Reducción y combate del animal humano
 9788434418882

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Table of Contents Capítulo I. DEL ANIMAL DOMESTICADO AL ANIMAL REDUCIDO Capítulo II. NATURAL DESPLIEGUE DEL ANIMAL HUMANO Capítulo III. REDUCCIÓN DEL ANIMAL HUMANO Capítulo IV. LA CAUSA DEL ANIMAL HUMANO EPÍLOGO NOTAS CRÉDITOS

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CAPÍTULO I

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DEL ANIMAL DOMESTICADO AL ANIMAL REDUCIDO

Tras la catástrofe: memoria y renacimiento Llegado Solón, «el más sabio de entre los siete sabios», a la ciudad egipcia de Sais, un sacerdote ya anciano le explica las razones por las cuales Egipto tiene supremacía sobre Grecia, pese a estar amenazados ambos países por inevitables catástrofes cíclicas que anulan la vida civilizada. Pues hay una diferencia en la modalidad que adopta la catástrofe en uno y otro lugar, y esta diferencia tiene enormes consecuencias. La catástrofe no tiene el mismo peso cuando la provoca el fuego o cuando la provoca el agua, pues sólo en el caso del fuego la destrucción es total. Pero aun tratándose de la calamidad causada por las aguas, la gravedad depende de si éstas descienden torrencialmente o, como en Egipto, es producida por el desbordar de un gran río. Pues en el segundo caso, en la llanura misma, aunque desaparecen las plantas, los animales y el hombre, se salvan los templos y las inscripciones que en ellos conservan la memoria colectiva. Y así, cuando las aguas descienden y los supervivientes en las cimas montañosas bajan a la llanura, restauran con ayuda de esa memoria escrita los cimientos de su civilización, lo cual hubiera sido mucho más difícil en base al contingente recuerdo subjetivo. Así pues, mientras la catástrofe relativamente menor que supone el desbordar del Nilo preserva en Egipto lo esencial, en Grecia la torrencial destrucción cíclica hace que sus habitantes estén a intervalos condenados a empezar de cero: «Solón, Solón, eternos niños sois los griegos... Ninguna arcaica tradición oral ha podido inculcar en vuestras almas opinión fundada ni ciencia emblanquecida por el tiempo», son las palabras que dirige a Solón el sacerdote, según nos cuenta Platón en el diálogo cosmológico Timeo.

Cuando, en 1831, Darwin se embarca en misión de naturalista para el viaje alrededor del mundo que le conduciría al descubrimiento de fósiles de especies desconocidas, la teoría oficial seguía siendo que las especies, una vez surgidas (en un acto que sólo podía ser considerado como creación), permanecían sin cambios. Obviamente, más de un observador de la naturaleza era secretamente escéptico, pero téngase en cuenta que el propio Darwin (ya inevitablemente presa de interrogantes, en razón de haber observado la selección artificial en la cría de animales) aceptaba sin excesivos remilgos la ortodoxia. Sin embargo, los naturalistas sabían que ciertas especies habían desaparecido. ¿Cómo hacer compatibles ambas cosas? La hipótesis de las catástrofes (defendida concretamente por el naturalista francés Georges Cuvier) era un recurso: a 6

intervalos, un cierto número de especies eran aniquiladas como resultado de un violento cataclismo, pero la diversidad de la vida se mantenía porque, como resultado de un nuevo acto de creación, otras especies completamente distintas las sustituían. El mito de las catástrofes cósmicas parece así ser una suerte de constante antropológica que reviste los más variados aspectos, siendo en ocasiones combinado con tentativas de aproximación a la sensibilidad científica. Pero ateniéndose a los relatos de carácter indiscutiblemente mítico, y cuya fuerza radica fundamentalmente en el vigor literario, no todos presentan la catástrofe como cíclica, y cuando así es, no siempre le atribuyen las consecuencias devastadoras para el orden natural que hemos visto en el texto de Platón. Pues aun en el mayor de los diluvios, cubriendo el agua incluso las más elevadas cumbres y arrasando toda vida que quede a la intemperie, la conservación de las especies amenazadas es posible, a condición de que entre ellas se encuentre esa especie singular que, por su capacidad de efectuar razonamientos, es susceptible de baremar los efectos de la catástrofe (además de intuir su inminencia, como lo hacen los representantes de otras especies) y, por su capacidad de forjar cosas que la naturaleza no depara por sí misma, es susceptible de paliar la intensidad de tales efectos, o al menos hacer reversibles sus consecuencias: «Aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas del cielo fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches.»

El diluvio, que abolía la diferencia entre el desierto y sus oasis, habría hecho desaparecer toda vida reconocible si Noé, inspirado por su dios pero considerado loco por los hombres, no hubiera construido pacientemente, a lo largo de ciento veinte años, su arca en el desierto y dado cobijo en ella a representantes de especies animales. Vale la pena detenerse con cierto detalle en este aspecto, no sin antes una precisión que evitará equívocos. Uno de los pocos libros que Charles Darwin lleva consigo en el Beagle es el entonces recientemente publicado primer volumen de su mentor en Cambridge, Charles Lyell, Principios de Geología. Es de señalar que trece años más tarde, en 1844, es el propio Lyell quien le animaría a dar a sus notas de viaje la forma de ese libro abismal que es El origen de las especies. El tratado de Lyell tenía para muchos un carácter subversivo, en razón sobre todo de que desafiaba una convicción anclada: Habiendo indicios de acontecimientos geológicos ocurridos centenares de millones de años atrás, la Tierra no podía haber sido creada por Dios hace seis mil años. Por otro lado, a lo largo de estos siglos la lluvia, el viento, erupciones volcánicas, temblores de tierra, etcétera, habían determinado la actual repartición entre mares y continentes, la forma de las cadenas montañosas, el trazado de los grandes ríos o la ubicación de sus fuentes, de tal modo que el gran diluvio no podía ser la causa de la hoy visible configuración de la Tierra, fiel en grandes rasgos a lo contemplado por Noé tras la retirada de las aguas. 7

Marcando el sendero que seguirá Darwin, Charles Lyell sustituye un relato mítico por hipótesis científicas. Nosotros somos hijos de Lyell y Darwin, pero también somos hijos del mito bíblico, en la medida misma en que lo tomamos como tal, no como un competidor de la explicación científica, ni como un refugio para paliar sus corolarios, concretamente por lo que se refiere a la finitud del hombre. En 1831 la competición del relato bíblico con la ciencia era aún posible, precisamente porque la teoría de la evolución de las especies naturales no estaba conceptualmente asentada, y, en ausencia de concepto, una metáfora o la concatenación de expedientes literarios que traban un mito, ya es mucho, incluso como elemento de explicación. Cierto es que la narración sigue aún funcionando como expediente para no asumir la finitud, en ocasiones de forma casi vergonzante, usando un barniz de cientificidad (la teoría del llamado «designio inteligente» es uno de los disfraces), que traiciona de hecho el auténtico valor, el que le confiere simplemente su dignidad literaria, gracias a la cual lo que fue designado como El libro permite buscar otra cosa que explicación o consuelo. En el mito del diluvio buscamos concretamente que, a través de los recursos narrativos, se ejemplarice algo esencial, a saber: el enorme peso de esa unidad inextricable de técnica y arte, designada por el término griego techne, en razón de la cual el hombre se singulariza entre las especies animales. Buscamos en Noé un símbolo del hombre como paciente y laborioso technites, condición que, pese a la intensidad de la catástrofe, hará posible la persistencia de una naturaleza vivificada por especies animales.

Tras la catástrofe: singularidad del hombre y cura de las especies Hay una disputa hermenéutica relativa a si el mito del diluvio es un añadido del siglo V de nuestra era o si es atribuible a Moisés. Mas dado que la propia Biblia indica en otro lugar que Moisés había sido iniciado en la sabiduría de ese Egipto marcado por el cíclico desbordamiento del Nilo, la atribución del relato al profeta tiene en todo caso coherencia. La primera voluntad del Hacedor había sido la exterminación exhaustiva de la vida: «borraré de la faz de la tierra desde el hombre hasta la bestia y hasta el reptil y las aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos creado [...] yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra para destruir toda carne en que haya espíritu» (versículos 7 y 17). Mas cuando Noé halla gracia ante los ojos de su Señor, éste modifica su designio y le ordena apropiarse y dar cobijo a representantes sexualmente diferenciados de las especies animadas a fin de que, tras la catástrofe, quede garantizada la existencia de las mismas. ¿De todas las especies de la Tierra? Dadas las razonables medidas del arca que el texto describe con precisión y detalle (trescientos codos de longitud, cincuenta codos de anchura y treinta codos de altura [Génesis capítulo 6, versículo 15], hay que pensar más bien que se trata de la fauna local. En todo caso, sólo las especies con presencia en el arca se salvan y así el momento en el que, apaciguadas las aguas, los animales 8

salen de la nave, es simbólicamente una repetición del acto de creación de las especies, destinadas desde entonces a perdurar: «Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se dejará entonces ver mi arco en las mismas. Y el arco será memoria del pacto por mí deseado que hay entre mí y vosotros y todo ser viviente de toda carne; y no habrá más diluvio destructor de toda carne.» Se ha podido interpretar que el arca equivaldría a un buque de carga de quince mil toneladas destinado casi exclusivamente a mercancía útil. No habiendo plan alguno de navegación, ocioso sería conferirle a la nave forma con proa y popa. El arca está concebido para responder estrictamente a la tremenda circunstancia del diluvio, con un diseño que intenta hacer difícil que pueda volcarse sobre sí misma, cumpliendo así su destino de flotar al capricho de las aguas, hasta quedar varada en ese monte Ararat para ella fijado por Jahvé. Este aspecto técnico de la narración bíblica es paradigmático de la concepción del papel del hombre en el seno de la naturaleza y de su relación con las demás especies animales. Si Noé no hubiera sido puesto en antecedentes por su dios y no hubiera construido el arca, tras el diluvio hubiera brotado la rama de olivo, pero no hubiera habido paloma para tomarla en su pico, ni cuervo explorador, cuyo tornar al arca una y otra vez es signo de que no hay aún tierra donde posarse. Noé sólo puede erigirse en cuidador de la naturaleza en su manifestación suprema, es decir, erigirse en garante de la persistencia de la vida animada y con forma, por su singular condición en el seno de la animalidad: el animal humano, el animal que además de capacidad sensitiva, memoria, imaginación (facultades que otras especies poseen) se halla dotado de una facultad que le habilita, por un lado para la técnica-arte, por otro lado para hacer razonamientos (techne kai logismois en la expresión de Aristóteles), es el animal que puede salvaguardar el orden natural tras la catástrofe... cierto es que también constituye el animal mayormente susceptible de provocar catástrofes que la naturaleza por sí sola no hubiera jamás producido.

Tras el diluvio, Noé vivió todavía trescientos cincuenta años. Sus hijos Sem, Cam y Jafet, junto a sus esposas, más los animales del arca, fueron suficientes para garantizar el ciclo de las generaciones y con ello la pervivencia del ser humano, del ser por el que se cumple la palabra de Jahvé relativa al perdurar de la vida animal. Vida reducida a las formas o especies de las que el hombre es testigo y que están por él conservadas. La extensión de este cuidado a las especies vegetales, convertiría ya al hombre en depositario de la vida en general, y con ello en efectiva medida de las cosas esenciales.

Las especies que el hombre contempla

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Sabemos que la especie hombre es resultado del devenir natural, una bifurcación secundaria en uno de los meandros de la trama evolutiva. Pero, sin embargo, a ella incumbe la tarea de conferir a la naturaleza y sus procesos un sentido, a saber, el de ser cimiento para asegurar precisamente la pervivencia de esta misma especie. La naturaleza puede ser considerada desde muchas perspectivas. Mas al enfatizar el hecho de que constituye el cimiento de la especie humana, de la especie que otorga a las cosas significación, se está evidenciando el imperativo para todo hombre de asegurar la salud del orden natural. Tendríamos aquí el fundamento último de una actitud racionalmente ecológica: no cabe el amor a la especie humana y deseo de su plenitud sin amor a la naturaleza y consecuente lucha por su buena ordenación. A fin de ilustrar literariamente este extremo, volvamos por un momento al mito bíblico. Las especies recogidas por Noé en su arca son, tras el diluvio, devueltas al medio natural. ¿Quiere ello decir que reencuentran exactamente el estado que era el suyo antes de entrar en el arca? Obviamente no, o al menos no en todos los casos. Para los animales hasta entonces no sometidos al hombre, la entrada en el arca y la convivencia con Noé y su familia suponen ya un principio de domesticación. El arca no es un fruto inmediato de la naturaleza, sino un resultado de la técnica, algo que la naturaleza nunca hubiera producido sin la mediación del hombre. Y en el arca es el hombre quien procura a los animales alimento y quien eventualmente intercede para que no impere entre especies diferentes la rivalidad y lucha por la subsistencia. Este control por el hombre supone ciertamente una restricción en el comportamiento espontáneo de los individuos que representan a las especies, pero ello no significa que las facultades que caracterizan a cada una de ellas sean abolidas o radicalmente debilitadas en esos individuos, sino simplemente que son sometidas y canalizadas con vistas a la salvaguarda del orden humano que ha de imperar en el arca. He aludido ya al hecho de que Noé se sirve del cuervo para saber si las aguas han descendido, y que lo mismo hace con la paloma. Obviamente, si la paloma y el cuervo perdieran la capacidad de volar... no hubieran sido útiles para su objetivo. Amar de manera concreta a la naturaleza nunca debe ser desear que permanezca en un estado puro o salvaje. De entrada, porque ello equivaldría al amor de una quimera. La naturaleza nunca es para nosotros pura. Para afirmarse en esta convicción ni siquiera es necesario remitirse a lo que hoy son casi tópicos cuánticos de la cultura general (relativos a la inevitable perturbación que conlleva la simple contemplación del hombre a través de instrumentos, ya sean simplemente los ojos). Basta el argumento de que cada vez hay menos aspectos de nuestro entorno que no se hallen de una manera u otra mediatizados por la técnica. Considérese por ejemplo el concepto de parque natural. Se trata del estricto fruto de una selección, la cual mantiene un ámbito de la naturaleza artificialmente protegido de las influencias del contexto. De alguna manera cabría decir que nada hay menos natural, al menos si nos atenemos a la etimología de physis (término griego que traducimos por naturaleza), que hace referencia a la 10

actualización o despliegue de una potencia intrínseca, despliegue que eventualmente se efectúa venciendo condiciones adversas, lo cual obviamente poco tiene que ver con la situación de hallarse protegido desde el exterior. De hallarse protegida... la naturaleza ha dejado de ser tal, cabría decir, lo cual no significa que la causa del hombre no pase por una intervención en la naturaleza; intervención que la preserva de la propia acción perturbadora del hombre, mas también de las contingencias de la naturaleza misma. Pues para la causa del hombre no cuenta tanto una naturaleza pura como una naturaleza buena, es decir, susceptible de potenciar el despliegue de nuestras facultades generales, como animales que somos, y de nuestras facultades específicas como seres de razón y de palabra.

El lobo encuentra al hombre En una región de alta montaña asolada por inviernos extremadamente duros, con un paisaje casi permanentemente cubierto por la nieve o sumergido en la niebla, un forastero que ofrece sus servicios como cazador de lobos provoca de entrada la desconfianza de los hoscos habitantes, pero acaba legitimándose ante ellos al ayudarlos en su lucha cíclica contra manadas del predador, las cuales diezman el ganado, amenazan a los hombres y determinan la vida cotidiana y hasta los trazos psicológicos de los lugareños, presas de un sentimiento de fragilidad y de una permanente inquietud rayana en el terror. El cazador suscita el interés de la mujer de un segundo lobero, persona roída por los celos y por la obsesión de cazar vivo a uno de los animales, cosa que sólo logra al precio de atraer la atención de la manada y morir destrozado en el bosque nevado: tal es en síntesis la sobria y dura historia que el cineasta italiano Giuseppe de Santis filmó a mediados del pasado siglo en torno al destino entrecruzado de los lobos y los hombres. Espejo de lo que ocurre a gentes de tantas sociedades rurales, los montañeses de esa Italia septentrional, muchas veces enfrentados entre sí tanto por la defensa de intereses legítimos como por la codicia o la envidia, se hallan necesariamente unidos por la necesidad de medirse con la naturaleza, que parece siempre dispuesta a vengarse por el hecho mismo de que, con tensión extrema, los hombres le arranquen año tras año lo necesario para la subsistencia y para un elemental decoro de sus vidas. Venganza para la cual dispone de fenomenal aliado en esa manada de lobos que asola la comarca... En una atmósfera social como la evocada en la película de Giuseppe de Santis, marcada por la ancestral lucha entre hombres y lobos, poner el énfasis en la analogía entre ambas especies apuntaría sobre todo a una mejora de la estrategia de combate, sustentada en un buen conocimiento del enemigo. Pero la historia de los hombres y los lobos no está hecha tan sólo de combate mortal, en el cual por así decirlo las dos especies están homologadas por comunidad de objetivo. Pues sabido es que el hombre venció al lobo, no en el sentido de que lo aniquiló, sino de 11

que logró domesticarlo. Pero domesticar es un término equívoco, pues no son domésticos de la misma manera el pet de los hogares americanos y el sabueso que caza en jauría. Así como hay etapas del fuego, hay asimismo etapas de la domesticación. El primer paso consistió posiblemente en hacerse con individuos aislados que, con mayor o menor violencia, eran incorporados al hábitat del hombre. Puede tratarse incluso de crías que son recogidas antes de haber desarrollado sus potencialidades específicas, las cuales son más o menos debilitadas en la adaptación a la convivencia con el hombre. Pero la domesticación propiamente dicha de una especie empieza cuando el hombre incorpora a su propio ámbito no un individuo aislado sino un conjunto cuyos miembros a partir de ese momento son controlados, tanto en su desarrollo individual como en el cruce reproductivo. Surge así una selección artificial que viene a complementar la selección meramente natural. Las razones de la domesticación pueden ser tanto prácticas como vinculadas a la religión y hasta fruto del capricho (lo cual explica los casos en los que la utilidad es tan sólo posterior, así esos ovinos que proporcionan lana, aunque careciera de ella el ancestro domesticado). Pero no obstante en el origen de la misma hay ciertamente el interés por una especie concreta, no por lo que un individuo tiene de meramente animal o aun de meramente vital. Y ello en todas las especies animales. Por eso la domesticación, que complementa la selección natural, no extirpa los rasgos determinados por la naturaleza específica, o al menos no lo hace en todos los casos. Ciertamente, la variedad de aves de corral existentes hoy en día es fruto de una selección artificial tan meticulosa que ninguna representa ya la especie silvestre de la cual casi todas derivan, Gallus gallus, presente hace cuatro mil años en la India. Entre otras cosas porque no ha interesado al hombre que los descendientes de Gallus gallus conservaran algunas de las facultades de su ancestro, la capacidad de vuelo y (excepto en casos como los gallos de pelea) la agresividad, de tal modo que como resultado de la domesticación algunas de estas variedades serían inmediatamente presa de depredadores, de no hallarse protegidas por el hombre. En este caso cabe decir que la técnica del hombre, que le ha permitido ir seleccionando los rasgos que en un momento dado mayormente le convenían, sea para la alimentación o para la instrumentalización, ha conducido a la extinción de una especie. No siempre, sin embargo, la domesticación supone un grado tal de merma en las facultades.

Del lobo que sirve al hombre... al lobo reducido Hay casos en que la domesticación de ciertas especies, incluso potencialmente dañinas, no podía apuntar a una radical supresión de rasgos, entre otras razones porque ello podría ser contrario a los objetivos que se buscaban. Se sabe que en el 12

cuarto milenio antes de nuestra era, en Sumeria se domesticó al guepardo. Pero, desde luego, en absoluto convenía que el ahora convertido en dócil (para el hombre) animal hubiera perdido su capacidad de correr a más de cien kilómetros por hora, que hacía del guepardo un precioso auxiliar en la caza. Domesticar no es, pues, lo mismo que desembravecer. La domesticación del lobo se remonta al Paleolítico y es así muy anterior a la que en el Neolítico afectó a otros animales. En noviembre de 2002 se publicaron en Science dos estudios comparativos de material genético de más de seiscientos perros de los cinco continentes y treinta y ocho lobos euroasiáticos. Del trabajo se infería que todas las razas de perros, pese a su enorme diversidad, tendrían origen común hace unos quince mil años en Asia, como resultado de la domesticación del lobo. El proceso de domesticación habría sido muy lento, pues se remontaría como mínimo a cuarenta mil años. Y cabe imaginar que ello supuso un encarnizado combate entre ambas especies, combate en el cual acabaría primando la inteligencia. Se sospechaba desde hace tiempo que los perros conviven con los hombres desde antes de que lo hicieran las cabras, los caballos y hasta las vacas, pero la confirmación científica de estos hechos ha venido a conferir una suerte de legitimidad a la consideración de la que son objeto estos animales en las sociedades urbanas de Occidente, la cual algunos hacen extensiva al ancestro común de todas sus variedades. Los etólogos han puesto de relieve que los lobos son, como nosotros, cazadores sociales que tienden a jerarquizar las relaciones entre ellos. Es de señalar que en esta jerarquizada sociedad lobuna tiene gran peso tanto el sentido de la responsabilidad como el sentimiento de solidaridad. Temiendo el hombre la fuerza del lobo... acaba por admirarla, a la vez que se apercibe del provecho que puede sacar de la misma. Admira el hombre en el lobo su potencia específica, no obviamente su genérica pertenencia a la animalidad. Admira aquello que es susceptible de ser canalizado en su propia lucha contra otras fuerzas naturales: sus prodigiosos olfato y oído que le hacen percibir con gran acuidad la presencia de una presa o de un peligro; su fuerza y destreza en la confrontación; lo incisivo y temible de su dentadura. Esta admiración es, obviamente, la motivación subjetiva que llevó al hombre a intentar el tremendo proceso de domesticación de Canis lupus. Si el lobo hubiera aparecido a sus ojos como un frágil depredador de sus bienes, el hombre simplemente lo habría aniquilado, en modo alguno habría deseado incorporarlo a su propio hábitat. En suma, las cualidades fisiológicas del lobo y su gran instinto social explican ese momento en el que el hombre no se propuso destruir al depredador, sino vencerlo, a fin de apropiárselo, someterlo a su voluntad y en definitiva reducirlo. Pero al igual que el verbo domesticar, el verbo reducir es equívoco. En ocasiones se entiende por tal la eliminación de las propiedades superfluas, de tal manera que lo reducido gana en intensidad, tal es el caso de la condensación de una sustancia en sus componentes esenciales. Pero en otro sentido la reducción supone mengua o disminución de valor, lo cual a su vez puede realizarse conservando incluso la apariencia de lo reducido; pues si el fuego reduce el cuerpo 13

a cenizas, también cabe hablar de reducción cuando la forma, todavía presente, sin embargo ha dejado de encerrar los atributos esenciales a los que se hallaba asociada. En el caso de los animales, y concretamente de aquellos en cuyo devenir biológico ha intervenido el hombre, la distinción entre ambos tipos de reducción es muy clara. En la domesticación, Canis lupus iba perdiendo ciertamente algunas características, alimentarias por ejemplo (el can doméstico de nuestras ciudades es, a imagen de su amo, un animal casi omnívoro),1 pero conservaba lo esencial y precisamente por ello perduraba como especie preciosa y preciada a lo largo de la historia de las sociedades humanas. Y desde luego es también gracias a la conservación de lo esencial que juega aún un papel predominante en las sociedades de nuestro tiempo que conservan rasgos agrarios, pastoriles o cinegéticos. Tenemos aquí un paradigma del delicadísimo equilibrio que ha de mantener el hombre en relación a ciertas especies animales. Equilibrio que, por ejemplo, conocen bien los ganaderos de futuras reses de combate de la península ibérica. Para que el hecho de enfrentarse a ellas tenga sentido, las reses han de mantener su fuerza y agresividad, particularmente incentivadas en situaciones precisas, lo cual en ocasiones es admirablemente conseguido. Y estos mismos animales, susceptibles de fiera y repetida embestida y apreciados precisamente en razón de ello, en su hábitat de la dehesa mantienen equilibrada convivencia no sólo con la fauna local (obviamente la que no les es lesiva), sino incluso con el hombre, el vaquero que puede llegar a introducirse en su terreno para paliar alguna eventualidad y hasta neutralizar algún peligro que les acecha. La dehesa es un ecosistema plenamente humanizado y por eso la vida de los hombres vinculados a ella es casi un paradigma de amor al orden natural, de esa afección que todo ser humano bien nacido tiene tanto por el entorno como por los animales que ayudan directa o indirectamente a la persistencia de nuestra especie. Ciertamente, amor al orden natural... por escrupuloso respeto de los hombres. De esta serena atmósfera que da testimonio de la posibilidad real de que el hombre, precisamente por su singularidad de ser de palabra, se sienta prolongado en la naturaleza (esa naturaleza que por su propia esencia está llamado a cuidar) tengo un recuerdo personal que me permitiré relatar: Me encontraba en una dehesa de ganado bravo, limítrofe entre las provincias de Sevilla y Huelva. El ganadero propuso hacer un recorrido en uno de esos vehículos llamados todoterreno. Montamos cuatro personas, entre ellas un muchacho de once años, nieto menor del ganadero. El vehículo circulaba adelantado o flanqueado por el mayoral, llamado Sebastián, que, a caballo, se movía cercano a las reses con admirable soltura. En un momento dado, Sebastián se detuvo junto a un ejemplar de tres hierbas, que apenas se inmutó ante su presencia. Al percibir mi sorpresa ante esta pasividad, el ganadero me dijo: «puedes bajar y acercarte a él». La absoluta serenidad de su tono tuvo en mí un efecto de contagio, y cuando me disponía a descender, el muchacho exclamó: «Si Víctor baja, yo también». Sebastián había descendido del caballo y, muy cercano a 14

la res, nos dijo a ambos: «Podríais hasta ponerle la mano en el lomo, no os haría nada». Siempre atribuí la templanza del muchacho cuando efectivamente nos acercamos a la res como un efecto de la palabra combinada del mayoral Sebastián y del ganadero. Esa palabra no resonaba en nosotros como expresión de una opinión subjetiva (que podía eventualmente estar equivocada) respecto a algo exterior a la palabra; esa palabra era expresión del lazo mismo entre la disposición del hombre y el comportamiento de la naturaleza (en este caso el de un animal potencialmente lesivo), convertidos ambos en polos tan intrínsecamente vinculados como los del metal imantado. Por eso hubo, tanto en el muchacho como en mí, algo más que mera confianza moral en la buena disposición de quienes nos animaban: hubo certeza, apodíctica certeza, de que efectivamente nada ocurriría al posar la mano sobre el animal. Cuando el hablar y aquello de que se habla son polos de una cuerda tensada al extremo, en aquel que habla se imantan también su exterior y su interior y entonces, ya se trate de moral, de conocimiento o de narración, el oyente tiene el sentimiento de estar escuchando de nuevo una palabra verídica. Es casi una exigencia imperativa de la actitud poética el alcanzar esta correlación del hablar y de aquello de que se habla, y es un problema filosófico mayor el determinar en qué condiciones tal objetivo es posible. Mas si me atrevo a traerlo aquí a colación es en razón de que si alguna vez tuve el sentimiento de que este objetivo era alcanzable fue en ese día singular. En ocasiones el hablar de los hombres está marcado por una suerte de necesidad, y tal es el caso cuando se trata de un quehacer que supone escrupulosa atención a la naturaleza y cuidado de la misma, un quehacer como ese trabajo concreto que Sebastián y el ganadero realizaban en común en la dehesa.

Señalaba que, tanto para ser eficaz vigilante de las tierras o el rebaño como para ser auxiliar en la caza, el lobo-perro ha de permanecer como tal, ha de mantener la agudeza de sus facultades, ha de responder a su condición específica. Cosa imposible cuando el retoño del lobo o de otro animal fiero es confinado en un ámbito de exposición o, más frecuentemente, en un angosto espacio urbano. Imaginemos por un momento que uno de estos perros de hogar americano, que recibe regalos navideños y es llevado a la peluquería, fuera transportado a un medio rural y se intentara que llegara a realizar alguna de las tareas que habitualmente se encomienda a sus congéneres. Obviamente sería muy difícil que se aclimatara; cabría decir que es ahora un animal desarraigado. Desarraigado, curiosamente, cuando ha retornado al lugar donde podría aún desplegar las potencialidades de su especie. ¿Su especie? Carente como se muestra de los atributos que eran corolario de la puesta en marcha de sus facultades específicas, puede a veces hacerse difícil afirmar su filiación. Parece tratarse de un individuo efectivamente reducido, es decir, aminorado en 15

rasgos que no son superfluos respecto a su especificidad, sino expresión de sus atributos esenciales o definitorios. Y es que además de no desplegar las potencialidades de la especie, en ocasiones es vástago de quien ya tampoco las desplegaba. Convertido en animal literalmente de compañía, parece carecer de función propia, erigido en sustituto asténico de la compañía humana, en imposible paliativo de esa soledad para la que sólo la complicidad en la palabra y el relevo de la misma en el ciclo de las generaciones constituye adecuada medicina. Animales no sólo domesticados, sino de alguna manera mutilados, animales que eventualmente comparten la mesa de los humanos (tal cosa ocurre en los hogares de Estados Unidos), pero que de su especie sólo conservan la forma: dientes o garras que no servirán para defensa y patas que nunca correrán tras presa alguna. Animales, en suma, de juguete, que sólo serán preferidos a los animales de verdad por aquellos que, ignorantes de lo que es el universo de los cargueros, de los barcos de pesca o de los navíos de guerra, usan con impostura la expresión «puerto de mar» para referirse a un paisaje de embarcaciones de recreo. No es necesario enfatizar aquí el hecho tremendo de que de estos animales de juguete sean erigidos en seres a los que está prohibido instrumentalizar, es decir, la extensión a los mismos de los derechos humanos, que tiene lugar cuando miles de millones de seres humanos son privados de tales derechos. No pasaré, sin embargo, de señalar la paradoja de que sean los mismos que consideran plenamente normal esta reducción de la animalidad a fetiche2 los que a veces dan lecciones de conservación de la naturaleza y anatematizan por no haberlas aprendido con diligencia. Y, sin embargo...

En el lobo y en el hombre... retorno de la naturaleza expulsada La reducción radical que tantas veces supone el confinamiento de animales en espacios urbanos3 no les desnaturaliza totalmente, pues un rescoldo de su condición pervive, traduciéndose en primer lugar como potencialidad reproductiva, pues cabe esperar progenitura viable en el caso de cruce con un miembro sexualmente diferenciado de la misma especie o subespecie. Pero éste es sólo un aspecto, ya que hasta en el más caricaturesco de los perros de compañía urbanos es difícil abolir toda huella de Canis lupus: la especificidad natural pugna literalmente por recrearse, por revivir en el yermo. Experiencia que conocen las víctimas de perros que, abandonados individualmente en las calles urbanas de Bucarest, se agrupan y recuperan su estado semisalvaje. Ello ocurre también con algunos de los perros arrojados al asfalto durante los períodos de vacaciones, un tiempo frágiles y aislados pero susceptibles de adaptase al nuevo medio y eventualmente agruparse, siendo entonces potencial amenaza para ganaderos y agricultores. «Por mucho que se expulse a la naturaleza con una furca siempre retorna»; sentencia de Horacio a la 16

que Freud añadía por su cuenta «retorna en la furca misma». En cada individuo la específica naturaleza pugna por restaurarse y desplegarse. Ello ocurre en los individuos de la especie Canis lupus y ocurre sobre todo en los de esa singular especie animal que es el hombre. De ahí que hasta en el ser humano mayormente diezmado por la penuria, la humillada sumisión, el trabajo que esclaviza y el ocio que embrutece, será imposible anular toda exigencia de respeto a su condición de ser de palabra y todo gusto por los frutos de la misma, es decir, imposible anular la originaria inclinación a simbolizar y conocer. ¿Moraleja? No se confíen aquellos que, impulsados por la dificultad de asumir la dureza de la propia condición, dispuestos antes a aceptar la mera vida que la vida cabalmente humana, erigen en universal su propia renuncia y dan por supuesto que no hay vuelta atrás en la reducción de los individuos humanos. Harían mal en tomar por definitivos los signos de que su nihilista causa está ganada. En el ser abandonado en carretera, en el fútil perro de apartamento urbano, renace quizás el Canis lupus que, asociado con otros que tuvieron idéntica suerte, puede erigirse en temible amenaza para los bienes de quien otrora le redujo y hoy le repudia. Análogamente, en el individuo humano desterrado a los arcenes de la vida social, privado entonces de la menor seguridad pero también, por esa misma razón, privado de obediencias, en ese individuo humano mutilado en sus potencialidades creativas y cognoscitivas, revivirá quizás el dormido instinto de su humanidad y buscará la alianza de los que sobreviven en los mismos confines, para simplemente acabar con la causa de los usurpadores, restaurando la causa legítima del hombre. De hecho, esto ocurre ya puntual y esporádicamente en el seno mismo de un individuo aislado. Pues las tentativas de reducción del ser humano nunca alcanzan plenamente su objetivo: nunca alcanzan ese límite en el que la razón se hallaría subordinada al instinto; ese límite en el que el lenguaje que da soporte a la razón es homologado a mero instrumento, equiparado a uno de esos códigos de señales con los que precisamente los otros animales se sirven en su permanente combate por la subsistencia.

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CAPÍTULO II

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NATURAL DESPLIEGUE DEL ANIMAL HUMANO

El hijuelo del águila alza el vuelo... el niño interroga Como en el mito bíblico de Noé, el hombre cuida (hasta el extremo de erigirse en garantía de su subsistencia) aquellas especies que le son beneficiosas, e incluso aquellas que, potencialmente amenazantes, son necesarias para el equilibrio de la naturaleza. Pues deseando la preservación y despliegue de su propia especie, el hombre ama naturalmente esa condición necesaria para tal objetivo que es la diversidad y complejidad del orden natural. En suma: dado que el primer imperativo moral es el de contribuir a la plenitud de la propia especie humana, infracción a la causa del hombre sería (en términos kantianos) tener un comportamiento que no respondiera a la máxima subjetiva de acción de mantener la salud y fertilidad de la naturaleza, incluida obviamente la naturaleza animada: es por afirmación de la propia especie humana que toda especie animal que contribuya al saludable equilibrio del entorno natural ha de ser objeto de atención y cuidado por parte del hombre. Algunas de las especies potencialmente dañinas para el hombre, como es el caso de ciertos predadores, pueden ser puestas a su servicio en el proceso de domesticación al que arriba me he referido. Ya he enfatizado el hecho de que hay una domesticación compatible con la afirmación de las especies en lo que tienen de genuino y otra muy diferente cuyo resultado (a veces ni siquiera buscado explícitamente) es un animal en el que ya no cabe reconocer las características que singularizan a su especie. Sólo esta segunda domesticación puede llegar a ser nociva desde el punto de vista de la exigencia ecológica de preservación de la naturaleza en su intrínseca variedad.

Cuando el objeto directo de atención y cuidado por parte del hombre es su propia especie, entonces no basta con garantizar las potencialidades que ésta tiene en común con otras especies. El hombre comparte con otros animales el hecho de hallarse dotado de capacidades sensoriales, memorísticas, etcétera, que le habilitan para adquirir una experiencia del mundo, la cual es un arma frente a vicisitudes y peligros. Y además el hombre tiene en el seno de la animalidad ciertas facultades que hacen su especificidad; facultades que naturalmente tiende a fortalecer y desplegar mediante ejercicio, al igual que los individuos de otras especies hacen con las que les son propias. Hay muchas razones para pensar que estas facultades del animal humano determinan una especificidad singular, es decir, no homologable con la diferencia que se da, por ejemplo, entre el león y el leopardo o incluso entre el chimpancé y el gorila. Así hay razones para pensar que cuando un niño ya hablante en acto no 19

confunde a su primo ni con su gato ni con su perro, está confrontándose a una diferencia de otro tipo que la que le lleva a no confundir al perro con el gato. Pero incluso haciendo abstracción de esta diferencia, digamos cualitativa, entre lo que distingue a la especie humana en el seno de la animalidad de lo que distingue entre ellas a otras especies, obviamente la atención al hombre pasa en primer lugar por discernir con acuidad cuáles son esos rasgos distintivos y las facultades que tales rasgos determinan, pues si es frenado en las mismas, el eventual desarrollo de otras potencialidades, no impedirá que ese animal que es el hombre se halle mutilado precisamente en su humanidad. Y una vez delimitado lo que se trata de fortalecer hay obviamente que garantizar la posibilidad de tal positivo ejercicio, es decir, hay que forjar las condiciones ambientales, tanto naturales como culturales, sin las que tal actualización de la potencialidad no es viable. Ha de garantizarse, en suma, que el hombre se halla en situación de desplegar esas facultades, y precisamente ésas, que le permitieron en la catástrofe salvar las especies animales a la vez que se salvaba a sí mismo. Se ha dicho muchas veces que los niños dan muestras de gran curiosidad analítica e inclinación a explorar y descubrir, las cuales a menudo quedan ulteriormente paliadas, o simplemente abolidas. Pues bien, me atrevo a conjeturar que cuando muestra tal disposición el niño no hace otra cosa que responder a su específica naturaleza animal, en razón de la cual es espontáneamente motivado tanto para intentar simbolizar el entorno como para intentar hacerlo inteligible. El animal humano tiende a nutrir y desplegar sus facultades cognoscitivas y creativas, ni más ni menos que como el águila o el caballo tienden a activar sus capacidades innatas para el vuelo o el galope. Muchos son los textos sustentadores de esta tesis que cabría evocar, en primer lugar, desde luego, aquel con el que Aristóteles (el primer pensador que estudió sistemáticamente las características por las que difieren las especies animales) abre el conjunto de escritos que lleva el nombre de Metafísica, arranque que constituye una admirable síntesis de las observaciones de Aristóteles relativas a los animales: Todos los humanos, en razón de su propia naturaleza, desean simbolizar y conocer.4 Indicio de ello es el placer que los sentidos nos procuran; pues incluso cuando su ejercicio no es de utilidad alguna, nos complacemos en que estén operativos, y ello es particularmente cierto tratándose de la vista. En efecto, no sólo en los casos en que la vista es útil para un objetivo, sino también cuando nada pretendemos hacer, preferimos ver a cualquier otra cosa; la razón estriba en que, de entre todos los sentidos, es la vista la que nos proporciona mayor percepción de diferencias en las cosas que a nosotros se ofrecen.

Nos complacemos en mirar las cosas en razón de que la vista proporciona conocimiento y en el conocimiento nos recreamos como individuos de la especie humana, siendo ello asunto de todos los humanos, no de una élite, viene a decir este párrafo, que da lugar de inmediato a una pregunta: Si la inclinación a pensar y simbolizar es inherente a nuestra naturaleza, ¿por qué entonces una persona puede llegar a sentir que el pensar no va con ella, que 20

sólo en la inercia, las costumbres, los hábitos y los elementales placeres a ellos asociados tiene sentido su vida? ¿Hay en el individuo humano una debilidad intrínseca que le mueve a ceder, a renunciar al esfuerzo que el pensamiento exige, repudiando así su propia condición específica? En todo caso esta astenia, este polo negativo en cada uno, tiene raíz, cuando menos parcial, en una estructura social de la que todos somos partícipes, un dispositivo creado por el hombre pero convertido en una máquina de des-humanización, un dispositivo generador de circunstancias que conducen a una situación mutiladora. Describir los mecanismos de esta máquina reductora es un objetivo central de este texto. Antes conviene exponer con más detalle las razones que avanza Aristóteles para defender esta tesis central de que el animal humano se halla marcado en su esencia por un deseo de conocimiento y simbolización.

Capacidades que singularizan al animal humano Como he señalado en la nota 4, especie, idea y forma se designan en griego por la misma palabra eidos, de ahí que la facultad de eidenai, por la cual Aristóteles singularizaba a los humanos, designe tanto la capacidad de especificar o clasificar como la capacidad de percibir formas, percibir el entorno a través de ideas o conceptos generales. Así pues, la ausencia de estos conceptos en los animales carentes de razón haría imposible que aquello con lo que se relacionan sea percibido por ellos como representante de una especie: el animal no humano se las vería con un entorno natural poblado de individuos que no representarían especies, no podrían ser para él almendro, caballo, abeja o espino. Ello no significa en absoluto que los animales carentes de alma racional y lingüística se hallen privados de toda forma de conocimiento, sino que su conocimiento se reduce a la experiencia, es decir, conocimiento de individuos y no conocimiento de especies. Habría quizás que introducir alguna matización antes de asumir esta tesis de Aristóteles. Es de señalar concretamente que la ausencia de capacidad de reconocer el representante de una especie en algo que está ahí presente no implica imposibilidad de relacionarse con el mundo a través de tipos. El animal que reacciona ante un bastón erguido, establece desde luego una vinculación con algo que le ha amenazado anteriormente, lo cual supone ya conexión tipológica. Mas esta conexión no implica en absoluto el subsumir ambos casos bajo una comunidad de concepto. Incluso tratándose del ser humano, los vínculos (imprescindibles para la vida) en los que se forja la experiencia hacen absolutamente superfluo el hecho de que el entorno sea considerado bajo el prisma de la determinación específica. Intentaré ilustrar este último extremo. Sea una pareja de perros cuya alimentación está asociada a la nuestra por el hecho de que cada día comen una porción sobrante de nuestro propio almuerzo. Supongamos que uno de ellos ingiere una pócima que le hace vomitar, lo cual poco después le ocurre asimismo al segundo perro. Mera cosa de experiencia sería el 21

proceso consistente en vincular el malestar de esos animales (que podemos perfectamente no saber siquiera que son individuos de la especie perro) y, asociándolo al hecho de que su alimentación es afín a la nuestra, abstenernos prudentemente de consumir la pócima. La prudencia es para Aristóteles una virtud que los humanos tenemos meramente por nuestra condición de animales y no por nuestra condición específica. La prudencia es de hecho un resultado de la experiencia, facultad cognoscitiva de individuos y no de especies. Pero en el hombre la percepción sensorial no da lugar exclusivamente a una experiencia del mundo. Y así nos diría Aristóteles, el razonar concluyendo que para la especie de los perros la evocada pócima es nociva, no es ya asunto de experiencia sino de techne, es decir, de la singular facultad de generar tanto esas cosas que hoy calificamos de artísticas como las que hoy calificamos de artesanales; cosas que, como ya he indicado, la naturaleza es impotente para proporcionar si no es por mediación del hombre. Esta capacidad humana para la técnica y el arte, señala Aristóteles, tiene en común con la capacidad para la ciencia el hecho de implicar ya en cada caso un conocimiento, al menos parcial, de la causa de aquello de que se trata. La reiterada constatación de un vínculo entre el caldo de verdura y el alivio que experimenta el organismo alterado por el alcohol es generadora de una experiencia, pero el conocimiento (aunque sea parcial) de la causa de ese vínculo es cosa del technites, que constituye el médico.5 Marcado por la techne, el hombre es un animal modificador de la naturaleza, que además se halla permanentemente en situación de razonar, de lo cual constituye ejemplo paradigmático su relación con el fuego. Topar con el fuego (por ejemplo en incendios en la sabana africana) y protegerse del mismo aprendiendo a conocer las leyes de su despliegue es algo que homínidos de muchas especies llevan potencialmente en su cultura, y en consecuencia también aquellos que hace seiscientos mil años abandonaron África (por segunda vez y casi un millón de años después de la primera). Pero el lazo de los animales con el fuego tiene varias etapas. Pues desde luego una cosa es toparse con el fuego y otra muy diferente es ser capaz de producirlo, lo cual sólo homo sapiens habría conseguido. Como eslabón entre ambos momentos estaría la etapa fundamental del control, que permite canalizarlo, transportarlo al refugio y estructurar en torno al mismo un singular modo de comportamiento, que no puede ya darse sin la técnica. Para el Estagirita la techne constituía un saber con contenidos invariantes, sólo obligado a recrearse a partir de cero por el fenómeno de las catástrofes cíclicas, al igual que el lenguaje, dado de una vez por todas en sus determinaciones esenciales, se recrea en cada individuo humano. Hoy sabemos que técnica y arte constituyen sofisticados frutos de la evolución, de tal manera que la tesis aristotélica: «el hombre es un animal dotado por la techne» tendría que ser matizada en el sentido de decir: «el hombre se configura —en un momento de la historia evolutiva— como animal dotado por la techne».6 Pero ateniéndose a una perspectiva evolutiva las interrogaciones persisten en lo esencial: 22

¿Es el hombre una especie más determinada por la técnica, de tal manera que cabría referirse a esta última con independencia del mismo e incluso antes de su aparición? ¿Ha de afirmarse más bien que sólo por un uso equívoco del término se habla de técnica en especies previas y que en el sentido cabal de la palabra técnica, el vínculo con el entorno natural a través de la misma sólo es atribuible al hombre? No cabe duda alguna de que un objeto puede para un animal jugar una función análoga a la que para nosotros juega una silla, pero tampoco cabe duda de que animal alguno ha forjado una silla como lo hace el carpintero, teniendo en la cabeza la idea «silla» y buscando el material en el que literalmente tal idea puede tomar cuerpo. Por no hablar de los objetos que, frutos de la techne, pueden eventualmente carecer de función: así cuando, motivado por el deseo de responder a exigencias simbólicas, el alfarero forja una vasija que de hecho será demasiado grande para transportar agua o el escultor contemporáneo una silla que decididamente no sirve para sentarse. Así pues, la respuesta a la cuestión de atribuir o no en exclusiva al humano la techne depende en parte de si por animal técnico entendemos lo designado por la palabra artesano, o también lo que designamos por la palabra artista. Pues aunque algunas de las prácticas a las que se apunta con el término técnica puedan efectivamente ser contempladas en ciertas especies animales, está fuera de discusión que sólo el animal humano puede, además de transformar los contenidos de la naturaleza, erigirlos (casi exhaustivamente) en símbolos. Y esta interrogación sobre el lazo entre el hombre y la técnica es extensible al vínculo entre el hombre y el lenguaje: ¿Llamamos hombre a lo que resulta de un momento de discontinuidad totalmente singular en la historia evolutiva? ¿Diremos más bien que no hay tal singularidad y que lo que hace diferir al hombre de sus ancestros no difiere significativamente de lo que hace diferir a otro primate? La respuesta depende en última instancia de si por ese animal lingüístico que es el hombre entendemos meramente una especie dotada de un sofisticado instrumento para intercambiar información, o más bien dotada de lo que designa el término griego lógos.

¿El verbo en el principio? En qué momento de la historia evolutiva arranca el hombre En cualquier caso, es bien sabido que el lenguaje humano, es decir, el lenguaje propiamente dicho,7 tiene una serie de características que le hacen irreductible a un código de señales. La más inmediata es el hecho bien conocido desde Ferdinand de Saussure de que la polaridad horizontal, por así decirlo, entre el signo y lo designado se halle en el caso del lenguaje humano mediatizada por una polaridad interna al signo mismo entre significante (el sonido mesa) y el significado (la idea o concepto «mesa»). Pero a este rasgo se hallan asociados otros de enormes consecuencias, triviales para quien ha tenido que pasar un examen elemental de 23

temas lingüísticos, pero que no siempre son contemplados en todas sus consecuencias. Evocaré al respecto una observación del lingüista francés Émile Benveniste relativa a uno de estos rasgos característicos del lenguaje humano: las abejas, dotadas como se sabe de un prodigioso código de señales, no pueden sin embargo comunicarse en la oscuridad, necesitan la luz del sol. No es éste, por el contrario, el caso de nuestro lenguaje, cuya primera modalidad sería acústica, lo cual no es quizás tan importante como el hecho de que además sea articulada.8 Consideremos, pues, una secuencia que tiene un significado por ella misma: «el hombre es un animal racional». A toda ella se aplica la polaridad significantesignificado, pero si tomamos una parte de la secuencia, como por ejemplo «el hombre es un animal», la polaridad significante-significado se mantiene y la frase puede ser instrumentalizada en una articulación diferente (por ejemplo: «el hombre es un animal que pone en peligro el orden natural»). La potencialidad de articulación se acentúa todavía si consideramos en la frase segmentos más pequeños (hombre, animal, el...) pero aún dotados de significación, hasta encontrar elementos de articulación sin significado en sí, y finalmente esos átomos de articulación que son los fonemas. La articulación fonémica exige condiciones anatómicas de alta complejidad, pero cabe decir que de atenerse a ella el conjunto de todo lo que el lenguaje podría expresar sería finito y fácil de archivar mediante cálculo combinatorio a partir del monto de fonemas que operan en una lengua dada. Pero si el lenguaje humano no es reductible a un código de señales, si ha podido decirse que toda lengua es capaz de expresar toda cosa, si cualquier lengua puede recoger el archivo presente o potencial de toda otra lengua, es porque la articulación no se limita a fonemas sino a unidades ya dotadas de significado... el cual se renueva cada vez que se articula en una unidad diferente. Ahí está la base de la infinitud potencial del lenguaje humano.9 Muchas de las querellas en torno a la cuestión de la singularidad humana en el seno de la animalidad resultan meramente de equívocos en este asunto. De entrada hay que aclarar si se acepta o no la irreductibilidad del lenguaje a un mero código. En caso de respuesta positiva bastaría con afirmar que con el término hombre designamos al animal que en la historia evolutiva se despliega como resultado de la emergencia del lenguaje, para que la sentencia «en el principio está el verbo» sea algo más que una metáfora, en consecuencia de lo cual la antropología se convierte en una disciplina que trasciende en sus objetivos la mera descripción de una especie natural. El problema está, en todo caso, abierto, y enfrentarse al mismo, con la ayuda de la genética, la paleontología, la semiótica y la lingüística es un reto al que el filósofo no puede de ningún modo sustraerse.

Soporte biológico del lenguaje versus poseedor del lenguaje

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EL INDIVIDUO QUE SE SABE TAL El genetista americano Francisco J. Ayala, ha sostenido en varias ocasiones que una de las cosas que singulariza al animal humano es el sentimiento de individualidad. Los individuos de otras especies, venía a decir, no lo tienen, porque ello equivaldría a tener el sentimiento de su propia condición mortal. Conviene considerar esta fascinante tesis, teniendo en cuenta lo avanzado hace un momento sobre los esfuerzos por parte de Aristóteles por delimitar las facultades generales de los animales y en su seno las de los humanos. Pues precisamente por considerar en términos generales muy sensata la caracterización aristotélica del conocimiento animal como limitado a un vínculo con individuos, me resultó particularmente interesante la tesis de que el sentimiento de individualidad no corresponde a la animalidad en general, sino que es patrimonio de la especie humana. Como seres de pura experiencia, los animales no dotados de lenguaje y razón sólo se relacionarían con individuos, pero curiosamente su comportamiento sería exhaustivamente reductible a exigencias de su especie. Por el contrario, el animal humano, el animal que de una u otra manera siempre mediatiza la relación con lo que se presenta en el entorno intentando subsumirlo bajo un concepto, el animal que en el individuo que se muestra ve o tiende a ver, el representante de una especie... sería precisamente el único animal que vive y siente desde la individualidad. Y si esta vivencia de su individualidad es exacerbada, entonces el sentimiento de finitud y el correlativo deseo de perseverar se impondrían a la tendencia a mantener lo que nos caracteriza como especie, se impondrían a ese «instinto» de lenguaje al que se refiere Steven Pinker. Así, un rasgo psicológico que sería precisamente corolario exclusivo de la especie humana debilitaría la inclinación a ser peldaño de la realización de la humanidad. Intentaré ahondar en esta paradoja poniendo de relieve una variable importante en la constitución del sentimiento de ser un individuo y que no es otro que el sentimiento de ser potencialmente mortal.

EL ANIMAL CON DOBLE MUERTE Y NACIMIENTO A modo de metáfora sobre lo singular de nuestra condición cabe decir que los hombres nacemos dos veces, al venir físicamente al mundo, pero también al contemplar el mundo a través del prisma de las palabras, lo cual constituye el nacimiento propiamente humano. A este segundo nacimiento está asociado ese sentimiento de individualidad al que se refiere Francisco Ayala, que eventualmente puede suponer una inversión de jerarquía de enormes consecuencias psicológicas, a saber: el lenguaje que filtra la percepción del entorno poblándolo de cosas que representan especies, el lenguaje por el que hay ante nosotros caballos, vasos, 25

espinos y cerezos, el lenguaje que se sirve de la vida humana para iluminar el mundo... es vivido como cosa de uno, como propiedad de esa vida de uno, o mejor dicho, propiedad de este cuerpo en el que, como ocurre en toda otra especie, mi especificidad se hace concreta y presente. Pues una cosa es sentirse infiltrado por el lenguaje y otra cosa sentirse poseedor del mismo, una cosa es dar vida a las palabras y otra hacer de las palabras meras armas para la vida. Si lo primero conduce al relato o al conocimiento, en lo segundo está quizás la clave de la dimensión más estéril de lo que designamos con la palabra yo: un yo tanto menos transitivo, es decir tanto más temeroso, posesivo, amante de sí y tiránico cuanto más acusada es esa inversión de jerarquía entre la vida y la palabra. Se comprende así que el morir de un ser humano no constituya un acontecimiento unívoco, pues el morir de quien siente que la vida ya no sirve de soporte al espíritu, poco tiene que ver con el morir de aquel para quien sólo la vida cuenta, de aquel para quien la palabra nunca fue más que un expediente entre otros, un expediente análogo a lo que supone la destreza física, para intentar asegurar la pervivencia.

La específica exigencia del animal humano He señalado la importancia de que, en el citado texto de Aristóteles, la disposición hacia la actividad consistente en conocer y simbolizar sea atribuida a todos los humanos, pero hay un segundo aspecto no menos importante, a saber, el carácter no instrumental de la misma, reflejada en la analogía con el funcionamiento de los sentidos y en especial de la vista. Es obvio que los sentidos tienen gran potencialidad instrumental, pero no es ésta la que prima cuando nuestros oídos se abren, con satisfacción del espíritu, a una secuencia musical o simplemente al sonido de la lluvia. Aristóteles pone el acento en el caso particular de la vista, que apreciamos mayormente, indica, en razón de su gran capacidad de procurarnos diferencias en lo dado, es decir, en razón de que ejemplariza a maravilla la facultad de conocer. Ello se traduce en el hecho de que, aunque la técnica singularice al hombre, hay que distinguir entre las técnicas: Y así, cuando las técnicas proliferaron, unas al servicio de las necesidades de la vida, otras con vistas al recreo y ornato de la misma, los inventores de las últimas eran con toda justicia considerados más sabios, dado que su conocer no se subordinaba a la utilidad. Mas sólo cuando tanto las primeras técnicas como las segundas estaban ya dominadas, surgieron las disciplinas que no tenían como objetivo ni el ornamentar la vida ni el satisfacer sus necesidades. Y ello aconteció en los lugares donde algunos hombres empezaron a gozar de libertad. Razón por la cual las matemáticas fructificaron en Egipto, pues la casta de los sacerdotes no era esclava del trabajo.

Disciplinas como la matemática, nos dice Aristóteles, sólo son posibles cuando 26

están solventadas, no ya las cuestiones relativas a la necesidad, sino también las relativas a la distracción, el ornato y hasta la belleza. Importantísima es también la afirmación de que sólo en condiciones de libertad pueden los humanos acceder a esta última etapa. En fin, es muy significativo el hecho mismo de que el primer ejemplo de ciencia que responde a la exigencia de absoluto desinterés por aspectos ajenos a su propia práctica sea precisamente la matemática.10 Una apuesta, aunque sea parcial, por la tesis defendida en estos textos, un mínimo de confianza en el efectivo aspecto desprendido y liberador del hecho mismo de pensar, tiene inmediato corolario en la denuncia de lo que supone vivir en una sociedad que da la espalda al pensamiento, o que incluso se sustenta en su repudio: Para la inmensa mayoría de los humanos la lucha por la subsistencia ocupa la integridad de sus jornadas. Y aun ateniéndose a los privilegiados ámbitos en los que esta esclavitud inmediata queda atrás, perdura la imposibilidad de vivir en condiciones no ya de ornato y confort, sino incluso de salubridad, es decir, la imposibilidad de vivir simplemente con decencia. En lo referente al ornato, la preocupación por alcanzarlo llega a confundirse con la radical confrontación que supone la aspiración artística, de lo cual es indicio el uso que se hace en nuestra lengua del término diseño. En fin, somos tan poco fieles a la concepción aristotélica del saber como algo en lo que el hombre encuentra su realización (y que en consecuencia ha de valer por sí mismo), que la matemática es concebida como mero instrumento para disciplinas con finalidades prácticas, e incluso usada como criterio de selección social, casi desde la enseñanza primaria. Todo ello supone un nihilista repudio de la tesis humanista según la cual el hombre sólo siente que sus facultades específicas están realmente operativas cuando éstas se ejercitan en ausencia de toda necesidad exterior, cuando no constituyen un mero instrumento para objetivos propios de la generalidad animal y no de la especie. La razón, el lenguaje y la doble modalidad de la techne (la que aspira a construir y la que aspira a simbolizar) activadas... libremente, por el mero gozo de sentirse hombre: libertad para el espíritu de cada individuo indisociable de la libertad global de la sociedad o libertad de cada hombre frente a los demás hombres. Por eso, el trato cabal entre hombres toma forma de respeto, es decir, conlleva para cada uno el imperativo de la no instrumentalización del otro. El animal humano que uno constituye no puede obviamente estar al servicio de un animal de otra especie, pero tampoco puede estar al servicio de otro individuo de la propia especie, ni de un grupo de individuos unidos por intereses no coincidentes con los intereses generales de la humanidad. El individuo humano que uno constituye sólo ha de estar al servicio de la propia humanidad, lo cual en última instancia supone tener como fin en sí el enriquecimiento del pensamiento y del lenguaje, proyecto que pasa en primer lugar por una radical exigencia respecto a sí mismo: la capacidad de pensamiento y de lenguaje de la que uno es portador puede y debe ayudar a la propia subsistencia, pero de ninguna manera ha de reducirse a esta función auxiliar; de ninguna manera debe uno renunciar a la actividad sin finalidad 27

práctica, sin finalidad exterior a sí misma, en la que reside el efectivo legislar del espíritu.

Libertad: individuos humanos exclusivamente al servicio de la propia especie El esbozado proyecto de que el individuo de la especie humana esté exclusivamente al servicio de la propia humanidad pasa, en primer lugar, por erigirse en paradigma de tal humanidad, desarrollando en sí mismo las potencialidades que hacen la naturaleza humana; en segundo lugar pasa por contribuir a abolir las barreras que impiden la realización de esta naturaleza en los demás humanos. En esta no subordinación a otra cosa que a su propia esencia, en este rechazo de toda alienación, consiste la libertad del hombre, aquello sin lo cual simplemente no hay efectiva humanidad, al menos no plenamente, suponiendo incluso un amenaza para el propio orden natural. Pues que el hombre sea o no un buen cuidador de la naturaleza depende en gran parte de su propio equilibrio, el cual constituye un índice de la medida en la que ha alcanzado sus expectativas. Pero la especie humana decididamente va mal si la libertad de los humanos no se da, si grupos de hombres son instrumentalizados por grupos de hombres, cuyos intereses son ajenos a la causa específica de la humanidad. Todo aquello que dificulta el que la motivación subjetiva de un individuo o un grupo sea la realización de las potencialidades de conocimiento y simbolización, entorpece la libertad y con ello, dificulta la humanidad. Y conviene al respecto precisar que autodeterminarse, y hacerlo de tal manera que la ley social esté protegida en sus esenciales imperativos, es cosa de hombres y tan sólo de hombres. Tratándose de la realización de una especie animal no humana no cabe referirse a una voluntad de autodeterminación, expresión que sólo tiene sentido para un ser dotado de razón y lenguaje. De ahí que el lobo convertido en sabueso auxiliar en la caza, siga viviendo en conformidad a su naturaleza, que no se halla perturbada en lo esencial por el hecho de que ahora sirva a los intereses de la especie humana. Por el contrario, tal naturaleza sí está gravemente amenazada en los casos arriba considerados, en los que la domesticación llega hasta la reducción, hasta la conversión en ese animal carente de función natural que es tan a menudo el animal urbano.

La libertad como creación permanente El objetivo de erigir la causa del hombre en causa propia se evidencia como 28

corolario cada vez que un individuo humano ve un espejo de sí mismo en los otros seres de lenguaje. Mas sólo en la reciprocidad, esta percepción de la esencia humana en el otro se traducirá en proyecto colectivo de dignificación. Proyecto que pasa por abolir las condiciones sociales que sólo dejan lugar a modalidades embrutecedoras de subsistencia. Y el hecho de que esta abolición parezca un objetivo durísimo de alcanzar no puede servir de coartada para la renuncia. Pues cada vez que renace en uno el proyecto, se ha ganado ya una pequeña batalla y se ha abierto un horizonte a la causa. Supongamos que una persona acuciada por un trabajo carente de sentido y acaparador de la fracción del día no dedicada al sueño vislumbra la posibilidad de una confrontación que le permitiría arrancar un par de horas a esta mutilación de su vida. Si este logro se acompaña de la firme disposición a que las horas así conseguidas no sean dilapidadas en embrutecedor ocio, sino consideradas como oxígeno para el ansia de humanización y ocasión de combate, entonces está ya en sí mismo anteponiendo el objetivo del espíritu a toda otra consideración, está haciendo de la libertad la causa final y así contribuyendo a la misma. Pues la libertad, como la emergencia del mundo para ciertos teólogos, no se alcanza en lo instantáneo de «un pistoletazo», sino en la constancia de una permanente creación. De alguna manera la lucha por la libertad confiere ya libertad, como la lucha por alcanzar la intelección matemática hace ya al ser humano matemático, y en general la lucha por reducir el símbolo que se resiste recrea en el sujeto de tal combate la condición de ser simbólico, es decir, de ser propiamente humano. Afirmaciones con las cuales no hago sino evocar una vez más las palabras de Aristóteles: activar la capacidad de idear (eidenai), capacidad de simbolizar a la vez que capacidad de subsumir bajo conceptos, es la inclinación o tendencia (orexis) propia de la específica naturaleza de los hombres. Y tal activación no es algo dado y ni siquiera algo que una vez alcanzado perdura, sino algo en pos de lo que el hombre se esfuerza, y que a veces parece una promesa permanentemente diferida. Por eso la filosofía, etapa última de la actividad humana, la filosofía que otorga unidad focal de significación a disciplinas que van de la matemática al canto trágico, es caracterizada por Aristóteles como ciencia... buscada, tan intrínsecamente buscada como lo es la libertad, hasta el extremo de que renunciar a la una equivale posiblemente a renunciar a la otra.

Esclavitud versus tragedia La conformidad que presenta como inevitable, y por así decirlo natural, una organización social en la que el trabajo embrutecedor prima, constituye una enorme regresión no ya respecto a los proyectos emancipadores de la modernidad, sino también respecto a la concepción del ciudadano que tenían los griegos. No es ocioso recordar que, en la Grecia que mantenía abismales jerarquías sociales, los ciudadanos con menos recursos recibían una ayuda para que pudieran asistir a las 29

representaciones trágicas, señalándose así la frontera que les separaba de los esclavos, excluidos del teatro como signo terrible de que la condición de esclavitud deshumaniza, de lo cual deriva el imperativo absoluto de abolirla en sus formas encubiertas. La tragedia es aquello en lo que los espectadores del teatro griego se reconocían, simplemente en razón de que tras la trama aparente traslucía algo a lo que, en todos los casos, se halla confrontada la humanidad. En el escenario trágico se hacía presente lo indisociablemente tremendo y magnífico de la condición humana; se recreaba la matriz de esa tensión, esa insatisfacción en lo dado, esa exigencia subjetiva de romper límites que, en condiciones de libertad, conduce al hombre a buscar una fórmula que haga inteligible lo hasta entonces oscuro, a forjar una frase nunca antes pronunciada, o a generar una forma nunca antes percibida.11 Es obvio que esta exigencia de una vida cabalmente humana, una vida sustentada en la asunción de nuestra condición, a la vez festiva e indisociablemente amenazada por la quiebra, puede con justicia sonar a capricho o a sarcasmo cuando un trabajo mecánico de doce horas, siempre bajo la inquietante amenaza de la pérdida del mismo, es considerado un bien y hasta un privilegio. Tragedia versus esclavitud, cabría decir, pues asumir el conflicto inherente al ser humano cualquiera que sea la circunstancia, conflicto que la agonía trágica representaba paradigmáticamente, es algo que jamás puede confundirse con la mera lucha por la subsistencia. La tesis que estoy defendiendo es muy clara: el arte y la ciencia, como fertilización conceptual de lo que en ambas prácticas se forja, son algo de lo que nadie puede hallarse privado sin verse amenazado en su humanidad. Es simplemente insoportable que la dialéctica entre trabajo embrutecedor y pavor a perder tal vínculo esclavo se haya convertido en el problema subjetivo esencial, en el problema mayor de la existencia. Y es, en consecuencia, imperativo el denunciar las teorías pragmáticas legitimadoras de tal estado de cosas, que presentan como único bien al que colectivamente puedan los ciudadanos aspirar el hecho de que una disminución de la amenaza que pende sobre su empleo alivie un tanto el terror al que se ven sometidos. Hemos, en suma, de denunciar lo insoportable de la situación laboral actual, porque reducir a los humanos a la esclavitud, impide precisamente la asunción de la condición trágica en la que consiste el ser ciudadano. Pues el tiránico orden social que posibilita tal cosa no es in-humano (sólo los humanos son susceptibles de forjar prisiones físicas o espirituales sino literalmente des-humanizador, una máquina para impedir que los humanos sean cabalmente tales.

Condiciones de despliegue de la especie humana Me refería arriba al hecho de que el hombre ha domesticado al lobo, 30

canalizando y utilizando las facultades naturales del mismo hasta hacer un amigo y cómplice en su lucha contra la adversidad del entorno. Y enfatizaba que para ser realmente útil al hombre, eficaz vigilante o auxiliar en la caza, el lobo-perro ha de permanecer como tal, ha de mantener la agudeza de sus facultades, ha de responder a su condición específica. Pues el individuo que no despliega las potencialidades de su especie queda subsumido en lo genérico, reducido a mero animal. «Vivir con la naturaleza, no contra ella», tal es el lema que con ligeras variantes he oído en boca de personas con arraigadas convicciones ecologistas. Y nadie debería estar en desacuerdo con el mismo, siempre que esté claro aquello que entendemos por naturaleza. Pues bien: Esta reflexión se sustenta en el postulado de que lo atractivo de la naturaleza para el hombre es que está configurada en especies, ya que ningún individuo representa meramente el animal, sino tal o tal especie animal. Y de la animalidad la tesis puede ser extendida a la vida, ya que no hay vida natural más que en bien determinadas modalidades traducidas en especies, enfatizando con el término natural el hecho de que las modalidades de vida que pueden resultar de la técnica, concretamente de la llamada biología de síntesis, parecen efectivamente en ocasiones una suerte de violencia a la naturaleza, en razón precisamente de tratarse de vida que no necesariamente tiene modelo en lo específico.12 Inmerso en una naturaleza discretizada en pluralidad de especies, el ser humano tiene derecho a consumir individuos de especies beneficiosas para la suya, derecho a suprimir los individuos representantes de algunas de estas especies caso de ser meramente dañinas y, desde luego, derecho a perturbar el orden natural canalizando a su servicio representantes de especies que en sí mismas podrían serle perjudiciales.13 Y obviamente, aunque sólo sea por mero egoísmo de especie, ha de realizar todo ello sin empobrecer el orden natural. Esta exigencia de no debilitación de la naturaleza es la máxima esencial de la actitud ecológica, la cual desde luego es traicionada también cada vez que, en el proceso de incorporación por el ser humano, un animal es mutilado en lo que hace las características de la especie a la que representa, hasta el punto de que lo específico sea ya en él mera apariencia.

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CAPÍTULO III

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REDUCCIÓN DEL ANIMAL HUMANO

Individuos humanos desarraigados de su especie La reducción de una especie a la que me refería en los capítulos anteriores, adquiere obviamente caracteres singulares cuando tiene como objetivo a individuos o colectivos de la propia especie humana. Tal reducción (que nunca será, como veremos, definitiva, pues siempre perdura un rescoldo de resistencia) puede entonces adoptar dos formas: Se habla de reducción de un pueblo, o reducción de un ejército que se ve forzado a asumir una derrota. Y aunque ello no sea inevitable, puede ocurrir que tal pueblo o ejército sean entonces desposeídos de sus características. Tal es el caso de comunidades que, tras ser vencidas, son forzadas a la pérdida de rasgos tan fundamentales como los ritos y costumbres distintivos, la religión, y en los casos más extremos (y frecuentes) la propia lengua. Esa lengua y esas costumbres serán entonces sustituidas por otras, que las nuevas generaciones vendrán ya a considerar como propias y en las que podrán eventualmente tomar arraigo de nuevo todas las capacidades de conocimiento, simbolización y creación. La historia de la humanidad es prácticamente la de esta secuencia de derrotas y renacimientos que hace la pluralidad en el tiempo de las civilizaciones. Pero cabe también hablar de reducción de colectivos humanos cuando desaparece de su horizonte, de su ámbito cotidiano de vida, el objetivo de que se expandan las facultades de razón y de lenguaje que hacen su especificidad dentro del mundo animal. Sin duda hay especies animales para las cuales el mero vivir agota el horizonte. Ello no significa que estas especies se conformen simplemente con lo dado, sino que la tendencia a desplegarse, inherente a toda especie animal, cristaliza como inclinación a perdurar y reproducirse, es decir, tiene causa final en la vida. Obviamente también en el animal humano la vida es incentivo mayor, pero no es incentivo único y a veces ni siquiera principal. Simplemente para el hombre vivir no lo es todo; algo generado por la vida pero irreductible a la misma, impone sus exigencias, las cuales, en ocasiones, pueden incluso entrar en conflicto con los imperativos de la vida. Además de la expansión de la vida, el hombre exige otra cosa... He evocado ya la tesis de Aristóteles según la cual las expresiones de lo cabalmente humano surgen cuando el animal que constituimos ha cubierto ya una serie de exigencias, por supuesto lo relativo a la subsistencia, pero también aquello que hoy denominaríamos dignidad del entorno, empezando por el decoro de la propia casa, pudiendo ver en ello la condición mínima de que el individuo humano sea un individuo libre. Pues si no se dan estas circunstancias, si la lucha por la subsistencia y por un mínimo de expansión vital perduran como inmediato y casi exclusivo fin, entonces, a la vez que se mutila la capacidad de conocer, se mutila la capacidad de simbolizar; a la vez que se cierra la vía al pensamiento se 33

cierra la vía a la creación. Y ello constituye meramente un escándalo de ser cierto que cada ser humano siente su condición natural en las actividades de simbolizar y de subsumir bajo conceptos, y en consecuencia desea que se activen. Actividad en la que Aristóteles ve el embrión de lo designado por el término filosofía, nunca disociable de la aspiración a la libertad: ...Pues los hombres empiezan y empezaron siempre a filosofar movidos por el asombro. Al principio su asombro es relativo a cosas muy sencillas, mas poco a poco el asombro se extiende a más importantes asuntos, como fenómenos relacionados con la luna y otros que conciernen al sol y las estrellas y también al origen del universo. Y el hombre que experimenta estupefacción se considera a sí mismo ignorante (de ahí que incluso el amor de los mitos sea en cierto sentido amor de la sabiduría, pues el mito está trabado con cosas que dejan al que escucha estupefacto). Y puesto que filosofan con vistas a escapar a la ignorancia, evidentemente buscan el saber por el saber y no por un fin utilitario. Y lo que realmente aconteció confirma esta tesis. Pues sólo cuando las necesidades de la vida y las exigencias de confort y recreo estaban cubiertas empezó a buscarse un conocimiento de este tipo, que nadie debe buscar con vistas a algún provecho. Pues así como llamamos libre a la persona cuya vida no está subordinada a la del otro, así la filosofía constituye la ciencia libre, pues no tiene otro objetivo que sí misma.

Si por no haber sido aun logrado o por haber sido perdido el objetivo de una vida con decoro es el incentivo principal con vistas a activar las facultades prácticas e inventivas, entonces el hombre queda mutilado no sólo en su capacidad de conocer y simbolizar, sino muy probablemente también en su capacidad de amar, si por amar se entiende inclinación a superar la barrera respecto a aquel en quien se ha reconocido otro representante de la propia humanidad. Y obviamente todo aquello que se engloba bajo los términos genéricos de artístico, narrativo o poético queda fuera del horizonte, salvo en modalidades caricaturescas, que suponen ya una degradación del uso mismo de esos términos. Por ello, hacer propia la tesis de Aristóteles relativa a la misión esencial (marcada por su naturaleza) del ser humano, conduce inevitablemente al combate político: luchar contra las trabas sociales que imposibilitan tal proyecto es la primera de las exigencias éticas, empezando quizás por la denuncia de una educación concebida como instrumento de doma.

Nihilismo antropológico... desastre pedagógico Ya he señalado que la pérdida en individuos de la inclinación a actualizar las facultades de las que están dotados por naturaleza no es exclusivo del animal humano, puesto que también hay lobos a los que ya no incentiva una presa potencial, aves rapaces que apenas alzan el vuelo, y caballos que, aun levantada la barrera, no iniciarían ya el galope. Los individuos que representan tal astenia de su específica potencialidad no han llegado a ese estado espontáneamente, sino a través de un proceso en el que a menudo ha intervenido el hombre: proceso no sólo de domesticación sino de esencial perturbación, de conversión del lobo (que 34

aún perdura en el perro que ayuda al hombre en sus tareas de caza o de vigilancia) en el animal casi ya desprovisto de propiedades específicas reales que es a veces el animal llamado de compañía, con paradigma en el pet de los hogares americanos. Y es importante recalcar que no se trata de una suerte de mutación radical que supondría para el afectado un cambio de especie, sino de pérdida de acuidad en los rasgos de la especie que le es propia, la cual perdura asténica y desnaturalizada, hasta en ocasiones aproximarse al simulacro. Tratándose del individuo humano, el mecanismo social que hace desaparecer de su horizonte, de su ámbito cotidiano de vida, el objetivo de desplegar sus facultades específicas de pensamiento y simbolización empieza muy a menudo en la educación elemental, totalmente alejada de la concepción platónica según la cual la función de la educación es fertilizar las facultades del niño, no sustituirse a ellas. Concepción del hecho educativo de la que es muestra cierto párrafo preliminar de un proyecto de educación en España, que desgraciadamente tiene analogías con otros textos de países europeos, que veía en la educación un procedimiento para el objetivo de «conseguir ventajas competitivas en el mercado global».14 La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y las cotas de prosperidad de un país; su nivel educativo determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global.

Que finalmente este párrafo haya sido suprimido no es indicio de que el legislador haya encontrado racional criterio, sino más bien de la nula importancia que otorga a las diferencias en la vestimenta retórica con la que ha de envolverse la política efectiva. ¿No os ha gustado ese párrafo? Pues lo sustituimos por otro más acorde con lo asumible en el plano ideológico y naturalmente... pasamos a poner en práctica lo que está mandado. Alguna de las frases de este Preámbulo de ley supera en ceguera la afirmación, hace unos años, de un consejero de gobierno autonómico para quien una obligación de los poderes públicos era incentivar los estudios susceptibles de abrir camino en la sociedad de libre mercado (cito de memoria, pero no me alejo): «el que quiera estudiar el mundo clásico que se pague el lujo». Obediente concepción de las prioridades del sistema educativo que no sólo supone un repudio de Hesíodo y Aristóteles, sino también de Pitágoras y Euclides, es decir de un entero cimiento de nuestra cultura. Lejos estamos desde luego del «ardiente deseo de toda mente pensante» hacia la inteligibilidad, que el físico Max Born consideraba como el auténtico motor de la ciencia, y en consecuencia, de la educación científica. De todo aquello en lo que pueda jugar un papel la educación, los legisladores tienden a quedarse con la capacidad que proporcionaría para alzarse en la arena competitiva. No parece pasarles por la cabeza la posibilidad de una ordenación social en la que el 35

ciudadano no esté determinado por la necesidad de abrirse paso a codazos. Mas la tesis de que las bases de este horizonte social en el que nos desenvolvemos son tan inevitables como los principios que rigen el orden natural, y que por ello sería absurdo luchar contra ellas, tiene como corolario el que nunca se dará la situación en que para los ciudadanos en general (y no tan sólo para un sector o una élite) esté «resuelto lo relativo a la naturaleza y al ornato de la vida», condición preliminar para el natural despliegue del pensamiento, y en general de todo aquello que es fundamental para la existencia específicamente humana. En cualquier caso, los jóvenes forjados en el evocado ideario de instrucción se hallarán ciertamente en el futuro predispuestos a ser parte «bienpensante» del orden social cimentado sobre el mismo. Dispuestos concretamente a aceptar lo inevitable de leyes y ordenanzas que, suponiendo quizás merma en condiciones elementales para la dignidad, son sin embargo oxígeno para la maquinaria social y económica que constituye la urdimbre de sus vidas. Es así posible que los sindicatos de un país convenzan a sus adherentes para que trabajen mayor número de horas, acepten normas que incrementen la productividad, reduzcan los momentos de asueto, acentúen el control del número de veces que se acude a los servicios, etcétera, todo ello con estabilidad o incluso disminución de los salarios globales. Si los trabajadores son asimismo convencidos de no oponer resistencia en caso de suspensión sin indemnización de sus contratos, es entonces muy posible que ello se traduzca en un incremento de competitividad, mayores exportaciones, superávit en la balanza de pagos, aumento de la contratación, disminución del paro, mayores aportaciones a la seguridad social, garantía de las pensiones, inversión en educación, cuentas públicas saneadas, y sobre todo... disminución de la angustia provocada por el miedo a quedarse sin trabajo y ser así arrinconado en los arcenes de la sociedad. A ello cabría añadir el sentimiento de pertenencia a un país de gente responsable, disciplinada y trabajadora, por oposición a tantos otros en los que la inclinación al non far niente (pronto tendiente a ser calificada de «natural» en países cuya población se autoproclama intrínsecamente laboriosa) generaría una comunidad pobre, insegura e inclinada a la explotación parasitaria de las comunidades productivas; en suma: el sur de los «tartessos que se tumban panza arriba»...15 y que hoy para cada uno en Europa tiene su propia proyección. Pues bien, el hecho mismo de que se generalicen opiniones que legitiman vínculos interhumanos como los descritos, constituye todo un síntoma de nuestro desconcierto respecto a la actitud a adoptar ante el devastador momento para las conquistas sociales que vivimos. Cuando las medidas económicas destruyen la base material de la vida de tantos ciudadanos, cuando la sumisión a agotadoras jornadas laborales tiene doloroso contrapunto en la ausencia de trabajo (o en el pánico a perderlo) se impone precisamente como exigencia política el restaurar la pregunta sobre la esencia de la condición humana y la tarea que respondería a tal condición. ¿Está el ser humano condenado a pensar que subsistir es ya mucho, y en consecuencia condenado a esa tortura a la que para algunos remitiría (por razones vagamente etimológicas) el término mismo trabajo (otras etimologías más o 36

menos fantasiosas tampoco arreglan la cosa, pues hacen del trabajo la privación de la actividad que caracterizaría a los no siervos)? ¿O es pensable una sociedad en la que nadie esté privado de la posibilidad de fertilizar las facultades que nos caracterizan como especie entre los seres vivos y animados? Es bien sabido que la actitud interrogativa que caracteriza a los niños a menudo desconcierta y hasta irrita a los mayores. Por supuesto que, muy frecuentemente, tal actitud no refleja sino un interés trivial por asuntos perfectamente contingentes. Pero, haciendo una criba suficientemente fina, en el discurso del niño cabe percibir el meollo de alguna de las interrogaciones más elementales, y a la vez más radicales, a las que se enfrenta la humanidad. De ahí que luchar contra las trabas sociales que mutilan esta potencialidad del niño constituya la primera de las exigencias éticas.

La nueva Pléyade He enfatizado la tesis de Aristóteles según la cual los sentidos, que tan imprescindibles son como instrumentos en nuestra relación con el entorno, son más apreciados cuando son activados sin finalidad exterior, cuando la vista se recrea en una contemplación inútil para la subsistencia: por ejemplo, la tonalidad azul o las plegaduras en una obra pictórica. En este activarse sin utilidad de las capacidades perceptivas residiría incluso uno de los rasgos que singularizarían al animal humano.16 Y lo que Aristóteles nos dice de los sentidos puede decirse también del lenguaje: tanto mayor es el goce de la palabra cuanto menos se la instrumentaliza, hasta el punto de que en el hecho de restaurarla, en lugar de servirse de ella, se reconoce habitualmente la disposición que caracteriza al poeta. Mas, por desgracia, hay muchas razones para pensar que ello vale también para el dinero, pues un comportamiento tan humano como el consistente en buscar la metáfora o la fórmula en razón del simple goce que nos proporcionan, es el buscar por sí mismo... el dinero. Baste al respecto evocar el extraordinario personaje balzaciano de Père Grandet (padre de la protagonista en la novela Eugénie Grandet), avaro incrédulo que parece recobrar la fe en el acto de extremaunción, al alzarse del lecho para besar una talla de Cristo, que simplemente... era de oro. Como escala de medida de la riqueza, el dinero, sea nominal o material, es deseado. Pero hay un salto entre desear el dinero que permite satisfacer otro deseo y desear el dinero por sí mismo. A forjar sujetos marcados por este último deseo contribuye desde luego esa sociedad que nos propone desde la infancia aplicarse con la finalidad de «conseguir ventajas competitivas en el mercado global». De manera implícita la formación de los ciudadanos conduce a que, en la subjetividad de cada uno, el alcanzar el poder que proporciona el dinero se convierta en máxima subjetiva de comportamiento. Pero que haya llegado a generalizarse esta modalidad de instrucción es quizás más bien una consecuencia del imperio del dinero mismo que una causa del atractivo focal que el dinero 37

ejerce. El problema es que erigir el dinero en deidad, amarlo sobre todas las cosas, constituye una distorsionada manera de reivindicar la singularidad de nuestra especie, como lo es sin duda alguna la complacencia en el abuso del indefenso, o como lo es la necrofilia. Sólo los humanos hacemos tales cosas, si bien es cierto que podríamos hacer otras... Y el problema es el de la compatibilidad con estas otras cosas que cabría hacer. Un individuo responde a pulsiones e intereses múltiples y, en consecuencia, traza objetivos diversos que se esfuerza en compaginar. Pero, análogo al Dios de Abraham, el dinero no tolera competencia de otro señor. Y las ocultas inclinaciones de alguno de los que le sirven son pronto desenmascaradas, sin que importe mucho el carácter de las mismas, de tal forma que sólo es tolerado lo que se desprende por añadidura de la devoción al dinero mismo. No cabe frente al dinero una disposición equivalente a la de los grandes de la pintura ante los pasajes evangélicos, ocasión para ellos de una profunda inmersión en el alma de los hombres y una búsqueda de las técnicas para expresarla, siendo casi indiferente cuál era el grado de sincera devoción. Esa implacable deidad que es el dinero se impone realmente como el absoluto «exigiendo donde no ha dado y recolectando donde no ha sembrado», y en pos de su gloria se sacrificará todo aquello que haya de ser sacrificado, empezando por el animal humano que (en razón de su desmesura pero también de su cobardía y ceguera) lo erigió precisamente en deidad. En este sentido el listado de la revista Forbes viene a constituir un equivalente a la Pléyade, dónde los dos nombres que la encabezan ocupan con toda lógica el papel de Pierre de Ronsard y Joaquim du Bellay. Los héroes de la nueva Pléyade lo son también por haber trascendido sus intereses inmediatos, aunque no para subordinarlos a la planta fértil de los grandes versos, sino a la solemnidad pétrea de los templos financieros. Mas sea cual sea su poder efectivo, en la medida en la que los cabezas de lista se erigen en modelos, en cada uno de nosotros el paradigma del hombre se transforma. Y así, inevitablemente, se transforma también nuestro efectivo comportamiento en el seno de la vida social y de la vida natural, suponiendo todo ello una suerte de mutación en los rasgos propios, es decir, mutación en los rasgos esenciales y que nos singularizan con relación a las otras especies animales.

El señor al que sirven Siervo ruin y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí. Debías pues haber entregado mi dinero a los banqueros, y así al volver yo habría cobrado lo mío con los intereses. ¡Quitadle pues su talento y dádselo al que tiene los diez talentos! Porque al que tiene le será dado y le sobrará, pero al que no tiene aun lo que tiene le será arrancado. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas exteriores. Y allí será el llanto y el crujir de dientes (Mateo 25, 14-30).

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Todo está dicho sobre este tremendo texto que es la parábola de los talentos,17 pero quisiera no obstante puntualizar el momento en que el amo señala que el miedo paralizó, en lugar de agudizar, la inteligencia de aquel que no acudió a los banqueros para hacer fructificar el dinero de su señor. Ésta es la gran diferencia con los otros siervos a los que el miedo tiene el efecto de avivar su astucia. Pero el miedo es en cualquier caso el correlato de la presencia del amo. Y es como corolario del miedo que el dinero viene a ser erigido en hogar protector contra la finitud y la muerte, siendo ya entonces lo que en última instancia legisla, la causa final del efectivo comportamiento, más o menos complementada con motivos ornamentales, e incluso con máximas de acción edificantes. Tanto Platón como Aristóteles se refieren en ocasiones a una virtud superior que tiene su condición primera en el hecho de que el inevitable temor a la muerte no se convierta en fobia (fobos), que impide el contemplarla cara a cara. Aunque designada mediante el término andreia (que etimológicamente hace referencia al varón, andros) Platón pone en boca de Sócrates que a esta virtud de la andreia han de responder tanto hombres como mujeres, es decir, que se trata de una disposición de ánimo cuya presencia o ausencia es criterio a la hora de discernir si un individuo está a la altura de su humanidad. Por ello cabe decir que desde el punto de vista de la autenticidad moral el refugio en el dinero equivale simplemente a renunciar a la andreia. Pero este rasgo de imaginario abrigo en la situación de miedo paralizante, es sólo el arranque en la relación del individuo con el dinero. Pues una vez protegida la subjetividad, surge una especie de agradecimiento: no se vincula ya la cosa a su función; el dinero no es ya refugio protector o instrumento contra algo, sino fin en sí. En el apartado siguiente veremos con cierto detalle las condiciones de posibilidad de esta transformación, de la cual constituye un signo la impresión que tenemos de que los llamados poderosos de este mundo nada en realidad pueden, o mejor dicho, que sólo pueden en la medida en que sirven, que los mandatarios políticos de Francia, Reino Unido o Alemania no son más que devotos oficiantes que sin embargo... alguna vez se descarrían. ¡Ay, entonces de la una o del otro! Conducidos quizás ya hacia el solar apagado donde moran el banquero arruinado, el amante abandonado y el político fracasado (trilogía agustiniana, no del arrepentido de Hipona, sino de Agustín García Calvo) y ¡ay! asimismo de sus émulos de países de peso menor, dotados de Estado propio o aspirantes a tenerlo, que no dejan tampoco de estar bajo la atención del ojo vigilante de los banqueros y altos mandatarios de las instituciones financieras. Todos reciben en un momento dado generosas recompensas, que ellos mismos han de considerar como índice de su buen comportamiento, pero serán marginados si caen en la conmiseración (si se apiadan por ejemplo de los desahuciados, empujados al suicidio como los franceses empleados de Telecom, a los que me refiero más adelante) o si dan muestras de que los talentos que reciben, en lugar de ser fertilizados son empleados en beneficio de oscuras inclinaciones subjetivas. ¡Ay! también de aquel gestor de la más alta institución financiera, que compraba cuerpos humanos, no para reciclarlos en el sistema económico, sino para su personal goce. 39

Sin duda los miembros de la moderna Pléyade tienen mucho más poder que los aparentes tenores o primadonas de la clase política, cuyo grado de genuflexión ante los primeros alcanza en ocasiones lo irrisorio. El mercado está al servicio de sí mismo y no de los que dan la cara en el teatro bursátil. Hay exceso de capital como señala Piketty en su afamado libro El capital en el siglo XXI, pero ello sólo contemplando el asunto desde la perspectiva de aquel noventa y cinco por ciento de ciudadanos estadounidenses que, según fiables fuentes, han tenido que conformarse con el cinco por ciento de la riqueza producida desde 2008. No hay desde luego exceso para el cinco por ciento al que va a parar el resto. Pues el dinero ciertamente nunca es mucho para quien de verdad es fiel a su esencia: «en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré». No ciertamente, cabría añadir, para dispensar en vanos goces ese mucho, sino para reciclarlo de manera inmediata, a fin de tener la satisfacción de ser eslabón generador de mucho más.18 Cabe sin embargo la sospecha de que los inter pares del templo, que caracolean en foros como Davos, también son impotentes ante esa ley, nunca escrita, por la que incluso los grandes fondos de inversión pueden caer. Precisamente por no estar sometido a ley exterior, por no ser regulable ni controlable, también el mercado mismo puede abismarse. Presunción de colapso que un tiempo parecía exclusiva de cierta escolástica marxista, pero que, tras las hecatombes de los últimos años, empiezan a albergar tanto los que están al servicio de las catedrales de las finanzas como sus víctimas, aunque una suerte de perezosa inercia impida tan a menudo abrirse realmente a esta eventualidad, lo cual contribuye a que, aun sumergiéndose periódicamente en el caos, el orden imperante parezca inamovible. Y ya que evocaba el libro de Thomas Piketty: el hecho mismo de que la problemática que plantea haya despertado tanta pasión y polémica es un excelente indicio de que algo se está moviendo, síntoma de que (como no podía ser menos) en el seno de la devastación hay emergencia. Hace diez años el Wall Street Journal no hubiera calificado el libro de Piketty de «panfleto comunista», cosa a todas luces absurda. Se hubiera limitado a indicar en tono displicente que el autor era un anacrónico ideólogo (francés por añadidura), ciego al hecho de que la problemática misma planteada por Marx estaba superada, recordando seguramente de paso la vulgata popperiana de que, al no ser susceptibles de ser científicamente refutadas, las tesis del pensador alemán no pueden ser tomadas en serio por espíritus rigurosos. Ciencia, Das Kapital, probablemente no lo es, o lo es en pequeña medida, lo cual no es óbice para que apunte muy directamente a cuestiones que esencialmente nos conciernen, como lo hacen tantos textos no directamente científicos, empezando por las teorizaciones literalmente metafísicas a las que, a partir de su práctica científica, se ven desde hace un siglo abocados los físicos. Algo ciertamente está cambiando y científicos como el físico francés Étienne Klein podía hace muy poco escribir estas palabras sobre el filósofo francés Jean 40

Cavaillès, fusilado por sus acciones de resistencia: «precisamente como filósofo y lógico se alistó en la resistencia: porque éste era el único camino lógico y por tanto necesario para alguien que se tomaba en serio la búsqueda de la verdad».

Naturaleza humana y... «orden natural» forjado por el dinero Todas las formas sociales que suponen la mengua del ser humano, tienen soporte en ese abandono nihilista que percibe el estado de cosas como efectivamente atado y bien atado, de tal manera que, en definitiva, no habría nada que hacer. Interiorización de la derrota que encuentra lógica prolongación en el hecho de que las propias víctimas hacen suyos los valores ideológicos imperantes. Así el actual sistema político-económico es una máquina temible de producción de ideología paralizante, por la cual aquel mismo que está ya desplazado en la cuneta, puede pensar que en última instancia hay en ello una justicia. Las razones de esta interiorización de los valores del que objetivamente es enemigo son comprensibles, contando desde luego entre ellas el miedo al que antes me refería, que quizás en la historia de Europa está alcanzando cuotas a la altura de los extremos de desarraigo en los que el hombre europeo actual puede sentirse inmerso. Pues por mucho que el progreso técnico haya permitido paliar las consecuencias de la explotación, la intensidad de ésta no es menor en nuestros días que en las épocas más oscuras del pasado.19 Y la dimensión de la herida moral humana no se mide tanto por el grado en que está amenazada la subsistencia, como por el grado en el que está amenazada la libertad. Lo curioso es que todo ello ocurre en una situación de perplejidad respecto a la esencia de ese dinero que de manera tan brutal nos determina. Un dios más impenetrable para los sometidos a sus designios que ese poder ciego de Guillermo de Ockham, que dio pie al genio maligno de las Meditaciones de Descartes. ¿Constituye el dinero un universal antropológico o tiene origen en un momento determinado, por lo que podría eventualmente tener asimismo fin? Y en el segundo caso, ¿cuándo apareció, en razón de qué y bajo qué forma? Preguntas reiteradamente planteadas y que, como tantas veces ocurre con las cuestiones vinculadas a la relación entre los hombres, carecen de respuesta definitiva y unívoca. Razonable parece la conjetura según la cual el dinero habría surgido como unidad de cuenta que permitiría calcular valores (en Mesopotamia, hace unos tres mil años antes de Cristo). El dinero habría sido entonces para el poder una referencia de lo que estaba en derecho de demandar a sus súbditos, en cabezas de ganado de una u otra especie, por ejemplo. Así concebido, el dinero sería un puro medio de control, carente de soporte material; la ventaja para el soberano residiría en la posibilidad de devaluarlo a conveniencia, siendo el caso cuando lo que adeuda a otros es más de lo que le adeudan a él. Mas hay otras conjeturas, así la de que el dinero habría aparecido como 41

instrumento monetario con soporte material al que se le atribuía un valor intrínseco: un metal resistente al tiempo y a la manipulación, por ejemplo, por lo que una devaluación supondría entonces algo más que un mero acto administrativo. Es asunto de los historiadores de la economía hurgar en este problema, pero quizás no sea ocioso recomendar al respecto una lectura o relectura de ciertos textos del evocado Carlos Marx,20 como decía, un tiempo abandonados pero hoy de rabiosa actualidad, que nos ayudarán quizás a entender el hecho de que el dinero parezca finalmente abocado a constituirse en depósito de valor, lo que acarrea las más importantes connotaciones asociadas al término mismo dinero, entre otras la de que, superando su condición instrumental —cambiando de alguna manera su esencia— el dinero viene efectivamente a constituirse en fin en sí. Si como algunos pretenden el capitalismo responde a inclinaciones imposibles de erradicar, constituye cuando menos una singular modalidad de canalizar tales inclinaciones. Pues lejos de ser meramente una expresión más sofisticada de la pulsión a la propiedad de cosas y eventualmente de seres (humanos incluidos), en ocasiones parece incluso utilizar esta pulsión como simple peldaño y hasta repudiarla. Es toda la diferencia entre usar el dinero, tomarlo como mero instrumento y honrarlo sobre todas las cosas, erigirlo en fin en sí. Esto es lo que marca la subjetividad de los emprendedores en esa modalidad de economía de mercado que se fue instaurando en la Europa del siglo XIX, en correlación con la sustitución de sociedades agrarias por sociedades fabriles y de hecho haciéndola posible. La superación del carácter instrumental del dinero y su erección en común denominador de toda la rica pluralidad de bienes, supone una prioridad de lo abstracto sobre lo concreto, por la cual el disfrute de los bienes deja de ser primordial: sólo el dinero mismo es ya causa final de la existencia material y espiritual. La riqueza que supone tener razonable acceso a los frutos de la naturaleza y a los productos de la técnica viene entonces a confundirse con la posesión de los mismos,21 ampliándose el ansia hasta la posesión de los demás seres humanos.22 Mas si, para todos los Père Grandet del mundo, la economía no está ya determinada por los imperativos de garantizar la subsistencia en un marco decoroso, y ni siquiera por imperativos de placer, la erección del dinero en valor supremo es también algo inevitable para el desposeído, en pos siempre del dinero mínimo que garantice sus necesidades elementales, y forzado a poner entre paréntesis toda otra exigencia, todo otro deseo, paréntesis que en general se prolonga una vida entera.23 Y así, tanto para el poseedor como para el desposeído, el dinero reemplaza aquellos valores que la tradición humanística, en el amplio sentido del término, postulaba como deseable finalidad que debería determinar las razones subjetivas de acción de cada uno de los humanos. La erección del dinero en finalidad última hace que cosa o persona alguna pueda proporcionar satisfacción comparable a lo que supone ganar altura con relación a la escala de medida (que efectivamente 42

parece serlo de todas las cosas) y desde luego obliga a dejar de lado toda inclinación a fortalecer las facultades del espíritu. Pues el patrón de medida marca los criterios de moralidad, como marca los criterios de aptitud para hacerse un camino en la maraña de la vida social, concebida efectivamente en términos darwinianos, pero no en pos de la supervivencia sino en pos de un extraño símbolo. El filósofo húngaro G. M. Tamás nos da un ejemplo estremecedor de lo que significa en la actualidad una sociedad marcada por la erección del dinero en eslabón cumbre en la escala de valores: Mientras va empezando la lucha a muerte por unos servicios y recursos sociales cada vez más escasos, el poder presenta los motivos de esa contienda en términos de excelencia moral, actitud biológica y superioridad intelectual. Sólo las personas jóvenes, diligentes y flexibles se juzgan dignas de consideración: rechazar esos criterios es rechazar el orden natural de las cosas.24

¿Y qué será de los apartados a los arcenes? Como siempre alimentarán el espíritu caritativo, en este caso de las organizaciones dependientes de la iglesia, se trate de la católica, floreciente en el país del citado filósofo, o de alguna de las que hoy le hacen competencia en países que fueron su feudo. Se supone asimismo que, liberadas de injustos subsidios estatales que no incentivaban la búsqueda de excelencia, las universidades alcanzarán un esplendor cuando acudan a ellas los que están en condiciones de pagar las matrículas a coste real. Canción húngara que conocemos perfectamente en otros lugares.

«El hombre, tu esclavo» ... Dios visible. Que sueldas juntas las cosas de la Naturaleza absolutamente contrarias y las obligas a que se abracen; tú que sabes hablar todas las lenguas. Para todos los designios. ¡Oh tú, piedra de toque de los corazones, piensa que el hombre, tu esclavo, se rebela y por la virtud que en ti reside, haz que nazcan entre ellos querellas que los destruyan, a fin de que las bestias puedan tener el imperio del mundo.

En el tercero de sus Manuscritos del 44, Carlos Marx cita estas líneas en las que Shakespeare exhorta al dios dinero a no fiarse de los hombres, dada su irreductible tendencia a rebelarse, sugiriendo como seguro recurso el empantanarlos en falsas querellas. Falsas querellas de las que tenemos múltiples ilustraciones, en todos los ámbitos de nuestra cotidiana existencia, desde los lazos afectivos o sexuales hasta la política y concretamente, para no ir más lejos, la política europea. Proliferación de problemas cuya eventual legitimidad queda enturbiada por el hecho de servir de coartada para tapar, soslayar, o simplemente subordinar el problema esencial, a saber: el naufragio que para la causa del ser humano supone un orden social, 43

aunque sea garantizador de la subsistencia y de determinadas «libertades», que pasa intrínsecamente por la subordinación de un individuo humano a otro individuo, o a un conjunto de individuos, con intereses no coincidentes, con los de la humanidad. Un estado de cosas en el que un ser humano tiene su cotidianidad marcada por un trabajo mecánico, cuyo único beneficiario es un grupo con objetivos indiferentes a los intereses de su trabajador pero indiferente también a los intereses de aquellos mismos a los que va destinado ese producto, en ocasiones innecesario y perjudicial, indiferente en suma a la salvaguarda de la naturaleza directamente amenazada por la fabricación del mismo. Tan indiferente como lo es desde luego a la conservación y enriquecimiento de la diversidad de culturas y lenguas, rasgos que distinguen, y con ello identifican, a las comunidades en las que se despliega la común esencia de la humanidad. Poco antes de la cita transcrita de Shakespeare, Marx había citado asimismo unos versos del Fausto de Goethe,25 como literaria ilustración de su tesis sobre ese momento de la historia humana en el que, para la subjetividad de cada hombre, la relación entre la propia vida y los medios de vida, no es esencialmente distinta de la relación entre la propia vida y los otros hombres, contemplados también como potenciales instrumentos: El dinero, en cuanto posee la propiedad de comprarlo todo, en cuanto posee la propiedad de apropiarse de todos los objetos es, pues, el objeto por excelencia. La universalidad de su cualidad es la omnipotencia de su esencia; vale, pues, como ser omnipotente... el dinero es el alcahuete entre la necesidad y el objeto, entre la vida y los medios de vida del hombre. Pero lo que me sirve de mediador para mi vida, me sirve de mediador también para la existencia de los otros hombres para mí; eso es para mí el otro hombre.

Este párrafo se inscribe en una reflexión sobre la propiedad privada como emblema del extrañamiento del hombre respecto de su humanidad. Téngase en cuenta que la identificación de lo que provoca satisfacción con lo privado, cualquiera que sea el objeto de que se trate, es algo relativamente muy reciente. Lo privado tiene la característica de ser intercambiable a voluntad del sujeto, mientras que lo colectivo no lo es. Ahora bien, el terreno comunal que un campesino trabajaba colectivamente en el siglo XVI no era obviamente intercambiable a su voluntad, lo cual no le impedía tener el sentimiento profundo de que se trataba de algo no sólo querido, sino una prolongación de sí. En suma, al ser colectiva (y por ende no intercambiable) la tierra en la que ese campesino se reconocía no era una mercancía, mientras que sí es una mercancía no sólo la fuerza productiva sino incluso el órgano vital (riñón por ejemplo) que, en nuestras sociedades, un marginado por el sistema económico es susceptible de ofrecer para garantizar su subsistencia, bajo condición sin duda de pasar el filtro sanitario. En general todo aquello en lo que uno reconoce su ser puede ser arrancado al dominio común y así convertido en privado, es decir, prohibido a los demás. Y volviendo por un momento al texto de Marx antes citado, quisiera subrayar el hecho de que el pensador ve una cristalización del mismo en la relación entre 44

hombres mujeres. De alguna manera el tipo de lazo hombre-mujer se erige en criterio determinante de la relación del ser humano con la naturaleza y con los demás seres humanos: La relación del hombre con la mujer es la relación más natural del hombre con el hombre. En ella se muestra en qué medida la conducta natural del hombre se ha hecho humana o en qué medida su naturaleza humana se ha hecho para él naturaleza. Se muestra también en esta relación la medida en que la necesidad del hombre se ha hecho necesidad humana, en qué medida el otro hombre en cuanto hombre se ha convertido para él en necesidad; en qué medida él, en su más individual existencia, es, al mismo tiempo, ser colectivo.

El reverso de este lazo afirmativo es que cuando el hombre existe sólo para su propia subsistencia, de la que ve garantía en la exclusiva propiedad de ciertos bienes, es decir, cuando ha enajenado su propia esencia como ser social, entonces la relación entre hombre y mujer viene a ser una mera proyección de la relación de privacidad. Obviamente este asunto central puede ser tratado desde muchas otras perspectivas psicológicas y filosóficas y por ello, ya con independencia del texto de Marx, quisiera señalar por mi parte un aspecto complementario del asunto. La corrupción del papel de la diferencia sexual en la vida de los hombres no sólo se traduce en la vivencia de la sexualidad como ocasión de apropiación, de reducción del otro a alimento de uno mismo, sino que tiene idénticas consecuencias con relación a la concepción del ciclo de las generaciones. La posibilidad de progenitura es vivida como recurso para alimentar el mirífico deseo de superación de la propia finitud: el nuevo ser no es contemplado como garantía de la persistencia de la humanidad, sino como garantía de persistencia del sujeto que uno mismo constituye. Que tal objetivo (tal pretensión de perdurar de la propia individualidad) sea, de hecho, un profundo desvarío no es óbice para que actúe como ingrediente, más o menos consciente, en la configuración social de la sexualidad, y concretamente en la vocación de subsumirla bajo toda clase de modalidades contingentes de organización social, empezando por la bien conocida familia convencional. El deber del que ama la especie humana es recrearla, obviamente si se halla en condiciones de hacerlo. Mas precisamente por tratarse de un deber, la recreación de la especie humana nunca debe de ser un expediente para la idea (literalmente delirante) de que se recree la propia individualidad. Para el que ama la especie humana, tanto su descendencia como la de los demás ha de responder a los caracteres más elevados de la misma. En consecuencia, luchará contra todo aquello que impida la consecución de este objetivo. Nunca ha de ser confundido el amor a la especie con el amor a esa dimensión de sí mismo que más bien es enemiga de la especie. Cabe incluso decir que si se tiene la fortuna de haber contribuido a que tanto los propios descendientes como los de los demás sean seres plenamente de razón y de palabra, entonces, de hacerse evidente que la propia capacidad de amar y de pensar se abisma, de haber un imperativo, sería el de alejarse de la escena con discreción y decencia. 45

El sentimiento de haber sido un eslabón en el ciclo que posibilita la persistencia de la especie humana se halla en la antítesis de la percepción de la progenitura como instrumento de prolongación de uno mismo, de la cual es un síntoma el enorme peso en nuestras sociedades de la trasmisión de la exclusiva propiedad: identificado el sujeto con su propiedad, si en la descendencia ésta se conserva... está perdurando lo esencial de uno; si la propiedad se incrementa, uno se está expandiendo más allá de la muerte física. Este mecanismo explica los casos tan frecuentes de protección por parte de los poderosos de las acciones de enriquecimiento de sus hijos, aunque por lo ilícito del procedimiento ello exponga a un descrédito moral. Y es simplemente que el crédito reside en otra parte, y que lo que se puede perder en el terreno del reconocimiento moral parece al sujeto cantidad despreciable respecto a lo que se puede ganar en el terreno de lo vivido como esencial. En una sociedad en la que, además, la propiedad privada sea cosa del varón, ello tiene como corolario no sólo la subordinación de la mujer a la función reproductora, sino la abolición de toda sombra de autonomía sexual para la misma. Pues la función de la mujer es entonces la de garantizar la trasmisión de la propiedad de padre a hijo a lo largo de las generaciones. Pero se trata de garantizar que la progenitura sea realmente propia, de lo contrario se estaría trasmitiendo lo propio y constitutivo de uno... a otro. Es obvio que cuando tal es la situación ha de restringirse la libertad de la mujer en el seno de la sexualidad, una sexualidad ya mutilada, animalizada, por reducción a una función reproductiva, una sexualidad desprovista de lo que supone la mediación de la diferencia biológica por la palabra. En esta reducción del papel de la mujer a mero instrumento, la relación del hombre con la mujer pasa a ser una relación más de dominio, reducción y cosificación. El nivel de la degradación en el lazo hombre-mujer se convierte, pues, en síntoma de hasta qué extremo el hombre ha dejado de sentir a los demás como condición de sí mismo, hasta qué extremo ha dejado de vivir su entidad individual como entidad colectiva.

Dinero y quimera de escapar al tiempo «Puesto que el trabajo es moción, la natural medida del mismo es el tiempo.»26 A veces, más o menos metafóricamente, se habla de las huellas del tiempo en entidades abstractas, como cuando nos referimos al decaer de grupos sociales, sociedades o enteras civilizaciones, pero sobre todo se dice que el tiempo produce efectos en los cuerpos. En cualquier caso, el funcionamiento del dinero parece en ocasiones modelado sobre los principios de la termodinámica y hacer contrapunto al tiempo en el papel de engrasador de nuestro periplo vital, de tal manera que el pavor al humus de decadencia emergiendo de nuestro propio organismo, nos llevaría a esa inclinación a considerar el dinero como fin en sí, a estar más 46

encandilados con el fulgor del oro que temerosos de las tablas de la ley. Para ilustrar este punto es quizás conveniente una pequeña revisión de elementales cuestiones sobre el lazo entre productividad y tiempo.

EL TRABAJO Y EL TIEMPO Supongamos que las condiciones en las que se inserta una mercancía de un kilogramo de masa autorizan a prever que en el intervalo de un segundo pueda ser desplazada diez metros, mientras que aquéllas en las que se inserta una segunda mercancía idéntica sólo posibilitan un desplazamiento de seis metros. Entonces cabe decir que la unidad de tiempo (segundo en el sentido convencional de la palabra, marco de sucesión determinado por un reloj convencional) es en el caso de la primera mercancía potencialmente más fértil o rentable que en el caso de la segunda. Esta diferencia respecto a lo potencialmente provechoso de ambas situaciones se consolida si cabe prever asimismo que el incremento de desplazamiento en cada segundo sucesivo seguiría siendo respectivamente de diez metros y de seis metros (diferencial de aceleración en suma), lo que significaría que en un caso la fuerza ejercida sobre la mercancía es de diez unidades (llamadas newton), mientras que en el otro es sólo de seis. Las líneas precedentes hacen referencia a la potencia de desplazamiento de ambas mercancías, es decir a la posibilidad de que se ejerzan las fuerzas. Hablar de trabajo supone considerar que estas fuerzas efectivamente operan y que las mercancías se desplazan. En las condiciones descritas, dos segundos en la subsistencia de la primera mercancía se han traducido en treinta unidades de trabajo, mientras que tan sólo se trata de dieciocho unidades en el caso de la segunda. Es importante señalar que la unidad física del trabajo denominada julio, es también la unidad física de la energía.27 Supongamos que el transporte de ambas mercancías es efectuado directamente por seres humanos. Desde luego la actividad de la persona susceptible de generar treinta unidades de trabajo será más valorada que la de aquella susceptible de generar dieciocho. Y el criterio se extiende al tiempo necesario a cada persona para la producción misma de las mercancías. Considerar el valor efectivo de una mercancía implica pues el cómputo de todas las variables (fuerzas efectivamente presentes en cada caso, estado interno del sistema que constituye la mercancía misma, etcétera) que confluyen en que se dé uno u otro resultado en unidades de trabajo. Si por ejemplo en un paso de circulación de las mercancías hay fuerzas contrapuestas a la aceleración, se tratará de evitarlo. En el ejemplo que he considerado, el tiempo es la unidad de referencia o medida de cambio bien determinados, a saber, ese cambio positivo que constituye el desplazamiento de una mercancía, o ese cambio productivo que constituye su fabricación. En el momento del intercambio de mercancías, el criterio, por así decirlo, elemental es el tiempo necesario para ambos procesos. Si el intercambio 47

no es equitativo, si alguna de las partes obtiene plusvalía, ello significa que está ganando tiempo, ventaja en la que consistiría la esencia de la riqueza. Pero además de ser medida del trabajo por el que el acero se transforma en pieza de maquinaria, del proceso generativo por el que la simiente se transforma en organismo, o de la conjunción de fuerzas por la que el vehículo se desplaza, el tiempo es también medida del grado de agotamiento del trabajador, de la oxidación del organismo y de la polución que en su desplazamiento el vehículo produce. El tiempo aparece en este caso como medida de pérdida, medida de destrucción y no sólo de generación. Desde Aristóteles hasta la enunciación del segundo principio de la termodinámica, se han avanzado razones para considerar que únicamente el proceso de corrupción es conforme a la esencia del tiempo, el cual tendría así como rasgo distintivo no sólo la irreversibilidad sino la necesidad; pues es siempre aleatorio que la planta florezca, pero nunca lo es que se marchite. De ahí que Aristóteles al presentar el tiempo (kronos) como cifra del cambio, precisara sin embargo que se trata de cambio... destructor, de tal modo que el fértil proceso de la generación, el paso de la simiente a la planta, no sería temporal, sería otra cosa que tiempo. Dada la simiente, su conversión en planta podría no haber ocurrido, mientras que dada la planta, el marchitarse de la misma es inevitable. Ello se vincula al hecho de que la transformación positiva exige energía exterior, mientras que para el cambio negativo cada cosa se basta a sí misma. No se pasa de la simiente al organismo sin condiciones externas, ni se activa el vehículo sin fuerza impulsora; no se nutre el organismo sin excretar una parte, ni la máquina transforma la gasolina en movimiento sin polución del entorno.28 Pero lo que aquí quiero enfatizar no es tanto la conveniencia o no conveniencia de reservar el término tiempo para los procesos corruptivos como lo indisociable de ambos tipos de procesos, y extraer ciertas consecuencias con relación a lo que supone nutrirse del trabajo del otro.

PRODUCCIÓN ESTÉRIL, DESTRUCCIÓN REAL Pues desde esta óptica, aquel que, en el intercambio de mercancías, obtiene plusvalía... gana trabajo y orden sin pagar el precio en propia corrupción, en tiempo termodinámico. Supongamos, en efecto, que el diferencial de mercancía del que ahora dispone lo hubiera generado con sus propias fuerzas, entonces: o bien hubiera dispersado exteriormente una parte de las mismas, o las hubiera conservado en proceso de interna degradación. Al no ser el caso, cabe decir que obtiene fruto acabado sin contrapunto en desgaste. En el origen mismo del intercambio de mercancías encontraríamos pues ya en estado embrionario este proceso de succión o rapiña del potencial del otro complementaria de la exportación del propio excremento, trueque que Marx sintetizará en esta tremenda 48

frase: «El capital es trabajo muerto que al igual que un vampiro sólo vive sorbiendo el trabajo y vive tanto más cuanto más sorbe».29 Obviamente el contrapunto para el perdedor es que ha incrementado el monto de corrupción que el otro ahorra. Incremento directamente proporcional a la productividad cuyos frutos se le escapan. Ciertamente aunque no hubiera alienado los productos, si hubiera producido con la misma intensidad también hubiera aumentado su interna corrupción. Pero es que simplemente nunca en función de las necesidades individuales ni de las genéricas de la especie humana hubiera trabajado así. La matriz de esta obligación de producir reside en la exigencia de la otra parte, la cual a su vez se ve acuciada por leyes de acumulación que se le escapan. Pues el proyecto de apropiarse la energía del otro para evitar el precio en desgaste de la lucha por la vida propia, muta rápidamente en proyecto de acumulación de tal energía, la cual, al igual que el lenguaje, ha adquirido entonces vida propia. El tiempo, la aristotélica cifra de la corrupción, no es exactamente oro, sino algo que se halla quizás en el origen de la quimera del oro y que desde luego se incrementa exponencialmente cuando tal quimera se adueña de la tabla de principios que rigen la ordenación de la comunidad y determinan las motivaciones subjetivas. Y en el caso de esta subordinación al oro se ejemplariza el hecho, barruntado por todos y cada uno, de que la tentativa de fuga ante lo real conduce a agigantar aquello mismo que en lo real es más temido. Pues en la sociedad en la que el oro bajo forma de capital es señor, no sólo la jornada de trabajo es mucho más larga que la exigida por la subsistencia del trabajador, sino que los frutos del trabajo pueden ya no contribuir a la subsistencia de persona alguna, empezando por el comprador inmediato de las capacidades del trabajador. Producción pues sin exigencia social razonable, lo cual supone no sólo evitable incremento de interna corrupción para millones de seres humanos, sino también violación inútil de la necesidad natural: incremento de caos tanto para los humanos como para la naturaleza, universal incremento del cambio corruptor.

Falsas querellas, verdaderos sapos La exhortación de Shakespeare arriba citada («Haz que nazcan entre ellos querellas que los destruyan») parece haber sido tenida en cuenta. El dios que sabe hablar todas las lenguas y homologa lo más dispar ha canalizado la inevitable dialéctica entre los hombres hacia falsas cuitas que, sin embargo, son portadoras de auténtica destrucción. Se cumple así la sospecha de que, de ser rechazado, ocultado por sustituto imaginario, el mal que cabría abordar con entereza muta en objeto de fobia, por el hecho mismo de haber sido sumergido en aguas propicias: sapo verdadero entonces, que pugna una y otra vez por hacerse visible, por tornar a la superficie. Tratándose de la subjetividad individual ese retorno tiene lugar noche tras 49

noche en el mundo de los sueños, garantía de confrontación a lo real precisamente porque nada puede frente al sueño el sujeto de la cotidianidad inclinado a evadirse, pero en ocasiones el retorno equivale simplemente al naufragio de la conciencia que vigila: trama entonces de la locura que, al igual que la trama del sueño, se fragua tras las representaciones manipuladas por la conciencia de cada sujeto. Mas no sólo en los individuos se da esta polaridad entre lo que realmente determina y aquello que se erige en problema consciente. También un colectivo social parece a veces darse motivaciones de acción que no responden a lo realmente determinante. Y así, creyendo seguir sus propios impulsos, ese colectivo se pliega de hecho a lo que un poder que le trasciende impone, afirmando como cosa propia aquello que está mandado, respondiendo sumisamente a ello y hasta haciendo común deseo de tal mandamiento. Y esta obediencia, siempre generadora de alguna forma de miseria, es especialmente perturbadora cuando las motivaciones que le sirven de pantalla no sólo son en sí perfectamente legítimas, sino indisociables de la causa global del hombre y hasta pilares básicos de la misma. La lucha para restablecer simplemente la dignidad de los seres humanos incluye obviamente la causa ecologista, el combate por la emancipación de pueblos, lenguas, culturas o civilizaciones y desde luego la efectiva homologación entre hombres y mujeres. Sin embargo hemos de estar atentos a que no se pierda de vista la matriz del problema, y por ende el objetivo esencial. Hablamos de causas no sólo compatibles sino indisociables, bajo condición de que no se proceda a una inversión de jerarquía, mediante la cual objetivos que serían corolario del objetivo esencial llegan a jugar un papel de coartada que impide precisamente la confrontación al mismo. Desde luego, mientras siga siendo cierto que para el sistema económico un gato parisino sea potencialmente mucho más interesante que una familia de Mali (simplemente porque su capacidad de consumo es mayor) ciertos discursos sobre la exigencia ética respecto a los animales, que no contestan en absoluto a este sistema, rozan la impudicia. Pero no se trata simplemente de una cuestión de principio, sino también de eficacia. Las convicciones sobre la organización social de toda persona sensata incluyen la exigencia de que la cría de animales garantice que la carne que nos disponemos a asar no empape de agua la plancha o sartén. Si la erección de la humanidad en referencia, faro y causa final de todas nuestras acciones es el objetivo, no debería necesitarse ningún partido focalizado en la defensa de la naturaleza. Por el contrario, si se hace abstracción de que una de las cosas que conduce al desequilibrio del orden natural es el sometimiento de la economía en general y en consecuencia de la producción agraria y ganadera a la dialéctica de los mercados, de lo cual la primera víctima es la especie humana, entonces el dar independencia, cuando no prioridad, a la causa de la animalidad, de la vida considerada en abstracto, y en última instancia de una naturaleza que tendría valor en sí, incluso sin presencia humana, supone un desplazamiento de la causa del hombre como faro de referencia ética y refleja simplemente el triunfo de 50

una tendencia antihumanista. Antihumanismo porque es contrario a lo que, desde los presocráticos hasta Noam Chomsky, pasando por lo esencial de la historia de la filosofía, ha constituido el discurso sobre la naturaleza y sobre el papel en ella del ser indisociablemente sapiens y loquens que constituimos. Y en esta lista no excluyo el pensamiento de Darwin ni el sustentado en la genética contemporánea. Pues de éstos se infiere ciertamente que «la carne se hizo verbo» y no a la inversa, mas no se infiere en absoluto que tal aparición de la palabra no suponga un acontecimiento radicalmente subversivo en el seno de lo viviente. Y algo análogo cabe decir de otras causas como la defensa de la lengua y cultura de los pueblos. También ésta ha de inscribirse en la causa general de los intereses de la humanidad y de las condiciones de posibilidad de su efectiva primacía. De ahí la vacuidad de los discursos que critican la ignominia de las formas de colonialismo sin preguntarse por las causas últimas del mismo y por ende sin ponerlas en cuestión. Vacuidad ideológica y superchería moral. Pues en la convicción nihilista según la cual todo orden social implica la existencia de seres humanos marcados por la indigencia material y espiritual, todo pueblo emancipado seguirá manteniendo en su seno ese abismo. La emancipación de ese pueblo supondría por consiguiente un cambio en la relación de fuerzas entre territorios, pero en absoluto un cambio en el grado de legitimidad moral del orden político interno. En suma: la salvaguarda de las lenguas del mundo y de las libertades culturales de los pueblos, la defensa de comunidades social y económicamente frágiles como pueden ser ciertos colectivos de inmigrantes o mujeres y la exigencia de utilización racional de los recursos naturales deberían ser nucleares en el programa de toda organización política que aspire al calificativo de democrática. Que así no ocurra es ante todo un síntoma de fracaso de los proyectos liberadores de toda la gran tradición política y espiritual de nuestra historia. Síntoma, en última instancia, de una suerte de desarraigo, de falta de confianza en nuestra entereza ante los problemas derivados de nuestra condición, los cuales son entonces sustituidos por objetivos parciales corrompidos por el hecho de ser instrumentalizados para evitar las confrontaciones auténticamente urgentes. La virtud no se predica sino que se practica, y la virtud con relación al trato con los animales y la naturaleza en general, como la virtud respecto al reconocimiento de la riqueza en la multiplicidad de lenguas y culturas, se practica cada vez que pensamos al hombre en las condiciones generales que hacen posible no ya su subsistencia, sino su recreación y fertilidad. De hecho, apartarse de esta disposición tiene enormes consecuencias: Bien sabido es que donde no hay asunción de lo que realmente determina, florecen los síntomas, por ello, cuando la sociedad misma también es ciega a lo real, inquietantes muestras de desvarío colectivo aparecen. Y desde luego los síntomas de enfermedad social proliferan, empezando por la multiplicación de discursos que buscan en la anatematización del otro un paliativo a la ausencia de respuesta a las causas objetivas de indigencia material y esterilidad espiritual, es 51

decir, ausencia de respuesta colectiva a las causas objetivas de deshumanización.

«Una bestia grande y fuerte...» «Es como si alguien, puesto a criar a una bestia grande y fuerte, conociera sus impulsos y deseos, cómo debería acercársele y cómo debería tocarla, cuándo y por qué se vuelve más feroz y más mansa, qué sonidos acostumbra a emitir en ocasiones, y cuáles sonidos emitidos por otro, a su vez, la tornan mansa o salvaje [...] y aplicara los términos de bueno o malo, justo o injusto, a las opiniones del gran animal, denominando buenas a las cosas que a éste regocijan y malas a las que le molestan.» (Platón, República, VI 493)

EL DESPRECIO No estamos ciertamente en la Europa de esa guerra en la que «al llegar la primavera ya sólo florecen tumbas»; ha habido momentos de mayor odio,30 pero en todo caso nunca probablemente hubo tanto desprecio. Desprecio que puede ser tanto más afirmado de manera explícita cuanto que la canalización de la propia frustración hacia el más débil es la vía adamantina para impedir (provisionalmente al menos) que se restaure el objetivo fraternal de apuntar a la auténtica matriz de esta gangrena. La imputación al tercero de las consecuencias de la sumisión propia no sólo es injusta sino que al evitar el real conflicto deja abierta la puerta a que la opresión se agrave, acentuando aun las razones de rechazo, sin ir más lejos en el seno de esa entidad, hoy por hoy quebrada, que es la llamada Unión Europea. Pues ¿cómo puede darse unión cuando proliferan en todas partes discursos que ponen el énfasis en el problema que para el ideal comunitario supondría la idiosincrasia de los otros pueblos a los que precisamente habría que vincularse? Cuando no hay rebeldía frente a los escandalosos desequilibrios económicos culturales y sociales que se dan en el seno de un país o una comunidad... se enfatizan los desequilibrios en la contribución de unos u otros países a las crisis provocadas por el propio sistema, o el de las balanzas fiscales entre comunidades pertenecientes (provisionalmente al menos) a un mismo país. La cantinela es monótona: «Padanos» contra hijos del Mezzogiorno, flamencos contra valones, norte de Europa sobrio y trabajador contra un sur despilfarrador y holgazán. Los PIGS se multiplican en el seno de cada país y hasta de cada región. Todo el mundo tiene sus sureños, reencarnación de esos tartessos que «se tumban panza arriba» (nota 15). Sureños que, de ser inmigrantes pueden ser considerados intrínsecamente indigentes, enfermos y contaminantes. En algún país se han hecho circular 52

imágenes de población inmigrada seropositiva, con el objetivo directo de generar fobia contra la misma entre los autóctonos y explotarla ulteriormente. Eventualmente otros colectivos como los homosexuales y las prostitutas sirven también para la causa. Pues jalear en uno mismo la tendencia paranoica que busca la causa del mal en el exterior, buscar chivos expiatorios, es indispensable cuando la propia ira no se dirige al tipo de organización social que es matriz de la desgracia y a los cómplices de la misma. Simplemente... ¡qué derrota y qué tristeza!31 Derrota colectiva esta guerra fratricida, en la que el rechazo a la otra víctima, sustituye a la lucha contra el capataz, y digo «capataz», porque aquí efectivamente nadie tiene el mando, lo cual alivia en responsabilidad a los que parecen tenerlo, pero obviamente no de la condición servil. Derrota esta canalización hacia un colectivo ajeno de las consecuencias de la genuflexión del colectivo propio, lo cual acarrea la trivialización de actitudes ofensivas y juicios despectivos sobre comunidades enteras, expresados incluso en foros considerados responsables y respetuosos con la tradición ilustrada, en los que cabría esperar discursos un poco menos ciegos, por no decir menos alcahuetes con el sistema generador de la presente indigencia.32 En la Europa de hoy se oyen cosas terribles en bocas de responsables políticos. Muchas de ellas ni siquiera expresan la convicción profunda de quien habla sino más bien la de aquel a quien se dirige. Cuando un gestor o parlamentario de la Italia septentrional o de la Europa del norte habla con sus pares en reuniones técnicas no utiliza como argumentos las groseras vinculaciones con las que mueve a los suyos a no desmayar en el apoyo a su formación.33 El discurso del desprecio al débil tiene como exclusivo destinatario alguien que se complace en tener un eco jerárquico de sus propios prejuicios y que precisamente por ello será manipulado por aquel mismo que así le jalea. Es para referirse a las técnicas de canalización de la voluntad de sus oyentes por parte de algunos sofistas para lo que Platón utiliza en La República la tremenda analogía del arranque: «una bestia grande y fuerte».

HERIDA SIN SUTURA El hombre está armado por naturaleza para enfrentarse a la mayor tensión y a la mayor violencia. Cabe incluso decir que la realización del hombre pasa por la lúcida asunción de que la vida humana se fragua en una esencial quiebra (en ello se sustenta la empatía de los espectadores del teatro griego con las vicisitudes de los protagonistas). Pero no es seguro que el hombre esté capacitado para asumir la herida evitable, la herida cuya causa no reside en un universal antropológico, es decir, en algo con lo que toda sociedad ha de lidiar; no es seguro que el hombre pueda salir indemne de la herida producida por el mal. De ello es buen ejemplo la reacción ante el racismo: La apuesta del humano por la vida es directo reflejo de su sentirse en casa en 53

el mundo de los hombres, de ahí que el descubrimiento en las propias carnes del fenómeno del desprecio en razón de lengua, raza, situación económica, o todo a la vez, no sólo hiela en la víctima toda sonrisa sino que en ocasiones apaga todo espíritu de lucha. El hombre no está, en general, preparado para sobrevivir con salud ante el hecho de sentirse repudiado: repudiado en razón simplemente de la modalidad en que ha venido a ser parte de la comunidad humana. Pero menos preparado está aún para hacerlo cuando esta maldición esencial, dispuesta a despertar de un estado larvado, encubierta incluso bajo el envoltorio de la conciencia moral, brota allí donde no era por él esperada. Así, el ánimo de un negro americano con arrestos para enfrentarse al esclavista podía sin embargo quedar paralizado al descubrir el racismo latente tras las proclamas emancipadoras de los unionistas. Y todas distancias salvadas, el ciudadano francés de origen magrebí dispuesto a plantar cara ante los exabruptos de los partidarios del Front National, se sentirá demolido cuando un votante de izquierdas, tras aseverar que la inmigración es inevitable y hasta conveniente, añade que, dada la historia cultural de Francia, una concentración excesiva de norteafricanos supone potencialmente una confrontación de civilizaciones. Un ser humano puede, como decía, conservar la salud de su alma tras la más dura confrontación a la naturaleza, o tras la guerra, pero es muy difícil que salga indemne tras haber conocido el desprecio.

Real indigencia... simulacros de vida del espíritu «En lugares donde algunos hombres han empezado a gozar de libertad» decía Aristóteles, para referirse a las condiciones en las que podrían mayormente desplegarse las facultades específicas del ser humano. Y hemos visto que en la Atenas clásica la condición de libertad excluía ya formalmente a los esclavos de actividades y hasta de emociones propias del humano cabal, empezando por el sentirse partícipe del teatro; ni que decir que, salvo rarísima excepción, el esclavo quedaba excluido de la práctica de las matemáticas como disciplinas teóricas, la ciencia en general, el arte y la filosofía. No hay ciertamente ya en el mundo Estados en los que se dé cabida jurídica a la esclavitud. Formalmente no hay esclavos. Pero precisamente la libertad no puede ser meramente formal, la libertad exige superación de la necesidad inmediata, es decir exige que esté resuelto «lo relativo a la subsistencia», aunque tampoco esto basta: el ser humano sólo está realmente en condiciones de asumir e intentar realizar plenamente su especificidad dentro del mundo animal cuando su ya garantizada subsistencia tiene lugar en un entorno digno, cuando está garantizado el ornato de la vida. Pues bien: Hay decenas de millones de seres humanos a los cuales el poder (que no orden, palabra que supone armonía) económico y político hoy imperante en el mundo 54

desde luego no garantiza la subsistencia, y aun cuando lo hace no siempre garantiza la decencia del entorno, empezando por lo más elemental, la salubridad. Pues ¿cómo ver el espejo del hombre ante imágenes de personas ancianas buscando un lugar furtivo para realizar sus necesidades, y de niños chapoteando en un río de excrementos, cuyas aguas, si no les destruyen, ciertamente les vacunan?34 Lo tremendo es que dada la relación de fuerzas que determina las condiciones de vida y educación de la humanidad, la causa de la salubridad parece, sino perdida, cuando menos diferida. Y como parece poco discutible la tesis de que la decencia del entorno es un requisito mínimo para que el humano despliegue sus capacidades, cabe decir que el objetivo de generalización de la vida del espíritu queda asimismo aplazado y que el mencionarlo pueda incluso sonar a sarcasmo mientras el objetivo de generalización de la elemental salubridad sea relegado. Es simplemente en razón del más sano egoísmo que la insalubridad y penuria que afectan a enormes colectivos humanos han de ser combatidas. Pues sin duda hay que ser absolutamente ciego para pensar que ese ser intrínsecamente social que es el humano puede alcanzar auténtica realización individual o de grupo si está cercado por la indigencia colectiva. Pues cuando la suciedad, la tristeza, el miedo y hasta en ciertos lugares la esclavitud de hecho, marcan la vida de un sector de la población de una ciudad o un Estado, la otra parte caerá inevitablemente, aunque sea de manera encubierta, en una paranoia securizante y en la fobia del otro. Así esas ciudades del mundo llamado «en vías de desarrollo», privadas ya de todo rito que, compartido por la población en su conjunto, permitiera hablar de comunidad y en las que los barrios míseros del centro tienen contrapunto en urbanizaciones-fortaleza, en el interior de las cuales los habitantes se complacen en un espejismo de vida «europea». Mirífica Europa que en realidad tampoco escapa a estos contrastes y en la que para una parte de los ciudadanos todo objetivo que no sea sencillamente tener trabajo y complementaria distracción es simplemente inconcebible. De ahí que cuando, con las mejores intenciones, movidos por el convencimiento de que el arte, la filosofía o la ciencia efectivamente a todos conciernen, responsables políticos o culturales se esfuerzan en superar la situación en la que el quehacer del espíritu aparece como propio de minorías más o menos exquisitas y más o menos ociosas, intentando devolverlo a su legítimo depositario, es decir, el común de los seres de lenguaje, la tentativa choca tantas veces con la dura realidad social, a veces dejando indiferente cuando no provocando un ácido sarcasmo en las personas concernidas.35 Pues de poco vale hallarse en la proximidad de esplendorosas fachadas si la de tu propia casa no ha sido encalada, y el fuego languidece en un interior insalubre. Cierto es, sin embargo, que aquello que se denomina con la palabra «cultura» ha venido a ser también referencia para un sector cada vez más importante de la población de los países considerados ricos, de lo cual es expresivo el llamado turismo cultural, que efectivamente alcanza masas. Pero considerando los intereses económicos que lo promueven, las motivaciones subjetivas de sus 55

protagonistas y la radical perturbación que supone para los lugares frecuentados, no es seguro que tal modalidad de popularización de la cultura pueda realmente ser considerada fecunda.

VACIAMIENTO Y MISERIA Hay en Europa admirables contextos arquitectónicos, barrios enteros de famosas ciudades, que un tiempo eran reflejo de comunidades que efectivamente los habitaban y que hoy, privadas de esa población, son reducidas a objeto de mirada exterior, a insustancial alimento para ojos de personas que, a menudo condenadas durante once meses del año a un trabajo sin sentido, han de consagrar las llamadas vacaciones a agotadores recorridos por lugares donde el encuentro fértil con gentes de la lengua y cultura del lugar que visitan es imposible. Pues es ya inconcebible que residentes se den cita en el entorno de esos núcleos «históricos» que un tiempo fueron alma de las ciudades, y a los cuales de alguna manera han renunciado. Y así, en su deambular de monumento en museo y de establecimiento típico en callejuela pintoresca, el viajero cultural sólo encontrará la imagen multiplicada de sí mismo, personas homologadas por la exigencia compulsiva de llenar un tiempo de ocio, aliñada con el cumplimiento de ese deber de consumir cultura. Y esta reducción de las ciudades afecta a su entorno y eventualmente a su mar. «Menos veleros y más pesqueros» era uno de los eslóganes esgrimidos hace ya años por manifestantes de una ciudad portuaria, víctimas de este espejismo de progreso por el que los muelles de pesca devienen en gélidos garajes para yachts, los cargueros mutan en cruceros, y la arquitectura de élite sirve de coartada artística para erigir sobre las aguas mismas complejos de ocio que literalmente ocultan el horizonte.»36 La implacable lógica del sistema económico imperante es el motor inmediato de esta competencia entre rapiña de espacios urbanos y vaciamiento espiritual. Como el domador de Platón, el complejo económico que rige el turismo cultural explota quizás una inclinación psicológica que sería invariante de las sociedades humanas, a saber, la tendencia a cosificar el entorno, aboliendo su carácter de prolongación de las exigencias y preocupaciones que forjan el propio ser, tendencia por la cual en la valoración de los objetos, las casas, las fiestas o los ritos, la función (sea práctica o simbólica) que todo ello juega para el individuo como para la sociedad es ya variable sin peso. De darse efectivamente tal inclinación, la industria del turismo cultural la satisface con creces, y así se pueblan las ciudades de mercados de artesanía en los que los compradores potenciales nunca tendrán la posibilidad de usar aquello que adquieren. Y mientras se resucitan festejos «populares», aun desaparecida toda memoria de los ciclos del calendario que se hallarían en su origen y expresiones folclóricas que nadie sabe a qué responden, los templos religiosos son reducidos a 56

la condición de fetiche cultural, realizándose así esa «muerte de las catedrales» que ya presagiaba en su tiempo Marcel Proust.

PALABRA SIN FUEGO Me refería en un subcapítulo anterior a las etapas del fuego, enfatizando el peso del momento en que el homo sapiens fue capaz no sólo de controlarlo sino de producirlo, convirtiéndolo entonces en un elemento clave de su organización social. Pues desde entonces, hablar en torno al fuego ha perdurado como un universal antropológico, hasta... el giro en la vida doméstica que supuso la calefacción central, es decir, hasta ayer mismo. Esta supresión de la unidad de referencia, literalmente del foco, en las casas de los humanos no es en modo alguno baladí y nos retrotrae al tremendo problema del corte en la sucesión de generaciones que caracteriza nuestro modo de existencia. Entre el hombre de Herto (digamos) y la Revolución industrial no ha pasado casi nada... en comparación con lo que ésta última supuso en ciertos registros. Seguíamos en un sistema cuya base era la agricultura, la ganadería y los recursos energéticos elementales, y trascender estas estructuras básicas no fue posible sin un progresivo desarraigo.37 Por primera vez el fuego no es el faro en torno al cual los humanos se reúnen y hablan de lo que les preocupa, en ocasiones vinculado a exigencias prácticas, pero en muchas otras, trascendente a las mismas. La palabra sin fuego supone una ruptura radical con todas las formas anteriores de organización, a través de las cuales permanecerían rasgos invariantes que darían prueba de la esencial singularidad del ser humano. Si a ello se añade la inserción en un sistema productivo en el que el trabajador pierde no ya el control sobre el fruto de su trabajo sino (con el taylorismo generalizado) la percepción de que se trata de un fruto concreto, se entiende que un campesino del Mezzogiorno italiano transportado hace sesenta años al universo de esa Fiat símbolo del Piamonte fabril, pudiera sentirse más desarraigado que si lo hubieran transportado a un pueblo de Anatolia. El abismo no ha hecho más que acentuarse y ello en múltiples aspectos de nuestra existencia, en primer lugar en la relación con la muerte. Sabemos hoy que el hombre de Neandertal enterraba ya ritualmente a sus muertos, prueba de que veía ya en el otro un espejo verídico de sí mismo («inhumas a aquel en quien te reconoces, bajo el sentimiento de una singular alteridad, un otro... yo, una identidad compleja».) Pues bien: el paisano evocado por Saramago, que se quitaba respetuosamente el sombrero ante el paso de la muerte se sentiría quizás más próximo al ritual funerario del neandertal que al gélido trato con los difuntos en esos espacios sin alma denominados tanatorios. Esta desposesión de la relación simbólica con la muerte es ciertamente un rasgo de nuestra civilización, no atribuible a la modalidad social y política que ésta pueda adoptar. Como muchos otros aspectos que contribuyen al desarraigo del hombre 57

contemporáneo, ha de ser contemplada evitando la mirada nostálgica al pasado que tantas veces ha servido de coartada para el despliegue de ideologías encubridoras. Los aspectos deshumanizadores de una etapa de las sociedades humanas han de ser superados (lo cual supone asumirlos plenamente) y no meramente abolidos mediante un imposible retorno al pasado. Hay sin embargo ciertas contingencias que cargan con tintes sórdidos la vida de las personas. En los últimos años hemos asistido en Europa, y muy agudamente en España, al proliferar de estas circunstancias tremendas y sin embargo poco trágicas, males evitables y que precisamente por ello privan de la entereza que posibilita el asumir.

Humanos desposeídos de su vida y de su muerte Al referirse a la llamada crisis se habla en ocasiones de causas sistémicas y en otras de responsabilidades personales. Estas últimas, unas veces serían debidas a impericia y otras veces a comportamiento corrupto, teniendo entonces connotaciones morales. La responsabilidad moral no está tampoco ausente en los casos en los que una persona, cuyos poderes aparentemente ejecutivos están de hecho condicionados por exigencias ocultas, cumple su función sin excesivos remilgos. Cabe discutir sobre si la matriz del mal ha de buscarse exclusivamente en el sistema, considerando al ejecutivo o al político como meros subordinados, o si parte de la responsabilidad reside en éstos. Y como la moral no concierne a las estructuras sino a las personas, cabe preguntarse hasta qué punto una devastación social como la acontecida en tantos lugares ha de ser abordada en términos morales (lo cual exigiría una consideración casuística y pormenorizada), o exclusivamente en términos de combate contra una trama social intrínsecamente portadora de calamidad. Pero, obviamente, la pasividad, cuando no complacencia, ante el estado de las cosas resulta particularmente insoportable en estos casos en los que la ofensa social es de tal envergadura que las víctimas se hallan tentadas de tirar la toalla y acabar con sus vidas.38 Los casos de suicidio que han conmocionado a tantas sociedades europeas en estos últimos años son a veces atribuibles a la desesperación provocada por pérdida de estatus o la caída en la marginalidad. Mas cargar todo sobre la llamada crisis puede hacer pensar que se trata de algo puntual debido a una circunstancia social tremenda pero al fin y al cabo contingente, puede hacer olvidar que tras la crisis hay un trasfondo, que no se trata de quiebra en abstracto, sino de quiebra dentro de un tipo de ordenación de la sociedad. No ciertamente quiebra de esta ordenación misma, pues el sistema no ha quebrado... y persevera. El socavamiento de los pilares en los que se sustentaban tantas vidas tiene razones en lo intrínsecamente mutilador de un mecanismo social en el que los individuos son determinados en su trabajo a alcanzar objetivos estrictamente 58

parcializados, cuyo sentido inevitablemente se les escapa, pues éste sólo se podría percibir mediante una consideración global. Personas valorizadas exclusivamente mediante el criterio de su productividad individual. En fin, y sobre todo, personas conducidas a interiorizar este sistema de valoración, lo que, en caso de fracaso, conduce a la caída de la autoestima, que puede simplemente colapsar en caso de pérdida del trabajo, inmundo sin duda, pero que constituía para la víctima el principal marco en el que trababa vínculos interpersonales, ya fuera en los raros momentos de asueto que le permitían comentar lo aleatorio de un resultado deportivo. Toda situación de crisis acentúa obviamente la fragilidad de estos equilibrios. De ahí que el suicidio de los parados sea mayormente indicativo de la enfermedad de la sociedad que de la psicología de la víctima. Ello es obvio cuando el suicida está realmente deprimido, cuando tira la toalla por sentir que carece de fuerzas para sobrevivir en el pantano, pero no deja de ser cierto cuando se trata de un suicidio protesta, cuando por su acto el suicida se homologa al kamikaze, que apunta a destruir la causa del mal. Pues simplemente ¡éste no era realmente el combate! O en todo caso no debería haberlo sido, no era aquella confrontación que podía esperar cuando desde sus ojos de niño fue entendiendo que hay tremendos avatares en la vida. Es un auténtico escándalo que un ser humano sea conducido a pensar que por haber sido relegado a los arcenes en el carril de valores hoy determinantes se encuentra ya en la cuneta de la vida humana. Pero es asimismo tremendo que toda esa energía que posee el ser humano, esa fuerza del pensamiento y del lenguaje capaz de relativizar el peso de la vida precisamente para conferirle un sentido, tenga que agotarse en combatir un mal que no es inherente a toda sociedad, un mal tan pestífero como contingente, un mal que se halla en las antípodas del mal que, como correlato del bien, forja la polaridad trágica de la condición humana. Abocadas a morir por un estado de cosas que un ser humano podría perfectamente no haber siquiera conocido, abocadas a morir en razón de un dispositivo social generado por el ser humano pero mutilador de la humanidad, las personas víctimas de tal mal han sido en primer lugar desposeídas de su propia vida, tras lo cual lo son asimismo de su propia muerte: desposeídas del sentido profundo de la confrontación a la muerte. Hay muchas razones por las que una persona puede tomar la tremenda decisión de acabar con su vida. Algunas de ellas no sólo son perfectamente compatibles con el hecho de que esta persona tenga una existencia digna y libre, sino que incluso se hacen más presentes en este caso. Pues una sociedad que garantizara la subsistencia en condiciones de dignidad y libertad sería una sociedad en la que, lejos de desaparecer, se exacerbaría lo esencialmente trágico de nuestra condición. En la encrucijada entre el equilibrio y la enfermedad, entre la exaltación por los contenidos de la vida y el sentimiento de que las fuerzas no responden, entre la intensidad de los afectos y la soledad, un ser humano puede sentirse atravesado por la idea de no esperar pasivamente que la muerte le llegue. Y en este caso la sociedad nada tendría que ver con tal estado de ánimo. Podría 59

ocurrir incluso que la decisión de avanzar la muerte se acompañara del sentimiento de pesar, precisamente por abandonar esa admirable cosa, la singular organización comunitaria del animal humano, que los griegos designaban mediante el término polis. De ahí lo insoportable del hecho de que ciertas personas se vean abocadas al suicidio en razón de la sociedad y no a pesar de la vida en sociedad. Estas personas han sido realmente conducidas a la muerte por aquello mismo que debería ser el marco que incita a vivir. Estas personas no han tomado la decisión de morir como resultado de verse confrontados a los abismos inevitables de la condición humana, sino por el contrario: han sido privadas por la sociedad de tener la posibilidad de vivir humanamente (es decir en libertad y en un entorno digno) y eventualmente enfrentarse un día al problema de si su vida seguía teniendo sentido.

La derrota del lenguaje Hay veces en que el título de un libro tiene tal fuerza que se impone más allá de las tesis concretas defendidas por el autor. Tal es el caso de El instinto del lenguaje del pensador canadiense Steven Pinker. Añadido a los instintos de conservación propiamente animales, el instinto de lenguaje nos singularizaría entre los animales por el hecho de trascender la polaridad entre instinto individual (que mueve a alimentarse) e instinto específico (que mueve a reproducirse). Pero de la misma manera que no se da el animal, sino esas especies animales que son gato, perro o chimpancé, el lenguaje humano sólo se da en una u otra lengua, de ahí que la inclinación de nuestra especie a proteger el lenguaje se traduzca en tendencia a fortalecer y desde luego a conservar la propia lengua. Mas como ocurre con toda manifestación de las facultades naturales, también el instinto de lenguaje se debilita, pero ¿en razón de qué? ¿Qué puede hacer que se debilite el instinto de preservar en toda su potencia lo que para el hombre es a la vez matriz y cobijo? Pues simplemente que la aspereza del entorno natural o la complejidad de la dialéctica entre los hombres haga que primen otras variables. Así, en condiciones materiales de precariedad la lucha por la subsistencia se impone y el ser humano no se halla entonces en situación de asumir lo que hace su singularidad entre los animales. Y los primeros síntomas de tal debilidad consisten en la evocada reducción del lenguaje humano a medio para el intercambio de información útil, a código para finalidades ajenas al lenguaje mismo, con lo cual efectivamente se le equipara a los complejos códigos de señales de los que están dotadas otras especies, más o menos cercanas filogenéticamente a la nuestra. Pues entonces, dado que la multiplicidad genera equivocidad, cuantas menos lenguas haya mejor, lo cual abre la puerta a que la diversidad lingüística mute en oposición y esta última degenere en conflicto. Por ello cabe decir que una de las muestras relevantes de derrota del lenguaje sea en ocasiones la guerra de lenguas.39 60

Ciertamente la lucha de lenguas parece un universal antropológico y cuando no se da en un país se manifiesta en el terreno internacional.40 Pero si la variedad es intrínseca al lenguaje, puede darse una lengua más o menos común, pero nunca tal comunidad hará desaparecer la pluralidad de lenguas. Como mucho en la instrumentalización de todas ellas se conseguirá para la propia un mayor grado de operatividad. Difícil entonces reconocer tras la pluralidad de lenguas el común denominador que las homologa en dignidad, reconocer en la lengua del otro eso mismo que hace el inconmensurable precio de la propia. Más bien, el hablante llegará a despreciar la lengua del otro y eventualmente a odiarla, caso de que la relación de fuerzas se invierta. Es este un ejemplo de relaciones sociales de poder determinantes de un error filosófico en relación con la función esencial del lenguaje del que resultan ruinosas consecuencias para la fraternidad entre las lenguas del mundo. Casi sin solución de continuidad desaparecen del mundo especies vivas. Obviamente el pensamiento ecologista se siente concernido por tal hecho, pues sin duda se trata de algo potencialmente calamitoso para el equilibrio de nuestro planeta. Por razones éticas se muestran sensibles al problema incluso cuando la desaparición de la especie concernida no afecta negativamente a los intereses de la especie humana. Pero también continuamente desaparecen lenguas, principalmente por razones económicas y políticas. Pues bien, la desaparición de una lengua equivale a la desaparición de una especie, y con una diferencia fundamental: hay especies dañinas para la nuestra (cuya muerte sólo podría ser deplorada desde la obediencia a una ética que erige la generalidad de la vida animal en bien supremo), mientras que no hay lengua alguna en la que no se halle recogida y archivada toda la riqueza genuina de la condición humana. Y al ser toda lengua intercambiable en lo esencial con toda otra, una lengua sólo puede ser sentida como dañina por alguien a punto de dar la espalda a lo esencial de su lengua propia. Los lingüistas estiman que una lengua se encuentra en peligro cuando los padres dejan de utilizarla con sus hijos, y cuando deja de estar presente en la actividad de la vida cotidiana. Algunos estiman que la mitad de las lenguas de la tierra desaparecerán en pocos años. Esto no supone una amenaza para la vida del lenguaje en el sentido genérico, puesto que otras lenguas persisten. Sin embargo deberíamos sentirnos concernidos, al menos tanto como en lo referente a las especies vivas, en razón de que una lengua dada viene asociada a múltiples aspectos etnográficos y culturales que serán arrastrados en su sucumbir. Algunas veces las lenguas amenazadas ni siquiera llegan realmente a desaparecer. Simplemente persisten asténicamente, mutiladas, impedidas de actualizar el cúmulo de potencialidades de que son portadoras. Potencialidades que son salva veritate intercambiables con las de las lenguas que gozan de buena salud, es decir, las que determinan los lazos entre humanos de diferentes sociedades y, en consecuencia, determinan el universo de la ciencia, el arte, la tecnología y la reflexión conceptual, o sea, las principales expresiones de la creatividad humana. 61

Mas ha de enfatizarse que el grado de marginación de las lenguas es muy diferente según se trate de lenguas minoritarias del llamado mundo desarrollado o de lenguas marginadas de los países diezmados por la indigencia política y económica, países que a menudo coinciden con la geografía post colonial. Ciertas lenguas un tiempo casi desaparecidas han tenido la fortuna de ser objeto de enormes inversiones, tanto políticas como económicas... y esto en razón simple de que los países en que se hablan pueden perfectamente permitírselo. Pero en los países hoy sometidos a rapiña económica y cultural, una inversión de este tipo es inconcebible, incluso cuando se trata de lenguas habladas mayoritariamente. Los estudiantes de disciplinas humanísticas están acostumbrados a escuchar que Galileo y Descartes son héroes respectivamente de las lenguas francesa e italiana, en razón de haber mostrado que la tendencia a reducirlas a usos domésticos era un absurdo que afectaba a la dignidad de todos aquellos que tenían en ellas la lengua materna. Como indica con pertinencia el lingüista Émile Benveniste el lenguaje humano es susceptible de decirlo todo, aquello que la naturaleza ofrece y aquello que la trasciende. Mas la plasmación de esta potencia en una lengua determinada exige en ocasiones la actualización de la misma en relación con las determinaciones conceptuales, tarea de los evocados Galileo y Descartes. Si estos pensadores pudieron realizar su tarea de restauración y dignificación de sus lenguas fue porque las condiciones sociales en las ciudades italianas y en Francia les autorizaban a hacerlo... La tragedia de las lenguas marginadas en las sociedades poscoloniales es que éstas se encuentran en las antípodas de las condiciones sociales que permitirían la emergencia de un Galileo local. Múltiples lenguas de los países a los que me refiero sufren las consecuencias de la reducción de sus civilizaciones a una suerte de caricatura, a veces sórdida, de la civilización dominante, puesto que los principales rasgos de las estructuras económicas y sociales propias han sido suprimidos. En todo momento de esta reflexión, postulado implícito o explícito ha sido considerar que el lenguaje empapa todas y cada una de las facultades de nuestra animalidad, de tal manera que, como indicaba ya Aristóteles, el simple hecho de percibir, en nosotros los humanos supone ya efectuar un juicio, subsumir un sujeto bajo un predicado, o sea, un acto de lenguaje. De tal manera, toda muestra en un colectivo humano de debilitamiento de la lengua en que para él toma forma el lenguaje, freno en sus potencialidades de simbolización y conocimiento, reducción de la misma a la función de código, supone simplemente una mutilación en lo nuclear de esos seres hablantes.

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CAPÍTULO IV

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LA CAUSA DEL ANIMAL HUMANO

El tipo de bien al que el ser humano sí nace predispuesto Uno de los efectos psicológicos más devastadores que a veces acompaña al transcurrir del tiempo es el sentimiento de que, además de destruir cuerpos, el tiempo destruye también convicciones. En esta tarea el tiempo es ayudado asimismo por las circunstancias. Circunstancias sociales que entre otras cosas conducen al repudio de elementales exigencias de fraternidad, entendida como reconocimiento en el otro de la propia humanidad. De ahí la exigencia de marcarse como finalidad de acción lo que Lucien Sève denomina la causa antropológica. En múltiples foros, el filósofo francés ha considerado la tesis aquí defendida de que la humanidad está hoy radicalmente amenazada, no tanto de desaparición, como de imposibilidad de vivir en conformidad a lo que constituye su esencia. En la película de Bernardo Bertolucci El último emperador, el protagonista, que ha sido entregado por sus captores rusos a los revolucionarios chinos, se abre las venas en su celda, siendo sin embargo salvado por uno de los encargados de su reeducación. Para justificar este tratamiento recuperador de las personas, que tiene sin duda todas las características de un lavado de cerebro, para que los prisioneros entiendan por qué no se les fusila simplemente, el responsable avanza un argumento: «nosotros creemos que todo ser humano nace predispuesto al bien», en el entendido de que, en última instancia, lo que se les reprocha tiene causa en una ordenación de la sociedad que perturba hasta la corrupción la naturaleza humana. El propio film se encarga de mostrarnos que la buena fe del educador (él mismo sometido ulteriormente a purga) es de hecho instrumentalizada por un mecanismo social objetivamente despótico. Y sin embargo... El reeducador hace obviamente referencia a la tesis de que en la alienación de la existencia material residiría la causa de la conversión de los humanos en difuminadas sombras de lo que pudieran haber sido. Alienación material determinante de indigencia espiritual, reflejada en los prejuicios adquiridos, que serían fruto de un sistema de valores al que se responde sin criterio, en pasiva obediencia a la lógica inherente a un sistema productivo en el que el beneficio es la causa determinante. Como expresión de lo anterior, la convicción subjetiva de que sacrificar nuestra exigencia de fraternidad y nuestra potencia de creatividad, en lugar de envilecernos sería más bien indicio de madurez y sensata asunción de lo real. Esta genuflexión sería lo que envenena al hombre, a los ojos de ese reeducador de Bertolucci. ¿Queda esta visión antropológica deslegitimada por la avanzada sospecha de que, en ese caso preciso, encubre una gran falacia? No parece aventurado decir que todo ser humano nace con una inclinación (que efectivamente cabe llamar un instinto) hacia el bien de su especie, hacia el despliegue y salud de la misma, pues de lo contrario habría que afirmar que la 64

especie humana se comporta contrariamente a como lo hacen todas y cada una de las especies animales. Y sólo en razón de que esta predisposición natural es perturbada, el hombre se alza contra los demás hombres e incluso también contra sí mismo, renunciando a la propia expansión y la propia salud. Pues una cosa es sentir que las fuerzas para realizarse plenamente como humano se agotan, y otra muy diferente es sentir que nada de lo que el ser humano como tal (y así pues tanto uno mismo como otra persona) puede realizar vale en realidad la pena. El nihilismo tanto respecto de las potencialidades de los otros hombres como de sí mismo vendría precedido de un nihilismo respecto de la humanidad en lo genérico. La apuesta que entonces se hace por la propia vida es ya una apuesta deshumanizada, lo que cuenta no es ya el subsistir de un ser de razón y de palabra, sino mero y propio subsistir, siendo los medios para ello baremados en exclusiva por el criterio de su eficacia, incluso si entre tales medios cuenta la reducción de los demás humanos a instrumentos. Nada tiene por otra parte de extraño que este tipo de disposición ante la humanidad parezca tener excepción en lo que se refiere a lo que el nihilista considera lo suyo, concretizado generalmente en su descendencia y en su patria, las cuales han de llegar a primar sobre las otras descendencias y las otras patrias. Pues perdido el instinto de lo humano, perdida me atrevo a decir la disposición a que prime el pensamiento y el lenguaje, es cuando precisamente surgen las proyecciones ideológicas sustentadas en la imaginaria esperanza de prolongarse uno mismo, ya sea en abstracciones como la patria, ya sea en organismos como el propio fruto biológico, asunto este último particularmente escandaloso. Ya hemos visto que no es lo mismo desear tener progenitura respondiendo al instinto de que la humanidad perdure, que desear progenitura respondiendo al deseo de perpetuarse en otro yo, en un ser humano que eventualmente puede (y hasta debe en tal lógica) convertirse en instrumentalizador de otros humanos. En contrapunto, el deseo de ser plenamente humano puede a veces revelarse incompatible con el deseo de perdurar, teniendo un paradigma de tal oposición en la elección socrática, en su voluntad de tomar la cicuta antes de dejar de vivir en conformidad a lo que él estima que es el vivir del hombre.

Contemporáneo juicio a Sócrates Retornemos por un momento a la situación arriba descrita de que los ciudadanos de un país han sido convencidos por los gestores políticos y responsables institucionales de la necesidad de poner sus energías al servicio de la productividad, relegando a su inconsciente profundo toda inclinación contraria a las mismas (por ejemplo, la de que las horas de asueto no sean exclusivamente dedicadas a distracción embrutecedora), de tal manera que en apariencia estamos en una sociedad equilibrada y reconciliada. Supongamos que en estas condiciones alguien se apercibe un día de que la 65

cadena virtuosa tiene base en una premisa insoportable, que su vida concreta se halla reducida al círculo que los franceses designan como métro, boulot, dodo (metro, curro, catre), y que el sistema que da cimiento a tal ciclo reductor es incompatible con una vida cabalmente humana. Supongamos que el perturbador, convencido de que la capacidad crítica de sus congéneres persiste (aunque sea sepultada para el propio individuo bajo múltiples capas encubridoras) empieza a relacionarse con algunos jóvenes (o no tan jóvenes), a los que conduce con astucia a reflexionar sobre el asunto, hasta que llegan al convencimiento de que ese mundo, que les parecía materialmente asentado y socialmente en paz, reposa en realidad sobre una ciénaga. Supongamos que algunos de ellos intentan ser consecuentes con su espíritu crítico, y empiezan a resistir a los imperativos, hasta ese día considerados sagrados, de lucha por integrarse en el sistema productivo. Obviamente el sistema, que podemos perfectamente suponer democrático, empezaría a sentirse amenazado y desde luego tomaría medidas contra el aguafiestas, que efectivamente estaba socavando en el alma de los jóvenes la apariencia de cimientos que les permitía sentirse miembros de una sociedad sana, y hasta de una sociedad libre...

El lector tiene quizás en mente el cuadro de Jacques-Louis David La muerte de Sócrates, en el que el filósofo coge decididamente la copa con el mortal veneno, indiferente a los ruegos de su amigo Critón para que acepte la solución alternativa del exilio. En su lienzo, David introduce asimismo a Platón, que de hecho no estuvo presente, situado en un ángulo con expresión desolada e impotente. Conviene recordar por qué muere Sócrates, enfatizando el hecho de que esta muerte es indisociablemente por la causa de la verdad y por la causa de la polis, la ciudad entendida como espacio político, como expresión de la organización comunitaria de los seres de palabra. Sócrates es juzgado y condenado por no dar aliento a creencias arraigadas, como la de los dioses ancestrales, pero sobre todo por corromper a la juventud. Y es de señalar que le condena no un régimen tiránico, sino el restaurado régimen democrático de Atenas. Signo en ello de que la opinión compartida no es necesariamente la opinión fundada, y que la sumisión a la mayoría puede ser sumisión a la ceguera, a la esclavitud o a ambas. ¿No era pues cierto que Sócrates corrompía a la juventud? Si por corromper se entiende desterrar en el espíritu de los jóvenes ciertas convicciones que fortalecían el estado de cosas imperante, desde luego los corrompía y esta corrupción podría eventualmente ser un peligro para la ciudad. Porque, sin duda, en ocasiones el equilibrio social necesita de la aquiescencia a algo que, de ser contemplado por su valor intrínseco, sería denunciable. Pues al igual que en la Atenas de Sócrates (que jugó un papel de aguafiestas análogo al protagonista de nuestro apólogo y por ello fue condenado a beber la cicuta), la verdad está amenazada por un conjunto poderosísimo de ideas masticadas, que domestican el alma hasta privarla de aristas y hacen compatible la 66

existencia pasiva y sumisa, cuando no alcahueta, con la tiranía, en un universo de paz imaginaria. ¿Qué hubiera, pues, hoy denunciado Sócrates? Desde luego los cantos a una libertad que sería compatible con una vida objetivamente esclava, así como el encubrimiento (ante uno mismo sobre todo) de esta situación bajo creencias edulcorantes sobre nuestra condición, alimentadas por la pusilánime tendencia a evitar la confrontación que conllevaría asumir la conflictiva verdad de las relaciones sociales.

Hambre y exigencia del espíritu En agosto de 1930, en la revista L’Esprit français, André Breton (respondiendo a una suerte de cuestionario) reflexiona sobre la relación entre las dos formas de actividad humana que son el trabajo «manual» y el trabajo en el que se activan primordialmente las facultades del espíritu. Y entrecomillo la palabra manual porque no hay quizás trabajo humano que no tenga su origen en las manos, las cuales (en expresión de José Saramago) «piensan». En cualquier caso, según el poeta y ensayista francés, habría en el trabajo manual un aspecto contingente, ya que cambia con las circunstancias históricas y sociales, mientras que el trabajo del artista o del filósofo respondería a una exigencia espiritual intrínseca, como expresión de ese «ardiente deseo de toda mente pensante» al que aquí ya me he referido. Breton llega a decir que este tipo de trabajo intelectual intenta colmar un apetito, una insatisfacción del espíritu... tan determinante como el hambre. Bretón habla de hambre de realización espiritual, como Pinker habla de instinto para referirse al lenguaje, siendo obvio que ni una cosa ni la otra tienen sentido sin la asunción implícita de la tesis de la radical singularidad de la animalidad humana. Es muy sorprendente que en nuestros días haya que reivindicar una tesis que sería para Breton una perogrullada: el animal humano tiene exigencias que no son reductibles a las necesidades a las que responden todas las demás especies animales. ¿Qué ha pasado para que esto deje de estar claro? ¿Qué oscuros intereses se esconden tras la ideología negadora de esta verdad inmediata? Intereses desde luego exclusivamente humanos, intereses vinculados a esa otra forma del espíritu a la que el luchador Breton se refería, a saber: el espíritu que tiene como máxima suprema de acción la construcción de fortalezas que, imaginariamente, protegerían al yo de la finitud y de la muerte. Tras recordar la necesidad de no confundir esa modalidad de exigencia espiritual que lleva a la creación y el conocimiento con la que mueve a alcanzar honores, gloria, dinero, etcétera, la cual precisamente podría ser el enemigo mayor de la anterior,41Breton sostiene que si realmente está movido por la primera exigencia, si el artista es en realidad tal, entonces su trabajo no puede realmente ser recuperado exhaustivamente por el sistema económico, entre otras razones por lo siguiente: 67

Es imposible apreciar su valor según la medida común de la hora de trabajo. Si un poeta gasta un día para escribir un poema, y el zapatero el mismo tiempo para hacer un par de zapatos, no deja de ser cierto que dichos artículos no son intercambiables, y que, además, si el zapatero comienza de nuevo al día siguiente, no forzosamente el poeta será capaz de hacer lo mismo.

Diferencia clave a la hora de determinar las dos modalidades de la techne a las que antes me refería. El producto de la techne en el sentido de arte no puede ser baremado en conformidad a los criterios vigentes cuando se trata de los productos de la techne en el sentido de técnica, pues unos y otro responden a exigencias diferentes de la condición humana. El común denominador de ambos es que el trabajo humano se halla en el origen. Mas todo intento de encontrar un criterio de comparación de valor en el número de horas que se necesitan para producirlo... tropieza con el hecho de que el artista no puede saber si en un tiempo dado saldrá el producto, y ni siquiera puede saber qué producto saldrá, por lo cual, en principio es imposible hacerle encargo de un resultado determinado. El producto de la techne en el sentido de arte simplemente no es un objeto, aunque exija la objetividad de una materia dada y el control de la misma. Y es por esa irreductibilidad a la condición de objeto que la asignación a la obra de arte de un valor de cambio exige sofisticados mecanismos que van mucho más allá del cómputo del tiempo necesario para producirla. Breton no elude la cuestión de las condiciones sociales de posibilidad de la creación, pero aun en la hipótesis de que éstas se den, hay una cuestión clave que el autor enfatiza en su texto.

Vencer la cobardía humana En ausencia de libertad, ya se trate de un ámbito social privilegiado, la actividad del espíritu es simplemente imposible. Por eso Breton sugiere que la lucha social constituye la tarea previa, incluso para el artista, o más bien: precisamente para el artista, para ser fiel a la exigencia del arte. Pero obviamente, alcanzada la sociedad en la que la libertad concreta fuera un hecho, no habría ya excusas, ni coartadas. Pensar, es decir simbolizar o formalizar, sería entonces el imperativo. Pero pensar es durísimo, supone vencer constantemente la inercia y la costumbre, supone vencerse constantemente a sí mismo. Vencer el ego identificado tanto con la pereza como con el miedo, aspecto este último por el que con toda justicia puede Breton hablar de cobardía, es decir, ausencia de entereza cuando ya no caben excusas, ausencia que explicaría en parte el fracaso sucesivo de las tentativas de emancipación de la humanidad. Refiriéndose a las condiciones de independencia del pensamiento, que permitirían la apertura al trabajo del espíritu, Breton habla llanamente: «vencer la cobardía humana». La cobardía y el cúmulo de pretextos que la cobardía encuentra. Pues aun alcanzado un tipo de 68

sociedad en el que el ejercicio de las facultades propias de nuestra especie, concretizado en la tarea artística o la tarea científica, no pudiera ya ser considerado cosa de exquisitos...42 lo esencial estaría por resolver. La sociedad incentivaría la realización del ser humano, en lugar de dificultar tal objetivo, pero sería necesario que, en cada uno, la exigencia de que se reconozca el propio hacer o el propio pensar se subordinara a la exigencia de que se reconozca el fruto efectivo del hacer y del pensar, sería necesario que el ego, el yo revirado sobre un eje interno, dejara paso al yo transitivo, ese yo que realmente se confunde con la genuina actividad del sujeto cartesiano, el sujeto indisociable de un contenido de pensamiento susceptible de ser compartido, y valorado precisamente en función de esta potencialidad de ser pensamiento para otros, pensamiento por así decirlo que va más allá del onanismo. Lo que tenían de admirable todos aquellos que, en las décadas que siguieron a la Revolución de Octubre, luchaban, al igual que Breton o Brecht, en el doble frente de la emancipación respecto al trabajo embrutecedor y de la causa general del espíritu (secuestrado en todas sus manifestaciones por la inercia de las convicciones adquiridas, inevitablemente convertidas en prejuicios, a menos de ser puestas a prueba) era lo firme de su disposición, su elemental afirmación de la verdad vinculada a la singularidad humana, su antinihilismo.

Como en el guión del sueño... Es en general de buen augurio el sentimiento de que nuestra subjetividad cotidiana y consciente ha topado con algo que realmente la interpela, algo que escapando a su control, poseyendo un indudable peso y en consecuencia suponiendo un riesgo, es sin embargo portador de algún tipo de promesa. Este sentimiento caracteriza a todo el que se ve envuelto en una situación de lucha colectiva. La voluntad subjetiva pierde entonces peso al lado de una especie de guión trabado en una sintaxis rigurosa que parece responder a una potencia irreductible; acontecimiento éste que no nos es totalmente ajeno, pues responde quizás al mismo mecanismo que el que cada noche nos confronta a la verdad interior en el mundo de los sueños. Desgraciadamente para nuestro yo más pusilánime, pero felizmente para el rescoldo de inclinación a la verdad que se halla en cada uno de nosotros, no hay manera de evitar los sueños. Y que nadie suponga que se trata en ellos de un reto menor, pues si lo onírico supone intervención de la imaginación, tras la síntesis que ésta realiza hay un contenido que viene dado (los colores en la paleta del pintor según la analogía establecida por Descartes), un contenido que se impone al sujeto que sueña, un contenido no manipulable y que, por su irreductibilidad misma, tiene la dureza de lo propiamente material. Por eso es muy probable que lo más secretamente temido por el ser humano sea el sueño no acotable en el tiempo, el último sueño. 69

Los sueños presentan a veces un carácter desarticulado y aunque sus imágenes aisladas formen pequeños grupos significativos, no hay una ley de composición que les confiera unidad formal (al menos de inmediato, pues otra cosa es la unidad posterior que pueda resultar de una interpretación). En ocasiones, sin embargo, los sueños impresionan por su coherencia. Coherencia «realista» o fantasiosa (es decir, respetando o no las leyes aparentes del entorno físico y hasta los comportamientos previsibles de los seres que lo animan), pero respondiendo a las reglas de una narración bien construida, o mejor dicho, dada la preeminencia de las imágenes visuales, reglas de un riguroso guión cinematográfico, en el cual —matiz clave— el espectador juega un papel protagonista. Este protagonismo del espectador en la trama del sueño (ingrediente esencial de lo literalmente insoportable que resulta en ocasiones la peripecia onírica), plantea sin duda el problema clásico de la alienación del ser humano en sus propios espejismos. Pero en estos casos de sueños que parecen responder a un guión bien trabado, surge para el soñador una inquietante pregunta: ¿quién o qué es soporte de esta trama de cuya rigurosa articulación el sujeto consciente es simplemente incapaz? ¿Quién dirige la consistente sintaxis de esta escenografía visual? No teniendo causa en el exterior, pero no siendo tampoco forjada por nuestra conciencia (la cual tantas veces es mero reflejo de un cúmulo de convicciones asumidas en ausencia de todo criterio), el implacable rigor de esta escenografía es signo de que tras las cosas, los seres que me hablan y yo mismo no hay vacío de significación sino, quizás, precisamente la matriz de toda significación profunda. Tales sueños marcan el límite de nuestros parapetos, de nuestras tentativas por reducir todo (incluso la propia muerte) a representación, de nuestros esfuerzos por mantener un imaginario reducto protector. Por eso la primera e inmediata anamnesis de los mismos es emoción pura, cuando no simplemente esa angustia tan evocada por Martin Heidegger.43 Tales sueños parecen dar testimonio de que tras el yo habitual (incapaz para la forja de un relato que vaya más allá de la pueril expresión de los inmediatos temores, deseos y fantasmas) hay un riguroso conocedor de las leyes de la palabra y de la potencia de la misma. Trabajando oculto en la vigilia, su tejido se muestra en el sueño, amenazando nuestra subjetividad ordinaria (desarticulada, pasiva, huidiza ante toda confrontación), pero dando testimonio del rescoldo de veracidad que perdura en cada uno de nosotros. Este mismo rescoldo de la exigencia de veracidad explica que, aun juzgándonos a nosotros mismos como pusilánimes y siéndolo efectivamente, casi contra nuestra conciencia, seamos susceptibles de dar un paso al frente, fundiéndonos en el vendaval que a intervalos agita los cimientos de las sociedades esclavizadas. Se diría así que la conciencia subjetiva constituye tan sólo un inestable momento de fuga entre esta confrontación interior de los sueños y el reto que supone el llegar a reconocer de nuevo como la esencial riqueza propia cada momento y manera ( símbolo, metáfora, fórmula) en que se asiste al despliegue de lo que hace la esencia del hombre.44 70

La razón y la ira La reducción de las personas, la merma en sus facultades esenciales, que en este libro se ha intentado describir, es inevitable corolario de la potencia de un mecanismo que, trascendiendo todo control subjetivo, ha venido a impregnar las diferentes expresiones de la organización social, desde la economía a la vida cultural, pasando por los lazos afectivos. Mas para que los términos del problema se diluyan, para que no se sepa exactamente cuál es el terreno de combate, es necesario darle al mal un aspecto contingente, atribuyéndolo al comportamiento aleatorio de personas que parecen tener control y que serían culpables por deficiencia, o aun mejor por corrupción, pues la figura del corrupto aparece en ocasiones como imprescindible. El poder mismo jalea a los que anatematizan a los malos, evitando simplemente que la ira se arme de razón y en consecuencia alce sus puños no contra individuos aislados sino directamente contra el mal, contra el marco global que confiere fuerza y sentido a las acciones de esos individuos. Mas al igual que la enfermedad social no tiene causa en intereses individuales que más bien juegan un papel de instrumento a su servicio, la lucha contra la misma sólo es efectiva cuando trasciende la mera acumulación de voluntades subjetivas. Es fácil intuir que no se forja una línea yuxtaponiendo puntos, una superficie yuxtaponiendo líneas ni un sólido tridimensional yuxtaponiendo superficies. Es partiendo de lo denso y tridimensional que, como una abstracción del mismo, cabe hablar de superficie y como abstracción aún mayor cabe hablar de línea y aun de punto. Es decir la dimensión propia adquiere su significación plena cuando es ubicada en la dimensión superior. Sin lo tridimensional no se percibe la superficie (la cual constituye su caso límite, el espesor indivisible) y sin la superficie no se percibe la línea. Algo análogo cabe decir respecto a las causas en las que se ven involucrados los hombres, empezando por la lucha en pos de la emancipación. Una efectiva resistencia no se explica por la yuxtaposición de actitudes individuales de resistencia. Por el contrario, sólo la primera es literalmente substancia o substrato de las segundas, sólo la primera da a éstas pleno sentido y las salva de la esterilidad. Y la primera puede darse ya en estado latente, aunque el individuo (precisamente por anclaje en su inferior dimensionalidad) no pueda percibirla, al igual que un ser inteligente bidimensional confundido con la superficie de la Tierra no podría percibir la curvatura de la misma. Por ello los gestores del estado de cosas harían bien en no fiarse del extraño silencio de los ciudadanos (empezado por los europeos), no ya ante penurias actuales sino ante los augurios de que pueden venir tiempos peores, tiempos literalmente de pauperización, de conversión de los ciudadanos en esclavos y, en consecuencia, en animales deshumanizados. Pues la misma persona que conscientemente se dispone a dar su apoyo a quien acaba de reducir sus derechos y que incluso así lo proclama, puede —aun sin saberlo— estar ya redimiéndose en el proceso holístico que conduce al socavamiento de las sofisticadas bastillas de 71

nuestro tiempo.

Basta un animal humano Reitero lo esencial de la tesis aquí mantenida: si el orden social indujera desde la infancia a desplegar las potencialidades que nos singularizan como seres humanos, cada uno de nosotros tendería a ir más allá de la lucha por la subsistencia e incluso de la dignidad ornamental de su entorno, intentando ser una proyección singular de la humanidad. El hombre es el animal más social que existe, el animal intrínsecamente marcado por esa ordenación que los griegos designaban bajo el término nomos, ley, término que delimita de entrada los lazos entre hombres y que (como hemos visto en el subcapítulo titulado «Ley social y necesidad natural») sólo más adelante acabará designando asimismo correlaciones entre fenómenos físicos. Por ello, cualquiera que sea la circunstancia en la que el hombre se encuentra, imperativo para él es sentir que de alguna manera su presencia garantiza ya los cimientos del orden lingüístico, simbólico y de ordenación social en general. La tesis sin embargo presta el flanco a una objeción a la que intentaré dar respuesta. Lo contingente e irremediablemente trágico del destino humano puede hacer que una persona llegue a carecer tanto de proyección directa en el relevo de las generaciones como de lazos afectivos, más allá de los signos de respeto y consideración de los que todo ciudadano sería merecedor en esa sociedad plenamente humanizada. Y si la ley marca los vínculos entre hombres, ¿qué ley puede imperar cuando un hombre está solo? Tremendo asunto que enlaza directamente con la idea que estoy barruntando de que ese nudo de relaciones entre seres de palabra que constituye la humanidad no exige empírica pluralidad de sujetos; y ello en razón de que la humanidad se proyecta por entero en cada uno de los sujetos que la encarnan. Aun careciendo de compañía, y sobre todo quizás de compañera o compañero, aun careciendo de alguien a quien dirigir la palabra y de todo horizonte que permita de manera directa reconocerse en el ciclo de las generaciones, aun careciendo de objetivo para el cual sea necesario contar con los demás, el hombre lucha. Y en la hipótesis de que su subsistencia está garantizada, esta lucha va obviamente más allá de la misma: lucha precisamente por mantenerse como el singular animal cuyo objetivo esencial no es la subsistencia. Aun en soledad, el hombre halla manera de que su día y vida (preciosa y perdida expresión de los campesinos españoles) incluya momentos de un trabajo fértil para la preservación de su humanidad: trabajo en el que continuamente ha de actualizar tanto sus recursos memorísticos como su ingenio, por ejemplo para el aprendizaje de nuevas técnicas, quizás triviales para los demás, mas no para quien tiene la dicha de descubrirlas por vez primera. Así el Crusoe protagonista de la obra de Daniel Defoe, abocado al principio a construir conocidos instrumentos 72

para la subsistencia, acaba forjando otros que no había visto jamás o de los que no tenía memoria. Tal una rueda que construye habilidosamente con una cuerda activada con el pie, para poder conservar las manos libres.45 Aun en soledad, el hombre activa sus potencias cognoscitivas, lo que puede llegar hasta la disposición de espíritu que caracteriza el ejercicio de las matemáticas, cuya virtud, como hemos visto en el prodigioso texto de Aristóteles al respecto, va más allá de toda finalidad práctica. Aun en soledad, el hombre se inscribe en el tiempo de manera no pasiva, conserva la memoria de fechas simbólicas y así, con independencia de si ello toma la forma de representación de un Hacedor, el hombre vive su destino como algo irreductible al entorno empírico, aunque indudablemente determinado por él mismo. Aun en soledad, el hombre tiende, en suma, a garantizar en su propio ser lo esencial de aquello que forja la humanidad,46 manteniendo el lugar físico en que habita no meramente como una guarida, un lugar que protege de amenazas e intemperies, sino como una casa, un lugar donde hay fuego y amplitud, es decir un lugar apto para recibir a otros hombres y compartir con ellos el alimento y la palabra. Pues el hombre no está en soledad como podría estarlo un animal, eventualmente mejor dotado por la naturaleza si emergiera un problema de subsistencia. En la persona sola hay un ser de pensamiento y de palabra. Y el perdurar de tal persona sólo tiene cabal sentido porque en esta persona sigue estando presente todo el acerbo que caracteriza a la especie; y es en razón de ello que, permanentemente, esta persona habla. ¿Con quién habla, pues, si nadie puede escucharle? Pues con aquel mismo a quien se dirige Einstein cuando, entre sus convencionales tareas en una oficina de patentes de Berna, aventura hipótesis para las que no había quizás entonces interlocutor competente (de lo cual es indicio el hecho de que tendrían consecuencias para nuestra representación del mundo inasumibles por el propio Einstein). Habla la persona sola con el sujeto humano, sujeto del conocimiento o sujeto forjador de símbolos, sujeto asimismo de ese imperativo por el cual, cualquiera que sea la circunstancia, mientras se dé un hombre, la ley que forja a los hombres está plenamente vigente, con el tremendo corolario de que, en el reino de las leyes, de ninguna manera todo está permitido. Habla en todo caso con un interlocutor que es reductible a la situación de soledad en que se encuentra, habla en suma con la matriz, presente en sí mismo, del hombre. Habla la persona sola consigo misma, sí, pero consigo misma en tanto que espejo en el que se reconoce la esencia de la humanidad. Y tal cosa hacemos cada uno de nosotros en las ocasiones en las que el pensamiento, en lugar de complacerse en lo dado, se esfuerza por entender, metaforizar o resolver, ya se trate de asuntos teoréticos o de asuntos prácticos; ya se trate de organización general de la sociedad o de asuntos en los que la propia intimidad es lo que está en juego. Habla la persona sola, todo el tiempo y eventualmente lo hace con particular 73

veracidad, pues la propia soledad le mueve a no corromper su pensamiento y su palabra en la vacuidad de los intereses vanos o meramente narcisistas. No hay entonces barrera nítida entre este hablar consigo mismo y el hablar con interlocutor en esas tramas fruto de las fuerzas oscuras que rigen los sueños, ámbito donde parece cristalizar todo lo que marca al ser humano, ante la pasividad de la subjetividad consciente, incapaz, como arriba indicaba, de tal proeza literaria. ¿Oye uno en sueños su voz propia? Pregunta esta a la que cada uno ha de responder en función de la memoria de sus propios sueños, mientras perduren los cuales hay seguridad de que sigue habiendo en uno vida, pero sobre todo humanidad, seguridad de que toda la humanidad está aquí presente. En situación o no de soledad, el ser humano en ocasiones escribe eso que suele llamarse un diario. El escritor de diarios escribe esencialmente para sí, aunque este sí no coincida necesariamente con el uno mismo, interlocutor habitual no de la propia escritura sino más bien de la propia estulticia (la cual mantiene una mecánica comunicación interior en torno a expectativas que de llegar a realizarse decepcionan, pero que se muestran auténticamente dolorosas de no cumplirse). Esa estulticia tan presente en la soledad es algo de lo que cada uno ha de huir en pos de su humanidad. Dirigirse exclusivamente a sí mismo como representante de la humanidad, o más bien, dirigirse a la humanidad en uno mismo es ya contribuir a la concepción de un mundo en el que las cosas carecen de valor de cambio en acto, y el valor de cambio que potencialmente encierran no es disociable de su valor de uso.

Quehacer ajeno al tiempo Instalado en un relativo confort que le permite vislumbrar un horizonte seguro en lo referente a las necesidades cotidianas, y no habiendo previsibles amenazas de humanos o de bestias, el ser humano puede ya pensar que su muerte vendrá más bien dada en razón de su propia naturaleza animal que de causas externas, es decir: está en condiciones de pensar realmente su muerte, hacer de la muerte reflexión, aprehender su significado. Mas está asimismo en condición de meditar sobre otras cosas. Como en tantas ocasiones en la historia de los hombres una simple mirada distendida sobre la naturaleza puede dar origen a una preocupación sobre la misma en la que se desgranen las preguntas que Aristóteles situaba en el origen de la filosofía. Y en este retorno del estupor que lleva a la interrogación sobre la naturaleza es variable menor el eventual hecho de que, en razón de la soledad, el protagonista no pueda compartir su reflexión. La soledad no es óbice para ser conducido a la interrogación sobre la ordenación de los astros, sobre el ser de las cosas y sobre la hipótesis de una causa eficiente, la cual, de darse y constituir un ser consciente, sería responsable de la situación venturosa o desgraciada del que reflexiona, pero sería asimismo responsable de la prodigiosa sumisión de las cosas 74

a esa regulación que hace del todo un mundo y no una pluralidad carente de ley interna. La tarea de pensar en estas condiciones es tanto más ardua cuanto que careciendo de maestro se necesitan semanas o meses para dar respuesta a interrogantes preliminares que, con la ayuda de un instructor, se hubieran clarificado en horas o días. Pero el hecho de que todo cuesta un esfuerzo gigantesco pierde peso si lo que satisface en la actividad (lo que Aristóteles denominaba energeia) por la que se van confrontando interrogantes del espíritu es el hecho en sí de ser activo. Proponiéndose forjar una tabla para la mesa con la que ha decidido ornamentar su casa, el evocado Crusoe se da cuenta de que sus instrumentos sólo le permiten tallarla como pieza entera a partir de un único árbol, con enorme trabajo y paciencia, lo cual sin embargo —reflexiona— no ha de preocuparle, pues más allá de lo inmediato no hay objetivos de futuro que exijan una distribución jerárquica del tiempo. Asimismo el mortero que Crusoe llega a construir a partir de un tronco de madera y no de piedra (que por su carácter terroso provocaría que la harina se entremezclara con residuos) es un objetivo para el que el tiempo no cuenta. Como el transcurrir de los acontecimientos para los niños, la mayor o menor dilatación de las tareas no se mide en este caso en montos de oro, y así cabe decir que no es realmente tiempo. Rasgo psicológico de hallarse sometido al tiempo, el tiempo es, en efecto, el hecho de introducir la premura en la prosecución de objetivos. Y en la soledad, el tiempo sólo puede apremiar (es decir sólo hay realmente tiempo) tratándose de objetivos prácticos y siempre en función de la urgencia. Apremia el tiempo ciertamente cuando, de no llegar a cargar el arma, la fiera te alcanzará, o cuando de no forjar los instrumentos de prensado, la uva no servirá para hacer vino. Y desde luego apremia el tiempo cuando los frutos del trabajo artesanal, cognoscitivo o artístico estén desde el origen marcados por el destino de tener un valor de intercambio. Pues en este caso sí que el periodo y la frecuencia asociada al mismo deviene un esencial constituyente, y entonces, no sólo construir tres objetos en el día natural es mejor que construir tan sólo dos sino que, asimismo, simbolizar las fórmulas de la relatividad restringida en una fracción de ese día es mejor que hacerlo en varios de tales días. Por el contrario, aun en la soledad y quizás precisamente en ella, cuando la tarea consagrada a cubrir las necesidades está realizada y el entorno está dispuesto en satisfactorio orden, se concibe un quehacer ajeno al tiempo, un horizonte sin medida de cambio, y en el que el enfrentamiento a la condición humana lleva, a través de la escritura, quizás a la narración. Narración que no puede tener otro destinatario que la humanidad, presente toda ella (y no como si fuera tan sólo una parcela) en el narrador. Y cabe imaginar la letra en cada uno de nosotros trabada minuciosamente, con tanta mayor exigencia caligráfica cuanto no pesa sobre el escritor el espectro de la inserción de su obra en la dialéctica de la corrupción y el tiempo. Así, motivado en las tareas que emprende por la exigencia de recrear la plena humanidad en ausencia de futuro, la figura del ser humano 75

alcanza todo su peso moral.

He señalado ya que el permanente diálogo interior de la persona abocada a la soledad no es en esencia diferente al del científico que, en su esfuerzo por fraguar una idea radicalmente novedosa, carece de interlocutor que pueda ayudarle. Tal es el caso de Einstein barruntando la hipótesis de que la luz bien pudiera constituir un conjunto discreto de partículas pese a las múltiples evidencias de que se comportaba como un continuo ondulatorio. El que barrunta algo en contra de lo establecido y comúnmente aceptado carece, por hipótesis, de maestro que le indique las etapas a cumplir y los medios más económicos para ello, siendo así inevitablemente autodidacta. El que lucha en solitario por mantener su singular esencia de animal de razón, ya sea en el esfuerzo por construir objetos o instrumentos, ya sea en la simbolización matemática o artística, es un espejo en el que puede reconocerse la humanidad. La cosa es particularmente nítida en los casos de apuesta desinteresada. Sólo si el tiempo apremia, es más valorable el vencer la resistencia que presenta una fórmula con ayuda exterior que el llegar a hacerlo en lucha con la resistencia que supone la inercia interior. Einstein tiene inscrito en su memoria ese apremiar del tiempo correlativo al valor de cambio de las cosas, pero no vive en tal mundo y por eso, aunque su cuerpo se halle con su entorno sometido al segundo principio de la termodinámica, cabe decir que su quehacer es en parte ajeno al tiempo.

El combate por mantenerse como un animal que simboliza Todos y cada uno de nosotros confiamos en que algo nos distancia de la inmediatez de los seres vivos. Para que ello no fuera así tendríamos que perder toda confianza en la trama de símbolos en la que estamos insertos y que, en todo momento y circunstancia, mediatiza nuestro lazo con el entorno natural. El escolar que lucha por dar significación al signo algebraico en su cuaderno percibe rápidamente que sólo tejiendo una red, digamos horizontal, entre los símbolos mismos tal significación es posible, y en ese momento cabe decir que piensa —y en consecuencia vive— como un animal raro, un animal ocupado en un mundo paralelo. Todo esto es bien sabido, por reiterado una y otra vez en discursos de carácter más o menos filosófico sobre la condición humana y la singularidad de sus instrumentos en el mundo animal. Pero no está claro que esté conscientemente asumido el hecho de que tal red de símbolos está lejos de constituir un mero expediente con vistas a objetivos que seguirían marcados por la exigencia de la animalidad individual y específica. Cuando los efectos del segundo principio de la termodinámica se manifiestan en nuestros cuerpos y hasta en la agilidad de nuestro pensamiento, nuestra 76

animalidad sabe que no hay ya finalidad ni proyecto cabalmente vitales. La propia subsistencia más que un objetivo es una suerte de mecanismo, que seguirá operativo mientras una quiebra mayor en el proceso de decadencia no ocurra. Desde el punto de vista de la economía que rige la organización de especies animales y la integración en la misma de cada individuo, lo que entonces toca es la pasividad, que probablemente se halle intrínsecamente vinculada a la rápida desaparición. Y ni siquiera cabe pensar esto en términos valorativos. Pues a medida que la tensión vital se debilita, la curva de la traducción psicológica de las frustraciones se homologa por lo llano a la curva de la traducción de las expectativas. De no ir acompañada de sufrimiento físico, la astenia que supone la vejez, objetiva reducción del desequilibrio termodinámico inherente a la plenitud de la vida, no habría de suponer para el animal que somos sufrimiento psíquico, en el sentido genérico que los etólogos otorgan a esta expresión. Es sin embargo obvio que no es el caso; es obvio que la vejez genera angustia, si no en todo tiempo sí al menos en momentos en los que la devastación que supone es simplemente reflexionada. Y también resulta obvio que en esta emergencia del mal psíquico, la inserción de la circunstancia física en lo simbólico juega un papel relevante. Si el animal que somos no tuviera entre sus rasgos el sopesar lo que acontece por su imbricación en el mundo de los símbolos, el debilitamiento de la potencialidad sexual (por atenerse al ejemplo más manido, pero también mayormente difícil de refutar) se traduciría simplemente en ausencia de excitación. Sabido es que no ocurre de este modo: en la vejez, aunque su genotipo debilitado le aleje ya de las expresiones estándar de la tensión sexual, el animal humano se excita sexualmente y en razón de ello sufre. No es sin embargo esta perspectiva de la desazón psíquica resultante de la imbricación del propio cuerpo en el orden simbólico lo que ahora quiero aquí poner de relieve, sino más bien la perspectiva contraria: La lucidez máxima respecto a la mermada situación propia en la economía que marca la vida animal no es óbice para que una persona pueda seguir afirmando con radicalidad la condición humana y prosiga una existencia serena y hasta reconciliada, y ello asimismo con perfecta lucidez. Condición sine qua non de que así ocurra es que esa persona, diezmada en su animalidad inmediata, no lo esté en lo esencial, es decir: esa persona sigue considerando que las múltiples redes del orden simbólico que recubren la realidad natural tienen un peso por sí mismas, y que como sujeto individual aún le toca un papel a jugar en alguna o varias de ellas. Así, el sentimiento de cuál es el imperativo al que hemos de responder en cuanto representantes de la condición humana se revela quizás aun con mayor acuidad cuando un organismo debilitado, e incapaz pues de mantener objetivos propios de la condición animal en plenitud, se sabe enteramente empapado por el orden de los símbolos, sometido a sus exigencias y hasta revivificado por tal subordinación. Simbolizar en la penuria fisiológica y obviamente hacerlo en la plenitud, siempre apuntando a lo que trasciende la lucha por la subsistencia, hacer de ésta un peldaño: tal es el imperativo. Así, ese arranque de las matemáticas en forma de cómputos relativos al comercio con la naturaleza y entre los hombres sería un 77

primer impulso hacia la deslumbrante veracidad que alcanza la disciplina entre los sacerdotes egipcios, atentos a la complejidad del tejido horizontal entre los signos; tejido que, fertilizado o actualizado, da precisamente a cada uno de ellos la capacidad de designación precisa, tanto en el horizonte propiamente matemático (3/5 como signo de una determinada partición de la unidad indiferente a la determinación cualitativa), como en el horizonte de la naturaleza sometida a la voluntad de intelección ( 3/5 como lazo del fenómeno físico que constituye la nota sol al fenómeno físico que constituye la nota do).

Naturaleza humanizada, sociedad naturalizada En la base de esta reflexión se encuentra una suerte de apuesta antinihilista, en favor de la posibilidad de que el hombre pueda descifrar el sentido de su ser en el mundo, superando la vivencia polar entre su pertenencia a la animalidad y su condición de ser de palabra, entre su sentimiento de sumisión al determinismo natural y su imperativo de libertad. Y es forzoso al respecto explicitar la pregunta que seguramente el lector ya se habrá hecho: ¿no se trata de algo así como una apuesta por la comunión de los santos, por una suerte de sofisticada versión de la parusía cristiana? Decididamente no. Nadie en su sano juicio puede poner en cuestión el hecho de que la existencia humana es esencialmente trágica, e incluso que en tal tragedia reside lo irreductiblemente valioso de nuestra condición, «le meilleur témoignage que nous puissions donner de notre dignité» («el mayor testimonio que podemos dar de nuestra dignidad») de los versos de Baudelaire. A nadie lúcido le pasa por la cabeza que quepa una sociedad humana en la que no se dé contradicción entre impulso vital y astenia provocada por la enfermedad o la vejez, entre deseo de creación y sentimiento de límite, entre deseo de abolir la alteridad respecto al otro y sentimiento de que sólo por su esencial irreductibilidad el otro es deseable (deseo, pues, del otro en su libertad). A nadie lúcido le pasa por la cabeza, en suma, que la vida humana no se halle, en todo momento y en toda circunstancia, intrínsecamente amenazada por la contradicción. ¿Qué se está, pues, sosteniendo en esta apuesta «antinihilista»? Sencillamente lo siguiente: Todos sabemos que lo doloroso del destino humano en modo alguno es reductible a la indigencia material, pero damos un paso de gigante cuando, como Aristóteles, nos apercibimos de que nuestra esencial confrontación sólo empieza cuando precisamente las vicisitudes relativas a la subsistencia no son ya determinantes. Entendiendo que no se trata de liberarse individualmente de tal sumisión, pues entonces la persistente zona de indigencia y esclavitud se proyectaría como amenazante fantasma sobre la privilegiada zona propia, generando urgencias defensivas y haciendo imposible que la energía social canalizara hacia el despliegue de nuestras facultades de conocimiento, creación y simbolización. La asunción plena de la tensión inherente a la dialéctica entre 78

finitud de la condición animal y saber de tal finitud (tensión que se halla en el origen quizás de todas las vicisitudes trágicas de la condición humana) pasa así por el acto de empezar a socavar el edificio de la alienación: «Esclavitud versus Tragedia» escribía aquí mismo en otro momento con relación a las consideraciones de Max Pohlenz sobre la libertad griega. Abolida la matriz que fuerza al hombre a la enajenación de sí mismo, el lazo concreto, pleno de diferencias y oposiciones, con los demás integrantes del todo social, sería vivido como constitutivo de la propia identidad, de tal manera que el mal o bien del otro vendría a ser el mal o bien propio. Atrás quedaría entonces el espejismo consistente en pensar que cabe el goce exclusivamente propio, o goce sin relación; atrás quedaría el espejismo consistente en pensar que uno es el que es, con independencia del ser de los demás. La condición social no es en el hombre una especie de caparazón que se añadiría a su naturaleza animal. La condición social es simplemente la naturaleza del hombre. Por ello ha podido llegar a decirse que ciertos rasgos de comportamiento indisociables del carácter social son en el hombre expresión de una inclinación innata tan arraigada como el hambre o la sexualidad. Y se ha podido hablar de órganos sociales que trascienden y enriquecen los órganos sensibles inmediatos, y que al igual que éstos apuntan a realizarse plenamente. «Los sentidos y el goce de los otros hombres se han convertido en mi propia apropiación. Además de estos órganos inmediatos se constituyen de este modo órganos sociales, en la forma de la sociedad; así, por ejemplo, la actividad inmediatamente en sociedad con otros, etc., se convierte en un órgano de mi manifestación vital y en modo de apropiación de la vida humana».47 Concreción y testimonio mayor de esta aspiración irreductible a trascender la individualidad es simplemente la inclinación a hablar y sobre todo la aspiración a que el lenguaje se despliegue en plenitud. Pues aunque uno pueda «hablar consigo mismo», aprender a hablar no es posible sin intrínseco lazo con otro ser de palabra, lazo que refleja toda la entera articulación del lenguaje. De nuevo esa afortunada expresión de Steven Pinker, de nuevo el «instinto del lenguaje». Restaurar la primacía de la exigencia de hablar con plenitud en todos y cada uno de los seres humanos: tal es lo que en realidad designa ese proyecto de «actividad inmediatamente en sociedad con otros», esa apuesta por la «apropiación de la vida humana» a la que el pensador se refiere. Y correlativo del «instinto de lenguaje», ese instinto general hacia la simbolización, la cual como sabemos se da no sólo en nuestra especie, sino también en una especie próxima y desaparecida como el hombre de Neandertal.48 Complementario de esta presencia de lo simbólico en la naturaleza, tratándose del hombre, es el hecho de que el lazo del hombre con el hombre imbrica o compromete intrínsecamente a la naturaleza. La indisociabilidad de inclinación social y tendencias naturales en el hombre hace que sus sentidos estén siempre mediatizados por el orden de los símbolos, de tal manera que una actividad sensorial puramente inmediata, no atravesada por lo simbólico, sería una actividad deshumanizada. Sólo en base a una concepción antropológica sustentada en estas 79

premisas se hace asimismo inteligible esta radical afirmación: «Es evidente que el ojo humano goza de modo distinto que el ojo bruto, no humano, que el oído humano goza de manera distinta que el bruto, etc.».49 No hay manera de reducir a bruto el ser cuya esencia natural es la superación del lazo inmediato con el orden natural. Lo que sí puede acontecer —y, de hecho, acontece— es que el ser humano entre en una suerte de paréntesis, que el ser humano deje de responder a su esencia, es decir, deje de responder a una naturaleza que es la medida de la humanización y viceversa. Nuestra relación con la naturaleza es así un criterio determinante del fracaso o triunfo de la causa del hombre: «en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana».

Animal teorético El hombre era considerado por Platón y Aristóteles como esencialmente theoretikós, animal para el cual la percepción es indisociable de la conceptualización. Por eso el ojo humano sólo es tal cuando lo percibido es indisociable del humano que percibe. Cabría al respecto glosar la abismal frase de Aristóteles en sus Tópicos: «El [hombre] que meramente percibe, de alguna manera está emitiendo un juicio», es decir, el simple hecho de constatar que lo que se ofrece ante mis ojos es una encina implica haber reconocido en lo presente un árbol y haber añadido que tal árbol «no es un roble». Cabe también citar una vez más al Marx de los Manuscritos: «El ojo se ha hecho un ojo humano, así como su objeto se ha hecho un objeto social, humano, creado por el hombre para el hombre. Los sentidos se han hecho así inmediatamente teóricos en su práctica. Se relacionan con la cosa por amor de la cosa, pero la cosa misma es una relación humana objetiva para sí y para el hombre, y viceversa.» Cuando la inclinación hacia las cosas del entorno natural es vivida como inclinación hacia la propia realización, y viceversa, entonces la polaridad misma entre naturaleza y cultura se convierte en lo propio; el hombre se confunde entonces con esta polaridad dialéctica y supera la abstracción consistente en pensar la naturaleza como lo opuesto a uno mismo. La naturaleza es, con el hombre, espejo de recreación del hombre. El amor desinteresado a la naturaleza es el amor a la especie humana y viceversa. Y siendo la teoría cosa intrínsecamente social, suponiendo desde luego esa dimensión que es el lenguaje, la teorización de los sentidos, su humanización plena, supone una subjetividad marcada por el imperativo de lo común, supone un sentir de sí en los símbolos que desde el hombre de Herto han empapado la inmediatez natural, posibilitando esta cosa tan elemental como que un paisaje alcance significación, llegando incluso a ser reconocido como encarnación de lo que afectó exclusivamente a través de las palabras. Cosa que saben bien los 80

lectores de Proust, Machado o Bassani, en su primer encuentro con Venecia, los aledaños de Soria o el entorno de Ferrara. Si el hombre tiene esencia en el conjunto de lazos que lo vinculan a los demás hombres, si la esencia del hombre es una realidad holística, entonces el hombre puede reconocer como su propia riqueza algo compartido. Mas el hombre deja de sentir su realidad en esa dimensión holística cuando, identificándose con el objeto de su posesión, sólo considera propio lo exclusivo: parcela entonces su ser respecto a los demás hombres y no se ve ya a sí mismo en la urdimbre de relaciones que, de hecho, forjan su condición. Y esta identificación de la propia riqueza con su posesión, que en ausencia de reflexión parece algo cosustancial a la organización de las sociedades, este deseo de que el bien sea exclusivo, que se nos presenta casi como una ley universal,50 es en verdad causa (no única, pero sí esencial) de la enajenación del hombre, de la separación del hombre respecto de su esencia. Pues ciertamente, cuando la propiedad privada es criterio determinante de la identidad, uno ha de ser también propietario de sí mismo. Tenemos aquí la base del individualismo, cuya extrema radicalidad es sólo encubierta, disimulada, no realmente superada, por esas formas de socialización que constituyen la patria, la familia, la colectividad deportiva, etcétera.51 Recíprocamente, la exacerbación del individualismo, la concepción de lo general como mero equilibrio de intereses parciales vinculados a la célula que cada uno constituye, refuerza la identificación del propio ser con el carácter privado de los bienes. En lugar de una coordinación a priori regida por los intereses colectivos, se coopera con los demás exclusivamente a fin de proteger lo propio. La motivación primera de la acción es entonces literalmente egocéntrica y, en consecuencia, el no alcanzar los objetivos de posesión se vive como un fracaso en el propio ser. Sin superación de la situación en la que la subjetividad sólo concibe el bien como exclusivo, toda promesa de recuperación por el ser humano de su esencia constituiría un espejismo. Sólo el proceso social que conduce a que cada individuo reconozca su propio interés en el interés de la humanidad, supondrá recuperación por el hombre de su esencia. Pero este hallarse concernido por la peripecia general de la humanidad es incompatible con la identificación del propio bien con la objetividad acotada que es la propiedad vedada a los demás. Mientras este reconocimiento de sí en lo parcializado sea ley, el individuo no puede amar lo que de esencialmente común tiene con otros individuos, no puede, en suma, amar su propia esencia, de la misma manera que no puede (como hemos visto) realmente amar la naturaleza.

Qué ir haciendo. Guerra contra la estulticia El estado de cosas hoy imperante en el registro de las relaciones sociales tiene un tremendo potencial desmovilizador. ¿Cómo, en efecto, mantenerse alerta para 81

objetivos de realización colectiva de las potencialidades humanas cuando la vida de la inmensa mayoría de las personas prosigue en situación tal que hablar de proyectos que meramente trasciendan la exigencia de subsistir puede sonar a sarcasmo? ¿Cómo sostener ante los demás (y sobre todo decirse de manera convincente a uno mismo) que, pese a todo, es posible mantener la salud y fertilidad del alma, no aislándose del marco social en pos de una utópica libertad estoica, sino intentando incidir en tal marco, entre otras cosas como resultado de ese propósito mismo de no renunciar, de no hacer genuflexión de la propia razón y de la propia palabra? Hay en esto ciertamente una sospecha de círculo vicioso, pues si la práctica de las disciplinas del espíritu es lo propio de «los hombres libres», el hecho de que la libertad sea un proyecto que, en ocasiones, parece eternamente diferido puede hacer sospechosa la disposición misma del filósofo, o al menos del filósofo que no se moja. Si «salvar los fenómenos» (es decir, otorgar a lo que la naturaleza muestra un soporte que lo hace inteligible) es el objetivo con el que se ha identificado principalmente la filosofía, tarea no ya complementaria sino prioritaria sería la de «salvar la ciudad», la de contribuir a acabar con este orden de cosas en el que fallan los cimientos mismos de construcción de lo humano. La filosofía que se atiene al primer combate sólo puede, como máximo, convertirse en el refugio del estoico. Y en efecto, la vocación de encontrar consuelo a cualquier precio, en conformidad con el conocido proverbio según el cual el que no se consuela es porque no quiere, tiene manifestaciones sorprendentes, siendo una de ellas precisamente la filosofía, o cierta concepción de la misma: «Lo importante es proteger la vida filosófica de las contingencias del entorno, crear para el pensamiento un espacio aséptico que lo preserve de perturbaciones» viene a decirse entonces el filósofo, confiado en que la isla del concepto supone una plenitud y libertad que la penuria material, la insolidaridad o la indigencia de los lazos sexuales y afectivos no lograrían neutralizar. Figura, la de este filósofo, análoga en todo punto a la de la mujer que, sometida a extenuante jornada laboral complementaria de una vida afectiva reducida a estereotipos, encuentra sin embargo razón para congratularse en el hecho de no haber traspasado nunca la barrera consistente en vender su capacidad de dar placer sexual. Seguramente, «el cariño verdadero ni se compra ni se vende», pero mientras se erige en sagrado el ámbito de «los quereres» de la copla, el dinero del mundo puede comprar todo lo demás, empezando por el propio cuerpo, extraviado en durísimas tareas que quiebran la salud e incrementan exponencialmente el ritmo de envejecimiento.52 Esta complicidad entre el filósofo al que todo parece tolerable mientras pueda seguir pensando en su imaginaria isla, y la mujer a la que todo parece vendible menos la capacidad de dar placer, puede sin duda extenderse a otras figuras, empezando obviamente por la del artista engolado. Pues una cosa es que el artista sólo pueda ayudar a los demás siendo rigurosamente artista, es decir, no sustituyendo nunca las durísimas exigencias intrínsecas a la creación por la expresión de buenos sentimientos, y otra muy diferente es que el arte pueda 82

separarse de la lucha por la liberación de las barreras que dificultan la realización, intrínsecamente colectiva, de la condición humana; una cosa es la inevitable soledad que la confrontación a la tarea artística supone y otra muy diferente el parapeto imaginario con el que el artista fatuo intenta escapar a las contingencias que marcan la vida de los otros. Y sin embargo no deja de ser evidente que en los más sombríos contextos se han forjado en ocasiones las más nobles construcciones del espíritu; construcciones transformadoras no sólo de la subjetividad de quien accede a las mismas, sino también del sujeto colectivo. Y desde luego si la indigencia, la desazón, la injusticia casi ontológicamente destructora, el extravío de las mentes y la corrupción prematura de los cuerpos fueran incompatibles con la creación y la fertilidad, entonces... ni la Noche oscura del alma, ni la Crítica de la razón pura, ni Pelléas et Mélisande, ni la teoría cuántica serían hoy esa riqueza, cosa de todos en potencia... y que ha de llegar a serlo en acto. Lo árido del entorno social, cultural y político nunca puede servir de coartada para la renuncia a la simbolización, el conocimiento y la creación. Se ha filosofado en campos de concentración como se ha hecho música y se han resuelto teoremas. Quiero con ello indicar que la praxis está siempre al alcance de la mano. Una cosa es la vana esperanza de que el pensamiento nos hará reyes pese a las cadenas, y otra muy diferente la tensión por mantener vivo el pensamiento, y en general las facultades que singularizan al humano, precisamente para que las cadenas sigan resultando insoportables. Ahí está el asunto: la filosofía es una guerra contra la estulticia, «porque la estulticia hace soportable lo que es contrario a la dignidad humana». Por eso la actividad filosófica, teórica por excelencia, es ya en sí misma una praxis. Cada vez que simplemente renace el proyecto se ha ganado una pequeña batalla y se ha abierto un horizonte a la causa.

La referencia al combate contra la estulticia se la debo al matemático y filósofo francés Gilles Châtelet, quien completaba así la frase de Hegel según la cual la filosofía es una guerra. La estupidez puede ser considerada como rasgo innato de una parte más o menos grande de la humanidad o como calamidad contingente, cuyas causas habrían de ser buscadas, a fin de hallar los medios de su abolición. Pasa de entrada por la cabeza atribuir la estulticia a la ausencia de educación o más bien a la mala educación, pues ningún ser que meramente hable carece de educación. Y ciertamente hay que buscar por esa vía, pues la educación ordinaria es una caricatura de lo que los griegos denominaban con el término paideia arriba considerado. Una educación que en lugar de vivificar nuestras facultades de conocimiento o simbolización las coarta o las canaliza hacia objetivos fútiles, cuando no potencialmente embrutecedores, obviamente está contribuyendo a «huir de los verdaderos problemas, y hacer propias las falsas querellas». Pero la mera referencia a la educación no satisface, pues obviamente surge la pregunta de las razones por las que la causa de una educación cabal ha perdido la 83

partida. Un escéptico radical, es decir un nihilista respecto a la condición humana, tendría la respuesta en los labios: el hombre respondería casi por instinto a la máxima «si quieres ser feliz como me dices, no analices, muchacho, no analices». Considerando el nihilista que la vida esencialmente es una calamidad, la evitación de la lucidez respecto a ella constituiría una pulsión inherente a nuestra especie. Pues bien: cabe buscar la causa de la estulticia, concebida como indigencia espiritual colectiva en un rasgo psicológico perfectamente contingente, no inherente a los individuos de toda sociedad humana sino a los de una modalidad de la misma, pero que sin embargo hoy se ha extendido a tal punto que algunos dan por supuesto que se trata de un universal antropológico, imposible de erradicar, a saber: la ya evocada correlación entre la bondad de algo y su potencial o efectiva reducción a cosa propia, sea bajo forma de consunción directa, sea bajo forma de valor capital. El término bêtise usado como traducción de «estupidez» en francés expresa de maravilla este hecho de que, cuando caemos en la estupidez, nuestros sentidos se animalizan o bestializan, lo que permite a Marx escribir: «En lugar de todos los sentidos físicos y espirituales ha aparecido así la simple enajenación de todos estos sentidos, el sentido del tener. El ser humano tenía que ser reducido a esta absoluta pobreza...».53 Aunque al parecer la etimología es coincidente, la estupidez nada tiene que ver con esa estupefacción en la que Platón y Aristóteles situaban el origen de la filosofía. El estúpido es alguien que tiene neutralizadas sus capacidades para la percepción y el discernimiento, empezando por los sentidos, que pierden los rasgos específicos que tienen cuando se trata de la especie humana. De ahí que la filosofía como expresión de la lucha por el ser humano para realizar plenamente su singular condición sea efectivamente y ante todo una guerra contra la estulticia. Pues si el carácter brutal, injusto y finalmente estúpido de la organización social no impide los frutos del espíritu humano, sí impide la apropiación de los mismos por la humanidad como tal, es decir, su inscripción en el registro de valores colectivos y la adecuación a tales valores de las personas en su individualidad y en los lazos entre ellas. De ahí la exigencia de contribuir a la aparición de condiciones sociales en las que Garcilaso y la Relatividad Restringida puedan ser asuntos del común, como lo sería asimismo el garantizar la subsistencia material de cada uno. Conscientes de que no estamos precisamente en ello, sino en el paroxismo de la distribución del trabajo, estando cada uno de nosotros imperativa y hasta amenazadoramente inducidos a atenernos a una parcela abstracta de actividad, inducidos a ser «un cazador, un marinero, un pastor, o un crítico de la crítica y permanecer tal si no se quieren perder los medios de vida», en palabras de Marx...,54 simplemente nos negaremos a obedecer. Para empezar haremos todo lo que esté en nuestras manos para cumplir ese imperativo categórico de desobediencia, convirtiéndonos así en seres morales. Haremos lo que sea necesario para no trabajar doce horas («ni doce, ni once, ni nueve, ni ocho, ni siete ni seis...») y desde luego repudiaremos simbólicamente a 84

todo aquel que pretenda que este embrutecimiento sólo tiene alternativa en el paro, y sólo tiene complemento en el abandono (el fin de jornada o de semana) a un ocio más embrutecedor que el propio trabajo, pues nos hallamos entonces narcotizados por instrumentos que (reduciendo literalmente la vida a bidimensionalidad) son una brutal concreción de la caverna platónica y somos inducidos a considerar fuente de felicidad o tristeza lo aleatorio de un resultado deportivo. Se trata en definitiva de negarse a que los corolarios de la parcelación del trabajo humano marquen exhaustivamente nuestras vidas y apaguen así nuestras almas. Empezando desde luego por el propio ámbito, en mi caso y probablemente en el de algún lector, por la Facultad de Filosofía. La resistencia en este marco pasa por negarse a quedar reducidos a la figura del erudito, es decir nos negaremos a aceptar el taylorismo intelectual en el seno mismo de lo que habría, al decir de Kant, de ser «un departamento entre otros [administrativamente] y sin embargo toda la universidad». Aspiraremos a un saber a la vez universal y concreto, universal porque concreto, y en consecuencia exploraremos todo aquello que pueda ser útil para esta exigencia de la que la filosofía es emblema. Estaremos atentos a los momentos de ruptura de continuidad en la historia de la ciencia y del arte, aquellas crisis que, tras un momento de desorientación, se han revelado matriz de esplendorosos frutos, en palabras del filósofo francés Jean-Toussaint Desanti en «crisis de desarrollo espiritual».

Tarea del Hacedor Es muy posible que, una u otra vez, todo ser humano se haya sentido embargado por el sentimiento de la propia impostura, el sentimiento de ocupar un lugar para el que carece de facultades. Para esa persona hay sin embargo un momento aún más negro, a saber, cuando el sentimiento de usurpación se extiende a todos los demás: siente que cada uno de los otros es efectiva y objetivamente (y no sólo para su propia subjetividad y eventual mala conciencia) el ruin de la historia. Pasar de la convicción de la impostura propia a la convicción de la impostura como regla universal, hacer de la impostura marca de cada individuo y no sólo del individuo que uno es, equivale a dejar de ser un «alma bella» en el sentido peyorativo que Hegel daba a la expresión. Pero el problema moral precisamente no hace más que empezar. Es entonces perceptible que la decencia sólo cabe en la superación de lo que de inmediato todos y cada uno somos, y que la conciliación moral sólo vendrá de esa elevación sobre los valores del entorno y los individuos que los sustentan. Y se hace transparente lo que algunos moralistas lúcidos (Nietzsche entre ellos, pero desde luego no sólo él) han escrito respecto a esta exigencia, y sobre la figura de los humanos que responden a la misma. Todos sabemos que un comportamiento digno no consiste en plegarse, sino en 85

escapar de la marisma en la que se agitan todos aquellos que se pliegan, y cuyas aguas se tornan más farragosas precisamente por el continuo humus de los así genuflexos. Pero obviamente no habrá fuerza para esta lucha sin un principio afirmativo, sin sentir que algo en el animal humano es simplemente admirable, que junto a la impostura que marca a fuego el mundo cotidiano, en su fragilidad misma, los hombres encierran una potencialidad de hacer emerger formas, pensamientos y palabras; potencialidad sin duda frágil y pasajera, pero renovada en el ciclo mismo de las generaciones. El alma bella busca modelo en seres que (en razón de nacimiento o de un afortunado trance que habría fijado sus vidas) serían decididamente veraces, plenos de entereza, motivados por las exigencias de la palabra y el espíritu. Más difícil es conservar la admiración por ciertos momentos de los cuerpos y las almas, encontrando en ello frágil estímulo para mantener la vida del propio pensamiento, cuando prima el sentimiento de vivir en un entorno de general impostura. Pues el espíritu jamás está dado, jamás está presente u objetivado, y el momento de plenitud alcanzado es ya peldaño para un momento posterior. Por eso no hay pensador satisfecho como no hay artista satisfecho y desde luego no hay ser auténticamente moral satisfecho. La satisfacción equivaldría de inmediato a volver al pantano, o mejor dicho a conformarse en el pantano, pues asumir que hay pantano y recrear permanentemente la exigencia de salir es la única manera concreta (la única manera sustentada en la asunción de lo real) de no ceder al nihilismo. No ceder a ese apagamiento que conduce a denunciar como ilusorio todo proyecto de realización espiritual, y que suele tener como corolario la reducción de la motivación humana al mero objetivo de la subsistencia. No ceder a esa sombra que amenaza, aun en los momentos en que menos cabría esperarlo, no sólo la creatividad y el pensamiento, sino ese sentir quizás indisociable de los mismos que designamos con el término equívoco de amor. Al citar en tantas ocasiones la frase de Aristóteles según la cual en razón de su naturaleza el hombre lo que inevitablemente desea es pensar, he señalado que, en su literalidad, la sentencia implica que sin pensamiento no hay deseo verídico. El pensador francés Alain Badiou reivindica el amor que compromete la entera dimensión del hombre frente a esas dos formas de anclaje en la lógica del mercado que son por un lado, el contrato amistoso (garante —en el mejor de los casos— del equilibrio que, de hecho, es la meta del mero apareamiento animal), y por otro lado, la libre circulación de los deseos (que evita toda posibilidad de implicación esencial). Y Badiou reivindica al Pessoa que escribe «El amor es un pensamiento». No podría ser de otra manera, de ser cierto que el pensar empapa por entero toda percepción sensible de los seres humanos y las afecciones positivas o negativas que procuran. El amor sería pensamiento radical de la alteridad a alcanzar, y en ello paradigma de la disposición de espíritu de aquel que continuamente ha de luchar por librar a su alma del cercenamiento. Pero las cosas del espíritu no tienen mayor estabilidad que las cosas naturales, de ahí que si pensar es en sí un acto de rebeldía, de superación de uno mismo y de la turbia connivencia con los que tampoco piensan, retener lo que el pensamiento 86

ha forjado (metáfora, fórmula o lazo verídico con otro ser de pensamiento) supone una tensión tan continuada como esa forma de creación que constituía para algunos grandes teólogos la tarea del Hacedor.

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EPÍLOGO

Aunque con múltiples digresiones sobre diversos temas, la reflexión que las páginas precedentes constituyen ha consistido fundamentalmente en explorar los caminos que abre cierta concepción antropológica, que desde luego resulta difícil no asumir. Ante la interrogación sobre la especificidad de la naturaleza humana, sobre las facultades que caracterizan al hombre como especie animal, y sobre las condiciones socioeconómicas, políticas o educativas sin las cuales no hay posibilidad de que estas facultades se desplieguen, he enfatizado el peso de la tesis según la cual el hombre es un animal marcado en el seno de la animalidad por dos rasgos, de hecho indisociables: por un lado, el animal humano se halla dotado de lo designado por la palabra griega techne (técnica a la vez que arte), una facultad que le permite completar lo proporcionado por la naturaleza con cosas que no hubieran podido resultar por convergencia ciega de causas; cosas que, en ocasiones, ni siquiera responden a exigencias de conservación animal (así los frutos de la techne en el sentido de arte). Por otro lado, el animal humano está dotado de la facultad de efectuar razonamientos, facultad en la cual se halla intrínsecamente imbricado el lenguaje. Esta doble capacidad marca la naturaleza del hombre, la cual entre otras cosas se traduce como inclinación a lo que Aristóteles llama eidenai, inclinación a activar la potencia de idear, la potencia de subsumir bajo conceptos, completada por la inclinación a simbolizar, la cual se concretiza, aunque no exclusivamente, en la actividad artística. Dado el vínculo íntimo entre estas actividades y la condición lingüística, esta doble inclinación del hombre no está lejos de lo que el pensador Steven Pinker denomina «instinto de lenguaje». Si este instinto en pos de enriquecer aquello que le singulariza es de alguna manera debilitado, cabe entonces decir que el ser humano se haya mutilado en su esencia. Por ello la defensa de la causa del hombre pasa en primer lugar por contribuir a socavar la arquitectura social que hace imposible la activación de su singular potencia, la activación de las facultades que determinan su especie. El individuo humano sólo ha de estar al servicio de aquello que en sí mismo es proyección de la específica naturaleza humana, lo cual en última instancia supone tener como fin el enriquecimiento (con espejo en el propio espíritu) del pensamiento y del lenguaje. Esto tiene incluso un corolario: la capacidad de pensamiento y de lenguaje puede y debe ayudar a la propia subsistencia individual, pero de ninguna manera debe reducirse a esta función; de ninguna manera debe renunciar a la realización de sus propios objetivos, coincidentes con lo que (sin connotación alguna de trascendencia) puede ser denominado vida del espíritu. En concordancia con lo anterior he reivindicado esa modalidad de despliegue de la naturaleza humana que es la reflexión filosófica, defendiendo la tesis de que la filosofía no es en su esencia otra cosa que asunción de ciertas interrogaciones 89

universales, las cuales son espontánea e ingenuamente planteadas por los niños. Cabe decir que se da en todo humano una disposición filosófica, simplemente porque los asuntos de la filosofía conciernen a toda persona tensada por lo desconocido e inquieta sobre su ser y su entorno, y en modo alguno debe tener como condición el ser una persona culta y menos aún una persona erudita (la erudición alcanza su legitimidad como instrumento de la filosofía y no como presupuesto de la misma). El postulado, sin ninguna duda político, que anima este escrito es, en suma, el de que pensar y simbolizar constituye cosa de todos, pues en ello cada ser humano realiza su especificidad como animal. La inclinación a fertilizar todas sus potencialidades como ser de razón y de palabra sólo ha podido ser erradicada en el ser humano por una auténtica violencia contra su naturaleza. Discernir las causas sociales de tal violencia y luchar contra sus efectos en la propia subjetividad, luchar por vivificar el rescoldo de nuestra apagada naturaleza, es en cada uno de nosotros un acto de resistencia, la forma concreta de contribuir a la liberación del animal humano. NOTAS CAPÍTULO I. Del animal domesticado al animal reducido 1. El 24 de enero de 2013 se publicó en Nature un artículo del biólogo sueco Erik Axelsson y su equipo que aportaba interesante información sobre este extremo. Con independencia de su domesticación, el perro sería un lobo que en el Neolítico habría adquirido un carácter diferencial importante, a saber, el de adecuarse a una alimentación con fécula, un lobo con capacidad de digerir el algodón. La hipótesis es que el lobo habría aprovechado restos de comida de los primeros agricultores del Neolítico, con lo que su régimen carnívoro se matizaba. Estas nuevas capacidades alimentarias, junto a los efectos de la domesticación, habrían dado lugar a rasgos diferenciales, tanto en la morfología (cráneo, cerebro y dientes más pequeños) como en el comportamiento. El interés quizás mayor del estudio es que se identifican diferentes grupos de genes, no sólo fruto de la adaptación al almidón, sino también vinculables a la domesticación. Y es importante señalar que la nueva variedad de lobo es quizás menos agresiva pero no menos ágil o menos capacitada para enfrentarse a peligros. 2. El hombre ha conseguido que haya una especie absolutamente artificial, esa larva del gusano de seda que se nutre de las hojas de mora que se le procuran y que, alcanzado el desarrollo, vive tan sólo unas horas, a fin de reproducirse. Si algún día la seda dejara de interesarnos, el gusano de seda desaparecería. Se trata por así decirlo de una especie carente de intereses propios, pero que tiene una función vinculada a sus potencialidades naturales. Esto no ocurre con el perro doméstico urbano, pues su función de sustituto de la compañía humana se hace 90

precisamente a costa de sus facultades específicas. 3. Es muy difícil saber cuántos animales de compañía habría en una ciudad porque la inmensa mayoría no están censados. No obstante, en el caso de Barcelona ciudad se ha podido hablar de trescientos mil. En un diario barcelonés, el escritor Albert Sánchez Piñol hacía al respecto la siguiente consideración: «Deberíamos repensar nuestra relación con estas bestias. Ubicarlas donde corresponde, es decir, en la naturaleza. Y no entre nosotros reducidas a la triste condición de electrodomésticos vivos [...] depositarios de un amor triste que podría ser dirigido a nuestros conciudadanos menos favorecidos».

CAPÍTULO II. Natural despliegue del animal humano 4. La traducción usual por «saber» no dice más que una de las connotaciones del infinitivo griego eidenai. Baste recordar que la palabra eidos es tanto idea o concepto como especie y forma para percibirse de que Aristóteles está atribuyendo al hombre no sólo el deseo de hacer inteligible el entorno natural, vinculándolo a los principios que son base del conocimiento, sino algo que es previo, a saber: arrancar los elementos de ese entorno a su inmediatez material para erigirlos en representantes de algo inmaterial, literalmente de una idea. De tal manera que esa masa ahí presente, individualizada pero informe, ya sea favorable o amenazante, se convierte en representante de la forma o especie caballo, o aun de la forma o especie hombre. Erección, en suma, de la presencia individual en seña o símbolo, lo cual tiene matriz en la rara emergencia por la cual el fenómeno físico-sonoro rosa o caballo se convirtió en seña del significado «rosa» o «caballo». Conviene precisar que, de atenerse a la etimología de la palabra, el símbolo es más bien la partición misma entre los relacionados que uno de los polos: el sonido rosa polarizado ante la idea «rosa»; la presencia material individual polarizada ante la especie. 5. La referencia sigue siendo la página de arranque de la Metafísica, que citaba anteriormente: «En razón de la naturaleza de los animales, éstos nacen con capacidad de tener sensaciones; en algunos de ellos la sensación llega a generar memoria, mientras que en otros esto no ocurre. Los dotados de memoria son más cautos y prudentes que los incapaces de recordar. Tal prudencia se da incluso entre animales desprovistos de capacidad auditiva, mas cuando esta última se añade, entonces el animal adquiere cierta capacidad de aprendizaje. Así pues, los animales diferentes del hombre viven con imágenes y recuerdos y ello les proporciona ya, en pequeño grado, la capacidad de tener experiencia. Pero en el vivir de los humanos cuentan además como ingredientes el conocimiento técnico y la capacidad de razonar. 91

»Tratándose de la vida práctica, la experiencia no tiene menor valor que el conocimiento técnico, y el hombre con experiencia tiene más éxito que el que domina la teoría pero no tiene experiencia. Y sin embargo todos pensamos que el conocimiento y la intelección son cosa más bien del técnico y que éste es más sabio que el mero hombre de experiencia, y ello en razón de que conoce la causa, que el primero ignora.» 6. Agradecimiento a Aristóteles. Obviamente, cuando se habla de ciertos problemas planteados por Aristóteles es necesario confrontar sus explicaciones con lo que hoy sabemos y hacer las sustituciones oportunas. Ello no es en modo alguno óbice para que Aristóteles siga siendo referencia ineludible precisamente por haber abierto el horizonte de los problemas que aún hoy debatimos. Recordemos que Aristóteles es el primer biólogo de la historia y de alguna manera el primer científico, hasta el extremo de que, cabe decir, el término mismo de ciencia, tal como lo utilizamos, es de matriz aristotélica. De ahí el profundo agradecimiento a Aristóteles al que se halla obligado todo aquel que en el pensamiento filosófico encontró una razón de vida. Me permitiré evocar la emoción que embargó a muchos de los presentes cuando, en un congreso que llevaba el título de «Aristotle and Contemporary Science», el pensador americano Hilary Putnam pronunció un discurso en lo que se creía que era Estagira (localidad natal del pensador), y que es en cualquier caso una playa cercana a la Estagira real, en cuyas aguas quizás de niño se bañaba Aristóteles. Aristóteles nos ayudó a ser lógicos, a apercibir la importancia de establecer criterios que posibiliten la distinción y la clasificación, a aplicar estos criterios al ámbito primordial de la frontera entre lo inanimado y lo animado, a adentrarnos en el primer ámbito, a fin de descubrir los rasgos que permiten reconocer el ser en su elementariedad, a percibir la complejidad que en relación con tales rasgos supone la vida. De la mano de Aristóteles, Linneo establecía sus clasificaciones, y de su método clasificador no se apartan tampoco excesivamente los genetistas contemporáneos. Aristóteles intuye que la diferencia individual no es reductible a forma y que por eso no hay ciencia de los individuos, asunto en el que tampoco anda muy lejos la genética, obligada a referirse a secuencias del genoma no codificadoras de proteínas por cuya azarosa iteración dos individuos se distinguen (de ahí la dificultad para pasar de mapas genómicos de especies a determinación genómica de individuos). Aristóteles tuvo impresionantes intuiciones topológicas, lo que permitió que un matemático de nuestro tiempo lo caracterizara como «el primer y más grande pensador del continuo». Y en lo concerniente al tiempo, su definición como «cifra del cambio corruptor» supone una impresionante premonición de algunas de las consecuencias del segundo principio de la termodinámica. El Estagirita rechazó el vacío y defendió una concepción finitista del universo que los partidarios del modelo cosmológico de la esfera de Riemann nunca podrán 92

rechazar de manera tan tajante como lo hacen con la infinitud vacía del espacio de Newton. Además introdujo la crucial distinción entre la entidad en potencia y la entidad en acto, aspecto por el cual puede ser reivindicado en el seno de una disciplina como la física cuántica, la cual, por otro lado, al dar prioridad ontológica a lo continuo sobre lo discreto, pone en tela de juicio uno de los pilares de la ontología aristotélica. Aristóteles nos ayuda a percibir la causa que provoca la representación trágica y (aun no siendo ateniense) con su Constitución de Atenas nos da las claves del esfuerzo consistente en forjar un ámbito configurado por la ley. En fin, sin la tarea de Aristóteles catalogando y mostrando los vínculos entre los problemas de sus predecesores, quizás no hubiéramos siquiera tenido acceso real a esos pensadores hoy llamados pre-socráticos. Por todo ello sería, por así decirlo, de mal nacidos reivindicarse de la actitud filosófica y no mostrar agradecimiento a Aristóteles. 7. Conviene recordar que en el mismo año 1966 en que aparece la Lingüística cartesiana de Noam Chomsky, Émile Benveniste retomaba un artículo suyo de 1952 que comenzaba con las siguientes afirmaciones: «Aplicada al mundo animal, la noción de lenguaje sólo se usa por un abuso terminológico. Es sabido que ha sido imposible hasta la fecha establecer que los animales disponen, aunque sea de forma rudimentaria, de un modo de expresión que tenga las características y las funciones de lenguaje humano... Las condiciones fundamentales de una comunicación cabalmente lingüística se revelan ausentes incluso en el mundo de los animales superiores». En «Communication animale et langage humain», recogido en É. Benveniste, Problèmes de linguistique générale, Gallimard, París, 1966. 8. Nótese que ello excluye del lenguaje a todo ser carente de las mutaciones genéticas que han posibilitado la emisión articulada de sonidos, las del gen FOXP2 en primer lugar, mas asimismo aquellas que han condicionado la singular posición de nuestra laringe, etcétera. 9. Y ahí reside la base de la tesis que sostiene que no cabe ciencia del hombre, lo cual no es obvio para que haya (en la antropología que se apoya en la genética) ciencia de las condiciones de posibilidad de la emergencia del hombre. 10. Por si algún lector encuentra chocante esta tesis sobre el carácter independiente del pensamiento matemático, no ya con relación a los intereses de la vida cotidiana, sino incluso a las exigencias de otras disciplinas, daré un ejemplo histórico fuera de discusión, a saber, la teoría de las secciones cónicas: los 93

matemáticos griegos estudian la elipse, la parábola y la hipérbola cuatrocientos años antes de Cristo, pero su primera aplicación no se encuentra hasta la cosmología de Kepler, con su conjetura de las órbitas elípticas que realizarían los planetas en torno al sol. 11. Evocaré al respecto el siguiente párrafo (los subrayados son míos) del extraordinario libro de Max Pohlenz, La libertà greca: «La sociedad de formación natural ofrece al individuo no sólo el espacio vital, sino también un contenido de vida. El campesino ático que cultivaba campos y viñas lejos de la ciudad rara vez podía encontrar tiempo para asistir a la asamblea popular. Eso no quita que políticamente fuese no, digamos, de Maratón o Arcadia sino un ateniense, tuviese el conocimiento que le permitía [en las elecciones importantes, que le concernían personalmente porque afectaban a todos] aportar su contribución de hombre libre. La ciudad de Atenas además no era para él simple mercado para sus ventas y sus compras: allí sobre la Acrópolis dominaba Palas Atenea, que protegía con mano fuerte su polis y a él mismo. Y ni siquiera el campesino más simple se descuidaba de asistir a las representaciones del teatro de Dionisos, gloria de su ciudad patria.» 12. Vida ante la cual un taxonomista se siente impotente, vida sin categorización y cuya mera posibilidad hubiera dejado al biólogo Aristóteles estupefacto. De hecho esta posibilidad de vida carente de forma o especie provoca instintivamente una suerte de fobia en las personas amantes del marco natural, fobia sin embargo que quizás sea sano superar, pues los resultados de la biología de síntesis, violando la barrera misma entre la naturaleza y la técnica, revelan la enorme potencialidad del animal humano y la inutilidad de intentar reducirlo a la condición de una especie animal homologable a otras especies animales. 13. La negación de este derecho en nombre de la ecología puede conducir a la paradoja de defender un statu quo que supone una violencia contra el equilibrio natural. En abril de 2014, la Comisión de bioseguridad del Brasil aceptó que una variedad de mosquito denominada Aedes aegypti, portadora de graves enfermedades, fuera genéticamente modificada a fin de garantizar que sus larvas sólo pudieran sobrevivir en un medio con presencia de tetraciclina. Ciertas organizaciones no gubernamentales alzaron inmediatamente su voz. Avanzaron argumentos que tuvieron rápida respuesta de los científicos. No se trata de excluir a priori que éstos estuvieran movidos por intereses. Sin embargo la causa de los detractores de la medida hubiera sido más creíble si no silenciara el hecho bien conocido de que las poblaciones de las zonas afectadas usaban insecticidas poderosísimos que suponen un grave riesgo para el entorno. Se diría, pues, que lo que mueve a los objetores es más bien un principio ideológico que una 94

consideración sopesada de lo que es bueno tratándose de una naturaleza en la que tenga cabida el hombre.

CAPÍTULO III. Reducción del animal humano 14. Me refiero a unas líneas en el borrador del Anteproyecto de la LOCME (2012). 15. Aludo a desoladores versos de un poeta vasco que hace más de treinta años encontré en la biblioteca de la Facultad de Letras de la Universidad de Dijon. El autor creía manifestar su compromiso con la causa del pueblo vasco, entonces mutilado por la dictadura. Pero lo hacía, por cierto en castellano, jerarquizando a sus habitantes frente a los españoles, en un muestrario del cúmulo de prejuicios y construcciones imaginarias sobre los otros que, por desgracia, tantas veces es el pantano en el que se incuba la representación de la propia identidad. Las líneas que cito son las menos directamente injuriosas: «Los vascos combatimos. / Los vascos golpeamos, levantando la vida. / Los vascos somos serios. / Serio es nuestro trabajo. Seria es nuestra alegría. / Los vascos somos hombres / de verdad. No chorlitos / que hacen sus monerías... ¡Que en el Sur los tartessos / se tumben panza arriba... acariciando una melancolía! / Nosotros somos otros... / Nuestros cantos terrenos son cantos de trabajo, /victoria y alegría.» La desolación que estas líneas producían se debía a que no se trataba de un escritor marginal, sino de alguien asociado a otros versos posteriores que revindicaban la poesía como instrumento mayor en el combate por la restauración de la dignidad humana. 16. Soslayo aquí el problema de si tal activación sin finalidad de los sentidos puede darse en otros animales, concretamente en primates. En cualquier caso parece indiscutible que ello no se da en una medida comparable a la de los humanos. 17. El reino de los cielos Vale quizás la pena transcribir la parábola enteramente: «El reino de los cielos es también como un hombre que, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda: a uno dio cinco talentos, a otro dos y al tercero uno, a cada cual según su capacidad, y se ausentó. Enseguida el que había recibido cinco talentos se puso a negociar con ellos y ganó otros cinco. Igualmente el que había recibido dos ganó otros dos. En cambio el que había recibido uno se fue, cavó un hoyo en tierra y escondió el dinero de su 95

señor. Al cabo de mucho tiempo, vuelve el señor de aquellos siervos y ajusta cuentas con ellos. Llegándose el que había recibido cinco talentos, presentó otros cinco diciendo: «Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tiene otros cinco que he ganado». Su señor le dijo: «Bien, siervo bueno y fiel; en lo poco has sido fiel; al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor». Llegándose el que había recibido dos talentos, presentó otros dos diciendo: «Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes otros dos que he ganado». Su señor le dijo: «Bien, siervo bueno y fiel; en lo poco has sido fiel; al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor». Llegándose también el que había recibido un talento, dijo: «Señor, sé que eres un amo duro que cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Por eso me dio miedo y fui y escondí en tierra tu talento. Mira, aquí tienes lo que es tuyo». Y su señor le respondió: «Siervo ruin y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí. Debías pues haber entregado mi dinero a los banqueros, y así al volver yo habría cobrado lo mío con los intereses. ¡Quitadle pues su talento y dádselo al que tiene los diez talentos! Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas exteriores. Y allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mateo 25, 1430). Es inmediato vincular este texto a las consideraciones de Max Weber sobre la esencia de la ética protestante como motor que engrasa las almas de los lobos del capitalismo, pero es necesario reconocer que tal ética se ha ampliado. También para los hijos del catolicismo el umbral del reino de los cielos se asemeja al vestíbulo de una institución bancaria. Y para aquel que en la misma haya perdido el crédito no cabe otro destino que el del siervo perezoso, a saber, la lamentación estéril en el crujir de dientes. 18. En un impresionante informe sobre los orígenes de la conmoción económica actual, publicado en julio de 2013 en Le Monde diplomatique, el profesor Vicenç Navarro describe la rebelión del poder contra el compromiso, trabado en los años de posguerra, entre la defensa de los intereses del capital y la defensa de los intereses del trabajo, el cual había permitido que lo globalmente percibido por el trabajador (salario directo más beneficios sociales) aumentara paralelamente a la productividad. Puesto en cuestión desde principio de los ochenta, el pacto quedaría tocado de muerte desde la caída de la Unión Soviética, aunque el ataque se disimulara por la necesidad de subvencionar la reunificación alemana, que exigió aumentar el déficit público y generar una dinámica de endeudamiento, primero en la propia Alemania y después en toda Europa, mediante el expediente de esa «alemanización de los intereses monetarios» que supuso la creación del euro. Este endeudamiento habría, a lo largo de unos años, disimulado que la batalla 96

la iba ganando el capital, y las cifras que da el profesor Navarro son escalofriantes. En países como España, el descenso de las rentas del trabajo entre 1981 y 2012 alcanzaría el 14,6 por ciento. Naturalmente para que esto pudiera ocurrir la forma de terrorismo consistente en disciplinar a los trabajadores con la amenaza del paro fue un ingrediente clave. De tal forma que el desempleo, lejos de ser una maldición para los gestores del capital es un arma indispensable... que obviamente puede conducir a la explosión del sistema. Bastaría quizás con que los trabajadores alemanes empezaran a asumir las consecuencias de que «tienen más en común con los trabajadores de los países GIPSI (acrónimo que al incorporar a Italia vendría a sustituir al ocurrente PIGS) que con su establishment financiero y exportador». Obviamente, tras los alemanes habrían de incorporarse a la causa los trabajadores del norte de Italia y los de Cataluña o Finlandia... 19. La profesora de Economía de la Universidad Autónoma de Barcelona Miren Etxezarreta lo ha explicado con envidiable transparencia en múltiples foros militantes. Transcribo una entrevista en Le Monde diplomatique de febrero de 2013: «Nos han vendido que las cosas sólo funcionan en el capitalismo. Lo cual es una mera creencia. La desinformación es muy importante. Y el miedo. Cuando una persona tiene sólo un trabajo para vivir, tiene mucho miedo de perderlo. Porque — aunque el pasado nunca fue mejor— incluso en la Edad Media tenían tierra. El señor les exigía muchos tributos, pero el uso de la tierra lo tenían. Hoy, si estoy parada no tengo para vivir. Por eso mucha gente se aferra a su trabajo, incluso consciente de que lo que está pasando no es justo. Por tanto hay que ser muy consciente, muy valiente, y tener claro que es una lucha colectiva importante para decidirse a romper con esto.» La profesora Etxezarreta pone el dedo en la llaga. Y lo hace asimismo cuando declara: «La amenaza a Grecia y a Irlanda para condicionar su voto fue pura violencia [...] si realmente la sociedad avanzase hacia una transformación, los poderes fácticos utilizarían la violencia como la han utilizado en el pasado». Por ello no es en absoluto superflua la alusión a que en la situación actual un importante valor a recuperar es el de la valentía. 20. En el libro I sobre la moneda, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (obra conocida como Grundrisse), Karl Marx sostiene que el dinero no puede tener origen en una mera convención, de la misma manera que tampoco puede tenerlo el Estado. El dinero surgiría efectivamente como medida en el intercambio de mercancías, una suerte de ingrediente natural en el proceso superador de la etapa del trueque. «La circulación de mercancías es la precondición original de la circulación de monedas», escribe. 21. «En lugar de todos los sentidos físicos y espirituales ha aparecido así la 97

simple enajenación de todos estos sentidos, el sentido del tener. El ser humano tenía que ser reducido a esta absoluta pobreza para que pudiera alumbrar la riqueza interior [de ese tener]», Karl Marx, Manuscritos del 44 (Tercer manuscrito, «Propiedad privada y comunismo»). 22. El dinero tiende a la acumulación, pero como esta acumulación sólo puede hacerse por mediación de la riqueza (el número de cabezas en una sociedad ganadera, por ejemplo: así en la lengua vasca «rico» —aberatsa— tiene la misma raíz que «ganado» —abere—, la acumulación de dinero pasa por el control de la riqueza ajena. La situación actual de la economía europea, en la que los gestores del dinero controlan tanto la «riqueza» reducida a deuda —la casa en primer lugar — de los ciudadanos como la deuda inmensa de los estados, es un buen ejemplo. Señalaré de paso que este ejemplo convierte en pura retórica la interrogación efectuada en el diario Le Monde por el presidente del Partido Socialdemócrata alemán, Sigmar Gabriel: «¿Quién fija las reglas de juego de los mercados?, ¿los que especulan o la política?». La evidencia de la respuesta no hace sino más legítima la denuncia por el mismo Gabriel de la «democracia adecuada al mercado» de la señora Merkel que impide la existencia de «mercados respetuosos de la democracia». El problema es que a la hora de llevar a cabo esta bienintencionada propuesta, precisamente la disposición de los socialdemócratas parece bastante tibia. 23. Pues el triunfo en los objetivos le llevará simplemente a convertirse en un personaje como ese hombre de negocios británico afincado en Barcelona, orgulloso en una entrevista de haber empezado en su empresa con un minijob y haberse convertido en director para España, lo cual le daría autoridad para dirigirnos esta advertencia (¿o anatema?): «Se van a arrepentir ustedes de no tener minijobs». En el discurso, que no tiene desperdicio, hay otras perlas: «Aquí [en España] sus expectativas de empleo son pura ideología y están basadas en tiempos mejores que quizás no vuelvan. Creen que sólo por haber legislado el derecho teórico a un ideal de contratos indefinidos bien pagados se convertirán en realidad algún día». Y el personaje sugiere que los «tiempos mejores» no sería en realidad bueno que volvieran, entre otras cosas porque la seguridad laboral que a su juicio conferían «frena la circulación del talento entre empresas». 24. G. M. Tamás, Le Monde diplomatique, marzo de 2012. Aunque el párrafo citado vale casi para cualquier país del mundo, el filósofo apunta particularmente a Hungría y a la situación creada por la nueva derecha de ese país sobre la cual estas tremendas líneas relativas a su postura frente a la minoría zíngara, los inmigrantes, los desocupados, etcétera: «[...] Más que racista a la antigua, la derecha húngara se opone sobre todo a subsidiar a los pobres, a dar ayuda a los desocupados, a que la 98

gente asimile a los gitanos, y a todos los elementos “improductivos” de la sociedad, que se designan como “inactivos”, incluyendo en esa categoría a los jubilados [...]. Para imponer este nuevo orden, el gobierno necesita dinero y efectúa recortes presupuestarios. No más dinero para para las artes, la arqueología, los museos, la edición, la investigación [...] las universidades, las escuelas elementales [...] los discapacitados y los enfermos. En cambio se financia profusamente el deporte que tiene fama de estimular la combatividad, el espíritu de grupo, la lealtad, la disciplina personal». 25. «¡Qué diablo! ¡Claro que manos y pies, / y cabeza y trasero son tuyos! / Pero todo esto que yo tranquilamente gozo /¿es por eso menos mío? / Si puedo ganar seis potros, /¿no son sus fuerzas mías? Los conduzco y soy todo un señor / como si tuviese veinticuatro patas.» 26. Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, libro I, capítulo sobre la moneda. 27. Recordaré que un newton es la fuerza que, aplicada a un cuerpo de un kilogramo, provoca en el mismo un movimiento uniformemente acelerado cuya velocidad se incrementa en un metro por segundo cada segundo. El trabajo resulta del hecho que el punto de aplicación de la fuerza, efectivamente, se desplaza. Cuando una fuerza de un newton consigue un efectivo desplazamiento de un metro, tenemos un julio. A fin de poner de relieve el papel de la variable tiempo en todo esto permítaseme esta retorcida frase: dada una masa de un kilogramo, un julio equivale a un efectivo incremento en su velocidad de un metro por segundo, cada segundo. Cabe ilustrar lo que denomino «circunstancias» por la diferencia de peso que puede tener una misma unidad de masa. Así una masa de un kilogramo sometida a la fuerza de la gravedad terrestre tendrá un peso mayor que esa misma masa sometida a la fuerza de gravedad lunar. Desde el punto de vista del trabajo, la gravedad terrestre es más productiva que la gravedad lunar. Para que esta diferencia de fuerza sea efectiva será necesario que no haya otras fuerzas que la neutralicen. 28. Para ser preciso, esto último no está totalmente excluido; una máquina puede llegar a generar trabajo sin vertido al exterior, pero entonces al precio del desgaste interno, al precio de la propia conversión de la máquina en calor estéril. No hay en el proceso de trabajo tercera vía para la máquina: o extravía la parte estéril de la energía, o la retiene, al coste de interno desmembramiento.

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29. Das Kapital, volumen I, capítulo 10, sección 1. 30. Contrariamente a una declaración del economista alemán Hans-Werner Sinn en el foro económico de Magdeburgo, de la que se hizo en su día eco la prensa económica. A su juicio, «nunca como ahora hubo tanto odio en el seno de Europa», lo cual sería una muestra fehaciente del fracaso de un proyecto que en teoría realizaría el sueño (esencialmente socialdemócrata) de una confraternización sin precedentes entre los europeos. ¿Nunca tanto odio? Sin duda ello es exagerado, pero sin embargo las causas sociales de la frustración y por tanto de un potencial odio se incrementan. La palabra odio es usada cada vez con más frecuencia y aparece en boca de personas con horizontes tan dispares como el poeta rumano Mircea Cărtărescu o los que reaccionaron a las primeras medidas contra la lengua rusa del gobierno ucraniano salido de la revuelta de Maidán. 31. Y en medio de la incomprensible jerga, técnica o ideológica pero siempre encubridora, con la que a veces se abordan estos asuntos, es casi de agradecer que un político, sin posibilidades de alcanzar el poder pero que representa un grupo con no despreciable representación en Alemania, hable en términos tan transparentes —poco más de un mes antes de las elecciones alemanas de 2013—, como los utilizados por Bernd Lucke, economista y líder del nuevo partido Alternative Für Deustchland: tras pedir la salida de la moneda común de los países del sur de Europa, precisó sin embargo que «Cataluña, País Vasco y el norte de Italia podrían permanecer en el euro». Si se hace transcripción en el plano político, quedan unificadas las causas nacionalistas en Euskadi y Cataluña con las de la brumosa Padania de los seguidores del tenebroso Bossi y su xenófoba Lega. Ciertamente esta compañía no agradará sobremanera a nacionalistas vascos o catalanes que enfatizan con razón el peso en sus reivindicaciones de la problemática cultural o lingüística (sin paralelo en la causa del norte de Italia) y hasta una filiación histórica de lazos con la izquierda (palabra que chirría en los oídos de Bossi). Sin embargo los argumentos utilizados por Lucke no es seguro que les suenen extraños. A juicio de Lucke, los pueblos del sur de Europa (¡Francia incluida!, pero sobre todo el sur de España e Italia, además de los consabidos Grecia y Portugal) sólo pueden llegar a ser competitivos «a base de devaluaciones de su moneda». ¿Por imposibilidad metafísica? Lucke no explicitó lo que pensaba, que no anda muy lejos de lo que piensan otros muy cerca: Un conocido escritor, cronista en un diario barcelonés, interrogándose con escepticismo sobre la posibilidad de que a Cataluña se le deje la posibilidad de auto-determinarse, formulaba la pregunta en estos términos: «¿Alguien piensa que España —da igual el gobierno que tenga— renunciará a seguir ordeñando la teta catalana que tantos beneficios le da?». Es importante la precisión de lo indiferente 100

que para el caso es el gobierno que tenga una España considerada intrínsecamente parasitaria, como consecuencia del bien sabido carácter ocioso de sus habitantes... los del sur sobre todo, como se encargó de recordar un dirigente de Unió Democràtica en su tristemente famosa invitación a «votar con la cabeza, el corazón y la cartera», a fin de no seguir subvencionando con el sudor propio a los que pasan la mañana en la taberna, haciendo así (¡hoy!) suyas las líneas del poeta vasco... «que en el sur los tartessos». Que haya sórdida reciprocidad por la otra parte, y que irresponsables tertulianos vayan jaleando los prejuicios que alberga una parte de la población española contra la cultura y la lengua catalanas, sirve a algunos de pretexto para acentuar sus invectivas contra una España tachada de arcaica, indolente, castiza e intrínsecamente cerrada a la Europa que Cataluña representaría... 32. Y así, en los momentos álgidos de la llamada crisis, muchos comentaristas europeos han confluido en el argumento de que la loca irresponsabilidad de los ciudadanos del sur de Europa en los años de «bonanza» artificial es lo que había conducido al desastre. En suma: aquellos mismos que hoy sufren las devastadoras consecuencias del desastre serían culpables de una confianza ciega en los aspectos miríficos del sistema, culpables de una pecaminosa falta de previsión, por lo cual de alguna manera serían responsables de lo que ahora les sucede. Se diría pues que en esos años anteriores a la debacle financiera los trabajadores meridionales estaban en una permanente juerga, embarcados además en irresponsables adquisiciones de bienes y viviendas. 33. En el caso de Italia, en las elecciones europeas de 2014, se ha llegado a la ignominia de apelar al voto norteño vinculando el carácter meridional con el problema de recogida de basura que tienen los ayuntamientos de ciudades como Nápoles, Catania o Palermo. 34. La ONU denuncia cíclicamente los problemas de insalubridad que afectarían al cuarenta por ciento de la población mundial. Dos mil quinientos millones de personas vivirían en carencia de las instalaciones sanitarias más básicas. La organización internacional llamó a centrarse en el problema con motivo del día mundial del agua celebrado el 22 de marzo de 2013. Unos meses atrás, la cadena franco-alemana ARTE apelaba directamente a un «día internacional de los sanitarios» ilustrando su llamada con las estremecedoras imágenes a las que hago referencia. 35. El Pas de Calais es un territorio septentrional del norte de Francia, un tiempo floreciente por su industria minera y hoy arruinada en razón del abandono 101

de esa misma industria. El paro supera la media de países como España, y la ciudad de Lens, de unos ciento treinta mil habitantes, es considerada la más pobre de Francia. Pues bien: Lens fue, en otoño de 2012, el lugar elegido para la descentralización del museo del Louvre. Los promotores de la iniciativa escogieron como emblema la frase «Un museo para todos». Uno de los artífices del proyecto aseveró que de esta manera se paliaban las carencias de una educación escolar que «habiendo enseñado a leer no había enseñado a ver». Hay sin embargo razones para no compartir el entusiasmo. Interesada la cadena franco- alemana ARTE por el evento, solicitó la opinión de un minero ya jubilado, quien respondió lo siguiente: «Es formidable, porque es buena la cultura, en Lens y en toda Francia, mas para las personas que ante todo han de sobrevivir con quinientos euros por mes en una ciudad en la que hay un treinta y cuatro por ciento de paro, el Louvre... nos importa un bledo (on s’en fout)». Es curioso que la otra experiencia francesa de descentralización de museo sea la del Pompidou, con sucursal en Metz, región del noreste de altísima tradición metalúrgica. Industria también hoy devastada, a consecuencia de lo cual las cifras del desempleo deben ser similares a las de Pas de Calais. Metz tiene un impresionante patrimonio artístico, y desde luego es en principio lugar adecuado para esa descentralización cultural. Pero es de de temer que para los que han sido socialmente orillados después de decenios de trabajo en la siderurgia, la recepción de las obras del Pompidou no haya sido más entusiasta que la de los mineros del Pas de Calais ante las obras del Louvre. 36. Y obviamente esa mirada vacía del viajero convertido en ocioso turista tiene su complemento en otra mirada: la del expatriado en razón de la miseria, muy presente en toda ciudad mediterránea europea donde proliferan yachts y cruceros de lujo. De un impresionante dossier sobre el auténtico desmantelamiento de las estructuras económicas, culturales y hasta territoriales a las que ha sido sometida Grecia como consecuencia del diktat impuesto por la llamada troika desde el arranque de la crisis de la deuda, extraigo el siguiente párrafo: «En el puerto de Patras, los ferris de turistas reemplazaron poco a poco a los cargueros de mercancías; y la imagen del migrante reemplazó a la del obrero. Subidos a los techos de una fábrica cerrada al otro lado de la carretera de la costa, los clandestinos miran el ir y venir de los camiones, de los barcos, las rondas de la policía, el instante propicio [...] Desde 2003 y la adopción de este reglamento en virtud del cual un migrante clandestino que entre a Europa por Grecia y que sea arrestado en otro Estado de la Unión Europea será automáticamente devuelto a Atenas, Patras se convirtió en un callejón de salida europeo.» Gatien Elie, Allan Popelard, Paul Vannier: Cuando la crisis deshace el territorio. Dossier sobre Grecia en Le Monde diplomatique, febrero 2013.

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37. Evoco tesis defendidas en múltiples foros por el paleontólogo Jordi Agustí, concretamente en un texto concebido al alimón con Eudald Carbonell: La evolución sin sentido, Península, 2013. 38. Finalizados sus derechos a la indemnización del paro, Djamal Chaar se inmola por el fuego en febrero de 2013 frente a la oficina de empleo de la ciudad francesa de Nantes. Unas semanas después, el suicida es una persona activa, trabajador de Telecom. Dos días más tarde, nueva tentativa de inmolación por fuego, esta vez en la localidad de Bois-Colombes. La depresión, como antes evocaba, también afecta a altos cargos: el 29 de agosto de 2013, el director ejecutivo del grupo asegurador suizo Pierre Wauthier se quita la vida en su domicilio, arrastrando en este caso la carrera profesional del presidente del grupo Josef Ackermann, incapaz de soportar la tensión. Wauthier había presentado dos semanas antes ante el comité ejecutivo la cuenta de resultados que reflejaba una caída del veintisiete por ciento. Sólo un mes antes quien se había quitado la vida era el director ejecutivo del grupo de telecomunicaciones Swisscom. Caen ejecutivos... como caen empleados modestos y becarios (un muchacho de veintiún años en Londres, también en el verano de 2013, tras una secuencia de agotadoras jornadas en Merrill Lynch). Si en Francia la secuela de suicidios se vincula más bien a Telecom (aminorándose en ocasiones las pavorosas cifras con el cínico argumento de que se trata de personas con «inestabilidad psicológica», por lo cual no podría verse responsabilidad en la empresa) y en España predominantemente a desahuciados por el sistema hipotecario, las víctimas se dan en múltiples sectores, siendo este también el caso de Grecia o Italia. En este último país, la memoria de los suicidas ha sido incluso objeto de ofensa (también en España), no tanto en razón de las convicciones católicas de muchos ciudadanos como del desproporcionado poder de la jerarquía que representa esta confesión: jerarquía tan objetivamente indiferente al estado de cosas que lleva a la desesperación como presta a reiterar la vulgata relativa al carácter sagrado de la vida «que sólo Dios puede arrancarnos», etcétera. 39. Tenemos aquí la base de la incitación a hacer del inglés no exactamente la lengua franca sino simplemente la lengua universal, y en un ámbito más restringido, la base de esta convicción tantas veces esgrimida de que mejor nos iría si en España hubiera una sola lengua, y el sentimiento de (insana) envidia ante los franceses que casi lo habrían conseguido. Ha pasado más de medio siglo desde que Antonio Tovar, a la vez que se esforzaba junto a Manuel Agud por explorar los meandros de la lengua vasca, se interrogaba sobre la «lucha de lenguas en la península ibérica» en tiempos pretéritos. La lucha ha persistido en nuestra historia reciente, determinada a veces 103

por acontecimientos trágicos como la persecución de los rasgos distintivos de comunidades enteras tras la guerra civil, pero a menudo emponzoñada por interferencia de querellas para las que la lengua, sea o no la oficialmente protegida, es mera coartada. Y no me refiero sólo a objetivos políticos de exclusión de ciertos colectivos lingüísticos en un determinado territorio sino, por ejemplo, a esos test con los que se restringe el acceso a ciertas funciones para las que el conocimiento gramatical es irrelevante. No fue nunca por amor a la lengua castellana que se planificó la abolición del euskera o se lanzó contra la lengua catalana la «Nínive pigmea» a la que se refiere el poeta catalán Josep Carné en la edición en español de su poemario Nabí. Tampoco es por amor a la lengua catalana que algunos quisieran obviar el hecho de que en castellano viven sus emociones festivas o dolorosas millones de ciudadanos de Cataluña, favorables o no a la independencia. Y por el contrario, hay certeza de que tras el Lorca que escribe sus seis poemas gallegos o el Xavier Montsalvatge que hace suyos los textos del poeta «negrista» Pereda Valdés, está el emocionado reconocimiento en la lengua de otros de aquello que forja la riqueza de la lengua propia. Reconocimiento que irremediablemente se quiebra cuando se da la espalda a la genuina función de las lenguas, empezando por la propia, cuando esta última viene a ser asunto de conveniencia, erigida en un instrumento entre otros con vistas a la supervivencia y, en definitiva, usada. 40. Con motivo de la adopción por la universidad francesa de medidas administrativas tendientes a facilitar que se impartan ciertos cursos especializados en lengua inglesa, el diario Le Monde publicaba una violenta tribuna de un profesor del Collège de France anatematizando lo que el autor consideraba una traición a la lengua de la nación. Un día más tarde, una conocida sección de El País titulaba «‘Excusez-moi’, deje sitio al español» explicando que la primacía del francés sobre el español en instituciones internacionales no se correspondía con el peso relativo de ambas lenguas.

CAPÍTULO IV. La causa del animal humano 41. Con relación al lazo entre esta segunda modalidad y la conciencia ególatra, he tenido ocasión de señalar que en el momento en el que el escultor explora las vetas de un material, o el físico apunta a trabar una fórmula, hay mucho pensamiento y poca conciencia del propio yo, mientras que lo contrario ocurre en la apertura mundana de la exposición o la recepción del Nobel. Con la debida matización, el argumento se aplica asimismo a la experiencia del fracaso social, pues en el momento fértil de esa actividad del espíritu a la que se refiere Breton, el fantasma del reconocimiento, simplemente, o no se da, o está muy subordinado, con lo cual carece de fuerza para determinar una renuncia, no sirve de coartada 104

para el «no vale la pena». 42. Lo cual para Breton pasa por el «cancelamiento de esa deuda aplastante» concretizada en el hecho de que «de una hora de trabajo, el capital se atribuye la mitad... sin pago». No podía imaginar el poeta que la vampirización del fruto del trabajo se incrementaría hasta los porcentajes actuales. 43. Hay en relación con todo esto una inquietante interrogación: el temor a la muerte, ¿no esconderá acaso el temor al último sueño? Anticipándose a la hora de su muerte, un hombre puede tener el sentimiento de invertir la jerarquía, de que él marca la pauta en el encuentro, con lo que la muerte parece así perder un importante rasgo, pues no es lo mismo precipitar lo inevitable que esperarlo pasivamente o huir de ello. Pero este control no se extiende en absoluto al contenido del último sueño. Ni siquiera hay garantía de la extensión del mismo o, cuando menos, no hay garantía de la subjetiva vivencia de tal extensión pues, irreductible al del reloj físico, el segundo del sueño podría dilatarse sin medida, convirtiendo así en vivencia la metáfora del sueño (en el sentido del francés rêve) eterno. La precipitación hacia el fin sería de hecho inmersión en un horizonte de inquietantes incógnitas. Es quizás éste uno de los terrenos en los que la entereza humana puede verse radicalmente puesta a prueba. 44. El filósofo Martin Heidegger invita en algunos de sus escritos a apostar por una autenticidad existencial que, entre otras cosas, pasaría por el reencuentro de una verdad no reductible al estatus de correlato del conocimiento. El problema es, sin embargo, delimitar el horizonte en el que tal verdad ha de ser buscada y la disposición de espíritu (no parece conveniente utilizar al respecto el término método) que facilitaría el reencuentro. Y existe quizás un problema previo: la lucha por la libertad social como condición de que pueda siquiera plantearse el problema heideggeriano. 45. Recordemos la trama: tras luchar contra las olas que hasta tres veces le arrojan sobre peñascos, alcanzar la orilla y encontrar refugio entre las ramas de un árbol (como en una suerte de retorno a la noche originaria), a la luz del día siguiente sobrevivir es para Crusoe la única urgencia, el primer imperativo. Respondiendo a éste, explora los aledaños de la costa, descubriendo así la presencia del barco encallado, de cuyo naufragio era víctima, en cuyo interior encontrará no sólo una bien provista despensa, sino los instrumentos básicos para la construcción de un refugio y hasta semillas que le permitirán un día hacer de aquel territorio meramente natural un territorio humanizado, es decir, sometido a ley. 105

46. Cultivando los granos esparcidos por azar en el lado menos tórrido del entorno de su casa y así venturosamente fertilizados, viéndose como potencial criador de ganado, cuando tras haber curado una cabrilla salvaje y mantenerla ligada junto a la casa, el animal se acostumbró a pastar en la yerba del entorno y fue domesticándose... Crusoe va descubriendo en sí mismo ese artesano que confiesa no haber sido con anterioridad. Pero Crusoe será algo más que artesano, pues en la satisfacción que experimenta ante la forma de la mesa que ha tallado, representa más bien el technités de los griegos al que me he ido refiriendo casi desde el arranque. 47. Karl Marx: Manuscritos económico-filosóficos, conocidos como Manuscritos del 44, Tercer manuscrito. Este párrafo tiene un trasfondo perfectamente racional. Cabe incluso decir que es un texto heredero de las más nobles aspiraciones de la razón, las que, desde el arte a la política pasando por la filosofía y la ciencia, engrasan la actividad del espíritu humano. Marx dice algo en este magnífico párrafo que no está hoy vigente en los discursos de los políticos, aunque se presenten como liberadores, pero ello simplemente porque la política ha renunciado a su esencia, y no porque Marx fuera presa de un desvarío. En este mismo manuscrito, en un análisis de la relación entre propiedad privada y trabajo, el autor enfatiza la diferencia entre lo que sería una sociedad comunista ingenua, inevitablemente abocada al fracaso por no haber pensado de manera suficientemente aguda las condiciones de posibilidad de realización del ideario, y la sociedad que resultaría de una superación de las estructuras económicas, políticas e ideológicas imperantes, de lo cual sería índice mayor la abolición de la propiedad privada de manera efectiva, es decir, sin que el fantasma de la misma siguiera implícitamente determinando la sociedad y las mentes. Sólo este durísimo combate triunfante contra lo que hoy es tomado como algo cosustancial al hombre, como una suerte de universal de nuestra condición, conduciría a la sociedad nueva, descrita por Marx en términos que llaman inevitablemente la atención, tanto por la radicalidad del contenido como por la exaltación del tono: «El comunismo como superación positiva de la propiedad privada en cuanto auto-extrañamiento del hombre, y por ello, como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello, como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano: retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia y se conoce como tal 106

solución». Cito aquí la edición en castellano preparada por Juan R. Fajardo, disponible en Internet, en algún momento ligeramente modificada. 48. El descubrimiento de que el genoma del hombre de Neandertal presenta la misma mutación en el gen FOXP2 que el homo sapiens (la cual, como hemos visto, constituye una de las condiciones de la articulación lingüística) hace que —sin subordinar lo esencial— la causa del hombre pueda hoy entenderse como causa de todo un grupo de homínidos. Todos aquellos que, cuando menos (marcados por el hecho determinante de la techne) comparten con nosotros «capacidad de socialización, herramientas, vida en grupo», de tal manera que a la pregunta «¿Qué le gustaría encontrar en Atapuerca?» el paleontólogo Eudald Carbonell puede dar la bella respuesta siguiente: «Ya tenemos Homo erectus, Homo antecesor, Homo heidelbergensis... y ahora me gustaría hallar un neandertal y así reunir a todas las humanidades en la misma montaña». 49. Manuscritos económico filosóficos, Tercer manuscrito, al que pertenece también la siguiente frase: «la relación del hombre con la naturaleza es inmediatamente su relación con el hombre, del mismo modo que la relación con el hombre es inmediatamente su relación con la naturaleza, su propia determinación natural». 50. Este aspecto contingente de lo tan a menudo tomado por universal queda bien reflejado en el paréntesis (subrayado por mí) de esta frase del tercer manuscrito de Marx relativa al dinero: «El dinero en cuanto medio y poder universales (exteriores, no derivados del hombre en cuanto hombre ni de la sociedad humana en cuanto sociedad) para hacer de la representación realidad y de la realidad una pura representación». 51. Considerar estas instituciones como formas contingentes de la organización humana no es óbice para que se reconozca su papel en caso de no concebir formas de lazo social en las que el interés de la especie sea realmente el motor subjetivo de la acción. Para el que siente la familia como imprescindible célula de organización social, como universal de toda sociedad, la carencia de la misma conduce inevitablemente a un sentimiento de desarraigo, de fracaso y hasta de culpa. Sin ambages: si alguien siente que no hay vida humana sin familia... más vale que se apresure a tenerla. 52. Y una consideración al respecto del singular destino de un personaje anteriormente evocado: como director del Fondo Monetario Internacional, este 107

político francés había encarnado las políticas restrictivas que condujeron a la penuria a millones de personas, a veces en países ya extremamente desprotegidos como Mali y otros del África negra. Hechos estos no hipotéticos, sino perfectamente corroborados y de público dominio. Y sin embargo sólo cae bajo el anatema (en el que lo jurídico es inextricablemente mediático y de ahí lo popular) en razón de un solo acto, nunca totalmente aclarado. Este hombre puede instrumentalizar a enteros colectivos humanos contribuyendo a la marginación social y desesperación de millones de personas, sin otra razón que responder a los imperativos de un orden económico implacable (que le premia desde luego por sus servicios, aunque sea con el reconocimiento de su persona), pero cae sobre su cabeza la cuchilla social si alguna de esas víctimas es instrumentalizada en razón de una inclinación sexual. Por decirlo sin rodeos: el hallarse subjetivamente dispuesto a sacrificar cuerpos y almas a las exigencias del orden económico sería moralmente irrelevante, comparado con lo que supone el hallarse dispuesto a sacrificar un solo cuerpo a su bulimia sexual. Así es efectivamente la cosa, y hasta sería ocioso discutirla, pues todo está al respecto realmente atado y bien atado, y no deja de tratarse de una suerte de kantismo extraviado. Pues en la base de esta consideración se halla el postulado de que las satisfacciones que puedas obtener del reconocimiento (aunque sea por parte de un poder abyecto) nunca pueden ser tan punibles moralmente como las que puedas obtener de la inmediata subjetividad; cabe usar a los humanos en favor de un beneficio que otros te otorgan, pero no cabe usar a los humanos en favor de un beneficio que te otorgas tú; en suma: la mediación por los demás otorgaría cierta legitimidad al acto objetivamente canallesco. 53. Un poco antes el pensador ha vinculado explícitamente a la ceguera humana este dominio sobre el alma de imperativo de propiedad: «La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos y unilaterales que un objeto sólo es nuestro cuando lo tenemos, cuando existe para nosotros como capital o cuando es inmediatamente poseído, comido, bebido, vestido, habitado, en resumen, utilizado por nosotros. Aunque la propiedad privada concibe, a su vez, todas esas realizaciones inmediatas de la posesión sólo como medios de vida y la vida a la que sirven como medios es la vida de la propiedad, el trabajo y la capitalización». Karl Marx, Manuscritos del 44, Tercer manuscrito, Propiedad privada y comunismo). 54. Contrapunto sería una sociedad que hubiera sentado las bases de una asunción colectiva de la lucha por la subsistencia y de la exigencia de creación: «Cualquiera puede realizarse en una rama que él desea, la sociedad regula la producción general y en consecuencia hace posible para mí el hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la madrugada, pescar en la tarde, criar ganado al atardecer, hacer teoría crítica tras la cena, exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca cazador, marinero, pastor o crítico». 108

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Reducción y combate del animal humano Víctor Gómez Pin

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Diseño de la portada, Mauricio Restrepo © de la ilustración de la portada, © Andrea Matone / Age Fotostock © 2014, Víctor Gómez Pin © Editorial Planeta, S. A., 2014 Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.ariel.es Primera edición en libro electrónico (epub): septiembre de 2014 ISBN: 978-84-344-1888-2 (epub) Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com

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Índice Capítulo I. DEL ANIMAL DOMESTICADO AL ANIMAL REDUCIDO Capítulo II. NATURAL DESPLIEGUE DEL ANIMAL HUMANO Capítulo III. REDUCCIÓN DEL ANIMAL HUMANO Capítulo IV. LA CAUSA DEL ANIMAL HUMANO EPÍLOGO NOTAS CRÉDITOS

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