Proust Y Otros Ensayos

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Samuel Beckett (Dublín, 1906 - París, 1989) es

uno de los escritores más importantes del siglo XX. Autor de novelas, textos narrativos breves, poemas, ensayos, obras de teatro, piezas para el cine, la radio y la televisión, es muy conocido por sus tragicomedias Esperando a Godot y Fin de partida, que, para su irritación, se identificaron con el teatro del absurdo. Humorista radical, crítico de toda filosofía y amante de las palabras, su obra va de la parodia verbal grotesca al minimalismo mudo, visual y musical. Escribió en inglés y francés, y él mismo tradujo la mayoría de sus obras. Se le otorgó el premio Formentor en 1961 y el Nobel de Literatura en 1969.

Proust y otros ensayos

Samuel Beckett

Arlette Farge, Lugares para la historia.

Además de sus célebres novelas y obras de teatro, o sus menos conocidos poemas y piezas para televisión, a lo largo de su vida Samuel Beckett escribió varios textos críticos, particularmente sobre autores y artistas que admiraba. En este libro se reúnen algunos de los más importantes, escritos directamente en inglés o traducidos por Beckett del francés: su diatriba juvenil a favor de la obra de James Joyce; un extenso e intenso ensayo sobre Proust; los humorísticos y certeros diálogos sobre arte contemporáneo con Georges Duthuit, y dos emocionantes homenajes para sus amigos pintores, Jack B. Yeats –hermano del poeta– y Avigdor Arikha. En estos textos podemos seguir la evolución estética, entre 1929 y 1966, de una de las mentes y escrituras más importantes del siglo XX.

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Samuel Beckett Proust y otros ensayos

S. E. Gontarski , autor del prólogo de este volumen, es un connotado experto en la obra de Samuel Beckett. Profesor distinguido de la facultad de inglés en la Universidad de Florida State, dirige sus estudios de pregrado y es editor del Journal of Beckett Studies. Conoció a Beckett en 1980 y para él, que entonces celebraba un simposio sobre el autor en la Universidad de Ohio, Beckett escribió la pieza teatral Ohio Impromptu. Entre sus publicaciones recientes están The Grove Companion to Samuel Beckett (Nueva York, 2004) y The Faber Companion to Samuel Beckett (Londres, 2006), ambos en coautoría con C. J. Ackerley. Editó The Complete Short Prose de Samuel Beckett para Grove Press (Nueva York, 1995), la edición definitiva de los textos cortos en inglés del autor.

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Samuel Becket t Proust y otros ensayos © John Calder (Publishers), 1965, 1983. © Ediciones Universidad Diego Portales, 2008 Título original: Proust and Three Dialogues Samuel Beckett & Georges Duthuit; Disjecta. Miscellaneous Writing and a Dramatic Fragment. Traducción: Marcela Fuentealba Edición: Neil Davidson Inscripción en el Registro de Propiedad Intelectual nº 172.304 ISBN 978-956-314-038-5 Universidad Diego Portales Dirección de Extensión y Publicaciones Teléfono (56 2) 676 2000 Santiago – Chile www.udp.cl (publicaciones) Diseño: Mariana Babarović Impreso en Chile por Salesianos Impresores S.A. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema, sin la expresa autorización de Ediciones Universidad Diego Portales.

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Índice

Prólogo, S.E. Gontarski������������������������������������������������������������� 9 Nota a la edición������������������������������������������������������������������������ 25 Literatura���������������������������������������������������������������������������������� 27 Dante… Bruno. Vico.. Joyce������������������������������������������������������ 29 Proust�������������������������������������������������������������������������������������� 49 Pintura������������������������������������������������������������������������������������� 101 Tres diálogos���������������������������������������������������������������������������� 103 Homenaje a Jack B. Yeats���������������������������������������������������������� 113 Para Avigdor Arikha���������������������������������������������������������������� 115

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Prólogo

Disjecta membra Cuando Ruby Cohn estaba editando el libro que subtitularía “Miscellaneous Writings and a Dramatic Fragment by Samuel Beckett”, aceptó el título que le propuso con cierto desdén el propio Beckett: Disjecta. Reunida y publicada por primera vez en 1983, aprobada con reticencias por su autor (para provecho de los estudiosos, comentó), resultó ser una recopilación muy útil de sus escritos más tempranos y –reconozcámoslo– menores; sólo faltaba el ensayo sobre Marcel Proust para que se reunieran los escritos críticos completos. Proust se había publicado por separado en 1930 y por lo tanto no se incluyó en la selección de Cohn, aunque Beckett seguía haciendo extensivo a esa obra el desdén que sentía por los escritos que apodaría Disjecta. Beckett sacó ese título de la Metamorfosis de Ovidio (libro VI), y la idea de los disjecta membra o “miembros dispersos” sugiere que para él esos escritos no eran más que intentos fragmentarios y por lo tanto, de poco valor. Cohn discrepa de ese desdén, sosteniendo que si la antología se resiste a la coherencia, de todos modos “reúne una estética”, y es el planteamiento de Cohn el que ha prevalecido entre los críticos actuales. Estas obras menores, en otras palabras, tienen mucho que revelar sobre las producciones creativas más celebradas de Beckett. El presente volumen reúne una selección de esos textos y suma el más extenso de sus escritos críticos uni-

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tarios, el ensayo sobre Proust, de modo que Proust y otros ensayos privilegia las obras que los críticos han coincidido en considerar las más representativas de la estética emergente de Beckett y las más útiles tanto para el estudioso como para el lector general. El énfasis de este libro, entonces, está en sus tres obras críticas más conocidas –la monografía sobre Proust, el ensayo sobre Finnegans Wake titulado “Dante… Bruno. Vico.. Joyce”, y los diálogos de Beckett con el crítico de arte Georges Duthuit–, pero incluye además sus homenajes críticos a Jack B. Yeats y Avigdor Arikha, ambos amigos de Beckett. La primera obra crítica seria que escribió Beckett no sólo tuvo a James Joyce como tema, sino que también fue encargado por él. “Dante… Bruno. Vico.. Joyce” apareció inicialmente en la revista transition (n. 16-17, junio de 1929), y luego fue revisado y reimpreso como parte del libro Our Exagmination Round his Factification for Incamination of Work in Progress. En rigor, el libro apareció en mayo y es por lo tanto un poco anterior al artículo de junio. Beckett explicó la extravagante puntuación del título como el “salto” de los siglos que separan a un escritor de otro. Erudito y convincente, el ensayo está basado casi por completo en los aportes de otros críticos; sus fuentes son obras de McIntyre, Croce, de Sanctis, Michelet y Symonds que tenía Beckett a la mano en la biblioteca de la École Normale de París, donde trabajaba como profesor de intercambio. Terence McQueeny resume el ensayo: “Un brillante mosaico de fuentes secundarias hecho por un aprendiz apurado”, en contraste con Proust, donde Beckett domina más su tema. El texto asevera el peligro de lo que llama “identificaciones nítidas”. La primera parte está dedicada a ese “napolitano práctico y pragmático”, Vico, y Beckett se encarga de desmentir la interpretación de Croce que lo señala como un “místico, esencialmente especulativo”. Beckett condensa la tesis de Vico de la historia cíclica y destaca que, no obstante, la Scienza nuova tiene sus raíces en la “identificación de los contrarios” de Bruno. Tras justificar la adaptación “estructural” que hace Joyce de Vico, Beckett asegura

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que Vico está sustancialmente presente en el Work in Progress, título provisorio de lo que se convertiría en Finnegans Wake. El “tratamiento dinámico que le da Vico al Lenguaje, la Poesía y el Mito” se relaciona, por lo tanto, con la “expresión directa” de Joyce, en la que “la forma es contenido, el contenido es forma”. Si alguien es incapaz de entender eso, es que “su decadencia le impide recibirlo”. “No es que Joyce escriba sobre algo; su escritura es ese mismo algo ”, y esa escritura se define como “des-sofisticada”. La obra de Dante poseería “un parecido circunstancial notable” con la de Joyce, ya que tendrían en común la innovación lingüística, un ensamblaje de “los elementos más puros de cada dialecto” y un “lenguaje sintético”. Para demostrar ese punto, Beckett se sirve de dos fragmentos del Convivio de Dante, escrito entre 1304 y 1307. El primero es una cita de Boecio (I.xi) que se usa para definir a esas personas que carecen de discrezione (discernimiento) y por lo tanto actúan “contra nostro volgare” (“contra nuestra lengua vernácula”). La segunda cita reproduce la afirmación de Dante respecto a su lengua vernácula –que será como una “nueva luz” y un “nuevo sol” –, que Beckett compara con el proyecto lingüístico de Joyce. Si el público de Dante estaba acostumbrado a la “suave elegancia” del latín, los lectores de Joyce están acostumbrados al inglés. Beckett asegura que “Boccaccio no se burló de los ‘piedi sozzi’ del pavo real con que soñó la Signora Alighieri”. El pavo real es Dante; las patas sucias, su italiano vernáculo. La Commedia es como la carne del pavo real porque cuenta “la simple e inmutable verdad”. Es incorruptible. Así como los pies sustentan al cuerpo, el lenguaje sustenta a la literatura. El ensayo finaliza con una distinción entre el Purgatorio de Dante, cuya supuesta forma cónica implicaría la culminación, y el de Joyce, entendido como esférico y por lo tanto sin culminación. Los dos purgatorios se consideran parecidos por estar ambos en movimiento. Con Joyce, en todo caso, el movimiento ha perdido su garantía redentora. Beckett sostiene que la visión de Joyce es purgatorial en su “absoluta ausencia de Absoluto”. En esa paradoja

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está el aspecto de la “autoextensión” que Beckett había propuesto al principio del texto, ya que el ensayo ha avanzado erráticamente hasta este momento único de “expresión directa” en relación a su propia postura estética (Beckett es quizá un quinto nombre implícito en el título). Visto en su totalidad, el ensayo anticipa esa función purgatorial en la obra de Beckett, entonces potencial. En caso de que el lector no comprenda su expresión directa, es acusado de recoger “la escasa crema del significado” si no es capaz de apreciar que la forma y el contenido son uno. A pesar de su tono arrogante, el ensayo contiene pistas del genio posterior de Beckett, por muy recónditas que sean. Proust fue escrito en 1930. Gracias a la intermediación de Thomas MacGreevy, Charles Prentice y Richard Aldington, Beckett recibió el encargo de escribir un ensayo crítico sobre Marcel Proust. Ese verano leyó À la recherche dos veces; el ensayo llegó a Chatto & Windus a mediados de septiembre, para aparecer en marzo de 1931 con el número siete en la colección Dolphin Books de esa editorial. El volumen fue reimpreso fotográficamente por Grove Press en 1957 y reeditado por John Calder en 1965 junto a “Tres diálogos con Georges Duthuit”. Insatisfecho con la obra en su conjunto, Beckett le escribió a MacGreevy en una carta del 11 de marzo de 1931 que le parecía demasiado abstracta, “una simple extensión crítica de Proust: como un ano, sin membrana fibrosa”. Y añade: “No quiero ser un catedrático”. Deploraba el texto como “ jerga filosófica barata y ostentosa”, según una frase que Deirdre Bair cita en su biografía de Beckett y que viene de un ejemplar del libro encontrado en una librería de Dublín, vendido, se supone, por el mismo Beckett. Al igual que el ensayo sobre Joyce, Proust se apoya en el trabajo de críticos contemporáneos: Benoît-Méchin, Pierre-Quint y Firmin-Didot, además del pesimismo de Schopenhauer filtrado por el ensayo de Arnaud Dandieu, Marcel Proust: sa révélation psychologique (1930). Esos autores también estaban a su alcance en la biblioteca de la École Normale. En el fondo, puede ser más lo que

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el ensayo revela sobre Beckett que sobre Proust, “aspectos de mí mismo” que reconoció ante MacGreevy y ninguna otra persona. Sin embargo, a pesar de su brevedad, da cuenta de la obra y ofrece una notable síntesis de sensibilidad. “La ecuación proustiana”, comienza Beckett, “nunca es simple”, y se centra en el Tiempo, “ese monstruo bicéfalo de condena y salvación”. Su comienzo es el final de Proust, en la biblioteca de los Guermantes, donde Marcel afirma su libro en términos del pasado recobrado. Proust no puede hacer caso omiso de la causalidad, señala Beckett. Debe aceptar “la regla y el compás sagrados de la geometría literaria”. Sus personajes, sin embargo, son prisioneros del tiempo. Nuestro misterio es el “ayer”: el ayer no sólo nos ha producido un mayor cansancio, o nos ha hecho avanzar más en el camino: somos otros, “ya no lo que éramos antes de la calamidad de ayer”. Las aspiraciones de ayer valían para el yo de ayer, no para el de hoy; su cumplimiento, “la identificación del sujeto con el objeto de su deseo”, no tiene validez perdurable. Beckett introduce la memoria voluntaria y la rechaza porque proporciona una imagen “tan alejada de lo real como el mito de nuestra imaginación o la caricatura provista por la percepción directa”. El individuo, dice, está en un punto de “decantación” entre el f luido de los tiempos pasado y futuro, y existe en un estado de optimismo complaciente, interrumpido sólo por los escasos momentos de deseo, los que en el caso de las relaciones humanas (“dos dinamismos separados e inmanentes entre los cuales no existe ningún sistema de sincronización”) llevan a una sed insaciable de posesión, inalcanzable en el Tiempo. La sabiduría, concluye Be­ ckett, no consiste en la satisfacción del deseo sino en su eliminación. De ese modo, somete el universo de Proust a la aguda crítica de las categorías de Schopenhauer que limitan la percepción (las formas del espacio, el tiempo y la causalidad), y a su pesimismo. Se menciona a Schopenhauer aquí por primera vez, pero en forma más abierta al final del ensayo.

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El Hábito, insiste Beckett, anticipando Esperando a Godot, es “el lastre que encadena el perro a su vómito”. Señala, como Henri Bergson, que la humanidad está atada a la memoria. La vida oscila entre el sufrimiento y el aburrimiento, y el Hábito (como reconoce Vladimir) tiene un gran efecto de embotamiento que vuelve la existencia tolerable pero cierra la ventana a lo real. Todo esto deriva de la discusión de Schopenhauer sobre el ser interno (MVR , 1.4, n. 57, 402): “De modo que su vida oscila como un péndulo, adelante y atrás, entre el dolor y el tedio”. Proust tenía mala memoria (no como Joyce), y la memoria voluntaria no le servía como llave para abrir el pasado. Hay mucho guardado en la mazmorra inaccesible del ser, y se puede recuperar, pero sólo por accidente. A través de la memoria involuntaria, el que se sumerge en las profundidades puede restaurar el objeto del pasado en toda su completitud y brillantez, como en el “famoso episodio de la magdalena remojada en el té”, el cual, insiste Beckett, bastaría por sí solo para justificar el libro: “Todo el mundo de Proust sale de una taza de té”. La ecuación proustiana, gran parte de la cual se le debe a Bergson, se puede simplificar: la memoria involuntaria puede lograr la identificación del pasado y el presente, y de esa forma superar el monstruo tricéfalo del Tiempo, el Hábito y la Memoria Voluntaria (el monstruo bicéfalo ahora es triple). La memoria involuntaria, esa “salvación accidental y fugitiva”, es el leitmotiv de Proust. Beckett identifica una serie de ejemplos claves, en especial “Les Intermittences du coeur” (“Las irregularidades del corazón”) y la “tragedia” de Albertine, en términos de la paradoja del amor y el deseo anunciada antes: “Uno sólo ama aquello que no posee”. El amor, insiste Beckett –y Albertine lo atestigua–, coexiste con la insatisfacción. Es una función de la tristeza del hombre, como la amistad lo es de su cobardía. El intento de comunicar es “una vulgaridad simiesca, o algo horriblemente cómico, como la locura de mantener una conversación con los muebles”. Las conclusiones son honestas, pero despiadadas: si la amistad no es más que una conveniencia social, situada en algún punto entre

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la fatiga y el hastío –en una palabra, hábito –, necesariamente hay que rechazarla: “El arte es la apoteosis de la soledad”. El arte está desligado de toda consideración moral. La tragedia no tiene que ver con la justicia, sino que representa más bien la expiación del pecado original de haber nacido. El ensayo vuelve al desenlace de la novela de Proust, la matinée y sus implicancias en la formación de la obra de arte. Esto constituye, primero, una victoria sobre el Tiempo, y luego la victoria del Tiempo, ambas (salvación y condena) ligadas por vínculos intrincados. Continúa con el análisis de la experiencia proustiana: los “vasos” en los cuales las experiencias quedan suspendidas, y la identificación de la experiencia inmediata con la del pasado (la “ecuación”). Beckett insiste en que la memoria involuntaria es “a la vez imaginativa y empírica, a la vez evocación y percepción directa, real sin ser tan sólo actual, ideal sin ser tan sólo abstracta, lo real ideal, lo esencial, lo extratemporal” (Le Temps retrouvé, II.872-73). De ahí la conclusión: si esa experiencia mística comunica una esencia extratemporal, el que comunica se convierte momentáneamente en un ser extratemporal, y el Tiempo es más bien borrado que recobrado. En el ensayo se identifica finalmente a Proust como un artista para el cual la Idea no se encarna en la alegoría, sino en lo concreto. Beckett reconoce la veta romántica que existe en Proust: incapaz, como el artista clásico (Joyce), de buscar omnisciencia y omnipotencia, afirma la primacía de la percepción, del instinto, cuando no está viciado por el Hábito, “la exposición no lógica de los fenómenos” anterior a su distorsión en pos de la inteligibilidad. De modo que se relativiza la concesión otorgada al comienzo del ensayo con respecto a la causalidad. El texto termina con los valores de Schopenhauer, o más bien, con su indiferencia hacia ellos. Las flores desvergonzadas que exponen sus genitales vienen de El mundo como voluntad y representación, al igual que la expresión del sujeto puro, “exento de voluntad”, el objeto “exento de causalidad”, y la meditación sobre la música en términos de “la Idea misma, [que]

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no tiene conciencia del mundo de los fenómenos, tiene una existencia ideal fuera del universo, no se aprehende en el Espacio sino sólo en el Tiempo”. Su rechazo a la ópera ref leja la insistencia de Schopenhauer en la necesaria subordinación de la letra a la música (MVR I.3 n. 52, 338); la aceptación del vaudeville, para Beckett “la comedia de una enumeración exhaustiva”, representa una versión mejorada de su exposición de “por qué la misma composición sirve para muchas estrofas” (341), lo mismo la celebración del “da capo” (342). La música, asegura Beckett, es el “elemento catalítico” en Proust, la “realidad invisible” o trascendente que condena la vida del cuerpo en la tierra como pensum y revela el significado de la palabra “defunctus” (Parerga y Paralipomena, II.12 n. 157). Los capítulos que escribe Schopenhauer sobre el sufrimiento, la vanidad de la existencia y las cualidades trascendentales de la música fueron claramente inf luyentes en la visión de Beckett respecto a los logros de Proust. Al final de su ensayo, respalda en lo esencial la “salvación” de Proust (palabra que anotó Beckett al margen de su ejemplar del libro, ahí donde Marcel escucha el Septuor), una solución musical a la ecuación difícil. El tercero en esta trilogía de ensayos influyentes es “Tres diálogos” de Samuel Beckett y Georges Duthuit. Consiste básicamente en un registro de las conversaciones sobre arte y crítica que tuvo Beckett con el historiador del arte Georges Duthuit, yerno de Matisse. Su tema está dado por una serie de reseñas publicadas en un número anterior de la revista transition sobre la obra de Tal Coat, André Masson y Miró, aunque Beckett excluyó a este último a favor de una discusión sobre su amigo Bram van Velde. Los diálogos, o mejor dicho, debates y conversaciones de café, fueron publicados en transition forty-nine 5 (diciembre de 1949: 97-103) y firmados por Beckett y Duthuit. John Calder reeditó los textos junto a Proust (1965) con el título: “3 dialogues with Georges Duthuit”, Martin Esslin los incluyó en su Samuel Beckett: A Collection of Critical Essays (1965), y se volvieron a publicar en Disjecta (138-45), donde se usó el título abreviado “Three Dialogues”. Quedó sentada la tradición

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de excluir el nombre de Duthuit. La traducción al francés se llama simplemente Trois dialogues (Minuit, 1998). A pesar de esa tendencia editorial reciente, se trata a todas luces de diálogos que tuvo Beckett con Georges Duthuit, pero también con los números anteriores de la revista transition, donde se habían publicado reseñas de las exposiciones recientes de esos pintores. Por muy estilizados que sean, provienen de conversaciones reales, luego pulidas y publicadas ante la insistencia de Duthuit de que Beckett debía dar mayor difusión a sus opiniones. Hacía tiempo que Beckett se preocupaba de la crisis del yo, tema que ya había manifestado en 1934 con su reprobación en “Recent Irish Poetry” de los escritores irlandeses contemporáneos, los cuales, según alegaba, no se hacían cargo de esa crisis (véase Disjecta 70-76). Reanudó y amplió esa polémica estética a petición de Duthuit, director de la revista transition tras su resurrección en la posguerra. Gran parte de esa conversación fue ensayada mediante una serie de cartas y encuentros entre sus protagonistas, y el formato cuasi-dramático del intercambio fue propuesto por el mismo Beckett. Frustrado en el intento de explicar sus discriminaciones estéticas, Beckett le escribe a Duthuit el 9 de marzo de 1949: “[…] será necesario […] que tú me hagas algunas preguntas”. Dirigiéndose a Duthuit, Beckett reformuló la crisis del artista como “la sensación de que uno es un ser plural (por lo menos) sin por eso dejar de ser (por supuesto) uno solo”. Hasta los artistas que consideran y tratan el conf licto del yo, los que tienen “una habilidad feliz para existir en múltiples formas”, terminan replegándose en una unidad cuando una de esas formas se impone y es “certificada […] por aquél que ha sido nominado a esa función” a través de “una pequeña sesión de espiritismo autológico”. Para Beckett (y para Bram van Velde, cuya obra supuestamente dio origen a sus teorías), no existe una “forma a cargo” capaz de unificar la pluralidad, dentro o fuera, pues “la ruptura con el exterior implica la ruptura con el interior, la inexistencia de relaciones sustitutivas de las relaciones ingenuas, la identidad absoluta de lo que llamamos exterior con lo que llamamos

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interior”. El rechazo de esa relación final –y “relación” siempre es algo ingenuo para Beckett– constituye una glosa útil de (por lo menos) las tres novelas, Molloy, Malone muere y El innombrable, ya que teoriza la relación rota no sólo entre el artista y el objeto de su arte, sino entre el artista y los personajes que lo encubren, lo que el Innombrable llama sus “vice existers”, de modo que el artista se desvanece entre las impresiones mentales que dejan sus creaciones, pero nunca desaparece del todo. Con Duthuit, Beckett termina reconociendo la imposibilidad del autoanálisis y la imposibilidad de todo lo demás: “[…] Tienes que saber que yo, con lo poco que hablo de mí mismo, casi no hablo de otro tema”. Los diálogos ref lejan entonces la cuarta certeza de Beckett: que nacimos, existimos, moriremos, y, la que es absurda y subvierte las anteriores: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, ninguna base para expresar, ninguna capacidad para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de expresar”. En ese texto, con su humor y su autosubversión, Beckett explota lo performativo y parodia el debate estético y el tipo de diálogo filosófico ejercido por Platón. La tradición incluía los Tres diálogos entre Hilas y Filonous de George Berkeley, cuyos ecos persisten en Fin de partida, obra que Beckett empezó a escribir poco después de los diálogos. Es posible relacionarlos también con los poemas dialógicos de W.B. Yeats. Por otro lado, su tono merece una mayor apreciación: es el del vaudeville, pues la función de “D” es la de dar pie a las payasadas intelectuales de B. Según todas las reglas racionales de debate, D es el ganador, por lo tanto B ha sido exitoso en su intento de fracasar. La “obligación de expresar” se encuentra en el primer diálogo. El personaje llamado B (Beckett, quizá) sostiene que aunque las “orgías franciscanas” de Tal Coat tienen un valor prodigioso, sin embargo representan “cierto orden en el plano de lo factible”. Cuando le preguntan qué otro plano puede haber, responde que lógicamente ninguno, sino que el arte debe hacer más de lo mismo, “seguir un poco más por un camino gris”. El segundo diálogo continúa el

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primero; B sostiene que los problemas a los que se dedicó Masson en el pasado han perdido su legitimidad y que está “penetrado por el dilema atroz de la expresión”. D (Duthuit, quizá) no puede estar en desacuerdo con la caracterización de las dotes de Masson, su variedad técnica, y un arte que “perdura y enriquece”. Ante lo que B, sin nada qué decir ni medios para decirlo, “sale llorando”. El duelo se reanuda en el diálogo III: “Francés, dispara tú primero”. Aquí B invoca (y D reconoce) un arte de un orden diferente, de alguien (Bram van Velde) que está obligado a pintar y es incapaz de pintar, un arte que (según reconoce B quince días después) es inexpresivo. Como tal, dirá, es de un orden superior al que produce Masson “retorciéndose” o a las “orgías autogenéticas” de un “inmaterialismo a lo Kandinsky”. El debate llega a su clímax en el discurso más largo de B, donde celebra a Bram como el primero en reconocer que ser artista es fracasar como ningún otro se atreve a fracasar. Pero B se abstiene de afirmar que, al llevar este “asunto horrible” a una conclusión, él (o Bram) esté realizando algún tipo de acto expresivo, aunque lo que se expresara fuese la imposibilidad de semejante obligación. Respalda esa actitud en su carta a Duthuit de marzo de 1949, donde B sostiene que en su pintura van Velde ha sido el primero en rechazar el “rapport”, la compenetración, en todas sus formas. Su pintura ofrece a cambio “refus et refus d’accepter son refus […] Pour ma part, c’est le gran rifiuto qui m’intéresse” (“Rechazo, y rechazo de su rechazo […] Por mi parte, es el gran rechazo lo que me interesa”). Los críticos suelen pasar por alto el contexto de estos diálogos, su lugar en el número particular y entre los temas particulares de la revista transition forty-nine n. 5. Los diálogos salieron de cartas y conversaciones de café cuyo tema no era la estética latente de Beckett en abstracto, sino los artistas, ensayos y temas particulares tratados en los números recientes de la revista. Los Diálogos van después del ensayo de André du Bouchet sobre las exposiciones de Masson, Tal Coat y Miró. La sustitución de Miró por van Velde obedece quizás al hecho de que el texto que sigue

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a los Diálogos es “Algunas frases de Bram van Velde”, donde la estética empobrecida del pintor suena bastante beckettiana: “No tengo nada en los bolsillos, nada en las manos. Dónde podré encontrar lo que necesito”. Otra sección, llamada “Documentos”, contiene las declaraciones de Masson sobre la estética de la posguerra, su ataque a la “altiva” estética modernista del arte por el arte. Para Masson, las obras de preguerra de ese tipo son mera decoración, “sólo que no hay nada que decorar”. Exige, como Sartre, un arte de posguerra que contribuya a “la liberación del hombre, a la transmutación de todos los valores, a la denuncia de la clase dominante responsable de la regresión imperialista y fascista”. La respuesta de Beckett a esos “retorcimientos” es la estética del fracaso. El impacto de estos Diálogos ha sido considerable, tanto en la obra de Beckett, que está implicada en el arte del fracaso desde la trilogía de novelas hasta el fin de su carrera, y también en el diálogo crítico con ella. Peter Murphy se muestra escéptico en ese punto: sostiene que Martin Esslin en particular ha privilegiado la noción de un autor que intenta dar forma a una nada existencialista, y que en el enorme f lujo de lecturas formalistas de la obra de Beckett se han descuidado otros aspectos de su producción. Tres diálogos ha armonizado con la estética postestructuralista de tal forma que ha avalado interpretaciones de la obra de Beckett gobernadas por el pesimismo respecto a los poderes expresivos del lenguaje: descentrar el discurso, deconstruirlo, reconocer sus estructuras en fuga, buscar sus trazos transitorios. Otra tesis que se ha construido en torno a los Diálogos, más bien modernista que postmodernista, consiste en verlos como un ejemplo de lo imposible y lo problemático en el arte moderno, pero en un espíritu de burla muy consciente. Con esa visión, sin embargo, se corre el riesgo de reducir la ironía radical de Beckett nuevamente a la “expresión de una transigencia”, constitutiva a su vez de una ampliación del plano de lo factible. De ser así, uno puede estar de acuerdo con David Hesla y con el reconocimiento

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del propio Beckett, que se desprende en forma implícita de una entrevista posterior con Tom Driver, de que los Tres diálogos no son en realidad tan revolucionarios como aparentan a primera vista. Más bien, han logrado, por sí solos y para su sujeto, lo que los artistas siempre han buscado: que tras reconocer el caos en que se encuentra, el desafío del artista consiste ahora (como siempre) en encontrar una forma que le dé cabida. Beckett escribió posteriormente algunos textos de crítica de arte, en muchos casos para complacer a sus amigos. “Les Deux besoins” (“Las dos necesidades”), un ensayo de 1938 que quedó sin traducir ni publicar hasta que Ruby Cohn lo rescatara para la edición de Disjecta en 1983, constituye en cierto grado una excepción. Su tema es la “monotone centralité” de la existencia individual, unida sin embargo a la necesidad de cultivar ese estado. Las dos necesidades son el “besoin d’avoir besoin” (necesidad de necesitar) y el “besoin dont on a besoin” (necesidad que se necesita), o, para expresarlo en términos algo rudimentarios, la necesidad misma y la necesidad de responder a ella. En su introducción a Disjecta, Ruby Cohn expone la exigencia de Beckett de “un arte irracional e interrogativo”, y ve en los párrafos “disyuntivos” del ensayo una ilustración de ese proceso. Las dos necesidades son inconmensurables, y son los “enthymèmes de l’art” (entimemas del arte), silogismos basados en premisas que en el mejor de los casos no son más que probables, con conclusiones inciertas (el diagrama se presenta con la f loritura: “Falsifions davantage”, falsifiquemos más). El ensayo, por lo tanto, constituye un acercamiento precoz a la necesidad irracional de expresar a pesar de las antinomias que imposibilitan la expresión. Mientras anticipa las necesidades de las obras que lo seguirán, no constituye en absoluto una ruptura con las del pasado. “Homenaje a Jack B. Yeats” es otro tributo rendido a un amigo, una breve apreciación de la muestra realizada en honor del pintor en marzo de 1954, cuando tenía 84 años, en la Galerie Beaux-Arts de París y publicada en la revista Les Lettres nouvelles (abril de

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1954: 619-20). Es reproducida en Disjecta en una traducción que Ruby Cohn califica de “extraordinaria”, tomada de un catálogo de la pintura de Yeats que editó James White. La palabra “homenaje” es adecuada, pues Beckett ofrece una afirmación acrítica de una “gran obra solitaria”. Sigue elogiando la obra de Yeats, haciendo hincapié en la independencia de éste y su impermeabilidad frente a las inf luencias ajenas, y replica un comentario que alguna vez hizo: que toda pintura debe tener alguna “chispa de la vida”. Su deuda más amplia con Yeats puede ser incalculable, si James Knowlson no se equivoca al considerar que dos pinturas de Yeats, The Two Travellers y Men of the Plain, están entre las inf luencias visuales de Esperando a Godot. También si O’Brien está en lo correcto en su valoración del impacto que produjo en Beckett la negativa de Yeats a transigir en su arte pintando lo que les hubiera gustado a los demás que él pintara. “Para Avigdor Arikha” es otro texto de amistad, un párrafo escrito para una exposición de los dibujos de Arikha inaugurada el 26 de enero de 1967, en la Galerie Claude Bernard de París. Se publicó en Avigdor Arikha: Dessins 1965-1970 (París: Centre National d’Art Contemporain, 1970); ya se había publicado una traducción en Avigdor Arikha: Drawings 1965/66 ( Jerusalén & Tel Aviv: Tarshish Books, 1967). El homenaje apareció en otros catálogos de exposiciones de la obra de Arikha, en París (8 de diciembre de 1970 a 18 enero de 1971), Londres (Victoria and Albert Museum, febrero-mayo de 1976) y Estados Unidos; y en Arikha (París: Hermann, 1985). El original y la traducción inglesa se reeditaron en Disjecta. El texto expresa el sentido que tenía Beckett del arte como el asedio puesto al “inexpugnable afuera”, las “marcas profundas” que dejan constancia de la batalla del ojo y la mano con lo otro. Seis borradores sucesivos de este texto aparecen en el libro de Anne Atik, A Memoir of Samuel Beckett. Obras menores o mayores en sí mismas, de todos modos representan un cuerpo importante de trabajo crítico que sustenta los textos mayores de narrativa, drama y poesía de Beckett. Estos

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escritos denigrados, estos disjecta membra, son imprescindibles a la hora de hacerse cargo del desarrollo artístico de Beckett y trazar la transformación de un acólito juvenil en un artista maduro.

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Referencias Atik, Anne. How It Was: A Memoir of Samuel Beckett. Londres: Faber, 2001. Bair, Deirdre. Samuel Beckett: A Biography. Londres: Jonathan Cape, 1978. Gontarski, S.E. y Anthony Uhlmann. Beckett after Beckett (Gainesville: University Press of Florida, 2006). McQueeny, Terence. Beckett as a Critic of Joyce and Proust. Tesis doctoral, University of North Carolina, 1977. Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación, trad. R. Rodríguez Aramayo. Barcelona: Fondo de Cultura Económica de España, 2003. . Parerga y Paralipomena. Escritos filosóficos menores, trad. E. González Blanco y A. Zozzya. Málaga: Ágora, 1997.

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Nota a la edición Se conservan en los textos frases, expresiones, títulos y citas en su idioma original: latín, italiano, francés, alemán y castellano, un par de frases en inglés de Shakespeare, Keats y James Joyce, además de los fragmentos de Finnegans Wake ; van en cursiva, o con comillas si las puso Beckett. Las palabras en castellano en cursiva fueron marcadas por el autor en el original inglés. Las traducciones a esas frases, junto a otras breves explicaciones, se encuentran en las notas al final de cada ensayo. Sólo los fragmentos de Finnegans Wake –al momento de la escritura del ensayo aún llamado Work in Progress– no cuentan con versión castellana, pues es una obra prácticamente intraducible y la versión española existente me parece insatisfactoria. Las traducciones del italiano, francés, etcétera, fueron hechas por Neil Davidson, quien además corrigió minuciosamente la traducción completa del inglés. Las notas de Beckett van a pie de página. Se conservan las mayúsculas usadas por Beckett en los casos en que señalan una categoría. Por ejemplo, en Proust : Tiempo y tiempo, Hábito y hábito; en Dante..., Filología, Poética, Historia, Mito, etcétera. Los tres primeros ensayos, si bien están traducidos en ediciones de Monteávila, Caracas (Proust), y Tusquets, Barcelona (Dante..., Tres diálogos), nunca se habían reunido en un mismo volumen de textos críticos. Los dos últimos permanecían inéditos en castellano. M.F.

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El peligro está en las identificaciones nítidas. La concepción de Filosofía y Filología como una pareja de comediantes sacados de un teatro de variedades es tan apaciguadora como la contemplación de un sándwich de jamón cuidadosamente preparado. El propio Giambattista Vico no pudo resistir la atracción de tal coincidencia de gesto. Insistió en una completa identificación entre la abstracción filosófica y la ilustración empírica, anulando de ese modo lo absoluto en cada concepción: injustificablemente, arrebató lo real a sus límites dimensionales, temporalizando aquello que es extratemporal. Y ahora estoy aquí, con mi puñado de abstracciones, entre las cuales sobresalen una montaña, la coincidencia de los contrarios, la inevitabilidad de la evolución cíclica, un sistema de Poética, y la perspectiva de una autoextensión en el mundo del Work in Progress de Mr Joyce. Existe la tentación de considerar cada concepto como “a bass dropt neck fust in till a bung crate”, y hacer con eso un trabajo verdaderamente redondo. Lamentablemente, una aplicación tan exacta implicaría distorsiones en uno de dos sentidos. ¿Debemos torcerle el cuello a determinado sistema para meterlo a la fuerza en una casilla contemporánea? ¿O modificar las dimensiones de esa casilla para satisfacer a los promotores del analogismo? La crítica literaria no consiste en cuadrar libros. Giambattista Vico era un napolitano práctico y pragmático. Croce se complace en considerarlo un místico, esencialmente especulativo, “ disdegnoso dell’empirismo”,1 interpretación curiosa si

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se tiene en cuenta que más de las tres quintas partes de su Scienza nuova se ocupan de la investigación empírica. Croce lo opone a la escuela materialista reformista de Ugo Grozio, y lo absuelve de las preocupaciones utilitarias de Hobbes, Spinoza, Locke, Bayle y Maquiavelo. Eso no se puede tragar sin protesta. Vico define la Providencia como “una mente spesso diversa ed alle volte tutta contraria e sempre superiore ad essi fini particolari che essi uomini si avevano proposti; dei quali fini ristretti fatti mezzi per servire a fini più ampi, gli ha sempre adoperati per conservare l’umana generazione in questa terra”.2 ¿Qué podría ser más completamente utilitario? Su tratamiento del origen y las funciones de la poesía, el lenguaje y el mito, como se verá luego, está tan lejos de la mística como pueda imaginarse. Para nuestro propósito inmediato, en todo caso, poco importa si lo consideramos un místico o un investigador científico, pero no hay dos caminos para equivocarse en considerarlo un innovador. Su división del desarrollo de la sociedad humana en tres edades –teocrática, heroica, humana (civilizada), con sus correspondientes clasificaciones de lenguaje: jeroglífico (sagrado), metafórico (poético), filosófico (apto para la abstracción y la generalización)– no era nueva en absoluto, aunque sin duda era novedosa para sus contemporáneos. Derivó esa cómoda clasificación de los egipcios, a través de Heródoto. Al mismo tiempo, es imposible negar la originalidad con que plantea y desarrolla sus consecuencias. Su exposición del ineluctable progreso circular de la sociedad fue completamente nueva, aunque su germen se halla en los tratados de Giordano Bruno sobre la identificación de los contrarios. Es en el libro II, descrito por Vico como “tutto il corpo […] la chiave maestra dell opera”, 3 donde aparece la absoluta originalidad de su mente. Desarrolla una teoría de los orígenes de la poesía y el lenguaje, el significado del mito y la naturaleza de la civilización bárbara, que debe haber parecido nada menos que un ataque impertinente contra la tradición. Esos dos aspectos de Vico tienen sus reverberaciones, sus reaplicaciones –de todos modos, sin la menor ilustración explícita– en el Work in Progress.

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Primero es necesario condensar la tesis de Vico, el historiador científico. En el principio fue el trueno: el trueno desató a la Religión en su forma más objetiva y antifilosófica, el animismo idólatra; la Religión produjo a la Sociedad, y los primeros hombres sociales eran cavernícolas que se refugiaban de una Naturaleza apasionada. Esa vida familiar primitiva recibe su primer impulso al desarrollo con la llegada de vagabundos aterrados: al permitirles el ingreso, se convierten en los primeros esclavos; al volverse más fuertes, exigen concesiones agrarias, con lo cual el despotismo evoluciona hacia un feudalismo primitivo. La cueva se vuelve una ciudad y el sistema feudal una democracia, y luego una anarquía, que se corrige mediante el regreso a la monarquía. La última etapa consiste en una tendencia hacia la interdestrucción: las naciones se dispersan, y el Fénix de la Sociedad se eleva desde sus cenizas. Esa progresión social en seis términos corresponde a una progresión, también en seis términos, de los motivos humanos: necesidad, utilidad, comodidad, placer, lujo, abuso del lujo, y sus manifestaciones encarnadas: Polifemo, Aquiles, César y Alejandro, Tiberio, Calígula y Nerón. En ese punto Vico aplica las ideas de Bruno –aunque se guarda de reconocerlo– y procede, desde unos datos bastante arbitrarios, a la abstracción filosófica. No hay diferencia, dice Bruno, entre la cuerda infinitamente pequeña y el arco infinitamente pequeño; no hay diferencia entre el círculo infinito y la línea recta. Los máximos y los mínimos de cada contrario particular son iguales e indiferenciados. El calor mínimo equivale al frío mínimo. En consecuencia, las transmutaciones son circulares. El principio (mínimo) de un contrario toma su movimiento del principio (máximo) del otro. Por lo tanto, en la sucesión de transmutaciones no solamente los mínimos coinciden con los mínimos, y los máximos con los máximos, sino también los mínimos con los máximos. La velocidad máxima es un estado de reposo. La corrupción máxima y la generación mínima son idénticas: en principio, corrupción es generación. Y todas las cosas al final se identifican con Dios, la mónada universal, la Mónada

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de mónadas. A partir de esas consideraciones, Vico desarrolla una Ciencia y Filosofía de la Historia. Puede ser un ejercicio entretenido tomar una figura histórica, por ejemplo Escipión, y etiquetarlo con el número tres, pero a fin de cuentas no tiene mayor importancia. Lo que sí es importante es reconocer que la transición de Escipión a César es tan inevitable como la transición de César a Tiberio, pues la f lor de la corrupción en Escipión y César es la semilla de la vitalidad en César y Tiberio. Tenemos de esa forma el espectáculo de una progresión humana cuyo movimiento depende de los individuos, y que al mismo tiempo, en virtud de lo que parece ser un orden cíclico predeterminado, es independiente de ellos. Se deduce que la Historia no se debe considerar ni como una estructura informe –constituida exclusivamente por los logros de los agentes individuales–, ni como poseedora de una realidad ajena e independiente de éstos, lograda a sus espaldas y a su pesar, la obra de una fuerza superior conocida según el caso como Destino, Azar, Fortuna, Dios. Vico rechaza ambas visiones, la materialista y la trascendental, a favor de lo racional. La individualidad es la concreción de lo universal, y cada acción individual es al mismo tiempo superindividual. Lo individual y lo universal no se pueden entender como formas distintas. La Historia, por lo tanto, no es el resultado del Destino o el Azar –en ambos casos el individuo quedaría separado de su producto– sino el resultado de una Necesidad que no es Destino, de una Libertad que no es Azar (compárese con el “yugo de la libertad” de Dante). Llama a esa fuerza Divina Providencia, aunque, se supone, con bastante ironía. Y es en esa Providencia donde hay que buscar el origen de las tres instituciones comunes a toda sociedad: Iglesia, Matrimonio, Funeral. Esta no es la Providencia de Bossuet, trascendental y milagrosa, sino algo inmanente, la esencia misma de la vida humana, que opera por medios naturales. La Humanidad es su propia obra. Dios actúa en ella, pero sólo a través de ella. La Humanidad es divina, pero los hombres no lo son. Queda claro que Mr Joyce adopta esa clasificación social e histórica por motivos de comodidad –o in-

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comodidad– estructural. Su postura no es filosófica en absoluto. Es la actitud imparcial que adopta Stephen Dedalus en Portrait of the Artist… al ofrecerle al maestro de estudios una descripción de Epicteto como “an old gentleman who said that the soul is very like a bucketful of water”. 4 Es más importante el farol que el farolero. Con “estructural” no sólo me refiero a una división exterior audaz, un andamio para contener el material. Me refiero a las infinitas variaciones sustanciales sobre esos tres compases y el entrelazamiento interior de esos tres temas para producir una decoración de arabescos; decoración y más que decoración. La primera parte es una masa de sombras del pasado, que por lo tanto corresponde a la primera institución humana de Vico, la Religión, o a su Edad teocrática, o simplemente a una abstracción: el Nacimiento. La segunda parte es el juego amoroso de los niños, que corresponde a la segunda institución, el Matrimonio, o a la Edad heroica, o a una abstracción: la Madurez. La tercera parte transcurre en el sueño, y corresponde a la tercera institución, el Funeral, o a la Edad humana, o a una abstracción: la Corrupción. La cuarta parte es el día que recomienza, y corresponde a la Providencia de Vico, o a una abstracción: la Generación. Mr Joyce no da por sentado el nacimiento, a diferencia, parece, de Vico. No se trata de huesos secos. La conciencia de que hay mucho del niño no nacido en el octogenario decrépito, y mucho de ambos en el hombre que está en el apogeo de su curva vital, elimina toda la rígida interexclusividad que suele afectar las construcciones ordenadas. La corrupción no se excluye de la primera parte, como tampoco la madurez de la tercera. Los cuatro “ lovedroyd curdinals” se presentan en el mismo plano: “His element curdinal numen and his enement curdinal marrying and his epulent curdinal weisswasch and his eminent curdinal Kay o’ Kay!”. Hay muchas referencias a las cuatro instituciones humanas de Vico, ¡entre ellas la Providencia! “A good clap, a fore wedding, a bad wake, tell hell’s well”; “their weatherings and their marryings and their buryings and their natural selections”; “the lightning look, the birding cry, awe from the grave, ever-flowing on our times”; “ by

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four hands of forethought the first babe of reconcilement is laid in its last cradle of hume sweet hume ”. Además de ese énfasis en las comodidades tangibles que comparte toda la Humanidad, encontramos a menudo expresada la insistencia de Vico sobre el carácter inevitable de toda progresión –o retroceso–: “The Vico road goes round to meet where terms begin. Still onappealed to by the cycles and onappalled by the recoursers, we feel all serene, never you fret, as regards our dutyful cask… before there was a man at all in Ireland there was a lord at Lucan. We only wish everyone was as sure of anything in this watery world as we are of everything in the newlywet fellow that’s bound to follow…”. “The efferfresh-painted livy in beautific repose upon the silence of the dead from Pharoph the next first down to ramescheckles the last bust thing”. “In fact, under the close eyes of the inspectors the traits featuring the chiaroscuro coalesce, their contrarieties eliminated, in one stable somebody similarly as by the providential warring of heartshaker with housebreaker and of dramdrinker against freethinker our social something bowls along bumpily, experiencing a jolting series of prearranged disappointments, down the long lane of (it’s as semper as oxhousehumper) generations, more generations and still more generations”. Este último es uno de los pocos ejemplos del subjetivismo en la obra de Mr Joyce. En una palabra, aquí está toda la humanidad dando vueltas con una monotonía fatal alrededor del fulcro providencial: “The convoy wheeling encirculing abound the gigantig’s lifetree”. Y con eso se ha dicho –o al menos sugerido– lo suficiente como para mostrar que Vico tiene una presencia considerable en el Work in Progress. Al pasar al Vico de la Poética, esperamos establecer una relación aun más llamativa, aunque menos directa. Vico rechaza las tres interpretaciones populares del espíritu poético, que veían en la poesía la ingeniosa expresión popular de conceptos filosóficos, o una entretención social graciosa, o una ciencia exacta al alcance de todo aquel que tuviera la receta. La poesía, según él, nació de la curiosidad, hija de la ignorancia. Los primeros hombres tuvieron que crear la materia por la fuerza de

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su imaginación, y “poeta” significa “creador”. La poesía fue la primera operación de la mente humana, y sin ella el pensamiento no existiría. Los bárbaros, ineptos para el análisis y la abstracción, tienen que recurrir a su fantasía para explicar lo que su razón no alcanza a comprender. Antes de la argumentación viene el canto; antes de los términos abstractos, las metáforas. El carácter figurativo de la poesía más antigua no se debe considerar como una confección sofisticada, sino como una prueba de la escasez de vocabulario y de la incapacidad para lograr la abstracción. La Poesía es esencialmente la antítesis de la Metafísica: la Metafísica purga a la mente, la libera de los sentidos, cultiva la descorporización de lo espiritual; la Poesía es toda pasión y sentimiento y anima lo inanimado; la Metafísica es más perfecta mientras más se preocupa de lo universal, y la Poesía mientras más se preocupa de lo particular. Los poetas son el sentido de la humanidad, los filósofos su inteligencia. Si se considera el axioma de los escolásticos, “niente è nell’intelletto che prima non sia nel senso”, 5 se deduce que la poesía es un requisito fundamental de la filosofía y la civilización. El movimiento animista primitivo habría sido una manifestación de la “ forma poetica dello spirito”. 6 Su tratamiento del origen del lenguaje prosigue en una línea similar. Aquí también rechaza tanto la visión materialista, que declara que el lenguaje no es más que un simbolismo formal y convencional, como la trascendental, que lo trata, de pura desesperación, como un regalo de los dioses. Aquí también, Vico es racionalista, consciente del crecimiento natural e inevitable del lenguaje. En su forma muda primitiva, el lenguaje era gesto. Si un hombre quería decir “mar”, señalaba el mar. Con la difusión del animismo ese gesto se reemplazó con la palabra: “Neptuno”. Vico nos hace notar que cada necesidad de la vida, natural, moral o económica, tiene su expresión verbal en una u otra de las treinta mil divinidades griegas. Este es “el lenguaje de los dioses” de Homero. Su evolución, a través de la poesía, hacia un vehículo altamente civilizado que abunda en términos abstractos y técnicos fue tan poco fortuita

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como la evolución de la misma sociedad. Las palabras, como las fases sociales, tienen sus progresiones. Una progresión sería, a grandes rasgos, “Bosque-cabaña-pueblo-ciudad-academia”. Otra sería “montaña-llanura-ribera”. Y cada palabra se expande con cierta inevitabilidad psicológica. Tomemos la palabra latina “lex”: 1. Lex = Cosecha de bellotas. 2. Ilex = Árbol que produce bellotas. 3. Legere = Reunir. 4. Aquilex = El que reúne las aguas. 5. Lex = Reunión de gentes, asamblea pública. 6. Lex = Ley. 7. Legere = Reunir las letras en palabras, leer. La raíz de toda palabra, sin excepción, se remonta a algún símbolo prelingüístico. Esta temprana incapacidad para abstraer lo general de lo particular es lo que produjo los nombres tipo. Nos encontramos nuevamente en presencia de la mente infantil. El niño hace extensivos los nombres de los primeros objetos conocidos a otros desconocidos en los cuales advierte alguna analogía con aquéllos. Los primeros hombres, incapaces de concebir la idea abstracta de “poeta” o “héroe”, nombraron a cada héroe como al primer héroe, a cada poeta como al primer poeta. Si reconocemos esa costumbre de designar a varios individuos según sus prototipos, estaremos en condiciones de explicar una serie de misterios clásicos y mitológicos. Hermes es el prototipo del inventor egipcio; lo mismo Rómulo, el gran legislador, y Hércules, el héroe griego. También Homero. Así, Vico afirma la espontaneidad del lenguaje y niega el dualismo entre poesía y lenguaje. Del mismo modo, la poesía es el fundamento de la escritura. Cuando el lenguaje consistía en gesto, lo hablado y lo escrito eran idénticos. Los jeroglíficos, o el lenguaje sagrado, como él lo llama, no fueron invento de filósofos para la expresión misteriosa de ref lexiones profundas, sino producto de la necesidad común de los pueblos primitivos. La

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comodidad sólo comienza a imponerse en una etapa de civilización mucho más avanzada, con el uso del alfabeto. Aquí Vico, al menos implícitamente, distingue entre la escritura y la expresión directa. En esa expresión directa la forma y el contenido son inseparables. Un ejemplo son las medallas de la Edad Media, que no tenían inscripción y eran el testimonio mudo de la inexpresividad de la escritura alfabética convencional; otro ejemplo serían las banderas de nuestros días. Y con el Mito ocurre lo mismo que con la Poesía y el Lenguaje. Según Vico, el Mito no es ni la expresión alegórica de axiomas filosóficos generales (Conti, Bacon), ni una construcción derivada de pueblos particulares, como por ejemplo los hebreos o los egipcios, ni tampoco la obra de poetas solitarios, sino la afirmación de hechos históricos, de fenómenos contemporáneos concretos; concretos en el sentido de haber sido creados a raíz de la necesidad, y creídos firmemente, por mentes primitivas. La alegoría implica una operación intelectual triple: la construcción de un mensaje de significado general, la preparación de una forma fabulosa, y la unificación de ambas, ejercicio cuya dificultad técnica lo dejaba absolutamente fuera del alcance de la mente primitiva. Además, si consideramos que el mito es, en el fondo, alegórico, no estamos obligados a aceptar la forma en la cual se ha plasmado como exposición de hechos reales. Pero sabemos que los creadores de esos mitos los tomaron absolutamente al pie de la letra. Júpiter no era un símbolo: era espantosamente real. Fue precisamente su carácter metafórico superficial lo que hizo que el mito fuera inteligible para personas incapaces de recibir algo más abstracto que el simple registro de la objetividad. He aquí, entonces, una exposición torpe del tratamiento dinámico que le da Vico al Lenguaje, la Poesía y el Mito. Aún puede parecer un místico para algunos: de ser así, es un místico que rechaza lo trascendental en todas sus formas como factor de desarrollo humano, y cuya Providencia carece de la divinidad necesaria para poder prescindir de la cooperación de la Humanidad.

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Al dirigirnos al Work in Progress, encontramos que el espejo no es tan convexo. Aquí hay expresión directa –página tras página–, y si ustedes no lo entienden, señoras y señores, es que su decadencia les impide recibirlo. Para que quedaran satisfechos, tendría que haber una separación entre forma y contenido tal que fuera posible comprender aquélla casi sin darse la molestia de leer éste. Recoger y absorber rápidamente la escasa crema del significado es un proceso posibilitado por lo que cabe llamar una copiosa salivación intelectual. Una forma que se emplea de manera arbitraria e independiente no puede cumplir una función más alta que la de estimular un ref lejo condicionado –el de la comprensión babosa– de tercer o cuarto orden. Cuando la señorita Rebecca West se alista, a través de la compra de tres sombreros, para entregar su juicio apenado sobre el elemento narcisista que identifica en Mr Joyce, el consejo más útil que se le puede dar es que ocupe su babero en todos sus banquetes intelectuales, o que imponga un control más notable sobre sus glándulas salivales que los desafortunados perros de Monsieur Pavlov. El título de este libro es un buen ejemplo de una forma que conlleva una estricta determinación interna. Debiera estar a prueba de la sarta habitual de risillas cerebrales; y a algunos les puede hacer pensar en una docena de Josués incrédulos que merodean por Queen’s Hall,7 haciendo rebotar sus diapasones contra unas uñas que aún no se atrofian por exceso de refinamiento. Mr Joyce tiene algo que decirles al respecto: “Yet to concentrate solely on the literal sense or even the psychological content of any document to the sore neglect of the enveloping facts themselves circumstantiating it is just as harmful; etc.”. Y algo más: “Who in his heart doubts either that the facts of feminine clothiering are there all the time or that the feminine fiction, stranger than the facts, is there also at the same time, only a little to the rere? Or that one may be separated from the other? Or that both may then be contemplated simultaneously? Or that each may be taken up in turn and considered apart from the other?”. Aquí la forma es contenido, el contenido es forma. Ustedes alegan que esto no está escrito en inglés. En realidad, no está ni siquiera

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escrito. No es para leer, o más bien no es sólo para ser leído. Es para ser visto y oído. No es que Mr Joyce escriba sobre algo; su escritura es ese mismo algo. (Cuestión que ha sido comprendida por un eminente novelista e historiador inglés cuya obra es diametralmente opuesta a la suya). Cuando el sentido es el sueño, las palabras se duermen. (Véase el final de Anna Livia). Cuando el sentido es el baile, las palabras también bailan. Consideremos el pasaje con que termina la pastoral de Shaun: “To stir up love’s young fizz I tilt with this bridle’s cup champagne, dimming douce from her peepair of hide-seeks tight squeezed on my snowybreasted and while my pearlies in their sparkling wisdom are nippling her bubblets I swear (and let you swear) by the bumper round of my poor old snaggletooth’s solidbowel I ne’er will prove I’m untrue to (theare!) you liking so long as my hole looks. Down”. El lenguaje está borracho. Las mismas palabras se ladean y entran en efervescencia. ¿Cómo podríamos calificar esa vigilancia estética general sin la cual no hay posibilidad de atrapar el sentido que sube constantemente hasta la superficie de la forma y se convierte en la forma misma? San Agustín nos da la pista de una palabra con su “intendere”; Dante escribe: “Donne ch’avete intelletto d’amore”, 8 y “Voi che, intendendo, il terzo ciel movete”;9 pero su “intendere” sugiere una operación estrictamente intelectual. Cuando hoy un italiano dice “Ho inteso ”, quiere decir algo entre “Ho udito ” y “Ho capito”, entre “escuché” y “entendí”, un arte de intelección sensual y desordenado. Quizá “aprehensión” sea la traducción más adecuada. Stephen le dice a Lynch: “Temporal or spatial, the esthetic image is first luminously apprehended as selfbounded and selfcontained upon the immeasurable background of space or time which is not it […] You apprehend its wholeness”.10 Aquí hay que aclarar un punto: la belleza del Work in Progress no se presenta tan sólo en el espacio, pues su aprehensión adecuada depende tanto de su visibilidad como de su audibilidad. Hay que aprehender una unidad espacial y otra temporal. Substitúyase “and” por “or” en la cita y se vuelve obvio por qué es tan insuficiente la palabra “leer” en el caso de Work in Progress como sería extravagante “aprehender” para hablar de la

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obra del difunto Mr Nat Gould. Mr Joyce ha des-sofisticado el lenguaje. Y vale la pena recalcar que ningún idioma es tan sofisticado como el inglés. Es abstracto a morir. Tómese la palabra “doubt”: difícilmente nos da alguna sensación física de vacilación, de la necesidad de decidir, de la irresolución estática. Mientras que sí lo hacen la palabra alemana “zweifel” y, en menor grado, la italiana “ dubitare”. Mr Joyce se da cuenta de lo insuficiente que es “ doubt” para expresar un estado de incertidumbre aguda, y la reemplaza por “ in twosome twiminds”. Muchos antes de él, además, se han dado cuenta de la importancia de tratar las palabras como algo más que meros símbolos convencionales. Shakespeare usa palabras gordas, grasosas, para expresar la corrupción: “Duller shouldst thou be than the fat weed that rots itself in ease on Lethe wharf ”.11 Escuchamos como chapotea el limo en toda la descripción del Támesis que hace Dickens en su Great Expectations. Esa escritura que ustedes hallan tan oscura es una extracción quintaesencial del lenguaje y la pintura y el gesto, con toda la claridad inevitable de los tiempos anteriores al refinamiento verbal. Aquí está la brutal economía de los jeroglíficos. Aquí las palabras no son las contorsiones de tinta reticentes que salen de las imprentas del siglo XX. Están vivas. Se imponen a codazos en la página, y brillan y resplandecen y se apagan y desaparecen. “Brawn is my name and broad is my nature and I’ve breit on my brow and all’s right with every feature and I’ll brune this bird or Brown Bess’s bung’s gone bandy”. Este es Brawn que sopla con una ligera ráfaga por los árboles o Brawn que pasa con la puesta de sol. Al igual que les significa tan poco a ustedes el viento en los árboles como la vista que se aprecia al atardecer en el Piazzale Michelangelo –aunque aceptan ambas cosas, porque su rechazo carecería de significación–, esa pequeña aventura de Brawn no les significa nada, y no la aceptan, aunque aquí también su rechazo carece de significación. H. C. Earwigger tampoco se conforma con que lo mencionen una vez, como el malo de una novela policíaca, para luego dejarlo colgando hasta que la narrativa exija nuevamente su presencia. Continúa imponiéndose durante un

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par de páginas, a través de variadas combinaciones de sus “letras normativas”, como si dijera: “Todo esto tiene que ver conmigo, H. C. Earwigger, ¡no olviden que todo esto tiene que ver conmigo!” Esa corrupción expresiva y esa elemental vitalidad interior imponen una furiosa agitación a la forma, que es sumamente adecuada para el aspecto purgatorial de la obra. Hay una infinita germinación, maduración y putrefacción verbal, el dinamismo cíclico de lo intermedio. Esa reducción de varios medios expresivos a lo que eran –económicos, directos– en su estado primitivo, y la fusión de esas esencias primitivas en un medio asimilado para la exteriorización del pensamiento, es Vico puro, y Vico en su aplicación, además, al problema del estilo. Pero Vico encuentra también un ref lejo más explícito que la destilación, en un jarabe sintético, de ingredientes poéticos dispares. Nos damos cuenta de que prácticamente se evita el subjetivismo o la abstracción, todo tipo de generalización metafísica. Se nos presenta una afirmación de lo particular. Es el viejo mito: la niña en el camino de tierra, las dos lavanderas en la ribera del río. Y en todas partes hay animismo: la montaña “abhearing”, el río “puffing her old doudheen”. (Véase el hermoso pasaje que comienza: “First she let her hair fall down and it flussed”. Tenemos nombres tipo: Isolde –cualquier mujer joven y bonita–, Earwigger –la destilería Guinness, el monumento de Wellington, el Phoenix Park, cualquier cosa que nade muy cómodamente entre dos aguas–. La propia Anna Livia, que es la madre de Dublín pero dista tanto de ser la única madre como Zoroastro el único astrónomo oriental. “Teems of times and happy returns. The same anew. Ordovico or viricordo. Anna was, Livia is, Plurabelle’s to be. Northmen’s thing made Southfolk’s place, but howmultyplurators made eachone in person”. ¡Basta! Vico y Bruno están aquí, y con una presencia más sustancial de lo que se pueda indicar en una revisión tan rápida del asunto. Para los lectores dispuestos a hacer uso de la risa sardónica, cabe mencionar que cuando apareció uno de los primeros panf letos de Mr Joyce, The Day of the Rabblement, los filósofos locales cayeron en estado de desconcierto por una referencia en la primera línea a

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“The Nolan”. Finalmente lograron identificar a ese misterioso individuo como uno de los reyes más oscuros de la Irlanda ancestral. En la obra actual aparece frecuentemente como “Browne & Nolan”, el nombre de un muy connotado librero de Dublín. Para justificar nuestro título, debemos ir hacia el norte, “Sovra’l bel fiume d’Arno alla gran villa”…12 Entre “colui per lo cui verso il meonio cantor non è più solo”13 y el “still to-day insufficiently malestimated notesnatcher, Shem the Penman”, existe un parecido circunstancial notable. Ambos vieron cuán gastado y trillado estaba el lenguaje convencional de los artífices literarios astutos, y ambos rechazaron una aproximación a un lenguaje universal. Si hoy el inglés aún no es tan claramente imprescindible para la gente educada como lo era el latín en la Edad Media, al menos se justifica decir que su posición respecto a otras lenguas europeas es bastante similar a la del latín medieval respecto a los dialectos italianos. Dante no adoptó la lengua vulgar por exceso de patriotismo local ni para afirmar la superioridad del toscano frente a sus rivales vernáculos. Al leer su De vulgari eloquentia, llama la atención la ausencia de intolerancia cívica. Ataca a los portadownians14 del mundo: “Nam quicumque tam obscenae rationis est, ut locum suae nationis deliciosissimum credat esse sub sole, hic etiam prae cunctis proprium vulgare licetur, idest maternam locutionem [...] Nos autem, cui mundus est patria…”.15 Cuando llega a examinar los dialectos, encuentra el toscano “turpissimum […] fere omnes Tusci in suo turpiloquio obtusi […] non restat in dubio quin aliud sit vulgare quod quaerimus quam quod attingit populus Tuscanorum”.16 Concluye que la corrupción común a todos los dialectos hace imposible elegir uno por sobre otro como forma literaria adecuada; quien quisiera escribir en lengua vulgar tendría que unir los elementos más puros de cada dialecto y construir un lenguaje sintético que tuviese un interés más que local: y eso es precisamente lo que hizo. No escribió en f lorentino más que en napolitano. Escribió en una lengua vulgar que podría haber hablado un italiano ideal al asimilar lo mejor de cada dialecto de su país, pero que de hecho nadie habló ni en ese entonces ni

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nunca. Lo cual nos permite descartar la objeción capital que podría hacerse a este atractivo paralelo entre el lenguaje de Dante y el de Mr Joyce: que al menos Dante usaba el lenguaje que se hablaba en las calles de su pueblo, mientras el lenguaje del Work in Progress no se habló nunca en el cielo o la tierra. Es razonable reconocer que un fenómeno internacional podría hacer que se hablara, al igual que en 1300 sólo un fenómeno interregional podría haber hecho que se hablara el lenguaje de la Divina Comedia. Solemos olvidar que el público literario de Dante era latino, que la forma de su poema iba a ser juzgada con ojos y oídos latinos, por una estética latina intolerante con la innovación y que difícilmente hubiese aceptado sin irritarse la sustitución de la suave elegancia de “Ultima regna canam, fluido contermina mundo”17 por la “bárbara” inmediatez de “Nel mezzo del cammin di nostra vita”. Del mismo modo, los ojos y oídos ingleses prefieren “Smoking his favourite pipe in the sacred presence of ladies”18 a “Rauking his flavourite turfco in the smukking precincts of lydias”. Boccaccio no se burló de los “piedi sozzi ”19 del pavo real con que soñó la Signora Alighieri. Veo dos sombreros bien hechos en el Convivio, uno que le queda bien a la cabeza colectiva de los arcadianos monodialectales, que se enfurecen al no encontrar “ innoce-free” en el diccionario Oxford abreviado, y que califican como “los delirios de un demente” la estructura formal levantada por Mr Joyce después de años de paciente e inspirada labor: “Questi sono da chiamare pecore e non uomini; chè se una pecora si gittasse da una ripa di mille passi, tutte l’altre le andrebbono dietro; e se una pecora per alcuna cagione al passare d’una strada salta, tutte le altre saltano, eziandio nulla veggendo da saltare. E io ne vidi già molte in un pozzo saltare, per una che dentro vi saltò, forse credendo di saltare un muro”.20 Y el otro para Mr Joyce, biólogo de las palabras: “Questo [la innovación formal] sarà luce nuova, sole nuovo, il quale sorgerà dove l’usato tramonterà e darà lume a coloro che sono in tenebre e in oscurità per lo usato sole che a loro non luce”. 21 Y para que no vaya a esconder la cara detrás del ala para reírse, traduzco “ in tenebre e in oscurità” como “aburrido a extinguirse”.

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(Dante comete un error curioso respecto al origen del lenguaje cuando se niega a creer, a pesar de la autoridad del Génesis, que haya sido Eva la primera en hacer uso del lenguaje, al dirigirle la palabra a la serpiente. Su incredulidad es graciosa: “Inconvenienter putatur tam egregium humani generis actum, vel prius quam a viro, foemina profluisse”. 22 Pero antes de que Eva naciera, “los animales recibieron nombre de Adán”, fue el que “first said goo to a goose”. Más aún, está explícitamente afirmado que la elección de los nombres le correspondió exclusivamente a Adán, de modo que se carece tan completamente de autoridad bíblica para afirmar que el lenguaje es un don directo de Dios como de autoridad intelectual para pensar que le debemos la creación del Concierto al individuo que salió a comprar los pigmentos que usaría Giorgione). Sabemos muy poco acerca de la recepción inmediata que tuvo la gran reivindicación de Dante de lo “vulgar”, pero podemos formarnos una opinión al considerar que, dos siglos después, Castiglioni sigue hilando muy fino en relación a las ventajas respectivas del latín y el italiano, mientras Poliziano escribe la elegía latina más tediosa imaginable para justificar su existencia como autor de Orfeo y las Stanze. También podemos comparar, suponiendo que vale la pena, la tormenta de insultos eclesiásticos levantada por la obra de Mr Joyce, y el trato que seguramente habrá recibido la Divina Comedia de la misma fuente. Su Santidad contemporánea puede haberse tragado la crucifixión del “sommo Giove”, 23 y todo lo que aquello significa, pero difícilmente podría haber visto con beneplácito el espectáculo de tres de sus predecesores inmediatos hundidos de cabeza en la piedra ardiente de Malebolge, o la identificación del papado con una “puttana sciolta”24 en la procesión mística del Paraíso terrenal. El De monarchia fue quemado públicamente durante el papado de Juan X XII por instigación del cardenal Beltrando y los huesos de su autor hubieran sufrido el mismo destino a no ser por la intercesión de un inf luyente hombre de letras, Pino della Tosa. Otro punto a comparar es la preocupación por el significado de los números. La muerte de

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Beatriz inspira nada menos que un poema complicadísimo sobre la importancia del número tres en su vida. Dante nunca dejó de obsesionarse con ese número. Es así que el poema está dividido en tres Cantiche, cada uno compuesto de 33 Canti, y escrito en terza rima. ¿Por qué, parece decir Mr Joyce, tendrían que haber cuatro patas en una mesa, y cuatro en un caballo, y cuatro estaciones y cuatro evangelios y cuatro provincias en Irlanda? ¿Por qué son doce las tablas de la ley, y doce apóstoles y doce meses y doce mariscales napoleónicos y doce hombres llamados Ottolenghi en Florencia? ¿Por qué debe celebrarse el Armisticio a la undécima hora del undécimo día del undécimo mes? No nos lo puede decir, porque no es Dios Todopoderoso, pero dentro de mil años sí lo podrá decir, y mientras tanto tiene que conformarse con saber por qué los caballos no tienen cinco patas, ni tres. Está consciente de que las cosas con características numéricas comunes tienden a tener también una relación muy significativa entre sí. Esa preocupación se traduce libremente en su obra actual, véase el capítulo “Question and Answer”, y a los Cuatro que hablan a través del cerebro infantil. Son a la vez los cuatro vientos y las cuatro provincias además de ser, en igual medida, las cuatro sedes episcopales. Una última palabra sobre los Purgatorios. El de Dante es cónico y, en consecuencia, implica la culminación. El de Mr Joyce es esférico y excluye la culminación. En uno hay un ascenso desde la vegetación real –Ante-Purgatorio– hasta la vegetación ideal –el Paraíso terrenal–; en el otro no hay ascenso ni vegetación ideal. En uno hay progresión absoluta y consumación garantizada; en el otro, f lujo –progresión o regresión– y una consumación aparente. En uno el movimiento es unidireccional, y un paso adelante significa un avance neto; en el otro el movimiento es no direccional, o multidireccional, y un paso adelante es, por definición, un paso atrás. El Paraíso terrenal de Dante es la puerta del carruaje de un Paraíso que no es terrenal; el Paraíso terrenal de Mr Joyce es la puerta de servicio que da a la orilla del mar. El pecado impide el movimiento hacia arriba en el cono, y es una condición del movimiento por

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la esfera. ¿En qué sentido, entonces, es purgatorial el trabajo de Mr Joyce? En la absoluta ausencia de Absoluto. El Infierno es la monotonía estática del vicio sin fin. El Paraíso es la monotonía estática de la perfección sin fin. El Purgatorio es una avalancha de movimiento y vitalidad liberada por la combinación de esos dos elementos. Hay un proceso purgatorial continuo, en el sentido de que el círculo vicioso de la humanidad se está cumpliendo, y ese logro depende del predominio recurrente de una de dos cualidades generales. Sin resistencia, no hay erupción; sólo en el Infierno y el Paraíso no hay erupciones, ni la necesidad ni la posibilidad de ellas. En esa tierra que es Purgatorio, el Vicio y la Virtud –que pueden tomarse como cualquier par de factores humanos imponentes y contrarios– deben purgarse a su vez hasta constituirse en nada más que espíritus de rebeldía. Entonces se forma la corteza dominante de lo Vicioso o lo Virtuoso, se produce la resistencia, la explosión ocurre puntualmente, y la máquina procede. Y nada más que eso, ni premio ni castigo; simplemente una serie de estímulos para permitir que el gato se siga atrapando la cola. ¿Y el agente parcialmente purgatorial? Lo parcialmente purgado.

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“Desdeñoso del empirismo”. Benedetto Croce, La filosofia di Giambattista Vico.

“Une mente a menudo distinta y a veces del todo opuesta y siempre superior a esos objetivos particulares que esos hombres se habían propuesto; y que, al convertir esos objetivos restringidos en medios para el cumplimiento de objetivos más amplios, siempre se ha aprovechado de ellos para conservar la generación humana en esta tierra”. Giambattista Vico, Scienza nuova. “Todo el cuerpo […] la llave maestra de la obra”. Giambattista Vico, Scienza nuova.

“Un viejo caballero que dijo que el alma es muy parecida a un balde de agua”. James Joyce, A Portrait of the Artist as a Young Man.

“No hay nada en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”. “Forma poética del espíritu”.

Sala de conciertos en Londres, conocida por su buen tono.

“Mujeres que tenéis intelecto de amor”. Dante Alighieri, Vita nuova.

“Vosotros que, entendiendo, movéis el tercer cielo”. Dante Alighieri, Convivio. “Temporal o espacial, la imagen estética primero se aprehende luminosamente como autolimitada y autocontenida sobre el fondo inconmensurable de espacio o tiempo que no es ella […] Se aprehende su totalidad”. James Joyce, Ulises.

“Más insensible tendrías que ser que las malezas carnosas que se pudren perezosamente en el embarcadero del Leteo”. William Shakespeare, Hamlet.

“Sobre el hermoso río Arno, en la gran ciudad”. Dante Alighieri, Inferno. “Aquello por cuyo verso el cantor meonio [Homero] ya no está solo”. Giacomo Leopardi, Sopra il monumento di Dante.

Portadownians: oriundos de Portadown, pueblo del norte de Irlanda conocido por la intolerancia recíproca de sus habitantes católicos y protestantes. “Ya que si alguien es tan desacertado como para creer que el lugar de su nación es el más maravilloso bajo el sol, también va a preferir su propio idioma vernáculo –digo, su lengua materna– a todos los

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demás […] Nosotros, sin embargo, cuya patria es el mundo…”. Dante Alighieri, De vulgari eloquentia. “Lo más feo […] casi todos los toscanos están viciados por la vileza de su dialecto […] no cabe duda que el idioma vulgar que buscamos es distinto al que usa el pueblo toscano”. Dante Alighieri, De vulgari eloquentia.

“Cantaré los últimos reinos, contiguos al f luido universo”, comienzo de la supuesta versión original en latín de la Divina Comedia, conservada por Boccaccio.

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“Fumando su pipa favorita en la sagrada presencia de las damas”.

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“A éstos hay que llamarlos ovejas y no hombres; ya que si una oveja se fuera a tirar de un precipicio de mil pasos, todas las demás seguirían detrás de ella; y si por algún motivo a una oveja que pasa por un camino se le ocurre dar un salto, todas las demás saltan, aunque no vean qué es lo que hay que saltar. Y yo una vez vi muchas saltar en un pozo detrás de una que saltó adentro creyendo, quizás, que estaba saltando un muro”. Dante Alighieri, Il Convivio.

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“Patas sucias”, Giovanni Boccaccio, Trattatello in laude di Dante. El pavo real corresponde al mismo Dante y las patas sucias, al idioma vulgar.

“Esto (la innovación formal) será una nueva luz, un nuevo sol, que saldrá cuando el usado se ponga y proporcionará luz a aquellos que están en las tinieblas y en la oscuridad porque el sol usado ya no los ilumina”. Dante Alighieri, Il Convivio.

“No puede ser conveniente la opinión de que un acto tan eminente del género humano se haya originado con la mujer antes que con el hombre”. Dante Alighieri, De vulgari eloquentia. “Sumo Júpiter”. Dante Alighieri, Purgatorio, con referencia a Jesucristo. “Puta descarada”. Dante Alighieri, Purgatorio.

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E fango è il mondo 1

Leopardi

Nota del autor No se alude en este libro ni a la vida y la muerte legendarias de Marcel Proust, ni a la dama locuaz de las Cartas, ni al poeta, ni al autor de los Ensayos, ni al Agua de Seltz que corresponde como correlativo a la “botella de soda preciosa” de Carlyle.2 He preferido mantener los títulos en francés. Las traducciones de los textos son mías. Las referencias remiten a la abominable edición de la Nouvelle Revue Française, en dieciséis tomos.

La ecuación proustiana nunca es simple. La incógnita, escogiendo sus armas de un arsenal de valores, es también lo inconocible. Y la calidad de su acción se divide en dos claves. Con Proust, cada lanza puede ser una lanza de Télefo. Ese dualismo enmarcado en la multiplicidad se examinará más de cerca en relación al “perspectivismo” de Proust. Para lograr esa síntesis es conveniente adoptar la cronología interna de la demostración proustiana, y examinar en primer lugar ese monstruo bicéfalo de condena y salvación: el Tiempo. El andamiaje de la estructura se revela a los ojos del narrador en la biblioteca de la princesa de Guermantes (ex Mme. Verdurin) y la naturaleza de sus materiales en la matinée posterior. Su libro toma forma en su mente. Está consciente de las muchas concesiones que

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las deficiencias de la convención literaria exigen al artista literario. Como escritor, no tiene derecho a practicar una separación total entre efecto y causa. Será necesario, por ejemplo, que la proyección luminosa del deseo subyugado quede interrumpida (desfigurada) por un toque humorístico: las facciones. Será imposible preparar los cientos de máscaras que pertenecen por derecho a los objetos aun de su examen más desinteresado. Acepta con pesar la regla y el compás sagrados de la geometría literaria. Pero se negará a extender su sumisión a las escalas espaciales, se negará a medir el largo y el peso del hombre en términos de su cuerpo en vez de sus años. En las palabras finales del libro declara su posición: “Pero si dispusiera del tiempo para terminar mi obra, no dejaría de imprimirle el sello de ese Tiempo, que ahora se me hace tan poderosamente presente en la mente, y en ella describiría a los hombres, aun a riesgo de presentarlos como seres monstruosos, como si ocuparan en el Tiempo un lugar mucho más grande que el que tan exiguamente se les concede en el Espacio, un lugar que en verdad se extiende más allá de toda medida, porque, como gigantes sumergidos en los años, tocan simultáneamente esos períodos de sus vidas, separados por tantos días, tan apartados en el Tiempo”. Las criaturas de Proust, entonces, son víctimas de esa condición y circunstancia predominante –el Tiempo–; víctimas como son víctimas los organismos inferiores, conscientes sólo de dos dimensiones y enfrentados repentinamente con el misterio de la altura: víctimas y prisioneros. No hay cómo escapar de las horas y los días. Ni de mañana, ni de ayer. No hay cómo escapar del ayer porque el ayer nos ha deformado, o ha sido deformado por nosotros. El modo gramatical no tiene importancia. La deformación se ha producido. El ayer no es un hito del pasado, sino una piedra en el camino recorrido de los años, incorporado irremediablemente a nosotros, interiorizado, pesado y peligroso. No es solamente que el ayer nos ha producido un mayor cansancio: somos otros, ya no los que éramos antes de la calamidad de ayer. Un día calamitoso, pero no necesariamente por su contenido. La buena o mala disposición

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del objeto no tiene realidad ni significación. Las alegrías y penas inmediatas del cuerpo y la inteligencia son sendas superfetaciones. Fuera lo que fuera, se ha asimilado al único mundo que tiene realidad y significación, el mundo de nuestra propia conciencia latente, y su cosmografía ha sufrido una dislocación. De modo que nuestra situación corresponde más bien a la de Tántalo, con la diferencia de que nosotros nos dejamos atormentar. Y quizás el móvil perpetuo de nuestros desencantos tiene un mayor grado de variedad. Las aspiraciones de ayer valían para el yo de ayer, no para el de hoy. Nos decepciona la nulidad de aquello que nos complacemos en llamar cumplimiento del deseo. ¿Pero en qué consiste el cumplimiento? En la identificación del sujeto con el objeto de su deseo. El sujeto ha muerto –y quizá muchas veces– en el camino. Que el sujeto B se decepcione por la banalidad de un objeto elegido por el sujeto A es tan irracional como lo sería el intento de saciar nuestro hambre observando un banquete ajeno. Aun postulando uno de esos escasos milagros de la coincidencia, en los cuales el calendario de los hechos corre paralelo al de los sentimientos, de modo que el cumplimiento se produce y el sujeto consigue el objeto del deseo (en la acepción más estricta de ese mal del espíritu), entonces la congruencia es tan perfecta, el estado temporal del cumplimiento elimina con tanta precisión el estado temporal de la aspiración, que lo que efectivamente ocurrió se perfila como inevitable y, dada la frustración inevitable de todo esfuerzo intelectual consciente por reconstruir lo invisible y lo impensable como realidad, estamos incapacitados para darnos cuenta de nuestra alegría comparándola con nuestro dolor. La memoria voluntaria (Proust lo repite hasta la saciedad) no tiene valor alguno como instrumento de evocación, y entrega una imagen tan alejada de lo real como el mito de nuestra imaginación o la caricatura provista por la percepción directa. Sólo hay una impresión real y un modo de evocación adecuado. Sobre ninguno tenemos el menor control. Esa realidad y ese modo se discutirán en su momento.

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Pero la astucia maligna del Tiempo en la ciencia de la af licción no se limita a su acción sobre el sujeto, acción que, como se ha demostrado, produce una modificación incesante de su personalidad, cuya realidad permanente, si la hay, sólo puede aprehenderse como hipótesis retrospectiva. El individuo es la fuente de un proceso de decantación permanente entre el vaso que contiene el f luido del tiempo futuro, viscoso, pálido y monocromo, y el vaso que contiene el f luido del tiempo pasado, agitado y abigarrado por los fenómenos de sus horas. Por lo general el primero es inocuo, amorfo, sin carácter; sus virtudes no son las de un Borgia. Contemplado por anticipado a través de los ojos de la f lojera y el aturdimiento de nuestra engreída voluntad de vivir, de nuestro pernicioso e incurable optimismo, parece exento de la amargura de la fatalidad: guardado para nosotros, no guardado en nosotros. Por momentos, sin embargo, es capaz de complementar las labores de su colega. Sólo es necesario que su superficie se rompa con una fecha, con cualquier especificación temporal que nos permita medir los días que nos separan de una amenaza, o de una promesa. Swann, por ejemplo, contempla con lúgubre resignación los meses que debe pasar lejos de Odette durante el verano. Un día Odette dice: “Forcheville (su amante y, después de la muerte de Swann, su marido) se va a Egipto durante Pentecostés”. Swann traduce: “Me iré a Egipto con Forcheville durante Pentecostés”. El f luido del tiempo futuro se congela, y el pobre Swann, cara a cara con la realidad futura de Odette y Forcheville en Egipto, sufre más gravemente incluso que ante su condición desdichada del momento. El deseo del narrador de presenciar la actuación de La Berma en Phèdre encuentra un estímulo más violento en el anuncio “Las puertas se cierran a las dos” que en el misterio de “la palidez jansenista y el mito solar” de Bergotte. Su indiferencia al separarse de Albertine al final del día en Balbec se transforma en la ansiedad más atroz cuando ella le dice a su tía o a una amiga: “Mañana, entonces, a las ocho y media”. El supuesto tácito de un futuro controlable queda destruido. El evento futuro no se puede enfocar, sus consecuencias no se

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pueden medir, hasta que se ubique definitivamente y se le asigne una fecha. Cuando Albertine era su prisionera, la posibilidad de su escape no lo perturbaba seriamente, porque era algo indefinido y abstracto, como la posibilidad de morir. Cualquiera sea la opinión que nos plazca tener respecto a la muerte, lo único seguro es que carece de valor y sentido. La muerte no nos ha exigido dejar un día libre. Una consideración parecida ha dado lugar a una revolución en el arte de la publicidad. Por eso nos exhortan no sólo a tomar tal laxante, sino a tomarlo a las siete de la tarde. Hasta ahora hemos considerado un sujeto móvil ante un objeto ideal, inmutable e incorruptible. Pero a nuestra percepción común sólo le ocupan fenómenos comunes. Que un objeto dado se exima del f luir intrínseco no cambia su condición de ser correlativo a un sujeto que no goza de tal inmunidad. El observador infecta lo que observa con su propia movilidad. Además, al tratarse de una relación humana, nos enfrentamos al problema de un objeto cuya movilidad no es solamente una función del sujeto, sino independiente y personal: dos dinamismos separados e inmanentes entre los cuales no existe ningún sistema de sincronización. De modo que cualquiera sea el objeto, nuestra sed de posesión es, por definición, insaciable. En el mejor de los casos, todo lo realizado en el Tiempo (todo lo que el Tiempo produce), sea en el Arte o en la Vida, sólo puede poseerse sucesivamente, mediante una serie de anexiones parciales, y nunca en forma integral y de una vez. La tragedia del romance Marcel-Albertine es el modelo de la tragedia de las relaciones humanas predestinadas al fracaso. Mi análisis de esa catástrofe central aclarará esta caracterización excesivamente abstracta y arbitraria del pesimismo de Proust. Pero a cada tumor su escalpelo y su vendaje. La Memoria y el Hábito son atributos del cáncer del Tiempo. Ellos controlan el episodio proustiano más simple, y la comprensión de su mecanismo debe preceder a cualquier análisis particular de su aplicación. Son los arbotantes del templo levantado para conmemorar la sabiduría del arquitecto, que es también la de todos los sabios, desde Brahma hasta Leopardi,

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sabiduría que no consiste en la satisfacción del deseo sino en su eliminación: “In noi di cari inganni non che la speme, il desiderio è spento”3

*** Las leyes de la memoria están sujetas a las leyes más generales del hábito. El hábito es un pacto efectuado entre el individuo y su entorno, o entre el individuo y sus propias excentricidades orgánicas: la garantía de una inviolabilidad mediocre, el pararrayos de su existencia. El hábito es el lastre que encadena el perro a su vómito. Respirar es hábito. La vida es hábito. O más bien la vida es una sucesión de hábitos, pues el individuo es una sucesión de individuos; al ser el mundo una proyección de la conciencia individual (una objetivación de la voluntad individual, diría Schopenhauer), es necesario renovar continuamente el pacto, tener al día el salvoconducto. La creación del mundo no ocurrió una vez y para siempre, ocurre cada día. Hábito es entonces el nombre genérico de los incontables acuerdos contraídos entre los incontables sujetos que constituyen al individuo y sus incontables objetos correlativos. Los períodos de transición que separan las adaptaciones consecutivas (porque no existe la macabra transubstanciación que permita que las mortajas sirvan de pañales) representan las zonas peligrosas en la vida del individuo –riesgosas, precarias, dolorosas, misteriosas y fértiles–, cuando por un momento el aburrimiento de vivir es reemplazado por el sufrimiento de ser. (Aquí, apesadumbrado y para satisfacción o disgusto de los adeptos a Gide, semi o completos, me siento movido a conceder un breve paréntesis a todos los analogívoros, que son capaces de interpretar el “Vivir al límite”, ese hipo victorioso in vacuo, como el himno nacional del verdadero yo exiliado en el hábito. Los gideanos recomiendan un hábito de vivir, y luego buscan un epíteto. Una frase corrupta y sin sentido.

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Asumen una jerarquía de hábitos, como si fuera válido hablar de hábitos buenos y malos. Una adaptación automática del organismo humano a las condiciones de su existencia tiene tan poco significado moral como el quitarse o no el sayo antes del treinta y uno de mayo; y exhortar a cultivar un hábito tiene tan poco sentido como exhortar a cultivar un romadizo). El sufrimiento del ser: es decir, la libre interacción de todas las facultades. Porque la devoción perniciosa del hábito paraliza nuestra atención, droga a aquellos sirvientes de la percepción cuya cooperación no resulta absolutamente imprescindible. El hábito es como Françoise, la inmortal cocinera de la casa familiar de Proust, que sabe lo que hay que hacer y está dispuesta a trabajar día y noche antes de tolerar cualquier actividad redundante en la cocina. Pero nuestro hábito de vivir corriente es tan incapaz de enfrentar el misterio de un cielo desconocido o una habitación extraña, toda circunstancia que no esté prevista en su currículo, como Françoise de concebir o darse cuenta del absoluto horror de una tortilla Duval. Entonces las facultades atrofiadas vienen al rescate, y el valor máximo de nuestro ser se recupera. Pero circunstancias menos drásticas pueden producir esa lucidez tensa y provisoria del sistema nervioso. Puede que el hábito no esté muerto (o agónico, condenado a morir), sino dormido. Esa segunda experiencia, más fugitiva, puede o no estar exenta de dolor. No inaugura un período de transición. Pero la primera y principal forma es inseparable del sufrimiento y la angustia: el sufrimiento del moribundo y la angustia celosa del suplantado. El viejo yo se aferra a la vida. Tal como era, un agente del tedio, era también un proveedor de seguridad. Cuando deja de cumplir esa segunda función, cuando se le opone un fenómeno que no sabe reducir a la condición de un concepto cómodo y familiar, cuando, en una palabra, falla en su responsabilidad como pantalla para evitar a su víctima el espectáculo de la realidad, desaparece, y la víctima, convertida en ex víctima, liberada por un instante, se expone a esa realidad, situación que tiene ventajas y desventajas. Desaparece, entre gemidos y rechinar de dientes. El microcosmos mortal no puede

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perdonar la relativa inmortalidad del macrocosmos. El whisky le guarda rencor al destilador. El narrador no puede dormir en una habitación que no sea la suya, lo tortura un techo alto porque está acostumbrado a otro bajo. ¿Qué está ocurriendo? El viejo pacto perdió vigencia. No contenía una cláusula sobre los techos altos. El hábito de apego a los techos bajos se volvió inútil, tiene que morir para que nazca el hábito de apego a los techos altos. Entre esa muerte y ese nacimiento, la realidad, intolerable, es absorbida por su conciencia febril, al límite extremo de la intensidad, por su conciencia organizada totalmente para prevenir el desastre, para crear el nuevo hábito que vaciará al misterio de su amenaza. Y también de su belleza. “Si el Hábito”, escribe Proust, “es una segunda naturaleza, nos mantiene ignorantes de la primera, y carece de sus crueldades y sus encantos”. Nuestra primera naturaleza, entonces, que corresponde, como veremos luego, a un instinto más profundo que el mero instinto animal de autopreservación, queda expuesta durante esos períodos de abandono. Y sus crueldades y encantos son las crueldades y los encantos de la realidad. “Encantos de la realidad” tiene aire de paradoja. Pero cuando el objeto se percibe como particular y único, y no sólo como miembro de una familia, cuando aparece independiente de cualquier noción general y ajeno a la cordura de una causa, aislado e inexplicable a la luz de la ignorancia, entonces –y sólo en esas circunstancias– puede constituirse en una fuente de encanto. Lamentablemente, el Hábito ha impuesto su veto a esa forma de percepción, y su acción consiste precisamente en ocultar la esencia –la Idea– del objeto entre la niebla de la concepción-preconcepción. Normalmente estamos en la situación del turista (la especificación tradicional constituiría un pleonasmo), cuya experiencia estética consiste en una serie de identificaciones y para el cual la guía Baedeker es el fin antes que el medio de su acción. Privado por naturaleza de la facultad cognitiva y por educación de todo conocimiento de las leyes de la dinámica, ve inmortalizada su emoción por una breve inscripción. El esclavo del hábito rechaza el objeto que no le cabe en el esque-

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ma de alguno de sus prejuicios intelectuales, que se resiste a las proposiciones de su equipo de síntesis, organizado por el Hábito bajo los principios del menor esfuerzo. En Proust abundan los ejemplos de ambos modos, la muerte del Hábito y la breve suspensión de su vigilancia. Transcribiré dos incidentes en la vida del narrador. El primero de ellos, que muestra el pacto renovado, es extremadamente importante como antecedente de un hecho posterior que discutiré en su momento en relación a la memoria y la revelación proustianas. El segundo ejemplifica el pacto suspendido a favor de la via dolorosa del autor. El narrador llega por primera vez a Balbec-Plage, un balneario en Normandía, acompañado de su abuela. Se alojan en el Grand Hôtel. El entra a su habitación, febril y exhausto después del viaje. Pero le resulta imposible dormir en ese infierno de objetos desconocidos. Todas sus facultades están alerta, a la defensiva, vigilantes y tensas, y tan dolorosamente alejadas del descanso como el cuerpo torturado de La Balue en su jaula, donde no podía estar parado ni sentado. Su cuerpo no cabe en ese cuarto vasto y atroz, porque su atención lo ha poblado de muebles gigantescos, una tormenta de sonidos y colores angustiantes. El hábito no ha tenido tiempo para acallar las explosiones del reloj, reducir la hostilidad de las cortinas violetas, sacar los muebles ni bajar la bóveda inaccesible de ese miradero. Solo en ese cuarto que todavía no es cuarto sino una caverna de bestias salvajes, sitiado en todas partes por los extraños implacables cuya intimidad ha invadido, desea morir. Entra su abuela, lo consuela, detiene el gesto con que se agacha para desabro­‌char sus botas, insiste en ayudarlo a desvestirse, lo acuesta, y antes de dejarlo lo hace prometer que golpeará el tabique que separa sus habitaciones si necesita algo durante la noche. El golpea, y ella vuelve. Pero sufrió esa y muchas otras noches. Según lo interpreta, ese sufrimiento constituye una reacción oscura, orgánica, humilde, por parte de aquellos elementos que representaban todo lo que era mejor en su vida, y que ahora se niegan a aceptar la posibilidad de una fórmula en la que no tendrían lugar. Esa aversión a morir, esa

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larga y desesperada y diaria resistencia ante la exfoliación permanente de la personalidad, también explica su horror ante la posibilidad de vivir sin Gilberte Swann o de perder a sus padres, ante la idea de su propia muerte. Pero si la separación –de Gilberte, de sus padres, de sí mismo– se asoma como una perspectiva terrorífica, ésta se disipa en un terror mayor cuando piensa que al dolor de la separación le sucederá la indiferencia, que la privación dejará de ser privación cuando la alquimia del Hábito haya transformado al individuo capaz de sufrir en un extraño para quien los motivos de ese sufrimiento son puro cuento, cuando no sólo los objetos que ama hayan desaparecido, sino también el amor mismo. Y piensa cuán absurdo es nuestro sueño de un Paraíso donde mantengamos nuestra personalidad, pues nuestra vida es una sucesión de paraísos sucesivamente negados; piensa que el único Paraíso verdadero es el Paraíso que se ha perdido, y que la muerte les quitará a muchos el deseo de inmortalidad. El segundo episodio que he elegido como ejemplo del pacto suspendido involucra a los mismos personajes, el narrador y su abuela. El ha estado un tiempo en Doncières con su amigo Saint-Loup. Llama por teléfono a su abuela en París. (Tras leer su descripción de esa llamada telefónica y su corolario, un poco menos impactante, cuando, años después, habla por teléfono con Albertine al llegar tarde a su casa después de su primera visita a la princesa de Guermantes, la Voix humaine de Cocteau no sólo parece una banalidad, sino una banalidad redundante). Después del malentendido habitual con las Vírgenes Vigilantes (sic) de la central telefónica, escucha la voz de su abuela, o lo que supone como su voz, porque ahora la escucha por primera vez, en toda su pureza y realidad, tan distinta a la voz que acostumbraba seguir en la partitura abierta de su rostro que no la reconoce como suya. Es una voz af ligida, con una fragilidad que la máscara cuidadosamente compuesta de sus facciones ni alivia ni disfraza, y esa extraña voz real da la medida del sufrimiento de su dueña. La escucha además como el símbolo del aislamiento que la aqueja, de la separación entre ellos, tan

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impalpable como una voz de entre los muertos. La voz se calla. Su abuela parece tan irrecuperablemente perdida como Eurídice entre las sombras. A solas ante el auricular, él llama su nombre en vano. Nada puede convencerlo de quedarse en Doncières. Tiene que ver a su abuela. Parte a París. La sorprende leyendo a su adorada Mme. de Sévigné. Pero él no está ahí porque ella no sabe que él está ahí. Está presenciando su propia ausencia. Y, a consecuencia de su viaje y de su ansiedad, su hábito queda suspendido, el hábito de su cariño por su abuela. Su mirada ya no es la nigromancia que en cada objeto precioso ve el espejo del pasado. La noción de lo que debería ver no ha tenido tiempo para interponer su prisma entre el ojo y su objeto. Su ojo funciona con la cruel precisión de una cámara: fotografía la realidad de su abuela. Y se da cuenta con horror que su abuela ya murió, hace tiempo y muchas veces, que la compañera querida de su mente, compuesta a lo largo de los años por la solicitud compasiva de la memoria habitual, ya no existe; que esa vieja loca, adormecida con su libro, abrumada por los años, colorada y grosera y vulgar, es una desconocida a la que no ha visto nunca antes. La tregua es breve. “Entre todas las plantas humanas”, escribe Proust, “el Hábito requiere el menor cuidado, y es la primera en aparecer entre la desolación aparente de la roca más estéril”. Breve, y peligrosamente dolorosa. La tarea fundamental del Hábito, alrededor del cual describe los arabescos pasmosos e inútiles de sus supererogaciones, consiste en una perpetua adaptación y readaptación de nuestra sensibilidad orgánica a las condiciones de sus mundos. El sufrimiento representa la omisión de esa tarea, sea por negligencia o por ineficiencia, y el aburrimiento su realización adecuada. El péndulo oscila entre esos dos términos: el Sufrimiento, que abre una ventana a lo real y es la condición central de la experiencia artística, y el Aburrimiento, con su fila de acompañantes higiénicos en sombrero de copa, que debe considerarse el más tolerable de los males humanos por ser el más duradero. Vista como una progresión, esa serie interminable de renovaciones nos

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deja tan indiferentes como la heterogeneidad de cualquiera de sus términos, y la intrascendencia de un yo cualquiera nos perturba tan poco como la comedia de la sustitución. De hecho, no le damos importancia a ninguna de las dos, a menos que lo hagamos, en forma imprecisa, después del hecho, o claramente cuando, como en el caso de Proust, cien pájaros volando valen infinitamente más que uno en la mano, y porque –si se me permite agregar esta nux vomica a un aperitivo de metáforas– el cogollo de la colif lor o el centro ideal de la cebolla servirían como homenaje más adecuado a las labores de la excavación poética que la corona de laurel. Saco la conclusión de este tema del tesoro de aforismos de Proust: “Si no existiera el Hábito, la Vida necesariamente parecería deliciosa a todos aquellos que se ven amenazados en cada momento por la muerte, es decir, a toda la Humanidad”.

*** Proust tenía mala memoria, como también tenía un hábito ineficaz, porque tenía un hábito ineficaz. El que tiene buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada. Su memoria es uniforme, esclava de la rutina, función y condición a la vez de su hábito impecable, un instrumento de referencia en vez de un instrumento de descubrimiento. El elogio de su memoria –“Lo recuerdo tan bien como recuerdo ayer…”– es también su epitafio, y entrega la expresión precisa de su valor. Recuerda el ayer tan poco como recuerda el mañana. Puede contemplar el ayer que está tendido en una cuerda a secar, mientras se asoma el feriado más lluvioso de la historia. 4 Porque su memoria es un tendedero, con las imágenes de la ropa sucia del pasado redimida y los sirvientes infaliblemente complacientes de sus necesidades de reminiscencia. La memoria está obviamente condicionada por la percepción. La curiosidad es un ref lejo no condicionado; en su manifestación más primitiva es una reacción ante el estímulo del peligro y rara vez carece de consideraciones utilitarias, incluso en su forma superior y aparentemente

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más desinteresada. La curiosidad es el pelo de nuestro hábito que tiende a ponerse de punta. Rara vez ocurre que nuestra atención no se tiña en mayor o menor grado con ese elemento animal. La curiosidad es la protección, no la muerte, del gato, esté colgando o en cuatro patas. Mientras más interesado nuestro interés, más indeleble debe ser su registro de impresiones. Su botín siempre estará disponible, porque su agresión era una forma de autodefensa, es decir, la función de un invariable. En casos extremos la memoria está tan estrechamente relacionada con el hábito que su palabra se hace carne, y no está disponible sólo en casos de urgencia, sino que se impone habitualmente. Por lo tanto la distracción mental es, por suerte, compatible con la presencia activa de nuestros órganos de expresión verbal. Repito que el rememorar, en su sentido más alto, no se puede aplicar a esos extractos de nuestra ansiedad. En rigor, sólo podemos recordar lo que ha registrado nuestra extrema distracción, para ser guardado después en ese inaccesible calabozo al fondo de nuestro ser, cuya llave el hábito no posee y tampoco necesita, porque no contiene ninguno de los atroces y útiles accesorios de la guerra. Pero ahí, en ese “gouffre interdit à nos sondes”, 5 está guardada nuestra esencia, el mejor de nuestros múltiples yo y sus concreciones, que los espíritus simplistas llaman el mundo; el mejor porque se ha acumulado furtiva, penosa y pacientemente bajo la nariz de nuestra vulgaridad, la esencia pura de una divinidad sofocada cuya susurrada “ disfazione” se ahoga en el saludable llanto de un apetito omnívoro, la perla que puede desmentir nuestro caparazón de pegamento y peltre. Puede, digo, cuando nos refugiamos en el recinto espacioso de la enajenación mental, en el sueño o en el excepcional alivio de la locura diurna. Proust levantó su mundo desde esa veta profunda. Su obra no es un accidente, pero su rescate sí es un accidente. Las condiciones de ese accidente se revelarán en el momento álgido de esta predicción. Es mejor un clímax de segunda mano que ninguno. Pero no se llega a nada ocultando el nombre del buzo. Proust lo llama “memoria involuntaria”. A la memoria que no es memoria, sino la

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aplicación de concordancias al Antiguo Testamento del individuo, la llama “memoria voluntaria”. Se trata de la memoria uniforme de la inteligencia, y se puede contar con ella para reproducir a nuestra inspección agradecida esas impresiones del pasado que se formaron consciente e inteligentemente. No se interesa por ese elemento misterioso de la distracción que inf luye en nuestras experiencias más banales. Presenta el pasado en blanco y negro. Las imágenes que elige son tan arbitrarias como las que elige la imaginación, y no menos alejadas de la realidad. Proust ha comparado su proceder con el de hojear un álbum de fotografías. El material que entrega no contiene nada del pasado, sólo una lejana proyección, borrosa y uniforme, de nuestra ansiedad y oportunismo. Es decir, nada. No existe gran diferencia, dice Proust, entre el recuerdo de un sueño y el recuerdo de la realidad. Cuando el soñador despierta, ese emisario de su hábito le asegura que su “personalidad” no ha desaparecido con su fatiga. Es posible (para aquellos que se interesan por semejantes especulaciones) considerar la resurrección del alma como una impertinencia final derivada de la misma fuente. Insiste en el más necesario, saludable y monótono de los plagios: el autoplagio. Demócrata por antonomasia, no distingue entre los Pensées de Pascal y un anuncio de jabón. De hecho, si el Hábito es la Diosa del Tedio, la memoria voluntaria es Shadwell, 6 y de origen irlandés. La memoria involuntaria es explosiva, “una def lagración inmediata, total y deliciosa”. Restaura no sólo el objeto del pasado, sino al Lázaro que seducía o torturaba; no sólo a Lázaro y el objeto, sino más porque menos, más porque abstrae lo útil, lo oportuno, lo accidental, porque su llama ha consumido el Hábito con todas sus obras, y su brillo ha revelado lo que la realidad postiza de la experiencia jamás puede ni podrá revelar: lo real. Pero la memoria involuntaria es un mago rebelde al que no se puede importunar. Escoge su propio tiempo y lugar para realizar el milagro. No sé con qué frecuencia se repite ese milagro en Proust. Creo que doce o trece veces. Pero basta con la primera –el famoso episodio de la magdalena remojada en el té– para que se

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pueda afirmar que el libro entero es un monumento a la memoria involuntaria y la epopeya de su actuar. Todo el mundo de Proust sale de una taza de té, no solamente Combray y su infancia. Pues Combray nos lleva a los dos “caminos” y a Swann, y es a Swann que debe relacionarse cada elemento de la experiencia proustiana, y en consecuencia su clímax en la revelación. Swann está detrás de Balbec, y Balbec es Albertine y Saint-Loup. Involucra directamente a Odette y Gilberte, los Verdurin y su clan, la música de Vinteuil y la prosa mágica de Bergotte; indirectamente (a través de Balbec y Saint-Loup), a los Guermantes, Oriane y el duque, la princesa y M. de Charlus. Swann es la piedra angular de toda la estructura y la figura central de la infancia del narrador, infancia que la memoria involuntaria, estimulada o hechizada por el sabor desde hace tanto tiempo olvidado de una magdalena remojada en una infusión de té, evoca en todo el relieve y el color de su significado esencial desde la inescrutable banalidad de una taza.

*** Ante ese monstruo o dios jánico, triple, ágil: el Tiempo –una condición de la resurrección por ser un instrumento de la muerte–, el Hábito –una af licción en cuanto que se opone a la peligrosa exaltación de aquélla y una bendición en cuanto que mitiga la crueldad de ésta–, la Memoria –un laboratorio clínico provisto de veneno y antídoto, estimulante y sedante–; ante Él, la mente recurre a la única compensación y evasión milagrosa que su tiranía y su vigilancia toleran. Esa salvación fortuita y fugitiva en medio de la vida puede sobrevenir (y no ocurre necesariamente) cuando la negligencia o la agonía del Hábito estimula la acción de la memoria involuntaria, y en ninguna otra circunstancia. Proust ha adoptado esa experiencia mística como el leitmotiv de su composición. Se repite, como la frase dinámica del Septuor de Vinteuil, una neuralgia más que un tema, persistente y monótona; desaparece bajo la superficie y sale con una estructura aun más pura y nerviosa,

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enriquecida con una extraña y necesaria incrustación de notas de apoyo, una declaración más segura, más esencial, de la realidad, y se eleva a través de une serie de precisiones y purificaciones hasta la cumbre desde la cual domina y aclara el más humilde incidente de su ascenso y entrega su jubiloso ultimátum. Aparece por primera vez como el episodio de la magdalena, y de nuevo al menos en cinco ocasiones capitales antes de su sitio final y múltiple en la casa de Guermantes, al principio del segundo volumen de Le Temps retrouvé, su expresión culminante e íntegra. Por lo tanto el germen de la solución proustiana está contenido en la misma exposición del problema. La fuente y el punto de partida de esa “acción sagrada”, los elementos de comunión, son provistos por el mundo físico, por algún acto de percepción inmediato y fortuito. Se trata casi de un proceso de animismo intelectual. La lista de fetiches es la siguiente: La magdalena remojada en una infusión de té. (Du côté de chez Swann, i. 69-73). 2. Las agujas de Martinville, vistas desde el coche del doctor Percepied. (Ibid., 258-262). 3. Un olor a encierro en un baño público de los Champs-Élysées. ( A l’ombre des jeunes filles en fleurs, i. 90). 4. Los tres árboles vistos cerca de Balbec desde el carruaje de Mme. de Villeparisis. (Ibid., ii. 161). 5. El seto de espino cerca de Balbec. (Ibid., iii. 215). 6. Se agacha para desabrochar sus botas en su segunda visita al Grand Hôtel de Balbec. (Sodome et Gomorrhe, ii. 176). 7. Los adoquines disparejos en el patio de la casa de Guermantes. (Le Temps retrouvé, ii. 7). 8. El ruido de una cuchara contra un plato. (Ibid., 9). 9. Se limpia la boca con una servilleta. (Ibid., 10). 10. El ruido del agua en las cañerías. (Ibid., 18). 11. El François le Champi de George Sand. (Ibid., 30). 1.

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La lista no está completa. He omitido varias experiencias vacilantes y frustradas, ninguna de las cuales constituye en rigor una repetición del motivo, sino más bien una premonición de su acercamiento. Entre esas evocaciones oscuras, incompletas, hay cierto grupo de tres que es especialmente significativo (Côté de Guermantes, ii. 80-82). El narrador está en su casa esperando a Mlle. de Stermaria (que podría haber sido su Albertine de no haberle fallado en ese momento). Es transportado sucesivamente a Balbec, Doncières y Combray por el crepúsculo que percibe sobre las cortinas de su ventana, por la bajada de las escaleras junto a Robert de Saint-Loup, que acaba de llegar, y por la densa niebla que se ha asentado sobre la calle. Esas tres evocaciones, aunque incompletas, son intensamente violentas, y por un momento él está consciente de la materia y la sustancia heterogéneas de esos períodos de su pasado: de la arenisca sombría y áspera de Combray, opuesta al alabastro compacto, brillante, traslúcido en sus vetas rosas, de Rivebelle. Pero no está solo, es interrumpido por SaintLoup, y lo que podría haber sido el momento decisivo de su vida, el clímax que no alcanzará sino muchos años después en el patio y la biblioteca de la princesa de Guermantes, resulta ser nada más que uno de sus precursores más efímeros. Las cinco últimas visitaciones –adoquines, cuchara y plato, servilleta, agua en las cañerías, y François le Champi – pueden considerarse como componentes de una única anunciación y como la clave de su vida y obra. La sexta experiencia capital es particularmente importante (aunque menos conocida que la famosa magdalena, invariablemente citada como la típica revelación proustiana), pues no sólo representa una aparición central del motivo sino una aplicación de la maquinaria errática del hábito y la memoria tal como Proust la concibe. Albertine y el Discours de la méthode proustiano han esperado bastante y pueden esperar un poco más, y se invita cordialmente al lector a omitir este análisis resumido del que es quizás el mejor pasaje que escribió Proust: Les Intermittences du coeur.

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El incidente se produce en la primera noche de la segunda visita del narrador a Balbec. En esta oportunidad está con su madre, pues su abuela ha muerto hace un año. Pero los muertos anexan a los vivos tan infaliblemente como el reino de Francia anexa el ducado de Orleáns. Su madre se ha convertido en su abuela, sea por sugestión del pesar o por culto idólatra a los muertos o por el efecto desintegrador de la pérdida, que rompe la crisálida y apura la metamorfosis de un embrión atávico cuya maduración es lenta e imperceptible sin el estímulo del dolor. Ella usa el bolso y el manguito de su madre, y siempre lleva consigo un volumen de Mme. de Sévigné. Aunque se había burlado siempre de la incapacidad de su madre para escribir una carta sin citar a Mme. de Sévigné o Mme. de Beausergent, ahora redacta las suyas para su hijo en torno a alguna frase de las Cartas o las Memorias. Los motivos del narrador en esta segunda visita no son aquellos –formados por Swann y su fantasía– que le quitaban la paz mientras Balbec mantenía el misterio y belleza de su nombre, antes que la realidad reemplazara el espejismo de la imaginación con el espejismo de la memoria y descifrara el valor de lo desconocido, tal como en su momento será descifrada Venecia y la odisea del “tacot”7 local a través de una tierra mítica, mediante la etimología de Brichot y el desprecio apaciguador de la familiaridad. La iglesia persa con sus vitrales “salpicados por la espuma del mar” y su torre construida con los muros de granito de un arrecife normando, ha sido remplazada por la giorgionesca camarera de Mme. de Putbus. Llega cansado y enfermo, igual que en la ocasión anterior ya analizada como ejemplo de la muerte del Hábito. Pero ahora el dragón se ha domesticado, y la caverna es una habitación. El Hábito se ha reorganizado, operación que Proust describe como “más larga y difícil que dar vuelta un párpado, y que consiste en la imposición de la familiaridad de nuestro propio espíritu sobre el espíritu terrorífico de nuestro alrededor”. Se agacha –cautelosamente, cuidando su corazón– para desabrocharse las botas. Repentinamente lo invade una presencia divina familiar. Lo reanima una vez más

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ese ser cuya ternura, varios años antes, en un momento parecido de angustia y fatiga, le había entregado un momento de calma: su abuela tal como había sido entonces, y como había seguido siendo hasta el día fatal de su ataque de apoplejía en Champs-Élysées, después del cual no quedó de ella más que un nombre, de modo que su muerte tuvo para el narrador tan poca importancia como la muerte de un extraño. Ahora, un año después de su entierro, gracias a la misteriosa acción de la memoria involuntaria, él se da cuenta de su muerte. En cualquier momento dado, la totalidad de nuestra alma, a pesar de su hoja de balances favorables, tiene un valor puramente ficticio. Sus activos nunca son completamente realizables. Pero con ese gesto no sólo ha conseguido rescatar la realidad perdida de su abuela: ha recobrado la realidad perdida de sí mismo, la realidad de su ser perdido. Como si la figura del Tiempo se pudiera representar mediante una serie infinita de paralelos, su vida se desvía a otra línea y prosigue, sin solución de continuidad, desde el momento remoto de su pasado donde su abuela se agachó para apaciguar su angustia. Y es tan incapaz de visualizar los incidentes que marcaron ese largo período de intermitencia, los incidentes de las horas recién transcurridas, como en ese intervalo estaba inexorablemente privado de la trama preciosa en el tapiz de sus días que representaba a su abuela y su amor por ella. Pero esta reanudación de una vida anterior está envenenada con un anacronismo cruel: su abuela está muerta. Por primera vez desde su muerte, desde los Champs-Élysées, la recobra viva y completa, tal como era tantas veces, en Combray y París y Balbec. Por primera vez después de su muerte sabe que está muerta, sabe quién ha muerto. Tuvo que recuperarla viva y tierna para luego reconocerla muerta y para siempre incapacitada de ternura alguna. Esa contradicción entre presencia y extinción sin remedio es insoportable. No sólo el recuerdo –la experiencia– de su predestinación mutua queda suprimido retrospectivamente por la convicción de que hablar de predestinación en esos casos es un disparate, de que él había conocido a su abuela por azar y los pocos años que pasó con ella

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eran un accidente; que si él no significaba nada para ella antes de conocerse, tampoco puede significar algo para ella después de su partida. No puede comprender “esa dolorosa síntesis de sobrevivencia y aniquilación”. Y escribe: “No sabía si esa impresión dolorosa y hasta el momento incomprensible revelaría alguna vez una verdad. Pero supe que si alguna vez lograse extraer alguna verdad del mundo, sería de una impresión de ese tipo y no de otro, una impresión particular y espontánea a la vez, ni formada por mi inteligencia ni atenuada por mi pusilanimidad, pero cuyo surco doble y misterioso hubiese sido como trazado por un relámpago, dentro de mí, por la inhumana y sobrenatural espada de la Muerte, o la revelación de la Muerte”. Pero ya la voluntad, la voluntad de vivir, la voluntad de no sufrir, el Hábito, recobrándose de su parálisis momentánea, ha puesto los cimientos de su estructura maligna y necesaria, y la visión de su abuela empieza a desaparecer y a perder el relieve y la claridad milagrosos que ningún esfuerzo deliberado de memoria puede entregar o restablecer. Es redimido momentáneamente por la visión de ese tabique que, como un instrumento, había transmitido la declaración vacilante de su angustia, y, unos días después, por el descorrer de la persiana en un vagón de tren, cuando la evocación de su abuela es tan viva y dolorosa que se ve obligado a faltar a su visita a Mme. Verdurin y abandonar el tren. Pero para que este nuevo resplandor, este viejo resplandor avivado e intensificado, se extinga definitivamente, debe recorrerse el calvario de la piedad y el remordimiento. El recuerdo insistente de las crueldades inf ligidas a alguien que está muerto es una f lagelación, porque los muertos sólo están muertos mientras siguen existiendo en el corazón del sobreviviente. Y sentir piedad por lo sufrido es una expresión más cruel y precisa de ese sufrimiento que el cálculo consciente del que sufre, a quien al menos se le ahorra una deses­p eración: la del espectador. El narrador recuerda un incidente que sucedió durante su primera estadía en Balbec, a la luz del cual había llegado a considerar a su abuela una vieja frívola y vanidosa. Ella había insistido en que Saint-Loup le tomara una fotografía,

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para que su nieto adorado tuviera al menos ese pequeño testimonio de sus últimos días, pues una descarga de síncopes (el gerente del Grand Hôtel, que los llamaba “símcopes”, ahora le revela al narrador esa primera arremetida de la enfermedad de su abuela y le proporciona sin querer, en su absurda equivocación verbal, otro instrumento más de evocación dolorosa) y de ataques de apoplejía le había por fin permitido ver claramente a la muerte como un hecho próximo. Y se había preocupado mucho de su pose y de la inclinación de su sombrero, ya que quería que fuera la fotografía de una abuela y no de una enfermedad. Precauciones todas que el narrador había interpretado como coqueterías fútiles. De modo que, a diferencia de Miranda, sufre con la que no ha visto sufrir, como si para él, como para Françoise –quien permanece indiferente ante la criada benévola parturienta del Giotto y la violenta transmutación de lo apto para vivir en lo apto para comer, pero no puede evitar llorar al enterarse de un terremoto en China–, el dolor sólo pudiera enfocarse a distancia.

*** La tragedia de Albertine se prepara durante la primera estadía del narrador en Balbec, se complica con la relación que tienen en París, se consolida durante su segunda estadía en Balbec, y se consuma con la reclusión de ella en París. El la ve por primera vez, absorta por la “pequeña banda” radiante de Balbec, empujando su bicicleta, integrante de esa procesión inefable e inaccesible cuya línea elegante de figuras se enrosca y se desenrosca contra el mar y que a la adoración envidiosa del narrador le parece tan eterna y herméticamente exclusiva como un friso o un cortejo pintado al fresco. Ella carece de individualidad. No es más que una f lor en ese frágil cerco de rosas carolinianas que rompe la línea de las olas, y ese misterio colectivo original de la pequeña banda le permite a él, muchos años después, cuando Albertine ya se ha individuado y se ha convertido en cautiva, cuando las nebulosas de esa cons-

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telación se han sintetizado en una sola obsesión astral, negar no solamente la realidad objetiva (como era el caso con Gilberte) de su amor por ella, sino también, al coordinarla con otra imagen, su realidad subjetiva. Ella lo mira un día en la playa (la identificación con Albertine es retrospectiva), y él escribe: “Supe que no podría poseer a esa joven ciclista si no poseía lo que había en sus ojos”. Su imaginación teje su capullo sobre esa crisálida frágil y casi abstracta, esa unidad dentro de una orgiástica banda de bacantes en bicicleta. El pintor Elstir se la presenta, y procede a conocerla mediante una serie de substracciones en la cual cada fragmento de su fantasía y deseo es reemplazado por una noción infinitamente menos preciosa. Así, la relación de Albertine con Mme. Bontemps, sus primeras amabilidades, el efecto de un lunar postizo que declama desde su barbilla, su uso del adverbio “perfectamente” en lugar de “completamente”, una inf lamación provisoria de su sien que constituye un centro de gravedad óptico entorno al cual se organiza la composición de sus facciones, son suficientes para establecer en conjunto a una Albertine tan distinta de la primera Albertine, la f lor de la playa, como dista de la segunda un tercer aspecto, caracterizado por una marcada pronunciación nasal, un aterrador domino de la jerga, la supresión de la sien inf lamada y el traslado milagroso del lunar de la barbilla hacia el labio superior. Así se establece la multiplicidad pictórica de Albertine, que se transformará por una progresión natural en una multiplicidad plástica y moral, ya no un simple cambio de superficie y efecto del ángulo de enfoque del observador antes que la expresión de una variedad activa y interna, sino una multiplicidad profunda, un tumulto de contradicciones objetivas e inmanentes sobre las cuales el sujeto no tiene control. Sin embargo, ante el caleidoscopio de sus expresiones, ante ese rostro que pasa de ser pura superficie, suave y encerada, a un estado casi f luido de alegría traslúcida, y de la tersura pulida de un ópalo tallado a la afiebrada congestión roja-negra de un ciclamen, él concluye desde ya que el Nombre es un ejemplo del primitivismo de una sociedad bárbara, tan conven-

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cionalmente insuficiente como “Homero” o “mar”. Ella rechaza con frialdad su primer gesto de acercamiento. Concluye que Albertine es virtuosa y que su hipótesis original –que posiblemente era la amante de un ciclista profesional o de un campeón de boxeo– no era sólo incorrecta en su aplicación específica, sino que se basaba en una percepción completamente falsa de su carácter. Concluye que Albertine es virtuosa, y su primera estadía en Balbec se cierra con esa impresión. La corrección se produce con una visita de Albertine en París. A un nuevo vocabulario, adornado por sofisticaciones como “distinguido”, “a mi modo de ver”, “mousmé”, “lapso de tiempo”, corresponde una nueva y sofisticada Albertine, ahora tan pródiga en atenciones como antes era frugal. El narrador, mientras supone que ella ha sido objeto de una iniciación, no logra establecer una medida común entre esos tres aspectos centrales de Albertine: la Albertine apasionada e irreal de la playa, la Albertine real y virginal tal como se le apareció al final de su estadía en Balbec, y ahora esta tercera Albertine que cumple la promesa de la primera en la realidad de la segunda. “Mi exceso de conocimientos terminó en un agnosticismo provisorio. ¿Qué era posible afirmar cuando la hipótesis original había sido primero refutada y luego confirmada?” Y el placer que encuentra en Albertine se intensifica con la extensión de su espíritu hacia esa realidad inmaterial que ella parece simbolizar, Balbec y su mar –“como si la posesión material de un objeto, o el hecho de vivir en un pueblo, fuera equivalente a la posesión espiritual”. Ese objeto de deseo compuesto –una mujer y el mar– se depura de su segundo elemento por el hábito del primero. Se puede formar un compuesto secundario a través de los celos, y restaurar la amalgama de lo humano y lo marino, pero como un estímulo cardíaco y ya no visual. Pero incluso esa nueva Albertine es múltiple, y tal como las aplicaciones fotográficas más modernas pueden enmarcar sucesivamente una sola iglesia en los claustros de todas las demás y el horizonte entero en el arco de un puente o entre dos hojas adyacentes, descomponiendo de esa forma la ilusión

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de un objeto sólido en sus múltiples aspectos constitutivos, así en el pequeño trayecto que hacen sus labios para llegar a la mejilla de Albertine se crea a diez Albertines y se transforma la banalidad humana en una diosa multicéfala. Pero la amenaza de lo que debe ser la vida con ella se anuncia más claramente cuando, después de su primera visita a la princesa de Guermantes, se sienta solo en su habitación a esperar a Albertine (quien, momentáneamente eclipsada por la misteriosa Mlle. de Stermaria, quedó fuera de su mente toda la noche), a Albertine que ha prometido ir y que no llega y cuya ausencia persistente transforma una simple irritación física en una llama de angustia moral, de modo que espera oír sus pasos, o la sublime llamada del teléfono, no con los oídos y la mente, sino con el corazón. Pues en su ansiedad ha añadido otro cristal más a esta rama de Salzburgo, el cristal de una necesidad, de esa necesidad que lo torturaba en Combray y que sólo su madre podía mitigar con la hostia de sus labios. Pero cuando ella llama por teléfono para explicarse, cuando él sabe que viene en camino, se pregunta cómo pudo haber visto en esa vulgar Albertine, parecida o incluso inferior a tantas otras, una fuente de consuelo y salvación que ningún milagro podía reemplazar. “Sólo se ama aquello que no se posee, sólo se ama aquello en lo que se persigue lo inaccesible”. La segunda visita a Balbec, inaugurada cuando pierde y llora retrospectivamente a su abuela, completa la transformación de una criatura de las superficies en una criatura de las profundidades, insondable; logra la solidificación de un perfil. En el momento en que el doctor Crottard ve a Albertine y a su amiga Andrée (una integrante de la banda) bailando juntas en el Casino de Incarville, y diagnostica pomposamente un caso de perversión sexual, comienza la “tortura recíproca” de sus relaciones. De aquí parten las mentiras y contramentiras, persecuciones y escapes, y, por parte del narrador, un amor por Albertine cuya intensidad se relaciona directamente con el éxito de sus evasivas. Porque Albertine no es sólo una mentirosa como lo son todos aquellos que se creen amados:

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es una mentirosa innata. Una serie de incidentes consolidan la incertidumbre del narrador respecto a Albertine, es decir, exasperan su amor por ella. Ella falta a una cita, inventa otra con una amiga inexistente de su tía en Infreville, observa fijamente en el espejo el ref lejo de Mlle. Bloch y su prima, ambas lesbianas practicantes, y luego niega haberlas visto. Y después, cuando los celos del narrador y su sensación de impotencia están en su grado máximo, sobreviene un período de calma, y él se apacigua con la docilidad de una Albertine siempre disponible. Se vuelve indiferente a esa nueva criatura que ya no opone resistencia. Resuelve romper con ella y le anuncia la decisión a su madre. Al regresar una noche con Albertine en el “tacot” de una fiesta en La Raspelière, repasa mentalmente la fórmula de separación. Por casualidad menciona su interés por la música de Vinteuil. Albertine, cuyo gusto musical es tan primitivo como es bien desarrollada su apreciación pictórica y arquitectónica, trata de producir una impresión favorable declarando que conoce perfectamente la música de Vinteuil gracias a su intimidad con Mlle. Vinteuil y su amiga, la actriz Léa. En el paroxismo de los celos el narrador es transportado otra vez a Montjouvain como el horrorizado espectador de esas dos lesbianas que sazonan su placer con un acto sádico de sacrilegio a expensas del propio M. Vinteuil, muerto ya hace tiempo.* Y esa visión de Montjouvain parece llegar como Orestes a vengar la muerte de Agamenón. Piensa en su abuela y en sus crueldades con ella. Albertine, hace un momento tan remota y alejada de su corazón, ya no es solamente una obsesión, sino parte de él, está dentro suyo, y el movimiento que ella hace para bajar del tren amenaza con desgarrarle el cuerpo entero. La obliga a acompañarlo a Balbec. Ya no existen la playa y las olas, el verano ha muerto. El mar es un velo que no puede esconder el horror de Montjouvain, la intolerable visión de una lujuria sádica y una fotografía profanada. Ve *

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en Albertine otra Rachel y otra Odette, y la esterilidad y la farsa de un afecto dictado por el interés. Ve su vida como una sucesión de amaneceres tristes, envenenados por las torturas de la memoria y la soledad. La mañana siguiente lleva a Albertine a París y la encierra en su casa. Su vida común con Albertine es volcánica, una serie de erupciones laceran su mente: Furia, Celos, Envidia, Curiosidad, Sufrimiento, Orgullo, Honor y Amor. La forma de este último es preestablecida por las imágenes arbitrarias de la memoria y la imaginación, una ficción artificial que, en detrimento de su propio bienestar, obliga cumplir a la mujer. Albertine como persona no cuenta. No es un motivo, sino una noción, tan alejada de la realidad como lejos está la verdadera Odette de su retrato pintado por Elstir, que no es el retrato de la amada sino del amor que la ha deformado. De manera que su ansiedad no procede de Albertine, sino de todo un proceso de sufrimientos y emociones que el hábito ha asociado y vinculado a su persona. Su vida con Albertine, que no encierra ni una sola ventaja positiva, no es más que un aplacamiento, el símbolo de un monopolio. Y no siempre un aplacamiento, porque el misterio de Albertine persiste, el misterio que él sintió en sus ojos la primera vez que la vio frente al mar en Balbec, el misterio que lo cautivó entonces y que ahora anhela borrar porque representa la fragilidad de su dominio. Esta última fase de su relación con Albertine lleva la huella de su comienzo, signado por los celos de él y la falsedad de ella. “¿Cómo tenemos valor para desear vivir, cómo podemos hacer un gesto para preservarnos de la muerte, en un mundo donde el amor es provocado por una mentira y consiste únicamente en la necesidad de que apacigüe nuestros sufrimientos el ser que nos hizo sufrir?” En toda la literatura, creo, no existe otro estudio de ese desierto de la soledad y la recriminación que los hombres llaman amor presentado y desarrollado con tal diabólica objetividad. Después de esto, Adolphe es un baboseo petulante, la falsa epopeya de la hipersecreción salival, Mme. de Cambremer (cuyo nombre, como le hace observar Oriane de Guermantes a

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Swann, se detiene justo a tiempo) llorando. Cada palabra y gesto de Albertine caen en el torbellino de los celos y la desconfianza, son traducidos y tergiversados, interpretados en cualquier sentido menos el correcto. Cada incidente recordado se descompone en el ácido de la desconfianza. “Mi imaginación proponía ecuaciones para la incógnita en ese álgebra del deseo”. Pero Albertine es una fugitiva y la expresión de su valor no puede estar completa si no la antecede algún símbolo como el que denota velocidad en física. Una Albertine estática pronto se conquistaría, pronto se compararía con todas las posibles conquistas que su posesión excluye, y a la nulidad del objeto tal como es se preferiría la infinidad de lo que no es y podría ser. El amor, insiste él, sólo puede coexistir con un estado de insatisfacción, nazca de los celos o de su predecesor, el deseo. Representa nuestra demanda por una totalidad. Su comienzo y su continuación implican la conciencia de que algo falta. “Uno sólo ama aquello que no posee por completo”. Y hasta que sucede la ruptura –y de hecho mucho después, incluso cuando su objeto está muerto, gracias a los celos retrospectivos, una “ jalousie de l’escalier” 8 – hay guerra. Albertine menciona de pasada que quizá mañana visite a los Verdurin. Anagrama: “Quizá mañana vaya a ver a los Verdurin. No lo sé. No tengo muchas ganas”. Traducción: “Es absolutamente seguro que iré mañana a ver a los Verdurin. Es sumamente importante”. El recuerda que Morel ha prometido dirigir el Septuor de Vinteuil para Mme. Verdurin, y concluye que Mlle. Vinteuil y su amiga estarán entre los invitados, y que por algún infernal golpe de astucia Albertine ha concertado una cita con ellas para la noche siguiente. Así, esos escasos momentos de alivio que le permiten tomar la determinación de romper con Albertine y poner fin a esa doble esclavitud que le impide ir a Venecia, le impide trabajar, lo aparta de sus amigos y le permite, a lo sumo y de mala gana, la amarga satisfacción de saber que ningún rival gozará lo que él no puede gozar; esos escasos períodos de calma relativa se interrumpen con la intervención de algún nuevo motivo de celos, o con la transformación, en el infatigable crisol de

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su mente, de algún detalle insignificante de su pasado común en un veneno hecho para la exasperación de su amor o su odio o sus celos (términos intercambiables) y para la corrosión de su corazón. Por ejemplo, cuando está al fin resuelto a separarse, ella jura que su tía no tiene ninguna amiga en Infreville. Su falsedad no tiene límite, como tampoco lo tiene la facultad de sufrir de él. Y en medio de esta Tolomea, 9 él sabe que esa mujer no tiene realidad, que “nuestro amor más exclusivo por una persona siempre es un amor por otra cosa”, que ella es intrínsecamente menos que nada, pero que en su nada existe una corriente activa, misteriosa e invisible que lo obliga a inclinarse y adorar a una Diosa oscura e implacable y a hacer ante ella sacrificios de sí mismo. Y la Diosa que requiere ese sacrificio y esa humillación, cuya única condición de patronazgo es la corruptibilidad, y en cuya fe y adoración nace toda la humanidad, es la Diosa del Tiempo. Ningún objeto extendido en esta dimensión temporal tolera la posesión, entendiendo por ésta la posesión total, que sólo se logra con la identificación completa de objeto y sujeto. La impenetrabilidad aun del ser humano más vulgar e insignificante no es simplemente una ilusión provocada por los celos del sujeto (aunque esa impenetrabilidad resalta con mayor claridad bajo los rayos Röntgen de unos celos tan ferozmente hipertrofiados como los del narrador, celos que sin duda constituyen un aspecto de su complejo de poder y su infantilismo, dos tendencias que Proust tiene muy desarrolladas). Todo lo activo, todo lo que está envuelto en el tiempo y el espacio, está dotado de lo que podría llamarse una impermeabilidad abstracta, ideal y absoluta. De ese modo podemos entender la situación de Proust: “Imaginamos que el objeto de nuestro deseo es un ser que se nos puede entregar, encerrado en un cuerpo. ¡Ay! Es la extensión de ese ser a todos los puntos del espacio y del tiempo que ha ocupado y ocupará. Si no tenemos contacto con tal lugar y con tal hora no poseemos a ese ser. Pero no podemos alcanzar todos esos puntos”. Y además: “Un ser disperso en el tiempo y en el espacio ya no es una mujer sino una serie de eventos que no se dejan iluminar, una

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serie de problemas que no se pueden resolver, un mar que, como Jerjes, azotamos con varas en el afán absurdo de castigarlo por haberse tragado nuestro tesoro”. Y define el amor como: “Tiempo y espacio vueltos perceptibles para el corazón”. Convence a Albertine de ir a una función especial en el Trocadéro en vez de asistir a la recepción de los Verdurin. Ella acepta. Prevenida la amenaza de Vinteuil, Albertine se convierte para él en una molestia. Hojeando ociosamente el Figaro, se electriza repentinamente al ver anunciado que Léa actúa en la misma función de gala a la que ha enviado a Albertine. ¡Gala! Frenético, manda a Françoise a buscarla. Albertine regresa sin haber podido hablar con Léa. El recobra la calma y la vuelve a perder con una alusión de Albertine a los ButtesChaumont. Sospecha de Andrée. Se da cuenta de que no habrá paz ni descanso para él hasta que Albertine se vaya. La olvidará como ha olvidado a Gilberte Swann y la duquesa de Guermantes. (Pero Gilberte es a Albertine lo que la Sonata es al Septuor: un experimento). Y pensar que su sufrimiento cesará es más insoportable que el sufrimiento mismo. “El león de mi amor tembló ante la serpiente del olvido”. Una mañana temprano, durante un período de calma, toma la decisión. Albertine debe dejarlo. Ya no la ama. Irá a Venecia y la olvidará. Llama a Françoise y la manda a buscar una guía y un horario. Irá a Venecia, a su sueño del tiempo gótico sobre un mar primaveral. Entra Françoise. “Mlle. Albertine se ha ido a las nueve y me ha dado esta carta para Monsieur”. Y, como Fedra, reconoce la obra de los Dioses siempre vigilantes: “…ces dieux qui dans mon flanc Ont allumé le feu fatal à tout mon sang, Ces dieux qui se sont fait une gloire cruelle De réduire le coeur d’une faible mortelle.”10

Poco después, Albertine muere en Touraine. Su muerte, su liberación del Tiempo, no calma sus celos ni tampoco acelera la extinción de una obsesión cuyo potro de tortura eran los días y las

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horas. Ellos dos y su amor eran anfibios, sumergidos en el pasado y el presente. Hay un clima moral y un calendario sentimental donde el instrumento de medición no es solar sino cardíaco. Para olvidar a Albertine él debe –como un hombre aquejado de hemiplejía– olvidar las estaciones, las de ellos, y, como un niño, aprenderlas de nuevo. “Para consolarme tendría que olvidar no a una sino a incontables Albertines”. Y no sólo “yo”, sino los muchos “yo”. Para cada Albertine determinada existe un narrador correlativo, y ningún anacronismo puede separar lo que el Tiempo ha unido. Debe regresar y reconstruir el vía crucis de un sufrimiento decreciente. De modo que el asombro que le produce una Albertine difunta que está tan viva en su interior –la realidad de su vida asediada por la noción de su muerte– es remplazado por el asombro menos doloroso producido por el hecho de que una muerta le siga importando –la realidad de su muerte asediada por la noción de su vida. Pero las estaciones de este calvario invertido mantienen su dinamismo original, su crescendo, su tensión hacia una cruz. En cada parada sufre la alucinación de que lo que ha dejado atrás aún está delante suyo. “Tal es la crueldad de la memoria”. Describe tres de esas etapas, según sus potencias descendientes de brutalidad. La primera, una caminata solitaria por el Bois de Boulogne en la que toda figura femenina es una Albertine, en el palidecimiento de la síntesis astral de la luminosa y alborotada banda de Balbec que ahora se fragmenta, con una simetría inversa, en sus nebulosas; la segunda, una conversación con Andrée, quien le revela toda la falsedad y el sufrimiento de la vida de su amiga; y finalmente, en Venecia, cuando un telegrama de Gilberte que le anuncia su compromiso con Robert de Saint-Loup aparece firmado “Albertine” por una equivocación debida a la letra vulgar y pretensiosa de Gilberte. Pero esa Albertine resucitada no logra perturbar su sepulcro real, el único sepulcro intacto, en el cementerio descuidado del corazón. Al final como al principio, Albertine es la bacante de la playa, tal como la vio el narrador en ese acto puro de comprensión-intuición, y la prisionera que ha recuperado la libertad y la vida, en el do-

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minio de sí misma entre las jóvenes lavanderas que se bañan en el Loire. Esa confirmación final de la perspectiva inicial es típica de la caracterización de Proust. Así, hay una leve indicación de congruencia entre la duquesa de Guermantes tal como aparece al final, en la matinée de su prima, y la ligeramente disoluta descendiente de Geneviève de Brabant, por primera vez expuesta a la adoración del narrador en la iglesia de St. Hilaire en Combray, después de la misa en la capilla de Gilbert el Malo, con el color violeta de sus ojos risueños e inquietos y el de la luz del sol que se filtraba por su ventana o del cinturón de la propia Geneviève, y bañada en el misterio del tiempo merovingio y el esplendor amaranto y legendario de su nombre. Y la propia Gilberte sale de sus transformaciones sucesivas –Gilberte Swann de los Champs-Élysées, Mlle. de Forcheville tras la muerte de Swann, Mme. de Saint-Loup y finalmente, con la muerte de Robert, duquesa de Guermantes– tal como la vio por primera vez en Tansonville a través de una espaldera de espino rojo, una ninfa descarada apoyada en su pala entre el jazmín y los alhelíes cobrizos. Y ve su amor por Albertine como testimonio de su clarividencia original y una afirmación, a pesar de los desmentidos de su razón, de esa visión de ella como una gaviota rapaz y esquiva, hostil y lejana contra el mar. “En medio de la más completa ceguera, la perspicacia subsiste bajo la forma de la ternura y la predilección. Por eso es un error hablar de una mala elección en el amor, pues el simple hecho de que haya habido una elección implica que ha sido mala”. Y como antes, la sabiduría consiste en la eliminación de la facultad de sufrir más que en un intento vano de reducir los estímulos que exasperan esa facultad. “Non che la speme, il desiderio…”. “Uno desea ser comprendido porque uno desea ser amado, y uno desea ser amado porque uno ama. Somos indiferentes a la comprensión de los demás, y su amor es una molestia”. Pero si para Proust el amor es una función de la tristeza del hombre, la amistad es una función de su cobardía; y, si ninguno de los dos puede realizarse a causa de la impenetrabilidad (aislamiento)

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de todo lo que no es “cosa mentale”, por lo menos la imposibilidad de poseer puede tener la nobleza de lo trágico, mientras el intento de comunicar donde no hay comunicación posible es sólo una vulgaridad simiesca, u algo horriblemente cómico, como la locura de mantener una conversación con los muebles. La amistad, según Proust, es la negación de esa soledad irremediable a la que está condenado todo ser humano. La amistad implica una aceptación casi lastimosa de valores superficiales. La amistad es un recurso social, como la tapicería o la distribución de cubos de basura. No tiene relevancia espiritual. Para el artista, que no se queda en lo superficial, rechazar la amistad no es sólo razonable, sino necesario. Porque el único desarrollo espiritual posible se encuentra en el sentido de la profundidad. La tendencia artística no es expansiva, sino una contracción. Y el arte es la apoteosis de la soledad. No hay comunicación porque no hay vehículos de comunicación. Incluso en las escasas oportunidades donde la palabra y el gesto resultan ser expresiones válidas de la personalidad, pierden su significado al atravesar la catarata de la personalidad que se les opone. O hablamos y actuamos por nosotros mismos –en cuyo caso una inteligencia ajena distorsiona el discurso y la acción y los vacía de su significado– o hablamos y actuamos para los demás –en cuyo caso decimos y actuamos una mentira. “Uno miente toda la vida”, escribe Proust, “especialmente a quienes nos aman, y sobre todo a ese extraño cuyo desprecio más nos dolería: uno mismo”. Pero el desprecio de media docena –o medio millón– de imbéciles sinceros por un hombre de genio debiera sanarnos de nuestro contumacia absurda y de nuestra sensibilidad ante esa calumnia abreviada que llamamos insulto. Proust sitúa la amistad en algún punto entre la fatiga y el hastío. No comparte la idea nietzschiana de que la amistad debe basarse en la simpatía intelectual, porque no encuentra en la amistad ni la más mínima significación intelectual. “Congeniamos con aquellos cuyas ideas (no platónicas) tienen el mismo grado de confusión que las nuestras”. Para él, el ejercicio de la amistad equivale al

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sacrificio de esa única esencia real e incomunicable de la propia personalidad para satisfacer las exigencias de un hábito temeroso cuya confianza en sí mismo sólo se puede restaurar mediante una dosis de atención. Representa un movimiento falso del espíritu: desde dentro hacia fuera, desde la asimilación espiritual de los valores inmateriales que proporciona el artista, que éste extrae de la vida, hacia las cáscaras abyectas e indigeribles del contacto directo con lo material y concreto, con lo que llamamos lo material y lo concreto. De modo que él viaja a Balbec y a Venecia, se encuentra con Gilberte y la duquesa de Guermantes y Albertine, sin sentirse atraído por lo que ellas son, sino motivado por sus equivalentes arbitrarios e ideales. La única búsqueda fecunda es excavatoria, una inmersión, una contracción del espíritu, un descenso. El artista es activo, pero su actividad es negativa, la nulidad de los fenómenos extracircunferenciales lo repugna, busca el centro del remolino. No puede ejercer la amistad porque la amistad es la fuerza centrífuga del autotemor, de la autonegación. Tiene que considerar a Saint-Loup como alguien más general que él, como un producto de la más antigua nobleza francesa, y la belleza y desenvoltura de su afecto hacia el narrador –por ejemplo, cuando realiza la gimnasia más delicada y elegante en un restaurante de París para que su amigo no sea molestado– se aprecian no como la expresión de una personalidad especial y encantadora, sino como los aditamentos inevitables de una cuna y una educación excesivas. “El hombre”, escribe Proust, “no es un edificio en cuya superficie se pueda construir ampliaciones, sino un árbol cuyo tronco y follaje expresan la savia interna”. Estamos solos. No podemos conocer ni ser conocidos. “El hombre es la criatura que no puede salir de sí misma, que conoce a los demás sólo en sí misma, y que si afirma lo contrario, miente”. Aquí, como siempre, Proust se aparta completamente de toda consideración moral. No existe el bien ni el mal en Proust o en su mundo. (Excepto, quizás, en los pasajes que tratan sobre la guerra, donde por un momento deja de ser artista y levanta la voz con la

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plebe, la masa, la multitud, la chusma). La tragedia no tiene que ver con la justicia humana. La tragedia es el enunciado de una expiación, pero no la expiación miserable de una infracción codificada de alguna norma local, organizada por bellacos para los tontos. La figura trágica representa la expiación del pecado original, de ese pecado eterno y originario de él y de todos sus “socii malorum”,11 el pecado de haber nacido. “Pues el delito mayor Del hombre es haber nacido.”12

*** Camino a la residencia de los Guermantes, siente que está todo perdido, que su vida es una sucesión de pérdidas, desprovista de realidad porque no hay nada que sobreviva, nada de su amor por Gilberte, por la duquesa de Guermantes, por su abuela, y ahora nada de su amor por Albertine, nada de Combray ni Balbec ni Venecia, excepto las imágenes distorsionadas de la memoria voluntaria; una vida que es pura extensión, una secuencia de trastocamientos y ajustes, donde ni el misterio ni la belleza son sagrados, donde todo, menos las columnas diamantinas de su aburrimiento perdurable, se ha consumido en el disolvente torrencial de los años; una vida tan prolongada en el pasado y tan carente de sentido en el futuro, tan completamente privada de cualquier necesidad individual y permanente, que su muerte, ahora o mañana o en un año o en diez, constituiría un término pero no una conclusión. Y piensa cuán vacía es la frase de Bergotte, “las alegrías del espíritu”. Porque el arte, que él había tomado durante tanto tiempo como el único elemento ideal e intacto en un mundo corruptible, le parece ahora, sea por su artificialidad inherente o por una falta irremediable de talento, tan irreal y estéril como las construcciones de una imaginación demente –“ese organillo estropeado que siempre toca todo menos la melodía indicada”–; y los materiales del arte –Beatriz y Fausto

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y el “azur du ciel immense et ronde”13 y las ciudades que ciñe el mar–, toda la belleza absoluta de un mundo mágico, se vuelven tan vulgares e indignos en su realidad como Rachel y Cottard, y tan pálidos y tediosos y crueles e inconstantes y tristes como la luna de Shelley. Entonces, tras años de soledad infructuosa, sin entusiasmo vuelve a una sociedad que ya hace mucho dejó de interesarle. Y ahora, en las afueras de esa futilidad, beneficiado por la misma depresión y fatiga que había interpretado como la secuela repugnante de una lucidez estéril y minuciosa (beneficiado, porque las pretensiones de una memoria desalentada se reducen momentáneamente a la búsqueda de la inmediatez más utilitaria), recibirá el oráculo que en su mayor exaltación del espíritu invariablemente se le había negado, que su inteligencia no había logrado extraer del enigma sísmico del árbol y la f lor y el gesto y el arte, y sufrirá una experiencia religiosa en el único sentido inteligible que se le pueda dar a ese epíteto, asunción y anunciación a la vez, de modo que entenderá al fin la promesa de Bergotte y el logro de Elstir y el mensaje que envía Vinteuil desde su paraíso y el curso doloroso y necesario de su propia vida y la infinita vanidad –para el artista– de todo lo que no es arte. Esa matinée se divide en dos partes. La experiencia mística y la meditación del narrador en el cálido cuarto cartesiano de la biblioteca de los Guermantes, y las consecuencias de esa experiencia aplicadas a la obra de arte que toma forma en su mente durante la recepción misma. De la victoria sobre el Tiempo pasa a la victoria del Tiempo, de la negación de la Muerte a su afirmación. Así, tanto al final como en la parte principal de su obra, Proust respeta el doble significado de cada condición y circunstancia de la vida. La tautología más ideal presupone una relación y la afirmación de la igualdad implica tan sólo una identificación aproximativa, y por el mismo acto de afirmar la unidad, la niega. Al cruzar el patio, tropieza en los adoquines. Desaparece su entorno, desaparecen los conductores, los establos, los carruajes, los invitados, toda la realidad del lugar en su momento, su ansiedad y

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sus dudas respecto a la realidad de la vida y del arte, queda aturdido por olas de éxtasis, saturado en esa misma felicidad que tan parcamente había bañado la desolación de su vida. Lo que había sido gris queda borrado en una claridad intolerable. Y repentinamente Venecia emerge a la luz desde la serie de los días olvidados; Venecia, cuya esencia resplandeciente él nunca había sido capaz de expresar porque la rechazaba la vulgaridad imperiosa de una memoria prosaica, pero que esta reduplicación fortuita de un equilibro precario en el baptisterio de San Marco ha transportado desde su orilla adriática para colocarla, intrusa brillante y vehemente, en el patio de la princesa de Guermantes. Pero de inmediato la visión desaparece y queda libre para retomar sus funciones sociales. Es conducido a la biblioteca, porque la ex Mme. Verdurin, a la vez la Norn14 y la Víctima de Jaquecas Armónicas, entronizada entre sus invitados, absorbe apasionadamente Rino-Gomenol para beneficio de sus membranas mucosas, mientras sufre los más atroces éxtasis de neuralgia stravinskiana. El, solitario, espera que termine la música y el milagro del patio se renueva en cuatro formas distintas. Ya se ha hecho referencia a ellas. Un sirviente golpea una cuchara contra un plato, él se limpia la boca con una servilleta muy almidonada, el agua suena como una sirena en las cañerías, toma del estante el volumen de François le Champi. Y al igual que la Piazza di San Marco se abrió paso hacia el patio y asentó allí su dominio luminoso y efímero, ahora la biblioteca es invadida sucesivamente por un bosque, la marea alta que rompe contra la playa de Balbec, el vasto comedor del Grand Hôtel inundado, como un acuario, por los últimos rayos del sol y el mar vespertino, y finalmente Combray y sus “caminos” y la transmisión deferente de una prosa ácida y distinguida, formada y pronunciada por la voz de su madre, modulada y suavizada hasta convertirse casi en una canción de cuna, que despliega toda la noche su papel de oro sonoro para consolar el insomnio de un niño. El experimento evocativo más logrado no puede proyectar más que el eco de una sensación pasada, ya que, por ser un acto de in-

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telección, está condicionado por los prejuicios de la inteligencia, la cual responde a toda sensación quitándole –como si fuera un intruso frívolo y discordante, carente de lógica y significación– cualquier gesto o palabra, sonido o perfume, que no encaje en el rompecabezas de un concepto. Pero la esencia de toda experiencia nueva se encarna precisamente en ese elemento misterioso que la voluntad vigilante rechaza como anacronismo. Es el eje en torno al cual gira la sensación, el centro de gravedad de su coherencia. De modo que la integridad de una impresión que la voluntad –por decirlo de algún modo– ha torcido hasta la incoherencia nunca se va a reconstituir mediante la manipulación voluntaria. Pero si, por accidente, y dado un conjunto de circunstancias favorables (un relajamiento del hábito de pensar del sujeto y una reducción del radio de su memoria; una disminución general de la tensión de su conciencia tras una fase de desaliento extremo), si por algún milagro de analogía la impresión central de una sensación pasada se repite como un estímulo inmediato que el sujeto pueda identificar instintivamente con el modelo de duplicación (cuya pureza integral se ha retenido porque se ha olvidado), entonces la sensación pasada total, no su eco ni su copia, sino la sensación misma, aniquilando toda restricción espacial y temporal, entra precipitada para sumergir al sujeto en toda la belleza de su proporción infalible. Así, el narrador identifica subconscientemente el sonido producido por el contacto de una cuchara contra un plato con el sonido que hace un martillo al golpearlo un mecánico contra la rueda de un tren detenido junto a un bosque, sonido que su voluntad había rechazado por ser ajeno a su actividad inmediata. Pero un acto de percepción subconsciente y desinteresado ha reducido el objeto –el bosque– a su equivalente inmaterial y digerible para el espíritu, y el registro de ese acto puro de cognición no solamente se ha asociado con ese sonido del martillo contra la rueda, sino que se ha centrado en él. El estado de ánimo, como siempre, no tiene importancia. El punto de partida de la exposición proustiana no es la aglomeración cristalina sino su núcleo: lo cristalizado. Está diciendo, en efecto, que

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la experiencia más banal tiene incrustados elementos que no tienen relación lógica con ella y que en consecuencia han sido rechazados por nuestra inteligencia: queda atrapada en un frasco lleno de cierto perfume y cierto color que se mantiene a cierta temperatura. Esos frascos quedan suspendidos en las alturas de nuestros años, y, como no son accesibles a nuestra memoria inteligente, en cierto sentido son inmunes, la pureza de su contenido climático está garantizada por el olvido, y cada uno se mantiene a su propia distancia, en su propia fecha. De modo que cuando el microcosmos encerrado se asedia de la forma descrita, nos inunda un nuevo aire y un nuevo perfume (nuevos precisamente porque ya fueron experimentados), y respiramos el verdadero aire del Paraíso, del único Paraíso que no sea el sueño de un demente, el Paraíso que se ha perdido. La identificación de la experiencia inmediata con la pasada, la repetición de una acción o reacción pasada en el presente, produce en efecto una mezcla entre lo ideal y lo real, imaginación y aprehensión directa, símbolo y sustancia. Semejante mezcla libera la realidad esencial a la cual tanto la vida contemplativa como la activa no tienen acceso. Lo que tienen en común el presente y el pasado es más esencial que lo que tiene cada uno por sí solo. Tanto la visión imaginativa de la realidad como la empírica la revelan como es: una superficie, hermética. La imaginación, aplicada –a priori– a lo ausente, se ejercita en el vacío y no tolera los límites de lo real. Todo contacto directo y puramente experimental entre sujeto y objeto queda igualmente excluido, porque la conciencia que tiene el sujeto del hecho de percibir automáticamente los separa, y el objeto pierde su pureza y se vuelve un mero pretexto o motivo intelectual. Pero gracias a esa reduplicación, la experiencia es a la vez imaginativa y empírica, a la vez evocación y percepción directa, real sin ser tan sólo actual, ideal sin ser tan sólo abstracta, lo real ideal, lo esencial, lo extratemporal. Pero si esa experiencia mística comunica una esencia extratemporal, es de suponer que el comunicador también se ha convertido por el momento en un ser extratemporal. Por consiguiente, la solución proustiana consiste,

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hasta donde se ha examinado, en la negación del Tiempo y la Muerte, la negación de la Muerte por ser la negación del Tiempo. La Muerte está muerta porque el Tiempo murió. (Permítase aquí una breve impertinencia, que consiste en considerar que Les Temps retrouvé es casi tan inadecuada como caracterización de la solución proustiana como lo es Crimen y castigo de una obra maestra que no contiene alusión alguna ni al crimen ni al castigo. El Tiempo no se recobra, se borra. El Tiempo se recobra, y con él la Muerte, cuando el narrador deja la biblioteca y se une a los invitados, encaramado en su precaria decrepitud sobre los zancos ansiosos de aquél y preservado de ésta por un milagro de equilibrio aterrador. Si el título es un buen título, la escena de la biblioteca no es una culminación). Entonces ahora, en la exaltación de su breve eternidad, tras salir de la oscuridad del tiempo y el hábito y la pasión y la inteligencia, comprende la necesidad del arte. Pues sólo en la claridad del arte se puede descifrar la extática perplejidad que había conocido ante la superficie inescrutable de una nube, un triángulo, una torre, una f lor, un guijarro, cuando el misterio, la esencia, la Idea, aprisionados en la materia, habían pedido la munificencia de un sujeto que pasaba dentro de la caparazón de su impureza, y le habían ofrecido, como Dante su canción a los “ ingegni storti e loschi”,15 al menos una belleza incorruptible: “Ponete mente almen com’io son bella”.16

Y entiende la definición que hace Baudelaire de la realidad como “la unión adecuada de sujeto y objeto”, y más claramente que nunca la falacia grotesca de un arte realista, “la afirmación miserable de línea y superficie”, y la ordinariez de una literatura de anotaciones a destajo. Abandona la biblioteca y se enfrenta al espectáculo del Tiempo hecho carne. Y si un momento antes los címbalos brillantes de dos horas lejanas, separadas por los brazos rígidos de los años que se extendían entre ellas, habían obedecido a un impulso irresistible de

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atracción mutua y habían entrechocado como nubes de tormenta, con un trueno y un destello violento, ahora las dimensiones que median entre extremo y extremo están escritas en la cara y en la fragilidad de los moribundos, encorvados, como los orgullosos de Dante, bajo la carga de sus años, “rígidos, lentos, torpes y pálidos como el plomo”. “e qual più pazienza avea negli atti piangendo parea dicer: –Più non posso”.17

Nos despedimos de M. de Charlus, el barón Palamède de Charlus, duque de Brabante, escudero de Montargis, príncipe de Oléron, Carency, Viareggio y las Dunas, Charlus con su insolencia incalificable, ahora hecho un humilde y convulso Lear, coronado por el torrente plateado de su cabello, un Edipo, senil y nulo, que se agacha sobre un misal o se arrastra y se inclina para asombro de Mme. de Sainte-Euverte, desdeñado en el apogeo de su orgullo terrible como la duquesa de Caca o la princesa de Pipí, el arcángel Rafael en sus últimos días, que aún persigue furtivamente a todos los hijos de Toby, escoltado por el fiel Jupien, Señor del Templo de la Desvergüenza. Y la endecha de su murmullo sepulcral cae como la arcilla de la pala de un sepulturero. “Hannibal de Bréauté: ¡muerto! Antoine de Mouchy: ¡muerto! Charles Swann: ¡muerto! Adalbert de Montmorency: ¡muerto! Barón de Talleyrand: ¡muerto! Sosthène de Doudeauville: ¡muerto!”. El narrador realiza una serie de identificaciones, identificaciones voluntarias y arduas que contrapesan las de la biblioteca, involuntarias y espontáneas. De un títere abyecto que se ríe tontamente, algo entre un buhonero pedigüeño y un bufón moribundo, extrae a su enemigo, M. de Argencourt, tal como lo había conocido, almidonado, altivo e impecable; y de una señora respetable y robusta, que confunde al principio con Mme. de Forcheville, extrae a la propia Gilberte. Así siguen a la deriva, Oriane y el duque de Guermantes, Rachel y Bloch, Legrandin y

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Odette, y muchos otros, llevando el peso de Saturno hacia la luz que saldrá, hacia Urano, la estrella sabática.

*** Proust se descubre a sí mismo como artista en el Tiempo creador y destructivo: “Entendí lo que significan la muerte, el amor y la vocación, las alegrías del espíritu y la utilidad del dolor”. Ya se ha aludido a su desprecio por la literatura que “describe”, por los realistas y naturalistas que veneran los menudillos de la experiencia, que se postran ante la epidermis y la epilepsia repentina, y se contentan con transcribir la superficie, la fachada, detrás de la cual la Idea queda prisionera. El procedimiento proustiano, en cambio, es el de Apolo que desolla a Marsias y captura sin sentimentalismo la esencia, las aguas frigias. “Chi non ha la forza di uccidere la realtà non ha la forza di crearla”.18 Pero Proust es demasiado afectivista para satisfacerse con el simbolismo intelectual de un Baudelaire, abstracto y discursivo. La unidad baudelairiana es una unidad “ post rem”, una unidad que se abstrae de la pluralidad. Su “correspondencia” está determinada por un concepto y por lo tanto, es estrictamente limitada y agotada por su propia definición. Proust no se ocupa de conceptos, persigue la Idea, lo concreto. Admira los frescos de la Arena de Padua porque su simbolismo se maneja como una realidad, especial, literal y concreta, y no se trata de la mera transmisión pictórica de una noción. Dante, si se puede decir que alguna vez fracasó, fracasa con sus figuras puramente alegóricas, Lucifer, el Grifo del Purgatorio y el Águila del Paraíso, cuyos significados son puramente convencionales y extrínsecos. Aquí la alegoría fracasa como siempre debe fracasar en las manos de un poeta. La alegoría de Spenser colapsa al cabo de unos pocos cantos. Dante, que era un artista y no un profeta menor, no pudo evitar que su alegoría se caldeara y electrizara hasta convertirse en anagogía. La Visión de Mirza es una buena alegoría porque está escrita sin adornos. Para Proust, el objeto puede ser un símbolo

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vivo, pero un símbolo de sí mismo. El simbolismo de Baudelaire se vuelve el autosimbolismo de Proust. El punto de partida de Proust puede situarse en el Simbolismo, o en sus alrededores. Pero no avanza pari passu con France, hacia el escepticismo elegante y los modos marmóreos, ni tampoco, como hemos visto, con Daudet y los Goncourt a las “notes d’après nature”,19 ni, por supuesto, con los parnasianos hacia las inefables estampas barriobajeras de François Coppée. No solicita hechos circunstanciales, ni cincela pomos cellinescos. Reacciona, pero su reacción se dirige hacia otro lado. Se aleja de los simbolistas, retrocede hacia Hugo. Y por esa razón es una figura solitaria e independiente. El único contemporáneo en el cual encuentro en alguna medida esa misma tendencia regresiva es Joris Karl Huysmans. Pero él odiaba ese aspecto de sí mismo y lo reprimía. Habla con amargura de la “gangrena ineluctable del Romanticismo”, y sin embargo su des Esseintes es una criatura fabulosa, un Alfred Lord Baudelaire. 20 Esa veta romántica de Proust se nos hace notar con frecuencia. Es romántico en la medida en que sustituye la inteligencia por la afectividad, opone el estado evidencial afectivo particular a todas las sutilezas de la referencialidad racional, rechaza el Concepto a favor de la Idea y se muestra escéptico en relación a la causalidad. De modo que sus explicaciones puramente lógicas de algún efecto dado –en contraposición a sus explicaciones intuitivas– siempre abundan en alternativas.* Es romántico por su ansia de cumplir su misión, de ser un buen siervo y fiel. No busca evadir las implicancias de su arte tal como se le ha revelado. Escribirá tal y como ha vivido: en el Tiempo. El artista clásico asume la omnisciencia y la omnipotencia. Se eleva artificialmente fuera del Tiempo para conferir relieve a la cronología de su obra y causalidad a su desarrollo. La cronolo-

*

Comp. para esa tendencia antiintelectual: Swann, i. 286, ii. 29 y 234; Guermantes, i. 162 (el gesto de Saint-Loup ex nihilo); Albertine disparue, i. 14 y passim.

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gía de Proust es extremadamente difícil de seguir, la sucesión de eventos es espasmódica, y sus personajes y temas, aunque parecen obedecer a una necesidad interna casi desenfrenada, se presentan y desarrollan con un espléndido desprecio dostoievskiano por la vulgaridad de una encadenación verosímil. (El impresionismo de Proust nos llevará de vuelta a Dostoievski). En general, el artista romántico está muy preocupado del Tiempo y muy consciente de la importancia de la memoria en la inspiración, (“c’est toi qui dors dans l`ombre, ô sacré souvenir!...”)21

pero tiende a sensacionalizar lo que Proust trata con una fuerza y una sobriedad patológicas. En Musset, por ejemplo, el interés está más bien en una identificación extratemporal imprecisa, sin cohesión o simultaneidad real, entre yo y no yo, que en la evocación funcional de una memoria especializada. Pero la analogía es muy borrosa y no llevaría a ninguna parte, aunque Proust nombra a Chateaubriand y Amiel como sus ancestros espirituales. Es difícil conectar a Proust con ese par de panteístas melancólicos que bailan un fandango macabro en la penumbra. Pero Proust admiraba la poesía de la condesa de Noailles. ¡Cáspita! El narrador había atribuido su “falta de talento” a una falta de observación, o más bien a lo que él suponía era un hábito de observación antiartístico. Era incapaz de registrar las superficies. De modo que cuando lee unos reportajes tan brillantes y tan repletos como el Diario de los Goncourt, a la conclusión de que carece por completo del tan estimable talento periodístico sólo puede oponer la suposición de que existe un gran abismo entre la banalidad de la vida y la magia de la literatura. O él carece de talento, o el arte de realidad. Y describe la cualidad radiográfica de su forma de observar. No ve lo que se puede copiar. Busca una relación, un factor común, substratos. Por lo tanto, le interesa menos lo dicho que la forma en que se dice. Del mismo modo, sus facultades se

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activan más violentamente con estímulos intermedios que finales, capitales. Encontramos incontables ejemplos de esos ref lejos secundarios. Recluido en su fresca y oscura habitación de Combray, extrae toda la esencia de un mediodía abrasador a partir de los golpes rojos y estelares de un martillo en la calle y la música de cámara de las moscas en la penumbra. Tendido en su cama al amanecer, la cualidad exacta del tiempo, la temperatura y la visibilidad, se le transmite en términos sonoros, en las campanadas y los gritos de los buhoneros. Es de esa forma que puede explicarse la primacía de la percepción instintiva –la intuición– en el mundo proustiano. Porque el instinto, cuando no está viciado por el Hábito, es también un ref lejo, remoto e indirecto –un ref lejo en cadena– y, por lo tanto, desde el punto de vista proustiano, de un carácter ideal. Ahora entiende su tan lamentada incapacidad para observar artísticamente como una serie de “omisiones inspiradas” y la obra de arte como algo que no se crea ni se elige, sino que se descubre, se revela, se excava, que es preexistente dentro del artista, una ley de su naturaleza. La única realidad es la que proporcionan los jeroglíficos trazados por la percepción inspirada (identificación de sujeto y objeto). Las conclusiones de la inteligencia tienen sólo un valor arbitrario, potencial. “Una impresión es para el escritor lo que un experimento para el científico, con esta diferencia: que en el caso del científico la acción de la inteligencia precede el hecho y en el caso del escritor viene después”. En consecuencia, para el artista la única jerarquía posible en el mundo de los fenómenos objetivos está representada por una tabla de sus respectivos coeficientes de penetración, es decir, en términos del sujeto. (Otra burla lanzada a los realistas). El artista ha obtenido su texto, el artesano lo traduce. “El deber y la tarea del escritor (no el artista, el escritor) son los del traductor”. La realidad de una nube ref lejada en el Vivonne no se expresa con “Zut alors”, sino con la interpretación de esa crítica inspirada. Hay que enderezar la oblicuidad verbal, de modo que “tú eres encantadora” equivale a “me da placer abrazarte”.

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El relativismo y el impresionismo de Proust están unidos por esa misma actitud antiintelectual. Curtius habla del “perspectivismo” y el “relativismo positivo” de Proust como opuestos al relativismo negativo de fines del siglo diecinueve, al escepticismo de Renan y France. Creo que la frase “relativismo positivo” es un oxímoron, estoy casi seguro de que no es aplicable a Proust, y sé que salió del laboratorio de Heidelberg. Hemos visto cómo en el caso de Albertine (y Proust extiende su experiencia a todas las relaciones humanas) los aspectos múltiples (léase Blickpunkt 22 por esa palabra miserable) no cuajaron en una síntesis positiva. El objeto evoluciona y la eventual conclusión, si es que se llega a ella, ya no tiene vigencia. En cierto sentido Proust es un positivista, pero su positivismo no tiene nada que ver con su relativismo, que es tan pesimista y negativo como el de France, y que se emplea como elemento cómico. El “libro” es para Proust una afirmación literaria, para el ama de llaves un libro de cuentas y para Su Alteza el registro de visitas. Rachel quand du Seigneur representa para el narrador treinta francos y una satisfacción sin interés, para SaintLoup una fortuna y un sufrimiento infinito. Del mismo modo, cuando Saint-Loup ve la fotografía de Albertine, no puede ocultar su asombro: ¿cómo una nulidad tan ordinaria puede haber atraído a su brillante y popular amigo? El conde de Crécy trincha un pavo y establece un calendario con una seguridad digna de la muerte de Cristo o la huída de Egipto. Para el barón, el “infidèle” de Musset debe ser un botones o un cobrador de autobús. Este relativismo es negativo y cómico. El narrador le debe su exaltación al oír la música de Vinteuil a la actriz Léa, la única capaz de descifrar los manuscritos póstumos del compositor, y a las relaciones de Charlus con Charlie Morel, el violinista. Proust es positivo sólo en la medida en que afirma el valor de la intuición. Al hablar de su impresionismo me refiero a su exposición no lógica de los fenómenos según el orden y la exactitud de su percepción, antes de su distorsión en pos de la inteligibilidad, su

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ordenamiento forzado en una cadena de causa y efecto.* El pintor Elstir es el impresionista típico, que expresa lo que ve y no lo que sabe que debería ver: por ejemplo, aplica términos urbanos al mar y términos marinos a la ciudad, para transmitir su intuición de su homogeneidad. Recordamos la definición de Schopenhauer del procedimiento artístico como “la contemplación del mundo independientemente del principio de la razón”. En ese aspecto Proust puede relacionarse con Dostoievski, que expone a sus personajes sin explicarlos. Se puede objetar que casi lo único que hace Proust es explicar a sus personajes. Pero sus explicaciones son experimentales y no demostrativas. Los explica para que aparezcan como son: inexplicables. Explicándolos, los hace desaparecer.** El estilo de Proust en general fue rechazado en los círculos literarios franceses. Ahora que ya no se lo lee, generosamente se concede que su prosa podría haber sido aún peor. Al mismo tiempo, es difícil valorar con justicia un estilo que sólo se puede ir conociendo mediante un proceso de deducción, en una edición de la que habría que decir no que haya transmitido los escritos de Proust, sino que se ha mostrado en alguna medida proclive a hacerlo. Para Proust, como para el pintor, el estilo tiene que ver más con la visión que con la técnica. Proust no comparte la superstición de que la forma no cuenta y el contenido lo es todo, ni tampoco que la obra maestra ideal de la literatura sólo pueda comunicarse en una serie de proposiciones monosilábicas y absolutas. Para Proust, la calidad del lenguaje es más importante que cualquier sistema de ética o estética. De hecho, no hace ningún intento por separar la

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Ejemplos: una servilleta en el polvo se toma por un haz de luz, el sonido del agua en las cañerías por el ladrido de un perro o el toque de una sirena, el ruido de una puerta que se cierra a resorte por la orquestación del Coro de los Peregrinos.

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Comp. analogía entre Dostoievski y Mme. de Sévigné: A l’ombre des jeunes filles en fleurs, ii. 75.

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forma del contenido. La primera es una concreción del segundo, la revelación de un mundo. El mundo proustiano es expresado metafóricamente por el artesano porque es aprehendido metafóricamente por el artista: la expresión indirecta y comparativa de la percepción indirecta y comparativa. El equivalente retórico de lo real proustiano es la figura en cadena de la metáfora. Es un estilo agotador, pero no agota a la mente. La claridad de la frase es acumulativa y explosiva. La fatiga que uno siente es una fatiga del corazón, una fatiga de la sangre. Después de una hora uno queda exhausto y con rabia, sumergido, ahogado por el hincharse y romper de metáfora tras metáfora, pero nunca atontado. Los defectos que se alegan en ese estilo, su supuesto carácter enredado, perifrástico, oscuro, imposible de seguir, son simplemente inexistentes. Es significativo que la mayor parte de sus imágenes sean botánicas. Asimila lo humano a lo vegetal. Tiene conciencia de la humanidad como f lora, nunca como fauna. (En Proust no hay gatos negros ni perros fieles). Deplora “el tiempo que uno pierde tapizando la propia vida con una vegetación humana y parásita”. La esposa y el hijo del Sidaner aficionado se le aparecen en la playa de Balbec como dos ranúnculos f lorecientes. La risa de Albertine tiene el color y el olor de un geranio. Gilberte y Odette son lilas, blanca y violeta. Habla de una escena de Pelléas et Mélisande que provoca su alergia a las rosas y lo hace estornudar. Esa preocupación va muy de la mano con su absoluta indiferencia hacia los valores morales y las justicias humanas.* Las f lores y las plantas no tienen voluntad consciente. Exponen sus genitales, son desvergonzadas. Y también lo son en cierto sentido los hombres y las mujeres de Proust, cuya voluntad es ciega y dura, pero nunca actúa con la conciencia de sí misma, nunca se suprime en la percepción pura de un sujeto puro. Son víctimas de su voluntad, activos con una actividad predeterminada y grotesca, dentro de los estrechos límites de un *

Comp. La Prisonnière, ii. 119.

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mundo impuro. Pero desvergonzados. No se reconoce la existencia del bien y el mal. En ningún momento se trata la homosexualidad como un vicio: como el proceso de fecundación de la Primula veris o el Lythrum salicoria, carece de toda dimensión moral. Y, al igual que los miembros del mundo vegetal, parecen solicitar un sujeto puro, para poder pasar de un estado de voluntad ciega a otro de representación. Proust es ese sujeto puro. Está casi exento de la impureza de la voluntad.* Desprecia su falta de voluntad hasta que comprende que la voluntad, al ser utilitaria, un sirviente de la inteligencia y el hábito, no es una condición de la experiencia artística. Al eximirse el sujeto de la voluntad, el objeto se exime de la causalidad (el Tiempo y el Espacio como conjunto). Y esa vegetación humana se purifica en la percepción trascendental capaz de capturar el Modelo, la Idea, la Cosa en sí. De modo que en Proust no hay un derrumbe de la voluntad tal como sucede, por ejemplo, con Spenser, Keats y Giorgione. Trasnocha en París con una rama de manzano en f lor junto a su lámpara, contemplando la espuma de las corolas blancas hasta que se colorean con los primeros rayos del amanecer. Pero no se trata de la estasis terrible de Keats, agazapado en un estado de terror en un matorral musgoso, anulado, como abeja, en la dulzura, como aquella que está “ drowsed with the fume of poppies”23 mientras observa “the last oozings, hours by hours”; 24 tampoco es la pasión remota, quieta, intensa de un joven de Giorgione, el espíritu quebrantado en la corrupción, húmedo y putrefacto, sugerido con tanta delicadeza por D’Annunzio en su descripción del Concerto (“ma se io penso alle sue mani nascoste, le immagino nell’atto di frangere le foglie del lauro per profumarsene le dita” ) 25 y tan notoriamente malinterpretada por el mismo escritor cuando ve en la embelesada y

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Comp. Swann, i. 22, 24, 59 y passim; Guermantes, i. 63; Sodome et Gomorrhe, ii. 2, 188; Albertine disparue, ii. 149 (paralizado por “O sole mio” en Venecia).

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trágica figura de la Tempesta a un vulgar Leandro que descansa entre orgasmos; ni tampoco las horribles granadas de “Il Fuoco”, que estallan y sangran, chorreando el f lujo rojo de su semilla, pútrida en el agua pútrida. La estasis de Proust es contemplativa, un acto puro de comprensión, sin voluntad, la “amabilis insania” y la “ holder Wahnsinn”. 26 Podría escribirse un libro sobre el significado de la música en la obra de Proust, particularmente la música de Vinteuil: la Sonata y el Septuor. La inf luencia de Schopenhauer en ese aspecto de la demostración proustiana es indiscutible. Schopenhauer rechaza la visión leibnitziana de la música como una “aritmética oculta”, y en su estética la separa de las demás artes, que sólo pueden producir la Idea junto a sus fenómenos concomitantes, mientras que la música es la Idea misma, no tiene conciencia del mundo de los fenómenos, tiene una existencia ideal fuera del universo, no se aprehende en el Espacio sino sólo en el Tiempo, y por lo tanto queda exenta de la hipótesis teleológica. Esa cualidad esencial de la música suele ser distorsionada por el oyente, quien, al ser un sujeto impuro, insiste en darle una figura a algo que es ideal e invisible, en encarnar la Idea en lo que le parece un paradigma adecuado. De modo que, por definición, la ópera es una corrupción atroz de la más inmaterial de todas las artes: las palabras del libreto son a la frase musical que particularizan lo que la columna de Vendôme, por ejemplo, es a la perpendicularidad ideal. Desde ese punto de vista la ópera es más incompleta que el vaudeville, el cual al menos inaugura la comedia de una enumeración exhaustiva. Estas consideraciones explican la convención hermosa del “da capo” como una prueba de la naturaleza íntima e inefable de un arte perfectamente inteligible y perfectamente inexplicable. La música es el elemento catalítico en la obra de Proust. Contrarresta su escepticismo afirmando la permanencia de la personalidad y la realidad del arte. Sintetiza los momentos privilegiados y existe paralelamente a ellos. En un pasaje describe la experiencia mística recurrente como “una impresión puramente musical, sin extensión, enteramente original,

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irreducible a cualquier otro orden de impresión […] sine materia”. El narrador –a diferencia de Swann, que identifica la “pequeña frase” de la Sonata con Odette, espacializa lo extraespacial, y la convierte en el himno nacional de su amor– ve en la frase dinámica del Septuor, que proclama su victoria en el último movimiento como un arcángel de Mantegna vestido de escarlata, la afirmación ideal e inmaterial de la esencia de una belleza única, un mundo único, el mundo y la belleza invariables de Vinteuil, tímidos en su expresión, como plegaria, en la Sonata, e implorantes, como inspiración, en el Septuor, la “realidad invisible” que condena la vida del cuerpo en la tierra como pensum y revela el significado de la palabra: “defunctus”.

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“Y el mundo es lodo”.

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“No sólo la esperanza de dulces ilusiones, sino el deseo se ha extinguido en nosotros”. Giacomo Leopardi, A se stesso.

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Alusión a Ruskin, a quien el historiador escocés Thomas Carlyle había calificado como “a bottle of beautiful soda-water”, y cuya obra fue traducida por Proust al francés.

La posibilidad de que llueva en los días feriados es una de las grandes inquietudes del espíritu británico.

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“Abismo cerrado a nuestras sondas”.

7

Apodo puesto al pequeño ferrocarril local.

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Thomas Shadwell (c. 1642-1692), escritor inglés, poeta laureado en 1689, conocido plagiario e imitador de estilos. Es recordado mayormente según lo satirizó Dryden, como “el último gran profeta de la tautología”.

“Celos de escalera”: los que surgen recién al irse del lugar donde se encuentra su objeto.

En el Infierno de Dante, la zona donde están los traidores de sus huéspedes.

“…esos dioses que en mi costado / Han encendido el fuego fatal a toda mi sangre, / Esos dioses que se han hecho una gloria cruel / De reducir el corazón de un endeble mortal”. Jean Racine, Phèdre.

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“Compañeros en la desgracia”.

13

“El celeste del cielo inmenso y redondo”. Charles Baudelaire, La Chevelure.

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Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño.

Norn: una de las diosas del destino en la mitología nórdica, entre las cuales destacan aquellas que corresponden al tiempo pasado, el tiempo presente y el tiempo futuro. “Espíritus torcidos y siniestros”; de hecho la frase es de Francesco Petrarca, Sonetti e canzoni.

“Considera por lo menos cuán bella soy”. Dante Alighieri, Il Convivio.

“Y aquél que más paciencia tenía en los actos, llorando parecía decir: No puedo más”. Dante Alighieri, Purgatorio.

“Quien no tiene fuerza para matar la realidad no tiene fuerza para crearla”. Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana.

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“Notas que siguen a la naturaleza”.

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Referencia al poeta romántico inglés, Alfred Lord Tennyson.

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Alemán: “punto de vista” o “centro del campo visual”.

24

“Cómo se rezuma la última cidra, hora tras hora”, idem.

21

23

25

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“Eres tú que duermes en la sombra, ¡oh memoria sagrada!”. Victor Hugo, Tristesse d’Olympio.

“Amodorrada con los vapores de la amapola”. John Keats, Ode to Autumn. “Pero si pienso en sus manos escondidas, me las represento en el acto de romper las hojas del laurel para perfumarse los dedos”. Gabriele d’Annunzio, L’allegoria dell’autunno. “Locura entrañable” en latín y alemán, respectivamente.

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Tres diálogos

I Tal Coat B. Objeto total, con todas las partes que le faltaban, en vez de objeto parcial. Es cuestión de grado. D. Más. Cae la tiranía de la discreción. El mundo como f lujo de movimientos que forman parte del tiempo vivo, del esfuerzo, la creación, la liberación, la pintura, el pintor. El fugaz instante de la sensación que se devuelve, se proyecta, en el contexto de la continuidad que alimentaba. B. En cualquier caso un impulso hacia una expresión más adecuada de la experiencia natural, tal como se revela a la cenestesia vigilante. Se logre a través de la sumisión o del dominio, el resultado es un aumento de naturalidad. D. Pero lo que ese pintor descubre, ordena, transmite, no está en la naturaleza. ¿Qué relación hay entre una de esas pinturas y un paisaje visto a determinada edad, en determinada época del año, a determinada hora? ¿Acaso no estamos en un plano absolutamente distinto? B. Por naturaleza yo entiendo aquí, al igual que el realista más ingenuo, un compuesto entre el que percibe y lo percibido, no un dato sino una experiencia. Sólo quiero sugerir que la tendencia y el resultado de esa pintura son fundamentalmente los de la pintura previa, con el ansia de ampliar la expresión de una transigencia.

tres dialogos • 103

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D. Tú olvidas la inmensa diferencia entre lo que significa la percepción para Tal Coat y lo que significaba para la gran mayoría de sus predecesores, que tenían una visión artística con el servilismo utilitario adecuado para un atasco de tránsito y mejoraban el resultado con un barniz de geometría euclidiana. La percepción global de Tal Coat es desinteresada; no se compromete ni con la verdad ni con la belleza, tiranías gemelas de la naturaleza. Veo cómo transigía la pintura del pasado, pero no veo esa transigencia que tú deploras en el Matisse de cierto período y en el Tal Coat de hoy. B. No deploro. Concuerdo en que el Matisse en cuestión, así como las orgías franciscanas de Tal Coat, tienen un valor prodigioso, pero un valor afín al de lo que ya se había acumulado antes. Lo que tenemos que considerar en el caso de los pintores italianos no es que contemplaban el mundo con los ojos de unos contratistas de obras, un simple recurso como cualquier otro, sino que nunca salieron del terreno de lo posible, por mucho que lo hayan ampliado. Lo único que perturbaron los revolucionarios Matisse y Tal Coat es cierto orden en el plano de lo factible. D. ¿Qué otro plano puede haber para el creador? B. Lógicamente ninguno. Aun así hablo de un arte que le da la espalda a todo eso hastiado, cansado de sus hazañas enclenques, cansado de simular cierta capacidad, de tener esa capacidad, de hacer un poco mejor lo mismo de siempre, de seguir un poco más por un camino gris. D. ¿Y qué prefiere? B. La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, ninguna base de expresión, ninguna capacidad para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de expresar. D. Pero ese es un punto de vista violentamente extremo y personal, que no nos ayuda en absoluto a resolver lo de Tal Coat. B. D. Quizá es suficiente por hoy.

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II Masson B. En busca de la dificultad antes que preso de ella. La inquietud del que carece de adversario. D. Quizá por eso habla tan seguido ahora de pintar el vacío, “con miedo y temblando”. Hace un tiempo se interesaba por la creación de una mitología; luego por el hombre, no simplemente en el universo, sino en la sociedad; y ahora… “vacuidad interior, la primera condición, según la estética china, del acto de pintar”. Por lo tanto parecería, en efecto, que Masson siente más profundamente que cualquier otro pintor de hoy la necesidad de posarse, digo, de establecer los datos del problema a resolver, el Problema por fin. B. Aunque poco familiarizado con los problemas de los que se hizo cargo en el pasado, los cuales, por el mero hecho de su solubilidad o cualquier otra razón, han perdido para él su legitimidad, siento su presencia justo bajo la superficie de esas telas veladas de consternación, además de las cicatrices de una capacidad técnica que seguramente le resulta muy dolorosa. Dos viejos males que sin duda deberían considerarse por separado: el mal de querer saber qué hacer y el mal de querer ser capaz de hacerlo. D. Pero ahora el propósito declarado de Masson es reducir esos males, como los llamas, a nada. Aspira a deshacerse de la servidumbre del espacio, para que su ojo pueda “retozar entre los campos desenfocados, tumultuosos con una incesante creación”. Al mismo tiempo, exige la rehabilitación de lo “vaporoso”. Esto podría parecer extraño en un temperamento más apto para el fuego que para la humedad. Por supuesto tú contestarás que esto es lo mismo que antes, el mismo afán de conseguir un refugio desde afuera. Opaco o transparente, el objeto permanece soberano. Pero, ¿cómo se puede esperar que Masson pinte el vacío?

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B. No se espera. ¿Para qué sirve pasar de una posición insostenible a otra, buscar justificación siempre en el mismo plano? He aquí un artista que parece literalmente penetrado por el dilema atroz de la expresión. Y sin embargo sigue retorciéndose. El vacío del que habla es quizá simplemente la obliteración de una presencia insoportable, insoportable porque es invulnerable tanto al cortejo como al asalto. Si esa impotencia angustiosa nunca se declara por su propio mérito y su valor como tal, aunque quizá muy ocasionalmente se reconozca como condimento para la “hazaña” que puso en peligro, sin duda es porque, entre otros motivos, parece contener en sí misma la imposibilidad de su propia expresión. Actitud que tiene, nuevamente, una lógica exquisita. En todo caso, difícilmente se confunde con el vacío. D. Masson habla mucho de transparencia –“aperturas, circulaciones, comunicaciones, penetraciones desconocidas”– donde pueda retozar a su antojo, en libertad. Sin renunciar a los objetos, repugnantes o deliciosos, que son nuestro pan y vino y veneno de cada día, quiere penetrar, a través de sus divisiones, hasta esa continuidad de ser de la cual carece la experiencia normal de vivir. En eso se acerca a Matisse (del primer período, obviamente) y a Tal Coat, pero con esta notable diferencia: Masson tiene que lidiar con sus propias dotes técnicas, que poseen la riqueza, la precisión, la densidad y el equilibrio de la alta expresión clásica. O mejor dicho, quizá, su espíritu, pues él se ha mostrado capaz de una gran variedad técnica cuando la ocasión lo amerita. B. Lo que tú dices indudablemente arroja luz en el dilema dramático de ese artista. Permíteme mencionar su preocupación por las comodidades del desahogo y la libertad. Las estrellas, indiscutiblemente, son maravillosas, como señaló Freud al leer la prueba cosmológica kantiana de la existencia de Dios. Con semejantes preocupaciones, me parece imposible que él llegue jamás a hacer otra cosa que lo que los mejores, incluido él mismo, ya han hecho. Puede ser impertinente incluso suponer que así lo quiera. Sus observaciones inteligentísimas sobre el espacio rezuman el mismo

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espíritu posesivo que se advierte en los cuadernos de Leonardo quien, al hablar de disfazione, sabe muy bien que no perderá ni un solo fragmento. Así que perdóname si reincido, al igual que cuando hablábamos del tan distinto Tal Coat, en mi sueño de un arte que acepta sin resentimiento su indigencia insuperable y rechaza por orgullo la farsa de dar y recibir. D. El propio Masson, tras señalar que la perspectiva occidental no es más que una serie de trampas para la captura de los objetos, declara que no le interesa poseerlos. Felicita a Bonnard por haber logrado, en sus últimas obras, “ir más allá del espacio posesivo en cada aspecto, lejos de mediciones y límites, hasta el punto donde toda posesión se disuelve”. Concuerdo en que hay una larga distancia a recorrer entre Bonnard y esa pintura empobrecida, “auténticamente infructuosa, incapaz de cualquier imagen”, a la cual tú aspiras, y hacia la cual, quién sabe, tal vez Masson tiende también inconscientemente. ¿Pero realmente debemos deplorar una pintura que admite “las cosas y las criaturas de la primavera, resplandecientes de deseo y afirmación, efímeras sin duda pero inmortales en su reiteración”, no para gozar su beneficio, no para disfrutarlas, sino para que perdure lo que el universo tiene de tolerable y radiante? ¿Realmente debemos deplorar una pintura que nos llama, en medio de las cosas del tiempo que pasan y se apresuran a llevarnos a nosotros también, a un tiempo que perdura y enriquece? (Sale llorando). B.

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III Bram van Velde B. Francés, dispara tú primero. D. Al hablar de Tal Coat y Masson, tú invocaste un arte de un orden diferente, no solamente al de ellos, sino a cualquiera realizado hasta la fecha. ¿Estoy en lo correcto al pensar que al hacer esta distinción radical tenías en mente a van Velde? B. Sí. Creo que él ha sido el primero en aceptar cierta situación y consentir a cierto acto. D. ¿Sería mucho pedirte que definieras otra vez, de la forma más simple que puedas, la situación y el acto a que te refieres? B. La situación es la de aquel que es impotente, no puede actuar, dado el caso no puede pintar, pues está obligado a pintar. El acto es el de aquel que, impotente, incapaz de actuar, actúa, dado el caso pinta, pues está obligado a pintar. D. ¿Por qué está obligado a pintar? B. No lo sé. D. ¿Por qué es impotente para pintar? B. Porque no hay de qué pintar ni con qué pintarlo. D. ¿Y el resultado, dices tú, es un arte de un nuevo orden? B. Entre aquellos que llamamos grandes artistas, no veo a ninguno que no se haya preocupado principalmente de sus posibilidades expresivas, las de su vehículo, las de la humanidad. El supuesto que constituye la base de toda pintura es que el espacio del creador es el espacio de lo factible. Lo mucho que expresar, lo poco que expresar, el poder de expresar mucho, el poder de expresar poco, convergen en el ansia común de expresar lo más posible, o de la forma más verídica posible, o más fina posible, como mejor se pueda. Lo que… D. Un momento. ¿Debo entender por lo que dices que la pintura de van Velde es inexpresiva? (Quince días después) Sí. B. D. ¿Te das cuenta de lo absurdo de tu propuesta?

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B. Espero que sí. D. Lo que dices lleva a esto: la forma de expresión conocida como pintura, puesto que por oscuras razones estamos obligados a hablar de pintura, ha tenido que esperar a van Velde para librarse del malentendido que ha soportado durante tanto tiempo y tan valientemente, a saber, que su función era expresar, por medio de los pigmentos. B. Otros han sentido que el arte no es expresión necesariamente. Pero tantos esfuerzos prodigados para lograr que la pintura se independizara de su ocasión sólo han conseguido ampliar su repertorio. Me gusta ver en van Velde al primero cuya pintura está desprovista, liberada si prefieres, de todo tipo de ocasión, tanto ideal como material, y el primero cuyas manos no están atadas por la certeza de que expresar es un acto imposible. D. ¿Pero no se podría afirmar, en el caso de que se llegara a tolerar esa fantástica teoría, que la ocasión de su pintura es el trance donde se encuentra, y que expresa precisamente la imposibilidad de expresar? B. No podría imaginarse un método más ingenioso para restituirlo, sano y salvo, en el seno de San Lucas. Pero permitámonos por una vez la imprudencia de no dar pie atrás. Enfrentados con la penuria final, todos han sabido dar pie atrás y volver a la simple miseria donde madres virtuosas e indigentes pueden llegar a robar pan añejo para sus mocosos hambrientos. Hay más que una diferencia de grado entre carencia –carencia de mundo, carencia de yo– y la absoluta privación de esos bienes tan apreciados. Aquélla es un trance, ésta no. D. Pero ya hablaste del trance de van Velde. B. No debería haberlo hecho. D. Tú prefieres la hipótesis más pura de que al fin aquí estamos en presencia de un pintor que no pinta, que no finge pintar. Vamos, vamos, mi querido amigo, dame algún tipo de afirmación coherente y luego ándate. B. ¿No sería suficiente con que me fuera?

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D. No. Ya empezaste. Termina. Empieza otra vez y continúa hasta que termines. Y luego ándate. Trata de tener presente que el tema del que hablamos no eres tú mismo, ni el sufí Al-Haqq, sino un cierto holandés llamado van Velde, hasta aquí calificado erróneamente de artiste peintre. B. ¿Cómo sería si primero dijera lo que me gusta imaginar que él es y que él hace, y luego reconociera que es muy probable que lo que él es y hace sea algo totalmente distinto? ¿No sería acaso una solución excelente para todas nuestras dificultades? El feliz, tú feliz, yo feliz, los tres rebosantes de felicidad. D. Haz lo que quieras. Pero avanza. B. Hay muchos modos de tratar de decir en vano lo que estoy tratando en vano de decir. He experimentado, como sabes –en público y en privado, bajo presión, con el corazón desfalleciente, con la mente debilitada–, con doscientas o trescientas formas. La patética antítesis posesión-pobreza no ha sido quizá la más tediosa. Pero empezamos a cansarnos de ella, ¿verdad? La constatación de que el arte siempre ha sido burgués, aunque sirva para aliviar nuestro dolor ante los logros del progresismo social, finalmente carece de interés. El análisis de la relación entre el artista y su ocasión, una relación siempre considerada como indispensable, tampoco parece haber sido muy fecunda, quizá porque perdió su camino en las disquisiciones sobre la naturaleza de la “ocasión”. Es evidente que para el artista obsesionado con su vocación expresiva no hay nada que no esté destinado a volverse una ocasión, incluyendo –como parece ser hasta cierto punto el caso de Masson– la búsqueda de la ocasión, y las orgías autogenéticas de un inmaterialismo a lo Kandinsky. No hay pintura más repleta que la de Mondrian. Pero si la ocasión, en tanto término de la relación, aparece como una variable inestable, el artista, que es el otro término y además una madriguera de modos y actitudes, difícilmente va a tener mayor estabilidad. Las objeciones a esa mirada dualista del proceso creativo no son convincentes. Dos cosas quedan establecidas, aunque sea precariamente: el alimento, desde el plato de frutas hasta las

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matemáticas básicas y la autocompasión, y su forma de expedición. Todo lo que debiera preocuparnos es la aguda y creciente ansiedad de la relación misma, como si se cerniera sobre ella la sombra cada vez más oscura de una sensación de invalidez, de insuficiencia, de un estado de existencia logrado a costa de todo lo que excluye, de todo lo que impide ver. La historia de la pintura –volvemos ahí de nuevo– es la historia de sus esfuerzos por escapar de esa sensación de fracaso por medio de relaciones más auténticas, más vastas, menos exclusivas, entre aquel que figura y lo que es figurado, en una especie de tropismo en busca de una luz respecto a su naturaleza, las mejores opiniones siguen discrepando, y con una suerte de terror pitagórico, como si la irracionalidad de Pi fuera una ofensa hacia la deidad, por no decir su criatura. Mi defensa, puesto que estoy en el banquillo, es que van Velde ha sido el primero en desistir de ese automatismo estetizado, el primero en admitir que ser artista es fracasar como ningún otro se atreve a fracasar, que el fracaso es su mundo y que acobardarse ante éste constituye abandono, artesanía, buena administración, vivir. No, no, déjame terminar. Sé que todo lo que se necesita ahora para llevar incluso este asunto horrible a una conclusión aceptable, es hacer de esa sumisión, ese reconocimiento, esa fidelidad al fracaso, una nueva ocasión, un nuevo término de la relación, y del acto que, incapaz de actuar, obligado a actuar, él hace, un acto expresivo, aunque sólo exprese a sí mismo, su imposibilidad, su obligación. Sé que mi incapacidad para hacerlo me pone a mí, y conmigo quizás a algún inocente, en lo que aún se llama, creo, una situación poco envidiable, de las que bien conocen los psiquiatras. ¿Qué es este plano coloreado que antes no estaba? No sé qué es, pues nunca había visto nada parecido. Parece no tener nada que ver con el arte, en todo caso, si mis recuerdos del arte son correctos. (Se prepara para salir). D. ¿No te olvidas de algo? B. ¿No es suficiente?

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D. Entendí que tu número iba a tener dos partes. La primera consistía en que ibas a decir lo que… ee… pensabas. Estoy dispuesto a creer que lo hiciste. Y la segunda… B. (Recordando, calurosamente) Sí, sí, estoy equivocado, estoy equivocado.

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Homenaje a Jack B. Yeats

Gran obra solitaria, incomparable por su remisión a lo más recóndito del espíritu que la origina, aclarable a esa y a ninguna otra luz. Cabalidad de extrañeza que resiste hasta la asimilación por los sagrados patrimonios, nacionales u otros. ¿Qué es menos celta que esa mano incomparable sacudida por la meta que se fija o su propia urgencia? En cuanto a los garantes que tan amablemente se han desenterrado a su favor, Ensor y Munch entre los destacados, lo menos que se puede decir es que no sirven de mucho. El artista que se juega su ser no tiene orígenes, no tiene hermanos. ¿Glosa? En imágenes de tan urgente inmediatez no hay ocasión ni tiempo, no se deja el espacio, para el lenitivo del comentario. Ni en ese ímpetu de necesidad que las suelta y las dispersa hasta el más allá de la visión. Ni en lo gran real interior donde fantasmas vivos y muertos, naturaleza y vacío, todo lo que siempre y nunca será, se integran en una única prueba para un único testimonio. Ni en ese supremo oficio que se somete temblando a lo que está más allá de todo oficio. No. Simplemente inclinarse maravillado.

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Para Avigdor Arikha

Asedio puesto otra vez al inexpugnable afuera. Fiebre de ojo y mano en busca de lo otro. El ojo cambiado sin cesar por la mano que incesantemente cambia. La mirada que se aparta de lo invisible para chocar contra lo irrealizable, una y otra vez. Un tiempo de tregua y las marcas de lo que es ser y ser enfrentado. Mostrar esas marcas profundas.

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Ediciones anteriores

Samuel Beckett (Dublín, 1906 - París, 1989) es

uno de los escritores más importantes del siglo XX. Autor de novelas, textos narrativos breves, poemas, ensayos, obras de teatro, piezas para el cine, la radio y la televisión, es muy conocido por sus tragicomedias Esperando a Godot y Fin de partida, que, para su irritación, se identificaron con el teatro del absurdo. Humorista radical, crítico de toda filosofía y amante de las palabras, su obra va de la parodia verbal grotesca al minimalismo mudo, visual y musical. Escribió en inglés y francés, y él mismo tradujo la mayoría de sus obras. Se le otorgó el premio Formentor en 1961 y el Nobel de Literatura en 1969.

Proust y otros ensayos

Samuel Beckett

Arlette Farge, Lugares para la historia.

Además de sus célebres novelas y obras de teatro, o sus menos conocidos poemas y piezas para televisión, a lo largo de su vida Samuel Beckett escribió varios textos críticos, particularmente sobre autores y artistas que admiraba. En este libro se reúnen algunos de los más importantes, escritos directamente en inglés o traducidos por Beckett del francés: su diatriba juvenil a favor de la obra de James Joyce; un extenso e intenso ensayo sobre Proust; los humorísticos y certeros diálogos sobre arte contemporáneo con Georges Duthuit, y dos emocionantes homenajes para sus amigos pintores, Jack B. Yeats –hermano del poeta– y Avigdor Arikha. En estos textos podemos seguir la evolución estética, entre 1929 y 1966, de una de las mentes y escrituras más importantes del siglo XX.

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Samuel Beckett Proust y otros ensayos

S. E. Gontarski , autor del prólogo de este volumen, es un connotado experto en la obra de Samuel Beckett. Profesor distinguido de la facultad de inglés en la Universidad de Florida State, dirige sus estudios de pregrado y es editor del Journal of Beckett Studies. Conoció a Beckett en 1980 y para él, que entonces celebraba un simposio sobre el autor en la Universidad de Ohio, Beckett escribió la pieza teatral Ohio Impromptu. Entre sus publicaciones recientes están The Grove Companion to Samuel Beckett (Nueva York, 2004) y The Faber Companion to Samuel Beckett (Londres, 2006), ambos en coautoría con C. J. Ackerley. Editó The Complete Short Prose de Samuel Beckett para Grove Press (Nueva York, 1995), la edición definitiva de los textos cortos en inglés del autor.

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