su afirmación inicial

de «es algo que en la actualidad se hace como si tal cosa», confirmada por «es una serie realista», se convierte al final de la secuencia en «eso es puro invento del guionista».

S h a r o n , P h il

y

C in d y

A esta mezcla compleja se añade la dimensión del género, en la que las mujeres cargan a menudo con la culpa. Así se ex­ presan, por ejemplo, las chicas hablando de los personajes de EastEnders: A: Ya, pero ¿cómo es que siempre se las apañan para aca­ bar..., ya sabes, liándose con alguien de la familia? C: Eso es cierto. A: Sharon que se lía con Phil. Todas: Y Cindy. B: Fijaos en Cindy. E: Cindy es una escoria. B: Cindy se ha tirado a... Wicksy, y se ha tirado a Ian. C: Y al hermano de Wicksy. B: Y al hermano de Wicksy; los tres son unos cerdos. A: A mí todo eso me parece muy poco realista. B: Vicksy y David son hermanos, y su padre es Pete, y el pa­ dre de Ian es Pete. C: Y se ha acostado con los tres. C: Ya. E: ¡A mí Ian me cae fatal! C: Seguro que no son sus hijos, que son los hijos de ese tram­ poso de Dick. E: ¿Se acostó ella con él? D: No, pero eso es lo que él dijo.

El tono moral queda establecido al principio de la secuen­ cia con la desaprobación de liarse «con gente de la familia». El juicio lo confirman y hacen más explícito (el sujeto imper­ sonal se convierte en Sharon, Phil, Cindy, etcétera) las otras chicas, y a Cindy se la declara «una escoria». Estas acciones son consideradas reprensibles por dos motivos interrelaciona-

dos: por ser inmorales («Cindy es una escoria») y por carecer de verosimilitud («A mí todo eso me parece muy poco realis­ ta»), Como en la secuencia anterior, esto implica un régimen de pretensiones de moral-realidad-verdad que confunden lo supuestamente fáctico con lo moral y lo normal. Hechos, nor­ mas y morales: clasificaciones que el pensamiento filosófico occidental considera categorías separadas, se funden en unas pretensiones que se apoyan entre sí. La moral encama, así, la verdad, y, en tal sentido, la verdad se ve más como una reco­ mendación social que como una serie de enunciados episte­ mológicos sobre un mundo independiente (Rorty, 1989). Además, es Sharon quien se lía con Phil, y no viceversa, y quien es considerada responsable de haber iniciado una rela­ ción previamente condenada. Asimismo, es Cindy quien es «una escoria» y quien «se ha tirado a... Wicksy, y se ha tirado a Ian». Así pues, son las mujeres las que «se tiran» a los hom­ bres. En algunas circunstancias, la capacidad de recursos atri­ buida a las mujeres se podría ver como una inversión positiva de la postura discursiva al uso, según la cual los hombres son activos y las mujeres el objeto de su atención. Pero en este caso el «agente» es alguien que debe ser moralmente recrimi­ nado. Aunque los hombres caen bastante mal («los tres son unos cerdos»), es Cindy el «agente» activo principal a quien se tiene por responsable, pues «se ha acostado con los tres». Ella es una persona que hace cosas, y el sexo es para ella una ocasión de tomar iniciativas («¿Se acostó ella con él?»). Aquí, a los agentes individuales se los considera la fuente de la moral: es una cuestión de elección individual, que de­ pende implícitamente de un yo unificado y coherente capaz de emitir juicios morales independientes. Lo cual contrasta con esos pasajes en los que las chicas contextualizan elecciones morales en el marco de una serie explicativa y atenuante de re­ laciones sociales. Hablar de moral se confunde, así, con la pa­ radoja de que la moral es un recurso social que construye al yo como alguien individualmente responsable. La moral versa sobre lo que uno debería hacer, forma parte de lo que Foucault denomina «el mecanismo guía del yo», si bien se origina en

—y se refiere a— unas relaciones sociales expresadas me­ diante el recurso social del lenguaje.

K a t ie

y

C arl

El juego lingüístico socialmente construido de la moral occidental suele hacer recaer la responsabilidad de la acción moral en los individuos. La secuencia que reproducimos a continuación (de la serie Brookside) sigue dicha pauta: C: Respecto a Katie, ¿no ve que lo que está haciendo es ro­ barle su hombre? B: Ya. A: Porque ¿no creéis que es una putilla, y perdón por la pala­ bra? Si os fijáis un poco, se arroja en brazos de todos los hombres, y Carl tampoco le hace ascos. Fijaos en ella y en él. Lo hacen en la playa. Realmente repugnante. ¿Visteis el capítulo? B: Yo, no. A: Realmente repugnante. Y ahora que ve que Katie está sa­ liendo con alguien, está intentando que ese hombre diga: ah, Katie está buscando una relación estable, cuando eso es totalmente falso, pues, en realidad, ella lo quiere para sí misma, y va y le dice a su amiga: ¿crees de veras que yo ha­ ría algo semejante? Pienso que si tu amiga está saliendo con alguien que te mola, deberías simplemente borrarlo de tu mente... B: Si es verdaderamente tu amiga... A: Los sentimientos... B: Si eres verdaderamente su amiga, no herirías sus senti­ mientos. A: Sí, habría que olvidarse simplemente de los sentimientos. Creo que debería ser así.

«Ella» (Jackie) es reprensible «por tratar de robarle su hombre» y «es una putilla» por «arrojarse en los brazos de to­ dos los hombres». Además, ella está engañando a su amiga Katie, contándole mentiras a ella y sobre ella. Las chicas dejan

bien claro que «si tu amiga está saliendo con alguien que te mola, deberías simplemente borrarlo de tu mente...», y «si eres verdaderamente su amiga, no herirías sus sentimientos». Las chicas deberían ser a la vez leales unas con otras e intentar «no arrojarse en brazos de los hombres». En contraste con esto, con la conducta de «una putilla», se prefiere implícitamente el concepto de una «relación estable». En este caso, y en el ante­ rior, conviene recordar que estamos ante unas chicas que ha­ blan y toman posiciones, ante unos discursos sobre la moral marcados por el género de una manera perjudicial para las mu­ jeres. Las chicas se disciplinan a sí mismas mediante un parti­ cular «régimen del yo», que hace confluir varios discursos so­ bre la verdad, la realidad y la moral. Sin embargo, este autodisciplinamiento está lleno de con­ tradicciones y tensiones, pues los argumentos morales absolu­ tos que las chicas habían construido anteriormente aparecen atenuados y relativizados por el reconocimiento implícito de que la moral es un fenómeno social y de que la acción moral tiene que entenderse en un contexto concreto. Así, por ejemplo, aunque se condene «liarse» en líneas generales, las circunstan­ cias pueden hacer que este acto resulte más comprensible y aceptable. Por ejemplo, según una de las chicas, la conducta de Julie, la mujer de Philip (en Vecinos), es tal que «yo no vería con malos ojos que se liara con otra mujer».

Ia n

y

C in d y

El siguiente pasaje (sobre EastEnders) ilustra el modo en que las chicas emiten juicios morales en un contexto social donde se ofrecen explicaciones y se muestra cierto grado de comprensión y simpatía: A: La verdad es que, si van a «liarse», pues que se líen cuanto antes. Tal como se los ve a los dos, la cosa parece estar bas­ tante clara. B: Sí, pero ya sabes... Ian... creo que no se lo merece, de todos

modos, pues ni siquiera es suyo; los gemelos sí son suyos, ¿no?, son sus hijos.

A: Ya. B: Pero si se piensa un poco, el otro hijo no es suyo, y ella lo ha insultado tantas veces que lo que debería hacer es le­ vantarse y largarse. A: Pero yo creo que en cierto modo Cindy está pillada, pues no puede cuidar de tres hijos ella sola... sin ningún tipo de ingresos, y él es en realidad su amo. B: Pero ya visteis... [no se entiende] Phil de un lado para otro de la casa queriendo saber por qué andan siempre cotillean­ do sobre él, pero también dijo algo, ¿recordáis?, de que no se debía permitir que Cindy hiciera todo el trabajo de la casa... y todo eso, pero yo sé, sí, yo sé de dónde viene ella, pues no quisiera... ya sabes, ella tenía tanta ilusión por ha­ cer una carrera cuando era joven... A: Por eso precisamente. B: Para ella todo se está viniendo abajo. A: Y Sharon... la verdad es que no sé a qué está jugando. B: Yo creo que está siendo un poco estúpida, pues, si se pien­ sa un poco, lo estaba haciendo bastante bien con Grant. Ya sé que él le pegó y todo eso, sí, le pegó varias veces, cui­ dado; pero creo que los dos se necesitan el uno al otro, ya sabes, es como ver lo bueno y lo malo en una misma cosa. A: Mmmm. B: Ella lo necesita a él, y él la necesita a ella. A: A mí me parece que todo el mundo está siendo cruel con Sharon. Parecen olvidar que Phil tuvo también mucho que ver. B: Sí, a mí también me lo parece. A: Y parece como si fuera Sharon la que tiene la culpa. A Sharon la han echado de la única casa que tenía. Le han quita­ do todo lo que tenía, y eso no parece importarles un bledo.

Aquí se sugiere que, puesto que «ellos « (Cindy y David) parece que van a liarse, «pues que se líen cuanto antes». Éste es un enfoque pragmático y poco moralizador, comparado con el absolutismo moral de anteriores condenas. Parece existir cierta simpatía hacia Ian, el marido de Cindy, y hacia la propia

Cindy. Así, a Ian «ella ha insultado tantas veces que lo que de­ bería hacer es levantarse y largarse». Pero, si bien esta simpa­ tía hacia Ian (quien, por lo demás, no cae muy bien a las chi­ cas) podría implicar la condena de Cindy, sobre la conducta de Cindy se aportan unas explicaciones que atenúan su responsa­ bilidad moral y la eximen en cierto modo de culpa: se la con­ sidera «pillada» por tener que cuidar de sus tres hijos y que apechar con todo el trabajo de la casa.

Sharon

y

G rant

La responsabilidad moral pasa, así, de lo individual a lo social, y la tensión y el movimiento entre la responsabilidad moral, situada en los individuos, y/o las relaciones sociales cobran especial relevancia en el debate sobre Sharon. Al prin­ cipio, se la considera responsable de la ruptura de su matrimo­ nio con Grant («Sharon... la verdad es que no sé a qué está ju­ gando»). La interlocutora B se muestra de acuerdo. Sin duda, se espera que Sharon acepte la violencia masculina, de la que en cierto modo los dos son considerados responsables («Ya sé que él le pegó y todo eso, sí, le pegó varias veces, cuidado; pero creo que los dos se necesitan el uno al otro»). Sin embar­ go, la chica A mantiene un punto de vista distinto. Su «Mmm» sugiere ambigüedad y desacuerdo cortés, que se vuelve más explícito con «a mí me parece que todo el mundo está siendo cruel con Sharon. Parecen olvidar que Phil tuvo también mu­ cho que ver». La chica que había abierto la secuencia de Sharon diciendo no saber a qué «estaba jugando», la defiende ahora, sugiriendo en la frase final que Sharon no debería car­ gar con la culpa. Curiosamente, la chica B, que había sugerido incluso que Sharon debería aceptar la violencia, reconoce aho­ ra que Sharon se está llevando la peor parte («Sí, a mí también me lo parece»). Los juicios morales sobre Sharon se redirigen, así, desde lo individual a lo social, recontextualizando sus ac­ ciones mediante una referencia especial al lugar que ocupa la mujer en la vida social y doméstica.

Resumen y conclusiones Hemos dicho que las audiencias son creadoras activas de significado y no unos «zombies» culturales que consumen acríticamente todo lo que les ofrece la televisión. La televisión global es, más bien, un recurso del que nos servimos para construir nuestras identidades en toda una variedad de moda­ lidades. Así, no deberíamos hablar de una audiencia, sino de varias audiencias que utilizan la televisión para construir toda una serie de significados en el contexto general de sus cir­ cunstancias vitales. También hemos sugerido que ver la televisión se sitúa dentro de las prácticas sociales de la vida cotidiana, particu­ larmente de las prácticas domésticas, de manera que los sig­ nificados generados por las audiencias con relación a la tele­ visión no se limitan a una visión significativa, sino que están generados y sostenidos por los ritmos y rutinas de la vida co­ tidiana. En particular, hemos insistido en que el espacio do­ méstico del hogar es un lugar de construcción y contestación de identidades culturales más amplias, incluidas las identida­ des de género. En las entrevistas realizadas, hemos ofrecido algunos ejemplos de cómo muchas jóvenes de la diáspora asiática y afrocaribeña enuncian sus identidades en el contexto concreto de la telenovela, al tiempo que se definen como asiáticas o ne­ gras redefiniendo el significado de dichos términos, para que así abarquen también sus propias identidades híbridas asiáti­ co-británicas y negro-británicas. Hemos señalado asimismo que las concepciones de la etnicidad como identidad estaban frecuentemente atravesadas por cuestiones relacionadas con la clase social y, sobre todo, con el género. Así, las jóvenes en­ caman unas identidades múltiples, híbridas y fragmentadas. La telenovela es un recurso interesante para debatir acerca de los personajes favoritos, las identificaciones de género y la moral personal-sexual. En el estudio mencionado, las chicas encaman unas identidades múltiples y contradictorias, consti­ tuidas en el movimiento entre discursos tradicionales y postra-

dicionales sobre el género y la etnicidad. Así, parecen posicionarse como tradicionalmente «femeninas» al mismo tiempo que adoptan unas formas de «ser mujer» más audaces. Hemos visto, finalmente, cómo la telenovela ilustra la im­ portancia que tienen la moral y la ética para la autoidentidad al tiempo que ofrece una serie de herramientas y pautas para la acción en el marco de las relaciones sociales. Así, podemos concluir diciendo no sólo que la moral de las relaciones es cru­ cial para la formación de la identidad de la gente joven, sino también que la gran importancia que tienen la ética y la moral para la autoidentidad impugna la idea de que vivimos en una sociedad amoral. Lejos de carecer de recursos morales, estas jóvenes sitúan sus consideraciones en el centro de sus vidas e identidades. Desde estos discursos, unas veces se hace que la responsabilidad moral recaiga sobre los individuos, mientras que, en otras ocasiones y lugares, los individuos son eximidos de culpa a tenor y en consideración de las circunstancias so­ ciales en que actúan. Así, las jóvenes se mueven entre los po­ los individualista y social de los discursos morales. Las jóve­ nes utilizan aquí la telenovela como un estímulo para iniciar varios debates sobre la ética, debates que a su vez sirven de base para un proyecto automodelador. Lecturas complementarias Ang, I., Living Room Wars: Rethinking Media Audiencesfor a Postmodern World, Londres y Nueva York, Routledge, 1996. Buckingham, D., Public Secrets: EastEnders and its Audience, Lon­ dres, British Film Institute, 1987. Gillespie, M., Televisión, Ethnicity and Cultural Change, Londres y Nueva York, Routledge, 1995. Liebes, T. y E. Katz, The Export o f Meaning, Oxford, Oxford University Press, 1991. Morley, D., Televisión, Audiences and Cultural Studies, Londres y Nueva York, Routledge, 1992.

6. La televisión y la política de identidad cultural

Los estudios culturales vienen constituyendo, desde siem­ pre, un campo de investigación multidisplinar en el que las fron­ teras existentes entre dicho campo y otras disciplinas parecen desvanecerse. Pero no se puede decir que los estudios culturales sean «algo»; no son ni estudios literarios ni sociología ni lin­ güística, aunque se alimenten de estas materias. Así pues, para que los estudios culturales se diferencien de otras áreas de estu­ dio debe haber, como sostiene Hall (1992b), algo enjuego. El propio Hall sugiere emparentar los estudios culturales con con­ textos situados fuera de lo académico, concretamente con los movimientos sociales y políticos. En su opinión, los estudios culturales deberían mantener unas relaciones estables con los problemas relacionados con el poder y la política, así como con la necesidad del cambio social y con representaciones de y «para» los grupos sociales marginados, en particular los forma­ dos por la clase social, el género y la raza (pero también, por la edad, la discapacidad, la nacionalidad, etcétera).

En este sentido, los estudios culturales no sólo conforman y acogen un cuerpo de teoría, sino también toda una serie de instancias políticas, incluida la producción de teoría como práctica política (de hecho, ésta es su práctica principal). Por tanto, el conocimiento no es nunca un fenómeno neutral u ob­ jetivo, sino una cuestión de posicionalidad, es decir, se halla inscrito en un lugar desde el que uno habla con una determi­ nada persona y con unos fines también determinados. No obs­ tante, Hall (1992b) habla también de la necesidad de mantener la debida modestia sobre lo que pueden conseguir en la prác­ tica los estudios culturales teóricos, dada la indiferencia gene­ ral que existe hacia ellos, lo cual no significa, por supuesto, que no debamos seguir interesándonos por las verdades ilumi­ nadoras que pueda ofrecemos la teoría. En general, los estudios culturales tratan de favorecer la demistificación. Es decir, apuntan al carácter construido de los textos culturales, y a los mitos e ideologías que se ha­ llan incrustados en ellos, con la esperanza de producir posi­ ciones de sujeto, y sujetos reales, que sean capaces de opo­ nerse a la subordinación. De hecho, como teoría política, los estudios culturales intentan organizar grupos de oposición dispares susceptibles de formar una alianza de política cultu­ ral. En líneas generales, dicha política cultural se organiza al­ rededor de • el poder de nombrar, • el poder de representar el sentido común, • el poder de crear «versiones oficiales», y ' • el poder de representar el mundo social legitimado. (J o r d á n y W e e d o n ,

1995, 13)

Así, por ejemplo, describir a los asiático-británicos como seres humanos y como ciudadanos con iguales derechos y obli­ gaciones es algo muy distinto a considerarlos como una reser­ va infrahumana de mano de obra colonial. Es decir, utilizar el lenguaje de la ciudadanía para describir a los asiático-británi­ cos es una representación del sentido común y de la ideología

oficial diferente a la representación en la que se los describe como wogs, * pakis y aliens. Además, el lenguaje de la ciuda­ danía legitima el lugar de los asiático-británicos en el mundo de los negocios y la política, mientras que el lenguaje de la «presencia extraña (o “alienígena’)» niega este lugar y trata de excluirlos de los asuntos públicos de la nación. En concreto, la política cultural de la identidad implica el poder o capacidad para describimos a nosotros mismos a tra­ vés de lo que Rorty (1989) denomina «nuevos lenguajes». Es­ tas cuestiones de poder cultural se traducen en objetivos prác­ ticos de política identitaria cuando los afroamericanos critican la invisibilidad de los negros en televisión o su representación como marginales y delincuentes, cuando las mujeres se redescriben como ciudadanas con los mismos derechos que los hombres, cuando las nociones de élite educada se amplían para que se incluya la cultura popular además de Shakespeare, cuando los grey wolves expresan el descontento de las perso­ nas mayores, olvidadas y excluidas, y cuando los gays y las lesbianas proclaman y escenifican su particular «orgullo». Así, lo que se pretende decir aquí es que las cuestiones de identidad, que son de por sí cuestiones de lenguaje (véase el ca­ pítulo 1), son «políticas» por estar intrínsecamente asociadas a las cuestiones de poder, pues, como hemos visto también, el poder es productor del yo. El poder, en cuanto regulación so­ cial, permite la existencia de ciertos tipos de conocimiento y de identidades, que sin embargo niega a otros. En consecuencia, conviene saber si somos descritos como negros o blancos, como hombres o mujeres, como africanos o americanos, como ricos o pobres, a causa de los recursos culturales diferenciales mediante los cuales nos habremos constituido y la regulación a la que estamos «sujetos». Este capítulo gira alrededor de cuatro cuestiones princi­ palmente, relacionadas con la política de la identidad cultural:

* Término de argot que se refiere a los nativos de la India, especial­ mente trabajadores. (N. del t.)

• La primera cuestión tiene que ver con los conceptos de agencia e identidad. Es decir: si la identidad y la subjetividad son construcciones discursivas y fruto de determinaciones dis­ ciplinarias, ¿en qué sentido pueden los sujetos tener ese tipo de actividad automotivada necesaria para que sea posible cual­ quier política identitaria? Por ejemplo, algunas feministas se han mostrado críticas con Foucault como quiera que la carac­ terización que hace este autor de las personas en términos de «cuerpos dóciles» parece constituir un freno para una política feminista basada en la «agencia» humana. • La segunda cuestión está relacionada con la dificultad de fundar o justificar cualquier política, desde el momento en que aceptamos que no existe acceso a una verdad universal que pueda servir de base para la acción política. • La tercera cuestión atañe al espacio dentro del cual pue­ de operar la política cultural de la identidad, es decir, a la cuestión de la esfera pública como lugar para el debate cultu­ ral y político y al lugar de la televisión dentro de éste. • La cuarta cuestión se centra en las formas de política cultural que adopta la televisión, sobre todo en sus intentos por encontrar el espacio institucional necesario para hacer progra­ mas «transgresores» o «alternativos».

Identidad y «agencia» Aunque la tesis de que las identidades son construcciones discursivas está ampliamente aceptada hoy en el campo de los estudios culturales, presenta también algunos problemas con­ cretos, que conviene tratar. Por ejemplo, si los sujetos y las identidades son producto de prácticas discursivas y disciplina­ rias, y si son sociales y culturales «de principio a fin», ¿cómo podemos afirmar que las personas son capaces de actuar y de generar cambios en el orden social? Por cuanto, según estos argumentos, los sujetos pueden aparecer como «productos» más que como «productores», ¿cómo explicar la agencia hu­ mana, que parecería estar en la base de la acción política?

El concepto de «agencia» se ha venido asociando con las nociones de libertad, libre albedrío, creatividad, originalidad y con la posibilidad misma de cambio mediante los actos de agentes libres. Sin embargo, conviene diferenciar entre una noción «mística» o metafísica de la libre «agencia», según la cual los agentes son autoconstituyentes (es decir, acceden a la existencia a partir de la nada), y el concepto de «agencia» producida socialmente y posibilitada por los recursos socia­ les diferencialmente distribuidos que dan origen a distintos grados de capacidad para actuar en espacios concretos. Es de­ cir, existe una diferencia conceptual entre, por una parte, los actos que se considera que han sido realizados por agentes que son libres en el sentido de «no determinados» y, por la otra, la «agencia» como capacidad para actuar socialmente constituida. Así, por ejemplo, que un aspecto de las identida­ des de las chicas de que se habló en el capítulo 5 esté centra­ do en la «asiaticidad» no es algo que ellas elijan sin más, sino que es resultado de los valores y prácticas de la diáspora asiá­ tica global y de la cultura británica, que a su vez les permiten llevar a la práctica su asiaticidad británica en calidad de agentes. La noción de que los agentes son libres en el sentido de no estar determinados no es defendible por dos razones: • En primer lugar, ¿en qué podría consistir un acto no de­ terminado o no causado? Dicha idea asume que se está crean­ do algo de la nada, que el ser y el actuar pueden surgir como por ensalmo. Semejante noción no puede por menos de tener un sesgo metafísico, como si descansara en alguna forma de creación divina original. • En segundo lugar, existe una amplia bibliografía históri­ ca y sociológica disponible, sobre todo de Foucault, Giddens, Hall y otros autores de los que se ha hablado en este libro, se­ gún la cual los sujetos están determinados, causados y produ­ cidos por fuerzas sociales que existen al margen de ellos en cuanto individuos (véase el capítulo 1).

Así, es posible, y más plausible, sostener que la «agencia» consiste en los actos que establecen una diferencia pragmá­ tica, con lo que la «agencia» significa entonces la capacidad para llevar a cabo la acción X en vez de la Y. Por supuesto, precisamente porque la «agencia» está social y diferencial­ mente producida, algunos actores tienen más opciones y cam­ pos de acción que otros. Así, los que han sido aculturados como varones o blancos puede que tengan más opciones, so­ cialmente constituidas y reguladas, que otros. La noción de «agencia» basada en la idea de «podría ha­ ber actuado de manera distinta» soslaya algunos problemas de la idea metafísica según la cual «se es libre por cuanto se es in­ determinado», como quiera que los caminos de la acción están de por sí socialmente constituidos. Sin embargo, ¿sobre qué base pueden los actores «elegir» un acto en vez de otro, y cuá­ les son las causas de dicha elección? Como no existe una ma­ nera práctica de comparar los futuros resultados de la acción, nos enfrentamos a una serie de elecciones contingentes, que se pueden realizar sólo sobre la base de juicios de valor cultu­ ralmente específicos, valores en los que nos hallamos ya so­ cialmente constituidos. En otras palabras, la base para nuestra elección no surge de la nada, sino que está determinada, o cau­ sada, por la manera misma en que estamos constituidos como sujetos, por el lugar, el tiempo y el modo en que llegamos a ser lo que somos. Así, por ejemplo, que los sujetos de la cultura globalizada posmodema valoren la posibilidad de elección y reciban como regalo toda una gama de opciones de estilo de vida, es precisamente consecuencia de la globalización del ca­ pitalismo consumista y de la constitución de los sujetos en un momento específico del tiempo y el espacio. De lo que se trata aquí es, en pocas palabras, de que la «agencia» está determinada, de que es de por sí una construc­ ción social y de que los agentes no son libres en el sentido de estar indeterminados. No obstante, la «agencia», entendida como nuestra capacidad de actuar, es una manera culturalmen­ te inteligible de comprendemos a nosotros mismos, y, en efec­ to, todos tenemos la experiencia existencial de afrontar y to­

mar decisiones, de actuar aun cuando dichas decisiones y ac­ tos estén determinados por fuerzas sociales, especialmente por el lenguaje, que nos trascienden en cuanto sujetos individua­ les; es decir, por la existencia de estructuras sociales en gene­ ral, y del lenguaje en particular.

L ib e r t a d

y d e t e r m in a c ió n

Hay que celebrar que la libertad y la determinación pue­ dan considerarse como modos de discurso diferentes y como una experiencia discursivamente construida (Wolff, 1981). Es decir, que los discursos de la libertad y los discursos de la de­ terminación sean narrativas distintas y socialmente produci­ das sobre los seres humanos, que tienen distintos objetivos y son aplicables de maneras distintas. Así, por ejemplo, si bien se puede aceptar la noción de determinación «de principio a fin», ésta no tiene un peso específico en la experiencia existencial; en otras palabras, no desempeña ningún papel impor­ tante en nuestras prácticas cotidianas. Además, como los dis­ cursos sobre la libertad y los discursos sobre la determinación están socialmente producidos para distintos fines y en distin­ tos ámbitos, tiene especial relevancia hablar de la libertad res­ pecto de la persecución política o respecto de la escasez eco­ nómica sin necesidad de decir que los agentes son libres de una manera metafísica e indeterminada. Considerar el yo y las identidades como contingentes y de­ terminadas no significa que no seamos originales. Y, si bien es verdad que la identidad cultural es un logro social, no es menos cierto que nuestra individualidad se puede entender como la manera concreta en que se disponen los recursos sociales del yo. Es decir, si, por una parte, todos nosotros estamos someti­ dos a la «impronta de la historia», por la otra, la forma concre­ ta que adoptamos —las disposiciones concretas de los elemen­ tos discursivos— es única para cada individuo, pues todos hemos tenido modelos únicos de relaciones de género, de es­ tructuras de clase, de culturas étnicas, de amigos y de familia

como recursos discursivos. A este respecto, puede ser útil vol­ ver a leer a Freud, pues las producciones simbólicas del in­ consciente son únicas para cada individuo que opera con recur­ sos, asociaciones e identificaciones muy particulares (Rorty, 1989). Así, el yo es «original» a la manera de los elementos móviles de un caleidoscopio, o de un copo de nieve construido a partir de los ingredientes comunes que constituyen la nieve.

In n o v a c ió n

y c a m b io

Pero la contingencia determinada, o causada, del yo tam­ poco hace que resulten especialmente problemáticas las cues­ tiones de los actos innovadores, pues: • la creatividad se puede concebir como la capacidad para expresar frases que no encajan en los viejos juegos lingüísti­ cos, sino que sirven para modificarlos y crear otros nuevos (Rorty, 1991a), • la innovación se puede entender como el conjunto de los resultados prácticos de combinaciones únicas de estructuras sociales, discursos y disposiciones psíquicas. La innovación como tal no es una cualidad del acto ni una cuestión de intencionalidad, sino un juicio retrospectivo que nosotros emitimos sobre la forma y los resultados de di­ cho acto, realizado con relación a otros actos en coyunturas históricas y culturales concretas. Además, los actos innovado­ res se pueden considerar como la consecuencia de discursos formados en una esfera de la vida cultural y transportados a otra. Por ejemplo, los discursos acerca de la individualidad y la creatividad formados en y mediante la práctica artística, o en el ámbito de actividades lúdicas, pueden tener consecuen­ cias negativas o perturbadoras en el contexto de organizacio­ nes de trabajo o escuelas orientadas a la disciplina, o en fami­ lias estructuradas alrededor de la ideología de la autoridad y el control parentales.

La innovación y el cambio son, pues, posibles tanto porque somos individuos únicos interdiscursivos como porque los dis­ cursos que constituyen la sociedad son de por sí contradicto­ rios. En el contexto de las sociedades occidentales contem­ poráneas, resulta inteligible la afirmación de que podemos «rearticulamos», recrearnos y formamos de nuevo de manera única. Lo cual no significa que no estemos causados o deter­ minados, sino que nos volvemos singulares al hacer nuevos lenguajes y nuevas metáforas, que nos ayudan a describimos y amplían el repertorio de las descripciones alternativas (Rorty, 1989). El

c a m b io s o c ia l

En la misma medida en que esto se aplica a los individuos, se puede aplicar también a las formaciones sociales. El cambio social resulta posible repensando la articulación de los ele­ mentos de las «sociedades» y redescribiendo el orden social y las posibilidades de futuro. Por supuesto, como dijera Wittgesntein (1953), no existe eso que se llama lenguaje privado, de modo y manera que el acto de repensar es una actividad so­ cial y política. Así, el cambio social está relacionado con el acto de repensar y redescribir, pero también con las prácticas materiales que dicho acto organiza. Repensamos a nosotros mismos, acto que surge de la práctica social y, las más de las veces, de la contradicción y el conflicto social, permite la exis­ tencia de nuevos sujetos y prácticas de carácter político. Así se expresa Hall con relación a los rastafaris jamaicanos: El rasta era una lengua curiosa, inspirada en un texto, la Biblia, que no les pertenecía. Tuvieron que poner el texto pa­ tas arriba para extraer un significado que encajara con su ex­ periencia. Pero al poner el texto patas arriba se rehicieron a sí mismos; se posicionaron de manera diferente, como nuevos sujetos políticos. Se reconstruyeron a sí mismos como negros en el nuevo mundo: se convirtieron en lo que eran. Y, al posicionarse de esa manera, aprendieron a hablar una nueva len­

gua. Y la hablaron con una venganza in mente [...] Sólo cons­ tituyen una fuerza política, es decir, sólo se convierten en una fuerza histórica, en la medida en que están constituidos como nuevos sujetos políticos. (H a l l , 1996b, 143-144)

Sin embargo, aun aceptando la posibilidad de una política basada en la «agencia», nos queda el problema de la justifica­ ción, pues la filosofía posterior a la Ilustración, desde Nietzsche a Derrida, no deja de hablar de una pérdida de fe en los planes fundacionales universales, justificados por los proyec­ tos racionales, científicos, tecnológicos y políticos del mundo occidental. Esto lo describe perfectamente Lyotard (1984) con la expresión de «la incredulidad respecto de las metanarrativas»; es decir, la duda con respecto a las certidumbres ofreci­ das por las explicaciones tradicionales del mundo. Tal es par­ ticularmente el caso en el contexto de la globalización, que, al abrir al escrutinio todas las tradiciones culturales, ha descen­ trado las nociones occidentales de progreso y las soluciones correctas de los problemas. Así, por ejemplo, las grandes na­ rrativas (los grandes relatos orientadores) del marxismo, de la civilización blanca o del cristianismo han tratado de tranqui­ lizamos sobre el sentido o dirección de la política/historia o de la moral respectivamente. Pero, una vez hemos dejado de creer en las grandes narrativas, aún nos queda por resolver un problema importante, a saber: ¿sobre qué base podemos justi­ ficar nuestros valores y actividades de índole política si no existe una verdad universal que pueda sustentarlos? En un in­ tento por encontrar una posible respuesta a esta pregunta, prestaremos atención a lo que dice al respecto el filósofo prag­ mático Richard Rorty.

Una política sin fundamentos Rorty (1980, 1989, 1991a, 1991b) ha formulado convin­ centemente una filosofía del lenguaje, del yo y de la acción

política que combina una visión antirrepresentacional del len­ guaje con una descripción del yo como tejido sin centro de creencias y actitudes. Según este autor, no necesitamos funda­ mentos universales para lograr una mejora pragmática de la condición humana sobre la base de los valores de nuestras propias tradiciones. En efecto, no podemos hurtamos a los va­ lores como tampoco podemos fundarlos en la metafísica, de manera que una política «basada en el valor» histórica y cul­ turalmente específica es una condición inevitable e ineludible de la existencia humana. Influido por el relato evolucionista de Darwin, Rorty ofre­ ce una descripción naturalista y holista de los seres humanos como animales que se adaptan y cambian en el contexto de su entorno. Semejante adaptación carece de un telos o punto his­ tórico inevitable al que apuntar; antes bien, el «desarrollo» hu­ mano es el resultado de numerosos actos de azar y de adapta­ ción medioambiental, que toman contingente el rumbo o «dirección» de la evolución humana, de manera que el «pro­ greso» o el «fin» sólo pueden cobrar sentido como un relato contado retrospectivamente. Según Rorty, la relación entre el lenguaje y el resto del universo material es una relación de causalidad y no de ade­ cuación de la representación o de la expresión. Es decir, pue­ de ser útil intentar explicar el modo en que los organismos hu­ manos acaban actuando o hablando de una manera concreta, pero puede no serlo tanto considerar el lenguaje como algo que representa al mundo más o menos en correspondencia con el mundo material. Asimismo, «no hay ningún elemento no lingüístico que represente elementos no lingüísticos» (Rorty, 1991a, 2), es decir, ningún segmento del lenguaje se alinea o se corresponde con ningún trozo de realidad. Sobre todo, no existe ningún punto de vista matemático desde el cual se pue­ da verificar la «verdad» de cualquier correspondencia entre el mundo y el lenguaje. Así, si bien podemos describir este o ese discurso —o segmento de lenguaje— como algo que es más o menos útil y que tiene unas consecuencias más o menos de­ seables, no podemos hacerlo con relación a su corresponden­

cia con una realidad independiente, sino sólo en referencia a nuestros valores.

La

v e r d a d c o m o r e c o m e n d a c i ó n s o c ia l

Según Rorty, la mayoría de las creencias que tenemos por «verdaderas» son de hecho «verdaderas», aunque la verdad no sea un aserto epistemológico sobre la correspondencia en­ tre lenguaje y realidad, sino un término consensual que se re­ fiere a distintos grados de acuerdo y coordinación de los hábi­ tos de acción. Decir que algo no es necesariamente cierto equivale ahora a sugerir que alguien ofrece una manera mejor de describir las cosas, donde «mejor» se refiere a un juicio de valor sobre las consecuencias de describir el mundo de esta manera (incluido su poder predictivo). De ello se deduce que la verdad, el conocimiento y la comprensión sólo pueden darse desde el interior de determi­ nados juegos de lenguaje, es decir, de determinados tipos de aculturaciones. Dice Rorty textualmente: Ninguna descripción de cómo son las cosas desde el punto de vista de Dios, ningún «maná» suministrado por una deter­ minada ciencia contemporánea —o aún por desarrollarse—, va a liberamos de la contingencia de estar aculturados como lo es­ tamos. Nuestra aculturación es lo que hace que ciertas opcio­ nes sean vivas, trascendentales o forzosas, y que otras resulten apagadas, triviales u opcionales. Sólo podremos trascender nuestra aculturación si nuestra cultura contiene (o, como con­ secuencia de algún trastorno exterior o de alguna revuelta in­ terna, llega a contener) unas aberturas que ofrezcan puntos de apoyo para nuevas iniciativas [...] Así, nuestra mejor oportuni­ dad para trascender nuestra aculturación es educamos en una cultura que se precie de su ausencia de monolitismo, de su to­ lerancia respecto a una pluralidad de subculturas y de su buena disposición a escuchar a las culturas vecinas. (R o r ty , 1991a, 13-14)

Por lo que creo entender, Rorty defiende la deseabilidad de abrimos al mayor número posible de descripciones y re­ descripciones de nuestro mundo globalizado. Según el autor, la contingencia del lenguaje y la ironía resultante de éste («ironía» significa aquí atenerse a creencias y actitudes que sabemos contingentes y que podrían ser de otra manera, es decir, que no tienen un fundamento universal) nos llevan a preguntamos qué tipo de seres humanos queremos ser (pues ninguna verdad trascendental ni ningún Dios trascenden­ tal pueden respondernos a esta pregunta). Lo cual adopta la forma de distintas preguntas sobre nosotros como indivi­ duos —quiénes queremos ser— y sobre nuestras relaciones con los demás humanos —cómo debemos tratarlos—. Para Rorty, éstas son unas cuestiones políticas y pragmáticas que demandan unas respuestas de valor político, en vez de ser unas cuestiones metafísicas o epistemológicas. Además, la aceptación de la legitimidad de una serie de pretensiones de verdad es en sí una postura política, no un desistimiento po­ lítico, como han sugerido algunos críticos, pues significa apoyar el pluralismo cultural más todo un sinfín de identida­ des culturales.

Las

c o n s e c u e n c i a s d e l p r a g m a t is m o

En este contexto, la deseabilidad del pluralismo cultural y político, y de describir el yo y la identidad en términos de un tejido sin centro de creencias y actitudes, no es el resultado de pretensiones epistemológicas sobre cómo es «realmente» el mundo o el yo, sino que se basa en una evaluación de las con­ secuencias pragmáticas de adoptar esta postura. Redescribir constantemente nuestro mundo es un acto pragmáticamente deseable, pues ofrece la posibilidad tanto de ampliar el yo como de mejorar la condición humana comparando entre dife­ rentes prácticas reales. Así, por ejemplo, una de las conse­ cuencias de realizar descripciones múltiples del mundo es una mayor verosimilitud o probabilidad de encontrar una manera

útil de configurar nuestro entorno y de adaptamos a él. Una segunda consecuencia es aceptar que nuestras mentes se están volviendo paulatinamente más am­ plias, fuertes e interesantes con la adición de nuevas opciones, es decir, de nuevos candidatos a la fe y al deseo, vertidos en nuevos vocabularios. El principal medio para dicho creci­ miento [...] es la gradual ampliación de nuestra imaginación mediante el empleo metafórico de viejas marcas y ruidos. (R orty ,

1991a, 14)

Y una tercera, y no menos importante, consecuencia es la de escuchar las voces de otros que pueden estar sufriendo —donde la evitación del sufrimiento se tiene por una virtud política de importancia capital—. Esto entraña abrazar la po­ lítica del pluralismo cultural democrático. En otras palabras, tanto los proyectos identitarios individuales como la política cultural de las colectividades exigen de nosotros forjar nuevos lenguajes, nuevas maneras de describimos, que refundan y re­ funden [los dos verbos en subjuntivo] nuestro lugar en el mundo. La lucha por tener nuevos lenguajes aceptados en una sociedad más amplia es el ámbito de la política cultural. En este sentido, Rorty sostiene que el feminismo representa la redescripción de la mujer como sujeto. El punto crítico de su argumentación es que es posible que las injusticias no sean percibidas como tales, ni siquiera por los que las padecen, hasta que alguien invente un papel nunca antes representado. Sólo quien tiene un sueño, y una y otra voz para describir el sueño consigue que lo que pare­ cía naturaleza empiece a parecer cultura y lo que parecía desti­ no empiece a parecer abominación moral, pues, hasta entonces, sólo existe el lenguaje del opresor, y la mayoría de los opreso­ res han tenido el ingenio suficiente para enseñar a los oprimidos un lenguaje con el que parecerían locos —incluso a sí mis­ mos— si se describieran como oprimidos. (R orty ,

1995, 126)

La

p o l ít ic a d e l o s n u e v o s l e n g u a j e s

Así, el lenguaje del feminismo pone a la orden del día el tema de la opresión y amplía el espacio lógico para la delibera­ ción moral y política. En este sentido, el feminismo (y cual­ quier forma de política identitaria) no necesita en absoluto del esencialismo o el fundacionalismo; lo que se necesitan son «nuevos lenguajes» en los que las reivindicaciones de las mu­ jeres no parezcan una locura, sino que sean aceptadas como «verdaderas» (en el sentido de una recomendación social). Así, el feminismo no implica una percepción menos distorsionada, sino que es un lenguaje con unas consecuencias que miran a unos fines y valores particulares. La emergencia de semejante

lenguaje no se considera la emergencia de una virtud universal, sino parte de una lucha evolucionista que no tiene un destino predeterminado. Rorty opina que el feminismo crea «experien­ cia de mujer» más bien creando un lenguaje que descubriendo qué es ser mujer o desenmascarando la mentira y la injusticia. Como tal, el feminismo es una forma de «pragmatismo profético» que imagina, y trata de dar vida a, una forma de comunidad alternativa. El feminismo forja una identidad moral para las mu­ jeres en cuanto mujeres permitiéndoles conseguir autoridad se­ mántica sobre sí mismas y negando que exista una identidad esencial universal en espera de ser descubierta por ellas. En su comentario sobre los argumentos de Rorty, Fraser (1995a) se muestra de acuerdo con el pragmatismo que propo­ ne el autor, si bien cree que sitúa las redescripciones implica­ das sólo en mujeres individuales. La autora sugiere, más bien, que tales redescripciones se vean como parte de una política feminista colectiva y, además, que dicha política permita una discusión y crítica acerca de las nuevas descripciones que van a entrar en liza y de las mujeres que van a recibir capacitación y poder. De este modo, asocia el feminismo con lo mejor de la tradición democrática y con la creación de una «contraesfera feminista» para la práctica y el debate colectivos. Concluyendo, se puede decir que no necesitamos funda­ mentos universales con objeto de sancionar valores políticos

o acciones políticas. Antes bien, los proyectos políticos pue­ den justificarse en términos de un pragmatismo relacionado con nuestros valores. Saber no es tener una imagen verdadera y objetiva de la realidad, sino aprender a hacer frente al mun­ do de la mejor manera posible. Nosotros producimos varias descripciones del mundo y utilizamos las que parecen más adecuadas a nuestros fines. Disponemos de un sinfín de vo­ cabularios, pues tenemos un sinfín de fines. Las preguntas cruciales son: qué descripciones logran mejor nuestros objeti­ vos, cuáles son nuestros objetivos y a quién pertenecen las descripciones que cuentan como «verdaderas». El conflicto planteado por cada una de estas preguntas se convierte en una preocupación básica de la política cultural, e incide en la re­ lación entre los distintos proyectos identitarios personales, así como en la necesidad de la solidaridad social y en la organi­ zación de la esfera pública.

Identidades privadas, ciudadanía democrática y esfera pública Si, como sostiene Rorty, ninguna ciencia ni religión pue­ den fundar concepciones morales ni políticas, debe existir una tensión entre nuestros proyectos identitarios individuales y una política colectiva de solidaridad social. Por una parte, la preocupación contemporánea por la «identidad» tiene algo en común con la noción «romántica» de la autoinvención y la ampliación, cuyo imperativo moral es añadir constantemente nuevas descripciones de uno mismo. Por la otra, el compromi­ so con la solidaridad social podría implicar la aceptación de, y la sujeción a, la disciplina de una moral colectiva y/o identi­ dad. Como ha dicho Butler, hasta las categorías identitarias del feminismo pueden «limitar y restringir de antemano esas mismas posibilidades culturales que se supone que ofrece el feminismo» (Butler, 1990,147), sobre todo mediante la «vigi­ lancia» de lo que significa ser «mujer». Este mismo argumen­ to se podría aplicar a las identidades étnicas. Es decir, el com­

promiso con una identidad étnica particular como forma de solidaridad puede constituir un control colectivo y esencialista de las identidades y los proyectos privados.

Lo p r iv a d o

f r e n t e a l o p ú b l ic o

Mientras que los proyectos privados son necesariamente sociales por cuanto la identidad se construye con un lenguaje público, y algunas culturas valoran el individualismo mientras que otras no lo valoran, y son, por tanto, causa de proyectos individuales, no existe un verdadero motivo por el que el com­ promiso con un proyecto individual deba implicar un proyec­ to político concreto. Aunque la distinción entre lo «público» y lo «privado» tiene un carácter contingente, no obstante, si se acepta que resulta beneficioso mantener esta distinción para fines prácticos, podemos abogar por una cultura global que «facilite al máximo a las personas el logro de sus fines priva­ dos, a veces completamente dispares, sin por ello perjudicarse las unas a las otras» (Rorty, 1991b, 196). No sólo los proyectos privados pueden enmarcarse en narrativas sociales e históricas más amplias (por ejemplo, los relatos diaspóricos) que prestan coherencia a las vidas indi­ viduales, sino que también es coherente forjar instituciones sociales que propicien el buen desarrollo de diferentes pro­ yectos identitarios privados. Así, al tiempo que una buena política debe aceptar que todos podamos desarrollar nuestros proyectos privados, contingentes e identitarios, es decir, que todos podamos tener derecho a «hacernos a nosotros mis­ mos» como mejor nos parezca y a desarrollar nuestra propia «originalidad», nuestros proyectos identitarios dependen del desarrollo de un espacio cultural colectivo y de una política asimismo colectiva, pues, como dice Bauman, «la supervi­ vencia en un mundo contingente y diverso sólo es posible si cada una de las diferencias reconoce a las demás diferencias como condición necesaria para conservarse a sí misma» (Bauman, 1991, 256).

Esto no es una simple cuestión filosófica o epistemológica abstracta, sino una cuestión pragmática que atañe a la capaci­ dad de las personas para vivir juntas. Aunque sin duda los len­ guajes y los modos de vida carecen de un fundamento común —no existe una correspondencia exacta ni directa entre los len­ guajes—, podemos sin embargo aprender otros lenguajes y to­ mar medidas prácticas para comunicamos los unos con los otros (Rorty, 1991a). Esto sugiere la necesidad del diálogo y corrobora los argumentos procedimentales a favor de una esfe­ ra pública de ciudadanos diversa y plural, en la que la ciudada­ nía como forma de identidad se convierta en terreno abonado para una política compartida. Es decir, la mejor oportunidad para desarrollar un proyecto identitario privado puede ser vivir en una cultura que se precie de ser heterogénea.

La

id e n t id a d d e l a c iu d a d a n ía

Como señala Dahlgren (1995), podemos considerar la ciudadanía como una forma de identidad o como un aspecto de nuestras múltiples identidades, de manera que una cívica «identidad de la ciudadanía» mantenga toda una diversidad de valores y de mundos vitales dentro de un marco democrático. Es posible que la identidad de la ciudadanía sea la única cosa que tengamos en común; pero el compromiso de distintos gru­ pos con los procedimientos de la democracia y con los dere­ chos y obligaciones de la ciudadanía, reconocidos intersubje­ tivamente en los planos social, civil y político, hace sin duda avanzar la democracia al tiempo que ofrece unas condiciones propicias para el desarrollo de proyectos identitarios particu­ lares. Esto implica lo que Mouffe (1992) denomina la «hege­ monía de los valores democráticos». Esta postura no nos obli­ ga a aceptar todas las versiones al uso de lo que significa la democracia, sino que trata de extender su radio de acción para que, además de los procedimientos gubernamentales forma­ les, se incluya una democracia económica, organizativa y do­ méstica. Por supuesto, no existen fundamentos universales

para una democracia radical, si bien existe el fundamento his­ tóricamente contingente de la tradición política democrática, que valora la justicia, la tolerancia, la solidaridad y la diferen­ cia. El concepto de ciudadanía es un mecanismo que sirve para vincular la micropolítica de las identidades culturales con la macropolítica oficial de los derechos institucionales y cul­ turales. Como dice Mercer, «el concepto de ciudadanía es cru­ cial, pues opera en la bisagra que articula sociedad civil y Es­ tado en una relación abierta e indeterminada (Mercer, 1994, 284). Desde el contexto asiático-británico, Parekh sugiere lo que podría significar para la política de «las nuevas etnicidades» hacer un mayor hincapié en la ciudadanía y los derechos culturales. En primer lugar, a la diversidad cultural se le debería dar un estatus público y una dignidad propia [...] En segundo lu­ gar, las minorías difícilmente pueden esperar ser tomadas en serio mientras no acepten todas las obligaciones de la ciuda­ danía británica [...] En tercer lugar, a las comunidades minori­ tarias se les debería permitir desarrollarse a su propio ritmo y en la dirección que ellas decidan [...] En cuarto lugar, al igual que los individuos, las comunidades sólo pueden florecer en medio de unas condiciones propicias [...] Y, en quinto lugar, el carácter distintivo de las comunidades étnicas tiene que ser reconocido por nuestro sistema jurídico. (Parekh, 1991, 197-199, citado por McGuigan , 1996, 151)

McGuigan (1996) comenta que las limitaciones que im­ pone a la nación-estado el debate sobre la ciudadanía plantea­ do por Parekh pueden estar anticuadas en el contexto de la globalización, que ha dislocado el tradicional nexo moderno entre la cultura, la etnicidad, el Estado y el ciudadano. Y cita a Tumer (1994) para corroborar que puede que tengamos que desarrollar una idea de los derechos humanos globales no li­ gada a ninguna nación-estado concreta, para concluir no obs­ tante diciendo que, si bien la ciudadanía global es un bello ideal, las luchas locales en el contexto de las formaciones na­

cionales seguirán siendo lugares de acción clave. Como se ve, la noción de esfera pública sigue conservando aquí una im­ portancia considerable.

La e s f e r a

p ú b l ic a

Según Habermas (1989), la esfera pública es un ámbito que emergió en una fase concreta de la «sociedad burguesa». Es un espacio que media entre la sociedad civil y el Estado, en el que se organiza lo público y en el que se forma la «opinión pública». Dentro de esta esfera, los individuos se sienten ca­ paces de desarrollarse a sí mismos y de entablar debates sobre el rumbo de la sociedad. Habermas intenta basar la esfera pública en la noción de una «situación de lenguaje ideal» en la que distintas preten­ siones de verdad se hallan sometidas a un debate racional. Así, la esfera pública se concibe como un espacio para el debate basado en la igualdad conversacional. Sin embargo, como ha dicho Fraser (1995b), en la práctica no se dan tales condicio­ nes; antes bien, la desigualdad social significa que no sólo se les niega a los ciudadanos un acceso igual a la esfera pública, sino que además a los grupos subordinados se les niega la pa­ ridad y el espacio participativo necesarios para articular sus propios lenguajes, necesidades y demandas. Según Fraser, una concepción moderna de la esfera pública como la de Habermas exige que los interlocutores pongan entre paréntesis sus diferencias de estatus, limiten el debate a cuestiones de bien público (excluyendo preocupaciones privadas) y creen una sola esfera pública, única por ser común. A pesar de todo, dado que la desigualdad social no puede ser puesta entre pa­ réntesis, que las numerosas cuestiones privadas son públicas (por ejemplo, la violencia doméstica) y que existen versiones discrepantes sobre el bien público, la autora sostiene que una concepción posmodema de la esfera pública debería aceptar la deseabilidad de múltiples públicos y de múltiples esferas pú­ blicas, al tiempo que se esfuerce por reducir la desigualdad so­

cial. Así, por ejemplo, cree que el feminismo representa una «contraesfera pública» para el debate y la actividad política. Aunque, a mi entender, Habermas se equivoca al tratar de construir una justificación racional de carácter universal y trascendental de la esfera pública, como postura normativa su concepto sigue conservando una gran importancia política. Es decir, que puede estar justificada por motivos pragmáticos —basados en los valores— de pluralismo cultural más que por motivos epistemológicos. Por eso, el objetivo del movimiento en favor de una democracia radical en el marco de la esfera pública podría entenderse como una sociedad en la que todos, independientemente del sexo, la raza, la situación económica o la orientación sexual, se en­ contraran en una posición real de igualdad y de participación, en la que no quedara ningún fundamento para la discrimina­ ción y donde existiera autogestión en todos los campos. (Mouffe , 1984, citado por B est y Kellner , 1991,196)

D iv e r s id a d

y s o l id a r id a d

Estos principios abstractos pueden resultar más concretos y relevantes con relación a la televisión si se aplican los valo­ res de la diversidad y la solidaridad. El concepto de diversidad sugiere que de los medios de comunicación pluralistas se es­ pera que representen a toda la gama de la opinión pública, así como a las distintas prácticas culturales y condiciones sociales y geográficas. La palabra solidaridad sugiere unas formas de compartir y colaborar que son genuinas y no forzadas, es de­ cir, la práctica de la tolerancia y la solidaridad en vez del con­ trol. En este contexto, la televisión podría hacer de intérprete cultural y social y propiciar un escenario de solidaridad en el que se pudieran presentar valores diversos. Tal es, pues, el ámbito de la política cultural de la televisión.

La política cultural de la televisión La televisión está en el centro de la vida pública y del de­ bate cultural en la mayoría de las culturas afectadas por la ac­ tual globalización. En efecto, si bien Habermas (1989) lamen­ ta el declive de la esfera pública, otros comentadores (Giddens, 1990; Thompson, 1995) sostienen que las sociedades moder­ nas han presenciado la ampliación de la esfera pública merced a los medios de comunicación al aportar una mayor visibili­ dad a los discursos y acciones de carácter público. Ciertamen­ te, se puede afirmar que la esfera pública es actualmente una esfera saturada por los medios de comunicación, en la que lo visual aventaja en importancia a lo verbal y las relaciones me­ diáticas son más conspicuas que los encuentros cara a cara. En esta esfera mediática, no sólo «lo público» entra en la esfera doméstica a través del televisor, sino que además las fronteras entre lo público y lo privado quedan algo difuminadas. Es tam­ bién, por paradójico que pueda parecer, una esfera pública en la que el entretenimiento es tan importante como las noticias y en la que el lenguaje de la publicidad y de los intereses comer­ ciales se ha instalado definitivamente en el dominio público. Sin embargo, la televisión puede contribuir a la política cultural de la identidad ampliando la gama de voces e identi­ dades vistas y oídas en la esfera pública. Es decir, en la televi­ sión deberíamos buscar una diversidad de representaciones, lo que a su vez sugiere la necesidad de producir programas «transgresores» que ofrezcan una manera competitiva de ver el mundo. Por «transgresores», o «alternativos», entiendo la producción y diseminación de esas redescripciones del orden social y de las identidades culturales a las que antes nos refe­ rimos con la expresión de «nuevos lenguajes». Como tal, la política cultural de la televisión implica la necesidad de, por una parte, presionar contra las limitaciones de las representa­ ciones reguladas que suele ofrecer la televisión y, por la otra, de ayudar al desarrollo de recursos discursivos alternativos, es decir, de otras voces capaces de desestabilizar la hegemonía cultural.

Aunque una política cultural de la televisión puede adop­ tar una serie de formas muy variadas, yo diría que la mayoría de ellas entran en alguna de las siguientes categorías: • Un análisis de los programas de televisión que contribuya a recursos discursivos alternativos para las audiencias.

En esta línea, Eco (1986) sostiene que lo que se necesita es una forma de «guerra de guerrillas semiológica», en la que las audiencias estén mejor equipadas para descodificar los programas de distintas maneras y sean conscientes de la ma­ nera en que la televisión controla las fronteras del significado. En efecto, se podría decir que la deconstrucción de la televi­ sión desde el campo de los estudios culturales no hace sino contribuir a dicha estrategia. Así, por ejemplo, en los capítulos 3 y 4 nos encontramos con análisis de la representación de la raza y el género que sin duda contribuyen a una deconstruc­ ción de las prácticas racistas y sexistas. Semejante deconstrucción es especialmente útil allí donde informa la creación de materiales educativos. Por ejemplo, la semiótica ha estado en la base de la producción de un buen nú­ mero de paquetes didácticos a cargo del British Film Institute y de la Society for Education in Film and Televisión. Otros autores, como es el caso de Masterman (1980), abogan por una estrategia sostenida de «televisión educativa» en las es­ cuelas y de collages, que haga especial hincapié en su lengua­ je y gramática. Por supuesto, otra cuestión bien distinta es que dicha estrategia sea eficaz o no; en efecto, algunos comenta­ dores (entre ellos, Fiske, 1989) sugieren que las audiencias de programas populares llevan a cabo este tipo de guerrillas semiológicas. En consecuencia, los estudios culturales y de los medios de comunicación se encuentran desgarrados entre, por una parte, las posturas que defienden la necesidad de una edu­ cación mediática seria y, por la otra, la convicción de que las audiencias ya tienen unas aptitudes deconstructivas bastante aguzadas.

• El intento por cambiar la configuración organizativa de la televisión, con vistas a una mayor diversidad.

Son muchos los comentadores que se muestran a favor de reestructurar la economía política de la televisión con el fin de permitir que las voces marginales entren también en la co­ rriente establecida. En concreto, éste ha sido uno de los argu­ mentos principales en favor de la televisión pública (en cuan­ to parte de la esfera pública), la cual, como se sabe, puede producir programas que no puede producir la televisión que se financia sólo con la publicidad. En Gran Bretaña hubo una gran discusión en tomo al lanzamiento del Cuarto Canal (Channel Four), del que muchos esperaban que publicitara toda una serie de proyectos alternativos. Pero, mientras que Channel Four ha ampliado sin duda el alcance de la televisión en el Reino Unido, su base financiera, aliada con la política gubernamental, le ha dado un aire mucho más de establishment de lo que habían esperado sus primeros valedores. Ade­ más, en Estados Unidos y Australia, los Servicios de Televi­ sión Pública y los Servicios de Televisión Especial (Public Broadcasting Service o PBS y Special Broadcasting Service o SBS) sólo aglutinan un dos y un cinco por ciento de la audien­ cia respectivamente, con una programación que, pese a no ex­ hibirse en las grandes redes, no suministra empero el margen requerido para los «nuevos lenguajes». De hecho, y esto vale para todo el globo, los principales grupos de presión a favor del cambio no han apoyado a la televisión pública, sino que han abogado por una televisión comercial y orientada al mer­ cado (véase C. Barker, 1997b). • La producción de programas «transgresores» al margen de las organizaciones de televisión establecidas.

A pesar del abrumador dominio de la producción y la dis­ tribución por parte de las corporaciones transnacionales, hay claros signos de que se están gestando producciones alternati­ vas fuera de los dominios de las organizaciones televisivas ge­

nerales, si bien a una escala todavía limitada (Dowmunt, 1993). Así, Batty (1993) describe el desarrollo de la televisión «alter­ nativa» en Emabella, una apartada comunidad aborigen situada en las semiáridas regiones septentrionales del sur de Australia. El proyecto comenzó como una empresa a pequeña escala, pro­ duciendo programas de vídeo para la comunidad de Emabella, pero, a medida que sus miembros fueron ganado confianza, empezaron a «coser» programas producidos localmente con otros de la red nacional ABC, a los que accedían con una ante­ na parabólica. El éxito de esta aventura, según Batty, se basa en la adaptación, llevada a cabo por gente del lugar, de la tecnolo­ gía internacional a las necesidades locales, con unas fuentes de financiación también locales. Pero, mientras que la televisión de Emabella se hallaba en el lejano y despoblado interior de Australia, «Deep Dish» fue un proyecto concebido en pleno corazón de Estados Unidos. Lucas y Wallner (1993) relatan cómo, en plena Guerra del Golfo, un grupo de activistas mediáticos mostraron su descon­ tento con la falta de un debate o cuestionamiento serio en los medios estadounidenses generalistas. Así, decidieron lanzar el G ulf Crisis TV Project con el objetivo expreso de producir programas alternativos. Luego consiguieron convencer a un buen número de canales por cable y de estaciones de PBS para que emitieran los programas, que fueron distribuidos a escala nacional alquilando tiempo de televisión por satélite. Así, la propia disponibilidad comercial de la tecnología televisiva se destinó a un fin completamente distinto. Sin embargo, aunque tales proyectos suelen ser bien recibidos, son difíciles de lle­ var a la práctica, además de ser criticados a menudo por diri­ girse a unas reducidas audiencias que «ya están convertidas». • La producción de programas «transgresores» desde el inte­ rior de las organizaciones televisivas establecidas.

Un enfoque más tradicional de la política televisiva ha consistido en tratar de producir programas «transgresores» o «alternativos» para la televisión del establishment. Así, por

ejemplo, durante los años setenta, el dramaturgo Trevor Griffíths (1976) acuñó la frase de «penetración estratégica» para explicar su intento de escribir teatro «radical» para la televi­ sión británica. Su argumento era que las obras que explotaban y subvertían las convenciones de la televisión establecida y llegaban a una audiencia masiva eran mucho más eficaces que esas películas y obras producidas fuera de dichas convencio­ nes o en un medio diferente. En efecto, durante los años se­ tenta y ochenta, Griffiths consiguió que le emitieran un rami­ llete de obras en la televisión británica, algunas de las cuales se exhibieron también en Estados Unidos y Australia. De ma­ nera parecida, en Estados Unidos algunos cineastas trataron de producir para la televisión películas que se mostraban crí­ ticas con la sociedad, como fue el caso de la aclamada Bitter Harvest Sin embargo, no está claro que se den dentro de la televi­ sión las condiciones propicias para mantener semejante estra­ tegia. Por ejemplo, en Gran Bretaña existe la evidencia de que el espacio cultural dentro de la televisión que permitía la emi­ sión de dichas obras ha desaparecido prácticamente, por lo que Griffiths ha decidido retirarse de la televisión y volver a las salas de teatro. Tampoco la televisión actual de Estados Unidos se caracteriza por su radicalismo. Sin embargo, ante la evidencia de que el rasgo más importante de la televisión es su capacidad para atraer permanentemente a una gran masa de espectadores, aunque sea una masa que está dando claras se­ ñales de fragmentarse cada vez más en nichos especializados, hay que convenir en que la estrategia de producir programas críticos para la televisión establecida, al tiempo que sin duda ofrece grandes recompensas, también puede que sea la más di­ fícil de poner en práctica.

Las

d i m e n s i o n e s i n s t i t u c io n a l e s d e l p o d e r

Puesto que toda política televisiva tiene que ser multidimensional, no hay razones para sugerir que cualquiera de las

estrategias arriba mencionadas para la intervención deban ser privilegiadas hasta el extremo de excluir a las demás. Las es­ trategias pueden ser más o menos viables según el momento y las particulares circunstancias sociales, económicas y políti­ cas, y ello teniendo presente la existencia de audiencias diver­ gentes y el contexto de toda una variedad de disposiciones institucionales y financieras. Por supuesto, sea cual sea la es­ trategia adoptada, una cuestión clave es la necesidad de ase­ gurar los recursos materiales y el espacio institucional sin los cuales no se podrían oír «nuevas voces». Así, Bennett (1992) sostiene que la política textual que proponen la mayor parte de los estudios culturales no tiene en cuenta las dimensiones institucionales del poder cultural. Consiguientemente, insta a los estudios culturales a adoptar un planteamiento más pragmático al objeto de trabajar con los productores culturales e «introducir la política en los es­ tudios culturales». En concreto, al ampliar la gama de repre­ sentaciones en la televisión mediante la producción de pro­ gramas que presten voz a los «nuevos lenguajes» de identidad cultural, nos enfrentaremos a las dificultades que entraña ase­ gurar los recursos necesarios desde dentro de las organiza­ ciones televisivas. A su vez, esto implica necesariamente la existencia de una política específica por parte de las organi­ zaciones televisivas.

La política de las organizaciones televisivas Las posibilidades de producir programas «transgresores» dentro de las organizaciones televisivas del establishment di­ fieren según los países, dependiendo, al menos en parte, de las disposiciones institucionales que existen en cada contexto con­ creto. Sin embargo, en términos generales, los aspectos constringentes y posibilitadores de la organización de la televisión, por cuanto se relacionan con la producción de programas trans­ gresores, se centran en su financiación y regulación.

La

f i n a n c i a c i ó n d e l a t e l e v is ió n

La producción televisiva es un negocio muy caro; así, por ejemplo, un solo episodio de una serie popular americana pue­ de tener un coste superior a un millón y medio de dólares, un coste que no deja de aumentar con el tiempo. Por lo tanto, nin­ guna organización televisiva, ya sea pública o comercial, pue­ de permitirse producir unos programas que no den unos réditos importantes. Si hay voces alternativas, o nuevos lenguajes, que quieren hacerse oír, tendrán que buscar apoyaturas en términos de beneficios, de cuota de audiencia o de prestigio (lo que, para las televisiones públicas, puede servir como barrera contra una búsqueda de beneficios desenfrenada). En la televisión estadounidense, que es un sistema domi­ nado por los índices de audiencia y las empresas anunciadoras, buena parte del tiempo y del esfuerzo se emplea en ensayar programas piloto antes de pasar a la producción propiamente dicha, pues, tanto para las distintas redes como para los pro­ gramadores, el beneficio está asociado con la maximización de la audiencia o con los mercados de nichos constituidos por personas con ingresos elevados. En Gran Bretaña, la BBC y la ITV tienen tradicionalmente más margen para producir progra­ mas que no están obligados a maximizar su índice de audien­ cia, como lo prueba la tradición de obras de teatro y de docu­ mentales de calidad, que brillan por su ausencia en la escena estadounidense. En consecuencia, se puede decir que, al me­ nos en Europa y Australia, la financiación y la regulación pú­ blica permiten una mayor diversidad de programación y de re­ presentaciones de identidad cultural.

La televisión pública

Aunque varían las normativas concretas para la televisión pública, según Brants y Siune (1992), entran fundamentalmen­ te consideraciones relacionadas con las finanzas públicas, con la protección respecto de la competencia y con alguna forma de

responsabilidad ante los representantes políticos del público a través de alguna organización administrativa. Estos elementos estándar del servicio público dan origen a disposiciones estruc­ turales e institucionales, que estaban destinadas a ofrecer res­ ponsabilidad, acceso y adecuación, o mayor calidad de la pro­ gramación. En concreto, se dijo que, mientras que la televisión comercial debía buscar el mayor número posible de telespecta­ dores para venderlos a las empresas anunciadoras, la televisión pública podía permitirse la producción de algunos programas capaces de satisfacer los gustos de una minoría y cuya princi­ pal preocupación fueran los valores de índole estética y políti­ ca. En términos de lo que Blumler (1992) denomina «valores vulnerables», la televisión pública se esfuerza por ofrecer un servicio universal y global con una programación equilibrada, imparcial, precisa, diversa y de calidad.

La televisión comercial Sin embargo, la dirección política de la televisión se halla en todo el globo muy lejos de ser una televisión de servicio público, orientándose cada vez más hacia la comercialización. En consecuencia, aunque la defensa de la televisión pública suele ser una estrategia para el mantenimiento y expansión del pluralismo cultural (véase C. Barker, 1997b), una política cul­ tural pragmática exige trabajar con las disposiciones actuales y considerar cuál es el potencial de intervención dentro de los sistemas comerciales actuales. Dos posibilidades se presentan inclusive para las organizaciones televisivas más comercial­ mente orientadas. En primer lugar, la exigencia de atraer telespectadores sig­ nifica que las empresas comerciales han de mostrarse sensibles a la opinión del mercado/de la audiencia y al «cabildeo» de los grupos de presión, tal vez más incluso que las empresas de te­ levisión pública, institucionalmente selladas y protegidas. Por ejemplo, los cambios culturales a largo plazo, junto con el «ca­ bildeo» de la comunidad afroamericana (y su poder adquisitivo

nada desdeñable), han supuesto que el claro racismo de Amos ‘n Andy resulte simplemente inaceptable en la televisión esta­ dounidense. Como vimos en el capítulo 4, si bien el racismo si­ gue coleando en la televisión estadounidense, sería una muestra de descortesía y terquedad no reconocer el importante cambio que se ha producido. La segunda posibilidad atañe al desarrollo del mercado de nichos y de las audiencias segmentadas. Por una parte, el de­ clive del universalismo (el servicio de la televisión por el que toda la gente pueda sintonizar todos los canales) significa que las audiencias pueden evitar toda la batería de programas si así lo desean. En consecuencia, un drama de tesis o documen­ tal cultural puede verse confinado a las márgenes de un canal especializado. Sin embargo, el desafío de la televisión por ca­ ble, junto con el crecimiento del mercado de nichos, ha em­ pujado a las redes establecidas a buscar formas de programa­ ción de calidad «resistentes al cable», que atraigan audiencias con ingresos elevados. Así, por ejemplo, las series innovadoras Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues) y Policías de Nueva York (NYPD Blue) fueron viables en un contexto esta­ dounidense no porque fueran inmediatamente capaces de atraer a una audiencia masiva, sino porque eran vistas por un sector de la audiencia educado y relativamente acomodado, atractivo para las empresas anunciadoras. Finalmente, el desarrollo de la televisión por cable y del mercado de nichos ha permitido la emergencia de canales dedicados a grupos culturales concre­ tos. Así, por ejemplo, tanto Telemundo como Univisión, los canales en lengua española de Estados Unidos, emiten para la diáspora latinoamericana, mientras que la Black Televisión NetWork intenta atraer a la comunidad afroamericana. Estos canales han logrado sobrevivir con cierto éxito, si bien no es seguro que la programación que ofrecen sea claramente distin­ ta a la de la televisión generalista (dominada como está por cu­ lebrones y vídeos musicales respectivamente), aunque la com­ posición de la audiencia desde luego sí lo sea.

R e g u l a c ió n

y censura

Si bien la financiación es una de las cuestiones candentes de la política cultural televisiva, otra de estas cuestiones tiene que ver con la regulación y la censura estatales. La capacidad para ampliar la diversidad de voces y representaciones den­ tro de la esfera pública mediante la producción de programas transgresores debe superar la barrera potencial de la regulación y la censura estatales. Ningún Estado permite la plena libertad con relación a la regulación del contenido televisivo. Incluso en Estados Unidos, donde las consideraciones financieras y la propia Constitución se combinan para limitar la regulación es­ tatal, existen normas que ponen coto a lo que se puede decir y mostrar. Esto, más el poder de las empresas anunciadoras, ha llevado a los departamentos internos de «pautas» a supervisar la aceptabilidad del contenido de los programas.

La BBC En Gran Bretaña, si bien la BBC se precia de una larga tra­ dición de independencia respecto de la directa intervención es­ tatal, esta cadena no deja de estar sujeta a presiones por parte de los políticos, que controlan los derechos de licencia a largo pla­ zo, los cuales, junto con los estatutos de la propia BBC, están sujetos a una renovación periódica. En efecto, la historia de la BBC está salpicada por una serie de controversias y conflictos con los políticos, que han modelado el estilo de la organización al indicar qué se puede hacer y qué no. Por ejemplo, durante los años ochenta, la BBC se vio sometida a toda una batería de ata­ ques por parte de los políticos conservadores, según los cuales, la cobertura de la organización habría adolecido de falta de equilibrio. Pero, sin duda, la más famosa de tales intervenciones fue la que supuso la prohibición del programa sobre Irlanda del Norte At the Edge ofthe Union. Con todo, a pesar de su sistema de control jerárquico, los productores de la BBC siguen manteniendo cierto grado de

autonomía, probablemente mayor que la que se da en muchos sistemas de televisión, sin olvidar, empero, que la autocensu­ ra ha seguido frenando la expansión de lo que se puede decir o no en televisión; en efecto, la BBC tiene desde hace tiempo un sistema por el cual las decisiones sobre cuestiones espe­ cialmente controvertidas tienen que ser tomadas por los altos cargos, lo cual refleja la preocupación a la vez por la inter­ vención estatal y por las actividades de grupos de presión tales como la «conservadora» Asociación Nacional de Teles­ pectadores y Oyentes (National Viewers’ and Listeners’ Association).

El profesionalismo En el contexto de los Estados democráticos liberales, las restricciones más fuertes a la serie de representaciones que ofrece la televisión no proceden de la intervención estatal ni de la conspiración periodística, sino del mundo del profesio­ nalismo, el cual se basa en los valores hegemónicos de una cultura dada. El profesionalismo se puede describir como una estrategia para controlar una ocupación mediante un sis­ tema de autogobierno que opera en función de los intereses de sus miembros. Como tal, el profesionalismo es una estra­ tegia de mercado que opera mediante la restricción del acce­ so, el control de la formación y la definición de unas pautas (que excluyen a los de fuera). Además, el profesionalismo tiene un elemento moral y normativo, según el cual, un mun­ do autorreferencial demanda unas reglas para juzgarse a sí mismo, basadas en el control de los conocimientos y las com­ petencias. Esto conduce al desarrollo de unos estilos domés­ ticos y de unas prácticas de trabajo que permitan emitir jui­ cios en referencia a programas ya existentes (Elliott, 1977). En este sentido, buena parte del racismo y el sexismo de las noticias de la tele, como, por ejemplo, la costumbre de aso­ ciar a los jóvenes negros con la delincuencia, de la que se ha­ bló en el capítulo 3, es producto del profesionalismo «ñor-

mal» y de la reproducción de un sentido común hegemónico (Hall y otros, 1978).

A m p l ia r

l o s l ím it e s d e l a r e p r e s e n t a c ió n

En consecuencia, cualquier intento de ampliar los límites de la representación se enfrenta a las limitaciones impuestas por las finanzas, los influjos estatales y los valores profesio­ nales que marcan el negocio de la televisión. Esto no equiva­ le a afirmar que las representaciones que produce la televisión no puedan cambiar, o no hayan cambiado de hecho, o que la televisión no sea capaz de producir materiales de crítica. An­ tes bien, esto sugiere que el cambio en la televisión es algo muy lento, ligado a los valores más generales y a largo plazo de una formación social dada. En consecuencia, es la presión ejercida por las feministas, los activistas gays, las organiza­ ciones negras y esa construcción discursiva llamada «opinión pública» (medida y constituida mediante los índices de audien­ cia y los resultados del mercado sobre las tendencias de con­ sumo) la que cuenta con más probabilidades de mantener viva la esperanza de un cambio. La política general de la identidad cultural tiene, así, una gran importancia con relación a las re­ presentaciones que la televisión produce y hace circular. Es la política cultural de la sociedad civil la que produce la cohe­ rencia, visión y motivación necesarias para un cambio organi­ zativo pragmático. Dicho lo cual, sigue en pie la pregunta de qué tipo de pro­ gramas amplían de hecho la variada gama de las represen­ taciones. ¿Qué tipo de programas son «transgresores»? Si la política de la identidad está constituida por la invención y cir­ culación de los «nuevos lenguajes», entonces tendremos que preguntamos acerca de laforma y accesibilidad de dichos len­ guajes.

El

p r o b l e m a d e l r e a l is m o

Desde hace tiempo se viene debatiendo hasta qué punto impera el realismo en la televisión y si esto representa una li­ mitación, o una oportunidad, para los «nuevos lenguajes». Así, algunos escritores han sostenido que la forma naturalis­ ta/realista de la televisión excluía de por sí su utilización como vehículo de «democracia radical» al no lograr deconstruir la manera de funcionar de la televisión, ofreciendo en cambio un relato «autoritario» más acerca del mundo. En cambio, otros críticos han sugerido que el realismo sigue siendo el modo de comunicación más eficaz en las condiciones actuales al ser el único lenguaje compartido mediante el que podemos comuni­ camos con amplias audiencias televisivas. Según Abercrombie y otros, p a re c e h a b e r tre s p a rá m e tro s d istin to s d e rea lism o : (1) e l re a ­ lism o q u e o fre c e u n a v e n ta n a al m u n d o ; (2 ) el re a lism o q u e e m p le a u n a n a rra tiv a co n re la c io n e s ra c io n a lm e n te o rd e n a ­ d as e n tre lo s a c o n te c im ie n to s y los p e rso n a je s ; (3) el re a lis­ m o q u e o c u lta la a u to ría y d isfra z a el p ro c e so d e p ro d u c c ió n d e u n texto. (A b e r c r o m b ie y otro s, 1 9 9 2 ,1 1 9 )

A pesar de las apariencias, la televisión no ofrece una «ventana al mundo», sino que, antes bien, construye repre­ sentaciones utilizando convenciones realistas que sugieren un cuadro del mundo independiente. Según MacCabe (1981), estas convenciones realistas plantean dos problemas princi­ palmente: • que pretenden «mostrar las cosas tal y como son en la realidad» en vez de reconocer que la televisión es una repre­ sentación construida desde una perspectiva concreta, • que las estructuras narrativas del realismo están organi­ zadas por un «metalenguaje» de la verdad que privilegia y dis­ fraza la posición editorial en vez de dejar que los distintos

discursos sobre el mundo «hablen por sí mismos» y compitan por las lealtades. Así pues, el discurso narrativo simplemente permite a la realidad apare­ cer y le niega un estatus propio en cuanto articulación [...] La prosa narrativa alcanza su posición de dominio al encontrarse en la situación del saber, y esta función del saber está desem­ peñada en el cine por la narración de acontecimientos. (MacCABE, 1981, 218)

Según MacCabe y otros antirrealistas, lo que se necesita no es realismo, sino unas prácticas que revelen sus propias téc­ nicas y permitan una reflexión sobre los procesos mismos de significación, así como sobre el trabajo de deconstrucción fílmico y televisual. Se suele decir que tales efectos han sido logrados por las técnicas modernistas de algunos directores, como Jean-Luc Godard, que muestran el funcionamiento de las cámaras y rechazan el flujo continuo de la narrativa realis­ ta saltando sin «motivación» de un lugar a otro o de un mo­ mento a otro. En esta vena, las historias no siguen la conven­ ción establecida de la causalidad lineal ni el flujo «corriente» del tiempo de cada día.

LA P O L ÍT IC A

D E L A R E P R E S E N T A C IÓ N

El antirrealismo de MacCabe concuerda en muchos as­ pectos con el llamamiento que hace Hall (1996d) por una «po­ lítica de la representación» que explore las relaciones de poder insertadas en los procesos de significación y representación. Como vimos en el capítulo 3, la exigencia de imágenes realis­ tas y positivas de los negros es problemática por cuanto des­ cansa en unas insostenibles concepciones esencialistas de la identidad y en una epistemología reflexionista (realista). De ahí el empeño de Hall por unas representaciones que reconoz­

can la arbitrariedad de la significación y deconstruyan el bino­ mio blanco-negro. De igual manera, en el capítulo 4 vimos cómo el feminismo ha pasado del enfoque de «la imagen de la mujer» basado en una noción de adecuación representacional a una «política del significante» en la que «la mujer» es un efecto constitutivo de representación. En este orden de cosas, el debate de Kaplan (1992) sobre Madonna nos parece un buen ejemplo de desestabilización del género a base de des­ plazar los significantes y códigos de la sexualidad. Sin embargo, el trabajo deconstructivo es de por sí, por iró­ nico que pueda parecer, una construcción. El problema es que hay un gran número de personas que no hablan ese lenguaje y que las performances transgresoras pueden no ser interpretadas como tales por unas audiencias que ya no comprenden que se violen las «normas» ni los fines de la performance. Así, por ejemplo, la performance de la identidad india por parte de Ma­ donna (véase el capítulo 4) se puede interpretar como una de­ construcción de todas las identidades étnicas; pero también se interpretó como una ofensa a las creencias y prácticas hindúes. Hablar a las audiencias de una manera difícil e ininteligible (para determinados sectores) puede suponer negarse uno mis­ mo la posibilidad de comunicar. Consiguientemente, como ha dicho Wolf (1981), las té cn ic as y estilo s d e la in te rv en ció n cu ltu ral están [...] es­ trec h am e n te re la cio n a d o s co n el co n tex to y co n las c o n d ic io ­ n es de su aparición. N o se p u ed e decir, en ab stracto , q u e los m o d o s rea lista s y n atu ra listas de re p re se n ta c ió n sean siem p re e q u iv o ca d o s, p u e s e l re a lism o p u e d e se r el ú n ico le n g u aje p o ­ sib le d e c o m u n ica ció n p a ra u n a au d ien c ia p articu lar. (W o l f f , 1981, 93)

Más recientemente, algunos autores han dicho que el pos­ modernismo cuestiona el dominio del realismo en televisión, pero que, a diferencia del modernismo, lo hace mediante la ac­ cesible cultura popular. Así, según Hutcheon (1989), el pos­ modernismo problematiza la idea misma de representación al

tiempo que se muestra como su cómplice. Es decir, cuestiona la «realidad» de la representación y a su vez también ofrece re­ presentaciones. Según el mismo Hutcheon, se puede decir que, en términos generales, el posmodemismo «adopta la forma de una afirmación autoconsciente, autocontradictoria y autosocavadora. Es como decir algo entre comillas sobre lo que ya se está diciendo» (Hutcheon, 1989, 1). En otras palabras, el pos­ modemismo es una forma de complicidad irónica por cuanto es consciente de las limitaciones y condiciones de su propia complicidad. Como se señaló en el capítulo 2, los marcadores de la for­ ma posmodema son la autoconciencia o autorreflexividad es­ tética, la yuxtaposición o el montaje, la paradoja, la ambigüe­ dad, la incertidumbre y el desvanecimiento de las fronteras del género, del estilo y de la historia. Por irónico que pueda pare­ cer, si bien el posmodemismo en las artes se ve como una reacción contra el modernismo, la televisión posmodema pa­ rece adoptar y hacer populares estas mismas técnicas moder­ nistas, como, por ejemplo, el montaje, el corte rápido, las téc­ nicas narrativas no lineales y la descontextualización de las imágenes. El posmodemismo en televisión es más bien una reacción contra el realismo en un medio del que el modernis­ mo nunca se apoderó realmente (Kellner, 1992).

Corrupción en Miami (Miami Vice) Kellner considera posmodema Corrupción en Miami prin­ cipalmente por dos motivos: • su estilo estético: el montaje, la confusión de géneros, el espectáculo, • su carácter polisémico, que incluye identidades, signifi­ cados e ideologías cambiantes. Según Kellner (1992), las identidades de los dos detecti­ ves principales, Crokett y Tubbs, son «inestables, fluidas, frag­

mentarías, inconexas, múltiples, abiertas y están sujetas a im­ portantes transformaciones». Esto lo demuestran los aspectos, estilos y apariencias en constante mutación, junto con el inter­ cambio de identidades (policías «disfrazados» de ricos trafi­ cantes de drogas y yuppies). Al asumir dichos papeles, Crokett y Tubbs entran y salen de sus distintas identidades, sugiriendo que la identidad es una construcción y no un dato, que es un juego y una cuestión de estilo y de elección. Las identidades posmodemas están, así, señalizadas como inestables y cons­ truidas más a partir de imágenes de placer y consumo que a partir del mundo laboral y ocupacional.

Los Simpson También se puede decir que es posmodema la serie de Los Simpson, que ha convertido a los miembros de una familia americana «disfuncional» en héroes irónicos de una serie que, por una parte, es simplemente un dibujo animado y, por la otra, una sucesión de sutiles reflexiones sobre la vida y la cul­ tura americanas. Sin duda no es una coincidencia que el cen­ tro de la vida de los Simpson sea el televisor, y que la serie haga innúmeras referencias intertextuales a otros programas y géneros televisivos. Así, Rasca y Pica, los dibujos animados que ven los pequeños Simpson, a la vez parodian a Tom y Jerry y se burlan del doble rasero por el que parecemos con­ denar la violencia en la televisión al tiempo que nos regodea­ mos con ella. Además, Los Simpson nos obligan a estar bien atentos a los distintos géneros de la televisión y el cine; así, por ejemplo, el final de uno de los episodios es una exacta ree­ laboración de la secuencia final de El graduado.

South Park South Park, otra serie de dibujos animados, parodia a Los Simpson mediante el empleo de la ironía y la intertextualidad.

En concreto, nos regala todo un elenco de personajes «políti­ camente incorrectos», racistas, sexistas y de mente estrecha. De hecho, South Park está constituida por la constante parodia de distintos estereotipos. Cuando nos reímos de estos persona­ jes paródicos, estamos insinuando la necesidad del antirracismo y del antisexismo. Asimismo, South Park se ríe irónica­ mente del lenguaje mismo de la «corrección política» como lenguaje inadecuado, de la sustitución de un lenguaje autorita­ rio por otro. ¿Debemos condenar la representación del «chef» afroamericano como figura sexy a lo «Barry White», o criticar la imagen estereotipada de los afroamericanos como cantantes sexy y chulos? Al igual que en Corrupción en Miami y en Los Simpson, se puede discutir si las audiencias interpretan la tele­ visión posmodema en términos «críticos» o sólo «irónicamen­ te», o, para el caso, si la «ironía» es «crítica».

Resumen y conclusiones A lo largo de este libro se ha tratado de dejar bien claro que las identidades son construcciones discursivas', en efec­ to, no puede haber ninguna identidad, experiencia o práctica social que no esté construida discursivamente, pues no pode­ mos hurtamos al lenguaje. En este sentido, las identidades son sociales y culturales «de principio a fin», por lo que entende­ mos que las identidades son construcciones plenamente socia­ les, que no pueden «existir» fuera de las representaciones cul­ turales. Ninguno de estos argumentos tiene por qué borrar los lenguajes de la «agencia» humana siempre y cuando entenda­ mos por «agencia» una narrativa socialmente construida y una serie de capacidades para actuar diferencialmente distribui­ das. Aunque podamos considerar a los agentes capaces de ac­ tuar reflexivamente, tales narrativas del yo son recursos so­ cialmente constituidos. Pero los argumentos antiesencialistas tampoco excluyen la política identitaria, siempre y cuando di­ cha política se entienda como redescripción y desarrollo de «nuevos lenguajes», amén de como construcción de coalicio­

nes estratégicas y temporales de personas que comparten al menos algunos valores. Se ha dicho asimismo que, si bien no es posible construir unos cimientos universales para proyectos políticos, en cam­ bio sí es posible emprender una actividad política que trate de mejorar la condición humana sobre los valores de unas tradiciones específicas y particulares. Por su parte, la políti­ ca cultural se ha concebido en términos de redescripciones del mundo social, de juicios de valor sobre las consecuencias pragmáticas de la acción y de la formación de coaliciones centradas en la hegemonía de los valores democráticos. Se ha dicho también que una esfera pública ampliada y una no­ ción de la ciudadanía cívica podrían aportar unos valores compartidos alrededor de los cuales formar una política identitaria de la coalición. Finalmente, se ha sugerido que todo intento de ampliar los límites de la representación en la televisión tendrá que vérselas con las limitaciones impuestas por las finanzas, el in­ flujo estatal y los valores profesionales. Si bien las represen­ taciones producidas por la televisión pueden cambiar, y de hecho han cambiado, este cambio suele asociarse al cuestionamiento de valores sociales más generales, en los que la política cultural identitaria desempeña un importante papel. También se ha señalado que el realismo que parece predomi­ nar en la pantalla de la televisión plantea una serie de proble­ mas concretos a la política cultural de la representación. Por una parte, se puede decir que el realismo mantiene su statu quo mediante la ilusión ideológica de representar el mundo «tal y como es» en vez de explorar sus propias condiciones de producción, «hazaña» que intentan consumar tanto el moder­ nismo como el posmodemismo; por la otra, el realismo pue­ de ser el lenguaje idóneo de la televisión para comunicar con determinadas audiencias.

Lecturas complementarías Abercrombie, N., S. Lash y B. Longhurst, «Popular representation: recasting realism», en S. Lash y J. Friedman (comps.), Modernity and Identity, Oxford, Blackwell, 1992. Dahlgren, P., Televisión and the Public Sphere, Newbury Park y Londres, Sage, 1995. Dowmunt, T., Channels of Resistance, Londres, British Film Institute, 1993. Jordán, G. y C. Weedon, Cultural Politics: Class, Gender, Race and the Postmodem World, Oxford, Blackwell, 1995. Rorty, R., Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambrid­ ge University Press, 1989 (trad. cast.: Contingencia, ironía y so­ lidaridad, Barcelona, Paidós, 1996). Woodward, K. (comp.), Identity and Dijference, Londres y Thousand Oaks, Sage, 1997.

7. Televisión, globalización e identidades culturales: resumen

Hace unos años, me tropecé con una taijeta de felicitación que rezaba: «El verdadero yo». En la taijeta aparece un joven progre llamado Stanley, vestido con ropa deportiva, barba de tres días y, en la camiseta, el símbolo chino del Yin-Yang: un joven que ha escalado las montañas del Tíbet en busca de su verdadero yo. En lo alto de una montaña, al final descubre lo que ha estado buscando durante mucho tiempo: ser un hombre de negocios, vestido de manera convencional, con una cartera y un paraguas en la mano. El chiste consiste, por supuesto, en las imágenes discrepantes del joven: el Stanley que busca es el estereotipo de la «izquierda cultural», mientras que el Stanley que encuentra es el estereotipo de la «derecha conservadora». Así, no es de extrañar que la leyenda rece por su parte: «Stan­ ley se sintió profundamente decepcionado cuando, en lo alto de los montes tibetanos, descubrió por fin su verdadero yo». La tarjeta actúa, es decir, nos resulta inteligible, porque se inspira en —y juega con— un repertorio cultural del yo con el

que la mayor parte de los occidentales estamos familiariza­ dos: tendemos a asumir que poseemos un verdadero yo, una identidad que, además de poseerla, podemos conocer. Ade­ más, la identidad es inteligible, tanto para nosotros mismos como para los demás, mediante determinadas formas de re­ presentación, de manera que, al menos en este caso, la identi­ dad se significa mediante signos vestimentarios que connotan al hombre de negocios conservador y al hippy radical. Estos signos son marcadores sociales de gustos, creencias, actitudes y estilos de vida. Así, se supone que la identidad es personal y social, que nos marca como idénticos a, y distintos de, otros tipos de personas. En este libro hemos pretendido examinar algunos de los debates al uso de los estudios culturales sobre la subjetividad y la identidad cultural, y, en tal sentido, explorar los presu­ puestos del repertorio cultural desplegado con esta muestra. Dijimos en su momento que la identidad se ocupa en realidad de la igualdad y la diferencia, de lo personal y lo social, así como de las distintas formas de representación. Sin embargo, impugnamos la tesis de que la identidad es algo que posee­ mos, una cosa fija que hay que descubrir. Así, Stanley puede sentirse a la vez aliviado y decepcio­ nado al saber que la identidad no se entiende como una enti­ dad fija que se posee, sino como una descripción de nosotros mismos que marca un proceso del devenir. Resumiendo, he­ mos dicho que: • Las identidades son construcciones discursivas, es decir, descripciones de nosotros mismos con las que nos identifica­ mos y en las que nos volcamos emocionalmente. • Las identidades son sociales y culturales «de principio a fin», por lo que entendemos que son construcciones completa­ mente sociales, que no pueden «existir» fuera de las represen­ taciones culturales. • No poseemos una identidad, sino que somos más bien un yo fracturado, producto de un complejo entramado de actitu­ des y creencias.

En este contexto, dijimos también que la raza, la etnicidad y la nacionalidad son formas de identidad que no se refieren a unas entidades fijas, sino que son unas construcciones discur­ sivas cambiantes e inestables. De manera parecida, la identidad sexual depende de la manera de hablar de la feminidad y la masculinidad, y no de unas supuestas esencias biológicas uni­ versales. Así, si bien hay diferencias entre las identidades de raza y de género, ambas son construcciones sociales intrínse­ camente implicadas en las cuestiones de representación. Pero el hecho de que las identidades sean cuestiones de cultura y no de naturaleza no significa que podamos desechar sin más esas identidades étnicas o sexuales en las que nos ha insertado la aculturación y adoptar otras nuevas, pues, si bien las identida­ des son construcciones sociales, nos constituyen mediante las imposiciones del poder y las identificaciones de la psique. En la era de la globalización, la televisión es vital para la construcción de identidades culturales, pues hace circular todo un bricolaje de representaciones de clase, género, raza, edad y sexo, con las que nos identificamos o contra las que lu­ chamos. Es decir, la televisión es un recurso proliferador y globalizado para la construcción de la identidad cultural y un lugar de cuestionamiento de los significados. También explo­ ramos toda una serie de estereotipos distintos. Sin embargo, si bien es cierto que la televisión sigue produciendo y haciendo circular discursos racistas, se dijo también que las representa­ ciones de los negros en la televisión son frecuentemente am­ biguas y ambivalentes. Dichas ambigüedades son el lugar de las luchas culturales por el significado más que un estableci­ miento de significados definitivos para las audiencias, y lo mismo vale para las cuestiones del sexo y el género. En efec­ to, mientras que la televisión puede representar a la mujer como segundo sexo, situándola en el trabajo patriarcal de la domesticidad y en una sexualidad orientada al varón, algunos lugares o representaciones pueden desestabilizar las construc­ ciones del género. Así, por ejemplo, tanto los travestís como los vídeos de Madonna podrían sugerir el carácter «prefonnativo» y cambiante de todas las identidades sexuales.

Asimismo, se sugirió que, si bien la televisión global es una forma de poder cultural, las audiencias son creadoras activas de significado y no «zombies culturales». Y, si bien los textos construyen posiciones de sujeto, de ello no se deduce que acep­ temos todo lo que se ofrece; antes bien, los estudios sobre la re­ cepción han hecho hincapié en las negociaciones que se esta­ blecen entre sujeto y texto, incluida la posibilidad de oponer resistencia a los significados textuales. En consecuencia, las re­ presentaciones, por ejemplo de la raza y el género, son, como la propia identidad, el lugar de luchas por el significado. Por su­ puesto, cualquier posición de «resistencia» es de por sí un constructo discursivo sacado de otro lugar. La política cultural im­ plica juego, yuxtaposición y conflicto entre los discursos. Así, la televisión global no reproduce simplemente una cultura dominante o hegemónica con sus identidades asocia­ das de una manera clara y tajante. Antes bien, la relación entre globalización, televisión e identidades culturales es una rela­ ción compleja, en la que entran en liza toda una serie de iden­ tidades diversas, desde identidades étnicas o religiosas de ca­ rácter absolutista hasta identidades interculturales de carácter híbrido. En efecto, en el contexto de la globalización, tanto el movimiento físico de los pueblos como la distribución electró­ nica de la «cultura» contribuye al desarrollo de dichas identi­ dades híbridas. Sin duda, esta concepción de las identidades culturales híbridas es fundamental para poder argumentar que la televisión no opera como una inyección hipodérmica de sig­ nificado (pues las audiencias son activas), y el modo de enten­ der mejor la televisión global no es precisamente como una forma de imperialismo cultural; antes bien, al contribuir a la dislocación de las identidades culturales respecto de unos lu­ gares específicos, la televisión es un buen recurso para las identidades múltiples, cada vez más complejas, y para los dis­ cursos enfrentados sobre el poder. Por último, respecto a las identidades como construccio­ nes discursivo-«performativas», se dijo que no tienen por qué socavar el lenguaje de la «agencia» ni la política identitaria, siempre y cuando se entienda por «agencia» algo que está de

por sí socialmente construido. Pero percibir la verdad como una recomendación social históricamente contingente o co­ mo un «régimen de la verdad» constituido por el poder (más que como una categoría universal y trascendental) tampoco nos impide actuar políticamente en orden a mejorar la condición humana. En este contexto, y dado que las identidades son fun­ damentalmente descripciones hechas en el lenguaje con que nos identificamos, la política cultural de la identidad se puede concebir en términos de redescripciones del mundo social. Es decir, el desarrollo de «nuevos lenguajes» como guías para la acción tiene unas consecuencias pragmáticas deseables. Una lucha, pues, por producir nuevos lenguajes y por oír­ los y aceptarlos después como «verdaderos»: tal es el ámbito de la política cultural. Los estudios culturales, dijimos, se han visto a sí mismos como un proyecto intelectual interesado por la política, entendiendo por ésta, en su sentido más amplio, algo que tiene que ver con el poder. Esto es así porque, en el ámbito de los estudios culturales, se considera que el poder empapa todas las capas de las relaciones sociales. El poder no es solamente una fuerza coactiva que subordine una serie de personas a otra, aunque ciertamente lo es también, sino más bien una serie de procesos que generan y posibilitan cualquier forma de acción, relación u ordenamiento social. En este sen­ tido, el poder, si bien es verdad que constringe, también es posibilitador. Dicho lo cual, los estudios culturales han demostrado preo­ cuparse específicamente por los grupos subordinados; en pri­ mer lugar, por la clase social y, luego, por la raza, el género, la nación, los grupos de edad, etcétera. En concreto, vimos cómo la subordinación no es simplemente un problema de coacción, sino más bien de conformidad. En este sentido, la cultura, y particularmente la cultura popular (de la que se han ocupado especialmente, aunque no exclusivamente, también los estu­ dios culturales), resultó ser el terreno específico en el que se conseguía, o impugnaba, el consentimiento. Semejante políti­ ca cultural tiene lugar en, y en tomo a, las instituciones y re­ presentaciones de la televisión, y se centra en

• presionar a las organizaciones televisivas para que acep­ ten la legitimidad de toda una serie de identidades culturales, • la capacidad de asegurar recursos para realizar programas, • la producción de toda una serie de representaciones, • el intento de ganarse los corazones y las mentes de au­ diencias activas mediante una política de la representación. Todo esto será relevante siempre y cuando apoyemos la di­ versidad cultural, así como la diferencia y el pluralismo, es de­ cir, la solidaridad con toda una serie de diferencias culturales. En este sentido, los estudios culturales y las políticas cultura­ les no tienen nada que ver con un conocimiento neutral; antes bien, se basan en unas tradiciones de valores históricamente contingentes. En suma, y para poner punto final a este libro, invitamos a reflexionar sobre las siguientes palabras de Hall: El trabajo que tienen que desempeñar los estudios cultu­ rales consiste en movilizar todo lo que pueda encontrarse en términos de recursos intelectuales para comprender bien qué es lo que hace que las vidas que vivimos, y las sociedades en que vivimos, sean tan profundamente antihumanas en cuanto a su capacidad para convivir con la diferencia. El mensaje de los estudios culturales es un mensaje para académicos e inte­ lectuales, pero, afortunadamente, también para muchas otras personas. En este sentido, por una parte, yo he tratado de con­ servar en mi vida intelectual la convicción, pasión y devoción por una interpretación objetiva, por el análisis, por un análisis y una comprensión rigurosos, por la pasión por descubrir co­ sas y por la producción de conocimientos que no teníamos an­ tes. Pero, por la otra, estoy convencido de que ningún intelec­ tual que se precie ni ninguna universidad que quiera entrar con la cabeza bien alta en el siglo xxi, pueden permitirse apar­ tar desapasionadamente los ojos de los problemas de la raza y la etnicidad que acucian al mundo actual. (H a l l ,

Simunye-Somos uno

1997d, 343)

Glosario de conceptos clave

Aculturación:

serie de p ro ce so s m e d ian te lo s cu a le s ap re n d em o s a « sa lir ad e lan te» en u n a cu ltu ra, in c lu id a la ad q u isic ió n d el le n ­ g uaje, d e v alo re s y d e norm as. «Agencia»: la c a p ac id a d so c ialm en te d e term in a d a p a ra ac tu a r y e s­ ta b le c e r u n a d iferencia. Antiesencialismo: a sí co m o la s p alab ras n o se re fie re n a esen cias, la id e n tid a d n o es ta m p o co u n a « cosa» fija y u n iv ersal. L a id e n ­ tid a d c u ltu ral n o es u n a esen cia, sin o u n « corte» o in stan tá n ea de sig n ific ad o s q u e se desp lieg an . Articulación: u n id a d te m p o ral d e elem e n to s d isc u rsiv o s q u e n o tie ­ n en p o r q u é « ir ju n to s» , de m a n e ra q u e la articu la ció n e s u n a fo r­ m a de co n e x ió n capaz de re a liz a r la u n id a d d e d o s elem en to s d istin to s en d eterm in a d as circ u n stan cias. L a articu la ció n su g ie­ re ta n to e x p re sa r/re p re se n ta r co m o unir, d e m a n e ra qu e, p o r e jem p lo , las c u e stio n es de g én e ro p u ed a n re la c io n a rse co n la raza, p ero d e m a n e ra c o n tin g en te y en co n tex to s esp ecífico s. Audiencia activa: la c a p a c id a d de la s au d ien c ias p a ra se r c re a d o ­ ra s y p ro d u c to ra s de sig n ific a d o en v ez d e p a siv a s re c e p to ra s de textos.

Autoidentidad: el modo en que nos pensamos a nosotros mismos y construimos narrativas del yo unificadoras. Ciudadanía: forma de identidad por la que a los individuos se les otorgan derechos sociales y obligaciones dentro de una comuni­ dad política. Conocimiento: véase poder/saber. Convergencia: derribo de barreras entre tecnologías y sectores in­ dustriales; por ejemplo, la superautopista de la información. Cultura: (a) mapa de significados discursivos entrecruzados, (b) zona de valores compartidos y cuestionados, (c) todo un modo de vida, (d) prácticas significativas. Diáspora: redes dispersas de pueblos étnica y culturalmente empa­ rentados. Différance: según Derrida, a la vez «diferencia y diferimiento». El significado es inestable y nunca se completa, pues la producción de significado se ve constantemente diferida y completada con los significados de otras palabras. Discurso: lenguaje y práctica, maneras de hablar reguladas que de­ finen, construyen y producen objetos de conocimiento. Economía política: se ocupa del poder y de la distribución de los recursos económicos. La economía política se interesa por saber quién posee y controla las instituciones de la televisión. Epistemología: se interesa por la fuente y el estatus del saber. La cuestión de la verdad es una cuestión epistemológica. Esencialismo estratégico: actúa como si las identidades fueran es­ tables por razones políticas concretas. Por ejemplo, aceptar que la categoría de «mujer» es una unidad estable con el fin de mo­ vilizar a la mujer para la acción política feminista. Esencialismo: el esencialismo asume que las palabras tienen re­ ferentes estables, es decir, que las categorías sociales reflejan una identidad esencial subyacente. Según dicha regla de tres, se podrían encontrar verdades estables, como, por ejemplo, la esencia de la feminidad, pues las palabras se refieren a unas esencias fijas y, así, las identidades se consideran entidades también fijas. Esfera pública: espacio para el debate y la argumentación de ca­ rácter público y democrático, que media entre la sociedad civil y el Estado, en el que se organiza el público y en el que se forma la «opinión pública». Estereotipo: representaciones vivas, pero simples, que reducen a las personas a una serie de rasgos de carácter exagerados, gene-

raímente negativos. Forma de representación que esencializa a los demás mediante el ejercicio del poder. Etnicidad: término cultural que significa la formación de fronteras entre grupos de gente que han sido discursivamente construidos como grupos que comparten valores, normas, prácticas, símbo­ los y artefactos, y que son vistos como tales por sí mismos y por los demás. Estrechamente relacionada con el concepto de raza. Formación discursiva: parámetro de sucesos discursivos que se re­ fieren a, u originan, un objeto común en un sinfín de lugares. Fundacionismo: intento de prestar una base o justificación univer­ sal y absoluta a la verdad del conocimiento y de los valores. Género: véase sexo y género. Globalización: las relaciones globales económicas, sociales, cultu­ rales y políticas cada vez más multidireccionales y nuestra con­ ciencia de ello, incluida la producción global de lo local y la lo­ calización de lo global. A menudo se la asocia con la institución de la modernidad y la compresión espaciotemporal o con un mundo cada vez más pequeño. Hegemonía: cierre temporal con objeto de fijar el significado me­ diante el ejercicio del poder. El proceso de fabricar, mantener y reproducir las series rectoras de significados de una cultura dada. Según Gramsci, la hegemonía implica una situación en la que un «bloque histórico» de facciones de la clase dominante ejercen autoridad social yjefatura sobre las clases subordinadas mediante una combinación de fuerza y, lo que es más importan­ te, consentimiento. Hibridez: mezcla de diferentes elementos culturales para crear nue­ vos significados e identidades. Los híbridos desestabilizan y desdibujan las fronteras culturales en un proceso de fusión o criollización. Identidad cultural: estabilización temporal del significado, que es más un devenir que una entidad fija. Sutura entre el «exterior» discursivo y los procesos de subjetividad «internos». Puntos de unión temporal a las posiciones de sujeto que las prácticas dis­ cursivas construyen para nosotros. Identidad nacional: forma de identificación imaginativa con una nación-estado tal y como se expresa a través de símbolos y dis­ cursos. Así, las naciones no son sólo formaciones políticas, sino también sistemas de representación cultural, de tal manera que la identidad nacional está constantemente reproducida a través de la acción discursiva.

Identidad social: nuestras obligaciones y relaciones sociales con los demás. Cómo nos ven los demás. Identidades múltiples: la asunción de identidades diferentes y po­ tencialmente contradictorias en diferentes momentos, que no forman un yo coherente y unificado. Ideología: intento de fijar significados y cosmovisiones mediante el poder. Mapas de significado que, al tiempo que pretenden ser verdades universales, son comprensiones históricamente especí­ ficas que oscurecen y mantienen el poder de determinados gru­ pos sociales (por ejemplo, de clase, género o raza). Imperialismo cultural: dominio de una cultura por otra, general­ mente concebido en términos de la ascendencia de unas nacio­ nes concretas o del capitalismo consumista global. Modernidad: período histórico postradicional marcado por el in­ dustrialismo, el capitalismo, la nación-estado y determinadas formas de supervisión. «Performatividad»: práctica discursiva que realiza o produce lo que nombra mediante la cita y la reiteración de las normas o convenciones de la «ley». Tal es el caso de la producción dis­ cursiva de identidades mediante la repetición y la recitación. Poder/saber: según Foucault, el saber no es neutro, sino que está siempre implicado en cuestiones sobre el poder social. El poder y el saber son mutuamente constitutivos. Política identitaria: forjar «nuevos lenguajes» identitarios y actuar para cambiar las prácticas sociales, generalmente mediante la formación de coaliciones en las que se comparten al menos al­ gunos valores. Posición de sujeto: serie regulada de significados discursivos, a partir de los cuales cobra sentido el texto. Sujeto con el que hay que identificarse para que un discurso sea significativo. Posmodernidad: (a) período histórico que sigue a la modernidad, marcado por la importancia primordial del consumo en un con­ texto postindustrial, (b) sensibilidad cultural que rechaza las «grandes narrativas» en favor de verdades locales en un marco lúdico-lingüístico específico. Posmodernismo: (a) estilo cultural marcado por la intertextualidad, el pastiche, la mezcla de géneros y el bricolaje, (b) movimiento filosófico que rechaza las «grandes narrativas» (es decir, las ex­ plicaciones universales de la historia y de la actividad humana) en aras de la ironía (el reconocimiento del carácter contingente de las creencias, los valores, el saber, etcétera).

Raza: categorías de gentes basadas en supuestas características bio­ lógicas, destacando la pigmentación de la piel. Un «grupo racializado» sería un grupo identificado y subordinado por razones de raza como constructo discursivo. Representación: aquello por lo que las prácticas significativas pa­ recen representar o describir otro objeto o práctica en el mundo «real». Se define mejor como «efecto representacional», pues los signos no representan o reflejan los objetos de manera «es­ pejeante» y directa, sino que los constituyen. Semiótica: el estudio (o «ciencia») de los signos y los significados. Sexo y género: aquí, el sexo se refiere a la biología del cuerpo, mien­ tras que el género atañe a los presupuestos y prácticas culturales que rigen la construcción social de los hombres y las mujeres. Según Butler, el sexo y el género se consideran construcciones sociales discursivo-«performativas» e indisociables. Significación: el proceso de generar significado mediante un siste­ ma de signos (sistema significante). Sinergia: reunir actividades anteriormente separadas para conse­ guir mayores beneficios, lo que a menudo conduce a la forma­ ción de consorcios multinacionales y multimedia.

Bibliografía

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índice analítico y de nombres

Actividad económica, global, 70 Aculturación, 33, 39,40, 244 “Agencia”, personal, 37-38, 157, 173, 225, 235-240 Althusser, L., 45 Ambigüedades, en la representación de la raza, 141-144 Amos 'n Andy, 137, 262 Anderson, B„ 116-117, 1210-121 Ang, I., 191 Ang., I. y Hermes, J., 165 Antiesencialismo, 59-60, 126 y la comprensión de la mujer, 154-155 y la identidad sexual, 159-160 Appaduria, A., 78 Articulación, 60-62, 63 Ashcroft, B„ 81-82 Asiático-británicos, 127-128, 202­ 207

Asimilación, estrategias de, 140-142 Asociación Nacional de Telespecta­ dores y Oyentes (National Viewers’ and Listeners’ Association), 264 A t the Edge ofthe Union, 263 Atlántico Negro, 123-124, 207, 213 Audiencia activa, 185-194, 214, 278 competencias de la, 180,255 y mercado de nichos, 262 Australian Broadcasting Commission (ABC), 95 Autoidentidad, 39-41,208-210,212­ 215 y sexo/género, 149-151 Autoproducción, 220-221 Ballard, R., 127-128 Barker, C., 125

Bhaji on the Beach,

175 Brah, A., 115, 123, 128 Bricolaje, 103, 277 British Broadcasting Corporation (BBC), 86-87, 92, 263-264 Brookside, 217-219, 226-227 BSkyB, 86, 90, 92 Butler, Judith, 160-165 Byker Grove, 220 Cable, tecnología del, 96 estadísticas de acceso, 92-93 televisión por, 90, 91 Cambio de códigos culturales, 128 Cambio, 240-241, 265-266 Capitalismo, 69, 80 apoyado por los medios de co­ municación, 97 geoplanetario, 70-71 y la globalización de la televi­ sión, 85-86 y la homogeneización, 75, 80 véase también Consumista, ca­ pitalismo Capitalismo de imprenta, 117-118 Censura, 263-264 Centralidad, 115 China, televisión, 99-100,199 Ciudadanía, 250-251 Clase, interpretaciones de la televi­ sión, 191 y negritud, 209-210, 212-213 Codificar/descodificar, 186-188,191 Comercialización de la televisión, 260-262 Comission for Racial Equality (Co­ misión para la Igualdad Racial), 136 Comunicación e identidad nacional, 117-118 Comunicaciones, propiedad de las,

Conceptos discursivos, vínculos en­ tre, 60-61 Conferencia de la Mujer de Beijing (Women’s Conference Beijing) (1995), 178 Conflictos de clase, 44 Confusión/mezcla/desdibujamiento/difuminamiento de géneros, 104-105 Conglomerados, 88 multimedia, 93 Conocimiento/saber no objetivo, 247 producto del lenguaje, 63, 179 social, 22, 233 Construccionismo social, 52 Consumismo, 74, 81 Consumista, capitalismo, 80, 238 Contingencia, 79, 245 Continuidad biográfica, 40 Convergencia tecnológica, 88,91,93 Coronation Street, 136

Corrupción en Miami (Miami Vice), 269-270 Cosmopolitismo, 17 Creatividad, 240 Criollización, 82, 83 Crossroads, 180 Cuerpo, 57,151, 155,157-158,159­ 160 esbelto, 170-171 Cultura, 31-32, 35 en Sudáfrica, 77 importancia del lenguaje para la, 42 popular, 105, 185, 189, 268 véase también Cultura electró­ nica global Cultura electrónica global, 96-101 Culturas asiático-británica, 128 y globalización, 72-73

Dallas, 191-192 Deconstrucción de la televisión, 254-257, 265-267 Delincuencia/criminalidad, imáge­ nes de la, 132-133,139 Deporte televisado, 122 Derrida, J., 54-55 Descartes, R., 38 Desh Pardesh, 127 Desigualdad, 83, 212 Desregulación, 93-95 Determinismo biológico, 149-151 Diáspora e identidades híbridas, 122 étnica, 81 y mercados geoculturales, 98 Diaspóricas, identidades, 122, 202 Diferencia como valor político, 146 e identidad cultural, 59 mujer/hombre, 150-155, 159 significado generado por la, 54­ 55 sujetos formados por la, 45 Différance, 55 Dilwale Dulhania Le Jayenge, 175 Discurso concepción antirrepresentacional del, 53 y materialidad, 63 Discursos, unidad de, 61 Diversidad cultural, 23, 73-74, 121, 146, 251 EastEnders, 138, 143, 207-210, 213, 214-217, 218-219, 224­ 226, 227-229 Ek Hi Bool, 138 Empire Road, 138 Em presas/corporaciones/consor­ cios multimedia, 90, 95

multinacionales, 75 transnacionales, 71,74,75,95,96 Epistemología, 145,169 Emabella, televisión de, 257 Esencialismo, 59-60, 81, 125, 130­ 133, 247 y la comprensión de la mujer, 151-155 Esfera pública, 251-255 Espacio, 81 doméstico, 194-201 y tiempo, compresión, 68 Estados Unidos, capitalismo y do­ minio cultural, 74-75 televisión de, exportación, 27, 97-98 Estereotipos de la mujer, 167,170-172 parodiados, 271 raciales, 112, 141-142, 178­ 179, 203-204 y racismo, 130-135, 137-138, 142-143 Estudios culturales, 43, 49, 234­ 2 3 5 ,254 Estudios sobre la recepción litera­ ria, 188 Etnicidad, 113-116, 122, 172-175, 203-205, 206 Falocentrismo, 49, 153 Falogocentrismo, 153 Familias marcadas por el género, 50-51 Feminidad como construcción discursiva, 52, 154 grados de, 158-159 múltiples modos de, 157-158, 165 posiciones de sujeto de la, 169­ 175

Feminismo, 42, 50-53, 164-167, 252-253 global, 177-179 lenguaje del, 245-246 tipos de, 50-53 Feministas negras, 52, 130-131 Filosofía occidental, interpretación deconstructiva de la, 153 Financiación de la televisión, 259­ 262 Flujo inverso, 80-83 Formación discursiva, 56 Foucault, Michel, 42, 56-58, 155­ 158, 220-221, 225 Fox-TV, 87, 90, 93, 94 Fragmentación, 75, 82 Fraser, N., 247, 252 Freud, S„ 47-50, 240 Fronteras étnicas, 128, 202 formación de, 113 Género, 81 como constructo social, 155 concepciones feministas del, 50­ 51,52-53 deconstrucción de las normas del, 176-177 en el debate sobre EastEnders, 214-216 en Sudáfrica, 25 infinita plasticidad del, 164-165 regulación del, 157 y “performatividad citacional”, 162-163 y complejo de Edipo, 48 y espacios domésticos, 195-200 y etnicidad, 172-175 y las familias, 51 y moral sexual, 225, 227 y psicoanálisis, 47 y representación de la raza, 141 y sexo, distinción entre, 150-151

y tecnología, 197 Giddens, Anthony, 39-41, 69, 71­ 72, 78 Gilroy, P„ 111, 123-124 “Global” y “local”, términos relati­ vos, 80-81 Globalización desarrollo desigual, 78, 127 distinta del imperialismo, 82 y las culturas, 72-73, 75, 84 y modernidad, 68-69, 71-72, 73 y producción de identidades hí­ bridas, 122-123 Glocalización, 80-81 Gramsci, A., 184-185 Gray, H„ 139 Gulf Crisis TV Project, 257 Habermas, J„ 252-253 Habituación cultural, 37 Habla de mujer, 152 Hall, Stuart sobre el esencialismo/antiesencialismo, 56, 62-63 sobre el marxismo, 44 sobre el psicoanálisis, 45-46 sobre el sujeto posmodemo, 42 sobre la articulación, 61-62 sobre la cultura, 34 sobre la identidad cultural, 37-38 sobre la identidad, 19 sobre la raza/etnicidad, 114,115, 129,133-134 sobre los estudios culturales, 233-234, 279 Hegemonía cultural, 254, 264-265 Hermenéutica, 188 Heterogeneidad, 80 Heterosexualidad, 154, 164 Hibridación, 76, 82, 124-125, 126 Hibridez, 75, 81, 84, 125 Hill, Anita, 62-63

Hogar, televisión e identidad de gé­ nero, 194-200 Homogeneización, 74, 80, 82-83, 106, 144 Homosexualidad, 218-220 Hooks, bell, 130 Hora de Bill Cosby, La (The Cosby Show), 138, 140 Idealismo, 63 Identidad, 18-19, 31-32, 40-42, 59­ 61,275-277 importancia del lenguaje para la, 42 inestabilidad de la, 163 marcada por el género, 50 marcada por la diferencia se­ xual, 50-51 nacional, 25, 59, 112, 115-120, 121-122 política de la, 18-19, 32, 245 y discurso, 28, 56-61 y esencialismo/antiesencialismo, 59-60 y poder, 44, 235 y representaciones culturales, 130-131 véase también Identidad cultural; Feminidad; Género; Identidad híbrida; Personalidad, concep­ tos de; Yo; Identidad social; Su­ jetos; Mujer Identidad cultural, 17, 27-28, 31 asiático-británica, 128 británica, 23-24 como proceso, 55, 60 constituida por la representación, 145 el sujeto de la Ilustración, 38 racial/nacional, 130-131,193 sus representaciones en la tele­ visión, 261

y el esencialismo/antiesencialis­ mo, 58-60 y el viaje, 73 y la individualidad, 239 y la política cultural, 32 y la televisión en el hogar, 197 y las interpretaciones de Dallas, 192 Identidad híbrida, 61,81 Identidad nacional y esencialismo/ antiesencialismo, 59-60 Identidad social, 39-40, 199-200 Identidades asiáticas, 203-207 cambio de, 28, 42, 60-61, 213­ 214 ciudadanía como, 250-251 como construcciones discursi­ vas, 53 como construcciones sociales, 33-35 como performances, 176-177 de género, 158, 179-180, 194­ 200 diaspórica, 77 discursiva, 56, 57-59, 60 e ilusión de totalidad, 47 múltiples, 60, 129-130, 201, 212-214 negras, 59-60, 123-124, 130­ 131,201,213 producción de, y lenguaje, 201 sexuales, 49-50, 160 sociales/culturales, 39 y posiciones de sujeto, 46 Identidades asiáticas, 203-207 Identidades culturales diaspóricas, 84 hibridizadas, 82 Identidades híbridas y la diáspora negra, 122-123, 124-125, 129, 201,202

Identificación, 47,158,159-163,200 Identificaciones cambio de, 64-65 diversas de carácter cultural/ét­ nico, 119-120 estratégicas, 126 transnacionales, 123 y la regulación externa, 46 Ideología, definición de, 45, 183­ 185, 191 Igualdad, política de la, 159 Imágenes positivas de los negros, 1.40-146, 211 Imperialismo cultural, 74, 77, 82­ 83, 84, 126 Inconsciente, mente, 47,49-50 Innovación, 239-241 Intereses comerciales, 86, 87-88 Internet, 90 Intertextualidad, 104,139, 270 Irigaray, Luce, 152-155 Ironía, 269,270 Islámicas, actitudes, 17 Jouissance, 152 Juicios de valor, 238 Julien, Isaac, 145 Kaplan, E„ 177-178 Kemer, Comisión, 136 Krishnan, P. y Dighe, A., 167, 173 Kristeva, Julia, 159-160 Laadla, 175 Lacan, J., 49 Laclau, E., 61 Lash, S., 103 Lenguaje concepción antirrepresentacional del, 28, 53-56, 242-245 conciencia del, 209-210 contingencia del, 243-244

en la imprenta, 117-118 esencial para la identidad, 40 hibridación del, 81-83 presta significado, 34-37 significados cambiantes, y el yo, 60 y conocimiento/saber, 63,179 y construcciones sociales, 26­ 27 y discurso, 42 y posestructuralismo, 52 y producción de identidades, 201 y significación, 36 Lesbianismo, 217-221 Libertad y determinación, 239-240 Liebes, T. y Katz, E., 191-193 Literatura poscolonial, 82 “Local” y “global”, términos relati­ vos, 80-81 Locura, discursos de la, 62 López, A., 119-121 Lugar como frontera cultural, 34-35 Madonna, 176-177 Mapplethorpe, Robert, 145 Marginación, 32, 81 Marginalidad, 115, 158,169 Martín-Barbero, J., 119,120 Marxismo, 42, 43-44 Masculinidad como construcción discursiva, 53, 60,153 grados de, 158 hegemónica, 163-164 Materialidad y discurso, 57 Maternidad, 159 representación cambiante de la, 171-172 Meehan, D., 166,167 Medios de comunicación apoyan al capitalismo, 97 y cultura, 26

y dominio cultural, 74, 75 y esfera pública, 252-253 Mente, 38, 46,49 Mercado, fuerzas del, y globaliza­ ción de la televisión, 85-86, 89 Mercado de nichos, 262 Mercados geoculturales, 98-99 Metáforas en la construcción del discurso, 129 Metanarrativas, 241 Mi hermosa lavandería, 145 Miller, D., 193-194 Mindyour Language, 137 Mismidad concepto freudiano de, 47 conceptos de, 33, 37, 38, 39, 239, 276-277 constituida mediante el lengua­ je, 55-56 fragmentada, y marxismo, 43,44 posmodema, 42, 57 sin centro, 243, 245 Mito del origen nacional, 121 Modernidad, 68-69,71-72,74,75 aspectos económicos/culturales, 79 favorece los conceptos occiden­ tales, 84 y competencia ideológica, 81 Moral, 208-209 en contexto social, 227-230 y ética, distinción entre, 220­ 221 y responsabilidad individual, 39, 225-227 Morley, D„ 190-191 Mujer concepción antiesencialista de la, 154-157 concepción esencialista de la, 151-154 Mujeres/mujer

identidad tradicional de, 215­ 218 imágenes televisivas de, 166-169 negras, 132 representadas en el cine, 141­ 143 representadas en la televi­ sión, 143-145 poscoloniales, 172-175 Multiculturalismo, 113 Murdoch, Rupert, 87-88, 89-90, 94 Murdock, G., 87-88 Nación, ser nación, 121 Nacionalidad marcada por el géne­ ro, 28 Nacionalismo, 80, 81 Nación-estado, 69, 80,81,115-121 Narrativa como base de identidad, 40 Narrativas del yo, 46-47 Nationwide, 191 Negras, feministas, 52 mujeres, 130 Negritud, 60, 207, 208 News Corporation, 87, 89-90 Normas reguladoras, 160-161 Noticias y presentadores negros, 102, 140-141, 264 Originalidad, 239, 250 Parekh, B„ 250-251 Películas/filmes hindis, 172-176 imagen de los negros en, 135, 141-143 Periódicos, 90 “Performatividad citacional”, 162 Pieterse, J„ 72, 84, 124 Poder cultural, 259

dentro de la hibridez, 84 Publicidad, 86, 90,106,170 e identidad, concepción marxisy la financiación de la televisión, ta del, 43-44 256, 260, 261,262 e imperialismo cultural, 83 productor del yo, 57, 235 Racialización, 111-112 relaciones de, y sexo, 51 Racismo e imágenes de delincuencia/cri­ y distinción sexo-género, 154­ minalidad, 132-134 155 y racismo, 110-111, 114, 115 y conceptos de raza, 110-111 y estereotipos, 130-133 y representación/significación, y múltiples identidades negras, 267-268 129-131,211-212 Política de la representación, 145 y orientalismo, 172 y representaciones cambiantes véase también Política cultural de la raza, 138-139 Política cultural y la identidad cultural, 32, 235­ 237 Raza y la televisión, 255 ambigüedades en la representa­ y los nuevos lenguajes, 245-247 ción de la, 141-145 concepto de, 109-111 Posiciones de sujeto . cambiantes, 176-177 e identidad cultural, 60, 144­ de la feminidad, 170-175 146 e identidades híbridas, 122 y las telenovelas, 179-181 marcada por el género, 27-28 Posmodemidad y competencia ideo­ reducción a la, 129 lógica, 82 Posmodemismo, 82, 105-106, 269­ representación de la, en la tele­ 270 visión, 134-142 significados de la, 111-112 Posmodemo/a concepto de la esfera publica, Realismo, 266-269 Recursos culturales y la identidad 252-253 cultura, y la televisión como me­ cultural, 42 Recursos de la comunicación, 63-64 dio visual, 103 electrónicos, 69, 71 feminismo posmodemo, 52-53 Postestructuralismo, 52-53, 169 Red, 72-73 informática, internacional, 96 Prácticas sociales, significados de las, 56-57 Relaciones sociales, 43-45,60, 69 Pragmatismo, 238, 247-248, 250 Religiones, 81 Representación Príncipe de Bel Air, El, 211, 213 a través de la significación, 37 Profesionalismo, 264 constitutiva de la raza como Proyectos identitarios, 18-21, 249 identidad cultural, 145 Psicoanálisis, 42, 45-49, 160-161, cultural 163

e identidad nacional, 116­ 117 y racismo, 130-136 de la raza, ambigüedades en la, 141-145 fronteras en expansión de la, 264-265 política de la, 145, 267-270 y conceptos de raza, 110-112 y sexualidad, 158 Representaciones construidas, en la televisión, 266-267 culturales, 33-34 de la mujer, 164-170 de la raza, cambiantes, 138-139 diversidad de, en la televisión, 254-255 Responsabilidad individual, 38-39, 226-227, 228-230 Rompecorazones, Los (Heartbreak High,) 210-213, 222 Rorty, Richard, 235, 240, 242-250 Satélite, televisión por, 91-92 Saussure, F„ 36, 53 Schiller, Herbert, 74-75 Semiótica, 37, 54-55, 255 del exceso, 105 Ser persona, distintos conceptos de, 33,40, 43-44 Servicio público, televisión de, 95, 256, 261 Sexo como categoría normativa, 160­ 161 como constructo social, 154-156 concepción feminista del, 50­ 51,52-53 en vídeos de Madonna, 176-177 y género, distinción entre, 150­ 151

Sexualidad, 46, 47-48, 57, 81 discursos sobre, y subjetividad, 155-156 identificación y psicoanálisis, 163 lesbianismo, 217-220 plasticidad infinita de la, 164-165 regulación de la, 157 Show de Oprah Winfrey, 171 Significación, 28, 267 arbitrariedad de la, 145 e ideología, 45 y diferencia, 55 y lenguaje, 35-36 y representación, 37 Significado, 27,72 inestabilidad del, 54-55, 190 y lenguaje, 35,36,53-54,63 Significados cambiantes, y el yo, 63 compartidos, 35 de los signos semióticos, 54 heterogéneos de la televisión, 99-100 individuales, 35 múltiples, 187, 188 producidos por las audiencias, 188-189 temporalmente estabilizados, 56 Simpson, Los, 270 Simunye, 23-25, 76 Sinergia, 88-89, 93 Sistema.de la información global, 69 Socialización, 40 South Park, 270-271 Star TV, 87 Subjetividad, 33 de género, 48 definida, 31 y feminismo, 51 Sudáfrica, 22-26, 76-77

Sueño americano, 140 Suhaag, 173 Sujeto de la Ilustración, 38, 41 Sujetos como productos de la historia, 56 como productos del poder, 56, 160-161 construidos, 47 de la Ilustración, 37-39 fracturados, 49 posmodemos, 41,129 sociológicos, 39-41 Suplemento, 54 Tecnología de la comunicación, 70 multiplicación global de la, 102,103 Tecnología de la información,70 Tecnología digital, 91, 96 Tecnología y género, 197-198 Tecnológico, desarrollo, de las tele­ comunicaciones, 88, % Telenovela como forma global, 100­ 101 Telenovelas debates sobre, transcritos, 200­ 231 e identidades de género, 179-181 exportadas por Estados Unidos, 27 representación de la población multiétnica, 137,138, 142 Telenovelas hispanas, 81, 118-120, 186-187, 199-200, 262 Televisión angloamericana, impacto de la, 81 cambio en la, 26-266 como lugar de crítica/contesta­ ción, 185 como medio visual en la cultura posmoderna, 103

digital, 91 e identidad nacional, 25-27 efectos de la homogeneización, 83 en la esfera pública, 254 estadísticas globales, 85-86 financiación de la, e identidades de género, 194-201 formas globales, 99-102 global como forma comercial, 104­ 107 conceptos de la, 83-86 e identidades locales, 198­ 201 regulaciones de la, 93-96 y significados locales, 99 interactiva, 90-91 posmoderna, 268-271 producción/consumo, 190-191 programas de alternativos, 254, 255-257, 263, 265, 268 polisémicos, 100, 186-187, 188 venta de, 96-99 pública/comercial, 92, 95 regulación pública de la, 261, 263-264 representación de grupos étnicos no blancos, 137-145 y audiencia activa, 186-195 y capital cultural global, 20 y construcción de identidad cul­ tural, 27, 189-190 y familia, 197-199 y política cultural, 255-256 y producción de identidad na­ cional, 118-119 y proyectos identitarios, 19-20 y representaciones construidas, 266-268

Televisión india, representación de la mujer en la, 167-168,172-173 Teoría de los actos del lenguaje (speech act theory), 163 Thomas, Clarence, 62-63 Thompson, J., 20-21 y significados múltiples, 186, 187 Tiempo, 81 mercantilización del, 68-69 Tiempo-espacio, compresión del, 68-69 Tomlinson, J., 82, 83, 84 Totalidad, ilusión de, 47 Tradiciones culturales, 125 nacionales, 121-122 Travestís, 164

Twin Peaks, 104, 105 Unidad nacional, 22-25 Valores democráticos, 245-247,250, 253 Vanishing Family: Crisis in Black America, 139 Vecinos (Neighbours), 194,203-207, 213,217, 227 Verdad, 244, 266 Viaje, 73, 123 Warrior Marks, 177-178 Winship, J, 170 Yo (primera persona), 33,40 Young and the Restless, The, 192-195