Que Es La Espiritualidad Biblica

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¿Qué es la espiritualidad bíblica? Fuentes de la mística cristiana

Colección «EL POZO DE SIQUEM»

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Klaus Berger

¿Qué es la espiritualidad bíblica? Fuentes de la mística cristiana

Editorial SAL TERRAE Santander

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índice

Prólogo Introducción La sonrisa del ángel mutilado ¿Qué es espiritualidad? ¿Por qué una espiritualidad bíblica para hoy? . . . .

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PRIMERA PARTE

LA OFERTA DE LA BIBLIA Título del original alemán: Was ist biblische Spiritualitüt? © 2000 by Quell/Gütersloher Verlaghaus Gütersloh (Alemania) Edición en español realizada con la mediación de la Agencia Literaria Eulama Traducción: José Pedro Tosaus Abadía © 2001 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 E-mail: [email protected] www.salterrae.es Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1416-4 Depósito Eegal: B1-2Í 14-01 Fotocomposieión: Sal Terrae - Santander Impresión y encuademación: (¡ralo. S.A. - Bilbao

1. Las grandes imágenes bíblicas El fuego El desierto El camino La luz El tesoro El hijo/niño La novia

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2. Accesos a la espiritualidad bíblica Asombro Temor y temblor Sufrimiento Paciencia Crecimiento Anhelo Amor Alegría Arrogancia

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3. Pasajes clásicos de la Escritura Tomar la forma de Cristo «¿No ardía nuestro corazón?» Arrebatar el reino de Dios con violencia

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Acostumbrarse a una gloria cada vez mayor 144 Los cristianos están ya glorificados 155 Los himnos en los relatos de la Infancia según Lucas 156 Ser uno con Dios 161 Estar libre de preocupaciones 164 Dios, todo en todo 167 Explicación tipológica de la Escritura 169 4. Modo santo de proceder Estar solo Callar Velar Contemplar imágenes (estética) Mirar al «medio» Orar Dar gracias Cantar Celebrar Luchar

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SEGUNDA PARTE

TEOLOGÍA DE LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA Jesucristo como centro de la espiritualidad Espiritualidad cristológica en el tercer milenio El bien se conoce por su irradiación Dios hace justo al hombre Espiritualidad y Espíritu Santo Un texto infravalorado de la mística cristiana primitiva. Teología monástica y no (sólo) académica La relación entre espiritualidad y mística ¿Une la mística a las religiones?

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Bibliografía

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índice de textos bíblicos

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Prólogo

El presente libro tiene su origen en la situación especial en que actualmente se encuentran en Alemania las grandes Iglesias mayoritarias, y pretende aventurar una respuesta a ella. Tras largos años de intensa ocupación con muchos temas que no estaban precisamente en el centro de la fe, vuelve a descubrirse a ojos vista la necesidad de ocuparse de los «deberes» fundamentales, los temas religiosos. Muchos han señalado que ese núcleo espiritual no basta para debatir a voluntad y de forma competente muchos temas, y que probablemente tampoco esté destinado a ello. Por otro lado, ocuparse de los temas centrales no supone la voluntad de hacerse fundamentalista ni de persistir en la superficialidad habitual. Se observa que las Iglesias mayoritarias a menudo han perdido el corazón de los hombres, bien desde hace ya varias generaciones, bien desde hace algunas décadas. Surge así la omnipresente cuestión de «una nueva espiritualidad». Los estudiantes de la Universidad de Heidelberg, donde doy clase, antes viajaban a menudo por esa razón a Taizé, para participar en la piedad monástica de aquella comunidad. Los problemas surgían a menudo luego, con la cuestión de cómo transmitir esas formas de vida espiritual a las comunidades de la Baja Sajonia, por ejemplo. Desde principios de los años ochenta me puse a buscar el modelo original. Lo que me proponía explícitamente conseguir con ello era redescubrir el cristianismo como religión. Este libro ciertamente no habría podido ver la luz si desde hace años no hubiera mantenido yo vínculos estrechos con «mi» monasterio cisterciense de Bochum/Stiepel (y con el monasterio que lo fundó, el de Heiligenkreuz, en el Wienerwald). A los padres Dominicus y Johannes María, y especialmente al padre prior Beda, les debo mi agradecimiento por lo mucho que me han ayudado. Estos contactos han hecho posi-

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ES L

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ble, ante todo, mi observación de la vida cisterciense en su fuente. Me creo capaz, cuando menos, de distinguir perfectamente entre el Nuevo Testamento y esta forma de espiritualidad monástica, a fin de que ni uno ni otra se «perjudiquen» mutuamente. Sin embargo, esta inquietud resulta insignificante en comparación con los esfuerzos por aprovechar en toda su fecundidad la diferencia existente entre ambos. En efecto, esto bien podría suponer una riqueza enorme si se ponen en relación los conocimientos de veinticinco años de docencia en el campo del Nuevo Testamento con la vida austera que los monjes (y monjas) blanquinegros han llevado hasta hoy desde hace novecientos años. KLAUS BERGER

Heidelberg, febrero de 2000

Introducción

La sonrisa del ángel mutilado En 1990, el obispo de Essen, el cardenal Franz Hengsbach, escribió en un semanario: «En una de mis visitas a Francia me detuve en Reims. Visitar su famosa catedral era un deseo que abrigaba desde hacía mucho tiempo. En la fachada oeste, di pronto con lo que siempre había querido contemplar: el ángel de Reims. Un ángel realmente singular: despedazado, destruido, surcado por cicatrices y heridas. Ha perdido la mano derecha, y los dedos de la otra están mutilados. Con el paso del tiempo, se ha quedado sin una de las alas, su rostro está lleno de heridas y cicatrices. ¡Un ángel moribundo! Marcado por las devastaciones, destrucciones y erosiones de los siglos. ¿Un símbolo de nuestro tiempo? Pero lo sorprendente de este ángel es que, pese a todas las heridas y lesiones, sonríe. Sonríe al que lo mira, a nosotros, hombres de hoy. Sonríe dentro del tiempo, en presente y en futuro. ¡Qué signo de la confianza absoluta, el consuelo y el estímulo! Solemos decir que la sonrisa es contagiosa. En ningún lugar he podido experimentar esto de modo tan inmediato como en Reims, ante la fachada oeste de la catedral, justo debajo del ángel sonriente, pues quienes contemplaban con atención a este ángel empezaban de repente también ellos a sonreír. Y se sonreían unos a otros, creándose un ambiente relajado y jovial. La gente se marchaba con el corazón visiblemente alegre. Me vino de forma espontánea e inevitable a la mente un versículo del libro de los Proverbios: "Corazón contento mejora el semblante; corazón triste deprime el ánimo" (Pr 15,13).

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A menudo, basta una pequeña sonrisa para que el hielo de la aparente indiferencia se rompa a nuestro alrededor. El ángel sonriente de Reims lo demuestra... cada día de nuevo». ¿Qué es espiritualidad? Un primer inventario lingüístico muestra un aspecto más bien extraño del término «espiritual» o «espiritualidad»: en la publicidad que en una revista ilustrada se hacía de viajes turísticos a Roma con motivo del milenio, se decía: «Para vivir la experiencia espiritual del jubileo es importante... que haga su reserva con la debida antelación» (Stern, n. 51, 1999, p. 16). Nos preguntamos qué significa eso de «vivir una experiencia espiritual». En un periódico eclesiástico se hablaba de una «vivencia de culto realmente espiritual» (KirchenZeitung, 1912-1999, p. 1). En ambos casos, el adjetivo «espiritual» va unido a «vivencia». De ahí deriva la suposición de que se trata de cultos extraordinarios, a saber, de events, de «acontecimientos vivenciales» de carácter especial. Además, la insistencia en «vivencia» y «experimentar» va acompañada por la consideración de la vida entera (y especialmente de la pastoral) desde el punto de vista psicológico. Seguramente el auge de la palabra «espiritualidad» tiene algo que ver con el hecho de que las grandes Iglesias hayan perdido el contacto con la piedad popular. Pues, desde tiempos inmemoriales, ésta estuvo siempre vinculada a la vivencia o a la experiencia religiosa. Esto se puede decir tanto de la piedad de las peregrinaciones como de los rituales que rodeaban la muerte; tanto de los usos populares en las doce noches santas que median entre Nochebuena y la Epifanía como de la preparación espiritual de la Cena protestante en Frisia Oriental; tanto de la jovial piedad mariana de las devociones de mayo como de las costumbres en torno al día de los difuntos y las campanas. Ahora bien, los tiempos cambian. Quien habla hoy en día de espiritualidad no pretende, sin más (al menos no principalmente), el resurgimiento de esas formas, aun cuando en parte también se trate de eso. «Espiritualidad» significa ciertamente experiencia religiosa, sobre todo en el contexto del culto.

INTRODUCCIÓN

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¿De qué es distintivo, en el fondo, una espiritualidad determinada? ¿Es un distintivo de personas, de grupos religiosos, organizaciones o confesiones? Evidentemente, se trata de la característica de una piedad particular y, por tanto, del modo de obrar religioso y conjunto de unas personas determinadas. Como todas las manifestaciones humanas, son al mismo tiempo expresión y troquel. Si esto es exacto, «espiritualidad» significa: -

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Un tipo de estilo de vida. Se trata de una piedad que toma forma también en lo cotidiano. Una espiritualidad, por tanto, no es sólo una orientación interior, sino que se hace visible. Mientras que el Sermón de la montaña exhorta más bien a no hacer la oración a la vista de todos, san Benito ve al monje como aquel que pone visiblemente de manifiesto su devotio (piedad humilde). Como en la piedad en general, también en la espiritualidad prima el amor a lo invisible. Hemos de tropezar a menudo con la palabra clave «amor». Puesto que la vida se vive de acuerdo con unos determinados ritmos, cada piedad que acompaña la vida también está organizada rítmicamente. En las cosas cotidianas y pequeñas se decide, por tanto, el carácter de una espiritualidad. Puesto que el lenguaje en su conjunto constituye nuestra patria, también el lenguaje religioso puede «producir» al hombre. En este hecho radica la significación de las oraciones formuladas de antemano. Puesto que las formas religiosas marcan a los hombres, la espiritualidad es también una forma de identidad histórica. Además, hoy en día una espiritualidad también tiene algo que ver con una experiencia espiritual situada entre la alegría y la visión interior, en el sentido más amplio de la palabra. Mucho antes que Martín Lutero, ya Bernardo de Claraval hablaba de la experiencia personal del individuo. En sus Sermones sobre el Cantar de los Cantares, dice: «Hoy abrimos el libro de la experiencia. Volveos a vosotros mismos, y que cada cual escuche en su interior lo que vamos a decir» (3,1). «De hecho, la razón sólo comprende lo que antes se ha experimentado» (22,2). Y en su Carta

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228 escribe: «Quiero sentarme y guardar silencio. Así podré experimentar lo que el santo profeta declara sobre la plenitud de cercanía interior, pues dice que es bueno aguardar al Señor en silencio». En el entorno de Bernardo es corriente la frase, basada en un juego de palabras: Experto credite! Experto crede Roberto! («Cree sólo lo experimentado». «Cree a Roberto, el experto»). Pues la experiencia propia ha de encenderse en la ajena. Ya Ruperto de Deutz ( t i 135) era de la opinión de que sólo vale el saber derivado de una íntima experiencia personal. En un manuscrito de Auxerre de los siglos xii-xm se dice: «Creo, hermanos, que el tener un conocimiento suficiente más lo debéis agradecer al libro de la propia experiencia y al corazón que a lectura alguna de manuscritos». El sello espiritual caracteriza la acción cristiana. Ésta es la verdad permanente de todo debate sobre la justificación.

¿Por qué una espiritualidad bíblica para hoy? Necesidad de una espiritualidad Indudablemente, el panorama alemán actual muestra un alto grado de anhelo de formas de vida espiritual. Esta espiritualidad es, por regla general, «pagana» en el antiguo sentido de la palabra, es decir, no es ni cristiana ni judía ni musulmana, sino que se orienta en la mayoría de los casos a las religiones de Asia o a lo que se tiene por tal. Las expresiones clave «iluminación esotérica», «cultos indios», «Dalai Lama» o «budismo zen» pueden testimoniar la gran disposición existente en este punto. El comercio de libros lleva ya mucho tiempo orientado totalmente en esa dirección. Para todos los que buscan, el Dalai Lama es considerado como el gran portador de esperanza. De vez en cuando se encuentran también hombres que «creen» en la «evolución» (casi personificada). Además, la oleada budista evita el tema de Dios. Al mismo tiempo, las grandes Iglesias mayoritarias tienen fama de situarse de manera francamente hostil frente a toda espiritualidad. En la mayoría de los casos se pone en duda que en ellas haya (aún) en absoluto algo semejante a una espiritualidad. Al mismo tiempo, se considera que la principal apor-

INTRODUCCION

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tación de las Iglesias mayoritarias a la religión ha sido la razón. Esto se puede decir especialmente ahora que la Ilustración ha entrado también en la Iglesia católica postconciliar. Pero la razón no deja de ser siempre, en lo tocante a la religión, un ingrediente meramente secundario. Quien se concentra en ella, por tanto, se convierte en fenómeno marginal. Por este motivo se busca en otro lugar sensualidad religiosa (oler, sentir, paladear) y también ritos religiosos como los sacrificios, puesto que las Iglesias mayoritarias apenas se atreven ya a hablar de esas cosas. Ciertamente resulta embarazoso partir de «necesidades» y suponer que hay que satisfacerlas. Sin embargo, en las necesidades se manifiesta una indigencia religiosa. Y de nada sirve elevarse altivamente sobre ellas en plena posesión de una razón ilustrada, cuando el país es víctima del neopaganismo. En general, se puede decir que todos los fenómenos neopaganos señalan con gran certeza los déficits y negligencias de las grandes Iglesias; déficits y negligencias que en cada caso corresponden exactamente a dichos fenómenos. Por eso tampoco sirve de nada cambiar la función de la propia Iglesia, transformándola en el centro del esoterismo. Lo que cabe decir más bien es esto: «No satisfacemos necesidades, sino que celebramos misterios». De ahí que en el presente trabajo se anuncie de manera muy diferente la búsqueda del modelo original. En la actual situación eclesial debiéramos dejar de ocuparnos (sólo) de nosotros mismos y romper este angosto ámbito de la introspección en dos direcciones: en la misionera, hacia fuera, y en la contemplativa, hacia dentro. Por ambos caminos se podría conseguir quebrantar la autocomplacencia. Pues la espiritualidad tiene un altísimo grado de relación con la identidad. ¿ Una espiritualidad bíblica? La imperante búsqueda de espiritualidad es por regla general cualquier cosa menos de cuño bíblico. La causa más importante de ello es que, desde la Ilustración, la Biblia se ha convertido casi exclusivamente en objeto de la razón ilustrada. Esto mismo se puede decir también -desde luego sin que sea de lamentar radicalmente- del carácter de las tradicionales

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INTRODUCCIÓN

«horas bíblicas» o «círculos bíblicos», por lo general la única forma de piedad protestante cotidiana creada fuera del culto eclesial. En el mejor de los casos, una oración sintética al final de la hora bíblica (pronunciada por el teólogo) se alza todavía por encima del carácter de seminario exegético laico. No obstante, antiguamente el objetivo de los fariseos (y, por tanto, de aquella corriente judía de la que procedían Jesús y Pablo) era imbuir lo cotidiano de piedad y poner en la vida profana múltiples signos de la pertenencia a Dios. Toda crítica a la piedad farisaica en el Nuevo Testamento descansa sobre el planteamiento fundamental de «hacerlo» mejor, pero sin pretender suprimir el objetivo. Desde luego, un análisis de la explicación que se ha dado de los textos antifarisaicos del Nuevo Testamento desde el tiempo de la Ilustración indica que precisamente en ellos se encontró un portal de entrada para la «religión racional» de Jesús. Dejamos constancia de que precisamente la espiritualidad es también un objetivo básico del Nuevo Testamento. Así, por ahora queda en pie el juicio de que cuanto se denomina con el término «espiritualidad» tiene normalmente muy poco que ver con la Biblia. Esto se debe en especial al hecho de que la intervención exegética que se ha vuelto habitual en la Biblia la ha deshilachado, desgarrado e «inmovilizado» religiosamente por completo. Si se procede así con el corazón espiritual del cristianismo, no puede sorprendernos que se saque edificación (en el sentido que sea) de otra parte. Para evitar cualquier malentendido, he de decir que desde hace un cuarto de siglo imparto clases de Nuevo Testamento en una de las Facultades alemanas más famosas siguiendo los métodos de la ciencia histórica y crítica ilustrada; que, por tanto, puedo juzgar de sus ventajas bastante bien. Y que quisiera también seguir enseñando de la manera que, desde luego, ha constituido siempre mi estilo de docencia, ofreciendo al final, en clases de doble duración, un acceso meditativo al texto. Sólo desde que los estudiantes manifestaron que debía dejar de hacerlo, puesto que no era relevante para el examen, ofrezco algo así de forma más esporádica en clase, prefiriendo hacerlo en mis libros. No obstante, quisiera formular mi pensamiento aún más claramente: el modo en que se practica de manera casi exclusiva la exégesis no está exento de responsabilidad en lo que respecta a la situación de las Iglesias.

No quiero decir con ello que se deba renunciar a las preguntas curiosas o a las hipótesis científicas. ¡Todo lo contrario! Demasiado poco se examinan críticamente las premisas de las teorías de consenso que se han hecho habituales. Demasiado imprudentemente se manejan teorías como la del sepulcro pascual (por un lado, el Jesús histórico; por otro, el Cristo resucitado), aunque dichas teorías en general causen el mismo efecto que una granada de mano en una tienda de porcelanas. Demasiado rápido se acudió a prestar ayuda con la crítica de los hechos; demasiado rara fue la capacidad de exponerse a la extrañeza del texto; demasiado poco se han entendido los textos, ni se quieren entender -todavía- desde las tradiciones judías. Y con todo ese deshilachar se privó a los textos de su encanto, en el sentido más profundo de la palabra. Una de las cosas que pretende mostrar este libro es que el modo de acceder a la Biblia podría ser distinto. A modo de principio lo enseña Bernardo de Claraval cuando escribe, a propósito de la curación del joven por parte de Eliseo (2 Re 4,32-35): «Si meditamos sobre este milagro, reconocemos en él lo que cada uno de nosotros experimenta cotidianamente: por Jesús se vuelve nuestro corazón capaz del conocimiento; nuestra boca, del discurso útil; nuestras manos, del justo obrar» (Sermones sobre el Cantar de los Cantares 16,2).

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Lo que en concreto debería cambiar Cuando Pablo dice que Jesucristo se ha apoderado de él (Flp 3,12), esto seguramente se ha de entender en el sentido de una toma de posesión que abarca al hombre entero. Por eso no puedo establecer separación alguna entre espiritualidad y observancia. Pues la espiritualidad no es algo proyectado por el hombre, sino que, según el Nuevo Testamento, significa dejarse conducir e impulsar por el Espíritu Santo. En este sentido, la obediencia (observancia) es también escucha. Por «observancia» entiendo una forma obligatoria de vida austera, ciertamente en el sentido de que por medio de ella la vida cristiana se facilita y se alegra. La observancia, pues, nada tiene que ver con la escrupulosidad, sino que significa radicalidad. El concepto de observancia connota superficialmente órdenes «radicales» (los trapenses en cuanto cistercienses de

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INTRODUCCIÓN

más estricta observancia; los carmelitas descalzos en cuanto carmelitas observantes); pero, desde el punto de vista de la historia de las religiones, se remonta a las raíces del cristianismo. Pues en este punto existía dentro del judaismo la observancia farisaica, es decir, una obediencia a la ley que, como ya se ha indicado, resultaba muy importante para la entera vida cotidiana. Ahora bien, según Mt 5,20, Jesús dice: Sólo si os atenéis a las exigencias divinas de justicia de modo mucho más estricto que los peritos de la Escritura y los fariseos, tendréis parte en el señorío de Dios (traducción según Berger/Nord). Esto significa, como explica Jesús a continuación, que las leyes de la tora siguen en todo caso vigentes. Pero Jesús exige más, y a esa exigencia va unido el reino de los cielos. Si consideramos que éste es el contenido de «espiritualidad», lo vemos casi contrapuesto al contenido con que habitualmente se asocia este término, pues suele entenderse por espiritualidad un relleno semirreligioso en el que todo es confuso, fofo, sin bordes fijos ni líneas rectas. Esto se aplica especialmente al «vasto campo» del ecumenismo y del llamado diálogo interreligioso. «Espiritualidad» equivale con bastante frecuencia a intelectualidad en flotación libre, a pura convicción de algún modo edificante pero indeterminable; significa predilección por unos temas u otros, simpatías lo mismo que antipatías. Pero no se busca una discrecionalidad estética, sino un apoyo que incluya también un «¡alto!» con signos de admiración. Por el contrario, «espiritualidad» en el sentido en que nosotros la entendemos tiene que ver con «verdad». Entiendo por tal una comunión de vida sobre todo con Jesucristo mismo. A este tipo de troquelado de la vida pertenece también, desde los comienzos judíos del Nuevo Testamento, la oración a las distintas horas del día (Hch 3,1; 10,9.30).

Este libro quisiera al menos encauzar la reflexión, urgentemente necesaria, sobre afirmaciones y dimensiones bíblicas fundamentales de una espiritualidad cristiana. Desea insertar en la teología, junto al modelo de la teología «escolástica» de la ortodoxia católica y protestante, la «teología monástica». En este punto, el presente libro quisiera hacer una aportación a la renovación de la exégesis, para desde ahí renovar también la espiritualidad. A dicha renovación pertenece, a mi modo de entender, una visión nueva de las tradiciones místicas, plásticas y religiosas, en sentido amplio, del Nuevo Testamento.

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Cómo nació este libro El presente libro surgió a partir de mi historia de la teología (1995, 2a ed.) y mi traducción de la Biblia (Das Neue Testament und frühchristliche Schriften, 2000, 4a ed.)1. Leí para ello a los primeros cistercienses (Bernardo de Claraval [| 1153], Werke 1-IX, 1990-1999 [versión cast.: Obras completas, BAC, Madrid 1983-1993]; Guerric d'Igny [f 1157], Ansprachen I und II, 1996 y 1998; Guillermo de Saint-Thierry [t 1148], Der Spiegel des Glaubens, 1981, y otros de sus escritos) y algunas cosas sobre ellos; de los cistercienses modernos, a Thomas Merton (t 1968) y M. Assumpta Schenkl. Después me ceñí totalmente a las imágenes de la Escritura que predominan en ellos, intentando en cada caso entender desde dentro su reveladora relación con la Escritura. De ahí que el libro tenga constantemente estos dos centros de gravedad: los planteamientos bíblicos y su asimilación a través de la espiritualidad de los primeros cistercienses. En todo ello, la cuestión fundamental para mí es, de manera absolutamente decidida, nuestro «hoy».

Qué pretende este libro El presente libro no discute temas bíblicos cualesquiera seleccionados con un criterio piadoso, sino precisamente aquellos aspectos que resultan significativos en el campo que se extiende entre el troquelado en la fe y la observancia radical.

1.

En lo sucesivo -salvo que se diga otra cosa- todos los escritos neotestamentarios y del cristianismo primitivo se citan según esta traducción.

PRIMERA PARTE

LA OFERTA DE LA BIBLIA

1 Las grandes imágenes bíblicas

El fuego El amor es como fuego «Tú eres fuego desbordante. Tú eres agua refrescante. Tú consumes y, sin embargo, rebosas de alegría y liberas de la perdición. Tú conviertes a los hombres en dioses, tú transformas la tíniebla en luz, tú guías el regreso desde el mundo inferior y obsequias a los muertos con la inmortalidad. Tú conduces de las tinieblas a la luz. Tú cierras la puerta de la noche con tu mano. Tú rodeas el corazón con el resplandor de la luz. Tú me transformas completamente. Tú te asocias con los hombres y los conviertes en dioses. Tú los inflamas con tu amor, con tu filiación, con tu gracia, por medio de tu Espíritu. Tú, como Dios, unes de manera maravillosa, lo separado por ti» (SIMEÓN EL TEÓLOGO [| 1022], Himno 7). Si prescindimos del reproche recogido en Ap 3,16, porque eres tibio, el texto cristiano más antiguo que habla del fuego del amor procede más o menos del año 140 d.C. y circula bajo el engañoso título de Odas de Salomón (Oda 3,4-6). El orante cristiano, un místico primitivo de gran categoría, dice: «¿Quién puede comprender el amor, a no ser el que es amado? Yo ardo en amor por el amado, lo amo, y donde está su descanso, allí estoy yo también.

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¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA?

No seré allí un extraño, porque no hay envidia en el Señor Altísimo y Misericordioso». Este valioso documento, que afortunadamente no se puede estigmatizar ya como «gnosis», es al mismo tiempo una primera referencia escueta a una interpretación del Cantar de los Cantares aplicada a la relación cristiana con Dios. En el Nuevo Testamento no aparece la conexión entre amor y fuego. Sólo conocemos la conexión entre Espíritu Santo y fuego y entre Espíritu Santo y amor. Pero el lenguaje neotestamentario no llega a dar el paso siguiente, o sea, el de conectar también amor y fuego. Mucho más ricas son las pruebas procedentes de la liturgia (romana) posterior, donde la conexión entre Espíritu Santo, fuego y amor es casi normal: «Envía, Señor, tu Espíritu y enciende en ellos el fuego de tu amor», dice una conocida oración antigua. En el himno de Tercia se dice bajo el encabezamiento «Ojalá se nos conceda ahora el Espíritu Santo»: «Ojalá el amor arda fogoso y contagie también a los más cercanos». En el himno de Vísperas del sábado, se dice: «Enciende nuestro cuerpo (literalmente, lomos) con el fuego del amor», «a fin de que -con esta vestidura- estemos siempre preparados para tu venida». En la oración de Sexta del sábado se dice: «Otórganos, Señor, fuego ardiente de amor eterno, para que siempre ardamos en tu amor y te amemos sobre todas las cosas, y a los hermanos por ti con uno y el mismo amor». Finalmente, el himno Ven, Espíritu creador, recoge la invocación «Fuente de la vida, fuego, amor».

LAS GRANDES IMÁGENES BÍBLICAS

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Pese a todo realismo, el amor es cosa del hombre entero; lo que exige y promete es demasiado grande para que al mismo tiempo pueda hacerlo un hombre. Preguntamos: ¿qué es exactamente lo cristiano del amor cristiano? Todo parece indicar que lo cristiano es esto: -

El fuego del amor

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El amor es como fuego, pues es radical y a menudo exige todo lo que un hombre tiene. En esto el amor es como el Dios bíblico, que, según Dt 6,4-5, exige amarlo con todo el corazón y con todas las fuerzas. Pero el amor también hace feliz. El modo en que la Biblia entiende el amor es muy sobrio. Pues amor significa hacer algo solidariamente por el otro. De ahí que el amor se acerque a la justicia. Por eso puede Tomás de Aquino exigir de los cristianos que sean apasionadamente justos.

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Se interpreta como amor el hecho de que Dios sale de sí como Hijo y como Espíritu Santo y se acerca al hombre. Así, Dios está «cerca de», en el amor mismo. Se puede pedir algo a Dios, y él puede otorgarlo. Esta solidaridad experimentada se llama amor. Dios ama su mundo, a toda criatura, porque es el Creador. A ello corresponde, como «universalidad cristiana», la supresión de todo lo que separa. El don de Dios al hombre es todavía más incomprensible que su grandeza. Véase como explicación de Jn 10,11-23: «Sucede como con un pastor que tenía un rebaño de ovejas amenazado por los lobos. Cuando llegan los lobos, él va, se pone delante de las puertas del aprisco y atrae a los lobos hacia sí, lejos de las ovejas, y éstos lo despedazan». - «¡Ningún pastor hace eso! Pues un hombre vale más que las ovejas». - «Salvo cuando ama tanto a las ovejas, las ama tan loca y desaforadamente, que se olvida de sí mismo y se sacrifica. La cuestión es el amor que tiene quien hace algo así». - «Pero ése es un amor disparatado que no conoce proporción, un amor injusto, sin prudencia ni medida». - «¿Conoces un amor que sea de otro modo? ¿No es esta locura mía mi último y más profundo misterio, no es lo que yo soy? No sacar nada de ello salvo la alegría de que las ovejas vivan, y con esta alegría ser feliz: ¿no es eso lo que yo soy?» (De K. BERGER, Wie ein Vogel ist das Wort, Stuttgart 1987, p. 27). Así, lo santo ya no se formula sólo por delimitación, sino por un apasionado deseo de conquista. El don de Dios no se experimenta sencillamente como fuerza, sino como amor, porque la cuestión es la permanencia que nace de la fidelidad. Tendría validez aquí la anticuada firma con que se remataban las cartas dirigidas a los hijos: «Tu fiel padre». El fuego extiende su señorío de manera rápida y vehemente. De ahí que sea una imagen del reino de Dios. Purifica y transforma, aun cuando ello pueda ser un proceso doloroso.

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«En la fe en ti busco apoyo, en la esperanza, mi camino, pero en el amor a ti soy un pobre mendigo. ¡Amor, fuego, entrega, venid a nosotros! Guíame e ilumíname, fuego ardiente y devorador, pues a causa de mis pecados busco conversión. Sé intercesor y consolador, patrono y auxiliador, en todo lo que pedimos. Muéstranos lo que creemos, haz que nos llenemos de lo que esperamos, haz nuestro rostro semejante al tuyo, para que podamos decir: "A ti te dice mi corazón: 'Mi rostro te busca'"» (Guillermo de SAINT-THIERRY, Oraisons méditatives 9,17). El amor hace feliz. Desde Immanuel Kant distinguimos rigurosamente entre deber e inclinación. El «deber» está prescrito por la ley, y sobre él se construye nuestra reciprocidad. La «inclinación», por el contrario, es algo asocial, es amor propio y complacencia en uno mismo, dicha individual únicamente. La ética antigua, por ejemplo la de Aristóteles y la de Séneca, tiende a la «felicidad», y lo mismo ocurre con la Biblia. Toda idea de retribución o felicidad ha quedado eliminada por el hecho de que la Reforma (con su renuncia al mérito y a la retribución) y Kant se han potenciado mutuamente. En cierta teología actual, da la impresión de que Kant se ha impuesto radicalmente. El puro altruismo aparece a menudo como quintaesencia de la ética de Jesús. Toda diversión, toda alegría, resulta sospechosa. Sin embargo, según las bienaventuranzas del Nuevo Testamento, el que ama es ya feliz ahora, no sólo después. Esto aparece de forma especialmente clara en 1 Pe 4,14: «Dichosos vosotros si sois injuriados por ser cristianos, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa ya ahora sobre vosotros». Pues donde actúa el Espíritu Santo -como en Pentecostés-, derriba ya los postes fronterizos y sienta, por tanto, las

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bases del amor. La felicidad consiste a menudo en una alegría exultante. Así se dice en el prefacio de Pentecostés: «Por eso todo el orbe de la tierra exulta con infinita alegría». Quizá la felicidad de quien ama consista en no tener miedo. Precisamente porque el amor hace feliz, se dan una y otra vez entre los jóvenes movimientos «radicales». La felicidad a la que se aspira probablemente sea una igualación, un equilibrio entre dar y tomar, entre expectativa y cumplimiento. Quien es radical ambiciona la felicidad. Preguntamos: ¿por qué para encontrar este equilibrio son necesarias tantas cosas comparativamente tan dificultosas? Respuesta: porque son muchas las que se oponen a la felicidad, y sólo por el ardor del fuego han de quedar fundidas. Seguimos preguntando: ¿no existe desproporción entre el despliegue (el fuego) y la meta alcanzada (encontrarse a sí mismo)? Respuesta: en realidad, tal despliegue sólo sería desproporcionado para una «larga vida en la tierra» (en el sentido del cuarto mandamiento). Pero la meta del Sermón de la montaña es más que eso: el reino de los cielos, la invisible realidad de Dios, de la que no separa muerte alguna. Para que la muerte sea vencida se precisa algo más que la previsión burguesa. Se debe confiar en el gran impulso con que el Espíritu Santo quiere cambiar y transformar el mundo entero. Pues la mayor parte de la realidad debe devenir otra. El hecho de que esto tenga que ver con el reino de los cielos es ya ahora de gran importancia para la acción. La implicación de la teología cristiana en el nacionalismo entre 1800 y 1950 permite mostrar fácilmente lo que esto significa: a quien anhela el reino de Dios no puede bastarle ninguna clase de nacionalismo, sino que requiere un universalismo de base cristiana. Así surgen los puentes. Dios es fuego devorador Hb 12,28-29: «Esperamos que este culto sea grato a Dios, y queremos realizarlo con respeto y reverencia, pues nuestro Dios es fuego devorador». La cita del Antiguo Testamento en el versículo 29 (véase Dt 4,24; 9,3; Is 33,14) es una de las afirmaciones más importantes hechas sobre Dios en la Biblia. También en la «zarza

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ardiente» aparece Dios como fuego (Ex 3,2), y de igual manera se interpreta la teofanía del juicio. Junto al fuego que es Dios no «existe» aparte ningún otro fuego de juicio, infierno, purgatorio o conflagración cósmica. El fuego es una modalidad aniquiladora del encuentro con Dios, aniquiladora para todos los que no son ya antes oro purificado en el fuego. Las antiguas liturgias desarrollan esta imagen. Así, en la conclusión de las oraciones latinas de Occidente se dice con frecuencia: «...por Jesucristo nuestro Señor, que vendrá a juzgar a vivos y muertos y al mundo por el fuego. Amén». La liturgia exequial etiópica (Becker/Ühlein II, p. 1.000) se dirige así a Dios: «Señor soberano de las potencias y Dios de toda misericordia, revestido de fuego, cuyo semblante de fuego llamea, chispeante espada de fuego, jinete sobre fogosos corceles».

Concreción El fuego sólo se conoce a sí mismo y devora todo lo que no puede hacerle frente. Así, Dios es celoso, sólo se conoce a sí mismo, porque no tolera otros dioses junto a sí. Y nada puede hacerle frente, por lo cual todo se consume. Al final, también la muerte es un encuentro con Dios, que es fuego devorador. Debemos morir, porque no somos Dios, no podemos hacerle frente. Todo devenir y consumirse es un lento o rápido arder ante él, por él, por el despiadado ardor del fuego que es él. Lo que llamamos mal, el camino escarpado, no es nada especial que haya de explicarse sin Dios. Sólo con Dios se puede comprender, como fracaso ante su gloria. Es como morir quemado. Así sobre todo se hace visible Dios; es lamentarse y quejarse en el mundo porque no somos Dios. También Auschwitz tiene que ver con este reverso de Dios. No sólo muestra adonde llega el hombre sin Dios. El campo de exterminio organizado desde una perspectiva pequeñoburguesa señala también la diferencia en toda su profundidad. La culpa surge siempre allí donde sacamos conclusiones falsas del hecho de que no somos Dios, donde queremos disimular esto, donde queremos levantar una presa con material frágil e imaginario -nuestras disculpas y justificaciones, nuestras tentativas- para culpar a otros. Pero precisamente en el lugar donde los hombres pretenden levantar el dique de la desdicha ha actuado también Dios. Precisamente allí ha levantado un muro de protección a prueba de fuego, tras del cual podemos refugiarnos. Precisamente en ese lugar. Se dice que Adán, el primer hombre, fue enterrado en el Gólgota, y por eso vemos a menudo al pie de la cruz la calavera y los huesos de Adán. En el lugar de la muerte es vencida la muerte por un muerto. Dios mismo, movido por una misericordia inconmensurable, ha construido el único muro que puede proteger contra el fuego que es él mismo. Quien esté a su abrigo no se quemará. Así nos protege Dios de sí mismo, del ardor de su gloria, que todo lo abrasa. Sólo él podía brindar esta protección. En el lugar que pedía a gritos acción, en el lugar donde nos hicimos culpables actuando en Adán y donde volvimos a hacernos culpables en relación con Jesús, justamente allí, Dios ha actuado protegiéndonos de sí mismo.

«Mucho me consoló el no haberme consumido ni haber sido devorado como la cera ante el fuego..., pues de esa luz me separaban mundos. Del todo la encontré en verdad lo mismo que un fuego en medio de mi corazón... Tembloroso e incapaz de contemplar su resplandor, creí más conveniente esconderme... y vivir en la tumba... que perecer totalmente devorado por ese fuego» (SIMEÓN EL TEÓLOGO, Himno 11). «Realmente Dios es un fuego. Así lo dijo el Señor. Él vino para traerlo a la tierra. Pero ¿a qué tierra? Házmelo saber. A todos los hombres cuyas reflexiones son terrenas. Quería él que en todos ardiera. Sin duda sabes que este fuego es inaprehensible, que es increado y se hurta a toda mirada. Se une con las almas donde fluye con caudalosa corriente el aceite del amor. Así como la lámpara y la lumbrera que vemos se enciende cuando se pone fuego cerca de ella, así toca las almas un fuego divino que las hace inflamarse» (SIMEÓN EL TEÓLOGO, Himno 21),

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Detrás de este muro cortafuegos, que es Jesús, el Hijo único, estamos seguros. Así, mediante su Hijo, Dios ha limitado el poder de ese fuego que es él mismo. Precisamente lo que era ilimitado, la muerte, que afecta a todos, a lo ilimitadamente poderoso, lo ha limitado mediante este singular y sólido muro fronterizo. La autolimitación de Dios es como la victoria de Dios sobre su propia gloria. Pues, por amor, ha como olvidado su gloria y, con ello, una parte importante de sí. En ese momento se hizo visible algo nuevo. Así quiso él finalmente, no aniquilar a los otros como exigían necesariamente su grandeza y las proporciones, sino divinizarlos. El cristianismo es el barrunto de que la fuerza de succión que debía conducir a la pura aniquilación se ha desviado a mitad de camino en la dirección opuesta. Este cambio de dirección es el único verdadero milagro.

quienes, con nuestros intentos de agradar, la hemos hecho derivar de él. ¿Puede ser que las Iglesias adolezcan de que nadie hable más positivamente sobre la soledad? ¡Pues en ella se encuenda la fuente de la fuerza! En un himno, la poetisa Gertrud von Le Fort hace decir a la Iglesia de sí misma: «Llevo todavía en mi seno los secretos del desierto..., del desierto vengo de nuevo como la fortalecida y bendecida. Todavía tengo flores silvestres en el brazo...». Todas las grandes experiencias de Israel tuvieron lugar en el desierto: junto a la zarza ardiente, en el Sinaí, cuando llovía maná o mirando a la serpiente levantada. Así también Jesús: sólo tras cuarenta días de penosa lucha con el adversario en el desierto, puede anunciar el Evangelio. Allí, Jesús ayunó y venció al adversario. A menudo, durante las vacaciones buscamos los rincones solitarios de las montañas o de la playa, donde no hay más que paisaje, rocas o arena, viento, pájaros, sol o mar. Son paisajes como los bíblicos, y en ellos se pueden tener experiencias literalmente bíblicas. Tomemos sencillamente la palabra al paisaje del desierto. Quien empieza a sentirse en casa dentro de esa vastedad no es ya el mismo que se puso en marcha. Me vienen a la mente un par de jirones de experiencias de desierto realizadas en Oriente Próximo. Por un lado, en el desierto sólo sobrevive quien conoce sus secretos. Por otro, la arena roja y fina se mete en cada poro. Sólo el largo lienzo de algodón que uno se enrolla en torno a la cabeza impide que el cerebro se derrita. El silencio resuena en los oídos acostumbrados al ruido. Matorrales abrasados por el Sol constituyen ornamentos negros afiligranados sobre la arena luminosa. Sus raíces, del grosor de un brazo, se ocultan a los ojos de los extraños. El ritmo del desierto es siempre el mismo. Levantarse antes de que claree el día, café y pan blanco junto al fuego. Hacer paquetes y atarlos cuidadosamente sobre los camellos de carga. Cabalgar. La pálida luz todavía arranca a las dunas brillos gris sal, naranja intenso, amarillo ocre y rosa pastel. Pero el Sol rápidamente colorea todo de blanco resplandeciente. Lo más tardar a las once, el descanso de mediodía: buscar leña, cocinar, beber té, esconderse bajo un tamarisco o

El desierto Jesús sólo pudo ir entre la gente y comenzar su difícil camino después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto y haber vencido al diablo. «Desierto» significa resistir a la soledad. Israel, a su vez, tuvo todas sus grandes experiencias en el desierto, desde la zarza ardiente hasta la predicación de Juan el Bautista, pasando por el Sinaí y el maná en el desierto. En él obtiene la fuerza para vivir. Concreción Según una sentencia árabe atribuida a Jesús, éste dijo: «La busca de Dios consta de diez partes: nueve de silencio y una de soledad». Hay momentos en la vida en que se aprende lo que esto significa. En nuestras predicaciones hablamos siempre de comunión y comunicación, de relaciones, comunidades y contactos personales. Pero, por pura correctness, nadie tiene el valor de decir cómo fueron realmente las cosas: que Jesús nunca oró junto con sus discípulos, sino siempre solo; que para orar se retiraba al desierto o a la montaña -ambas cosas significaban más o menos lo mismo-. Jesús no era precisamente un compañero, el Nuevo Testamento desconoce la expresión «hermano Jesús». En realidad, somos nosotros

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bajo el saliente de una roca. Así dejaban pasar el tórrido tiempo los nómadas hace ya miles de años. Hacia las cinco, la luz se hace dorada, y el viento, más suave. Entonces se prosigue. Las piedras están colocadas como si unos gigantes hubieran estado jugando con ellas a construcciones y de pronto se hubieran cansado de su juego. Las rocas reinan como castillos en la rocalla. El calor ralentiza todo movimiento hasta convertirlo en un transcurrir fluido. Se habla menos, pero se ve más. Nada más que viento, arena y piedras. Si la mirada se aparta de la arena y vaga sobre la cumbre de las montañas hasta el cielo abovedado, también el alma se aparta y se ensancha. Los dibujos del viento trazados nítidamente en la arena se hacen más claros; los pensamientos, menos importantes. El desierto le quita al hombre prisa y vanidad. Lo que queda es dignidad -perfectamente visible en las mujeres nómadas. El desierto tiene algo que ver con Dios, porque en él sólo queda la vastedad y nosotros mismos. Y esta pregunta: ¿qué grado de silencio debe alcanzar el hombre para oír realmente la voz de Dios? Por Jesús sabemos que, allí donde comienza el silencio, no sólo se encuentra Dios, sino también el diablo, y que éste equivale a la pura desesperación y a la sórdida falta de sentido. No, Jesús no era ningún romántico. Pero ambas cosas, luz y sombras nítidas, calor y frío, tormentas de arena y absoluto silencio, siempre tomadas juntas, señalan lo único que es esencial. Así pues, en el desierto la cuestión es la vida y la muerte. Y la primera pregunta de toda filosofía: ¿cómo es posible el gran milagro de que, en medio de tanta muerte, haya, sin embargo, de vez en cuando, una planta, vida y agua potable? Hay que mirar con asombro el milagro de la vida. Y antes aún luz y arena, luz y figuras con sombras, una y otra vez luz. El desierto gira en torno a ritmos que duran mucho más tiempo que nosotros, como el del día y la noche. Lo mismo se puede decir del desierto de la playa, con su ritmo de flujo y reflujo. Los salmistas ven en ello un cántico construido como el ritmo de nuestros cánticos: espiración y aspiración. En la vastedad del desierto llegamos a sentir lo pequeños que somos y lo que el salmista quiere decir cuando afirma: «Como dista la aurora del ocaso, así has alejado mi culpa de mí».

¿Qué dice Dios en el desierto? ¿Por qué Jesús sale de él fortalecido y no debilitado? ¿Por qué la Iglesia sale de la soledad y no de la masa? Porque ahí se produce una concentración en lo esencial: reconocemos con agradecimiento que existe la vida y no sólo la muerte. Los colores puros del desierto de la playa influyen sobre nosotros y nos transforman. El orante solitario comprende en su experiencia de desierto que Dios no es una cosa, no es ninguna de las cosas del mundo. Y tras la soledad del desierto también la comunidad de los hombres se comprende una y otra vez como un regalo, y no simplemente como algo dado ni como gris uniformidad. Ya el filósofo Overbeck, amigo de Nietzsche, observó que los Padres del desierto, nuestros Padres monacales de los siglos ni, iv y v, se enfrentaron al menos a la exigencia bíblica de pureza radical. A diferencia de nosotros, tan acomodados, «al menos ellos intentaron lo imposible». Entre ellos se transmiten palabras de Jesús como la que, traducida más tarde al árabe, he citado antes: «La busca de Dios consta de diez parles: nueve de silencio y una de soledad».

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Quien viene del desierto sabe lo que significa estar, desnudo e indefenso, a merced de la gran tormenta de arena y la sed mortal. Que toda vida vive sólo por gracia. Quien viene del desierto ha tenido la oportunidad de comprender que todo lo esencial es sencillo. Quien viene del desierto ha comprendido que todo lo esencial es don. Que nada tenemos, salvo nuestro corazón y nuestros ojos. Al número de estas cosas simples pertenece también la experiencia fundamental de que Dios es santo y nosotros no. Una de mis estudiantes perdió de manera horrible a su hijo de seis años. Tras un choque frontal con un vehículo cuyo conductor estaba ebrio, su coche empezó a arder. Tuvo que presenciar cómo su propio hijo, que había quedado aprisionado, moría quemado vivo. Me decía con lágrimas en los ojos: «Nunca he sentido más radicalmente la santidad de Dios. Que nosotros no somos Dios y que Dios es santo y excelso, antes que nada». Quien viene del desierto puede comprender el regalo que supone, en la vastedad del espacio cósmico y de nuestro mundo, el hecho de que dos personas permanezcan fieles una a otra, a menudo en silencio la una junto a la otra.

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Quien viene del desierto sabe de la maravillosa luz, clara y brillante, de la presencia de Dios, como en la zarza ardiente. En la soledad del desierto, Dios sigue siendo el rico. Allí y sólo allí nos regala con sobreabundancia, cuando hemos llegado a ser completamente pobres. Y la Iglesia viene del desierto. Nos figuramos que viene de una agradable reunión; en el mejor de los casos, de cenas festivas en las que una comunidad, como se dice tan bellamente, se celebra a sí misma. Vemos todo eso de manera demasiado superficial. Una Iglesia no es una asociación basada en intereses ni una asamblea de propietarios. Una Iglesia son personas que se encontraron en el desierto y que soportaron juntas el silencio de Dios. Por eso era tan digna de crédito la unidad de confesiones que surgió en los campos de prisioneros del Este hasta 1954. Y por eso es tan poco sostenible un ecumenismo nacido, de manera generalmente superficial, en torno a un café con pastas. Un desierto es siempre una emergencia, como la cautividad bajo Stalin, como los encuentros en el hospital. También puede llegar a ser una emergencia tener que pasar juntos e inmovilizados un par de días lluviosos en un espacio reducido. O cuando, por vez primera en nuestra vida, debemos quitarnos los zapatos, por decirlo con esta imagen, porque nos vemos cerca de Dios. La Iglesia viene del desierto porque nació en una situación extrema, en medio de la persecución y al pie de la cruz. Por eso sobre todo, tiene razón Agustín cuando dice que la Iglesia es la comunión de los que aman lo mismo. Se refería en realidad a la fuerza con que estamos apegados a la vida misma. Pues la Iglesia tiene algo que ver con Dios, con la vida en situaciones límite, con la vida y la muerte, el nacer y el morir, el júbilo y la liberación. El Dios que aparece en la zarza ardiente nos dice que sólo él es santo; nadie más, ni hombre ni mujer, ni tabú alguno, sino únicamente él. Por eso mujeres y niños son tan importantes en el mensaje de Jesús. Por eso la corporalidad es tan significativa cuando las mujeres lo tocan o ungen, o cuando de sus manos reciben revividos a sus muertos. Esta luz y claridad, en la que interior y exterior se han convertido enteramente en uno, la ha traído consigo Jesús de

su oración en el desierto. Puesto que todo tiene consecuencia corporal directa, impregna hasta la última fibra de su cuerpo. Como cuando la gloria de Dios hace liviano todo lo oneroso, acaba con todo lo triste. Como cuando, no obstante, todo procede de él solo: «Hemos visto su gloria». La transmitimos como amor. En el silencio percibimos lo que es necesario, y entonces amamos radical e inequívocamente. Cuando recordamos que hemos visto su gloria con los paslorcs en el pesebre y con las mujeres en la tumba vacía, que con corazón palpitante hicimos bautizar a nuestros hijos, y recordamos el comienzo de nuestra fe junto a la zarza ardien(e, nos resulta más fácil ser justos con pasión, porque el desierto es radical y sólo admite la vida que es fuerte y de raíces muy hondas.

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La gracia del desierto La imagen del desierto es ambivalente. Por un lado, significa la lejanía de Dios: «Lejos de ti huí, Dios de bondad, el desierto fue mi morada. Me escondí de ti, amable Señor. Rodeado por la noche de los cuidados de esta vida, cargué con muchos dolores y heridas...» (SIMEÓN EL TEÓLOGO, Himno 33). Pero, por otro, es el lugar de la preparación radical para el encuentro con Dios. En un sermón de Adviento (el 4), Guerric d'Igny recuerda la voz del que clama en el desierto: «Preparad el camino del Señor» (Is 40,3) e invita a considerar la «gracia del desierto», a saber, la «bendición de la soledad, que ya desde el comienzo del tiempo de gracia sirvió para consagrarse al retiro de ios santos». Sin embargo, ya antes de Juan el Bautista, «los más santos de entre los profetas | habían | intimado con el desierto, el ayudante del Espíritu» (I Re 17,2-6; 19,3-14). Sin embarco, Jesús otorgó al desierto una gracia aún mayor, pues en los cuarenta días de su estancia en él «lo purificó y consagró como lugar nuevo para la vida nueva». Venció al diablo en

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favor de aquellos que «más tarde habían de ser moradores del desierto». Así, hay que perseverar en la soledad y dejarse alimentar con el pan de los ángeles. Guerric recuerda también las multiplicaciones milagrosas de alimentos para quienes habían seguido a Jesús al desierto, y cita las promesas de la Escritura: «Fructificarán hermosos parajes en el desierto» (Sal 65,13) y «Extranjeros encuentran su alimento en el desierto, convertido en tierra fecunda» (Is 5,17). Y, puesto que las palabras de los sabios se oyen mejor en el silencio (Qo 9,17), la palabra de Dios puede infiltrarse misteriosamente en el hombre cuando éste mantiene un profundo silencio en su interior (Sb 18,115). El «desierto», por tanto, equivale a la soledad y ocultamiento del corazón callado. Y quien prepara el camino en el desierto «orienta su vida hacia una austeridad mayor». Cristo es para Guerric el cordero procedente de la roca del desierto (tradición rabínica acerca de Ex 17,6; Nra 20,7-11; véase 1 Co 10,4); él interpreta dicha roca como María, lo mismo que los rabinos la interpretaban como la Sabiduría. Así, Jesús es roca de la roca. Junto a la interpretación cristológica de 1 Co 10,4, Guerric recurre, por tanto, a la tradición judía e interpreta tipológicamente la salvación de la época del desierto.

a la muerte y la necesidad de autoafirmación son cosas ilusorias». Cada cual es un desierto: pobre, solo y necesitado1. En este desierto hay que encontrar a Cristo.

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El desierto que debemos atravesar Bernardo de Claraval distingue tres clases de desiertos espirituales, de los que cada vez debemos «subir» y que hemos de «atravesar». El primer desierto es la desconsoladora transitoriedad del ahora. El segundo es la humildad de la pureza cristiana; se llama desierto a este lugar, porque en la mayoría de los casos se está solo en él, casi nadie imita a Cristo. El tercer desierto es la integridad e inocencia, «ser santo en cuerpo y alma». Tarea de los cristianos es «subir del desierto de la transitoriedad presente, por el desierto de la simplicidad humilde, hasta el desierto de la pureza totalmente íntegra». Guillermo de Saint-Thierry habla de la «inmensidad de mi desierto, del dilatado vacío de mi corazón». Muy poco es lo que puede encontrar en él (El espejo de la fe, 121). Según Thomas Merton, sigue siendo válido esto: «En el desierto de la soledad y del vacío queda patente que el miedo

VA camino El llamamiento «Preparad el camino del Señor», de Is 40,3, se oyó muchas veces en tiempos del Nuevo Testamento. Según uno de los textos de Qumrán, un grupo entero se entendió en este sentido como «voz del que clama en el desierto». En Me 1,3 se dice lo mismo de Juan el Bautista, el que predica en el desierto. Así, no resulta sorprendente que «el camino» llegara a ser la denominación más antigua que la comunidad cristiana se dio a sí misma. /:'/ camino que conduce a la salvación En este punto hay que preguntar: ¿dónde es «camino» la imagen del camino «interior» del hombre? En Mt 21,32 se puede traducir: «Juan el Bautista os mostró el camino recto, tal como Dios lo quiere...». También en las demás expresiones -el «camino de la paz», «de la vida», «de Dios», «de la salvación», o bien, por el contrario, «de la perdición»- se pone siempre ante los ojos una meta lejana que, desde la perspectiva del que habla en cada caso, por regla general todavía no se ha alcanzado. La apropiación activa del camino significa seguirlo, «caminar por él». En la mística posterior se habla de los diferentes grados de la perfección, una imagen que se presta muy fácilmente a confusión si se utiliza para hablar de una realidad simple y evidente. Pues en la condición cristiana no existe simplemente el sí o no, ni la disyuntiva o... o; la condición cristiana es siempre un camino. En las cartas del apóstol Pablo se le llama «imitar»; en los evangelios y el Apocalipsis de Juan, «seguir»; y estos escritos están insertos en una Biblia que no se limita simplemente a la «doctrina verdadera», sino que se centra siempre, desde el primero hasta el último libro, en historias. Son historias de salvación y redención, también de la humanación de Dios. Todo requiere períodos de tiempo. Sólo el I.

Th. MURTÓN, Rain and the Rhinoceros. citado según ID., Zeiten der Stille, ed. por B. Schellenberger, Freiburg 1992, p. 18.

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final es como el relámpago, pero eso constituye precisamente su distinción con respecto a todo lo precedente. En este camino, el hombre está necesitado de guía; por eso los ciegos no sirven como guías de ciegos. Por eso el Salmo 23 pertenece al repertorio básico de las oraciones de judíos y cristianos. En la Iglesia antigua se llamaba a la introducción en los misterios de la fe «mistagogía», y estaba claro que tal guía requería mucho tiempo. En este camino se trataba de mostrar, por tanto, «que Dios es esencialmente el inconcebible; que su inconcebibilidad crece, y no mengua, cuanto más correctamente se entiende a Dios, cuanto más cerca de nosotros... llega su amor; ...que él llega a ser nuestra "dicha" sólo cuando se le adora incondicionalmente» (K. Rahner). En lugar de los «grados de conocimiento» o los «grados de perfección» se ponen, por tanto, diferentes estadios de acercamiento. Pero la realidad es la misma. También la imagen paulina de los frutos, por ejemplo los del Espíritu Santo según Gal 5,22, presupone -como sucede con todo fruto- un crecimiento lento. El año litúrgico y la liturgia de las horas están referidos al ritmo de la vida. En virtud de dicho ritmo, y a través de él, llega uno a ser, en el transcurso de su vida, cristiano. Precisamente porque ese llegar a ser es lo decisivo, Pablo habla repetidamente de las fases (etapas, grados) para llegar a ser cristiano. Así, por ejemplo, en 1 Co 3,1-3: «Queridos hermanos y hermanas, desgraciadamente no pude hablaros como a personas que habían recibido el don del Espíritu de Dios. Por desgracia, seguíais siendo personas débiles, susceptibles, muy mediocres, en cuanto cristianos más bien niños de pecho v todavía inmaduros. Así. sólo pude daros leche, y no alimento sólido alguno, pues todavía no lo podíais soportar ni aún lo soportáis al presente. Pues todavía sois personas demasiado mediocres». Parecido es lo que dice en 1 Tes 2,7 (la nodriza todavía alimenta a los niños). Según eso, para Pablo el llegar a ser cristiano es un proceso largo con diferentes estadios. Hb 5,12-14 está formulado de manera llamativamente semejante: «Pues debiendo ser ya maestros en razón del tiempo ...estáis necesitados de leche en lugar de manjar sólido. Lo mismo que un lactante, todavía no podéis digerir los bocadossólidos de la «doctrina de la justicia. Esta es cosa de aventajados que, en virtud de su capacidad de discernimiento aprendida mediante la experiencia, pueden ya juzgar del bien y el

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mal». La comunidad todavía no está tan avanzada; de ahí que el autor deba dosificar cuidadosamente la doctrina de la justicia (obtenida por Jesús, el sumo sacerdote) que, no obstante, expone a continuación. Estas explicaciones se deben entender también como una crítica del modo ordinario de comprender la «espiritualidad». Kn ellas, efectivamente, el problema de la vida espiritual no queda reducido a «vivencias». Se trata más bien, lo mismo que en la instrucción bautismal (catecumenado) y en el curso para principiantes (noviciado), de una fase de aprendizaje y de avance comprobable. Dejarse convencer y formarse convicciones es un proceso que desborda lo simplemente irracional. En esto radica un punto esencial de la crítica a la concepción actual de la tolerancia. En dicha concepción se presupone siempre que el interlocutor correspondiente está «preparado» y es «plenamente adulto». El origen de sus convicciones es tan tabú como su modificación. Ambas cosas quedan relegadas al ámbito de lo irracional y se identifican con Ja «esfera privada». Esto afecta ya a la educación escolar: un aprendizaje gradual posee claras ventajas con respecto a la defensa de posiciones tomadas. En esto radica también la verdad de los «grados de perfección» monásticos. Esta expresión se echó a perder por una errónea comprensión mecánica. El hombre en camino El hombre moderno es muy sensible a la imagen bíblica del camino, pues se pasa gran parte del día «en camino». La imagen del camino tiene hoy el significado especial de ser una negación de todo perfeccionismo en la fe; significa lijar la atención en que vamos por un camino lleno de incertidumbre y riesgo (P. Wust) A la incertidumbre se añade la inquietud, que caracteriza el camino entero del hombre. Se puede de nuevo alcanzar a entender la equiparación bíblica de descanso y patria, también en el sentido de patria eterna junto a Dios como final del camino terreno. Por esa razón, el antiguo género de la bendición para el viaje (especialmente cultivado en Irlanda) revive con intensidad: «Cristo conmigo, Cristo delante de mí, Cristo en mí, Cristo debajo de mí, Cristo sobre mí».

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«Que yo encuentre la vía que conduce hasta la puerta de tu gloria». «Que Dios se apresure a venir a tu encuentro en el camino por donde vas». «Ligera descanse la tierra sobre ti al final de la vida, de manera que puedas sacudírtela rápidamente y huir por tu camino hasta Dios...». «Que tu vía corra a tu encuentro. Que el viento esté siempre a tu espalda. Que el Sol te caliente el rostro y la lluvia caiga mansa en tus campos. Y, hasta que nos veamos de nuevo, que Dios te tenga en la paz de su mano». ¿ Es el camino la meta ? Por otro lado, hoy es frecuente la opinión de que el camino es ya la meta. La búsqueda sustituye, por consiguiente, todo esclarecimiento de las ideas sobre la meta. Considero esta opinión pastoralmente irresponsable, porque un día u otro resulta muy necesario hablar (también entre cristianos) de las ideas sobre la meta. ¿Acaso es realmente deseable, por ejemplo, una existencia en torno sin dolor? ¿No están las ideas sobre el cielo excesivamente determinadas por lo clerical? ¿Se debe orientar al hombre hacia una vida cada vez más larga? ¿Debe llegar a realizarse? ¿Es la meta que los derechos humanos se cumplan plenamente? ¿Es la conciencia subjetiva la última instancia normativa en lo que a las ideas sobre la meta respecta? Hay que preguntar, en suma: ¿nos elegimos la meta o estamos sólo en la búsqueda? ¿Cuántos hombres hay aún que pueden decir: «Con 66 años, de hecho me he acercado más al comienzo de la verdadera vida» (Hermann Kiefer)? Contrariamente a la opinión habitual de que el camino es la meta, se debería destacar con claridad que el camino entero sólo se emprende en razón de la meta, De ahí que sea muy necesario reflexionar sobre la dirección. Por eso en el Nuevo Testamento la expresión «camino» aparece normalmente explicada con un sustantivo que la precisa más, que indica hasta dónde conduce en cada caso el camino (paz, salvación, justicia, Dios).

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La imagen del camino implica que uno cambia a lo largo de él y anhela la meta. Cuando la meta es lo principal, hasta el hambre y la sed de la marcha pierden importancia. La palabra de Jesús, «Yo soy el camino» (Jn 14,6), enseña que el buen camino es un don. Camino y vía crucis Cuanto mayores se hacen los seres humanos, tanto más intensamente perciben los sufrimientos que pueden determinar la vida humana, de manera especial a partir de los 65 años. Se redescubre la vieja imagen del vía crucis. Las catorce estaciones del camino de sufrimiento de Jesús (desde la traición de Judas hasta el entierro) -desarrolladas a menudo en el barroco con inclusión del paisaje- representan el camino de Jesús y de cada vida individual. Con frecuencia, el camino nos hace ascender lentamente por una montaña empinada. Los sufrimientos se entienden físicamente, pero los acompaña también la catarsis (purificación). Esto significa que con la apropiación del sufrimiento ajeno se esclarece, supera e integra también el propio. Cada vida individual es así un camino. Si uno no ha de ser el primero en recorrer el camino del sufrimiento y, por tanto, no ha de recorrerlo solo, el sufrimiento es vencido por el sufrimiento. Precisamente porque la meta de este camino es la cruz, se encuentra al final el perdón. La cruz se convierte en la puerta de entrada al cielo. Esta afirmación fundamental de la curación de lo semejante por lo semejante es válida (no sólo en la homeopatía posterior, sino también) en Bernardo de Claraval: las heridas de la conciencia se curan mediante la consideración (meditación) de las heridas de Cristo. Guiar por el camino que conduce a la luz La imagen de la luz, importante en este libro, conecta con la imagen del camino y del acompañamiento en el camino en una oración de John Henry Newman que acompañaba diariamente al estudioso del Nuevo Testamento, Josef Blank, muerto hace unos años:

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«¡Guíame, luz amorosa, en medio del cerco de tinieblas, guíame! Es noche cerrada, la patria todavía está lejos, ¡guíame! ¡Protege mi pie! No ansio ver un desfile de imágenes lejanas: un paso me basta. No fui siempre así, no he sabido pedir: ¡guíame tú! Mirar el camino, elegirlo, me encantaba. Pero ahora ¡guíame tú! He amado el día deslumbrante, y algún año, pese al miedo, el orgullo rigió mi corazón. Olvida lo que fui. Por largo tiempo me ha bendecido tu poder. Ciertamente me sigues guiando. Por ciénagas y pantanos, por rocas y torrentes, hasta que la noche pase, y con la mañana el ángel haga resplandecer junto a la puerta las sonrisas que siempre he amado y que en ocasiones perdí».

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de la ambigüedad de la palabra exitus, que puede significar «salida» y «muerte». El salmo 114, utilizado en el ritual de exequias, empieza adecuadamente con las palabras: «Cuando Israel salió de Egipto...». Con ello, el entero proceso de morir se convierte en el camino desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Morir pasa a ser una peregrinación desde la tierra (Egipto) hasta el descanso (o la patria) que ya está dispuesto. Donde el morir se entiende como camino, se precisa una especial bendición para el viaje; un ejemplo de ello se encuentra en la liturgia copta de difuntos (Becker/Ühlein II, p. 850): «Dígnate enviar desde lo alto por delante de él un ángel de justicia, un ángel de paz, que lo conduzca hasta ti sin temor. Que la rabia del dragón se demuestre vana, que las fauces de los leones estén cenadas. Que los malos espíritus sean dispersados. Que la gehenna del fuego sea extinguida. Que el gusano incansable encuentre el descanso. Que el difunto se agregue al coro celestial en el seno de Abrahán, Isaac y Jacob en tu reino».

El acontecimiento de la Pascua como camino En dos lugares recuerda la liturgia de la Iglesia la salida de Egipto: en la noche pascual y cuando muere un cristiano. En la liturgia de la noche de Pascua, el cirio pascual se compara con la columna de nube que precedió a los israelitas en su camino desde Egipto hasta Palestina pasando por el mar Rojo. Dicha columna de nube o cirio pascual es imagen de Cristo, que nos precedió en el camino que lleva hasta la salvación. Cirio, columna de nube y Cristo quedan, por tanto, tipológicamente «conectados». «Esta es la noche en que la columna de fuego esclareció las tinieblas del pecado. Esta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos. Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte...» (del Exsultet, el cántico de alabanza al cirio pascual en la liturgia latina). La muerte del cristiano se compara con la salida de Egipto de una manera totalmente distinta. La liturgia saca provecho

El principio del camino corto Encontramos también en el ámbito de la mística: «No has de atravesar los mares, no has de traspasar nube alguna, ni has de cruzar los Alpes. El camino que te fue indicado no está lejos. Sólo has de ir hasta ti mismo al encuentro de tu Dios» (BERNARDO DE CLARAVAL, Sermón 1 de Adviento, 10). Bernardo recoge la imagen veterotestamentaria: no has de viajar lejos, lo bueno y necesario se encuentra muy cerca (Dt 30,12-14). En el Antiguo Testamento se trata de la ley; en Pablo pasa a ser la confesión de Jesús con el corazón y la boca (Rin 10,6-9). Ya en el Evangelio de Tomás (logion 3) se saca de ahí el conocimiento de sí: «Dijo Jesús: "Si aquellos que os guían os dijeren: "Ved, el Reino está en el cielo', entonces las aves del cielo os tomarán la delantera. Y si os dicen: 'Está en la mar'; entonces los peces os tomarán la delantera. Mas el Reino está [por doquier en este mundo] dentro de vosotros y fuera de

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vosotros. Cuando lleguéis a conoceros a vosotros mismos, entonces Dios os conocerá y elegirá, y caeréis en la cuenta de que sois hijos del Padre Viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, estáis sumidos en la pobreza y sois la pobreza misma"». Bernardo conoce esta idea. Pero no la aisla, y la formula con suma audacia: has de ir al encuentro de Dios, o sea, hasta ti mismo. Pues al conocimiento de sí corresponde el conocimiento de Dios. Pues Dios ya ha actuado en mí. En este mismo sentido dice Guerric d'Igny: «Con cada avance, el Señor para cuya llegada está preparado el camino viene a nuestro encuentro siempre de nuevo y cada vez mayor» (Sermón 5 de Adviento). La luz La imagen de la luz es para la religión de la Biblia de la mayor importancia. Esto se debe probablemente a la estrecha relación existente entre luz y vida. Esta conexión es patente: en la tiniebla -pese a algunas excepciones- nada puede prosperar realmente. Puesto que el Dios de la Biblia es el Dios de la vida, resulta fácil de entender también la realidad simbólica de la luz. En las catacumbas paleocristianas se encontraban las palabras FOS (luz) y ZOE (vida) dispuestas en forma de cruz. Surgió así un signo secreto de Jesús:

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Así -en analogía con la noción egipcia de rey- se aguarda a Dios como «Sol de justicia» (Malaquías). La gloria de Dios se concibe como resplandor luminoso. En consecuencia, mediante la luz Dios realiza transformaciones en forma de transfiguraciones. Así, el rostro de Moisés brillaba «como el Sol», y del mismo modo precisamente brillarán también al final los justos transfigurados por Dios. Algo parecido sucede cuando el rostro de Esteban brilla como el de un ángel (Hch 6,15). De ahí que el brillo del rostro (de los ojos) pueda también representar en general una corporalidad modificada. Pues quien tan fundamentalmente se ha convertido en otro puede también caminar sobre el mar -no sólo después de la resurrección- y entrar atravesando puertas cerradas. Lo mismo que la luz penetra rápidamente e ilumina sin violencia, lo mismo que da claridad y fomenta la vida, así precisamente actúa también el Dios de la Biblia. Casi todos los ámbitos a los que se dedican afirmaciones religiosas se pueden comprender mediante la imagen de la luz:

Qué puede significar la luz

Puesto que la luz implica la posibilidad de conocer y percibir algo, la imagen de la luz representa que el Evangelio se puede percibir y comprender («elementos cognitivos»). También es importante la luz que se precisa para el conocimiento de sí. Quien vive sin Dios está en la tiniebla; quien es capaz de creer en él, en la luz. Bien y mal se oponen entre sí como luz y tiniebla. Lo mismo que la luz no conoce límites, también el profeta, o el pueblo de Dios, es designado, según el Segundo Isaías, «luz de las naciones» (Is 42,6; 49,6). El Nuevo Testamento aplica esta afirmación a Jesús y sus mensajeros. Y si los magos paganos vienen a adorar a Jesús, es que para los pueblos paganos ha amanecido una luz.

La luz penetra sin violencia; por eso puede representar de manera especial el modo en que Dios actúa en el mundo. Y por eso, cuando Dios «irrumpe» en el mundo, tal hecho se describe una y otra vez como una visión luminosa. Tales visiones se producen desde el cielo, porque de allí procede la luz. Por eso se puede comparar a Dios una y otra vez con el Sol.

Debido a la significación litúrgica del cántico de Simeón, «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz...» (Le 2), esta afirmación sobre la luz de las naciones adquiere especial significación en la liturgia. Según Guerric d'Igny, Simeón mismo se convierte en el portador de la luz (porque tomó en brazos a Jesús; los monjes son portadores de luz): «Tú no lo llevas sólo en las manos, también en los pensamientos... La tiniebla

F ZOE S

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del mundo ha quedado disipada. Los pueblos caminan a tu luz, y la tierra entera está llena de tu gloria» (Plática 1 en la fiesta de la Purificación). Cuando Jesús trae el Evangelio a los hombres, equivale a la luz. Cuando Dios se hace hombre en Jesús, se manifiesta la luz en la tiniebla. Cuando el señorío de Dios se revela al fin, ha amanecido la luz del último día. También el juicio depende de la luz, que brillará en él iluminándolo todo. Precisamente por eso se habla del «día» del juicio. Las intimaciones bíblicas a «velar y orar» tienen probablemente su origen en la costumbre bíblica de ir ya por la mañana temprano al templo para orar -costumbre posiblemente motivada por la convicción de que también Dios tiene entonces fuerzas renovadas. Ivas exhortaciones a la vigilancia son luego trasladadas, de la visita matutina al templo al comienzo del día, a la espera del día del Señor. El uso teológico de la metáfora de la luz puede partir de las curaciones de ciegos y considerar éstas, en sentido simbólico real, como parte efectiva del todo. La luz es una imagen de la llama de la vida. Por eso la vida eterna se concibe metafóricamente como una luz que no se apaga. La luz tiene mucho en común con la vida: es una llama amenazada, es finita, puede ser -piénsese en una lamparilla de aceite- silenciosa y «sin violencia». En las estaciones más oscuras del año cabe conectar con el mensaje de la espera de la luz. Existe un vínculo indisoluble entre los momentos del día en que se celebra el culto divino (noche, mañana, tarde) y el simbolismo de la luz empleado en cada caso. Esto se puede decir aún con mayor razón de la cotidiana liturgia de las horas. De la misma manera, existe una estrecha reciprocidad entre la respectiva iluminación litúrgica (velas, lámparas colgantes; ventana) y el lenguaje teológico figurado de los textos. En este ámbito, textos y signos luminosos llegan con frecuencia a convertirse realmente en una sola cosa.

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La nueva luz Para los primeros cristianos la imagen de la «luz» representa siempre lo nuevo que ahora, con el fin de los tiempos, despunta. Pues el día judío comienza en la tarde de (lo que nosotros llamamos) la «víspera». Así, la luz nace cada día de la noche. Así, la luz de cada nuevo día se convierte en imagen de la luz nueva que Dios ha enviado al mundo con el Evangelio. Típico del doble uso que los primeros cristianos hacían de la metáfora «luz» es el razonamiento de 1 Tes 5,1-8. Pablo equipara tiniebla y noche, y asocia con ellas «dormir» y «estar borracho», así como «ladrón». Por otro lado, conecta el día del Señor con cada «día», con «luz», y vincula con todo ello «estar despierto (en vela)» y «estar sobrio». Así consigue llegar al siguiente razonamiento: los cristianos son «hijos de la luz» y evitan la tiniebla y la embriaguez. «Velan», y por eso no caen en la indiferencia general. Así, están moralmente cualificados y, como hijos de la luz (del día), pertenecen también a la luz del día del Señor, del día del juicio, que a ellos no les supondrá perjuicio alguno. Desde luego, Pablo relativiza la enorme exigencia ética de su uso metafórico de la luz, al decir en 1 Tes 5,9-10: «Dios... nos ha destinado... para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros. Si somos salvados, esto significa que vivimos junto al Señor, y entonces da absolutamente igual que velemos o durmamos...». La antítesis luz-tiniebla se ha de entender, ante todo, moralmente, en el sentido de bien-mal, pero después equivale también a salvación-desgracia. Toda conversión al judaismo (antes, por tanto, del cristianismo) se entendía ya como un paso de la tiniebla a la luz, y esto es un acontecimiento pre moral. «Luz» en las plegarias eucarísticas En los «prefacios», al comienzo de la parte principal de la liturgia de la Cena, se habla a menudo, de manera impresionante, de la luz: «Tú nos has sacado del dominio de las tinieblas y nos has llevado a la luz, al reino de tu Hijo amado. Por él han amanecido para ¡os rectos de corazón la luz en las tinieblas y la alegría por la salvación eterna. Cristo es la luz y la sal-

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vación del mundo entero. Llénanos tú con la luz de tu claridad y aparta de nosotros toda sombra de infidelidad. Haz que, traspasados por los rayos de la verdadera luz, el día del juicio justo podamos mirar con los coros de los ángeles al Sol que no declina» (Corpus Praef., n. 423). «Tú eres el resplandor maravilloso de todos los santos. Tú iluminas a todo hombre que viene a este mundo. Ilumina, te rogamos, nuestra conciencia y nuestro corazón. Destierra la sombra de cuanto es contrario a nosotros, de manera que podamos llegar a Cristo, la luz verdadera, y exultemos con su alabanza» (Corpus Praef., n. 936). «Por ti ha empezado a brillar la verdadera luz, pues tú has remediado para los enfermos la ceguedad del mundo. Pues, entre los muchos milagros que obraste con tu fuerza, también diste la vista al ciego de nacimiento. Con ello quedó expresada para todos los hombres una parte del futuro. Pues éste todavía está cubierto por tinieblas injustas. Pues aquel estanque de Siloé, al que enviaste al ciego, no significa otra cosa que la sagrada fuente del bautismo. Allí se purifican, no sólo los ojos corporales, sino el hombre entero» (Corpus Praef, n. 627). «El se hizo hombre y nació. Esto celebramos hoy. Mediante esta celebración anual damos testimonio de que ha nacido la luz de las naciones» (Navidad). «Gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» (Navidad). «Tu Unigénito se ha manifestado en nuestra carne mortal. De ese modo nos ha restaurado con la nueva luz de su vida eterna» (Epifanía). Esto significa que la luz es el modo en que Dios se muestra activo en el mundo. Las epifanías de luz de la Biblia son sólo una pequeña parte del modo completo en que Dios se hace presente entre los hombres. Desde este planteamiento cabe entender también Ap 21,23: «La ciudad puede renunciar a la luminosidad del Sol y a la claridad de la Luna, porque la gloria de Dios la llena con su resplandor, y el Cordero le regala su luz».

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Sin embargo, el don de la luz al mundo significa, ante lodo, que Dios quiere hacerle partícipe de su gloria. Por eso lo reviste con su propia gloria radiante. Dicha gloria consiste siempre en que las fronteras quedan eliminadas. Pues «luz de los naciones» significa liberación de las fronteras que separan. La «luz de la vida eterna» consiste en que la frontera de la muerte ya no separa. El conocimiento visible de Dios en Navidad implica la eliminación de la frontera de separación entre Dios y hombre. El lenguaje sobre la luz y la gloria de Dios llena, por consiguiente, una parte importante de la función que en el Nuevo Testamento, especialmente en Pablo, desempeña el Espíritu Santo. Las ventajas de ello son que este uso simbólico de la luz está, por fortuna, exento de la discusión sobre el carácter personal del Espíritu Santo, y que se puede contemplar sensorialmente. Si el ojo no fuera de condición solar... La famosa frase del neoplatónico Plotino (t 270), «Si el ojo no fuera de condición solar, nunca podría ver el Sol» (versión de J.W. von Goethe), es, entendida cristianamente, una frase importante y reiterada a menudo en las predicaciones de los primeros cistercienses. Significa que sólo un hombre al que Dios ha regalado previamente su luz y su gracia puede percibir a Dios. Según Bernardo de Claraval, se puede decir: «No podrías ver en modo alguno eso (que diariamente ves) si el ojo mismo no fuera semejante en su claridad y transparencia innatas a la luz celeste (del Sol)... Si el ojo fuera completamente puro como el Sol, contemplaría de verdad el Sol sin detrimento alguno de su potencia visual. Del mismo modo, el iluminado puede contemplar ya en este mundo cómo brilla ese Sol de justicia que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, pues en cierto sentido es semejante a él. Sin embargo, no puede ver en ningún caso cómo es, pues todavía no es perfeclamente semejante a él. Por eso se dice: «Los que lo miran quedarán radiantes, no habrá sonrojo en sus semblantes» (Sal 34,6). Así será, en efecto; pero sólo cuando estemos suficientemente iluminados para poder contemplar la gloria del Señor con el rostro descubierto y ser transformados a su

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misma imagen, «de claridad en claridad como por el Espíritu del Señor» (2 Co 3,18)» (Sermón 57 sobre el Cantar de los Cantares). Por eso pide Bernardo: «Purifica el ojo, para que puedas contemplar la luz más pura...» (Sermón 4 de las vísperas de Navidad). Precisamente porque el ojo sólo ve cuando es puro, se puede decir: «A Dios sólo se le puede comprender cuando se vive según el Espíritu Santo. Pues Dios es Espíritu Santo» (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 35,1). Esto significa que la espiritualidad tiene algo que ver con el principio elemental de que sólo se puede entender (y también transmitir y comunicar) realmente la verdad religiosa cuando ésta se vive. No pensamos aquí en la teología científica en el sentido de ciencia moderna del campo de las humanidades tal como se enseña en las universidades. Pensamos en la verdad en el sentido bíblico de la palabra, que sólo podemos testimoniar íntegramente. Quien confunda ambas cosas no podrá «exponer» ninguna de las dos.

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las Escrituras o para el conocimiento de los misterios -lo uno, creo yo, para la propia alegría, lo otro para la edificación del prójimo-, entonces, sin duda, el ojo del novio descansa sobre ti. El hace subir tu justicia como el día, y tu rectitud como el sol de mediodía. Por eso se dice en el profeta: "Como un sol amanece tu luz" (Is 58,10). Pero, desde luego, este rayo de luz no penetra a través de puertas abiertas, sino sólo a través de resquicios... Pues ahora vemos como en un espejo... (I Co 13,12)». El «fuego devorador» que es Dios consume, según Bernardo, sólo las faltas (Sermón 57 sobre el Cantar de los ('a nía res). Y según su escrito Sobre el amor de Dios, «un hierro calentado al rojo vivo en el fuego [se hace] semejante al fuego. El aire atravesado por la luz del Sol se transforma en la claridad misma de la luz. Así pasa también cuando uno se deja transformar dentro de la voluntad de Dios», y así Dios podrá ser todo en todo.

El espejo de la luz Pablo escribió en 1 Co 13,12: «Todo lo que ahora vemos, lo vemos sólo borroso y como distorsionado a través de un espejo, pero un día veremos cara a cara. Ahora mi teología es sólo una obra imperfecta, pero entonces todo será claro y patente, igual que Dios me ha conocido de forma clara y patente». A partir de esta formulación, el modo plástico de hablar sobre la luz va a estar ligado al del espejo. Así, según Matilde de Magdeburgo (ti282 ó 1294), se puede decir: «Tú eres mi Sol, y yo soy tu espejo» (Fluida luz, de la divinidad, 1,6). Luz. y fi'ego Del fuego, que es luz e ilumina a los hombres, habla Bernardo de Claraval en el Sermón 57 sobre el Cantar de los Cantares (los elementos de la típica teología de la luz se destacan en cursiva): «...el Juego se encendió en mí, y las ascuas se inflamaron debido a mi pensamiento (Sal 39.4). Ahora bien, si este fuego ha consumido toda mancha de pecado, toda herrumbre de falta; si la conciencia así se ha purificado y sosegado, y e! espíritu de repente se ha dilatado extraordinariamente, y la luz afhive e ilumina el entendimiento, sea para la comprensión de

Luz y anhelo En Guerric d'Igny encuentro un buen ejemplo de la teología cisterciense de la luz: «Di, por tanto, lo mismo que María Magdalena, si lo buscas con parecido deseo: "Mi alma te ansia de noche, y también mi espíritu en mi interior. Desde por la mañana temprano te busco con la mirada" (Is 26,9). "Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma tiene sed de ti" (Sal 63,2)... La mañana del día sin ocaso ya nos ha enviado sus rayos. La mañana ya ha dado la bienvenida al nuevo So!... Velad para que os amanezca la aurora que es Cristo. Entonces te regalará el Señor un rayo de la luz que tiene escondida en sus manos» (Pláticas, 11,146). Según Guillermo de Saint-Thierry, para los «hijos de la luz» hay una consolación profunda «en el repentino relampagueo de una gracia iluminada, cuando los ojos iluminados del corazón ven al que se revela, sienten al que promete, contemplan algo, qué edificación y copiosa redención hay en él... Pues así empezará a resplandecer para el creyente un nuevo

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rostro de la fe en el conocimiento de Dios, conocimiento que en esta vida sólo se promete, pero que en el futuro se regalará plenamente» (Espejo de la fe § 67). Resurrección y contemplación En Guerric d'Igny {Pláticas II 149) se encuentra un pasaje notable sobre la relación entre resurrección y contemplación: «Todo nuestro espíritu, por tanto, ha de resucitar y revivir, sea a la vigilancia en la oración, sea a la perseverancia en el trabajo, de manera que, con un celo vivo y hasta cierto punto renovado, cada cual pueda demostrar de nuevo que ha recibido parte en la resurrección de Cristo ... Su perfecta resurrección -mientras permanece en este cuerpo mortal- es la apertura de los ojos para la contemplación. El entendimiento no alcanzará ésta, sin embargo, hasta que la facultad de amar no se abra de par en par con muchos suspiros y vehementes deseos, para ser capaz de dar cabida en sí a tan gran majestad» (Sermón 3 de la fiesta de Pascua). Este modo de entender la resurrección se encuentra de manera muy semejante en el siglo n d.C, en la Carta a Regino, un tratado que discute con la incipiente gnosis a propósito de la resurrección (trad. Berger/Nord, pp. 1.043-1.047). Además, en el tercer sermón de Guerric en la fiesta de san Pedro y san Pablo, «el día» llega «diariamente, cuando él (el día, es decir, Dios) se manifiesta cada vez más e ilumina a través de la verdad». Luz y alegría En su carta al preboste Tomás, Bernardo vincula también luz y alegría: «Puesto que Dios... atrae el corazón del hombre con su increíble bondad y poder a su maravillosa luz... [el hombre] debía llegar al verdadero conocimiento de que ya no es hijo de la ira, sino de la benevolencia, en virtud de la misericordiosa visitación mediante la luz divina, mediante

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la repentina intervención de la diestra del Altísimo... Pues como Dios separó la luz de la tiniebla (Gn 1,4), al amanecer el Sol de justicia el pecador se sacude las obras de la tiniebla y se ciñe las armas de la luz..., de manera que él respira con la primera irradiación del Sol, y entonces empieza a gloriarse de la esperanza contra toda esperanza en la gloria de los hijos de Dios, gloria que él contempla ahora de muy cerca y con rostro descubierto con una luz nueva, y dice exultante: "La luz de tu rostro, Señor, está esbozada sobre nosotros; has puesto en nuestro corazón el don de la alegría"». Luz secularizada en la Ilustración El uso cisterciense de las metáforas de la luz hubo de experimentar con la Ilustración una secularización importante y cargada de consecuencias: Joaquín de Fiore (t 1202) habla de la edad de la luz y del Espíritu Santo, que empezará en breve y que no será introducida por el Papa ni los obispos, sino por una élite intelectual y ascética. G.E. Lessing, en su escrito Sobre la educación del género humano, secularizó de forma consecuente este planteamiento histórico-teológico -en referencia explícita a Joaquín-: en lugar de la teofanía de Dios, pone la luz de la Ilustración; en lugar del Espíritu Santo, la conciencia y el pensamiento ilustrado; en lugar de los mandamientos, se ponen a partir de entonces los valores; en lugar de la esperanza escatológica cristiana, la expectativa de la ilustración universal. Ya la palabra «Ilustración» es una traducción de «apocalipsis». El tiempo de la Ilustración es para Lessing el luminoso final de la oscuridad. En esa época la teología cristiana de la historia quedó secularizada, y a mí me interesa volver al punto inmediatamente anterior a esa secularización. Pues la sustitución del tema «Dios» por el de la «conciencia», con sus nuevas apreciaciones, no se llevó a cabo de manera totalmente impune. Concreción Quizá también el lector se haya percatado de que, en la habitación decorada con motivos navideños, no sólo resulta hermoso el momento en que se encienden todas las luces, sino

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también y especialmente aquel en el que aún son muy pocas las velas que arden en el árbol, o quizás una tan sólo, la luz del pesebre. Nosotros tenemos un viejo pesebre de barro sin cocer, y cuando, en medio de las figuras, aún arde sólo una vela, las sombras de las figuras se alzan por las oscuras ramas del árbol o resultan visibles en las cortinas y los rincones de la habitación. En las tardes y noches de las trece noches santas que van desde Navidad hasta Reyes suele haber casi siempre un completo silencio, un silencio que no inquieta y, además, en la habitación, una oscuridad que más bien sosiega. Porque está ahí esa sola luz. Si en otros momentos tenemos miedo en la oscuridad, ahora no. Si en otros momentos ansiamos claridad y luz, ahora basta esa única velita. La multiplicidad de luces pone más bien nervioso; su unicidad, no. Por eso, el hecho de que judíos y cristianos crean sólo en el Dios uno y único más bien podría y debería producir sosiego. No nos vemos traídos y llevados en medio de la competencia de diferentes dioses, sino que podemos apoyarnos tranquilamente en el único. En nuestra imagen de la luz en la oscuridad también se puede ver que este Dios uno y único nada tiene que ver con la intolerancia y la violencia, sino con el hecho de que el señorío de este Dios sólo tiene una modalidad: la de difundirse realmente, como una suave luz en la tiniebla. Nuestra tiniebla está ahí, e indudablemente hay en ella una luz. Quizá por eso resulte tan tranquilizador, porque todo, oscuridad y luz, coexiste de forma tan natural. Pues la luz realiza su obra en la tiniebla, de manera que actúa hasta en el último rincón del espacio; nada se sustrae a ella, salvo la pared. Al mismo tiempo nos fascina también la desproporción: tanta oscuridad y tan poca luz. Precisamente esa realidad desproporcionada, de la que vivimos siempre, es, además, trasunto de nuestra alma, de ese misterio singular e insondable presente en nosotros. ¡Qué contentos nos ponemos siempre que en el desierto de nuestras dudas y deficiencias está presente al menos esa sola luz...! Con ella nos reconocemos, por tanto, perfectamente. Precisamente por eso la luz del pesebre puede penetrar, se nos mete dentro, como suele decirse. En uno de los libros de mi reserva bibliográfica, alguien escribió a modo de lema: «No soy todo eso que ellos elogian, no soy más que oscuridad baldía, tú eres la luz».

Por eso la presencia de Cristo en la Eucaristía es tan importante para nuestra fe, porque en este mundo difuso constituye el polo fijo de una presencia segura. «Uno debe velar», rezaba el título de un libro de Manfred Hausmann publicado en los años cincuenta. Lo que yo quisiera decir es que uno vela, uno está ciertamente ahí. Éste es el modelo fundamental de la espiritualidad apocalíptica de Jesús y Pablo: por tenebroso que sea y pueda llegar a ser el mundo, hay en él una chispa de la luz del nuevo día. Sólo una chispa hace soportables ambas cosas: por supuesto, la tiniebla, pero también la luz. Porque la chispa está amenazada como nosotros mismos. Lo consolador sobre toda medida está en un punto, y por dicho punto se mantiene todo en equilibrio. Un tipo singular y maravilloso de equilibrio. Tanta oscuridad y tan poca luz. Pero así es en el mejor de los casos.

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La teología en la que acabamos de entrar tiene mucho que ver con la Navidad, con la Epifanía (pues «epifanía» significa que lo portentoso se hace visible), con la manera rusa de celebrar la Navidad. Tiene mucho que ver con el evangelio de Juan y con estas palabras de Jesús: «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios». Ver a Dios... Semejante cosa ha desaparecido de nuestras ideas sobre la meta; de manera absolutamente injusta, pasa por ser un elemento «griego» y, por tanto, con toda la apariencia de ser falso. ¡Resulta difícil creer lo que hemos llegado a imaginar también a propósito de eso! Nosotros, con nuestra teología occidental llena de abstracciones y nuestra mentalidad de hombres de acción. Eso de «corazón puro» y «ver a Dios» no encaja con ninguna de las dos cosas. Sin embargo, cuando miramos la luz del pesebre, no hacemos ningún acto de confesión, ni, por decirlo así, sucede nada en absoluto. Es como cuando alguien se toma tiempo o, por ejemplo, se sienta en la iglesia sólo para poner «su alma al sol». Lo único que se produce es una modificación por observación. Pablo lo dice así: los cristianos podemos ver libre y abiertamente la gloria del Señor que se refleja en nuestro rostro. Y precisamente porque miramos al Señor mismo, que nos regala el Espíritu, somos transformados cada vez más en la gloria del Señor.

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Desde luego, esto sólo significa que me dejo colmar sin reparo alguno por la realidad de que tú eres el único, la única luz. Con frecuencia admiramos la fuerza de atracción del islam, porque las cosas no son tan difíciles como en el cristianismo, sino fáciles. Pero el cristianismo se vuelve también fácil cuando ponemos este elemento común con el islam, el Dios único, por encima de todo. Esa transformación puede adoptar también forma de arquitectura. De camino de la oscuridad a la luz, sencillo y austero, como en el primer gótico cisterciense: un ansia austera del Sol de la gracia. En la liturgia de las Horas de esos monjes, esto aparece expresado siete veces cada día: Señor, transfórmanos en la luz que tú nos has revelado. Esta fue, es y posiblemente será la fraterna respuesta cristiana al islam. Por ejemplo: «Señor, que el resplandor de tu gloria ilumine nuestro corazón. Haznos capaces de atravesar con ese resplandor las tinieblas de este mundo y llegar a la claridad eterna de la patria celestial».

de Dios, visible en la imagen, efectúa un esclarecimiento en nosotros mismos. Así, un corazón puro y ver a Dios bien podrían ser dos aspectos de la misma realidad. Esta presencia de Dios podría tener como consecuencia la serenidad y la sonrisa. Esto queda perfectamente expresado en la tradición árabe sobre Jesús, según la cual Juan el Evangelista tenía una risa contagiosa, y Simón Pedro un llanto contagioso. Entonces dijo Simón a Juan: «Te ríes tanto como si ya hubieras llevado a cabo la obra de tu salvación». Le contestó Juan: «Tú lloras tanto como si ya hubieras desesperado de tu Señor». Entonces reveló Dios al Mesías: «De esos dos modos de vivir, el de Juan me agrada más».

Desde mis primeros tiempos de estudiante poseo un libro con los himnos de Simeón el Teólogo, traducidos por uno de los teólogos ejecutados por los nazis. El primer himno es como un hondo suspiro ante la luz del pesebre, y comienza así: «¡Ven, luz verdadera! ¡Ven, vida eterna! ¡Ven, misterio escondido! ¡Ven, inefabilidad! ¡Ven, luz sin ocaso! ¡Ven, resurrección de los muertos! ¡Ven, tú que permaneces siempre, pero que atraviesas las horas! ¡Ven, nombre sumamente anhelado y sumamente celebrado! Exponer lo que eres y cómo eres, conocer eso y cómo es tu existencia, nos seguirá siendo eternamente rehusado. ¡Ven, alegría sin final! ¡Ven, púrpura real! ¡Ven, solitario, al solitario!, pues solo estoy, como ves. ¡Ven! Te has convertido en mi anhelo, me has dado el ansia de ti». Ahí se desvanecen todas las preguntas, como, por ejemplo, la de por qué el cristianismo es luz -pues no se trata de una teoría-, o la de dónde radica la diferencia ideológica respecto a la devoción de algunos nazis por la luz -no se pretende establecer una delimitación ideológica, ponerse a cubierto de malentendidos-. Por el contrario, se trata de que la presencia

La luz del pesebre no se ha de confundir con la luz de la Ilustración, a la que tan ligados estamos en la universidad, especialmente dentro del campo de la teología y de la exégesis bíblica. Ante la luz del pesebre, la luz de la Ilustración de la ciencia moderna es como una carga concentrada de luz de neón, fría y justa, que cubre la superficie. Los ilustrados insistían, de hecho, en que ahora ha despuntado el tiempo final, en que la única luz de un Mesías iba a quedar sustituida por el verdadero tiempo final en el que todos nosotros estaríamos iluminados. Pero todo lo que ha sucedido desde la Ilustración, incluidos la disuasión nuclear y el hombre clonado, debiera hacernos escépticos con respecto a la capacidad de la luz de neón para hacer feliz. Nadie quiere apagar la luz de neón, pero tomar ésta por la salvación escatológica fue y será un gigantesco engaño. La controversia dentro de la teología de las próximas décadas se centrará en la cuestión de cómo se relacionan la luz del pesebre y la luz de neón. En este punto, no cabrá pensar en exclusividades. Pero la luz del pesebre ha recuperado terreno. La gente menospreciada a la que se suele llamar «sencilla», que inexplicablemente sólo iba a la iglesia en Navidad, esos supuestos maniáticos de lo cursi, lo sabían desde siempre, sin embargo, mejor que la teología erudita. A diferencia de lo que ocurre con la luz de la Ilustración, la del pesebre no se difunde homogéneamente por todas partes, de manera que se pueda olvidar su origen. Por el contrario, su luz está concentrada en un lugar. Ahí está lo santo, ahí está el niño en el pesebre. El proceder adecuado ante ello no es el análisis, sino dejarse envolver y cautivar por la clara rea-

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lidad de lo único. ¿Cómo se dice en las antífonas del Magníficat de la última semana de Adviento? «Oh Sol que naces de lo alto, Resplandor de la luz eterna, Sol de justicia, ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte». Ahí tampoco debemos preguntar enseguida por las otras religiones, pues de nuevo iría directamente contra las reglas del juego. Pensamiento competitivo, comportamiento del mercado, el cliente como rey. Fuego de bloqueo. Duda y desasosiego. «Que se refleja en nuestro rostro», había dicho Pablo. Junto a la luz del pesebre, casi no podemos ver otra cosa que la luz y su reflejo en las figuras, en tanto que están vueltas a la luz, y en las ramas oscuras. Cuando Pablo habla del reflejo de la luz de Dios en el rostro de Jesucristo, uno casi piensa en las figuras de un belén. Pablo tiene razón: la luz se hace perceptible por su reflejo en el rostro de los demás. Esto no es aún una reconciliación. De nuevo se abre paso a empujones, allí en medio, un concepto abstracto perfeccionista; la realidad es mucho más simple y más compleja a la vez. Bonhoeffer lo dice así: «Haz que ardan hoy cálidas y luminosas las velas / que trajiste a nuestra oscuridad, / reúnenos, si es posible. / Sabemos que tu luz brilla en la noche». De manera que esa sola luz reúne porque todos callan, porque los rostros individuales sólo son perceptibles por el reflejo de esa sola luz. «Reúnenos, si es posible». Si es posible... No es un simple optimismo aleluyático, flor retórica cristiana sobre la unidad. No, a veces no es posible. Queda entonces la luz, a la que podemos mirar juntos. Quizás a menudo predicamos de modo demasiado perfeccionista sobre la reconciliación o la entrega. A lo mejor debiéramos decir con más frecuencia: «si es posible». Entonces sabríamos que no depende sólo de nosotros, que debe darlo Dios. Pensemos dónde se producen los verdaderos cambios y hasta qué punto hemos de creer a la luz misma capaz de encauzar sin violencia los corazones en otra dirección. Y que, ante el silencio de la luz, todos somos hermanos. Con el texto que hemos citado sobre la luz en las tinieblas, el evangelista Mateo prepara la vocación de los discípulos y el Sermón de la montaña con la fórmula «para que se cumpliera lo dicho por el profeta Isaías» (Mt 4,14). Esta misma expre-

sión le sirve, unas páginas más adelante, para introducir una segunda sección donde se tratan los hechos de Jesús, los llamados milagros: él cargó con nuestras flaquezas y enfermedades, «para que se cumpliera lo dicho por el profeta Isaías» (Mt 8,17). Desde el punto de vista de la composición, ambas cosas van juntas. El siervo de Dios es el Maestro, y con ello la luz; él es también quien cura con plenos poderes.

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Agustín describe cómo ambas cosas van juntas: «Tú llamaste a gritos, y así venciste mi sordera. Tú resplandeciste como antorcha y ascua, y así ahuyentaste mi ceguera. Tú me soplaste como viviente llama de vida, y yo empecé a tomar aliento y a respirar ante ti. Paladeé un poco, y ahora tengo hambre y sed. Tú me tocaste, y yo me encendí en anhelo de tu paz». El tesoro Con la palabra clave «tesoro» asociamos: valioso, oculto o escondido, buscar, encontrar, desenterrar, enterrar, guardar; algo que no es de todos, sino que pertenece a propietarios determinados... Una realidad de cuento de hadas con la que uno se hace «fabulosamente» rico. La palabra «tesoro» está vinculada en tan gran medida al sueño de la riqueza colosal (como cuando se gana un gran premio en la lotería), responde tan inequívocamente al instinto de propiedad, que no resulta fácil imaginar cómo tal palabra pudo pertenecer a la espiritualidad del cristianismo primitivo. Por otro lado, normalmente uno no puede darse un tesoro a sí mismo. Tiene suerte y lo encuentra. Lo maravilloso, lo que brilla resplandeciente, lo misterioso ligado a menudo con personas muertas hace mucho («el tesoro de los nibelungos», «el tesoro de los templarios»), hace que la palabra «tesoro» se convierta en imagen del carácter inescrutable de las promesas. El tesoro en el campo ¡ Evangelio de Tomás, 109: «Dijo Jesús: "El Reino se parece a un hombre que tenía escondido un tesoro en su campo sin saberlo. Al morir dejó el terreno en herencia a su hijo,

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que tampoco sabía nada de ello. Éste tomó el campo y lo vendió. Vino, pues, el comprador y, al arar, dio con el tesoro; y empezó a prestar dinero con interés a quienes le plugo"». En este texto se describe muy sobriamente cómo se llega hasta un tesoro: no por poseer (sin saber), ni por comprar (sin saber), sino sólo por arar, es decir, por cultivar el campo donde se encuentra escondido el tesoro. Actuar y conocer están relacionados. A ambos se contraponen la pereza y la ignorancia. El hallazgo del tesoro sigue siendo, aun en esas circunstancias, una gran cosa completamente inmerecida. Los cristianos pueden y deben llegar a ser inconmensurablemente ricos desde el punto de vista espiritual. Pero esto no sobreviene de manera exclusivamente espontánea. Este texto es una buena ilustración de la doctrina de la gracia en el cristianismo primitivo. El tesoro en el campo II Mt 13,44: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo. Un hombre lo encontró, pero volvió a esconderlo enseguida. Lleno de alegría, vendió todo lo que tenía y compró el campo aquel». Este hombre es a la vez astuto e insensato. Es astuto y hasta listo de manera casi sospechosa. Encuentra un tesoro, pero no le dice nada al legítimo y actual dueño. En vez de eso, adquiere el terreno al precio habitual en el mercado. Un especulador, por tanto. Y una persona de cuidado, amiga de obrar en secreto. No actúa de manera abierta, sino que pone sus miras sólo y directamente en su provecho. ¿Un «héroe inmoral»? Aun así, desde el punto de vista del puro derecho formal, todo sigue siendo correcto. Pues él no tiene por qué decir lo que sabe. Simplemente, hace como si no hubiera tesoro alguno en el campo. «¿Qué quieren ustedes, pues?», podría decir, «He comprado el campo normalmente. Lo demás es cosa mía». Se trata de la misma astucia en asuntos de dinero que Jesús describe a menudo y que debió de fascinarle. Así hace la gente lista. Piensan sin escrúpulos en su provecho, proceden de modo absolutamente consecuente, pero sin consideraciones morales.

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Pero este hombre es también bastante insensato. Vende literalmente todo lo que tiene. Un remate de su casa que incluye el cese del negocio, con liquidación total y subasta de su vivienda. Por eso lo da todo, lo vende todo, todo lo heredado y lo familiar, la mesa de los padres, la vajilla de la cocina. Sólo así llega a tener lo suficiente. Más barato no puede ser, pues los bienes inmuebles son siempre caros. El hombre se deshace de todo, pues posee algo así como una mentalidad de buscador de oro. Por eso se ha dejado encontrar ya el tesoro. Como los buscadores de oro, se juega todo a una carta. ¿Debe uno arriesgarse a todo o nada? Ciertamente, en las circunstancias descritas es sensato renunciar a todo. Pues entonces se hace por cálculo, por astucia, y con perseverancia y gran fuerza para llevarlo adelante. Este elemento del cálculo, de la sabiduría del hombre de negocios, de la preocupación por el día de mañana, pertenece a la mentalidad de los primeros discípulos de Jesús, y no se debiera abandonar nunca debido a nociones dudosamente religiosas sobre el deseo -sólo aparentemente idealistas. Y todavía hay algo más. En un grupo grande hicimos una vez el ejercicio de contar de nuevo esta parábola. Todos olvidamos un rasgo del relato: Lleno de alegría, vendió... En la mayoría de los casos, ponemos nuestra alegría sólo en ganancias que se añaden a las que ya poseemos. La alegría de poder dar en un gran trueque lleno de audacia, por decirlo así, sólo la conocemos realmente en el amor. Para unirse a una mujer, uno abandona al padre y a la madre, y lo hace de buen grado. Además, en caso de necesidad lo arriesgamos todo para ganar eso solo. Hay muchos ejemplos de esto entre la multitud de los cristianos más antiguos. Para Jesús y para Pablo, sólo son cristianos quienes, como ellos, se han despedido radicalmente. Jesús espera como algo lógico la despedida de la familia, la profesión y las posesiones. Pablo es precisamente un modelo de esto y ve a los cristianos como hombres situados bajo el signo de la cruz. Hombres, por tanto, que no están bien considerados, que son empujados a la marginación, despreciados como los judíos, hombres marcados por las cicatrices de la despedida y de los dolores de los malos tratos físicos y psíquicos. De Sóren Kierkegaard procede la imagen de los gansos salvajes y los domésticos: cuando los gansos salvajes pasan

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volando en formación sobre el cercado que alberga gansos domésticos, puede suceder que el aleteo de aquéllos sobre las cabezas de éstos, que son de su misma especie y arrastran su vida en seguridad, mueva sin querer a éstos a batir las alas, y este aleteo de los gansos domésticos denota tanto temor como atracción. La imagen que Jesús propone del hombre no va dirigida al joven equilibrado en todos los aspectos, estimado en todas partes, preocupado por la salud y la reputación, sino al que corre el riesgo de la unilateralidad, al que tiene el valor de jugarse todo a una carta. En efecto, sólo éstos son peligrosos, sólo éstos consiguen algo, los que no miran al reloj para saber si ya han dormido o no lo suficiente. Bien puede ser que la abnegación sea represión. Pero, como decía a menudo el teólogo moral R. Egenter, «el cristianismo bien vale un par de neurosis». Jesús tiene sentido para un tipo «ligeramente extravagante» de persona. Para alguien que puede soñar con su tesoro, está empeñado en su adquisición y quizás, en este sentido, es obstinado y «codicioso». Que no pretende ante todo ser poco llamativo ni normal. Que al menos acepta pasar por ligeramente loco. El cristianismo no es una moral aburrida en la que nadie debe trabajar demasiado. Uno sólo encuentra a Dios y a sí mismo cuando prescinde de toda medida. Sólo nos encontramos cuando, en virtud de la alegría, llegamos a ser libres para la despedida. Pero la alegría pura sólo se da al precio de decir adiós. La esencia de la Bolsa moderna, escribe Nikolaus Piper en la edición de Navidad del Süddeutsche Zeitung de 1999 («Especulación y esperanza», p. 25), está marcada fundamentalmente por el pensamiento judío y cristiano, valiente para especular de acuerdo con algo que todavía es invisible. ¿No hizo precisamente algo así el hombre de la parábola de Mt 13,44? O, por formular la pregunta al revés: si Jesús se lo imaginó así, ¿qué hay de cristiano en ello? Dentro del marco de la espiritualidad cristiana, interesa en este caso el acto de desprendimiento por el que se abandona la seguridad última y se alcanza la inmensa libertad consistente en depender ya sólo de lo último y uno. ¿Acaso no ansiamos también la libertad de las vacaciones porque entonces existe «tan sólo paisaje», tan sólo lo esencial? ¿Acaso no hemos nacido, en lo más hondo de nuestro corazón, para esa vida «simple»?

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Se trata, por tanto, de un acto de liberación; más exactamente, no de un acto que debamos realizar nosotros desembarazándonos de algo de manera más o menos dificultosa. Más bien, «ahí» se encuentra sencillamente presente una realidad. I ,a realidad del señorío de Dios se da a conocer y resplandece sólo como hallazgo. Esta nueva realidad hace posible y fácil renunciar a todo lo demás. Pues, cuando ella nos llena completamente como un dulce afán, lo consideramos una ganancia. Poder existir ya sólo para ella es una especie de libertad dichosa. Recordemos la situación del «primer amor». ¡Cuánto anhela el así enamorado poder pensar tan sólo en ese amor...! Todos los demás pensamientos quedan absorbidos por este único anhelo. Pero, precisamente porque existe antes y sólo ha de ser encontrado, su realidad implica también seguridad. Esto, sin embargo, significa libertad de muchas pequeñas y grandes dependencias. Por eso puede vencer la totalidad y radicalidad, pues este señorío fascina y obra de ese modo con gran poder. Así, el «con todo el corazón» del mandamiento principal del amor a Dios y al prójimo no es sobre todo mandamiento y necesidad imperiosa, sino más bien consecuencia de lo que sucede cuando uno se dedica a esta realidad. Pues entonces ya sólo cuenta el amor y la medida en que lo hemos paladeado y repartido, enteramente y de buena gana, según la situación de nuestra vida. Mt 13,44 no es el primer lugar del Nuevo Testamento donde se habla del tesoro. Jesús también puede hablar de manera totalmente distinta, por ejemplo en Mt 6,19-21: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Pues donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón». Parecido es el modo de entender el tesoro en Me 10,21. Jesús dice al joven rico: «Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígneme». Vamos a imaginar a dos discípulos que han escuchado a Jesús en esos momentos diferentes y ahora conversan sobre

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ello. El discípulo A ha escuchado Mt 6,19-21 y Me 10,21; el discípulo B, Mt 13,44. Discípulo A: Jesús nos señaló un tesoro que no es terreno y no pasa. Ese tesoro es mejor que cualquier tesoro terreno. Discípulo B: Eso mismo nos dijo también a nosotros. Entonces estamos de acuerdo en el fondo. Hay algo que es más precioso que toda posesión terrena. Discípulo A: Pero en nuestro caso Jesús habló más de la inversión de un tesoro, como la que hace quien abre una cuenta en un lugar seguro, por ejemplo en Suiza. Discípulo B: En nuestro caso, Jesús habló de que ese tesoro se encuentra fácilmente, ya está ahí, llega por casualidad. Como dicen los judíos, tres cosas sobrevienen de manera completamente casual: un escorpión, un hallazgo y el Mesías. Discípulo A: Pero ese tesoro no podéis guardároslo sin más, sino que debéis adquirirlo, comprar caro y con astucia el campo donde se encuentra. Discípulo B: Tienes razón; lo mismo que vosotros, no recibimos el tesoro simplemente como un don gratuito. Resulta hasta muy caro. Cuesta todo. Discípulo A: Por tanto, otra característica común consiste en que el tesoro no se nos regala sin más. Está más bien relacionado con un trabajo, si la palabra «trabajo» se puede usar por una vez de manera tan compendiosa. En ambos casos, dicho trabajo consiste en dejar algo de los bienes que tenemos. Discípulo B: En nuestro caso, se trata de invertir lentamente el tesoro mediante una repetida actividad en la misma dirección. Quizá sea sólo una imagen. Ciertamente se piensa en un proceso en el que siempre entregamos y damos lo que tenemos de sobra. Discípulo A: Entre nosotros, se trata de un acontecimiento único. No de dar algo una y otra vez, sino de darlo todo de golpe. Quien ha encontrado el reino de Dios reorienta su existencia entera. Lleva a cabo una conversión profunda que vuelve del revés todo lo que hasta entonces era valioso para él. Se desprende de todo. Discípulo B: En nuestro caso, se trata de un «una y otra vez» que dura la vida entera; en el vuestro, por el contrario, de

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un «de una vez por todas» radical. Ambas cosas se complementan, vistas desde fuera. Discípulo A: ¿Qué sentido de la existencia, qué experiencia de vida cristiana se desprende para vosotros de vuestra praxis? Discípulo B: Somos discípulos en peregrinación. Por consiguiente, no tenemos ya patria alguna en la tierra. Por eso nuestros nombres están sólo inscritos en el padrón de la ciudad celestial, como nos aseguró Jesús. También las cartas a los Filipenses y a los Efesios y Colosenses afirman que nuestra patria está en el cielo, que en realidad vivimos ya arriba. Aquí en la tierra nada tenemos que perder. Discípulo A: En nuestro caso, Jesús pensó más bien en cristianos sedentarios. Damos limosna una y otra vez, pero no practicamos ningún seguimiento itinerante radical. Tener nuestro tesoro en el cielo significa ver cimentada nuestra esperanza allí donde no hay ya ninguna seguridad terrena, aguardar seguridad y salvación para el futuro de allí donde, en realidad, sólo resulta palpable el silencio de Dios. Apoyarse en algo que a nuestro parecer no es real, aguardar recompensa de allí de donde nadie ha recibido aún recompensa. Discípulo B: Para ambos es válida la sentencia de Jesús sobre la correspondencia existente entre tesoro y corazón. Pues la espiritualidad siempre tiene por objeto el corazón. Pensamos y actuamos desde aquello que amamos. Si nuestro corazón está anclado en el cielo, ello implica también que vivimos según el reglamento interno y la jerarquía de valores del cielo. Entonces amamos el cielo por encima de todo lo demás. Concreción El tesoro del que podemos alegrarnos es el Sol de justicia. Es oro puro. Es vida sin fin. Es puro amor. Es el resplandor matutino tras todas las noches del mundo. Dicho tesoro es como un padre, una madre, como un corazón lleno de amor. Una oración medieval dice sobre él: «Oh tesoro profundo, ¿cómo desenterrarte? Oh elevada nobleza, ¿quién puede alcanzarte? Oh fuente que mana, ¿quién puede agotarte?

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Oh luminoso resplandor, fuerza que se abre paso hacia el exterior, Retiro manifiesto y seguridad oculta, segura confianza, uniforme silencio en todas las cosas, múltiple bien en silencio uniforme, a ti, grito silencioso, nadie puede encontrarte que no sepa dejarte. Amén» (Oración manuscrita del siglo xv). Tesoros de los hombres Dice Bernardo de Claraval (Sentencias, 11,114): «Los tesoros con los que debemos hacernos ricos son tres en número: el anhelo como piedad en el corazón, oculta en el campo para ser comprada; la doctrina de la verdad en la boca, que es el tesoro de la nieve y el granizo (Jb 38,22); y, por último, la paciencia perseverante en el hombre, poseedora de trigo y cebada, aceite y miel. Éstos son los tesoros de los Magos, que ofrecieron oro, incienso y mirra al Señor recién nacido». A diferencia de lo que sucede en los textos del cristianismo primitivo, lo que centra la atención de este pasaje no son promesas «celestiales» que aguardamos como «ciudadanos del cielo». Por eso en él no se libra ninguna letra contra el cielo, sino que la riqueza consiste en la irradiación concreta del individuo. Tampoco se trata del tesoro que nosotros adquirimos, sino de los tesoros que podemos ofrecer al Señor.

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tra un tesoro reconocido como incontable e infinito es infinitamente mayor que la de quien encuentra uno contable y finito. Por eso el santo "no saber" acerca de tu grandeza es el alimento más anhelado de mi razón; ante todo, porque encuentro este tesoro en mi campo, de manera que es mío propio. ¡Oh fuente de la riqueza! Quieres ser comprendido como propiedad mía y, al mismo tiempo, permanecer incomprensible e infinito, pues eres un tesoro lleno de delicias tales, que nadie puede desear su final» (cap. 16). La inconmensurabilidad del tesoro corresponde a la ignorancia del hombre, y ello entraña a la vez una paz inimaginable, pues cualquier realidad finita no podría sino inquietar. Sin embargo, a la vez se habla absolutamente de «mi tesoro». Con la posesión individual se aborda el lado personal de la piedad. El hijo/niño La comparación con la mística respectiva de otras religiones (véase el capítulo final) dará este resultado: la peculiaridad del cristianismo estriba en la espiritualidad de la condición de hijo. Pues la perspectiva del cristianismo paulino es que Dios quiere hacer a todos los hombres hijos suyos, hacer que el mundo entero se asemeje a sí según el plan que ha presentado en Jesucristo. Ser hijos de Dios

El tesoro en el campo 111 Nicolás de Cusa (f 1464) escribe en su tratado Sobre la visión de Dios: «El fuego no se desliga del ardor, ni el amor, del anhelo que lleva a ti, oh Dios, figura de todo lo digno de anhelo y verdad que se ansia en cada anhelo... Me doy cuenta de que por esa razón eres desconocido a todas las criaturas, oh Dios, para que con esa santa ignorancia encuentren una paz. tan grande como con un tesoro incontable e inagotable. En efecto, la alegría que embarga a quien encuen-

Una comparación -algo anacrónica- con el islam indica ya una peculiaridad relevante de la autocomprensión cristiana primitiva: el islam rechaza la aplicación del campo simbólico padre-hijo(s) a la relación entre Dios y hombre. El islam conoce sólo al «esclavo de Dios». En todos los autores neotestamentarios se habla, por el contrario, de Dios como «Padre». Esto tiene fundamentos reconocibles en la historia de los grupos cristianos primitivos: en favor de la comunidad se abandona cualquier otro tipo de seguridad familiar. Precisamente porque los primeros cristianos pueden llamar Padre a Dios, encuentran una realidad que sustituye a la familia extensa perdida. Con ello, la comunidad primitiva asume una gran res-

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ponsubilidad. Pues debe ofrecer una nueva «casa», en el sentido social de la palabra, a quienes se han apartado de sus familias. Pablo ofrece un ejemplo de las consecuencias que esto tenía también en la práctica del culto.

hombres», el «presidente» dentro de la mitología oficial desde Homero. Por el contrario, el «Abba, Padre» seguía siendo el Dios de la familia extensa cristiana. En dicha familia extensa Iodos eran -como indica el término «familia»- hermanas y hermanos, y ninguno tenía derechos sobre los demás. Pues donde sólo hay un padre, de este hecho se sigue una estricta igualdad para los demás. La diferencia con respecto al modo en que el hombre piadoso veterotestamentario (y musulmán) se entiende a sí mismo como «esclavo» de Dios se discute también en varios textos cristianos primitivos donde el «hijo» se contrapone al «esclavo». Es decir, la filiación significa una insuperable cercanía respecto de Dios. Dicha cercanía es personal (hijo/ padres), espacial (Dios está físicamente cerca «de» la comunidad; los cristianos viven «en el cielo»), temporal (Jesús va a regresar pronto) y corporal (Jesús cura; uno queda sano por contacto). Esto significa que Dios se ha metido en el hombre de manera tan profunda y consecuente a través de Jesús, y especialmente a través del envío del Espíritu, que ya no puede volverse atrás. Esto último se significa con la expresión «nueva alianza». Es verdad que la expresión «hijo de Dios» se conoce como tal en el Antiguo Testamento (no la formulación exacta «hijo [varón] de Dios»), pero se refiere a Israel y a los ángeles o al rey, y sólo una vez a un judío destacado (José, según el escrito apócrifo José y Asenet). Por eso se puede decir que el Antiguo Testamento hebreo está ciertamente muy lejos de aplicar a cada creyente individual la designación de «hijo de Dios» o «hija de Dios». Las cosas son diferentes en la Sabiduría de Salomón, libro judío conservado únicamente en griego, donde se denomina de ese modo al justo típico. Al convertir Dios a los hombres en sus hijos al modo neotestamentario, crea una intimidad y un estrecho parentesco que tiene como modelo la íntima relación entre padres e hijos. Ninguna vinculación puede ser más estrecha, ningún ser humano puede llegar a ser más semejante a Dios que al ser escogido, nombrado, hecho o llamado hijo suyo. Quien se aferra al modelo de la relación entre esclavo y señor evita el peligro de que, debido a la insistencia en la filiación por la gracia, ésta se llegue a considerar una «gracia barata».

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El tratamiento de «Padre» es habitual en oraciones judías de esa época. El tratamiento arameo abinu («Padre nuestro») aparece documentado con frecuencia, y precisamente al comienzo de las oraciones. Evidentemente, la primitiva comunidad cristiana de origen pagano adopta la invocación ¡Abba! («Padre»), y lo hace como llamada orante, como invocación a Dios (Gal 4,6; Rm 8,15). La comunidad no dice abinu, sino abba; esta expresión, en efecto, rara vez se encuentra aislada así. Esta llamada orante de la comunidad resulta explicable por el hecho de que en los cultos paganos era habitual proclamar el nombre del dios y también «invocar» al dios. En todo caso, el nombre era lo más importante. El Dios judío, sin embargo, no tenía nombre alguno. El tetragrámaton no se podía ni debía pronunciar. La parte oracional del culto de la comunidad (u oración comunitaria) se puede imaginar, por tanto, como algo muy semejante al grito repetido del «Kyrie eleison» en la liturgia copta, por ejemplo. Así, se lleva a cabo una sustitución: en analogía con el modo griego de invocar a Zeus («Zeus, Padre»), entre los primitivos cristianos de origen pagano «Abba, Padre» pasó a ser en ese momento la llamada orante por antonomasia. En ella se entendía abba como nombre de Dios, y su traducción «Padre» se daba junto con él. Por lo demás, la traducción de palabras arameas también se transmitía a menudo junto con dichas palabras (por ejemplo, Me 7,11). Pero en este caso la invocación de Zeus (nombre propio y título de padre) ofrecía el trasfondo ideal. Además, Zeus comparte a menudo con el Dios judío el título ilustrativo de «el Altísimo». A diferencia de «Zeus, Padre», el «Abba, Padre» de los cristianos primitivos carece de todo aspecto sexual. El elemento metafórico de comparación con un padre es la solicitud y responsabilidad por todos y por todo.

También cuando la comunidad se hizo mayor, se distinguió cuidadosamente entre la realidad a la que se dirigía la llamada «Abba, Padre» y las conexiones ligadas con la llamada «Zeus, Padre». Pues Zeus era el «Padre de los dioses y los

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En la práctica de la vida cristiana, esto se manifiesta en una relación completamente nueva con Dios del modo siguiente:

Esta perspectiva, y el comportamiento que de ella se deriva, se llama cristianamente «humildad». Consiste en que cada cual acepte su mezquina y vil condición ante Dios y se comporte de acuerdo con ella al hablar con Dios. En las oraciones se habla de abajamiento de sí. Este consiste en que la orante o el orante dice: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Así lo dice Jesús en Getsemaní, según Me 14,36b, y de modo parecido lo dice María: «He aquí la esclava del Señor» (Le 1,38, versión de Lutero revisada; Berger/Nord: «Asípues, estoy dispuesta a obedecer al Señor»). María aborda el mismo tema en el Magníficat con estas palabras: «Me ha mirado con misericordia, a mí, mujer indigna» (Le 1,48; texto de Lutero revisado: «Ha mirado la humillación de su esclava»). A decir verdad, los niños por lo general muy rara vez son humildes; pero al llamar a los padres y esperarlo todo de ellos, confiesan su dependencia. Tal vez Jesús se refiriera a esto.

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Cuando Dios se hace llamar Padre, se presenta realmente como aquel a quien incumbe muy concretamente la cuestión del pan cotidiano. Así se dice en el Padrenuestro (Mt6,13). Entonces es, además, el interlocutor para todas las preocupaciones grandes y pequeñas de la vida. Así llega a convertirse realmente en «compañero», sin perder necesariamente nada de excelsitud. Entonces su amor y su solidaridad son ilimitados. Pues hasta para la demostración de lo contrario se puede partir de que actúa dentro de la lógica de la relación padre-hijo para sostener a la «familia». Si realmente es Dios quien ahora quiere ser llamado padre y ser utilizado, todas las demás preocupaciones, relaciones y deberes, e incluso límites, resultan insignificantes ante tan buenas relaciones con la grandeza más importante del mundo. En este amor del Padre se puede «dormir tranquilo», en el mejor sentido de la expresión.

Hacerse como niños «Hijo de Dios» se debe distinguir del metafórico imperativo «Haceos como niños...», utilizado con frecuencia por Jesús. Mientras que en «hijo de Dios» lo más importante es la proclamación del amor de Dios al hombre, en «hacerse niño» se trata de determinadas propiedades típicas de los niños, que los oyentes adultos de Jesús deben copiar para tener parte en el señorío de Dios. A la pregunta de qué fascinaba a Jesús de los niños, hasta el punto de convertirlos en la medida para el reino de Dios, se ha intentado dar diferentes respuestas. ¿Era la «inocencia» de los niños? ¿Era su pobreza, sus gritos insistentes? ¿Era su desvalimiento o su confianza ciega? Quizá fuera la absoluta dependencia de los niños respecto de los adultos y la necesidad, de ahí derivada, de aguardarlo todo, absolutamente todo, de los padres.

Llegar a ser hijo de Dios Para Bernardo y los cistercienses de la primera generación, el conocimiento de sí es prácticamente idéntico al conocimiento de Dios. Esto coincide totalmente con el enfoque del Evangelio de Tomás. «El hombre perdió su condición de imagen divina: en ello radica su miseria. Conserva la semejanza divina: en ello radica su grandeza. Puesto que el pecado ha tapado esta semejanza con una semejanza extraña, ahora hay que desprenderse de ésta: esto es lo primero que aprende el novicio en Citeaux. Sin embargo, para poder desprenderse de ella debe reconocerla como extraña; debe conocerse, por consiguiente, como el que ha llegado a ser» (St. GILSON, Die Mystik des Hl. Bernhard, 1936, pp. 111-112). El hombre vive en el ámbito de la «desemejanza» (regio dissimilitudinis) mientras no se conoce a sí mismo ni a Dios y permanece extraño a ambos. Este planteamiento aparece ya de manera abierta y ejemplar en el Evangelio de Tomás, logion 3: «Cuando lleguéis a conoceros a vosotros mismos, entonces seréis conocidos y caeréis en la cuenta de que sois hijos del Padre Viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, estáis sumidos en la pobreza y sois la pobreza misma». La «pobreza» no es otra cosa que el ámbito de la «desemejanza».

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¿(.Hli; 1.S LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA?

Este dicho del Evangelio de Tomás es, en cierto modo, el puente que une el hacerse «como los niños» y el ser hijo de Dios. Pues, ante todo, se trata de un conocimiento humilde de sí mismo. Esto se ha de entender en el sentido de hacerse «como los niños». Pues quien se conoce a sí mismo se da cuenta de que no es bueno; de que, por tanto, nada puede esperar de sí mismo, sino que necesita recibirlo todo de otro. En este punto se ha de comparar con los niños, que, por ejemplo, se hacen una larga lista de deseos cuando se trata de deseos dirigidos a los adultos. A quien ha llegado tan lejos, Dios puede escogerlo, pues tal persona ha desechado toda falsa oscuridad y puede valorar debidamente a Dios y a sí misma; no se hace ilusiones sobre las proporciones. Si Dios lo escoge y «conoce», esto significa que Dios establece contacto con él (como en la época en que Adán «conoció» a Eva), y este conocimiento de Dios hace del hombre algo nuevo, a saber, elegido de Dios o, lo que es lo mismo, hijo amado. Según los primeros cistercienses, el conocimiento de sí sólo puede referirse a que el hombre fue imagen de Dios. En el conocimiento de sí descubre la diferencia entre lo que fue y lo que es. La filiación divina, por tanto, tiene algo que ver con la condición de imagen: imagen es siempre quien está más próximo a otro y, por tanto, el hijo a los padres. Por eso se dice también en Gn 5,3 que Adán (creado a imagen de Dios; véase 5,1) engendró a Set a su imagen. Es decir, Set es el hijo, el que más se asemeja a él. Cuando se yerra en esto, es decir, cuando no se llega a la correcta valoración de sí, cuando uno no se da cuenta de lo pobre que es, permanece pobre. Esto es lo que dice la última frase. Queda claro con ello que el conocimiento de sí, de que hablaba el v. 4, equivale a la acertada percepción de la propia pobreza. Pero el conocimiento, y con ello la confesión, de la propia pobreza lleva más allá de ésta. No de manera automática, sino porque hay un Dios que responde a esa humildad con la elección. La palabra de Jesús recogida en el Evangelio de Tomás 3,4-5 viene a decir, por tanto, que los humildes se convierten en hijos de Dios. También los demás pasajes del Evangelio de Tomás donde se habla de hijos de Dios hacen siempre hincapié en el nuevo comienzo; el hombre que se hace hijo de Dios es por ello (como) una nueva criatura (Evangelio de Tomás 22,1-7; 37,1-3).

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La humildad del niño Bernardo de Claraval dice en su tercera homilía en alabanza de la Madre de Dios: «Nos ha nacido..., no a los ángeles, que no precisaban del pequeño niño, pues tenían al gran Dios. A nosotros, por tanto, nos ha nacido, pues nosotros necesitamos de él... He aquí que un niño pequeño es puesto en medio de nosotros. Oh niño, deseado por los pequeños... ¡Esforcémonos en llegar a ser ese niñito, aprendamos de él, pues es manso y humilde de corazón, para que el gran Dios no se haya hecho en balde pequeño ser humano, para que no haya muerto en vano ni haya sido crucificado inútilmente! Aprendamos su humildad, imitemos su mansedumbre, abracemos su amor...». Por eso Bernardo considera el empequeñecimiento de Dios como prototipo de nuestra propia humildad (véase la línea parecida de pensamiento de Flp 2,5-11). Toda redención procede del empequeñecimiento de Dios y nos la apropiamos con nuestra propia humildad. Nuestro recorrido por los textos ha puesto al descubierto la conexión entre humildad y filiación divina como un elemento importante de la espiritualidad cristiana primitiva y posterior. En dicha conexión se encuentra también el puente que une el uso de «hijo» en la Anunciación de Jesús y el de «Hijo de Dios» como título cristológico en los evangelios y en Pablo. Nuestras observaciones sobre la vinculación de humildad y condición de hijo/niño quizás arrojen luz sobre ambas y también sobre una serie de textos bíblicos. La humildad queda iluminada por una luz nueva: quien es humilde no se hace malo o insignificante de manera postiza, sino que une la paz con la verdad. Pero tampoco lo soporta todo en silencio, sino que lo aguarda todo de Dios, a quien eleva sus voces y gritos. La condición de hijo/niño no significa inocencia ni circunstancias atenuantes, sino indigencia. Los cristianos se reconocen en la imagen de los hijos/niños porque éstos están muy necesitados, especialmente en lo que respecta al amor. El hijo de Dios permanece en muchos aspectos en la indigencia, pero se sabe amado. La conexión existente entre humildad y condición de hijo/ niño es importante, por ejemplo, para la comprensión de

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Mt 3,13-17: «Entonces se presenta Jesús... donde estaba Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: "Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?". Jesús le respondió: "Déjame, ambos debemos hacer sólo lo que Dios exige a cada uno y que él tiene a bien considerar justo". Entonces lo dejó. Una vez bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: "Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco"». La interpretación tradicional del v. 15, centrada en la humildad de Jesús, es sin duda acertada. Conforme a nuestras observaciones precedentes, la humildad de Jesús es en este pasaje el requisito para su proclamación como Hijo de Dios. De ahí que, a la luz de lo expuesto anteriormente, el relato sea teológicamente consecuente. Es probable que también las palabras «los que trabajan por la paz», en Mt 5,9, se deban entender en el sentido de actividad humilde, pues les corresponde la promesa «serán llamados hijos de Dios». Pero también el relato sobre el origen de Jesús confirma la conexión existente entre humildad y filiación divina, mediante la correlación entre la humildad de María (Le 1,38.48) y su concepción del Hijo de Dios. Sólo que lo que en otros casos afecta a uno solo (el humilde es elegido Hijo de Dios) aparece aquí repartido entre madre e hijo: la humildad de la madre es -en cierto sentido- el requisito para el nacimiento del Hijo de Dios.

La comunidad se ve, según eso, en una situación intermedia, en la cual espera la venida del Novio. El regreso del Señor se aguarda de manera inminente. A nosotros, los hombres de hoy, nos resulta problemático que el Señor pueda ser considerado como Novio. Pues entonces la novia vendría a ser algo así como su pareja. Y muchos preguntan: ¿puede ser realmente tal cosa, el hombre como «pareja» de Dios? En efecto, cabe observar que, en el Nuevo Testamento, tanto la carta a los Efesios como el Apocalipsis de Juan ven al menos un problema secundario de tal condición de pareja en el hecho de que la novia no sea pura, sino que primero debe ser purificada y liberada de sus anteriores crímenes. Sin embargo, en el centro del campo simbólico está sin duda el amor que elige del Novio. Según nuestro texto, la novia está en un tiempo intermedio, en el cual llama anhelante. ¿Dónde es posible que aparezca hoy ese anhelo? Donde más fácilmente se encuentra es en los cantos de adviento de la Iglesia, ya empiecen por «Que los cielos lluevan al Justo...», «Ven, Señor, no tardes», «Esperamos tu venida» o «Un pueblo que camina por el mundo». Todos estos cantos son, en el fondo, sumamente difíciles de entender, y lo mismo se puede decir también de «Hija de Sión, alégrate». Pero, además, tienen en común que se cantan con alegre expectativa. Esto es igualmente aplicable a la melodía gregoriana del comienzo de Rorate caeli desuper... (Oh cielos, dadnos vuestro rocío desde lo alto). En el cántico «Hija de Sión, alégrate» se aborda incluso la clásica mística nupcial cristiana; pues en la edad Media la Hija de Sión de Dios no es sólo una imagen del pueblo (judío) de Dios, sino también una imagen de María y la Iglesia, especialmente en la utilización litúrgica de los textos veterotestamentarios relativos a Sión. Por tanto, la espiritualidad de la espera anhelante a que aquí se hace referencia ciertamente ha existido siempre en la cristiandad, aun cuando limitada a un tiempo concreto del año litúrgico.

La novia La llamada de la novia Según Ap 22,16-17, la Novia (la comunidad) y el Espíritu se confirman mutuamente en su llamada, y la comunidad ora según lo que se le encargó transmitir: «Jesús dice: "Yo he enviado a mi ángel para daros testimonio de lo referente a las Iglesias. Yo soy el retoño y el descendiente de David, el Lucero radiante del cuba". El Espíritu y la Novia dicen: "¡Ven!". Y el que oiga diga: "¡Ven!". El que tenga sed que se acerque, y el que quiera beber reciba gratis agua fresca».

El Cantar de los Cantares Ante toda pregunta acerca de una espiritualidad del futuro, se debiera prestar de nuevo atención al hecho de que entre el año 240 y el 1240, por tanto durante un milenio entero, los comen-

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tarios (sermones, etc.) sobre el Cantar de los Cantares fueron un género muy frecuente entre los autores. Este sorprendente estado de cosas fue olvidado con frecuencia, y con ello se incurrió también en un peculiar olvido: que el principal mandamiento bíblico, que abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento, habla de un amor muy concreto. No cabe percibir que se espiritualizara en modo alguno. El Cantar de los Cantares habla de sexualidad. Desde las «ideas» de Sigmund Freud, a la hora de juzgar la relación entre sexualidad y religión nos sentimos al menos cohibidos, cuando no más pobres en ella que nunca antes. Pues nuestra recepción queda ahora determinada por una especial hermenéutica de la sospecha (la «represión»). En un artículo reciente, Maria Assumpta Schenkl, oc, ha intentado romper una lanza en favor del modo cisterciense de hablar del amor. Señala ella que los numerosos textos relativos a este tema (por ejemplo, los sermones de Bernardo sobre el Cantar) muestran gran naturalidad al respecto, que los autores tenían una relación completamente normal con el cuerpo y la sexualidad, lejos de todo el recelo y mojigatería que, por desgracia, llegaron a ser tan característicos de la actitud cristiana con respecto a la sexualidad en el siglo xix. Imágenes muy ingenuas, sin nociones eróticas. En efecto, si el amor constituye lo «principal» de la religión cristiana, resulta incomprensible la idea de que el libro bíblico que versa sobre el amor no tuviera nada que decir al respecto. Según una observación mística que encontró múltiples plasmaciones en el arte, el Crucificado desclava las manos de la cruz y extiende los brazos a los hombres. Algo parecido se vuelve a encontrar también hoy, por ejemplo en un poema de Hilde Domin: «Sólo el Crucificado, ambos brazos abiertos, el "aquí estoy"...». El amor de Dios es como el del Cantar: desordenado, apasionado y sin medida. Dios anda con disparatado amor tras el hombre. Se trata de «un cristianismo radicalmente teocéntrico y contemplativo que no cae ni por un momento en la tentación de ver en Dios sólo una fuente de energía que se explota para bien de la humanidad, un cristianismo que sabe y cree que Dios es realmente un Alguien, alguien al que se debe amar y buscar y por el que se debe sacrificar todo lo demás, real y

verdaderamente, aquí y ahora, porque es un Alguien que nos amó primero» (L. BOUJER, La spiritualité de Citeaux, Paris 1955, pp. 245-248).

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¿Dónde se encuentran oportunidades para hacer una relectura fecunda de los sermones de la alta edad Media sobre el Cantar? -

El amor cristiano no es precisamente «elevado». El amor es más bien indivisible; esto es así no sólo entre personas, sino también en el caso de una y la misma persona, «dentro de sí misma». En primer lugar, una pregunta honrada es cómo se puede hablar de «amar a Dios con todo el corazón...». ¿Cómo se ha de entender un amor así, que la Biblia interpreta explícitamente de manera abarcadora?... En segundo lugar, una cuestión relativa a la integración de la persona en sí misma es también, ciertamente, la de hasta qué punto lo que se puede llamar amor no se «vive» sólo en planos completamente distintos de la persona. El Nuevo Testamento deja entrever que entre religión y amor sexual existe una competencia al menos parcial que se debe tomar en serio, aun cuando probablemente hoy en día nadie quiera oír tal cosa. Esto no sólo queda claro en Pablo en 1 Co 7,1-4.34-38; también se puede decir, por supuesto, de Mt 19,13 (la palabra sobre los eunucos por el reino de los cielos), e igualmente de las precisiones sobre lo de casarse una sola vez. También 1 Co 6,17 dice algo sobre la relación entre religión y sexualidad: «Si un hombre es uno con el Señor (literalmente: «está unido al Señor»), se hace un solo espíritu con él». La expresión «unirse a» está tomada del ámbito de la relación hombre-mujer (véase Gn 2,24). Sólo en las conocidas religiones monoteístas tiene la relación con Dios efectos sobre el matrimonio y la sexualidad; por ejemplo, la prohibición del matrimonio mixto. El politeísmo y la arbitrariedad moral son combatidos conjuntamente (los adoradores de Dios son de su exclusiva propiedad). La fidelidad religiosa y sexual es expresión de una identidad estable. El rigor del vínculo con Dios tiene con frecuencia una analogía manifiesta en el vínculo de la esposa con su propietario, el varón. Ahora bien, esta reciprocidad también puede convertirse en competencia directa. Así, según Pablo, la pertenencia a una prostituta no se puede simultanear con la pertenencia a Jesús.

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Mientras que en la sociedad actual a veces da la impresión de que la religión es una cuestión de razón y moral, las explicaciones sobre el Cantar nos indican otra dirección. Cabe preguntar si en realidad no se hace más justicia al fenómeno de la religión -en todo caso, en cuanto lo conocemos como religión judeocristiana- con la palabra «amor», con un término, por tanto, que describe un comportamiento afectivo. E inmediatamente se debe preguntar: ¿dónde se puede llegar a ver y a saber que es así? ¿Dónde queda realmente claro que la religión judeocristiana significa para los hombres, llegado el caso, más incluso que la propia vida? ¿Sucede todavía en algún lugar que los hombres -como dice Ap 12,11- «por su confesión den testimonio, menosprecien su vida terrena y desprecien la muerte»! La respuesta puede sorprender a primera vista, pero es demostrable: También hoy una parte muy grande de los cristianos está dispuesta, en una situación dada, a defender su fe como el bien supremo. Esta disposición sólo se puede llamar amor.

Como ejemplos se pueden mencionar: la resistencia espontánea de muchos cristianos en el llamado conflicto del crucifijo y la resistencia contra la supresión estatal de la religión en Estados totalitarios del siglo xx. Tan pronto como una autoridad estatal sucumbe a la tentación de proceder restrictivamente contra la religión, despierta una resistencia de fuerza insospechada. Los cristianos se comportan entonces como si se les quisiera arrebatar lo que más quieren. Se manifiestan a millares en favor de su religión y practican la desobediencia civil activa. La resistencia anticomunista presente en los Estados del bloque del Este a lo largo del siglo xx demuestra la insospechada vitalidad de la fe cristiana. Los clérigos encarcelados, a menudo durante largo tiempo, fueron los verdaderos héroes populares de esos años. Esto se puede decir especialmente de los impresionantes dirigentes de la Iglesia de Polonia, Hungría y Checoslovaquia, pero también de China. La situación de persecución produce un efecto catalizador. El hecho de que unos hombres estuvieran dispuestos a responder de manera inquebrantable de su fe con su vida (o con largos decenios de prisión) sólo se puede comparar con la conmovedora fidelidad de las grandes parejas clásicas de enamorados.

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Pues la situación de persecución deja patente que en el judaismo y en el cristianismo la religión se relaciona muy radicalmente con la libertad última y suprema del hombre de adorar sin condiciones. Donde se toca esta libertad con amenazas, despierta la resistencia con toda su fuerza; los hombres están dispuestos, hoy como ayer, a dejarlo y a darlo «todo» por conservar su libertad de adorar. Prohibir la religión provoca el mismo efecto que prohibir el amor. Los mártires garantizan la suprema e inviolable dignidad del hombre. No es del todo casual que el monacato sea la prolongación histórica de la situación de persecución, y que la conversio monástica, vinculada con la disposición a abandonarlo todo, sólo sea posible con un gran amor. Para imaginarse el fervor de dicho amor, permítasenos la referencia a los brillantes colores de las vidrieras góticas que Lutero veía ante sí cada día en la iglesia de los agustinos de Erfurt (como casi única edificación para los sentidos). Pero si se trata, en suma, de un caso de amor, quizás una penosa argumentación no sirva hoy para hacerlo convincente; muy probablemente, lo mejor sería el amor a primera vista. La esperanza de las futuras bodas En el cristianismo, el uso metafórico de lo nupcial se ha entendido siempre escatológicamente. Esto mismo se puede decir también de la tradición fundamentalmente monástica mencionada antes. El hecho de que desde el siglo xix dicha tradición cayera en el olvido se debe también a que el cristianismo entregó la pregunta relativa a las esperanzas para el futuro a personas que la secularizaron. Precisamente las liturgias de difuntos de las antiguas Iglesias orientales están llenas de imágenes nupciales (las indicaciones de página que siguen remiten a Becker/Ühlein II): «...que no tengamos que abandonar las bodas del Novio» (p. 898). «Que con los ejércitos celestiales se alcen los justos a lo alto para encontrarse con nuestro Señor cuando vuelva. Que entren con él al aposento nupcial para recibir lo que les prometiste...« (p. 1.044). «Alabado sea Cristo, Novio excelso y Luz de los justos, a cuya llegada se regocijan y exultan las vírgenes prudentes» (p. 1.053). «...que nuestro Señor te alegre en

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el aposento nupcial de su Reino» (p. 1.061). «...para que sea alegrada en el aposento de las bodas de tu reino», «...renuévame en tu aposento nupcial» (p. 1.122). «...todos los difuntos se alzarán con lámparas encendidas para poder entrar con el Novio en el aposento nupcial» (p. 1.166). «...al reino celestial para tus bodas de luz» (p. 1.405). «...del número de los invitados a tus bodas..., no excluyas a nuestro hermano. Que no sea como el necio que no se vistió el vestido de boda, que no se siente en las tinieblas como las cinco vírgenes necias» (p. 1.402). Imagen de la Iglesia Para la liturgia, la Iglesia es la novia de Cristo. Este modo de hablar de la novia es en este caso un camino antiguo y trillado para hacer afirmaciones sobre la Iglesia. En la dedicación de San Juan de Letrán (Roma): «Ella es, Señor, la madre de todos los vivientes, vida y salvación de todos cuantos creen en ti. Ella es la novia de tu Cordero, absolutamente límpida en el resplandor de la gloria de éste. Por ella, Padre de bondad, soportó tu Unigénito la cruz y venció al enemigo...». - (Texto paralelo:) «Ella es la verdadera casa de oración..., aquí habita tu gloria, la sede de la verdad inmutable, el santuario del amor eterno. Ella es la Novia amada y única que Cristo adquirió con su sangre y vivificó con el Espíritu Santo» (Corpus Praef., nn. 983 y 984). «...santificas continuamente a la Novia de Cristo, la Iglesia, para que, como madre, se alegre por su innumerable prole y entre en tu gloria celestial» (Corpus Praef., n. 896). «Así, hay dones imperecederos de amor espléndido. Así dio el Novio a la Novia regalos espléndidos, a saber, agua viva. En un solo y único baño se lava la Novia para agradar al Novio. Éste le dio el aceite de la alegría. La llamó a su mesa y la sació de trigo, la llenó de vino suave. Le otorgó la justicia como ornamento. Le regaló un vestido guarnecido con el oro de muchas dotes. Expuso su vida por ella...» (Corpus Praef., n. 592).

2 Accesos a la espiritualidad bíblica

Asombro Asombro como liberación Antes de nada, conviene llamar la atención sobre un problema lingüístico (que, por lo demás, no es el único en la relación entre Nuevo Testamento y mística; véase en el apartado «Ser uno»): en la mística posterior (especialmente desde el Maestro Eckhart), «vaciarse» significa algo positivo, una experiencia espiritual fundamental; por el contrario, en el Nuevo Testamento y en escritos afines el «vacío» está lleno de connotaciones negativas. Significa lejanía de Dios y carencia de valor. Un espíritu vacío es, según el Pastor de Hermas, un espíritu sin valor, diabólico. Por el contrario, al significado positivo del vaciamiento en la mística posterior corresponde en la literatura cristiana primitiva una palabra totalmente diferente: «poder asombrarse» y «asombrarse». En el cristianismo primitivo, «asombrarse» es siempre la reacción ante una sorpresa y, por consiguiente, significa verse libre de expectativas. Las expectativas que se vinculan con Jesús no son elevadas. Pues ¿qué se puede esperar del hijo de un carpintero de Nazaret? Pero luego los hombres se asombran de sus hechos. Se ven ante algo absolutamente inédito. Preguntan: «¿Quién es éste?», porque sus conceptos y categorías resultan insuficientes. Sin embargo, también donde se habla de ello con detenimiento, la pluralidad de los «nombres de Jesús», es decir, de títulos y nombres con que se intentaba describir el misterio de su individualidad, aparece como signo de esa falta de recursos. No obstante, dicha falta de recursos tiene también su lado positivo; supone reconocer que no se sabe, abandonar prejuicios, eliminación de posiciones cerradas en beneficio de una ignorancia fructífera. Pues reconocer que no se sabe, o -formulado a la manera neotestamentaria-

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el desconcierto, siempre puede ser el principio de un camino nuevo y positivo. Precisamente esta crisis es lo que más tarde se llamará vaciamiento (de nociones anteriores a las que se ha tomado cariño, pero que en el momento actual no son ya adecuadas). El logion 2 del Evangelio de Tomás reza así: «Dijo Jesús: "El que busca no debe dejar de buscar hasta que encuentre. Y cuando encuentre se estremecerá, y tras su estremecimiento se llenará de admiración y reinará sobre el universo invisible"». Esta palabra de Jesús nos pone ante los ojos un camino: buscar, encontrar, estremecerse, admirarse, reinar. En el marco del lenguaje habitual del cristianismo primitivo, esta secuencia se ha de resolver así:

na se encuentran en un hecho nuevo. Dios se hace hombre. Lo que era desde siempre ha seguido siendo la naturaleza divina, que ha elevado hasta sí lo que sólo en el tiempo ha llegado a ser. Pero con ello ni se mezcló ni se dividió». Los misterios asombrosos se consideran especialmente en los prefacios: «Es éste un maravilloso misterio de la fe: ser muerto entraña alabanza; haber matado entraña condena. Es ésta una guerra santa en la que unos mueren realmente, y los otros sólo en apariencia. Es ésta una lucha singular: el que hiere de forma aniquiladora a los otros se somete a la muerte, al vencedor lo persigue el diablo con cólera ardiente, pero a los que son asesinados viene en lo sucesivo a socorrerles Cristo con la fuerza de la paciencia. El diablo es castigado con el asesino, con los asesinados triunfa Cristo, el diablo precipita a sus siervos consigo al infierno, Cristo conduce a sus mártires al reino celestial» (Corpus Praef, n. 223).

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Buscar: ser curioso, estar en camino hacia el saber, preguntar, admitir que se busca y todavía no se tiene. Encontrar: llegar a una comprensión teológica, por ejemplo sobre un pasaje de la Escritura (Antiguo Testamento). Estremecerse: darse cuenta de que las posibilidades humanas tocan a su fin, porque con Dios no cabe hacer otra cosa que estremecerse ante su grandeza. Admirarse: dejarse sorprender (especialmente, por la fascinación de Dios), constatar que ninguno de los cajones corrientes basta ya para meter lo nuevo. Reinar: «ser rey» no es, como en nuestro lenguaje, la descripción de un señorío que se ejercita contra otros y a su costa, sino que significa una libertad radical con respecto a todos los límites y a todo lo que coarta y abruma, incluso con respecto a la muerte, por ejemplo. Tanto por la descripción que hace de un camino (véase antes en «Camino»), como debido también a su intensa acentuación de la liberación, el logion 2 del Evangelio de Tomás es un testimonio muy importante y representativo de la primitiva espiritualidad cristiana. Misterios maravillosos En la antífona del Benedictus de las Laudes del día 1 de enero, se dice en la liturgia cisterciense de las horas: «Hoy se proclama un asombroso misterio: la naturaleza divina y la huma-

«Para conducirnos al excelso reino celestial, Jesucristo no rehuyó morir despreciado y recorrer el infierno. Así quiso él... regalar y derramar la maravillosa y dulce vida eterna sobre aquellos por los que había tomado el amargo trago de la hiél. Así quiso llevar al cielo, coronados con espléndida corona, a aquellos por quienes portó en la cabeza la corona de espinas. Pues pueden ascender al cielo en maravillosa carrera aquellos por quienes él, atormentado con látigos, subió al patíbulo de la cruz» (Corpus Praef., n. 497). «Él es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Sacrificado, no muere nunca, sino que vive para siempre, aunque fue muerto» (Corpus Praef., n. 865). «Tú no quisiste que la despedida del hombre de su cuerpo terreno significara su final, sino sólo un sueño. Así, en esa despedida para el sueño le diste fuerza con la confianza en la resurrección. Pues la condición viviente de los que creen en ti no es suprimida, sino trasladada al cielo. La vida de tus elegidos no termina, sólo se transforma. Pues ni las distintas muertes ni los diferentes modos de perecer resisten a tu fuerza para restaurar al hombre... La tierra lo devolverá vivo de nuevo, y al que reviva se le restituirá

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todo lo que se le arrebató. Así se revestirá de inmortalidad, cuando se haya despojado de la mortalidad» (Corpus Praef., n. 225). Estos textos viven de las antítesis entre muerte y vida, mortal e inmortal, Dios y hombre. ¿Y dónde pueden dichas antítesis ser más intensas y chocar entre sí de forma más maravillosa que allí donde se trata del Dios creador? El orante agrupa en antítesis los datos de la historia de salvación a él confiada. De ese modo surgen afirmaciones que por su densidad son únicas y constituyen una meditación «cumplida». Esto significa que con los textos litúrgicos del primer milenio se debe poner explícitamente en primer plano el dramatismo del obsequio de Dios al hombre, la asunción del hombre en Dios, la «aparición», el «trueque», la «transformación», la «participación» o como quiera que se haya denominado. O, lo que es lo mismo, que con el tema «Dios» se ha de recuperar también el tema «Dios y hombre». Temor y temblor Cuando Pablo se presenta ante un auditorio desconocido para él, al que quiere ganar para el Evangelio, le invade el temor y temblor. Por tanto, no un afán misionero de conquista ni una victoriosa conciencia de sí, sino miedo. No miedo a los hombres, sino un miedo motivado por el hecho de que lo que debe transmitir es la presencia santa de Dios. Porque con sus palabras y entre sus manos sucede lo más decisivo que puede suceder: el Espíritu Santo alcanza definitivamente a los hombres. Dios mismo viene a los corazones en los que quiere habitar. La palabra que Pablo transmite pretende encontrar eco y respuesta en los hombres. Éste es el acontecimiento decisivo y arriesgado. De modo parecido se lo dice también Pablo a los cristianos: trabajad con temor y temblor por vuestra salvación (Flp 2,12b). Por tanto, cuando luego los cristianos den respuesta a su fe con sus obras, también deben dejar espacio, a su vez, tímida y respetuosamente, a la actividad del Espíritu en sí mismos. Pues ahí actúa Dios. En la historia de la religión judía, el temor y el temblor son siempre la reacción ante la teofanía, ante la manifestación de

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Dios entre los hombres, ante su presencia santa, poderosa y auxiliadora. Evidentemente, éste es un rasgo de la espiritualidad cristiana primitiva que nos resulta tanto más extraño cuanto que en nuestros días teólogos de prestigio proclaman que en el cristianismo se da la definitiva liberación de todo miedo. Pero frente a esto sigue estando la palabra de Jesús, según la cual los hombres no han de tener miedo al diablo, sino a Dios. Así, Mt 10,28: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar lo más íntimo de vosotros; temed más bien a Dios, que puede llevaros a la perdición tanto exterior como interiormente en el infierno». Cabe preguntarse si en un libro que pretende acercar la espiritualidad bíblica a los hombres conviene incluir, después de todo, estos pasajes sobre el temor y el temblor. ¿No es la espiritualidad precisamente esa vivencia capaz de hacernos sentir a gusto con un grupo y su culto? En ese contexto, ¿no resulta demasiado perturbador hablar de temor, miedo y temblor?

Concreción Flp 2,12-15: «Asípues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente, sino mucho más ahora que estoy ausente, emprended con temor y temblor el camino hacia vuestra salvación, pues tenéis que hacerlo con Dios. Sólo él puede, según su beneplácito, daros la fuerza para el querer y el obrar. Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones para que seáis irreprochables y sencillos hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada. Entonces seréis como la luz del mundo». En éste, como en otros lugares, a Pablo le gusta la alternancia de elementos contrastantes: por un lado, miedo con temor y temblor; por otro, confianza sin límites. Pues Dios da la fuerza para el querer y el obrar. ¿Qué más necesitamos? La Biblia no distingue, como nosotros, entre temor y miedo. Cuando Jesús habla del miedo a Dios, quiere significar aquel al que la Biblia puede denominar «Terror de Jacob». A nuestra época no hay que enseñarle el miedo, precisamen-

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te. Todavía tenemos metidos en los huesos las guerras mundiales y el terrorismo, la Gestapo y la Stasi. Pero ¿miedo a Dios? ¿No es eso una recaída en la edad Media? Muchas personas dicen que en su juventud fueron educadas religiosamente con el miedo al infierno. Si se somete tal afirmación a control, normalmente no queda mucho de ella, sólo un papel absolutamente determinado de la Iglesia. Ésta ha de seguir respondiendo de todos los miedos que los hombres han tenido siempre y que supuestamente ella les ha infundido. Pero precisamente en este punto conviene distinguir con ayuda de la palabra de Jesús. El miedo a Dios no es difuso ni desesperanzado, como lo es, por lo demás, el miedo a los poderosos imprevisibles. Pienso en Moisés ante la zarza ardiente. Dios le dice: «Quítate los zapatos, pues ésta es tierra santa». Santo es Dios mismo, como un tabú, pues él es a la vez origen de la vida y de la muerte, amenaza y origen. No lo olvidemos: precisamente porque Dios se nos ha acercado en Jesucristo, está también cerca como juez. E incluso los iconos de Cristo de la Iglesia oriental dicen algo de la santidad inaccesible de Dios. Por eso advierten los monjes que uno puede volverse loco si los contempla mucho tiempo a solas. La primera regla de toda teología reza así: Dios es santo e inconcebiblemente grande. Y la segunda regla dice: todavía más inconcebible que su grandeza es su amor. Pero ambas afirmaciones van juntas, y precisamente en ese orden. Sólo porque es el Dios grande y santo, puede también llevarnos de la mano. Sólo porque está más cerca de nosotros que nosotros mismos, podemos abandonarnos a él. Sólo porque es tan inconcebiblemente grande, puede protegernos de todo, incluso de las consecuencias de nuestro obrar incorrecto. En el texto de Flp 2,12-13 se combinan de manera única ambas cosas: la grandeza de Dios y su ternura. Pero su ternura es una maravilla entre las maravillas, que nos deja casi atónitos, precisamente porque quien tan bueno se muestra con nosotros es verdadera y realmente Dios. En el Apocalipsis, el vidente Juan escucha el «Santo, santo, santo» cantado junto al trono de Dios. En el siglo xx, este cántico se convirtió para el filósofo de la religión Rudolf Otto en la vivencia central. Así describe él su experiencia en una mísera sinagoga de Marruecos: «De repente, mientras un

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estremecimiento te recorre el cuerpo, se diluye la confusión de voces y, de forma unánimemente clara y rotunda, se escucha: i{ados, qados, gados, elohim Adorna ebaot maleu hasamayim wahaare kebodo ("Santo, santo, santo es Dios, el Señor de los ejércitos. El cielo y la tierra están llenos de su gloria"). He oído», sigue escribiendo, «el sanctus, sanctus, sanctus de los cardenales en San Pedro, el swiat, swiat, swiat en la catedral del Kremlin y el hagios, hagios, hagios del patriarca de Jerusalén. Sea cual sea la lengua en que resuenen estas palabras, la más sublimes que han brotado nunca de labios humanos, se meten siempre en los cimientos más hondos del alma, perturbando y agitando con poderoso estremecimiento el misterio de lo ultramundano que ahí abajo duerme». Santo, santo, santo. Pero Dios como tal susurra... ¡Qué contraste con el Zeus tonante de los griegos! La primera diferencia con respecto al espanto corriente es ésta: este miedo no paraliza, pues este Dios cercano es un Dios que nos impulsa. Es, en efecto, el Creador. Por eso dice Pablo que el amor de Cristo lo impulsa, lo empuja y le mueve a la acción. Así, el Dios creador, que sigue siendo, pese a todo, el Dios inconcebiblemente grande, es con nosotros como quien dirige nuestra mano. Antes se hacía eso al aprender a escribir: se le llevaba al niño la mano. Para ello el niño se sentaba en el regazo de su madre. Así ocurre con Dios. Lo que espera de nosotros lo hace llevándonos la mano. Un Dios maternal, tierno, tan cercano a nosotros que oímos latir su corazón. Hondo respeto, pues, no tanto ante el cielo estrellado que se extiende sobre nosotros, cuanto ante la obra de Dios por nosotros, en nosotros. Él nos lleva la mano, pero nosotros debemos escribir. Nos da el dinero, pero nosotros hemos de gastarlo. Debiéramos escuchar con mayor esmero el corazón de Dios; entonces sabríamos también lo que Dios quiere. Sólo se puede oír crecer la hierba cuando uno se inclina muy profundamente. Pero cuando intentamos escuchar así a Dios, no necesitamos buscar por mucho tiempo. Siempre y cuando no nos precipitemos a cubrir de excusas el lenguaje del corazón. Y ésta es la segunda diferencia con respecto al miedo corriente. En el miedo ordinario, uno ha de preocuparse de su vida y ver cómo escapa al miedo. En el miedo ante el Justo, apartamos la vista de nosotros. No queda entonces tiempo

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para fijar la mirada en nosotros mismos. El miedo corriente nos paraliza, pues tenemos miedo al fracaso. Pero Pablo nos dice: precisamente cuando estáis con temor y temblor ante él, no tenéis que temer al fracaso, pues Dios lleva vuestra mano. Sólo ahí se encuentra el mayor miedo con el mayor consuelo, el temor y temblor con la confianza en que este Dios está, después de todo, tan cerca de nosotros como una madre. Pablo dice: no debéis tener miedo de vosotros mismos. Eso ocurre cuando uno fija la mirada únicamente en sí mismo. Sólo cuando miráis a Dios quedáis liberados de la torre de marfil del miedo al fracaso. Pues cuando miráis a Dios tenéis la capacidad, el derecho y el deber de dejaros regalar algo. Así nos lo exige de manera terminante Pablo: ¡arrojad vuestras preocupaciones en el Señor! Sufrimiento Son muchos los seres humanos y animales que sufren en el mundo entero. ¿No queda el sufrimiento minimizado cuando se sitúa bajo el epígrafe de la «espiritualidad»? Parte del sufrimiento de Cristo A juicio de Pablo, los malos tratos y fatigas que él tiene que soportar son idénticos al sufrimiento que padeció Jesús, son una parte de él. No van del todo desencaminados quienes en esta concepción de su ministerio ven también la clave para comprender la teología de Pablo. El apóstol está inserto, junto con toda su actividad, en el hacer del Mesías Jesús. Ésta es la diferencia con respecto a los no cristianos y a los animales: Pablo experimenta su sufrimiento de otra manera. Así, éste no permanece mudo y sin sentido, sino que adquiere su sentido porque está inserto en el apostolado de Pablo. Así, Pablo no se lamenta en tono quejumbroso de todo cuanto le causa dolor, ni culpa a los demás, sino que ve su camino de sufrimiento como parte de la lucha de Dios por el mundo. Ve su vida y su misión como una unidad indivisible. En su sufrimiento se prolonga el servicio de Jesús, y en sus persecuciones ve la permanente resistencia del mundo a Dios.

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2 Co 4,6-11: «Este servicio lo estableció Dios al decir: "Donde había tinieblas brille la luz". Dios mismo se ha convertido en la luz de nuestros corazones y nos ha hecho percibir su gloria radiante que brilla reflejada en la faz de Jesucristo. Dicha gloria es un tesoro inconmensurable que guardo en mi cuerpo como en una vasija de barro. Con esto queda perfectamente claro que el copioso poder que poseo procede de Dios y no de mí mismo. Esto se manifiesta también en mi destino: continuamente me veo en aprietos, pero nunca desesperado, constantemente me veo en mil apuros, pero nunca desesperanzado. Soy perseguido, pero no abandonado por Dios; soy difamado, pero no me hundo. Diariamente llevo el sufrimiento y la muerte de Jesús en mi propio cuerpo. Pero siempre me salva visible y manifiestamente la fuerza de vida procedente de Jesús. Pues mientras vivo me veo expuesto continuamente a la muerte por causa de Jesús. Así ha de hacerse visible también en mi cuerpo mortal la fuerza de vida procedente de Jesús. Por eso se puede decir que de mi lado actúa la muerte; del vuestro, por el contrario, la vida». ¿Qué significa esto para el cristiano concreto? Los sufrimientos y menoscabos que menciona Pablo no son infecciones de cualquier tipo, sino perjuicios que llegan hasta la tortura física y que el cristiano debe aceptar a causa de su fe y por defender ésta valientemente. Esto queda patente en el conocido pasaje de Hechos de los Apóstoles (9,4) donde a Pablo, perseguidor de los cristianos, se le aparece Jesús resucitado y le pregunta con tono de reproche: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Esto significa, sin duda, que cuando Pablo persigue a los cristianos, persigue a Jesucristo mismo. Esto es así precisamente porque, según Pablo, la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Cuando en un cuerpo un miembro sufre, los demás sufren con él. Pablo llama a esto «sim-patía». Pues en el cuerpo de Cristo se puede decir aquello de «...juntos en la cárcel, juntos en el castigo». O, formulado de manera más agradable: donde quiera que un cristiano sufre a causa de su fe o como cristiano, los demás sufren con él. Un sufrimiento compartido se convierte de este modo en medio sufrimiento; no se trata, sin embargo, de un proceso psíquico, sino que está fundamentado en la concepción paulina (y probablemente también

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ya jesuánica) de la Iglesia. Ya en Jesús se pueden descubrir indicios de la concepción según la cual el Hijo del hombre -ese «nombre» de Jesús- posee una dimensión eclesial, «colectiva», desde su origen en Dn 7, dimensión que nunca perdió tampoco en el Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, según Mt 19,28, los doce discípulos gobernarán como discípulos ejemplares cuando gobierne el Hijo del hombre. Y en el Apocalipsis del vidente Juan, los cristianos reinarán juntos como reyes (por ejemplo, según 20,6). Por tanto, existen realmente indicaciones de que desde el comienzo, o al menos desde muy pronto. Jesús por principio no está solo, sino siempre con sus discípulos. Ahí se encuentra la razón por la que tampoco el sufrimiento del cristiano concreto es su desgracia particular, sino, en realidad, parte del sufrimiento de Jesucristo. Esto significa que cada cristiano forma parte de la primera línea de frente en la lucha entre Dios y el mundo. Lo cual supone sufrimientos que pueden llegar hasta los tormentos físicos. Si el cristiano es un puesto avanzado de Dios, tampoco puede ser de otro modo. Pues cuando la marea es muy alta, cada metro de declive cuenta. Ya el Antiguo Testamento ve el sufrimiento de todos los justos «reunido» en la imagen del siervo de Dios. En nuestro tiempo, el cristianismo se ha convertido de nuevo en una religión de los mártires (16.000 al año). La concepción que cada uno tiene de su sufrimiento es decisiva, y eso es lo que le permite también soportarlo. Lo que sufre no es un infortunio casual, sino que lo vincula con Cristo. Y lo que a otros podría parecerles castigo por la propia conducta errada forma en realidad parte del orden futuro, es en verdad honor y gloria escondida del mundo venidero. Pues el sufrimiento que uno soporta por causa de Cristo participa del total contraste de valores existente entre el mundo futuro y éste. Dicho contraste significa para él dolor y tormento, que puede llegar hasta el martirio. Se trata, por consiguiente, de una experiencia de cómo de lo viejo sale lo nuevo, pero también de que la «jerarquía de valores» de Dios está en total oposición a la que normalmente cuenta algo. Por consiguiente, el sufrimiento del cristiano significa en realidad distinción y elección. Lo que habitualmente parece ser oprobio, es en realidad gloria de Dios.

Así, la experiencia de sufrimiento y persecución es cualquier cosa menos agradable; pero se trata de una percepción y ratificación indudable de la afirmación de fe que se anuncia ya en las palabras de Jesús según el evangelio de Juan: «Si me lian perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). Si los discípulos y discípulas han de experimentar ahora de manera punzante lo anunciado por el Maestro, con ello se ratifica dolorosamente la afirmación fundamental de Jesús sobre la incompatibilidad de Dios e injusticia. En este punto estriba el misterio oculto del sufrimiento de todos los perseguidos y mártires: con ellos, en ellos y para ellos es ya real el mundo nuevo e invisible de Dios. Si el dolor tiene un misterio y un futuro, si no es infinito ni carece de esperanza, y hasta se sufre por dicha esperanza, la evidencia del dolor es mejor que nada.

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Paciencia La paciencia, descalificada Como es bien sabido, Karl Marx y Friedrich Engels estudiaron teología (evangélica) durante los años 1839-1841 en la Universidad de Bonn, principalmente con Bruno Bauer, y ya en ese tiempo desarrollaron, a propósito de los gemidos de la criatura según Rm 8,22, la concepción de que el cristianismo hace visibles, ciertamente, los sufrimientos, pero se limita a dar a los hombres buenas palabras (K. MARX, Frühschriften, 1953, pp. 207, 224). Lo que ahora importa, según dicha concepción, es tomar finalmente en las manos los destinos del mundo y poner «remedio». El cristianismo no es más que «opio del pueblo» (éstos son sus términos exactos). También el capitalismo tiene su propia modalidad de impaciencia. Así, la desvalorización de la paciencia es en general un derivado de la secularizada idea de progreso de la Ilustración. Desde esa época se acostumbró a descalificar la paciencia y se puso en su lugar la palabra «cambio». Pues «paciencia» equivale a una infinita y absurda promesa vana para el arreglo con los poderosos.

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Hoy, después de que el marxismo ha fracasado por el momento en variantes diferentes y ha costado un número desproporcionadamente alto de víctimas mortales en sus formas de leninismo y maoísmo, quizás haya llegado el momento de rehabilitar la paciencia. La espiritualidad del cristianismo primitivo es en múltiples aspectos una espiritualidad de la paciencia.

Puede que los tiempos del concepto tomista de verdad (que, dicho sea de paso, es también el de la ortodoxia protestante) en cierto sentido hayan pasado y que -como en la época del Nuevo Testamento- de nuevo cuenten mucho más el testimonio y la credibilidad personales. ¿Acaso la verdad cristiana no se transmite hoy más bien así? ¿Y acaso eso no guarda muchísima más relación que un concepto aristotélico con el modo en que se produjo la revelación? No por ello se han de negar, sin embargo, los elementos cognitivos del cristianismo (encaminados a conocer), ni se han de poner en tela de juicio los dogmas, nine serias consecuencias cuyo significado en nuestro contexto pasamos a explicitar... La paciencia es perseverancia fiel, imperturbable verificación de la fe en lo cotidiano, no abandonar la fe en medio del apuro y la persecución. Así entendida, la paciencia es el equivalente especular de la fidelidad de Dios. Tiene la misma «estructura» dilatada temporalmente. La paciencia es, por tanlo, la manera en que los cristianos dan testimonio de la solicitud de Dios y, en cierto modo, la reproducen. Con esta descripción de la paciencia concuerda también exactamente su meta. Ésta consiste en que «esperamos ver tu rostro» («vultus tui visionem»: primeras vísperas del primer domingo de Adviento en la Liturgia de las Horas cisterciense). Al mismo tiempo, resulta evidente que la paciencia es, ya en virtud de su origen, algo así como la impronta de un sello divino en la criatura. Por eso la paciencia entra en el campo de la «espiritualidad», y no sólo dentro de la ética, porque se trata de una experiencia cotidiana que se mantiene firme. Los cristianos no experimentan sólo sufrimiento (véase arriba), sino también, y ante todo, que las promesas de Dios se demoran; que durante mucho tiempo, demasiado, todo sigue como antes y, sin embargo, tienen la fuerza para continuar esperando. Entra dentro del campo de la espiritualidad, porque este tipo de fidelidad y de capacidad de resistencia es también siempre una gran "racia.

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La paciencia no es pasividad Ya en la naturaleza se puede observar que toda vida, en especial la vida de un ser humano, necesita mucho tiempo para desarrollarse. Lo mismo reza también para la educación. Ésta no se alcanza con acciones aisladas, sino que dura años. En ambos casos, como bien sabemos, no se trata de un aguardar pasivo; cada evolución es un proceso complejo que requiere dar y tomar, actividad y pasividad, exactamente igual que la vida, por lo demás, sólo que esencialmente menos visible para el ojo, con «pequeños» procesos inadvertidos e importantes al fin y al cabo sólo por su duración. La paciencia es el peculiar puente tendido entre el sufrimiento y la gloria. Se podría objetar que el puente entre el ahora y el después es la inquebrantable verdad de la fe; la paciencia sería demasiado subjetiva. Resulta interesante, sin embargo, que en el Nuevo Testamento no exista ninguna palabra que designe eso que nosotros llamamos «verdad de la fe». Distinto es el caso de Tomás de Aquino, por ejemplo, que en su Summa Theologica construye una verdad universal, válida para siempre. Lo que la mayoría de las veces traducimos por «verdad» en el Nuevo Testamento (por ejemplo, Jn 8,32: «La verdad os hará libres...») no se refiere a un esclarecimiento de hechos, sino a la fidelidad y constancia de Dios; la verdad es Dios mismo y también Jesús mismo («Yo soy la verdad...»). Imposible, sin embargo, que esto sea una opinión sobre un estado de cosas; por el contrario, se encuentra en un plano totalmente diferente. Si Dios es la verdad misma, el modo de existencia de dicha verdad consiste en que Dios es fiel. No son los científicos con sus pruebas y argumentos, sino los testigos, quienes con su existencia entera deben responder de esta verdad.

1.a paciencia y la cuestión del mal en el mundo Ahora bien, está claro que lo que los hombres perciben hoy tic Dios no es precisamente su fidelidad. Se podría decir que

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la fidelidad se ha visto reemplazada por la infidelidad y la ausencia. Desde luego, tampoco en los tiempos en que nació la Biblia eran las cosas muy diferentes. Los Salmos hacen un llamamiento a la fidelidad de Dios incluso cuando la alaban. Por el contrario, el grito del Salmo 22, repetido por Jesús («Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), es también un llamamiento en forma de queja y de pregunta. La paciencia presupone fundamentalmente que Dios no interviene de manera permanente en el mundo. La paciencia se adapta, en cierto modo, a esta situación. En este punto, por consiguiente, se manifiesta una relación muy estrecha entre espiritualidad y dogmática. Pues la pregunta surge espontánea: ¿de dónde sacamos el derecho a decir que la paciencia tiene una meta? Este derecho lo deducimos de las afirmaciones paulinas. Según Pablo, Dios no ha completado todavía su creación; sólo podrá rematar verdaderamente su obra creadora conforme a su voluntad cuando la muerte sea vencida. Esta segunda fase de la creación da comienzo con la resurrección de Jesucristo. Sólo cuando la muerte sea vencida, podrá Dios ser todo en todo. Hasta entonces nos hace falta la paciencia. Pero, según Pablo, también es absolutamente seguro que Dios no deseó ni quiso la muerte del hombre. Así, la paciencia también va encaminada a que al final Dios se evidencie como el que en ninguna circunstancia quiso el sufrimiento ni el mal. Por eso también el sufrimiento está limitado, y con ello el tiempo de la paciencia. Se podría decir que el pecado es en el fondo impaciencia. Pues el pecador «no tiene tiempo» y abrevia el proceso allí donde debería apropiarse pacientemente de algo (por ejemplo, dinero/atraco a un banco), de algo que en el fondo Dios quería darle a su tiempo. Por eso, según el Nuevo Testamento, Dios regala por propia iniciativa lo que, según el relato del paraíso, tuvo que prohibir al impaciente (comer del árbol de la vida/la vida eterna). Esto significa que Dios quiere dar al hombre todo cuanto éste necesita, sólo que a su tiempo. Como vía para superar la propia impaciencia, se menciona una y otra vez la oración (por ejemplo, Ap 6.9-10). Por esta razón, la oración ayuda también contra las tentaciones de pecado, pues éstas tenían que ver precisamente con la falta de

paciencia (véase Me 14,38 y contexto; se trata directamente de la capacidad de sufrimiento de Jesús y de su paciencia). A veces Dios también parece negar algo al hombre ahora, porque quiere regalarle en el futuro otra cosa que es mucho más excelente. También esto exige mucha paciencia. Un ejemplo: según Jn 11,3-4, Jesús niega a Lázaro la curación. Más bien, éste ha de morir primero. Sólo después será resucitado. En interés de la gloria de Dios (11,4), el aguardar y el morir de Lázaro eran convenientes, pues aquélla podía mostrarse más poderosa con su eficacia sobre él cuando ya estaba muerto.

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Espiritualidad y resistencia A la forma en que se manifiesta la paciencia se le puede llamar también -con expresión menos piadosa- «cultura de la resistencia». En este punto se hace entonces perceptible la relación existente entre espiritualidad y cultura. Por «cultura» se pueden entender los comportamientos de un grupo que se diferencia de otros grupos. Ello requiere a menudo una tradición determinada, algo que se mantiene común y, por eso, o fundamenta especialmente la estabilidad de un grupo o la pone especialmente en tela de juicio. Considerada desde el punto de vista cultural, la «paciencia» puede ser una actitud conservadora. Pues no sólo se habla del desarrollo paciente de algo nuevo, sino también de la paciencia y tesón con que uno se opone a que le arrebaten algo. Esta lucha va dirigida a menudo contra adversarios muy poderosos que pretenden - a menudo inútilmente- arrebatar a un determinado grupo «lo más propio» de éste. Una espiritualidad de la paciencia es entonces aferrarse a aquello que, como cultura recordada, puede cimentar y mantener esencialmente la cohesión de un grupo. La «resistencia» es una forma de paciencia, especialmente en relación con la cultura de un grupo. Así, uno se asombra al oír que los monasterios femeninos de Alemania oriental han aguantado, desde hace 750 años, todas las posibles formas de dominio, desde las invasiones mongolas hasta E. Honecker. En este apartado, sin embargo, hay que mencionar especialmente a los grupos judíos y apocalípticos. Sin duda, es

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verdad que, desde los monasterios femeninos hasta los judíos oprimidos de la Europa del Este, la espiritualidad de la resistencia se manifiesta con frecuencia como una mística determinada. En la mística de los perseguidos y oprimidos, la realidad celestial a la que se confían se llega a palpar con las manos en la misma medida en que se hace palpable, a su vez, la tiranía terrena de los perseguidores. Ambas cosas se provocan (se podría decir que se potencian) mutuamente. La mística es el espacio que la fe regala a los oprimidos para levantar ya aquí y ahora la cabeza (Le 21,28), porque con el final físico está también cerca la liberación. No es casual el que grandes mártires del siglo xx se convirtieran en la cárcel en grandes místicos (Dietrich Bonhoeffer, Alfred Delp...). A la mística de la resistencia pertenece la no violencia, en cuanto que es en todo una imagen especular negativa de los opresores. Con ello hemos captado un último y definitivo aspecto de la espiritualidad de la paciencia. Crecimiento El Nuevo Testamento utiliza una y otra vez la imagen del crecimiento, no sólo aplicada a las plantas, sino también a las personas. Las cuestiones a las que se busca una respuesta con imágenes de crecimiento abarcan desde el reino de Dios hasta los frutos del Espíritu, desde el desarrollo de la levadura en la masa del pan hasta el desarrollo «a la medida de Jesucristo». Si se comparan desde este punto de vista textos bíblicos con explicaciones y sermones modernos, el resultado es tremendamente aleccionador. Pues, salvo citas, la utilización independiente de imágenes de crecimiento es nula, y al mismo tiempo se prescinde del mero verbo «crecer». También se comprende a simple vista por qué es así. Aparte del distanciamiento del hombre con respecto a la naturaleza, nadie tiene paciencia ni tiempo para seguir, aguardar, observar o considerar en general las fases del crecimiento. Por eso existe una espiritualidad bíblica del crecimiento que se ha perdido. Se manifiesta claramente, por ejemplo, en la llamada «filiación de las virtudes», que se encuentra en textos como los siguientes: Gal 5,22-23: «Pero quien se deja

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filiar por el Espíritu Santo puede amar, alegrarse, mantener la paz, tiene una respiración larga, es amable y bondadoso, fiel, con suave paciencia y dominio de sí». Pastor de Hermas, Visiones 3,8: «"La primera, que tiene las manos juntas, es la Fe. Por ella se salvan los elegidos de Dios. La segunda lleva un cinturón y parece audaz. Es la Conlinencia. Es hija de la Fe. Quien la sigue tiene una vida feliz, pues se abstendrá de toda mala acción. Puede confiar en heredar la vida eterna si evita todo mal deseo". "¿Y las otras cinco, señora?". "Son hijas las unas de las otras. Se llaman: Sencillez, Ciencia, Inocencia, Santidad y Amor. Si haces todas las obras que la Fe, madre de todas ellas, exige, podrás alcanzar la vida". "Querría saber, señora", dije yo, "el efecto que tiene cada una de ellas". "Te lo voy a decir", repuso ella. "Sus efectos se apoyan mutuamente, se siguen uno del otro, dependiendo de quién sea la madre y quién la hija"». Del nacimiento habla también St 1,15-16; de la aparición de otros comportamientos a partir de la fe, 2 Pe 1,5-7. Muy a menudo, la fe está al principio. Tiene en sí tanta fuerza, que todo lo demás son sus frutos o sus hijos y nietos. El conjunto es en cada caso un proceso orgánico de generación. En él se hace visible la coherencia interior del ethos cristiano. No se agrega nada extraño, el conjunto adquiere forma definitiva. Los filósofos no cristianos del entorno del Nuevo Testamento dicen, en lo que a esto respecta, que un comportamiento es la causa de otro, o que uno conduce al florecimien-, to de otro. Si uno es fruto de otro, para invitar a algo a los hombres se deben utilizar menos los imperativos «a palo seco» y se puede partir, por el contrario, de la melodía fundamental de su camino cristiano. Se trata de consecuencias y de nuevas etapas del camino. Es importante que el enérgico comienzo se despliegue en una comunidad que abarque cielo y tierra. Cabe preguntar: ¿qué relación guarda este devenir orgánico con el hecho de que el hombre siga siendo pecador? Respuesta: la meta del camino no es la perfección, sino encontrar un sentido. La importancia de esta imagen para el concepto de justificación estriba en que el amor y otros «comportamientos» son el despliegue del hecho de que Dios ha acogido y «aceptado»

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fundamentalmente al hombre. Concuerda con ello el hecho de que Pablo pueda considerar también la resurrección como consecuencia última de la justificación del hombre. Esto tiene gran importancia para la cuestión de la espiritualidad. En ésta, según la entendemos en el presente libro, lo realmente fundamental es el amor. Precisamente porque el amor es indivisible entre quienes de él participan, toda valoración según lo que se da o se recibe es ociosa y, en el fondo, inadecuada. Por otro lado, tomar en consideración el crecimiento y el devenir no supone una glorificación del progreso humano, sino un reconocimiento agradecido de que en él hay evoluciones y procesos, como los propios de toda vida merecedora de este nombre. Esta adquisición de la propia historia -y con ella de la identidad frente al amor de Dios- constituye una importante diferencia con respecto al budismo, que tan de moda está en nuestros días. Tanto el esquema de «promesa y cumplimiento» como el amor y el agradecimiento son muy especialmente cristianos, porque todos ellos atañen a dos dimensiones esenciales para nuestra cultura: la personalidad y la historia. Quien opta por el budismo se despide de estas condiciones básicas de nuestro pensamiento.

Ahora bien, «espiritualidad» tiene que ver con la vida cotidiana. Y si ésta se halla marcada por nociones de metas que se pueden anhelar realmente, será un buen ejemplo de espiritualidad viva y oportuna. Es muy fácil de retener, por ejemplo, el gran lucernario de los cimborrios de las catedrales románicas, que siempre representan la Jerusalén celestial (pienso en la catedral de Hildeslieim, o en GroB St. Martin en Colonia). En cierto modo, con el lucernario se pone literalmente ante los ojos de la comunidad, en forma de obra de arte, la imagen ideal de la unión venidera. Me parece muy significativo que, además, se trate de una ciudad para hombres, una ciudad de puertas abiertas y con agua de vida y árboles de vida en medio de ella, de una gran ciudad agradable para el hombre, que no despierte sólo las emociones de arquitectos y urbanistas. En la tradición monástica, el anhelo también se vincula a menudo con el de la ciudad celestial, Jerusalén, pues, según Bernardo, todo monje es monachus et Ierosolymita, monje y habitante de Jerusalén (aunque quizás en un sentido algo distinto de aquel en el que Kennedy era «berlinés»).

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Anhelo El anhelo, ¿una categoría teológica? El anhelo tiene que ver, en principio, con la orientación del hombre hacia el futuro y, por tanto, con lo que los teólogos llaman «escatología». El anhelo se contrapone rigurosamente a la nostalgia. Mientras que la nostalgia transfigura falsamente lo pasado, el anhelo es un impulso del corazón con vistas al futuro, y mucho más fructífero que el miedo. Que el anhelo sea o no religiosamente «oportuno», depende de la lejanía de lo anhelado con respecto a la realidad. El anhelo, por tanto, tiene algo que ver con las utopías; dentro de éstas cabe distinguir entre las que están totalmente fuera de nuestro alcance, que más bien pueden impedir cualquier avance y mejoramiento, y las que son capaces de inspirar y acompañar como metas orientadoras la actividad cotidiana del ser humano.

El monasterio se manifiesta como representación de la Jerusalén celestial (como S. Stefano in Rotondo en Roma); ya ahora se contempla la Jerusalén celestial «desde el anhelo». Y en la biografía del beato David von Himmerod se dice: «Su rostro brillaba de alegría como el de un santo; tenía el rostro de un hombre que se encamina a Jerusalén». Esto significa que, si la utopía por la que se dejan guiar los cristianos es realmente una unión concreta en convivencia, tampoco una espiritualidad cristiana será algo que se baste a sí mismo o que sólo le sirva al alma, sino que su aspiración se extenderá hasta los límites del mundo y del tiempo.

Pablo y el lenguaje del anhelo Cuando Pablo toca el tema de su propia esperanza, habla de aflicción y de dolores, de los gemidos y la condición expatriada del exiliado. Entonces desearía liberarse de la molesta pesadez terrena de su cuerpo y estar en la patria celestial. Pablo habla en esas ocasiones de manera muy personal y apa-

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sionada. A ese modo de hablar se le podría denominar «lenguaje del anhelo». No lo mueve el miedo del no reconciliado; él mismo quisiera ir a Jesús. La perspectiva inversa tendría un anhelo expresable así: «¡Debería venir alguien como Jesús!». Pablo se expresa con el lenguaje del anhelo sobre todo en sus cartas más tardías: 2 Co 5,2-9: «Ahora seguimos gimiendo aquí en la tierra [bajo el peso de la transitoriedadj y deseamos tomar posesión de nuestra casa celestial, revestirnos del cuerpo nuevo como de un vestido... Pues deseamos intensamente que todo lo que puede morir y lo que está muerto sea eliminado y como tragado por la vida de Dios... Por eso miramos siempre a lo venidero con gran alegría anticipada. Vivimos en nuestro cuerpo terreno como en el exilio, lejos del Señor... Deseamos de corazón pasar del exilio de este cuerpo terreno a nuestra patria junto al Señor y poder habitar allí, y lo esperamos con ilusión. Por eso ponemos todo de nuestra parte para alegrar a nuestro Señor, ahora en el exilio y después en la patria». Flp l,22b-25: «No sé qué escoger, las dos posibilidades tiran de mí. Por un lado, mi deseo es morir para estar con Cristo. Esto es con mucho lo mejor. Por otro lado, para vosotros es mucho más necesario que yo siga viviendo. Ahora bien, estoy convencido de que me quedaré y seguiré con vosotros para que obtengáis algún provecho como cristianos, sobre todo alegría». Rm 8,22-25: «Hasta ahora la creación entera, todas las criaturas, está gimiendo con dolores de parto, también nosotros los cristianos. Pero, puesto que Dios nos regaló -como señal, por decirlo así- el Espíritu Santo, podemos también esperar la totalidad, pues gemimos con mayor razón porque nuestro cuerpo todavía no está liberado de la muerte y, sin embargo, anhelamos de medio a medio ser hijos de Dios. Pues la porción mayor -lo que nosotros esperamos sobre todo- todavía está por llegar. Lo que se espera aún no se puede ver, pues lo que ya se puede ver no es preciso esperarlo. Por tanto, puesto que esperamos algo invisible, necesitamos mucha paciencia si no queremos renunciar a nuestro anhelo».

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Salta a la vista: Pablo habla de anhelo y patria, del exilio y el gemir actuales. Tanto en 2 Co 5 como en Rm 8, Pablo conecta este pensamiento con la imagen de la prenda que Dios ha dejado ya a través del Espíritu Santo.

El anhelo en el lenguaje de la liturgia La llamada «¡Ven!» determina muchas oraciones de la Iglesia del primer milenio. Una y otra vez se dice «Ven, Espíritu Santo» o «Ven, Santificador». Ya hemos hablado de la llamada de la Novia y del Espíritu, «¡Ven!», en el Apocalipsis de Juan. La tradición de la llamada que suplica la venida se hace muy clara en las antífonas «Oh» de las vísperas que van del 17 al 23 de diciembre en el tiempo de Adviento: «Oh Sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando del uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la salvación» (día 17). «Oh Adonai, Pastor de la casa de Israel, que te apareciste a Moisés en la zarza ardiente y en el Sinaí le diste tu ley, ven a librarnos con el poder de tu brazo» (día 18). «Oh Renuevo del tronco de Jesé, que te alzas como un signo para los pueblos, ante quien los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones, ven a librarnos, no tardes más» (día 19). «Oh Llave de David y Cetro de la casa de Israel, que abres y nadie puede cerrar, cierras y nadie puede abrir, ven y libra a los cautivos que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (día 20). «Oh Sol que naces de lo alto, Resplandor de la luz eterna, Sol de justicia, ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (día 21). «Oh Rey de las naciones y Deseado de los pueblos. Piedra angular de la Iglesia, que haces de dos pueblos uno solo, ven y salva al hombre que formaste del barro de la tierra» (día 22).

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«Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro» (día 23). Las dos últimas antífonas mencionan explícitamente el anhelo de los pueblos. Y, lo mismo que en el erotismo, también en la apocalíptica el anhelo produce belleza; precisamente por ello, el llamado Cuarto libro de Esdras desborda de poesía pura. Así, estas antífonas pertenecen a las perlas de la liturgia. Aun cuando no se trate del reino venidero, sino de los colores otoñales de la despedida, los textos litúrgicos pueden ser de una enorme y conmovedora belleza, como el siguiente texto procedente de la liturgia copta de difuntos: «Cuando el cántaro se quiebra en la fuente, se rompe el hilo de plata y la apariencia del oro se apaga; cuando el cantar de las hijas se interrumpe y en el callejón rondan los que antes se escondían, y las criadas que muelen quedan ociosas, también el polvo vuelve al polvo y el espíritu se pone en camino hacia ti, Creador y Dios nuestro, Consolador nuestro en toda la tristeza que tan hondamente nos ha conmovido. Nuestra carne está seca, y nuestra fuerza motriz agotada. Nuestra lengua está reducida al silencio, vacío ha quedado nuestro pensamiento; sellados están nuestros oídos, turbios y hasta extinguidos nuestros ojos, que antes miraban con brillo. Se ha entenebrecido la pupila del ojo, que antes resplandecía como un relámpago. El aliento de boca y nariz ha quedado interrumpido, la lengua rígida, y la dulce voz reducida al silencio, lejos de la conversación. Impedidas están las manos para hacer nada, detenidos los pies para caminar; escondido al atisbo de los ojos está en su lugar lo que mira de lejos. Pero el alma espiritual viene a ti. Dígnate perdonarla y que reciba su paga» (Becker/ Ühlein II, p. 1.474). El anhelo como fuente de la mística Según Bernardo de Claraval (Sobre el amor de Dios), tiene plena validez esta afirmación: «Si no aguardáis anhelantes, no podréis amar perfectamente». Y en medio de sus sermones

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aparece una y otra vez la frase: «El anhelo, no la razón, es mi consejero» (desiderio feror, non ratione); y puede añadir: «el sentimiento rne apremia» (affectio urget). Aún más radicalmente dice Guillermo de Saint-Thierry que la principal esencia del hombre es únicamente el anhelo de Dios, y que la verdadera capacidad de conocer a Dios consiste sólo en el amor: «Sea tu pregunta oración; tu amor y piedad, anhelo humilde». «Si me considero a mí mismo, mi propio yo se me vuelve un enigma molesto y enojoso. Pero al menos, Señor, por tu gracia estoy ciertamente cierto de tener anhelo de tu anhelo y amor a tu amor. Anhelo anhelarte». «El amor anhelante no está contento hasta que no descansa en lo que El es». En su escrito De contemplando Deo, Guillermo de SaintThierry llama al discípulo Tomás de Jn 20 el «hombre de los anhelos», que «ansiaba mirarlo y palparlo por entero, y no simplemente eso, sino que quiere llegar hasta la sacratísima herida del costado, hasta la puerta del arca...». Preguntamos: ¿pueden los hombres modernos imaginarse algo cuando oyen hablar de este tipo de anhelo? Quizá podamos entender la frase de Agustín sobre la inquietud del corazón (Inquietum est cor nostrum, doñee requiescat in te). Quizá, también, que dicha inquietud del corazón apunta a la «flor azul», la perfección y la luz. Amor La marcada insistencia en el amor dentro de los importantes escritos del Nuevo Testamento guarda ciertamente relación con el hecho de que lo fundamental en ellos no es precisamente el descubrimiento del «individualismo religioso» (A. VON HARNACK, Ea esencia del cristianismo, 1900), sino más bien unas estructuras comunitarias y eclesiales familiares. La razón última de ello estriba en que Dios, según lo entiende el Nuevo Testamento, se revela en una persona, en Jesucristo como tal. Así, sólo se puede participar de esta revelación mediante la «amistad» o «familiaridad» con esta persona. El ahab hebreo («amar»), lo mismo que su equivalente en la Biblia griega, el agapan («amar»), de sonido semejante, es ante todo una palabra procedente de la intimidad de estructu-

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ras de parentesco. Por eso también en Lv 19,18 el prójimo, que ha de ser «amado», está en el mismo contexto, inmediatamente paralelo al «hermano» (v. 17). En el Nuevo Testamento, con la reavivación del uso metafórico de «padre» e «hijo», encontramos una comunidad en la que los hombres se entienden como hermanos (Me 10,29-30). Algo parecido observaremos también en los monjes del siglo xn: el amor es tan importante para Bernardo de Claraval porque éste descubre las dimensiones de la personalidad cristiana juntamente con un amor familiar, y hasta nupcial. El personalismo cristiano que se descubre en ello es cualquier cosa menos individualismo.

Por eso el amor llega a ser teológicamente tan importante en un campo de tensión absolutamente especial. En un judaismo que debe enfrentarse con el paganismo circundante, aparece un grupo que se deslinda también dentro del judaismo. Pero el amor, en este caso, no es sólo una determinada forma de comportamiento, sino también una concepción religiosa y teológica de la vida. De esta conexión vamos a ocuparnos aquí.

Amor en el dualismo En ambos casos, la estructura familiar se conecta con un fuerte dualismo. En el Nuevo Testamento, esto se puede llegar a percibir de manera ejemplar en el evangelio de Juan. La frontera con respecto a los que están fuera es la línea de separación entre luz y tiniebla, y Jesús es la luz del mundo. El juicio «está» ya pronunciado sobre quienes pertenecen a la tiniebla. A este intenso dualismo corresponde el hecho de que en ningún otro sitio se encarezca de manera tan insistente ni tan monótona el amor como mandamiento nuevo. Algo parecido se puede decir también en el caso de Pablo: allí donde las fronteras hacia fuera se ponen marcadamente de relieve, como en la carta a los Gálatas, también es importante el amor (Gal 5-6). La comunidad de los santos (así entiende Pablo la comunidad de Corinto) también debe actuar misioneramente en su culto (1 Co 14,23), y con 1 Co 13 el amor queda plasmado ante los ojos. Algo semejante es también aplicable en Qumrán a la intensa vida comunitaria del grupo de 1QS, cuyos miembros se entienden como hijos de la luz. Podemos resumir, por tanto: la insistencia sobre el amor en el ámbito de la convivencia está en relación directa con la intensidad de la comunión y con su delimitación hacia fuera. Sin duda esto se puede aplicar también al amor de Dios, pues en Dt 6,4-5 éste se encarece, por decirlo así, mediante el contraste con los demás dioses que justamente no son el uno y único.

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El amor en la mística judía primitiva Ahora bien, el significado del amor en el cristianismo primitivo no guarda sólo correspondencia con la concepción de comunidad/Iglesia. Existen, además, importantes razones teológicas que van unidas a un cambio en la relación con Dios. Para decirlo brevemente: al modelo de la comunidad en el plano horizontal (familia) corresponde el modelo de la redención en el plano vertical. Lo mismo que los cristianos son hermanos entre sí, son también hijos con respecto a Dios. Ambas cosas se complementan sin ruptura. En este punto es fundamental la concepción del trono celestial y de la admisión de los hombres a este ámbito. Con ello, a diferencia de lo que ocurría en la época anterior del judaismo, queda abierta para los hombres la dimensión vertical. Los hombres son ahora admitidos por Dios al ámbito de su «familia» -siempre y cuando cumplan la condición de una auténtica pureza-. Pablo entiende esta admisión como amor gratuito y maravilloso de Dios. En este punto vemos que el tema de la familia no tiene sólo una extensión «horizontal» en la índole de las comunidades (extensión que llega hasta el significado de la «casa» para las estructuras de la Iglesia primitiva), sino también un significado vertical. Textos paulinos. En Rm 8,33-34 se describe el tribunal (foro) celestial. Pablo pregunta por el acusador y el juez que condena. La respuesta es que no existe ninguno de los dos, pues Cristo es nuestro abogado defensor. Frente a todo lo que podría separarnos de Dios, está sólo y sobre todo el amor de Dios que nos fue dispensado en Jesucristo. De manera parecida en Rm 5,2. En este caso se bosqueja el escenario del trono de Dios. Dios nos admite, tenemos acceso.

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Y, en consecuencia, derrama el Espíritu en forma de amor en nuestros corazones. Para Pablo, el Espíritu Santo es esencialmente prueba del amor de Dios, pues es también este Espíritu el que clama en los hijos «Abba» («Padre») (véase antes) y con ello prueba que son hijos. A la vez, es el mismo Espíritu Santo que elimina las fronteras entre judíos y paganos el que, por tanto, en la dimensión horizontal pone la pertenencia a la familia por encima de todo. Más tarde aún, en el marco del judaismo místico, la autorización para que también los hombres puedan llegar al ámbito de los ángeles (de los clásicos «hijos de Dios») y del trono de Dios también se llamó siempre «elección» y «amor». El pintor judío Marc Chagall fue uno de los últimos representantes del judaismo europeo oriental de orientación mística. En numerosos aspectos, sus imágenes se acercan mucho al judaismo primitivo del movimiento de Jesús. Esto también se puede aplicar precisamente al significado del tema «amor» en su pintura. Si en los cuadros de Chagall aparecen una y otra vez parejas de enamorados (con frecuencia flotando), ello recuerda, y no por casualidad, el significado de la mística nupcial y de la explicación del Cantar de los Cantares en la «mística» cristiana del primer milenio. Podría ser que a través de los cuadros de Chagall los cristianos encontraran de nuevo un acceso a este olvidado tema de la religión cristiana.

Consecuencias Desde mi punto de vista resulta indudable que el modelo de la familia es, tanto vertical como horizontalmente, el modelo teológico y sociológico fundamental del Nuevo Testamento. De Dios como «Padre» y de Jesús o los cristianos como «hijos» también se habla, pues, en todas las teologías canónicas. El hecho de que el modo de hablar del pueblo de Dios se derive del ámbito familiar se entiende objetivamente por sí solo, pero hoy debe ser dicho explícitamente. También resulta evidente que el cristianismo supo llegar a ser más ligero y convincente cuando tuvo estructura de familia (la antigua «casa» o el «padre abad») o cuando se vio tan acosado, al menos desde fuera, que en el interior resulta-

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ron «forzosas» estructuras de tipo familiar (tiempos de persecución). Si es así, encontramos aquí el modelo que muy posiblemente será el más adecuado de todos los de la Reforma. Desde hace mucho, se pide que las Iglesias se reorganicen a partir de células menores. Y en las actuaciones públicas de tipo espirilual todavía transmitidas realmente con éxito, la comunidad parcial reunida encuentra precisamente las fronteras de la antigua «casa». Digamos, para disipar cualquier malentendido, que no se trata aquí de ninguna clase de política familiar, sino más bien de la idea determinante de que el círculo de la familia extensa y sus amigos es ya, por razones biológicas, una forma estable en la que cabe fundarse. Al mismo tiempo, una familia no tiene por qué estar formada por «padre, madre c hijos»; la «casa» se ha de comprender de manera debidamente amplia, y entonces es un elemento muy vivaz y ligeramente variable en su base. Así, yo abogo desde hace años por una renovación de la hospitalidad como base del trabajo eclesial. Esto tiene mucho que ver con la espiritualidad, dado que tanto menos existirá ésta cuanto más tiempo se dé «en suspensión libre». ¿Qué amó realmente Pablo? En lo señalado hasta ahora hemos preguntado de qué modo acogió Pablo el amor. Ahora damos un paso más: si queremos comprender la teología paulina desde su espiritualidad, haremos bien en preguntar qué o a quién amó realmente Pablo. A esto se puede responder que ama a su pueblo y ama el cielo. A diferencia de los estadounidenses modernos, Pablo no se atreve a decir que «ama a Jesús». Cuando Pablo habla del cielo, lo hace con el lenguaje del anhelo (sobre esto, véase más arriba). Y cuando habla de su pueblo, incluso querría estar apartado de Cristo por él (Rm 9,3). ¿Cómo se compagina el amor que Pablo experimenta y el amor que él mismo deja ver? También aquí se vuelven a encontrar las dos dimensiones, la horizontal y la vertical. Cuando Pablo da a entender que ama «el cielo», indica la dimensión vertical. También en este caso puede ayudarnos la meta-

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fora de la casa, pues Pablo habla de que en el cielo estará en casa, liberado del exilio en la tierra. El anhelo paulino de la patria celestial sólo se puede entender en el marco de la mística judía primitiva. Pues en ese contexto -y sólo en él- se puede decir que el verdadero hogar está junto al trono del Dios invisible. Y el pueblo de Dios, la dimensión horizontal, Pablo lo concibe enteramente mediante el uso de metáforas familiares, pues habla en particular de su parentesco («carne» en Rm 9,3; 11,14), de los hermanos (y hermanas) y de los «padres» comunes (Rm 9,3-5). Preguntamos: ¿qué significa amor en el marco de una espiritualidad cristiana primitiva?

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/•.'/ ósculo

Un signo familiar de ternura y unión se convierte en el signo de la comunidad. Esto confirma nuestro planteamiento acerca de la índole familiar de las comunidades del siglo i. Evidentemente, el ósculo significa también algo así como una mutua comunicación del santo Espíritu vital de Dios. Esto sería muy importante para la expresión clave «don mutuo». Si no se considera al Espíritu Santo de manera cuantitativa, sino más bien dinámica, el ósculo santo no efectúa una multiplicación cuantitativa del Espíritu, sino que es un signo de que el Espíritu Santo «emplea para la vida» la convivencia de los cristianos. «Requiere ser exhalado», pues no cabe imaginarlo como algo muerto puesto en conserva.

La discusión sobre el amor llevada a cabo en los antiguos banquetes (estén o no fijados y estilizados literariamente) y también en el Nuevo Testamento (1 Co 13) indica lo siguiente:

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El amor se considera siempre como lo supremo y más noble que un hombre ha de dar. Esta orientación es tan radical que reiteradamente se le atribuyó carácter de exclusividad -ejemplo de ello son el amor de Dios (Dt 6,4-5) y, en la época neotestamentaria, la relación hombre-mujer-, pero en todo caso se considera desde una perspectiva familiar («Nada es preferible a la solidaridad con la familia»). El hecho de que Jesús ponga parcialmente en tela de juicio la solidaridad familiar (por ejemplo, Le 14,26: «Quien no odie...») no es más que la excepción que confirma la regla. El descubrimiento del amor en su valor religioso y social fundamental supone, por tanto, una orientación útil y clara. El amor convierte en insignificante todo lo que no sea la historia que compartimos mi interlocutor y yo. La orientación dada por el amor ha querido ilustrarla, por ejemplo, el filósofo Max Scheler con un esbozo de ordo amoris, de una «jerarquía de valores del amor». La conocida conexión entre amor y corazón (véase Dt 6,45) supone ciertamente una primacía de lo afectivo, pero la formulación de Dt 6,5 indica que, en todo caso, se trata de un proceso integral.

santo

I MI el cristianismo primitivo, el ósculo santo llega a ser un signo especial de reconocimiento de las comunidades. Pablo invita siempre a ello al final de sus cartas, y ello significa:

Sólo lo esencial cuenta

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Sólo más tarde hace su entrada en este ámbito cierta mojigatería, como se puede observar en una palabra apócrifa de Jesús: «Pero si alguien a quien le ha agradado el fraternal ósculo cristiano afirma que sería mejor darlo dos veces, más le convendría arrodillarse dos veces, pues, aun cuando en nuestros sentimientos falte sólo un poco, aún no estamos en la vida eterna» (agraphon n. 72 Berger/Nord). -

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La idea de la comunicación del Espíritu Santo mediante el ósculo santo se puede encontrar en los primeros cistercienses (véase, por ejemplo, Guerric d'lgny, Pláticas II 25). Ellos hicieron suya esta opinión como hipótesis y la llevaron al Nuevo Testamento. A mi modo de ver, esta hipótesis es más adecuada que todas las demás para explicar el fenómeno del ósculo santo. El ósculo santo desempeña un papel importante en los comentarios al Cantar de los Cantares, y de dichos comentarios nace, después de todo, la mencionada interpretación de este uso, quizá la más acertada desde el punto de vista exegético. En todo caso, el ósculo es sin discusión un ele-

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mentó de correspondencia familiar. Así, el ósculo santo, junto con el uso de un lenguaje que habla de novia y novio, conecta el cristianismo primitivo con los sermones posteriores sobre el Cantar de los Cantares y con los cuadros de Chagall. ¿Nuevos accesos a la mística del amor? Ciertamente, no se trata de refrescar o revivir artificialmente algo que nos resulta sumamente lejano. Sólo cabe preguntar a qué se debe el que nos resulte tan extraño el mundo mencionado con este encabezamiento y si podemos o no, quizá, ver algo a partir de él -los planteamientos neotestamentarios así lo sugieren. Al hablar del «anhelo» hemos hecho ya referencia a importantes supuestos (véase más arriba). El más importante era que todos los déspotas pretenden arrebatar a los cristianos aquello que les envidian; y no sólo se lo envidian ellos, sino también otros enemigos del cristianismo para los que es difícil de soportar que los cristianos se sepan sostenidos y apoyados por algo que guarda relación a la vez con el amor y el libre asentimiento. Además, cuando se ha recobrado la vida como un regalo completamente inesperado, cabe amar a Dios por dicho regalo. Vamos a completar lo dicho aquí con el apartado siguiente... La resurrección como caso de amor Las dificultades relacionadas con la fe en la resurrección se deben en su mayoría a que ponemos esas afirmaciones en competencia con la biología y la física y luego tenemos por inconcebibles -y, por tanto, rechazamos- las correspondientes proposiciones dogmáticas. Resulta francamente inquietante el alto grado de materialismo y el bajo grado de sentido social comunitario que presenta nuestro pensamiento en comparación con el pensamiento bíblico. Pues en la cuestión de la resurrección no se avanza en absoluto con categorías de las

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ciencias naturales; y, siendo como somos simplistas, tenemos estas por las más importantes. Por el contrario, resulta fácil entender la resurrección cuando se parte, con la Biblia, de que la realidad social es la más importante de todas y marca totalmente la pauta. Prescindamos por un momento del tema de la resurrección. Lo que podemos y debemos aprender del pensamiento bíblico es lo siguiente: ¿acaso es verdad que sólo lo mensurable es real y que todo lo demás es subjetivo, poético, irreal o una fantasía privada? ¿No cabría que el ámbito del anhelo y el amor, de la religión y la visión, guardara relación con algo igual de real, sólo que distinto y que se ha de comprender de manera distinta? En este punto uno estrechamente lo social y lo religioso en el sentido bíblico, como he hecho hasta el momento en el presente capítulo. ¿Qué ocurriría si la realidad creada mediante el amor fuera, a su manera, más fuerte que la muerte, si el vínculo de un amor fuera una realidad que se ha de tomar en serio, y no poesía vacía? Por eso quisiera volver en este momento sobre un texto que escribí en el verano de 1980 y que publiqué en el libro (actualmente agotado) Wie ein Vogel ist das Wort (Stuttgart 1987. pp. 167-169). Se trata de una carta de amor auténtica, pero que fue entretejida con un sermón sobre la resurrección, de manera que al final se deduce que la resurrección quizá se pueda comprender desde la experiencia cumbre de la vida, que es la de estar enamorado. «La resurrección será como seas Tú, como te vaya a Ti. La resurrección es una palabra misteriosa, pero su misterio es amor. Amor es el secreto que los muchos, muchísimos muertos que nos precedieron se llevaron a la tumba. Pues sólo encontraron el sentido de la vida en poder amar y en ser amados. Pues cada uno tiene un nombre; sólo la humanidad genérica, el anonimato y el hundirse en él, es la muerte. Por eso no queremos vida en general; la resurrección, por el contrario, es cuando nos amamos, cuando cada día nos vemos como nuevos. Con "resurrección" se alude a un nombre, al nombre de aquel que en eso nos precede, y al hecho de que bajo su nombre conservamos el nuestro, pero juntos. Ya es un poco resurrección cuando nos vemos... La vida eterna será como la supresión del tiempo que se produce al estar juntos. Pues cuando estamos juntos no miramos el reloj. El tiempo no existe. Así será el cielo... La resurrección

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es un cántico solar, la resurrección consiste en que Dios no relevará a la creación de su función de alabarlo... Llegará un momento en que el Sol baile. Será cuando Tú estés ahí. Todas sus criaturas, alabad al Señor». El amor y el «purgatorio» En la discusión actualmente en curso en Alemania, recurrir al purgatorio equivale casi a un suicidio en lo que al propio prestigio se refiere. Pues casi todos ven esa noción como la causa principal de la Reforma, y muchos son de la opinión de que «ya no [deben] creer en algo así». Pero si nuestra fe versa sobre el amor, y no sobre mecanismo alguno de los infiernos ni sobre una cuenta corriente celestial, cabe emprender el intento de hablar de las inquietudes que pueden tener los hombres cuando piensan en los difuntos; y cabe hacerlo, no con el lenguaje de furor clasificatorio racionalista de la dogmática anterior, sino con el lenguaje de la oración. Siempre he creído que a Dios podemos contarle con franqueza todas nuestras inquietudes -sin miedo a la dogmática, sea ésta del estilo que sea. «Señor Dios, este difunto ciertamente fue un hombre imperfecto y un cristiano del montón -como todos nosotros-. Ciertamente, como cristiano no aceptó toda la gracia que tú quisiste regalarle. Tenemos mucho miedo de que no pueda resistir ante tu gloria. Es su miedo el que compartimos. Sólo podemos imaginarnos que la muerte casi lo asfixia. Su salvación será difícil y dolorosa, como imaginamos que lo sería en el caso de una operación encaminada a salvarle la vida, en la cual se debieran sustituir muchas cosas, porque con las viejas no podría seguir viviendo. Señor, sólo podemos hablar con imágenes. Así, decimos que hemos de resistir ante tu gloria o ser asfixiados por la muerte. Sólo sabemos una cosa: que tu gracia vencerá. Perdónanos por inmiscuirnos en ello. Pero podemos contarte, sin embargo, todo lo que nos causa preocupación. Nosotros queríamos al muerto. Por ti sabemos que entiendes

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nuestro amor. Pues el amor no te es extraño. Y nuestro amor tiene la misma dirección y la misma meta que tu amor, del cual estamos completamente seguros. Tú no quieres la muerte del pecador. Sólo por eso te suplicamos por este hijo problemático. Amén». Relectura de textos bíblicos con monjes del siglo xn Puede suceder también que los monjes del siglo xn hagan aparecer los textos bíblicos con una nueva luz y que los hagan resultar de nuevo especialmente interesantes mediante sutiles observaciones. Esto vale, por ejemplo, de la parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32). De esa parábola deduce Guerric d'Igny (II 24 Plática 2 de Cuaresma, § 2) la frase «Dios nos ama más de lo que nosotros mismos nos amamos»: el padre tenía más prisa en otorgar el perdón al hijo que éste en recibirlo. Guillermo de Saint-Thierry (Oraisons méditatives, 12,2930) esclarece la conexión existente entre amor y Espíritu Santo, tema de 1 Co 12-13: «Te encuentro, por tanto, Señor, en mi amor. Ojalá te encuentre siempre. Pues el amor sólo es cuando ama. Pero si en mí arde siempre el deseo de ti, el amor que a ti me impulsa, ¿por qué no soy arrebatado continuamente por ti? El amor es, como sabemos, don de la naturaleza, pero amarte a ti es don de la gracia. Estar arrebatado de amor es una gracia patente sobre la que el apóstol Pablo dice: "A cada uno se le concede que el Espíritu Santo se manifieste visiblemente para bien de todos"... El amor a ti, Señor, está siempre, por tanto, en el alma de este mendigo que se encuentra ante ti. Pero arde sin llama, como ascua bajo la ceniza, hasta que el Espíritu Santo, que sopla donde quiere, se decida a atizarla como y cuando quiera, y a hacer que su fuerza benéfica se vuelva eficaz. Ven, pues, amor santo, ven fuego santo. Quema las alegrías de la voluptuosidad nacidas de mi cuerpo». La teología paulina del corazón también se puede reconocer en estas frases de Bernardo: «Entre todos los impulsos, sentimientos e instintos, el amor es lo único con que la criatura puede corresponder al Creador, si no igual con igual, sí, no obstante, semejante con semejante. Si, por ejemplo, Dios está enojado, ¿acaso puedo yo enojarme igualmente con él?... Si él

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me acusa, no reconvendré, sino que él tendrá razón contra mí» (Sermón 83 § 4). O en esta frase: «Me atrevo porque pienso en tu misericordia, no en tu majestad» {Sermón 9 § 4). Algo se encuentra en Gilberto sobre el tema de la espiritualidad, a saber, que el amor ejerce un dominio: «Otros tienen otros quehaceres: vuestra particular tarea es el amor. Ese amor que es un provocador vehemente en causa propia y ejerce una deliciosa tiranía...» (Gilberto de Hoyland, f 1172, amigo de Aelredo). Lo que Pablo diría más bien de la resurrección y de la te, lo dice Bernardo de la encarnación y del amor: «Dios se hizo hombre para ser amado» (Sobre el amor de Dios, § 22). Sobre la relación entre amor y conocimiento se expresa con un estilo casi joánico: «Nunca podrá conocer al Padre quien no lo ama perfectamente» {Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 8,9). Luego, en el siglo xx, Max Scheler convirtió la relación entre conocimiento y amor en el tema de uno de sus famosos ensayos (véase M. SCHELER, Liebe und Erkenntnis, Bern 1955). Guillermo de Saint-Thierry ora totalmente en la línea de la teología paulina de la gracia (Oraisons méditatives, 13): «De la nada que soy toma cuanto quieras, concédeme sólo el amor pleno y total». En relación con el conjunto de las afirmaciones sobre el tema del amor se puede decir que, allí donde se acentúa el amor afectivo, se esclarece considerablemente la imagen global del cristianismo. Precisamente porque el amor es una relación intensa y cordial con un interlocutor, la alegría desempeña un papel mucho mayor que el que nunca antes tuvo. En este punto, los cristianos del siglo xn parten frecuentemente del Nuevo Testamento, pero desarrollan en muy alto grado, no obstante, todo lo que se funda juntamente en el amor y la alegría mutua. Muy rara vez se volverá a alcanzar posteriormente el acierto de estas audaces afirmaciones.

la pregunta por el sentido de todo ser y de la creación entera: la alegría. Por eso, donde quiera que el hombre se encuentra o se reencuentra con el Creador, tiene parte en la alegría de éste por la existencia. Este es el criterio de la verdad. Por otro lado, según la imagen bíblica y monástica del hombre, la alegría es indivisible, es decir, afecta siempre a cuerpo y alma juntos. Precisamente en los sermones de Bernardo de Claraval sobre el Cantar de los Cantares queda también claro -no sin apoyo en los textos explicados- que el cuerpo es permanente mediador de la felicidad.

Alegría Si ya el origen de un ser humano está ligado a tanta alegría en su generación, ¿cuánta alegría no sentiría Dios al principio con la creación del mundo entero? Así podría sonar, o suena de hecho, una sabiduría rabínica. La frase es una respuesta a

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La alegría como reacción ante el encuentro con Dios Por eso el hombre sale de sí con alegre regocijo, lo mismo que salió Dios de sí con su amor. Cuando ambos salen de sí, puede ciarse una nueva comunión. El lugar de encuentro entre Dios y el hombre es la alegría. Ésta es la tienda del encuentro de la Nueva Alianza. Dicho encuentro se produjo a través del Evangelio o a través de un ángel o visión. En todo caso, supone el contacto con la ligereza celestial de la alegría. Es significativo que al comienzo de las apariciones angélicas se prohiba a menudo afligirse o llorar. «¿Por qué lloras?», «¿Por qué te afliges?». Esto significa que la tristeza y el llanto no son un camino en el que se pueda encontrar a Dios; incluso la tristeza útil (en la conversión) es sólo provisional. Donde Dios se vuelve al hombre, es alegría. Por eso la alegría se menciona a menudo al comienzo de una historia «con Dios» o «ante Dios». Por esa razón acogen los hombres la «buena nueva», o incluso al mensajero mismo, con alegría (Me 4,16; 1 Tes 1,6; Le 8,13; 19,6), y por eso van a menudo juntas la «fe», entendida como actividad por la que se llega a ser creyente, y la alegría (por ejemplo en Flp 1,25; Jn 11,15). A esto corresponde el hecho de que tampoco el orar humano puede ser triste. Pues tan pronto como lo es, se carga de lágrimas y ya no puede subir al cielo. (En este caso, la oración se considera, por lo demás, como una especie de sacrificio según el modelo del holocausto: la leña mojada no arde). La oración debe ser alegre. Si, por tanto, alegría y oración están estrechamente relacionadas (1 Tes 5,16-17; Flp 1,4 [interce-

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sión con alegría]; 4,4-6), ello significa que el contacto del hombre con el cielo está determinado de manera absolutamente preponderante por la risa y no por las lágrimas. A esto corresponde, por último, el hecho de que el hombre que está realmente dominado por la revelación y presencia de Dios se asocia con la alegría y el júbilo. Esta asociación de alegría y júbilo es muy frecuente. Por eso se dice, cuando un hombre puede acercarse a Dios, que «entra en la alegría de su Señor» (véase Mt 25,21.23), es decir, se acerca a Dios, participa de su condición. De manera parecida, según Hb 12,2, la alegría es el modo de ser de Dios y corresponde a la acción de sentarse a la derecha («En su calidad de elegido, Jesús ciertamente habría podido decidirse por la alegría y la libertad respecto al sufrimiento, pero en lugar de eso soportó pacientemente la cruz. Pese a su ignominioso final, se sentó a la derecha del trono de Dios»). También de manera muy semejante lo dice Lutero, el ermitaño de san Agustín: nuestra vida está en el cíelo, abajo triste, arriba gozosa, los pies hacia abajo, la cabeza hacia arriba, «como cerveza de Torgau» (WA 40/2, 296,11). Precisamente porque todo esto es verdad, la alegría recibe también con especial frecuencia el nombre de don del Espíritu Santo. Y cuando la alegría es «perfecta» o resulta «completa», ha llegado a su auténtico ser. Pues es celosa como Dios mismo. De ahí que sólo esté realmente allí donde es perfecta. Resultado: la alegría es la sustancia íntima, el interior de las cosas y personas celestiales. Cuando ya no existe nada débil ni perecedero, es la alegría. Por eso se puede decir que, en su intimidad, Dios está constituido por alegría. Si Dios es «sustancialmente» la alegría pura, la salvación consiste en que dicha alegría produzca su efecto en virtud de su carácter contagioso. La alegría equivale al cristianismo mismo, cuando Pablo dice en 2 Co 1,24: «No pretendo dominar vuestro cristianismo, sino contribuir a vuestra alegría. Pues, en efecto, ya os mantenéis muy firmes en la fe cristiana».

transitorio estado interior del hombre, ni tampoco simple jovialidad. Y si decimos que Dios es esencialmente alegría, ello tampoco significa que esté «quieto y complacido consigo mismo», como el abuelo que se fuma su pipa en el sillón. Más bien, la alegría es esencialmente el modo en que Dios hace partícipe(s) de sí mismo -lo cual es ciertamente una noción muy «antropomórfica», orientada a la conciencia humana-. El otro modo en que Dios hace partícipe(s) de sí mismo lo llamamos «Espíritu Santo». Esta formulación no se orienta a la conciencia, sino al fundamento de la vida. A causa de la proximidad de la alegría al Espíritu Santo, en el Nuevo Testamento ambos se mencionan juntos de forma reiterada (Hch 13,52; Rm 14,17; Gal 5,22). El hecho de que la alegría quiere hacer partícipe(s) de sí («alegría compartida es alegría doblada») llega a expresarse de modo especialmente bello en el giro epistolar «alegraos con los que se alegran» (Rm 12,15) y en la exhortación de Jesús a alegrarse con otros, reiterada tres veces en Le 15.

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Dios es alegría Para el cristianismo primitivo, por tanto, la alegría no es hilaridad, y mucho menos alegría por el mal ajeno, ni un mero y

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La alegría es característica de la imagen cristiana de Dios Desde el punto de vista de la historia de las religiones, en la alegría radica una peculiaridad cierta del Nuevo Testamento con respecto al Antiguo, pero también con respecto a la imagen helenística de Dios. En el Nuevo Testamento se habla con mucha frecuencia de la alegría en el contexto del encuentro con Dios, cosa que ciertamente no se puede decir en el caso del Antiguo Testamento1. Basta un rápido vistazo al inventario de expresiones griegas del Antiguo Testamento griego («Setenta») para observar que el Nuevo Testamento habla de la alegría en un contexto de encuentro con Dios mucho más a menudo que el Antiguo Testamento. Con respecto al resultado en el entorno contemporáneo griego, se puede decir algo parecido. Los «dioses» son ante todo «imperecederos»; la denominación «bienaventurados» que se les aplica muestra cierta 1.

Sólo en pasajes proféticos tardíos se da Ja alegría «al final» del tiempo y del mundo: Is 25,9; 35,10; 51,3; 61,10; 66,10; Sof 3,14-17; Zac 9,910. Quizá sea la que resuena igualmente en la alegría de Juan el Bautista en Jn 3,29.

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cercanía respecto del Nuevo Testamento; pero esa bienaventuranza no es comunicable en el acontecimiento de la revelación. En el modo de hablar de la alegría tropezamos, por tanto, con una peculiaridad relevante y hasta ahora pasada completamente por alto por la investigación. Ciertamente existen conexiones con el Antiguo Testamento (la expresión «evangelio» se acuñó a partir de éste) y con el entorno, pero lo decisivo es la preponderancia de las afirmaciones sobre la alegría. ¿Cuáles son las causas de tan llamativo resultado? Dios se confía a los hombres en una medida desconocida hasta ahora. Además, algunas escenas determinadas permiten percibir aún muy concretamente la orientación «salvífica» del encuentro con Dios, por ejemplo cuando en Mt 28,8 se dice que, ante la visión del ángel y el mensaje pascual, las mujeres reaccionaron con miedo y gran alegría. El miedo era la reacción hasta entonces habitual en las teofanías, pero la alegría se añade ahora como novedad, a causa del contenido del mensaje... «El asombro es propio de la alegría cuando aún no se puede creer debido a la alegría (Le 24,41), como la criada que, al oír la voz de Pedro recién liberado de la cárcel, olvida abrirle la puerta (Hch 12,14)» (L. STEIGER, TRE 11, p. 589). Por otro lado, sin embargo, según la concepción cristiana, Jesús es el Mesías, y al menos en algunos ámbitos ya ha despuntado la proverbial «plenitud mesiánica». Los bienes mesiánicos que se dan ya en plenitud son, en particular, todo lo que «se desborda» y, por tanto, alegría. En este sentido, la semejanza verbal existente en griego entre gracia (charis) y alegría (chara) se redescubre en el Nuevo Testamento (Hch 11,23; Le 1,28). La alegría es una realidad premoral, y nuestro descubrimiento del interior de Dios como alegría nada tiene que ver con esa tendencia tan en boga a suprimir el juicio o a definir a Dios sólo por el «amor». La alegría es más bien un intento de comprender a Dios desde el lado psíquico con una imagen humana. Esto lo expresa oportunamente Bernardo de Claraval: a la admirable serenidad que esperamos {mira serenitas) corresponde la facilidad {facilitas) con que fuimos creados (Werke 5: Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 165). El ámbito del presente de Dios, Bernardo de Claraval lo llama una y otra vez el «paraíso», inspirándose en Gn 2,8, lo llama «huerto florido y ameno», lugar de la tienda maravillo-

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sa donde el hombre ha de gustar el pan de los ángeles. «En este jardín no se entra con los pies, sino con el corazón»... «Es el jardín cerrado, la fuente sellada» (Ct 4,12) (Sobre la conversión, caps. 12 y 13). La alegría como la parte más importante de la historia con Dios La alegría acompaña siempre el dramatismo de una porción de la historia. Es la reacción que se produce en el momento culminante del drama. O -en cuanto actitud de los elegidosacompañamiento continuo como elemento de contraste. En ambos casos, la reacción alegre muestra lo que vale la historia o dónde se encuentra el auténtico valor. Por eso se alegran los ángeles cuando un pecador se convierte o cuando Roma es destruida -punto dramático de inflexión o meta de una historia-. Se trata de un elemento de contraste cuando se habla de la alegría en el sufrimiento o cuando la comunidad es exhortada en tiempos difíciles a alegrarse siempre. Además, la alegría es también siempre el eco que se produce cuando Dios ha alcanzado su meta. Según el Sirácida (1,11; 6,31; 15,6), la «corona de júbilo» indica que cabe alegrarse por tal éxito. «A la vista de la basileia venidera, Jesús considera bienaventurados ahora a los que tienen hambre, a los que lloran (Le 6,21), al tiempo que les da hoy el anticipo de la alegría, o sea, de comer y de reír» (L. STEIGER, TRE 11, 588). Alegría en el sufrimiento La conexión entre sufrimiento y alegría es uno de los rasgos más característicos del cristianismo primitivo. Col 1,11-12.24: «Que Dios os fortalezca con su fuerza admirable y gloriosa. Entonces podréis soportarlo v aguantarlo todo y dar con alegría gracias al Padre, porque por él os hizo capaces de ingresar en el círculo de los santos... Por eso me alegro yo ahora de poder sufrir en provecho vuestro. Asi puedo con mi cuerpo mortal aportar

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lo que todavía falta en tormentos al cuerpo de Cristo, la Iglesia». 1 Tes 1,6b: «Habéis demostrado que el mensaje ha llegado realmente a vosotros, pues por un lado habéis sufrido por él, pero por otro también habéis sacado fuerza de la alegría que regala el Espíritu de Dios». 1 Pe 1,6-7: «Tenéis motivos sobrados para la alegría. Pues el tiempo de vuestra aflicción, en el que una y otra vez. os veis expuestos a pruebas, pasará pronto. Porque la secuencia de dolor y gloria es irreversible, podéis estar seguros: si habéis resistido fielmente el tiempo de la prueba, haced cuenta que es como cuando el oro se purifica en el fuego. No obstante, el oro pertenece sólo a las cosas perecederas. Vosotros, sin embargo, cuando Jesucristo se manifieste, seréis alabados, honrados y coronados de gloria». 1 Pe 4,13-14: «Vosotros tenéis parte en los sufrimientos de Jesucristo. Podéis alegraros de ello. Pues también os llenaréis de alegría y júbilo cuando su gloria se manifieste ante todo ojo. Y si ahora os insultan por ser cristianos, se cumple lo de "Dichosos vosotros", porque el Espíritu Santo de Dios, el Espíritu de la gloria, descansa ya sobre vosotros». St 1,2-3: «¡Queridos hermanos y hermanas! Cuando con vuestra fe pasáis por pruebas numerosas y duras, podéis considerarlo un motivo absolutamente especial para la alegría. Pues cuanto más se acredita vuestra fe, tanto más fuerte se hace vuestra capacidad para aguantar el sufrimiento y el dolor». Las ideas fundamentales de estos textos son las siguientes: -

El sufrimiento de los cristianos se entiende fundamentalmente como prueba. Sólo cabe alegrarse por cada uno que supera la prueba. Ser perseguido ahora es, a la vista del estado del mundo, signo seguro de estar del lado de Dios. Es expectativa del glorioso futuro que ha de llegar pronto. Pablo, en especial, conoce el axioma según el cual el sufrimiento fue y es el instrumento de la redención del mundo.

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Quien quiera que sufra en su condición de mensajero de Jesucristo puede alegrarse porque de nuevo se hace efectiva una porción de la liberación alcanzada por Jesús. Muy conmovedor resulta 1 Pe 4,14: los que sufren son declarados dichosos (como en Mt 5,10-11), y lo son también en cierto modo, pues el Espíritu de Dios está ya sobre ellos.

Concreción sobre 1 Pe 4,14 Quizá se pueda estar de acuerdo con esta visión: la Sekiná de Dios sobre una apiñada multitud de mártires judíos camino de un campo de exterminio. Pues la Sekiná es la presencia de Dios. ¿No es su camino, pues, puro abandono de Dios? ¿Contribuye su muerte a la redención del mundo, se incorpora a la muerte del Mesías? Relatos de mártires judíos de tiempos anteriores dicen que el profeta Isaías, según se cuenta, no gritó ni lloró mientras era aserrado, sino que su boca habló con el Espíritu Santo hasta que quedó aserrado en dos partes (Ascensión de Isaías, 5,14). El mártir cristiano Ignacio escribirá poco después, con respecto a su inminente martirio en Roma: «Cuanto más se acerca la espada, tanto más cerca estoy de Dios. En medio de las ñeras estaré en medio de Dios» (Carta a los Esmirniotas, 4,2). Otros textos de mártires hablan de que los ojos de Dios descansaron en el mártir, de que ya en vida llevaba éste la invisible corona de los mártires. E incluso de los muertos cristianos dice una antigua liturgia cristiana (la maronita): «Como el águila se cierne alrededor de su nido y extiende sus alas sobre sus polluelos, así el Espíritu Santo se cernirá sobre tu cuerpo; tú te revestiste de él en el bautismo y le serviste con magnificencia». Puede ser, en efecto, que esta certeza no engañe; que junto a la experiencia de abandono de Dios del justo en su muerte inocente (Sal 22) crezca, en todo caso después de Cristo, la certeza de que Dios nunca abandona a los suyos, sino que siempre está junto a ellos, incluso en la muerte, como Espíritu Santo precisamente. Esto significa que, allí donde el mártir está más próximo a la muerte, también Dios está más próximo a él. Donde parece

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estar abandonado por todos, junto a él está, sin embargo, el Espíritu de Dios. Pues el Espíritu habla en el mártir cuando éste confiesa valientemente en calidad de testigo. Como una invisible columna de fuego va por delante en las horas de mayor tribulación. Ésta es la espiritualidad de los perseguidos, de los confesores valerosos que a menudo supieron hacer una confesión de la que nadie les habría creído capaces. Pues si Jesús dice: «Dichosos los perseguidos», ya ahora está con ellos un ápice de bienaventuranza, está sobre ellos la promesa de Dios, lo mismo que el rostro de Dios brilla sobre los hombres. Así, las bienaventuranzas no se refieren ni a una hostilidad platónica al cuerpo ni a la inmovilidad del ánimo estoico, sino a la significación de lo invisible para lo visible.

peculiar que demuestra que el cristianismo primitivo sólo en una mínima medida recurrió a instituciones permanentes ya existentes. La insistencia en la alegría común refleja a menudo graves problemas comunitarios y se encuentra con sorprendente frecuencia en las parábolas; así, en Le 15,5.6.9.32 y en Jn 3,29 (el novio y su amigo) y 4,36 (el sembrador y el segador) -en el evangelio de Juan, referidos en ambos casos a Jesús y Juan el Bautista-. La comunidad es exhortada en Rm 12,15 a compartir la alegría; en Flp 2,17-18 se trata de la comunión entre apóstol y comunidad. La alegría encuentra expresión en el júbilo cultual ya según Hch 2,46 (fracción del pan con júbilo), 11,28 (en una variante textual [D]: llegan profetas a Antioquía, se produce un gran júbilo, los cristianos se reúnen) y Martirio de Policarpo 18,3 («Entonces nos reuniremos con júbilo y alegría, y Dios hará posible que celebremos el aniversario del martirio de Policarpo...»).

La comunidad vive de la alegría En Gal 5,22-23, la alegría aparece entre los frutos del Espíritu Santo: «Pero quien se deja guiar por el Espíritu Santo puede amar, alegrarse, mantener la paz, tiene una respiración larga, es amable y bondadoso, fiel, con suave paciencia y dominio de sí...». La alegría aparece en este texto junto a comportamientos sociales. Normalmente nosotros no la valoramos así, pues por «alegría» entendemos ante todo la propia diversión. La Biblia, en cambio, parece entender por «alegría» el hecho de repartir y provocar alegría, quizá también alegrarse por los demás, pues así puede surgir una comunidad. iNo sin razón, el llamamiento a alegrarse en todo momento está en relación directa con la exhortación a orar incesantemente (1 Tes 5,6). Ninguna de las dos cosas puede hacerlas «en realidad» el hombre como tal en la tierra. Pero también en otro lugar observamos algo análogo. La expresión «comunidad» (en griego, ekklesía) en realidad significa sólo «asamblea». Ahora bien, cuando se llama así a una «comunidad», ésta se ha convertido, de hecho, en asamblea permanente. Sucede, por tanto, como en la oración y en la alegría. Algo que, ante todo y por naturaleza, está estrictamente limitado desde el punto de vista cronológico, se manifiesta en la institución permanente. Se hace estable y se convierte en la característica permanente de los cristianos. Es éste un proceso

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La alegría como acción y la acción como alegría Ya nos habíamos asombrado de ello: Pablo no se recata en pedir a los cristianos: «Estad siempre alegres» (1 Tes 5,16). Y, curiosamente, a renglón seguido añade: «Orad sin cesar» (5,17). Nos preguntamos cómo se puede prescribir la alegría, y cómo es posible que eso sea lo más importante de todo. La respuesta es que «alegría» tampoco aquí significa «estar contento», sino que quiere decir: buscad lo que proporciona alegría incesante, orientaos al verdadero tesoro del que podéis alegraros; buscad el valor que puede alegraros realmente y para siempre. Con ello se alude a Dios y su reino, de manera parecida a Mt 13,44. Si la búsqueda de la alegría auténtica y duradera es la búsqueda de Dios, cabe entender dos cosas que hasta este momento nos han parecido enigmáticas. Por un lado, entendemos por qué se dice: «Orad sin cesar» precisamente en segundo lugar. Pues sólo es posible hacer tal cosa cuando se ha encontrado la verdadera alegría. Este planteamiento paulino se debiera considerar mucho más detenidamente, sin pasar enseguida al orden del día: la oración,

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por tanto, es hermana del júbilo. No porque haya siempre un motivo para la risa, sino porque un ser humano ha encontrado la realidad decisiva, la fuente auténtica, la orientación más valiosa, la posibilidad de confiar. Quizá no vea más luz, pero puede adentrarse en la oscuridad poniendo su mano en la mano de Dios... Alegría, pues, por una riqueza inconmensurable que ni siquiera en la oscuridad deja de ser riqueza. Por otro lado, cabe entender cómo, según Mt 25,21.23, Jesús puede repetir aquellas palabras del señor al esclavo que salió airoso de la prueba: «Entra en la alegría de tu señor» (así reza la traducción habitual, bastante incomprensible; Berger/Nord: «Ahora puedes alegrarte por lo que tu señor ha dispuesto para ti»). Esta alegría del Señor es Dios mismo en su señorío; con respecto a la traducción, véase Mt 25,34 («Aquí está vuestro reino, que os aguarda desde la creación del mundo...»). La alegría está «precisamente con el Señor». Y ésta es la lógica de 1 Tes 5,16: cuando uno ha encontrado justamente aquello de lo que puede alegrarse siempre, puede también orar y dar gracias y hacer todo lo demás que se espera de un cristiano. La alegría es el fundamento de toda acción. Por tanto, nada de miedo al juicio ni de simple amor como conducta recibida que ahora se puede y se debe transmitir. La alegría es más: es amor captado, entendido, saludado, aceptado. Cuando el hombre debe hacer cualquier cosa, basta con que se alegre enteramente. La palabra alemana Gebefreudigkeit [«dadivosidad»; literalmente, «gozo de dar»] ha conservado un recuerdo de este origen de toda acción cristiana en la alegría. En otro lugar Pablo puede decir que las obras del hombre se producen por «sobreabundancia». Se trata de una idea muy parecida. Quien puede dar en abundancia da fácilmente y sin esfuerzo. También la Primera Carta de Clemente pone esto de relieve de manera impresionante en su capítulo 34. Después de que el autor ha afirmado que los cristianos son justificados sólo por la fe y no por las obras, pregunta (con razón) si entonces toda acción resulta ya indiferente o incluso se puede omitir. Su sorprendente respuesta es que, como en el caso de Dios mismo, que creó el mundo para la alegría, también la acción del cristiano se produce para la alegría. Es la alegría que experimenta quien actúa ante la obra acabada.

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En este caso, en lo que atañe a Dios el autor recuerda el doble significado que cosmos puede tener en griego. Significa a la vez «adorno/ornato» y «mundo». Y a la pregunta por el sentido de todo ser creado responde así: igual que uno se adorna para alegrarse en la vida, también Dios creó el mundo para poder alegrarse. Y en el hombre pasa lo mismo con sus obras. Cuando lo que hace es hermoso, puede alegrarse de todo ello precisamente por eso. / Clemente 33,2-8: «Pues Dios mismo, Creador y Señor de todas las cosas, se alegra por sus obras... Todos los justos podían exhibir igualmente muchas obras buenas como ornato, y también el Señor Jesucristo podía alegrarse por haber realizado tantas obras buenas y hermosas. Nosotros tenemos ahora este modelo y debemos guiarnos decididamente por su voluntad. Deseamos con todas nuestras fuerzas hacer lo que exige la justicia». Probablemente, quien mejor puede apreciar lo que es esta alegría, y cómo le afecta a uno, es un artista. Puede estar orgulloso, puede alegrarse de lo que le ha salido bien. Para quien -como yo- no es artista, un ejemplo: en mis vacaciones junto al mar suelo construir ciudades de arena -aun cuando sean destruidas por la siguiente marea alta o por algún desmañado visitante de la playa-. Pero la alegría por la obra es en esas ocasiones muy marcada. Ahora bien, quien desde que tenía dieciséis años ha pasado por la severa escuela de la dogmática sabe que tal alegría y tal orgullo -aun en su forma más inocente- se consideran a menudo ilícitos desde la perspectiva cristiana. Mi deseo más íntimo es que precisamente en este punto la alegría humana y un orgullo como ése no se dejen amargar por un agrio cristianismo dogmático. Pues el cristianismo no empieza allí donde ya no se siente alegría por el propio hacer y por el propio trabajo realizado. ¡Precisamente es una cuestión de alegría, no de cálculo o miedo! Y un orgullo legítimo no es codicia de otra cosa ajena al asunto, sino que pertenece al hacer. No se debiera permitir que teorías globalizadas del pecado echaran a perder la alegría propia.

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Práctica de la alegría Dios es, según Guillermo de Saint-Thierry, «la alegría de los verdaderamente contentos y la bienaventuranza de los bienaventurados» {Sobre la naturaleza y dignidad del amor, § 53). Por tanto, la meta de la vida monacal es percibir lo más posible de esta alegría. Acerca del canto monacal en el coro dice Bernardo que no es un sonido de la boca, sino júbilo del corazón; no una inflexión de los labios, sino movimiento alegre, armonía resultante de las voluntades -no sólo de las voces- de todos (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 1,11). Se puede mencionar también a propósito de esto el famoso jubilus de comienzos de la Edad Media al salmo 34,9 («Gustad y ved qué bueno es el Señor»): «Hermoso es, Jesús, pensar en ti. / Alegra de verdad el corazón. / Su mera presencia es más dulce que la miel y que todo. / Nada se puede loar más tiernamente, / nada es más agradable de oír, I nada es más hermoso de pensar / que tú, Jesús, Hijo de Dios». Como suma de la recomendación que hace a sus hermanos, Bernardo ofrece el siguiente compendio: «Mi deseo es que experimentéis lo que el santo profeta nos aconseja cuando dice: "Alegraos cuando penséis en el Señor"» (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 11,2). En la biografía del bienaventurado David von Himmerod se dice de él: «Su rostro resplandecía de alegría como el de un santo; tenía el rostro de un hombre que se encamina hacia Jerusalén». Según Guillermo de Saint-Thierry (El espejo de la fe, § 66), la alegría es ya una porción de transformación sensible. A ello se orienta probablemente el proceso de transformación mencionado en 2 Co 3,18: «Cuando el alma que ama a Dios y lo siente en el amor se transforma repentina y totalmente, no en la esencia de la divinidad, sino en una bienaventuranza sobrehumana e infradivina, en la alegría de la gracia iluminada y en la experiencia de una conciencia iluminada... también la carne siente las arras de la prometida incorruptibilidad y transfiguración. [El hombre] renuncia alegre a sí mismo y se apresura ardiente hacia su espíritu, lo mismo que éste corre hacia Dios». Éste es, pues, «el júbilo del bienaventurado pueblo de Dios que conoce el júbilo, que vive en la luz de la faz de Dios». En el § 67 del mismo escrito habla Guillermo del

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icpentino relampaguear de la gracia de que «tal alegría» desi anse sobre una fe firme. Así se realizan la vida eterna y la alegría «que nadie arrebatará a quien las posee» (Ibid., § 70). Según Guillermo de Saint-Thierry, la Sabiduría sale al encuentro de los que la buscan para mostrarse a ellos «con alborozo jovial» (Sobre la naturaleza y dignidad del amor, § 34). Guillermo explica Sal 4,7 así: «el alma acoge en sí la alegría de la salvación divina y, mediante el espíritu regio de la Sabiduría, eleva fortalecido y gozoso su canto a Dios: "Tu rosiro luminoso está puesto en nosotros como sello, oh Dios"...». (alebrar con alegría la Cena En lo referente a la Cena cristiana, todavía está por descubrir de nuevo la dimensión de la alegría. La frase «El vino alegra el corazón del hombre» es ciertamente bíblica (Sal 104,15), y en ningún lugar de la Biblia se vincula el placer del vino con la muerte. Sin embargo, nosotros solemos asociar con el cáliz de la Cena la idea de que contiene la sangre de Cristo. «Esto es mi cuerpo» o «por vosotros» no significa: esto soy yo, el crucificado, el muerto, esto es mi cadáver, esto es mi muerte. Por el contrario, significa: yo soy para vosotros la vida, lo mismo que el pan es signo de vida, y en ninguna parte signo de muerte. Algo parecido sucede con la copa: no es la sangre lo que está en primer plano, sino la alianza. El vino representa la alianza. El vino no es en ninguna parte signo de muerte. La alianza se rocía con vino. No ha de olvidarse que dicha alianza fue establecida en la cruz; pero ¡cuidado con identificar directamente vino y sangre! Ni siquiera la Edad Media pensó tal cosa; su enseñanza es, por el contrario, que bajo las dos especies (pan y vino) está presente el Cristo total. En consecuencia, la Cena no tiene que ver ante todo con pecado y muerte, sino que es fundamentalmente el banquete de la vida y la alegría. En lugar de «La sangre de Cristo derramada por ti», en la distribución del cáliz se debería decir: «La Nueva Alianza sellada con nosotros». En este punto, la Cena es también perspectiva del banquete venidero, cuando Jesús esté de nuevo con nosotros. Pablo dice: «cuando celebráis el banquete, anunciáis la muerte del

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Señor». ¿Se puede deducir de ahí el carácter de viernes santo de la Cena que con tanta frecuencia se pone en escena? No, porque el acento se pone en lo que la mayoría de las veces se omite: «...hasta que el Señor vuelva». Un banquete del Señor sin el Señor es absurdo. Sólo con el Señor tiene verdaderamente sentido. El sitio del Señor permanece ahora, en el tiempo intermedio, vacío, como adornado con flores. En la medida en que es un banquete del Señor sin el Señor, también es un recordatorio de que el Señor está ausente. El sitio vacío del Señor recuerda su muerte. Pero sabemos que esto no es definitivo. Pues el banquete sólo es defectuoso en cierto modo «hasta que venga». Quien celebra el banquete del Señor sin el Señor pone claramente de manifiesto lo que aguarda: al Señor que ha de volver, arrebatado por la muerte. Éste, entre tanto, está sólo veladamente presente en y por aquello en lo cual y por lo cual el banquete se convierte en banquete.

apóstol Juan se retira a descansar. «Ahora bien, cuando se hubo acostado, se vio incomodado por innumerables chinches; y como éstos se hacían cada vez más molestos y la noche andaba ya mediada, les dijo...: "¡A vosotros os digo, chinches, sed considerados, abandonad al instante vuestro hogar, quedaos quietos en un lugar y permaneced lejos del siervo de Dios!"... Pero cuando despuntó el día..., vimos a la puerta multitud de chinches... Entonces Juan habló a los chinches: "Puesto que habéis sido muy considerados y os habéis guardado de mi castigo, volved ahora de nuevo a vuestro lugar". Entonces... se apresuraron los chinches rápidamente de la puerta a la cama, subieron por sus piernas y se deslizaron en las junturas». De acuerdo con el Evangelio de la Infancia según Tomás (caps. 3-5; Berger/Nord 1.296-1.297), Jesús realiza en su infancia algunos milagros de tipo especial. A un compañero de juego que le irrita lo transforma, sin más ni más, en un leño. A otro muchacho que lo empuja lo hace caer muerto. A la gente que cuenta luego estas historias la deja ciega. Sólo en el capítulo 8 quedan todos restablecidos; pero en lo sucesivo nadie se atreve a enojar a Jesús. Según la tradición judía (Talmud de Babilonia, Berakot V 1,33a), Rabí Hanina oraba con tanto encarecimiento que una serpiente de agua que le mordió mientras oraba cayó muerta al instante. En vista de lo cual, la gente decía: «¡Ay del hombre al que muerda una serpiente de agua!, pero ¡ay de la serpiente de agua que muerda al rabí!». Esto, que nosotros podríamos interpretar hoy como «arrogancia», guarda relación con historias de milagros. Pero analizar el fenómeno de la arrogancia en la mística bíblica y postbíblica es una empresa arriesgada. No existe una palabra en griego bíblico que la denote. El problema gnoseológico es evidente: ¿interpretamos como arrogancia algo que no lo era de ningún modo para el hombre de aquel entonces? ¿Qué decir en el caso de las bodas de Cana según Juan 2,111 ? ¿No fue la cantidad de vino bueno proporcionada por el milagro mucho más de lo que realmente se necesitaba? ¿No fue Jesús en este caso -lo mismo que el taumaturgo respectivo de cada uno de los demás relatos- mucho más allá del objetivo? Y eso por no hablar de las historias de leones bautizados que se arrodillan en la arena, etc.

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Espiritualidad de la alegría Muy pocas cosas caracterizan tan bien la espiritualidad cristiana primitiva y monástica como la «alegría». Esto se debe, por un lado, a que la alegría pertenece de manera absolutamente fundamental a la imagen de Dios y, por otro, a que la alegría es la meta celestial del hombre. En el tiempo intermedio la alegría se celebra en el culto divino, y la alegría es también el modo en que los cristianos ofrecen continuamente resistencia en un mundo de dolor y de injusticia. Precisamente porque la alegría es premoral y «vecina» del Espíritu Santo, es un don el poder orientarse a ella; y, sin embargo, es también una cuestión de silencio y soledad que pueda o no presentarse realmente como una reina (del mismo modo que los judíos se imaginan el Sábado la tarde-noche del viernes). Según una palabra de las Sentencias de Bernardo de Claraval, los cristianos son hombres con flores en las manos. Arrogancia Algunos ejemplos de lo que se quiere decir... En Acta Iohannis, 60-61 (obra compuesta en la primera mitad del siglo ni) se habla de un albergue de Éfeso adonde el

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Aceptemos provisionalmente que lo relatado en estas historias eran casos de arrogancia. ¿Qué clase de fenómeno sería éste? Seguramente se trataba de profusión incontenida, del exceso mesiánico según el cual la fuerza de bendición desborda en mucho lo realmente necesario. Con estas historias no quedaba suspendido sólo el ámbito de las leyes naturales, sino también toda necesidad, y hasta seriedad, cotidiana. Además, resulta perceptible que nuestras nociones habituales no son santas, sino hechas por hombres. Frente a esas categorías de orden, lo santo se manifiesta también de un modo absolutamente extraño. Cuando la distancia de lo santo es muy grande, la libertad y el grado de fuerza que en ello actúa sin trabas es, asimismo, especialmente grande. La fórmula «arrogancia» la he tomado en este caso de la interpretación de tradiciones hecha por Martín Lutero. Cuenta éste en sus diálogos de sobremesa (!) que por las mañanas, al levantarse, su primera ventosidad se la dedicaba al diablo, y que lo hacía con estas palabras: «Ahí tienes, tómalo como bastón y marcha con él a Roma...». Lutero se comporta de manera arrogante. La victoria de la gracia es para él tan cierta que puede ridiculizar con sus ventosidades al archienemigo. La arrogancia de Lutero tiene su causa concreta en el mensaje de la justificación. El diablo es, por principio, un vencido; de ahí que se le pueda «hacer comparecer». Estas historias, por tanto, no son simples ocurrencias, sino historias que ayudan a aclarar la sobreabundancia de la victoria. El exceso absolutamente irrefrenable de la fuerza prodigiosa dispara mucho más allá del objetivo, y con ello no ridiculiza a las figuras que actúan (en especial al taumaturgo), sino las fronteras habituales de nuestro ordenamiento. El enemigo de lo santo es la seriedad absoluta de lo cotidiano. También resulta perfectamente comparable con esto el modo en que Marc Chagall, el último representante del judaismo místico, maneja las leyes de la gravitación y de la supuesta necedad de los animales. Con respecto a la fuerza mística del amor, que él quiere representar, el resto del mundo pasa a situación de disponible; todas las demás cosas se convierten en una especie de masa fácilmente moldeable. Repasemos nuestros ejemplos una vez más... En las Acta ¡ohannis, el relato del capítulo 60 se califica explícitamente de paignion (historia divertida), y en vista de

la orden de Juan «ríen» sus compañeros. Además, el apóstol hace una aplicación: «Estos animales oyeron la voz de un hombre y se quedaron quietos sin desobedecer la orden. Nosotros, en cambio, oímos la voz de Dios y somos desobedientes y livianos, ¡ y cómo!, con respecto a sus mandamientos». La historia se considera divertida, pero, precisamente por ello, también instructiva. De hecho, es difícil olvidarla. En el Evangelio de Tomás (griego), el caso es otro: las historias son «grotescas» para nuestro gusto; conocemos cosas de tono parecido, aunque distintas, por dichos de Jesús (la paja y la viga; el camello y el ojo de la aguja; las perlas arrojadas a los cerdos...). El relato grotesco de milagro mantiene un rasgo importante: la vulnerabilidad de lo santo. Algo semejante sucede también en el relato sobre Ananías y Safira en Hch 5. En este pasaje se producen precisamente -a causa de un motivo relativamente nimio desde nuestro punto de vistados víctimas mortales, en este caso definitivas. El objetivo de los relatos de este tipo es intimidar, objetivo que ciertamente no está por encima de toda duda. En el relato talmúdico sobre Rabí Hanina se plantea otro aspecto totalmente diferente, a saber, el tema de la inmunidad del piadoso, tema transmitido también en el Nuevo Testamento (Me 16,18) y por numerosas leyendas hagiográficas. A diferencia de lo que sucede en el Evangelio de Tomás, en este texto no se trata de la vulnerabilidad de lo santo, sino precisamente de su invulnerabilidad. Finalmente, Jn 2,1-11, un «milagro [mesiánico] de abundancia» del tipo más puro. La necesidad no guarda proporción con la gran cantidad del don. Sería divertido, en todo caso, imaginar que los invitados a la boda hubieran tenido que Debérselo todo. Pero, naturalmente, nada de eso dice la historia. Convendría seguir reflexionando sobre el fenómeno de lo grotesco en las palabras y obras de Jesús. Lo grotesco no es simplemente «falso» o «irreal». Desde luego, no aparece en lo cotidiano, sino en textos de ficción. Frente a la función que tiene, por ejemplo, en la caricatura, recibe un papel especial en la predicación de Jesús. Lo representado (por ejemplo, las perlas arrojadas a los cerdos) es risible, pero de manera que a uno se le atraganta la risa. Tanto en las palabras de Jesús como en las leyendas del Evangelio de lomas, o bien en leyendas hagiográficas posteriores, iiene siempre la función de llamar

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la atención mediante algo totalmente inusitado, y de iniciar luego un juego entre risa y miedo que precisamente ha de ser hábil. En lugar de ese «entre risa y miedo», también puede darse el juego entre risa y verdadera oferta de salvación. El tema de la «arrogancia», por consiguiente, manifiesta aspectos apenas conocidos de la retórica cristiana primitiva. Algunos de los textos mencionados tienen algo que ver con la espiritualidad, precisamente porque con esas grotescas descripciones se hace cognoscible algo de la refracción de lo santo con lo cotidiano que, de otro modo, no conoceríamos. Aplicado a Jesús, el taumaturgo de Jn 2,1-11, esto significa que Jesús, el discípulo del ascético y abstemio Juan el Bautista, realiza su primer acto en forma de gran aluvión de vino que hace saltar toda medida. Con ello se muestra como Mesías. Pues el signo de éste es (o, mejor, puede ser, según la concepción judía) la abundancia de vino. En este sentido, Jesús celebra su mesianidad más a menudo con comensales, y por eso se gana los títulos -grotescos a su vez- de «comilón» y «borracho». El hecho de celebrar así con los hombres en torno al vino constituye sin duda una parte importante de la espiritualidad de Jesús. Pero la celebración hace saltar lo cotidiano por los aires, y, en este punto, a la alegría de la fiesta pertenece también una parte de arrogancia.

3 Pasajes clásicos de la Escritura

Algunos pasajes neotestamentarios se han convertido en clásicos para el tema de la espiritualidad, porque en casi todos los tiempos han inspirado a maestros espirituales y místicos, y ya en el Nuevo Testamento desempeñaron también un papel de incalculable importancia. Tomar la forma de Cristo Gal 4,19-20: «Vosotros, pues, sois mis hijos, y como una madre sufro todavía grandes dolores hasta que Cristo tome forma en vosotros. Desearía poder estar entre vosotros y hablaros según lo necesitáis precisamente ahora. Pues no sé qué hacer con vosotros». Una parturienta tiene dolores hasta el parto. Da a luz (eso es lo normal y lo que desea) cuando el hijo ha tomado forma. Por tanto, para los gálatas todavía no ha llegado la hora en que puedan nacer como comunidad. La causa de este «todavía no» es que la comunidad no ha adoptado precisamente perfil alguno; más bien, no está lista. Pues Cristo todavía no ha tomado forma en ella. En efecto, la comunidad no había de tomar un perfil propio, sino que en ella ha de tomar forma Jesús. En este punto, por tanto, Pablo quiebra el uso de la metáfora, infringe sus reglas. Cristo ha de estar en la comunidad de tal manera que se le pueda reconocer. No a la comunidad, sino a él. Pues él quiere y debe ponerse de relieve en la comunidad. Pero esto no sucede en virtud de pareceres, sino en virtud de la forma que recibe y se deja regalar una comunidad en el conjunto de su actividad práctica. Así ha de ponerse de manifiesto lo que está oculto en los cristianos, lo que Pablo puso en ellos como fundamento.

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Gal 4,19 en los primeros cistercienses Para los primeros cistercienses es importante hablar de la formación de Cristo en los cristianos, porque el cristiano experimenta que no alcanza la perfección de golpe, sino que llegar a ser cristiano es un proceso largo. Además, es importante preguntar qué o quién es la meta de dicho proceso. No puede ser nada abstracto, sino sólo Cristo mismo, hecho por los cristianos carne propia. Además, en el siglo xn -en marcado contraste con lo que sucede entre nosotros- el embarazo era en realidad para la mujer adulta el estado normal. Debido a su patente ocultamiento, el embarazo es también perfectamente adecuado para describir la existencia del cristiano en el mundo, si se ve en la mujer en general la imagen de la situación del cristiano en el mundo. Finalmente, la orientación hacia la forma (forma) deja traslucir una sensualidad especial, es concentración en el único tipo de sensualidad que está permitido en medio de toda la austeridad monástica: precisamente Cristo se hace tangible en cada cristiano individual como en una escultura. El modo de hablar de la forma deja entrever, por consiguiente, un interés especial (¡escindido!) por la contemporánea escultura románica, que por lo demás no fue comprendida desde dentro por los cistercienses (de la segunda generación), pero que encuentra en el modo en que éstos hablan de la forma de Cristo su equivalente, por decirlo así. Compárese, a propósito de esto, la obra de Bernardo Apología al abad Guillermo, § 28ss (De pictuhs et sculpturis... 2,192ss). El abad Guillermo era cluniacense (benedictino), y Bernardo se distancia de él en el marco de la llamada estricta observancia... Esto significa que la única «estatua» permitida es la forma que Cristo toma en cada cristiano individual. La audacia de esta espiritualización todavía hoy no ha perdido nada de su grandiosidad. Desde estos supuestos básicos resultan comprensibles los ricos textos que se citan a continuación. En el Sermón 51 dice Bernardo (9,567): «Podemos decir que el evangelizador lleva a Jesús en su seno para engendrarlo en los otros, o más bien para engendrar a los otros para Cristo (ut eum aliis, vel potius alios ei pariat). Eso hacía Pablo: Gal 4,19. Quien interviene a favor de Cristo, podemos decir que lo lleva en los hombros».

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En el Sermón 6 en la vigilia de Navidad (7,223), Bernardo cita Gal 4,19 y dice en relación con este texto: «Pues si Cristo, cada vez que tomó forma en ellos, pareció haber nacido en ellos, ¿cómo no había también alguien de atreverse a decir que nació del mismo modo en aquel que en ellos se encontraba, por decirlo así, en dolores de parto con él?». En el Sermón 85 (6,645) § 13 Bernardo llama a Pablo «madre amante y fiel esposa», a causa de Gal 4,19. Después menciona dos tipos de madres espirituales: unas dan a luz mediante la proclamación; las otras, mediante la contemplación de los conocimientos del Espíritu. En el Sermón 12 § 2 cuenta Bernardo que Pablo sufrió por la comunidad dolores de parto continuamente renovados, «hasta que Cristo tomara forma en ellos y los miembros quedaran configurados con su Cabeza» (5,171). En el Sermón 29 (5,463) dice Bernardo a sus oyentes que tiene ante sí el fruto de su dolor, «al ver que Cristo ha tomado forma en mis hijos». Según la Carta 341, Cristo debe tomar primero forma en los hermanos, hasta que éstos estén aleccionados en todo para sostener las luchas del Señor (3,591). Guerric d'Igny habla del nacimiento de Cristo en el hombre. La meta de la vida del monje es que Cristo tome forma en él. La comunidad es la madre de Cristo que ha de imprimir en sí la forma de Cristo. Cristo «nos regaló una forma» (mediante su nacimiento, vida y muerte) «según la cual hemos de ser formados» (Plática 3 de Navidad, I, 126). En la Plática 2 de Navidad (II, 84) exhorta: «También vosotras, bienaventuradas madres de un hijo tan glorioso, cuidad de vosotras mismas hasta que Cristo tome forma en vosotras». Como hombre, Cristo nace en nuestro cuerpo. En la Plática 3 en la Anunciación del Señor (II, 94) dice que la Iglesia los lleva en su seno hasta que Cristo tome forma (formetur) en ellos. En la Plática 2 en el domingo de Ramos (II, 207) dice Guerric sobre Gal 5,24 que la crucifixión de los impulsos desmedidos se remite al modelo (forma) de Cristo crucificado mismo. Nos sujeta a la cruz nuestro temor de Dios. Pueden verse también otros textos... Plática 1 en la Asunción de la Virgen María (II, 240): Pablo quiere dar a luz una y otra vez a sus hijos con inquietud y amoroso anhelo, hasta que Cristo tome forma en ellos. Plática 2 en la Natividad de la

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Virgen María (II, 278): María desea formar a su hijo en todos sus hijos adoptivos, hasta que alcancen el estado del hombre perfecto, la medida de la edad plena de su Hijo. «Pues Cristo estará perfectamente formado (formatus), en la medida en que es posible en esta vida, cuando conozcas la verdad que es él mismo y hayas honrado la verdad conocida con temor de Dios y con esperanza» (II, 279). Para Guerric, un concepto clave es «que Cristo tome forma», y formula esto con los términos forma, formare e informare. Es interesante el cambio de sujeto: en lugar de Pablo, también pueden ser la Iglesia o María quienes dan a sus hijos la forma de Jesús. La vida de Jesús tuvo la forma según la cual se debe formar Cristo en los monjes. Esa forma Christi es causa y meta de la actividad divina de la gracia en el hombre. Mientras que Dios es forma de sí mismo, la actividad de Dios consiste en formar y en actuar con su gracia. Así, Jesús tiene una triple forma: como Palabra eterna en Dios {forma verbi), como hombre {forma carnis) y como el nacido en los cristianos {forma spiritualis). Esto significa que Jesús expresa su imagen en los discípulos. A nuestro modo de entender, espiritualidad significa que los hombres están marcados por lo que les ha sucedido repetidas veces y por lo que de ahí «se trasluce» una y otra vez. Esta concepción de la marca conecta decisivamente con el concepto altomedieval deforma. Además de lo dicho antes sobre Gal 4,19, la «forma» es importante para Bernardo en su doctrina general de la salvación. Así, dice él que la forma interior originaria del hombre se perdió y hubo de ser restaurada. Esto sucedió mediante una transformación (transforman). Debido al acontecimiento de esta transformación, el «alma» se puede vincular con la palabra. Así, el hombre se hace semejante a Dios por configuración (unión por cambio). (Véanse especialmente los tratados sobre la gracia y sobre el amor de Dios). Sobre todo este tema también merece la pena escuchar a Guillermo de Saint-Thierry (Oraisons méditatives, 12,17): «Pero tú diste forma sin tener propiamente forma. Pues, dado que tú no eres ni una forma ni algo que posea forma, tampoco puedes dar forma alguna a tu amor, que quedaría entonces formado según algo de algún modo formado. Pues se dice de la Sabiduría: "Ella es el aliento del poder de Dios, clara y pura

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fluye procedente de la claridad del Dios omnipotente. Nada impuro se le pega. Es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la majestad de Dios, imagen de su bondad". Por eso no podemos tomarla simplemente cuando queramos. Más bien ha de ser ella quien venga a nosotros; primero debe venir ella benévolamente a nuestro encuentro. De lo contrario, cualquier esfuerzo de nuestro entendimiento apenas nos permitirá avanzar un paso». Antropología cristocéntrica Bajo este pretencioso título hay que hacer, por medio del concepto paulino de forma, algunas afirmaciones sobre la imagen cristiana del hombre en lo tocante a esta tendencia de la espiritualidad. Quien pone Gal 4,19 en el centro de su atención, y desde ahí esboza una imagen del hombre, llega a los siguientes puntos de vista: -

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En contraste con nuestra cosmovisión individualista, no se trata aquí de una autorrealización, ni de la cuestión de cómo me gano a mí mismo o cómo puedo llegar a mí mismo, sino que en realidad se trata de Cristo. Cuando Cristo toma forma, este hecho atañe al individuo, no a una multitud de personas que, como clonadas, tienen el mismo aspecto. Aquí se trata de la unidad en la diversidad. Cuando Cristo toma forma, este hecho atañe igualmente y sin reservas a la comunidad o respectiva comunión. Como cuerpo de Cristo (1 Co 12), reproduce en conjunto a Cristo, y lo hace hacia dentro, mediante la justicia mesiánica, y hacia fuera, como grupo misionero («luz del mundo»). Así, «justicia mesiánica» es lo que está ligado a la persona del Mesías según la expectativa judía y lo que Pablo explica concretamente para la comunidad en 1 Co 11-14: que ninguno se vea perjudicado. Esto queda garantizado y transformado por la persona del Mesías. Y la función misionera como «luz del mundo» es compartida en consecuencia por la comunidad con Jesús mismo (cf. Mt 5,1416 con Jn 8,12). De ahí se sigue que la forma cristomórfica de cada uno y de todos en conjunto no consiste en principios, sino en la representación de una persona. Así, la comunidad no reci-

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be su misión independientemente del Mesías, sino sólo junto con él. De los dos aspectos mencionados se derivan consecuencias importantes para el culto como centro de la comunidad. Pues el culto pone de relieve hacia dentro y hacia fuera la presencia oculta del Mesías para los participantes. Este «poner de relieve» se da mediante la forma. Pablo, lo mismo que los primeros cistercienses, considera dicha forma absolutamente sensible y experimentable. Todo lo demás sólo induce a andarse por las ramas sin ir a lo esencial. Conseguir una relación con este tipo de forma es una tarea ecuménica de primer orden.

Espiritualidad y forma Manfred Seitz discute también en su artículo «Frómmigkeit ["piedad"]» (TRE 11, 676) el problema de la forma: las cosas tienen poder porque poseen forma y son tangibles. De ellas sale fuerza porque regresan, se ejercitan y tienen en sí la facultad de estar siempre ahí. No son pura palabra. Tienen peso y marcan nuestro rostro y hasta nuestra vida entera. Por eso sólo la forma puede competir con ellas, no la pura palabra. Una fe que no esté formada, y exista simplemente en cuanto pensada y en el pensamiento, se la lleva el viento. ¿Guarda relación con esto el encaminamiento hacia elementos de forma de la fe y la búsqueda de una «personificación creíble»? Así, según M. Seitz, en la teología evangélica la piedad se ha vuelto a convertir en el tema, y ha surgido el problema de la forma. Cabe añadir algo más: puesto que el culto es el símbolo real y auténtico (público) con que la comunidad se representa, todas las significaciones se han de ordenar y subordinar a esa única forma, de manera que el culto represente y proclame a Cristo, y lo haga en el doble papel expuesto antes. Partiendo de ahí, se hunden por su propio peso muchas puestas en escena de tipo circense de servicios litúrgicos modernos, pues con frecuencia no satisfacen esta exigencia ni remotamente. «¿No ardía nuestro corazón?» En Le 24,31-32 se dice sobre los discípulos de Emaús: Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero en ese mismo instante él desapareció. Y se decían uno a

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otro: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura?». Si a alguien le arde el corazón, no es sólo a causa de unas palabras bellas; la deducción retórica se queda corta en este caso. Más aún: si el corazón arde, se anda cerca de exteriorizarlo mediante la palabra decisiva y liberadora. Así lo dice Sal 39,4 sobre el dolor. El dolor se encrespaba, el corazón ardía, quemaba como fuego en el interior. Y entonces se dice: «Hasta que solté la lengua». Algo parecido aparece en Jr 20,9: si el profeta no quería pensar más en Dios, ni hablar ya de él, éste era en su interior como fuego ardiente. Esto significa que no podía soportar la prohibición de pensar ni el propio silencio. Así mismo, en la obra apócrifa Testamentos de los doce patriarcas, en Testamento de Neftalí, 7,4, el patriarca Neftalí dice sobre la venta de José: «Yo ardía en mi interior por decir abiertamente a Jacob que José había sido vendido, pero temía a mis hermanos». Finalmente, conocemos un papiro mágico según el cual una mujer deseada ha de ser atraída «ardiendo en su alma y en su corazón», es decir, ardiendo de un deseo o apetencia que luego deberá ser satisfecho. En ninguno de los casos mencionados se trata en absoluto de palabras engañosas, sino que la situación es siempre la misma: hay alguien que quiere a todo trance decir o hacer algo, pero (aún) no puede. En nuestra lengua existen expresiones afines: «Lo tengo en la punta de la lengua» (falta, no obstante, el impulso interior); «despegar los labios» (pero en este caso se trata de la ruptura del silencio en general); «Manteneos junto al fuego y mordeos los labios» (esto se entendía en el siglo xix); en Goethe se dice: «Mordí el labio ardiente hasta herirme» (cuando menos, el tenor y el sentido se acerca en este caso al bíblico). Por tanto, Le 24,32 significa que a los discípulos les ardía la lengua, pero que existía aún una barrera, un obstáculo, para que dijeran también en voz alta lo que ardía en su corazón... En todo caso, por un lado está el corazón lleno de barruntos, deseos, conclusiones forzosas, anhelos satisfechos... y, por otro, la boca todavía muda, que aún no se atreve a hablar, a la que los miedos siguen atenazándola. Los discípulos todavía no habían «pasado por la lengua» lo que, sin embargo, en el corazón sabían con total seguridad y habrían querido decir.

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Y lo que habrían querido decir no era sino esto: «Tú eres el Mesías en persona». «¿No ardía nuestro corazón?». Eso que se insinúa desde hace tiempo, que se sabe ya con todo el corazón... y sobre lo cual pronuncia otro luego la palabra liberadora, redentora, clarificadora. ¿Se da eso también hoy en nuestra religión, quizás en relación con Jesús? ¿Sucede eso de que los hombres tengan el barrunto de que deben ser auténticamente cristianos y no haya nadie que pronuncie la palabra liberadora? No me refiero a los «cristianos anónimos», sino a todos los que interiormente están perfectamente preparados para poder ser cristianos. «En el fondo, se me puede considerar cristiano», pero a menudo las circunstancias sociales impiden que se dé abiertamente el paso. Pero existe el «anhelo del anhelo» como dice Guillermo de Saint-Thierry: «Tanto adelanté en virtud de tu obra, que anhelo anhelarte y amo amarte. Pero al amar así no sé lo que amo. Pues ¿qué significa eso de amar el amor y anhelar el anhelo? ... Del anhelo, sin embargo, ¿qué hemos de decir? Cuando digo: anhelo ser anhelante, ya tengo anhelo» (De contemplando De o, § 4). Orígenes (f 254), en sus Homilías sobre Jeremías (20,8), pone el corazón ardiente de Le 24,32 en conexión con el fuego que, según se dice en Le 12,49 por boca de Jesús, éste ha venido a encender («He venido para encender un fuego en la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviese ardiendo!»). La explicación es razonable si por ese fuego se entiende a Dios mismo, a semejanza de esta palabra no escrita de Jesús (agraphon n. 80 Berger/Nord): «Quien está cerca de mí está cerca del fuego. Y quien está lejos de mí está lejos de la salvación de Dios». Con Orígenes, podríamos decir que el fuego en el corazón de los discípulos, su anhelo y certidumbre, era Dios mismo. (Exegéticamente, es probable que en Le 24,32 no se pretenda decir eso directamente; teológicamente, en el sentido de Orígenes, no es imposible, quizá sea sugerente y, por tanto, legítimo). Si se junta lo expuesto en estos dos párrafos, se puede perfectamente decir que el corazón arde a menudo en los poetas modernos y en el arte plástico. «Dios sólo pide anhelo santo» (J. Leclercq). Pues lo que hemos considerado aquí a propósi-

lo de la palabra de la Escritura de Le 24,32 es una «espiritualidad de lo no dicho». Ésta no se debiera menospreciar a la vista de la inundación resultante también de declaraciones eclesiásticas. Arrebatar el reino de Dios con violencia Mt 11,12: «Desde que apareció Juan el Bautista hasta ahora, se lucha por el señorío de Dios, y sólo quien lucha consigue dicho señorío». Esta enigmática palabra de Jesús es uno de los temas favoritos de la explicación monástica de la Biblia. Si se intenta descubrir el sentido de dicha palabra, se puede llegar al siguiente resultado: a nadie le cae del cielo señorío ni «reino» alguno. En esto, tampoco el señorío de Dios es una excepción. Es verdad que de algún modo está «presente», pero se encuentra en el ámbito de aquello a lo que se puede y se debe echar mano. Sólo que la violencia de la que aquí se trata es de un tipo absolutamente especial. Su medida es otra palabra de Jesús transmitida únicamente por Mateo («Pues quien empuña la espada, a espada morirá»: Mt 26,52) y, en conjunto, la imagen que da de Jesús el evangelio de Mateo, un Jesús que insta al abandono de la violencia. Por decirlo «paradójicamente»: lo que Jesús proclama en el Sermón de la Montaña es un «violento esfuerzo de no violencia». Sólo dicho esfuerzo no termina en violencia, dice Jesús. Para la exégesis moderna, especialmente la que se halla en la estela de la doctrina reformada de la justificación, este pasaje ha permanecido cerrado desde el punto de vista del contenido. Pues, en efecto, en el programa de los Reformadores, con su insistencia en la sola gratia (sólo por gracia), no encajaba eso del «violento esfuerzo». En cambio, los monjes del siglo XII, con su modo de entender este texto, podrían dar una clave para su interpretación. Bernardo de Claraval, Sermón 25 §§ 1-2: «Es como si un ladrón hubiera sido detenido y estuviera a punto de ser ajusticiado; al verse totalmente desesperado y no encontrar en sí mismo recurso alguno de misericordia, extiende

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que primero invitó a la Palabra de Dios, sentada en su trono excelso, a descender hasta nosotros; la verdad con la cual había prometido su venida fue la que la obligó a ello (compulit)».

sus brazos diciendo que así sufrió Cristo, para ver si de este modo se compadecen los que le tienen prisionero. A éstos, creo yo, se aplica Mt 11,12. El publicano hizo esa violencia al reino de los cielos: no se atrevió a levantar los ojos al cielo, y con ello consiguió que el cielo descendiese hasta él. Lo mismo aquella mujer que sufría flujos de sangre: temía acercarse a Cristo y logró que brotara de él una fuerza especial».

Carta 77 § 5: «Mt 11,12 sólo puede valer si en tiempos de Jesús el reino de los cielos no estaba violentamente cerrado». Carta 98 § 5: «Precisamente porque Juan el Bautista sabía que desde sus días en adelante el reino de los cielos sufre violencia, gritó: "Haced penitencia, el reino de los cielos está cerca"».

Sermón 27 § 1: «Pero si tú... haces violencia en todo tiempo al reino del amor, de manera que eres capaz de apoderarte de sus fronteras, hasta las más lejanas, como conquistador piadoso, si crees que ni siquiera puedes cerrar tu corazón amoroso a los enemigos...». Sermón 73 § 2: «...arrebatar y llevarse consigo el botín sobremanera precioso de la verdad de manera totalmente ávida. Dice ella a Dios con el profeta: "Yo me alegro de tu promesa como el que encuentra rico botín" (Sal 119 [ 118j, 162). Así, pues, se hace violencia al reino de la verdad, y las violencias lo arrebatan». Sermón 2 en la Septuagésima § 3: «Ni puedo sin dolor liberarme luchando, ni sin gemir alzar el vuelo, pues [cita Mt 11,12] (por tanto, ¿sólo cabe la violencia contra mí mismo?)». Sermón 7 sobre el salmo 90: «"¡Haced penitencia!"... Pero: [cita Mt 11,12]. No hay para mí ningún otro acceso a él salvo a través de las líneas enemigas. En medio del camino acampan gigantes, vuelan por el aire, tienen tomado el paso y aguardan con impaciencia a cuantos pretenden atravesarlo. Sin embargo, ¡ten plena confianza, no tengas miedo!». Sermón en la natividad de la Virgen María § 16: «Lucha con el ángel para no ser vencido, pues el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. ¿O no es esto lucha: "Mi amado es mío y yo soy suya" (Ct 2,16)?». Carta 551: «La humildad sola es la que otorga a las virtudes bienaventuranza y continuidad. Ella hace violencia al reino de los cielos, ella abajó al Señor de la majestad hasta la muerte, y una muerte de cruz. Pues la humildad fue la

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Vida de san Malaquías, V i l : «¿Ves... lo que puede la oración perseverante del justo? Verdaderamente: [cita Mt 11,12]. ¿No te parece que la oración de Malaquías forzó, por así decirlo, las puertas del cielo...?». Los textos de Bernardo arrojan el siguiente balance: -

La violencia respecto al reino de los cielos es no violenta. Consiste en orar (¡la oración es una lucha!) o en coaccionar al cielo mediante la humildad (pues Dios no puede sino llegar hasta humanarse). Cuando la hemorroísa tocó a Jesús, eso fue también una especie de coacción. - Consiste en amar, especialmente en amar a los enemigos. - Consiste en convertirse/hacer penitencia. Pues el reino de Dios se vincula con la conversión. -- Consiste en obtener la verdad como botín (referencia a Sal 119 [118],162). Sobre todo la oración y la coacción mediante la humildad se entienden en Bernardo como una especie de terrorismo psicológico con respecto a Dios. Estos psicoterroristas coaccionan a Dios. Especialmente interesantes son las explicaciones sobre Mt 11,12 referidas a la oración. En la Plática 2 en la natividad de san Juan Bautista, dice Guerric d'lgny (§ 1): «[Desde el nacimiento de Juan el Bautista] podemos arrebatar el reino de Dios que en justicia no pudimos merecer.

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¿O acaso aquel valiente luchador, el patriarca Jacob, no fue realmente violento frente a Dios, él, que, como está escrito, fue fuerte contra Dios y venció?... Afirmo que luchó con Dios... Por tanto, fue una violencia buena que arrancó la bendición, una lucha dichosa en la que Dios sucumbió al hombre y en la que el vencido obsequió al vencedor con la gracia de la bendición y con la honra de un nombre más santo... Pierda yo la fuerza del cuerpo entero, no sólo de la cadera, si con ello merezco la bendición del ángel... Por eso, hermanos que habéis empezado a arrebatar el cielo, que os habéis juntado para luchar con el ángel que vigila el camino del árbol de la vida (Gn 3,24), os decimos: es absolutamente necesario luchar firme e incansablemente. No digo sólo hasta el debilitamiento de la cadera, de la que sale la reproducción carnal, sino incluso hasta la mortificación del cuerpo... Pero esto sólo es posible si estáis tocados por la fuerza de Dios... ¿O acaso no parece que luchas con el ángel, y hasta con Dios mismo, cuando él diariamente opone resistencia a tus oraciones impacientes? Te bañas en agua helada, por decirlo así, y él mismo te sumerge en el fango. Dices: "Quiero volverme blanco", y se aleja aún más de ti. Lo llamas y no te atiende. Quieres acercarte a él, y te rechaza. Decides una cosa, y sucede lo contrario. Y casi en todo se te opone con mano dura... Le gusta sufrir de ti violencia. Desea ser vencido por ti... Por tanto, tú, quien quiera que seas, tú, piadoso conquistador que quieres arrebatar el reino de Dios, debes estar armado con el poder del amor. Y puedes estar seguro de que incluso vencerás fácilmente al rey del cielo... Él quiere espolear el valor mediante la resistencia». En el § 4 exhorta Guerric d'Igny a ceñirse de magnanimidad y constancia. «El débil debe decir: "Soy fuerte". Y con alegre esperanza no debe pensar en que es débil, pues pese a ello puede conquistar con tal facilidad el cielo en cualquier momento. Desde luego, arrebata el cielo violentamente quien

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hace violencia a su debilidad o a su edad. Más bien... hace violencia a su propia perdición quien no se tiene consideración ninguna... Pues con fatigas trabaja el hombre para sí, como dice la Escritura, "y hace violencia a su ruina" (Pr 16,26 [LXX])... Seguid... a Juan, a partir de cuyos días se hizo posible conquistar el cielo. Pues él es quien, como un segundo David, se convirtió en comandante de una guerrilla, en jefe de bandidos piadosos, y condujo ese victorioso ejército de los publícanos y pecadores hasta el reino de los cielos mediante una violencia loable y santa consigo mismos. Pues ¿qué malhechor o criminal no se disponía inmediatamente a la guerra cuando oía su tuba: "Haced penitencia, pues está cerca el reino de Dios..."». En su Plática 3 sobre el Adviento, Guerric cita Gn 19,2-3: Abrahán instó mucho a los ángeles a aceptar su hospitalidad. «Amorosa violencia con la que se arrebata el reino de los cielos. ¡Loable desvergüenza que se gana como huésped a Cristo o a unos ángeles!». En Guerric se resalta aún más intensamente que en Bernardo el elemento de la lucha en la oración, y con ello Guerric ha logrado un texto de belleza clásica. En el Nuevo Testamento me parece reconocer elementos de ese tipo en Le 18,1-8 (la viuda y el juez inicuo) y en Rm 15,30 (pelead o luchad a mi lado en la oración). La tradición rabínica puede contar algo parecido de Moisés. En mi libro Wie kann Gott Leid und Katastrophen zulassen? (Stuttgart 1996) he contrapuesto tipológicamente (pp. 158-163) los textos Gn 32,23-32 y Le 18,1-8. Aunque yo no conocía el texto de Guerric antes citado, su explicación del siglo xn y la mía corren, sin embargo, exactamente hacia la misma meta. Entonces no establecí la conexión con Mt 11,12. Pese a todo, se destaca un aspecto importante de la piedad cristiana primitiva y, evidentemente, también de la monástica: -

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La oración puede ser una lucha espiritual con o contra Dios. La experiencia de Dios que hace el orante indica que aquél se nos opone, se muestra reacio, no está dispuesto a dar. Para alcanzar la bendición hay que luchar. Esta experiencia de Dios tiene también dimensiones físicas (véase en mi obra, Wie kann Gott Leid und Katastrophen zulassen?, p. 162: «Orar hasta que se siente físicamente la oposición de Dios»).

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La oposición de Dios es, al menos remotamente, comparable, por ejemplo, con la oposición (provisional) de la parte femenina en el encuentro sexual. (Véase sobre esto Ibid., p. 163: «Jacob dice que Dios quiere bendecir. Pero sólo cuando sabe que él es realmente requerido. [¿No ocurre algo parecido con el amor entre los hombres?]»).

Se trata, en todo caso, de la experiencia, sin duda permanente, de que la dimensión de la oración queda sin sondear del todo con unas oraciones para bendecir la mesa pronunciadas fácil y rápidamente. La aportación de la mística a la explicación de Mt 11,12 En todo caso, la amplia atención que Mt 11,12 encontró entre los primeros cistercienses podría aportar algo útil -en cierto modo a lo largo de los siglos, tanto hacia atrás (hasta el siglo i d.C.) como hacia delante (hasta el siglo xxi d.C.)- no sólo a la explicación del pasaje, sino también a un aspecto importante de la espiritualidad cristiana. Digamos, ante todo, que Mt 11,12 (y otros textos del Nuevo Testamento) se podría(n) leer, a modo de prueba, sobre el trasfondo de una experiencia espiritual. Hasta la fecha, en ningún lugar de la exégesis neotestamentaria desempeña dicha experiencia un papel, ni siquiera en las afirmaciones sobre el señorío de Dios. Pero podría ser, no obstante, que, según Mt 11,12, se ejerza una irresistible «coacción» sobre Dios y su señorío, de manera que por ese camino pueda uno conquistarlos y apropiárselos o, al menos, abrir el acceso a ellos. Pues éste es, en efecto, el problema que se plantea en numerosos textos que hablan de hasileia (textos relativos al reino de Dios): ¿cómo puede el hombre entrar en él? Podría ser, en efecto, que la humildad, la conversión humilde y la oración sean lo único que «alcanza» a Dios, que llega a él en realidad. Acostumbrarse a una gloria cada vez mayor 2 Co 3,18; 4,4-6: «Nosotros, los cristianos, no debemos taparnos la cara con un velo. Libre y abiertamente podemos ver la gloria del Señor que se refleja en nuestro ros-

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tro. Y porque miramos al Señor mismo que nos regala el Espíritu, nos vamos transformando cada vez. más en la gloria del Señor ...para el mensaje de la luz y de la gloria, cuyo contenido es Jesucristo mismo, imagen de Dios. A él quisiera yo anunciar, no a mí mismo. Jesucristo es el Señor, y precisamente por eso soy vuestro esclavo. Así lo anuncio. Este servicio lo estableció Dios al decir: "Donde era la tiniebla, brille la luz "• Dios mismo se ha convertido en la luz de nuestros corazones y nos ha permitido sentir su gloria radiante que brilla reflejada en el rostro de Jesucristo». Este texto parece hecho a propósito para la tesis sobre observaciones místicas cotidianas en Pablo. Pues, en efecto, se habla de una transformación continuada. Esto podría guardar correspondencia con el concepto de «hombre interior», que, según 2 Co 4, nace de día en día en el cristiano. Preguntamos: ¿qué experiencias concretas subyacen a 2 Co 3,18? Se podría dar una respuesta con ayuda de 2 Co 4,6: tal vez se trate simplemente de que el Evangelio del único Dios echa raíces en los corazones de los hombres. Su contenido: Dios es uno, los ídolos son nulos. Y uno es el mediador, Jesucristo. La creación de la luz por parte del único Creador fundamenta también la validez universal de este conocimiento. Pero con eso ¿está ya todo realmente claro? Evidentemente, en Pablo hay dos caminos posibles por los que el cristiano va asumiendo progresivamente su condición de bautizado: uno se denomina con la palabra clave «cruz», el otro con la palabra «gloria». En ambos caminos lo decisivo es la oposición entre lo viejo y lo nuevo. El camino de la cruz consiste en una despedida progresiva. El mundo viejo corre en todo caso hacia su final. Quien se deja «crucificar para el mundo» anticipa este proceso para sí, no haciendo desaparecer el mundo, sino desprendiéndose de él. La diferencia temporal es importante: no se trata precisamente de aguardar hasta que las cosas lleguen de todas formas hasta ese extremo. La sabiduría es, en este caso, saber de antemano, lo mismo que los pájaros listos toman precauciones ante el invierno que se acerca. La co-crucifixión que se realizó ya fundamentalmente en el bautismo se convierte en un proceso de despedida que dura toda la vida, en el cual el bau-

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tizado va comprendiendo desde dentro el hecho de que está «crucificado para el mundo». Esto supone aprender a decir «no». La cruz significa alejamiento respecto de todo «lo que resplandece» y, por tanto, respecto del sistema de valores de las personas normales. El otro camino se recorre en 2 Co 4,4-6. Ser transformado significa, como reverso de la teología de la cruz, intimar con lo que verdaderamente resplandece. Desde luego, queda totalmente en suspenso cómo imaginaba Pablo esto. ¿Cómo se mira a Cristo a la cara? ¿Cómo se ve lo invisible? ¿Se trata de comprender y tomar realmente en serio la verdad del Evangelio como luz, es decir, como algo que establece la conexión entre vida y muerte? ¿O se trata de leer el Antiguo Testamento como libro de imágenes del Nuevo? En Tertuliano, en su escrito contra Marción (5,11), se encuentra el pensamiento de que «el espíritu se renueva a partir de la contemplación de las promesas bíblicas». ¿Se ha de reflexionar sobre los hechos de los apóstoles? ¿Deben los cristianos reflexionar sobre el hecho representativo de Jesús? ¿Deben tomar como punto de referencia a Pablo? ¿Ve la comunidad a través del culto el rostro de Jesucristo? ¿O acaso Pablo piensa de manera análoga a la palabra apócrifa de Jesús: «Cuando ves a tu hermano, descubres a tu Dios» (agraphon n. 75 Berger/Nord)? Por otro lado, ¿cómo se ha de entender el crecimiento «hacia una gloria cada vez mayor»? ¿Se hace el Evangelio cada vez más claro? ¿O es que la realidad de Dios -de modo semejante a como sucede con los frutos del Espíritu Santosólo puede abrirse paso entre los hombres progresivamente?

La explicación más bella de 2 Co 3,18 la he encontrado en la Plática 2 en la Epifanía del Señor de Guerric d'Igny: «Guíanos de fe en fe, de claridad en claridad, tal como ésta procede de tu Espíritu, para que de día en día penetremos más profundamente en los tesoros de la luz, para que nuestra fe se haga más vasta, el conocimiento más rico, el amor más ardiente y generoso, hasta que finalmente por la fe lleguemos ante tu rostro». Luego cita también Pr 4,18 y comenta: «La senda de los justos es como la luz por la mañana, se esclarece cada vez más hasta llegar al pleno día». Es digno de atención que en este pasaje Guerric vincula - a mi entender de manera exegéticamente oportuna- el giro «de claridad en claridad» de 2 Co 3,18 con el «de fe en fe» de Rm 1,17. Por lo demás, en el género literario de la oración la tensión entre presente y escatología queda eliminada.

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Los exegetas piensan, o bien en un desarrollo de la vida de la resurrección que «se propaga», o bien en un creciente conocimiento de Dios y de sus mandamientos, por cuanto el amor se hace más ferviente; según Billroth, «lo infinito se hace» mediante «la esperanza en la resurrección». Los protestantes del siglo xx piensan en el «cada mañana de nuevo» («regeneración diaria de las fuerzas gastadas» [Windisch]) para excluir la idea de progreso; pero justamente en sentido inverso aludía hace mil años Bruno el Cartujano a continué, continuamente o «de virtud en virtud». En Tertuliano se trata del progreso diario en la fe y la disciplina (Sobre la resurrección, 4150); en Orígenes (Sobre los principios, 4,4,9), de la renovación producida mediante la conversión.

¿ Qué significa ser transformado ? La transformación es un tema de la espiritualidad, porque se trata de un proceso palpable en relación con un camino, un crecimiento y un devenir. En la mística cisterciense, 2 Co 3,18 goza de enorme popularidad. Sólo Bernardo cita ese texto veinticuatro veces. Sorprende, sin embargo, que sólo en un caso saque a colación la experiencia mística, a saber, en el Sermón 41 § 11: «Es cierto que... estamos... lejos del rostro de Dios, de su presencia gloriosa y de la contemplación de su majestad. Pero el Señor, piadoso y clemente, nos suele mostrar con frecuencia su rostro radiante. Disipa la nube que impide el acceso de nuestra oración, y nos sentimos muy cercanos e iluminados, pues "contemplamos a cara descubierta la gloria del Señor". Pero no tomemos la expresión "a cara descubierta" en sentido literal, porque todavía lo vemos confusamente, en un espejo, y estamos encerrados en la cárcel del cuerpo. "A cara descubierta" debe entenderse en comparación con la oscuridad del cuerpo. El espíritu creado se eleva alguna vez al Creador de los espíritus, y uniéndose a él se hace un mismo espíritu con él. Esta contemplación es muy fugaz, porque el espíritu está rodeado

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de los muros del cuerpo, torna sin cesar a los cuidados de la carne y, aunque posee el dominio de las criaturas, se rebaja muy pronto al nivel de las más vulgares. Pero el Espíritu Creador... suele acercarse y alejarse de nosotros sin que lo percibamos... Y frecuentemente, cuanto más se le busca, tanto más se aleja... Sin embargo, el hecho de encontrar este rostro no significa contemplar el rostro glorioso del Señor... A los coros angélicos se les revela en toda su pureza y resplandor, mas a nosotros se nos manifiesta en imágenes mezcladas de luz y de sombra». La relación con Jn 1,14 {«Hemos visto su gloria») da pie a Bernardo en el Sermón 62 (§ 5) para hacer una interpretación más bien actualizada del pasaje. Sin embargo, Bernardo ve lo decisivo en el amor: «Dulce es la gloria que sólo de la contemplación de su dulzura nace, así como en la mirada a la riqueza de sus bienes y de su gran misericordia... Absolutamente bondadoso y verdaderamente paternal es, pues, lo que en este fragmento se puede ver de la gloria. En modo alguno me oprimirá (opprimet) esta gloria, por más que me vuelva a ella con todas mis fuerzas; más bien se me hará entrar en ella (imprimar illi) (2 Co 3,18). Somos transformados (transformamur) cuando a ella somos conformados (conformamur). Es reprobable, sin embargo, que el hombre quiera ser igual a Dios en la gloria de la majestad y no, más bien, en la sencillez de la voluntad... Sed misericordiosos: ésta es la forma del amor que el novio desea ver cuando dice a la Iglesia: "Déjame ver tu rostro"». Interesante es la interpretación del pasaje en el Sermón 36, 6: el conocimiento de sí será el paso decisivo al conocimiento de Dios, «y en su imagen, que es restaurada en ti, se podrá ver a sí mismo, mientras que tú ahora a cara descubierta contemplas la gloria del Señor lleno de confianza (2 Co 3,18)...». Por lo demás, el texto de 2 Co 3,18 es interpretado: - Referido a la futura bienaventuranza del cielo (Carta 393; pero para el presente tiene ya validez Le 1,78), bienaventuranza que los santos poseen ya ahora (Sermón 69, 7).

Dicha bienaventuranza, además, se entiende en parte como la boda espiritual celebrada en la cámara nupcial. Cristo es el novio (Carta 113, 2; Sermón 8 § 9, con el añadido «en la medida de lo posible»). En general, como estado futuro de los cristianos, cuando éstos estén más maduros («suficientemente iluminados») que ahora (Sermón 31, 2). Como algo por lo que ya ahora se puede sentir gusto y deseo (Sermón en la fiesta de san Martín); pero también en este caso, en un sentido más bien futuro. Del progreso moral de los cristianos. Además, el paulino «de gloria en gloria» se interpreta como «de virtud en virtud» (aun cuando por gracia) (Libro sobre la gracia § 41). Referido a «hombres santos y perfectos», de los que Bernardo habla, sin embargo, como de otros (Sermón 17 sobre el Salmo 90). Asimismo, se trata de otros (en relación con la «contemplativa María») en el Sermón 57 §11: meditan día y noche sobre la orden de Dios. «En ocasiones contemplan incluso a cara descubierta la gloria del novio y son transformados a su propia imagen de gloria en gloria por el Espíritu del Señor». También en el Sermón 67, 8 cita Bernar-do 2 Co 3,18 con el comentario siguiente: «¡Qué pocos hay que puedan decir esto!». A María, la contemplativa, le aplica el pasaje en el Sermón 3 en la Asunción de la Virgen María. Según el Sermón 25 § 5, es aplicable a los santos, pero sólo a su interior. En el Sermón 24 § 5 Bernardo lo interpreta moralmente: puesto que Dios es espíritu, el espíritu debe ser renovado en el corazón, y cita a continuación 2 Co 3,18. Cerca de la interpretación moral, Bernardo puede admitir también 2 Co 3,18 si los cristianos están «en vela». Pero de esta condición depende la transformación (Carta 109, 2). En el Sermón 45, 5 de nuevo 2 Co 3,18 resulta válido sólo para el futuro; «por eso contempla ahora todo lo que puedas, y si puedes más, más contemplarás». En el Sermón 4 en la Ascensión del Señor, Bernardo vincula 2 Co 3,18 en el § 9 con la montaña de la transfiguración («Cuando subáis esta montaña y a cara descubierta contempléis la gloria del Señor...»); pero luego, en el § 10, llama la atención sobre el hecho de que también es necesario ascender la montaña del Sermón de la montaña. Y está claro que para él esto tiene mayor valor. De la dedicación a la misericordia (Sermón 62, 5).

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Se puede decir, por tanto, que Bernardo maneja 2 Co 3,18 con gran cautela. La razón es que en la mayoría de los pasajes entiende la visión mencionada en 2 Co 3,18 en el sentido de la contemplación de los bienaventurados. Y, naturalmente, ésta no se puede dar aquí en la tierra, o sólo muy raramente y de modo fragmentario. Incluso en el Sermón 62, donde Bernardo describe acontecimientos místicos, explica 2 Co 3,18 restrictivamente. Del mismo modo previene en el Sermón 41 contra una confusión con el estado final. E incluso allí donde vuelve la mirada a Jn 1,14 limita la «pura mística» mediante la misericordia. Este estado de cosas no resulta sorprendente para el conocedor de la mística medieval. Era demasiado intensa la experiencia de la existencia todavía actual (¡y amenazadora!) en el cuerpo; y la doctrina de la perfección de los ángeles, del carácter todavía pendiente de la consumación celestial y la doctrina paulina de la «carne» y del amor necesario por encima de todo se habían adoptado muy ampliamente. Esta utilización restrictiva de 2 Co 3,18 en Bernardo permite preguntar a Pablo cómo habría entendido él 2 Co 3,18 a la vista de estas consideraciones.

aguarda en ti a los pobres y débiles... Sale a la luz para consuelo del pobre el gran designio... Tu justificación presente es tanto una revelación del designio divino como cierta preparación para la gloria futura...». Sólo en la Carta 107, 6-7, donde Bernardo describe la conversión, se aplica 2 Co 3,18 sin restricciones perceptibles. Quizás esta carta, precisamente con su función excepcional, nos permita ir más adelante. Pues sólo en ella habla Bernardo en sentido típico ideal. También Pablo habla en 2 Co 3-4 de la situación de conversión. También la visión en que Pablo mismo recibe la llamada es -en todo caso, según Hechos de los Apóstoles- una visión de luz. A esta «situación típica» se aplican otros criterios. Para Pablo, lo mismo que para Bernardo, la conversión es tan importante que no hay ningún miedo a dotarla de los atributos y funciones de la consumación. En el caso de Pablo, esto se puede apreciar por el hecho de que no muestra ningún temor ni siquiera a afirmar ya la transformación en gloria de quienes acaban de convertirse. Esto tiene su origen en Rm 8,30 (llamados - declarados justos - glorificados). En conformidad con ello, según Rm 6,11-13 también se puede obsequiar ya a los bautizados con la vida de resurrección. Así la conversión adquiere rasgos de la consumación final. Pues cada contacto intenso con Dios es igual al otro.

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La excepción: la Carta 107 de Bernardo La Carta 107, 6-7 es reveladora, pues al describir la conversión (monástica) Bernardo entreteje en ese texto 2 Co 3,18 -Bernardo lo llama ahí la «justificación presente»- con otros elementos de la teología bíblica de la luz, tan cara a los cistercienses. Bernardo habla de la sombra de la muerte en contraste con la claridad radiante (§ 6). «Sólo entonces separa Dios, por así decirlo, la luz de las tinieblas (Gn 1,4), cuando el pecador ha dejado las obras de las tinieblas y ha tomado las armas de la luz (Rm 13,12), pues el sol de justicia (MI 3,2) empieza a brillar... El sol de lo alto nace (Le 1,34), se trata de la esperanza "de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 5,2). Él la contempla ya jubiloso con la nueva luz, sin duda muy de cerca y a cara descubierta (2 Co 3,18), y dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha brillado sobre nosotros; has puesto alegría en mi corazón" (Sal 4,7)... Ya se muestra en tu luz, oh Luz inaccesible, qué bondad

La claridad en la tierra no es en realidad más que sombras También Guerric d'Igny adopta ante 2 Co 3,18 una actitud más bien prudente -salvo en la oración citada antes. En su Plática 3 en la Epifanía del Señor, Guerric compendia el uso metafórico que la Biblia hace de la luz. A propósito de 2 Co 4,3-4, dice de los incrédulos que la gloria de la Iglesia no les irradia. «Pero a aquellos a los que no ilumina para ver los ilumina para envidiar: puesto que no quieren ser alumbrados por la luz de la gracia, la gloria de la Iglesia se les convierte en tormento. Pero la Iglesia ora: "Haz, Señor, brillar mi luz, Dios mío, haz clara mi oscuridad"». En el mismo sermón (§ 7) refiere 2 Co 3,18 a todo aquel que mediante la fe, la justicia y el conocimiento progresa hasta la sabiduría, es decir, «hasta el gusto y saboreo de las

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cosas eternas, de manera que puede estar tranquilo, contemplar y saborear cuan dulce es el Señor». Is 60,1-2 («...sobre ti amanece el Señor») se aplica a un hombre así. En el Sermón 5 en la Presentación del Señor (§ 6) dice Guerric: «Pero finalmente superaréis los comienzos de la fe, como promete el novio a la novia, caminando de virtud en virtud (Sal 84,8), "de claridad en claridad, como guiados por el Espíritu del Señor" (2 Co 3,18). Avanzaréis, desde la visión proporcionada por la fe, hasta aquella que acontece en espejo e imagen». 2 Co 3,18 se entiende en este caso de modo totalmente escatológico. En el Sermón 3 en la fiesta de san Pedro y san Pablo (§ 4), Guerric insiste también en que esta claridad de la que habla Pablo en 2 Co 3 no era más que sombras. «También David fue de claridad en claridad, de un día a otro, por así decirlo». En el § 2 del mismo sermón se dice: «Pero las sombras del error declinan de día en día y menguan. Las sombras de los espíritus tenebrosos, sin embargo, se inclinarán al final de los tiempos al infierno y a la muerte. Lo primero sucedió cuando apareció el día eterno, cuando se reveló en la carne. Lo segundo acontece cada día, al aparecer él cada vez más y brillar por medio de la verdad. Lo tercero se manifestará en el día del juicio, cuando él se manifieste con el resplandor de su gloria». En el Sermón 2 sobre el Adviento (§ 4) dice: «La novia es transformada en la imagen del novio al contemplar como en un espejo la gloria del Señor».

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Ser transformado de día en día Para Pablo -al menos en la época en que escribió la segunda carta a los Corintios- está absolutamente claro que lo divino sólo puede influir en lo terreno mediante un proceso más largo, que en lo terreno necesita tiempo, o al menos posee este aspecto temporal, progresivo. Por eso guardan correspondencia los siguientes textos: 2 Co 3,18b: «Yporque miramos al Señor mismo que nos regala el Espíritu, nos vamos transformando cada vez más en la gloria del Señor». 2 Co 4,16: «Es verdad que mi vida terrena se va arruinando y destruyendo. Pero al mismo tiempo lo que seré en el futuro se constituye ya ahora en mí de manera invisible y totalmente nueva, y crece con cada nuevo día». Rm 1,17b: «Y el hecho de que Dios actúe así genera a su vez nueva fe. Así se dice también en la Escritura: "El justo es justo porque cree"». Pues el cada vez más guarda correspondencia con el con cada nuevo día y con el genera a su vez nueva fe (en griego: «de fe en fe»). Por eso también el Espíritu Santo puede sólo producir frutos (que maduran lentamente). ¿ Cómo acontece la transformación ?

Interpretación en relación con el amor En Guillermo de Saint- Thierry se dice (El espejo de la fe § 62) que 2 Co 3,18 se hace realidad, «pues el alma ama, y el amor es su facultad de percepción, a través de la cual ella lo percibe, lo siente y de algún modo es transformada en lo que siente, y de hecho no puede sentirlo en absoluto sin quedar transformada en él, es decir, sin que él esté en ella y ella en él». En el § 65 Guillermo continúa: «Pero si el hombre vive y siente lo que se ha de sentir a través del amor, se ve transformado en ello... El hombre se hace un solo espíritu con el espíritu al que ama».

Al ámbito místico de la realidad se le aplican reglas y condiciones especiales. Así, en él no se da una observación neutral y distanciada, sino que toda visión implica al mismo tiempo participación y transformación en lo visto. Por eso Pablo, mediante su visión vocacional, no sólo es «puesto en antecedentes» teóricos de que Jesús resucitó y es el Hijo de Dios (y, como tal, está lleno de Espíritu Santo), sino que mediante dicha visión recibe, en cuanto apóstol, parte en el Espíritu Santo (y por eso no tiene por qué invocar nunca su propio bautismo). Por tanto, una visión puede convertirse en vocación y encargo. Según Guillermo de Saint-Thierry, la fuerza de la transformación es el amor («La voluntad se adhiere tan vivamente

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a lo experimentado, que incluso el cuerpo del que ama o desea queda marcado por ello»: El espejo de la fe § 65). Al decir eso, no anda en absoluto desencaminado, según la comprensión bíblica. Pues el amor es el contacto más intenso que puede haber, y por eso se le aplica en mayor grado aún lo que se aplica a todo conocimiento según la Biblia: transforma. Cuando me meto en algo, o tal vez en alguien, ya no sigo siendo sencillamente el mismo, por lo que no importa en absoluto si veo o no físicamente a alguien. Por eso continúa Guillermo (§ 70): «Lo contemplaremos o (re)conoceremos en la medida en que nos asemejemos a él; y nos asemejaremos a él en la medida en que lo contemplemos o (re)conozcamos». Así (§ 71) el Sol se cierne sobre el agua, la calienta e ilumina, y por su fuerza natural la levanta hacia sí. Según Guerric d'Igny, «la novia se transforma en la viva imagen donde se contempla como en un espejo la gloria de Dios» (Plática 2 sobre el Adviento). Si se intenta trasladar esto prudentemente a Pablo, la información relativa a nuestra pregunta reza así: según 2 Co 3,18, la transformación se produce por el hecho de que amamos al Señor, nos encaminamos hacia él e intentamos imitarlo, imitando también a Pablo. Ésta es la consecuencia positiva del principio de que sólo se puede comprender por similitud. Este incremento paulatino de la gloria no contradice en modo alguno Rm 8,30, según el cual nosotros, en cuanto llamados, estamos ya glorificados. Pues en este texto, lo mismo que en otros, a la realidad concentrada en un punto en el plano sacramental (bautismo) corresponde el modo progresivo, cronológicamente dilatado, del crecimiento en la vida cotidiana. Ambas cosas se complementan mutuamente.

tancial». Lo que acontece, sin embargo, ciertamente tampoco se ha de interpretar sólo en un plano personal, a modo de creciente intimidad. Ni, en un plano puramente moral, como progreso ético. ¿Qué es, pues, la «gloria creciente», la «fe creciente»? ¿Acaso el reino de Dios que crece entre nosotros -por decirlo en el lenguaje de los tres primeros evangelios- no es algo escondido e indemostrable, pero experimentable pese a todo? Pablo puede llamarlo también «lo nuevo». No crece en cualquier lugar, sino en nosotros. Pablo habla de manera sumamente discreta y prudente de esa realidad nueva; sólo en Rm 8,30 dice sencillamente que estamos ya revestidos de gloria. Es consolador que ese algo no vaya menguando, no sea rígido ni se estanque, sino que crezca. La esperanza entera del cristianismo se puede compendiar en esta sola palabra: crece, aumenta, es irrevocable.

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2 Co 3,18 y la espiritualidad cristiana Este pasaje de la Segunda Carta a los Corintios ha ocupado una y otra vez a los cristianos con esta cuestión. La razón es que, según dicho pasaje, la fe no es sólo confianza que Dios valora como fundamento de la aceptación del hombre por parte de Dios. Más bien, a través de la orientación creyente y amorosa a Jesucristo acontece algo que no es precisamente poco. Ese algo no se debe calificar de «ontológico» o «sus-

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Los cristianos están ya glorificados En Rm 8,30 Pablo hace una asombrosa declaración: «A los hijos que Dios deseó para sí los llamó, luego los aceptó como justos y después los obsequió magníficamente». En el texto griego dice -de manera más llamativa, pero menos comprensible- «glorificó», es decir, «revistió de gloria». «Gloria» significa en realidad «resplandor luminoso», «irradiación», «gran reputación», «clara lumbrera». De todos estos significados se puede decir que para los cristianos son invisibles, imposibles de mostrar, sólo ocultamente regalados. Del mismo modo que también la gloria del Resucitado estaba oculta y sólo se hacía visible (¡así y todo!) en visiones. Una gloria invisible es, por tanto, algo paradójico en el fondo. Los cristianos viven en medio de contradicciones. Pese a todo, sigue siendo verdad el dicho de Hilde Domin: «Comemos pan, pero vivimos de resplandor». Es algo así como lo que pasa en el libro infantil que cuenta la historia del Ratón Federico. Mientras que en verano los demás ratones recogen grano, él recoge colores para poder contarles en invierno, cuando ya han devorado el grano, algo de los colores del verano. Siempre he concebido el oficio del teólogo como semejante al de Federico -y, por tanto, como afín a lo que hacen los

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artistas-. También ellos hablan y dan forma a menudo a partir de una mezcla de recuerdo y anhelo. Que los cristianos están ya glorificados es una afirmación audaz. Pero, en lo que atañe a nuestro corazón, vivimos de esta declaración de amor de Dios. Pues, de no ser así, queda sólo como última palabra un mísero materialismo. Lo que se explica con la palabra y ha comenzado misteriosamente en el sacramento lo pone ante los ojos el anhelo de consumación. ¿Cómo se puede experimentar en el presente el resplandor de la gloria? La respuesta a esta pregunta es siempre, también en este caso, la misma: por la alegría. Ella es el modo en que puede Dios estar presente entre nosotros, en que se «nota» al Espíritu Santo. La alegría es también la respuesta a la pregunta de si la espiritualidad sirve para algo. Jesús dice lo que es la alegría en aquella parábola sobre el reino de los cielos: ir y venderlo todo para adquirir el campo donde está el tesoro escondido. Y Bernardo de Claraval añade: los cristianos son hombres con flores en las manos.

Los himnos en los relatos de la Infancia según Lucas Los tres himnos procedentes de las narraciones de la Infancia según Lucas son el Magníficat (Le 1,46-55), el Benedictas (Le 1,68-79) y el Nunc dímittis (Le 2,29-32). En el monacato occidental, pertenecen desde Benito al núcleo fijo de la liturgia de las horas. Por regla general, se recitan a diario. Su contenido espiritual es inagotable. El Magníficat: María ensalza al Señor «Entonces dijo María: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

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Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padresen favor de Abrahán y su descendencia por siempre"». El Benedictus: Zacarías alaba al Señor «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia en su presencia, todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».

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El Nunc dímittis: Simeón alaba al Señor «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Concreción «Promesa»: esta hermosa palabra tiene resplandor de oro viejo. En ella, lo de menos es lo largo del tiempo de espera. Cuando sólo existe la promesa, las palabras brillan por encima de los tiempos. ¿Qué hay más hermoso que la esperanza de una bendición pendiente de ser impartida desde antiguo? Una promesa es salvación proclamada, anunciada de modo misteriosamente impreciso, a menudo en forma de enigma y mediante símiles; pero lo seguro es que promesa significa bendición, a menudo fabulosa. Por tanto, Dios ha mantenido su palabra, ha cumplido su juramento, se ha acordado de su alianza, ha visitado a su pueblo con la redención. Como primeros destinatarios de la palabra fiel de Dios se menciona en estos textos a Abrahán, a los padres, a David, a los profetas y, finalmente, al niño Juan, el último y más grande de todos los profetas. A su tiempo se aplica como a ningún otro la palabra profética del Apocalipsis de Baruc: «La juventud del mundo ha pasado, y la fuerza de la creación toca a su fin, lo mismo que la sucesión de los tiempos: un poco más, y habrá pasado. Se ha acercado el cántaro a la fuente, el barco al puerto, la caravana a la ciudad, y la vida a su final». Pues en ese momento, con Juan, se ha llegado hasta ahí: cerca está el cántaro de la fuente, el barco del puerto, la caravana de la ciudad. Pues para los tres hay allí agua potable, en la fuente, en el puerto y en la ciudad enclavada en el desierto. Juan está ya muy cerca del que dará agua viva. Nadie ha de morirse ya de sed en el desierto. Dios empezó a actuar con las palabras que dirigió a Abrahán, David y los profetas. Como en el monumento al puente

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aéreo en memoria del bloqueo de Berlín, esas viejas promesas de Dios son el único y elevadísimo pilar del puente tendido hacia la redención. Éste es el encanto adventual de los tres cánticos lucanos. Los tres hablan arrebatadoramente del anhelo de Israel. ¿Y quién podría concebir Israel sin su constante anhelo de la aurora del tiempo mesiánico? ¿O sin el anhelo de libertad y liberación del miedo? Quizá porque no entendemos dicho anhelo, amamos tan poco a nuestro Mesías, nos avergonzamos más bien del suyo. Por eso nos llega al alma la palabra de san Bernardo: «Si no tenéis ningún anhelo, no podréis amar realmente». También por eso resultan fascinantes estos tres cánticos, pues irradian algo que a los alemanes no nos resulta menos extraño que el anhelo de Israel: reconciliación a través de la historia. Nosotros, sin embargo, somos los irreconciliados, los desgarrados, no podemos con nuestra culpa, estamos enfermos en nuestra identidad, como cristianos y como alemanes. Los crímenes de nuestro pasado serían impensables sin nuestras previas inseguridades y complejos. Pues el violento es normalmente inseguro también. Sobre la puerta del cementerio alemán de Roma se encuentran estas palabras: «Teutones in pace». Es decir, sólo aquí, en este estadio, hay alemanes en paz, no antes. Sólo los alemanes muertos son alemanes pacíficos. ¿Una verdad parcial? No tenemos paz porque no sabemos quiénes somos. En los cánticos de Lucas, por el contrario, encontramos reconciliación a través de la historia. Pues Dios no puso sólo el primer pilar del puente, el de la promesa, sino también el correspondiente al cumplimiento; en medio se extiende el amplio y audazmente oscilante arco del anhelo. El tema no es en este caso la negativa humana, sino la fidelidad de Dios. Cuando sólo miramos a él, en él está el principio y el fin. Promete y cumple, libera de los enemigos. También éste era nuestro tema: nuestros enemigos; antes, todos nuestros vecinos; ahora, otros nuevos, por ejemplo los fundamentalistas. Quizá los verdaderos enemigos estén en nosotros y sobre nosotros. Y contra ellos puedo repetir íntegramente los salmos de la Biblia que hablan de los enemigos.

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Nuestros cánticos irradian una paz casi sobrenatural, la salmodia sobre la promesa que viene desde muy antiguo. Esos nombres lejanos salidos de la noche de los tiempos -Abrahán, David, los profetas- son como el comienzo de un arco iris en la tierra, están como bañados en luz, y después el arco se extiende hasta nosotros. Los padres son aquellos en quienes Dios puso ya su palabra pura, y al otro lado del arco estamos nosotros, la generación mesiánica, de nuevo bañados en luz. Dios quiere librarnos finalmente de nuestros enemigos, con tal de que estemos dispuestos a servirle luego con santidad y justicia. Una imagen sacerdotal: servir en su presencia. Creíamos haber terminado hacía mucho con todo lo sacerdotal. Pero en estos textos se nos aplica: servir en su presencia, llamados a la reciprocidad con Dios, vivir en la presencia de la realidad de Dios. Vivir cara a cara con él. Muy rara vez caemos en la cuenta de que al comienzo del cristianismo, según todos los evangelios, no se encuentra una figura, sino dos: Juan y Jesús. Y Juan se encuentra en el Evangelio porque es el mayor de todos los profetas, como dice por otra parte el Evangelio. ¿Lo tomamos, siquiera remotamente, en serio? Juan, el hijo del sacerdote, no está sólo pasado y anticuado; representa también todo lo que queda pendiente, lo que sólo el Mesías ha de realizar aún. Como un nuevo y primer pilar de puente proyectado hacia al futuro. Con la imagen del sol, Zacarías no denota sino al sol de justicia, al soberano que viene del sol, que aparece desde oriente. Así lo aguardaron los egipcios, sirios, judíos y persas; así lo temieron los romanos. El sol de justicia por el camino de la paz representa el anhelo de todos los pueblos. Desean la nueva jefatura como ansia el centinela la aurora, como anhela la llegada del nuevo día el amenazado por terrores nocturnos. Ésta sigue siendo aún nuestra propuesta: él, Jesús, es el nuevo soberano que viene de Oriente, de la salida del sol. Un desconcierto para todo poder terreno. Cada iglesia cristiana es un salón del trono de este soberano, de este nuevo tipo de jefatura sobre las naciones. Por último, nuestros cánticos son cantados primeramente por judíos, judíos mesiánicos, si queremos llamarles así. Todo lo cristiano del Nuevo Testamento es también judío, y esos judíos consideran su fe como judaismo mesiánico, no como destrucción, ni siquiera desvalorización, de su religión.

Yo deseo para nosotros una identidad que se defina fundamentalmente desde la forma de nuestro anhelo. Verdad es que preferimos hablar de religión a entender algo de ella. Si queremos, pues, empezar a cobrar afecto a la propia fe y a practicar unos usos religiosos, quizá repitamos los textos judeocristianos de Lucas. Ningún texto cristiano los sobrepuja en belleza. Y por belleza entiendo aquí, como de ordinario, algo que llega profundamente al corazón, que puede modelar la forma de nuestro propio anhelo de manera austera, pero también con las imágenes absolutamente grandiosas de la alianza santa, el servicio en la presencia de Dios, el camino de la paz, las sombras de muerte y el sol de justicia. Quizás algunas manifestaciones del anhelo cristiano puedan parecemos siempre cursis. Pero sólo son manifestaciones vacilantes, a menudo desmañadas, de un anhelo grande y dilatado. «Pues la juventud del mundo ha pasado, y la fuerza de la creación toca a su fin, lo mismo que la sucesión de los tiempos: un poco más, y habrá pasado. Se ha acercado el cántaro a la fuente, el barco al puerto, la caravana a la ciudad, y la vida a su final».

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Ser uno con Dios Afirmaciones del evangelio de Juan La afirmación «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30) ha dado pie a diferentes interpretaciones en relación con la «mística»: -

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De ese texto se deduce directamente la divinidad de Jesús, en el sentido de absoluta identidad con el Padre; y ello, desde luego, sin preguntarse lo que «divinidad» pueda significar para el evangelista. Se toma el pasaje como una afirmación mística y, al mismo tiempo, se utiliza como objeción antimística contra todos los que justamente no son Padre e Hijo. Esto significa que a la mística se le atribuye la voluntad de alcanzar la unidad de hombre y Dios, y de hacerlo precisamente en el sentido que sirve de base a Jn 10.30. Esta unidad se llama «fusión», «absorción en Dios» o «igualdad con Dios». Sin embargo, al mismo tiempo se quiere conceder esto sólo a Jesús (o ni siquiera a él, cuando la afirmación del

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evangelio de Juan se rechaza como herética, como hace E. Kásemann). En cualquier caso, todo cristiano que cree poder entenderse así en su relación con Dios se «eleva» de «manera entusiasta». El «proceso interpretativo» que se encuentra en el trasfondo de esto es sumamente sencillo: se parte del término «ser-uno» y, puesto que se trata de Dios, se entiende de forma maximalista; al mismo tiempo, se barrunta, por lo sabido desde la escuela, que la mística tiene algo que ver con eso de ser uno y de la fusión; ambas cosas se combinan y sirven: una, como arma de una dogmática fundamentalista; la otra, como argumentación en favor de una prohibición de la mística para «laicos».

Ahora bien, ciertamente puede ser que en esta interpretación de Jn 10,30 haya un malentendido. Así, puede ser que este pasaje no fundamente la «divinidad en pie de igualdad» de Jesús ni pueda referirse a una fusión mística. En este punto debería ser determinante el uso lingüístico habitual del evangelio de Juan. Pues salta a la vista que la locución «ser uno con», del capítulo 17 del evangelio de Juan, no admite una interpretación fundamentalista ni pseudomística. Jn 17,21-23 reza así: «Que todos sean uno, como tú, Padre, eres uno conmigo y yo contigo: que también ellos sean uno con nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Les he dado a ellos la gloria que tú me diste, para que sean uno, como también nosotros somos uno. Yo soy uno con ellos, y tú eres uno conmigo; entonces será también perfecta su unidad. Así podrá reconocer el mundo que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí». De este pasaje se desprende: -

Que la unidad «absoluta» no es privilegio del ser uno con Dios, sino que se da también entre los hombres. Que esta unidad se hace realidad claramente por el amor. De Jn 17,23 se deduce que la unidad entre Jesús y Dios se hace extensiva a los cristianos. Según la interpretación

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rígidamente dogmática de Jn 10,30, todos los cristianos, pues, serían Dios de manera igualmente originaria. La unidad debida al amor tiene función misionera: en la unidad del amor pueden los de fuera (el «mundo») reconocer que ahí está actuando Dios. Pues él es el uno y único. El ensancha su unidad en forma de amor y «seruno». Cada «ser-uno» realizado y reconocido en este sentido reproduce, por tanto, a Dios. Según Jn 13,34, esto equivale a guardar el mandamiento nuevo de Jesús. Dicho mandamiento es nuevo, porque se funda en la unidad de Hijo y Padre, antes desconocida para los hombres. La unidad entre Padre e Hijo se funda en que el Hijo cumple fielmente el mandamiento que el Padre le ha encomendado. Éste consiste en ir a los hombres, haciendo realidad que el Padre ha enviado al Hijo. Éste es el acto de amor por antonomasia. Pues si Dios llega así a los hombres a través del hombre Jesús (que al mismo tiempo es el Logos de Dios aparecido entre los hombres) y a través de los hombres que son cristianos, ello implica vida eterna.

Espiritualidad de la unidad Queda patente que las afirmaciones del evangelio de Juan son completamente inadecuadas para una mística (sea del tipo que sea) de la fusión. No debemos permitir que su traducción, enriquecida pseudomísticamente, nos induzca a error en lo sucesivo. El contenido de las afirmaciones joánicas sobre la unidad es, por tanto, mucho más modesto, mucho más sobrio y más intensamente práctico-misionero. La misión, tal como la entiende el evangelio de Juan, no significa, en efecto, ir a los hombres por todo el mundo -centrífugamente, podríamos decir-, sino que se realiza en virtud de la capacidad de atracción de la comunidad en cuanto unidad realizada. Desde el punto de vista del Nuevo Testamento, por tanto, no hay escándalo mayor entre cristianos que las divisiones. Quien no ansia la unidad como lo más importante no es digno de crédito. Esto se entiende enteramente como un juicio aniquilador sobre todo aquel que causa deliberadamente divisiones o ha permitido negligentemente que se produzcan. Sin

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embargo, «unidad» no significa uniformidad, sino convivencia práctica, hacer posible que el otro viva conmigo. Bernardo de Claraval no cita ni una sola vez Jn 17,21-23 (!) y refiere Jn 10,30 a la naturaleza divina de Jesús; en su Sermón 8 (§ 7) refiere el pasaje al beso en la boca que comunica el Espíritu y con el que Dios reveló también a Pablo (!) «lo que el ojo no vio». ¡En todo caso, la interpretación hecha ahí por Bernardo no es rígidamente dogmático-trinitaria! La referencia al amor y la paz que Bernardo hace en el contexto se ajusta también a Jn 17. Luego, en el § 8 establece una distinción: para Cristo, el beso es plenitud; para Pablo, participación. Una distinción acertada, sin duda. En el Sermón 5 en el domingo I de noviembre (§ 2) interpreta la unidad de Jn 10,30 como unidad de la voluntad y el espíritu. Cabe estar de acuerdo con él. En su Sermón 71 (§ 6) junta Jn 10,30 y 1 Co 6,17. Esto es, también en este caso se refiere Bernardo a la unidad que todo hombre puede tener con Dios, unidad que puede darse en el espíritu y sólo en él, y no en la esencia (natura). Con ello se rechaza todo tipo de fusión. Más adelante (en el § 10) distingue claramente entre las afirmaciones de inmanencia deJn 10,38 y de 1 Jn4,16. El resultado es que, pese a la intensa influencia de la dogmática trinitaria, Bernardo deja la puerta abierta a afirmaciones relativas a la experiencia monacal (amor, Espíritu Santo, paz, voluntad). El contraste entre teología escolástica y monástica (sobre ello, véase más adelante) puede evidenciarse perfectamente en sus textos. No cabe hablar en absoluto de una fusión mística de hombre y Dios entendida como supresión de las fronteras de la criatura.

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tentaros, o con qué vestido vais a cubrir vuestro cuerpo. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?... Ésas son las cosas por las que se preocupan quienes no creen en Dios. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis. Buscad ante todo el reino de Dios y preguntad por lo que Dios requiere de vosotros, y Dios os dará vestido y alimento por añadidura. No andéis preocupados por el día de mañana. Dios se preocupa nuevamente de cada día al que da el ser. A cada día le basta su propio afán». Quien vivía así en el seguimiento literal del predicador itinerante Jesús dependía, para su alimentación y sostenimiento, de la hospitalidad de los hombres, sobre todo de los cristianos. Expresión de esta libertad es la petición del pan en el Padre nuestro. Pues tan sólo Dios puede garantizar que haya algo de comer para el día siguiente. En perspectiva religiosa, tales reglas de vida implican lo siguiente: -

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Estar libre de preocupaciones Ante todo, la libertad con respecto a las preocupaciones se subraya reiteradamente en el material común de Mateo y Lucas (fuente de logia). ¿Qué significa para la espiritualidad cristiana no andar preocupados por el alimento y el vestido, ni siquiera por el término de la vida? Mt 6,25.32-34 es típico: «Por eso os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber para sus-

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Dios es tomado totalmente en serio en su realidad como Padre que proporciona el sustento. Es el interlocutor inmediato. Dios es «competente» para lo más concreto. Se aprende a estar agradecido por cada pequenez que nos regala. El hecho de que lo más cotidiano y minúsculo sea así tomado en serio es un aspecto de la actitud fundamental farisaica. Muchas cosas apuntan a que este texto se basa en la forma de vida de los predicadores ascéticos de conversión (Juan el Bautista; los profetas, según Ascensión de Isaías 2; Henoc y Elias en la tradición apocalíptica, por ejemplo en Ap 11,4-6). Pues el predicador de conversión vive de lo que Dios le regala (saltamontes, miel silvestre...). Ciertamente, esta predicación de conversión queda en Jesús transformada en la proclamación del reinado de Dios. Pero precisamente la expresión clave «reinado de Dios» significa, en efecto, que Dios, con su solicitud, se preocupa de todos. Esto vale especialmente, una vez más, si en el caso de los cristianos se trata realmente de «hijos» de este Rey. Lo

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cual encuentra su correspondencia al menos en la expresión «vuestro Padre» o «nuestro Padre», repetida en estos textos. Al mismo tiempo, el Padre es para el hijo aquel a quien se puede volver en cualquier necesidad, por minúscula que ésta sea. El modo en que Jesús entiende el tiempo según estos textos no es apocalíptico. La naturaleza parece en orden y no amenazada, las flores y los pájaros reciben todo lo necesario con abundancia. No se habla de un cambio de señorío en el mundo. Esta comprensión «sapiencial» de la Providencia concuerda también con la expresión «hijo de Dios». Cabe preguntar: ¿es posible (!) que hubiera en la actividad de Jesús toda una fase en la que el final venidero desempeñara un papel tan reducido como aquí? Se trata de la libertad (véase Bernardo de Claraval, Sobre la consideración 6,17: «¿Por qué te dejas enredar de nuevo en cosas de las que Dios te ha liberado?» fcita a continuación Mt 6,33]). Sin duda, se debe decir que para soportar esta libertad probablemente hace falta una cierta mentalidad de actor.

Significado religioso de la libertad respecto de las preocupaciones Que los cristianos arrojen totalmente en Dios sus preocupaciones no significa, sencillamente, que estén «libres de todas las cosas». Pues el consejo del Evangelio no fundamenta ni una genérica separación del mundo ni un neoplatonismo ascético, sino otra relación con la vida cotidiana y con todo lo que en ella recibe el hombre de la bondad de Dios. La vida cotidiana es el lugar del amor paterno y la solicitud de Dios, y en ningún otro lugar, sino en la vida cotidiana, se hace presente tampoco el reinado de Dios y su reconocimiento. Así, en este texto se trata de las verdaderas prioridades en la vida cotidiana. Allí donde el hombre, hasta ahora, se ha preocupado de manera convulsiva e inquieta, puede pedir y recibir. Allí donde, hasta ahora, ha visto tan sólo lo de importancia menor, pasa desde ahora a centrarse en lo más importante. Debe observar los mandatos de Dios con seriedad y atender a las pre-

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ocupaciones cotidianas con calma. Hasta ahora era al revés: las preocupaciones lo han abrumado, de manera que el reino de Dios sólo tenía una importancia marginal. Dios, todo en todo 1 Co 15,28 según la traducción Berger/Nord: «Cuando todo esté sometido, también el Hijo se someterá a aquel que le ha sometido todo, para que en todos los hombres y todas las cosas esté sólo Dios, de manera que nada le sea ajeno». (Una traducción atenta únicamente al tenor de las palabras debería decir: «...para que Dios sea todo en todo». El precio de la traducción literal sería su incomprensibilidad). Este pasaje ha llegado a ser importante para la espiritualidad, porque tanto en uno como en otra se trata del tipo de relación existente entre Dios y el mundo. Pues, habida cuenta de que no se establece de forma unilateral que Dios sea el Dios alejado del mundo, surge la pregunta por su presencia en las cosas y por el modo en que ésta es eventualmente experimentable. El Evangelio de Tomás (77,2-3) hace clara referencia a esta cuestión: «Si partís un trozo de madera, ahí estoy yo. Si levantáis una piedra, allí me encontraréis». Pero ésta es una afirmación más bien dogmática. No se habla de la posibilidad de que los cristianos observen este hecho. Quizá permitan ir más allá algunos textos análogos y contemporáneos de 1 Co 15,28. Encontramos un fragmento de la gnosis hermética que afirma para el presente lo que 1 Co 15 ve cumplido sólo en el futuro: en un diálogo entre Tat (Tot) y Hermes (que en este texto es el discípulo de la sabiduría) sobre el hombre que por el conocimiento ha «nacido de nuevo», pregunta Hermes: «¿Y de qué condición es el engendrado, Padre? ¿Acaso no tiene participación en la sustancia que está en mí?». Y responde Tat: «El engendrado será otro, hijo de Dios y Dios, todo en todo, compuesto de todas las fuerzas» (libro 13 § 2). Esto significa que quien nace de nuevo recibe la condición de Dios. El ser íntimo de Dios se hace realidad en todas las cosas por el hecho de que las fuerzas/poderes de

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aquél constituyen la sustancia de éstas. Según 1 Co 15, esto aún no puede ser, porque dichos poderes y fuerzas todavía no están sometidos (15,24), especialmente porque el último de estos poderes, la muerte, impera todavía. Sólo cuando ese último poder quede vencido y dejen de existir las fuerzas antidivinas, podrá Dios ser todo en todas las cosas. Orígenes describe claramente en su libro sobre los principios cómo se ha de entender esto: «Ahora bien, creo que la frase según la cual Dios será "todo en todo" significa que Dios también es "todo" en cada individuo. Pero en cada individuo será "todo" de la siguiente manera: cuando el espíritu racional se haya purificado de toda hez de pecado, cuando toda ofuscación de la maldad se haya quitado totalmente de en medio, todo lo que podrá percibir, conocer y pensar será Dios: pues ya no percibirá sino a Dios, no pensará sino a Dios, no verá sino a Dios, no tendrá sino a Dios. Dios será la medida de todo su movimiento; y así Dios será todo para él. Pues ya no hay diferencia entre bien y mal, dado que no hay nada malo en lugar alguno...» (3,6,3). En la mística cristiana, este pasaje se entiende a menudo en sentido futuro, tal como lo comprendió Pablo. Pero hay excepciones... Bernardo de Claraval, Sermón 24: en lo tocante a nuestra justificación, también ahora la palabra de Dios es ya «todo en todo». Lo mismo pasará también con nuestra glorificación. Así, por ejemplo, la palabra viva sondea todo lo que está en el corazón (Hb 4,12), y ya ahora la voz del Hijo da vida (Jn 5,24). En el Sermón 41, Bernardo destaca que, ciertamente, sólo más tarde se producirá el cumplimiento, pero ya aquí se da un anticipo, un pregusto. Ahora vemos, es verdad, pero no nos adentramos. «Cuando se saborea, es dulce; cuando se cumple, maravilloso». Según Bernardo en su Sermón 5 en la Asunción de la Virgen, tanto «pan» como «piedra» remiten simbólicamente a Dios, porque, tanto spiritualiter como ad intellectum mysticum, 1 Co 15,28 es de todas formas realidad. Es decir, para quien considera las cosas enteramente desde la perspectiva de la realidad de Dios, 1 Co 15,28 es ya totalmente presente. Este uso lingüístico de Bernardo procede de Ap 11,8 (donde a Jerusalén se le llama «pneumáticamente» Sodoma) y de 1 Co 10,4: «en realidad» la roca es ya Cristo. Por eso el beber es en realidad un beber de la Sabiduría.

El 17 de noviembre de 1944 escribía Alfred Delp en una carta: «Para mí, esto es tan claro y perceptible como extraño: el mundo está lleno de Dios. Esto fluye hacia nosotros por todos los poros de las cosas, por decirlo así. Nos quedamos detenidos en las horas buenas y en las malas. No pasamos por ellas hasta llegar al punto en que dimanan de Dios. Esto es aplicable a lo bello y a lo mísero. En todo quiere Dios celebrar un encuentro, y pregunta, y quiere una respuesta adoradora y amorosa».

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Explicación tipológica de la Escritura Las contraposiciones tipológicas de escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento son una modalidad de proclamación plástica ya en el Nuevo Testamento, más tarde en la Iglesia antigua y, finalmente, en la época del arte románico. En el Nuevo Testamento hay que hacer referencia a los milagros de Jesús configurados según modelos veterotestamentarios hasta en su tenor literal, como las historias de multiplicación de los panes o la resurrección de la hija de Jairo. Como renovación de este método he publicado hasta ahora: «Jakob ringt mit dem Engel (1. Mose 32,23-32) und Die Witwe und der gottlose Richter (Lukas 18,1-8)», en Wie kann Gott Leid und Katastrophen zulassen?, Stuttgart 1996, pp. 158-163; «Die Heilung des Aussatzigen Syrers und die Heilung der 10 Aussátzigen in Lukas 17», en: Gottinger Predigt-Meditationen 51 (1997), 376-384 [383-384]; «Das Kreuz ais Baum und der Paradiesesbaum», en Wozu ist Jesús am Kreuz gestorben?, Stuttgart 1998, pp. 123-124. Sobre la metodología de esta explicación meditativa (contemplativa) de la Escritura: -

En cada caso se contraponen un relato o figura del Antiguo Testamento y otro del Nuevo. La comparación se produce por correspondencia, oposición (contraste) o sobrepujamiento. La comparación se produce mediante un ir y venir. De ese modo, los relatos se comentan en cada caso uno tras otro en sus diferentes rasgos.

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En la comparación se puede recomendar un realce especial de los elementos simbólico-plásticos. Pero también los verbos pueden guardar correspondencia o ser antitéticos desde el punto de vista del contenido. En las imágenes y los verbos es donde cabe comparar mejor. La comparación encuentra su interés en el hecho de que se pueden comparar entre sí diferentes fragmentos de ambos contextos. Ni es recomendable explicar el pasaje veterotestamentario de un modo artificialmente cristológico, ni la correspondencia neotestamentaria ha de inducir a polémica con respecto a la antigua alianza.

El sentido teológico de este modo de proceder es, sin hacer violencia a los textos concretos y sin desvalorizar los pasajes veterotestamentarios, mostrar en el marco de la misma tradición bíblica la siempre semejante escritura de Dios. Se trata, pues, de una manera de practicar la teología bíblica que no adopta un enfoque de historia de las tradiciones, ni histórico, ni de historia de las religiones. Todos estos caminos de indagación de la Escritura son por lo demás indiscutidos (!). En este planteamiento aparece sólo, junto a la consideración crítica, otra meditativa que se aplica al exterior, y desde allí, a menudo mediante una interpretación simbólica, avanza hasta el contenido teológico. Los textos concretos se han de comprender lo más a fondo posible, y depende del exegeta en qué medida puede hacer obvios sus contenidos por medio de las imágenes. A menudo contribuyen también a ello comportamientos básicos del hombre como reír o llorar, correr o estar de pie, o símbolos básicos como cielo y tierra, agua y tierra firme. Cuanto más conocidos son los relatos, tanto más oportuna resulta la comparación (por ejemplo, Eva-María en Guerric d'Igny: Eva pecó y se disculpó con descaro - María no pecó y efectuó humildemente una reparación; o diluvio-fin del mundo: agua y fuego). El lugar clásico de la explicación tipológica de la Escritura son los textos litúrgicos del primer milenio: Cristo el Cordero: Corpus Praef., n. 123: «Abel estableció su arquetipo, el cordero pascual de la ley hacía referencia a él, Abrahán celebró el sacrificio del cordero, Melquisedec ofreció

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un sacrificio, pero el verdadero cordero y el sumo sacerdote para siempre es nuestro Señor Jesucristo, él ha llevado la figura a su perfección». Caída y redención: Corpus Praef., n. 535: «¡Qué admirable designio de Dios! ¡De qué modo inestimable nos ayudó Dios en la redención! Por una Virgen se nos devuelve la gloria de la vida que se creía perdida por la desobediencia junto al árbol del paraíso. Por el agua (del bautismo) se lavaron los pecados del mundo, donde antes, sin embargo, el mundo sufrió por el agua el naufragio del diluvio...». Eva-María: Corpus Praef., n. 626: «Lo que Eva se tragó en la caída lo restauró María en la redención, al colmarnos con el pan de los ángeles. Por la serpiente recibimos el veneno de la condena, de María salieron los misterios del redentor. Allí se mostró la maldad del seductor; aquí, la majestad del redentor». Adán-Cristo: Corpus Praef, n. 990: «Cristo en cuanto nuevo Adán dio vida en el Espíritu a aquellos a quienes el primer Adán había llevado a la muerte mediante un pecado condenado. Mediante la obediencia nos reconcilió con el eterno Dios y Padre a nosotros, a quienes la transgresión del padre terreno había alejado del círculo de los bienaventurados...». Corpus Praef, n. 980: (del ayuno de Jesús) Lo que Adán perdió comiendo, Cristo lo recuperó ayunando. Corpus Praef, n. 973: El diablo había vencido a Adán en su carne débil. El diablo fue vencido porque Dios elevó al hombre en su carne manteniendo, no obstante, la justicia. Corpus Praef, n. 883: Nos vimos alejados del paraíso porque Adán, nuestro primer padre, fue desobediente y no se contuvo. Volvemos al paraíso porque nuestro Señor Jesucristo ayuna ahora obediente. A aquellos cuya muerte vino por el alimento del árbol se les devolvió mediante el árbol de la cruz la salvación perdida. Corpus Praef, n. 883: Cristo nos ha mezclado el cáliz de la salvación a partir del mismo elemento del que bebimos la copa de la muerte. Corpus Praef., n. 868: Adán estaba azuzado por el aguijón de la concupiscencia, Cristo fue fijado a la cruz con los clavos de la obediencia. Aquél extendió incontinente sus manos hacia el árbol. Éste fue obediente hasta la cruz. Adán fue tentado por el apetito y llevó a cabo su deseo; Cristo fue atormentado con el suplicio de un dolor inmerecido.

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4 Modo santo de proceder

Un nuevo ejemplo: Salmo 23 Dios es el buen pastor de cada uno Es una imagen de salvación de por vida Tú estás junto a mí (intimidad) Permanecer en la casa del Señor No hay temor en el valle oscuro Se prepara un banquete delante de los enemigos El pastor vive enteramente para sus ovejas

Juan 10,11-16 Jesús es el buen pastor de sus discípulos Una imagen de vida eterna mediante Jesús Cada uno conoce la voz del pastor Entrada en el redil a través de Jesús El pastor conoce a cada oveja (confianza) El lobo arrebata y dispersa las ovejas Bondad y misericordia Habrá un solo rebaño

Los diferentes rasgos son comparables en general. Resulta claro que la última afirmación de Jn 10 no tiene correspondencia en el salmo. Además, en la penúltima afirmación la correspondencia no deja de ser muy genérica. Peculiaridades de Jn 10: se subraya más fuertemente la vinculación personal, mientras que en Sal 23 falta lo de que el pastor «da su vida», y también las demás ovejas. La orientación más intensamente teológica del Antiguo Testamento y la más intensamente cristológico-eclesiológica del Nuevo resultan perfectamente reconocibles.

Estar solo Hb 11,38-40: «Otros, en quienes -dicho brevemente- el mundo no supo valorar que vivieran en él, andaban errantes por desiertos y montañas, y vivían en cuevas y cavernas. De todos éstos testimonia la Escritura que, por la fuerza de su fe, pudieron renunciar a alcanzar sólo promesas terrenas. Pues Dios tenía previsto para nosotros algo mejor». Adam Struensee (Erklarung des Briefes an die Hebraer, Flensburg 1763) observa a propósito de esto: «A los primeros cristianos no les fue mejor. De su expulsión y ocultamiento surgieron posteriormente los eremitas y anacoretas» (p. 620). Sobre las cuevas y cavernas escribe: «En éstas se escondieron de sus perseguidores, de noche buscaron en ellas su descanso, buscaron protección y seguridad tanto frente al calor, el frío y la lluvia, como también frente a los animales salvajes...» (p. 619). Por fuentes contemporáneas de comienzos del siglo l d.C. {Ascensión de Isaías) conocemos la existencia de grupos proféticos que se retiraron a la soledad, donde vivían de hierbas y se vestían con pieles de animales. Eran predicadores ambulantes que con su palabra y su estilo de vida protestaban contra la cultura urbana helenística y que, además, chocaban políticamente (la austeridad se anuncia también ante los gobernantes), y por eso eran perseguidos. Juan el Bautista parece haber sido un representante típico de este grupo -salvo en lo tocante al bautismo, que sólo en su caso está documentado-. La soledad de estas figuras proféticas era, por tanto, en parte voluntaria (protesta), y en parte forzada (persecución). En todo caso, es expresión de máxima distancia. Puesto que todas

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las comodidades de la civilización estaban ausentes, y eran además rechazadas de manera consciente, este tipo de soledad tampoco era una existencia especialmente agradable. Desde el punto de vista teológico, esta forma de existencia supone una mezcla explosiva de libertad con respecto al «mundo» y de desprecio por parte del mismo «mundo». El inconformista compra su distancia al alto precio de ser menospreciado. También la existencia del apóstol Pablo se ha de incluir en este apartado, pues con su solitario padecimiento anuncia -no de manera completamente involuntaria- la total contraposición de valores entre Dios y mundo (teología de la cruz). Aparte de eso, la solitaria figura profética representa a su manera a Dios: es una sola en su contraposición al mundo. Representa las exigencias de Dios frente al mundo. En su contraposición crítica con respecto al mundo representa al Creador y Juez; y esto no sólo concierne a su distancia: el carismático solitario atrae también sobre sí la hostilidad del mundo, que en el fondo es hostilidad contra Dios. Especialmente digno de atención es el hecho de que este concepto del cristiano solitario ya esté totalmente acuñado en el Evangelio de Tomás y, por tanto, en el último tercio del siglo i d.C. Las frases con que Jesús habla en esa obra del «solo» y «único» significan a la vez dos cosas: por un lado, el cristiano es siempre el solo que podía separarse de la masa. Pero, por otro, los cristianos como tales son siempre un único ser, es decir, en su unidad mutua representan la unidad y unicidad de Dios; este aspecto está también plenamente acuñado ya en Jn 17. Ejemplos: Evangelio de Tomás, logion 16: «Dijo Jesús: "Quizá piensan los hombres que he venido a traer paz al mundo, y no saben que he venido a traer disensiones sobre la tierra: fuego, espada, guerra. Pues cinco habrá en casa: tres estarán contra dos, y dos contra tres, el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Y todos ellos se encontrarán en soledad^». Logion 22: «Jesús les dijo: "Cuando seáis capaces de hacer de dos cosas una, y de configurar lo interior con lo exterior, y lo exterior con lo interior, y lo de arriba con lo de abajo [de manera que no exista diferencia alguna en

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valor y rango], y de reducir a la unidad lo masculino y lo femenino, de manera que el macho deje de ser macho y la hembra hembra; cuando hagáis ojos de un solo ojo y una mano en lugar de una mano y un pie en lugar de un pie y una imagen en lugar de una imagen [cuando, por tanto, todo vuestro cuerpo se transforme gracias a vuestra manera de vivir], entonces podréis entrar en el reino de Dios"». Logion 23: «Dijo Jesús: "Yo os escogeré uno entre mil y dos entre diez mil; y resulta que ellos quedarán como uno solo [sin diferencia separadora]"». Logion 75: «Dijo Jesús: "Muchos están ante la puerta, pero son los solitarios los que entrarán en la cámara nupcial"». Los cristianos, por tanto, son siempre los aislados que no mantienen los vínculos sociales anteriores. Al mismo tiempo, no hay entre los cristianos diferencia alguna, de manera que son siempre como un único ser. Se puede percibir claramente que ambos aspectos concurren precisamente en la forma típicamente occidental del monacato (los cenobitas, es decir, los que hace vida común). Callar Callar es, según dice la Biblia, la actitud de quien aguarda y debe aguardar algo de otro, porque él no puede ayudarse ni instruirse a sí mismo. Por eso puede llegar a expresar de modo muy especial una piedad que mediante el silencio apunta significativamente a Dios como interlocutor. Esperar a Dios en silencio Los dos pasajes de la Escritura en los que, al menos según la versión latina, se estima en mucho el silencio los cita Bernardo de Claraval en su Carta 228 (al abad de Cluny): «Bueno es aguardar en silencio al Señor» (Lm 3,26; hebreo: «esperar en silencio la ayuda de Yahvé») e Is 30,15: «En el silencio y en la esperanza estará vuestra fortaleza» (hebreo: «en quedarse quieto y confiar»).

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Callar es también un signo de abajamiento y humildad. En Odas de Salomón 8,3-5 se dice: «Levantaos y poneos en pie, los que una vez estabais humillados. Los que estabais en silencio, hablad, porque vuestra boca ha sido abierta. Los que erais despreciados, sed exaltados, porque ha sido exaltada vuestra justicia [Jesucristo]». El silencio y la palabra Callando, uno se deja instruir por la sabiduría. Y cuando se reflexiona sobre la palabra y la sabiduría (hablada) de Dios, también el silencio se convierte en tema de la reflexión, pues, en efecto, «precede a» toda palabra. Así pues, en conjunto se trata de la cuestión de la mediación entre Dios y mundo. Con ello el silencio queda situado muy alto, y quien calla se asemeja en eso a Dios. Por un lado, pues, el silencio es la actividad del discípulo ante el maestro (los primeros monasterios cistercienses se llaman a menudo schola = escuela). Por otro, nos asemeja a aquel de quien procede primeramente toda palabra. Hay, por tanto, dos líneas: la del mediador (jerarquía silencio-palabra) y la línea del discípulo (quien es instruido calla). Sobre la línea del mediador. De manera consecuente se dice sobre Jesús en Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 8,2 (Berger/Nord, p. 789): «Éste es su Hijo, que procede del silencio del Padre». En los textos de la gnosis primitiva, el silencio es un representante de Dios, de manera parecida a la Sabiduría y la Palabra. Por otro lado, quien calla se asemeja a Dios; así, en la versión griega del Martirio de Pedro, capítulo 10 (Lipsius/ Bonnet I 96): «Te digo gracias con las palabras que se piensan a través del silencio ... te doy gracias con la palabra silenciosa con que intercede por mí ante ti el Espíritu, que está en mí y te ama, que contigo habla y le ve». Sobre la línea del discípulo. En las Sentencias de Sexto (colección griega de dichos con influencia judía y parcialmente cristiana, siglo ni d.C.) la número 578 dice: «E\ honor más grande tributado a Dios es lanzarse en silencio a la reflexión sobre

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Dios». Bernardo de Claraval escribe en su Carta 228, 2: «Quiero sentarme y callar para poder experimentar lo que el santo profeta dice sobre la plenitud de íntima cordialidad. Es bueno, dice el profeta, aguardar en silencio al Señor». Según el Apocalipsis de Baruc latino (en Cipriano, Testimonios, 3,29; siglo m d.C), en el tiempo final la sabiduría desaparecerá de este mundo. Sólo seguirá habiendo sabiduría en «unos pocos vigilantes, silenciosos y quietos... que meditan en sus corazones». Esto significa que, cuando se quiere llegar hasta Dios, el silencio es a menudo la antesala, lo penúltimo. En este caso, no se trata ciertamente de un elemento especialmente «pagano», sino, por el contrario, más bien de algo que se desarrolla a partir de la práctica de oración de los primeros cristianos. El silencio de los mártires Finalmente, se trata del silencio de los mártires según la imagen del justo en Is 53, que enmudece como la oveja ante el esquilador. Por eso calla Jesús en su interrogatorio (véase Me 15,5 par; Jn 19,9). Según los relatos de la pasión y Odas de Salomón, 31, el silencio pertenece al papel del mártir: «Pero soporté, me callé y guardé silencio, como si ellos no me afectaran. Pero me puse en pie, inconmovible, como una sólida roca que es golpeada por las olas y se mantiene. Soporté su amargura con humildad, para salvar a mi pueblo y adquirirlo en heredad». Evidentemente, son palabras puestas en boca de Jesús.

Velar El día judío empieza en la tarde-noche anterior. Por eso, cada día la luz nace de la tiniebla. La noche es lo primero, y sólo después llega el día. Quien vela es testigo del día que nace.

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La importancia religiosa de la vela proviene, como ya se ha explicado antes, del templo judío: quien va al templo por la mañana es sin duda atendido en su oración. El cristianismo primitivo traslada esto al día del Señor, que se debe aguardar en vela.

Una imagen tiene a menudo el papel de un intérprete/traductor y, por tanto, también toma parte en el recorrido de arista de montaña que cada traducción emprende entre emisor y receptores del mensaje. Cuando Jesús es llamado «imagen de Dios», participa de Dios y del hombre; la Iglesia lo expresó más tarde con las palabras «Dios verdadero y hombre verdadero». Es, por tanto, la idea de mediación la que -hondamente arraigada en el judaismo primitivo anterior a la época cristiana- marca muy claramente el cristianismo primitivo (hasta en la oración de intercesión) y la que, con ello, fundamenta en principio una actitud favorable con respecto a las imágenes. Al mismo tiempo, siempre ha estado claro que la imagen es más desemejante que semejante a aquello que representa; sin embargo, la medida en que este juicio es modificable dependerá siempre de la posición social y cultural de las personas respectivas. La importancia de la estética para la espiritualidad resulta especialmente visible en las formas arquitectónicas (véase al respecto la meditación sobre una cripta en K. BERGER, Wie kann Gott Leid und Katastrophen zulassen?, Stuttgart 1996, pp. 50-53). Sobre el modo en que la imagen es un punto de partida que en realidad también se deja luego atrás, Guerric d'Igny se manifiesta en la conclusión de la Plática 5 en la Presentación del Señor: «Vosotros avanzaréis, desde la visión que la fe brinda, hasta aquella que acontece en espejo e imagen. Pero finalmente seréis conducidos por la visión que acontece en la imagen hasta aquella que está en la verdad del rostro mismo o en el rostro de la verdad».

Concreción -¿Qué puedo hacer para salvar al mundo? -Nada; tan poco como para que salga el Sol. -¿Para qué, entonces, todas las obras y oraciones? -Para estar en vela cuando el Sol salga. De esto habla también Guerric d'Igny (Plática 3 en la fiesta de Pascua): «No seáis igual que un muerto que sigue roncando cuando el Sol ya ha salido... Si permaneces toda la noche en vela con María Magdalena a la entrada de su tumba... Si lo buscas con parecido anhelo, di, por tanto: ...Mi alma te ansia de noche, y también mi espíritu en mi interior. Desde la madrugada te busco, mi alma tiene sed de ti... La mañana del día sin ocaso ha proyectado ya sus rayos sobre nosotros. La mañana ya ha dado la bienvenida al nuevo Sol. Velad para que os amanezca la aurora, es decir, Cristo. El está dispuesto a renovar una y otra vez el misterio de la mañana de su resurrección para aquellos que lo aguardan en vela... Entonces dará el Señor un rayo de la luz que tiene escondida en sus manos». Contemplar imágenes (estética) «La indescriptible Palabra del Padre se describió a sí misma al encarnarse en ti, Madre de Dios. Y al restaurar en su forma primitiva la imagen manchada la imbuyó de belleza» (Kontakion de la liturgia ortodoxa). Las imágenes prestan importantes servicios de mediación a la hora de comprender y pertenecen, junto con la explicación que ofrecen, a la realidad representada: como imágenes del sufrimiento (cruz, Pietá), como imágenes de la gloria (Jerusalén celestial) o como imágenes de la paz (pesebre; claustros).

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Mirar al «medio» El «medio» es siempre en el cristianismo primitivo un símbolo de lo santo y escogido. Así dice Jesucristo según Odas de Salomón, 22,2: «Dios recoge a los hombres que están en el medio y me los da en posesión». Y en 30,6 se dice de la fuente (sabiduría) del Señor: «Fluye infinita e invisible, y hasta que se encontró en el medio no la conocieron». El «lugar en el medio» es, por tanto, el lugar sagrado del contacto entre

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Dios y hombre. Así, en el judaismo primitivo no se dudaba en denominar también a Jerusalén como el ombligo del mundo. En textos apocalípticos de visiones, al «medio» le corresponde un papel fundamental que hasta ahora ha pasado inadvertido. Curiosamente, todo lo que es importante se encuentra siempre en el medio de la respectiva imagen, nunca en los márgenes. Por eso el Hijo del hombre está en medio de los candeleras (Ap 1,13; 2,1), los cuatro vivientes están en medio ante el trono (4,6), de en medio de ellos resuena una voz, y en medio de toda la asamblea celestial está de pie el Cordero (5,6). Puesto que está de pie en medio ante el trono, pastorea a las naciones. Esta insistencia en el punto medio remite a la estructura de orden, al parecer absolutamente clara, de las imágenes apocalípticas. La claridad estética es al mismo tiempo el camino para destacar lo más importante desde el punto de vista del contenido respectivo. Para la mística de comienzos de la edad Media, la mirada al medio es especialmente importante. En las Oraciones meditativas de Guillermo de Saint-Thierry se dice: «"Yo soy el camino, la verdad y la vida". Vayamos a consultar al medio de la verdad si el círculo en el que nos movemos está trazado desde él y está centrado en él. "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8,32). ¡Pongamos a prueba, por tanto, el amor y los hechos! El amor del hombre debe estar cimentado en el medio de la verdad. Entonces le corresponde por completo a él el obrar exterior, y surge un círculo perfecto. Cuando la circunferencia se describe correctamente, siempre regresa por sus propias leyes al punto de partida; en todos los puntos de la circunferencia, la distancia con respecto al medio de la verdad es idéntica. Hay puntos sin círculo, pero nadie puede dibujar bien un círculo sin fijar en el medio un punto; un punto que efectúa la unidad y que, permaneciendo inmóvil, pone todo en movimiento. Cuando estamos orientados al medio de la verdad, a la verdad corresponde el amor ordenado a Dios y al prójimo. Tal obrar del amor queremos reservarnos para el amor a la verdad. Tomemos a menudo el camino corto y seguro y consultemos con toda sinceridad al medio de la verdad. Pues no estar ya ligado al punto medio significaría destruir

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la perfección del círculo... Hay hombres que no aman la ligazón con el punto inamoviblemente fijo, sino que quieren escaparse siempre. Son los impíos...». La imagen empleada en el texto, el círculo y el punto inmóvil en medio de éste, corresponde muy exactamente a un cántico de danza del cristianismo primitivo (ahora en alemán en Berger/Nord, pp. 1.350-1.354). Jesús es, según este cántico litúrgico, el medio de los que se mueven alrededor de él, el polo inmóvil y sufriente; véase especialmente Canción de danza 6,3-6: «Cuando dances, mira cómo danzo yo... Ves lo que sufro, me viste sufrir, y cuando lo viste no permaneciste inmóvil, sino que empezaste a moverte. Ese movimiento debería enseñarte a entender. Pues tienes un lugar de descanso. Descansa en mí...». Esta concentración en el medio que es Jesús encuentra su analogía arquitectónica directa en los rosetones de las grandes iglesias. Lo decisivo es siempre el motivo figurativo situado en medio del rosetón. También antropológicamente es el medio lo más importante: En su Plática 5 en la Presentación del Señor, Guerric d'Igny cita Sal 48 (47), 10: «Hemos recibido tu misericordia, oh Dios, en medio de tu Templo». Él refiere el «medio» al alma. Para los monjes del siglo xn es importante la «venida intermedia» del Señor. Entre la «despreciable» primera venida (Is 53,2-3) y la terrible del juicio (MI 3,2) está la maravillosa y amable venida para quien se apresura con anhelo al encuentro del Señor (así, en Guerric d'Igny, Plática 2 para el Adviento). Esta venida es oculta y, sin embargo, maravillosa.

Orar No son precisamente raros los pasajes de cartas paulinas que de pronto se entienden mejor (y que incluso sólo se pueden entender) cuando se retraducen a la oración de la que quizá nacieron. Por eso tomo al pie de la letra la afirmación de Pablo de que ora sin cesar. Al mismo tiempo, sigo señales del texto que podrían remitir a determinadas formas y géneros de oración como, por ejemplo, la lamentación.

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Si se comparan con el texto siguiente (a modo de ejemplo) y su retraducción a oración los comentarios científicos al mismo fragmento, queda patente de manera característica la diferencia entre teología «escolástica« (académica de escuela) y lectura «monástica» de la Escritura (sobre esta contraposición, véase más adelante).

esto aún se podría entender. Mucho peor es que odies a otros igualmente sin motivo. Me parece injusto que, en relación con ellos, a nosotros nos exijas una estricta igualdad de trato y de estima con respecto a todos los hombres, mientras que tú, en cambio, te permites elegir a unos y endurecer a otros. No sólo me parece injusto, sino también degradante para los afectados, el modo en que utilizas a los hombres sólo como instrumentos, como herramientas en tus manos. Los tomas y los dejas sin preocuparte de su salvación o de su desgracia. Al parecer, aquellos que por el momento has endurecido están inexorablemente destinados a la ruina. Nadie sabe lo que será de aquellos que has dispuesto simplemente como recipientes de la ira. Y se nos informa de que tú los has hecho precisamente así como recipientes de la ira. No tienen mayor interés. Sirven a tus fines y luego quedan arrumbados como inútiles... A nosotros, por el contrario, el cristianismo nos enseña precisamente a no utilizar nunca a un ser humano "sólo como medio para un fin". Pero tú lo haces. Según la opinión de Pablo, el Israel incrédulo queda correctamente "gastado" en el camino hacia la redención de todos. Señor, ¿cómo puede ser que procedas con los hombres como con juguetes que sólo hayan de servir a tus fines? ¿Es como dicen que ocurre en algunos países orientales, donde una vida humana no vale gran cosa? Pero ¿cómo puedo confiar en ti, entonces? Y a eso se añade otra cosa: que luego aún censuras y juzgas a los hombres, luego aún se les piden cuentas. ¿Debo pensar que eres duro y tiránico? ¿Que sólo utilizas a los hombres? ¿Que los individuos no desempeñan papel alguno?... No, allí no hay derecho ni tribunal de apelación alguno; sólo existe tu voluntad... Pero ¿acaso nuestra experiencia no nos dice también eso mismo, en realidad? ¿Que estamos como arrojados... y que la fe o la incredulidad dependen con frecuencia del ambiente, la biografía y la educación?... Me parece que el único consuelo es que en esta gravesituación puedo quejarme ante ti...».

El texto. Rm 9,14-23: «¿Es Dios injusto, por tanto? ¡De ninguna manera! Dios mismo dijo a Moisés: "Tendré misericordia de quien quiera, y me apiadaré de quien me plazca" [Ex 33,19]. La misericordia de Dios, por tanto, depende sólo de su querer, no de deseos u obras de los hombres. También al faraón dice Dios, según la Escritura: "Te he constituido rey sólo para mostrar en ti mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra" [Ex 9.16]. Según su libre voluntad, Dios tendrá misericordia de uno, pero al otro lo endurecerá y, por tanto, lo hará duro de oído y de corazón, y de ese modo lo llevará al desastre. Ahora bien, cabe preguntar: "Entonces, ¿por qué pide Dios cuentas al hombre, si nadie puede resistir a su voluntad?". Y yo te pregunto a mi vez: "¿Quién eres tú, pobre hombre, para exigir cuentas a Dios?". ¿Es que un vaso de barro puede decir al que lo ha modelado: "¿Por qué me has hecho así?". ¿O es que el alfarero no puede hacer del mismo barro tanto un vaso de lujo como uno corriente ? Así es Dios. Cuando quiere, manifiesta su ira y da a conocer su poder; pero puede soportar con gran paciencia a los que se han hecho objeto de ira y se han puesto en camino de perdición. De esta manera manifiesta las riquezas de su gloria en los que hizo objeto de su amor y de antemano preparó para esa gloria». La retraducción (de K. BERGER, Gottes einziger Ólbaum. Betrachtungen zum Rómerbrief Stuttgart 19972, pp. 199-200) reza así: «Señor, de nuevo debo decirlo: me parece injusto el modo en que procedes con los hombres. Pues no hay en él ni rastro de trato igualitario, ni siquiera de proporcionalidad. Quizá, simplemente, nos figuramos que tú debieras ser tan justo como nosotros pensamos. Pero con ello no se resuelve el problema. Pues, cuando menos, se plantea esta pregunta: ¿cómo pueden Pablo y la Escritura del Antiguo Testamento pensar así sobre ti? No es sólo injusto que ames a unos sin motivo;

En la oración se abre en el cielo un resquicio La oración es un acontecimiento de epifanía, un contacto con el mundo celestial. Por eso la oración no es pura palabrería, sino que mediante la actividad orante se dispensa fuerza al

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hombre. El relato de Getsemaní lo muestra con exactitud: al comienzo, Jesús cae de rodillas debido a su debilidad; al final, después de orar, ha obtenido la fuerza para levantarse y animar a sus discípulos. En Lucas es precisamente un ángel quien conforta a Jesús. Esta concepción del carácter confortador de la oración es de origen judío. Ya en los textos de Qumrán domina la concepción de que Dios mismo o el Espíritu Santo pone las oraciones en los labios de los hombres. Las oraciones son, por tanto, palabras «inspiradas» con su correspondiente irradiación. La oración es contacto con la esfera de Dios; es decir, la oración forma parte de un vasto proceso global, dentro del cual el orante penetra en el ámbito de actividad de Dios y sus ángeles. Por eso la oración puede preparar milagros, se encuentre antes o después de la epifanía (por ejemplo, Le 9,28). Pero también es, como tal, un medio de obtener fuerza para expulsar demonios (Me 9,29)... Precisamente porque la oración es el «lugar» donde se obtiene una participación en la fuerza de Dios (o, al menos, unos nervios más templados), se puede hablar en el evangelio de Juan (4,23) de la oración «en el espíritu» (y «en la verdad», es decir, ante la realidad de Dios). Cuando Pablo dice que ora «sin cesar», con ello se refiere sin duda a las horas judías del día (amanecer, hora tercia, sexta, nona, anochecer), pero probablemente no sólo eso. ¿En qué medida piensa Pablo realmente desde la realidad del resucitado Hijo de Dios? ¿En qué medida es ése su punto de referencia cotidiano? En todo caso, debemos partir de que esa visión ya nunca lo abandonó y, en lo sucesivo, determinó lo que para el apóstol era decisivo y realmente importante. De manera parecida, también otros elementos que antes sólo tenían validez esporádica se convierten ahora, de modo permanente y conjunto, en una forma cristiana estable. La «asamblea» se convierte en la denominación grupal («Iglesia»); la pureza y la alegría cultuales se convierten en atributos permanentes de los bautizados; la vigilancia, transformada en fe, esperanza y amor, se convierte en la actitud básica de los cristianos; pero ahora también se puede volver a dormir tranquilo (1 Tes 5,10).

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Cuestiones sobre la práctica actual La práctica de la oración se ve aquejada por prejuicios de mucho peso. A este respecto, y en la línea de la renovación aquí propuesta de la espiritualidad cristiana desde la Biblia, debemos decir lo siguiente: -

A la oración pertenece no sólo la alabanza glorificadora, sino también el lamento por el abandono y la ausencia de Dios. Precisamente los monjes experimentan reiteradamente durante largos períodos el vacío y la ausencia de Dios. Jesús confirma en la cruz con su propia oración {«¿Por qué me has abandonado?») la legitimidad de tal oración. El hombre moderno pretende poder admitir su vacío espiritual. También Pablo dice, precisamente en conexión con el Espíritu Santo, que «no sabemos orar como es debido» (Rm 8,26).

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Existen manifestaciones verbales muy limitadas que se podrían considerar enteramente como un primer grado de oración. Entre ellas se encuentran soliloquios, exclamaciones espontáneas («¡Dios mío!»), intentos de alcanzar el sosiego y no pensar en nada, de permanecer quieto hasta que se oye crecer la hierba -sólo entonces cabe la posibilidad de oír también algo sobre Dios-. Pero para oír crecer la hierba hay que inclinarse profundamente.

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Orar no significa cabecear, sino que se concibe como lucha con Dios (Gn 32,23-32; Le 18,1-8; Rm 15,30).

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Aun cuando mediante la oración no se obtenga claridad ni fuerza, el silencio de Dios así experimentado puede, no obstante, señalarle a uno lo que se encuentra cerca y, en su cercanía, se ofrece como mensaje.

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Si en buena medida es correcta la tesis de que la doctrina de la Iglesia proviene de la alabanza, también se puede decir, al revés, que las doctrinas de la Iglesia vuelven a resultar convincentes cuando se «refunden» en forma de oración y de sus imágenes correspondientes (véase el ejemplo que poníamos anteriormente, pp. 110-111).

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Dar gracias Según 2 Co 9,14-15, la conducta de Dios en su totalidad es el camino que va desde la gracia (en griego: chatis) hasta la acción de gracias (eucharistia). Los primeros cristianos llamaban a sus celebraciones cultuales «acciones de gracias». La acción de gracias por el pan y el vino pronunciada en la mesa es el formulario más antiguo de la Cena. Pablo comienza casi todas sus cartas con una extensa acción de gracias. La palabra clave de ese agradecimiento es siempre la actuación de Dios. Se hace bien en vincular estrechamente creación y redención. Tal agradecimiento, además, puede ser quizás una respuesta alentadora a la cuestión, por lo demás insoluble, de la teodicea. Por ejemplo, así: «Señor, te damos gracias porque con Jesucristo, el segundo Adán, quieres llevar tu creación a su perfección. Te damos gracias por haberlo enviado y porque él es el prometedor comienzo de un mundo renovado, tal como tú lo quieres. Pues Tú no abandonas tu creación, sino que la amas y la perfeccionarás en el octavo día, cuando no haya más muerte. Te lo pedimos en comunión con Jesucristo nuestro Mesías. Amén». Cantar Ciertamente, la concepción del canto sitúa a las comunidades cristianas primitivas, al menos parcialmente, cerca de aquellos grupos a los que debemos los Salmos de Qumrán. El cántico mismo es don del Espíritu de Dios y billete de entrada en la esfera celestial de Dios y de los ángeles. Con ello, cantar se convierte en el signo de la redención y es una especie de «sacramento». Ahora bien, las cuevas de Qumrán nos han proporcionado bastante más de cien textos hímnicos relativamente completos, aunque en el Nuevo Testamento como tal -condicionado por el género literario utilizado- sólo encontramos unos pocos cánticos; en las llamadas Odas de Salomón, sin embargo, hallamos de nuevo una espléndida colección de salmos cristianos primitivos, al final de los cuales se gritaba siempre «¡aleluya!».

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Cuando en el Apocalipsis de Juan cantan los hombres, cantan juntos algo así como el «himno nacional» del reino venidero al que pertenecen. La solidaridad unánime es, por tanto, el símbolo más importante procedente de la música. Pues quien canta el mismo texto junto con otras personas en el coro celestial es uno con ellas. Esa unidad rechaza también todo lo dañino. De ahí proviene la concepción del rechazo del mal mediante la solidaridad y la justicia como coraza defensiva. Celebrar En el Nuevo Testamento se da un estado de cosas sumamente llamativo para los lectores modernos. Las afirmaciones de la exaltación de Jesús y del homenaje a él tributado se repiten sin que los autores de esos textos se molesten lo más mínimo en hacer históricamente verosímil lo aseverado ni en confirmarlo siquiera con testigos. Así, Ef 1,20-22 dice que Cristo, exaltado sobre principados y potestades, poderes y señoríos, está sentado a la derecha de Dios, y todo le está sometido. Algo parecido se afirma en 1 Pe 3,22: mediante su «exaltación», Jesús ha sido ensalzado sobre ángeles, potestades y dominaciones, éstos le están sometidos, y él está a la derecha de Dios. Y, según Flp 2,10-11, todos los seres del cielo, de la tierra y de debajo de la tierra aclaman al Exaltado gritando: «¡Jesucristo es el Señor!». Estos textos no están confirmados por ningún tipo de recuerdo histórico. No hay siquiera una sola observación en forma de visión que corrobore lo dicho. ¿Acaso en cada uno de ellos estas afirmaciones se «sacan de la manga»? ¿Quién hablaba así y creía esto? Nuestra actitud de espera, sin embargo, es otra: precisamente en Pascua procuramos minuciosamente que todo cuanto celebramos esté también garantizado históricamente. Ahora bien, por el contrario, en los textos citados, muy primitivos, se encuentra precisamente una enorme libertad con respecto a la «historia»; se encuentran contenidos que la investigación clásica fácilmente podía relegar -y relegó de hecho-, como «míticos», al reino de la especulación. ¿Es que a estos textos les sirve de base algo que pasamos notoriamente por alto cuando celebramos y solemnizamos

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misterios de la fe? ¿Es en realidad el camino «cicatero» de la prueba histórica el que conduce a la fiesta, o algo totalmente distinto? ¿Cuál es la relación entre (alegría de) fiesta y prueba y acercamiento históricos? Todos los textos mencionados se definen tradicionalmente como cánticos, himnos o encomios (poemas de alabanza). Su Sitz im Leben, es decir, la ocasión típica en la que se citaban dichos textos era, por tanto, la celebración solemne de la comunidad. En la carta a los Efesios se habla explícitamente de «cánticos inspirados» (5,19). Cuando la comunidad «cita» estos gritos o proclamaciones {«¡Jesucristo es el Señor!») en esa ocasión, se sabe a sí misma reunida en torno al trono de Dios e incluso en comunión con Dios (mística farisaica primitiva). Al recitar estos textos sobre Jesús, la comunidad reconoce su propia condición, su propia redención en y por Jesucristo. Atribuye su salvación a Jesús y se sabe una con él. Por eso lo fundamental en todo ello no son las pruebas sacadas del recuerdo, sino el presente ante el trono de Dios y la concentración de la salvación propia en Jesucristo. Él es prototipo y causa. En él canta la comunidad al que le preparó el camino hasta el trono de Dios. Dicho trono es un presente cultual inmediato «a la vista» de los celebrantes. Por eso Jesús no es el héroe de esos textos de manera aislada, sino que en él se reconoce la comunidad. Esta intensa relación con la Iglesia se expresa en Ef 1,22, donde, junto a la afirmación sobre la exaltación, está la de que Dios ha hecho a Jesús cabeza de la Iglesia. En 1 Pe 3,21 {«nuestra conciencia es declarada oficialmente pura ante Dios») se habla de la libertad de todos los bautizados. En Flp 2,11 se trata directamente de la confesión de la comunidad. Esta hace coro, por decirlo así, a ese grito. Así, por tanto, con la exaltación del Señor la comunidad celebra el misterio central de su redención. Con la descripción del escenario celestial hace patente lo invisiblemente presente. Este es el misterio absolutamente evidente de la fiesta. Se funda en Jesucristo, se formula por medio de él. La presencia de Dios es manifiesta para él y para ella. Y precisamente por eso, ya desde antiguo, no se busca en este ámbito el arduo camino que pasa por las pruebas históricas. .S> trata de la celebración de la presencia del Exaltado, pues con él están todos ante Dios. «No satisfacemos necesidades, sino que celebra-

mos misterios»: esta frase, formulada en el siglo xx, define, según eso, lo que ya era una certeza en el siglo i. La celebración de la comunidad cristiana entraña en cierto modo una supresión del tiempo. Pasado y futuro pierden su independencia en beneficio de la presencia y la actualidad. Pues se trata de presencia del desaparecido y de los muertos; de presencia, también, de los ángeles. Por eso existe una íntima relación entre el axioma sobre la irradiación de lo santo y la celebración cristiana. La celebración se relaciona siempre con la presencia de Dios. El lema de la Biblia entera es siempre la presencia de Dios, y lo es en diferentes lugares, con diferente densidad e intensidad. Debido a la existencia del templo judío, la mística del judaismo y el cristianismo es mística cultual. Está referida al trono de Dios. También quien celebra en la tierra está ante el trono de Dios. La alternativa sería una especie de mística de la naturaleza que aceptara a Dios «en conjunto». La mística cultual está ordenada en torno a un centro. La disposición espacial del culto cristiano ha conservado a lo largo de los siglos esta orientación centrada en un punto medio. Los rituales de las celebraciones comunitarias transmiten mucho de recogimiento cristiano. ¿En qué relación están la mística de orientación «cultual» y la mística del amor?... La novia es siempre una imagen de la Iglesia entera, en tanto que no hay ningún «novio del alma» totalmente individualista. La conclusión del Apocalipsis de Juan (22,17) lo deja claro: la comunidad reunida para el culto es la novia que grita anhelante: «¡Ven!».

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Luchar Según 1 Tes 5,8 y Ef 6,10-20, el cristiano lleva la existencia de un combatiente. Cada una de las piezas de su armamento (yelmo, coraza, cinturón, escudo, espada, sandalias...) se interpreta alegóricamente como justicia, fe, amor o esperanza. Considerados desde Is 11,1 -5 y Je 6, los dones mencionados en estos pasajes se pueden entender como dones del Espíritu Santo. En este sentido, es también el Espíritu Santo quien pone las palabras en la boca a aquellos que deben confesar su fe ante las autoridades.

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La carta a los Efesios dice quién es propiamente el adversario en esta lucha: el diablo, los principados y las potestades. El autor del Apocalipsis de Juan promete al «vencedor» una paga celestial en la conclusión de cada una de las cartas dirigidas a las comunidades. Vencedor sólo puede ser quien lucha con tesón. Vencer consiste en mantenerse fiel a la fe, por grandes que sean los inconvenientes. El Nuevo Testamento desarrolla aquí de manera especial la imagen del combatiente (E. Kásemann: del «partisano»). A la vista de sus pertrechos, cabe predecir en qué consiste ante todo su lucha y su victoria: en el martirio.

SEGUNDA PARTE

TEOLOGÍA DE LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA

Jesucristo como centro de la espiritualidad «Por la cortina de las nubes oculto estaba y por la Virgen santa nació el Redentor. Fue encontrado el Señor, amaneció el verdadero Sol de justicia. Creemos que el Padre es quien envía, creemos que el Hijo es el enviado y creemos que el Espíritu Santo es el vivificador» (Anáfora etiópica de Gregorio § 7 [Lófgren/Euringer]). En dos puntos puede enriquecer este fragmento nuestra «devoción a Cristo»: en él se considera la humanación trinitariamente, y la riqueza de las imágenes permite respirar, porque abre un espacio a la espiritualidad y la libera del historicismo banal de la mayor parte de las meditaciones sobre el pesebre. Por lo que respecta al primer punto, es absolutamente necesario tomar conciencia de una versión clara e inconfundible de la fe trinitaria. Pues el tercer milenio de la historia cristiana obligará a los cristianos a poner en este apartado las cartas sobre la mesa, a la vista del ineludible conflicto con el islam y el judaismo. El texto citado lo hace de forma ejemplar (el que envía - el enviado - vivificador). Las metáforas de «enviar» y «ser enviado» siguen resultando comprensibles hoy y no están sobrecargadas desde el punto de vista del contenido. A diferencia de la tendencia de cierta teología moderna, ponen el acento en la vida que da el Espíritu Santo. La actividad de éste es la meta de la revelación entera. En lo que atañe al segundo punto, ciertamente resulta oportuno poner el texto arriba citado junto a otro afín, la anáfora etiópica de Jacobo de Sarug (§ 35 [Euringer]): «Se franquea el portal de la luz y se han de abrir las puertas de la gloria; se descorre el velo que está ante el rostro del Padre, y hete aquí que desciende el Cordero de Dios y ocupa su trono en este altar..., y Melos, la terrible espada de fuego, es enviada para brillar sobre este pan y este cáliz y llevar a cabo esta Eucaristía».

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Ambos textos parten del velo celestial, que, como imagen, es bien conocido en la carta a los Hebreos (10,20) y, sobre todo, en la pintura bizantina y románica, pero que también está testimoniado en numerosas manifestaciones rabínicas. El velo separa al antiguo soberano dentro del palacio y lo hace «invisible». El velo significa que Dios es inaccesible. En el Targum a Jb 26,9 esto se formula bellamente: Dios «mantiene desplegada en torno a sí la oscuridad que rodea su trono. Para que los ángeles no lo vean extiende sobre sí como un velo la nube de su gloria». Para los rabinos, la entera historia universal figura en el lado interior del velo. Cuando el velo se abre, se produce el milagro sobre todos los milagros: amanece el Sol de justicia, el Cordero desciende. Estas dos imágenes de las dos liturgias afínes expresan, cada una a su modo, el misterio de la humanación. La imagen del Sol de justicia hace suyo un símbolo internacional del anhelo apocalíptico de los pueblos. Pues el nuevo soberano será ciertamente un Hijo del Sol (noción egipcia del rey), amanecerá por oriente como el Sol cada nuevo día. Esta esperanza nos la recuerda todavía hoy la orientación de toda iglesia hacia el este: de oriente -en sentido metafórico- aguardamos juntos el Sol del día de la justicia, de la nueva convivencia de Dios y hombre. Este nuevo Sol de justicia esperan persas y egipcios, judíos y cristianos. Para nuestra devoción a Cristo, esto significa que, exactamente igual que en las iglesias bizantinas y románicas el culto tiene lugar ante los ojos del «Pantocrátor», seguimos celebrando el culto siempre «en presencia» del Cristo que ha de volver. La arquitectura de los cistercienses concuerda, por tanto, muy exactamente con el tenor de su liturgia de las horas, en la que se habla continuamente de Cristo como luz y sol, en la que la luz de cada nuevo día es saludada como vislumbre de la luz del día del Señor. La segunda imagen, la del Cordero que desciende, destaca que Jesús, en cuanto revelado, sigue estando velado. Puesto que el texto se refiere a la Eucaristía, el doble ocultamiento queda formulado mediante la metáfora del Cordero. De manera parecida lo dirá Tomás de Aquino (o quien fuera el que compusiera el himno Adoro te devote): en la cruz sólo la divinidad de Jesús estaba escondida; en la Eucaristía también lo está su humanidad. Así, el altar no es el trono de Jesús, sino, de manera más circunspecta, «el trono del Cordero». El uso

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metafórico crea al mismo tiempo referencias al Antiguo Testamento y al Apocalipsis de Juan, pues el trono del Cordero es en este libro una de las imágenes habituales. Que, según el Apocalipsis de Juan, el trono esté en el cielo y, según la liturgia, en cada altar, no es ninguna contradicción, sino que corresponde a la lógica del culto, consistente en ser un trozo de cielo y en ver en la comunión de los ángeles a los hombres que celebran juntos (isanguelía). Precisamente para un estudioso del Nuevo Testamento, ese modo de hablar del ocultamiento del Mesías es especialmente simpático, y lo es hasta en el ocultamiento eucarístico. Pues, pese a toda su condición manifiesta según los evangelios, sigue faltando la definitiva claridad y revelación. Tanto Pablo como la Primera Carta de Pedro hablan abiertamente de la futura revelación de Jesucristo. Pues todo lo anterior seguía todavía velado, y la claridad definitiva y la evidencia convincente son sólo futuras. La teoría del secreto del evangelio de Marcos (secreto mesiánico, de los milagros y las parábolas) abarca sólo el ámbito más reducido de la fundamental convicción cristiana del permanente (y relativamente grande) ocultamiento de Dios. El ángel con la espada de fuego que, según el texto citado, ha de llevar a cumplimiento el misterio de la eucaristía representa la quintaesencia de la santidad y la santificación. Por eso se decía también en la epíclesis romana: «Ven, Santificador...» iyeni sanctificator). Para nuestra espiritualidad cristológica, lo dicho hasta ahora significa lo siguiente: yo quisiera proponer que en el tercer milenio nos interesáramos de nuevo, en cierto sentido, por el modo de pensar del primer milenio. Al mismo tiempo, me doy perfecta cuenta de que cada consideración retrospectiva entraña una nueva transformación. No cabe menospreciar los valores del segundo milenio (individualidad; descomposición y análisis), pero en el primer milenio fascina la fuerza vinculante y pública de los símbolos, el acceso orientado a la Trinidad y la suposición básica, nunca olvidada, de que ante todo y sobre todo es con Dios con quien tenemos que habérnoslas. Hemos experimentado la cristología que acentuaba la humanidad de Jesús de manera consecuente hasta la total pérdida de la dimensión de Dios, hasta el hermano Jesús del movimiento

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hippy. El otro Jesús, aquel en el que Dios nos encuentra, no fue entendido; fue llevado o relegado ad absurdum con horribles monumentos de mármol u hormigón. Espiritualidad cristológica en el tercer milenio Pero ¿cómo sería una devoción a Cristo en el tercer milenio con esta orientación? Precisamente, si Dios se ha revelado de manera fundamental en Jesús, se puede decir lo siguiente: Primero. Con los textos litúrgicos del primer milenio convendría poner en primer plano el dramatismo de la donación de Dios al hombre, la acogida del hombre en Dios, el «manifestarse», el «trueque», la «transformación», la «participación» o como quiera que se le haya llamado. Esto significa que con el tema «Dios» se ha de recuperar también el tema «Dios y hombre». Segundo. Lo mismo que el primer milenio, convendría orientarse constantemente siguiendo las metáforas y símbolos cristológicos que contiene ya el Nuevo Testamento (por ejemplo, cordero, león, luz, novio, [hijo del] hombre, estrella de la mañana) y ampliarlos con imágenes bíblicas en general (por ejemplo, la raíz de Jesé). Cada iglesia románica ofrece gran cantidad de material ilustrativo. Marc Chagall ha expresado de manera moderna la mayor parte de ellas, aunque sin ser entendido en ello, después de todo, por los cristianos. El olvido de los símbolos por parte de los cristianos lo han denunciado reiteradamente tanto Hugo Rahner como Hans Urs von Balthasar. Tercero. A la explicación tipológica se le debe dar una nueva oportunidad (véase sobre esto más arriba). Cuarto. Con la orientación al Cristo que ha de volver, así como (con la prudencia necesaria) al Cristo prometido por el Antiguo Testamento, se consigue que la dimensión de historia y tiempo en general vuelva a la meditación, y que no se espiguen sólo textos neotestamentarios, por ejemplo, de la vida de Jesús. Así, la historia de la salvación como tal se convierte en el objeto de contemplación. Precisamente la dimensión histórica se redescubre de este modo con el interés por la espiritualidad del primer milenio. Quinto. Entre los textos neotestamentarios, sólo el Apocalipsis de Juan ofrece referencias detalladas al aspecto

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que podría tener una espiritualidad cristológica orientada al mensaje escatológico de Jesús mismo. Como se puede percibir muy claramente, tal piedad no es reduccionista y privada, sino de cuño litúrgico. Lo que el vidente Juan tiene que decir litúrgicamente lo presenta en el plano del cielo como homenaje celestial a Dios por parte de ángeles, seres misteriosos y hombres. Igual de claro es también que en este caso se trata de una piedad orientada por salmos e «himnos», aclamaciones y doxologías. Sexto. Con ello, una piedad organizada cristológicamente adquiere también una dimensión política. Pues, dado que la política es litúrgica, también la liturgia debe ser política. Es decir, lo mismo que los soberanos en el ámbito político tienden constantemente a la puesta en escena de su propio poder, la liturgia tiene la tarea de presentar de manera comprensible el verdadero poder del único soberano de todos los señores. Algo parecido se puede decir, por lo demás, de lo que llamamos jerarquía. Por su origen, ésta tiene carácter cultual. Ya en Ignacio de Antioquía el obispo representa al Padre, los diáconos a Jesucristo, los presbíteros al colegio de los apóstoles. Así, la jerarquía cultual con cabeza monárquica reproduce la invisible jerarquía del cielo. Pero con ello se establece una alternativa crítica -hasta hoy, y especialmente agudizada en la actual situación social- a toda jerarquía «intraempresarial» o interna de un partido. Pues desde la relación Padre-Hijo-apóstol se puede criticar cualquier otra jerarquía (en ocasiones, también la eclesiástica). Esto resulta mucho más obvio cuando se cae en la cuenta de que la pirámide de la representación celestial sirve para representar la distancia de Dios respecto de toda mediación y su intangibilidad. (Lo cual, por lo demás, tendría para el culto la consecuencia de destacar la unicidad en la función del presidente, y no en igual medida la colegialidad). ¿ Cómo podrán creer en Jesús los hombres del tercer milenio ? Cabría pensar que la situación del hombre actual no tiene mucho que ver con lo expuesto hasta ahora. Nuestro problema colectivo es, según se dice reiteradamente, que juntos no podemos creer, que en ningún lugar del edificio de la fe nos

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parece encontrar una puerta abierta. El camino consiste, en la mayoría de los casos, en construir penosamente puentes de entendimiento, en asegurarlos hermenéuticamente y en intentar después ganar al menos algunas posiciones -una empresa con abundantes pérdidas y que exige mucho tiempo-. En el presente trabajo hemos intentado -no sin valentía- otro camino: he expuesto un proyecto que es antiquísimo, pero que enseña a ver de manera nueva el conjunto. Quizás, en efecto, la constancia ayude más que el construir puentes; quizá la referencia a innumerables tesoros sin desenterrar despierte también la curiosidad de quienes de ordinario están hastiados; y quizás una conciencia más audaz de sí ayude más que la suma de todas las retiradas ante el espíritu de la época. La piedad eucarística atañe al aspecto de la corporalidad de la salvación (presencia corporal de Jesús) tanto como a su carácter de alianza (Dios habita en medio de su pueblo). Vincula ambas cosas en la dimensión de estricto ocultamiento. De ahí que sea característica del tiempo intermedio que se extiende hasta la revelación definitiva y visible de la salvación. Para mí, una piedad eucarística pone insuperablemente de relieve, por decirlo así, el carácter consolador del Evangelio. Dios está entre nosotros y junto a nosotros de manera inicial, casi sólo simbólica, pero real. Y una veneración mariana correctamente entendida, como M. Lutero la cultivó durante toda su vida, procede de la alegría por la encarnación. Sólo quien aisla estas afirmaciones de acuerdo con el individualismo occidental de la época moderna puede dejar de entenderlas correctamente. Pienso en formulaciones de los himnos Akathlstos como éstas: «Alégrate, país de la promesa; alégrate, criada del sagrado banquete; alégrate, tenue luz del día, pues se revela el misterio; alégrate, pues eres el trono del rey...».

nico Plotino (Tomás se la atribuye al Pseudo-Dionisio Areopagita). Lo interesante es más bien su función para lo que llamamos espiritualidad cristiana. Pues, si se toma esta frase al pie de la letra, choca con la filosofía eclesiástica habitual. Según ésta, el bien es una meta, algo a lo que se aspira, de lo que se tiene «apetito», hacia lo que hay que moverse mediante un perfeccionamiento cada vez más alto, algo de lo que entonces se puede llegar a ser digno. El bien como meta lejana e ideal, por tanto. Según esta frase, por el contrario, es algo totalmente distinto: el bien no está lejos, sino presente. No hay que aspirar a él, sino que se comunica, irradia, brinda la participación. No despierta sólo el apetito, sino que está desde siempre en los demás. Está ahí para que los demás reciban algo de él. Se regala a los demás lo mismo que hace el Sol. En tanto que está ahí para los demás, es bueno. Todo bien del mundo se debe a que hay algo así, pues así tienen lugar el ser y la vida. Por eso Tomás refiere también a menudo esta frase al Creador. La imagen de la irradiación está orientada por la luz, el calor y el fuego. Aplicada a la espiritualidad, debería hablarse de una espiritualidad del don de sí. Y al revés -si la frase admitiera una inversión lógica-: el mal se debería representar como lo que destruye, devora, no se da a sí mismo, sino que consume. No es comunicativo, sino que absorbe; no enriquece, sino que empobrece. La frase, fuera cual fuera su origen, pudo convertirse fácilmente en el vehículo de afirmaciones cristianas que podían abarcar desde la creación hasta la gracia. Dios no es aquel al que se aspira y se alcanza como una meta última, sino que Dios se da como una fuente viva (junto a la imagen de los rayos del Sol, la imagen de la fuente es el segundo medio importante para ejemplificar la frase). Ambas imágenes se juntan cuando el Espíritu Santo presente en los corazones es denominado consecutivamente fons vivus, ignis, caritas («fuente viva», «fuego», «amor»). Para ilustración de lo dicho, una imagen tomada de Bernardo, de los Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 13,3: «Mucho de la gloria de Dios no sale de ti, pero pasa por ti {transeúnte per te); no se adhiera nada a ti, como si fuera tu obra».

El bien se conoce por su irradiación Una de las frases más conocidas de la escolástica reza así: «El bien se conoce por su irradiación» (bonum est diffusivum sui). Sólo en Tomás de Aquino aparece once veces, según mis cálculos. Lo decisivo no es si la frase procede o no del neoplató-

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En este punto mantenemos estas sugerencias. Si la frase sobre la irradiación del bien es un principio de la creación, desde luego hay poco que objetar contra su validez universal. Dios hace justo al hombre La espiritualidad como puente Tal como la presentamos aquí, la espiritualidad es algo situado entre la «fe» y las «obras»; más bien una mediación afectiva, el puente decisivo. En el Nuevo Testamento, este puente se llama normalmente siempre: dad siempre gracias, invocad día y noche a Dios, alegraos en todo momento, orad sin cesar (por ejemplo, 1 Tes 5,16). Con esta referencia a la continuidad se crea algo que, en general, dio mucho que hacer al cristianismo primitivo: continuidad e identidad. Pues los cristianos están marcados por esto. Tienen necesidad de ello para que la conversión no sea humo de pajas. La espiritualidad, por tanto, es reconocible una vez más como forma premoral de la fe que alcanza hasta nuestra vida cotidiana. Se realiza en virtud de la radiante presencia del santo nombre de Dios en medio de nosotros. Esto nos sostiene en la vida cotidiana sin que tengamos que hacerlo nosotros. Contra alternativas falsas En la práctica eclesial -evangélica-, a menudo una doctrina degenerada de la justificación es más bien un obstáculo para la práctica de una espiritualidad de orientación bíblica. Desgraciadamente, con ello se produce como resultado la popular bipartición, inadecuada para los textos bíblicos, entre actividad y pasividad del cristiano en la cuestión de la «salvación». Pues en una comunión sólo puedo distinguir entre actividad (mis obras, mi participación) y pasividad (obrar de Dios) cuando la considero desde fuera o cuando se ve metida en disputas y crisis. Las participaciones sólo se analizan cuando se sigue mirando atrás, no cuando se mira hacia adelante. Por el contrario, en este libro se ha insistido mucho en un modelo de comunión entre Dios y hombre que está determinada por el amor y la alegría. Naturalmente, en esta relación está claro quién ama primero.

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«Nadie puede dudar de si es o no amado cuando ama. El amor de Dios precede a nuestro amor y es, a su vez, respuesta a nuestro amor a Dios. ¿Cómo no iba Dios a amar de nuevo a los que amó antes de que lo amaran? Nos amó, y nos amó primero. Prenda de este amor es el Espíritu Santo, y el testigo fiel de este amor es Jesús, el Crucificado. ¡Oh doble y fortísima prueba del amor de Dios por nosotros! Cristo muere y nos obtiene ser amados; el Espíritu Santo viene y hace que seamos amados. Aquél nos anuncia su abundante amor, éste lo regala. Aquél es objeto de nuestro amor, éste su fuerza. Aquél es, por tanto, causa, éste acicate del amor. ¡Qué necedad, ver a Cristo Jesús morir en la cruz y no dar gracias! Desde luego, esto puede suceder si el Espíritu Santo no está en nosotros. Ahora bien, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado. Porque fuimos amados podemos amar, y porque amamos seremos aún más amados» (BERNARDO DE CLARAVAL, Carta al preboste Tomás = 107 § 8). Por decirlo de manera categórica: insistir en el amor y la alegría no entraña para el hombre ninguna divinización ni glorificación, sea del tipo que sea. Entraña más bien que las «manos vacías» con que solemos presentarnos ante Dios no quedan erigidas en ideología, ni conducen después a un desánimo general y dilatado. No hay que repetir sin cesar que no podemos hacer nada; existen también otras imágenes verdaderas para describir la relación entre Dios y hombre. Este comportamiento está marcado con demasiada frecuencia por el miedo omnipresente a atribuir al hombre un «mérito». Pues tan pronto como aflora aunque sólo sea un atisbo de mérito, se tiene la sensación de traicionar la identidad evangélica. El motivo de las manos vacías cuaja además en ideología cuando no se quiere tomar parte en el juego por miedo a olvidarse en él. A esto se añade una corrección verbal cuidadosamente defendida, según la cual cada palabra impropia podría perturbar la fe en la causalidad única de Dios. Pues éste sería el principal delito. La seriedad y la veracidad son propias, con toda certeza, de esta espiritualidad. Pero el inducido horror al mérito y al orgullo humano, a la sana conciencia de sí, y el fomento de un

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altruismo radical supuestamente sólo cristiano, tienden en dicha espiritualidad a hacer del cristianismo una cuestión fría y sin alegría. Los viejos miedos son simplemente sustituidos por otros nuevos. Es probable que esta «espiritualidad», quizá no precisamente dichosa, requiera la ayuda que puede llegarle del modelo del amor y la alegría. Pues probablemente por eso hablan tanto los místicos del siglo xn de amor, de amistad, de abrazar y besar, de alegría contagiosa y de la ternura del corazón: porque la seriedad de la vida austera siempre corre el peligro de malograr el alegre mensaje del Evangelio. Yo considero la justificación como el acto por el que Dios acepta al hombre, lo adopta. Cuando, por tanto, el cristiano es adoptado como «justificado», esta nueva relación implica que aquél puede vivir en compañía de Dios (convivencia). Gracias a la resurrección, la muerte no tiene ningún poder sobre esta relación vital. La justicia no es en este caso la meta, sino el comienzo. Así, la distinción entre activo y pasivo se convierte a menudo, de manera abusiva (!), en el pretexto para una cierta indolencia.

La explicación habitual, por el contrario, se dirige generalmente contra esa parte de la cristiandad que, en general, conoce oraciones más largas (las cuales, además, se consideran como «mérito de la oración» y «ejercen presión sobre Dios»). Sin embargo, nuestro problema no es la exteriorización de la oración, sino que los cristianos (ya) no oran en absoluto. La prueba de que se desconoce completamente la situación se da cuando se convierte Mt 6,7 en la autoconfirmación evangélica frente a judíos, católicos y paganos, y cuando se hace pretextando: «¡Eso no puede pasarnos a nosotros!». Que no pueda pasar resulta bastante grave. Pues la oración (lo mismo que el ayuno y la limosna) se considera peligrosa. Y uno se comporta en estas actividades, si es que se lanza a ellas en absoluto, como si se siguiera el consejo de la abuela y se fuera a tomar lecciones de baile con un casco protector en la cabeza. Una frecuente explicación evangélica respecto de todas las formas de piedad (incluso las que no aparecen en Mt 6) es que todo lo visible y referido al afecto (retórica) es ambivalente y peligroso, por lo que resulta preferible renunciar a ello. ¡Como si sólo la interioridad fuera pura y estuviera exenta del peligro de la autocomplacencia! Pero, sea porque esto es válido o porque se querría de buena gana que lo fuera («¡Sólo lo invisible agrada a Dios!»), está de más tanto el ir a la iglesia como el dar dinero. Una vez más, éstos son abusos y malentendidos que no captan la sustancia. No son sólo los miedos a la corporalidad y la visibilidad (véase más arriba en «Forma»), sino también miedos evangélicos relacionados con la identidad que conducen a una relación dividida respecto de la oración. A esto se añade la popularidad de la invitación de Dietrich Bonhoeffer a una interpretación no religiosa del cristianismo. Es de esperar que la sospecha global sobre la religión se reconozca pronto como un camino errado. La entera teoría de la piedad invisible sirve, en esta época de los medios de comunicación, sólo como elemento correctivo, pero no como afirmación autoritativa y completa sobre el asunto. También en el evangelio de Mateo preceden a Mt 6 los versículos 5.14-15, sobre las obras de los cristianos como luz del mundo. Jesús prohibe el orgullo vacío y el sacrificio sin

Contra el miedo a la visibilidad La exhortación de Mt 6,6-8 se ha traducido en Berger/Nord incluyendo comentarios para evitar el malentendido de interpretar que no se puede orar por más tiempo o con reiteraciones: «Cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre allí donde nadie lo vea. Tu Padre, que ve lo que nadie salvo él ve, te lo recompensará. Cuando oréis, no digáis muchas palabras vacías y tontas, como las que dicen los paganos a sus ídolos vacíos y tontos. Pues piensan que sólo se les atenderá diciendo muchas palabras a muchos ídolos. ¡No les imitéis en eso! Pues vuestro Padre es Dios, y él sabe lo que necesitáis antes incluso de que lo pidáis». Esta traducción pretende dejar claro que el contraste de que se trata es el que se da entre los paganos y sus muchos dioses y el Dios de Jesús, el que se da entre palabras vacías (parloteo) y palabras llenas de confianza dirigidas al Padre de Jesús en el cielo.

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amor, y con ello aborda críticamente la relación entre interioridad y visibilidad que se plantea en cada piedad. Para mí es importante recuperar en este pasaje la tridimensionalidad de la piedad cristiana. El cristianismo debería hacerse visible en todo lugar imaginable de la vida pública; y si lo hace movido por la alegría, no se debe dejar carcomer por la autocrítica.

que convierte a los hombres en hijos de Dios y libera al mundo de la muerte. Cuando el Espíritu de Dios actúa entre los hombres, hace desaparecer las distinciones separadoras, por ejemplo la de judíos y paganos y la de varón y mujer. ¿Qué supone esta conocida fenomenología del Espíritu para la cuestión de la espiritualidad? Cuando actúa el Espíritu de Dios, Dios sale de sí. No permanece escondido tras el mundo, sino que entra de manera absolutamente radical en la contingencia. Al despojamiento de sí que Dios realiza en el Hijo corresponde, de modo paralelo, el realizado en el Espíritu Santo. Y de la misma manera (o, mejor, en vista de ello) el hombre lleno del Espíritu Santo sale de sí, olvida sus fronteras y exulta o ama. En todo caso, la actividad del Espíritu es una comunión nueva entre Dios y hombre, posible porque ambos han salido de sí por amor. La frecuente queja de que el Espíritu Santo es muy poco tangible se refiere en realidad sólo a Dios en su total incomprensibilidad. O, dicho de otro modo: las dificultades con el Espíritu Santo muestran que también nos tomamos a la ligera el modo de hablar de Dios. Puede que la humanación del Hijo nos induzca a explicarnos también al Padre.

Formas complementarias de piedad Posiblemente son dos las expresiones fundamentales de piedad cristiana. Una de ellas está orientada al Viernes Santo, por mencionar un lugar común, y pone en el centro el pecado, la culpa, el juicio vicario sobre Jesús y la sentencia absolutoria, la misericordia. La otra está orientada a la Pascua y pone en el centro la alegría, la bienaventuranza, la transformación y la risa que tiene por objeto la muerte y el diablo. Ambas formas son ya muy antiguas y no cabe aplicarlas inequívocamente a confesiones concretas. No cabe contraponerlas entre sí ni convertirlas en el motivo de nuestra valoración. También en el presente libro debe hacerse justicia a cada una de ellas. El hecho de que la espiritualidad de tipo oriental tenga cierta preponderancia desempeña una función correctiva. Espiritualidad y Espíritu Santo ¿No tiene que ver la espiritualidad especialmente con el spiritus, el Espíritu Santo? La moderna corriente del event se complace en llamar la atención sobre los carismas especiales entendidos (con 1 Co 12) como dones del Espíritu Santo (don de lenguas, dones de curación, de profecía...). En este punto no vamos a extendernos sobre ellos, porque, según los entiende la Biblia misma, se trata de fenómenos extraordinarios. En cambio, lo que en este libro nos interesa es más bien la vía general de acceso. Paso de fronteras La actividad del Espíritu Santo es siempre un paso de fronteras. El Espíritu de Dios pasa la frontera existente entre Dios y hombre o incluso, al final, la existente entre Dios y mundo y

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Como ilustración, véase la theologia negativa practicada en el prefacio n. 923 del Corpus Praef.: «Tú eres antes de todo tiempo y permaneces para siempre. Tu eternidad carece de principio, tu divinidad de fronteras, tu vida de edad, tu sabiduría de medida, tu amor de final, tu perdón no exige contrapartida alguna». El Dios trino como tema religioso La Trinidad es el Padre, la Palabra y la Respuesta. En conjunto, se trata de una cooperación; Dios es un acontecer. Se acentúan principio y final. El Padre es el comienzo y origen; el Hijo, la manifestación en la que el origen sale de sí hacia fuera. En cuanto Respuesta, el Espíritu Santo está referido a la Palabra. Es Dios precisamente en cuanto respuesta de la criatura. Ésta alaba mediante su existencia, responde mediante su cántico u oración y actúa según la voluntad de Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Todo lo que de este modo es respuesta, lo efectúa Dios como Espíritu Santo «in situ» en la criatura, inseparablemente entretejido con su sí.

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Para nuestra devoción a Cristo, esto significa que estamos metidos con Jesús en un acontecer misterioso, en el que Dios y hombre se ven cada vez más intensamente entrelazados el uno con el otro. Por eso ya las antiguas liturgias llaman a María el «telar de Dios», pues en ella se urde en un tejido lo que después sucede también en cada hijo de Dios: Dios se compromete con nosotros hasta tal punto que él mismo provoca en nosotros la respuesta (en cierto modo el eco) modelada individualmente caso por caso. Considero el asombro ante este acontecimiento como uno de los caminos que llevan a una espiritualidad.

El papel revelador e iluminador del Espíritu Santo encuadra estas afirmaciones de Guillermo. La parte central del texto, por el contrario, la constituyen afirmaciones engarzadas a modo de letanía, predominantemente nominales en su estilo. Describen la actividad del Espíritu de Dios como inaudita ternura y suavidad. Lo que el Espíritu Santo, según el Nuevo Testamento, depara a los demás hombres como solicitud amorosa en el sentido de una ética de la suavidad -como frutos del Espíritu- lo regala aquí a cada cristiano. La protección que el hombre no encuentra ni en la Iglesia nacional ni en el inquieto y agitado ámbito público se le dispensa abundantemente a quien pide el Espíritu Santo.

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Himno al Espíritu Santo «Apresúrate a obtener participación en el Espíritu Santo. Si se le invoca, está ahí, pues no sería invocado si no estuviera ya ahí. Y cuando viene como invocado, viene con la plenitud de las bendiciones de Dios. Él es una corriente impetuosa que recrea la ciudad de Dios. Si en su venida te encuentra en humildad y paz y reverente para con las palabras del Señor, permanecerá tranquilo sobre ti y te revelará lo que Dios ha ocultado a los sabios y entendidos de este mundo, y te empezará a manifestar lo que la Sabiduría en la tierra quería decir a los discípulos, pero que éstos no podían sobrellevar antes de que viniera el Espíritu Santo, que había de enseñarles la verdad completa... En las tinieblas y en el no saber de esta vida, sólo él es para los pobres en el espíritu la luz iluminadora, él es el amor atrayente y seductor, él es el toque suave. El es el acceso del hombre a Dios, él es el amor del que ama, él es el recogimiento, él es la entrega. Él revela a los creyentes "de fe en fe" la justicia de Dios, pues él otorga "gracia por gracia" y por la fe del puro oír, la fe iluminada interiormente». (GUILLERMO DE SAINT-THIERRY,

El espejo de la fe § 46)

«Que tu poder nos dé la luz de tu Espíritu, cuya sabiduría nos crea, cuya fidelidad nos renueva, cuya providencia nos gobierna» {Corpus Praef, n. 410). «Que el Espíritu, el Defensor, venga a nosotros. Que habite en nosotros y nos convierta en el Templo de su grandeza. Visita, oh Dios, junto con tu Hijo unigénito, este Templo siempre con benevolencia y danos luz mediante el resplandor celestial con que en nosotros habitas» (Corpus Praef, n. 312). La liturgia maronita de difuntos consuela con una hermosa imagen sobre el Espíritu Santo: «Como el águila se cierne alrededor de su nido y extiende sus alas sobre sus polluelos, así se cernirá el Espíritu Santo sobre tu cuerpo; tú te revestiste de él en el bautismo y le has servido con magnificencia». Un texto infravalorado de la mística cristiana primitiva El escrito cristiano primitivo Odas de Salomón (en alemán ahora en Berger/Nord, pp. 935-971 [versión castellana en A. DÍEZ MACHO (dir.), Apócrifos del Antiguo Testamento, Tomo III, Cristiandad, Madrid 1982, pp. 61-100]) lleva un título inapropiado; debería llamarse: «Himnos y oraciones de Jesús y de la comunidad». La obra, que no tiene absolutamente nada que ver con Salomón, fue escrita por cristianos en torno al año 140 d.C.

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Además, este escrito está mal clasificado desde el punto de vista teológico. Manuales más antiguos lo califican de gnóstico, probablemente porque en él se habla con mucha frecuencia de sabiduría, conocimiento y luz. Sin embargo, no contiene nada específicamente gnóstico. Es más bien un tesoro sin desenterrar de espiritualidad cristiana primitiva. Los 41 textos más largos conservados se sitúan teológicamente en el nivel más alto, son comparables en lenguaje y densidad teológica a Pablo, al evangelio de Juan y a la primera carta de Juan, y constituyen desde el punto de vista del contenido el eslabón más importante entre el cristianismo primitivo y la himnodia eclesiástica primitiva, que, en lo que respecta al siglo n, sólo ha sobrevivido en unos pocos ejemplares. En estos himnos, puestos en boca de Cristo mismo o de la comunidad de los redimidos, aparecen ya todos los temas importantes del fenómeno más tarde llamado «mística» (camino, luz, amor, alegría, guía...). En esta obra, todo eso se aplica ya también al amor nupcial como imagen de la relación del cristiano con Dios (por ejemplo, 3,5).

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Ejemplo: Oda 3 «Voy a revestirme (del amor del Señor). Dios es como un cuerpo con todos sus miembros. Como un miembro vive gracias al cuerpo, así vivo yo gracias a él. Y El me quiere. Yo no habría sabido amar al Señor, si El no me hubiese amado. ¿Quién puede comprender el amor, a no ser el que es amado? Yo quiero al amado, y mi alma lo ama y donde está su descanso también estoy yo. No seré un extraño, porque no hay envidia' en el Señor Altísimo y Misericordioso. Estoy unido a Él, porque el amante ha encontrado al amado y, puesto que al Hijo amo, me convertiré en hijo. Pues el que se une al que no muere, también él será inmortal. Y el que se complace en la vida, viviente será. Éste es el Espíritu del Señor, sin engaño, que instruye a los hombres para que conozcan sus caminos: "Sed sabios, tened conocimiento y velad". Aleluya».

Ejemplo: Oda 10 «El Señor ha dirigido mi boca con su palabra y ha abierto mi corazón con su luz. Él ha hecho habitar en mí su vida inmortal y me ha concedido proclamar el fruto de su paz, para convertir las almas de los que quieren venir a El y capturarlos en un hermoso cautiverio hacia la libertad. Me hice fuerte y robusto y he prendido cautivo al mundo, y ha sido para mí para alabanza del Altísimo, de Dios mi Padre. Se congregaron a una los pueblos que estaban dispersos, y yo no fui mancillado por mi amor (hacia ellos), porque me alabaron en las alturas. Huellas de luz fueron puestas en su corazón, caminaron en mi vida, fueron salvados y se convirtieron en mi pueblo para siempre. Aleluya».

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Teología monástica y no (sólo) académica Las últimas décadas han llevado a la idea de que en la Edad Media, junto a la tradición escolástica de pensamiento, hubo también una modalidad monástica de teología que seguía sus propias reglas. Verdad es que ambas se encuentran a veces en uno y el mismo autor juntas o dispuestas sucesivamente; pero tanto en su estilo como en sus resultados ambos caminos son perceptiblemente distintos. El método escolástico, con sus formas estrictas, se orienta según la retórica de cuño jurídico. Los argumentos en favor y 1.

Literalmente: «No hay envidia en Dios». Quizá se trate del topos de la mitología griega, según el cual los dioses dan abundantemente sin después verse abocados a envidiar a los hombres.

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en contra de una tesis tienen siempre el carácter de una causa legal. Desde el punto de vista del contenido, Aristóteles sobre todo significó un gran enriquecimiento que hizo época, especialmente en lo tocante a la mirada objetiva sobre el mundo. En el camino que pasa por la ortodoxia protestante, que a veces se orientó igualmente según Aristóteles (Helmstedt), este modo de argumentar (incluidos los compendios) determina hasta hoy las vías y métodos de trabajo de la teología académica. Un vistazo a las notas a pie de página de cualquier tesis demuestra que la autoridad y la razón se han convertido en un tándem clásico. Completamente distinto es lo que sucede en la teología monástica. Sus testimonios escritos no están claramente subdivididos y articulados. Aristóteles y su cosmovisión profana desempeñan en ella un papel tan reducido como otros filósofos antiguos. Por el contrario, el lenguaje está totalmente impregnado por la Biblia, y a menudo las citas se enlazan unas con otras y con las palabras del exegeta (casi siempre las de esos pasajes que todavía hoy nos sabemos de memoria, debido a su utilización en la liturgia de las horas). El florido lenguaje de impregnación bíblica está abierto a manifestaciones del corazón y también a himnos y oraciones. Los ejemplos probablemente más típicos de teología monástica son las Meditativae orationes («Discursos contemplativos») de Guillermo de Saint-Thierry y el escrito Sobre la visión de Dios (De visione Dei) de Nicolás de Cusa. J. Leclercq (Wissenschaft und Gottverlangen, 1963) consideraba típicas de la escolástica la quaestio (el «problema») y la disputatio (la discusión científica con pros y contras); de la teología monástica, por el contrario, la secuencia de lectio (lectura de un texto), meditatio (reflexión, ligada a la «rumia» de textos bíblicos), oratio (discurso edificante, oración, himno) y contemplatio (implicación personal). La interpretación de la Escritura por la Escritura se ha de entender, además, como un principio monástico. La teología monástica vive del stupor (sorpresa) y la admiratio (admiración). Sobre el condicionamiento afectivo y religioso de este tipo de teología escribe Bernardo de Claraval: «El amor de Dios por nosotros es fuente de todo el conocimiento que podemos alcanzar de Dios; para nosotros no es posible un conocimiento religioso de Dios sin amor. Nunca podrá conocer en pleni-

tud al Padre quien no lo ama perfectamente» (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 8,9). Véase sobre esto, en el mismo lugar: «Dichoso beso que lleva al conocimiento de Dios y al amor del Padre, el cual nunca será conocido en plenitud sino cuando sea amado perfectamente». La articulación de este libro sigue por lo general los pilares de esta teología. Si estoy en lo cierto, éstos todavía están por comprender. Se trata de los siguientes elementos básicos: - los afectos (interiores): anhelo, amor, alegría, suavidad, ternura («dulzura»)...; - la forma: ser formado, ser conformado, ser transformado...; - novia, novio, abrazar, besar, beso, unirse...; - comprender mediante lo igual, conocerse a sí mismo y a Dios; - luz, iluminar, tiniebla. Salta inmediatamente a la vista que no se trata de un sistema. Durante largo tiempo, la cuestión de a qué tipo de pensamiento pertenecía el futuro en la Iglesia pareció aclarada. La escolástica se convirtió en la teología académica. Ésta es comunicable y racional, estaba en principio abierta a la Ilustración y no pudo menos de secularizarse a fondo. Pero las cosas ya no están tan claras en ese punto. Aunque la Ilustración sigue gozando de gran estima, hoy en día se reconocen con mayor intensidad sus límites y se le invita a la autocrítica. Tampoco el uso de la razón en la teología queda exento de ello. La teología monástica querría hacer fecundos para la teología dos planteamientos: la experiencia mística de Pascal del Dios de Abrahán, Isaac y Jacob -y no de los filósofos-; y la importante exigencia de J.B. Metz a toda hermenéutica en el sentido de que la teología debe exponerse al choque con la realidad, porque el teólogo, debido al sufrimiento observado en el mundo, difícilmente puede seguir hablando teológicamente de manera abstracta y alejada de la historia. La correlación fundamental existente en la teología monástica (especialmente en Bernardo de Claraval) entre conocimiento de sí y conocimiento de Dios tiene mucho a su favor.

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La significación de la «experiencia» (experientia) sale en principio al encuentro hasta de una comprensión del mundo marcada por las ciencias naturales; en cambio, «autoridad» y «razón» han perdido su atractivo. E. Drewermann no ha sido el único capaz de reunir a numerosos partidarios bajo la bandera de la «experiencia». La significación de ésta queda plasmada, por ejemplo, en los artículos de la recopilación Religióse Erfahrung (München 1992), de W. Haug y D. Mieth, y también ha llegado a ser importante en mis propios libros de temática religiosa. Así, se puede decir perfectamente con U. Kopf que la teología monástica «señala permanentemente hacia el futuro -como la teología de planteamiento verdaderamente moderno-» (Religiose Erfahrung in der Theologie Bernhards von Clairvaux, 1980, p. 134). Con razón destaca Kopf que la Biblia se valora también a ojos vistas como plasmación de experiencias pasadas -y en absoluto principalmente como catecismo.

A ellos pertenecen también la significación de los sentimientos y de la condición idílica en la transformación del mensaje (véase sobre la condición idílica de la historia de la Navidad: K. BERGER, Hermeneutik des Neuen Testaments, 1999', pp. 183-190), la de la reconstrucción de las experiencias y también la de la vida religiosa cotidiana. ¿Hasta qué punto era real en eso el papel de la magia? Sobre Bernardo de Claraval se ha dicho: «¡Con qué precisión conocía este monje metido en su celda el corazón humano! ¡Todo novelista podría aprender de él!». Pues la experiencia religiosa es para él un «proceso afectivo, no racional, cuyo órgano [son] los sentidos interiores». ¿Cómo decía el juego de palabras escolástico? Experto ere de Roberto!

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Ahora bien, por un lado se ha de afirmar con energía que apenas habrá alguien (y, desde luego, no seré yo) que quiera dejar de lado el método histórico de la crítica bíblica que le debemos a la Ilustración. Al contrario, quienes manejan dicho método han de ser cordialmente alentados a pedir nuevas aclaraciones críticas, por ejemplo acerca de la dependencia de la elaboración de hipótesis respecto de la filosofía (alemana) de turno. Por otro lado, sin embargo, también se puede decir que la exégesis, con su tipo de control sobre el corazón del cristianismo, no es en modo alguno inocente de la situación actual de la(s) Iglesia(s). Esto se puede decir en particular porque a los ataques contra Jesús y los inicios del cristianismo que se producen en los grandes medios de comunicación de este país apenas se suelen dar, en cada caso, réplicas o alternativas creíbles. Quien intenta darlas se ve rechazado con el argumento de que los lectores «no están interesados por la religión». Existen accesos a la Biblia que pueden poner de nuevo en explotación la riqueza de ésta sin ser por ello aburridos ni fundamentalistas. El hecho de que a éstos pertenezcan sobre todo la capacidad de dejarse sorprender, la capacidad de asombrarse y de amar, vuelve ya a convertir en plenamente actuales tres importantes temas de la teología monástica.

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Considero un ejemplo para la relación entre teología monástica y escolástica el intento realizado más arriba (p. 110) de enseñar la doctrina del purgatorio hoy. En él, evidentemente, el medio modifica también el lenguaje, de manera que falta la precisión de los conceptos. La relación entre espiritualidad y mística Malentendidos corrientes Al principio pensé dar a este libro el título «¿Qué es la mística cristiana?». Pero una encuesta entre lectores-tipo dio como resultado que, en su mayoría, éstos valoraban negativamente la palabra «mística». Muchos opinaban que la mística es engaño y trampantojo; otros pensaban que la mística es típicamente pagana y que, en cuanto autodivinización, no tiene lugar alguno en el cristianismo. En la mayoría de los casos, con la palabra «mística» se asociaban: «enfermo», «exaltado», «mirada extraviada», «muy privado», «almibarado», «ampuloso», «encantamiento», «irreal», «risible», «sexualidad pervertida con Dios»... Mística y espiritualidad Ahora bien, la palabra «mística» se puede llenar de un significado distinto y recibir también una valoración en consonancia con dicho significado.

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En el presente trabajo, la mística se valora positivamente y se entiende como encuentro consciente con «personas» del mundo invisible de Dios. Dicho más sencilla y bellamente: la mística es conexión con el cielo, es una relación generalmente verbal con aquello que trasciende toda palabra. «Espiritualidad» es, evidentemente, el concepto más amplio de los dos, y en la presente obra se ha entendido como impregnación del mundo cotidiano con experiencia religiosa. La mística es una forma de espiritualidad. Es más bien radical que cotidiana. Por eso contiene experiencias que en este libro hemos omitido: la «noche oscura» y el éxtasis, las visiones y los milagros. Puede que cada forma de espiritualidad aboque a una mística determinada.

Puesto que Jesús vive según el principio «dejarlo todo - poseerlo todo», practica la regla fundamental de toda mística en general.

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Así, también la mística tiene sus aspectos técnicos. Según los textos de Hekhalot editados por P. Scháfer, uno se prepara para la experiencia mística permaneciendo sentado durante veinte días en un cuarto alimentándose únicamente de agua y verduras y de una clase determinada de pan. No se deben contemplar colores ni mujeres, y se deben repetir determinadas oraciones como «sello», es decir, como protección contra los espíritus que toman a mal una penetración del hombre en su esfera... Con la correspondiente preparación, la experiencia mística resulta accesible y en absoluto forzada. En la época de Jesús, el problema para los hombres no se sitúa en el ámbito de la doctrina de la justificación, que se ha transmitido a la experiencia espiritual (técnica, posibilidad de forzar), sino en un lugar totalmente distinto. El problema radica más bien en si el espíritu que tropieza conmigo es bueno o malo. Características comunes La verdad de la espiritualidad y de la mística no es la del tener razón, sino la del amor; en ellas, falsa es la negación del amor. En ambos casos se trata, no de la liberación del cuerpo, sino de una liberación del pensamiento abrumador. La deficiencia no consiste en que estemos ligados a un cuerpo; consiste en nuestras ideas. Sea cual fuere el nombre que se le quiera dar, lo que hizo Jesús no atañe a la edificación ni a la arbitrariedad estética, sino -de manera muy literal en su orientación respecto de la vida o de la muerte- a la pregunta relativa a lo que es capaz de dar firmeza.

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¿Une la mística a las religiones? El problema En un tratado místico budista {Milarepas gesammelte VajraLieder II, 1997, pp. 149-153) se describe la visión de un solitario (Milarepa) en la que éste ve una fila de muchachas jóvenes y atractivas que representan determinadas virtudes. Una visión muy parecida conservó el Pastor de Hermas, obra procedente del cristianismo primitivo (hacia el 115 d.C): Hermas ve un grupo de muchachas jóvenes y atractivas que representan virtudes concretas (Parábolas, 9,13-15 [Berger/Nord, pp. 896ss]). En ambos casos se excluye el contacto sexual, se pretende representar el atractivo de las virtudes... He aquí un ejemplo de afinidad interreligiosa entre movimientos místicos con finalidad ética. La llamativa significación de la sexualidad nupcial se encuentra de manera parecida en una tradición común al judaismo, el cristianismo y el islam. En las tres religiones el amor nupcial se convierte reiteradamente en la imagen de la relación entre Dios y hombre. En la fiesta judia de la simjat thora (alegría en la tora), los judíos toman entre sus brazos el rollo de la tora como a una novia, y lo estrechan contra su pecho bailando y cantando. En los cánticos de bienvenida al comienzo del sábado, también el sábado es celebrado como una novia. Citemos asimismo, como ejemplo, una poesía de Arabi, probablemente el mayor místico musulmán (muerto en 1240 en Damasco), acompañada por las observaciones del mismo Arabi a modo de comentario. «¡Oh tú, templo antiguo! Ha amanecido para ti una luz que resplandece en nuestros corazones. A ti me quejo de los desiertos que he atravesado y en los que he derramado ríos desbordados de lágrimas. Ni por la mañana ni por la tarde disfruté del descanso.

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Desde la mañana hasta la tarde proseguí sin tregua mi camino. Los camellos siguen su marcha por la noche aun cuando tengan desollados los pies, y hasta aligeran el paso todavía más. Estos poderosos camellos de montar nos trajeron hasta vos (Dios) con vehemente deseo, aunque no esperaban poder alcanzar la meta. Recorrieron aprisa, por la aspiración amorosa a ti (Dios), soledades y parajes donde no llueve, sin por ello quejarse de su cansancio. No se lamentaron por el dolor del amor vehemente; en cambio, yo sí me quejé de cansancio. Ciertamente incurrí en contradicción». Según el comentario de Arabi, el tema de esta oda reza así: «Mediante ascesis, vehemente deseo de Dios y paciencia en el sufrimiento, el hombre se convierte en Dios, adopta la naturaleza divina». El camello es el deseo humano de Dios. Los camellos están exhaustos: las fuerzas naturales están consumidas, el hombre precisa, sencillamente, de la gracia. El templo antiguo equivale al corazón del hombre. La luz quiere amanecer en el corazón y llevar a los miembros del cuerpo las iluminaciones divinas. Son los principios de participación y de difusión, conocidos en muchos tipos de mística. Los temas del deseo, el amor y la paciencia son también puntos esenciales de la mística bíblica, como se ha indicado anteriormente. Sobre todo, es común el modelo básico del camino (también por el desierto). El problema reside en la valoración de esta afinidad. ¿Qué significa desde el punto de vista histórico y teológico? Teniendo en cuenta el significado que tiene precisamente para los primeros cistercienses el contraste luz-tiniebla, la siguiente oración de Mahoma puede remitir a analogías directas: «Oh Dios, pon luz en mi corazón y luz en mi alma, luz en mi lengua, luz en mis ojos y luz en mis oídos.

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pon luz a mi derecha, luz a mi izquierda, luz detrás de mí y luz delante de mí, luz sobre mí y luz debajo de mí, pon luz en mis nervios y luz en mi carne, luz en mi sangre, luz en mi cabello y luz en mi piel. Dame luz, fortalece mi luz, hazme luz» (Mahoma). ¿Es la marcada mística de la luz del siglo xn en Occidente una respuesta a su contemporánea del islam? Pese a la semejanza, en el texto musulmán llama la atención el significado positivo de la sensualidad. ¿Es todo expresión de lo mismo? En este punto, la opinión pública parece determinada en buena medida por una corriente alemana de las ciencias de la religión marcada por los nombres de Friedrich Heiler (18921967) y Annemarie Schimmel, maestro y discípula. En Alemania, el nombre de F. Heiler está inseparablemente unido a la aparición del movimiento Una-Sancta. Ya en los años cincuenta del siglo xx, éste fue asumido por los benedictinos (por ejemplo, por el P. Thomas Sartory, OSB). Lo cual tampoco es casual, pues en los años noventa de ese mismo siglo esa misma orden será pionera en la aceptación occidental del budismo zen. También Thomas Merton, el trapense estadounidense fallecido en 1968, perteneció a una orden benedictina -por tanto, a la corriente de órdenes de orientación más intensamente contemplativa, junto a los cartujos y los carmelitas-. Thomas Merton abogó durante muchos años por el diálogo con la mística oriental. Puso especialmente de relieve la significación común de la soledad, el silencio y el vacío. Según tal opinión, todas las religiones son únicamente expresión de una sola, de «la» religión (véase la última gran obra de F. HEILER, Erscheinungsformen und Wesen der

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Religión). Precisamente así procede A. Schimmel en sus compilaciones, que apenas resultan legibles para el historiador. Pero en ellas se reúnen e identifican entre sí constantemente las peculiaridades más dispares. Por ejemplo, bajo el título «Vino y amor» habla Schimmel (Wie universal ist die Mystik?, 1996, p. 107) de los cánticos espirituales de tabernero del siglo xv, del sufismo y, finalmente, de un místico egipcio del siglo xni. Se provoca así la impresión de que la conexión con la borrachera es una característica esencial de la mística. Sin embargo, en el capítulo en cuestión A. Schimmel habría debido hacer al menos una cosa: decir que la mística cristiana primitiva de la vigilancia rechaza expresamente toda forma de «embriaguez». Esto hizo que en el primer milenio, hasta Guillermo de Saint-Thierry, se evitaran rigurosamente el vino y la borrachera incluso como metáforas místicas. Desde luego, en la fiesta del nacimiento de Juan el discípulo amado, el 27 de diciembre (y, más tarde, también en el natalicio del Bautista, el 24 de junio), hay vino para beber como Johannisminne [«amor de Juan»] (!), pero esto sólo está documentado desde el siglo xn. El principal problema de este punto de vista estriba, como se ha indicado ya, en la frase de A. Schimmel: «Todo es uno en su origen», o «El amor es la fuerza central». Para A. Schimmel, la mística se reduce a este hecho: «El gran río fluye a través de todas las religiones». Al decir que todo es lo mismo o, a lo sumo, expresión distinta de lo mismo, se da, a mi modo de ver, un paso indebido de la forma de aparición a la sustancia. Pues, dado que no estamos situados al margen de nuestras formas y ritos, no podemos determinar suficientemente aquello de lo que todo lo demás debe ser «emanación». Lo que aquí se plantea es el problema de «lo» «religioso» que subyace tras las figuras, la cuestión de la desmitización. Pues no es posible separar la forma del contenido, o la expresión condicionada por su época de la cosa en sí. Esta «cosa en sí», o lo uno que aparece «tras» o «en» todas esas manifestaciones, se sustrae tanto a nuestro conocimiento y a nuestra experiencia como la «cosa en sí» de I. Kant. El modo de enjuiciar y valorar la comparación interreligiosa es, por tanto, una cuestión de método. La posición de Schimmel es hoy sumamente popular, porque los hombres una y otra vez experimentan (o interpretan,

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en todo caso) sus experiencias como si las religiones -especialmente las monoteístas- fueran las grandes agitadoras y belicistas entre los hombres. Después se hace gustosamente referencia al conflicto de Irlanda del Norte o a la lucha por Jerusalén. Las sangrientas guerras de religión en el seno del budismo casi nunca se mencionan, por desconocimiento. Por otro lado, la referencia al carácter bélico de algunas religiones en algunas épocas, permite eximirse sencilla y fácilmente de cualquier obligación con respecto a «las religiones» en general, y entresacar para uso privado lo mejor, por así decirlo. Una gran inclinación a la armonía religiosa se ha apoderado de los hombres, hartos del esfuerzo de discutir, aun cuando sólo sea para aclarar o iluminar la propia postura. En la mística, la unidad de todas las religiones parece estar especialmente al alcance de la mano. Esta impresión se debe, sobre todo, a dos razones: -

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el individuo, por regla general, sabe especialmente poco de mística, pues ésta casi siempre atañe a un reducido número de personas que viven en lugares apartados y que, además, con frecuencia callan a propósito de ello; por eso, vistas desde esa distancia excesivamente grande, las diferencias parecen volverse muy pequeñas; en ocasiones, la voluntad de suprimir las diferencias entre las religiones pertenece al programa de algunas tendencias místicas; luego, esta intención se traslada al fenómeno en su conjunto. Arabi dedica una de sus poesías a la equivalencia de todas las religiones: «Mi corazón se ha hecho receptivo a toda forma (de culto religioso). Por eso es un pastizal para gacelas (sabiduría mística india), un monasterio de monjes cristianos, / un templo para ídolos, una Kaaba para un peregrino musulmán, las tablas de la ley de la Tora y el rollo del libro del Corán. / Soy adepto a la religión del amor místico. Sea cual sea el camino que sigan sus camellos, ésa es mi religión y mi fe».

Tampoco en la mística cristiana occidental se puede negar una tensión entre mística y dogmática. Cuando el Maestro Eckhart declara que la Trinidad es el ropero de la divinidad, cabe preguntar, sin más, en qué medida queda con ello relativizada la Trinidad precisamente en favor de una divinidad.

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Estas impresiones provisionales se han de aclarar ahora de manera cuidadosa y objetiva.

desarrollan comportamientos en la mesa, desde el «¡buen provecho!» hasta la bendición de la mesa y el darse las manos todos los comensales. Los culturemas están en cierto sentido insertos en la constitución biológica del hombre; por ejemplo, los signos o señales (digamos del lenguaje corporal) determinan, al comienzo de un contacto social, su rumbo posterior. Preguntamos: ¿qué circunstancia u oportunidad repetida sirve, pues, de base a la mística? Evidentemente, en muchas religiones o culturas, a la mística le sirve de base la aspiración de los hombres a ampliar sustancialmente su experiencia o su saber. Esta ampliación tiene su precio. Supone abandonar, cambiar o suspender muchas cosas del estilo de vida llevado hasta el momento. O sea, limitarse en el estilo de vida llevado hasta el momento, para poder adquirir algo nuevo en el ámbito de experiencia. La drástica restricción del estilo de vida acostumbrado posibilita el aumento de experiencias realmente nuevas que, debido también al peso y corpulencia de lo habitual, parecían estar lejos. Así, para quien toma el camino místico cambia casi todo en el ámbito del comer y el vestir, la sexualidad y el tiempo libre, el dormir y el movimiento, el hablar y la profesión, los contactos humanos y el tipo de arte (música), el uso de la violencia y la obtención de alimento. Cuanto más elementales son los modos de comportamiento, tanto más radical e importante es la «ruptura» exigida. Por supuesto, ésta no es sólo «interior», sino que afecta normalmente a la vida entera... En el fondo, se trata de una especie de trueque: quien abandona o restringe lo acostumbrado se abre a la percepción de nuevos aspectos de la vida que hasta entonces no le eran familiares. Se trata, por tanto, de una mezcla de estilo de vida y teoría del conocimiento. Ahora bien, ese trueque es «natural» en el fondo, y en todo movimiento juvenil del siglo xx se encuentra algo parecido. Así, con frecuencia se ha optado por él cuando los hombres ansiaban caminos nuevos. Al mismo tiempo, la tarea de lo visible y palpable significaba una preparación para ello, y lo nuevo viene siempre por gracia, no según ley... El hecho de que el trueque discurra según la regla «Menos de lo habitual significa más de lo nuevo» es, asimismo, perfectamente lógico.

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Sobre la postura fundamental con respecto a las demás religiones La tesis de que sólo hay una religión con distintas modalidades debería ser rechazada por razones gnoseológicas. Por otro lado, se puede decir que todo cuanto conecta entre sí las religiones es bueno y laudable. Esta tesis no resulta evidente, porque, en la mayoría de los casos, la reacción de las personas piadosas e inquietas ante toda coincidencia realmente importante con otras religiones es de desconcierto. Lo que vincula es bueno, porque tales descubrimientos contribuyen a la paz y porque también se llega a conocer mejor la propia religión cuando se ha comparado críticamente con otras. Ahora bien, la condición comparable de las religiones es muy obvia, especialmente en dos ámbitos: el de la sabiduría y el de la mística. Esto se debe a razones especiales. Por «sabiduría» entiendo aquí sabiduría proverbial, como la que encontramos en Lao-Tsé, en sentencias sueltas de Jesús o en dichos sueltos de los sabios de Grecia o Egipto. La sabiduría es internacional, y lo mismo cabe suponer en todo caso de los géneros del dicho sapiencial. ¿Se puede decir lo mismo de la mística? La mística en la comparación interreligiosa Es cierto. «La» mística como continuo interreligioso unitario no existe. Pero hay fenómenos en este ámbito que se asemejan entre sí, y ello requiere una explicación. La moderna ciencia de las culturas del hombre (antropología cultural) conoce lo que se ha dado en llamar «culturemas», es decir, puntos fijos en la vida humana que se perciben una y otra vez como tales y sirven para desarrollar la cultura. A ellos pertenece, por ejemplo, el saludo humano. Es un cultúrenla, porque en él se han desarrollado rituales muy diferentes de saludo. A veces no es ése el caso (!). También empezar a comer a la vez es un culturema, pues en relación con él se

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En este punto, la cuestión se centra en una teoría del conocimiento perfectamente clara: la percepción depende del estilo de vida. Por tanto, quien quiera percibir algo nuevo debe modificar lo que determina su estilo de vida. Ciertamente el trueque es sólo el modelo básico, no se trata de un automatismo. La experiencia religiosa no es, ciertamente, algo de lo que se pueda disponer a voluntad. Sin embargo, los relatos muestran a menudo cierto carácter circular. En este punto se ahonda la experiencia mística -con la inestimable ventaja de ser precisamente experiencia-. En el ámbito de la religión, la razón de que la sabiduría proverbial y la mística inviten a la comparación y al intercambio interreligioso es que en ambos casos se trata de un aumento de experiencia o de conocimiento que no se obtiene si no se escucha al sabio o no se practica la mística.

Con respecto a la mística islámica: aparte de la diferencia con el judaismo, lo principal es que el islam rechaza la relación Padre-hijo en el trato con Dios. De ahí que desaparezca el aspecto de familia. Éste, sin embargo, es esencial para los comienzos neotestamentarios de la mística cristiana. Ahora bien, se podría objetar que en la mística monástica posterior se habla cada vez menos de la relación hijo-Padre y cada vez más -siguiendo el Cantar de los Cantares- de la relación varón-mujer. De hecho, también los textos islámicos hablan en todo caso, y con gran belleza, de este tipo de mística. Este cambio de metáfora se encuentra en todo caso en la mística cristiana. Está inspirado por el uso neotestamentario de las metáforas de Cristo como novio y la Iglesia o comunidad como novia. Tiene un significado eclesiológico. Pese a todo, cabe preguntar: ¿no se pierde demasiado con la pérdida de la relación hijo-Padre? Ahora bien, se puede señalar que la forma social predominante de la Iglesia no es precisamente la familia, sino la «asamblea popular» en el templo de la comunidad. Por eso está absolutamente claro que desapareció de ella el uso de las metáforas familiares. Sólo en los monasterios gobernados por un abad se conservó la imagen de la familia (reducida a padre-hermanos; en parte, «hijos de san Benito»). Hay, por cierto, muchos cristianos que también se ofenden por el uso neotestamentario de la metáfora del hijo/niño y no desean ser tratados como niños toda la vida. Sólo a algunos grandes santos les estaría reservado representar de manera creíble el papel del niño (Francisco de Asís, ¿Teresa de Lisieux?). Puede ser, no obstante, que en pequeñas comunidades en ciernes las estructuras de casa y familia vuelvan a ser normales y corrientes. Entonces también para estas imágenes sonará de nuevo la hora.

Las diferencias entre las religiones en el ámbito de la mística Allí donde son mayores las coincidencias, se pueden captar también con mayor precisión las diferencias. No pienso que el hombre tenga una «predisposición mística» -de ser así, se sabría ya sobradamente-. Pero se puede decir que intenta una y otra vez, con el fin de adquirir experiencia (por tanto, a partir de la curiosidad y con la meta de la sabiduría), acercarse al ámbito invisible de la realidad, y que lo consigue con mayor o menor fortuna. De modo insoslayable, la mística cristiana pone claramente de manifiesto, en lugar preeminente, las diferencias con respecto a cada una de las demás religiones. Con respecto a la mística judía: Jesucristo murió en la cruz por nosotros y nos redimió de los pecados. Este aspecto es importante, porque, según los textos judíos, la principal amenaza para el hombre resulta de su propia falta de obediencia anterior. Por eso existe acerca de la mística el siguiente ejemplo didáctico: de cuatro hombres que se lanzaron a ella, uno se volvió loco, otro se hizo ateo, otro murió, sólo rabí Aquiba sobrevivió sano, pues se agarró a la Tora. Quien se agarra a Jesucristo -así reza en este caso la respuesta- ve saldada la deuda que había contraído con la Tora.

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Con respecto a la mística budista: las religiones abrahámicas parten del encuentro personal entre Dios y el hombre. Dicho encuentro se manifiesta en el hecho de que el hombre puede orar. El budismo, por el contrario, no conoce Dios alguno que pueda presentarse como persona. Ahora bien, cabría objetar que también el modo cristiano de hablar de Dios como persona es sólo figurativo. Sin embar-

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go, está claro que con ello los cristianos no pretenden denotar una cosa, ni tampoco un viento huracanado sin nombre, ni un gran océano, sino al menos a una especie de persona. Por eso en las religiones abrahámicas hay revelación (Dios habla), profecía (las palabras de Dios se transmiten) y oración (Dios puede oír).

Este libro quisiera animar a descubrir los tesoros escondidos en el propio sótano, antes de llegar a dedicar la casa a fines enteramente mundanos por falta de visitantes.

¿ Une, pues, la mística a las religiones ?

Tanto representantes de la teoría liberal sobre la religión como representantes más o menos militantes de la doctrina de la unidad de todas las religiones están de acuerdo en algo: en el fondo, todas las religiones son una sola cosa en el amor. Esta frase no se puede aplicar a la Biblia. Pues «el amor» (sea lo que sea) no es la definición última de lo «divino». Por encima del amor, la Biblia ha hecho la pregunta acerca de la vida y la muerte. Pues el amor sólo es posible allí donde es posible la vida. Pero vida y muerte son inconciliables. Y precisamente porque el Dios bíblico es idéntico a la vida, y viceversa, el Dios creador del primer mandamiento es «intolerante». Pues entre vida y muerte no cabe arreglo alguno. El largo camino de Israel hacia su Dios -especialmente de la mano de los profetas- es el camino hacia el Dios creador que es la vida misma. El espacio en que es posible la vida es también el lugar del amor. Por eso la pregunta «intolerante» y «dualista» por la vida y la muerte está por encima del amor.

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La mística es un campo que se presta especialmente al diálogo interreligioso: -

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En ella, la convicción religiosa está ligada a una determinada forma de vida. Esto puede facilitar más la respuesta a una de las preguntas básicas del hombre moderno con respecto a las religiones, y también aclararla en el diálogo desde el principio: la pregunta relativa a la credibilidad. Puesto que en el campo de la mística hay más semejanzas que desemejanzas, el diálogo continuado es en dicho campo especialmente importante para el mantenimiento o la consecución de la paz. Puesto que en el ámbito de la mística, pese a todas sus semejanzas, destacan también de manera especialmente marcada las desemejanzas, éste es también el ámbito donde mejor se puede llegar a conocer la alteridad del otro. No ha sido rara la adopción en una religión de formas y figuras de otra (el rosario de los musulmanes). Naturalizaciones de esa índole sólo pueden resultar cuando se asocian con sustancia suficientemente autóctona.

En este punto cabe preguntar si la adopción en el siglo xx de formas budistas por parte de cristianos europeos ha sido esencialmente beneficiosa y ha aportado algo nuevo que no se conociera antes. Un abad experimentado me contestó cuando le hice esta pregunta: «Los monjes siempre sienten curiosidad por conocer una experiencia nueva; por eso necesitan algo de indulgencia. Con el budismo se ha fomentado la oración silenciosa, pero, naturalmente, ésta ya existía antes en el cristianismo». Por lo demás, el parentesco es laudable, pero para el hermanamiento (en este caso, con los budistas zen) falta el Padre común.

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¿ Todo uno en el amor?

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ÍNDICE DE TEXTOS BÍBLICOS

índice de textos bíblicos

Génesis 1,4 2,8 2,24 3,24 5,1.3 19,2-3 32,23-32

51, 150 116 75 142 70 143 143, 169, 185

Éxodo 3,2 17,6

26 34

Levítico 19,17.18 Números 20,7-11

102 34

Deuteronomio 4,24 25 6,4-5 22,102,106 9,3 25 30,12-14 41 Jueces 6 1 Reyes 17,2-6 19,3-14 2 Reyes 4,32-35

Job 26,9 38,22

194 64

Salmos 4,7 22 23 34,6 34,9 39,4 48,10 63,2 65,13 84,8 104,15 114 119,162

125, 150 92, 119 36, 172 47 124 48, 137 181 49 34 152 125 41 140, 141

Proverbios 4,18 15,13 16,26

147 9 143

25,9 26,9 30,15 33,14 35,10 40,3 42,6 49,6 51,3 53 53,2-3 58,10 60,1-2 61,10 66,10 Jeremías 20,9

115 49 175 25 115 33, 35 43 43 115 177 181 49 152 115 115 137

Lamentaciones 3,26 775 Daniel 7

88

Sofonías 3,14-17

775

Zacarías 9,9-10

775

Eclesiastés (Qohélet) 9,17 34

Malaquías 3,2

750, 181

Cantar de los Cantares 2,16 140 4,12 117

Sabiduría 18,1-15

34

Isaías 5,17 11,1-5

Sirácida (Eclesiástico) 1,11 117 6,31 777 15,6 7/7

189 33 33 15

34 189

Mateo 3,13-17 4,14 5,9 5,10-11 5,14-15 5,14-16 5,20 6,6-8 6,7 6,13 6,19-21 6,25 6,32-34 6,33 8,17 10,28 11,12 13,44 19,13 19,28 21,32 25,21.23 25,34 26,52 28,8

72 56 72 119 203 135 15 202 203 68 61, 62 164 164 166 57 83 139ss 58, 60ss, 121 75 88 35 114, 122 122 139 116

Marcos 4,16 7,11 9,29 10,21 10,29-30 14,36 14,38 15,5 16,18

113 66 184 61 ss 702 69 93 777 729

Lucas 1,28 1,38

776 69, 72

230

1,34 150 1,46-55 156 1,48 69, 72 1,68-79 156 1,78 148 2 43 2,29-32 156ss 6,21 117 8,13 113 9,28 184 12,49 138 14,26 106 15 115 15,5.6.9.32 72/ 15,11-32 111 17 169 18,1-8 143, 169, 185 19,6 113 21,28 94 24,31-32 136ss 24,41 116 Juan 1,14 2,1-11 3,29 4,23 4,36 5,24 8,12 8,32 10 10,11-23 10,30 10,38 11,3-4 11,15 13,34 14,6 15,20 17

148, 150 129, 130 115, 121 184 121 168 135 90, 180 172 23 161ss 164 93 113 163 39 89 162

17,21-23 19,9

162ss 177

Hechos de los Apóstoles 2,46 121 16 3,1 43 6,15 9,4 87 16 10,9.30 11,23 116 11,28 121 12,14 116 13,52 115 Romanos 1,17 5,2 6,11-13 8 8,15 8,22 8,22-25 8,26 8,30 8,33-34 9,3 9,3-5 9,14-23 10,6-9 11,14 12,15 13,12 14,17 15,30 1 Corintios 3,1-3 6,17 7,1-4 7,34-38 10,4

147, 153 103, 150 151 99 66 89 98 185 151, 154ss 103 105 106 182 41 106 115, 121 150 115 143, 183 36 75, 164 75 75 34, 168

231

ÍNDICE DE TEXTOS BÍBLICOS

¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA?

11-14 12 12-13 13 13,12 14,23 15,24 15,28

135 135, 204 111 102, 106 48, 49 102 168 167ss

2,12 2,12-13 2,12-15 2,17-18 3,12 4,4-6

82 84 83 121 15 114

Colosenses 1,11-12 1,24

117 117

2 Corintios 1,24 3,18 4 4,3-4 4,4-6 4,6-11 4,16 5,2-9 9,14-15

114 48, 124, 144ss 145 151 144ss 87 153 98 186

Gálatas 4,6 4,19 4,19-20 5-6 5,22 5,22-23 5.24

1 Tesalonicenses 113, Ih 1,6 36 2,7 5,1-8 45 120 5,6 189 5,8 45 5,9-10 i 84 5,10 121, 20 5.16 5,16-17 113

66 132ss 131 102 36, 115 94, 120 133

1 Pedro 1,6-7 3,21 3,22 4,13-14 4,14

118 188 187 118 24, 119

2 Pedro 1,5-7

95

187 188 189

1 Juan 4,16

164

113 98 113 71 187 188

Hebreos 4,12 5.12-14 10.20 1 1,38-40 12,2 12,28-29

168 36 194 173 ¡14 25

Efesios 1,20-22 5,19 6,10-20 Filipenses 1,4 1,22-25 1,25 2,5-11 2,10-11 2,11

232

¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA?

Santiago 1,2-3 1,15-16

118 95

Apocalipsis 1,13 2,1 3,16 4,6

180 180 21 180

5,6 6,9-10 11,4-6 11,8 12,11 20,6 21,23 22,16-17 22,17

180 92 165 168 76 88 46 72 189