Somos lo que compramos : historia de la cultura material en América Latina
 9789681909000, 9681909003

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A rno ld J. B a u er

S om os lo

q ue com pram os

H isto ria de la cultura MATERIAL EN AMÉRICA LATINA

tauras

SOMOS LO QUE COMPRAMOS. HISTORIA DE LA CULTURA MATERIAL EN AMÉRICA LATINA D.R. © Arnold J. Bauer, 2001. D.R. © Título original en inglés: Goods, Power, History. Latín America's M atm al Culture. D.R, © Cambridge University Press, 2001. D.R. © Arnold J, Bauer, 2001 De esta edición: D.R. © Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V., 2002 Av. Universidad 767, Col. del Valle M éxico, 03100, D.F. Teléfonos: 5420-7530 y 5604-9209 ww\v. taurus agu il ar. co m.mx • Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Calle 80 Núm. 10-23, Santafé de Bogotá, Colombia. Tel. 635-1200 • Santillana S. A. Torre laguna 60-28043, Madrid, España. • Santillana S. A, Av. San Felipe 731, Lima, Perú. • Editorial Santillana S. A. A y. Rónwlo Gallegos, Edif. Zulia 1er. piso BoleitaNte., 1071, Caracas, Venezuela. • Editorial Santillana Inc. P.O. Box 19-5462 Hato Rey, 00919, San Juan, Puerto Rico. • Santillana Publishing Company Inc. 2105 N.W. 86lh Avenue, Miami, Fl., 33122, E.U.A. • Ediciones SantillanaS. A. (ROU) Constitución 1889,11800, Montevideo, Uruguay. • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A Beazley 3860,1437, Buenos Aires, Argentina. • Aguilar Chilena de Ediciones Ltda. Dr. Aníbal Ariztta 1444, Providencia, Santiago de Chile. • Santillana de Costa Rica, S.A. La Uruca, 100 m Oeste de Migración y Extranjería, San José, Costa Rica. Primera edición: noviembre de 2002 ISBN: 968-19-0900-3 D.R. © Ilustración de portada: Cocina poblana, pintura de Agustín Arrieta, 1865, Instituto Nacional de Antropología e Historia, D.R. © Diseño de portada: Enrique Hernández, 2002. Impreso en M éxico

Í ndice

Prefacio .......................................................................... Sobre la terminología.............................................. Apología pro vita sua................................................ Agradecimientos........................................................

13 17 19 22

;n t r o d u c c íó n .....................

23

l. El

..............................................

pa n o r a m a m aterial d e la

A m érica

PRECOLOMBINA................................................................. Los asuntos de la vida cotidiana............................. Mesoamérica................ ............................................. La región andina...................................................... Los regímenes alimentarios de Mesoamérica y los A ndes............................................................. Bienes y mercancías en los rituales y el poder .... Resumen...........................:........................................

í. B ie n e s

41 41 43 48 55 61 72

d e c o n t a c t o .........................................................................

77

>. B ie n e s c iv il iz a d o r e s ............................... ..................... La comida, la bebida y la cocina............................ La tela y la vestimenta.............................................. Los pueblos y las casas................ .............................

123 125 146 160

4. B ie n e s m o d e r n iz a d o r e s:

l a c u l t u r a m a te r ia l

..................... 177 El mundo nuevo y liberal de los bienes............... 177 Extranjerizadon: la auto-enajenación de la elite de la belle époque .................................. 203

EN EL PINÁ CULO DEL PRIMER L IB E R A L ISM O

5. B ie n e s d e d e s a r r o l l o ................................................... Dos pueblos...... ..............................................*.......... Crecer hacia adentro: crecimiento y consumo internos.................................................. El origen mestizo....................................................... El nacionalismo en la cocina..................................

221 221 228 23C 245

6. B ie n e s g lo b a le s : lib e r a lis m o r e d u x ........................... 265 La Coca-Cola y las ham burguesas......................... 27C A manera de conclusión.......................................... 281 N o t a s ................................................................................................................ B ib lio g r a f í a ........................................................................ Í n d ic e a n a l ít ic o ......................................................................................

28í 29'¡ 31'

Para . Danielle DeNure Greenwood y

el nieto o la nieta por nacer

Por un encantador y transitorio instante, el hombre tuvo que haber contenido su aliento en presencia de este continente, obligado a una contemplación estética que no entendía ni deseaba, cara a cara por última vez en la historia, con algo del mismo tamaño de su capacidad de asombro... Gatsby creía en... el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. En ese entonces nos fue esquivo, pero no importa; mañana correremos más aprisa, extenderemos los brazos más lejos... hasta que, una buena mañana... F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby.

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P refacio

H a c e unos dos mil años, una conocida colección de libros y cartas advertía que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrara al cielo; más aún, el protagonista de esa historia expulsó a los mercade­ res del templo. A principios del tercer milenio, no presta­ mos atención a tan deseo razonadoras advertencias, mientras nuestras sociedades de consumo siguen adorando el dinero y los bienes. Durante los dos mil años intermedios, por no hablar de los milenios anteriores, la mayor parte de los pueblos libró una batalla diaria, a menudo estéril, para obtener los enseres más elementales —comida, vestido y techo— que ie permitieran vivir y reproducirse. Se adaptaron plantas al medio ambiente, se diseñaron herramientas y se trató de producir un poco más para prevenirse ante la adversidad. Sólo unos cuantos tuvieron éxito: inventaron una efectiva trampa para incautos o, con mayor frecuencia, lograron persuadir o forzar a otros para que produjeran un exceden­ te que les diera mayores comodidades y les generara más lujos. En fechas recientes, un porcentaje mayor pero aún pe­ queño de la población del planeta es capaz de llenar su casa y su cochera con bienes de consumo, mientras hace malaba­ res para pagar la hipoteca y la tarjeta de crédito. En la víspera del año 2000, las computadoras calcula­ ron que la población mundial había alcanzado los seis mil millones y, a menos que ocurriera un desastre global, au­

mentaría a casi nueve mil millones en los próximos cincuenta años. A menos que experimentemos un cambio de valores, lo cual parece improbable, nuestros descendientes no se con­ formarán con arroz y ropa de algodón hecha en casa; es más factible que aspiren al exagerado y frenético consumismo pío movido con tanto entusiasmo en Estados Unidos y en Europa. La mayoría de las personas probablemente que­ rrá una amplia variedad de bienes que incluya televisión, radio y refrigerador, alimentos y bebidas procesadas, o in­ cluso un auto, el bien de consumo más destructivo que se haya producido. La mala noticia es que si conseguimos todo esto, el efecto ambiental será devastador y, si no lo consegui­ mos, o si los bienes se siguen distribuyendo de forma tan poco equitativa, es de esperar que surjan conflictos sin pre­ cedente entre clases sociales o grupos étnicos. Esta perspec­ tiva nos ayuda a explicar la reciente proliferación de estudios sobre el tema del consumó. Tal vez este libro no resuelva ningún problema global, pero confío en que logre motivar a los lectores para reflexionar un poco sobre las razones por las que las personas —o, mejor dicho, los latinoamericanos— han comprado lo que compraron en los últimos quinientos años. Si nos pidieran una explicación, la mayoría probable­ mente diría que compramos cosas porque son útiles, y que compramos más cuando percibimos mayores ingresos. Esa explicación es suficientemente directa y bastante precisa, pero si miramos más de cerca, veremos con mayor claridad que casi todos los bienes están sobrecargados con diversos significados. El más humilde plato de avena o la costosa capa de un príncipe son mucho más que alimento y ropa, y la razón para adquirirlos entraña algo más que el sentido de utilidad convencional. Tampoco hemos sido muy claros respecto de lo que sentimos por nuestras adquisiciones; por supuesto, podemos ser más críticos de las posesiones de otros y, a menudo, con­ denarlos. En diferentes momentos, los occidentales nos he­ mos mostrado al menos embelesados y atormentados al mismo tiempo por la posesión de objetos materiales. Tam­

bién tenemos la sensatez de ver —y por tanto de temer— que la distribución inequitativa de la riqueza es fuente de disturbios sociales. No se trata sólo de que algunos tengan posesiones y otros no, o de que el despliegue ostentoso o la privación suscite la envidia, el resentimiento, el desprecio o la guerra. Quienes pueden adquirir vestido y medios de trans­ porte, un Lambourghini o una compañía de internet, en ocasiones se han sentido incómodos e incluso culpables por los bienes que han acumulado. Al reflejar —quizá como in­ fluencia de las enseñanzas de hace dos mil años— la ambi­ valencia entre el decoro de una “decencia” modesta, por un lado, y el deseo de ostentar una riqueza espectacular, por el otro, corre paralela a ía historia europea y sus extensiones trasatlánticas. Ün recorrido al azar por la historia y la geografía revela esta ambivalencia. Por ejemplo, en la Toscana del siglo xv: cuando el monje franciscano Girolamo Savonarola dice al pueblo de Florencia que debe despojarse de sus joyas y se­ das y ofrendarlas a Dios, se le toma como un santo y se le ofrece la mitra cardenalicia; cuando insiste, la gente lo que­ ma en la hoguera, por considerarlo una amenaza pública. En México, en el siglo X X , cuando algunos miembros de la comunidad de Tzintzuntzan adquirían más animales y tie­ rras que los demás, eran elegidos para organizar las festivi­ dades anuales. Así, durante una semana, en un derroche de comida, bebida y fuegos artificiales, se consumía el exceso de riqueza y el pueblo volvía a su relativa armonía e igual­ dad. En el Río de Janeiro actual, los brasileños blancos no disimulan su desprecio por los excesos que cometen los ha­ bitantes pobres de las favelas, quienes gastan casi todos sus ingresos en extravagancias como lentejuelas y disfraces para el carnaval; ante este hecho, el comentario burlón de Joaozinho Trinta, diseñador de carros alegóricos, no se hace es­ perar: “Sólo a los intelectuales les gusta la miseria, los pobres prefieren el lujo”.1 Actualmente, los habitantes de los países industrializa­ dos y consumistas de Occidente, quizá debido a un impulso moral o estético —exacerbado incluso por las preocupacio­

nes ambientales—, se dan el lujo de lamentar los esfuerzos que personas menos afortunadas —quienes viven en países más pobres— hacen por alcanzar el estándar de vida o, sim­ plemente, por seguir los patrones de consumo de Occidente. Éstos y muchos otros asuntos, además de otros tantos relatos fascinantes, rondan la historia de la cultura material. Los bienes, las mercancías, las cosas, están presentes en mi­ les de libros, fotografías y pinturas; pero, en lo que se refie­ re a esa parte del mundo llamada inapropiadamente América Latina, en realidad se han hecho muy pocos intentos de ex­ plicar las razones por las cuales la gente adquiere las cosas que adquiere o de identificar las consecuencias de ciertos patrones de consumo.2El objetivo de este libro no es cubrir una de las brechas que los historiadores siempre tratamos de llenar, sino de bordear con cuidado sus fisuras. Revisar qué artículos compramos y por qué, es un tema vasto y fasci­ nante que difícilmente se puede abarcar por completo, si acaso apenas se podrá esbozar. Pero hay algunos relatos que contar y he tratado de hacerlo de manera que esto motive al lector interesado a profundizar en el tema de la cultura material. A lo largo del libro estudio los principales satisfactores de la vida material —alimento, vestido, vivienda y organización del espacio público—, tanto en sus manifestaciones rudimen­ tarias como en las más elaboradas. Comienza con la época precolombina y luego aborda el efecto de la invasión euro­ pea a partir del siglo xvi; la consecuencia de la primera ola del liberalismo clásico de la década de 1870 a la de 1920; el repliegue hacia una suerte de consumo nacionalista de las décadas de 1930 a 1970, y la actual época neoliberal. Cuatro esquemas explicativos principales corren en forma entreverada en el hilo narrativo: oferta y demanda o precio relativo; la relación entre consumo e identidad; la importancia de los rituales antiguos y modernos contenidos en los hábitos de consumo de las personas, y la idea de los “bienes civilizadores”, es decir, los derivados de la relación entre el consumo y el poder durante y después de la Colo­ nia. “Poder” no sólo significa los decretos reales sobre el

vestido, las políticas impositivas y tributarias del Estado mo­ derno, la dominación del conocimiento o la fuerza del capi­ tal, sino también la atracción que ejercían los grupos externos o el poder de la moda establecida por los sectores poderosos de un país y del extranjero. Todo esto dio lugar a conductas como imitación, resistencia, negociación y modi­ ficación de hábitos de consumo. La mezcla resultante nos muestra —al menos espero que este libro ayude al lector a verlo— los hábitos que conforman actualmente la cultura material de América Latina. Sobre la terminología Algunos términos con que la gente describe la geografía, o a sí misma y a los demás, están cargados de significados que, a veces de manera inconsciente, reflejan los prejuicios cultu­ rales o sugieren un punto de vista que resulta ofensivo para ciertas sensibilidades. Nombrar implica ejercer un poder y, debido a que nos estamos refiriendo al mundo colonial, es conveniente aclarar que muchos términos de los que dispo­ nemos hoy en día fueron impuestos originalmente por los conquistadores o invasores de lo que actualmente se conoce como América Latina. Indiferente al hecho de que los luga­ res ya tenían nombre antes de que él apareciera en escena, Colón “bautizó” más de doscientas islas y asentamientos en aquel otoño boreal de 1492. Esta práctica se extendió tam­ bién a los seres humanos. El primer error de Colón —llamar “indios” a los habitantes nativos— fue perpetuado por los colonizadores europeos y por los propios “indios”, y a la fe­ cha se sigue usando. Los hispanohablantes utilizaron el tér­ mino naturales y, más adelante, el de indígenas. En este libro se utiliza la palabra “indio” para nombrar a las personas que así se consideran o que han sido llamadas así por otros, pero ninguno de los casos está exento de problemas. Otros términos como negr o, blanco, mestizo, cholo y mula­ to suelen emplearse en sentido peyorativo, pero el escritor moderno no puede evitar su uso. Las designaciones para algunos pueblos nativos no son menos problemáticas. En

noviembre de 1519, cuando Hernán Cortés se reunió con Moctezuma en el camino principal a Tenochtitlán sus traduc­ tores se referían a los nativos como “culhuas”, "mexicas” o “nahuas”. El uso del término “azteca” se generalizó sólo tres siglos después. Sin embargo, estamos apegados a él, por eso lo utilizo. En el siglo XVI el término “inca” se refería a una clase social específica de los habitantes de la parte central de los Andes; “quechua” aludía a un estrato social topográfico. Actualmente, el término “incas” se aplica a quienes habita­ ban Perú cuando llegaron los europeos. Generalmente trato de emplear los términos hablados o escritos por las personas que vivieron en el periodo sobre el que escribo, con el fin de evitar anacronismos. Así, em­ pleo la expresión utilizada por muchos europeos en los si­ glos xvi, xvil y xviii, “las Indias”, para referirme a lo que ahora se denomina “América Latina”, ya que ésta (un lugar toda­ vía imaginario) no existía entonces. Durante los mismos si­ glos, y siguiendo la moda de los geógrafos alemanes, los ingleses prefirieron utilizar “América" para referirse a todo el hemisferio occidental, como hicieron los latinoamerica­ nos y algunos todavía lo siguen haciendo. Así, por ejemplo, en la mente del gran escritor cubano del siglo x ix , José Mar­ tí, “Nuestra América” se extiende desde el Río Bravo hasta la Patagónia. Pero esto resulta confuso para algunas perso­ nas porque, en años recientes, los estadounidenses —de nue­ vo irreflexivamente— se han atribuido el término “América” para aplicarlo sólo a Estados Unidos. Tampoco existe un vocabulario adecuado para desig­ nar a las dos grandes regiones precolombinas con mayor desarrollo cultural en el hemisferio “occidental” —otro tér­ mino insuficiente y tendencioso—, así que utilizo Mesoamé­ rica o México para referirme a una de estas áreas, y los Andes o zona andina para la otra, aun cuando quizá debería utili­ zar Anáhuac y Tahuantinsuyu. Sin embargo, prefiero em­ plear térm inos más populares en la actualidad porque supongo que a mis lectores les resultarán más familiares que los términos náhuatl o quechua, los cuales se pueden apli­ car sólo a regiones específicas dentro de otras áreas más

amplias. Debido a que ignoro casi totalmente —y lo admito j con vergüenza— a Brasil, suelo generalizar diciendo Hispanoaméiica, aunque en ocasiones, al hablar de Brasil, trato de usar el adjetivo —más incluyente— de Iberoamérica o Amé­ rica Latina. Asimismo, los nombres para designar a los invasores presentan ciertos problemas. Generalmente pensamos —y yo suelo escribir— que los “españoles” o los “portugueses” conquistaron y colonizaron América Latina. Pero, en reali­ dad, en este hecho participaron personas provenientes de varias regiones del Mediterráneo —Creta, Génova, Francia, la Toscana—, de Holanda, las islas del Atlántico y, por su­ puesto, Africa. Fueron los astutos franceses quienes en la década de . 1850 inventaron a “América Latina”, y un siglo después con­ tribuyeron con el poco útil concepto de “Tercer Mundo”. Aquel término se volvió de uso común a fines del siglo xix. Es un vocablo bastante inadecuado pero difícil de ignorar. Cuando es apropiado, en el surgimiento de las nuevas repú­ blicas de principios del siglo xix, escribo chilenos, colom­ bianos, mexicanos, cubanos, y así por el estilo. Apología pro vita sita En esta discusión sobre gustos y valores —inevitablemente subjetivos— me parece pertinente aclarar el origen y el pe­ culiar desarrollo de mis propios gustos y válores. Crecí en una típica granja de Kansas, en una región boscosa a.unos cuantos kilómetros de Clay Center, un imponente centro urbano de unas cuatro mil almas. Durante el verano, mi fa­ milia “iba a la ciudad” los sábados por la noche; mi madre y mis hermanas compraban chácharas en el bazar, mientras que mi padre, calle abajo, se reunía con sus amigos en los almacenes de maquinaria agrícola y discutía con otros gran­ jeros sobre el clima y las tierras. A veces nos premiaban con una hamburguesa de cinco centavos en un pequeño puesto en la esquina de la gasolinería, lo que constituía una afortu­ nada variante del pollo frito y los elotes tiernos que comía-

mos diariamente en casa. Hoy no me acercaría a una BigMac, pero el olor y el sabor de aquellas hamburguesas de cinco centavos y la alegría de abrir las envolturas de papel sentado frente al mostrador, aún me tientan. Me alegra que en aquel entonces ningún crítico cultural tildara de vulgar mi indes­ criptible placer. Años después, convertido en un joven estudiante de eco­ nomía, viví dos años en ia ciudad de México. Obtuve aloja­ miento con una respetable familia mexicana, y los compañeros universitarios del hijo mayor, aunque fueron amables conmi­ go, me examinaron con detenimiento. Con el tiempo me gané su aprobación y entonces empezaron a invitarme a sus fiestas de fin de semana, donde bailaba —mal, por cierto— con muchachas acompañadas de un chaperón. Me llevaron al baile anual de los estudiantes de ingeniería en el antiguo Palacio de Minería en la calle de Tacuba y escuché a las primeras orquestas cubanas de chachachá en el corazón de la antigua ciudad. Comíamos tacos y cebollas asadas en puestos calleje­ ros, y comprábamos pan y aceitunas a los bruscos catalanes que parecían ser los dueños de todas las tiendas de ultramari­ nos de la ciudad. ¡No había Wal-Mart ni Costco, ni un solo Burger Kingi; colonias enteras de la ciudad ignoraban lo que era la salsa catsup. A mi regreso, décadas después, lo que re­ cordaba como el "México real” casi había desaparecido. Había vivido dos años en las afueras de Casablanca, Ma­ rruecos, por lo que estaba acostumbrado a lugares poco co­ munes; pero, aun así, México me pareció definitivamente un país extr año a mediados de la década de los cincuenta, pues­ to que antes había tenido la fortuna de vivir en este país, pen­ saba ingenuamente que había experimentado al menos un poco de lo que Guillermo Bonfil Batalla llamó “el México profundo” o el México auténtico. Sin embargo, el México que volvía a ver parecía haber perdido su peculiaridad y estaba muy americanizado. Supongo que cada visitante, desde el propio Hernán Cortés, debe haberse creído testigo de la “verdadera realidad”. Muchos escritores y artistas que ha­ bían vivido en este país durante la agitada década de los años veinte, seguramente al volver después de un tiempo, se en­

contraron con mi México “auténtico” de los cincuenta, un país transformado y terriblemente superficial. Estoy seguro de que a los jóvenes de ahora la gran capital les parece fasci­ nante. No es que quiera imponer mi percepción de la ciu­ dad, sino, más bien, trato de prevenir al lector; cualquier malestar relacionado con el BigMac, el Coronel y sus graso­ sos pollos o los Cowboys de Dallas puede traducirse como una sensación de pérdida. La Revolución Cubana y mi estancia en Berkeley en la década de los sesenta alimentaron mi antiimperialismo y la indignación ante la política de Estados Unidos hacia Améri­ ca Latina; haber vivido en Chile antes y después del desastre de la Unidad Popular me hizo ser menos apasionado. Los siguientes veinticinco años me hicieron más prudente y, pro­ bablemente, más aburrido. Reconozco que la propiedad privada y ios incentivos materiales generan riqueza, pero no puedo soportar el aco­ so publicitario del consumismo, que me hace sentir como si comprar fuera la única razón de vivir para las sociedades actuales. Por el contrario, yo aún disfruto la comida senci­ lla, particularmente el pollo al ajoarriero que preparan en La Casa Vieja, un sencillo restaurante de la ciudad de Santia­ go. Creo que el Orange Crush y la Pepsi enlatada deberían prohibirse en todo el planeta. Me volví intolerante con la falta de capacidad de los socialistas en Chile, Nicaragua y Cuba para brindar a sus ciudadanos una vida material ade­ cuada, pero si Fidel Castro muriera, lo sentiría como si fue­ ra alguien de mi familia. Entiendo también que la globalización ha puesto al al­ cance de millones de personas una gran cantidad de bienes y servicios que antes eran inimaginables, pero también creo que este sistema resulta catastrófico para el medio ambien­ te, mortal para el espíritu y probablemente ni siquiera es sustentable. Sin embargo, como decía Shakespeare, “hay más cosas en el Cielo y en la Tierra de las que puedan soñarse en su filosofía, Horacio”. Así que confío en que las nuevas ge­ neraciones sean capaces de encontrar el equilibrio entre su cultura humana y su cultura material.

Agrade cimientos Me gustaría agradecer a Marcello Carmagnani, profesor de la Universidad de Turín y de El Colegio de México, por su­ gerirme escribir un ensayo —anterior a este libro—, que incluyó en el volumen titulado Para una historia de América (1999); al profesor Stuart Schwartz, de la Universidad de Yale, por motivarme a escribir la versión original en la edi­ ción de Cambridge, y al doctor Enrique Florescano por su generosidad al promover esta edición en Taurus, A lo largo de los años que viví en México y Chile, Víctor Lomelí Delgado, Ramón Alvarez, Silvia Hernández, Carlos Hurtado y Rafael Baraona, entre otras personas, me enseña­ ron de diversos modos algo sobre nuestra América. Después de cierta edad, uno acumula todos ios amigos con que puede lidiar en la vida. Yo espero que las personas mencionadas me consideren, como yo a ellas, un miembro vitalicio del Club de la Amistad. También quiero agradecer al equipo de Taurus por llevar a buen término la edición de esta obra: Marisol Schulz, Marce­ la González Durán, Eunice Cortés, Adriana Arrieta, Humber­ to Guerra, Erika Monroy, Concepción Rodríguez, Blanca Gayosso, Gustavo Enrique Orozco, Bily López, Fernando Ruiz, Enrique Hernández, y especialmente Monica Vega, quien ofreció un caudal constante de útiles consejos, entusiasmo y buen humor.

I n t r o d u c c ió n

or qué adquirimos las cosas que adquirimos? Para res­ ponder a esta pregunta —aparentemente ingenua— hay va­ rias respuestas. La primera podría ser: “para alimentarnos”, puesto que evidentemente invertimos tanta energía en la ob­ tención de alimento como en la de sexo, ambos satisfactores indispensables para nuestra reproducción. También el vesti­ do y el techo estarían en los primeros lugares en la lista de requerimientos materiales básicos, aunque son menos impor­ tantes en el trópico que en otras latitudes. Por-tanto, pero sólo a primera vista, la comida, el vestido y la vivienda po­ drían constituir las necesidades básicas de la existencia huma­ na; éstas son las categorías fundamentales de bienes que revisaremos a lo largo del libro. Pero un momento: los econo­ mistas tienden a hablar más de “deseos”—que son universales e infinitos— que de “necesidades” —cuya definición es casi imposible—. Desde el inicio de la historia, incluso en el Jar­ dín del Edén, lajéente ha “deseado” más de lo que “necesita”. Este simple impulso creó la insaciable necesidad de abundan­ cia material que nos hemos acostumbrado a llamar “progre­ so”, y casi todas sus fimestas consecuencias en el planeta. En lo que ahora es América Latina, antes de que la in­ vasión europea del siglo xvi trajera una enorme variedad de nuevos artículos, la cantidad y calidad del alimento, el vesti­ do o el hogar de la gente común se determinaba por la ca­ pacidad de la familia para producir, y la elección de los bienes se limitaba por los costos de transporte o, simplemente, por la disponibilidad y, sin duda, por una modesta concepción

de las necesidades o de lo que se percibía como deseos. En la escala social, los artesanos especializados o quienes orga­ nizaban el comercio adquirían ropa y alfarería más elabora­ das, mientras que por encima de estos estratos gobernaba la elite precolombina, la cual obtenía servicios o tributos para conseguir un excedente de bienes que causaba una gran impresión a los antiguos españoles. Con herramientas y conocimientos comunes, la gente trabaja dentro de las restricciones de cierto ámbito econó­ mico y político con el fin de producir una variedad de bie­ nes, que inevitablemente influyen en su consumo. Entre los grupos más simples, podemos ir desde la tuna de un nopal hasta las herramientas de piedra o unas sencillas sandalias. Así,jana^geografía de la producción” influye en la elección.1 Aun cuando un guerrero mexica del siglo xv fuera capaz de soñar con un arma de acero, no podía conseguir ni una sola a ningún precio. Más tarde, en la América colonial, los altos costos de transporte para importar vino europeo o harina de trigo dejaron esas mercancías sólo al alcance de los ricos. Los cambios demográficos, los costos de transporte y tran­ sacción, los mercados y los mercaderes son factores que de­ terminan lo que comemos, bebemos y vestimos. Todo lo que existe en nuestro planeta, y para el caso, incluso las “rocas lunares”, han llegado a tener valor en cier­ tas circunstancias. Un mortero de piedra del tamaño de una mano redondeada en el lecho de un río, o una laja de obsi­ diana filosa eran altamente valorados en regiones en las que tales herramientas escaseaban. Durante mucho tiempo, en el Viejo y en el Nuevo Mundo estos objetos comunes y algu­ nos artículos más sofisticados, como la lana de borrego o las canastas de maíz, se intercambiaban por pescado salado o va­ ras para techos. No cabe duda de por qué la gente terminó por asignar un valor a las cosas y se propuso hacer lo necesa­ rio para obtenerlas. Una gran cantidad de bienes o enseres carece de un valor de intercambio hasta que surge una demanda o un mercado para ellos. Los algonquinos, por ejem­ plo, ño podrían imaginar siquiera poner precio a sus bosques, sino hasta que se percataron del interés de los constructores

navales ingleses en convertirlos en mástiles. Los españoles que trasladaban ganado y ovejas a las Indias, no tardaron en asignar un valor a las tierras ociosas, una mercancía que podía ser comprada, usurpada, arrendada o rentada. Incluso el tiempo, que actualmente es una mercancía valiosa que se compra y se vende a cada momento, tuvo un valor diferente para las sociedades que organizaban su trabajo alrededor de la tarea pendiente, más que en función de las horas —o pago por horas— requeridas para realizarla. Durante los últimos siglos, la noción de “precio” (una recompensa pagada por los bienes o servicios) e incluso ese significante, aún más abstracto y simbólico llamado “di­ nero”, se ha convertido en la medida del valor de todas las cosas -—incluso de las personas—. Nada es gratis en la vida y, como es sabido, “todo hombre tiene su precio”. Sin em­ bargo, entre los nativos precolombinos, el precio y la mone­ da eran conceptos rudimentarios, mientras que los invasores europeos difícilmente podían pensar en otra cosa. Si bien muchos de los rasgos culturales de las sociedades que entra­ ban en contacto resultaban mutuamente indescifrables, los habitantes de ambos mundos lograron determinar con faci­ lidad el costo de ciertos objetos, como, por ejemplo, una camisa de Castilla, en relación con los granos de cacao, y con el tiempo fueron adoptando el sistema simbólico del dine­ ro aun cuando el uso de la moneda no se generalizó sino hasfa mucho tiempo después. En este primer acercamiento a responder nuestra pregunta de por qué la gente adquiere ciertos bienes, debemos tener en mente que en América La­ tina, a lo largo de los últimos quinientos años, los economis­ tas han sostenido un punto fundamental: los precios relativos, la teoría de la oferta y la demanda sí ayudan a explicar por qué la gente compra lo que compra. Sin embargo, para de­ terminar la adquisición de bienes existen varios elementos insertos en el código de lo que conocemos como “precio”. De otra manera, sería muy difícil explicar por qué actual­ mente, cuando se venden dos tipos idénticos de capuchino en una misma calle, pero uno cuesta seis dólares y el otro dos, “la gente se arremolina para comprar el de seis”.2

Una rápida mirada alrededor nos permite apreciar los jeans de un adolescente, el yate de un ejecutivo o —más cercano al interés de este trabajo— un ornamento inca fa­ bricado con vértebras de animal o bien, una mansión estilo francés de la Belle époque en Río de Janeiro, lo cual nos re­ cuerda un lugar común: mucha gente adquiere bienes sólo para exhibirlos como signos de identidad y para levantar su autoestima. Algunas personas (no todas ni siempre) están totalmente conscientes de que consumen alimentos, ropa o habitan en ciertas viviendas para expresar una individuali­ dad o una identidad específica. Incluso el modo de consumir algún platillo o bebida o de usar determinado sombrero o uniforme es capaz de producir la sensación de unicidad o de identificación con un grupo o, incluso, una nación. Para complicar aún más el asunto, ei_vak)r que atribui­ mos a un objeto se determina en gran medida por lo que éste nos significa: por el grado en que “contiene asociaciones y significados en nuestra m ente”. Peor aún, a menudo acep­ tamos inconscientemente, nosotros y los consumidores his­ tóricos de este libro, un “precio” objetivo de ciertos bienes cuando, en realidad, son nuestros propios deseos subjetivos los que han establecido el precio en primera instancia. Nos inclinamos a creer que los objetos o las mercancías que com­ pramos “cayeron del cielo o surgieron de la cabeza de Zeus ya formados”, que las etiquetas con el precio penden de ellos “como un apéndice original”, cuando en realidad, “la idea de que una cosa valga, o sea equivalente a dos libras de oro, cuarenta dólares o una hogaza de pan, es un concepto es­ trictamente humano asignado al objeto en cuestión”.5 El hecho de que una mujer española en el México del siglo XVI pidiera a su hermano traerle de su próximo viaje “cuatro jamones curados de Ronda” a un país en donde abun­ daba el ganado porcino, o que un franciscano licencioso asignado a un pueblo remoto en las cabeceras del Amazo­ nas rogara al gobernador Borbón enviarle algunas prendas de Bramante, evidencia cómo las personas le atribuyen a ciertos objetos un significado subjetivo.4Podemos imaginar fácilmente que una vez que el buen sacerdote muera, su

preciada vestimenta perderá el valor que él le ha asignado y yacerá polvosa e ignorada en la iglesia de la misión; del mis­ mo modo que el invaíuable camastro que está en mi estu­ dio, que elaboré con mis propias manos, usando torno y cepillo y unos tablones de nogal cortados en el aserradero de mi padre, terminará sin duda en una venta de cochera a cambio de unos cuantos dólares. No hay nada más objetivo y real en el valor de un vestido o de una cama que las piezas de madera toscamente talladas que colgaban de los cuellos de los nativos encontrados por los portugueses a lo largo de la costa de Africa occidental, para los cuales usaron el término feitico, origen de nuestra palabra “fetiche”.6 Una vez dicho esto, también debe ser cierto que, en los últimos quinientos años, muchos mexicanos, peruanos, cu­ banos o chilenos difícilmente podrían considerar los objetos deiiso cotidiano un reflejo de su identidad o, en todo caso, no pensaron mucho en ello. Un azadón común, una vasija de barro, un simple chal de lana no se ofrecían en venta y ni siquiera se consideraba la posibilidad de asignarles un pre­ cio; solamente se utilizaban y se reparaban o reemplazaban, a menudo con manufacturas caseras, cuando se rompían o desgastaban. Reconozcamos que es difícil valuar las actitu­ des de la gente común hacia los bienes comunes. ¿Le era indiferente a un pastor andino su rebaño de llamas? ¿Podría un herrero del siglo xvi sentir mayor apego a sus herramien­ tas hechas en casa que por ejemplo, un hombre citadino de nuestros días? Quizá las humildes viviendas de adobe de los habitantes de México y de los Andes importaban menos a sus habitantes de lo que nos importan hoy nuestros “hoga­ res”.5Quizá no. Tal vez la asociación del amor y la muerte, el nacimiento y el recuerdo y la felicidad del juego de los ni­ ños, ha impregnado a las viviendas con un valor que no es posible incluir en el frío cálculo de los metros cuadrados construidos, en el actual mercado de bienes raíces. Hay o tras explicaciones—incluso tal vez menos obvias— para adquirir bienes, además de la necesidad de subsistir, el precio relativo, la exhibición o la identidad. Una tercera observación de la vida cotidiana muestra que los bienes tie­

nen otros u.sos importantes. Proporcionan, por ejemplo, la sustancia material de ios rituales que contribuyen a crear y. mantener las relaciones sociales o, para decirlo de otro modo, los bienes “establecen significados públicos”. Pero ¿qué es “significado”? Él significado social, en palabras de la antropóloga Mary Douglas, “fluye y va a la deriva, es difícil de aprehender [...] pero como ocurre en la sociedad tribal, así mismo nos ocurre a nosotros: los rituales.siryen.para contener el rumbo del significado”. Afirma que “los rituales más efectivos utilizan bienes materiales y, entre más costosos sean, podemos asumir que es más fuerte la intención de fijar los significados”. La racionalidad humana nos obliga a tratar de dar sentido al mundo. Por ejemplo, el universo social necesita ser delimitado por dimensiones temporales: “el ca­ lendario tiene que ser dividido en periodos anuales, semes­ trales, mensuales, semanales, diarios y aun más cortos [...] con el fin de que el paso del tiempo pueda llenarse de signi­ ficado”. Así, conmemoramos el año nuevo, los cumpleaños y las primeras comuniones, las bodas, un aniversario de pla­ ta, un milenio, “un tiempo para vivir, un tiempo para morir, un tiempo para amar”.7Efectivamente, en los últimos años, los astutos vendedores nos han facilitado la adquisición de objetos al sugerirnos materiales —papel, cristal, plata y oro— para ciertos aniversarios de boda. Y, como sabemos, los bie­ nes de consumo —incluyendo el cotidiano ritual de comen­ zar el café— son indispensables para celebrar esos momentos que permean nuestro universo social y delimitan las relacio­ nes sociales. Más aún, nuestra inconsciente identificación con los ri­ tuales o con las convenciones —con su consecuente efecto en la manera en que consumimos— puede expresarse en nuestros actos, tanto privados como públicos. Mary Douglas nos pide detenernos, por ejemplo, en una persona que va a cenar sola y se para frente al refrigerador, buscando algo comestible. “Sin pensarlo, adopta las reglas secuenciales y las categorías de la sociedad entera [...] jamás invertiría la secuencia convencional para comenzar con el postre y ter­ minar con la sopa, o no comería mostaza con cordero y

menta con carne de res”.8Incluso en las más rudimentarias viviendas de México o del Perú colonial, la gente común se adhería a las formas "rituales de la cena”. El consumo también dene relación con las reglas. El Estado, por ejemplo, puede esforzarse por moldear el con­ sumo a través de leyes suntuarias; al insistir en que los solda­ dos o los escolares usen uniforme; al im poner tarifas o prohibir ciertos bienes o, digamos, con el control de los pre­ cios del grano en la Lima del siglo xvi o —hasta hace poco— al subsidiar a los productores de tortilla en México. Tam­ bién hay un rasgo recíproco en los asuntos políticos. Los consumidores ingresan a la ciudadanía en las nuevas nacio­ nes del siglo xix comprando mercancías importadas, ropa o alimentos nacionales u “occidentales” o mediante la partici­ pación en ceremonias públicas como las fiestas patrias, o ad­ quiriendo una propiedad privada, que con frecuencia es un requisito para poder votar. Estas compras llevan a la gente a los mercados locales y nacionales o, como están gravados con impuestos, la vuelve cautiva de la nueva maquinaria fiscalía sitúa en Jábase tributaria, Ja hace “legible” a los ojos del Estado.9 Todo^esto contribuye a construir nuevas identida­ des que convierten a personas antes marginadas en ciuda­ danos social y políticamente aceptables. Espero qué esta breve incursión a la cultura material ani­ me a los lectores a dejar de ver los objetos y las mercancías que consumimos actualmente como herramientas aisladas o como lozas apiladas en un gran almacén, como indiferentes prendas de vestir traídas quién sabe de dónde, dispuestas en montones desordenados en tiendas de saldos; que imaginen a los fabricantes de todas esas cosas, quizá —en el mejor de los casos— como el poeta imagina a los constructores de Machu Picchu: labrador, tejedor, pastor callado: / domador de guanacos tutelares: / albañil del andamio desafiado: / aguador de las lágrimas andinas: / joyero de los dedos machacados: / agricultor temblando en la semilla.10

Para una gran pai te de nuestra historia, mucha gente ha pro­ ducido sus propios arados o azadones, ha construido su propia casa, ha tejido su ropa. Otros, por lo regular, compraron di­ rectamente del vendedor, examinaron las cebollas del agri­ cultor en sus propias manos, regañaron a los mal pagados trabajadores de la construcción, miraron por encima del hom­ bro de la costurera. Así, el vínculo entre los bienes y los pro­ ductores locales es evidente de una manera literalmente inimaginable en los tiempos actuales. Con el comercio a lar­ ga distancia y la aparición de un mercado mundial —que comenzó con un trueque de bienes en el siglo xvi, se expan­ dió desigualmente en el xix y ahora fluye en forma anóni­ ma a nuestros mercados desde los rincones más alejados del planeta—, la ruptura entre el productor y el consumidor casi se ha consolidado. Nuestro estudio abarca aquellas partes del mundo hoy conocidas convencional pero erróneamente como América Latina, con especial atención en siglos pasados, en particu­ lar en los primeros siglos de la Colonia, en las regiones prin­ cipales de Mesoamérica y los Andes. Se trata de los sitios donde se desarrolló la alta cultura precolombina y que des­ pués fueron centros de los regímenes coloniales y que si­ guen siendo relevantes hoy en día. Respecto de los siglos x v i i i , xix y xx, nuestro análisis sigue la expansión de la mi­ gración europea hacia el.cono sur en Chile y Argentina, y la forzada diáspora africana hacia el Caribe. Brasil, una cultu­ ra fascinante, se aborda desigualmente aquí. Todo el mundo sabe que han existido —y persisten— divisiones étnicas, de clase y de género, junto con marcadas diferencias regionales e incluso locales en este amplio intervalo de tiempo y espacio. No reclamo un tratamiento de gran extensión y, mucho me­ nos, definitivo. Muchos especialistas quizá se queden per­ plejos ante mis omisiones y generalizaciones. Como en cualquier otra parte del mundo, desde el co­ mienzo mismo de los asentamientos humanos en el hemisfe­ rio, grupos más o menos pequeños entraron en comunicación con personas que pertenecían a otras culturas y tenían otros bienes. Hay evidencia, por ejemplo, del intercambio de “alfa­

rería anaranjada” del altiplano de México con las tierras tropi­ cales de América Central en el siglo IX; del comercio de tur­ quesas a través de los áridos parajes del norte de México durante el periodo posclásico del siglo xi; incluso, del trueque de figu­ rillas de jade entre Mesoamérica y los Andes hace 2500 años. Pero, desde el siglo xvi y hasta la fecha, los pueblos de lo que ahora llamamos América Latina quedaron sujetos a los regí­ menes materiales absolutamente distintos de los imperios es­ pañol y portugués y, más tarde, a partir del principio del siglo xix, se volvieron dependientes de los poderosos países indus­ triales de Europa occidental y también de Estados Unidos. El mundo entero reconoce la enorme aportación del continente americano con la plata, el maíz, el chocolate, las papas, el jitomate e incluso el agave, ia quinina y la cocaína a la sociedad en general pero, aparte de éstos y otros ali­ mentos, fibras o minerales, la contribución de América Lau­ na a la cultura material global es encasa. Ni el arado andino, la chaquitaclla, ni la resortera de tres piedras ni la fina alfare­ ría ni el exquisito trabajo de los plateros o ios orfebres, ni siquiera la terca llama lograron llegar a Europa occidental. Más tarde, en la era industrial, el vasto conjunto de manu­ facturas mundiales de los siglos xix y xx fue importado hacia América Latina y nada —ni siquiera las sillas de montar, los zapatos o las capas de lana— se envió para allá. Del mismo modo, tampoco los platillos o las bebidas cruzaron de oeste a este. No había, y sigue sin haber, al menos hasta hace muy poco, papas a la huancaína o mole oaxaqueño en Madrid, ni pulqueen Chicago, ni yerba mateen Galicia. Tampoco había tamales o enchiladas en Estados Unidos, fuera de la pobla­ ción de origen mexicano, sino desde hace aproximadamente cuarenta años. Si los antiguos peruanos hubieran encontra­ do la forma de llegar a Granada y de imponer su dominio a Fernando e Isabel, ¿acaso no es probable que el cuy asado y la espumosa chicha hubieran aparecido en diversas cocinas desde Madrid hasta Sevilla? Quizá las llamas y las alpacas estarían ahora pastando en Castilla junto a las ovejas meri­ no, el animal que los españoles se apresuraron a introducir en las Américas.

En el ámbito de la cultura material, por lo tanto, Améri­ ca Latina ha recibido durante los últimos quinientos años una amplia gama de productos del extranjero, particularmente fabricados en serie, en una proporción mayor a la que existía en sus propios territorios. Con pocas excepciones, el flujo de nuevos bienes ha sido generalmente hacia —y no desde— América Latina. Esto no es, sin embargo, una simple cues­ tión de oferta y demanda o de calidad del producto. La crea­ ción de un régimen material tiene lugar en una arena de poder. En ocasiones esto ocurre de manera formal y directa, com oen el caso, por ejemplo, de las leyes suntuarias colonia­ les que buscaban (no muy eficazmente) controlar el consu­ mo, o en la frecuente confabulación entre los oficiales dé la Corona y los mercaderes coloniales que forzaba a los pobla­ dores de las Indias a comprar bienes de procedencia euro­ pea. El efecto del poder colonial también se puede ver en la maniobra lucrativa, informal e interminable por alcanzar nuevas identidades o posiciones, lo cual tuvo lugar y fue prac­ ticado por todos en el marco de las nuevas modas, en los nuevos “grupos de referencia”, en los modelos de consumo ó~en la necesidad de hacer visibles y estables las categorías culturales que parecen emerger con particular importancia en las sociedades colonial y poscolonial. ¿Entonces, cómo podríamos echar a andar el recuen­ to de las transacciones casi infinitas que conformaron la creación esencialmente occidental pero aún híbrida del ré­ gimen de bienes y mercancías que vemos actualmente en América Latina? Al reconocer la importancia del precio y de los mercados, pero tratando de ir más allá de un esque­ ma excesivamente economicista, tomé una página del so­ ciólogo ^o rb ert Elias, quien explicó los cambios en los modales europeos como parte de un inexorable “proceso civilizador”. Aquí quiero mostrar que los cambios en la cul­ tura material de América Latina fueron impulsados, hasta cierto grado, por la imposición, y a menudo entusiasta acep­ tación, de los “bienes civilizadores” introducidos por varios regímenes coloniales y neocoloniales a lo largo de los últi­ mos quinientos años.

Desde el comienzo de la intrusión ibérica, pasando por los regímenes materiales francés, inglés y, actualmente, el es­ tadounidense, aquellos que se esforzaron por imponer el con­ sumo en América Latina, así ramo los habitantes de América Latina que voluntariamente adquirieron ciertos bienes, a me­ nudo llegaron a pensarse ¿ sí mismos como parte activa de un proceso de occidentalización. Para los invasores españoles de los siglos xvi y XVii se trataba de imponer una buena policía en las nuevas colonias; ya en el siglo x v i i i emprendieron un “pro­ ceso civilizador” y, más tarde, los liberales del siglo XIX promo­ vieron el proyecto de la “modernidad”. La insistencia de los españoles, por ejemplo, para que los pueblos se construyeran siguiendo un estricto patrón cuadriculado (como un tablero de ajedrez) o emitir decretos en contra de los atuendos es­ candalosos, para que los indios usaran pantalones, y la prácti­ ca de forzar a los pobladores andinos y mexicanos a que compraran objetos de hierro, ropa o muías en el siglo x v i ii , son ejemplos de una compulsión por "civilizar", y de hacer dinero. Peroalgo más importante, sin embargo, fue el reem­ plazo de las sandalias por los zapatos, del maíz por el pan de trigo; el áspero algodón local por la seda asiática del galeón de Manila; un piano, una mansión con techo de mansarda, una sudadera de los Cowbóys de Dallas, y de otros cientos de elecciones que la gente hizo voluntariamente y sigue hacien­ do para establecer su posición en la jerarquía social, y para ser Sa^dependiendo del siglo, como menos “bárbara”, más “civilizada,’, más “moderna” o más en la onda,, más “al día”. Ninguna de estas prácticas es exclusiva de América Latina, pero la búsqueda de identidad, la necesidad de vol­ ver a trazar o de cruzar las fronteras de las relaciones socia­ les a través de actos de consumo visible, son quizá mucho más intensas en las sociedades colonial y poscolonial, en las que el poder y la referencia a la moda a menudo son esta­ blecidos por los extranjeros, mientras que el status y el pres­ tigio de la gente en la colonia o en el país son fuertemente influidos por el rompecabezas de la clase social y de la per­ tenencia étnica, ci^ aji ego dación se hace aún más impor­ tante debido a su ambigüedad.

La imposición y la aceptación de los "bienes civilizado­ res” no constituye, por supuesto, toda la historia de la cultu­ ra material de América Latina. En este recuento, olas sucesivas de extranjeros o pequeños grupos dominantes den­ tro de los diferentes países se han esforzado por imponer a las mayorías un cúmulo de bienes y prácticas que en ocasio­ nes no se encuentran en consonancia con la cultura enrai­ zada. En consecuencia, a lo largo.de esos cinco siglos vemos a hombres y mujeres resistir a la imposición de bienes que alteran su cultura. Muchos elementos de la vida ordinaria, de hecho, permanecen admirablemente constantes a lo lar­ go de los siglos y conforman la práctica profunda de la vida cotidiana. Miles de mujeres siguen haciendo, una a una, las milenarias tortillas en el comal; las hojas de coca continúan siendo indispensables en los Andes; el adobe y los techos de paja aún proporcionan techo. Pero más comúnmente^es cierto, junto con la aceptación o la resistencia, vemos innu­ merables casos de apropiación, modificación y ajuste de los nuevos bienes a las condiciones locales. Esto ha ocurrido incesantemente, pero con especial intensidad desde la inva­ sión europea dei siglo xvi. La productora individual de tortillas o tortillera es rara hoy en clía; las mujeres del campo llevan su harina ya prepa­ rada a un artefacto mecánico local, pagan una cuota para que se elaboren las tortillas o, más comúnmente, compran la masa en supermercados. La misma comida antigua con dife­ rente técnica. En el aeropuerto de Cuzco, las hojas de coca se ofrecen ahora en bolsitas de té convencionales de la mar­ ca Lipton a fin de que el viajero que busca respirar a once mil pies de altura, pueda tener a mano mate de coca caliente en un vaso de unicel. Por donde quiera, las tejas mediterrá­ neas o las hojas de metal corrugado han reemplazado los te­ chos de paja en las chozas de adobe. Finalmente, tenemos una cultura material híbrida, negociada, pero en la que los elementos importados son claramente predominantes. Presento seis grandes etapas en el desarrollo de la cultu­ ra material de América Latina. La primera comienza en los siglos inmediatamente anteriores a la invasión europea del

siglo xvi, en un momento en el que una gran parte de la población nativa se había asentado mediante la agricultura sedentaria organizada alrededor de pequeños caseiíos, po­ blados de buen tamaño e, incluso, para la época, verdaderos centros urbanos. Tomando como base la compleja historia de varios milenios, la mayoría de la gente, quizá del ochenta y cinco al noventa por ciento —aquí como en Europa o en Asia contemporánea—, vivía una vida esencialmente rural. Con notables excepciones, se trataba de un mundo autosuficiente, productor de bienes y servicios para un área reducida. La mayor parte de los bienes disponibles en el llamado perio­ do posclásico (ca. 1000-1492) existía, de hecho, desde mu­ cho antes —quizá unos quinientos años atrás—, cuando los elementos esenciales de la alimentación, la vivienda y las he­ rramientas mesoamericanas y andinas se habían establecido. La vida precolombina no era ni hermética ni estática. En cada horizonte arqueológico, residuo de las olas sucesivas de con­ quista, destrucción y reconstrucción, los arqueólogos han en­ contrado una mezcla diferente de bienes y evidencia de cambios alimentarios. El registro arqueológico establece la presencia de bie­ nes, pero es menos elocuente acerca de las circunstancias de su circulación. Aun cuando la mayoría de los bienes se inter­ cambiaban localmente, es claro que la comida, la ropa, el material de construcción, las piedras preciosas, los metales, los escudos y las plumas se desplazaban por medio de un sis­ tema tributado y de mercados a todo lo largo de Mesoaméri­ ca, y transportados sobre la espalda de hombres, mujeres y llamas a través del áspero paisaje de los Andes. El empleo de estos bienes, por supuesto, nunca fue inmutable: hombres y mujeres modificaron sus hábitos alimentarios, su vestimenta y sus hogares para adaptarlos al medio ambiente, e incorpora­ ron nuevos materiales y técnicas. Tanto en Mesoamérica como en la región andina, los rituales imperiales y religiosos impul­ saron el consumo de bienes, como lo hizo también la necesi­ dad de crear alianzas y ganar favores. La entrega de obsequios era una práctica tan profundamente arraigada en la cultura prehispánica como lo sería entre los futuros invasores.

La invasión europea del siglo xvi —nuestra segunda etapa— trastocó las sociedades de la América indígena y trun­ có el desarrollo orgánico de su cultura material. Durante las primeras décadas, los relativamente pocos españoles se in­ volucraron en la conquista y su consolidación subrayó su propio régimen material y familiar, empeñándose en apro­ visionar sus primeros asentamientos, trayendo vino y harina de trigo, bacalao seco y ropa importada. Sin embargo, la introducción de plantas y animales europeos, junto con un precoz desarrollo de artesanos de todo tipo, pronto logró que las mercancías europeas estuvieran disponibles no sólo para ellos mismos sino también para la población nativa y sus descendientes, quienes emprendieron una apropiación selectiva de los bienes extranjeros. El proceso fue gradual. La Conquista y el asentamiento europeos afectaron prime­ ro a las elites nativas y a las poblaciones más urbanizadas en general y, después, nuevqs bienes y mercancías comenzaron a extenderse a pueblos, misiones, minas y haciendas. Para la década de 1570, la violencia de la conquista ar­ mada disminuyó, mientras se sintió el impacto del desastre demográfico en todo el continente americano. Los españo­ les intentaron una reorganización para aclarar el panorama congregando a la población nativa restante en pueblos pla­ nificados con un gobierno al estilo español. Casi inmediata­ mente, comenzó a emerger la primera generación de mezclas raciales. Dentro de la nueva jerarquía del poder colonial sur­ gieron preocupaciones sobre la identidad étnica y la clase social, o el status político y social, lo que desembocó en una lucha por la supervivencia y por la posición social que ani­ mó el consumo de toda clase de bienes. Las flotas que cruza­ ban el Atlántico, las muías de carga y los vehículos con ruedas pusieron objetos antes no imaginados al alcance de los con­ sumidores locales. Por otra parte, los arados, los anímales de tiro, las poleas, los malacates, las herramientas de hierro, y las nuevas plantas y animales cambiaron la oferta y la de­ manda tanto de los bienes antiguos como de los nuevos. La utilidad y el precio relativo ayudan a explicar la adopción o el rechazo de ciertos artículos, pero en el emergente mun­

do colonial de status incierto y valores ambiguos, los determi­ nantes sociales y culturales del consumo estaban presentes también. Pero no exageremos. Algunas cosas no cambiaron o lo hicieron poco. Durante todo el periodo colonial y des­ pués, los hombres y mujeres nativos, aunque en núm ero de­ creciente, claro está, siguieron vistiéndose con ropa confeccionada y tejida en casa y dependiendo principalmen­ te de la comida ancestral elaborada con los alimentos del lugar. Nuestra cuarta etapa, que trajo una considerable inun­ dación de bienes del extranjero, comienza con la indepen­ dencia de casi toda América Latina de España (1808-1825) y alcanza su clímax en el último tercio del siglo xix, cuando la exportación de alimentos, fibras y minerales permitió a las repúblicas latinoamericanas importar una amplia variedad de mercancías de los países industrializados de la cuenca del Atlántico. Quienes tenían dinero en las nuevas repúbli­ cas rápidamente adoptaron las artes, las modas y las mejores manufacturas de Inglaterra y Francia. Maquinaria importa­ da, rieles de acero y máquinas de vapor permitieron a los líderes políticos y sociales de América Latina importar lám­ paras eléctricas, tranvías, motores, rifles y maquinaria a fin de modernizar sus países, así como pudieron comprar co­ mida, ropa y servicios arquitectónicos que los distinguirían de sus compatriotas menos cultos y de piel más oscura. En las altas capas de la sociedad, los puntos de referencia para el consumo eran predominantemente extranjeros. Las ca­ sas construidas en el estilo francés Segundo Imperio deco­ raban las nuevas avenidas, y se pusieron de moda los artículos de cuero y las telas de algodón de procedencia inglesa, así como los textiles finos y los vinos franceses. En consecuencia, los bienes tienen una relación con la “m odernidad”. Esto es aparente en la medida en que los latinoamericanos en el siglo xix conservaron una leve ad­ hesión a la tradición colonial mientras anhelaban ser parte de la emergente burguesía occidental. El ávido consumo de bienes europeos, los viajes a París y a Londres, el contacto con intelectuales, artistas e ingenieros “era algo más que una

postura vana o la mera observancia de la última moda”: esto suponía colocarse en la cima del momento histórico, esto era ser moderno}1 La ópera, por ejemplo, la podían disfrutar los miembros de las nacientes clases medias en circunstancias similares a las del otro lado del océano; ya fuera La Scala, Covent Garclen, el Met, Manaos o el Teatro Municipal en Santiago. Al ingresar al amplio mundo de la moda, median­ te la adquisición de atuendos de Charles Frederick Worth o prendas de lana inglesa, las nuevas elites de todas partes podían sentirse europeas o, nuevamente, sentirse modernas. Quizá podamos establecer un paralelo mundano en nues­ tros tiempos, en la forma como la gente de otra generación, los de la antigua máquina de escribir, al no querer sentirse anticuados o "fuera de onda”, compran computadoras, se meten a Internet, y pueden sentirse tan al día como la frené­ tica juventud de nuestros tiempos. Sin embargo, conforme la tecnología sobrepasa la cultura, observamos una inver­ sión generacional, en la que los adultos no transmiten su experiencia a sus hijos en edad de aprender sino, más bien, los padres se esfuerzan por aprender de sus propios hijos. Para los primeros arios del siglo X X , el crecimiento de­ mográfico, junto con el colapso del esplendor de la belle époque, altamente artificial, colocó gradualmente a la polí­ tica y a la cultura mestizas en medio de la escena de un feroz debate sobre el camino apropiado hacia la m oderni­ dad. Este proceso, nuestra quinta etapa, surge al final del siglo xix y principio del xx, inevitablemente lleno de am­ bigüedades, involucró un giro vacilante hacia un consumo nacionalista. Esto llevó a la promoción de valores naciona­ les, al repudio formal (pero el continuo uso) de modelos y bienes extranjeros, al gradual desarrollo de industrias de sustitución de importaciones y a la promoción de la cultu­ ra nacional. Bajo la rúbrica de indigenismo, los líderes urba­ nos en el México de los veinte, del Perú de los treinta, y de Guatemala y Bolivia en las décadas de los cuarenta y cin­ cuenta, intentaron repetidamente occidentalizar a sus po­ blaciones indígenas; de sumar a las personas que se percibían como indios a la política y a la cultura material

nacionales, io que era más factible por la acelerada migra­ ción rural y urbana. Finalmente, el presente. A partir de los años setenta y hasta nuestros días, los gobiernos descartan sin miramien­ tos el modelo previo y han vuelto a la práctica del siglo xix, nunca llevada a cabo por completo, del desarrollo tendien­ te a la exportación y a los mercados libres. Las importacio­ nes sólo se restringen por la capacidad de compra de los fervientes consumidores. Aun cuando la primera ola del capitalismo liberal, en el último tercio del siglo xix, afectó poderosamente a la cultura y al consumo de las elites lati­ noamericanas, su efecto se sintió menos conforme uno se alejaba de las ciudades y se adentraba a las capas más bajas del orden social. Durante las últimas dos o tres décadas de la actual época neoliberal, el consumo aún se concentra en las clases altas de la sociedad latinoamericana, en la que un porcentaje visiblemente alto de la nueva riqueza se ha asen­ tado. Mas la nueva ortodoxia del libre comercio también ha creado un océano de nuevos bienes relativamente baratos, antes inimaginables para la gente común, que ahora se mul­ tiplican en tiendas de saldos, vastos Wal-Mart y Home Depot, e incluso en los más remotos hogares. Para algunos, los cen­ tros comerciales, la grasa y los olores que despiden las fran­ quicias de comida rápida, las camisetas cursis y la trivialidad de las películas hollywoodenses, deben parecer como sí un proceso global “incivilizador” hubiera llegado al fin para ba­ rrer la decencia y el decoro que solían acompañar al primer liberalismo, menos salvaje. Para otros, privados durante mu­ cho tiempo de la mayoría de los artículos básicos, los ana­ queles de cinta adhesiva, las herramientas, los sartenes de acero, los bluejeans de marca, los zapatos baratos y la demo­ cratizante informalidad del vestido y de la comida deben parecer como el paraíso del consumidor hecho realidad.

Inique in nahuah mozcalia quicuani motlqque-culiiani ahuaque tlacualeque} Pasa por aquellos dos pueblos un camino ancho, hecho a mano, que atraviesa toda aquella tierra y viene desde el Cuzco hasta Quito, que hay más de tr escientas leguas; va llano, y por la sierra bien labrado; es tan ancho que seis de a caballo pueden ir por él a la par sin llegar uno a otro.2 Los asuntos de la vida cotidiana Todo deriva de la producción de alimentos. El excedente de comida que hombres y mujeres producen a partir de la mejora de plantas o de animales comestibles, o el uso que dan a nuevas herramientas y al trabajo intenso, permite a otras personas —como alfareros, guerreros, sacerdotes o profesores universitarios— practicar su oficio sin que se ten­ gan que ensuciar las manos con la tierra o preocuparse por saber de dónde provendrá la siguiente comida. El cambio fundamental en la producción alimentaria mundial comen­ zó hace unos catorce mil años, cuando la gente poco a poco comenzó a desarrollar los diversos cereales que se conver­ tirían en la principal fuente de ingesta de calorías en el planeta, y a domesticar a unos cuantos animales para su uso. Los cereales crecen rápido y dan altos rendimientos. En la actualidad, el trigo, el maíz, el arroz, la cebada y el sorgo representan más de la mitad de todas las calorías con­ sumidas por los seres humanos en el planeta. Eurasia, y en especial Mesopotamia, fueron afortunadas debido a su par­ ticularmente rica dotación de pastura. Hay miles de espe­ cies de pastos silvestres en la Tierra, pero 32 de las 56 más importantes, de las cuales pueden obtenerse cereales de alta productividad —particularmente cebada y trigo—, se encon­ traban allí.

Mesopotamia también estaba ricamente dotada de los ancestros salvajes de los animales más prácticos y fáciles de domesticar. En nuestros días, por ejemplo, existen en el mundo 148 mamíferos herbívoros de gran tamaño que se cree son susceptibles a la domesticación. Sin embargo, sólo 14 fueron realmente domesticados antes del siglo X X . Los ancestros salvajes de cuatro de éstos (ovejas, cabras, ganado vacuno y cerdos) existieron desde el inicio en Eurasia. Otro animal, el caballo, domesticado tanto para la guerra como para servir de medio de tracción, tuvo una prolongada in­ fluencia en la sociedad euroasiática. De acuerdo con el fas­ cinante planteamiento de Jared Diamond, esta delantera marcó toda una diferencia en el subsecuente desarrollo des­ igual de las sociedades globales. Mucho antes de que los eu­ ropeos establecieran contacto con América, los excedentes de comida generados en la zona oriental del Mediterráneo llevaron a crear los grandes imperios, a la invención de la herrería y de la rueda, y al uso de la pólvora y de las armas de fuego.3 El hemisferio occidental tenía sus propias plantas sil­ vestres. Una de ellas, el teocinte, que hoy se piensa existió del 6000 al 5000 a.C. en Sudamérica, así como en México, co­ menzó su lento desarrollo para convertirse en el zea mays, o maíz en español, choclo en quechua, maize o cora en inglés. Este se convirtió en el cereal fundamental del hemisferio occidental, y el abundante excedente de alimento genera­ do por esta planta creó la base en todas las grandes civiliza­ ciones andinas y mesoamericanas. Además, a todo lo largo de los Andes —desde Colombia hasta Chile—, una gran va­ riedad de tubérculos, los ancestros de nuestras papas, apor­ taron una fuente alimentaria aún más básica, como fue el caso de la yuca en las planicies tropicales. Una simple mira­ da a un mercado en México o en Perú revela la existencia de una enorme variedad de legumbres y frutas comestibles cultivadas desde hace mucho. Los americanos nativos eran horticultores consumados. Desgraciadamente, la dotación de grandes mamíferos potencialmente domesticables en el hemisferio occidental

era escasa. Las irritables alpacas y llamas eran excelentes para la obtención ele lana y para la producción parcial de carne, pero eran inútiles para la tracción. Lo que es más, se negaban a llevar humanos sobre sus lomos y eran reticentes a la carga. Más al norte, el búfalo era el mejor candidato local, de buen tamaño para obtener carne o leche, pero esta criatura siguió en estado salvaje y, por cierto, sólo re­ cientemente se le ha cruzado con ganado vacuno para pro­ ducir el dudoso "beejald\ El caballo prehistórico se extinguió hace unos trece mil años, antes de que su desarrollo en el continente verdaderamente tuviera lugar. Todo esto signi­ ficó que en los fatales encuentros posteriores a 1492, los invasores europeos montaran un caballo y tuvieran acero y armas de fuego. Algo mucho peor para los habitantes nati­ vos era que los cerdos, las vacas y los borregos invasores acarrearon agentes patógenos mortíferos a un pueblo nu­ meroso y exitoso que, sin embargo, carecía de medios para defenderse. Volvamos ahora nuestra atención a los rasgos principales de este mundo material en la víspera de la inva­ sión europea, tal como aparece en el registro arqueológico y en las impresiones inevitablemente peculiares de los pro­ pios invasores. La comida, el vestido y la vivienda seguirán siendo las principales pautas de esta pesquisa. Mesoamérica

Hace cuarenta años, Cari Sauer, un original geógrafo hu­ mano, esbozó a grandes rasgos los regímenes alimentarios de América, empezando por una distinción entre los culti­ vadores de semillas y aquellos que recurrían a los brotes para la reproducción de vegetales. Su esquema, que ha sido modificado ligeramente por investigaciones recientes, sigue siendo útil como punto de partida para com prender la geo­ grafía de la producción, las técnicas de horticultura, y algu­ nas particularidades en la división del trabajo entre hombres y mujeres precolombinos. Sauer observó la preponderan­ cia del cultivo de semillas en los regímenes agrícolas por encima de una línea trazada a lo largo del estrecho de Fio-

rida, que cruza el Golfo de México hacia el sur y llega a lo que actualmente es Honduras. Esta línea separa los actuales estados de Guatemala y México de las Indias Occidentales y de Sudamérica. Las tierras al sur se caracterizaban por la presencia de la reproducción vegetal: yuca en los trópicos y diferentes variedades de tubérculos en los altiplanos de los Andes.4 En lo que se refiere a Mesoamérica (en la actualidad la región central de México, Guatemala y El Salvador), hoy podemos seguir con mayor detalle del que fue accesible a Sauer, el largo proceso a través del cual hombres y mujeres domesticaron, mediante !a selección de semillas, una am­ plia variedad de plantas, las más relevantes de las cuales fueron la calabaza, el frijol, el chile y, sobre todo, el maíz. Alrededor del 3000 al 2000 a.C., estas plantas, complemen­ tadas con las hojas pulposas y la tuna del nopal, las aves silvestres, el perro doméstico, el venado y los pequeños ani­ males salvajes, proporcionaron las bases para el estableci­ miento sedentario y el crecimiento poblacional. Guando este sistema alcanzó la madurez en los altiplanos al noroeste del Golfo de Fonseca (actualmente Nicaragua), un amplio gru­ po de cultivadores de semillas se extendió de Guatemala a lo que actualmente es el sudoeste de los Estados Unidos. Lograron abastecer a una población cada vez mayor median­ te una dieta esencialmente vegetariana, en la que el maíz en varias formas constituía una parte sustancial del total de la ingesta calórica. Para los siglos precedentes a la invasión europea, los pueblos de la zona central de México habían elaborado una compleja alimentación de maíz, frijol, calabaza, chile y ama­ ranto, complementada con algas extraídas de los lagos, miel de abeja, una gran variedad de patos, guajolotes domésti­ cos, perros de engorda y una amplia gama de pequeños mamíferos, péyaros, peces, reptiles, anfibios, crustáceos, in­ sectos, gusanos; de hecho cualquier cosa que pudiera co­ merse: una lista de alimentos que constituían la base “de una alimentación rica y variada".5 El pulque, savia fermenta­ da del maguey, era una bebida alcohólica popular. Aun cuan-

Mapa 1.1. Cosechas alimentarias predominantes en la América prehispánica. Cortesía de Sebastián Araya. Universidad del Estado de Califor­ nia en Humboldt.

do el Estado mexica se esforzó por controlar su consumo, no tuvo más éxito que su contemporáneo inca para contro­ lar la cerveza de maíz (chicha) de los Andes o el que muchos Estados modernos consiguen con similares esfuerzos quijo­ tescos para restringir la bebida o el consumo de drogas.6 Por supuesto, no había animales de carga. Las hachas, los azadones de piedra y el infaltable palo de excavación o coa eran las únicas herramientas agrícolas. Los invasores europeos quedaron comprensiblemente asombrados de que fuera posible obtener tales y tan enormes excedentes a partir de lo que a sus ojos eran métodos muy primitivos. El secreto era el maíz, cultivado a menudo intensi­ vamente en campos irrigados y abonados. Este cereal, parti­ cularmente cuando se hace en tortillas, sigue siendo uri^ elemento fundamental de la alimentación mesoamericana. Los metates y comales para hacer tortillas aparecen en estra­ tos que datan alrededor de 2000 a.C., pero el maíz en aquellos primeros años constituía todavía un porcentaje relativamente pequeño, no superior quizá al quince o veinte por ciento, de la alimentación total.7 A partir de entonces, conforme avanzó la domesticación y los asentamientos se volvieron más permanentes, el maíz cobró cada vez más mayor importan­ cia en diversos platillos. La gente lo comía en atole, tamales y pozole, pero la masa aplanada y de forma circular hecha de maíz o, como la llamaron los españoles, la tortilla, se convir­ tió en la fuente de nutrición más importante. Como tenían poca grasa y no contaban con aceite para freír, los pueblos mesoamericanos principalmente hervían y asaban sus alimen­ tos. A la tortilla se le acompañaba inevitablemente con chile, convirtiéndose en la enchilada, una práctica tan común en el siglo xrv como en el siglo XX; una mujer, cerca de Orizaba, México, dijo a un visitante estadounidense, Charles Flandrau, que “mi niño”—de tres años— “ni siquiera mírauna tortilla si no está cubierta de chile”.8 “Los vestidos de esta gente”, escribió el Conquistador Anó­ nimo, quien aseguró haber visto la sociedad mesoamerica­ na al momento de su destrucción, “son unas mantas de

algodón como sábanas [...] Cubren sus vergüenzas, así por delante como por detrás, con unas toallas muy vistosas, que son como pañuelos grandes”. La vestimenta de las mujeres consistía en una capa, una falda y una camisa que llevaban por fuera y les llegaba a las rodillas (huípil). Se hilaban texti­ les rudimentarios con fibra de maguey y los mejores con algodón, un producto de las tierras calientes del sudeste y un tributo muy deseado en el altiplano de México. No se usaban sombreros. “No usan nada en la cabeza, ni aun en las tierras frías, sino que dejan crecer sus cabellos, que son muy hermosos”.9 Como no había suficiente cuero, algunos hombres y mujeres envolvían sus pies con piel de ciervo pero la mayoría lo hacía con sandalias de fibra de maguey.

Figura 1.1. Dos hombres representados en un códice que data de media­ dos a fines del siglo xvi plantan maíz. El primer hombre utiliza la coa; el segundo aparece en pantalones estilo europeo. Fuente: Códice florentino. Cortesía de la Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia.

La vivienda ordinaria del altiplano mexicano era una choza deTádobe de un solo cuarto con una sola puerta pequeña; varas cubiertas con paja o tejas de madera formaban el te­ cho plano. Generalmente ocupadas por más de una familia, eran lugares principalmente destinados a comer y dormir; la gente común pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. En el Tepoztlán de la preconquista, justo al sur de la actual ciudad de México, por ejemplo, “253 de 490 hogares [...] estaban integrados por dos o más parejas emparenta­ das”. Una pared con una única entrada rodeaba las peque­ ñas chozas; varios conjuntos constituían un caserío. La gente dormía sobre petates y comía sin sillas ni mesa. Unas pie­ dras de moler y unos comales, unas cuantas vasijas y ánforas de barro junto con unas canastas y escobas, constituían “el mobiliario principal, en ocasiones el único mobiliario, de las casas macegüales”.10 Pocos observadores han dejado de notar la inusitada profusión de flotes en la vida mexicana, un rasgo que continúa hasta el presente, no sólo en la deco­ ración sino en incontables nombres de lugares y canciones. La región andina Mientras que los cultivadores de semillas y la cultura de la tortilla de maíz dominaron la agricultura y los regímenes ali­ mentarios en Mesoamérica, los sembradíos de tubérculos, principalmente la yuca y el camote —de reproducción vege­ tativa— eran las principales cosechas de alimento en las In­ dias Occidentales y en el litoral tropical de Sudamérica. Esto dejaba perplejos a los europeos del siglo xvi porque, antes de 1492» ningún cultivo de tubérculo en la templada Europa era una fuente sustantiva de calorías. Los tubérculos perte­ necían a “ia humilde y despreciada categoría de las verdu­ ras”.11El gran producto básico de las islas era la yuca amarga, que crecía en las tierras bajas de tierra fírme desde el año 3000 a.C. Los isleños “rayaban, exprimían el jugo de las ve­ nenosas raíces” y horneaban el residuo para preparar un pan aplanado sin levadura, procedimiento común en los trópi­ cos americanos. El pan, sabroso y nutritivo, se podía conser­

var durante meses, incluso en clima húmedo, sin que se echa­ ra a perder. Existía maíz en el Caribe como resultado del intercambio, pero no constituía un alimento importante en las islas ni se le molía para obtener harina. Tampoco se le fermentaba en alcohol; de hecho, aparentemente sólo los caribes, entre los nativos de América Central y Sudamérica, no consumían bebidas alcohólicas.12 Entre los pueblos de los bosques del litoral caribeño o en el desagüe de las cuen­ cas del Orinoco o del río Amazonas, los peces, las tortugas y los moluscos complementaban la alimentación aparte de la yuca. Su escasa vestimenta era apropiada para los trópicos y resultaba más curiosa que escandalosa a los ojos de los euro­ peos provenientes de un clima frío. Conforme se sube por las tierras más altas de los An­ des, la yuca da paso a una amplia variedad de sembradíos de otro tipo de tubérculos que proporcionaban el alimento fun­ damental a la mayoría de la población. La papa, cultivada al menos siete mil años atrás, constituía sólo uno de los diver­ sos pfan tíos andinos. Difundida, con el tiempo, a todo el mundo, la papa es actualmente el tubérculo cultivado más importante del globo. La mayoría de las papas podían con­ gelarse y deshidratarse para convertirse en chuño y así pre­ servarlas, aunque en las grandes altitudes las variedades amargas duran más. Los tubérculos siguen siendo el com­ ponente básico de los pueblos andinos.13 Como en Mesoamérica, la alim entación andina era preferentem ente vegetariana. Algunas plantas conocidas en México como el chile (en algunos lugares llamado ají), la calabaza, diferen­ tes variedades de frijol y la palta o aguacate, ya existían en lo que actualmente es Ecuador, Perú y Bolivia, pero la quínoa (un cereal parecido al mijo), la oca, el ullucu, el anu, la mashua y el altramuz,14 así como la papa blanca, son exclusiva­ mente andinos. Aunque alguna vez se pensó que provino tardíamente (ca. 1500 a.C.) de México, hoy existe suficiente evidencia de que el maíz es anterior al periodo Chavín, y efectivamente, este cereal ya tenía cierta influencia en los valles costeros del Perú alrededor de los años 4000-3000 a.C. Sin embargo, su

Figura 1.2. Una mujer tukano (Amazonia Colombiana) pela tubérculos de yuca en los ochenta. Aparte del cuchillo de acero, poco ha cambiado desde el siglo XVI. Fuente: Mowat, 1989. Fotografía: Cortesía de Donald Taylory Brian Moser.

cultivo en las terrazas de los altos valles montañosos de los Andes aparentemente no proliferó hasta que se unió a los pro­ yectos de irrigación gubernamentales del periodo inca. Allí, la gente comía maíz no en tortillas sino todavía verde, en mazorca, como granos tostados, o hervido y preparado como kumita, nna forma similar al tamal mexicano. Al parecer, no se utilizaba grasa animal para freír; la carne de la llama se secaba o cocinaba ocasionalmente en una suerte de cocido, al igual que el muy escaso pescado seco. El jesuíta Bernabé Cobo, quien vivió en Perú la mayor parte de la primera mi­ tad del siglo xvii, consideró que la alimentación de los habi­ tantes andinos comunes era rústica i grosera. La gente de los Andes cocinaba principalmente hirviendo o asando el esca­ so pescado o el cuy. El maíz, sobre todo, proporcionaba la base para la chicha fermentada, bebida muy popular tanto entonces como ahora a todo lo largo de los Ancles.55 Finalmente, la coca. La propagación de su uso es mate­ ria de un largo debate que se remonta a los primeros cronis­ tas. Hoy parece claro que los cultivadores de las laderas subtropicales de las zonas orientales comerciaban la coca con las comunidades de las tierras altas antes de y durante la llegada de los incas, de modo que las hojas no fueron, como se pensó alguna vez, controladas por el Estado inca. Los cro­ nistas como Garcilaso de la Vega (El Inca), quien deseaba describir a los incas como líderes sabios y moderados, y otros escritores como Huamán Poma, quienes eran propensos a condenar la conquista española como un trastorno del or­ den nativo, coincidieron en la idea de que los incas habían establecido un monopolio de Estado y que el uso de la coca consecuentemente estaba restringido al grupo real. De he­ cho, una investigación reciente en materiales etnográficos ha invertido este punto de vista, como señala el más destaca­ do etnohistoriador de los Andes: “no hay evidencia alguna para sostener esta creencia ampliamente difundida”.16 Con la ocupación europea, siguió masticándose coca y probable­ mente esta práctica aumentó a pesar de las quejas ocasiona­ les y de las hipócritas denuncias de los oficiales coloniales y de más de un miembro de la elite nativa. Por supuesto, la

práctica sigue vigente en nuestros días; otro elemento en la cultura material de América que ha resistido siglos de oposi­ ción y que permanece bajo la superficie de una cultura ma­ terial híbrida. Una diferencia mayor con Mesoamérica era la presen­ cia de camélidos en los Andes. La llama y la alpaca domesti­ cadas proporcionaban carne, lana y transporte de carga. En losTltipíanos, su lana ofrecía a hombres y mujeres un apre­ ciado abrigo para defenderse del intenso frío de la noche andina. Mas sólo de imaginar cómo separaban las fibras del animal resulta doloroso. Presumiblemente, se arrancaban manojos de lana de los animales con obsidianas afiladas, o quizá hombres o mujeres andinos les peinaban el pelo que mudaban. Para este efecto, los invasores europeos segura­ mente aportaron un dispositivo útil. En el Viejo Mundo exis­ tían desde tiempos remotos las tijeras de metal; de hecho, la pintura de un par de tijeras de Flandes de 1500 es una copia casi exacta del diseño romano. Los españoles, familiariza­ dos con la lana y las ovejas, muy pronto trajeron tijeras a los Andes; sin embargo, todavía en la década de 1820, los mer­ caderes ingleses en el altiplano central de Perú creían que había un importante mercado disponible porque “los nati­ vos no están familiarizados con el tipo de tijeras utilizado en Inglaterra”.17 Las llamas y las alpacas nunca sirvieron como animales de tracción en este mundo sin ruedas y sin arados, pero eran capaces, aunque se resistían a hacerlo, de trans­ portar bienes a largas distancias. Los camélidos permitieron a^los habitantes de los Andes flanquear extensiones difíci­ les, áridas y montañosas y, en última instancia, establecer un vínculo con las distantes “islas” ecológicas del archipiélago andino para formar comunidades consistentes.18 La expe­ riencia pastoral también permitió que los nativos de los An­ des aceptaran con menos reserva que sus contemporáneos mesoamericanos la invasión no prevista de ganado europeo. Las ovejas, las muías, los burros, incluso el ganado vacuno, se instalarían cómodamente en el paisaje indígena. Si una mujer mexica del siglo XV hubiera podido aso­ marse a la casa de un campesino peruano de esa misma épo­

ca, habría encontrado muchas cosas familiares pero también, sin duda, quedaría asombrada por los brincos repentinos de pequeños cuyes domesticados, que los españoles llama­ ron “conejillos de Indias”. Rostizados en un asador o hervi­ dos en cocido, proporcionaban una fuente de proteína animal equivalente a una comida completa para toda una familia andina, una facilidad desconocida en México hasta la llegada del pollo europeo. La vestimenta de la gente común en los Andes era simi­ lar a la de Mesoamérica. El algodón era común en la costa peruana del Pacífico y aparece tempranamente en los registr o s arqueológicos pero, con el tiempo, tanto la fibra de lana como la del algodón y también la de fibras bastas podían encontrarse en todas las tierras altas. "El ubicuo taparrabo”, la túnica sin mangas y una capa simple constituían la vestimenta de los hombres; las mujeres generalmente usaban un vestido de una pieza —falda y blusa combinadas— que lle­ gaba a los tobillos y se ataba a la cintura con una faja ancha. Debido a la falta de tijeras, “como todas las prendas, este vestido era una pieza rectangular grande de tela tejida, me­ ramente enredada alrededor del cuerpo”. Tal como los mesoamericanos, o al menos algunos de ellos, contaban con piel de ciervo, los^habitantes de Jos Andes tenían la piel de llamajpara fabricar sandalias y, por supuesto, la lana de los camélidos para hacer vestidos. Los aymara, en las elevacio­ nes más frías, vestían capas de lana tejidas, “como lo hace la mayoría de los habitantes de las tierras altas actualmente”.19 Se menciona poco la ropa interior de ambos sexos, lo que sugiere su ausencia o lleva a incómodas especulaciones. Antes de que el comercio trajera el algodón a los altiplanos donde vivía la mayor parte de la gente, la alternativa para cubrir la desnudez era la lana rugosa y difícil de lavar. En lo que se refiere a las prendas más íntimas, particularmente las feme­ ninas, los registros guardan silencio. Un campesino mexica común no se hubiera sentido fue­ ra de lugar en una casa del altiplano andino. Ambas viviendas contaban generalmente con una sola habitación, eran cons­ truidas con adobe, ocasionalmente de piedra áspera, con te­

chos de píya. En ningún caso había mesas o sillas; la gente común comía y dormía sobre el suelo, una práctica que los españoles encontraban indecente e incluso “bárbara”. Los ku~ rakas, que constituían una casta social superior, extendían una tela en el suelo. Cada casa tenía una pequeña estufa de barro, con hornillas ajustables que consumían muy poco combusti­ ble. Bernabé Cobo escribió: “Los españoles queman más en sus estufas en un día de io qué los indios consumen en un mes”, haciendo eco al comentario de Garcilaso de que mien­ tras los incas “eran tacaños con el combustible, se asombra­ ban por la forma en que los españoles lo desperdiciaban”.20 Las casas del lugar estaban organizadas alrededor de un patio central en el que vivían varias familias emparentadas. De este modo ha quedado enumerada una lista parcial de los elementos básicos de la alimentación, del vestido y de la vivienda en la mayoría de los habitantes de América en las décadas anteriores a la invasión europea. La gente producía casi todos los alimentos de manera local para el consumo de la región y los servía en platos de barro o de madera. La ropa se fabricaba en casa; el algodón o la lana de alpaca se hilaba y tejía por miles, en realidad millones de manos campesinas. Las primitivas casas se construían con materiales de la región; sus herramientas de piedra, madera o metal no ferroso, tam­ bién de fabricación doméstica, mostraban los contornos de un uso prolongado. Estos bienes, algunos de los cuales se inter­ cambiaban dentro de las comunidades o se exhibían sobre petates para intercambiarlos en los innumerables mercados locales, representan un estrato de uso ordinario que subyace bajo el flujo de bienes tributarios requeridos por los aztecas o por la demanda de mano de obra de los incas en los Andes. Antes de iniciar la discusión sobre este desarrollo, observe­ mos algunas diferencias notables entre Mesoamérica y los Andes, especialmente en la división del trabajo de hombres y mujeres para la producción de alimentos y vestimenta, ya que esos primeros patrones se perpetúan en los siglos posterio­ res. Quizá al final éstos también fueron parcialmente mol­ deados por las divisiones que hemos visto entre el cultivo de semillas y la reproducción por esquejes (brotes).

Los regímenes alimentarios de Mesoamérica y los Andes La mayoría de la gente, actualmente aislada de la producción de bienes por capas de paquetes, procesamiento, .tiendas y publicidad, debe recordar que no hace mucho, hombres, mujeres y niños pasaban gran parte de cada día ocupados en la producción diaria de sus propios bienes de consumo. La antigua expresión europea, "los hombres trabajan de sol a sol pero el trabajo de las mujeres nunca termina” era aún más adecuada en el mundo campesino de México y de los Andes. Un vistazo a la preparación de la comida y la vestimen­ ta, con especial énfasis en la división del trabajo de hombres y mujeres, revela interesantes diferencias entre Mesoamérica y los Andes. Conforme el largo transcurso para domesticar al maíz siguió su errático y, sin duda, discontinuo camino desde los minúsculos granos de hace cinco o seis mil años a la más reconocible mazorca deí tamaño de una mano de hace unos tres mil años, el consumo de maíz en forma de tortilla se extendió aparentemente a una gran parte de lo que hoy es México y Guatemala, Quizá fue una decisión fatal tomada tras largos siglos de observar que mientras una alimenta­ ción con mucho maíz parecía estar relacionada con enfer­ medades, las familias de otras mujeres, que por alguna razón habían comenzado a cocer las mazorcas con cal, a molerlas hasta formar una masa húmeda en un molcajete, o en meta­ te, y a formar pequeñas tortillas, tenían menos propensión a enfermarse. No pudieron saber de la existencia de la pela­ gra, una plaga que afecta a los consumidores de maíz en todo el mundo, o que al remojar el maíz en cal se elimina la cáscara de la mazorca, y esto aumenta el contenido de niacina, que sirve para combatir la enfermedad. Quizá a la gente del México antiguo sencillamente le gustaba el sabor de las tortillas de maíz preparadas de ese modo. Tampoco podemos saber por qué los hombres, casi ex­ clusivamente, cultivaban la planta en el México antiguo, mientras que sólo las mujeres preparaban las tortillas. En los Andes, como veremos, la división del trabajo en la pro­

ducción de alimentos era bastante distinta. Pero en ios cien­ tos de figurillas precolombinas de terracota de México y en los códices de antes y después de la conquista, sólo a las mu­ jeres se les representaba inclinadas sobre el metate. Más re­ cientemente, muchos videros del siglo xx y todos los artistas mexicanos de renombre han lograron plasmar por escrito o en representaciones pictóricas lo que las propias mujeres llamaban “la esclavitud del metate”. Podemos decir con se­ guridad que a lo largo de los pasados dos mil años, muy pocos hombres han tocado el metate y sólo contamos, hasta donde sé, con una sola confesión de un hombre (que no era mexicano) referente al trabajo en el metate. El viajero del siglo XVI, Girolamo Benzoni, trató durante algunos mi­ nutos de preparar su propia comida. Encontró que “la mo­ lienda es el trabajo más duro [...] tampoco molí mucho porque mis brazos estaban agotados por el hambre y muy débiles”.21 He aquí, pues, una cruel paradoja; conforme los mesoamericanos extraían su sustento cada vez más de la humilde tortilla, se volvieron dependientes de una planta que es fácil de cultivar pero de un alimento cuya prepara­ ción requiere de mucho tiempo; casi en su totalidad resulta­ do del trabajo femenino. Las horas que pasaban inclinadas sobre el metate en la molienda diaria también definieron el papel de la mujer en la producción de alimentos y la volvie­ ron el centro indispensable del hogar. Su importancia fue representada en la entrega simbólica del metate que hace la madre a la hija (mientras que el hijo recibía la coa), o en la práctica de enterrar el cordón umbilical de la niña recién nacida debajo del metate.22 La casi total inexistencia de animales domésticos en Mesoaméríca contribuyó aún más a una fuerte delimitación genéri­ ca en la agricultura. A diferencia de la economía doméstica europea, en la que las mujeres a menudo se hacían cargo del ganado, alimentaban a los pollos y a los cerdos, e inevitable­ mente ordeñaban a las vacas, o incluso, en los Andes, donde como veremos, las mujeres pastoreaban a los camélidos do­ mesticados, el régimen precolombino mesoamericano no les ofrecía oportunidad ni responsabilidad en el trabajo pastoril.

Figura 1.3. Figura prehispánica de una mujer mexicana con metate y niños. Nótese el parecido con la ilustración anterior en la manera de representar la preparación de alimentos y el cuidado infantil.

:Parece claro que las mujeres mesoamericanas se mantenían ; más cerca del hogar que sus contrapartes andinas, una con­ vención que persistió hasta el siglo xx, A diferencia del régimen de tortilla de maíz en Mesoamérica, la preparación de alimentos en los Andes parece algo más simple, al menos a la distancia. Las mujeres her­ vían papas sin pelar y preparaban maíz, tostado ó hervido. Así, la principal fuente calórica se obtenía sin el laborioso procedimiento de pelar, moler a mano y emplear comales de carbón, típicos de México y Guatemala. Menos “esclavi­ zadas al metate” que sus contrapartes femeninas entre los cultivadores de semillas al norte, las mujeres andinas parti­ cipaban más en el trabajo del campo. Normalmente los hom­ bres abrían la tierra con la chaquitaclla, mientras que las mujeres dejaban caer trozos de papas en el surco. Para la cosecha se seguía el procedimiento inverso: los hombres excavaban y extraían montones de tierra con tubérculos y las mujeres los reunían en cestos. El cronista local, Huamán Poma de Ayala, a partir de la práctica observable a principios del siglo xvii, que proba­ blemente ha cambiado poco desde la época precolombina, proporciona evidencia gráfica de hombres y mujeres traba­ jando en el campo, lado a lado, en una agricultura de géne­ ros integrados.23 Los cronistas españoles, quienes hacen poca o ninguna referencia a las mujeres en la agricultura mesoamericana, quedaron impresionados por su actividad en los Andes. Cieza de León, al escribir sobre los cañari, subrayó que “son estas mujeres para mucho trabajo, por­ que ellas son las que cavan las tierras y siembran los campos ! y cogen las sementeras, y muchos de sus maridos están en sus casas tejiendo y hilando y aderezando sus armas y ropa, y cuidando sus rostros y haciendo otros oficios afeminados”. Aquí, las mujeres eran también cargadoras: “nos dieron gran cantidad de mujeres, que nos llevaban las cargas de nuestro bagaje”.24 Más tarde, Garcilaso de la Vega escribió un señalamien­ to similar: “Al trabajo acudían todos hombres y mujeres para ayudarse unos a otros”. Quizá se apoyó en los comentarios

Figura 1.4. “Travaxos Papa allaimitapa”. Hombre y mujeres recolectando papas. Elaborado por un cronista nativo a principios del siglo xvii y escrito en una mezcla de español y quechua, se supone que este dibujo describe el Perú prehispánico. Fuente: Felipe Huamán Poma de Ayala, El primer nueva coronica [íjc] y buen gobierno.

de Cieza para señalar que, “en algunas provincias muy apar­ tadas del Cozco [5/c] que aún no estaban bien cultivadas por los reyes Incas iban las mujeres a trabajar al campo y los maridos quedaban en casa a hilar y tejer”, pero esas prácti­ cas, añade rápidamente, eran bárbaras e inusuales “y mere­ cían quedar en olvido”. Polo de Ondegardo equiparaba a las esposas con la riqueza y el status, pues las mujeres “ha­ cían ropa y preparaban los campos para el m arido”.25 El Pa­ dre Cobo, a m ediados del siglo XVII, tam bién quedó asombrado por la cantidad de trabajo femenino desempe­ ñado en la agricultura peruana. "Sirven las mujeres a sus maridos como unas esclavas: ellas llevan todo el peso del trabajo, porque, además de criar los hijos, guisan la comida, hacen la chicha, labran toda la ropa que visten así ellas como sus maridos y sus hijos, y en la labor del campo trabajan más que ellos”. Un siglo más tarde, Juan y Ulloa vuelve a mencio­ nar la indolencia masculina en las haciendas del Ecuador colonial. Nada motivaba a los hombres a trabajar: dejaban todo al cuidado de las mujeres. Ellas son las que hilan, preparan la comida, la chicha [...] y si el terrate­ niente no fuerza a los hombres a trabajar, se sientan en cuclillas, que es la postura normal de todos ellos, para beber o calentarse alrededor de una pequeña fogata, mien­ tras ven trabajar a las mujeres. Su única tarea es “arar la tierra de la pequeña parcela que tienen que cultivar: todo el resto del trabajo en el campo es labor de las mujeres”.26

La delimitación genérica, pues, parece haber sido mucho más rígida en los regímenes alimentarios de Mesoamérica que en los Andes y, de hecho, se trazó a partir de contornos muy distintos. ¿Por qué fue así? No tenemos modo de llegar a la explicación original sino que sólo podemos revisar la escasa evidencia que tenemos a la mano y especular. De al­ gún modo, ya fuera por salud o por gusto, una vez que la tortilla se estableció —con su extraordinariamente difícil requisito de preparación— en la alimentación mexicana y guatemalteca, quizá fue surgiendo con el tiempo una nego­ ciación implícita en la que los hombres aceptaron la res­

ponsabilidad de trabajar en el campo a cambio de la indis­ pensable tortilla. Lo que comenzó como algo intermitente y voluntario se volvió habitual y obligatorio. Tal vez en los An­ des, la preparación más simple de tubérculos hervidos y gui­ sos dejó más tiempo libre a las mujeres para que realizaran tareas fuera de casa. O tal vez los extremosos y bruscos cam­ bios climáticos en las cumbres andinas suscitaron la urgen­ cia de plantar y cosechar, lo cual requiere un grado mayor de trabajo femenino en el campo que en las elevaciones más moderadas de Mesoamérica, y esta necesidad inicial se con­ virtió con el tiempo en una práctica cultural a largo plazo. Bienes y mercancías en los rituales y el poder La gruesa y desigual capa de bienes comunes que hemos visto contenía los elementos esenciales de la alimentación, la vestimenta y la vivienda. Éstos conformaban, en las pala­ bras de Braudel, las “estructuras de la vida cotidiana” para la mayor parte de la población. Estos productos generalmente se cultivaban o se fabricaban cerca o dentro del hogar para el consumo de la familia. Se exhibían para su comercio so­ bre cientos de petates en innumerables puestos del merca­ do local o se intercambiaban entre los miembros de la comunidad, en algunos casos separados por grandes distan­ cias. Estos objetos eran tan comunes y ordinarios que rara­ mente se notaban. Tampoco estos bienes cotidianos fueron visibles en los últimos recuentos europeos: “La casa, la ropa y la comida indias, los omnipresentes objetos indios, los metates y petates que los españoles utilizaban muy poco, el intercambio de bienes simples en mercados baratos, todo esto eran los rasgos de un sustrato nativo que escapaba a la mirada de los colonizadores”.27 Más allá de estos bienes comunes, que debieron haber ocupado una gran parte del tiempo y del esfuerzo de la gente (aun cuando su trabajo no se haya percibido o expresado en tales términos), existen otros bienes que aun en los prime­ ros re gistíos arqueológicos revelan diferencias de status so­ cial y político. Aunque alguna vez fue posible pensar que esos

bienes eran una "suerte de resultado automático del exce­ dente de la producción agrícola”, recientes investigaciones muestran su importancia para cimentar las relaciones de po­ der en los primeros Estados americanos indígenas y para es­ tablecer y m antener las relaciones sociales.28 Los pueblos en la América precolombina han mostrado diferencias en el status social y político desde hace mucho tiempo. Más aún, la elite de varías ciudades-Estado pudieron imponer sus deman­ das a grupos de gente subordinada durante varios siglos. Nuestro objetivo aquí se centra en las décadas que precedie­ ron justamente a la invasión europea, cuando las sociedades dominadas por la Triple Alianza mexica (lo que ahora llama­ mos con el término erróneo pero convencional de aztecas) y el régimen inca estaban cambiando rápidamente. Los aztecas comenzaron por controlar los asentamien­ tos y los pueblos dentro del exuberante valle lacustre de Méxi­ co y después im pusieron gradualm ente obligaciones tributarias a las regiones circundantes. Sus listas de tributos detallaban las cuotas: varas para techos, pieles de jaguar, plu­ mas de todo tipo, piedras como los chalchihuites atesoradas por los mexicas y, sobre todo, una gran profusión de telas, que provenían de varios pueblos circundantes. Los gober­ nantes aztecas exigían grandes excedentes de alimentos como maíz, chile seco, frijol, pulque y aves domésticas para sus hogares. Bernal Díaz y otros testigos proporcionan des­ cripciones vividas de los espléndidos festines de las elites az­ tecas, en los que siervos reverentes servían docenas de platillos exóticos de animales de caza, pescado, verduras, fru­ tas y granos.29Dos bienes, el cacao (semillas de chocolate) y las tejas, jugaban un papel de especial importancia en la de­ finición del poder social y político. Desde las faldas al sudeste del Soconusco, justo arriba de la costa de lo que es actualmente Guatemala, el Estado azteca exigía cargamentos de granos de cacao de varios pue­ blos, incluso de aquellos que no cultivaban la planta. Incon­ tables fardos de ropa de algodón también se trasladaron sobre las espaldas de los cargadores desde las tierras bajas hacia la capital lacustre, “Los más hermosos materiales y los

bordados de colores más brillantes provenían de las regio­ nes totonaca y huaxteca. El tributo suponía miles de cargas de espléndidas capas, taparrabos y faldas tejidos en las pro­ vincias orientales”.30 Tanto el cacao como las telas, además de usarse y de consumirse, también servían como una espe­ cie de dinero en efectivo, a falta de monedas de poco valor. De hecho, los granos de cacao siguieron circulando todavía hasta el siglo xvn. Algunos de estos bienes, al igual que la comida y la vesti­ menta, terminaban en el gran mercado de Tlatelolco, donde se intercambiaban por bienes exóticos para enriquecer los pla­ tillos y la ropa de la elite azteca. Los comerciantes responsa­ bles de organizar el comercio y el tributo también sabían cómo exhibir su poder en los festines rituales. Informantes de len­ gua náhuatl y que todavía podían recordar los años previos a la Conquista nos han permitido saber que “cuando alguno de los mercaderes y tratantes tenía ya caudal y presumía de ser rico, hacía una fiesta o banquete a todos los mercaderes, prin­ cipales y señores, porque tenía por cosa de menos valer morir­ se sin hacer algún espléndido gasto para dar lustre a su persona, y gracias a los dioses que se lo habían dado”. Antes del amane­ cer, los invitados comenzaban a beber chocolate y a probar pequeños hongos negros “[que] emborrachan y hacen ver vi­ siones, y aun provocan a lujuria”. Cuando los hongos hacían su efecto, muchos comenzaban a bailar, otros a can tai', algunos a llorar. Otros, en cambio, se sentaban en silencio, sobrecogi­ dos por aterradoras visiones de sí mismos siendo capturados en guerras, devorados por bestias o castigados por adulterio o robo. Otros tenían visiones más felices de hacerse ricos me­ diante la posesión de bienes o esclavos. Conforme pasaba el efecto, “hablaban los unos con los otros acerca de las visiones que habían visto". La comida bien podía haber incluido seis tipos diferentes de tortilla, tamales diversos, guajolote guisa­ do con pepitas de calabaza y varias especias (o pipián, que si­ gue siendo popular), diferentes tipos de aves silvestres, una gran variedad de calabazas, jitomates y chiles, pescado del lago y pulque. Los comerciantes más viejos agasajaban a sus invita­ dos obsequiándole a cada uno un ramo de flores “según la

costumbre”. Pero la mayor y mejor porción del tributo la asig­ naba el tlatoani (en 1519 se trataba de Moctezuma) a la clase noble. Los españoles quedaron asombrados por el gran nú­ mero de personas alimentadas diariamente. Cortés mencio­ na cientos de invitados que llenaban dos o tres patios grandes, y Bernal Díaz creía que la casa de Moctezuma servía más de mil comidas al día. Ixtlilxóchitl escribió que en la ciudad veci­ na de Texcoco, el consumo anual del palacio del gobernante era de 31,600 fanegas (unos 50,000 celemines*) de maíz, 243 cargas de cacao y miles de mantos de algodón.31 Al parecer, en esta economía no monetaria los bienes proporcionaban también acceso indirecto a la mano de obra. Bernal Díaz vio con ojos europeos la profusión de domésti­ cos de Moctezuma y, penosamente, imaginó los salarios; “pues para sus mujeres, y criadas, y panaderas, y cacahuate­ ras, ¡qué gran costo tendría!”32 Mantener a legiones de adherentes y servidores era, sin embargo, una de las prerrogativas del cargo, pagada directa o indirectamente por el tributo forzado de los súbditos. A pesar de que se cuenta con poca información sobre los trabajadores forzados para realizar obras públicas o privadas —nada equivalente a la mita pe­ ruana parece haber existido en el antiguo México—, se exi­ gía a los habitantes del valle de México realizar labores de servicio. Construyeron los diques y realizaron los trabayos de irrigación; probablemente fueron ellos o quizá los semiesclavos mayeques quienes construyeron los impresionantes pala­ cios para la nobleza de México y Texcoco. La prodigalidad con que los aztecas practicaban el sacrificio humano, que despilfarraba la fuerza de trabajo potencial de miles de hom­ bres productivos, sugiere que la ideología predominaba so­ bre el valor económico, o que existía una extraordinaria abundancia de trabajadores.33 En cualquier caso, la práctica de los aztecas contrasta con el uso del trabajo mucho más eficiente de los incas en los Andes. Como sók/una minoría ’ El celemín es una medida de capacidad que equivale a 4,625 litros aproxi­ madamente. Se refiere a los granos que llenaban la capacidad del cele­ mín. (N. de la T.)

de gente común tenía tierra suficiente en ei valle de México, se mantenía a numerosos artesanos, cargadores, construc­ tores, y posibles guerreros al margen del pago del tributo. Festines ceremoniales, que en ocasiones duraban ocho días, ayudaban a alimentar a la población y también deben haber cimentado ías relaciones políticas con importantes miem­ bros de la burocracia. Sabemos que las casas de los nobles eran espléndidas e impresionantes. El Conquistador Anónimo aseguró haber visto muy buenas casas de señores, tan grandes y con tantas es­ tancias, aposentos y jardines arriba y abajo, que era cosa maravillosa de ver. Yo entré más de cuatro veces en una casa del señor principal, sin más fin que el de verla, y siem­ pre andaba yo tanto que me cansaba, de modo que no llegué a verla toda. Era costumbre que a la entrada de todas las casas de los señores hubiese grandísimas salas y estancias alrededor de un gran patio.w

La diferencia de este impresionante despliegue con las vivien­ das de los señores y caciques secundarios era considerable. De toda la variedad de bienes en la Mesoamérica prehispánica, las telas eran el único signo relevante del status y el poder social. A falta de caballos o de las finas manufacturas disponibles para los españoles como signos de status y, por supuesto, al 110 existir ninguno de los bienes de prestigio que hoy en día sugieren riqueza y poder, la tela proporcio­ naba un significado simbólico y visible que se exhibía con facilidad. Variaba en calidad, desdé la esterilla común sin blanquear hasta los algodones multicolores exquisitamente trabajados y la plumería. Ninguno de los invasores europeos, muy conscientes de su importancia en su propia cultura, dejó de observar el significado del vestido. Cuando caballeros de menor grado hablaban con Moctezuma, “se habían de qui­ tar la mantas ricas y ponerse otras de poca valía, mas habían de ser limpias, y habían de entrar descalzos”. Todos los testi­ gos —dice Jacques Soustelle— se daban cuenta de la bri­ llantez y el esplendor de ías blusas y las faldas que vestían las mujeres de las familias nobles”.35

En la víspera de la Conquista española, la tela obtuvo aún mayor importancia en cuanto a su uso y como símbolo de riqueza. Incluso en las provincias que no cultivaban el algodón, el Estado exigía a mentido que los pueblos someti­ dos se esforzaran por ofrendar como tributo el quachtli (fino genéro de algodón blanco). El algodón crudo y las plumas tropicales traídos de las zonas calientes se entregaban a las ar tesan as altamente especializadas en la capital, quienes pro­ ducían los lujosos vestidos de los líderes nativos que tanto maravillaron a los primeros observadores europeos. Bernal Díaz comentó sobre las tejedoras que hacían “tanta multi­ tud de ropa fina con muy grandes labores de plumas”. En la casa misma de Moctezuma, “todas las hijas de los señores que él tenia por amigas siempre tejían cosas muy primas, y muchas hijas de vecinos mexicanos, que estaban como a manera de recogimiento, que querían parecer monjas, tam­ bién tejían, y todo de pluma”.36 Los bienes tributarios, solicitados y producidos bajo la orientación del Estado, eran utilizados en el “comercio exte­ rior administrado por el Estado” y en transacciones mercan­ tiles para obtener otras materias primas de lujo. Es posible que también se usaran como regalos para comprar el apoyo o la lealtad de dudosos aliados.37 Existen varios relatos cono­ cidos que narran cómo, durante el avance de los españoles hacia Tenochtitlán, Moctezuma se esforzó por demostrar su poder a través de regalos e intentó persuadir a los invasores de que se volvieran por donde habían venido. Los españoles, por supuesto, interpretaron estos gestos como debilidad. Quizá la práctica de utilizar tributos para cimentar el apoyo político estaba en sus inicios entre los mexicas, todavía no desarrollada al mismo grado que había alcanzado en los An­ des. Ciertamente, hay alguna evidencia de que los aztecas almacenaban bienes para la distribución ceremonial o la prác­ tica, pero no contaban con nada parecido a la red de almace­ namiento que habían diseñado los incas, precisamente para tener disponibles los bienes para fines sociales y políticos.38 En Mesoamérica, entonces, estamos en presencia de un “despotismo tributario”, que no exigía labores de servicio

Figura 1,5. Volver a empezar. En el México prehispánico, al final de un ciclo de 52 años, los bienes domésticos se destruían y se desechaban. “El diablo” indica que a los ojos de los informantes nativos posteriores a la Conquista (por tanto, cristianos), esto se veía como una práctica paga­ na. Fuente: Códice florentino. Cortesía de la Biblioteca Medícea Láurenziana, Florencia.

directamente, como en el caso de los incas, sino más bien los mismos bienes —alimentos, vestimenta, cacao—, los que, por supuesto, eran producidos por los súbditos, forzados a trabajar. Estos bienes eran usados, por lo tanto, para m ante­ nera. los.artesanos,,ajos constructores y a la multitud de cargadoresjraídos de los asentamientos nativos. Otros bie­ nes tributarios, obtenidos ya fuera a través de una exhibi­ ción ceremonial o como regalos directos a la nobleza, servían

para cimentar las alianzas políticas o burocráticas mediante las cuales el Estado azteca conseguía trabajadores. Este pro­ ceso, como veremos, era una manera menos directa de a d ­ quirir trabajadores que la mita inca, pero parece que cumplía con los mismos fines. La práctica mexicana de crear talleres donde las mujeres producían manufacturas textiles parece similar a la ahíla peruana. La extracción forzada dé comida, telas y materiales de construcción fue diseñada para obte­ ner lujo y riqueza con fines sociales y políticos. La riqueza y el status, tanto en México como en Perú, se creaban, por ende, no tanto por el intercambio mercantil sino por las políticas de Estado. Un gran número de investigaciones sobre el periodo inca —pocas décadas relativamente en el largo y rico entramado de la historia peruana—, ha alterado profundamente las in­ terpretaciones previas. Por debajo de las impresionantes es­ tructuras del gobierno inca residían unidades políticas territoriales conocidas como saya, que incluían a un número variable de comunidades o ayllu. Estas unidades, adaptadas a la contrastante topografía andina, eran caseríos en grupos endogámicos de parientes cercanos. Sin embargo, sus terri­ torios comunales estaban diseminados a través de un amplio rango de nichos ecológicos y formaban, según el llamativo término de John V. Murra, “archipiélagos” o islas de perso­ nas emparentadas entre sí, que servían de escalones para co­ municar distintas alturas a lo largo de los Andes. Así, un solo ayllu podía incluir a pescadores en la costa, a cultivadores de maíz en terrazas de media altura, a productores de papas o de quínoa a unos niveles más arriba, a llamas en los altipla­ nos y a campos de la hoja de coca en los valles subtropicales de la ladera oriental. En el esquema de Murra, los miembros buscaban la autosuficiencia dentro de cada ayllu al combinar bienes y alimentos que provenían de diferentes lugares y, por lo tanto practicaban poco comercio con otros ayllus. Una im­ plicación inmediata es la ausencia de grandes mercados y, consecuentemente, de un grupo definido de comerciantes. Los primeros europeos que contemplaron la sorpren­ dente topografía del mundo andino no mencionaron ios

grandes mercados que tanto habían impresionado a sus com­ pañeros en Mesoamérica una década antes, ni tampoco ha habido mucha evidencia de algo equivalente al pochteca mexi­ cano o comerciante de larga distancia en los Andes. Sin em­ bargo, investigaciones recientes sugieren que el modelo de archipiélago existió plenamente sólo entre los últimos incas, cuando se suprimieron las rivalidades étnicas en los Andes a tal grado que hubo suficiente orden para hacer posibles co­ munidades tan numerosas. También _es cierto que existían grupos de comerciantes o mindalaes más al norte, en Quito. En cualquier caso, ai imaginar gran parte del mundo andi­ no, deberíamos tener en mente la existencia de varios ayllus productivos, construidos con paredes de adobe; disemina­ dos como pañuelos de color café a lo largo de un paisaje impresionantemente accidentado. Éstos producían una abun­ dante cantidad de los elementos básicos que constituían la alimentación, la vestimenta y la vivienda andinas. Una ten­ dencia a la reciprocidad entre los miembros también pare­ ció ser un rasgo central de la civilización andina. En las décadas inmediatamente después de la invasión europea, los incas se propusieron extraer del campesinado andino un creciente volumen de trabajadores que eran en­ tonces “manipulados por el Estado para proporcionar co­ mida, tanto para apoyar el esfuerzo del trabajo mismo como para producir artículos especiales de prestigio que eran im­ portantes para el Estado como regalos para sus súbditos”. No sólo se trataba de la tendencia andina hacia la recipro­ cidad: las imposiciones del Estado inca también se basaban en una antigua “práctica comunitaria que daba a sus líderes eí derecho a organizar a los trabajadores”. En la víspera de la invasión europea, los incas habían movilizado a los trabajadores en tres categorías principales: impusieron la mita, un servicio de prestar trabajo de manera universal; formaron grupos de artesanos especialistas como el aklla, mujeres dedicadas a la preparación de la chicha y debelas finas, y reubicaron por la fuerza parte del campesinado en colonias conocidas como niitmaq. Así, se construyeron ciu­ dades administrativas para “apoyar una visión de gobierno

basada en la entrega de obsequios y la generosidad del go­ bernante”.39 Aun cuando podemos ver claramente que los incas lo­ graron desviar una creciente cantidad de fuerza de trabajo de sus propósitos personales y locales hacia proyectos del Estado, la pregunta es cómo lo hicieron al no haber una sóli­ da fuerza coercitiva. Un especialista argumenta que, en este particular “tipo de movilización arcaica” —es decir, en el que mercados e incentivos monetarios son débiles—vel va­ lor simbólico de los bienes dirige el “crecimiento de la ri­ queza y del poder”. Los bienes se convierten en signos de prestigio, aceptación y seguridad. De acuerdo con Morris, el trabajo humano no es una constante simple que pueda ser medida por el tamaño, la edad y la salud de la pobla­ ción. La gente trabaja para gratificar sus necesidades, al­ gunas de las cuales son biológicas y otras son aprendidas como parte del aparato cognoscitivo cultural.40

En el mundo inca, como en Mesoamérica, la tela era el porta­ dor más importante de signos y símbolos que orientaban las relaciones sociales. La tela "era entregada como dote a la no­ via, ofrecida como obsequio en el destete, enterrada en cá­ maras mortuorias, ofrendada en rituales y utilizada como signo de status". Las ceremonias que utilizaban tela indicaban el paso de la vida. Tanto los ritos de pubertad de los niños como el matrimonio, requerían de conjuntos de ropa nueva. Otro uso ritual de la tela se puede identificar en los tapices de tem­ plos y santuarios. La tela era central para la creación de mitos. Huamán Poma describe los tres estadios de la humanidad identificándolos como etapas en las vestiduras. Primero, la gente vestía con hojas y paja, luego con pieles de animales y finalmente con ropa tejida. De hecho, una de las metas civilizatorias citadas por los incas era vestir a los salvajes desnudos. “En la literatura del Incanato abundan las largas descripcio­ nes del rebaño de camélidos, su cuidado y selección y, aíin más [...], las variedades de tela”.41 El Estado producía finos textiles a través de los dos mecanismos básicos de trabajo co­

munal obligatorio y del empleo del creciente número de colo­ nos desplazados y de tejedoras especializadas. Dos autores recientes creen razonable que la tela, espe­ cialmente el qumpi, llegó a. tener una suerte de propósito mo­ netario especial similar al quachtíi en el mundo azteca. Ahora parece claro que las bodegas de los gl andes centros adminis­ trativos eran para almacenar comida y artículos de prestigio, principalmente la tela, utilizados básicamente durante las ce­ remonias como regalos para cimentar las alianzas u otorgados con anticipación para obtener la cooperación de los súbditos y, sólo en segundo término, como una previsión contra la ham­ bruna. El líder de la provincia de Chucuito, cerca del lago Titicaca, “recibía de 50 a 100 piezas de tela por año por parte de las bodegas del Estado inca [...] la tela era una gratificación del cargo”. En las excavaciones de la pampa del Huánuco, en los altiplanos centrales de Perú, hay más de cuatro mil estruc­ turas, incluyendo 497 almacenes junto con las instalaciones para fabricar tela y preparar chicha, pero no hay “evidencia clara de un mercado”, ni tampoco la pampa del Huánuco era un sitio de residencia familiar permanente. La mayor parte del lugar “estaba dedicada a rituales públicos y festines”.42Cua­ renta años después de la conquista, Pedro Pizarro, quien acom­ pañó a su pariente lejano Francisco en la invasión del Perú, habló en un tono todavía azorado por la enormidad de lo que vio: “No seré capaz de describir todos los almacenes que vi llenos de ropa y de todo tipo de telas y vestidos que son utiliza­ dos en este reino. No hubo tiempo suficiente para ver y com­ prender algo así”.43 También la chicha, la cerveza de maíz de los Andes,, suavizaba los acuerdos sociales y políticos. Se le con­ sideraba la “esencia de la hospitalidad, el común denomina: dor de las relaciones rituales y ceremoniales”. Era la bebida quejos generososlíderes debían proporcionar como parte de sus responsabilidades como autoridad.44 Los terraplenes y la irrigación que volvieron cultivables las nuevas tierras cálidas en el “sagrado” valle de Urubamba y en el resto del Tahuantinsuyu, no estaban destinadas a producir alimento común sino la comida y la bebida de prestigio que formaban parte de la esencia de las relaciones sociopolíticas.

Finalmente, el Estado controlaba una gran parte de la producción y de la distribución de un cultivo especial: las hojas de coca. El Estado mantenía cultivos de esta planta en profundas quebradas que descendían desde las elevaciones semitropicales del Amazonas y a lo largo de las laderas orien­ tales más cálidas de los Andes: estaban a cargo de trabajado­ res asignados, a menudo provenientes de colonias establecidas para dicho propósito. Como parte de la retribución regular por el trabajo obligatorio en las minas y en los caminos, el Estado y las elites locales proporcionaban una ración de coca. La coca era una de las distintas monedas (consumibles) que circulaban en la árida costa central y pudo haberse utilizado como un medio de intercambio para obtener metales de los pueblos de los altiplanos. Investigaciones recientes documen­ tan la existencia de las hojas de coca como moneda en el altiplano del Ecuador durante el periodo colonial Resumen En la víspera de la invasión europea, los pueblos nativos a todo lo largo del continente, desde lo que es actualmente Alaska y Canadá hasta la Patagonia, habían creado una gran variedad de bienes para mediar entre sí y su medio ambiente. Rechazaron algunos objetos que provenían de grupos veci­ nos o rivales, aceptaron otros, se apropiaron de unos y adap­ taron otros tantos más. Desde una perspectiva asiática o europea, sus esfuerzos fueron tan notables por lo que logra­ ron como por lo que no lograron. Domesticaron tres grandes plantas alimenticias —el maíz, la papa y la yuca—Ju nto con un impresionante surtido de cereales, verduras y frutas. Ade­ más de un uso extraordinariamente imaginativo de toda la biomasa, los nativos crearon regímenes nutricionales que sos­ tuvieron a grandes y complejas poblaciones. A falta de tijeras, la vestimenta para la mayoría de la gente era sencilla, las casas generalmente primitivas y las herramientas rudimentarias. A pesar de contar con el metal apropiado, los nativos no habían descubierto las técnicas de producción del hierro o el acero ni desarrollaron el uso de animales de carga o la rueda.

En las altas civilizaciones de Mesoamérica y del centro de los Andes, surgieron complejos estados para organizar la producción y la distribución. Había varias similitudes en la cultura material y la organización estatal de las sociedades azteca e inca en la víspera de la conquista europea y unas cuantas diferencias notables. Observadores presenciales y académicos modernos se dieron cuenta de que los aztecas obtenían el tributo en forma de bienes a través de la coerción política, mientras que los incas optaron por la antigua prác­ tica andina de exigir el servicio en trabajo de los pueblos súbditos, lo que, es cierto, a menudo se empleaba para pro ducir bienes. Así, a pesar de que ambos regímenes obtenían bienes de los pueblos súbditos, los medios eran distintos. Los líderes andinos también dirigieron el trabajo obligato­ rio en obras públicas de forma más efectiva que sus contra­ partes en México. Los incas tendían más a negociar con los líderes provinciales que los aztecas y estaban más inclinados a aceptar la reciprocidad como un principio. Los aztecas dis­ tribuían los excedentes de alimentos y los bienes tributarios que generaban prestigio a través de un sistema mercantil; los incas desarrollaron sistemas de almacenamiento más importantes. Ambos fomentaron la producción textil por medio de trabajadoras especializadas. Conforme se incorporaron nuevas zonas al imperio tri­ butario mexica, particularmente en la medida que los azte­ cas se apoderaron de las tierras bajas del sureste, su elite adquirió cacao, algodón o plumas tropicales como artículos exóticos de importación. En la medida en que los incas co­ lonizaron nuevas áreas, la coca, las prendas de algodón y algunas conchas raras de mar (spondylus), confirieron status a sus poseedores. Pero además de consumir “importaciones exóticas”, las elites azteca e inca emplearon tos grandes ex­ cedentes de bienes comunes obtenidos a partir del tributo o de los servicios en trabajo para exhibir su influencia social y política. El despliegue de abundancia que representaba el incesante cambio que hacía Moctezuma de docenas de túni­ cas del mismo tipo, en lugar de vestir una única capa des­ lumbrante, era una reafirmación de su alto status. De la

misma manera y con los mismos fines, la elite inca acumula­ ba miles de vasijas de comida popular, como la chicha, y fardos de ropa, no para prevenir la hambruna, como se cre­ yó alguna vez (aunque también servía para ese propósito), sino principalmente para su distribución a fin de cimentar los acuerdos sociales y políticos. A lo largo de varios milenios, la gente de Mesoamérica y de los Andes estableció los elementos esenciales de su alimen­ tación, vestimenta, vivienda y herramientas, algunos de los cuales sobrevivirían a la invasión del siglo XVT, e incluso tras la intrusión más penetrante de los mercados mundiales después de la década de 1870. La vida precolombina no era, por su­ puesto, una “historia casi inmóvil” sino, más bien, un mundo de trueque y comercio, donde los artículos más comunes se exhibían en innumerables plazas de pueblos o, en el caso de los Andes, se intercambiaban entre miembros de comunida­ des remotas. Los patrones nunca fueron inmutables. Hom­ bres y mujeres modificaron su alimentación, su vestimenta y su vivienda al medio ambiente y aceptaron nuevos materiales y técnicas. Los pueblos de todo el hemisferio también crearon una larga lista de innovaciones en su cultura material. Se podría comenzar con la rudimentaria hamaca o con una piragua, o con el artefacto utilizado para extraer ácido prúsico a fin de hacer comestible la raíz venenosa de la yuca y proceder al sofisticado quipu, o ai método de conteo por medio de hi­ los anudados, o los ingeniosos hornos de barro soplados por el viento utilizados para fundir la plata de las laderas de la gran mina de Potosí en el Alto Perú. Había, además de los exquisitos textiles y la elegante alfarería, el espectacular tra­ bajo de orfebrería y platería. A esto habría que agregar el desarrollo de los sistemas agrícolas admirablemente produc­ tivos que tanto asombraron a los invasores europeos. Todas estas técnicas y productos originales surgieron al elaborar materiales nativos de la América aborigen. En el otoño de 1492 en el hemisferio norte, aparecie­ ron los primeros europeos al este del Mar Océano. Al prin­ cipio no llegaron a los grandes reinos de los altiplanos de

Mesoamérica y los Andes, sino a las culturas más sencillas de las islas, la taino y la arauaca, dentro de la corriente de los vientos alisios. Allí encontraron agricultores y pescadores ru­ dimentarios capaces de mantener un considerable número de personas. A este mundo más o menos benigno de piedra pulida y madera labrada, arribó, en palabras de un académi­ co caribeño, “un huracán de cultura que provenía de Euro­ pa. Llegaron juntos y en masa, el hierro, la pólvora, el caballo, la rueda, la vela, la brújula* el dinero, el salario, la escritura, la imprenta, los libros, el amo, el Rey, la Iglesia, el banquero de golpe se tendió un puente entre una adormilada edad de piedra y un Renacimiento definitivamente despier­ to”.45 Los europeos necesitaron tres o cuatro décadas más para descubrir y poner bajo tentativo control a los formida­ bles imperios de los altiplanos de los azteca y los inca. Los conquistadores cristianos introdujeron técnicas y herramien­ tas radicalmente nuevas, animales y plantas diferentes, alte­ rando la producción de la cultura material, y trajeron nuevos signos de prestigio social y político a un mundo que “pusie­ ron de cabeza”. El asalto inicial fue rápido; sus consecuen­ cias aún subsisten entre nosotros.

2. B ienes de co ntac to La policía era un concepto central, una palabra que resumía todo el proyecto de crear una nueva sociedad en América. Vivir en policía suponía alcanzar la idea europea de civilidad que incluía la vestimenta, la higiene de los alimentos, etcétera, pero, por encima de todo, la idea de llevar una vida urbana.1

Incapaces en última instancia de resistir a la invasión euro­ pea o de negociar con suficiente éxito los términos de su propia sumisión, los pueblos nativos de América quedaron sumergidos, después de 1492, en patrones de.intercambio, bienes y valores introducidos desde afuera. Así, la invasión europea trunco por la fuerza el desarrollo orgánico de la cultura material en América. No podemos saber, por supues­ to, qué habría ocurrido si esto no hubiera sucedido o si los pueblos de México y del Perú antiguos hubieran sido capa­ ces de incorporar ios nuevos bienes disponibles de Europa, Asia y Africa a sus sistemas de valores en sus propios térmi­ nos. Lo que ocurrió, sin embargo, fue que la introducción de alimentos, telas y atuendos nuevos, la organización del espacio público, la arquitectura y las herramientas estuvie­ ron~ácómpáñádás por una compulsión política y religiosa, de tal modo que, al observar la interacción entre la adop­ ción, el rechazo y la apropiación de los nuevos bienes, debe­ mos recordar que estamos siempre en presencia de una conquista y, más tarde, de una cultura colonial Por si fuera poco, eli^Lm undó' ibérico del siglo xvi, la expansión del cristianismo fue inseparable de la del imperialismo español: las dos se reforzaron mutuamente. Como veremos, ambas venían de la mano de un nuevo calendario ceremonial de consumo, nuevos rituales y nuevos regímenes de bienes y mercancías. En medio de la lucha por los bienes y por la riqueza, nadie duda de que, desde el principio, los europeos estuvie­

ran comprometidos con la expansión del cristianismo. La tarea de la evangelización se hizo explícita de acuerdo con las instrucciones de la Corona y con la confirmación papal de la misión real. Colón se sintió confundido, al principio, cuando descubrió que los taino parecían 110 tener una fe propia pero, siempre optimista, imaginó que su tabla rasa espiritual haría más fácil la implantación del cristianismo. Sin embargo, no llevó sacerdotes en su primer viaje; en cam­ bio, sí encontró lugar para un notario, un cirujano y un tra­ ductor que sabía algo de árabe y que la tripulación esperaba resultara de probable utilidad en la costa de Asia oriental. Cristóbal Colón sentía místicamente que, al igual que el santo en honor del cual recibió el nombre, llevaría a Cristo a tra­ vés de las aguas.2 La evangelización de ios isleños comenzó realmente con el humilde trabajo de urf fraile catalán, Ra­ món Pané, uno de los seis clérigos del ^egundo viaje que llegó a La Española a fines de 1493.3 Casi al mismo tiempo, otros frailes asumieron una mi­ sión paralela entre los recientemente conquistados moros de Granada, la culminación de la reconquista de España que duró siete siglos. La evangelización de Granada ofrece un útil marco de referencia a las actitudes y políticas ibéricas en las Indias; así como cierta perspectiva sobre la expansión de la cultura material. Durante la primera década posterior a la conquista española de Granada en 1492, los cristianos mostraron una sorprendente tolerancia hacia los musulma­ nes recientemente conquistados. Se permitió que los moros practicaran sus propios rituales, “los almuédanos4 seguían haciendo el llamado a la oración” desde los minaretes, y los líderes musulmanes formaban parte del concejo de la ciu­ dad de Granada. Infortunadamente, la política de toleran­ cia en Granada logró pocos conversos y debido a ello, se impuso una línea dura en los primeros años del siglo XVf. Ubicada cerca del centro de la ciudad, la población musul­ mana de un nuevo distrito, el Albaicín, que se había estable­ cido como refugio para gente que huía del avance cristiano, había comenzado a aceptar sólo muy lentamente la religión de los conquistadores. Impacientes con el ritmo de la con­

versión, los monarcas católicos llamaron en 1499 a Francis­ co Jiménez de Cisneros, primado de España, reformador de la orden franciscana, confesor de la reina, y futuro inquisi­ dor general y cardenal, para que insistiera en que el arzobis­ po de Granada, Fray Hernando de Talavera, asumiera una línea dura; a esto siguió, muy pronto, la violación y la des­ trucción de las mezquitas, las conversiones forzadas y las de­ portaciones.5 La nueva polídca militante e inflexible de Granada cons­ tituyó el marco de referencia inmediato para la entrada de Hernán Cortés en el reino azteca algunos años después, así como “los métodos coercitivos de Cisneros fueron practica­ dos en paralelo ala conquista militar de México”. En efecto, la entrada de Cortés a México fue la primera conquista a gran escala de un pueblo no cristiano, después de la de Gra­ nada, un hecho al que apelaba fácilmente la mente del con­ quistador para establecer comparaciones entre la capital lacustre de México-Tenochtitlán, con la población y carac­ terísticas económicas de Granada. Más aún, “utilizó el único vocabulario con que contaba para describir los abominables elementos de una fe herética” llamando mezquitas a los tem­ plos aztecas y alfaquíes a sus sacerdotes. Y mientras Cisneros “ocupaba las mezquitas y quemaba ejemplares de El Corán”, Cortés destruía ídolos, al mismo tiempo que los francisca­ nos —incluyendo a dos de los famosos primeros doce que habían servido antes en Granada— arrojaban a la pira los códices aztecas y mayas. La entrada de Pizarro en el Tahuantinsuyu no fue menos destructiva con los templos e ídolos incas.6 Ahora bien, hubo, por supuesto, desde el punto de vis­ ta de los españoles, diferencias fundamentales entre la Gra­ nada islámica y los ámbitos “idólatras” de aztecas e incas: la diferencia es entre un enclave infiel aunque todavía fami­ liar dentro de la misma España y un nuevo mundo descono­ cido; entre el pueblo “del Libro”, a menudo más sofisticado que los conquistadores mismos, y los nativos americanos, a menudo descritos como bárbaros. Sin embargo, a principios del siglo xvi, en ambos casos, la Iglesia insistió en la conver­

sión forzada y el Estado en la sumisión política. Un asunto fundamental tanto para la Iglesia como para la política de la Corona fue determinar si los cambios en la conversión y en la sumisión debían estar acompañados por cambios en la comida, la vestimenta y la vivienda, ¿Iban juntos necesaria­ mente? Para demostrar la asociación cercana, en la mente de los españoles del siglo xvi, entre la evangelización imperial y la ampliación de un nuevo régimen de bienes y mercan­ cías, comencemos con un documento fascinante, escrito, según parece, en 1501 o 1502, justo cuando el expansionista Estado castellano, hombro con hombro con la Iglesia mi­ litante, ejercía presión en dos frentes: el último reducto moro de la península ibérica y las franjas que se iban abriendo rápidamente en la América pagana. El “Memorial, al pare­ cer, de Fray Hernando de Talavera para los moradores del Albaicín” comienza exponiendo el comportamiento conven­ cional que el pueblo del Albaicín debía practicar. Debéis olvidar todas las ceremonias y oraciones que ten­ gan que ver con ayunos, festividades referidas a nacimien­ tos, bodas o entierros, o que tengan que ver con baños y todas las otras cosas moriscas. Todos debéis conocer, y debéis instruir a vuestras mujeres e hijos, grandes y pe­ queños, la manera de hacer la señal de la Cruz, saber uti­ lizar el agua bendita, cómfo rezar el Padre Nuestro y el Ave María, cómo adorar la Santa Cruz y ofrecer la reverencia adecuada a las imágenes.

El documento prosigue señalando los sacramentos y los mo­ dos de “los cristianos de nación”. Pero luego aparece la mate­ ria central del argumento: De modo que vuestro comportamiento no sea escandalo­ so a los cristianos propios, para que no piensen que seguís teniendo en el corazón, en secreto, la secta de Mahoma, es importante que os adecuéis en todo modo al compor­ tamiento bueno y honesto de los cristianos buenos y ho­ nestos: en el modo de vestiros y rasuraros, en el calzado

que portéis, en aquello que comáis, en vuestra forma de sentaros a la mesa, en que comáis alimentos cocinados del modo en que se les cocina normalmente; tened cuida­ do en vues trocan dar y en vuestro dar y tomar y, por enci­ ma de todo, olvidad en cuanto podáis la lengua arábiga y nunca la habléis en vuestras casas.7

El objetivo de los monarcas católicos, sin duda aplicado de manera desigual, tanto en Granada como en América, era difundir la verdadera fe: campaña que, como vemos en el Memorial de los pobladores del Albaicín, estaba ligada inex­ tricablemente a la hispanización. De haber contado con la palabra en su vocabulario, los oficiales españoles del siglo xvi habrían hablado de una misión “civilizadora”, o incluso de la necesidad de acompañar el cristianismo de “bienes ci­ vilizadores” o de un “orden civilizador”. Pero al no tener ese término, apelaron al griego polis en lugar de al latín civitas, para diseñar su proyecto urbano. El pueblo súbdito iba a vivir enjtuena policía. Policía significaba leyes, orden, com­ portamiento, costumbres, respeto; efectivamente, en gran medida aquello que “civilizado” llegaría a significar en si­ glos subsecuentes.8^ Por supuesto, de lo que los imperialistas españoles del siglo XVI trataban de acompañar su misión evangelizadora era de poder, energía y convicción mediante un programa deliberado de buena policía. Muy poco después de la recon­ quista de Granada y de la intrusión en América, otros religio­ sos —franciscanos, dominicos y jesuítas— se expandieron a lo largo del litoral asiático, en un esfuerzo por llevar su fe a China y a Japón. Sin embargo, por no contar con el apoyo del poder colonial, no albergaban la ilusión de reorganizar el panorama o de cambiar las vestimentas, la comida, la be­ bida, la ropa o el lenguaje de los pueblos que se esforzaban por convertir. De hecho, buscaron adaptarse de manera dis­ creta; los clérigos adoptaron incluso el vestido nativo chino yjaponés. En las Indias, el régimen español, en su esfuerzo por moldear la cultura material americana, ejerció su poder clerical y civil directamente, a menudo quijotescamente, por

decreto. Más importante aún es que el régimen colonial, por su propia naturaleza, estableció estándares estratificados de consumo o “grupos de referencia de consumo”, que fomen­ taron la emulación para aquellas personas que querían as­ cender en la escala social. Volvamos ahora a la interacción entre la política institucional y las mercancías, en la medida en que los habitantes de diversas clases y etnias del emer­ gente mundo colonial se confrontaban, a fin de explorar los vínculos entre el poder colonial y el consumo. Comence­ mos con las primeras décadas en que los europeos y los ame­ ricanos nativos estaban muy ocupados tanteándose entre sí, en una suerte de alboroto experimental. Durante los primeros días de su encuentro con los pueblos del Caribe, Colón tenía en mente el modelo de expansión portuguesa de la Costa de Oro africana, que conocía por experiencia previa. Imaginó una serie de plazas fortificadas para adquirir cualquier mercancía que pudiera obtener a cambio de los bienes europeos. Los monarcas católicos, Isa­ bel y Fernando, proclamó, tendrán tanto algodón y especias “como pidan”; tanto lentisco y madera de áloe “como orde­ nen para ser embarcados”. Al recibir como obsequio los bulbos verde y rojo de una planta llamada ají por los nativos caribeños, Colón tomó un poco, le pareció de sabor picante y fuerte y se convenció a sí mismo, a pesar de toda evidencia en contra, de que había hallado pimienta, la cotizada espe­ cia del Oriente cuya búsqueda había promovido en gran medida su viaje. Esta “pimienta”, sin embargo, era en reali­ dad una capsicum, planta sin relación alguna con la pimien­ ta asiática (piper nignim). Un poco más tarde, otros españoles encontraron la misma planta en México, donde se conocía en náhuatl como “chilli”. Llevada a España y de allí alrede­ dor del mundo —es difícil imaginar India sin los currys o Hungría sin la paprika—, la “pimienta” de Colón confundió a los angloparlantes. Incapaces de decidir, transamos y deci­ dimos llamar a la planta chili pepper. En su segundo viaje, Colón llevó a un experto botánico. El doctor Diego Chanca se sintió casi apabullado frente a las nuevas variedades de

plantas, y especialmente ante una especie exótica que com­ binaba en sí el aroma del clavo, la canela y la nuez moscada. Hoy, los hispanoparlantes la llaman “pimienta inglesa” y los angloparlantes la llamamos allspice, y su única fuente de abas­ tecimiento sigue siendo el Caribe.9 Confrontado con una realidad de bienes escasos y pri­ mitivos, y con un estrecho mercado para los productos eu­ ropeos, muy pronto los pensamientos de Colón se volvieron hacia la colonización como una forma de hacer las islas ren­ tables. Sin embargo, para la primavera del hemisferio nor­ te de 1496, bajo la presión de sus rapaces compañeros que formaban la colonia, decidió la explotación directa del pue­ blo que había bautizado erróneamente. El Gran Navegante, un genio en el mar pero un desastre en tierra, impuso un tributo de “una campana de halcón flamenco [...] llena de oro [...] o una arroba de algodón”, que debía ser pagada cada tres meses por los habitantes de la isla La Española, quienes, según aseguró, “aman a sus vecinos como a sí mis­ mos, tienen una lengua de lo más dulce, son gentiles y siem­ pre ríen”. En la siguiente década, conforme los habitantes nativos de todo el Caribe desaparecían rápidamente bajo los asaltos de los depredadores y de los nuevos agentes pa­ tógenos europeos, los castellanos se enfrascaron en mortí­ feras luchas entre sí.10 Además de “servir a Dios y al rey”, los invasores españo­ les querían, evidentemente, mejorar su suerte. Así, debemos tener en mente que en esos primeros años había varios cien­ tos de hombres rebeldes, acompañados de vez en cuando por esclavos africanos y, en ocasiones, por mujeres, de ori­ gen y oficios diversos, con varias habilidades y diferentes motivaciones, que recorrían las islas a todo lo largo del lito­ ral caribeño, a través de Panamá, para seguir al sur por la costa del Pacífico; no dedicados todavía en estos años al tra­ bajo de granja o de mina sino, más bien, a encontrar cual­ quier mercancía que pudiera intercambiarse por productos europeos, o al menos, bienes que pudieran saquear para satisfacer sus necesidades de subsistencia. Fueron menos afortunados que los portugueses, que para entonces esta­

ban pagando con oro y plata en barras, cargas de especias, sedas y manufacturas exóticas provenientes de Malasia, la India y el sur de la costa china. Los nativos de las Antillas y de los alrededores del Caribe no cultivaban la pimienta, el clavo ni la canela, tan codiciados por los europeos, y se resis­ tían a desprenderse de su escasa provisión de oro a menos que los obligaran. De hecho, en estos primeros años, los por­ tugueses y los españoles tenían problemas comerciales opues­ tos. Los primeros no tenían bienes para comerciar en Europa que resultaran suficientemente aceptables para las sofistica­ das sociedades orientales, y en consecuencia, tenían que pagar por las especias asiáticas con metales preciosos; los españoles estaban preparados para surtir una amplia varie­ dad de productos europeos comunes pero ni siquiera en­ contraron mercado para eso con los habitantes del Caribe, quienes eran menos avanzados económicamente. Así, se in­ clinaron por la fuerza y la explotación directa. Desde el comienzo de la Colonia en el Caribe, Colón instauró la encomienda, una medida que otorgaba el derecho a recibir tributo, en principio, un impuesto recogido por oficiales reales, a los conquistadores y sus descendientes como recompensa por el servicio prestado a la CoronavFue la primera institución de explotación formal de los euro­ peos, organizada con la complicidad de los líderes indios locales. A falta de moneda, se exigía a cada hogar nativo que contribuyera con alimentos, vestimentas y materiales de cons­ trucción básicos pero, al encontrarlos apenas aceptables, los encomenderos insistieron en recibir servicios personales en trabajo en lugar del tributo. Luego de contribuir a la devas­ tación de las islas, la encomienda fue llevada a tierras conti­ nentales. En México, los primeros conquistadores adoptaron el propio sistema tributario de los aztecas al ocupar su centro de gobierno establecido en Tenochtitlán y al asignar, des­ pués, el tributo de las numerosas comunidades indias a cada uno de los conquistadores, quienes ganaron de este modo el derecho a los bienes y a la mano de obra. Incluso en ese México pródigo, las encomiendas no rin­ dieron al principio más que para una variedad de exóticos

animalitos, como salamandras, larvas y anguilas, “que no gus­ taban a los paladares españoles”. Pero los pollos, traídos en los primeros viajes, se reprodujeron rápidamente y pronto hubo a disposición comida mucho más apetecible. El tribu­ to a través de la encomienda incluía también cargamentos de ropa de algodón (el quachtli precolombino) y de cacao, que podían ser intercambiadas por objetos como pepitas de oro o forraje para caballos, ambos preciados en el sistema de valores europeos. Pero aquí también el tributo fue rápi­ damente sustituido por servicios en trabajo. En Perú, una encomienda podía abarcar varias islas en un “archipiélago” de gente dispersa a todo lo largo del paisaje andino. Cada uno de los primeros 169 conquistadores presentes en la cap­ tura del inca Atahualpa en Cajamarca, por ejemplo, recibió como donación trabajadores nativos, y los invasores subse­ cuentes dedicaron todos sus esfuerzos —y lucharon hasta la muerte— por adquirir más. Estas encomiendas redituaban, por lo común, sirvientes personales junto con cargamentos de maíz, papas y materiales de construcción. En Perú como en México, la tela era un objeto de tributo altamente apre­ ciado por los españoles, tanto para su propio uso como para intercambiarla por otros bienes.11 En estas primeras décadas del siglo xvi, conforme se acla­ raba la complejidad de las avanzadas sociedades de México y Perú, y después de muchos debates y experimentos entre ju­ ristas y administradores, los españoles trataron de establecer un patrón de asentamiento por el que las numerosas “repúbli­ cas de indios” —al mismo tiempo que permanecían política­ mente autónomas y socialmente segregadas bajo la Corona— abastecieran de bienes rudimentarios y servicios de trabajo a la pequeña “república de españoles”. Los primeros frailes, sin embargo, no podían aceptar que la población nativa perma­ neciera en la oscuridad espiritual y fundaron con ese propósi­ to sus misiones —o, para usar un término contemporáneo, sus doctrinas— dentro de las comunidades nativas. Una vez establecido el orden colonial, tanto la Iglesia como el Estado trataron directa y formalmente, con desigual éxito, de influir en los hábitos de consumo de sus propios

ciudadanos en las Indias a través de medidas tales como ex­ hortar a la construcción de casas de piedra y molinos de harina de trigo, o insistir en una estricta disposición del es­ pacio público en los nuevos pueblos y ciudades. Al mismo tiempo, ambas instituciones animaron a los pueblos nativos a abrazar el cristianismo, a aprender español y a adoptar ele­ mentos de la alimentación, la vestimenta y el orden urbano europeos. Otros decretos reales prohibieron ciertos bienes como el alcohol o los caballos y las armas de acero a los nati­ vos comunes, a fin de desanimar la resistencia. Paralelamente, estos mismos bienes se permitían a la elite india —caciques y kurakas— como parte de una política de cooptación. Así, desde muy temprano, podía verse a un líder nativo envuelto en una capa a la vieja usanza montando a caballo; “usando armadura y portando daga, espada y lanza, a la cabeza de su séquito y sus mozos”. Las sillas con brazos, los tapetes de felpa y los cojines “comenzaron a adornar las casas de los caciques ricos”. Los frailes católicos organizaron, desde el comienzo, nuevos rituales en las iglesias y las capillas que exigían la com­ pra de atavíos clericales, nuevas vestimentas y velas. Durante las celebraciones de las festividades, se usaban vasos de plata y cristalería de Murano roja, ver­ de y dorada, junto con recipientes de terracota mexicana [...] las parroquias rurales comenzaron a parecer bazares exóticos con telas y casullas de Rouen, Castilla y Holanda, cálices y candelabros foijados en plata local [...], flautas michoacanas, trompetas italianas.12

Afuera de las puertas de las parroquias, en nombre de la decencia, los frailes animaban a las mujeres de los trópicos a cubrir su desnudez y a los nativos a usar pantalones. La penetración clerical proporcionó, de distintas for­ mas, no sólo un canal inmediato para el flujo de una nueva cultura religiosa sino también de la cultura material ibérica hacia las comunidades nativas. Los pueblos estaban encasi­ llados en lo que llegó a convertirse en el conocido patrón de tablero de ajedrez alrededor de la plaza central. Escua­

dras, niveles, sierras, planos, cinceles y otras herramientas ele carpintería y albañilería fueron esenciales para construir las primeras iglesias, que a su vez requirieron de la parafernalia del ritual cristiano.13Nostálgico ele los alimentos de su tierra, el clero mendicante introdujo pollos y semillas de plantas eu­ ropeas. Los franciscanos y los dominicos trajeron el sistema medieval del parentesco ritual o compadrazgo, en el que el padrino y el candidato a los sacramentos del bautizo y la con­ firmación se unen en términos filiales, lo que dio origen a nuevas prácticas de celebración y entrega de regalos. Con el tiempo, estos cuatro elementos—la religión, la planificación urbana más la gubernatura ibérica, el compadrazgo y, con mayores vacilaciones, el lenguaje— iban a convertirse en las principales contribuciones culturales ibéricas a América. En el transcurso de los siglos de la Colonia, la imposi­ ción y la fusión de nuevos elementos de la cultura material en América Latina terminaron por volverse dignos de admira­ ción. La demanda era impulsada por el crecimiento econó­ mico monetarizado y por una mezcla racial acelerada que, dentro de la jerarquía del poder colonial, animó a la gente a través deí espectro étnico y de clase a construir nuevas identidades al ingresar al mundo de bienes europeo. Evi­ dentem ente esto era menos cierto conforme uno se alejaba de las ciudades y de los pueblos para internarse en el cam­ po, donde sólo la falta de poder adquisitivo, para no men­ cionar la adherencia a las costumbres o la resistencia cultural, desaceleraba el ritmo de la occidentalización. Clé­ rigos y laicos europeos imaginaron que, con el tiempo, la población nativa bajo su dirección sería persuadida a acep­ tar los elementos de la vida material europea, que se creían esenciales para la gente civilizada. Pero al principio, en las primeras décadas del siglo xvi, además de un puñado de metales preciosos o perlas de gran valor, en términos euro­ peos, en relación con el peso o el volumen y, en consecuen­ cia, que fuera exportable en las pequeñas embarcaciones de aquel tiempo, no había aún un gran volumen de mer­ cancías del Nuevo Mundo que pudiera intercambiarse por bienes europeos.

Así, en este momento histórico, alrededor de ia década de 1540, antes de los primeros grandes hallazgos de la plata o del desarrollo de la agricultura española a la que se recu­ rrió para abastecer a la creciente población de los nuevos pueblos y ciudades españoles, no había todavía mucho in­ tercambio con los pueblos nativos. Los bienes rudim enta­ rios —las vigas y las piedras para la construcción, el forraje, y el algodón común— se obtenían a la fuerza de los nativos. Las telas, el hierro, las herramientas, y otros cientos de obje­ tos que iban desde agujas hasta bridas, se traían de Europa hasta que gradualmente surgieron talleres textiles y una clase de artesanos locales para abastecer muchos de estos bienes. Quince años después del asentamiento, en 1526, un comer­ ciante en Panamá, por ejemplo, todavía tenía que pedir a su contraparte en España que le enviara hilo común, tela de lino, alguna “estameña fina” de Carmona y clavos para el herraje de las muías. En estas primeras décadas hubo, en efecto, dos poblaciones distintas con patrones de consumo dife­ rentes: el mundo español que deseaba comer pan de tri­ go, aceite, carne y vino, vestirse con ropajes europeos hechos de lana y seda, y vivir con mobiliario europeo en casas construidas de acuerdo con los estándares europeos, confrontado con el mundo indio que vivía [...] de maíz y en América del Sur de yuca, papas, etcétera, que vestía ropas nativas americanas de algodón y de agave y en Amé­ rica del Sur de lana de camélidos y vivía en chozas o casas locales, amuebladas al estilo nativo.14

En el corto plazo, sin embargo, se hizo necesaria la adapta­ ción, y conquistadores y conquistados comenzaron muy pron­ to la compleja fusión de Ja cultura material. La política urbana de la Corona en las Indias fue clave para su control y fundamental para la interacción de la cultu­ ra material. A lo largo de las primeras épocas de América, los españoles, siguiendo instrucciones reales, establecieron sus propios pueblos y ciudades, a menudo de novo y, en ocasiones, como en el caso de México-Tenochtitlán o de Cuzco, sobre las ruinas de las estructuras locales. Las ciudades para los

asentamientos europeos, como el Veracruz original, Panamá o Quito, fueron las primeras que aplicaron el ahora familiar patrón de rejilla o tablero de ajedrez. La Ordenanza de 1523 de Carlos V instruía al embrionario Estado colonial: Una vez hecho el plano, establézcase la plaza, calles y man­ zanas con regla y cordel. Comiéncese por la plaza mayor, trazando las calles principales y las puertas de la ciudad de tal manera que, aun cuando la población pueda au­ mentar significativamente, se expanda siempre en la mis­ ma forma.

Docenas de ciudades —por nombrar unas cuantas: Santia­ go de Chile, y Puebla y Valladolid de México, a principios de la década de 1540; Córdoba y Salta en lo que hoy es Argen­ tina, en 1573 y 1582, respectivamente— se fundaron más tarde en el mismo siglo de acuerdo con estos preceptos. Más aún, el modelo se extendió a los reasentamientos nativos.15 Conforme la población indígena fue mermándose, los clérigos españoles urgieron una supervisión más cercana de los sobrevivientes mientras que, al mismo tiempo, los mine­ ros y terratenientes españoles clamaban por una fuerza de trabajo más organizada. Consecuentemente, la Corona se dio a la tarea de agrupar a los indios en pueblos de tipo mediterráneo, con casas contiguas, bajo el correspondiente modelo de gobierno al estilo español. Entre el primer pue­ blo —La Navidad, en Santo Domingo, en 1492— y el último —Quenac, al sur de Chile, en 1809—, la administración co­ lonial española estableció más de 900 asentamientos urba­ nos por toda América; “la mayor empresa de construcción urbana jamás llevada a cabo por pueblo, nación o imperio alguno en toda la historia1’.16 Los planificadores de las nue­ vas ciudades reorganizaron el espacio público y privado a fin de proveerlos de un foro para nuevos rituales, ceremo­ nias y espectáculos. A partir de la ocupación de los centros urbanos por los invasores españoles, el control político, los valores religiosos, la cultura económica y los bienes se di­ fundieron a las provincias. Las nuevas ciudades también sir­ vieron como centros de recolección que absorbían los

Figura 2.1. Plan de la ciudad de Charcas, 1750, hoy Sucre, Solivia. Obsérvese cómo el plano en forma de tablero de ajedrez está dispuesto sobre montañas y ríos. Fuente: Archivo General de Indias (Sevilla), reproducido en La áudad hispanoamericana: el sueño de un orden:

impuestos coloniales, los diezmos, los tributos y la riqueza privada. Los nuevos asentamientos nativos tenían un propósito diferente y, en algunos casos, tuvieron un impacto drásti­ co. Esto se podía apreciar más claramente en los Andes que en cualquier otro sitio. Allí donde anteriorm ente los nati­ vos habían organizado sus ayllus o comunidades, particu­ larmente en los altiplanos de la zona central y al sur de Perú, para ganar acceso a un “archipiélago” de distintos nichos ecológicos situados a diferentes altitudes, los nuevos asen­ tamientos promovidos por el virrey Francisco de Toledo en la década de 1570 condensaron los dispersos componentes de un ayllu para formar nuevos pueblos indios, donde las familias tendrían que habitar en viviendas colindantes. De hecho, las personas que dirigieron la reorganización de los nuevos asentamientos tuvieron que quemar, en ocasiones, los caseríos existentes para desanimar la vuelta a los patro­ nes anteriores. El patrón de tablero de damas, marcado con “compás, cordel y regla” alrededor de la plaza central recibió la influen­ cia, en algunos casos—como en el de México-Tenochtitlán o Cuzco—, de su antecedente prehispánico. Sin duda también provenía del bagaje cultural de los españoles, quienes esta­ ban familiarizados con patrones similares en España; para el caso, el patrón rectangular ya se puede encontrar en la Grecia y la Roma antiguas. Sin_embargo, la planificación ur­ bana en e] Nuevo Mundo a lo largo de los siglos xvi y xvii se desarrolló en forma independiente de su antecedente ibéri­ co y representó la imposición de una nueva idea en nuevas circunstancias, “con metas específicas en mente”.17Esto cons­ tituye en lo particular, un buen ejemplo de un esfuerzo for­ mal dirigido por el Estado para llevar “orden”, y lo que posteriores europeos llamarían formas "civilizadas” de vida, a los nativos de América. La nueva planificación urbana era mucho más que un patrón conveniente para los asentamien­ tos europeos o más que una solución práctica a problemas de eficiencia clerical y abastecimiento de mano de obra: tam­ bién suponía una fuerte carga simbólica.18

Figura 2.2. Urubamba, Perú; parte de un vasto plan de reasentamiento en la década de 1570. El virrey Francisco de Toledo reunió a familias dispersas en nuevos pueblos, como Urubamba, en los altiplanos del sur. Fuente: Colección privada. Cortesía de Ward Stavig.

Una vez que los pobladores españoles hubieron deli­ mitado la plaza central de sus nuevas ciudades, el primer acto esencial era establecer la picota para representar la imposición del orden y de la autoridad civil. Luego vinieron los terrenos para el concejo de la ciudad o la iglesia. Las calles rectas en ángulos rectos; las principales "orientadas” —en el estricto sentido de la palabra— sobre un eje esteoeste, se diseñaron explícitamente por los españoles para simbolizar un homenaje a Jerusalén y la presencia de la bue­ na policía o las buenas costumbres en la jerarquía del régimen colonial. Podemos observar, sin embargo, que la tendencia de los europeos a orientar el altar de las catedrales hacia el este fue menos observada en América, Las casas de los ricos y los poderosos estaban alineadas cerca de la iglesia y de los edificios de gobierno; los lotes urbanos más pequeños y las casas se extendían alejándose de la plaza y, con el tiempo, se convirtieron en distritos habitados por nativos que pronto cercarían las ciudades de estilo europeo. La congregación de nativos en los nuevos pueblos de in­ dios siguió el mismo procedimiento: los caciques y los líde­ res indios se concentraban cerca de la plaza y la gente común, en rango descendente, se alejaba cada vez más. Los frailes mismos, que "extendían el cordel, medían las calles, asigna­ ban sitio para las casas y para la iglesia”, frecuentemente se encargaban de la organización de los pueblos nativos. En estas ciudades indias, a menudo se colocaba en lugar de la picota una enorme cruz, y más tarde una fuente. Contamos con una rara descripción de un lugar así en la década de 1740, después de dos siglos de gobierno colo­ nial. El pueblo indio de Amozoc, justo al este de la gran ciudad de Puebla en la parte central de México, contaba con una gran población nativa en el tiempo de la Conquista. Reorganizado como “pueblo de indios” a lo largo del siglo XVI, también se trazó con cordel y regla-, y los franciscanos su­ pervisaron la construcción de la enorme iglesia en la plaza central. Aun cuando fue fundada como un pueblo indio, en 1742, Amozoc tenía unos tres mil habitantes, de los cuales el quince por ciento era considerado por las autoridades como

Figura 2.3. Ciudades al estilo europeo, tales como Lima (fundada en 1535), se trazaron a partir de cero. Se suponía que el muro protegería a la ciudad no de enemigos internos sino externos, europeos. Fuente: Amedée-Frezier, Relation du voyage de la mer du Sud aux cotes du Chily et du Perou fait pendant des années 2 712, 1713 et 1714. Cortesía de la Colección Especial de la Biblioteca de la Universidad de California en Davis.

españoles, mestizos o mulatos, que habían logrado infiltrarse en el pueblo y ocupar las mejores casas. El resto eran “in­ dios”, clasificación determinada en parte por su conocimien­ to del náhuatl, la lengua nativa local, aunque indudablemente muchos hablaban también español. A los españoles, mestizos y mulatos, junto con el pequeño número que integraba la elite del pueblo —los caciques y principales—, se les distinguía de los que se consideraban indios comunes por el derecho a vestir a la usanza española, portar armas o montar a caballo en lugar de caminar. Los indios de Amozoc producían sus propias cosechas, poseían unos cuantos animales y completaban sus ingresos con jornadas de trabajo en las haciendas cercanas. La herre­ ría fue introducida por los españoles y, con el tiempo, los artesanos del pueblo llegaron a ser famosos por su produc­ ción de espuelas; de hecho, incluso un siglo y medio más tarde, el líder revolucionario Emiliano Zapata "apreciaba las espuelas de Amozoc que obtuvo en una competencia”.19 El registro de archivo también describe dos casas del pueblo mejor acondicionadas. Una, que parece poco modificada desde la época prehispánica, era en realidad un conjunto de pequeñas chozas de adobe no conectadas entre sí, techadas con palos o tiras delgadas de madera. Cerca de éstas había dos cocinas rudimentarias independientes del resto. La otra vivienda consistía de una choza de dos cuartos, más una co­ cina y un establo separados, un temascal o baño de vapor estilo azteca, un patio encalado y cerrado, y un pozo priva­ do. Una gran mesa y tres pequeñas cajas, pero sin sillas ni cama, formaban el mobiliario. Una vivienda así costaba en­ tre 300 y 350 pesos a mediados del siglo xvn. Innumerables comentarios de la Corona y de los oficia­ les administrativos, en las décadas que siguieron a la Con­ quista, asocian el orden de las calles rectas, alineadas con las casas sólidas y apropiadas, con la “buena policía” o el refina­ miento, con la urbanidad y el orden. Tan empeñados esta­ ban los primeros españoles en crear un orden simbólico que dispusieron el plano de tablero de damas justo sobre los te­ rrenos más accidentados y abruptos. En La Paz, Bolivia, el

plano en tablero de ajedrez se extiende por arriba de una colina; en Quito y en Caracas desciende por profundos ba­ rrancos, Una vez constituidos, los gobiernos de la ciudad insistieron con "virtual fanatismo” que se mantuvieran las líneas rectas, aun si debían ordenar que se demolieran las casas que estorbaban. La policía "era un concepto central, un término que resumía todo el proyecto de crear una nue­ va sociedad” en América, Vivir en policía suponía una serie de costumbres relacionadas con conceptos europeos de civi­ lidad que incluían la ropa, la comida y la higiene; por enci­ ma de todo, “vivir en policía significaba llevar una vida urbana”. El caos de las calles y las inestables viviendas nativas se alzaba en fuerte contraste con el ideal de “policía” y “or­ den”, y constituía un reto a los planificadores urbanos espa­ ñoles. El confesor jesuita del virrey Toledo, uno de los principales promotores del proyecto de reasentamientos na­ tivos en los Andes, señaló en una carta, en 1572, que los in­ dios vivían en pequeñas rancherías conformadas por chozas oscuras y sucias. A fin de que vivieran en policía debían ser organizados en ciudades apropiadas, con calles rectas y casas adecuadas.20 Más allá de su aparente sentido práctico y de su eficien­ cia, el patrón de tablero de damas con una plaza central, picota, iglesia, edificios de gobierno, calles rectas en diseño geométrico y ordenamiento de la vivienda, demostraba un nuevo orden del espacio público adecuado a la jerarquía del régimen colonial. Las nuevas casas de piedra, las plazas, las fuentes, los jardines y las cruces de diseño urbano eran elementos de una cultura material que había sido transplantada y constituían los ejemplos de “bienes” diseñados para, “civilizar” a los habitantes nativos y a sus descendientes. Los materiales de construcción ayudaban a definir la jerarquía social. El grado de civilidad de las personas podía determi­ narse por una “jerarquía de elementos”: la piedra era más “noble” que la madera, “la gente que construía con madera era menos civil que aquellos que construían con piedra”.21 En los nuevos asentamientos europeos, los habitantes “apro­ piados”, con familia, dependientes y sirvientes — vecinos con

c a s a poblada, en el lenguaje ele la época— tenían albañiles y carpinteros indios y negros construyendo sus viviendas.

Casi todo el mundo es conservador en su alimentación, y los españoles del siglo xvi no fueron la excepción. Aun cuando los primeros cronistas escribieron descripciones exaltadas sobre nuevos productos, “algunos tan dulces como si hubie­ ran sido remojados en miel [...] otros tan fragantes que per­ fumaban las casas enteras”, muy pronto los mismos colonos dirigieron sus esfuerzos para traer de Europa la comida “ci­ vilizada” que echaban de menos. Aunque los españoles no despreciaban el pan de casabe,2- las tortillas o la humilde papa cuando iban rumbo a Tenochtitlán o Cuzco, insistie­ ron rápidamente, quizá más que otros conquistadores cris­ tianos del siglo xvi, en la noción de lo que era un alimento adecuado —comenzando con la convencional trinidad de pan de trigo, aceite de oliva y vino—, una vez que se hubie­ ron establecido. El hijo de Colón, Fernando, añadió otros tres productos —ajo, vinagre y queso— a lo que considera­ ba “las necesidades de la vida”.23 Los primeros esfuerzos por conformar un régimen alimentario mediterráneo en las In­ dias resultaron arduos debido a la ausencia de mujeres es­ pañolas. Hoy nos resultaría fascinante que alguien hubiese re­ gistrado un diálogo durante los primeros años posteriores a la Conquista entre las primeras inmigrantes españolas, diga­ mos, Isabel Rodríguez, de la que Bernal Díaz nos dice: “mu­ jer que en aquella razón era de un fulano de Guadalupe”, y las mujeres que hablaban náhuatl en la casa que la mujer española acababa de poner en la ciudad de México.24¿Quién tenía que poner la comida sobre la mesa? Sabemos que la harina de trigo, las especias, los animales importados e in­ cluso el azafrán ya estaban disponibles. ¿Insistiría “Isabel”, atravesando las barreras culturales y de lenguaje, en la for­ ma de preparar algún platillo castellano? ¿Estaban prepara­ dos, ella y su “fulano”, para comer, e incluso a sentarse en el piso, como lo hacían los nahuas? ¿Quiénes serían los intér­ pretes culturales o incluso lingüísdeos en esos primeros años?

Un estudio reciente muestra que, durante las dos déca­ das siguientes (de 1521 a 1539), 845 españolas ingresaron a México. Una cifra similar, alrededor de mil, se establecie­ ron durante las dos décadas siguientes a la conquista del Perú; la proporción era de una mujer por cada siete u ocho españoles varones. En todo el territorio de las indias deben haber tenido lugar negociaciones sobre regímenes alimen­ tarios en los hogares que otros españoles formaron con mu­ jeres nativas y, en pocos casos, en las uniones conformadas entre españolas y nativos. Tres mujeres castellanas, por ejem­ plo, se casaron con tres descendientes (bautizados, por su­ puesto) del cazonci (cacique) de Michoacán, don Pablo Huitzimengari, don Constantino Huitzimengari y don Fran­ cisco Tariacuri.25 Con seguridad, estas mujeres, castellanas y nativas, eran responsables —y seguramente sumaron a la co­ cina la ayuda de otras mujeres nativas— de los alimentos diarios, así como de los banquetes mucho más elaborados que eran comunes en las capitales coloniales. |Cómo nos gustaría asomarnos a sus cocinas! Es fácil imaginar unos cuantos gritos y el clima de frustración en las burdas instalaciones. Sin duda, eran el lugar de conflicto, experimento y negociación entre cocineras. Sabemos que las cacerolas de hierro, los ganchos, los cuchillos de acero y_ las sartenes fueron de las primeras cosas que se trajeron a las Indias y, del mismo modo como compartían el espacio con platos de barro y metates en las cocinas de los primeros po­ bladores, los nuevos ingredientes se incorporaban a los nue­ vos platillos. Inevitablemente, esta interacción en el hogar contribuyó a que se perpetuara la práctica ibérica, pero a la larga desembocó en la aparición de regímenes culinarios híbridos. La transferencia de plantas y animales del Viejo al Nuevo Mundo, que constituye la mitad de lo que Alfred Crosby lla­ mó el “intercambio colombino”, derivó originalmente de la alimentación o, más particularmente, de la tendencia dejos colonizadores a insistir en que en sus colonias se consumie; ran los alimentos que les resultaban familiares. Conforme los europeos del siglo xvi se adentraron hacia latitudes des­

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conocidas y hacia las a menudo exóticas agriculturas del mundo no cristiano, tuvieron que asimilar alimentos extra­ ños o bien, producir localmente lo que juzgaban elementos esenciales de una alimentación civilizada. Los portugueses llegaron a aceptar la harina de yuca en el litoral brasileño; los españoles, reticentemente, se las arreglaron sin trigo en las Filipinas. En lo que habría de convertirse después en Nueva Inglaterra, los pobladores ingleses parecieron más inclinados a aceptar los productos de la alimentación india, primero por necesidad y luego por gusto; adaptación toda­ vía presente hoy en día en el menú del “Día de Acción de Gracias” estadounidense: otra tradición inventada, segura­ mente, pero aún simbólica de un cierto sincretismo culina­ rio original.26 Muchos de los animales y las plantas del mundo medi­ terráneo atravesaron el Atlántico en el segundo viaje de Co­ lón en 1493. Sus carabelas sirvieron como una verdadera Arca y, descendiendo por la pasarela (o, más probablemen­ te, nadando), llegaron a innumerables playas americanas va­ rias especies de ganado para multiplicarse en medio de la exuberante vegetación del trópico, en los campos sin vallas de los granjeros nativos. Quizá el más útil fue el pollo co­ mún traído con las patas amarradas y cacareando en las lan­ chas del barco y que, con el tiempo se multiplicó en los hogares de todo el hemisferio. En este viaje vinieron los primeros cor­ tes de caña de azúcar, una planta fatídica cuya propagación por toda la América tropical desembocaría finalmente en la importación forzada de varios millones de africanos esclavi­ zados para satisfacer el gusto occidental por el dulce. El tri­ go, la cebada, las habas, la lechuga, los rábanos y los árboles frutales europeos le siguieron rápidamente. Antes de que todo esto se volviera abundante, los europeos traían sus pro­ pios abastecimientos o trataban, reticentemente, de arreglár­ selas con los productos locales. Enfrentado a regímenes alimentarios desconocidos e incluso sospechosos en el Cari­ be, Colón se dispuso a aprovisionar la isla La Española como si fuera una de sus carabelas. Trajo bacalao seco a una de las zonas más ricas en peces en el mundo; rechazando los fru-

Figura 2.4. Españoles desembarcan con ganado, en 1519, cerca de lo que actualmente es Veracruz, Fuente: Códice florentino. Cortesía de la Bi­ blioteca Medicea Laurenziana, Florencia.

tos tropicales, insistió en traer consigo bollos rancios y pasas importadas; comprensiblemente incapaz de ver que se diri­ gía hacia lo que llegaría a ser la colonia azucarera más rica del mundo, trajo cuatro arrobas de azúcar blanca. Toda una libra de azafrán, almendras, miel y tres arrobas de manteca de cerdo fueron otros productos que el almirante “necesita­ ba con urgencia”.27 Con asombrosa velocidad, las aves europeas se multipli­ caron y muy pronto los huevos y los pollos se convirtieron en bienes de tributo reglamentados. A principios del siglo xvi había ganado por todos lados, de modo que los europeos,

acostumbrados a la carne de res, podían "hartarse sin restric­ ciones en el Nuevo Mundo”. Los cerdos, ese “bastión de la cocina española”, se volvieron aún más abundantes. Ocupa­ ron el trópico con entusiasmo y se multiplicaron tan rápida­ mente que incluso las primeras expediciones españolas integraron a hordas de porquerizos. Una década después del primer desembarco en Perú, Gonzalo Pizarro, en su infortu­ nada búsqueda de la tierra de !a canela, “llegó escoltado por marranos”. Aun así, una inmigrante española, que anhelaba un sabor particular, le suplicó a su hermano que seguía en España que se tomara la molestia de encontrar “cuatro jam o­ nes curados de Ronda” y los trajera en esa peligrosa travesía que era cruzar el océano en una carabela del siglo xvi.28 La práctica de importar comida europea prevaleció en la cuarta década de la ocupación, hecho notable conside­ rando el peligro y el alto costo del transporte marítimo. Los emprendedores comerciantes ibéricos contaban con re­ servas de aceite de oliva, miel, vinagre, vino y harina en Panamá, en 1526; un hombre, desde Cuba, escribió que­ jándose de que tenía mucha harina de trigo importada pero “el país [ya] tiene de sobra”. Los primeros aventureros, sin entusiasmo por vivir de la continental, fundían las escasas pepitas de oro y luego se repartían el metal para pagar a los mercaderes.29 La más espectacular de las primeras demostraciones de transferencia de un régimen culinario español al Nuevo Mundo se puede apreciar en dos banquetes extraordinarios ofrecidos en noches sucesivas por el virrey De Mendoza y por H ernán Cortés en el corazón mismo del México indio. Su sorprendente descripción llena varias páginas de la cró­ nica de Bernal Díaz. En 1538, sólo dieciséis años después de la Conquista, en la plaza central de México-Tenochtitlán, cientos de los primeros colonizadores españoles, junto con sus mujeres vestidas de seda y damasco, derramando oro y plata, se sentaron desde la puesta de sol hasta las dos de la madrugada a paladear un festín de ensaladas, becerros yja­ mones ahumados, pasteles de codorniz, pollo relleno, man­ jar blanco y luego torta real, más pollo y perdices.

Esto dio paso a una segunda ronda de cordero hervi­ do, carne, puerco, nabos, calabazas y chícharos, acompaña­ dos por cajas de vino blanco y tinto español. El exótico guajolote, que los españoles, esforzándose por encontrar un nombre apropiado, llamaron gallos de papada, figuraba en el menú aun cuando no estaba cocinado en lá exquisita inven­ ción del siglo xvii que es el mole. El igualmente exótico cho­ colate, servido en tazones que desbordaban espuma, también ocupó su lugar en la mesa de los europeos. Se nos dice que había una gran cantidad de platillos para ser exhibidos y no consumidos. Conejos, codornices y palomas vivas encerra­ dos en caparazones hojaldrados proporcionaron un toque de extravagancia. Al abrirse simultáneamente, los conejos "se fueron huyendo sobre las mesas”, mientras que los pája­ ros revoloteaban por doquier. Bernal Díaz casi olvidó men­ cionar los novillos enteros asados, rellenos de pollos, perdices y jam ón, que les sirvieron a los “mozos de espuelas y mula­ tos y indios”30en el patio de abajo. La difunta Sophie Coe establece un contraste entre el banquete español, con su egregio despliegue de abundan­ cia culinaria, y la “solemnidad, economía y decoro” de los festines de Moctezuma en la víspera de la Conquista. Obser­ vamos también la presencia, apenas unos cuantos años des­ pués de la Conquista, de una amplia variedad de alimentos de procedencia casi enteramente europea. La fruta local estaba en la mesa pero el buen Bernal no se molestó en mencionarla. A lo largo de las oscuras calles, más allá de las antorchas de resina de pino que iluminaban los salones de banquetes en México-Tenochtitlán, podemos imaginar mi­ les de hogares de pobladores que hablaban náhuatl y que se conformaban con los productos locales, asombradísimos por la glotonería sin límite de los conquistadores por la carne y asqueados sin duda por la peste de la grasa animal que les llegaba del banquete cercano. “El asco de los indios por la grasa de los animales eui'opeos es registrado una y otra vez”. De hecho, en un caso listaron la “tortura con manteca”jun­ to con las prisiones y los golpes como uno de los mayores horrores de la Conquista.31 Es difícil imaginar, por cierto,

una metáfora que revele más las diferencias entre los inva­ sores ibéricos y los ingleses que este exuberante banquete español, en contraste con los productos nativos, bastante sim­ ples y austeros, que los serios puritanos pondrían en sus pla­ tos un siglo más tarde en Massachusetts. La vestimenta, tanto la falta totai de ropa como su empleo específico —o para el caso, podemos considerar la vestimenta en su sentido más amplio para incluir el calzado, el maqui­ llaje, el peinado, el ornato e incluso las mutilaciones o de­ formaciones del cuerpo, los tatuajes y cicatrices—, fue siempre el indicador fundamental de identidad y status. En un mundo de muy pocas mercancías, comparado con la obs­ cena abundancia de nuestros tiempos, la tela representaba la mayor inversión en el hogar, o el mayor botín ele ladrones y bribones. Tanto la palabra inglesa robe como la española ropa derivan, en última instancia, de robo o botín. Entre los productos esenciales de la cultura material, los regímenes alimentarios y la vivienda tienden a cambiar lentamente, mientras que la vestimenta es la más volátil y la más susceptible a los caprichos de la moda. Los tipos de ves­ tido, los textiles y la calidad del tejido, los colores y adornos, fueron percibidos con gran agudeza por los europeos desde el momento de su primer encuentro con América, al mismo tiempo que “el indio americano del siglo xvi contempla por primera vez extrañas casas flotantes, extraños animales velo­ ces y hombres extraños con vestiduras raras y excesivas”. Al principio, la completa falta de vestido les llamó la atención pero, para los españoles del siglo xvi, la desnudez era me­ nos una fuente cíe escándalo que una causa de conmiseración.Xa desnudez se asociaba naturalmente con la pobreza, aunque raramente era vista como algo repelente o asom­ broso sino más bien como algo que causaba mera curiosi­ dad; de hecho, las ropas inadecuadas o los andrajos provocaban una reacción más negativa que cualquier des­ nudez. Al parecer, la Iglesia todavía no adoptaba la actitud de vergüenza hacia el cuerpo desnudo como lo haría siglos más tarde.32

A través de dos sucesos que tuvieron lugar cuando la expedición de Cortés avanzaba por el litoral de Yucatán para em prender la Conquista, podemos ver que tanto los espa­ ñoles como los indios compartían el entendimiento de que la ropa representaba algo más que una mera protección fren­ te al medio ambiente. En sus expediciones a lo largo de la costa, Cortés escuchó que un compatriota suyo, que había naufragado varios años atrás, seguía con vida y habitaba en­ tre los mayas. Lo buscaron y finalmente apareció sobre cu­ bierta llevando una sandalia en la mano y calzando la otra, vestido con "una vieja capa y un taparrabos en estado aún más lamentable”. Escandalizado por su despreciable ropa, Cortés ordenó inmediatamente que se le diera una camisa, chaleco, pantalones y zapatillas, e incluso se quitó su propia “larga capa amarilla con bordes carm ín” y se la entregó a Aguilar como signo externo del cambio de vida que estaba a punto de emprender. Unos días más tarde, Melchorejo, un indio capturado en la expedición anterior de Grijalva, y que ahora Cortés llevó consigo en calidad de traductor, decidió abandonar a los españoles y volver con su gente. Para dejar atrás la marca de sumisión a un poder extranjero, “en la punta de un gancho, dejó colgados sus vestidos que tenía de Castilla y se fue dé noche en una canoa”.33 El patrón de dominación azteca en la zona central de México ejerció su influencia en la naturaleza del vestido. El sistema tributario de ios aztecas, por ejemplo, surtía a la ca­ pital lacustre de Tenochtitlán con cargamentos de tela de algodón traídos desde las regiones calientes del sudeste. Al mismo tiempo, el hostigamiento azteca a sus rivales tlaxcal­ tecas cortó el acceso al algodón de las regiones cálidas, como señaló Xicoténcatl a los españoles invasores para explicar por qué su pueblo usaba henequén en lugar de algodón. Entre los aztecas, las prendas de algodón eran privilegio de señores y sacerdotes. En contraste, “la gente pobre vestía nequen (es decir, henequén), que es una tela rugosa hecha del maguey, mientras que los ricos vestían de algodón orla­ do con plumas y piel de conejo”. De hecho, antes de la Con­ quista, las elites precolombinas se esforzaron por ejercer su

propio poder para controlar directamente lo que debía usar cada persona. En México, la tela de algodón fino estaba es­ trictamente prohibida a la gente común e incluso los hijos de los nobles eran severamente castigados si “antes del mo­ mento adecuado vestían vanidosamente”. Sin embargo, la gente común podía ganarse el derecho a un mejor vestido mediante la realización de hazañas heroicas o escapando de sus enemigos. En tal caso, el cambio subsecuente del hene­ quén al algodón era causa de una celebración pública, du­ rante la cual varias prendas de algodón se distribuían entre los participantes. Después de la Conquista, el utópico proyecto de Vasco de Quiroga en Michoacán trató (no del todo exitosamente) de continuar la práctica prehispánica al especificar que los indios comunes en Michoacán vistieran con ropa, estilo y calidad estándares a fin de “disminuir envidias y no sembrar discordias y oposición”. También en los Andes, en la víspera de la Conquista, las leyes suntuarias regulaban el tipo de ropa que debía usar cada persona. Los incas contaban bási­ camente con dos tipos: “tejidos sencillos locales destinados a la gente común, y kombi (cumbi), un algodón multicolor tejido finamente cuyo uso estaba restringido a la nobleza”. La gente de la parte alta de los Andes tenía lana de llama y de alpaca para hacer capas y gorros, sin duda una bendición en el clima frío. Con la conquista vinieron nuevos estilos y cambios en el material.34 Una vez que cayó la capital azteca en 1521 y comenzó el proceso de establecimiento de la colonia, “una de las pre­ ocupaciones de los religiosos fue la de modificar el vestido de los indios”. Recordemos que al no tener tijeras de acero era difícil confeccionar los textiles rectangulares comunes producidos en telares nativos de algo que no fuera una túni­ ca o una falda recta. Los aymara del Alto Perú tejían lana para fabricar sombreros (como siguen haciéndolo a la fe­ cha), pero los pantalones o las mangas eran extremadamen­ te raros entre ellos. Después de la Conquista, el uso de los pantalones amplios, los zaragüelles abombados, en realidad de origen flamenco y_de popularidad muy reciente en Espa­

ña, fue ampliamente promovido bajo presión clerical y, junto con la camisa y el chaleco castellanos, llegaron a ser la vesti­ menta masculina de uso común. Para la década de 1570, la información compilada en las Relaciones geográficas muestra su difusión por las Amé ricas. Los frailes esperaban que los hombres también usaran pantalones en los Andes, lo que hi­ cieron, habitualmente debajo de la túnica prehispánica o unku. Así, el unku comenzó a conocerse con el término español camiseta. Por otro lado, camisa fue una de las primeras pala­ bras castellanas que se pudo escribir en náhuatl, la lengua franca de la zona central de México. Ya desde 1550, la cami­ sa europea, ajustada y con botones, “se había vuelto tan po­ pular que grupos enteros de comerciantes estaban dedicados a fabricar camisas y cuellos”. En México, lo mismo que en Perú, el vestido para las mujeres, más parecido al estilo eu­ ropeo antes de la Conquista, se modificó en m enor grado. En Michoacán, las faldas se hicieron más largas y la única prenda nueva que se añadió fue la toca española para cubrir­ se la cabeza.33 El bautizo de la población nativa también supuso un cambio forzado en el peinado y los adornos, desde México hasta los Andes. En las tierras bajas de los trópicos de la tie­ rra firme y en los afluentes del Amazonas, los sacerdotes veían con horror los adornos inusuales y la pintura en el cuerpo en lugar de ropas. Los peinados llamaban su atención tanto en­ tonces como ahora. Como lo señalaba un decreto real dirigi­ do al arzobispo de Nueva Granada (la actual Colombia): Hemos sido informados de que los indios de esa provin­ cia tienen por antigua costumbre usar el cabello hasta los hombros e incluso hasta la cintura. Consideran que el ca­ bello largo es su adorno principal y más preciado y se sien­ ten de lo más ofendidos si, por algún crimen o exceso cometido, el cacique o los oficiales españoles lo cortan.

Debido a que su cabello también se cortaba en el bautizo, “muchos evitaban hacerse cristianos” por miedo a que se les tomara como criminales por aquellos que todavía no habían

Figura 2.5. Sastre nativo con tijeras. Las tijeras, desconocidas en la época prehispánica, se muestran aquí exageradamente grandes. Obsérvese que el sastre está vestido con pantalones, los cuales se impusieron después de la Conquista. Fuente: Códiceflorentino. Cortesía de la Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia.

aceptado la fe. La política de la Corona en este caso ordenó que el cabello de todos los indios varones se cortara dejándo­ les sólo un pequeño mechón. Por otro lado, continuó la amplia variedad de peinados para las mujeres dado que “el mundo femenino tendía a preservar las antiguas costum­ bres”. En el México antiguo, las mujeres tenían “el hábito de usar ei cabello hasta la cintura”, mientras otras “tenían el cráneo completamente rapado con mechones a cada lado de las sienes y las orejas”.36 Para los primeros españoles que emigraron a las Indias, la tela y la vestimenta, además de los metales preciosos, cons­ tituían por unanimidad las más importantes de las mercan­ cías, ei signo más evidente de status y el elemento más revelador de la identidad europea. El séquito de nobles cas-

Figura 2.6. Peinados femeninos. Si bien los sacerdotes españoles insistie­ ron en que a los nativos varones se les cortara el cabello, las mujeres con­ servaron una mayor variedad incluso después de la Conquista. Obsérvese nuevamente, en este dibujo de fines del siglo XVI, que a las mujeres nati­ vas (nobles) se les representa con mangas y pantalones cortos, prendas raras o inexistentes antes de la invasión europea. Fuente: Códiceflorentino. Cortesía de la Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia.

teilanos de Pedro de Al ias Ávila llegó a la tórrida costa de Panamá en 1514, todos vestidos de gala con camisas de olanes, finas capas de lana y terciopelo, diamantes y cadena de 01 o. Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva Espa­ ña, llegó en 1535 acompañado por siete sastres e innumera­ bles arcones de ropa, incluyendo tres docenas de camisas y una docena de exquisitas capas de seda. Eran las mujeres españolas quienes transportaban la ropa a través del océa­ no un elemento central en su esfuerzo por establecer un hogar, en ocasiones una casa, en oposición a los términos como chozas, bohíos, jacales o rucas, utilizados por muchos es­ pañoles para describir la vivienda nativa, a menudo de ado­ be y techo cíe paja, que no se adecuaba a su noción de casa. Carta tras carta registra que los españoles imploraban a sus mujeres que llenaran sus baúles con ropa europea de todo tipo, mientras que las mismas mujeres, al empacar en Sevilla para reunirse con el marido en las Indias, saturaban sus in­ ventarios con ribetes de seda y de encaje orlado, lanas finas, hilo y botones. Una mujer llevó consigo docenas de medias y capas de seda para su marido y varias tocas para ella.37 La ropa ele luto era de rigor; de hecho, el duelo parecía una ocupación"tan intensa que había decretos reales en con­ tra del gasto excesivo en ropas de luto e incluso en contra de guardar luto por personas que no fueran cercanas. Un herma­ no en Cartagena (la actual Colombia) aconseja a su hermana en España que traiga “toda tu ropa, nada tires”. Cuando una tal doña Antonia Briseño murió en Panamá, en 1594, dejó un enorme guardarropa en el que figuraba toda tela imagi­ nable de colores y blanca, de secla, de lino y de la lana más fina. También listó otras cuatro posesiones: cuatro piezas de Indias__cuatro “piezas" de humanidad esclavizada— llama­ das Esperanza de Biafra, Catalina de Angola y Rafaela y Baltazara de Mandingas. Los hombres también se esforzaban por estar elegantísimos en el Nuevo Mundo. Un tal Juan de Espinoza, de Santa María la Mayor, explicó en una carta, fe­ chada en 1607, cómo compró para dos jóvenes varones que estaban por embarcarse, “seis mantos de seda, gran canti­ dad de jergueta y telillas que sólo esto costó quinientos du­

cados”, un precio superior al de una casa respetable en la ciudad de México para esa época. Sin embargo, Juan de Espinoza sabía que “para que un hombre sea honrado y se le con­ sidere un hijo digno de padres en las Indias, siempre debe dar a éstos ropas de gala, buena comida y dinero para gastar”. La vestimenta también figuraba ampliamente como herencia consignada en las últimas voluntades y testamentos.58 Hay pocas referencias a las “recámaras”—o para el caso, a la misma cama—, quizá porque el espacio para dormir todavía no era “nom brado” comúnmente, como los aposen­ tos íntimos con los que nos hemos llegado a familiarizar. Pero los inventarios muestran largas listas de ropa de cama, en ocasiones deslumbrantes por su abundancia. Incluso a fines del siglo XVI en Perú, cuando los talleres textiles loca­ les estaban produciendo lanas de buena calidad, los baúles de las mujeres españolas que llegaban a Callao estaban ge­ neralmente repletos con varios juegos de sábanas, almoha­ das con bordes de oro, toallas de lino, cobijas de lana, tapices y, en un caso, “una alfombrilla para delante de la cama”. Comúnmente se recibía a los invitados, se les entretenía y se les servía chocolate y dulces en una habitación amplia que servía también como cuarto de dormir. Era claro que el mayor despliegue de opulencia textil tenía lugar en este es­ pacio; el mobiliario para otras habitaciones —la mesa para comer, una silla de cedro— era escaso en com paración/9 Inevitablemente, la insistencia de los españoles para que los nativos usaran ciertas prendas, el relajamiento de los con­ troles prehispánicos y la repentina introducción de toda una variedad de textiles y vestimentas nuevas que provenían de Europa, comenzaron a alterar el orden social: Las elites na­ tivas que sobrevivieron se quejaban de los cambios en los códigos del vestir y solicitaban privilegios especiales. Esto no era en sí un intento por recuperar su antigua posición en la cúspide de la pirámide social, que estaba fuera de su alcance en el nuevo orden, sino por encontrar al menos un espacio privilegiado en el nuevo régimen. Los virreyes, en respuesta, concedieron a los caciques e indios principales ac­

ceso a las vestimentas españolas y el derecho a montar y a portar armas. La gente común, a menudo forzada hacia el sector minero o la agricultura a través de la encomienda u otras formas de coerción, también encontró que se había trastocado su mundo material. Sin embargo, con toda segu­ ridad, el impulso más importante para el cambio en los pa­ trones de consumo provino de la biología. En un grado sin precedentes en otras relaciones coloniales, blancos, negros, asiáticos y americanos nativos se unieron para crear una pro­ liferación barroca de tipos étnicos, cada uno de los cuales buscaba la identidad más ventajosa al interior de la jerar­ quía de poder y del status impuesto por el mismo sistema colonial. La comida, la vestimenta, el ornato y ia vivienda, junto con el lenguaje, fueron los elementos más evidentes en la fluida construcción de la identidad. El simple asunto, por ejemplo, de la distancia sobre el suelo a la que se duerme o se come, estaba sobrecargada de significado. En el trópico, muchos nativos americanos dor­ mían en hamaca, ingenioso dispositivo inventado y bautizado por los tainos en el Caribe. Pero tanto en las zonas centrales de Mesoamérica como en las de los Andes, los indios dor­ mían en petates y comían sin sillas ni mesa, una práctica consignada por varios españoles. A sus ojos, “dormir en el suelo como un turco” o “como bestias” era un claro indicio de comportamiento indecente. El capitán Monségur observó que los indios en la ciudad de México tenían “tal aversión” a los catres y colchones, pues creían que causaban enferme­ dades, que fue necesario quitarlos de los hospitales. Un po­ bre español en Oaxaca es descrito en una demanda de 1543, “tan despreciable que come con los indios en el suelo, como un indio”. Con el tiempo, al avanzar los subsecuentes siglos, “alejarse del suelo”, separarse de la tierra significó despla­ zarse al status no indio, lo cual podía conseguirse durmien­ do en camas elevadas en lugar de hacerlo en petates tendidos al ras del suelo, utilizando metal en lugar de vasijas de barro cocido, o usando zapatos en lugar de sandalias a fin de dis­ tanciarse de la tierra, inevitablemente asociada con los nati­ vos inferiores.40

Las divisiones étnicas y de clase están presentes en mu­ chos países pero son particularmente sobresalientes en las sociedades coloniales y poscoloniales. Entre éstas, América Latina presenta varias peculiaridades. Una breve reflexión sugiere las diferencias generales. En algunas partes del pla­ neta, los clérigos y los comerciantes europeos no detentaban control político; en el caso, por ejemplo, de Japón y de Chi­ na en los siglos xvi y xvii, comprensiblemente, apenas logra­ ron dejar huella en la cultura local. De hecho, lejos de imaginar que el pueblo chino hubiera podido adoptar los estilos de ropa europeos, los jesuítas del siglo xvr buscaron “adaptarse” rapándose la cabeza y usando túnicas budistas; en síntesis, “convirtiéndose en chinos a fin de ganar China para Cristo”.41 En los posteriores regímenes coloniales ya maduros y de los británicos, en Birmania o en el subcontinente indio, o de los franceses en Indochina, la cultura invasora no llegó tan profundamente a la masa de gente como en las colonias españolas de las Américas. Esto se debe, en parte, a que ni los británicos ni los franceses tuvieron un efecto demográfico tan devastador en Asia como los españoles lo tuvieron en América. Los habitantes de la India o del sudes­ te asiático permanecieron intactos en su mayoría; en conse­ cuencia, las cifras de ingleses y franceses en relación con la población nativa se mantuvieron relativamente bajas. Hubo también menos “mestizaje”, de modo que la frontera entre los ocupantes europeos y la mayoría de los nativos estaba más claramente trazada y presentaba menor ambigüedad que en la América hispánica. Aunque los británicos y los franceses establecieron escuelas, y ambos estaban dispuestos a expan­ dir la cultura científica y literaria europea, al final, después de la descolonialización en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de la gente continuó, y conti­ núa, hablando su lengua local y orando a dioses no cristia­ nos. En contraste, actualmente la mayoría de la gente en América Latina, en todo el espectro étnico y de clases, habla español o portugués y practica el cristianismo. Tampoco la cultura material de la gente común fue muy alterada por la presencia europea en Asia y en Africa. _De

hecho, los currys indios y los platillos indochinos tuvieron más influencia en la comida en Inglaterra y en Francia que la comida o los estilos de cocina europeos en sus colonias. Mientras los regímenes coloniales británico, francés y aleman dejaron intactas a las grandes poblaciones locales de China, India, Asia Oriental y Africa, la intrusión española y portuguesa en América desembocó en cambios demográfi­ cos masivos, y eso marcó toda la diferencia. Siempre se discutirá la cifra de la población nativa en América al momento de establecer contacto pero, ya sea que comencemos en treinta y cinco o cien millones, todos coinci­ dimos en que el avance europeo produjo una alta mortan­ dad. Ésta fue tan elevada que, durante el primer siglo colonial, setenta por ciento de la población nativa pereció en el cen­ tro de las zonas mesoamericana y andina, y aún más en las tierras bajas tropicales. De no haber seguido un colapso de­ mográfico en la población nativa tras el contacto europeo, hubiera sido mucho más probable que la gran masa de nati­ vos hubiera preservado intacta su lengua, su fe, su alimenta­ ción y su vestimenta. Bajo estas circunstancias, uno puede imaginar todavía el control europeo en América: un estrato reducido y aislado de oficiales europeos y empresarios que gobernaba a una masa no cristiana de nativos de lengua quechua o náhuátl, con la ayuda de las elites nativas coopta­ das. Pero tal como sucedió, después del abrumador exter­ minio de las poblaciones nativas, emergió allí, entre los pequeños grupos que se consideraban a sí mismos blancos y la reducida pero aún sustancial población india, un estrato en expansión de culturas ambivalentes y de mezcla de razas. Alejándose de los lugares de contacto iniciales a un paso más veloz que el que vemos en otras zonas de expansión eu­ ropea, los españoles de todas las clases y ocupaciones se dise­ minaron desde el Caribe, atravesando América del Norte y del Sur, hasta llegar a lo que actualmente es Kansas y al sur de Chile ya en la década de 1540. A partir de 1492, unos 150,000 inmigrantes españoles durante el primer siglo, y 450,000 en el siguiente, se mezclaron cultural y étnicamente con una variedad de pueblos nativos y esclavos africanos para fundar

la sociedad mestiza que conocemos actualmente.42 ¿Cuál hubiera sido la imagen típica de un inmigrante español de fines del siglo xvi? El varón prototípico era “un andaluz gol­ peado por la pobreza, de vientisiete años, soltero, sin capa­ citación, semialfabetizado, impulsado por el hambre para abrirse camino hacia Perú, empleándose con cualquiera que pagara su pasaje y le asegurara el permiso necesario" y la mujer prototípica era “una andaluza, recién entrada en los treinta, que viajaba a Perú con su marido de treinta y seis años, dos niños pequeños, un sirviente y una criada”.43 Es difícil determinar la cifra real o el porcentaje de emigrantes femeninos al Nuevo Mundo. Una muestra migratoria de los años 15954598 reveló que cerca de las dos terceras partes del total eran varones; otra opinión informada, referida a las tres primeras décadas del asentamiento en Perú, sugiere que una de cada diez personas era mujer. Por lo tanto, “en vista de la antigua tradición entre los historiadores de igno­ rarlas, la contribución cultural y biológica de las mujeres españolas a la construcción de una sociedad europea en Perú requiere enfatizarse”. Sin embargo, de los 600,000 a 700,000 inmigrantes españoles que llegaron a las Indias en los siglos x v j y xvii, la gran mayoría, quizá el 70 o el 90 por ciento, eran hombres; una vez más, una desproporción inusualmen­ te alta en la historia del colonialismo europeo.44 El mestizaje del mundo hispánico comenzó en España mucho antes del encuentro de 1492, como podemos apre­ ciar en el hecho de que un diez por ciento de las mujeres que emigraban a Perú eran moriscas y mulatas. Efectivamen­ te, si asumimos el punto de vista de Jared Diamond, que considera el flujo de emigrantes de Africa desde 500,000 años atrás, todos somos mestizos biológicos. Pero en el sentido actual de la palabra, asimilado cultural mente, el mestizaje en América comenzó de inmediato, probablemente el 13 de octubre de 1492, y el número de mezclas aumentó cons­ tantemente al principio y luego de manera explosiva a par­ tir de mediados del siglo x v i i i . A finales del periodo colonial, todos los grupos mezclados —las castas, en lenguaje colo­ nial— aumentaban rápidamente. En toda la Nueva España

(el término colonial para la zona central de México), por ejemplo, la población india aumentó desde la cifra más baja, alrededor de 1,270,000 en 1650 a cerca de 5,200,000 en 1800, pero las castas crecieron cuatro veces más rápido, de unas 130,000 a más de 2,270,000 y, por supuesto, ese crecimiento se ha acelerado hasta el presente. En los altiplanos andinos, desde Ecuador hasta el norte de Chile y Argentina, las tasas de mortandad nativa fueron menores en los primeros años del encuentro con los euro­ peos y, más tarde, en el siglo x v ii, se observó un patrón dife­ rente al de Nueva España. Más aún, debido a que los españoles fundaron la capital en la costa peruana en lugar de hacerlo en el mismo centro del mundo indio, como en el caso de México-Tenochtitlán, debido a una topografía más accidentada y un esfuerzo evangelizado!' más vacilante por parte de los primeros frailes en Perú, y también una mayor resistencia nativa, se originó una mayor separación entre la cultura europea y la nativa en los Andes, consecuentemen­ te, hubo menos mestizaje que en México. A principios del siglo xix, mientras que en el litoral del Pacífico en Perú pre­ dominaban los blancos, los negros y los mestizos, al menos el ochenta por ciento de los habitantes de los altos Andes seguían considerándose indios.45 En las regiones periféricas a los centros mesoamericano y andino, tales como Chile, la Pampa argentina, Colom­ bia, Costa Rica y Nicaragua, una población nativa con menor arraigo fue incapaz de soportar el avance europeo y pereció o bien, fue incorporada a la economía y a la sociedad euro­ peas. Á finales del siglo x v iii, ya existía allí una cultura mes­ tiza que se fundía hacia arriba con una pequeña capa de gente más blanca y con grupos relativamente pequeños de indios, forzados a las “zonas de refugio” que todavía no re­ sultaban atractivas a los colonizadores europeos. En las tie­ rras bajas tropicales del litoral caribeño, circuncaribeño y brasileño, la población nativa fue prácticamente extermina­ da y, en el curso de los siglos x v iii y XIX, estas tierras se volvie­ ran a poblar con la inmigración forzada de africanos. Cerca del ochenta por ciento de los diez millones de africanos traí­

dos como esclavos se establecieron en el Caribe y en Brasil, creando un amplio régimen iberoafricano de cultura mate­ rial en esas zonas. Conforme la sociedad colonial evolucionó, a partir de sus inicios en el siglo xvi, las recompensas y los castigos de la clasificación colonial, llevaron a todos los grupos étnicos a desarrollar estrategias en su favor. Los españoles, y todos aquellos que podían pasar plausiblemente por españoles, tenían el permiso —y seguramente estaban anhelantes— de vestir seda, de portar y usar armas, de andar a caballo, de viajar y de comerciar, de ser nombrados para puestos cleri­ cales y administrativos y de “perseguir su fortuna tan libre­ mente como les fuera posible legal y moralmente”. Las castas de piel blanca y de piel no muy oscura (llamadas castizos, mestizosmoriscos, etcétera) “consecuentemente tuvieron un fuerte interés en ser identificadas, o en tratar de identificar­ se, con los españoles”. Mientras tanto, los indios que busca­ ban escapar al pago del tributo o a las obligaciones de trabajo, “a menudo se encontraban tratando de convencer a oficia­ les escépticos, sacerdotes locales u otros detentadores de po­ der de que eran mestizos, castizos o cualquier otro nombre que fuera popular en la época”.46 Un ejemplo que revela el alto margen de error que su­ ponía la clasificación étnica puede advertirse en el esfuerzo del virrey Marqués de Castelfuerte para añadir varios cien­ tos de los llamados “mestizos” al grupo tributario en Cochabamba, en la actual Bolivia. Los oficiales de la Corona creían que “eran simples indios” que habían intercambiado su atuendo indígena por ropa e identidad occidentales. La re­ clasificación propuesta hubiera puesto a estos cuestionables mestizos en la categoría de indios tributarios, lo que los ha­ cía sujetos a un impuesto individual así como a realizar tra­ bajos forzados en las minas. Con toda razón, los mestizos se opusieron a la disposición y en medio de un levantamiento mataron al oficial de la Corona y a quince criollos. Su líder, Alejo Calatayud, y sus seguidores, fueron subsecuentemen­ te estrangulados en la plaza central, “sus cuerpos desmem­ brados, regados a lo largo del camino como horripilante

advertencia para la inquieta plebe”.47 Los esclavos que ha­ bían huido y los africanos de piel más clara que tenían espe­ ranza de alcanzar algún éxito social y económico, buscaban ser identificados como mulatos u otra casta de piel oscura para escapar de la servidumbre o de las restricciones legales que limitaban las oportunidades de vida. Entre la sociedad europea y la nativa, el surgimiento de la población mezclada resultaba comprensiblemente ambi­ valente en su identidad cultural. Pero, excepto en los raros casos en que los mestizos rogaran por ser reconocidos como miembros tribales a fin de tener acceso a la tierra de indios o de ganar un puesto en el gobierno nativo, por lo general hicieron cuanto pudieron para evitar las consecuencias de ser tomados por “indios”.48 La manera más obvia y efectiva de cambiar de identidad era cambiar de cultura material: qué comer y de qué modo, qué vestir y de qué textil, así como los rituales mismos ele consumo, el carácter de las ca­ sas y del mobiliario. No sólo la mezcla de razas sino la misma elite coloniza­ dora, al haberse mezclado sexual y socialmente con los gru­ pos étnicos locales, tenían inquietudes culturales y lealtades políticas en conflicto. A partir de la primera generación nacida en América en el siglo xví, puede distinguirse una elite —llamada más tarde “criolla”— escindida entre los modelos culturales europeos y las prácticas habituales de su tierra natal americana. Los miembros de esta eüte buscaban en la comida, la bebida, la vestimenta y el estilo arquitectó­ nico importados de Europa, los indicadores y símbolos cul­ turales que los apartaban de aquellos que consideraban sus inferiores en las colonias. Al mismo tiempo, quizá más que sus contrapartes (los colonizadores británicos o franceses), la elite de hispanoamericanos también se identificaba con su patria del Nuevo Mundo y, en su momento, logró conducir a sus compatriotas, a menudo de piel más oscura, hacia la independencia de España. Nuevamente, mediante una am­ plia comparación, puede observarse que en la década de 1960, los líderes coloniales franceses en Argelia y los rodesianos blancos trataron, en efecto, de erigirse ellos mismos

Figuras 2.7 y 2.8. “De español e india, mestizo”, “de español y mestiza, castiza”, etcétera. Estas curiosas pinturas de “castas”, que describen la etnicidad en términos biológicos pero con atributos culturales, muestran la diversidad de los pueblos en México y Perú en el siglo x v iii . Esta selección muestra cuatro paneles; generalmente hay dieciséis. Fuente: colección privada.

en “criollos” con el afán de llevar a sus países, recién funda­ dos, a separarse políticamente de Francia o de Gran Breta­ ña, al mismo tiempo que mantenían para sí el control de la política y la economía local. Pero las amplias diferencias cul­ turales, lingüísticas o religiosas entre la elite blanca y la masa de argelinos islámicos o rodé si anos negros condenó tales movimientos al fracaso. Aun cuando se creía —al menos por aquellos que utili­ zaban los términos— que la nomenclatura de casta o de raza que se usaba comúnmente en América Latina después de las primeras generaciones reflejaba una realidad genética o biológica, hoy es más fácil ver que la etnicidad depende del punto de vista o que es una autodesignación; en ambos ca­ sos, se trata de una construcción sociocultural. Desde luego que los términos mismos fueron inventados, impuestos des­ de el exterior. No había “indios” en América hasta que el Gran Navegan­ te los llamó así. Pero inventadas o construidas, las designacio­ nes étnicas terminaron por aceptarse como relevantes y, por supuesto, tenían poderosos efectos sociales y legales. Etiquetas como mestizo, indio o español conferían privilegios o desven­ tajas. “Mulato”, “coyote”, “cholo” y muchas otras, inscritas en el acta de bautizo y en los registros de censo, y utilizadas diaria­ mente en las calles, revelan la inseguridad, el desprecio o el resentimiento de las personas en grupos rivales. La invasión española a la sociedad indígena y la casi simultánea introducción de africanos, así como sus respecti­ vas culturas, moldearon el mundo americano introducien­ do de golpe nuevas categorías de raza y clase. Por lo tanto, cualquier discusión sobre la cultura material debe encon­ trar su camino a través de la revisión de identidades en un laberinto de valores en conflicto, en que el consumo de pan de trigo o tortillas, vino o pulque, seda o cáñamo estaba de­ terminado no sólo por la oferta y la demanda sino por el significado simbólico de estas mercancías en la sociedad y en la política colonial. La invasión europea estableció en América una nueva jerarquía de status y de poder que incluyó nuevas categorías

étnicas. Si el mundo aborigen se había dividido entre civili­ zados y bárbaros, imperio y súbditos, noble y plebeyo, los europeos lo complicaron más al introducir alimentos, vesti­ dos, herramientas y viviendas hasta entonces desconocidos, así como nuevos sabores y estilos. El nuevo régimen de la cultura material pudo haberse impuesto por decreto estatal o clerical, o a través de la venta forzada de ropa y hierro condicionada por los magistrados que regulaban el comer­ cio, pero los nuevos valores se transmitían con tan sólo una mirada de desaprobación. Como consecuencia, la cantidad y la calidad de los alimentos, incluso la manera de servirlos, el tipo de ropa y el diseño de los zapatos, se convirtieron en indicadores certeros de la posición social y política, y fueron adoptados de inmediato por quienes deseaban determina­ do status. Ahora, para abordar el debatido proyecto de los “bie­ nes civilizadores”, es necesario rastrear los vacilantes cam­ bios observados en los primeros años dentro de una cultura material en permanente evolución. Esta fue impulsada por la fusión de plantas y animales, el uso de nuevas herramien­ tas y técnicas, la organización del espacio público y privado, junto con la emergencia de nuevos valoi'es y modas dentro del régimen del poder colonial.

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3. B ienes civilizadores

Y mirad que es la voluntad de Dios que andéis vestidos y cobijadas vuestras carnes.1

1 V L importantes que los esfuerzos formales y directos de la Iglesia y el Estado por modificar mediante decretos la naturale­ za y los rituales de consumo en la América Latina colonial, fue­ ron las miles de decisiones diarias, informales y principalmente voluntarias, que tomaron todos los miembros de la sociedad colonial, desde el más destacado de los arzobispos hasta el más humilde pastor de llamas. Como lo hace la gente actualmente, ellos tomaban sus decisiones basándose en la moda, el gusto y su poder adquisitivo. Hombres, mujeres y niños adquirían bie­ nes tomando en cuenta las restricciones y estímulos que les ofrecían las jerarquías de poder y de status, en este caso el régimen colonial español. Para la década de 1570, la principal fuerza de conquista había logrado su comeddo al instalarse la administración civil y eclesiástica tanto española como portu­ guesa. Los agentes patógenos traídos por los europeos siguie­ ron cobrando vidas mediante nuevas epidemias que mermaron a la población nativa. Al mismo tiempo, otros europeos cruza­ ron la Mar Océano hacia las Indias, y un número relativamen­ te pequeño de africanos fue forzado a atravesar el Atlántico Sur (en esta época principalmente hacia plantaciones de azú­ car en la costa brasileña), con lo que comenzaron a surgir generaciones interraciales. La demanda de trabajadores por parte de los colonos y su poder para adquirirlos canalizaron a hombres y mujeres hacia empresas coloniales tales como las minas de plata y las propiedades rurales. Después de un conflicto inicial respecto a los bienes, en ocasiones caracterizado por el mutuo rechazo a la comi­

da, la vestimenta y el modo de vida del otro, aparecieron ios comienzos vacilantes de una cultura material mestiza. Al menos dos elementos de la indispensable trinidad medite­ rránea, el trigo y el vino, se comenzaron a producir_de for­ ma local; el aceite de oliva se siguió im portando. Se multiplicaron el ganado y las aves de corral europeas. La gente bebía chocolate casi en cualquier parte, pero particu­ larmente en el virreinato mexicano y en tierra firme domi­ nado por los españoles (la costa norte de América del sur); recuas de muías transportaban yerba mate en gran parte de las tierras al sur de la línea del ecuador, mientras que se servía en las mesas una gran cantidad de tomates, papas y frutos locales. Finos textiles de importación seguían siendo el artículo más importante en los inventarios de los comer­ ciantes, pero los talleres textiles de lana, los despreciados obrajes y chorrillos, se difundieron por donde hubiera ovejas. Los maestros artesanos, con sus aprendices mestizos, indios o negros, hacían zapatos, objetos de herrería, armas, cande­ labros de plata, sombreros, herraduras y utensilios de coci­ na, mientras que los artesanos nativos producían para sí mismos y para el mercado una impresionante variedad de alfarería, tallas de madera, instrumentos musicales, muebles y ropa rudimentaria. No olvidemos, sin embargo, que en medio de todo este intercambio mercantil, una gran cantidad de gente seguía, si no intacta, sí al margen de la economía colonial. Cuando en una ocasión una vieja campesina mexicana me dijo que vivía a cuatro horas (a lomo de muía, según supe después) de un poblado en el estado de Jalisco, ociosamente le pregunté qué “hacía” allí. Me miró con cierta compasión: “Pues, vivir no más”. Esto, que de ningún modo sugiere una exis­ tencia vacía o sin valor, describe la actividad de muchas per­ sonas en el planeta, entonces y ahora. Las casas particulares, así como los edificios eclesiásti­ cos y civiles, a menudo construidos de piedra y en ocasiones con arco romano, se multiplicaron a lo largo de las calles cuidadosamente alineadas en los centros de los nuevos pue­ blos y ciudades, mientras que, a unas cuantas cuadras de

allí, la gente construía con adobe, conocido previamente en España, y de uso fundamental en las Indias. Los distintos tiempos se adaptaron al calendario cristiano de siete días, introducido deliberadamente y no sin oposición, mientras que un nuevo santoral y calendario de festividades regía la vida cotidiana. Los nuevos conversos recibían nombres de santos, y su apellido original (o uno recién adoptado) se confirmaba en los registros bautismales. Las monedas metá­ licas tintineaban lo mismo en los bolsillos de los europeos que en los de los indios, incluso cuando gran parte del in­ tercambio aún se regulaba por el trueque o por las incipien­ tes formas de crédito, es decir, por medio de ventas, compras y salarios registrados solamente en los libros de cuentas de los administradores de las minas y las haciendas o de las tien­ das locales. Comenzaron a infiltrarse en los mercados las medidas españolas —la legua, el almud y la fanega—, mu­ chas de las cuales tenían en realidad origen morisco. Junto con la introducción de las medidas y la moneda, el bautis­ mo de las personas, el desarrollo de listas tributarias y la realización de censos de población, el Estado y la Iglesia colonial fueron precoces en su esfuerzo por hacer "legible” esta sociedad.2 Ahora bien, en este mundo colonial en ma­ duración, reformulemos ligeramente nuestra pregunta ori­ ginal: ¿Por qué las personas adquieren los bienes específicos que adquieren? La comida, la bebida y la cocina En primer lugar, los bienes tienen que estar disponibles. Para comenzar esta sección, pasemos del énfasis puesto anterior­ mente en la demanda de origen social y cultural a la pro­ ducción y sus consecuencias. Comencemos con la comida. En todo cambio en la alimentación subyacen patrones de producción siempre cambiantes y en evolución. Podemos ver un ejemplo ilustrativo del modo en que la comida casera se carga de significado social en un régimen colonial, junto con su impacto en el desarrollo de los nuevos sistemas agríco­ las, en el pan de trigo, el elemento más básico de la alimen­

tación europea. Los españoles en España, de todos los nive­ les sociales, ansian el pan de trigo; de hecho, Sancho Panza reprendía a su amo por querer pan de trastrigo, o un “pan mejor que el de trigo”. En América, los españoles anhela­ ban sin duda su sabor familiar no sólo en hogazas sino tam­ bién en pastelillos y empanadas. Más aún, su consumo de trigo les permitía diferenciarse de los nativos, cuya alimen­ tación se basaba en el maíz y las papas. La introducción de los cereales europeos —el trigo y la cebada— ofreció un escenario a toda clase de reacciones locales, desde la resistencia, la aceptación reticente y en oca­ siones entusiasta, hasta la negociación. Los españoles ini­ cialmente intentaron que el pueblo indígena cultivara trigo convirtiéndolo en parte del requerimiento tributario. Esto tuvo poco éxito en toda la América hispánica, pero parece que los indios se resistieron a esta planta más en Mesoamérica que en los Andes. El centro de Chile, donde el mapu­ che se confinaba a los bosques sureños o se incorporaba a las nuevas haciendas europeas, fue una excepción, y rápi­ damente se convirtió en una zona donde se sembraba tri­ go, como también ocurrió, mucho después, con la pampa argentina. Desde el punto de vista indio, en México y en los Andes, los cereales europeos parecían inferiores al maíz, el cual rendía unas diez veces más que el trigo en proporción a su semilla y quizá una y media veces más en términos de la extensión cultivada o del tiempo de labor agrícola que se le dedicaba. Más aún, debido a que las plantas y los animales sujetos al diezmo eclesiástico en América se basaban en la lista de productos agrícolas de la Diócesis de Sevilla, el tri­ go pagaba el diez por ciento correspondiente, al diezmo mientras que el maíz, si era producido por nativos, en oca­ siones se eximía. Finalmente, el trigo que excedía una ex­ tensión mayor a una parcela de jardín, requería de arado, animales de carga europeos y de hoz o guadaña, nada de lo cual existía en la América aborigen, y su adquisición era muy costosa en las colonias. Pero quizá lo más significativo de todo es que después de la cosecha las espigas, de trigo y de cebada se desgranaban mediante el pisoteo, es decir, ha-

riendo que los animales corrieran sobre las cosechas, prác­ tica desconocida en el Nuevo Mundo que aumentó excesi­ vamente los costos de entrada para el productor nativo. Por otro lado, los pequeños cereales europeos se molían para hacer harina mediante una técnica enteramente distinta y más eficiente que aquella que empleaban los nativos para moler el maíz. A mediados del siglo xvi, el trigo se producía en Méxi­ co casi en su totalidad en labores, o plantaciones de trigo bastante pequeñas, mediante el trabajo de indios dirigidos por europeos.3 En Perú, quizá porque la gente estaba fami­ liarizada con la quinua, otro cereal pequeño, pero también porque el trigo se ajustaba a la rotación de cultivos de papas y no competía directamente con el maíz por la tierra o por la mano de obra como ocurría en Mesoamérica, parece que los cereales europeos fueron más aceptados por el pueblo andino. Surgieron pequeños campos de trigo y especialmen­ te de cebada —mejor adaptada a las frías alturas— en varias comunidades nativas a todo lo largo de la cordillera andina y constituyeron una cosecha importante bajo el control es­ pañol en Cochabamba (en la actual Bolivia), cerca de Bogo­ tá y en la cuenca de Quito. Por lo tanto, los cereales europeos se introdujeron de manera vacilante en las Indias en el siglo xvi; fueron recibi­ dos escépticamente por los pueblos nativos y consecuente­ mente sólo se produjeron en pequeñas cantidades cerca de los asentamientos europeos. Al avanzar los siglos siguientes, sin embargo, la descendencia híbrida de europeos, indios y africanos terminó por preferir el pan de trigo al de maíz, lo que no se debió precisamente al precio —el trigo era de dos a diez veces más caro que el maíz—, sino a razones de gusto y staki-s. Los españoles y sus descendientes en el Nuevo Mun­ do promovieron el trigo como el cereal "civilizado” a partir del siglo xviii e incluso hasta las décadas de los veinte y los treinta del siglo XX. Al renunciar al intento de introducir el trigo entre la población nativa de México, los colonizadores españoles tomaron medidas para asegurar el dominio de su produc-

Figura 3.1. “Yndios segando en minga” (cosecha de trigo en Trujilio, Perú). Esta escena rural describe una forma de “labor festiva” común en los Andes. Fuente: Martínez Compañón, Trujilio del Peni. C ortesía de The Bancroft Library, Universidad de California, en Berkeley.

ción. Las plantaciones de trigo español eran conspicuas en el valle poblano de Atlixco y en el Bajío. Hacia el siglo xviii el segmento hispanizado de la población había crecido, y el pan de trigo se había convertido en un signo de prestigio, además de un alimento nutricionalmente satisfactorio. En Guadalajara, la población urbana, básicamente mestiza, au­ mentó seis veces y la demanda de trigo y de harina de trigo consecuentemente “alcanzó a los estratos más bajos de la población”.4Las poblaciones mezcladas de la ciudad de Méxi­ co y de Lima en el siglo xvui, y los asentamientos europeos como Arequipa o Santiago, básicamente consumían trigo. El cambio en la alimentación tuvo implicaciones sociales en el campo. Los españoles y sus descendientes cultivaban tri­ go en sus fincas, en tierras irrigadas y preparadas por traba­ jadores reclutados directamente para dicha labor: éstos eran trabajadores de las encomiendas y de los pueblos circunve­ cinos. El bajo costo de la tierra, la mano de obra barata pro­ veniente de la población nativa desposeída y la disponibilidad de yeguas para triturar el grano a bajo o ningún costo, die­ ron pie a los ahorros sustanciales. La familiaridad de los es­ pañoles con las técnicas m editerráneas, extendidas y desarrolladas en el Nuevo Mundo, junto con la necesidad de invertir fuertemente en el almacenamiento y el transpor­ te, sirvieron también para dar a los productores europeos una decidida ventaja en el control de la producción y del mercado. Después de luchar contra la biota desconocida de los trópicos húmedos y contra los sorprendentes animales y plan­ tas de los altiplanos mesoamericano y andino, donde era indispensable forzar el cultivo del trigo en nichos apenas adecuados, los españoles se sintieron encantados cuando se encontraron con un clima mediterráneo en la zona central de Chile,jmlaütudes australes que equivalían de alguna ma­ nera a las de Andalucía. Aquí, más que en ningún otro sitio de toda América, los europeos fueron capaces de generar una réplica del régimen agrícola esencialmente andaluz para sembrar trigo y criar vacas y caballos (los dos animales que los españoles denominaban el ganado principal), y cerdos,

además de uvas y olivos. Una población nativa menos arrai­ gada en la región central de Chile que en el México central o en los altos Andes, fue eliminada o presionada a despla­ zarse hacia el lluvioso sur. De uno u otro modo, al principio con la ayuda de trabajadores indios coercionados en Mesoamérica o en los Andes, o mediante una agricultura con colonos en Chile y Argentina, los españoles consiguieron establecer sistemas agrícolas que les permitieron reprodu­ cir los elementos esenciales de su régimen nutricional me­ diterráneo y proveer a las zonas que eran inapropiadas para el cultivo de viñedos o de trigo, tal como los litorales caribe­ ños o tropicales, con importaciones que provenían tanto de Europa como de América del Norte. El trigo y la harina de trigo, por ejemplo, se llevaron a Cuba desde México y Louisiana; los chilenos exportaban granos a Lima. Para su desdi­ cha, los españoles y sus descendientes tuvieron que subsistir principalmente del arroz en sus colonias filipinas. Los campesinos y los pastores indígenas, que practica­ ban una agricultura asombrosamente productiva,, reaccio­ naron de varias maneras ante la llegada de la agricultura europea, sus técnicas y herramientas. Los pueblos nativos vieron inmediatamente el beneficio de algunos comestibles importados y los incorporaron fácilmente a su alimentación diaria. Muy pronto, en las afueras de cada choza campesi­ na, comenzaron a verse pollos europeos y huevos. Las ove­ jas se sumaron de modo natural a las llamas y alpacas de la economía pastoral andina; también fueron aceptadas por los mexicanos nativos, quienes cuidaban rebaños de varios miles de cabezas. Estas criaturas se extendieron después hacia el norte, a las tierras áridas de lo que es actualmente el su­ doeste de los Estados Unidos, donde, sin ovejas, los navajos habrían tenido muchas dificultades para producir sus fa­ mosas cobijas. Al mismo tiempo, frutos nativos tales como los aguaca­ tes, las pinas, los tomates y las guayabas llegaron hasta las mesas europeas. Cada uno de éstos tiene su propia historia, por supuesto, pero aquí sólo comentaremos la de algunos. A principios del siglo xvi, el “cronista de las Indias”, Gonza­

lo Fernández de Oviedo, en un intento por encontrar senti­ do a cosas que nunca antes había visto, escribió: En tierra firme hay unos árboles que se llaman perales, pero no son perales como los de España, mas son otros de no menos estimación [...] Echa este árbol una peras de peso de una libra, y muy mayores, y algunas de menos; pero comúnmente son de a libra, poco más o menos; y la color y el talle es de verdaderas peras, y la corteza algo más gruesa, pero más blanda, y en el medio tiene una pepita como castaña injerta, mondada.

Quienes hablaban náhuatl se acercaron, quizá, un poco más a la realidad, al llamar a la planta ahuácatl o “árbol de los testículos”. Oviedo, por supuesto, descubría por vez prime­ ra el árbol del aguacate y su error original pasó íntegro al inglés “avocado pear” (pera aguacate) o al todavía más alar­ mante “alligator pear” (pera cocodrilo). Dos viajeros del si­ glo xvii quedaron tan entusiasmados como ios consumidores de hoy en día. Thomas Gage, el renegado dominicano in­ glés, pensó que este fruto “alimentaba y fortificaba el cuer­ po, levantaba el espíritu y promovía en exceso la lujuria.” Gemelli Carreri creyó que “era mejor que cualquier otro fruto europeo.” Cuando el joven George Washington acom­ pañó a su medio hermano a las Islas de Barbados en 1751, advirtió que los “avocado pears” eran abundantes y popula­ res; los probó y, al parecer, le gustaron. No fue sino hasta 1911, sin embargo, que un horticultor americano, Cari Schmidt, encontró una variedad en Atlixco (cerca de Puebla, México) que se aclimataba bien a las características ambien­ tales de California. En 1938, la California Avocado Association colocó una placa de metal en la plaza central de Atlixco para conmemorar el logro de Schmidt.5 Los tomates (del náhuatl tó??iatl) fueron rápidamente transportados a través del Atlántico, incorporados a las salsas españolas y rebauti­ zados como pomodoro (manzanas doradas) por los italianos en 1544. Sin embargo, en Estados Unidos, donde no es posi­ ble imaginar la vida sin la salsa catsup, no hay evidencia de

cultivos de tomate sino hasta fines del siglo xviii y de un consumo sólo ocasional antes de 1900.6 Al principio los españoles quedaron azorados por los innumerables tubérculos nativos de los Andes. Uno de ellos, la papa, se llevó a España en 1570 y se difundió lentamente por todo el planeta. Fuente alimentaria principal en los Andes desde tiempos remotos, no fue sino hasta el final del siglo x v i i i que el tubérculo comenzó a proveer de una im­ portante fuente de carbohidratos —o de una base para la preparación de vodka y otros aguardientes— a los europeos. En la actualidad, en Polonia, Alemania y Bélgica se comen más papas per cápita que entre los sembradores originales en el Perú. Y, por supuesto, ¿cómo podríamos existir sin las papas fritas? Toda esta gloria se debe a la asidua experimen­ tación de hace más de siete mil años por parte de los prime­ ros campesinos andinos, quienes hablaban una lengua hace mucho olvidada, escarbaban la tierra y seleccionaban las va­ riedades más adaptables al frío y áspero paisaje del alto Perú. A los españoles les gustaba poco la carne de los mamífe­ ros americanos. Desdeñaban el alimento casero hecho con cuyes andinos y sentían repulsión por el perro sin pelo. Esta­ ban impresionados por la gran variedad de aves acuáticas y por lo que llamaron el “gallo de doble papada”. Llevada a Europa casi inmediatamente, esta ave se difundió a través del Mediterráneo tan rápidamente que cuando los puritanos lle­ garon a las costas de Plymouth Rock en 1620, establecieron una asociación —de alguna manera— entre el pavo (turkey) y Turquía (Turkey). Por otro lado, todos los pueblos nativos re­ conocieron inmediatamente el beneficio de lo que los espa­ ñoles llamaban “ganado menor”, es decir, las ovejas y las cabras, como también las muías y los burros que servían como medio de transporte. Los nativos mesoamericanos, cuyos campos de maíz sin bardar muy pronto fueron pisoteados por los invaso­ res, vacilaron comprensiblemente al enfrentarse al ganado vacuno; la gente de los altos Andes, acostumbrada desde ha­ cía mucho a las llamas y alpacas, se adaptó más fácilmente. Hablar de alimentos nos lleva al arte culinario y a los diferentes utensilios de cocina necesarios para preparar la

comida. Los pueblos nativos, a todo lo largo de América, pero particularmente en Mesoamérica y en los Andes, habían de­ sarrollado una rica variedad de vasijas. Aunque muchos ame­ ricanos nativos se sintieron atraídos por las herramientas de hierro de los europeos y por algunos animales y muchas nue­ vas plantas, la superioridad de sus vasijas no les resultó apa­ rente de forma inmediata. Consecuentemente, se mantuvo la larga tradición de las artesanías nativas: una extraordina­ ria gama de platos, cuencos, floreros, copas y vasijas de todo tipo creados por hombres y mujeres. Los alfareros nativos reconocían el beneficio del horno español, cuyas altas tem­ peraturas permitían un mejor terminado, pero se sintieron menos atraídos hacia el torno de alfarero. De hecho, la mis­ ma ausencia del torno en la América prehispánica puede ser parte de la explicación de una alfarería menos estanda­ rizada y con mayor variedad.7 En cualquier caso, la persis­ tencia de la alfarería (y de la cestería) nativa frente a las vasijas y las ollas de metal seguía siendo la regla al final de la época colonial. Cuando nos ocupamos de las historias relativas a los esti­ mulantes o, para utilizar el vocablo alemán, Genussmittel, esos “artículos para el placer” que son comidos, bebidos o inhala­ dos para el disfrute más que para satisfacer necesidades caló­ ricas, las trayectorias de dos grandes bebidas de la América indígena ofrecen relatos contrastantes de cultura material. El cacao —la palabra se refiere al árbol y a los granos, cuyo pro­ ducto es el chocolate— es originario de las tierras bajas de la América Central y de las riberas del Orinoco y del Amazonas. Bebida prestigiosa mucho antes de la llegada de los españo­ les, el chocolate era una bebida codiciada en el Tenochtitlán de Moctezuma, donde los europeos quedaron impresiona­ dos por los elaborados rituales de su consumo. Cargas de gra­ nos de cacao figuraban en las listas de los objetos tributarios entregados a los aztecas por los pueblos de las tierras del su­ reste. Los aztecas los intercambiaban a todo lo largo de su imperio y, más tarde, los mismos granos sirvieron como “mo­ neda” de beyo cuño; cien granos equivalían a un real español en el siglo xvi.

Una vez que Cortés los transportó a España en 1528, los españoles, siempre en busca de mercancías de suficiente valor en relación con su peso para justificar el costo del flete por el Atlántico, ganaron el control sobre el comercio del cacao. El chocolate, carnada para los españoles, se convirtió en una bebida popular en todas las tierras del catolicismo mediterráneo debido a que tenía un alto valor alimenticio y más aún, debido al principio eclesiástico que señalaba que “los líquidos no rompen el ayuno” (Liquidum nonfrangitjejunum); éste sirvió así, convenientemente, como sustituto nutricional durante los periodos de ayuno, rasgo que no estaba presente, y era menos requerido aun, en los tés y cafés que más tarde invadieron el norte protestante. El chocolate emi­ gró de España a Italia y Francia, y se puso de moda en las cortes europeas. Como afirmó WolfgangSchivelbusch, “el cho­ colate del desayuno tenía poco en común con el café de la burguesía [... ] mientras que la familia de clase media se sen­ taba erguida a la mesa de desayuno con un sentido de pro­ piedad disciplinada, la esencia del ritual del chocolate era fluida, informal y relajada”. No pocas pinturas contemporá­ neas muestran el chocolate servido en elegantes vasijas de plata a los lánguidos consumidores de la época, cubiertos por elegantes sábanas y cubrecamas, y rodeados de almoha­ dones. Mientras que el café tenía como propósito activar a quienes lo bebían, el chocolate señalaba el comienzo del “ocio del día cultivado cuidadosamente”.8 El chocolate se extendió hacia el este, de México al Pací­ fico. Pedro de Laguna llevó granos de cacao a las Filipinas en 1663, donde el chocolate ha sido desde entonces la bebida tradicional. En su tierra de origen, el chocolate, mezclado con azúcar y “otras especias”, menos caro que en Europa, se difundió rápidamente entre gran parte de la población euro­ pea y mestiza hasta convertirse en una bebida común, incluso entre la indigente población urbana de la ciudad de México. En 1800, “había muchas chocolaterías [...] era bebido en el desayuno, a la hora de la siesta y a la hora de acostarse”.9 La segunda bebida caliente, prácticamente indispensa­ ble para los habitantes de gran parte de Sudamérica en la

era colonial y actualmente un gran símbolo de la argeniinidad, no traspasó las fronteras de su patria americana. La yerba mate, conocida también como té paraguayo, es nativa de los litorales fluviales del Río de la Plata. Indispensable para las prácticas ceremoniales del pueblo prehispánico guaraní, su consumo se extendió después de la Conquista entre la po­ blación mestiza y blanca, llegando a Brasil, a la región andi­ na, a Chile y Argentina. Promovido en el siglo XVII por los jesuítas, siempre deseosos de obtener ganancias que les per­ mitieran sostener su empresa educativa y misionera, los mer­ caderes llevaban toneladas de mate río arriba hacia el centro minero de Potosí y, a lomo de muía, atravesando el Paso Upsallata, hacia Chile, donde antes era desconocido. Aun­ que de vez en cuando se toma como refresco frío o en tazas (llamado téjesuita), el mate generalmente se sirve caliente —justo antes de la temperatura de ebullición— en la honda de la calabaza, y luego se sorbe mediante la bombilla, que es por lo común un carrizo o un popote de plata.10 El mate se puede beber varias veces al día pero espe­ cialmente se toma en el desayuno y al caer la tarde. Desde sus comienzos indígenas, el mate ha sido una bebida comu­ nitaria que favorece la intensa convivencia, pero rara vez se consume en lugares públicos: no hay "salones de mate” o T‘casas de mate”. Pequeños grupos de personas se pasan la calabaza entre sí y toman sorbos con la misma bombilla, quizá en gran medida como los jóvenes que se pasaban amistosa­ mente un cigarrillo de marihuana en la década de los sesen­ ta. Todos los que escriben sobre el consumo del mate subrayan este rasgo. “Es difícil transmitir a quienes no dis­ frutan del mate el profundo sentimiento compartido ai pa­ sar el cuenco de mano en mano, sentimiento acentuado por utilizar siempre el mismo popote”. Esta práctica comúnmen­ te traspasaba las fronteras de clase y tenía el extraño efecto de subvertir las barreras de la sociedad colonial, “al unir a la gente más allá de sus diferencias”. En Chile, como en Río de la Plata, se convirtió, en efecto, en la bebida nacional duran­ te los últimos años del régimen colonial, cuando los ricos utilizaban elegantes objetos de plata y los pobres otros más

comunes de material vegetal.11 Los tés ordinarios traídos de Asia y el café fueron desconocidos en América Latina casi hasta el final del periodo colonial. Fluía todo tipo de bebidas alcohólicas en las socieda­ des coloniales, algunas importadas, otras de origen local. Muchas provenían de plantas importadas, como la caña de azúcar, o eran resultado de la destilación, técnica también importada de Europa en el siglo x v il Las bebidas alcohóli­ cas marcaron divisiones bastante claras entre el sector nati­ vo y ei europeo; sin embargo, mucha gente, particularmente las castas, pero también la categoría de los “españoles po­ bres”, participó de todas las posibilidades: lo que no era una tarea menor, pues un documento del siglo x v iii enumera setenta y ocho bebidas alcohólicas diferentes en México, des­ de el aguardiente hasta la zambumbia.12 La gran mayoría de la población prefería el pulque en México y la chicha en los Andes. El pulque, savia fermentada del agave, era una bebida venerada antes de la Conquista, lo que queda demostrado por la importancia de Mayahuel, dio­ sa del pulque, que ha sido representada en alguna ocasión como la madre de la derra con cuatrocientos senos. “La aso­ ciación con la feminidad divina se repite en el período colo­ nial con la Virgen de Guadalupe, que fue aclamada como la madre del maguey”. En tiempos prehispánicos, los aztecas hi­ cieron algún esfuerzo para limitar el consumo excesivo; sin embargo, el pulque se bebía ampliamente en toda la meseta como un elemento integrado a los días fesdvos, práctica que se mantuvo después de la Conquista en la medida en que el calendario cristiano proporcionaba más oportunidades para celebrar. Es fácil exagerar la capacidad de los aztecas para limitar el alcohol; de hecho, la naturaleza de su incipiente Estado les proporcionaba sólo un control limitado sobre la vida social de la parte central de México. En los primeros años de la Colonia, el pulque era un producto doméstico que ge­ neralmente se encontraba bajo el control nativo y más fre­ cuentemente del femenino; pero, hacia el siglo xviil, enormes haciendas de pulque, justo al norte de la ciudad de México y especialmente en el actual estado de Hidalgo, eran las princi­

pales productoras. En 1784, el consumo de pulque per cápita entre ios adultos alcanzó los 707 litros al año. Tal cifra, inclu­ so si suponemos un amplio margen de error, tendría que in­ cluir a personas de todo el espectro étnico. Sin duda, el bajo precio del pulque era difícil de resistir, incluso para aquellos a quienes gustaba sentirse españoles y aun cuando condena­ ran el pulque por sus desagradables características asociadas a la gente de baja condición.13 Las diferencias en el consumo alcohólico entre nativos y europeos se reforzaron por los rituales y la religión. En las fiestas prehispánicas, el pulque, el “agua del cielo”, era ofreci­ do a los dioses, y después de la Conquista se siguió asociando estrechamente con las “ceremonias de plantación y recolec­ ción, matrimonio, nacimiento, muerte y sanación”, Los pue­ blos nativos, antes y después de la Conquista, aparentemente lo bebían a menudo hasta quedar inconscientes; de hecho, la devoción se “medía por el grado de intoxicación”. Los espa­ ñoles en España, al menos en la opinión de observadores extranjeros, tenían cierta fama de abstemios: “Uno no podía hacerlos enojar más que acusándolos de estar borrachos”. Tal opinión no es precisamente compatible con .los relatos que tenemos sobre su comportamiento grosero durante los pri­ meros años en las Indias, pero parece que se sentían inclina­ dos a ver el consumo moderado de vino como un “símbolo de civilización y herencia católica”, así como “parte esencial de la alimentación”. Después de todo, el viiio fue honrado por el mismo Cristo como una bebida noble, tanto que El lo “eligió para transformarlo en Su más preciosa sangre”. Efpulque, por el contrario, era considerado por los españoles (que sin embargo lo bebían) como una bebida vulgar, sin refina­ miento, que aletargaba los nervios y provocaba estupor. Los españoles también valoraban, por lo general un ideal, pro­ veniente del Mediterráneo, de beber sobre todo a la hora de las comidas y de ser capaces de “soportar” el licor sin perder el control. Desde ese punto de vista, el consumo de pulque hasta llegar al punto del estupor “se consideraba bár­ baro, desagradable, ridículo y una mancha en el honor de un hom bre”. Los pocos indios, como un rico cacique de

Querétaro, que se sentaban a la mesa y bebían vino, les re­ sultaban más aceptables.14 La chicha, palabra taina de la que se apropiaron los espa­ ñoles para describir las bebidas alcohólicas en todas las In­ dias, pero que aquí significa chicha dejora, la cerveza de maíz peruana, ocupó una posición similar en los Andes. De gran uso en la era prehispánica, la chicha permaneció integrada a los rituales y ceremonias religiosas del periodo posterior a la Conquista y continuó siendo una de las bebidas más po­ pulares en la Colonia e incluso en nuestros días. En este caso, lo que inició como un producto doméstico, elaborado principalmente por mujeres, también se había convertido, hacia el siglo xviii, en un producto industrial en lugares como Cochabamba, procesado con técnicas europeas de molien­ da. Podemos notar, de paso, que las dos más importantes bebidas populares de la América nativa nunca se fusionaron y siguen sin hacerlo, aun cuando los ingredientes para pre­ pararlas estaban presentes tanto en Mesoamérica como en los Andes: la chicha no fue más allá de Panamá y el pulque no se extendió hasta el sur. Los españoles, como otros pueblos mediterráneos, be­ bían vino. El solo hecho de imaginar las técnicas de prepa­ ración del vino europeas y coloniales antes del final del siglo xviii puede producir escalofríos a los actuales consumido­ res. Prensado en barricas abiertas; fermentado en toscos barriles de madera o artesas de piedra; almacenado y trans­ portado en barriles con goteras o enjarras de barro y a me­ nudo trasladado en pellejos de cabra, el vino en los años de la Colonia debió ser casi siempre un brebaje maloliente, avi: nagrado y oxidado. Sin embargo, era un artículo esencial en la mesa de los españoles y de aquellos que aspiraban a tener gustos españoles. Increíblemente, en la primera fiesta para celebrar la Conquista de México, unas cuantas sema­ nas después de la caída de Tenochtitlán, Cortés se las inge­ nió para que hubiera uno o dos barriles de vino traídos a través de la sierra—uno se pregunta cómo lo lograron, ¿car­ gándolos sobre una camilla?, ¿sobre la espalda de los in­ dios?—, desde Ver.acruz, “de un buque que había llegado de

Castilla”. Igualmente asombroso es que al menos una doce­ na de españolas también estuvieron presentes en la fiesta. Bernal Díaz, quien escribió los hechos unos treinta años después, las nombra a todas. Salieron decididas a bailar so­ bre las mesas con losjóvenes.15 Durante los años de la Colo­ nia, el vino importado resultaba generalmente demasiado caro para el consumo diario, pero ciertamente se podía con­ seguir entre los mineros que tenían un alto nivel de vida en potosí y en Zacatecas, y en las casas de ía elite colonial, par­ ticularmente en Lima y en México. Los vinos europeos más baratos se filtraron incluso hasta la masa nativa y mestiza. Desgraciadamente, había pocos lugares en América don­ de creciera la vid (vitis vinifem). Ni los trópicos ni los altipla­ nos eran apropiados. Los primeros frailes tenían la firme intención de hacer vino a fin de que se redujera la necesi­ dad y la molestia de las importaciones para la misa, así como para su propio consumo. En el siglo xvi introdujeron una antigua uva negra conocida como mónica en Sicilia y en Es­ paña. En los siguientes siglos, esta vid prácticamente se ha­ bía extinguido en sus tierras de origen pero, transportada a través del Atlántico, cobró nueva vida dondequiera que las condiciones vitivinícolas fueron apenas apropiadas. La uva terminó por llamarse misión en México, chica aiolla en Ar­ gentina y uva delpaís en Chile. Los jesuítas extendieron esta uva hacia Baja California en el siglo xvii; es allí donde aún se produce el mejor vino en México, pero ahora se distin­ guen diferentes variedades. El clima mediterráneo de la parte central de Chile den­ tro de una latitud equivalente a la de las grandes regiones productoras de uva de Europa era ideal, y sus pobladores produjeron un vino apenas bebible con las uvas del país. En 1578, durante su viaje de circunnavegación, la tripulación, de tosco paladar, de Francis Drake logró conseguir unas cuan­ tas botellas en Valparaíso. Lo encontraron perfectamente aceptable. Los valles de lea y de Pisco en la costa peruana y de Arequipa, un poco más alto, así como la actual provincia de Mendoza, al pie de los Andes en Argentina, producían unos cuantos miles de botellas devino de calidad indiferente,

cuando no atroz. En todo el hemisferio occidental, sólo en Chile y en ia actual Argentina todas las personas se han con­ vertido en bebedores de vino, sin duda debido a la alta calidad del producto local, pero también por su identificación con la cultura hispánica. En la Argentina actual, por supues­ to, los inmigrantes de Italia y de España trajeron consigo su cultura amante del vino.16 Los europeos introdujeron también técnicas de desti­ lación y pronto comenzaron a proveer “aguardiente” fuer­ te; al principio produjeron un volumen bastante pequeño a partir de la caña de azúcar y más tarde a partir de las uvas de la costa peruana. El testamento de 1613 de un tal Pedro Ma­ nuel, quien dejó a su esclava barricas de aguardiente y un gran caldero de cobre en el que ella podría preparar más, proporciona la primera referencia de lo que llegó a ser co­ nocido como pisco. Casi al mismo tiempo comenzaron a aparecer burdas destilerías por toda América, incluyendo aquellas que produjeron el primer ron en Barbados en la década de 1620.17 En los altiplanos de México, destilados a partir de los corazones cocidos de varias especies de maguey, se produjeron todo tipo de mezclas de aguardiente, el más duradero de los cuales ha sido el mezcal, particularmente el mezcal tequila, llamado de ese modo en honor del pequeño pueblo cercano a Guadalajara. Estas bebidas embriagantes, baratas y poderosas, atraían especialmente a los desarraiga­ dos que encontraban refugio en los barrios populares de las nuevas ciudades, o a los buhoneros, conductores de muías y campesinos locales que llegaban a las ciudades precisamen­ te por las oportunidades que les ofrecía escapar de la rutina cotidiana. En una práctica que resulta conocida a cualquie­ ra actualmente, el Estado español emitió un decreto en con­ tra de la ebriedad al mismo tiempo que encontraba en el impuesto al alcohol una irresistible fuente de ganancias. Muchos españoles en la España del siglo xvi habían adquirido el gusto por las bebidas frías. El curioso trabajo de Nicolás Monardes, Libro que se trata de la nieve y sus prove­ chos, publicado por primera vez en 1571, muestra que la nie­ ve empacada se utilizaba comúnmente para enfriar el vino y

el agua por toda Europa; vendida en Constantinopla a todo lo largo del año, se utilizaba por gente importante como “los empresarios, aquellos que tienen tanto que hacer, y aquellos que caminan mucho”. Monardes pensó en ésta como un re­ medio para los nervios malos, los problemas estomacales y las enfermedades del hígado; en síntesis, ésta era buena para cualquier dolencia que lo aqueje. Siguiendo la práctica de los reyes moriscos, la nieve, empacada en paja, era llevada a tra­ vés de unas seis leguas desde la Sierra Nevada a la ciudad de Granada. Monardes, que era sevillano, se queja de que su propia ciudad no tenía nieve y, por ello la gente padecía durante el cálido verano por no poder disponer de bebidas frías. También en Madrid, en los tiempos de Felipe II, el hielo y la nieve se transportaban desde una distancia de 64 kilómetros; se almacenaban en “pozos de nieve” en la ciu­ dad y se vendían durante el verano “cuando las bebidas frías y los sorbetes estaban en boga”,18 No he visto ninguna indicación de que los pueblos prehispánicos en Mesoamérica ni en los Andes estuvieran inte­ resados en las bebidas Mas. Pero una vez que estuvieron bien establecidos en las Indias, los españoles centraron su aten­ ción en el problema del hielo en los trópicos. Para fortuna de ellos, tanto en Perú como en México, elevados picos eter­ namente cubiertos de nieve se elevaban sobre el cálido pai­ saje. Aprovechándose de una práctica que para entonces ya era floreciente, el Estado colonial hizo de la nieve un mono­ polio de Estado en Lima en 1634 y en México en 1719, que reportaba a la Corona una modesta ganancia anual de 25,000 a 30,000 pesos anuales. En México, el hielo enfriaba las be­ bidas de los ricos y se empacaba en hieleras para preservar los alimentos de quienes podían pagarlo, como los jesuítas en su magnífico convento de Tepozotlán, a unos 48 kilóme­ tros al norte de la ciudad de México. Los derechos para proveer de hielo glacial a los elabo­ rados banquetes o para enfriar “ante con ante”, los vinos sabores indispensables para el placer de las damas limeñas, eran concesionados. Los concesionarios, a su vez, apelaban al Estado para conseguir trabajadores. En la provincia de

Huarochirí, de Lima, conseguían indios a través del sistema de trabajo forzado llamado mita. Asignados al concesiona­ rio pero bajo la supervisión de capataces negros, lograban llegar a los reinos nevados, cortar el hielo y empacarlo en paja (como en Granada) y bajar apresuradamente la pen­ diente rocosa hacia Lima antes de que el fruto de su trabajo se derritiera en sus espaldas. La mita de hielo “era la más odiada ente todas las formas de trabajo forzado”. El monopo­ lio del hielo y de la nieve de la Corona duró todo el periodo colonial, incluso hasta 1815, cinco años después del inicio de la batalla por la independencia de México.19 La separación de España no disminuyó el gusto por el hielo en aquellos que podían pagarlo. En la primera mitad del siglo XIX, un emprendedor negociante, Frederick Tudor, organizó un comercio floreciente que transportaba el hielo proveniente de los lagos de Nueva Inglaterra en los contenedores de los buques que iban a Calcuta, Ceylán y Hong Kong, y hacia el Caribe y Río de Janeiro. Parece que madame Calderón de la Barca consideró que la fácil dispo­ nibilidad del hielo en el “sofocante” calor de La Habana en 1839 era algo completamente natural. El comercio de hielo continuó hasta el último tercio del siglo xix, cuando la refri­ geración mecánica y la producción de hielo se hicieron gradualmente accesibles. Aun así, el hielo siguió siendo raro en los trópicos. La primera frase de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, narra el recuerdo del coronel Aureliano Buendía, "aquella tarde remota” en la cálida costa co­ lombiana, “en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.20 Muchos observadores, incluso viajeros europeos acos­ tumbrados a los excesos del antiguo régimen, observaron la enorme diferencia entre la austeridad cotidiana de la mayor parte de la población y los espectaculares banquetes de espa­ ñoles y criollos en las capitales coloniales de Quito, Lima, Potosí y México, así como los despliegues de generosidad que con frecuencia terminaban en franca glotonería. De hecho, la comida y la bebida sencilla y austera eran la regla de la vida cotidiana, incluso entre la elite colonial, excepto en los (frecuentes) días de fiestas cristianas y ceremonias ci­

viles. Quizá la tradición comenzó inmediatamente después cié la caída de Tenochtitlán. Ya hemos visto que desde los primeros días de la ocupación europea se realizaban enor­ mes festines, tan burdos e irrestrictos que escandalizaron a algunos de los mismos participantes. El desordenado festín de Cortés en 1521 parece haber consistido principalmente en cerdo asado y barriles de vino. Es difícil imaginar que los aliados tlaxcaltecas, presentes en la ocasión pero colocados a cierta distancia del evento principal, no proporcionaran una cesta de tortillas calientes. Pero no hay mención de ellos ni de ningún otro alimento nativo. A lo largo de los siglos de la Colonia, la cocina ibérica fue filtrándose desde las principales ciudades a los campos mineros y a los enclaves españoles en el campo. Los cocine­ ros aprovecharon los ingredientes locales en recetas familia­ res; el cocido, por ejemplo, platillo característico de la cocina española, incorporó las papas andinas y el maíz para crear los sancochados y las cazuelas, incluso el esencial pescado, crudo de Perú, aparentemente indígena, preparado como ceviche, no es concebible sin el jugo de limones o de naranja agria importados. De hecho, puede ser que la palabra misma deri­ ve del árabe sebech, que significa “comida ácida”. Las órdenes de monjas y las jovencitas cuya educación estaba a su cargo enriquecieron también la vida culinaria de las colonias ame­ ricanas. Famosas por sus exquisitos pasteles y dulces, también fueron conocidas, en medio de sus votos de austeridad, por los elaborados banquetes servidos a importantes visitantes u oficiales coloniales. Los frailes también sacaban el tapete rojo. El glotón y dispéptico Thomas Gage, por ejemplo, pasó cinco meses en el convento carmelita de San Jacinto, cerca de la ciudad de México. Reporta que su estómago imploraba ince­ santemente por comida a pesar de la diaria ingestión de todo tipo de pescados y carnes. Cada lunes, docenas de cajas de dulce de membrillo, mermelada, frutas y pasteles llegaban a la puerta. Ninguna, sin embargo, satisfacía su hambre. Orde­ nes de monjas en los nuevos conventos que se establecieron por todas las colonias a mediados del siglo xvi no sólo instru­ yeron a las niñas bien —es decir, las hijas criollas y algunas

mestizas de la elite colonial— en las artes culinarias, sino que también inventaron platillos en los que mezclaban ingredien­ tes europeos y nativos, como los chiles en nogadao el molepobla­ no, que se convertirían, ambos, en los platillos mestizos por excelencia de la actual cocina mexicana.21 En medio del esplendor barroco de Lima y México en el siglo xvil, y de los sistemas de trabajo forzado que crea­ ron, la elite criolla ganó una legendaria reputación de exce­ so y despliegue tan egregios que la Corona emitió incluso una serie de decretos reales (imposibles de observar) en contra del “gasto superfluo” que los criollos despilfarraban en fiestas ofrecidas a sus propios oficiales. Los virreyes de Lima y de México, representantes directos del rey, llevaron ía práctica del antiguo régimen de ceremonias y fiestas a través del Atlántico hasta el Nuevo Mundo, con lo que_prpporcionaron modelos irresistibles para todos los que aspira­ ban a “vivir como reyes”. Alrededor de sus cortes y rituales se forjaron las nuevas modas y rutinas de despliegue gastro­ nómico.22 Las vistosas fiestas de bienvenida comenzaban con la llegada de un nuevo virrey a los puertos de Veracruz o del Callao y continuaban hasta su entrada triunfal en la capital. Cualquiera que estuviera familiarizado con las visitas mo­ nárquicas por las provincias de Inglaterra, Francia o España en los mismos siglos, reconocía rápidamente esta práctica. En 1696, el conde de Moctezuma y Tula pasó por la ciudad de Puebla en su camino hacia México, acompañado por 199 parientes, una horda de asistentes y sirvientes, entre los que había 16 cocineros y una docena de pasteleros. Los invita­ dos permanecieron durante 36 días. El asombrado y minu­ cioso cronista de esta visita registró que el grupo fue capaz de ingerir 306 ovejas, 100 cabras, 18 reses, dos venados, 40 lechones, 12 pares de pichones, 80 lenguas de res, 23 jam o­ nes, 600 pollos, 100 gallos y 48 pavos locales, junto con pes­ cado, un barril ele vino tinto y 26 barriles de vino blanco. Esta comida más bien carnívora era acompañada por dul­ ces, chocolate y pasteles.23 La imagen de tan espectacular festín, en una escala menor, se reproducía en los banquetes ofrecidos dentro del

delgado estrato de los prósperos propietarios criollos, los operadores de minas y los mercaderes, la mayoría de los cuales construyeron sus residencias urbanas cerca de la pla­ za mayor, donde se codeaban con los ricos peninsulares y criollos. Su ostentación y su despilfarro no estaban limita­ dos a sus compañeros magnates; su generosidad se extendía ocasionalmente a sus propios trabajadores, criados y com­ parsas. Todo era parte del ethos del “gran señor de tierras e indios” incluso si, como a menudo era eí caso, tal generosi­ dad acaecida en un domingo, por decir, suponía economi­ zar el resto de la semana. Es una de las aparentes ironías que, a pesar de la gran variedad de nuevos animales y plantas introducidos desde Europa, Africa y Asia, el poder colonial haya empobrecido el régimen nutricional de las decrecientes poblaciones de hom­ bres y mujeres que seguían pensándose, o eran considera­ dos, indios. Muchos asentamientos nativos se encontraban lejos deí paso de la intrusión europea y, consecuentemente, sus residentes no quedaron atrapados en los regímenes de trabajo forzado ni fueron arrastrados hacia las órbitas urba­ nas de los nuevos pueblos y ciudades. Entre quienes queda­ ron al margen estaba el pueblo principalmente nómada de la frontera norte de México, los residentes de los pueblos zapotecas en Oaxaca, los granjeros mayas en el actual estado de Chiapas o en el altiplano guatemalteco, así como los pue­ blos andinos marginados de la economía minera del Perú, los chiriguanos de lo que hoy es Bolivia o los indomables araucanos del sur de Chile. Ninguno de ellos quedó entera­ mente intacto por el avance europeo, pero la mayoría fue­ ron incapaces o no estuvieron dispuestos a alterar demasiado sus regímenes alimentarios. Es probable que los principales productos indígenas, la papa y el maíz, por ejemplo, aportararTimá mayor ingesta calórica afínes del periodo colonial e incluso a principios del siglo xx de la que proporcionaron en los primeros años posteriores al contacto europeo. Los criollos —aquellos que se pensaban blancos o que eran blancos o que querían ser vistos como blancos— se es­ forzaban, a través de lo que compraban, porque los asocia­

ran con los españoles —con quienes se resentían a menu­ do— y a diferenciarse de las razas mezcladas a las que más tarde aspiraron dirigir. La emergente población mezclada, desde la frontera del norte de México hasta Chile, aceptó más fácilmente los ingredientes del nuevo universo alimentario, como los ocasionales cocidos de res o de puerco, el verdade­ ramente omnipresente pollo y las habas, sumándolos a los principales elementos de la alimentación ancestral. Combi­ naron estas importaciones con tortillas de maíz, fríjoles, chi­ le, pulque, papas, ají, chicha y coca, hasta producir un régimen alimentario híbrido. Incluso ese platillo tan aparentemente fundamental que es el mole poblano tiene más ingredientes de procedencia europea y asiática que mexicana. Entre las fronteras inevitablemente difusas y superpues­ tas que separaban a los estratos europeos de los nativos, emergieron las poblaciones mezcladas que llegarían a cons­ tituir las nuevas repúblicas en los siglos XIX y XX. Éstas fue­ ron las principales portadoras de una cultura material híbrida. Al principio eran comprensiblemente ambivalen­ tes respecto su identidad; los estratos, tanto los de arriba como los de abajo buscaron, en parte a través de lo que co­ mían y del modo como lo hacían, encontrar la manerajde avanzar por un laberinto de significados culturales. Los ali­ mentos, las comidas y las formas de comer y de beber pro­ porcionaban un aspecto de la identidad cuestionada; las telas y la vestimenta, otro. La tela y la vestimenta De nuestras tr es categorías fundamentales de cultura mate­ rial, la vivienda es la que cambia más lentamente. Ya sea por los escasos recursos o por cuestiones de gusto, la gente tien­ de a ser conservadora también con la alimentación. En cam­ bio, la vestimenta es otro asunto. Sin duda el cambio en el vestido fue más lento en la América Latina colonial que en nuestro mundo actual, enloquecido por la moda; sin em­ bargo, casi en todas partes se recibía la influencia del nuevo diseño de los vecinos, se observaba el vestido de la gente en

la misa y se elegía entre nuevos listones y adornos exhibidos enJnnumerables puestos de mercado. El juicio altanero de Fernand Braudel de que “ser ignorante de la moda era el destino de los pobres de todo el mundo [...] sus vestidos, hermosos o hechos en casa, siguen siendo iguales” parece, en gran medida, una perspectiva distante,24 Más de cerca, hay evidencia de constantes innovaciones y adaptaciones con­ forme aparecieron nuevas técnicas, nuevos géneros, nuevos tintes o nuevos detalles decorativos. Estos cambios pueden ser tan sutiles como la expansión o la contracción de las alas del sombrero masculino o el empleo de aretes de plata y de collares de conchas, o tan evidentes como los cascos del si­ glo XVI que adoptaron los hombres tarabuqueños en la ac­ tual Bolivia o el cambio global de la lana al algodón de muchos sectores populares en el siglo xviii. George Foster, cuyo libro Culture and Conquest es uno de los pocos estudios sistemáticos de la cultura material en la América Latina colonial, insiste en que la opinión con­ vencional de muchas personas sobre la cultura folclórica y campesina es fuertemente conservadora y cambia poco de un siglo a otro, y proporciona “una imagen absolutamente falsa de las formas de vida rurales tradicionales”. Más bien, la gente está “fuertemente motivada al cambio por influen­ cias que emanan de la ciudad [...] esto es, las modas y cos­ tumbres [...] se filtran [...] hasta el nivel del proletariado y el campesinado [.,.] a pesar de modificarse para conformar­ se a los patrones locales”. La motivación “es el prestigio, el proceso de imitación”. Continúa diciendo que “la ropa — en tanto símbolo visible— es una de las categorías cultura­ les más importantes en las que funciona este proceso”.25 El cambio en la cultura material de la América Latina colonial tuvo ramificaciones económicas y sociales. Además de la comida y la bebida y de su impacto en el cambio agríco­ la, quizá, esto puede apreciarse en la vestimenta y en la pro­ ducción textil, así como en la determinación de la Corona española por reordenar el espacio urbano y rural. La nueva moda en la vestimenta requirió de importacio­ nes del extranjero y de nuevos modos de producción en el

hogar, los que a su vez tuvieron efectos de iargo alcance en la vida colonial. En un famoso pasaje, Adam Smith extrae las consecuencias de la demanda de un abrigo de lana. Es, señala, “resultado del trabajo conjunto de una gran multi­ tud de trabajadores. El pastor, el que selecciona la lana, el que la escarda, el que la tiñe, el que la peina, el que la hila, el que la teje, el que la limpia, el sastre y muchos otros de­ ben conjugar sus diferentes artes a fin de completar incluso este producto casero”.26 Lo mismo ocurría en las Indias. El producto de los textiles coloniales creó una exorbitante de­ manda de trabajadores especializados que afectó a los al­ deanos de todas las zonas clave de las Indias. Los invasores europeos introdujeron no sólo nuevas he­ rramientas y equipo sino también animales lanudos que no existían hasta entonces en sociedades indígenas famo­ sas, con justa razón, por sus abundantes y a menudo exquisi­ tos textiles; en el caso de los Andes, estos anim ales complementaron a los camélidos, que desde hacía mucho proveían de lana a los habitantes de los altiplanos y los va­ lles. Un solo objeto, la hoja de acero, debe haber revolucio­ nado la vida de los pastores andinos, cuyas técnicas precolombinas para separar el pelo de la alpaca debieron ser dolorosas tanto para el animal escardado como para el escardador. Nuevas variedades y formas de trabajar la fibra del algodón y la tela permitieron a los europeos ampliar las posibilidades de comodidad y presentación de las personas en toda América. Casi en todos los lugares donde los europeos entraron en contacto con los pueblos nativos, encontraron hombres y mujeres que hilaban y tejían telas. En ausencia de la rue­ da, utilizaban el huso y, de México a Perú, el rudimentario telar tradicional. Con este simple equipo, los antiguos teje­ dores andinos producían algunos de los textiles más com­ plejos y suntuosos que jamás el mundo haya conocido. También es cierto que el telar tradicional limitaba el ancho de la tela a cerca de 81 cm y las tasas de producción eran bajas. Debido a la falta de información sobre el periodo precolombino o colonial, los cálculos se hicieron a partir de

Figura 3.2. Telar de cintura, Guatemala, en la década de los cuarenta. Éste es el telar de un típico hogar desde la época prehispánica hasta nuestros días. Cortesía: Latin American Library, Universidad de Tulane, Nueva Orleans.

la práctica de nuestros días. Un estudio reciente revela que con la tecnología tradicional un tejedor requería de siete a nueve días para producir poco más de noventa centímetros cuadrados de tela de algodón. Cuando todos los miembros de un hogar contribuían a las diversas operaciones previas al tejido —limpiar el algodón, golpearlo, cepillarlo e hilarlo, por supuesto todo a mano—, producían entre cuatro y seis metros cuadrados a la semana. No es de extrañar que fuera tan preciado. Incluso, en el mundo relativamente más abun­ dante de Pennsylvania en el siglo xvm, las telas y la vestimen­ ta representaban los únicos objetos del hogar que suponían grandes gastos a la mayoría de las familias.27 En México y Perú, grupos especializados de mujeres tejían distintos tipos de tela logrando de este modo cierta economía a escala. Después de las dos primeras décadas de la Colonia, ios europeos trajeron a América telares de pedal, escardas, rue­ cas y otros artefactos para la manufactura de la tela de lana

que estimularon la división del trabajo y “permitieron gran­ des aumentos en el resultado”, una vez que los trabajadores se organizaron en talleres bastante grandes, que llegaron a ser conocidos como obrajes. Estos aparecieron en los virreinastos de México y Perú, dondequiera que un mercado justifica­ ra la inversión, donde hubiera ovejas cerca y los trabajadores pudieran ser atraídos o coercionados. Los obrajes más efica­ ces requerían de agua corriente para hacer trabajar a las hilanderías, rasgo que tuvo una influencia importante para determinar su ubicación. Consecuentemente* los obrajes se concentraron en el Valle de México, el Bajío y la región Puebla-Tlaxcala, así como en los altiplanos ecuatorianos y cerca del Cuzco. Estos eran propiedad de inversionistas privados, de las órdenes religiosas y, al menos en Ecuador, de las co­ munidades indígenas. La demanda de algodón y de lana desembocó en un aumento de plantaciones en las zonas de clima cálido y en la propagación de ovejas a lo largo del territorio del Virrei­ nato de la Nueva España y hasta el altiplano, o en las regio­ nes templadas de Sudamérica. Cuando hicieron su aparición, las ovejas castellanas se adaptaron fácilmente entre los pe­ ruanos, acostumbrados a la economía pastoril. Las ovejas también se aceptaron con bastante rapidez en Mesoamérica, extendiéndose hacia el Bajío en el norte y, finalmente, en el siglo xvin, hasta lo que hoy es Arizona y Nüevo México. Con el establecimiento de talleres textiles, la lana se incor­ poró a la vestimenta mesoamericana, como había ocurrido con la lana de alpaca siglos antes en los Andes. Si bien los consumidores adoptaron gradualmente nuevos diseños y colores de textiles de lana y de algodón, la tecnología de producción de los obrajes quedó congelada en los procedi­ mientos originales del siglo xvi. En medio de los cambios revolucionarios de la producción textil que tuvieron lugar en el noroeste de Europa e incluso en Cataluña, no hay evi­ dencia de que los obrajes americanos —incluso un estable­ cimiento de la envergadura del molino de San Ildefonso, propiedad de jesuítas, cerca de Ambato (Ecuador), que empleaba a más de cuatrocientos trabajadores— hubieran

Figura 3.3. Exvoto de San Miguel en un Obraje Textil 1740. Los españoles establecieron talleres textiles de lana y algodón por toda la América his­ pánica a comienzos del siglo xvi. Fuente: Pintura de Carlos López, Co­ lección Museo Sumaya. Fotografía de Rafael Doniz. Cortesía de Fomento Cultural Banamex, A.C.

introducido más que un mínimo cambio tecnológico a lo largo de tres siglos de poder colonial. K1 obraje colonial tam­ poco eliminó los telares de casa y el pequeño taller, que si­ guieron siendo paralelos, y gracias a cuyo uso decenas^de miles de productores nativos adoptaron algunos rasgos de las técnicas importadas aunque continuaron empleando tam­ bién el huso y el telar tradicional de sus ancestros. Los obra­ jes interactuaban a menudo con la producción campesina, pues se adquiría estambre de innumerables hiladores domés­ ticos a través de un sistema “de distribución” que parece si­ milar al de la protoindustrialización de los Países Bajos en el siglo xvii. Por ese motivo, el trabajo de obraje se efectuaba en ciertas temporadas en la medida en que los pobladores cultivaban sus granos durante la estación de crecimiento y cosecha y luego, reticentemente y a menudo bajo coerción, se incoporaban el resto del año a los talleres de obraje, uno de los lugares de trabajo más degradados y oprimidos en las colonias.28 Debido al alto precio del pasaje marítimo a Perú (lo que requería cruzar Panamá por tierra) —ó el viaje de Sevi­ lla a Veracruz e incluso más lejos—, sólo los textiles finos con un alto valor relativo al peso o al volumen fueron capa­ ces de soportar los costos de transporte. En consecuencia, los costos de transporte marítimo ofrecían protección a los empresarios coloniales. Pero, por norma, los propietarios de obraje generalmente vendían sus telas de lana más burda dentro del pequeño radio del mercado regional. A su vez, chorrillos menos eficientes y más pequeños, alejados de los puertos, fueron capaces de abastecer un mercado más redu­ cido y aislado. Las telas fabricadas localmente circulaban en mercados localizados en las cercanías, lo que daba trabíyo a hiladores y tejedores locales, que a menudo combinaban el trabajo textil con la agricultura. El pequeño distrito de Belén, a doce días en muía des­ de Salta, y a cinco días desde Gajamarca, ubicado en lo más profundo del centro de lo que es hoy Argentina, proporcio­ na una encantadora imagen de vida provinciana modesta­ mente exitosa. Fundado en 1678 por un puñado de artesanos

emprendedores y encomenderos rústicos (una de las enco­ miendas tenía un sólo indio tributario) y aislado por la con­ tracción de los circuitos de comercio colonial, el pueblo de Belén, protegido por los altos costos de transporte maríti­ mo con que se gravaban los géneros de importación, co­ menzó a fabricar textiles para su propio consumo y para el mercado local a partir de la lana de las ovejas, vicuñas y lla­ mas del lugar. Sus pobladores hablaban quechua; de hecho, en 1691, el sacerdote local fue transferido porque no sabía la lengua y, “con gran escándalo y en peijuicio del pueblo”, escuchaba las confesiones mediante la participación de un traductor. Las mujeres hilaban y tejían mientras que los hom­ bres fabricaban sombreros y zapatos, cargaban la leña y con­ ducían muías. Paia la década de 1770, esta industria artesanal mantenía un asentamiento modesto con unos cuantos veci­ nos prósperos. En la casa de uno de ellos, un tal Juan de Castro, vivían su esposa e hijo junto con diecinueve depen­ dientes y dieciséis comparsas. Otro tenía esposa e hijo, “su esclavo”, un dependiente y su esposa, su suegra y, “entre so­ brinos y nietos, doce más”. Para fines del siglo xviii, con el desarrollo del puerto de Buenos Aires y el subsecuente reor­ denamiento de las rutas comerciales (antes de esto, Belén miraba hacia el noreste, hacia Potosí y Lima), comenzaron a ingresar al asentamiento textiles importados, venidos de España e incluso de Italia y Holanda, como parte de un pro­ ceso industrial mayor que atiborró a los productores texti­ les andinos con telas de mejor calidad y precios más bajos.29 El comercio textil colonial fluyó con mercados segmen­ tados: había un mercado pequeño pero lucrativo para los textiles de lujo que provenían de Europa, la producción doméstica satisfacía gran parte de las necesidades locales —como lo hemos visto en Belén— y los productos de obraje abastecían al resto. En el caso de la Nueva España, los obra­ jes representaban cerca del cuarenta por ciento del total del mercado textil. En raros casos, la mejor tela de obraje com­ petía con la importada en el mercado interregional. Por un tiempo, en el siglo xvi, antes de que la Corona prohibiera el comercio, productos de lana de Puebla (México) alcanza­

ron los mercados peruanos. Las lanas finas de Quito tam­ bién se comerciaban a todo lo largo del "espacio andino”, lo que fomentaron en particular los ricos de Potosí, pero éstas se vendían en lugares tan distantes como la región central de Chile. Sin embargo, a mediados del siglo xvih, cuando bar­ cos de mayor catado rodearon el Cabo de Hornos para evitar el cambio de embarcación al atravesar Panamá, los ahora an­ ticuados obrajes, especialmente aquellos que producían lana, fueron incapaces de sostener la competencia con la crecien­ te ola de importaciones europeas ni con las miles de indus­ trias de algodón revitalizadas por el capital mercantil. Los obrajes susbsistieron hasta principios del siglo xix, sin hacer nunca la transición a textiles industriales.30En parte, la decli­ nación de los obrajes también siguió el giro en ciento ochen­ ta grados que experim entaron las preferencias de los consumidores en casi todas partes, al algodón, más barato, más cómodo y más fácil de lavar que la lana. Casi desde el inicio del régimen español en América Latina, y ciertamente para la época en que los diversos es­ tratos étnicos comenzaron a asentarse, las telas y la vestimenta se convirtieron en un asunto cultural. En 1593, en uno de los mayores centros textiles coloniales de Quito, un infor­ mante anónimo reportó a la Corona que "los caciques y los indios de esta provincia quieren imitar a la ‘nación españo­ la’”. Tanto como pueden, disfrutan del uso y de la forma españolas, “se visten, particularmente en los días de fiesta, con camisas de fantasía y pañuelos de seda”. Pero, entonces, “como ocurre a menudo con los subordinados, las autorida­ des locales los desnudan, les quitan sus vestidos y les dicen que sólo deben usar algodón”.31 Más de un siglo después, conforme las variedades de algodón se habían vuelto signos aún más sutiles, Jorge Juan y Antonio Ulloa captaron con precisión el significado social de la vestimenta en sus obser­ vaciones, derivadas de habitar varios años en Ecuador, a fi­ nes de la década de 1730. Los pantalones de algodón blanco, promovidos por la Iglesia en el siglo XVI en nombre de la decencia, eran ahora comunes. De corte amplio, llegaban a la pantorrilla y se los acompañaba con un tipo de camisa

que parecía saco y un capisayo o poncho de lana burda. Jun­ to con los sombreros y las sandalias locales, eran usados por todos los indios. Para todos los demás, especialmente en las vanadas categorías de razas mezcladas y las cambiantes cla­ ses, los cambios en la moda eran sumamente importantes. Los habitantes del Quito colonial, como en otros lugares, parecían atrapados en una batalla encarnizada por el status y la identidad a través de sutiles pero distintivas diferencias en la vestimenta. Esto comeñzo'cdrT los Indios que gozan alguna mas conveniencia, y particular­ mente los Barberos, y Sangradores fe cliftinguen en algo de los otros, porque hacen los Calzones de un Lienzo delga­ do; ufan Camifa, aunque fin Mangas; y del cuello de efta fale para á fuera un Encage de quatro dedos, ó mas de an­ cho, que da vuelta todo alrededor, y cae fobre la Camifeta negra tanto en el Pecho, como fobre los Hombros, y Efpaldas á manera de Babador; ufan Zapatos con Hevillas de Plata, ü Oro.

Para el indio andino, el peinado parecía tan importante como el vestido: y es para ellos la mayor ofenfa, que fe les puede hacer, el cortarles el Pelo, lo mifmo á Indio, que á India: tienenlo por afrenta, y cofa injuriofa, de modo, que no quexandofe de ningún caftigo corporal, que en ellos executen fus Amos, no les perdonan efte. Afsi folo eftá permitido el imponerlo como pena, en delitos graves.32

Por otro lado, “todos los mestizos cortan su cabello a fin de marcar su distancia de los indios”. Los mestizos, en general, se distinguían por usar tela más barata que la de los criollos o españoles, indudablemente producto de obrajes locales. Juan y Ulloa observaron que “la vestimenta de los mestizos es toda de tela local de color azul”. Se trata de la misma lana azul teñida con índigo según parece, disponible a todo lo largo del territorio desde el norte de México hasta los An­ des. Sin embargo, tanto como les era económicamente posi­

ble, los mestizos se esforzaban, por medio de encajes y ador­ nos de plata y oro, por acercarse a los estilos españoles. Las mestizas se esforzaban por vestir de la misma manera jju e las españolas, aun cuando no podían igualárseles en la ri­ queza del material. Los zapatos, en tanto opuestos a las san­ dalias, también permitían a los caciques establecer una diferencia con los indios comunes. Los caciques ecuatoria­ nos usaban esencialmente el mismo estilo de capa y de som­ brero que los mestizos más ricos, pero nunca aparecían en público sin zapatos, ‘Tiendo efta toda la diferencia de ellos á los Indios vulgares".33 Las rivalidades políticas y sociales entre los españoles nacidos en Europa y los nacidos de América se expresaban en los detalles más sutiles en la vestimenta y el adorno. “La gente de fortuna [en Quito] afecta gran magnificencia en su vestir al usar muy comúnmente los tejidos más finos de oro y plata”, indudablemente importados. En las estilizadas diferencias en el vestir y el comportamiento representadas en varias pinturas de “castas” que aparecieron en el siglo xviH difícilmente se puede distinguir alguna entre los espa­ ñoles americanos y los peninsulares. Sin embargo, más de un oficial borbón se quejó de la vanidad y la ostentación criollas, y varios observaron que la elite local había comen­ zado a adoptar, a mediados del siglo xviii, el estilo parisino. Todo el mundo coincide en la opulencia y ostentación del vestido de la elite colonial; incluso observadores como Amedée Frezier o Alexander von Humboldt, familiarizados con los estilos de las capitales europeas, quedaron asombrados por la riqueza de la ropa, y especialmente por el atuendo femenino, en las capitales virreinales.34 La Corona y la Iglesia trataron —aunque era predeci­ ble su fracaso— de persuadir a los sujetos coloniales para que observaran la “decencia" y usaran ropas apropiadas a su condición. En abril de 1678, por ejemplo, el obispo de Mi­ choacán se enfrentó al hecho de que no sólo la vestimenta era “de escasa honestidad” en su diócesis: estaba escandali­ zado de que lo mismo la gente común que los nobles vistie­ ran seda y otros textiles caros y que ambos “usaran joyería

de oro, plata y perlas”. Este “desorden” es incluso peor entre las mujeres, y especialmente entre las negras y mulatas. Una medida de la frustración de la Corona se puede apreciar en un decreto real de 1725 al virrey de Perú, quien señalaba que, dos años antes, una orden colocada bajo la arcada de la Audiencia o Suprema Corte de Lima que había determina­ do “moderar el escandaloso exceso de los vestidos que usan negros, mulatos, indios y mestizos de ambos sexos” tuvo poco efecto. Peor aún, dos esclavas propiedad del conde de To­ rres, juez de la misma corte, habían arrancado la orden de la pared. El decreto real exigió que se repitiera la orden y, de volver a ser ignorada, debería proceder la ley... ¡en contra de los sastres que hacían los vestidos! El capitán Jean de Monségur, agudo observador del comercio y de la sociedad del México de principios del siglo xviii, creía que las criollas también eran dadas enormemente a "un exceso de desplie­ gue y ostentación” en su vestir pero, de hecho, las “mestizas, indias, mulatas y negras” eran aún “más adictas a todos estos tipos de pasiones”.35 En la mente de los oficiales de la Corona y de los cléri­ gos, un mundo ordenado requería de cierta jerarquía. No sólo los grupos étnicos específicos debían tener obligacio­ nes y privilegios específicos, sino que los bienes y mercan­ cías en América también debían reflejar y contribuir a mantener las divisiones de la sociedad colonial. Las regla­ mentaciones suntuarias, sin embargo, así como también la legislación colonial, eran inevitablemente declaraciones de principios, metas a ser alcanzadas, más que leyes obligato­ rias. Muy poco podemos inferir de los documentos sobre la práctica colonial, pero éstos sugieren una común ansiedad a las tensiones y conflictos entre los diferentes grupos so­ ciales. La comida, la vestimenta, los adornos y la vivienda eran indicadores, en todas partes, de status y poder, y las violaciones a sus usos causaban inquietud entre las fuerzas del orden. No necesitamos más que pensar en los decretos de nuestra propia sociedad en contra, digamos, del body piercing, o en las reglas que prohíben el vello facial en ciertos equipos de béisbol. Sin embargo, nuestras “leyes suntua-

rías” no limitan el consumo; nos exigen vestir “bien”: “Sin camisa, no hay servicio”. En sus esfuerzos por mantener las divisiones sociales mediante decreto o por regular el consumo, la administra­ ción española luchaba contra la corriente. Para la última épo­ ca colonial, el prom etedor amanecer —o el presagio de tormenta— de la producción capitalista (dependiendo de si uno era un beneficiario o una víctima del sistema) y la "revo­ lución del consumo” en el noroeste de Europa ya estaban en el horizonte. En la misma América Latina, la recuperación demográfica —el florecimiento tardío de una Edad de Plata en México y el aceleramiento del comercio en la periferia de los antiguos centros virreinales en Chile, Argentina, Colom­ bia occidental y el noroeste mexicano— desembocó en un mayor poder de compra, particularmente en el delgado es­ trato de la población urbana que crecía lentamente. Las tari­ fas marítimas más bajas, los crecientes niveles de contrabando de bienes y la insistencia británica y francesa de que los puer­ tos de América Latina se abrieran a su comercio llevaron a una variedad cada vez más irresistible de bienes que ninguna legislación hubiera sido capaz de controlar. Más aún, la lógi­ ca misma de la sociedad colonial, con su descarnada lucha por la posición y la supervivencia, llevó a la gente a todo lo largo del espectro étnico y de clases por elegir, en el mundo^ material, aquellos bienes juzgados necesarios y capaces de permitirles reinventar sus identidades siempre cambiantes. Si las autoridades coloniales a fines del siglo xviii se die­ ron por vencidas frente a la imposibilidad de hacer que sus sujetos vistieran, bebieran, comieran y construyeran de acuer­ do con su condición de vida, tuvieron éxito hasta el punto que provocaron la resistencia armada cuando forzaron la in­ troducción de bienes no deseados en los hogares de consu­ midores reacios. En gran parte de América Latina se practicó la venta forzada de mercancías con el simple propósito de hacer dinero. Esto quedó de manifiesto especialmente en el virreinato de Perú en el siglo xviii. Allí, los mercaderes de Lima, coaligados con agentes coloniales en los altiplanos cen­ trales de los Andes, elaboraron un sistema comercial coerciti-

vo que en última instancia forzó a las comunidades indias a comprar cosas tales como tela, herrería y muías. Los oficiales coloniales o corregidores habían sido designados originalmen­ te por la Corona en el siglo xvi para impartir justicia y admi­ nistración reales a las provincias coloniales. Un siglo más tarde, llevado por la constante necesidad de ingresos, el Estado ven­ dió algunos cargos administrativos. Ya para el siglo xvm, la práctica de comprar un oficio se había vuelto algo común. Los corregidores solicitaban, y si tenían éxito pagaban por un puesto con dinero prestado a menudo por mercade­ res, y en ocasiones por la misma Iglesia. Si, digamos, el pues­ to costaba diez mil pesos a un cinco por ciento por un término de cinco años, el corregidor esperaba recuperar su inversión y obtener una ganancia mediante cobros por ser­ vicios judiciales o administrativos. Sin embargo, pronto se hizo evidente que el comercio ofrecía posibilidades adicio­ nales. Los comerciantes, a menudo desde la capital virreinal de Lima, prestaban a crédito fardos de tela o cajas de tijeras, puntas de arado de metal o azadones, que se transportaban sobre los lomos de muías a los altiplanos. Otros comercian­ tes organizaban la venta de hojas de coca o recuas de muías, recién criadas en las exuberantes pasturas de la actual Ar­ gentina, que se entregarían también al corregidor. Aprove­ chando su puesto de autoridad sobre los curacas —los líderes nativos o mestizos en las comunidades indias—, el corregi­ dor forzaba la venta de estos bienes a los pobladores a través de los curacas, a precios excesivos, pagados frecuentemente mediante servicios en trabcyo.36 Las “compras forzadas” o, para usar el término colo­ nial, la “distribución de mercancías”, suena extraña a nues­ tros oídos porque los bienes que nosotros compramos nos los imponen por medios más sutiles. Y somos consumidores maravillosamente dóciles. Para los pueblos nativos del Perú del siglo xviii, el hecho de que tuvieran que comprar de acuerdo con una lista impuesta, a precios inimaginablemente excesivos, constituyó uno de los mayores abusos del régimen colonial y un rasgo importante en la rebelión masiva de Tupac Amaru, que se extendió por los Andes a fines de la déca­

da de 1780. El consumo forzado también demostró de ma­ nera precisa la amplia brecha industrial y cultural entre los centros florecientes del capitalismo atlántico y los escasos medios adquisitivos y valores campesinos de un mundo dis­ tinto y alejado. Mientras que una "revolución del consumo” constituida por miles de ansiosos consumidores en Gran Bretaña inspiró inversiones cada vez más grandes en los molinos de Lancastershire, sus productos tenían que ser administrados forzadamente por la garganta de los reticen­ tes consumidores en el altiplano de Perú.37 Los pueblos y las casas Si Rip Van Winkle,* un americano nativo, se hubiera queda­ do dormido a principios del siglo xvi y hubiera vuelto a la vida a fines del xviii y hubiese viajado por la vasta extensión de los imperios ibéricos en América —que al final del siglo xviii se extendían desde la parte alta de California hasta la Patagonia— y de reflexionar sobre los cambios que habían ocurrido en el entorno físico, algunos rasgos permanentes le habrían pasado inadvertidos pero, con seguridad, hubiera tenido mucho que decir sobre otros. Por todas partes el rit­ mo de la vida cotidiana seguía siendo lento. Las estaciones y el tiempo, con sus consecuentes ciclos de abundancia y esca­ sez, moldeaban la vida de casi todo el mundo. Nadie en nin­ gún lugar andaba más aprisa que un caballo al trote y la gran mayoría se desplazaba al ritmo de una caminata común. Las mercancías se seguían transportando en el lomo de muías que, en largas filas, avanzaban parsimoniosamente por estre­ chos senderos; los viajeros pudientes se trasladaban en lite­ ras de tela cuyas vigas laterales se sujetaban a los arneses de las muías. Ocasionalmente, portadores humanos transporta­ ban pasajeros, de uno en uno, por caminos montañosos. Sólo * Rip Van Winckle es una expresión idiomática estadounidense que se utiliza para designar a quien no vive de acuerdo con su época, a quien se ha quedado en el pasado, en analogía con un personaje creado por el escritor Washington Irving, quien vuelve a su hogar después de haber dormido por veinte años en las montañas. (N. de laT.)

en los alrededores de los grandes pueblos y ciudades había caminos accesibles a carruajes y diligencias. Después del atardecer, una absoluta oscuridad envolvía a los pueblos y al campo en una negrura casi inimaginable para nuestro mundo electrificado. Velas de sebo constituían la fuente de luz más barata y su empleo condenaba a muerte a miles de cabezas de ganado. Sin duda, las velas se apaga­ ban temprano por la noche debido a su humo y a su olor. En algunos lugares se encendían antorchas de resina de pino. Las costosas yelasjde cera de abeja eran sólo para los adine­ rados y las lámparas de aceite de ballena pertenecían aún al futuro. Nuestro viajero habría reparado en el paisaje desola­ do alrededor de los grandes centros mineros, allí donde los árboles se habían talado para convertirse en combustible de los hornos. Los grandes bosques tropicales, sin embargo, estaban virtualmente intactos; el aire transparente sobre las tranquilas ciudades todavía se tomaba por un hecho. Sin embargo, los nuevos patrones de asentamiento, jun­ to con las diferentes construcciones, con seguridad habrían atraído su atención. Los pueblos de los españoles y los de los indios ahora estaban alineados por igual en calles que formaban rectángulos alrededor de una plaza central. Las grandes iglesias o conventos construidos en todo el imperio en una época de densa población deben haber parecido extrañamente desproporcionados, destacándose por su al­ tura sobre pueblos que comenzaban a recuperarse demo­ gráficamente. En efecto, el reordenam iento del espacio público y la apariencia de las construcciones monumentales alejadas de las capitales indígenas de Cuzco y Tenochtidán, donde las poblaciones se habían concentrado previamente, sin duda habrían llamado la atención de cualquiera que hubiera sido capaz de recordar los años prehispánicos. Den­ tro de los nuevos pueblos y ciudades, algunas casas y mobi­ liario eran claramente más suntuosos que sus antecedentes rectangulares y toscos deljsiglo xvi. La introducción de herramientas europeas para la car­ pintería y la albañilería, tales como sierras, cinceles, marti­ llos, clavos, planos y niveles, así como el empleo del arco,

permitió la construcción de casas para los residentes adine­ rados y transformó la naturaleza de los edificios civiles y ecle­ siásticos locales. Sobre los cimientos de las piedras incas en Cuzco, trabajadores nativos bajo la dirección de españoles, levantaron nuevas casas con vigas y tejas. Estas eran casi siempre de un solo piso bajo y construidas de acuerdo con linca­ mientos mediterráneos y moriscos, con patios y fuentes interiores debido al calor del verano; las mejores casas de estilo español estaban decoradas con la brillante floración de las plantas locales. Las paredes exteriores presentaban una imagen austera hacia la calle. En Lima, un elaborado trabajo de herrería “separaba claramente a la aristocracia, cuyas familias vivían en las habitaciones interiores, de la masa que invadía las calles y las plazas públicas de la ciudad”.38 Esta tradición arquitectónica y decorativa, cuyos elemen­ tos provenían de las conquistas musulmanas en toda la zona desértica del Mediterráneo y que posteriormente se lleva­ ron a Andalucía para fusionarse con patrones romanos, enca­ jó a la perfección en el paisíye esencialmente seco del altiplano de México y de Perú. Esta adaptación contrasta con la insis­ tencia angloamericana de reproducir el tipo de céspedes y jardines que hay en la lluviosa Inglaterra, incluso en los ári­ dos climas de California y del sudoeste de los Estados Unidos. Si no se hubiera originado la Conquista española entre la gente de las cálidas provincias sureñas de Andalucía, sino de los lluviosos y verdes estuarios de Galicia o de las provin­ cias vascas del norte, o de haber venido los primeros pere­ grinos de Nueva Inglaterra de tierras áridas, quizá la historia habría sido distinta. Pero si bien los españoles escatimaban el agua, en cambio eran derrochadores con la leña. Como hemos visto, sus estufas requerían diez veces más combusti­ ble que las cocinas nativas. Hacia el siglo xviii, las florecientes economías de la mi­ nería de la plata en México y en Perú, junto con un comer­ cio más rico, proporcionaron el ingreso necesario para la construcción de muchas casas impresionantes, algunas ocu­ padas actualmente por bancos o museos en la ciudad de México, en Guanajuato, en Lima y en Sucre. En la Lima del

Figura 3.4. Mestiza de Riobamba trabajando en su herrería. Fuente: Martínez Compañón, Trujillo del Perú. Cortesía de The Bancroft Library, Universidad de California, en Berkeley.

siglo xviii, un rico comerciante construyó un puesto de vigi­ lancia dentro de su casa a fin de observar la llegada de em­ barcaciones al cercano puerto de Callao. Otro hizo cincelar la proa de un barco en la fachada de su casa. En Perú, como en México, una justificada preocupación por los desastres sísmicos desanimó la construcción de edificios de más de un piso. Consecuentemente, grandes habitaciones con al­ tos techos se disponían alrededor de un patio central en forma rectangular. En Lima, éstas se encontraban separadas de los aposentos de los esclavos, que se localizaban en un segundo patio en la parte de atrás.39 En las capitales de la provincia, por ejemplo Aguascalientes, la familia Rincón Gallardo construyó una mansión de temporada que domi­ naba la plaza principal. En el campo, grandes grupos de ha­ ciendas, en ocasiones im ponentes pero generalm ente rústicas, constituían los puntos focales para la sociabilidad rural. Aunque la discusión dice sobre los poderosos terrate­ nientes a menudo domina la historia de América Latina, el esplendor de sus propiedades rurales no debe exagerarse. Sus casas no rivalizaban de manera alguna con las grandes mansiones que dominban el campo de Inglaterra, Francia o España en esos años. Los españoles de los siglos xvi y xvii, el Siglo de Oro del poder y la cultura española, transfirieron al Nuevo Mundo su apego a los carruajes lujosos, despliegue quizá más evi­ dente y ciertamente más público que las casas. Los carruajes eran mucho más que un modo de ir de un lugar a otro, particularmente debido a que los caminos, rara vez transita­ bles incluso para carretas tiradas por bueyes, eran notable­ mente inadecuados para los delicados vehículos con ruedas. En España, como el “caballero de la triste figura” y su rústico escudero, muchas personas viajaban a caballo o a lomo de muía, pero la mayoría caminaba.40Los carruajes estaban des­ tinados principalmente a la ostentación y, en consecuencia, sus propietarios ponían enorme atención a los detalles. Los artesanos moldeaban y pulían la fina madera del cuerpo y de la cabina y colgaban de las puertas ricos adornos de tela bor­ dada con oro o plata. Los propietarios subrayaban su propia

sobriedad aristocrática al vestir a los lacayos y mozos de silla con hermosos atuendos, y a las muías suntuosamente. Los carruajes más fastuosos, no meros coches sino carro­ zas o estufas con la forma de un galeón, atraían más la aten­ ción en un paseo que la que conseguiría un Lamborghini actualmente. En efecto, en una de sus más estrambóticas ensoñaciones, Teresa, la esposa de Sancho Panza tan rústica como él, imagina la vida en la corte desplazándose en un gran carruaje, “para quebrar los ojos a mil envidiosos” que se preguntarían “¿quiénes son estas señoras de este coche?”41 En las ciudades de América, carruajes igualmente elabora­ dos andaban por las calles. El capitán Jean de Monségur, al conocer la ciudad de México en 1708, vio “muchas magnífi­ cas carrozas y en proporción hay de ellas tan gran cantidad como en Madrid”, Hacia fines del siglo xviii, la ciudad tenía unos “mil cocheros, cientos de mozos”. En Lima, los carrua­ jes tenían también especial importancia. “Los aristócratas se mostraban los domingos atravesando la alameda que el vi­ rrey Amat había hecho construir”. El autor prosigue dicien­ do, sin embargo, que en el caso particular de los propietarios costeños, “más que cualquier otra cosa, se confería un alto status por la posesión de otros hombres: por el número de esclavos”.42 A pesar de su formidable capacidad para obtener ganan­ cias en América, los administradores coloniales de los Hasburgo ni de los borbones invirtieron mucho en edificios públicos o, para el caso, en caminos, puertos o mejoramiento urbano. La laboriosa construcción del gran canal del drenaje en Huehuetoca, destinado a prevenir inundaciones en el va­ lle lacustre de la ciudad de México, fue un esfuerzo singular y fallido. El único dinero sustancial para la construcción públi­ ca se destinó a levantar muros defensivos para proteger Lima de un ataque marítimo, o a los grandes fuertes en Cartagena de Indias, en La Habana, en San Juan y en Veracruz. El arco romano y las técnicas europeas de albañiiería y carpintería lograron mejoras en comparación con los templos y palacios nativos en cuanto a espacio interior, aunque no en monumentalidad. En varias ciudades de provincia, acueductos sóli-

Figura 3.5, Visita de un Virrey a la Catedral de México. Obsérvese los elegantes carruajes, los opulentos vestidos de la elite de México, los aje­ treados puestos del mercado del Parián en la plaza principal. Fuente: Pintura anónima de principios del siglo xviii. Cortesía del Instituto Na­ cional de Antropología e Historia, México.

dos, que siguen en pie, por ejemplo en Morelia y en Querétaro, nos hacen recordar la herencia romana de España. Aun así, la elite colonial no se distinguía por su arquitectura como tampoco impresionaban los edificios públicos de la adminis­ tración civil; de hecho, nada construido por la administra­ ción colonial era capaz de asombrar a los americanos de aquel entonces del modo como aparentemente lo hicieron las gran­ des casas de Moctezuma o el Coricancha inca en Cuzco. A propósito de la arquitectura diseñada para impresio­ nar, debemos considerar a la Iglesia, con sus cientos de pa­ rroquias, laberínticos conventos, catedrales masivas y hermosas construcciones barrocas, como las iglesiasjesuitás en Lima, Quito o Tepoztlán, cada una de las cuales costó, en el siglo xvíií, más de un millón de pesos de plata. Mientras que el Estado español se esforzaba por extraer ganancias de sus colonias para sostener la guerra e instrumentar políticas eui'opeas, su Iglesia reinvirtió gran parte de su riqueza en la economía americana. Ya que hoy incluso sus templos más impresionantes se ven minimizados por los monstruos de vidrio y acero en cada ciudad, sólo podemos imaginar lo impresionante que debieron haber resultado las torres y las voluminosas iglesias para la gente del siglo xvii. 43 Al final del régimen español en América presenciamos no sólo una cultura material colonial, que había introducido una variedad de bienes extranjeros, sino también una cultura material católica. La última requirió, entre otras cosas, que el calendario cristiano de siete días, un intervalo de tiempo no marcado por ningún movimiento celeste, se impusiera a per­ sonas reguladas por diferentes ritmos temporales. Esto signifi­ có, por ejemplo, un cambio en la periodización decimal azteca y maya, que incluía un mes de veinte días y un año de diecio­ cho meses. Los días de mercado, por ejemplo, debían inser­ tarse en un ciclo de siete días y caer en el mismo día de la semana a todo lo largo del año. El ajuste tuvo lugar gradual­ mente a principios y a mediados del siglo xvi. Huitzilpochco, en la región central de México, cambió del calendario de vein­ te días al semanal en 1563; sin embargo, Tulancingo se man­ tuvo en el de intervalos de veinte días hasta el siglo xvii.44

Con el nuevo calendario se programaron días festivos, festivales, ayunos y ceremonias eclesiásticas. La observancia básica del calendario ritual —Navidad, Epifanía, día de la Candelaria, Cuaresma, Semana Santa, Corpus Christi, día de Todos los Santos y Todos los Inocentes— es el mismo en América que en España pero las fiestas del cristianismo po^ pular español no atravesaron el Atlántico. Én ocasiones, la celebración accidental o deliberadamente de los festivales cris­ tianos y “paganos”, parecía traslaparse. No siempre es claro quién arruinaba la fiesta de quién. En cualquier caso, al re­ querir que tos fieles compraran bienes espirituales, es decii^ que pagaran los sacramentos asociados a misas, bodas, bauti­ zos y entierros que puntuaban su vida cotidiana, la Iglesia pro­ movía nuevos rituales de consum o que contribuían a establecer y sostener relaciones sociales. Hay amplia eviden­ cia de su éxito. Juan y Ulloa, por ejemplo, en modo alguno admiradores de la Iglesia, reportan que las familias en el Qui­ to del siglo xviii incurrían en enormes despliegues durante los funerales, de tal modo que la Pompa, y la vanidad, que paffa á fer extremo, y por efte fe arruinan, y deftruyen muchos Caudales, eftimulados de no querer fer menos unos, que otros. En eftas ocasio­ nes con razón puede decirfe, que agencian, y ganan, mien­ tras viven, paa haber de enterrarfe.

Al referirse al uso del diezmo y a otros ingresos eclesiásticos, una sobria evaluación moderna asienta que “la producción agrícola de una región entera (la diócesis de Míchoacán) era destinada a sostener la diaria celebración litúrgica [...3 se gastaban unos 3,250 pesos sólo en velas cada año”.45 La gente local, “desde los aldeanos más pobres hasta los miembros de las elites locales, experimentaban gran or­ gullo [...] por la construcción y decoración de sus iglesias, en gran medida del mismo modo como nos han dicho que lo sentían los europeos medievales” y, como ellos, llegaron a experimentar un sentido de posesión; estamos menos infor­ mados sobre lo que pudieron haber sentido los antiguos tra­

bajadores andinos o mexicanos sobre su trabajo en, diga­ mos, Paramonga o los grandes templos de Teotihuacan. La construcción eclesiástica llevó también a una demanda de enormes cantidades de piedra cortada, ladrillos, tablones de madera y ventanas, así como de vidrieros, carpinteros y jornaleros. Los permisos para la construcción de nuevos edi­ ficios a menudo dejaron en claro que la construcción crea­ ba nuevos empleos en la comunidad. Cuando agentes que trabajaban para la condesa de la Selva Nevada, por ejemplo, presionaron a la Corona para que permitiera la construc­ ción de un convento carmelita en Querétaro en el siglo xviii, señalaron no sólo los indudables beneficios que derivarían de las diarias plegarias de 21 mujeres jóvenes sino también los salarios que acumularían “los artesanos y trabajadores que lo construirían”.46 La&eeremonias y los rituales eclesiásticos alteraron tam­ bién el régimen alimentario y yestjmenta_lo_cal. El pan y el vino eran, por supuesto, esenciales a la misa y exigían pro­ ducción local o debían ser importados. Los franciscanos y los dominicos en la Guatemala colonial demandaban servi­ cio diario por parte de los parroquianos nativos en forma de pollos, huevos y pan de trigo europeos. Ciertos festivales eclesiásticos requerían de la preparación y el consumo de platillos especiales, mientras que la práctica de descansar los domingos y los innumerables días de fiesta del calenda­ rio eclesiástico acostumbraron a los campesinos a desplazar­ se a los pueblos que operaban como cabeceras, donde todos los ahorros de un año de una comunidad campesina se po­ dían gastar en gloriosos fuegos artificiales para la celebra­ ción del santo local. Más aún, el mismo clero presentaba una demanda significativa de formas especializadas de vesti­ menta clerical, algunas elaboradas y otras importadas, para vestir al alto clero, así como textiles más burdos para la “ex­ pansión del proletariado clerical” del siglo x v i i i .47 Los miembros del clero contribuyeron de muchas otras maneras a la difusión de nuevos bienes. Para los habitantes de la América tropical, quizá ningún elemento dentro de la variedad de bienes que los europeos habían traído pareció

tan valioso como el hacha de hierro. Actualmente es inima­ ginable la interminable tarea de talar el bosque con las pe­ sadas hachas de piedra atadas a toscos mangos que se rompían fácilmente. No es de extrañar que con la introduc­ ción del hacha de hierro "la fama de este fabuloso metal se expandiera rápidamente por todos los bosques tropicales de América, mucho antes de que el hombre blanco los hu­ biera penetrado”. En los siglos x v ii y x v iii, los jesuítas, en efecto, intercambiaron hachas de hierro por conversos. O al menos el primer éxito de los misioneros jesuítas “se debe atribuir a la fascinación de los indios por el hacha de hie­ rro”. Los túnicas negras "eran los portadores de este metal del mismo modo que de la revolución a la que dio lugar”. A partir de su introducción, el hacha de hierro no sólo “trans­ formó todo el ritmo del trabajo agrícola” en los trópicos sino que también se convirtió en el premio de la mayoría de las guerras subsecuentes. Losjesuitas de la Colonia también fue­ ron instrumento para la comercialización de la corteza de chinchona (fuente de la quinina), así como de la yerba mate, el “té jesuíta”.48 A un mundo de tambores, flautas de carrizo, flautas de pan y caracolas que producían una música que debe haber sonado disonante y cacofónica a los oídos europeos, los in­ vasores del siglo xvi introdujeron nuevos instrumentos y una nueva estética. Esto comenzó desde el primer contacto. Un decreto dirigido a Colón al zarpar en su tercer viaje a las Indias le ordenaba que “debía llevar instrumentos musica­ les para el disfrute de la gente que estaría allí”. Todas las crónicas coinciden en que los pueblos nativos buscaron for­ mas de incorporar los nuevos instrumentos e ideas musica­ les a su cultura. Durante los subsecuentes quinientos años, la negociación que hemos visto en otros ámbitos de la cultu­ ra material también tuvo lugar en el terreno de la música. De hecho, como muestra el rescate de los instrumentos an­ dinos por la Nueva Trova, después de los años sesenta, el proceso continúa hasta la fecha. “La música ocupó un lugar central en la vida ceremonial precolombina y los músicos disfrutaron de considerables status y prestigio”.

Al pasar el tiempo, los instrumentos de cuerda euro­ peos, que no existían en la América precolombina, junto con una gama de instrumentos de viento disponibles en los primeros años de la Europa moderna, fueron aceptados y se convirtieron en parte de la herencia melódica. Pequeñas “orquestas de trompeta y corneta” tocaban en ceremonias cívicas, y la aristocracia colonial indudablemente disfruta­ ba de los sonidos ocasionales de los instrumentos de viento y de cuerda. Sin embargo, el patrocinio de la música por par­ te de la Iglesia siguió siendo preeminente. Un inventario del pueblo de Purísima Concepción, en el interior de la provin­ cia tropical de Moxos en lo que hoy es Bolivia, nos permite visualizar la difusión de los instrumentos europeos, a menudo construidos por artesanos locales, en la iglesia y las doctrinas más remotas. En 1787, el almacén de Purísima Concepción contaba con trece violines, cuatro violas, un arpa, tres monocordios, dos oboes, dos clarines y un órgano. Sólo doce instrumentos de origen prehispánico, todos chirimías -una especie de clarinete de madera—, permanecieron en el re­ pertorio nativo.49 Finalmente, parece probable que la Iglesia contribuye­ ra a mediar entre los individuos y la comunidad “en formas ahora perdidas para nuestra sensibilidad contem poránea”. Tanto enTa cultura de la América nativa como en la medite­ rránea, gran parte de la vida “ociosa” transcurría fuera de la casa, en espacios públicos donde la gente se idendficaba más con las comunidades locales de lo que lo hacemos ahora, encerrados en nuestra casa con la televisión y la internet. Así, “entre las cosas materiales más altamente valoradas” en la América colonial española, estaban las plazas de los pue­ blos y “los objetos con que se llenaban”, especialmente las iglesias y los artefactos sagrados y rituales. El cristianismo católico proporcionó de diversas formas una importante es­ tructura organizada para los nuevos valores de consumo y la cultura material, presentes en la sociedad colonial.50 Tratemos de imaginar de entre las docenas de inspectores de la Corona y los curiosos viajeros que venían a las Indias

en el siglo xvni, al finalizar el régimen colonial, a cuatro o cinco agudos observadores mientras esperan en el puerto los barcos que los llevarán a Europa.51Al compartir su expe­ riencia en distintas regiones particulares de América Lati­ na, cada uno ofrecería un relato con información, pero inevitablemente en conflicto con los otros relatos. Con toda seguridad, cualquier viajero habría quedado impresionado no sólo por el enorme volumen de piedra y trabajo artístico de las catedrales, los cientos de parroquias, los incontables con­ ventos y monasterios, las extraordinarias joyas barrocas de las iglesias jesuítas, sino también por la gran opulencia en la vestimenta y en los adornos del alto clero. Esta misma perso­ na habría notado las augustas mansiones de los ricos, parti­ cularm ente en los centros m ineros y en las capitales coloniales. Asimismo, habría observado los florecientes cir­ cuitos de comercio internacional con mercancías importa­ das dispuestas en las grandes ferias com erciales por mercaderes mayoristas y distribuidas al menudeo por ven­ dedores en todo el imperio. Del mismo modo que el capi­ tán francésjean de Monségur lo observó unos años antes, el viajero habría visto docenas y docenas de textiles, listones y encajes, queso holandés, sedas y biombos asiáticos, elegan­ tes medias, acero, especias y mobiliario lujoso exhibido para su venta. De haber visitado Estados Unidos, recién indepen­ dizados, tal como lo hizo Aíexander von Humboldt, posible­ mente habría mirado con cierta indiferencia el carácter rústico de esa incipiente república, comparada con el sofis­ ticado estilo, los florecientes colegios y universidades y los bienes suntuarios de la ciudad de México y de Lima. Incons­ ciente de que al imperio español no le quedaban sino unos cuantos años, quizá habría concluido que la América hispá­ nica estaba viviendo, en efecto, una era de plata. Otro observador, viajando a lomo de muía por la pro­ vincia, alejado de las ciudades coloniales, sin duda habría notado la cantidad de costumbres indígenas que subsistían. Varios millones de personas en las áreas centrales de Meso­ américa y de los Andes seguían obteniendo, con mucho, la mayor parte de sus calorías diarias de las plantas aneestra-

les, el maíz y la papa. La gente comía en peroles y platos hechos en la región; el pulque y la chicha seguían siendo las bebidas favoritas para alterar la conciencia. La ropa se con­ feccionaba en casa y se hilaba en gran medida en los hoga­ res; las casas en los pequeños pueblos y caseríos más aislados —recordemos que todavía a fines del siglo x v iii, al menos ochenta y cinco por ciento de la población vivía fuera de los pueblos y de las ciudades principales— eran de yeso y jun­ cos o de adobe y paja. Si pusiera atención, este viajero ha­ bría concluido, razonablemente, que la capa ibérica era superficial y que la América “profunda” seguía siendo esen­ cialmente india. Quizás este viajero creería que el colonia­ lismo español había pasado y que esos “criollos” (como se llamaban entonces los líderes locales) que hablaban de se­ pararse de la madre patria tenían razón. Un tercer observador hubiera podido cuestionar fácil­ mente el punto de vista de sus compañeros viajeros. Verda­ dero producto de la Ilustración, habría notado, después tres siglos de ocupación europea, una amplia variedad de plan­ tas y animales, el hacha y el arado de hierro, así como nuevas técnicas de procesamiento como el molino mecánico, todas las cuales habían intensificado la productividad de la agri­ cultura. La introducción de bueyes y muías había facilitado la tracción y el transporte, que intensificaron la distribución de los alimentos regionales. Como eran escasos los vientos en los altiplanos de las latitudes tropicales, los molinos de viento no eran confiables. Pero siempre que fue posible se construyeron presas en arroyos y ríos, y se introdujeron moli­ nos de agua para convertir los cereales locales y europeos en harina y proporcionar energía a los molinos de bocarte en las minas. En la mayoría de los lugares se observaba una gran va­ riedad de bienes comunes e incluso de objetos exóticos en las casas de la gente de mediana condición social. La intru­ sión europea —concluiría nuestro observador— había de­ jado su cultura material en toda América, no sólo en los hogares de los europeos o criollos, sino incluso entre los caci­ ques y curacas con aspiraciones, sin mencionar las capas étni­

cas en expansión, en aquel entonces llamadas castas. En los centros mineros y en las grandes propiedades rurales, las herramientas de acero de todo tipo se habían adaptado al uso local; burros y muías reemplazaron el transporte sobre la espalda de los hombres o sobre el lomo de los camélidos. Tampoco habría pasado por alto el reordenamiento del espa­ cio público y privado, y la organización de la gente alrededor de la plaza central en los pueblos europeos e indios. Su agu­ da observación habría discernido, con seguridad, que los nuevos calendarios rituales se traslapaban con los antiguos. Por donde quiera había nuevos patrones de consumo. Nin­ guna de estas opiniones, por supuesto, describía con preci­ sión la cultura material de América Latina al finalizar el régimen colonial, pero en conjunto habrían podido soste­ nerse informalmente como un resumen superficial de la vida material en el Imperio. Finalmente, de haber sido capaz de recorrer toda la lon­ gitud del imperio español a fines del siglo x v iii, desde las misiones franciscanas en la parte alta del Río Bravo —actual­ mente Nuevo México— hasta los enclaves jesuítas en la re­ gión austral de Chile, el último de nuestros observadores habría quedado asombrado no sólo por las enormes diferen­ cias a trescientos años de la llegada de los europeos, sino también por los elementos que todos tenían en común. Cier­ tamente, la influencia nativa concedió un carácter distinti­ vo a las diferentes regiones, pero nuestra viajera habría encontrado que ía mayor parte de las personas a todo lo largo de esta vasta extensión hablaban algo de español, se hincaban frente al mismo Dios y, por supuesto, compartían múltiples aspectos de una cultura material. Se trataba, para decirlo nuevamente, de una cultura material colonial^_n que los efectos de cambios formales dirigidos, así como aquellos que fueron promovidos por personas que buscaban una_pp: sición al interior de una jerarquía social impuesta, deriva­ ban clel poder y, en última instancia, de la Conquista misma. En las pi'imeras décadas del siglo xix, la estructura in­ cluyente del Estado colonial español y de la Iglesia, que asom­ brosamente había mantenido unidos en forma más o menos

eficiente a pueblos e intereses diversos en un solo imperio, cedió su poder, dejando atrás un conjunto de impresionan­ tes ruinas marcadas por tres siglos de residuos culturales. Fi­ nalmente, veintidós repúblicas emergieron como resultado de una lucha dolorosa y reñida, dirigidas en el futuro por la elite criolla liberal, que no se inspiraba mirando hacia aden­ tro, hacia su propia gente, ni hacia atrás, en dirección de la madre patria, España, sino más bien hacia las potencias adánticas de Francia e Inglaterra, en busca de su cultura y de sus bienes. Ahora bien, 110 fueron las directivas formales sobre la vestimenta, ni las restricciones al comercio —excepto las tari­ fas necesarias para obtener ganancias—, ni los decretos rea­ les sobre la planeación urbana rectangular lo que conformó el consumo de América Latina. Esta maravillosa construc­ ción social y política, “el mercado liberal”, iba a tener carta libre para regular la distribución de bienes. Sin embargo, las inseguridades y ansiedades étnicas y de clase, caracterís­ ticas quizá en todas partes pero particularmente en las so­ ciedades coloniales, permanecieron presentes en lajerarquía poscolonial. ¿No somos, en realidad, europeos transplanta­ dos?, podrán preguntarse los criollos. ¿No deberían ser las “burguesías conquistadoras” de Inglaterra y Francia los mo­ delos culturales de las nuevas repúblicas, los grupos de refe­ rencia para la moda y el consumo? ¿Qué espacio social y qué nuevas oportunidades tendrían las antiguas castas en el nue­ vo destape social? Nuevas máquinas y nuevas técnicas, nuevas casas, vestimenta y comida, fuertemente influidas de nuevo por el exterior, serán arrastradas por la marea de la moder­ nidad dentro de una nueva jerarquía de poder poscolonial.

4. B ienes m o dernizado res :

LA CULTURA MATERIAL EN EL PINÁCULO DEL PRIMER LIBERALISMO Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta las más bárbaras.1 Aquellas costumbres europeas que [...] nos han traído algunas ventajas, nos han causado, por otro lado, muchos problemas. El frenesí por los negocios todavía no nos había invadido en aquellos días pasados; no había lujo pero había decencia.2

El mundo nuevo y liberal de los bienes Alrededor de la década de 1830, casi todo el antiguo Impe­ rio español en América, excepto Cuba y Puerto Rico (así como las distantes Filipinas), se había disuelto en repúblicas políticamente independientes. Formalizando un proceso que había comenzado antes y que después se intensificó en las últimas décadas del gobierno colonial, los líderes de las nue­ vas repúblicas americanas establecieron lazos comerciales con las potencias económicas de la cuenca del Atlántico Norte, principalmente con Gran Bretaña y Francia. Comerciantes británicos y franceses, así como estadounidenses, se estable­ cieron en los principales puertos y en las ciudades tierra adentro, los banqueros otorgaron préstamos a los nuevos gobiernos y una ola optimista de inversionistas europeos esperaba revitalizar la minería y la industria. Al mismo tiem­ po, cientos de viajeros de toda Europa y de Estados Unidos desembarcaron en puertos recién abiertos, ansiosos por

explorar las nuevas posibilidades comerciales. Muchos publi­ caron sus relatos que, junto con sus dibujos y bocetos de paisa­ jes y gente, proporcionaron una vivida descripción de las primeras décadas poscoloniales. Aunado a todo esto, modistas, sastres, perfumerías, esti­ listas y tiendas de especialidades culinarias comenzaron a pro­ mover las modas y los bienes de consumo de Londres y París, en los centros portuarios y en las ciudades principales. Poco después de la Independencia, por ejemplo, casi dos tercios de los principales mercaderes de Valparaíso y Sandago, en Chile, eran extranjeros, principalmente británicos, alemanes y franceses. Madame Calderón de la Barca, una escocesa es­ posa del nuevo cónsul español asignado a México en 1839, observó en Jalapa, yendo de Veracruz a la ciudad de México, algunas “muy buenas y amplias casas, de las cuales, como de costumbre, las mejores pertenecen a comerciantes ingleses”. Podríamos notar que, después de tres siglos de gobierno co­ lonial, seguía sin haber caminos decentes entre la ciudad más grande de América Latina y su puerto principal, una distan­ cia de un poco más de 200 kilómetros, Madame Calderón, a quien se ofreció la alternativa de una jornada de siete días en una litera llevada por muías, eligió el viaje de cinco días en una bamboleante diligencia.3 Los textiles de algodón y de lana constituyeron por mucho el mayor volumen de intercambios comerciales en los primeros años posteriores a la Independencia. Tan sólo los británicos incrementaron su exportación a América La­ tina de 51 millones de metros de tela en 1820 a 256 millones en 1840. Eso equivaldría a unos nueve metros por cada hom­ bre, mujer y niño en América Latina en ese año, si las impor­ taciones se hubieran distribuido igualitariamente, lo que por supuesto no ocurrió.4Los textiles representaron el 95 por cien­ to de todas las importaciones al Perú durante la primera década después de la Independencia. En estos primeros años, la mañosa muía debe recibir un enorme reconocimiento por vincular los molinos de Lancastershire con las regiones alejadas de América Latina. Charles Rickets, el entusiasta cónsul británico en Perú, esti-

Figura 4.1. Quinta Waddington, Valparaíso, Chile. El inglés Joshua Waddington hizo su fortuna en las minas de cobre y en el comercio en las décadas de 1830 y 1840. Fuente; Vistas de Chile y Perú, Colección William Letts Oliver. Cortesía de The Bancroft Library, Universidad de California, en Berkeley.

mó que, en 1825, mientras seguían librándose las últimas batallas por la independencia, unas ocho mil muías trans­ portaron más de dos millones de libras de mercancías de Lima a los pueblos montañosos. Incluso arrastraron carrua­ jes y calesas británicas, así como equipo pesado hacia las primeras fábricas locales, trastabillando a lo largo de acci­ dentados caminos montañosos. Para dicho caso, cuando la construcción de vías férreas comenzó en las ciudades del interior, las mismas locomotoras y las vías se trasladaron de algún modo desde los puertos por carretas y a lomo de muía, como ocurrió con los motores y cascos desarmados de los primeros buques de vapor en el lago Titicaca. Fueron las muías las que llevaron pianos alemanes hasta Bogotá desde el último puerto de vapores en el río Magdalena, mientras

que en Popayán, un lugar aún más remoto, el mismo instru­ mento se transportó “sobre las espaldas de los negros a tra­ vés de las montañas”. En ausencia de carruajes, las literas llevadas por muías, y ocasionalmente los cargadores huma­ nos, también transportaban a viajeros extranjeros, uno por uno, desde los puertos hasta los pueblos del interior.5 Que los precios de los textiles británicos importados fue­ ran en realidad competitivos en relación con los productos locales demuestra varias cosas. La primera y más destacada que los propietarios de obrajes coloniales no habían sido capaces en tres siglos viviendo en tierras de abundantes ove­ jas y mercados potenciales, de modernizar sus obrajes. La segunda, que los costos del transporte marítimo eran insig­ nificantes en comparación con las tarifas terrestres. Y, final­ mente, que si los precios eran más o menos comparables, los consumidores preferían inevitablemente los bienes extran­ jeros a los locales. Hay ejemplos asombrosos de los altos cos­ tos del transporte terrestre. En la década de 1840, los mercaderes de la costa pacífica de Costa Rica descubrieron que era más barato embarcar sus sacos de café para enviar­ los a los mercados europeos recorriendo miles de kilóme­ tros alrededor del Cabo de Hornos que si atravesaban los 480 kilómetros de senderos montañosos que cruzan el estre­ cho país hasta el puerto atlántico de Limón. Otro ejemplo: el costo para los artesanos colombianos de embarcar sus tex­ tiles desde el entonces floreciente centro artesanal de Soco­ rro, en las montañas, a la ciudad venezolana de Cúcuta, era el doble de las tarifas marítimas británicas de Londres a Maracaibo. En 1864, proveedores locales y comerciantes britá­ nicos, que provenían de diferentes latitudes, colocaron sus bienes en los pueblos del interior de Venezuela a casi exacta­ mente el mismo precio.6A pesar de estos prontos éxitos, los comerciantes británicos y estadounidenses estaban persua­ didos de que una vez que los “vestigios del gobierno espa­ ñol” se removieran se presentaría una vasta demanda de sus bienes, sobrestimando el poder de compra de los consumi­ dores latinoamericanos que todavía eran, después de todo, principalmente rurales y pobres.

Sólo un poco de tela de algodón de Lancastershire, hilo, listón, encajes baratos, cuchillos y tijeras sencillos tuvieron una manera de llegar, a través de vendedores ambulantes, a la tienda de las haciendas o a los campos mineros y, de ahí, a las masas populares. Tela, hilo, unos cuantos alfileres, un puñado de índigo y tres y media libras de azúcar brasileña, por ejemplo, eran los únicos objetos en venta en una gran propiedad chilena a mediados del siglo xix.7 Debido a que sólo una pequeña parte de los salarios en cualquier lugar de la América Latina rural del siglo xix se pagaban con dinero, los bienes ju n to con las raciones diarias de maíz o de harina y los varios aguardientes, se entregaban generalmente a cam­ bio de comprometer trabajo futuro. En consecuencia, a pe­ sar del modesto éxito, las altas expectativas de los mercaderes europeos de contar con un mercado masivo no se materiali­ zaron. En dos o tres décadas, el antiguo mercado de los tex­ tiles estaba saturado; un mayor comercio requería de una inversión en el transporte y, por encima de todo, fuentes de ingresos para pagar por los bienes extranjeros. Debemos tener en mente que los pueblos de la provin­ cia latinoamericana, e incluso las ciudades capitales, eran pequeños desde la perspectiva actual, y ciertamente peque­ ños a los ojos de los viajeros del siglo x í x que provenían de París o de Londres. A mediados del siglo, París tenía alrede­ dor de 1.2 millones de habitantes; Londres, el doble. Por contraste, a mediados de siglo, las dos ciudades más gran­ des en América Latina eran la ciudad de México con algo menos de 200 mil habitantes y Río de Janeiro con 180 mil; por su parte, La Habana tenía casi 110 mil, Santiago de Chile —que a fines del siglo X X tenía más de seis millones— no tenía entonces sino 90 mil, Buenos Aires un poco menos, Lima sólo 72 mil, Bogotá 40 mil. Más allá de las ciudades capitales, en cuanto a los pueblos de provincia, por ejem­ plo, ninguno en Perú tenía más de 25 mil habitantes ni más de 15 mil en Colombia.8 Aun así, allí,donde el espíritu em­ presarial . eraaUo, donde los paisanos comenzaban a tener un poco más de dinero en los bolsillos y los pueblos del inte­ rior eran accesibles por medio de recuas de muías, senderos

para carretas o, más tarde, por supuesto, líneas ferroviarias, el flujo de bienes que surgía de la economía atlántica se hizo presente en forma gradual en las tiendas locales. En el pue­ blo peruano de Huaraz, por ejemplo, se vendían medias fran­ cesas e inglesas, lino, tela de algodón y cuchillería, mientras que en un lugar como Huánuco, cercano al centro minero de Cerro de Pasco, había, ya en la década de 1850, pañuelos de seda, sombreros y una variedad bastante grande de impor­ taciones europeas. Así, aunque el mercado urbano para los bienes locales o importados era escaso, a partir de mediados del siglo xix, entre los sofisticados gustos de los terratenien­ tes radicados en las ciudades, de los mercaderes de la elite minera, y 85 por ciento de la población todavía rural, una capa menor pero en constante expansión de consumidores^ de medianos recursos emergió en las ciudades y los pueblos_de_ provincia.9 Estos nuevos grupos de personas que más tarde serían llamados —y, aún más tarde, se llamarían a sí mismos— cla­ se media, a menudo se sentían inseguros y vacilantes acerca de su sitio en el esquema social republicano en desarrollo, por lo que buscaron distinguirse de la masa rural a través del consumo y del comportamiento, mientras intentaban ca­ sarse y pertenecer a una elite esencialmente blanca. La nue­ va lucha de poder ocurría en medio de las agitadas corrientes económicas de la economía atlántica y en medio de nuevas ideologías, conforme los latinoamericanos, que emergieron como líderes en las nuevas repúblicas, asumían las tareas de la modernización liberal y la construcción de la nación. Este ambicioso proyecto exigía que la barbarie desata­ da por la destrucción del gobierno colonial se contuviera y que la nueva ciudadanía se formara de acuerdo con los es­ tándares “civilizados” de los modelos burgueses occidenta­ les. Más aún, la vida cotidiana en los pueblos y ciudades comenzó a cambiar. Nuevos retos y oportunidades apare­ cían diariamente incluso para el habitante urbano de pro­ vincia. La actividad social surgió de las oscuras y húmedas casas de paredes gruesas a las calles y plazas, a los teatros y cafés, a las pistas de carreras, restaurantes y salones de baile,

donde los empresarios, ias amas de casa, los profesionales y los propietarios, ellos mismos en relaciones inciertas con la elite tradicional, podían confundirse, peor aún, con un tra­ bajador rústico y honrado bien vestido. El miedo a la confu­ sión claramente estaba presente en la medida en que las ciudades de mediados de siglo tenían cierto aire rural. Cada mañana, las calles se llenaban de multitudes de vendedores de huertas cercanas. Había “peones de campo con canastos y cestos de aves, frutas y verduras; panaderos y lecheras, hor­ das de aguadores que ofrecían sus abastecimientos diarios a partir de fuentes turbias, hombres cubiertos hasta la nariz por un montón de alfalfa”.10 En la cúspide del orden social se encontraba una aristocracia criolla auto-erigida, agrupa­ da en una docena de cuadras cerca a la plaza mayor. Jactán­ dose a menudo de descender de los últimos propietarios y familias nobles coloniales, la elite republicana estaba, sin em­ bargo, extraordinariamente abierta a los nuevos retos y a las nuevas fortunas. ¿Cómo iban a navegar los nuevos paisanos de clase media, aunque decentes, de los pueblos y ciudades en estas aguas sociales sin derrotero alguno? Entre unos cuantos manuales y libros de etiqueta, una asombrosa guía de las formas de urbanidad apareció exac­ tamente cuando era más necesaria. El Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño es, con toda se­ guridad, uno de los libros —si no es el libro— más amplia­ mente vendido en la historia de América Latina. Disponible primero en Caracas en 1853, había llegado a 17 ediciones (en español) publicadas en París para la década de 1870. En la ciudad de Nueva York, hacia fines del siglo xix, el mismo texto en español iba en la edición número 25. Mi propio ejemplar (Editorial Patria, México, 1987) pertenece a la edición número 41.11 Casi todos los demás países latinoame­ ricanos produjeron sus propias ediciones incontables, sim­ plificadas en ocasiones para uso de los niños, actualizadas en ediciones posteriores para mostrar las “buenas maneras” que resultaban apropiadas en lugares tales como los eleva­ dores o los tranvías, que no se conocían en los tiempos de Carreño.

Car reño mismo (1812-1874) era hijo de un conocido músico y compositor y durante algún tiempo se ganó la vida como maestro de piano y traductor de inglés. Dedicado a su hija, para quien buscó los mejores instructores de música, y quizá impaciente también con las maneras “groseras, incivi­ lizadas, molestas y repugnantes” de la clase que trataba de evitar en Venezuela, se mudó a Nueva York en 1862 y murió en París doce años más tarde. El Manual se dii'ige claramente a los incipientes “secto­ res medios”. No menciona a campesinos o pobladores rura­ les ni da instrucción alguna a “otros más respetables que nosotros”. Curiosamente es similar a las prescripciones conductuales que anteriormente el obispo Talavera dio a los nue­ vos conversos de Granada para que resultaran aceptables a “los cristianos de nación”; Carreño también proporciona re­ glas para adaptarse al nuevo orden liberal modernizador. Dice a sus compatriotas cómo cuidar de su higiene personal; cómo comer, caminar, hablar y mover el cuerpo; qué miradas co­ rresponder, cuándo mirar hacia otro lado. Emplea sus adje­ tivos favoritos —molestas, intolerables, groseras, vulgares, repugnantes— para condenar una larga lista de repelentes funciones corporales como estornudar, roncar, estirarse, sonarse la nariz, bostezar, eructar, morderse las uñas, aplau­ dir, escupir, rascarse (particularmente por debajo de la ropa) o mirar a los demás. Ei Manual refleja el mundo material de mediados de siglo. A través de éste vemos, porque Carreño no puede so­ portarlo, que sus vecinos usan palillos de dientes: "costum­ bre ridicula, inapropiada para gente refinada.”12 También notamos que se cepillan los dientes, o al menos se supone que lo hacen. Siempre tienen a mano un pañuelo y ponen la mesa en forma elaborada con una gran variedad de cu­ chillos y tenedores (de cuatro dientes “es correcto”, de tres, incivilizado”). La ropa debe cambiarse al menos “dos veces a la semana, la r0pa interior más a m enudo” y “la gente de sociedad siempre usa zapatos limpios y lustrados”. Los hom­ bres deben usar corbata y saco, calcetines y zapatos puertas adentro, y nunca andar con camisas sin mangas, lo que con-

4. BIENES MODERNIZADORES: [A CULTURA MATERIAL EN EL PINÁCULO DEL PRIMER LIBERALISMO

Figura 4.2. Los hacendados de Bocas, una familia del siglo XIX que aspira a la “decencia” postulada por Manuel Antonio Carreño. Fuente: Pintura de Antonio Becerra Díaz. Fotografía de Rafael Doniz. Colección de la Casa de la Cultura de San Luís Potosí. Cortesía de Fomento Cultural Banamex, A.C. tribuye a explicar su constante preocupación por el sudor y los intentos de eliminarlo, que siempre “incitan un invenci­ ble disgusto en los demás”. También puede verse una ligera , intensificación en el ritmo comercial de mediados de siglo. : Aunque hombres y mujeres deben conducirse en las calles con decoro y moderación, los hombres de negocios pueden ace­ lerarse un poco durante las horas laborales. Tampoco nadie debe presentarse en una oficina para hacer conversación ociosa. El tiempo comienza a ser oro. Al escribir en una época en que la mayoría de las casas seguían apegándose al diseño mediterráneo de patios inte­ riores con ventanas enrejadas, altas y profundas, que daban

directamente a la calle, Carreño dedica vanas páginas a ese espacio privado porque “la ventana es uno de los lugares en que debemos manejarnos con la mayor circunspección”. Sus admoniciones se dirigen a las mujeres del hogar. No deben sentarse en las ventanas excepto ai caer la tarde; deben ha­ blar sólo en voz baja; no hacer despliegue sino de una risa discreta; no hacer nada que pueda disminuir la dignidad pro­ pia. A ninguna hora es “decente” ni bien visto que una mujer aparezca en la ventana hablando con un hombre que no sea su pariente. Tampoco debe leer en la ventana si no desea que la gente interprete esto como una exhibición ostentosa o como un falso interés en la literatura. “Toda afectación”, como lo dijo también Cervantes, "es mala”. Al final, el Manual de urbanidad y buenas maneras es un catecismo para los sectores medios urbanos todavía escasos, a mediados del siglo xix una clase en formación. Si juzga­ mos a partir de los cientos de miles de ejemplares vendidos, evidentemente estos valores encontraron un eco entre la emergente burguesía del siglo XIX y, de hecho, perduraron hasta años recientes. Al igual que el bien conocido libro Fa­ cundo (1845) de Domingo Sarmiento, el libro de Manuel Antonio Carreño intenta definir el "axioma central de la modernización, el tránsito de la barbarie a la civilización”.13 Las exportaciones latinoamericanas de alimentos, fibras y minerales comenzaron a florecer a partir de la década de 1870^con el consecuente incremento en la inversión local y la rnejora general de salarios entre aquellos sectores conec­ tados a la economía de exportación. En consecuencia, la lista _d_e_inip or tac iones manufacturadas creció junto con un incremento en la demanda de los productos locales. Los cos­ tos de transporte, notoriamente reducidos por la aparición del tren y el vapor, contribuyen a explicar el ritmo cada vez más acelerado de la actividad económica. A pesar de que la construcción de las vías férreas era al principio esporádica y discontinua, su efecto se percibo rápidamente y, junto con la caída de las tarifas marítimas, se hicieron mucho más ac­ cesibles toda suelte bienes de importación, particular­

mente en las ciudades y los pueblos de provincia. Al princi­ pio, inversionistas gubernamentales y privados insistieron en que las vías férreas corrieran de las minas y las plantacio­ nes o fincas al exterior para exportar el cobre, el estaño, el café, el azúcar, la lana, el trigo y la carne hacia el mercado mundial. En consecuencia, estas líneas no eran accesibles por lo regular para el transporte de importaciones «las más antiguas ciudades del interior y sus alejadas tierras agríco­ las. Carros tirados por bueyes, recuas de muías y cargadores humanos siguieron siendo importantes en consecuencia para recoger bienes en las estaciones ferroviarias hasta bien en­ trado el siglo XX. Los inventarios de las tiendas peruanas ahora incluían artículos de ferretería y herramientas, muchos hechos a mano; máquinas de vapor y maquinaria; artículos de especialida­ des culinarias, entre los que ahora se contaba el pescado enlatado y el vino francés, la cerveza inglesa, toda clase de textiles y de prendas de vestir, alfileres y agujas, cortinas y los primeros zapatos y botas producidos en serie en Inglaterra, Italia y Estados Unidos, así como betún para calzado, ante­ ojos, tablones de madera para la construcción, mármol y vi­ drio. Algunos de estos artículos se mostraban en inventarios de tiendas ya desde la década de 1860, incluso en pueblos tan remotos como Jauja y Cerro de Pasco. Dos décadas más tarde, la lista creció y encontramos no sólo bicicletas, máquinas de escribir, rifles y pistolas, sino carruajes, coches ligeros de un solo caballo, diligencias y calesas. Las bicicletas se pusieron de moda al final del siglo xix. En realidad, los primeros fueron los triciclos o, para llamar­ los apropiadamente, velocípedos franceses, importados de París, así como otros objetos similares traídos de Boston a la ciudad de México en 1869. Para 1880, las bicicletas de rue­ das altas llegaron de Estados Unidos, “afamadas por los gol­ pes que se daban los conductores al caer de bruces sobre el manubrio”. A partir de entonces, proliferaron clubes de ci­ clistas y equipos de carreras en las principales ciudades del país, populares entre el sector urbano todavía pequeño, pero “despreciadas” por quienes un periodista miembro de la

elite porfiriana habría de llamar “la parte más baja de la población”. La bicicleta, otro símbolo de la m odernidad en Ja floreciente belle époque del Porfiriato en México, acarreó una cierta transformación a la moda femenina. Las jóvenes “percibieron el deporte como una oportunidad de liberar­ se”, al pasear, como sugería la moda, en compañía de un caballero y dejar atrás a sus chaperones, vestidas en ropa más apropiada para montar bicicleta, lo que incluía el "atre­ vido bloomei¡\ H Muchos bienes de consumo utilizados en la vida coti­ diana no resultaban tan visibles a los ciudadanos comunes como las bicicletas y los blooviers. Cualquier buena ferrete­ ría cuenta hoy en día, literalmente, con miles de objetos distintos que sólo pueden llegar a interesar a los especialis­ tas, como carpinteros, plomeros o reparadores de aparatos electrodomésticos. El surgimiento de una cultura mecáni­ ca requiere del uso de cables de acero o de alambre en lu­ gar de correas de piel; asimismo, necesita clavos y pernos en lugar de pijas de madera, y remaches para ios calentado­ res de vapor, al igual que las bisagras y los cerrojos; ocupa toda clase de herramientas especiales como brocas y tor­ nos: la lista es infinita. Todas estas cosas, invisibles para la mayoría de las personas, comenzaron aflu ir a las.nuevas ferreterías, cuyo nombre mismo refleja el tránsito del cuero y de la época colonial a la era de hierro. El escritor, hombre de Estado y visionario colombiano, Miguel Samper, observó to­ das estas pequeñas cosas en las tiendas durante sus camina­ tas a través de Bogotá a fines de la década de 1860 y se preguntó por qué no se fabricaban en Colombia a un tercio del precio de las importadas. ¿No se preguntaría incluso por qué los colombianos, con una larga experiencia en la agricultura y en el uso de caballos, importaban hachas, ma­ chetes, azadones, arados rudimentarios y guadañas, así como espuelas y cadenas?15 La mayoría de estas nuevas manufacturas, desde las bi­ cicletas y los bloomers hasta la ferretería y los arados, eran resultado de la inventiva y de la capacidad productiva de las naciones ya industrializadas del noroeste de Europa y de Es-

ados Unidos. Terminaron en manos de un segmento todaaa bastante reducido de consumidores, los residentes de las :iudades portuarias o de aquellas ciudades conectadas con i\ mundo por tren o por transporte fluvial, como Lima, Bo­ gotá, la ciudad de México, Santiago de Chile o Buenos Aires, os cuales absorbían la mayoría de las nuevas importaciones, -os pueblos más pequeños generalmente no contaban sino :on dos o tres tiendas de bienes no perecederos o almacenes jenerales^ (lencerías y mercerías), a menudo propiedad de exranjeros. Los comerciantes locales tenían sus propias den­ las y desplegaban sus bienes en los inevitables puestos de :omercio bajo las arcadas alrededor de las plazas principaes. Luis Valcárcel nos recuerda, en sus evo cativas Memorias, [ue incluso en una importante ciudad de provincia como >izco, tan tardíamente como en 1905, el agua potable se ransportaba desde una legua de distancia; no había alcanarillas ni luz de gas o eléctrica y sólo seis o siete de las calles :entrales tenían lámparas de queroseno, que se encendían ¿1oscurecer y se extinguían a las nueve o diez de la noche, vi cambio del siglo, Cuzco tenía menos de veinte mil perso­ gas, de las cuales menos de la mitad hablaba español como u primera lengua. Aquí, ía peculiar silla o sofá vienés, el >iano, los perfumes y la tela fina seguían transportándose n recuas de muías (las vías férreas llegaron en 1908), La >equeña elite de Cuzco desplegaba de vez en cuando un tesorado jam ón inglés, cerveza alemana oscura o champata o fruta enlatada, que sólo se consumían durante las ce­ jas elegantes y los banquetes.16 Podemos ver que las nuevas relaciones comerciales con d s países industriales del Atlántico Norte permitieron a los atinoamericanos importar bienes que eran inimaginables injsiglo antes y fomentar el apetito por modelos de consu­ no europeos, pero también es cierto que el desarrollo inci­ dente de las inversiones extranjeras y locales permitió la aportación de capital, equipo e infraestructura para malufacturar localmente una lista cada vez más larga de bietes, que ahora comenzaban a aparecer en tiendas y mercados .mto_a las importaciones. AI incrementarse la demanda

mundial de mercancías latinoamericanas en el último ter­ cio del siglo, las ganancias por las exportaciones desembo­ caron en un aumento de la inversión y en el subsecuente desarrollo de una industria local. No fue sino hasta hace poco que la falta de investiga­ ción, por un lado, y las exigencias ideológicas de los teóri­ cos “dependentistas”, por el otro, fomentaron la idea de que la depresión global de 1930 marcó la línea divisoria en el desarrollo industrial latinoamericano. Antes de ese momen­ to, muchos creían que las políticas de libre comercio, con injustificado énfasis en el “desarrollo hacia afuera”, habían proporcionado poco estímulo a los empresarios locales. Desde esta perspectiva, no fue sino hasta el colapso, o al menos el severo retroceso del capitalismo mundial, después de 1930, que la protección tarifaria, la inversión pública, las políticas monetarias y varias otras medidas ofrecerían un entorno apropiado para el crecimiento industrial. Sin em­ bargo, recientes estudios han modificado esta imagen. Aun cuando la atracción del “libre comercio” resultaba fuerteeii un principio, la necesidad de percibir ingresos aduaneros, el peso político de los grupos artesanales locales y la i_nsjstencia en establecer protecciones en las tarifas o concesiones especiales a los mismos empresarios latinoamericanos, significó que nunca se alcanzara, en la práctica, un comer­ cio completamente libre. Así, de hecho, hubo un gradual desarrollo de la industria ligera que comenzó a mediados del siglo xix y alcanzó un cierto clímax hacia el final del mismo siglo. En consecuencia, la política del desarrollo exportador entre 1870y 1920no se oponíanecesariam enteai crecimiento interno de manufacturas; por el contrariólas ganancias por la exportación a menudo lo hacían posible Así, en el pináculo del primer liberalismo, un segmento todavía muy limitado de consumidores latinoamericanos podía escoger entre los bienes disponibles no sólo en las casas.de importación sino también en las tiendas que vendían productos de los talleres y fábricas locales. Los textiles de algodón representaban la mayor parte de los productos industriales en los países latinoamericanos.

Los primeros industriales de México instalaron hiladoras y tejedoras mecánicas alrededor de la década de 1830. Medio siglo más tarde, unas cien fábricas producían cien millones de metros de tela de algodón. La más grande, la Compañía Industrial de O rizaba, empleaba a más de cuatro mil traba­ jadores. Una fábrica porfiriana más pequeña pero todavía impresionante, de tres cuadras de largo, en Uruapan, Michoacán, todavía se esfuerza en nuestros días por encontrar un mercado para la venta de telas especiales en la economía moderna. Con sus hileras e hileras de telares mecánicos y sus máquinas de hilar y de tejer, ahora en su mayoría ocio­ sas, todas importadas de Gran Bretaña en la década de 1880, la “Antigua Fábrica de San Pedro” parece un superviviente fantasmal del Lancastershire. La manufactura de telas en México,era, de hecho, im­ presionante. Brasil, con sus 7.2 millones de personas, conta­ ba con un sector textil de un tercio de su tamaño. Los peruanos, conocidos por una industria colonial de buen ta­ maño y, en este ámbito, famosos por producir telas siglos antes de que ocurriera la invasión europea del siglo xvi, tar­ daron en desarrollar una manufactura textil moderna. En 1861, por ejemplo, las ricas familias Garmendia y Nadal, de Cuzco, trajeron maquinaria francesa para una nueva fábrica textil desde Islay, en el Pacífico, a su hacienda en Quispicanchis cerca de Cuzco. Fue la primera fábrica moderna en los altiplanos del sur que buscaba competir con las lanas burdas hechas por los campesinos para los mercados locales. Parece que los antiguos obrajes coloniales no resultaron competiti­ vos en absoluto. Poco después apareció la maquinaria impor­ tada para la manufactura textil en casi todos los demás países latinoamericanos ofreciendo más competencia en el mercado que quedaba entre las importaciones y los productos domés­ ticos en extinción.17 Los nuevos molinos cerca de Concep­ ción, en el sur de Chile, o aquellos que surgieron bajo dirección palestina en Bolivia, son ejemplos que se podían repetir en cualquier otro lado al cambiar el siglo. La apertura de mercados internos gracias a la exten­ sión de las vías férreas modificó la geografía de la produc-

ción. Las vías férreas yacían tras la aparición de las más mo­ dernas industrias nacionales del textil y de la molienda de harina y, debido a que los trenes llevaban carbón como com­ bustible para las máquinas de vapor de las nuevas fábricas y molinos, ninguna dependía, como lo habían hecho otras, de fuentes hidráulicas de energía. Aparecieron productores de mobiliario y de artículos para el hogar, así como plantas procesadoras de alimentos, entre las que se incluía la manu­ factura de varios tipos de pasta. Los españoles, que eran be­ bedores principalmente de vino, introdujeron la cerveza desde el comienzo mismo del periodo colonial. Sin embar­ go, los americanos nativos y su mezclada descendencia pre­ firieron su propia chicha o pulque o los innum erables aguardientes baratos que se volvieron populares en el siglo x v iii. Más aún, la cerveza es perecedera y, hasta que hubo refrigeractón y transporte confiable en el último tercio del siglo xix, las cervecerías eran pequeñas y abastecían a un restringido radio de consumidores. México, por ejemplo, tenía cervecerías a una escala bastante pequeña en varias ciudades —veintinueve en total para 1901—, pero con la ayuda de cerveceros alemanes, de la refrigeración, de mejo­ res caminos y de una fuerte inversión de capital, tres empre­ sas gigantes, las cervecerías Moctezuma, CuaulUémoc y Modelo, terminaron por dominar la industria. De manera similar, las cervecerías “Quilmes” y “Lomas de Zamora”, en las afueras de Buenos Aires, o la “Antártica” en Sao Paulo, se desarrollaron con el espectacular crecimiento de la pobla­ ción de aquellas ciudades y, para la Primera Guerra Mun­ dial, se contaban entre las cervecerías más grandes del mundo. Como muchos recordamos con agrado, mucho an­ tes del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica ( t l c ) en 1994, la calidad superior de su cerveza permitió a los mexica­ nos colocar algunas marcas, como Dos Equis, Bohemia y Tecate, en el mercado de Estados Unidos, raro ejemplo de la exitosa exportación de una mercancía manufacturada en aquel país.18 Los trenes no sólo constituyeron un mejor medio de transporte sino que inspiraron a algunos empresarios a de-

dicarse a la actividad industrial. En Chile, fundiciones loca­ les hicieron cientos de tranvías y, lo que es aún más impre­ sionante es que en 1887 hicieron 30 vagones de carga y seis locomotoras que, desde la perspectiva de un entusiasta con­ temporáneo, “serían dignas de cualquier fabricante de Esta­ dos Unidos o de Inglaterra”. Así, aunque los aixo?LpTevÍQs^a^ 1930 revelan un cierto grado de industrialización, ésta se dirigía en su mayoría a producir bienes de consumó, no de capital. Por ejemplo, el hecho de que sólo tres por ciento de la fuerza de trabajo colombiana antes de 1930 se utilizara en la industria nos recuerda que en muchas regiones el de­ sarrollo era precario.19 Las ganancias de exportación desembocaron también en la importación de maquinaria y herramientas para la mo­ dernización de los sectores de exportación del azúcar y del café y permitieron que algunos terratenientes consideraran las nuevas variedades de herramientas agrícolas —cocechadoras, trituradoras, segadoras, arados— ya disponibles en los países industrializados. La producción de azúcar sufrió un cambio fundamental después de 1870 conforme la tec­ nología inglesa y alemana, desarrollada para producir azú­ car a partir de la remolacha en sus países, fue aplicada a la caña de los trópicos. Esto revolucionó la industria desde el noreste de Brasil a Salta, Argentina, toda la costa norte del Perú hasta llegar a Morelos, pasando por el Caribe, y desem­ bocó en una concentración cada vez mayor de enormes in­ genios centrales, junto con una gran demanda de trabajadores temporales. Para la década de los veinte, Cuba, con sus enor­ mes ingenios, propiedad de estadounidenses y cubanos, pro­ ducía más del veinte por ciento del azúcar de todo el mundo y condenaba a miles de cortadores de caña haitianos y do­ minicanos a una precaria existencia en el campo. La mecanización agrícola procedió de manera más len­ ta. Aunque agricultores progresistas en varios países introduje­ ron segadoras y trituradoras mecánicas ya desde la década de 1850, se mostraban reticentes a invertir en equipo por­ que era proclive a averiarse y las reparaciones escaseaban y, por encima de todo, porque durante muchos años los traba-

jadores rurales habían carecido casi totalmente de una cultu­ ra mecánica. Con excepción de Argentina, no fue sino hasta la década de 1920 que uno podía encontrar ahí muchas de las innovaciones mecánicas que hacía tiempo eran comunes en Europa occidental y en Estados Unidos. Todo esto —fábri­ cas, puertos, trenes, transporte de vapor para ríos y lagos, maquinaria agrícola— modificó la estructura del abasteci­ miento de aquellos objetos que crean la cultura material, cuya pista hemos seguido en este ensayo. Al alejarnos de los pue­ blos grandes y de las ciudades para dirigirnos al campo —que frente a una nueva generación urbana ahora parecía aún más rústico—, los bienes importados de la floreciente economía atlántica, obtenidos de la industria local o de los artesanos, que tendían a concentrarse en las grandes ciudades, dismi­ nuían más y más en volumen y en variedad. El cambio de la Colonia a la República tuvo sólo escaso efecto en la alimentación de los millones que constituían la población rural común y que seguían formando alrededor del 85 por ciento del total de la población de América Lati­ na en el último tercio del siglo xix. En las construcciones de paja y adobe de cientos de pobladores, en las rústicas chabo­ las agrupadas a la sombra de las grandes propiedades, en rancherías desperdigadas o en las viviendas aisladas de las vastas pampas, hombres, mujeres y sus familias seguían co­ miendo silenciosamente sus alimentos ancestrales, prepara­ dos a partir de ios tubérculos cultivados en los Andes, la yuca en el litoral tropical y el maíz en México y Centroamérica. La gran masa de aldeanos, peones y pequeños propietarios, así como el gran número de jornaleros y albañiles que se­ guían a las cosechas y sitios de construcción, conservaron su alimentación, en lo fundamental idéntica a la que había es­ tado presente durante dos mil años, al menos en Mesoamé­ rica, constituida por maíz, frijoles, chile y pulque; papas, coca y chicha en los Andes, y yuca en el litoral del trópico. Estos productos se complementaban de cuando en cuando con otros vegetales y frutas, en algunos casos con pequeñas cantidades de mote (trigo remojado) o de papilla de cebada, con una excepcional proteína animal derivada

de pollos, puercos, cuyes y charqui, y con el inevitable aguar­ diente en días de fiesta: constituían la base de la alimentación de una persona rural común. De hecho, hay evidencia que sugiere que el maíz y las papas constituían una mayor propor­ ción del alimento común mexicano, guatemalteco o andino en 1900 que en la época prehispánica. Evidentemente algu­ nos artículos de origen asiático o europeo terminaron por incluirse en los regímenes alimentados nativos; sin embargo, un cuidadoso estudio sobre cientos de trabajadores de la ha­ cienda El Maguey, en Zacatecas, entre 1820 y 1880, muestr a que el 75 por ciento de las necesidades básicas de energía humana se satisfacían con el maíz. Como se trataba de una propiedad ganadera, principalmente de ovejas, había en la alimentación de los peones más carne de la que se veía nor­ malmente.20 El peso de la costumbre puede ser apreciado en Chiapas al final del siglo xix, donde los propietarios alemanes de plan­ taciones de café trataron, con escaso éxito, de persuadir a los campesinos mayas migrantes de que comieran tortillas hechas en los primeros molinos de nixtamal, en lugar del producto he­ cho en metate y comal de sus propios hogares. Pero en cual­ quier otro sitio de la parte central de México, los hacendados se apegaban a la tradición e incluso contrataban un tlacualero, o transportador de alimentos, para que recorriera los hoga­ res del pueblo y recogiera las tortillas que cada mujer hacía para enviar a su marido o a sus hijos en los campos.21 Es difícil encontrar algún efecto relevante de todo el ciclo de la economía de importación liberal sobre la alimen­ tación rural común en Perú y en Bolivia. Un estudio detalla­ do sobre los trabajadores agrícolas en la planicie de Bogotá a fines de siglo lamenta una disminución en la variedad en comparación con el siglo x v iii. La mazamorra, estofado de papa y cebolla espesado con maíz, y enormes jarras de chi­ cha de maíz proporcionaban casi toda la ingesta calórica a los peones comunes. Los campesinos chilenos continuaron con su comida diaria de harina tostada, maíz y porotos, ya avan­ zado el siglo xx, como reflejo de la superposición mediterrá­ nea en tierra templada.22Evidentemente pueden encontrarse

excepciones a esta imagen convencional. Incluso la gente común, a lo largo de las vías de los nuevos trenes o en las orillas de los pueblos y ciudades en expansión, encontró maneras de complementar ocasionalmente una alimenta­ ción sencilla con azúcar, café y chocolate. También pueden encontrarse excepciones entre aquellos trabajadores reclu­ tados en las nuevas plantaciones de plátano o azúcar por toda la América tropical. Los exportadores a menudo en­ contraban redituable completar la alimentación de sus tra­ bajadores con frutas en lata o sacos de harina traídos de Boston o de Nueva Orleans en su viaje de vuelta, en lugar de depender del incierto abastecimiento local. El atuendo era otro asunto. A partir del siglo xvni, cuan­ do los barcos británicos y franceses comenzaron a descargar unos cuantos fardos de ropa en Veracruz, el Callao y en una docena más de puertos, los latinoamericanos revelaron su vulnerabilidad frente a las avanzadas industrias textiles de Europa occidental, así como un acelerado entusiasmo por la moda. Esto significó, para el agrado de los nuevos comer­ ciantes, que los hombres y las mujeres acaudalados no sólo se sintieran atraídos por los nuevos dictados de la moda que provenían del extranjero sino, lo que es más importante, que aceptaran un patrón de estilos periódicamente cambian­ tes, entonces menos común pero que hoy constituye un im­ prescindible ritual anual para los consumidores de principios del siglo xxi. Con la Independencia, el angostoj;audal de textiles importados se convirtió en un flujo conforme la marea irrefmnabl£, de algodones de Lancastershire encon­ tró, al principio, poca competencia con los fabricantes loca­ les. La ropa importada se filtró al campo a través de los mercados locales, de los vendedores itinerantes y de las tien­ das presentes en las minas grandes o en la mayoría de las haciendas. Dentro de las provincias, protegidas por el alto costo del transporte, los hiladores y tejedores locales fabri­ caban ropa para su propio hogar y ofrecían el excedente para intercambiarlo en los mercados de la zona. Los tristemente célebres obrajes coloniales, introduci­ dos por los españoles en el siglo xvi desde Querétaro hasta

Quito, algunos de los cuales empleaban a cientos de trabaja­ dores, ya habían recibido un duro golpe por parte de las importaciones francesas y británicas del siglo x v iii. Para la década de 1840 sencillamente desaparecieron como fantas­ mas de la Colonia en el despunte del nuevo amanecer co­ mercial. La tela inglesa se desplazó rápidamente por ciudades y pueblos de provincia y, hasta cierto grado, hacia el campo. Incluso el rebozo femenino mexicano, que para fines del si­ glo xix era una posesión indispensable, se fabricaba con tela importada, inevitablemente teñida de azul o gris, Al mismo tiempo, las fábricas británicas se esforzaban por imitar y_vender prendas tradicionales como los sarapes de Saltillo _o_lo_s ponchos argentinos. Los telares de los antiguos obrajes cer­ ca de Cuzco, dice un personaje de una novela local que se desarrolla en la década de 1840, “sólo servían cómo perchas para gallinas”. Para la década de 1860, un sagaz observador francés observa que incluso las mujeres más humildes en el campo chileno habían comenzado a “cubrirse con la tela de algodón que los extranjeros —sobre todo los ingleses— traían a bajos precios”. Podemos asumir con confianza que este patrón para las importaciones textiles de algodón, y un poco después también para las de la lana, se extendió por toda la América hispánica.23 El efecto de los nuevos caminos y trenes y las importa­ ciones que trajeron, junto con las nuevas fábricas de textiles establecidas casi en todas partes de América Latina durante los últimos años del siglo xix, fue sentido ampliamente tan­ to por los consumidores como por los productores. Los pre­ cios cayeron por la borda dejando tela barata y, de hecho, toda una variedad de nuevos textiles ai alcance de todos, excepto de los más pobres pero, al mismo tiempo, muchos hiladores y tejedores locales perdieron su mercado. En las provincias centrales de Chile, por ejemplo, sumaban 35,068, de acuerdo con el censo de 1854, pero sólo a 4,431 en 1895. Los precios cada vez más bajos de las importaciones británi­ cas también asestaron un golpe mortal a las sombrereras y tejedoras de Santander en Colombia. En el interior de la provincia, los hogares que empleaban de uno a cuatro tela­

res operaban gracias al sueldo indeterminado de los trabaja­ dores de la familia, que estaban protegidos de las importacio­ nes por la ausencia de vías férreas o de senderos para carretas y por la pobreza de los mercados. Estas hilanderas y tejedoras continuaron aferrándose a fabricar una tela de lana burda para uso local. En los pueblos remotos de la provincia de Azán­ garo, en el altiplano peruano, por ejemplo, ni la ropa impor­ tada ni los bienes producidos en serie encontraron mercado. La tela más barata se fabricaba en pequeños talleres domésti­ cos de ropa, mientras que un puñado de familias acaudaladas ‘seguía dependiendo de costureras y sastres para disponer de /estidos y trajes". Oti:os_artesanos locales siguieron fabrican­ do artículos especiales como vestidos y sombreros tradiciona­ les, un mercado estrecho que ofrecía escasa atracción a los fabricantes.24 Testimonios visuales, que pueden apreciarse en bosqueos y pinturas y después en fotografías, que tendieron a re­ emplazarlos en la década de 1860, muestran una variedad an amplia de vestidos a través de pueblos y regiones cam>estres que es complicado hacer una fácil clasificación. La :amisa y los pantalones sueltos de algodón crudo que se idoptaron en el primer siglo colonial siguieron siendo la 'estimenta típica de los campesinos mexicanos. Para el siglo cix, éstos intentaban usar los sombreros más caros que polían pagar, que en el mejor de los casos era un sombrero de ieltro pesado y caliente y, en el peor, un sustituto de paja. Cualquiera que fuera el material, entre más ancha fuera el Ja y más alta la corona, era más admirado el sombrero”.25 ,os campesinos indios de los Andes se cubrían con el ineviable poncho, algunos de colores alegres, otros discretos, in las regiones más altas, generalmente se prefería la gorra e lana con orejeras para resistir el frío, aunque unos cuands pueblos, como los tarabuqueños (cerca de Sucre, en Solivia), seguían usando su sombrero característico en foría de casco, vestigio aparente de la era inmediatamente osterior a la Conquista. Algunas mujeres aymara adoptaon el sombrero característico de hongo que siguió usándose n muchos lugares a todo lo largo del siglo xx.

Muchas personas comunes usaban sandalias fabricadas con cuero sin curtir o fibra. Era tan fácil que muchos pobres hacían propio su calzado. En la ciudad de México, incluso ya en la década de 1920, un observador creía que entre sus cuatrocientos mil habitantes, sólo cincuenta mil usaban za­ patos, el resto sandalias. En los Andes, las sandalias rústicas u ojotas, hechas originalmente de la piel de la llama o de la oveja y, para los años veinte, de neumáticos, identificaban a sus propietarios como población rural pobre, generalmen­ te indios. AI mismo tiempo, un número cada vez mayor de personas de origen rural llegaron a los campamentos mine­ ros, los pueblos y las ciudades. Luis Valcárcel, en el Cuzco de principios del siglo xx, observó que los indios, particularmente las mujeres, con­ servaban su vestido tradicional, mientras que los mestizos adoptaban rápidamente las modas de la ciudad, comenzan­ do con los pantalones angostos y largos, y las camisas sueltas en lugar de los ponchos. En efecto, los mestizos se esforza­ ban por evitar cualquier parecido con el estilo indígena a fin de establecer, “de la manera más clara posible”, su dife­ rencia con los indios.26 El calzado siguió siendo, en el siglo XIX, un signo de status étnico y de clase. A principios del siglo xx, los mestizos urbanos no sólo insistían en usar zapa­ tos sino zapatos brillantes para diferenciarse de sus rústicos hermanos. Con el crecimiento de las ciudades y los cam­ bios en la identidad étnica, la demanda de zapatos y de cera para calzado animó a entusiastas comerciantes estadouni­ denses y europeos a promover la fabricación en serie de zapatos y prendas de vestir. Hay poca evidencia en los bosquejos y las primeras fotografías de los diversos viajeros de que las casas rurales de la gente común o su mobiliario en el siglo xix fueran distin: tos a los del periodo colonial. La vivienda principal era ine­ vitablemente de un piso y a menudo de un sólo cuarto, de piso de tierra y sin ventanas. Se usaba adobe y paja en todo el altiplano de México y de los Andes, dando paso al bambú y a la paja de palma en el trópico. En México, raramente había estufas, chimeneas o cocinas, aunque en ocasiones un

cobertizo adyacente contenía un fuego de carbón. El car­ bón humeaba menos que el fuego producido por la made­ ra, razón por la que los mexicanos construían menos chimeneas; esta ausencia impactaba a los observadores angloa­ mericanos que creían que la falta de chimenea era un enorme obstáculo para hacer las reuniones familiares y un seguro sig­ no de primitivismo. Los pueblos andinos, enfrentados a un clima frío y a la escasez de carbón, contaban con estufas más adecuadas que aprovechaban mejor el combustible. Unos cuantos petates, cobijas, vasijas de arcilla y simples iconos e imágenes religio­ sas en las paredes constituían el mobiliario. Era regla que no hubiera sillas, mesas ni camas. Al oscurecer, sólo antor­ chas de resina de pino o las rancias y humeantes velas de sebo parpadeaban para iluminar la noche. Las iglesias prós­ peras podían costearse velas de cera de abeja. Los hombres dormían enredados en sus cobijas, las mujeres acurrucadas en sus ropas. Como una persona “generalmente poseía tan sólo las ropas que usaba, los roperos eran innecesarios”. En los altiplanos del sur de Perú, donde “la civilización no ha­ bía extendido todavía sus iluminadores rayos”, las paredes o la choza de un campesino común se “embellecían con pin­ turas curtidas por el humo que representaban la decapita­ ción, la crucifixión y la quema de mártires”.27 A los ojos de quienes tenían una mayor colección de bienes, mejores casas y una alimentación más rica, las esca­ sas posesiones de la más aislada población india se explica­ ban siempre por su “desidia ancestral” e “inclinación natural a la pereza”. Este dicho se esparció desde el periodo colo­ nial hasta el presente. La opinión provenía de los diversos repartos de mercancías practicados en México y Perú en el si­ glo xviii, que obligaban a los pueblos nadvos a comprar, en efecto, mediante un plan de mensualidades, bienes como ropa, muías y herrería, y justificaba la imposición del tributo o también de los impuestos por persona. Contrario a ia or­ todoxia presente, en la que reducir impuestos desembocaría en una mayor industria, los oficiales de la Colonia y del siglo xix —y también muchos burgueses comunes— estaban per­

suadidos de que el requerimiento del pago de impuestos ani­ maba a los indios a trabajar más duro y finalmente los llevaría a apreciar los bienes de consumo que podía ofrecerles la era industrial. De lo contrario, como los indios definían sus "necesidades” a un nivel tan bajo, sólo trabajarían para ad­ quirir los elementos más básicos de comida, vestimenta y vivienda. Esta infortunada actitud, creían muchos, inhibía la en­ trada de países como Perú al circuito de las naciones mo­ dernas y progresistas y disminuía el ingreso potencial de los que aspiraban a ser hombres de negocios. Cualquiera podía darse cuenta de que el deseo de adquirir bienes de consu­ mo es un incentivo para trabajar más, ló que a su vez deriva en el comercio y la producción. “Si los indios eran tan igno­ rantes o tercos como para pasar por alto este sencillo princi­ pio”, el Estado moderno tenía el derecho de dejar en claro “los efectos civilizadores del consumo por la fuerza”.28 Estas opiniones se dirigían particularmente a las comunidades indias más herméticas; en muchos otros lugares de Meso­ américa y de los Andes, como el Valle Mantaro en Perú o los pueblos circundantes a las minas y de las grandes ciudades, los pobladores nativos ganaban salarios en efectivo y esta­ ban más integrados a la economía de mercado. En Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires, Río de Ja­ neiro, México y otras ciudades, el gas, la luz eléctrica, las calles pavimentadas, los tranvías, las cañerías y un conjunto de nuevos bienes que abarrotaban las elegantes tiendas de­ partamentales de dos y tres pisos, rápidamente separaron la cultura material del campo de la urbana. Los consumidores latinoamericanos elegían entre las manufacturas locales, el flujo de importaciones y un sector artesanal en disminución pero todavía presente. Procedamos ahora a seguir con ma­ yor detalle los patrones de consumo que surgieron entre los miembros de la nueva elite, la cual surcó con una cierta des­ envoltura provinciana la marea alta del desarrollo liberal hasta su ignominioso colapso en los años veinte.

Extranjerización: la auto-enajenación de la elite de la belle époque Debido a que la mayoría de los miembros de la elite latinoa­ mericana que dirigió el movimiento de Independencia se persuadió a sí misma de que todo en la época colonial se de­ bía al control español, debido a que el propio movimiento independentista había encontrado oposición tenaz y en oca­ siones brutal por parte de los ejércitos españoles y, lo que es aún más importante, debido a que Londres y París se habían convertido en polos irresistibles de atractivo económico y cultural, los nuevos líderes republicanos se lanzaron, con poca vacilación, a establecer relaciones comerciales cercanas con las florecientes economías del noroeste europeo. El nuevo comercio, las nuevas ideas, las nuevas modas ofrecían, al pa­ recer, una solución al atraso. Pocas personas entonces —ape­ nas tantas como ahora— eran capaces de anticipar las consecuencias no siempre felices del desarrollo liberal. Supongamos, por un momento, que somos capaces de volver a cualquiera de las principales ciudades de la América hispánica, digamos, en la década de 1770. Observamos a un extraño, vestido respetablemente, aparentemente de raza blan­ ca, parado cerca del lugar donde nos encontramos. Nos vol­ vemos hacia un amigo y íe preguntamos “¿Quién es este hombre?”. “Pues es un español”, sería la posible respuesta, pero no sabríamos si llegó de España recientemente o si des­ ciende de una familia residente en América desde hace tiem­ po: el término se aplicaba a los blancos nacidos tanto en Europa como en América. Conforme se ensanchó el abismo entre el Imperio y la Colonia durante el último tercio del siglo xviii, las personas que iban a dirigir el movimiento de Inde­ pendencia —en su mayoría blancos, generalmente con edu­ cación y vestidos respetablemente — llegaron a ser conocidas más y más no como “españoles” sino como “criollos”, es decir, como personas consideradas por los demás, o que se veían a sí mismas, como blancos y esencialmente europeos en térmi­ nos culturales, aun cuando hubieran nacido en América. La mayoría proclamó una cercana identificación con su patria

americana. Sin embargo, una vez que se logró la Independencia, el término “criollo” tendió a desaparecer en el sentido que tuvo en el siglo xvin, porque en ese momento la elite quería verse políticamente en términos nacionales como “mexicanos”, “peruanos” o “chilenos”. Evidentemente les parecía que el contenido colonial dieciochesco del término resultaba públicamente inconveniente debido a que aspira­ ban a identificarse con, y a dirigir, repúblicas multiétnicas. Sin embargo, aun los patriotas políticos, integrantes de la elite republicana, se cuidaban culturalmente hablando de dos frentes al mismo tiempo: la heterogénea población de su pro­ pio país, la cual aspiraban dirigir, pero también, de! otro lado del Atlántico, sus antepasados europeos, su fuente de cultura y sus manufacturas. Aunque unos cuantos miembros muy ca­ tólicos y conservadores de esta nueva elite permanecían ligados a valores hispánicos, incluso ellos se unían a la mayoría para abrazar las artes, las modas y las manufacturas de Ingla­ terra y Francia. Tanto liberales como conservadores querían ver sus nuevas repúblicas como parte del concierto de las na­ ciones y, al traer las modas europeas a la ciudad de México, Bogotá, Lima y Buenos Aires podían embarcarse en la noble misión de traer el cambio, la modernidad y el progreso a su país. En estos años de formación, a principios del siglo XIX, pocos miembros de la elite latinoamericana se volvieron ha­ cia su propio pueblo, con el nacionalismo introspectivo de, digamos, Estados Unidos en 1790 o el de las antiguas colo­ nias africanas y asiáticas recientemente independizadas des­ pués de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, las nuevas repúblicas latinoamericanas estaban “incuestionablemente orientadas aí exterior, ávidas de aprender y de imitar todo lo que provenía de Francia o de Gran Bretaña”.29 Al mismo tiempo, si los grupos dominantes en América Latina se veían a sí mismos separados de la masa en térmi­ nos de raza y de cultura, también estaban ligados a sus com­ patriotas de clases más bajas por las mismas características. Si los miembros de la elite se consideraban más blancos que las poblaciones mezcladas, también reconocían que habla­ ban el mismo idioma que la mayoría de sus compatriotas y

asistían a misa junto con ellos. Así, precisamente porque no debían confundirse con la gente común, las capas superio­ res se esforzaron por marcar su diferencia al adoptar todo lo europeo, lo francés e inglés. A partir del último tercio del siglo xix, el ingreso generado por la explosiva demanda mundial de fertilizantes, café, azúcar, petróleo, cobre, trigo y carne permitió, a aquellos que se beneficiaban del comer­ cio, importar bienes necesarios para ingresar al mundo eu­ ropeo de la moda y así distinguirse de sus conciudadanos menos afortunados. En efecto, ei prestigio de lo extranjero era parte impor­ tante del atractivo de los bienes importados y debía tomarse en cuenta junto con otros atributos, como el acceso y el cos­ to. Esta observación de ninguna manera es original porque los bienes importados juegan un papel importante en mu­ chas sociedades actualmente, e incluso entre consumidores tan rudimentarios como, por ejemplo, el pueblo melanesio de las islas Trobriand, donde la investigación demostró desde hace mucho que ciertos objetos son más valorados precisa­ mente porque provienen de tierras distantes. No obstante, el “atractivo de lo extranjero” parece haber sido despropor­ cionadamente fuerte en la América poscolonial. En el últi-' mo tercio del siglo XIX , la relación estrecha entre “extranjero” y “progreso” aparece una y otra vez. Diferentes grupos sostuvieron la creencia de que se po­ día generar una versión local de la modernidad, en el sentido de unirse a la marcha humana universal hacia un futuro que sería diferente y superior al pasado regido por las costumbres. Los bienes extranjeros representaban la modernidad debido a su asociación con Europa, centro mismo de la modernidad, y debido a su evidente contraste con las prácticas locales.30Este periodo —de mediados de siglo a 1930— es llamado, conve­ nientemente, era de las economías de exportación o del “desa­ rrollo hacia afuera”. En realidad, el término economías de importación habría sido igualmente adecuado porque a cam­ bio de un reducido rango de mercancías de exportación, los latinoamericanos recibían del exterior una amplia selección de bienes transformadores social y culturalmente.

Al principio, en el mundo indio del siglo XVI, como hemos visto, los conquistadores de España y los líderes polí­ ticos y sociales de la época colonial introdujeron una rica cultura material metropolitana derivada de la mezcla de los mundos mediterráneo, islámico y asiático. Los españoles pre­ tendían diferenciarse ele los habitantes nativos y también de los mestizos y mulatos de castas bajas a través de los alimen­ tos, la vestimenta y la arquitectura. Evidentemente, también lo hacían a través de un despliegue de abundancia —man­ siones más grandes, banquetes más fastuosos, regalos y cere­ monias lujosas— para establecer su dominio sobre una sociedad multicultural y multiétnica. Trescientos años más tarde, en el pequeño mundo de la clase alta de Lima, de la ciudad de México y de otras ciudades importantes, a fines del siglo xix, hombres y mujeres veían a ias burguesías de Londres y de París como el grupo de referencia adecuado para vestir, del mismo modo que lo hacían en lo tocante al diseño urbano, el mobiliario y la comida. Como ocurría prác­ ticamente en el resto del mundo y bajo circunstancias simi­ lares, se dieron a la tarea de construir una barrera entre sí mismos y aquellos que pretendían trepar de manera cada vez más insistente por la escala social. Los trajes de los hombres y los atuendos de las damas importados de París eran enarbolados en contra de los im­ postores arribistas, conocidos por los curiosos términos de siútico en Chile, huachafo en Lima, o el más general gente de mediopelo en cualquier otro lado. La pequeña elite del Cuzco provinciano, incapaz de comprar directamente en Francia, trajo París a los Andes bajo la forma de la Sastrería París, donde un caballero podía ordenar elegantes camisas hechas a mano, levitas e incluso un frac o un esmoquin. En los años cuarenta, Luis Orrego Luco, el novelista chileno, recordaba con una sonrisa irónica sus “ambiciones de snob juvenil” en la déca­ da de 1890 de querer vestir con “las corbatas de Doucety los trajes de Monsieur Pinaud”.31 Podríamos observar de paso que, en contraste con la abundancia de nuestro propio mundo, donde una gama casi infinita de bienes sirve como indicador de posición e iden­

tidad, en la era colonial hubo, de hecho, menos maneras a través de las cuales una persona podía desplegar riqueza y poder. Hoy tenemos suites ejecutivas, automóviles de lujo, casas para vacacionar, esposas o maridos "trofeo”, elegantes firmas de diseñador, comida “gourm et”, miles de sutiles ob­ jetos para la falsa imagen. La elite colonial tenía menos po­ sesiones pero eran evidentes: esencialmente, tierra y esclavos o trabajadores dependientes, una mansión a menudo sóli­ da y augusta, sirvientes, una ostentosa donación de una ca­ pilla dorada para que todos recen y una mesa generosa y repleta de gente. Unajvez que la elite republicana dejó atrás la idea rural del prestigio para integrarse en un escenario urbano más homogéneo, fue necesario hacer un nuevo arre­ glo de posesiones para distinguirse. La vestimenta y el ador­ no personal proporcionaban signos flexibles y portátiles de status. En el mundo material de la floreciente economía atlán­ tica de fines del siglo xix, la necesidad de un consumo cons­ picuo se volvió más intensa, pero pocos de los bienes que los ricos latinoamericanos podían ostentar estaban disponibles en sus propios países. Cierto, uno podía construirse una casa de campo más grande, manejar elegantes carruajes o parti­ cipar, de modo más sutil, en rituales particulares de poder. Thorstein Veblen discernió sobre esto más o menos al mis­ mo tiempo que sus compatriotas en Nueva York y en Chica­ go, y escribió acerca de ello con su prosa peculiar y sutil: El consumo conspicuo de bienes de valor es un medio de buena reputación para el caballero de buena posición. Conforme la riqueza se acumula en sus manos, su propio esfuerzo autónomo no bastará para poner de manifiesto su opulencia por este método. La ayuda de amigos y com­ petidores surge, en consecuencia, cuando se recurre al ofrecimiento de valiosos regalos y caros festines y entrete­ nimientos.32

Es difícil exagerar el atractivo que las manufacturas inglesas o la comida y la moda parisinas tenían para la elite de la belle époque. A partir de la década de 1870, la vida social se despla­

zó cada vez más de las casas privadas a los lugares públicos: los nuevos cafés y restaurantes elegantes, los salones de bai­ le, los teatros y la ópera. Fotografías y pinturas contemporá­ neas muestran a los caballeros con sombrero de copa y a las mujeres con vestidos largos y escotados en bailes y restau­ rantes de moda. Para ia década de 1880 la cocina francesa se convirtió en “el último grito” y los restaurantes más ele­ gantes de la ciudad, como la Maison Dorée y la Fonda de Recamier “no se atrevían a abrir sus puertas sin contar con un clief francés”.33 En 1891, el millonario mexicano don Ig­ nacio de la Torre y Mier persuadió al "celebrado chef parisi­ no” Silvain Daumont a venir a la ciudad de México; Daumont obtuvo tal éxito que, en un año, abrió su propio estableci­ miento, una copia casi exacta de un restaurante francés de la belle époque. Un banquete en 1888, en honor del presidente Porfi­ rio Díaz, ofreció Consommé á la Graviarre, Truites a la Meuniére, Filet deBceuf a la Godard, Dindonneau Truffé a VAnglaise, entre sus ocho platillos. El menú, en francés por supuesto, se acom­ pañaba por un modesto Mouton-Rothschild y un Romanée Conté, quizá el más fino entre los grandes vins bourguignom, entre otros vinos. Y esto, a pesar de la epidemia de filoxera que justamente para entonces destruyó más de noventa por ciento de los viñedos franceses, lo que debe haber vuelto excesivamente caras las importaciones. “La búsqueda de ci­ vilidad importada” alcanzó alturas insospechadas en 1910, en la celebración del centenario de la Independencia, cuan­ do “ni un solo platillo mexicano apareció en alguna de las muchas cenas dedicadas a esta patriótica ocasión”.34 Unas memorias de la época recuerdan que sólo escuchar las dos palabras “Dulcería Francesa” equivalía a sentirse embarga­ do de alegría. El término evocaba en los niños “los fascinantes juguetes; para la mujer los bombones y los ‘petit-fours’ únicos y para el hombre, los excelentes vinos y pasteles deli­ ciosos, todo lo cual se vendía en aquellas tiendas encantado­ ras que en las vísperas de los días onomásticos se veían henchidas por miembros de la mejor sociedad”.35La elite porfiriana, nunca superior al dos por ciento de la población total

de México, importaba linos, pianos de cola, vinos y licores europeos; además estaba suscrita a libros y revistas francesas, viajaba al extranjero y enviaba a sus hijos a escuelas europeas y creía que, al hacerlo, estaba “compartiendo las mismas acti­ vidades y actitudes de la aristocracia internacional”. La revis­ ta parisina Revue des deux mondes reposaba medio abierta, y con la mayor probabilidad de no haber sido leída, en miles de salones desde la ciudad de México hasta Buenos Aires. Al mismo tiempo, las mejoras en el transporte terrestre y marítimo que permitieron a los latinoamericanos exportar sus productos para pagar las importaciones europeas, anima­ ron también a la elite a hacer el gran recorrido por Inglate­ rra y el Viejo Continente. Varias memorias y novelas comentan estas excursiones, en ocasiones emprendidas con un exceso cómico involuntario. Grandes familias, tutores, cocineros y nodrizas abordaban los vapores rumbo a Le Havre o Bur­ deos. En 1882, una prominente familia chilena, temerosa de que la nodriza no aguantara la travesía de treinta y tres días de duración de Valparaíso a Burdeos (y persuadida de los saludables beneficios de la leche equina) llevó a bordo una joven burra y cincuenta fardos de heno.36 Estas descripciones pueden aplicarse en cualquiera de las capitales de América Latina a un segmento pequeño pero influyente de la elite. La cíase alta de Lima hizo su mejor esfuerzo por pertenecer a clubes privados de golf y de equi­ tación, mientras que “la mayor ambición de un limeño era vestir al estilo parisino1’. Aun antes de que las masivas expor­ taciones de nitratos concedieran a la elite chilena el permi­ so para disfrutar de abundantes importaciones de lujo, el cónsul británico observó que “los modelos de elegancia son todos franceses”,37Las tiendas nuevas y elegantes, como Gath y Chaves, que abrió en 1910, o la Casa Pra, ofrecían bienes europeos sobre sus mostradores de madera pulida y vidrio. La construcción de la Estación Central de Trenes por parte de Eiffel 8c Company hacía parecer que la Gare du Nord se había trasladado a Chile. Cuando surgió una controversia sobre la venta de una propiedad chilena a un extranjero, no es de extrañar que un dandy de la belle époquese preguntara

hábilmente: “¿Por qué no vendemos todo el país a Francia y nos compramos algo más pequeño, cerca de París?” Los latinoamericanos de fin de siécle también estaban conscientes de la necesidad de inspirar ideas propias sobre sus respectivos países en el extranjero. Las oportunidades llegaban con las distintas ferias y exposiciones mundiales, en las que el orden, el progreso y los civilizados gustos de la capa europeizada de la sociedad podían desplegarse dejan­ do atrás los remanentes de ía barbarie. En 1900, el periódi­ co de Santiago de Chile, El Porvenir, se enteró de un plan: “ciertos empresarios de espectáculos” estaban preparándo­ se para llevar a un grupo de araucanos a la Gran Exposición en París. “¿A qué interés nacional puede servir”, se pregun­ taba el periódico, “andar paseando a un puñado de indios que son casi salvajes, brutales, degradados y repugnantes en apariencia, a fin de exhibirlos en París como muestra de lo que es Chile?”38 Una colección de menús de cientos de cenas privadas y públicas en Chile durante el cambio de siglo —que hoy per­ tenece al Museo Histórico en Santiago de Chile—, como aque­ llos en México, están casi enteramente en francés. Aquí puede verse que los invitados a los banquetes públicos y los comen­ sales en restaurantes privados bebían vinos de Clos de Vougeot o de Pommard y degustaban los g)and crus de Burdeos y los celestiales sautemes de Chateau d’Yquem. De hecho, en Chile, los miembros de la elite no sólo hacían peregrinajes culturales a París e importaban bienes franceses, varios se abocaron a la tarea de convertirse en propietarios de un cha­ teau bordelés en Chite. Un modelo poderoso estaba presente en los nuevos vi­ ñedos y vinaterías establecidas por los nuevos ricos, en Bur­ deos: aquello que llegó a llamarse chateaux después de la Revolución Francesa, lo cual había intentado destruir los primeros y verdaderos castillos del anden regime. El Barón Rothschild adquirió Chateau Lafite en 1868 junto con las otras grandes casas de Latour, Haut-Brion y Chateau Margaux. Los chilenos no iban sólo a Burdeos para traer brotes de las famosas uvas cabernet sauvignon y merlot, sino que

4 . BIENES MODERNIZADORES: LA CULTURA MATERJAL EN l-l. PINÁCULO DEL PRIMER LIBERALISMO

también importaban tecnología de punta para la fabricación de vino. Con mayor ambición, construyeron sus propios chateauxGn los valles de Maipo y Aconcagua e importaron dise­ ñadores de paisaje y arquitectos franceses, italianos e ingleses para lograr esos imponentes jardines como los que hoy se ven en Viña Santa Rita o la mansión Subercaseaux en Pir­ que, justo a las afueras de Santiago de Chile. Con todo esto, alentaban el propósito de hacer un vino “francés” en Chile y dejar en claro su vínculo cultural con Europa. Sin embargo, no exageraremos. También es verdad que un cierto consu­ mo nacionalista logró colarse incluso en el clímax de la belle époque. En los eventos políticos o en las ceremonias, los líde­ res de partido se anotaban un punto a su favor al servir vi­ nos chilenos en los banquetes en que se anunciaba a los candidatos presidenciales, por ejemplo, en la reunión de los presidentes chileno y argentino de 1899 en una región fronteriza disputada, ubicada en el extremo sur del Estre­ cho de Magallanes, En niveles más bajos de la escala de con­ sumo, una extensión mucho mayor de viñedos del país producían vinos para la gente común.39 Los mejores sastres y modistas pusieron las modas inglesa y francesa al alcance de la elite latinoamericana. El interés por la ropa comenzaba muy tempranamente en la vida. En 1907, un chico brasileño de trece años, quien firmaba su nota como “Paulino Jr.”, envió a su padre una petición de ropa para un viaje de compras: “Un saco de tela de franela blanca[...] tres pequeños cuellos al estilo Santos Dumont y una corbata blanca, para ser compradas en Casa Colombo y, si no se encuentra allí, en la Torre Eiffel. N. B. Si no se en­ cuentra en franela, traer el mismo corte en driW.4QProba­ blemente el padre de Paulino fue de compras a la Avenida Central o a la Rúa do Ouvidor en Río de Janeiro que, hasta 1906, era el verdadero corazón de la cultura y de la vida social de la elite. Esta calle de ochocientos metros de longitud en Río, además de ser un santuario de los bienes europeos, tam­ bién era un paseo de moda, un lugar de reunión de la elite, donde “todo lo nuevo y ‘civilizado’” hacía su primera apari-

ción en las vitrinas. Allí, los modistas ponían sus creaciones junto a materiales traídos de Francia, mientras las mujeres compraban las últimas modas de París, pagando una enor­ me fortuna para adquirir un vestido de Charles Frederick Worth junto con las joyas adecuadas. Un ameno libro de reciente publicación repasa los li­ bros de moda ilustrados de la época siguiendo el cambio en las faldas femeninas desde los incontables metros de cru­ jientes crinolinas de mediados de siglo al polizón “que tuvo su apogeo y su caída en las décadas de 1870 y 1880 en varias exageraciones decorativas para el trasero”. Para 1900, las faldas habían evolucionado hasta adquirir lujosas colas. En cada etapa, las mujeres se sometían al corsé y usaban un gran numero de enaguas. En 1914, un columnista de chis­ mes lo resumió de la siguiente manera: Las mujeres visten faldas largas amplias, llenas de enaguas y ostentan minúsculas cinturas de avispa [...] puestas en relieve por los corsés. Usan tafetán y lana de merino [...] botas abotonadas o atadas en lo alto y llevan siempre un abanico de seda o de.gasa en una mano bien enguantada. No usan maquillaje [...] Las mujeres cariocas tienen ros­ tros de mármol o de cera [...] cuando pasan en grupos recuerdan una procesión de cadáveres.41

Si la moda femenina era incómoda, constreñida y requería de un talento aprendido para desplazarse por un salón lleno de gente, la ropa masculina en el Río de la belle époque pro­ porciona un ejemplo particularmente revelador de la impor­ tancia de la vestimenta en la construcción de una identidad. En efecto, demuestra una adherencia totalmente absurda a los grupos de referencia de consumo europeo sin la mínima concesión al sentido práctico o a la comodidad. Mientras que las modas y los textiles para las mujeres provenían de Francia, los sombreros y las telas de los hom­ bres eran importados de Inglaterra. Los sastres locales cor­ taban la tela de lana, generalm ente de color negro, en pantalones, chalecos y levitas. Debajo de estas dos capas de lana, los hombres que vestían apropiadamente usaban ropa

Figura 4.4. Rúa do Ouvidor, Río deJaneiro, 1900. La calle de tiendas más elegante de Río en la belle époque. Obsérvese a los hombres vestidos de forma abrigada en el trópico. Fuente: Fotografía de Marc Ferrez. Corte­ sía del Getty Research Institute.

interior larga de algodón o de lino y camisas sujetas a cue­ llos de pajarita atados por corbatines: todo esto con “escasa concesión a la facilidad de movimiento, la circulación san­ guínea, la temperatura o la economía”. Nada de ello habría parecido fuera de lugar en las latitudes inglesas, donde los vientos eran fríos y las casas estaban mal calentadas. Pero estamos hablando del clima tropical de Río de Janeiro, y particularmente de la Vieja Ciudad, donde los hombres de negocios pasaban las horas más calurosas del día trabajando en el “vaporoso y febril verano, vestidos en lana inglesa, pe­ sada y de color negro”. Un periodista parisino hizo la siguien­ te observación en 1890: Bajo un clima agotador, en una ciudad en que el termóme­ tro alcanza los 40 grados a la sombra, en ocasiones, cuando ios rayos solares son tan ardientes en verano que uno pue­ de morir de golpe, el brasileño continúa, tercamente, vi­ viendo y vistiendo al estilo europeo. Trabaja durante las horas más calientes del día; va a su oficina de nueve a cua­ tro, como los hombres de negocios londinenses; se pasea en levita negra, cubierto por un sombrero de copa, impo­ niéndose un martirio con la más perfecta falta de preocu­ pación.

¿Por qué lo hacían? Evidentemente porque la ropa oscura, pesada, distintivamente europea, era signo de modernidad, civilización y aristocracia. Así, la elite predominantemente blanca, vestida en abrigos y chalecos de lana negra, en estrechos corsés y gruesas faldas, soportaba el bochorno, sintiéndo­ se satisfactoriamente europea, satisfactoriamente distinta a los oscuros y frescos pobres que andaban medio desnu­ dos proclamando abiertamente su inculta inferioridad.4'

Los pueblos y las ciudades de América Latina, incluso hasta 1870, se apegaron generalmente al tradicional trazo arqui­ tectónico de tablero de ajedrez, impuesto por los Hasburgo en el siglo xvi cuando, si recordamos, los españoles conci­

bieron un plano cuadrangular urbano trazado con “cordel y regla” para todas sus ciudades en las Indias; plano que per­ sistiría incluso al aumentar la población. De hecho, así fue hasta ia década de 1870. Pero entonces, el rápido crecimiento del comercio extranjero forzó la modernización de las ciu­ dades portuarias y después la de las antiguas capitales. Las ciudades fueron dotadas de sus primeras alcantarillas y se aseguró su abastecimiento de agua, la Alameda de México estrenó iluminación de gas en 1873; los primeros tranvías, carros sobre rieles jalados por muías (los así llamados ferro­ carriles de sangre), aparecieron por todos lados. En síntesis, las ciudades importantes, o al menos algunas secciones de éstas, se europeizaron. En explosiones de orgullo local, a los guatemaltecos y los chilenos les gusta llamar a sus respecti­ vas capitales el “París de Guatemala” o el “París de Chile” y, para 1911, incluso Georges Clemenceau, el parlamentario radical francés, llamaría a Buenos Aires “una gran ciudad europea" . E n el México del Porfiriato, dos personalidades, José Cavallari y Antonio Rivas Mercado, ambos producto de la Ecole des Beaux Arts, en París, fueron clave para dotar a las nuevas colonias Juárez, Cuauhtémocy Roma de una apa­ riencia cosmopolita, “tan aristocrática como Versalles, Bru­ selas y Londres”. Este amplio trazo urbano dio lugar a la construcción de “chalés, mansiones y palacetes”.44 La secularización liberal de la sociedad significó que los rituales y las ceremonias comenzaran a desplazarse de las an­ tiguas plazas construidas en torno a una iglesia hacia las ca­ lles comerciales, los nuevos parques, las avenidas y los mercados de reciente construcción. La misma propiedad ecle­ siástica, confiscada por el Estado modernizador y vendida a individuos particulares, contribuyó al desarrollo de nuevos asentamientos en las afueras, que pronto fueron conectadas con el antiguo centro mediante líneas de tranvía y anchas avenidas. Los terremotos, no poco frecuentes en muchas an­ tiguas ciudades, proporcionaron oportunidades adicionales para trazar nuevos planes urbanos. Y todo esto tuvo lugar en una época en que algunos europeos, como el prefecto del Sena, proporcionaban espectaculares modelos para la reno­

vación urbana, lo que seguramente no dejaron de percibir los latinoamericanos progresistas y francófilos. El Barón Haussmann llevó a cabo una renovación masiva de París, pro­ yectando 137 kilómetros de calles nuevas, creando amplios senderos para carruajes y banquetas a la sombra de largas líneas de árboles, todos rectos, con escasas consideraciones para el tránsito. Ésta fue una empresa impresionante, si bien a fin de cuentas vacua, que Marx, su contemporáneo, asegu­ raría mezclaba “barbarismo y frivolidad”.45 La reforma urbana en América Latina tuvo lugar en una época en que la mayoría de los líderes liberales latinoa­ mericanos rechazaban el pasado hispánico como un lastre para la modernidad, de manera que las nuevas avenidas dia­ gonales se erigían en simbólica oposición al antiguo y des­ acreditado patrón cuadrangular, que ahora se oponía a la ortodoxia de la Contrarreforma de los Hasburgo. Hay múl­ tiples ejemplos —el Paseo de la Reforma en México, el Pra­ do en La Habana, las. nuevas grandes avenidas en Buenos Aires, la prolongación de la Avenida 18 de Julio en Montevi­ deo— del nuevo plano urbano con grandes avenidas que se proyectan a partir de los antiguos centros que atraviesan antiguos sectores coloniales. Los nuevos bulevares que co­ rrían desde las antiguas plazas de la ciudad terminaron por quedar enmarcados por casas neogóticas de tres y cuatro pisos con techos de mansarda al estilo Segundo Imperio. Hoy siguen en pie a lo largo de las grandes avenidas de Bue­ nos Aires, y otras se encuentran asfixiándose entre los rasca­ cielos de vidrio y acero de Bogotá, Santiago de Chile o la ciudad de México. Al mismo tiempo, aquellos propietarios suburbanos, ca­ paces de soportar el costo, abandonaron el complejo medi­ terráneo con patio central de un piso, con fachadas al ras de la banqueta, para construir “mansiones” y “palacios” de dos o tres pisos rodeados por altas veijas de hierro foijado, des­ plazados unos metros hacia dentro para ofrecer una gran entrada a los visitantes. El “palacio Cousiño” en Santiago de Chile, construido en la década de 1870, muestra su faz euro­ pea a la sociedad mediante el despliegue del mármol de Ca-

rrara, los candelabros franceses, las pinturas de paisajes eu­ ropeos, las elegantes sillas y sofás. Nada de esto tiene algo de chileno. La organización interna del espacio habitable fue paralela a la ambigüedad de los mismos propietarios. En un contemporáneo en Río de Janeiro, el estudio, el sa­ lón de billar, la biblioteca y el vestíbulo de entrada fueron "más cuidadosamente europeizados en su terminado y amue­ blado”. Aquí, los propietarios recibían a sus visitantes y les demostraban su afinidad con la cultura europea. Los cuartos interiores miraban en dirección opuesta, efectivamente ha­ cia Brasil, y estaban compuestos por habitaciones comunes, con una cama y un comedor más informales y cómodos y con mobiliario más tradicional. Tales habitaciones en Río de Ja­ neiro, incluso en las mansiones caras, tenían hamacas y peta­ tes. Al menos en Río, aún se practicaban distintos rituales en dos áreas de la casa: al frente, de acuerdo con el estilo fran­ cés, los alimentos se servían en orden secuencial; en el come­ dor familiar, todos los platos se ponían al mismo tiempo.46 Todo esto —comida, vestimenta y vivienda— era parte de un proceso mucho mayor: la formación ele una burguesía mundial o de, al menos, una burguesía occidental. El ávido ¡ consumo de bienes europeos, los viajes a Europa y el con­ tacto con sus intelectuales, artistas e ingenieros era algo más que una “vana postura de seguir las últimas modas. Era co­ locarse en la cima del momento histórico o quizá —podía imaginarse— en el centro de toda la historia”. Era ser moder­ no. La ópera, por ejemplo, se podía disfrutar, “con toda su truculencia y ternura” por miembros de la “burguesía con­ quistadora” en circunstancias similares, en uno y otro lado del Atlántico, “en La Scala, Covent Garden, el Met, en Manaos o en el Teatro Municipal en Santiago”.47 Incluso po­ dríamos añadir la provincia de México, donde, en 1903, el mismo Porfirio Díaz viajó por tren a Guanajuato para asistir a la presentación de Aída en la inauguración del elegante Teatro Juárez. Al ingresar al más amplio mundo de la moda, las nue­ vas elites de todas partes, desde Budapest o el San Peters-

Figura 4.5. Teatro municipal en Santiago. Construido según el modelo arquitectónico de la Ópera de París, la versión santiagueña se edificó originalmente en 1853; después de un incendio, se volvió a abrir en Z873. Símbolo de modernidad y civilización, en esta fotografía parece como si se hubiera construido anticipándose a la demanda futura. Fuente: Vistas de Chile y Perú, Colección William Letts Oliver. Cortesía de The Bancroft Library, Universidad de California, en Berkeley.

burgo de Tolstoi, hasta Lima, podían “sentirse europeas”. Aunque larelación de América Latina con Europa era parte de este proceso más amplio, la dualidad peculiar de sus elites fes supuso una doble tarea. Por un lado, al mirar hacia afuera a través clel océano, encontraban una conexión con ios pode­ rosos estados del Atlántico Norte a fin de traer lo que consi­ deraban ideas avanzadas y progreso a sus propias repúblicas. Como parte de ello fomentaron la construcción de vías fé­ rreas, la renovación portuaria, las políticas financieras y las concesiones a los inversionistas extranjeros a fin de promo­ ver la exportación de alimentos, fibras y minerales. Al mirar hacia adentro, hacia sus propios países, debi­ do a las ambigüedades raciales y culturales que habían exis­ tido desde el principio, las elites buscaban reafirmar, a través del consumo de bienes europeos, su más “civilizada” identi­ dad y distinguirse de sus compatriotas inferiores, con quie­ nes, después de todo, se podían confundir fácilmente. Tal confusión no era posible, digamos, para los pobladores blan­ cos del Kikuyu en ICenya o para los plantadores franceses entre los vietnamitas. Esta ambigüedad, esta ansiedad por no ser considerados parte de “las otras castas” forma parte, sin duda, de la explicación de esa devoción al consumo y a la ostentación de la elite latinoamericana. Esto va de la mano con su entusiasmo por la modernidad y la esperanza, no muy intensa, de que a su debido tiempo sus compatriotas de las clases bajas podrían pasar gradualmente de la barbarie a la civilización.

5. B ienes de desarrollo

Hay que consumir io que el país produce.1

J ^ n América Latina, el largo siglo xix llegó a su fin no por las fanfarrias del año 1900 ni por el cañonazo de una distan­ te guerra mundial, sino por la confluencia de circunstan­ cias económícas^políticas y sociales en la década de los veinte. Durante los siguientes cuarenta o cincuenta años, hasta la década de los sesenta, fuertes sentimientos nacionalistas, más la intervención estatal en los asuntos económicos, así como el surgimiento de una corriente de pensamiento antiimpe­ rialista y algunos experimentos socialistas, desembocaron en cambios sustanciales en la cultura material de toda América Latina. Antes de que describamos las elecciones que las per­ sonas debían hacer para comer, vestir y construir, junto con su consumo de una variedad cada vez más amplia de bienes nuevos e incluso insospechados, trasladémonos del provin­ cianismo cosmopolita de la elite de la belle époque a dos pe­ queños pueblos rurales de América Latina, a fin de seguir las huellas del desarrollo gradual de la cultura del consumo en lugares apartados. Dos pueblos Al cambiar el siglo, los tres mil o cuatro mil habitantes de San José de Gracia y sus alrededores, en el estado de Michoacán, representaban bastante bien a las comunidades mestizas de pequeños propietarios situados al oeste de la región central de México. Su experiencia puede ayudar a comprender la forma en que la gente común experimenta

los cambios cotidianos en la cultura material. Con ciertas salvedades en lo que se refiere al ingreso, la etnicidad y par­ ticularmente la relativa cercanía a Estados Unidos, uno pue­ de imaginar que los bienes que forman parte de la vida en San José son, a grandes rasgos, característicos de otros luga­ res de similar tamaño en toda América Latina.2 El pueblo de San José de Gracia ordeñaba sus propias vacas, producía queso, miel y cera de abeja para los merca­ dos locales, y cultivaba maíz, frijol, garbanzo y un poco de trigo y cebada para su subsistencia y para la venta ocasional. Aislado de la capital del estado y de otros pueblos por cami­ nos de tierra llenos de baches, pocas personas se aventura­ ban a ir más allá de los campos que alcanzaban a verse desde el techo de una pequeña iglesia en la plaza del pueblo. En los primeros años del siglo XX, los conductores de muías ocasionalmente traían noticias sobre la luz eléctrica, los fo­ nógrafos y otras maravillas de la ciudad de México. En 1906 comenzó a llegar el correo una vez por semana transporta­ do en caballo. Tres hombres del pueblo se suscribieron al periódico El País, de la ciudad de México, que contaba asom­ brosos relatos sobre el traslado de hombres en aparatos ala­ dos; el telégrafo con su incesante martilleo, los automóviles, los submarinos y los tranvías eléctricos. Por esta época, algunas casas en San José tenían agua corriente y un par de calles estaban empedradas. Un día, alguien volvió con una cámara. Varias personas del pueblo posaron para las fotografías con una expresión de “asom­ brosa solemnidad”; para otros, “no hubo poder humano que los hiciera ponerse frente a la cámara”,3 Por la misma épo­ ca, un agente de la firma Bayer introdujo la aspirina. En 1905, “apareció un tipo bien vestido, con un sombrerito. Tocó a la puerta de las principales casas del pueblo. Algunos, to­ mándolo por sacerdote, besaron su m ano”. De hecho, era un vendedor ambulante de la empresa Singer Sewing Ma­ chines que logró interesar a cinco familias en uno de los artefactos mecánicos que más han influido en la transfor­ mación de los tiempos modernos. Un mes más tarde llega­ ron cinco flamantes máquinas junto con una joven que iba

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4____ v i Océano Atlántico \

Mapa 5.1. Ubicación y nombres de diversas ciudades y regiones de Amé­ rica Latina a principios del siglo xx. Fuente: Cortesía de Sebastián Araya, Universidad del Estado de California, en Humboldt.

a demostrar su funcionamiento. Alguien más abrió por esos años una pequeña tienda de abarrotes repleta de varios ti­ pos de tela, de alimentos, de ollas y sartenes de metal. El ritmó del cambio se aceleró en los años veinte. Las linternas de gasolina comenzaron a reemplazar a las velas de sebo y a las antorchas de resina de pino y en 1926, un emprendedor ciudadano instaló el primer generador eléc­ trico pequeño para encender unos cuantos focos amarillos en la iglesia y en dos docenas de las mejores casas. Dos años después apareció en San José el primer molino de nixtamal, otro aparato revolucionario destinado a transformar la vida de millones de mexicanas. El molino trituraba las mazor­ cas de maíz remojadas (o, para emplear la antigua palabra náhuatl, nixtamal) para formar harina húm eda, a partir de la cual se hacía la tradicional tortilla, sustento de casi todo el mundo en Mesoamérica. En 1938, un afortunado hombre adquirió el primer radio de baterías. Las líneas eléctricas llegaron en 1942 y el cine en 1944. También había unas cuantas revistas; la más popular entre los habitantes acaudalados de San José era Selecciones del Reader’sDigest, en las que podían leerse “histo­ rias de hombres que nunca se desalentaron, reportajes de hazañas científicas, descripción de otros países, resúmenes de novelas, exposición del anverso bondadoso y heroico de la sociedad capitalista y el reverso rudo de los socialismos”.4 Pueden constatarse los esfuerzos de un Estado mexica­ no en desarrollo para promover el “ci'ecimiento interno” y los mercados nacionales en la construcción de la carretera “nacional”, en parte de grava y en parte de asfalto, que lleva­ ba a los autobuses a San José en 1943; entonces la gente po­ día leer anuncios publicitarios que promovían la cerveza local, la Coca-Cola, las camisas, los pantalones, el alimento para ganado y una variedad de nuevos productos, resultado de una sociedad en proceso de rápida industrialización. Pero incluso entonces, el ingreso anual de un ranchero común era escaso, apenas capaz de cubrir el costo de la comida, un poco de azúcar, queroseno, jabón, cigarros, zapatos y cami' sas. Quedaba poco para comprar los bienes más caros que

comenzaban a fluir gracias a lo que políticos y economistas llamaban las nuevas industrias de sustitución de importacio­ nes, o ISL Los anuncios en los caminos, los periódicos y la radio hicieron experimentar a los jóvenes de San José la “sensa­ ción de vivir en una cárcel”. Querían algo más: “ganar dine­ ro, darse comodidades, conocer mujeres, hacer lo que les venga en gana, escaparse a los ‘Yunaites’ y a México”.5 Para la década de los cincuenta, nueve de cada diez personas de más de quince años en San José habían visitado México o G uadañara; miles buscaban trabajo en Texas y California para obtener dólares. En los cincuenta y los sesenta, conforme el crecimiento industrial del “milagro mexicano” se extendió hasta lugares como San José, el ancestral atuendo campesino de camisa de algodón suelta y pantalones blancos dio paso a los panta­ lones comunes con camisas de colores; los zapatos reempla­ zaron a los huaraches. La influencia cultural y los dólares que llegaban de los "Yunaites” se puede apreciar en la susti­ tución que se hizo de las viviendas de adobe con patio cen­ tral —abiertas al cielo y a los pájaros—, decoradas con hileras de macetas con flores, por las casas de ladrillo y concreto, planas y más compactas, con inodoros, fregaderos, regaderas y una estufa de gas. Alrededor de 1965 apareció el primer aparato de televisión; las personas más delicadas usaban desodorantes. Ese mismo año, los jets atravesaban el cielo de San José de Gracia dos veces al día. En los altiplanos del norte de Perú, unas cuatro mil personas en el pueblo de Huaylas y sus alrededores seguían un régimen de consumo muy parecido al de San José de Gracia, bajo circunstancias similares al crecimiento econó­ mico interno que surgió después de 1940.6 Como la gente de San José, casi todos los habitantes de Huaylas se pensa­ ban mestizos; para 1960, sólo el dos por ciento se reconocía indio. Sin embargo, un diez por ciento de todas las mujeres sólo hablaba quechua y —a diferencia de San José, donde nadie hablaba una lengua nativa— casi todos en Huaylas eran bilingües (español y quechua).7 En 1960 el pueblo es-

Figura 5.1. Máquina de coser, Bolivia. Inventadas a mediados del siglo xix, las máquinas de coser llegaron'relativamente tarde a América Lati­ na, a principios del siglo xx. Transformaron profundamente el trabajo del sastre y la industria de la confección. © Fotografía de Gabriela Romanow. Cortesía de Gabriela Romanow y Acción Internacional.

taba conectado con la costa por un angosto camino de tie­ rra, polvoso y lodoso en ciertas temporadas, sobre el que camiones (que hacían también de autobuses) y taxis colecti­ vos hacían el trayecto a Lima en nueve o diez horas. Los huaylinos comunes, al mismo tiempo que mantenían los rasgos esenciales de los regímenes alimentarios andinos, incluían en su alimentación, como lo hacían sus contempo­ ráneos en San José, elementos de procedencia europea o asiá­ tica. Todos los alimentos, excepto el desayuno, comenzaban con sopas o cocidos, espesados con la inevitable papa andina

y verduras de origen andino y europeo; en los hogares más prósperos también le agregaban un trozo de carne, pollo o puerco, acompañado de pan de trigo o de cebada. La indus­ tria de procesamiento de alimentos de la costa, resultado de las políticas de sustitución de importaciones que se empren­ dieron en Perú y México, abastecía de atún enlatado, arroz y pastas empacadas, Nescafé elaborado localmente aunque sue­ ne extranjero, y de algunos productos importados, como la grasa holandesa o una lata de duraznos chilenos. La vestimenta en Huaylas, como en México, siguió ale­ jándose de los estilos indígenas. Para esta época, incluso los hombres de la clase más baja usaban ropa de un estilo occidental moderno. Algunos artículos se cosían en casa, otros, como las camisas de algodón, se compraban en tien­ das. Había pantalones de manufactura doméstica como los de lana tejida en casa o los de tela de algodón producida por los molinos textiles de la costa. Aquí, como en San José, la máquina de coser, por mucho el instrumento mo­ derno más importante, había realizado su magia; 82% de las mejores familias, más 40% de los sustratos medios, e incluso un 14% de la "clase baja” en Huaylas, contaban con esas máquinas entre sus posesiones domésticas. Mu­ chas mujeres eran “hábiles para hacer ropa”; la mayoría de las telas se hacían en casa, muchas a partir de patrones copiados de los viejos catálogos de Montgomery Ward o de Sears Roebuck.8 La falta de electricidad —sólo 40% de todas las casas en el distrito de Huaylas tuvieron electricidad en 1963 y muchas menos, antes de que las nuevas instalaciones llega­ ran, en 1961— redujo o eliminó, prácticamente, el uso de objetos como radios, fonógrafos o lidiadoras, excepto para el caso de los artefactos de baterías. Sin embargo, las máqui­ nas de coser funcionaban por medio de un pedal; en efecto, sólo una docena de los cientos de máquinas de coser en Hua­ ylas eran eléctricas. A pesar de los esfuerzos del gobierno para promover la industria local —y al final de los cincuenta aquí, como en México, la combinación de capital local y ex­ tranjero produjo un amplio rango de bienes de consumo—,

aún había sentimientos ambivalentes respecto a las indus­ trias nacionales. Incluso cuando las tarifas arancelarias y el transporte elevaban los costos, la gente con medios se sentía inclinada a pagar más por los bienes y los artefactos importa­ dos que por comprar los productos locales. Crecer hacia adentro: crecimiento y consumo internos Los cambiantes patrones de consumo de los habitantes de San José de Gracia y de Huaylas tuvieron lugar dentro de cir­ cunstancias sociales y económicas que a su vez se transforma­ ban rápidamente. Después de una breve demanda global a principios de los veinte, producida por la coyuntura, de la escasez del periodo posterior a la Primera Guerra Mundial, los precios de los productos básicos latinoamericanos, como el azúcar, el café, los nitratos, la comida y las fibras, comenza­ ron su declive. Incluso antes de la caída de la Bolsa de Nueva York en 1929 y del subsecuente colapso del primer orden liberal en todo el mundo atlántico, muchos latinoamerica­ nos ya comenzaban a cuestionar el orden internacional de la ventaja comparativa en la que les correspondía proveer de materias primas a los países industrializados a cambio de ob­ tener manufacturas. Al caer los precios a escala mundial, los latinoamericanos intentaron compensar la disminución en el precio; por ejemplo, para no resentir la baja en el precio de una tonelada de azúcar o de un saco de café, producían más toneladas y sacos a fin de mantener su ganancia total. Esto disminuyó aún más los precios, lo que no hizo sino con­ tinuar el círculo vicioso.9 Dadas estas circunstancias y con el propósito de dismi­ nuir su vulnerabilidad frente a un mercado extranjero impredecible e incontrolable, los economistas y los líderes políticos latinoamericanos asumieron un rápido interés en un desarrollo más autónomo. Inversionistas extranjeros y locales en muchos países latinoamericanos ya habían insta­ lado fábricas textiles, industrias de procesamiento de alimen­ tos y otras industrias ligeras, algunas de las cuales se remontaban a fines del siglo xix. Sin embargo, la crisis de

los treinta llevó al Estado, en sociedad con un segmento de la clase empresarial, a adoptar un papel más activo para pro­ mover el desarrollo industrial. Una década más tarde, en 1948, la Comisión Económi­ ca para América Latina, recientemente creada por las Na­ ciones Unidas, proporcionó sustentos teóricos e información estadística para las nuevas políticas. La c e p a l, o mejor dicho su principal vocero, el economista argentino, Raúl Prebisch, se dedicó a demostrar que la teoría y la práctica de la ventaja comparativa favorecía al “centro” industrial de Europa y de Estados Unidos y operaba en contra de los intereses de la periferia latinoamericana. Prebisch y sus seguidores creían que esto se debía a que una mayor eficiencia en la produc­ ción de productos industriales en el “centro” no llevaba a obtener precios más bajos en estos mismos productos en San­ tiago de Chile o en Buenos Aires, sino más bien a obtener salarios más altos para los trabajadores organizados y exi­ gentes de Detroit. Por otro lado, la mejorada producción agrícola en América Latina había bajado efectivamentelos pre­ cios de sus mercancías en el mercado mundial, en parte, según sostiene la teoría, debido a una fuerza de trabajo ru­ ral superabundante y en consecuencia barata y todavía precapitalista que no estaba en posición de pedir salarios más elevados. Esto explica por qué los términos de intercambio —el nú­ mero de sacos de café, digamos, necesario para comprar una máquina de coser Singer-— variaron durante el anterior me­ dio siglo en favor de los exportadores de productos indus­ triales y en contra de los productores de materia prima o los productores agrícolas. Los latinoamericanos tenían que tra­ bajar más rápido y, a pesar de ello, seguían perdiendo terre­ no. En efecto, para seguir con el mismo ejem plo, los latinoamericanos tenían que vender sólo seis sacos de café o de trigo en 1900 para comprar una máquina de coser pero, en 1939, la misma máquina les costaba diez sacos. He aquí, pues, una explicación central al “subdesarrollo” de América Latina, término que ganó popularidad en los cuarenta. La solución consistía en crecer hacia adentro, que el Estado ayu-

dara con una política de industrialización, o incluso que las industrias propiedad del Estado se salvaguardaran con tari­ fas proteccionistas. Éste fue un proyecto diseñado para pro­ ducir en casa aquello que se importaba previamente o, para decirlo en términos de la época, representó el apoyo a la industria de sustitución de importaciones. Así, la industria local absorbería finalmente a la población rural subempleada, lo que a su vez, según se creía, haría que aumentaran los precios de las materias primas ladnoamericanas de exporta­ ción. Estas políticas, puestas en práctica en todos los principa­ les países de América Latina, dieron resultados espectaculares en términos económicos y en patrones de consumo en las décadas de los cincuenta y los sesenta.10 Los líderes políticos y otros críticos que reprobaban la excesiva dependencia con Estados Unidos, originalmente esperaron la ayuda del capital financiero público, una pe­ queña versión del Plan Marshall que revivió Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el capital para las nuevas industrias en América Latina provino de Europa y, principalmente, de inversionistas privados estadouniden­ ses, tanto bajo la forma de joint ventares con capitalistas loca­ les o como subsidiarías corporativas: por ejemplo, la fábrica Volkswagen en Brasil y en México, o las plantas de ensam­ blaje de la Ford y de la General Motors en varios países. En realidad, aparecieron sucursales de todo tipo de in­ dustrias extranjeras en las afueras de las principales ciuda­ des latinoamericanas, incluyendo a Purina Feed, plantas embotelladoras de refrescos, plantas manufactureras de muebles y cocinas, estufas y refrigeradores de General Elec­ tric, productores de neumáticos Goodyear y productos de una amplia variedad de industrias procesadoras de alimen­ tos, que aparecen en las décadas de los cuarenta y cincuen­ ta, tanto en San José de Gracia como en Huaylas. Incluso había una sucursal de una gran empresa de broches de me­ tal, cuya planta se encontraba justo a las afueras de Santiago de Chile y que inocentemente mostraba un anuncio con le­ tras de molde de color, de dos metros de altura, en el que se leía American Scretu Chile, i.a tentación de añadir una “s” al

verbo resultó irresistible para una generación de jóvenes chilenos antiimperialistas en los sesenta.* AI avanzar las décadas de los cuarenta, cincuenta y se­ senta, la evolución de la industrialización latinoamericana nos líeva inexorablemente a una triple alianza entre el Esta­ do, las corporaciones multinacionales y, como socios meno­ res, los em presarios locales. Inversionistas privados, principalmente de Estados Unidos, requerían a su vez de seguridad porque las tendencias políticas militantes que emergieron después de la guerra “tenían que controlarse por una adecuada confianza en los negocios”.11 De este modo, el desarrollo de América Latina se hizo dependiente del capital extranjero, que requería “estabilidad” política. En este proceso, las clases empresariales latinoamericanas encontraron un aliado generalmente entusiasta en Estados Unidos. Además de su apoyo nominal para que hubiera tran­ quilidad social en esos países en los que sus ciudadanos in­ vertían sus capitales, quienes definían las políticas en Estados Unidos también consideraban que la “inestabilidad” era un “terreno fértil” para el comunismo. En consecuencia, a lo largo de los 40 años de guerra fría que siguieron a la Segun­ da Guerra Mundial, Estados Unidos no sólo animó a los gobiernos latinoamericanos a mantener a raya al marxismo sino también a luchar con uñas y dientes en contra de los movimientos socialdemócratas “progresistas”. Mientras que la mayoría de los líderes latinoamericanos apoyaban el tipo de desarrollo industrial emprendido por la mayoría de los principales países de América Latina, surgió la oposición en los distintos frentes. Desde el comienzo, las políticas de sustitución de importaciones se acompañaron por una fuerte corriente de nacionalismo económico y de antiim­ perialismo. La expropiación de las compañías petroleras bri­ tánicas y estadounidenses para constituir la empresa pública Petróleos Mexicanos o Pemex (cuyo lema “Al servicio de la * El autor se refiere a un juego de palabras, basado en la homofonía del nombre de la empresa “American Screw Chile” (Tornillo Americano Chile), con la frase coloquial “America Screws Chile”, que podría traducirse como “Estados Unidos se jode a Chile. (N. de la T.)

patria” sugiere el sentimiento nacionalista que imperaba cuan­ do se integró) es uno de los primeros ejemplos seguidos por nacionalizaciones similares en Argentina, Brasil (en realidad una operación con capital extranjero y nacional combinados), Perú y, finalmente, Venezuela. El sentimiento nacionalista fue tan fuerte en 1953 en Brasil, que los brasileños naturalizados, e incluso los ciudadanos por nacimiento casados con extran­ jeros, no podían ser propietarios de acciones en el monopo­ lio de Estado, la Petrobrás,12 de reciente formación. Así, al mismo tiempo que el capital extranjero se.invertía en la re­ gión, muchos gobiernos expropiaron y nacionalizaron recur­ sos naturales o servicios públicos que estaban en manos de extranjeros y crearon grandes empresas propiedad del Esta­ do, como las fábricas de acero en Brasil, Chile y México.13 Con el tiempo, en tres países se desarrolló una fuerte oposición a las políticas de Estados Unidos y a las compa­ ñías extranjeras y sus aliados locales. En efecto, después de encontrar una intensa animosidad popular durante una misión “de investigación” en América Latina en 1969, inclu­ so Nelson Rockefeller escribió que “muchos o probablemen­ te la mayoría de los ciudadanos [de América Latina], ven la inversión privada de Estados Unidos como una forma de explotación o colonialismo económico”.14 La Revolución Cubana que comenzó en 1959, el gobierno chileno de la Unidad Popular de 1970 a 1973 y los sandinistas en Nicara­ gua en los ochenta se dieron a la tarea, a través de progra­ mas socialistas, de detener la ola de dominación capitalista. Por supuesto, no podemos rebobinar esta historia de la industrialización latinoamericana y volver a vivirla con dife­ rentes actores o políticas. Si los mismos latinoamericanos hu­ bieran sido capaces de desarrollar políticamente su propia industria en sus propios términos, de acuerdo con sus pro­ pios diseños, la variedad de bienes de consumo disponibles para sus ciudadanos hubiera sido muy distinta; probablemen­ te más limitada, quizá más original o tal vez peor. No pode­ mos saber qué hubiera ocurrido, pero podemos ver que los bienes promovidos en el siglo xix por los comerciantes y en el X X por los modelos de consumo impuestos, visibles por

todas partes, desde los anuncios espectaculares hasta los co­ merciales televisivos, aseguraron que los latinoamericanos en Huaylas y en San José —de hecho, a todo lo largo del continente entero— compraran camionetas pickups, camas, estufas, ollas y sartenes, llaves de tuercas, motores y alimen­ to para ganado más o menos idénticos a los que se vendían en Denver o en Dallas. Al mismo tiempo, con toda seguri­ dad, la mayoría de los latinoamericanos estaban encantados de poder comprar tan amplia gama de bienes, dando a me­ nudo poca importancia a su origen nacional. La mención de San José de Gracia y de Huaylas sugiere un rasgo de la cultura material de América Latina que nos lleva hacia atrás, hasta la llegada de los primeros europeos. Observamos que en estos dos pueblos casi todos los nuevos objetos mecánicos (con una importante excepción a la que lle­ garemos más adelante) son de origen extranjero; es decir, o son importaciones directas de países extranjeros o son dise­ ños que originalmente eran extranjeros y que en ese momen­ to se fabricaban en América Latina con maquinaria importada y capital extranjero en su mayor parte. Al alejarnos de esos dos pueblos hacia las minas y los caseríos agrícolas, o si vamos a las nuevas industrias con nombres estadounidenses o euro­ peos que rodean las principales ciudades ladnoamericanas, encontramos por las calles de pueblos y ciudades ferreterías, tiendas de artículos domésticos, motores, bombas, tornillos y tuercas, así como innumerables talleres de reparación y tien­ das de ropa. Hay cientos de objetos generalmente inadverti­ dos, como ganchos, pinzas y reglas T de plástico translúcido. Las casas que contaban con electricidad ahora tenían ollas, sartenes, licuadoras, estufas de gas, dnas y fregaderos. Sus ala­ cenas están provistas con queso gouda y hojuelas de maíz. A primera vista, cualquier visitante o turista de Alemania o de Estados Unidos que observara las marcas familiares po­ dría haberse sorprendido por la aparente “extranjeridad” de la cultura material de América Latina. Sin embargo, para las décadas de los cincuenta y los sesenta, los bienes habían comenzado a perder su identidad nacional. ¿Es “Quáquer Oats” un cereal estadounidense al producirse en México por

trabajadores mexicanos? ¿Acaso no sienten los chilenos que LAN Chile es su línea aérea nacional, aun cuando Boeing fa­ brique los aviones y se revisen y reparen en San Francisco? Cuando el vino se produce en Chile de uvas francesas cabernet sauvignon y merlot en un viñedo sostenido por capital californiano, ¿tenemos un vino “chileno”? Los estadouniden­ ses en Chicago creen, ciertamente, que los tacos y las enchi­ ladas preparados con ingredientes locales son “comida mexicana”, pero ningún argentino piensa que el baby bife o el T-bone de un toro Angus o Hereforcl criado en la pampa sea británico. Algunos bienes —la Coca-Cola es un ejemplo obvio— son inevitablemente simbólicos del imperialismo cultural estadounidense para muchos (pero, al mismo tiem­ po, se consumen con entusiasmo por millones). Los trabaja­ dores estadounidenses de Detroit que destruyen con bates de béisbol unos automóviles de marca Toyota fabricados en Tennessee probablemente creen que se trata de productos japoneses. Mientras escribo este ensayo, se producen amplias manifestaciones en Francia en contra de las hamburguesas McDonald’s o la McDomination. La compañía estadounidense responde que los varios cientos de franquicias en Francia son propiedad de franceses, que la compañía contrata sólo hombres y mujeres franceses en Francia, que todos los in­ gredientes son producidos en Francia y que los clientes son franceses, de modo que ¿cuál es el lío? No hay modo de salir de estas contradicciones; claramente, los bienes —vestimen­ ta, comida, aviones— llevan una fuerte carga simbólica en la identidad personal o nacional. Igualmente es obvio el he­ cho de que la calidad nadonalác un bien existe más en nues­ tra cabeza que en cualquier análisis de marca, propiedad extranjera u origen nacional de los ingredientes.15 Al mismo tiempo que las políticas industriales atrajeron^ nuevos trabajadores, el crecimiento poblacional y la migra­ ción del campo aceleraron la expansión de las ciudades. Él crecimiento urbano creó no sólo la posibilidad de tener mercados más grandes para los productos locales sino que también incorporó a miles de nuevos participantes al esce­

nario político. Entre 1930 y 1990, el total de la población de América Latina aumentó de 110 a 448 millones, casi el do­ ble que la tasa en Estados Unidos, que pasó de 134 a 276 millones. Las ciudades crecieron sin control. En los seis mayores países de América Latina, por ejemplo, sólo el 37 por ciento de toda la población se consideraba urbana en 1940. En una sola y larga generación, este porcentaje casi se había duplicado para 1980. El incremento urbano era evi­ dente particularmente en las grandes ciudades. Para 1980, alrededor de 73 millones de los 272 millones de personas en estos seis países vivían en sólo unas cuantas metrópolis de más de dos millones de personas cada una.16 Desde el principio, desde las primeras décadas después de la separación con España y Portugal, las restricciones en la propiedad, el alfabetismo y el género significaron que antes de 1940, sólo un pequeño porcentaje —generalmente alre­ dedor del diez por ciento— de todos los latinoamericanos votaba en las elecciones del Congreso o las presidenciales. Uruguay tenía el electorado más abierto y fue el primer país en permitir el sufragio femenino (en 1932), lo que significó que alrededor de un 20 por ciento de la población total votó en la elección presidencial de 1934. Sin embargo, en Chile, por ejemplo, donde el sufragio masculino universal data de la década de 1870, no más del 8.4 por ciento del total de la población votó en 1945.17 Tampoco, frente al aislamiento, la exclusión o la represión, los ciudadanos habían sido capa­ ces de influir efectivamente en la política estatal de forma indirecta a través de huelgas y manifestaciones. Pero en la medida en que las poblaciones urbanas crecieron, también aumentó su conciencia política y sus demandas públicas. Al mismo tiempo, comprometidos con el crecimiento industrial en las décadas de los cuarenta, cincuenta y sesenta, los líderes de todos los países latinoamericanos, lo mismo militares que civiles, vieron la necesidad de incorporar a los grupos margi­ nales a la nación y de ampliar el apoyo político a fin de ex­ pandir y consolidar el Estado a partir de esos momentos. La participación electoral aumentó rápidamente a partir del fi­ nal de los cuarenta.

En algunas ocasiones, las nuevas políticas asumieron la forma de revoluciones, como en México en los veinte y en Cuba después de 1959. De forma más común y en particular en Argentina, Chile, Brasil, Colombia, Venezuela, Perú y Cos­ ta Rica, los líderes militares y "populistas” electos formaron nuevos partidos políticos y atrajeron el apoyo de las masas a través de políticas de distribución del ingreso. Promovieron el nacionalismo económico y cultural. Nuevos caminos y pro­ yectos de electrificación tenían como propósito impulsar el mercado nacional; aparecieron escuelas, estaciones de radio, ligas nacionales de fútbol, así como pájaros y flores naciona­ les. Que los recursos destinados a reunir un mercado nacio­ nal y estimular el sentimiento nacionalista dependieran en gran medida de la inversión extranjera, resultaba una iro­ nía que se pasó por alto durante mucho tiempo debido a que el sistema parecía funcionar. El origen mestizo También había una dimensión étnica distinta para el desa­ rrollo industrial y para la nueva organización política. Des­ pués de los años treinta la gran mayoría de los hombres, mujeres y niños hacinados en las ciudades y en los centros metropolitanos en expansión, provenía de mezclas entre eu­ ropeos y nativos americanos de hacía varios siglos. A ello había que añadir grandes cantidades de africanos en el Ca­ ribe y sus alrededores. El largo proceso del mestizaje latino­ americano comenzó con el primer contacto después de 1492 y se aceleró en los siguientes siglos. A partir del siglo xvill, surgieron poblaciones mezcladas que crecían rápidamente por toda América Latina. Este no fue un proceso uniforme. En la región central y norte de México, los conquistadores se habían instalado en el corazón mismo del mundo azteca y los entusiastas frailes se habían movido rápidamente para introducir el cristianismo; ahí el mestizaje comenzó desde el inicio y, para el último periodo colonial, ya estaba muy avanzado. Los altiplanos de Oaxaca, Chiapas y Guatemala seguían siendo marginales a la invasión europea y conserva­

ron más intacta su cultura y sus modos de consumo indíge­ nas que las regiones más hispanizadas. La oposición nativa a la Conquista y la consecuente de­ cisión de los españoles de establecer su capital virreinal en Lima en la costa desértica, más que en la sierra densamente poblada, contribuyeron a crear una separación étnica más duradera en el Perú. Para mediados del siglo xx, por ejem­ plo, los censos nacionales definieron, principalmente sobre una base lingüística, que el cuarenta y siete por ciento de todos los peruanos, eran “indios”, en comparación con sólo el ocho por ciento de todos los mexicanos.18 En Chile y en Argentina, la población nativa en los siglos xvm y xix se mar­ ginó por el avance europeo, y se desplazó hacia zonas de refugio o bien, la cultura dominante la fue absorbiendo; el litoral argentino recibió grandes cantidades de inmigrantes italianos y españoles. Colombia, Venezuela y la región sur de Centroamérica observaron un ritmo de mestizaje que cae entre los patrones chileno y el del centro andino. Una mirada al exterior puede decirnos que construi­ mos, o que han construido para nosotros, nuestra identidad étnica. En el caso que tenemos más a la mano, desde el prin­ cipio, españoles y portugueses quebrantaron las jerarquías nativas de poder y de prestigio e introdujeron en sus colo­ nias nuevos valores y nuevas relaciones de poder. “Crearon un mundo al revés”, como se lamentó un cronista peruano a principios del siglo XVII, en el que había importantes privi­ legios y desvent¿yas por el hecho de que a alguien se le de­ clarara, o se le tuviera como perteneciente a cierta etnia. Debido a la proliferación barroca de tipos raciales que se dio con el paso del tiempo, la etnicidacl era menos determi­ nada por la apariencia física y por la lengua hablada que por el consumo. Diferentes tipos de comida, vestimenta y vivienda adquirieron un fuerte significado simbólico. Como resultado de esto, a lo largo de los subsecuentes siglos, mi­ llones de personas cayeron en pronunciados extremos, al abandonar la lengua, la vestimenta, ios hábitos alimentarios, la religión nativas y, en ocasiones, a la fami-

Figura 5.2. Nacionalismo mestizo. Este fragmento de la ilustración de un calendario describe con precisión los ideales nacionales en las décadas de los treinta y los cuarenta: el pasado azteca (el águila y la serpiente) y el progreso (libros y vestidos modernos pero estilo local), son elementos del nacionalismo mestizo mexicano. El mestizaje mismo se simboliza por la mezcla del maíz y el trigo. Intensamente religioso —la Virgen y la Sagrada Familia dominan la escena—, es también indiscutiblemente lai­ co. Mientras el Estado se representa en los dos monumentos del fondo, la Iglesia y la cruz no están presentes.En la fotografía original, la “Vir­ gen” viste los colores rojo, blanco y verde de la bandera mexicana.

lia, para aminorar las consecuencias negativas de que se les reconociera como indios cuando querían construir su propia identidad como mestizos o blancos.19

Esta presión continuó en el siglo xx. Varios Estados promo­ vieron el indigenismo, proyecto que profesó un genuino res­ peto hacia la distante cultura precolombina pero que, al mismo tiempo, sostenía políticas que impulsaban la occidentalización gradual, o la incorporación de los “indios” a una cultura occidental nacional. Para mediados del siglo xx, las poblaciones mezcladas dominaban en número y se exten­ dían a lo largo del espectro de las clases sociales en la mayo­ ría de los países. La mayoría de la gente se pensaba, y se consideraba por los demás, no como europeo ni como indio sino algo intermedio o, en términos oficiales, mestizo (del adjetivo latín mixticiu) . Pueden observarse manifestaciones explícitas de políticas mestizas en las décadas revolucionarias de los veinte y los trein­ ta en México, por ejemplo, o en las revoluciones guatemalteca y boliviana de los cincuenta; en sectores de la Alianza Popular Revolucionaria Peruana y nuevamente en el régimen de Velasco Alvarado en 1968.20Todos estos movimientos crearon (no sin voces que disentían) un sentido de sí mismos —una “na­ rrativa preponderante”— en el que, más allá del doloroso en­ cuentro entre indios y españoles en el siglo xvi, un nuevo etnonacionalismo emergía triunfante. Para mediados del si­ glo xx, si no antes, la mayoría de los líderes políticos, escrito­ res y artistas latinoam ericanos reconocían la realidad demográfica de sus respectivos países y comenzaban a defi­ nirse culturalmente como mestizos. Este es el caso especial­ mente en Mesoamérica y los Andes y, en menor medida, en países que recibieron cantidades relativamente grandes de migrantes de Europa a fines del siglo xix y en el xx, como Argentina, Uruguay y Chile. La analogía en el Caribe era el énfasis puesto en la negritud o el reconocimiento del pasado africano. Otros imaginaban que las categorías “blanco” y “ne­ gro” impuestas por el gobierno colonial darían paso al crio­ llismo o mestizaje. Frecuentemente proclamada por los

políticos, enseñada en las escuelas y comúnmente expresada en los medios de comunicación popular, “la mezcla genética y cultural terminó por constituir la esencia asumida” de la mayoría de los países latinoamericanos.21 No fue un sentido explícito de identidad étnica lo que dio lugar a los movimientos políticos mencionados o lo que emer­ gió totalmente de ellos. Mas para lo que aquí nos propone­ mos, las nuevas formas de cultura popular y artísticas —y junto con ellas, los nuevos bienes y los patrones de consu­ mo— comenzaron a expresarse y a derivar del desarrollo de un nacionalismo mestizo. Producto en sí misma de la mezcla de europeos, africanos y americanos nativos, la cultura ma­ terial en evolución absorbía elementos de varios segmentos del espectro étnico. No sólo la elite, antiguamente blanca y criolla, finalmente se asimiló a la nueva identidad nacional: incluso el mismo adjetivo mollo comenzó a describir aque­ llos rasgos “auténticos” o profundamente nacionales de la vida cotidiana, como el asado argentino, el rodeo chileno o el charro mexicano. Aunque algunos mestizos pobres se identi­ ficaban con la sociedad indígena, la “abrumadora mayoría” de los mestizos “constituía sus prácticas culturales a par tir de modelos euroamericanos” y, durante la mayor parte del si­ glo xx, se habían propuesto incorporar a la población nati­ va en un proyecto modernizador y occidentaíizador.22 El desarrollo gradual, en ocasiones casi imperceptible, de una identidad nacional mestiza y su correspondiente cul­ tura material tuvo lugar bajo distintas circunstancias socia­ les. Ésto se puede apreciar, por ejemplo, en el mariachi o en la canción ranchera de México, donde la música y la vesti­ menta de los músicos son mestizos; lo mismo ocurrió en la cueca chilena, una danza rústica que pasó de las tabernas rurales a las casas respetables de la clase media, o en la trans­ formación del inquilino chileno, representado durante mu­ cho tiempo como un bufón rústico (y el sirviente oprimido por la elite terrateniente) que, en los treinta, se reinventó como el huaso orgulloso y colorido, cuya versión folclórica y urbanizada figuraba en todas las ocasiones patrióticas y que terminó por volverse representativo de un Chile criollo “au­

téntico”. Otra manifestación del cambio gradual de la cultu­ ra centrada en Europa a una cultura popular local tuvo lu­ gar en Chile: en 1910, para celebrar el centenario de la separación de España, el gobierno ofreció una cena en el parque de Santa Lucía, en el centro; en ésta se sirvió cocina francesa mientras una orquesta tocaba música clásica. Un cuarto de siglo más tarde, en 1935, la celebración del Día de la Independencia presentó la danza chilena, la cueca, en el mismo sitio.23 En efecto, los novelistas y críticos sociales propusieron al campo y los protagonistas sociales de la tierra (como el gau­ cho y el charro)como argentinos o mexicanos más auténticos que ia elite urbana o las ciudades dominadas por inmigran­ tes. En la popular novela chilena de Joaquín Edwards Bello, La chica del Cñllón, que lo hizo acreedor al Premio Nacional de Literatura en 1943, la joven Teresa Iturrigorriaga, de as­ cendencia aristocrática, encuentra el amor y la salvación no entre los afectados jóvenes de la extranjerizante elite, sino en los brazos de un hombre rudo de campo, de piel bronceada, explícitamente mestizo. Varios escritores comenzaron a seña­ lar que los verdaderos chilenos no sentían, o no debían sen­ tir, que eran europeos transplantados anhelantes de dar un paseo por los Campos Elíseos sino, más bien, la afortunada descendencia tanto de intrépidos conquistadores como de indómitos araucanos. Una generación de novelistas bolivianos que escribió después de la desastrosa Guerra del Chaco (1932-1935), con­ denó a la elite blanca y encontró la regeneración nacional en los líderes mestizos nacionalistas. El mestizaje explícito se convirtió en un elevado principio en el México revolucio­ nario de los veinte y los treinta, entronizado no sólo en los murales de Diego Rivera yjosé Clemente Orozco sino, más tarde, en la prominente placa que se encuentra en el Tem­ plo Mayor, recientemente excavado, que conmemora la caí­ da de México-Tenochtitlán. Allí está plasmada la opinión oficialmente acertada de que no se trató de una batalla vic­ toriosa, ni de una derrota, sino del nacimiento del México mestizo.24 Lo que podría llamarse la “ascendencia mestiza”

tuvo implicaciones no sólo para los proyectos políticos y eco­ nómicos que promovió, sino también para los cambios en las ideas y la práctica de la cultura material y el consumo a partir de la década de 1930.25 Las tres categorías principales de la cultura material que nos propusimos seguir en este libro —vivienda, vestimenta y alimentación— tomaron diferentes caminos a la moderni­ zación en el siglo xx. En los distritos más pobres, la pobla­ ción rural que se hacinaba en las afueras de las ciudades en crecimiento, se las arreglaba al principio con techos de car­ tón y de lámina corrugada y después construyó casas pro­ pias más estables. La pobreza inevitablemente confería a estas viviendas una apariencia similar. Bajo la influencia de dife­ rentes materiales y técnicas de construcción, las viviendas de la gente común en los pequeños pueblos y en el campo evolucionaron a menudo del estilo nativo de adobe, o de los modelos mediterráneos de patio central introducidos en el siglo xvi, a edificios de techos planos construidos con blo­ ques de concreto. A partir de la década de 1940, los ministerios encarga­ dos de la vivienda, con el fin de mantenerse al ritmo del flujo de los inmigrantes, erigieron conjuntos habitacionales subsi­ diados de gran tamaño y estilo uniforme para convertirlos en la vivienda popular por todas partes, desde La Habana y Ca­ racas hasta Lima y Río. Los “chalés” o los “búngalos” de pre­ tendido estilo Tudor, o las casas “tipo rancho” concebidas a partir de diseños europeos o californianos, proliferaron en los suburbios más prósperos, en ocasiones incluso con chi­ menea, por ejemplo, en un clima caluroso como el de Mana­ gua. Aparte de algunos experimentos espectaculares en la construcción de viviendas, como el lujoso desarrollo del Pe­ dregal, en el sur de la ciudad de México, donde la edificación de casas de vidrio y piedra está integrada a antiguos lechos de lava, es difícil encontrar muchos elementos de diseño local que provengan de una raíz cultural más profunda o que bus­ quen una originalidad específicamente latinoamericana. Después de la era de los treinta la vestimenta tendió hacia una mayor variedad de telas y colores, pero dentro de un

patrón más occidentalizado. Tanto el estilo formal y en oca­ siones ostentoso de la belle époque, como la ropa nativa, se reducen a una especie de conformidad mestiza. Algunos pue­ blos nativos como los mayas en los altiplanos de Guatemala y Chiapas, por ejemplo, o muchos pueblos quechuas o aymaras en los Andes centrales, se aferraron al vestido tradicio­ nal. Múltiples enaguas, faldas plisadas de confección casera, realizadas a menudo con gran elaboración y de una asom­ brosa belleza, además del rebozo y algunos tocados distinti­ vos, fueron algunos de los principales signos de identidad indígena e incluso de la aldea. Pero más comúnmente, los nativos, particularmente los hombres, a fin de "aminorar las consecuencias negativas” y que se les tomara por indios, tra­ taron de adoptar las camisas, los pantalones y los zapatos mes­ tizos o al estilo occidental. En la medida de lo posible, la población de ascendencia mestiza intentaba emular la vesti­ menta y de combatir el desprecio de las clases sociales su­ periores al mismo tiempo que se aseguraban de eliminar cualquier asociación con su pasado indio o aldeano. Una mes­ tiza de clase media, muy formal, que conocí en los cincuenta en México subrayaba que "ni muerta” usaría rebozo. Dos investigaciones de la misma región occidental de Guatemala, una realizada en 1938-1939 y la otra en 19521953, revelaron el cambio en la cultura material asociado con la revolución guatemalteca dirigida por los mestizos des­ pués de 1944. Aunque las mujeres mayas siguieron usando sus "antiguas” faldas (que, de hecho, en ese momento los tejedores indios, principalmente de Tononicapán estaban produciéndolas de nuevo), los indios “hicieron cambios drás­ ticos en su vestimenta” descartando el poncho tradicional de lana negra con mangas abiertas (el capishay) por unas “cha­ quetas de tipo ladino”, camisetas y zapatos manufacturados, “algo completamente nuevo entre estos indios”.26 Los zapa­ tos o las botas de cuero eran los signos más claros de separa­ ción entre la población urbana y la rural, entre los mestizos y los indios, por toda la América hispánica. Para principios del siglo XX, los zapatos y el betún para calzado se convirtieron en un objeto sorprendentemente importante en la lista de

las nuevas importaciones. Incluso actualmente el brillante lustre de los zapatos latinoamericanos ofrece un notable con­ traste con el calzado a menudo opaco y polvoriento de su contraparte anglosajona. “Los mestizos”, observó Luis Valcárcel en el Cuzco de principios del siglo XX, "nunca usaron prenda alguna o ador­ no al estilo indígena porque querían distanciarse de la ma­ nera más clara de los nativos”.27 La adopción masiva de la máquina de coser en el hogar, artefacto mecánico emble­ mático de la ascendencia mestiza, así como la creciente dis­ ponibilidad de la ropa lista para usarse de las tiendas, lo hizo más fácil. Usar vestimenta especial para el trabajo y para la re­ creación también se hizo cada vez más común, conforme avanzó en el siglo xx. El atuendo suelto de algodón blanco que se usaba para todo propósito, o la lana hilada en casa de los campesinos de principios de siglo y de algunos trabaja­ dores industriales, dieron paso a los pantalones de sarga y más tarde a los de mezclilla. Los trabajadores y maquinistas ferroviarios, por otro lado, adoptaron los overoles y la gorra a rayas de los ferrocarrileros británicos y estadounidenses. Si juzgamos a partir de varias colecciones fotográficas, los trabajadores mestizos se esforzaban por adquirir al menos un buen traje oscuro para usarlo el domingo. Fotografías que muestran a los trabajadores chilenos de las minas de nitrato manifestándose en huelga en 1907, los trabajadores de las minas de cobre en Cananea, Sonora, o los de las em­ pacadoras de carne en el altiplano peruano retratan a hom­ bres vestidos de traje, camisa blanca, corbata y sombreros de paja o fedoras. Este atuendo ya era común entre los ofici­ nistas, los hombres de negocios, los líderes sindicales, los políticos, etcétera, ya que era un estilo que se adoptó de la burguesía de Europa occidental y de Estados Unidos. En ese entonces aparecieron los trajes de baño para hombres y mujeres, los pantalones cortos y los zapatos para jugar fútbol. El resultado fue una mayor variedad, pero dentro de una franja cada vez más estrecha de una cultura material mestiza pcciclentalizada. Los modelos, los “grupos de consumo de

referencia”, eran los de Europa occidental y, ahora, cada vez más, los de Estados Unidos.28/ El nacionalismo en la cocina De todos los elementos que conforman la cultura material, la cocina de un pueblo es generalmente el más íntimo y per­ sonal; el más original, el más enraizado en ingredientes lo­ cales, el más conservador, pero también el más susceptible a la experimentación e invención genial. Para la mayoría de la gente pobre, el menú, después de 1930, siguió formándose con los platos de frijoles con arroz o los alimentos principa­ les como el maíz y las papas, cocinadas de una u otra forma, y que a veces se acompañaban con escasa verdura o con un trozo de carne barata. Para las ocasiones especiales, las mu­ jeres podían variarlo con un cocido de carne y verduras lla­ mado, según el país, cazuela, puchero, sancochado o mazamorra. Entre los estratos más prósperos, y particularmente entre los recién llegados a la ciudad y las clases medias en expan­ sión, los años posteriores a 1930 muestran una incorpora­ ción más intensa de ingredientes europeos, africanos y asiáticos en los regímenes alimentarios nativos subyacentes. En otros casos, se aprecia la emergencia de platillos nativos más elaborados, en los que los elementos importados se su­ bordinan. En cualquier caso, la tendencia general es hacia la cocina mestiza, llamada criolla en algunos lugares. En el capítulo anterior, vimos el entusiasmo que demos­ tró un estrato limitado de la clase alta latinoamericana por la cocina francesa, la grande cuisine> y el desdén que expresa­ ban las pretenciosas clases medias hacia la comida india. En el pináculo del primer liberalismo, durante las celebracio­ nes centenarias de 1910 en México, ni un “solo platillo mexicano apareció en ninguno de ios menús de las cenas dedicadas a la patriótica ocasión. El restaurante Sylvain Daumon sirvió la mayor parte de los alimentos y G.H. Mumm proporcionó toda la champaña”.29Junto con la admiración por la comida europea, varios intelectuales porfírianos con­ denaban el maíz, base misma de la alimentación popular,

considerándolo un cereal inferior, al menos parcialmente responsable de la lamentable condición de los estratos ba­ jos. Una luminaria, el reconocido intelectual, ingeniero y senador Francisco Bulnes, se adelantó con la teoría de que los cereales modificaron el curso de la historia: quienes co­ mían trigo eran superiores, seguidos por los consumidores de arroz, y los consumidores de maíz quedaban condena­ dos a la subalimentada indolencia. Si México iba a ser mo­ derno, la alimentación nacional tenía que modernizarse también. Del mismo modo que la inmigración europea po­ día servir para elevar la sociedad, los alimentos modernizadores vendrían del exterior, no de la práctica indígena.30 Aunque no debemos conftindir los gustos y la opinión de un grupo de personas con una creencia universal, es cierto que en el siglo xix los alimentos populares indios eran una fuente de vergüenza para algunos miembros de la elite, como también para un gran número de mestizos, aun cuando sin duda encontraban irresistibles los taquitos o un tamal o un mole en puestos callejeros. La población que no era india comía pan de trigo cuando podía, aun cuando generalmen­ te costaba más del doble que el maíz, y generalmente busca­ ba consumir, aunque no siempre lo lograba, los asados, los cocidos, las frutas y los vegetales, así como la cerveza y el vino, típicos de la alimentación mediterránea. La nueva conciencia de los mestizos en desarrollo y las energías liberadas por la Revolución de 1910 en México mo­ dificaron todo eso. Independientemente de lo que anhela­ ran comer o beber en privado, los victoriosos revolucionarios tenían poca simpatía pública por la pretensión cosmopolita de la elite porfiriana. En los veinte y los treinta, como paite del proyecto “indigenista”, los mexicanos comenzaron a pro­ mover las virtudes de los platillos nativos. Los grandes mura­ listas dedicaron un espacio pictórico a las plantas y los alimentos nativos; los tacos y los tamales pasaron de los pues­ tos callejeros a las cocinas particulares; la gente comenzó a interesarse en su pasado culinario. Los alimentos nativos, lar­ gamente descuidados, se pusieron de moda repentinamente entre las mujeres adineradas de sociedad mientras que em­

prendedores restauranteros incluían la “auténtica cocina mexicana” como parte de sus menús para el turismo flore­ ciente. Para 1946, Josefina Velázquez de León había reunido la primera colección de los variados platillos del país en un li­ bro de cocina que se vendió profusamente; éste exaltaba “los alimentos populares como expresión gastronómica de la iden­ tidad nacional”.31 En el curso de esas décadas, “el maíz per­ dió el estigma de su origen indio”; "alimentos repulsivos” con anterioridad, como los gusanos de maguey y los chapulines fritos en ajo, se volvieron chic y fueron quizá los ejemplos más exóticos del modo en que la comida campesina se incor­ poró a la cocina mestiza nacional de México. Por lo común, se combinaban elementos nativos e importados. Los cocine­ ros mexicanos encontraron la manera de envolver el huitlacoche—que a los ojos de los extranjeros no era sino un hongo del maíz, muy poco atractivo y con infortunado nombre ná­ huatl— en una suerte de crepas. En temporada, hoy en día puede encontrarse el huitlacoche en el menú del elegante restaurante San Angel Inn. Se rellenaron chiles de carne molida y luego se cubrieron con una salsa de nuez y semillas de granada para preparar un platillo antiguo, los chiles en nogada, que nuevamente se pusieron de moda; otro chef com­ binó el filete de carne con enchiladas verdes para crear la carne asada a la tampiqueña, muy popular entre la clase media mexicana en los cuarenta. El exquisito mole verde mejoró el antiguo asado de puerco castellano, y el mole poblano, con más ingredientes extranjeros que nativos, se vanagloriaba de vez en cuando como el platillo nacional.32 Una docena de combinaciones de tacos, tamales y enchiladas se convirtió en la comida ampliamente aceptada en la ciudad de México y, junto con los burritos y las chimichangas, pronto atravesa­ ron la frontera norte para convertirse en la “comida mexica­ na” en todo Estados Unidos. El pulque no logró la aceptación de la nueva clase media mestiza; permaneció en el campo y en los distritos más pobres de las ciudades. Como todavía no disponían de las posteriores delicias de Pizza Hut y de Kentucky Fried Chicken, los mexicanos de

Figura 5.3. La eterna tortillera. Casi cuatro mil años después, la fatigosa labor de las mujeres en el metate fue reemplazada por los molinos mecá­ nicos, entre las décadas de los treinta y los cuarenta.

todo el espectro social y étnico se sentaban por la noche a comer un plato de frijoles negros y tortillas. El pozole, otrora secreto de las clases indígenas, se convirtió en el símbolo de la “cocina mariachi” de Guadalajara.33Estos platillos, frecuen­ temente servidos en cazuelas y platos de barro hechos por artesanos locales en lugar de vajilla de porcelana, reposa­ ban en las mesas mexicanas lado a lado con los alimentos convencionales de procedencia europea o asiática en una exuberante combinación mestiza. La cerveza mexicana, in­ troducida por cerveceros alemanes, hizo innecesarias las im­ portaciones. Después de la Segunda Guerra Mundial, todo esto iba acompañado a menudo por el inevitable Orange Crush o la Pepsi-Cola e incluso por el incalificable Pan Bimbo. Por lo tanto, para la década de los cincuenta, los alimen­ tos ingeridos por la vasta mayoría de los mexicanos no indígenas se habían transformado en su esencia. Al incor­ porar la comida campesina del México indígena —y perma­ necer, al mismo tiempo, ambivalente respecto a los indios todavía marginados—, había aparecido una cocina nacio­ nal deliberadamente decidida a unificar las distintas regio­ nes y clases sociales, un triunfo cultural de la “raza cósmica” mestiza. Antes de 1930, casi toda la producción de harina de maíz húmeda y finamente molida (la masa), que constituye la base para preparar las tortillas y los tamales, la realizaban las sufri­ das mujeres en cada hogar. Dos importantes máquinas logra­ ron que la cocina nativa de México estuviera a la disposición de cada vez más millones de habitantes urbanos. Éstas repre­ sentan la mezcla de técnicas indígenas y de la cultura mecáni­ ca europea, una solución a un problem a nacional. La invención y el desarrollo de estas máquinas que se adaptaron a las circunstancias surgieron de genios locales. Durante al menos cuatro mil años, las personas —o más precisamente, las mujeres— de México y Guatemala habían desgranado el maíz con la mano, cada uno de los días de su vida; lo habían lavado en una olla de barro perforado, lo habían humedecido en una solución de cal en una propor­ ción aproximada de uno por ciento y luego las habían ca­

lentado (sin que llegaran a hervir) durante veinte a cuaren­ ta minutos. Los granos humedecidos y ablandados, que de ese modo recibían el término náhuatl de nixtamal, se mo­ lían laboriosamente una y otra vez en la “piedra volcánica negra de tres patas llamada metate”.34En todos los sentidos, éste era un trabajo agotador; las mujeres pasaban de cinco a seis horas cada mañana haciendo la masa para las tortillas. En 1839, un tal Miguel María Azcárate, coronel retirado del ejército, realizó un estudio estadístico en el que reportó que se requerían 312,500 mujeres para proporcionar el diario consumo de tortillas de una población de cinco millones de mexicanos. Más tarde, reconsideró esa cifra al tomar en cuen­ ta que “los sacerdotes de las parroquias, los terratenientes, los rancheros y muchas casas privadas contaban con muje­ res que no tenían otra tarea más que la de proporcionar tortillas calientes para el desayuno, la tarde y la noche”, de modo que quizá el número se acercaba a un millón y medio de mujeres.35 Hacia fines del siglo xix, comenzaron a percibirse los primeros indicios de una revolución mecánica en la prepa­ ración de tortillas y, para la década de los veinte, aparecie­ ron molinos de nixtamal mejorados, impulsados primero por gasolina y más tarde por motores eléctricos, incluso en los pueblos más pequeños. El primer molino de nixtamal llegó al pequeño pueblo de Tepoztlán, justo al sur de la ciu­ dad de México, en 1925 y, como hemos visto, a San José de Gracia en 1928. Como los proyectos estatales hicieron ase­ quible la electricidad, se veían molinos por todas partes, casi siempre operados por hombres mestizos. En un periodo de cinco años, de 1935 a 1940, el número de molinos aumentó de 927 a casi seis mil y, en la siguiente década, se extendie­ ron rápidamente hacia Guatemala. Uno podría preguntar­ se por qué la invención del molino de nixtamal ocurrió dos milenios más tarde que el desarrollo de los molinos de hari­ na de trigo y de cebada en el Mediterráneo y cuatrocientos años después de que los mexicanos pudieran ver con sus propios ojos los molinos impulsados por agua, así como los molinos de viento que engañaron a don Quijote, ambos in­

troducidos por los españoles. Pero las máquinas europeas para moler los pequeños cereales secos nunca fueron adap­ tadas al nixtamal —los granos de maíz húmedos—, esencial para la preparación de las tortillas y los tamales. Aparente­ mente los granos húmedos atascaban los conductos y no pro­ ducían harina suficientemente fina para formar las tortillas. El molino de nixtamal fue seguido por varios intentos de producir una máquina automática para hacer tortillas o toríilladora. En 1954 un tal Alfonso Gándara, estudiante de in­ geniería del Instituto Politécnico Nacional, logró el hito tecnológico. Entre 1960 y 1980, la empresa manufacturera más grande vendió unas 42 mil máquinas, el doble que su mayor competidor,36 *Surgieron conflictos de género a propósito del uso del molino mecánico. La preparación de las tortillas en los ho­ gares tenía profundas raíces en la cultura doméstica tradi­ cional, en la que los hombres a veces ayudaban a desgranar la mazorca, pero nunca molían el maíz. Después de la llega­ da del molino de nixtamal, era “una gran humillación” que a un hombre se le viera incluso llevando el maíz al molino.37 Por el contrario, los hombres estaban acostumbrados desde hacía mucho a las tortillas preparadas por sus mujeres. A menudo, un peón especial en una hacienda, por ejemplo, recibía los paquetes de tortillas envueltos en un trapo en las casas de los pueblos y los distribuía a los trabajadores corres­ pondientes en el campo. Para algunas familias, el pequeño costo del nixtamal preparado en un molino era prohibitivo. Los hombres en Tepoztlán se quejaban de que el sabor de las tortillas mecánicas era inferior y, en más de una ocasión, se opusieron firmemente al molino de nixtamal en los treinta y los cuarenta, argumentando que eso llevaría a las mujeres a salir de la casa a la vida pública, lo que creaba tentaciones para el chisme y el ocio y se pensaba que incluso para come­ ter actos de infidelidad. Debido a la creciente conciencia sobre los beneficios que proporcionaba un molino de nixtamal, las mujeres participa­ ron en el fermento político que sembró la década revolucionaríade los treinta. Los líderes políticos hacían lo imposible

por mostrarse en favor del molino. El senador Rubén Ortiz propuso que los molinos de nixtamal fueran un servicio pú­ blico garantizado por la administración de Lázaro Cárdenas. De hecho, en Coahuila surgió una suerte de “cacique del nixta­ mal” en la persona de Gabino Vázquez, quien organizó ligas de mujeres y gestionó préstamos para molinos a través del Banco Ejidatario. Cárdenas mismo usaba las donaciones de los molinos de nixtamal para enlistar a nuevos miembros a su partido. Al final se produjo la aceptación de la nueva tec­ nología procesador a de tortillas y la consecuente libertad de las mujeres de su “esclavitud al metate”, como parte de la transformación revolucionaría de la vida rural,38 El aumento de la población mezclada, junto con el na­ cionalismo popular, trajeron cambios culinarios en toda la América Latina. El arroz vino junto con la Conquista del siglo xvi, pero no fue sino hasta la llegada de los inmigran­ tes chinos y japoneses, a mediados del siglo XIX, que los in­ gredientes asiáticos y su cocina se incorporaron a la comida de los mestizos peruanos. Más aún, a partir del último tercio del siglo xix, la rica variedad de pasta procedente de Italia invadió las cocinas y los restaurantes de América Latina, En casi todos los países, como parte del surgimiento de una in­ dustria procesadora de alimentos de final del siglo XIX, apa­ recieron fábricas que ofrecían pasta corta, tallarines y ravioles para el consumo popular. Este añadido, extranjero a la coci­ na latinoamericana fue, quizá, el más importante desde la Conquista española hasta la invasión de la comida_rápida estadounidense al final del siglo xx. En Perú, la determinación de Pizarro de fundar la ca­ pital en la costa dividió la colonia entre Lima y la sierra alta, y también separó la cocina entre la costa hispano afri­ cana —y, a partir del final del siglo XIX, la asiática— y las provincias del altiplano. Aun cuando había menos mestiza­ je en Perú que en la parte central de México y una brecha más evidente entre la costa y el altiplano, además de mu­ tuos antagonismos entre la cultura europeizante y la nativa, los diferentes elementos culinarios de los cinco continen­ tes se combinan para crear la cocina más impresionante

del hemisferio occidental. A principios del siglo xx, las dife­ rencias regionales eran marcadas; productos nativos como el chuño, la chicha, la coca y el charqui o el cuy se mantuvieron por mucho tiempo fuera de la cocina mestiza costera. Mien­ tras que a fines del siglo xix la pequeña elite limeña pensa­ ba, al igual que su contraparte porfiriana, que la cocina francesa era la más apropiada a su status, los intelectuales nacionalistas, como González Prada o Mariátegui observa­ ron con alegría que los anticuchos, las papas a la huancaína o el ceviche se habían vuelto más comunes en los años veinte. Entre la amplia variedad de platillos locales, “resultado del mestizaje hispano andino”, figuraba el sancochado, “el único platillo que ocupaba el primer lugar entre los limeños”. Era un cocido de cordero o de res que explicaba la relativamen­ te gran cantidad de proteína animal de la alimentación en la costa peruana.39 Luis Valcárcel nos proporciona una imagen detallada de la emergente alimentación mestiza en ios primeros años del siglo XX en la provincia de Cuzco. Aunque nos dice que la raza —“el color de ía piel”— era la característica que defi­ nía las relaciones sociales, los clientes de los aproximada­ m ente cincuenta bares de chicha o chicharías, en una población de diecinueve mil, parecían empecinados en adop­ tar y mezclar. En las tabernas más pobres, los campesinos indios se sentaban en el suelo de tierra para “ahogar sus frustraciones en chicha”. En un escalón social superior, se encontraban sitios mejor iluminados y más limpios, que de­ rivaban de un cierto prestigio que proporcionaban los jóve­ nes aventureros, “gente decente”, que los frecuentaban. Allí, se ordenaba la chicha en quechua y se comían bocadillos “al estilo nativo”, como papas con ají molido, trozos de cordero a las brasas, garbanzos y otros platillos más sustanciales de papa lisa u olluca o incluso conejos o cuy asados. Las maravi­ llosas fotografías de Martín Chambi de los años treinta y cuarenta proporcionan una vivida imagen de la cultura mestiza de Cuzco.40 Las personas más convencionales de la clase media de Cuzco tomaban té, cerveza o helado en varios establecimien-

Figura 5.4. Señoritas en la chichería. Cuzco, Perú, 1927. © Fotografía: Martín Chambi. Cortesía de los herederos de

tos respetables que se encontraban en el centro del pueblo. En la propia casa de Valcárcel, los alimentos comenzaban con un chupe o caldo con verduras y unos pedazos de elote, seguido por un cocido de carne, siempre acompañado de arroz, y elote horneado, quínoa o pastel de verduras y, final­ mente, fruta y chocolate caliente. El platillo de entrada ine­ vitablemente era el chupe —de acuerdo con Valcárcel—, el cual se asociaba fuertemente con las cualidades creativas y creadoras de las mujeres.41 Sin embargo, en contraste con México, la cocina peruana, así como su nacionalismo, esta­ ban más fragmentados. Las tasas más bajas de mestizaje y un menor entusiasmo por parte de los mestizos peruanos para integrar a los indios a un proyecto nacional, en parte expli­ can esto. Montado en la cresta de la ola de una revolución social en los años veinte y treinta, y enfrentado a divisiones históricas y geográficas menos profundas que en Perú, “el indigenismo atrajo más fácilmente a las eíites (mestizas) mexicanas” que a las peruanas, “para quienes la amenaza de una guerra de castas y el retorno al barbarismo parecían verdaderamente presentes”.42 En general, los mestizos peruanos se inclinaban hacia el lado europeo del espectro culinario “criollo”, y, mientras que los indios del altiplano incorporaron desde el principio la cebada, el trigo, los garbanzos y el cordero a sus regíme­ nes alimentarios, no surgió en Perú una cocina nacional inte­ grada que se extnyera de modo evidente de la base indígena, como en México. O quizá podemos decirlo en otros térmi­ nos: los regímenes alimentarios peruanos surgieron de tan­ tas fuentes más que, para los años cuarenta y cincuenta, ninguna contribución podía parecer dominante. En Chile se exterminó o se confinó a una cultura indíge­ na menos arraigada a los bosques lluviosos y las luminosas regiones lacustres del sur. Los relativamente pocos sobrevi­ vientes de la zona central de Chile se fusionaron con una sociedad hispánica, de modo que a la mayoría de los chile­ nos, o al menos los que pensaban en esto a fines del siglo XIX, les gustaba verse esencialmente como españoles trans­ plantados, entremezclados en algún grado con un puñado

Figura 5.5. Empleados ferroviarios de la línea Cuzco-Santa Ana, 1926. El atuendo especial es característico de los trabaja­ dores ferroviarios en cualquier parte. © Fotografía: Martín Chambi. Cortesía de los herederos de Martín Chambi, Cuzco, Perú.

Figura 5.6. La familia de Ezequiel Arce con una cosecha de papas, Cuzco, Perú, 1934. El calzado y otras prendas de vestir diferencian a los mestizos de los indios. © Fotografía: Martín Chambi. Cortesía de los herederos de Martín Chambi, Cuzco, Perú.

de inmigrantes de clase media de Europa occidental y de Estados Unidos. En el sur, después de la ciudad de Concep­ ción y del río Bio Bio, una minoría mapuche se aferraba a su identidad étnica incluso después de la aplastante “pacifi, cación” llevada a cabo por el ejército chileno en la década de 1880 y la subsecuente ocupación de la tierra mapuche. Golpeados por los conflictos de los anos sesenta y setenta, los mapuche han resurgido en los noventa. Hasta este re­ ciente giro, sin embargo, el discurso de la diferencia en Chi­ le generalmente ha subrayado el predominio de la clase sobre la etnicidad. En efecto, los chilenos eran una sociedad hí­ brida, y para principios del siglo XX, conforme un número creciente de mestizos se integró al escenario social y políti­ co, los símbolos de una cultura mestiza o criolla chilena co­ menzaron a surgir sutilmente. Las manifestaciones culinarias de ello se pueden rastrear a través de varios cientos de menús de banquetes privados y públicos, posesión actual del Museo Histórico en Santiago de Chile. Los menús no sólo incluyen vinos franceses impor­ tados de Burdeos y de Borgoña, sino que a partir de la déca­ da de 1880 aproximadamente, los menús mismos estaban escritos en francés. Para el periodo de 1905 a 1910, esta afec­ tación desapareció casi al mismo tiempo que los escritores nacionalistas y criollos (es decir, mestizos) se abalanzaron sobre la elite extranjerizante como una clase “dispendiosa” y derrochadora. La modesta camela de ave o el pastel de choclo, un platillo campesino que mezcla ingredientes de origen nacional —pollo, maíz y aceitunas cocidos en una vasija de barro de producción local—, se convirtieron en represen­ tantes del Chile “auténtico”. A principios de los años setenta, antes de la invasión de los Burger Kings y de los restaurantes de comida rápida en los centros comerciales, Salvador Allen­ de, líder de un autoproclamado “socialismo criollo”, apeló a la gastronomía patriótica de los chilenos que traspasaba las barreras de clase al llamar a una revolución con “empanadas y vino tinto”.43 Aunque no todos los argentinos en las décadas de los veinte y los treinta estaban de acuerdo con que una Argén ti­

na “auténtica” se podía ubicar en su pasado gaucho, muchos más creían que la comida gaucha fundamental, el asado, des­ crito como criollo, representaba su alma culinaria. Los libros de cocina nos dan una idea de los valores culinarios. La cocina del gaucho proporciona un recorrido por la gastronomía rústica a través de las provincias argentinas a fin de introdu­ cirnos no sólo al charqui, al churrasco y a las abundantes car­ nes asadas, sino también a los cocidos híbridos como el sanguillo o los varios locros con chuchoca, cuyos nombres reve­ lan su origen quechua. Muchas recetas emplean harina de yaica y el fruto de árboles y plantas locales. El libio de doña Petrona, de doña Petrona Carrizo de Gandulfo, libro de cocina de mayor venta en Argentina, publica­ do por primera vez en los años treinta, se había reimpreso en 74 ocasiones para 1980 y vendió más ejemplares que in­ cluso Martín Fimo o la Biblia; es un monumento a la cocina criolla refinada del litoral atlántico. Contiene unas 1,800 re­ cetas, sólo seis de las cuales, incluyendo la salsa sumac micanqui y el chipá (uno de cuyos ingredientes fundamentales es la yuca), se basan en alimentos americanos nativos. Hay cinco páginas de cocteles, entre los que se incluyen el “Bloody Mary”, el “Bronx”, el “My H at”, el “Manhattan” y el “Lloyd George”.4'1En Brasil, la densa y casi abrumadora feijoada, con in­ gredientes procedentes de Europa, Africa y América, surgió de orígenes alimentarios esclavos en el noreste para conver­ tirse en un platillo aceptado en las mesas de las clases medias en Río y en Sao Paulo en las primeras décadas del siglo XX. Para algunos de los nacionalistas de la nueva generación, la combinación de frijoles negros del lugar, famiha de mandio­ ca, aceite de dende y chorizo podía parecer la perfecta ex­ presión alimentaria del “Iuso-tropicalismo”. Para que la comida tenga un efecto socialmente inte§rador en un país, si no se trata de una cocina nacional, al menos debe contener algunos platillos que hagan sentir a quien los consume que forma parte de una comunión culi­ naria nacional. Practicada en Estados Unidos por cien años al menos, la cena del Día de_Acción de Gracias es un buen ejemplo de la manera en que la comida y el sentimiento

nacional se mezclan en un solo platillo. Quizá menos afec­ tada por la comida nativa que en cualquier otro país del hemisferio occidental, la vasta mayoría de la población blan­ ca, no obstante, se aferra tenazmente a la "tradición”, in­ ventada a mediados del siglo xix, de consumir alimentos que se piensa tienen origen indio en el Día de Acción de Gracias. El platillo principal es el pavo rostizado, inmortali­ zado en las pinturas que Norman Rockwell realizó para las portadas del Saturday Evening Post en los años cincuenta y consumido con solemnidad por cada familia en todo el país. Más aún, desde la época en que se volvió logísticamente posible, las fuerzas armadas dirigieron todos sus esfuerzos para proporcionar una rebanada del pavo nacional cubier­ ta con gravy a sus soldados y marinos en las trincheras más distantes o en barcos de guerra combatientes. No es una exageración decir que si se les ofreciera cangrejo desmenu­ zado o lasaña en lugar de pavo, millones de hombres y mu­ jeres estadounidenses se sentirían totalmente abandonados al romperse, al menos temporalmente, un vínculo funda­ mental con la sociedad. Separados por las prácticas divisorias de la cultura ma­ terial inherentes a las sociedades coloniales, los pueblos de la América hispánica generalmente fueron lentos para de­ sarrollar sus propias cocinas nacionales. El ímpetu para in­ corporar los alimentos de los campesinos indígenas como principales elementos de una cocina nacional en México vino de abajo, promovido por la energía de una revolución nacionalista mestiza. La gente de Ecuador, Perú y Bolivia, fragmentada geográfica y socialmente, tiene especialidades culinarias marcadamente regionales y ha sido más resisten­ te al nacionalismo gastronómico. En otros lugares, como Chi­ le, A rgentina y Uruguay, el aum ento de la población inmigrante que se mezcló a partir del último tercio del siglo xix, a menudo desembocó en desdén (aunque también en una emulación constante) de las pretensiones culinarias de una elite “extranjerizante”, un interés algo perplejo por los platillos nativos y, finalmente, por el desarrollo de una coci­ na criolla.

Hacia la década de los setenta, el ciclo del crecimiento hacia adentro que arrancó en los años treinta junto con las prácti­ cas asociadas a la cultura material, estaba perdiendo fuerza. Las altas tasas de crecimiento anual de las manufacturas, que se aproximaban al siete por ciento en los años cincuenta y sesenta, cayeron a menos del cuatro por ciento en los seten­ ta y se hundieron al 0.3 en los ochenta. Una combinación de circunstancias, entre las que se incluía un incremento, al cuá­ druple, de los precios del petróleo a principios de la década de los setenta, más fuertes préstamos del exterior y un mer­ cado nacional todavía superficial (consecuencia de la persis­ tente distribución inequitativa del ingreso en América Latina), contribuyeron a constituir un sector manufacturero estático que a menudo producía bienes de calidad inferior a elevados precios. Las fuertes tasas —incluso abrumadoras— de la inflación sembraron el caos en las economías en todas partes e incrementaron el costo de los bienes de consumo importados.45 El modelo del desarrollo económico y social de la c e p a l se había abocado a alejar a los latinoamericanos de una dependencia excesiva de las potencias industriales del Atlántico Norte y a que compraran localmente lo que pre­ viamente se había importado. En la medida de lo posible, se animaba los consumidores a acercarse a los modelos de con­ sumo que pudieran basarse en sus propias recetas, diseños y arquitectura. En los años setenta, los latinoamericanos llegaron a un jardín de senderos que se bifurcan. Las políticas populistas de distribución del ingreso, según parecía a muchos, habían aumentado la burocracia y desembocado en una inflación, pero no habían resuelto la desigualdad. Hacia la izquierda estaba Cuba, el único país de América Latina que puso to­ das sus energías del lado de los más pobres. Los cubanos habían logrado desarrollar sistemas admirables de salud pública y de educación y una mayor igualdad de oportuni­ dades para su gente a pesar de la implacable hostilidad de Estados Unidos. Esto se logró a expensas de las libertades políticas liberales y con el tiempo condujo a una sociedad

civil empequeñecida y apática y a una economía sin vitalidad. En Chile, la Unidad Popular de Salvador Allende había toma­ do el trayecto de la izquierda —llamado aquí "el camino chi­ leno al socialismo”— y nuevamente, enfrentada a la oposición de Estados Unidos así como a la de la mayoría de los propios ciudadanos chilenos, dejó la economía por los suelos. El mo­ vimiento sandinista de Nicaragua, cuya oposición era una contrarrevolución asesina apoyada por Estados Unidos, des­ embocó en la tragedia y en la farsa. En ese entonces aparecieron poderosos modelos eco­ nómicos en el Pacífico. En los años ochenta, los florecientes “tigres asiáticos” proporcionaban un atractivo modelo para el desarrollo capitalista. Entre 1980 y 1992, por ejemplo, su producto interno bruto per cápita creció a una tasa anual cercana al siete por ciento, mientras que el de América Lati­ na cayó de hecho hasta un 0.5 anual. Con mayor efectivi­ dad, el “tratamiento de shock” neoliberal que implantó la dictadura capitalista de Pinochet en 1974 comenzó a mos­ trar resultados positivos en el ámbito económico al crecer un seis por ciento desde 1983 hasta el final de los noventa.46 Por otra parte, al concluir la década de los ochenta, los esta­ dos socialistas de Europa oriental y de la Unión Soviética coiapsaron casi de golpe, exterminando, al menos por aho­ ra, el principal modelo alternativo al capitalismo. El socialis­ mo, o al menos la idea de lo que es el socialismo, existió durante un siglo y medio; ahora, incluso los chinos comunis­ tas desarrollan zonas industriales libres y animan sus fuerzas de mercado. Sin considerar una alternativa realista frente al dominio creciente de Estados Unidos en la emergente eco­ nomía global y bajo las estrategias de mano dura del Fondo Monetario Internacional y de la banca internacional, todos los Estados latinoamericanos, con excepción de Cuba, co­ menzaron a tomar el camino del neoliberalismo. Esto pare­ ció una vuelta al pasado, de distintas m aneras y bajo diferentes condiciones, por supuesto.

6. B ie n e s g l o b a l e s : L ib e r a lis m o r e d u x

E n los años ochenta, la marea de ideas económicas y sociales asociadas al neoliberalismo arrasó con el largo periodo de políticas populistas de distribución. El Estado se retiró de muchas de sus recientes actividades; la fe en el gobierno fue reemplazada por la fe en el mercado en tanto base ideológi­ ca de los nuevos regímenes. Todo esto pronto se convertiría en la ortodoxia que promovía una nueva trilogía: Jas econo­ mías abiertas al comercio internacional, la privatización de las empresas públicas y la desregulación; todas diseñadas para hacer de la región una zona “abierta al mercado” para los inversionistas extranjeros y para desatar energías empresa­ riales.1 Las barreras arancelarias se derrumbaron; las em­ presas públicas se vendieron, a menudo a precios de ganga; las inversiones extranjeras crecieron en grandes proporcio­ nes. Los líderes latinoamericanos y sus ministros de finanzas y de economía, se lanzaron y arrastraron a otros hacia la economía global, con bastante apoyo popular. Esto desem­ bocó con frecuencia en un nuevo espíritu empresarial, en una abundancia de bienes de consumo importados, en una asombrosamente inequitativa distribución del ingreso, así como en nuevos ricos acaudalados, altas tasas de desempleo, pobreza generalizada y una atmósfera de delincuencia sin precedente en las principales ciudades. En el 2000, no está claro si el retorno a los mercados libres y el consumismo sin restricciones constituye la nueva ola de una era de prosperi­ dad o el último maremoto, desesperado y salvaje, de un modo capitalista exhausto, dominante sólo porque no hay otra al­

ternativa imaginable. Cualquiera que sea el resultado, el neoliberalismo de los últimos diez o quince años ha revo­ lucionado la cultura material de la América hispánica. Al comenzar el primer liberalismo, hace ciento cuaren­ ta años, un astuto observador se percató de que, por un lado, han aparecido fuerzas industriales y científi­ cas que ninguna época de la historia humana hubiera sos­ pechado antes. Por otro lado, existen síntomas de decadencia que sobrepasan por mucho los horrores del Imperio romano [...] los nuevos recursos de riqueza, por un extraño e indefinible artilugio, se han convertido en recursos de necesidad. Los triunfos del arte parecen ha­ ber sido comprados por la pérdida de carácter. Este anta­ gonismo entre la industria y la ciencia moderna por un lado, y la miseria y la disolución moderna por el otro [... ] es un hecho palpable y abr umador, -

Por más familiar que pueda parecer este juicio en nuestros tiempos, junto con las similitudes, también hay diferencias importantes entre el primer liberalismo y el actual. En ambos casos, los modelos extranjeros se han consti­ tuido en una referencia importante para el consumo. Hace un siglo, una reducida elite estaba fascinada con el mobilia­ rio caro, la ropa elegantemente cortada en Londres y los vinos de París. Hoy, el polo de atracción es la cultura mate­ rial popular de Estados Unidos, principalmente, y el atracti­ vo de estos bienes es mucho más profundo en la sociedad latinoamericana que antes. Toda clase de artículos prove­ nientes del mercado global, pero especialmente de Estados Unidos, llegan a los nuevos centros comerciales y se cuelan incluso a los nichos más remotos de la América Latina rural. Junto con una variedad hasta ahora inimaginable de bienes útiles y a menudo baratos, los mayores excesos de la cultura popular estadounidense son accesibles y se han vuelto irre­ sistibles. Los críticos culturales se quejan de que la cultura estadounidense de armas y violencia arrastra a millones de personas a los cines y videoclubes; que las películas hollywoodenses de alto presupuesto han asfixiado en gran medida

Figura 6.1. Zapatos-tenis en Cuzco, Perú, 1984. Colección privada. Cortesía de Mary Altier.

Figura 6.2. Comida light en México. Cortesía de Editorial CIío, Libros y Videos.

a la industria fíimica latinoamericana, que alguna vez fue prometedora. La televisión por cable permite a los admira­ dores venezolanos y mexicanos seguir la trayectoria de los Vaqueros de Dallas, mientras que, en el más remoto distrito de Bolivia, se pueden encontrar chamarras y camisetas con el logo de los equipos estadounidenses. Los pantalones de mezclilla, las gorras de béisbol, los zapatos-tenis de Nike y Reebok son accesorios estándar que los jóvenes usan en to­ das partes. La comida "sin grasa” y la Pepsi-Cola “de dieta”, diseñadas para su venta en Estados Unidos, donde el sobre­ peso es comprensiblemente una obsesión nacional, son ac­ cesibles en los barrios más pobres y malnutridos de las ciudades latinoamericanas. En un mundo cada vez más y más unificado tecnológi­ camente, la radio y la televisión invaden casi todos los hoga­ res, mientras que la difusión del correo electrónico, los escáners y el Internet no se quedan atrás. Los anuncios pu­ blicitarios colocados por las agencias estadounidenses más sofisticadas están presentes en gigantescos anuncios (espec­ taculares), y se transmiten insistentemente por la televisión. En contraste con el esfuerzo de los comerciantes o los ven-

Figura 6.3. Coca-Cola y Pepsi-Cola en Pisac, Perú. Colección privada. Cortesía de MaryAltier.

ta podría ser que es más segura que el agua; otra, que es relativamente barata. Esto puede ser cierto para las clases medias, pero una lata de 250 mililitros podría costar cerca de una hora de salario para una persona común, mucho más que el agua embotellada. A otros, sencillamente les gus­ ta el sabor o encuentran cómodas las bebidas embotelladas. Pero la Coca-Cola es algo más que un refresco. Su publici­ dad la ha identificado siempre con la modernidad y con la "buena vida”, incluyendo las bandas de rock. Una prom o­ ción de enorm e alcance lleva los refrescos hasta los nuevos rituales domésticos, los que a su vez se crean por la publici­ dad. Al terminar una tarea o cuando la familia se reúne, es el momento de tomarse “la pausa que refresca”, “la chispa de la vida”. El cortejo, los bailes, los conciertos de rock y los eventos deportivos serían imposibles sin la Coca-Cola. Fi­ nalmente, su propia extranjeridad es un activo. La CocaCola, empacada higiénicamente en hieleras, transportada en impresionantes camiones con el característico logo, es moderna, urbana, terrenal: términos que alguna vez fueron sinónimo de “civilización”. Aunque vista por algunos como otra representación su­ perficial del arrogante imperialismo, para muchos más, qui­ zá sólo inconscientemente, su consumó les permite asociarse con el mundo entero, en forma no muy distinta a lo que pudo haber sentido un albañil mestizo del siglo xviii en Méxi­ co mientras partía una hogaza de pan de trigo, o quizá a lo que sentía un dandy del Río de la belle époque cuando se pavo­ neaba con un traje nuevo de tweed inglés. En los tres casos, el consumo deriva en parte del poder: actualmente no se tra­ ta de decretos virreinales o de los elegantes modelos de Savile Row,* ahora obsoletos, sino de las irrefrenables imá­ genes directas que la publicidad crea. ¿Por qué Coca-Cola y no Pepsi-Cola? ¿Por qué “todo va mejor” con Coca-Cola? Quizá porque el viejo contador de Pemberton tuvo la inspi­ ración para lograr, con su experta caligrafía, el inolvidable ’ Savile Row es una famosa y elegante calle londinense en la que tienen sus talleres los mejores sastres del mundo. (N. de la T.)

dedores itinerantes con sus sencillos volantes y catálogos, por supuesto que el poder de persuasión de los medios de comunicación masiva actual es asombroso. Las elites del si­ glo xix sólo tenían como grupo de referencia a las distantes burguesías de Londres y de París; ahora la mayoría de la gente se encuentra sitiada en su propia casa por una televi­ sión que ofrece un asombroso rango de “opciones”, pero que en realidad hace todo el esfuerzo posible para que los patrones de consumo presentes en Estados Unidos se dupli­ quen en América Latina. En los últimos quince años del siglo xx la penetración de las franquicias Burger King y Pizza Hut en América Lati­ na se centuplicó; los nuevos distritos comerciales de las prin­ cipales ciudades están “alfombrados de Kentucky Fried Chicken, Denny’s y McDonald’s”. La estandarización es uno de los encantos de la comida rápida. Uno puede confiar que encontrará precisamente el mismo tipo de papas fritas y el mismo contenido de grasa en la hamburguesa en Guadalajara y en Sao Paulo. Las papas perfectas de Idaho, se pelan y rebanan mecánicamente, se congelan y llegan por flete aé­ reo a las franquicias de hamburguesas de Chile. En un día, una sola tienda Wal-Mart vende más de un millón de dóla­ res en mercancías en la ciudad de México. “Incluso los ofici­ nistas peor pagados se empeñan en tener taijetas de crédito y préstamos para auto-financiamientos”, escribe Alma Guillermoprieto. “En el contaminado centro de la ciudad de México, o en sus monstruosos y sórdidos barrios suburba­ nos [...] el progreso ha golpeado a México bajo la forma de devastación, en parte en el aspecto ecológico, y en gran medida en el estético”.3 “Es inconfundible el olor de las Whopper del Burger King. Un empleado de Radio Shack mejora las ventas al ju­ gar con un auto a control remoto en la tienda. La canción The Night Tkey Drove Oíd Dixie Down suena en los altavoces”. Esto no tiene lugar en uno de los suburbios de Estados Uni­ dos sino en el centro comercial Alto Las Condes de Santia­ go de Chile, en noviembre de 1996.4 De hecho se habla en América Latina de la “década del malí\ El comercio y la gente

se han desplazado de las antiguas plazas centrales en las prin­ cipales ciudades a lugares tales como el nuevo Unicentro Malí en Bogotá, que cuenta con 360 tiendas. A su alrededor hay más malk donde los anuncios prometen “elevadores con vista panorámica, patios de comida rápida, amplio estacio­ namiento”. En el supermercado colombiano hay “importa­ ciones de Estados Unidos como los Nach-Olé Tortilla Chips, el Betty Crocker Super Moist Fudge, Mar ble Cake Mix y Pedigree Puppy Dog Food”. En la Plaza de la Cultura en San José, Costa Rica, la gente puede disfrutar ahora de Ja conveniencia, y quizá in­ cluso del sabor, de McDonald’s, Archies, Burger King y Taco Bell. Hay incluso un gran supermercado japonés, donde los ciudadanos de un país que exporta mangos pueden com­ prar jugo de mango enlatado proveniente de Taiwán e Is­ rael. En las orillas de la ciudad, el nuevo Muid Plaza cuenta con 200 tiendas y otro, el Malí San Pedro, tiene una boutique de Victoria’s Secrety otras 259 tentaciones más. En Quito hoy existen ocho malls, el mayor de los cuales suma cuatro­ cientas tiendas; además de la ropa, el resto de lo que allí se vende difícilmente se produce en Ecuador. En los malls, los latinoamericanos van de shopping, una de las palabras ingle­ sas más comúnmente utilizadas en el hemisferio de habla hispana. Las mercancías importadas constituyen el atractivo. “La gente no acudiría a los malh a admirar —y comprar— bienes de consumo producidos localmente”. En efecto, hay pocos de ellos.5 En 1876, Horace Rumbo Id, cónsul británico en Chile, estaba impresionado por las largas y tranquilas calles de ca­ sas particulares, “la mayoría estaban construidas de acuerdo a la moda del petit hotel parisino [...] el sonido de una berli­ na o de una calesa bien equipada podría figurar con verosi­ militud en el Bois de Bonlogne”. Rumbold observó que las mujeres refinadas y bien vestidas se deslizaban por el pulcro pavimento: “los modelos de elegancia son todos franceses”. Pero Santiago de Chile, pensaba, parecía como si algunas “rebanadas de París se hubieran arrojado aquí y allá en me­ dio de un enorme y desordenado pueblo indio”.6No existe

información cuantitativa firme y confiable sobre la distribu­ ción del ingreso en el siglo xix, pero casi todos los observa­ dores estarían de acuerdo con el señor Rumbold en que el ingreso y la riqueza estaban tajantemente divididos de acuer­ do con las diferencias étnicas y de clase. También la mayoría estaría de acuerdo en que el desarrollo liberal de la belle époque aumentó la riqueza de la elite terrateniente y empresa­ rial y, aun cuando los sectores medios urbanos crecieron de algún modo, las diferencias de clase se profundizaron. La población rural, que constituía por mucho el mayor por­ centaje, vivía una cultura material de lo más rudimentaria, escasa aun para los estándares de la gente humilde de pue­ blo actualmente.7 El giro actual ha producido resultados similares. Los regímenes neoliberales más exitosos distribuyen el ingreso de la forma más inequitativa. El 10% de los brasileños más prósperos controla el 51% de todo el ingreso del país; el 10% de los chilenos más ricos disfruta (uno supone) del 49% del ingreso. En el otro exti’emo de la escala, el 40% de los más pobres en Brasil sólo reciben el 7% de todo el ingre­ so; el 40% de los menos afortunados en Chile no tienen sino el 10% del ingreso nacional.8En México, actualmente, unos cuarenta millones de personas, de noventa millones, viven por debajo de “la línea de pobreza”; en Chile, después de veinticinco años de crecimiento dirigido a las exportacio­ nes, se ha reducido el porcentaje de personas en la catego­ ría de “pobreza” de 32 a 23. Se dice que la riqueza del hombre más rico en México excede el ingreso anual de 14 millones de sus compatriotas más pobres.9 A pesar de la creciente desigualdad entre el ingreso en América Latina y la persistencia de una extrema pobreza en la tercera parte de la población al menos, pueden encon­ trarse productos de la economía global en los rincones más remotos de América Laüna. En ningún otro sitio las grandes compañías multinacionales de refrescos han alcanzado un éxito más extraordinario en su intento por convencer a mi­ llones de consumidores, incluyendo a algunos de los más pobres del mundo, de que el status, la comodidad y “estar a la

moda” son más importantes que la nutrición. Las franquicias de comida rápida, todavía limitadas principalmente a la clase media que tiene automóvil, no se quedan a.trás. La Coca-Cola y las Big Mac son sólo dos mercancías —aunque sumamente visibles— que avanzan en la actualidad por la economía glo­ bal. No imaginemos que la Coca-Cola y las franquicias de hamburguesas estadounidenses ocupan un lugar central en la conciencia de la mayoría de los latinoamericanos. El de­ sarrollo histórico de estos dos productos, emblemáticos tan­ to del genio como de la ordinariez estadounidense, sin embargo, puede servir para ilustrar importantes tendencias en los patrones de consumo revolucionarios que actualmente invaden América Latina. La Coca-Cola y las hamburguesas Exitosamente promovida como signo de la efervescente ju­ ventud moderna hasta un extremo que nunca soñaron sus fundadores, la Coca-Cola, ascendió al status de un cliché al convertirse en el símbolo del imperialismo estadounidense desde hace mucho. La historia de la Coca-Cola comenzó en el cuarto de una farmacia de un tal John Pemberton en At­ lanta en 1880. Allí, Pemberton preparaba una extraña mez­ cla de hierbas, semillas, azúcar, cafeína y hojas de coca en un perol de cobre que se calentaba sobre el fuego de la leña. Originalmente ofrecida como cura para el dolor de cabeza, la depresión y las crudas, la preparación pasó de ser una bebida medicinal a un líquido placentero cuando acciden­ talmente se mezcló con soda. Sin embargo, por desgracia, esto se redujo a unos cientos de clientes. El señor Pember­ ton lo vendió a Asa Candler, un empresario más visionario. Su primer paso fue contratar al anterior contador de Pem­ berton (el hombre responsable de la caligrafía de la etique­ ta) y luego fundó la Coca-Cola Company en 1892. Diez años más tarde, existían cerca de 80 embotelladoras y, para 1904, se vendían más de 3.5 millones de litros de la fórmula condensada por todo Estados Unidos. De la noche a la mañana apareció una profusa competencia de productos con nom­

bres exóticos: Takola Ring, Coca Conga, Coca Gola, Coca Kola. El señor Candler estaba preocupado de que un clien­ te sediento se conformara con cualquiera de estas bebidas de sonido similar, lo que llevó a uno de sus socios a idear una solución genial. El truco consistía en diseñar una bote­ lla que pudiera reconocerse a primera vista o incluso con los ojos vendados. En 1913, la compañía ofreció una recom­ pensa por el mejor diseño y, pronto, un estudiante descono­ cido que aparece en la historia oficial simplemente como “un tal Edwards”, inventó el símbolo más conocido en el mundo. AJ buscar información en la Enciclopedia Británica lo referente a la planta de coca, cuyas hojas son parte de la fórmula para producir la Coca-Cola, Edwards encontró la ilus­ tración de una vaina del árbol del cacao, cuya textura se parece a la de una granada militar; a pesar de que el cacao, del cual se extrae el chocolate, no tiene nada que ver con la producción del refresco. Partiendo del modelo de la vaina leguminosa, creó una base en el molde de yeso; alargó el cuello de lo que sería la botella y marcó unas hendiduras verticales en los costados para insinuar la silueta de una mujer en un vestido suelto. De hecho, la botella curvada sugiere más que nada la figura completa de la chica Gibson —una joven muy famosa de la época— en una falda medio ajusta­ da. Las letras blanco y rojo se tomaron de la bandera estado­ unidense. Un año después, en 1914, una sola acción de la compañía Coca-Cola, originalmente cotizada en cien dóla­ res, valía 1,700 dólares. En 1919, los herederos de Candler vendieron su parte por 25 millones de dólares, la transac­ ción más grande en la historia de la industria estadouniden­ se de esa época.10 La Coca-Cola floreció durante la época de la prohibición (1920-1933) en Estados Unidos, b