Montesquieu
 9789681630942, 9681630947

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MONTESQUIEU por J E A N S T A R O B IN S K I

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MEXICO

Traducción de Rafael Secovia

Primera edición en francés, 195S Primera edición en español, 1989

Título original:

Montesquitu © 1953, Éditions du Seuil, París ISBN 2-02-000010-5

D. R. © 1989, F ondo de C ultosa E conómica, S. A. de C. V. Av. de la Universidad, 975; 03100 México, D. F.

ISBN 968-1 &-3094-7 Impreso en México

Mi alma se interesa por iodo. Montesquieu

ALGUNAS FECHAS 1685. Revocación del Edicto de Nantes. 1688. Jaeobo [I de Inglaterra es destronado. 1689. 18 de enero: Nacimiento de Charles-Louis de Secondat, en el castillo de La Bréde. 1689. 13 de febrero: lectura solemne del B ill o f Rights ante el Parlamento inglés, en presencia de Guillermo de Orange. 1694. Guillermo de Orange vence el cerco de Namur. 1696. Bautizo de Marie-Anne de Secondat: Carlos, niño todavía (7 años) deposita su firma en el registro parroquial (véase ilus­ tración). 1697. Paz de Ryswick, con la que finaliza la Guerra de la Liga de Augsburgo. Luis XIV reconoce a Guillermo de Orange co­ mo rey de Inglaterra. 1700. Charles de Secondat estudia en Juilly, con los Oratoríanos. El duque de Anjou, al que Luis XIV ha reconocido como rey de España, entra en Madrid. •1

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y por mantenerlo alejado, en lo tocante a los asuntos del Estado y los de Europa, de cualquier tipo de esclareci­ miento, y que, al mismo tiempo, sigamos con tal fuerr.ii los perjuicios, las impresiones y la futilidad de discursOj de ese mismo pueblo, sobre todo del de la Corte. Discur­ sos como éstos son los que llevaron a emprender las dos guerras de 1733 y de 1741. (Mis pensamientos.) Francia no se encuentra más en el centro de Europa; lu que ocupa ese lugar es Alemania. (Ibid.) Pero, aunque el desorden es nefasto, la diversidad es sa­ ludable. Y al menos, Montesquieu puede adjudicarle ese hecho a su patria, en su favor. Una de las cosas que hay que observar en Francia es lo facilidad extrema con la que siempre se ha repuesto de sus pérdidas, de sus enfermedades, de sus despoblamien­ tos, y con cuántos recursos soportó siempre, o incluso so­ brepasó los vicios interiores de sus diversos gobiernos, Tal vez la causa se encuentra en esa misma diversidad, que ha hecho que ningún mal pudiera nunca enraizar lo bastante para despojarla completamente del fruto de sus dones naturales. (Mis pensamientos.) El juicio verídico, la justeza, son el principio de la justi­ cia. Y son también, en primer lugar, la virtud del histo­ riador. La manera de adquirir la perfecta justicia, es habituarse en tal modo a ella que se la observe hasta en las cosas más pequeñas, y que hasta la propia manera de pensar

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se conforme a ella. He aquí un único ejemplo. No tiene la menor importancia para la sociedad en que vivimos el que un hombre que vive en Estocolrao o en Leipzig com­ ponga bien o mal los epigramas, o sea un físico bueno o malo. Y no obstante, si habernos de emitir un juicio, hay que intentar que sea justo, con el fin de preparamos para actuar del mismo modo en una ocasión más impor­ tante. (Mis pensamientos.) Me encuentro en las circunstancias mejores del mundo para escribir historia. No abrigo ninguna intención de fortuna: tengo tales bienes, y mi alcurnia es tal, que no tengo motivo ni para avergonzarme de ésta, ni para envi­ diar o admirar a la otra. No he tenido empleo alguno en los asuntos públicos, y no tengo que hablar ni en aras de tni vanidad, ni en aras de justificarme. He vivido en el mundo, y he tenido relaciones, incluso de amistad, con personas que habían vivido en la corte del príncipe cuya vida describo. He escuchado cantidad de anécdotas en el mundo en que he vivido una parte de mi vida. No estoy ni demasiado lejos del tiempo en que vivió dicho monarra como para ignorar muchas circunstancias, ni dema­ siado cerca como para ser obnubilado por ellas. Me en­ cuentro en un tiempo en que se ha dejado de creer en la admiración ante el heroísmo. He viajado mucho por países extranjeros, donde recogí buenos documentos. Fi­ nalmente, el tiempo ha hecho salir de los escritorios to­ dos los documentos diversos que nuestros compatriotas —que gustan hablar de sí mismos— han escrito en gran número; así, de estos diferentes documentos, se puede extraer la verdad, cuando no se apega uno a ninguno de ellos, sino a todos en conjunto; y cuando se los compara con monumentos más auténticos, como son las cartas de

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los ministros, de los generales, las instrucciones de lo» embajadores, y los monumentos que son como las pie dras principales del edificio, entre las cuales se acomoda todo lo demás. Por último, he pertenecido a una profe sión en la que he adquirido conocimientos sobre el dere* cho de mi país, y sobre todo el derecho público, si es que así debemos llamar a esos débiles y miserables restos di* nuestras leyes, que el poder arbitrario no ha podido ocul­ tar, pero con los que nunca podrá acabar, a no ser que se acabe a sí mismo. (Ibid.) La historia es necesaria: hay que conocer las semejanzas y las diferencias. Para tener un buen conocimiento de los tiempos mo­ dernos, hay que tener un buen conocimiento de los tiem­ pos antiguos; hay que seguir la historia de cada ley en el espíritu de todos los tiempos. No se sembraron dientes de dragón para hacer surgir a los hombres de bajo la tierra, para darles leyes. (Dossier de El espíritu de las leyes.) La muerte para un romano y la muerte para un cristiano son dos cosas. (Mis pensamientos.) Pero, ¿es posible la historia? No se hace un sistema después de haber leído la historia; se empieza en cambio por el sistema, y se buscan luego las pruebas; y hay tantos hechos en una larga historia^ se ha pensado de maneras tan diferentes, sus inicios son por lo general tan oscuros, que siempre se encuentran razones bastantes para dar validez a cualquier tipo de sentimientos. (Mis pensamientos.)

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Voltaire nunca escribirá una buena historia: es como los monjes, que no escriben por el tema que tratan, sino por la gloria de su orden; Voltaire escribe para su convento. (Ibid.)

Es un problema saber si la imprenta ha servido o no a la verdad de la historia. Antaño, los autores de partidos disfrazaban la verdad con más atrevimiento: sus obras tenían poca difusión y no eran leídos sino por algunas personas de sus sectas; por ello, temían menos decir cosas absurdas, ponían más peso en los caracteres, y gritaban más fuerte, puesto que eran menos escuchados. Por otro lado, los príncipes hicieron de este arte el principal objeto de sus policías; los censores que han ins­ tituido dirigen todas las plumas. Antaño, era posible decir la verdad, y no se la decía; hoy en día, se quisiera decirla, y no se puede. (Ibid.) Y aun cuando la historia fuera posible, ¿el conocimiento de las coyunturas pasadas podrá orientar a la acción en tal o cual coyuntura presente? Por mucho que los políticos estudien su Tácito, no en­ contrarán en él más que reflexiones sutiles sobre hechos que necesitarían la eternidad del mundo para retornar en las mismas circunstancias. (Mis pensamientos.) Es necesario cambiar las máximas del Estado cada vein­ te años, porque el Mundo cambia. (Ibid.) En un escrito de juventud, Montesquieu ponía a la políti-

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