Sobre Dios y el mundo 7 (Biblioteca Palabra)

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ROBERT SPAEMANN

Sobre Dios y el mundo Una autobiografía dialogada

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The translation of this work was supported by a grant from the Goethe-Institut which is funded by the German Ministry of Foreign Affairs     Título original: Über Gott und die Welt. Eine Autobiographie in Gesprächen. Stuttgart, Kiett-Cotta 2012     Colección: Biblioteca Palabra Director de la colección: Juan Manuel Burgos Traducción: José María Barrio Maestre, Ricardo Barrio Moreno Revisión de estilo: Miguel Martí Sánchez     © Ediciones Palabra, S.A., 2014    Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)    Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39    www.palabra.es    [email protected]     Diseño de cubierta: Raúl Ostos Imagen de portada: © Marijan Murat Edición en ePub: José Manuel Carrión ISBN: 978-84-9061-051-0     Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro y otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

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PRÓLOGO

¿Cómo ha llegado Robert Spaemann a ser el filósofo que es hoy? Se cuenta entre los pocos pensadores alemanes del presente cuya voz traspasa las fronteras del mundo académico. Sus libros y conferencias siempre han encontrado reconocimiento internacional. Sobre Dios y el mundo muestra el devenir biográfico del filósofo y los pensamientos que lo han conducido. Hasta ahora Robert Spaemann ha sido bastante reservado sobre su propia vida. Considera absurda la idea de que la narración de su vida pudiera expresar el contenido esencial de su pensamiento filosófico. Si filosofía significa –aquí cita a Hegel– «conocimiento real de lo que en verdad es», entonces se trata de intuiciones de las que cabría pensar que solo por casualidad no han tenido aún los lectores; en modo alguno pueden deducirse únicamente de la propia historia biográfica. Pues bien, Robert Spaemann presenta aquí –en diez capítulos que recogen conversaciones que mantuve con él– episodios, experiencias y encuentros que le han marcado profundamente. Ambas cosas, diálogo y episodio, forman un libro en el que Spaemann narra su trayectoria vital a la par que expone las líneas principales de su pensamiento. Lo biográfico y lo filosófico se mezclan, y el estilo narrativo –típico de esta y otras conversaciones con Robert Spaemann– se ensancha y desemboca en un pensamiento sin solución de continuidad. Se trata de una panorámica, rica en imágenes e ideas, surgida de acontecimientos biográficos, retratos, discusiones y planteamientos, que gustará a quien ya conoce a Spaemann, y pondrá en tensión a los lectores que aún no le han descubierto. «Los dos intereses de la razón», un texto que resume el núcleo de la reflexión de Robert Spaemann en estos últimos años, pone el punto final a esta apretada biografía intelectual en conversación. Sobre la infancia y la juventud de Robert Spaemann en Berlín, Köln, Dorsten y Münster, hasta ahora no se conocían apenas detalles: la conversión de sus padres a la fe católica, la temprana muerte de su madre, su pronta toma de postura contra el nacionalsocialismo y la profunda repugnancia que le producía, que le indujo a sustraerse con diecisiete años del servicio al Reich y del «juramento de fidelidad» al Führer, y después a rehusar la orden de presentarse a filas en el ejército. Ya en los años juveniles se manifiesta su actitud inconformista y la predisposición al pensar autónomo. Su trayectoria durante el III Reich le distingue de todos los que, como él, nacieron en 1927 y conformaron hasta hoy la identidad espiritual de la vieja y de la después reunificada República Federal. Llama la atención cómo en la posguerra Spaemann pronto se inclinó hacia grupos ideológicos completamente contrarios entre sí. De esa época data su fuerte interés por la 4

vida cristiana, y luego su orientación a la izquierda y a las ideas socialistas, con las cuales rompe para siempre después de una aventurada estancia a finales de los años cincuenta en el Berlín Este. Los escritos de Carl Schmitt, así como la Dialéctica de la Ilustración, de Horkheimer y Adorno, le fascinan en igual medida. Tomás de Aquino y Hegel le acompañan como maestros de su pensamiento a lo largo de su vida. En Joachim Ritter –filósofo que desde 1946 enseñaba en Münster– encuentra la persona del maestro que le gana definitivamente para la Filosofía, en la que siempre ha permanecido abierto a las cuestiones teológicas. Más de veinte años después afronta la discusión con los estudiantes propensos a las revueltas, entre 1967 y 1971, como quien se ha formado un criterio sólido y no se deja intimidar. En Stuttgart y en Heidelberg busca la conversación con los jóvenes, que le respetan a causa de su discurso claro y diáfano, si bien representa de forma inequívoca, y no pocas veces, una posición opuesta. Robert Spaemann ha participado en todos los debates importantes de la joven República, desde los años cincuenta hasta hoy: en la cuestión del armamento nuclear se le ve del lado de Heinrich Böll. En su libro Límites hay que releer la carta a Heinrich Böll de finales de los años setenta en la que justifica su toma de postura a favor del denominado desarme, y en cuanto a la reforma educativa se une a Hermann Lübbe, que había acuñado la bella expresión «resistencia al estupor». A Robert Spaemann le encajan las palabras de Goethe: «Quien filosofa no está de acuerdo con las ideas de su tiempo». Su ética y su filosofía de la naturaleza representan una enmienda a la totalidad de las ideologías hoy imperantes, ante todo a la «cosmovisión científica», que con gestos grandilocuentes y enfáticos promete satisfacer todas las aspiraciones de la modernidad. Pese a esto, no es enemigo de la ciencia. Muy al contrario, quien conversa con él sobre cuestiones físicas y biológicas a veces puede quedar asombrado por sus conocimientos en esos campos. Su concepto de la «vida», su filosofía de las «personas», suministran valiosos elementos de juicio, profunda y metódicamente examinados, a quienes, como él, «se detienen» ante la realidad y se sienten lejos de la tentación de tratar al hombre como una «cosa» que pueda ser dominada y manipulada. Descartes dijo del hombre que es «señor de la naturaleza». Eso es ambivalente, pues dominar la naturaleza y habitar en ella se encuentran en relación recíproca. ¿Por qué? A esto trata de responder el trabajo titulado «Los dos intereses de la razón». Realmente todo el libro gira sobre esta decisiva cuestión fundamental. Vemos a Robert Spaemann elaborando cuidadosamente sus ideas, pero con una tenaz convicción. Es cristiano católico y filósofo, en absoluto un filósofo católico, como afirman sus críticos con objeto de desacreditarle. Por su parte, él siempre ha rechazado que se le designe como «católico de izquierdas», como era frecuente en los años cincuenta. Sus convicciones políticas a veces eran de «izquierdas», pero su catolicismo, nunca. Su modo de filosofar es auténtico, lleno de argumentos y nunca solo antitético o a la contra. El talante de tratar de comprender a sus oponentes con toda la exactitud posible se percibe en el origen 5

mismo de sus críticas. La razón común impulsa gradualmente, sin violencia, al reconocimiento de la realidad; esa es la impresión que uno saca tras dos horas de conversación con Robert Spaemann «sobre Dios y el mundo». Para él la Filosofía es ars longa, que nunca concluye en un sistema cerrado. Siempre es posible seguir preguntando. Solo la muerte cierra el preguntar. ¿Cómo se ha gestado este libro? Apreciaba a Spaemann desde que en el año 1972 leí en el Merkur su artículo «La utopía de una ausencia de poder»[1]. Con un lenguaje libre de jergas pasaba revista a las propuestas que circulaban entonces en la Teoría Política, comenzando por Habermas, pasando por Dahrendorff y Luhmann, e introduciendo de manera lúcida a Platón y a Nietzsche en esa conversación. Me gustó la forma que tiene Kant de referirse a los pensamientos inexpresados –«timbres de moda de la época»–, y sobre todo la manera de probar que la noción de bien resulta ineludible en la Ética y la Política. En 1987 conocí personalmente a Robert Spaemann en Frankfurt, con motivo de la Laudatio a Hans Jonas, que pronunció al recibir este el Premio de la Paz de los editores alemanes. Su soberana apología de una Filosofía de la Naturaleza de carácter teleológico, su actualización del concepto de «naturaleza» y la reflexión acerca de qué pensamos cuando hablamos de «cosas naturales» dejó en mí una fuerte impresión. Como redactor de cultura en la revista Focus, en los años noventa me animé a pedir a Spaemann una entrevista contando entonces con la posible respuesta negativa. Sin embargo, accedió. La entrevista tuvo lugar, y también el rápido visto bueno por parte de la redacción. Después siguieron algunas entrevistas más, y sobre todo largas conversaciones telefónicas. Pero solo en el 2006 hubo realmente cercanía: largos paseos por los frondosos bosques alrededor del castillo Solitude, al oeste de Stuttgart. Aun así tardé hasta diciembre de 2010 en reunir el valor suficiente para convencer a Spaemann de acometer la publicación de un volumen de conversaciones, mantenidas conmigo, sobre su biografía intelectual. Habíamos hablado con frecuencia sobre acontecimientos de su vida. Me contó que había puesto por escrito algunos «pequeños» episodios de su pasado, pero que propiamente no lo había hecho con la intención de darlos a conocer públicamente. Por mi parte, al escucharle cobraba vigor la convicción de que había que dar publicidad precisamente a esos recuerdos en una conversación sobre su vida, idea que, como el propio Spaemann me dijo, ya le había manifestado años antes [el editor] Michael Klett. Era tal la alegría de poder hablar con Spaemann y de preguntarle, de estar con él, que sentí el impulso de dejar que otros participaran de ella a través de un libro. Finalmente me comunicó su autorización, en un principio nada segura, manifestándose conforme con la empresa de publicar nuestras conversaciones. Por fin nos reunimos en doce ocasiones durante el año 2011. Siguió la trabajosa transcripción y muchos resúmenes y charlas sobre qué poner y quitar. Este libro llegó a ver la luz, y a mi juicio es la mejor introducción a la filosofía de Robert Spaemann. Para 6

mí ha sido una experiencia intensa comprobar que no hay diferencia alguna, por pequeña que sea, entre la Filosofía misma y el modo amplio y familiar, a la par que competente, con que se ha venido cultivando desde Platón. Agradezco profundamente al autor haber acogido mis preguntas con gran paciencia, que nunca me haya respondido sin la concentración adecuada, y que siempre haya estado dispuesto a intercalar «episodios» y textos que tanto revelan acerca de él. Solo ellos confieren al libro su verdadero peso. Mi más expresivo agradecimiento a la Sra. Susanne Held, por su trabajo incansable y comprometido en el manuscrito, así como por habernos ayudado con inteligentes propuestas para su abreviación y corrección. Asimismo quiero rendir mi gratitud al lector Johannes Czaja, a la correctora de pruebas Sra. Renata Warttmann, y como es lógico, en último término, aunque no por ello menos importante, a la editorial Klett Cotta.   STEPHAN SATTLER München, marzo del 2012

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NOTAS  1 «Die Utopie der Herrschaftsfreiheit», Merkur 26 (1972). Spaemann discute ahí planteamientos de Jürgen Habermas. Este le respondió con una carta en la que no solo justificaba su teoría política, sino que presentaba además algunos argumentos contra la idea clásica del poder racional. Spaemann replicó a su vez con una carta, reafirmando su posición crítica, pero expresando el deseo de que la discusión pudiese seguir a viva voz. Las dos cartas fueron publicadas bajo el título de «La utopía del buen gobierno» (Die Utopie des guten Herrschers), junto con el artículo mencionado y otros ensayos de Spaeamnn en un volumen titulado Zur Kritik der politischen Utopie, Klett-Cotta, Stuttgart 1977. Hay traducción al castellano: Crítica de las utopías políticas, Eunsa, Pamplona 1980.

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LO QUE SIEMPRE ES

Recuerdos de la infancia Después de a Dios, como me contaba mi padre, debo agradecer mi existencia a la pintora Käthe Kollwitz. Ella debió de conocer y apreciar a Heinrich Spaemann –joven genio westfaliano, estudiante de Historia del Arte, poeta y discípulo de la Bauhaus– cuando este colaboraba en los legendarios «Cuadernos mensuales socialistas». Mi padre se ocupaba allí del cine y de las variedades; en aquel tiempo, por ejemplo, de Charlie Chaplin, Buster Keaton, Sergej Eisenstein, Josephine Baker y del Mozart de los juglares, Rastelli. De niño tuve una de las pelotas que Rastelli arrojaba al público después de la representación. Käthe Kollwitz también apreciaba a Ruth Krämer, bailarina de ascendencia suaba y discípula de Mary Wigman. Pensó que ambos deberían conocerse. Indujo al psicólogo Alexander Mette, viejo amigo y mentor de mi padre –más tarde presidente de la Federación de psicólogos de la República Democrática Alemana– a que les invitara juntos. Y tuvo éxito. Más adelante, también en casa de Mette tuvo lugar –era la última visita que le hicieron– un acontecimiento que cambió la vida de mis padres: mi madre tuvo un episodio de hemoptisis [vómito de sangre] que puso fin a su carrera de bailarina. A partir de entonces quedó claro para ella que solo volvería a bailar en el Cielo. Esto, junto a una crisis de demencia demoníaca que por aquella época sufrió Mette, fue el comienzo de una completa reorientación en la trayectoria de mis padres, que pasando por la lectura de Rousseau y del intercambio epistolar entre Jean Cocteau y Maritain, les condujo desde Berlín hasta Münster, y finalmente al seno de la Iglesia católica. Esto, en cuanto a la prehistoria de mis recuerdos. Para completarla, aún hay que decir que mi padre decidió, años después de la muerte de mi madre, hacerse sacerdote. Fue ordenado en 1942 por el Obispo de Münster, Conde Von Galen[1]. El informe de estos recuerdos debería comenzarlo con el verso del salmo Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domum Domini ibimus[2]. Mi recuerdo más temprano de la infancia es la alegría –de la que precisamente trata ese canto del peregrinaje israelita–, la remembranza de un indescriptible bienestar del niño de tres años que, reposando en el regazo materno, despierta con la salmodia de los monjes que le habían cantado ya durante el sueño. Los padres pensaban que ya era suficiente y querían interrumpirlo. Pero yo les rogaba que continuaran. No podía apartar de mis oídos aquel cántico con sus infinitas repeticiones. Tampoco hoy puedo hacerlo. Fue en la abadía 9

benedictina de San José, en el Gerleve westfaliano [cerca de Münster], donde mis padres fueron admitidos en la Iglesia y donde me hicieron bautizar a los tres años. Mi padrino de Bautismo era un viejo y barbudo hermano conventual llamado Radbod, que muy pronto me introdujo en los secretos del cultivo de abejas, mientras mis padres cubrían en la tienda del monasterio su necesidad de miel. Más tarde, ocasionalmente acompañé como acólito a un monje que llevaba el «Viático» a una de las granjas vecinas, donde después de la ceremonia me daban un rico desayuno, más rico que lo que era costumbre en el monasterio. La relación con la abadía no se perdió al trasladarse mis padres a Colonia en el año 1932. La Pascua la celebrábamos casi siempre allí. En 1943 los monjes fueron expulsados. Por entonces escribí mi primer soneto, en un estilo algo patético inspirado en el de Reinhold Schneider, en el que veía a mi Patria abandonada al hundimiento, ya que se había expulsado y desterrado a los diez justos por cuya causa Dios la habría perdonado, como lo intentó con Sodoma y Gomorra. Gerleve, 1943 El pueblo que a sus orantes cobardemente traicionó, / los primogénitos de sus hijos, / ¿imagina que se salvará su nombre / con el propio Nombre santo? De su seno huye // el venerado cántico, / que su nombre llevó y entre lágrimas / arrancó la bendición de Dios. Solo el sordo gemido / penetra en el abismo y estremecido ve // un ángel, que como su pueblo a los diez justos / arroja, para que por su causa Dios perdone / y a la propia Sodoma deje libre. // Ya sin remedio las fuerzas oscuras están ahí / desnudas y sin nombre. / Solo nos quedas tú, Dios mío; ven y sálvanos. La fiesta de Pascua del 1943 fue un momento inolvidable. Siete años antes había muerto mi madre. Como de costumbre, pasé la fiesta en Gerleve, esta vez acogido por un campesino. Entretanto, el monasterio se había transformado en lazareto [hospital militar]. Con la amenaza de una huelga de suministros, los agricultores habían conseguido la reapertura de la iglesia abacial, así como que se pudieran celebrar servicios religiosos periódicamente. De ese modo pudimos tener aquel día el oficio pascual. Los niños de la escuela popular de Gerleve cantaron, haciendo resonar con estrépito los himnos gregorianos: Kyrie, Gloria, Credo y Agnus Dei, con la melodía específica de Pascua. Su maestro había ensayado con ellos. Siempre me pareció ridícula la idea –que más tarde se extendió con la reforma litúrgica– de que habría sido necesario suprimir el latín para lograr una participación activa de los fieles en la Liturgia. En todo caso, aquel instante fue terrible para mí, pues tuve que representar completamente solo al coro de monjes expulsados, interviniendo como solista en el llamado Proprium, uno de los más ricos y melismáticos cantos gregorianos de Pascua –himnos que a su vez se cuentan entre los más bellos del año– y que eran una competencia importante de la pequeña schola monacal. 10

El breve tercio con el que comienza el Resurrexit es completamente distinto de los bombos y trompetas que en siglos posteriores se movilizaron para ese texto. El júbilo que emana de ahí se parece a la aurora que surge con el nuevo Eón. Nosotros no somos los aludidos en las palabras del salmo: «He resucitado y permanezco siempre junto a Ti» [Sal 138, 18]. Se trata de un diálogo entre el Resucitado y el Padre. Dos años más tarde regresaron los monjes. Después de todo lo ocurrido, es comprensible que quisiera ingresar en su comunidad, y también que el viejo y honorable abad, tal como prescribe la Regla benedictina, frenara mi entusiasmo y en ese momento me devolviera a la Universidad. Esa llamada a la puerta del monasterio permanecería en mis oídos como un episodio notable. (Eso es algo con lo que un sabio abad siempre cuenta). Precisamente un antiguo amigo y compañero de estudios que había regresado de la guerra, y que había llamado conmigo a la puerta, ingresó poco después, se hizo monje –un buen monje–, más tarde maestro de novicios, y hace ya mucho tiempo que alcanzó la meta de su empeño. Mi contacto con la abadía se hizo más escaso. Solo muchos, muchos años más tarde, descubrí en la Provenza, al pie del Mont Ventoux, la nueva abadía de Ste. Madeleine en Le Barroux, donde volví a encontrar a los monjes de mi juventud, así como la grandiosa Liturgia romana, la rígida observancia monástica, el temprano comienzo diario, el estricto silencio y aquella obediencia que constituye el elemento vital del monje benedictino, lo que aporta sosiego y hace de la congregación de monjes una comunidad fraterna de ermitaños. De esa abadía surgió un monje que, en los tiempos de la confusión y relajamiento de la disciplina conventual tras el Concilio Vaticano II, con autorización del abad de su monasterio, lo dejó y comenzó a vivir como ermitaño en una pequeña iglesia de piedra vacía en la región de la Provenza. Decía la vieja Misa y recitaba las Horas litúrgicas. Pronto se reunió con él gente joven y comenzaron a formar juntos una nueva comunidad de monjes, y construyeron en Le Barroux un gran monasterio. Dos kilómetros más allá surgió un convento de mujeres parecido. Cuando fue disuelto por prohibición papal ya no se pudo percibir más la paz interior y el desarrollo exterior que todo aquello irradiaba. Si escribo sobre mi vida, tengo que comenzar por lo que no es. No soy monje. Pero mi trayectoria es un episodio pasajero en el universo. Importante es lo que siempre es. Los monjes atestiguan con su cántico y con la configuración de su vida cotidiana lo que siempre es, y precisamente lo testimonian como aquello que siempre es. Sin esto, lo que atestiguan sería lo que ahora es, un momentáneo episodio más en esta vida, al igual que en la vida de todos los demás: algo irrelevante, sin significado. Ni siquiera tendría ya el estatus del pasado cuando los recuerdos se apaguen. ***

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Ernst Bloch, a quien por otros conceptos no agradezco nada, escribe en una ocasión sobre «lo que durante la infancia a todos se nos hace patente –la patria– y donde ya no quedaba nadie». En efecto, en mi infancia veía claramente algo: el íntimo, sereno y tierno amor de mi madre, joven y enferma. Lo que me quedaba era lo que ella me había dado: la fe y la esperanza en la «verdadera patria», en palabras del Apóstol Pablo; es decir, en que ella está en el Cielo. No puedo recordar haber soñado más tarde con mi madre. Tan solo un año antes soñé que venía a verme a casa. Me quedé asombrado, porque pensaba que había muerto y porque, si ella vivía aún, entonces tendría que ser muy vieja. Mas esto no cambiaba en nada el hecho de que aquel sueño me llenaba de pura euforia. Sentía que entonces quedaban respondidas todas las preguntas, resueltos todos los problemas; todo, todo sería estupendo. Desde luego, tampoco podía evocar en sueños el rostro de mi madre. Me desperté antes de que ella llegara a la puerta de casa. Además de aquel, tuve otro sueño infantil en el que mi madre también jugaba un papel decisivo, aunque ella no comparecía personalmente de ningún modo. Soñé que desde el extremo de una calle me venía persiguiendo una bruja. Lleno de pánico, corría hacia mi casa, pero ella se me acercaba cada vez más. La situación se volvía desesperada. Pero en ese momento me vino a la cabeza: mi madre me había dicho que las brujas no existen. Nunca ponía en duda lo que mi madre decía. Ella solo decía la verdad, y no podía comprender que alguien no dijera la verdad, menos aún si se trataba de un niño. Ahora bien, frente a la veracidad de mi madre se alzaba la evidencia inmediata: aquí hay una bruja. Patentemente es una bruja, y amenaza atraparme. Solo había una solución a este problema: tenía que tratarse de un sueño. La bruja tenía que haber sido soñada. Entonces el problema pasaba a ser el siguiente: ¿Cómo consigo despertarme antes de que la bruja me aprese? En ese momento me arrojaba confiado incondicionalmente en la veracidad de mi madre, para despertar antes de que la bruja me arrollara en la calle, lo que finalmente ocurrió. Esta historia siempre me ha servido como un ejemplo de la fe incondicional en la revelación divina frente a la apariencia sensible, como una imagen de lo razonable que es la fe frente a la superstición del empirismo. Durante décadas tuve un tercer sueño que poseía una estructura distinta, que se sustraía al desenmascaramiento como sueño [al despertar]. Aparecía un amigo de la juventud, Martin Bongartz. Ya de niños éramos amigos íntimos; ambos éramos monaguillos e íbamos juntos a la escuela. Era tartamudo, y muy chistoso; yo no, pero reía con gusto sus bromas. En el último año de la guerra fue enrolado en el ejército y se le dio por desaparecido en Hungría. Probablemente un par de días antes de morir me escribió junto a un vaso de

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Tokaji[3] una larga carta, un magnífico documento de nuestra amistad, que lamentablemente ardió más tarde durante un bombardeo. Décadas después de esto soñé que regresaba y celebrábamos una gran fiesta de reencuentro. Tras casi diez repeticiones de ese sueño, comencé a recordar en sueños que todo eso ya lo había soñado antes una o más veces, y entonces me vinieron crecientes dudas sobre si también en esa ocasión se trataba tan solo de un sueño. Pero era todo muy real. Le dije a mi amigo: «Piensa que he soñado con frecuencia que regresabas, y después siempre caía en la cuenta de que solo era un sueño. No hubiera pensado que volverías». Al final, todo esto era simplemente un sueño. Más adelante intenté cerciorarme de manera empírica, y acometí todos los posibles experimentos que deberían servir para esclarecer el sueño. Parecía que se cumplían todos los criterios que valdrían para establecer la diferencia entre la vigilia y el sueño… hasta que finalmente despertaba y todo eso se me antojaba haberlo soñado. En realidad no hay ningún test que pueda suministrar certeza de que no estamos soñando. Así que, una vez que todos los test se habían demostrado insuficientes, el sueño desapareció para siempre.

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NOTAS  1 De ascendencia noble, Clemens August von Galen fue Obispo de Münster, y creado cardenal por el Papa Pío XII pocos días antes de fallecer. El Papa Benedicto XVI lo beatificó en el 2005. Sus restos mortales reposan en la catedral de Münster. Sus críticas abiertas al régimen nacionalsocialista le valieron el apodo de «el León de Münster». Para facilitar la claridad se incluyen en el texto algunas notas del traductor entre corchetes, o a pie de página, si la aclaración quiebra la arquitectura sintáctica de los períodos. (Todas las notas a pie de página son del traductor).  2 «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!» (Sal 121, 2).  3 Famoso vino húngaro producido en la región de Tokaj-Hegyalja.

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Capítulo I JUVENTUD EN EL TERCER REICH

Vida en dos mundos y primera orientación hacia la Filosofía Pregunta. Profesor Spaemann: ¿Recuerda cuándo se despertó su interés por la Filosofía? Respuesta. Creo que no se puede decir exactamente cuándo se ha llegado a la Filosofía. Filosofía es tan solo una prolongación más intensa y sistemática del pensar normal. Propiamente habría que preguntar: ¿Cuándo empezó uno a pensar? Y, naturalmente, a esa pregunta no se puede responder de forma sencilla. Ahora bien, en lo que atañe a la Filosofía en un sentido estricto, como disciplina definida con una ya larga historia, sí puedo responder a la pregunta. En la escuela Dreikönig de Colonia había un profesor, el Dr. Anton Klein, que despertó mi interés por la Filosofía. Enseñaba tres asignaturas: latín, griego y alemán. Precisamente he encontrado hace poco un viejo diario de mis años 1941-1942, donde hallé por dos veces la anotación: «Hoy ha filosofado de nuevo». Y esto quería decir: Ha comenzado a proponer sus propias reflexiones sobre la materia que nos impartía. A menudo eran apenas pocas frases sueltas, que en mí habían caído en terreno fértil. Un ejemplo que casualmente he encontrado en ese diario se refería a Polibio. Polibio era historiador, no filósofo. Pero desarrollaba pensamientos filosófico-políticos en torno al asunto de las constituciones, pensamientos que estaban próximos a Platón. Mi maestro añadía a las lecturas una observación sobre la finalidad del Estado: esta no reside en el poder, sino, como ya anoté de joven, en el «ennoblecimiento del ser humano». Alguna vez nos hizo –éramos alumnos de quince años– una introducción a la teoría de las ideas de Platón. No todo es lo que vemos; en el fondo subyacen ideas. Asimismo me impactó una observación sin más comentarios sobre la teoría de la ascensión y caída de los Estados: «Los Estados cristianos no necesitan morir. Tienen la fuerza de renovarse desde dentro». Esto me había fascinado, si bien a mis condiscípulos pienso que más bien les aburría. ¿En su casa paterna percibió estímulos hacia la Filosofía? Propiamente, no. Mis padres eran personas cultivadas, pero no filosóficamente. Mi madre falleció cuando yo tenía nueve años. Su influencia quedó grabada en mí. Pero sobre todo crecí junto a mi padre, y fue él quien me transmitió lo más decisivo para mi

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formación. La Filosofía no jugó aquí un papel especial. Entre nosotros, en nuestra casa, la impronta religiosa fue mucho más fuerte. Después de su conversión, para mis padres la fe cristiana se convirtió en el contenido principal. Mi madre era bailarina. Mi padre era historiador del arte y redactor cultural de los «Cuadernos mensuales socialistas», con lo cual el mundo de las artes tenía un alto interés. Durante una larga etapa estudió en la Bauhaus, entre otros, junto a Paul Klee, pero sobre todo con Moholy-Nagy. Todo esto nada tenía que ver directamente con la Filosofía. Pero crecí en un ambiente en el que lo espiritual tenía una importancia central. En lo material más bien nos movíamos con precariedad. ¿En su etapa escolar tuvo alguna noticia sobre la Filosofía? En todo caso tenía bastante claro lo que mi profesor denominaba «filosofar». Un ejemplo. Leímos la novela Kalkstein, de Adalbert Stifter. En mi diario anoté al respecto: El profesor señala el ejemplo del pobre párroco para destacar dónde reside propiamente el valor de un hombre. Y esto nada tiene que ver con lo que hoy en día se propaga. Nuestro profesor, escribí, nunca habla del nacionalsocialismo. Pero de hecho nos inmunizó frente a él. En una ocasión vino a nuestra clase un alumno de fuera y comentó: «Desde luego todos vosotros sois unos completos contrarrevolucionarios». Referida a los adversarios de los nazis, la palabra «contrarrevolucionario» no me sorprendió. Para mí era un título honorífico: yo era contrarrevolucionario. El nacionalsocialismo se me antojaba la ruptura con dos mil años de decencia y civilización europea, algo que, por otra parte, yo tenía muy idealizado. ¿Qué papel jugó para usted entonces el espíritu de la época nacionalsocialista? Me obligó a vivir en dos mundos, una situación que seguramente influyó en mi evolución hacia la Filosofía. Allí surgió de repente un mundo oficial en el que no estaba permitido decir ciertas cosas. Desde luego, lo prudente era en lo posible hablar poco. Además, existía el mundo contrario, en el que yo crecía. En lo esencial, era el mundo cristiano. Si uno tenía que mirar la realidad bajo esos dos aspectos, de manera que se identificara con uno de los rostros rechazando el otro –los nacionalsocialistas eran simplemente los enemigos–, surgía naturalmente la reflexión: ¿Por qué nosotros tenemos razón y ellos no? ¿Eran las organizaciones juveniles nazis una parte del mundo oficial, como lo llama usted? Desde luego. Tenía que presentarme a la denominada juventud popular. De alguna manera pude evitar a las Juventudes Hitlerianas cuando cumplí catorce años, y a partir

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de esa edad ningún requerimiento consiguió hacerme entrar en esa organización. «De alguna manera» quiere decir que no sé muy bien cómo, pero así fue. Primero vino la llamada «Juventud popular». Eso significaba ante todo hacer marchas. Era puro embrutecimiento y estupidez. Todos los otros niños llevaban uniforme; yo era el único que no lo llevaba. Mis padres no me lo habían comprado. Como castigo, siempre tenía que marchar el último, al final de la fila. Esto no me avergonzaba; más bien estaba orgulloso de no tener ningún uniforme. Cuando el jefe del escuadrón me echaba una mirada y me preguntaba por qué aún no tenía el uniforme, le respondía: «Mis padres no pueden pagarlo». ¿Tenía que aprender de memoria la palabrería del partido? No, eso quedaba para las marchas, para el canturreo de himnos que acompañaba todo tipo de carreras y ejercicios gimnásticos. Los jefes de los escuadrones jugaban entre sí a ser como suboficiales; insultaban y nos daban órdenes a todos. Era extremadamente repugnante. En realidad, no sucedía nada que hubiera podido inclinar a los niños a ser ganados por el nacionalsocialismo. ¿No experimentaba ningún sentimiento de empatía colectiva con los de su misma edad? Desde luego, pero en otro grupo, en el del mundo contrario. Era miembro de la Federación Nueva Alemania, una asociación de estudiantes fundada por los jesuitas en 1919. Ahí tenía mis camaradas. Allí me sentía en mi sitio. Cuando fue prohibida la Federación, seguimos haciendo excursiones por los bosques, siempre con la incertidumbre de que la policía nos tendiera una trampa. Pero eso era mucho más excitante que los ejercicios con la juventud popular. ***

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Juegos de indios Como todos los niños de mi tiempo, yo jugaba a los indios. Alguna vez esto me había perjudicado. Nos pegábamos entre los arbustos, naturalmente, y cuanto más intransitable era el lugar, y más parecido a la selva virgen, mucho mejor. Descartábamos los caminos anchos. Pero entonces vino el GAU[1]. Yo quería que todo fuera muy auténtico, tanto como fuese posible. ¿Qué habrían hecho los indios si encuentran en medio del bosque un camino ancho y liso? Sin duda irían por ese camino, sin la molestia de la fronda y las malezas. Pues bien, yo iba por el camino. ¿Pero en qué debería consistir hacer el indio de forma moderada? Para continuar jugando a los indios tuve que pararme a pensar qué haría un auténtico indio en esa situación. La preocupación por la autenticidad se destruye a sí misma. Aquí surgió una cuestión vital para mí: inmediatez, espontaneidad, y la vanidad de una autenticidad forzada. La inmediatez buscada ya no es inmediatez. En mi libro sobre Fénelon, Reflexión y espontaneidad, he tratado de trasladar al lenguaje –ya sin indios– este sencillo y por lo demás nada original descubrimiento. La cuestión me ha acompañado a lo largo de mi vida. Cuando más tarde leí el escrito de Kleist Sobre el teatro de marionetas, encontré todo esto tratado de la misma manera que había visto, y creí percibir aquí un motivo fundamental de mi pensamiento. Los temas básicos y recurrentes con los que se empieza a pensar no son ellos mismos, desde luego, resultado de un pensar discursivo. «Simpatía y antipatía son los primeros actos de la razón», dice Gómez Dávila. Nostalgia del paraíso perdido y tristeza por no poder volver a él, además de breves momentos de estremecimiento ante una belleza que no es de este mundo, y que lo eleva desde fuera.

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Hayingen Para mí fue un sueño paradisíaco la primera visita a mi abuela en el verano de 1938. Por entonces acababa de mudarse a una vieja casita en Hayingen, una ciudad de seiscientas almas en el Alb de Suabia. Yo tenía once años, y hasta entonces desconocía la vida en el campo. Después de las vacaciones tuve que redactar una disertación escolar sobre lo vivido en ellas. Escribí acerca del primer encuentro con este tipo de vida, y aquel trabajo lo recuerdo como mi primer fragmento de poesía, de acuerdo con mis propias medidas y posibilidades. Intenté evocar algo de la belleza de un mundo que en mi corta retrospectiva se manifestaba como la última presencia de una milenaria vida rural, el último rastro de un mundo que definitivamente ya no existe en nuestro país. Dos años más tarde pude participar durante seis meses de esa sencilla forma de vida; trabajé con labradores y recibí lecciones privadas del maestro del pueblo y del párroco, en matemáticas y en latín, durante un período sin clases en la escuela. Para tener dos horas de clase debía ir corriendo a buscar a un joven párroco a otro pueblo. En invierno me dejaba pernoctar en su casa. Celebraba los domingos y las fiestas con todos, y organicé con gente de mi edad un grupo de teatro. Los fines de semana distraíamos a la gente del pueblo con nuestras pequeñas funciones en un granero. Imaginaba que el «Teatro natural» de Hayingen –que hoy es conocido en toda la región– regresaría con esa pequeña iniciativa. Los muchachos de Hayingen habían encontrado el gusto a la representación teatral. ¡Y los domingos! Los domingos incluso las gallinas cacareaban de forma distinta a los días laborables. Todo era distinto. A la Misa acudía casi toda la pequeña ciudad. En todo caso los hombres permanecían delante de la iglesia de pie, y charlaban hasta que terminaba la homilía, cuando comenzaba propiamente la Liturgia. En verano anunciaba el párroco desde el púlpito una eventual dispensa de la prohibición de trabajar en domingo cuando por la circunstancia climática lo exigía la premura de la cosecha. Que el párroco decidiera sobre esto tenía la ventaja de que no se dividiera la comunidad de los vecinos en piadosos y menos piadosos, y así también se podían ahorrar a las gentes ciertos conflictos. Hasta ahora permanece en mi memoria el recuerdo de un mundo perdido. En él cada uno tenía su puesto. Allí estaban las dos pobres mujeres que tenían que contar las espigas para el pan diario. El labrador al que ayudaba en la cosecha me indicaba cuántas espigas había que dejar a esas mujeres. Ahí estaba el viejo Aurelio, ciego de nacimiento, a quien cuidaba en casa su hermana soltera y a quien alguna vez yo le leía algo. A veces le llevaba hasta la torre de la iglesia, donde el tableteo de la maquinaria del campanario le sumía, antes del toque de las horas, en un embeleso siempre nuevo. Aún le veo ante mí frotándose las manos y reprimiendo la risa. Los días de mercado anual su hermana le arreglaba con el traje de domingo y la corbata para pedir limosna tendiendo el sombrero. Sus grandes momentos eran los óbitos. Recuerdo la muerte de un pastor que fue abatido 19

por un rayo. Tres largos días se juntaron el pueblo y los pastores de los pueblos cercanos para el rezo del Rosario en la capilla del cementerio, y Aurelio ejercía su oficio de conducir el rezo. Y allí estaba la antigua compañera de juegos de mi madre, que de niña iba de vacaciones a Hayingen, una mujer muy guapa, ella y su hermana hijas solteras de la prestigiosa propietaria de la casa de huéspedes Bierhalle. Allí estaba el joven labrador soltero con sus dos vacas, que cada atardecer se sentaba delante de la puerta de su casa y aprendía francés, con diccionario pero sin haber usado nunca una gramática o las reglas de pronunciación. Su mejor momento parecía llegar cuando los prisioneros de guerra franceses arribaban al pueblo. Desgraciadamente se comprobó que lo que había aprendido era totalmente inadecuado para cualquier forma de comunicación hablada. Y allí también estaban aquellos prisioneros, que trabajaban ocupando el puesto de los hijos del labrador, que les trataba como si fueran sus propios hijos. Después de la guerra, algunos de ellos iban de vez en cuando a visitar a su «familia de acogida» de aquella época. Durante un breve tiempo tomé parte en lo que Marx denomina «la idiotez de la vida en el campo». Si yo realmente perteneciese a ese mundo, pronto habría sentido la necesidad de salir de él. Pero también sabría hacia dónde tenía que dirigir mis pasos si quería ir a casa. Ese mundo ya no existe. Y la desaparición es preferible a la perpetuación museística. Me resultaba extraña la idea –desarrollada en el círculo de Ritter, ante todo por mi amigo Hermann Lübbe– de que la musealización fuese una forma plena y legítima de preservar los orígenes. Por lo que a mí respecta, no pude alegrarme después de la guerra con la reconstrucción en Münster de la Plaza del mercado, entre el Ayuntamiento y la Lamberti-Kirche. Vistas con más detalle, las fachadas que se volvieron a levantar eran tan solo imitaciones, bambalinas. Los gigantescos ventanales que lucían los comercios que había en la mayor parte de la plaza ya no estaban cubiertos, sino que se percibían inmediatamente por debajo de las casas, que sobresalían por detrás. Yo estaba en contra del nuevo Teatro local, que por fuera no conservaba ninguna reminiscencia del antiguo destruido, a excepción –como alguien ha señalado– de las ruinas del muro antiguo en el patio interior. Mi informe sobre la modernidad tiene sus raíces en la veneración de lo que se fue a pique. Siempre me ha conmovido profundamente el motivo por el que los atenienses fundaron su democracia. El último rey, Kodros, había ofrecido su vida por Atenas y nadie fue estimado digno de sucederle. Este hecho constituye la más hermosa justificación de la democracia que conozco. En cuanto a la conversión en museo, he aquí una bonita historia. Hace unos años, el ayuntamiento de Stuppach decidió –no sin oposición ni debate– prestar su famosa Madonna, de Grünewald, a la Galería estatal de Stuttgart, durante unas semanas, que la expuso en un lugar preferente, como si fuese una especie de Mona Lisa de Stuttgart. Poco después de su instalación en el museo, llegó una delegación del ayuntamiento de 20

Sttupach y pidió al director que les mostrara «su» Madonna. El director cayó en una mezcla de confusión y estremecimiento cuando los visitantes espontáneamente se arrodillaron y cantaron un himno a la Virgen. Algo parecido sucedió con el Papa Pablo VI en julio de 1967. A la entrada de Hagia Sophia, en Constantinopla, convertida en museo, y para indignación y espanto de sus acompañantes turcos –funcionarios laicistas– se arrodilló delante del mosaico de Cristo, devolviendo así a la imagen por algunos minutos su verdadero significado. El recuerdo más temprano que conservo de dolorosa musealización se remonta a una visita que hice a un tío mío en Nürnberg. Me llevó por el hermoso casco viejo de la ciudad, realmente digno de verse. Pero lo que me repugnó, y casi me hizo sufrir con la visita, fueron los letreritos que se habían colocado ante las casas antiguas y los monumentos para informar a los turistas sobre el origen, importancia e historia de cada edificio. Esos letreritos me estropearon mi punto de alegría. Me parecían algo así como ostentosos entrecomillados con los que la ciudad se ponía a sí misma entre paréntesis. Pensaba: El que desee saber quién habitó esta casa o a qué finalidad servía, tendría que dejar que se lo contasen, lo mismo que yo lo había oído de mi tío, o bien debería leerlo en una guía de la ciudad. Esas casas ya me parecían en gran medida destruidas, antes de que unos años más tarde fueran realmente aniquiladas por las bombas. En una ocasión Proust escribió que prefería ver las catedrales de Francia destruidas a verlas alejadas de su objetivo primordial de servicio a Dios. ¿Consigue la representación museística recrear el pasado? La pregunta también me la hago cuando he de soportar que me llueva encima la música de las catedrales francesas. Tras la eliminación del canto gregoriano riguroso en el oficio divino, la música gregoriana hay que conservarla enlatada con el peculiar tonillo piadoso que se le endosa. No puedo evitar la sensación de burla reluciente que me produce semejante «virtualización». Así veía las cosas de niño sin poder expresarlo. Perfectamente expresado encontré lo que desde muy temprano sentía cuando, a propósito de la redacción de mi libro sobre De Bonald, leí la crítica de Charles Péguy al antimodernismo de los conservadores franceses. Para Péguy las gentes de la Revolución Francesa pertenecían aún a la Francia antigua: creían en la justicia. En efecto, eran hombres que sencillamente creían en algo. Por contraste, Péguy definía el modernismo como «no creer lo que se cree»: funcionalizar, por razones políticas, todas las convicciones básicas [instrumentalizarlas, subordinarlas a esos fines]. Más adelante también se me antojaba modernista Richard Rorty con su rotundo rechazo a algo así como la «verdad», y con su definición de la ironía como el único objetivo posible que hoy ha de plantearse la educación: una relación irónica con el mundo [no tomarse nada en serio]. Poner el «mundo» entre comillas. Consecuencia de esto es lo que el Papa [emérito] Benedicto XVI ha denominado «dictadura del relativismo». 21

En nuestro país ha penetrado de forma inconsciente una mala costumbre, ostensible en todos aquellos que a sí mismos se tienen por intelectuales: un uso inflacionario de la expresión «por así decirlo» [sozusagen] por parte de la inmensa mayoría de las personas llamadas «cultas». Precisamente también entre los filósofos la extensión de este uso lingüístico ha llegado a ser grotesca. Ha alcanzado a los medios de comunicación, e incluso ha penetrado entre las vendedoras de las tiendas y comercios. Este uso tampoco se inhibe de poner la prudente cláusula [de relatividad] a cualquier afirmación que haya de proferirse. Si a lo largo de tres frases no ha salido aún a relucir el palabro, entonces uno ya no puede contenerse y se hace preciso mascullar algo parecido a: «Está lloviendo, por así decirlo». ***

¿Se habría orientado de la misma manera si, pongamos por caso, hubiera crecido usted en un ambiente liberal? En el mundo que ostentaba la otra faz –la contraria a la nuestra– me habría sido muy difícil recibir una educación liberal, puesto que para eso hace falta una convicción fundamental, la que a mí se me representaba en el mundo de la fe cristiana, que me fue transmitida sin coacción alguna en mi primera infancia por mi madre, y más tarde por mi padre. ¿Hacia dónde se orientaba mi educación? La primera pregunta del catecismo católico sonaba entonces así: ¿Para qué estamos en la tierra? La que más tarde fue mi esposa respondía: «Para que aprendamos a distinguir lo importante de lo que no lo es». Esto mismo también lo dice el catecismo, solo que además añade qué es «lo más importante». Esa distinción se aprende mejor con unos buenos padres que hacen partícipes a sus hijos, de acuerdo con su mentalidad infantil o juvenil, de lo que para ellos mismos es [lo más] importante. Eso hicieron mis padres conmigo. Importante es lo que siempre es. Lo que siempre es se llama Dios. «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura», dice Jesús [Mt 6, 33]. Los amigos de nuestra familia –muchos de ellos artistas– eran predominantemente personas para quienes lo importante era lo mismo que para nosotros. A eso dedicaban la vida, en y con la Iglesia. Y con eso se correspondía la representación de lo importante en la Liturgia de la Iglesia, que entonces era hermosa y se celebraba con la activa participación de la comunidad. Esto era parte de las evidencias naturales en la casa de mis padres. No se definían en primer término como adversarios políticos del régimen nazi. Sencillamente pertenecían a otro mundo. Mi padre era más bien apolítico, incluso en sus años jóvenes, cuando atendía el departamento de «cine, ballet y variedades» en el magazín de los Cuadernos mensuales socialistas. Mi madre tampoco estaba muy inclinada hacia la política. Siendo niño, una vez entoné en casa la canción «El Sarre es alemán» [Deutsch ist die Saar], que habíamos ensayado en la escuela. (Por entonces estaba en el candelero la recuperación del territorio del Sarre, que ya antes perteneció al Reich alemán). 22

Terminaba el himno con este verso: «Déjanos gritar al cielo que siempre queremos ser alemanes», como si fuese lo mejor del mundo. Mi madre puso cara de indignación y manifestó: «En el Cielo no se grita». ¿Por qué razón se convirtieron sus padres a la fe católica? El motivo inmediato fue la hemoptisis de mi madre. Desde ese momento tuvo que luchar con la tuberculosis, de la que murió después, en 1936. El schok por la repentina enfermedad ocasionó que mis padres reflexionaran sobre su vida. En mi padre se acumularon también influencias intelectuales. Como me contó más tarde, la lectura de Rousseau le dio un impulso importante. Fue distanciándose del ambiente artístico y cultural de la farándula berlinesa, en el que hasta entonces habían vivido él y mi madre. Comenzaron a tener dudas. A mi padre le había impresionado especialmente el intercambio epistolar entre Jacques Maritain y Jean Cocteau. En 1930 mis padres ingresaron en la Iglesia católica. Para asumir también exteriormente su nueva orientación vital, en 1932 se mudaron a Münster. Mi padre estudió allí con el historiador del arte Martin Wackernagel, quien a su vez se había formado con Heinrich Wölfflin. A través de Wackernagel mi padre conoció la abadía benedictina de Gerleve, en Westfalia. El encuentro con ese monasterio, la vivencia de la liturgia de los monjes, le causó una fuerte impresión, como él mismo contaba más tarde. Aún se produjo otra vivencia: el oficio coral de los canónigos de la catedral de Münster. Hombres hechos y derechos, sin tacha, empleados en cargos de dirección eclesiástica, se reunían para rezar en el coro. Todos tenían cosas importantes que hacer, pero el rezo del coro era mucho más importante para ellos. A él le afectaba de forma particular la cuestión sobre lo que en realidad es importante. Naturalmente, los canónigos de la catedral no cantaban tan bien como los monjes benedictinos del monasterio de Gerleve. Dicho de forma más exacta: no cantaban nada bien. ¿Hubo en su juventud algo parecido a un intento de ir con los «nuevos tiempos»? Vuelvo a lo importante y a lo no importante. La convicción profunda de que la vida eterna y la relación con Dios es lo más importante en la vida produce una cierta estabilidad, una postura que –así lo veo– apenas puede mantener una familia liberal mundana. Esto lo veía a mi alrededor. Con objeto de ahorrarles posibles conflictos de lealtad, muchos padres mantenían en secreto delante de sus hijos las objeciones que tenían contra el régimen de Hitler. El caso de mis padres era completamente distinto. Al tratarse de una alternativa tan repugnante como lo era el nacionalsocialismo, no había lugar para un auténtico conflicto. Una tentación de ese tipo jamás penetró seriamente en mí. Por eso la posibilidad de colaborar no podía siquiera plantearse, porque para mí el régimen era demasiado repulsivo en su desprecio por los dos mil años de civilización europea. Otra razón era la forma en que se trataba a los judíos. Esto era tan nauseabundo 23

que carecía de mérito rechazar esa idea sin esfuerzo alguno. Hubo momentos en los que ocasionalmente sentí algo parecido a orgullo cuando las tropas alemanas obligaron a los franceses a capitular en seis semanas. Después de todo, ese hecho desató en cada alemán el reflejo de pensar: ¡Caramba! ¡Esto es estupendo! Pero entonces acudía a mi cabeza, también de forma inmediata, el pensamiento de que, si eso seguía así, se eternizaría el régimen. Desde luego, para mí era diáfano que la victoria de Alemania estaba inseparablemente ligada a la de Hitler. Entonces el sentimiento de orgullo se transformaba rápidamente en triste abatimiento. ¿Cómo vivió los bombardeos? He vivido la Colonia que ardía, poco antes de que nos mudáramos a Dorsten en 1942. Cuando se es joven no se puede tener dos enemigos a la vez. Se necesita tener clara la relación amigo-enemigo: los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Por eso no había considerado los bombardeos aliados como enemigos. Yo le había echado la culpa de todo a Hitler, y solo mucho más tarde supe que se habían cometido enormes crímenes de guerra, y que los responsables de eso realmente habrían merecido las penas más severas. Este pensamiento me era entonces lejano. Naturalmente, temblaba en el sótano y temía por mi vida, pero en los momentos en que no caían bombas ni los cañones antiaéreos amenazaban con su estruendo, oía un coro de ruiseñores. Corría el mes de mayo. Esas aves me consolaban. Me decía: A estos no les pueden enmudecer. Este Hitler no puede hacer nada, y tampoco los bombarderos pueden hacer nada. A lo mejor estaremos todos muertos en dos minutos, pero los ruiseñores seguirán cantando. Que se les pudiera acabar silenciando aumentaba mi pesadilla de entonces. ***

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Yo habría sido jardinero Mi vida ha sido y es pródiga en momentos buenos. No sé decir cuál fue el mejor. Por otro lado, tampoco importa mucho. Con todo, el acontecimiento más oscuro fue de carácter público y notorio: la información del periódico del 21 de julio de 1944 sobre el atentado fallido contra Hitler. La liberación del tirano había estado a punto de producirse, y el fracaso significaba dejar escapar toda la esperanza. ¿Se extendería el imperio del mal sobre toda Europa, determinando nuestro futuro? Mis intenciones para ese caso ya estaban decididas: querría ser jardinero. Con la liga nazi de estudiantes, o acaso con la de profesores, en modo alguno habría sitio para mí en la Universidad. Pero siempre hacen falta jardineros. En la naturaleza vegetal se acaba el totalitarismo político. Mi padre, hombre piadoso, me tomó aparte y me propuso hacer algo que en otro tiempo nunca habría hecho, pero que antiguamente hacía con frecuencia la gente piadosa: abrir la Biblia al azar y subrayar con el lápiz una frase. Mi padre la abría y yo subrayaba. La frase que señalamos era el versículo 20 del capítulo 16 de la epístola a los Romanos, que dice así: «El Dios de la paz aplastará pronto a Satán bajo nuestros pies». Creí el oráculo con mucho gusto. Se adaptaba a la visión de las cosas que yo tenía profundamente arraigada. Le pire n’est pas toujours sûr [lo peor nunca es seguro]. Luego vino la heroica muerte del que dirigió el atentado, que quizá no fuera del todo en vano. Y, si lo fue, desde luego no fue sin sentido. Salvó el honor de mi patria, a la que yo amaba y por la que sentía vergüenza, sentimiento patriótico que a mi padre más bien le era lejano. Pocos días más tarde oí al director de mi escuela manifestar en un pequeño círculo que el atentado tenía que fracasar. La derrota de Alemania ya no podía contenerse. Pero lo sucedido había incorporado un motivo para renovar el mito de la traición. El pueblo tendría la culpa de la derrota, y soportaría toda la desgracia que siguió tras el atentado, convirtiendo a Hitler en un mártir. Por lo demás, el director, Dr. Feil, era miembro del partido nazi, y se distinguía en los días de fiesta nacional, en los que tenía que hablar delante de toda la escuela. Sus discursos eran realmente indigestos, y apenas nadie podía aceptar que aquellas burbujas verbales tuvieran algo que decirle a uno. En nada podía uno sentirse aludido. Desde luego, no era ningún héroe. Sin embargo, en una ocasión me salvó la vida. Sucedió a principios de 1944. El instituto Petrinum de Dorsten, en Westfalia, al que entonces acudía, repartía sus aulas con el instituto femenino de la misma población. Antes del mediodía, los chicos y, por la tarde, las chicas. Un día fui a la sala de dibujo durante la pausa del mediodía, y pinté en 25

el encerado una caricatura de Hitler. Debajo escribí: «Achtung!, atención; el enterrador de Alemania», y salí de la habitación pasando desapercibido. A la mañana siguiente se retrasó el comienzo de la clase a causa de un improvisado claustro de profesores. Por el conserje supe que en la sala de dibujo se había producido un lamentable incidente acerca del cual tenía que callar, pero sin dejar de informar al director. Para mí estaba claro lo que había pasado. Entretanto la cosa terminó en nada. Poco después de acabar la guerra me enteré de lo que había sucedido. El director, con quien me topé un día por la calle, me dijo: «Reconozca, Spaemann, que fue usted el de la caricatura del Führer en el aula de dibujo, etc.». Sí, cierto, fui yo. Que aún esté vivo, en vez de tener una calle en mi memoria, se debe a lo siguiente. La profesora de dibujo de las chicas descubrió la caricatura y buscó a la directora, también nazi, que inmediatamente llamó al director citándole allí, enseñándole el encerado y exigiendo sin demora la denuncia a la Gestapo con objeto de descubrir al autor. Inmediatamente el director tomó un borrador y eliminó el cuerpo del delito antes de que la dama proveyera las medidas punitivas con las que amenazó, escandalizada ante un castigo frustrado. El director la regañó: «Apreciada Señora colega: no puedo permitir que tanto a nuestros alumnos como a sus alumnas se les eche a la cara ese malvado producto de la propaganda enemiga. ¡Fuera con ello en el acto!». ¿Cómo se había enterado el director de que yo era el delincuente? En mi asiento de la clase había caricaturas inocentes, no insidiosas, pero de parecido estilo, y el director las descubrió, y de esa forma sacó sus conclusiones. En todo caso, habría tomado nota del suceso. Por lo demás, el Dr. Feil perdió su puesto años más tarde en los procesos de desnazificación. La directora no lo perdió. Ella murió años más tarde y bajó a la tumba distinguida con condecoraciones, tanto estatales como eclesiásticas. Mi casa paterna era apolítica. Que los nazis fueran los malos, y la policía secreta estatal el enemigo, no necesitaba ninguna aclaración. Eso pertenecía a las convicciones de fondo con las que había crecido, y que los hechos se limitaban a confirmar. En aquella época yo no conocía ningún nazi simpático; más bien conocía personas simpáticas que habían sido apresadas, vejadas o profesionalmente marginadas por los nazis. Aparte de eso, sí había oportunistas simpáticos, como el padre de un amigo mío de juventud, el cual, como miembro del partido, se colocó como jefe en una importante agencia estatal, si bien despreciaba a los nazis, tanto como el padre de una familia de siete miembros, de Colonia, que durante el período en que mi padre estudiaba Teología – mi madre ya había fallecido– me acogió en su casa durante tres años como «hijo adoptivo». Este hombre ejerció desde 1933 hasta 1945 como inspector en la ciudad de Colonia, y fue excluido de cada promoción profesional por haber rehusado ingresar en el partido. Unos vecinos suyos oportunistas, también católicos practicantes, le miraban con

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discreta prevención, pero en la casa de esta familia vecina nadie me impedía entrar y salir amigablemente. No deseaba para mí la muerte del héroe. Pero menos aún quería morir como soldado del Führer en una guerra que debía consolidar su dominio sobre Europa por largo tiempo. Sobre todo confiaba que el final de la guerra me ahorrara la decisión sobre esto antes de alcanzar la «mayoría de edad militar». Mientras tanto se iba formando mi «visión política del mundo». Era una visión conservadora y católica. Yo simpatizaba con proyectos autoritarios como el Estado corporativo de los austríacos, cuyos partidarios eran el único grupo político que se opuso –a diferencia de lo que hicieron los socialistas– a la anexión de Austria al Reich [Anschluss]. Incluso me caía bien el general Franco, que puso fin a las matanzas de sacerdotes y a los incendios de iglesias en España. Aún no tenía noticia de «Los grandes cementerios bajo la luna» [Grands cimetières sous la lune], de Georges Bernanos, que señaló la ruptura de los monárquicos con las derechas. Verdad es que mi simpatía de entonces pudo disculparse más tarde cuando vi que Franco –para rabioso enojo de Hitler– consiguió mantener a su país fuera de la segunda guerra mundial, y cuando supe que había dado instrucciones a la embajada española en Budapest de poner a disposición de los judíos húngaros numerosos pasaportes y visados, lo que después de la guerra le mereció el agradecimiento oficial por una delegación del Consejo Mundial Judío. El comportamiento con los judíos fue para mí la prueba inequívoca de la barbarie anticristiana del régimen nacionalsocialista. En la escuela teníamos que salir al patio los días de fiesta nacional para cantar los innombrables himnos. Uno de ellos tenía un estribillo que decía algo parecido a esto: «¡Judíos fuera!». A mi lado estaba un condiscípulo «medio judío», que naturalmente no se llevaba a los labios el mencionado estribillo. Tampoco yo lo llevaba a los míos, y me preguntaba qué tipo de personas son quienes pueden escribir semejantes cosas. Más tarde mis opciones políticas estuvieron siempre en el entorno del «concretismo», tal como observaban mis amigos marxistas con un punto de condescendencia. Esa concreta vivencia escolar venía a darles la razón, pues en efecto aquello me había definido políticamente en sentido propio. Por contraste con mi rechazo al lema antisemita, también pasé por la experiencia de una indigna y humillante capitulación. Un día regresaba a casa desde la escuela. Era durante el período en que los judíos tenían que llevar una estrella. Aún les estaba permitido utilizar los medios públicos de transporte. Un señor anciano y respetable, que llevaba la estrella judía, tomó asiento en el tranvía. En la siguiente estación subió un joven que, al ver al anciano, en tono grosero le increpó para que se levantara, pues, como judío que era, no podía ocupar uno de esos asientos. El anciano señor se levantó sin decir palabra y el arrogante joven ocupó su puesto. En ese instante me convencí –entonces tenía catorce años– de que solo podía haber 27

una forma correcta de conducta: levantarme y ofrecerle mi asiento a ese señor. No lo hice. Continué sentado. Tenía miedo. Hasta el día de hoy me avergüenzo de aquello. En aquel momento se apoderó de mí una furia tremenda contra quienes habían conseguido llevarme a permanecer sentado de forma tan indigna, contra quienes me habían inducido a capitular ante la cobardía. También con catorce años se tiene conciencia. Poco después desapareció la gente con las estrellas de David. Fueron deportados al Este. Se rumoreaba que allí se les emplearía como mano de obra para la industria bélica. La gente que no llevaba la estrella creía fácilmente ese rumor. Entre la mayor parte de la población no había nada parecido al odio antisemita. El régimen sabía bien que en Alemania a la gente no se la podía confrontar con la verdad desnuda del asesinato en masa de los judíos. La gente simplemente no quería saber nada de eso. Su culpa no era el odio o el placer de matar, sino la indiferencia y la cobardía. Pero yo sí quería saber qué pasaba. No me creía el rumor. Como si fuera un detective, iba reuniendo informaciones, en primer término, de soldados que venían de permiso desde el Este; les preguntaba si habían visto judíos en Polonia y qué podían relatar sobre ellos. Al cabo de medio año supe la respuesta: habían sido gaseados. Después de la guerra, muchos decían que no se habían enterado de nada. No mentían. Pero ¿por qué no lo sabían? Porque no querían saberlo. Una vez hablaba de esto con Carl Friedrich von Weizsäcker. Me preguntó cómo podía, con tan solo diecisiete años, haberme enterado de lo que él nada sabía siendo hijo del entonces secretario de Estado Weizsäcker, y además investigador en temas de energía nuclear. Solo pude decirle que él no había hecho la investigación detectivesca que hice yo. Y para su descargo añadí: En mi poder esa información no tuvo consecuencias inmediatas. Sin embargo, habría gravado pesadamente su conciencia si conociendo esos hechos hubiera continuado con sus investigaciones nucleares al servicio de esa guerra. En una ocasión intenté «clavarle» la estrella de David a un profesor de la escuela de Dorsten. En clase de Historia había hablado del papel dominante de los judíos en la prensa durante la república de Weimar. Después de la clase fui a verle y le pregunté: «Señor, admito que es verdad lo que dice usted sobre el papel de los judíos en la época de Weimar. Pero ¿por qué nos habla de esto precisamente en este momento? ¿Acaso desconoce lo que está pasando ahora con los judíos?». «¿Cómo? ¿Qué dice? Están trabajando en el Este». Repuse: «No, allí no hacen ningún trabajo, pero yo puedo decirle lo que pasa». A continuación me gritó: «¡Fuera de aquí!». Él no era un nazi fanático. De lo contrario habría entrado al trapo en la conversación con la que trataba de enredarle con mi pregunta. Simplemente no quería saber nada. Después de la guerra, fue uno de tantos que podían decir con verdad que no sabían nada. Como he dicho, saber aquello no tuvo para mí consecuencias inmediatas. Pero tenía que acabar salpicándome. Las consecuencias vinieron a mi encuentro: se aproximaba el 28

servicio militar. Al principio, tan solo el servicio de trabajo del Reich. Esto me ocupó durante tres meses. Lo desempeñé en Neheim-Hüsten, en la región del Sarre. Realmente no se trataba de una prestación laboral, sino de una instrucción premilitar. Pese a que la vida cuartelera me era profundamente antipática, aquello no representaba para mí nada especial ni encontraba en mí ninguna objeción a aprender a disparar. El problema surgió cuando tuve que rendir juramento a la bandera, un juramento al Führer. Simplemente no podía prestar ese juramento. En busca de consejo me dirigí a mi padre y le escribí, en latín para mayor discreción: «An iurandum sit an non» [si debía jurar o no]. Mi padre me contestó a vuelta de correo: «Iurandum est. Deus testis rectae voluntatis» [Hay que jurar. Dios es testigo del verdadero querer]. De acuerdo –pensé– si esto fuera así. Pero en esto que mi padre me dice parece que cuenta más la preocupación por salvar la vida de su hijo. Que Dios es testigo de la buena y recta voluntad también podrían haberlo aducido los cristianos de los primeros trescientos años como excusa para quemar el incienso ante el césar [y evitar así la condena a muerte por «ateísmo»]. Pero no quiero rendir este juramento. Ahora bien, tampoco tengo muchas ganas de parecerme a un mártir. En las cuestiones de este tipo mi modelo siempre era el astuto Odiseo. Encontré una salida. Hacía un tiempo frío, lluvioso y desapacible. Dos días antes del juramento, al atardecer me senté unas horas a la intemperie, abrigado solo con una camisa; quedé empapado de agua nieve, y helado hasta los huesos. Todo ocurrió tal y como había planeado. Al día siguiente tuve que quedarme en cama con fiebre alta, y fui trasladado con anginas al lazareto. Entretanto el juramento tuvo lugar sin mí, y por fortuna nadie se sintió obligado a ir a buscarme para eso. Poco después llegó el licenciamiento del servicio laboral del Reich. Nos licenciaron un día al atardecer, y como ya no había tiempo para regresar a casa ese día se permitió a la gente pernoctar en el cuartel. Detestaba todo aquello, de manera que no quería permanecer ni un minuto más voluntariamente allí. Me fui a la estación de ferrocarril, me eché en un banco y dormí hasta la llegada del primer tren de la mañana siguiente. La noche de libertad que gané encima de ese banco constituye uno de los momentos más hermosos que recuerdo de mi vida. La guerra parecía no tener fin. El servicio militar vino hacia mí. Lo eludí. Yo no era pacifista en absoluto. Admiraba a Don Juan de Austria y a Carlos Martell, al príncipe Eugenio y al rey Jan Sobieski –que libró a Viena de los turcos–, a los combatientes alemanes de la guerra que nos salvó de Napoleón; pensaba que los soldados caídos en la primera guerra mundial no habían sido héroes o mártires, sino personas que habían cumplido con su deber para con la patria, «como ordena la ley». Aún no había leído «Tempestades de acero» [Die Stahlgewitter], de Ernst Jünger. Como los nazis lo apreciaban, equivocadamente llegué a pensar que no podía ser un buen libro. Desde luego, es mucho mejor que «Sin novedad en el frente», de Erich 29

Remarque, que a diferencia del de Jünger persigue una intención antibelicista. Como estaba encargado de cuidar la biblioteca de la escuela, consideré guardar ese libro en el «armario de los venenos», así como otros similares que había producido la intelligentsia de izquierdas durante la época de Weimar. Por otro lado, yo devoraba los libros guardados en ese armario. Esas lecturas me abrieron a una nueva forma de ver el mundo, que distaba tanto de la de los nazis como del patético «Nosotros somos jerarcas» [Wir sind Hierarchisten], del escritor Theodor Haecker. Por cierto, su libro «Virgilio, padre de Occidente» [Vergil, Vater des Abendlandes] influyó como ningún otro de la época en mi propia orientación. Haecker, y no las clases de latín en la escuela de Dorsten, fue el responsable de que dedicara más de medio año escolar a traducir la Eneida en hexámetros alemanes, y que al final del curso lo adquiriera en cinco volúmenes en inglés. (Pienso que Haecker no lo habría desaprobado, pues tenía al inglés clásico como el menos indigno entre todos los posibles sucedáneos del latín). En algún momento también cayó en mis manos «Sátira y polémica» [Satire und Polemik], la colección de ensayos polémicos de Haecker publicados en Brenner durante la primera guerra mundial, en controversia con el Fackel, de Karl Kraus. Solo con Kraus parecen comparables los textos de Haecker, su furioso escarnio de la «intelligentsia» liberal reunida en torno al Berliner Tageblatt, así como su entusiasmo guerrero, su implacable desazón por las voces falsarias, también en el país del vecino enemigo, donde Marschall Foche «rindió a los pies de la Virgen de Lourdes la espada del vencedor», a lo que Haecker añadía el comentario de que más bien se trataría de una granada de gas. Las palabras del Papa Benedicto XV sobre la «cruel e inútil carnicería» de los pueblos europeos debieron de impulsar a Haecker en el camino hacia el catolicismo, ya preparado por Kierkegaard y Newman. Incluso cuando se desconocía que la Rosa Blanca[2] se había unido a él, ¡qué justo era leer como literatura de resistencia los escritos de Haecker!, publicados después de la guerra con el título «Diario del día y de la noche» [Tag- und Nachtbücher]. La segunda guerra mundial se me antojaba diferente de la primera en que la justicia y la injusticia estaban claramente delimitadas. Aquí el reino de la maldad, allí el de los pueblos que defendían su libertad. Con el pacto entre Hitler y Stalin para la partición de Polonia se consumó conjuntamente lo que a ambos correspondía. «Herodes y Pilato», decía mi padre. Que el ataque a la Unión Soviética fuera preventivo o estuviese programado como una guerra de conquista al fin y al cabo era irrelevante. Que la propaganda aliada atribuyera a los nazis la aniquilación, por parte de los soviéticos, del cuerpo polaco de oficiales en 1940, en los bosques de Katyn, lo creí a la letra, porque solo los nacionalsocialistas mentían, cosa que hacían siempre. Como la gente joven suele tender al partidismo, incluso cuando perjudica a los 30

propios intereses, tomé partido en relación con la destrucción de las ciudades alemanas. Había vivido el bombardeo de Colonia en mayo de 1942, y ayudé a sacar de sus casas a muchos vecinos muertos. Que esos bombardeos fuesen crímenes de guerra, y criminales quienes los dirigieron, era algo que por entonces no me entraba en la cabeza. Más bien lo veía como una inevitable fatalidad en la lucha contra Hitler. Pues bien, yo no quería servir en el ejército. En una ocasión me había encontrado con alguien que tampoco lo quería. Un buen día –debía de ser a comienzos del 1944– un joven soldado apareció ante la puerta de nuestra casa y pidió hablar con mi padre. Le entregó una carta de un amigo que recomendaba al portador de ella como digno de la más incondicional confianza. Mi padre le invitó a comer con nosotros. Había aprovechado un permiso para desertar. A pesar de ello, estaba claro que se sentía más seguro vistiendo de uniforme que de paisano. No recuerdo con detalle nuestra conversación. Después de comer, mi padre me dejó con el huésped. Intercambiamos puntos de vista sobre su situación, sobre el devenir de la guerra y sobre filosofía. Al despedirse me regaló una conocida obrita de Karl Jaspers que traía consigo, «La situación espiritual de la época» [Die geistige Situation der Zeit], aparecida en dos volúmenes en 1932, y que se podía adquirir por cien Göschen el volumen. A continuación lo engullí. La postura que ahí se definía en relación al marxismo, al racismo y al psicoanálisis fue mi primer encuentro con la filosofía existencialista. Esos densos y breves volúmenes ahorran la lectura de otras exposiciones posteriores de Jaspers, más amplias y verbosas, sobre las cuestiones fundamentales de la época. El invitado se me representaba rodeado de una aureola, un ángel en la figura de un jovenzuelo alemán vestido con un radiante uniforme. En aquel momento era para mí un modelo. Yo no quería ser soldado en esa guerra. En la escuela, por entonces mis compañeros de curso querían seguir todos la carrera de oficial en el ejército, no ciertamente porque quisieran ir a la guerra de forma incondicional, sino porque esperaban que con el curso de las cosas dentro del ejército rápidamente serían promocionados a oficiales. Ese pensamiento me quedaba muy lejos. Me parecía que la responsabilidad de un oficial en la guerra en que servía era mayor que la de los soldados rasos. Naturalmente, estaba prohibido hablar sobre esto con cualquiera. En todo caso, para mí estaba meridianamente claro que en esto solo podría contar con la comprensión de unas pocas personas. En «mis círculos» era común abstraer la guerra de los objetivos bélicos de Hitler. Muchos soñaban que quienes regresaran a casa de la guerra después del triunfo, terminarían finalmente con el aquelarre nazi. Algo parecido sucedió en Francia con los antirrepublicanos en el ejército: sin motivo alguno, veían en la revolución una representación intacta de la verdadera Francia. Análogamente, algunos adversarios de los nazis consideraban el ejército como un refugio para los espíritus independientes. El Obispo Von Galen, a quien ciertamente no le faltaba coraje –yo solo podía 31

envidiarlo–, ordenó a sus seminaristas que, si tenían dudas sobre la legitimidad de esa guerra, y por tanto también sobre su participación en ella, las manifestaran sin rodeos como un deber vinculado con su servicio a la patria. A comienzos del año 1945 aún no me había alistado. Un médico militar me había dado una baja de dos meses. Como supe después de la guerra, en esto intervinieron los buenos oficios de un general, si bien no sé de quién se trataba ni por qué razón lo hizo. La fiesta de la Epifanía la celebré ese año en la abadía de Maria Laach. No puedo olvidar el desfile de los monjes en medio del canto del Introito de esa fiesta: Ecce advenit dominator Dominus. Maria Laach fue siempre un monasterio muy «nacional». El Kaiser Guillermo II había donado el mosaico del ábside. El prior Pater Bogner – oficial en la primera guerra mundial, más tarde estudiante de la Bauhaus, y después monje– había escrito un conocido libro titulado «Soldado y monje» [Soldat und Mönch]. Durante un paseo invernal le conté que había leído «Sin novedad en el frente», de Remarque, lo cual deploró. Poco antes de que finalizara mi baja provisional del ejército desaparecí, y ya no pude ser localizado para ninguna llamada a filas. No recuerdo con qué subterfugio ofrecí mi ayuda a un campesino de las proximidades de Dorsten, conocido nuestro, cuyo hijo estaba en campaña. Me acogió en su casa. Si me hubieran descubierto con él, no le habría arrastrado en mi ilegalidad, pues era persona de buena fe. En ese caso me habría «retirado» por motivos de salud. En esa época los bombardeos aplastaban la ciudad de Dorsten, y los aviadores aliados comenzaron la caza sobre los labradores en los propios campos de cultivo. Veía a lo lejos elevarse las nubes de humo, y al finalizar el bombardeo pedaleaba con la escasa esperanza de hallar a mi padre entre el montón de ruinas. Enseguida lo encontré, cubierto de polvo en la calle. Nuestra casa ya no existía. La vivienda quedó destruida, incluyendo los muebles, cuadros y libros. Como ya no tenía feligresía que cuidar en Dorsten, mi padre se vino conmigo a la granja, donde pasamos la Semana Santa y la Pascua con la familia de labradores. El Jueves Santo mi padre celebró la Misa en el sótano, encima de una caja de patatas. La Pascua, sin embargo, con los vecinos reunidos en una habitación mejor. El Viernes Santo de 1945 estaban ya en marcha los americanos. Pero propiamente no se puede hablar de «marcha». Un oficial y algunos soldados se apearon de un auto y confiscaron inmediatamente la casa con la frase: «This is an american hospital» [Esto es un hospital americano]. Los habitantes tuvieron que conformarse con dos estancias. No puedo olvidar los primeros minutos de la ocupación. Mientras las SS, tan solo unos kilómetros más allá, ejecutaban a ciudadanos porque habían enarbolado banderas blancas en sus casas, los amis [americanos] sacaron del automóvil un balón y se pusieron a jugar. Me impresionó profundamente ese gesto espontáneo que evocaba un espíritu civil. 32

«Spaemann, el medio-civil» fue, por cierto, el mote satírico que me habían puesto los «oficiales» en el servicio laboral del Reich, pues empleaba cada vez más ostensiblemente el lenguaje civil y las formas de cortesía –por favor, gracias… [Bitte, Danke…]–, que eran incompatibles con la jerga militar. Pero, naturalmente, también hay que ver la otra cara de ese espíritu civil: según él solo puede considerarse al enemigo como criminal, y la guerra justa contra este como una acción de policía. La brutal aniquilación de las ciudades contradecía toda ética militar, que siempre implica un respeto por el enemigo, y a la que resulta completamente extraño permitirse aplastar una ciudad indefensa solo por la posibilidad de que entre sus muros continúen emboscados, en algún lugar de ella, uno o dos resistentes, o para quebrar la moral de guerra del pueblo, como ocurría los años anteriores. Ahora bien, también por parte alemana había desaparecido la ética militar, sobre todo donde habían estado las SS. En cambio, donde los aliados bajo mando americano establecían su régimen de ocupación yo de hecho lo vivía como una liberación, si bien con un pequeño tropiezo al principio. Al revisar nuestros papeles se puso de manifiesto que mi padre era sacerdote católico, y yo, con el mismo apellido, su hijo. Esto llevó a un breve interrogatorio: You are a catholic priest. You can not have a family [Usted es sacerdote católico; no puede tener familia]. La aclaración resultó demasiado complicada. Fuimos conducidos a una granja vecina y encerrados en una habitación hasta que un cura castrense polaco entró y sometió a mi padre a un test: «Recite el Placeat». Es esta una breve plegaria a la Santísima Trinidad de la vieja liturgia latina, que el sacerdote reza solo, en voz baja, al final de la Misa, y que ningún fiel corriente sabe de memoria. La mala fortuna quiso que mi padre tampoco la recordara en aquella ocasión. Pese a todo, de alguna forma consiguió hacerse creíble. Después de que el cura polaco hubiera dicho las primeras palabras de dicho texto supo mi padre cómo continuaba. El colega de mi padre se marchó después sin despedirse, tal como había entrado. Lamentablemente, en el clero polaco habían quedado escasas huellas de fraternidad con sus colegas alemanes. Los párrocos alemanes en los territorios polacos ocupados fueron cazados y desalojados de las casas parroquiales, literalmente de la noche a la mañana, precisamente por sus hermanos polacos de ministerio que les sucedieron. Después de ese intermezzo vino un gran respiro con la lectura de la primera proclama, anunciada a los cuatro vientos, que comenzaba con las palabras: «Yo, el general Dwight Eisenhower, ordeno que…». Seguían estrictas prescripciones, prohibiciones de salir y cosas de ese estilo, todas las cuales estaban asociadas con draconianas amenazas de sanción, incluida la pena de muerte. En esas proclamas de entonces leía entre líneas algo que me resultaba nuevo, precisamente la promesa de que no iba a suceder nada si se obedecían las ordenanzas. Algo parecido a la seguridad jurídica no había existido en el III Reich, y a menudo, la 33

cárcel permitía evitar algo peor. Un compañero de colegio de mi padre, juez de profesión, le decía en una visita que le hizo, que justamente el día anterior había condenado a un hombre a dos años de prisión por declaraciones derrotistas. «Le he salvado la vida –dijo–, pues sabía que delante del edificio del juzgado estaba ya la Gestapo dispuesta a detenerle inmediatamente en caso de ser declarado inocente, y lo habrían conducido al campo de concentración». Ya no había que temer esto: es el mensaje que capté en las amenazas de sanción del general Eisenhower. Durante el régimen de ocupación, de hecho acabé una vez en prisión al ser detenido por una patrulla militar en el tren. Viajaba por zona francesa con un pase inglés caducado. Me condujeron a Neustadt, en el Schwarzwald [la Selva Negra]. Estando preso escribí mi primer artículo filosófico –aprovechando el papel higiénico– sobre la relación entre eternidad e instante. La comida era miserable. Mis compañeros de celda eran dos jóvenes traficantes del mercado negro, con quienes jugaba con cartas alemanas confeccionadas a mano, y también un ingeniero que fue apresado por el mismo delito que yo, y que se me presentó como un consumado experto en la fabricación de máquinas para producir chocolates. El tribunal militar condenó a cada uno de los presos que estábamos allí a tantos días de cárcel como los que ya habíamos pasado en prisión preventiva. Yo estaba de muy buen humor. La guerra había terminado, la prisión era un hotel de lujo en comparación con los temibles campos de concentración que antes amenazaban a cada momento, y me esperaba una agradable sorpresa. Naturalmente, tuve suerte, como casi siempre. Hubo otros a quienes les fue mal con los franceses. A mí me resultó inolvidable, después de mi puesta en libertad, marchar a pie en dirección a Freiburg entre el perfume de los pinos, con el dorado sol de octubre. Me dirigí a casa de Heinrich Höfler, que poco antes de su ejecución fue liberado de la celda de la muerte en la sede central de seguridad del Reich. Me abrazó radiante, como siempre. La libertad recuperada tenía en primer término un aspecto sencillo, precisamente este de la seguridad jurídica y la validez de los artículos de contenido ejecutivo. Hay que defender siempre ese alto bien jurídico. Hoy está amenazado por los llamados «valores», que se definen mediante lo políticamente correcto. Hoy en día se puede criminalizar cualquier forma de hablar «sin pelos en la lengua». Ahora bien, cuando en Europa se habla de «comunidad de valores» no puedo evitar recordar la que tuvimos en Alemania durante doce años, precisamente ocupando el lugar que corresponde al orden jurídico. Todos los totalitarismos del siglo XX proclamaron la autoridad superior de una comunidad de valores [de unos valores comunes] frente al Estado, que de esta manera renuncia, obviamente, a ser un orden jurídico. De todos modos, tampoco las democracias son inmunes frente a la tiranía de la corrección política, que es una tiranía de valores. La virtud de la liberalidad también puede verse amenazada por una cosmovisión «liberal» obligatoria. La liberalidad siempre está acechada, por 34

ejemplo, cuando la Unión Europea sanciona a los gobiernos nacionales, no por infringir artículos de los tratados europeos, sino por no corresponder al «espíritu de lo acordado en ellos». ***

Usted consiguió evadirse del juramento a la bandera mediante una enfermedad provocada intencionadamente. ¿Tuvo que ir al servicio militar después del servicio de trabajo? Recibí la orden de alistarme, pero la desobedecí. Por entonces ya no vivía en mi casa, sino con un campesino. Me había evaporado, de lo cual por su parte el granjero no sabía nada. Creía que me habían declarado inútil por motivos de salud. ¿Se sintió inquieto? ¿No se puede equiparar eso a una deserción? Sí, así era, en efecto. ¿Debía incorporarse al ejército con tan solo diecisiete años? Sí, no había excepción alguna. Por ejemplo, mi mejor amigo, de la misma edad que yo, tuvo que enrolarse y probablemente murió en Budapest. Los tiempos inmediatamente anteriores a la capitulación alemana fueron caóticos. ¿Le fue posible continuar asistiendo regularmente a la escuela? No. Con el servicio de trabajo del Reich, en otoño de 1944, eso ya se terminó. Mi período escolar más importante fue el que viví en la escuela de Colonia, que con mucha pena tuve que interrumpir en 1942, con quince años. Sobre todo echaba de menos a mi profesor Anton Klein. El nuevo instituto de Dorsten más bien me aburría. Aparte de eso, estuve más de medio año algo marginado en mi clase, probablemente porque se me tenía por un muchacho arrogante. Por aquella época traduje uno de los Cantos de Virgilio en hexámetros alemanes. El libro de Theodor Haecker «Virgilio, padre de Occidente» me llegó a entusiasmar. Aprendí francés y hebreo en clases particulares. Después de la guerra, estando aún cerrada la escuela, lo arreglé todo en una convocatoria extraordinaria para revalidar el bachillerato. Por entonces tenía dieciocho años. Volviendo a su interés por la Filosofía, ¿qué idea tenía sobre ella en su juventud? ¿Era para usted una disciplina sistemática de pensamiento, o más bien una forma especial de vida? En la antigüedad la Filosofía era un bios, un modo de vida, diferente, por ejemplo, del de los políticos. Me parece que la disciplina como tal –como un saber puramente teórico– 35

ha surgido tan solo en el contexto del cristianismo. La filosofía como modo de vida fue eliminada por la fe cristiana mediante lo que los primeros Padres también denominaban philosophia Christi. La parte existencial de la filosofía quedó abrogada por el modo de vivir propio del cristiano, si bien permaneció su parte teórica, su cualidad como disciplina científica. Según eso, ¿significa la Filosofía para usted ante todo una forma del pensar sistemático? Sí, pero no propiamente una nueva manera de pensar, sino una defensa de la intentio recta, de la inmediatez, frente a su abolición por medio de la reflexión. Si miro mi biografía en retrospectiva, veo que siempre me ha poseído una cierta ingenuidad. A eso apuntan mis diarios de los años 1941-1942. El romanticismo alemán –Novalis, Eichendorff y Brentano, Runge y Caspar David Friedrich– fue durante mucho tiempo mi elemento vital. La reflexión sobre los contextos y presupuestos de mis propias ideas solo se asentó mucho más tarde. El desarrollo de mi pensamiento de ningún modo transcurrió de forma deductiva. Yo no poseía planteamientos fundamentales, principios a partir de los cuales discurría, sino que se trataba de experiencias espontáneas que intentaba aclarar pensando. En mi juventud, y aún bastante después, he ido por la vida como un sonámbulo. Me atrapaba un interés momentáneo, algo me fascinaba –por ejemplo, la lectura de determinados poemas–, pero nada tenía que ver con pensamientos filosóficos. Solo en una mirada retrospectiva he visto cómo mis ideas se iban articulando y encajando unas con otras, como si se tratara de un puzzle. Mi desarrollo se correspondía más al de un pequeño Leibniz que al modelo del pensar cartesiano; más al de un pequeño Hegel que al kantiano; es decir, era algo parecido a un aclararse sobre algo que antes se sabía con menos claridad. ***

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Ser y apariencia ¿Cómo he llegado a la Filosofía? En mi camino hacia ella hay luces que debo a mi profesor del Instituto Dr. Anton Klein, así como a las lecturas de Theodor Haecker y Josef Pieper, al Fedón y al Gorgias de Platón, e igualmente a la Apología de Sócrates, que leíamos conjuntamente mi padre y yo durante el almuerzo. Ante todo, en esto debo mucho a un auténtico filósofo, Hans-Eduard Henstenberg, un discípulo de Max Scheler que era amigo de mi padre y nos visitaba con frecuencia. Mantuve largas conversaciones con él, que representaba para mí la imagen de un hombre poseído por la pasión del conocimiento. Por otra parte, hasta hoy ha sido minusvalorado porque, siendo originariamente psicólogo, siempre se ha opuesto de forma coherente a la ruptura psicologista, sociologista e historicista de la intentio recta ontológica[3]. En dirección completamente opuesta a mi natural tendencia, Henstenberg fue durante años mi conciencia pensante, a menudo una conciencia que me reprochaba. Estaba en las antípodas de mi maestro Joachim Ritter, que siempre tenía preparada su pregunta favorita: «¿Qué significa esto?». Para Henstenberg una proposición filosófica significa exactamente lo que ella dice y no otra cosa. Su temprano escrito «Soledad y muerte» [Einsamkeit und Tod], que podría adscribirse a lo que por entonces se denominaba existencialismo cristiano, así como sus poemas, aún inéditos en aquel tiempo, acreditaban una gran capacidad literaria y una fina sensibilidad por los temas ontológicos, antropológicos y éticos que en otros escritos desarrolló con rigurosa objetividad. Alguna vez se le comparó con Dietrich von Hildebrand, al que en todo caso era muy cercano en profundidad y fuerza de pensamiento. Para Henstenberg, la fenomenología era tan solo una propedéutica filosófica para los planteamientos y conceptos ontológicos. Omnis affirmatio est negatio. Para alguien como yo, inclinado a cuestionar cualquier cosa que se diga –pues de lo contrario nos podríamos ahorrar la discusión–, resulta muy recomendable leer la crítica de Henstenberg tanto a Teilhard de Chardin como a Aristóteles. De todos modos, su crítica a Aristóteles pone de manifiesto que no llegó a leer en profundidad el texto De generatione et corruptione. Henstenberg no comprendió –o tal vez no quiso comprender– que debía introducirse en la discusión filosófica contemporánea. Por eso su influencia fue limitada. Pero aprendí de él qué significa Filosofía y qué es propiamente un filósofo. Ahora bien, ¿qué había en mi naturaleza que dejaba que esos elementos llegaran verdaderamente a influirme, y no otros completamente distintos? ¿Cuáles eran los instintos originarios que me llevaron a sentirme atraído por Platón? Recuerdo mi primer disgusto infantil, que solo se puede describir de forma filosófica: el juego de indios en el

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bosque –del que ya he hablado–, y que fracasó ante la voluntad de alcanzar una auténtica simulación. Otra historia más. Me gustaban mucho las iglesias barrocas del sur de Alemania, que sobre todo conocí en las visitas a mi abuela en el Alb de Suabia. Un buen día descubrí que algunas figuras barrocas del presbiterio solo tenían la parte delantera. Por detrás estaban huecas. Esto me repugnó. La impresión de que la estatua estaba viva era precisamente solo una impresión, la que el artista había suscitado en mí, y esta no se correspondía con la realidad, al igual que las columnas de mármol de las iglesias barrocas, que deben producir la impresión del mármol auténtico. Estaba percibiendo el comienzo de un mundo virtual. Mi temprano gusto por el arte abstracto moderno iba unido a mi aversión frente a la apariencia, frente a la simulación en la que no se revela ningún ser en sí mismo. Comprendía la crítica de Platón a la pintura mucho antes de que hubiera oído hablar de ella. Pero comencé a amar el espíritu que brotaba de aquellas lejanas esculturas, casi invisibles, que habían sido instaladas encima y junto a las cúpulas de nuestras catedrales, el mismo espíritu del cual, como decía Charles Péguy, siempre se podrá hacer una pata de silla. Una desazón semejante me invadió cuando mi tío de Nürnberg me enseñó su ciudad antes de ser destruida por las bombas. Había comenzado a convertirse en una especie de museo. Pequeños cambios de este tipo parecían anunciarme un mundo nuevo. Aún era muy joven, pero eso no era mi mundo. Dos ejemplos más de la agobiante irrupción del mundo virtual y de la latente virtualización del mundo real, procedentes de la Liturgia católica. Los traigo, con toda intención, no de la nueva liturgia reformada, sino de la celebración de la antigua. Hacía poco que el Papa Pío XII había renovado la Vigilia pascual. En la catedral de Münster el canónigo celebraba la ceremonia de la bendición del fuego ante la entrada principal del templo, justo antes de la procesión ceremonial del cirio pascual en la iglesia. Yo permanecía dentro, con los otros fieles, y esperaba en el silencio del oscuro crucero la entrada con las tres invocaciones a la Lumen Christi. El silencio lo interrumpió un altavoz que metía dentro del templo las oraciones del sacerdote ante el fuego fuera de la iglesia. Me quedé perplejo. Escribí al canónigo diciendo que en esa ceremonia había precisamente dos espacios, uno exterior y otro interior, y que era completamente contrario al espíritu de la Liturgia invertir esa diferenciación espacial –que también posee carácter simbólico– con un altavoz, pues entonces esa distinción desaparece. Por otra parte, tampoco sería necesario que todo lo que en algún momento se dice en el marco de la Liturgia tenga que ser escuchado desde todos los rincones de la casa de Dios. El canónigo, Donders, figura venerable y brillante predicador de la Catedral, respondió diciendo que mi objeción le había convencido, y

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que en el futuro omitiría el empleo del micrófono durante dicha celebración. (Puedo imaginar cómo sonaría hoy una respuesta a semejante objeción). Más tarde, en Stuttgart, igualmente en una Vigilia pascual, nuestro buen amigo el párroco Hermann Breucha, que era el celebrante, esperaba durante bastantes minutos la entrada ceremonial en la iglesia después de la bendición del fuego. ¿Por qué? También predicaba en la radio, y ese día se iba a retransmitir por radio el oficio litúrgico. Pero las instalaciones para la emisión se habían retrasado unos minutos. Censuré esto argumentando que ya de por sí era problemático transmitir la celebración de los Misterios por la radio. Pero lo que me parecía intolerable es que el ritmo de la Liturgia tuviera que adaptarse a las exigencias de su presentación exterior. Por lo demás, también entonces encontré comprensión. Breucha se sintió abochornado aquella noche. ¿Qué tiene que ver todo esto con mi dedicación a la Filosofía? Para mí es clarísimo de qué trata la Filosofía, cuál es su objeto: la defensa de la realidad en sí, del ser mismo en su propia originariedad[4]. Se trata de distinguir entre el ser y la apariencia, entre la realidad tal como es en sí misma [Selbstsein] y la simulación. ¿Existe realmente esa diferencia? ¿Hay algo así como el ser-sí-mismo? ¿Qué distingue el ser de un murciélago del ser de un automóvil? El auto es lo que es solo para nosotros. En cambio, el murciélago es «él mismo» algo. De algún modo existe para ser un murciélago, mientras que el auto de ninguna manera existe para ser un auto, sino tan solo para que alguien lo conduzca. El arte simula precisamente el no-simular. Por su parte, en el rito sacramental se constituye lo simbólico –¡no lo simulado!– por medio de acciones performativas: Verba efficiunt quod significant [las palabras hacen lo que significan]. Como en la obra de arte –y más aún que en ella–, de los oficiantes se espera algo que ha de bastarse a sí mismo. Allí no caben interrupciones que respondan a requerimientos ajenos al ritual. ***

¿Qué libros le han incitado hacia la Filosofía? Animado por mi profesor, ya con catorce o quince años leí los Diálogos de juventud de Platón. Después vinieron los libros de Josef Pieper, que entonces tenían para mí una gran importancia. He devorado el «Virgilio, padre de Occidente», de Theodor Haecker. Este libro me ofreció una perspectiva del mundo completamente nueva. Por lo demás, leí textos de Tomás de Aquino mucho antes que las obras de san Agustín. Siempre me ha costado más desarrollar la intentio obliqua que la intentio recta. En mí es más débil esa forma de contemplar la realidad que la ve desde fuera de ella misma, mediatizada histórica y psicológicamente por nuestros procesos subjetivos de pensamiento. Buscaba la intentio recta, ocuparme de las cosas mismas. El primer descubrimiento de la llamada filosofía de la existencia se lo debo a aquel joven desertor del que hablé antes, que vino a visitarnos vestido de uniforme, y con el que conversé 39

durante horas. Al despedirse me regaló un librito que traía consigo, Die geistige Situation der Zeit, de Karl Jaspers, del año 1932. ¿Quiso usted estudiar Filosofía desde el principio? No. Mi proyecto ya lo había fijado desde hacía tiempo. Quería estudiar Teología en Münster. Eso tenía la ventaja, entre otras, de que en un curso intensivo para candidatos de Teología se podía uno someter al examen de reválida del Bachillerato. En el semestre de invierno de 1945 comencé a asistir a lecciones de Filosofía. Era obligatorio para los estudiantes de Teología. El estudio filosófico estaba intercalado con el teológico. Aunque me gustaba el estudio de la Filosofía, pronto me aburrí con la neoescolástica, que también era obligatoria para los aspirantes de Teología. Así que asistía, fuera de la Facultad de Teología, a las lecciones de Filosofía de Gerhard Krüger, que ya en 1946 se trasladó a Tübingen. Su sucesor fue Joachim Ritter. ¿Cómo se consideraba en sus años jóvenes: escéptico o dogmático? No sé cómo me consideraba entonces. En todo caso, en mi diario de 1942 he encontrado un par de páginas con una reflexión sobre mí mismo –bastante púber y patética, por cierto– que revela la completa desazón que me producía mi mal carácter. Pero, volviendo a su pregunta, solo ahora veo claro, si hago retrospectiva, que siempre he sido de natural escéptico, desde aquella época hasta el día de hoy. Esto parece impugnarlo el hecho de que a veces hablo en forma apodíctica, y también que normalmente se me tiene por dogmático. Pero mi actitud fundamental es la de un escéptico. Las afirmaciones apodícticas frecuentemente sirven para provocar objeciones. Un diálogo en el que nadie afirma nada concreto no es un buen diálogo que promueva el conocimiento. Ahora bien, para mí el escepticismo no es nunca un cómodo almohadón donde reposar. También hay que dudar de la duda, escribe Hegel. Tal vez el espíritu de contradicción sea la forma más precisa de caracterizar mi actitud, y en primer término este se orienta hacia los parámetros establecidos. Mi crítica se dirige contra los cánones de la crítica, contra los críticos reconocidos. En mis años jóvenes no hubo, en este sentido, grandes figuras, ninguna presencia imponente que me estimulara hacia la Filosofía[5]. Mi padre no era filósofo. Y los adultos que conocía eran artistas o teólogos. Durante un corto período, en 1942, me inquietó que mi padre se hiciera sacerdote católico; me sentía como si lo hubiera perdido. Pero esta situación no duró mucho tiempo. En lo que hace a nuestra relación con la Filosofía, mi padre estableció la costumbre de que leyéramos algo en torno a la mesa; durante un largo período, las «Conversaciones de Goethe con Eckermann» y, más tarde, la «Apología de Sócrates». Las lecturas generalmente se prolongaban en un vivo debate. 40

Sí hubo una persona –a la que ya he mencionado en relación a esto, el filósofo HansEduard Hengstenberg– que con toda seguridad influyó en mi vocación filosófica, si bien ahora no podría decir en qué medida. Le debo el descubrimiento de Max Scheler y la atención a uno de sus temas capitales –los denominados valores–, del que después me he ocupado una y otra vez. En la segunda edición de su libro El formalismo en la ética y la ética material de los valores, Scheler criticaba en los años veinte a su joven colega Nicolai Hartmann, que por su parte había publicado un libro sobre la ética de los valores. Scheler habla ahí de un «objetivismo y un ontologismo entumecidos en su espíritu vital», de un «ontologismo realista demasiado palpable y de un objetivismo esencialista de valor». Y continúa: «En términos generales tengo que rechazar la consistencia de ideas esencialmente independientes de toda posible realización de actos espirituales, e igualmente un “cielo de los valores” que fuese independiente no solo del hombre y la conciencia humana, sino de la esencia y realización de un espíritu vivo. Y he de impugnarlo ya desde los umbrales del filosofar». Sorprende una observación tan inusualmente afilada, tanto más por cuanto procede del más afamado representante de la filosofía de los valores, crítico radical del relativismo axiológico. ¿Pero no hubo un autor –Tomás de Aquino– que orientó su pensamiento desde muy temprano, y cuyos escritos están construidos de manera extremadamente sistemática? Yo no diría «sistemática». La idea de Filosofía como un sistema deductivo y concluyente comienza con Descartes. Y alcanza su punto culminante en el idealismo alemán. Desde el principio de mi carrera me cautivó la tentativa de Maréchal y de Gustav Siewerth, de reconstruir el tomismo como un sistema en el sentido del idealismo. Fueron ignorados por los neoescolásticos tanto como por Josef Pieper, y permanecieron ocultos durante muchos años. Y era precisamente lo que yo apreciaba en Tomás: la estructura sistemática de sus argumentos. Pero esa admiración por lo ideal no modificó en nada mi naturaleza escéptica. No recuerdo cuándo comencé a leer las obras de Tomás de Aquino. Pero en todo caso lo hice mucho antes de empezar mi carrera en Münster. ¿Y cuándo se empezó a ocupar de los filósofos alemanes? Al abandonar la Teología, para concentrarme en la Filosofía, inmediatamente comencé a estudiar en serio las obras de Kant y Hegel, Schopenhauer y Nietzsche. ¿Acaso no le asaltó la idea de que también la Filosofía puede volverse contra la fe cristiana? Sí, pero no propiamente durante la carrera. Solo más tarde me vino el pensamiento de que cabe argumentar de manera consistente contra el presupuesto básico de la existencia

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cristiana: la existencia de Dios. Pero siempre me parecía que eso supone una forma de cancelar el pensamiento. Para mí era muy claro que, si prescindimos de Dios –si actuamos «como si Dios no existiera» (etsi Deus non daretur)–, entonces con Él también se desploma el pensar. Igualmente las preguntas de cierta envergadura dejan de tener importancia. Se me antojaba que el ateísmo intelectualmente se mueve en un nivel muy por debajo de las filosofías que poseen un supuesto teológico. Pero entonces me preguntaba: ¿Cabe renunciar, sin más, a pensar y hundirse en un escepticismo radical? El argumento contra la fe cristiana siempre me pareció débil. Pero a su vez me parecía un punto de vista cargado de gran trascendencia la propia decisión de renunciar a los argumentos, considerar obsoleta cualquier justificación argumental. En el Diálogo Gorgias, Platón dice de Calicles –el interlocutor de Sócrates– que, habiéndose puesto de manifiesto su inferioridad argumentativa como un hecho insoportable para él, con todo sentido termina reconociéndole a Sócrates: «En definitiva, ¿para qué hablo contigo? La cuestión de quién tiene el argumento correcto ya no ha de interesarnos en absoluto. Continúa tranquilamente con tu filosofía en solitario». A lo que Sócrates replica: «De acuerdo, puedo llevar la conversación solo, sin tu ayuda, repartiéndome en diversos papeles alternativos la tarea de admitir posibles objeciones y de defenderme contra ellas». En el diálogo no se dice nada acerca de si a Calicles le convenció realmente esto de que Sócrates continuara la conversación en solitario. ¿Cabe anular la argumentación filosófica apelando a la experiencia, es decir, enfatizando que algo es o no conforme con ella? Pienso que la argumentación ha de conducirse sobre la base de ciertas experiencias que hacemos solos. Sin experiencia no hay pensamiento en absoluto. Esto puede aprenderse en Aristóteles. Pero la cuestión de qué tipo de experiencia es la que dispone mejor para la reflexión y los argumentos que la desarrollan es algo que no suele plantearse. Por ejemplo, en la argumentación de Tomás de Aquino la experiencia de la fe –si se puede hablar así– no juega papel alguno; no reflexiona propiamente sobre eso. También por esta razón pienso que la antigua filosofía medieval no era una filosofía cristiana ni pretendía serlo. La fe cristiana de esos filósofos no se incorporó como premisa en su filosofía, que se orientó hacia la pura razón. En cambio, esto sí se produce en el idealismo alemán, que tiende de forma consciente a ser una filosofía cristiana. Especialmente el Schelling tardío ha desarrollado la idea de que la revelación cristiana suscita una experiencia que la Filosofía no debe ignorar, sino precisamente hacerla objeto de reflexión. Entiendo que la experiencia es la base de la argumentación, y ya desde los comienzos de mi carrera esto lo vi claramente. 42

En la Carta Séptima de Platón esta idea cobra relieve, bellamente expuesta. Hablando de la experiencia básica –la experiencia del bien– ahí se dice que a ella no se accede ni mediante argumentos, ni tampoco sin ellos; de forma mucho más expedita nos la franquea la larga y confiada conversación con los amigos. Intercambiando argumentos y contraargumentos, de pronto se hace la luz, y llega a hacerse completamente claro algo que no estaba en el contenido de la argumentación. ¿Entonces no basta tan solo con el desarrollo de la argumentación? Ambas cosas convergen: experiencia o intuición, y argumento. Es difícil argumentar con quien carece de experiencia. Y, a la inversa, el que solo se apoya en la intuición rechaza someterse al discurso y a las preguntas. En mi diario –del que ya he hablado– puse por escrito una observación desfavorable para las mujeres: a veces son terribles, porque con ellas los argumentos no cuentan para nada. A los catorce años me quejaba de que el conflicto sobre esto no se resolvería nunca; un buen argumento podría cerrar la disputa más larga, pero eso a las mujeres no les interesa: ellas quieren mantenerse aferradas a sus simpatías y antipatías. Recuerdo que más tarde mi esposa me echaba en cara a veces una deformación profesional: «Tú crees en la fuerza de los argumentos, pero a la mayoría de la gente no le importan mucho los argumentos, y, si alguno amenaza ser convincente, entonces empiezan a odiarte, no a aceptar tu argumentación». A menudo mis hijos me decían algo similar: «Papá, no podemos contradecirte, porque argumentas mejor que nosotros; pero eso no quiere decir que tengas razón». ¿Significa eso que quien solo confía en el poder del argumento acaba en dificultades? Ciertamente, pero quien solo apela a su experiencia o a su intuición, por lo general, tampoco acierta. Decía Immanuel Kant: «En materia de Moral es plebeyo apelar a la experiencia». Cuando se decidió a estudiar Filosofía, ¿qué le movió más, el deseo de saber o el de pensar? El deseo de pensar... para entender. Dentro de mí siempre habita esta pulsión: Ciertamente esto ya lo sé, pero no lo comprendo. En cierto sentido nunca se termina de entender. Siempre puede uno ir más al fondo, entender con mayor profundidad; así se abre un nuevo horizonte y se plantean nuevas interrogaciones. Es como una espiral sin fin. De Friedrich Nietzsche procede esta pregunta: «¿Sabéis que la ciencia es una forma de autoaturdimiento?». Se lo pregunta a quienes huyen a la ciencia para refugiarse en una ocupación discursiva socialmente mediatizada, en la que ya desde hace tiempo existe un 43

consenso sobre métodos y objetivos de investigación, y por tanto no siempre habrá que reiterar el cuestionamiento del saber ya logrado. ¿Es la Filosofía un antídoto contra esa autoconfusión, una defensa contra ese tipo de narcótico? Sin duda. En este sentido, la Filosofía es realmente una empresa monológica. Mas eso no significa que no llegue a ningún resultado. Se puede discutir largamente acerca de lo correcto o lo falso en relación a la praxis, pero en un momento dado se llega a un punto en el que hay que tomar una decisión. Algunas cuestiones podemos dejarlas estar tranquilamente, pero hay cosas de las que dependen otras, y ahí hay que resolver, cuando la cuestión ha sido aclarada con argumentos suficientes. Frecuentemente es ahí donde las opiniones contrastan unas con otras y surgen las discrepancias. Yo diría que lo propiamente filosófico estriba en dar paso a la resolución, precisamente cerrando el discurso. Ciertamente, este sigue siendo necesario; el propio pensamiento sería irresponsable si no se contrastara con los argumentos de los demás. Pero al final del discurso debo tomar una decisión, sin convertirla a su vez en objeto de discusión. También la Filosofía tiene que escapar de la espiral de un discurso sin fin, que no llega a nada. Tiene que decidirse. ¿Tenía estas ideas cuando era estudiante? El asunto de la decisión me ocupó desde muy pronto. Al comienzo de mi carrera leí los diarios de Søren Kierkegaard, que había traducido Theodor Haecker. Además de lo que los profesores habían señalado sobre el pensamiento de Kierkegaard, ya no me aparté de la lectura de sus obras. Asimismo me ha influido fuertemente su argumentación teológica y los debates sobre el verdadero núcleo del cristianismo. Aún no sé cómo pudo ocuparme el libro del teólogo Karl Barth «La Epístola a los Romanos» [Der Römerbrief], que durante toda una semana no asistí a ninguna clase. Entonces había dos nociones que significaban mucho para mí: decisión y existencia. Fueron precisamente los conceptos clave que nutrían la discusión intelectual después del final de la guerra, en 1945. ¿Cuándo ha escrito su primer texto filosófico? Ocurrió en otoño del 1945. Había visitado a mi abuela en el Alb de Suabia, y quería ir a Freiburg para ver de nuevo a una amiga. En el tren me revisó la policía militar francesa. Como mi visado había prescrito desde hacía tiempo, me exigieron bajar del tren y me llevaron a una prisión en Neustadt, en la Selva Negra, donde escribí –usando papel higiénico– mi primer artículo filosófico de cierta extensión, sobre la eternidad y el instante. Lamentablemente no conservo esa opera prima.

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NOTAS  1 Nombre que los nazis daban a las demarcaciones territoriales del Tercer Reich.  2 Weiße Rose es el nombre que se dio a un movimiento de resistencia estudiantil frente al nacionalsocialismo, surgido en la Universidad de Munich. Sus líderes fueron ejecutados.  3 Como va a explicar en lo sucesivo, Spaemann buscaba ir directamente a las cosas mismas. A eso se refiere esta expresión de venerable linaje, intentio recta, que se contrapone a la intentio obliqua, un modo indirecto de ir a la realidad, a través de las interpretaciones que se hacen de ella.  4 Traduzco así la expresión alemana «Aus-Sein-auf», en su mismo manadero originario.  5 Los filósofos solían «acomodarse» al pathos de la crítica sin aventurar grandes afirmaciones.

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Capítulo II ESTUDIO EN EL TIEMPO DE POSGUERRA

Münster, Joachim Ritter y lo que vino después Al comenzar su carrera, en 1945, primero se propuso estudiar Teología. ¿Qué le movió a ello? Quería ser monje. Era la idea que tenía desde hacía tiempo. Quería ingresar en el monasterio de San José en Gerleve, que conocía desde mi niñez. Había visitado al abad de entonces y le había informado de mi propósito. Fiel a la Regla de San Benito, el abad me despidió, pues a todo el que desea ser aceptado en un monasterio primeramente se le rechaza de forma contundente, y solo puede contar con un examen serio de su candidatura después de porfiar con insistencia. En todo caso, no me despidió bruscamente –yo tenía entonces dieciocho años–, pero sí con el consejo de estudiar y terminar mi carrera. Después ya se vería lo otro. Es lo que hice. Pero no volví a insistir en mi admisión en la comunidad de monjes, si bien continué visitando el monasterio con frecuencia. ¿Por qué se decidió por la Universidad de Münster? Era la que tenía más cerca. Tras el final de la guerra, vivía con mi padre en Dorsten, una pequeña ciudad no muy lejos de Münster, donde por cierto ya habíamos vivido una temporada breve en los años treinta. En aquella época, ¿se sentía bien integrado en Westfalia? Para ser sincero, apenas. Me dolía no poder decir en ningún sitio: Soy de aquí. Para mí siempre ha sido muy importante poder decir que esta es mi patria. Entonces, ¿no puede decirse de usted que es un lugareño, que tiene un arraigo patrio, como le ocurre a su colega Hermann Lübbe, que no puede negar que es frisio del este, de Aurich? No. Mi padre sí era un westfaliano, nacido en Sölde, cerca de Dortmund. Su padre era el director de la escuela de allí. Mis abuelos paternos eran oriundos de Bauerhöfen, en los alrededores. Por lo que se refiere a mi socialización se puede decir que principalmente la recibí en

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Colonia, en la margen izquierda del Rin, donde me sentía un poco como en casa. Por otro lado, mi madre era suaba. ¿Se podía encontrar acogida en Münster en 1945, después de los bombardeos de la guerra, y condiciones mínimamente aceptables para estudiar allí una carrera? Primero tuvimos que ayudar en la reconstrucción y cargar con piedras; de lo contrario, no se nos permitiría estudiar. El castillo de Münster era el edificio principal de la Universidad, pero las aulas, las sedes de los institutos y seminarios y las bibliotecas estaban esparcidas por toda la ciudad. Pese a la situación de provisionalidad, allí se daban cursos espectaculares, como el que impartía Jost Triers sobre el antiguo alto-alemán [Althochdeutsch], o las lecciones de Benno von Wieses sobre Schiller. Hermann Volk, que más tarde fue cardenal y obispo de Mainz, hablaba ante un repleto auditorium maximum sobre el dogma católico. En sus alocuciones se dirigía tanto a la cabeza como al corazón. Volk se encontraba entonces entre las personalidades prominentes de la ciudad; también se le veía con frecuencia en el teatro. ¿Acudía usted a las lecciones del filósofo Gerhard Krüger? Sí, pero ya no recuerdo exactamente de qué trataban en el semestre de invierno 1945/1946. Era algo parecido a «tradición y modernidad», es decir, más o menos el mismo asunto del que por entonces se ocupaba Ritter. El tema «Modernidad y crítica de la modernidad» no ha dejado de interesarme desde entonces. Para los estudiantes de Teología existía propiamente una cátedra de Filosofía ubicada en la Facultad de Teología. Pero la neoescolástica que allí se impartía me aburría en extremo. Sin embargo, me fascinó Gerhard Krüger, de quien hasta ese momento no había leído ni oído nada. Provenía del entorno de Heidegger y de Bultmann. ¿Había leído ya su libro sobre Platón «Entendimiento y pasión» [Einsicht und Leidenschaft], aparecido en 1939? Sí, ya entonces lo había leído. La interpretación que hace Krüger del Banquete de Platón me abrió una nueva perspectiva. Naturalmente, yo desconocía en qué medida le había influido la hermenéutica heideggeriana. Por ahí también iba la lectura que Krüger hace de Platón. Esta me hizo ver algo en lo que antes no había reparado: que la razón está hermanada con Eros, que ambos no están enfrentados, sino que precisamente la razón es ella misma una pasión. También el sujeto está determinado por una pasión fundamental que él mismo no ha creado. El verso del Virgilio, égloga 2, 65: «A cada uno le arrastra su pasión» [Trahit sua quemque voluptas] también vale para la pasión de la razón. En todo caso, recuerdo que 47

Krüger tenía algún rasgo que de forma imprecisa le llevaba a uno a intuir que estaba ante un gran pensador. Además de sus comienzos con la Filosofía, ¿qué le ocupaba la cabeza inmediatamente después de la guerra? Por entonces me pasaba lo que a la mayor parte de la gente de mi generación. Éramos como una esponja seca. A decir verdad, succionaba todo lo que me parecía tener alguna importancia: nuevas obras de teatro, conferencias sobre el alto-alemán antiguo y medieval, así como los primeros textos de la literatura de posguerra. En el 1947 entré en contacto con la revista Ende und Anfang [Final y principio], que había fundado un grupo de jóvenes en München, y que iba dirigida también a lectores jóvenes.

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Final y principio En otoño de 1947 recibí un breve escrito del comité local del Partido Comunista en München, en el que a título de «apreciado camarada» se me invitaba a participar como delegado en un congreso popular alemán en Berlín Este, que tendría lugar en el mes de diciembre. Este congreso popular fue para mí una vivencia clave, un punto de inflexión en mi relación con la política. Todo comenzó con la revista Ende und Anfang, una publicación periódica que inició su andadura en 1946, en Augsburg, por iniciativa de un pequeño grupo de gente joven. La mayoría eran católicos y buscaban orientación en medio del proceso de consolidación de una nueva Alemania, cuyos perfiles estaban aún poco definidos. En sus comienzos la revista era más bien de nivel intelectual y sin pretensiones políticas. Envié a la redacción de Dorsten-Münster una recensión de un libro recién publicado en inglés sobre Tomás Moro, y después un artículo más largo con el título «Confiar es un riesgo». El escrito estaba impregnado del tono existencialista típico del momento, y destacaba la distinción entre la seguridad con la que estamos sentados en un avión en el que vamos volando, y la confianza en una persona. La confianza en las personas no descansa en un cálculo de probabilidades, sino que es una forma de certeza. Pero esa certeza solo se corresponde objetivamente con una alta verosimilitud. Puede ser engañosa. Ahora bien, tomar en consideración la mera posibilidad del engaño supondría ya su propia destrucción. Aquí ya no puede ayudar ningún cálculo teórico. Precisamente en esa ocasión me ocupé del abismo existente entre esa verosimilitud y el riesgo de confiar. Tal vez es este problema el que está en el fondo de la Grammar of Assent [Gramática del asentimiento], de John Henry Newman, pues también Newman trata ahí de cómo la fe hace plausible el salto desde lo verosímil hasta lo cierto. La revista publicó ambos trabajos. No estaba nada mal. «¡Has rugido bien, león!», me escribió mi padre en una postal. La redacción me invitó a una jornada, en la abadía de Neresheim, que debía estar dedicada a discutir la situación actual y el futuro de la revista. La figura más importante en esa pequeña reunión era Ludwig Döderlein, un filósofo autodidacta de la familia Döderlein, que estaba vinculada con los grandes del idealismo alemán. Döderlein también disfrutaba de una de las más importantes herencias de aquella época. De esos días recuerdo la explicación que nos hizo de la esencia de la dialéctica hegeliana y marxista. Döderlein exponía el totalitarismo como un signo ineludible de la época, como consecuencia del desarrollo del pensamiento que ya no permite contemplar 49

fenómenos particulares, sino que ha comprendido la interdependencia de todos los fenómenos y sucesos. Nos llevaba por el conocido discurso marxista que llamaba «abstracto» a todo lo que el uso ordinario del lenguaje llama concreto. Concreto es solo el proceso general como totalidad, pero pensar el todo es un pensamiento «totalitario» o «dialéctico». Döderlein presentaba el marxismo como la verdad del momento. Estos planteamientos me impresionaron profundamente entonces, y también a los demás miembros de nuestro grupo. La revista fue aproximándose cada vez más al marxismo. Para un cierto sector, representaba un joven «catolicismo de izquierdas» que quería ser más radical que los «Cuadernos de Frankfurt» [Frankfurter Hefte]. Cuando más tarde me trasladé a München por razones de estudio, durante dos semestres, tomé parte en las sesiones periódicas de la redacción, que progresivamente iban tomando aires conspirativos. El editor era Franz J. Bautz, que más tarde dirigió el departamento de cultura de la Radio de Baviera [Bayerische Rundfunk]; también participaba Ludwig Zimmerer, posteriormente agregado de cultura en la embajada alemana de Varsovia, así como Ernst Schumacher –un gran admirador de Bertolt Brecht–, que en los años cincuenta se doctoró en Leipzig con Hans Meyer y Ernst Bloch, y que a principios de los sesenta emigró a la República Democrática Alemana. Más tarde llegó a ser profesor de teoría del teatro en la Universidad Humboldt de Berlín-Este. Fue el único de nosotros que se convirtió en un auténtico comunista y se adhirió al régimen de la Alemania del Este. Finalmente pertenecía también al grupo Theo Pirker, que bien puede decirse que era el alma de la publicación, y que a mí personalmente me influyó más que todos los demás miembros de ese joven círculo «católico de izquierdas». Era algunos años mayor que yo, había luchado en la guerra, y a mi entender era la quintaesencia del auténtico proletario. Compuso una breve secuencia de poemas en un estilo parecido al del temprano Brecht, Lieder zur Methode [Canciones sobre el método]. Pero cuando celebrábamos el cumpleaños de alguien no traía papeles, sino dulces. Pirker fue la mano derecha del legendario dirigente sindical Viktor Agartz, y más adelante profesor de Sociología en la Universidad Libre de Berlín. Creo que era el único profesor de Universidad no doctor de Alemania. Se especializó en el campo de la sociología del trabajo, pero su larga lista de publicaciones pone de manifiesto intereses muy variados, por ejemplo, reflexiones críticas sobre la socialdemocracia alemana o una aguda crítica del marxismo comunista. Por lo demás, no aceptaba que los no bávaros criticaran a Franz-Josef Strauß. Simplemente les negaba competencia para eso. Nuestro encuentro tenía lugar la mayoría de las veces en el domicilio de Linde Klier, una estudiante de Germanística, alemana oriunda de Praga, que era el alma del círculo. Después fue directora del Goethe Institut en Atenas, y más tarde en México. Tenía una 50

especial amistad con ella, y más tarde fue testigo en nuestra boda. Murió en México en 2010. Más tarde, invité en una ocasión a Theo Pirker a hablar en la Escuela Técnica Superior de Stuttgart, en el marco de los estudios generales[1]. Dio su conferencia sobre el colonialismo. En aquella ocasión señaló que Rusia era la última potencia colonial del mundo, una visión de la Unión Soviética que en aquel momento era poco habitual. Pues bien, llegamos al Congreso del Pueblo, iniciativa del SED[2] con objeto de apoyar la postura soviética en la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores en Londres. Con la confianza de recibir el apoyo de toda Alemania, la Unión Soviética abogaba entonces por el restablecimiento de la unidad de Alemania y contra un Estado del Oeste independiente. En ese objetivo convergía la política comunista con la nuestra, y en particular con mi punto de vista. Yo debía participar como delegado. ¿Pero a quién representaba propiamente? En ese tipo de congresos, la política comunista no se limitaba a tomar en consideración únicamente a los partidos, sino también a los llamados colectivos sociales. Los comunistas determinaban en qué consistía eso de grupo o colectivo social. Y claramente el círculo de nuestra revista era uno de esos colectivos. Ciertamente, el grupo no había «delegado» en nadie para viajar a Berlín. El delegado tendría que ser algo parecido al espíritu mundial, y su portavoz, el partido comunista alemán. En Berlín fui recibido en un barrio por una familia de antiguos trabajadores comunistas, cuya solidaridad y desprendimiento eran tangibles. Realmente el comunismo era para ellos algo similar a una religión. En lo que se refiere al aspecto religioso mencionaré que al hacer trasbordo en Dresde pasamos junto a un mercado navideño con árboles de Navidad. Un sindicalista de München me comentó: «Mira, de nosotros se dice que perseguimos la religión, pero ahí se venden árboles para festejar la Navidad cristiana». Fuimos invitados a cenar en la asociación cultural del barrio, y nos dieron para comer un inusual manjar: patatas asadas con auténtica mantequilla. Realmente no pude disfrutarlo al enterarme de que fuera de allí la gente no tenía qué echarse a la boca. El congreso transcurrió según el programa. El presidente era Wilhelm Pieck, uno de los dos jefes del SED. Tras los discursos se leyó una resolución final dirigida a los ministros de Asuntos Exteriores en Londres, que exigía la unidad de Alemania. Del conjunto de aproximadamente ochocientos delegados había dos mociones alternativas, que sin embargo fueron rápidamente desbaratadas por Pieck y sus colegas de la dirección del SED y que, en consecuencia, no entraron en discusión ni fueron votadas. En ese momento supe que estaba en la boda equivocada. Durante la votación alzaron la mano unánimes todos los delegados. Cuando alguien hizo la pregunta formularia: ¿Quién vota en contra?, levanté tímidamente el brazo, lo que me valió una discreta advertencia por parte de Pieck: 51

«El camarada que está en contra debe decir su nombre». Un sindicalista que estaba a mi lado me preguntó: «¿Para qué has venido aquí, si después de todo vas a votar en contra?». Solo pude responderle: «Lamentablemente es así, como me temía». En los periódicos del día siguiente, naturalmente no apareció el voto en contra. La resolución había sido aprobada por unanimidad. En todo caso, esto me había despertado. Dejé a mis amigos regresar a München para quedarme aún dos días visitando la zona soviética, sobre todo con trayectos en tranvía. Hice además un pequeño e inofensivo test. La gente del SED nos había ofrecido generosamente a todos nosotros una condecoración del partido. En cierto modo, ya éramos camaradas implícitos, o al menos potenciales. Al entrar en un compartimento del tren me coloqué la condecoración del partido en la solapa y me senté. Allí la gente estaba charlando animadamente, pero al entrar yo se hizo un silencio glacial hasta que abandoné el compartimento. Después fui a otro, guardando antes la condecoración en el bolsillo. En este se discutía con mucha viveza, incluso riñendo. La gente se comportó como normalmente suele comportarse. Tomé la condecoración, me fui a la toilette, la arrojé y tiré de la cadena. Ya de regreso a casa intenté rescatar un artículo mío titulado «Los comunistas y nosotros», que la revista había aceptado publicar. Aunque no fue posible evitar que se publicara, insistí en que mi nombre tendría que desaparecer. El artículo apareció sin firma. En todo caso, mis amigos cayeron sobre mí. Pirker se preguntaba si yo tenía algún tío terrateniente, y todos me acusaron de «concretismo», es decir, de lo que Döderlein había denominado «pensamiento abstracto». Estaba claro que olvidaba la visión de la totalidad[3], de los grandes objetivos, o bien que nunca había llegado a comprenderla, y que me aferraba a los hechos particulares [a las idiosincrasias], los cuales entendía como síntomas de la falsedad del todo. Yo solo podía replicar que en último término un movimiento puede juzgarse únicamente sobre la base de momentos particulares. Y si hay gente que supuestamente quiere cumplir la voluntad del pueblo, pero precisamente acallándolo, entonces ahí hay algo que no funciona bien. En todo caso, mis amigos iban por delante de mí; también eran algo mayores que yo y me sentía ideológicamente arrinconado por ellos. Me veía solo frente al grupo, desde el punto de vista argumentativo, y sin la suficiente preparación. Hice algo que a la vuelta de los años he visto que fue muy razonable. Me parecía que una momentánea superioridad dialéctica no era un criterio de verdad. Es lo que pasa ante un tribunal: la parte que dispone de un abogado más hábil no por ello ha de ser la que tiene la razón. ¿Qué hacer? Me evadí de ulteriores discusiones huyendo. Partí el semestre por la 52

mitad, me fui a casa, a Dorsten, en Westfalia; quité de la pared el retrato de Lenin que colgaba, y que mi padre había tolerado que colgase sin protestar, pese a que tras la destrucción de la casa aún teníamos que compartir la habitación de trabajo. Después comencé a leer con avidez a Marx, Engels, Lenin e incluso Stalin. También leí los escritos de los «ordoliberales» de la Escuela de Friburgo: Röpke, Eucken, etc. Ahora me sentía crecido y preparado para la discusión. Pese a todo, no regresé a München, pues en el intervalo había recibido una beca para estudiar un año en la Universidad de Friburgo, en Suiza. La revista Ende und Anfang pronto fue prohibida por las fuerzas de ocupación americanas. Los amigos se dispersaron. Excepto Ernst Schumacher, todos confiaban en que el Estado liberal de Derecho les acabaría permitiendo hacer valer sus opciones políticas de forma diferente. Me fui a Friburgo, dejé la política a la política, y disfruté de una vida de estudiante no quejosa ni reivindicativa, en la que el estudio no era, ni de lejos, algo marginal. ***

¿No existía para usted un asombroso abismo entre sus intereses teológicos y las concepciones políticas de izquierda en el entorno de la revista Ende und Anfang? Es difícil decir cómo fue posible que persiguiera intereses y asumiera compromisos tan distantes. Eran impulsos muy subjetivos sobre cuya integración apenas meditaba. Por entonces no disponía aún de recursos teóricos para establecer un puente entre ellos y pensarlos conjuntamente. Las perspectivas subjetivas se situaban unas junto a otras pero inarticuladas entre sí. Solo gradualmente han ido creciendo juntas hacia una perspectiva unitaria de la realidad. Pero en mi caso el proceso aún no ha llegado al final. Pienso que es una tarea que se le presenta a todo el que quiere pensar a fondo, y que en último término está destinada al fracaso. ¿Fracasa todo el que quiere integrar su pensamiento en un sistema? Entiendo que el pensar siempre aspira a conformarse de manera sistemática, pero igualmente me parece que se fracasa siempre en esa aspiración. Si se quiere expresar en forma patética, ahí reside la situación trágica de la Filosofía. Kant dijo una vez que la razón camina a través de preguntas a las que ella no puede responder. Pero no vale decir entonces: Dejemos, pues, de preguntar. El hombre perdería su dignidad si renuncia a pensar la totalidad. Precisamente en política es fundamental esta postura. Pensemos en un ferroviario que conduce su tren hacia Auschwitz en el contexto de las deportaciones de judíos, y que se siente llamado a eso por un deber de conciencia. Habría que preguntarse si en su caso la 53

conciencia del deber no está completamente trastornada. Habría que invitarle a que se atreva a pensar su conducta en una perspectiva de totalidad, es decir, en contexto, y a que afronte esta pregunta: ¿A quién transporto precisamente a ese lugar? Esto es simplemente un planteamiento moral, y también político en relación con los planes de exterminio del Tercer Reich. Y por supuesto arrastra a ulteriores preguntas. Döderlein tenía razón cuando, desde la tradición hegeliana, insistía en que no se deben aislar las cosas. ¿Entonces hay que decir no al «concretismo»? Tenemos que considerar nuestra conducta en conexión con el todo. ¿Pero qué es el todo? No podemos abarcar la totalidad con nuestra mirada. Pertenece a la dignidad de la persona la capacidad de intentar una visión global. Pero no hay ninguna totalidad que pueda tener razón contra esa dignidad. En el semestre de verano de 1946 se incorporó a la Universidad de Münster el filósofo Joachim Ritter. ¿Fue el causante de que se decidiera usted por la Filosofía y no por la Teología? Es cierto que Joachim Ritter me indujo a dedicarme seriamente al estudio de la Filosofía. Tal como lo veo, dejar la carrera de Teología no se debió a mi orientación final hacia la Filosofía, sino a que entonces me percaté de que no sería apto para el ministerio sacerdotal. Con todo, no me aparté de mi fe católica. También la Teología me siguió interesando. Había para mí como una doble vía, que seguí durante largo tiempo con recta conciencia, pues tenía la convicción de que la fe cristiana, y concretamente en su versión católica, es la verdadera, y por tanto que todo lo que se ha aprendido a ver como razonable debe ser compatible con la fe. Esto era un axioma simple y escueto que me permitía afrontar cualquier aventura intelectual sin la preocupación de perder la fe cristiana. Solo mucho más tarde he asociado intelectualmente ambas cosas, pero entonces esto no me preocupaba en absoluto. Nunca temí que algo pudiera perjudicar mi ortodoxia. Pero no podía dejar que surgieran contradicciones, aparentes incompatibilidades. Usted habla sin titubeos de su ortodoxia… Una vez, mucho más tarde, con motivo de algún aniversario, charlaba con mi colega Dieter Henrich –que al principio quiso ser cura–. Le dije: «Señor Henrich, nosotros dos conservamos aún algo de nuestra época de estudiantes de Teología: yo la ortodoxia, y usted la unción [sacerdotal]». Nunca me identifico como filósofo católico. Tengo mis motivos. Mire usted, cada filósofo, cada persona que piensa, reflexiona sobre las experiencias que va teniendo en la vida, y que en absoluto se basan en la teoría, sino que están determinadas por el eros que mueve a los hombres. 54

Al pensar, cada uno repiensa sus experiencias. Para un cristiano, la relación con Dios forma parte de su experiencia. ¿Por qué debe excluirla si hace Filosofía? Ningún filósofo renuncia a las experiencias prefilosóficas que tiene, como tampoco lo hacen millones de personas. ¿Por qué debería hacerlo un católico? Nunca lo he entendido. Ha sido Schelling quien ha mostrado esto más claramente, también en la teoría. Él piensa que la Filosofía es una forma más alta de empirismo. Al empirismo no le es legítimo eliminar artificialmente la dimensión espiritual. Esta pertenece a la experiencia humana, sobre la cual la Filosofía debe reflexionar temáticamente. ¿Cómo recuerda las lecciones de Ritter cuando estudiaba con él? Al principio las daba en el jardín botánico, en una gran sala al lado del invernadero, y por cierto las daba a las ocho de la mañana, mientras que el seminario tenía lugar en su vivienda. Aparentemente Ritter daba la clase sin mirar apuntes, aunque siempre los traía muy trabajados. Recuerdo, como si lo viera, cómo caminaba ininterrumpidamente, de aquí para allá. Se tenía la impresión de observar cómo iba «elaborando gradualmente el pensamiento durante el discurso». Por lo demás, trabajaba mucho, sobre todo por la mañana antes de su lección. En verano llegaba a las cinco de la mañana a su Instituto. A la vista de su aplicación, resulta asombroso lo poco que ha publicado. «¿Qué significa eso?». Esta era una de las preguntas recurrentes de Ritter. Parece que quiere decir: «No comprendo al autor. ¿Puede alguien intentar aclararnos estos textos o estas ideas?». ¿No es así? No, más bien lo que quería decir es lo siguiente: ¿Qué significado tiene esto en el contexto general de la realidad histórica? Esta era su cuestión hermenéutica fundamental. Para plantearla había que tomar cierta distancia del objeto, cosa que a mí no me resultaba fácil al principio. Yo tendía hacia la intentio recta, que además era más acorde con mi ortodoxia católica. Pensaba que cada frase significa exactamente lo que dice. Aferrarse a la intentio recta, pero dando a la vez el paso a la obliqua, exigía un ejercicio de equilibrismo. Esta era para mí una de las preguntas más importantes: ¿Cómo puede considerarse algo en sí mismo, e igualmente verlo en un contexto que no se define a través de él? Joachim Ritter suscitaba este tipo de cuestiones únicamente en las sesiones de seminario, del que más tarde surgió el Collegium Philosophicum. Ritter también dirigía regularmente sesiones de proseminario[4]. En ellas se trataba de leer con más detenimiento sobre lo que surgía en el seminario. Para nosotros eran importantes las tardes con él junto a la cerveza, después de las

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sesiones de seminario. Hablábamos también de la actualidad diaria, y, como es lógico, intentando interpretarla filosóficamente. Tomar partido no era para él una ocupación filosófica. La filosofía tiene que comprender la realidad, pero no dedicarse a politizar. Ritter cultivaba un civismo muy acentuado, sin caer por ello en la ingenuidad. Era un intelectual moderno, que desconfiaba de los modernos «intelectuales». Había un grupo de estudiantes en torno a Joachim Ritter al que más tarde se denominó Collegium Philosophicum de Münster, y que poco después llegó a tener gran impacto en la discusión filosófica académica en el entorno de la República Federal Alemana. ¿Qué tal se encontraba en ese círculo? Todo comenzó con las reuniones de algunos estudiantes, en el café Schucan, para discutir durante aproximadamente dos horas lo que Joachim Ritter había planteado por la mañana en su lección principal. Asistían Odo Marquard, Hermann Lübbe, Gunter Rohrmoser, Ludger Oeing-Hanhoff y Hans Schrimpf. Después se encontraban de nuevo en el seminario, y ahí el círculo se ampliaba, pues venían cada vez más estudiantes que no tenían la Filosofía como materia principal [Hauptfach], sino auxiliar [Nebenfach], e incluso no filósofos. A esta reunión se la denominaba Collegium Philosophicum. Acudían juntos estudiosos de las más diversas orientaciones: tomistas, marxistas, escépticos y teólogos evangélicos, historiadores de la literatura o juristas, y entre estos últimos, Ernst Wolfgang Böckenförde o Martin Kriele, que más adelante alcanzaron gran renombre como teóricos de la Ciencia Jurídica o como magistrados del Tribunal Constitucional. En el Collegium Philosophicum de Ritter yo gozaba siempre de un tipo de libertad excéntrica para plantear cuestiones que normalmente no se planteaban ahí. Era la mía una excentricidad realmente ingenua. El propio Ritter sugería preguntas solo ocasionalmente, y más bien por la tarde, después del seminario en la cervecería, donde también se hablaba de cuestiones de la actualidad diaria. También ellas pertenecen a la «racionalidad de lo real», como enfatizaba Ritter. En esto era completamente hegeliano. En nuestro círculo Ritter no se comportaba como quien lo sabe todo, sino que siempre estaba dispuesto a explorar nuevos puntos de vista, a descubrir nuevas conexiones. De forma muy discreta, dirigía una auténtica comunidad de diálogo. … Pero no una escuela… En efecto, pues no había ninguna teoría magistral que hiciera de base o presupuesto. Tampoco tenía la costumbre de atarse a determinados contenidos o métodos. 56

Como he dicho, los participantes provenían de orientaciones y disciplinas filosóficas variadas; ya tenían experiencia teórica y habían llegado a conclusiones en su trayectoria académica. Se podía discutir sobre cualquier cuestión que tuviese interés filosófico, incluso sobre las disputas escolásticas de la filosofía medieval, por ejemplo, las controversias entre tomistas y escotistas. Eso sí, había que traer a colación algo que aún no se hubiera dicho. Si alguien lograba descubrir algo esencial que arrojara nuevas luces sobre los supuestos implícitos y las consecuencias de esas controversias, en el grupo se le consideraba capaz de intervenir en la discusión. Esa apertura tenía una sola restricción: estaba prohibido pensar y decir algo amable sobre Fichte. Ritter rechazaba de forma contundente la tentativa fichteana de una reconstrucción radical de la realidad. En una ocasión Hermann Lübbe –a quien de joven le gustaba ser algo provocador– osó plantear la pregunta-tabú: ¿Por qué Hegel deseaba ser enterrado junto a Fichte en el cementerio de la Ciudad de Dorotea, el Berlín antiguo? Cayó en desgracia ante Ritter durante una larga temporada, lo cual no le impidió más tarde llegar a ser un «ritteriano» ejemplar. ¿Qué es lo que atraía entonces a la gente joven hacia Ritter? Sobre todo era la forma característica que tenía de plantear sus preguntas. No cuestionaba si una postura filosófica era verdadera o falsa. Más bien preguntaba: ¿Qué significa esto? De esa manera impulsaba el debate sobre la relevancia de un modo de pensar en el contexto histórico y en el desarrollo del espíritu humano. En la Crítica de la razón pura, Immanuel Kant titula así el epígrafe 3º de la sección 2ª del segundo libro: «Acerca del interés que la razón tiene en confrontarse consigo misma» [interés antinómico]. Precisamente Ritter perseguía ese interés de la razón. La cuestión va más allá de un mero cumplimiento del pensar[5]. Lo que busca saber es qué función tiene ese pensamiento de cara a los intereses de la razón. Por ejemplo, los marxistas siempre se preguntan qué función tiene una ideología en relación con la lucha de clases, de qué lado está. De hecho, Ritter fue marxista durante un breve período, antes del 1933, y a mi juicio eso condicionó su pensamiento aún después de la guerra: únicamente la lucha de clases dejó de ser tema de su reflexión, pero continuó pensando el asunto de la razón en su dinamismo «antinómico». Y esto tenía que atraer a la gente joven que vivía la inmediata posguerra, a quienes todo parecía ponerse en cuestión, y entre quienes predominaba una apertura y un pluralismo intelectual que en nuestro tiempo parece haberse perdido definitivamente a favor de la political correctness. Ritter ofrecía una hermenéutica más política incluso que la que representó HansGeorg Gadamer[6]. Después de 1945, todo el que de alguna manera buscaba orientación se interesaba por el contexto sociopolítico y por comprender la corriente fundamental,

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sobre todo en lo que afecta a lo que podríamos llamar la tensión entre tradición y modernidad. Dice que Ritter había sido marxista antes del 1933. ¿Pero acaso no tenían sus ideas – que usted encontró tan atractivas en Münster después de la guerra– una gran afinidad con la filosofía de Hegel? Desde luego, pero Ritter en modo alguno era un hegeliano en el sentido en el que suele decirse eso. Asombrosamente, despreció la vertiente especulativa de Hegel. Habría que preguntarse qué suerte de hegelianismo puede propiamente representar alguien que a lo largo de toda su carrera docente ni siquiera una vez impartió un seminario sobre la «Ciencia de la Lógica» [Wissenschaft der Logik] ni hizo uso alguno de esa obra en sus lecciones. Sin duda, la «Ciencia de la Lógica» es la pieza nuclear de la filosofía de Hegel. Pero precisamente a Ritter no le interesaba. Lo que le convencía de Hegel era principalmente el diagnóstico de la época: la «Fenomenología del espíritu» [Phänomenologie des Geistes], las lecciones sobre «La Filosofía de la historia» [Die Philosophie der Geschichte] y, ante todo, las lecciones sobre «Fundamentación de la Filosofía del Derecho» [Grundlegung der Philosophie des Rechts]. Que se concentrara sobre estos asuntos es congruente con su fase marxista anterior al 1933. De ese período se sabe poco. Ritter conoció a Clara Zetkin y fue miembro de la Sociedad para la amistad germano-soviética, e incluso tras la «toma del poder» por parte de los nacionalsocialistas una vez participó en una misión conspiratoria en Holanda. Sí que tuvo gran influencia en Ritter otra parte completamente distinta de la filosofía de Hegel, el conjunto de escritos publicados póstumamente bajo el título «Lecciones sobre la Estética» [Vorlesungen über die Ästhetik]. Ritter impartió un curso de Estética filosófica durante el semestre de invierno de 1947-1948, que apareció publicado en el 2010 en la colección Marbacher Schriften junto con una entrevista sobre Ritter que yo mismo mantuve con el editor. ¿En qué medida le ha influido el hegelianismo de Ritter? Creo que en aquella época no era consciente en absoluto de que Ritter representaba un modo particular de hegelianismo. Lo que me atraía era su perspectiva históricofilosófica, tal como quedó reflejada en un librito publicado en 1957, «Hegel y la Revolución Francesa» [Hegel und die Französische Revolution]. Esta pequeña obra, que llegó a trascender el ámbito alemán, establecía una nueva forma de acceder a Hegel que resultaba completamente inusual. También me convenció lo que decía Ritter sobre la relación de Hegel con Aristóteles. El antiguo griego le parecía como un Hegel avant la lettre [a carta cabal]. De hecho, aún hoy me sirvo del epígrafe que Hegel le dedica en las «Lecciones sobre Historia de la 58

Filosofía» [Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie] como la mejor introducción al pensamiento de Aristóteles. Para el propio Ritter valía el dicho: No hay Hegel sin Aristóteles, y menos aún Aristóteles sin Hegel. No sé si realmente cabe hablar de hegelianismo en el caso de un filósofo para el que no cuente nada la «Ciencia de la Lógica». La Lógica de Hegel introduce la pretensión de que en ella alcanza el espíritu humano la definitiva comprensión de sí mismo y del mundo. Y solo puede leerse si de alguna manera se sostiene esa pretensión. Frente a ella resulta imposible preguntarse, en la línea de Ritter, «¿qué significa esto?». La Lógica de Hegel quiere aclarar qué significa que algo signifique algo. Se presenta con la pretensión de llevar al hombre a la comprensión de sí mismo. Y en último término restaura una nueva inmediatez «conduciendo la conciencia hasta el infinito», como escribe Heinrich von Kleist en su «Teatro de marionetas» [Über das Marionettentheater]. De acuerdo con el punto de vista de Ritter, el pensamiento europeo dispone de una clave para resolver el problema de la tensión entre tradición y modernidad, y esto precisamente porque la propia tradición europea contiene ya un momento emancipatorio [un elemento emancipador]. Esto era lo que Ritter «predicaba». Y es lo que aprendíamos de él. Ritter adquirió cierto renombre internacional sobre todo por su librito Hegel y la revolución francesa. Según Hegel, lo que la Revolución Francesa hizo surgir necesariamente tenía que emerger. De todos modos, la autoconciencia de los revolucionarios también era una falsa conciencia. En la Fenomenología del espíritu, Hegel pone de relieve el carácter dialéctico de la libertad subjetiva total. La obra de la revolución es el terror y la muerte, incluso la muerte de quienes la hicieron. La revolución devoró a sus hijos. Pero para Ritter esto en nada cambia el hecho de que la revolución produjo un resultado objetivo, el establecimiento de instituciones liberales y de un Estado civil de Derecho. Según la concepción de Ritter, con eso la humanidad ha alcanzado su meta. No sé si Ritter llegó a conocer las lecciones sobre Hegel que Alexandre Kojève impartió en París. Para Kojève, Napoleón marca el final de la historia del mundo. Fukuyama ha defendido más tarde la tesis del fin de la historia universal, que lógicamente Ritter no pudo llegar a conocer. No he podido creer a Kojève ni tampoco a Fukuyama. Pero lo que Ritter enseñaba era lo que mostraba como permanente, duradero, que no eran respuestas, sino un entendimiento más hondo de la pregunta. En su Disertación sobre Hegel –«Hegel y el final de la historia» [Hegel und das Ende der Geschichte]–, Reinhart Maurer ha dado un paso importante en esa profundización. ¿Fue Joachim Ritter un crítico o, más bien, un defensor de la modernidad? Ante todo, era un apologista de la «discordia». Ese concepto lo había tomado de Hegel. Para Ritter, la tensión interna, el disgregarse y el confrontarse de algo consigo mismo se 59

cuenta claramente entre las características peculiares del espíritu humano. El espíritu solo puede desplegar por completo lo que propiamente es [todas sus posibilidades] si alberga en sí mismo esa tensión, la que se da entre lo incuestionado –siempre verdadero y válido– y la libertad del sujeto. Sobre esa base, Ritter ciertamente intentaba reconocer la fractura entre tradición y progreso, pero no para enfrentar ambas cosas una contra otra. Quería mostrar que la idea de libertad y emancipación del sujeto se concibe desde el origen del pensar europeo, y no se acuña precisamente en la forma moderna de entenderla, es decir, como contrapuesta a la idea de tradición. La tradición europea se distingue de las demás culturas. A ella le pertenece una visión global de la liberación humana. La historia de la emancipación se corresponde con el despliegue de algo que ya estaba establecido desde el principio. A la pregunta: ¿De qué parte estaría la Filosofía, del lado de la tradición o del lado del progreso?, Ritter daría esta respuesta: De ninguna de las dos, es decir, de ambas. ¿Qué postura tenía Joachim Ritter frente a la tradición filosófica? Las cátedras en las que se enseñaba la filosofía tomista encarnaban para él esa tradición. Ciertamente nunca se ocupó de los problemas que se discutían en esas cátedras, pero pensaba que era muy importante que en la Universidad se enseñara la escolástica, y consideraba necesarios los conocimientos en ese campo. Había escrito su trabajo de habilitación sobre un tema que tenía relación con san Agustín, y mantuvo siempre un trato amistoso con su colega Josef Pieper. Apreciaba el pensamiento de Tomás de Aquino hasta el punto de que pensaba que había que presentarlo a un público bien formado, de manera que se hiciera plausible su actualidad. También discutía sobre cuestiones concretas con Pieper, en la medida en que este estuviera dispuesto a tender un puente desde Tomás hasta hoy. Después de una estancia como profesor invitado en Estambul, entre 1953 y 1955, la postura de Ritter sobre las ideas de emancipación y progreso se fue consolidando más. Dos de sus discípulos, Hermann Lübbe y Odo Marquard, han asumido este problema y se han orientado aún más claramente hacia el tema de la modernidad. De forma discreta llegaron a entusiasmarse por algunas cuestiones metafísicas fundamentales que aún impulsaban a su maestro. Leo Strauss y Joachim Ritter se doctoraron ambos con Ernst Cassirer. No obstante, mantenían posturas claramente opuestas. Seguramente Strauss le habría echado en cara a Ritter su historicismo. ¿Cómo ve esto? En primer lugar, no es de extrañar que Ritter se haya alejado de Cassirer. En general, esto no se ha tenido muy en cuenta. La crítica que Leo Strauss hace al historicismo en su libro «Derecho Natural e Historia» [Naturrecht und Geschichte] en cierto sentido alcanza a Joachim Ritter. 60

Leí el libro con auténtica fascinación cuando se publicó, en 1956. El modo en que ahí plantea los problemas, típico de Strauss, fue para mí como una verdadera revelación. Pero también Ritter tomó nota del libro con gran interés, y me parece que no se puede decir que el pensamiento de Strauss sea completamente opuesto al de Ritter. En efecto, Ritter en modo alguno se tenía a sí mismo por historicista. Más bien quería ver el pensar filosófico en un contexto histórico. Contexto histórico no significaba para él relativismo, sino el horizonte en el que el ser se desvela. Aquí entra en juego un elemento heideggeriano. Martin Heidegger ha intentado, tal vez de la forma más consecuente, radicalizar el historicismo, y a la vez elevarlo a una alta forma de metafísica. De este planteamiento fundamental de Heidegger tampoco estaba muy lejos Leo Strauss. Durante la estancia de Joachim Ritter en Turquía, ¿qué es lo que le llevó a decantarse más hacia el lado del progreso? El optimismo progresista de los kemalistas[7]. Ritter le dio muchas vueltas al papel que la tradición desempeña en un país como Turquía, pues allí no puede presuponerse el ímpetu liberal que la tradición ha tenido en Europa desde el principio. De ahí que para el caso de Turquía no resulte muy plausible la idea de resolver la tensión entre tradición y progreso en una integración plena de sentido. ¿Habría que eliminar uno de los dos elementos, la tradición o el progreso? ¿Es posible evitar la lucha a muerte entre el imán y el funcionario republicano? Ritter se sintió inclinado a ratificar el pragmatismo del programa positivista de los kemalistas, y así se abrió paso una nueva orientación. Cuando en 1955 regresó a enseñar en Münster ya se había reafirmado como un teórico del progreso. En el año 1949 se fundó la República Federal Alemana. ¿Cuál era su postura política entonces? Poco antes de esto había abandonado el marxismo. Durante cierto tiempo había creído en el «materialismo histórico», y había meditado a fondo sobre si la historia podría o no explicarse mejor sobre el trasfondo de los procesos sociales, y a su vez estos como resultado de la lucha de clases. Ante todo me habían influido las lecturas de Marx, Lenin e incluso Stalin. Muy pronto me cansé de leer los volúmenes de «El capital» [Das Kapital]. Sin embargo consideraba –y continúo viéndolo así– el «Manifiesto comunista» [Kommunistische Manifest] como un texto impresionante. Lo que presenta Karl Marx es lo que considera una teoría de la justicia, que ciertamente después produjo mi rápido alejamiento del marxismo. Según esta teoría, todas las representaciones de la justicia son ideológicas y productos «de clase». Únicamente hay algo capaz de superar la contradicción entre ellas: el establecimiento de una sociedad de la abundancia, puesto 61

que ahí ya no existe el problema de la distribución. Todos los conflictos políticos quedarían resueltos sin más. Este planteamiento lo encontré muy alejado de la realidad. Resulta algo extraño que en aquel momento no relacionara mis convicciones religiosas con mi interés por el «materialismo histórico». Ambas cuestiones discurrían paralelamente. En 1949 simpaticé con una versión izquierdista de la CDU [Unión CristianoDemócrata]. La idea de un «socialismo cristiano» me convencía, y me impresionaba el político Karl Arnold, desde 1947 Ministro-presidente del recién fundado Land de Nordrhein Westfalen. Hice amistad con el periodista Walter Dirks, que después durante mucho tiempo me presentó como «católico de izquierdas». En cualquier caso, la expresión es inapropiada, pues yo tenía tan poco interés en una teología modernista como en una Iglesia democratizada. La Iglesia es una fundación, y las fundaciones no son democráticas. Un ortodoxo [católico fiel a la enseñanza de la Iglesia] puede ser de izquierdas, pero no puede ser un «católico de izquierdas». ¿Cuáles eran sus principales lecturas en esa época, a finales de los años cuarenta? De forma constante me acompañó el estudio de las obras de Tomás de Aquino: la Summa contra gentiles y la Summa Theologiae, pero también las Quaestiones disputatae de veritate, escritos más breves que frecuentemente son muy interesantes. Pasé el año 1948 estudiando en la Universidad de Friburgo en Suiza. Allí era obligatoria la filosofía de Tomás de Aquino, pero no era objeto de interés exclusivamente filosófico. Las lecciones se impartían en latín. Aprendí directamente en latín el sistema teórico del biólogo vienés Ludwig von Bertalanffy. Al mismo tiempo me sumergí en la Lógica –en realidad había ido a Friburgo principalmente para eso–, y lo hice de la mano del dominico polaco Joseph Maria Bochenski, que entonces era uno de los más prominentes representantes de la lógica moderna, y era internacionalmente reconocido como tal. Además de estas cosas, ¿qué leía usted? Libros que como estudiante de Filosofía tenía que haber leído: la Metafísica, la Física y la Ética a Nicómaco de Aristóteles, la Crítica de la razón pura, de Kant, y la Fenomenología del espíritu, de Hegel. Pero siempre he sido muy selectivo en mis lecturas. Solo tomaba lo que realmente me interesaba. Echando la mirada atrás, solo puedo deplorar que en todo mi tiempo de estudiante haya pasado por alto la lectura de un libro que más tarde se me reveló como uno de los más importantes, concretamente la «Crítica del Juicio» [Kritik der Urteilskraft], de Kant, en el que se discute el problema de la teleología. Por suerte no me interrogaron acerca de ese libro en el examen Rigorosum[8]. Yo hoy 62

habría suspendido a un estudiante que no lo hubiese leído antes de acceder al examen de doctorado. Pero entonces me permití no tener noticia alguna de él. Hay aún muchos ejemplos de libros que pasé por alto entonces, y que tendría que haber leído. ¿Qué leía, además de estas cosas? La «Dialéctica de la Ilustración» [Dialektik der Aufklärung], de Horkheimer y Adorno, el «Espíritu en el mundo» [Geist in Welt], de Karl Rahner, la «Carta a los Romanos» [Römerbrief], de Karl Barth, el «Tomismo como sistema de la identidad» [Thomismus als Identitätssystem], de Gustav Siewerth, «Después del verano» [Nachsommer], de Stifter. De Ernst Jünger leí «Los acantilados de mármol» [Marmorklippen] y «El corazón aventurero» [Das abenteuerliche Herz]. Después, en los años cincuenta, leí a Samuel Beckett, y «El baile del conde d’Orgel» [Le Bal du Comte d’Orgel], de Raymond Radiguet, sobre el cual me advirtió la lectura del intercambio epistolar entre Maritain y Cocteau. Y después, ¿qué más? Shakespeare, la Ilíada y la Odisea, la Eneida y la Divina Comedia. ¿Tuvo maestros o personas influyentes en su época de estudiante que le recomendaran no ocuparse seriamente de algún filósofo o que le disuadieran de seguir prestando atención a un determinado autor? Todo lo contrario. Además, siempre me he opuesto al prejuicio de pensar que no hace falta leer más determinados libros o que sobre ciertos temas ya está todo dicho. Si alguien me dice: A partir de un momento dado ya no tiene sentido seguir diciendo esto o aquello, entonces respondo: «Pues precisamente yo lo he dicho». Por lo demás, la Filosofía se define justamente porque retorna a preguntas que ya se consideraban resueltas. Entonces usted no se daría por aludido si alguien le reprocha que se deja llevar por la falsa tendencia del momento. ¿No es así? Nunca me he dejado asir por las tendencias del momento. Las tendencias eran el objeto de mis preguntas. Por lo demás, me resultaba difícil dar cuenta precisa sobre las fases de mi desarrollo filosófico. Como ha descrito muy bien Martin Mosebach, en la mayoría de los casos quien se cree completamente original no es más que hijo de su tiempo. Mi vida intelectual siempre ha tenido algo de sonámbula. Trahit sua quemque voluptas: cada uno arrastra su pasión. Esta frase me retrata. Al igual que mi vida, mi itinerario intelectual no ha seguido ningún plan preestablecido. Todo lo que hacía y pensaba, lo hacía y lo pensaba con cierto sentimiento de seguridad, pero esa seguridad no estaba fundada en ninguna certeza metódica. Cuando alguien me pregunta por mi método filosófico siempre me quedo perplejo. El grueso volumen de Hans-Georg Gadamer «Verdad y método» [Wahrheit und Methode] presenta bien una postura muy próxima a la mía: el método no es una garantía

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de verdad. Lo más filosófico de la Filosofía no son los resultados obtenidos metódicamente, sino las razones para escoger un determinado método. Sucede lo mismo con mis lecturas. Iba detrás de lo que me interesaba y siempre tomaba la pluma cuando pensaba que debía impugnar alguna tendencia. Como dice Rousseau, «no quiero instruir a los hombres, excepto si veo que se extravían». Esto es lo que refleja mi biblioteca, algo caótica, que en ningún caso es la biblioteca ejemplar de un erudito alemán. Con mirada retrospectiva, desde luego veo claramente que tenía ciertas ideas rectoras que cada vez cristalizaban con más fuerza, que eran reconocibles entre líneas de mis escritos, y que solo más tarde descubría. Lo que parecían combinaciones aleatorias de ideas, con un poco de perspectiva se revelaba después como algo en modo alguno casual. En eso debo estar agradecido, porque los múltiples estímulos y desafíos de mi pensamiento finalmente convergen y dejan entender una conexión de sentido que gradualmente se iba haciendo más visible. En lo relativo a la articulación sistemática del estudio yo era un caos. El tema de Tesis doctoral [Dissertation] sorprendió a Joachim Ritter, que hasta el momento en que se lo planteé no había tenido ningún interés por el nombre De Bonald. Tampoco habría llegado a proponerme ese tema, pues mi crítica al tradicionalismo funcionalista del francés –llevado en todo caso por una profunda simpatía hacia él– naturalmente suponía un distanciamiento crítico de mi maestro. El nombre De Bonald lo encontré por primera vez en un texto de Carl Schmitt. Pero mi idea era escribir un trabajo sobre «El origen de la Sociología en el espíritu de la Restauración» [Ursprung der Soziologie aus dem Geist der Restauration]; esta idea me dio alas durante un corto período. El libro –que gracias a las traducciones italiana y francesa ha vivido un continuo ir y venir durante cincuenta años– lo escribí en París en tres meses, sin mirar a la izquierda ni a la derecha. Como respuesta al libro, Carl Schmitt hizo encuadernar de nuevo y me regaló un ejemplar de la primera edición de la obra [de De Bonald] «Teoría del poder» [Théorie du Pouvoir], que había adquirido en 1919. Esta obra apareció en 1796 de forma anónima en Constanza, firmada «por el Sr. de ***, un caballero francés» [par Mr. de ***, un Gentilhomme français]. ¿Cómo se encontró con Carl Schmitt? Antes de finalizar la guerra, Walter Warnack –que a comienzos de los años cincuenta publicaría el libro «El mundo del dolor» [Die Welt des Schmerzes]– me indujo a prestarle atención. Era amigo de Carl Schmitt, y quería que lo conociese. En aquel momento rehusé, pues sabía que Schmitt estaba del otro lado. Después de la guerra tuve menos problemas con antiguos nacionalsocialistas. Ya habían sido derrotados. De joven recelaba de los ideólogos arribistas que se habían 64

puesto a disposición de los nazis pensando que se lucirían más aupándose a lomos del poder. Pensaba que sería preferible discutir directamente con los que detentan el poder, y ciertamente sobre política, que discutir sobre Filosofía con ideólogos de los que el poderoso se sirve para justificarse. Pero después de haber perdido la guerra, la cosa cambiaba. Ahora sí empezaba a interesarme alguien como Carl Schmitt. En 1950 Joachim Ritter invitó a dar una conferencia en Münster al jurista y politólogo, que había sido reprobado académicamente. Más tarde le visité una vez en Plettenberg, y él a mí en Münster. Siempre le interesó la gente joven, y también me escribió una extensa carta en relación con mi libro sobre Fénelon. ¿Recuerda de qué habló [Schmitt en esa conferencia]? Disertó sobre el capitalismo. Aún tengo en la memoria dos frases: «Nadie puede dar sin recibir», y «el capitalismo pretende dar sin recibir». Todavía hoy invitan a la reflexión. «El concepto de lo político» [Der Begriff des Politischen] me impresionó durante mucho tiempo. Creo que ese escrito se ha entendido mal, entonces y ahora. En ediciones posteriores de ese libro se incorporó un ensayo sobre «La era de las neutralidades» [Das Zeitalter des Neutralisierungen], que es clave para comprender nuestra época. Pese a toda su brillantez intelectual, ¿no habría que poner a Carl Schmitt un poco en cuarentena por su trayectoria vital? En eso me pasa como a muchos. Es una cuestión de estilo. No es de buen estilo hacer o decir ciertas cosas, tal como hacía Carl Schmitt de vez en cuando. Esa forma suya de antisemitismo casi provocativo sigue siendo repugnante. Se había puesto a disposición del régimen nazi. No obstante, como intelectual no se tenía por un ideólogo nazi, sino que se veía como otros muchos que en los años veinte se habían hecho un nombre, como un pensador autónomo y crítico de las consecuencias de la Revolución Francesa. En el fondo no era nacionalsocialista. Hasta 1933 intentó impedir la «toma del poder» por Hitler, mediante una dictadura que declarara el estado de emergencia por parte del Presidente del Reich como «guardián de la Constitución». En su escrito «Teología política» [Politische Theologie], del año 1922, trata en un capítulo sobre los llamados contrarrevolucionarios: De Maistre, De Bonald y Donoso Cortés. Cuando leí las pocas páginas dedicadas a De Bonald, enseguida se me despertó la curiosidad.

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NOTAS  1 Materias genéricas de índole humanística que se ofrecen a los estudiantes de ese centro –de especialidades técnicas– que sirven para complementar la formación universitaria y que se imparten en el formato típico de cursos de «libre configuración» u «optativos».  2 Partido Socialista Unificado de Alemania (Sozialistische Einheitspartei Deutschlands). Gobernó la República Democrática Alemana desde su fundación el 7 de octubre del 1949 hasta las elecciones del 18 de marzo del 1990. Fue fundado en abril del 1946 mediante la unificación forzosa del Partido Comunista de Alemania (KPD) y el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) en la zona ocupada por los soviéticos tras la segunda guerra mundial.  3 La perspectiva holística, se diría hoy.  4 De acuerdo con los usos académicos tradicionales en la Universidad alemana, el Proseminario es un entorno en el que se discuten presentaciones orales o disertaciones escritas de los estudiantes en una forma más detallada que la discusión de seminario, más informal.  5 El interés en cuestión no es en si el pensar se satisface conociendo la verdad.  6 Una interpretación de la realidad más abierta al diálogo y la discusión.  7 Partidarios de Mustafa Kemal (de sobrenombre Atatürk) (1881-1938), fundador del Movimiento Nacional Turco que desembocó en la República de Turquía tras la guerra de liberación y la derrota del imperio otomano. Como primer presidente de la República, Mustafa Kemal introdujo una variedad de reformas de gran alcance con vistas a crear un Estado moderno, democrático y secular.  8 Examen oral que en la Universidad alemana han de pasar los candidatos al grado de Doctor.

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Capítulo III EN TORNO AL AÑO 1950

El existencialismo, el interés por Francia y la Tesis sobre De Bonald ¿Cuáles eran sus intereses intelectuales mientras estudiaba la carrera? ¿Se ocupó usted del existencialismo? El existencialismo interesaba entonces a todo el que trataba de vivir de forma consciente. L’être et le néant [El ser y la nada], de Jean Paul Sartre, era el libro de culto de la época. Dio expresión al sentimiento vital de una generación, si bien la mayoría de sus miembros nunca había leído ese difícil libro, aparecido en París en 1943, durante la ocupación alemana. En su conferencia L’existentialisme est un humanisme [El existencialismo es un humanismo], Sartre intentó ganar adhesiones a la corriente que había alentado con su teoría sobre la angustia existencial, a la que el hombre está abocado cuando no hay ninguna naturaleza humana ni valores objetivos en los que sustentarse. La conferencia también mostraba, sin embargo, cómo Sartre adapta su radicalismo al common sense, y somete sus ideas filosóficas a una regla ajena a la Filosofía, la que denomina «humanismo», con el que, por un lado, intenta postularse como padre de un «ismo» –el existencialismo– y, por otro, busca no obstante justificar ese existencialismo ante la regla de un humanismo, en lugar de poner en cuestión esa misma medida, tal como hace Heidegger en su «Carta sobre el humanismo» [Brief über den Humanismus]. Sartre representaba un sentimiento trágico de la vida que alcanzaba a los precursores de nuestras discotecas y hasta las canciones francesas, como las de Juliette Gréco. Pero también al mundo del teatro, y por cierto no solo a través de las propias piezas teatrales de Sartre. Recuerdo la fascinación que sentía Jean Anouilhs por la Antígona. Para Sartre, el ateísmo era constitutivo. Pero también se daba en los círculos cristianos ese sentimiento [pathos] del riesgo, propio de quien se halla ante la tesitura de la decisión, sin ningún agarradero firme y objetivo. Eso pasaba con Gabriel Marcel, al que me unía la amistad, y que también escribió piezas teatrales, o con el filósofo de Münster Peter Wust, que regaló un ejemplar de su libro «Incertidumbre y riesgo» [Ungewissheit und Wagnis] al célebre Obispo Conde von Galen, y, ante la pregunta de este sobre cuál era el tema del libro, respondió: «Sobre la fe, Ilustrísima», a lo que el «León de Münster» replicó: «Señor Profesor, para mí la fe no es ninguna incertidumbre ni ningún riesgo». Mi propia preocupación por el tema del «riesgo» se hizo visible ya en el primer 67

trabajo que publiqué, en 1946, en la revista Ende und Anfang, con el título «Confiar es un riesgo», al que ya me referí. La selección del tema es, naturalmente, el reflejo de una época. ¿No ha sido Søren Kierkegaard quien introdujo en el lenguaje filosófico la metáfora o el concepto de «salto»? Al menos Kierkegaard lo ha empleado con frecuencia. Por entonces no solo me fijé en Kierkegaard. Su filosofía «existencial» estaba en el ambiente. La teología dialéctica de la Carta a los Romanos, de Karl Barth, está también en ese contexto. Para Kierkegaard, la fe es la paradoja absoluta; propiamente es lo en extremo inverosímil. Quien da el salto se sitúa en lo improbable. En esa línea también leí a John Henry Newman: Grammar of Assent [La gramática del asentimiento] y «Filosofía de la fe» [Philosophie des Glaubens]. Ahí sale el mismo tema, pero yo diría que tratado en una forma sosegada, típicamente anglosajona. En Newman la fe descansa primeramente en una probabilidad: cabe pensarla como la afirmación de algo altamente probable. ¿Pero cómo llego –pregunta Newman– de la probabilidad a la certeza? ¿Qué significa assent [asentimiento]? También aquí hay un «salto». De esta índole eran las preguntas existenciales que entonces me hacía. Si le preocupaban esas cuestiones existenciales, ¿por qué no se fue un semestre a Friburgo para escuchar a Martin Heidegger, como muchos de su generación? Más bien podría usted preguntarme por qué no fui a oír a Karl Jaspers. Jaspers tematizaba las preguntas «existenciales». Era un moralista. Pero justo por eso comencé a ser más crítico con él, y sobre todo porque ante el fortalecimiento de la China comunista proponía anticiparse con un ataque atómico «en pro de la libertad». El análisis existencial de tipo ontológico que desarrolla Heidegger poco tenía que ver con el existencialismo. Pero a mí me parecía cada vez más interesante desde el punto de vista filosófico. En cualquier caso nunca he podido contribuir al culto por Heidegger. Por su parte, Joachim Ritter dio una lección sobre Heidegger. Lo interpretaba en sentido anti-existencialista, y, por cierto, hizo de él casi un aristotélico. ¿Pero acaso no llegó usted a ser anti-heideggeriano? No, porque, como digo, me mantuve distante, es decir, tampoco acepté después tomar postura contra él. Mucho más tarde he escrito un pequeño artículo sobre él, que sirvió como introducción a un Congreso sobre Heidegger que tuvo lugar con ocasión de su centenario, en el año 1989. Trataba el tema: «La Historia de la Filosofía según Heidegger» [Die Philosophie-geschichte nach Heidegger]. Animaba «a introducirse en

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el pensamiento de Heidegger, y concretamente a reflexionar sobre lo que hemos aprendido gracias al trato que mantuvo con los pensadores de la antigüedad». También en trabajos de las últimas décadas he recurrido de nuevo a Heidegger, como no podía ser menos, pues introducirse en su pensamiento es necesario si uno quiere afrontar en serio los problemas fundamentales de la Filosofía. En alguna ocasión ha dicho que no le fue fácil la lectura de Heidegger. ¿Es por su jerga peculiar? Puede ser. Desde que comencé mi investigación filosófica me ha costado mucho adaptarme a algunos modismos lingüísticos. Siempre he pensado que en Filosofía se debe proceder con el lenguaje normal. El más alto metalenguaje es el lenguaje ordinario. Tampoco cuando durante un largo período leí a Karl Marx o a Georg Lukács logré acostumbrarme a sus jergas; de los «frankfurtianos» mejor no hablemos. Desde muy temprano es notable su inclinación por Francia. ¿De dónde le viene? En realidad, el espíritu francés me ha interesado desde muy pronto. En mi etapa como lector editorial, acepté una invitación de la Cusanuswerk[1] para impartir un curso de una semana en Montpellier. Hablé sobre las dos Francias, e ilustré mi tesis con los ejemplos de Descartes y Pascal, Pascal y Montaigne, Fénelon y Bossuet, Voltaire y Rousseau, Comte y Saint-Simon, Maurras y Péguy, Bergson y Valéry. Expuesto como estaba al viento de la filosofía alemana, me atrajo la claridad del pensamiento francés y la precisión de sus contrastes. Sin embargo, por influjo de Heidegger pronto el pensamiento francés comenzó a caer bajo la impronta alemana y a gruñir. ¿Había recibido clases de francés en la escuela? Nunca, pero durante mi etapa escolar tuve clases particulares de francés con una monja. Luego, después de la guerra, tuve contacto personal con franceses que definieron mi imagen de Francia. Había una revista, Documents, que dirigía en París Père de Rivier, y cuyo objetivo era ofrecer a intelectuales franceses y alemanes un foro de mutuo intercambio para sus ideas. A finales de los años cuarenta, y para mi sorpresa, me ofrecieron ser jefe de redacción de una edición alemana con el título Dokumente. La revista tenía entonces cierto seguimiento entre el público cultivado. De ahí que inicialmente acogiera la oferta como un gran honor. Pero finalmente tuve que rechazarla. También rechacé la jefatura de redacción de la revista Hochland, que se remontaba a una ilustre tradición: tenía que sacar adelante mis estudios. No obstante, a través de Documents pronto entré en contacto con intelectuales franceses y pude tomar parte en los debates del país vecino. 69

¿Se ocupó de los teólogos y filósofos franceses que después de la guerra también eran escuchados en Alemania? En los años cincuenta descubrí a Henri de Lubac y Jean Daniélou. Pero ya antes, al finalizar la guerra, me habían interesado mucho los filósofos Jacques Maritain y Étienne Gilson, pues era lector de Tomás de Aquino. Maritain era un tomista puro; su tomismo estaba influido ante todo por el estudio de los escolásticos españoles del siglo XVII. Gilson era un eminente «filósofo-historiador de la Filosofía», cuyo libro L’être et l’essence[2], traducido al inglés (Being and some philosophers[3]), con su tesis del primado del ser sobre la esencia fundamentaba algo parecido a un existencialismo tomista. De Gabriel Marcel ya he hablado. En largos paseos nos relataba a mí y a mi mujer el contenido de las piezas teatrales de Ibsen, que tenía muy vivo en la memoria. Como era muy buen narrador, nos encendía el deseo de leer a Ibsen, aunque luego la lectura era decepcionante, pues no añadía propiamente nada a lo que ya nos había contado Marcel. Paul Claudel resultaba algo estridente con su catolicismo triunfalista. Esto no cambiaba por el hecho de que Claudel fuera un gran poeta. Se inspiraba en Rimbaud, que pertenecía a una categoría completamente distinta a la de Ibsen. Muchos han chocado con Claudel, por ejemplo, André Guide, que mantuvo correspondencia frecuente con él y que escribió en una nota de su diario: «Tiene de todo más que yo: más genio, más talento, más dinero, más hijos, más fe». Circulaba un divertido chisme sobre Claudel como diplomático. Marcel contaba que, cada vez que había un cambio de gobierno en París, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores recibía, al tomar posesión, un escrito de Claudel en el que expresaba su completa y especial satisfacción por el nombramiento de ese ministro. Por lo demás, había comprendido desde hacía tiempo que con la Revolución Francesa había cristalizado el pensamiento moderno. En este punto yo seguía a Joachim Ritter. Usted decía que Carl Schmitt le hizo prestar atención al vizconde De Bonald. ¿Por qué lo eligió precisamente como tema para su Tesis doctoral? En su Théorie du pouvoir encontré una crítica de la Revolución que la noción rousseauniana de la volonté générale ya dirigía en 1789 contra el movimiento revolucionario. Esto me pareció un punto de vista completamente novedoso, que tampoco Carl Schmitt había advertido. Por cierto, él no estaba de acuerdo con la teoría de De Bonald. De forma distinta a Joseph De Maistre, De Bonald rechazó no solamente la idea de la soberanía popular, sino también la idea de la soberanía como tal. Para él la volonté générale es soberana, pero no consiste en otra cosa que la Voluntad del Creador, esto es,

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el Derecho Natural. Por el contrario, veía en el absolutismo la auténtica revolución, el triunfo del hombre. Él pensaba que toda revolución comienza desde arriba, y concretamente en el caso de la Revolución Francesa con dos arbitrariedades ilegales del rey, la supresión de la Compañía de Jesús y el decreto que fusionaba las tres cámaras de los Estados Generales –la Asamblea de Representantes– en una sola «Asamblea Nacional». La tiranía de unos pocos fue suplantada por la tiranía de la mayoría, o bien por una minoría que se autoproclama defensora del pueblo. Carl Schmitt llamó mi atención sobre De Bonald, pero mi idea era escribir un trabajo sobre «El origen de la Sociología a partir del espíritu de la Restauración», idea que me animó durante algún tiempo. En todo caso, en un momento dado vi claro que ahí tenía un tema para mi Tesis doctoral, y con él me fui a ver a Ritter. ¿No era entonces lo habitual que fuera el profesor quien propusiera el tema? No, al menos, con Ritter. Le sorprendí en 1951 con mi descubrimiento, y le expliqué lo que en él había atraído mi curiosidad. El nombre De Bonald quizá lo había encontrado en algún momento, pero no le decía nada especial. Le parecía más sugestivo Joseph De Maistre. Nunca habría llegado a proponerme a De Bonald, puesto que mi crítica –por lo demás transida de profunda simpatía– al tradicionalismo fundamentalista de De Bonald significaba una emancipación de mi profesor. A Joachim Ritter, al igual que a Carl Schmitt, le seducía más Joseph De Maistre. Maistre era un brillante escritor, un bel esprit, mientras que la forma de escribir y el estilo de pensar de De Bonald se le antojaba seco, pedante y escolástico. A comienzos de los años cincuenta nadie le conocía bien en Alemania. Usted propuso un tema histórico-filosófico, no solo filosófico. ¿No necesitaría esto una justificación especial? Es cierto que Ritter enseñaba Filosofía, no Historia de la Filosofía. Pese a todo, aceptaba trabajos de Historia de la Filosofía si presentaban un aspecto filosófico. La historiografía pura no le interesaba. En esto estaba de acuerdo con Heidegger: la Filosofía sistemática ya no puede ejercerse de modo ahistórico, y la Historia de la Filosofía, por su parte, no puede tratarse de forma no filosófica. El pensamiento sistemático no puede ser ahistórico. Mi interés por De Bonald ante todo era de carácter filosófico. Gracias a él encontré un significado nuevo y una crítica a la Revolución Francesa, así como una manera nueva de concebirla que estaba en la línea de Rousseau. Elaboró una concepción propia de la idea de voluntad general, surgida en Malebranche y adaptada por Rousseau. La revolución era, para De Bonald, la liquidación de la volonté générale que había 71

predominado en Francia al menos desde el siglo XII. Finalmente me quedó claro que De Bonald desarrollaba una teoría de la sociedad que exigía ser reconocida como prima philosophia. Estos puntos de vista bastaron para que Ritter se convenciera de mi proyecto. ¿Qué quiere decir a fin de cuentas el reconocimiento de la Teoría Social como prima philosophia? Esta pregunta concreta nunca me la ha planteado el propio Ritter. Pero me condujo a ella. Para De Bonald la Metafísica se enmarca en una escala de valor distinta de la que tiene en la tradición filosófica, a saber, en Platón y Aristóteles, más tarde en Tomás de Aquino, y aún después en Leibniz y Malebranche. Siempre se la había concebido como la Filosofía Primera. En cambio, De Bonald piensa que la Metafísica aún no ha logrado su forma adecuada. Ella viene a ser opinión subjetiva, al igual que la religión cristiana. Él propone esta teoría: la religión es la presencia de Dios en la sociedad, y la Metafísica, el poder espiritual en el que la sociedad se cerciora de su propia verdad. El Papado y la Hostia consagrada en el Tabernáculo, así como la persona del rey, significan que el poder fundamental en la sociedad nunca es latente ni virtual, sino que siempre es real y está presente. La Filosofía Primera, por tanto, tiene que ser un tipo de meta-Metafísica, es decir, una teoría que refleja la percepción social de la Metafísica como una función de auto-preservación de la sociedad. Así, la Teoría Social deviene prima philosophia en lugar de la Metafísica. En De Bonald lo prioritario es la función que viene a cumplir la Teoría Social. Esta novedosa interpretación hizo de él el padre de la Sociología. En muchos casos surgen nuevas ciencias con la pretensión de reinterpretar el mundo desde su fundamento, y por tanto de constituirse en filosofía primera. Esto ocurre hoy con la Neurobiología. Antes fue la Psicología, durante un largo período, la que ostentó esa pretensión. Después de una fase de recobrar el sentido, esas ciencias vuelven a ser una disciplina más entre otras. En los manuales de Sociología se tiende más bien a presentar a Augusto Comte como el fundador de esa ciencia. ¿Cómo era su relación con De Bonald? Augusto Comte se veía como sucesor de De Bonald. De esto era plenamente consciente, al igual que Joseph de Maistre, que una vez escribió a De Bonald: «No he pensado nada que usted no haya escrito, y no he escrito nada que usted no hubiera pensado». Augusto Comte hizo del pensamiento de De Bonald una disciplina científica, que ya en 1838 llamaba «sociología». Lo que prolongó la influencia de De Bonald en Francia después de su muerte, en 1840, es que se le describiera como maître de la contrerévolution [maestro de la contrarrevolución], y quizá más todavía que se le 72

considerara el filósofo de la época de la Restauración francesa, entre los años 1814 y 1838. Todavía a finales del siglo XIX, durante la época del affaire Dreyfus, Charles Maurras –uno de los fundadores y líder intelectual de la Action Française, de extrema derecha– pensaba que podría apelar a De Bonald, y denominaba su movimiento le parti de Bonald [el partido de De Bonald]. En el año 1953 publiqué dos artículos en la revista Wort und Wahrheit, en los que criticaba las adaptaciones del pensamiento de De Bonald que hacían algunos intelectuales vivos. Uno de esos trabajos llevaba por título: «¿La política ante todo? El destino de la Action Française» [Politik zuerst? Das Schicksal der Action Française]. El otro se titulaba: «El error de los tradicionalistas. Hacia la socialización de la idea de Dios en el siglo XIX» [Der Irrtum der Traditionalisten. Zur Soziologisierung der Gottesidee im 19. Jahrhundert]. A De Bonald se le consideraba defensor del «tradicionalismo». ¿Era el único interesado en restablecer las condiciones anteriores a la revolución? No. En mi tesis intenté poner de relieve que la postura filosófica de De Bonald es esencialmente compleja. De un lado, al final de su primera obra, Théorie du pouvoir, se dice: «Dios será devuelto a la sociedad, y el rey devolverá Francia y la paz al universo». De otro lado, De Bonald hace una predicción sobre sus propias tentativas teóricas: «Esas sublimes meditaciones sobre el orden social –objeto de una oportuna teoría del poder– serán la ocupación del siglo que despunta». De Bonald no es un romántico. Sabe que la «antigua» situación ya no será restaurada tal como era antes. El antiguo régimen no había sido perfecto; de lo contrario la revolución no habría tenido lugar. De Bonald era católico. Hay oraciones suyas que atestiguan su fe. Habría dado su vida por ella. Pero, desde el punto de vista filosófico, solo podría definir el sentido de su fe a partir de la idea de la conservación de la sociedad. Con esto se situaba en el límite entre cristianismo y positivismo. Si bien personalmente era un católico convencido, su justificación filosófica del cristianismo se acercaba a una noción funcionalista de la fe y, con ello, a la desaparición de esta. No es de extrañar que se le considere precursor de la Acción Francesa, movimiento que pretendía asociar el positivismo de Comte con el catolicismo. Si no era un tradicionalista puro, ¿entonces qué era? De Bonald no aceptaba el modo habitual de contraponer el pensamiento progresista y el tradicionalista; más bien se sentía como un representante del progreso. Para él, progreso 73

es el proceso continuado de la sociedad desde el siglo XII hasta la Revolución Francesa. En el año 1789 ese progreso queda interrumpido. A partir de entonces ya no regirá la volonté générale, sino tan solo la volonté de tous [voluntad de todos], es decir, la voluntad particular de los individuos. Pero, para De Bonald, «el hombre vive sobre la tierra para perfeccionar las condiciones de su existencia física y espiritual». Eso es propiamente el progreso: la mejora de las condiciones que mantienen al hombre en la vida. En otro lugar habla usted del «sometimiento de la vida a las condiciones de su conservación», y señala esa postura como el aspecto primordial de una cosmovisión política «de derechas» en la historia europea. ¿Cabe enmarcar ahí a De Bonald? «Subordinación de la existencia a las condiciones de su mantenimiento». Encontré casualmente esta fórmula en 1949, leyendo un libro aparecido en 1947 en Amsterdam, en una pequeña editorial de emigrantes: «Dialéctica de la Ilustración» [Die Dialektik der Aufklärung], de dos autores entonces aún desconocidos para mí: Theodor W. Adorno y Max Horkheimer. La frase desató en mí una cadena de ideas. Hay dos intereses y tendencias antropológicas fundamentales: un interés por la libertad, por la autorrealización y la satisfacción de los apetitos, por un lado, y, por otro, un interés por la conservación. Estas tendencias son antagónicas. En cualquier caso, ambas continúan en la modernidad, después de haber periclitado el concepto clásico de telos. Telos significa tanto «fin» [Ziel, objetivo que se persigue] como «final» [Grenze, frontera, límite hasta donde se llega]. En la modernidad esta noción se fractura en sus membra disiecta [fragmentos separados]. Tal fractura constituye el trasfondo ontológico de las categorías políticas de «izquierda» y «derecha». La postura clásica de las derechas lucha por las condiciones de la conservación, y ciertamente hasta el punto de hacer imposible la realización de la libertad. Con todo, el destino del socialismo en los países comunistas muestra algo distinto: la mutación de una tendencia en la otra. La izquierda –propiamente el partido de la liberación– establece dictaduras radicales cuyas antiguas promesas no pueden cumplir, y que además ya solamente están interesadas en la conservación del propio poder. Los extremos se vuelcan uno sobre el otro. ¿Dialéctica de la Ilustración significa, entonces, la manifestación de dos tendencias contrapuestas, una hacia la «autorrealización», y la otra hacia la «autoconservación», y que se transmutan cada una en su contraria si llegan a su extremo? ¿Se provoca, así, bien una excesiva liberación de la conservación, o bien una excesiva conservación de la liberación?[4]. Sí, así lo creo. En 1979, en un volumen de homenaje a Golo Mann, escribí un 74

capítulo sobre la «Ontología de los conceptos “derecha” e “izquierda”» [Ontologie der Begriffe rechts und links], en el que reflexionaba nuevamente sobre esto. La extrema derecha y la extrema izquierda –es mi tesis en el referido texto– ambas son nihilistas. La extrema izquierda quiere realizar la libertad olvidándose de las condiciones de su conservación. La extrema derecha busca perfeccionar de tal manera las condiciones de conservación de la libertad, que, al final, de libertad no queda nada. Tomemos el ejemplo de la seguridad. Si el Estado subordina todo al criterio de la seguridad –es decir, quiere crear una seguridad absoluta– entonces destruye la libertad civil. Pero, si la sociedad cree poder ignorar las necesidades de la seguridad en beneficio de la libertad, sacrifica aquello que sin embargo persigue. ¿Hasta qué punto su postura es crítica respecto a De Bonald? En mi Tesis doctoral se advierte que la crítica que hago a De Bonald no puede desplazar la simpatía que le tengo. No era un intelectual moderno como Joseph de Maistre, que defiende la monarquía y el papado, es decir, la tradición, con argumentos puramente funcionalistas. El vizconde De Bonald es un hombre de la intentio recta, un hombre de la nobleza rural, que en circunstancias normales habría administrado su patrimonio. En su caso se habría conformado con eso. Pero vino la revolución y fue elegido alcalde de su lugar natal. Dimitió de su cargo en protesta contra la obligatoriedad de que todos los sacerdotes juraran la nueva Constitución. Solo entonces comienza a fundamentar teóricamente su postura, con una teoría que más tarde llegó a interesar también a los defensores ateos de la religión[5]. De Bonald no era un romántico. A diferencia de Alemania, los Derechos que invoca en Francia son racionalistas. A sus ojos, la Revolución Francesa supone el triunfo del irracionalismo. En su libro sobre De Bonald aparece destacada la figura de Charles Péguy al tratar el tema «De Bonald y sus consecuencias», la derecha y la izquierda –los membra disiecta de la Ilustración– en la centuria posterior a la Revolución Francesa. ¿Qué es lo que despertó su interés por Péguy? Con ocasión del affaire Dreyfus, Charles Péguy ataca a los defensores de la condena al capitán de artillería judío, y les acusa de traicionar los valores que se preciaban de defender. Desde hacía décadas Francia estaba dividida entre un laicismo combativo y un frente de apologistas de la Iglesia, del ejército y del Ancien Régime. Estos últimos insisten en que el judío Dreyfus es culpable, y debe ser apresado y condenado a cadena perpetua por espionaje a favor del imperio alemán. En ese debate, Péguy se pone a favor de algo que siempre me ha afectado hondamente. Defiende la inmediatez, la intentio recta. El problema de si Dreyfus era o 75

no culpable no debe abordarse desde posturas partidistas o cosmovisiones ideológicas; es asunto para un proceso jurídico intachable. No se debe afirmar que Dreyfus es culpable tan solo porque se esté a favor de la Iglesia o del ejército. Menos aún deben instrumentalizar a Dreyfus sus defensores –en la línea del escrito J’accuse [Yo acuso], de Emile Zola– en su pugna por aniquilar los antiguos poderes. Verité d’abord [la verdad es lo primero]: esa debe ser la única consigna de quienes defienden el honor de la vieja Francia. Charles Péguy, nacido en 1873, fue educado como católico, pero ingresó en 1895 en el partido socialista, del que salió en 1899 retornando nuevamente a la Iglesia católica en 1906, año en que Alfred Dreyfus fue completamente rehabilitado y puesto en libertad. ¿Acaso no era un diletante? Péguy no era el único que mantenía esa postura. También estaba ahí, por ejemplo, Marcel Proust. Este defendía a Dreyfus, pero enfatizando que no por ello se alineaba con los anticlericales que querían desacralizar las catedrales francesas. Proust pensaba que eso sería un terrible sacrilegio, tanto como destruirlas. Péguy reprochaba al líder de la derecha radical, Charles Maurras, así como a la Acción Francesa, que ellos eran los auténticos modernistas. La revolución que condenaban la habían llevado a cabo gentes de la vieja Francia, impregnadas del viejo espíritu francés, que creían en la verdad, la justicia y el «Derecho natural». Su ethos era el espíritu con el que se construyeron las catedrales, el mismo con el que su abuelo hacía una pata de banco[6]. Para Péguy los anti-revolucionarios son los auténticos modernistas. Su crítica queda bien expresada en esta frase: «El modernismo consiste en no creer lo que se cree». En esa situación el hombre ya no puede seguir siendo él mismo. «No creer lo que se cree» es una fórmula paradójica. ¿Cómo puede entenderse? Péguy piensa en hombres que profesan algo en lo que realmente no creen. Un representante de esa postura es el fundador del positivismo, Augusto Comte. Este envió un mensaje al prepósito general de la Compañía de Jesús para proponerle una alianza: positivistas y católicos frente al espíritu modernista de la revolución, de la Reforma y de la Metafísica, formas todas ellas de un pensamiento individualista que no es consecuente con las funciones sociales. Con buen sentido, el emisario de Comte dijo: «Ustedes aún vivirán el día en que los jóvenes positivistas estén dispuestos a morir por el catolicismo, tal como los católicos están dispuestos a morir por Dios». Mi tesis acerca del «Origen de la sociología en el espíritu de la Restauración» también podría apoyarse en la crítica de Péguy al modernismo. Él piensa que las tentativas modernas de restaurar la tradición son nihilistas, y lo ha expresado con estas palabras: «Puede decirse literalmente que esos partidarios del ancien régime solo tienen una idea, a saber, arruinar todo lo que hemos 76

mantenido como lo más hermoso y sano del antiguo régimen, y que todavía puede considerarse así». Su Tesis doctoral se publicó en 1959. ¿No provocó un rechazo vehemente su afirmación de que la sociología surge del espíritu de la Restauración? No. Al principio el libro encontró escasa resonancia en Alemania. La tesis de que no fue Karl Marx sino Augusto Comte, e indirectamente De Bonald, el auténtico teórico de la sociedad moderna no extrañó entonces a nadie. Además, De Bonald era muy poco conocido. Nadie se había ocupado en Alemania seriamente del iniciador de la «Teoría Social» desde Franz von Baader, que en el primer tercio del siglo XIX hizo una elogiosa recensión de las Recherches philosophiques (1818), en la que recomendaba esa obra a los lectores «familiarizados con los nuevos aires de la filosofía alemana». (En aquella época decir esto significaba lo mismo que decir: familiarizados con el pensamiento de Hegel). Esto cambió cuando, en los años noventa del siglo XX, algunos estudiosos de Bolonia y Turín dedicados a la Filosofía política se interesaron por mi libro y se reunieron para discutirlo. Después se despertó la atención hacia él en Italia, España y Francia, y fue traducido a las lenguas de esos tres países. ¿Cómo se tomó Joachim Ritter, su director de Tesis, la crítica que hace usted a la sociedad moderna posterior a la Revolución Francesa? Se puede leer mi trabajo como un libro sobre mi relación con Joachim Ritter. No puedo decir si él lo advirtió así o no quiso darse cuenta. De esto no hemos hablado. Ritter habría admitido el tema del funcionalismo, e incluso habría podido cuestionar la función del funcionalismo. En todo caso, dio su aprobación y alabó el trabajo. En febrero de 1952 superé el examen Rigorosum del doctorado. Después de esto dejó la Universidad. ¿Acaso no quería seguir una carrera académica? Con veinticuatro años pensaba que no debía dedicar toda mi vida a la Universidad. Al menos durante un cierto tiempo quería «salir al mundo». En esa época contrajo matrimonio con Cordelia Steiner. ¿Cuándo la conoció? Corría el año 1944. Ella vino a Westfalia desde Berlín. Su madre, judía, murió poco antes. La situación en Berlín se había tornado peligrosa para Cordelia. Por eso buscó a su tía en Westfalia, donde se había convertido e ingresado en la Orden de las Ursulinas. Allí encontró ella refugio. Precisamente la casa de las ursulinas, en la que ambas vivían, estaba cerca de la nuestra, y por eso nos conocimos. 77

Nuestra relación se desarrolló muy gradualmente. Comenzamos haciendo música y conversando juntos sobre libros que nos interesaban. Empezamos a traducir la breve novela del veinteañero Radiguet, Le Bal du Comte d’Orgel [El baile del conde de Orgel]. Ella escribía documentales para la radio, ensayos, artículos sobre historias populares, libretos de canciones y poesías. Solo mucho más tarde llegamos a plantearnos la idea de casarnos. La boda tuvo lugar después de la entrega de mi trabajo doctoral y antes del examen Rigorosum. Tuvimos tres hijos. Cordelia murió el 24 de abril del 2003. Ya antes del doctorado había publicado artículos en diversas revistas. ¿Quería ser periodista? Mi reticencia a reflexionar sobre mi persona también se pone de relieve en que nunca me he planteado propiamente qué tipo de alguien quiero ser. Admiro las palabras de Karl Kraus: «No me interesan mis propios asuntos». Cuando en 1953 escribí dos artículos sobre la Action Française, ese fenómeno político en Francia atrajo mi atención, y quería dar a conocer a otros mis ideas sobre eso. No estaba mal que finalmente el debate se desarrollara a través de escritos más o menos periodísticos. Lo que pasa es que, como nunca he seguido en mi reflexión filosófica posterior una metodología sistemática, tampoco entonces empleé mucho tiempo en reflexionar si debía dedicarme al trabajo periodístico. A lo que sí estaba decidido es a lograr una profesión que me diera para comer. Desde luego, esto no podía conseguirlo solo escribiendo. Además, tampoco me gustaba nada la idea de «tener que escribir». Quien quiere vivir del periodismo está forzado a escribir en un momento dado sobre lo que quizá necesitaría algo más de reflexión. Siempre he preferido dejarme tiempo para escribir. Como redactor o periodista independiente no me hubiera podido permitir esa libertad. Por eso me decidí a ser lector editorial. ¿Cómo llegó a la editorial Kohlhammer de Stuttgart? Fue pura casualidad. Un condiscípulo conocía al director editorial de Kohlhammer de la época en que fueron compañeros en el ejército. Me contó que en esa editorial buscaban un lector y me preguntó si podría interesarme. Como aún no sabía en absoluto de qué iba a vivir después del doctorado, pero estaba decidido a no continuar en la Universidad, inmediatamente acepté la oferta. El puesto estaba mal pagado, pero garantizaba mucha libertad. Puse como condición poder trabajar en casa. Argüí así al editor: «Mire usted, si como lector debo sentarme en el escritorio de la editorial ocho horas al día, entonces tengo un problema. Pero si trabajo en casa o en la biblioteca pública, y me puedo repartir libremente el tiempo, usted obtendrá más rendimiento que si estoy todo el rato sentado en la oficina». Esto le convenció.

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¿Cómo podría describirse su trabajo como lector? Ante todo tenía que leer los manuscritos que entraban. Tenía competencia como lector especialista en libros de Filosofía, Historia y Arqueología. Debía corregir los manuscritos que llegaban y revisar las traducciones, pero también recibir a los autores que presentaban nuevos proyectos. Aún recuerdo el examen de la traducción del libro de Arnold J. Toynbee, A Study of History. Me empleé a fondo en un libro de Filosofía: The meaning in History, de Karl Löwith, que había aparecido en Estados Unidos en 1949. Fue publicado en alemán por Kohlhammer en 1953, en la traducción de Hermann Kesting, con el título Weltgeschichte und Heilgeschehen [Historia universal y hecho salvífico]. Löwith hacía poco que había regresado a Alemania y había tomado posesión de una cátedra de Filosofía en Heidelberg, en el departamento de Hans-Georg Gadamer. ¿Trabajó también en una obra importante de otro emigrante alemán, Leo Strauss: Natural Right and History [Derecho Natural e Historia]? Lamentablemente, ese libro lo gestionó otra editorial de Stuttgart, la Koehler Verlag. Me hubiera gustado mucho ocuparme de él. Cuando apareció el libro, en 1956, lo leí como si fuera la Biblia. Lo que buscaba me pareció encontrarlo ahí. Vi que cobraba todo su significado el concepto normativo de naturaleza y de lo natural. Fue para mí una gran fortuna encontrarme con Leo Strauss. ¿Pudo seguir ocupándose de la Filosofía durante su trabajo en la editorial? Desde luego. Después del doctorado, en 1952, había comenzado a leer sistemáticamente todos los diálogos y cartas de Platón. Conocía muchos diálogos, pero nunca me había aplicado detalladamente a ellos. Esto pude recuperarlo en ese momento. De esa lectura surgieron notas con la localización exacta del número de página, citas textuales, voces, anotaciones, sumarios y resúmenes que aún hoy me son útiles. Por degracia, tengo mala memoria para la localización de textos. Sin embargo, con Platón me siento seguro. Tengo mis notas y solo necesito hojearlas para encontrar una cita. De todos modos, en esa época se interrumpen mis estudios sobre el pensamiento político francés, que había cobrado un interés creciente para mí a raíz de mi trabajo sobre De Bonald. Una conferencia en París ante el «Grupo de estudios alemanes» [Groupe d’etudes allemandes] sobre la filosofía alemana actual me dio la oportunidad de ordenar en un marco plausible mis ideas sobre la situación filosófica en Alemania. La conferencia ha aparecido nuevamente en el primer volumen de Schritte über uns hinaus [Pasos por delante de nosotros mismos]. También recuerdo una mesa redonda en la Sorbona, en la que pude discutir con Alfred Grosser sobre la situación intelectual de Alemania.

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Usted trabajó cuatro años como lector editorial. Pero en 1952 regresó a Münster, a la Universidad. ¿Qué pasó? A la larga era consciente de que aspiraría a volver a la Universidad. Visité al filósofo Max Müller en Friburgo, con el que esperaba poder colocarme, pero rápidamente me percaté de que las plazas de asistentes [ayudantes de cátedra] preferentemente eran ocupadas por los propios doctorandos de los profesores. Un día sucedió algo sorprendente. Recibí una carta de Münster, del nuevo catedrático de Pedagogía, Ernst Lichtenstein, recientemente nombrado. Me preguntaba si tenía interés en una plaza de asistente en el Pädagogisches Seminar [Seminario de Pedagogía] para habilitarme ahí. Respondí inmediatamente, pero hice valer dos consideraciones. La primera: nunca había estudiado Pedagogía. La segunda: Si me habilitaba, tendría que ser en las dos materias: Pedagogía y Filosofía. Lichtenstein buscaba un asistente con formación filosófica. Ya tenía otro preparado en asuntos de Pedagogía práctica. Por tanto, estuvo de acuerdo con mis observaciones sin ninguna reserva. La propuesta de dirigirse a mí procedía de Joachim Ritter. En aquel momento estaba en el Instituto Rita Kickuth –posteriormente Rita Süssmuth– como auxiliar de cátedra encargada de la atención a los estudiantes, una de las cuales era a la sazón Ulrike Meinhof[7]. ¡Otra casualidad! En efecto, como frecuentemente sucede en mi vida. Regresé a Münster en 1956. Tuve que familiarizarme con la disciplina de Pedagogía y leer mucho. Debía examinar a los candidatos a una plaza de maestro –el denominado examen «pedagógico» (Pädagogikum)– e impartir sesiones de proseminario. En aquellos años (entre 1949 y 1956), que fueron algo agitados para usted en el aspecto profesional, se fundó la República Federal Alemana en la zona occidental del país. ¿Se interesó entonces por la política? ¿Hasta qué punto? Después de mis digresiones periodísticas en la revista Ende und Anfang y de mi estancia de estudio en Suiza, en 1948, se produjo una pausa. Después de un año interrumpí mis estudios en la Universidad de Friburgo porque mi padre se puso enfermo. Así, retrocedieron un poco los temas políticos, que antes me afectaban directamente, por ejemplo, la cuestión de una orientación liberal o socialista de la República Federal. La figura dominante de la política alemana en esos años fue Konrad Adenauer. La mayoría de los filósofos de su generación rechazó al político católico orientado a Occidente, y optaron por Kurt Schumacher, presidente del SPD [Partido Socialdemócrata Alemán]. ¿Cuál era su postura respecto al primer canciller federal?

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Lo confieso sinceramente: siempre he admirado a Konrad Adenauer. Era uno de los pocos asuntos en los que no coincidía con mi mujer. A ella le importaba mucho más la reunificación alemana que los vínculos con Occidente. Pensaba incluso que la unión con el Oeste europeo impedía la reunificación: Adenauer mentía cuando predicaba a los cuatro vientos una «reunificación en paz y en libertad» como el más alto objetivo de la política alemana. Tal era la firme convicción de mi esposa: ni siquiera él mismo podría creérselo. Mucho más tarde, ya en el 1990, vivió la reunificación, y entonces reconoció que había estado equivocada.

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La bomba El presidente Barack Obama ha propuesto serios pasos hacia la recuperación de un mundo libre de armas atómicas, y desea –así se dice– comenzar a reducir cien veces la capacidad que su país tiene de arrasar completamente la humanidad de una sola vez. He pasado la mayor parte de mi vida bajo la amenaza de la bomba, y esto también significa una paz garantizada por la existencia de esa bomba a ambos lados del telón de acero. De algún modo teníamos que convivir con esa paradoja. Al principio fueron Hiroshima y Nagasaki. Lo curioso de Nagasaki es que la bomba cayó en esa ciudad cuando ya estaba sellado el final de la guerra, precisamente a consecuencia de la anterior bomba sobre Hiroshima. Nagasaki fue una pura demostración de fuerza frente a la Unión Soviética. Esto se antoja paradójico al primer vistazo, pues ambas bombas habían sido arrojadas por «los buenos». Pero no era ninguna casualidad. Las bombas eran la espantosa demostración del convencimiento de que a los buenos «todo les está permitido» –tal como Lenin proclamó para los comunistas–, de que el fin bueno salva los medios y que la guerra justa –la guerra entre el bien y el mal– todo lo justifica. En ella todo está permitido, en contra de la doctrina tradicional sobre la guerra justa, según la cual la manera de conducirla puede convertir una guerra justa en injusta. Las guerras totales siempre se llevan adelante con la expectativa de que en ellas todo está en juego, pues esa será la última guerra, y el modo de conducirla no tiene ningún precedente. Después de la segunda guerra mundial tenía claro que en este asunto los ideólogos mienten en su propio beneficio. Una guerra con la Unión Soviética no era algo impensable. La bomba atómica serviría para compensar, en ese caso, la superioridad convencional de los rusos. Su eventual empleo formaba parte esencial de los planes de la OTAN. Los bombardeos de las ciudades alemanas durante la segunda guerra mundial ya habían preparado psicológicamente una intervención de ese tipo: con muchas bombas hicieron lo que en Hiroshima y Nagasaki se hizo solo con dos. En aquel momento Konrad Adenauer restó importancia al peligro, refiriéndose a la bomba atómica como «artillería adicional», lo que provocó protestas de prominentes físicos, entre ellos, Carl Friedrich von Weizsäcker. En la Iglesia católica se encendió un vehemente debate sobre la cuestión de si una guerra nuclear no sería una guerra injusta, según la doctrina tradicional de la guerra justa, puesto que en esta tiene vigor el ius in bello, que desde luego queda descartado con la muerte masiva de ciudadanos desarmados. La bomba atómica no permite este género de distinciones; en todo caso, no lo permitía entonces. Llamar «daños colaterales» a los muertos en Hiroshima y Nagasaki supondría más bien una burla sangrienta. Pero eso mismo hicieron entonces siete destacados teólogos 82

morales alemanes en una declaración pública, en la que se defendió la guerra nuclear. De los obispos de habla alemana creo recordar que solo se oponía el entonces obispo de Innsbruck, Paulus Rusch. El frente de la justificación quedó respaldado, entre otros, por un artículo del jesuita germano Gustav Gundlach, el más cercano consejero que tenía el Papa Pío XII en materia sociopolítica. En ese escrito, publicado en la revista Hochland, glosaba unas declaraciones análogas del Papa. Según la interpretación de Gundlach, se trataba de una cuestión de ponderación de los bienes en juego. En la jerarquía de los bienes –o de los valores– la libertad está por encima, y su defensa justifica el empleo de dicha arma. Mi amigo Ernst-Wolfgang Böckenförde y yo nos enfrentamos con Gundlach y mostramos la debilidad de su exégesis papal. Tener la confianza del Papa no dispensa de las reglas de una interpretación correcta y lógicamente consistente de los documentos papales. En aquel momento existía aún una estrecha armonía entre la Iglesia y el partido de la CDU [Unión Cristiano-Demócrata: Christlich Demokratische Union Deutschlands]. Yo la había denunciado en las Jornadas Católicas de 1956, celebradas en Colonia, en un discurso sobre la Iglesia como signo de contradicción, si bien es cierto que en la mayor parte de los debates de aquel tiempo compartía la postura de la CDU, por ejemplo, en la cuestión de la legalización del aborto o en el asunto de la escuela confesional[8]. Pensaba que la Iglesia puede pedir a sus fieles conformidad en sus posturas morales fundamentales, así como un reconocimiento público de ellas, pero en ningún caso ha de señalarles lo que han de preferir a la hora de apoyar concretos programas políticos de los partidos. En lo relativo al armamento nuclear, a mí y a mis amigos Heinrich Böll, Peter Nellen –diputado federal de la oposición–, Ernst-Wolfgang Böckenförde, Martin Kriele, etc., se nos echaba en cara no comprender que el arma no estaba destinada a ser disparada, sino tan solo a la disuasión. (Cuando conversábamos sobre la bomba, nunca empleábamos la palabra «arma», pues esa noción presupone dos contrincantes de igual entidad, mientras que la bomba elimina superficies pobladas de personas barriéndolas como si fueran bichos). Contra el argumento de la disuasión, en primer término obra el hecho de que la bomba ya se había usado dos veces sin que nadie lo cuestionara en USA. En segundo término, la disuasión solo puede funcionar si hay soldados realmente dispuestos a emplear el arma, pero eso precisamente significaría su corrupción moral. Además, si no están preparados para usarla, puede que esto no le pase desapercibido al enemigo, y entonces queda en entredicho el efecto disuasorio. Solo el comandante en jefe podría mantener el secreto. Cuando era ministro de Defensa Franz Josef Strauss, en una conversación privada con Carl Friedrich von Weizsäcker –así me lo contaba este último–, a la pregunta de qué

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haría si realmente llegara a ser inminente un ataque nuclear directo desde el otro lado [del telón de acero], el ministro respondió: «Capitular inmediatamente». El debate de entonces llegó a tener una alta tensión emocional. De forma más tranquila y realista se llevó a cabo en la revista de la capellanía católica castrense, que a la sazón publicó dos artículos detallados sobre el problema moral de la bomba nuclear, uno de Böckenförde y otro mío. Un alto oficial del ejército nos replicó, y la revista nos ofreció la oportunidad de una contra-réplica. La discusión se desarrolló en un tono de recíproco respeto. En este contexto debo mencionar aún a Karl Jaspers, por entonces considerado como preceptor Germaniae [maestro de Alemania], que en un libro tan extenso como superfluo se manifestaba a favor de disponer de la bomba atómica, incluso de su eventual empleo. Aparte de eso se pronunciaba por un ataque preventivo contra la República Popular China. La libertad sería el más alto valor –tal era su argumento–, y cuando esta está amenazada la protección de la vida tampoco podría invocarse como preferente. Fue entonces cuando comencé a entender lo que quería decir Carl Schmitt cuando hablaba de la «tiranía de los valores». Aparte de esto, Jaspers nutría la funesta idea de que en ese caso la primacía la tiene «el todo». Es justamente esta la representación característica del totalitarismo. En palabras de Lenin, al totalitarismo «todo le está permitido». Cuando está en juego el más alto valor, entonces pueden quedar en suspenso todas las reglas morales. En el artículo para la revista de la capellanía castrense –Militärseelsorge–, indicábamos a este propósito que el armamento atómico también perseguía el objetivo de ahorrar costes en el ejército, que a fin de cuentas es el que puede conquistar territorios en una confrontación convencional. Algunas personas se han asombrado cuando décadas más tarde me incliné a favor del rearme en la línea que proponía Helmut Schmidt (lo que en su momento llevó a Helmut Kohl a convertirse en canciller federal). Entre los prominentes detractores del rearme estaba también Heinrich Böll. Le escribí una carta –que más adelante se publicó en mi volumen recopilatorio Grenzen [Límites]–, en la que rechazaba el veredicto moral de Böll contra todos los partidarios del rearme. No es que hubiera modificado mis convicciones, sino que la realidad en torno al tema del rearme sencillamente era distinta a la de la época en la que la cuestión era el armamento atómico. La diferencia estriba en que entre tanto la Unión Soviética ya poseía desde hacía mucho tiempo armamento nuclear. Ahora bien, la discusión ya no estaba en si había que emplear o no armas nucleares, sino en cómo podemos impedir que llegue a emplearse la bomba atómica que ya está preparada.

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Hiroshima y Nagasaki sucedieron en una época en la que los americanos detentaban el monopolio sobre esa bomba. El físico americano Oppenheimer, «padre de la bomba atómica», estaba convencido de que el monopolio sobre la bomba sería lo verdaderamente peligroso. En cuanto al rearme, la cuestión residía en si debía aceptarse o no una superioridad estratégica de la Unión Soviética en el terreno nuclear. En aquel momento me impresionó mucho la argumentación de Sajarov. Arriesgando su vida, escribió que quien cae en la espiral del desarme directamente pone en peligro la paz mundial. No debería aceptarse ningún monopolio, pero menos aún el de la Unión Soviética. En aquel momento me parecía peligroso apoyar a los pacifistas que alzaban sus inocentes manitas portando velas, pues en caso de que tuvieran éxito la suerte de la paz mundial corría un serio riesgo. A la vista de la situación real, se me antojaba irresponsable poner en pie de igualdad la buena conciencia de las partes recíprocamente indignadas. Böll me respondió con una carta muy cordial que comenzaba exonerándome de su veredicto moral. A la lógica de las reflexiones de Sajarov y a mi argumentación no sabía oponer más que esto: «Querido Spaemann, yo ya no creo en la lógica». A la objeción, que yo mismo planteé en los años cincuenta, de que la disuasión supone disponer de soldados realmente preparados para intervenir, si he de ser honesto, hoy por hoy tampoco puedo dar respuesta. Debo vivir con mi antiguo consuelo: Le pire n’est pas toujours sûr [seguramente aún no ha llegado lo peor].

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NOTAS  1 La fundación Cusanuswerk –así llamada en memoria de Nicolás de Cusa– se cuenta entre las instituciones alemanas que promocionan a los estudiantes intelectualmente mejor dotados en la República Federal Alemana. Es una organización de la Iglesia católica y está dirigida a los estudiantes universitarios de todas las especialidades, mientras realizan su licenciatura y doctorado.  2 Hay traducción castellana: El ser y la esencia, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1965.  3 También hay traducción castellana (de la traducción inglesa): Dios y los filósofos, Eunsa, Pamplona 2005, 5ª ed.  4 ¿Demasiado mantenimiento liberador o demasiada liberación de la conservación? Extrema tanguntur.  5 Se refiere a la noción de religión civil que han desarrollado algunos pensadores ilustrados. Por ejemplo, para Rousseau ha de haber una «religión» o «profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano como normas de sociabilidad», a las que debe ajustarse el comportamiento del «buen ciudadano» y del «súbdito fiel», pues «al Estado le importa que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes» (J.-J. ROUSSEAU, El Contrato social, lib. IV, cap. 8).  6 Péguy cuenta la siguiente anécdota: yendo en dirección a Chartres encontró por el camino a tres picapedreros, a quienes sucesivamente preguntó qué hacían. El primero respondió que aguantaba como podía un trabajo pesado; el segundo, que se ganaba el sustento, y el tercero dijo que construía una catedral. En su libro El amor que nos cura, Boris Cyrulnik comenta así la escena: «La piedra desprovista de sentido somete al desdichado a lo real, a lo inmediato, que no permite comprender otra cosa más que el peso del mazo y el dolor del golpe. Por el contrario, quien tiene una catedral en la cabeza transfigura la piedra y experimenta la sensación de elevación y de belleza que provoca la imagen de la catedral, de la que se siente orgulloso».  7 Rita Süsmuth ha sido profesora de Pedagogía en varias Universidades alemanas. Diputada en el Parlamento Federal (Bundestag), llegó a ser presidenta de la Cámara. Ulrike Meinhof perteneció al Partido Comunista de Alemania, que abandonó para militar en la organización terrorista Fracción del Ejército Rojo (Rote Armee Fraktion, RFA), de la que fue co-fundadora junto con Andreas Baader. Fue capturada por la policía en 1972 y se suicidó en la cárcel en 1976.  8 Las Jornadas Católicas (Katholikentag) constituyen en Alemania un gran evento religioso y cultural que dura varios días. Surgieron del movimiento laical y de la Asociación de Católicos en el siglo XIX, y por lo general tienen lugar cada dos años. Además de actos de culto público, se celebran también asambleas donde se discuten temas sociales y culturales de actualidad, con el propósito de influir en la opinión pública con una postura más o menos cohesionada de los católicos.

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Capítulo IV REGRESO A LA UNIVERSIDAD DE MÜNSTER

Fénelon, el amigo de la mística ¿Cómo se encontraba en su nueva situación profesional en la Universidad de Münster? Me encontré ante un desafío especial. Nunca antes había estudiado ni siquiera un semestre de Pedagogía. Y ahora debía preparar rápidamente proseminarios en esta materia. Las sesiones estaban abarrotadas: había que contar con casi un centenar de participantes. En esas condiciones prácticamente no se podían mantener más que lecciones magistrales [Vorlesungen]. Para discusiones quedaba poco tiempo. En ese contexto también trabajé sobre Rousseau. Ya en mi Tesis sobre De Bonald me había encontrado con él, lo mismo que con las lecturas de Leo Strauss. Pero, cuando más tarde hube de dirigir seminarios sobre el Emilio, tuve que profundizar más en el estudio de los escritos de Rousseau. De ahí surgieron una serie de artículos que compilé bajo el título «Rousseau, ciudadano sin patria» [Rousseau. Bürger ohne Vaterland]. (En el 2008 aparecieron publicados en el volumen «Rousseau, hombre o ciudadano. El dilema de la modernidad» [Rousseau. Mensch oder Bürger. Das Dilemma der Moderne]). Naturalmente, también tuve que ocuparme de la tradición pedagógica alemana, que siempre estuvo estrechamente asociada a la Filosofía. Theodor Litt y Eduard Spranger, por ejemplo, eran tanto pedagogos como filósofos. La estrecha unión de Filosofía y Pedagogía quedó deshecha en los años setenta. La Pedagogía se transformó en una ciencia empírica con métodos cuantitativos. El interés por la idea alemana de formación [Bildung] desde ese momento quedó reservado a los estudios históricos durante un largo período. ¿Qué tal se relacionaba con su catedrático? Ernst Lichtenstein se contaba entre los teóricos alemanes de la Bildung. Siendo medio judío, consiguió eludir el nacionalsocialismo en el Colegio Alemán de Atenas. Ha dejado poca bibliografía, aparte de una historia breve, interesante y correcta, de la noción de formación. En el Diccionario Histórico de Filosofía había redactado un artículo sobre la voz «formación»[1]. Era liberal en el trato. En los seis años que estuve con él tuve la impresión de que me «dejaba hacer», es decir, que no me coartaba en mi trabajo y que no le importaba que perteneciera al círculo de Ritter. 87

¿Qué es lo que más le interesaba de las discusiones filosóficas de aquel momento? Muchas cosas, y desde luego en primer término lo esencial de lo que ocupaba a Ritter. En aquella época circulaba un poema chistoso de Carl Schmitt –publicado anónimamente– que llevaba por título «La sustancia y el sujeto» [Die Substanz und das Subjekt]. Podría ser el emblema de aquellas discusiones. Trataba de la fractura entre sustancialidad y emancipación, y finalmente entre «origen y futuro» [Herkunft und Zukunft], lo que más tarde pasó a constituir para Odo Marquard el hilo rojo de su tradicionalismo escéptico[2]. En el trasfondo de este asunto desempañaban un papel crecientemente representativo los «frankfurtianos», es decir, Horkheimer y Adorno. Más adelante, con ocasión de un aniversario del Collegium Philosophicum, Odo Marquard compuso una balada sobre la vida recta –que yo recité con la melodía de la Canción del tiburón, de la Ópera de los Tres Centavos [Die Dreigroschenoper, de Bertolt Brecht]–, en la que se parodiaba la filosofía de Ritter, sobre todo con este verso: «Y al hombre no le falta casi nada, excepto saber que nada le falta». Tal fue la versión de Marquard de la interpretación que Ritter hacía de la afirmación hegeliana sobre la racionalidad de lo real, que a su vez era una versión de la doctrina cristiana según la cual siempre estamos en las manos de Dios. Pero a mí me parece que su versión no atañe en absoluto al núcleo de esa doctrina. Al final de un semestre de lecciones dedicadas a la filosofía existencialista, Ritter había modificado la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo en el sentido siguiente: El hijo que regresa descubre que en realidad nunca había abandonado la casa paterna. Esto no lo veía yo claro. La miseria de los miserables y la vileza de los viles no son solo algo imaginado, y la redención significa, salvo para los budistas, algo más que la curación de una ilusión. Por un lado, Odo Marquard se adhirió con fuerza a la utopía de la «majestad del día, que alumbra la tierra sin quemarla», como se dice en la Dialéctica de la Ilustración. Ahora bien, en la medida en que en Europa se ha politizado la utopía, para él la revolución ha dejado de ser la realización de la utopía. Ahora su lugar será el arte. «Cuando la razón permanece en el recorrido, adorna ese recorrido» era uno de los dicta [frases] de Odo Marquard. Más tarde ya no describiría la renuncia a la revolución como un «mantener la razón durante el recorrido», sino más bien como un «ir al encuentro de la razón». Avenirse a la razón quiere decir ser un burgués. Esto puede describirse como resignación. Aquí sale al paso la religión. Cuando san Agustín abandonó las ideas filosóficas sobre la felicidad, no lo hizo en el sentido de la resignación escéptica, sino de la plena satisfacción de nuestras más elevadas representaciones de la eudaimonía [felicidad], a saber, a la manera de la esperanza cristiana, cuyo cumplimiento se espera allende las fronteras de la muerte. «¿Qué escribes a un buen amigo que ha perdido a su ser más querido?», pregunté una vez a Odo Marquard. Respondió esto: «La carta la 88

escribiría mi mujer». Es probablemente la respuesta más hermosa que se puede dar a quien se obstina en ser escéptico sobre esto. El tema «Origen y Futuro» pasó al primer plano tras la estancia de Ritter en Turquía. Antes de eso, Ritter era ante todo un crítico de la modernidad. Ahora la disarmonía se convirtió para él en un concepto clave para su comprensión de las cosas. Entonces Marquard encontró una plaza privilegiada como apologista de la disarmonía. En mi caso el interés se mantuvo sobre la crítica a la Ilustración, es decir, el pensamiento de que la Ilustración también tiene que «aclararse» sobre sí misma si no quiere autoanularse. Que la Ilustración se ilustre a sí misma: esto significa concebirse en categorías que son más fundamentales que las suyas propias. ¿Cómo era su relación con Hermann Lübbe, otro de los talentos que participaban en el Collegium Philosophicum? Desde nuestra época de estudiantes en Münster siempre tuve estrecho contacto con él. Recuerdo con gusto una excursión que hicimos por su tierra natal, Frisia del Este. Pero en el aspecto filosófico cada uno ha seguido su propio camino. El itinerario de Lübbe hoy apenas podría sospecharse. Comenzó con la tradición de la filosofía especulativa alemana, principalmente con Fichte; después se orientó sobre todo hacia Arthur Schopenhauer, que disfrutaba provocando la indignación de su última mujer, Grete Grothues, con sus aforismos misóginos. Solo más tarde llegó a ser un filósofo de la cultura y de la sociedad, y en torno al año 68 una figura emblemática de la crítica [al movimiento estudiantil]. Le debemos el nombre de una virtud, que él mismo poseía en alto grado: «resistencia al estupor». Su hija Weyma Lübbe hizo bajo mi dirección el trabajo final de maestría. Escribió sobre mi crítica a la teoría funcionalista de la religión que ha desarrollado Hermann Lübbe. En ese escrito ella defendía a su padre. Ahora es docente de Filosofía Práctica en Regensburg y, desde 2008, miembro del Consejo alemán de Ética. ¿Qué importancia tenía entonces para usted Immanuel Kant? A Kant no se le puede marginar en ningún camino. Las primeras dos Críticas eran lecturas obligadas para un estudiante de Filosofía. Más adelante leí el libro que para mí, con mucho, debía ser el más interesante, la «Crítica del juicio» [Kritik der Urteilskraft]. En él se formula en profundidad el problema de la teleología. El neokantismo, que por primera vez hace valer a Kant como auténtico comienzo de la Filosofía, en «nuestra época» era ya solo historia: Heinz Heimsoeth, Gerhard Krüger y Martin Heidegger ya no leían a Kant con lentes neokantianas. También para Ritter la «Metafísica racional» [dogmática] que Kant había destruido era ya tan solo el racionalismo de Wolff. De su superación surgió propiamente el

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restablecimiento de la tradición metafísica, que desde Aristóteles llega hasta Leibniz y se consuma con Hegel. Cuando yo era estudiante se decía que no es posible retroceder antes de Kant. ¿Cómo se veía esto en los años cincuenta? El lema de que no se puede retroceder antes de Kant era un dicho de moda que a mí siempre me provocaba protesta. En la Iglesia católica frecuentemente se dice: «No se puede retroceder antes del Concilio Vaticano II». Precisamente por eso dicho Concilio quería regresar desde algunas tradiciones nuevas a otras antiguas. Después se declaran estas como definitivas, y que han de tenerse por verdaderas y válidas, así como servir de punto de apoyo para todos los pasos ulteriores. De hecho el progreso, tanto en Filosofía como en Teología, siempre consiste en volver a enlazar con los orígenes. Se basa en la idea de que cada paso que damos nunca integra completamente los que hemos dado antes. El progreso en Filosofía se representa en la forma de un nuevo conocimiento que ha de contener en sí mismo todos los anteriores. Esa novedad no se plantea como una simple crítica negativa a lo anterior, sino precisamente con la pretensión de integrarlo. Frecuentemente la discusión entre los filósofos es sobre quién integra a quién. ¿Son los precursores algo más que precursores? Esas tentativas de integración nunca discurren sin resquicios [nunca lo integran todo]. Siempre queda algo de lo que supuestamente se ha superado, pero que en algún momento surge de repente con un dinamismo propio que desautoriza la antigua recepción. Hegel ha intentado integrar en su filosofía los sistemas de Kant, Fichte y Schelling, y ha establecido su propio intento como meta definitiva de un desarrollo de las ideas. ¿Podría ser este un ejemplo de pretensión desmesurada? Sí. Como podemos ver hoy, la tentativa de integrar completamente a esos tres predecesores no ha salido bien. El progreso filosófico no acontece como el progreso en las ciencias empíricas, en acometidas lineales. Más bien reside en un continuo volver al «resto» que nunca termina de integrarse completamente, y cuyo potencial nunca se agota del todo. Lo característico del filosofar es un movimiento envolvente que implica tanto ir hacia adelante como hacia atrás. Esto se aprecia de forma diáfana en el pensamiento de Martin Heidegger. Él piensa que Platón no ha «superado» –en el sentido hegeliano de esta palabra– a los filósofos griegos que le precedieron. El avance que respecto a ellos supone Platón deja atrás algo que aún está por pensar. Algo parecido sucede con la religión. La Reforma [luterana] no se tiene a sí misma como innovación, sino como un volver a las fuentes, a los textos del Evangelio. Todo lo ocurrido hasta ella, la Reforma lo concibe como la historia de una falsificación de los 90

orígenes. De ahí que pretenda regresar a la fuente misma. Lo que con esa pretensión en realidad consigue no es en ningún caso la fuente misma, sino tan solo una nueva interpretación de ella, que igualmente se convierte en un nuevo alejamiento de ella. En una lección que tengo preparada sobre introducción a la Filosofía –y que he impartido muchas veces, reelaborádola siempre– trato este tema de la «superación». La idea de fondo es la siguiente: hay tres orígenes de la Filosofía, de cada uno de los cuales arranca una forma de integrar la totalidad de lo real; tres modos de «Filosofía Primera», tres modos de «abarcar», como diría Jaspers: uno comienza en el ser, otro en la conciencia y el tercero en el lenguaje. Los tres comienzos se suceden históricamente, uno tras otro. Ahora bien, cabe mostrar que el tránsito de la ontología clásica a la filosofía de la conciencia realmente no constituye la superación de lo que es pensado con el pensamiento del ser. Por una parte, la conciencia es el todo, y el ser, un pensamiento. Pero, por otra, la conciencia es un acontecimiento en el mundo, un ser (ente) que en un determinado momento de la historia surge en nuestro planeta. «Ser» es, de un lado, un pensamiento (idea), pero de otro lado significa algo más allá del pensar. Pasa exactamente lo mismo si partimos del lenguaje. Se puede decir que la filosofía del lenguaje habría superado la filosofía de la conciencia. ¿Pero puede haber lenguaje sin conciencia? ¿Acaso un lenguaje sin conciencia no sería más bien un flatus vocis [un mero golpe de voz]? Entiendo que el decurso de la Filosofía no debe entenderse como un movimiento lineal hacia adelante. Hay, en fin, tres maneras de prima philosophia, o bien tres fuentes del filosofar: el Ser, la Conciencia y el Lenguaje. Mas en el fondo solo hay una Filosofía si ella piensa esas tres formas de «abrazar» la realidad. Sí que se puede volver a antes de Kant. En todo caso, usted lo hizo cuando eligió como tema de su escrito de habilitación la controversia entre los dos obispos franceses François de Salignac de la Mothe-Fénelon –llamado abreviadamente Fénelon– y Jacques Bénigne Bossuet, hacia finales del siglo XVII. ¿Cómo llegó hasta ahí? Ya no recuerdo cuándo se me hizo clara la relevancia de esa controversia. El nombre de Fénelon me lo encontré en De Bonald. Y ya con De Bonald emergió en conexión con el problema de la noción teleológica de naturaleza. De Bonald intenta afrontar la ambivalencia de la noción moderna de naturaleza, en la que distingue el homme natif [hombre nativo] del homme naturel [hombre natural]. Por ejemplo, un iraquí es un «nativo», mientras que Leibniz, Fénelon o Bossuet son hombres «naturales». La discusión entre ambos obispos sobre l’amour pur [el amor puro] se me antojaba un dilema que será inevitable si llega a perderse el pensar teleológico de que todo ser vivo va tras algo que es exterior a él mismo: busca algo distinto de su mera 91

conservación. Todo gira en torno a la cuestión de si el hombre debe amar a Dios como garante de su propia vida humana, o más bien debe querer a Dios por mor de Él mismo. Esta ha sido la última controversia teológica que ha ocupado a toda la Europa culta, aunque principalmente se desarrolló en Francia, donde llegó a ser una importante cuestión de Estado. Incluso Leibniz llegó a proponer una solución. Lo que a mí me interesaba era lo siguiente: ¿Por qué ambos contendientes invocan, entre otros, a Tomás de Aquino y por qué ninguno de los dos lo ha entendido? Mi respuesta era: porque ambos son cartesianos, y porque manejan un concepto no teleológico de naturaleza, una noción de naturaleza para la cual todo ser viviente solo gira en torno a su propia conservación, incluido el hombre. Entonces el amor a Dios solo puede ser comprendido, o bien en el marco de esa naturaleza –como siervo de mi interés–, o bien como «muerte de la naturaleza». Los libros sobre De Bonald y Fénelon fueron para mí pasos importantes en el camino del descubrimiento del problema teleológico. A este asunto le dediqué dos lecciones, y finalmente el libro Die Frage Wozu [La cuestión del para qué], que apareció reeditado hace pocos años con el título Natürliche Ziele [Fines naturales]. ¿Cuál fue el motivo principal de esa controversia? En tiempos de Luis XIV había surgido en Francia un nuevo movimiento místico. Tuvo buena acogida cierta moda de perorar en torno a lo místico. Surgieron todo tipo de consejeros que escribían manuales con formato de moyen court [camino corto] o pratique facile [práctica fácil], que prometían a la gente itinerarios expeditos y sencillos para ascender hasta los más altos peldaños de la experiencia mística. A este movimiento desdeñosamente se le llamaba «quietismo». En la escena central se hallaba una dama, Madame Guyon. También llegaría a jugar un papel en el pietismo alemán. Era apreciada por sus charlas y escritos místicos en los círculos de la nobleza, e incluso en la corte de Luis XIV, cuya favorita, Madame de Maintenon, durante un largo período se contaba entre sus admiradoras. Pero al mismo tiempo era vista con recelo. Finalmente Madame Guyon fue tenida por peligrosa, su presencia eludida y su voz acallada. Ante todo fue el obispo de Meaux, Bossuet –obispo de la corte del Rey, educador y tutor del Delfín, gran escritor y orador– quien atacó a Madame Guyon con más rigor. En su defensa salió, con toda convicción, Fénelon, que más adelante llegaría a ser arzobispo de Cambrai. Pronto la discusión en torno a Madame Guyon llegó a ser una controversia filosófica y teológica fundamental: ¿En qué consiste propiamente el amor de Dios? ¿Quiere ser este un puro amor de Dios? ¿En él pierde de vista el hombre su propio interés? ¿Quedaría tan solo eso que Karl Jaspers formuló una vez con estas palabras: «Que Dios existe; eso basta»? 92

¿O bien ha de valer lo que expresaba Bossuet con energía: el ansia humana de felicidad es el núcleo de todo amor a Dios? Bossuet se refería aquí a un conocido pensamiento de san Agustín: todo hombre busca ser feliz. Y, si sabe que Dios es la única fuente de la felicidad, entonces amará a Dios porque Él es la última satisfacción del hombre, y todo anhelo humano queda insatisfecho si no desemboca en Dios. Ambas posturas eran irreconciliables. Fénelon insistía en esto: «El verdadero amor de Dios quiere a Dios por Sí mismo». Y Bossuet replicaba: «Fénelon quiere cortar el hilo que une a los hombres con Dios, a saber, la aspiración humana a la felicidad. Y cuando lo ha cortado, entonces ya no hay razón alguna para que el hombre ame a Dios. De este modo muere el amor. Nadie puede vivir desinteresadamente». Frente a eso nuevamente arguye Fénelon: «Si el obispo de Meaux tuviese razón, sería mera apariencia el fuego que Jesús quería prender sobre la tierra y que el obispo de Meaux quisiera apagar». La discusión se convirtió en algo político, y el propio Rey intervino: «Fénelon es el espíritu más quimérico que hay en mi reino». Hoy ambos pensadores antitéticos descansan [están enterrados] en la iglesia de Saint-Sulpice de París, el uno junto al otro. En el siglo XIX los auténticos tradicionalistas consideraron a Bossuet como su gran héroe y a Fénelon, como un iluso. Al ser un crítico del absolutismo, Fénelon se convirtió en héroe de la Ilustración. El propio Federico el Grande tenía tres ejemplares de la novela educativa [Erziehungsroman] de Fénelon, «Telémaco». ¿Cómo se llegó a etiquetar a Fénelon de esa forma? En el siglo XVIII se le tenía por un espíritu libre y egregio. Él mismo se presentaba como amigo de los místicos. Los nuevos místicos, los quietistas, enseñaban que en la condición del místico olvido de sí alcanza su meta todo esfuerzo moral, y que la oración vocal –incluido el Padrenuestro– podría ser un impedimento para una pura inmersión en la Divinidad, un peligroso espejismo en los ojos de los defensores de la piedad normal. En realidad, Fénelon estaba enraizado en la tradición cristiana mucho más profundamente que Bossuet. De todos modos esto se descubre solo si se va a la entraña misma de la disputa entre ambos, pues a primera vista el burgués obispo cortesano Bossuet parece más conservador que el otro obispo. En el trabajo titulado «Fénelon. Reflexión y espontaneidad» [Fénelon – Reflexion und Spontaneität], con el que usted se habilitó [para la docencia universitaria] en 1962, se puede apreciar bien la última disputa teológica que atrajo a toda Europa, examinada a propósito de la situación espiritual de la época en torno al 1700. Ahí la mística juega un papel no menor. En definitiva, ¿cómo se ha de entender la relación de Fénelon con la mística? Fénelon no era ningún místico. No tenía eso que se denomina experiencia mística, pero, 93

como he dicho, se significaba como amigo de la mística. En su tiempo, la mística atraía la atención de los partidarios de la Ilustración, porque se veían algo emparentados con ella en un aspecto: ambas, mística e Ilustración, se mantienen a distancia respecto de los contenidos históricos «positivos» de la religión. La mística parece tener en esto un papel de adelantado: las personas que se sumergen en estados místicos se viven a sí mismas en una comunión con el Uno que no puede ser expresada conceptualmente. El filósofo griego Plotino, precursor de todos los futuros místicos, insistió en ello ya en el siglo III, a saber, en que hay que pensar el Uno fuera de cualquier expresión lingüística, y completamente desprovisto de cualidades. Los místicos franceses del siglo XVII llegaron al extremo de afirmar que incluso rezar un Padrenuestro podría ser malo, pues la inmersión mística tiene que permanecer muda. Igualmente, los acontecimientos particulares de la vida de Jesús solo pueden entorpecer el camino de la experiencia mística. Todas las creencias del cristianismo a favor de una idea no conceptual de un Uno originario han de obviar que eso se corresponde con lo que pretendían aquellos ilustrados que querían emanciparse de la religión «positiva». Para Fénelon, por el contrario, abandonar el cristianismo no era una opción. Desde la Edad Media se distinguen dos formas de la teología: una theologia mystica, o negativa, que apela a Dionisio Areopagita, y una theologia dogmatica, que transmite y desarrolla la enseñanza cristiana de los Padres de la Iglesia. Entre ambas ramas se han producido tensiones desde la Edad Media. La controversia entre Fénelon y Bossuet aún parece ser una tardía reminiscencia de aquello. ¿No puede apelar Fénelon a la tradición en su preferencia por la mística? Desde luego. Su principal garante entre los Padres de la Iglesia era Clemente de Alejandría. La teología mística en cierto modo prevalecía en la Iglesia como la cima de la dogmática. En el fondo de esto late la siguiente idea: hay una escala de niveles sucesivos para que el hombre pueda llegar a la unión con la Divinidad. Itinerarium mentis ad Deum, así suena el título de un escrito de Buenaventura. En ese proceso escalonado juega un importante papel, en primer término, la llamada «meditación», como algo distinto de la contemplación. Meditación significa examinar atentamente, sentir y revivir determinados contenidos conceptuales o imaginativos; de ese modo se medita sobre cada escena de la vida de Jesús o sobre sus palabras. Si alguien se sujeta a la práctica de la meditación durante un período prolongado, esos contenidos –los hechos y palabras de Jesús– acaban fluyendo cada vez con más familiaridad, y esto da como resultado la unión con Dios. La meditación desemboca en la contemplación.

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¿Es eso teología negativa? Sí. Todo lo que puede afirmarse de Dios de manera determinada, también puede negarse. Por ejemplo, puede decirse que Dios es luz, pero también se puede decir que es oscuridad. En cualquier caso, Tomás de Aquino afirma que todos los predicados que se refieren a Dios han de entenderse solo en forma metafórica, si bien hay algunas metáforas mejores que otras. Tomemos las metáforas «luz» y «oscuridad». A propósito de ellas, Tomás dice que no son simétricas. Cabe decir que «Dios es luz», y después negar esa afirmación. Lo que realmente tomamos por luz en verdad son solamente objetos iluminados, no la luz pura. A favor de la pura luz negamos los contenidos particulares. ¿Pero entonces qué es lo que queda? La sensación de una pura oscuridad. Ahora bien, al dar ese paso dejando atrás todas las intuiciones, de repente se obtiene una luz clara. Tomás dice que la metáfora de la oscuridad ciertamente se puede aplicar a Dios, pero a su vez hay que negarla, puesto que en realidad Dios no es oscuro. Por el contrario, la metáfora de la luz no hay que negarla. A ella se puede uno adherir y decir: Dios no es no-luz. La metáfora de la luz no es propiamente metáfora alguna. Con las expresiones «nitidez o «hacerse diáfano», «iluminar», «ver claro», «reconocer», etc., se designa la claridad en forma igualmente originaria que en el fenómeno óptico. Sabemos que Dios dice «hágase la luz» antes de crear la luz física. En Tomás de Aquino aparece el concepto de cognitio experimentalis Dei [conocimiento experimental de Dios]. Quien tiene una «experiencia cognoscitiva de Dios», ¿podría eliminar la carga de una demostración de Dios apelando a que lo conoce de forma inmediata y directa? Todos los grandes místicos describen su experiencia, su situación mística, como algo pasajero sobre lo que propiamente no pueden hablar. El Apóstol Pablo, que desde luego era un místico, dice en una ocasión que fue transportado al tercer cielo: «No sé si en cuerpo o fuera del cuerpo; no lo puedo decir. Y escuché palabras que nadie puede pronunciar». Ahora bien, al negar que pueda expresar su experiencia, el místico propiamente no niega lo que el teólogo afirma conceptualmente o con argumentos. No lo contradice: simplemente constata que los argumentos a él no le sirven de nada. Plotino insiste en sus Enéadas en que el ascenso del alma al Uno puede expresarse en un lenguaje discursivo, pero no el instante de la unión con el Uno. ¿Vale esto también para los místicos cristianos? Desde luego, se puede decir así. Pero naturalmente queda en el aire la cuestión de hasta qué punto quien tiene la experiencia mística no está preso de una fantasía, y en qué

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medida el propio yo está implicado cuando afirma «tener una experiencia de Dios, un acceso inmediato a Dios que otros no tienen». Si sigue por esa línea todo acaba corrompiéndose. El auténtico místico no se remite a su experiencia: esta no es para él una instancia de apelación. No puede hacerla comparecer en un discurso. Más bien experimenta su situación como una fase de la desaparición del yo en el Uno, y no precisamente como una autoafirmación del propio yo. Santa Teresa de Ávila se planteó este problema de la experiencia mística y se preguntaba: «¿No será todo esto una ilusión?». Ella tuvo apariciones concretas. Su mística no era del tipo de la del Maestro Eckhart, que solo conoce el ascenso al Uno. Ella tuvo apariciones de Jesús, y se hacía esta pregunta: ¿Cómo puedo saber si esto no son juegos ilusorios del diablo, que quiere llevarme por un camino errado? Por lo demás, Descartes tomó de Teresa de Ávila esta misma reflexión. Llama genius malignus a ese posible espíritu malvado, y vierte su preocupación en esta pregunta: «¿Acaso mis evidencias no podrían ser tan solo engaños de un espíritu maligno?». Su respuesta a esta cuestión ha tenido un gran alcance para la filosofía moderna: Hay algo en lo que naturalmente el diablo no me puede engañar, a saber, que yo pienso. La respuesta de santa Teresa a la duda era distinta. La visión tiene que concordar con el Evangelio y la doctrina de la Iglesia. Y por eso tengo que comunicársela a mi confesor. El último juicio sobre si mi experiencia es auténtica o no tengo que cederlo: ese juicio no puede ser solipsista. El criterio de verdad no puede estar dentro de mí mismo. Si en alguna aparición Jesús me hubiera dicho algo que contradice al Evangelio, en ese caso sabría que se trata de un engaño. Ambos buscan la certeza: Descartes en la reflexión, en el cogito ergo sum, en el hecho de que «yo pienso»; y Teresa de Ávila en una obediencia que remite la experiencia mística a una intersubjetividad que anula el solipsismo. Ambos se ven del lado seguro, pero cada uno a su manera. Parece que la discusón entre Fénelon y Bossuet versa sobre el mismo tema de Teresa de Ávila. ¿No reprocha Bossuet a su adversario haber atacado la doctrina de la Iglesia por su defensa de la mística Madame Guyon? ¿Y no insiste Fénelon, por su parte, en que no rompe con la doctrina de la Iglesia, sino que argumenta en armonía con su tradición? De hecho, el Papa Inocencio XII, apoyado en la resolución mayoritaria de una comisión cardenalicia, condena el librito de Fénelon Las máximas de los santos, así como la argumentación sobre el amour pur contenida en él, es decir, el completo desinterés del amor a Dios. Esa condena no pudo tener lugar sin la intervención de Bossuet. Es clásico el comentario que hizo el Papa, en forma dialéctica, sobre este asunto: Erravit Cameracensis excessu amoris Dei. Peccavit Meldensis deffectu amoris proximi

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(el obispo de Cambrai ha errado por exagerar en el amor de Dios. El obispo de Meaux ha pecado por falta de amor al prójimo). ¿Cómo reaccionó Fénelon ante esta condena? Insiste en que lo que había escrito en defensa de sus Máximas no había sido condenado. Aquí Fénelon podía recurrir a una teoría que había desarrollado en controversia con sus principales adversarios, los jansenistas. Arnauld y Pascal se quejaban de que Roma quería forzar la condena de cinco proposiciones de Jansen –ya fallecido hacía mucho tiempo–, que sin embargo no se encontraban en absoluto en su obra. Fénelon escribió entonces: Si la Iglesia no intentara interpretar correctamente un libro, en modo alguno podría condenar una herejía. Siempre podría decir el condenado que se le ha entendido mal. Lo que de hecho la Iglesia no podía juzgar –escribe Fénelon– sería la convicción y la intención de un autor, el sensus auctoris. Pero sí puede juzgar un libro, y el autor ha de aceptar que la Iglesia examine el «sentido ostensible» (sensus obvius) de forma resumida en frases aisladas. Él mismo se aplicó esa teoría: las «Máximas de los Santos» [Maximes des Saints] son claramente equívocas: su sentido obvio no reproduce bien el sentir del autor, que sin embargo se refleja inequívocamente en sus escritos de defensa. Al mismo tiempo, hizo que se retiraran inmediatamente de la circulación el resto de ejemplares de las Máximas. Como declaró un domingo desde el púlpito de su catedral, no dejaría que ninguna de sus ovejas le aventajase en la obediencia a la Santa Sede. ¿Qué tenía Fénelon contra los jansenistas? Se trataba de la doctrina de la délectation supérieure [delectación superior], es decir, la tesis según la cual la gracia por la que el hombre es salvado se manifiesta en que el hombre encuentra en Dios más felicidad y satisfacción que en el «mundo» y en todo lo mundano. Según la concepción de Fénelon, esa doctrina no comprende que la fe y el amor de Dios sean lo contrario del sentimiento de piedad. Precisamente se ponen a prueba en la perseverancia durante la oscuridad y sequedad del sentimiento. Por lo demás, Fénelon culpaba al episcopado francés de ser complaciente con los jansenistas. Cuando era arzobispo de Cambrai insistía en que lo relativo al Derecho Canónico era competencia del Reino, no de la conferencia de Obispos francesa. Estaba más en la línea de los jesuitas y los sulpicianos. Políticamente salió de la disputa como perdedor, pero moralmente, como vencedor incontestable. Leibniz se refiere a él como «el inigualable Fénelon». En la controversia sobre l’amour pur también aparecen siempre sus contrarios, el amour de soi [amor de sí] y el amour propre [amor propio]. ¿En qué se distinguen estos dos últimos? Rousseau –que una vez escribió que le gustaría ser lacayo de Fénelon para servirle como 97

ayudante de cámara– deslinda el amour propre del amour de soi. El primero se podría traducir como amor propio, y el segundo como amor a sí mismo. El amour de soi es un aspecto no culpable de la naturaleza humana. El hombre no puede amar a sus semejantes «como a sí mismo» si en primer término no se ama a sí mismo. En cambio, el «amor propio» designa la constitución del hombre que se entiende a sí mismo como centro del universo; por tanto, que se ama a sí mismo «sobre todas las cosas» [über alles]. ¿Acaso no es una seña de identidad de la Edad Moderna ese «amor propio» que se encumbra hasta la idolatría del yo y el desprecio a Dios? El problema no es nuevo. Ya Agustín divide la humanidad en dos grupos. Uno está movido por el amor de Dios hasta el desprecio del propio yo, y el otro, por el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios. Bossuet ha visto con razón que Fénelon propende a los extremos en su teoría del amour pur, hasta el punto de que se tiene la impresión de que esta prescribe superar no solo el «amor propio», sino también el «amor de sí». Pero esto es contrario a la naturaleza humana. Gracias a su interpretación teleológica de la naturaleza, para Tomás de Aquino todo esto no representa ningún problema. Sin embargo, tanto Bossuet como Fénelon son cartesianos, contrarios a toda teleología; coinciden en una concepción mecanicista de lo natural. La naturaleza humana es simplemente egoísta, y por eso ha de perecer. Por el contrario, para Tomás la naturaleza humana ya está ordenada hacia algo que se encuentra más allá de ella misma. «En lo que tiene de más propio [lo que es en sí misma], cada realidad natural pertenece a otro [se orienta hacia otra realidad] más que a sí misma» (Sum. Theol. I, q. 60, a. 5). Pone el ejemplo de la lengua en el hombre. La lengua no atañe a sí misma, no existe por mor de sí, sino del hombre, que gracias a ella puede respirar y mantenerse vivo. La parte pertenece al todo. De ahí que por naturaleza el hombre ame a Dios, que le busque o tienda a Él más que a sí mismo. Esta afirmación de Tomás les es desconocida tanto a Fénelon como a Bossuet. Su escrito de habilitación contiene un capítulo sobre «Ética burguesa y ontología no teleológica» [Bürgerliche Ethik und nichtteleologische Ontologie]. A esto último se refiere lo que usted ha llamado inversión de la teleología. De acuerdo con esta noción, cada ente –también cada ser humano– «se define por su tendencia a la autoconservación». Esta nueva ontología burguesa está, según usted, en el trasfondo del debate entre Fénelon y Bossuet. ¿Cabe decir que los adversarios de la tesis de Fénelon sobre el puro amor de Dios, al dejarse llevar por el «anhelo humano de felicidad», toman el camino de esa teleología invertida? Escogí en aquel momento el término «ontología burguesa» porque expresa el rechazo a la idea de una autotrascendencia de los procesos naturales a favor de una teleología de la 98

mera autoconservación. Spinoza lo ha formulado de una manera simple: «La esencia de cada cosa consiste en su tendencia a mantenerse». El funcionalismo es actualmente el canon de la Biología, pero ese funcionalismo no se refiere solo a la autoconservación. Según la concepción clásica, en el mero existir de cada cosa reside el presupuesto básico de lo que Aristóteles llamaba «segunda realidad» [o segunda naturaleza], es decir, la auto-realización[3]. Autorrealización es algo más que la mera conservación de aquello que de todos modos ya es. Aristóteles distingue zen de eu-zen, el mero vivir del bien-vivir. Para la teleología invertida, la vida buena no es otra cosa que el perfeccionamiento de las condiciones de conservación del mero vivir. También Aristóteles conoce naturalmente la tendencia a la autoconservación, pero de manera significativa la interpreta como la tendencia que todos los seres finitos tienen hacia Dios. Más tarde Schopenhauer afirmó el carácter nihilista de esa tendencia, una tendencia sin trascendencia. Por su parte, Nietzsche critica la forma atrofiada de la teleología en Spinoza, y en ella ya no reconoce ningún telos que fundamente un sentido; tan solo quedaría el «decaimiento vital» como única propuesta de sentido. La Dialéctica de la Ilustración habla de «la subordinación del ser a las condiciones de su conservación». Con esa medio-frase se me hizo diáfano lo que intuía antes de forma inconexa y que quería expresar con el concepto de «teleología invertida». En aquel momento empleé el concepto de ontología burguesa porque me parecía que esa teleología de la autoconservación, que también se encuentra en el centro del pensamiento de Thomas Hobbes y Spinoza, refleja la situación de intereses de la emergente burguesía. Los círculos en torno a Fénelon procedían predominantemente de la alta aristocracia. Ahí adquirió resonancia la crítica al absolutismo que se hace en el Telémaco. Ahí cobró vigor una ética de la entrega y del sacrificio. Por el contrario, el sentido calculador de la burguesía ante todo giraba en torno a la autoconservación. Bossuet era un bourgeois [burgués]. Acerca de esas reflexiones, entre otros hay un libro de Lucien Goldmann, Le Dieu caché [El Dios escondido], que me ha estimulado. El historiador marxista ha escrito sobre Pascal y el jansenismo, y ha intentado organizar desde el punto de vista sociológico la postura de los jansenistas clasificándola como noblesse de robe [nobleza del vestido] es decir, la nobleza de oficio. El de Goldmann es de los pocos libros marxistas que realmente me han impresionado, pues nunca se me habría ocurrido definir el contenido de un pensamiento en función de la situación de intereses que lo concibe y expresa. Ahora bien, lo pensado en un determinado momento por personas concretas obedece a disposiciones que ya no proceden solo del contenido pensado. Esta perspectiva propia de la Sociología del conocimiento –ya desarrollada mucho antes por Max Scheler– se introdujo en mi libro sobre Fénelon, y me llevó al concepto de «ontología burguesa». Tal como lo planteé al comienzo de mi investigación, la actitud 99

de la aristocracia y la de la burguesía también convergen en un lema que había establecido al principio de mi investigación, y que es precisamente el que rechaza Don Quijote con estas palabras: «—¡Oh, qué necio y qué simple eres!, dijo Don Quijote. ¿No ves, Sancho, que eso redunda en su mayor ensalzamiento? Porque has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se extiendan más sus pensamientos que a servirla, por ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos, sino que ella se contente de aceptarlos por sus caballeros. —Con esa manera de amor, dijo Sancho Panza, he oído predicar que se ha de amar a nuestro Señor por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo lo querría amar y servir por lo que pudiese». ¿Cómo se puede defender hoy el amour pur? Cuando se toma en serio, generalmente la opinión de Fénelon prevalece. Es sorprendente. La perspectiva de la eterna beatitud y la eterna condenación desarrolla poca fuerza motivadora entre los jóvenes. Quien cree en la vida eterna tiene que encontrar asombroso que alguien quede indiferente a la pregunta de cuál será su destino para toda la eternidad. Por lo demás, Fénelon desaprueba esa indiferencia. Los primeros escalones del camino espiritual, para él son los mismos que para Bossuet, es decir, eudemonísticos. Amour pur es algo para «adelantados». Sin embargo, parece que muchos buscan algo que se pueda entregar totalmente sin pensar en el propio interés. Si alguien hace a otro un gran favor, quizá con grandes esfuerzos y sacrificios, parecería menos asombroso si se pudiera decir de él: «Lo hizo teniendo en cuenta su propio interés». Es lo que suelen decir los científicos, por ejemplo, los psicólogos. Tan solo reconocen el propio interés. También el altruismo responde solo a la satisfacción de una necesidad propia. Pues bien, la gente normal no piensa eso. Si dicen que la recompensa eterna les motiva poco, entonces hay que suponer que de ninguna manera creen en ella. O bien que poseen de ella una idea consumista. Pero ya dijo Dios a Moisés en el Antiguo Testamento: «Yo mismo seré tu recompensa». Esto quiere decir que con la idea de la recompensa, en el Nuevo Testamento tampoco se piensa en un bien de consumo que el donante pueda enajenar, sino en Dios mismo como don. Aquellos para quienes Dios nada importa preferirían que la expresión «Yo seré tu recompensa» fuese una mera habladuría. Pienso que hoy en día a la gente solo le mueve el pensamiento de una escatología presente, tal como se expresa sobre todo en el Evangelio de Juan, es decir, la idea de que esa recompensa ya está directamente asociada con la buena acción. Usted ha dado a su escrito de habilitación el título de «Reflexión y espontaneidad» [Reflexion und Spontaneität]. En un pasaje de ese escrito se desarrolla la idea de que la afirmación de la espontaneidad humana, de la que trata Fénelon, no es la de un simple 100

«retorno a la naturaleza» [retour à la nature], sino un proceso que necesariamente ha de llevarse a cabo a través de la reflexión, y en el que se prefigura –estructuralmente y en cuanto a los contenidos– la dialéctica pedagógica e histórico-filosófica del idealismo alemán. En su opúsculo Sobre el teatro de marionetas, Heinrich von Kleist ha descrito bellamente la relación entre reflexión y espontaneidad. Con aire ingenuo, un muchacho se saca una espina del pie. La mirada recuerda a la del famoso Niño de la Espina. El joven se mira en el espejo, nota la semejanza e intenta repetir los gestos, lo que a pesar de todo no consigue[4]. La inmediatez se pierde en la reflexión. Y Kleist acaba diciendo que la reflexión, la conciencia, tiene que «recorrer el infinito» para recuperar su encanto. En el trasfondo está la representación de que no es posible retener la espontaneidad, pues en el momento en que se la intenta asir ya deja de ser espontaneidad. No hay ninguna vuelta a la inocencia. Esa forma de pensar vale para Fénelon, pero también para Rousseau, que por cierto nunca ha hablado de un «retorno a la naturaleza». La misma intuición se halla en el significado que Hegel atribuye a la caída en el pecado. ¿Cabe relacionar esa intuición con el problema de la experiencia mística? Desde luego. Para los místicos no existe, en el breve tiempo de su experiencia mística, ninguna reflexión. Aquí hay pura espontaneidad. Pero esa espontaneidad no puede asirse. Si el místico reflexiona sobre su experiencia, ¿retorna entonces a ese instante inasible? Esa es la cuestión. Picasso pintó un toro, que tras una serie de abstracciones cada vez más radicales, llega a mostrarnos contornos completamente elementales. Podríamos imaginar que el pintor da un paso más allá y el lienzo queda en blanco, con todos los contornos anulados. Pensemos en un artista que cuelga en la pared de su estudio un gran lienzo sobre el que no se ve nada. Para él el lienzo contiene toda una historia completa que puede recordar. Si no conocemos su historia, no sospechamos qué le ha llevado a dejar el cuadro en blanco; no vemos nada más que el lienzo desnudo. De Wittgenstein procede esta idea: una vez que se ha ascendido hasta los límites de lo inefable habría que prescindir de la escalera que nos ha llevado hasta allí. Mi objeción es la siguiente: Si prescindo de la escalera con la que he ascendido, ya no recuerdo cómo he llegado hasta allí, y entonces vuelvo a estar donde estaba antes. Aquel lienzo es importante y significativo en la medida en que hay alguien que conoce la historia. Si nadie la recuerda, entonces vuelve a ser un lienzo en blanco, tanto

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como cualquier otro que nunca hubiera sido pintado. Todo depende de si el recuerdo está fijado. Por lo demás, esto es justamente lo que ocurre con la meditación cristiana. Los contenidos particulares meditados se resuelven finalmente en la contemplación, en la pura consideración de la Divinidad. ¿En qué se distingue esa situación, en la que todo se disuelve, del entontecimiento consistente en no ser ya capaz de distinguir absolutamente nada? Pues solo en el recuerdo. No se puede prescindir de la escalera. En el énfasis sobre la memoria, ¿acaso no se refleja una cierta reserva del filósofo frente al místico? Sí, el filósofo es el que cultiva el recuerdo. Quien en la Filosofía solo ve el resultado, dice Hegel, no ha comprendido nada. El resultado significa algo solamente en relación con el camino que ha llevado hasta él. ¿Cómo ve Fénelon la relación entre espontaneidad y reflexión? Encontramos respuesta a esto si lo vemos en conexión con los moralistas franceses, por ejemplo, La Rochefoucauld. Ante todo atienden al «amor propio». Creen que el hombre siempre se ocupa solo de sí mismo. Su psicología está centrada en el desenmascaramiento. Fénelon está a favor de lo que Hegel denominaba «escepticismo auto-consumado». Descubre que la reflexión desenmascaradora es ella misma también expresión del amor propio. El deseo de cerciorarme de que mis motivos son rectos y desprendidos delata el amor propio que ellos esconden. Solo la renuncia a la seguridad reflexiva restablece la pureza. Con motivo de la novela pedagógica Émile, Jean-Jacques Rousseau es tenido por regla general como el descubridor de la infancia en la Edad Moderna. En su libro Reflexión y Espontaneidad dedica usted un capítulo al tema «El espíritu de infancia y el descubrimiento del niño» [Der Geist der Kindheit und die Ent-deckung des Kindes]. ¿Fue Fénelon el auténtico descubridor? La espiritualidad que Fénelon vivió y enseñó era ante todo una espiritualidad de la infancia. En su correspondencia espiritual no hay un afán más recurrente que el de hacerse niño, en correspondencia con la frase del Evangelio: «Si no os convertís y hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3). Siempre buscaba la inmediatez, y para él el niño personifica la condición más allá de la reflexión, la que aún no ha ingresado en ella [en la doblez]. Se trata de recuperar la infancia espiritual, que se había perdido. Esto no solo evoca el ensayo de Kleist –Sobre el teatro de marionetas–, sino también a Hegel cuando escribe en la Enciclopedia[5]: «En su inmediatez, la vida espiritual 102

aparece primeramente como inocencia y despreocupada confianza; sin embargo, es inherente al ser del espíritu que esa condición de inmediatez sea superada, puesto que la vida del espíritu se distingue de la vida natural y está más cerca de la vida animal, que no es en-sí, sino para-sí. Este núcleo de tensión igualmente desaparece pronto, y el espíritu debe retornar por sí mismo a la concordia». Un poco más adelante aparece esta frase: «Cada rasgo de armonía que vemos en los niños como algo natural debe ser el resultado del trabajo y de la formación del espíritu». Fénelon como descubridor del espíritu de infancia, y en este punto precursor de Rousseau, Kleist y Hegel: ¿Es este su legado a la posteridad? ¿Fue esto lo que encontró usted en él y sobre lo que quiso llamar la atención? Mis preguntas primariamente estaban dirigidas hacia esto: ¿Cómo es que a finales del siglo XVII emerge de repente el interés por el «espíritu de la infancia»? ¿Por qué tiene un papel tan importante en el movimiento místico de esa época? Observé su parentesco con el culto a Jesús Niño que había comenzado en España en el siglo XVI. Por ejemplo, Teresa de Ávila siempre llevaba consigo una pequeña escultura del Niño Jesús. Aquella imagen del Niño Jesús de Praga, en la iglesia de los carmelitas, procede de ese contexto, y en torno a ella surgió, a mitad del siglo XVII, una veneración a la infancia de Jesús que se extendió ampliamente por Centroeuropa. Este movimiento hay que verlo en relación con el racionalismo. Descartes veía la infancia como un modo deficiente de humanidad, toda vez que el hombre es esencialmente animal rationale, un animal racional. Consideraba desgraciado que cada ser humano tenga que comenzar siendo niño, en lugar de empezar precisamente allí donde los demás han terminado. Los jansenistas eran cartesianos. Pensaban que la mayor humillación para Dios era haberse hecho niño. Ese sacrificio superaba incluso el de la Cruz. De ahí que seguir a Jesucristo significa no solo abrazar la Cruz, sino también hacerse niño, cultivar la infancia espiritual y, como enseñaba Madame Guyon, «jugar delante de Dios». Todo esto contrastaba con la lóbrega rigidez jansenista. Los «nuevos místicos» eran en cierto modo conversos del cartesianismo. Para ellos la infancia no era una fase previa a la humanidad adulta, sino algo provisto de valor propio. El llamado «descubrimiento de la infancia», por parte de Rousseau, ha de verse en este contexto. Fue tremenda la resonancia que Rousseau encontró en Europa. ¿Ser niño juega realmente un papel decisivo en la historia de la Pedagogía filosófica? Sin duda. Desde Rousseau, la Pedagogía ve en el niño no solo un estadio previo a la madurez, sino una forma de vida y una fase vital dotada de una dignidad propia. En conexión con esto hay que mencionar también un escrito de Fénelon sobre la educación de las niñas y «La aventura de Telémaco», la novela más leída de su tiempo. Fénelon 103

escribió este libro para el nieto de Luis XIV, de quien fue preceptor. Su espejo de príncipes antiabsolutista aparece aquí revestido en una novela de aventuras que imita la Odisea; al mismo tiempo Bossuet redactaba una Historia de Francia en «estilo elevado» [cortés] para su pupilo el Delfín de Francia. En Port Royal, el centro del jansenismo, regían principios educativos que, a través de la represión de los placeres mundanos, debían despertar alegrías celestiales. Fénelon no definía el reino de la gracia por medio de los placeres superiores (délectations supérieures) que residirían en la opresión de los placeres naturales. Para dejar morir a la naturaleza primero hay que desarrollarla. En una novela educativa es aún prematuro hablar del camino místico. La postura que mantengo sobre el origen del descubrimiento de la infancia apenas encontró resonancia, mientras que mi tesis ontológica de una «inversión de la teleología» fue más discutida, ante todo por Dieter Henrich y Hans Blumenberg. Teniendo en cuenta el largo tiempo de investigación que le ha dedicado, ¿qué impresión personal le ha causado el arzobispo de Cambrai, Fénelon? Cuando trabajaba en el archivo de Saint Sulpice en París y leía sus cartas, me fascinó su caligrafía. Naturalmente conocía sus cartas impresas, pero la lectura de los manuscritos fue para mí algo parecido a un encuentro personal. Era como el rostro de alguien de quien uno no se despediría a gusto. Por otro lado, mi tema no era originariamente la figura de Fénelon, sino su controversia con Bossuet. Mi pregunta era: ¿Cómo se llegó a que dos espíritus eminentes de la época –ambos en la senda del compromiso cristiano por una vida justa– se enzarzaran en semejante debate existencial? ¿Qué ocurrió para que la misma tradición pudiese ser leída de dos maneras tan distintas y que de ella se pudieran extraer consecuencias tan dispares? Para mí la respuesta provenía de considerar el problema de la teleología, a lo que ya me había orientado el trabajo sobre De Bonald. En la tardía Edad Media y en la Modernidad temprana desapareció la interpretación teleológica de la naturaleza. Ahí cayó el supuesto tradicional de una naturaleza humana inclinada hacia algo más allá de sí misma. A partir de ese momento el significado de naturaleza quedará ambiguo. Tomás de Aquino dice que el hombre naturalmente ama a Dios más que a sí mismo. En cambio, para Fénelon la naturaleza humana debe perecer porque es esencialmente egoísta; solo se rige por la autoconservación y la autoafirmación. Esta idea ya se encuentra en Telesio –a quien Francis Bacon califica como el primero de los modernos (hominum novorum primus)– y en Campanella, así como más tarde en el propio Bacon, en Hobbes, en Spinoza, pero también en Bossuet, para quien el amor a Dios está en función de la autoconservación humana y del anhelo humano de felicidad. Lo que entonces se me hizo manifiesto podría describirlo así: en el supuesto de una 104

consideración no teleológica de la naturaleza, Fénelon es el que más se ajusta a la tradición, y la entiende mejor que Bossuet. Paradójicamente, Fénelon es saludado en la historia de Francia como héroe de la Ilustración, mientras Bossuet es aclamado por los tradicionalistas. Pero Bossuet ha entendido la tradición –que sin duda quiere hacer valer– menos que Fénelon. Su eudemonismo se aviene más al «sistema egoísta» (selfishsystem) de la Modernidad que la postura de Fénelon. ¿Se puede decir entonces que Fénelon era mejor cristiano que Bossuet? Digámoslo así: Es el intérprete más fidedigno de la tradición cristiana, también en lo que concierne a su crítica al absolutismo, que queda plasmada en su novela Telémaco y que fue leída en toda Europa. Hay cierta apatía tras el desprecio a Fénelon por parte de sus adversarios, pero por parte de los ilustrados, que le tenían en alta consideración, domina un gran malentendido. Fénelon enseñaba que el hombre puede superar el amour propre, y precisamente esto es lo que no creen los ilustrados. Para ellos el hombre está determinado por el amour propre: «nunca damos un paso por delante de nosotros mismos», como decía Hume (we never advance one step beyond ourselves). ¿De dónde procede la simpatía de los ilustrados hacia un aristócrata que se presenta como amigo de la mística? En primer lugar, critica el absolutismo. En segundo lugar, se da la circunstancia de que su escrito Les maximes des saints fue condenado por Roma. Y en tercer lugar, que la mística relega al segundo plano los elementos concretos –narrativos [históricos] y dogmáticos– de la fe cristiana. Esto gustaba a los ilustrados, pero también al conde Zinzendorf y a los pietistas, que se veían en las antípodas del luteranismo ortodoxo. Matthias Claudius tradujo al alemán la correspondencia de Fénelon, y eso hizo que aumentara significativamente su influencia en Alemania, entre los ilustrados cristianos y en el romanticismo. Pero en relación a Fénelon no debe obviarse que se adhiere firmemente a los contenidos tradicionales de la fe y el dogma, pues ve en esa adhesión la forma prototípica del desprendimiento de sí mismo. La obediencia con la que se aceptan los contenidos de la fe –la «pura oscuridad de la fe»– representa para él el acto más profundo de la mística. Usted se ha habilitado con un trabajo que más bien habría que considerar como una investigación en el ámbito de las ciencias del espíritu, o de la historia de la Filosofía, que como un tratado sistemático de Filosofía. A principios de los años sesenta, ¿era esto síntoma de una nueva tendencia que debiera redefinir la tarea de la filosofía académica? Pienso que la separación entre historia de la Filosofía y Filosofía sistemática no es muy 105

filosófica. En el siglo XX algunos filósofos esto lo han visto claro, por ejemplo, Martin Heidegger. Además, no se debería perder de vista el problema del historicismo. En su forma radical, el marxismo tiene una debilidad básica: piensa que la clave para comprender un texto estriba en tematizar las condiciones de su aparición, y que se puede postergar la pretensión de verdad que el texto exhibe en concreto. Quien procede de esta forma se comporta ahistóricamente, pues a su vez asume estar en posesión del criterio con el que se pueden interpretar y evaluar todas las pretensiones de verdad que se han dado hasta ese momento. Pongamos un ejemplo: Rudolf Eisler y su «Diccionario de los conceptos filosóficos» [Wörterbuch der philosophischen Begriffe]. Fue el precursor del «Diccionario histórico de Filosofía» [Historisches Wörterbuch der Philosophie], de Joachim Ritter, que fue publicándose hasta su muerte en 1974, y que responde a un perfil completamente distinto. El Eisler simplemente cuenta lo que se ha ido entendiendo, por ejemplo, por «libertad», en las diversas épocas de la Filosofía hasta llegar a la contemporánea, recién comenzado el siglo XX. Ahora bien, el Eisler parece saber qué significa realmente libertad. Juzga desde una alta atalaya, en su caso, la del neokantismo. Ese punto de vista desde el que se considera la historia de los conceptos, él mismo es ahistórico. No repara en que se sitúa en la historia de los conceptos que considera, y que no es precisamente indiferente respecto de lo que tenemos por «libertad». ¿Pero acaso no hay muchos filósofos, sobre todo en la Edad Moderna, que presentan la historia del pensamiento como concurrente en ellos mismos, y se exhiben como punto culminante de una historia de la verdad? (Hasta que en la siguiente generación llega otro filósofo que los relativiza a ellos). Cabría recordar aquella frase [bíblica]: «Ya están a la entrada los pies de quienes te llevarán fuera». Pertenece a la situación trágica del filósofo el que no pueda dejar de pensar así. En efecto, todo el que piensa por sí mismo, de hecho puede considerar su propio pensar como conclusivo. De lo contrario, tendría que renunciar a lo que ahora piensa a favor de lo que viene después. Pero no sabe aún absolutamente nada de lo que vendrá después. ¿Cómo puede entonces relativizarse a sí mismo en referencia a un cierre conclusivo, a un pensamiento más maduro que en absoluto ha alcanzado aún? Para poder tomarse en serio a sí mismo, al filósofo no le queda más remedio que ver las cosas desde su perspectiva, como si todo acabara con él, pero sabiendo al mismo tiempo que se trata de una ilusión óptica. El pensamiento se distingue de la percepción sensorial en que se relativiza a sí mismo y es consciente de la posibilidad de un gran punto ciego. Eso no quiere decir que el conocimiento consista únicamente en puntos ciegos. 106

Podemos formular proposiciones cuya pretensión de verdad no se vea afectada por los contextos en los cuales se formulan. La integración de un pensamiento conclusivo en un nuevo contexto con una nueva conclusión no invalida ese pensamiento. La historia del pensamiento está llena de puntos ciegos pero no es la historia de los puntos ciegos. Kurt Flasch escribió hace años una interesante recensión de mi libro sobre Fénelon. Advierte que ya desde el comienzo del prólogo digo que se podría aprender algo de los grandes pensadores del pasado, como Fénelon, sobre la realidad misma, por ejemplo, sobre el amor. Flasch lo considera esto desacertado. Los pensadores anteriores pertenecen al pasado. Se les puede hacer objeto de libros interesantes, tal como él mismo hace a título de estudioso de los filósofos medievales. Pero lo que ellos pensaron para nosotros es tan solo un curioso juego de pensamiento. A través del estudio se puede aprender algo sobre Agustín, pero no de él. ¿Qué podría aducirse frente a la propuesta de Kurt Flasch? Pienso en un texto que considero modélico: el capítulo de Hegel sobre Aristóteles en las «Lecciones sobre Historia de la Filosofía» [Vorlesungen zur Geschichte der Philosophie]. No conozco nada mejor sobre Aristóteles. Naturalmente, Hegel también es de la opinión de que en realidad solo puede entenderse a Aristóteles si se conoce la filosofía de Hegel. Pero esto en nada cambia el hecho de que Hegel ha descubierto algo y que su interpretación de la intención filosófica de Aristóteles ofrece una profundidad e intensidad que supera la de sus coetáneos. Aún hoy se puede aprender de ella. También eso lo he entendido con mi trabajo sobre Fénelon. Él no ha sabido ver su peculiar punto ciego, tal como sugiere su interpretación extremista de la auto-abnegación y la metáfora de la oscuridad. Pero esto no quiere decir que no vea nada. Ve algo, y nos puede ayudar también a verlo. No puedo entender la afirmación de que hoy ya no significa nada lo que hizo alguien como Fénelon, que vivió hace trescientos años. Hay otra forma problemática de tratar con los pensadores del pasado. Un ejemplo: se intenta comprender lo que significa entendimiento y razón y en qué se distinguen ambas cosas. Los historiadores de la Filosofía concentran toda su erudición en mostrar los distintos significados de esos conceptos en los diversos autores; unos lo estudian en Platón y Aristóteles, otros en Kant y Hegel, etc. Parece que nos sentimos suficientemente informados sobre la materia y ya no hay que romperse la cabeza pensando qué será el entendimiento o qué la razón. ¿Pero no supondría ese enfoque más bien un apartarse del esfuerzo de pensar? ¿Acaso de esa forma no se suspende la fatiga del pensamiento delegándolo en una erudición sobre el empleo de esos conceptos en filósofos del pasado? Es buen ejemplo este de entendimiento-razón. El Diccionario Histórico dedica a ese par de conceptos un total de 230 entradas. De forma excepcional había que tratar 107

emparejadamente ambas nociones, pues hay conceptos que solo pueden definirse en mutua conexión. Si no los definimos en relación uno con el otro por regla general es que se trata de sinónimos intercambiables. La historia de los conceptos refleja el devenir de nuestra forma de entender el mundo. Propiamente esas dos nociones son identificadas con claridad a partir de Kant y el idealismo alemán. Todo el drama de la autoconciencia humana está en juego en esta historia, y sin conocer ese drama la pareja conceptual queda en mera caput mortuum[6]. En la filosofía analítica dominó durante largo tiempo un gran desconocimiento histórico de los teoremas y conceptos [filosofemas], con la consecuencia de que los problemas se debatían en un nivel muy por debajo del de las discusiones que sobre esos asuntos ya habían tenido lugar medio siglo antes. Si la historia de la Filosofía es la escalera sobre la que nos encaramamos para abordar la comprensión adecuada de un problema, entonces no podemos dar la razón a Wittgenstein cuando escribe que, una vez hemos subido por ella, hemos de arrojar la escalera. Esa frase no comprende que donde no se trata de un arriba y un abajo espaciales, la diferencia entre arriba y abajo desaparece si desaparece la escalera (la memoria). La historia de la Filosofía representa para mí esa memoria. No es historicismo, sino la comprensión de cómo han llegado a concebirse las ideas filosóficas. Quien se libra de ella ya no puede comprender la materia que estudia. Está condenado a tener que comenzar siempre de nuevo desde el principio. Su escrito de habilitación impresiona por la riqueza de contenidos, por la información histórico-filosófica y por la penetrante reflexión sobre la situación espiritual en torno al 1700. ¿Hubo objeciones a su trabajo en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Münster? Propiamente no hubo oposición. Solo hubo algunas críticas de detalle.

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NOTAS  1 Ernst Lichtenstein, Bildung, en J. Ritter y otros (ed.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, vol. 1, pp. 921927, Verlag Schwabe, Basel/Stuttgart 1971.  2 En este contexto, «hilo rojo» (der rote Faden) se refiere al hilo conductor o tema en el fondo recurrente del pensamiento de un autor, que acaba saliendo de una forma u otra en todo lo que dice o escribe. La expresión alude a una antigua leyenda japonesa que supone que hay personas que nacen vinculadas en su destino, y cuya suerte les deparará encontrarse en algún momento de forma inopinada.  3 No su realidad nativa, la que cada ente tiene en su origen, sino la realidad que se hace ser a sí mismo obrando.  4 El Niño de la Espina es una estatua de bronce de la época helenística, datada alrededor del siglo I, de escultor desconocido. Se trata de una de las obras más admiradas y copiadas de esa época, y en ella llama la atención precisamente la naturalidad del gesto de un chico que se saca una espina de la planta del pie izquierdo. Von Kleist muestra que el muchacho que gesticula imitando el gesto de la estatua pierde la gracia natural, el atractivo original de esta.  5 Enzyklopädie der Wissenschaften.  6 Cabeza de muertos. La calavera, aunque de hecho esté unida al esqueleto, carece de la unidad funcional u orgánica que tenía la cabeza con el cuerpo vivo.

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Capítulo V CÁTEDRAS EN STUTTGART Y EN HEIDELBERG

Firmeza en los turbulentos años sesenta Dejamos ya el tiempo de su habilitación y su trayectoria científica hasta la cátedra. En el semestre de otoño de 1962, pocos meses después de su habilitación, comienza su tarea docente como Profesor Ordinario de Filosofía y Pedagogía en la Escuela Técnica Superior de Stuttgart. Su lección inaugural lleva por título «Los dos conceptos fundamentales de la moral» [Die zwei Grundbegriffe der Moral]. ¿Cómo llegó a dedicarse a la Filosofía práctica? Coincidieron diversos motivos. Joachim Ritter había renovado el concepto aristotélico de la filosofía práctica, el concepto de una ética que supera la estrechez kantiana de la moral de la pura conciencia. Vio la conexión entre los escritos éticos y políticos de Aristóteles, la coherencia de su philosophia peri ta anthropina [filosofía de las cosas humanas] –que más tarde se denominó Filosofía Práctica–, y la reintrodujo en el discurso filosófico. Costumbre y moralidad volvieron a ser conceptos centrales, y la Filosofía del Derecho hegeliana retomó su espacio de la mano de la ética aristotélica. Mis propias reflexiones sobre Ética se sitúan en ese contexto. Pero también mi trabajo sobre De Bonald y Fénelon me llevó por la senda de la razón práctica. Ambos eran prácticos en el filosofar. Uno desarrolló una teoría política, y el otro. una teoría sobre la vida espiritual. Esta última es perceptible sobre todo en la correspondencia de Fénelon. Cuanto más tiempo les dedicaba tanto más me surgía otra cuestión. La ética de Aristóteles no es solo una hermenéutica del modo griego de vivir [way of life]. Propone el criterio de lo «natural» –la physis– como algo más que una medida para evaluar las diversas culturas y costumbres. El argumento más consistente a favor de la forma de vida ateniense es que en Atenas la naturaleza humana llegaba a desarrollarse en plenitud. Esto nuevamente presupone un concepto teleológico de physis. Physis no es sencillamente todo lo que ocurre en cualquier parte y acontece «de suyo». En el sentido clásico de la palabra, physis designa un proceder de y un proceder hacia «algo», un fin que no es cualquiera[1]. Si una liebre nace con tres patas, Aristóteles diría que se trata de un error de la naturaleza (hamartia tes physeos), pues pertenece a su naturaleza tener cuatro patas, dado que con tres no puede sobrevivir. El concepto moderno de la naturaleza, en cambio, carece de implicaciones 110

normativas; recoge simplemente lo dado para la naturaleza. ¿Qué significa esto? Pues que la naturaleza consiste solo en hechos brutos[2], sin implicaciones normativas[3]. La naturaleza carece de relevancia ética. En relación con este asunto, por lo demás, no puede dejar de apreciarse en alto grado el librito Natural Goodness [Lo bueno natural], de Philippa Foot. Pero usted se opuso a las tentativas de una ética teleológica… Eso es cierto, pero se puede entender mal, pues por «ética teleológica» hoy no se entiende una ética anclada en la naturaleza, sino una moral funcionalista o utilitarista, para la que el valor ético de la acción reside en el conjunto de las consecuencias que cabe esperar de ella: será una acción buena si sus efectos previsibles son en conjunto mejores que los de cada acción alternativa. Y la valoración de ese plexo de consecuencias puede hacerse de diversas maneras. El utilitarismo clásico establece como el más alto fin la consecución de la mayor dosis posible de placer para la mayor cantidad de gente posible. El así llamado «utilitarismo ideal» pone la meta en el aumento global de contenido de valor [que el mundo aumente su contenido de valor]. Durante décadas he criticado esta ética, ya desde que Ernst-Wolfgang Böckenförde y yo mismo impugnáramos la justificación del armamento nuclear por parte de prominentes moralistas alemanes. En esa ética desaparece la idea de la acción humana conforme con la naturaleza, quedando suplantada por un fin inalcanzable que acepta como medio [justificándolo] cualquier modo de actuar posible. En su actividad publicística [periodística] también ha discutido sobre el rechazo al armamento nuclear en el refundado ejército alemán. Ahí se plantean igualmente cuestiones éticas... Ciertamente, pero esos excursos periodísticos no procedían de mi tarea docente o de mi investigación filosófica, sino de un compromiso al que me sentía vinculado. Rousseau escribió en una ocasión: «No pretendería enseñar a nadie si no viera lo equivocados que están otros». Esto también vale para mí. Casi siempre me pongo a escribir provocado por algo que me irrita. Si todo estuviese en orden y pudiera estar de acuerdo con la mayor parte de lo que leo, estaría satisfecho y me dedicaría con gusto a tareas bellas sin tener que echarme a la espalda la penosa carga de escribir. Pero cuando la provocación es suficientemente fuerte surge en mí un involuntario impulso a la réplica. El debate sobre la provisión de armas atómicas al ejército a partir de 1957, y en especial lo que aducían los portavoces de esa iniciativa, suponía para mí tal provocación que me exigía una réplica. Algunos de mis amigos estaban implicados en esto, entre ellos, Martin Kriele. En colaboración con Ernst-Wolfgang Böckenförde redacté dos

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artículos. En aquella época hice una estrecha amistad con Heinrich Böll. Sobre todo eran teólogos moralistas alemanes los que estimulaban mi protesta. Resulta notable que a lo largo de mi vida siempre he tropezado con moralistas católicos. Aquí la cuestión central se podría formular sencillamente así: ¿Hay acciones que son perversas por naturaleza [intrínsecamente malas], como asume toda la tradición filosófica y teológica, o por el contrario quedarían justificadas a título de medios para alcanzar un fin cuando este es suficientemente noble? Siempre me he situado críticamente frente al concepto de «valor». Se habla constantemente de valores –sobre todo, de «nuestros» valores– sin saber con precisión qué se quiere decir con eso: si se trata de una mera cuestión de opciones o de algo que se antepone a nuestra «valoración». El opúsculo de Carl Schmitt titulado Die Tyrannei des Wertes [La tiranía del valor], de 1967, impugna de forma impresionante la supuesta legitimidad del ruinoso concepto de valor. He publicado en 2001 un artículo titulado «Europa: ¿comunidad de valores u orden jurídico?» [Europa – Wertege-meinschaft oder Rechtsordnung]. El Tercer Reich se autoproclamó una comunidad de valores. También los países comunistas. Habría que reflexionar igualmente sobre el hecho de que se exija a los ciudadanos el reconocimiento a «nuestro orden de valores». Se les puede y se les debe exigir obediencia a nuestras leyes. En qué consiste eso de «nuestros valores» es algo en sí mismo ambiguo, pese a que cada vez es mayor la presión amenazante de «lo políticamente correcto» (political correctness). Usted ha enseñado durante cinco años en la Escuela Técnica Superior de Stuttgart. ¿Qué recuerdos tiene de aquel tiempo? Satisfactorios. Esos años fueron para mí una buena escuela. Me ocupaba de estudiantes que tenían como materia principal no la Filosofía, sino disciplinas técnicas y científiconaturales. Tuve que adaptarme a enseñar de manera que esos estudiantes comprendieran de qué se trataba. Era un saludable esfuerzo por hacerse entender. Si se dice de mí que escribo comprensiblemente, también eso debo agradecerlo a las condiciones de mi docencia de entonces. En todo caso, cuanto más duraba aquello, más echaba en falta tener estudiantes de Filosofía como materia principal y auténticos discípulos.

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Stuttgart No soy oriundo de Stuttgart, pero los avatares de la vida me han llevado allí una y otra vez. La primera ocasión fue nada más terminar la carrera, para trabajar como lector en la editorial Kohlhammer. Al regresar de la guerra, un compañero me había recomendado al director de la editorial, con quien había coincidido en el ejército, y este me ofreció la plaza. La oferta se correspondía con mi deseo de hacer un paréntesis en mi vida universitaria para acercarme al «mundo real». De manera que acepté. Como estudiante me había agenciado recursos suficientes para vivir mediante la actividad periodística. También ahora volvía a ganarme el pan durante algún tiempo. Ya llevaba medio año casado. Siempre me ha sorprendido que desde aquel entonces estuviera en condiciones de sacar adelante una familia y, además, con actividades que eran de mi agrado. Nunca pude atribuirlo a que estuviera especialmente dotado con destrezas de utilidad general. También mi mujer expresaba a menudo una sorpresa agradecida, sobre todo cuando hacíamos una gran compra de víveres, pues no solo contábamos con techo propio para acogernos, sino que además podíamos comprar lo que necesitábamos para vivir. Desde luego no necesitábamos televisor. A veces llegaba el fin de mes y teníamos que comprar fiado. Pero ¿qué más daba esto si una semana más tarde seguíamos igual? Mi sueldo era exiguo, pero las condiciones laborales me permitían continuar con el trabajo filosófico. En cuanto al asunto de la gratitud, una vez sorprendí al director de la editorial cuando a comienzos del año nuevo me presenté a él para agradecerle la paga de Navidad. Me complacía decir «¡Gracias!», igual que ya me pasaba durante el servicio laboral del Reich, cuando me entregaban una herramienta –un azadón o un fusil–. Así me sustraía a la jerga militar, lo que llevó consigo que muy a menudo se me motejara como «Spaemann, el medio-civil». Pero me gustaba dispensar esta pequeña provocación, desde luego inocente. Después de que el director de Kohlhammer dejara la editorial exploré las posibilidades de regresar a la Universidad y de habilitarme. Obtuve una plaza de asistente del entonces recién nombrado Profesor de Pedagogía en Münster, Ernst Lichtenstein. Joachim Ritter me había recomendado a él. Acepté el puesto con la condición de que pudiera habilitarme en Pedagogía y en Filosofía, y de ese modo regresamos a Münster. Hasta ese momento nunca había estudiado Pedagogía. Pero, como él mismo me confesó, Lichtenstein tampoco. Tuve que ponerme al día rápidamente. En cualquier caso, dos años más tarde ya impartía de vez en cuando proseminarios pedagógicos para más de un centenar de estudiantes. Era esta una situación bastante absurda, pero de otro modo no podría tener lugar el examen «pedagógico», obligatorio para los candidatos a 113

una plaza de maestro. Entre 1956 y 1962 pude superar mis lagunas en el estudio [de la Pedagogía], colaboré en la organización académica, ayudé a mi catedrático y escribí mi trabajo de habilitación sobre Fénelon. Pocos meses después de la habilitación recibí la invitación del entonces director del Departamento de Humanidades de la Escuela Técnica Superior de Stuttgart, Golo Mann, para dar una conferencia, y pocas semanas más tarde una llamada para ocupar la recién creada cátedra de Filosofía y Pedagogía en esa Escuela. La Technische Hochschule (TH) de Stuttgart tenía entonces una cátedra de Filosofía de las denominadas C3 [profesor extraordinario]. Su titular era Max Bense. Bense se presentaba como racionalista existencialista. Tuvo gran influencia en los círculos intelectuales y artísticos de Stuttgart en los años cincuenta y sesenta. En el marco del Estudio General [Departamento de Humanidades] de la TH, que dirigía él, había una galería de arte muy apreciada, importante escaparate de las corrientes vanguardistas de entonces. Para Bense filosofía racional era ante todo la Lógica, la Teoría de la ciencia y una Estética que trataba de comprender lo que Kant denominó «complacencia sin concepto» [begriffloses Wohlgefallen], en la línea del ensayo de Birkhoff, en los años veinte, de desarrollar un criterio para evaluar la calidad estética basado en una exacta información teórica. Las investigaciones empíricas han evidenciado que la mayoría de la gente no fundamenta sus juicios estéticos en ningún criterio de ese tipo. Ahora bien, los juicios estéticos de la mayoría no pertenecen aún al mundo de lo racionalmente elaborado. Frente a ellos, la teoría más bien tiene carácter postulatorio. Un arte así estructurado pertenece al postulado de un mundo humano que, en expresión de Bense, «solo será un mundo completamente matematizado y asfaltado». Las fuerzas opuestas a semejante mundo racionalizado son la naturaleza y la historia. Para Bense, el racionalismo no puede fundamentarse en algo más allá de él; es por tanto una actitud vital irracional. El postulado kantiano de la universalizabilidad de las máximas de acción –el llamado imperativo categórico– carecía de significación alguna para Bense. En el mundo tal como es, cada uno tiene que ver cuál es su puesto. En cambio, el cumplimiento acabado de la civilización científica, caso de que llegue a haberla finalmente, hará superfluo todo esfuerzo moral. Y quien trabaja por esa utopía puede –como hacía Bense– disponer de la biblioteca del Instituto como si fuera su biblioteca privada, y llevársela a su propio despacho. Sorprendentemente, Bense ignoró el movimiento estudiantil. A él, tan comprometido con la revolución de 1792 –no solo con la de 1789[4]– nadie podía acusarle de ser un reaccionario. Bense era progresista y de «izquierdas». Con todo, fue quien me informó sobre los campos de concentración de Ho Chi Minh. El racionalismo de Bense se correspondía con su ateísmo. Cuando se supo que en sus lecciones disertaba sobre la teoría del sinsentido de la palabra «Dios», se produjo un debate en el parlamento de Baden-Würtenberg sobre si habría que retirarle o no la venia 114

docendi [autorización oficial para enseñar]. Pronto se descartó esa opción, pero surgió el deseo de crear una cátedra paralela. A su vez, esta era una solución más llevadera para «excomulgarle» [que cesarle en su puesto docente], pues con él se iría también la Pedagogía. En Stuttgart no había aún cátedra de Pedagogía, pese a que sí había candidatos al magisterio. Por tanto, se dotó una plaza paralela, pero, eso sí, del escalafón más alto [con formato de cátedra ordinaria, de las llamadas C4], a diferencia de la de Bense [que era una cátedra extraordinaria, C3]. A propuesta de la Facultad, el Ministerio de Educación me nombró para ese puesto. Como es natural, estas circunstancias hicieron que mi comienzo en Stuttgart no fuera especialmente fácil. En vista de la situación, Bense tuvo que sentir como una afrenta la erección de esa cátedra. Y ciertamente era así. En cuanto a mi aceptación, para mí era decisivo que la cátedra no implicaba en modo alguno un vínculo ideológico, y que mi convocatoria no era una concesión, sino que correspondía a la propuesta de la Facultad, que me había nominado en el primer puesto de la lista de candidatos. En mi toma de posesión me recibió el Decano, ya que Bense no deseaba verme. A mi lección inaugural, con un auditorio máximo a rebosar –diserté sobre los dos conceptos fundamentales de la moral– no solo no vino, sino que les había prohibido asistir a todos sus colaboradores. Comencé mi lección con una breve observación en la que expliqué que habría que desechar todo tipo de suspicacias, y desmentir cualquier expectativa de que de ahí en adelante fuera yo a fungir el papel de un «anti-Bense» o a hacer de divulgador de cualquier ideología. Para normalizar la relación con Bense fui a visitarle en su Instituto. Para no dar más pábulo a habladurías entre sus colaboradores y estudiantes, fui por la tarde, después de su lección, y le esperé ante la puerta del instituto, que ya estaba cerrado. Apareció poco después, y al verme se dirigió a mí en estos términos: «¿Qué hace usted aquí?». Respondí: «Señor Bense, me han dicho que no quería hablar conmigo, pero preferiría oírlo de usted mismo». Así comenzó el deshielo. Me introdujo en el instituto, me llevó a su cuarto y estuvimos conversando un rato sobre la situación. Ya nos conocíamos, por cierto, de mi anterior estancia en Stuttgart. Ante todo, Bense se mostraba ofendido por el hecho de que la mía era una cátedra de Profesor Ordinario, mientras que la suya era un puesto de Profesor Extraordinario. Le dije que inmediatamente trataría de cambiar esa situación, lo que en efecto conseguí poco después: el puesto de Bense fue elevado a la categoría de cátedra ordinaria. De este modo, indirectamente Bense salió ganando por la creación de la nueva cátedra y por mi nombramiento para ejercerla. Al finalizar nuestra conversación vespertina ya se había hecho la calma en nuestra relación. Tan solo quedaba por zanjar cierta animosidad, ante todo, entre sus colaboradores y estudiantes, que siempre tenían algo de grupo conspiratorio, si bien, 115

como llegué a saber más tarde, el propio Bense les calló la boca cuando creían que con comentarios despectivos sobre mí podrían apuntarse un tanto. Realmente solo hubo un conflicto más. Bense era el director del Estudio General, que reviste una importancia especial en una Escuela Técnica Superior. Como actividad dentro del marco de los Estudios Generales, yo había organizado un seminario sobre los escritos juveniles de Marx. Al recibir la programación del semestre comprobé que no aparecía anunciado ese seminario. Bense estaba en ese momento en Japón. Acudí entonces al rector en su calidad de presidente del Estudio General, con la petición de que solucionara inmediatamente esa omisión. Tras convocar el rector a la comisión correspondiente, se corrigió el error. Cuando más tarde me encontré con Bense durante un paseo, me aclaró indignado que no era el recadero de la comisión. Pensaba que, si allí había alguien que pudiera impartir un seminario sobre el joven Marx, era solo él. Le respondí de la única manera que sabía que podía entender. Le dije que no pensaba inmiscuirme en la organización de los Estudios Generales, ante todo si se garantizaba que no se cuestionaría mi labor en ese ámbito. No quería preocuparme de nada más que de la organización de mi iniciativa. Esta se llevó a cabo. De todas formas, Bense renunció a la dirección del Estudio General, tarea que acabó recayendo en mí, y que he ejercido con mucha dedicación durante largo tiempo. En todo caso, acordé con Bense que él siguiera al frente de la galería de arte dependiente del Estudio General. Y así sucedió también en otras ocasiones en que Bense hizo suyas mis propuestas. Cuando más tarde sondeé la posibilidad de que la TH de Stuttgart estuviera dispuesta a reclamar mi regreso a la cátedra, aún vacante desde mi salida hacia Heidelberg, inmediatamente Bense –a quien me había dirigido– se mostró dispuesto a solicitar con vehemencia que se me llamara de nuevo a Stuttgart. Naturalmente, Bense y yo estábamos en las antípodas. Bense entendía el espíritu como anti-naturaleza, de forma semejante a Gottfried Benn en su momento. Su visión era la de un mundo computerizado; la digitalización de todas las formas de la apariencia debía eliminar de la estética la dimensión semántica. Su Jerusalén celestial era Brasilia. No llegó a ver el mundo de la favela que se ha establecido allí. Cuando me incorporé a mi puesto en Stuttgart, su prestigio estaba en la cima. Desde muy temprano me inquietaba la cuestión de la naturaleza, lo natural y la teleología. La noche del primer alunizaje yo criticaba en televisión que se hubieran empleado en esa empresa medios económicos que podrían haber servido para socorrer necesidades reales del mundo. En el momento de la primera crisis petrolífera, a comienzos de los años setenta, me inquietaba también el final de la ideología del progreso imparable, que había durado trescientos años. De forma bastante indecorosa se dejó de lado lo que a mí se me antojaba debía ser atendido. Me tildaron de «ecofilósofo». Pero la noción de «mundo entorno» [Umwelt][5] que, inspirada en von Uexküll, por aquel entonces se había puesto de moda, tampoco me gustaba mucho, pues aún me 116

parecía antropocéntrica. Frente al antropocentrismo, que todo lo refiere al hombre, yo defendía el antropomorfismo, que considera todo lo viviente por analogía con el hombre, es decir, que atribuye, por ejemplo, a los animales la capacidad de sentir dolor. En resumidas cuentas, durante un período el espíritu de la época comenzó a ir en mi contra. Todo esto son modos no filosóficos de considerar la Filosofía. Pero, en la medida en que la Filosofía forma parte de la vida espiritual de una civilización, resulta indispensable dar publicidad a ciertas reflexiones de esta índole. La Filosofía no es completamente responsable de su apariencia esotérica, pero debe rendir cuenta de ella para mantener su legitimidad. El hecho de que las posturas y los movimientos filosóficos se presenten como «ismos» siempre es una señal de su fracaso. Como ciudadanos, algunas veces hemos de tomar partido. En Atenas se condenaba a muerte a quien no tomaba partido en una guerra civil. No obstante, en tanto que filósofo, el filósofo no debe tomar partido, sino intentar averiguar de qué tratan las posturas filosóficas contrapuestas. El filósofo no quiere ser una parte en el conflicto; lo que quiere es entender el conflicto. Debido a la insuperable finitud de su perspectiva, la Filosofía nunca llega a conclusiones definitivas. De acuerdo con esto, la Filosofía es una aspiración permanente, y, si cae en el conformismo, entonces deja de ser Filosofía. «No dejes de considerar lo que se puede pensar contra lo que piensas». Esta frase de Nietzsche debe valer como máxima para todo filósofo. En este sentido habría que decir que Bense no era propiamente un filósofo, pues no tomaba en cuenta las objeciones contra su ideología cientificista. Su influencia pública estaba al servicio de la consolidación de una determinada postura, no de la justificación de la misma. Cuando Reinhart Maurer –por aquel entonces ayudante de mi cátedra– advirtió el carácter controvertido de mis seminarios, una vez fue a ver a Bense y le pidió ser admitido en uno de los que impartía. Le preguntó: «Señor Profesor, ¿le interesa la controversia?». La respuesta de Bense fue esta: «Aquí nos ocupamos de la ciencia. Quien no acepte estos presupuestos no necesita venir». Mi última conversación con Max Bense curiosamente trató de lo mismo que la primera. Bense me llamó un día porque el parlamento nuevamente se había ocupado de él. En clase había aprobado públicamente un atentado fallido contra el Papa Pablo VI. Según él, el Papa era un tirano espiritual, y el tiranicidio está justificado. El parlamento discutió sobre el asunto y urgió el cese de Bense. Me dijo al teléfono: «Spaemann, ¿qué debo hacer? Necesito el sueldo como sea». Mi respuesta fue: «Bense, escriba en un periódico de Stuttgart, o en un comunicado al parlamento, que usted quería defender el tiranicidio, y que lamentablemente se había equivocado con el ejemplo. Pienso que esto bastaría para que la gente se tranquilice». Bense dijo que lo haría. Si no recuerdo mal, es lo que hizo. ***

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En los años en los que enseñaba en la Escuela Técnica Superior de Stuttgart, consideró la oportunidad de viajar a Brasil. ¿Cómo fue esto? Sencillamente se trataba de la invitación de la Universidad Católica de Río de Janeiro a un profesor visitante. No era un período sabático. La TH de Stuttgart únicamente me dio licencia para aceptar la invitación brasileña en el año 1965. La Universidad brasileña me pagó el sueldo. ¿En qué lengua daba las clases? En aquel momento aún era posible impartir seminarios en francés. Los estudiantes de la Pontificia Universidad Católica dominaban esa lengua. Muchos años más tarde, cuando volví a Brasil, los oyentes entendían solo el portugués y el inglés. En mi época de Río aprendí lentamente un poco del idioma del país, de manera que al final de mi estancia también pude dar las clases en portugués. Brasil se cuenta hoy entre los países económicamente emergentes. Pero en aquel tiempo era más bien un país en vías de desarrollo. ¿Qué impresión sacó? Las tensiones sociales allí no se podían pasar por alto: desde luego, me dejé comprometer en esto. Me impresionó el gran pedagogo y autor brasileño Paulo Freire (1921-1991). A mitad de los años sesenta había desarrollado un programa de alfabetización que no solo posibilitaba el rápido aprendizaje de la lectura y la escritura, sino que también debía crear una conciencia sobre las relaciones políticas, económicas y sociales. En aquel tiempo, en Brasil los analfabetos no podían votar en las elecciones. Alfabetización significaba, por tanto, democratización. Freire y su gente, con los que me había encontrado, divulgaron un abecedario ricamente ilustrado y brillantemente redactado, pieza central del programa de alfabetización viver é lutar [vivir y luchar]. De regreso a Alemania hice junto a mi mujer un programa en la radio donde dábamos noticia de esa iniciativa. El abecedario era, por supuesto, latentemente revolucionario. Politizaba la lucha de Freire por la alfabetización, que también era un movimiento de liberación. Del estrecho contacto con esa gente he aprendido mucho sobre el movimiento de liberación. Ese estrecho contacto ¿no le ocasionó dificultades con los brasileños de los estamentos superiores? Sí. Vivía con mi familia en una preciosa casa de campo en los montes de los alrededores de Petrópolis, a 60 km al norte de Río. De repente, el sueño se desvaneció: tuvimos que abandonar la casa sin miramientos. Se nos acusaba de haber sublevado a los empleados contra sus patrones. 118

Esto no era realmente así, pero tampoco carecía de todo fundamento. La casa estaba en una zona residencial para ciudadanos pudientes de Río. Fuera de la época vacacional vivían en la colonia solo los empleados, muchas familias numerosas, unos blancos y otros negros, y la mayoría en espacios reducidos. No quiero entrar ahora en detalles sociológicos, desde luego interesantes. El hecho es que, sin mencionar asuntos socialmente sensibles, nosotros y nuestros hijos cultivábamos un trato distendido con los empleados y sus familias. Por otra parte, siempre he tratado a nuestros arrendadores con la mayor lealtad posible. Pero eso no era suficiente. Nuestras costumbres familiares y nuestra manera de tratar con la gente sencilla eran muy distintas de las suyas. Solo esto ya bastó para convertir la cuestión en un explosivo social. Los propietarios de la casa habían advertido sobre nosotros a otros propietarios del valle. Los empleados, que supusieron enseguida el motivo de nuestra rápida salida, vinieron pocos días más tarde a vernos en nuestra nueva vivienda, una casa muy original, propiedad de un general de brigada con familia numerosa que no pertenecía a la alta sociedad. Nos la alquiló para el resto de nuestra estancia. ¿Cómo ocurrió que fuera llamado, en 1969, a Heidelberg, a suceder en la cátedra a Hans-Georg Gadamer, entonces considerado como la figura más destacada de la Filosofía alemana? Para mí fue una gran sorpresa. Estaba muy contento con mi trabajo docente en Stuttgart, pero me faltaba algo. Como ya he mencionado, en la Escuela Técnica Superior no atendía a auténticos estudiantes de Filosofía, y echaba en falta tener discípulos. Tuve que estar medio año de baja por enfermedad, pues en Brasil había contraído psitacosis, la enfermedad de los papagayos. De ahí que no pudiera aceptar dos llamadas que recibí en ese período. La primera era para ocupar una plaza de profesor ordinario de Filosofía y Teoría política en la Universidad de Zürich, que finalmente aceptó mi amigo Hermann Lübbe. La otra llamada era para ejercer una cátedra de la Universidad de Hamburg, que Carl Friedrich von Weizsäcker quería que ocupara yo. Ambos proyectos se fueron al traste dado mi mal estado de salud. Un día de 1968 vino a verme a Stuttgart Dieter Henrich, dimos un paseo y me preguntó si estaría interesado en mudarme a una plaza de la Universidad de Heidelberg. Se trataba de cubrir la vacante de Hans-Georg Gadamer, que pasó a emérito ese año. En la Universidad de Heidelberg, Dieter Henrich era entonces el personaje más influyente en materia de provisión de plazas para la Facultad de Filosofía. No debía de ser corriente que un profesor joven, que aún no ha publicado mucho, llegara a ocupar una cátedra que habían ejercido personas de la talla de Karl Jaspers o 119

Hans-Georg Gadamer. ¿Qué pudo mover a Dieter Henrich a dar ese paso? Supongo que serían ciertos aspectos que había detectado en mi trabajo, y que convergían con sus campos de interés. Ante todo, mi libro sobre Fénelon y la forma de interpretar que empleo. El tratamiento detenido que ahí hago del problema de la autoconciencia cobró para él una importante dimensión. En parte también supo apreciar un alto interés en asuntos que no conocía bien. Le agradaron algunos artículos, entre ellos, el titulado «Génesis de la noción de naturaleza en el siglo XVIII» [Genetisches zum Naturbegriff des 18. Jahrhundert], que apareció primero en el Archiv für Begriffsgeschichte, y más tarde fue reimpreso en el libro Rousseau – Bürger ohne Vaterland [Rousseau, ciudadano sin patria]. Le impactó fuertemente el planteamiento global que yo hacía del problema de la teleología. Propiamente fueron él y Hans Blumenberg los únicos que discutieron el asunto de la «inversión de la teleología», tal como lo denominé en el libro de Fénelon. Simplemente creo que Henrich encontró que lo que yo hacía encajaba en el espectro de asuntos filosóficos que se discutían en Heidelberg, y que podría contribuir a garantizar una suficiente pluralidad de intereses y perspectivas variadas, que siempre es conveniente. Desde hacía mucho tiempo, Henrich me impresionó una y otra vez por su resistencia filosófica, el coraje y energía intelectual con los que desarrolló una postura que, inspirada en el idealismo alemán, estaba a la altura de otras orientaciones del momento completamente distintas a la suya, sobre todo la Filosofía analítica. Con el correr de los años, Henrich «ha ido transformando lo liviano en grave» [lo débil en fuerte]. Lo ha logrado apoyándose en su erudita reconstrucción histórica de la génesis del idealismo alemán y, en particular, de la postura de Hölderlin en ese contexto. De ahí que más tarde, cuando ya estaba yo en München, me alegrara mucho saber que Henrich se trasladaría allí. ***

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El año 1968 El año 1968 lo viví en Stuttgart, esto es, no en el epicentro de las tensiones revolucionarias, que más bien estaba en Frankfurt y Heidelberg. A Heidelberg llegué en 1969. Lo que hoy se llama Universidad de Stuttgart, entonces era –y así se afirmaba con convicción– una «Escuela Técnica Superior». A las gentes metidas en las ciencias naturales y en la técnica generalmente no les seducen las utopías; más bien les resultan sospechosas. Pero también allí el eslogan [que expresaba la desazón frente al] «moho milenario bajo las togas» hizo valer su lúgubre encanto. Entre tanto, el entonces rector, Fritz Leonhardt –diseñador de la torre de televisión de Stuttgart, que ha sido modelo para todas las demás que se han construido después en el mundo– proclamaba, desde su completamente ingenua bonhomía, la «cordialidad» de la Escuela Superior. Muchos colegas no usaban la toga. El claustro decidió suprimirlas en contra de la opinión de una minoría conservadora, y de la mía propia, cuyas razones, por cierto, no gustaron nada a los profesores conservadores. Me dirigí al representante de los estudiantes en el claustro y le pedí que tuviera amplitud de miras. Le dije: «Vosotros entendéis la libertad en la forma del movimiento hippy; os vestís de colores y de manera nada convencional. ¿Por qué tenéis envidia de que de vez en cuando nosotros hagamos una mascarada y nos pongamos un traje pintoresco ocultando nuestros tiesos trajes burgueses? No nos dejéis tomarlo todo tan en serio». Los estudiantes, al menos con tan poco humor como los defensores del status quo, no se dejaron disuadir de su malhumorada seriedad, y las togas fueron suprimidas. La mía pronto la volvería a usar para resguardar mi traje al embalar cajas con ocasión de la mudanza de mi Instituto. Los profesores presentaron una oposición más dura a la exigencia de los estudiantes de introducir los exámenes parciales. A mi juicio, en esto tenían razón los estudiantes. Pensaban que tener pruebas parciales a lo largo de la carrera les daría más seguridad que jugárselo todo en un único examen al final. Sin embargo, cuando algunos años más tarde el Estado introdujo esos exámenes hubo grandes protestas por parte de los estudiantes, que se veían reprimidos en el libre desarrollo de su personalidad. Algunos ejemplos ponen de manifiesto que pedagógicamente no es conveniente dejar en manos de la gente joven determinadas decisiones académicas importantes, ya que para ellos la Universidad solo supone una breve fase de su vida, y rechazan toda responsabilidad sobre decisiones que sus predecesores han tomado algunos años antes. Por eso no son equiparables las federaciones de estudiantes con los sindicatos, pues con sus huelgas los estudiantes no infligen daño más que a sí mismos. Así que siempre me mostraba a favor de hacer obligatoria una amplia representación estudiantil en todos 121

los niveles de los gremios académicos, pero sin difuminar la responsabilidad en un derecho a la corresponsabilidad de quienes están en la Universidad solo temporalmente. En este sentido, me sentía comprometido con una «Universidad de los profesores», pero sin caer en la ingenuidad de olvidar que, naturalmente, también los encargados de tomar decisiones siempre buscan consciente o inconscientemente hacer valer sus intereses particulares. Esto era visible en la resistencia frente a los exámenes parciales, que obviamente llevan consigo un importante suplemento de trabajo para los profesores. Ya lo había notado desde hacía tiempo. Por ejemplo, en vista del incremento del número de estudiantes, se planteaba establecer en cada materia una cátedra paralela adscribiéndola a la plaza de Profesor Ordinario. La mayor parte de los Ordinarios se manifestaba en contra de esta medida. El argumento era que para asegurar una coordinación armónica de la docencia en una determinada disciplina, sería importante que la dirección y la responsabilidad última se mantuvieran en una sola mano. Es de notar que esa resistencia –con su respectiva argumentación– cedió rápidamente cuando se estableció por ley el precio global que deberían abonar los oyentes. Hasta entonces los estudiantes debían abonar una cuota de oyente por cada lección a la que asistían, y el profesor ordinario, que daba las lecciones principales a las que debían asistir obligatoriamente todos los estudiantes matriculados en los cursos regulares, percibía por ello un bonito sobresueldo que, comprensiblemente, no veía con buenos ojos tener que compartir con otro. Con la fijación de un precio total del abono como oyente, toda la cuestión quedaba despachada. Otro ejemplo de esa ideología interesada se podía observar en relación a la pugna de las Escuelas Superiores de Pedagogía por obtener el estatus universitario o la anexión a una Universidad con el correspondiente derecho de habilitación. Se ha escrito mucho sobre la necesidad de una completa formación pedagógica académica para los maestros de escuela primaria y secundaria. Las Escuelas Superiores de Pedagogía en Alemania, tal como se instituyeron después de la guerra, realmente venían a dar óptima satisfacción a la demanda de futuros maestros. Esto quiere decir que la orientación práctica es aquí estructuralmente constitutiva de la materia, no una exigencia adicional. A mi juicio, podría darse una solución muy sencilla al problema, que únicamente le costaría al Estado un poco más de dinero, y consistía en equiparar los sueldos de los maestros de escuela primaria y secundaria de formación profesional. En el trasfondo de la exigencia de una formación académica completa para ambos gremios estaba la desigual retribución de estos dos grupos profesionales. Una misma preparación científica naturalmente serviría para igualar los sueldos. La solución más sencilla habría sido: se igualan los sueldos sin tener que fijar rígidamente la misma duración del período formativo para ambos grupos. De esta manera se tendría en cuenta el hecho de que los profesores de ambos tipos de escuela necesitan disponer de una alta competencia para desempeñar su oficio, y que su responsabilidad es la misma. Ahora bien, la carga 122

docente es en la enseñanza media de formación profesional frecuentemente mayor que en la del bachillerato. Con esa solución se produciría de golpe un montón de literatura de desecho sobre política educativa, suficiente para llenar media biblioteca. En lo relativo a la Universidad, los intereses de los profesores y de los estudiantes en principio no son antagónicos, sino que convergen, con algunas restricciones: unos quieren enseñar, los otros, aprender. En la época en que eran aún puras Universidades de profesores, había Universidades alemanas que gozaban de la más alta reputación. La ciencia que ahí se impartía la han adquirido tanto los estudiantes seriamente comprometidos con el estudio como los jóvenes revolucionarios. No había ninguna estupidez en la actitud de los jóvenes estudiantes de izquierdas, después de la guerra, que se abstenían de participar en la política universitaria. No veíamos la Universidad bajo la óptica revolucionaria, como un instrumento para del socialismo. Aprendíamos de nuestros profesores lo que de ellos había que aprender, esto es, la «ciencia burguesa», con la clara conciencia de que no había otra. He de mencionar un episodio que no tengo por honroso por el hecho de que se tratara de una intervención pública mía. No tengo a gala traerlo aquí, pero tampoco quisiera dejarlo pasar en esta historia. Era la época de las leyes del estado de emergencia. Esas leyes eran necesarias cuando las fuerzas aliadas de ocupación abandonaban el territorio alemán y se recuperaba la plena soberanía. La regulación del estado de emergencia corresponde al ordenamiento de un Estado soberano. Las leyes del estado de emergencia debían regular las condiciones en que puede declararse el estado de necesidad, así como las competencias ejecutivas y limitadoras [de algunos derechos civiles] para ese caso. Ellas también contenían disposiciones sobre seguridad interior, por ejemplo, restricciones relativas a la vigilancia de la comunicación telefónica y a la censura postal, etc. La gente de «izquierdas» logró pintar un escenario de amenaza general contra la libertad civil y de acecho fascista. Había manifestaciones por todo el país. Los ciudadanos de Stuttgart participaban en la lucha. Dado que en general me apreciaban y conocían mi sensibilidad contra todo lo que amenazara la libertad ciudadana, se dirigieron a mí con la petición de que pronunciara un discurso durante una manifestación en la Marktplatz [plaza del mercado], frente al Ayuntamiento de Stuttgart. Mi colega politólogo Martin Greifenhagen, que era mi vecino y simpatizaba con las manifestaciones, me apremió para que aceptara la invitación. Acepté, y di el discurso por vanidad. En cualquier caso no dije nada que contradijera mis convicciones. En esa breve alocución expliqué que en la historia se da lo imprevisto, y que para la excepción tampoco se podían estipular a su vez reglas sin excepción. Naturalmente que un gobierno ha de tener en el cajón planes de emergencia. Pero cuando surge el estado de necesidad hay que atenerse a lo que resulta de las necesidades de la situación. Es la hora de actuar. 123

Todo depende de que quienes ejercen la autoridad en esa situación cuenten para ello con la necesaria competencia ejecutiva e integridad moral. También en unas elecciones democráticas lo que hay que ponderar es a qué gobierno se querría confiar una autoridad excepcional en estado de necesidad. Como es natural, no era esto lo que esperaban oír los que protestaban. Eran ideas inspiradas en Carl Schmitt. Pero el cociente intelectual de los estudiantes disminuye rápidamente cuando actúan en masa. Sobre el estrado de la plaza del mercado se me hizo drásticamente obvio que estaba haciendo el papel de tonto útil con ese discurso. Una buena parte de los estudiantes concentrados en la plaza salió de allí desfilando mientras cantaban, a modo de letanía: «Ho, Ho, Ho Chi Minh». Resultaba realmente ridículo emplear el nombre de Ho Chi Minh, o el de Mao tseTung, como estandarte en la lucha por la libertad ciudadana. Algún tiempo después hubo otra manifestación, no masiva pero sí de un número significativo de estudiantes, organizada por los directivos del Comité General de Estudiantes, que vinieron con antorchas a la puerta de mi casa para solicitar mi permanencia en Stuttgart rechazando la llamada a Heidelberg. El presidente del Comité me dijo al finalizar la pequeña movilización que, pese al exiguo número de manifestantes, no debía minusvalorarla: en aquella época fue la única vez que en Alemania se manifestaba públicamente el deseo de que un profesor permaneciera en su puesto. De hecho, estaba muy conmovido. Pero esa manifestación no podía hacerme cambiar de parecer. El tiempo que pasé en una Escuela Técnica Superior fue para mí una experiencia muy valiosa. Pero la oferta de sustituir en la cátedra a Hans-Georg Gadamer y la perspectiva de trabajar directamente con auténticos estudiantes de Filosofía –que tenían la Filosofía como materia principal– hicieron que pese a todo la decisión fuese más fácil. Es natural que un profesor desee tener discípulos. Mis expectativas se cumplieron desde el primer momento: un Instituto maravilloso, una biblioteca sobresaliente, fantásticos colegas, serios e inteligentes, y algunos estudiantes excelentes. Cuando fui propuesto para la dirección del Instituto tuve que dar un pequeño discurso para presentar mi «proyecto» ante el cuerpo electoral, que, si mal no recuerdo, estaba compuesto paritariamente por tres sectores: profesores, asistentes y estudiantes. Mi alocución fue realmente breve. Dije que no tenía un proyecto, sino más bien un «anti-proyecto». Era de la opinión de que el Instituto debía continuar como hasta entonces, para mantener las condiciones que habían hecho posible una investigación filosófica y una docencia del nivel que se había alcanzado allí, para que los estudiantes de Filosofía pudieran estudiar como lo venían haciendo, en colaboración con docentes tan buenos como los que se habían reunido allí; en fin, en una comunidad de maestros y discípulos de acuerdo con la mejor tradición humboldtiana. Tuve la sensación de que en

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ese momento, en el que todo eran proyectos [de cambio], después de ese discurso no saldría elegido [para dirigir el Instituto]. Y en efecto así fue. Pero incluso cuando los Institutos rechazaban definirse mediante proyectos también se echaba leña al fuego de la controversia. Recuerdo una junta directiva en la que Ernst Tugendhat propuso asignar un docente a los estudiantes que no podían encontrar un director para su Tesis. A veces sucedían cosas así. Gadamer, que participaba en la reunión, objetó que precisamente formaba parte de la promoción al doctorado encontrar un profesor bajo cuya tutela quiere uno redactar la Tesis. Tugendhat replicó: Siempre es cuestión de suerte acertar en esa búsqueda. A lo que Gadamer respondió desconcertado: «Pero, señor Tugendhat, sin suerte no se puede lograr nada en la vida». Por su parte, también Tugendhat estaba atónito ante tal grado de cinismo, pues esas palabras se le antojaban inequívocamente cínicas. Llegué a Heidelberg en el momento álgido de los disturbios revolucionarios. En los pocos años que estuve allí nunca corté el hilo de la comunicación con los estudiantes. Entre los estudiantes de materias humanísticas, era con los de Filosofía con quienes tenía más sentido buscar esa comunicación. También se alborotaban, pero al menos estaban dispuestos, paralelamente a sus acciones, a buscar seriamente una justificación racional discursiva. En todo caso, por lo general los alborotadores no sabían bien lo que decían. Si se trataba de hacer «violencia a la realidad» –por ejemplo, boicotear las clases, invertir la finalidad de las actividades académicas, forzar asambleas y discusiones en los momentos en que les convenía, etc.–, siempre subrayaban que eran «acciones justas», lo cual justificaba que se privilegie el bien sobre el mal. A la Iustitia habría que quitarle la venda de los ojos. Nunca me he dejado enredar en ese juego. Si admitía discusiones en clase, siempre sería en los momentos estipulados para ello, y directamente entre los estudiantes y yo, sin que se inmiscuyan otros, como pasaría sobre todo más tarde, con los grupos marxistas en München. Tan solo una vez me interrumpió una clase –bastante concurrida, por cierto– una impertinente turba de no filósofos para forzar una discusión sobre una ordenanza ministerial que, según decían, era urgente discutir. Aproveché la ocasión para dar una breve lección intuitiva sobre las reglas del juego democrático. Mi propuesta fue hacer una votación en dos fases. Primero habría que decidir sobre si nosotros –en ese caso los oyentes de la lección– estaríamos dispuestos a someter a la decisión de la mayoría la alteración del objetivo que nos reunía allí. Esa votación habría de resolverse por unanimidad. Dado que cada estudiante que había acudido a la lección tenía derecho a escucharla, no bastaba una mayoría del 90% para exigir a la minoría restante de la audiencia una visita a la piscina en lugar de la lección. El contrato social tendría que ser unánime. Si todos los estudiantes votan que en esa cuestión debe decidir una mayoría, entonces 125

haríamos una segunda votación, en la que con mayoría se resolvería sobre la propuesta de alterar la finalidad de la reunión que nos congregaba allí. Los oyentes parecían estar de acuerdo con ese procedimiento, pero los perturbadores no lo estaban. Estos decían que sus compañeros no sabían en absoluto de lo que se trataba, y no eran conscientes de la urgencia de la cuestión, de manera que solo podrían decidir cuando estuvieran debidamente informados sobre el asunto. Respondí que con esa información podría agotarse el tiempo de la lección, pero podría ocurrir que muchos estudiantes no desearan en absoluto dicha información en ese momento. Como es natural, tal argumento irritaba a quienes entonces estaban en la cultura del discurso. Consideraban al ciudadano no ilustrado como menor de edad, y había que forzar su ilustración, incluso contra su voluntad. Acto seguido dejé que se procediera a la primera votación. Si los perturbadores no se hubieran pronunciado en contra, probablemente la votación sería unánimemente favorable a continuar con la siguiente resolución mayoritaria. Pero, como era de prever que la mayoría decidiese continuar con la lección, los perturbadores proseguían con su tumulto y forzaban la interrupción de la clase, a mayor enfado de casi todos los estudiantes. En cualquier caso, hay un fenómeno que con frecuencia me dejaba asombrado. Si estaban en gran mayoría, los estudiantes «normales» no estaban dispuestos a permitir que una minoría violenta les arrebatara sus derechos. Pensaban que eso sería una cuestión de policía. Ahora bien, si la policía entraba en acción, por ejemplo, para garantizar que se pudiera llevar a cabo en libertad una elección de rector que antes había sido reventada, entonces eso les parecía mal. No solo los representantes de los estudiantes, sino también algunos colegas del claustro rechazaban la presencia policial en una elección de ese tipo porque la policía ejercería presión, cuando precisamente aparecía para evitar la presión violenta de los reventadores. Recuerdo algunas conversaciones nocturnas en la cervecería, también con los responsables de la agitación. Sus estrategias argumentales ya me eran conocidas. Curiosamente salían a mi encuentro, casi siempre, con cierta benevolencia llena de respeto. Pero no les ahorraba ningún esfuerzo [argumental]. Recuerdo que una tarde les dije: «Tengo la fundada esperanza de que los órganos del Estado no capitulen frente a vosotros. Si tuviera el presentimiento de que ibais a lograr vuestros propósitos y que los poderes del Estado iban a ceder ante vosotros, preferiría que me fusilarais esta tarde aquí mismo, sentado ante vosotros a la vista de todos». Lo tomaron a broma, pero les dije que iba completamente en serio, dado que, «si alcanzáis los objetivos que anheláis, correrán ríos de sangre. Pero esto último es preferible a que os salgáis con la vuestra». Para justificar esta afirmación tan solo apelé a la revolución cultural de Mao tseTung, que en realidad era su ídolo. Su desprecio por las instituciones jurídicas del Estado 126

al fin y al cabo se basaba en su ideología emancipadora. En su situación actual –en expresión de Karl Marx, «el hombre tal como está y actúa»– la humanidad se halla, según ellos, en un estado de inmadurez. El valor de la humanidad presente es la posibilidad de emanciparse de ella. En tanto que menor de edad, el hombre no puede hacer valer la pretensión de ser reconocido con plena legitimidad como miembro de la comunidad jurídica. En cambio, aquella parte de la sociedad que a sí misma se tiene por emancipada, y que se ve llamada a la misión de ayudar a los otros en su emancipación, debe decidir quién puede ser acreditado como mayor de edad. De ahí que tampoco valga como argumento la eficacia de acciones anteriores. El escueto principio «no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti» solo valdría si ese «otro» ya cumple los criterios que los emancipadores han decidido para definir la mayoría de edad. En último término, nadie es aún maduro. En ese proceso de la emancipación cada uno es terapeuta del otro. Naturalmente, para la mayoría de los estudiantes la cuestión no era conquistar el poder estatal, sino lograr una efectiva cogestión de la Universidad. También me mostraba escéptico frente a esa tentativa, y les reprochaba que fueran ingenuos en lo político. Les decía: «¿De verdad creéis que el Estado va a poner la Universidad en vuestras manos renunciando a su responsabilidad? ¿Porque os deja hacer algo y mira vuestras iniciativas con algo de condescendencia? El motivo es fácil de ver: la vieja Academia, vituperada como “Universidad de profesores”, tenía un alto grado de autonomía, que desde hacía mucho tiempo los ministerios tenían clavada y no querían ver ni en pintura. Por eso no ven con disgusto cómo se destroza esa autonomía en beneficio de los burócratas. Hay razones para que lo vean así. Si vuestro objetivo es ese [que la Universidad pierda su independencia], entonces hacéis lo correcto. Pero, si no, entonces es que sois como niños: jugáis a la cogestión, pero dando por supuesto que todos los reglamentos importantes vienen de arriba, y los aceptáis sin rechistar». Personalidades como el presidente de la Universidad de München, Nikolaus Lobkowiz, pertenecen al pasado. Lobkowiz remitió una circular a todos los colegas en la que se quejaba de que los profesores eran permanentemente acribillados con órdenes ministeriales, disposiciones y reglamentos que les apartaban de la investigación y de la cuidadosa preparación de su enseñanza. «Por tanto recomiendo a los colegas –así escribía Lobkowiz– que en lo sucesivo arrojen al cesto todos los papeles llegados del ministerio de educación sin leerlos». Entre tanto, los profesores también han asumido masivamente el papel de auxiliares ejecutivos de los decretos ministeriales. Hoy todo el mundo se queja del proceso de Bolonia. Pero ese proceso no se habría dado si el profesorado que ahora se lamenta se hubiera negado a colaborar en él. Profesores y estudiantes están aquí en el mismo bando, pero lamentablemente solo los estudiantes permanecen activos. La Universidad pudo afirmarse no como una 127

palestra para la lucha de clases entre profesores y estudiantes, sino como una comunidad de enseñantes y aprendices opuesta al ordenancismo que se impone sin límites desde arriba. Para mí, en Heidelberg, los estudiantes no eran el problema. Cuando después de dos años dejé mi cátedra –y lo justifiqué en una carta dirigida al decano, que también publicaron los periódicos–, se me presentó una delegación de estudiantes del Instituto para decirme que comprendían la razón por la que me iba. «¿No ha advertido usted que no tenemos nada en su contra?». Solo pude responder: «No me voy por vuestra causa. Me voy porque mis colegas os patean el trasero». Sentía –ya lo había escrito en la carta que se publicó– que me acordaba demasiado de la conducta de los profesores alemanes en 1933. Sobre todo eran dos casos concretos los que me lo hicieron cercano. El primero fue el suicidio de Jan van der Meulen, profesor honorario de Filosofía en Heidelberg. Dio una lección sobre Karl Marx, lo cual era de su entera competencia como conocido estudioso de Hegel que era. Naturalmente el tema atrajo a muchos estudiantes. Pero ya en la primera hora de la lección, los que llevaban la voz cantante exigieron un debate. Van der Meulen replicó: «Ahora no podemos discutir, pues aún no he expuesto lo que podría considerarse objeto de una discusión con pleno sentido». La clase estalló. El entonces presidente del Instituto no se dio por aludido en modo alguno ante una especie de petición de solidaridad por parte de Van der Meulen, sino que le recriminó categóricamente, en un escrito poco amistoso, por no haber accedido a la exigencia de los estudiantes. Nunca había conocido personalmente a Van der Meulen. Pero en una situación que me parecía haber tocado fondo le escribí una carta en la que le expresaba mi comprensión de su postura, pero le pedía que fijara una fecha, por ejemplo, cuatro semanas después de la lección, y que estuviera preparado para sostener una discusión de hora y media con los estudiantes sobre lo que en ella había impartido. Van der Meulen siguió mi consejo, pero sin éxito. Los estudiantes porfiaban obstinadamente en tener la discusión de inmediato. Entonces Van der Meulen me escribió una carta en la que se quejaba amargamente del ostensible desamparo por parte de la dirección del Instituto, y en la que insinuaba discretamente algo que entonces no comprendí. Decía que convendría despertar a la Universidad con un signo que llamara la atención sobre la necesidad de defender la libertad de cátedra en nuestro país. En cualquier caso, agradecía muy cordialmente mi apoyo. Pocos días después de esto se suicidó. Gadamer, Dieter Henrich y yo asistimos a su entierro; con mucho tacto, la dirección del Instituto se abstuvo. Comencé a sentirme raro, sentimiento que por otra parte no me era extraño, y que se consolidó con otro pequeño episodio. Los estudiantes decidieron boicotear una lección 128

de la señora doctora von Beyer, profesora encargada de un curso. Boicotear no significa exigir la inasistencia de los estudiantes a clase, pues es un derecho que tienen, sino impedírselo físicamente a los estudiantes que deseen asistir. En la siguiente junta, la Facultad se planteó cancelar para el siguiente semestre el encargo docente de la doctora von Beyer, que estaba agregada al Instituto, y a quien por lo demás no conocía personalmente. La razón que se adujo era la siguiente: el presupuesto del Instituto era demasiado escaso, y había que suprimir actividades para ahorrar. Me permití cuestionar la rectitud de esa excusa: todos sabían que la lección de la señora von Beyer había sido violentamente boicoteada, y entendí que ese era el motivo de la cancelación. En ese momento me replicó un colega, también miembro de la presidencia del Instituto Filosófico: Sería una desvergüenza poner en duda la rectitud de los colegas. A continuación me disculpé en todas las formas que pude, y dije: «Acepto esa explicación. Pero hemos de evitar a toda costa aun la apariencia de que retrocedemos ante cualquier acto violento. En otros términos: hay que mantener ese encargo docente. Y, si el Instituto no tiene recursos financieros para esto, me ofrezco a sufragarlo de mi bolsillo». Gran perplejidad. El encargo lectivo tenía que prolongarse fuese como fuese. Pero ya al semestre siguiente fue suprimido sumariamente y sin más discusión. Entonces fue cuando decidí irme de Heidelberg. No solo no estaba dispuesto a soportar hechos como lo de Van der Meulen, sino que no encontraba modo alguno de explicarlos. Tenía un sentido del decoro y me resultaba intolerable la insolidaridad con los colegas que eran acosados de esa manera. Mi cátedra de Stuttgart estaba aún vacante. Pregunté a Max Bense qué pensaba sobre la posibilidad de que la volviera a ocupar yo. Mi antiguo enemigo me dijo: «Esto lo arreglamos de inmediato. Si usted me dice que viene, propondremos al Ministerio su regreso a Stuttgart». Estaba seguro de que los colegas lo apoyarían. No me fue nada fácil abandonar Heidelberg, el Instituto, la espléndida cátedra y a muchos queridos colegas. Pero pude volver a sostenerle la mirada al espejo [sin sentir vergüenza]. Y para mí esto era importante. ***

En sus recuerdos de los dos años pasados en Heidelberg, usted describe las diferencias de opinión que tuvo con su entonces colega Ernst Tugendhat, sobre todo en lo relativo a la reforma de la Universidad y al trato con los estudiantes revolucionarios. ¿Cómo se representa ahora, en retrospectiva, su relación con Tugendhat? Nos conocíamos ya desde finales de los años cincuenta, cuando coincidíamos frecuentemente en el Collegium Philosophicum, con Joachim Ritter. Incluso Tugendhat 129

vino a visitarme en el hospital cuando me trataban de la psitacosis en la clínica universitaria de Tübingen. En Heidelberg nos volvimos a ver. Pero ya algo había cambiado en él. Se había dejado contagiar por la politización de aquella época. Pienso que es realmente un filósofo, pero en el fondo es un hombre poco político. Siempre es peligroso que un espíritu tan abstracto y teorético como el suyo quiera llevar a la práctica en un Instituto público sus representaciones sobre lo justo, y que cuestione la política académica [universitaria]. Incluso antes de que me llamaran a ocupar la cátedra de Heidelberg, intentó persuadirme para aprovechar mis gestiones profesionales con vistas a imponer el principio de igualdad en el Instituto de Filosofía frente a los privilegios de algún colega, tanto en el aspecto de las finanzas como en lo relativo a la ocupación de espacios. No tenía nada que ganar en esto, pues en lo profesional todos mis deseos estaban satisfechos y no me importaba en absoluto que otro colega estuviese mejor. Si tenía lo que necesitaba, no me ofendía que otro tuviese más que yo. Pero para Tugendhat esto era decepcionante, y desde luego una cuestión de principios. Sus motivos no eran egoístas – al menos esa era mi impresión– o de envidia. Más bien eran los míos los que podían dar esta apariencia, pues solo me interesaba por mis propias condiciones de trabajo. Siendo judío, su toma de postura a favor de los gitanos e itinerantes, así como su compromiso con la causa de los palestinos, son ejemplos –y ejemplos ejemplares– de una opción no determinada por intereses individuales o colectivos. (Naturalmente, la seriedad de tales compromisos humanitarios no queda a su vez comprometida al saber que, bajo la dirección de Tugendhat, el Instituto de Filosofía de la Universidad Libre de Berlín fue declarado «zona libre de armas nucleares», y eso ciertamente no fue una mascarada). En aquel momento, Dieter Henrich estaba como profesor invitado en los Estados Unidos. Poco después –yo ya había sido nombrado para la cátedra de Heidelberg– tuvo lugar el conato de elecciones a rector reventadas por los estudiantes. La siguiente convocatoria se efectuó bajo la protección de la policía. Tugendhat me aclaró que tanto él como Georg Picht no tomarían parte en esas elecciones mientras la policía estuviera presente en la sala de juntas, y me invitó a que hiciera lo mismo. Le respondí: «¿Y eso por qué? Si precisamente la policía está ahí para garantizar la libertad de la elección. ¿Por qué iba a estar en contra de la protección policial?». En presencia de Tugendhat siempre se confrontaba uno con este tipo de abstracciones; todo había que fundamentarlo en un discurso libre… aunque ese discurso necesitara alguna protección. En sus recuerdos de la época de Heidelberg, pinta usted con tonos vivos lo que le provocaba irritación. En su opinión, ¿qué es lo que produjo las revueltas de los años 1967-1969, que se prolongaron aún después? Esos desórdenes han desatado una ideología que aún hoy sigue activa. Su núcleo es un 130

determinado concepto de emancipación. Con él se propagará una idea de libertad según la cual los hombres han de emanciparse de lo dado, de todo lo que ellos mismos no han gestionado [situaciones que no han establecido]. Por ejemplo, todo lo que es recibido por tradición, lo que ya viene dado en la forma de lo que llamamos «costumbres», ha de abandonarse; hay que eliminar toda suerte de seguridad en lo establecido. Hay que entender todas las costumbres de modo histórico. También hay que emanciparse de la naturaleza. Consecuencias tardías de esta idea de emancipación se reconocen hoy en lo que muchos rechazan como imposición natural de hecho en la pertenencia a un género: la sociedad debería velar para que la adscripción al género sea una libre opción de cada persona [y no una «imposición» de la naturaleza]. La transexualidad es bien acogida mientras que, asombrosamente, la propuesta médica de modificar, con medios psicoterapéuticos, una orientación homosexual en una heterosexual afronta una violenta oposición. En ella se percibe un prejuicio reaccionario, el de quienes piensan que la orientación heterosexual es la norma, y la explican como lo natural. Pero precisamente de eso habría que liberarse. Hay que revisar y manipular todo lo que viene dado, por ejemplo, todo lo que tiene que ver con la procreación humana a través del coito sexual. En el Fausto de Goethe se le oye decir al fámulo Wagner: «¡Válgame Dios! En otra época engendrar era lo normal / Tengámoslo hoy como una postura vana y fatua». El concepto clásico de emancipación pone nombre preciso a la coacción de la que uno quiere librarse cuando esa liberación efectivamente se ha producido. Por ejemplo, la liberación de la esclavitud alcanza a ser emancipación en el momento en que queda abolido el estatus de esclavo. Sin embargo, el concepto moderno de emancipación se refiere a algo que nunca se logra alcanzar, pues representa la lucha sin fin contra «lo dado»[6]. Esa forma de emancipación nunca puede concluirse. Pero esto a su vez implica que siempre se ha de privilegiar a los «emancipadores» frente a sus «protegidos», es decir, frente a todos los demás, puesto que aquellos que han llegado más lejos en el progreso tienen el derecho de prescribir a los demás, de marcarles el camino [de ese progreso]. Peter Handke escribió una vez, a comienzos de los años setenta, que ya no se puede considerar que la gente que siempre quiere lo mismo tenga el mismo derecho que quienes quieren el cambio. ¿Y eso por qué? ¿No será quizá incluso al contrario? Los estudiantes que querían imponer un cambio radical en la estructura de la Universidad, ¿no eran acaso tontos útiles al servicio de una reforma permanente [de una inestabilidad constitutiva de la vida académica], que finalmente acabó en el proceso de Bolonia? En todo caso, eso es exactamente lo que ha ocurrido, tal como yo les advertía: reglamentación de los profesores, de los curricula, de los contenidos de la investigación 131

y de la enseñanza. La burocracia científica –los ministerios de educación– es la que pilota la vida académica. Considerando la situación actual, desde luego no me gustaría seguir siendo profesor en la Universidad. ***

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Una visita a Heinrich Böll el día del Corpus Principios de los setenta. Fiesta del Corpus Christi. Después de la procesión, viajé con mi mujer al Eifel para visitar a Heinrich y Annemarie Böll, en una casa de pueblo, de apariencia más bien sencilla, semejante a la de los pueblos franceses, no por el enlucido que se destaca sobre la naturaleza circundante, sino porque parece parte de la tierra. Al pueblo solo se podía acceder en taxi desde la estación de ferrocarril más cercana. Tiempo atrás, los Böll nos habían invitado con nuestros tres hijos a pasar unas vacaciones estivales en su casa de Achill Island, en Irlanda, lo cual dio en esta ocasión para comentar muchos detalles junto al café y los bizcochos. Mientras merendábamos, llamaron a la puerta, Böll fue a abrir, y solo tardó un momento en regresar para rogarnos, tanto a mi mujer como a mí, que saliéramos de la habitación. En la entrada estaba Helmut Conrad, comisario de la policía criminal de Düren. Estuvieron un momento ante la puerta abierta de la casa. La vivienda estaba rodeada de policías con metralletas en posición de alarma. El oficial nos pidió la documentación. No llevábamos ninguna encima. A nuestra propuesta, llamó a la policía de Stuttgart, y dos agentes fueron a nuestra casa, donde encontraron a nuestros hijos y les preguntaron dónde estaban sus padres. Respondieron: «En el Eifel, con los Böll». La identidad ya estaba confirmada: no éramos los Baader-Meinhof. Ese día hubo una gran batida policial en busca de miembros de la RAF, entre otros, Ulrike Meinhof. Se había recibido comunicación de que un taxi condujo a una pareja desde la estación a la casa de los Böll. ¿Pero por qué se interesaba la policía de forma tan espectacular por los visitantes de Heinrich Böll? Después de que el comisario hubiera dado a sus policías el cese de la alarma, tuvo que aclarar su acción. Mi observación, algo pérfida, de que mi correspondencia con Ulrike Meinhof databa de mucho tiempo atrás, dejó presentir al buen hombre durante un momento que, pese a todo, no estaba sobre una pista completamente falsa. Pero el presentimiento se esfumó rápidamente. En calidad de asistente en el Instituto de Pedagogía de la Universidad de Münster, en su día tuve que enviar numerosas cartas a Ulrike advirtiéndole de libros de la biblioteca del Instituto que tenía prestados y que no había devuelto. ¿Y qué tenía que ver todo aquello con Böll? Había publicado en Der Spiegel un artículo titulado: «Salvoconducto para Ulrike Meinhof», un escrito bastante confuso que le hizo sospechoso de simpatizar con esos terroristas que ostentosamente se llamaban Rote Armee Fraktion (RAF, Fracción del ejército rojo). Entre tanto, el comisario se sentó a la mesa con nosotros, bebió café y tomó pastas. «¿Pero leyó usted realmente mi artículo?», preguntó Böll. 133

El oficial tuvo que negarlo. Böll le propuso: «Invíteme alguna vez a dar una charla en su cuartel de policía con objeto de que pueda aclarar lo que pienso». El hombre prometió pasar la propuesta a las «altas instancias». Pero después dijo: «Permítame, sin embargo, una pregunta, por favor. Si huyendo de esta batida policial Ulrike hubiera llamado a su puerta pidiendo asilo, ¿qué habría hecho usted?». Heinrich Böll respondió: «Le habría preguntado primeramente si iba armada. Si contesta afirmativamente, le diría: Debe dejar fuera la pistola. Solo en ese caso la hubiera dejado entrar, como a todo fugitivo que llama a mi puerta». «¿Ve usted? –dijo el policía–: A pesar de todo, en esto no estábamos completamente equivocados. La pareja que había venido a visitarle en taxi podían haber sido los terroristas buscados». Contra este argumento era difícil objetar algo. Se despidió de forma civilizada. Pero Böll estaba visiblemente airado, y se quejó al Ministro del Interior de Nordrhein Westfalen. Décadas más tarde este oficial de policía describió los hechos en el periódico Die Zeit, con una perspectiva por lo demás correcta. Solamente silenciaron un detalle, tanto Böll en su reclamación como el policía en su informe: que habíamos bebido café y tomado bizcocho todos juntos. Al regreso de nuestro viaje encargamos, en la floristería de la estación ferroviaria de Colonia, un ramo de lirios blancos cultivados para el matrimonio Böll. Pensaba que eran las flores adecuadas para iluminar un poco el ensombrecido ánimo por una tarde que había comenzado tan serenamente. Lamentablemente dos días más tarde leí casualmente en algún sitio una observación de Böll: no podía soportar los lirios cultivados del campo, pues le recordaban las figuras de san José en escayola de estilo kitsch[7].

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NOTAS  1 Proceder de y proceder hacia algo: así traduzco la expresión alemana auf etwas aus. La voz griega physis se vierte al latín como natura, sustantivo que procede del verbo nascor (nacer), y se refiere al nacedero o manadero originario del que algo surge, pero también a la situación final a la que está orientado ese algo de acuerdo con el modo de ser –naturaleza– que desde su origen tiene.  2 En expresión de D. Hume, matters of fact: cuestiones de hecho. La naturaleza sería un conjunto de facticidades, hechos que se dan sin más.  3 En la naturaleza no cabe leer ninguna indicación sobre su empleo o uso, ni sobre la manera adecuada de actuar en ella y con ella.  4 La Revolución Francesa tiene su primera fase en el movimiento de 1789, que dio lugar a la Asamblea Constituyente. La segunda fase (o segunda revolución), en 1792, dio lugar a la Convención donde los jacobinos se hacen con el poder de la República hasta 1794.  5 La traducción literal de Umwelt sería peri-mundo o mundo entorno. En sentido amplio se refiere al discurso medioambientalista o ecológico que poco más tarde representó programáticamente el Partido de los Verdes en Alemania (Die Grünen).  6 Lo que siempre está ahí, de una forma u otra.  7 Excesivamente sentimentales.

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Capítulo VI LLEGADA A MÜNCHEN

El redescubrimiento del pensamiento teleológico En el año 1972 regresa usted de Heidelberg a Stuttgart por un breve período. Un año antes acepta una cátedra de profesor invitado en Salzburg. ¿No fue esta una época agitada llena de cambios? Ciertamente, así fue. De vuelta a Stuttgart, a la Escuela Técnica Superior, no lograba de ninguna manera poder dar clase a estudiantes que tuviesen la Filosofía como disciplina principal, como era mi deseo, consolidado con tantas felices vivencias entre los estudiantes de Heidelberg. Por eso me vino muy bien una cátedra de profesor invitado en Salzburg. Me mudé con mi familia a una casa rural cerca de Salzburg, donde vivimos unos diez años. El entorno era bastante saludable en medio de un círculo de familias muy amistosas, y disfrutábamos de magníficas excursiones a la montaña y de fiestas familiares, en las que aún celebraban todas las generaciones juntas. Mis dos hijos más jóvenes iban a una escuela en Salzburg. Este tiempo lo disfrutaron mucho. Mi relación con la Universidad de allí en todo caso supuso una pausa. Recibí la convocatoria para la cátedra de Filosofía, que había quedado vacante. Hasta su nombramiento como profesor emérito la había ocupado, desde 1964, Balduin Schwarz, que había sido discípulo de Dietrich von Hildebrand. Ambos tuvieron que abandonar Alemania en 1933. De todos modos, una disputa con la Facultad de Salzburg sobre un procedimiento de habilitación me movió a dimitir de mi puesto. ¿Qué sucedió? Mi antecesor me había encomendado un asistente al que intenté ayudar con su habilitación. Violando una serie de normas jurídicas, la Facultad lo rechazó rotundamente. Me vi forzado a solicitar ante el Ministerio de Educación en Viena que se revocara la resolución de la Facultad. El jefe de la sección correspondiente del Ministerio vino después a verme en Salzburg. Fui a comer con él, y casi al comienzo me hizo esta kafkiana observación: «Sepa que aquí, en Austria, anularé cualquier resolución de la Facultad que usted me diga. Siempre puede encontrarse algún defecto de forma». De todos modos no conseguía zanjar mi conflicto con la Facultad, que empleaba todo tipo de tretas. Se quería hacer fracasar la habilitación a toda costa, pero yo no quería rendirme. 136

En medio de todo esto recibí una llamada del Ministro de Educación de Baviera, Hans Maier, para ejercer una cátedra de Filosofía en München. Esto me daba la posibilidad de abandonar Salzburg. Más tarde pude ocuparme de que el asistente de Balduin Schwarz se habilitara en la Universidad de München. Ciertamente no me entusiasmaba su escrito de habilitación, pero pensaba que en lo relativo al procedimiento había que hacer las cosas de forma adecuada. Colegas de Salzburg me dieron a entender que también mi dictamen había tenido su papel en el rechazo. En lugar de alabar sin reservas la verde alfalfa, había apreciado los puntos fuertes y débiles del trabajo. Pero eso ya no es lo usual en Austria si uno quiere conseguir un trabajo. ¿Cómo llegó el llamamiento a München? ¿Se postuló usted, cansado ya de las querellas de Salzburg? No, nunca en mi vida he propuesto mi candidatura. Tampoco estaba en primer lugar en la lista de candidatos; estaba Heinrich Rombach, un discípulo de Max Müller. Enseñaba desde 1964 en la Universidad de Würzburg, y desde 1970 era editor del Philosophisches Jahrbuch. Müller había ponderado mucho sus méritos para que fuese su sucesor en München. Pero Rombach quería continuar residiendo en Würzburg, y el Ministerio consideraba que eso era incompatible con ejercer una cátedra en München. De manera que me acabaron llamando a mí y comencé a impartir mi docencia en la Universidad Ludwig-Maximilian en el semestre de verano de 1973. München me salió al encuentro por sorpresa. No había tenido ninguna relación con esa Universidad; tan solo tenía el recuerdo de mi época de estudiante allí. Cuando fue llamado a München, en 1972, usted se había dado a conocer entre un público más amplio a través de dos trabajos: un artículo publicado en el Merkur con el título «La utopía de una ausencia de poder» [Die Utopie der Herrschaftsfreiheit], y más tarde un ensayo que, con el título «Moral y violencia» [Moral und Gewalt], apareció en el volumen «Rehabilitación de la Filosofía práctica» [Rehabilitierung der praktischen Philosophie] editado por Manfred Riedel, y que dio una nueva orientación al debate filosófico en Alemania. ¿Quería ser usted algo parecido a un filósofo práctico? No, todo lo contrario. Que haya tenido que ocuparme una y otra vez de asuntos éticos y políticos se debe a que eran los debates que entonces dominaban la escena; ante todo, el debate sobre el impacto público de la Escuela de Frankfurt, pero ya no, ciertamente, en la forma acuñada por Horkheimer y Adorno, sino en la versión que había asumido en Jürgen Habermas. Mis ideas no encontraron gran aprobación en los círculos intelectuales, a diferencia de las de Habermas sobre el discurso libre de dominio [Herrschaftsfreidialog]. No me convencía suplantar el concepto de razón práctica por el de un discurso ideal. El discurso 137

racional siempre presupone ya la razón, y no al revés, tal como, por cierto, proclamaba expresamente el «pragmático trascendental» Apel. Como propone Hegel, el discurso tiene la función de «evaluar racionalmente la norma» [gesetzprüfenden Vernunft], pero no es él mismo una instancia normativa, generadora de la norma. A diferencia de los discursos ideales en un mundo utópico, lo que hay en este son discursos reales que, si han de tener relevancia práctica, están limitados por condiciones fácticas. En primer término hay que garantizar que puedan desarrollarse en libertad gracias a ciertas seguridades que ofrece, por ejemplo, la policía[1]. En segundo término, el discurso es inacabable de suyo, y a cada nuevo interlocutor se le ha de reconocer el derecho a cuestionar con nuevos argumentos cualquier consenso alcanzado antes. Cuándo han de pasar a la acción los interlocutores de la discusión, porque ya carece de relevancia práctica prolongarla más, eso es algo que hay que decidir. Pero, como filósofos trascendentales, Habermas y Apel querrían entender el discurso no como algo empírico, sino «ideal», es decir, contrafáctico. Tampoco cambia la cosa si se trata de alcanzar un consenso discursivo que pueda preverse entre interlocutores razonables y justos. Ahora bien, ¿quién define qué es un pensamiento razonable y justo? Podemos darle al asunto todas las vueltas que queramos, pero al final el discurso no puede reemplazar la razón, sino que ha de presuponerla. Una de mis preguntas se refiere al problema del «buen gobierno» [guten Herrschaft]. ¿Se puede, o se debe, definir, en términos generales, lo bueno y lo justo como lo que se alcanza a través de un discurso libre de coacción? Más bien tendía a pensar que el discurso libre de poder solo puede acontecer allí donde un poderoso lo hace posible asegurando un espacio de libertad discursiva. La idea de un «discurso libre de dominio» precisamente me parecía que eliminaba lo político. Lo político no puede diluirse en el discurso, pues de lo contrario se establece la arbitrariedad y la coacción. Tenía muy presente lo que viví en las ya aludidas elecciones al rectorado de Heidelberg, que los estudiantes de izquierdas reventaron y que hubo que repetir bajo protección policial. Tugendhat y otros opinaban que con vigilancia de la policía no era posible votar sin coacción. Les repliqué que precisamente sin un espacio protegido por el poder no podía haber ningún discurso libre de coacción. En la edición de diciembre del Merkur apareció entonces el intercambio epistolar entre usted y Jürgen Habermas. ¿Lo había planeado? Habermas respondió a mi artículo «La utopía de una ausencia de poder» con una réplica: «La utopía del gobernante justo» [Die Utopie des gerechten Herrschers]. Siempre nos habíamos tratado amigablemente, y pronto acordamos que yo hiciera una contrarréplica. Habermas siempre me dispensó un trato delicado, que por mi parte era mutuo. Sus invectivas se dirigían más bien contra Lübbe. 138

Habermas no se había vuelto a manifestar sobre mi escrito «Moral y violencia». En relación a esto, a mí me interesaba la cuestión de si podría justificarse moralmente la violencia y bajo qué condiciones, ya fuera para lograr un mundo mejor o bien para mantener el existente. ¿Dónde termina el monopolio estatal de la violencia? Expuse algunos criterios que, de cumplirse, justificarían exigir lealtad al Estado y obediencia a las leyes: 1) Libertad para criticar la actuación del Estado. 2) Posibilidad legal de modificar la Constitución. 3) Libertad para emigrar. Una condición que de forma representativa podría justificar moralmente el empleo de la violencia es que la meta que se propone no sea una utopía de futuro, sino que quienes la ejercen tengan un objetivo limitado cuyo logro esté claramente definido, y a cuya satisfacción pueda seguir inmediatamente el restablecimiento de la paz. Una forma de violencia prototípicamente no jurídica, pero que puede justificarse moralmente bajo ciertas circunstancias, es la secesión de un territorio con la finalidad de fundar un nuevo Estado. Siempre he estado prevenido contra la pretensión, frecuente en los años sesenta entre los denominados «investigadores de la paz», de llamar violencia estructural a todas las estructuras injustas [de poder], para justificar así, como un contrapoder, cualquier forma de violencia al servicio de la justicia. Propiamente esto supondría el final de todo ordenamiento pacífico. Significaría convertir en una situación duradera la guerra civil confesional. La filosofía práctica –escribí entonces– tiene que ver con la acción bajo el aspecto de su justificación intersubjetiva. Mi tesis central tenía a la vista las justificaciones que aducían los protagonistas de los movimientos de protesta: «La violencia como estímulo para el nacimiento de lo nuevo. En realidad esto solo puede significar que lo nuevo es simplemente una variante de lo antiguo». Con esos argumentos ciertamente se entiende que usted recibiera poca aprobación por parte de los intelectuales de izquierda. En el año 1972 fue llamado a la Universidad de München. ¿Fueron allí sus relaciones más tranquilas que en Heidelberg? Sí, en efecto, y prueba de ello es que permanecí en München hasta el año 1992, en que fui nombrado emérito. Desde luego, también había allí querellas internas, en la senda de las revueltas del 68, pero no condujeron a problemas serios. En la Facultad de Filosofía me encontré con Wolfgang Stegmüller, que entonces era el más prominente valedor de la Filosofía analítica en Alemania. Cultivamos una relación amistosa y llena de respeto. Stegmüller escribía un libro tras otro. Era un cronista muy fiel de las ideas y corrientes más importantes de la escuela analítica en aquel momento. Su opción por la Filosofía analítica siempre fue consciente y seria, y no buscaba hacerla valer por medio de influencias políticas. Aún recuerdo una discusión en el Departamento de Filosofía a propósito de Karl 139

Jaspers. En algún momento de la conversación alguien insinuó que Jaspers no podía ser seriamente considerado como filósofo. Stegmüller repuso: En un volumen que recogiera los filósofos eminentes que ha habido en la historia, habría que mencionar a Jaspers como uno de los más grandes. A juzgar por la frecuencia con la que se citan los libros y artículos de Jaspers, habría que tomarlo muy en serio. Y justificaba su postura con estas palabras: «En los asuntos de esta naturaleza me baso únicamente en criterios formales». Con estos supuestos [de seriedad] sí era posible una coexistencia pacífica. En una de sus obras dedicó un capítulo a exponer un comentario crítico a mi libro «La cuestión del para qué» [Die Frage Wozu]. En resumidas cuentas, pasé años felices en München. Y mis travesuras con el grupo «marxista» en el Instituto más bien me producían diversión. Discutía con ellos a través de hojas volanderas. Las mías eran mejores que las suyas. En una ocasión mantuve un debate con el jefe del grupo en la tarima ante el aula completamente llena, con reglas estrictas y convenidas anteriormente, y sin ninguna intervención del público. ¿Tenía intención de establecer en München un grupo de discípulos, algo así como una escuela de Spaemann? No, nunca me propuse nada parecido. Eso se produce o no. Hay un grupo de amigos que han llegado a la Filosofía a través de mí. ¿Pero una «escuela»? La Filosofía es una empresa anárquica. Pero tenía ayudantes que colaboraban en su cátedra. Sí, primero dos y después tres asistentes. En Stuttgart, Reinhard Maurer era mi ayudante, un discípulo de Joachim Ritter, que más tarde trabajó en la Universidad Libre de Berlín. Cuando llegué a München admití a un ayudante de mi predecesor Max Müller. Conmigo trabajaban en la cátedra Peter Reisinger y Karl-Heinz Nusser, que más adelante fueron ambos profesores supernumerarios en la Universidad de München. Además llegaron después Wolfgang Schrader y Reinhard Löw, por desgracia ya fallecidos. Y me han acompañado hasta el final Thomas Buchheim, Rolf Schönberger y Walter Schweidler, quienes entre tanto ya hace tiempo obtuvieron sus cátedras. Todos han llegado a ser profesores de Filosofía en Alemania. Su cátedra les valió como trampolín para una carrera académica. Pero ¿qué ambiente había en su cátedra? ¿Toleraba bien la controversia? Tengo que decir que la controversia nunca me ha molestado, y mucho menos cuando se formulaba de manera inteligente y promovía el conocimiento. Thomas Buchheim, por ejemplo, planteaba constantemente objeciones a lo que yo decía en las sesiones de mi seminario. Ciertamente, me consideraban un platónico, y Buchheim se ponía del lado de los sofistas a los que Platón critica en los Diálogos. Alabé 140

su Tesis doctoral sobre la Sofística como vanguardia del vivir común, si bien tampoco me convencía del todo. Y en lo que Buchheim hace hoy encuentro una continuación de mi propio trabajo. Un filósofo necesita tener paciencia. «Tómate tu tiempo»: Wittgenstein decía que los filósofos deberían saludarse con esas palabras. Con Reinhard Löw la cosa era distinta. Era un hombre inteligente y dotado muy por encima de lo común. Provenía de la carrera de Farmacia, y conocía a fondo la historia de la ciencia. Cuando más adelante recibió una oferta para una cátedra de Farmacia en Marburg, con seis plazas de asistentes y con un sustancioso presupuesto para la investigación, renunció a ella para continuar con la Filosofía. Löw tenía una deslumbrante capacidad de comprensión. Su Tesis doctoral sobre el concepto de vida en el Opus postumum de Kant es sumamente instructiva. Pero más tarde se dedicó casi en exclusiva a divulgar mi pensamiento. Siempre lo recuerdo con un ojo feliz y otro llorando. Era un gran amigo, pero el alcohol lo arruinó. ¡Dios se apiade de él! Parece que no se ha inclinado hacia una enseñanza doctrinaria… En todo caso, mis estudiantes me han manifestado su impresión de que conmigo se podían desarrollar en completa libertad, y secundar lo que se asentaba en su interior y creían ver por sí mismos. Para mí enseñar en la Universidad significaba dejar que los estudiantes tomen parte en mi propio pensar, siempre y cuando los niveles se equilibren y pueda yo empezar a aprender de ellos. Ante todo, sometía a discusión los asuntos que me interesaban. En esto me di cuenta de que el mejor modo de hacerles participar en la discusión y atraer su atención era presentar una idea en la que yo mismo respondía a mis propias preguntas. De cualquier forma, mis lecciones eran muy concurridas. Un aspecto central de su época de München fue la historia y redescubrimiento del pensamiento teleológico. Sobre esto impartió una lección que más tarde, en 1981, apareció editada en el libro Die Frage Wozu [La cuestión del para qué], que a su vez en 2005 se reeditó con el título «Fines naturales» [Natürliche Ziele]. ¿Qué buscaba en este asunto? Cuestionaba uno de los más apreciados prejuicios de la ciencia moderna, a saber, que habría que renunciar a las interpretaciones teleológicas de la realidad. Como he dicho, el tema ya me salió al encuentro cuando trabajaba sobre De Bonald, y sobre todo me ocupé de él después, con ocasión del libro sobre Fénelon, en el que desarrollé la tesis de una «inversión de la teleología». En el semestre de invierno de 1976-1977 intenté meterme de lleno en la cuestión de cómo se llegó al abandono del pensamiento teleológico en la tardía Edad Media, y cómo

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se podría conseguir acceder nuevamente a él, que es lo que constituye la cuestión esencial y difícil. En la introducción al libro en el que se publicaba esa lección –Natürliche Ziele– he escrito lo siguiente: «Este libro es un largo prólogo a un libro más breve y estrictamente sistemático que aún no existe, y que quizá nunca llegue a existir. Pues ¿cabe discurrir de forma estrictamente sistemática sobre teleología?». Kant vio el problema de la siguiente manera: Ante el fenómeno de los organismos vivientes, nadie puede ser forzado a un único uso razonable, concretamente teleológico, de la facultad de juzgar. Tal uso solo puede sugerírnoslo la propia realidad. En el diálogo Timeo, Platón emplea la metáfora del persuadir para expresar verbalmente el influjo de la razón sobre la necesidad, de manera que las cosas se orienten hacia «lo mejor». ¿Acaso no causa perplejidad que haya que reconstruir sistemáticamente el pensar teleológico y no su abandono? En torno al 1600, el filósofo inglés Francis Bacon escribió: «Es estéril considerar los procesos naturales bajo la perspectiva de su orientación a un fin; tan estéril como una virgen consagrada a Dios, que no engendra nada [tamquam virgo Deo consecrata quae nihil parit]». O, lo que es lo mismo: La búsqueda de una causa final [causa finalis], la consideración de las cosas bajo el aspecto de su orientación a metas o fines, no nos lleva a ningún sitio. Él criticaba el pensamiento teleológico no porque no se dejara sistematizar, sino porque no rinde ningún provecho, es inútil. La ciencia moderna no solo se asoció más tarde a esa idea, sino que tomó la decisión de renunciar a toda interpretación teleológica de la realidad, y asumió la «desteleologización» como principio explicativo. La cuestión no tiene que ver con nada sistemático; tan solo se trata de qué rentabilidad pueden extraer los hombres de la observación de la realidad o de la naturaleza. La consideración teleológica es más bien contemplativa, no acrece nuestro dominio de la naturaleza. La voluntad de dominio constituye el interés rector de la moderna ciencia natural, y no el conocimiento de los fines, que el pensar teleológico suministra en forma estrictamente sistemática. La renuncia a la teleología no responde a una aporía o dificultad teorética, sino a una motivación práctica y vital. Pero también hay una razón práctica y vital que mueve a su recuperación. Desde muy temprano se me hizo patente lo que Bacon y otros autores aún no podían ver en los albores de la Edad Moderna, pero en el siglo XX ya se ha hecho diáfano: ese interés por dominar la naturaleza no solo repercute en la reflexión del hombre mismo, sino que le lleva a intervenir sobre su propia constitución natural. El problema ético de las consecuencias del dominio científico de la naturaleza le ha llevado al debate público una y otra vez en las décadas siguientes. En aquella lección 142

suya, y en el libro posterior en el que aparece publicada, no solo se trata de la historia de cómo llegó a abandonarse el pensar teleológico, sino también de las arenas movedizas sobre las que descansa su superación, es decir, del pensamiento antiteleológico de las ciencias naturales de hoy. ¿No se plantea aquí un importante problema teórico y filosófico? Desde Nicolai Hartmann hasta Wolfgang Stegmüller viene sonando esta afirmación: Solo la acción humana está orientada hacia un fin, pues solo el hombre se propone metas y objetivos. Pero eso no es del todo cierto. Podemos plantearnos objetivos únicamente porque ya en nosotros mismos hay fines. Esto se ve, por ejemplo, con la sed. Beber es una acción libre, y nuestra libertad reside en que hacemos nuestro ese fin (telos) natural. Desde la subjetiva sensación de la sed [la sed que sentimos], la biología y la neurología pueden describir lo que sucede en un perro cuando corre hacia la fuente. No querríamos tener un perro si no pudiéramos decir que corre «para ir a tragarse la comida», de la misma forma que nosotros vamos a la cocina para apagar el hambre. El impulso natural es, en principio (prima facie), razón suficiente para nuestras acciones, pero bajo ciertas circunstancias ha de retroceder ante consideraciones de mayor relieve. Si alguien me pregunta ¿por qué comes?, entonces respondo: Porque tengo hambre. Si mi interlocutor es seguidor de las tesis de Hume y reitera la pregunta diciendo: Ya entiendo que tienes hambre, pero quisiera saber por qué comes, entonces solo puedo responderle: Si esa respuesta no te satisface, ya no dispongo de ninguna otra. Otro ejemplo aparece en el primer libro de La República, de Platón. Allí Trasímaco replica una observación de Sócrates en la que afirma, como ya decía Homero, que los reyes son como pastores que cuidan de sus pueblos. Trasímaco: «¿Pero qué hace el pastor? Al fin y al cabo, conduce las ovejas al matadero». A lo que Sócrates replica a su vez enfatizando que el bien de las ovejas y el bien del hombre no son contrarios. Naturalmente, los hombres tienen ovejas para su propio provecho. Pero de esto deducen que, si a las ovejas les va bien, también a ellos, pues una oveja que está contenta, una vez sacrificada tiene mejor sabor que la que no ha podido vivir a gusto, de acuerdo con su modo propio de vida. De hecho las ovejas finalmente serán sacrificadas, pero eso ya no incumbe al pastor, no pertenece a la definición de su oficio. El prototipo del buen pastor lo encontramos en el Nuevo Testamento, donde se dice: «El buen pastor da su vida por las ovejas». En la ganadería moderna el bien de los animales no cuenta por sí mismo. El cuidado de los animales se tiene que procurar desde fuera en forma de «protección a los animales». El «protector de los animales» tiene planteamientos teleológicos, y supone que los animales también poseen algo así como un interés. Él señala desde fuera los límites al ganadero: hay que respetar determinadas condiciones mínimas en la cría de animales. De manera distinta a como lo veía Sócrates, hay una brecha que separa a criadores y protectores de animales. Por un lado está el hombre que no pierde de vista el 143

bien de los animales, que contempla la naturaleza bajo su aspecto teleológico, y, por otro, el hombre que solo quiere dominar la naturaleza para su interés propio. Más tarde desarrollé una teoría acerca de los dos intereses fundamentales en el ser humano: el interés por dominar el mundo y el interés por habitar [repatriarse] en él[2]. Ambos son intereses legítimos. El hombre no puede sobrevivir sin dominar la naturaleza en cierta medida. Pero, si «desteleologiza» completamente el mundo, entonces se cumple lo que dijo Pascal acerca del silencio de los espacios infinitos, que aterra profundamente al hombre: Se ve a sí mismo como un solitario vagabundo en un universo sin sentido. Se le presenta otro interés, el interés en una patria, en lograr acogida. Esto significa que las cosas, de un lado, son objeto de nuestro dominio y, de otro, nos son cercanas, que son de algún modo semejantes a nosotros. Somos seres vivos entre otros seres vivos. Este aspecto de la semejanza desaparece en Descartes, que divide el mundo en dos sectores: el del pensamiento (res cogitans) y el de las cosas materiales (res extensa). Lo que con ello se pierde es precisamente la vida. La vida no puede repartirse entre subjetividad y objetividad; vida es la unión de ambas cosas. Pues bien, la vida va a ser el núcleo central de mis preocupaciones filosóficas. Su redescubrimiento del significado del pensamiento teleológico no ha cosechado gran resonancia en los debates filosóficos y científicos de los últimos treinta años. ¿No le decepciona esto un poco? En realidad, no. El paradigma antiteleológico se encuentra tan profundamente consolidado en la autocomprensión de la ciencia natural moderna que no bastaría un libro para hacerlo caer. Están en juego demasiadas cosas. Pero desde hace tiempo el paradigma antiteleológico ha empezado a vacilar. Hace ya mucho que los biólogos se han dado cuenta de que no se entienden bien entre ellos sin emplear expresiones como «a fin de que», «para» [um zu, damit]. Como apunta John B. S. Haldane, para ellos la teleología es como una amante sin la que uno no puede vivir, pero con la que uno prefiere no dejarse ver en público. Los biólogos han inventado el concepto de «teleonomía» para solucionar esa necesidad, e incluso han rehabilitado a Aristóteles como representante de esa cuasiteleología. Incluso la palabra «teleología» ha sido readmitida con todos los honores por Ernst Mayr. Por lo demás, tengo mis reservas respecto a la palabra teleología, porque se acuñó para designar la funcionalidad y la constitución del universo que hace posible la subsistencia del género humano, esto es, lo que Hegel llamaba «finalidad externa» [äußere Zweckmäßigkeit]. Así, por ejemplo, las pulgas existirían para que los hombres no duerman demasiado. El estoicismo y el cristianismo han promovido esta idea, que presenta al mundo como una máquina cuyas piezas han sido organizadas funcionalmente por un ingeniero divino. 144

Pero esa funcionalidad tan solo está inducida desde fuera. El misil realmente no busca su objetivo, sino que sus componentes actúan mecánicamente uno sobre otro como si el propio misil tuviera una aspiración, como si buscara algo que le importa. Modestamente coincido en esto con Aristóteles, con la restricción de que tomo en consideración algo parecido a una «funcionalidad interna» [innere Zweckmäßigkeit] únicamente para el caso de los seres vivos. Finalidad interna es precisamente la definición de la vida. ¿Encontraron eco entre los estudiantes sus lecciones en la Universidad de München? ¿Cómo ve esto hoy, en retrospectiva? En su mayoría, mis clases eran muy frecuentadas. Excepcional fue el caso de una lección dedicada al tema: «Significado de las expresiones “es”, “existe” y “se da”» [Über die Bedeutung der Worte ‘Ist’, ‘Existiert’ und ‘Es gibt’], que es un asunto que a mí me interesaba de modo particular. Lamentablemente no encajaba bien en el contexto de mi programa. Hubiera preferido impartir solo determinadas lecciones. Sin embargo, varias veces me insistieron en publicar en forma de libro mi lección sobre Leibniz. Esto me supondría un esfuerzo especial, pues casi siempre impartía mis cursos de forma libre, y en mi caso eso quiere decir que no los tenía preparados para la imprenta, de manera que solo se conservan en transcripciones de cintas magnetofónicas. Por otro lado, no estuve muy presente en la discusión filosófica de los años sesenta y setenta. Tan solo al final de mi actividad docente, y después de ser nombrado emérito, hubo un amplio círculo de personas en muchos países –entre ellos, Japón y China– que comenzaron a interesarse por mis ideas, en especial, las relativas a la noción de «persona». En discusión con estas, o proponiendo alguna interpretación particular, comenzó a haber un número creciente de tesis doctorales en todo el mundo. Una serie de charlas radiofónicas, que redacté sin ningún propósito de publicarlas, aparecieron en el volumen Moralischen Grundbegriffe [Conceptos fundamentales de Moral], que se ha traducido a catorce lenguas[3]. Abordaba los temas del momento, pero no según el espíritu del momento. Me parecía que la tarea de la Filosofía era –como escribí en la introducción de mis Philosophische Essays [Ensayos Filosóficos], publicado en la editorial Reclam– «captar la norma de la existencia presente, la conciencia de la época, desde un horizonte que no se define por esa conciencia». Cada cual descubre en sí mismo hasta qué punto es hijo de su tiempo. Jean Paul preguntaba en una ocasión: «¿Debería educarse a los niños para su época o más bien contra ella?», para después responder: Siempre hay que prepararles frente a su tiempo, pues el tiempo es tan poderoso que él mismo ya se cuida de que todos vayan en su dirección. Pero, si un hombre joven quiere ser libre, entonces hay que educarle contra el tiempo y sus prejuicios. 145

Mencione algún ejemplo. Tomemos el prejuicio de que no se puede admitir ningún antropomorfismo en el pensar y en el hablar. Después de haber reflexionado largo tiempo sobre ello, llegué a la conclusión, desde luego no por influencia de Nietzsche, de que habría que defender el antropomorfismo. Digo que el perro tiene hambre porque sé lo que es el hambre. Ciertamente, no sé en qué consiste ser un perro o un murciélago por recordar el título de un importante artículo de Thomas Nagel What Is It Like to Be a Bat? [¿Cómo es ser un murciélago?]. Pero, si queremos entender el comportamiento de un perro o un murciélago, ha de ser a través de algo que tenga semejanza con nosotros. Darme cuenta de esto me llevó a la convicción de que el antropomorfismo es un acceso legítimo a la comprensión de la realidad. Sencillamente comprendo mejor si entiendo a otro ser vivo por analogía con nuestra propia experiencia. Nietzsche va mucho más allá al decir que incluso la representación de algo idéntico a sí mismo a través de sus estados cambiantes es antropomórfica. Los sujetos se entienden como unidades idénticas a sí mismas que permanecen bajo circunstancias variadas. Vemos aquí este sofá; unas veces tiene una mancha encima, y otras, no. Pero en ambos casos es el mismo sofá. Tal consideración del sofá –dice Nietzsche– es antropomórfica y, por tanto, ilegítima. ¿Pero por qué ilegítima? La visión antropomórfica expresa el interés humano por encontrar acogida en la naturaleza. Su opuesta es la visión antropocéntrica, que corresponde al interés de someter y dominar. Ambos intereses son constitutivamente humanos. Dice usted que su orientación teleológica es una opción especulativa. La estructura de su argumentación, de hecho, se distingue de la de los neoaristotélicos o neotomistas del siglo XX. ¿Cómo describiría su manera de filosofar? Siempre me ha perturbado que quien no ve lo que creo ver yo, o lo que pienso, lo tenga por falso si no le convence mi argumento. Me resulta extraña la típica reacción escolástica de encerrarse en lo que se piensa dentro de una escuela. No entiendo por qué quien piensa de forma distinta de la mía deba mantener la boca cerrada; más bien procuro entender por qué no me entiende. Razón significa pretensión de universalidad. Si algo es razonable, ha de poder iluminar a cualquiera. Si esto no ocurre, se pueden despertar tres reacciones en quien tiene por razonable su argumento. La primera es la defensa: Se intenta detectar a qué obedece una eventual oposición emocional en el contrincante. La segunda consiste en la propia inseguridad: Admitir la posibilidad de un punto ciego en el propio planteamiento e intentar una reconsideración del asunto. Finalmente la tercera es una de las más fundamentales, y al mismo tiempo de las más malévolas o astutas tentaciones para un pensador: Renunciar al universalismo, aceptar otras «formas de pensar». Hegel lo explica como un abdicar de la razón, que «da por válidos» otros «modos de pensar». De 146

esta suerte se renuncia a la verdad, y el discurso, la comunicación argumentativa, pierde todo su contenido. Tomemos la célebre frase de Kant del prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura: «Hube de negar el saber para hacer sitio a la fe». ¿Cómo entiente este provocativo aserto? Kant ve que hayciertas convicciones humanas fundamentales, sin las cuales realmente no se puede ser hombre; así, la de que hay una diferencia entre el bien y el mal, o que el hombre es responsable de lo que hace; en otras palabras, que es libre. Y finalmente la convicción de que hay un último anclaje de la realidad contingente en una realidad divina. Según Kant, estas tres convicciones son propias de todo ser humano. La ciencia moderna parece no dejar lugar a esto. Ella ve operante en el mundo un determinado sistema causal. Tan solo ve que todo está causalmente condicionado. En el conjunto total de lo condicionante y lo condicionado no cabe algo así como lo incondicionado. Esto no puede ser objeto de conocimiento, de experiencia: Únicamente puede aceptarse por la fe. El saber científico siempre avanza sin interrupción, pero nunca llega a donde la fe está siempre, a saber, a lo que las cosas son en sí mismas. De algún modo, para Kant los juicios teleológicos están situados entre las proposiciones de la fe y las proposiciones de la ciencia. La aceptación de una estructura teleológica de lo viviente no es ninguna necesidad científica. Pero es razonable. Y presenta a la ciencia natural sus objetos. Ella tiende a disolver esos objetos. Pero tal tendencia no puede lograrse. Como escribe Kant, ya no existe el Newton de la brizna de hierba[4]. Pero aún existe, hoy como ayer, el Aristóteles de la brizna de hierba. Y existe Hegel, para quien la kantiana «restricción del conocimiento» es solamente un estadio de aquel saber absoluto en el que fe y ciencia convergen. ¿Adónde quiere llegar Hegel? Permítame antes un ejemplo de la kantiana «limitación del saber». Un psiquiatra forense puede certificar la enajenación mental de un acusado, garantizando que tiene dañada la normal conexión entre impulso y razón. Pero, si certifica que el acusado posee plena capacidad de hacerse cargo, es decir, de asumir la responsabilidad por sus actos, entonces esto rebasa su competencia. Es bien sabido que hay neurocientíficos que niegan que una persona realmente pueda hacerse cargo de nada. El último dictamen recae en el juez, que recoge en la redacción de su sentencia los informes de los peritos. Pero, como ser racional, para él la libertad es un dato real respecto al cual ningún científico posee un acceso privilegiado. A diferencia de Kant, Hegel no se deja influir por este concepto de razón que domina en la ciencia moderna, en las ciencias de la naturaleza. No lo acepta. La reflexión sobre la capacidad objetivadora de la ciencia y sus límites es, a su vez, un rendimiento de la razón. Con ella la razón alcanza un escalón más alto de reflexión. 147

Hegel termina su Fenomenología del Espíritu configurando la conciencia del «saber absoluto». En la introducción a su Ciencia de la Lógica se encuentran las siguientes frases: «La Lógica debe concebirse como el sistema de la razón pura, como el reino de las ideas puras. Este reino es la verdad tal como es en sí y para sí misma, sin envolturas. Por eso puede decirse que ese contenido constituye la representación de Dios tal como es en su esencia eterna, antes de la creación de la naturaleza, y como Espíritu infinito que es». ¿Pero acaso no es pretenciosa esta afirmación de una esencia infinita cuando la hace alguien como Hegel, que también es un hombre? Desde luego que sí. Pero la objeción moralizante, que es externa [no toca el núcleo mismo de la tesis hegeliana], tiene poco peso mientras no sea impugnada la coherencia interna de la vía hegeliana. La afirmación de que la tesis de Hegel es pretenciosa, probablemente, no obedece tanto a la lectura de sus textos como a la idea de que el hombre no debería atribuirse un saber absoluto. Este gesto de modestia es mortal para la razón. Tiene cierto parentesco con la hodierna political correctness, que renuncia a impugnar una afirmación errónea, y en lugar de ello prohíbe exteriorizar determinadas afirmaciones. Hegel ha intentado desarrollar con todas sus implicaciones la tesis de Parménides que está en el comienzo mismo de la Filosofía: «En definitiva, ser y pensar son lo mismo». Anselmo de Canterbury se halla a medio camino entre Parménides y Hegel con su tesis de que el concepto de Dios es el de algo a cuya definición pertenece no ser un mero concepto, el concepto de algo en lo que convergen ser y ser-pensado, algo cuyo ser es el fundamento de su ser-pensado. En la introducción a la Fenomenología del Espíritu se dice: «Si el Absoluto no estuviese ya en nosotros por sí mismo, y si no quisiera estarlo, [sería inútil] pretender acercárnoslo como si de atrapar a un pájaro con liga se tratara: se burlaría de nuestra trampa». Como más tarde hiciera Kant, Tomás de Aquino impugnó el conocido argumento ontológico que Anselmo de Canterbury propuso para demostrar la existencia de Dios. La idea de algo que es pensado como algo más que su ser-pensado –escribe Tomás– sigue siendo ella misma una mera idea. Dios es el ente absolutamente necesario. Pero esa necesidad no es para nosotros un a priori, sino que sigue siendo una necesidad relativa, derivada de un supuesto (necessitas ex suppositione). Es decir, presupone que Dios existe. Y a esa afirmación solo llegamos observando la huella del Absoluto en lo finito. La estructura teleológica del ser viviente siempre se ha visto como tal huella o rastro del Absoluto. Por su parte, más recientemente Elisabeth Anscombe ha defendido con nueva convicción el argumento anselmiano. Ella era de la opinión de que el argumento se ha entendido mal, y ese equívoco sería el responsable de su descrédito. Con el fin de 148

recuperar la realidad concreta pensando, parece aceptarse cualquier idea. Hay aquí una ambivalencia claramente inasumible. En un encuentro de profesores de Filosofía, una vez tuvimos en München una discusión sobre el argumento anselmiano. Un filósofo analítico, discípulo de Stegmüller, expuso el argumento. Lo consideraba convincente. A continuación le dije que en absoluto se me habría ocurrido pensar que creía en la existencia de Dios. Su respuesta fue: «En realidad no creo que Dios exista, pero el argumento es concluyente». La frase de Parménides es claramente un sinsentido para los colegas. Ser es simplemente algo opaco, que nada tiene que ver con el pensar. Pensar la identidad entre pensamiento y ser fue el objetivo de Hegel. Pero el último Schelling y Kierkegaard han mostrado que el pensamiento, más allá de Hegel, se sigue manteniendo en movimiento al hacerse valer el ser una y otra vez como «lo impensable». Así que la dialéctica continúa, en contra de la intención de Hegel de detenerla en el saber absoluto. ¿Qué queda de Hegel? Queda la dialéctica. Se mantiene en pie gracias a la contradicción que se produce en la dinámica del pensar, que siempre trasciende sus formas finitas y busca transformar su aspecto externo en interioridad, integrando la complejidad exterior en complejidad interna. En esa vía aparece una infinidad de fenómenos para cuya comprensión tiene extraordinario interés leer a Hegel. Siempre decimos más que lo que creemos decir. Y, cuando descubrimos ese más y lo llevamos al lenguaje, se abre un nuevo espacio de lo callado, de lo no dicho, pues, como dice Goethe, «toda palabra expresada suscita el sentido contrario». ¿Acaso no es Hegel uno de esos pensadores que buscaba superar el esquema de la teoría del conocimiento –un sujeto orientado a un objeto–? ¿En qué medida le ha influido a usted este planteamiento hegeliano? Quien habla de objeto de conocimiento no debería olvidar que ese objeto podría ser él mismo un sujeto. No solo le miro a él, sino que él a su vez me mira a mí, si se trata de otro ser humano. Según la analogía de esa relación, tengo que admitir que otro ser viviente es algo que está más allá del concepto que tengo de él. Con las personas esa relación es clara. Si convivo con una persona y tengo de ella una imagen determinada, debo cambiarla si descubro en ella facetas que aún desconocía por completo. Y a pesar de eso sé que en ella hay algo que está más allá de toda imagen que me hago de esa persona y que nunca llegará a ser imagen [a comparecer del todo ante mí]: lo que ella misma es. Y más allá de lo que se ofrece a mi mirada, de lo que puedo ver, yo mismo soy alguien que está siendo visto por ella. El ser del hombre es algo más que serpensado, y puede ser pensado, a su vez, como algo más que su ser-pensado. Usted se refiere frecuentemente en sus textos al caso de que el sujeto se convierta en 149

objeto. Ahí juega un papel el recuerdo. ¿Lo entiendo correctamente? Busco aclararme sobre lo que quiere decir el tiempo. El paso del tiempo, merced al cual yo mismo voy, sin solución de continuidad, haciéndome pretérito para mí mismo, deviene un proceso de auto-objetivación mediante el recuerdo. En el recuerdo yo llego a objetivarme. Puedo recordar dolores pretéritos. Ellos, a su vez, ya no me duelen. Y sin embargo son «mis» dolores, y no los de otro. En ese proceso de auto-objetivación surge el tiempo.

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NOTAS  1 Spaemann hace un juego irónico de palabras. Frente al «discurso libre de poder» que proclama Habermas, él propone un «poder» que garantice la libertad para discutir. Véase lo que dice antes sobre sus diferencias con Tugendhat a propósito de las elecciones a rector en la Universidad de Heidelberg, boicoteadas por los estudiantes durante la revuelta sesentayochista. También se refiere a ello muy poco más adelante.  2 En el último capítulo de este libro se recoge esta investigación.  3 Publicado en castellano con el título Ética: cuestiones fundamentales (Eunsa, Pamplona 2005, 7ª ed.).  4 La frase completa: «Es absolutamente seguro que no podemos ni siquiera tener conocimiento suficiente de, y mucho menos explicar, los seres organizados y su interna posibilidad según principios meramente mecánicos de la naturaleza. Y esto es tan seguro que se puede afirmar que es absurdo para las personas humanas el mero hecho de plantear o esperar que pueda surgir tal vez algún otro Newton que vaya a hacer comprensible la producción de una brizna de hierba según leyes de la naturaleza, no ordenadas por intención alguna. Hay que negar absolutamente tal posibilidad de comprensión al hombre» (I. Kant, Kritik der Urteilskraft, § 75). Para dar cuenta de los fenómenos vitales, según Kant, debemos buscar los fines, el sentido y la orientación inmanente de tales manifestaciones, porque en ellos el sujeto no experimenta meras relaciones causales mecánicas, sino series organizadas de procesos y eventos, fines inmanentes, pautas de orientación y también funciones biológicas. Por lo tanto, el principio que guía la reflexión sobre estas experiencias no es únicamente el mecánico-causal, sino, en términos kantianos, el principio de la conformidad a fines. En contra de la corriente de su tiempo, Kant retoma el principio teleológico en consonancia con la orientación aristotélica de la Filosofía.

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Capítulo VII CAPTAR LA CONCIENCIA DE LA ÉPOCA…

… desde un horizonte no definido por esa conciencia Junto a su interés por asuntos de Filosofía de la Naturaleza, en su etapa de München la filosofía práctica no jugó un papel menor. Su libro Kritik der politischen Utopie [Crítica de las utopías políticas], que recopila varios artículos suyos, se ocupa ante todo de temas éticos y políticos. En ese volumen se habla de Platón y Aristóteles. ¿Se tiene por uno de los que han contribuido a rehabilitar la Filosofía práctica? Sí, pero junto a algunos otros. El iniciador propiamente fue Joachim Ritter. La Filosofía práctica no estaba de ninguna manera en mi programa. Al comienzo me influyó mucho el desprecio de Heidegger por la Ética. A pesar de eso, llegué a ocuparme de cuestiones éticas y políticas. Eran los desafíos del momento. Y eso fue lo que me llevó en esa dirección. Quizá que tuviera que dar una conferencia sobre «Emancipación: ¿Un objetivo educativo?» [Emanzipation – ein Bildungsziel?], que más tarde apareció impresa en el volumen «Crítica de las utopías políticas», se debió ante todo a la provocación de las reformas educativas en la escuela y en la Universidad, que por aquel entonces impulsaron los políticos progresistas. ¿Alguna vez se ha planteado elaborar algo parecido a una Filosofía política o una Filosofía de la historia? No. Una Filosofía de la historia, de ningún modo. Algo más de sentido podría tener una Filosofía política. Pero ambas cosas son distintas. Es cierto que redacté, en colaboración con Karlfried Gründer, una voz titulada «Filosofía de la historia» para el Diccionario «Religión en la historia y en el presente» [Religion in Geschichte und Gegenwart]; pero en sentido propio no puede haber Filosofía de la historia. La Filosofía de la historia siempre pretende infundir a los acontecimientos un significado desde fuera de ellos. Entender teleológicamente el proceso histórico –en eso consiste una Filosofía de la historia– es algo que me resulta extraño. En ese aspecto mi referencia fue Karl Löwith, de cuyo libro «Historia universal y acontecimiento salvífico» [Weltgeschichte und Heilsgeschehen] me ocupé en su momento, cuando trabajaba en la editorial Kohlhammer. Tomemos, por ejemplo, a Agustín. En él hay ciertamente una orientación a un suceso, y que lo penetra todo de principio a fin: la historia de la salvación. En todo caso, 152

esta no es lineal, algo parecido a un proceso guiado por un objetivo o meta, de manera que todo discurriera hacia una última situación del mundo, que resulta que es la mejor. Más bien se trata del Reino de Dios escondido, oculto, que se extiende en la historia hasta que se complete el número de los elegidos. Después llega el final. Agustín ensaya una Teología de la historia que me convencía más que todas las filosofías de la historia. La dinámica inmanente de la historia llega hasta el anticristo. Si la historia universal tiene una orientación, como supone toda Filosofía de la historia, entonces esa dirección está determinada por el segundo principio de la Termodinámica, es decir, por la ley de la entropía: la resolución de toda estructura plena de sentido a través de la muerte. Para Agustín, el reino de Dios no es la meta inmanente del desarrollo histórico, como le parecía a Teilhard de Chardin, sino algo que irrumpe desde fuera. Esto siempre me ha dado más luz que una filosofía que conciba teleológicamente el proceso histórico. Algo parecido ocurre con la teoría de la evolución. Se puede interpretar la evolución desde el punto de vista teleológico, como si saliera al encuentro del hombre. Solo creo en la auténtica teleología, la que se refiere a los organismos vivos individuales. Si la emergencia del hombre es la meta del proceso, entonces solo lo es en el sentido de que eso es un acontecimiento interno del mundo que está al servicio de una intención divina. Según Tomás de Aquino, Dios actúa a través de eventualidades lo mismo que por medio de las leyes naturales. Eso mismo pensaba Kant. Usted critica el enfoque teleológico de la Filosofía de la historia, pero también defiende lo que llama una teleología inmanente. ¿Cómo se entiende esto? Por teleología inmanente entiendo la aspiración de los seres vivos a su plenitud o perfección, al desarrollo de cada ser vivo en su propia naturaleza y configuración. También pienso así en relación a la historia: Es magnífico, y siempre merece alabanza que en algún lugar o tiempo sabios pensadores o políticos establezcan formas de vida que en un momento dado reporten situaciones humanamente más dignas. Tampoco es ningún argumento para desmentir ese beneficio [prestado a la humanidad] decir que finalmente todo orden se viene abajo. Cada configuración que ha sido arrebatada a la entropía constituyó en su momento una cierta epifanía de lo otro. Toda vida pasa. De todos los estados se puede decir que alguna vez fueron. Pero siempre permanece [verdadero] que para los hombres fue bueno vivir algún determinado momento. ¿Pero acaso no existe en la historia una tendencia a ensanchar el horizonte, por ejemplo, del mundo de la polis griega, de la sociedad imperial asiático-persa de Heródoto, o el mundo mediterráneo de Polibio, hasta la expansión de la sociedad cristiana hacia América y Asia en torno al 1500, o en nuestros días la llamada sociedad 153

global que se expande por todo el orbe? ¿No es ese ensanchamiento del horizonte un tema filosófico? Sí, quizá puede decirse que hay en la historia una gran tendencia que en realidad conduce a la fusión de los hombres en una gran familia humana, si quiere expresarse positivamente (si bien nunca puedo pasar por alto las consecuencias indeseables de esa tendencia). El cristianismo ha entendido siempre la humanidad como una familia en la que todos estamos emparentados unos con otros. Y hoy podría decirse que el surgimiento de una real y empírica familia de la humanidad es la meta de la historia, así como la liberación de todos los obstáculos para llegar a eso. Pero esa meta es ambivalente. Puede acabar siendo una espantosa tiranía. No cabe protegerse de un Estado mundial; de él no puede uno exiliarse. Su postura sobre la Filosofía de la historia parece corresponderse con su forma de entender la Filosofía. A propósito de una lección sobre Martin Heidegger que impartió en los años cincuenta, Leo Strauss ha subrayado la diferencia entre filósofos y eruditos o académicos. Veía en Heidegger al gran filósofo, y a sí mismo se veía más bien como un erudito –scholar, en inglés–, que en el mejor de los casos sería capaz de aclarar las contradicciones entre los grandes filósofos. ¿Se ve usted más como filósofo o como académico? Me parece que Leo Strauss tenía a los grandes filósofos por los sabios menos sobresalientes a los que los académicos admiran. Pese a todo, más bien me señalaría como filósofo, como un filósofo académico, pues entiendo que la filosofía no es sabiduría, sino amor a la sabiduría. Pienso que puede decirse que se es filósofo si se quiere comprender algo a fondo –y no solo al atardecer junto a un vaso de vino–; si se reflexiona sobre eso a fondo y sin prisas, de manera que se logre captar, y también quizá se alcance una nueva forma de enfocarlo que sirva para continuar dándole vueltas. En comparación con los sabios de los que habla Strauss, pienso que en mi caso bastaría decir que soy un profesor de Filosofía. ¿Y se ve como un erudito que se ocupa en la investigación filosófica? No me gusta mucho el concepto de «investigación filosófica»… Lo emplea una revista alemana de Filosofía… Sí, una buena revista, en la que también yo he publicado a veces. Pero la noción de «investigación filosófica» se debe al intento de demostrar, en un mundo en el que brillan los grandes resultados de la investigación en ciencias naturales, e incluso de la investigación histórica y filológica, que hacemos un trabajo no menos cabal: somos investigadores. 154

Pero me parece algo cómico que alguien llame investigación a su reflexión. ¿Era Kant un investigador? ¿O Hegel? Eso no encaja mucho. Ahora bien, las investigaciones pueden favorecer la reflexión filosófica. Y también la reflexión filosófica impulsa frecuentemente la investigación. ¿Pero acaso no hace falta la investigación si uno se ocupa de un pensador de la historia de la Filosofía? Si pienso en mis trabajos, por ejemplo, en el libro sobre De Bonald, veo que he descubierto a un autor importante, y he intentado aclarar algunas cosas que me parecían importantes. Como filósofo, uno está orgulloso no tanto de su propia filosofía, sino más bien de los resultados de su investigación. Cuando pienso en esa investigación, no lo hago en el sentido que le dan los fenomenólogos (lo que llaman investigación fenomenológica). Con ella no puedo hacer nada. Estaba satisfecho, por ejemplo, de mi exposición sobre el origen teológico del concepto moderno de naturaleza en Rousseau. También estaba orgulloso de un capítulo de mi libro sobre Fénelon en el que trataba del descubrimiento de la infancia. Ahí encontré varias cuestiones interesantes: ¿Cuándo comenzó a apreciarse en serio la infancia? ¿Qué tiene que ver eso con el cartesianismo? He aportado mucho material sobre los antecedentes del movimiento místico. En definitiva, podría decir que he descubierto algo. Por lo demás, la investigación en historia de la Filosofía se aprovecha de los planteamientos filosóficos del investigador y de sus hipótesis de trabajo. «Reunir material». ¿No es acaso lo que la mayor parte de los que se ocupan en las ciencias humanísticas llaman «investigar»? Sí. Naturalmente, también he reunido material. Pero hay una pequeña diferencia. Wittgenstein dice en una ocasión: «La Filosofía es una recopilación de recuerdos con un fin determinado». Yo diría que lo filosófico es la meta concreta, no tanto la recopilación. No se trata de un querer saber a ciegas dónde y cuándo surge por primera vez una idea; lo que busco es entender por qué y cómo llega a pensarse algo. Pero eso solo puedo comprenderlo si puedo pensarlo como una posible idea mía y si estoy informado sobre su historia, pues entonces quizá descubro la clave para hallar respuestas a mis preguntas. En ese sentido amplio estoy dispuesto a llamar también investigación a ese informarse. Pero rechazo hablar de trabajo de investigación o de trabajar las ideas o el pensamiento. Eso no es ningún trabajo. Trabajar es lo que a veces hago en el jardín o si tengo que leer tesis doctorales. O cuando hago mi declaración de la renta. Un cristiano nunca debería hacer eso en domingo. Pero, si leo una tesis doctoral muy buena, entonces el trabajo se suspende de repente. ¿No es eso lo que sucede a menudo con el Diccionario histórico de la Filosofía? Uno lee 155

las acepciones que se recogen de cada concepto tras muchas páginas, y al final, después de tanta información, se encuentra uno como al principio. Yo no lo veo así. Si así fuera, apenas me habría interesado. Siendo lector en la editorial Kohlhammer, propuse la idea de un diccionario histórico. La editorial tenía preparado el Diccionario de Kittel sobre el Nuevo Testamento. Yo tenía entonces la idea de hacer algo parecido a eso en Filosofía. Cuando regresé a Münster, gané a Karlfried Gründer para esa idea, que llegó a convencerle incluso más que a mí. Presentamos el proyecto a Ritter, que se entusiasmó. La editorial Benno-Schwabe, de Basilea, lo aprobó, gracias a la mediación de Hermann Lübbe. Se afrontaría la publicación de un Diccionario Histórico de la Filosofía – inicialmente proyectado en tres volúmenes– en el cual quedaría integrado el viejo Léxico de Eisler, cuyos derechos poseía la editorial Schwabe. Era el proyecto adecuado en el momento adecuado. Conseguimos los colaboradores más competentes. En contra del criterio de la redacción, los artículos eran cada vez más largos, pero nos parecía un injustificable despilfarro de competencia echar al cesto un material que recopilaba tal cantidad de conocimiento y experiencia. El resultado final fueron quince volúmenes, y el número de suscriptores se multiplicó respecto de los iniciales. Hoy esa obra forma parte del equipaje necesario de toda biblioteca filosófica bien dotada en cualquier parte del mundo. Ahora bien, en cuanto a la reflexión que hacía usted antes, estoy de acuerdo en que la mera recopilación de acepciones conceptuales –a veces se encuentra uno más de doscientas entradas [en los léxicos y diccionarios]– no le hace a uno más inteligente. Esto bien puede reprochársele al «Eisler», el precursor de nuestro Diccionario. Como neokantiano que era, Eisler sabía, y recopiló lo que otros que sabían menos que él habían dicho. ¿Por qué hay que saber eso? Nuestro Diccionario es de otro tipo: cuenta historias de grandes diálogos que han llegado hasta nosotros, la historia de conversaciones prolongadas a lo largo de siglos y que seguirán vivas después de nosotros. Si queremos entender nuestras propias categorías sobre Dios, el hombre o el mundo, entonces es importante conocer esas historias. Solo así podemos continuar la discusión de manera fructífera. Palabras como «espíritu», «razón», «entendimiento», «sustancia», «libertad», «felicidad», «deber» tienen una historia fascinante que hay que contar. Qué sea la «libertad» no es algo independiente de lo que pensamos sobre ella. Toda intelección procede de una precomprensión. La Filosofía es una permanente vuelta sobre los propios supuestos no tematizados antes. En cambio, en el Léxico de Eisler, uno solo se encuentra la serie de definiciones nominales, unas junto a otras, sin entender nada de cómo se ha desarrollado el significado de la noción de «espíritu», por ejemplo, tal como en efecto se ha desarrollado. Filosofía e historia del espíritu –o ciencia del espíritu– son para usted, entonces, lo 156

mismo. ¿Lo entiendo bien? La Filosofía no es una ciencia del espíritu, como tampoco lo es la Matemática. Ella reflexiona sobre la relación entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. Por eso mismo ella no puede ser una ciencia del espíritu. Frecuentemente es la Filosofía la que marca el paso. Si al emprender la investigación está ya todo preestablecido en un marco dado, inmediatamente la Filosofía plantea cuestiones de principio. Tomemos como ejemplo el movimiento. Que haya movimiento es un supuesto de la Física. Pero qué sea el movimiento, y si en general lo hay, es problemático para la Filosofía: son cuestiones que, por ejemplo, Aristóteles indagó a conciencia. A los griegos les producía una profunda inquietud la historia de Aquiles que cuenta Zenón. Aquiles no puede alcanzar a la tortuga, pues siempre que llega al lugar donde ya estaba antes la tortuga, esta siempre está ya un poco más adelante. La distancia se reduce permanentemente, pero no puede desaparecer. Aristóteles había resuelto la paradoja introduciendo el concepto de dynamis y de infinito potencial. Solo en el siglo XVII pudo medirse el movimiento con ayuda del cálculo infinitesimal, pero al precio de que desapareciera el carácter locomotor del movimiento. El continuum se diluye en una cantidad infinita de situaciones estacionarias. Leibniz, uno de los dos descubridores del cálculo infinitesimal, ha visto con precisión que una filosofía del movimiento no puede sustentarse en el cálculo infinitesimal. ¿Se puede ser crítico, entonces, con la forma de investigar en las ciencias humanísticas? Sí, pero los investigadores reciben dinero del Estado mientras pueden acreditar que impulsan la investigación. Además, en sentido estricto solo la investigación empírica puede conducir a resultados, digamos, relativamente incontestables, que es lo que prefieren los que invierten el dinero, tanto el Estado como los donantes privados. Ahora bien, en cuanto se combinan y se cruzan entre sí los resultados aislados de la investigación, entonces comienza el debate: ¿Por qué este proyecto y no otro? En las ciencias sociales, investigación empírica significa ante todo empleo de métodos cuantitativos. Se hacen encuestas de opinión y a la gente se le pregunta por su ideología o por sus sentimientos. ¿No conduce eso a resultados muy discutibles? Sin duda siempre es discutible pretender deducir propuestas normativas a partir de datos estadísticos. Cuando se publicó el Informe Kinsey sobre la conducta sexual de los varones americanos, eso produjo una gran conmoción. Al leerlo, muchos se decían: Me he comportado de un modo que antiguamente se tenía por incorrecto, y ahora me entero de que la mayor parte de la gente se comporta de esa misma manera. Esa información tuvo su impacto y condujo a un cambio en las costumbres. Kant dijo una vez: «Es plebeyo apelar a la experiencia en cuestiones de moral». En 157

todas las culturas más desarrolladas hay una clara discrepancia entre la conducta de la mayoría y la que la gente aprueba. Cuando el abismo desaparece, entonces eso quiere decir, o bien que todos los hombres son santos, o, por el contrario, que se han venido abajo las costumbres. Esto último es lo peor, cuando el comportamiento de la mayoría se tiene como norma. En cambio, en Europa esto se considera que es resultado de haber perdido la fe en el pecado original. Por lo demás, la hipocresía es un producto anejo a un estándar elevado de cultura. ¿Pero qué sucede cuando el comportamiento de la mayoría es tenido como injusto por quienes no pertenecen a ella? Eso se puede observar en los niños del jardín de infancia, cuando juegan en los cajones de arena. Tienen intereses en conflicto: un niño quiere ampliar su espacio de juego, y otro también. Se enfrentan entre sí. Pero, cuando ambos observan que otros dos niños están enzarzados en la misma querella que ellos y ven que uno aventaja y se impone al otro, entonces se indignan y lo consideran injusto y malo. Esto quiere decir que ya desde muy pronto advierten que hay formas injustas de hacer valer los intereses ajenos. Injusto es lo que no debe ser. Cuando mi hermana mayor tenía unos seis años, una vez jugaba a las canicas con un chico vecino nuestro. Este perdió el juego, pero como era más fuerte juntó todas las canicas, de manera que parecía haber ganado él. Mi hermana estaba triste, pero no tanto por perder las canicas, sino sobre todo porque le indignaba la desvergüenza de aquel chico. Cuando este ya se marchaba a su casa, ella le gritó: «Te las regalo, pues al menos así no las habrás robado». Me pareció una postura inteligente ya que así, pese a su derrota, salió moralmente vencedora. Entre los temas éticos de los que trató en München está la discusión sobre la modernidad. En el volumen publicado con el título Ensayos filosóficos, en la editorial Reclam, la última aportación se titula «[¿Ha llegado el] fin de la modernidad?» [Ende der Modernität?]. ¿Adónde apunta su crítica? En la introducción a ese volumen escribí lo siguiente: «El signo de la modernidad es la ciencia moderna, science». Quien ha entendido propiamente el papel de la science dentro del conjunto de la realidad, ha comprendido qué es la modernidad. Pero yo no escribo contra la science –eso no puede entrar en discusión en modo alguno–, sino contra el cientificismo. Los resultados de la neurofisiología nos ilustran sobre muchas cosas, por ejemplo, qué área cerebral está implicada en determinadas formas de pensamiento. Por esa vía podemos consolidar el conocimiento sobre algunas cuestiones importantes. Lo que critico es la pretensión de algunos neurofisiólogos de decir qué es pensar. Solo si 158

reconoce sus límites, la ciencia puede alcanzar informaciones precisas. El cientificismo es la ideología que cree haber entendido algo cuando se conoce qué factores se requieren para su devenir [cómo ha llegado a ser como es]. La crítica de Husserl al psicologismo en la Lógica me ha puesto claramente de manifiesto que las leyes lógicas o las fórmulas matemáticas no son algo psicológico, ni mucho menos. (Hoy habría que añadir que tampoco son nada fisiológico). Esto quiere decir que la science objetiva no puede aclarar cuál es el contenido de los actos intencionales, el contenido del pensar. ¿Dónde están los límites de la ciencia natural? La ciencia natural no puede entender lo intencional [qué es una intención, una tendencia]. Puede decir algo sobre el pensar, pero no sobre los pensamientos. Puede mostrar las áreas cerebrales implicadas o competentes en el proceso del pensar. Pero no puede explicar qué es lo que se piensa. De lo contrario, los informes de la neurociencia tan solo revelarían los estados cerebrales de los neurocientíficos. ¿Pero qué interés tiene eso para mí? De ahí que me oponga a reducir lo humano a lo que la ciencia puede decir «objetivamente» sobre el hombre. En este contexto, ¿qué quiere decir antropomorfismo? Por antropomorfismo entendemos una interpretación de la realidad por analogía con el hombre, una forma de considerar qué es lo que debe explicar la ciencia. ¿Pero cómo quiere la ciencia explicar qué es el hambre o la sed? Tan solo puede describir los procesos neuronales en los que se apoya el hambre y la sed. Mas esos procesos no son el hambre y la sed. Qué son el hambre y la sed solo lo sé a través de mi propia vivencia de ellas, así como que son esto y no otra cosa. «Cada cosa es lo que es, y no otra cosa» (Everything is what it is and not another thing), decía el obispo Butler y, más tarde, Wittgenstein. Y, cuando el hombre emplea esa forma de objetivación para tratar de reconocerse a sí mismo, entonces no capta absolutamente nada de sí mismo. De ese modo, la autocomprensión del hombre resulta por completo irrelevante, y la ciencia la señala como antropomorfismo. También los materialistas radicales afirman que los estados interiores de la persona [sus vivencias subjetivas] son objetivamente meros procesos materiales; cualquier otra cosa es pura fantasía, ilusión. Y la ilusión es antropomorfismo. Por el contrario, cuando efectuamos algo así como una introspección o autoanálisis, lo que queremos saber es quiénes somos. Frente a la anulación materialista de nuestra autoconciencia lo que hace falta es una elemental resistencia, como he expuesto en la introducción del volumen publicado en Reclam. Hemos de librarnos de las garras del cientificismo y empeñarnos seriamente en tenernos a nosotros mismos por personas.

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En el debate sobre la objetivación científica, el filósofo americano Hilary Putnam distingue a los «realistas internos» de los «realistas metafísicos». ¿Se considera usted un «realista metafísico»? Sí, y ciertamente tanto como lo era Kant. Esto quiere decir que acepto una realidad que no solo es real para mí. Si doy por supuesto que el otro, más allá de lo que sé de él, es él mismo, y es tan real, ni más ni menos, como lo soy yo, y que su mirarme significa tanto como mi mirarle, eso es el realismo metafísico. Una vez charlé largamente con Putnam sobre este asunto. Le dije: Cuando hablamos de otras personas, pero sobre todo si hablamos con ellas, entonces tenemos que ser realistas metafísicos. En efecto, tengo que ver al otro como real, y no solo lo que él es para mí, sino lo que es en sí. Putnam respondió: «Cierto, tiene usted razón. Pero el conocimiento de otras personas es un caso límite». Yo, en cambio, considero que es el caso paradigmático de conocimiento: el caso en el que el «objeto» de conocimiento puede juzgarse y criticarse a sí mismo, tanto si mi juicio le alcanza a él como si no. Entiendo a las otras personas como algo más que agregados celulares. ¿Cómo llega Putnam a afirmar que el reconocimiento de lo en sí de las otras personas es un caso límite de conocimiento? ¿Nos referimos a los demás ante todo solo como objetos? Diría que nos referimos a ellos como objetos y también como sujetos, y ambas cosas en igual medida. Por lo general, nuestra conversación con otro versa sobre algo o sobre alguien. Pero el punto de partida es el trato con las demás personas. A otra persona no puedo verla como un caso límite. Es el caso en el que hablar «sobre» [über], en cada momento puede convertirse en hablar «con» [mit] o hablarle «a» [zu] alguien. El objeto de la conversación igualmente puede ser el destinatario o incluso el hablante mismo. ¿Por qué confían en el modelo científico-natural los filósofos, que no son científicos de la naturaleza? Es el caso de Willard van Orman Quine, por ejemplo, o Daniel C. Dennett, que en su libro Consciousness Explained manifiesta abiertamente que había tomado una decisión previa frente a lo que denomina dualismo. Dennett tiene por dualista cualquier forma de aceptar una realidad psíquica o espiritual, y declara expresamente lo siguiente: «En la redacción de este libro me someto a un dogma, a saber, evitar el dualismo a cualquier precio. No dispongo de ningún argumento para impugnarlo. Pero pienso que, si se acepta el dualismo, se impide el acercamiento científico a la conciencia». La opción por el exclusivo paradigma de la ciencia natural nadie la ha expuesto de forma tan concisa y acertada como Thomas Hobbes, cuando escribe que conocer algo es

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«saber lo que podemos hacer con eso cuando lo poseemos» (to know what we can do with it when we have it). ¿Esta postura de Dennett responde a una táctica defensiva, o es que más bien teme que, si entra en la discusión, su propia decisión previa le salpique? Pienso que más bien es esto último. El monismo de Dennett surge de una fe, pero una fe que en sí misma es contradictoria. Su fe, que no está dispuesto a cuestionar en modo alguno, se sustrae a todo fundamento. Para mí esto es el cientificismo. Contra él se dirige mi crítica, en modo alguno contra la ciencia (science) como tal. No estoy contra la ciencia. Y tampoco creo, como les sucede a algunos románticos de la naturaleza, que la ciencia natural pueda ser esencialmente otra cosa distinta de lo que es. Pero hay gente como Warner, a quien le interesa que la sociedad moderna se oriente hacia el cientificismo… Sí. Pienso en la autoabolición de la modernidad. Este pensamiento me vino por primera vez leyendo a Nietzsche. Nietzsche creía que la Ilustración sigue una tendencia que apunta a la supresión de Dios. Pero entonces la cosa no queda ahí: Si Dios no existe, hay que renunciar al concepto de verdad; solo hay perspectivas individuales de cada ser humano, pero ninguna «verdadera». Algo así tendría que ser la perspectiva universal de Dios, el conocimiento que posee el intellectus archetypus, como dice Kant. Nietzsche saca la consecuencia que corresponde: Si abandonamos la idea de la verdad, en ese caso abandonamos también la Ilustración. El pathos de la Ilustración vive de la fe en la verdad. Sin ella la Ilustración se destruye a sí misma. Al final de todo eso se halla el nihilismo. Quizá entonces el hombre encuentre la fuerza para creer en un nuevo mito y para vivir en esa fe autoconstruida, la utopía del superhombre. Hoy no se habla de mitos nuevos o de mitos privados en los que se cree o no se cree; se habla de valores. Carl Schmitt ha publicado un texto en 1967, «La tiranía de los valores» [Die Tyrannei der Werte], en el que señala que el pensamiento sobre los valores –y el recurrente discurso sobre ellos– es una reacción al nihilismo diagnosticado por Nietzsche. ¿Comparte esta concepción? Sí, creo que la tesis es correcta. Pero hay que distinguir entre lo que filósofos como Nicolai Hartmann, Max Scheler o Dietrich von Hildebrand han entendido como valor, y los discursos políticos de hoy, que evocan y recurren a «nuestros valores occidentales». Para los filósofos que acabo de mencionar, los valores tienen una validez similar a la de los axiomas matemáticos. En esto Scheler criticaba a Nicolai Hartmann, porque este habla de un reino de los valores que es independiente del hombre. Scheler considera que eso es un pensamiento no filosófico. Hay valores que son relacionales, que están

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referidos a seres vivos. Otros se refieren a un espíritu pensante, como los de la Matemática. En cambio, el contexto público en el que hoy se habla de los valores es profundamente relativista. Se habla de «nuestros valores». Cuando los políticos occidentales viajan a China se sienten en el deber de hacer algo en materia de Derechos Humanos y de proclamar «nuestros valores», a lo que sus interlocutores chinos responden, con toda razón: «Vosotros mismos decís que se trata de vuestros valores, que tenéis en alta estima. Nosotros poseemos nuestros propios valores, distintos de los vuestros. Entonces, ¿qué queréis de nosotros?». Justificar los Derechos Humanos con los valores es, por su lado, algo harto peligroso. «Derecho» es un concepto bastante claro. Pero ¿los valores? Desde luego, con frecuencia también se habla de los valores cristianos: la Iglesia debería anunciar los «valores cristianos». Pues bien, no existen valores «cristianos». Jesús ha abierto los ojos de los hombres a los «valores» que ya existían antes de que Él apareciera. También la verdad del teorema de Pitágoras es anterior a que Pitágoras lo formulara. ¿Cómo se habla de valores con personas que no los comparten? En ciertos contextos a menudo se habla de argumentum ad hominem, de un argumento dirigido al hombre. ¿Cómo entiende esto? Por argumentum ad hominem se entiende un argumento capaz de enganchar o conectar con lo que el interlocutor ya sabe y piensa. Los argumentos que no son ad hominem son aquellos cuyo valor lógico es independiente del interlocutor, así como de sus precomprensiones y prejuicios[1]. En una ocasión, Leibniz dijo que todo argumento es ad hominem. Cada persona ya trae a la conversación determinados preconceptos y premisas. Ningún argumento carece sin más de presupuestos. Así, por ejemplo, hemos de dar por supuesto el respeto hacia la Lógica o el valor lógico del principio de contradicción. No obstante, convencer a alguien que duda sigue pareciendo una tarea poco menos que imposible. A no ser que haya premisas que todos puedan suscribir de antemano. ¿Es concebible esto? Solo en la Aritmética. ¿Pero acaso no es bueno que los niños ejerciten la capacidad de abstracción a partir de una cierta edad? Cuando mi hijo era aún muy pequeño, quise comprobar cómo había progresado con las cuentas. Le puse delante un cubito de madera y le pregunté: «¿Cuánto es esto?», a lo que respondió: «Uno». Entonces le puse delante un segundo cubito y dijo: «Dos». Nuevamente puse un tercer cubito. Mi hijo repuso: «Este es el papá, esta la mamá y este el niño». Con «dos» aún alcanzaba a abstraer. Con el «tres» ya se acabó la abstracción. 162

La Matemática presupone la abstracción. ¿Hay, aparte de en Matemáticas, argumentos de análogo rigor? No, fuera de las Matemáticas no hay argumentos enteramente concluyentes. Hace cinco años apareció mi librito «La última prueba de la existencia de Dios» [Die letzte Gottesbeweis]. El título me fue sugerido por el editor, pues pensaba que así se vendería mucho mejor. Yo hubiera preferido titularlo «Motivos razonables para creer en Dios» [Vernünftige Gründe, an Gott zu glauben]. ¿Se puede argumentar racionalmente que creer es razonable? Intenté buscar una respuesta a eso. En su argumentación alude a la estructura gramatical del «futuro segundo» o futurum exactum[2]. Podemos decir que nuestra conversación habrá tenido lugar alguna vez si alguien en el futuro la recuerda cuando ya sea pretérita. Pero, si no se da esa condición, a saber, que alguien la recuerde, ¿entonces habrá que decir que no ha tenido lugar en absoluto? Si alguien dice que «lo que ha pasado» es independiente de un recuerdo, entonces reconoce que algo ha pasado, incluso aunque nadie lo recuerde. Eso significa que el «haber pasado» posee un estatuto ontológico pero que de algún modo parece estar en el aire. Desde luego, a todo pretérito le corresponde un presente. Y para ese presente aquel pasado realmente es pasado. Para ese presente el pasado ha pasado. Si el presente ya no se da, tampoco se da el pasado. Mi argumento da un paso más para decir: Si el haber pasado continuará siempre habiendo pasado, entonces el haber sido tiene que ser el haber sido de un presente. Pero el [estar] presente solo se da ante una conciencia o para un ser vivo. Es decir, no puedo pensarme como alguien que ha sido pero que no ha sido para nadie[3]. Ahora bien, el futurum exactum pertenece de forma ineludible e inseparable a toda declaración presente: Lo que ahora es, siempre habrá sido. Pero ¿dónde reside ese haber sido, ese haber quedado en suspenso?[4]. Que llegue un momento en que ya no haya recuerdo humano hace necesario afirmar una conciencia divina independiente del tiempo[5]. Dicho brevemente: El futuro anterior [lo que en el futuro haya pasado] es un modo de todo acontecimiento temporal sin el cual no podemos pensar su realidad[6]. Ahora bien, si no es retenido por una conciencia, entonces la desaparición acecha al pasado. Mas la desaparición del pasado lleva consigo la del presente [lo anula, lo convierte en irreal]. El budismo intenta pensar esto. Aquí estoy de acuerdo con Alfred North Whitehead. En su libro Process and Reality escribe que ha tomado una decisión previa pero no de forma arbitraria. En efecto, no cabe ignorar que a todo lo real le corresponde un polo subjetivo y otro polo objetivo[7]. Incluso los sucesos más elementales tienen un punto de subjetividad. Whitehead lleva hasta el extremo lo que con la noción de «antropomorfismo» he 163

defendido aquí. Dice que no hay algo que sea solo objetivo: o bien hay un polo subjetivo –el hombre, el observador ajeno a los objetos que tiene ante sí–, o bien el objeto mismo pertenece al tipo de lo que posee tanto una faceta subjetiva como otra objetiva[8]. Se inclina por la segunda posibilidad, y va mucho más allá en su antropomorfismo. Para referirse a los que llama events [sucesos, eventos], Whitehead emplea nociones como tendencia y satisfacción, aplicándolas incluso a los fenómenos más elementales. Podría pensarse que la tendencia y la satisfacción solo se dan en seres vivos con sistema nervioso central. Pero Whitehead formaliza tanto esos conceptos que los puede aplicar también a fenómenos básicos. ¿Cuándo se ocupó de Whitehead? Me atrajo desde muy pronto, aunque siempre lo había eludido. Con Wittgenstein fue completamente distinto. Desde que pude pensar noté que me interpelaba. Pero cuando tuve que leer el libro Process and Reality, de Whitehead, lo encontré fascinante. A principios de los años ochenta impartí en München un semestre completo sobre ese libro. En 1983 publiqué el artículo «Whitehead, o qué experiencias nos enseñan a comprender el mundo» [Whitehead oder: Welche Erfahrungen lehren uns die Welt verstehen?], que ahora ha sido reeditado en el primer tomo de Schritte über uns hinaus. Una observación más sobre Whitehead. Escribió, conjuntamente con Bertrand Russell, la obra fundamental Principia Mathematica. Después sus caminos se separaron. Whitehead le escribió una vez a Russell: «Si usted no continúa con su método, más que cambiar de método lo que hace es sacrificar su objeto». Quien conoce sus trabajos, sobre todo los de Filosofía de la Naturaleza, sabe de la importancia que Whitehead tiene para usted. Hay otro autor que juega también un papel importante, Friedrich Nietzsche. Lo cita frecuentemente, y ofrece una lectura intensiva y precisa de sus obras. ¿Qué le atrae de Nietzsche? En Alemania, quien se dedica a la reflexión filosófica no puede dejar de lado a Nietzsche. No me he ocupado exhaustivamente de su obra, pero he vuelto a ella una y otra vez. Siendo estudiante en München, escuché una lección sobre Nietzsche impartida por Heinrich Scholz, que después de la guerra fue el primero en dar a conocer en Alemania la filosofía analítica y la lógica moderna, después de haber sido teólogo evangélico. Había estudiado polaco para poder leer a los lógicos polacos. Nietzsche se sentía como educador de la juventud académica. Fue el gran seductor, culpable del nacionalsocialismo y de toda forma de irracionalismo. A ese seductor enfrenta Scholz la claridad del pensamiento analítico. Nietzsche ha manifestado el arcano de la modernidad. Extrajo las conclusiones finales de premisas que él mismo tenía por fatales. Lo inaceptable de la conclusión 164

precisamente me condujo, en contra de la intención de Nietzsche, a cuestionar las premisas. Nietzsche escribe que, si Dios no existe, y justamente porque no existe, tampoco existe la verdad. Por el contrario –concluyo yo–: Dado que hay verdad, y precisamente porque la hay, hay Dios. Y continúa Nietzsche: Como nuestra conversación sobre las cosas es antropomórfica, propiamente no podemos hablar de cosas. Mi conclusión: precisamente porque tenemos que hablar de cosas, tenemos que pensar antropomórficamente.

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NOTAS  1 Cualquiera que sea el destinatario al que van dirigidos, siempre tienen fuerza ilativa.  2 Lo que en la gramática alemana se conoce como «futuro segundo» equivale al tiempo verbal del futuro anterior.  3 No puedo pensarme como un pasado que no está en el presente siendo pensado por alguien; como pasado, estoy presente –estoy siendo re-presentado– ante alguien.  4 ¿Dónde queda ese haber sido asumido (aufgehoben sein) el pasado en el presente?  5 Es decir, un Alguien para quien siempre seguirá siendo verdad algo cuando ya no haya seres humanos capaces de representárselo.  6 Sin esa dimensión –siempre habrá sido verdad que pasó– no podemos pensarlo como real.  7 Toda realidad tiene esas dos facetas: una subjetiva y otra objetiva.  8 Según Whitehead, nada es mero objeto: o bien es sujeto, o bien objetivación de un sujeto (el sujeto mismo se hace objeto).

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Capítulo VIII SOBRE FELICIDAD Y BENEVOLENCIA

La conciencia no es un molesto aguafiestas A finales de los años ochenta apareció su libro Glück und Wohlwollen [Felicidad y benevolencia], que se puede leer como una síntesis de todas las discusiones éticofilosóficas planteadas desde principios de los setenta. ¿Qué le llevó a escribir ese libro? Siempre me ha producido cierta desazón el hecho de que las grandes cuestiones sobre la vida recta se expongan desde dos posturas completamente opuestas: podría decirse que una es la aristotélica y otra la kantiana. Es conocida la atención de Kant a la experiencia originaria [Ur-Erfahrung] del deber [Sollen]. Frente a él siempre suena la objeción: Un deber cuyo fiel cumplimiento solo acarrea infelicidad no puede motivar a nadie; una vida bajo el imperativo categórico «no merece la pena». A la inversa ocurre lo mismo: Si alguien lleva una vida ostensiblemente feliz a costa de otro al que abandona a su suerte, causándole daños por esa actitud suya, ¿cómo puede responder de eso? Tendrá mala conciencia; y, si no la tuviera, mucho peor aún. Las preguntas acerca de la vida justa han de encontrar respuestas. Pues aquí no se trata ya de cuestiones teóricas a las que pueden darse soluciones diversas, unas junto a otras; más bien se trata de una cuestión práctica, existencial. Y cuando se trata de actuar hay que decidirse. Si la Filosofía solo lleva a plantear, en último término, los mismos problemas en un nivel de reflexión más alto, que ya se ha alcanzado sin Filosofía, entonces de poco vale su esfuerzo. Si una clase de ética en la escuela tan solo conduce a que los alumnos puedan identificar un par de «modelos éticos» y debatir lúcidamente sobre ellos, entonces la clase ética no sirve para nada. En política vemos a menudo que se pide a los expertos en ética que den respuestas acerca de qué es lo recto, lo justo o lo falso. Siempre me encuentro incómodo en estas situaciones. Afortunadamente nadie me ha preguntado si quería formar parte de una comisión ética. Esto me habría puesto en un apuro, pues en ciertas cuestiones estoy del lado de Kant cuando escribe que para responder a las preguntas sobre el bien y el mal nada aporta una reflexión muy desarrollada ni una esmerada preparación. En realidad, hay personas muy sencillas que tienen una sensibilidad moral maravillosa, un tacto muy fino, mientras que también hay personas de gran formación que son unos egoístas sin

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escrúpulos y para quienes la razón, como dice Kant, sirve para llegar a ser auténticas «lumbreras en el arte de expoliar». Con ese libro me propuse que la reflexión filosófica sobre la vida recta llegara finalmente a ser algo más sabia que al principio. Mi pregunta era: ¿Cómo le puede ir a uno con esas dos formas de entender lo ético? ¿Es cuestión, sin más, de decidirse por alguna de las dos o podrían ambas ser integradas? No quería eliminar de la ética la cuestión de la vida feliz, pero tampoco quería sacrificar la experiencia del deber, con su [radical] incondicionalidad, al deseo de bienestar [Wellness, en inglés]. Una pregunta sobre la ética del deber [deontológica]. En ella se me dice: Orienta tus decisiones y máximas de manera que tus reglas puedan ser válidas para cualquier persona [de modo que puedan convertirse en criterio universal de conducta]. ¿Por qué debería conducirme así? ¿Por qué debo obedecer un deber? Esta pregunta está mal planteada. No cabe estar obligado a algo sin ya quererlo [antes]. Si nuestro querer fuese simple impulso, y no estuviera cualificado desde el principio como un querer humano, es decir, mediante un criterio racional, en modo alguno podría verificarse algo parecido a un deber. La pregunta Why to be moral? [¿Por qué hay que ser moral?] no se puede responder, porque toda respuesta presupone ya la moralidad. Un ejemplo: Tengo un empleo en una empresa, y haciendo una insinuación calumniosa podría levantar sospechas contra un colega, y así ser designado para un puesto más alto que en principio estaba previsto para él. No lo hago, pues de lo contrario ya no podría soportarle la mirada al espejo. Alguien podría decirme: Eres estúpido. ¿Por qué no haces lo que conviene a tu interés? Respuesta: Porque no sería decoroso actuar así. Él: ¿Y por qué no hacer alguna vez algo feo? Es esta exactamente la objeción de Odiseo en el drama Filoctetes, de Sófocles: «Una vez hubo una infame traición, porque estaba en juego la victoria de los griegos. En lo sucesivo, ya podrás ser un hombre honorable». Aquí termina la argumentación. Neoptolomeo repuso tímidamente: «¿Qué cara debo poner ante esa traición, cuando esté mintiéndoles abiertamente a los afectados?». Aquí ya solo cabe añadir: Fin de la discusión. Otra respuesta no tengo. Si su contradicción interna no impide que alguien se adhiera a una afirmación teórica, en ese caso no hay más que hablar. Y si alguien ha silenciado su conciencia, la voz de la razón práctica, entonces ya no hay más argumentos. No es posible argumentar a favor de que se debe atender a los argumentos[1]. Otro ejemplo: Alguien tiene mucha hambre y me pide que le dé algo de comer. Si le

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pregunto: «¿Por qué?», y me responde: «Porque tengo hambre», entonces puedo replicar: «Ya veo que tienes hambre, pero ¿por qué debería darte de comer?». David Hume ha dicho que del ser no se puede derivar ningún deber. Que alguien tiene hambre es un hecho. Pero de un factum no se deriva –si seguimos a Hume– nada para la acción. A ese otro [pobre hambriento] no le queda más remedio que irse meneando la cabeza, o, si puede, arrebatarme violentamente la cartera y salir corriendo a comprarse algo de comer. Los Padres de la Iglesia le hubieran dado la razón. Enseñaban que el pan pertenece al hambriento que lo necesita. Volvamos al ejemplo de la calumnia. Alguien pregunta: ¿Por qué no has calumniado a tu colega? Cabe responder: No podría vivir contento habiendo hecho algo así, es decir, habiendo obtenido el puesto mediante una calumnia. A propósito de esto, Kant replica: ¿Por qué ya no vivirías contento? Pues es bastante claro: Porque tienes un sentimiento moral [ein moralisches Gefühl]. Si no lo tuvieras, te sería indiferente la calumnia y podrías seguir estando contento con tu vida. Kant escribe que, aunque solo sea para poder representarse la satisfacción de una buena conciencia, «hace falta haber recorrido ya la mitad del camino para llegar a ser una persona honesta». La conciencia no es una molesta perturbadora en la búsqueda de la felicidad, de la cual uno preferiría desembarazarse. La conciencia nos hace inexorablemente atentos a la realidad, realidad que estamos inclinados a proteger en la satisfacción de nuestros deseos. Al fin y al cabo, queremos encontrarnos bien, pero nunca al precio de una ilusión[2]. El objetivo de ser feliz no es un fin como otros para cuya consecución buscamos medios. Nuestras acciones no son simplemente medios para obtener la eudaimonía [felicidad], sino parte de la vida. La relación parte-todo es aquí más oportuna que la relación medio-fin. Como ha mostrado Max Scheler, la felicidad no es ningún fin al que podamos tender directamente. ¿Acaso no se les acusa a los eudemonistas de que sus esfuerzos para conseguir la felicidad son egoístas? Esa es la debilidad del eudemonismo tradicional, que sin embargo no afectaría a Aristóteles, sino más bien a Epicuro, para quien la felicidad reside sencillamente en sentirse bien. Si te sientes bien, todo está en orden. Lo notable es, a pesar de todo, que, si se piensa a fondo este eudemonismo, entonces se llega a un punto más allá del egoísmo. En Felicidad y benevolencia he escrito un capítulo sobre el hedonismo, en el que se trata esta cuestión. Epicuro dice: Un hombre no puede realmente ser feliz sin buenos amigos. ¿Pero cómo se consiguen los buenos amigos? Solo hay un modo: siendo uno mismo un buen amigo. Un buen amigo ha de estar dispuesto en caso necesario a dar su propia vida por el amigo. Esto recuerda una frase del Evangelio: Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus amigos. Epicuro termina así sus reflexiones: Si alguien no está dispuesto a 169

entregar su vida por sus amigos, no logrará ganar los mejores amigos, y tampoco será feliz en el más alto sentido. Pensada hasta el final, la propuesta del eudemonismo o del hedonismo viene a ser muy semejante a la del Evangelio. ¿Cómo ve Aristóteles la relación de la Ética, que busca la felicidad para el individuo, con la Política, que tiene a la vista el bien común de los ciudadanos? Para Aristóteles ambas cosas van juntas. Por lo demás, en el orden de los fines racionales no lo subordina todo a la representación de la eudaimonía. Hay mandatos a cuya evidencia apela. Escribe, por ejemplo, que, si alguien dice que puede matar a su madre, entonces no merece un argumento, sino una reprensión. Para Aristóteles, lo ético está entreverado en la polis y en las costumbres. Es como si se diera por supuesto que hay buenas costumbres. En nuestro ordenamiento jurídico ocurre algo similar. Existe el concepto de contrato inmoral [contrario a las costumbres]. Ahí también se supone que se sabe lo que es inmoral. Pertenece a la índole de la costumbre el no necesitar una fundamentación[3]. Quien la critica –y sin duda eso es posible– asume la carga de la prueba[4]. De lo contrario no sería posible la convivencia humana. La moral en sentido kantiano –esto es, la virtud– está envuelta en un concepto de felicidad, que por su parte está contenido en el de polis. Eudaimonía, felicidad, no es simplemente Wellness, bienestar, sino vida lograda, y conciencia de ese logro. La vida del individuo solo puede lograrse [alcanzar su plenitud] en el marco civil, de la polis, a no ser que se trate de la vida de un filósofo. La ética es parte de la Filosofía política. ¿En qué se distinguen los filósofos de los ciudadanos normales de la polis? Aristóteles habla de tres formas de vida: por un lado, la vida completamente dedicada al goce, propia del pirata; por otro, la vida política, el modo de vida civil, que conforman las distintas virtudes –de eso tratan las dos Éticas y la Política de Aristóteles–; y finalmente, la existencia contemplativa, propia del filósofo. Según Aristóteles, la segunda es la auténticamente humana. La tercera la denomina «divina»; es decir, el hombre solo puede practicarla de vez en cuando. El filósofo, en fin, es ciudadano de dos mundos. Mas tarde, los Padres de la Iglesia quebraron esta clasificación tripartita. Para ellos todo hombre está llamado a la contemplación de Dios, y la polis ha de atender al horizonte último de la vida lograda. Pero también Agustín reconoce dos formas de vida: el secundum Deum vivere [nach Gott leben, vivir cara a Dios] y el secundum hominem vivere [nach dem Menschen leben, vivir cara al hombre]. Él rechaza esto último. ¿Por qué? Podría decirse que esa vida es «humanística», de algún modo conforme al hombre. Pero Agustín dice: Solo vive conforme consigo mismo el hombre cuya mirada se orienta por encima de sí mismo. Si se mira a sí mismo para recibir desde fuera lo que hace feliz 170

su vida, entonces no lo consigue. Propiamente, al hombre solo le caben dos alternativas: o bien vivir una vida infrahumana, o bien sobrehumana, es decir, elevarse por encima de sí mismo[5]. A lo más alto está llamado todo hombre, no solamente un pequeño grupo de filósofos. La tendencia cósmica del cristianismo, en su pretensión de hacer valer la ekumene para todo el orbe, ¿acaso no ha hecho ya obsoleta la orientación aristotélica hacia la polis? Hoy muchos quieren interpretar a Aristóteles como hermeneuta de la polis griega, aferrado a una perspectiva particular. Pero esto no tiene mucho sentido, pues para él el concepto de naturaleza humana (physis) juega un papel decisivo, y este es un concepto universal. Cuando en el siglo V antes de Cristo los griegos reflexionaban sobre esto, a saber, los diversos modos de vivir el hombre en el mundo, ya habían descubierto que no solo existía la polis griega, sino también las sociedades persas y orientales. De ahí no sacaron ninguna consecuencia relativista, sino que se preguntaron: «¿Hay quizá algún criterio conforme al cual siempre se puedan evaluar las diversas costumbres [las diversas formas de vida]?». Solo se puede hablar de regímenes políticos mejores o peores si se pueden distinguir las buenas costumbres de las malas. Ciertamente, Aristóteles conoce una gran variedad de costumbres que son compatibles con la naturaleza humana. Pero piensa que la polis [ateniense] está en un nivel más alto que los Estados orientales –ante todo, por encima de Persia–, pues en aquella la naturaleza humana alcanza mayores cotas de libre desarrollo. Para él la naturaleza [physis] es un marco que hace posible una multiplicidad de constituciones. Pero no todas, desde luego. Pese a ser el hermeneuta del modo griego de vivir (way of life), Aristóteles es universalista, puesto que la naturaleza humana es en todas partes la misma. A Aristóteles le es extraño derivar de la naturaleza humana un código positivo, como hicieron los ilustrados del siglo XVIII. ¿Hay que considerar entonces la perspectiva particular conjuntamente con la universal? A esto quiero responder con un ejemplo. Alguien reconoce que le importa su propio país más que nada en el mundo. Ha de preguntarse si aprueba que ciudadanos de otros países prefieran el suyo propio a cualquier otro. El patriota también respeta el patriotismo de los demás. Y quien no lo hace es un nacionalista y un chauvinista. Bertolt Brecht compuso para la República Democrática Alemana (DDR) un himno nacional que no pretendía imponerse frente al otro de Johannes R. Becher. Hablando de Alemania se dice ahí: «Y nosotros debemos llamarla “lo más querido”, como hacen otros con la suya [su patria]». El recíproco reconocimiento de los particularismos es una forma de universalismo.

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Con el título «Felicidad y benevolencia» recupera usted del uso común el concepto de benevolencia [Wohlwollen]. ¿Qué relación hay entre esa noción y el debate sobre utilitarismo y ética teleológica? Por lo que se refiere a la benevolencia, hay que decir que eso es gradual. No puedo tener la misma benevolencia con todas las personas; hay un ordo amoris que está condicionado por la cercanía y la lejanía. Existen los próximos y los lejanos, entre quienes incluso el más lejano es, a título de miembro de la familia humana, un pariente más. A mí me interesaba elaborar y desarrollar ese aspecto frente al utilitarismo moderno, que también se denomina ética teleológica. Naturalmente, con esta expresión no pensamos en una ética que se corresponda con la estructura teleológica de la naturaleza humana, sino en una cuya propuesta podría presentarse así: Obra de tal manera que tu acción optimice el contenido de valor del mundo [que acreciente su peso axiológico]. Ese postulado de la optimización del mundo define el buen obrar a través de un objetivo universal, el «bien del universo». No toda ética utilitarista está interesada solo en lograr placer. De ahí que también se hable de un «utilitarismo ideal». Durante largo tiempo [muchos] teólogos moralistas católicos hicieron suya esta ética utilitarista. Con ello querían salir en contra de la idea de que hay mandatos, y sobre todo prohibiciones, que valen sin excepción, pudiendo decirse que prescriben sin contexto[6]. Los teólogos morales querían echarlos abajo, y por eso abogaban por una ética en la que todo sería exclusivamente instrumental; todo valdría tan solo bajo el aspecto de la optimización del mundo. Este planteamiento siempre me ha provocado. Mi convicción era que hay cosas que el hombre no debe hacer y que, por tanto, siempre debe omitir, no teniendo responsabilidad alguna por las consecuencias que se deriven de esa omisión. Una vez los nazis colocaron a un policía ante la sádica alternativa de disparar a una niña judía de doce años a cambio de salvarles la vida a otros diez judíos. El policía disparó a la niña. Creía tener la responsabilidad de la muerte de esos otros judíos si no mataba a la niña. Finalmente acabó en un hospital psiquiátrico. No: él no tenía esa responsabilidad. En ese momento solo era responsable respecto a la niña. Los psiquiatras soviéticos transferían a los disidentes a establecimientos psiquiátricos pensando que tenían una responsabilidad para con la Unión Soviética, que había decretado su responsabilidad médica respecto a los pacientes. Pero ellos solo podrían tener una responsabilidad concreta si a su vez estaban dispensados de otras responsabilidades. ¿Por qué el «utilitarismo ideal» exige tanto de las personas que actúan? En condiciones normales, un hombre siempre tiene que cargar solo con determinadas responsabilidades, y únicamente puede hacerlo si se le descarga de otras. Tomemos el ejemplo de un cirujano que salva la vida de un paciente. Sin embargo, los parientes de 172

este desean que muera. Para ellos el médico es un tirano que maltrata a la mujer y a los hijos de su paciente. Ahora bien, esto en nada atañe al médico. Él no es responsable respecto de la familia. Tan solo debe responder de la operación con la que salva a su paciente, y a su vez este debe poder confiar en que el cirujano quiere salvarle. Pero todo esto funciona si el cirujano no tiene que soportar una «responsabilidad universal». En los países totalitarios como la antigua Unión Soviética, los disidentes eran ingresados en clínicas psiquiátricas. Los médicos se convirtieron en alguaciles del régimen, y tenían la responsabilidad ante el Estado soviético. Si hubiéramos de adaptar todas nuestras acciones a lo que para todos es lo mejor desde un punto de vista universal, entonces no podríamos actuar en absoluto.

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Dos veces en Castel Gandolfo De mí se ha dicho públicamente algo que me halaga: que soy el «consejero del Papa», incluso que soy «amigo del Papa» [del Papa emérito, Benedicto XVI]. Por lo que se refiere a esto último, realmente puede decirse así, pues el cardenal Ratzinger me regaló uno de sus libros –Kirche, Ökumene, Politik [Iglesia, ecumenismo, política]– con este quirógrafo: «Dedicado en la amistad». Además, he intervenido dos veces en reuniones de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe cuando él era Prefecto: una versaba sobre el pecado original y otra, sobre el evolucionismo. Cabe añadir aún una invitación a dar una conferencia, también sobre el tema de la evolución, en el encuentro anual de sus antiguos estudiantes, que esa vez tuvo lugar en Castel Gandolfo, que ya conocía de la época de su predecesor. Lo de «consejero del Papa» ya había circulado antes, concretamente con el Papa Juan Pablo II. Durante su pontificado fui nombrado miembro de la Pontificia Academia Pro Vita, y además tomé parte regularmente en las sesiones del Instituto vienés para las Humanidades. El entonces Papa Juan Pablo II no había iniciado ese Instituto, pero actuaba como anfitrión de algunas de sus sesiones en Castel Gandolfo. A título de miembro del comité consultivo del Instituto, yo participaba periódicamente en las sesiones anuales. Este Instituto internacional se debe a la iniciativa del profesor de la Universidad de Varsovia Krzysztof Michalski, que vivía entonces en Viena. Durante la Guerra Fría, Michalski tuvo la idea de hacer algo para defender los saberes humanísticos contra su total desaparición, tanto en Occidente como en los países comunistas. Viena era el lugar adecuado para eso. Ahora bien, ¿cómo habría que promover semejante iniciativa para que lograra alcanzar su objetivo? Michalski tuvo la idea de dar a conocer el proyecto al Papa, a quien había conocido cuando era Arzobispo de Cracovia. El Papa, que, por una parte, era un hombre de oración y, por otra, tenía un gran sentido político, inmediatamente se mostró dispuesto a apoyar la empresa, y se ofreció como anfitrión para una convención de tres días en Castel Gandolfo, y para participar él mismo en las sesiones. La idea de Michalski era deslumbrante. Podía invitar a quien quisiera. Ninguna persona prominente rechazaba una invitación del Papa a Castel Gandolfo. Allí estaban Carl Friedrich von Weizsäcker, Hans-Georg Gadamer, Ernst-Wolfgang Böckenförder, Paul Ricoeur, Emmanuel Levinas, Ralph Dahrendorf, Bernard Lewis y otros. Las conferencias sobre temas humanísticos, sociológicos y de ciencia política estaban distribuidas en tres días, y se suponía que todos los participantes entendían suficiente alemán, francés e inglés, y que todos podían hablar al menos en una de esas tres lenguas, pudiendo seguir respectivamente las demás. El Papa invitaba a comer en cada caso a personas del mismo grupo idiomático, de 174

manera que en cada ágape solo tuviera que hablar en una lengua. Por lo demás, durante esos tres días fue un atento oyente de esas charlas. No participaba en las discusiones. Si le parecían de menor interés, yo observaba cómo debajo de la mesa entre sus dedos se deslizaban las cuentas del Rosario, o bien hojeaba un atlas universal. Era un hombre que escuchaba atentamente, de conversación amistosa, menos propenso a la discusión que su sucesor Benedicto XVI, que no solamente invitó personalmente a Oriana Fallaci, sino también al jefe de la Fraternidad lefebvriana obispo Fellay, o incluso a Hans Küng, conocido crítico del Papa y antiguo colega suyo. El Papa no intervenía en la selección de los temas a discutir en las sesiones ni tampoco en la composición de los respectivos grupos de participantes. Tan solo una vez se intentó vetar por parte vaticana la invitación al teólogo Johan Baptist Metz. Gadamer, Böckenförde y yo mismo hicimos saber al Papa que no nos parecía oportuna esa forma de influir en la selección de los participantes y que la convocatoria tendría que fracasar si se aceptaba ese sesgo. La reclamación fue inmediatamente aceptada y el Papa saludó a Metz de forma tan afectuosa como a todos los otros. Quisiera referirme brevemente a una conversación con Juan Pablo II en el entorno de estas jornadas de Castel Gandolfo. Amigos alemanes antropósofos convertidos a la Iglesia católica me habían instado a solicitar del Papa que se manifestase sobre la cuestión de si como católicos podían creer en la reencarnación. Planteé al Santo Padre esa pregunta durante un intervalo entre sesiones. Se dirigió a mí con una sonrisa: «Usted es amigo del cardenal Ratzinger. ¿Qué dice sobre esto?». Pero no desistí; mis amigos querían saber a toda costa qué dice el propio Papa. Ya se puso serio y entró a fondo en la cuestión, tanto desde la perspectiva bíblica como desde la enseñanza del concilio de Constantinopla. Concluyó que la doctrina de la reencarnación no puede hacerse compatible con la fe cristiana. Repliqué que, para determinadas personas que se habían incorporado a la Iglesia católica, la reencarnación es una profunda convicción que no podían ni querían desechar sencillamente de un día para otro. Sin ir más lejos, mi mujer había crecido con esa convicción de fondo. Su padre era teósofo. Con todo, la idea de la reencarnación se fue diluyendo en ella con el tiempo, sencillamente porque ya no tenía «cabida en la vida». Llegó a no significar nada para ella. Por decirlo con Wittgenstein, era como el rodamiento de una máquina que, con el uso y el desgaste, ya no rodaba más. ¿Puede dejarse la cuestión a un proceso de desgaste, que el paso del tiempo acabe evaporando? O en caso contrario, si no puede desechar sin más esas ideas, ¿habrá que excluir a un católico de los sacramentos? La respuesta del Papa unía la claridad doctrinal con la prudencia y el tacto pastoral: «Conocí en Polonia a un profesor de Filosofía que estaba convencido de la reencarnación en el sentido de una prolongación del camino humano hasta llegar a la eterna bienaventuranza. Iba a comulgar diariamente». Ningún comentario. Y por eso precisamente era esta una respuesta a la cuestión. Pero Juan Pablo II sabía 175

muy bien que, por ejemplo, para los antropósofos la creencia en un renacimiento está vinculada a la idea de la «solución completa», es decir, a la fe en que al final todo hombre alcanzará su meta, y también sabía que hay críticos ultraconservadores que imputaban al Papa esa herejía. Esto es lo que vino a decir sobre la cuestión: «¿Cómo es posible conciliar la doctrina sobre el infierno eterno, es decir, la enseñanza sobre la justicia de Dios, con su bondad omnipotente?». Aquí el Papa recurría a la doctrina tomista sobre los atributos de Dios. Decía: «Hemos de atribuir a Dios diversas cualidades positivas, la justicia, la misericordia. Para nosotros se trata de dos cualidades distintas. Un hombre puede poseer una de las dos sin tener la otra. Pero en Dios no hay pluralidad de cualidades. Su ser es simple. Nosotros solo vemos la luz difractada en los colores del arco iris. Esto significa: justicia y misericordia no son en Dios dos atributos diferentes. Mas no podemos representarnos la identidad de esas dos cualidades. Únicamente podemos postularla pensando». ¿Pero qué significa concretamente esto? El Papa lo decía en alemán: «Esto significa que, en lo profundo de su ser, Dios será justo con cada hombre al final de su vida. Y lo será tanto en su justicia como en su misericordia». El Papa terminó la conversación con estas palabras: «Muchas preguntas, pocas respuestas». Otro pequeño suceso en Castel Gandolfo. Era la época en la que tanto en la Iglesia evangélica como en el movimiento por la paz se difundía la idea de un concilio interconfesional sobre la paz y la conservación de la creación [naturaleza]. El principal portavoz de ese movimiento era Carl Friedrich von Weizsäcker. Aprovechó un descanso en la terraza de la residencia pontificia con objeto de intentar ganar al Papa para esa causa. De la participación de la Iglesia católica dependía –eso pensaba– el éxito de todo el proyecto. Mientras hablaba con el Papa, yo estaba cerca. El Papa se volvió y me pidió que interviniera en esa conversación. Me preguntó qué pensaba acerca del asunto, y tuve que decir la verdad. Poco tiempo antes había escrito en el Frankfurter Allgemeinen un largo artículo sobre ese proyecto. Yo pensaba que una asamblea de cristianos no dispone de fuentes de conocimiento especiales que puedan aportar al mundo algún avance específico en materia de paz. La ruptura del mundo comunista poco después, y el final de la guerra fría puso de relieve otros mecanismos muy diferentes. Una alianza cristiana por la paz, o incluso con todas las demás religiones, no tendría aquí más eficacia, sino menos. Pero el peligro de una organización semejante –así le dije al Papa– es que despertaría expectativas de imposible satisfacción, de manera que no sería provechoso ni para la humanidad ni para la Iglesia. Ahí acabó más o menos la conversación. Carl Friedrich von Weizsäcker estaba muy irritado. Más tarde me dijo: «Señor Spaemann: ¿Ha pensado que quizá estalle la tercera guerra mundial porque ha disuadido al Papa de participar en ese concilio mundial?». 176

Solo pude responder: «Querido señor von Weizsäcker: sobrevalora usted la importancia política de lo que digo, e incluso la de lo que dice usted. Todo eso correrá la suerte que tenga que correr, y lo que digamos usted y yo quedará en agua de borrajas». No mucho más tarde, el Presidente de la República Federal, Richard von Weizsäcker, me habló con ocasión de la entrega del Premio de la Paz de los editores alemanes a Hans Jonas, y me preguntó: «¿Qué fue de aquella discusión que tuvo con mi hermano?». Le dije que había visto a su hermano no hacía mucho, y que seguía pensando que un concilio como el que proponía no llevaría a ningún sitio. El Presidente federal me dio esta lacónica y maquiavélica contestación: «Señor Spaemann, para que no lleve a ningún lado la condición necesaria es que ese concilio tenga lugar». ***

Una pregunta más sobre la benevolencia: ¿Se acerca ese concepto a la noción kantiana de «buena voluntad»? Es muy parecido a la idea kantiana, donde por otra parte la benevolencia también incluye el amor a sí mismo. Si alguien arruina su salud notoriamente, no porque haga algo importante que podría justificar su comportamiento, sino, por ejemplo, porque toma drogas, en ese caso le falta la benevolencia hacia sí mismo. Por mor de ciertas situaciones en las que desea encontrarse más a gusto, se sacrifica él mismo. Eso no es benevolencia. No obstante, la palabra «benevolencia» normalmente se refiere a otra cosa. Hay un bonito pasaje del libro Güldene Tugendbuch [Libro Dorado de las Virtudes], de Friedrich von Spee –que, por lo demás, Leibniz tenía en muy alta estima– en el que, siguiendo fielmente la tradición, se distinguen el amor de concupiscencia y el amor de benevolencia[7]. La diferencia estriba en que el amor de concupiscencia quiere algo para poseerlo, mientras que el amor de benevolencia tiene por objeto algo que en realidad quiere para otro. Frecuentemente la tradición trata en forma despectiva el amor concupiscentiae, como una forma del egoísmo. Sin embargo, pertenece a las paradojas del amor el hecho de que la benevolencia puede incluir la concupiscencia. No estaríamos satisfechos de una amistad si el amigo ciertamente nos deseara de todo corazón lo mejor, pero no se tomara ningún interés en vernos. Tal desinterés sería casi como una ofensa. El deseo de estar junto a otros pertenece a la amistad. Y deseamos que el otro también tenga ese deseo, tanto como nosotros mismos. Amistad, amor de amistad, no es altruismo. Es propio del amor que en él desaparece la oposición entre altruismo y egoísmo. Pawel Florenskij dedica el último capítulo de su gran obra Pfeiler und Grundfeste der Wahrheit [Pilar y fundamento de la verdad] a la rehabilitación de los celos. Con bastante frecuencia, en el Antiguo Testamento Dios mismo se muestra, en relación con Israel, como un amante celoso de su esposa. Incluso en los diez mandamientos se presenta Dios 177

como amante celoso de su pueblo: «No tendrás ningún otro dios extranjero». Amor concupiscentiae es una parte del amor benevolentiae, y esto la tradición no lo ha puesto suficientemente de relieve. ¿Cómo funciona la benevolencia con los demás? Como ya he dicho, la benevolencia puede tener diversos grados. La benevolencia respecto a un extraño con el que apenas nada se tiene en común, en primer término, consiste en no hacerle daño. Al perseguir mis objetivos, simplemente no puedo pasar por encima de los objetivos de otro. En la vida económica a menudo la lechuza de uno es el ruiseñor del otro. Pero tampoco debe existir una competencia a cualquier precio [sin escrúpulos]. El filósofo Peter Singer opina que, si dos niños caen al agua y solo puedo salvar a uno, en ese caso no debo permitirme salvar primero a mi hijo porque es mi hijo, sino que debo preguntarme cuál de los dos está mejor dotado y cuál de ellos tendrá una expectativa de vida más feliz. El niño que mejores expectativas presente es el más importante, y ese es el primero al que hay que rescatar. Este puede ser un punto de vista para una tercera persona que nada tiene que ver con ninguno de los dos niños. Ciertamente necesitará contar con algún criterio. Pero aquel cuyo propio hijo ha caído al agua no se plantea esa cuestión: salvará primero a su hijo. La benevolencia es gradual. He de ser benevolente con todos, pero no en igual medida. Los utilitaristas quieren jugar a ser Dios, y razonan desde un punto de vista sobrehumano, desde el bonum universi[8]. En Tomás de Aquino encontré un ejemplo que frecuentemente cito. Afirma que los deberes de los seres humanos son diversos. Menciona el caso de un delincuente que ha cometido homicidio y es buscado por el rey. Es deber del rey atraparlo y castigarlo. Sin embargo, el deber de la mujer del delincuente es ayudar a su marido si quiere ocultarse. ¿Cómo juzgarían ese caso Sócrates o Platón? Ellos piensan de forma totalitaria. No reconocerían el deber de la mujer del delincuente. No habría miramiento alguno para la persona. Por el contrario, Tomás resaltaba que la mujer tendría que cuidar del bonum de la familia. De todas maneras, hay unos límites para ambos: el rey tiene que respetar el hecho de que la mujer tiene otro deber. Él, como rey, no debe castigarla porque haya ocultado a su marido. Por lo demás, esto lo convalida nuestro ordenamiento jurídico de forma general. Está previsto el derecho a no declarar, en caso de que haya consecuencias penales, si se trata de un familiar cercano del acusado[9]. Esto es antitotalitario. Aquí se reconoce el ordo amoris. Ahora bien, la mujer del asesino no puede convertirse en terrorista. En la famosa tragedia de Sófocles, tampoco Antígona mata a Creonte ni pide a nadie que le mate. Comprende que cada uno ha de cumplir con su deber. En cambio, Creonte debería 178

respetar que Antígona tiene el deber de enterrar a su hermano. Los hombres soportan diversas responsabilidades que también les pueden estorbar recíprocamente. Puede ser dramático que un juez tenga que condenar a su propio hijo, como el caso de Bruto que narra Plutarco. Pero eso también puede evitarlo nuestro ordenamiento jurídico. En tales casos, el juez puede y debe inhibirse. Nuestra responsabilidad es gradual. Pero existe una responsabilidad elemental que todos los miembros de la familia humana soportan mutuamente. Siempre me impresiona el pasaje bíblico que informa del primer homicidio, un fratricidio. Dios no imputa primeramente a Caín el asesinato, sino que le pregunta: «¿Dónde está tu hermano Abel?». Evidentemente, espera de Caín que sepa dónde está su hermano. Y, desde luego, Caín lo sabe: «¿Acaso soy el guardián de mi hermano?». Dios da por supuesto que Caín es el guardián de su hermano. Espera de él no solo respeto, sino también solidaridad. La solidaridad no entra en la representación liberal de la responsabilidad ética. Si tienen razón los liberales, cada hombre es su propio guardián, y no tiene por qué saber dónde está su hermano. Pero precisamente esto es lo que espera Dios, según el libro del Génesis. En el Tercer Reich, cuando desaparecieron repentinamente todos los judíos después de que tuvieran que mostrarse con la estrella amarilla, me sorprendió que casi ningún adulto preguntara dónde estaban. Hace años un periodista intentó explicar a sus lectores la controversia entre liberales y comunitaristas en América. Escribió que los comunitaristas bien podrían estar representados por alguien como Spaemann. Esto no era completamente erróneo, pero tampoco totalmente cierto, pues, a diferencia de los comunitaristas, me adhiero a la idea universalista de los Derechos humanos, pero en todo caso manteniendo la clara distinción entre Derechos humanos y Derechos civiles, siendo uno de los derechos humanos tener derechos civiles en algún lugar. Por eso no soy un liberal que deja a cada quién ser feliz a su manera sin interesarse por si realmente será feliz. Tampoco los liberales son amigos de convencer a otros. De Goethe procede esta afirmación: «Cuando oigo hablar de ideas liberales entonces me quedo asombrado de cómo los hombres se entretienen en llenar las palabras de ruido. ¡Una idea no tiene que ser liberal! Ha de ser vigorosa, recia y conclusa en sí misma, de forma que pueda cumplir el divino encargo de ser productiva». ¿Rechaza usted la misión con la espada?[10] Naturalmente. Pero no rechazo persuadir a alguien de lo que considero mejor para él. Piense, por ejemplo, en un amigo suyo que sufre una grave enfermedad, y usted conoce 179

o cree conocer un medicamento que realmente puede ayudarle de forma eficaz. ¿No intentaría hacer todo lo posible para convencerle, sin cejar en su exhortación?: «Si no tomas la medicina, será tu final. ¡Por favor, tómala!». Esto quiere decir que usted se comportaría como un guardián de su hermano, incluso presionándole. ¿O no? Pienso que, si no lo hiciera, no sería un buen amigo. El liberalismo es indiferente respecto a los contenidos. Las preguntas acerca de la vida buena las margina al denominado terreno de los valores. Pero considera que los valores son relativos, al tiempo que defiende con más vehemencia aún los que llama «nuestros valores». ¿Rechazaría el liberalismo una persuasión tan comprometida? Los revolucionarios del 68 pretendían de varias formas forzar a sus compañeros a atender su propaganda. Contra la voluntad de la mayor parte de los estudiantes, simplemente manipulaban las lecciones para convertirlas en mítines. Si se les prohibía ejercer esta forma de violencia, reaccionaban con el argumento de que entonces la gente no estaría informada sobre lo que ocurría; y había que obligarles a estar informados. Pero pertenece a los Derechos humanos que, lo mismo que alguien puede intentar convencer a otros, también estos otros tienen el derecho de sustraerse a esa instrucción. Hoy día hay personas contrarias al aborto que se sitúan en las proximidades de los establecimientos donde se practican los abortos e intentan conversar para disuadir de su propósito a las mujeres que acuden allí. A menudo esas tentativas están perseguidas judicialmente, y eso es injusto. Personas que piensan que ahí se perpetra la eliminación masiva de seres humanos tienen el derecho de intentar disuadir a otras personas. En todo caso, también las mujeres que van allí tienen el derecho de aclarar que no desean conversar sobre ese asunto. Y en ese caso la conversación se acaba. Las restricciones a la libertad de opinión han llegado entre nosotros al extremo de que en los países escandinavos y en Gran Bretaña hay predicadores que están sancionados penalmente por hacer suya la condena bíblica de la homosexualidad. Mientras la gente tenga el derecho de abandonar la iglesia durante una predicación de ese tipo, es también un derecho del predicador darla, y es un derecho de los fieles el ser instruidos por el predicador en la enseñanza bíblica. Si no, ¿para qué van a un servicio litúrgico cristiano? Hoy se ha extendido mucho la idea de que todo lo que se parezca a la convicción de que algo es verdad resulta perjudicial para la tolerancia. Y en nombre de esta se exige el relativismo. Pero esto no tiene sentido. El deber de la tolerancia se fundamenta en la profunda convicción de la dignidad de la persona. De ahí se deriva el respeto a las convicciones religiosas y morales de los demás. Las limitaciones a la libertad de expresión, cada vez mayores, no se basan en que las opiniones que discrepan de la

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corriente principal sean falsas, sino precisamente en que discrepan de la opinión dominante. Un relativista consecuente no tiene por qué ser tolerante. Puede decir: Todo es relativo; y a la vez puede decir: No consiento otras opiniones [distintas de la mía]; no las reprimo porque no sean verdaderas, sino porque no expresan lo que pienso. Desde luego, la postura en la que la tolerancia se apoya, es ella misma una determinada convicción de la verdad de algo. Donde no la hay, cualquier poder puede permitirse oprimir a la disidencia, no porque esta sea falsa, sino porque contradice «nuestros valores». ¿Pero acaso no ha entrado en crisis el liberalismo en las sociedades occidentales? Ante todo está en crisis en los regímenes totalitarios. Los luchadores de la resistencia en el Tercer Reich no eran liberales, sino personas comprometidas con convicciones decididas, y dejaban inequívocamente clara su oposición contra los nazis. Por lo demás, tengo la impresión de que hoy, en lo que se refiere a la libertad de opinión, somos menos libres que en los años cincuenta. Este fenómeno está en estrecha dependencia respecto del progresivo languidecimiento de los conceptos de lo justo y lo verdadero en el contexto de un pluralismo creciente. En su lugar irrumpe la corriente principal, la opinión dominante. Y a quien no se ajusta a ella le puede ir mal. La justificación que se aduce no es que el discrepante piense algo falso, sino que se desvía de los valores dominantes. ¿Pero acaso no se protege hoy a las minorías y se sanciona socialmente la discriminación? Depende mucho de qué minorías se trate y de lo que se entienda por discriminación. A mi juicio, en primer lugar hay que acabar de una vez con la discriminación del concepto «discriminación». Si por discriminación [Diskriminierung] entendemos cualquier forma de separar a unos de otros, prohibirla es muy grave. Pasa lo mismo que con el concepto de marginación [Ausgrenzung], que hoy se emplea frecuentemente. Prohibir la marginación es algo completamente carente de sentido; es como prohibir a la gente que se asocie bajo una determinada seña de identidad porque los que carecen de ella no podrían tomar parte [quedarían excluidos de esa asociación][11]. Delimitar siempre significa excluir [lo que queda fuera de los límites]. ¿Por qué no pueden las mujeres organizar un café para ellas donde no participen los varones? Ninguna asociación vegetariana aceptaría como miembro a un maestro carnicero. ¿Y por qué no puede un matrimonio de testigos de Jehová alquilar una habitación de su casa reservándose el derecho de admitir solo a correligionarios suyos? Durante la Edad Media los judíos eran marginados [expulsados] de vez en cuando por la mayoría de la sociedad. Pero ellos mismos marginaban en sus guetos a los no judíos. ¿Qué hay de erróneo en 181

ello? En el norte de África algunos jóvenes me prohibieron terminantemente acceder a sus mezquitas con la justificación de que no eran lugares para que los turistas dieran vueltas curioseando, sino lugares para la oración. Tan solo pensé: Vosotros sois mis hermanos, y justamente porque no me dejáis entrar en vuestras mezquitas. Hoy se dice que nadie debería ser excluido o discriminado a causa de su religión o de su orientación sexual. ¿Pero qué significa esto a fin de cuentas, sin rodeos? Un pedófilo conocido, que solicita a niños con riesgo de exclusión social al pie de la escalera de una casa de mala fama… Resulta que no puede ser alejado de ese lugar en virtud de su orientación sexual. ¿Es posible tomar en serio todo esto? La civilización europea cada vez se desinteresa más por la calidad y las condiciones del sano crecimiento de sus niños y jóvenes. Donde puedan colisionar los intereses de los niños con los de los adultos, siempre tienen preferencia los de los adultos. Y en la cuestión de si una pareja homosexual puede recibir niños en adopción, el juicio de los partidarios de la «igualdad» siempre es más importante que la postura de los pedagogos, psicólogos infantiles y pediatras. El estilo de vida de una sociedad en la que los niños encuentran condiciones ideales para su vida es invariablemente el de una sociedad en la que todos viven mejor. Volvamos a su libro Felicidad y benevolencia. Se publicó en 1989. ¿Qué reacciones hubo? Por lo que puedo recordar, tuvo una buena acogida. Una revista filosófica llegó a afirmar en su recensión que lo que había escrito sobre el perdón era lo mejor que se había dicho sobre el asunto después de Hegel. Algunos no sabían bien cómo clasificar el libro dentro de los esquemas habituales, pues no era ni de izquierdas ni de derechas, ni conservador ni emancipatorio [progresista]. En fin, no estaba descontento con la resonancia que había tenido. ¿Cabe decir que Glück und Wohlwollen es su principal aportación en materia de Filosofía práctica? En el año 2001 apareció, casi como un complemento del libro, la amplia recopilación de artículos titulada Grenzen [Límites]. Ahí se contienen cuarenta artículos filosóficos sobre ética y política, pero también textos críticos y polémicos en torno a las cuestiones debatidas en nuestro tiempo. La frontera entre los ensayos académicos y los periodísticos es bastante fluida. Sabemos que a usted, cuando era joven, le gustaba intervenir en los debates de la opinión pública. ¿Pero qué le movió más tarde, siendo ya desde hacía tiempo un profesor de Filosofía asentado en el mundo académico, a enzarzarse en esas controversias? Era menester que se me acumulara una buena colección de asuntos controvertidos para que me animara a escribir. Ni yo mismo sé con exactitud por qué me pasa esto. Quizá es algo de mi carácter. 182

He escrito algunos libros más extensos, pero hay situaciones en las que prefiero expresarme de manera más breve, en forma de ensayos o artículos, e incluso escojo hacerlo por medio de artículos de prensa periódica, porque de este modo hay más ocasión de que alguien pueda leerlo y pensar sobre ello. Cuando acumulo la suficiente masa crítica de lecturas y conversaciones, entonces puedo formarme un juicio sobre la verdad o rectitud de las teorías o los juicios morales, pues se puede discutir cuando se conoce el contexto. Primero me interesó la cuestión de si hay prohibiciones morales que siempre sean válidas con independencia del contexto y de las consecuencias. Pero entonces también emergió la pregunta sobre la verdad de las propuestas morales. En mi libro Personen [Personas] trato de mostrar que nuestro lenguaje ya está estructurado de manera que se compone de proposiciones que constituyen unidades gramaticales cerradas, y que pueden ser tenidas por verdaderas o falsas. De lo contrario, no podrían entrelazarse en una conversación; siempre habría que dejar hablar solo al otro. Existe esta expresión: «Por favor, déjeme terminar (de hablar)» [Lassen Sie mich bitte ausreden]. Ahora bien, solo termino de hablar cuando me muero. Solo con la muerte se calla uno. Sin la verdad de proposiciones independientes del contexto no es posible intervenir en discurso alguno. En el libro Personas hay un capítulo referido a este asunto, que se titula «Independencia del contexto» [Kontextunabhängigkeit]. En sus trabajos de crítica periodística no da la menor tregua al «espíritu de la época» [Zeitgeist; vale decir, a la mentalidad dominante]. ¿Qué le mueve a ello? Lamentablemente, tengo una enorme inclinación a la controversia y al espíritu crítico. El espíritu de la época –todo espíritu epocal– consiste en una colección de prejuicios para los que se reclama una especie de autoevidencia. La tarea de la Filosofía consiste en reflexionar sobre esas evidencias. El poder del espíritu epocal estriba en que no formula sus evidencias, sino que las acepta tácitamente. Si las formulara, esto daría lugar a controversia sobre ellas. De Goethe proviene esta observación: «Cada palabra pronunciada suscita el sentido opuesto». Eso significa, por así decirlo, que no hay réplica, y entonces probablemente no se expresan las convicciones fundamentales, sino acuerdos implícitos. Cuando alguien se atreve a poner en cuestión todo eso que vive de la opacidad, parece que lo obligado es caerse de la nube y mostrarse perplejo. Al confrontarme con tales autoevidencias o supuestos, mi reacción inmediata es cuestionarlas: ¿Realmente es tan evidente esto? ¿Acaso no se reclama a veces evidencia para cosas que no son tan claras, que ni son verdaderas ni buenas? No siempre resulta bien apreciado quien pone en cuestión las evidencias establecidas. Ciertamente. Tampoco puedo afirmar con precisión que yo sea especialmente estimado. 183

Pero solo he recibido desprecio de parte de algunos pocos. Realmente venenosos contra mí solo fueron algunos teólogos. Muchos sentían respecto a mí una especie de perplejidad o confusión, y adoptaban la típica postura que uno mantiene frente a alguien a quien no se le quiere decir directamente lo idiota que es. ¿Y cómo se llevaban con usted los representantes de la ideología cientificista? Los cientificistas no son venenosos o mordaces. Sencillamente son cerrados, obtusos. Pero en la mayoría de los casos no toman a mal la opinión contraria, al menos no la toman como un ataque personal, como sí ocurre con algunos teólogos católicos. Por su parte, la teología moral –en todo caso, la católica– no es algo muy distinto de un tipo de filosofía; no extrae sus conocimientos de las fuentes de la Revelación, sino de reflexiones generales presuntamente racionales. En su reflexión filosófica se afirma un nexo entre Metafísica y Ética –por tanto, también Política– que muchos discutirían. Me parece que no es verdad que pueda formularse una ética por entero independiente de una convicción fundamental sobre la realidad. En cada ética hay supuestos metafísicos básicos. Tan solo menciono uno: el rechazo del solipsismo. El solipsismo es una teoría que afirma: Solo yo existo. Todos los pensamientos son mis pensamientos. Todos se arrojan a un agujero negro: el Yo. No hay nadie más que yo. Ahora bien, solo puedo saberme obligado frente a algo real. Frente a seres humanos imaginarios no tengo obligación ninguna. En general, si hay algo parecido a una vida recta o falsa, al bien o al mal, entonces eso solo puede existir bajo el supuesto básico de que hay una realidad. Y de eso trata la Metafísica. En ningún caso la ética resulta compatible con la afirmación contraria [a la tesis de realidad]. Pienso, por ejemplo, en las afirmaciones neurofisiologistas radicales, que explican la libertad humana como una gran ilusión. La Metafísica –no solo como concepto, sino también como disciplina filosófica– ha caído en descrédito, ya sea en Kant, en Nietzsche o en Martin Heidegger. Algunos de sus colegas coetáneos gustan hablar de una «época postmetafísica». ¿Por qué ese distanciamiento? De entrada, eso no ocurre en Kant; desde luego que no. Kant ha escrito una «Metafísica de las costumbres» [Metaphysik der Sitten] y los «Prolegómenos a una Metafísica futura que pueda presentarse como ciencia» [Prolegomena zu einer jeden künftigen Metaphysik, die als Wissenschaft wird auftreten können]. Nietzsche sí que está en la idea de que realmente es imposible formular proposiciones objetivamente verdaderas sobre la realidad. La Ilustración también habría sentenciado su propia causa al eliminar la noción de Dios. 184

Ahora bien, en relación a la llamada «edad postmetafísica», hay que decir que por lo general ese concepto se basa en un equívoco. Una edad postmetafísica sería una época en la que los hombres ya no disponen de palabras para entender su vida ni el papel y alcance de las teorías científicas en el contexto general de la vida[12]. En verdad ese es el objetivo de algunos teóricos, entre ellos Quine. Sin embargo tiene poco fundamento la suposición de que ese objetivo pueda alcanzarse. No se puede apelar a Kant para tomar en consideración ese programa. Es cierto que fue quien hizo visibles los límites del cientificismo. Proposiciones sobre Dios y el alma no podrían ser científicamente verificadas, piensa Kant, pero eso en modo alguno significa que sean proposiciones sin sentido: bien pueden ser verdaderas o falsas. La fe en su verdad está bien justificada, según Kant. No obstante, una certeza de fe bien fundamentada es algo distinto del saber científico, lo cual no quiere decir que el saber científico sea más cierto que determinados contenidos de la fe. Por el contrario, las proposiciones científicas son siempre hipótesis. La fe es una forma de certeza. Un ejemplo de fe es la creencia de que Hitler asesinó a millones de judíos o que el viaje a la Luna tuvo realmente lugar y no era una escenografía televisual. Metafísica se ha denominado más tarde a lo que Aristóteles llamaba «Filosofía primera», y esa es la doctrina acerca de lo real y, en general, de qué significa que algo es[13]. Ya me he referido a una lección que impartí «Sobre el significado de las expresiones ist, existiert y es gibt». Eso es Metafísica. En suma, no puedo comprender por qué esa pregunta no debería plantearse. La filosofía analítica lo ha discutido ampliamente. En mi opinión, el libro más importante de Metafísica escrito en el siglo XX es Process and Reality, que procede de un físico, matemático y filósofo, Alfred North Whitehead, que es autor, junto a Bertrand Russell, de los Principia Mathematica. ¿Qué significa «época postmetafísica»? Usted decía que el discurso sobre Dios pertenece a la Metafísica. ¿Cómo puede justificarse esto? No toda reflexión metafísica tiene que hablar necesariamente de Dios. En mi artículo «Sobre el significado de las expresiones “es”, “existe” y “se da”», para nada se habla de Dios. También hay metafísicos ateos, como Schopenhauer. Pero, si se va realmente al fondo de las cosas y no quiere uno limitarse solo a las preguntas antepenúltimas, la cuestión sobre Dios es ineludible. Que existe la idea de Dios, el rumor inmortal sobre Dios, es algo que la Filosofía no puede ignorar y ante lo cual ha de pronunciarse. Y eso también lo hace, por ejemplo, Schopenhauer. Para Kant, la «cosa en sí» [Ding an sich] significa la realidad tal como es conocida por el intellectus archetypus, es decir, tal como Dios la entiende. La «cosa en sí» solo 185

existe si Dios existe, puesto que las cosas solo llegan a ser reales gracias a la mirada de Dios. Si Dios no existe, entonces no hay nada más que perspectivas individuales, que ni siquiera pueden ser examinadas con una medida o criterio común. El pensar metafísico realmente se despliega [se desarrolla, crece] en la discusión sobre Dios. Ahora bien, si en ella se llega a un resultado negativo [una conclusión atea], también el concepto de verdad deviene obsoleto. Nietzsche vio esto claramente. Pongamos un ejemplo: habitantes de algún astro lejano hacen conjeturas sobre si hay vida en el planeta Tierra y seres inteligentes. Entre ellos hay dos facciones. La primera dice: «Sí, ambas cosas existen en el planeta Tierra». La otra lo niega. Ninguna de las dos posturas puede ser probada. Pese a todo, la primera afirmación es verdadera y la opuesta, falsa, dado que sabemos que somos, y eso basta. En cualquier caso, los habitantes del astro lejano nunca sabrán qué facción está en lo cierto. ¿Quiere esto decir que la idea de Dios no ha de darse incondicionalmente por supuesta? Como mera idea, el rumor inmortal [sobre Dios] siempre está presente donde los hombres comienzan a reflexionar seriamente sobre el mundo. Pero ese pensamiento solo de forma gradual se desarrolla hasta convertirse en la convicción refleja [reflexiva] de la existencia de Dios. La idea de Dios es una «idea de cierre» [un pensamiento conclusivo]. Esto también es válido en relación a nuestras convicciones morales. La experiencia del dictamen de la conciencia –la experiencia del deber– no presupone la fe en Dios. Es una experiencia inmediata. Pero esa experiencia puede disolverse en la reflexión [como en un ácido]. Cuando se ve abocada a afirmar su incondicionalidad, la vivencia de la obligación moral solo puede tener lugar finalmente si está respaldada en la idea de un mandato divino. ¿Quiere Dios algo porque es bueno o es bueno porque Dios lo quiere? Wittgenstein decía que la segunda proposición es la «más profunda». «Si Dios no existe, todo está permitido», escribe Dostoievski a la vista del nihilismo de la Intelligentsia rusa de finales del siglo XIX. La «voz de la conciencia» solo puede afirmarse, entonces, si se entiende como eco de la voz de Dios, lo que por lo demás incluye la posibilidad de un error de conciencia. Que los juicios humanos puedan errar no es ningún argumento contra la capacidad de verdad de la razón. Por tanto, la fe en Dios no es condición ni para que haya juicios verdaderos ni para que existan convicciones morales. Pero dado que la existencia de Dios es el fundamento ontológico de ambas cosas, y está implicada en ellas, la negación de Dios elimina el fundamento de todas las pretensiones de verdad y de todas las convicciones morales, y con ello tendencialmente anula también esas mismas pretensiones. La experiencia del deber puede ser en un primer momento algo inmediato, tanto como una percepción 186

sensorial. Pero al reflexionar sobre esa experiencia se pone de relieve que no puede haber ningún deber que no se fundamente en un querer originario. ¿Pero son demostrables las convicciones metafísicas? Demostrables no, pero sí fundamentables. Pasa lo mismo que con el principio de contradicción: no es demostrable porque está supuesto en toda demostración. Pero precisamente por eso está bien fundado. Nuestras certezas sobre lo cotidiano [nuestras certezas habituales] no dejan de ser certezas por el hecho de que de vez en cuando nos confundan. John Henry Newman sugiere un ejemplo de esto: Voy caminando por un bosque en medio de la oscuridad del atardecer, y veo a lo lejos a un amigo en la linde del bosque. Me acerco al lindero y pienso: ¡Ah! Seguro que no es mi amigo, sino un árbol que ha crecido de forma peculiar. Me aproximo más y finalmente reconozco a mi amigo. Cada vez estoy más seguro. Al tercer vistazo podría haberme dicho: Me he equivocado dos veces, pero ahora creo que ya no me equivoco. Por tercera vez lo creo, y ya con razón. Esta vez es realmente mi amigo al que veo. Pero no existe ningún criterio para afirmarlo. Que todo sea solo un sueño es una tesis que se devora a sí misma: Si todo fuese tan solo un sueño, también sería algo soñado que yo sueño que sueño…, etc. Leibniz pensaba que las mónadas eran puros sujetos, cada uno con su respectiva imagen del mundo. Solo podía pensar así porque entendía que habría una coordinación divina entre todos esos mundos[14]. La similitud de Whitehead con Leibniz es inequívoca. Pero basta esto para lo que ahora nos interesa. Hasta ahora no ha habido aún ninguna época postmetafísica. Si hubiera de darse, habría que hablar de un hombre posthumano [nachmenschlichen Menschen]. ¿Pero es eso lo que queremos? En último término, la Metafísica se basa en una confianza fundamental en la realidad de lo real. ¿Acaso la confianza fundamental de que estamos despiertos no encuentra mayores garantías que la hipótesis de que todo es sueño? Parece que la realidad se asocia con el estar despierto… ¡Claro que sí! Pero también la vigilia es algo que puede soñarse. En el sueño puedo tener la conciencia refleja de no estar soñando. Y puedo tener en el sueño esta certeza refleja: «Esto tiene que ser un sueño». No hay criterio para decidir esto[15].

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NOTAS  1 Los principios de la argumentación no son argüibles, dice Aristóteles. Solo pueden ser pacíficamente asumidos, sin dudar de ellos ni cuestionarlos (sine dubitatione et discursu). Por ejemplo, el principio pacta sunt servanda (los compromisos han de respetarse) no es, a su vez, pactable, no es susceptible de pacto. En definitiva, como dice Spaemann, que haya que atenerse a razones no es algo que pueda argumentarse racionalmente.  2 Todos queremos sentirnos bien, pero… ¿a toda costa? No, desde luego, al precio de tener que agradecerlo a un engaño.  3 Es propio de las costumbres el que no necesitan ser justificadas.  4 Tiene el deber de justificar –ese sí– su crítica.  5 Al hombre no le es posible vivir solo «humanamente»: o se queda por debajo de sí, o se autotrasciende hacia arriba.  6 Es decir, que mandan –tienen valor prescriptivo– no solo en determinadas circunstancias, sino en general, en cualquier situación o contexto.  7 Amor concupiscentiae y amor benevolentiae. En alemán, respectivamente: die Liebe des Begebens, die Liebe des Wohlwollens.  8 Quieren emular a Dios y asumir una perspectiva universal: el «ojo de Dios», que ve desde todos los ángulos posibles y nada se le escapa.  9 Se prevé la ausencia de responsabilidad penal de un pariente cercano en caso de encubrimiento. 10 ¿Rechaza usted el empleo de la violencia para tratar de convencer a otros? 11 Naturalmente, puede haber maneras injustas de discriminar: perjudicar a otros. Pero eso no implica que toda forma de discriminar (apartar) sea injusta, y que para ser alguien sociable haya que ser «inclusivo», como hoy se dice. Con la etiqueta de la «inclusividad» –presentada como opuesta a toda forma de «exclusivismo»– hay quienes pretenden promover un igualitarismo que violenta la realidad y que, además de imposible, resulta profundamente injusto. De todos modos, hoy no es fácil para muchos desenmascarar estos trucos lingüísticos, que hacen estragos sobre todo en el discurso de las ciencias sociales. 12 Qué tiene que ver con el hombre lo que dice la ciencia. 13 Qué se quiere decir de algo cuando se dice que es. 14 Una armonía preestablecida por Dios entre esos mundos solipsistas, aislados cada uno de los demás. 15 Solo cabe una confianza básica, «precrítica».

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Capítulo IX DESPUÉS DE SER NOMBRADO EMÉRITO

Una filosofía de las personas Cuando finalizó su tarea docente en el 1992, después de veinte años en la Universidad de München, tenía sesenta y cinco años. Pudo haberlos prorrogado tres años más. ¿Qué le apartó de hacerlo? Quería comenzar un nuevo capítulo de mi vida con el nombramiento de emérito, y quería hacerlo con renovadas fuerzas. Y quise irme cuando la gente dice: ¿Por qué se va?, en vez de: ¿qué hace aún aquí? Además, deseaba poder escribir sin obstáculos. ¿Qué resumen podría sacar de su trabajo como Profesor en München? Eso lo deben hacer mis estudiantes. He enseñado con gusto. Pero no echo en falta las obligaciones académicas. Continuaba teniendo derecho a enseñar, y he hecho uso de él. A eso no me habría gustado renunciar. Casi siempre también aprendo cuando enseño. En el 1996 apareció su libro Personen. Ahí retoma los temas de Filosofía de la Naturaleza, Ética y Metafísica, y presenta una versión profundizada de sus indagaciones filosóficas. A juicio de muchos se trata de una obra maestra. ¿Qué le impulsó a escribir este libro? Al libro le precede una conferencia sobre el mismo tema. Me impulsaba la creciente expansión de puntos de vista que ya no querían reconocer el estatus de persona para todos los hombres, sino únicamente a determinados individuos de la especie homo sapiens que disponen de ciertas cualidades añadidas, pero negando la condición personal, por ejemplo, a los no nacidos, a los embriones, a los dementes y a los dementes seniles. Esta postura se ha difundido a través de nombres como Peter Singer, Derek Parfit, Norbert Hoerster y otros. Todos ellos se vinculan expresa o tácitamente con la teoría de Locke sobre la persona, una teoría que ya había criticado Thomas Reid. Por ejemplo, según Parfit, el hombre deja de ser persona cuando duerme. Quien despierta después es otro distinto del que antes dormía, una nueva persona que tan solo hereda de la anterior determinados contenidos procedentes de la memoria. Por lo demás, Parfit piensa que los planes de previsión de la ancianidad son una forma de amor al prójimo, pues la persona de la que en este momento me preocupo ya no será la misma

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que la que soy ahora. La índole de persona tan solo constituye una situación, un fenómeno de la conciencia. A mí me parece funesta esta tesis vinculada a Locke. Yo defendía la concepción de Kant según la cual únicamente basta la pertenencia biológica a la familia humana para reconocer la dignidad de persona a un ser humano, dignidad que a su vez no está fundada en la biología. Pero para fundamentar esto sólidamente tuve que remontarme muy atrás, hasta una teoría de la persona en la que el motivo mencionado [la cantidad de opiniones que muestran la índole de persona como un cierto estatus] solo aparecía como una conclusión muy lejana. En el centro neurálgico de esta teoría se sitúa la relación entre naturaleza humana y persona, una relación que intento describir como un «haber natural»[1]. Las personas no son sencillamente lo que son. Las personas pueden actuar sobre sí mismas; por ejemplo, pueden desear tener o no tener ciertos deseos. Harry Frankfurt habla de secondary volitions [voliciones secundarias]. Que las personas puedan ser propietarias [titulares, poseedoras] se basa en su ser como haber [en su ser como tener; en que son también lo que tienen]. En esto no puedo estar completamente de acuerdo con la reducción del tener al ser tal como la plantean Gabriel Marcel, Erich Fromm o Viktor Frankl. Por su parte, en este libro pude mostrar el origen de este concepto moderno de persona en la enseñanza teológica sobre la Trinidad y en la Cristología. Puede resultar sorprendente que, al igual que Kant en su «Metafísica de las costumbres» [Metaphysik der Sitten], atribuya la condición de persona también a quienes no parece aplicable en absoluto la definición que de ella propongo. Pero como ha mostrado, entre otros, David Wiggins en su libro Sameness and Substance [Igualdad y Sustancia], hemos de reclamar el carácter de persona para todo ser que pertenece a una especie cuyos ejemplares adultos normales disponen de las propiedades en virtud de las cuales llamamos a alguien persona. En el libro aduzco argumentos para justificarlo. Su libro lleva un atractivo subítulo: «Ensayos sobre la diferencia entre “algo” y “alguien”» [Versuche über den Unterschied zwischen ‘etwas’ und ‘jemand’]. Una auténtica provocación, tanto para materialistas como para idealistas. Muchos críticos se lo han reprochado: Usted habría exhumado el personalismo, algo que ya quedó archivado a finales de los años veinte. ¿Se da por aludido en esta crítica? No debería olvidarse que, en Emmanuel Mounier, Gabriel Marcel y otros, «personalismo» era tan solo una forma de autodesignarse [una automención], y no el término despectivo que han inventado sus críticos. El personalismo ya quiere caracterizarse como una orientación total de la Filosofía. Eso no me parece legítimo. 190

En mi artículo Die Bedeutung der Worte «ist», «existiert» und «es gibt», el concepto de persona ciertamente juega un papel, pero no como clave universal para articular la totalidad de mi pensamiento. Por lo demás, el que pueda agregársele con éxito un «ismo» supone que un pensamiento filosófico ya ha muerto. Para usted persona y naturaleza están en recíproca dependencia... Sí, en este libro convergen mis reflexiones sobre Ética y sobre Filosofía de la Naturaleza. De la índole personal del ser humano fluye un modo de tratar con las demás personas –y también con los demás seres vivos– que nos obliga. La noción de persona no permite prescindir de la de naturaleza. A mi modo de ver, los así llamados personalistas no han tenido suficientemente en cuenta esta conexión. Por ejemplo, el ser humano es por naturaleza un ser que habla. Dispone de órganos que solo pueden explicarse como instrumentos del lenguaje. Únicamente puede ser lo que es en comunicación lingüística con los demás. Por otro lado, el hombre no posee un lenguaje natural; todas las lenguas están condicionadas histórica y culturalmente. Se pertenece a una determinada comunidad lingüística aprendiendo de otros el lenguaje. Y, si no se aprende, uno no se desarrolla como hombre. Aquí se ve hasta qué punto son inseparables naturaleza y carácter social, naturaleza y espíritu o naturaleza y convención. La naturaleza humana está impregnada de socialidad y, a la inversa, la socialidad ha de encontrar una resonancia en la naturaleza humana. En su libro Biologischen Fragmenten zu einer Lehre vom Menschen [Elementos biológicos para una teoría sobre el hombre], Adolf Portmann habla de la «prematuridad fisiológica» del ser humano, y se refiere a los primeros meses del niño como un «embarazo extrauterino». El hombre nace en un momento en que todavía es incapaz de valerse por sí mismo. Y aún tarda bastante hasta poder ser viable. Entre los simios la cosa va mucho más deprisa. Para Portmann es precisamente este inacabamiento [incomplexión y prematuridad] la condición gracias a la cual el ser humano puede recibir un influjo social tan profundo. A diferencia de los demás animales, el hombre se va conformando poco a poco[2]. La naturaleza humana se da en forma personal. En relación con su desarrollo del concepto de persona, llama la atención que emplea a menudo las expresiones von innen y von außen [desde dentro y desde fuera]. ¿Quiere mostrar con eso que para usted ser persona significa algo más que la subjetividad en el sentido filosófico usual? La persona –es lo que intento señalar– consiste en el llegar a ser hacia afuera de una interioridad [una intimidad que deviene exterioridad]. De ahí que tampoco pueda equipararse la persona con la subjetividad. Más bien es una subjetividad que, en tanto que tal, deviene objetiva [un sujeto que en su subjetividad se hace objeto], y ciertamente tanto para otros como para sí misma. Esto no significa que la persona tenga una faz 191

subjetiva y otra objetiva, sino que ella deviene objetiva en tanto que subjetividad [als Subjektivität objektiv wird]. Esto se hace más claro en el lenguaje. Por medio del lenguaje expreso algo que acontece en mi interior, el pensar. Así se hace posible un tipo de comunicación que no se da en el reino animal. El trayecto discurre desde dentro hacia afuera, pero también desde fuera hacia dentro, puesto que el hombre solo desarrolla su interioridad en comunicación con el mundo exterior. Uno aprende a decir «yo» si otro le llama «tú». No existe un primado del yo. El yo mismo es resultado de un proceso de comunicación. También el lenguaje lo hemos de aprender [nos llega «desde fuera»], y solo después comenzamos a pensar conceptualmente. No cabe fragmentar el ser humano en una vertiente exterior –la corporeidad– y otra interior –la conciencia– como si se tratara de dos sustancias distintas (res extensa y res cogitans). Por tanto, no puede equipararse la persona con la subjetividad, pero tampoco con la individualidad. Personalismo no es individualismo. ¿Acaso no es el individualismo un invento occidental? Hace unos años impartí un curso en Pekín, en la Academia de Ciencias Sociales, y un colega chino me dijo que, como europeo, yo era un individualista, pero la sociedad precede al individuo. Le respondí: «Creo que nos entiende mal. Pienso que sin duda en Occidente por ahora somos esclavos de un individualismo hipertrofiado, y lamentablemente tengo que coincidir con mucho de lo que los chinos nos critican. Pero rechazo la suposición de que el individuo solo sea un derivado de la sociedad. En mi infancia he visto muchas veces en despachos oficiales este lema: Tú no eres nada; tu nación lo es todo. Pero entonces yo pensaba: 0 + 0 = 0. ¿Cómo puede un pueblo ser todo si consiste en un sonoro no-ser? Esto no puede ser verdad». Y continué diciéndole: «Tampoco usted se cree eso realmente. En China he visto monumentos erigidos para perpetuar la memoria de personas después de su muerte. Lo habían merecido por haberse sacrificado por su patria, por el socialismo o incluso porque habían ofrecido sus vidas. Como colectivista convencido tendría usted que decir que el hombre es una hormiga. Esos hombres cumplieron su deber: punto y final. ¿Por qué, entonces, un monumento? ¿Por qué recordarlos? Pues porque un hombre que se ofrece por su país, en cierto modo está a un nivel más alto que todo el país. Lo consideramos como persona, no como mero individuo. El individuo es menos que un conjunto de individuos. Puede sacrificarse por el interés del conjunto». Como persona, el individuo es inconmensurable. Por ejemplo, un individuo puede sacrificarse en la guerra, incluso puede ser sacrificado. Pero a la persona hay que respetarla, a título de que es objeto de una razonable atención en todas las acciones cuyas consecuencias le afectan. No cabe sencillamente pasar por encima de la persona. Que

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queden marginados sus intereses es algo que en último término hay que justificar, y ciertamente ante el propio interesado. Es conocida la historia del general prusiano Von der Marwitz, que en la guerra con Sajonia recibió el encargo del rey de Prusia de saquear y destruir el castillo del rey sajón en Dresde. Él se negaba a hacer eso. El rey le hizo saber que, a título de rey, podría hacerlo fusilar por insubordinación. A esto replicó Marwitz: «Al rey le pertenece mi vida, pero no mi honor». Si las personas representan cada una de ellas un todo, como usted dice, ¿qué sucede cuando deciden asociarse y constituir así una unión de personas? ¿Qué estatuto ontológico posee una unión de personas frente a la persona individual? Las asociaciones de personas poseen un estatuto real propio. Popper hablaba del «Mundo 3», al que pertenecen, por ejemplo, el lenguaje y los números. Yo diría que no tanto el «lenguaje», sino más bien es la comunidad lingüística la que posee dicho estatuto. No propiamente el número en sí, sino los conjuntos numéricos [de personas] son los que estrictamente se constituyen como contenidos a priori de actos intencionales de contar personas[3]. La comunidad lingüística tiene evidentemente primacía sobre los individuos hablantes. El liberalismo siempre trata de reconducir el valor de las representaciones comunes de la vida personal a la satisfacción de los individuos. Pongamos un ejemplo: una fiesta, ya sea religiosa, familiar o civil. Prepararla implica el esfuerzo de muchas personas. La fiesta debe ser un éxito. ¿Cuándo «ha salido bien» una fiesta? Pues cuando se consigue que los participantes queden contentos. Pero el éxito de una fiesta no se puede medir en función de la satisfacción de cada uno de los individuos que participan en ella. Es esencialmente un «bien común» [ein gemeinsames Gut], y solo existe como tal. Esto también es válido para el domingo. La semana de trabajo flexible [en la que se puede librar un día u otro] no puede sustituir el [valor público del] domingo, en el que incluso las gallinas cacarean en el campo de forma diferente a un día de trabajo. El domingo es una res publica [cosa de todos, öffentliche Sache]. Por lo demás, tanto en la concepción católica como en la ortodoxa la Misa siempre tiene lugar con independencia del número de participantes. Ya se trate de una Misa cantada solemne en un día festivo con un sofisticado coro, o bien se trate de una «Misa silenciosa» que el sacerdote celebra solo en un altar lateral, la Misa es independiente del número de fieles asistentes. Lo que en ella se hace presente es la redención del género humano a través de la muerte de Jesús en la cruz, y eso no depende en modo alguno de los individuos que la celebran, y sin embargo es donde cada persona en particular encuentra su más elevada realización, porque su plenitud vital halla en ese sacrificio su más alta expresión. El sacrificio [la ofrenda] podría decirse que es el prototipo de la fiesta como realidad común, como res publica. 193

Una objetivación de este tipo –digamos, tal forma de «Mundo 3»– se da finalmente en el arte. Sobre esto versa mi artículo Naturnachahmung der Kunst [El arte como imitación de la naturaleza]. En conexión con los derechos de los pueblos también está el derecho de la familia. La tendencia actual va a disolver la unidad de la familia como sujeto de derecho a favor del respectivo gusto subjetivo de los cónyuges. La voluntad de los cónyuges ya no funda una realidad basada en una ofrenda que trasciende a los individuos, sino que solo constituye en cada caso un contrato unilateral revocable. Desde luego, la decisión de contraer matrimonio funda de hecho una realidad. Si uno de los contrayentes cambia de opinión, el otro puede sentirse engañado. Que el matrimonio constituye una realidad irrevocable se expresa en la existencia de los hijos. En ellos precisamente la unión de los padres deviene algo objetivo. Los hijos necesitan ver unidos al padre y a la madre para poder entenderse como individuos. La esencia del compromiso reside en hacer el comportamiento futuro independiente del respectivo gusto de los contrayentes[4]. Pero hoy nuestra civilización ha situado el compromiso matrimonial –al igual que cualquier otra forma de compromiso– en el nivel más bajo. ¿Qué ocurre cuando se considera una colección de personas como si fuera una sola, como sucede con el concepto de «persona jurídica»? Lo que he dicho sobre la familia vale también para la persona jurídica. Desde fuera se la toma como una unidad que no puede disolverse en partes individuales. Cada miembro de una persona jurídica es, por ejemplo, deudor solidario. La persona jurídica responde como deudor solidario, y eso significa que cada individuo ha de acudir en ayuda de toda la comunidad si esta se halla en dificultades de pagos. Y, si los otros miembros son insolventes, entonces uno solo debe saldar la deuda. Esto se denomina responsabilidad solidaria. En ese caso la sociedad se considera como una sola persona que adeuda algo a otras. Otro ejemplo: las personas jurídicas pueden tener propiedades conjuntas, no solamente posesiones. Una cosa es ser propietario [titular de algo] y otra poseerlo [estar dotado], y esa distinción es esencial en las personas. Los animales también pueden poseer, tener cosas, por ejemplo, el zorro su madriguera. Pero la posee solo mientras no venga otro más fuerte que se la arrebate. En cambio, el propietario continúa siéndolo incluso aunque no sepa que su parcela ha sido inscrita en algún lugar a su nombre y en un libro de registro. La propiedad es una realidad espiritual. También se puede vender o regalar, lo que no cabe hacer con algo que simplemente se tiene. Cuando el Apóstol Pablo dice, en la Epístola a los Filipenses, que Cristo no tiene su identidad divina «como por usurpación», esto quiere decir que la naturaleza divina es en

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él algo esencialmente propio, no como una mera posesión, que es lo que, por ejemplo, un ladrón detenta o tiene [por rapiña o usurpación]. En su libro Personas se incluye el capítulo XV titulado Anerkennung [Reconocimiento]. Ahí se tropieza uno con estas frases dignas de mención: «Siempre ha existido el ideal de una cooperación pura, es decir, la idea de que los hombres deberían organizar su acción conjunta como consecuencia de no poder prescindir los unos de los otros, de tal forma que entiendan su interés como algo común, y por eso que no deben instrumentalizarse los unos a los otros ni competir entre ellos, sino que después de llegar a un acuerdo discursivo sobre ese interés común han de poder colaborar entre sí de forma tan efectiva como sea posible. Siempre acaba fracasando la tentativa de realizar ese ideal. Y cuando se ha comprendido lo que significa ser persona, entonces se entiende que el intento siempre tiene que fracasar». ¿Podría comentar esto de forma más detallada? La cooperación no es algo parecido a unos intereses de personas individuales que se asocian todos confluyendo en un interés general, o algo que tan solo valga como derivado de un interés general, sino que los hombres siguen teniendo, hoy como ayer, sus respectivos intereses propios. Y a esos intereses corresponde igualmente la cooperación, puesto que muchos intereses propios solo pueden alcanzarse en cooperación con otros. Esto significa que los cooperantes deben reconocerse recíprocamente entre sí. En esa cooperación no pueden simplemente instrumentalizarse unos a otros. La categoría ética decisiva en este contexto es la noción de Grenze [límites, fronteras]. ¿Cómo se plantea la cuestión en los Estados que se asocian para la cooperación, como sucede en el caso de la Unión Europea o de la Eurozona? ¿Cómo se coordinan entonces el interés común en cooperar y la prosecución del interés nacional de un Estado miembro? ¿Habrá que seguir ayudando a Grecia? Unos dicen que sí, que eso es lo que exige la solidaridad, que ha de prevalecer incondicionalmente. Así piensa, por ejemplo, Jürgen Habermas. Otros –también algunos políticos alemanes– justifican la disposición para ayudar a Grecia no tanto por la solidaridad entre los miembros de la Eurozona, sino por el argumento de que la ruptura de esta, su desmoronamiento, no contribuiría especialmente a los intereses de Alemania. Aquí la idea de un interés común pierde vigor. La idea de la preeminencia incondicional del interés común supone un grado de cercanía, un sentimiento del «nosotros» que se ha alcanzado dentro de Alemania. Aquí, por ejemplo, está establecida constitucionalmente la compensación financiera de los Estados federales [Länder], lo cual siempre es problemático. Pero Europa aún no es una 195

nación, y sigue abierta la cuestión de si algún día llegará realmente a serlo. Hay muchos intereses comunes y debe ampliarse poco a poco su ámbito. Pero es imposible que todos los cooperantes confluyan perfectamente en un interés común. Eso sería el totalitarismo. La visión que tenía De Gaulle cuando hablaba de una «Europa de las naciones» [Europa der Vaterländer] no era totalitaria. ¿Existe algún modo de hacer desaparecer la tensión entre el interés general y el particular? Piense en el proceso civil. Es algo ingenioso. Ahí no chocan dos intereses uno contra el otro, y el juez resuelve sin arbitrariedad a cuál de los dos se le ha de dar preferencia. Aún más, el juez tiene que evaluar los intereses: no puede tratar de igual modo cada interés, y tampoco debe hacer de la vehemencia la regla con la que ejercer su función. No debe dejarse impresionar por el griterío ni las grandes manifestaciones. De ahí que los intereses hayan de ser presentados ante el tribunal no por parte de los propios interesados, sino a través de abogados. ¿Por qué? Porque ahí sencillamente no se harán valer uno en contra del otro, sino que se trata de propuestas para una solución justa del conflicto de intereses. Además, corresponde al papel del abogado actuar como si tuviera a la vista solo el interés general. De hecho formula ese interés de tal manera que se ponga claramente de manifiesto que por detrás queda el interés individual de su cliente. El abogado también tiene que fungir ese papel; de lo contrario traicionaría a las partes. Ahora bien, el juez no pondera los intereses de ambas partes, sino las propuestas de solución. Los abogados emplean su capacidad retórica para presentarlas, pero finalmente el juez ha de expurgar todo lo ideológico y comparar ambas propuestas desde una perspectiva estrictamente jurídica. Después emitirá su sentencia. En este ejemplo se ve cómo se conjugan el interés individual, por un lado y, por otro, el interés general. En todo caso se supone que los intereses son evaluables por el legislador y por el juez. No obstante, esto es así únicamente en el supuesto de que exista algo parecido a una naturaleza humana. ¿Por qué es tan importante para usted el tema del reconocimiento? Las personas son seres libres y autónomos. Por su parte, afirmar que alguien es persona consiste en un acto de libre reconocimiento. Ahora bien, el paradigma de nuestra percepción de la realidad es precisamente percibir a alguien como persona. Podemos considerar que lo que tenemos delante es algo soñado, algo que frente a nosotros no puede reclamar la índole de lo real en sí, sino que tan solo consiste en lo que es para nosotros. Por el contrario, la percepción de la realidad como realidad es la afirmación del ser en sí de algo, del cual procede una pretensión, la pretensión de verdad. «La verdad, hijo mío, no viene a nuestro encuentro; somos nosotros los que hemos de 196

ir hacia ella», escribe Matthias Claudius a su hijo Johannes. Nos dirigimos a ella cada vez que hacemos una afirmación que pretendemos verdadera. Eso es un acto de libertad. Cada conocimiento es un acto de reconocimiento, esto es, nunca algo meramente pasivo. En el Diálogo Gorgias, de Platón, Calicles interrumpe la discusión con Sócrates cuando se percata de que, si la prosigue, quedará atrapado en el momento del reconocimiento. Proseguirla significaría tener que someterse a la verdad de lo que en la conversación sale a la luz. En el fondo de cada conocimiento hay un acto de reconocimiento. Y en ese reconocimiento la persona realiza su propia personalidad [actualiza su propio serpersona]. Únicamente como apta para esta forma de auto-vaciamiento puede la persona ser capaz de verdad. Como ser puramente natural, el hombre no ha de reconocer absolutamente nada. El reconocimiento solo puede proceder de la libre voluntad. Con sus procedimientos de prueba y sus constructos metodológicos, algunos neurobiólogos –y los filósofos que les secundan– pretenden excluir de la discusión la voluntad libre. Ante todo, niegan la libertad de la denominada decisión instantánea [libertad de espontánea decisión]. ¿Qué opinión tiene sobre esto? Las decisiones libres no tienen nada de instantáneas, sino que se extienden a lo largo de un cierto período. Los actos libres tienen una dimensión temporal. Por ejemplo, quiero levantarme a las 7.30 de la mañana. Levantarme a esa hora es mi libre decisión. Lo decidí ayer por la tarde y he puesto el despertador para que suene a esa hora. El despertador suena y me levanto. Ahora bien, dejar la cama un segundo después de sonar el despertador, o bien un minuto, o incluso diez minutos, eso ya no tiene que ver con mi decisión. Ahí actúo como dicen los neurofisiólogos. Puedo verme diciendo: Me levanto, pero permanezco aún un poco más tumbado en la cama. Pero entonces, ¿cuándo me levanto? Me quedo quizá todavía un momento en la cama. Por fin se mueven mis piernas. Me levanto de la cama. Puedo ver cómo yo mismo en algún momento atravieso el umbral: Ya me levanté. Las acciones instantáneas que se realizan sin motivo no son las que consideramos propiamente libres, sino más bien «sucesos», eventos. Ahí sencillamente funciona algo de carácter automático. Para eso no es necesario pensar. Lo que sí constituye una decisión mía es levantarme aproximadamente a las 7.30. Eso ya lo resolví unas horas antes. Pero quizá, después de todo, cuando llega el momento quiero quedarme echado hasta el mediodía, pues no me siento bien y me quedo en la cama. También eso es mi libre decisión. Por ejemplo, si una tarde me propongo levantarme a la mañana siguiente cinco segundos después de que suene el despertador, con objeto de ponerme a prueba y ver si 197

logro cumplir mi propósito, y en efecto lo consigo, hago voluntariamente lo que en otras ocasiones hago de forma automática. Pero la libertad es tan poco instantánea [espontánea] como nuestra existencia vital. La vida solo existe en una dimensión temporal. Y también la libertad. Puede ser que el umbral de la conciencia solo se alcance si ya he comenzado a hacer algo. Pero esto no es ningún argumento contra la libertad del que obra. En mi libro Personas he intentado mostrar que nuestra conciencia temporal tiene su origen en que únicamente en el tiempo nos objetivamos a nosotros mismos. La interioridad solo se exterioriza en lo aún recordado; ahí surge el tiempo. Al comienzo de su libro, en el capítulo segundo –titulado Warum wir Personen ‘Personen’ nennen? [¿Por qué llamamos «personas» a las personas?]– acomete el tema de las personas en Dios, y se remite a la enseñanza cristiana sobre la Trinidad, doctrina con la que pueden tropezar los no cristianos. ¿Por qué le parece paradigmática esa doctrina? No debería discutirse una tesis sobre el origen de una idea. Como mucho, cabría decir que es falsa[5]. La doctrina de la Trinidad me parece paradigmática porque ha sido en ella y en la Cristología donde ha tenido lugar por primera vez la idea de persona como quien tiene una naturaleza [«Habens» einer Natur]: Dios es alguien que tiene una naturaleza divina, y por eso también puede hacer partícipe de ella [comunicarla] a otro en la forma de la «generación» del Logos [«Zeugung» des Logos], que es la segunda Persona divina (o «hipóstasis», como dicen los griegos). Asimismo [en esa tradición] se ha intentado entender la identidad de Jesús como «verdadero Dios y verdadero hombre». En ella Jesús es pensado como una Persona divina que puede comportarse de acuerdo con sus dos naturalezas, la divina y la humana, toda vez que ambas las tiene. No es preciso comulgar con ese pensamiento para entender que es la referencia del modelo medieval y moderno del concepto de persona. Aparte de esto, la doctrina de la Trinidad es apreciable porque elimina una paradoja de todo monoteísmo no trinitario. Hay razones de peso para pensar a Dios como un ser personal. Y el concepto de persona que hoy tenemos es esencialmente dialógico. Únicamente en relación con otras personas podemos entendernos como personas. ¿Y de qué modo la idea de las tres personas divinas tiene algo que ver con la «creación» o con la «revelación»? Tomás de Aquino escribe que en la generación del Logos mediante el cual Dios se conoce a sí mismo, el Padre se expresaría «a sí mismo y a la criatura»: Quod eodem verbo scilicet filio pater dicit se et creaturam[6]. El Libro de la Sabiduría ya habla de la sabiduría divina, mediante la cual Dios crea el 198

cosmos, como de una persona cuyo origen precede a la creación, y que «juega con ella». Dios es pensado en sí mismo como Luz pura y transparente. Como dice Aristóteles, en esa luz Dios se conoce a sí mismo. Pero esto significa que Dios posee una imagen completa y adecuada de sí mismo, mas una imagen perfecta de sí solo puede ser una imagen que a su vez ella misma sea Dios. ¿Y qué significa la tercera Persona divina? Si el Logos de Dios es la idea que Dios tiene de sí mismo, el Espíritu Santo [el hagion pneuma] es Dios como Don, que se entrega al Hijo, al Logos, y que a su vez transmite ese Don a los discípulos de Jesús. La doctrina trinitaria tuvo que armonizar diversos pasajes evangélicos. Pasaron aproximadamente trescientos años hasta que se consolidó para la cristiandad antigua una doctrina teológica aceptable de la Trinidad de Dios. ¿Pueden asumirla los no cristianos? Eso tendría que ser así, pero no soy teólogo y mi libro Personas no es un libro de Teología. Si se refiere a la enseñanza cristiana sobre la Trinidad, eso es porque la estructura que se desarrolla en esa doctrina era determinante para el concepto occidental de persona. Por lo demás, para muchos teoremas filosóficos es válido decir que son theologumena, teorías teológicas secularizadas. La cuestión que plantea usted de qué ocurriría si desaparece ese trasfondo teológico queda abierta. Pero lo mismo cabe plantear, por ejemplo, en relación a la idea de dignidad humana. En lo relativo a la Cristología quisiera añadir aquí una observación que afecta a la Teología misma. Hoy muchos teólogos gustan hablar de una «cristología desde abajo». Con eso se está pensando en una cristología que no comienza con la preexistencia del Logos eterno que asume una naturaleza humana, sino en un hombre llamado Jesús que se promociona a Dios [se eleva hasta el nivel de Dios]. La relación de Jesús con Dios queda descrita –según la analogía que emplean algunos místicos– de manera que podría decirse: Ese hombre estaba completamente unido a Dios. Pero queda abierta la cuestión de si de ese modo se alcanza a entender el significado de la «divinidad de Jesús». Todo queda en un problema de psicología religiosa. Se prefiere interpretar el bautismo de Jesús en el Jordán como la vivencia de una llamada que se asimila a la encarnación. Entre tanto, esta tentativa fracasa ante el hecho de que los cristianos rezan a un bebé en una gruta de Belén, que no constituye aún nada capaz de un acto religioso, y del cual Paul Gerhardt dice en un poema: «Cuando aún yo no había nacido, Tú habías nacido para mí». En el penúltimo capítulo de su libro afronta el tema «Promesa y perdón» [Versprechen und Verzeihen]. En el otro libro, Felicidad y benevolencia, ya se había ocupado del 199

perdón. ¿Por qué esa reiteración? No se trata de una reiteración, pues aparecen aspectos completamente nuevos. En el libro anterior intento mostrar que el perdón constituye un desideratum, una aspiración fundamental de la ética. En el libro Personas me interesa aclarar que la capacidad de perdonar y la de prometer expresan de forma óptima el ser de la persona. Al perdonar doy al otro la posibilidad de no definirse por lo que ha hecho. Le puedo decir: «Te dejo ser otro distinto del que eras cuando me heriste». Yo mismo no me puedo permitir esto. Uno no puede perdonarse a sí mismo. A veces alguien dice: «No me lo puedo perdonar». Aunque sea un giro lingüístico común, se trata de una expresión insensata. Dependo del perdón de otro, pero no puedo exigirle que me perdone. Toda culpa me lleva a la situación de depender del perdón [de otro]. Si he ofendido a otra persona, sería una desvergüenza explicarle que ya me he perdonado esa ofensa que le hice. Hoy está muy extendida esa desvergüenza, que suele expresarse diciendo: «Es que soy así. Has de tomarme como soy». Esto quiere decir: Me tienes que tomar como un pedazo de naturaleza, que es lo que soy. Un recurso habitual de algunos predicadores es: «Dios nos acepta como somos». No encuentro nada de eso en el Evangelio. Jesús más bien nos exige: «¡Sed otros, convertíos, volveos de otro modo!». Jesús no dice: Dios os toma como sois, y en todo caso llegaréis al Cielo. Sus reflexiones sobre la cuestión de qué se entiende por persona presuponen el cristianismo. ¿Hasta qué punto es necesario hoy ese supuesto? Es cierto que cabe intentar mantener ciertos resultados de la fe cristiana y al mismo tiempo decir que podemos dejar caer las bases sobre las que se fundan, pero lo que en ese caso mantenemos es justamente el concepto de persona. Ahí ya no juega papel alguno la historia que nos ha llevado a esa noción. Podemos prescindir tranquilamente de la escalera. Pienso que ese recurso puede funcionar hasta un cierto momento: se han quebrado las convicciones fundamentales pero los resultados siguen ahí aún. Podemos cultivarlos, pero es cuestión de tiempo lo que duren. Si ya no hay un fundamento que los soporte, se diluyen lentamente. Pienso que vamos hacia esa situación. Böckenförde escribió hace un par de años un artículo como addenda a un comentario jurídico a la Ley Fundamental: «La dignidad del hombre era inviolable» [Die Würde des Menschen war unantastbar]. A quien conoce sus textos periodísticos no se le escapa que su fe cristiana y católica tiene aquí un gran alcance, y que usted no reniega de su origen. En el trasfondo de sus trabajos filosóficos esa conexión aparece menos. ¿Constituye su fe un presupuesto de su filosofar? Hay que tener claro que al comenzar a filosofar cada uno lleva ya consigo determinadas 200

convicciones de fondo que no hay por qué declarar expresamente. Por eso me parece algo tramposo que a un creyente interesado en la Filosofía se le reproche: «Tú ya partes de este o aquel presupuesto», como si quien esto reprocha no tuviera ninguno. Habría que preguntar qué significa [partir de] un presupuesto [Voraussetzung]. Si por ello se entiende [aceptar] ciertas premisas lógicas [que determinan la conclusión final], entonces [en mi caso] la respuesta es, con seguridad, que no. Pero también presupuesto puede entenderse como postura o actitud vital. [En este sentido, sí, ¡claro que hay supuestos en mi filosofar!]. Fichte dice que del tipo de filosofía que uno tenga depende la persona que sea. Para un creyente, la confianza no es una actitud de la que pueda prescindir. Pero eso no le impide pensar libremente, sin tabúes. Al contrario, el creyente tiene por pensables y discutibles muchas más cosas que el no creyente. Las convicciones de fondo de un no creyente suelen tener la apariencia de lo imperturbable y dogmático, en grado mucho mayor que las de quienes creen en la Revelación. La disposición [de los creyentes] para aceptar como real lo improbable e inverosímil –por ejemplo, el milagro– es mucho más rigurosa [exigente, restrictiva]. ¿Los filósofos no creyentes carecen de presupuestos? Naturalmente también ellos poseen convicciones fundamentales. Esto da lugar a otras opciones en Filosofía. Ya he mencionado el materialismo de Dennett como un caso de confesión dogmática. Es muy poco elegante decir –Norbert Hoerster sigue a propósito ese juego– que, como Spaemann es un filósofo católico, entonces tiene que afirmar lo que afirma, esto o lo otro; por ejemplo, tiene que estar a favor de la protección [jurídica] de los embriones. Yo nunca diría que por pertenecer a la Unión Humanística alguien tenga que pensar de una forma u otra, sino que asumo que tiene determinadas convicciones fundamentales, y por eso es miembro de la Unión Humanística[7]. No niego en absoluto que mi postura fundamental ante la realidad se apoya en una confianza básica que no debo a la Filosofía. Y algo semejante puede decirse de la enseñanza moral católica. Si no lo fuera ya, podría hacerme católico gracias a ella, pues concuerda plenamente con lo que pienso. De Anselmo de Canterbury proviene la locución fides quaerens intellectum, una fe que busca entender. A esto se le puede dar la vuelta: intellectus quaerens fidem. ¿Por cuál de las dos alternativas se inclina? La fe en la Revelación no está directamente ligada, en primer término, a la Filosofía, sino a la Teología. Pero requiere que el hombre piense, que busque conducir su vida conscientemente, de manera que necesita conectar lo que cree con lo que sabe del mundo. Esa conexión apenas es posible sin la Filosofía. La Filosofía construye el puente 201

para anclar la fe en lo que sabemos. De ahí que me incline por la fides quaerens intellectum. No toda Filosofía procede solo de determinadas convicciones fundamentales, sino también de ciertas experiencias. Por eso Schelling ha señalado su filosofía tardía como un empirismo especulativo. En esta forma de pensar subyacen experiencias que no pueden ser sencillamente pasadas por alto y decir que no cuentan para nada. Desde luego, para el empirismo usual únicamente tienen valor los datos sensoriales, pero su concepto de experiencia es tal que realmente anula la experiencia. El tipo de Filosofía que cultivo no pretende restringir el concepto de experiencia, sino precisamente ampliarlo, ensancharlo. Por lo demás, en las convocatorias que he recibido para ejercer cátedras en Hamburg, Zürich o Heidelberg –que nunca antes habían sido ocupadas por un católico– no me perjudicó en ningún caso que yo disimulara mi catolicismo bastante menos que otros. Bien es cierto que quizá hoy no me habrían llamado a una Facultad de Teología, como ocurrió en 1973, año en que fui consultado acerca de si estaría dispuesto a asumir una cátedra de Filosofía en la Facultad de Teología de Tübingen. Por cierto, quien me lo propuso fue precisamente Hans Küng, aunque de esto ya ha pasado mucho tiempo. Puesto que soy católico, no me son ajenas determinadas tradiciones teológicas que también tienen interés filosófico. Acerca de la disputa entre Fénelon y Bossuet también podría escribir un no creyente, pero es más probable que sobre eso escriba un creyente, dado que tiene una relación vital con las cuestiones de las que ahí se trata. Ahora bien, mi interés especial en ese debate obedecía a razones filosóficas e histórico-filosóficas. ¿Acaso no hay escépticos que impugnan el valor que la fe puede tener para la Filosofía? Por supuesto que hay escépticos que no desean hacer de su escepticismo una teoría, sino que personalmente se confiesan como alguien que no ha sido capaz de llegar a tener por más verdadera una convicción que otra; les gustaría encontrar razones para poder decidirse, pero lamentablemente aún no las han descubierto. Hay escépticos cínicos, los hay realmente preocupados y, por fin, los hay discretos y finos. Por ejemplo, a Odo Marquard lo incluiría entre los cuidadosos. Su conservadurismo – su defensa de lo establecido– se basa en que hace falta estar firmemente convencido de que lo que se desea alcanzar es mejor que lo que ya se tiene. Por regla general, el escéptico es conservador. Suele decirse que es mejor tener el gorrión en la mano que la paloma sobre el tejado[8]. Una vez escribí que es mejor tener la paloma en la mano que el gorrión sobre el tejado. El creyente ya tiene la paloma en la mano, y para él las utopías son como los gorriones. Desde su nombramiento como emérito en 1992, usted se ha hecho oír en el ámbito 202

católico más fuertemente que antes, a través de artículos, conferencias y entrevistas. También ha tomado parte en los debates dentro del ámbito católico. ¿Se debe esto únicamente a que dispone de más tiempo y libertad después de ser nombrado emérito? Sí, dado que el interés por los debates católicos no ha surgido solo después de la emeritación. Hubo temporadas en las que se me invitaba a hablar en las Jornadas Católicas [Katholikentagen]. Aún recuerdo que, siendo asistente en la Universidad de Münster, hablé en una sobre «La Iglesia como signo de contradicción» [Die Kirche als Zeichen des Widerspruchs]. Sufrí algún ataque porque critiqué la estrecha relación entre la Iglesia y la CDU. En una Jornada posterior polemicé con las ideologías liberacionistas [Hoffnungsideologien, ideologías de la esperanza]. Antes de mi intervención un obispo suramericano había causado gran revuelo afirmando que la Iglesia tenía que optar por lo pobres, «ya que los pobres van a triunfar». Repliqué: «¿Qué sucedería si los pobres no vencen? ¿Ya no estaría la Iglesia a su lado? Yo diría que precisamente el puesto de la Iglesia siempre será estar al lado de los perdedores; desde luego, no del lado de Marx». ***

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Una Pascua en el Monte Athos Pascua de 1981 en el Monte Athos. Éramos unas diez personas, asistentes y estudiantes de mi Instituto, mi hijo, un joven griego y un amigo bizantino. Semanas antes ya habíamos obtenido un visado para la «república de los monjes» gracias a las oportunas cartas de recomendación, pues no era nada fácil conseguirlo. El Athos es una península de 45 km de longitud habitada por monjes, y que solo puede ser visitado por varones y con visado. Se cuenta que una vez una emperatriz bizantina trató de llegar allí y le salió al encuentro la Madre de Dios con estas palabras: «Soy la única mujer aquí». En Athos solamente se nace para la vida del cielo, no para la vida terrena. Ahí no hay animales hembras, excepto los salvajes que pertenecen a otro mundo. Tampoco hay automóviles ni electricidad. De monasterio a monasterio se va a pie. Caminábamos bajo un maravilloso sol de primavera, acompañados del canto de los pájaros. Íbamos visitando un monasterio tras otro. En todas partes nos acogían, nos dieron de comer y posada para la noche. La hospitalidad variaba según los distintos monasterios; en unos había más cordialidad y educación que en otros. Me pareció que era llamativamente mayor allí donde la observancia ortodoxa era más exigente y estricta y, en consecuencia, donde no se nos permitía participar en la liturgia. Un monje nos preguntó ante la puerta de la iglesia si éramos ortodoxos. Cuando nos dimos a conocer como católicos, el monje nos espetó: «Habéis saqueado y quemado los tesoros de Constantinopla». De nada sirvió que le manifestara mi pesar por aquello, y que en cualquier caso nosotros no habíamos tomado parte en aquel lamentable incidente, que el Papa de entonces lo deplorara derramando lágrimas al conocer la noticia, y que ningún católico aprueba aquella aberración de los caballeros cruzados, que al fin y al cabo ya antes querían haber acudido en ayuda del emperador de Constantinopla. Pues bien, aquel monje era algo ingenuo, y seguramente en cada una de las tres jerarquías se encontraba en el nivel inferior. Al hablar de las tres jerarquías expreso de esa manera algo que observé. La primera es la oficial e institucional. Es la autoridad del Higoumenos, algo parecido al abad en un monasterio occidental. Todos los monjes le besan la mano, pero, cuando lo hace un monje más anciano, entonces el abad corresponde ese gesto besándole también la mano al más viejo. Hay una jerarquía de la edad, que me recordaba la entronización del Papa Juan Pablo II, en la que los cardenales le mostraban sumisión besándole la mano. Cuando le llegó el turno de hacerlo a Stefan Wyszynski, cardenal primado de Polonia, este le manifestó su reverencia al Papa, que a su vez besó inmediatamente la mano del anciano arzobispo de Varsovia. 204

El tercer nivel jerárquico en los monasterios del Athos nos resulta en principio algo extraño a los latinos. Allí, en los monasterios suele haber uno o dos monjes vestidos con capotes negros que llevan cosidos con hilo rojo los instrumentos de la Pasión de Jesús: son los llamados Megiston Schima. El portador de esa prenda es un monje que por su especial piedad, humildad, discreción y bondad ostenta una autoridad más allá de todo cargo institucional. Ordinariamente se trata de un monje sencillo que presta servicios modestos en el huerto o en los oficios domésticos. Pero entonces, ¿quién otorga esa distinción que parece poner fuertemente a prueba la humildad del monje? Hice esta pregunta, y la respuesta fue: En cada caso es otro monje que ya lleva los Megiston Schima. Detrás de esto está el convencimiento de que solo el hombre espiritual posee la mirada que reconoce a un hermano en el espíritu: ¿Quién reconoce el espíritu sino el espíritu mismo? [Quis cognoscit spiritum nisi ipse spiritus?]. Me parece que esta triple jerarquía se corresponde mejor con la identidad del monacato que una pura jerarquía, unidimensional, de cargos. Por lo demás, en el Athos pueden encontrarse todo tipo de formas de vida monástica: ermitaños que habitan en grutas y a quienes apenas puede uno ver; poblados de eremitas, en los que cada monje habita su propia choza, y que se reúnen en una pequeña iglesia para el oficio divino; monasterios idiorrítmicos, donde cada monje tiene una pequeña vivienda en el monasterio y lleva su propia vida, eventualmente incluso con pertenencias propias; y finalmente los cenobitas, que san Benito señalaba como la raza «fuerte» de monjes, y que llevan una vida monástica comunitaria parecida a la de nuestros monasterios benedictinos o cistercienses. Aquí, por cierto, los monasterios idiorrítmicos han renunciado a su modo de vida a favor del de los cenobitas. En aquel momento estábamos en Semana Santa, es decir, en el tiempo del ayuno estricto. En el Monte Athos no se come carne, pero en la época de ayuno tampoco ningún otro producto animal, ni pescado ni tampoco aceite. Con todo, a los huéspedes se les exige menos. El Viernes Santo celebramos la liturgia con los rusos. Pasando por el monasterio Simonos Petras, situado sobre un monte rocoso, llegamos en la tarde del Sábado Santo al monasterio Gregoriou, un antiguo lawra situado al borde del mar. Cenando al aire libre coincidimos con un grupo de estudiantes de Atenas que, como nosotros, habían acudido como peregrinos a celebrar la Pascua. Se irritaron mucho cuando oyeron que éramos católicos. Un estudiante de Derecho, delegado del Comité de Estudiantes de la Universidad de Atenas, inmediatamente me quiso implicar en una discusión teológica y me preguntó cuál era mi opinión sobre la diferencia entre la Iglesia ortodoxa y la católica. Le contesté que en el fondo solo se trataba de la posición del Obispo de Roma, es decir, la cuestión es si le correspondería el título de sucesor de san Pedro, y como tal no solo poseería un puesto preeminente, pero meramente honorífico

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entre los Patriarcas[9], sino un oficio eclesial específico, el ministerio de la más alta autoridad. Mi interlocutor replicó que eso era una diferencia de carácter secundario. El antagonismo era más profundo. A mi pregunta pidiendo que aclarara más este aspecto – dónde residía la diferencia principal– tomó una hoja de papel y dibujó ante mí un círculo con la observación: «Este es el universo, el mundo». Después marcó el centro del círculo y dijo: «Y este es Dios. Tal es la fe ortodoxa. Para vosotros ese punto central es el hombre. Ahí está la diferencia». Solo pude responder a eso: «Querido amigo, si tuviera usted razón, esta misma noche ingresaría en la Iglesia ortodoxa. Pero las cosas no son tan sencillas». Esta visión de las cosas la encontré muchas veces en el Athos. A la Iglesia latina la acusaban de antropocentrismo. Un joven monje mencionó la Capilla Sixtina que, a diferencia del arte del icono, representa una apoteosis del hombre. A este monje solo pude responderle que el humanismo renacentista en gran parte se debía a la sabiduría griega que penetró en Occidente en el siglo XV. Se hizo de noche y ya solo queríamos asistir a la Vigilia Pascual. La liturgia comienza a las ocho de la tarde y se prolonga hasta las seis de la mañana. Ante la puerta de la iglesia un monje nos preguntó si éramos ortodoxos, y cuando lo negué nos dijo que lamentablemente no podríamos participar en la liturgia. Naturalmente, no me di por satisfecho, sino que di al monje una carta de recomendación del obispo griego de Viena, con el ruego de entregarla al abad. El monje contestó que en ese momento el abad estaba escuchando confesiones de los peregrinos. Esto podría prolongarse hasta las diez, y tendríamos que esperar pacientemente todo ese tiempo. Esperamos todos con la excepción de mi amigo austríaco, el bizantino, que a causa de su aspecto sureño y su barba no fue interrogado, sino que simplemente se metió en la iglesia, besó los iconos y encendió las velas. Le confundieron con un ortodoxo. Esperamos dos horas mientras la liturgia comenzaba con la lectura completa de los Hechos de los Apóstoles. Hacia las diez vino el joven monje y me dijo que el abad me rogaba que pasara a verle. Acompañado de un monje que hacía de intérprete entre el griego y el francés, y también en compañía de Reinhard Löw, que entonces era mi asistente en la Universidad, el abad nos recibió en un pequeño despacho, me ofreció asiento, me dio una crucecita de madera como obsequio en calidad de huésped y me preguntó la razón por la que habíamos venido. Repuse: «Para celebrar la Pascua con ustedes; entre nosotros los latinos, este año la Fiesta coincide con la de los griegos en la misma fecha». A continuación, el abad: «Ya le han dicho que desgraciadamente esto no es posible. La comunidad en la oración presupone la comunidad en la fe».

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(La carta de recomendación del obispo griego de Viena no sirvió para nada. Ante los monjes del Athos, los obispos no poseen mucha autoridad). Yo: «Ciertamente, también somos de esa opinión. Pero donde la mayor parte de la fe es común, también podría ser común la mayor parte de la oración. No pensamos comulgar con ustedes. Sabemos que eso lo reprueban, y por supuesto lo rechaza también la Iglesia católica, es decir, admitir a la comunión a los herejes. Y a sus ojos nosotros somos herejes». El abad: «No nos corresponde juzgar si las diferencias son grandes o pequeñas. Dios puede superar abismos profundos y saltar sobre altos muros. Pero a nosotros no nos está permitido hacer grandes gestos». A continuación le indiqué al abad que en las iglesias ortodoxas de Occidente siempre se admite también no solo a otros creyentes cristianos, sino incluso a personas de otras religiones. El abad replicó: «Eso puede que sea así en Occidente, pero en el Athos tenemos otras costumbres». Mi observación sobre la praxis de admisión en otros monasterios del Athos no me ayudó nada. También hay diferencias en el Athos, y el monasterio Gregoriou se cuenta entre los de observancia más estricta. No me rendí tan rápidamente. Le expresé al abad mi respeto por la solidez de la ortodoxia, tal como aquí la encontraba, y le dije: «La Iglesia occidental hoy está severamente amenazada desde el interior, y ciertamente por un liberalismo y un relativismo que ya han traspasado los límites de la herejía desde hace mucho tiempo. Incluso el arrianismo era un juego de niños en comparación con las doctrinas que hoy se extienden ampliamente en la teología occidental. En esta situación, para nosotros resulta vital que la Iglesia –como decía el Papa– vuelva a respirar con sus dos pulmones, y que la Iglesia de Oriente venga en ayuda de la de Occidente con su firmeza, con su solidez en la fe». Al abad le gustó esto. El principal temor de los ortodoxos siempre es el de ser dominados por Roma. Su rigidez es frecuentemente consecuencia de un complejo de inferioridad respecto al catolicismo. En ese sentido, naturalmente resulta agradable para un abad griego escuchar que Occidente necesita la Ortodoxia tanto o más que la Ortodoxia la reunificación con Occidente. Por su lado, el monje intérprete me dijo más tarde que le había tocado el corazón al abad en el momento en que expliqué que no teníamos en absoluto el propósito de comulgar con ellos. «Si usted hubiera dicho: somos todos cristianos, déjenos celebrar conjuntamente la Eucaristía, entonces el abad le hubiera expulsado de inmediato». Al terminar esta fase de la discusión, cuando le pedí nuevamente al abad que nos dejara participar en su iglesia en consideración a la Santa Fiesta de la Pascua, el abad 207

dijo: «Mire, si les dejo entrar, algunos de los monjes más ancianos abandonarán la liturgia». A esto respondí: «Eso cambia las cosas. En ningún caso queremos perturbar su paz pascual. Si las cosas son así, por favor pídale al monje portero que nos abra la puerta y esta misma noche iremos al monasterio Simonos Petras, donde con seguridad seremos admitidos». En ese momento palideció el abad y replicó: «No pueden hacer eso. Está oscuro, la luna no da luz y el camino hacia Simonos Petras es demasiado peligroso en esas circunstancias: tendrían que atravesar un arroyo y subir por un camino rocoso. Alguien podría morir en el intento». Entonces dije: «Por favor, déjenos ir. Conocemos un poco el camino, ya que hoy hemos transitado por allí. Además, tenemos una linterna, y, por otro lado, el riesgo adicional lo asumimos, puesto que esta noche también es nuestra Pascua, y nos gustaría, si es posible, participar en la Liturgia pascual». El abad se levantó y nos pidió que esperáramos un momento, al tiempo que abandonaba el lugar. Como más tarde supe, entró en la iglesia con la liturgia ya comenzada, y en medio del culto divino sacó a los más ancianos de entre los monjes para improvisar un pequeño consejo. Les expuso el caso y dijo: «¿Podemos responsabilizarnos de dejar marchar a esta gente, si les ocurriera algo? Si se trata de un mandato divino, hemos de obedecerlo, y la responsabilidad por las consecuencias de esa obediencia no nos corresponde. Ahora bien, si es cosa de mera observancia eclesiástico-monacal, que varía entre las propias iglesias ortodoxas, nos encontramos ante un caso de los que denominamos oikonomía, que en Occidente se llama epikeia, esto es, se trata de una situación excepcional en que la regla general puede dejarse sin efecto». El consejo general decidió unánimemente que en esas circunstancias podía dejarnos participar en la celebración de la Liturgia, presuponiendo siempre que no exigiéramos participar en la comunión. Después de un rato vino el joven monje intérprete a transmitirnos la feliz noticia, con la que quedó recompensada mi tenacidad. La Liturgia fue imponente. A la llamada del diácono: Christos anesti –Cristo ha resucitado–, un monje puso en movimiento la gigantesca lámpara de bronce encendida que colgaba del techo. «Poner en danza las relaciones», preconizaba Karl Marx. La Resurrección de Cristo, de hecho, lo recoloca todo, y en aquel momento esto se podía experimentar sensible, casi voluptuosamente, bajo la agitación de la lámpara de araña que blandía el aire. Christos anesti, «Cristo ha resucitado. Por su muerte ha vencido a la muerte y ha dado nueva vida a los que están en las sepulturas»: esto cantaban monjes y peregrinos esa noche, con tal insistencia que no lo olvidaré hasta el final de mis días. La Santa Liturgia se prolongó hasta las seis de la mañana. Después todos fuimos a la «trapeza», el refectorio de los monjes, donde a cada monje y a cada huésped esperaba un 208

plato con un gran pescado asado. Antes de tomarlo, el abad aún dio una prédica que no estaba incluida en las diez horas de la Liturgia, y en la que no se privó de lanzar indirectas contra las iglesias orientales unidas a Roma. Debo hacer notar aún que al día siguiente el abad me trató con exquisita amabilidad, me sentó junto a él en la mesa, así como en una tertulia que tuvimos tras la comida, en la que se entonaron cánticos griegos. La cordialidad del abad fue llamativa. Del mismo modo que me asombraba y respetaba su fortaleza intransigente en las cuestiones de fe, él también sabía valorar en mi caso esa mezcla de respeto y tenacidad. Christos anesti: este fue el saludo cotidiano durante todo el día y la semana de Pascua. A continuación seguía la respuesta: Alithos anesti, en verdad ha resucitado. En ningún momento era posible ignorar que era Pascua, pues la atmósfera estaba invadida por el tronar de los troncos huecos sobre los que se golpeaba, sustituyendo así el repique de campanas. En Pascua a los monjes novicios se les permitía golpear los troncos cuantas veces quisieran. ***

En el año 1999 llamó mucho la atención un artículo suyo, Das unsterbliche Gerücht [El rumor inmortal], publicado en la revista mensual Merkur. Hace poco recordaba el entonces editor de Merkur, Karl Heinz Bohrer, el cuaderno doble de otoño de 1999 con el título Nach Gott fragen. Über das Religiöse [Preguntar por Dios. Sobre lo religioso], al que se sumaron varias grandes contribuciones intelectuales, y señalaba que «el único que respondió afirmativamente a la pregunta sobre Dios no fue ningún teólogo, sino el filósofo católico Robert Spaemann». En diversos artículos acerca de las demostraciones de Dios, usted ha rehabilitado un tema al que la editorial Suhrkamp dedicó un libro el año pasado, y en el que junto a un artículo suyo también aparece, entre otros, uno del matemático Kurt Gödel. ¿A quién están dirigidas esas reflexiones, al creyente o a la persona interesada por la Filosofía? Naturalmente, a esta última. ¿Por qué los creyentes no necesitan ninguna prueba de la existencia de Dios? Así es. Si vuelvo a este asunto es, como mucho, para respaldar y subrayar que la convergencia entre fe y razón está bien fundada. Existen tentativas de anclar la relación entre fe y Filosofía en los presocráticos. Heidegger ve en ello un pensamiento originario respecto del cual la filosofía de Platón y Aristóteles han de verse como reductivas. ¿Qué piensa de esto? 209

Si se considera la Filosofía como un discurso continuado, en el que propiamente no hay rupturas sino un auténtico diálogo siempre ininterrumpido, entonces hay que decir que la Filosofía comienza con Platón. Antes de él hay pensadores particulares que monologan. Platón ha hecho converger esos erráticos monólogos en una discusión continuada, con argumentos y contraargumentos. Los presocráticos casi siempre discurren de forma apodíctica, no argumentativa. Quien lee los diálogos de Platón, por una parte, y, por otra, el Evangelio de san Juan, o los Salmos, ¿acaso no vive una tensión fundamental que podría señalarse analógicamente como el encuentro entre Atenas y Jerusalén? El cristianismo se sitúa muy cerca de la «teología natural» de los filósofos. Pero también ambos están en mutua tensión. Ante todo, el cristianismo no es nada elitista. Cada uno está llamado a entrar en una relación inmediata con el Creador del universo. Y, en el aspecto moral, el cristianismo propone el amor como la más alta motivación interior, en lugar de la ataraxía de los epicúreos y de la apatía de los estoicos, es decir, en lugar de la autónoma autoafirmación del hombre como ser racional. «Si entrego mi cuerpo a las llamas –escribe Pablo, y con él podrían perfectamente suscribir los estoicos–, pero no tengo caridad, no soy nada». Jesús se alegra con los alegres, pero también se compadece con los que sufren, incluso hasta llegar a las lágrimas, y se estremece de miedo la noche antes de morir. No era, por tanto, ningún filósofo, según las categorías del pensamiento antiguo. Aparte de todo esto, resucitó a los tres días después de su muerte. «Debería usted intentar hacer algo parecido», respondió una vez Talleyrand a alguien que proponía la fundación de una nueva religión durante la Revolución Francesa, mientras se intentaba dar carta de naturaleza a la «religión natural» [religion naturelle]. Nadie pudo soñar en aquellos tiempos que alguna vez la fe cristiana tuviera que acudir en auxilio de la razón para respaldar su pretensión de verdad que, como vio Nietzsche, no sobreviviría a la muerte de Dios. En el segundo volumen de su recopilación de discursos y ensayos titulada Schritte über uns hinaus [Pasos por delante de nosotros mismos], hay hacia el final uno sobre «Lo bello y el arte» [Das Schöne und die Kunst], en el que plantea cuestiones estéticas. ¿Qué tarea le corresponde al arte en un mundo que cada vez se inclina más hacia una escenificación de sí mismo? El arte es una forma de entender el mundo. Su función varía. Parece que las artes plásticas son tan antiguas como la humanidad. ¿Por qué los hombres decoraban con adornos las vasijas de barro o de cerámica? Los objetos que producen los animales – nidos, madrigueras, algunos instrumentos para finalidades determinadas (ad hoc)– están

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destinados al uso. Pero no un cántaro decorado; una bella vasija se convierte en «algo valioso en sí». Y esto continúa hasta el clásico torso de Apolo, del cual dijo Rilke que no hay en él ningún ángulo «desde el que no te esté mirando y diciendo: tú has de vivir de otra manera». Naturalmente, la piedra no nos ve, sobre todo porque Apolo no tiene cabeza ni ojos. Pero nos sentimos observados por él desde cada ángulo. Se podría decir que es un ser en sí mismo simulado, o bien, que solo es en sí mismo algo para quien lo contempla. Desde siempre se ha distinguido el Sein del Schein, el ser y la apariencia o aspecto. Lo que es se muestra, aparece [es erscheint], y al mismo tiempo oculta lo que verdaderamente es tras su apariencia [Erscheinung]. Esto es muy claro si hablamos de una persona. Pero entonces, ¿es posible hablar de una identidad, de una «mismidad» [ein «Selbst»] de la obra de arte? Desde luego, la obra de arte es lo que parece ser. La respuesta solo puede ser una paradoja: La obra de arte es un ser en sí mismo simulado. «Nos mira», suscita –como dice Kant– un «placer desinteresado» [interesseloses Wohlgefallen], que es como Leibniz define el amor, es decir, autotrascendencia. De ahí que, en su definición del amor, Leibniz no tenga dificultad alguna en escoger el ejemplo de la alegría que despierta en nosotros un cuadro de Rafael. Como forma de autotrascendencia estética, el arte puede ser preparación para la auténtica autotrascendencia: la respuesta a un desafío que nos planta cara, al que hemos de responder. Pero también la vivencia artística puede convertirse en un tentador sucedáneo del auténtico amor. ¿Qué significa la obra de arte en tiempos en que la simulación se expande cada vez más, tanto en lo técnico como en lo tecnológico? Como decían los griegos, el arte imita a la naturaleza. Haré solo dos observaciones acerca de la actual situación del arte. Primera: el arte europeo ha traído un mundo crecientemente virtualizado; por ejemplo, las columnas que deben parecer de mármol, o las esculturas de las iglesias que tan solo tienen la parte frontal, pero nada en la parte posterior, que únicamente Dios vería. En un mundo virtual cambia la función del arte. Cuando Walther de Maria hundió en Kassel una barra de acero de varios cientos de metros de largo en un agujero taladrado en el suelo, solo quedaba a la vista un disco de acero que en realidad era la sección de la barra. Pero eso no se ve. Hay que saberlo, o creerlo, de manera que el disco produzca una sensación de profundidad de la tierra. También hay que creer que la Hostia consagrada es el Cuerpo de Cristo. Cuando el sacramento desaparece del mundo, el arte trata de suplantarlo. Como escribe Paul Klee, el arte «hace visible lo invisible». Segunda observación: Donde la ideología evolucionista ha disuelto el ser en sí mismo 211

en un simple momento de un proceso anónimo de desarrollo, el arte imita ese proceso. La obra de arte pasa a documentar el proceso de su producción en lugar de borrar sus huellas[10]. La Filosofía, tal como la ha desarrollado usted, ¿tiene aún futuro en Alemania y en el resto del mundo occidental? No sé si tiene futuro, digamos, institucionalmente. Ante todo hoy es reclamada en los campos de la bioética y de la ética económica. Su tarea es generar aceptación para las decisiones que ahí se toman [hacerlas más tragables]. Ahora bien, la decisión verdaderamente relevante desde el punto de vista ético no es algo a lo que se llega a través de comisiones de ética, sino mucho antes de que estas se reúnan, y ahí la Filosofía apenas juega ya papel alguno. Metidos en esta dinámica, me parece que la presencia institucional de la Filosofía en las Universidades corre serio peligro. En forma no institucional habrá Filosofía mientras haya hombres que no solo de manera eventual reflexionen sobre los fundamentos, sino que deseen entrar en relación con lo que ya otros pensaron antes[11]. Wittgenstein decía que «los filósofos deberían saludarse así entre ellos: Tómate tu tiempo». Tras una etapa de paz y bienestar sin precedentes en Alemania, ¿cabe pensar que esa prosperidad da alas a la Filosofía? No. En medio de los afanes que nos acucian hoy por todos lados –cuando de lo que ante todo se trata es de ganar dinero o de gastarlo– parece poco urgente reflexionar con sosiego y libertad sobre «lo que en verdad es», como dice Hegel. Sócrates y Kant nunca se tomaron vacaciones. ¿Ve oportunidades en la civilización occidental para defender «lo humano en el trato del hombre consigo mismo y con sus semejantes», tal como lo formula en su escrito Wahrheit und Freiheit [Verdad y libertad], del 2009? Cuando se trata de las «cuestiones últimas» y de las decisiones acerca del sentido o sinsentido de nuestra existencia, esto es, sobre el Todo o la Nada, preguntar acerca de las oportunidades para vivir una vida recta no hace del todo justicia a la gravedad de la situación. Decía Adorno que «no hay vida recta en lo falso». Eso no puede ser verdad. La propia frase se incluye en la vida falsa. ¿Se siente en el mundo como en casa? ¿Cómo se percibe? No. Como en casa sería mucho decir. Pero tampoco tiene por qué ser malo sentirse algo

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extraño. Sería maravilloso que mucha gente le encontrara a uno maravilloso. Y a eso ayuda mucho vivir de forma poco consciente. Definitivamente, la Filosofía es un lujo. ¿Nunca ha dudado de la decisión que tomó hace sesenta años de dedicarse a la Filosofía? Nunca. Las cosas han sucedido así, y siempre lo he aceptado. ¿Qué ha ganado su vida con la Filosofía? Claridad, toda la que he podido lograr en las respuestas, pero, en todo caso, claridad en las preguntas.

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NOTAS  1 Traduzco así la expresión alemana Haben einer Natur, literalmente el «haber» –contenido– de una naturaleza.  2 Los animales irracionales ya desde que vienen al mundo son plenamente lo que son.  3 La interpretación que hace aquí Spaemann del concepto popperiano es que la categoría de Mundo 3 podría aplicarse no tanto a la cantidad cuantificante (numerus numerans), sino a la cantidad cuantificada (numerus numeratus), es decir, no al número como tal, sino a lo numerado por él, al conjunto numérico.  4 La esencia del matrimonio es la irrevocabilidad del compromiso de quienes ponen el futuro al reparo de la arbitrariedad de los contrayentes.  5 El origen de un pensamiento se constata, se comprueba, no se discute. La discusión debe orientarse a respaldar su verdad o a impugnarla.  6 Con el mismo verbo el Padre se expresa tanto al Hijo como a la criatura.  7 De filiación masónica.  8 Como quien dice: Mejor conformarse con poco que quedarse sin nada. En castellano se suele decir, en el mismo sentido: Más vale pájaro en mano que ciento volando.  9 Primum inter pares. 10 La obra de arte, en vez de mostrar lo que ha llegado a ser in facto esse –por decirlo con la terminología de los escolásticos–, se limita a describir el proceso de su surgimiento (fieri). Es la idea de Spaemann: ese arte «evolucionista» se limita a levantar acta de sus orígenes, a mostrar de dónde procede, y ya no interesa tanto lo que dice, sino por qué dice lo que dice. 11 Es como si dijera: Habrá futuro para la Filosofía –quizá fuera del ámbito de la Universidad– siempre que haya personas que quieran pensar en línea de principio no solo de vez en cuando, es decir, que quieran intervenir en una conversación que viene desde mucho antes.

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Capítulo X LOS DOS INTERESES DE LA RAZÓN

Los debates actuales acerca de los Derechos humanos, la tecnología genética, la protección de los embriones humanos, o también las cuestiones acerca del principio y el final de la vida humana, se caracterizan por una profunda ambivalencia. Hay que ver en esa ambivalencia la expresión de un dualismo fundamental en la mentalidad de nuestro tiempo; un dualismo entre lo que yo llamaría «naturalismo», de una parte, y «espiritualismo», de otra. Para comprender un dualismo, una polaridad, es preciso no dejarse enredar en ella; hace falta disponer de una perspectiva que se halle fuera o por encima de ese dualismo. De lo contrario, el dualismo se prolonga en una dialéctica en la que de manera inconsciente e involuntaria las posturas enfrentadas se tornan indiscernibles. La Filosofía intenta comprender esa dialéctica como tal. Esa es la intención, por ejemplo, de la filosofía hegeliana. La de Hegel no quería ser una filosofía dialéctica, sino una filosofía que descubre y capta la dialéctica en la que se enreda cada perspectiva finita y limitada. Quiere entender la dialéctica para superarla. En lo que sigue mencionaré algunos ejemplos de lo que entiendo por dialéctica entre espiritualismo y naturalismo. 1. Por un lado, nos las habemos con una teoría naturalista del conocimiento que hoy se apoya en el evolucionismo y en la neurobiología. Dicha teoría interpreta el conocimiento como una forma de adecuación del organismo a su ambiente, y esto no solo en el sentido de que nuestros conocimientos favorecen la supervivencia, y de ese modo conceden una ventaja en el juego de la selección, sino en un sentido radical, a saber, de manera que las condiciones del organismo humano, que se entiende a sí mismo como capaz de captar la realidad de las cosas, en realidad solo son funciones adaptativas. La autotrascendencia es una ilusión. David Hume ya lo formulaba diciendo: «Nunca damos un paso por delante de nosotros mismos» [We never advance one step beyond ourselves]. En todo caso, esa teoría pretende ser ella misma verdadera en el sentido tradicional de la palabra, a saber, pretende decir lo que las cosas son en realidad, de acuerdo con lo que señalaba Étienne Gilson: «Todo el mundo es realista en algo». Los neurocientíficos son realistas en relación con el cerebro. Ahora bien, ¿quién es el que realmente conoce el cerebro? El nuevo sujeto trascendental tiene un nombre: la «Ciencia». En la interpretación holística de Quine, ciencia es una totalidad que no admite nada fuera de ella misma. Es algo así como un espacio curvado: se puede ir derecho sin 215

tropezar con ningún límite; al final se vuelve al punto de partida. La ciencia se compone a su vez de ciencias particulares, cada una de las cuales es ajena a todas las demás, traspasándose unas a otras sus respectivas preguntas no resueltas. El objeto de esa ciencia total es el único objeto de la ciencia, esto es, la materia inerte. La ciencia ha ocupado por fin el puesto de la subjetividad trascendental. Así, ella misma no pertenece al mundo. 2. El concepto de conocimiento es como el concepto de verdad, un concepto cuyas implicaciones son normativas, no descriptivas. La cuestión de si un determinado estado de conciencia constituye o no un conocimiento no depende de una información objetiva completa sobre ese estado. Como estados subjetivos, los errores no se distinguen de las opiniones verdaderas. La palabra «conocimiento» tan solo se refiere a convicciones verdaderas y bien fundadas; es decir, la noción de «conocimiento» implica una pretensión de legitimidad, y dicha legitimidad es el objeto propio de la epistemología. Desde el punto de vista subjetivo no hay diferencia alguna entre conocimiento y opinión falsa, como ocurre con la convicción o los estados cerebrales. Pero, en ese contexto, legitimidad no significa utilidad o provecho, y desde luego tampoco cuando la capacidad de obtener conocimientos reales sea útil de cara a la supervivencia de los seres que la poseen. Es fácil detectar el error filosófico que subyace en la epistemología naturalista de Konrad Lorenz. Antes de publicar su libro Die Rückseite des Spiegels [El otro lado del espejo], apareció un artículo suyo en 1943, en el que Lorenz pretende dar una explicación evolucionista de las formas kantianas a priori de la intuición. Para Lorenz esas formas pueden ser conocidas como resultados de un proceso de adaptación de los organismos. Se trata de esquemas que permiten a un organismo interactuar con su ambiente de manera provechosa. Esta interpretación transforma las formas a priori kantianas en disposiciones internas –como las ideas innatas de Descartes– o, lo que es lo mismo, en algo empíricamente constatable, interpretación que Kant rechaza expresamente. Para Kant las formas no son hechos psíquicos; la misma Psicología solo es posible gracias a esas formas a priori. El a priori kantiano no es algo psicológico, sino una noción estrictamente epistemológica. Un conocimiento a priori es una convicción o afirmación que puede ser justificada, es decir, cuya verdad puede ser conocida sin apelar a una experiencia sensible. En último término, el sujeto de tal conocimiento no puede ser el hombre empírico, ningún ego psicológico, puesto que ese ego cae él mismo bajo las condiciones formales a priori de la intuición interior. Si en la teoría naturalista del conocimiento se sustituye el yo trascendental por el sujeto humano empírico, y las formas a priori por cualidades innatas de ese sujeto, entonces el sujeto trascendental se vuelve del revés [se torna de nuevo hacia atrás], quedando bajo la forma de un sujeto abstracto llamado «la 216

Ciencia», que en realidad no es conocimiento, no es saber de personas concretas, sino un proceso anónimo y abstracto que genera un saber hipotético en sujetos concretos. La ciencia moderna es materialista por definición. Uno de sus teóricos, Daniel Dennett, escribe que no está preparado para dirigir un debate sobre el monismo materialista. Para él esta es la condición a priori de toda investigación científica, y por tanto tiene que ser defendido como los dogmas de la religión. Pero, así, la propia ciencia se convierte en una instancia puramente espiritual y extramundana. A esto me refiero cuando hablo de una conversión del naturalismo en espiritualismo. Podemos observar una dialéctica análoga en el terreno moral. Por un lado tenemos una antropología naturalista –es decir, materialista– para la que el hombre es solo naturaleza, y todas las acciones humanas se definen por sus funciones naturales, o sea, biológicas. La moral misma es una función de la supervivencia [está a su servicio]. Pero ya desde el momento en que los propios autores [que dicen eso] emplean un lenguaje normativo, la palabra «biologismo» deviene peyorativa de inmediato. Quienes promueven una antropología biologista [quienes propenden al biologismo en la antropología] rechazan toda normatividad en lo natural. Un autor utilitarista como Peter Singer, para quien la mera pertenencia al género humano no implica dignidad alguna, y para quien el valor de un cerdo adulto se sitúa en un nivel más alto que el de un niño de un año, nos exige sin embargo una postura moral que ocupe el puesto de Dios, por encima de toda perspectiva finita o por encima de toda relación de cercanía o lejanía. Singer prohíbe cualquier predilección que anteponga a los prójimos o a los miembros de la familia humana. Exige un altruismo desinteresado como única postura moral posible. En otras palabras, proclama un espiritualismo «antinatural» y, al mismo tiempo, una antropología materialista. La moral es independiente de todo vínculo natural, y se emancipa de todo nexo con la naturaleza humana. 3. Hace algunas décadas se ha consolidado una reacción fundamental, y a veces fundamentalista, frente al dualismo cartesiano, contra la transformación de la naturaleza en un puro objeto de progresivo dominio. Se ha comenzado a entender que los medios de los que el hombre dispone para dominar la naturaleza siempre son, también, medios para que unos hombres ejerzan dominio sobre otros. Y ha crecido la conciencia sobre los efectos colaterales perversos del sometimiento de la naturaleza a una planificación humana cada vez de mayor alcance. Se empieza a comprender que cada intento de llegar a controlar los efectos colaterales mediante una planificación cada vez más extensa, siempre lleva consigo mayores efectos adicionales provocados por esa nueva planificación. Esto lo ha señalado muy bien el sociólogo Friedrich Tenbruck. 217

Sin embargo, el movimiento ecologista frecuentemente sufre la misma ambivalencia de la que hablo aquí. Se asegura que el hombre tendría que renunciar a pretender una posición privilegiada, un lugar de excepción en la naturaleza; debe entender que no es el centro del mundo, sino un ser natural entre otros. Y debe tratar a esos otros con la misma consideración que para sí mismo reclama. Ahora bien, esa exigencia es en sí misma contradictoria. En efecto, cada ser natural es para sí mismo el punto central del universo. El resto del mundo es únicamente su medio ambiente. Para el gato, el ratón solo es una presa. Y desconoce lo que él mismo es para el ratón. El hombre es un caso excepcional. Según Helmuth Plessner, el hombre tiene una «posición excéntrica». Posee, por así decirlo, una «mirada desde ninguna parte» (view from nowhere). Sabe que los seres son en sí mismos algo distinto de lo que son para nosotros. Solamente en virtud de esa situación absolutamente excepcional puede el hombre respetar a otros seres naturales. El mandato bíblico dado a los hombres de dominar la naturaleza le exige al hombre que se comporte como un señor benevolente respecto de sus subordinados, incluso cuando se sirve de ellos para sus propios intereses. El propio hombre es un animal que vive de una cierta rapiña de su medio ambiente. Sobre la base de sus específicas cualidades, puede ensanchar sin restricción el ámbito de su dominio, pero también en virtud de esas cualidades específicas puede él mismo ponerse límites. Quien niega esa posición privilegiada del hombre, igualmente niega la posibilidad de una voluntaria autolimitación. Afirmar una situación privilegiada del hombre sobre la base de su posición excéntrica no significa recaer en eso que he denominado espiritualismo. El hombre es un ser espiritual, e igualmente un ser natural, encarnado. El orden natural de proximidad y lejanía pertenece a la naturaleza humana. Si quiere, el hombre puede emanciparse de su naturaleza, pero tampoco en ese caso se convierte en Dios. Tan solo será un ser alienado en sí mismo, y únicamente mediante el suicidio podrá emanciparse de forma radical. La conditio humana no es ni puramente biológica ni puramente espiritual. El orden natural no pierde vigor, sino que se transforma en un ordo amoris racional. Pero esa analogía entre la naturaleza y la razón no encaja bien en la dialéctica de espiritualismo y naturalismo que siempre reproducen de forma inconsciente las posturas opuestas. Así, por ejemplo, una dialéctica de este tipo se hace visible en lo relativo al contenido de los Derechos humanos. En la Constitución alemana se proclama inviolable la dignidad del ser humano. El respeto hacia ella no queda limitado por restricción legal alguna. Ahora bien, el derecho a la vida es ilimitado en tanto que vale para todo ser humano y comienza en el momento de su concepción. Pero ese derecho no es tan absoluto como

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la inviolabilidad de la dignidad humana. Se considera que es una consecuencia de esa dignidad, pero no como algo del mismo rango que esta. Hay casos en que la sociedad tiene derecho a pedir a soldados, policías y bomberos que pongan en riesgo sus vidas. Y los pueblos siempre han honrado a quienes han entregado su vida por otros. Precisamente al dar su vida han demostrado su dignidad. Mas a nadie se le puede exigir que renuncie a su propia dignidad, y desde luego tampoco puede aceptarse esa renuncia. Como dice Schiller, «la vida no es el más alto bien. Pero, entre lo malo, lo peor es la culpa». Volvamos al asunto de los dos intereses de la razón. Ante todo, a Kant. En el parágrafo tercero del capítulo que dedica a las antinomias de la razón pura en su Crítica de la razón pura, Kant interrumpe el hilo del discurso con una reflexión sobre el interés de la razón en el conflicto que sostiene consigo misma [das Interesse der Vernunft in diesem ihrem Widerstreite]. Para él se trata del conflicto entre «dogmatismo» y «empirismo». En ese debate está igualmente en juego lo mismo que en todos los grandes debates filosóficos: su resultado depende, antes que nada, del reparto de la carga de la prueba. Ahora bien, ¿cómo se decide ese reparto? Esto dependerá a su vez de qué se tenga por normal, evidente o «sobreentendido». Ninguna argumentación comienza ab ovo [desde el origen más remoto]. Leibniz, que sabía bien lo que es una prueba argumental, una vez escribió que toda demostración es ad hominem; eso significa que ya da algo por sentado. Y esto puede variar de una persona a otra. Kant propone aclarar la causa del conflicto entre dos cosmovisiones, un conflicto que parece irresoluble. Y encuentra esa causa en dos intereses diferentes del ser humano. Ambos son intereses de la misma razón. De ahí que ambos sean legítimos. ¿Cuáles son esos intereses? Tras el dogmatismo –esto es, tras la idea de una cosmología metafísica– según Kant está el interés práctico, el interés ético y religioso de toda persona honrada, que las antítesis empiristas parecen despojar de todo fundamento. Por el contrario, el interés empírico es «especulativo». Es el interés por las condiciones de la investigación científica, una investigación sin fronteras, cuyos progresos siempre pueden controlarse por la experiencia. Nos parece raro llamar «práctico» al interés del metafísico, y «especulativo» al del empirista. Más bien estaríamos inclinados a invertir ambos predicados. Pero en Kant la palabra «práctico» no se refiere a la pregunta «¿Qué debo hacer para alcanzar un objetivo dado?», sino a esta otra: «¿Cuáles deben ser mis objetivos?» o «¿qué medios me están permitidos para alcanzar mis objetivos?». La primera perspectiva es especulativa –es decir, teorética– porque la pregunta sobre cómo alcanzo un determinado fin, en realidad, es una cuestión teórica, una interrogación referida a la estructura del mundo, a las leyes de la naturaleza de las que depende la

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respuesta a esa pregunta. Por el contrario, la moral considera la praxis humana como praxis [práctica]. Ciertamente hay también un interés especulativo por parte del dogmatismo, puesto que el empirismo, que abre una vía ilimitada a la investigación, nos lleva al ápeiron, a lo ilimitado o infinito, que la Filosofía ha rehuido desde el principio. La razón siempre se siente satisfecha con la idea de un comienzo absoluto e incondicional, que además tiene la ventaja de la popularidad. El empirismo abre un espacio ilimitado a la investigación científica y, en consecuencia, al progresivo dominio de la naturaleza, en el que la razón impide ir más allá de los límites de la experiencia. Propongo reformular la definición kantiana de ambos intereses, y cuestionar su fundamento antropológico. Hay de hecho una dualidad de intereses en el ser humano que piensa [el ser racional]. Dicha dualidad puede describirse de diversas maneras. Por ejemplo, así: El hombre necesita ser libre, y también necesita sentirse acogido y seguro. En la naturaleza no humana tan solo existe un interés, que se define a través de la estructura teleológica del ser vivo. Existe la tendencia a mantener, desarrollar y realizar su naturaleza. La palabra telos puede traducirse como «fin» [Ende] o «meta» [Ziel], en el sentido de límite [Grenze]. Una libertad fuera de y más allá de los límites de la naturaleza no es libertad, sino destrucción. La naturaleza es, al mismo tiempo, contenido de la libertad de un ser y condición de su preservación. El hombre puede imaginarse una libertad absoluta, alguien emancipado de la naturaleza. Pero frente a esa libertad abstracta y total se hace valer el interés por la seguridad, la habitabilidad y la conservación. Sigmund Freud ha hablado del principio del placer y del principio de realidad, esto es, del principio de conservación, de la preservación personal. Puesto que su filosofía era antiteleológica, Freud no podía ver las fuentes comunes de ambos intereses. De hecho, no existe ninguna libertad sin seguridad, sin protección. Por su lado, sin libertad un hombre nunca se encuentra acogido en ninguna parte, no se siente seguro ni a gusto consigo mismo. En la política moderna ambos intereses se han distanciado entre sí. Thomas Hobbes define felicidad (eudaimonía) como un progresar de apetito en apetito [pasar de un apetito a otro], y la libertad, como la capacidad para moverse por la mayor cantidad posible de caminos diversos. Esa libertad sin contenido tiene que limitarse mediante un poder absoluto, cuyo objetivo es la conservación de la vida, y que se funda en el temor a una muerte violenta. En la política moderna siempre se dan esas dos facetas: el partido de la libertad y el partido de la seguridad, la izquierda y la derecha. En realidad, el dualismo de estos dos 220

partidos garantiza un cierto equilibrio entre ambos intereses, el de la realización de la libertad y el de la protección de la misma. Una libertad total se autoaniquila, así como la seguridad total –la absoluta protección de la libertad– también se destruye a sí misma, es decir, precisamente eso que pretende proteger. Y, gracias a la dialéctica de las posiciones abstractas, la extrema izquierda y la extrema derecha llegan a parecerse tanto como un huevo a otro[1]. No obstante, hay otra descripción de esos dos intereses humanos, una descripción que subraya que de hecho se trata de una polaridad constitutiva de la conditio humana, y no una dialéctica destructiva, y que ambos son, por igual, intereses de la razón humana. En el origen de esos intereses se sitúa el afán humano de afirmarse en una naturaleza predominantemente adversa. Esa autoafirmación se manifiesta a través del progresivo dominio de la naturaleza. Pero también acaba apareciendo el interés por vivir confiadamente entre las cosas del mundo, por encontrar acogida en la existencia y por comprenderse a uno mismo en el contexto del universo. La investigación científica se sitúa en el plano de un interés hegemónico, de una voluntad de dominio sin la cual el hombre no puede sobrevivir. La Filosofía es el intento de entender el mundo de manera tal que, al hacerse cargo de él, el hombre también se entienda a sí mismo. Cuando empleo la palabra «filosofía» no lo hago en un sentido neutral o formal, es decir, abstrayéndola del contenido de una determinada filosofía. Más bien la empleo como lo hacía Platón cuando él, o el Sócrates a quien da voz, recomienda a sus interlocutores no escuchar lo que dicen las gentes, sino lo que dice la Filosofía. Sócrates, y con él Platón, suponen, además, que la Filosofía no dice nada concreto sobre algo. La Filosofía –y esto es ya una tesis concreta– más bien consiste en un bios, una forma de vida. Es un modo de vida en el que la voluntad de poder no permanece ciega, sino que se somete a la verdad, a la voluntad de entender. Desde el siglo XVI esa relación se ha trastocado. El saber entra al servicio de la praxis. Su objetivo ya no es orientar el poder humano, sino aumentarlo a través de un creciente conocimiento de la naturaleza. Savoir est pouvoir, saber es poder, o, como dice Augusto Comte, savoir pour prévoir, prévoir pour prévenir, prévenir pour pouvoir: saber para prever, prever para prevenir, y prevenir para dominar. De cara al dominio de la naturaleza resulta superfluo entenderla según el modelo del entendimiento con nuestros semejantes. Las realidades naturales no son nuestros iguales. Y no solamente es superfluo, sino incluso perjudicial considerarlas de ese modo. No se debe entender la naturaleza; lo que hay que hacer es explicarla, y eso quiere decir saber cómo funciona. Conocer una cosa, dice Thomas Hobbes, significa «saber lo que podemos hacer con ella cuando la tenemos» [to know what we can do whith it when we have it]. Res cogitans y res extensa ya nada tienen en común, pues se ha eliminado la noción que podría enlazarlas, a saber, el concepto de vida. La vieja tríada esse-vivere-intelligere 221

[ser-vivir-entender] queda reducida al dualismo Sein-Bewusstsein [ser-conciencia]. Vida es, para Descartes, una noción oscura y difusa. O bien el ser vivo es un sujeto consciente, o bien pertenece al mundo de la res extensa, al orden de los objetos inertes. ¿Y la Filosofía como Metafísica? En Descartes esta se divide en dos partes. En los Principia habla de un árbol cuya raíz es la Metafísica, la Física el tronco, y las ramas –de las que penden los frutos– las ciencias realmente provechosas como la Medicina, la Mecánica y la Ética científica o, lo que es lo mismo, una Moral fundada en una Psicología científica. Descartes aún tiene en cuenta esos dos intereses humanos. Pero ahora el interés principal es llegar a ser maître et possesseur de la nature [dueño y posesor de la naturaleza]. Y la Filosofía ante todo se ha convertido en una teoría de la ciencia, que sirve a ese fin. El investigador ha de tener definitivamente claras las cuestiones que afectan a su lugar en el universo y en la totalidad del ser; de ese modo se garantiza su equilibrio psíquico y mental. Pero la Metafísica ya no es el fin de la ciencia [objeto de conocimiento científico] ni la cumbre de la praxis humana, sino una base que, una vez asentada, ya no exige del científico más que unas pocas horas de dedicación al año. En cambio, para los empiristas la Filosofía ya nada tiene que ver con ese fundamento. Filosofía significa teoría de la ciencia en el sentido moderno. Lo relativo al interés humano de comprenderse a sí mismo y la propia situación en el mundo queda fuera de la racionalidad. Se trata de un interés irracional. Por una parte, es una debilidad que ha de ser superada y, por otra, una necesidad que ha de calmarse con sedantes, sedantes que a su vez han de ser suministrados por indicación de la Psicología. Quisiera poner un ejemplo de lo que entiendo por los dos intereses fundamentales de la razón humana. Y quisiera hacerlo enlazándolo con lo que he dicho acerca de la desaparición de la noción de vida. No es posible entender la vida sin recurrir a determinados conceptos teleológicos. Vida quiere decir tendencia hacia algo [Aus-seinauf-etwas, a partir de un origen estar orientado, aspirar a algo], al menos, tender a ser [a permanecer siendo]. Entender un ser vivo quiere decir entender su tendencia. Aristóteles creía poder comprender los movimientos de los cuerpos elementales porque los entendía por analogía con los seres vivos, es decir, de manera teleológica. Por el contrario, Francis Bacon rechazaba completamente la causa finalis, pues es como una virgen consagrada a Dios, que no engendra nada [tamquam virgo Deo consecrata, quae nihil parit]. Es evidente que no tenía mucho aprecio por las vírgenes consagradas a Dios. En efecto, son improductivas. Para dominar la naturaleza, más bien resulta inoportuno entender las tendencias internas de los seres naturales. Basta con comprender las leyes de su funcionamiento. Decir de un perro que tiene sed constituye una fórmula inadecuada en la perspectiva no teleológica de la ciencia, puesto que de nada nos aprovecha comprender la carrera del perro hacia su comedero. Ser hacia algo, tender a algo, esas cosas son antropomorfismos. Ahora bien, sin esos antropomorfismos ningún hombre tendría un perro. Los animales, 222

las plantas, e incluso las cosas que son meros objetos [inertes], son como compañeros nuestros y en ciertos aspectos se nos asemejan. Proscribir cualquier forma de antropomorfismo en el trato con los otros seres vivos, finalmente, lleva también a impedir la comunicación lingüística con los demás hombres. El propio hombre llegará a ser para sí un antropomorfismo. No nos es posible hablar del mundo sin antropomorfismo. Nietzsche ha señalado que incluso llamarle «cosa» a algo es ya un lenguaje antropomórfico. Y Leibniz vio que sin un lenguaje teleológico –es decir, antropomórfico– resulta incluso imposible definir el movimiento. Leibniz fue quien inventó, a la vez que Newton, el cálculo infinitesimal, que por primera vez hizo posible una Física matemática que pudiera pensar el movimiento. Pero fue también quien vio, como filósofo, el precio a pagar por ese sometimiento [de la Física a la matemática]: la desaparición del movimiento como tal. El cálculo infinitesimal transforma el movimiento en una infinita cantidad de condiciones estacionarias. Para salvar el fenómeno del movimiento como tal, Leibniz propuso introducir un concepto claramente antropomórfico: el conatus, la tendencia. Y nuevamente es Leibniz quien llegó a tener clara conciencia de la dualidad de enfoques, al hablar de un regnum potentiae y de un regnum sapientiae [el orden del poder y el orden del saber]. Esa dualidad se corresponde con los dos intereses a los que ya me he referido, y con las «dos culturas» de las que habló C. Snow. Ambas existen desde el rechazo de la teleología por la nueva ciencia matematizada, que para poder explicar mejor [la naturaleza] renunció a entenderla. También Pascal observó esta ruptura cuando hablaba de la complementariedad entre el esprit de géometrie y el esprit de finesse [el espíritu geométrico y el espíritu atento]. Los dos intereses que fundamentan el dualismo moderno son constantes antropológicas. El interés por dominar es el que compartimos con todos los demás seres vivos. Un interés completamente diverso es el que estriba no solo en autoafirmarse en el mundo, sino en reconocer lo otro tal como es en sí. Y, sin embargo, este último genéticamente puede interpretarse como una función del primero[2]. La antropología nos muestra al hombre como un ser necesitado, un ser de carencias. El hombre no está equipado por la naturaleza con recursos suficientes para asegurar su supervivencia. Aparece dotado de algunos pocos rudimentos, insuficientes para dar satisfacción a lo que le reclaman los instintos. De ahí que tenga que generar esos medios y transformar el mundo natural en un mundo cultural. Ahora bien, esa transformación creativa de lo que le es dado no es posible sin una cierta intelección de lo dado, en forma independiente de la significación que reviste dentro de un contexto cultural. Mas entender quiere decir esto: poder comprender, y solo puedo comprender lo que me es cercano[3]. Para el gato el ratón no es más que una presa. Para el animal, todo lo que se 223

encuentra es medio ambiente [entorno suyo] y, como tal, portador de significados inalterables. Esos significados son funciones del instinto de autoconservación. Cada ser vivo se tiene a sí mismo como centro de su mundo. Está «extrovertido» [proyectado hacia afuera], pero su extroversión significa que nunca sale de sí mismo, que no puede trascender más allá de sí. Para un animal [irracional] vale lo que David Hume dice del hombre: nunca da un paso por delante de sí mismo. Si el animal carece de toda autoconciencia, esto se debe a que nunca se ve a sí mismo desde fuera, nunca se ve con los ojos de otro. El gato no se ve con los ojos del ratón. Los animales son egocéntricos, lo cual no quiere decir que sean egoístas. Egocentrismo significa que nunca toman algo como en sí mismo, ni a sí mismos ni a los otros. De ahí que su relación con el entorno no sea histórica. Esa relación continúa inalterable durante miles de años. Lo mismo sucede con la forma en que los animales dominan su medio ambiente: es siempre la misma, no consiste en un progresivo sometimiento del mundo que les rodea. Viven a costa de otros seres vivos, mientras que los otros seres vivos viven a su vez de ellos, de acuerdo con la fórmula de Anaximandro: «De donde surgen las cosas, de ahí también procede su destrucción, según un orden temporal, pues se pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia». Cumplen la justicia muriendo. Como nunca está definitivamente adaptado, el hombre siempre es consciente de que los demás seres están determinados por tendencias que no se definen de la misma forma en que a nosotros se nos aparece. Incluso cuando no se trata de reconocer al otro sino de dominarlo, es necesario conocer lo que se quiere gobernar, y eso exige que no se limite el conocimiento a los medios necesarios para el dominio. De lo contrario, aparecen obstáculos difíciles de salvar. De la fórmula de Thomas Hobbes, según la cual conocer una cosa es «saber lo que podemos hacer con ella cuando la poseemos», cabe decir lo mismo que ya se dijo sobre la frase citada de Hume: en sentido estricto, eso solo es válido para los animales. Referida a los hombres, tendríamos que revertir el sentido de la frase: No podemos hacer nada con algo si no lo conocemos en alguna medida. El domador solo puede dominar animales salvajes si se hace alguna idea de a qué están inclinados [hacia dónde tienden]. Necesita comprenderlos. Max Scheler y, en su misma línea, más tarde, Horkheimer y Adorno han puesto de relieve la diferencia entre el saber instrumental –esto es, un saber al servicio del dominio de la naturaleza– y una razón sustancial que trata sobre la verdad, es decir, sobre «lo que en verdad es», por decirlo con Hegel. Yo mismo he hecho uso de esa distinción, pero quisiera subrayar que el interés por la verdad –por lo que las cosas en verdad son «en sí mismas»– también cuando es consecuencia del interés dominativo, en último término solo puede entenderse como emancipado de este, i.e. como un interés genuinamente cognoscitivo. Finalmente volvemos a lo mismo: El interés por conocer [entender], que desemboca en la actitud del reconocimiento, se contrapone al recurrente interés hegemónico. 224

En su importante obra Erkenntnis und Arbeit [Conocimiento y trabajo], Max Scheler ha mostrado que la interpretación pragmática del conocimiento humano ciertamente no corresponde al interés filosófico, sino más bien al interés cognoscitivo de las ciencias naturales. La ciencia natural moderna no es contemplativa, no considera el ser, sino que trabaja con relaciones funcionales, con formas de acceder a las cosas sobre la base de leyes naturales gracias a las cuales podemos intervenir en el curso de los acontecimientos, incluso después, cuando esa intervención ya no corresponde inmediatamente a la intención subjetiva del investigador. Eso que suele denominarse investigación básica no tiene por qué privilegiarse frente al rendimiento a largo plazo de sus resultados. Con todo, es justamente esa investigación la que posee más alto interés práctico. Obedece a la lógica de la división del trabajo, que desde hace mucho tiempo ha movido al hombre a producir herramientas y utensilios con cierta independencia de una utilidad inmediata, digamos, para provisión o acopio, y en vista de un posible intercambio o trueque. De esta manera, [la investigación básica] cobra cierta autonomía respecto del proceso [industrial] de hacerla rentable. Llega a tener algún parecido con las realidades «naturales». La voluntad de entender procede, pues, del interés de un ser vivo inadaptado por poner el mundo a su disposición. De este modo, el interés que inicialmente era secundario se convierte en autónomo. Este abre al hombre la posibilidad de una auténtica orientación hacia lo otro, de un interés verdaderamente teórico, dirigido no a la dominación, sino al reconocimiento. Reconocimiento es autotrascendencia. Su motivo es opuesto al de la autoafirmación. Podemos llamarlo amor [Liebe] si con ello entendemos el movimiento mediante el cual el otro se vuelve real para mí. Llegar a ser el otro en cuanto otro: así suena una definición del conocimiento, profundamente significativa, que propuso Juan de Santo Tomás, un tomista español del siglo XVII[4]. Pero de esa definición también se sigue la distinción entre los diversos tipos de tendencias [apetitos, inclinaciones] y lo que los antiguos denominaban amor benevolentiae, amor benevolente, que a su vez Leibniz definía como alegría por la felicidad del otro[5]. Ahora bien, solo cabe pensar que este segundo interés tiene su origen en el primero si este se considera ya constituido. Y resulta que el interés en la autoconservación se tiene a sí mismo precisamente como el primero. A la inversa, cualquier tentativa de interpretar el interés cognoscitivo como una función de la autoconservación está condenada al fracaso. Se trata de un equívoco sistemático, consistente en ignorar la emancipación del interés de la razón respecto de su origen biológico. De esa emancipación Aristóteles deducía la completa negación de tal origen. En el De generatione animalium escribe que en el hombre la razón viene de fuera (thyraten). No cabe entenderla como una parte del alma. 225

Tomás de Aquino ha impugnado esa interpretación de la razón como sustancia separada, pero no para reducirla a su función biológica. Por el contrario, para él la vida solo se revela cuando lo hace a través de la razón [solo la vida racional es vida en plenitud]. Así, dice Tomás que quien no entiende no vive plenamente; tan solo vive a medias [qui non intelligit, non perfecte vivit, sed habet dimidium vitae]. Quisiera fijarme ahora en la paradoja de la trascendencia, la paradoja de un interés por algo que no depende ni se define por mi interés en ello. El interés primario transforma en objeto todo lo que encuentra. En cambio, el interés segundo [secundario] es el interés en lo que el otro es en sí y para sí mismo. Esto presupone una ipsedad, un ser en sí a causa del cual el objeto encontrado es semejante [próximo] al sujeto que encuentra. Aquel objeto es, por su parte, sujeto, bien que aún lo sea lejanamente. Esta presuposición es un supuesto último de la Filosofía, que a su vez no podemos fundamentar en otro [anterior]. A él se refiere Whitehead cuando escribe, al comienzo de Process and Reality, que únicamente debe considerarse real lo que en sí mismo posee una faceta de subjetividad. Según Whitehead, aquí tenemos una verdad analítica. Si el ser de algo no ha de reducirse al hecho de ser ante un sujeto, entonces ese mismo ente ha de pertenecer al orden de lo subjetivo, que, sobre la base de su contenido objetivo, puede devenir objeto para otros sujetos. Una tal unidad entre subjetividad y contenido objetivo es lo que los griegos denominaban physis [naturaleza]. Physis es una de las principales nociones de la filosofía antigua, y desde luego tanto en el terreno teórico como en el práctico. Cabe decir, incluso, que ese concepto pone de manifiesto el nexo entre la Filosofía teorética y la Filosofía práctica. Pensar el ente en términos de physis fue una decisión de gran alcance. O mejor, el hecho de que la realidad se manifieste a sí misma como physis tuvo gran trascendencia al comienzo del pensar europeo. Esa decisión permaneció indiscutida hasta el siglo XVI, esto es, aproximadamente dos mil años. A partir de entonces fue puesta en entredicho. Durante las últimas décadas han quedado manifiestas las consecuencias de ese cuestionamiento de forma cada vez más clara. A la vista de ellas, hemos de preguntarnos si queremos asumir conscientemente y con todas las implicaciones la decisión que entonces se produjo o si preferimos revisarla. La Filosofía no puede pretender dar respuesta a esa pregunta de forma autoritaria, pero guiada por el propio interés humano busca comprender lo que en verdad es. En todo caso, de ahí deriva un círculo hermenéutico, ya que, más que la mera autoafirmación, lo que busca siempre presupone el interés por la verdad, es decir, presupone que existe algo así como la verdad. Este es un supuesto que, ya desde Nietzsche, resulta discutible. Además, el interés

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por entender la realidad da por sentado algo que Michel Foucault rechaza, a saber, «que el mundo nos presente una cara legible». Pero el concepto de physis descansa precisamente en ese supuesto. Inquirir por la physis de algo [preguntarle a una cosa cuál es su naturaleza] significa tratar de entenderla por analogía con nosotros [con nuestra propia autocomprensión]. En efecto, physis designa lo que nos une con todo lo que es. Frecuentemente se dice que el hombre es el ser que se ha emancipado de la naturaleza. En cierto sentido es así. Pero sabemos bien en qué sentido tenemos que ver que el concepto de physis es antropomórfico. Eso quiere decir que entendemos la realidad que nos rodea por analogía con nosotros mismos, y tan solo en un segundo momento nos entendemos a nosotros mismos por analogía con los seres vivos que nos rodean. Desde los comienzos de la Filosofía –Heráclito y Parménides–, el concepto de physis se define por dos elementos significativos. En primer término significa desarrollo, crecimiento a partir de un principio interior, y en segundo término se refiere a una estructura específica. Ambos significados dependen mutuamente uno del otro. La interna animación de un ser vivo es parte de lo que constatamos en él [percibimos el dinamismo interior de un ser viviente]. Esa percepción incluye el factum de que cada vez que identificamos algo como viviente distinguimos entre lo muerto y lo vivo. De lo contrario, el crecimiento natural no sería una ilimitada ampliación, sino que tendría la forma de una estructura específica determinada. Qué significa lo originario, genuino y espontáneo de algo solo podemos saberlo porque nosotros mismos nos vemos así, como un ser en sí mismo. Y algo parecido sucede con la estructura específica. La conocemos cuando nos ocupamos de las realidades que nos rodean saliendo a su encuentro, y en primer término cuando tratamos con nuestros semejantes. Y sabemos por experiencia que nosotros mismos somos visibles e identificables para los demás gracias a nuestra propia estructura específica, es decir, a una «naturaleza humana». No obstante, el elemento primario y decisivo es el que subyace en el significado de la palabra physis. Physis es lo que dirige el surgir y el desarrollarse de lo existente. Ostensiblemente lo vivo es el paradigma de los physei onta [seres naturales]. Physis es la vida que corresponde a un ser vivo de acuerdo con su género o tipo. Aristóteles dio una definición de physis que proponía al ser viviente como prototipo de sustancia, de lo que es en sí mismo. Todos los seres naturales –incluidos los elementos inorgánicos [inertes]– poseen un cierto principio formal interno merced al cual se comportan de la manera en que lo hacen. Por ejemplo, son combustibles o incombustibles. Los artefactos se mueven por la específica movilidad de sus componentes naturales. Un automóvil no se mueve en virtud de su propia physis, sino de la physis de las sustancias naturales que intervienen en el proceso de la combustión. Para un automóvil el moverse no ocurre de cualquier manera. 227

Pero algo parecido tiene que ocurrirle a todo ser vivo, por ejemplo, al murciélago, aunque no sabemos bien cómo. Para Aristóteles la physis se define como «fuente y fundamento [principio y causa] del movimiento y quietud [de la movilidad y el reposo] de un ser que posee esa naturaleza, esto es, no a causa de circunstancias accidentales». Si hurgamos dentro de nosotros mismos a la busca de una experiencia de causalidad de esta índole, pronto la encontramos: de alguna forma nos sabemos causa de nuestras propias acciones. Esta experiencia posee un carácter paradójico. Por una parte, fundamenta de hecho el concepto de physis como origen. Incluso cabe decir que [esa experiencia] se basa en nuestra noción general de causalidad. Si por causa se entiende algo más que una condición antecedente, entonces solo podemos describir ese «más» [plus] basándonos en nuestra experiencia como seres actuantes. Por otra parte, no obstante, nuestra experiencia del ser mismo está igualmente en el origen de la idea de que el hombre es un ser que ha emergido de la naturaleza, puesto que nosotros mismos experimentamos un èlan, un impulso espontáneo, y a la vez vivimos la posibilidad de relacionarnos con ese impulso, bien secundándolo voluntariamente, o bien desembarazándonos de él. Solo en esa experiencia de secondary volitions, voliciones secundarias, como las denomina Harry Frankfurt, nos captamos a nosotros mismos con pleno sentido como origen de movimiento y reposo. Pues el primer impulso es del tipo del que nos lleva a ser origen de nuestras acciones, pero sin ser nosotros la causa del impulso mismo. La libertad de acción no es aún libertad de la voluntad. Solo emancipándose de la physis llega la physis humana a ser ella misma. El paradigma de la physis en el sentido aristotélico es precisamente esa cualidad humana por cuya virtud el hombre trasciende la physis. Hemos de tener en cuenta esta estructura paradójica si hablamos de algo parecido a una naturaleza humana.   «—Siempre es así con las obras que emprenden los Hombres: una helada en primavera, o una sequía en verano, y las promesas se frustran. —Y, sin embargo, rara vez dejan de sembrar —dijo Legolas—. Y la semilla yacerá en el polvo y se pudrirá, solo para germinar nuevamente en los tiempos y lugares más inesperados. Las obras de los Hombres nos sobrevivirán, Gimli. —Para acabar en meras posibilidades fallidas, supongo —dijo el Enano. —De esto los elfos no conocen la respuesta —dijo Legolas». J. R. R. TOLKIEN, El Señor de los Anillos

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NOTAS  1 Aquí Spaemann cita unos versos de Ernst Jandl que resultan intraducibles al castellano dado que juegan cambiando letras de las palabras para mostrar que no son intercambiables sin que se hagan ininteligibles. Aproximadamente vendrían a decir: ¡Menudo error el de quienes piensan que no se pueden intercambiar la derecha y la izquierda! («lichtung // manche meinen / lechts und rinks / kann man nicht velwechsern / verch ein illtum //»).  2 También el interés cognoscitivo está al servicio del dominativo.  3 Comprender algo implica que quien comprende tiene cierta connaturalidad, parentesco, semejanza o analogía con lo comprendido.  4 Fieri aliud in quantum aliud [das Andere als das Andere werden].  5 Delectatio in felicitate alterius [Freude am Glück des Anderen].

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GLOSARIO

BENSE, MAX (1910-1990), filósofo y publicista, promotor del «racionalismo existencial», que quería suprimir la separación entre Ciencias de la Naturaleza y Ciencias del Espíritu. Enseñó desde 1950 en la Escuela Técnica Superior de Stuttgart. BONALD, LOUIS-GABRIEL-AMBROISE DE, VIZCONDE (1754-1840), político del Estado francés y filósofo crítico de la Revolución Francesa. COMTE, AUGUSTE, realmente ISIDORE MARIE AUGUSTE FRANÇOIS XAVIER COMTE (17981857), matemático, crítico de la religión y cofundador de la sociología. Autor de Sistema de política positiva, 1851-1854. Figura principal del positivismo. DANIÉLOU, JEAN (1905-1974), jesuita francés, cardenal, teólogo. Autor de Platonismo y Teología, 1944, y de La Trinidad y el misterio de la existencia, 1968. DIRKS, WALTER (1901-1991), publicista, escritor y periodista. Secretario de Romano Guardini desde 1946, editor del Frankfurter Heft, amigo de Theodor W. Adorno. Figuraba como referente del catolicismo de izquierdas. DÖDERLEIN, JOHANN LUDWIG (1909-1990), erudito privado y estudioso de Hegel, descendiente de una familia de célebres científicos alemanes, enseñó después de la guerra en München. DONDERS, ADOLF (1877-1944), teólogo, profesor de Homilética en la Universidad de Münster de 1911 hasta 1944. Canónigo magistral en la Catedral de Münster. FÉNELON, realmente FRANÇOIS DE SALIGNAC DE LA MOTHE-FÉNELON (1651-1715), arzobispo francés y escritor. Su novela Telémaco está considerada un clásico de la Ilustración temprana. GILSON, ÉTIENNE HENRY (1884-1978), filósofo francés e historiador de la Filosofía. Enseñó en La Sorbona de París. Miembro de la Academia Francesa (1948). Autor de La Filosofía en la Edad Media, 1922. GUNDLACH, GUSTAV (1892-1963), jesuita alemán, teólogo moralista, profesor de la Universidad Gregoriana de Roma. Consejero del Papa Pío XII. HENGSTENBERG, HANS-EDUARD (1904-1998), filósofo, convertido en 1930 a la fe católica. Enseñó de 1961 al 1969 en la Universidad de Würzburg. HILDEBRAND, DIETRICH VON (1889-1977), filósofo, discípulo de Edmund Husserl, tuvo estrecha amistad con Max Scheler. Emigró en 1933. Enseñó en New York desde 1941. Escribió en 1930 Metaphysik der Gemeinschaft. KRÜGER, GERHARD (1902-1972), filósofo, enseñó en Münster, Tübingen y Frankfurt. Autor de Leidenschaft und Einsicht, un libro sobre el Symposion de Platón. 230

LICHTENSTEIN, ERNST (1900-1971), pedagogo y filósofo. Enseñó desde 1955 en la Universidad de Münster. Autor de Paideia: Der Ursprung der Pädagogik im griechischen Denken. LUBAC, HENRI DE (1896-1991), jesuita francés, cardenal, teólogo. Autor de El drama del humanismo ateo, 1945. MAISTRE, JOSEPH MARIE DE, CONDE (1753-1821), escritor francés y saboyano, pensador político. Autor de De la soberanía del pueblo, 1794. MARITAIN, JACQUES (1882-1973), filósofo francés, discípulo de Henri Bergson. En 1906 se convirtió a la fe católica, enseñó en varias Universidades de los Estados Unidos. Autor de Humanismo integral, 1936, y de Razón y razones, 1947. PIRKER, THEO (1922-1995), sociólogo. Enseñó desde 1972 en la Universidad Libre de Berlín. Pionero de la sociología industrial alemana. RITTER, JOACHIM (1903-1974), filósofo. Eneñó desde 1946 en la Universidad de Münster. Profesor, entre otros, de Hermann Lübbe, Odo Marquard, Robert Spaemann. Autor de Politik und Metaphysik, 1969. SCHMITT, CARL (1888-1985), especialista en Derecho Público y «un clásico del pensamiento político» (Herfried Münkler). A causa de su apoyo al nacionalsocialismo fue detenido después de la guerra mundial. Vivió después en Plettenberg, Nord-RheinWestfalen. Autor de Politische Theologie, 1922, y Der Begriff des Politischen, 1927. WARNACH, WALTER (1910-2000), filósofo y escritor. Enseñó Filosofía desde 1964 en la Escuela Estatal de Arte de Düsseldorf. Autor del libro Die Welt des Schmerzes, 1952. Amigo de Carl Schmitt, Heinrich Böll y Joseph Beuys.

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SELECCIÓN DE LAS PRINCIPALES OBRAS DE ROBERT SPAEMANN

Der Ursprung der Soziologie aus dem Geist der Restauration. Studien über L. G. A. de Bonald. Kösel, München 1959; 2. Auflage, Klett-Cotta, Stuttgart 1998. Reflexion und Spontaneität. Studien über Fénelon. Kohlhammer, Stuttgart 1963; Neuausgabe und 2. Auflage, Klett-Cotta, Stuttgart 1990. Zur Kritik der politischen Utopie. Zehn Kapitel politischer Philosophie. Klett-Cotta, Stuttgart 1977. (Traducción castellana: Crítica de las utopías políticas, Eunsa, Pamplona 1978). Rousseau – Bürger ohne Vaterland. Von der Polis zur Natur. Piper, München 1980. Erweiterte Neuausgabe unter dem Titel: Rousseau – Mensch oder Bürger. Das Dilemma der Moderne. Klett-Cotta, Stuttgart 2008. Die Frage Wozu? Geschichte und Wiederentdeckung des teleologischen Denkens (mit Reinhard Löw). Piper Verlag, München 1981. Neuausgabe unter dem Titel: Natürliche Ziele. Klett-Cotta, Stuttgart 2005. Moralische Grundbegriffe. C. H. Beck, München 1982. (Traducción castellana: Ética: cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 2010, 9ª ed.). Philosophische Essays. Reclam, Stuttgart 1983; 2. Erw. Auflage 1994. (Traducción castellana: Ensayos Filosóficos, Ediciones Cristiandad, Madrid 2004). Glück und Wohlwollen. Versuch über Ethik. Klett-Cotta, 5. Auflage Stuttgart 2009. (Traducción castellana: Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1991). Personen. Versuche über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand». KlettCotta, 3. Auflage Stuttgart 2006. (Traducción castellana: Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien», Eunsa, Pamplona 2000). Grenzen. Zur ethischen Dimension des Handelns. Klett-Cotta, 2. Auflage Stuttgart 2002. (Traducción castellana: Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, Eiunsa, Madrid 2003). Das unsterbliche Gerücht. Die Frage nach Gott und der Aberglaube der Moderne. Klett-Cotta, 5. Auflage, Stuttgart 2007. (Traducción castellana: El rumor inmortal, Rialp, Madrid 2010). Der letzte Gottesbeweis (mit Rolf Schönberger), Pattloch, Düsseldorf 2007. Schritte über uns hinaus. Gesammelte Reden und Aufsätze I. Klett-Cotta, 2. Auflage, Stuttgart 2010.

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Schritte über uns hinaus. Gesammelte Reden und Aufsätze II. Klett-Cotta, 2. Auflage, Stuttgart 2011. Nach uns die Kernschmelze. Hybris im atomaren Zeitalter. Klett-Cotta, Stuttgart 2011.

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ÍNDICE

PRÓLOGO LO QUE SIEMPRE ES Recuerdos de la infancia Capítulo I. JUVENTUD EN EL TERCER REICH Vida en dos mundos y primera orientación hacia la Filosofía Juegos de indios Hayingen Yo habría sido jardinero Ser y apariencia Capítulo II. ESTUDIO EN EL TIEMPO DE POSGUERRA Münster, Joachim Ritter y lo que vino después Final y principio Capítulo III. EN TORNO AL AÑO 1950 El existencialismo, el interés por Francia y la Tesis sobre De Bonald La bomba Capítulo IV. REGRESO A LA UNIVERSIDAD DE MÜNSTER Fénelon, el amigo de la mística Capítulo V. CÁTEDRAS EN STUTTGART Y EN HEIDELBERG Firmeza en los turbulentos años sesenta Stuttgart El año 1968 Una visita a Heinrich Böll el día del Corpus Capítulo VI. LLEGADA A MÜNCHEN El redescubrimiento del pensamiento teleológico Capítulo VII. CAPTAR LA CONCIENCIA DE LA ÉPOCA… … desde un horizonte no definido por esa conciencia Capítulo VIII. SOBRE FELICIDAD Y BENEVOLENCIA La conciencia no es un molesto aguafiestas Dos veces en Castel Gandolfo Capítulo IX. DESPUÉS DE SER NOMBRADO EMÉRITO Una filosofía de las personas Una Pascua en el Monte Athos Capítulo X. LOS DOS INTERESES DE LA RAZÓN

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GLOSARIO SELECCIÓN DE LAS PRINCIPALES OBRAS DE ROBERT SPAEMANN

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Índice PRÓLOGO LO QUE SIEMPRE ES

4 9

Recuerdos de la infancia

9

Capítulo I. JUVENTUD EN EL TERCER REICH Vida en dos mundos y primera orientación hacia la Filosofía Juegos de indios Hayingen Yo habría sido jardinero Ser y apariencia

Capítulo II. ESTUDIO EN EL TIEMPO DE POSGUERRA

15 15 18 19 25 37

46

Münster, Joachim Ritter y lo que vino después Final y principio

46 49

Capítulo III. EN TORNO AL AÑO 1950

67

El existencialismo, el interés por Francia y la Tesis sobre De Bonald La bomba

Capítulo IV. REGRESO A LA UNIVERSIDAD DE MÜNSTER Fénelon, el amigo de la mística

67 82

87 87

Capítulo V. CÁTEDRAS EN STUTTGART Y EN HEIDELBERG 110 Firmeza en los turbulentos años sesenta Stuttgart El año 1968 Una visita a Heinrich Böll el día del Corpus

110 113 121 133

Capítulo VI. LLEGADA A MÜNCHEN

136

El redescubrimiento del pensamiento teleológico

Capítulo VII. CAPTAR LA CONCIENCIA DE LA ÉPOCA… … desde un horizonte no definido por esa conciencia

Capítulo VIII. SOBRE FELICIDAD Y BENEVOLENCIA La conciencia no es un molesto aguafiestas Dos veces en Castel Gandolfo

Capítulo IX. DESPUÉS DE SER NOMBRADO EMÉRITO Una filosofía de las personas

136

152 152

167 167 174

189 189

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Una Pascua en el Monte Athos

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Capítulo X. LOS DOS INTERESES DE LA RAZÓN GLOSARIO SELECCIÓN DE LAS PRINCIPALES OBRAS DE ROBERT SPAEMANN ÍNDICE

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215 230 232 234