Reflexiones sobre Religión y Modernidad
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Reflexiones sobre Religión y Modernidad Juan María Isasi Cuadernos de Teología Deusto Núm. 10

Universidad de Deusto •





Facultad de Teología

































Cuadernos de Teología Deusto

Cuadernos de Teología Deusto Núm. 10 Reflexiones sobre Religión y Modernidad Rupturas y situación actual I Juan María Isasi

Bilbao Universidad de Deusto 1996

Los Cuadernos de Teología Deusto pretenden tratar con rigor y de una manera accesible a un público amplio, temas candentes de la teología actual. La serie está promovida por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, pero cada número se debe a la responsabilidad y libertad de su autor. Estos cuadernos son flexibles y abiertos a una problemática muy amplia, pero tienen una especial preocupación por hacer presente la reflexión cristiana en lo más palpitante de la vida eclesial y social de nuestro tiempo.

Consejo de Dirección: José María Abrego Rafael Aguirre Carmen Bernabé

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

Publicación impresa en papel ecológico © Universidad de Deusto Apartado 1 - 48080 Bilbao ISBN: 978-84-9830-913-3

Indice 1. La antinomia Modernidad-Religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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2. Originalidad del fenómeno religioso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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3. La religión como encuentro con el Misterio . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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4. Religión o ética. ¿Identificación? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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5. El proceso desmitificador en la cultura moderna. . . . . . . . . . . . . .

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6. La religión implícita. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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7. La necesidad del diálogo y sus exigencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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8. Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Cuadernos de Teología Deusto, núm. 10

© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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Etica periodística. Aproximaciones a la ética de la información por Xabier Etxeberria*

El impacto de la cultura de la Modernidad en la vivencia religiosa del hombre es quizá uno de los temas más debatidos en el ámbito de las reflexiones sobre el fenómeno religioso. Muchas son las cosas que se han dicho, se dicen y se seguirán diciendo sobre esa tensión que, quizá por ser inherente en algún sentido a ambas realidades, seguirá acompañándolas permanentemente. En este trabajo nos proponemos considerar algunos rasgos característicos que el talante de la Modernidad ha originado y que, de hecho, han incidido de distintos modos en un progresivo reduccionismo de la experiencia religiosa humana. Asimismo será preciso tener en cuenta también los esfuerzos que desde el campo religioso se han ido haciendo para responder a esos retos de la sensibilidad moderna, unas veces con acierto y otras no tanto, contribuyendo en esos casos a agravar la situación al no acertar con el remedio adecuado o equilibrado. Las presentes reflexiones pretenden servir de introducción orientadora a esa compleja y difícil problemática, pero en la cual se está jugando el presente y el futuro de una vivencia adecuada del fenómeno religioso. Se intentarán realizar estas consideraciones desde el ámbito de la experiencia cristiana, pero teniendo básicamente en cuenta las importantes aportaciones de la fenomenología y filosofía de la religión. 1. La antinomia Modernidad-Religión Hay que reconocer que Modernidad y Religión son dos contenidos que encierran en sí una verdadera antinomia no fácilmente soluble. Cuando se habla del malestar de la religión en la cultura de la modernidad, se analizan muchos tipos de causas que indudablemente concurren © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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en esta objetiva tensión entre ambas. Desde fuera de la religión se acusa con frecuencia a ésta, y por supuesto a la Iglesia de no haber asimilado la Modernidad. No vamos a negar la parte de razón que pueda haber en esa afirmación respecto de algunos determinados aspectos, lo mismo que, a la inversa, en relación a la recta asunción del fenómeno religioso por parte de la cultura de la modernidad. Pero prescindiendo de esos aspectos, que ciertamente tienen importancia, es preciso insistir previamente en las características de esos dos fenómenos que conllevan una cierta tensión inherente a la naturaleza de los mismos. La religión implica un re-conocimiento del Misterio absoluto como la Realidad Suprema frente a la cual el sujeto humano se descentra de sí para centrarse en el Misterio como su respuesta definitiva. En esto consiste la paradoja nuclear de la actitud religiosa. Para la conciencia religiosa el descentramiento en el Misterio es la consecuencia obvia del reconocimiento de esa Realidad como el lugar del significado radical y último de la persona humana. No hace falta reflexionar mucho para captar la tensión inherente entre este central y fundamental elemento de la actitud religiosa y el talante de la modernidad, que todo él se orienta en la dirección de señalar al hombre, su razón y su libertad como centro del sistema y expresión de su autonomía y mayoría de edad. ¿Es posible que coexistan dos centros respecto de una misma realidad? ¿Es aceptable para la razón adulta del hombre el reconocimiento del Misterio Absoluto como origen sentido, garantía y término realizativo de su propia realidad? Esta es la pregunta que está y estará siempre como condición de posibilidad del fenómeno religioso y, a la vez, escándalo y amenaza para la razón humana. Esta es la antinomia que estará siempre presente en las relaciones entre la religión y el espíritu más hondo de la modernidad: ¿teocentrismo o antropocentrismo? Quizá esto parezca y sea una obviedad, pero de tal calado y complejidad que explica todas las dificultades que en el camino de las relaciones entre religión y modernidad existen y existirán. Desde la perspectiva del espíritu de la modernidad ha ido surgiendo todo ese enorme conjunto de posiciones que, con muy diversos matices, afirman que la antinomia tiene una clara respuesta: la visión religiosa es un resto atávico de un momento infantil de la conciencia y cultura de la humanidad. El desarrollo de ésta o ha puesto fin a ese tema o está en vías de ponerlo. Esta línea de solución, de talante más bien optimista, explica numerosas expresiones de ateísmo o irreligiosidad que no es nuestra intención aquí ni siquiera mencionar por obvias razones. Otra línea, en el fondo con una misma raíz pero con mayor respeto a la integridad de la experiencia humana, ha dado origen a posiciones © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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de más calado y a la vez de más tragedia para el corazón del hombre. Serían todas aquellas posiciones de ateísmos radicales que subrayan el absurdo de la existencia humana con una irreductible necesidad de absoluto y sin posible solución ante la pretendida imposibilidad o contradicción de un Misterio en el horizonte de su existencia. Las clásicas posiciones de existencialismo cerrado, y por tanto ateo, de Sartre o Merleau-Ponty son una muestra clara de una vía cerrada a la trascendencia por incompatibilidad de principio con la pura problematicidad de una libertad humana que se define radicalmente autoconstituyente. En la disertación con que inauguró su cátedra en el Colegio de Francia decía Maurice Merleau-Ponty: «La filosofía nos despierta a lo que la existencia del mundo y la muestra tienen de problemática en sí, hasta el punto de que estemos persuadidos para siempre de lo estéril que es buscar, como decía Bergson, una solución —en el cuaderno del maestro—»1. La extensa y larga controversia sobre estos fundamentales retos que tiene planteada la cultura moderna, y el reconocimiento por permanente y recalcitrante del dato de la religiosidad en la persona humana, ha llevado en la actualidad a ese mismo espíritu de la modernidad a plantear sutilmente el problema en términos diferentes. No hay más remedio que reconocer la dimensión religiosa como uno de los elementos inherentes al ser humano. Más aun constituye una de las características más ricas y significativas de su realidad. Por consiguiente no la neguemos ni la despreciemos. En ella reside una fuente de energía y de valor que debe ser apreciada y tenida en cuenta. Ahora bien, hay que interpretarla y cultivarla adecuadamente, porque ciertos rasgos del fenómeno religioso siguen siendo radicalmente incompatibles con el talante de la modernidad, pero la religión como tal es un logro y un valor de la humanidad. Es obligada aquí una referencia a Ernesto Bloch, brillante filósofo contemporáneo que tanto ha aportado a esta concepción de la religión de la que estamos hablando ahora, y que en algún tiempo parece que tentó a algunos teólogos con sus permanentes alabanzas a la religión. Para él, «lo que antes se designaba con la palabra Dios no designa ningún hecho, nada dado asentado en un trono, sino un problema completamente diferente, y la posible solución de ese problema no se llama Dios, sino reino»2.

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MERLEAU-PONTY, M.: Elogio de la filosofía, Galatea, Buenos Aires, 1957, p. 37. BLOCH, E.: El principio Esperanza, Aguilar, Madrid, 1980, III, p. 411.

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Pero para él, esa afirmación no significará la muerte de la religión, sino su camino hacia lo maravilloso. «Los Herodes apuntan a la nada, mientras que Orfeo, Zoroastro, Buda, Moisés, Jesús, apuntan a lo maravilloso: depende de este siglo, si va hacer real, al menos, lo fácilmente alcanzable»3. Entre nosotros ha sido paradigmático a este propósito el testimonio de Tierno Galván. En su famoso ensayo ¿Qué es ser agnóstico? tiende una cálida mano a los cristianos para que intenten compartir ese concepto rico y último de religión. «Que haya menos cristianos está dicho según el mayor alcance de la palabra en este ensayo, pues se refiere a quienes vinculan a Cristo a la realidad de la tercera sustancia, pero no a quienes son cristianos de acuerdo con un modelo de vida y comportamiento que supone unos principios éticos superiores para regular la conciencia»4. Como es obvio, el vincular a Cristo con la tercera sustancia indica la afirmación de la divinidad. Las otras dos sustancias serían el hombre y el mundo. El obstáculo para el esplendor de la religión es claramente la afirmación de la realidad de Dios. En ese mismo ensayo se aventura incluso a predecir un futuro más halagüeño para el cristianismo si se decide, de una vez, a arrojar por la borda el obstáculo del Misterio del Absoluto. «Si las Iglesias asumen la finitud como su única dimensión posible, sus fines altruistas se lograrán mejor, sus feligreses aumentarán. El mundo necesita de religiones del mundo y de símbolos y escatologías que expresen inteligentemente, aunque en el fondo está la arbitrariedad, los misterios u oscuridades del mundo. Parece que muchos teólogos se inclinan en este sentido y que la Teología católica comienza a ser una Teología sin la idea de trascendencia. Así llegará lo que todos los leñadores, labradores y pastores de la existencia quieren, la vida dichosa»5. Ese optimismo, asaz gratuito, de nuestro autor refleja un talante un tanto generalizado en determinadas sensibilidades de la modernidad y muchas veces ingenuamente aceptado en ámbitos de calificación cristiana. La paradoja central de la religión, que constituye su núcleo inalterable, de que el hombre ante el Misterio de la Realidad Absoluta la reconoce como tal descentrándose de sí para centrarse en ese Misterio, tiene siempre tonos de humillación que predisponen al rechazo. La afir-

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BLOCH, E.: o.c., p. 431. TIERNO GALVÁN, E.: ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid, 1986, p. 66. TIERNO GALVÁN, E.: o.c., p. 129.

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mación de que el mundo y con él el hombre es algo penúltimo, y no último en definitiva instancia, parece herir la sensibilidad de la modernidad. Estos y otros prejuicios del mismo estilo han ido creando un caldo de cultivo propicio a que, frente al rechazo puro y duro de la Divinidad sin más originario de los ateísmos que ignoran los valores de las religiones, surgieran procesos desmitificadores de esa «tercera sustancia» para hacerla más aceptable a los gustos de la modernidad. Dios debería significar otra cosa, una realidad de alguna manera inmanente, a la que se pudiera seguir refiriendo pero sin los inconvenientes de su trascendencia. Una realidad que no obligara a los humanos a volver su rostro y su persona hacia él donde se hallara la respuesta centradora de su sentido y su existencia. El talante desacralizador del avance científico y el carácter autocreador de la libertad humana, son usados para posibilitar y favorecer estos procesos en busca de un significado más «humanista» y menos «heterónomo» de la religión y la divinidad. Siguiendo la propuesta de Bloch, a quien hacíamos referencia explícita y de otros muchos a quienes no es preciso citar ahora, se caminaría hacia una interpretación simbólica del sentido de Dios. Vendría a significar no el encuentro interpersonal del hombre con él, sino el «reino», la «utopía», «el compromiso humano con la justicia», «la ayuda al semejante en su caminar hacia la liberación». De esta forma se reivindicaría un significado de «Dios» que no resultara inaceptable para un talante de cierta cultura contemporánea que considera conquista definitiva la centralidad absoluta del hombre en el marco de un universo radical y exclusivamente antropocéntrico. Este nuevo esquema de religión explica la simpatía indudable que despierta en algunos medios de comunicación y difusión que creen encontrar en estos modelos las fórmulas verdaderamente actuales y progresistas del fenómeno religioso. No se puede ocultar la importancia y gravedad que entraña todo este fenómeno como desafío a la religión y a la propia razón humana. Y adquiere por tanto mayor dramatismo porque las personas nos vemos obligadas a una fidelidad inquebrantable a la verdad, en este caso del fenómeno religioso, y a una fidelidad también a las conquistas objetivas de la cultura de la modernidad porque el hombre no deja de ser el receptor de la sabiduría de Dios. Quizá como ninguno San Ireneo de Lyon ya en el s. II supo ensamblar esas dos realidades que son el hombre y Dios con aquellas inmortales palabras: «La gloria del hombre es Dios; ahora bien, el receptor de la operación de Dios, de toda su sabiduría y de toda su potencia es © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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el hombre»6. Y que las resume un poco más adelante con aquella otra célebre sentencia: «La gloria de Dios es el hombre mismo; la vida del hombre es la visión de Dios»7. He ahí en pocas palabras el estado de la cuestión. El malestar de la religión en nuestra cultura puede encontrar razones para el mismo en deficientes encarnaciones del espíritu religioso en los individuos y grupos, que nunca lograrán una vivencia plenamente adecuada del hecho religioso en sus determinadas concreciones. Pero hay una razón de fondo, mucho más profunda e inherente a la naturaleza misma de la religión y al talante fáctico de la cultura de la modernidad que las enfrenta y origina el malestar básico que acompaña de hecho a su convivencia social. 2. Originalidad del fenómeno religioso El amplio movimiento fenomenológico de este siglo ha contribuido de manera netamente beneficiosa a perfilar la naturaleza del hecho religioso y, a la vez, a esclarecer la relación y la clara distinción entre este fenómeno y otros afines y vecinos. Si hay una verdad universal y destacada en los modernos estudios de la fenomenología de la religión, es la afirmación de que el hecho religioso es un fenómeno original y originante dentro de la realidad humana. Superadas las apriorísticas doctrinas sobre períodos arreligiosos de la humanidad, hoy es de dominio común la afirmación de que el fenómeno religioso es una parcela de la experiencia humana que ha acompañado al hombre desde los mismos orígenes de su condición humana. No sólo es un fenómeno original en el sentido de que resulta irreductible a cualquier otro con quien puede estar relacionado, sino que forma parte de esas manifestaciones básicas por medio de las cuales se da a conocer, se origina la misma realidad humana. «Querer investigar una evolución del hombre hacia la religión en general es, por tanto, un problema sin sentido... Tan sin sentido como la cuestión del origen histórico del habla o de la razón»8. Del mismo modo que estas realidades manifiestan, avalan, expresan la presencia

IRENEO, S.: Adversus haereses, 3, 30, 2. IRENEO, S.: o.c., 4, 20, 7. 8 SCHELER, M.: De lo eterno en el hombre, Revista de Occidente, Madrid, 1940, pp. 129-130. 6 7

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de la realidad humana en el mundo, el fenómeno religioso testifica que estamos ante aquella realidad que se llama hombre. Como afirma otro gran fenomenólogo de la religión, a modo de conclusión de todo su esfuerzo de investigación, «lo “sagrado” es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estadio de la historia de esa conciencia»9. Si es un hecho común y comprobable que dentro del ámbito de lo religioso se dan importantes grados de evolución en todas las formas de manifestación del hecho religioso, es asimismo un dato de la historia y fenomenología de la religión que la dimensión religiosa acompaña al hombre siempre, no como algo advenedizo sino como fondo de su propia realidad o como encuentro originario que suscita en él la respuesta denominada religiosa. De ahí que la religión haya sido considerada como la matriz del pensamiento y de la cultura, porque las manifestaciones culturales de la humanidad están todas ellas teñidas del sentido religioso. La simbología religiosa es la que ha abierto, por primera vez, al hombre hacia el conocimiento de las dimensiones del sentido, de lo trascendente y de lo definitivo. Ha regulado, estructurado y ordenado toda la experiencia humana, preludiando así funciones que después realizará la razón de manera refleja con su lógica específica. Por eso, cuando en el siglo XIX Augusto Compte formula su conocida ley de los tres estadios consecutivos del avance de la cultura, refleja una verdad histórica en el sentido de que las primeras manifestaciones religiosas de la cultura van dando lugar progresivamente a los estadios posteriores filosófico-reflexivo y positivo-científico. No obstante, su visión positivista de la cultura atribuye a ese despliegue un sentido superador, por elevación, de cada uno de esos estadios respecto de los anteriores, considerando a estos últimos restos atávicos de un proceso ya superado definitivamente en la situación positivo-científica de la cultura moderna. Este trasfondo positivista de la interpretación comptiana de la cultura se encuentra presente hoy en muchas de las posturas modernas respecto del valor y del sentido del fenómeno religioso. Pero la cuestión radica precisamente en dilucidar si la línea histórica del proceso religión-filosofía-ciencia positiva es expresión de un simple enriquecimiento del acervo cultural humano que se desarrolla, o es expresión de una superación de visiones arcaicas e infantiles de una humanidad adulta como afirman las posturas múltiples del positivismo.

9 MIRCEA ELIADE: Historia de las creencias y de las ideas religiosas, I, Cristiandad, Madrid, 1978, p. 15.

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No es nuestro propósito discutir ese inmenso campo de posiciones que se originan a propósito de esos dos modos radicalmente diferentes de interpretar la evolución de la cultura. Pero tenía su interés dibujar brevemente esa temática que está también como telón de fondo en todo el ámbito de la discusión que la modernidad entabla sobre la religión y su sentido. Todas las formas reductoras del fenómeno religioso, que quieren atribuir su origen a una ignorancia o a un miedo del hombre frente a los fenómenos más o menos amenazantes de la naturaleza, falsean los datos interpretándolos en un sentido precisamente inverso al de su significado auténtico y al de su concreta condición de posibilidad. En el libro de Job10, libro eminentemente religioso, el camino que Dios emplea para iluminar a Job los torturantes interrogantes del mal, son precisamente preguntas sobre diversos enigmas de la naturaleza que Job ignora, pero, a través de los cuales descubre con mayor claridad el Misterio Religioso que envuelve todo y ante el cual se postra reverente, porque le viene a descubrir su honda y precaria condición creatural. Las manifestaciones de extrañeza, de pregunta, de interrogante que el hombre experimenta ante muchos de los fenómenos de la naturaleza y de su propia realidad no son los que han originado, mediante un proceso de proyección, la realidad del hecho religioso. Más bien es una dirección radicalmente inversa la que da explicación adecuada de ese fenómeno. Las experiencias múltiples de ignorancia, limitación, miedo encierran, como condición de posibilidad de sí mismas, una dimensión de ultimidad, de totalidad, de absoluto que el hombre, en su situación pre-científica, no sabe balbucir siquiera pero que está presente como referencia, como anticipación, como totalidad respecto de la cual y como contraste con ella experimenta su ignorancia, su miedo, su limitación, su finitud. El hombre, en su dimensión religiosa espontánea, no es consciente de ese nivel de reflexión que indicamos, y que constituye la explicación profunda del hecho religioso que se capta y se vive en el nivel de la espontaneidad de la vida. Pero es ese verdadero «misterio absoluto de lo real» que está ahí, a modo de un «a priori de realidad», el que posibilita, origina, provoca cuantas experiencias de finitud, de limitación y de contingencia, como el miedo y la ignorancia se originan en el hombre.

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JOB, cap. 38-42.

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«Pero es en el mundo religioso donde esa dimensión se vive y se expresa más claramente a través de la progresiva toma de conciencia religiosa de ese constitutivo y originante Misterio»11. Así lo testifican la historia y la fenomenología de las religiones. La primera manifestación de ese Misterio absoluto de lo real es precisamente el Misterio religioso que interpela como tal al hombre dando origen al fenómeno religioso. Obviamente esto que hacemos aquí es una reflexión explorativa de un nivel filosófico y de ultimidad, pero es fundamental para poder interpretar adecuadamente el fenómeno religioso, y no dejarlo expuesto a aparentes y seductoras explicaciones psicológicas o científicas que tergiversan radicalmente el dato. Es precisamente la especial sensibilidad de la moderna cultura cientifico-técnica la que ha contribuido a ahogar las voces y preguntas de ultimidad que el hombre ha sabido escuchar y desvelar constantemente a lo largo de su historia. Esta cultura positivo-científica logra una especie de parcialización del saber humano, y con ello disminuye la sensibilidad para las preguntas radicales cuyo ámbito constituye la condición de posibilidad del fenómeno religioso. En efecto, la ciencia-técnica es una manera de estar frente a la realidad y de conocerla mediante la medida y el contraste de la verificación empírica. Lo cual lleva consigo la configuración de un verdadero departamento estanco en que se reciben los impactos de cualquiera de las preguntas de la experiencia circundante y en ese departamento se agota, de hecho, su problematicidad. De por sí queda en él como estancada, y por eso resulta difícil, cuando no imposible, que traspase la barrera de ese departamento. Lo cual explica la pérdida de sensibilidad espontánea para que aflore la carga de interrogante de ultimidad propia de las preguntas radicales que se vehiculan de hecho a través de las normales manifestaciones de extrañeza y de interrogante de la vida ordinaria. Como dice acertadamente Mircea Eliade: «Para el hombre arcaico, todos los niveles de lo real ofrecen una porosidad tan perfecta que la emoción sentida ante una noche estrellada, por ejemplo, equivale a la experiencia personal más “intimista” de un hombre moderno; y esto, porque, gracias sobre todo al símbolo, la existencia auténtica del hombre arcaico no se reduce a la existencia fragmentada y enajenada del hombre civilizado de hoy»12.

MARTÍN VELASCO, J.: Dios en la historia de las religiones, Fundación Sta. María, Madrid, 1985, p. 24 (el subrayado es nuestro). 12 MIRCEA ELIADE: Tratado de Historia de las religiones, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1954, cap. XIII, pp. 429-430. 11

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Esa es la razón que explica la fecundidad y virtualidad de las hierofanías como mediaciones simbólicas de lo sagrado en la constitución del fenómeno religioso. Cuando el profundo Pascal pone en boca de Dios aquel pensamiento «No me buscarías si no me hubieses ya encontrado»13 no era ajeno seguramente a un significado mucho más profundo, que el captado en una primera y más superficial significación de la relación entre un encuentro meramente espontáneo de Dios y la consiguiente búsqueda más refleja del mismo. Expresaba también, en otro nivel más hondo, la relación que se da entre una verdadera y formal búsqueda de Dios y la condición que la hace posible a la que llama «encuentro». Esa especie de encuentro previo no es otra cosa que lo que el hombre capta de absoluto en la realidad; y que, por tanto, podría muy bien denominarse «encuentro virtual con la realidad de Dios» ya que a impulso de ese virtual encuentro con la dimensión de absoluto puede el hombre comenzar el camino de una búsqueda cada vez más honda y nunca interrumpida del Misterio que lo envuelve. Estas reflexiones nos ayudan a comprender cuán ligero, superficial y reductor es el juicio que quiere explicar el fenómeno religioso de la humanidad como fruto de un momento infantil de su caminar, en el cual sus numerosos temores, ignorancias e impotencias hubieran sido las causas de la invención y proyección de una realidad trascendente. 3. La religión como encuentro con el Misterio La fenomenología religiosa nos presenta la relación del hombre con el Misterio bajo la forma de un encuentro «interpersonal» en el sentido de que el modo de referirse la persona humana al Misterio religioso se verifica a través de las categorías que el hombre utiliza en las relaciones interpersonales. Al Misterio se le habla, se le escucha, se le honra, se le pide, se confía en él. Al Misterio se le reconoce, se le agasaja, se le ofrece y se espera en él. Las categorías con las que se entra en contacto con él no son las utilizadas en la relación con las cosas sino las que utilizamos en la referencia a las personas. De ahí que el encuentro sea una categoría básica para entender la forma de referencia al misterio religioso14.

PASCAL, B.: Pensamientos, n.o 553 Edic., Brunsvicg. Sobre este tema puede verse el espléndido libro de J. MARTÍN VELASCO: El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Cristiandad, Madrid, 1976. 13 14

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Muchas de las dificultades, objeciones y desviaciones que, sobre todo a partir de la cultura de la modernidad, se ciernen sobre la religión, se deben a una mala comprensión de la naturaleza del fenómeno religioso. Hoy la filosofía personalista ha contribuido grandemente a ahondar en el tema del encuentro interpersonal proporcionando así también abundantes luces para iluminar la naturaleza del encuentro religioso. El ser humano no es algo constituido previamente a sus referencias hacia lo otro. Se hace con las cosas y con los otros. Hay dos modos radicalmente diversos de referencia del yo personal con su entorno. Uno el expresado en la referencia yo-ello, yo-cosa; y otro radicalmente distinto y expresado en la relación yo-tú. «Cuando se dice tú, quien lo dice no tiene ninguna cosa como su objeto»15. La referencia al ello, a la cosa o a lo tratado como tal es de objetivación. La relación con el tú es de encuentro. En el encuentro yo-tú no hay tenencia alguna ni posesión objetiva, sino que el yo y el tú se hacen recíprocamente en ese dejarse ser mutuo que constituye la relación interpersonal. La libertad y la alteridad se garantizan a la vez. Toda pretensión de posesión o de objetivación supondría la desaparición del otro. Este misterioso pero real encuentro interpersonal yo-tú nos descubre hoy con mayor claridad que nunca un ámbito de relación que ilumina la posibilidad de entender la relación religiosa del hombre con la realidad del Misterio religioso. «La relación con el ser humano es el verdadero símbolo de la relación con Dios, en la cual la invocación recibe la verdadera respuesta»16. A pesar de la inconmensurable distancia de la trascendencia de Dios, el hombre puede relacionarse con él dejando ser al Misterio al reconocerle como radicalmente distinto, frente al cual se siente anonadado en su polvo y ceniza. No se puede negar que la vivencia concreta de esa relación con el Misterio de Dios no siempre, de hecho, cumple esas condiciones. La tentación del hombre de manipular al Misterio estará siempre presente, pero ese riesgo no invalida la posibilidad y el hecho de verdaderas actitudes religiosas frente a la realidad de Dios. A la vez, la llamada de Dios al hombre no es una intromisión destructora, sino una apelación a su respuesta y compromiso en la libertad más genuina. Como dice muy bellamente Gabriel Marcel «si yo Te pertenezco, esto no quiere decir: Yo soy Tu posesión. Esta misteriosa

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BUBER, M.: Yo y tú, Galatea-Nueva Visión, Buenos Aires, 1956, p. 10. BUBER, M.: o.c., p. 94.

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relación no se sitúa en el plano del tener, como sería el caso si Tú fueses una potencia finita. No solamente Tú eres libertad, sino que Tú me quieres, Tú me suscitas a mí también como libertad, Tú me llamas para que me cree, Tú eres esa llamada misma. Y si yo me rehúso a ella, es decir, a Ti, si me obstino en declarar que no pertenezco más que a mí mismo, es tanto como si me emparedase; es como si me aplicase a estrangular con mis manos esta realidad en cuyo nombre creo resistirte»17. Estas ajustadas precisiones sobre el verdadero sentido del encuentro religioso nos ayudan a superar muchos de los malentendidos de la conciencia moderna respecto a la salvaguardia de la iniciativa y libertad humanas ante la trascendencia del Misterio. La persona humana no es impulsada a un mero abandono en el Absoluto sino que es interpelada en busca de una respuesta libre, responsable y comprometida tanto respecto del mismo Misterio de Dios como en referencia a todas las relaciones que, como persona, mantiene con los otros y con las cosas. El descentramiento de sí mismo para centrarse en el Misterio que caracteriza a la actitud religiosa no es una condición impuesta desde el exterior que anulara la entidad y el ser mismo de un yo autónomo, sino el encaje razonable del «absoluto relativo» que constituye el hombre en el Misterio Absoluto de la Realidad Ultima y Trascendente. La oposición radical entre la libertad del hombre y la autonomía del Misterio absoluto de Dios ha originado la extremación del llamado humanismo de la libertad. En él y en sus consecuencias se halla el reto más serio, profundo y desafiante que tiene planteado la conciencia religiosa. ¿Es realmente incompatible con Dios el hombre adulto, el hombre que ha logrado entender y realizar de modo adecuado la riqueza y el alcance que lleva entrañados la libertad humana? Este reto no puede ser ni temido ni negado. Refleja el punto más álgido del conflicto de humanismos que se halla en la base de toda postura de increencia. El reto debe ser plenamente aceptado, ya que la postura de radical inmanencia que supone y encierra es precisamente el punto de partida más fecundo para una salida a la trascendencia, a la afirmación de Dios ya implicada como su misma condición de posibilidad. Se impone el aceptar el carácter autocreador y autoconstituyente del hombre en su libertad. Lo importante es descubrir qué significa,

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MARCEL, G.: Filosofía concreta, Revista de Occidente, Madrid, 1959, p. 117.

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mejor dicho, qué implica necesariamente este sentido autocreador de la libertad humana. Va a ser la más genuina y plena fidelidad al hombre la que descubra, no su oposición a Dios sino la constatación de su existencia como condición de posibilidad de la misma realidad humana. Como dice certera y profundamente Zubiri, «el problema de Dios no es una cuestión que el hombre se plantea como pueda plantearse un problema científico o vital, como algo que, en definitiva, podría o no ser planteado, según las urgencias de la vida o la agudeza del entendimiento, sino que es un problema planteado ya en el hombre, por el mero hecho de hallarse implantado en la existencia. Como que no es sino la cuestión de este modo de implantación»18. «La cuestión acerca de Dios se retrotrae así a una cuestión acerca del hombre. Y la posibilidad filosófica del problema de Dios consistirá en descubrir la dimensión humana dentro de la cual esa cuestión ha de plantearse, mejor dicho, está ya planteada»19. El tema no vendrá reflejado por una disyuntiva que obligue a escoger entre el hombre o Dios, sino por una clara conjunción que ligue indisolublemente el hombre y Dios. Es precisamente la más genuina fidelidad al hombre la que le obliga a «salirse», en algún sentido, de sí mismo, si quiere recuperar, recoger el sentido de su ser. Esta paradoja no bien resuelta está siempre en el fondo de la posibilidad de toda increencia. La tentación de suficiencia, que encierra el humanismo ateo de la libertad y sus múltiples manifestaciones, está en el rechazo de todo lo que suponga, de algún modo, objetividad o imposición, por entender que atenta siempre contra la intimidad y la autonomía. Sin embargo, paradójicamente resulta todo lo contrario. El afán extremado de subjetividad y de antropocentrismo es lo que lleva al hombre al aislamiento y la soledad. Como dice acertadamente Gabriel Marcel20, ese intento de autocentrismo exagerado revela un esquema del «tener», que al final resulta empobrecedor. Se quiere poseerse como se poseen las cosas. Y ésto es una esclerosis que empobrece. El camino de salvación, de realización para el hombre está en renunciar a esta avara posesión de sí mismo para abrirse. Entonces y sólo entonces se realiza y se universaliza.

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ZUBIRI, X.: Naturaleza, Historia, Dios, Ed. Nacional, Madrid, 1955, p. 320. ZUBIRI, X.: o.c., p. 312. Cfer. MARCEL, G.: Être at avoir, Aubier-Montaigne, Paris, 1935.

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El hombre sólo se hace cuando se abre a las cosas como cosas y a los otros como otros, como tús. Y finalmente al Tú absoluto y realizador. De esta manera no tiene lugar la objeción del humanismo contemporáneo que, en extremo celoso de la autonomía del hombre y temeroso de cualquier alienación que pudiera dibujarse en el horizonte de su existencia, rechaza frecuentemente a Dios, viendo en él a un rival del hombre. La razón humana, y mucho menos la fe, no nos descubre un Dios extraño, cuya presencia fuera obstáculo y riesgo de muerte para la conciencia del hombre, sino un Dios presente, connotado y afirmado en la realidad humana, como fundamento y plenificación del hombre. Dios no es descubierto como un objeto al final de un proceso largo de reflexión, sino que es la condición de posibilidad del hombre mismo y de su acción. De esta forma, se obvian, a la vez, dos obstáculos importantes. De una parte, se está al abrigo de toda interpretación de la trascendencia que fuera límite o disminución de la autonomía del hombre. Y, por otra, se evita todo peligro de cosificación, como el que lleva consigo una concepción similar a la de un Dios-objeto. No se trata de ningún objeto encontrado en una búsqueda en tercera persona, como dice muchas veces la antropología contemporánea, sino de la afirmación de Dios como condición misma de posibilidad del obrar y del ser humanos. El hombre resulta ser de posición excéntrica. De ahí le surge su innata constitución utópica. No se encuentra equilibrado ni explicado sólo desde sí mismo. «No puede ser entendido en su mismidad más que desde fuera de sí mismo»21. De ahí que la fidelidad a sí mismo le lleve necesariamente a trascenderse, a superarse, a autoexplicarse en la trascendencia plenificante del Misterio religioso. Dios no sólo no es amenaza, ni vaciamiento, ni temor expoliativo, sino la respuesta humanizadora por excelencia. Es buscar el sitio, la razón, el lugar adecuado para el hombre. Es verdad que la religión es un descentramiento del hombre para centrarse en Dios, un trascenderse a sí mismo para centrarse en Dios. Este movimiento puede tener, de hecho, dos lecturas, que originan los dos humanismos contrapuestos: la que presenta el movimiento como deshumanizador por sacar el centro del hombre de sí mismo; o la que

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lo presenta como el único posibilitador del lugar propio y realizativo que el hombre tiene y que al hombre corresponde. O Dios la miseria del hombre, o Dios la gloria del hombre. La opción por una u otra de estas posibles lecturas exige no sólo el esfuerzo esclarecedor de la reflexión filosófica y teológica sino, sobre todo, el esfuerzo del compromiso del creyente, mediante el cual pueda testimoniar en la vida que el humanismo tiene su posibilidad real únicamente en su apertura a Dios. El reto de la increencia no es principalmente teórico, sino tema de vida y acción para el creyente. Por eso, como decía De Lubac, prescindiendo de si el hombre pueda organizar o no el mundo sin Dios, lo que interesa es mostrar «que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarlo contra el hombre. El humanismo exclusivo será siempre un humanismo inhumano»22. El creyente cristiano no sólo no debe temer el desafío de ningún humanismo que reclama para el hombre la gloria de ser libre, y por consiguiente esa dosis de absoluto que encierra siempre el misterio de la libertad. El tema de Dios es original y radicalmente el tema del hombre, ya que la fidelidad a la propia realidad humana es el camino fecundo del encuentro con Dios. Nietzsche lanzaba un duro desafío a la creencia cuando le hace decir a Zaratustra: «Os voy a hablar con el corazón, amigos míos, si hubiese dioses, ¿podría soportar yo no ser un Dios?»23. El creyente cristiano no se asusta ante este desafío. Más aún, se siente cercano a él, ya que apoyado en su fe aspira también a ser Dios. Varía radicalmente el modo como pretende serlo. Este es el dilema para el hombre, según la exacta y preciosa expresión de Blondel: «O excluir de nosotros toda otra voluntad distinta de la nuestra, o entregarnos al ser, que no somos nosotros, como al único salvador. El hombre aspira a ser dios. El dilema es este: ser dios sin Dios y contra Dios; o ser dios por Dios y con Dios»24. Cerrarse no es conservarse, sino perderse. El egoísmo y la tentación de autosuficiencia son elementos permanentemente presentes en la existencia humana, que con facilidad inclinan al hombre a pretender marchar solo y orgullosamente. «El ser humano no va hasta el fin de su exigencia mientras no consiente en desapropiarse, en buscar su centro y su punto de equilibrio

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DE LUBAC, H.: El drama del humanismo ateo, Epesa, Madrid, 1949, p. 13. NIETZSCHE, F.: Así habló Zaratustra, Alianza Edit., Madrid, 1987, p. 87. BLONDEL, M.: La Acción 1893, B.A.C., Madrid, 1996, p. 404.

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en el infinito. No se es plenamente hombre mas que aspirando a ser Dios. Pero no se llega a ser Dios mas que por Dios»25. 4. Religión o ética. ¿Identificación? El especial acento de la tirante dialéctica Dios-hombre específica de la modernidad tiene muchas manifestaciones de todo tipo. Una de las más significativas, y de grandes consecuencias prácticas, se halla en un proceso cada vez más acentuado de reducción de la religión al fenómeno ético. Ya se ha hecho una referencia anteriormente a este proceso al hablar de cómo la objección humanista busca hoy no tanto el enfrentamiento con el fenómeno religioso, sino la posibilidad de una evolución del mismo que lo hiciera más asequible a determinados cánones de la modernidad. Pero la trascendencia de este proceso nos obliga a una consideración más amplia. No cabe duda que en el horizonte de la dimensión última del hombre aparecen esas actitudes que llamamos ética, reflexión metafísica y religión. Todas ellas son dimensiones de absoluto que se hacen patentes en la realidad humana, pero no se identifican entre sí ni son meramente intercambiables. La historia del pensamiento nos muestra una larga discusión centrada sobre todo en las relaciones entre el horizonte metafísico y el horizonte religioso26. Al ser tan próximas estas manifestaciones en la conciencia humana se ha producido, sobre todo en ambientes y climas racionalistas, una indebida identificación entre religión y metafísica. El caso más significativo lo representa Hegel, que en su amplia Filosofía de la Religión nos presenta un pretendido concepto de religión vaciado de todo específico contenido religioso e identificado en último término con la actividad filosófica. Así puede decir Hegel, «El ámbito de la religión es lo que se denomina lo racional y luego, más precisamente, lo especulativo». Y a continuación, como completando y explicitando lo dicho, añade: «Entonces el punto de vista de la religión es, en general, el siguiente: la actitud afirmativa de la conciencia, de la conciencia en general, en el sentido de que lo verdadero con lo que se relaciona la conciencia abarque en sí todo contenido, y esta actitud de la concien-

DUMÉRY, H.: Raison et religion dans la philosophie de l’action, Du Seuil, Paris, 1963, p. 259. 26 Sobre esta cuestión quizá sea MAX SCHELER quien haya arrojado más luz en su famosa obra De lo eterno en el hombre, Revista de Occidente, Madrid, 1940. 25

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cia hacia la verdad es, con ello, ella misma, su punto de vista supremo y absoluto. Lo que acabamos de decir puede valer en general como concepto de religión»27. Pocas nociones pueden estar más alejadas de la realidad de la religión que ésta propuesta y desarrollada ampliamente por Hegel. El fenómeno religioso es una parcela de la experiencia humana con una especificidad y singularidad tal que en modo alguno puede identificarse con un saber aunque sea absoluto o de lo absoluto. Un equívoco semejante se ha ido abriendo paso, de hecho, en el pensamiento actual entre la dimensión religiosa y la dimensión ética. Es verdad que tanto el saber de ultimidad, que busca la actitud filosófica, como el seguimiento del bien, que se impone a la conciencia ética como un imperativo categórico, son actitudes de referencia a lo absoluto. La verdad y el bien son dimensiones que no hacen referencia a otra apelación ulterior, se apoyan y se imponen por sí mismas. O dicho de otra manera, son dimensiones de absoluto. Lo cual manifiesta la vecindad indudable que existe entre religión y esas otras dimensiones, pero no toda dimensión de absoluto es religión. La moderna fenomenología de la religión nos ha ido perfilando con nitidez los rasgos específicos de la experiencia y actitud religiosa. Por una parte la persona humana ante el Misterio religioso experimenta un verdadero encuentro con él, que cae dentro de la relación de interpersonalidad. Es la persona en cuanto totalidad indiferenciada, que se expresa en el tú como centro, resumen e indivisión, la que se relaciona a modo de encuentro interpersonal con el Tú Absoluto. Es el momento de inicial indivisión del espíritu humano el que se pone en juego en la primigenia relación religiosa. Por otra parte, precisamente por eso, la actitud religiosa implica la salvación de la persona como totalidad que encuentra un sentido último y definitivo al trascendente en el Misterio al que re-conoce como la Realidad Absoluta y que es la respuesta a su omniabarcante radical condición de creatura. Por todo ello los estudiosos del fenómeno religioso colocan a la religión como la primigenia manifestación de lo absoluto al hombre antes que las otras manifestaciones, como pueden ser la ética o el saber de ultimidad. Max Scheler hablando en concreto de la realidad de los aspectos religioso y metafísico en el hombre dice: «Me parece que no hay duda

27 HEGEL, G.W.F.: Lecciones sobre filosofía de la religión, Alianza Editorial, Madrid, 1984, I, pp. 205-206.

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de que el religioso es el más originario, y no sólo en sentido empíricopsicogenético, sino en el sentido del orden esencial del origen de ambos modos de conocimiento en el espíritu del hombre»28. Del mismo modo se expresa Martín Velasco al hablar de la religión: «Esta actitud es la respuesta a la aparición de lo divino, del Misterio, al que podíamos describir ahora como la primera manifestación al hombre del Absoluto, hecho interlocutor, constituido en Tú para la persona, antes de pasar por la difracción que le impone el contacto con las dimensiones múltiples de la condición humana»29. La radical unidad y fecundidad del espíritu humano es la que da lugar también a otras expresiones de relación con lo absoluto cuando es captado o referido de distintas maneras y mediante actos también diferentes. La unidad del espíritu humano explica la conexión, conformidad y vecindad de esas diversas relaciones de absoluto. Y, a su vez, la diversidad y variedad de conductas, fines y actitudes del mismo espíritu explica la multiplicidad y diversidad de resultados. Unas veces el hombre, frente a una problemática de radicalidad y ultimidad, busca la verdad y el saber. Es su razón la que se acerca al conocimiento y explicación del sentido de lo absoluto de lo real. Está tomando entonces una actitud de búsqueda filosófica o metafísica, que constituye un aspecto de alguna manera diferenciado y concretado de la actividad humana acerca de lo absoluto. Otras veces el hombre se encamina en el seguimiento del bien que se impone a su voluntad con la exigencia de absoluto que le acompaña y que manifiesta por ello su radicalidad y ultimidad indudables. Está entonces tomando una actitud ética, que constituye también un aspecto de alguna manera diferenciado y concretado de la actividad humana acerca de lo absoluto. Tanto la religión como la ética y la actitud filosófica o metafísica son referencias ciertamente de absoluto, pero con una diferencia fundamental entre ellas. Mientras la ética y lo que hemos llamado metafísica, son momentos diferenciados y determinados de la actividad humana sobre lo absoluto que el hombre es capaz de descubrir y experimentar, la religión implica la referencia al Misterio Absoluto descubierto cuando la totalidad indiferenciada de la persona se abre como un tú, es decir como centro y resumen de su realidad total, al encuentro con el Tú Absoluto. SCHELER, M.: o.c., p. 91. MARTÍN VELASCO, J.: Introducción a la fenomenología de la religión, Ed. Cristiandad, Madrid, 1978, p. 200. 28 29

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Es preciso afirmar, a la vez, la diferencia fundamental que distingue esas diversas actitudes del hombre así como su proximidad y su vecindad debido a que se trata de posiciones manifiestamente referidas a la dimensión de ultimidad o de absoluto que el hombre es capaz de captar. De lo dicho se desprenden un par de consideraciones que es importante señalar por las consecuencias que implican. La actitud religiosa conlleva obviamente elementos de razón y también de deber o de ética. Por esta razón la religión implica siempre una ética como aparece claramente en la historia de las religiones donde el Misterio Absoluto es el garante del bien y de su exigencia para el sujeto religioso. Pero la religión no engloba formalmente a esas otras dimensiones de absoluto. No obstante contribuye a desarrollarlas, ya que al implicar la totalidad indiferenciada de la persona no puede menos de contribuir a su cultivo. Y, sin embargo, la ética no implica necesariamente una religión, ya que la relación del hombre con el bien, con el deber y su absoluta exigencia, pone en juego un aspecto diferenciado y concreto de la persona y de su relación con lo absoluto. En la dimensión ética no es la totalidad indiferenciada del tú personal la que entra en relación de encuentro interpersonal con el Tú Absoluto como ocurre en la actitud religiosa expresada en una verdadera relación de encuentro. Por ello mismo resulta más fácil, de hecho, la pérdida o el oscurecimiento en la persona de la dimensión religiosa que la de la dimensión ética. En efecto, si se deteriora algún aspecto de la totalidad de la persona en su compromiso de encuentro con el Misterio lógicamente repercute en el fenómeno religioso que se debilita o desaparece. Sin embargo no ocurre necesariamente lo mismo con la dimensión ética que aparece más perdurable, ya que su referencia a la ultimidad es más diferenciada y menos totalizante. Habida cuenta de lo dicho, y en virtud de que la ética y la búsqueda radical de la verdad constituyen relaciones del hombre con lo absoluto, se pueden constituir en elementos que predisponen al hombre a la apertura y la aceptación del Tú Absoluto religioso. Pueden ser vías propedéuticas al fenómeno religioso precisamente porque se encuentran en los aledaños del mismo al implicar al hombre en la dimensión de ultimidad o de absoluto. Todo ejercicio de las dimensiones trascendentales predispone y puede abrir a la persona humana a la aceptación religiosa del Misterio. También la dimensión estética de la belleza participa en cierto sentido de esa referencia de ultimidad. Así ha podido decir bellamente Maritain que «el ateísmo de un poeta nunca puede dar una seguridad total»30.

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MARITAIN, J.: Búsqueda de Dios, Ed. Criterio, Buenos Aires, 1958, p. 78.

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Pero el hecho de que estas diversas actitudes humanas de absoluto puedan constituir momentos propedéuticos para la religión, por moverse en la vecindad de los aledaños de la misma, de ninguna manera autoriza el poder considerar alguna de esas actitudes como identificable con el fenómeno religioso. Este posee unos rasgos característicos, de los que ya hemos hablado, que lo constituyen en algo verdaderamente singular y original. Esta consideración es hoy especialmente importante y oportuna ya que, como se ha indicado anteriormente, el proceso secularizador de la cultura con frecuencia se orienta en una línea de reducción de la religión a la mera dimensión ética, constituyendo éste uno de los modos más sutiles de vaciamiento efectivo del contenido religioso, presentándose además bajo capa de modernidad y de forma actualizada y progresista del hecho religioso. 5. El proceso desmitificador en la cultura moderna Un proceso, que se puede llamar desmitificador, es inherente al avance de la cultura. El progreso del saber racional y sobre todo del saber científico, que tiene la intención de descubrir la objetividad científica de lo real, es lógico que provoque un momento desmitificador de aquellos procesos cognoscitivos y de interpretación de la realidad que se acercan a ella principalmente a través de las mediaciones simbólicas. Es obvio que la religión utiliza ampliamente el lenguaje simbólico en su acercamiento al Misterio y en todas sus relaciones con el mismo. Hoy es de dominio común, si se puede hablar así en una cultura tan diversa y plural como la nuestra, el reconocimiento del valor y la riqueza originaria del símbolo como medio de acercamiento a todas las dimensiones de lo real, pero especialmente a las que dicen tener relación con la trascendencia. Las razones de la necesidad de la expresión religiosa simbólica se pueden reducir a las siguientes: El conocer humano es un conocer vertido inmediatamente a la realidad de lo sensible con su objetividad concreta y determinada. Si la religión implica una referencia al Misterio trascendente se impone una mediación simbólica para poder llegar en alguna medida a la realidad suprasensible del Misterio. Por otra parte, si se añade el carácter de relación de alguna manera interpersonal del encuentro religioso, se requiere un conjunto de relaciones sobre las cuales se establece esa referencia relacional al Misterio. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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Finalmente, si tenemos en cuenta que la vivencia religiosa adecuada se desarrolla también de modo comunitario, aparece una nueva razón que explica la necesidad de un lenguaje inteligible y común que haga posible la vivencia comunitaria religiosa. De esta manera ha nacido todo ese conjunto de acotados de espacios, de tiempos, de acciones, de cosas, que constituye lo que llamamos sacralidades propias de todas las religiones y obviamente también del cristianismo. Estas formas simbólicas de las sacralidades llevan potencialmente inherente una ambivalencia cuyas expresiones serían la actitud iconoclasta que tiende a separar excesivamente la relación entre el símbolo y lo simbolizado, y la actitud idolátrica que tiende excesivamente a identificarlos31. Ninguna de las dos es capaz de dar cuenta debidamente de la expresión adecuada del fenómeno religioso. La primera porque, en su manifestación extrema, la hace imposible al desvincular el símbolo de los simbolizado reduciendo al silencio la dimensión religiosa trascendente. La segunda porque, en su manifestación extrema, desvirtúa el contenido religioso al reducir lo pretendidamente simbolizado a la materialidad e inmediatez de una concreción que resulta idolátrica. Una actitud equilibrada tiene que respetar el carácter en principio siempre relativo de cualquier símbolo religioso, y, a la vez la necesidad de esas mediaciones simbólicas para acceder a la relación con el Misterio trascendente. Sólo esta permanente actitud dialéctica puede respetar la verdadera condición antropológica y su manera de estar y relacionarse con el Misterio. El proceso desmitificador, que es connatural al concreto desarrollo de la cultura contemporánea, es perfectamente asimilable siempre que no conlleve implícito el «a priori» de una descalificación de todo lo que no sea conocimiento científico y sensible. En el campo de la expresión religiosa el verdadero sentido de un proceso desmitificador no puede ser ni el de eliminar los símbolos que haría imposible, de modo apriorístico, una expresión y vivencia religiosa; ni siquiera tampoco el de una obsesiva sustitución por otros pretendidamente más adecuados al momento cultural presente, que siempre es fugaz. Su función debe ser la de ayudar y enseñar a saber leerlos de modo dialéctico, recalcando su relatividad concreta y su necesidad permanente para hacer posible una expresión religiosa sim31 Sobre estas cuestiones, puede verse el magistral estudio de MIRCEA ELIADE: Tratado de Historia de las religiones, Biblioteca de Cuestiones Actuales, Madrid, 1954.

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bólica, que es fundamental dado el modo de ser y conocer de la realidad humana. Hoy existe una especie de enemiga bastante generalizada respecto de los acotados de las sacralidades que realiza la religión. El crecimiento de la autonomía científica lleva a algunos a creer que esos acotados resultan ser un verdadero obstáculo para el reconocimiento de dicha autonomía. Pero eso es un craso malentendido. Evidentemente las sacralidades son acotados no de algo en sí sacral sino acotados funcionales para que sea posible la vivencia de la dimensión religiosa habida cuenta de la condición humana. En un primer momento aparecen como categorías yuxtapuestas al resto que son las profanidades, pero en realidad son categorías que hay que entender dialécticamente. La relación del hombre con el Misterio trascendente no se da sin la mediación de determinadas categorías tomadas de la interpersonalidad, como pueden ser el diálogo, el ruego, la petición, la espera, la confianza, la donación, el regalo. Para que todo eso pueda ser vivido, son precisos esos acotados a través de los cuales aflora y se expresa la profunda relación interpersonal. No es que primero se tenga la actitud religiosa y después se busquen símbolos para expresarla; es que la actitud se adquiere mediante los símbolos. No se da el encuentro con el Misterio más que pasando por las mediaciones simbólicas. En el afán de encontrar razones para la superación de esos pretendidos obstáculos que constituirían las sacralidades se acude, a veces, al proceder de los místicos o de los grandes genios religiosos. Es manifiesto que el místico o el genio religioso ha llegado a sensibilizarse profundamente para lo religioso a través de una experiencia prolongada e intensa de vivencia religiosa, sin prejuzgar tampoco la posible predisposición subjetiva para ello. Ha ido ensanchando, si así se puede decir, los acotados de sacralidad hasta hacerlos casi desaparecer para encontrar de hecho en la realidad, como un todo, el gran símbolo de la trascendencia. Por eso históricamente se han dado lecturas diversamente tergiversadas de algunos escritos o textos de místicos interpretándolos, a veces, como panteísticos a medida que se leían en clave exclusivamente inmanente del Absoluto; o, a veces, como materialistas cuando no se encontraba sino la afirmación de la pura y simple inmanencia de la materia. No cabe duda que una vivencia cercana a la mística sea quizá la expresión más adecuada de la dimensión religiosa, pero eso no autoriza ni a convertir de golpe en místicos a todos los humanos ni tampoco a desconocer la común condición humana cayendo en una concepción espiritualista y racionalista del hombre. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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También es cierto que la sensibilidad hondamente inmanente de nuestra cultura debe ser tenida en cuenta para no colocar obstáculos innecesarios para una recta comprensión del fenómeno religioso en nuestros días. Todo lo que se pueda hacer en este sentido debe ser claramente valorado y estimado. No obstante no se puede ignorar que la desacralización se realiza frecuentemente en nuestra cultura mediante una negación explícita o implícita de la trascendencia y una afirmación exclusiva de la inmanencia significando con ello la autonomía radical de lo real. Esta es entonces el resultado de una destotalización de la verdadera totalidad de lo real verificada por una visión exclusivamente científico-positiva del mundo. De esta manera, la mera y sola autonomía de la realidad es como elevada de plano y trasformada en una especie de teonomía vaciada de todo contenido y convertida en una hipotética religión de la modernidad desarrollada. Por eso resulta sorprendente, tanto por la ingenuidad como por la ignorancia que supone, el pretender que una dimensión de la realidad encerrada en la sola inmanencia de la autonomía radical de lo real pueda ser presentada, a veces, como una especie de religión adecuada para el hoy de la cultura desmitificada y el mañana de un mundo verdaderamente desarrollado. Con frecuencia se minusvaloran los acotados sacrales necesarios para una vivencia religiosa bajo el pretexto de que constituyen pretendidos obstáculos para el avance y la autonomía del mundo. La expresión frecuente de que «Dios se ha hecho mundanalmente innecesario» es un ejemplo de cómo se pueden confundir planos de consideración diferentes y originar así malentendidos manifiestos. Esa expresión es perfectamente aceptable si resulta ser la mera lectura de un plano de pensamiento o de consideración resultante de la sola visión acotada que puede realizar y realiza el saber positivo-científico. El nivel de referencia de ese acotado resultante de la metodología de la ciencia positiva es un momento de consideración en el que no aparece, ni tiene por qué aparecer, la dimensión de ultimidad que lleva consigo lo real. Dentro de ese nivel se puede afirmar que «Dios se ha hecho mundanalmente innecesario». Eso sería la afirmación del «agnosticismo» inherente a una metodología del saber, que, en su fin y estructura, no pretende interpretar la realidad en su totalidad, sino medirla y manejarla en alguna manera. Pero cualquier realidad, y obviamente el mundo en su conjunto, se «resiste» a ser considerado exclusivamente desde la mera visión positiva de ese momento del conocer humano. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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La razón, llevada por la propia realidad, se adentra en las condiciones últimas de la misma y saca a luz el carácter más que necesario de ese Misterio que la envuelve. Por eso, tanto en un mundo que se ha hecho más consciente de su autonomía a través de su desarrollo científico como en otro menos consciente de la misma debido a su diverso momento cultural, tiene vigencia y sentido la afirmación de la teonomía del Misterio de Dios. Autonomía y teonomía no son antitéticas sino expresiones que se predican de la realidad bajo dos momentos de consideración que sólo son separables metodológicamente, pero que ambos constituyen el único todo verdaderamente real. Quizá sea útil en este momento hacer referencia a esa figura de gran testigo cristiano que fue Dietrich Bonhoeffer. En sus conocidas y bellas cartas de cautividad32 hace una crítica radical a la religión oponiendo a ella una desnuda fe en Jesucristo. Sus textos epistolares no ofrecen ciertamente un acabado perfilado como quizá lo hubiéramos tenido en otras expresiones más técnicas. «Y nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo etsi Deus non daretur. Y esto es precisamente lo que reconocemos... ¡ante Dios!; es el mismo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. Nuestro ser, que se ha hecho adulto, nos lleva a reconocer realmente nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios»33. Este texto, que viene a ser el resumen de la tesis expuesta en la mayor parte de sus famosas cartas, encierra una clara paradoja, que es preciso esclarecer. Por una parte es una afirmación de la progresiva autonomía del mundo y del hombre merced al desarrollo cultural que ha impulsado su historia. Esta autonomía es ciertamente el fruto positivo de su amplio desarrollo como persona libre. Sin embargo Bonhoeffer trata de oponerla radicalmente a una heteronomia para él inherente a «la» religión, que habría convertido necesariamente a Dios en un tapaagujeros, en una hipótesis de trabajo, en un «Deus ex machina», que al aparecer en una línea de homogeneidad con las causas y razones humanas, se ve obligado a rechazar tajantemente como obstáculo a la mayoría de edad del hombre. El autor refleja un concepto de religión que atribuye a los pensadores cristianos, donde Dios aparece como resolviendo a los hombres las incógnitas de su ignorancia o las deficiencias y temores de su vida. No se pueden negar las deficiencias e imperfecciones que el lenguaje religioso llevará siempre consigo, pero es demasiado simplista reducir la

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Cfer.: BONHOEFFER, D.: Resistencia y sumisión, Ariel, Barcelona, 1969. BONHOEFFER, D.: o.c., p. 209.

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noción de religión a una visión tan superficial y poco adecuada. Sin embargo, como simple crítica a las formulaciones o vivencias inadecuadas de lo religioso constituye una aportación positiva. «Nos encaminamos hacia una época totalmente irreligiosa. Simplemente, los hombres, tal como ahora son, ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican de “religiosos”, ya no practican en modo alguno su religión»34. Esta afirmación, en sí misma de carácter simplemente sociológico, aparece también como elemento básico de su pensamiento, y viene a sugerir otra dimensión mucho más problemática y preocupante. ¿Está sugiriendo que no hay más realidad que la pura mundanidad inmanente? La vida de Dietrich Bonhoeffer es, en sí misma, un mentís manifiesto a esa pregunta. Fue un hombre de espiritualidad que puede ser calificada de mística. Y su muerte, un testimonio de entereza, de fe explícita, y de confianza en Dios. El médico del campo de concentración donde fue ejecutado lo vio arrodillado y rezando fervorosamente en la celda de los condenados. Sin embargo hay que reconocer que muchos de sus textos, dejados a su exacto tenor, plantean de nuevo el tema central de si se da ese equilibrio entre inmanencia y trascendencia que constituye la expresión adecuada de la religión. En otro momento de sus cartas se expresa así: «¿Qué es Dios? (...) El encuentro con Jesucristo: experiencia de producirse aquí un trastorno de toda existencia humana debido al hecho de que Jesús “no existe sino para los demás”. Este “ser enteramente para los demás” de Jesús: experiencia de la trascendencia»35. La ambigüedad del texto permanece, aunque la intención del autor es fácilmente imaginable ya que quiere resaltar la originalidad de Jesús, y colocar la fe en él como lo verdaderamente central en el cristianismo. Para una persona con la vivencia de una profunda experiencia del Dios de Jesús no cabe duda que la «existencia enteramente para los demás» es una expresión y una manifestación clara de la trascendencia y realidad de Dios inmanentizada en el amor al semejante. Algo distinto, sin embargo, habría que decir del valor en sí mismo de una afirmación similar, a la que no se matiza y se universaliza como adecuada expresión de una pretendida trascendencia. Al afirmar y aceptar la total mundanidad de lo real y con ello su crítica a la religión como incompatible con esa mayoría de edad del hom-

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BONHOEFFER, D.: o.c., p. 160. BONHOEFFER, D.: o.c., p. 224.

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bre ¿no parece reducir, en el texto, la experiencia de la trascendencia a una «existencia enteramente para los demás»? Ese es el tema, y sobre él hay que volver de nuevo más adelante. En una línea semejante se podrían hacer también reflexiones parecidas respecto de las principales manifestaciones de la llamada teología de la secularización de los comienzos de la década de los sesenta. Recordemos, por ejemplo, a autores, por otra parte tan diversos, como Robinson, Van Buren y Cox entre otros36. El proceso desmitificador, inherente de hecho y también de derecho al desarrollo de la cultura, pide una lectura en clave dialéctica de las expresiones simbólicas que emplea la religión para hacer posible la debida autonomía de lo real y su correspondiente progresiva conciencia. Pero de ningún modo autoriza la eliminación de la referencia trascendente al Misterio religioso cuya realidad ni merma ni se opone a la autonomía de lo real, ya que significa la respuesta y el sentido de la teonomía a la que apunta y refiere necesariamente todo lo real descubierta por la reflexión de la razón y manifestada previamente por el propio Misterio religioso. Los precisos y necesarios pasos desmitificadores en el ámbito de una cultura deben ser hechos siempre con el tacto y la prudencia suficientes con objeto de no perjudicar la adecuada expresión de lo religioso, que puede verse afectada en su delicado equilibrio por un desmesurado afán desmitificador que terminaría de hecho por hacer imposible dicha expresión habida cuenta de la verdadera condición humana. El mismo Mircea Eliade critica muchas veces37 la, para él, excesiva desacralización del mundo realizada por el cristianismo y añora el cristianismo de los campesinos rumanos que vivió de cerca y que representaba una especie de religión cósmica de gran fecundidad y significación. Recientemente Marcel Gauchet38 ha desarrollado una sugerente tesis, con indudables elementos de objetividad, según la cual el gran esfuerzo desacralizador del mundo realizado por el cristianismo y las grandes religiones de la trascendencia es el que ha hecho posible la modernidad, y ahora esa modernidad se vuelve precisamente contra la religión que la hizo posible. 36 ROBINSON, J.A.T.: Sincero para con Dios, Ariel, Barcelona, 1967; VAN BUREN, P.: El significado secular del Evangelio, Península, Barcelona, 1968; COX, H., La ciudad secular, Península, Barcelona, 1968. 37 Cfer: MIRCEA ELIADE: Fragmentos de un diario, Espasa-Calpe, Madrid, 1979. 38 Cfer: GAUCHET, M.: Le désenchantement du monde, E. Gallimard, Paris, 1985.

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En efecto, al subrayar insistentemente la trascendencia de Dios, se habría ido poniendo cada vez más y más lejos a la divinidad, y se colocaría a Dios tan «allá» que ya no interviene en el mundo ni deja huella en las cosas y en el comportamiento del hombre. Y un Dios que «no está en el mundo» no es Dios. Precisamente este progresivo alejamiento es el que, de hecho, habría ido haciendo cada vez más y más sitio para el hombre y el mundo. De esta manera se habría dado nacimiento a la modernidad y hecho sitio a la misma, para la que no existía lugar en un mundo sacralizado y religioso. Una vez asentada en su nuevo emplazamiento a la modernidad no le quedaba otra función que la de agradecer a la religión los servicios prestados y despedirse definitivamente de ella. Esa sería la situación actual en que se debate la relación entre cristianismo y modernidad. Esta interpretación muestra el camino y la dirección que un proceso unilateralmente desacralizador sigue inexorablemente. El adecuado equilibrio entre trascendencia e inmanencia, verdadera piedra de toque de la adecuada naturaleza y expresión del fenómeno religioso, se rompe y hace imposible el binomio autonomía-teonomía. Ya no queda sino la superación de la religión como incompatible con una verdadera mayoría de edad de la humanidad. La religiosidad para un mundo verdaderamente adulto y autónomo no puede consistir, como es obvio, en la negación de la dimensión trascendente de la realidad. Eso supone una mutilación de lo real con su empobrecimiento correspondiente. Pero el sistemático olvido de esa dimensión, a la que nada haría referencia después de una desacralización a ultranza, tampoco ofrecería respuesta alguna aceptable ya que la naturaleza humana precisa de realidades concretas que le vehiculen hacia la trascendencia del Misterio religioso en medio del mundo. Quizá una auténtica religiosidad mística fuera el camino para una cultura profundamente autónoma como la nuestra, pero lo que carece de sentido es declarar místicos por decreto a todos los sujetos humanos que busquen sinceramente un camino auténtico de religiosidad. El Himno del Universo de Teilhard de Chardin39 es sin duda un espléndido ejemplo de religiosidad para el hombre de hoy, pero en él se quiere expresar un equilibrio adecuado entre la trascendencia del Misterio de Dios y su perfecta inmanencia en la totalidad del gran símbolo del Universo del que no se ha extirpado su espontánea referencia a la trascendencia ni su posibilidad de evocarla en toda concreción, sino que se la ha subrayado manifiestamente.

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Cfer: TEILHARD DE CHARDIN: Himno del Universo, Taurus, Madrid, 1971.

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6. La religión implícita Las sensibilidades próximas al talante de la modernidad han intentado, en algunos momentos, caminos nuevos para explorar si cabe, sin la aceptación formal y explícita de una relación-encuentro con el Misterio religioso, alguna actividad humana que pudiera recoger la positiva herencia de la religión sin los pretendidos lastres que parecen hacerla poco asumible para la cultura de la modernidad. Es indudable que la persona humana cuando se implica sincera y seriamente en la búsqueda de la verdad y de la justicia, cuando persigue el bien como objetivo fundamental de su vida no sólo se realiza adecuadamente sino que además se relaciona con lo absoluto. Esas dimensiones son verdaderas dimensiones de ultimidad, como se ha dicho ya con anterioridad, pero eso, sin más, no es una relación religiosa, sino una relación ética o antropológicamente adecuada. La actitud ética tiene un momento manifiesto de autonomía, por lo que no significa sin más dimensión religiosa ni en sí misma ni en la intención del sujeto ético. El bien no es patrimonio del cristiano ni del hombre religioso; es patrimonio simplemente del hombre. De hecho la actitud ética puede darse, y se da, separada de la actitud religiosa. Más aun, una actitud ética determinada, sin referencia religiosa puede coincidir materialmente con otra que nazca de una raíz religiosa, pero en el fondo son diferentes ya que tienen una fuente, una base y un sentido diversos. La figura del «santo laico», tan frecuente en la literatura para significar una vida consagrada al servicio del bien y de la verdad pero ausente de toda dimensión religiosa, que explícitamente se rechaza, es paradigmática para expresar lo que decimos. En estas actitudes no existe dimensión religiosa. Y tampoco se puede hablar de religión implícita, a no ser como una licencia amplia del lenguaje, que no refiere nada propiamente religioso. La razón ha quedado expuesta de modo suficiente en lo que llevamos dicho. La religión implica una referencia de relación y encuentro con el Misterio trascendente al que se reconoce como tal y del que se espera la salvación de su condición finita y creatural. Nada de esto tiene lugar en una mera actitud ética aunque ella implique o signifique una dimensión de ultimidad o de absoluto. Obviamente no toda dimensión de absoluto es religión. Si no se trasciende lo intramundano no hay religión. Con ello se hace a la vez justicia a numerosas posiciones agnósticas o incluso ateas, que embarcadas en serios compromisos éticos, niegan explícitamente su condición religiosa, y que verían muy poco acertados algunos juicios que parecen, © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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en estas condiciones, identificar cualquier ateísmo como un criptoteísmo. Sin embargo, como también se ha indicado anteriormente, por tener esa condición de referencia a lo absoluto la dimensión ética puede ser de hecho un adecuado camino propedéutico a la religión debido a su vecindad en esa dimensión de ultimidad. Hoy se da un verdadero interés en el ámbito formativo cristiano por «educar en los valores», lo cual es digno de alabar sinceramente. Supone una conciencia clara de la importancia del compromiso ético en la verdadera religiosidad, y también el deseo de superar toda posible religión teórica o intimista que ha olvidado con frecuencia la exigencia ética que ineludiblemente le debe acompañar. El compromiso ético es un testimonio irrefragable de la autenticidad religiosa, y esto debe quedar suficientemente a salvo en toda circunstancia. No obstante, la educación en valores, si se reduce a los meramente éticos, no constituye una adecuada formación cristiana porque se privaría a ésta de lo más valioso y fundamental como es su explícita referencia a Jesucristo en quien el cristiano verifica su encuentro con el Misterio religioso de Dios. Algunos de los indudablemente meritorios esfuerzos de filósofos y teólogos cristianos por superar el peligro de una objetivación de Dios en los clásicos tratados de la teodicea y de teología fundamental quizá han servido, de hecho, como vehículo para una afirmación de las teorías de la religión implícita que hoy se sostienen en algunos ámbitos del pensamiento cristiano. K. Rahner en su amplia y fecunda aportación filosófica-teológica representa un extraordinario esfuerzo por tomar en serio la objeción kantiana que ha hecho suya la modernidad y aportar unas soluciones que pretenden, a la vez, la más clara afirmación de la trascendencia de Dios y el carácter personal del Misterio religioso. Es muy difícil, sin embargo, poder entender cómo se concilia esa relación de interpersonalidad cuando en sus doctrinas filosóficas se afirma de modo claro que el conocimiento de Dios por parte del hombre es sólo trascendental e inobjetivo, ya que para él toda otra posible relación categorial es siempre objetivante, y por consiguiente, destructora de la trascendencia. Nuestro conocimiento de Dios sólo se daría como condición de posibilidad de nuestros conocimientos categoriales de las realidades concretas. Esta doctrina la desarrolla ampliamente en sus dos obras filosóficas fundamentales Espíritu en el mundo y Oyente de la palabra. En esta última afirma: «para el conocimiento metafísico designa más bien Dios el fundamento absoluto de los entes y del conocimiento del ser, fundamento que se hace presente al espíritu cada vez © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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que el hombre pregunta por un ente en cuanto tal, pero que, con todo, no se conoce nunca sino como fundamento inobjetal de los entes»40. Rahner es perfectamente consciente de la dificultad que esa tesis en su exclusividad representa para una posible revelación de Dios al hombre y para el carácter plenamente personal del Dios de la religión cristiana. A ello dedica la mayor parte de esta obra filosófica que quiere ser una propedéutica a la escucha de la palabra revelada. El enorme y sutil edificio de la reflexión filosófica rahneriana en este punto no resulta, sin embargo, necesario para salvaguardar una relación no objetivamente con la realidad de Dios y, por otra parte, conlleva riesgos y consecuencias no siempre fáciles de resolver. En este siglo han surgido importantes corrientes de pensamiento y sistemas filosóficos que ponen muy en duda la necesidad de aceptar los presupuestos kantianos como medida para solventar la dificultad de la posible objetivación de Dios en el conocimiento humano sobre él. En la filosofía de Zubiri tenemos una crítica de fondo a los pilares fundamentales del idealismo trascendental y aportaciones positivas muy importantes para la filosofía de la religión que esclarecen este tema que estamos tratando. Zubiri desde el comienzo de su reflexión filosófica había llegado a la conclusión de que hay una zona primaria de encuentro entre la intelección y la realidad que no se halla a nivel conceptual. Para él la experiencia deja de ser exclusivamente objetual y pasa a ser definida como el comercio efectivo con las cosas reales. Citemos como síntesis de la tesis central de su trilogía de la Inteligencia Sentiente este texto: «Lo inteligido en aprehensión primordial y lo inteligido afirmativamente no son formalmente objetos. Sólo es objeto lo inteligido racionalmente»41. Lo cual quiere decir que la intelección sentiente no consiste básicamente en comprender o conceptuar algo, sino en actualizar lo real como real. Ahora bien, lo real aprehendido en cuanto real en el momento más primario y más elemental de la intelección no es objeto. Creer que a nivel intelectivo primario funciona la relación sujeto-objeto es una conclusión errónea. Por tanto la intelección sentiente supone el enfrentamiento con las cosas reales en cuanto reales, y no como substancias ni como objetos. De ahí que la relación sujeto-objeto no sea una actitud originaria sino más bien derivada. 40 RAHNER, K.: Oyente de la palabra, Herder, Barcelona, 1967, p. 20. El subrayado es nuestro. 41 ZUBIRI, X.: Inteligencia y Razón, Alianza Editorial, Madrid, 1983, p. 199.

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Todo esto tiene una extraordinaria importancia tanto para la antropología como para la temática de la filosofía de la religión, ya que cabe un saber religioso de Dios en el encuentro «a modo interpersonal» como lo describe y concibe la fenomenología religiosa, y como se realiza en la verdadera experiencia religiosa. No todo saber de Dios es un conocimiento objetivo con el peligro de objetivación que esto lleva consigo. Por tanto se supera esa afirmación básica de que a Dios sólo se le puede conocer de un modo inobjetivo en el horizonte de la trascendentalidad. La filosofía zubiriana rechaza de modo manifiesto que la intelección se identifique con conocimiento y mucho menos con conocimiento objetivo. «Conocimiento no es sólo ciencia pero tampoco es principalmente ciencia. Hay otros modos de conocimiento, por ejemplo el conocimiento poético, el conocimiento religioso, etc.; como hay también otras realidades conocidas que no son cosas, por ejemplo la realidad personal propia o ajena»42. Todo el movimiento personalista de la filosofía contemporánea ha contribuido también muy positivamente a dejar bien claro que en el encuentro recíproco de la interpersonalidad yo-tú se supera radicalmente todo peligro de objetivación. De esto se ha hablado anteriormente con ocasión de la descripción fenomenológica de lo que constituye el verdadero encuentro interpersonal que, de hecho, se constituye en modelo de la referencia de la relación de la persona con el Misterio religioso. La fenomenología religiosa describe hoy con precisión que en las religiones desarrolladas la referencia al Misterio se da, de hecho, a modo de verdadero encuentro interpersonal. Los presupuestos filosóficos de la doctrina de K. Rahner no parecen tener en cuenta estas fundamentales aportaciones de la reflexión filosófica actual, sino que se mueven en la línea de una metodología trascendental según la cual no cabe otro conocimiento y relación con Dios que como condición última de posibilidad de los conocimientos categoriales sobre las realidades concretas. Con estos presupuestos filosóficos de fondo, Rahner aboca en sus reflexiones teológicas a la afirmación de que el amor al prójimo explícito y categorial es el acto primario del amor de Dios entrando así en una posición de religión implícita y cristianismo anónimo con notables consecuencias. «Puesto que la referencia originaria a Dios es de índole trascendental y no categorial, puesto que está dada en la infinita habitud del

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espíritu del hombre por encima de toda objetualidad del mundo entorno y del mundo-consigo, por eso se da siempre originariamente la experiencia de Dios (en diversidad respecto de su representación específica en concepto particular) en una experiencia mundana. Y ésta no se da a su vez total y originariamente sino en la comunicación con el tú»43. La consecuencia obvia de estas afirmaciones no puede ser otra sino la de que el acto religioso específico y temático, con el que la persona humana se relaciona con el Misterio religioso, tiene que ser secundario respecto del afirmado como primario. Así nos dirá explícitamente: «El acto del amor al prójimo es, por tanto, el único acto categorial y originario en el que el hombre alcanza la realidad entera categorialmente dada, realizándose totalmente frente a ella y haciendo en ella una experiencia de Dios trascendental, gratuita, inmediata. El acto religiosamente temático es secundario frente a éste»44. Por todo ello, para él, el amor al prójimo se convierte en el acto primario del amor a Dios y no puede ser de otra manera. Por eso afirmará «el amor al prójimo categorial y explícito es el acto primario del amor a Dios que en el amor al prójimo mienta siempre, aunque atemáticamente, a Dios en trascendentalidad sobrenatural»45. Estas singulares doctrinas rahnerianas, aunque no haya sido esa en absoluto la intención del autor, parece que han contribuido a la tendencia, tan afín a la modernidad cultural, de una progresiva reducción de la religión a la ética e incluso de la teología a la antropología. La voz de alerta ha sido dada por eminentes teólogos como Hans Urs von Balthasar en su serio y famoso estudio Seriedad con las cosas46 donde realiza una crítica rigurosa, especialmente desde el punto de vista teológico y escriturístico tanto respecto de las tesis de Rahner en este punto, como de sus consecuencias. Pero el juicio crítico sobre las doctrinas de la religión implícita se extiende, también, a los fenomenólogos y filósofos de la religión47 ya que el fenómeno religioso implica un encuentro con el Misterio que es siempre mediado ciertamente por los símbolos de expresión, pero cuyo RAHNER, K.: Escritos de Teología, Taurus, Madrid, 1969, tomo VI, p. 288. RAHNER, K.: o.c., p. 288. 45 RAHNER, K.: o.c., p. 289. 46 Cfer: HANS URS VON BALTHASAR: Seriedad con las cosas. Córdula o el caso auténtico, Sígueme, Salamanca, 1968. 47 MARTÍN VELASCO, J.: El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, pp. 145-149. 43 44

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término es el Misterio mismo. Esta relación no es objetivante como no lo es tampoco la relación interpersonal yo-tú que sirve al hombre de modelo simbólico de su relación religiosa. Pero si el conocimiento de Dios fuera exclusivamente trascendental sería conocido únicamente como condición de posibilidad de nuestros conocimientos categoriales humanos y no como término de la relación religiosa. En ésta se da una verdadera piedad categorial que no es ni complemento ni derivado de una hipotética piedad trascendental que parece ser la consecuencia de los presupuestos filosóficos rahnerianos. Respecto de todo esto que estamos diciendo quizá sea oportuno añadir una nueva reflexión. Es cierto que en el fondo último las dos actitudes más radicales del hombre son la apertura en el amor y la cerrazón sobre sí mismo en el egoísmo. De ello se deduce que el hombre se realiza como tal en la apertura al tú y finalmente a Dios, e inversamente en la cerrazón del egoísmo no se realiza como hombre sino que resulta más bien un contra-ser. Estas dos posiciones encontradas, antes incluso de ser formales actitudes éticas, son verdaderas condiciones antropológicas, de «ser» o «contra-ser». Pero de ahí no se deriva que la actitud radical de apertura al otro en el amor como a un verdadero tú sea, sin más, una actitud religiosa siquiera implícita, a no ser como mera licencia del lenguaje. La actitud religiosa del hombre se decide frente al Misterio religioso mismo, y la actitud cristiana frente a la realidad de Cristo. Intentar que esas actitudes se decidan finalmente, al menos de modo implícito frente a la alternativa del amor auténtico o del egoísmo, no hacen justicia ni a la religión ni al cristianismo y conllevan consecuencias serias e importantes. Quizá no sea la menor cierta pérdida del vigor y la ausencia de la explícita evangelización en el mundo, que ha afectado a las actividades apostólicas y misioneras en recientes tiempos pasados. Una recta comprensión de las teorías de la religión implícita y sus pretendidas razones tampoco tendría que llevar consigo esas consecuencias, pero es obvio que parece, de hecho, favorecerlas. En las presentes reflexiones intencionadamente no nos adentramos en el complejo tema de los caminos de salvación que puedan existir en el interior del amoroso misterio de Dios. Todo eso forma parte de los inescrutables senderos de su providencia que no están, en manera alguna, a nuestro alcance. «Este designio universal de Dios sobre la salvación del género humano se realiza de un modo casi secreto en la mente de los hombres, pero también por esfuerzos, incluso religiosos, con los que el hombre busca de muchas maneras a Dios, para ver si a tientas lo halla o lo © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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encuentra, si bien es verdad que no está lejos de cada uno de nosotros. Estos esfuerzos necesitan ser iluminados y sanados, aunque, por benigna determinación del Dios providente, pueden considerarse alguna vez como pedagogía hacia el Dios verdadero o preparación evangélica»48. Hace ahora exactamente un siglo que M. Blondel, de su profunda y singular filosofía sobre la solución del problema del destino humano, extraía, en perfecta consonancia con su doctrina, entre otras, esta conclusión: «las exigencias de la razón, incluso siendo imperfectas, pueden servir diversamente de vehículo abstracto para la realidad concreta de la solución; y para las almas de buena voluntad, ciertas formas de creencia y acción intrínsecamente insuficientes o falsas pueden, a falta de conocimiento y gracias superiores, equivaler a la realidad ignorada por ellos, haciéndolas participar invisiblemente, en lo profundo de su vida, de lo que no tienen conciencia de poseer en sus pensamientos o en sus actos»49. A él hay que atribuir, sin duda, uno de los esfuerzos pioneros en los tiempos modernos por superar el extrinsecismo entre el orden natural y el sobrenatural. Mucho se ha avanzado felizmente en este campo de las relaciones entre lo humano y lo cristiano, que son y deben serlo siempre profundas e íntimas. El Concilio Vaticano II, en su conjunto, ha supuesto un espaldarazo definitivo a esta tarea, y más explícitamente su constitución sobre la Iglesia y el Mundo. A este interés se encaminan las doctrinas de la religión implícita que estamos considerando, nacidas de un deseo de encontrar engranajes fecundos entre ambos órdenes. No obstante y a la vez, es también necesario indicar los riesgos de un plano inclinado que puede llevar al reduccionismo de lo cristiano a lo meramente humano haciendo entonces inútil la misma originalidad de la realidad cristiana. 7. La necesidad del diálogo y sus exigencias Mucho se ha hablado y se sigue hablando certeramente de la necesidad del diálogo entre la religión y la cultura, lo humano y lo cristiano, la Iglesia y el Mundo. Nunca se insistirá lo suficiente ya que la exigencia del diálogo no surge de una oportunidad, ni de una táctica, ni de una necesidad de convivencia en una sociedad tan plural como la presente. C. Vat. II, Decreto Ad Gentes n.º 3. BLONDEL, M.: Carta sobre Apologética, Universidad de Deusto, Bilbao, 1990, pp. 76-77. 48 49

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Esas condiciones lo pueden hacer más urgente y útil, pero no constituyen el fondo de su necesidad. La necesidad del diálogo surge desde la afirmación misma de la verdad y el modo como el hombre se acerca a ella. Su acercamiento es de índole asintótica ciertamente, pero real. Esta afirmación y la convicción de que todo hombre está imantado por la verdad son las bases sobre las que se asienta toda posibilidad de diálogo real, verdadero y enriquecedor. Sólo una sólida fe en la verdad posibilita la realidad del diálogo. Sin ella quedaría convertido en una especie de diletantismo o de táctica superficial con apariencia de apertura y modernidad. La mayor parte de las tensiones entre religión y modernidad surgen de un fondo de conflicto de humanismos. Son diversos los rostros humanos que se configuran desde los múltiples ensayos de humanismo que han surgido sobre todo en la modernidad. Determinados modos de entender la libertad y con ello la persona están en la base de las disyunciones entre religión y modernidad e incluso entre Dios y ateísmo. Estas antítesis finales son el resultado de complejos procesos cognoscitivos y valorativos que, al menos en teoría, se pueden ir esclareciendo e incluso pueden ir perdiendo pretendidos elementos antitéticos a medida que un diálogo sincero flexibilice, por enriquecimiento, posiciones quizá demasiado cerradas. La desconfianza en la verdad, tan común en la cultura postmoderna, lejos de invitar al diálogo lo hace claramente imposible. ¿Qué puede significar un diálogo si nace en el desaliento y termina en el desencanto? Sólo una sincera apertura a la realidad objetiva puede propiciar el inicio de un laborioso camino para descubrir los enigmas que encierra contrastando las progresivas conquistas personales con los logros de otros esfuerzos que se han hecho posibles por la misma confianza compartida en la verdad de lo real. Solamente estas premisas son capaces de explicar, a la vez, la posibilidad y la necesidad misma del diálogo. El diálogo supone y parte de la confianza en la verdad objetiva, y desde ahí se abre al reconocimiento de la verdad que pueda haber en otras posiciones con las que entra en fecunda dialéctica enriquecedora. Pero nunca se puede reducir a una pérdida o rebajamiento de verdaderas dimensiones participadas de la realidad en aras de un factor común empequeñecido, y presuntamente entendido como alternativa a la verdad. Ningún irenismo de este cuño merece el calificativo de dialogante. Estas consideraciones son importantes para acertar en el modo de instaurar el diálogo desde la religión con las otras posturas circundantes y con el talante específico de la modernidad. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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Hay que reconocer que hoy, en nuestra sociedad, el lenguaje ético resulta, de hecho, más universal que el lenguaje religioso. Esto se explica porque la religión implica a la persona humana de un modo más totalizante, si así se puede decir, que la dimensión ética, como hemos indicado anteriormente. Todo lo cual lleva consigo que el lenguaje religioso pierde más fácilmente significado que el lenguaje ético, ya que las experiencias religiosas que están en su base resultan más frágiles y sucumben, de hecho, más fácilmente. Estas circunstancias conllevan en sí mismas una especie de seria tentación no siempre superada. La de intentar hablar principal, y a veces exclusivamente, el lenguaje ético para tener la audiencia suficiente y poder llegar a donde el religioso parece no poder llegar. Esta postura sería quizá aceptable como táctica propedéutica o mensaje de mínimos éticos, siempre necesarios en una sociedad plural, pero con una conciencia muy real y operativa de su condición. De otra manera estaría indicando una abdicación en el punto de partida, como sería la de silenciar una dimensión, la religiosa, que, en principio, se reconoce como real y objetiva, y portadora del significado último de la persona en su apertura al Misterio religioso. Muchas de las posiciones de las que se ha hablado anteriormente, e incluso el recurso al tema de la religión implícita parecen responder a actitudes que no han superado claramente la tentación de que hablamos. La experiencia nos trae con demasiada frecuencia la confirmación de lo que decimos. Cuántas veces la pretendida enseñanza religiosa se reduce a una exposición ética de valores humanos, siempre valiosos, pero que no llegan ni pueden llegar por sí mismos al umbral de lo religioso. Algo semejante se detecta, a veces, en el mismo corazón de la celebración litúrgica cuando la carga de peticiones de naturaleza ética ensombrece o anula la oración de alabanza o de acción de gracias. Quizá se halle aquí una típica reacción pendular para compensar las frecuentes manifestaciones anteriores de religiosidad teórica y descomprometida. Todo lo cual sin embargo no avala, en absoluto, un reduccionismo de lo religioso a lo ético, que desvirtúa el recto sentido de la religión aun en aras de un hipotético diálogo de acercamiento. No obstante esa tendencia recibe, a veces, el calificativo de progresista o de expresión religiosa para la cultura de hoy frente a otra posición que es denominada, de modo claramente erróneo e injusto, de reinstauradora o conservadora con la carga peyorativa correspondiente. Obviamente no se defiende aquí ninguna postura real y determinada, sino que se pretende señalar un equívoco frecuente que amenaza a la naturaleza misma de lo religioso y que se presenta de hecho en los intentos, en sí valiosos y © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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necesarios, del diálogo entre la religión y las sensibilidades de la modernidad. Como se ha dicho anteriormente el diálogo se hace posible a partir de una fe y confianza en la verdad objetiva tanto en la propia como en la de los demás. Esa confianza obliga a ser fiel a la propia verdad y, a la vez, a la apertura sincera a la verdad presente en el otro que indudablemente fecunda y enriquece la propia de modos y maneras diversas según las condiciones y características de la misma. Esto no supone relativizar la verdad sino el compromiso creciente de la persona humana con la verdad, que le lleva a considerar, respetar y descubrir los aspectos y expresiones de la misma que se manifiestan y hallan en otras posiciones. Esta actitud no significa, a priori, ni al acuerdo ni el desacuerdo con las otras posturas, sino la sincera apertura a la escucha de los acentos de la verdad que se pueda encontrar en los otros y que siempre pueden modular, en algún grado, el contenido y la formulación de la propia verdad. Desde esta posición el punto de partida del diálogo resulta, a la vez, sincero con la postura y la verdad ajena, y fiel y consecuente con la propia, dejando el campo abierto tanto al enriquecimiento como a la modificación justificada de la propia verdad. Un diálogo de estas características siempre será necesario y fructífero tanto en las relaciones entre religión y modernidad como entre la Iglesia y el Mundo, o en el interior mismo de la realidad eclesial. Cuando es auténtico, el diálogo enriquece la verdad y desarrolla la sensibilidad para buscarla incansablemente. Hoy existen posturas y corrientes que sostienen que toda afirmación de una verdad objetiva con pretensiones de universalidad es y supone intolerancia, y por consiguiente debe renunciarse a toda profesión de verdades objetivas. Pensamos que esta afirmación no hace justicia a un verdadero concepto de verdad, y que se puede predicar más bien del talante específico de quien profesa una determinada verdad con connotaciones determinadas que del hecho de la afirmación en sí de la verdad. El tema de la tolerancia o intolerancia relacionado con la verdad misma no parece conllevar esa afirmación a la que se ha hecho referencia. Una verdadera fe y confianza en la verdad, como algo que puede ser alcanzado por el hombre y por consiguiente con valor de objetividad universalizable, más bien reconoce la capacidad de toda persona para la verdad hacia la cual se halla orientada e imantada. La verdad no se posee a la manera de una cosa que incluiría una especie de objetividad excluyente, sino más bien de algo que se participa y desvela en mayor o menor grado, y que, por eso mismo, da pie a un profundo diálogo de enriquecimiento y perfección, que no es contrario a la re© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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ferencia objetiva y real de la verdad misma, sino expresión del compromiso serio con ella. De lo dicho se deduce que la fidelidad a la verdad religiosa personal ni crea ni tiene por qué crear espíritus intolerantes. Su posible aparición o no se deberá quizá a otros múltiples factores, pero no al hecho de una seria profesión de la propia verdad religiosa objetiva. Esta lo que hace es ofrecer a quien lo escucha el testimonio de la adhesión sincera a una verdad objetiva, cuya propia luz ilumina, por sí misma, a quien está atento y despierto como para captar la fuerza de su elocuencia. No es el sujeto el que impone ninguna presión intolerante. Es la verdad misma la que obliga presionando, a su estilo, sobre la capacidad receptora de una razón abierta. Por eso, la misma explícita propuesta de la verdad personal a quien pueda escucharla y acogerla, lejos de ser un acto de intolerancia implica más bien el reconocimiento de la capacidad de su razón para la verdad y del posible compromiso de su libertad con ella, dignificando de esa manera su persona y su significado en el mundo. Si la persona humana no se realiza sino con las cosas y con los otros, la afirmación seria de la propia verdad es condición para salvaguardar no sólo la propia realidad personal, sino también la del otro. La pretensión de una especie de silencio descomprometido neutral, además de imposible reduce al otro y sus pretendidas convicciones a una insignificancia sin interés alguno. Todas estas consideraciones ayudan a comprender tanto la necesidad y urgencia del diálogo en materia religiosa, como la naturaleza y condiciones del mismo. Su necesidad se desprende del mismo modo del conocer humano y de la complejidad de la naturaleza del fenómeno religioso. Y su urgencia se agudiza en razón del profundo pluralismo cultural de una sociedad tan compleja como la nuestra. Pero, a la vez, se precisa una atención vigilante para que su efectivo ejercicio y desarrollo no lo reduzca a un mero factor común resultante de un recorte de las dimensiones específicas del fenómeno religioso en aras de un falso entendimiento y acomodo en la cultura dominante. 8. Epílogo En el fondo de todo el complejo problema de las difíciles relaciones entre Religión y Modernidad se halla el subyacente concepto de qué sea la razón humana, en qué consista su íntima naturaleza y cómo se ejercite de hecho en el amplio abanico de sus competencias. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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El progresivo proceso de antropocentrismo que caracteriza a todas las manifestaciones de modernidad tiene su manifestación más destacada en una comprensión de la razón como una última y definitiva apelación que se va cerrando sobre sí misma y adquiriendo paulatinamente los caracteres de algo absoluto. Se olvida aquella sapientísima sentencia de Aristóteles cuando en la Etica a Nicómaco afirma: «porque es propio de quien tiene una mente bien disciplinada el buscar en cada género de realidad tanta exactitud y certeza cuanta tolera la naturaleza de esa misma realidad según su género»50. A pesar de cierto racionalismo indudable de la filosofía griega se aprecia aquí una sana sensibilidad para saber condicionar las pretensiones de la razón a la naturaleza misma de lo real en sus diversas manifestaciones. Es claro que la persona humana tiene que apelar a la razón cuya luz es la que esclarece lo real y sus enigmas, y constituye la garantía de un proceder verdaderamente humano. Pero esta fidelidad a la razón pide también que ésta se abra a la realidad con el máximo respeto a la misma para que pueda hablarse de una interpretación y no de una manipulación de la misma. Cuando el proceso de la Ilustración aboca a una razón que se absolutiza a sí misma, no puede menos de considerarla como la medida de todas las cosas. Esa Razón, que aún hoy se escribe con mayúscula51, decide obviamente lo que es razonable y lo que no; lo que tiene significado y lo que no; lo que tiene existencia y lo que no. Esa Razón se ciega a sí misma para detectar la existencia posible del Misterio si es que este se manifiesta de alguna manera en la realidad. Esa Razón no resulta ser la manifestación más plena y acabada de la racionalidad, sino el estrechamiento inherente a un racionalismo exacerbado que empobrece la realidad empobreciendo consecuentemente al hombre. La cultura destructivista, consecuente a este empobrecimiento, que parece asolar con su nihilismo los horizontes de la vida humana choca, sin embargo, con la realidad constantemente. Hay voces que, en abierta oposición a las ideas dominantes, reclaman mayor atención a los perennes interrogantes que se expresan de múltiples maneras en la rica experiencia humana. El serio y espléndido ensayo Presencias Reales de George Steiner, uno de los más brillantes estudiosos actuales de la cultura europea, es un testimonio de la necesaria revisión de que está necesitada precisa-

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ARISTÓTELES: Etica a Nicómaco, Lib.1.º, cap. 1. TIERNO GALVÁN, E.: o.c., p. 140.

© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-913-3

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JUAN MARÍA ISASI

mente esa cultura cerrada sobre sí misma, ya que tiene en su seno los elementos de significado que le orientan necesariamente a la apertura que necesita y a la que se resiste a dar nombre: La Trascendencia52. ¿No será más bien la razón una apertura radical a la totalidad de lo real? Parece que ésta debe ser la posición más respetuosa con los elementos del problema. Así se podrá ser fiel a la realidad sin censurar ni quitar nada en principio. Y si la realidad nos manifiesta un Misterio religioso será racional y razonable aceptarlo aunque desborde las luces de la razón y no resulte factible el descifrarlo. Si la razón es la conciencia lúcida de la realidad según la totalidad de los factores, entonces algo que sea menos que la totalidad, no resultará ser «lo racional» sino una mutilación de lo real, una destotalización de ese todo. De ahí que el hombre deba estar en continua y sincera búsqueda porque de esa manera el resultado será también más inteligente y rico. En el momento en que crea que ya ha encontrado todo se empobrece y deja de lado encuentros significativos que podrían aportarle riquezas y ámbitos más precisos de la realidad. La razón, rectamente entendida, no puede cercenar ningún horizonte de posibilidad en su apertura a lo real. Más bien avanza en su comprensión abierta a la novedad que pueda manifestarse y encontrar en su camino. Si en este caminar topa con el Misterio religioso deberá testimoniar su existencia, aceptar su trascendencia desbordante que impide su manipulación y su desvelamiento interior, y, a la vez, predisponer al hombre para la única actitud razonable ante él: el descentramiento de su persona ante el sentido plenificante y centrador de su existencia. Solamente así hace justicia a lo real y puede resolver la antinomia incómoda que atenaza al espíritu de la modernidad ante el fenómeno religioso. Esta respuesta, a la que lleva la reflexión presente, no vulnera desde el exterior, en manera alguna, los derechos de apelación a la razón que el hombre puede y debe reivindicar con toda justicia. Más bien los encuentra realizados y plenificados, por elevación, al haberse ampliado su horizonte ante la posibilidad del Misterio descubierto en el horizonte de lo real. Es la fidelidad a sí misma, y no ninguna heteronomía dislocante, la que empuja a la razón a abrirse a la plenitud del Misterio religioso. Hace tiempo que el filósofo Maurice Blondel, fiel al talante de la inmanencia de la modernidad, insistía con acierto en que ese método,

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Cfer.: STEINER, G.: Presencias Reales, Ed. Destino, Barcelona, 1991.

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cuando es plenamente consecuente no acaba cerrado a la inmanencia, sino abierto a un inmanente trascendente. Más aun, en su original pensamiento, como es sabido, afirma que la filosofía moderna, consecuente consigo misma, es capaz de abrirse adecuadamente no sólo a lo religioso sino incluso a lo sobrenatural cristiano. Lo sobrenatural sería alcanzado no en su realidad, sino como «exigencia y necesidad» ya que la reflexión filosófica, para él, ensancha su competencia a todo lo exigido por el exhaustivo análisis fenomenológico de lo real, pero restringe su alcance sin llegar a obtener la realidad misma, «sin jamás suministrar el ser cuya noción estudia, sin abarcar la vida cuyas exigencias analiza»53. Lo que queda claro es que la razón humana, como se ha ido perfilando y estudiando en el ámbito de la modernidad, ha supuesto un torpe repliegue sobre sí misma que le ciega parcelas muy importantes de la experiencia humana. La reflexión actual desde diversos ángulos contribuye a despejar malentendidos, superficiales muchas veces pero frecuentes, que han enturbiado las relaciones entre la cultura y la religión. Es importante esta vía teórica de esclarecimiento y diálogo, pero siempre será más importante aún el testimonio de que la vivencia religiosa y cristiana resulta en sí misma coherente y capaz de asimilar los verdaderos valores humanistas de la modernidad sin censuras pero también sin complejos. Este será el mejor aval de que la actitud religiosa puede ser la manifestación máxima de la racionalidad.

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BLONDEL, M.: Carta sobre Apologética, p. 67.

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