Modernidades indígenas

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Pedro Pitarch y Gemma Orobitg (Eds.) Modernidades indígenas

Tiempo Emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en «madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir», cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su «Pierre Menard, autor del Quijote», nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlán­tico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de Amé­rica y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sábato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

Pedro Pitarch y Gemma Orobitg (Eds.)

Modernidades indígenas

Iberoamericana - Vervuert - 2012

Derechos reservados © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN xxx-xx-xxxx-xxx-x (Iberoamericana) ISBN xxx-xx-xxxx-xxx-x (Vervuert) Depósito Legal: Printed by Diseño de cubierta: Carlos Zamora Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Pie de foto y tal y tal Utaque poris eaturia quae oditatis alibusande sin porumqu iaepudae pa quassitate con et doluptium, temquo ipisit maio. Nemodi dolut as

Índice

Prefacio ........................................................................................................ 100 Pedro Pitarch y Gemma Orobitg La dialéctica de la ilustración antropológica: mitología huichola como crítica de la modernidad ................................................................... 100 Johannes Neurath Intermediarios ambivalentes en la modernidad huichola ......................... 100 Paul Liffman La ciudad de los espíritus europeos. Notas sobre la modernidad de los mundos virtuales indígenas .............................................................. 100 Pedro Pitarch Teléfonos celulares en la era de los mayas. representaciones y usos entre los ch’ort’i de Guatemala .................................................................................. 100 Julián López García El otro como sujeto, la modernidad como conducto: La producción de subjetividades en un pueblo mesoamericano .............. 100 Roger Magazine Ser civilizados mirando al pasado. Lo moderno en el pensamiento purépecha. ............................................................................. 100 Óscar Muñoz

La integración de objetos modernos en algunos rituales de la Mixe Alta del estado de Oaxaca. Complementariedad, substitución y domesticación .......................................................................................... 100 Perig Pitrou La domesticación indígena de la tradición en un pueblo de la Huasteca veracruzana .................................................................................................. 100 Anath Ariel de Vidas La indianización del Evangelio: los protagonistas de la transformación posconciliar del catolicismo indígena mexicano ........................................ 100 Alessandro Lupo Ideologías amerindias y modernidad. Mito y cosmología en un momento de la historia reciente (1958-1993) de los pumé .............. 100 Gemma Orobitg Una carta de Santa Fe: los indígenas de Nuevo México, dueños de la modernidad ............................................................................ 100 Gary Gossen Ach’ kuxlejal: el nuevo vivir. amor, carácter y voluntad en la modernidad tzotzil ............................................................................ 100 Isabel Neila Boyer Cuerpos poderosos y sobreexpuestos: los muxes de Juchitán como transgéneros amerindios modernos ........................................................... 100 Juan Antonio Flores Sobre los autores ......................................................................................... 100

Prefacio Pedro Pitarch y Gemma Orobitg

Las culturas indígenas americanas han sido convencionalmente pensadas como “tradicionales”, y, por tanto, en la medida en que la modernidad es imaginada como lo opuesto de la tradición, “indígena” y “modernidad” son términos estimados intuitivamente como incompatibles. En la medida en que las poblaciones amerindias adopten la modernidad, comienzan a dejar de ser propiamente indígenas: investigar sobre la cultura indígena equivale a ocuparse de todo aquello que no es moderno, y ocuparse de aquello que es considerado moderno equivale a tratar aquello que sustituye o desplaza la cultura indígena. La modernidad, la técnica, la racionalidad occidental reemplazan las antiguas creencias y prácticas. Contra este sentido común, sin embargo, la etnografía demuestra una y otra vez cómo aspectos aparentemente “tradicionales” de las culturas indígenas no sólo son capaces de coexistir con la modernidad occidental –lo cual ya se ha convertido en un lugar común– e incluso florecen y sacan el mayor partido de ella, sino también, y sobre todo, cómo los indígenas producen sus propias formas de modernidad. Los trece ensayos que componen este libro están dirigidos a interpretar las formas indígenas de modernidad. Ocupándose de grupos indígenas distintos, diferentes temas de estudio, y a través de estilos interpretativos también diversos, estos estudios se preguntan cuestiones tales como: ¿de qué manera interpretan los indígenas la modernidad?, ¿qué usos hacen de ella? Y no sólo cómo transforma la modernidad la cultura indígena, sino cómo ésta transforma la modernidad. ¿Podemos hablar de una modernidad específicamente indígena?

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Por supuesto, aquí la primera dificultad reside en saber qué entendemos por “modernidad”. Modernidad es, desde nuestro punto de vista, un concepto puramente relativo, cuyo sentido reside en ser lo opuesto de la “tradición”, o, más exactamente, la “no-tradición”. Moderno es aquello que no es tradicional. Para que pueda emerger una noción de modernidad debe igualmente imaginarse una tradición lo suficientemente general como para que se oponga a esa modernidad; dicho de otro modo, una tradición que no ha existido nunca como tal. En definitiva –como demuestran los estudios etnográficos de este libro– tradición y modernidad representan los términos de una dicotomía que no se sostiene en los hechos. Esta dicotomía, sin embargo, ha sido la manera más común de pensar la historia y el futuro de las sociedades del siglo xx. Más aun, el concepto de tradición que se proyecta sobre todas las culturas del mundo (“las culturas tradicionales y los cambios técnicos”) posee los rasgos característicos que la imaginación occidental atribuye a este concepto. La tradición es el pasado; la modernidad, el futuro. Lo que define la modernidad (occidental) según Jurgen Habermas (1990), quién se basa en última instancia en Max Weber, es fundamentalmente la distinción entre las formas de construcción de la esfera pública y la privada en el marco de los regímenes nacionales. Pero el modo más extendido de pensar la modernidad es como sinónimo de modernización: no tanto un estado cuanto un proceso (Appadurai 1996, Giddens 1991). “El proceso continuo de generar y asimilar formas de producción y de consumo que están a la vanguardia de la tecnología y del gusto, tal y como éstos se construyen en el sistema mundial” (Lomnitz 1998: 10). “Vanguardia” es otra de las palabras clave asociadas a la modernidad: por antonomasia las vanguardias estéticas como el cubismo, el futurismo o el constructivismo. Pero la vanguardia es un movimiento que señala la flecha del “progreso”. Es probablemente en este sentido de “modernización” como se ha tendido usualmente a interpretar la relación entre los pueblos indígenas americanos y la modernidad occidental. Es decir, la modernidad es entendida como un factor externo que afectaría las culturas nativas tradicionales (del mismo modo, por ejemplo, que la modernidad es un factor externo que afecta a las naciones latinoamericanas: la modernidad siempre surge en “otro lugar”). Desde este punto de vista, la modernización indígena es parcialmente sinónima de occidentalización.



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Modernización sería pues cualquier efecto duradero de Occidente (the West) sobre los pueblos no europeos (the rest), desde el siglo xv en adelante, y por tanto un estudio de las modernizaciones indígenas equivaldría también a una historia de la expansión europea. La expansión europea se corresponde con el progreso. Los indígenas no eran modernos y lo moderno no era indígena. Lo que podríamos llamar el “paradigma de la aculturación” se basa implícitamente en esta premisa. Desde una perspectiva funcionalista, las sociedades indígenas simplemente dejarían de funcionar y serían absorbidas por la “sociedad nacional” (Beals 1967, Ewald 1962). Desde el punto de vista del culturalismo particularista, las culturas indígenas acabarían por mezclarse completamente con el mundo de origen europeo, para incorporarse al mundo “mestizo” nacional (Redfield 1941, Aguirre Beltrán 1967). En ambos casos, sin embargo, el estudio de las culturas indígenas debía estar dirigido a ocuparse de los aspectos tradicionales, esto es, propiamente indígenas, y todo aquello que pudiera parecer moderno no era sino una perturbación externa que conducía a la pérdida cultural. De hecho, la etnografía americanista se pensó durante largo tiempo como la respuesta a la necesidad de “rescatar” las culturas en desaparición como resultado de los embates de la modernidad (Urban y Scherzer 1991). Las teorías de la dependencia y el colonialismo interno, y los estudios del “campesinado” como categoría no son sino un desarrollo de este principio de modernización, esto es, de pérdida y asimilación cultural. Los indígenas acabarían inexorablemente por campesinizarse (González Casanova 1965, Bonfil 1972, Stavenhagen 1969, Warman 1976) o proletarizarse (Pozas 1971), o bien por producir un tipo de “indio genérico” (Darcy Ribeiro 1970). En la década de 1980 aparecieron algunas alternativas a este esquema. Representan probablemente una repuesta a la constatación de que las culturas indígenas no sólo no estaban necesariamente condenadas a su extinción según el veredicto de historiadores, sociólogos y antropólogos, sino que algunos aspectos culturales indígenas estaban de hecho expandiéndose aprovechando las nuevas condiciones de la modernidad y de la globalización. La primera de estas alternativas concierne los estudios de producción y negociación de bienes e identidades culturales indígenas (y también de los sectores llamados populares) en el contexto de la globalización de América Latina. Bajo conceptos como el de “hibridación”

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(García Canclini 1990), creolization (Hannerz 1992), “cultura pública” (Appadurai 1986) o intercambio desigual (Clifford 1999), comportamientos culturales previamente condenados a la extinción ahora parecen vivir una nueva vida, a veces más compleja que la “tradicional” (Galinier y Molinie 2006). En lugar simplemente de disolverse en un mundo organizado por el mercado, aspectos de las culturas indígenas alcanzan nuevos significados. En términos de Yúdice (1992), se produce una “rearticulación de la tradición”. Procesos como la urbanización, el turismo y las nuevas tecnologías, conceden nuevos sentidos y oportunidades. En otras palabras, lo indígena y lo popular no han sido eliminados, sino reformulados en términos de nuevas relaciones sociales y de producción. Como dice Brown (1991), se trata de “una modernidad alternativa, donde la moderna tecnología se funde con la magia”. García Canclini (1990, 1995), por ejemplo, adopta un enfoque sobre la cultura popular donde ésta no se define por su origen o por su contenido, sino por su “sistema de producción”. Es un tipo de perspectiva que contrasta con los estudios de “aculturación” en el hecho de que se aleja de las preocupaciones convencionales por la autenticidad y la tradición, pensándolas más bien como un cambiante juego de fuerzas políticas y económicas e históricas en continua negociación. Una segunda reacción a la idea de la aculturación inevitable es la de los estudios “posestructuralistas” donde se enfatiza cómo las culturas indígenas generalmente logran absorber las relaciones y los productos occidentales, incluyéndolos en los paradigmas lógicos indígenas, de modo que éstos se ven frecuentemente reforzados por la relación con la modernidad occidental. La versión más conocida de este argumento son los trabajos de Marshall Sahlins sobre las culturas nativas del Pacífico (1985, 1989, 1993, 1996, 1999). Con la tesis de la “indigenización de la modernidad”, Sahlins discute la idea largamente aceptada según la cual los procesos de modernización conducen irrevocablemente a la desaparición de las especificidades culturales de las sociedades no occidentales. En particular, sostiene Sahlins, la recepción y el uso que hacían las poblaciones nativas de las mercancías occidentales no desemboca en la “aculturación” de aquéllas. La “domesticación” de las nuevas mercancías contribuye, por el contrario, a la reproducción cultural de las sociedades nativas y, a menudo, al desarrollo de las relaciones sociales tradicionales. De ese modo, la presencia de mercancías industriales no implica la individualización de las relaciones sociales y,



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en última instancia, la penetración del capitalismo (que, en términos del autor, es sinónimo de modernidad). En la relación de los nativos del Pacífico con las mercancías europeas, Sahlins ve un nuevo ejemplo de uso de lo nuevo en términos de una estructura previa. Las mercancías son aceptadas y usadas a través de las categorías propias de las cosmologías indígenas. Por ejemplo, a comienzos de siglo xx, en Nueva Guinea la introducción de mercancías extranjeras fue asimilada a la rivalidad por prestigio entre los jefes y relanzó las formas de intercambio tradicional a un nivel sin precedentes. El proceso de indigenización se presenta así como un desvío de la modernidad –y también como una forma de resistencia a la modernidad– que Sahlins aplica a situaciones y momentos históricos diversos: el Hawai del capitán Cook en el siglo xviii, las ceremonias Potlach de la Columbia Británica de comienzos del siglo xx, pero también situaciones como las de la “invención de la tradición” contemporáneas o las nuevas políticas de la identidad indígena (Babadzan 2009, Li 2001). En términos de los estudios amerindios, los indígenas reclutarían a los europeos y sus mercancías para reproducir su propia sociedad (Albert 1990, 1993, Albert y Ramos 2006, Conklin 1997, Crocker 1992 Rappaport 1990, Turner 1999). Este tipo de orientación se interesa por la complejidad de los modos indígenas (cognitivos, simbólicos, políticos) de construcción y reproducción de la sociedad y la historia. Tratan así de reconciliar los análisis de los sistemas cosmológicos con la socio-historia de las situación de contacto y rápida modernización, de un modo que privilegia la “agencia histórica” indígena mediante la cual éstos digieren los acontecimientos. Por ejemplo, Peter Gow (1991) ha argumentado que la situación de los piro de la Amazonía peruana, que viven en una situación de aparente aculturación y campesinización, en realidad es el resultado de su propia lógica tradicional, donde la “aculturación” es un proceso inherente a la cosmología indígena. Pedro Pitarch (2005) argumenta acerca de las conversiones indígenas en México y Guatemala a la religión católica o a las evangélicas, que es en realidad la propia cultura indígena tradicional la que impulsa –mediante la búsqueda nuevos modos de construcción del cuerpo– a los indígenas a la conversión. En todo caso, por distintas que sean, todas estas perspectivas comparten la idea de que modernidad y culturas indígenas americanas son conceptos antitéticos. En unos casos, la modernidad sustituye la tra-

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dición indígena (perspectivas funcionalista, culturalista o de modernización), en otro, ciertos aspectos de la tradición son rearticulados en función del mercado (enfoque de producción y consumo culturales), y, en otro, la modernidad es estratégicamente absorbida por las culturas indígenas (posestructuralismo). Pero en cualquiera de estas perspectivas la relación entre culturas indígenas y modernidad occidental es planteada como la puesta en contacto de dos formas socioculturales que son incompatibles entre sí. Consecuentemente la relación entre ambas es pensada siempre en términos de cambio o persistencia: ya de sustitución de las culturas indígenas, ya de mezcla, ya de reproducción cultural de éstas. No es fácil evitar la dicotomía tradicional/moderno. Pocas ideas deben encontrarse tan introyectadas en nuestra visión de la sociedad que ésta. Pero quizá sea posible pensar la relación entre los indígenas y modernidad occidental no como la puesta en contacto de formas opuestas o fases históricas consecutivas, sino en términos de afinidades, contrastes e intercambios entre ambos términos. Una relación en un plano de igualdad y recíproca. En ella no interesaría tanto el efecto de la modernización en las culturas indígenas cuanto su relación con la modernidad global en términos de influencias y contrastes –estéticos, sociales, cosmológicos– mutuos. Lo que debiera permitir en definitiva una aproximación de este estilo es un entendimiento de las culturas indígenas americanas que no las interprete como formas de vida premodernas o no-modernas, o, dicho de otro modo, definidas fundamentalmente por su oposición a la modernidad, sino como formas culturales sumamente sofisticadas, susceptibles de desarrollar un diálogo con los nuevos procesos de los intercambios globales. Marsall Berman (1999: 87) escribió que “una atmósfera de agitación y turbulencia, de vértigo y ebriedad psíquicos, de expansión de las posibilidades de nuevas experiencias y destrucción de las fronteras morales y de los vínculos personales, de ampliación y alteración de sí, de fantasmas en la calle y en el alma, es la atmósfera en que nace la sensibilidad moderna”. Si esto es así, “si –como añade Berman– ser moderno es formar parte de un universo en el cual, como dijo Marx, ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’” entonces, por asombroso que le pueda parecer a Berman y al actual sentido común urbano occidental, no puede haber culturas más “absolutamente modernas” que las indígenas. Es una experiencia que todo etnógrafo que haya vivido



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entre poblaciones amerindias ha debido probar. En palabras de Roy Wagner (1981: 88-89), la forma de vida de las culturas tribales resulta en una “continua aventura de impredecir el mundo”. “Viven casi exclusivamente a través de sus cultos y entusiasmos de modo tal que la vida es una sucesión de expectativas y aventuras altamente cargadas”, la vida como una secuencia inventiva con una “cierta cualidad resplandeciente”. Si nos atenemos a esa imagen de una atmósfera de agitación y turbulencia, al final los polos se invierten y somos nosotros, no los indígenas, quienes terminamos por ser no-modernos.

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La dialéctica de la ilustración antropológica: mitología huichola como crítica de la modernidad Johannes Neurath Instituto Nacional de Antropología e Historia México

1. Indigenización de la modernidad, amerindianización de la teoría Al responder a la pregunta What is Anthropological Enlightenment?, Marshall Sahlins (1999) plantea la antropología como la crítica de prácticas discursivas colonialistas y eurocéntricas. La narrativa de un “pasado primitivo” y de un “pueblo primitivo” debe ser considerada una ficción —“no tan ilustrada”, porque legitima el imperialismo occidental—. Renunciar a ella es, por ende, una salida de la barbarie. Como señala Sahlins, no es cierto que mantener una identidad indígena y vivir en la modernidad se excluyan tajantemente. Hay muchísimos grupos étnicos que demuestran lo contrario. Ésta es la lección que la antropología aprendió durante el siglo xx. Algunos pueblos indígenas —como los huicholes,1 de quienes trata este ensayo—, son particularmente hábiles en reproducir su cultura en el contexto de un mundo globalizado. La modernidad se está indigenizando y, finalmente, la antropología culturalista toma nota de este hecho tan fácil de observar.

1. Según el censo de 2000, la lengua wixarika tiene 43.939 hablantes. Los territorios tradicionales de las comunidades huicholes se ubican en el sur de la Sierra Madre Occidental y corresponden a los estados de Jalisco, Nayarit y Durango. Mi investigación se basa en un proyecto de trabajo de campo a largo plazo, realizado a partir de 1992, en la comunidad de Tuapurie (Santa Catarina Cuexcomatitán), municipio de Mezquitic, Jalisco (ver Neurath 2002).

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Dar cuenta de la imposibilidad, política y empírica, de sostener la dicotomía primitivos o tradicionales versus civilizados o modernos tiene un sinfín de implicaciones. En este ensayo nos interesa, sobre todo, lo que esto significa para la teoría crítica de la modernidad. De acuerdo con Trouillot (1991: 39), “el binomio nosotros-todos los demás (us and all of them) es una construcción ideológica, implícita en el orden simbólico que crea el Occidente”. Pero ¿cómo puede producirse antropología sin recurrir al “topos del salvaje” (savage slot). ¿Qué queda de la antropología cuando hacemos a un lado este cliché auto-legitimador de la mission civilisatrice de Occidente, cuando “ya no hay un otro, sino multitud de ellos?” (Ibíd.). ¿Como hablar sobre la Ilustración, la modernidad y Occidente sin recurrir a dicotomías tan problemáticas? ¿Se puede hablar de modernidad sin recurrir a la evocación de un estado natural y primitivo que represente todo que la modernidad no es? Al cuestionar el “topos del salvaje” es inevitable darse cuenta de que “nosotros” no somos los únicos que se interesan en los “otros”. Aunque el desarrollo de una antropología académica es, sin duda, parte de lo que se ha caracterizado como el desarrollo particular (Sonderweg) de Occidente, la reflexión antropológica en sí es un fenómeno diverso y practicado por muchos. Los pueblos que estudiamos pueden ser bastante etnocéntricos, pero también se interesan en los otros (es decir, en nosotros o unos terceros). Según James A. Boon (1982: 19, citado en Strathern, 1987: 266), la paradoja antropológica que se debería confrontar es “how cultures, perfectly commonsensical from within, nervertheless flirt with their own ‘alternities’, gain critical self-distance, formulate complex (rather than simply reaccionary) perspectives on others”. En el sentido de Eduardo Viveiros de Castro (2008a), no estudiaremos únicamente la antropología de los huicholes, sino la antropología de los huicholes, la teoría antropológica inherente a las prácticas discursivas y rituales de este grupo.. Esta “antropología de los otros” no es simplemente, una antropología al revés, sino lo que Viveiros de Castro llama The Turn of the Native,2 un “viraje antropológico” que significa, sobre todo, introducir concepciones antropológicas indígenas al discurso antropológico o filosófico como si fueran teorías (Viveiros de Castro 2007: 3; 2008a; 2008b: 131; ver también Neurath 2008a).

2. Título de un libro de Viveiros de Castro en prensa (Chicago University Press).



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Lo que queremos señalar aquí es que la antropología de los huicholes, efectivamente, da una pista interesante para reflexionar sobre la Ilustración y la modernidad sin recurrir a la evocación de un estado natural y primitivo. Vale la pena conocer la crítica que hacen los otros de la modernidad. En primer lugar, nos motivaban ciertas curiosidades etnográficas. Al investigar sobre la manera en que los huicholes entienden la sociedad capitalista occidental o mundial, resultó que sus ideas sobre la modernidad son bastante diferentes a las nuestras. Entre los huicholes, el estado primordial de primitivismo y la modernidad son asimilados en una sola categoría de otredad. Lo que para nosotros son los extremos de una dicotomía —pasado mítico e integración en el mundo globalizado—, para ellos, es una misma cosa. ¿Nos podemos permitir pensar que esta concepción pueda tener una relevancia para “nuestra” crítica de la modernidad? Según Sahlins (1999), la “ilustración antropológica” consiste, básicamente, en desestabilizar la dicotomía entre ellos, los bárbaros, y nosotros, los civilizados. ¿Hablamos, entonces, de la “ilustración antropológica” de los huicholes? Posiblemente, pero veremos que, para apreciar las implicaciones de la teoría implícita de los huicholes, no podemos operar con un concepto tan ingenuo de enlightenment. Tomar en serio la teoría de los huicholes no solamente nos obliga abandonar ciertas premisas y certezas occidentales sobre los hombres modernos y primitivos. Según Latour (1993: 99, 133), el Gran Divisor Externo (ellos-nosotros) es una exportación del Gran Divisor Interno (naturaleza-sociedad). De esta manera, al desaparecer la separación tajante entre “the West” y “the rest”, necesariamente, afecta a otras de las grandes dicotomías de la modernidad occidental, como sujeto y objeto o cultura y naturaleza. Una “antropología simétrica” en el sentido de Latour implica una “redistribución del Gran Divisor”. La crítica de la modernidad no se plantea, simplemente, desde el punto de vista nativo, sino desde un lugar que queda fuera de la modernidad, donde jamás hemos sido modernos. En otras palabras: fundamentada en una antropología académica que toma en serio la antropología de los informantes, una teoría crítica amerindianizada no plantea simplemente “disolver” las dicotomías, como sugiere Sahlins, sino que implica su subversión. Citando nuevamente a Viveiros de Castro (2008a), una antropología de este tipo es

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una práctica teórica descolonizante (más que simplemente anticolonialista) (ver Latour 2009).

2. La dialéctica de la Ilustración antropológica Como ya se mencionó, entre los huicholes el estado primordial de primitivismo y la modernidad pertenecen a una sola categoría de otredad. Resulta notable que un grupo amerindio como los huicholes no acepte la dicotomía “resistencia” o “aculturación” como la plantea el culturalismo occidental. Es decir, existen posibilidades que van más allá de mantener una identidad propia o modernizarse. De acuerdo con una lógica cultural chamánica, que no rehúye la complejidad, su proyecto implícito es tener la habilidad de desempeñar, simultáneamente, papeles contradictorios: ser indígenas y, al mismo tiempo, mestizos (ver Neurath 2008c). ¿Por qué elegir cuando se pueden tener las dos cosas? La tradición chamánica de desarrollar la capacidad de multiplicar la persona, de acumular identidades contradictorias (Severi 1996; 2002; 2004), encaja perfectamente con la vida en una sociedad compleja, donde se espera que un individuo pueda funcionar en contextos múltiples. Ahora bien, los huicholes se relacionan con esa categoría de otredad por medio de un par contradictorio de relaciones rituales. A través de violencia sacrificial de todas clases, lo “arcaico/moderno” es conquistado y controlado. Por otro lado, en particular mediante una alianza matrimonial metafórica, la gente también se ve involucrada con los mismos otros sobre una base de relaciones de intercambio (cfr. Neurath 2008d). En el sentido de la teoría del ritual de Houseman y Severi (1998), la relación ambivalente de los huicholes con lo “arcaico/moderno” se expresa a través de un par de relaciones rituales “condensadas”. Las relaciones se contradicen, pero coexisten. En el sacrificio, se enfatiza que la alteridad es violentamente conquistada. Pero, simultáneamente, en el mismo ritual, se celebra la relación de alianza. El mismo otro es deseado, tratado pacíficamente e incorporado. La coexistencia de ambas maneras de relacionarse con esta categoría ambivalente de otredad provoca lo que se llama “reflexividad ritual” (Severi 2002). Los iniciados, que se ubican más en la lógica solar-sacrificial, critican los



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intercambios rituales recíprocos de los no-iniciados. Al mismo tiempo, los que participan en los rituales de la alianza, tienden a relativizar su propia ideología solar. Cada ritual oscila entre dos “esquemas de la práctica” (Descola 2005) y, al mismo tiempo, entre dos actitudes hacia la modernidad. Al elaborar las ofrendas u “objetos votivos”, la típica ceremonia huichola comienza con una celebración de la alianza con las personas de la categoría no-indígenas/seres del inframundo/enemigos. Pero, en el transcurso de la noche, ésta da lugar a cantos chamánicos que aluden a la búsqueda iniciática del Amanecer. Ahora prevalece una ideología de sacrificio, autosacrificio y austeridad, aunque la idea de la reciprocidad nunca desaparece del todo. La dinámica chamánica e iniciática implica la reproducción de un sistema autónomo de autoridad solar y ancestral (en el sentido de los planteamientos de Bloch 1992), así como un rechazo tajante de todo lo mestizo e inframundano. Una vez terminados los sacrificios de animales, la fiesta vuelve a inclinarse hacia la celebración de la coexistencia pacífica y del intercambio con los otros.3 Es decir, una vez se condena y busca superar a la modernidad, una vez los mismos huicholes se involucran activamente con el mundo noindígena. Desde una perspectiva global, ninguna de las dos actitudes puede prevalecer. ¿Cómo entender esta dialéctica sin síntesis? En la tradición filosófica occidental no encontraremos muchos planteamientos teóricos que puedan tratar con este tipo de complejidad, pero, sin duda, resulta provechoso retomar algunos planteamientos de la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno (1984 [1947, 1944]). Entre los huicholes, Ilustración y crítica no necesariamente son sinónimos. Se critica el mito en nombre de la Ilustración, pero también se critica a la Ilustración en nombre del mito. Como dicen Horkheimer y Adorno, “la ilustración es un mito, el mito conlleva a la ilustración”. Analicemos, pues, la dialéctica de la ilustración antropológica de los huicholes. La apuesta —desde luego problemática y ecléctica— de este ensayo es, entonces, relacionar la ambivalencia de los huicholes hacia la modernidad con la manera en que la Escuela de Frankfurt, en 1944,

3. En estos contextos, intercambio recíproco y comercio no se distinguen claramente.

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trabaja la relación siempre problemática entre “mito o mistificación” e “Ilustración o crítica”. La ideología solar (Horkheimer y Adorno dirían la “ideología patriarcal solar”) de los huicholes tiene una cierta afinidad con lo que llamamos “el proyecto de la Ilustración”. Iluminación implica que se deje de creer en ciertos “mitos” de los no-iniciados. La situación no es tan diferente de lo que hacían los intelectuales progresistas del Siglo de las Luces al organizar toda clase de cultos iniciáticos. Es decir, la alianza cotidiana de los huicholes con los seres del inframundo es un “mito”, por lo menos desde el punto de vista de los iniciados que han obtenido las visiones del amanecer. Pero en otro momento del ritual, la ideología solar de los iniciados es negada y se retorna a una religiosidad donde prevalece la práctica de la reciprocidad. Se observa algo similar que los que se plantea en La dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno: el mito ya es Ilustración, la Ilustración retorna al mito. “Schon im Mythos ist Aufklärung, und: Aufklärung schlägt in Mythos zurück” (p. 5). Podemos decir que la ideología solar y el rechazo huichol de la modernidad caótica mestiza implica una actitud crítica, así como una mistificación de la tradición propia. En la celebración de la alianza con los enemigos se ignoran las relaciones asimétricas con los mestizos. Hasta cierto punto, se relativiza la tradición propia. El culto solar implica “ilustrarse”, afirmar lo propio y dejar todo lo mestizo y todo lo moderno. Pero esto, nuevamente, es un mito, una mistificación. Sobre todo, es imposible. Los huicholes viven en la modernidad. Los dos émigrés de Francfort no estaban particularmente interesados en denunciar el eurocentrismo y el colonialismo; más bien se enfocaban en la Zweckrationalität y la explotación utilitaria de la gente, los animales y la naturaleza. Se cuentan entre los primeros en expresar “desencanto con el desencanto” (ver Vattimo 1996: 23), e intentaban una deconstrucción de la narrativa occidental del progreso ilustrado. Aun cuando no se interesaban en cuestionar la topología colonialista, de cierta manera, contribuyen más a la crítica del eurocentriso que cualquier otro teórico crítico. Después de la guerra, Horkheimer se lamentó del radicalismo y pesimismo de su crítica y escribió Eclipse of Reason (1947), más tarde editado como Crítica de la razón instrumental (1967), donde muchos



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tabúes positivistas rotos en el apocalíptico libro de 1944 fueron reestablecidos. En esta nueva versión la “buena” Ilustración es claramente diferenciada del utilitarismo. En la filosofía alemana, los debates entre posmodernismo y antiposmodernismo (ver Habermas 1985) siguen la línea trazada entre estas dos críticas de la modernidad. La Dialéctica negativa de Adorno (1966) está más en la línea de Dialéctica de la Ilustración. Entre los autores más recientes, Peter Sloterdijk (1999 2006) destaca como un renovador de esta vertiente más radical de la crítica de la modernidad.4 La dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno (1984 [1947, 1944]) plantea que la Ilustración sea un mito, pero que el mito conlleva ya la Ilustración. La Ilustración es denunciada como un proceso de autodestrucción, de destrucción también de la humanidad, la razón y la libertad. Guiada por un miedo repulsivo y mítico del mito (“Das mythische Grauen der Aufklärung gilt dem Mythos”, ibíd.. 29), la ilustración crea positivismo, y, en cuanto su último producto, un mundo de “organización total” de inmanecia pura, que puede ser entendido como un tabú universal (ibíd., 18). Por el otro lado, argumentaron que formas de la Ilustración, definidas como pensamiento crítico y reflexivo, ya existían en las manifestaciones más tempranas de la cultura. El ritual implica ya formas de racionalización (ibíd., 11). Incluso las “tribus más primitivas” nunca creyeron completamente en sus religiones: “Es milenaria la experiencia de que la comunicación simbólica con las deidades no es real” (“Uralt muss die Erfahrung sein, dass die symbolische Kummunikation mit der Gottheit nicht real ist”, ibíd., 48). En algunos pasajes, los estadios más tempranos de la humanidad son caracterizados como carentes de toda forma de pensamiento 4. Algunos de sus escritos han provocado grandes polémicas, sobre todo su Respuesta a la carta de Heidegger sobre el humanismo (1999) donde afirma, entre otras cosas, que no se puede separar el “humanismo nacional” armado (basado en el servicio militar obligatorio) del humanismo leído (que obliga a los jóvenes del Gymnasium la lectura de los clásicos de la literatura universal) (ibíd., 12). Humanismo y barbarie resultan inseparables. El concepto del hombre —con sus sistemas metafísicos de autoenaltecimiento y autoexplicación— no es la solución sino el problema de nuestros tiempos (ibíd., 23). Asimismo, en el libro sobre el “espacio interior del capitalismo” (2006), señala cómo la creación de ambientes cerrados y protegidos (shopping malls, gated communities, etc.) revierte la tendencia de abrir el cosmos que se daba en la época del Renacimiento y de los Descubrimientos.

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positivista y totalitario. Los rituales mágicos no oponen un espíritu unitario y categorías genéricas de objetos manipulados (ibíd., 12).5 El poder político no es negado (verleugnet) mediante su transformación en verdad pura (ibíd.. La “mitología solar”, como la de los egipcios, es vista como el primer paso hacia el positivismo y, por ende, al totalitarismo. En la medida que el ser se aparta de sí mismo, la naturaleza es convertida en una materia caótica [“Natur wird zum chaotischen Stoff (ibíd., 13-14)]. La identidad del espíritu implica un concepto de naturaleza unificado pero descalificado (ibíd.,13).6 Es sobre este punto que me interesa ahondar en la etnografía huichola. Como hemos dicho, los huicholes del occidente de México, igual que otros grupos mesoamericanos, poseen una mitología solar, equiparable a la ideología moderna de la Ilustración. Sus ancestros deificados (personificados por los detentores de cargos comunales conocidos como jicareros [xukuri’ikate]), son definidos como aquéllos que buscan el lugar del amanecer (Parietsie). Al final de una larga peregrinación, llena de sacrificios y pruebas, los ancestros obtienen la visión del amanecer. El padre sol ascendente (“Nuestro Padre”, Tayau) mata a los monstruos de la oscuridad y ordena el cosmos (kiekari). La luz solar y el poder político se identifican. Las varas de palo brasil de los miembros del gobierno comunal (itsikate) están fabricadas de la sangre del corazón del sol.7 Sin embargo, el ciclo anual ritual tiene una importante fase no solar en la que tikari, la vida nocturna, es reivindicada. Durante los rituales de la temporada de lluvias aquello que, de acuerdo con la ideología solar es considerado como una especie de “caos original”, repentinamente se transforma en un cosmos por derecho propio. Según la cosmovisión solar —válida durante la temporada seca—, el “caos prehistórico” es ubicado en el mismo lado devaluado del

5. Adorno y Horhheimer, probablemente, obtuvieron este (o parte de este) planteamiento del etnólogo K. Th. Preuss, mismo que es ampliamente reseñado en la Filosofía de la formas simbólicas de Cassirer (ver Alcocer 2006). 6. Para la crítica contemporánea del naturalismo occidental ver Viveiros de Castro (1998: 469-488) y Descola (2005). 7. Sobre las varas de mando, ver Medina Miranda (2005: 87-105).



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chronotopos que el inframundo y los peligros de la modernidad noindígena. Desde esta perspectiva del poder ancestral, las fuerzas del inframundo y el poder mestizo deben ser controlados por las fuerzas asociadas con el sol ascendente, los ancestros y las visiones de los iniciados. Desde el punto de vista no-solar, los poderes oscuros son positivos y deben ser liberados. Durante su fase nocturna, el ritual huichol es la celebración de una alianza pacífica con los seres del inframundo, que pertenecen tanto a la prehistoria como a la modernidad. La cosmovisión alternativa, vigente durante la temporada de las lluvias, representa, entonces, el punto de vista de las deidades de la fertilidad. La diosa suprema ahora no es el dios del Fuego (Tatewarí), sino la gran diosa de la fertilidad, Takutsi Nakawé. En su mundo, indígenas y mestizos se diferencian poco. De hecho, un gran número de dioses huicholes de la oscuridad son clasificados como no-indígenas (Neurath 2005a). La prominencia ritual de estas “deidades indígenas mestizas” puede ser sorprendente. Ocasionalmente, parecen ser más poderosas que las nativas. De cierta forma, dichas deidades, efectivamente, fomentan el abandono de la costumbre ancestral en nombre de un individualismo moderno, la transformación chamánica en mestizo. Analizando este ir y venir entre cosmovisiones contradictorias, puede uno observar la dialéctica de ilustración antropológica puesta en práctica. De cierta forma, dicotomías como naturaleza/oscuridadcultura/luz o barbarie/mestizos-civilización/indígenas existen, pero sólo a condición de ser deconstruidas. Un corolario importante es que, debido al “perspectivismo estacional” que hemos descrito, hay al menos dos “universos huicholes”.8 Considerando su dominio solar, la tradición huichola puede definirse como visionaria y creadora de cosas efímeras, aunque siempre radicalmente nuevas. Las visiones chamánicas son eventos originales, invenciones en un sentido poético (Wagner 1981 [1975]). No son simplemente repeticiones. De cierta manera, cada ritual es el primero, cada amanecer es un evento único (Preuss 1933). Por otro lado, el ámbito nocturno de la tradición huichola puede 8. Sobre el perspectivismo y el multinaturalismo amerindio ver Viveiros de Castro (1998). En la filosofía, el perspectivismo fue desarrollado primero por Leibniz (ver Deleuze, 1980, 1989 [1988]).

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ser definido como una recuperación del pasado. Involucrarse con la vida nocturna y prehistórica también significa entablar una relación positiva con los mestizos. Uno podría preguntar si existe algo así como una “institución cero” que comprendiera las dos formas de relacionarse con el otro. En todo caso se trataría de algo no-simbolizable.9 Sea como sea, la dialéctica huichola parece ser como la de Adorno, sin síntesis. La dividualidad huichola se presenta en la confluencia y coexistencia de dos ordenes transaccionales esencialmente no compatibles (Neurath 2008c).

3. La crítica del álter ego enemigo Los huicholes, como muchas otras sociedades indígenas, no se perciben a sí mismos como víctimas de la modernidad, o al menos, no sólo como eso. De hecho, como vimos, su praxis ritual implica, la deconstrucción permanente de la dicotomía entre ellos mismos y los otros. Tradicionalmente, el discurso etnográfico sobre los huicholes y otros grupos indígenas del noroeste mexicano, plantea una diferencia cultural radical entre los indios y los no indios. Como hemos comentado en otro lugar (Neurath 2002; ver también Liffman 2003), fuera de la antropología profesional, así como entre ciertos colegas conservadores, el estereotipo de tribus serranas aisladas, amenazadas, pero culturalmente puras es aún bastante difundido. No sorprende, entonces, que la mayoría de esos grupos sean objetos de deseo de practicantes urbanos de la New Age, también conocidos como huicholeros o Don-Juan seekers. En el contexto de estos discursos sobre “tribus en peligro desaparición”, “restos de un pasado arcaico”, que “sobreviven” en algún lugar “inaccesible” en medio de los cañones y barrancas del México desconocido, es mucha la insistencia sobre el contraste entre los endo-etnónimos glamourosos como wixaritari, raramuri, y yoreme, y exo-etnónimos desdeñosos para las poblaciones no indias, como teiwari, cabochi y yori. Sin embargo, los conceptos huicholes de persona y “otredad” se basan en dicotomías muy distintas y esencial9. Ver la discusión de Mocnik (1994: 225-273) y Zizek (, 1999) sobre el análisis que Lévi-Strauss (1992 [1958, 1974]: 165-191) hace de las mitades winnebago.



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mente inestables. En mi esfuerzo por defender a los huicholes de sus admiradores (Adorno 2003: 138), encontré un concepto de persona que enfatiza que la humanidad es una fase transitoria entre un estado primordial de no-indigenidad y un estado ideal alcanzable sólo a través de la búsqueda de visiones y la correlativa transformación ritual en un ancestro huichol deificado (Neurath 2008c). La dicotomía no es entre mestizos (teiwari) e indígenas (tewi), sino entre mestizos (teiwari) y ancestros (tewari). Transformarse en ancestro no excluye la posibilidad de relacionarse con los poderes oscuros considerados esencialmente no indios e, incluso, de identificarse con ellos, transformarse en mestizo. Los chamanes buscan y obtienen visiones de la luz solar, pero también sienten atracción hacia la otredad asociada con la oscuridad, el inframundo, la modernidad urbana y los no-indígenas. En rituales determinados obtienen las fuerzas de los dioses mestizos del inframundo. La principal diferencia entre la ideología de los huicholes y aquella de sus admiradores parece consistir en lo siguiente: los huicholeros se identifican con personas que no pueden ser, mientras que los huicholes se identifican con la figura del mestizo, rico y poderoso, una figura en la que, bajo ciertas circunstancias, efectivamente pueden transformarse. El arte huichol del chamanismo consiste en adquirir una personalidad compleja y contradictoria. El objetivo puede ser definido en términos de ser capaz de actuar como huichol al tiempo que como mestizo, ser capaz de ser un ancestro huichol y al mismo tiempo funcionar como un cacique, comerciante, plastic-shaman, bandido, artista, etc., de desempeñar alguno de los roles que el capitalismo moderno ofrece.10 Por otra parte, la mayoría de los huicholes están perfectamente conscientes de cómo el simbolismo wixarika es consumido por los huicholeros urbanos. Algunas veces este papel los incomoda, el ser el objeto —inevitablemente perdido— del deseo de alguien más. Otras veces, se burlan de esta imagen de su “otro del otro”. En el contexto de manufactura de las artesanías, es notable cómo critican la falta de imaginación, así como la actitud completamente no-chamánica de sus clientes, produciendo un arte visual que puede

10. Cfr. Severi (2004: 815-838) sobre el caso del profeta apache John Silas.

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ser visto como una parodia del acercamiento esencialista de los otros sobre la cultura y el chamanismo huichol (ver Neurath 2005a). De hecho, hacen un esfuerzo considerable para producir artesanías desprovistas de significado, ritual de producir imágenes sin agentividad (agency).11 La decoración de las artesanías comerciales ofrece una mescolanza arbitraria de íconos huicholes, cada uno de los cuales puede ser interpretado aisladamente, mientras que los sintagmas rituales son evitados completamente. No obstante, al recibir las explicaciones de parte de los vendedores indígenas, los huicholeros “experimentan” una revelación de chamanismo y mitología antigua. Fragmentos de mitos y cuentos huicholes son aceptados de buena gana como doctrina religiosa, escritos en lo que es percibido como una iconografía muy similar a la de la Mesoamérica antigua o, tal vez, del arte rupestre norteño. La facilidad de su desciframiento no es vista como una paradoja. La modernidad indígena no significa que a los pueblos indígenas les gusten todos los aspectos del mundo contemporáneo. Carlo Severi (1996, 2001) explica que, entre los cuna de Panamá, la imagen del “hombre blanco”, tal como aparece en canciones rituales, está asociada con la psicosis y la locura. Entre los huicholes, también, la categoría de teiwari, vecino/enemigo, mestizo, indica “extraviarse”, mareos (mareos), y estados similares. Pero, al estudiar el culto a las deidades mestizas huicholas como Kieri Tewiyari (la planta Solandra brevicalyx, conocida como yerba loca o el palo del diablo), queda bastante claro que la locura también implica la creatividad. Kieri, que se asocia con el “charro negro”, figura del folclor mestizo, es también el dios patrón de la música y el arte (ver Neurath 2005a; 2008b; 2008c). De cierta forma, las deidades no-indígenas representan el estereotipo huichol del hacendado o ranchero ganadero mestizo: amenazante y sin escrúpulos. Kieri es “el mero patrón”. No sólo cuenta con poderes que superan a muchas deidades “huicholas”, también tiene una personalidad caprichosa, déspota, intolerante. Uno podría decir que tiene una personalidad autoritaria. Las deidades teiwari son caciques codiciosos que aplican el principio “business is business”. No cumplir con una obligación ritual hacia Kieri conlleva la muerte. Los compromisos con el Kieri no son negociables, como los son, normalmente, en

11. Agentividad: en el sentido de Gell (1998).



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el caso de los dioses huicholes huicholes. Por otra parte, los costosos “dones” de Kieri son estrictamente individuales, intransferibles: su “ventaja” es que no se tienen que compartir. En términos generales, las deidades del inframundo, incluyendo a aquéllas consideradas mestizas, representan un aspecto de la fertilidad que podría traducirse como un “crecimiento no sustentable”. Esas energías demasiado potentes deben ser controladas por una autoridad solar. Pero no todo el tiempo. Hay momentos que requieren que se cancele este control ancestral. La necesidad de rendir culto a tales figuras parece indicar que los huicholes están conscientes de que no pueden vivir de la sola economía de subsistencia. Requieren involucrarse en la economía capitalista de los mestizos. Incluso la economía de subsistencia tradicional, el cultivo de maíz, es concebida como una alianza entre la gente y ciertas deidades del inframundo, como la madre de las cinco muchachas, que personifican las cinco variantes tradicionales de maíz que se cultivan en la sierra (ver Preuss 1907; Neurath 2008c). El culto a las deidades enemigas u oscuras implica una estrategia de incorporación de esas fuerzas peligrosas a la “economía étnica” (cfr. Harris 1982; Good 1997). En este contexto, la mitología suele invertir la historia de la conquista española. Los huicholes se ven a sí mismos como conquistadores y a los mestizos como “nativos”. Se podría decir que esta situación es bastante similar a aquélla descrita por Taussig (1993) con relación a los cultos chamánicos en situaciones poscoloniales. El enemigo es domesticado y, hasta cierto punto, incorporado. Sin embargo, la crítica de este modelo planteada por Severi (2001) también tiene que ser tomada en cuenta. El hecho crucial es que el enemigo es un álter ego del chamán. La modernidad es vista como una fuerza de anti-Ilustración que ejerce, sin embargo, una enorme atracción. Al asumir su ideología solar, los huicholes rechazan todo esto pero, de cierta manera, se “necesita” la presencia turbadora de la antítesis del espíritu comunitario.

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Intermediarios ambivalentes en la modernidad huichola1 Paul Liffman Centro de Estudios Antropológicos El Colegio de Michoacán

Introducción El objetivo de la presente aportación es tanto la interpretación etnográfica de un caso específico y un tentativo rapprochement teórico. Quisiera sugerir una manera de entablar un diálogo entre una semiología saussureana —que plantea relaciones entre signos relativamente fijos— y una semiótica bajtiniana de voces múltiples cuya premisa es una lucha constante entre esas voces múltiples por el valor o significado del signo (Voloshinov 1930). Este último enfoque hace hincapié en la diacronía, un aspecto clave en la iconografía mesoamericana del

1. Quiero expresar mi agradecimiento a la gente de Tateikie, San Andrés Cohamiata, que generosamente me ha incluido en su diálogo y al Centro de Estudios Antropológicos de El Colegio de Michoacán por su apoyo a mi investigación sobre museos antropológicos. Asimismo agradezco al Dr. Pedro Pitarch, del Departamento de Antropología e Historia de América de la Universidad Complutense (Madrid), por invitarme a participar en este proyecto, y al Dr. Johannes Neurath, de la Subdirección de Etnología del Museo Nacional de Antropología (México DF) y el Groupe de Recherche Internationale que encabeza, por el diálogo en el que se basó la versión anterior de este capítulo, presentada en el taller “Chimères, images polarisées et rituels de transformation” en el Musée du Quai Branly (París) el 12-13 de noviembre de 2009. Partes del presente capítulo fueron extraídas de un trabajo más extenso en el libro colectivo Contesting knowledge: Museums and indigenous perspectives (University of Nebraska Press, 2009), luego traducido al español en la colección Las artes del ritual. Nuevas propuestas para la antropología del arte desde el Occidente de México (El Colegio de Michoacán, en prensa). La actual aportación busca expandir el argumento teórico de la versión previa.

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sacrificio y la transformación. Otra faceta de dicho acercamiento es la referencia metapragmática al contexto performativo en el cual la representación simbólica está tomando lugar. Esto implica a la vez una postura menos homogénea hacia la relación entre signos y una mayor énfasis sobre la agencia e historia y, por lo tanto, el poder ejercido por actores diferencialmente posicionados dentro de un campo sociocultural y lingüístico. En términos del interés etnográfico, aquí me enfoco en algunas figuras transicionales, ambivalentes o liminales en el discurso ritual de los huicholes (wixaritari), las cuales son emblemas que engloban y condensan los contextos cada vez más diversos de interacción regional y global de este pueblo indígena mexicano. En particular, este capítulo, al enfatizar la performatividad y contexto histórico más que la estructura simbólica formal, reconsidera un análisis anterior de la figura metapragmática del “Gringo Rojo” (Kiriniku Xureme), un símbolo huichol (wixarika) de la autoridad etnográfica. El Gringo Rojo complementa al “Mestizo Azul” (Teiwari Miyuawi), un símbolo más antiguo y aparentemente más siniestro del poder no-indígena que Jesús Jáuregui, Johannes Neurath y otros investigadores han analizado en diferentes momentos (e. g., Neurath 2004). Sin embargo, para los huicholes ambas figuras constituyen lo que Eric Wolf denominó hace mucho tiempo (1956) “intermediarios con cara de Jano”, que sirven como puentes con la sociedad regional. Es decir, se identifican principalmente con el extremo oscuro del occidente de la cosmología (más bien el atardecer del solsticio del verano en el noroeste y la temporada de lluvias que éste inicia). También pueden ser posicionadas a lo largo de una amplia gama de valores entre los polos de lo que Claudio Lomnitz (2005) ha denominado “reciprocidad negativa” y positiva y lo que David Harvey (1989) —aludiendo a Heidegger— llama “ser” y “llegar a ser” (Being and Becoming). Este ejemplo particularmente mesoamericano y literal de “occidentalización” tiene implicaciones para la elaboración de estructuras cosmológicas en el tiempo histórico, si es que una lógica mesoamericana va a seguir sirviendo como base para interpretar las experiencias de la mayoría de los 45.000 huicholes sobre la longue durée. Estos posicionamientos inestables y cambiantes constituyen un índice sensible del ensamble más amplio de relaciones interétnicas ahora que la gente indígena pasa una mayor proporción de su tiempo migrando para trabajar como jornaleros agrícolas, vender su arte,



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litigar sus reclamos territoriales ante organismos internacionales y de otra manera participar en actos potencialmente peligrosos o abusivos de intermediación cultural en los cuales símbolos, valores o intereses indígenas están en entredicho entre mercados globales y el Estadonación. Así, estos actores indígenas pueden ser vistos como cada vez más parecidos al Gringo Rojo y el Mestizo Azul. Esta creciente identificación con mediadores es un cambio histórico relativo desde una situación en la que la gente wixarika se identificaba principalmente con las figuras más estables (aunque también cambiantes) del ciclo vitalicio de iniciación, en el cual se buscaba la inscripción en una jerarquía centrada en lugares que se asocian con las deidades orientales y solares agrupadas en torno al amanecer del solsticio invernal: el otro extremo del esquema cosmológico relativo al Mestizo Azul y el ocaso solar. Finalmente, en un sentido más reflexivo, quisiera sugerir que la mitopraxis indígena en torno a la figura del Mestizo Azul tiene un paralelo en la creciente inestabilidad de nosotros los antropólogos como héroes culturales. Nuestras mediaciones de pueblos indígenas radicalmente “otros” han sido revalorizadas por esos mismos ex sujetos como el trabajo de tricksters imperiales ahora que la cultura de aquéllos ya no se encuentra tan limitada en sus formas de ser representada ante públicos cosmopolitas. Sugeriría que las contrastantes posiciones ontológicas que los antropólogos atribuimos a las mediaciones indígenas podrían ser la imagen en espejo de los esencialismos estratégicos que los intermediarios indígenas a menudo invocan para avanzar sus reivindicaciones culturales en ese campo cultural inestable. Es decir, “el giro ontológico” reciente podría ser visto como la variante antropológica y museológica de una profundización más ampliamente difundida de la diferencia y de la creación de lugares (placemaking) en la posmodernidad. Estas dos estrategias para representar la otredad radical están atenuadas hasta cierto punto por los intentos a lo largo de los últimos 20 años por parte de actores indígenas y profesionales museográficos para transformar museos etnológicos posnacionales como el National Museum of the American Indian, el Museo Nacional de Antropología y el Musée du quai Branly en sitios más dialógicos. En un intento para reapropiarse del giro ontológico sin jamás conceder que su “diferencia” sea algo menos que un código cosmológico profundamente arraigado, los indios huicholes reclaman derechos territoriales desde la plena posesión de los 4.000 kilómetros cuadrados que

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habitan en la Sierra Madre Occidental hasta el acceso comercial y ceremonial para la cacería y recolección a los lugares ancestrales esparcidos a lo largo de 90.000 kilómetros cuadrados en los cinco estados de la república que rodean la sierra, un territorio que denominan kiekari. Los chamanes huicholes caracterizan este territorio como una red de “raíces” (nanayari) basada en las prácticas económicas y ceremoniales en torno a los cientos de hogares de las rancherías de familias extensas (Liffman 2000). No obstante, es posible que estos eventos performativos que inscriben objetos rituales en un paisaje ancestral no reflejen tanto una diferencia ontológica porque hay actores que despliegan tales tropos en una variedad de contextos que tienen diferentes connotaciones funcionales. Estas prácticas performativas implican tres clases de relaciones entre objetos: el sacrificio, la representación y la territorialización.

Figura 1. Wixarika kiekari: territorio ceremonial de 90.000 km2 definido por cinco lugares sagrados cardinales (en letra negrita). Los 4.000 km2 oficialmente reconocidos por las tres comunidades indígenas huicholas están en el área sombreada del centro-izquierda. Mapa de Susan Alta Martin.



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Últimamente los huicholes han extendido la gama de foros para reclamar territorio hasta museos nacionales, tanto en México como Estado Unidos. Como James Clifford (1997) observó hace tiempo —siguiendo una senda abierta en primer lugar por Américo Paredes (1978) y luego Mary Louise Pratt (1991)— los museos constituyen una clase de “zona de contacto” (contact zone) o bien una suerte de frontera en el sentido de un espacio para negociar la diferencia. Por lo tanto son parte de una territorialidad cultural en un sentido amplio de la palabra. Los huicholes colonizan ese territorio activamente a través de la semiosis ritual, así que los museos pueden llegar a ser espacios de territorialización, representación y hasta sacrificio (en momentos clandestinos). Por lo tanto constituyen importantes sitios de investigación. Para entender cabalmente lo que los huicholes llevan a cabo en los museos, es preciso considerar no sólo sus reclamos legales y políticos formales, sino también sus historias más profundas. Hay que tener en cuenta que éstas combinan prácticas comerciales, políticas y sagradas, tanto como la naturaleza fundamentalmente interétnica de ciertos textos rituales, todas las cuales condensan huellas contradictorias en el registro simbólico. Aunque el museo es sólo uno de entre tantos espacios reivindicatorios, la legitimación simbólica del Estado es una función antigua y constitutiva de la identidad huichola que antecede el establecimiento de cualquier museo. Es decir, la identidad de los huicholes se deriva en parte de la producción de símbolos para reforzar y aun reconstruir las identidades de sus clientes chamanísticos, de los consumidores y espectadores de su arte y rituales o bien de la nación mexicana en sí. Entonces, la cuestión central es cómo los huicholes entienden su actuación en los museos en tanto que una extensión de su papel histórico como legitimadores del Estado, siendo ambos un don a cambio del cual esperan obtener un reconocimiento de sus reclamos materiales. Esto me conduce a considerar más generalmente el intercambio desigual de bienes materiales y simbólicos entre las minorías indígenas y los estados-nación cuya fundación salvaje violó los derechos de los indígenas, en primer lugar (Lomnitz 2005). Aquí la idea de que clases de intercambio aparentemente divergentes comparten formas básicas recuerda la atención que prestaba Gregory Bateson (1937, 1972) a las semblanzas icónicas entre organización ritual, formas estéticas y vida social. Asimismo se nota la semejanza al reanálisis del trabajo de Bateson de parte de Michael Houseman (2006) para aclarar

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cómo actores desarrollan una conciencia metapragmática de las cambiantes identidades asumidas dentro de estructuras rituales comunes. Así, es menester tratar de la producción de textos culturales en términos que van más allá de un análisis meramente formal y más bien orientados hacia una perspectiva históricamente profunda y sociológicamente amplia que abarca los diversos públicos que presencian dicha producción y una evaluación de qué tan representativo sean los actores de los grupos que pretenden encarnar (Bauman 1971). De hecho, en su sentido constitutivo, los intentos para definir la propiedad cultural wixarika —y por tanto el territorio denominado kiekari— se extienden más allá de los mismos huicholes hasta todo un campo de interlocutores traslapados. Podría decirse que la producción simbólica huichola en general constituye una suerte de zona de contacto no tan diferente de lo que se describió para los museos líneas arriba: “espacios sociales donde las culturas se encuentran, chocan y forcejean, a menudo en contextos de altamente asimétricas relaciones de poder, tales como el colonialismo, esclavitud o sus secuelas tal como se experimentan en muchas partes del mundo de hoy” (Pratt 1991: 1; trad. del autor). Mis interpretaciones de las narrativas y prácticas huicholas han sido influenciadas por la fenomenología del “lugar”, el análisis histórico de conflicto agrario y los acercamientos antropológicos a la tenencia de la tierra y el espacio. Pero al fin y al cabo todos estos enfoques tienen como punto arquimediano la caracterización por parte de los chamanes huicholes del kiekari como una red de “raíces”. A la vez, los líderes políticos huicholes han producido discursos sobre estas raíces que se apropian de clásicos modelos antropológicos para los tribunales, el gobierno, las escuelas y los museos. Finalmente estos discursos completan el círculo hermenéutica al proveer más material a los chamanes. Este ciclo discursivo funciona así: a través de sacrificios, ceremonias y viajes a lugares sagrados ancestrales, los cargueros de caseríos y de templos huicholes producen y siguen redefiniendo lazos de parentesco y de pertenencia a la tierra. Luego, esta red de gente y lugares debe ser “registrada” por medio de ayunos y ofrendas a los dueños ancestrales del paisaje asentados en el desierto de San Luis Potosí. Los chamanes se refieren a esta territorialidad ritualmente construida como si fuera una burocracia metafísica en donde las ofrendas son análogas a los sobornos y las peticiones que típicamente son consumi-



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das por policías y funcionarios. En un sentido histórico, estas ofrendas constituyen un tributo ceremonial, que los huicholes, de alguna forma, han estado entregando durante un milenio o más, desde que atravesaron esta vasta región como cazadores-recolectores y comerciantes de bienes preciosos como plumas, turquesa y peyote. Como se señaló en un principio, dentro de este proceso podemos distinguir tres modalidades básicas de relaciones materiales: sacrificio, representación y territorialización. La sangre del corazón de la víctima sacrificial inscribe en el espacio los objetos rituales como índices de los grupos sociales que los produjeron y el lugar donde aconteció el ritual. Es decir, la fuerza vital (’iyari) de un animal sacralizado y el sitio donde dicha inscripción “toma lugar” se transfieren indéxicamente hacia el orden social más amplio, primero a través de signos gráficos, puesto que la sangre está literalmente inscrita en las ofrendas votivas. Luego, el ’iyari y el lugar con que está asociado se insertan a la jerarquía sinecdóquica de lugares ancestrales en la geografía del occidente de México o bien a lugares y espacios institucionales —incluyendo espacios comerciales— en otras partes del mundo. A primera vista, los reclamos huicholes de un espacio comercial en los museos socavan la naturaleza sagrada de la territorialidad, pero viéndolo más detenidamente se vinculan intrínsecamente con ésta en sentidos históricos y geográficos más profundos. Cabe recalcar que este sistema de organización ritual y de práctica económica ha englobado lugares sagrados a lo largo y ancho de cinco estados de la república. Debido a que el gobierno trata a los huicholes contemporáneos como reencarnaciones del noble patrimonio prehispánico, lo cual reivindica como fuente de legitimidad oficial, y los huicholes dicen que sus antepasados exigen tributo sacrificial en lugares sagrados remotos, estos actores insisten en que el territorio debe quedar abierto a sus actividades de recolección, cacería y comercio. Argumentan que gracias a su antigüedad y trascendencia para toda la nación mexicana —inclusive para el equilibrio ecológico del planeta entero— sus reclamos de soberanía tienen más peso que los del Estado. Al reclamar derechos territoriales a través de estos diversos canales, los huicholes no sólo han incorporado metáforas de soberanía nacional en sus rituales, sino que han introducido otras sobre sí mismos como intermediarios con los controladores de la naturaleza en la política indigenista nacional y global. De hecho, al combinarlas, los huicholes reconcilian

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temporalmente las tensiones entre anarquía y jerarquía, temporada de lluvias y seca, actividades económicas de subsistencia y comercio, y las categorías de género que en su propia cosmovisión corresponden a este conjunto de dicotomías (Neurath 2002). Además, asumen la doble imagen que sostiene la mirada pública sobre ellos como campesinos despreciados y sobrevivientes prehispánicos, para que sus reclamos puedan dirigirse simultáneamente a diferentes interlocutores sociales y cosmológicos.

Gringo Rojo Ahora vayamos a dos episodios de la historia sagrada wixarika que ilustran la conexión entre las tres modalidades de práctica ritual —sacrificio, representación y territorialización— y sugerir cómo los museos pueden fungir como espacios que las emplea. El primero de estos episodios me fue relatado durante una ceremonia a la que asistí, mientras hacía trabajo de campo antropológico en San Andrés Cohamiata, una comunidad indígena de 750 kilómetros cuadrados ubicada en territorio disputado por diferentes comunidades étnicas y los gobiernos estatales de Jalisco, Durango, Nayarit, y Zacatecas. El segundo relato fue narrado a entrevistadores del National Museum of the American Indian (NMAI) en Washington, DC, donde yo trabajé como traductor y consultor de curadería. Las historias sagradas, adaptadas para públicos antropológicos, ayudan a enlazar los sentidos más amplios de territorio, representación y colaboración interétnica que los huicholes traen a los museos. Esto explica por qué, a la vez, ellos piden tipos de reciprocidad que a los observadores externos les podrían parecer raras, desproporcionadas o fuera de lugar. Ambas tratan del viaje primordial de los antepasados divinos (kakaiyarixi) y santos (xaturixi), cuyas acciones definitivas crearon gran parte del paisaje del occidente y norte de México, pues en general los personajes sagrados se objetivan como lugares, y viceversa. A diferencia de muchas otras narrativas huicholas que tratan del origen de las cosas, situándolo en el desierto oriental o mar occidental, en éstas el origen es España y ubican a los antepasados sagrados en relación con los aztecas, los actuales interlocutores mestizos y gringos, en ese orden. Para esbozar el trasfondo, desde la colonización inicial de la región wixarika a finales del siglo xvi, cada año, en torno al 6 de enero, como par-



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te de la fiesta de los Reyes Magos, las comunidades huicholas han celebrado un rito mayor de legitimación política. Las nuevas autoridades cívicoreligiosas, encabezadas por el tatuwani o “gobernador” local, que funge como un rey solar ascendiente, culminan, en la plaza del pueblo, una larga procesión que inició en la capital administrativa regional (que primero fue Colotlán y ahora Mezquitic) (Anguiano 1974). En la ceremonia que se llevó a cabo en 1995, periodo intenso de litigios por la restitución de miles de hectáreas de tierras reconocidas durante la colonia y la independencia, Antonio, un chamán que vive en una de las zonas más disputadas de San Andrés, me relató la primera de las dos narrativas, la historia de Kiriniku Xureme (Gringo Rojo) que a continuación resumiré. El séquito original de antepasados, que crearían los rasgos físicos del paisaje de México, partieron de España. En la versión de Antonio, luego llegaron a Wirikuta, el desierto alto al borde oriental del territorio ceremonial de los huicholes, donde nació el sol. Allí consiguieron un tepari (un disco de piedra utilizado para tapar una cámara subterránea de ofrendas) grabado con la imagen de un águila devorando una serpiente sobre un nopal y lo llevaron a la Ciudad de México, donde lo entregaron a los aztecas. Antonio relató que los aztecas (no los españoles o los mestizos, como tal vez pensaría uno) asentaron la imagen del águila y la serpiente en la moneda nacional como su sello ubicuo. A cambio de este patrimonio sagrado grabado en piedra, los aztecas entregaron a la delegación huichola sus títulos del paisaje que acababan de formar por el mismo acto de atravesarlo. Por desgracia estos títulos se perdieron, pero por suerte Gringo Rojo había guardado las fotocopias de los mismos, aunque la pérdida de los originales es irremediable. La quinta y última escala de los antepasados fue donde los huicholes actualmente habitan: la Sierra Madre Occidental.2 En este momento el chamán vinculó explícitamente su relato con el evento clave de la ceremonia que estábamos presenciando. Inclusive, indicó mi presencia por medio de la figura del Gringo Rojo, que fue acompañado por Teiwari

2. En otra versión, un mestizo sacó una fotografía del tepari con el águila y la serpiente y colocó la imagen en la bandera nacional. En una tercera versión, el venadopersona (Kauyumarie) encontró la bandera en Xapawiyeme, una isla en el lago de Chapala que los huicholes identifican como el punto cardinal sur del territorio sagrado (kiekari), la llevó a la isla de Tenochtitlan y fue en ese momento cuando el mestizo sacó la foto.

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Muyuawi (Mestizo Azul), parado fuera de la comunidad con una cámara esperando la llegada de los antepasados a San Andrés.

Figura 2. Tepari, patio ceremonial de la ranchería de ’Awamakawe, San Andrés. Fotografía del autor.

Figura 3. Transformación del águila sobre el nopal: la serpiente se vuelve vela con fuerza vital. Cuadro de estambre, ca. 1994.



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Gringo Rojo y Mestizo Azul pueden ser vistos como aspectos complementarios de una sola imagen dialéctica que revela las características ambivalentes o bien polivalentes encarnadas en los mediadores de relaciones interétnicas en diferentes coyunturas históricas. En este sentido, considero tales imágenes como tropos más que transformaciones de Leitmotivs mesoamericanos y como posicionamientos más que modalidades de la producción de lugares ontológicamente distintos de los nuestros. Una forma convincente para entender tales performances textuales es lo que Mary Louise Pratt, al discutir la Crónica monumental de Felipe Guaman Poma de Ayala, denomina “autoetnografía”. Los textos autoetnográficos no son… lo que usualmente se considera formas autóctonas de expresión o autorepresentación. […] Más bien implican una colaboración selectiva con y una apropiación de los lenguajes del metrópoli o el conquistador. Éstos se fusionan o se infiltran en diferentes medidas con los lenguajes indígenas para crear autorrepresentaciones intencionadas para intervenciones en las modalidades metropolitanas de entendimiento. Las obras autoetnográficas a menudo se dirigen tanto a públicos metropolitanos como a la comunidad del mismo hablante. Así su recepción es altamente indeterminada. Tales textos a menudo constituyen el punto de entrada de un grupo marginado a los circuitos dominantes de la cultura de imprenta (1991: 34; trad. del autor).3

Aunque considero que estas imágenes son situadas y performativas más que esenciales o sobredeterminadas estructuralmente, es evidente que, siguiendo a Walter Benjamin, cristalizan en una mónada las divergentes respuestas posibles a una crisis histórica (1977 [1968]: 262-263). Podríamos considerar la relación entre ambivalentes imágenes dialécticas y transicionales que se plasman en diferentes registros como un contexto interpretativo más amplio que lo meramente estructural. Para lograr esta finalidad, enfoco en las relaciones materiales 3. Podríamos notar que el trabajo de Ethelia Ruiz (2009) sobre “bulas, bultos y códices” le impone a esta clase de hibridez una dimensión plástica ya que los bultos sagrados en el México indígena colonial contenían textos ocultos en su interior. Aunque estos ensamblajes laminan textos aztecas con otros cristianos, según Ruiz el aspecto funcional de las bulas como indulgencias para acortar la estancia en el purgatorio no fue parte de la interpretación indígena sino más bien simplemente ejemplificaron la eficacia textual: el poder de la semiosis en general.

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implicadas en dos formas de crear valor cultural dentro de tales imágenes: por un lado, el sacrificio de la vida y la apropiación tributaria de la riqueza; por otro, la representación gráfica u otras apropiaciones de dichos procesos. Ambas son formas de inscripción que los huicholes tratan como modalidades de transferir la fuerza vital desde la interacción cotidiana hacia formas canónicas fijas, las cuales luego pueden intercambiarse como “posesiones inalienables” o como mercancías, según los grupos sociales que mantengan el control de los intercambios (Weiner 1992; Myers 2001). Es decir, aquí queda claro que la idea de la mónada que aportó Benjamin agrega una dimensión crucial a la noción de Pathosformel de Aby Warburg en la medida que la mónada medie procesos históricos. Como Johannes Neurath ha señalado, vemos en las historias sagradas analizadas aquí que la distinción entre posesiones inalienables y mercancías corresponde a la diferencia entre peyote y dinero, aquél restringido a intercambios sacralizados y éste a flujos menos delimitados, por no decir globales. Sin embargo, ninguna de estas formas puede lograr su pleno valor hasta que una tercera clase de proceso cultural tome lugar: la producción del espacio o territorialización. Cuando Antonio me narró la historia del Gringo Rojo, parte de mi papel como antropólogo incluía una colaboración como consultor con la comunidad y una organización no gubernamental. Apoyé de este modo los litigios territoriales al documentar los vínculos culturales e históricos entre los huicholes dispersados a través de los límites en disputa. Así, no es ninguna coincidencia —más bien un buen ejemplo de sinécdoque— que el chamán se decidiera a relatar esta historia durante un rito de legitimación, ya que se refiere a los papeles asumidos en la definición de la tenencia de tierra y el espacio nacional por Kauyumarie (el ancestral persona-venado), los santos españoles, las autoridades políticas coloniales y prehispánicas, y los mestizos contemporáneos con los que ese héroe cultural —y por extensión todos los huicholes— disputan la tierra. En otras palabras, Antonio estaba indexando una serie de actores y lugares: los participantes en el contexto ceremonial, los principales actores sociales en el contexto histórico más amplio del cual la ceremonia de Los Reyes es parte, los ancestros legitimadores que los huicholes ven como determinantes de procesos ecológicos e históricos y, por último, el espacio cosmológico en el que estos procesos se desarrollan.



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Retrospectivamente, su narrativa también se puede interpretar como una referencia a los consultores antropológicos en exhibiciones museísticas supuestamente bajo dirección de indígenas: se trata de una narrativa que abarca toda la construcción performativa del territorio. Por si acaso pareciera que este relato es una representación totalmente positiva de la colaboración interétnica, con el antropólogo quemado por el sol como otro héroe cultural, hay que agregar que el “fotógrafo” Teiwari Muyuawi es una figura trickster, ambivalente, asociada con el inicio de la temporada de lluvias y, más importante aún con el conocimiento y poder de los mestizos, un brillante cacique que típicamente se lleva el alma de los clientes a cambio de sus dones (Neurath 2001, 2004). Para citar la discusión sumamente a propósito de Mary Louise Pratt otra vez: “Autoetnografía, transculturación, crítica, colaboración, bilingüismo, mediación, parodia, denuncia, diálogo imaginario, expresión vernácula; éstas son algunas de las artes letradas de la zona del contacto. Malentendidos, incomprensión, letras muertas, obras maestras jamás leídas y absoluta heterogeneidad del sentido; éstos son algunos de los peligros de escribir en la zona del contacto” (1991: 37; trad. del autor). También son los elementos constitutivos de un estado virtual huichol que simultáneamente emula, se burla y busca englobar simbólicamente al Estado hispano que lo rodea. La figura fáustica de Teiwari Muyuawi es de una modernidad arquetípica para los huicholes. Como Neurath ha sugerido, siempre está en una dialéctica negativa (es decir, una jamás consumada) con los valores sagrados de un lugar. Por tanto es muy a propósito que esta figura, que sale del remolino para imbuir a sus clientes los dones artísticos y empresariales que les permitirán moverse con gracia en la sociedad mestiza y lograr posiciones de mayor estatus dentro de sus propias comunidades, estuviera presente en este ritual fundamentalmente dedicado a la producción de lugar que celebra la sedimentación de las comunidades huicholas a partir del flujo de grandes migraciones y de la espacialización primordial de la época colonial. En este sentido Teiwari Miyuawi y Gringo Rojo encarnan lo que David Harvey (1989) llamó la dialéctica de being and becoming (ser y llegar a ser). Los polos de esta dialéctica corresponden a la dicotomía entre los lugares locales y el espacio global o entre geografía e historia en un nuevo periodo de compresión espacio-temporal, el término que utiliza Harvey para los periodos que otra vez amenazan con “pulverizar” el espacio en unidades cada vez más atomizadas y libremente recombinables.

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Regresando al rito que Antonio y yo estuvimos mirando, la nueva jerarquía de cargueros hizo una gran entrada desde el oriente, como el sol. Estas nuevas autoridades encarnan a los ancestros originales, así que al menos esta historia es una narrativa de legitimación recíproca entre los huicholes y el Estado, en la que Gringo Rojo cumple una función documental y reproductiva. Del mismo modo que el indigenismo oficial, el Estado prehispánico está incluido dentro del Estado mestizo contemporáneo. Al mismo tiempo, la narrativa se apropió de España como una tierra de ancestralidad wixarika, ya que está ubicada arriba del horizonte oriental, donde nació el sol, autorizando así a este pueblo autóctono a legitimar el Estado por su antigüedad. Ésta es una función que los no-indígenas, como yo, apoyan por medio de la reproducción gráfica o fotográfica, y que los huicholes reconocen como un poder siniestro en estos procesos semióticos, un vínculo oculto entre el Gringo Rojo y el Mestizo Azul. La violencia sacrificial y el valor económico La segunda narrativa que voy a resumir también implica una teoría indígena de la legitimidad política y del papel de las relaciones interculturales en la creación de diferentes clases de valor. Además, esta narrativa resalta una teoría de los orígenes del valor económico en la cual éste surge de una violenta escisión étnica entre los héroes de la primera narrativa. En particular, conecta el valor económico imbricado en el oro y la plata con el conocimiento y valor cultural más profundo encarnado en el peyote, y la sangre que es el circulante fundamental de la comunicación sacrificial. Como se mostró en la primera historia, el vínculo entre el sacrificio wixarika, la riqueza y el poder de los mestizos, también se establece a través de símbolos mexicanos compartidos, como el águila sobre el nopal. Cabe precisar que el interlocutor principal es Catarino Carrillo, quien recientemente había sido tatuwani o gobernador de San Andrés, y que por lo tanto sabía lo que implica ser dirigente de la procesión del 6 de enero y encarnar a los antepasados. Su relato concluye narrando un acto de homicidio por parte del mestizo Santiago: Entonces, allí en ese momento dizque se enojó, cortando a Tanana [Jesucristo]. Aquí fue acuchillado entonces, aquí en Reu’unaxi [el cerro en



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Wirikuta donde nace el sol] cayéndose plano acostado allí, cayéndose acuchillado, desangrándose allí, colgado allí, amarrado allí por las manos [alude también a la crucifixión]. Cuando fue acuchillado, se cayó allí en la tierra. Desde allí pura mina salió de la sangre de ese santito […] Entonces hay turistas trabajando allí, no me acuerdo muy bien. Hicieron monedas allí, reales [la octava parte de un peso], Real de Catorce [San Luis Potosí].

Lo que se destaca con estas narrativas es la relación entre sacrificio, riqueza y los papeles de observadores foráneos en el lugar que se asocia, más que cualquier otro, con la emergencia del sol. Estos temas ya habían sido señalados en el relato anterior del águila sobre el nopal que se vuelve la imagen de la moneda nacional, pero aquí reciben su trato más dramático. Un aspecto importante de la segunda narrativa es que condensa tres figuras. Una es Kauyumarie (la persona-venado prometéica de la primera historia); la segunda es Tanana (Nuestra Madre, uno de los dos Cristos, ésta feminizada y asociada con el atardecer mientras que el otro es masculino y matutino, que se encuentran en la iglesia de San Andrés Cohamiata); y la tercera es Tayau (el sol que sale desde lo alto del Cerro Quemado en Wirikuta, lugar a donde el séquito primordial llegó primero). Cabe señalar la confracción de identidades en torno a esta figura sacrificial —que abarca el venado, el sol y un Jesucristo en ocaso que, por tanto, como observa Neurath, se vuelve azul nocturno—. Esta fusión alcanza su mayor complejidad o bien pathos justamente al momento de transformarse en una nueva forma de valor: dinero. El evento clave aquí es el asesinato del Jesucristo solar a manos del mestizo Santiago, el santo patrono de la Reconquista española y la invasión del Nuevo Mundo, lo cual transforma a Tanana-Tayau en un símbolo étnico que representa a todos los huicholes. Esta mediación entre huicholes contemporáneos, su antepasado sagrado Kauyumarie, el sol y los españoles a través de un Jesucristo indianizado y feminizado desafía los intentos de distinguir un “ciclo mítico” autóctono de otro cristiano, como lo hizo el etnógrafo Robert Zingg en la década de 1930 (1982 [1938]; 1998). Al centro de esta mediación yace un género discursivo que ejemplifica lo que Richard Bauman denomina la “tradicionalización” de procesos institucionales e históricos. Si enfo-

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camos el contexto igual que el contenido formal, se enriquecerá nuestra comprensión del “mito” y del “conocimiento tradicional”. Se vislumbra, además, la profundidad de lo que últimamente se ha denominado “la construcción indígena de la nacionalidad” (Bartolomé 2003). En esta travesía se desplaza o bien se emplaza la violencia incontrolable de la dominación mestiza y la explotación capitalista en una serie de lugares sagrados, un circuito transnacional e interétnico de valor. Este circuito se reproduce a través de la violencia sacrificial mediada por el ritual, y por tanto, supuestamente bajo control indígena. En este vasto esquema de territorialización, los huicholes habitan el centro geográfico y el punto narrativo final, pero lo que Claudio Lomnitz (2005: 325) denomina “‘el horizonte de coerción’ sobre el que descansa el contrato social” jamás está lejos de la vista. A pesar de esta amenaza, ya hemos visto que los huicholes no se representan como una nación igualitaria con otros pueblos indios de México, ni siquiera con los mismos estados que se han constituido como sus principales interlocutores políticos. Más bien, en los textos aquí evocados, los huicholes se ratifican como intrínsecos a la constitución del pueblo mestizo —por más económica y tecnológicamente avanzado que sea— y al mismo Estado-nación. Logran esto al proveer su propio ancestral estado virtual (shadow state) en el desierto con la sangre y las imágenes sacrificiales necesarias para la propagación de toda clase de valor. Esa sangre está encarnada en el oro que Santiago expropia, pero también en el peyote que contiene el conocimiento aún controlado por los expertos ceremoniales huicholes. También se nota que, como los indios forman parte de un Estadonación que depende significativamente de imaginería indigenista para su coherencia ideológica, la narrativa mitológica de los huicholes es literalmente correcta, puesto que los identifica como una casta de legitimadores y creadores de valor, igual que de donadores de sangre (véase Dumont 1967). Además, el género de discurso vislumbrado aquí dista mucho de ser únicamente huichol; más bien ha sido ampliamente documentado en Mesoamérica y los Andes como “narrativas de riqueza” (wealth narratives) (por ejemplo, Taussig 1980). Podríamos encontrar posturas comparables en los repertorios ideológicos de muchos pueblos indígenas que se han enfrentado con Estados y se han reapropiado mutuamente en intercambios supuestamente recíprocos desde hace mucho tiempo.



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De hecho, como Lomnitz ha señalado y también como lo demuestra la traición de los héroes culturales indios documentada en las dos historias aquí expuestas, las raíces de tales formas de intercambio a menudo se imbrican en apropiaciones violentas de vidas y recursos indígenas. En primer lugar, el pueblo indígena entrega un don al Estado. Luego, éste finge la reciprocidad al firmar una deuda jamás cumplida que los indígenas heredan a lo largo de generaciones en la forma de títulos de propiedad en disputa. La legitimidad de la territorialidad que antecedió y de hecho proveyó la base material de dicho estado sólo se reconoce parcialmente en dichos títulos. Lo único que heredan los indios es la deuda incumplida de su tierra, desatando una serie infinita de reivindicaciones y negociaciones para cumplir la reciprocidad económica y legal por su don original de legitimidad simbólica. La hipocresía de intercambiar documentos defectuosos por legitimidad primordial, que es tratada en la primera historia, se resalta aún más en la segunda, cuando Santiago, el líder de los santos españoles, que el persona-venado Kauyumarie había guiado a lo largo y ancho del territorio nacional, asesina a su seguidor Tayau-Jesucristo para apropiarse del oro, que es la segunda forma de valor. En efecto, los huicholes tratan de explicitar ambas clases de deuda cuando diseñan exhibiciones museográficas. Museos Entonces la cuestión es ¿cómo los huicholes logran representar sus reivindicaciones de territorio y capital cultural en museos dedicados a incorporar la historia nativa en una narrativa nacional multicultural al mismo tiempo que los indios consideran que la existencia de la nación depende de ellos? ¿No es esto una contradicción? Hasta ahora me he ocupado principalmente de dos museos nacionales: el Museo Nacional de Antropología, en México D. F. y el National Museum of the American Indian en Washington D. C. Sin embargo, el escenario de la conferencia que ha dado lugar a la presente publicación —el Musée du Quai Branly— obviamente sugiere la relevancia de comparar las formas de agencia indígena presentes, prometidas, ausentes o sub rosa en las tres instituciones. No se puede entender lo que los huicholes han hecho en los museos si no se considera lo que han hecho simultáneamente en escuelas, tribunales agrarios y en la arena política regional. En

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estos y otros dominios, aparentemente no relacionados, los huicholes y sus aliados han desarrollado una antropología que enfatiza la integridad cultural, la extensión territorial y la continuidad en el tiempo histórico y arqueológico para públicos diversos y a veces antagónicos (véase Rappaport 1998; Trask 1999). Estos reclamos de orden cultural, territorial e histórico, pero también comercial ligado al arte étnico huichol están vinculados a la reivindicación más fundamental de una conexión ceremonial con el paisaje (Liffman 2002, en prensa; véase Myers 2002). Es decir, el NMAI ha proveído un espacio donde los huicholes pueden conectar arte, simbolismo ritual y narrativas de historia sagrada con una serie de reivindicaciones territoriales. Éstas se llevaron hasta los tribunales que iniciaron en la década de 1930 bajo la reforma agraria posrevolucionaria (Rojas 1993). Con tantos precedentes performativos, no es sorpresa que curadores comunitarios como Catarino Carrillo se volvieran adeptos de la representación visual de su territorialidad para un público global, como lo es el de Estados Unidos, país que jamás habían visitado hasta el día que llegaron al NMAI. Los recorridos por las colecciones de museo y las sesiones de diseño permitieron que estos curadores concibieran su exhibición como una representación total de kiekari, un territorio cosmológico. En la galería Our Peoples, en un área de aproximadamente 30 metros cuadrados dedicada al pueblo wixarika, las narrativas explícitas de las cédulas, la figura de iconicidad o semejanza formal (de la semiótica de Charles S. Peirce) y el tropo clásico de sinécdoque (metonimia jerárquica) conectan los objetos desplegados en la exhibición con el kiekari, en términos de su colocación relativa en el espacio circular y el simbolismo direccional de los colores de las vitrinas. Las figuras y los tropos que se escenifican en patios ceremoniales y templos regionales (tukite) en el contexto ritual de los pueblos, aparecieron en el museo con un carácter menos performativo y más denotativo. En efecto, los curadores indígenas trataron de traducir así al lenguaje museográfico estas figuras y tropos. Al emprender esta traducción lograron condensar 90.000 kilómetros cuadrados —un área 300 millones de veces más extenso que el espacio museístico dedicado a la exhibición—. Así, a pesar de ser desplazado a un espacio nacional exótico, la exhibición en el NMAI es algo más que una narrativa alienada porque su propio diseño es una versión híper-representacional de un templo nativo: un espacio performativo para revalidar la territorialidad desde el mismo



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sitio de su realización. El arte es sólo la manifestación más reciente de una historia profunda de intercambios sacralizados, todos atados a la violencia fundacional de relaciones étnicas, a la cacería, al comercio en bienes sagrados y a la constitución de territorio a través de la transformación y movimiento espacial de imágenes y objetos asociados con dichos intercambios.

Figura 4. Hilera de nubes atravesando el patio ceremonial del ejido Salvador Allende, ubicado cerca de la presa de Aguamilpa y Tepic, Nayarit. Utilizando la sinécdoque, la narrativa del chamán conecta este patio con el lugar sagrado oriental Parietekia (Cerro del Amanecer) en Wirikuta, San Luis Potosí, tropo representado por el romboide cruzado (tsikiri) bajo el altar al extremo oriental del patio. Así enlaza un ejido de 400 hectáreas al kiekari de 9 millones de hectáreas.

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Entonces no debería de sorprenderse que los huicholes no sólo trajeron sus narrativas y documentos históricos al museo para sustentar sus reclamos territoriales; también vinieron con sus prácticas rituales de territorialización. Para consagrar su trabajo en el Cultural Resources Center (CRC) del NMAI en Suitland, Maryland (lugar donde se guarda el acervo del museo), los dos expertos ceremoniales llevaron a cabo una breve ceremonia en la que se enterró una candela grande al borde de la hoguera de la instalación. De forma parecida, la curadora Ann McMullen recuerda que El 20 de septiembre 2004, Catarino y José Cayetano también consagraron el sitio del NMAI en el Mall [la explanada central de la capital estadounidense] al plantar una vela tachonada con varios dólares, en monedas de 25 centavos, muchos listones […], palitos cruzados con otras monedas de 25 centavos, aplicadas a ésta con cera de Campeche, luego todo envuelto en listones hacia el borde oriental del Mall y cerca del borde del estanque [al pie del Capitolio del Congreso]. Quizás se dieron cuenta que la exhibición tal vez no iba a ser permanente pero la vela, tal como la plantaron, quedaría (comunicación personal, 24 septiembre 2007).

Históricamente, esta clase de dones a los dueños ancestrales de la tierra consagran mojoneras (límites territoriales) definidos como “esquinas del mundo” (véase Arcos 1998) que reproducen el patrón arquitectónico del patio ceremonial familiar (takwa) y del templo (tukipa) en el ámbito de la geografía regional —y en este caso, transnacional—. En este sentido, por entregar un don sagrado a cambio del cual esperan el reconocimiento de sus reclamos materiales, extendieron sus sentidos múltiples de valor sacrificial, económico y estético y su papel histórico como legitimadores del Estado al National Museum of the American Indian. Así, los curadores comunitarios huicholes expandieron performativamente su territorialidad, aún más allá de los 90.000 kilómetros cuadrados en el occidente de México y el camino de los santos primordiales en una modalidad simultáneamente ritual, estética y política. En la época de la indigeneidad multicultural globalizada, la condensación de signos dentro del kiekari extensible es un resultado de la extensión espacial y la apropiación histórica. Así, kiekari salta el muro fronterizo aun cuando otros campesinos se mueren en el intento de cruzar el desierto del norte.



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Unos interrogantes finales: ¿qué tanto se distinguen, por un lado, los procesos rituales de territorialización y la apropiación de sitios claves en el espacio nacional por medio del esencialismo estratégico y, por otro, la atribución por parte de las autoridades nacionales de otredad absoluta al pensamiento indio en museos y otros sitios de autoridad antropológica? ¿Es posible que estemos presenciando una convergencia de estrategias en la que, por un lado, en sus prácticas rituales las autoridades indígenas se apropian del espacio y los discursos de otredad al englobarlos en un conjunto básico de relaciones icónicas, mientras que, por otro lado, las autoridades antropológicas se apropian la otredad de lo indígena al distanciarla como una diferencia ontológica y luego incorporarla en una cuadrícula lógica espacialmente distribuida? En los dos casos, varios interlocutores apuntan hacia tres clases básicas de relaciones entre objetos: 1) el intercambio material desigual encarnado en el sacrificio, tributo y otras formas de reciprocidad negativa con los dueños del paisaje; 2) las funciones de documentación e inscripción o representación gráfica llevadas a cabo por los intelectuales de nuestras respectivas tribus; y finalmente 3) su espacialización a lugares tan distantes como los museos de antropología. Sugeriría que esta visión dialógica constituye un reto importante para cualquier institución cultural. Un acercamiento más histórico, constructivista y plural hacia la naturaleza situada fuera del sentido simbólico fortalecería nuestros análisis de cómo éste se transforma indéxicamente, aun cuando sus significados se institucionalicen en formas canónicas de ser durante largas extensiones de tiempo.

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La ciudad de los espíritus europeos. Notas sobre la modernidad de los mundos virtuales indígenas Pedro Pitarch Universidad Complutense de Madrid / Instituto Ortega y Gasset

Es posible que entre los aspectos más distintivos de las culturas indígenas americanas se encuentre un desarrollo particularmente elaborado de sus “más allá”: mundos virtuales fuera del estado ordinario de la existencia, habitados o visitados por los seres humanos, “en espíritu”, sin un cuerpo carnal. Poblados en unos casos por las almas de los muertos, en otros por las almas desdobladas de los vivos, en otros por espíritus o animales, y con frecuencia por todas estas posibilidades que coexisten transformándose unas en otras. Obviamente no se trata de un fenómeno exclusivo de las culturas amerindias. Incluso entre las religiones monoteístas –tan poco inclinadas a considerar la imaginación como una forma de experimentación y no como simple fantasía– encontramos paraísos, infiernos y limbos. Sabemos que en la Europa medieval, por ejemplo, estos lugares eran una realidad presente, contemporánea: el mundo de los vivos y el mundo de los muertos existían simultáneamente, se producían entre ellos ciertas formas de comunicación e intercambios (sufragios de intercesión por los muertos, favores de los santos). Con todo, algo hay en verdad en las culturas amerindias que convierte estos mundos virtuales en lugares de una realidad casi inmediata; por así decir, al alcance de la mano. Por una parte, intervienen cotidianamente en la vida de los seres humanos en la medida en que se trata de lugares necesarios para garantizar la continuación de la vida personal y colectiva. Es en ellos donde han de buscarse las fuentes de caza y pesca, la fertilidad de los cultivos, la causa de las enfermedades o de las crisis sociales. Por otra parte, la comunicación entre

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el estado ordinario de la existencia y estos otros mundos es experimentada de un modo extraordinariamente fluido. Basta disociar el cuerpo del alma para efectuar la transición. La desincorporación y tránsito pueden ser inducidas mediante el consumo de bebidas embriagantes o drogas narcóticas, o como consecuencia de las enfermedades, las restricciones corporales o las alteraciones emocionales fuertes. Pero la prueba más evidente de esta inmediatez es que el sueño –soñar– es una visita a ese otro lado de la existencia. Estos mundos no son en realidad lugares geográficos definidos por coordenadas estables de tiempo y espacio, sino un estado del ser cuya principal característica es, como los mismos sueños, su inestabilidad. Es probablemente esta continua oscilación en que se desenvuelve la vida en estos mundos lo que explica la dificultad para obtener una descripción sistemática de ellos, simplemente porque no existe un escenario estable y dimensional. Relatos y experiencias indígenas refieren casi siempre breves episodios, detalles expresivos. No obstante, de una revisión de la literatura etnográfica cabe reconocer ciertos rasgos que tienden a aparecer con cierta frecuencia. Los enumeraré rápidamente. Por una parte, la coexistencia en ellos de perspectivas aparentemente incompatibles, como por ejemplo el hecho de que sean lugares fuertemente normativos y simultáneamente presenten una atmósfera carnavalesca, desmesurada. Se caracterizan también por la desaparición de relaciones sociales y políticas convencionales, especialmente –como en tanto otros lugares del mundo– aquellas de alianza y matrimonio. En tercer lugar, se trata de lugares festivos, descritos con música y bailes continuos. Lo cual se relaciona a su vez con la existencia de un erotismo desbordante, donde las relacione sexuales adoptan modalidades inadmisibles en la vida ordinaria, aunque, no obstante, se trata de una sexualidad estéril, cuyo fin no es la reproducción, pues los espíritus de los otros mundos son incapaces de reproducirse sexualmente, sino simplemente el placer. Por último, se trata de lugares donde las identidades personales se invierten respecto de las del mundo ordinario y los seres humanos se convierten allí en seres otros. En particular, no es raro que en estos mundos tienda a producirse una intensa identificación con la cultura europea y los estilos de vida de la cultura urbana moderna. En ellos se encuentran rascacielos, coches, luces de neón, zoológicos y bienes de consumo industriales, donde los espíritus llevan vidas burguesas. Es precisamente este último aspecto, la europeización del más allá indígena y la presencia de mercancías propias de la modernidad occiden-



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tal, lo que quisiera examinar en este trabajo. Me serviré para ello de tres casos etnográficos. El primero se basa en mis propios datos de campo sobre los Altos de Chiapas, en México, y trata de unas montañas donde viven las almas de los indígenas tzeltales. El segundo trata del mundo de los espíritus y los muertos que visitan los chamanes kuna de Panamá. Y el tercero se refiere a las visitas al otro mundo de los espíritus de los indígenas pumé de la región de Los Llanos de Venezuela.

La montaña tzeltal Los indígenas de los pueblos mayas de las tierras altas de Chiapas tienen sus almas alojadas en el interior de una montaña. En algunos casos estas almas poseen formas animales; en otros, la figura del cuerpo humano. Cuando nace un niño, su alma aparece paralelamente en el cerro. En tzeltal, este cerro se llama ch’iibal, la casa de las almas del linaje. (Párrafos completos de lo que sigue han sido tomados de Pitarch 1996 y Pitarch en prensa.) El cerro se encuentra internamente dividido en trece pisos superpuestos que adoptan una forma piramidal, los cuales se dividen a su vez en numerosas compartimentos: salones, cámaras, antesalas, gabinetes, corredores, bóvedas, puertas, ventanas, escaleras, almacenes… Son estancias magníficamente amuebladas con grandes mesas, butacas y escaños, y los dormitorios poseen camas o literas. Los muebles, como en general todos los objetos que se encuentran aquí, son de un intenso color rojo, amarillo o verde. Por todas partes hay ramos de flores que inundan el edificio con su fragancia, pues éstas no son sino las velas que desde el mundo ordinario ofrendan los chamanes en sus ceremonias. Hay también jardines ornamentales, fuentes, árboles frutales. Todo lo que existe en el interior de la montaña, sin embargo, pertenece a una realidad imaginal: se trata de cosas literalmente imaginadas por las almas, “imágenes” (slok’omba). Aunque se encuentran campos de maíz, en realidad no son cultivados, pues se trata únicamente de imágenes de campos de maíz. Las propias almas, aunque tienen una figura característicamente humana, carecen de materia carnal, pues son sólo una sombra plana y oscura. En el piso superior de la montaña, el treceavo, viven las almas de los seres humanos de más de cuarenta años, los “madres-padres”; en el doceavo habitan las almas de

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entre veinte y cuarenta años de edad; y en el decimoprimero viven los “grandes-pequeños”, los que tienen menos de veinte años. Los niveles inferiores no están habitados permanentemente y se ocupan en cosas tales como almacenes o garajes para los automóviles. Cada montaña cuenta con un consejo de linaje, junto con una dotación de funcionarios, que son elegidos cada cuatro años entre las almas más capaces. También se encuentran allí embajadas de las almas de otros pueblos y países. “Tienen un presidente, tiene un alcalde, síndico, tienen sus regidores, tienen policías, comandante (de policía), tienen de todo, es el gobierno del linaje, por eso también debemos rezarles, les hacemos regalos, les enviamos aguardiente, les hablamos respetuosamente, para que estén contentos, que cuiden nuestro alma, que traten bien nuestro alma en la montaña”. Mucho de la vida de las almas resulta arquetípicamente euroamericano. Se dice que el interior del cerro es como una moderna ciudad mexicana: calles con automóviles y semáforos, residencias unifamiliares, bancos, gasolineras, jardines infantiles en los parques, zoológicos, restaurantes, cantinas… En algunas descripciones, las almas adoptan la figura de héroes nacionales mexicanos, por más que los indígenas no siempre los reconozcan por sus nombres. Por ejemplo, en el siguiente dibujo, un joven al que pedí que representara las almas de la montaña ha optado por tomar como modelo personajes de la historia de México –los presidentes Benito Juárez, Lázaro Cárdenas y Venustiano Carranza, junto con una mujer anciana que es la Madre en la Montaña– seguramente calcados de un libro de texto escolar. Sin embargo, uno de sus aspectos más característicos de la montaña es la abundancia de mercancías. Algunas descripciones se contentan con objetos humildes, pero más a menudo los indígenas se complacen en enumerar la profusión de mercancías que disfrutan sus almas. Teléfonos celulares, grabadoras de música, televisores, cámaras fotográficas, máquinas de escribir, computadoras, refrigeradores, maquinas lavadoras, aire acondicionado. Abundan también los automóviles y las avionetas de color amarillo, rojo o verde. Se suben en el coche varias almas por el gusto de darse un paseo, aunque a veces van borrachos y tienen accidentes. Hay también dinero en billetes, que, según algunos, se utilizan para comprar todas estas mercancías, y que se guardan en un banco. Desde luego, en la vida ordinaria todos estos objetos son muy escasos, e incluso ahora que ha llegado la electricidad, pocas ca-



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Figura 1.

sas tienen un televisor, y solo algunas pequeñas tiendas poseen un refrigerador para los refrescos. Otros bienes como las lavadoras y el aire acondicionado simplemente no se encuentran y sólo han sido vistos en los viajes a las ciudades o en fotografías. “Ahora hay de todo en el ch’iibal, ya tienen de todo, todo lo que tienen en la ciudad, todo lo que tienen los ‘castellanos’, todo está allí. Ya saben manejar todos esos aparatos, ya están preparados para utilizarlos… Son imágenes que tienen, cosas que imaginan. Quieren tener todo. Lo compran. Así como nosotros podemos comprarlos, así los compran en el ch’iibal. Ya tienen todo. Antes no tenían mercancías. No las conocían. ¿Cómo iban a conocerlas, dónde? No sabían que existían. Pero ya han cambiado su vida en el ch’iibal. Es como una ciudad”. Marian Santis me explicaba en español, en 1997, cómo su padre soñaba –debía ser la década de 1960– que en la montaña de almas tienen una maquina Rock Ola: La verdad, quién sabe cómo está la chingadera esa… ya saben lo que va a suceder, va a haber enfermedad, va a haber sequía, va a haber hambre, va a haber guerra, cuánta gente van a morir, ya lo saben, mucho antes de

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lo que va a ocurrir, ¿Cómo le hacen? Quién sabe… Nosotros no podemos ver, estamos como ciegos, pero ellos no, pueden ver todo, tienen todas las máquinas, tienen de todo, el avión, la radio, la grabadoras, la televisión, teléfonos, las instrumentos [sic] musicales, por ejemplo, esa famosa Rock Ola, no sé como le llaman… –¿Rock Ola? –Sí creo, así le llaman, así me contó mi difunto padre, esa que le echan unas moneditas y ya suena la música. –¿Y le contó qué clase de música tenía? –Creo que… ranchera… Bueno, quién sabe, uno es chamaco y a veces uno no le interesa, no presta atención, pero mi padre sí soñaba mucho, sí lo daba a conocer, dentro de la propia familia contaba, soñaba muy fuerte, dice que es parecida (la Rock Ola) a como se usa en las ciudades grandes pues, también tiene su bailables, su bailarinas, tiene su zona roja, quién sabe cada cuanto hacen sus fiestas, sus encuentros.

Figura 2.



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Todo aquello que se encuentra en el mundo urbano moderno existe ahora “allí”. Cuando aparece un nuevo producto en las ciudades, también aparecerá en la montaña, si es que las almas así lo desean: electrodomésticos, vehículos, supermercados, cines. Las almas tienen deseo de ellas: “quieren tener todo”. Pero como suele insistirse, estas cosas no son más que imágenes, cosas “imaginadas”, sin existencia material. Por más que se diga que son “compradas”, basta desear para obtener. Pero las almas no se procuran estas mercancías en el mismo lugar en que lo hacen los habitantes de las ciudades –cualquiera que sea este lugar, una cuestión que la verdad no está muy clara para los tzeltales–. En lugar de eso, las almas copian los productos originales. Desde el momento en que un artefacto es inventado o descubierto en el mundo industrial hasta que en el interior del cerro las almas se hacen eco de su existencia transcurre siempre una cierta cantidad de tiempo, presumiblemente el necesario para que el proceso de duplicación se verifique. En esta factoría de imágenes (phántasma), para las almas, como veíamos, reproducir estos objetos no entraña ninguna dificultad puesto que son, como ellas mismas, sólo formas sin sustancia física tangible. Aquí no se usan las cosas, se usan sus imágenes. Planteando la cuestión de una manera tentativa, los bienes de la montaña son una suerte de “fotografía” (slok’omba, “lo extraído de sí mismo”), aquello que se obtiene en el proceso de duplicado como forma sin sustancia. La forma que parece existir en cualquier objeto del mundo –su doble especular, su sombra– es proyectada hacia fuera o bien extraída del original; un proceso de desdoblamiento en el que la clave es la luz. Podemos encontrar esta modernización de la vida de los espíritus en ciertos estudios etnográficos mesoamericanos. Los nahuas de Tlacotepec de Díaz describen el interior de algunos cerros como ciudades, y los muertos en ellos se comunican por teléfono celular (Romero 2006: 75). Los espíritus del agua y los manantiales –los ahuaques– de la Sierra de Texcoco habitan un universo acuático con pueblos y ciudades, viviendas y automóviles, torres eléctricas y dinero (Lorente 2010: 47). Los nahuas de Santa María Tepetzintla imaginan a los espíritus de los cerros como viviendo en mansiones que describen como exactamente iguales a las de las telenovelas mexicanas: los mismos portones, las grandes escaleras, el servicio doméstico con uniforme… (Alessandro Questa com. per.). No obstante, se trata más bien de excepciones. Hablando de manera general, la etnografía mesoame-

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ricana apenas se ha hecho eco de la presencia, en el mundo de los espíritus y las almas, de formas de vida modernas urbanas y de la existencia de bienes de consumo. Nos encontramos aquí, pienso, con una cierta autorrepresión etnográfica. La descripción de un dominio esotérico que en la etnología ha tendido a ser concebido como un depósito de formas esenciales de identidad y filiación precolombina (en lugar de formas de alteridad) repleto de objetos y actitudes europeas, supone presentar la comunidad como insuficientemente indígena, o bien ya “modernizada”. Si, por así decir, los pueblos indígenas actuales de México y Guatemala se llenan de productos industriales como la CocaCola, trastes de plástico, ropa deportiva y otros signos de modernidad, la vida del espíritu –por una suerte de sobrecompensación– debe quedar depurada de esta contaminación. Más delante volveré sobre esta cuestión, pues a mi parecer se trata justamente de lo contrario: es la existencia de unos espíritus europeizados lo que revela un esquema lógico tradicional indígena.

El cielo kuna de los muertos Los indígenas kuna de la costa atlántica de Panamá representan un caso especialmente rico en descripciones de los otros mundos. Éstos no sólo son objeto de narrativas de viajes chamánicos, sino que son descritos de manera sumamente precisa también en los recorridos de los cantos de curación (cf. Severi 1996). Como veremos inmediatamente, se trata de lugares saturados de objetos y actitudes europeas, ellos mismos construidos con arreglo a la arquitectura urbana moderna. Esta elaboración particularmente acentuada de la modernidad de sus otros mundos se explica quizá en parte por el carácter cosmopolita de los hombres kuna, acostumbrados a embarcarse como marineros durante años en los barcos de larga navegación, así como por su contacto con extranjeros mientras trabajaban en el Canal de Panamá. No obstante, pienso que quizá aquí intervenga una razón distinta: el hecho de que la etnografía de los kuna no haya debido estar sometida a los cánones de un área cultural determinada. Al no formar parte de la región mesoamericana, pero tampoco exactamente de la etnografía amazónica, los kunas parecen estar, por así decir, en tierra de nadie. Etnógrafos tempranos de los kuna, como Erland Nordenskiold, debieron sentirse menos constre-



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ñidos para realizar una descripción cultural que no se conformara por completo a la expectativa de lo que deban ser los indios de cierta área cultural; una situación en la que no sintieran la particular modernidad de los kuna como una degradación o ausencia de pureza. En su estudio clásico, cuyos materiales fueron compilados en la década de 1920, Nordenskiold (1938) no pasa por alto cómo los otros mundos kuna concentran estilos de vida y mercancías europeas. En el canto chamánico Nele Sibu, por ejemplo, el cual describe el viaje del alma al cielo de los muertos, el alma atraviesa por lugares habitados por espíritus, generalmente animales con figura humana. Pero estos lugares contienen casas con torres, banderas de todas clases, carreteras por las que discurren carretas tiradas por caballos; aquí “las calles son hermosas y anchas”. Conforme a la descripción del colaborador –prácticamente coautor– indígena kuna de Nordenskiold, Rubén Pérez Kantule, la mayor parte de las cosas están fabricadas de oro. La ciudad de Dios es un lugar majestuoso donde “vemos las torres puntiagudas que brillan por el resplandor del oro. Y vemos las avenidas que por sus riberas están las flores pareciendo oros”. Por las avenidas transcurren “hilos telefónicos que Dios ha puesto para llamar unos y otros de gran distancia”. “Y por los edificios hay variedad de banderas que flamean por las brisas y en el suelo sus sombras parecido a las gentes andan por las calles” (Nordenskiold 1938: 293-317). Como introducción a este recorrido del alma, el propio Nordenskiold (1938: 291) observa: Vemos que en la historia de Nele Sibu el reino de los muertos es pintado como una tierra de ensueño. Mucho de ello ha sido tomado del hombre blanco y ha cambiado a lo largo del tiempo a medida que los indios han tenido experiencias nuevas. En esta historia las carretas son tiradas por caballos. Este detalle probablemente ha pasado ya de moda y ha sido sustituido probablemente por automóviles. En el otro mundo el indio es rico y el hombre blanco es pobre. Todo aquello que posee ahora el hombre blanco, cosas tales como barcos de vapor, automóviles y trenes, pertenecerán a los indios en la otra vida. Muchas de las almas de estos objetos ya existen allí. Si un indio cuna logra subir a bordo de uno de los barcos que atraviesan el Canal de Panamá, entonces esta nave le pertenecerá en el otro mundo. Pérez solía decir en broma que en el reino de los muertos el Museo de Gotemburgo [el Museo de Etnografía de la ciudad sueca donde Pérez colaboraba con Nordenskiold traduciendo los textos del cuna al español] le pertenecería.

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En 1989 el antropólogo Mac Chapin publicó el relato del viaje en espíritu de un nele, chamán kuna, al reino de Dios, del que había regresado para contarlo, un periplo esencialmente semejante al recogido por Nordenskiold. Tal como el etnógrafo sueco había previsto, las carretas de la década de los años veinte se habían convertido en automóviles décadas después. “Vi muchos pueblos que tenían campanas de oro. Había muchas gentes manejando carros en las calles, y todos los hombres llevaban a sus mujeres del brazo. Había una profusión de flores de oro y plata, aves de oro y plata. Todo era de oro y plata: las campanas, los relojes, las banderas. Yo vi todo eso desde la muralla de oro del cuarto nivel” (Chapin 1989: 139). En cierto momento el alma llega al reino de Dios. “Había muchas torres de oro con campanas de oro y plata. Todo el mundo estaba feliz. Las campanas allá suenan constantemente; la gente hace mucho ruido. Había mucha gente tocando flautas y guitarras”. “Entonces un carro con muchas banderas meciéndose en el aire se me acercó. Traía mucha gente. El chofer me dijo que había venido a buscarme. Me subí y partimos. Fuimos por un camino que tenía ocho brazas de ancho… Había muchos hombres paseando con sus mujeres del brazo, y por todas partes había muchos carros llenos de gente y muchas flores” (ibíd.: 145-148). Cuando el alma llegó a la casa de Dios, éste le ofreció un telescopio. “Comencé a mirar todo lo que había en el Reino de Dios. Todos los edificios y sus campanarios brillaban intensamente. Pero aun con el telescopio no podía verlo todo: es muy extenso. Después volví el telescopio hacia los Estados Unidos. Observé todos los grandes edificios, banderas que ondeaban al viento y muchos carros en las calles. También vi grandes muelles con barcos muy grandes. Pero no es de oro, es puro cemento. Así los americanos no pueden comparar su tierra con la de Dios. Después volví mi telescopio hacia San Blas. Me sorprendí de que fuese tan pequeño: las islas eran tan chicas que parecían cáscaras de coco flotando en el agua”. Después de tener una comida con Dios donde no había sirvientes porque los platos venían a la mesa por sí solos, el alma dio una vuelta por el barrio: “Hay banderas en cada casa, y en todas partes hay carros y jardines con flores en el patio. Caminé por todas las barriadas: la calle es muy larga” (ibíd.: 149-151). La presencia de objetos de oro y plata es recurrente en las descripciones kuna de los otros mundos. Según Severi (2000) esto se debe a que aquello que es oscuro en el mundo ordinario se transforma en es-



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tos metales en las aldeas de los espíritus y los muertos. Pero me pregunto si ello no guarda a su vez cierta relación con el pago en monedas de oro y plata en los barcos y las empresas occidentales, o incluso al traslado de metales preciosos a Europa procedente del Perú. Por ejemplo, Michael Taussig (1993: 146-148) observa que en el Canal de Panamá los trabajadores se dividían en dos grupos: “oro” y “plata”. El primero se refería al dólar “oro-estándard” con el cual eran pagados los empleados blancos estadounidenses. El grupo “plata” se refería al balboa panameño con el cual se pagaba a los panameños y trabajadores no blancos de otros lugares, como las Antillas, y entre los que se encontraban los kuna, así como a los negros estadounidenses. Las oficinas de correos o las estaciones de tren tenían ventanillas “oro” y “plata” para atender a los dos grupos de trabajadores. Un poco antes de que Chapin recogiera el relato anterior, las antropólogas colombianas Leonor Herrera y Marianne Cardale (1974) publicaron unos conocidos dibujos, junto con sus comentarios explicativos, realizados por el indígena kuna Alfonso Díaz Granados, cacique segundo de Arquía, en la década de 1960. Dado que Díaz Granados no era un nele, sino un jefe político, no había realizado el viaje a los otros mundos personalmente. El interés del trabajo de Díaz Granados, en cambio, reside en su descripción de los kalus –casas o edificios fortificados invisibles situadas en la selva de la tierra firme o debajo del mar y donde habitan los espíritus–, pero vistos desde fuera y sumamente elaborados. (Cabe conjeturar que el mundo de los espíritus kuna haya tomado como modelo un fuerte se basa quizá en la visibilidad de las defensas costeras españoles en la historia de esta zona del mar Caribe, sujeto a los ataques de los piratas.) Sus dibujos, sin embargo, pintan unos kalu –lugares por los que debía sentir un gran interés– que toman como modelo los edificios de las ciudades modernas. En su mayoría son como los rascacielos (de Ciudad de Panamá o de Nueva York), a veces como edificios metálicos de Eiffel, pero pueden adoptar otras formas, como el caso de una pirámide maya. En la mayor parte de los casos estos edificios están repletos de banderas y con frecuencia tienen antenas y tendidos eléctricos. Los dibujos son, en definitiva, una buena muestra de cómo el mundo urbano europeo funciona como el modelo de los otros mundos kuna, y de qué manera éstos están en continua modificación, tal y como sucede con las ciudades modernas. El kalu puksu es descrito por Díaz Granados así:

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Figura 3.

Figura 4.

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Es una gran kalu. Arriba de las avenidas hay alambres o hilos telefónicos, como cabellos trenzados. Dios los ha puesto para llamar a gran distancia. Por los edificios hay variedad de banderas que flamean con la brisa. Por el suelo hay sombras parecidas a las de la gente que anda por las calles. Los balcones de todas las casas están tejidos de oro que brilla por todos los lados haciendo sombra en el suelo. Tiene ocho pisos debajo de la tierra y otros ocho arriba.

El kalu nalya, en cambio, carece de una descripción:

El viaje pumé El tercer ejemplo de europeización del otro mundo es el de los indígenas pumé de Venezuela. Unos pocos miles de pumés habitan de manera dispersa la sabana entre los ríos Riecito, Capanaparo y Cinaruco, en la región de Los Llanos de Apuré (Orobitg-Canal 1998). Para los propósitos de este ensayo, el caso pumé presenta la ventaja de que su relación con el mundo euroamericano ha sido considerablemente distinta a la de los indígenas tzeltales de Chiapas o los kuna de Panamá. Los primeros estuvieron sometidos a un asfixiante dominio colonial desde mediados del siglo xvi (que desembocó en una sangrienta rebelión en 1712) y un no menos estrecho control republicano, de modo que el mundo europeo ha representado una presencia permanente en la vida tzeltal. Los kuna, por su parte, aunque gozaron de cierta autonomía durante largos periodos de su historia poscolombina, debido en parte a su emplazamiento marginal, estuvieron de todos modos largamente sometidos a la Corona de Castilla y a la República panameña y, de hecho, en 1925 libraron una sublevación contra el Estado panameño que hubo de concederles una cierta autonomía. Los pumé, en cambio, han sido tradicionalmente cazadores nómadas. Al menos desde el siglo xix fueron progresivamente empujados a zonas cada vez más marginales y pobres por la frontera ganadera criolla, pero sólo en las últimas décadas se han visto forzados a asentarse en núcleos permanentes donde dependen básicamente de los subsidios gubernamentales para sobrevivir (Orobitg/Canal 1998). Así pues, los pumé han sido sin duda afectados de manera directa e indirecta por el mundo euroamericano, pero no fueron sometidos verdaderamente por los europeos y en realidad no han formado parte de la sociedad nacional venezolana de la mane-

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ra en que lo han hecho los tzeltales de la mexicana y, en menor medida, los kuna de la panameña. Los pumé visitan durante el sueño y la enfermedad los mundos de los espíritus oté y tió. Pero este viaje se realiza de manera colectiva y dirigida en la ceremonia del Tohé. Desde el anochecer hasta el amanecer, hombres mujeres y niños danzan y cantan bajo los efectos del tabaco y el alucinógeno yopo, y sus almas visitan el otro mundo para conocer mejor la tierra de los espíritus y también recuperar la esencia vital de los enfermos. El relato del viaje, de la relación con los oté, y con los espíritus secundarios llamados tió –escribe Gemma Orobitg (2006: 276)– se construye de manera continuada durante toda la vida del individuo. Cada nuevo viaje del pumethó [alma o esencia vital], ya sea durante el sueño, la enfermedad o el canto, se traduce en nuevos descubrimientos de tierras y seres, así como en nuevas relaciones con el mundo de los oté. La creación individual ocupa un lugar importante en este relato individual mas o menos largo de las experiencias “allá”, en el ámbito mítico. Estas experiencias individuales, estos relatos de viajes individuales, sin embargo, se convierten en experiencias colectivas a través del Tohé. En el canto del Tohé cada individuo reproduce la experiencia de aquello que ha “soñado” anteriormente y de aquello que está “soñando” durante el Tohé.

Los breves testimonios de indígenas que siguen, en los cuales se describen el otro mundo visitado durante la enfermedad y sobre todo la ceremonia del Tohé, han sido tomados de la película documental La noche pumé (Colleyn/Clippell 1992), en la cual las entrevistas fueron realizadas por Gemma Orobitg-Canal1. –¿Cuándo conoció la tierra de los muertos? –Cada vez que canto el Tohé, y cuando duermo. Siempre es así –¿Cuantas veces ha ido allí? –Desde muy pequeño. Ahora soy mayor me hacen ver la tierra de los muertos en mis viajes. La primera vez que llegué era pequeño. Es una tierra buena. Allí llegan los que mueren. Es su tierra. Es una tierra buena. Allí vamos a buscar el espíritu de los enfermos

1. Quien me ha proporcionado la trascripción en español de las entrevistas realizadas en el documental.



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Otra indígena: –Allá donde fui cuando estuve muy enfermo. Allá tengo un automóvil. Tengo cosas buenas. Tengo una avioneta. Llevo zapatos, una corbata. Me visto bien. Como bien… Allá donde los dioses, como aquí, hay abogados. El abogado gana un salario cuando saca los enfermos. Allá hay un buen banco, allá nosotros tenemos mucho dinero. Allá somos ricos, allá yo tengo una avioneta verde, un bote blanco con un motor. Un automóvil verde y grande también, y una casa muy bonita. En cambio aquí no tengo nada.

Otro indígena: –Yo he visto también al dios Oará. Baja silbando. Es de una tierra distinta. A él lo ayudan sus hijos. Sus hijos son buenos y pequeños. Los automóviles son grandes. La energía del canto viene de allí. Baja con él. Allá hay mucho dinero en un banco.

Otra respuesta: Al tomar yopo el espíritu se aleja del cuerpo. –¿Usted ve cuando sorbe yopo? –Sí. –¿Va a hablar de lo que ve? –Voy lejos, veo dioses, jaguares, muchas cosas. Parece una ciudad, hay gente criolla cantando. Vamos hasta la tierra del sol naciente, hasta la costa del Océano. Regresamos sentados en un automóvil, viendo todo. Yo he hablado con Dios, nuestro dios.

Un indígena describe a la mañana siguiente aquello que ha visto durante la ceremonia de Tohé cuando su espíritu viajó al otro mundo. –Esta noche vi con mi espíritu una casa grande como las que hay aquí. También vi autos como los que hay en las ciudades. En un primer momento no veía muy claro... Todo es muy bonito allá por donde gira el sol. El camino que se recorre cantando es muy bonito. Allá donde se termina esta tierra es muy bonito. La tierra del sol poniente es muy bonita. Cuando se pasa por allá se oye un canto lejano. Hasta la tierra que está más lejos todo es muy bonito. Hay ciudades, casas grandes como donde los criollos, y muchos automóviles que aparecen solos. Se mueven sin conductor, funcionan muy bien. Allá siempre es de día. Hay una ciudad con una cola in-

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finita de automóviles. Se mueven muy bonito, la energía de los dioses los hace mover. Van dejando a su paso un rastro luminoso. Todo está lleno de grandes letreros luminosos. Esto es lo que vi con mi espíritu cuando cantaba. Cuando llegué allá me sentí minúsculo. Pensé que mi espíritu iba a dejar mi cuerpo para siempre. Pensé que nunca más me iba a despertar. Vi el cielo blanco como si fuera humo, vi todo claramente.

Recapitulando: el mundo de los espíritus “parece una ciudad”, hay automóviles y avionetas y lanchas verdes, hay mucho dinero en un banco, hay abogados, hay letreros luminosos, las almas se visten con traje y corbata… Un poco más al sur de la región pumé, en la región selvática del Alto Orinoco, a orillas del río Atabapo, en una breve visita en el año 2007, en la aldea de Mabakal, Julián Sandalio, indígena de lengua baniwa, me contó sobre unos espíritus acuáticos llamados máwaris. Los máwaris son los espíritus del río, a veces se muestran como toninas, delfines amazónicos. También son capaces de aparecerse en las aldeas de los humanos, y en esta caso adoptan el aspecto de alguien conocido, generalmente el cónyuge (sólo se distinguen por el hecho de que no tienen ombligo) y entonces si tienes relaciones sexuales con el máwari éste te llevará a vivir a su mundo para siempre. Pero en su mundo subacuático, los máwaris tienen una vida muy semejante a la de las ciudades de los criollos venezolanos. Por debajo los ríos no tienen agua sino que son autopistas de varios carriles y los espíritus viajan en automóviles que desde el mundo de los humanos se escuchan como “voladoras”, lanchas fuera borda muy potentes. Las autopistas tienen gasolineras con tiendas para comprar refrescos. Hay una autopista, por ejemplo, que conecta directamente Puerto Ayacucho (la capital del estado venezolano de Amazonas) con la ciudad brasileña de Manaos, varios miles de kilómetros al sur. Junto a la autopista hay casas de varios pisos. Tienen televisores, teléfonos, computadoras, etc. Dice Julián Sandalio que “es como ciudad, como Manaos o Caracas”. Hace algún tiempo, un indígena que no era de la aldea de Julián Sandalio, estaba solo en su curiara, un pequeño bote con el que pescaba. Entonces se acercó a jugar en torno al bote una tonina, el delfín fluvial; el hombre estaba molesto porque le espantaba la pesca. Furioso, tomó su arco y le disparó una flecha que se le clavó en el lomo. Pero inmediatamente salieron del agua del río unos hombres vestidos como



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guardias que apresaron al indígena y se lo llevaron al mundo subacuático donde le pusieron preso en una cárcel. En su mundo, la tonina era un militar, y entonces se lo llevaron a un hospital, que era como un gran hospital de Caracas, completamente equipado, lleno de camas, máquinas y medicamentos. Allí le extrajeron la flecha y le curaron. Por suerte se salvó y los guardias liberaron al indígena en el mismo tramo del río en que lo habían apresado. Pero si hubiera muerto la tonina, el hombre se hubiera quedado para siempre en la ciudad acuática. Sandalio me explica también que a veces durante la noche, cuando uno se queda en la orilla del río, se acerca un enorme barco iluminado por muchísimas bombillas de colores. En él los máwaris están celebrando una fiesta, con música, baile y licor de buena calidad. Entonces te invitan a subir al barco, pero si se tiene relaciones con las bellas mujeres que hay en él, te llevan a su mundo por siempre. Dicen que se queda tu cuerpo muerto aquí, porque ellas se llevan sólo tu espíritu.

Experimentar otra vida No sería difícil continuar con ejemplos de indígenas americanos cuyos mundos otros han sido convertidos, al menos parcialmente, en ciudades europeas modernas. Pero confío en que las descripciones de los más allá tzeltales, kuna o pumé muestren el grado de extensión de este fenómeno. Pues no se trata sólo de grupos indígenas geográficamente distantes entre sí, sino también distintos en términos de economía, sociedad, cultura y experiencia histórica. Y sin embargo, ciertos rasgos de esos otros mundos parecen repetirse de una manera asombrosamente semejante: la presencia de electrodomésticos, de automóviles y otros vehículos de motor, los rascacielos y las casas unifamiliares con jardín, el dinero y los bancos; incluso la presencia a primera vista insignificante de banderas y campanas en lo alto de unos edificios arquetípicamente europeos (pero que sin duda son cosas que los indígenas identifican como característicamente europeas). No se trata simplemente, pues, de la excentricidad de una comunidad indígena, sino algo que parece mucho más general al mundo amerindio. ¿Cómo interpretar esta sobreabundancia de mercancía capitalistas en el más allá de los indios? Una posible reacción es entenderlo como una suerte de compensación por la escasez de estos bienes en el mundo

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“real”, cotidiano. Los indígenas se resarcirían así de una vida de privaciones y pobreza a través del fantaseo de un mundo imaginario abundantemente poblado de riquezas exóticas, aunque, eso sí, desprovisto de verdadero poder. Un modo de escape a través de las extravagancias de un imaginario fantasmagórico: alienación colonial, en otras palabras. Es este tipo de explicación a la que recurre, por ejemplo, el propio Nordienskiold en el párrafo citado más arriba. En el otro mundo “el indio es rico y el hombre blanco es pobre”. “Todo aquello que tiene el hombre blanco ahora, como los barcos de vapor, los automóviles y los trenes, en el otro mundo pertenecerán a los indios” (1938: 291). Es posible que algo haya de esto en el contraste entre este mundo y el otro: uno caracterizado por la escasez, y el otro por la abundancia. De ahí lo que dice el indígena pumé citado anteriormente: “allá nosotros tenemos mucho dinero. Allá somos ricos, allá yo tengo una avioneta verde, un bote blanco con un motor. Un automóvil verde y grande también, y una casa muy bonita. En cambio aquí no tengo nada”. No obstante, lo que llama la atención de las descripciones indígenas de sus otros mundos es la nulidad práctica de sus bienes desde el punto de vista de la vida cotidiana. No parece insistirse en la presencia, por ejemplo, de caza y pesca, lo cual sería aparentemente más razonable desde el punto de vista de comunidades cazadoras, o de cultivos que no requieren trabajo porque crecen solos. Incluso si dejáramos a un lado aspectos de la vida cotidiana indígena y nos fijáramos en los objetos de manufactura europea, igualmente no destacan objetos útiles, como machetes, hachas o, por ejemplo, en el caso de los tzeltales, molinos para moler el maíz, los cuales, cuando yo viví entre ellos, eran muy apreciados. Por el contrario, los objetos que sus espíritus disfrutan en el más allá carecen aparentemente de utilidad práctica. Qué provecho puede tener en el mundo de los espíritus un banco lleno de dinero si las cosas no están en venta. Para qué necesita el alma un automóvil o una avioneta verde si, desincorporada, puede desplazarse a voluntad por el tiempo y el espacio. Para qué ciudades hechas de oro con torreones y campanas. Qué necesidad tienen los indígenas tzeltales de un parque de juegos infantil con toboganes y columpios como el que disfrutan sus almas en la montaña. En fin, qué utilidad pueda tener, como sucede entre los pumé, vestirse con una corbata en el más allá. ¡Una corbata! Nada debe haber más superfluo desde el punto de vista práctico que esta prenda. Y sin embargo es en estos aspectos por



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así decir extravagantes en lo que insisten las descripciones de los indios. La abundancia de estos bienes no puede ser una compensación a las posibles privaciones cotidianas. Esto es algo sobre lo que ya llamó la atención Dell Hymes (1979: vii-viii) en su prefacio a Portraits of the White Men, pensando en concreto en la narrativa de los indígenas de América del Norte: Y sin embargo, los análisis imaginativos de mundos alternativos es algo universal entre los nativos americanos. Pero estos análisis no son impulsados por una gratificación de los deseos, un deseo de compensar las dificultades de una existencia tecnológicamente simple.

Así pues, los mundos virtuales indígenas no parecen exactamente una clásica utopía campesina europea al estilo del País de La Cucaña o el País de Jauja. En la famosa pintura La Cucaña, de Brueghel el Viejo, los ríos son de vino y leche, y de los árboles penden quesos y unos lechones ya asados los cuales tienen una cuchilla hendida en el lomo para ser comidos sin esfuerzo, mientras los campesinos simplemente se dedican a yacer tumbados. Un lugar donde todos los deseos corporales son instantáneamente gratificados, donde todo crece sin esfuerzo y en el que no hay señores a los que rendir cuentas. En cambio, la inversión de las utopías indígenas parece recorrer un eje distinto, relacionado con los juegos de identidad y, especialmente, de alteridad. En estos lugares los humanos son otros, muy a menudo animales. Pero como hemos visto, entre estos otros figuran de manera sobresaliente los europeos y su mundo. Lo indígenas viven la vida de sus otros étnicos por el gusto de experimentarla (en espíritu). En lo que parecen estar interesados no es tanto en probar las relaciones sociales o las formas de gobierno euroamericanas (pues poco hay de esto en los más allá que hemos examinado), como su paisaje, sus productos, ropas y, de manera más general, su corporalidad. Los indígenas, por así decir, se meten en un cuerpo europeo, con movimientos, gestos y consumo europeo. No me parece que se trate sólo de ver el mundo desde un punto de vista europeo, en el sentido de ver a los demás y verse a uno mismo como lo hacen los europeos (Aparecida Vilaça 2005: 457), sino de experimentar la vida corporal urbana (de ahí esa saturación de objetos y máquinas industriales). Tampoco deseo de ser un europeo, cuanto vivir una otra vida: una vida paralela a la cotidia-

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na. No hace falta, en fin, encarecer la ironía que supone que si los europeos hemos proyectado a menudo nuestras utopías sobre el mundo indígena (desde “el Reino Milenario de los franciscanos en el Nuevo Mundo” [Phelan 1970] hasta el “deseo de ser un piel roja” de Kafka), los indígenas lo hagan sobre las ciudades europeas. Mas, como veremos, esta inversión no resulta del todo simétrica.

Más allá europeo/aquí indígena Una segunda posible reacción –que no excluye la primera– a esta presencia de los bienes europeos en los mundos virtuales indígenas sería explicarla en términos de “aculturación” o “sincretismo”, o, para emplear términos más actuales, de “mestizaje” o “hibridación”. Los más allá indígenas se habrían europeizado por efecto de la propia influencia y presión cultural euroamericana. Una de las versiones más elaboradas de esta posibilidad son las interpretaciones de Serge Gruzinski. El autor se interesa por el proceso de mezcla y “occidentalización” cultural de la sociedad nahua en los tres siglos posteriores a la conquista europea. “El mestizaje se manifestó por la multiplicación de objetos híbridos, caóticos, efímeros o no, difíciles de catalogar, en transformación perpetua… estuvo hecho de renuncias, pérdidas y compromisos entre realidades y seres que evolucionaban o desaparecían rápidamente” (1994: 170). Ahora bien, para demostrar este proceso de mezcla, Gruzinski presta atención no a la vida cotidiana indígena, sino fundamentalmente al imaginario y a las representaciones del arte –pintura, poesía, teatro–, las cuales, no debemos perder de vista, para los indígenas se ocupan por definición de lo sagrado, de hacer presente lo sagrado, por así decir. En otras palabras, se ocupa de los más allá indígenas. Y éstos, como en efecto muestra Gruzinski, se europeízan rápidamente a lo largo de los siglos xvi y xvii. Por ejemplo, en uno de los cantares mexicanos –composiciones “poéticas”– se describe un viaje a la ciudad de Roma que los nobles realizan en sueños. Sin embargo, la Roma descrita en este cantar se halla en el interior de un cerro: es una caverna multicolor, donde no cesan los cantos, los bailes y la música, y –como en la montaña de almas de los tzeltales o en la ciudad de Dios de los kuna– se trata de música cristiana; tanto, que el principal personaje de



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este lugar es Santa Cecilia, patrona de los músicos. En otras palabras, Roma es el más allá indígena. En la ciudad hay flores y aves multicolores, pero también está repleta de objetos europeos fabricados en oro y que despiden un intenso resplandor. Una caverna multicolor con divinos inquilinos cristianos, un cromatismo tradicional y música europea: ésta es la Roma de los papas ascendida al rango de paraíso indígena. Su metamorfosis nos recuerda el modo en que la Jerusalén terrestre se transforma en una ciudad celeste y maravillosa en la visión de san Juan, un episodio que los indios habían podido descubrir en los sermones de los monjes o contemplar en los frescos de sus iglesias… Cristiana e india, la Roma del cantar LXVIII es ambas cosas a la vez. Su autor reajusta creencias amerindias al mismo tiempo que reinterpreta términos y conceptos cristianos… La Roma de los papas se indianiza en la medida en que el más allá de los indios se cristianiza (Gruzinski 2000: 267-268).

Para el autor, pues, éste es un buen ejemplo de mestizaje, de mezcla de la lógica indígena y europea. Pero el hecho de que sea el imaginario, el más allá indígena aquello que se “occidentaliza” es un dato esencial. La europeización del imaginario denota la persistencia de una cosmología tradicional indígena en la medida en que se funda en la tensión dialéctica entre un estado virtual de la existencia destinado a impregnarse de alteridad y un estado cotidiano que representa la mismidad cotidiana. Dicho de otro modo, lo que a mi parecer revela la occidentalización por la que se interesa Gruzinski entre los nahuas de la Nueva España no es un proceso de mestizaje, sino justamente lo contrario, un juego lógicamente previsible de estacionar el mundo europeo en su propio más allá. Al convertir su paraíso precolombino en la ciudad de Roma, los nahuas estaban aplicando una razón perfectamente indígena que subraya de manera nítida y radical lo “propio” de lo “ajeno”. Con el tiempo, entre los indígenas mexicanos hubo sin duda mezcla y transformación cultural, pero sospecho que un indicio de una verdadera “occidentalización”, de la sustitución de conceptos indígenas por europeos, sería justamente el hecho de que sus mundos virtuales dejaran de ser lugares arquetípicamente europeos. O incluso, que, como sucede en el México actual, los espíritus o los antepasados se conviertan en “indios antiguos” de los cuales se desciende. Es precisamente la posibilidad de que el más allá se europeíce aquello que permite a su vez que el mundo ordinario, cotidiano –el cuerpo,

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la indumentaria, el discurso, la cocina, los cultivos, etc.– permanezca descolonizado. La europeización del más allá fuerza a los indígenas a prestar atención a las prácticas cotidianas de modo que éstas no puedan ser confundidas con el mundo de lo sagrado. Si, como sugería anteriormente, en la elaboración de los mundos virtuales indígenas hay un deseo de ser europeo, de explorarse a uno mismo en el papel de europeo, esto tiene también como consecuencia establecer una diferencia entre esa experiencia y la de la vida cotidiana. Michael Taussig ha definido este contraste como “maintaining sameness through alterity” (1993: 34). Se trata de un ejercicio que consiste, si puedo citarme a mi mismo, en “la capacidad de alternar los polos de identificación personal y étnica… la capacidad lógica de emplear ambos sin confundirlos, de ser ambos sin confundirse” (Pitarch 1996: 258). No es por tanto casual que sea entre los grupos indígenas culturalmente más conservadores –a la vez que sometidos a una fuerte presión del mundo blanco y urbano– entre quienes sus más allá se tienda a poblar más rápidamente de objetos y actitudes europeas. Los tres casos que hemos examinado –tzeltal, kuna y pumé– son, como tantos otros ejemplos indígenas americanos, grupos que han mantenido un elevado grado de formas amerindias en condiciones de intensa coerción europea. Semejante oposición entre los mundos virtuales indígenas y el mundo ordinario es en esencia equivalente al contraste en la persona indígena entre el cuerpo y las almas: unas almas que personifican el mundo y la historia europea, y unos cuerpos substancialmente indígenas.

Conclusión: el estado virtual de la modernidad Esta separación es, sin embargo, también una relación. Lo que debemos preguntarnos aquí es si las mercancías de estos más allá deben entenderse (traducirse) efectivamente como mercancías. ¿Son las mercancías capitalistas en sí mismas aquello que en verdad interesa a los indígenas? En este punto cabe hacer una analogía con los cultos cargo de Melanesia de acuerdo con la interpretación de Roy Wagner (1981: 32-33). La importancia del “cargo” reside no en su valor de riqueza material, sino en la capacidad que, para los melanesios, poseen los productos de encarnar el valor central de las relaciones humanas, lo cual sucede también en contextos más ordinarios como con la dote de la



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novia o los frutos producto de la actividad común en los huertos. El pago de la dote, por ejemplo, no significa –tal y como supondríamos con arreglo a nuestras formas de racionalidad económica– “vender” una hija, sino que simboliza, viene a encarnar, la creación de una nueva relación social. El “cargo” es, pues, un término de mediación entre gentes distintas: los productos occidentales encarnan la relación entre los indígenas y la sociedad occidental. Los etnógrafos que han trabajado tanto en el área mesoamaericana como en las tierras bajas de América del Sur no han dejado de notar la intensa demanda de mercancías que someten los indígenas a los etnógrafos. Pero es evidente que el valor que los indígenas atribuyen a estos bienes occidentales involucra fundamentalmente una particular relación de alianza con los euroamericanos y su mundo (Crocker 1992, Hugh-Jones 1992). En su trabajo sobre los indígenas waiwai del estado brasileño de Roraima, Catherine Howard (2000) muestra como éstos, en lugar de rechazar los bienes manufacturados occidentales, los manipulan como medio de controlar la situación de contacto en la que se encuentran insertos. “Los bienes occidentales simbolizan las mercancías y mucho más: representan los blancos y todas las dolorosas contradicciones llegadas con el contacto, al mismo tiempo que sirven de vehículo para que los waiwai consigan controlar las condiciones que producen tales contradicciones” (Howard 2000: 50). En términos de Wagner, en fin, si nuestro concepto de “cultura” proyecta el significado de la técnica, el modo y los bienes manufacturados al pensamiento y las relaciones humanas, el “cargo” melanesio, por su parte, proyecta el significado de las relaciones humanas y la producción colectiva a los bienes manufacturados. “Cada concepto toma el sesgo del otro como su símbolo”. De ahí que sea tan fácil a “los occidentales ‘literalizar’ el significado de ‘cargo’ y dar por sentado que significa sencillamente ‘bienes manufacturados’ o modos de producción occidentales” (Wagner 1981: 32). Si, como he sugerido anteriormente, los mundos virtuales indígenas se llenan de mercancías y adoptan una fisonomía más occidental precisamente en momentos de intrusión europea, cabe suponer que la función mediadora adjudicada a estas mercancías se intensifique igualmente en este tipo de circunstancias. Por ejemplo, la ya mencionada ceremonia del Tohé, en las cual los indígenas pumé visitan colectivamente el otro mundo, ha pasado de celebrarse ocasionalmente, es decir, no más

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de una vez al mes en el mejor de los casos, a ejecutarse prácticamente cada día (Orobitg 2006). La ceremonia se ha convertido, pues, en una de las principales actividades de los indígenas. Pero este incremento en su periodicidad coincide con la presencia cada vez más extendida del mundo criollo en la región. En la medida en que, por causa de la presión de los ganaderos sobre las tierras, los pumé se ven obligados a dejar de ser nómadas y abandonar la caza y la pesca para asentarse permanentemente, el mundo de los espíritus no sólo se parece cada vez a la ciudad de Caracas, sino que la periodicidad con que éste es visitado se incrementa en consonancia. Cuanto mayor es la presión europea, mayor es la necesidad de mediación con ellos a través de las mercancías, esto es, mediante el lenguaje moral de las relaciones sociales indígenas. Entonces, por qué este ejercicio de mediación con el mundo euroamericano es principalmente elaborado en el dominio de los mundos virtuales indígenas en lugar de en el ámbito de las relaciones sociales ordinarias. Esto debe guardar relación con una cierta forma de valoración indígena de los productos Si desde 1492 los europeos han demostrado una extraordinaria avidez por los productos americanos, pero también menosprecio por el pensamiento indígena, los amerindios parecen exhibir una predilección inversa: interés –si bien inconstante– por las ideas y religiones europeas, y, sin embargo, una relación ambigua, si es que no de simple rechazo por los productos europeos. Como demuestra cualquier exposición de “lo que Europa debe a América”, los europeos se han interesado en efecto por productos como la patata, el maíz, el tabaco, el cacao, la vainilla, etc., pero han rechazado tanto las religiones indígenas, las cuales no eran sino simple un engaño del diablo, como cualquier otra forma del saber, incluso aquellas de carácter más técnico como la astronomía o las matemáticas. Por su parte, los indígenas se sienten atraídos por las ideologías y ceremonias europeas –de ahí el interés con el que escuchan y se convierten al cristianismo, o cambian de adhesión a una Iglesia o doctrina política–, pero se resisten a los cultivos y el ganado europeos (Pitarch 2010). Incluso mantienen una actitud ambigua con objetos de una utilidad incuestionable como los instrumentos metálicos, pues para tomar el título de Hugh-Jones (1992), “los lujos de hoy son las necesidades de mañana” (cf. también Pitarch 1996: 139). Pero, si en lugar de prestar atención a la acción social cotidiana indígena nos fijamos en sus mundos virtuales, este interés parece invertirse. Lo que disfrutan las almas indígenas en el otro mundo son, como he-



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mos visto, mercancías y estilos corporales europeos, pero no lo que llamaríamos ideologías e instituciones occidentales. Pese a que al acusado faccionalismo religioso y político que plaga la sociedad indígena de los Altos de Chiapas, en las montañas de almas tzeltales no hay católicos ni evangélicos, no hay partidos políticos ni cooperativas, no hay prozapatistas o antizapatistas. Tampoco parece que en el otro mundo de los pumé, pese a ser como una ciudad venezolana, se produzcan conflictos entre chavistas y antichavistas. Y en la cuidad de Dios de los indígenas kuna no hay ningún signo que nos permita saber si se trata de un lugar cristiano o pagano u otro, etc. En fin, no encontramos en las utopías indígenas ningún interés por las formas de imaginación intelectual y política de origen europeo: doctrinas, iglesias, partidos políticos… (Recíprocamente, cuando la mirada europea sobre los indígenas americanos adquiere una tonalidad utópica –entre la que se encuentra, desde luego, la de la antropología– ésta tiende a fijarse invariablemente no en los bienes amerindios, sino en sus instituciones políticas –la confederación iroquesa, el socialismo incaico, la sociedad contra el Estado– como, sobre todo, en el mundo de la fabulación –los mitos, los sueños, las almas– y en general la “espiritualidad”.) Así pues, si en la sociedad ordinaria indígena interesan más las ideas europeas que sus productos, en el otro mundo indígena interesan más sus mercancías que sus ideas. Lo que se encuentra tras este entrecruzamiento es, en definitiva, un diferente entendimiento del lugar de las ideas y las mercancías en la distribución de aquello que es natural y aquello que es dado por convención. Lo que varía no es lo que los indígenas entienden por “modernidad”, sino el lugar que ocupa ésta en el campo de lo dado y artificial. Tanto desde un punto de vista europeo como indígena, la modernidad es tecnología, máquinas, comunicación a distancia, desplazamientos rápidos, energía. (Después de todo, es en estas cosas –el “maquinismo”– en el que se fijaron las vanguardias estéticas como el cubismo parisiense, el futurismo italiano o el constructivismo ruso.) Pero para los europeos todo esto es un producto reciente de la historia humana, el resultado de una tremenda aceleración de las fuerzas de producción. En términos indígenas, sin embargo, estos fenómenos pertenecen al dominio del más allá, de aquello sobre lo cual los seres humanos carecemos de posibilidad de acción. La modernidad indígena es antiutilitaria y está contra la producción. La modernidad forma parte de un estado virtual que sólo se actualiza de una manera variable

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y desigual. Pertenece a un tiempo que no pasa, un dominio que siempre ha estado ahí, y siempre estará.

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Teléfonos celulares en la era de los mayas: representaciones y usos entre los ch’ort’i de Guatemala1 Julián López García Universidad Nacional de Educación a Distancia

Sucedió en noviembre de 1998, en el transcurso de la 97 reunión anual de la Asociación Americana de Antropología que aquel año se celebró en Filadelfia. En uno de los simposios, titulado “Maya Culture and Identity across Time and Space”, coordinado por Ted Fischer, participaba Raxé (Demetrio Rodríguez), directivo de la editorial indígena guatemalteca Cholsamaj, quien comenzó su exposición diciendo que la había escrito con una computadora de una determinada marca y enumeró a continuación sus características: memoria ram, atributos, tipo de procesador… Continuó refiriendo el programa de texto que había utilizado, alardeó intencionadamente sobre sus conocimientos tecnológicos para concluir la presentación diciendo que ser maya no implicaba desconocer las nuevas tecnologías de la comunicación y la información y, en general, los avances técnicos de la era moderna. En el contexto del llamado “renacimiento maya” entendía que no estaba de más incidir en este asunto que presentaba un escenario diferente al de las comunes consideraciones sobre el exotismo inmovilista de los mayas. Parecía que la nueva era de visibilización de los pueblos mayas

1. Tras la presentación que hice en el seminario “La domesticación indígena de la modernidad” refiriendo la conveniencia de retomar algunas de las sugerencias vertidas por Manning Nash en Los mayas en la era de la máquina, Pedro Pitarch me sugirió que mi artículo muy bien podría titularse “Las máquinas en la era de los mayas”. Así que a él le debo el título que resume bien mi argumento.

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se iniciaba con estos énfasis en torno a la competencia tecnológica que desdecía tantos ríos de tinta vertidos en apuntalar su naturaleza conservadora y continuista. Por aquellas fechas había recogido también en mi diario de campo algo que sucedía en la comunidad maya ch’orti’ de Tunucó, donde vengo trabajando desde hace dos décadas, y que aludía igualmente a cómo se estaba instalando en el interior de las comunidades un nuevo liderazgo indígena que actuaba orientado por los ecos de la buena nueva del desarrollismo y la tecnología. Los nuevos líderes que se gestaban, influidos por programas desarrollistas de radio ch’orti’ (como el llamado “Tecnología Apropiada”) y aupados por la llegada de dinero desde proyectos de cooperación comenzaban a generar una estética y una política desarrollista que deberían alejar a los indígenas del pasado identificado con pobreza y dependencia (López García 2009). Alguien podría decir que los ch’orti’ salían de una larga somnolencia para iniciar la senda del progreso dejando de lado los corsés étnicos constreñidores… tres décadas después que los sanpedranos de San Marcos, pero salían del bucle de la actuación según la norma de la tradición cultural. Waldemar R. Smith consideró pionera, en relación al dinamismo económico y la competencia tecnológica, a la comunidad indígena de San Pedro. Un dinamismo y una competencia que demostraban la inexistencia de una cortapisa cultural maya que condicionase el desarrollo económico y tecnológico según los criterios occidentales. Su tesis ponía en evidenciaba la inexistencia de supuestas camisas de fuerza conservadoras en los indígenas mayas y por tanto se presentaba frontalmente opuesta a algunas de las más potentes teorías antropológicas que daban razón de cierto inmovilismo indígena2. Smith explicaba que, frente al “inmovilismo somnoliento”, podíamos encontrar una ciudad llena de energía y vitalidad tecnológica: San Pedro es única entre las comunidades indias de las tierras altas de San Marcos, porque sólo ella ha conseguido alcanzar una posición de com-

2. Esas tesis eran fundamentalmente la de Wolf respecto a las llamadas “comunidades corporativas cerradas” (1981), la relativa a las “regiones de refugio” de Aguirre Beltrán (1957), la nombrada “Teoría del Bien Limitado” de Foster (1972) y la referida a la “economía de prestigio” de Cancian (1976).



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petitividad en la economía nacional. Comparados con otras poblaciones de la zona, los habitantes de San Pedro, o sampedranos saben hacer más cosas, poseen más conocimientos teóricos y son dueños de mejor capital productivo; en consecuencia, los une a la nación una red intrincada de relaciones comerciales provechosas y no la cadena del trabajo de temporada en las fincas. La ciudad está llena de energía: en las calles principales se alinean almacenes y tiendas de propiedad india, que venden artículos de consumo y materias primas para varias pequeñas industrias; incluso por la noche los telares golpean con estrépito, se oye el rumor de las máquinas de coser y entran y salen camiones diesel. En todos los años que pasé en esta ciudad, sólo una vez vi aflojar el paso en el aspecto económico. Durante un corte del fluido eléctrico nocturno, el trabajo se detuvo por fuerza y la gente se puso a conversar y a tocar la guitarra a la luz de las velas, igual que los habitantes de cualquier pueblo somnoliento indio (Smith, 1981: 124).

En realidad la dicotomía que presentaba Smith en los años setenta del siglo xx entre pueblos indígenas que apostaban por el dinamismo económico y social y otros que se mantenían en la somnolencia tradicionalista venía de muy atrás y salvo excepciones se mantuvo en los análisis etnográficos y sociológicos que se hicieron y se han hecho al menos de las poblaciones mayas guatemaltecas.

Impresiones etnográficas sobre la economía y la tecnología indígena en Guatemala Durante muchos años los estudios etnográficos en Guatemala pusieron el énfasis en el desinterés y el desconocimiento casi analfabeto de los indígenas por la tecnología y por la racionalidad capitalista del mercado y el valor formal del dinero. Un pequeño repaso etnográfico muestra cómo se construyó esta senda que alimentó a las tesis antes referidas sobre la lógica de este comportamiento. En este repaso impresionista dejo para el final las obra de Sol Tax, El capitalismo del centavo y de Manning Nash Los mayas en la era de la máquina porque marcan alguna tendencia diferencial. Entre 1930 y 1932 trabajó en Guatemala Ruth Bunzel, que escribiría unos años después su monografía sobre Chichicastenango, centrada especialmente en su famoso mercado. Respecto al mercado indígena en general y al de Chichicastenango en particular dice que “se trata

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de una actividad más social que económica”. No importaría en la interacción en el mercado tanto vender y comprar con racionalidad capitalista como conseguir otras utilidades. Lo ejemplifica con algún caso aplicable también a mujeres indígenas mexicanas: …se dice de la mujer mexicana, que si en su enredo crecen tres tomates los cortará, pulirá y levantándose antes del alba, caminará 10 millas al mercado para venderlos. Allí estará sentada bajo el sol todo el día y finalmente los venderá; comprará luego con ese dinero tres tomates de la mujer de un puesto de venta cercano y en la noche caminará llevándolos 10 millas de regreso a su vivienda, con la sensación gratificante de haber realizado algo (1981: 107).

La cuestión central era para Bunzel responder a una pregunta: ¿si no se consiguen utilidades económicas, qué se obtiene de esas labores? Lo responde a continuación: …los indígenas quichés de Chichicastenango viven en celoso aislamiento en su propio terreno, sospechando de los vecinos; en esa situación, el mercado es la respuesta a la necesidad de vida social. Aquí el joven inspecciona los prospectos matrimoniales y la muchacha tiene señalado su pretendiente y, en privado, toma la resolución. Aquí hay sucesos de hombres y cosas y, en la tarde, la fácil sociabilidad del estanco, donde uno puede beber y permitirse expansión entre extraños, sin temor a ser traicionado en medio de peleas, ya que entre ellos no hay rescoldos de antagonismo que sean enardecidos en la locura de la chicha y el aguardiente (ibíd..: 107).

Es decir la actividad económica no tendría trascendencia en sí misma sino que siempre estaría dependiendo de su utilidad social. Y no sólo se trata de necesidad de vida social sino que, por primera vez, aparecen sugerencias de lo que después se llamó la preeminencia de la economía de prestigio: Los comerciantes de Chichi son conocidos en todas partes por su trato cortés y el respeto hacia la profesión. La compra y venta forma parte regular de la vida de cada hombre y siempre se conducen con dignidad y discreción. Nunca hay regateo por el precio, ya que el precio de cada cosa es sabido y cada uno es juez de la calidad, debido a que casi todos han sido comerciantes en alguna época en sus vidas… Detrás de esta política de trato justo yace el respeto inveterado para las tradiciones de una vocación



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honorable y de sanciones sobrenaturales contra el fraude, tergiversación y ambición. El comerciante ideal obtiene sus ganancias a través de diligencia y conocimiento… En cada una de las transacciones hay ganancia legítima y razonable, basada en la teoría general de que cualquier artículo incrementa su valor en proporción a la distancia de la fuente de abastecimiento. Por tales medios, el comerciante de Chichicastenango, se hace rico con honor (ibíd.: 113-114).

De tal manera que la preeminencia social y religiosa se mezclan de modo que el respeto inveterado a las tradiciones justificaría ese supuesto arcaísmo económico. El conservadurismo económico y el desinterés por la tecnología encontrarían sentido en la necesidad de preservar un tipo de vida social y religiosa. Por aquellas mismas fechas, entre 1931 y 1933, Charles Wisdom hizo su trabajo de campo entre los ch’orti’s. Y sugiere que también tiene un punto de lo que podríamos llamar irracionalidad formal la conducta de los ch’orti’s en el mercado de Jocotán: La mayoría de los bienes divisibles se venden en los mercados en cantidades equivalente a un peso. Los indígenas parecen considerar con disgusto la idea de gastar más de un peso en cada compra o con un mismo vendedor. El día de mercado acostumbran comprar un peso de cal, otro de café, etcétera, en el primer recorrido, y después repiten la operación, ya sea con los mismos vendedores o con otros, hasta que adquieran las cantidades que necesitan (1961: 55).

Ese comportamiento supuestamente irracional se extiende a la concepción del dinero cuyos atributos difieren de los marcados por el mercado capitalista. Eso lo ejemplifica Wisdom a partir de la conversión del patrón monetario en Guatemala en 1933 cuando se introdujo el quetzal: Fuera de su obvio valor de cambio, los pesos de plata tienen para los indígenas un valor de cambio que no depende de su respaldo legal ni de nada parecido. El prolongado uso ha habituado a los indígenas a su forma, tamaño, sensación y apariencia y los ha acostumbrado a pensar que realmente tienen el valor de los bienes por los cuales se cambian… Los pesos tienen valor estético, protector y curativo en sí mismo. Los varones llevan un peso en el lóbulo de la oreja, tanto como adorno como para prevenir y aliviar el dolor de oído. Los varones, las mujeres y especialmente los niños llevan un peso perforado y enhebrado en un hilo de agave torcido, a ma-

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nera de collar, como adorno y amuleto (a la manera de una cadenita con cruz) para protegerse contra la hechicería, los malos espíritus y los aparecidos… Muchos indígenas aseguran su futuro por el procedimiento de enterrar pesos, en previsión de los periodos de sequía, la pérdida de sus bienes y la ancianidad. La práctica de enterrar monedas aumentó después de que los pesos fueron retirados de la circulación. Los indígenas confiaban en que el gobierno reconocería su error antes de que transcurriese mucho tiempo y a continuación restituiría a los pesos su antiguo valor. Los agentes tenían conocimiento de ello pero no podían más que formular nuevas y más enérgicas advertencias (ibíd.: 57-58).

La idea del valor mágico otorgado al dinero por parte de los indígenas estaría reforzando esa tesis en torno a primacía de las corporaciones sociales y morales frente a las utilidades del progreso tecnológico y el dinamismo económico. La atribución de valor mágico del dinero fue defendida nítidamente por John Gillin en su trabajo sobre los pokomanes orientales de San Luis Jilotepeque. Quizá el más representativo de los antropólogos del grupo de cultura y personalidad que acudieron a Guatemala, trabajó en esa comunidad entre 1942 y 1943. Según el antropólogo habría una diferencia radical en torno al valor del trabajo entre ladinos e indígenas: los primeros usarían el trabajo para obtener dinero que se emplearía entre otras cosas para adquirir y usar tecnología: Los ladinos desean el dinero para educarse, para pagar servicios médicos y dentales, adquirir casas grandes y más prestigio dentro de la comunidad y, en primer lugar, para ir a otras partes a relacionarse con personas importantes y a participar en las actividades “más incitantes” de la capital y de las ciudades provinciales. No sólo lo desean en moneda o en cheques, sino también en extensiones de tierra y en ganados. Además del dinero que estas cosas producen, dan un sentido de estabilidad, seguridad y prestigio dentro del mundo ladino (1958: 153).

Por el contrario, para los indígenas el uso del dinero se orientaría hacia fines diferentes: En primer lugar, no hay evidencias que prueben que los indígenas desean “riqueza” en el sentido como los ladinos entienden ese concepto. Ningún indígena está interesado en tener grandes rebaños ni en formar



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una finca por el prestigio o por la posición que tales cosas pudieran darle en escala nacional o local. Fuera de las necesidades ya mencionadas, un indígena desea dinero para satisfacer su devoción religiosa, respaldar sus obligaciones en las cofradías, y estar en disposición de hacerse cargo de los deberes más importantes de la sociedad indígena. También lo necesita para curarse de las enfermedades mágicas, las cuales probablemente, hasta cierto punto, son reacciones a frustraciones y limitaciones de la vida. El poder sobre otros hombres (como el que puede adquirir un ladino que controla tierras extensas y otros tipos de bienes) no es un fin en la cultura indígena. Las posiciones de prestigio en la sociedad indígena no requieren grandes riquezas (íd.)

El ejemplo que trae a colación es claramente expresivo de una supuesta premisa cultural que lo condiciona todo: los indígenas llevan la tierra en sus huesos y en su alma. El caso de Tomás, a quien el antropólogo le comenta que podría obtener dinero suficiente para su autosustento si dejase la milpa y se dedicase en exclusiva a la fabricación de tejas, es elocuente en su respuesta: tengo suficiente dinero tal como están las cosas. Tal vez no todo lo que deseo, pero sí lo suficiente para mí y para mis necesidades. Un hombre debe tener una milpa ¿quiere que yo sea como Aurelio? (indígena sin tierras que trabaja como asalariado). Ninguno me respetaría. Probablemente mi mujer me dejaría por otro. La gente dejaría de comprar tejas pues diría: “un hombre que no puede trabajar en una milpa, tampoco puede hacer buenas tejas… Ya no confiarían en mí los demás (ibíd.: 154-155).

Según su impresión, la modernidad recalaba disfuncionalmente entre los indígenas de San Luis Jilotepeque. Comprobó el escaso interés de los indígenas por el mundo exterior puesto en evidencia por el escasísimo uso de telegramas, teléfono y biblioteca. La mínima atracción por objetos y tecnologías modernas se produce en las fiestas patronales cuando llega algún puesto ambulante diferente a los usuales. Entonces se pueden comprar espejos de mano, imperdibles, peines de celuloide, joyería de fantasía con imitaciones de vidrio, ligas, ataderas y anteojos oscuros… pero incluso en ese acercamiento al consumo moderno hay actitudes e ideologías exóticas y místicas para la lógica capitalista: “aunque parezca extraño, los indígenas compraban muchos anteojos para protegerse la vista de los rayos solares; algunos de ellos los

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compraban sin regatear y no se molestaban en quitarles el precio de 25 centavos, que tenían impreso en una tira de papel pegada con engrudo” (ibíd.: 276). Como ejemplo añadido cuenta Gillin cómo el estetoscopio fue muy popular en la feria de 1948: “en el puesto hay 10 estetoscopios asegurados por medio de cadenas; son pequeños, de material plástico, adaptados para escenas en kodakrome… Podían verse escenas de la ciudad de Guatemala, del Lago Atitlán, la ciudad de Washington, La Tierra Santa, el parque de Yellowstone, la ciudad de Buenos Aires, Las maravillas de la tierra de los incas y los animales silvestres” (ibíd.: 138). Gilllin sugiere que la fascinación por estos aparatos no tiene que ver con que deslumbren como artefactos técnicos sino más bien porque despiertan curiosidad social. Serían aditivos y no sustancia de la vida social. Otro de los antropólogos fundamentales en Guatemala durante la primera mitad del siglo xx fue Charles Wagley, que realizó su trabajo de campo etnográfico en Santiago Chimaltenango en 1937. Él también repararía en el uso del dinero con una lógica diferente, al menos parcialmente, de la capitalista por parte de los indígenas mames. Wagley afirmaba que los indígenas carecen del sentido de acumulación cuando no tienen herederos varones. En esos casos se puede y se suele gastar el dinero de manera totalmente irracional según la lógica capitalista. Lo ilustra con la historia de un indígena de Santiago: Francisco Zacarías era un hombre muy rico. Poseía muchas bolsas de dinero, pero no tenía hijos, sino sólo una hija. Todos los años, durante la fiesta, invitaba a los principales del pueblo para comer y beber aguardiente en su casa. En una ocasión pidió a los principales que contaran su dinero. Lo amontonó sobre dos frazadas colocadas en el piso, en el portal de su casa y, conforme ellos contaban, el echaba más dinero sobre la pila inicial. Mucha gente llegó para observar la escena y el propietario distribuyó aguardiente entre todos. Compró a un comerciante que pasó por allí toda su existencia de artículos de alfarería. Después de lo ocurrido y durante muchos años Francisco se portó de manera muy liberal, dando maíz a la gente y sirviendo aguardiente en todas las oportunidades. Cuando murió quedaban solo dos bolsas de dinero… Francisco no tenía hijos, por tanto ¿por qué no iba a gastar su dinero? (1957: 98).

Igual que el uso del dinero, la despreocupación y el empleo místico de la tecnología han sido lugares comunes en los registros etnográficos



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de la primera mitad del siglo xx. La cuestión sería dilucidar si las restricciones sociales y simbólicas impiden no sólo el formalismo económico sino también la modernidad técnica. Según Rubén E. Reina, que trabajó en Chinautla entre 1953 y 1955, la modernidad tiene límites que los impone algún principio tradicionalista esencial: “Cuando la innovación se lleva al punto en el cual está en contra de los elementos básicos de la tradición social, se detiene” (1973: 105). Por ejemplo, refiere que sólo había una persona en Chinautla que se dedicó en forma entera al trabajo especializado en horticultura: Era un indio joven que aprendió este oficio mientras trabajaba al servicio de un jardinero chino en ciudad de Guatemala por un periodo de tres años. Su familia era dueña de una propiedad que tenía todo el año agua proveniente de un nacimiento natural, y durante un tiempo se dedicó a un jardín de patrón oriental. La época de abundancia era durante el verano, de diciembre a mayo o junio. Durante estos meses cultivaba productos para la venta que tenían valor únicamente en la ciudad de Guatemala puesto que ni los indios ni los ladinos rurales consumían vegetales. Al cultivarlos usaba fertilizantes químicos y DDT, cuyo uso había aprendido con el chino. El resto del año cultivaba unos vegetales, pero dedicaba la mayor parte de su tiempo a la preparación de carbón y al trabajo de milpa. Sin embargo, siendo incapaz de conseguir una buena muchacha como esposa debido a sus actividades heterodoxas, abandonó éstas volviendo a las maneras tradicionales de ganarse la vida, la milpa y el carbón. Desde ese momento fue un “hombre” casado y dejó de ser diferente y notable (ibíd.: 106).

Una historia similar puede ser citada con respecto a la alfarería, en la cual la cultura valora la destreza que muestra el trabajo y la consistencia en la producción de tinajas típicas. El desviacionismo moderno que va en contra de esa esencia cultural se paga: Sucede que había varias muchachas con inclinaciones artísticas que fueron inducidas por el mercado turístico a producir candelabros, figuritas y animales. En uno de los casos la muchacha recibió tres ofertas de matrimonio, pero las negociaciones nunca prosperaron debido a que las familias de los jóvenes abandonaron los arreglos luego de serias consideraciones acerca de la confianza que inspiraba la muchacha. Debido a sus fracasos, ésta decidió a la edad de veintidós años que no haría más figuritas sino que produciría tinajas como lo hacen las demás. Las tinajas eran de la mejor calidad y

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confiadamente las llevó al mercado. La opinión pública cambio rápidamente. Pronto, después de su cambio, tuvo su cuarta proposición de casamiento, se casó y no ha vuelto a hacer figuritas ni juguetes. Cuando se le preguntó a ella y a su tía acerca del cambio, se rieron y bromearon pero nunca discutieron el asunto de una forma directa y abierta. La tía de edad madura y que vivió con la muchacha antes de su casamiento, continúa haciendo figuritas principalmente porque no tiene nada que perder (ibíd. 106-107).

Rubén E. Reina hace notar que los pocos innovadores en alfarería han sido personas que trataron de hacer cambios en otras áreas también, son desviacionistas integrales o bien ocupan lugares en la periferia social; “no han sido generalmente participantes activos en las sociedades religiosas ni miembros de familias reconocidas como conservadoras cultural y lingüísticamente. Por el contrario, son por lo regular huérfanos o miembros de familias que buscan afiliación con nuevas tendencias religiosas tales como la Tercera Orden de San Francisco o la Iglesia Protestante. En forma similar la hija de una familia indígena protestante en la que…” (ibíd.: 107). En fin, podría traer más ejemplos a colación pero sólo voy a referir algunos de etnografías realizadas en los últimos años que ciertamente refieren el notable cambio económico y tecnológico. John Watanabe que ha trabajado en Chimaltenango 50 años después de que lo hiciera Wagley asevera que comparando ambos tiempos el cambio más notable se aprecia en el terreno económico: tanto en la presencia ubicua de objetos como relojes de pulsera, radios o zapatos de plástico como transformaciones en la estructura de productiva por el uso de cultivos comerciales, la inmigración o las diferencias de riqueza (1992: 130-31). Sin embargo, a pesar de los cambios y de la ambición interesada que ha aparecido en los nuevos tiempos “persiste una idea moral de comunidad” (ibíd.: 156) de manera que los valores de la corporación comunitaria se impondría a la lógica y los valores de la racionalidad económica capitalista. Esa misma sugerencia se aprecia en el reciente trabajo de Edward Fischer y Carol Hendrickson (2003) sobre Tecpán. De manera intencionada hablan de la “apertura de las comunidades cerradas” para hacer explícito el cambio económico y tecnológico. Pero, aunque la mayoría de los tecpanecos no estaría en frontal oposición al capitalismo –y de hecho la mayoría lo abraza “como forma natural de superación”– el mantenimiento de lo que se podría llamar precapitalismo



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tiene sentido y fuerza porque permite mantener relaciones de producción “culturalmente valiosas” (2003: 143). Finalizo este repaso impresionista, y que no pretende adentrarse en la diversidad y riqueza de matices, sino reflejar algunas tendencias generales, con las obras de Sol Tax y Manning Nasch, que presentan sugerencias en las que la jerarquía tradición vs. innovación no aparece tan clara a favor de la primera y sobre todo abren paso a una nueva forma de entender los mecanismos de diálogo entre valores simbólicos, digamos, tradicionales y emergentes adhesiones tecnológicas. Tax trabajó en 1936 en la comunidad kaqchikel de Panajachel. Publicó la obra El capitalismo del centavo, que marcaba una orientación parcialmente diferente. Según su opinión explicitada en otro lugar, …los indígenas del altiplano de Guatemala tienen muchas características del capitalismo occidental, en un grado que puede considerarse elevado en cualquier sociedad. La división comunal y regional del trabajo da por resultado un mercado de libre competencia dentro de un sistema monetario. En la cultura indígena se concede importancia al individualismo. La competencia por la ganancia económica es reforzada, no limitada, por los factores sociales y ceremoniales. Y la ética de las sociedades indígenas es similar a la que prevaleció en Europa durante el desarrollo del capitalismo. Es obvio que la economía regional de los indígenas de Guatemala es análoga en tipo a las grandes economías comerciales (1959: 60-61).

Y más adelante apunta, Aunque el cambio no ha sido fácil hasta la fecha, sería un error decir que los indígenas son conservadores o resistentes a él. La historia de Guatemala ofrece ejemplos de que ellos cambian cuando perciben la conveniencia de hacerlo… El modo y nivel de la productividad indígena encuentran su explicación en el patrón histórico, no en la estupidez, la intransigencia o las tendencias personales hacia el conservatismo (ibíd: 1962).

Esta tesis, novedosa según hemos visto, se sustentaba en la etnografía realizada en Panajachel. Sol Tax se preguntaba: ¿pueden [los indígenas] calcular sus costos de producción con alguna exactitud? Pienso que la respuesta es, en la mayoría de los casos inequívocamente afirmativa. En Panajachel, donde calculé costos de producción en

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forma laboriosa, tuve ocasión de observar con frecuencia la exactitud de las estimaciones proporcionadas por los propios productores. Ellos saben cuándo están procediendo bien y cuándo lo están haciendo pobremente. Mi ejemplo favorito es el de la tejedora con la cual pasé varios días calculando los costos de algunas prendas. Tejía para el uso familiar y nunca, hasta donde pude averiguar, convirtió en práctica la venta de sus productos. Pues bien, cuando yo terminaba los cálculos que había hecho en silencio, con ayuda de papel y lápiz, ella podía decirme casi sin equivocarse en medio centavo, cuál debía ser el resultado; y si yo no llegaba a tal resultado, era yo el equivocado, no ella (1964: 55).

Desde luego para Sol Tax el mercado es libre (apenas hay interferencias culturales) y se basa en una conducta racional. La racionalidad implica: 1º una conducta firme dentro de los términos de valores culturales, los precios y la calidad; 2º indiferencia de parte de los vendedores y los compradores hacia sus compañeros de mercado; y 3º información de parte de los mismos sobre los precios que prevalecen. Sobre esto último se obtiene información preguntando precios, pero sobre todo preguntando por lo pagado. Preguntar “¿cuánto pagó usted por esto?” se convierte en un tópico de conversación (ibíd.: 57-58). Y a continuación: Encuentro difícil imaginar una gente dotada del espíritu de empresa comercial mayor que los indígenas. Probablemente no hay un indígena en Panajachel de más de 10 años de edad que no haya estudiado una manera de ganar dinero con los recursos que se encuentran a su disposición… conozco muchachos de ocho a diez años que se han establecido en el negocio, vendiendo y comprando independientemente de sus padres. Los muchachos de doce a catorce años están aptos para pasar por comerciantes listos. Dudo que yo conozca siquiera a un hombre de la región que no esté interesado en buscar nuevas maneras de ganar dinero, que no tenga típicamente uno o dos asuntos entre manos; y que no se gane parcialmente la vida como empresario comercial. Además, su esposa a menudo se encarga de la dirección de los negocios desde una posición no visible, y también independientemente participa en empresas comerciales de una u otra clase (ibíd.: 61).

Si bien plantea esta convergencia de racionalidades respecto al dinero y al mercado la distancia sigue existiendo en relación al uso de la tecnología. Afirma que salvo la máquina de coser –y también linter-



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nas y máquinas de cortar el pelo– no manejan artefactos mecánicos. Y no sólo eso sino que no tienen noción del funcionamiento de cosas como la radio o las cámaras fotográficas. El abismo respecto a esta competencia aparece palmariamente en dos creencias que trae a colación: “De acuerdo con una creencia popular corriente, las cabezas humanas deben se cortadas para producir luz eléctrica” e “imaginaban que yo por venir de Estados Unidos debía saber cómo se hacía un aeroplano”. También lo ilustra con un suceso: Un divertido incidente ilustra la ingenuidad con la que los indígenas se enfrentan a las baratijas de la sociedad moderna; yo había dado a un amigo un reloj despertador barato, advirtiéndole que le diera cuerda cada 24 horas. Algunas semanas después, mi amigo me informó que había tenido un descuido la tarde anterior. Había ido a Sololá, donde se demoró en el mercado. De pronto recordó el reloj, dejó todo abandonado y cubrió corriendo las cinco millas que lo separaban de su hogar, a donde llegó justo a tiempo para dar cuerda al reloj (ibíd.: 66-67)

De la concepción relativista en torno a la racionalidad del mercado paso a la obra de Nash, donde se hace lo mismo respecto a la tecnología y donde se aparta claramente de esa senda que discriminaba indígenas y occidentales en función de los usos “raciones” o místicos del dinero y la tecnología. Los mayas en la era de la máquina fue el claro título que dio a su trabajo en Cantel, Quetzaltenango, un trabajo que le llevó a concluir que las destrezas técnicas que pueden adquirir los indígenas no precisan conocimientos profundos de mecánica o ingeniería pero tampoco vinculaciones con conceptos mágicos o místicos: La reparación y mantenimiento de los telares de la fábrica es ejecutado por los canteleños quienes han aprendido del técnico inglés los rudimentos de mecánica y reparación. El les ha enseñado sin emplear ni teoría física ni concepciones animistas, convirtiéndolos en artesanos que pueden reparar una máquina, sin necesidad de invocar fuerzas externas. Lo mismo, más o menos, puede decirse de la energía eléctrica que impulsa la maquinaria. Hay una turbina al lado derecho del principal salón de trabajo de la fábrica, que genera energía hidráulicamente, y el canteleño sabe que existe una relación entre las máquinas diésel y las turbinas, la cual resulta en “la carga”, que es la electricidad que hace funcionar las máquinas, prende las luces y hace que los radios suenen. Eso es todo lo que saben; yo mismo

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apenas se un poco más de electricidad, y sin embargo, como los canteleños, no siento necesidad de introducir conceptos mágicos o místicos mediatorios que subsanen mi falta de conocimiento… No se practica ningún rito para acercarse a la máquina, manejarla o explicar sus fallas. Ningún obrero piensa, si su producción es baja, que la máquina le tiene mala voluntad, sino que llama a uno de los mecánicos para que la revise, o hasta trata de ensayar repararla él mismo, pero aún en este caso con desatornillador y tenazas, en vez de copal y candelas” (1976: 151).

A pesar de eso, y es este un aspecto que me interesa destacar especialmente, señala Nash que el hecho de desligar mítica de tecnología mecánica no implica que ese valor se aleje de sus vidas. Los mismos canteleños que piensa así de la lógica tecnológica consideran de la misma importancia para obtener una buena la cosecha contar con buen suelo, semillas y fertilizantes que pagar al tios jal, una cruz hecha con las mazorcas más grandes. Nash reconoce que no puede dar razón sobre la contradicción entre causalidad física y causalidad mística salvo que esa contradicción “puede existir en la mente de una persona sin causar tensión psíquica o siquiera la conciencia de tal inconsistencia… la concepción del mundo de un hombre no tiene que se de una sola pieza” (ibíd.: 152). “En su mayoría los canteleños tienen la tendencia, como parte integral de sus personalidades, a resignarse ante el destino, ya sea en relación al mundo natural o al mundo social circundante, y cuando ven que algún acontecimiento es inevitable, se adaptan de una u otra forma a éste” (ibíd.: 165). Es decir, que la innovación y la adaptación tecnológica no lleva a transformaciones en su personalidad o en lo que Nash llama “su economía psíquica” de modo que en Cantel, “el trabajo en la fábrica no requiere, al menos en un nivel superficial, la reorganización de un sistema de personalidad desarrollado como respuesta a un sistema ocupacional y de trabajo significativamente diferente […] podría inferirse que el campesino y el obrero fabril, como personalidades, comparten suficientes rasgos comunes para poder realizar la transición de uno a otro sistema de organización económica, sin que se requiera una modificación básica en la dinámica interna de la personalidad o en su economía psíquica” (ibíd.: 167). Efectivamente hemos destacado en diferentes lugares la tendencia a la multisituación de los indígenas: fluidaridad (Nelson 1999), in-



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constancia (Viveiros de Castro 2002), infidelidad (Pitarch 2003), inestabilidad (López García 2004), capilaridad (Gutiérrez Estévez/López García 2009)… son términos que se han empleado para referirse a ese rasgo del ser indígena que tanto y tan claramente se aleja del supuesto inmovilismo. Ciertamente cabe dar más argumentos etnográficos relativos al diálogo entre apertura y tradición siguiendo la estela trazada por Nash: no se deja de ser indígena por usar nuevas tecnologías, se puede ser competente en el uso de nuevas tecnologías y, al mismo tiempo, ser practicante de los que para algunos serían rituales arquetípicos de la identidad tradicional maya. Es lo que vamos a ver a continuación respecto al uso de los teléfonos celulares en Tunucó, aparatos tecnológicos de nueva generación que pueden ser depositarios de valores místicos y formales.

Celulares en la comunidad ch’orti’ de Tunucó Abajo Aunque, como hemos visto, las etnografías de las regiones mayas de Guatemala desde hace tiempo advirtieron del interés indígena por las formas de mercado capitalistas y de su curiosidad y competencia respecto a la tecnología, siempre se conectaron esas inquietudes con algún tipo de rusticidad y simplicidad: así se habló, como hemos visto, del “capitalismo del centavo” y se podría haber acuñado también el término de “tecnología del tornillo”. Ese capitalismo y desarrollo tecnológico no sólo eran simples sino que se presentaban tremendamente orientados por el género pues se han vinculado casi exclusivamente a hombres indígenas. Aquí, por el contrario, voy a aludir a actuaciones sorprendentemente expertas de mujeres rurales maya-ch’orti’s en el uso de tecnologías nuevas y que no tienen filiación con tecnologías indígenas tradicionales y que nada tienen que ver con la simplicidad del tornillo. Siempre me sorprendió la rapidez con que los ch’orti’ de Tunucó Abajo pueden aprender tecnología, sea ésta agrícola, mecánica o eléctrica. Don Paulino apenas estuvo un mes en un curso de carpintería y hace muebles sobresalientes, don Valentín fue capaz de arreglar de manera intuitiva el motor de nixtamal que se arruinó en la casa de doña Gregoria; las conducciones de agua entubada que se traen desde los ojos

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de agua se hacen con precisión y con notable intuición sobre principios físicos, la arquitectura y construcción de las casas igualmente precisa competencia tecnológica importante: cualquier joven mayor de 10 o 12 años es capaz de referir todos los elementos que conforman la estructura de una casa… Recientemente me ha sorprendido el caso de Armindo, un joven de Tunucó pionero de esa comunidad en la emigración a los Estados Unidos: marchó en 2007 y ha retornado en 2009. Ha comprado un pick up que maneja con cierta soltura por intrincados caminos; antes de marchar apenas usaba el bucul y el chuzo para sus labores agrícolas y ahora ha instalado un motor para sacar agua con la que riega una nueva parcela de vega que ha comprado, pero sobre todo su nueva casa en Tunucó Abajo muestra los signos de la modernidad: se trata de una casa ya construida con block de cemento, con puertas de madera que incluso tienen cerradura. El interior de la habitación principal de esa nueva casa se configura como el escaparate de la prosperidad. Resulta llamativa la ambivalencia privado/público de esa habitación: es el dormitorio de la pareja que habita la casa y ahí está su cama y frente a ella una televisión a la que se vincula un aparato lector de DVD y, arrumbado, otro lector de video... aunque él no pudo instalar la antena parabólica sí ha hecho las conexiones eléctricas. Esa habitación también es un espacio público pues ahí está la pequeña tienda que montó Armindo cuando llegó: una “refri” repleta de jugos y aguas, colgados en cuerdas varias ristras de bolsitas de maíz, nachos, etc. Y en el suelo varios cartones de huevos y algunos botes de productos de limpieza. Pero sin duda el producto estrella de su tienda son las tarjetas telefónicas de las compañías TIGO y CLARO (que vende con un recargo del 10% de su precio): en el porche de la casa, junto a la gran antena parabólica está el cartel publicitario de la compañía TIGO que informa de que allí se venden esas tarjetas. Su casa con todo ese aparataje es paradigma de la modernidad indígena. Pero entre su casa y otra similar que se está construyendo su hermano Moncho, que todavía permanece en Estados Unidos, está la casa de su tía Gola: una casa de una sola habitación de caña y palma: doña Gola es de las pocas que reza y paga todavía al xiximai, que adivina con el zahorín que tiene en su canilla y que cura y orienta a sus convecinos en Tunucó y en Estados Unidos. No obstante no conviene colocar a doña Gola entre los somnolientos indígenas: cuando llegué a Tunucó por primera vez en 1989 había un único aparato de radio en la comunidad, éste era el de doña Gola y en la actualidad el único molino mecánico de nixta-



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mal está también en su propiedad. Por otro lado, Armindo no sólo pagó al coyote cuando marchó a “los Estados”; también pagó lo que su tía le dijo que pagase para tener un viaje sin contratiempos… y su padre siguió poniendo velas y quemando copal al tiempo que comenzaba a recibir dólares desde Norteamérica. En fin, la ubicación exclusiva en uno u otro mundo ni es fácil ni mucho menos real, las entradas y salidas son frecuentes y constantes sin que desde mi punto de vista quepa decir que ambos mundos se nieguen recíprocamente. Es más, la propia caracterización de dos mundos (somnoliento e inmovilista por un lado y dinámico y emprendedor por otro) no es pertinente. Los trasiegos naturales entre ambos mundos cuestionan su naturaleza rígida y estanca. El ejemplo que traigo aquí sobre los teléfonos celulares va en esa dirección. Los teléfonos celulares han llegado a Tunucó Abajo un poco más tarde que a otras comunidades ch’orti’s, pero con una fuerza sorprendente. Tuve por primera vez conocimiento de su presencia en el año 2007, hasta esa fecha el aparataje tecnológico en las comunidades se reducía a grabadoras mecánicas, algunos motores de nixtamal en algunas comunidades y poco más. La electricidad llegó en 2003 pero no todos pudieron beneficiarse de ella y bastantes de los que lo hicieron dejaron de pagar poco después por lo caro del servicio, esto ha ralentizado la presencia de otros aparatos tecnológicos pero no ha sido óbice para el arribo de los celulares. La presencia de estos aparatos implica un cambio tecnológico radical tanto por lo que significa usarlos sin que haya ninguna apoyatura tecnológica previa y en segundo lugar porque se ha convertido en un elemento clave en la nueva formalización de identidades de edad, género y de clase en el interior de las comunidades. Su uso está en relación con la marcha de los primeros tunuqueños a los Estados Unidos en ese mismo año 2007 y también, por efecto simpático, para ser usado en relación con la emigración temporal a fincas. Para proporcionar una idea general sobre el uso de celulares en Tunucó, puedo decir que actualmente hay un celular por cada dos casas, incluso no son extrañas las casas donde puede haber dos celulares. No sólo eso sino que en el breve lapso de apenas tres años muchos jóvenes de Tunucó han cambiado hasta cuatro veces de celular, una circunstancia que da lugar a pautas de representación y uso diferente al que pueden hacer y tener los ladinos. Evidentemente no es el capricho o la moda lo que hace que casi todos los teléfonos celulares que hay en Tunucó pasen por varias

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manos a lo largo de su vida. Aunque apenas cuestan 100 o 150 quetzales (unos 10-15 euros), se venden ante cualquier eventualidad: necesidad imperiosa de comprar medicinas o líquido insecticida o algunas libras de maíz. Eso genera problemas, pero también oportunidades. El problema evidente es que, al tratarse de teléfonos “tarjeteros”, se revenden, con el número ya asignado. Solo se liberarán en casos especiales pues el coste de 100 quetzales por esta operación se antoja excesivo. Esto genera inestabilidad en los números y un uso parcialmente diferente pues nunca se puede estar del todo seguro acerca de quien estará al otro lado del teléfono, de modo que las agendas telefónicas deben ser revisadas y renovadas continuamente y se puede seguir la senda vital de un móvil por varias manos y cómo las compras y ventas señalas picos económicos en las empobrecidas economías familiares ch’orti’. Pero al mismo tiempo genera un tipo de conocimiento exponencial acerca de la telefonía y de los terminales telefónicos. Aunque la presencia central de celulares se vincula con una necesidad de uso funcional, su empleo se ha extendido más allá del “correcto” pues en poco tiempo ha adquirido también una importancia estética y simbólica; es un marcador de dinamismo y aperturismo, se puede decir que la casa donde se oye el sonido de una llamada de celular es una casa abierta, que tiene o quiere relaciones con el exterior y también es evidente que tener un celular se convierte en marcador de estatus: demuestra que, en ese momento al menos, se tiene dinero para comprarlo y mantenerlo. Además, el celular permite actividades relacionadas con un nuevo entretenimiento moderno pues posibilita “divertir” escuchando música o con los juegos digitales. Junto a esas utilidades he podido destacar cómo en poco tiempo de tenencia se ha conseguido un uso experto del aparato especialmente significativo en el caso de las mujeres que son quienes más dominan y controlan el aparato en Tunucó. En octubre de 2008 y marzo de 2010 pasé varios días en esa comunidad hablando con mujeres sobre el uso, el dominio y las representaciones en torno a los celulares. Resultado de esas conversaciones puedo sugerir también que el uso y dominio de teléfonos celulares no implica exclusivamente avanzar por la senda del conocimiento y la racionalidad tecnológica sino que se inserta también dentro de un marco simbólico complementario pues lleva a mantener algunos principios, digamos, esotéricos. Podríamos afirmar que los teléfonos celulares son para los ch’orti’s aparatos tecnológicos que pueden ser par-



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cialmente descifrados y usados y aparatos mágicos que implican un tipo de tratamiento y valor diferente al que permite la pericia tecnológica. Las representaciones y expresiones de la competencia tecnológica femenina en el uso de celulares se hace evidente en varios niveles y, paralelamente, se manifiesta ese valor esotérico en otros procesos en los que se ven afectados los celulares. Trato sólo como ejemplo algunos de ellos. “La ingresada de tarjeta” Es un tipo de conocimiento que las mujeres ch’orti’ valoran como un asunto primero y principal. ¿Cómo es la ingresada de tarjeta?, pues consiste en marcar un número secreto de 10 dígitos y después atender a varios mensajes de una operadora que confirma y valida “la ingresada”. Sofía, no ha ido nunca a la escuela, no sale leer, ni escribir, no sabe lo que son los números, pero realiza “la ingresada” de tarjeta con una pericia increíble. Una vez situada en un punto donde la intensidad de la señal es clara, y una vez rascado el protector ceroso del número secreto, coge con una mano la tarjeta y con la otra el celular, con dos o tres golpes de vista fotografía en su mente los números de la tarjeta y los traslada a la pantalla del celular con los dedos de la mano que lo maneja. La he visto realizar esa operación muchas veces y no falla, lo hace con una seguridad que recuerda a la competencia manual de jóvenes usuarios de celulares en la capital o en el pueblo ladino. Su competencia la resume claramente: la ingresada de tarjeta es solo que usted busca donde cae buena señal. De que tantea que está buena es solo escrebir en el celular los numeritos que están abajo en la tarjeta… bueno antes que todo hay escribir esta estrella y después tres veces este número… ya entonces si puede escrebir el que estaba escondido en la tarjeta que lo compró. De ahí le van a llamar del celular diciéndole cuál ha sido la ingresa, si es una de a diez le van a decir que tiene 10 quetzales de saldo, si hizo una ingresada de 25 ahí le van a decir que su saldo es 25 ya sabe usted que está bien la ingresada.

Ingresar la tarjeta da la oportunidad de hablar, aunque genera un tipo de comunicación discontinua y truncada y eso por una razón sencilla: las tarjetas que habitualmente se compran son de las más baratas, de 10 quetzales y raramente de 25. Diez quetzales dan apenas para 5 minutos de conversación por lo cual raramente se producen diálogos

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normales y con estructura formal, con finales y despedidas sino que los cortes son siempre abruptos y eso deja siempre sensaciones incómodas, especialmente para los indígenas. Por eso es normal que las mujeres usen el celular sólo para mensajes y llamadas urgentes y concretas y, en cambio, encuentre una mayor utilidad en el uso para recibir llamadas. Esta utilidad requiere también una competencia técnica. La búsqueda de lugares donde “caen” las llamadas Recibir llamadas también implica una pericia que bien podríamos decir de radiestesista. Las mujeres tienen un conocimiento exhaustivos de los lugares de la casa y el patio donde las señales son más o menos fuertes y con matices diferenciales para las señales TIGO y CLARO. Además, como la intensidad no es siempre fija hay que buscar la mejor ubicación para recibir una llamada o para buscar los mejores puntos de diálogo cuando se está en medio de una conversación. La imagen de estas mujeres con el celular en la mano buscando los puntos especialmente eficaces para la conversación es prueba de esa pericia topográfico-tecnológica, como me comentaba Telma: Uno tiene que saber ónde caen las llamadas, porque no en cualquier sitio caen llamadas, es cambeado. Si su celular está ahí como está ahorita de repente no cae la llamada o si cae de repente se va a cortar la llamada… es porque no está buena la red, entonces no se puede platicar bien. Aquí se mira si está buena o es que está mala la red, aquí uno lo mira y así se sabe. Uno de mujer como está en la casa sabe ya ónde es que van a caer buenas llamadas o sea que hay buena red y también sabe ónde en el patio. Uno de mujer tiene que conocer, para poder platicar en el celular.

El conocimiento del espacio doméstico se completa en la actualidad entre las mujeres jóvenes con este conocimiento de los puntos sensibles para la conversación telefónica, de hecho, este conocimiento hace que el teléfono móvil se convierta en un artefacto doméstico y que en propiedad cabría calificarlo más como teléfono fijo que móvil. Evidentemente esta domesticación del celular y esta pericia sobre sus ubicaciones más convenientes permite conocer fácilmente aspectos simples de la vida del celular (diferencias entre sonidos de mensajes y de llamadas que se cortan, duración de las cargas de energía y de las



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cargas de tarjeta, sonidos que evidencian que la red está “mala”, etc.), pero también algunos aspectos más complejos como activar alarmas o buscar politonos o sonitonos. Evidentemente la domesticidad del aparato posibilita que una mujer pueda tenerlo “cabal” (como se puede tener cabal un comal o un bebé), es decir, siempre con energía, siempre en lugares donde “caen” bien las llamadas, protegido del polvo… pero también posibilita que se pueda jugar con él, que se aprendan por parte de las mujeres nuevas cosas como esas estrictamente lúdicas que ya he referido. Y también la relación estrecha entre mujer y celular hace que sean ellas quienes pueden conocer más técnicas de compostura ante teléfonos que no funcionan como debieran. “Componer” celulares “ruines”. En mi última estancia en Tunucó Abajo llegué a la comunidad con un celular que me habían prestado en Jocotán, era un Motorota W205, un teléfono sencillo y ése en concreto un poco deteriorado. Lo llevé a la casa de Aura Marina y también llevé una tarjeta para que ella hiciese “la ingresada”. Así lo hizo. Le pedí que lo colocara en un lugar donde “cayesen” bien las llamadas y lo colgó en una de las vigas de madera del porche: “ahí está bueno, me dijo, no ve como está al tope la senyal”… Le di mi número de teléfono y le pedí que me llamase… pero sorprendentemente no recibía la llamada arriba. Buscó nuevos puntos y probó infructuosamente y al cabo se percató de que las llamadas sí “caían”, el problema era que no se escuchaban: se fue directamente a la configuración del aparato y activó el volumen del mismo que se encontraba desactivado… y aprovechó para elegirme los tonos de llamada y para hacerme conocedor de todas las posibilidades de sonido del celular. Después quise hacer yo una llamada desde mi teléfono pero tampoco se podía… “su celular es bien ruin”, me dijo. Le pregunté si eso también lo podía componer, estuvo probando y comprobó que una de las teclas de marcación no funcionaba, lo intentó de varias manera y terminó diciendo, “de repente su celular está achucuyado”. Celulares “achucuyados”. De la reparación de un celular como consecuencia de un conocimiento técnico experto a la manifestación de causalidad esotérica para otro

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tipo de averías se pasa con naturalidad. De mismo modo que las personas pueden estar achucuyadas3 y desenvolverse por tanto anormalmente, así le puede pasar también a mi celular. Hay aspectos de la mecánica que son comprensibles y que se aprenden con pruebas y errores. Muchas mujeres adquieren ese conocimiento y pueden reparar ciertas ruindades de celulares, pero hay situaciones que no pueden explicarse a partir de ese conocimiento y que se vinculan con esa causación mágica. ¿Y por qué se pudo achucuyar mi celular? Esa pregunta no la podía resolver Aura Marina. Ni siquiera estaba segura de que el celular estuviese realmente “brujeado”. Lo que sí quedaba claro es que el no funcionamiento del aparato podía deberse a causas que podrían resolverse con pericia técnica o bien deberse a causas que precisasen otro tipo de pericia carismática como corresponde a un aparato que tiene una parte de su perfil indescifrable. Eso se aprecia claramente considerando el lugar donde “viven” los celulares y la manera que tienen de permanecer tras la muerte. El descansadero de los celulares Uno de los aspectos que llama especialmente la atención respecto a los celulares es que éstos descansan habitualmente en altura. Las vigas de los porches son los lugares habituales donde permanecen. Esa ubicación obedece a que es allí, en altura, donde mejor “caen” las llamadas, como si la altura fuese un polo de atracción de las palabras, un reservorio desde donde se decantan ante llamadas pertinentes. Telma me dijo que ése era “su descansadero”, digamos su rincón, su hábitat. Del mismo modo que las copas de los árboles son los descansaderos de los santos, parece que las palabras llegan bien desde las alturas para recalar igualmente en altura. Igualmente hay ángeles y chicchanes que descansan en la altura de las nubes y desde allí se decantan en forma de lluvia cuando ésta es solicitada pertinentemente. Como caen las gotas de lluvia ante una rogación, caen las palabras en el celular ante una llamada. Mientras los celulares están operativos ésa es su ubicación correcta… 3. En otro lugar hemos definido achucuyar como “vencer”, “ganar”, dañar mágicamente por medio de palabras o usando objetos (López García/Metz 2002: 249). “Estar achucuyado” equivaldría a “estar brujeado”.



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y al morir, no deberían perder la marca sagrada, pues sus restos deben permanecer en la casa. El magín de las palabras Del mismo modo que llama la atención ese descansadero de los celulares, también llama la atención cómo en el suelo o en las paredes de la casa están las carcasas de celulares quebrados. Dejar los restos de los objetos cuyo espíritu o magín se quiere retener es habitual entre los ch’orti’. Se trata de una labor doméstica fundamental que consiste en saber utilizar los objetos vivos y sus restos que pasan a decorar simbólicamente la casa: …se observa un sistema de decoración muy diferente a otros pues tiene como materia prima fundamental los pedazos y restos de algo bueno y deseable que se usó o se consumió. Así por el suelo de la casa, apoyados contra las paredes, se encuentran siempre pedazos de comales y de ollas de barro o guacales quebrados y por las paredes exteriores e interiores de la vivienda, cascarones de huevos, cacastes (esqueletos) de alguna ave, plumas de chumpe (pavo) o de gallina, armaduras de armadillos o, en fin, tajos de piel de una iguana; es decir, cosas que pertenecieron a algo bueno que se consumió. Así, cuando doña Gregoria coloca en alguno de los palos de caña de la pared de su casa los cascarones de los huevos que comen (sobre todo su hijo Agustín), no sólo está embelleciendo la casa sino también está haciendo un microrritual de acción de gracias y de recuerdo al magín (espíritu) del huevo que asegure que se seguirán comiendo blanquillos en la casa; cuando su hijo Agustín coloca el caparazón del armadillo que cazó y que comieron en la casa, la embellece y también quiere conseguir que la “sombra” del armadillo, su espíritu o magín permanezca (López García 2003: 115).

Cuando hice esa anotación no había celulares en Tunucó y por tanto no había cacastes (carcasas, esqueletos) de ellos en Tunucó. Ahora están y parecen querer decir que con su presencia se quiere retener el magín de las palabras. Como si los cacastes diseminados de celulares definitivamente arruinados fuesen repositorios de todos los actos de locución en los que intervinieron. Como si se tratase de una manera de que las personas que hablaron por esos celulares pudiesen tener una perenne convergencia con la casa donde de escucharon su voces. De

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algún modo el hecho de que sean aparatos domésticos y dominados por las mujeres me lleva a encontrar una confluencia de sentido con las nuevas acciones rituales destinadas a “no despreciar el hogar”4. Tener teléfono celular, dominarlo y mimarlo como hacen las mujeres sirve también para retener el espíritu de las palabras y, por tanto, para que no se desprecie el hogar Comenzaba este texto refiriendo la comparación que establecía Waldemar R. Smith entre pueblo dinámicos económicamente y pueblos apegados a la tradición que dormitan. El ejemplo de los celulares entre los ch’orti’ es una pequeña evidencia de que esa dicotomía es falaz.

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4. No es el lugar para extenderse en esta nueva terapia en la que se está especializando doña Gola, la tía de Armindo, y que consiste en buscar que la distancia (de los migrantes en Estados Unidos) no lleve a olvidar a sus mujeres que se mantienen en la comunidad.



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El otro como sujeto, la modernidad como conducto: La producción de subjetividades en un pueblo mesoamericano1 Roger Magazine Universidad Iberoamericana

El presente trabajo surge de mi intento por comprender la vida de los residentes del pueblo de Tepetlaoxtoc, localizado en la esquina noreste del Valle de México, aproximadamente a 40 km del centro del Distrito Federal, en la región de Texcoco. Pese a que el lecho seco del ex lago de Texcoco ha detenido la expansión urbana hacia esta parte del Valle, este poblado podría para la mayoría de los estándares, ser considerado como un lugar singularmente “moderno” en comparación con otras zonas rurales del país. Por ejemplo, todos los residentes son hispano-parlantes monolingües, la mayoría de ellos son asalariados y realizan trabajos que no están relacionados con la agricultura, el poblado tiene su propia preparatoria, y la mayoría de sus calles están pavimentadas. De hecho, los residentes ni siquiera se consideran indígenas, lo que hace poner en duda la categorización que estoy realizando acerca de ellos. En respuesta, diría que el hecho de que ellos no se consideren como indígenas está basado en dos factores que se encuentran interrelacionados, y que ninguno de estos dos factores está vinculado al análisis de cómo la gente se acerca a la vida en el sentido más básico, lo que es mi inquietud en este trabajo. Uno de estos factores es que los residentes están simplemente siguiendo la definición mayormente aceptado en México de lo indígena basado en la distinción entre hispano-parlantes y hablantes de un idioma indígena. Esta definición, sin duda, es un reflejo del impacto de los

1. Traducción al español por Ximena Tiscareño Osorno. Quisiera agradecer a la Dirección de Investigación de la Universidad Iberoamericana y a CONACyT por haber financiado el proyecto de investigación sobre el cual está basado este trabajo.

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proyectos de modernización e integración de las culturas indígenas, los cuales contienen la hispanización como uno de sus principales objetivos. El otro factor que considero explica la propia categorización de estos individuos, es el hecho de que lo indígena continúa siendo estigmatizado dentro de México, de manera que se trata de evadirlo. En el caso de los residentes de Tepetlaoxtoc, ellos no se consideran como indígenas, pero insisten que son distintos a la “gente de la ciudad”. Como voy a demostrar posteriormente, ellos no se imaginan esta distinción ni en términos de lo urbano versus lo rural, ni en términos étnicos. De hecho, ni siquiera están particularmente interesados en identificarse o ubicarse dentro de una categorización. Puedo decir que el uso que tengo de esta categorización refleja mi propia dependencia sobre algunos aspectos del discurso etnocéntrico de la etnicidad. A pesar de que los residentes de Tepetlaoxtoc no presentan una espectacular o exótica versión de lo indígena, considero que son un caso interesante, dado que nos muestran cómo la gente que tiene significativamente distintas maneras de acercarse a la vida puede coexistir bajo las mismas condiciones materiales. Dicho esto de una forma que convenga más a los objetivos del presente trabajo: creo que los aparentemente modernizados residentes de Tepetlaoxtoc pueden ser mejor comprendidos y analizados como un caso de indigenización de mucha modernidad. Me gustaría iniciar mi contribución a esta conceptualización colectiva de la indigenización de la modernidad con una breve discusión acerca de lo que desde mi punto de vista es lo indígena en Mesoamérica. En otras palabras, antes de que pueda explicar el cómo percibo el acercamiento de los indígenas hacia la modernidad, me gustaría dejar claro cómo es que entiendo el acercamiento de los indígenas hacia la vida en general. Brevemente puedo decir que mi investigación me ha llevado a creer que para los indígenas mesoamericanos la vida social consiste en la interacción y producción de subjetividades, lo que contrasta con la preocupación moderna occidental, al nivel social, con la producción de objetos, tanto tangibles como intangibles. Más adelante voy a ilustrar este contraste mediante la explicación de cómo mis informantes comprenden los cargos y las fiestas, a diferencia del entendimiento que los antropólogos han tenido tradicionalmente de dichas prácticas. Subsecuentemente, sugeriré que esta distinción entre un interés en los sujetos versus un interés en los objetos está directamente relacionada a un entendimiento de la etnicidad. O, dicho de otra ma-



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nera, este interés en los sujetos está vinculado con la relación entre lo indígena y lo moderno, debido a que determina cómo los actores se producen y conciben a sí mismos y a un otro. De manera general, podemos decir que en el Occidente moderno y en la antropología, el ser y el otro son definidos e identificados mediante las cosas: prácticas, creencias, tecnología o una cultura. La subjetividad es vista como un medio para lograr la producción de estos fines más importantes. En otras palabras, estas cosas son productos socioculturales de la subjetividad y la acción humana. Por ejemplo, lo indígena y lo moderno pueden ser comprendidos como cosas que identifican a las personas que los producen, poseen, prestan o resisten. En contraste, entre los indígenas mesoamericanos, lo que debe ser socialmente producido y que concierne a las personas en su vida diaria, es la subjetividad o la acción. Esto no es algo que esperamos en el mundo moderno occidental, puesto que consideramos que la subjetividad y la acción se derivan naturalmente de la persona (véase Strathern 1988). Para los indígenas mesoamericanos, lo que importa acerca de esta subjetividad y lo que la hace reconocible no está en sí misma—ya que ésta no puede ser objetificada— sino en su potencial para generar más acción en los otros. En este sentido, me gustaría plantear que cuando visitamos los poblados indígenas y pensamos que estamos observando cosas indígenas y tradicionales como los sistemas de cargos, o cosas modernas como los sistemas de agua potable entubada, en realidad estamos viendo lo que nuestros informantes entienden como conductos diferentes para la acción y la subjetividad. Planteo que esta acción y esta subjetividad son identificadas y valoradas localmente como productos de la acción humana. La modernidad es así indigenizada al convertirla en un conducto, y la otredad, en vez de tomar la forma de la diferencia o la similitud, existe como un potencial para la interacción. Voy a intentar clarificar estas ideas mediante la etnografía que presentaré a continuación.

La reproducción de la cultura indígena versus la producción de sujetos activos Mi objetivo en esta sección es explicar lo que entiendo como “lo indígena” o, más específicamente, el acercamiento que tienen las culturas

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indígenas mesoamericanas a la vida. Para esto me gustaría decir que lo que los antropólogos han reconocido usualmente como “lo indígena” es en realidad una imposición de nuestra propia preocupación con la producción de cosas en actividades que realmente están dirigidas hacia la producción de sujetos activos. Esta propuesta acerca de lo que implica lo indígena va a ayudarme en la siguiente sección para poder conceptualizar la indigenización de la modernidad. Utilizaré el ejemplo de los cargos y las fiestas para demostrar este contraste entre maneras de entender lo indígena, ya que son temas que los antropólogos han utilizado tradicionalmente para definir lo indígena, y porque mis propios informantes los utilizan para establecer las diferencias entre ellos mismos y la “gente de la ciudad”. Los cargos y las fiestas han desempeñado un rol importante en la conceptualización antropológica de los poblados mesoamericanos, ya que se ha imaginado que la participación en estas actividades constituye la estructura social interna de la comunidad, así como la frontera que la delimita. Según estas conceptualizaciones, los pobladores que poseen los cargos más costosos son quienes obtienen las posiciones más elevadas en una jerarquía que supuestamente constituye la estructura social de la comunidad. Asimismo, todos aquellos que participan, aunque sea mínimamente, forman parte de la comunidad, mientras que los que no se vinculan con estas actividades quedan fuera. Los líderes o ancianos obligan a las otras personas a participar o les hacen sentir que vale la pena hacerlo, y de esta manera dirigen la forma en la cual los miembros de la comunidad invierten su dinero, direccionando sus gastos hacia el interior de la misma, y alejándolos de los intereses individualistas del mundo exterior. De esta manera, los cargos y las fiestas no sólo son un factor constituyente de la cultura indígena de la comunidad, sino también una forma de mantener la influencia del mundo moderno apartada y controlada. Aparentemente la gente que ha migrado de la ciudad a Tepetlaoxtoc, así como las personas originarias de dicho poblado que han pasado toda su vida o al menos la mayor parte de ésta en la ciudad y que posteriormente han regresado, parecen entender el concepto de las fiestas de manera parecida a como los antropólogos lo comprenden. Como si hubieran leído etnografías para prepararse para la vida de pueblo, cuando estas personas toman un cargo para una fiesta (una mayordomía) tienden a tratar de organizar y financiar la fiesta ellos



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mismos. Por supuesto, no tuvieron que leer una etnografía para pensar de esta manera, la experiencia de la vida en la ciudad es más que suficiente. Ellos consideran que actúan de manera moralmente correcta, ya que están contribuyendo a la comunidad. En otras palabras, están, desde su punto de vista, siendo productivos en una forma que contribuye a la sociedad a producir cosas como la fiesta, la comunidad y lo social. Para la mayoría de la gente de Tepetlaoxtoc, en contraste, las mayordomías no se tratan, al fondo, de la producción de la comunidad, la estructura social y ni siquiera la fiesta. Lo verdaderamente importante acerca de la fiesta es cómo ésta se lleva a cabo; más específicamente, es el hecho de que se prepare “entre todos”. De la misma manera, para los pobladores, es igualmente importante que la gente realice la fiesta “con gusto” y que ésta no se haga de “mala gana”. Ellos consideran que el santo de la comunidad comparte esta visión, de modo que castiga a la gente que colabora con la fiesta de “mala manera”. De esta forma, se observa que lo que realmente importa no es la fiesta en sí, sino cómo los pobladores la llevan a cabo. Es más, he llegado a entender que el hacer la fiesta entre todos y actuar con gusto al momento de hacerla son prácticas que tratan, en realidad, de la producción de sujetos activos. Este tipo de producción puede ser claramente vista en las prácticas que se relacionan con la mayordomía. La principal actividad del mayordomo, y sin duda la más retadora, es lograr que la gente participe en la fiesta. Para hacer esto, él va de puerta en puerta pidiéndole a la gente su cooperación, es decir, su contribución económica; lo cual no es una tarea simple de caminar recolectando dinero, ya que esta labor implica motivar y convencer a la gente para participar. Por lo tanto, el mayordomo no produce cosas como una fiesta o las cooperaciones, sino sujetos quienes actúan en hacer la fiesta a través de sus cooperaciones. El punto clave de la frase “hacer la fiesta entre todos” no está en crear “el todo”, sino en producir “el hacer” entre la mayor cantidad de gente posible. Por su parte, el actuar con gusto es importante puesto que evidencia la subjetividad. Hacer algo con gusto, es demostrar que uno está actuando como sujeto y no como objeto bajo el control de alguien más. Además, el gusto no es sólo la evidencia, sino también el catalizador necesario para la producción de la subjetividad en los otros. Por ejemplo, un mayordomo no será capaz de conseguir que otros parti-

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cipen como sujetos con gusto, a menos de que él mismo demuestre su propia subjetividad actuando con gusto. Así, él muestra que a pesar de que su acción fue causada por alguien más (el mayordomo anterior en éste caso), lo está haciendo como un sujeto activo y sus acciones son indudablemente propias. Mientras los citadinos que viven en Tepetlaoxtoc y los antropólogos tienden a reducir los esfuerzos del mayordomo por provocar la participación de los demás a un medio para lograr la fiesta y la vida colectiva, los pobladores consideran estos esfuerzos como esenciales. Cuando una persona de la ciudad acepta una mayordomía en Tepetlaoxtoc, los residentes del pueblo esperan que ellos actúen como productores de sujetos –de participantes de la fiesta– y no de simple cosas como la tradición y la fiesta. Cuando ven que la gente de la ciudad no se enfoca en producir sujetos, y en vez de eso tratan de hacer la fiesta ellos mismos, los consideran como “presumidos”, ya que están actuando como si no necesitaran de la ayuda de nadie más. Dicen que esta arrogancia cubre ligeramente una ignorancia y estupidez más profunda que no permite a las personas de la ciudad apreciar cómo es que en realidad el mundo funciona, ya que la gente sí se necesita el uno al otro para poder actuar como sujetos. Si en la ciudad la independencia demostrada por estos mayordomos que intenten hacer la fiesta ellos mismos sería elogiada, los pobladores no ven estas buenas intenciones ya que sólo ven la falta de interés en la producción de sujetos y la tontería de alguien que considera que esto es innecesario. Representaciones de la gente de la ciudad Uno puede escuchar a los pobladores referirse a la gente de la ciudad como individualista o como tontos arrogantes no sólo en referencia a las fiestas, sino también en otras áreas de la vida. Por ejemplo, algunas veces los pobladores notan que la gente de la ciudad es un tanto limitada e inepta en cuanto al trabajo se refiere, ya que ésta sólo sabe hacer una cosa –usualmente algo relacionado con el negocio– y no pueden ni siquiera realizar tareas simples como composturas del hogar. En otras ocasiones, ellos plantean que la gente de la ciudad es en su mayoría drogadicta y criminal, y aunque saben que no todas las personas son así, ésta es su forma de expresar que no saben cómo vivir en



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comunidad. Con esto quieren decir que, como son egoístas e individualistas, no tendrían ningún problema robándole a otros o desperdiciando todo su dinero y su tiempo en algo egoísta como el consumo de drogas. “Drogadicto” y “criminal” son metonimias que denotan algo como el perderse en el individualismo, alejándose del camino correcto de la interdependencia. El hecho de que los pobladores frecuentemente perciban a la gente de la ciudad como tontos arrogantes es algo que considero necesita ser tomado en cuenta seriamente. No por el hecho de que ellos crean que la gente de la ciudad es realmente estúpida, sino porque esto refleja que tienen una noción completamente diferente del otro, distinta a la que usualmente imaginamos a través de los conceptos de la diferencia cultural y la etnicidad. A pesar de que esta visión ha pasado desapercibida para los etnógrafos –quienes en la mayoría de los casos han prestado poca atención al hecho de cómo las personas indígenas nos perciben hay algo de evidencia de actitudes similares entre otros grupos de gente indígena en América. Por ejemplo, la manera en la que los residentes de Tepetlaoxtoc representan a la gente de la ciudad resuena con los retratos del “hombre blanco” que Keith Basso (1979) encontró entre los apaches occidentales. Nota que para ellos, “el hombre blanco carece de modestia y humildad, una característica que ocasiona que ellos adopten una actitud imperiosa y condescendiente cuando interactúan con otras personas” (1979: 58). Como mis informantes hacen, los apaches atribuyen esta actitud entre los anglo-americanos al factor de que son “brutalmente incompetentes en la forma de relacionarse socialmente” (1979: 48). Y esta incompetencia no es simplemente atribuible a la variación cultural: “La versión anglo-americana no es solo diferente sino también seriamente defectuosa” (1979: 56). Finalmente, Basso concluye: Para ser claros, el hombre blanco ha robado tierras, violado tratos y en muchas otras ocasiones ha tratado a los indios con una falta brutal de consciencia y cuidado; sin embargo, estos no son los puntos señalados o resaltados por los que cuentan chistes [acerca de la gente blanca] entre los apaches occidentales. Sus intereses se enfocan en algo aun más básico, que tiene que ver con la manera en que los anglo-americanos se conducen frente a ellos. En este sentido también, el hombre blanco es frecuentemente encontrado culpable de incompetencia y de una negligencia general (1979: 81-82; mi énfasis).

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Considero que este tipo de reacción, es decir, el ver al “hombre blanco” o a la gente de la ciudad como tontos e incompetentes, sugiere que los apaches occidentales y los pobladores de Tepetlaoxtoc no pueden dar un sentido a los anglos o a la gente citadina. El hecho de que ellos no puedan darles un sentido es debido a que tienen dificultades para ver o entender a los anglos o a los hombres blancos como “un otro”. Para explicar esto de una mejor manera, me gustaría realizar un contraste entre nuestra forma y su forma de ver o concebir al otro. Nuestra manera de ver al otro es a través de encontrar, o mejor dicho, inventar su cultura (Wagner 1981), de esa manera podemos tener un objeto que ver y entender. Viveiros de Castro lo expone así en su comparación entre las ontologías occidentales y amerindias: “El nombre de nuestro juego es la objetificación; lo que no es objetificable pertenece a lo irreal y lo abstracto. La forma del otro es la cosa” (2004:468; énfasis en original). La mayoría de nuestras teorías acerca de la variación cultural y la etnicidad asumen la universalidad de forma de percibir al otro: los otros son quienes viven sus vidas de manera distinta o realizan cosas de forma diferente. Por ejemplo, los conceptos como multiculturalismo e interculturalismo, que actualmente guían la política del Estado mexicano con respecto a la etnicidad (p. ej.: la gente indígena), están basados en esta noción del otro como objeto, como algo inerte y externo a la persona, o más específicamente, como una cultura diferente. Algunas veces, la gente de Tepetlaoxtoc hace declaraciones que da a entender que su percepción de los otros es similar. Por ejemplo, la he escuchado decir: “la gente de la ciudad tiene otras costumbres”. Sin embargo, considero que ésta es sólo una forma cortés de decir que la gente de la ciudad es mal educada, ya que el término de “costumbres” en español puede referirse también a los modales2. Opino que lo que verdaderamente ocurre en Tepetlaoxtoc es que la gente tiene problemas comprendiendo a la gente de la ciudad como “otros”, debido al factor de que para ellos el otro no es un objeto, como un grupo étnico con una cultura, sino un sujeto. Nuevamente me gustaría citar a Viveiros de Castro, quien dice: “El chamanismo Amerindio es guiado por

2. Estoy agradecido con David Robichaux por haberme sugerido esta interpretación en una comunicación personal.



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el ideal opuesto. El conocer significa personificar, es tomar en cuenta el punto de vista de aquel que debe ser conocido. El conocimiento chamánico apunta hacia algo que en realidad es alguien, otro individuo. La forma del otro es la persona” (2004: 468; énfasis en original). Considero que sería de gran ayuda pensar en el concepto de otredad en Tepetlaoxtoc de la misma manera. Para la gente de este pueblo, el conocer o ver a un otro requiere que este otro tome la forma de un sujeto, o más precisamente, la forma de una persona dispuesta a ser subjetificada y de subjetificar. Este interés en la producción de sujetos activos es lo que los pobladores de Tepetlaoxtoc esperan encontrar en la gente de la ciudad, pero como no lo logran descubrir debido a que los citadinos están más ocupados produciendo y encontrando objetos y no sujetos, encuentran sólo una ausencia, la cual describen como estupidez e incompetencia. Usualmente, los antropólogos y los citadinos modernos han considerado que las personas que tendemos a categorizar como indígenas mexicanos nos ven a nosotros de la misma manera que nosotros les vemos a ellos: como un grupo étnico diferente que tiene a su vez una cultura diferente. Sin embargo, lo que me gustaría sugerir aquí es ellos nos ven de manera un tanto distinta, ya que lo que para ellos es importante es la producción de sujetos, no la producción de objetos como la cultura. De esta forma, lo que para ellos es verdaderamente importante sobre el otro, no es su identidad o sus diferencias, sino el hecho de que éste actúa sobre ellos y ellos pueden actuar sobre él. En este sentido, el otro no es visto como un objeto sin vida o como algo distante, sino como una persona viva que está interconectada con ellos. Desde mi punto de vista, esto implica que los indígenas mexicanos están poco relacionados y preocupados con lo que nosotros pensamos acerca de la etnicidad, como nosotros lo estamos con lo que ellos piensan acerca de la producción de sujetos activos. Asimismo, si es que ellos estuvieran interesados de alguna forma en lo que nosotros consideramos nuestra cultura moderna, este interés no es por sí mismo, sino como un medio diferente para llegar al mismo fin que es el de producir y ser producidos como sujetos. En otras palabras, nuestra cultura, a la que nosotros nos referimos como modernidad, les importa y es comprendida por ellos no como un final en sí mismo, sino como un medio que permite algo de variación en la forma de producir sujetos y ser producidos como tal. A continuación trato de ilustrar este punto etnográficamente.

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Modernización como objeto versus modernización como conducto En la sección anterior, discutí cómo nuestro interés en la producción de objetos nos lleva a leer la reproducción de una comunidad o una cultura tradicional en actividades que se tratan de la producción de sujetos activos. Ahora, sugeriré que nuestro interés en la producción de cosas nos lleva a otra conclusión cuestionable en nuestro trabajo de investigación: que la presencia en poblados indígenas de cosas que asociamos con la modernidad implican un proceso de modernización. En otras palabras, imaginamos que estamos observando un cambio de la producción de la cultura indígena, la cual se manifiesta en forma de cosas como las fiestas, a la producción de la cultura moderna, la cual se aprecia en forma de tecnología, educación, ciencia, etc. El progreso no es equivalente a la modernización Incluso en una visita casual a la región de Texcoco, antes de encontrar alguna actividad relacionado con las fiestas, uno inevitablemente tropezaría con rasgos característicos del mundo moderno en el lugar, como son: escuelas, tecnología (estructuras de concreto, avenidas pavimentadas, drenaje, electricidad, etc.), negocios, industrias, e incluso expresiones individuales mediante el consumo, como lo es el caso de las culturas urbanas juveniles. Esta aparente “modernización”, combinada con la carencia de una estructura jerárquica civil-religiosa característica de gran parte de las regiones oficialmente indígenas, probablemente sería suficiente para que la mayoría de los antropólogos pudieran decir que los poblados de esta región han sido completamente modernizados (véase Encarnación Ruiz 2004). En la sección pasada mencioné que los cargos y las fiestas son importantes como un medio para llegar a un fin, más que un fin en sí; ahora me gustaría utilizar un argumento paralelo pero en torno a la modernidad. Los pobladores tienen un interés real en aspectos del mundo moderno/urbano, ya que éste sirve para fines locales. Pero no están interesados en las cosas en sí mismas, y éstas no constituyen lo que ellos consideran como progreso. Kuromiya (2006), en su estudio de Santo Tomás Apipilhuasco, un poblado perteneciente al municipio de Tepetlaoxtoc, encontró que los



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residentes del lugar están interesados en lo que ellos denominan progreso o salir adelante, sin embargo no comparten la visión del mundo moderno de confundir el progreso o el bienestar con lo moderno o lo urbano. En el contexto de este poblado, el progreso se refiere a cualquier cosa que ayude a incrementar la comodidad y que a su vez pueda incluir tecnología moderna, como lo son los coches o la medicina. De esta manera, los pobladores rechazan fuertemente la tecnología moderna que consideran resulta poco favorable o amenazante para su propio bienestar. Es así como no tienen ningún problema en referir lo que nosotros comúnmente consideramos como prácticas tradicionales, como lo son el gobierno autónomo de la comunidad o las fiestas para los santos patronos, como “progreso”. Kuroyima (2006) muestra a través de la descripción de un debate entre los pobladores acerca de la ampliación de la carretera que atraviesa el poblado, un ejemplo de cómo el interés local en el progreso y el bienestar pueden generar tanto reacciones de aceptación como de rechazo hacia lo que se considera el mundo moderno. Este aparente proyecto de “modernización” fue aclamado por algunos como progreso, mientras que por otros fue completamente inaceptado. El punto interesante acerca de los argumentos de la oposición fue que éstos fueron planteados en términos de “avance” y “progreso” y no en términos de tradición y preservación. Por ejemplo, la gente que vivía cerca de la avenida veía esta ampliación como algo que influiría en el decremento más que en el incremento de su comodidad y bienestar. Es importante notar que éstos fueron los términos en los cuales se llevó a cabo el debate dentro del poblado mismo. En contraste, puedo decir que no sería sorpresivo escuchar a los residentes del lugar tratando de conseguir un objetivo dentro de un contexto urbano mediante el argumento de la importancia de la preservación de la cultura tradicional, ya que ellos saben que para los citadinos no sería fácil comprender que la oposición frente a la ampliación de una carretera está dada en términos de progreso. Regresando a mi propia investigación en Tepetlaoxtoc, una vez fui testigo de un debate entre dos hombres jóvenes dentro de una fiesta; la discusión era acerca de cómo los pobladores deberían gastar su dinero para el bien de la comunidad. Uno de ellos argumentaba que en vez de “quemar” todo su dinero en fuegos artificiales durante las fiestas, la gente debería ponerse a construir un hospital. Por el otro lado, el otro joven insistía en que era mejor para ellos invertir el dinero en

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“el patrón” (refiriéndose a San Sebastián), declarando que sin duda alguna la ira del santo ocasionaría mayores problemas de los que el hospital pudiera resolver. Asimismo, añadió que cuando uno da dinero para la fiesta, uno sabe dónde va a ser utilizado e invertido, ya que el santo castigará a alguien que le roba, pero en contraste, cuando se da para proyectos públicos, especialmente aquellos que quedan fuera del control de los pobladores, se tiene una gran probabilidad de que éste sea mal utilizado debido a la corrupción y la trampa. La mayoría de la gente que se encontraba escuchando parecía estar de acuerdo con este segundo argumento, el cual, es importante notar, fue planteado en términos de “bienestar”. Me gustaría también señalar cómo este ejemplo acerca del santo muestra que el bienestar siempre implica la producción de la subjetividad en el otro: los pobladores piden al santo que actúe, y éste en consecuencia, actúa sobre ellos. James Maffie, especialista en filosofía prehispánica nahua, ofrece una comparación entre las epistemologías del occidente moderno y del nahua prehispánico, que nos ayudan a comprender de una mejor manera esta noción del progreso. Él postula que en contraste con nuestras metas universalistas logradas a través de una epistemología basada en verdades absolutas: La epistemología nahua no persigue metas como la verdad como un fin en sí mismo, representaciones precisas, exactitud empírica o manipulación y control; tampoco es motivada por cuestionamientos como “¿Qué es la verdad (semántica) sobre la naturaleza?” o “Cómo podemos dominar y dirigir el curso de la naturaleza para nuestro propio beneficio?”. Como hemos visto, tlamatiliztli [sabiduría, conocimiento] es performativo, no discursivo; creativo y participativo, no pasivo o teorético; concreto, no abstracto; un “conocer cómo”, no un “conocer eso” (2003:78).

Una de las metas de este “conocer cómo” resuena con el interés acerca del progreso y el confort descritos por Kuromiya: “[Tlamatiliztli] consiste en la habilidad práctica de conducir o dirigir los propios asuntos y deseos de una forma en la que uno pueda conseguir cierto grado de equilibrio y pureza –y así, de esta forma, tener bienestar– en el ámbito personal, doméstico, social y natural” (Maffie 2003:76). Más allá, se puede ver que esta versión del progreso es tanto un productor como un producto del bienestar de los otros: “El universo nahua era



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un ‘universo participativo’ caracterizado por una ‘relación de obligación mutuo’ o ‘interdependencia’ entre los hombres y el universo” (2003: 76). En otras palabras, estamos hablando acerca de una meta que está constituida por acciones y que está continuamente causando y siendo causa de las acciones de otros. Podríamos decir que este objetivo es social en el sentido de que es producido a través de la interacción entre distintas personas y otros seres, pero no lo es en el sentido de lo que usualmente consideramos el progreso como algo social; esto es, como una cosa o cosas que la gente produce, que existen en un ámbito considerado social por ser más allá de las personas y externo a ellas. Pitarch (2003) ha encontrado algo similar en los poblados tzeltal en el Chiapas contemporáneo, donde la gente constantemente se está convirtiendo a nuevas religiones. Él argumenta que la frecuencia de estas conversiones no es resultado de una fe falsa o simulada, sino de un muy diferente tipo de conversión. Las personas que se convierten no están buscando una “verdad” absoluta en su nueva religión; al contrario, su interés está en la cuestión práctica de los beneficios que la religión reporta para curar y prevenir la enfermedad (2003: 69). De esta forma, la religión y el poder curativo no son vistos como un asunto de fe y creencias, sino en términos de cómo las prácticas de una nueva religión pueden resultar en transformaciones físicas. Es importante comprender que los estados físicos tienen un efecto sobre el alma de las personas, y que estas almas fueron los principales causantes de la enfermedad. En vez de considerarse como permanentes, estos estados físicos son vistos como posibilidades –o, me gustaría añadir, acciones– que pueden ser acumulados y empleados nuevamente en el futuro. Las personas prueban distintas religiones con el fin de poder aprender y apropiarse de los estados físicos que éstas ofrecen, y es por eso que las conversiones resultan como un fenómeno múltiple y frecuente (2003: 69). Con este ejemplo, vemos que una vez más el cambio o la incorporación de lo nuevo, incluyendo lo que viene desde fuera o del mundo moderno, no ocurre al nivel social o cultural, sino al nivel personal y existe como acción o subjetividad con la finalidad de lograr el bienestar a través de la interacción con otros. Marie-Noëlle Chamoux (1992) nos da otro ejemplo útil de esta particular forma de incorporar a lo nuevo en su trabajo sobre el aprendizaje entre los nahuas contemporáneos en la sierra del estado de Puebla. Ella

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encontró que la mayor parte de los aprendizajes involucran un proceso profundo de cuidadosa observación durante un periodo largo. Los maestros no objetifican el conocimiento en explicaciones o simulaciones. Más bien enseñan a través de hacer las cosas reales; enseñan mediante el trabajo. Los estudiantes pasan directo de su periodo de observación al trabajo, sin ningún periodo intermediario de prueba y error o de práctica. Aquí se puede apreciar que el aspecto importante acerca del aprendizaje no es lo que se adquiere, sino la acción que resulta. Chamoux nota que este tipo de enseñanza no es remunerada –el conocimiento no es objetificado ni valuado por sí mismo– es un proceso y un medio para llegar a un fin. En otras palabras, mientras que nosotros vemos la “educación” y el “conocimiento” como productos humanos valiosos, lo que tiene valor para los indígenas mexicanos es la acción y el trabajo. Más aún, lo que para la gente tiene valor no es el trabajo en un estado objetificado, es decir, mano de obra que puede ser vendida como una mercancía, ni sus productos, sino el uso social del trabajo y de sus derivados: “La prueba del éxito es la utilización de un objeto, incluso si éste es imperfecto. Los logros son manifestados en el hecho de que el producto creado por el aprendiz es convertido en un valor de uso dentro de la familia” (Chamoux 1992; mi énfasis). Como he planteado en otro artículo (Magazine/ Ramírez Sánchez 2007), la gente trabaja y a través de su trabajo adquiere objetos, incluyendo dinero, y esto funciona como un medio para llegar al objetivo de producir subjetividades entre los otros miembros de la familia. Por ejemplo, los padres dan los productos de su trabajo o sus ganancias a sus hijos para incitar a que estos últimos actúen de la misma forma. En respuesta, la acción de los hijos es esencialmente dirigida hacia la producción de subjetividades en sus padres. De esta manera, regresando a la cuestión de la incorporación de algo nuevo, podemos decir que el aprender a realizar un nuevo trabajo o una nueva actividad brinda una forma particular a la subjetividad o a la acción, pero no es esta forma la que le da el valor a la acción. Mejor dicho, una acción es valuada como productiva cuando produce la subjetividad en otros. La modernidad como un conducto En Tepetlaoxtoc y otros poblados de la región, se podría decir que lo que nosotros usualmente describimos como modernización es considerado por ellos como un cambio, o realmente algo agregado al nivel



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de la persona. Como describo arriba, los pobladores se refieren a las personas de la ciudad que viven dentro de su comunidad como drogadictos o criminales, o como “presumidos” que consideran que son superiores y no necesitan de nadie más. Encontramos la misma reacción si preguntamos a los pobladores su opinión acerca de cómo consideran que son las personas citadinas dentro de la ciudad. Sin embargo, existe también la idea de que tanto la ciudad como sus residentes pueden ofrecer cosas importantes a los pobladores. La ciudad en sí misma ofrece oportunidades de trabajo, así como la facilidad de generar dinero, aunque los pobladores ponen más énfasis en el hecho de que la ciudad es un lugar en el cual se puede aprender cómo hacer negocios. Esto significa que da la oportunidad de aprender a ser astuto, rápido, o de “moverse” y de saber cómo ubicarse en los diferentes roles jerárquicos dentro de un negocio. Este respeto hacia la gente de la ciudad por su conocimiento de los negocios no cambia la imagen de ellos como ineptos, arrogantes y desconcertantes. Pareciera que para los pobladores es sorprendente el hecho de que los citadinos puedan ser tan buenos en una sola cosa, y tan incapaces cuando se trata de muchas otras cosas más, como pueden ser habilidades básicas como la construcción o reparación de una casa. Asimismo les sorprende que a pesar de su ineptitud, la gente de la ciudad sigue siendo arrogante, y que basan este sentimiento de superioridad en algo tan insignificante como son las posesiones materiales. A la inversa, a nosotros como antropólogos nos sorprende el hecho de que los campesinos frecuentemente tengan múltiples ocupaciones. Usualmente atribuimos esto a sus ingeniosas estrategias de supervivencia frente a circunstancias difíciles. Sin embargo, pienso que esto probablemente tiene que ver con una manera de ser en el mundo en el que lo nuevo es incorporado al nivel de la persona, dando nuevas formas a la subjetividad. En nuestro mundo moderno, con nuestro progreso, especialización y división laboral, siempre está en aumento la variedad de trabajos que distintas personas pueden realizar; este cambio es considerado como “social” o “cultural”. Entre los pobladores de Tepetlaoxtoc se podría decir que este tipo de transformación ocurre a nivel de la persona, ya que son personas específicas quienes acumulan las mayores ocupaciones, y no la sociedad. La mayor parte de los residentes de Tepetlaoxtoc trabajaron en la ciudad en diversas fábricas o en el gobierno antes de que las reformas

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neoliberales durante los 80 y 90 resultaron en la eliminación de la mayoría de estas posiciones. Después de perder sus trabajos, la mayoría regresó al pueblo donde comenzó a trabajar en actividades muy distintas a las que anteriormente tenían, como lo son la construcción, el engorde de ganado y la maquila de ropa. Aunque las habilidades técnicas aprendidas en la ciudad usualmente no son útiles dentro de estas nuevas tareas3, hay casos en los cuales lo que se aprendió en relación a los negocios y en particular los papeles que aprendieron a acatar dentro de la jerarquía de un lugar de trabajo resultan de gran utilidad. Como hemos podido ver de las descripciones de las mayordomías y las fiestas, los pobladores sienten que es importante interactuar como iguales y como sujetos al momento actuar socialmente. De hecho, éste es el factor por el cual el hacer la fiesta resulta un gran reto: si el mayordomo pudiera sólo decir a las personas qué hacer sería mucho más fácil, pero no es así. En contraste, los pobladores saben que administrar un negocio, incluso uno pequeño, no puede funcionar bien realizando las cosas juntos en la misma forma en la que lo hacen cuando trabajan en las fiestas. Para que los negocios funcionen, las personas necesitan ocupar distintas posiciones jerárquicas, de manera que algunas veces tienen que ser como objetos, seguir las órdenes de otros. Plantean que ésta es una manera de ser que debe ser aprendida de la gente de la ciudad, para así tener éxito en los negocios. Es importante notar que, cuando los pobladores que han vivido en la ciudad traen dicha forma de ser consigo al pueblo, esto es visto como una forma de ser temporal, sólo válida mientras se realizan los negocios. No buscan remplazar la relación igualitaria que usualmente se da entre sujetos. Por ejemplo, Federico, un hombre de poco más de 50 años, relaciona su éxito como contratista para la construcción en el poblado al factor de que antes, en la ciudad, trabajó en una compañía grande en diversas ocupaciones, desde sustituto del personal que se encontraba de vacaciones hasta mánager de ventas del distrito. Asimismo, enfatiza el hecho de que no sólo aprendió cómo ser jefe, sino también a desempeñar el rol de empleado. Explica que, por su variada experiencia 3. Las habilidades técnicas aprendidas para estas nuevas actividades fueron adquiridas previamente al tiempo que trabajaron en la ciudad. Los pobladores frecuentemente mencionan haber aprendido a trabajar en la construcción y a dedicarse a la cría de ganado desde niños.



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en la ciudad, cuando no puede encontrar trabajo como contratista, es capaz de aceptar algún puesto dentro de las posiciones inferiores de la industria de la construcción, como por ejemplo maestro de obras, albañil o, incluso, ayudante o chalán. Y aunque no negaría que su posición como contratista le da a Federico cierto poder de forma temporal sobre sus compañeros y vecinos, lo he visto beber y jugar al fútbol con ellos de una manera que no demuestra esta diferencia jerárquica. Más allá, si uno de sus empleados consigue un contrato, los roles pueden cambiar. En el pueblo, plantean que estos roles deben ser temporales, y no definen a la persona en un sentido permanente. Alguien que trabaja como jefe en el pueblo pero que llega a ser presumido y actúa como si no necesitara a los demás, seguramente experimentará un tipo de rechazo social en actividades como las fiestas. Minerva López Millán (2008), en su estudio del pueblo vecino de Santa Catarina del Monte, donde la mayoría de los resientes trabajan como floristas, encontró que consideran el hecho de vivir en la ciudad y trabajar en ella como una parte esencial para posteriormente poder regresar al poblado y dedicarse exitosamente a los negocios. Los aspirantes a floristas, aunque tengan padres, tíos o hermanos mayores que trabajen también como floristas en el pueblo, prefieren marcharse a trabajar en algún negocio en la ciudad, comenzando en el peldaño más bajo e incluso durmiendo en las tiendas o los stands. Eventualmente se moverán a posiciones más altas dentro de la jerarquía de los floristas, pero siempre trabajarán para alguien, que por lo general será un citadino. Durante este tiempo aprenderán los aspectos técnicos del oficio, como hacer arreglos, aunque esto es algo que bien podrían haber aprendido en el pueblo. Es por eso que se puede decir que a lo que verdaderamente van a la ciudad es a aprender cómo ocupar distintas posiciones jerárquicas dentro de un negocio. Cuando vuelven al pueblo, regresan como “floristas”, independientemente del último puesto que ocuparon en la ciudad, y en el pueblo nadie trabaja para alguien más de forma permanente. Sin embargo, cuando alguien encuentra un trabajo, por ejemplo, haciendo arreglos para una fiesta, usualmente tendrá que contratar a otros para que trabajen para él. En esta situación temporal, estos floristas toman parte de los distintos roles que fueron aprendidos en la ciudad, dando y recibiendo ordenes, aunque al mismo tiempo se burlan y bromean acerca de esta jerarquía, la cual contradice la noción de que ellos son iguales tanto como residentes y como floristas en el pueblo.

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Una vez más podríamos decir que este tipo de aprendizaje no implica un proceso de modernización o un cambio cultural en el ámbito del pueblo. Cada persona que desea ser florista debe ir a la ciudad para aprender e incorporar una nueva forma de ser, ya que sólo en la ciudad pueden obtener la oportunidad de tener una observación prolongada y experiencia dentro de las jerarquías del negocio. Tanto el ejemplo de los floristas como los mencionados anteriormente sugieren que lo que usualmente consideraríamos como la modernización económica del pueblo sería mejor entendido como una incorporación de formas de ser sujeto al nivel de la persona. De la misma manera, la mayor parte de la aparente modernización de la región no debe ser comprendida en términos de producción o de adopción de objetos modernos, sino en términos de una acumulación de formas o conductas modernas o urbanas que sirven para actuar como sujetos. López Millán (2008) plantea que para los pobladores, estas conductas modernas y los productos y las ganancias derivados de ellas son valiosos pero como medios para otro fin. El valor real, o a lo que ella se refiere como “valor personal”, es producido cuando la gente da sus productos o sus ganancias a otros, y es así como demuestran su subjetividad y como la producen en otros. Conclusión Mi objetivo en el presente trabajo ha sido sugerir algunas implicaciones de los intereses de mis informantes en la producción de sujetos activos –en contraste con el interés en la producción de objetos que se encuentra en el Occidente moderno— para lograr un mejor entendimiento de los acercamientos mesoamericanos a la otredad y la modernidad. Con relación a la anterior, planteé que el acercamiento antropológico más usual hacia la etnicidad o las diferencias culturales está basado en nuestra noción del otro como objeto. En contraste, mostré la visión de los residentes de Tepetlaoxtoc, quienes no visualizan al otro como objeto sino como sujeto, y por lo tanto, no comparten nuestro interés en encontrar, saber o adoptar cosas de un otro constituido por su diferencia cultural o étnica. En lugar de esto, esperan encontrar a un otro con el cual puedan interactuar; este otro actuará sobre ellos para convertirlos en sujetos activos, y buscar a su vez que ellos actúan sobre él con el mismo fin. Es así que cuando la gente de la



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ciudad falla en satisfacer sus expectativas, en vez de atribuir esto a la diferencia, los consideran como deficientes. En la segunda parte, traté de demostrar que si los residentes de Tepetlaoxtoc están interesados en lo que nosotros vemos como cultura o modernidad, no es como una cosa ni como un fin en sí mismo, sino como una fuente de nuevas conductas para la subjetividad que, a su vez, ofrecen nuevas posibilidades para interactuar con otros. Consecuentemente, lo que nosotros usualmente percibimos en los pueblos indígenas como cambio o más específicamente como modernización en el ámbito social o cultural, puede ser mejor entendido como una incorporación personal de nuevas posibilidades para la producción de sujetos activos. En otras palabras, la indigenización de la modernidad no tiene como fin la apropiación de las cosas modernas, sino más bien el uso de estas cosas en prácticas que forman parte de un mundo social constituido por la producción de sujetos activos y la interacción entre ellos. Bibliografía Basso, Keith H. (1979): Portraits of “the Whiteman”: Linguistic Play and Cultural Symbols among the Western Apache. Cambridge: Cambridge University Press. Encarnación Ruiz, Junior Enrique (2004): La lucha entre dos Méxicos: La organización política y los conflictos con el Estado de un pueblo situado en los límites de la expansiva zona metropolitana de la Ciudad de México. Tesis de Maestría, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Kuromiya, Aki (2006): Salir adelante: Conflicto, armonía, y la práctica local del progreso en Santo Tomás Apipilhuasco, Estado de México. Tesis de Maestría, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. López Millán, Minerva (2008): “Sin ayuda no hay fiesta”. Relaciones de reciprocidad en Santa Catarina del Monte. Tesis de Doctorado, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Maffie, James (2003): “To Walk in Balance: An Encounter between Contemporary Western Science and Conquest-era Nahua Philosophy”, en R. Figueroa y S. Harding (comps.), Science and Other Cultures: Issues in Philosophies of Science and Technology. New York: Routledge, pp. 70-90.

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Ser civilizados mirando al pasado. Lo moderno en el pensamiento purépecha. Óscar Muñoz Morán Universidad Complutense de Madrid

Cualquier sistema o institución cultural tiene un recorrido en el tiempo, un desarrollo donde diferentes cambios, adaptaciones e incorporaciones han llevado a que sea lo que es en la actualidad. Como dijo Evans-Pritchard criticando el funcionalismo tradicional británico, es “absurdo asegurar que podemos entender el funcionamiento de las instituciones en un momento dado sin conocer cómo han llegado a ser lo que son” (1990: 14). Es un ejercicio que utilizan los propios sujetos de nuestros estudios —en este caso, los pueblos indígenas americanos— para conocerse. Acuden a su pasado para hacer comprensible su presente. Son en la medida en que fueron; o como veremos en este trabajo, en la medida que no fueron. Reflexionando sobre la idea de modernidad en las comunidades amerindias, entendí que, incluso para comprender un concepto tan presente y con clara proyección hacia el futuro, también echan mano de su pasado. Las categorías locales asociadas a la idea de modernidad se construyen con otras que se refieren a tiempos ya superados —entendido este término literalmente— como las de atraso y salvajismo. Se alcanza un estado de civilización en el que hoy se encuentra el grupo, y que se sustenta en una normatividad que, al mismo tiempo, regula la presencia y el acceso a la modernidad actual. El objetivo de estas líneas es presentar las bases diacrónicas sobre las cuales ciertos grupos indígenas de América —con atención especial en los purépechas de Michoacán, México— construyen su idea de lo actual, del progreso y del desarrollo de la comunidad. Tres son los mo-

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mentos que parecen identificar al respecto: el primero, común en varios pueblos amerindios, de paso de un mundo distante presocial al actual civilizado y católico; uno segundo, particular de la comunidad de estudio como pueblo amestizado, de mediados del siglo xx; y, en tercer lugar, el actual, donde establecen una relación dual con lo moderno.

1. La construcción diacrónica del ser moderno-civilizado Los purépechas de Michoacán, al menos, no parecen utilizar muy a menudo el término “modernidad” (o alguno de los de su familia léxica) y, muchos menos, atribuirle un significado en la forma como nosotros lo hacemos1. Incluso me ha resultado imposible encontrar alusiones a los mismos en mi material de campo. Sin duda alguna, ello no implica que no se use o no hagan referencia a algo parecido a lo que entendemos por modernidad. Los habitantes de la comunidad indígena de Sevina —los protagonistas de este texto— sí hablan de progreso, de desarrollo y, más concretamente, lo que parece más cercano al término de modernidad, de civilización. “Progreso” y “desarrollo”, creo que quedan fuera de este trabajo, pues con ello se refieren más bien a un cambio en el modelo productivo, donde se abandona su dedicación a la agricultura, para crear proyectos nuevos: un espacio de ecoturismo con alojamientos rurales, participación en programas de reforestación de los bosques comunitarios, mejoramiento en ciertas infraestructuras comunitarias, instalación de una gasolinera y una clínica en terrenos compartidos con la comunidad vecina de Pichátaro2. Pero esta idea de desarrollo económico

1. Existen trabajos en la región que, desde una visión indianista idealizada, consideran la modernización entre los purépechas a todo aquello que no es tradicional, y a esto como todo en lo que se puede rastrear una continuidad prehispánica según la Relación de Michoacán —documento de 1540 donde se recogen las costumbres de los habitantes prehispánicos de la región— como fuente (Jacinto 1988 y 1995). Aun con todo, se hace una defensa de la entrada regulada de esos elementos modernos como un medio de sobrevivir a los tiempos actuales (1988: 134), mientras otros autores hablan de la progresiva destrucción de la tradición (oral) por la incorporación de, por ejemplo, los modernos medios de comunicación (Cortés 1995). 2. “Y ese tal…que sí el zapatismo, allá en Nurío. Me dice que los indígenas no pueden ser funcionarios del gobierno. Pues ¿qué tienen que ser siempre analfabetos? Yo



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no implica, en principio, un cambio en el sistema social comunitario, es decir, una idea de transformación que conlleve una modernización de las costumbres o los usos locales. Este planteamiento está más bien recogido en el concepto de civilización, el cual sí manejan asiduamente los sevinenses, indistintamente de su posición social. Es más, se podría decir que la civilización, que no deja de ser el estado actual en el que se encuentran, es entendido claramente como un proceso social que parte de un tiempo muy anterior y que se consolida en el presente. Sevina es entendida por sus propios habitantes, como una comunidad civilizada, sus habitantes están civilizados y presumen de las características que se le adjudican a este término. Esta idea se construye echando la vista hacia unos tiempos pasados donde el atraso e incluso el salvajismo eran lo común. Se refiere, por tanto, a la superación de dichos periodos. Ese instante es en el que los sevinenses entienden que pasaron de ser salvajes a ser civilizados (la fundación del pueblo). El momento es, como veremos, una constante en los grupos amerindios, pero los habitantes de la comunidad purépecha de Sevina añaden a él otro más en el que consolidan dicha civilización (las décadas centrales del siglo xx)3. Veamos el primero de ellos. Es en el que se convierten en civilizados y que se dio durante el tiempo conocido en la comunidad como el “más antes”, es decir, un periodo de larga duración, que en términos históricos abarca desde la época prehispánica hasta los primeros años del siglo xx y que en términos comunitarios se refiere, resumiéndolo, a todo aquello acontecido anteriormente al nacimiento de la persona más anciana de la comunidad, es decir, lo no vivido en persona por nadie del pueblo. En un determinado momento, durante el “más antes”, surgió lo que los sevinenses entienden que son ellos: su pueblo y las personas que en él

debo buscar el desarrollo de mi gente. Los indígenas debemos estar preparados. Tenemos que ser profesionistas (…) No tienen porque ser siempre campesinos o peones. Para ser un indígena nato, ¿siempre va andar agarrado del arado?”. Palabras de Pedro García el 14 de diciembre de 2005, joven líder comunitario del PRD y actual presidente del Comisariado de Bienes Comunales (en 2010). 3. Ambos instantes del pasado sevinense han sido tratados en varios trabajos (Muñoz 2009a y 2009b), por lo que no se entrará en profundidad en el análisis de los mismos. Lo que me interesa en este ensayo es poner el acento en el momento de cambio, en su existencia y en la presencia del imaginario sevinense actual para configurar la idea de sí mismos.

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vivían —sus antepasados más antiguos— y viven. Anteriormente sí había habitantes, pero no eran ellos, eran otros, los apaches (Muñoz 2008). Antes de la llegada de los españoles, “de los padres”4, como dicen en la comunidad, habitaban el territorio sevinense los apaches, en la época prehispánica: eran gente sin razón, que no seguían la religión católica, sino que idolatraban palos y piedras, que iban desnudos, comían animales como víboras e incluso carne humana y que, además, vivían en el cerro, dispersos en varios asentamientos y sin un orden aparente5. Estamos ante la imagen del salvaje comúnmente atribuida por varias culturas a sociedades, o bien anteriores o bien que cohabitan en un contexto de lucha interétnica clara (Bartra 1996 y 1997). Los sevinenses no se consideran ni descendientes ni herederos de estos apaches, aunque sí reconocen cierta identificación con ellos. Al igual que en otros lugares de América, los purépechas, pese a esa negación de descendencia, no renuncian al pasado, aceptando su presencia y relación con el presente. Ahora bien, como quiero exponer, existe un empeño expreso por establecer claramente los límites entre ese pasado y la contemporaneidad. Manuel Gutiérrez ha mostrado cómo entre los mayas actuales parte de su identidad se construye en oposición a los antepasados (2002: 365). En realidad, en la península de Yucatán, el término maya es usado en forma local para referirse a esos antepasados, mientras que ellos mismo se consideran “mayeros”6, hasta el punto de que son “mayeros” no por oposición a la población mestiza, “sino, ante todo, son ‘mayeros’ porque no son ‘mayas’” (1992: 439-440); “no creen [los mayeros] tener una descendencia o filiación directa con respecto a los ‘mayas’, a quienes consideran ‘otros’ e incomprensibles” (1992: 425).

4. Este concepto de “padres” se refiere a los sacerdotes que vinieron a enseñar la doctrina —como veremos más adelante en las palabras de un comunero—, no a una idea de padres genealógicos. 5. No se usa en el resto de la región el término apaches para referirse a esos habitantes prehispánicos, aunque sí existe su figura y más o menos en los mismos términos en los que se especifica en Sevina (Muñoz 2008: 163). 6. “Aquel que tiene ‘la maya’ como lengua materna (…) no son propiamente quienes saben maya, sino quienes tienen esta lengua como materna por pertenecer al ámbito social y cultural que se ha expresado tradicionalmente en ella” (Gutiérrez 1992: 422 y 423).



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Esta incomprensión está determinada, de nuevo, por la diferencia cultural que hay entre ambas sociedades. Para los “mayeros” los “mayas” tenían otra lengua, eran “enanos” y con una gran fuerza, iban desnudos, habitaban de un forma dispersa —y desordenada— y en los cerros, no en pueblos, sus casas estaban medio enterradas pero, principalmente, no eran católicos (Gutiérrez 1992: 425-428 y 2002: 367). Y frente a ellos, llegaron los habitantes actuales, “la raza actual, de gente civilizada y educada, que será destruida por Dios antes de que cambie el siglo”; “gente civilizada y obediente (…) de bien verse, adecuadamente vestida y adecuadamente alimentada” (1992: 428). Los tzotziles de San Juan Chamula también entienden un tiempo histórico que se divide claramente entre el correspondiente a aquellos que tenían “costumbres bárbaras” (las tres primeras Creaciones) y la Cuarta Creación, “la más reciente y en la que actualmente vivimos”, la única que ha tenido éxito (Gossen 1979a: 37 y ss.; 1979b: 181). Los chamulas parecen no poseer ningún tipo de interés en datar cronológicamente estos tiempos, poniendo la atención, por tanto, más en la existencia de la diferencia misma, de la dualidad entre ambos periodos, como una separación comprensible, difundida públicamente y claramente identificada en términos locales (Gossen 1979b: 184-185). Este tipo de discurso no es exclusivo del área mesoamericana, sino que en los Andes es bien conocido y representado en la figura de los chullpas. Los chullpas son, en líneas generales y según el pensamiento andino, “los seres que poblaban la tierra antes de la aparición del sol (…) Los adivinos predijeron el nacimiento del sol (…) Para protegerse, los chullpas construyeron chozas cuyas entradas se abrían hacia el este: cuando el sol salió, casi todos murieron quemados por el fuego celeste” (Wachtel 2001: 15)7. Estos chullpas son, por tanto, esos seres

7. Los chullpas son registrados en otras partes de los Andes con el mismo nombre, como lo hace Thomas Abercrombie en Bolivia, que describió su figura como “una clase de humanos salvajes y desordenados que pertenecen al pasado” (1998: 324; traducción mía). Véase también el análisis de los mitos sobre los chullpas de Dillon y Abercrombie en K’ulta, Bolivia (1988) y el de Rasnake en la comunidad también boliviana de Yura (1988); o con otros términos diferentes aunque con prácticamente las mismas características: Allen habla en la comunidad centroperuana de habla quechua llamada Sonqo, de los machukunas (1994); Randall nombraba a los chunchos también en Perú, preculturizados y salvajes, representaciones del caos antes de la llegada del orden inca (en Taussig 1997: 228-230). En muchos lugares se usa el término más genérico de “gentiles”.

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del tiempo más antiguo recordado en los Andes, es decir, los primeros habitantes. Unos seres que en nada se asemejan y corresponden con los que actualmente residen en Perú y Bolivia —lugares donde se puede escuchar más asiduamente el relato— hoy en día. Salomón, por ejemplo, afirma que en la región peruana de Huarachorí, sus habitantes se reconocen “herederos de los muertos antiguos, más no como la continuación genealógica de su estirpe” (2001: 69). Francisco Gil nos ha mostrado en varios trabajos que el imaginario quechua de la región del altiplano de Lípez, en Bolivia, ha construido una figura de los chullpas como seres salvajes, que practican costumbres del todo incivilizadas como comer carne humana, no condimentar los alimentos, vivir en dispersión por los cerros, tener una estatura semejante a la de los enanos y una fuerza sobrenatural pero, sobre todo, no ser católicos o cristianos, no estar bautizados y practicar una religión de herejes (Gil 2005 y 2008: 156)8. En un momento determinado, estos chullpas desaparecieron para dejar paso una población civilizada y ordenada: los incas. Aunque los actuales habitantes andinos tampoco se identifican como descendientes de éstos, sino que ellos, como tales, surgieron tras la aparición del catolicismo. Salomon afirma para los huarochiranos “el momento decisivo que separa a los gentiles de la gente moderna (…) [es] una época generalmente considerada como oscura y sin carisma: la segunda mitad del siglo xvii”, que representa una era de estabilidad y orden, frente a los avatares y bruscos cambios anteriores (2001: 70). Tampoco el pueblo lipeño de Santiago no fue tal, es decir, el pueblo actual, hasta que no fue católico, hasta que no se erigió la iglesia en nombre del Apóstol. A partir de ese momento, sus habitantes afirman que ya son ellos cristianos (Gil 2007: 7-8)9. En la comunidad purépecha de Sevina existe también una clara diferenciación entre el tiempo de los apaches y el tiempo ya de la socie8. Le dijo un informante respecto a los chullpas: “Entonces vivían en una vida de herejía, o sea que eran herejes, que no eran cristianos; que a veces entre ellos se comían, que a veces se le comían al más flojo” (Gil 2005: 210). 9. Muy interesante es ver cómo Catherine Allen muestra que la división entre estos dos tiempos, los machukuna (los chullpas en el resto de los Andes) y los runakuna, siendo ya éstos “los seres humanos”, se registra también en las formas narrativas para referirse a unos y otros (los kwintu, como algo no verdadero en toda su estructura y el chiqaq, para los sucesos conocidos) (1994).



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dad actual, de ellos como pueblo católico, ordenado y civilizado. Al igual que sucedía en Santiago de Lípez, el momento de transición entre el nosotros y ellos, nuestros antepasados, es la fundación del pueblo. A partir de que Sevina se fundó, que se construyó la capilla y se configuró la estructura que hoy podemos ver, con sus cuatro barrios, quedó constituida la población actual. Antes eran los apaches salvajes que vivían en los cerros, con los que los sevinenses reconocen, por tanto, una continuidad, pero nunca una filiación o descendencia clara. Sin obviar la herencia española colonial, pues era un término usado habitualmente por su administración, en Sevina, “civilizar” hace referencia a la llegada de elementos externos que ayudan a la comunidad a dejar atrás un estado de atraso. Es decir, el momento de civilización se construye por oposición al de salvajismo. Durante este periodo de surgimiento del pueblo actual y su sociedad, es decir, del nosotros, la civilización se refiere a la llegada de los padres, del catolicismo, del orden, de las costumbres y de la normatividad interna. “Los padres” son considerados como las figuras del cambio, los que consiguieron acabar con los apaches y “cuando ya vinieron ya los padres que estaban para enseñar la doctrina, enseñaban pues, para no creer en esas cosas. Ya cuando hubo bautismo, entonces, se retiraron ahí porque no querían... y se subieron pa’llá. Ya había padre pues, aquí. Les enseñaban doctrina a los indios. Y luego ya no querían esas cosas y por eso se retiraron” (Pedro Romero). Es el momento en el que se abandona la idolatría y se abraza “la católica”. Es cuando se construye la capilla y a raíz de ella el resto del pueblo, cuando surgen los barrios y el actual asentamiento. “Después ya cuando la conquista ya bajaron para acá a formar...y otros que vivían por acá por el Capén y otros en el Shiraniru, allí vivían. Y los españoles y los frailes los bajaron aquí; lo mismo como sucedió como en varios pueblos, que tienen un parecido éste, como en otros pueblos. Lo cual formaron los barrios, por ejemplo, San Miguel y Santo Santiago los que bajaron de ese lado; San Francisco los que bajaron del Capén, San Bartolo bajó acá, de por acá. Eso fue como en... 1560, 1560. Cuando se establecía aquí” (Genaro Ramírez). Por tanto, llega el catolicismo, el sistema religioso considerado como el correcto (y actual) en la comunidad y se establece también la importante división entre cerro y pueblo que configura el pensamiento purépecha respecto a su territorio (Muñoz 2009c). Es el momento

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en el que la comunidad actual, ya católicos y no apaches, viven en el pueblo, en un espacio ordenado y regido por una serie de normas internas correctas, justas, conocidas y aceptadas por todos. El costumbre o pindekua purépecha se refiere a una serie de prácticas firmemente interiorizadas por el grupo como normas de comportamiento correctas y además con cierto grado de atemporalidad10. Sin duda alguna, esta normatividad se establece, en gran medida, por aquello que la norma cristiana entiende por bueno o malo, por justo o injusto. No resulta extraño, si se entiende que los purépechas son plenamente católicos, incluso en la percepción cosmogónica, como demostró Pedro Carrasco, pues el grupo entiende al Dios cristiano como creador del mundo, así como es cristiano también “el concepto fundamental (…) del bien y del mal” (1976: 102-103) Reconocida dicha normatividad como católica por los sevinenses, se acude a la fundación del pueblo para datarla en el pasado, para darle un sentido diacrónico. Fue con la fundación, con la llegada de los padres, con el fin de los apaches y con el surgimiento de nosotros, cuando apareció la norma que nos rige. Y a la inversa, fue por todas esas razones, por las que nosotros somos, desde entonces. El sevinense, por tanto, construye su idea no únicamente en oposición a lo que no es ahora, si no también y sobre todo, al no ser como en el pasado. Pues, como afirmaba Gutiérrez para los mayas yucatecos (1992: 439), en el discurso purépecha abundan más las referencias de no identificación con poblaciones del pasado que del presente. Construyen una idea de progreso social, de civilización, sobre los cimientos de una población prehispánica con la que no se identifican y una colonial con la que sí11. Como afirma Frank Salomón para el caso de los Andes peruanos centrales: “El virreinato fue el período cuando se dejó atrás el

10. Creo que no es lugar para discutir —pues ya lo hice en otro texto (Muñoz 2009a: 213-220)— sobre los términos tradición y costumbre en la cultura purépecha, aunque sí me posiciono claramente del lado de aquellos autores que los consideran diferentes (Franco 1994), frente a los que los equiparan, no haciendo distinción entre ambos (Jacinto 1995). 11. Como dice Manuel Gutiérrez para el caso de los mayas yucatecos: “Los ‘mayeros’ son ‘tradicionales’ porque su pasado, el de sus ‘antepasados’, está vivo y actúa explícitamente en el presente; y son ‘modernos’, porque esos mismos ‘antepasados’ son representados como ‘otros’ ante quienes hay que nombrarse e identificarse por contraste” (1992: 440).



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modo de vida prehispánico e ‘indio’. En el virreinato, la cultura conocida como ‘la nuestra’ (…) comenzó a existir” (2001: 79). Pero, como particularidad, en Sevina, cuando definitivamente se civilizaron fue en las décadas centrales del siglo xx12. Como en el periodo anterior, también durante este tiempo se contrapone un estado de atraso a uno de progreso. El de atraso esta determinado por la situación de penurias, pobreza, despoblación y conflictos internos en los que quedó la comunidad tras la Revolución. Pero el que realmente nos interesa es el de progreso, que se dio desde los años cuarenta, pero principalmente entre los cincuenta y setenta. Por civilización en esta época, los comuneros entienden los adelantos conseguidos en infraestructuras en la década de los setenta —llegada de la carretera, asfaltado de las calles, llegada de la luz, el teléfono—, que se habían iniciado en los cuarenta y cincuenta con la construcción del aspecto actual de la plaza y la Jefatura de Tenencia, la construcción de las escuelas primarias o la clínica en los cincuenta, el reconocimiento de la restitución de los terrenos comunales en 1963 y, principalmente, la alfabetización y castellanización del pueblo13. Como dicen Vicente Morales Alvira y Salvador Morales respectivamente: “Decimos civilizar porque comenzaron a venir maestros a instruirnos en el castellano”. Civilizar es “Ah, pues el español pues... así como estamos platicando ahorita”. Respecto a la educación, ya en los años cuarenta, los primeros tiempos de la instrucción indigenista, se produjeron importantes cambios en la cotidianidad comunitaria. Desde aquellos que afectaban al interior del hogar, como la desaparición de los suelos de tierra, el inicio de ciertas costumbres que hacían más higiénicas las cocinas o las zonas de baño; hasta al exterior, pues se comenzó a usar el castellano de una forma más común y los niños empezaron a ir a la escuela obligatoria

12. En este caso, y según siempre la concepción local del tiempo, estamos hablando de una estructura histórica-temporal conocida como el “antes”. Este periodo comprende cronológicamente desde la Revolución mexicana hasta la década de los 70 del siglo pasado. Es el tiempo en el que los sevinenses fueron protagonistas de los acontecimientos, en los que narran en primera persona las vivencias en aquello que ellos consideran importante durante ese tiempo. 13. Tampoco se entrará en profundidad al análisis de la educación indigenista en la comunidad, pues se ha hecho en un trabajo anterior (2004).

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con mayor frecuencia. De todas formas, como dicen en la comunidad, “quien nos civilizó aquí a nosotros” fue el maestro Melquíades Pureco (Ricardo Hernández). Pureco, como se le conoce en Sevina, es uno de los personajes más recordados del pueblo. Se mantuvo 15 años en el mismo, donde tuvo siete hijos. Compadre de un gran número de sevinense, tuvo un enorme éxito en la introducción de la política educacional indigenista del momento. El éxito fue, sobre todo, la castellanización de la comunidad y la introducción de la escuela en la vida de los sevinenses. Respecto a esto segundo se dice que fue por él por el que muchos comenzaron a estudiar y, por el que toda una generación de jóvenes que hoy están alrededor de los cincuenta años, se especializó en ingenierías o fueron maestros (comenzaron a “salir del pueblo”). En cuanto a la castellanización, es importante decir que en los años cincuenta, Aguirre Beltrán registró en la comunidad el 99,4% de la población purhépecha hablante (1952: 113). Hoy en día —según datos del censo de población de 2005—, la población hablante en lengua purépecha no supera 13% (381 personas de un total de 2.958 habitantes), conservándose sólo entre los más ancianos y de uso al interior de los hogares. Es más, los sevinenses afirman que fueron ellos, conscientes y con entusiasmo, los que decidieron que debían castellanizarse. La comunidad estaba por ese entonces inmersa en la lucha por la restitución de las tierras comunales, muchas de ellas en manos de un forastero. Afirman que tenían la sensación de que las autoridades no les harían caso hasta que no consiguieran comunicarse con ellos correctamente, y que es por esa razón por la que impulsaron a los niños hacía las escuelas e, incluso, se les prohibía claramente hablar el purépecha, tanto en la calle como en casa. Es por la adquisición de todas estas características por las que se afirma que la comunidad se civilizó entonces. Frente a un pueblo sumido en la desolación posrevolucionaria14, en la pobreza y la indefensión frente a una sociedad mestiza que se estaba apoderando de sus tie-

14. El mismo Aguirre Beltrán describía el aspecto del pueblo con las siguientes palabras —que podemos ubicar en nuestro imaginario como un pueblo tradicional—: “Tienen callejones de comunicación derechos, solares con manzanos, duraznos y capulines en corto número, y en aquellos están las casas, que son chozas de madera o estacas, y algunas de piedra y lodo, todas cubiertas de tejamanil (…)” (1952: 75).



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rras, decidió adquirir como seña de identidad, características externas que la ayudaran a salir de esa situación15. El sevinense de hoy, por tanto, considera que su identidad como tal está construida sobre características no únicamente atribuidas a la otredad contemporánea, sino también a la histórica. Se construye un ideario de lo que se es en contraposición con lo que se fue, con lo que el propio grupo (pueblo posrevolucionario), o muy cercano al mismo (los apaches), fue en un tiempo pasado caracterizado por el atraso. Se es moderno (en este caso civilizado) en la medida en que no se es apache, en que se es católico, en que no se es indígena pobre y atrasado, sino purépecha capaz de insertarse y de comunicarse con la sociedad mestiza nacional.

2. C atrines y miringuas, reguladores de la modernidad contemporánea

Pero, ¿en que lugar de su ordenamiento interno sitúa el purépecha lo moderno? Ya sabemos que los sevinenses se consideran, por tanto, seres civilizados. No tienen tanto la preocupación de si son modernos o no, de si son capaces de insertarse en una modernidad como la entendemos en Occidente. Su preocupación está más inclinada a definirse como lo que son en un contexto temporal y espacial conocido. Ahora bien, la modernidad como la entendemos desde fuera, está presente en la comunidad. Al igual que en el “más antes” la modernidad colonial y en el siglo xx la indigenista aparecieron para quedarse, en la actualidad, la modernidad/posmodernidad, con los adelantos tecnológicos, con los cambios económicos y con los intercambios humanos (migraciones) como características, no sólo está presente, sino que se hace uso de ella y se intenta insertar en el sistema de valores ya consolidado. 15. Existen varios estudios en los que se refleja el uso y adquisición consciente de elementos europeos por sociedades indígenas para, precisamente, asegurarse una mayor pervivencia cultural. Quiero resaltar aquí, el realizado por Brooke Larson sobre los otavaleños de Ecuador en el siglo xix y principios del xx, de los cuales dice que adoptaron externalidades precisamente “para reforzar la seguridad de la subsistencia y la autonomía cultural, y evadir la pobreza, la servidumbre y la alienación que tantos indios de la sierra sufrían” (2002: 98)

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No digo nada nuevo si hablo de una dualidad en Sevina entre modernidad y tradición. Es decir, una sociedad aparentemente tradicional que no hace ascos a una modernidad incipiente e incluso agresiva, que llega a la comunidad en cada combi o cada coche particular que atraviesa o para en el pueblo. Pero esta modernidad, que en muchos casos parece contradecir ciertos principios normativos internos, debe ser regulada y controlada para que no acabe con ese orden. Una de las formas de regulación es mediante cierta narrativa local: los cuentos, leyendas e historias. Vicente Morales explica claramente la diferencia entre ellos: “Los cuentos son algunos, casi son mentiras. Cuando es de verdad es una historia”. Los cuentos son narraciones, “casi mentira” que hacen alusión a sucesos no acontecidos realmente, pero cuya forma y contenido sí forma parte de la realidad local. Su “mentira” radica en que no han sucedido, no en que lo que transmiten lo sea. Las historias, por lo contrario, son “pura verdad”, nadie duda de ellas, más que nada porque se conoce a los que les sucedieron. Las leyendas se ubican en un terreno no bien definido entre las anteriores categorías, deben “tener algo verídico y misterioso y algo exagerado” (Herminda Luna). Los catrines, por ejemplo, son protagonistas asiduos de estas narraciones en todo México. El catrín, en Sevina, es la representación modernizada del diablo16. Éste se ha aparecido en la comunidad con forma de perro blanco o negro, de burro y hasta de carnero, pero siempre que quiere ser tentador, lo hace en forma de catrín (Carrasco 1976: 131)17. El catrín es una figura mestiza, bien vestida, rico y completamente ajeno a las costumbres locales18. Por tanto, no sólo su aparien-

16. Existen muchos casos similares al respecto en el resto de México, véase tan sólo como ejemplo, el que registra Alicia Barabas en la Cueva del Diablo en Oaxaca (2005: 16). 17. En algunos lugares de la región se ha registrado la presencia histórica de los llamados espíritus hapingua, que “viven en los bosques o en las barrancas, son espíritus benéficos que dan riquezas al hombre que los encuentra y obedece sus indicaciones (…) probablemente esos espíritus, aunque benéficos, se posesionaban del cuerpo y voluntad del individuo” (Sepúlveda 1988: 62). El primero que parece haber registrado la presencia etnográfica de los japíngua fue Velásquez, en los años 40, en la comunidad de Charapan. En ella el japíngua es literalmente el “dios del bosque” y sus características se asemejan mucho a las que hoy se atribuyen al diablo (1947: 85 y ss.). 18. Algunos autores apuntan que la figura del diablo entre las culturas amerindias actuales, se construye en base al posicionamiento del grupo dentro del sistema capi



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cia es moderna, sino también sus modos de hacer y la vida que lleva, aquella con la que tienta al sevinense. Veamos el ejemplo de un cuento al respecto: Esta leyenda nos narra que en la comunidad de Sevina hace aproximadamente 40 años existió un anciano humilde y trabajador19. Éste diariamente iba a desempeñar sus labores como campesino y labrador a un potrero que se encontraba al borde de un barranco muy profundo y sombreado por los árboles que allí existían. Por costumbre, cuando el anciano se sentía cansado, se recostaba sobre una enorme piedra que daba hacía el barranco. En una ocasión, mientras descansaba, se le apareció un catrín (hombre de buena presentación, un turisï) y le dijo: —Oyes amigo, te noto muy agotado, ya no es necesario que trabajes tanto; yo tengo mucha riqueza y puedo darte toda una fortuna. Sorprendido el anciano contestó: —No ambiciono más de lo que tengo pues soy muy feliz con lo que de mi esfuerzo y trabajo pude obtener. Y en un parpadear de ojos el catrín desapareció mientras que el anciano regresó a su casa para contarle a su familia lo que le había sucedido. Como nadie le hizo caso a lo que decía trató de olvidar esta visión. Pasaron tres días y nuevamente estos dos personajes se volvieron a reencontrar en el mismo lugar. Dijo el catrín: —¿Qué pensante sobre mi propuesta?, ¿aceptas la fortuna que te ofrezco a cambio de que ya no trabajes y la disfrutes? Inquieto el anciano respondió: —Déjame consultarlo con mi hijo pues me gustaría tomar en cuenta su opinión para poder darte mi respuesta.

talista (Báez-Jorge 2002). Es evidente, como apunta el autor, que el diablo es identificado, en casi todos los grupos, como poseedor de grandes riquezas y bienes con los que tienta a los hombres —como veremos en el relato—; que además parece tener su continuidad en la charrería y la vaquería practicada por mestizos y ladinos (2002: 62). En Sevina, un comunero me lo describió de la siguiente forma: “un charro, con el caballo bien prieto, las espuelas… vestido de negro” (Vicente Morales Guzmán). La asociación entre los ricos del pueblo y pactos con el diablo es común y, como ya apuntaba Velásquez hace décadas, estos ricos “deben su riqueza a un japíngua” (1947: 87). 19. He corregido ciertos aspectos de puntuación del texto para hacerlo más comprensible al lector. El original de dicho relato me fue proporcionado por Herminia Luna tanto en forma oral como escrita.

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Entre los dos acordaron el día, la hora y la fecha en que se volverían a ver. Al regresar el anciano a su casa no podía borrar de su mente lo que le estaba sucediendo y muy desesperado abordó a su hijo para contarle el suceso y escuchar su opinión. Pero éste al igual que su familia, lo juzgaron de loco y acordaron en poner mucho cuidado en él y no dejarlo salir para nada de su casa. Pasaron algunos días y el anciano se escapó pasa asistir a la cita pendiente. Siendo el mediodía apareció por tercera vez el catrín y le dijo: —¿Estás decidido a recibir mi fortuna a cambio de que ya no trabajes más y puedas disfrutarla? El anciano contestó valientemente: —No quiero ni necesito nada de ti y no me vuelvas a molestar. Pero el otro insistía diciendo: —No seas tonto, piensa bien, pues tendrás mucho dinero, mujeres y poder, bienes materiales. Todo lo que quieras. El anciano replicó: —Déjame en paz y no quiero volverte a ver. Entonces el catrín se convirtió en un enorme perro negro de ojos grandes de los cuales arrojaba destellos de lumbre al igual que de su boca. Y lanzándose sobre el anciano trató de tirarlo al barranco, pero el hombre saco del bolsillo de su camisa un rosario e invocando a Dios se lo mostró a la figura diabólica y al instante el perro dio aullidos muy lastimeros y se fue perdiéndose en lo oscuro y profundo del barranco20.

El catrín le ofrece al anciano todo aquello que rompe con la costumbre purépecha, es decir, dinero fácil —mucho dinero—,21 no tener que trabajar con dureza la tierra, le ofrece por añadidura mujeres, po-

20. En la comunidad de Cuanajo, Rosa María Nuño registró un relato similar donde la figura del catrín es sustituida directamente por la del diablo: “Un tío mío vio al diablo en el Cerro y le dijo: —¿Qué ganas con estas borregas, cuidándolas? —Pues nada, le dijo. —Vente conmigo que yo te daré. Y me invitó a ir con él, pero a mí se me olvidó. A los pocos días fui a ver a mi tío para ir al Cerro. Mi tía me dijo que llevaba en la cama 15 días y que no salía a la calle. Eso yo pensaba que no era posible, porque yo había estado con él hacía unos días. Al poco tiempo murió” (2002: 226). 21. En gran parte de las culturas amerindias, como ya hemos mencionado, el diablo es el poseedor de las riquezas y del dinero. Como le dijo un “residente” a Gerardo Fernández en el altiplano aymara, “dios no tiene plata, el diablo tiene” y, por tanto, “ambicionar, poseer más de lo necesario y exponerlo públicamente al reconocimiento social, resulta comprometedor” (1998: 160).



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der y bienes materiales. Estas riquezas, como podemos leer en la literatura antropológica de la región, son efímeras y desaparecen no bien muere el hombre que haya llegado hacer el pacto con el diablo. En este caso, no obstante, el anciano rechaza la oferta con su humildad, con la presencia de la familia y la palabra en consenso, con el trabajo agrícola tradicional y, sobre todo, con lo católico, con el rosario y la invocación a Dios. No podemos pasar por alto que el suceso contrapone también la imagen del cerro y el pueblo, el primero donde habita el catrín y donde se produce la tentación, el segundo la seguridad y la normatividad interna representada en la familia. Voy a hacer referencia, de hecho, a otro fenómeno frecuente en el imaginario purépecha que también representa la tentación de la modernidad y que se desarrolla por igual en el cerro. Existen en gran parte de la región purépecha relatos que hablan de un fenómeno conocido como miringua. Las miringuas son estados de desconcierto que experimenta uno en el cerro, en su mayoría, aunque también sucede en el pueblo como para algunos casos que veremos en Sevina. El término miringu o miringua significa literalmente “el que engaña” (Sepúlveda, 1988: 61), y hace referencia a unos malos espíritus “que se manifiestan por un aire muy tenue” (Motte-Florac 2008: 502). Junto a los tsúmbatsï, “extravían a la gente en el monte y los vuelven temporalmente locos” (2008: 506)22. Sepúlveda los definía como “sobrenaturales malignos, disfrazados de hombres o mujeres, [que] matan a los jóvenes que se aventuran en parajes solitarios, arrojándolos a las barrancas o extraviándolos en el bosque” (1988: 61). En Sevina, en concreto, se dice que de repente “uno se desorienta, le da como un

22. De una apariencia que en Sevina no encontré, Hurtado Mendoza, habla de una figura común en la región, que entre otras formas (súmbasti, llorona o Naná-Kukú) se refieren a ellas como maringuas, que “habitan fuera de los pueblos, caminan flotando y parecen llevar una antorcha en las manos. Se teme mucho su encuentro y su visión aterroriza” (1986: 205). De hecho Motte-Florac, diferencia entre los mirí ua y los tsúmbatsï, que son “espíritus muy fríos que viven en las cuevas y se materializan en forma de luz, brasa, llama” (2008: 502). La identificación entre estas dos entidades es común, como en las comunidades lacustres (región del lago de Pátzcuaro), que según Argueta hablan directamente de miringua simbatsi (en Sepúlveda 1988: 61).

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aire” y se siente en un lugar extraño que no logra identificar, normalmente muy bonito, lleno de luces o en pueblo muy hermoso. Por tanto, podríamos decir que, en términos generales, las miringuas hacen referencia a un estado de desorientación que experimentan los purépechas normalmente en el campo o en el cerro. Las entidades productoras de este estado varían, siendo las más comunes algo conocido como espíritus o aires. La desorientación puede ser simplemente vacía, que te lleva a caminar hasta lugares peligrosos o, directamente, llegas a ellos atraído por la visión de unas luces o un pueblo especialmente bonito. Rosa María Nuño la describió en la comunidad de Cuanajo como “una fuerza, una energía de atracción capaz de trasladar a los cuanajeños, hacía dentro o hacía fuera de los confines de la cultura purépecha, dependiendo de su actitud o comportamiento” (2002: 132) La miringua puede representarse, como en Santa Fe de la Laguna, en forma de un neblina, un “encanto”, unos “silbidos” e, incluso, una “mujer que hipnotiza a las personas que caminan en medio de la calle” (Sánchez 2002: 104)23. En Sevina, la miringua o miringüa como también la pueden pronunciar en la comunidad, es una fuerza sobrehumana que con diversos artificios te confunde. Voy a poner dos ejemplos de miringua narrados por Luis Luna en una conversación el 11 de diciembre de 2005: Mi ‘apá venía por ahí por la calle Morelos. Venía de una fiesta, quién sabe dónde…pero venía de una fiesta. Venía tomado, pues, pero tampoco tan pasadito y en la esquina de ahí, de donde vive este Felipe Hernández, donde Mateo, quiso tirarse para arriba, pues, allí hacía la carretera, hacía el cerro, porque decía que veía el templo. Se lo agarraron ya, y lo sentaron en un troje que había más arribita. Y allí seguía, decía que la casa estaba para arriba. Dicen que le silbaban, sabe quién o qué sería. Pero así decía, que le silbaban.

23. En Charapan se presenta bajo forma de hombre y mujer que engaña a sus habitantes para ir fuera del pueblo, donde los lleva hasta barrancas o bosques espesos para desorientarlos (Velásquez 1947: 99). Barba de Piña Chan habló en Capácuaro de “perros gigantescos que suelen verse cuando se atraviesa el campo; se les llama miringuin, corretean a las gentes y hacen que se pierdan” (1995: 378). Según mi experiencia, en Sevina, estos perros son siempre la representación del diablo y provocan enfermedades —comúnmente conocidas en la región como sustos o espantos —, pero nunca el fenómeno de desorientación que producen las miringuas.



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Una vez, a otro, se dice, que venía con su carrito de Nahuatzen y con éste y todo se metió por el callejón del panteón. ¿Sabe? Ese callejoncito que está por arriba del panteón…el que va a dar a la barranca esa. Pues que decía que veía luces muy bonitas, así haciendo el camino. Hasta que yo creo que se quedó atorado ahí en la barranca, ¿no? Así dicen que le pasaba antes mucho a la gente, ahora ya no, ya casi no pasa, quién sabe porqué será.

En la comunidad de Cuanajo, describieron la miringua de la siguiente forma: “es como si usted va caminando y de pronto le tronaran los oídos, su mente cambiara y viese todo bonito: una calle, casas bonitas, edificios grandes, árboles frutales […] de todo” (Nuño 1996: 51). Es común en muchos de los pueblos, que se hable de que en su mayoría le suceda a gente en estado ebrio. Es la borrachera la que provoca el estado de confusión que te lleva a visualizar un pueblo normalmente bonito, iluminado y con casas grandes24. Al margen de las variaciones regionales, me interesa destacar de la miringua esta presencia de lugares idílicos y atractivos a los que te conduce. En otros lugares de la región suele suceder en pleno cerro, en Sevina, aunque las visiones siempre empujaban a los afectados hacía el cerro, éstas se producían en el contexto espacial del pueblo25. La miringua ofrece, por tanto, en una de sus versiones más extendidas, un pueblo moderno, un lugar bonito y atractivo al que no puedes dejar de dirigirte. En Sevina, Vicente Morales me narró una versión diferente sucedida a un conocido suyo, dicha persona, cuenta que regresando al pueblo “llegué aquí en la esquina y me agarró uno: ‘vamos,

24. La imagen de ciudades “muy iluminadas” que aparecen en los cerros, en este caso en las ruinas prehispánicas, es común en otros lugares de México, como en Yucatán (Gutiérrez 1992: 433) o en Oaxaca (Barabas 2005: 6) e incluso de los Andes, como sucede con la conocida Cueva del Diablo en Potosí (Absi/Cruz 2006: 7). En la comunidad purépecha de Patamban fue un japíngua el que empujó a un hombre hacia un edificio “entre los bosques de pinos y abetos” donde había “un jardín muy hermoso” con fieras y frutos de oro (Velásquez 1947: 91). 25. Algunos autores afirman que los espíritus como las miringuas o los tsúmbatsï no son entidades castigadoras, que a lo mucho, “actúan ‘por travesura’” (Motte-Florac 2008: 506). Comparto la idea de que no son entendidas como castigos en toda la dimensión católica de la palabra, aunque sí creo que fungen como sancionadores de una conducta social incorrecta, como el emborracharse, irse de fiesta y regresar tarde en la noche.

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que hay tomada’. ‘Allá hay una barranca, con una cantina, aquí escoge lo que quieras’, y lo jalaba, le empujaba para allá. Pero no quiso ir”. Esta historia se desarrolla dentro del pueblo, y el lugar hacía el que lo quiere dirigir el tentador es el mismo, la misma barranca, que el de las dos historias de la miringua descritas. Ahora bien, las consecuencias, como hemos podido ver, suelen ser fatales, pues corres el peligro normalmente de caer por una barranca —lugares donde habita el diablo (Muñoz 2009c)— e incluso perecer en el lugar26. Pitarch ha mostrado como casos similares entre los tzeltales de Cancuc, Chiapas, se manifiestan especialmente cuando el cuerpo se debilita, principalmente en las borracheras. Esas manifestaciones son la castellanización del comportamiento público. Dicha castellanización se encuentra, por ejemplo en la montaña ch’iibal donde residen las almas ch’ulel, un lugar donde éstas, “disponen de toda clase de mercancías industriales, las cuales se asocian obviamente con el mundo europeo: por ejemplo, de relojes, radios, cámaras fotográficas, máquinas de escribir, grabadoras, armas de fuego de gran potencia, aparatos para encontrar tesoros, televisiones, telégrafos, teléfonos, refrigeradores y, más recientemente, automóviles y helicópteros” (1996b: 192). Es el poder de atracción de lo moderno, de lo nuevo, “el halo fabuloso de la abundancia” (Pitarch 1996a: 110), representación de la otredad, de lo que no se es en el pueblo. Es la convivencia con ese otro mundo presente aunque casi inexistente. Las normas purépechas afirman que en Sevina no se debe conseguir riquezas en abundancia, que el trabajo de la milpa y la familia son lo que te lleva al prestigio social. Es sancionado el enriquecimiento fácil, así como los malos comportamientos (mujeres, poder, borracheras) y alabada la humildad, el trabajo y el orden interno. Pero tanto unos atributos como otros, están presentes en la cotidianidad sevinense. Resultan atractivos, se juega con su posesión y a la vez con su sanción. En cierta forma, se permite su presencia, aunque se regula su tenencia, su disfrute y su entrada en el orden comunitario. 26. Sánchez nos informa que en Santa Fe es común también que la miringua en forma de mujer se aparezca a los borrachos “que según dicen han visto como de pronto van corriendo como si siguieran a alguien y cuando acuerdan [sic] ya los encuentran muertos en el barranco” (2002: 104).



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Parece ser, por tanto, que al menos en Sevina, aunque presente, la modernidad es cosa de otros. Ellos no son modernos, son civilizados, como hemos visto. Concepto construido en base a argumentos diacrónicos y una estructura de progreso social relacionada con el catolicismo, con el ordenamiento territorial y normativo, con la adquisición en un determinado momento de elementos de la sociedad nacional que les eran necesarios y que, ante todo, significa dejar atrás estados de atraso. La modernidad actual, tal cual como se puede entender en la sociedad mestiza y en el mundo occidental, es algo que existe, con lo que conviven, que incluso aceptan, pero que ordenan y controlan con códigos internos. Es lo que Sahlins ha denominado la “domesticación indígena de la modernidad” o la “indigenización de la modernidad”: “las externalidades son indigenizadas, convertidas a configuraciones locales, y llegan a ser diferentes de lo que fueron” (2001: 314). Estos códigos son representados en otro contexto ajeno al comunitario, un contexto de sucesos extraños y peligrosos, un mundo con el que se coexiste, aunque no se sienta como propio.

Conclusiones Ha sido común en la antropología —así como en los observadores ocasionales— sorprenderse de la aparente contradicción de la que hacen gala las sociedades indígenas ante los retos de la modernidad. De hecho ha sido motivo de cuestionamientos propios de la disciplina y tema de análisis en escuelas y tendencias a lo largo, principalmente, de los últimos cuarenta años. Es probable que ello tenga que ver con la imagen que existe —y en cuya creación tenemos los antropólogos una gran culpa— de las sociedades indígenas como sociedades tradicionales, donde el conservadurismo y la apatía ante nuestro mundo occidental son su seña de identidad. Es tradicional aquello que en la comunidad consideran como tal. He querido huir aquí de la identificación usual entre tradición e indígena. No simplemente algo por ser indígena es tradicional, como tampoco, algo que es considerado por la comunidad tradicional es, necesariamente, conservador. Lo tradicional, como he intentado reflejar en este trabajo, puede ser signo de adelanto, sobre todo si se compara con un pasado de atraso.

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Espero haber establecido ciertas limitaciones a estas preconcepciones. He mostrado cómo los purépechas, al menos los habitantes de la comunidad de Sevina, en primer lugar, sí tienen una imagen de ellos mismos como de una sociedad para nada atrasada. Sienten que han alcanzado un estado de civilización que en nada se parece a su pasado. Han superado momentos de salvajismo para conseguir logros que consideran enormemente adelantados: ordenamiento territorial y normativo, sistema de valores (católico) correcto y justo, avances sociales (alfabetización y castellanización), así como en materia de infraestructura e, incluso, económicos (eso que llaman desarrollo). No se consideran modernos como tal, pero defienden sus avances, su estado actual de no atraso. Esa idea de modernidad que ellos no parecen aplicarse, sí está, no obstante, presente. Existe una clara atracción hacía lo moderno, con lo que se juega en el imaginario local. Ocupa espacios que son terreno de la sanción moral y se representa en estados de confusión y peligrosidad más allá del mundo controlado. Pero está. La modernidad aparece y se regula para adquirirla progresivamente. Se acepta en la medida en que no sobrepase el orden interno. Como nos dice Pedro Pitarch para el caso de los tzeltales de Cancuc: Pero tras el “contraste” que produce la emulación se descubre también la necesidad del “contacto”: un impulso de comunicación con el mundo hispano, una actitud por convertirse, así sea transitoriamente, en uno de ellos y tal vez de esta manera forzar una relación si no de genuino intercambio al menos de un cierto trato en el que el efecto de mimesis sirva de salvoconducto con el mundo mexicano (1996b: 200).

Los sevinenses tampoco tienen inconveniente en adquirir externalidades en la medida en que le sean de provecho en un determinado momento. Así vimos que sucedió en su momento con el castellano (y la escolarización), que hoy en día han sido interiorizadas por el grupo como parte de su ser moderno-civilizados. De hecho, el castellano es la representación hoy en día de la comunidad indígena, pues fue mediante el mismo como se consiguió la restitución de las tierras comunales. Y, aunque la mayor parte de la comunidad se lamenta de haber perdido el purépecha como lengua y no ser bilingües, ninguno se arrepiente de su condición de castellano hablantes.



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Y algo parecido sucede en la actualidad con determinados elementos de la modernidad. Al mismo tiempo que se sanciona, como hemos visto, la acumulación de la riqueza o el trabajo fuera del campo, ciertos miembros han cedido sus tierras para dedicarse a ser profesionistas. Los mismos que han puesto, por primera vez, antenas de televisión por satélite en sus casas. Un cierto nivel de aceptación se produce progresivamente, pues no son rechazados por la comunidad, más bien todo lo contrario, pues estas personas han ocupado los principales cargos de la misma durante la última década. Supongo que en el futuro, cuando el sevinense observe con perspectiva el presente actual, hablará también de un proceso más de consolidación de la civilización. Una adaptación más a lo que vino desde fuera y que, una vez dentro, les ayudó a salir de un cierto atraso que había que superar. Bibliografía Abercrombie, Thomas A. (1998): Pathways of Memory and Power. Ethnography and History Among on Andean People. Wisconsin: The University of Wisconsis Press. Absi, Pascale/Cruz, Pablo (2006): “La puerta de la wak’a de Potosí se abrió al infierno. La quebrada de San Bartolomé”, en Anuario de Estudios Bolivianos, Archivísticos y Bibliográficos. nº 12, pp. 3-40. Aguirre Beltrán, Gonzalo. 1952. Problemas de la población indígena de la cuenca del Tepalcatepec. México: INI. Allen, Catherine J. (1994): “Time, place and narrative in an andean community”, en Bulletin Société Suisse des Américanistes, nº. 5758, pp. 89-95. Báez-Jorge, Félix (2002): “Los avatares del Diablo (La demonología sincrética en los imaginarios simbólicos mesoamericanos y andinos)”, en La Palabra y el Hombre nº 123, pp. 55-72. Barabas, Alicia, et al. (2005): La cueva del Diablo. Creencias y rituales de ayer y hoy entre los zapotecos de Mitla. Oaxaca/México: INAH. Barba de Piña Chan, Beatriz (1995): “Apuntes no sistematizados para un estudio de la curandería mágica en Michoacán”, en Isabel Lagarriga (coord.), Primer anuario de la Dirección de Etnología y Antropología Social. México: INAH, pp. 373-391. Bartra, Roger (1996): El salvaje en el espejo. Barcelona: Destino. — (1997): El salvaje artificial. Barcelona: Destino.

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La integración de objetos modernos en algunos rituales de la Mixe Alta del estado de Oaxaca. Complementariedad, substitución y domesticación1 Perig Pitrou Laboratoire d’Anthropologie Sociale (Collège de France/École de Hautes Études en Sciences Sociales)/Centre d’Études Mexicaines et Centraméricaines (CEMCA)

Antes de presentar algunos elementos etnográficos sobre la Mixe Alta, y con el fin de guiar mi propósito, me gustaría hacer unas observaciones relativas a las nociones de modernidad y modernización. La dimensión temporal de la noción de modernidad suscita un cuestionamiento permanente cuando se trata de situar su comienzo. ¿A partir de cuándo se puede afirmar que una comunidad india ha entrado en la modernidad? ¿A partir del momento en que llegaron los españoles? ¿O desde que lo hizo la carretera/la electricidad/Internet, etc.? Tras las distintas respuestas aportadas a tales preguntas se manifiestan distintas concepciones de la modernidad cada una de ellas más o menos legítimas. La modernización se presenta así como un proceso temporal que exige una mirada diacrónica por parte de aquel que la analiza. Ahora bien, esa atención hacia la aparición sucesiva de nuevos elementos no debe hacernos olvidar que éstos pueden a su vez darse juntos en un momento determinado. Como apunta juiciosamente Bruno Latour, un mismo hombre puede estar utilizando una invención tan reciente como una perforadora y, al mismo tiempo, estar clavando un clavo con un martillo, es decir, utilizando una técnica humana que data de la Prehistoria. Ya sabemos que Latour (1991: 101 ss.) emplea esta imagen para afirmar que jamás hemos sido modernos. Mi objeto aquí no es defender —ni atacar— esta tesis, sino retener la lección de este autor sobre la importancia de los objetos y las técnicas cuando se emprende

1. Traducido por José M. Ruiz Funes-Torres.

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el estudio de los fenómenos humanos. En vez de abordar la modernidad de una manera abstracta, parece más fecundo fijarse en la utilización real de los objetos exógenos en una comunidad indígena y en las distintas implicaciones que esto pueda tener. Al hablar de objetos, no hago sólo referencia a la materialidad de ciertos artefactos, sino también al hecho de que un objeto es siempre indisociable de unas técnicas precisas de fabricación y utilización. Este estudio no se va a ocupar de la aparición de esos objetos o técnicas que, como las carreteras, la electricidad o Internet, han cambiado de manera evidente las prácticas y las representaciones. Al proponer una reflexión sobre “la domesticación de la modernidad” este texto no invita a preguntarse sobre la manera en que la organización occidental se ha impuesto en los territorios indios. Se trata, al contrario, de interrogarse acerca de un movimiento, en cierta manera simétrico, por el que ciertos elementos de la modernidad son integrados en un sistema tradicional de prácticas y representaciones. Por definición, semejante integración modifica o transforma cualquier situación tradicional inicial. Sin embargo, al hablar de domesticación se quiere resaltar que esta modificación se efectúa en parte según lógicas propias del mundo indio. La dificultad estriba entonces en poder distinguir claramente los casos en los que se da semejante proceso de domesticación de aquellos otros en los que —pese a una aparente neutralidad— la utilización de objetos modernos modifica los sistemas de referencia indios. Para realizar este análisis me apoyaré en un trabajo de campo de casi dos años realizado principalmente en el municipio mixe de Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca, a lo largo de diferentes estancias entre 2005 y 20092. Este municipio presenta una doble morfología social. La cabecera, donde viven varios miles de habitantes, está bien conectada con la ciudad de Oaxaca por medio de carreteras en las que circulan autobuses y taxis colectivos. En este centro se dispone de los principales servicios, es decir, agua, electricidad y telecomunicaciones. Se sigue practicando la agricultura, pues la mayor parte de las familias poseen tierras en las que cultivan maíz, pero la actividad económica se completa con el comercio y el trabajo asalariado, generado por la presencia de un número importante de centros de enseñanza. La emigración

2. Para una información más amplia sobre la zona mixe, véase Torres 2003 y 2004.



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también aporta dinero a algunas familias. En cuanto uno se aleja un poco del centro, a veces en apenas unas decenas de minutos de marcha a pie, la morfología se transforma y el nivel de integración es mucho más débil. Aun así, en las zonas más alejadas aparecen por capilaridad artefactos y técnicas modernos. Este proceso, intensificado desde hace unas décadas, no impide que la actividad ritual de las familias y los gobernantes siga siendo muy importante. Se puede incluso sostener que, al igual que el potlach en la costa noroeste de América del Norte, que conoció un nuevo desarrollo debido a la introducción de nuevos capitales, la integración de las comunidades mixes en un espacio económico más amplio estimula una actividad ritual a menudo muy costosa. Sea como sea, los habitantes de Tlahuitoltepec organizan muy regularmente recorridos rituales en los que se sacrifican aves en la cima de la montaña antes de compartir varias comidas rituales. Dichas ceremonias, realizadas para favorecer la prosperidad y alejar el infortunio, son realizadas tanto por los particulares como por las autoridades del pueblo que, siguiendo el sistema de usos y costumbres, son designadas cada año para ejercer un determinado cargo por rotación. Apoyándome en parte en estos recorridos rituales, me gustaría proponer una reflexión sobre la manera en que los elementos modernos se integran en la ritualidad indígena. Más en concreto, mediante el examen del uso de ciertos objetos en los ritos políticos pretendo explicitar en qué medida cabe considerar que nos encontramos ante un proceso de domesticación de la modernidad. Pero antes de abordar esta cuestión, parece pertinente mostrar cómo, en comparación, la integración de ciertos objetos o técnicas modernas en un rito lleva a la disolución de la coherencia simbólica con la que está asociado.

1. Lo mismo y lo otro: la complementariedad y la disolución Para estudiar la integración de objetos en las prácticas tradicionales me parece interesante utilizar una de las distinciones clásicas de la microeconomía. Buscando una formalización de las opciones “racionales” de consumo, dicha rama de la economía suele distinguir los bienes complementarios de los bienes de substitución. Dos bienes son

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complementarios cuando el aumento del consumo de uno (por ejemplo el automóvil) va acompañado del aumento del consumo del otro (por ejemplo la gasolina). Al contrario, el consumo de dos bienes llamados de substitución (como pueden ser el té y el café) aumenta en la proporción inversa: una persona que consuma más café en el desayuno consumirá necesariamente menos té. Considerada globalmente, y aunque la pretensión de desvelar la “racionalidad” del consumidor sea poco pertinente en antropología, esta distinción puede resultar útil para describir algunos hechos etnográficos, incluidos aquellos en los que aparecen hábitos alejados del modelo occidental. Así, si continuamos con el ejemplo de las bebidas, es interesante constatar que, durante las comidas rituales posteriores a los sacrificios, se da una lógica de complementariedad que puede resultar sorprendente tanto para las certezas del estrecho espíritu microeconómico como para el estómago del etnólogo. En estos banquetes, las bebidas modernas no sólo no han eliminado las bebidas tradicionales, sino que conviven con ellas, siendo corriente servir en una misma comida tepache (pulque fermentado), mezcal, café, cerveza y refrescos industriales. El reparto de bebidas alcohólicas que acompaña a ciertas actividades rituales es un buen ejemplo de aquellas situaciones en las que los elementos de la modernidad se integran en prácticas preexistentes. Si se considera el trío formado por el pulque (bebida prehispánica), el mezcal (bebida colonial) y la cerveza (bebida contemporánea), parece claro que, a pesar de sus características comunes —los tres son alcoholes—, la presencia de uno de ellos no excluye a los otros. Aunque, desde una perspectiva diacrónica, los usos puedan cambiar, sincrónicamente estamos ante una co-presencia de bienes que supone una integración de elementos de la modernidad en el seno de prácticas tradicionales. En nuestro caso parece funcionar una lógica de extensión del contenido de la categoría “bebida” que, al menos en un primer momento, no provoca substituciones. Este mismo tipo de fenómeno puede ser observado en la confección de los altares que se erigen en los hogares o sobre las tumbas con motivo del Día de los Muertos. Según una costumbre bastante extendida en Mesoamérica, estos altares se decoran con las flores que los mixes llaman makpijxy, es decir los cempoalxochtil. De color amarillo anaranjado, la Tagetes erecta y la Tagetes patula sirven de ofrenda a los muertos, que consumen su aroma. Además de estas flores, en la mayor



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parte de los altares se disponen frutas como las naranjas, las mandarinas o los plátanos, que dan una cierta continuidad cromática. Lo que aquí nos interesa es señalar cómo la elección de los objetos manufacturados utilizados en estos altares responde a la misma lógica: los caramelos y demás golosinas que se utilizan son en mayor parte de color amarillo anaranjado. Aparte de este parecido cromático, los elementos del depósito son casi exclusivamente alimentos dulces y, en cualquier caso, no picantes. Tenemos aquí un caso ejemplar de presencia de elementos modernos que obedece a una lógica de la complementariedad según la cual los objetos recientes no desplazan a los más antiguos. Se puede casi afirmar, al contrario, que la presencia simultánea de objetos procedentes de estratos históricos diferentes busca producir un efecto de amplificación y de abundancia con el que se pretende contentar a los muertos. A pesar de sus diferencias de forma o de origen, los componentes de los altares son elegidos en función de una similitud tanto cromática como gustativa, y se les subsume en la categoría más general de “ofrenda”. Se dan en cambio otras situaciones donde el parecido morfológico entre los objetos produce una substitución. Esto es así en el uso de objetos de plástico o cartón, materias sintéticas que, como en cualquier otra parte del mundo, tienden a remplazar a los utensilios y objetos de fabricación artesanal. Si atendemos a este nuevo tipo de relación, se puede demostrar que objetos que cumplen la misma función pueden modificar de manera considerable un universo simbólico. A diferencia de la complementariedad mencionada anteriormente, que en cierto modo preserva la tradición, me gustaría evocar dos casos en los que la substitución produce un alejamiento de las prácticas tradicionales en apariencia imperceptible pero cuyas consecuencias no son por ello menos importantes. En los recorridos rituales organizados en ámbitos tan distintos como la agricultura, la política o la medicina, los habitantes de Tlahuitoltepec tienen por costumbre consultar a un especialista, el xemapie (“contador de los días”), el cual prescribe ofrendas contadas que, por lo general, deben presentarse en la cima de una montaña3. Estipulando el número de animales que habrá que sacrificar, el xemapie fija tam-

3. Sobre la noción de ofrenda contada, véase Dehouve 2001 y 2007.

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bién una cantidad precisa de xaxty, unas como tiras o gusanos hechos de pasta de maíz que los participantes deben elaborar. La lista puede ser la siguiente: dos haces de 113 xaxty, 2 haces de 93 xaxty, 2 haces de 73 xaxty, etc. La elaboración, el recuento y la distribución de estas tiras suelen ser realizadas por las mujeres. Una vez que han preparado 5 tiras las juntan; luego componen paquetes de 20 reuniendo 4 de estos haces de 5; para terminar, se reúnen estos haces de 20 con otros compuestos de 3 o 13 elementos hasta alcanzar las cifras prescritas. Así, un haz de 113 se compone de 5 paquetes de 20 xaxty a los que se añade un paquete de 13. Tras envolver cada uno de los haces en una hoja de hierbasanta, se los cuece en el comal y se colocan en una caja de cartón o una bolsa de plástico sobre los que se verterá la sangre de los animales sacrificados, primero en el espacio doméstico y después en la cima de la montaña. El empleo de materiales sintéticos, aunque relativamente reciente, ha acabado por generalizarse. En el pasado, los xaxty —y los otros elementos del depósito ritual— se colocaban dentro de ollas de barro. No es complicado restituir la lógica de substitución que genera esta modificación. Funcionalmente, el cartón o el plástico sirven para lo mismo que las ollas y permiten procurarse recipientes fácilmente y a bajo coste. Desde este punto de vista se podría considerar que la substitución es neutra, e incluso sostener que favorece la perpetuación de un rito tradicional al facilitar ciertas condiciones materiales. Sin embargo, un análisis atento demuestra que dicha substitución conlleva en realidad una descomposición más bien importante de la coherencia ritual. El objetivo del recorrido ritual es establecer una comunicación con entidades no humanas —en particular con el yïkjujyky’äjtpï (“Aquel que hace vivir”)— para que hagan un servicio como, por ejemplo, favorecer el crecimiento del maíz. El establecimiento de esta relación contractual implica no sólo que se rinda el respeto debido a los interlocutores no humanos, sino además que las actividades que éstos vayan a ejecutar sean compensadas energéticamente (véase Pitrou 2010). Éste es el motivo por el que se lleva a la cima de la montaña el wïntsë’ëjk’ii’ny (“el recipiente del respeto”), que simboliza el respeto debido y es, al mismo tiempo, el continente preciso en el que se transmite una ofrenda alimentaria. Con el mismo término se designa la comida ritual que los humanos comparten tras el sacrificio. Parece evidente, pues, que la lógica profunda de todo este proceso des-



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cansa sobre la elaboración de una comida que es llevada a la cumbre de la montaña. En un rito para la siembra, por ejemplo, el discurso que acompaña al sacrificio deja pocas dudas sobre esta dimensión culinaria del depósito ritual: mëjts et mëjts näxwii’nït tu extensión tu superficie de la tierra ïyjyxam ëëts hoy nosotros npïktä’äky n’ëjyxytä’äky lo llevamos lo ponemos en evidencia ja mwïntsë’ëjk’ii’ny el/tu recipiente del respeto (= tu ofrenda) yä’ät ja mnëëj yä’ät ja mpä’äk ésta es tu agua éste es tu dulce (= tu tepache) yä’ät ja mkaaky ésta es tu tortilla yä’ät ja mtojkx éste es tu caldo Existen otras muchas pruebas de que el depósito ritual consiste en parte en la realización de una ofrenda alimentaria (véase Graulich/Olivier 2004) que se inscribe en el marco de un intercambio de servicios entre los humanos y los no humanos. Desde este punto de vista se entienden mejor cuáles pueden ser las consecuencias en el ámbito simbólico de la reciente introducción del cartón o del plástico. Si estos artefactos industriales ejercen la misma función que las ollas artesanales, la substitución tiende no obstante a desdibujar ciertas connotaciones relacionadas con la actividad culinaria o de alfarería a la que están asociadas las ollas. Aun cuando se realice en las mismas condiciones, una parte del sentido del recorrido ritual desaparece progresivamente. La utilización del utensilio de la modernidad puede ser interpretada, pues, de dos maneras. Por un lado, atestigua que la ritualidad india es capaz de integrar elementos exógenos, lo que es signo de una cierta continuidad. Mas por el otro, la identidad —o similitud— funcional, que lleva a considerar implícitamente que una olla y una caja de cartón son lo mismo, produce una especie de reducción con la que desaparecen, de manera imperceptible a veces, elementos del sentido. Otro ejemplo me permitirá ilustrar este proceso mediante el análisis de un detalle a primera vista insignificante. Se refiere a la preparación de los xaxty de los que se hablaba más arriba. Participando en la

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elaboración de estos gusanitos de pasta de maíz, he podido observar dos procedimientos de fabricación. Las mujeres de mayor edad colocan una bolita de masa en el hueco de una mano y, con el dedo índice de la otra, la trabajan en un sentido y luego en el otro hasta darle la forma de un gusano de unos ocho centímetros. Las mujeres más jóvenes, en cambio, parecen haberse acostumbrado a utilizar un objeto de la modernidad que ha irrumpido en todos los hogares en las últimas décadas; nos referimos a la mesa. Así, en vez de colocar la bolita de maíz en la mano, la posan en la mesa y obtienen la forma requerida mediante movimientos repetidos ejecutados con la palma de la mano. En un primer momento se puede afirmar que ambas operaciones son semejantes, pues los resultados obtenidos son totalmente idénticos. Sin embargo, esto no es ni mucho menos así. Aunque no dé lugar a una reflexión específica, la utilización de la mesa modifica profundamente la naturaleza de la operación asociada a la preparación de estos objetos rituales. Para darse cuenta de ello, conviene precisar que el término xaxty proviene de la substantivación del verbo xaxt (“frotar”), por lo que describe el resultado de esta acción, algo así como “lo frotado”. Así pues, estos elementos del depósito ritual llevan el nombre de un proceso, como se dice de un asado o de un gratinado. El frotamiento del que se habla aquí corresponde al gesto específico de las dos manos cuando utilizan el molinillo con el que se hace espumar el cacao. De la misma manera, el tepache mezclado con cacao que se sirve en las comidas rituales es llamado winxaxty, en referencia a ese gesto de frotamiento que las dos manos efectúan en su preparación. Existe, pues, una continuidad semántica, gestual y simbólica entre las tiras de maíz y esta bebida, y ambos se presentan como la reificación del mismo movimiento de frotamiento y rotación que se asocia con la doble idea de una creación de forma y de una revitalización4. El método consistente en modelar las tiras de maíz sobre la mesa viene a romper precisamente esta continuidad, aun cuando parezca no haber variación alguna si se atiende sólo al resultado. La substitución de un elemento tradicional por una técnica y/o un objeto más modernos resulta ser, pues, ambivalente. Por un lado, esto

4. Sobre otro ejemplo de la importancia de este movimiento de rotación en la India, ver Mahias 2002.



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es el signo de la innegable capacidad de adaptación que demuestra la organización ritual. Pero la pérdida de coherencia de dicha organización en relación con esta substitución nos invita a preguntarnos si la integración de elementos modernos no va acompañada igualmente de un debilitamiento de lo que se podría llamar la “densidad simbólica”. Desde esta perspectiva, habría que reservar tal vez el término de domesticación de la modernidad para aquellas situaciones en las que los elementos de la modernidad son utilizados en función de un proyecto más o menos consciente. Habría que sugerir al menos que esta domesticación corresponde a situaciones en las que, en vez de romper la coherencia simbólica india, la utilización de dichos elementos aparece parcialmente determinada, o incluso sobredeterminada, por ella. Vamos a explorar esta pista interesándonos por el modo en que este tipo de proceso puede darse en el ámbito político.

2. La domesticación de elementos modernos en los ritos políticos A diferencia de los casos de substitución evocados hasta ahora y referidos a diversos objetos utilizados en tanto que instrumentos, los trayectos rituales relacionados con la política presentan a veces situaciones en las que ciertos objetos modernos se sitúan en el centro del dispositivo ritual. El sistema político de Tlahuitoltepec se rige por la ley de “usos y costumbres”, que autoriza a ciertas comunidades indígenas a dotarse de representantes según los modos de designación tradicionales. En la ocurrencia, todos los años, en verano, se reúne una asamblea general en el pueblo con el fin de elegir a las autoridades del año siguiente. Cada una de estas autoridades, desde el topil (policía) al alcalde, efectúa así un servicio comunitario voluntario durante un año (tres si se trata de autoridades de bienes comunales) antes de ser remplazado el primero de enero durante una ceremonia celebrada en la plaza del pueblo. Dicha ceremonia reúne, pues, a las autoridades entrantes y salientes para instituir públicamente la transmisión del poder. Como es sabido, el sistema de cargos y ceremonias que organizan estas transiciones manifiesta un profundo sincretismo entre las representaciones autóctonas del

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poder y la jerarquía española establecida desde la época colonial. Este fenómeno ha dado lugar a una importante literatura científica y, sin entrar en detalle en la cuestión (para ello, véase Dehouve 2006, Chance y Taylor 1985), nos contentaremos con reflexionar acerca de una novedad introducida por los habitantes de Tlahuitoltepec que tiene que ver con la transmisión de la bandera mexicana que se efectúa al principio de la ceremonia. Desde hace varios años, este acto de transmisión ha sido duplicado con la introducción de una ceremonia de transmisión de la bandera mixe, creada para esta ocasión5. La existencia de las autoridades de bienes comunales, que vienen a ser una especie de jerarquía paralela a la del cabildo, ha debido contribuir a la introducción de esta novedad. Si se retoma ahora la distinción establecida anteriormente, este fenómeno responde a una lógica de complementariedad, puesto que la introducción de una nueva bandera no conlleva la desaparición de la anterior. A diferencia del caso de las bebidas o de los altares, aquí no es tanto el elemento moderno el que viene a añadirse a un elemento tradicional, sino que ocurre más bien lo contrario. Desde cierto punto de vista, estamos ante un caso de imitación de la manera de hacer occidental que podría ser interpretado como una imposición de códigos exógenos. Pero hay que reconocer que, al mismo tiempo, el deseo de imitación —el querer hacer “lo mismo”— responde también a una reivindicación en la que los miembros de la comunidad afirman la defensa de su identidad y su territorio. Más allá del mimetismo que implica, esta duplicación escenifica el marcaje de una diferencia entre un “ellos” y un “nosotros”. Al transmitir la bandera a su sucesor, el presidente saliente declara: pujxtï käjptï [ustedes] metales pueblos6 (= habitantes del pueblo) xäm x’ejxtï ahora lo ven xäm xnïjäwïtï ahora lo sienten ( = son testigos) ku ëëts xam n’axäjï que nosotros ahora lo agarramos

5. Para el análisis de un fenómeno similar, véase Molinier y Galinier. 6 Para designar el pueblo se utiliza el difracismo nääx, käjp “tierra, pueblo”; y también, pujx, käjp “metal, pueblo”, con referencia a la campana.



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ja nëwempït jää’y7 ja y’ejxpajt de la gente de México el/su símbolo (= la bandera mexicana) Por su parte, el representante de las autoridades de bienes comunales, al identificar la bandera que transmite con el pueblo ayuujk (mixe), señala su vínculo con el entorno natural y el territorio que aquélla representa: meets pujxtï käjptï [ustedes] metales pueblos (= habitantes del pueblo) xäm x’ejxtï ahora lo ven xäm xnïjäwïtï ahora lo sienten ( = son testigos) miti’pï ëëts xäm nkë’yäjknïp que nosotros ahora lo entregamos yä’ät ja ayuujk jaa’y ejxpajt este el símbolo (= la bandera) de la gente mixe miti’pï el que ja ääy ja nëëj ja ujts ja tsäj la hoja el agua la planta la piedra nyïtanaapy representa Cabe concluir que la duplicación de un símbolo occidental no responde sólo a una imitación de los marcos occidentales, puesto que va acompañada de una reivindicación cultural y territorial de la que la bandera es uno de los elementos. Se puede ir más lejos aún y señalar que la utilización de las banderas —la mixe y la mexicana— no se explica únicamente a partir de los códigos simbólicos occidentales. En efecto, estos objetos no son sólo símbolos pues, al igual que los bastones de mando, las llaves o el sello del pueblo, poseen un valor y una eficacia que dependen completamente de la concepción autóctona del poder. Y es que no estamos ante simples representaciones del poder, sino ante objetos que, según una lógica de tipo metonímico, son los verdaderos soportes de una fuerza que se transmite a sus poseedores

7. En mixe, la Ciudad de México se designa con el topónimo nëwemp (nëëj “agua”, wemp “delante”), “delante el agua”, que se refiere al carácter lacustre de la antigua México-Tenochtitlán. En consecuencia, nëwempït jää’y (ït gentilicio; jää’y “persona”) designa a los de aquella ciudad.

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cuando los toman en sus manos. Tal y como la conciben los indios mixes, la fuerza es una materia sometida a procesos de interiorización y exteriorización que circula y se fija en los cuerpos de manera más o menos durable. La valorización de algunos objetos en la esfera política es la prueba de que ciertos artefactos también pueden verse sometidos a estos modos de circulación y fijación. Esto explica por ejemplo que los mayores (los tenientes de la policía), al hablar de la llave de la prisión que les es transmitida cuando entran en servicio, digan de ella en un discurso ritual: la llave “nos hace fuertes” (nmëjk’ajytypy). Aunque las banderas, las llaves o el sello del pueblo, transmitidos durante la ceremonia del cambio de autoridad, sean objetos modernos, parece claro también que su utilización depende de una ontología indígena. Esto explica a su vez que estas ceremonias de transmisión sean completadas con ritos menos exotéricos durante los que se produce una transmisión de fuerza gracias a la cual parece como si objetos fueran recargados. Así, en los recorridos rituales vinculados con el cambio de autoridades, se puede observar que dichos objetos reciben tratamientos específicos por parte de los responsables políticos. Al principio del año, las autoridades entrantes tienen que reforzarlos, para lo que recurren sobre todo al sacrificio. De manera simétrica, las autoridades salientes deben proceder a una especie de purificación de dichos objetos para que la fuerza pueda fijarse de nuevo en ellos sin problemas. Durante un sacrificio en la cima de la montaña que he podido observar, el asistente del alcalde saca el sello del bolsillo y, evitando mancillarlo, lo acerca al cuello del animal del que brota sangre mientras dice: yä’ät ja jëën yä’ät ja tëjk éste el hogar ésta la casa (= la alcaldía) määj ëëts tëëj nkajypyxy en la que ya hemos hablado määj ëëts tëëj nxi’iky en la que ya hemos reído (= donde hemos cumplido nuestro servicio juntos) mëët yä’ät ja nsello con éste nuestro sello määj yä’ät ja xëëw cuando éste el día määj yä’ät ja po’ tyïkatsy cuando éste el mes cambia (= al cambiar el año) tmee’kyxyï dios yä’ät que el dios lo perdone [= los errores cometidos]



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En este contexto, el sello es un simple tampón y la caja metálica que contiene la almohadilla con la tinta, es decir, un objeto moderno en dos sentidos complementarios: materialmente, porque ha sido fabricado industrialmente; y, según una modalidad temporal distinta, simbólicamente, pues remite a una simbología del poder fundamentada en el valor de lo escrito que los españoles introdujeron en los territorios indios. Me parece no obstante que es posible hablar en este caso de una domesticación de la modernidad, y ello en la medida en que semejante artefacto parece integrarse perfectamente en un dispositivo ritual y en una ontología autóctona.

La fiesta de la llave Encontramos otro ejemplo de domesticación en la “fiesta de la llave”, organizada por los mayores y los topiles (policías), que son nombrados durante un año para ejercer cargos con funciones a la vez policiales y judiciales. La fiesta sirve para pedir la protección del yïkjujyky’äjtpï (“Aquel que hace vivir”) y suele celebrarse unos meses después de que los policías hayan comenzado su servicio, una vez que se han encontrado ante situaciones violentas que les han obligado a encerrar a delincuentes en la cárcel del pueblo. El objetivo de la ceremonia es, pues, el pacificar las situaciones de conflicto y precaverse contra las posibles consecuencias nefastas de la intervención policial. Los participantes en este proceso ritual solicitan en realidad la “apertura del camino”, esto es, que no surjan obstáculos como los accidentes, las heridas o la enfermedad hasta el final del servicio. Para designar esta acción se emplea el término mixe awä’äts’äjtïn, “el estar abierto” o “la abertura”. Morfológicamente, este substantivo está compuesto de: ääw, “boca” o también “enfrente”; wä’äts, que designa sobre todo el hecho de ser “limpio” o “puro”; äjtïn es un verbo de estado. Literalmente awä’äts’äjtïn puede ser traducido entonces como “la limpieza o la pureza de lo que está delante”, lo que apunta a la ausencia de obstáculos o de adversidad, metáfora de uso corriente en Mesoamérica cuando se pide que se nos libre de todo infortunio. De esta manera, cuando empieza a ejercer el cargo, el alcalde procede a una serie de sacrificios en la alcaldía durante los que declara:

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mejts jëën mejts tëjk nayïtë’n x’ijyxy xmatëy ïjyxyäm ëëts yä’ät ja awä’äts’äjtïn n’amïtëy yä’ät ja ëy’äjtïn ja mëjk’äjtïn

tu fuego tu casa (= palacio municipal) lo ves lo escuchas también ahora nosotros esta abertura la pedimos [y] el bienestar [y] la fuerza

Lo importante para nosotros es que el término awä’äts se utiliza también para designar una “llave” conforme a su virtud aperitiva. Así, al hablar como lo hacen los participantes de una “fiesta de la llave” nos encontramos, a la hora de traducir, con un proceso de desmetaforización según el cual una idea abstracta viene a encarnarse en un objeto material. Y este fenómeno no se produce únicamente desde un punto de vista semántico, puesto que todo el recorrido ritual se organiza alrededor de la presencia real de las llaves de la cárcel8. Durante el sacrificio realizado en la cima de la montaña, el primer mayor señala de manera explícita que el rito se efectúa por la llave: ëëts n’awääjts’u’nk mkukäjpxtä’äky mkunuu’kxtä’äky

nosotros nuestra tierna llave rezamos por ella [a ti] nosotros pedimos por ella

Las peticiones formuladas en la cumbre buscan proteger o reforzar la llave y, a través de ella, a los policías que la utilizan, según una lógica de tipo metonímico. La llave es lo que “hace fuerte”, como ya se ha dicho, y ésta es la fuerza que se utiliza cuando los policías intervienen. En el contexto de enunciación, que recordemos se realiza en la cumbre de la montaña, la llave es un intermediario entre los policías y los prisioneros: como se considera que es ella la que tiene el poder de encerrarlos, se le tiene que dar un tratamiento que la refuerce.

8. Este proceso es en cierta manera parecido a aquél explicado por Durkheim a propósito de los emblemas utilizados por los aborígenes australianos, y según el cual estos objetos son materializaciones de la “vida social”. Véase Les Formes élémentaires de la vie religieuse.



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yä’ät yë awääjts’unk esta la tierna llave esta ïjyxyäm ëëts ntapääty hoy la tocamos con ella nta’ijyxy la vemos con ella yë’ tun’ääw ésta, la boca de la colina yë’ kojpk’ääw ésta, la boca de la montaña yë’ ëëts jatë’n ésta con la que nosotros así nmïkutunk’ajytypy cumplimos nuestro servicio yë’ ëëts jatë’n ésta con la que nosotros así nkonajyxypy pasamos llevándola nkontëjkïp entramos llevándola wïnsamään wïnsamään semana tras semana yë’ ëëts jatë’n nmëjk’ajytypy ésta así nos hace fuertes ku ëëts ja jää’y ntsumy cuando a las personas atamos ku ëëts ja jää’y n’akäppï cuando a las personas encerramos Esta manera de delegar la agentividad en un artefacto corresponde perfectamente con la intención general de este discurso que, para los participantes, no es otra sino la de disculparse de toda violencia que pudiera ser cometida durante el servicio. Insistiendo en el hecho de que se reza por la llave y que es ella la que sirve para encerrar a los prisioneros, el que esto enuncia busca desembarazarse de una situación agónica. Las peticiones dirigidas al yïkjujyky’äjtpï intentan en cierta manera validar y garantizar esa irresponsabilidad mostrando que los policías no son responsables de la violencia y que no hacen más que responder a la de aquellos que han de ir a la cárcel. El que sea necesario recurrir a la operación sacrificial demuestra que nos encontramos ante una concepción completamente autóctona del poder y la justicia, según la cual la esfera de la justicia humana está estrechamente ligada con la intervención de “Aquel que hace vivir”. Ésta puede ser comparada con la de un juez que, desde una posición superior, debe disculpar a los mayores por las acciones violentas que puedan cometer. Gracias a su intervención se introduce un elemento de terceidad en una situación que amenazaría con ser estrictamente agónica. Al mismo tiempo, con el rito también se trata de transmitir fuerza a la llave con el objetivo de proteger al equipo de policías durante el servicio. Así pues, la llave permite condensar esta doble acción. Por un lado, aparece como la materialización de la protección pensada como una

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abertura. Por otro, al igual que otros objetos como el bastón o la bandera, se la concibe como un verdadero soporte del poder, en este caso el de encerrar a los prisioneros. Al someter la llave a un tratamiento ritual se intenta garantizar una perennidad de los efectos producidos por la intervención del yïkjujyky’äjtpï, la cual refuerza y protege a un tiempo. La manera en que concluye el proceso ritual acaba por convencernos de que la llave es un elemento central en todo su trascurso. Tras la celebración de una comida ritual a la que son invitados el alcalde, el presidente y todos los topiles, se baila en honor de las llaves. Según las informaciones de que disponemos, antiguamente se utilizaba la vieja llave de la cárcel, que se colocaba en el suelo. En el baile que he podido observar, los mayores emplean una especie de pie de un metro que sostiene una mesa circular en la que se colocan las llaves, hoy en día manufacturadas. Los participantes bailan alrededor formando tres círculos: en el primero, el alcalde, le presidente y el síndico; en el segundo, que gira en sentido inverso, encontramos a los doce mayores; en el tercero, los 36 topiles girando en sentido contrario al anterior. La función del baile es la de participar en un proceso de regeneración de la llave y materializar así de manera plena los efectos que se espera resulten del recorrido ritual. Si se sitúa ahora esta descripción en el marco de una reflexión sobre la “domesticación indígena de la modernidad”, se observa un proceso que no nos parece depender de la substitución. Si las nuevas llaves producidas industrialmente han remplazado a las fabricadas artesanalmente, parece como si la introducción de aquéllas —puede que incluso ya antigua— no hubiera entrañado la desaparición de otro objeto autóctono. Antes de que los españoles introdujeran su sistema de cerrajería, las poblaciones indias utilizaban, como se puede ver todavía en algunas construcciones tradicionales, trozos de madera cruzados. Al situar las llaves en el centro del recorrido ritual, asistimos a una forma de integración de un elemento alógeno en un sistema de representaciones autóctonas. Evidentemente, semejante introducción modifica parcialmente el sentido del proceso ritual. La abertura, que era al principio una metáfora de la protección y el reforzamiento, se encarna ahora en un objeto, pero esto ocurre de manera conforme a la ontología tradicional y a la concepción que ésta se hace de la transmisión de fuerzas. Ésta es la razón por la que estamos ante un buen ejemplo de domesticación de la modernidad: lo que se produce es la integración



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de un elemento moderno según una sobredeterminación que emana de un sistema de representaciones tradicional.

Conclusión Lo dicho hasta aquí debe servir para proponer un primer análisis del modo en que los objetos o las técnicas modernas pueden ser domesticados en las prácticas rituales indias. Para hablar de domesticación no basta con que haya una simple utilización, por lo que parece claro que hay que reservar este concepto para aquellas situaciones en las que la integración de un elemento moderno se realiza en conformidad con los marcos conceptuales autóctonos. Aquí radica la necesidad de restituir de la manera lo más completa posible el entorno simbólico, técnico y ritual en el que se inserta la presencia de dichos elementos, lo que permitirá evitar algún que otro contrasentido. Así, lo que puede parecer una simple imitación —el empleo de la bandera o del sello— resulta ser una forma mucho más sutil de apropiación, siempre y cuando se estudien con atención los tratamientos rituales de estos objetos en el marco de los ritos políticos. Al contrario, ciertas substituciones que a primera vista parecen inocuas desde un punto de vista funcional pueden producir pérdidas de sentido importantes en lo que se refiere a la organización ritual. Propongo, pues, que se hable de domesticación cuando nos encontremos ante situaciones en las que, con la introducción de elementos modernos, se produce un aumento de las significaciones o una extensión de categorías.

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La domesticación indígena de la tradición en un pueblo de la Huasteca veracruzana Anath Ariel de Vidas CNRS-MASCIPO (UMR8168) / EHESS-CERMA, Francia

La pequeña localidad rural de La Esperanza, en el noreste de México, experimenta desde hace unos 15 años cambios notables en el modo de vida debidos, entre otros, a los efectos del desarrollo de los medios de comunicaciones —viales y tecnológicos—, del acceso de los jóvenes a estudios secundarios y superiores, de la diversidad de ingresos económicos ya no basados únicamente en la agricultura de subsistencia, de la migración, etc. (Ariel de Vidas 2007a). En relación a esta situación de cambios, muchos habitantes dicen a menudo que “ya somos modernos”. Al mismo tiempo, se puede observar últimamente en este pueblo que prácticas colectivas locales tales como las ofrendas a la tierra, al pozo o al cerro se fortalecen, se enriquecen o hasta se revitalizan. Estos procesos emanan de iniciativas propias de algunos habitantes de La Esperanza así como de incitaciones institucionales, gubernamentales y eclesiásticas (Ariel de Vidas 2007b y en prensa) y son seguidas con entusiasmo por el conjunto de los lugareños. A priori, ambos procesos —por una parte, la modernización del modo de vida local, la plena integración en la economía capitalista así como la individualización de las relaciones sociales que se suele desprender de ésta y, por otra parte, la revitalización de prácticas colectivas propias relacionadas a lo sobrenatural y efectuadas por el bienestar de todos— parecen antitéticas. No obstante, adoptar esta posición sería adherir a presupuestos profanos, prenociones o razonamientos espontáneos en cuanto a la supuesta incompatibilidad entre lo que es entendido comúnmente como ‘tradición y modernidad’. Sería también suscribir otro binomio infeliz, el de ‘indígenas’ versus ‘modernos’ u ‘occidentales’

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(Ariel de Vidas 2006). Al contrario, si abarcamos estos temas distinguiendo los procesos sociales de los culturales sin eludir, por supuesto, las interrelaciones que pueden existir entre ellos y si analizamos así la manera que tienen los habitantes de La Esperanza de vivir los cambios sociales sin perder sus particularidades culturales podremos ver que la aparente contradicción en cual viven es más bien muy coherente y perfectamente anclada en la modernidad.1

El escenario La Esperanza se encuentra en las laderas occidentales de la Sierra de Otontepec, en la región de la Huasteca, baja el trópico húmedo al norte del estado de Veracruz, en México. En esta localidad viven 165 habitantes repartidos en 48 hogares. Los adultos de más de 30 años son, de manera general, bilingües (náhuatl y español) aunque el náhuatl de los más jóvenes es pasivo. A los niños se les habla actualmente sólo en español. El pueblo está conectado a la cabecera municipal de Tantoyuca, ubicada 20 kilómetros al norte, con un servicio de transporte más o menos regular (4 veces al día) que empezó cuando se instaló allí la luz eléctrica a principio de los años 90 del siglo pasado. El agua se consigue en los dos pozos locales. La comida se cocina principalmente en los fogones alimentados con leña del monte cercano, a veces en una estufa de gas. Algunas personas poseen teléfonos celulares, pero la señal en el pueblo es “esporádica”. Las ocupaciones económicas en este rancho se dirigen esencialmente hacia la agricultura. Los habitantes, en su mayoría, son campesinos con su milpa y algunas vacas. Algunos de ellos rentan sus pastos a ganaderos; otros, sin tierra, son jornaleros y unos con más preparación trabajan como maestros de primaria en las escuelas de los al-

1. Este estudio forma parte de un proyecto de investigación más amplio, con enfoque comparativo, sobre las experiencias distintas en los procesos de modernización de poblaciones indígenas, teenek y nahua, de la Huasteca veracruzana. Los datos etnográficos alrededor de los cuales se organizó este texto fueron recolectados durante varias estancias de campo en el municipio de Tantoyuca, Veracruz entre octubre de 2003 y noviembre de 2008. Este proyecto fue patrocinado por la Universidad de Haifa (2003-2004) y por el Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, México (2004-2008).



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rededores. Algunos jóvenes siguen estudios superiores, como administración de empresa, sicología, ingeniería, pedagogía o informática y algunos de ellos aún viven en el rancho. Sin embargo, la mayoría de los jóvenes ya no se queda en La Esperanza, sino que emigra hacia la frontera norte donde encuentra trabajo en las maquiladoras. Casi todos los hogares cuentan así con, por lo menos, dos o tres jóvenes que emigraron. Estos jóvenes fundan sus familias ya fuera de su lugar de origen, generando en La Esperanza una ausencia notable de niños: ya no hay un jardín de infancia en este pueblo y en la escuela primaria estudiaban en 2008 sólo 13 alumnos del primero al sexto grado. Por este despoblamiento acelerado en La Esperanza, la gente dice frecuentemente que “se va a acabar la comunidad” (Ariel de Vidas 2007a; 2008). Sin embargo, para los que se quedan en el pueblo hay ahora más tierra disponible, lo que permite más seguridad para el sustento básico. Por otro lado, además del dinero mandado ocasionalmente por los emigrantes a sus padres, la gente de La Esperanza goza en general de los distintos programas institucionales de apoyo a las poblaciones de escasos recursos en los dominios de la educación (prolongación de los estudios para los niños), apoyo a la producción agrícola (subvenciones a los productores de maíz), salud (acceso a servicios médicos), infraestructuras (ayudas puntuales para construir casas con material duradero), etc. Así, con menos bocas a nutrir, más tierra disponible y un poco más de dinero efectivo, el nivel material de la vida ha aumentado en La Esperanza en los últimos años. A pesar del proceso de despoblación (o quizás debido a él) la población en La Esperanza está notablemente unida. Las estrechas relaciones de parentesco que ligan a los habitantes entre ellos, reforzadas por una red densa de lazos de compadrazgo, generan actos diarios de ayuda mutua. A pesar de las diferencias en las ocupaciones económicas y en los ingresos, el compromiso que cada uno tiene hacia la comunidad y hacia sus miembros se refleja formalmente en la participación igualitaria de todos los habitantes en las obligaciones comunitarias (faenas, comités, etc.) y afectivamente en la asistencia general de los aldeanos en todos los acontecimientos sociales y rituales colectivos e individuales. Es importante mencionar que estos lazos cercanos están basados también en el hecho de que los habitantes de La Esperanza poseen su tierra bajo el régimen de bienes comunales. Este sistema de propiedad colectiva de la tierra (aunque las parcelas estén divididas en-

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tre los comuneros) implica ciertos derechos y obligaciones, que por su naturaleza crean un enlace específico entre los habitantes. La vida local se rige por lo tanto a partir de, por un lado, estructuras familiares y agrarias tradicionales, lo que genera en este caso lazos sociales fuertes y, por otro lado, de ocupaciones económicas que se diversifican actualmente y que abren las redes sociales a esferas extra-comunitarias. Aunque no afectan a todos de manera homogénea, los cambios en esta sociedad en el modo de vivir (calidad y nivel de vida) acompañados por las novedades tecnológicas y conllevados por los procesos de modernización son totalmente perceptibles localmente y generan comentarios reiterados por parte de los habitantes. Se habla, por ejemplo, de nuevas frutas que antes no se comían en el rancho (manzanas, peras…); de nuevos nombres de enfermedades (psoriasis, cáncer…); de los jóvenes que ya no quieren trabajar al sol; de los pedimentos de novias en los cuales los “modernos” hablan ahora en español mientras que los “papas” siguen hablando en náhuatl. Un señor de alrededor de 70 años me comentaba, por ejemplo, de los tiempos “cuando era pobre”, en los cuales había muchos niños (actualmente se práctica en este rancho la planeación familial), no se hervía el agua, no había luz, no había camino, la gente no estudiaba y se dedicaba a tejer petates… “ahora ya cambió”. Se habla también en La Esperanza de las ventajas de la modernización tecnológica como son las facilidades en la comunicación y los transportes, en relación a los tiempos anteriores de aislamiento espacial y social así como de hambre. Muchos dicen que “ahora nos va mejor” y también hablan de los méritos de la escuela establecida en la década de 1980, que “nos ha civilizado”. Cabe mencionar que estos comentarios nunca están teñidos de nostalgia ni dejan vislumbrar una visión de edad de oro anterior. En La Esperanza, el pasado es visto de manera general como un tiempo caracterizado por la pobreza y el trabajo arduo sin seguridad alimenticia. La modernidad tal como se entiende en el rancho hace referencia a una idea de progreso y de bienestar bien anclada en los discursos institucionales.

Cambios y permanencias Mi estancia en La Esperanza estuvo marcada por episodios chuscos que expresan la situación de mejora material y apertura al mundo ex-



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tra-comunitario en el cual viven los habitantes de este rancho, mientras siguen preservando prácticas autóctonas propias. La curación de un joven que estaba trabajando en una maquiladora en el norte es un ejemplo. Su persona era representada por una camisa suya puesta en una silla frente al altar doméstico en el rancho y el rito fue transmitido en vivo por teléfono celular al interesado. Sin embargo, no hay nada contradictorio en esta situación al momento que aceptemos que una barrida con un pollo de una camisa donde ha sudado el paciente, y que por lo tanto contiene una parte de su persona, acompañada de rezos y copaleo2 es la manera local de curar ciertas enfermedades (otras se curan por medio de la medicina alópata). La transmisión de este acto por teléfono celular es una adaptación a los tiempos contemporáneos en los cuales los jóvenes trabajan fuera del rancho, ausencia que los medios tecnológicos ahora accesibles logran superar. Otro ejemplo de este hibridismo desconcertante en apariencia se manifestó con ocasión del deceso de un músico en el pueblo que, de acuerdo a lo que decía la gente, se fue “con muchos sones”. En relación a esto comenté a uno de los especialistas rituales locales el dicho de la ‘sabiduría africana’ que dice que cuando muere un sabio es como si se hubiera quemado una biblioteca entera. Después haber reflexionado un momento sobre lo que acaba de decirle él curandero me contestó: “¡Es como cuando se borra todo el disco duro!”. No pude sino aceptar esta afirmación y recordarme el principio de coevalness de Johannes Fabian (1983). En efecto, las condiciones de contemporaneidad compartida, alfabetización generalizada y mayores intercambios entre miembros de sociedades con modos de vidas diferentes (culturas, historias, tecnología y medio ambiente variado), no permiten elaborar criterios de distinción sobre el carácter letrado o no de una sociedad dada, ni aislar entidades etnográficas, incluso para los fines del análisis. Todas las sociedades contemporáneas son a la vez modernas, ya que desde siempre han estado en situación de interacción con otras culturas y sociedades —propensas pues al cambio—, y tradicionales. La tradición en cualquier sociedad se entiende menos como un conjunto fijo de creencias y de costumbres transmitido a tra-

2. Copaleo es el término local para designar el acto de incensar o sahumar con copal (resina) que se está quemando en un copalero o incensario.

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vés de un pasado común que como una reinterpretación cotidiana de valores determinados por la generación contemporánea de los actores sociales que la adoptan. Otro ejemplo de esta postura se pudo observar en un ritual de baño de una niña recién nacida. En este rito que se desarrolla por lo general poco después del nacimiento de una criatura, la partera organiza una barrida con pollos a la parturienta y al recién nacido en la casa de ellos. Se hacen ofrendas de tamales grandes a los seres de la tierra frente al altar doméstico y se prepara una tina grande con agua donde ha macerado un conjunto de hierbas que, en la víspera, la partera-curandera fue a buscar específicamente en el monte. En este ritual, en el cual se baña al recién nacido en esa agua preparada, se realizan además otros varios pasos rituales relacionados en los cuales participan también los padres, familiares y vecinos. En un momento dado de este rito, la partera deposita una ofrenda en el lavadero ubicado en el solar donde se lavan los pañales porque éste va a recibir las defecaciones que contienen una parte de la persona del bebé. El hecho de que los nacimientos de La Esperanza se realizan desde hace algunos años (una generación) en las clínicas urbanas de los alrededores sin la asistencia de las parteras del pueblo —un oficio caduco que ya sólo desempeñan algunas señoras mayores— y que ya no se lavan pañales porque ahora se utilizan los desechables, no impide que se siga este rito aun con aspectos que ya no son actuales. El rito del ‘baño del niño’ con todas sus secuencias se considera como una ofrenda a los seres de la tierra destinada a asegurar la salud y el bienestar del recién nacido. La modernidad (contemporaneidad, tecnología, educación formal…) y los cambios en el modo de vida que conlleva non son incompatibles pues con las creencias en entidades sobrenaturales de las cuales depende la salud y el bienestar de uno y del todo. Como me dijo un maestro de una treintena de años, de hecho, padre de la niña recién nacida: “Aquí se conserva lo valioso aunque cambian las cosas”. Abarcada así podemos entender mejor la tradición como una cuestión de coherencia interna, una retórica sobre la manera de ser del mundo y en el mundo, un dispositivo para justificar el estado actual de una sociedad, para afirmar su diferencia y de una cierta manera su autoridad. De allí que para entender mejor la naturaleza de una sociedad determinada es importante distinguir el estatus de la tradición dentro de ella.



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El estatus de la tradición Mi presencia en La Esperanza fue aprobada por los comuneros en una junta en la cual el propósito de mi investigación tal como lo he expuesto fue “escribir un libro sobre la historia de la comunidad y las tradiciones y costumbres que aún existen aquí a pesar de los cambios”. Poco tiempo antes de esta reunión participé con la gente del rancho en un ritual imponente en el cerro cercano, con ofrendas opíparas a los espíritus tutelares, un ritual que fue determinante en mi elección de este pueblo para elaborar allí mi investigación. Luego, después de cinco años marcados por estancias repetidas en esta localidad y en otras de la misma región y con la observación de varias prácticas rituales de ámbito individual, familiar y colectivo en La Esperanza y sus alrededores seguía, no obstante, impresionada por la coexistencia sosegada de apertura creciente al mundo extracomunitario, por una parte, y de gran esmero en la realización de prácticas culturales, por el otro. Más particularmente, la participación de la mayoría de los lugareños en estos rituales en el pueblo, que implica la adhesión a un conjunto de creencias acerca del papel de la tierra sobre el bienestar de los individuos y de la colectividad, siempre estaba acompañada de cierta exégesis sobre las prácticas observadas, o sea, de una visión más objetivizada acerca de sus propias prácticas culturales. A lo largo de mi estancia en La Esperanza, mi presencia en cualidad de consignataria de las tradiciones locales fue efectivamente recordada en varias formas: me llamaban cuando empezaba algún rito en alguna casa; el curandero a veces interrumpía su ritual para mover alguna silla o mesa o se repetía alguna acción para que yo pudiera tomar “mejores fotos”; en las pausas, los curanderos me procuraban de repente explicaciones sin que yo las hubiera solicitado; ocasionalmente, las fechas de los ritos se programaban según mi propio calendario de visitas; cuando había eventos con mucha gente, se me asignaba “el mejor lugar” para observar y, hasta una vez, dentro de una casa, me proporcionaron una mesa para que yo pudiera escribir mis notas con más facilidad. Frecuentemente, se me indicaba lo que hay que fotografiar o escribir en mi libreta de campo; con algunos individuos, las fotografías mismas eran a menudo puestas en escena, es decir, se ponían un sombrero de palma en lugar de la habitual gorra y se colocaban su morral y huaraches para que la imagen fuera conforme a “la cultura indígena”; muchas veces la gente

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me preguntaba qué capitulo estaba escribiendo en este momento en mi libreta o cómo iba a llamar el libro y hasta la pregunta tabú para cualquier investigador: “¿Cuándo va a salir el libro?”. En una ocasión, habiendo yo llegado demasiado tarde al lugar donde se realizó poco antes una secuencia de un ritual que consiste en atar flores de muerto (Tagetes erecta, Composáceas; sempoualxochitl en náhuatl) a ramos de hojas de coyol (especie de palma; Acrocomia vinifera, Palmáceas) para la ofrenda anual al cerro, todo un grupo de personas se movilizó, por su propia iniciativa, para repetir lo que acababan de hacer una hora antes: los que juntaban y ataban estos ramos (maxochitl), el especialista ritual que los acomodaba y los músicos (violín, guitarra y jarana) vestidos otra vez de forma tradicional festiva (guayabera y sombrero de palma), “porque este ritual siempre se acompaña con música”. La cuestión del estatus de la tradición y de su consignación dentro de una sociedad autóctona en plena transición modernista resaltó así directamente de la etnografía y me parece pertinente para entender un aspecto del tema de la domesticación indígena de la modernidad. Más aún, estos datos resaltan una cierta preocupación en cuanto a la representación hacia fuera de las prácticas rituales y de las costumbres locales. En este texto, me gustaría pues indagar la noción de ‘tradición’ tal como se vehicula actualmente por la gente de La Esperanza. Paradójicamente, como veremos, el uso del término de ‘tradición’ parece expresar ahora en La Esperanza más bien la modernidad en la cual la población local se está integrando.

El concepto de tradición A primera vista, con esta reflexividad acerca de sus propias tradiciones, sería tentador aplicar el concepto de ‘neoindios’ o neotradicionales a los habitantes de La Esperanza. Este concepto, acuñado por Jacques Galinier y Antoinette Molinié (2006), se refiere a grupos urbanos no indígenas que se apropian —según un principio de ‘copiar y pegar’— de rasgos indígenas imaginarios a medio camino entre los tiempos prehispánicos y la New-Age. Sin embargo, si bien este neoindianismo parece ahora tener ramificaciones dentro de algunas comunidades indígenas, ése no parece ser el caso en La Esperanza, ya que no se trata allí de una ‘inven-



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ción de la tradición’ de acuerdo a la noción de Eric Hobsbawm (1983). Recordemos algo que se olvida a menudo al usar esta noción, que ésta se aplica, dentro del contexto nacionalista, a la producción explícita de prácticas culturales (mitos, ritos y símbolos), supuestamente invariables y representantes de un pueblo o de una nación. El propio Hobsbawm advierte que no hay que confundir este proceso socio-político con las costumbres de una sociedad que son sus prácticas estables aunque flexibles (1983: 2-3)3. Tampoco se trata en La Esperanza de una ‘falsa tradición’ (sham tradition) en el sentido que le da Anthony Giddens (1991: 20), una falsedad debida a la reflexividad que acompaña a las prácticas tradicionales en el mundo moderno. Esta postura del modernismo radical advierte una ‘destradicionalizción’ generalizada, un decline en el significado del pasado y una orientación hacia el futuro. No obstante, cuando se habla en La Esperanza de “boda indígena” o “tradicional”, se ocupa ciertamente términos exógenos que implican una reflexión basada en informaciones y conocimientos nuevos y ajenos, pero eso no excluye el hecho de que estas prácticas tienen un sentido para la gente y que están ancladas, como lo veremos, en un conjunto de creencias bien arraigadas todavía en esta sociedad local. La cuestión del estatus explícito de la tradición fue abarcada asimismo por Gérard Lenclud (1987), que subrayaba la importancia de la presencia o ausencia de la escritura dentro de una sociedad específica. Este autor afirmaba que cuantos más medios (institucionales, tecnológicos…) posee una sociedad para conservar literalmente el pasado y consignar las prácticas culturales (por medio de los archivos, por ejemplo), más apta es para perpetrar el cambio. Al contrario, una sociedad que tiene menos herramientas e interés de conservación literal del pasado, tiene menos capacidades de proyectar el cambio. La tradicionalidad, o sea, la representación consciente de la herencia cultural, sería pues una condición para el cambio. Así, de acuerdo a Lenclud, en la ausencia de tradición registrada y consignada… se mantiene la tradición (1987: 121). La conceptualización explícita de la tradición, siempre producida en el presente, iría pues a la par con la modernidad (instituciones, es-

3. Para un análisis comprensivo de este concepto y de sus aplicaciones para la antropología véase Babadzan (2000).

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critura, nacionalismo, descolonización…) caracterizada por la aptitud para el cambio. ¿Debemos por lo tanto deducir de ello que una sociedad con tradición oral no sería capaz de objetivizar sus propias prácticas? Como subraya Alain Babadzan (2000), las prácticas tradicionales existen en todas las sociedades de manera consciente e inconsciente y lo que está en juego aquí es más bien la cuestión de la representatividad, o sea, que un cierto conjunto de prácticas se escoge explícitamente para ser constitutivo de un cierto orden cultural (‘la invención de la tradición’). En este sentido, este tradicionalismo pertenece a la modernidad. Para entender pues la apropiación local en La Esperanza del término ‘tradición’, o sea, su domesticación dentro del contexto de la apertura al mundo moderno y a éticas distintas, el análisis que sigue se refiere más concretamente a la interacción entre distintas fuentes de autoridades de la tradición, internas y externas, e intentará situar no solamente los procesos locales de cambios y adaptaciones socioculturales (ellos mismos resultantes de procesos más amplios) sino también y sobre todo, la percepción emic, cultural, de estos procesos a través la utilización y el entendimiento locales del término importado de ‘tradición’.

La importación de la ‘tradición’ Si la relación con la tradición a través de la presencia o ausencia de la escritura es una manera de distinguir entre tipos de sociedad, actualmente, por la escolarización, esta distinción ya no es pertinente en muchas sociedades consideradas anteriormente tradicionales. Más aún, a través de la escuela se aprende ahora la historia oficial y, en el caso de México, se adquieren conocimientos en torno a la historia de la conquista y de la civilización mexica, con la cual la gente de La Esperanza se identifica ahora en tanto que descendientes nahuas. Otro actor de aprendizaje institucionalizado del pasado y de la tradición en La Esperanza es la Iglesia, a través del trabajo de la pastoral indígena. Siguiendo los preceptos de ‘la Nueva Evangelización’ promovida por el Concilio Vaticano II, esta corriente promueve y valoriza desde 2004 en La Esperanza prácticas religiosas autóctonas hasta entonces consideradas por la Iglesia como paganas. Así, a partir de esta iniciativa externa, al-



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gunas personas del pueblo indagaron entre los más ancianos y luego se renovaron algunos ritos y ceremonias, así como danzas autóctonas, además de que la misa se dice ahora en náhuatl y se anima a la gente a no dejar sus tradiciones (Ariel de Vidas 2007b y en prensa). A esas instituciones externas portadoras de nociones de ‘tradición’, o sea, la escuela y la Iglesia, se agregan los programas gubernamentales (PACMyC, CDI)4, que también fomentan la revitalización de prácticas culturales, a través del otorgamiento de apoyos financieros, a cambio de proyectos en los cuales se deben presentar, y por lo tanto conceptualizar, las prácticas que un grupo indígena determinado quiere rescatar (Ariel de Vidas 1994). A través de la participación en estos programas institucionales de rescate cultural, se legitima pues la pertenencia étnica en otros tiempos estigmatizada y el concepto de ‘tradición’ está, por lo tanto, totalmente integrado en la comunidad. Un señor de 75 años así me dijo: “Los cuentos que nos contaron los abuelos están ahora en los libros de textos y también [los escuchamos] en la radio Huayacocotla [radio comunitaria jesuita proindígena], nos gusta porque habla de tradiciones”.5 Estos datos nos permiten matizar los planteamientos de Lenclud antes mencionados según los cuales cuando el concepto de tradición existe de manera explícita en una sociedad, a través de la formulación y conservación literal de las prácticas culturales, eso propicia de hecho el alejamiento de estas prácticas —o sea, el cambio modernizador—, ya que estas prácticas están ahora consignadas. En efecto, el proceso de cambio debido a la modernización del modo de vida en La Esperanza si bien trajo consigo, entre otros, el concepto de ‘tradición’ no ha

4. El Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (PACMyC) lanzado en 1989 por la Dirección General de Culturas Populares e Indígenas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) apoya proyectos que fortalezcan la cultura indígena, rural, urbana o de minorías étnicas extranjeras radicadas en el país. La Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), heredera del Instituto Nacional Indigenista (INI) fundado en 1948, fomenta también proyectos de la misma naturaleza entre grupos indígenas. 5. Pero quizás también se puede interpretar este comentario de otra manera en relación a los tiempos en los cuales las lenguas y prácticas culturales indígenas fueron estigmatizadas por estas mismas instituciones, o sea, que ahora se tiene un acercamiento positivo hacia las tradiciones (en cuanto a su divulgación extracomunitaria) porque se habla de éstas en los medios de comunicación.

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cambiado hasta ahora el bagaje cosmológico que sostiene lo que ahora se coloca localmente bajo este término. Al contrario, la modernidad, con los procesos de homogenización que genera, hace surgir la tradición en su sentido político (Babadzan 2000; 2009). Así, la modernidad se entiende aquí, siguiendo a Bruno Latour (1991), como la evolución social y tecnológica inducida por la separación en la cosmovisión — en contraste con la percepción arcaica— entre las reglas externas de la naturaleza (o sea, las reglas científicas) y las convenciones sociales. En otros términos, la aplicación de los avances científicos y tecnológicos a las actividades cotidianas genera un proceso de transformación y de atomización de las instituciones tradicionales que anteriormente regían la realidad social y natural en su conjunto. Así, “si la tradición se define como transmisión de un modelo cultural por medios empíricos, la modernidad sería la manifestación de una ruptura profunda de éste” (Baños Ramírez 2003: 23). Una ruptura que separa sin anihilar la tradición. Sin embargo, aunque la modernidad es a menudo concebida como una ruptura crítica de las formas unanimitas de pensamiento y de creencias dejando su lugar a elecciones más individuales de credo y de modo de vida, hay que distinguir lo que se entiende con este concepto polisémico. El problema del concepto de ‘modernidad’, como subraya Peter Osborne (1992), consiste en la homogenización por la abstracción de una forma de consciencia histórica asociada no obstante a una variedad de procesos de cambio, social y políticamente heterogéneos (cf. Ariel de Vidas 2006). Para entender la índole de esta variedad, es necesario pues diferenciar el sentido de la ‘modernidad’ en tanto que categoría cronológica de su sentido en tanto que categoría cualitativa, o sea, una forma entre otras de experiencia social (Osborne 1992: 66). Así, la modernidad cronológica en la cual se ubican plenamente los habitantes de La Esperanza les permite precisamente escoger de manera cualitativa el ‘arcaísmo’, la tradición, siendo ésta una elección entre otras posibles para situarse en el tablero moderno global. En efecto, en La Esperanza las prácticas rituales que se realizan hasta ahora no se hacen solamente porque la escuela, el cura, el gobierno, la antropóloga… así lo quieran, sino que están establecidas en un conjunto de creencias preexistentes —‘arcaicas’ según la terminología de Latour—, todas motivadas por una convicción profunda acerca del papel de la tierra y sus diferentes espíritus en cuanto a la salud y al des-



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tino de los seres humanos (Ariel de Vidas en prensa): “Mantenemos las tradiciones porque de eso comemos, porque la ofrenda es sagrada, es para Dios. Por eso pagamos a la tierra”, me dijo una maestra de 45 años. O sea, que en La Esperanza las reglas de la naturaleza y de la sociedad están todavía estrechamente ligadas ‘a pesar’ de la inmersión en un mundo más amplio regido por una cosmología distinta, ‘moderna’, en cual la religión es un asunto más bien individual y abstracto. ¿Cómo entender pues esta coexistencia entre el conjunto de prácticas ‘arcaicas’ (en el sentido de Latour) todavía vigentes en La Esperanza y el fenómeno actual de patrimonialización y de reflexividad de éstas? ¿Se trataría de una nueva forma de pertenencia a la cultura indígena (letrada, reflexiva, etno-orientalista) surgida a partir del modo de consignación descrito por Lenclud (1987) que se ha hecho posible con las herramientas de la modernidad (escritura, institución) y que permite liberarse del peso de la tradición y abrirse al cambio?, o aun ¿de una modalidad contemporánea de afirmación de la indianidad local que emplea los medios que le provee la apertura modernizadora para perpetuar sus estructuras tradicionales?

La forma cultural de la historia Una mirada sobre la historia de las prácticas ‘arcaicas’ en La Esperanza podría aclarar este punto. En efecto, según los comentarios de varios habitantes de este pueblo, sus prácticas rituales no provienen de tiempos inmemorables, sino que su origen emana de un acontecimiento situado a mediados del siglo xx, cuando se abatió una sequía terrible sobre toda la región de la Huasteca. A raíz de este desastre natural, la gente tuvo que salir fuera y lejos de las comunidades para obtener algo que comer. Por ello, además, estas salidas forzaron a la gente a aprender el español y a tener más contactos con el mundo extracomunitario. Luego, llegó a La Esperanza un hombre, Antonio Morales, que era un ueuejtlakatl —un anciano sabio— originario de la comunidad vecina de Granadilla. Este hombre estableció que para beneficiarse de las lluvias había que realizar el rito del Chicomexochitl en el cerro próximo al pueblo de La Esperanza. Chicomexochitl quiere decir en náhuatl “siete flores” y es el nombre del espíritu del maíz que provee la subsistencia y que nutre el alma humana (Sandstrom 1991: 133). La gente

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se animó y se llevaron ofrendas al cerro, danzas y música (enseñadas por el sabio), y así de repente empezaron a caer del cielo mazorcas de maíz. Luego, la gente las llevó, acompañadas por la música y danzas de mujeres abajo del cerro, a la casa donde se reunían para rezar. Desde entonces, cada año, al principio de la temporada de lluvias, la gente sube al cerro llevándole ofrendas. A partir de la constitución de este ritual, que ya existía en otras partes de la región, se fomentaron en el pueblo la música y las danzas, así como otras ceremonias tales como la bendición del pozo y las ofrendas de los elotes, todo un corpus de costumbres que habían caído en el olvido y consideradas hoy en día como parte medular de la cultura indígena local. Según Frans Schryer (1990: 182-3), quien trabajó en la zona cercana de Huejutla, en el estado de Hidalgo, el rito del Chicomexochitl es un culto revitalizado al espíritu del maíz con referencias milenarias que surgió en la Huasteca en 1944, un año en el cual hubo, en efecto, una sequía muy fuerte seguida por aguaceros desastrosos. Como en los testimonios recogidos en La Esperanza, los distintos testigos de Schryer siempre cuentan la aparición milagrosa del maíz que fue llevado a la casa donde se reunía la gente para rezar, acompañado por música y danzas de niñas que representaban a la diosa del maíz. Este fenómeno se ubica, según Schryer, en un momento de profundos cambios debidos a la introducción de carreteras en esta región hasta entonces aislada, un comienzo de escolarización y de presencia de eclesiásticos —o sea, un principio de modernidad— y sería una respuesta cultural a las ambigüedades involucradas en estos procesos modernizadores. El rito al cerro de La Esperanza emanó por lo tanto de una producción cultural que parece haber servido a la construcción simbólica de la identidad lugareña en un momento de crisis. Aquí hay que mencionar también que como el rito, el pueblo de La Esperanza no es ‘ancestral’. Esta localidad que se llamaba anteriormente Huixachi (el nombre de un árbol espinoso en náhuatl, huizache en español; Acacia farnesiana, L. Willd.) se formó a principios del siglo xx, en los tiempos de la Revolución, con gente que huía de la sierra cercana de Hidalgo y que se estableció en las tierras baldías de este lugar. Después de una lucha agraria, estas tierras les fueron reconocidas oficialmente en 1955 al otorgarles el estatus de bienes comunales. Fue en este año cuando la localidad se dotó también del nombre oficial, en español, tal como lo conocemos hoy en día. La sacralización del cerro



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cercano a La Esperanza, fechada a mediados del siglo xx, parece así haber coronado el evento fundador del pueblo. Éste se caracteriza, por un lado, por la apertura al mundo extracomunitario y, por otro, por el reconocimiento de las autoridades federales de la comunidad con sus límites definidos —una etapa de suma importancia en el proceso de integración nacional y de modernización—. Frente a esta apertura acelerada y formalizada al mundo no indígena, parece que el rito al cerro fortaleció la construcción de los modos de pertenencia comunitaria con la reanudación de prácticas rituales abandonadas en el proceso de migración desde la sierra. Una pertenencia a un grupo social necesaria para la delimitación de las fronteras de esta colectividad y para subrayar las diferencias entre el ‘nosotros’ con los ‘otros’. Así, según los testimonios, desde la aparición milagrosa del maíz, se tomó una decisión colectiva y aplicada hasta nuestros días: “Ya no se va a dejar el costumbre, antes lo dejaban porque los abuelos que sabían se murieron”. En este universo social, las prácticas tradicionales se atribuyen a los antepasados y a un origen divino o sobrenatural. El término ‘el costumbre’ denota pues las prácticas rituales ancladas en un contexto cosmológico más amplio y aún pertinente para la gente, o sea, una religión. Ahora bien, vimos que en el acontecimiento histórico que constituye, de hecho, el mito fundador de La Esperanza, el principio moral se encuentra ya plasmado en la necesidad de preservar las costumbres para el bienestar de los lugareños. Más aun, la iniciativa y la enseñanza del ritual introducido provienen de la autoridad de una persona ajena al pueblo que era un ueuejtlakatl, un anciano sabio. En la cultura local, se trata de los especialistas rituales que tienen facilidad para el uso del ueuejsanili, o sea, la palabra o sabiduría antigua, un lenguaje floreado que conlleva ciertos principios éticos porque viene de los antepasados. Se acude a estos especialistas para todos los actos formales tales como los pedimentos de las novias, las bodas y otros actos rituales a los cuales acuden los habitantes del rancho pero también sus hijos que emigraron y que generalmente regresan al pueblo para cumplir con los diferentes ritos de paso de manera tradicional (baño de niño, boda…). Así, la presencia de estas personas que saben es siempre solicitada en el pueblo para cualquier acto ritual. Cuando estos especialistas rituales toman la palabra, la gente presente les escucha con mucha concentración y respeto. “La tradición”, me dijo uno de los especialistas rituales de La Esperanza, “es lo que se aprende

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oyendo”. Si por alguna razón, estos especialistas no están en el rancho y hay que llevar a cabo algún acto formal, los que también saben pero que no se atreven en otras situaciones, toman entonces la palabra, no sin antes disculparse y repetir sus disculpas por ser todavía tiernos en estos asuntos. La cuestión de la autoridad para el debido desarrollo de cualquier acto ritual en La Esperanza es por lo tanto nodal para entender el asunto de la ‘tradición’ o del ‘costumbre’ en esta comunidad, así como de los eventuales deslizamientos semánticos entre los conceptos internos y externos que designan estas prácticas.

El principio de la autoridad tradicional En efecto, la palabra ueuejsanili (la palabra antigua), o sea, el término anteriormente traducido por ‘el costumbre’ es reemplazado progresivamente por el término de ‘tradición’ por las influencias institucionales mencionadas anteriormente. Estos términos, empleados por la gente de La Esperanza denotan una cierta ética y un cierto principio moral. Así, en estas ocasiones rituales en las cuales participan los ueuejtlakatl y que ahora son gravadas en vídeo por la gente local, los especialistas rituales toman a veces el micrófono para explicar al público presente el sentido de los diferentes pasos rituales que se aplican, evocando “las tradiciones aztecas” o “muy indígenas” (sic), y mencionando que la propia Iglesia o la escuela o el gobierno dijo que hay que preservarlas. Con esta estructura cultural preexistente interna en La Esperanza como telón de fondo, las autoridades modernas, encarnadas en las distintas instituciones, fomentan ahora en sus discursos la perpetuación de las tradiciones, al igual que hacen los especialistas rituales durantes los actos formales en las comunidades, lo mismo que hizo Antonio Morales hace más de cincuenta años en la cima del cerro, forjando la identidad colectiva de los habitantes de La Esperanza. Formalmente, se trata de lo mismo. No obstante, al fomentar la ‘tradición’, estas instituciones substantivizan la cultura indígena que vuelve a ser, en sus discursos y en sus expectativas de los proyectos de rescate, una serie de parafernalia formal que acompaña prácticas exóticas sin relación al conjunto cosmológico que lo sustenta. De acuerdo a este acercamiento, estas tradiciones simbolizan ‘culturas’ y no una norma suprema,



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una fuente de autoridad. Al contrario, ‘el costumbre’ y las palabras antiguas que van a la par con él constituyen para la gente de La Esperanza la acción substancial en el intercambio ritual entre seres humanos y entre humanos y deidades, o sea, una religión local, una relación con lo sobrenatural. Así, aunque a este proceso de patrimonialización contribuyen ciertamente las iniciativas externas antes mencionadas, éste se desarrolla en La Esperanza también en modo interno. Eso se vio por ejemplo en mayo de 2008, en ocasión de la constitución formal del grupo de la danza del Chikomexochitl (danza nahua ritual asociada al rito del mismo nombre) con motivo de una solicitud de financiación institucional para los gastos de prendas de vestir, accesorios e instrumentos de música. Este grupo, llevado por una maestra habitante en La Esperanza, tenía que redactar un proyecto en el cual debía mencionar, entre otras cosas, cómo iba a divulgar fuera de su pueblo las actividades apoyadas. La respuesta, unánime en la reunión de los miembros del grupo que se había dado el nombre de Moyolkuepkamitotilistli (‘renacimiento de la danza’), fue que esta danza es una ofrenda a las divinidades y que no se trata de divertimiento, no iba pues a salir del pueblo. En la substancia, vemos pues que en La Esperanza se apropió el término de ‘tradición’ ya que es el término en boga, pero se sigue dándole un sentido más anclado en las creencias arcaicas, a las cuales se aplica el término náhuatl ueuejsanili —la palabra antigua— o en español local ‘el costumbre’.

La domesticación local de la tradición El ‘a priori cultural’, en término de Marshall Sahlins (1985) en cuanto a la cuestión de la ‘palabra antigua’, o sea, la valorización cultural de la autoridad del conocimiento para cumplir las prácticas rituales, permitió así a los habitantes de La Esperanza domesticar este discurso institucional en el contexto de la apertura modernizadora experimentada localmente. La continuidad cultural se manifestó aquí a través de las maneras específicas por las cuales se ejerció el cambio: una apropiación lingüística de un término ajeno al cual se atribuyen connotaciones endógenas y un principio de autoridad en cuanto a la transmisión de las costumbres. Éstas, se perpetúan movilizando ahora las instituciones

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y eventualmente a la antropóloga que detienen los medios materiales para este objetivo, ampliando a estas instancias el papel de transmisión de los especialistas rituales. Estas intromisiones ajenas que formalizan y validan la tradición provienen del mundo ‘moderno’. Sin embargo, confortan finalmente valores ‘arcaicos’ bien establecidos en La Esperanza. La patrimonialización fomentada por las instituciones no solamente coincide con el afán local de preservar el equilibrio con el universo (“es para Dios”) sino también que lo legitima. Tratar de la revitalización de prácticas culturales dentro de un proceso de modernización es entrar de plano en el debate iniciado por Sahlins con su tesis de la ‘indigenización de la modernidad’ (1993). Se trata, según este autor, de rechazar la idea común según la cual los procesos de modernización y de integración a redes más amplias de sociedades autóctonas conllevan forzosamente la pérdida de sus particularidades culturales y su desaparición paulatina como tales. Al contrario, según Sahlins, muchas sociedades tradicionales tienen una capacidad de resistencia a los cambios modernizadores al reinterpretar la innovación en los términos culturales que les provee su propia cosmología. La permanencia cultural se abarca pues según este acercamiento a través de “los modos de cambio culturalmente específicos” (1993: 5). Sin embargo, aunque seductora, esta postura tiene sus límites, ya que se apega esencialmente a la apropiación de artefactos manufacturados y a su eventual empleo desviado de su uso original para integrarlos a prácticas culturales específicas. O sea, la domesticación indígena de la modernidad queda dentro de procesos de adaptación y de adopciones tecnológicas o lingüísticas que siempre habían existido desde que aceptamos el hecho histórico de que todas las sociedades humanas siempre han tenido relaciones de intercambios e influencias recíprocas con otras. Aunque están estrechamente ligados, no se pueden confundir los artefactos producidos por la tecnología industrial con la visión del mundo capitalista que los hizo nacer. La adopción de mercancías y su integración a conjuntos culturales locales no conlleva forzosamente la subversión de la modernidad en tanto que, siguiendo a Anthony Smith (1998), ordenadora del cambio social y de esquemas culturales de acuerdo a determinadas instituciones y determinados estratos sociales, o sea, una forma de dominación. En México, anteriormente, las autoridades de la escuela, Iglesia e instancias gubernamentales re-



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chazaban y denigraban en nombre de Dios o del progreso el peso de las prácticas tradicionales. Hoy en día, el discurso de estas instituciones ha cambiado y, al contrario, las promueve. El reconocimiento de la diversidad cultural forma ahora el eje central de las políticas hacia los grupos indígenas. Sin embargo, con estas políticas no se trata de instaurar la igualdad de oportunidades y la justicia económica, sino más bien de canalizar la desigualdad social a través de políticas culturales. Se acentúa la diferencia cultural a través del fomento de la ‘tradición’ y se evacua la diferencia económica (Ariel de Vidas 1994). La domesticación de la ‘tradición’ en La Esperanza y el rescate cultural que generó son productos de estos procesos sociales y políticos globales que conllevan la modernización del modo de vida local de los habitantes de este rancho y no una resistencia cultural a éstos. Así, no podemos abarcar estos procesos como una subversión de la modernidad en el plan cosmológico. Una cosmología o una visión del mundo siempre tendrá el reflejo de un modo de vida, un sistema de pensamiento adaptado estructuralmente al que hacer de los humanos que se adhieren a él. A pesar de una cierta continuidad cultural que vimos en La Esperanza, las condiciones de reproducción cultural quedan en este caso ancladas dentro del espacio de la comunidad mientras siguen teniendo algún sentido para la generación actual que conoció todavía los tiempos anteriores de vida basada esencialmente en la agricultura de subsistencia. Cuando en La Esperanza la gente dice a menudo que “se va acabar la comunidad” por el proceso de desertificación demográfica sufrido en esta localidad, eso refleja una situación, promovida por la modernización, en la cual los procesos de reproducción social ya no mantienen una relación estrecha con el medio ambiente que los rodea. Visto de manera holista, el aprovechamiento de los recursos naturales y la cultura agraria que se desarrolló anteriormente a partir de este modo de vida económico constituyeron todo un conjunto cosmológico. Éste, con la desaparición paulatina de su base empírica se mantiene por el momento de un intervalo generacional, en forma de ‘la palabra antigua’ y ‘el costumbre’. No obstante, para las nuevas generaciones de este pueblo, los jóvenes de La Esperanza que ya salieron o que ya no se sostienen del trabajo agrícola, es probable que las prácticas, ahora llamadas ‘tradiciones’, si es que son todavía realizadas, tomarán otro sentido, más abstracto, como en todas las religiones que componen las sociedades del mundo moderno contemporáneo. El

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caso de La Esperanza nos muestra así más bien la domesticación indígena de la ‘tradición’ en términos culturales propios. Una domesticación ubicada dentro de procesos de transición de un modo de vida en cual la relación con la tierra era intrínseca a un modo de vida en cual ésta ya no desempeña un papel central en la vida económica y social. Dentro del espectro de las nuevas posibilidades que abre el mundo moderno al cual están ahora más expuestos, los habitantes de La Esperanza eligen, por el momento, seguir con la ética singular que regulaba su modo de vida anterior, la tradición local —de hecho une versión mesoamericana del catolicismo popular—, siendo ésta una elección entre otras siempre posibles.

Conclusiones En La Esperanza, el concepto mismo de ‘tradición’ se adoptó así por la influencia de la escuela, de la Iglesia, de las instituciones culturales para las cuales las prácticas autóctonas volvieron ser culturas folklorizadas. No obstante, estas prácticas no se reducen a la manipulación identitaria o religiosa y dentro de esta raja étnica (“tribal slot”, Li 2000) o “lugar del reconocimiento” (Hall 1995) que muestran ahora las políticas globales, se adopta una idea de cultura favorecida por la globalización para asegurar recursos y derechos sociales, económicos y en este caso culturales (véanse Sylvain 2005; Tooker 2004). La codificación de una tradición, inventada o no, propone al grupo una determinada identificación cuyo sentido expresa las fronteras emic, siempre sujetas a cambios y a negociaciones según el contexto histórico (cf. Babadzan 2009). Así, las prácticas rituales que se realizan hasta ahora en La Esperanza y que se denominan ahora por el término importado de ‘tradición’ no se mantienen para complacer a gente de fuera, sino que están establecidas en un conjunto de creencias profundas, ellas mismas relacionadas históricamente con las relaciones de poder. A pesar de comentarios reiterados tales como “ya no es aquí 100% original indígena” o que el náhuatl que se habla allí no es “legítimo”, es justamente la situación de cambios culturales y de crisis demográfica en La Esperanza lo que reúne ahora a la gente alrededor de valores comunes frente al mundo extracomunitario al cual están ahora mucho más expuestos. Y estos cambios modernizadores les proporcionan ahora herramien-



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tas para formular —en términos importados pero totalmente apropiados— su relación con su patrimonio cultural dentro del contexto pluricultural y desigual. El modo de vida económico y material de los habitantes de La Esperanza ha cambiado estructuralmente, pero el sistema de valor de la gente se rige todavía de acuerdo a una organización arcaica del mundo en el sentido de Latour (fusión entre orden natural y social). La gente vive así entre dos tipos de cosmovisiones y los cambios percibidos así como la crisis demográfica formalizaron los conceptos locales de la tradición de acuerdo a una visión más modernista. La gente en La Esperanza escoge pues a la carta elementos del mundo moderno traduciéndolos en sus propios términos culturales con el fin de perpetuar su propia cultura. En este sentido, su domesticación de la tradición muestra su plena modernización.

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La indianización del Evangelio: los protagonistas de la transformación posconciliar del catolicismo indígena mexicano Alessandro Lupo Sapienza Università di Roma

1. Indígenas premodernos y cristianos fallidos A los términos “moderno” y “modernidad”, así como a los tantos que recientemente se han hecho derivar de ellos mediante prefijos y sufijos (pre-, post-, sur-, -ismo…) se les pueden atribuir significados muy variados y contradictorios entre sí, a tal punto que servirse de ellos resulta problemático. Sin embargo es innegable que —no sólo en el campo antropológico— por mucho tiempo fueron utilizados como términos de contraste con respecto a la realidad de los indígenas de las Américas: tanto porque la época llamada “moderna” se habría iniciado justamente con la repentina y dramática ruptura del milenario aislamiento del Nuevo Mundo respecto al Viejo, con la expansión colonial de Occidente y la imposición planetaria de sus modelos culturales; como también porque la irrupción en el imaginario occidental del modelo de alteridad radical que ofrecían los “indios” contribuyó en forma determinante a hacer que se desarrollara en los pensadores de la Europa moderna la conciencia de sus propios rasgos distintivos. No es casual que, a pesar de que la profundidad temporal del pasado de las civilizaciones amerindias no es menor que la de las del Viejo Mundo, aquellas terminaron por ser consideradas y definidas como “más jóvenes”, demoradas en un estadio evolutivo más “arcaico” y por consiguiente más “primitivas”, o bien —justamente— “premodernas”.

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Y aquí aparece otra de las acepciones del término “modernidad”, en la que ésta se conjuga con la afirmación de rasgos —como la racionalidad, el progreso científico, la laicidad y el individualismo— que parecen antitéticos a los que caracterizaban a los nativos de las Indias Occidentales, representados como más ligados a la afectividad, a la tradición, a la religiosidad y a la dependencia del grupo social. Sobre todo después que se impuso, en el siglo xix, el modelo de los Estados nacionales, las poblaciones indígenas de las Américas fueron vistas cada vez más como bolsones residuales de atraso y de resistencia a lo moderno. De ahí las muchas —y en general fallidas— tentativas de arrancarlos de su supuesto estancamiento cultural, de su refractariedad al cambio y al progreso, mediante políticas indigenistas de asimilación, aculturación planificada e integración (v. Báez-Jorge 2001). La identificación del “indio” con la antítesis del hombre moderno fue muy precoz y muy pronto se volvió ejemplar, como lo demuestra el hecho de que pudo aparecer como metáfora del rezago de las plebes rurales del sur de Italia, definido como “las Indias de por acá” por los jesuitas que a fines del siglo xvi encontraban allí “ignorancia”, “errores”, “supersticiones” y “abusos” no muy diferentes de los hallados en sus actividades al otro lado del océano (Martino 1961: 23). El rechazo de la modernidad se combinaba allí con la dificultosa adhesión a la fe en Cristo: en el virreinato de Nápoles como en el de la Nueva España, los “nativos” se mostraban igualmente rebeldes a una aceptación plena de las verdades y de los modelos de conducta del cristianismo contrarreformado, de manera que la aproximación de los habitantes del sur de Italia a los de las Américas se basaba fundamentalmente en la caracterización de estos últimos como “paganos”. A los ojos de muchos miembros del clero empeñados en su evangelización —sobre todo después de la desilusión que siguió a los grandes éxitos iniciales—,1 el indio se configuró por mucho tiempo como el opuesto de un buen cristiano, o por lo menos como el emblema de una conversión malograda por incompleta, distorsionada, renuente, cuando no totalmente fallida.

1. Pienso por ejemplo en la profunda diferencia entre la actitud optimista hasta rozar la ingenuidad de un Motolinía (1985) a mediados del siglo xvi, y la mucho más desconsolada de los “extirpadores de idolatrías” Ruiz de Alarcón (1892) y Serna (1892) a comienzos del xviii.



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Hasta hace pocas décadas ese mismo apego a la propia “tradición” autóctona que los hacía “no-modernos” era causa de que los indígenas a menudo fueran percibidos y pensados como imperfecta o cuestionablemente cristianos: no por el fervor de su devoción —manifiestamente elevado— sino por la naturaleza híbrida y con frecuencia heterodoxa de las concepciones, las prácticas y los propios destinatarios extrahumanos a los que se dirigía. En una palabra, para los controladores de la observancia de las verdades de fe la de ellos era “sincrética”, y por lo tanto contaminada por la presencia de evidentes supervivencias del antiguo paganismo. Las cosas empezaron a cambiar sensiblemente en el momento en que —como consecuencia del profundo cambio de perspectiva derivado del Concilio Vaticano II— el apego a la cultura tradicional dejó de ser considerado como un obstáculo para la plena participación en la vida cristiana e incluso los aspirantes a sacerdotes ya no tuvieron que “dejar de ser indígenas… para entrar en la Iglesia” (Siller 1988: 763). Ese cambio radical fue posible en razón de la transformada valoración de los elementos de la cultura —y en particular de la religiosidad tradicional— que otrora se consideraban inaceptables escorias residuales del paganismo (y por lo tanto factores de perdición) y que en la perspectiva posconciliar se leían en cambio como “semillas del Verbo”, señales “verdaderas y santas” de la acción universal del Espíritu Santo en las antiguas civilizaciones precolombinas,2 entre las cuales el “Dios vivo y verdadero estaba presente iluminando sus caminos” (Juan Pablo II, discurso a los indígenas de Santo Domingo, 12/10/1992, n. 2).3

2. Premisas para una diferente modernidad religiosa En las páginas que siguen me propongo reflexionar sobre las consecuencias que están teniendo para la sociedad y la cultura de los indígenas de la Sierra Norte de Puebla, entre los cuales desarrollo mi investi-

2. En el decreto Ad Gentes se recuerda explícitamente que “el Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de la glorificación de Cristo” (n. 4). 3. Todos los documentos vaticanos citados, tanto los del Concilio como los de diversos pontífices, fueron consultados en .

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gación desde 1984, las actividades pastorales de una serie de religiosos y religiosas participantes en una de las más vivas y originales corrientes surgidas de esa gran fuente de renovación que fue justamente el Concilio: la llamada Teología India. Un movimiento que empezó a actuar en las comunidades de la Sierra a partir de la segunda mitad de los años 80, buscando un diseño innovador de evangelización “inculturada” que, en lugar de condenar, combatir y tratar de extirpar los aspectos de la religiosidad nativa más manifiestamente ligados a la herencia precolombina, los reinterpreta —siempre que sea posible— como formas locales de reflexión teológica, de expresión devocional y de acción litúrgica también inspiradas por la acción universal del Espíritu Santo y por lo tanto plenamente compatibles con las verdades cristianas. El núcleo de ese viraje teológico-pastoral puede resumirse en la idea de que el verdadero Dios no era del todo desconocido para las multitudes antes consideradas “paganas” del Nuevo Mundo, sino que su acción venía ejerciéndose allí desde el principio de los tiempos, inspirando sus concepciones del hombre y la divinidad, sus valores, sus ritos. Como significativamente reconoció Juan Pablo II en el discurso ya citado, pronunciado en ocasión del aniversario de la primera cristianización del continente americano, “ya antes, y sin que acaso lo sospecharan, el Dios vivo y verdadero estaba presente iluminando sus caminos” (Santo Domingo, 12/10/1992, n. 2). Aun cuando las jerarquías eclesiásticas no dejan de insistir en que esas “semillas del Verbo” no son de por sí suficientes para la salvación y necesitan ser regadas e iluminadas por las Buenas Nuevas para germinar y crecer, guiadas y disciplinadas por el magisterio de la Iglesia, la aceptación de un pasado antes rechazado como “pagano” ha conducido a los intérpretes más avanzados del viraje conciliar a equiparar la mitología amerindia con las Sagradas Escrituras; las antiguas prácticas rituales, con los sacramentos católicos y los dioses del panteón nativo con las figuras sobrenaturales cristianas (cfr. AA. VV. 1992; López Hernández 2000; Siller 1994). Como veremos a través del examen de los textos de los teólogos “indios” y de los ejemplos etnográficos que he podido recoger en los últimos años, las dimensiones en que se articula este proyecto pastoral son muy variadas y su alcance va mucho más allá de la esfera religiosa, implicando una reconsideración crítica radical del modelo propuesto —y la mayoría de las veces impuesto con violencia— por la sociedad



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occidental moderna: van desde una severa condena de la explotación ciega y la alteración del ecosistema a la negación de las lógicas capitalistas que rigen el mercado, el rechazo de las actitudes individualistas, competitivas y egoístas que inspiran tan gran parte de las relaciones sociales, hasta la reprobación de la disgregación de los valores y de la secularización. Características todas que se perciben como profundamente contrarias a las más propias de las sociedades indígenas y causa de los no pocos males que afligen al mundo moderno. Frente a esa representación de una modernidad enferma e incapaz de curarse a sí misma, la Teología India propone no ya un autárquico repliegue localista de las poblaciones indígenas sobre los modelos conservadores de su tradición autóctona, sino la creación desde abajo de respuestas innovadoras que, aprovechando los componentes más válidos y vitales de su propio patrimonio cultural, sepan ofrecer a toda la ecúmene, en la medida en que esté dispuesta a aceptarlas, vías eficaces para salir del impasse actual. Como enuncia claramente un texto redactado en 1997 por la Comisión de Articulación Internacional de la Teología India Mayense: La crisis actual de la civilización occidental [...] no es simplemente una crisis de crecimiento del sistema social vigente, que buscara formas nuevas de convivencia social dentro de la modernidad, sino expresión de la esclerosis de un sistema que ha agotado sus posibilidades de renovación. De modo que, por eso, se ha provocado también una crisis no sólo en la interpretación del hecho, sino en la búsqueda de alternativas de solución. Es lo que ha hecho posible algo antes impensable: las voces silenciadas de antaño empiezan a ocupar un nuevo espacio en la atención de quienes anhelamos otras formas de vida más humanas y más cristianas. Los pueblos indígenas, no sólo de América Latina sino de todo el mundo [...], ya no somos considerados ahora como los causantes del retraso en el advenimiento de la modernidad; sino como referencia importante para la construcción de propuestas alternativas que nos pongan a todos más allá de esta modernidad deshumanizante. Tienen razón los hermanos de Paraguay, al plantear: “Los indios no somos el problema; somos la solución”.4

4. Subrayado en el original; cit. en Troilo (1993), de (19/5/2003).

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Se trata de una inversión de la perspectiva, y de no poca importancia: la realización de esa modernidad más “humana”, que —obviamente partiendo de una óptica teológica cristiana— consiste en la liberación integral del pecado y de todo lo que oprime al hombre (v. Paulo VI, encíclica Evangelii Nuntiandi, nn. 9, 29-39), no es impedida por el lastre de las “atrasadas” poblaciones indígenas, sino que por el contrario puede surgir precisamente de la contribución que éstas están en condiciones de ofrecer a la creación de un modelo más vital y auténtico de sociedad moderna. Veamos entonces cómo este cambio de enfoque, cuyo campo de aplicación cubre “todos los niveles: religioso, social, político, económico, familiar, educativo, etc.” (Plan pastoral 1999: 51), abrió a los indígenas mexicanos la posibilidad de apropiarse en formas totalmente nuevas de ese cristianismo que desde hace casi medio milenio es formalmente su religión, aunque el hecho de haberlo “contaminado” con escorias de su pasado pagano los había relegado a una posición de pasiva y marginal antimodernidad. Ya me he ocupado en otros textos (Lupo 2006, 2009a, 2009b) de los fundamentos teóricos y metodológicos de la Teología India, del punto de vista de los miembros del clero que la llevan a la práctica y de las iniciativas concretas por ellos promovidas en las diversas comunidades de la Sierra, y ahora me propongo emprender un primer examen de las consecuencias de ese proceso entre los destinatarios de esas iniciativas, viendo cómo ese trabajo y esas premisas —en los distintos niveles en que los indígenas pueden hoy disfrutar y manejar lo que ocurre— han echado raíces, y en qué dirección van, con qué resultado. El proyecto pastoral inspirado por la Teología India es claramente un fenómeno complejo de manifestaciones múltiples, capaz de realizar finalidades distintas según los varios actores que participen en ella. Ante todo, para sus primeros promotores, constituyó una forma inédita y eficaz de poner en obra los dictados del Concilio Vaticano II, abriendo la acción de la Iglesia a las “culturas” y en particular valorizando la contribución que las civilizaciones amerindias están en condiciones de dar al camino de salvación de la humanidad entera (v. Judd 2004: 222). Al mismo tiempo ha abierto caminos inéditos dentro de la Iglesia a muchos sacerdotes y monjas de origen indígena, frustrados por la negación de su identidad a que eran obligados por las vías formativas habituales (v. López Hernández 2000): finalmente han podi-



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do vestir el hábito talar sin tener que dejar de ser y sentirse indígenas (de ahí la reivindicación orgullosa del término “indio” en la definición de esta corriente teológica: “si con la palabra indio nos oprimieron, con la palabra indio nos liberaremos”)5. Para los nativos, participantes explícitamente y a pleno título por primera vez como colectividad (y no como simples coadjutores de los sacerdotes: fiscales, sacristanes, catequistas), fue la ocasión de volver a apropiarse de aspectos fundamentales de su propia herencia cultural, dejando de tener que vivir una parte de su propia identidad en forma clandestina, con vergüenza. Una sustancial recuperación de dignidad y de protagonismo, y por consiguiente de autonomía y autodeterminación, aunque haya sido por estímulo de iniciativas exógenas y guiados en cierta medida por sacerdotes no provenientes de sus propias comunidades (por otra parte, como ha observado Gary Gossen [1999: 253-263], no faltan los casos en que los nativos buscan deliberadamente el apoyo de no indígenas, para hacerse representar públicamente por ellos precisamente en cuanto tales). Para algunos de ellos —los indígenas institucionalmente más cercanos al clero que acabamos de mencionar— fue la gran ocasión de desempeñar un papel protagónico en la gestión y la transformación de la realidad cultural en que viven. Para las jerarquías eclesiásticas, por último, visiblemente preocupadas por las potenciales derivas heterodoxas del movimiento y con frecuencia tendientes a monitorearlo y desanimar sus excesos, se trataba de uno de los pocos instrumentos disponibles para enfrentar con alguna eficacia tanto la creciente secularización producida por la modernidad también en las comunidades indígenas como la preocupante penetración en ellas de las iglesias protestantes (v. Dow-Sandstrom 2001). De ahí la contradictoria mezcla de apoyo benévolo y sosegada desconfianza, cuando no de abierta condena, con que los vértices de la Iglesia han visto hasta ahora la Teología India. Desde el punto de vista de un observador externo, atento a este enésimo ejemplo de las inagotables virtudes creativas del crisol religioso amerindio y al mismo tiempo no interesado en evaluar en términos morales, doctrinales o políticos los resultados de la iniciativa,

5. De las actas del III Encuentro de Teología India Mayense, Guatemala 2-7/6/2006, bajadas de (29/12/2003).

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es evidente el éxito que hasta ahora ha tenido ésta en cuanto a atraer la participación y vitalizar el espíritu de iniciativa de la población indígena. Sin embargo, también es evidente que termina por afirmar en forma no demasiado implícita el principio —cargado de intrínsecas aunque involuntarias implicaciones etnocidas— de que la única religión en que puede afirmarse la esencia más auténtica de las culturas amerindias es el catolicismo, considerado no sólo como forma religiosa ya arraigada en forma inextirpable en la historia de las comunidades indígenas, sino como integración y completamiento natural de la antigua religión precolombina, antes considerada “pagana” y hoy cristocéntricamente leída como intrínseca y casi totalmente compatible con las Buenas Nuevas, por estar fundada sobre las “semillas del Verbo” presentes desde siempre en todas las diversas culturas humanas del globo (v. Lupo 2006, 2009a). A través de la “invención” de esa ininterrumpida tradición indígena criptocristiana y su triunfal recuperación dentro de la práctica del catolicismo, es evidente que se está haciendo una manipulación del patrimonio cultural de los nativos, dando una interpretación del mismo fuertemente orientada por intereses ideológicos (y tanto más sospechosa por cuanto partió de fuera de la comunidad indígena). Sin embargo es igualmente verdadero que creer posible atribuir al clero toda la responsabilidad del surgimiento y la afirmación del fenómeno y la capacidad de gestionarlo llevaría a una representación falseada de los hechos, viciada por el antiguo prejuicio según el cual los indígenas serían incapaces de ejercer su propia agentividad, de hacerse conscientemente protagonistas de iniciativas, opciones y proyectos (v. Kovic 2004). Por el contrario, a través de los ejemplos etnográficos que me propongo examinar, veremos aparecer los criterios, las decisiones, las conductas y los objetivos con que los indígenas de la Sierra Norte de Puebla enfrentan el proyecto de la Pastoral Indígena, lo reciben y lo utilizan para sus propias exigencias más diversas. Pero antes de entrar al examen de la etnografía es necesario disipar un posible equívoco, puesto que el objeto del análisis —es decir, el fenómeno religioso que sus propios protagonistas denominan “indio” o “indígena”— incluye tipologías de actores bastante diversos, cuya ubicación en relación con el mundo convencionalmente definido como “indígena” puede ser objeto de controversia. Para aclarar: los obispos y los sacerdotes que fijaron los presupuestos teológicos y operativos



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del proyecto pastoral destinado a los indígenas, estableciendo las características básicas de la religiosidad “india” y seleccionando entre el riquísimo bagaje de elementos atribuibles al pasado prehispánico los que deben ser considerados “semillas del Verbo” —en virtud de su afinidad con las verdades cristianas—, y los que en cambio debían ser descartados ¿qué legitimidad tienen para hablar y actuar en nombre de los “indios”, si muchos de ellos ni siquiera tienen orígenes indígenas directos? Y cuando en el interior de las comunidades indígenas se manifiestan divergencias o contraposiciones entre los seguidores de la Teología India y los que rechazan esa Nueva Evangelización, eventualmente contraponiéndole la recuperación de modelos culturales precristianos6 ¿quién tendrá más derecho a considerarse como el defensor de las instancias de los “indios”? No puedo olvidar la ingenua arrogancia con que, las veces que tuve ocasión de ilustrar en público los productos iconográficos, litúrgicos, exegéticos y sociales de la Pastoral Indígena, ilustres expertos en las civilizaciones amerindias (mexicanos, europeos, estadounidenses, pero siempre “no-indígenas”), se levantaron a censurar las interpretaciones erróneas e ilegítimas que se hacían de un patrimonio del que evidentemente se consideran depositarios y custodios más autorizados que los descendientes directos de quienes lo produjeron. Teniendo en cuenta la imposibilidad de afirmar la pureza y la fijeza diacrónica de cualquier tradición cultural y de sostener la intangibilidad de los modelos que de ella extraen los que se identifican con ella ¿en base a qué criterios de exclusión o inclusión reconocer a algunos y negar a otros el derecho a recuperar, adaptar, manipular e incluso reinventar la “tradición” de sus propios antepasados más o menos directos? En los últimos años se han ido haciendo cada vez menos evidentes, discretos y representativos los rasgos distintivos en los que se acostumbraba basar la definición de quiénes entraban en la categoría de “indígena”, como la lengua, la vestimenta, el aspecto físico, la residencia en remotas comunidades rurales o la adhesión a costumbres consideradas “tradicionales”. Al mismo tiempo se ha atenuado considerablemente el estigma social asociado con la inclusión en esa categoría,

6. Esta postura es objeto de reflexión crítica por parte de los propios teólogos “indios”, que la incluyen en la tipología de la “Teología india-india”, contrapuesta a su propia “Teologia india-cristiana” (López Hernández 2000; v. García González 2002: 15-16)

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que entre otras cosas —como todos los marcadores de pertenencia— se utiliza en forma fluida y contextual, según la conveniencia del momento. En consecuencia, y especialmente en relación con la Teología India, se han multiplicado los que —aun con orígenes étnicos muy diferentes— reivindican su propia indianidad, o por lo menos su competencia para pontificar sobre cuestiones relativas al mundo amerindio. ¿Quién puede entonces establecer, y sobre qué bases, quién tiene legítimo derecho a expresarse en calidad de indígena y a hablar en nombre de la ilimitada colectividad de los “indios”? Quizás el único criterio que no constituye alguna forma de arbitrio es el de la autoadscripción: “Ser o no ser indígena representa un acto de afirmación o de negación lingüística y cultural” (Bartolomé 1997: 23-24). En el pasado, uno de los rasgos culturales que según se creía más caracterizaban al indígena era el apego a concepciones y prácticas religiosas a menudo definidas como “ancestrales”, que como hemos visto se interpretaban en términos de derivación más o menos directa del pasado precolonial7. Hoy que la percepción de esa religiosidad tradicional ha sufrido un cambio tan profundo —especialmente en una parte consistente del clero— y ya no es etiquetada como “satánica” o “pagana”, sino por el contrario exaltada por su originalidad, su verdad y su valor soteriológico, se multiplican los que —aun no teniendo ascendencia indígena directa— se suman a los indígenas para adherir a ella y tomarla como emblema identitario e instrumento de afirmación y de rescate. En estas páginas ilustraré algunos de los diversos modos como el diseño de la Pastoral Indígena retoma y transforma los conceptos, usos y significados de algunos significativos símbolos, textos y figuras de la fe cristiana; y paralelamente trataré de poner de manifiesto los

7. Según los puntos de vista, además, éstas podían ser vistas como perfecta y totalmente cristianas (por parte de los indígenas) o bien como auténticas supervivencias del paganismo prehispánico (por los observadores externos). La literatura antropológica mesoamericanista ofrece una infinidad de ejemplos, en los que etnólogos y analistas de variada filiación disciplinaria buscan, ponen de manifiesto y exaltan cualquier posible elemento de continuidad con las culturas prehispánicas, útil para reconstruir y analizar mejor las grandes civilizaciones del pasado precolonial (que en muchos casos constituyen el objeto privilegiado de su atención), en cuanto no “contaminado” por las aportaciones europeas y constitutivo de las retóricas identitarias en base a las cuales se ha constituido la identidad nacional.



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distintos niveles en que los “indígenas” (o bien los que —aun dentro de un espectro bastante diferenciado de modalidades— se identifican y se definen expresamente como tales) pasan a ser protagonistas de esas transformaciones, cómo las hacen suyas y para qué fines las usan.

3. La “indianización” del clero Para empezar, partiré de los principales actores de este movimiento, es decir los sacerdotes que siguen la Teología India, que inicialmente ni siquiera eran todos indígenas, pero cuyas acciones fueron inspiradas por las instancias y las reivindicaciones que la población indígena ha sabido producir con vigor cada vez mayor en los últimos decenios, y en particular después de la toma de conciencia que acompañó y siguió a la celebración del V centenario del “descubrimiento” de las Américas. En este sentido ciertamente no es irrelevante que —dentro de la gran cantidad y variedad de iniciativas y análisis ocasionados por el aniversario— el tema de la evangelización y de los errores y las violencias que la acompañaron haya sido asumido en forma muy visible por la Iglesia, interesada en rescatar los traumas de la Conquista a través del valor soteriológico del anuncio evangélico que, siempre en las palabras de Juan Pablo II en Santo Domingo, habría permitido que “germinaran” las “semillas del Verbo”, permitiendo a las gentes amerindias descubrir en las entidades extrahumanas veneradas hasta entonces “las huellas del Dios Creador de todas sus criaturas” y haciendo que “las virtudes ancestrales de vuestros antepasados […hallaran] su plenitud en el gran mandamiento del amor, que ha de ser la suprema ley del cristiano” (12/10/1992, n. 2). Mirando bien, los sacerdotes protagonistas de la pastoral indígena se sumaron a muchas otras figuras análogas, protagonistas a su vez de los movimientos nativos de afirmación identitaria y reivindicación política, entre ellos los maestros indígenas, los líderes de las asociaciones de productores, los ocupantes de cargos políticos locales, etcétera. Las actividades de esos diversos actores se habían desarrollado en formas de organización y reivindicación política, de tutela de la soberanía y de la autonomía económica, de defensa de la lengua, de las costumbres y de los saberes autóctonos y otras por el estilo. Pero casi siempre había tenido también un papel de notable importancia el componente social

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que se ocupa del ámbito religioso, del que forman parte muchos coadjutores nativos del clero (fiscales, maestros de capilla, sacristanes, cantores, catequistas), así como, evidentemente y cada vez más, los propios sacerdotes y monjas. Un clero que, aunque evangélicamente sensible a las durísimas condiciones de vida de los indígenas y a sus legítimas reivindicaciones de derechos, igualdad, bienestar y autonomía, antes incluía en sus filas a muy pocos miembros de la población nativa. Y esos pocos eran casi siempre “indios desindianizados” (Bartolomé 1997: 31). Al respecto observa Clodomiro Siller (1988: 773) que “los sacerdotes indígenas nunca se identificaban como tales; inclusive afirmaban, a causa de la desetnicización que habían sufrido en el seminario, que ellos no eran indígenas”. Eleazar López Hernández, una de las figuras más destacadas de la Teología India, ha descrito en forma sumamente eficaz el “extrañamiento” que produjeron en él los años de formación en el seminario, con la consecuencia de hacerle “incluso menospreciar la sabiduría indígena de mi pueblo, por considerarla bárbara y primitiva”. Más tarde afirmaría haber advertido ese reniego como “la agresión máxima a mi identidad indígena” (López Hernández 2000: 17-18; cfr. Lupo 2009: 255-278). Fue precisamente volviendo a las comunidades nativas, enfrentándose con ojos y sensibilidad nuevas (en el sentido de transformadas por las aperturas conciliares) a la religiosidad de los indígenas (no necesariamente los del propio grupo y comunidad de origen), apreciando su espontaneidad y la intensidad de su fe, que esos sacerdotes se sintieron movidos a idear un proyecto pastoral que, en lugar de despreciarla, contrastarla y reprimirla, hiciera suya y aprovechara la religiosidad tradicional de los nativos —aunque también, más o menos inconscientemente, “domesticándola” y desnaturalizándola—, haciendo a los propios indígenas protagonistas de su vida religiosa y de las transformaciones que el proyecto conllevaba. En lo que sigue no quiero detenerme tanto —porque ya lo he hecho extensamente en algunas publicaciones recientes (v. Lupo 2006, 2009a, 2009b)— en las fascinantes (y también, en términos históricofilológicos, desconcertantes) reinterpretaciones, adaptaciones y manipulaciones de numerosos elementos de la religión indígena, tanto prehispánica como contemporánea. Me ocuparé en cambio —para dar mi



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contribución a la reflexión sobre cómo se podría domesticar la modernidad— de los distintos tipos de intervención a que el variado conjunto de los “indígenas” (al que justamente pertenecen también religiosos y laicos étnica y culturalmente “mestizos” que adhieren por propia y deliberada opción ideológica) ha sometido y somete los conceptos, las prácticas, los símbolos y los textos del catolicismo.

4. Cristianismo “natural” y cruces nativas Paso pues a la ilustración de mi etnografía, recogida a partir del año 2000 en la Sierra Norte de Puebla, donde por lo demás pude seguir el fenómeno desde sus albores, en 1988, aunque sin hacerlo de inmediato objeto de mis investigaciones.8 Para empezar, partiría del símbolo de la cruz, que constituye para todos los actores implicados una fuente inagotable de reflexión teológica sobre las “semillas del Verbo” y sobre la presencia de las verdades soteriológicas (salvíficas) de la “religión natural” ya en las concepciones religiosas precristianas. Con respecto a esto no será inútil evocar la idea, expresada claramente por un sacerdote de la Sierra, de que los indígenas tienden casi instintivamente a una corrección de comportamiento totalmente coherente con los dictados de la Iglesia. Se trata de lo que ya he denominado una “ortopraxis natural”: Por lo general ellos ya saben. Yo ni siquiera les estoy diciendo en qué momento se acercan a incensar, en qué momento van a acompañar la lectura del evangelio las velas, cómo se van a formar. Ellos solitos lo presentaron así. Y está perfecto —¿no?— es correcto, yo no tuve gran cosa que decirles [H. L. C., 31/8/2006].

Acerca de la práctica de incensar con el tecolcaxit ‘incensario’9 haciendo la señal de la Cruz, un nahua de Cuetzalan recuerda cómo, en

8. Las investigaciones realizadas en la Sierra forman parte de las actividades de la Misión Etnológica Italiana en México, de la que soy miembro desde 1979. Esas actividades han sido posibles gracias a las contribuciones de los ministerios italianos de Relaciones Exteriores, de la Universidad y la Investigación Científica y Tecnológica, y del Consiglio Nazionale delle Ricerche. 9. En las versiones del náhuatl, pongo entre barras transversales (//) la traducción literal y entre comillas simples (‘’) la traducción libre.

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un “taller de teología india” hace algunos años, una anciana especialista ritual de Tzicuilan mostró toda su habilidad innata y se llevó la palma como la más hábil ejecutante de la “correcta” señal de la cruz: [Ella] fue a ganar el concurso. […] Ella no fue a aprender allá, sino que fue a enseñar. Que ella ya sabía todo como [hay que hacer] eso, fue a enseñar. [M.E., 16/5/2008]

Bajo la guía de los sacerdotes de la Teología India, la misma cruz, inscrita en un doble círculo, tiene un significado nuevo y peculiar, en el que resuenan ecos de la antigua cosmovisión y de modernas “invenciones” teológicas [figura 1]:

Figura 1.



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M: “El camino de Dios es por aquí cuando hacemos el nombre del Padre, aquí en la cabeza de... es el lado poniente. Aquí donde sale es el oriente. Ése es el camino de Dios, sí, es el camino de Dios: del oriente al poniente. Y luego del sur al norte. Del oriente es vida, es que nace. El poniente es la muerte ya. Y el camino del hombre es del sur al norte. Por eso en el medio se tiene que cruzar, se tiene que hacer así, cruz ya. Por eso el camino del hombre, dice siempre [que] se tiene que endiosar y para poder llegar al cielo. Entonces aquí, aquí hacemos una cruz: éste es Cristo, éste es el hombre, aquí es el centro. Entonces, aquí nace el hombre y aquí se va, aquí está su muerte. Aquí nace Cristo y aquí se crece y aquí está su muerte de Cristo. Entonces —este— aquí el hombre tiene que nacer y —este— caminar aquí a encontrar a Cristo. Y aquí está Cristo, aquí [superpuesto, D: “la totalidad”] se encuentra con Cristo y cruza y pasa”. [...] D: “Ándale, es el ombligo. Este es un círculo de la totalidad, de la humanidad”. [...] M: “Y por eso, cuando inciensan la gente...” [M. L. y D. L., 15/5/08]. [...] si nosotros caminamos derecho, nos vamos a encontrar con Dios, en el centro. Hacia nosotros donde terminamos, [está] la muerte. Pero vamos a encontrar vida en el centro, con Cristo. [...] El círculo es donde es nuestra tierra: Anahuac. Y el otro círculo es el Cemanahuac, toda la totalidad, todo el universo [M. E. 16/5/08].

De ahí también la posibilidad de retomar una de las más célebres representaciones cruciformes del mundo prehispánico —la del cosmograma de la primera página del códice Fejérváry-Mayer (1971) [figura 2]— y reinterpretarla en términos no sólo compatibles con la doctrina cristiana (en el centro está siempre el tema de la sangre sacrificial, aunque vertida con finalidades y siguiendo lógicas muy distintas), sino prefiriéndola explícitamente a la habitualmente utilizada (con los brazos de espesor parejo): de hecho en su forma más tradicional, con el Cristo crucificado, es percibida como una “cruz de muerte” y contrapuesta a la “cruz de vida”, que sería la del códice (de brazos trapezoidales, con colores, árboles y pájaros) [figura 3]: Nosotros la tenemos también en la cruz de la casa, también la mandamos hacer. Es una cruz ancha, de las manos anchas, y los pies y la cabeza anchas, la punta de la cruz es ancha. Es la cruz de vida, porque la otra es la cruz de muertos. No es cruz de vivos. [...] El padre hizo la cruz y le pegó puro maíz de colores, todos los maíz de colores, para que fuera color natural, no fuera pintado [M. L., 15/5/2008].

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Figura 2.

Figura 3.

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Y es así que efectivamente, para hacerla aún más explícitamente coherente con las concepciones indígenas, en las que Cristo es el dador de vida y la fuente de todo alimento para los humanos, esa “cruz de vida” se cubre de maíz, siguiendo una disposición cromática que quiere reflejar (aunque lo hace de modo abiertamente fantasioso) la antigua asociación de las cuatro direcciones del cosmos con los colores de las cuatro principales variedades de maíz (como en el famoso tepetlacalli di Tizapan; v. AA. VV. 1996: 40; Lupo et al. 2006: lám. 34) [figura 4]. Y no es todo: también el cosmograma del códice Fejérváry-Mayer no se limita a ser el modelo de la “cruz de vida”, con o sin granos de maíz. Además es ennoblecido como emblema de la precocísima (incluso precolonial) “cristiandad” de los amerindios, al punto de que no sólo aparece reproducido en numerosísimas publicaciones religiosas (cuadernos litúrgicos, compilaciones de cantos y de oraciones, etcétera), sino que constituye el motivo de la lápida conmemorativa [figura 5] colocada en el ábside de la iglesia de Cuetzalan en ocasión del jubileo del año 2000, con la única modificación de la sustitución en el cuadro central del dios del fuego Xiuhtecuhtli por el símbolo de las cinco palomas policromas10.

5. La teología hecha por los indígenas Pasemos ahora al ámbito de los conceptos teológicos y del uso litúrgico de la lengua indígena: uno de los pilares de la reforma conciliar fue la adopción de las lenguas nativas tanto en la publicación de textos sagrados como en la liturgia. Como en el municipio de Cuetzalan se habla un dialecto náhuatl sensiblemente distinto del utilizado en el altiplano central,11 al cual fueron traducidos gran parte de los sermonarios, confesionarios y doctrinas del primer período colonial, una de las iniciativas de los religiosos adherentes a la Pastoral Indígena fue la de traducir (o adaptar) a la variante local del náhuatl los textos de uso litúrgico. Entre las cuestiones que surgieron en primer lugar estuvo

10. Por un examen más detenido de esta sugestiva creación iconográfica, v. Lupo (2006, 2009a: 234-241, 296-300). 11. Una de las principales diferencias es que el fonema /tl/ es remplazado por el alófono [t].

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Figura 4.

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Figura 5.

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por lo tanto la de la denominación de las diversas personas de la Trinidad. Ya resueltas fácilmente las traducciones para el padre (Tetahtzin: te- /de alguien / [prefijo pronominal de posesión indefinido] + tah-[ti] /padre/ + -tzin [sufijo reverencial] = ‘reverenciado Padre’) y para el Hijo (Tepiltzin: te- /de alguien / + pil-[li] /hijo/ + -tzin [sufijo reverencial] = ‘reverenciado Hijo’), quedaba el problema del Espíritu Santo, que hasta ahí los nahuas habían resuelto adoptando la expresión castellana entera: Espíritu Santo. Obviamente, en la perspectiva teológica “india”, semejante préstamo era inadmisible, por lo cual el párroco y sus más cercanos colaboradores se reunieron para discutir cómo expresar en náhuatl la compleja idea de la tercera persona de la Trinidad, produciendo finalmente el neologismo Teoihiyoyoltatiochihualtzin / Reverenciado sagrado aliento del corazón de Dios/ ‘Espíritu santo’: Bueno, eso salió [...] en los talleres, cuando preguntamos: “Bueno, está bien. Vamos a decir la bendición final. O ‘En el nombre del Padre...’”. Y bueno, entonces al traducir, salía perfectamente lo demás, pero el Espíritu Santo decían: “No, Espíritu Santo”. Le digo: “Pero es que es español. ¿Cómo se puede decir ‘espíritu’?”. Entonces empezamos a trabajar fuertemente la palabra espíritu... santo: ‘Espíritu Santo’ no les decía nada. Como en español tampoco les dice gran cosa. Entonces empezamos a ver: “Bueno, ¿qué es? Cuando se habla del Espíritu Santo ¿quién es?” Entonces ya empezaron a aparecer términos de cómo es, a qué se refiere Espíritu Santo, entonces surgió que es el aliento, es el viento, el soplo [ihiyot] que brota de Dios Padre, [y del] Hijo, ¿no? Y entonces, bueno, ya de ahí para no dejar nada más la cosa así muy ambigua: “Pero esto se refiere a Dios [teot], entonces ya es el aliento [ihiyot] sagrado [tatiochihual] que brota del corazón [yolo] divino, del corazón de Dios”. Esto les pareció más correcto, más completo. Y empezamos después a formularlo mejor, porque al principio era muy incompleta la palabra, pero ya lo decía. Pero una palabra que tuviera que decir, que dijera que es de Dios, que además es el aliento sagrado. Entonces ya se completó y después de haber presentado varias propuestas, dijeron: “Esta es la palabra correcta”: Teot [= /Dios/], Ihiyo es el ‘aliento’, Yol es del ‘corazón’, Tatiochihual ‘sagrado’ [+ -tzin diminutivo honorífico]. [A. Lupo: “¿Entonces fue una larga reflexión?”] Reflexión, que dio como resultado un estudio, pues, del Espíritu Santo. Y no se tiene en español. En español, por ejemplo, los coyome [mestizos] cuando saben... hablan del Espíritu Santo, no saben ni qué están diciendo — ¿no? —, ni a qué se están refiriendo. Mientras que cuando se hizo esta reflexión se sabe perfectamente que es la tercera persona de la Trinidad.



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Pero no como catecismo, sino porque es quien es [H. L. C., entrevista del 31/8/2006].

Esto en cuanto a la génesis del término adoptado para traducir “Espíritu Santo”, en el restringido y selecto contexto de los promotores del proyecto teológico “indio” de Cuetzalan, formado sobre todo por los jóvenes catequistas del municipio (incluyendo también a los provenientes de algunas comunidades de la vecina parroquia de Santiago Yancuictlalpan, dirigida en aquel momento por un cura hostil a la Pastoral Indígena y que dejaba insatisfechos a muchos de los feligreses que en cambio simpatizaban con ella). Pero los fieles que no participaron tanto ¿recibieron esa propuesta? ¿Y cómo? Tuve un testimonio precoz de esto cuando, ya en 1997 (es decir antes de empezar a ocuparme sistemáticamente del tema de la Teología India), en el momento de registrar con muy distinta finalidad la súplica terapéutica pronunciada por un anciano y respetado especialista ritual de Tacuapan, éste —que siempre había seguido con gran entusiasmo cada paso del trabajo del párroco— utilizó la expresión recién acuñada, aunque mutilada del teo- ‘divino’ inicial y con inversión del orden en que se mencionan el ‘aliento-espíritu’ (ihiyot) y el ‘corazón-alma’ (yolo): yolihiyotatiochihualtzin /reverenciado corazón-aliento bendito/. Como el término nunca había aparecido en ninguna otra de las plegarias registradas por mí en las décadas precedentes con otros especialistas, y como el mismo terapeuta declaraba que se inspiraba continuamente en el magisterio del párroco de Cuetzalan, al que atribuía virtudes totalmente extraordinarias, no fue difícil identificar el origen de esa innovación léxica. Pero posiblemente lo más interesante es que él no sólo aplica ese término a la tercera persona de la Trinidad católica, sino que también lo emplea —en forma totalmente idiosincrática y evidentemente extendiendo mucho el ámbito del significado teológico atribuido al nuevo vocablo por sus artífices— a la entidad anímica que se pierde con un susto (llamada ecahuil /sombra/ e inextricablemente ligada al alter ego animal, del cual recibe la fuerza, el tonal [v. Signorini-Lupo 1989]), que acostumbra tratar de recuperar ritualmente, mediante súplicas y ofrendas a la Tierra: Nimitztahtanilia, totahtzin Dios, ¡xinechhualcui...! Yo te pido con insistencia, Dios Padre nuestro, ¡tráemelo...!

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Mah ehco [...] itonaltzin, neca niyolihiyotatiochihualtzin. Nimitztahtanilia... [F. L. P., 1/10/1997].

Que llegue [...] su alter ego, aquí su “espíritu santo”. Yo te pido con insistencia...

Obviamente, por el momento se trata de un caso aislado, que nos dice muy poco sobre el alcance de la aceptación del nuevo término teológico entre el resto de la población indígena. Sin embargo atestigua por un lado la extrema receptividad que los nativos pueden mostrar hacia las innovaciones —especialmente si son de origen autorizado— que satisfacen los parámetros estéticos y semánticos indígenas. Pero además nos revela la inesperada libertad creativa con que por lo menos algunos especialistas de la palabra —es decir de un ámbito altamente apreciado por la población nativa— se conceden la libertad de extender el significado y el empleo de los términos litúrgicos en lengua indígena, dando vida con imprevisible libertad a innovaciones ulteriores, ciertamente bastante alejadas de la intención inicial de los que acuñaron los neologismos, quienes difícilmente habrían imaginado que la expresión “inventada” para designar a la tercera persona de la Trinidad católica se utilizara para referirse a los componentes espirituales de la polaridad anímica (“sombra” y alter ego) que determina y encierra la personalidad, la resistencia, la vitalidad, las actitudes, el destino, las facultades perceptivas y la capacidad de decisión de cada individuo (v. Signorini-Lupo 1989; Lupo 2009a, 2009b, 2009c).

6. La “indianización” de lo sobrenatural cristiano Pasemos ahora a otros dos ejemplos, tomados de una experiencia que hice en mayo de 2008, cuando asistí a uno de los talleres de Teología India que periódicamente realizan los religiosos y laicos de los cinco decanatos de la Sierra Norte de Puebla (Ahuacatlán, Cuetzalan, Tlatlauhqui, Zacatlán y Zapotitlán). En esa ocasión, 16 personas —3 sacerdotes, 4 monjas, 8 fieles indígenas y un observador externo, el que habla— pasaron tres días reflexionando sobre temas como: los mitos de creación indígenas, “De la femineidad de Dios”, o “Jesucristo quetzalcoatlizado-puchinizado” (v. más adelante). El encuentro se articulaba en algunas actividades rituales, como la misa final, pero in-



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cluía también un rito matutino de agradecimiento a Dios por sus dones, en el cual —alrededor de un quincunce formado por recipientes que contenían los cuatro elementos más el maíz (por supuesto en las cuatro principales variedades cromáticas: blanco, amarillo, rojo y morado)— se reflexionaba en grupos de cuatro sobre el significado atribuido por los “abuelos” a esos cuatro elementos y después se dirigían oraciones católicas en las cuatro direcciones correspondientes, terminando con cantos religiosos en lengua náhuatl y totonaca. Pero sobre todo la actividad preveía la meditación colegiada —en grupos o en plenario— sobre los principales temas de reflexión, ilustrados por los sacerdotes mediante la proyección de presentaciones en Powerpoint; todo minuciosamente registrado en una computadora portátil por la más joven de las monjas presentes. Un significativo momento de ocio (y también punto de partida de reflexión antropológica) fue ver una noche la película de Mel Gibson Apocalypto, guiñolesca reconstrucción del mismo mundo prehispánico en que se inspira la Pastoral Indígena, aunque en términos y con finalidades totalmente antitéticas (v. Lupo 2010). En el curso de esos tres días tuve ocasión de ver y escuchar cosas muy variadas y de notable interés antropológico: aun en la intimidad de un grupo tan reducido, se tenía la sensación de estar asistiendo a la gestación de un pequeño ejemplo de lo que en parte constituirá la “cultura” nahua del futuro próximo, plasmada en las discusiones de un grupo de personas sentadas en torno a una mesa, en forma reflexiva, con empleo de instrumentos informáticos modernos y realizando deslumbrantes saltos diacrónicos entre las civilizaciones amerindias del pasado, las culturas indígenas de hoy y los preceptos de la Iglesia posconciliar. De la rica y compleja documentación recogida me limitaré a ilustrar un par de fragmentos de los discursos pronunciados en la ocasión (lamentando no poder acompañarlos con el aparato iconográfico de las presentaciones originales), que muestran bien el modo como la doctrina y los textos sagrados del catolicismo son utilizados y muy creativamente interpretados en el ámbito de la Pastoral Indígena. Partiré del comentario verbal con que uno de los tres párrocos presentes presentó el tema de la “femineidad de Dios”, proponiendo abordajes totalmente inesperados del complejo papel de supremo mediador entre el Antiguo y el Nuevo Testamento que san Pablo atribuye a Cristo en la Epístola a los Hebreos (4: 14 y ss.). Esto se da a través

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de la lectura simbólica de dos entidades sumamente significativas del panteón náhuatl prehispánico: Quetzalcoatl y Coatlicue, divinidades que —para el sacerdote en cuestión— se caracterizan ambas por poseer componentes concretamente telúricas (la naturaleza de serpiente y el deslizarse sobre el suelo del dios, la falda de serpientes y las garras de la diosa) y otras que las elevan hacia Dios (las plumas preciosas que sustituyen a las escamas de la serpiente y que aparecen también en las pantorrillas de la diosa); esa copresencia en una misma figura de atributos de significado opuesto y complementario haría de las dos divinidades precolombinas el equivalente de Cristo en la carta a los Hebreos, en su calidad de pontifex:12 La figura de Quetzalcoatl nos va a dar también estos dos elementos: por eso es serpiente, por eso es quetzal-coatl, es serpiente, ¿verdad? Una serpiente no puede elevarse, ¿sí? Su elemento natural es estar siempre pegada a la tierra. Pero tiene plumas. Y tiene las plumas del quetzal. Entonces nos está hablando del vuelo alto, del vuelo sagrado. Y entonces nos está haciendo el puente, es el puente entre lo divino y lo terrestre. ¿Verdad? Entre lo celeste y lo terrestre. Entonces, a esto nos está invitando Quetzalcoatl: a que nuestra mente, nuestro ser tenga pensamientos, tenga el ideario de lo más sagrado, pero sin perder nuestra realidad terrena. ¿Sí? [...] Esta misma relación de serpiente y de quetzal que tiene Quetzalcoatl, es la misma que va a tener Coatlicue, ¿sí?: plumas y garras. Y entonces otra vez vuelve a ser el elemento mediador. Dios femenino, Dios Coatlicue, madre de los dioses, madre de allá, de Huitzilopochtli, del colibrí izquierdo, pero también que nos une con la tierra. ¿Sí? Y si nosotros [ríe] tratamos de visualizar de alguna manera la experiencia de la Escritura en lo que nos va a decir la Carta a los Hebreos, ¿no?: “Jesucristo que es el pontífice”, el puente, el que une, el que nos une con Dios Padre, pero también que está bien firme a la tierra, ¿no? Es el puente [J. G., 14/5/2008].

En este crescendo de modernas propuestas interpretativas “indígenas” de las imágenes, de los símbolos, de los vocablos, de las metáforas y de los personajes de la religiosidad cristiana es interesante examinar también lo dicho en la misma ocasión por otro sacerdote sobre 12. Evidentemente, en un contexto exegético de este tipo no tiene ninguna importancia el hecho de que el término griego originario sea archiereús, habitualmente traducido como “sumo sacerdote” y por lo tanto sin ninguna relación con los “puentes” ni con quien en sentido figurado desempeña la función de tal.



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el tema de Jesucristo “quetzalcoatlizado” o “puchinizado”; una expresión que, al colocar junto a la serpiente emplumada azteca su equivalente en la mitología totonaca, Puchina, manifiesta la reacción del joven sacerdote totonaco a la tendencia de muchos exponentes de la Teología India mexicana a fagocitar en el gigantesco campo gravitacional de la cultura nahua cualquier diferencia o matiz local (v. Lupo 2006, 2009a). En su introducción a una larga presentación en Powerpoint sobre el tema, ese intelectual indígena desplegó toda su capacidad de reflexión analítica —con los instrumentos y las claves teóricas derivadas de su propia formación eclesiástica— sobre la versión “inculturada” del Cristo que se podría deducir de las concepciones y sobre todo de las prácticas religiosas de la población indígena,13 obviamente no vistas ya como parodias diabólicas sugeridas por el Enemigo ni como rastros de un paganismo imperfectamente extirpado, ni como los escamotages sincréticos elaborados por individuos con nostalgia del antiguo paganismo y deseosos de esconder sus ídolos bajo el ropaje mimético de un catolicismo padecido pero en el fondo nunca comprendido del todo. Cada una de las convergencias verificables entre las creencias cristianas y las formas de la religiosidad autóctona es entendida como una de las tantísimas “semillas del Verbo” que se hallan diseminadas entre esta última, presentes desde siempre en las culturas de los pueblos mesoamericanos y capaces de ofrecer hoy a la comunidad ecuménica de los cristianos la contribución enriquecedora de una de las tantas declinaciones locales de esa Verdad única que hace a la Iglesia verdaderamente “católica”, es decir universal. Ahora [...] vamos a ver [...] el tema [de] Cristo quetzalcoatlizado-puchinizado. Ustedes los totonacos [sabrán] si se dice así ‘puchinizado’ o ‘puchinazado’. Así como pusieron ahí Jesucristo quetzalcoatlizado, también nosotros [podemos decir] Jesucristo puchinizado. No es un Jesucristo europeo, no es un Jesucristo ni siquiera judío que nos llegó: es un Jesucristo judío, helénico, romano, etcétera, árabe, con toda una cultura que trae ese Cristo que nos trajeron. Ahora nosotros tenemos a ese Cristo indígena

13. En relación con esto es preciso recordar que según las teorizaciones de sus más acreditados defensores, la Teología India se caracteriza por privilegiar mucho más la dimensión pragmática que la teórica (v. AA. VV. 1992; López Hernández 2000); peculiaridad que ha provocado no pocas críticas de la jerarquía romana, a cuyos ojos aquélla aparece a veces muy india y poco teológica (cfr. García González 2002).

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aquí. Como dije [...] es un Jesucristo que se hizo indígena no por la Iglesia católica, sino que lo hicieron los pueblos indígenas. No fue trabajo de los obispos, de los sacerdotes, sino que ese Jesucristo que se hizo indígena fue trabajo de la gente, ésos, de los ancianos, de las ancianas; ni siquiera de los catequistas. Fue propiamente trabajo de la gente. Ahora vamos a descubrir cómo es que Jesucristo no es ese Jesucristo que trajeron los misioneros, que ahoramanejamos, sino que es un Cristo indígena. Ya les decía esa vez el padre J.G.: “¿Por qué Padre Jesús? Jesús no es el Padre”. Pues, ¿por qué le dicen Padre Jesús? Ah, pues, es que es un concepto que a lo mejor ya lo conceptualizamos, es un nombre indígena, que para ellos Jesús es su papá. Ahí es donde tenemos que ir a entrar, [en] ese dinamismo que hizo el pueblo para convertir a ese Cristo que trajeron los misioneros, el mismo pueblo lo convierte en suyo. No lo rechazó al principio así, como que se fueron frenando algunas cosas, pero adoptó ese Cristo vistiéndolo de lo indígena. No con la ropa, sino desde el corazón hizo que Cristo fuera indígena. Pero vamos a ver cómo es que ese Cristo que anunciamos no es el Cristo europeo. No es el Cristo cristiano, podemos decir así [ríe]. Es un Cristo indígena, que la Iglesia le llamó religiosidad popular [F. J. D., 13/5/2008].

No quiero detenerme en el potencial impacto desestabilizador que podrían tener, si se leyesen fuera del contexto pastoral en que fueron producidas, afirmaciones como las que acabo de citar. Baste con decir que en este momento histórico, las jerarquías eclesiásticas miran con ojos mucho más severos que hace algunos años propuestas de esta naturaleza. El péndulo que, en la historia bimilenaria de la Iglesia, ha oscilado constantemente entre las tendencias innovadoras y un poco anárquicas de la periferia y los llamados al orden normativo de la autoridad central, parece moverse actualmente en esta segunda dirección. Quiero sin embargo concluir dando nuevamente la voz no a la categoría de los indígenas que en otros tiempos habríamos definido como más “aculturados”, y que por eso mismo habríamos considerado menos auténticamente tales, como si el acceso a instrumentos y saberes del mundo hegemónico fuera incompatible con la posesión de una identidad “indígena”;14 sino a esos laicos que se limitan a acu-

14. El ejemplo navajo de la contribución presentada aquí por Gary Gossen nos proporciona un ejemplo significativo de cómo hoy es posible seguir siendo “indígena” aun administrando casinos, produciendo objetos de arte de precio prohibitivo, etcétera.



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dir en masa a la iglesia los domingos y los días de fiesta y que el resto del tiempo hacen su vida en los ranchos, posiblemente escuchando el canal en náhuatl de la radio XECTZ, fundada hace años por el Instituto Nacional Indigenista, mirando las telenovelas colombianas en la televisión, yendo a trabajar en zonas incluso lejanas de la República (cuando no a Estados Unidos), pero volviendo siempre a su propio territorio, a sus propias redes sociales, al conjunto de prácticas a través de las cuales han aprendido a conocer y enfrentar el mundo, al capital simbólico constituido por su propia tradición cultural indígena, y que con el bagaje de todos esos bienes e instrumentos viven en la modernidad. Después de años de sermones y de enseñanzas teológicas “indias”, en los cuales se les propone como plenamente apreciable y compartible esa versión profundamente remodelada y cristianizada de la civilización de sus gloriosos antepasados mexicas, no sorprende que los nahuas de Cuetzalan lleguen a pensar y a representarse en términos positivos incuso las prácticas “paganas” que por siglos les han echado en cara los opresores blancos y mestizos como emblema de su barbarie, atraso e inferioridad moral (y como la primera justificación de su esclavización): los sacrificios humanos y la antropofagia. He aquí cómo un habitante de Cuahtapanaloyan interpreta, a través de los lentes de la “inculturación”, el pasaje fundamental del Evangelio en que el Salvador instituye el sacramento eucarístico: Lo que tiene la Biblia, lo tiene todo eso. Nuestros antiguos, lo que ellos vivieron, su cultura o su religión, no le pedimos nada a la Biblia, es lo mismo. Un poquito diferente. [...] Es como si hicieran la misa, a rezar, a pedirle a Dios. [...] Que supongo yo que también hacían la comunión. Pero lo hacían como Dios dijo, como Cristo dijo: “Si no comes mi carne, no tienes vida”. Yo no sé los escritores, o los que han hecho la historia y todo eso, eso no lo mencionan. [A. Lupo: “¿Qué cosa?”] La comunión. Los sacrificios que hacían, y —este— yo me imagino que sí daban también la comunión. [A. Lupo: “¿De los sacrificados?”] ¡De los sacrificados! Entonces el corazón que le sacaban, se lo ofrecieron a Dios, pero de eso ya hacen la comunión. Bien. Ahora otra cosa. El pleito es que decían los coyome [mestizos] que son criminales, no está bien lo que hacían. Pero los sacrificios que hacían nuestros antepasados no era nada más agarrar ahorita y ya. Fueron preparados, sabían qué era lo que iba a suceder. Sabían qué es lo que les iban a hacer. No estaban... No, no, no, no los agarraban

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y ya. Porque por eso estaba el calmecac. Porque, como hoy el seminario. Los tenían allí para prepararse. Cuando estaban preparados, es ya cuando ya los iban a sacrificar. Ya últimamente, pues, quizás agarraban cualquiera de los que... de los que... agarraban entre las guerras, pero pues ya porque no había cuales son los que estaban preparados. Pero antes, antes, estaba el calmecac para que allí les enseñaran todo lo que iban a hacer o qué es lo que iban a hacer, o qué iban a sufrir para su pueblo. Se ofrecían ellos ante Dios. No nada más porque así nada más los mataban. No se dejaban matar nada más porque no podían defenderse. No. Se dejaban tranquilamente. Así es [M. E., 16/5/2008]

Este resumen etnográfico nos ha permitido ver cómo los nahuas de la Sierra —es decir los que se perciben y se definen como tales, con el consenso de las comunidades en las que viven y actúan— “domestican” el catolicismo, aprovechando las oportunidades que les ofrece la orientación pastoral posconciliar, la libertad de acción que les permite la competencia con las “sectas” protestantes, el valor político que adquiere el discurso religioso en la contraposición con los poderes de las élites mestizas y de las instituciones estaduales y federales. La misma naturaleza “holística” del movimiento de la Teología India, que se propone alcanzar la “liberación integral” del hombre a través de una intervención que elimine o transforme las diversas causas estructurales de desigualdad, injusticia y exclusión, sean éstas económicas, políticas, sociales o culturales (como dice el Plan Pastoral 1999), hace de ella un poderoso instrumento de negociación, reivindicación y afirmación para la población indígena. Que haya nacido inicialmente fuera de las comunidades nativas, y que presente indudables aspectos problemáticos con respecto a la libertad de gestión por los nativos de su propia herencia cultural —que de hecho es pesadamente seleccionada, remodelada y ulteriormente (diría definitivamente) cristianizada— no impide que hoy ese proyecto haya llegado a ser una de las armas más afiladas de que disponen las minorías indígenas para recuperar su dignidad, para conquistar la autonomía en sus decisiones y capacidad de autodeterminación y para afirmar modelos de “modernidad” alternativos al impuesto hasta ahora por la sociedad hegemónica. No dispongo todavía de material etnográfico suficiente para proponer un análisis orgánico y coherente de los tantos aspectos del fenómeno. Pienso con todo que aun los pocos ejemplos ilustrados hasta aquí permiten entrever la multiplicidad de casos, modalidades de acción, es-



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trategias y objetivos de los actores, que aumentan ulteriormente según quiénes sean éstos. Es claro, por ejemplo, que la variedad de los sujetos presentes en escena y de los poderes que éstos son capaces de movilizar determina una gradación muy matizada de las modalidades expresivas adoptadas, de los temas tratados y de las retóricas empleadas según los contextos: el tema del sacrificio —por no hablar de de la equiparación entre la eucaristía y la antropofagia ritual azteca— es cuidadosa y deliberadamente evitado por los sacerdotes de la Teología India en cualquier contexto que no sea “interno” o confidencial (en realidad es casi inexistente en las numerosísimas publicaciones y en los sermones desde el púlpito, aunque evidentemente aparece en la reflexión pastoral, como se deduce del testimonio registrado más arriba): demasiado previsibles y peligrosos son los usos instrumentales que podrían hacer de él los antagonistas de los teólogos “indios” dentro de la Iglesia y los adversarios de los indígenas en la contienda política. Del mismo modo, es evidente que las lógicas y los objetivos de los obispos que autorizan la acción de los párrocos serán distintos de los inmediatos de estos últimos, así como los de los sacerdotes diferirán de los de sus colaboradores, y los de los catequistas a su vez divergirán de las de los miembros laicos de las comunidades, etcétera. Lo cual dependerá a su vez de la diferencia de autoridad, de conocimientos, de competencias y de libertad de acción de cada uno. Cuando tuve ocasión de conversar con un joven catequista “militante” sobre la posibilidad de que —como ocurrió ya en Yancuictlalpan— también en Cuetzalan la designación de un nuevo párroco hostil a la Pastoral Indígena pudiera perjudicar o eliminar el proceso en marcha, él —muy consciente de que la acción de los sacerdotes está muy limitada por su escaso o nulo conocimiento del náhuatl y por el hecho de que sus visitas a las comunidades menores y las rancherías es muy escasa e irregular— me respondió con pragmatismo: Bueno, el padre cuando quiera; pero […] ¿quién catequiza? No el padre. Entonces él es lo que es, tú eres lo que eres. […] Él se va a ir, y después, ¿qué? [E. C. M., 18/5/2008].

Esto no pretende sostener que la población indígena ya ha hecho suyo el proyecto pastoral inculturado al punto de estar en condiciones de gestionarlo en forma totalmente autónoma, prescindiendo del con-

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senso y de la guía del clero, sino más bien subrayar la dificultad de que, una vez que penetre en las comunidades y éstas lo hagan suyo, el diseño de “concientización” y “liberación” que hemos ilustrado pueda ser fácilmente dirigido, cooptado o desmantelado desde arriba. El argumento me pareció útil sobre todo para estimular la reflexión sobre lo que la modernidad ha aportado a la gestión directa de la religiosidad católica por parte de los indígenas, a quienes desde el precoz fracaso del utópico experimento del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco se les había negado la posibilidad de formar un clero propio; y también para interrogarnos sobre los que —gracias a dinámicas como la de la Teología India y tantas otras ilustradas en nuestro coloquio de Trujillo— están llegando a ser los nuevos modos de ser indígenas en los umbrales del tercer milenio.

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Ideologías amerindias y modernidad Mito y cosmología en un momento de la historia reciente (1958-1993) de los pumé Gemma Orobitg Canal Departamento de Antropología Cultural y de Historia de América y África. Universidad de Barcelona

“Aún queda por especificar la manera en que pueden conceptualizarse las relaciones entre las ideas y el poder” (Wolf 2001: 17)

Como punto de partida de este texto voy a aproximarme a la modernidad como un contexto ideológico1 que orienta el sentido tanto de las prácticas sociales como de los desarrollos intelectuales. ¿Por qué como contexto ideológico o, en otras palabras, como un sistema de ideas que estructura y consolida relaciones de poder y de resistencia; o para precisar aún más, como un esquema unificado de ideas que se desarrolla para ratificar o manifestar el poder? (Wolf 2001: 17-19). Porque la alusión a la modernidad en relación con una realidad indígena implica necesariamente hacer referencia a la alteridad2, en particular, a la forma en como se ha ido edificando una identidad criolla en contraposición a una identidad indígena. Si la modernidad nunca se ha identificado con lo indígena es porque se ha construido y asimilado como

1. Nótese que, tal como plantea Eric Wolf en su libro Envisioning Power. Ideologies of dominance and crisis (1999), el término ideología no es utilizado restringiéndolo a lo que podríamos definir como la ideología de una asociación o partido político, sino que se refiere a un conjunto de ideas que estructura y justifica las relaciones de poder y hegemonía. 2. En este texto se utiliza esta palabra, alteridad, para describir y explorar los términos (i.e. actores) y los procesos en la construcción y la experiencia de la diferencia social y cultural.

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una cualidad que define la identidad criolla, hasta el punto de justificar su hegemonía. En oposición, la identidad indígena se caracteriza por ser tradicional, aunque, según una perspectiva antropológica, no por ello incapaz de integrar la modernidad de forma creativa/cultural. Esta idea de la Antropología choca no sólo con la ideología socio-política bien arraigada que acabo de describir rápidamente y que pretende también la esencial inmovilidad de la tradición, sino que entra también en colisión, a partir de otras ideas que espero poder presentar con más o menos detalle, con la misma ideología indígena (Guss 1986). Voy a partir de esta disensión entre la perspectiva antropológica y la ideología indígena sobre la modernidad. ¿Por qué partir de un desencuentro entre estas dos perspectivas? Para compartir con el lector un primer momento de desconcierto frente a determinados razonamientos indígenas. A partir de mi trabajo de campo con los indígenas pumé, que inicié en el año 1989 hasta hoy, con la perspectiva de veinte años aproximándome a una misma realidad indígena, la idea de modernidad se me presenta cargada de una complejidad geográfica, histórica, política, económica y simbólica que, al menos en parte, quisiera poder concretar en este texto. A partir de un ejemplo muy preciso, de un episodio muy fijado en la historia oral del grupo pumé, intentaré mostrar de qué manera —con la palabra y con el cuerpo— se edifican las ideologías indígenas que permiten forjar relaciones concretas, entre otros, con el Estado, con la sociedad nacional y con el mundo globalizado. La modernidad entendida en estos términos, me llevará a activar el debate, con una cierta relevancia en los estudios amerindios, de las relaciones entre mitología, cosmología, organización social y experiencia histórica del contacto con el mundo blanco/criollo (Lévi-Strauss 1991; Hill/Wright 1988; Teixeira Pinto 2000; Wright 2000). En relación a este debate, voy a intentar desarrollar, siguiendo las propuestas de Eric Wolf, cómo las ideas acaban constituyéndose en ideologías a partir de procesos —ésta es la idea principal de este texto— que implican tanto al sujeto como al grupo.

Apuntes de etnografía pumé Según el Censo Indígena de Venezuela del año 2001, el grupo pumé está constituido por 7.904 individuos, organizados en comunidades



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que se concentran en su gran mayoría en el estado Apure, al sudoeste del país. Estas comunidades han quedado ubicadas en zonas de difícil acceso y de creciente conflictividad en esta región fronteriza con la República de Colombia; que colinda con el departamento colombiano de Arauca. Para concretar aún más, los protagonistas de este texto son los hombres y mujeres pumé del enclave de Riecito, una de las veinticuatro comunidades ubicadas en el eje fluvial de los ríos Riecito y Capanaparo (Alto Apure). La comunidad de Riecito fue creada en el año 1959 como un proyecto de desarrollo agropecuario por la recién implantada Comisión Indigenista Nacional con el objetivo de fomentar y organizar el inevitable desplazamiento —debido a la presión territorial ejercida por los criollos— de una parte importante de la población pumé, instalada tradicionalmente a orillas del río Capanaparo, así como su sedentarización e integración en la economía nacional. En contraste con un período anterior marcado por la explotación y la violencia por parte de los colonos criollos, colombianos y venezolanos; la fundación de la comunidad de Riecito significó, para muchos pumé, el inicio de un esplendoroso, aunque efímero, período de paz y de bienestar. En el momento —entre los años 1989 y 1993— en el que recogía la memoria sobre la fundación de la comunidad de Riecito así como las versiones de los mitos, los cantos y los sueños que voy a transcribir, aunque sólo sea parcialmente, en este texto, la situación del pueblo pumé era diferente de la que podemos encontrar actualmente. Las distintas comunidades del eje fluvial que constituyen los ríos Riecito y Capanaparo, aunque con dificultades debido a la reducción de su territorio por las distintas colonizaciones criollas, seguían subsistiendo de la caza, la pesca, la recolección y la agricultura de roza y quema; practicando aún su tradicional nomadismo estacional en razón de las particularidades del ecosistema de los Llanos de Apure. En ese momento, la política indigenista venezolana, en aplicación de la vigente Constitución de 1961, tenía como principal objetivo la integración de los indígenas en la vida nacional a partir de las acciones de las misiones religiosas y de la política indigenista gubernamental. Lo que se constaba en este momento, a inicios de la última década del siglo xx, es que estas distintas políticas —tal como habían ido denunciando ya algunos antropólogos venezolanos desde finales de los años 1960 (Clarac 2001)— habían ido consolidado las dependencias de las poblaciones

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indígenas en relación a las ayudas y a los proyectos del gobierno venezolano y de otras instituciones implicadas. Se trataba además de un período caracterizado por la invisibilidad de los pueblos indígenas en el proyecto político-ideológico de Venezuela como nación así como por la situación de fuerte marginación —cultural, política y económica— en la que estaban sumidos. Hoy día, la mayor parte de las comunidades pumé del eje de los ríos Riecito y Capanaparo se han sedentarizado y están optando, incentivados por los proyectos del gobierno bolivariano, por una subsistencia basada sobre todo en la agricultura y la ganadería. A pesar de que las antiguas dependencias pesan aún fuertemente, de que las demandas de los pueblos indígenas por la titulación y gestión de sus territorios aún no han obtenido los resultados esperados, la relación de los indígenas venezolanos con el Estado ha cambiado. A partir de la Constitución aprobada en 1999, los indígenas han conquistado toda una serie de derechos y, sobre todo, se han hecho visibles como interlocutores y agentes políticos. Estos cambios —sin querer entrar en ningún tipo de valoración pues no es el objetivo de este texto— han tenido evidentes repercusiones en las relaciones sociales, políticas, económicas y simbólicas al interior de las comunidades. Me interesará hacer una rápida referencia a la primera década del siglo xxi al final de este texto para constatar no sólo la capacidad de transformación de las ideologías indígenas y su utilidad, al menos, política; sino sobre todo las vías y los referentes para estas transformaciones ideológicas.

Imágenes de modernidad, ideas sobre la alteridad En el trabajo de campo realizado a inicios de la década de los años 1990, si algo me llamó la atención desde las primeras conversaciones con los hombres adultos pumé cuando explicaban los “viajes de su pumethó” —esencia vital — a las tierras del Allá, de los oté —los dioses pumé— a través del sueño, del canto ritual o de la enfermedad, fue la presencia de teléfonos, helicópteros, aviones, rascacielos, abarrotadas ciudades con largas cola de automóviles y con calles saturadas de luminosos y sonoros carteles. Me sorprendió sobre manera, que el “mejor cantador/curador” pumé en sus viajes a las tierras del Allá para traer de regreso Aquí, a esta tierra, los pumethó de los pumé enfermos y



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restablecer así su salud se desplazara en helicóptero y se comunicara, durante la a menudo difícil y peligrosa búsqueda de los pumethó, con los tió 3, Allá, y con los cantadores del Tõhé, Aquí, a través de un aparato de radio comunicación. Éste es el paisaje que César Díaz, el “cantador/curador” al que me estoy refiriendo, dejó también plasmado en una serie de dibujos que realizó sobre las tierras que había ido conociendo y visitado durante los viajes de su pumethó. A continuación se reproduce uno de estos dibujos en el que aparecen, según la descripción del mismo César Díaz, algunos de estos objetos y elementos de la modernidad.

Éste era el paisaje de las tierras de los oté, un paisaje que poco se parecía al entorno cotidiano del Aquí, pero que formaba parte también de la cotidianidad pumé. No sólo, a través de la práctica del canto y de la ingesta de substancias psicotrópicas, durante el ritual del Tõhé 4, sino

3. Seres intermediarios entre los pumé y los oté. Su naturaleza es a menudo formulada como la de un feto abortado o como la del gemelo que siempre muere y pasa a habitar en las tierras de los oté. 4. El ritual del Tõhé se celebra, desde el atardecer hasta el alba, con una frecuencia que en algunos momentos puede ser de cuatro a cinco veces por semana según las observaciones durante el trabajo de campo en Riecito.

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durante el sueño del dormir y durante la enfermedad, los pumethó de los hombres adultos pumé acceden a estas tierras de los oté y de los tió. Quisiera insistir en esta particularidad de la experiencia pumé en la que el contacto con los seres sobrenaturales implica distintos estados de conciencia. Los mismos pumé lo expresan así, estás tierras de los oté y de los tió se parecen a las tierras de los criollos, aunque son tierras pumé. En realidad, explicaba un anciano pumé, en enero de 1993, a raíz de una visita a Caracas por cuestiones médicas, “los criollos hicieron las calles como en la tierra de los dioses”. La realidad criolla, parece decirnos, nunca hubiera podido existir tal como es sin los pumé, sin sus oté. Más adelante en la narración introduce una matización que insiste en la “inversión” de la relación entre los pumé y los criollos a partir de las consecuencias que, se espera, debería implicar. A continuación voy a transcribir este testimonio de Pancho García porque al mismo tiempo que una descripción del mundo criollo por un anciano pumé a partir de unos elementos que él resalta en el paisaje caraqueño es un relato sobre las relaciones y sobre el posicionamiento de los pumé frente al mundo criollo: Pancho García: […] A Caracas la conocemos como “el pueblo grande”. Así es como la llamamos “el pueblo grande”. Hay muchos automóviles. Los criollos son numerosos. Hay muchas calles. Van muchos criollos por las calles. Hay tanto automóvil que no caben en las calles. Hay automóviles pequeños… También automóviles muy grandes… pequeños también, muchos criollos. Trabajan mucho en las calles. Trabajan mucho y ganan mucho dinero. Los criollos ganan dinero, en cambio nosotros, los pumé, no ganamos dinero. Ganan dinero, se están enriqueciendo al mismo tiempo que nosotros nos estamos empobreciendo. Esto es lo que se está viendo… Cuando caminan los criollos…Hay muchos criollos. Van muchos. Casas grandes, casas buenas. Es un pueblo bueno. Es lo que llaman “pueblo grande”. Así es la tierra de Caracas, es buena. Hay mucha comida. Arroz, pasta, caraotas, cambur, naranja, toronja, muchos pescados y carne, lechosa, patilla… de esto también. Antropóloga: ¿A qué se parece Caracas? Pancho García: Se parece a la tierra de los santos (tió). Se parece a la tierra de los creadores (oté pareapame) Se parece a la tierra de la Creadora (Kumañi). Se parece a la tierra de Kuma Leina. Es una tierra buena. Los grandes automóviles se parecen a los que hay en la tierra de la Creadora



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(Kumañí). Aquí en Caracas hay bastantes criollos. Parece que aparezcan así sin más como en la tierra de Kumañi. Salen sin que nadie los para como donde Kuma. Así los criollos hicieron las calles como en la tierra de los dioses (oté). Como en la tierra de los dioses (oté). Parece la tierra de los santos (tió). Parece la tierra de los muertos (hore hapó dabú). Parece la tierra de los aí (bribón, trickster). A los criollos se les ve bien. Parece la tierra de los creadores. Fue creada muy bien. Aquí en Caracas deberían querer bien a los pumé. Así lo dijo la Creadora, que quisieran a los pumé. Dijo que trabajaran, que ayudaran bien a los pumé. La que conocemos como Kuma Leina. La que vive por donde sale el sol (andeya) […]”.

En este relato, que había dejado hasta ahora olvidado, la descripción del patrimonio criollo articula dos ideas centrales. La primera que aparece en este testimonio es la contraposición causal entre una vida en la abundancia, la de los criollos, y una vida en la escasez, la de los pumé. La segunda idea es la de una cultura originaria, creadora inicialmente de todo lo existente en este mundo y una cultura usurpadora en la medida en que excluye a aquellos para quienes todo ha sido creado, a quienes todo fue otorgado, del disfrute de esta creación. Recuperemos a Lévi-Strauss, cuando subraya “la facilidad con la cual tribus alejadas, sin relación entre ellas, integran al blanco en su mitología en términos casi idénticos”. Este fenómeno, concluye Lévi-Strauss, sólo es comprensible si admitimos “que el lugar del blanco estaba marcado en creux —o en sus mismas palabras, tenía un lugar reservado— en estos sistemas de pensamiento fundamentados en el principio de la dicotomía que obliga, etapa tras etapa, a desdoblar los términos; de tal manera que la creación de los indios por el Demiurgo daba cuenta de la necesidad igualmente necesaria de que hubiera creado también a los no-indios…” (Lévi-Strauss 1991: 92 y 292). La propuesta central de Lévi-Strauss es que dentro de la lógica de un modelo de pensamiento dualista la oposición indio/no-indio una vez es efectiva se pone a funcionar como categoría dinamizadora de los sentido culturales y, quiero desarrollar aquí, de las prácticas relacionadas con la organización social. En realidad, esta dualidad central, como han podido constatar numerosos trabajos sobre diversas realidades indígenas, es susceptible de ser leída y analizada también desde una perspectiva histórica (Severi 2006; Texeira Pinto 2000: 405-406). Se trata, para ser más concretos, de relatos —el que acabo de presentar es bien representativo— que proporcionan una descripción del

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presente que incorpora una específica memoria del pasado estructurada, como ha descrito de forma excelente David Guss para el caso yekuana5, a partir de la “inversión” de la historia criolla y, podríamos incluso añadir, de la ideología civilizadora que la sustenta (Guss 1986: 419-420). Esta inversión no implica, propone Guss retomando el análisis de Roy Wagner de los “cultos cargo” melanesios, una ingenua expectativa indígena de asumir todos los bienes criollos o, en otras palabras, una incorporación de la alteridad criolla como utopía para la propia cultura, sino que nos encontramos frente a un proceso de “metaforización” del Otro para hacerlo comprensible e integrarlo en una reestructuración de las relaciones de poder (Guss 1986: 423). Lo relevante de la incorporación del blanco en el mito baniwa6 tiene que ver sobre todo, constata Robin Wright, con la domesticación de sus poderes peligrosos (Wright 2000: 461). En realidad, se trataría, retomando los planteamientos de Guss, de un proceso extensible a cualquier contexto cultural y a cualquier proceso de relación/construcción de la alteridad (Guss 1986). En este punto, la pregunta inicial de este libro sobre las modernidades indígenas se concreta en la cuestión más general de la construcción de la alteridad, de la historia y del presente a partir de este proceso de “metaforización” del Otro cultural que se incorpora como agente social y cultural activo en las mitologías y en las cosmologías indígenas. La etnografía sobre los pueblos amerindios permite además constatar la imbricación del mito y de la cosmología con la acción y, así pues, en primer lugar, con el cuerpo o, en términos de Marcel Mauss, con las técnicas corporales. En otras palabras, las imágenes y las ideas presentes en los mitos y en las cosmologías se transforman en determinados momentos y se afianzan en el mismo proceso amerindio de constitución del cuerpo y de la persona. En suma, donde se opera el paso de las ideas a ideologías y donde se puede ubicar el núcleo de la eficacia 5. Los yekuana, grupo Caribe conocido también en la literatura etnográfica como makiritare, son, según el Censo Indígena de Venezuela de 2001, 6.523 individuos organizados en comunidades entre los estados Bolívar y Amazonas, en Venezuela, y también en el norte de Brasil. 6. Los baniwa son un grupo de lengua arawak que viven en las fronteras entre Brasil, Venezuela y Colombia. De lado brasileño viven un total de 3.750 persona y unas 2.000 entre Venezuela y Colombia, donde son conocidos también con el nombre de curripaco o wakuénai.



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que tienen estas ideologías es precisamente en esta imbricación entre el cuerpo y la palabra7.

Palabras y cuerpos: los lugares de las ideologías indígenas La idea de analizar la conexión entre los relatos míticos y las cosmologías con la constitución del cuerpo y de la persona en contextos amerindios surgió precisamente de la constatación de que la producción metaforizada del Otro no se daba únicamente en los mitos sino en otros ámbitos de la práctica indígena como los cantos rituales, la enfermedad o los sueños, que implican una experiencia más subjetiva e individualizada o, en otras palabras, un mayor —en algunos casos, total— protagonismo del narrador en la historia narrada. Experiencias como la enfermedad, el sueño o el canto ritual, centrales para pautar los momentos medulares en la constitución del sujeto y de su maduración social, contienen referencias más o menos específicas a la relación con el mundo blanco/criollo. Se trata de experiencias, a la luz de lo que he ido sugiriendo, que tienen un sentido distinto para el individuo que para la sociedad para quien parecen funcionar, entre otras cosas, como una forma de interiorización y de gestión de las relaciones interétnicas. En esta línea, quisiera aventurarme a afirmar que el poder de estas experiencias que generan y actualizan narraciones sobre las relaciones con la alteridad criolla viene no sólo —como demostraba Lévi-Strauss en su Histoire de Lynx— del desempeño de la estructura dualista que sería característica del pensamiento amerindio, sino, sobre todo, de esta imbricación dialéctica de los procesos individuales y las dinámicas sociales. La base de esta afirmación, más allá del ejemplo del grupo pumé que voy a presentar en detalle, la constituye toda una bibliografía antropológica sobre las realidades indígenas que converge en la constatación —abordándolas ya sea desde el mito, el ritual o desde las particularidades amerindias de construcción del cuerpo y de la subje7. Para la idea cuyo desarrollo aventuro por primera vez en este texto, voy a integrar al mito y a la cosmología en el ámbito de la palabra; al menos como punto de partida que seguramente podré matizar más adelante en otros trabajos.

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tividad— de la incorporación de la alteridad no-indígena en experiencias centrales para la vida del individuo, por un lado, y de la sociedad, por otro. Davis Guss, después de mucha insistencia, pudo recopilar y analizar uno de los cantos rituales yekuana, los ademi. Se trata de largos cantos cuyo recitado puede necesitar de unas 72 horas. Los ademi, explica Guss, se entonan para la purificación de nuevas tierras de cultivo o para recibir a un grupo de yekuana ausente por un tiempo. Estos largos cantos reconstruyen de forma detallada la “historia de la tradición del grupo”. En realidad, subraya Guss, se trata de narraciones que contienen referencias muy concretas al contexto geográfico e histórico y que poseen además una dimensión ideológica relevante pues devienen comentarios poderosos a las nuevas situaciones que los yekuana deben afrontar. En realidad, y éste es el argumento central y significativo de los planteamientos de Guss, estos cantos dan cuenta de un proceso de “mitologización” de los acontecimientos relacionado con la organización de la autoridad. “Mitologizar —concluye Guss— es conferir autoridad” (Guss 1989: 418). En el relato yekuana, Wanadi, el Creador, al final de toda la creación, creó todo lo que hay en Caracas para consolar al diablo, Odosha o Kahushawa en lengua yekuana, después que éste hubiera matado, por venganza, a sus hijos. Y le explica al antropólogo el narrador Yekuana: “Kahushawa llegó allá (a Caracas) y se quedó en ese pueblo, el último creado por Wanadi. Tiene muchas formas pero todas las creó Wanadi para consolar a Kahushawa. Esta es la razón por la cual ustedes tienen tantas cosas allá —motores, botes, radio…—. Ustedes dicen ‘Mira a estos pobres indios que no tienen nada’. Pero todas las cosas que ustedes tienen las hizo Wanadi. Las hizo para que Kahushawa se quedara con ellas” (Guss 1986: 419). En realidad este relato mítico que se articula como el viaje de Wanadi desde la cumbre del mundo hasta el infierno, reproduce el contacto de los yekuana con los españoles, los misioneros capuchinos, los holandeses y finalmente los venezolanos; todos ellos, creados por Wanadi, en distintos momentos. Aunque finalmente Wanadi acaba siendo un “dios ocioso” que ya no se ocupa del mundo que creó, este relato de la creación del mundo sigue teniendo para los yekuana un valor heurístico. Por un lado, está la síntesis histórica de las relaciones con diferentes alteridades que son incorporadas —éste es el relato— al mundo yekuana. Por otro lado, estas pa-



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labras fueron otorgadas por Wanadi a los yekuana como protección contra Kahushawa, para quien creó la escritura y toda la tecnología criolla que el mito asocia a la escritura. Los yekuana, insiste Guss, preservan su universo persistiendo históricamente en oponerse a la escritura o a la grabación de la tradición, acto que implicaría, manifiestan los mismos yekuana, su olvido; la muerte irremediable del mito, de una de la vías de la “metaforización” de la alteridad para hacerla comprensible y gestionable (Guss 1986: 417). Esta producción metaforizada del Otro, si nos centramos en distintos estudios sobre culturas amerindias, aparece también ubicada en ámbitos distintos al del relato mítico. El trabajo de Pedro Pitarch entre los indígenas tzeltales de los Altos de Chiapas subraya cómo la misma representación de la persona, los dos tipos de alma que la componen, los ch’ulel y los lab, que se identifican, estas últimas, con la parte notzeltal de un individuo tzeltal incorporan la memoria y la actualidad de la relación de los indígenas, con los españoles y con el mundo no indígena (Pitarch 1996). En esta línea de la “corporeización” de la alteridad étnica y de la memoria y, en particular de la producción metaforizada de la alteridad, Tristan Platt nos describe, cómo, entre los macha de los Andes bolivianos, el proceso de apropiación de la modernidad mercantil cristiana, ligada a la explotación, desde el siglo xvi, de las minas de plata de Porco y Potosí ha ido consolidando todo un conjunto de creencias y representaciones sobre la constitución de la persona, sobre la concepción, la gestación, el feto y el parto que incorporan, con cada nacimiento, la memoria de una transición histórica marcada por la conversión religiosa y la necesidad, entre otras cosas política, de compatibilizarla con la autoctonía. Así, cada nuevo nacimiento, desarrolla y actualiza —a partir de las distintas prescripciones y prácticas asociadas a la fecundación, gestación y parto— el proceso de conversión desde un origen pagano hasta un re-nacimiento como conversos andino-cristianos (Platt 2001: 635-636). Igualmente, para el contexto amazónico, Anne Christine Taylor, en su análisis de las vías jíbaro de construcción de la historia, da cuenta de cómo el discurso histórico sobre el blanco se moviliza, más que en otros ámbitos como podría ser el mito, en los rituales chamánicos de curación, cuyos cantos enuncian un posicionamiento del chamán en un lugar arquetípicamente occidental, con ciudades, destacamen-

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tos militares, torres de control de aviación, etc. En este sentido, proponer A C. Taylor, el chamán ocupa un lugar mediador en el sistema de relaciones con el exterior. El canto chamánico evoca los contextos y la alteridades sociales jíbaro. Y es que, subraya A. C. Taylor como punto central de su argumentación, en estos contextos amazónicos la narración de la enfermedad no es tanto una narración de los síntomas como una narración sobre el sufrimiento y la historia del contacto con el mundo blanco que es vivida como una “interminable y dolorosa transformación y no como una serie de acontecimientos” (Taylor 1997:86). En este sentido, para el caso Jíbaro, pero que también podría aplicarse al contexto pumé, “la enfermedad es la figura privilegiada de la historia” por dos razones principales. En primer lugar, porque es experimentada como el proceso por excelencia de la temporalidad dolorosa. En segundo lugar, porque la enfermedad implica la interiorización de las alteraciones cualitativas de las relaciones sociales e interétnicas (Taylor 1997: 87). Aunque sea sólo de forma un tanto incipiente, con la presentación de estos sugerentes análisis antropológicos he buscado inspirar el desarrollo de la idea principal que quiero presentar en este texto: la imbricación del cuerpo y de la palabra en la constitución de las ideologías indígenas y el lugar central que ocupa en ellas la relación indígena/ no-indígena. Al mismo tiempo, estos excelentes trabajos dan cuenta de la dimensión histórica de la ideología y, así pues, de los ámbitos que la implican y constituyen.

Cuerpo, mito, sueño y ritual entre los pumé: transformando y consolidando ideologías En relación a los pumé ya he podido desarrollar ampliamente en distintos trabajos (Orobitg 1998; 2001) que el viaje de los pumethó a las tierras del Allá durante la enfermedad, el sueño y el canto ritual es central no sólo para cada individuo, sino también para la organización de la vida social y la buena marcha de las cosas. En realidad, el paso de todo hombre a la edad adulta necesita de este contacto más o menos constante con estas tierras de los oté. Este viaje de los pumethó de los hombres adultos es necesario pero peligroso, exponen los mismos pumé, porque es una experiencia idéntica a la muerte: si el pumethó no



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regresa, al despertar, después de la curación o al terminar el canto, la persona muere. Así, entre los pumé el contacto con esta alteridad mítica que vive en estas tierras que recuerdan a las de los criollos es expresado a través de una experiencia, la muerte, que despierta, al mismo tiempo, incertidumbre y miedo. En la cotidianidad pumé se pone mucho cuidado en no despertar bruscamente a alguien que está durmiendo; al final del Tõhé hay un momento en que las estrofas del canto animan al retorno de los pumethó. También para los pumé, como en el caso jíbaro, la relación con la exterioridad, el acceso al conocimiento necesario para vivir en este mundo, viene marcado por una experiencia de dolor. Volviendo a la descripción y a la ilustración que sobre estas tierras de los oté presentaba al inicio de este texto, y para insistir, aún desde la perspectiva indígena, en esta identificación de las tierras que componen la cosmología pumé y de los seres que las habitan con una alteridad Criolla, no estará de más señalar que la palabra nivé que es utilizada para denominar a los criollos y a los no-indígenas en general, se utiliza también como adjetivo para calificar a estos habitantes de las tierras del Allá, que son referidos en los distintos testimonios como los oté nivé o los tió nivé. El caso pumé permite constatar también este proceso de “metaforización” de la alteridad para incorporarla de forma constructiva en la organización de las relaciones sociales y a su historización, en este caso en las narraciones de los viajes de los pumethó en sueños, durante el canto y durante la enfermedad. Es importante señalar que un individuo pumé construye, a partir de estas experiencias, una única narración de vida onírica que complementa y se articula con su historia de vida durante la vigilia. No es importante a través de que acción se ha llegado a las tierras del Allá, lo importante es lo que se ha conocido; esta experiencia individual de conocimiento que va a hacerse colectiva durante el canto del Tõhé, adquiriendo así un sentido para todo el grupo. En el caso pumé esta “metaforización” de la alteridad tiene también una dimensión geográfica, histórica e ideológica que se hace evidente en ciertos relatos y actualizaciones de la cadena mítica8 pumé y

8. La expresión cadena mítica hace referencia a la forma en el que en la narración de los mitos las historias se van encadenando y conectando unos con otras.

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en las narraciones de los viajes de los puméthó a las tierras del Allá que encontramos en los relatos de los sueños y en las letras improvisadas de los cantadores durante la ceremonia del Tõhé. El mito, el sueño o la enfermedad y el ritual remiten sin excepción a las relaciones con la sociedad criolla, creando una memoria, una interpretación del presente y una proyección hacia el futuro de estas relaciones. En otras palabras, el sueño o la enfermedad, el rito y el mito están igualmente sujetos, en este contexto indígena, a procesos de actualización y, así pues, de construcción de la historia. Lo destacable es quizá que cada una de estas experiencias tiene un papel distinto en este proceso. A diferencia de lo que plantearon Jonathan D. Hill (1988) y Terence Turner (1988) en relación al “mito” y a la “historia” como “dos modos distintos de conciencia social”, distintamente a la relación que propone C. Severi entre “mito” y “ritual” en términos respectivamente de atemporalidad y objeto lógico —el mito— y de integrador del acontecimiento y la historicidad o “memoria ritual” —el ritual que “conserva las huellas de lo que el mito no registra” (Severi 1996: 23)—; a partir del ejemplo pumé quiero sugerir que mito, sueño, enfermedad y ritual se constituyen como un conjunto articulado en el que pueden identificarse las ideologías indígenas así como hacer un seguimiento de su transformación. Como he podido mostrar en otro texto (Orobitg 2011), el trabajo con los pumé durante casi veinte años me ha permitido ser testigo de un cambio muy relevante en su ideología: de una posición de víctimas impotentes frente a una situación de pobreza y marginación en la época en la que recopilé los relatos que protagonizan este texto, a agentes activos del futuro de toda la humanidad a inicios del siglo xxi. El relato de la fundación de Riecito; el proceso de “mitologización” que voy a detallar parece prefigurar este cambio en la ideología pumé que se consolida en la década del año 2000. Se trata de un cambio marcado por mudanzas tanto en las narraciones míticas y el complejo ritual como en algunas de las prácticas relacionadas con la constitución del cuerpo y de la persona. No es el objetivo de este texto describir en detalle estos cambios, pero su evidencia es la que me ha permitido avanzar en la hipótesis de este funcionamiento articulado de mito, sueño, enfermedad y ritual en la constitución y transformación de las ideologías indígenas. En particular —focalizando en la “metaforización” de la alteridad no-indígena— el mito marca los momentos significativos de la rela-



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ción con la realidad criolla; en otras palabras, la cadena mítica pumé retiene e incorpora los hitos de la relación pumé-criollo. Por otro lado, a partir de las experiencias del sueño o de la enfermedad y del ritual se descubren los procesos sociales que explican los énfasis y las actualizaciones de la cadena mítica. En realidad, estas distintas experiencias son los ámbitos en los que se producen las imágenes que conformarán las nuevas historias que se incorporan a la cadena mítica.

La actualidad de los mitos y la transformación de las ideologías amerindias La perspectiva de veinte años de investigación con los pumé me ha llevado a la intuición de la fuerte actualidad del mito. Por un lado, la cadena mítica pumé, la que se inicia con las historias de los viejos de antes sobre la creación del mundo y los seres que la habitan que se encadenan en el momento de su transmisión oral, se va actualizando con nuevas narraciones en las que se marca siempre la conexión con estas primeras historias que los ancianos de hoy escucharon a sus padres, a sus abuelos o a otros ancianos. Es precisamente esta conexión mítica que buscan las narraciones la que me permiten calificar y clasificar ciertas historias —he de insistir de que no son muchas— como mitos. En realidad, a lo largo de mi investigación entre los pumé, puedo ahora identificar dos narraciones, que en este período de veinte años, se han ido creando para ampliar la cadena mítica pumé y, sobre todo, para ser fiel a las estrategias narrativas indígenas, para completar aquellas situaciones y posibilidades que las historia míticas anteriores dejaban abiertas. Parece como si los mitos dejaran siempre abierta la posibilidad de su actualización. Concretamente, me estoy refiriendo a la narración sobre la creación de la comunidad de Riecito y a la recurrente narración de la amenaza de un nuevo diluvio destructor del mundo cuyo énfasis se podría situar en el año 2000 hasta hoy. Estas nuevas narraciones que surgen a partir de experiencias contemporáneas de los pumé al mismo tiempo que se autorizan por sus conexiones con los mitos que los ancianos de hoy oyeron y recibieron de sus padres y abuelos, refuerzan la veracidad de lo que exponen estas “historias de la gente de antes”, en la medida en que la experiencia contemporánea les dan una continuidad. Por otro lado, la actualidad

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del mito tiene que ver con su consideración como forma de acción social. Como acabo de proponer, si bien las historias míticas no son historias que el narrador haya vivido, la autorización de la historia, que el mismo estilo narrativo del mito recoge, viene dada por la relación directa de parentesco de aquel que la transmitió a quien hoy la está contando (Gow 2001: 83). Hay, pues en la narración de los mitos una relación entre generaciones, específicamente abuelos-nietos, que se está reforzando. Son los ancianos pumé, los que cuentan estas “historias de los viejos de antes”. Los ancianos, los abuelos, participan en el ritual del Tõhé, pero ya no con la misma implicación. Los mismos oté disponen que los ancianos estén cada vez más alejados de la palabra. Es en ese momento cuando el anciano deviene un narrador de las “historias de los viejos de antes”. Como plantea también Ellen Basso en su caracterización de los “contadores” kalapalo, hay determinados individuos que saben que deben escuchar bien estas historias porque después, más adelante en su ciclo de vida, se espera que las cuenten a auditorios diversos y deberán conocer las historias como se cuentan a los jóvenes, a los visitantes externos y a los mayores (Basso 1995: 25-26). En Riecito, los adultos que a principios de los años 1990 decían no conocer bien estas historias y que me remitían a los más ancianos, son los que asumen hoy, en las primeras décadas del siglo xxi, la tarea de contarlas. Lo hacen con gran profusión de detalles, cada uno con una dosis importante de creatividad individual tanto en las conversaciones en la casa en la tarde mientras se espera la caída del sol o mientras se aguarda, sentado ya en su lugar al interior de la casa donde se celebrará el ritual o en la plaza ceremonial, el inicio del Tõhé. En estas mismas circunstancias, explican los ancianos de hoy, recibieron estas historias de sus padres y de sus abuelos. Los adultos, lo que no están en el momento de su vida marcado para explicar y recrear estas “historias de los viejos de antes”, los que participan activamente en el ritual, tienen, como ya he sugerido, un rol dinámico y protagónico en la composición de estas narraciones que dan continuidad o pueden relacionarse con episodios míticos anteriores hasta el punto de pasar a formar parte de la cadena mítica. Cuando inicié mi trabajo de campo entre los pumé en el año 1989 en la comunidad pumé de Riecito, la narración central de todas las conversaciones, la insistencia de mis interlocutores pumé, recogía el momento de su fundación por el antropólogo venezolano Francisco



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Prada. Las narraciones insistían en identificar un antes y un después marcado por la llegada de Prada a Riecito. Tengo que reconocer que, en un primer momento, no quise dar relevancia a esta narración en mi investigación, más bien percibía la insistencia de las versiones que me hacían llegar los adultos pumé como una traba para la misma, que tenía como objetivo principal, en sus inicios, el estudio de las representaciones pumé de la salud y la enfermedad. Fue la insistencia de mis interlocutores la que me hizo ver que no podía dejar fuera de la interpretación etnográfica este momento de su historia que marcaba, para ellos, un momento central de sus relaciones con la población no-indígena y de su posicionamiento en el mundo como pumé. Los relatos individuales de los adultos pumé de Riecito, jóvenes en el momento de la fundación de Riecito, en el año 1959, destacaban la violencia y los abusos de los que pudieron ser testigos, que sufrieron sus familias, anteriores a la llegada de Prada, por parte de los colonos criollos, venezolanos y colombianos, que buscaban instalarse en la zona a costa del territorio y de la mano de obra indígena. “Por ese tiempo —explicaba Eulogio García, un adulto pumé— el gobierno no se preocupaba por los pumé […]. Cada vez que a los criollos les desaparecía ganado sospechaban, y decía que este indio esto, este indio lo otro… y tiraban plomo, mataban, a estos pobres pumé…”. El mismo Prada, militante de Partido Comunista Venezolano y funcionario de la recién creada Comisión Indigenista, en sus informes al Ministerio sobre las comunidades indígenas ubicadas en el eje Riecito-Capanaparo y sus sabanas interfluviales, denunciaba los conflictos entre la población indígena y los ganaderos criollos que penetraban y colonizaban con violencia los territorios ancestrales pumé cometiendo abusos y explotaciones que hasta el momento quedaban impunes. Ante esta situación, propone Prada, en el año 1957, debería considerarse, como medida transitoria y de emergencia, la delimitación de un territorio reservado a los pumé y paralelamente, una misión oficial que elaborara e implementara un proyecto con el objetivo de “habituar a los indígenas a la vida sedentaria” (Orobitg 1998: 44-46). En noviembre de 1959, se inicia la creación de la comunidad de Riecito, que se organiza, según los informes del mismo Francisco Prada, como una cooperativa agropecuaria de producción y de consumo con personal indígena. Este proyecto encuentra enseguida sus detractores entre los propietarios criollos que, según un último informe de

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Prada, posterior a su salida forzada de Riecito, veían con muy malos ojos una presencia oficial en la zona que cuestionara la explotación de la mano de obra indígena y el contrabando de ganado que los enriquecía. En diciembre de 1960, la Guardia Nacional llega a Riecito para detener a Francisco Prada, acusado de agitador comunista. Prada logra huir y se incorpora a la guerrilla hasta que es detenido en 1963. Durante el trabajo de campo, entre 1989 y 1993, en el que me fueron confiados estos relatos pumé sobre la fundación de Riecito, nunca pude entrar en contacto con Francisco Prada. El antropólogo-guerrillero no había vuelto nunca a Riecito desde su huída en 1960. Lo intenté; supe que trabajaba en el Museo de Historia y Antropología de Trujillo (estado Trujillo, Venezuela), pero no lo conseguí. Cuando en el año 2004 pude finalmente conocerle —tengo que decir que fue él quien me encontró— me explicó que en ese momento, entre los años 1989-1993, coincidiendo con los dos golpes de Estado o alzamientos revolucionarios, según los puntos de vista, conducidos por quién en el año 1998 resultaría electo presidente del país, el comandante Hugo Rafael Chávez Frías, toda la izquierda guerrillera y revolucionaria pasó a la clandestinidad. El primer encuentro con Prada fue emocionante; para mí fue conocer al mito en “carne y hueso”. Para el ex guerrillero, conocido como el “Flaco Prada” en la guerrilla de los años 1960 hasta hoy, fue el encuentro con alguien que había hablado de él en un artículo del que había tenido conocimiento por un amigo que lo había encontrado en Internet. Lo que este artículo sobre la historia pumé relataba, desde su perspectiva, eran las consecuencias inesperadas y sorprendentes de su lucha revolucionaria en los años 1960. Prada me insistía, en este primer encuentro, que él no había hecho nada extraordinario con los pumé en Riecito. Su único objetivo había sido llevar a la práctica su ideario comunista y revolucionario de incorporar a los indígenas a la lucha contra la oligarquía. Y me repitió varias veces: “Tengo que contar las verdadera historia”. Prada, a pesar de su delicado estado de salud, sigue activo en su lucha política y constante en la escritura de sus memorias revolucionarias. Pero volvamos a las comunidades pumé. La experiencia de Prada en Riecito apenas duró un año pero ha quedado fijada en la cadena mítica como un momento relevante del pasado, que marca fuertemente el posicionamiento pumé frente a los criollos en el presente y que



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orienta sus perspectivas de futuro en relación también a esta exterioridad criolla. Los insistentes y detallados relatos de los pumé sobre este momento de su historia transforman al antropólogo en héroe cultural y la creación de Riecito en un nuevo origen. Los relatos de la llegada de Prada reproducen la misma estructura narrativa de las historias míticas y de los relatos de los sueños. En este sentido, cada episodio de la historia está protagonizado por tres ámbitos de relación que se articulan de la siguiente manera: dos términos de relación, los pumé y Prada y un tercero que media entre los dos, que puede ser, según el episodio narrado, un criollo, conocido por los pumé, que se adelanta para anunciar la llegada de Prada o bien, una vez Prada es conocido por algunos indígenas, un pumé de Riecito que se adelanta para anunciar la llegada de Prada a otros pumé. Igualmente, la forma en como los distintos narradores conducen la historia de la llegada de Prada es idéntica a la de los relatos míticos y a la de los sueños. Unos y otros se configuran como los medios a través de los cuales nuevas situaciones, en un primer momento desestabilizadoras, encuentran un lugar en el imaginario y en la cotidianidad pumé. La llegada de Prada, y aquí el relato se identifica exclusivamente al mito, representa el primer momento positivo del doloroso proceso de contacto con los criollos. Esta llegada legitima, tal como es contada, toda una serie de transformaciones. Prada trae consigo —completan los distintos episodios relatados por algunos hombres adultos pumé— el trabajo, los alimentos manufacturados, el vestido, el dinero, la electricidad, el ganado. Ofrece a los pumé la posibilidad de acceder a todas estas cosas que antes estaban reservadas exclusivamente a los criollos. Todo esto, porque al inicio de los tiempos, contaba en 1992 Ramona, una de las ancianas pumé, el antepasado de los pumé tuvo miedo y no quiso subirse al caballo que tenía el lomo espinado. Por el contrario, el ancestro de los criollos fue valiente, montó sobre el caballo. Si hubiera sido al contrario, concluía su relato Ramona Vieja, los pumé serían ahora como los criollos y los criollos como los pumé. En efecto, concluía otra versión del mito, que me contaron también en esos días, si el pumé hubiera sido valiente, los pumé hubieran quedado ricos y los criollos sería ahora pobres como los pumé. Los distintos episodios del relato de la llegada de Prada tienen un momento común y recurrente, el instante en el que Prada dice a los pumé: “Yo traigo esto para los pumé” o bien: “Todo esto es para los

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pumé”. Así, tal como insisten los relatos, todas estas cosas que anteriormente habían sido reservadas a los criollos son adjudicadas ahora a los pumé, en el momento de la fundación de la comunidad de Riecito. Igualmente, como todos los mitos, en un momento del tiempo y en unas ubicaciones en el espacio que corresponde a las tierras de los hombres, en el Aquí, bien identificables. En este caso se trata no sólo de la ubicación de la comunidad de Riecito sino de restos de construcciones (i. e. plantas de edificios o los agujeros para los postes de soporte de una construcción) y los fragmentos oxidados de automóviles, maquinaria agrícola o de instalaciones para canalizar desde el río Riecito el agua corriente para casas y cultivos, se constituyen como los referentes físicos de esta época. Seguidamente voy a presentar algunos de estos episodios de la fundación de Riecito para ilustrar la forma en que este momento puede situarse en un tiempo y en un espacio concretos. Este episodio da cuenta de las diferencias culturales entre los pumé y los criollos al mismo tiempo que da cuenta del valor central de esta relación en el proceso de configuración cultural. Los relatos que glosaré a continuación fueron relatados desde la convicción y la emoción9. Sus narradores, protagonista o testigos, de las situaciones que narran actúan o hacen actuar a los protagonistas sin ningún tipo de vacilación frente a la nueva situación que protagoniza el relato. Prada y su gente proporcionan a los pumé mensajes definitivos frente a los cuales los indígenas no presentan ninguna oposición; más bien actúan como si los estuvieran esperando. Es como si las palabras de Kumañí, la Creadora, que el antropólogo Vincenzo Petrullo recopiló en un Tõhé en la década de los años 1930, encontraran en este episodio de la fundación de Riecito su concretización, su momento culminante: “Kuma habla a sus hijos, los hijos de la tierra: Quiero hablaros, les dice. Hace mucho tiempo erais numerosos. Ahora ya no lo sois. Así nos habla ella: Vivid bien, vivid con la palabra que yo os doy. Kuma viene de muy lejos, de un lugar donde hay mucho agua. Ella, nuestra madre, llega desde su casa que se encuentra allá donde sale el sol.

9. La transcripción de estos relatos puede encontrarse en (Orobitg, 1998:52-60)



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[…] Estoy llorando porque los hijos de la tierra no tienen nada. Pero tendrán caballos para montar, dinero. Voy a crear todo esto para ellos. Voy a crearlo rápidamente […] vacas para mis hijos, caballos para mis hijos, zapatos para mis hijos. Mis hijos son buenos. Los ayudaré. Serán ricos. Voy a crear rápidamente todas estas cosas para ellos, mucho dinero rápidamente, vacas, rápidamente, caballos, rápidamente […]” (Petrullo, 1969: 152-153)10.

He organizado los diferentes episodios sobre la creación de Riecito a partir de las innovaciones materiales que introducen al tratarse de uno de los focos centrales de las narraciones:

Los médicos y la curación de ciertas enfermedades Relato 1 Cuando Prada llegó por primera vez, explica César Díaz, iba acompañado de un doctor y de una doctora de Caracas. Les explicó a los pumé que había traído a estos médicos para los pumé, para curarlos. Fueron estos médicos los que lograron curar el carare, una despigmentación de la piel muy expandida en la época. Igualmente, César Díaz, el narrador de este episodio, fue curado de su afición al alcohol. Prada igualmente, incluye la narración, le prometió ropa y comida. Fue Calzadilla, un criollo que a menudo contrataba a César Díaz y a otros pumé para trabajar en su finca, quien le transmitió la noticia de la llegada de Prada que César, a su vez, se encargó de transmitir a los otros pumé. Relato 2 Jorge Ramón García† describe también la llegada de los doctores que acompañaban a Prada. En su relato la dicotomía pumé/criollo deviene una dualidad constructiva. Poco importa la personalidad real del médico de pelo blanco que Prada trajo de Caracas — Roberto Lizarralde†, otro de los antropólogos de la Comisión Indigenista Nacional en ese momento me señaló que no llevaron médicos a Riecito —. El mismo Jorge,

10. La traducción del pumé al castellano es de la autora de este texto.

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y otros pumé adultos que ratificaron el relato, reconocían no conocer ni el nombre del médico ni en qué circunstancias abandonó Riecito. El doctor, se relata en este episodio, llegó por río, nadando, para curar a una mujer gravemente enferma. La curó “chupando la enfermedad” como hacen tradicionalmente los pumé. Y es que este doctor que llegó desde tan lejos, hablaba la lengua pumé. Conocía y practicaba las formas de curación tradicional. Fue él quien les explicó a los pumé lo que les pasaría al morir: que su pumethó dejaría el cuerpo para llegar a unas tierras de abundancia y de riqueza que se encuentra más allá de las tierras de los Oté. ‘¿Dónde aprendería todo esto?’ se interrogaba el narrador y asentía la audiencia pumé. Un día desapareció, nadie recuerda cómo.

La introducción de nuevos alimentos, de la ropa y del trabajo Relato 3 En otro episodio de la fundación de Riecito, César Díaz, explica que él mismo se dirigió hasta las comunidades pumé de sabana, donde viven los pumé que se conocen también como Capuruchanos, para anunciarles la próxima llegada de Prada tal como se lo había pedido el mismo Prada. De nuevo, César es el mediador, entre los pumé y estos seres venidos de lejos, en este caso los criolloa de Caracas. Serán estos criollos quienes aporten a los pumé Capuruchanos, nuevos alimentos manufacturados (café, azúcar, pasta, harina, etc…), ropas así como la posibilidad de realizar un trabajo remunerado en el recién creado proyecto agropecuario de Riecito. Prada, de nuevo, llega para ofrecer a los pumé todo lo que ha podido traer con él desde Caracas.

La introducción de la electricidad, de los motores y del dinero Relato 4 Este episodio lo contó Eulogio García, otro de los hombres adultos respetados en Riecito. En él se evocan algunas de las transformacio-



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nes provocadas por la llegada de Prada. Ellas especifican un antes y un después confiriendo a esta historia reciente su carácter mítico. Primero, explica Eulogio, sólo había sabana, bestias salvajes y mosquitos. Más tarde, llegó Prada y trajo de muy lejos camiones, aviones, gasolina, ropas, dinero y electricidad. Los pumé no conocían nada de estos y Prada les dijo: “Todo esto es para vosotros…”.

La introducción del ganado Relato 5 Eulogio además de ocupar en ese momento el cargo de capitán de Riecito — cargo en el que fue nombrado por el mismo Francisco Prada — era empleado, en el momento en el que recopilé estos relatos, entre 1989 y 1993, por el Ministerio de Educación para ocuparse del ganado de Riecito. En su relato, Eulogio recuerda la emoción de los pumé cuando supieron, por boca de Prada, que el Gobierno los iba a dar ganado. Un ganado, dijo de nuevo Prada que: “será para los pumé”. El imaginario indígena se apropia a partir de este proceso de mitologización de estos nuevos elementos que participan de la modernidad y que constituye hoy una de las características más destacables de las tierras del Allá; las de los Oté y de los Tió y, aunque no tanto, de las tierras del Aquí. Cuando Prada se fue, todo “fue para atrás”, esta es otra de las frases recurrentes o, “Si Prada no se hubiera ido, Riecito se habría convertido en in pueblo grande como Caracas”. Estas expresiones dan cuenta del desenlace de la historia mítica desde la posición de los narradores. Prada se había ido, planteaba el relato. En su momento, los Oté que habían creado el mundo, constataban los cantadores/soñadores pumé a partir de las experiencias de sus pumethó, se habían retirado a la periferia del espacio cosmológico para dejar su lugar a los nuevos Oté, aquellos que, en principio, conocen mejor cómo actuar en estos nuevos tiempos. La insistencia en la narración de la fundación de Riecito durante los años 1990 constituye un magnífico ejemplo de un proceso de “mitologización”. En este caso un criollo, deviene un héroe cultural que restituye a los pumé todo aquello que conforma la abundancia en la que

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viven los criollos y que algunos relatos míticos, como ya he referido, atribuyen a errores en la actuación de los mismos pumé. El énfasis en este relato que puede constatar en los últimos años de siglo XX, marcaba el inicio del cambio ideológico que progresivamente, al menos desde los años 1960, se estaba operando entre los pumé: de víctimas pasivas de una situación irresoluble a agentes activos del futuro de la Humanidad. Un cambio que se ha ido consolidando fuertemente en la década del año 2000 cuando en los cantos rituales, los relatos de los sueños y de la enfermedad y, por ello, en las conversaciones cotidianas los pumé, a través del canto del Tõhé “están parando” la amenaza de los Oté (dioses, creadores) de enviar, como ya hicieron en el pasado, un diluvio que destruirá el mundo si los criollos siguen exterminando y maltratando a los pumé; si siguen desatendiendo los conocimientos que sólo los pumé pueden recibir a través del Tõhé.

Conclusión La incorporación de los criollos/blancos y de las imágenes de la modernidad en ámbitos diversos de la cultura — mito, sueño o enfermedad y ritual — ha justificado el abordaje de la Modernidad en relación a las culturas amerindias como un contexto ideológico. Este desarrollo parte de la constatación, reiterada por un número importante de trabajos sobre grupos indígenas de áreas culturales bien diversas, del lugar central de la dualidad Indígena/No Indígena como dinamizadora de los sentidos culturales. Se trata de una dualidad, presentan estos trabajos, susceptible de ser leída también desde una perspectiva histórica considerando las relaciones variables al nivel económico, político, social y cultural que los grupos indígenas mantienen con la sociedad Criolla. En el análisis de la dualidad Indígena/No Indígena se han identificado dos procesos simultáneos: el proceso de “metaforización” del otro cultural en diversos ámbitos de la cultura; el proceso de “mitologización” al que están sujetos determinados episodios del devenir histórico y político de los grupos. Ambos procesos se presentan como constituyentes de las ideologías indígenas. No todas las ideas y las imágenes que circulan en un colectivo social pueden clasificarse como ideología entendida ésta, según la pro-



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puesta de Eric Wolf (2001), como un esquema unificado de ideas que se desarrolla para ratificar el poder o para resistirlo. La transformación de determinadas ideas en ideologías se produce en el caso de las culturas amerindias, en esos ámbitos en los que podemos identificar una articulación dialéctica entre las vías de constitución del sujeto y las dinámicas relativas a la organización social del grupo. En otras palabras, los citados procesos de “metaforización” del otro cultural y de “mitologización” afectan igualmente, aunque de forma distinta, a la maduración social del sujeto y a la consolidación o la transformación de la organización social. Y es que ambos procesos se dan en el contexto de experiencias como el mito, el ritual el sueño y la enfermedad que se articulan para permitir al individuo, por un lado, adquirir los niveles de la experiencia necesarios para el paso a la edad adulta; por otro lado, al nivel de la organización social son la base sobre la que se justifica y/o reorganiza la autoridad tanto dentro del grupo como en relación a la alteridad Criolla Esta constatación ha permitido matizar todas aquellas interpretaciones que equiparaban la incorporación del blanco/criollo y de todas estas imágenes de la Moderrnidad en cualquier ámbito de la cultura indígena como un indicador de la pérdida cultural, de la desestructuración social e incluso de la conciencia del propio grupo sobre su situación de marginación. A partir del ejemplo de grupo indígena pumé y de los que he podido ir presentando en este texto, la incorporación de la alteridad Criolla, a través de estos procesos de “metaforización” y de “mitologización” es uno de los pilares fuertes de la ideología indígena en referencia a la cual se fraguan y justifican los posicionamientos frente al Estado, a la sociedad nacional y al mundo global.

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Una carta de Santa Fe: los indígenas de Nuevo México, dueños de la modernidad Gary H. Gossen The State University of New York at Albany

Prólogo: indígenas de Nuevo México en la era del presidente Obama Intentaré en este artículo ejercer el papel de corresponsal de prensa para presentar así un retrato local de cómo se ve el mundo contemporáneo desde la perspectiva de un rincón del Nuevo Mundo poco reportado ni comentado en medios de comunicación internacionales. Mi punto de referencia es Santa Fe, capital de Nuevo México, donde vivo. Fundada en 1609, es la ciudad europea más antigua, de existencia ininterrumpida, de los EE. UU. Mi querido estado de Nuevo México es de especial interés para hispanistas, tanto españoles como latinoamericanos, porque es el único, en el ámbito nacional estadounidense, que, por su extraña trayectoria histórica, es auténticamente tricultural. Con una población de 4 millones de habitantes, un 50 por ciento de hispanos –muy divididos entre sí en función de si son “españoles auténticos”, cuya ascendencia se remonta al siglo xvii, descendientes de emigrantes de de México del siglo xix (“mexicanos”) o recién llegados de Chihuahua a lo largo del siglo xx (“chihuahuenses”)–; un 38 por ciento de angloamericanos; y 12 por ciento de indígenas, hablantes de siete lenguas ininteligibles entre sí y que pueblas 28 reservas dentro del estado. Además, es el estado que más alto porcentaje de población indígena tiene y el único del país que tiene dos lenguas oficiales, el español y el inglés, y en el que, por ley, es obligatorio publicar todos los documentos públicos (p. ej. papeletas de votación y avisos legales) en

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tres lenguas: español, inglés, y navajo. Hay en el estado emisiones de radio y televisión en cinco lenguas: español, inglés, navajo, towa, y keresan. El gobernador actual, Bill Richardson, es hispano, hijo de madre mexicana y padre angloamericano. ¿Cómo se formó este revoltijo cultural? ¿Cómo resulta que, aun siendo una minoría demográfica, los indígenas de Nuevo México aportan, con sus símbolos y su presencia, la imagen pública del estado? Y ¿cómo se ve el conjunto de intereses involucrados en esta mezcolanza a la luz de la victoria del presidente Barack Obama en las elecciones presidenciales de 2008? Por cierto, Obama sacó una contundente mayoría de votos en Nuevo México en dichas elecciones gracias al fuerte apoyo indígena (95 por ciento) e hispano (80 por ciento). Durante su campana electoral hizo varias visitas a Nuevo México, comprometiéndose con ambos grupos a lanzar una nueva época de inclusividad y bienestar para estas comunidades en su visión de progreso y modernidad. A la comunidad hispana le prometió que su equipo de gobierno incluiría una representación apropiada de hispanos en los cargos ministeriales. Esto ya se ha logrado con el nombramiento de la Sra. Hilda Solis como ministra de Trabajo, y del Sr. Kenneth Salazar como ministro de Asuntos Interiores. Esta promesa fue también cumplida con el nombramiento de Sonia Sotomayor, de origen puertorriqueño, para la Corte Suprema. La Lic. Sotomayor es la primera persona de ascendencia hispana que ocupa este máximo cargo en el sistema jurídico de EE. UU. A la comunidad indígena le prometió que, si fuera electo, dejaría de tratarla como una minoría étnica, dependiente del Estado, ni como pueblo vencido ni como pueblo rural marginado y pobre, sino como un conjunto de naciones soberanas, con su propio modo de ser y pensar, con derecho a ser tratadas según los términos de paz firmados hace más de un siglo. Este asunto de soberanía auténtica es de gran envergadura y potencia política, porque todas las reservas indígenas de EE. UU. (inclusive las 28 que se encuentran en Nuevo México), sus habitantes y sus recursos naturales, siguen hoy en día administrativamente bajo el control del Estado bajo la autoridad del Ministerio de Asuntos Interiores. En esta capacidad –como “protector”, agente de tutela, y fidecomiso de bienes y regalías procedentes de la venta de derechos minerales, derechos acuáticos, derechos de paso para caminos y carreteras– el gobierno federal sigue hoy en día como patrón tradicional, y la comunidad indígena como si fuera peón adolescente e ingenuo, percibido como inca-



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paz de llevar sus propias cuentas y cuidar de sí mismo. En mi opinión, de todo el país, Nuevo México es el escenario principal en el que surge un reto concreto y serio a la antigua norma de patrón/peón en las relaciones del gobierno federal con los indígenas. Y mi intención es enmarcar y explicar este fenómeno La percepción negativa de este arreglo “colonial” con el gobierno federal va de mal en peor en cuanto a la opinión pública indígena en Nuevo México. Esto se debe a que, según muchos criterios de evaluación, los indígenas constituyen una fuerza motriz para el bienestar económico del estado. En primer lugar, su peso demográfico es imponente: 450.000 personas, el 12 por ciento o la octava parte de la población estatal. En segundo lugar, su presencia exótica es un atractivo turístico estupendo. Sus espectaculares fiestas (a las que se invita al público no indígena a asistir gratuitamente), su exclusivo dominio de la industria del juego en casinos de súper lujo de los que son propietarios, más el ambiente rústico y primitivo de los paisajes que se encuentran en sus reservas, sirven como atracciones turísticas de las que sacan provecho económico directo los hispanos y angloamericanos que trabajan en la industria hotelera. Los magníficos paisajes se conservan, en parte, por la prohibición de cualquier tipo de desarrollo económico en las reservas que no reciba el visto bueno de los propios indígenas. Esto conduce a que toda la zona indígena del norte de Nuevo México sea una región muy cotizada como proveedora de escenarios para la industria cinematográfica de Hollywood (sobre todo de la categoría western). En tercer lugar, en el ámbito práctico de los recursos naturales, los indígenas controlan derechos a los mejores depósitos de carbón del estado y, más importante aún, controlan loa derechos abundantes acuáticos (como primeras naciones) de sus reservas, lo cual influye de manera importante en los derechos sobre el agua de sus vecinos no indígenas. Así que tienen una voz influyente en los continuos debates y conflictos sobre el acceso al agua para fines de consumo doméstico, comercial y agrícola. Quienes mandan en estos debates no son siempre los indígenas, pero ellos, siempre que la propiedad sea contigua a sus reservas soberanas, mantienen una posición coherente y a veces más influyente que la de hispanos o angloamericanos e incluso la del mismo gobierno federal. Para resumir, los indígenas de Nuevo México desempeñan un papel singular en nuestro medioambiente presente y futuro, y lo hacen

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bien conscientes de su poder y peso político. Son, efectivamente, entre otros, dueños de la modernidad en Nuevo México. En lo que sigue, planteare cinco temas que se pueden vislumbrar y ampliar en este interesante fenómeno.

I. Trasfondo histórico y cultural: los indígenas como minoría fundacional de Nuevo México como sociedad tricultural: indígena, hispana, y angloamericana De las 28 reservas indígenas de Nuevo México, 19 son de pueblos sedentarios agrícolas que viven hoy en día en sus tierras ancestrales. Son de habla towa, tewa, keresan y zuni. Estos grupos, llamados “pueblo” por los españoles por su modo de vida poblano, remontan su raíz histórica a la llamada cultura anazazi o, según la terminología actual, cultura pueblo ancestral, que floreció en esta región entre 1000 y 1300 a.C. Otras 5 reservas indígenas son enclaves navajos, pertenecientes todos a la llamada nación navajo, que es la tribu mas grande del país, con más de 250.000 habitantes en Nuevo México, Arizona y Utah. Los navajo, de linaje athabaskan, son recién llegados a la zona (en el siglo xvii), y eran nómadas, enemigos tradicionales de los pueblo, al los que robaban y fastidiaban, más aún cuando aquellos se aprovechaban del caballo, introducido en la zona por los españoles. Otras 2 reservas son de los apaches, de las tribus llamadas jicarilla y mescalero, grupos, como los navajos, que vivían del atraco, del robo y del bandidaje, y que también eran enemigos tradicionales de los llamados pueblo. Otras 2 reservas son de la tribu ute, que tradicionalmente eran grupos nómadas, enemigos de los pueblo. En fin, la población de Nuevo México es bien diversa en cuanto a sus protagonistas indígenas tanto modernos como antiguos. ¿Cómo llegó la colonia española a hacerle frente a este mundo, que era y es hoy en día el confín norte de Mesoamérica e Iberoamérica? La empresa colonial de España llegó al valle del Río Grande lentamente y con poco éxito económico o político. Tras la presencia tangencial y meramente fortuita en lo que iba a ser Nuevo México de Álvar Núñez Cabeza de Vaca en 1526, no hubo ningún esfuerzo patrocinado por España para explorar el actual territorio del estado hasta 1540. En esta fecha, Francisco Vásquez de Coronado fue enviado a ex-



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plorar el territorio donde se creía podían hallarse las míticas Ciudades de Cíbola que, según el mito, iban a suponer tal riqueza en el septentrión novohispano como las logradas en el Perú. Al regresar a México sin éxito, Coronado sufrió vergüenza y castigo por haber malgastado una fortuna sin resultado útil alguno para la Corona. Así que por muchas décadas, España no tuvo presencia efectiva en lo que ahora es Nuevo México. En 1595, se montó otra entrada, encabezada por Juan de Oñate, que también fracasó y condujo a que Oñate volviera a México sin haber logrado ni conquista efectiva ni fuentes de riqueza para la Corona. Terminó su carrera avergonzado y castigado públicamente en la capital novohispana. Las autoridades españolas en México tomaron la pragmática decisión de aceptar la realidad de que las llamadas provincias de Río Arriba (del Norte de Nuevo México) y Río Abajo (del Sur de Nuevo México), no iban a rendir nada de valor económico para la Corona, y se decidió que la presencia de España en el valle de Río Grande debía reducirse a misiones para convertir a los indios y a alentar con concesiones de tierra el establecimiento de asentamientos de colonos españoles salidos de México para convertir la zona de Río Arriba en el extremo norte de un imperio español en el Nuevo Mundo que se extendería desde las Montanas Rocosas de Colorado hasta Tierra de Fuego, unos 30.000 kilómetros; dos tercios del continente, más o menos; no estaban mal. En esa época se fundó la Villa de Santa Fe, en 1609, la ciudad que es ahora capital de mi estado. Para no demorarme en una retahíla de datos y fechas, la presencia española en el valle del Río Grande durante el siglo xvii fue una catástrofe humana y política. Los indios de los pueblos de la zona ya estaban (desde antes de la llegada de los españoles) bajo un extremo estrés ecológico por sequías que causaban bajas desastrosas en su producción de alimentos. Se les obligaba, bajo los términos del “Estado misionero” español, a proveer a los frailes, militares y administradores hispanos de alimentos, y a entregar como tributo mantas y otras tristes pertenencias de su vida doméstica. A su vez, los españoles sujetaban a los conversos indígenas a humillantes ritos de contrición por su condición de paganos y pecadores. El clima político se tornó violento y, bajo el liderazgo de Pompé, indígena tewa del pueblo de San Juan, estalló una rebelión el día 11 de agosto de 1680, magnifica por su estrategia poética y su esmero de ejecución, que logró expulsar a toda la comunidad española –misioneros, colonos, soldados y administrado-

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res– de la provincia de Río Arriba (el norte de Nuevo México) y de Río Abajo (el sur de Nuevo México). Fue una masacre sangrienta de frailes, funcionarios públicos, mujeres y niños españoles, y debido a su rotundo éxito, la zona iba a pasar más de una década sin rumor alguno de presencia española. Aquí me permito observar, basándome en datos proporcionados por Jared Diamond en su magnífico libro, Guns, Germs, and Steel (1999), que con la huida precipitada de miles de españoles tras la rebelión, se encontraron sueltos y libres miles de cabezas de caballos, burros y mulas que fueron abandonados en el pánico de la fuga de sus amos. Quienes aprovecharon esta situación fueron los comanches, los apaches, los utos, y los navajos, todos ellos enemigos tradicionales de los pueblo, pues se apoderaron de le ventaja que suponía la movilidad del transporte a caballo –al alcance de cualquiera que se hiciera con los animales– para lanzar con más éxito sus ataques contra los sedentarios indígenas pueblo con fines de robo, saqueo y rapiña. Este resultado totalmente imprevisto de la rebelión indígena condujo a lo que pudiera llamarse una de las ironías de la historia de América: que con la “reentrada” española de 1695 en estas tierras bajo el liderazgo de Diego de Vargas – tras haber sido corridos a punta de espada y flecha hacia una década– fueran recibidos por los indígenas pueblo como aliados bienvenidos en su campaña contra sus enemigos, también indígenas, cada vez más agresivos y salvajes. Lo demás es historia aburrida que no merece ser relatada. Desde aquel entonces, hasta el presente, los indígenas pueblo han calculado, con plena razón, que les iba mejor aliarse con españoles, mexicanos y gringos que permitir que sus enemigos indígenas los siguieran constantemente acechando, acosando, amenazando y robando. Total, que el tratado de paz se hizo sin que nadie firmara nada. A los indios pueblo se les permitía quedarse con sus tierras ancestrales (ribereñas y muy buenas) y sus aldeas tradicionales. A los recién llegados colonos españoles se les obligaba a instalarse en terrenos menos cotizados, que no causaran conflictos con derechos indígenas. Y si fuera necesario (y lo fue durante casi dos siglos), los indígenas pueblo y los españoles (y después los mexicanos y los norteamericanos) se ayudarían mutuamente en contra de las incursiones de “los indígenas salvajes” que los rodeaban por todos lados. El “entendimiento” entre indígenas y españoles (sin poder yo encontrar otra palabra para describirlo), condujo a que el valle de Río



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Grande se convirtiera en una zona marginal de la colonia española, en la que iba a prevalecer la simbiosis pragmática más que la plena explotación. Con el arribo de los angloamericanos en el siglo xix, formada por ganaderos, comerciantes, militares, y gobernantes, a los recién llegados no les quedó más remedio que cumplir con los términos de entendimiento que se habían logrado a duras penas entre indígenas y españoles en los siglos anteriores. Y así sigue hoy en día. De hecho, los indígenas aún habitan sus pueblos ancestrales. Los indígenas del pueblo de Taos siguen ocupando la ciudad más antigua del Nuevo Mundo habitada sin interrupción (se construyó en torno al año 1000). Los pueblo siguen labrando los mejores terrenos en la ribera del Río Grande y, por ejemplo, según la actual ley municipal de Santa Fe los vendedores de artesanías (joyería y cerámica) indígenas tienen el derecho exclusivo de vender sus mercancías bajo el portal del Palacio de los Gobernadores, sede de autoridad española que existe desde hace 400 anos. Los vendedores hispanos y angloamericanos tienen que ofrecer sus productos en la plaza que da al palacio; en efecto, son vendedores de segunda clase. Así, de alguna manera, se puede interpretar la configuración de hoy como secuencia lógica de la relación entre las etnias que se forjó hace más de 400 anos.

II. Los indígenas como enfoque del simbolismo público en Nuevo México El símbolo zia: cosmograma indígena como emblema del estado Como nuestro vecino México, Nuevo México está repleto de símbolos públicos que reflejan su pasado y presente indígenas. El símbolo oficial del estado, que se encuentra por todos lados –tanto en la bandera oficial, como en monedas (una recién acuñada de 25 centavos), como en documentos públicos, placas de registro de automóviles, diseño arquitectónico del capitolio, hasta en el menú de motivos de tatuaje que se ofrece a los clientes en salones de adorno corporal– es el mapa mundi del pueblo indígena zia. Este motivo cuatripartito tiene antigüedad de, por lo menos, l.000 anos y representa (según exégesis de los mismos zia) el mundo del sol, indicando cuatro puntos cardenales, que era durante siglos (y lo es todavía) motivo que aparece como

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diseño pintado de la cerámica del pueblo zia, uno de 19 tradicionales del Valle del Río Grande. Es un símbolo que aparentemente demuestra algo que los arqueólogos ya saben: que la zona de los pueblo del norte de Nuevo México comprende el extremo norte del área cultural que todos conocemos como Mesoamérica. Este símbolo y sus variantes tienen amplísima presencia como motivo artístico sagrado en la arquitectura y artesanías indígenas de toda la zona, por ejemplo en pinturas de arenas de varios colores que montan como ofrendas religiosas los navajos, y como diseño que aparece en alfombras y otros textiles elaborados por los indígenas de la zona. El símbolo zia del mapa mundi –un círculo con cuatro puntos cardenales- es, sin lugar a duda, una representación de la estructura básica de la cosmología indígena que representa tanto la organización cuatripartita de la tierra horizontal, como el espacio vertical donde el inframundo, la tierra y el cielo se unen; también representa el espacio donde el pasado mítico (bajo tierra) se une con el presente (sobre tierra). La importancia imprescindible y lo altamente sagrado de este símbolo se pueden observar en cientos de ruinas anazazi de la zona y en todos los pueblos contemporáneos aún existentes. Es una constante ubicua del diseño urbano indígena. Su manifestación arquitectónica es la kiva, estructura redonda hecha de ladrillos de barro y de piedra con un baño de estuco. No tiene ni ventanas ni puertas, y el interior es accesible sólo desde arriba por una escalera. Su instalación y construcción procuran casi siempre que el piso de la kiva esté bajo el nivel de la tierra exterior. Además, tiene cuatro puntos cardenales indicados claramente en el interior. Existen estas estructuras en todos los 19 pueblos contemporáneos. En todos ellos, se le considera espacio sagrado y la entrada en ella está prohibida a los no indígenas, y en algunos pueblos, también a las mujeres indígenas. El símbolo zia como forma arquitectónica del capitolio de Nuevo México La longitud de mi comentario sobre el significado de este símbolo clave del estado podría considerarse exagerada si no fuera por la asombrosa cuestión de que el mismísimo capitolio de este estado tricultural está hecho siguiendo de forma explícita la estructura de una kiva y el cosmograma zia. Es un edificio grande y redondo (en mi opinión feo



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y cursi), con cuatro portales salientes con sus correspondientes vestíbulos orientados a los cuatro puntos cardenales. Es el único capitolio estatal de los 50 del país que tiene forma redonda. En efecto, la gobernación estatal de un estado con mayoría hispana, presencia angloamericana en segundo lugar y una población indígena del 12 por ciento, se produce dentro de un espacio simbólico público hecho a la imagen indígena. Desde luego que no puedo afirmar si los diputados y senadores que se reúnen bajo este falso techo indígena para tomar decisiones políticas, son consciente de que participan en lo que pudiera llamarse una interesante ironía. Pero sí apoya mi planteamiento inicial que lo indígena en Nuevo México está, sin duda, en plano de igualdad con lo hispano y lo angloamericano en la representación pública del estado. El estilo arquitectónico neopueblo y el Código de Planificación Urbana de Santa Fe Quizá ha de resultar sumamente extraño a los visitantes nacionales e internacionales de Santa Fe que su lema municipal de promoción turística sea: “La Ciudad Diferente”. Es la verdad: la capital de Nuevo México no se parece a ninguna otra ciudad de América del Norte ni de Latinoamérica ni del Viejo Mundo. Fundada en 1609 como villa española fortificada contra los ataques indígenas, la mentalidad de la urbe actual es irónica en el sentido hiperbólico de la palabra, porque se cree, y lo es, una ciudad hecha a la imaginada estética indígena. Se niega a ser una ciudad moderna en el estilo internacional. No tiene ni rascacielos ni centros comerciales convencionales. Con 100.000 habitantes, tiene códigos de construcción y estilo arquitectónico y de materiales permitidos, únicos en el país y rigidísimos, apoyados estos en reglas acordadas por votación y visto bueno de la comunidad. Efectivamente, es una ciudad museo. No hay gasolinera, iglesia bautista, mormona o católica, hamburguesería, casa residencial, hotel de lujo u oficina municipal o estatal que no tenga que cumplir con estos requisitos de diseño. No se permiten edificios de más de cuatro pisos. No se permiten letreros comerciales más que al lado del edificio o al nivel de la altura del mismo y no pueden ser iluminados. No se permite el uso de letreros de neón a menos que estén dentro de comercios. Toda iluminación exterior municipal, comercial o residencial tiene que usar deflectores que proyecten la luz para abajo y no a los lados o arriba. Todas las cons-

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trucciones nuevas tienen que ser de dos estilos arquitectónicos: neopueblo o territorial. No se permiten acabados de fachadas que no sean de un una paleta limitada de colores discretos –entre marrón oscuro y marrón claro o rosado–. Hay, en efecto, con el apoyo del pueblo, una mafia de control estético. Nuestra realidad actual es como un cuento de hadas. ¿A qué se debe este fenómeno? Para resumir muy a la ligera, Santa Fe fue construida durante cuatro siglos por artesanos y obreros indígenas de México, por indígenas de Nuevo México, por españoles y por angloamericanos. Hasta aproximadamente 1900, los incrementos de construcción en la ciudad seguían una norma pragmática en cuanto a estilos y materiales. Los indígenas sabían construir con piedra y con acabado de baño de barro. Los españoles, por su largo contacto con los moros, introdujeron al Nuevo Mundo la técnica de construcción a base de ladrillos de adobe. Esta tecnología hispanoárabe de construcción llego a Nuevo México y se combinó con ideas de espacio y forma indígenas (por ejemplo, el uso de vigas de troncos enteros para sostener un techo llano, con cielo raso bajo hecho con el acabado que se llama en Nuevo México “de latilla”, una matriz delicada de ramas delgadas o de tablillas). Durante tres siglos, indígenas y españoles iban intercambiando aspectos de diseño residencial y público, y de aspectos tecnológicos que les parecían útiles o atractivos. Por ejemplo, el horno de barro y piedra –aportación mora a España– llego a Nuevo México con los colonos españoles y fue adoptado con gran entusiasmo por los indígenas, de forma que ahora se encuentra en casi todos los patios indígenas e incluso se considera de origen indígena. Por otro lado, campesinos y ricos españoles adoptaron la costumbre indígena de usar techos llanos sostenidos por vigas gruesas con acabado interior del cielo raso con latillas. Este proceso se desarrolló de forma orgánica, pragmática e inconsciente hasta principios del siglo xx. Aquí entran otros protagonistas: los literatos y artistas angloamericanos. Con la llegada de formas modernas de transporte (ferrocarril y automóvil) y comunicación (telegrafía) al principio de siglo xx, y con la admisión de Nuevo México como estado de la unión en 1912, este rincón casi olvidado, marginado y pobre de Norteamérica se convirtió en centro romántico de fascinación para una comunidad angloamericana de artistas y literatos, entre ellos Georgia O’Keefe, gran artista estadounidense de siglo xx, y D. H. Lawrence, novelista ingles. Esta comunidad encontró en el norte de Nuevo México un éxtasis de emo-



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ción por lo auténtico y pintoresco de la zona. Y hasta aquí llegaron ellos y sus seguidores en tropel. El principal centro de su fascinación era el pueblo de Taos, al norte de Santa Fe, ciudad pueblo construida en torno al año l000 a.C., ocupada hasta hoy día y nombrada “Patrimonio de la Humanidad” por la Unesco. Para no demorarme mucho en detalles, ese momento –principios de siglo xx– y la presencia de superestrellas de las letras, el arte y la arquitectura en la zona condujeron a que Santa Fe compartiera con Taos un “ambiente” romántico y rústico, que se convirtiera en un centro activo del movimiento artístico. En la década de 1920, Santa Fe y Taos llegaron a ser destinos de moda para cualquiera que se interesara en el arte americano, y entre ellos llegó el arquitecto Edward Mees, fundador de lo que se ha dado en llamar estilo “neopueblo”. Se enamoró del lugar, buscó inspiración en la arquitectura prehispánica de la zona y en la hispano-indígena de Santa Fe y valiéndose de sus relaciones con la comunidad local, y con el apoyo económico y político de muchos ricos y personas de “bien” que se habían asentado en Santa Fe, logró que el Ayuntamiento declarara a Santa Fe “Ciudad Diferente”, con unos códigos draconianos de control estético. Esta política de planificación urbana se confirmó en un referendo de 1958, en el que se aprobó con una gran mayoría de votos a favor, que Santa Fe continuaría con su peculiar idiosincrasia. Y así sigue hasta hoy.

III. La política del estilo: el caso del Colegio Indígena de Santa Fe Quizá el lector se halle un tanto perplejo. ¿Es realmente indígena el estilo neopueblo? Como antropólogo e historiador tengo que contestar de manera ambivalente. Este magnífico estilo, que se reproduce en hoteles de lujo, edificios públicos y residencias privadas de Santa Fe, basado en el estilo del antiguo Taos y de otros pueblos contemporáneos, es obviamente un dato que apoya la afirmación de que lo indígena marca la norma estética en la arquitectura de la zona. Sin embargo, como ya se sabrá por lo arriba dicho, este estilo, según se interpreta hoy en día, es una amalgama de otros estilos y técnicas y de formas de construcción derivadas tanto de lo hispano como de lo indígena, y rehecha a la imagen angloamericana de una estética indígena ideal. Por un lado, los propios indígenas apoyan esta imagen, ya que son dueños

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de hoteles de lujo en la zona que siguen este estilo arquitectónico, por ejemplo, el Hotel Santa Fe, cuyo propietario es el pueblo Picuris; el Hotel y Casino Buffalo Thunder, recién abierto al público, cuyo propietario es el pueblo de Pojoaque; y el Hotel Grand View, de súper lujo, cuyo propietario es la nación navajo. Por otro lado, los indígenas de la zona han entablado un enconado conflicto político/estético con el Ayuntamiento de Santa Fe sobre quien es dueño “auténtico” de este estilo. En julio de 2008, la dirección amerindia del Colegio Indígena de Santa Fe ordenó la demolición de todas las instalaciones (28 edificios) hechas en estilo neopueblo que integraban la planta del colegio. Se oponían enérgicamente a la demolición los miembros del Consejo Director para la Conservación del Antiguo Santa Fe (todos hispanos y angloamericanos), pues el colegio, según su criterio, era un magnífico ejemplo del estilo neopueblo construido entre 1890 y 1920. Su oposición fue en balde, pues los indígenas de los 19 pueblos del Río Grande son, desde la firma de un acuerdo con el Gobierno federal en el año 2000, dueños soberanos y absolutos del colegio, de su dirección, de su currículum, de su planta física y del terreno correspondiente. Se considera a estos indígenas como gobernantes de una nación dentro de una nación. Así pues, la dirección mandó derribar la antiguo planta por completo, ya que había construido al lado un colegio nuevo en 2000-2002, también en estilo neopueblo, que aloja a los 500 estudiantes internos procedentes de reservas indígenas de todo el país. ¿Qué más da tumbar el colegio viejo? Este caso puede servir como anécdota útil para señalar quién es dueño de qué en el debate sobre “progreso” y “modernidad” en el que figuran actores y voces indígenas. El colegio fue fundado en 1890, cuando Nuevo México todavía era territorio (no estado) de EE. UU. Su función se parecía mucho a la de los centros indigenistas establecidos en México en los anos 1930-1950: fomentar el proceso de integración indígenas y su castellanización, neutralizar y acabar con sus identidades indígenas individuales por medio de un curriculum común destinado a alentar y forjar una sola nación mexicana. El Colegio Indígena de Santa Fe era un caso parecidísimo al de México, quizá incluso un poco más draconiano. Hasta los anos cincuenta, los internos indígenas de la escuela, procedentes de tribus de todo el occidente de EE. UU., llegaban al colegio como sujetos bajo tutela del Estado. Entre otras humillaciones, a todos los muchachos se les cortaba el pelo



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largo que usaban; se les prohibía el uso de prendas, adornos y ropas indígenas; el uso de sus lenguas nativas o del español, que era para muchos en el suroeste de EE. UU. una lengua franca. No es de extrañar, pues, que la memoria de varias generaciones de indígenas, ahora representadas en el Consejo Director del colegio, condujera a la decisión de acabar por completo con la mala sombra que representaba la antigua planta. Así que la arquitectura neopueblo que era “importante en el desarrollo artístico de Santa Fe” para los angloamericanos y algunos hispanos, era para los indígenas símbolo de represión y de opresión. Ahora, el Colegio Indígena ha resucitado con nuevos edificios en el estilo neopueblo, bajo dirección indígena y con currículum obligatorio en inglés, español y varios idiomas amerindios. Para apreciar lo duro y antagónico de los alborotos relacionados con este caso, hay que tener en cuenta que el sitio arrasado tenía una extensión de cuatro cuadras urbanas casi en pleno centro de Santa Fe, convertidas ahora en un solar desierto en un distrito de Santa Fe que se siente orgulloso de su integridad arquitectónica. Es como si cuatro cuadras del barrio de Salamanca en Madrid, entre Serrano y Velazquez, quedaran arrasadas y reducidas a escombros por los descendientes de antiguos enemigos políticos del marqués de Salamanca. Los indígenas han hecho algo parecido destruyendo de forma violenta este patrimonio neopueblo, pero, con el añadido, de que estaba inspirado en la cultura de sus propios progenitores indígenas, aunque realizado por los ‘enemigos’ de su propio ser indígena contemporáneo. Lo importante de todo ello es que los indígenas están ahora en pie de igualdad con los angloamericanos e hispanos en un medioambiente urbano que, irónicamente, está inspirado en su propia imagen, para disponer el según les parezca.

IV. Los indígenas como actores en la vida económica del estado de Nuevo México Me dedicaré en esta sección a resumir la importancia indígena en la economía moderna de Nuevo México, a la que sin duda contribuyen de forma desproporcionada en relación con su presencia demográfica. Las industrias principales del estado son el turismo, el mercado internacional de arte y artesanías, la agricultura, la energía (petróleo, gas natural

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y carbón) y la investigación superior científica (el Laboratorio de Los Álamos, centro histórico donde se montó la tecnología para la bomba atómica). En el área del turismo, las 28 reservas indígenas del estado están en primera fila en cuanto a su aportación al atractivo del estado para el visitante de fuera. Entre las 28 reservas, se celebran cientos de fiesta anuales de mucho colorido a las que se invita a los turistas a asistir gratis, siempre que cumplan con la prohibición de acceso a sitios sagrados como las kivas, la de no tomar fotografías y de seguir el protocolo de cortesía y respeto. Además, las reservas, por su control draconiano del desarrollo comercial y residencial, mantienen inmensas áreas de paisaje prístino, lo cual crea una impresión de naturaleza no tocada por la época moderna; imagen que le gusta al turista “verde”. Para el turista urbano que busque diversiones y placeres estilo Las Vegas, más de la mitad de las reservas ofrecen casinos y hoteles de súper lujo, con piscinas y campos de golf en sus instalaciones para complacer a los más sibaritas. Algunas reservas tienen barrios de bungalós para jubilados angloamericanos e hispanos, que se alquilan (sin vender) a los inquilinos por una plaza máximo de 99 años. Con su contrato de alquiler los jubilados tienen derecho a usar los campos de golf y hacer vela en las lagunas que son propiedad de la tribu correspondiente. Este fenómeno de dominio de los indígenas en la industria del turismo fue autorizado por dos actas del Congreso en 1976 y 1988, con el fin de fomentar el bienestar económico de la comunidad indígena. De gran controversia ha sido la cláusula en estas actas que reserva sólo para los indígenas el derecho de ofrecer el juego legal en casinos, algo prohibido a todos empresarios no indígenas, a menos que el estado lo permita expresamente, como es el caso del estado de Nevada. Por otro lado, los indígenas participan de manera importante –quizá son el elemento más importante– en el papel que gozan Santa Fe, Taos y Albuquerque como centros de mercado internacional de artes y artesanías. Sólo en Santa Fe hay más de 200 galerías, de un amplio nivel de especialidad, desde baratas tiendas de piezas kitsch y recuerdos turísticos hasta galerías dedicadas a la venta de maestros europeos, latinoamericanos y norteamericanos. Muchas ofrecen piezas textiles, de joyería y de cerámica creadas por artistas indígenas de Nuevo México que tienen precios altísimos, de 25.000 a 50.000 dólares. Por ejemplo, la cerámica de María Martínez, alfarera famosa del pueblo de San Ildefonso, se ven-



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de en l0.000 dólares por una ollita y 100.000 por un cántaro grande. En los EE. UU., Santa Fe ocupa el tercer lugar, después de Nueva York y Los Ángeles, como centro de compra y venta de arte. Por supuesto, la ciudad atrae tanto al turista de bajo presupuesto como al de lujo, y todos dejan sus dólares en hospedajes y restaurantes. Además de las galerías permanentes, la “escena” artística de Santa Fe patrocina dos veces al año (verano e invierno) un feria de arte indígena, a la que acuden vendedores de todo el país, así como de Canadá y México. En un plano paralelo (y no secundario), hay ferias de verano e invierno de venta de arte hispano colonial y contemporáneo. En estas cuatro ocasiones la ciudad echa la casa por la ventana, convirtiendo todo el centro en un mercado de más de 200 puestos, con cientos de vendedores y miles de turistas, supuestamente clientes. Como efecto directo del éxito y gran público que atraen estas ferias, hay desde hace ocho años otra feria anual internacional de arte folklórico que atrae a vendedores de más de 80 países. Esta feria, cuyo formato es parecido al de las ferias indígenas e hispanas, está gozando de gran éxito. El municipio de Santa Fe invierte enormes recursos y energía para servir como buen anfitrión de estos espectáculos y, en mi opinión, la fuerza motriz de esta locomotora económica para el turismo es la comunidad indígena de la región. Mi opinión se basa en el hecho, mencionado arriba, de que todos los días del año se concede a los indígenas el lugar de honor para vender sus artesanías bajo el portal del Palacio de los Gobernadores, construido por los españoles en 1609. Otros aspectos de la vida económica del estado –la agricultura, la producción de energía y la investigación científica– están más bien controlados por hispanos y angloamericanos, pero hay que tener en cuenta algunas iniciativas indígenas en estas áreas. Todos los grupos indígenas de Nuevo México (menos los apaches y los utos) vivían tradicionalmente de la agricultura y, después del contacto con España, del pastoreo de cabras y ovejas para su sostenimiento. Hasta hoy en día, por razones de orgullo cultural y de necesidad para ritos religiosos y de curación (p. e., el maíz negro), y por fines relacionados con razones de salud (para evitar la epidemia moderna de diabetes y de obesidad), siguen siendo agricultores siempre cuando puedan. Aunque la mayoría viven de otras fuentes de ingresos, invierten mucha energía a través de la gobernación de las tribus en fomentar la agricultura tradicional, sobre todo la conservación de variedades antiguas (no híbri-

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das ni con modificación genética). Esta costumbre, obviamente, aporta beneficio como “archivo genético” para la comunidad no indígena también. Por las mismas razones, además del deseo de ganar dinero con las ventas a los burgueses angloamericanos, muchas tribus años han emprendido a pequeña escala la producción de bisontes americanos en los últimos diez, cuya carne es muy saludable y tiene una alta demanda como alimento “natural” y “ecológico”. Se vende mucho y a precios muy altos. Existe otra pequeña ironía en este asunto de la carne de bisonte, que nunca fue un animal doméstico y su hábitat original, la gran llanura norteamericana, no llegaba al Valle del Río Grande. Sean cuales fueran las contradicciones e ironías, todas estas iniciativas son percibidas tanto por los indígenas como por sus clientes no indígenas como producción “verde”, es decir, ecológicamente “limpia”. En cuanto a los temas de producción de energía, vale la pena destacar que la reserva navajo tiene los mejores y más abundantes depósitos de carbón del estado. Hay dos plantas generadoras de corriente eléctrica a base de carbón que existen desde hace muchos años en esta reserva, y un proyecto para la inminente construcción de otra. Estas plantas son fuente de mucho conflicto dentro de la misma comunidad indígena, y también en la comunidad hispana y angloamericana del estado. Por un lado, los indígenas sacan mucho dinero con la venta de derechos del carbón y el agua que se necesita para convertirlo en combustible. También ganan dinero como empleados de las plantas. Por otro lado, hay una creciente queja pública en contra de las plantas (y en contra de otra parecida, también en la reserva navajo, pero del lado de Arizona) porque son inmensas y producen contaminación atmosférica en un radio de más de 200 kilómetros. Para aumentar la oposición a dichas plantas, la corriente eléctrica producida en ellas se exporta a Los Ángeles. En resumen, la comunidad indígena de Nuevo México es protagonista importante en el vaivén de la política, de la economía y de la producción de energía en el estado.

V. Los indígenas como actores en el ámbito político y legal de Nuevo México Quisiera comentar brevemente un tema bien importante, pero sobre el que no estoy lo suficiente enterado para desarrollarlo de forma amplia.



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Me refiero a la matriz del conflicto legal y político que esta involucrada en la condición contradictoria de ser los indígenas por un lado “los primeros ciudadanos” y miembros de “primeras naciones” y “soberanos”; y por otro la de ser protegidos y sujetos de custodia y tutela por parte del gobierno federal. El polvorín de este asunto es precisamente el tema que tocó el presidente Obama en sus discursos ante públicos indígenas durante la campana electoral de 2008. A continuación citaré unos ejemplos de la problemática de este asunto contradictorio en Nuevo México. A. El símbolo zia. Una cuestión legal que aún no se ha resuelto es el mismo símbolo estatal: el cosmograma indígena que es la única imagen que aparece en la bandera estatal. El pueblo de Zia ha intentado cobrar derechos por el uso público de este símbolo, exigiendo regalías por un período indefinido. Este asunto surge todos los años y se deja al lado porque nadie sabe cómo resolverlo. B. La calavera de Jerónimo. Todos los años, los tabloides del estado están llenos de noticias sobre los últimos movimientos de los descendientes de Jerónimo, el guerrero apache de fines del siglo xix, para recuperar su calavera y huesos. En una asuntote las últimas (2009), según los tabloides, el nieto de Jerónimo, residente de la reserva apache mescalero de Nuevo México, demandaba al presidente Obama, al vicepresidente Biden y al ministro de Defensa Gates la devolución de los restos de su abuelo, que, según alega el nieto, fueron robados de la tumba de Jerónimo, en Ft. Sill, Oklahoma, en 1918, donde murió de pulmonía mientras estaba encarcelado como prisionero de guerra. Según se alega, la calavera y los huesos fueron llevados como reliquias exóticas al Club Skull and Bones (calavera y huesos), hermandad estudiantil, exclusiva y elitista, de la Universidad de Yale en New Haven, Connecticut. Lo más picante y escandaloso del caso es que, según la demanda, quien saqueó la tumba fue el padre del ex presidente George H. W. Bush, abuelo del también ex presidente George W. Bush. Los tres –padre, hijo, y nieto– fueran miembros del exclusivo club. Según dicen las malas lenguas, el rito de acceso al club (cuyo número límite de iniciados es de 15 hombres) requiere, entre otras cosas, besar la calavera de Jerónimo y luego confesar todos los detalles de la vida sexual. Aunque este chisme no haya que tomárselo muy en serio, sí señala que los indígenas figuran de manera importante en la cultura popular del estado, así como que los contrincantes a quienes se enfrenta

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la comunidad indígena en su demanda por recuperar los restos robados de Jerónimo incluyen a los máximos gobernantes de la república. En efecto, los indígenas no tienen miedo a nadie (Banks 2009: 18-24). C. El problema de bienes y propiedad indígenas con el gobierno federal como fideicomiso. Este asunto toca el tema de la honradez del gobierno federal como intermediario y fideicomiso de la propiedad indígena. Una demanda de la nación navajo presentada ante la Corte Suprema de los Estados Unidos acusa al gobierno federal de haber actuado en connivencia con la empresa no indígena contratada para proveer de carbón la planta generadora de electricidad que se encuentra en la reserva navajo de Nuevo México. Esta planta depende del carbón procedente de depósitos que se encuentran en la reserva. La indemnización que pide la nación navajo es de 600 millones de dólares, dinero que, según la demanda, se le debe como pago de las regalías de las que se han apropiado fraudulentamente la empresa y el gobierno. Este caso es sintomático de lo que quizá sea el mayor problema legal y político que tiene la comunidad indígena en relación con su “protector” y fideicomiso: el gobierno federal. El meollo del problema está, según los indígenas, en la falta de honradez y transparencia del gobierno federal en cuanto a los deberes legales y financieros que éste tiene para con los indígenas. Si presidente Obama acepta esta reclamación se convertirá en un héroe entre ellos.

VI. Guerra, militarismo y amor a la patria: acomodo y espacio social compartido entre indígenas, hispanos y angloamericanos Quisiera terminar este artículo destacando un detalle de mi experiencia de convivencia con los indígenas como compatriotas norteamericanos y neomexicanos en esta sociedad tricultural. Me conmueve siempre que voy a fiestas indígenas locales y a los pow wowes (fiestas intertribales regionales y nacionales) que los vecinos indígenas nos reciban como amigos y nos den la bienvenida como a hermanos. No se nos cobra nada por el privilegio de asistir a sus funciones y a menudo nos invitan a sus casas, sin conocernos, a compartir una comida ceremonial ofrecida por el oficial encargado de la fiesta. Como colmo de asombro, hay que anotar un momento de bienvenida que ocurre en



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todos los pow wowes en el que se invita a veteranos hispanos y angloamericanos a participar en lo que llaman la danza de los guerreros. ¡Imagínense! ¡Tambores tronando! ¡Hondo canto indígena haciendo palpitar el corazón! Con la bandera norteamericana izada en el centro del campo de baile, los indígenas brindan, mediante el simbolismo de la danza, un espacio social simbólico que comparten con todos sus compatriotas de Nuevo México, todos compañeros de armas, todos guerreros, todos dignos de respeto, porque la comunidad indígena recuerda muy bien que navajos y pueblos, hispanos y anglos lucharon juntos y sacrificaron a muchos de sus hijos en todas las guerras del siglo xx y también en las de nuestro tiempo. La danza expresa este sentimiento de solidaridad, de modo que cualquier veterano, sea cual sea su clase social o su etnia, es bienvenido a danzar con los indígenas en torno de la bandera estadounidense. Para encuadrar un poco el significado de este gesto de acomodo, hay que reconocer que lo de ser guerrero sea quizá el único espacio social simbólico que une nuestras tres culturas. Ser guerrero es ser defensor de algo. Los indígenas reconocen que todos los pueblos comparten esta premisa: defender algo es hacerle frente a la posibilidad de pérdida, o de perder a medias, o de ganar, o ganar a medias. Tal ha sido la dinámica de la formación de nuestro medioambiente tricultural.

Bibliografía Banks, Leo W. (2009): “The Strange Saga of Geronimo’s Skull”, en Santa Fe Reporter, Vol. 36, nº 26 (July 1-7), pp. 18-24. Bonebrake, Bill (2004): Santa Fe, New Mexico: A Photographic Portrait. Rockport, MA: Twin Lights Publishers. Crandall, Elizabeth (1965): Santa Fe. (Cities of the World Series). Chicago: Rand McNally & Co. Diamond, Jared (1999): Guns, Germs, and Steel. The Fates of Human Societies. New York/London: W. W. Norton & Co. Sides, Hampton (2006): Blood and Thunder: An Epic of the American West. New York: Doubleday.

Ach’ Kuxlejal: el nuevo vivir. Amor, carácter y voluntad en la modernidad tzotzil1 Isabel Neila Boyer2 Universidad Complutense de Madrid

El tiempo después… José había llegado por casualidad al primer hogar familiar que fundó. Yo estaba de visita allí, en San Andrés Larráinzar, conversando con María, su hija Juana y la cuñada de ésta, Andrea. Trataba que me explicasen el significado de una expresión que he escuchado reiteradamente cuando hablan del sufrimiento de la vida: tas k’an slajel xchamel, es

1. Este artículo surge a propósito de unas observaciones realizadas por Alessandro Lupo y Pedro Pitarch a la interesante investigación de Gracia Imberton sobre el suicidio entre los choles de Chiapas (2009), y en el contexto de un seminario sobre la modernidad indígena celebrado en Trujillo en 2009. «La modernidad —expresaba Lupo— no es sólo acceso a recursos nuevos, estatus jurídicos que permiten a los indígenas tener una autonomía mayor, vivir mejor, tener celulares y ¿quién sabe qué? Es también no tener los instrumentos con que enfrentarse a una realidad dramática que muchas veces crea infelicidad, inadecuación y muerte. A partir de esto, me parece que las reflexiones de Pedro son muy atinadas». Por su parte, Pitarch había formulado con anterioridad estas cuestiones: «¿Qué pasaría si la vida no fuera entendida como algo dado sino como algo que debemos construir? ¿Ayudaría eso a entender la lógica chol específica de los suicidios? Como si no fueran capaces de concluir esa construcción y desistieran de consumarla». 2. El trabajo de campo que da origen a este texto se realizó en Chiapas (2006-2008) gracias al financiamiento de la AECI y al apoyo académico del CIESAS-Sureste. Durante todo este tiempo diferentes personas han contribuido a mejorar, con sus comentarios y sugerencias, mi trabajo, entre ellas, Julián López, Pedro Pitarch, Gabriela Robledo, José Luís Escalona, Gracia Imberton, María Elena Fernández y Juan Blasco. A todos mi más sincero agradecimiento y, más que esto, a las personas anónimas (amigos y amigas tzotziles) que me regalaron sus conocimientos.

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decir, «pedir morirse de la enfermedad».3 José es maestro y enseguida se ofreció para hacer de interlocutor entre las mujeres y yo. Rápidamente les preguntó a las señoras porqué se decía así. María, la madre de Juana, respondió: —Queremos morir porque algo no nos gusta —dijo en alusión a lo que les produce coraje y enojo. —Cuando tenemos problemas —se apresuró a decir él para evitar un silencio incómodo y agilizar la conversación. —Deseamos morir —continuó Andrea—. Sería bueno si nos morimos. Es que, por ejemplo, cuando tienes muchos problemas: «prefiero morir, tener una enfermedad y que me muera con esa enfermedad», «voy a pedir mi enfermedad, con eso voy a morir». Cuando pedimos nuestra enfermedad, así como nosotras las mujeres o ya personas adultas, a veces nuestros esposos no se comportan bien, toman mucho, se enojan, no tenemos gastos, no tenemos con qué comer… Y de ahí decimos que es mejor que nos muramos… Y de ahí nuestro corazón dice: «es mejor si me muero para que deje de sufrir». Cuando encontramos esa enfermedad hasta nos podemos ir al panteón. Es así como nos enfermamos y sufrimos y ya estamos en la cama acostadas. Se le pide el favor a los kajvaltik [santos patronales]. Sí, se le explica [contar las preocupaciones] al kajvaltik. Se le dice al kajval ch’ultok [Dios Padre]: «Esta enfermedad ya no va a ser curable, con esto voy a morir». Con eso se consigue la enfermedad. Con eso nos morimos si lo hacemos un día miércoles,4 pero vamos a morir bien flacos, no así como el cuerpo normal. Te pone bien flaco y también te da nauseas y asco y vómitos muy secos, así como un niño. Nos empieza a doler la cabeza, nos empieza a doler el corazón, nos ponemos débiles. Es eso, es cuando pedimos la enfermedad. —¡Ah!, ¡eso! —exclamó José advirtiendo el acierto de la explicación—. Sentimos que ya no aguantamos; mejor si nos morimos. —Y ahí siempre estamos pensando —concluyó Andrea antes de que él se arrancara a explicarme, en castellano, el sentido de esta expresión intentando justificar de algún modo su comportamiento.

3. Para una explicación acerca de esta práctica en el municipio de San Juan Chamula, véase Groark (2005: 200-204). 4. El día miércoles dicen que es k’ux k’ak’al, es decir «día de dolor», de sufrimiento y de mala suerte.



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—Bueno —dijo—, más cuando una persona así lo desea su enfermedad es por motivo de algún problema familiar, ¿no? A veces no hay entendimiento con el esposo o con la esposa. Es que eso no solamente se da en las mujeres, también en algunos varones igual. También hay de hombres, bueno, supongamos, podríamos decir que la mujer no se entiende ¿no?, pero quizás la minoría, la mayoría son mujeres. ¿Por qué? Bueno, hablemos de alcoholismo. El alcoholismo pues, las mujeres ¡que comprensión que hacen o tienen con el esposo!, pues nada. El otro es por falta de responsabilidad. El hombre no se preocupa de conseguir lo necesario en la casa con la familia. Entonces, ¡claro!, la mujer no tiene otra salida que desear su muerte. Para ella no tiene otra salida como: «mejor me muero». Ésa es la idea que tienen, pero es por causa del problema familiar o no se entienden.

Los relatos de vida de (fundamentalmente) muchas mujeres adultas tzotziles de los Altos de Chiapas se entreveran con expresiones que advierten el deseo de morir en algún momento de su existencia pasada o presente: «mejor me muero», «es mejor si me muriera», «quiero morirme».5 «¡Córteme ya la vida!»,6 le piden al ilol (curandero); o «no quiero tu ayuda, no quiero tu protección y necesito que entres tú, demonio, córtame la vida, quiero una enfermedad», le increpan a los 5. También Groark (2005: 200-204) subraya el hecho de que son ante todo las mujeres quienes ruegan que les sea enviada una enfermedad para poner fin a una vida de sufrimiento. 6. Como los tzeltales, otro grupo maya de la región, los tzotziles creen igualmente que al momento del nacimiento de una persona una vela blanca se prende en el cielo —o en un espacio aéreo— y permanece así, consumiéndose lentamente, durante el transcurso de su vida. Ésta, como bien expresa Pitarch (1996: 82-83), es orail (del español «hora»), «tiempo de vida», y permanece al cuidado de jtatik velarol («nuestro padre velador»). Al respecto, anotaba Guiteras Holmes (1986: 236-237) que «[…] la palabra “hora” (ora escrita en tzotzil) indica la duración de la vida que se le ha acordado a cada ser humano, y se simboliza con la vela encendida. Se afirma que no puede trocarse y que ha sido decretada por Dios. Cuando sobreviene la muerte se dice que la persona ya no tiene hora, que su tiempo se le ha terminado. Con todo lo fatalista que esta forma de mirar las cosas pueda parecer, la acompaña la creencia de que la vida puede ser prolongada, de que se puede alargar la “hora”. […] Asimismo, se cree que la hora puede ser “cortada”, o disminuida; al hombre se le puede privar de la vida con el empleo de la magia maligna, así como por una voluntad consciente o inconsciente de destruirlo». Otra referencia valiosa respecto a esta idea en el municipio de Chamula proviene de Gossen (1975).

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antepasados que vienen a proteger la puerta del hogar durante la noche para que no entren los malos espíritus. De manera más elaborada, estas breves sentencias adquieren la forma de una petición, un ruego ante Dios o frente a los santos patronales de cada municipio, donde, de rodillas, hincados y con toda la potencia del sufrimiento acumulado, solicitan el favor de que les sea enviada una enfermedad y fallezcan a causa de ella: «mejor si me muero Dios, que pase rápido mi sufrimiento, en tus ojos me quiero morir, basta de sufrir, no tengo dinero, no tengo maíz, mi esposo no tiene, me regaña mi esposo, me molesta, me pega, me quiero morir y que pase mi sufrimiento». Uno de los motivos más frecuentes de que sean principalmente las mujeres quienes caigan en esta solicitud son, como advertía Andrea y refutaba José, los problemas conyugales y familiares que suelen sintetizarse en aquellos actos que significan el incumplimiento de los compromisos de género adquiridos con el matrimonio.7 Hoy en día, con el surgimiento del noviazgo en este tiempo denominado ach’ kuxlejal («nuevo vivir»), en que los jóvenes ya «se hablan» solos, pareciera que esta petición va cayendo en desuso en favor de un gesto más autónomo, rotundo e igualitario respecto al género, el suicidio. Y esto es así en la misma medida en que otras peticiones relacionadas también lo hacen; me refiero, por ejemplo, al pedido tradicional de la novia, jak’ol, y al acto de «pedir quejas» ante la familia o frente a las autoridades municipales debido a problemas familiares. Son especialmente llamativos por frecuentes los casos de jóvenes en los que se reporta el suicidio ante una relación sentimental malograda, o también por la imposibilidad de consumar la construcción de una vida ideal dentro de los dictados de la modernidad. Como bien expresa Groark (2005: 204), los deseos de morir se traducen cada día más usualmente en la acción directa, suicidándose (-mil-ba) bien mediante el ahorcamiento, la ingesta de herbicidas o plaguicidas, el consumo de alcohol excesivo... A pesar de ello, en muchos casos el suicidio es concebido como un acto impulsivo de rebelión juvenil, y quienes así proceden son descritos por los adultos como rebeldes (jtoy-ba) o locos (chuvaj). Parece evidente que un cambio de algún tipo se ha producido tanto en térmi-

7. Sobre este aspecto, y los demás detalles del pedido tradicional de la novia, véanse, por ejemplo, los trabajos clásicos de Collier (1968, 1995: 217-257).



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nos de voluntad como en lo que respecta a los modos de concebir la vida. Cuando solicité a Faustina, una joven amiga tzotzil, que me diera su opinión respecto a los motivos de por qué esto era así, me dijo: Cuando pide enfermedad es porque se quiere enfermar. Por ejemplo, si tienes problemas o algo así, ya no sabes qué hacer, ya no te queda otro remedio que decir: “quiero morirme”. Porque antes no hacían que se corten las venas, que no sé qué tanto hacen, se cuelgan del árbol, toman veneno y todo eso, no lo hacían, lo que hacían es pedir. ¿Cómo lo piden? Depende dónde. Algunos lo piden en el panteón, algunos lo piden en la iglesia, algunos por curandero, algunos en sus casas o algunos en la puerta en la media noche. Bueno, hay un montón de formas. Algunos le piden a Dios que ya su vida sea hasta ahí y algunos le piden al demonio que venga a matarlos; algunos le piden al curandero que “le corten su vida”; así le dicen: “córteme ya la vida”. Pero si pides tu enfermedad no es cualquier enfermedad: primero dejas de comer, con mucho sueño, no tienes ganas de nada, te pones muy flaca, te pones casi morada, los ojos por abajo se ponen casi negros, se hunden, tus orejas se ponen como así ya negro. Te vas así como acabándote poquito a poco y dura años.

El día 5 de junio de 2010, la periodista Amalia Avendaño, del diario Meridiano 90, daba cuenta de la creciente preocupación en la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, por el progresivo aumento de casos de suicidio entre jóvenes indígenas. Lo hacía a partir de las reflexiones de su obispo auxiliar, Enrique Díaz Díaz, quien achacaba este fenómeno al alarmante deterioro de la sociedad por efectos de la globalización. La comunidad se quedó en un espantoso silencio durante muchos días —parafraseaba la argumentación del religioso—. Duelen las palabras, duelen los murmullos, duelen los recuerdos, duele la risa de los niños, todo duele. A pesar de que transcurre ya mucho tiempo, toda la comunidad sigue en duelo. Es que nunca había acontecido en el pequeño poblado una tragedia tan espantosa: dos adolescentes se habían suicidado. […] Nunca como ahora habíamos vivido tantos suicidios en nuestro estado y en nuestras comunidades, y eso ante el aparente progreso y las supuestas mejores condiciones de vida ¿Qué nos está fallando? […] La vida parece detenerse, los ruidos lastiman y todos se preguntan por qué. Nadie acierta a dar una respuesta y se mira de reojo a los otros jóvenes y adolescentes y se hace exigente la pregunta: ¿qué pasará por sus mentes? […] Es cierto que han

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habido problemas, es cierto que la vida no es fácil, pero llegar al suicidio deja una herida en toda la comunidad.

Tras estas palabras apuntaba directamente a la globalización como responsable: Advirtió [el obispo] que la globalización es «[…] el gran sueño de hacer una aldea global donde no haya fronteras, donde se hagan comunes los valores, donde haya una integración de los pueblos, donde puede haber más riqueza, creatividad y oferta. Juntamente con los beneficios ha acarreado a nuestras comunidades lo mismo que a todo el mundo, también graves calamidades. […] Está encerrando al hombre en criterios más egoístas y lo está llevando a ignorar los valores universales que dan dignidad al hombre y a la sociedad. Está creando el egoísmo, la frustración, la exclusión y la muerte».

Según Amalia Avendaño, el religioso, en su retórica, lamentaba que quienes más sufrían estos embates eran los jóvenes, que «[…] se quedan sin las bases, pocas o muchas, que les ofrecía una comunidad y se enfrentan a una batalla feroz entre la eficacia y la productividad, la comercialización y el consumismo, y se enfrascan en una carrera que no tiene final. […] Corren y corren con ansiedad y no logran alcanzar la felicidad que tanto les prometen. Se quedan sin valores, sin anhelos y pierden las ganas de vivir». El 18 de agosto de 2008, el diario La Tribuna de Chiapas se hacía eco de una nueva línea de investigación social puesta en marcha por investigadores de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH). Se trataba de analizar la problemática del suicidio juvenil en el municipio de San Andrés Larráinzar. Ya entonces, el profesor Jorge Magaña Ochoa comentaba que se habían detectado varios casos de intentos de suicidios por ahorcamiento entre los jóvenes, algunos consumados, y apuntaba como motivo —según la noticia— «cierta vergüenza social de los padres hacia sus hijos». Afirmaba en la entrevista que […] cuando los jóvenes estudian la preparatoria y la universidad trascienden las barreras mismas del núcleo familiar y de la comunidad, incluso de la lengua, afectando sus valores tradicionales comunitarios, lo que significa que en el contexto local los jóvenes asumen un rol de promotores de cambio cuyo comportamiento tiende a desafiar la autoridad de los padres



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y a generar conflictos, entre cuyos desenlaces se cuentan los intentos fallidos o consumados de suicidio.

Además, señalaba el diario, «[…] cabe destacar que en la problemática se observa una presencia ideológica de lo “moderno” que se traduce en migración hacia otros estados del país o a los Estados Unidos y en la adopción de comportamientos propios de las culturas juveniles urbanas, así como conductas adictivas relacionadas con consumo de alcohol y drogas, factores que inciden de diversas formas». Poco más de dos meses después, el viernes 24 de octubre de 2008, en el Diario de Chiapas, el periodista Pablo Villareal titulaba así la noticia del suicidio de un joven en Tonalá: «¡Por amor se quita la vida un estudiante!». Un joven de 18 años de edad, estudiante de preparatoria, aparecía muerto en la playa junto a un mensaje escrito que decía: «Te amo Anahí». A ese día, y desconociéndose todavía las causas oficiales de la muerte, se hablaba de suicidio sentimental. Apenas dos años antes —el 24 de septiembre de 2006— el periodista Carlos Herrera, de Meridiano 90, firmaba la siguiente crónica, que titulaba «Siguen los suicidios en San Andrés Larráinzar»: Un nuevo caso de suicidio ocurrió en las últimas horas en la cabecera municipal […], donde recientemente han sucedido casos similares, principalmente de jóvenes que se han quitado la vida. De acuerdo a información de habitantes […], la noche del pasado viernes presuntamente se ahorcó José Hernández Hernández, de 19 años de edad. […] el joven indígena habría sido encontrado colgado de una viga con su propio cinturón […]. Según las primeras investigaciones en el domicilio del joven se encontraron dos mensajes póstumos, uno escrito en un papel y otro en una gorra color crema en los cuales decía que era su voluntad privarse de la vida por desamor y por una deuda de dos mil pesos. […] El hecho ha consternado al pueblo de San Andrés, pues sólo en este año van cuatro o cinco casos de jóvenes de que se suicidan en ese lugar, donde ha aumentado el consumo de bebidas embriagantes (posh) y de drogas. Se estima que en los últimos cuatro años se han registrado en San Andrés unos 15 suicidios de jóvenes, hombres y mujeres.8

8. Durante el verano de 2008, el periodista Avisaín Alegría, del periódico chiapaneco Cuarto Poder, se hacía eco del fenómeno de los suicidios por problemas sentimen

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Hoy en día, en la región de los Altos de Chiapas, el tiempo se clasifica en el «antes», o mas vo’ne (antiguamente, el tiempo pasado), y el «nuevo vivir» (ach’ kuxlejal) en base, esencialmente, a cómo las personas establecen sus relaciones sociales y ordenan su experiencia vital. Éstas, a través de sus gestos y sus comportamientos demuestran su preferencia por uno u otro tiempo, que son opciones de vida más que periodos temporales o espacios cronológicos. Esto ha dado pie a la construcción de dos grandes categorías de personas que se han constituido en un contraste: las que se afanan por mantener la costumbre y quienes se aventuran por un cambio hacia lo que entienden por modernidad. A estos últimos se les denomina ach’ chi’eletik o ach’ kuxlejaletik. Hace pocos años un joven pretendía a una amiga tzotzil diciéndole: «nosotros como jóvenes ya hemos cambiado y vamos a cambiar nuestra vida». Actualmente esta expresión resuena con fuerza entre los jóvenes tzotziles e invita a una reflexión de importancia antropológica sobre la voluntad indígena y el cambio entendido en términos de modernidad. Esta sentencia compendia dos enunciados reveladores de las ideas que definen dicho concepto desde la perspectiva nativa. Por un lado, se encuentra la afirmación «nosotros como jóvenes ya hemos cambiado» y, por el otro, se expresa el deseo de «vamos a cambiar nuestra vida». Cada una de estas proposiciones hace alusión a cada uno de los dos modos con que actualmente en lengua tzotzil se describe la modernidad. La primera de ellas refiere un «nuevo crecimiento», ach’ chi’eletik, y la segunda apunta indudablemente al «nuevo vivir», ach’ kuxlejal. Ambas se entienden como efecto de la escolarización, la cual ha relajado los deberes domésticos tradicionales propios de las etapas de maduración tanto masculinas como femeninas. A partir de ahí, las tensiones producto de la irrupción de la modernidad en el diseño de la vida se dejan sentir cotidianamente. Aun así, se expresa que

tales con varios artículos. El 17 de junio informaba del ahorcamiento de un joven de 22 años en una colonia de la capital, Tuxtla Gutiérrez, en una noticia cuyo encabezado era: «Al parecer le pegó duro la separación con su esposa». Semanas después, el 28 de julio, profundizaba en el tema aportando algunos datos estadísticos en otro escrito titulado «Jóvenes y hasta adultos escapan por la falsa puerta ante problemas sentimentales». Y añadía: «El suicidio se ha convertido en la tercera causa de muerte entre los adolescentes y últimamente entre los adultos jóvenes chiapanecos. Este mal ha ido en aumento. El método más común es por ahorcamiento y la principal causa es por problemas amorosos y económicos».



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los problemas no son muchos durante el «nuevo crecimiento» pero la situación se agrava cuando, con la adolescencia recién iniciada, al comienzo de la secundaria, los jóvenes que tienen la oportunidad de continuar sus estudios comienzan a buscar y anhelar un «nuevo vivir». Es entonces cuando comienzan a cambiar porque, como me decía Margarita, una joven amiga tzotzil, «es como que quieren tener amigos, novios, entonces tienen que cambiar. Si yo quiero tener novio tengo que cortar el cabello o me visto diferente, porque así pasa». Las conversaciones con jóvenes y adultos ponen de manifiesto su distinta preferencia por una u otra denominación de la modernidad en base a sus intereses o al discurso que desean construir sobre ella. Si bien los mayores enfatizan el «nuevo crecimiento» con objeto de aludir a la pérdida del respeto en la modernidad, las nuevas generaciones resaltan el «nuevo vivir» como espacio de expectativas y oportunidades por construir una existencia distinta a la tradicional. José me explicaba bien esta idea. «El nombre que le damos —me decía—, ach’ ch’ieletik, entra su costumbre, su tradición, su comportamiento, su forma de entender con la sociedad; ya entra de todo. Si lo decimos, ahí está incluido todo eso: en su forma de vestir, en su forma de hablar… Es un nuevo tiempo porque es en la época pues, ahí ya lo ubicamos todo. Con que digan ach’ ch’ieletik ya se entiende que ya se manifiestan de diferente manera como ahora gente adulta o ancianos». Es un nuevo estilo que, opinan, no puede igualarse con el de antes. Las gentes de ahora, «los que apenas están llegando», tienen gustos, maneras de pensar y de comportarse diferentes a las formas en como vivían los antepasados. Y no es eso lo peor, sino que la convivencia entre unos y otros expone las tensiones de la vida actual expresadas, sobre todo, mediante el tira y afloja entre la pérdida del respeto achacada a la juventud y la obligación de aconsejar de los adultos. —Cuando los jóvenes están cambiando sus formas de vida —preguntaba Micaela a su padre, José—, ¿se les dice ach’ kuxlejaletik o cómo? —Bueno —respondía él—, lo que más decimos ach’ chi’eletik. No lo podemos decir de otra forma, es así. Ach’ kuxlejaletik también, pero ach’ chi’eletik; es así como se le dice. Su forma de vida no es igual como la nuestra. Así como yo cuando pongo mi música de bolomchon, eso a mí me gusta, ¡ah!, pero ellos ya quieren el rock o romántica. Sus músicas ya son muy diferentes. Suenan muy fuerte, y a mí me

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gustan las arpas o que suenen más suaves. Aunque a ti te guste pero ellos ya piensan de diferente forma. —Ellos no siguen como lo de antes, como platicaban, como vivían nuestros padres —se quejaba con resignación María—. Ahora ya han cambiado y de ahí ya no queremos decir lo que nosotros sabemos. Ya no lo ven bien, además, ya nos avergüenza decirlo. Es diferente como nosotros crecimos con nuestros padres. Para ellos ya no sirve [chopol xa]. Algunos todavía se portan bien cuando lo topamos en el camino y es como nuestros padres estaban acostumbrados, otros ya cuando pasamos no hablan, no le importa si te pasa a traer [empujar], ya sea hombre o mujer, es como si fueran un perro. Ya hay muchos, es así como se va perdiendo, aunque sepas algo de cómo empezó nuestra forma de vida o de lo que nos decían nuestros padres ya no le pone interés. Él se sobrepasa, él te dice todo, es como si te estuviera dando consejos. ¡Y ahí qué puedes decir! Ya nada, se ve que no obedece. Él empieza a pensar lo que su corazón manda, cómo va a vivir. Según para él es lo que va a seguir para poder vivir y para ver si así va a pasar, si puede vivir así, es lo que piensa. Pero ya no le pone atención, ya no pregunta: «¿cómo fue que tú viviste?», ni así te dice o nos dice a los que vivimos primero. Cada día está cambiando. Todo lo que ven en la televisión ya todo lo imitan.

En el tiempo de «antes», de manera general, o entre quienes ahora apuestan por un vivir como antaño, el principio que regulaba el modo de establecer las relaciones sociales y garantizaba el correcto funcionamiento de la sociedad era el respeto. La instrucción sobre el carácter y la construcción de la voluntad desde la infancia estaban orientadas a la formación de personas «cabales» o de «razón», en definitiva, respetuosas. Los gestos y los comportamientos se entendían como la manifestación de ese respeto aprendido, que equivalía tanto a determinadas formas de cortesía vinculadas a una rígida estratificación social en base a la edad y el género como al acto ritual de pedir. Ambas actitudes venían a suavizar las interacciones sociales. Y esto no ha dejado de ser así, pero también ahora, en el «nuevo vivir», y particularmente entre los jóvenes, pareciera como si otros principios basados en las emociones estuvieran irrumpiendo con fuerza como elementos deseados y deseables para entablar lazos interpersonales y orientar la experiencia más que ordenarla.



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Entre otros, fundamentalmente, la amistad y el amor romántico. Cuando así ocurre, cuando las jóvenes generaciones se dejan llevar descomedidamente por los sentimientos, los adultos lo asumen como una actitud rebelde y son tildados de jtoy ba (alzados, altivos), chuvaj (locos) o simarrones (cimarrones). Tanto es así, que el contraste entre el «antes» o mas vo’ne y la modernidad (ach’ kuxlejal) —efecto de una manera distinta de crecer— implica inevitablemente una oposición de caracteres que se expresa en términos de fortaleza o debilidad respectivamente, de aspereza o suavidad,9 de temperatura: sobrepasado de calor o tibio. Ambas categorías sirven tanto para calificar la música característica de dichas generaciones —tal y como José lo hiciera— como para referir el empleo de la palabra, para entrar a valorar la ejecución de los gestos o los comportamientos, para juzgar la estética… En definitiva, cualquier rasgo denotativo del carácter.10 Son categorías elásticas que parecen describir el cambio y sugieren diferencias fundamentales en la manera en que se producen las cosas y se está en el mundo: tradicionalmente con equilibrio y serenidad; en la modernidad con exageración y violencia. Así bien, en tanto la contención emocional, la mesura y la armonía gestual son rasgos distintivos de quienes crecieron y viven conforme a la costumbre, de manera suave, la rotundidad de la modernidad es expresada fundamentalmente por la violencia del carácter y sus manifestaciones externas. De los ach’ ch’ieles se dice que son como perros: de ahí la denominación toj tz’i’ (demasiado perro), que equivale a afirmar que se sobrepasan. Esta concepción de sobrepasarse o ser exagerado (gesticulación excesiva, agresividad verbal, coquetería) guarda igualmente relación con la manera de concebir la modernidad y las etapas de la vida en que se privilegia su adquisición. Por ejemplo, emplean el término tz’i’al —derivado de la raíz tz’i’ (perro)— como sinónimo de cimarronaje o «cimarronal» (como dicen algunos) en dos expresiones que refieren el aprendizaje y la actuación: chan tz’i’al, cuando comienzan a aprender a 9. Esta dicotomía, a pesar de emplearse contemporáneamente para definir el cambio generacional, ya era utilizada desde antiguo para efectuar calificaciones personales individuales. A este respecto, por ejemplo, véase Mario Ruz (1985: 107-108) en el epígrafe referido al cuerpo humano en la reconstrucción del entorno cultural de los tzeltales a finales del siglo xvi. 10. Para un abordaje sobre los rasgos del carácter innato de la persona y el gestus corporal que entiendo compartido por los tzotziles, véanse los extraordinarios trabajos de Pitarch entre los tzeltales (1996, 2000).

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ser cimarrones y chach’ tz’i’al, cuando ya actúan como tales. Una advertencia común en tono de regaño que las madres ofrecen a sus hijos durante las etapas de crecimiento en las que están bajo su tutela es mu xa cha’n ja tz’i’al, «no aprendas a ser cimarrón». Frente a esto, la tradición privilegia y valora la suavidad y la templanza, la sumisión, la obediencia y la humildad. Rasgos todos ellos que definen a alguien manxo.11 Tal contraste de tiempos y caracteres personales remite a una deconstrucción de la voluntad con el fin de dejar aflorar el carácter innato de la persona y permitir las emociones reprimidas en la tradición, principalmente aquellas que incumben al enamoramiento. Desde el punto de vista tzotzil el carácter es concebido como la forma de ser innata de la persona, mientras que la voluntad —que va desarrollándose durante el proceso de socialización— es la capacidad de dominar y controlar ese carácter natural.12 Aunque existen dos tipos básicos de caracteres (fuerte/débil) —que se manifiestan en diferentes grados y adquieren distintas denominaciones—, la voluntad actúa como elemento regulador que establece el equilibrio ideal de los excesos y defectos naturales. De manera general, resulta obvio que el que esto sea así da lugar a una sociedad más homogénea por cuanto los comportamientos resultan más predecibles y estandarizados y las desviaciones de la norma más infrecuentes. Por el 11. El antónimo más empleado de toj toy ba y simarron (cimarrón) es manxo, del español manso (benévolo, dócil, educado). Al igual que sobrepasarse está asociado con el calor, la mansedumbre y la obediencia lo están con la tibieza. Para ver una definición, los sinónimos y su sentido, véase Laughlin (2007: 187, 220, 367, 402-403). Entre los tzotziles, como bien observara Villa Rojas (1985:190), el carácter humilde y tolerante es el preferido, ya que resulta sintomático de ser su poseedor una buena persona, por el contrario, quienes tienen sangre fuerte son personas peligrosas para una correcta sociabilidad. 12. Para un análisis muy valioso sobre el contraste corazón/cabeza entre los tzeltales, véase Pitarch (1996:123-126). Respecto a los tzotziles, Guiteras Holmes (1986: 235236) anotaba que «[…] la interacción del corazón con la mente se explica en términos de cooperación o de lucha. […] la lucha se ejemplifica, por lo común, mediante la batalla que se traba entre las formas de conducta acostumbradas y el deseo insensato. Las emociones, los impulsos, los deseos, los apetitos, surgen del corazón, mientras que el conocimiento del bien y del mal se encuentra en la mente. […] A veces, la mente es superada por el sentimiento del corazón; y aunque las decisiones se toman mentalmente, no se siguen, si el corazón se niega a cooperar». Por su parte Groark (2005: 324-326) apunta igualmente que, mientras el corazón es la sede de las emociones, la cabeza es el locus de la inteligencia, la razón, el autocontrol, la moderación, el origen del pensamiento socializado y el sentimiento. Expresa que algunas emociones están asociadas con cambios en el estado de la cabeza y su disfunción.



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contrario, en los últimos tiempos, los jóvenes se han socializado entre el hogar y la escuela y han sido instruidos en una apertura emocional impropia de la costumbre, que promueve su contención. Esto ha originado que trascienda —frente a la voluntad de la cabeza— la voluntad del corazón como elemento regulador útil en los tiempos de cambios que corren. La consecuencia más inmediata de ello no es sólo la rápida ruptura generacional sino, además, el riesgo de mayores tensiones sociales producto de la heterogeneidad de caracteres que han aflorado y de la diversidad de maneras de construir la vida que avivan las envidias y alimentan los chismes. Así pues, vemos cómo estos principios poseen un correlato social. La suavidad refiere el equilibrio en todos los aspectos de la vida a la par que es señal de la correcta sociabilidad. La sociedad ideal es tenue y pareja, pulida en la costumbre. Por el contrario, la dureza propia de la modernidad está vinculada a la exageración y el desequilibrio que conducen indudablemente a comportamientos antisociales; resulta en una sociedad desigual, intratable y abrupta. La realidad cotidiana demuestra, cada día con más ahínco, cómo el respeto está siendo desplazado por comportamientos que ensalzan la amistad y el romanticismo como alternativa para construir relaciones y vínculos personales. Y cómo, también, esas relaciones basadas en la amistad, y esencialmente en el amor romántico, son claves tanto en el proceso de diseño y construcción de una vida moderna como en el durísimo ejercicio de terminar con ella cuando surgen dificultades para consumarla, por mínimas que éstas sean. No es casualidad que los informantes de Groark (2005: 204) le advirtieran que quienes se abocaban al suicidio eran los jóvenes «alzados» o locos y que sean éstos, también, los calificativos más recurrentes para designar a aquellos que deciden «hablarse solos» o elegirse entre ellos con objeto de iniciar un noviazgo. Esto evidencia, entre otros cosas, que frente a la seguridad y previsibilidad de una sociedad conformada en su mayoría por hombres y mujeres «cabales», esta nueva libertad emocional donde cada cual tiende a gestionar sus emociones de manera individual hace del «nuevo vivir», cuanto menos, una realidad caracterizada por lo imprevisible, lo desconcertante y la incertidumbre, dando lugar a graves distorsiones en la convivencia y a salidas autónomas y categóricas de ella. «Pedir morirse de la enfermedad» (tas k’an slajel xchamel) o suicidarse (-mil-ba) son los dos extremos en los que se explicita de manera más radical el cambio de voluntad atribuido a la modernidad, y

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son a la claudicación ante la vida lo mismo que para la construcción de ésta suponen el pedido tradicional de la novia, jak’ol, o el noviazgo contemporáneo basado en el amor romántico, que denominan k’opon baik («hablarse entre ellos»). Además, resultan ser la expresión más contundente del transcurrir que se está produciendo desde la tradición hacia un «nuevo vivir» que se sustenta, como veremos, en la voluntad del corazón. De forma abreviada podría afirmarse que tal mudanza se expresa mediante el contraste entre el gesto de pedir o rogar —reflejo de un carácter humilde y de la adecuada sociabilidad— y el acto de hacer algo o «pensar por sí mismos», sintomático de un carácter exagerado más propio de la forma de ser del kaxlan (mestizo) que del indígena. Rasgo, también, que denota el giro hacia el individualismo moderno.13 En definitiva, lo que quiero subrayar es que el suicidio no es sino reflejo de una transformación en la voluntad (o una deficiencia, según se mire) que se manifiesta de manera menos drástica en otros muchos aspectos de la cotidianeidad tzotzil que incumben a la construcción de una vida moderna o, al menos, al deseo o a las expectativas de que así sea. Aspectos que configuran la oposición entre una sociedad basada en el respeto cuya forma física de relacionamiento es el pedido o la rogativa frente a otra moderada por el deseo en un sentido amplio del término. Es por ello que a pesar de la alarmante visibilidad que los suicidios han adquirido gracias, en parte, a los medios de comunicación, las referencias etnográficas nos muestran que la cuestión real no es la eclosión de este fenómeno en el tiempo actual de rápidas transformaciones que experimentan las comunidades —ni en el contexto de la globalización—, sino, más bien, el cambio en la manera en que se lleva a cabo el deseo de ponerle fin a la vida por efecto de tal inversión de voluntades que tiene que ver con la modernidad. Por lo tanto, sería un error concluir que los suicidios contemporáneos son un fenómeno moderno y en auge —tal y como lo dan a entender los medios de comunicación, la Iglesia y la academia— cuyas causas sólo haya que buscarlas en los efectos de entes abstractos como la globalización y la modernidad (individualismo, frustración, pérdida de referentes culturales, migración, alcoholismo y drogadicción, etc.). Más

13. Tengo muy presente aquí el brillante trabajo de Jane Collier (2009) que me ha servido de inspiración.



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bien la realidad se empecina en demostrarnos que son el resultado de ese cambio en la voluntad hacia mayores cotas de libertad, expresividad emocional y agencia personal; en definitiva, tienen que ver con la construcción de una subjetividad moderna. Y esto es así porque entienden que sobre dichos pilares se sustentan las relaciones en la sociedad moderna y mestiza que quieren conquistar, la cual se presenta, además, como garantía de felicidad por parte de muchas ONG. Ahora bien, este cambio de voluntad como efecto de unas expectativas de vida que la costumbre no puede satisfacer —y que la educación escolar han inculcado— se revela en todo su esplendor en el establecimiento de relaciones de pareja basadas en una versión local del amor romántico. Éstas suponen el punto de inflexión entre ambas voluntades (de la cabeza y del corazón) y son el foco de las tensiones que originan las rupturas en lo que se entiende por sociabilidad apropiada. «Hablarse solos» sustituye al tradicional pedido de la novia, jak’ol, e implementa formas de relacionamiento novedosas que reflejan esos anhelos por construir una existencia al estilo del «nuevo vivir». A nivel general, el «nuevo vivir» ha supuesto la ruptura de la contención emocional tan característica de los más adultos, y con ello el peligro que las emociones desbordadas acarrean. Las dificultades para gestionarlas y las trabas sociales para consumar el deseo de una vida distinta se convierten, en este marco, en motivo suficiente para el suicidio frente a las razones que conducían a la tristeza y, posteriormente, al deseo de «pedir la enfermedad» basadas en el incumplimiento de los compromisos del matrimonio. En definitiva, podría anotar varias razones para terminar con la vida sin intermediación y de forma abrupta: las dificultades derivadas de la novedosa gestión de las emociones de manera individual, el deseo frustrado por construir un «nuevo vivir», la incomprensión del impulso de dejarse llevar por las emociones y la voluntad del corazón debido a la imposición de la modernidad y a las presiones de la escolarización y, finalmente, la posesión de un carácter innato débil.

«El corazón tiene razones que la razón desconoce». En el camino hacia la subjetividad moderna La observación corriente sobre la pérdida del respeto hace referencia a algo más profundo que un simple revés actitudinal de la juventud, su-

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giere el acomodo y la conciliación de la voluntad y el carácter a la vida contemporánea de cambios generalizados que apura a las comunidades. Y es asimismo efecto de la convivencia cada vez más usual con hábitos modernos adquiridos por razón de la escolarización, la democratización de la tecnología, la migración nacional e internacional, la participación en asociaciones y organizaciones civiles de diversa índole, los programas gubernamentales o estatales de desarrollo... Por así decirlo, es el producto de otra «visión», «sentido» o «razón de vida» emanados como efecto de la multiplicación de los lugares de interacción en la cotidianeidad indígena. Dicho acomodo o adecuación de la voluntad es expresado mediante el concepto de ‘acostumbrarse’, el cual adopta el sentido de socialización. Una y otra vez se establece una distinción entre los dos espacios actuales por excelencia para la adquisición de hábitos: el hogar y la escuela; entendidos como lugares antagónicos en donde la socialización adopta vías divergentes. La máxima expresión de esta divergencia tiene su reflejo en la cuestión del noviazgo o el «pedido» de la novia. «[…] En la escuela se acostumbran a estudiando —me decía, en tzotzil, Martha, del municipio de Larráinzar, preocupada por la educación de sus hijos—, o se acostumbran a caminar solos, de buscar novias. No respetan, roban, toman; hay muchas cosas que nosotras no sabemos lo que ellos están aprendiendo, cosas malas. Ya es lo que ellos piensan, ya no preguntan a sus papás si puede hablar a una muchacha, cuando se llega a enterar su papá es que ya tiene un hijo. No toman en cuenta, no como antiguamente, se casaban bien y también los hombres pedían bien a sus mujeres. Es en la escuela donde se acostumbran o por otra parte en la tele. Ahí aprenden. De hecho no es tan antiguo que empezó eso de que se casan solos». Es evidente que perder el respeto equivale a ‘acostumbrarse’ a otro modo de vivir o de querer construir la vida a partir de decisiones personales y no colectivas. Son fundamentalmente dos las situaciones en las que se lamenta con mayor fruición esta pérdida del respeto: con motivo de escamotear el saludo apropiado durante un encuentro y en relación al noviazgo. En lo que concierne a este último, la pérdida del respeto es el aspecto que marca la distancia entre los dos extremos del contraste «pedir a la novia» y «hablarse entre ellos», o como dicen de manera abreviada: «pedir» y «hablarse». La corrección que da sentido a la tradición —no sólo en estas uniones sino en muchos otros aspectos de la vida— de-



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viene del gesto de pedir, solicitar e incluso suplicar; por el contrario, el término «acordar» equivale a decir que «ya se hablaron solos» o que hicieron una trato entre ellos, e insinúa el establecimiento de relaciones sexuales sin el consentimiento familiar y de manera furtiva. Ambas categorías —«el pedido», jak’ol, y «hablarse», k’opon baik— aluden a campos semánticos más amplios cuyos términos poseen implicaciones en distintos ámbitos de la vida que son de interés general y cuyo debate es actual.14 Aspectos, todos ellos, troquelados por el hilo conductor del cambio en la tradición hacia un «nuevo vivir» y que presentan sus matices y se establecen y ordenan a modo de oposiciones binarias (semánticas y conceptuales) que explican no sólo la transición en las formas de establecerse las relaciones de pareja, sino, además, en el estilo de concebir, construir y dirigirse en la vida. Un viraje que se hace especialmente manifiesto a partir del abordaje del amor contemporáneo. Así pues, resulta evidente que el giro en las maneras de emparejarse ha devenido igualmente en cambios no sólo en la nomenclatura de cómo se haya iniciado la relación sino, además, en su carácter de social y familiar a individual o apoyado por redes sociales basadas en la amistad; en la creación o recreación de un lenguaje para enamorar, de «pala-

14. A grandes rasgos, y sin intención de simplificar demasiado, el pedido tradicional de la novia, jak’ol, es la forma correcta de establecer relaciones de pareja. Son peticiones formales cargadas de ritualidad. Implica la idea de convencer y tiene que ver con la vergüenza, el sufrimiento y la humillación. Presupone un carácter y una actitud de humildad y respeto. Significa una decisión tomada de forma colectiva, lo que resulta en apoyo familiar y comunitario para la resolución de conflictos maritales. Pone en valor el destino, la asunción de roles impuestos y la construcción social de la vida. Perfila unas relaciones de género basadas en la superioridad masculina. Tiene que ver con la cerrazón emocional, lo que se manifiesta, además, en la inexistencia de un discurso amoroso; sólo se produce una adaptación personal de la pauta cultural para formalizar matrimonios. Por el contrario, «hablarse» —k’opon baik— supone la incorrección y es un modelo asociado con el cambio y la modernidad. Implica la idea de acuerdo, desvergüenza y descaro, lo que en términos de carácter viene notado por el concepto de «cimarrón». Se corresponde con pláticas informales, sin ritualidad ni ceremonia ni tiempos pautados culturalmente. Es producto de decisiones asumidas de manera individual, lo que se materializa, con frecuencia, en cierta soledad familiar a la hora de enfrentar conflictos conyugales. Pone en valor la voluntad, el libre albedrío y la construcción individual de la vida. Existe la percepción de que lleva pareja relaciones de género más equitativas. Supone una apertura emocional y la descripción densa de prácticas individuales inscritas en lo que denominan amor romántico. Para un análisis sobre estos términos véase Laughlin (2007: 90, 137-138, 148).

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bras bonitas», que revela la emergencia de las emociones y resulta ser más propio de kaxlanes, o al menos impropio de los indígenas, etc. El análisis de cada una de estas modificaciones o novedades respecto a la emergencia del amor romántico es relevante porque como sea que se hablen —la retórica con que se inicie el compromiso— determina además de la nominación de la relación, su carácter prohibido o aceptado y sugiere qué tipo de conexión y afinidad van a tener como pareja, con la familia, la sociedad y el mundo. Es más, dependiendo de cómo esto se realice significará la competencia de los jóvenes en el «nuevo vivir» (en la modernidad) o, en su caso, en la costumbre. En definitiva, es substancial por cuanto subraya la emergencia del amor romántico como un fenómeno novedoso y actual, reconocido como tal no sólo por las nuevas generaciones sino, además, por aquellos cumplidos de edad que confiesan que sus relaciones se fundamentaban en otros motivos que tenían más que ver con el hecho de «acostumbrarse» que con la singularidad de compartir sentimientos (al menos verbalmente). En este sentido, las transformaciones en cómo se concreta una relación reflejan el cambio que está experimentando la sociedad tzotzil hacía el desarrollo de lo que se ha definido como «subjetividad moderna». Igualmente expone una concepción del mundo y de sí mismo en el mundo dinámica y opuesta (al menos desde una perspectiva emic) a la que aparentemente tutela la costumbre. Todo este proceso no hace más que ejemplificar el cuestionamiento que actualmente y por parte de las jóvenes generaciones están sufriendo las tradiciones. La experiencia del amor romántico está posibilitando diálogos con la costumbre y reflexiones en torno a ella domésticos y cotidianos, y ha sido la llave maestra para abrir un debate que se intuía necesario en el tiempo contemporáneo y que había comenzado a producirse a partir de las primeras oleadas de expulsiones por conflictos religiosos de las comunidades indígenas allá por la década de los sesenta del pasado siglo. Además de que estos acontecimientos habían, en parte, allanado el camino por cuanto aquellos expulsados y residentes en las colonias de la periferia de la ciudad de San Cristóbal de las Casas constituyeron una avanzadilla y abanderaron ciertos cambios que han beneficiado al que ahora nos ocupa,15 dos factores han sido 15. Con relación a ello véase Robledo (2009), concretamente el capítulo tercero dedicado a los cambios en los espacios íntimos.



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determinantes en esta eclosión que —a diferencia del fenómeno referido— es significativamente un hecho generacional: la proliferación de escuelas secundarias en los parajes y el auge de la migración nacional e internacional. Pero si son múltiples los factores que podríamos citar para explicar este cambio social, es posible afirmar que el amor romántico es el hecho que lo está dirigiendo. Este matiz permite advertir — muy a pesar de los tradicionalistas— que ahora sí una transformación generalizada está en marcha y augurar respecto a ella que no hay vuelta atrás.16 Tal es la reflexión de quienes miran al pasado con añoranza y al futuro con desconsuelo, viendo y advirtiendo que los jóvenes ya no son los mismos y refiriendo esta transformación como una merma del respeto en el mejor de los casos o su extinción absoluta en la mayoría. De manera que las diversas expresiones que refieren la pérdida del respeto condensan la mayoría de los cambios sociales que están ocurriendo en la región y son reflejo de gran parte de las preocupaciones cotidianas, así como objeto privilegiado del chisme. En este sentido, el contraste que se establece a partir del enunciado «ya han perdido el respeto» entre quienes lo contemplan y aquellos que no lo practican se explica no tanto como un acomodo en sí de una voluntad única frente a un contexto determinado como por una inversión de voluntades que además posee implicaciones en las señas de identidad tradicionales. Alude a una mayor consideración o superioridad de una voluntad orientada por el corazón sobre otra regida por la razón como efecto, principalmente, de la escolarización. Viniendo a indicar, además, que la socialización familiar en la costumbre ha perdido fuerza y prestigio en favor de la educación escolar considerada moderna. Pero aparte de sus conexiones y sentido en términos de carácter, voluntad e identidad, el respeto es ante todo —en las exégesis nativas— memoria y buena convivencia, aspectos ambos definitorios de la costumbre. Compendia un estilo de vida y un orden social que es glosado como «buena vida» o «vivir bien» (lekil kuxlejal) y que se siente hoy en día amenazado. Tanto así, lo realmente importante es que esa sencilla afirmación de que «ahorita los

16. Es una transformación generalizada y generacional, en algunos aspectos similar a la que, a menor escala, se llevó a cabo con las políticas del INI. A los de aquella avanzadilla se los denominó «indios revestidos», véase Hermitte (1968).

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jóvenes ya no tienen respeto» establece una diferencia entre dos estilos de vida coetáneos que sugieren la actual superioridad y consideración de una voluntad sobre otra.17 Esta inversión de voluntades, que en sí no es baladí, afecta a las ideas sobre la persona que resultan ser de más hondo calado que las de identidad y se aprecia en diferentes expresiones que tienen explicaciones diferenciadas ya bien provengan de un joven o de un adulto. Ts’pas li k’usi sk’an yo’one (hace lo que su corazón dice) o ts’pas li k’usi xal yo’one (hace lo que su corazón habla) son enunciados harto comunes que expresan la voluntad del corazón y son proferidos frecuentemente con tono desaprobatorio cuando se observa que los jóvenes actúan con voluntad propia y sin contemplación alguna de las repercusiones sociales de sus actos: no obedecen, se sobrepasan y no tienen respeto. Un rasgo de carácter que denominan como toj toy ba (demasiado alzado).18 Ambos dichos, junto con otros de igual senti-

17. Parece que antiguamente no se hablaba tanto de la voluntad como ahora, un término más en boca de los jóvenes. De cualquier modo, no es un concepto empleado a menudo y cuando se hace tiende a utilizarse la voz en castilla (español). Preguntar sobre la voluntad en tzotzil equivaldría a decir: ¿cómo es que les gusta estar?, siendo más frecuente escuchar afirmaciones del tipo «así son porque así se sienten bien» para referirse a la generación del «nuevo vivir». Aun siendo así, la expresión más cercana a la idea de voluntad occidental es «quiero hacer lo que diga mi corazón». Martha me explicaba en tzotzil el sentido de esta frase del siguiente modo: «[…] así como nosotros hacemos lo que queremos, lo que nuestro corazón manda, lo que mi corazón diga. Nadie me puede decir nada, yo lo hago sin que nadie me mande, hago lo que quiero. Lo que queremos hacer a la fuerza y no lo que otros nos vengan a decir, ya sea para algo bueno o malo». Resulta evidente que es un concepto de difícil traducción al tzotzil y cuando se consigue establecer cierto paralelismo éste hace referencia irremediablemente a la voluntad del corazón. En definitiva, para expresar dicha idea se utilizan las expresiones en tzotzil de «le gusta», «así se siente bien» o «con todo su corazón». Así pues, el concepto mismo define por sí sólo la cualidad mestiza de la voluntad atribuida al corazón y el hecho de que los modos de actuar modernos imitan sobremanera los hábitos de kaxlanes. 18. Toj es un adjetivo que significa «muy», «tan». Laughlin da los siguientes significados a toy ba: ser agresivo, altivo, desobediente, faccioso, regañón, tacaño; y anota que a una persona así se la denomina jtoy-bail. Es una palabra que se forman con la raíz toy (levantarse, volverse poderoso, volverse rico, alzar), que además compone otras expresiones: toy e (hablar enérgicamente, hablar con fuerza); toyel a’i (ser desobediente, obstinarse en hacer mal); toyilan ba (seguir siendo altivo o desobediente). Invita Laughlin al referir la raíz toy a ver el significado de la raíz muk’ (grande, exagerado), y de muk’ultas, que significa, entre otras acepciones, ostentarse (2007: 312, 316-317).



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do, no son de nueva construcción pero su uso sí se ha vuelto corriente como otro más de los calificativos que despectivamente se vierten sobre las jóvenes generaciones. El significado natural de ambas frases es que «el corazón es el que manda o es quien piensa»; es decir, que han perdido la razón o nunca la han tenido. Asimismo, cuando alguien está muy dispuesto y resuelto a ejecutar cualquier actividad, o cuando no existe arrepentimiento una vez que ésta se ha realizado, se dice ts’pas ta stekel yo’on (lo hace con todo su corazón).19 Actuar o pensar con él lleva asociada, además, la peculiaridad de poseer un carácter fuerte que es notado como tzotz yo’on (fuerte corazón); siendo éste otro rasgo característico de las nuevas generaciones.20 En resumidas cuentas, una voluntad orientada por el corazón y basada en las emociones, que no impele hacia el respeto en el sentido arcaico del término, equivale gestualmente a la idea de sobrepasarse o excederse y puede presentirse mediante la contemplación de matices del carácter que denotan poseer un tzotz yo’on. Ts’pas ta persa —lo hace a la fuerza— supone un grado más de expresión de este tipo de voluntad y aparece actualmente en muchas conversaciones acerca de los cambios que la modernidad ha impreso en los jóvenes, aunque todavía hoy consigna igualmente la actitud abusiva de los kaxlanes (mestizos) para con los indígenas. Sobrepasarse y actuar a la fuerza son indicios que apuntan la adquisición de hábitos mestizos en el comportamiento cotidiano, y tienen que ver también con la idea de «ponerse inteligentes» enfrentada conceptualmente con el sentido de la pobreza económica y la humildad personal que dicen ser cualida-

19. Ésta es la única de las tres expresiones registradas en el diccionario tzotzil de San Andrés de Hurley (1986) para expresar la voluntad que continúa utilizándose en la actualidad. 20. La debilidad o fortaleza del carácter se expresa apelando al estado del corazón y de la sangre. Ser de carácter fuerte se dice toj tzozt yo’on (demasiado fuerte su corazón) o toj tzozt chichel (demasiado fuerte su sangre) y se refiere, sobre todo, a personas que aguantan bien las increpaciones de los demás y a quienes denominan «cimarrones». Por el contrario, aquellos quienes, cuando se les censura y regaña se emocionan con facilidad, son muy sensibles, se les denomina toj k’un yo’on, «demasiado débil su corazón» y se dice que tienen un corazón pequeño o débil y la sangre demasiado débil, toj k’un chichel. Con la raíz k’un (débil, callado, lento, suave) se forman términos como k’unib (volverse débil, ensuavecerse, volverse manso, volverse obediente) (Lauglhin 2007: 152). Idénticas ideas se han constatado en otros grupos mayas.

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des propias de quienes vivían como antes y, más aún, con el conocimiento que aporta la experiencia en la costumbre. —¿Tú has estudiado? —le preguntaba Pascuala a Petrona. —No, ni un día —respondía ella—. La escuela había pero nuestros padres no nos permitían. Si nuestros padres se dan cuenta que vienen los mayoles [policías] nuestra mamá nos dice: «¡Escóndanse!, vayan a la montaña porque estudiar no sirve, es malo, si estudian solamente van a ir a buscar marido. —¿Y usted cómo piensa lo que sabe? —dijo Pascuala en tzotzil, traduciendo mi pregunta. —¡Ah!, porque sabemos y tenemos experiencia, por eso lo decimos y no sabemos cómo. Pero ahorita ya se pusieron inteligentes [sp’ijubelik] —dijo haciendo evidente el contraste entre experiencia/ inteligencia— y no se llevan bien como antes, no sé si saben más cosas pero ya no hay respeto. Todos los estudiantes son así. Ya no les importa cómo caminan, se comportan ya muy mal. Dónde vas a ver a un estudiante que te diga: «Pase usted». ¡Según, es estudiante! [risas]. Ya se siente su corazón muy fuerte [tzotz yo’on]; si tú le hablas o le preguntas algo ya se enoja. Porque se puso inteligente. Aunque le dices consejo [mantal] ya se molesta porque ya piensan ellos. Hacen lo que les de la gana, lo que dice su corazón, lo hace a la fuerza.

Esta expresión, ts’pas ta persa, significa la falta más absoluta de respeto y resulta ser el dicho que más he escuchado para referirse a las nuevas maneras de comportarse, concretamente para describir las relaciones de noviazgo en que los jóvenes dan su consentimiento mutuo sin que medie la opinión de los padres; en definitiva, se «hablan». Y aunque aquí sólo pretendo analizar el concepto de respeto con relación a la voluntad es importante notar que esta voluntad del corazón tiene mucho que ver con el concepto de talel (carácter) como algo innato y, concretamente, con poseer un carácter o corazón fuerte. Es por ello que el contrapeso de este modo de actuar «a la fuerza», sin respeto, proviene de la expresión ch’un mantal, cuyo significado literal es obedecer; entendiéndose asimismo como respetar. Alguien que obedece los consejos (mantal) es igualmente alguien que respeta la costumbre por cuanto en su mayoría éstos hacen referencia explícita a cómo se ha



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de vivir.21 Justamente, proceder de esta manera revela que la persona se rige por la voluntad de la cabeza, actúa con la razón, y es el pensamiento el que gobierna su comportamiento. Existen un término para estos efectos: nopben (forma de pensar).22 Tanto así que para advertir que uno actúa en contra de su voluntad se dice: xch’unel nox mantal (Laughlin 2007: 68). Con trazo grueso podría decir que las maneras que revelan respeto, que significan el modo de proceder suave y con obediencia de quien contempla los consejos, devienen del control sobre el cuerpo y las emociones ejercidos gracias a la voluntad de la razón, que se forma a través del aprendizaje y la experiencia cultural. Asimismo, subrayan la tenencia de un carácter personal sociable y humilde propiciador de la buena convivencia.23 Por otra parte, «perder el respeto» equivale a actuar a la fuerza, desobedeciendo las recomendaciones y sin medir socialmente las consecuencias de los actos. Es sinónimo de sobrepasarse en un sentido amplio del término; rasgo de personalidad que simboliza también el carácter exagerado atribuido a la modernidad. Parece significar el abandono de la persona a la voluntad del corazón basada en las emociones y que impele hacia hábitos de kaxlanes y hacia una estética más moderna asociada con la identidad mestiza. Pese a las palabras alentadoras de muchos progenitores, la respuesta actual y más común frente a las actitudes rebeldes de los jóvenes es la resignación que manifiestan los adultos con el comentario: Ak’o spas k’usi xal yo’on, que haga lo que diga su corazón. Con él evidencian, además de la indiferencia por la impotencia frente al cambio, la distancia y la confrontación de ambas voluntades (de la razón y del corazón) que parecen corresponderse tanto con diferentes opciones de vida como —y más importante aún— con distintas expectativas en

21. Tengo muy presente aquí los extraordinarios trabajos de Pitarch que desarrollan estos temas, aunque en otro sentido, entre los tzeltales (1996: 85-106, 123-134; 2001: 130-135). 22. De la raíz nop (acostumbrarse, pensar), nop jun rason (razonar bien), nop ta jol (decidir). (Laughlin 2007: 219-220). 23. En el municipio de Zinacantán, apunta Laughlin (2007: 270-271), se expresa mediante la raíz p’is. Es importante notar que esta raíz sirve tanto para expresar respeto como para referir el acto de medir. Es más, anota las siguientes expresiones: p’is ta vinik (honrar, mostrar respeto, respetar); chp’isvan ta vinik (lo mide como hombre, lo respeta); p’isulan ba ta vinikal (seguir propasándose).

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torno a ella. Hay un acto esencial en base al cual se establece esta oposición de voluntades: el hecho de pensar y reflexionar acerca de cómo se va a vivir. De cualquier manera, es así como explican esta expresión: «quieren decir que tienen su camino, aunque sea diferente; hacen su propia voluntad y se sobrepasan». Esto es, en resumidas cuentas, lo que subyace a la idea de «perder el respeto»: tomar una opción de vida distinta a la costumbre, ejercer su propia voluntad y excederse tanto en sus gestos como en sus actitudes; hechos que no hacen más que significar lo que denominan como «nuevo vivir» (ach’ kuxlejal), es decir, la modernidad. El momento álgido donde se refleja todo ello es, por excelencia, el noviazgo. Obviamente los jóvenes no aceptan con agrado que les digan cualquiera de las frases anotadas anteriormente y que hablan de la superioridad de la voluntad del corazón en tanto supone la exaltación de sus impulsos y una negación de sus razones para el cambio, pues, aunque diferentes, son al fin y al cabo razones y no meros caprichos. Tanto sus decisiones sentimentales como sus opciones de vida no son en absoluto arbitrarias y, aunque adoptadas con el corazón, provienen del aprendizaje adquirido en la escuela y asentado —dicen— en la memoria. Un conocimiento que muchos jóvenes consideran más letrado, autorizado y oportuno que la experiencia en la costumbre para desenvolverse con éxito en el tiempo y la complejidad contemporáneos. Éste es un punto de coincidencia donde convergen las explicaciones de jóvenes y adultos: el apogeo actual de la voluntad personal es fundamentalmente un efecto de la educación formal, la cual ha desplazado las razones de la costumbre (producto de la maduración de la persona y de la experiencia cultural) por las razones «ilustradas» resultantes del proceso de escolarización. La observación acerca de que un cambio en la voluntad se ha producido por parte de los del «nuevo vivir» no surge de una reflexión propia. Juanita así me lo advertía hablando conmigo siempre en castellano: La voluntad ha cambiado Isabela porque antes no les dejaban salir tanto como ahora. Llegados de la escuela tenían que ir a pastorear y traer leña; no es de que: “voy a ir a hacer mi tarea y ahí vengo al rato”, y ya luego se sale con los amigos, no. Antes sí llegaban en la escuela, bueno no todos, algunos, y ya en la escuela quizás no les dejaban tanta tarea en equipo y no se podían hacer ningún pretexto de que ir a hacer tareas. En cambio ahora



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se van a hacer sus tareas y creo que muchos dicen: “entonces ya hago lo que quiero y ni mis papás me pueden decir de que no puedo hacer esto y esto”. Ahora los jóvenes aunque les sigan diciendo consejo y les sigan hablando pero casi ya no obedecen. Como que ya se sienten más libres digamos. En cambio antes no se sentían tanto así. Porque, por otra parte, los papás anteriores eran más estrictos, en cambio ahora ya no y los jóvenes ya se sienten más libres [toj kolem]. Cuando llegan en la escuela, con la libertad, ya se sobrepasan más, no respetan ya muy bien. Desde que llegó la escuela sienten que ya pueden hacer [su voluntad], como que más fácil. Es que a veces ellos ya se sienten más superiores que los papás y los papás dicen: “Si lo pongo en razón no me va a escuchar, puede hacer cualquier locura”. Entonces sienten que ya no lo pueden aconsejar a los muchachos y como ya tienen un tiempo haciendo eso ya después no se puede hacer nada.

Hasta aquí he mostrado los dos recorridos de la expresión «perder el respeto» en cuanto a la voluntad se refiere, desde la postura predominante de quienes dicen vivir como antes hasta la de aquellos a quienes se adjudica un «nuevo vivir». He puesto de manifiesto la relación de este enunciado con la existencia de dos opciones de voluntad contrapuestas asociadas igualmente con dos órganos diferenciados: cerebro (cabeza)/corazón. He tratado de resaltar su relación directa con la inversión del protagonismo de una voluntad orientada por la razón hacia otra gobernada por el corazón y entendida como efecto o producto de la escuela y la modernidad. Hecho que es interpretado, además, como un acercamiento a la identidad mestiza. He señalado también que la voluntad del corazón preferida por la juventud supone, en cierto modo, mayor expresividad emocional y libertad personal; aspectos que se manifiestan de manera privilegiada en la posibilidad de enamorarse o de elegir pareja libremente y de establecer lazos de amistad. Tanto es así que la experiencia del enamoramiento es sentida por los jóvenes como la máxima expresión de esa voluntad y «subjetividad moderna». Finalmente, he advertido cómo, a pesar de estar los jóvenes inmersos en este proceso de cambio de «subjetividades», adoptan, como quien más, posturas críticas que resultan hoy en día menos sibilinas por efecto precisamente de la emergencia de un discurso fuerte sobre el amor romántico y sus contornos. Razón que alimenta la sensación de distorsión en la vida cotidiana de familias y comunidades. Pero estas y otras cuestiones que igualmente tienen que ver con el de-

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sarrollo personal del sujeto apuntan que tal «inversión» de voluntades lleva emparejada, además, un cambio en el modo de concebir la vida, la cual se entiende ahora como algo que hay que buscar. El contraste entre quienes respetan la costumbre y quienes no contemplan las tradiciones pone en evidencia el diferente sentido e idea de la vida que está en juego en el tiempo actual. Una vida que comienza a ser significativa socialmente con la formación de la pareja. Este cambio se explica a partir de la oposición entre una vida construida con el favor de Dios y sustentada por los consejos, cuyo correcto seguimiento hace innecesario «pensar» demasiado los modos precisos para ganársela, y aquella cuya búsqueda requiere una reflexión constante para adoptar las decisiones personales más adecuadas a los fines que se pretenden alcanzar, ya que los preceptos de la costumbre no sirven en la modernidad. Aquellos que abogan por mantener el estilo de vida tradicional entienden que ésta es como un camino construido por los antepasados a fuerza de transitar por él en donde las salidas hacia los márgenes significan la exageración, la indisciplina, la desobediencia y la violación de la costumbre.24 Es más, estos desvíos son explicados fundamentalmente como un dejarse llevar por los apetitos del corazón en vez de actuar mediante la razón que garantiza una buena existencia o un «vivir bien». Por otra parte, están aquellos que parecen no querer seguir esta vereda y pensar que su vida es algo por construir con cada decisión. Ambas formas de afrontar la existencia, bien como el transitar por algo ya construido bien como resultado del cúmulo de decisiones que tratan de ser lo menos condicionadas posibles, tienen un matiz generacional que resulta imposible obviar. Al menos era así en el diálogo entre Manuela y Martín, dos vecinos de San Andrés Larráinzar.

«Es muy difícil vivir en dos mundos» «Ellos miran para ver si estás usando la ropa tradicional, si tu peinado es como el de ellos o incluso cómo estás tratando a las personas mayores. Si empiezas a cambiar algo: ya sea que uses pantalones o maquillaje, o no tienes ningún respeto por las personas mayores, ellos piensan que estás viviendo como el kaxlan [mestizo]. Es muy difícil vivir en dos mundos: o se vive con pantalones o se vive con el vestido tradicional»



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—Así como decían nuestros padres, así como decían la forma de vivir —espetó Manuela, quien se veía ya anciana a sus 64 años de edad —, cómo es que viven ellos, si no lo cambiamos y si no decimos: «¿dónde aprendió?, ¿cómo aprendió?, ¡no saben leer!, ¡no saben ni escribir!». Más saben ellos los primeros que pasaron; acá pasaron también a comer, sembraron milpa, pollos, guajolotes… Y los demás, los que viven ahora, se van lejos. Dicen que ahí hay dinero y no es cierto, no hay dinero, lo único que saben es la cantina, es ahí donde se va el dinero, no lo ven dónde se va. —De vivir puede ser en cualquier parte —se apresuró a decir Martín. —Sí. Puede ser en cualquier parte —asintió Manuela—. Si nos ponemos a pensar puede ser en cualquier parte; Dios nos da si nos ponemos a pensar, aunque seamos pobres. Así como digo: «Soy pobre, a veces no sé qué hacer». Pero no nos morimos de hambre, nos morimos de enfermedad. Nunca hemos escuchado: «Ya se murió tal hombre que falleció de hambre». El hambre no nos mata, aunque no tengamos mucho pero a la fuerza buscamos algo de comer. Es lo que ve mi mente y mi corazón. —Lo que dices es cierto —convino Martín—, así como todos los que estamos acá hemos visto o hemos sufrido cuando éramos pequeños. Tú sufriste, así como tu hija sufrió. Sufriste, pero nunca lo pensamos: «¿Será que voy a vivir así?». —¡Ah, no!, es lo que yo también digo. —Nunca lo pensé que si todavía voy a ver teniendo cosas —prosiguió Martín—, porque no sabíamos y no nos vino en la mente. Pero si obedecemos de lo que hemos visto de nuestros padres, de lo que sabemos, ahí sí, todavía lo vamos a ver.

Se entiende que la razón orienta a la persona hacia una vida fundamentada en la costumbre, concebida como la apropiada y aprendida de los antepasados, basada en la obediencia y en el respeto a los consejos de los que antecedieron. Es una vida que Dios provee con poco esfuerzo por parte de la persona en lo que respecta a «pensar» cómo va a ganársela, basta con actuar con razón. Nunca es objeto de debate o entra en cuestión, simplemente transcurre, incluso cuando sobrevienen las crisis de no saber dónde o cómo conseguir lo necesario para seguir viviendo. Es un estilo de vida cuya seña de identidad es la humildad en todos los sentidos (personal, económica, social, etc.). Por otro lado, la voluntad personal se justifica por el deseo de una existencia diferente en la que no basta con no pasar demasiadas dificultades, se trata de conseguir los recursos necesarios para medrar. Las críticas hacia esta forma de vida provienen de la asunción de que propicia la exageración

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y se basa en la imitación de hábitos de kaxlanes o mestizos que tienen que ver con la modernidad y la tecnología. Para ella los consejos de los «anteriores» no sirven debido a que las exigencias de la vida moderna requieren otros argumentos. En 2009, durante la celebración en San Cristóbal de las Casas de un taller de una asociación civil que trabajaba con algunas de las mujeres que yo conocía, María, una amiga de un pequeño paraje del municipio de Zinacantán —de unos 45 años— me dijo: «[…] siento que sólo vivo [kuxulunkutik]. Sólo estoy viva, no se me viene nada en la mente, no me sale nada». Se trataba de reflejar en una cartulina, y con dibujos, las expectativas de futuro para su vida, o bien aquellas cosas que a ella le gustaría que formaran parte de ésta a largo plazo. Eran unos minutos de tensión para alguien no acostumbrado a las dinámicas de grupo y a la participación en reuniones de este tipo. Estos talleres eran uno de los elementos claves de la metodología de la organización, con ellos se perseguía que cada persona o colectivo construyera su propia visión de futuro y se comprometieran a lograrla. María, y el resto de compañeras de su comunidad, como muchas otras de edades similares, se quedaron con el rotulador entre los dedos, mirando de vez en cuando, con incomodidad y desasosiego, esa cartulina en blanco que no eran capaces de rellenar. Los más pequeños, en cambio, no tuvieron reparo ni dificultad en agarrar los lapiceros y ponerse a dibujar aquellas cosas que les gustaría que participaran en el futuro de su vida. Pedro, el hijo de siete años de edad de una de las mujeres, explicó con todo lujo de detalles su «visión»: «quiero ser pollero»,25 dijo. Para ello había ideado toda una estrategia que consistía primero, y con poquito dinero, en adquirir una bicicleta para transportar a los inmigrantes hasta Estados Unidos. Con los 40.000 pesos que cobraría por pasar al primero —el precio habitual—, o conforme fuera ahorrando, iba a comprase una motocicleta, más rápida y cómoda, con la que haría servicios más frecuentes; después cambiaría ésta por un coche y así sucesivamente hasta conseguir comprar una urvan para transportar a veinte personas a

24. Quiero recordar aquí el sentido que atribuían a la expresión ak’o spas k’usi xal yo’on: «quieren decir que tienen su camino, aunque sea diferente; hacen su propia voluntad y se sobrepasan». 25. Se denomina pollero o coyote al guía encargado de llevar a los migrantes desde México a EE. UU.



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la vez. Finalmente compraría un avión para poder pasar a más gente en un mismo viaje. Iba a ser rico y a construirse una casa de dos pisos de materiales nobles como las que veía próximas a la carretera y que sabía con certeza eran de polleros o coyotes y migrantes. Lucía, su hermana más pequeña, se veía siendo maestra de escuela o enfermera. Tendría una casa y tantos pollitos y cerdos que hasta podría venderlos. Ella fue más breve en el relato de su «visión» pero, aún así, superó con creces el de su madre y el resto de mujeres allí congregadas. Ellas, que decían querer progresar, esperaban simplemente vivir como lo habían hecho hasta entonces y mantener sus actividades tradicionales. Deseaban poder seguir elaborando y vendiendo sus artesanías, y que las distintas organizaciones e instituciones que las «apoyaban» continuaran realizando sus pedidos para que pudieran ganar el dinero suficiente para comprar sal, jabón, azúcar e hilo para continuar tejiendo. Aunque reconocían que si los encargos eran muchos no podían cumplir con ellos, se mostraban reacias a iniciar cualquier otra actividad más productiva. A primera vista daba la impresión de que «pensar en la vida» era una actividad a la que parecían no estar muy acostumbradas; un hábito que no habían podido adquirir en la escuela, pues en su mayoría sólo habían cursado los primeros grados de primaria. Yo entendía, además, que resultara una tarea cuanto menos incómoda para quienes creían que cuando esta reflexión surgía frente a la necesidad era a Dios a quien había que declararla a través de una petición formal o una rogativa. Era Él quien debía proveer a pesar de que cada día más las ONG pretendieran asumir este papel.26 De cualquier forma, reconocían los beneficios que podía reportarles la participación en estas actividades tan de moda en muchas organizaciones de desarrollo, y le echaban ganas por temor a que su escasa implicación en las dinámicas las dejara desamparadas de cualquier tipo de «ayuda». Con este ejemplo he pretendido ilustrar cómo, en determinados escenarios privilegiados, se pone de manifiesto la diferencia generacional tan fuerte respecto a la actitud frente a la vida, la cual refleja las ideas diferenciadas que sobre ella poseen jóvenes y adultos. Estas distintas concepciones implican, asimismo, maneras propias de construirse la vida

26. Tengo presente aquí el interesante trabajo de López García «Proyectos de desarrollo y cambios en el liderazgo indígena comunitario en Iberoamérica» (2009: 241-280).

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que hoy en día se entienden confrontadas y que se concretan y revelan en el hábito o en la inexperiencia de «pensar» en ella. Pareciera como si ahora se estuviera aprendiendo que la vida precisa de argumentos para su construcción o, dicho de otra manera, que ésta debe fundamentarse en argumentos que adoptan la forma de retóricas sobre expectativas y «visiones» de futuro a largo plazo. Resulta evidente que quienes opinan que para vivir basta con la costumbre (y ésta nunca ha sido objeto de reflexión) consideren que pensar en ella es un hábito de mestizos y gringos cuyo acto en sí mismo supone un indicador del cambio de pensamiento y de vida que atribuyen a los del ach’ kuxlejal.27 Ahora, los que se sobrepasan y hacen lo que su corazón manda «piensan cómo van a vivir» y reflexionan sobre «si pueden vivir así». Es como si hubiera ocurrido una especialización del pensamiento orientado a este fin. Tanto para Manuela como para Martín, resultaba evidente que la vida era factible en cualquier lugar siempre y cuando se pusieran a «pensar»; es decir: obedecieran los consejos, siguieran la costumbre y le pidieran a Dios. Hoy en día es obvio que cualquier lugar no sirve —al menos no para ser feliz— y tener una «visión» es una garantía de éxito para salir adelante en un contexto de profundas transformaciones.28

27. Recuerdo las reflexiones de Manuela en ese diálogo con Martín que reproducía párrafos atrás. Ambos acordaban que en ocasiones no sabían qué hacer para vivir y que antes no se preguntaban: «¿Será que voy a vivir así?». Decía Martín: «[…] Nunca lo pensé que si todavía voy a ver teniendo cosas porque no sabíamos y no nos vino en la mente. Pero si obedecemos de lo que hemos visto de nuestros padres, de lo que sabemos, ahí sí, todavía lo vamos a ver». A pesar de estas palabras, no creo que haya que tomarse en un sentido literal las afirmaciones que niegan que antes se pensara en la vida, más bien soy de la opinión de que el cambio de pensamiento de los jóvenes acerca de sus vidas, basada en expectativas a largo plazo, ha copado todo el sentido de la expresión frente a la percepción de que anteriormente el estilo de vida venía impuesto por la costumbre. 28. Hay otros motivos que explican que no se trata tanto de que estas mujeres no dispusieran de una visión de futuro como de que, quizá o más bien, no podían permitirse el lujo de pensar en su vida más allá del día a día o de hacerlo de una manera retrospectiva. Las expectativas quedaban reservadas para los más privilegiados y lo consideraban un esfuerzo inútil y un hábito de kaxlanes, pues por mucho que hicieran, la realidad terminaba siempre por imponerse y situar a cada uno en el lugar que Dios le había concedido en el mundo. Aceptaban con resignación que el suyo (el del indígena) era ser pobre. Asimismo, si el destino y las circunstancias económicas de la vida rural imponían este modo de afrontar su existencia, la costumbre obligaba, además, a cierta contención femenina en la manera de expresarse. Si se hubieran explayado en la explicación de sus perspectivas de futuro, si se hubieran



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Días después, en el transcurso de una plática informal sobre los acontecimientos de la semana, María contaba su experiencia en el taller. Yo aprovechaba mientras tanto para preguntar a las compañeras que había reunido por qué decían que los jóvenes cuando entraban en la escuela se volvían demasiado alzados [toj toy baj]. Es así —me respondió Timotea—, aunque sea joven o muchachas. Aunque le demos consejos pero se enojan, dependiendo de su corazón. Piensan que ellos ya saben más. Se pasan más de listos cuando están estudiando. Se hacen que ya pueden más porque utilizan la computadora. Estaría bien si se pusieran a razonar, a pensar. A veces le digo a mi hijo: «Tú te ríes cuando yo no sé qué es lo que voy a hacer.

El contraste entre la facilidad y el desparpajo de estos pequeños para elaborar un relato sobre el futuro y la parálisis o impotencia de sus madres frente a la misma actividad puso en evidencia la competencia de niños y jóvenes para planificar su vida o, al menos, expresar sus deseos, frente a la resignación manifiesta de los más adultos.29 Este estoicismo lo expresó muy bien María con el término kuxulunkutik, empleado tanto para referirse al hecho de estar vivo como para decir que no se piensa en el futuro ni en el pasado, solamente se vive el momento. Una manera de estar en el mundo que a algunos jóvenes, como al hijo de Timotea, les causa mofa y a otros, consternación. Aquel día

atrevido a decir sin reparo aquello que les agradaba o disgustaba, lo que pretendían y lo que no deseaban que formara parte de sus vidas, las hubieran tildado de ser mujeres que «demuestran mucho», es decir, que expresan demasiado y se sobrepasan. Tal y como dicen que hacen los jóvenes, los del «nuevo vivir». Se hubiera criticado su falta de pena (vergüenza) y su apertura excesiva (como chismosas). Se las habría calificado como toj jamal ye’ (abierta) o spastaj ju’un (se atreve con cualquier cosa). Para ver las connotaciones de esta primera expresión harto común utilizada con frecuencia como crítica hacia las mujeres participativas que exponen tanto sus ideas como sus quejas, véase Laughlin (2007: 91). 29. Podría aplicar aquí (con cierto recato) las observaciones hechas por Manning Nash (1970: 165) en la segunda década del siglo pasado sobre los mayas de Cantel, en Guatemala: «Los canteleños toman lo que el mundo les ofrece sin tratar de buscar una mejor manera. […] Ningún canteleño está interesado en introducir innovaciones. […] en su mayoría los canteleños tienen la tendencia, como parte integral de sus personalidades, a resignarse ante el destino, ya sea en relación al mundo natural o al mundo social circundante, y cuando ven que algún acontecimiento es inevitable, se adaptan de una u otra forma a éste».

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aprendí que «pensar en la vida» (en el sentido antes expresado de expectativas de futuro) es un ejercicio que define y distingue a los del «nuevo vivir» de quienes dicen vivir como antes; y que las diferencias entre los relatos generosos o breves y trillados que dejan translucir ambos modos de pensamiento se concretan de igual manera pero de una forma más rotunda en lo que concierne al amor o al establecimiento de relaciones de pareja.30 En este sentido, ambas maneras de estar en el mundo —tener una «visión» y sentir que sólo se vive el momento (kuxulunkutik)— aglutinan todos los contrastes analizados con relación al respeto y proporcionan coherencia y personalidad al binomio que se establece entre el hecho de «hablarse» entre ellos (k’opon baik) y el pedido tradicional (jak’ol). «Hablarse» o dejarse pedir hoy ya son producto de esta concepción de vida distinta y de esa inversión de voluntades que aludía páginas atrás, aunque quizá resulte más obvia la relación entre «pensar en la vida» y «hablarse» que entre «pensar» (ir con la razón) y el pedido de la novia. Esta correspondencia la pusieron de manifiesto tanto Cecilia como su padre una mañana de domingo. Mientras Andrés asociaba el pedido con la razón y la costumbre (lo que para él era «seguir los pasos»), Cecilia confesaba que se había hablado con el que ahora era su esposo porque deseaba una vida en pareja feliz, sin pleitos ni malos tratos. Reconocía que esta observación era fruto de una reflexión más profunda que tuve oportunidad de conocer después, con motivo de su participación en un evento internacional de una ONG. —Sorprendí a mis papás —dijo—, porque como aquí vivo en una comunidad y los padres que no quieren que primero conozcas al muchacho y todo eso, entonces, como estuve en la ciudad, ya después que llevamos materias y que en la escuela dicen que no es malo, entonces un día decidí tener un novio, pero a mis papás no les conté porque te-

30. Los breves relatos obligados de expectativas parecen tener su correlato en una exposición igualmente concisa sobre el inicio de las relaciones de pareja; y si no escueta sí impersonal y vacía de cualquier expresión emocional, limitándose exclusivamente a adaptar los pasos del «pedido» a la propia historia personal. Por el contrario, las narraciones generosas de expectativas de futuro, en muchas ocasiones (fundamentalmente a partir de la secundaria), se entreveran con verdaderas historias vívidas y descriptivas de noviazgos que se narran sin vergüenza y corroboran la consideración del enamoramiento como elemento clave para la construcción de una vida moderna y pilar esencial de las visiones de futuro de muchos jóvenes.



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nía miedo que impidieran mis estudios, lo que quería es seguir estudiando. Entonces llegaron de visita y me cacharon [pillaron]. Pensé que todo iba a salir muy mal. Y pues no, comprendieron porque pues en la actualidad ya todo cambió. Como que más o menos tuve la idea de adelantarme más bien. —¿Cómo conociste a tu esposo? —pregunté. —Cuando fuimos a estudiar —dijo— empezamos a hablar porque todo era muy diferente, a ver con quien voy. Porque yo era la única de aquí, de mis amigas. Me habló pero así muy tranquilo, yo también le contesté como amigos. Pero pasaron tiempos que como que ya no me veía como amiga. Entonces un día hablé con él muy claramente, que yo no quería nada con él porque pues mi intención es terminar la prepa [preparatoria] y llegar donde he pensado. Él comprendió y pasaron esos tres años. Todo empezó como un juguete desde la escuela porque el profesor también me llevaba mucho con él, nos decía que hacían bonita pareja. Me preguntaba de por sí si eran nada más amigos o algo más. Y yo le decía que «no va a haber nada más», y me dijo: «Pues yo no te creo»; «¿Y por qué no?», «Porque ya estás enamorada»; «No es cierto, yo no me quiero enamorar». Entonces el profesor me pidió como unos minutos así para platicar qué es lo que quería de por sí: «Pues yo lo de terminar mi estudio y la felicidad no pensaba en eso, no, no pensaba en eso»; «No, es que lo importante, bueno, una parte de tu vida debes de tener la felicidad, ¿no?»; «Pero nosotros somos muy chiquitos para eso»; «Pero es que no es normal que unos amigos llevan tres años y como si nada, ¿no?», «¿Y qué tiene de malo?». Entonces como de por sí él le pidió al profesor que le ayudara, entonces el profesor me dijo: «Es que tienes que ir a tal lugar». Y resultó que ahí estaba mi esposo. Me dijo que si quería yo ser su novia. —¿Cómo se dice enamorarse en tzotzil? —pregunté continuando con la conversación. —K’an bail. Que se quieren, que se aman —respondió Cecilia—. La diferencia es que antiguamente pues, antes del matrimonio, no conocían esa palabra. Antes existe pero nace después del matrimonio —trató de concretar—. Sí, y que un muchacho llegue a pedir no depende de la mujer sino de los papás, porque es los que van a decir el sí o no. Y eso es lo que yo no quería porque la diferencia es que antes, llegan a pedir, ¿no? Entonces primero empiezan a investigar cómo es, cómo viven y si se llegan a enterar un poco, pues ya. Entonces llegan

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un mes, un año, y ya empiezan a pelear entre ambos por cosas y termina la mujer golpeada y siempre como que el hombre manda. Es lo que no quería. Yo no quiero eso, no quiero que alguien me pegue. Yo así llegué a pensar. Insté a Cecilia para que le preguntara a su padre si antiguamente las personas se enamoraban. —Eran muy pocos —respondió Andrés en tzotzil— porque los que se hablan son culpables y los encarcelan, hay castigo. ¿Y por qué no había muchos? —se preguntó de manera retórica—, es porque no había muchos que estudiaran. El muchacho que quería buscar una esposa tenía que fijarse a cuál podía acompañar. Después va a ir a pedirla, a hablar con sus padres, pero va a ir por la razón y no va a ir así nada más. Sigue los pasos y lleva a su mamá y a su papá. Por medio del respeto tienen que ir y nunca se hablan primero. La mayoría de ahorita son los que buscan solos, lo piensan y no dicen nada. Ya no toman en cuenta a sus padres, solamente se van con quien llegan a pensar. Quien busca novio y novia es tomado por propia decisión de ellos. El que sigue la razón [los pasos] es cuando el propio muchacho dice primero: «Vayan a pedirme».

Cecilia es hoy en día el ejemplo más claro que conozco de que contar la vida en términos de cambio y expectativas de futuro se ha vuelto rentable para que un indígena pueda progresar en la sociedad mestiza, la cual consideran moderna. En estas explicaciones del cambio, enfatizar el giro que se ha producido en las relaciones de pareja en base a una apertura emocional, y subrayar la voluntad personal o apelar a la libertad individual se han vuelto esenciales para este fin. Son actitudes y discursos que resultan recompensados y objeto de felicitación, máxime si en ellos se hace alusión al propósito de que estos cambios se produzcan a mayor escala. Así pues, esta «visión» de futuro y la apertura emocional que se incentiva desde las escuelas y las ONG está siendo premiada en base a sus posibles repercusiones en el ámbito local. Pero explicar estos discursos simplemente como un gesto de hacerse eco del asombro que las tradiciones despiertan en mestizos y gringos con el fin de obtener un rédito no responde a la realidad. Al menos no a toda. Más bien pienso que, efectivamente, se está produciendo un «nuevo crecimiento» y un «nuevo vivir» que está favoreciendo esta apertura emocional y la emergencia del amor romántico como un fenóme-



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no contemporáneo dando origen a que los jóvenes, como los kaxlanes y extranjeros, acojan con sorpresa las tradiciones de sus antepasados (que en muchas ocasiones no transmiten ni cuentan por vergüenza) y deseen cambiarlas. Ellos han crecido entre la escuela y el hogar y se debaten continuamente entre los valores propios de la tradición y los que enarbolan la modernidad. En muchas ocasiones la escuela y las reuniones organizadas por asociaciones civiles de diversa índole se han convertido en espacio de oportunidades para la búsqueda de aliados en la dirección en la que quieren orientar su vida, y en «espacios seguros» para explicitar sus emociones. De lo poco que había visto de Nueva York después de una semana de estancia con motivo de dicho evento, Cecilia se traía una imagen: el aplauso del auditorio ante el que realizó su presentación sobre los logros de la cooperativa de mujeres artesanas. Había reconocido públicamente los beneficios para el desarrollo personal y colectivo de tener una «visión». Había dado en el clavo tanto con el discurso como con la expresión gestual. Hablar en tzotzil gesticulando al estilo mestizo debió suponer todo un desafío. Pero palabras y gestos estaban totalmente coordinados y mandaban un mensaje claro: la expresividad de las emociones es fundamental para elaborar una «visión» de futuro orientada al desarrollo de capacidades personales y al progreso económico con el fin de terminar con la pobreza (en un sentido amplio); en definitiva, para construir un «nuevo vivir». Era consciente de ser el prototipo de mujer que la organización había elegido para hacer de espejo donde mirarse el resto de muchachas indígenas; el elemento catalizador capaz de producir una transformación hacia la «visión» que la ONG tenía acerca de cómo debían ser las personas y las relaciones para progresar en el tiempo actual. Y así hubo de representarlo públicamente e ilustrarlo con su propia historia personal. Hablaba de todas y hablaba de ella misma cuando decía en Estados Unidos que las mujeres se sentían ahora más felices por tres motivos fundamentales: porque podían expresar su «visión», participar en la toma de decisiones y tener al hombre como un amigo. Con estas apreciaciones igualaba de una forma más elaborada y más libre el motivo con el que justificaba la decisión de «hablarse» con el que ya es hoy su esposo: la búsqueda de la felicidad personal a partir de un cambio en las relaciones de pareja basado en la presumida igualdad que se le atribuía al hombre y a la mujer en las relaciones de amistad entre ambos.

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Comunicaba también que antes se desconocía lo que era una emoción o un sentimiento, pero que las organizaciones y la escuela habían descubierto estos conceptos para ellas y les habían enseñado a expresarse; en definitiva, a utilizarlos. Esto, subrayaba, había dado pie a un nuevo sentido de confianza en la pareja gracias al cual los hombres estaban permitiendo mayor libertad a sus esposas, hijas o hermanas; además de traer consigo la autoestima y el reconocimiento de sus capacidades: las mujeres ahora, decía, eran conscientes de que podían hacer más de lo que pensaban, y por ello eran también más felices. Todos estos cambios, concluía, habían revertido en su capacidad organizativa y en la construcción de una «visión» colectiva de futuro que indudablemente redundaría en una mejora de la calidad de vida de todas ellas que pasaba por conseguir «proyectos» (de desarrollo).31 No sufrir dificultades económicas era el súmmum de la felicidad, entendida ésta como un proceso en construcción que partía desde un cambio necesario en lo personal que irremediablemente debía confluir hacia lo socioeconómico. Concretando, su idea (compartida por muchas otras jóvenes) consistía en que para tener éxito y alcanzar la felicidad era necesario disponer de una «visión» que resultara ventajosa en el tiempo actual y cuya construcción pasaba irremediablemente por obrar una apertura de la persona y considerar la expresividad de las emociones y pensamientos. Esta apertura implicaba mayor participación en la toma de decisiones, mayor confianza —por consiguiente, menos pleitos fami31. «[…] As a couple, men and women understand each other because the woman learned to communicate about what she does at each meeting or workshop. In the old times, men and women did not know what a feeling or an emotion was. If you asked them they did not know what it was, but if you pointed out those emotional moments, they discovered that they did exist. But no one taught them how to express themselves. These feelings bring a new sense of confidence for the couple and from there, men begin to understand women, and they let her go. The woman, by having confidence, brings the information and communicates it to her husband. The man trusts her because there is confidence now. We women have learned to express our feelings through education and workshops. At school, the teacher talks to us about our feelings, and the older women learn at the workshops about it because they do not attended school. In this manner, we women realized we can do more than what we think. This has helped women to talk without fear and to learn the meaning of some words like respect, confidence, dignity, emotion and appreciation, because these are the words we use at workshops. Not long ago, for all of us, these words were unknown. This way we can organize better, and this has helped us to have new projects […]»



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liares— y relaciones de pareja más igualitarias que expresaban como «tener al hombre como a un amigo». Todo ello configuraba un ideal de felicidad que pasaba por la construcción de una vida en pareja basada en nuevas formas de comunicación y acompañamiento que resultaban más garantizadas si se elegían entre ellos, «hablándose», que no mediante el pedido tradicional de la novia. Muchas conversaciones ponen de relieve la relación que existe entre el gesto de hablarse, la escuela y esta idea de «buscarse la vida». Buscarse la vida, o pensar cómo van a vivir, es un fenómeno reciente ligado al tiempo actual y el elemento más significativo del «nuevo vivir». Ambas expresiones, como hemos visto, equivalen en términos emocionales a elegirse entre ellos y a un modo de actuar que refiere el privilegio de la voluntad del corazón, o la voluntad personal. Gracias a un problema de comunicación ocurrido en 1987, mientras realizaba su trabajo de campo en el municipio tzotzil de Chenalhó, Christine Eber (2008: 78-79) aprendió que el tzotzil tiene una palabra específica para designar la vida, kuxlejal. Ella advertía, además, que por entonces kuxlejal no era un término común que se usara corrientemente; en su lugar ‘vida’ se traducía como banamil, tierra. Y como si no fuera más que otra palabra que quería aprender preguntó: —Antonia, ¿cómo se dice ‘vida’? Antonia levantó los ojos de su tejido con una de esas miradas con las que decía: «Esto no te va a gustar». Se rió con cierto nerviosismo y dijo: —¿Qué tal banamil? «Okey, Antonia» —pensó—. «Ya sé qué es banamil. No significa vida. Antonia volvió a concentrarse en su tejido y yo volví a concentrarme en morderme las uñas. ¿Cómo era posible que “tierra” ocupara el lugar de “vida”? », se preguntaba a sí misma. Ese mismo día —comenta—, más tarde, Antonia le brindó algunas de sus ideas acerca de “la vida”, percatándose acaso —observa inteligentemente— que “la vida” es una palabra importante para los ladinos y los gringos: —Mira, Cristina, cuando yo pienso en mi vida pienso en cómo estoy pasando por la tierra año tras año y con quién. Bueno, pienso en unos cuantos años, unos tres a cinco. Son como los capítulos de los libros que tú lees. Yo cambio en cada capítulo, me interesan cosas diferentes. Pero lo importante no es lo que me pasa sólo a mí. Lo impor-

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tante es que siga las tradiciones y sirva a mi gente, que muestre respeto por las personas y por Dios, que pase bien por la tierra.

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Cuerpos poderosos y sobreexpuestos: los muxes de Juchitán como transgéneros amerindios modernos Juan Antonio Flores Martos Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM)

Este capítulo, como los otros que me anteceden en este volumen, se centra en analizar algunos aspectos de una cultura amerindia —en este caso, la zapoteca del Istmo— que dialogan con la modernidad. Ello probablemente producirá en el lector el efecto de hallarse ante una etnografía menos cargada de arcaísmo (menos cargada de una concepción arqueológica de lo indio en México), y la sensación de que los protagonistas del texto “no parecen indígenas”, o que “ya no son indígenas” (al menos como se supone que lo eran antes) por influencia de los procesos de aculturación y la asunción de pautas mestizas y estilos de vida propios de la cultura nacional mexicana. Otra forma de aproximarnos a lo expuesto, que propongo de modo tentativo, sería la de preguntarnos “¿cómo fueron siempre tan modernos?”, y contraponerlo con la provocativa afirmación de Bruno Latour (2007) de que (los occidentales) “nunca fuimos modernos” —al menos no en lo referente a las prácticas performativas de género y sexo—. Me interesa explorar el perfil indígena e híbrido de unos transgéneros amerindios1 zapotecas, los muxes de Juchitán —una ciudad indígena del Istmo de Tehuantepec, México—, que han experimentado procesos de zapotequización identitaria en un contexto de resurgimiento cultural o etnogénesis, al tiempo que se han visibilizado y cobrado relevancia en la práctica de diferentes performances mestizas —sociabilidad en clubes sociales, shows travestis—. También se analizará cómo

1. Para una aproximación a los transgéneros amerindios, véase mi reciente trabajo “Los cuerpos mediadores o los transgéneros amerindios” (Flores Martos 2010).

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en esa acumulación y utilización estratégica de su particularidad genérica y sexual, radica su modernidad y poder tanto en su ciudad, como en el seno de la cultura nacional mexicana —y de un mundo globalizado—. Unos cuerpos que expresan al mismo tiempo una búsqueda y asimilación de lo exterior y “ajeno”, y un cuestionamiento e innovación en lo propio, autopresentándose como modelos de una modernidad singular y tardía para varones y mujeres en su contexto cultural. Al comentar cuál ha sido el proceso de indianización de la modernidad en México, Saúl Millán ha señalado que ha habido en las últimas décadas una expansión de la cultura zapoteca en el Istmo de Tehuantepec, área pluricultural que se ha zapotequizado, adoptándose el zapoteca como lengua franca. Al mismo tiempo, comprobaba como existía en Juchitán dentro de los procesos de autoconciencia étnica y etnogénesis2 intensa desplegados a partir de la década de los 70 y el triunfo de la COCEI en Juchitán, un auge de la burguesía indígena que reivindica un discurso identitario: al mismo tiempo una identidad diferenciada de los zapotecas del valle, y una identidad regional aparte. La singular visibilidad que revelan las figuras de estos muxes como cuerpos poderosos, en sus prácticas performativas genéricas y sexuales, y en cierta medida modernos3 —por sus llamativas relaciones con la modernidad—, en un contexto que está experimentando una potente etnogénesis y resurgimiento cultural, sostengo que se puede conectar con la constatación que el profesor Pitarch hace en la presentación de este volumen de que las culturas indígenas americanas que experimentan un resurgimiento reflejan una particular relación con la

2. El concepto de etnogénesis se afianza y desarrolla en la década de los 80 del siglo xx, siendo Smith quién realiza una seria revisión de los procesos de etnogénesis en el ámbito americano (1981, 1986), en tanto que fenómenos de construcción de identidad grupal, de persistencia e innovación de rasgos culturales en sociedades que experimentan cambios rápidos y radicales. Otros autores que han desplegado las posibilidades teóricas y heurísticas del concepto han sido Roosens (1989), y para el caso de México y América Latina y enfatizando la apropiación e hibridación cultural en estas expresiones innovadoras, véanse Bonfil (1987: 29), De la Peña (1995:134) y, en particular, Dietz (1999: 91-92), quien destaca la conversión de prácticas rutinarias en aspectos de afirmación dentro de corrientes de política de la identidad. 3. “Ser moderno significa hallarse en un entorno que nos promete aventura, poder, alegría, desarrollo, transformación de nosotros mismos y del mundo, pero que al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos” (Berman 1982: 15)..



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modernidad. El rasgo principal que nos permitiría hablar de indígenas modernos, ha señalado Alessandro Lupo, sería el alto grado de conciencia que tienen de su tradición y de su capacidad para gestionarla en el tiempo actual. Las siguientes páginas pretenden explorar cómo gestionan esa tradición e innovación cultural los muxes de Juchitán, privilegiando el uso de sus cuerpos, de sus posiciones genéricas y sus prácticas sexuales e imaginario sobre ellas. Los muxes4 del Istmo de Tehuantepec, y en concreto los de Juchitán, constituyen además un tipo de figuras que han sufrido una sobreexposición5 ante la mirada externa (euroamericana, de la cultura nacional mexicana) de viajeros, expertos y ahora turistas étnicos o sexuales, provocando el efecto de una silueta —y un cuerpo, una carne— cuyo contraste ha disminuido, borrando ciertos detalles de su perfil y endureciendo otros de modo notorio.

I. Tehuantepec y Juchitán, territorios para la imaginación y fantasía occidental

Sorprende la constitución y vigencia de la imagen del Paraíso —o de los múltiples paraísos que parecen concentrarse en este espacio del

4. En Juchitán el término nativo empleado para aquellos varones que adoptan una identidad social y genérica diferente a la masculina y femenina, es el de muxes —escrito indistintamente con la grafía muxhe o mushe—. Existen diversas teorías sobre la etimología de esta palabra, aunque parece provenir de la palabra “mujer”, que en la lengua española del xvi era muller, derivándose de ahí muxhe. En palabras de Amaranta Gómez Regalado (2004: 200), para un muxe juchiteco “esta definición trata de arropar el término de hombre-femenino y con el cual se nos nombra a todas las personas que nacemos varón y crecemos con identidades genéricas femeninas, es una identidad similar a la gay y lo transgénero, pero con características sui generis”. 5. Sobreexposición: “Exposición excesiva de luz sobre un material sensible. La razón puede ser de una luz demasiado intensa, o un tiempo de exposición demasiado largo. La sobreexposición provoca un aumento de densidad y disminución del contraste en la mayoría de los materiales fotográfico… Pero la sobreexposición no sólo es un efecto —o defecto— no deseado ni controlado en la toma de una fotografía, sino también una técnica que consiste en sobre exponer la imagen a la luz permitiendo una mayor entrada a la cámara de la que es necesaria para sacar una fotografía promedio normal. Una técnica que permite al fotógrafo “no mostrar, o si mostrar” ciertos detalles que cambiarían por completo la imagen, transformándola con esos ocultamientos o énfasis” .

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Istmo de Tehuantepec— al menos para la mirada occidental, que ha identificado y nominado este espacio como “paraíso gay”, “paraíso muxe’”, “paraíso de las locas” o “queer paradise, y en particular para Juchitán, durante todo el siglo xx e inclusive el presente, y que ha generado una importante corriente de lo que podríamos llamar “turismo artístico e intelectual” —en un espacio para ser degustado sólo por un turista cultivado o un determinado tipo de viajero—. Se puede hablar de la génesis intelectual y artística de un auténtico espacio mítico. Para una adecuada comprensión de este fenómeno conviene revisar los mitos utopistas y exotistas que han perfilado este territorio desde la mirada primero occidental y luego, del nacionalismo mexicano. Juchitán no es ninguna isla, aun cuando el Istmo pueda dar esa impresión a los visitantes, pero los discursos nativos y locales, y también en buena medida los elaborados por los intelectuales, artistas e inclusive por científicos sociales que basculan en torno a la ciudad, tienden a hablar de la misma como si de una isla de los Mares del Sur se tratase, enfatizando su “primitivismo”, su exótica sensualidad y su aislamiento y especificidad regional, nacional e, incluso, internacional. Esta idea de “isla exótica” y del atractivo de sus mujeres opera aun para la sociedad nacional mexicana, como refería en 1946 un antropólogo del país, Miguel Covarrubias: “Para cualquier habitante urbano de México, una tehuana es tan atractiva y romántica como lo es una sirena de los Mares del Sur para un adolescente norteamericano” (Covarrubias 1961). La imagen de la tehuana, su apariencia, su “presencia” y vestido, así como las atribuciones de índole moral y sexual, han estado en el centro de esa génesis mítica del paraíso terrenal —en especial para la desinhibición y liberación sexual— ubicada en Tehuantepec por la fantasía exotista, primero europea (recordemos las imágenes de Einsenstein en su “Viva México”) y occidental, y luego mestiza. Estamos ante un caso de intenso modelamiento de esta figura desde la perspectiva y fantasías foráneas, en especial europeas. Las referencias de viajeros, escritores y artistas enfatizaron la sensualidad, la desnudez, la lascivia, el carácter indómito e independiente en la sexualidad de las tehuanas, como han analizado con detalle Campbell y Green (1999) y Debroise (1992). El Istmo de Tehuantepec se empieza a perfilar como un territorio para la utopía sexual, en especial a partir de la década de los años 20, en el pasado siglo, y con la



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colaboración de artistas como Diego Rivera, Sergei Einsenstein, Frida Khalo, Tina Modotti o Edward Weston, que se convierten en forjadores de dicho estereotipo. No sólo la mujer tehuana es perfilada con esta erótica, sino todo el Istmo de Tehuantepec. Una erótica donde los cuerpos de los nativos —inicialmente de sus mujeres— muestran una sexualidad desinhibida ante los “otros”, y donde los cuerpos occidentales parecen volverse “otros” —encontrar una suerte de “liberación”— en el Istmo de Tehuantepec6. Las tehuanas constituyen un caso único en el panorama de los grupos étnicos de México, en que las mujeres con ese suntuoso traje tradicional son identificadas como el emblema de la etnia en su conjunto (Miano Borruso 2001). Inclusive en los años 40 fueron consideradas por el Estado mexicano como las más representativas de la población indígena, apareciendo su imagen en los billetes de diez pesos (véase figura nº 1). Esta imagen mítica ha llegado hasta la actualidad. Hace dos décadas, Elena Poniatowska, describía a la mujer de Juchitán según este repertorio de atributos, y enfatizaba su cualidad de ser la “dueña” de los ámbitos públicos (el mercado, las calles, las fiestas), además de su cualidad de “hechicera” en el amor, en un libro de fotografías realizadas por Graciela Iturbide: “Es la juchiteca la dueña del mercado. Es ella la del poder, la comerciante, la regatona, la generosa, la avara, la codiciosa… Son los hombres los que mueren de amor… Las zapotecas fueron siempre abiertamente eróticas y viven su sensualidad a flor de piel”. (Iturbide/ Poniatowska 1989: 16-17). En un reciente e interesante trabajo de Gómez Suárez y Miano Borruso, en sus entrevistas y grupos de discusión con informantes de clase media juchiteca —mujeres y muxes7—, podemos explorar en qué 6. .Éste fue el comentario que recogió Jean Charlot de Diego Rivera, quién al regreso de su primer viaje al Istmo de Tehuantepec contaba “historias de una sociedad matriarcal, donde mujeres amazonas reinan sobre hombres hechizados; donde los nativos nacidos blancos, al ser abrasados por el sol ardiente, tomando un color ocre profundo y duradero; donde bellas bañistas poseen una piel salpicada de manchas parecidas a las de los leopardos. Allí, mujeres tehuanas codiciando su enorme corpulencia —decía él- se acercaron a su esposa para proponer a cambio cualquier hombre que ella, a su vez, pudiera desear” (citado en Sierra 1992: 48). 7. Sobre los muxes de Juchitán, los trabajos más específicos y completos son los de Benholdt-Thomsen (1997), Miano Borruso (2001, 2002), Gómez Suárez (2005), Gómez y Miano (2006) e inclusive algunos de los realizados por los propios muxes,

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medida el estereotipo y atributos sobre la tehuana acuñados desde un molde externo, han tenido alguna influencia —mediante la internalización— en la autoimagen de las mujeres juchitecas, y su autopresentación/orgullo identitario ante un interlocutor externo a su comunidad. “Todas las posturas coinciden en concebir a la ‘mujer juchiteca’ como una mujer fuerte, trabajadora, luchadora, amante de la familia, rebelde, cariñosa, maternal, fiestera, hermosa, digna, elegante, altanera, alegre, guapachona y valiente” (Gómez Suárez/Miano Borruso 2006). Un rasgo importante de la mujer tehuana, enfatizado en el estereotipo, como el de una mujer “abierta” a lo que viene del exterior ha sido contrastado en lo relativo a la cultura “material” y apropiación objetual. Así, la tehuana aparece en los dos últimos siglos como un agente activo de primer orden en el proceso de aculturación y de hibridación entre los zapotecas del Istmo, incorporando elementos del afuera local y nacional, como ropas (encajes y holanes, huipil corto de algodón de Manchester), tocados (el bida-niró o “resplandor” a partir de una cofia de los Países Bajos y Francia) o adornos y joyas (dólares y centenarios de oro). Llamativo resulta también cómo esta incorporación del afuera se centraliza de modo especial en su traje “tradicional” (en especial en el festivo, aunque también en el vestido de diario), siguiendo una lógica de yuxtaposición o añadido barroco de elementos a su figura8:

como el de Amaranta Gómez Regalado (2004) y el excelente documental de Alejandra Islas (2005) Muxe’s. Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro. En el presente capítulo, utilizo las fotografías, notas y textos del fotógrafo italiano Vittorio D’Onofri que desarrolló durante cuatro años un proyecto etnográfico-fotográfico con seis muxes juchitecos, y los comentarios de Águeda Gómez Suárez sobre el desarrollo de una investigación sobre la vela de las “Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro”. A ambos, mi agradecimiento por su gentileza y generosidad intelectual conmigo. De igual modo agradezco a Rosa Martha Toledo su apoyo y ayuda incondicional y su amistad, que me orientó en Juchitán a lo largo de los años. 8. “Fue cierta manera de teñir la lana al modo del Mediterráneo con el rojo profundo de la grana cochinilla que infecta los nopales de la serranías o con la púrpura patricia del caracol de la costa, o cierta manera de tejer caleidoscopios de motivos geométricos en que se ensamblan indiferentemente las grecas zapotecas y las abstracciones moriscas. Fueron las camisetas andaluzas de manga corta adaptadas a los calores costeños y las cofias flamencas, las volutas de encajes blancos del ‘huipil grande’ que rodea la cabeza, los incontables adornos de oro, aretes y arracadas, collares y pendientes, y entre éstos muchas monedas de oro, centenarios y piezas de veinte dólares que dejaron los felices gambusinos de 1849. […] El atuendo de



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en cierta medida la tehuana se define por su traje. Un investigador en estética, Olivier Debroise, sostiene incluso el carácter impostado que tiene para las mujeres el portar su vestido tradicional como una suerte de “disfraz” —si bien cotidiano— que ostenta un profundo orgullo étnico zapoteca: “Ellas, las tehuanas, agentes de esta particular versión istmeña del mestizaje (quizás la más acabada del país), incorporaron uno a uno estos elementos en su disfraz cotidiano. Su propia manera de resistencia pasa por la apropiación del dato cultural cuidadosamente, tal vez amorosamente, cultivado” (Debroise 1992: 62). No debemos olvidar que fue Frida Kahlo una de las principales responsables de difundir el traje y la imagen de la tehuana, bien llevando su traje tradicional y siendo así fotografiada en Europa y Estados Unidos (véase figura nº 2), bien vistiéndose de este modo en sus pinturas/autorretratos. Así, esta artista fue un agente activo en la construcción del estereotipo nacional de lo mexicano e internacionalización de la figura y estética de la tehuana (Debroise 1992: 66). De ese estilo zapoteca istmeño encarnado en la figura legendaria por su independencia de esta pintora, se hacía eco en Europa la revista Vogue (en su número de octubre de 1938), difundiéndolo como moda “étnica” (véase figura nº 3). Con igual eficacia y poso histórico, la mirada extranjera ha ido modelando la figura del hombre de Tehuantepec, y en concreto, del varón juchiteco: gobernado, “hechizado” por esas tehuanas-“amazonas”, aceptando un lugar secundario en su comunidad y desempeñando trabajos fuera del prestigio social y público que otorgan el mercado y la actividad comercial en esta ciudad. Tanto los viajeros, como algunos investigadores sociales contemporáneos, han remarcado dos rasgos de su perfil —por supuesto también estereotipado y mítico—: su “flojera” en el trabajo —son descritos como tumbados e indolentes en las hamacas de sus casas y patios, mientras las mujeres trabajan duro en el mercado—, y su alcoholismo y vinculación al espacio de las cantinas,

la tehuana, yuxtaposición teatral de signos de identidad, recuerdo lejano quizás de los ‘bultos sagrados’ de los habitantes de Mesoamérica, museos personales y transhumantes llenos de reliquias, es a la vez un instrumento de seducción de lo más sofisticado: quién lo lleva los domingos y días de fiesta por las calles de Ixtepec, Juchitán o Tehuantepec, casi no necesita presentación, nombre ni apellido” (Debroise 1992: 62-63).

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donde desarrolla su masculinidad y sociabilidad como adulto al margen del espacio social público de las mujeres9.

II. Itinerarios corporales Según el trabajo de Marianella Miano Borruso (2002), los muxes juchitecos estarían encontrando formas de expresión y afirmación tanto en espacios rígidamente legitimados por la cultura como femeninos y masculinos, de la casa a la política, como en aquellos intersticios y zonas de convivencia y de la producción cultural que quedan fuera o periféricos respecto a la influencia de la cultura heterosexual, dándole una potencial libertad que se desarrolla en un amplio abanico de expresiones y opciones individuales, creando formas de vida no previstas y por lo tanto peligrosas para el orden social. Sus vidas cotidianas y los itinerarios corporales10 que pretendo esbozar e ilustrar en las siguientes páginas, contienen una paradoja bien visible: por un lado exhiben un modo “tradicional” de identidad social, de ocupación, pero también genérica y sexual, que concuerda con la lógica étnica zapoteca istmeña; por otro, se convierten en modelos y referentes que están transformando, creando e inventando (inclusive superando el límite de la transgresión) nuevas formas y estilos de vida, subjetividades de nuevo cuño que tensionan o contradicen la lógica sociocultural (identitaria, genérica y sexual) zapoteca.

9. “..las cantinas son lugares donde los hombres pasan buena parte de su vida cotidiana, donde construyen, desarrollan y expresan, al lado de otros hombres y de los muxe’, su masculinidad adulta y una sociabilidad separada, privada, vedada a las mujeres. La cantina parece desempeñar las mismas funciones que la ‘casa de los hombres’ que se encuentran en las sociedades primitivas o de ‘interés etnológico’, como ahora se definen. Por el contrario, las mujeres y los muxe’ desarrollan una sociabilidad esencialmente comunitaria y pública, como veremos en la parte dedicada al sistema festivo” (Miano Borruso 2002: 122). 10. Concepto gestado para la antropología del cuerpo por Ferrándiz (1995, 2004) y desarrollado por Mari Luz Esteban, que se refiere con itinerario corporal a aquellos “procesos vitales individuales que nos remiten a un colectivo, que ocurren dentro de unas estructuras sociales concretas y en los que damos toda la centralidad a las acciones sociales de los sujetos, entendidas éstas como prácticas corporales” (2004: 54). El itinerario corporal se apoya en la identidad corporal referida al género: algo que se va configurando no sólo a partir de unos actos, discursos y representaciones simbólicas sino que tiene una base reflexiva-corporal, material, física, aunque en interacción estrecha con el nivel ideológico de la experiencia.



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Dicha paradoja puede ser explicada, como me apuntaba certeramente Pedro Pitarch, por la existencia de una lógica de la alternidad —una lógica múltiple nativa— en sociedades amerindias como la estudiada, que les permite ser “cosas distintas” a la vez: por un lado “indígenas”; por otro, “mestizos”. Al hablar de itinerarios corporales estoy considerando a estas personas como agentes de su propia vida, y no sólo como víctimas o sujetos pasivos de un determinado sistema de género y de una cultura corporal hegemónica. He identificado que estos muxes se hallan inmersos en proyectos de reforma corporal11 en el que son agentes: “en cuanto están inmersos en acciones colectivas que implican directamente al cuerpo y que provocan el surgimiento de sujetos nuevos y de transformaciones en las relaciones entre los individuos y los procesos sociales. En nuestro caso, se trataría de una reforma corporal de género, ya que conlleva el surgimiento de formas de autoconciencia y experiencias alternativas de género que tratamos de identificar y analizar” (Esteban 2004: 242). La antropóloga mexicana Marianella Miano Borruso condensaba así la cualidad de agente del muxe y su “desbordamiento” y papel creativo en diversos campos de su propia sociedad en Juchitán: El muxe, que se desarrolla en el mundo de las mujeres, hija destinada a la soltería y al cuidado de los padres, que reproduce, como las mujeres, la cultura tradicional, se vuelve gay, desborda los límites prefijados culturalmente, se mete en política, se autocelebra, exige reconocimiento de parte de las instituciones, exhibe su capacidad de manejo de la sexualidad masculina, produce e incorpora a la tradición elementos culturales propios. En otras palabras construye otro estilo de vida, se vuelve sujeto y actor de la historia mundial (Miano Borruso 2002: 192).

11. John y Jean Comaroff (1992: 69-91) consideran estas reformas corporales como formas de acción colectiva que reconfiguran los usos del cuerpo, transformando a su vez las relaciones entre los individuos y los procesos sociales, produciendo nuevos sujetos históricos. Estos autores identifican esos procesos de reforma corporal o trabajo corporal como claves en la reconfiguración de la subjetividad y en las prácticas de los grupos subalternos al revertir las políticas corpóreas del colonialismo. Dichas prácticas corporales no hegemónicas y disidentes, transformarían ámbitos de dominación relacionadas con el estigma social, la identidad social y étnica, y el género, entre otros.

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Este concepto de “itinerario corporal”, puede sugerir un inicio, una serie de hitos o pasos, y una “orientación” o dirección prevista. Debe emplearse abarcando un período de tiempo lo suficientemente amplio para que pueda observarse la diversidad de vivencias y contextos, así como evidenciar los cambios en el sujeto. Por descriptivo y neutro, propongo utilizar el término “tránsito corporal” o “tránsito social” para enfatizar ese atravesar, “cruzar” o mudar de apariencia, sin una dirección u orientación prefijada, donde la voluntad del sujeto y el contexto intervienen por igual sin cristalizar en una “toma de decisiones” más formal, y cuyo carácter es fundamentalmente inestable y contingente, intermitente o reversible a voluntad. Los tránsitos o itinerarios corporales de América y Alex, dos muxes a los que entrevistó y fotografió Vittorio D’Onofri, hablan de dos hijos varones menores en sendas familias numerosas. Esta realidad ha sido interpretada en ocasiones desde la óptica antropológica como un “trabajo” de la mamá modelando a su hijo como muxe para retenerlos bajo el mismo techo y así poder compartir la vida con ellos hasta el último día y evitar la soledad en la vejez. Algunos muxes dicen aceptarlo sin más; agregan que ellas mandan y la sociedad es matriarcal. Pero no siempre se cumple: hay muxes primogénitos y madres que nunca apoyaron a sus hijos en su identidad muxe. Entre las formas estereotipadas en zapoteco para que una madre verbalice y justifique esta condición genérica de su hijo varón ante las preguntas o comentarios de alguna vecina o paisana, Amaranta muxe (Gómez Regalado 2004: 202-203) destaca las expresiones siguientes: —¡Cumu ma bisenda diuxhi làbe sacala! (¡Cómo Dios ya lo mando así!). —¡Cumu ma birebe sacala, ¿xhinga gune pué? (¡Como ya salió así!, ¿qué voy a hacerle?) Junto a esta legitimación de los muxes como una “bendición de Dios”, es notoria la abundancia de discursos entre los propios muxes y sus familias que remarcan un proceso de “naturalización del muxe” — su condición y características vendrían dadas por la naturaleza—. Así, es frecuente encontrar expresiones —en especial entre los muxes yoxho o mayores—, como “Nosotros nacemos, nadie se hace, nacemos”. En el documental de Alejandra Islas (2005), Muxe’s, Mística muxe comenta: “Como yo vengo de esa raza. El papá de mi papá es puto, pero se casó, pero no se vistió de mujer. Todas mis tías heredaron la heren-



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cia, tienen un hijo puto, pero no se visten de mujer como yo, sino que se visten de caballero, de formal, como hombre”. Una mirada atenta a la etnografía y a las voces de los protagonistas, revela la existencia de distintas manufacturas o trayectorias de los muxes juchitecos en la infancia —siendo de los 5 a los 12 años la fase donde tienen indicios y una toma de conciencia de su identidad genérica diferenciada—, y en la adolescencia, según sus discursos. Es apreciable una trayectoria que podemos denominar armónica e idealizada, donde el sujeto habla de su infancia como un periodo feliz, de comprensión y aceptación familiar, y que ejemplifica Felina muxe en una entrevista con D’Onofri en 1998: “Mi nombre de hombre es Ángel, y nací hace 33 años bajo el signo de Piscis. Mi infancia me la pasé feliz, jugando en el rancho, con las niñas. Soy muy pegada a mi familia y ni loca pienso vivir con mi novio, por respeto a mi familia”. Insiste en que nunca tuvo problemas con su familia por ser muxe, debido quizás a que su tío también era muxe, por lo que su papá creció en una familia con muxe y no se le hizo extraño un hijo muxe y también porque ésta es la realidad de Juchitán, donde parece no haber casi discriminación genérica ni sexual. Otros muxes construyen su infancia y su pasado con los materiales y argumentos de un tipo de trayectoria más conflictiva o “sufridora”. Tal es el caso de América (Rubén Pineda Esteban), quién creció en un entorno familiar hostil y despectivo, donde el padre y sus hermanos le pegaban e inclusive intentaron echarle de su casa. En una entrevista en que D’Onofri le pregunta si su infancia fue feliz, América contesta Bueno a lado de mi mamá si, lo que pasa que mi papá trabajaba desde la mañana y llegaba hasta la noche pues a lado de mi mamá muy feliz porqué‚ mi mamá me aceptaba tal como era pero mi papá sí se enojaba un poquito, se ponía furioso, me quería pegar, al rato momentos buenos en lo que no le importaba y en otro momento se acuerda de mí y al rato se alborota y siempre se pelea con mi mamá… Jugaba más con mis hermanas con mis hermanos casi no, me pegaban me insultaban y me pegaban siempre, se cansaban es claro.

De forma tentativa parece apuntarse una diferente trayectoria y reacción/preocupación familiar ante el hijo muxe en familias “tradicionales” (de clase media y baja) —donde aparece una mayor acepta-

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ción—, y en familias de clase media-alta —donde existiría una mayor preocupación y ocultamiento—.

III. Prácticas sexuales y corporales ¿Qué sabemos realmente de la sexualidad y prácticas sexuales de los muxes de Juchitán más allá de su estética, apariencia y roles sociales/ culturales que desempeñan? Más bien conocemos poco o prácticamente nada de ella y lo más frecuente es encontrar en los textos académicos —compartiendo en este caso la corriente académica e investigadora sobre la sexualidad de los berdaches y otros travestidos amerindios— y en las voces nativas, ciertas suposiciones y estereotipos que establecen alguna continuidad entre “vestirse de mujer” y asociar un tipo de prácticas sexuales propias de las mujeres indígenas, con parejas masculinas, de las que se diferenciarían únicamente por una —supuesta— mayor promiscuidad e inflación de parejas y compañeros sexuales, en el caso de los muxes. Creo relevante aportar algún matiz, y en su caso cuestionar, esta singular “imaginación” sobre estas prácticas sexuales establecida y mantenida de modo acrítico hasta la actualidad. Me apoyaré en los pocos materiales y referencias con que contamos desde un punto de vista puramente descriptivo —y no valorativo o que se hacen eco de un discurso cultural instituido—. Me gustaría en primer lugar señalar que la visibilidad y singularidad de los muxes en Juchitán ha sido tradicionalmente interpretada como una expresión —y una prueba— de la liberalidad sexual de la sociedad juchiteca, de la carencia de las asfixiantes normas morales y prácticas herederas de la tradición judeocristiana, que sí oprimían y limitaban la corporalidad y vidas de los otros mestizos dentro de la cultura nacional mexicana, y de los viajeros, artistas, turistas intelectuales e investigadores europeos y occidentales. En esta ocasión creo conveniente enfatizar que también podemos pensar en los muxes como un indicio o auténtica expresión de la existencia de una intensa represión y rigidez sexual y moral de esta sociedad indígena zapoteca. En una sociedad bastante compartimentada y estanca entre los mundos masculino y femenino, y donde las relaciones sexuales entre varones y mujeres se postergan y reprimen hasta el matrimonio, dada la virginidad femenina hasta la boda como un símbolo —sensible y visibilizado



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en el ritual zapoteco de la boda, dado que el rito de la desfloración y exhibición de la sangre derivada del mismo es bastante público (Miano 2002: 66)— de excelencia moral y social de la mujer y de su propia familia, es el contexto donde podemos ubicar e interpretar el que los muxes sean los principales iniciadores sexuales de los varones jóvenes (Miano Borruso 2002: 67; Guerrero Ochoa 1987: 67), los primeros con los que éstos “se estrenan” —o “son estrenados” y entrenados sexualmente—, según la terminología popular mestiza. La otra alternativa, más minoritaria, para los jóvenes es el mantenimiento de relaciones sexuales con prostitutas. Llaman la atención la existencia de variadas prácticas y técnicas de transformación, modificación y performance corporal entre los muxes de Juchitán, con el único límite en la actualidad de las operaciones de cambio de sexo (inéditas en Juchitán hasta la fecha) y la poca frecuencia de las intervenciones quirúrgicas (pechos, nalgas) —una excepción es la de Ninel, que desde los 8 años vivió en del D. F., y que a su regreso a Juchitán se ha implantado unos pechos—. En cambio son muy frecuentes las prácticas, arreglos y trucos cotidianos implicados en estas transformaciones corporales12: desde la aplicación de aceites para dar volumen a los pezones, hasta el engrosamiento de piernas, nalgas y pechos con materiales como hulespuma, medias, calcetines, etc.… En este territorio urbano, y dentro de lo poco que sabemos sobre la vida sexual de los muxes, es de destacar que las prácticas y relaciones sexuales que ellos mantienen suelen ser con otros varones considerados y marcados socialmente como heterosexuales —y no con otros varones gays—, frecuentemente con esposa (son usuales las fugas de varios días de casados con muxes), con novia o amantes femeninas. Desde nuestra óptica occidental, y utilizando un concepto descriptivo o más “técnico”, la bisexualidad sería la opción más frecuente entre los varones juchitecos, si bien esta categoría es absolutamente etic y ajena 12. “Hay que acentuar curvas, llenar vacíos y vaciar llenos, disminuir cintura, tornear piernas, suavizar rasgos, desaparecer vellos, suavizar la voz, adquirir otra gestualidad, modificar comportamientos. Algunas, como Rocío, para acentuar y fijar los rasgos femeninos se inyectan hormonas durante la adolescencia para que les crezcan los pechos y las nalgas, se redondeen las caderas, desaparezcan los vellos y se afine la voz. Se necesitan varios ciclos de tratamientos, que tienen repercusiones también en la vida sexual, ya que las hormonas inhiben la erección durante el acto sexual y no puede haber orgasmo” (Miano Borruso 2002: 168).

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a los matices y ponderaciones de un contexto donde no se contempla la existencia de bisexualidad: un varón es definido o considerado como hombre o muxe, pero no como las dos cosas13.

IV. Cuerpos poderosos Tratándose probablemente Juchitán de una de las ciudades indígenas más importantes de México, sus habitantes rechazan la palabra “indígena” o “indio”: “¡No somos indios, somos zapotecas!”, es la protesta cargada de conciencia étnica de su singularidad frente a casillas clasificatorias más genéricas de índole colonial (Giebeler 1991: 4), y habitualmente empleadas en México y en la literatura antropológica. Se hace necesaria una reflexión sobre el protagonismo que las figuras de los muxes tienen en la etnicidad juchiteca y la condensación de poder que le confiere tanto el lugar que ocupan en la ciudad como sus prácticas, convirtiéndoles en una suerte de “cuerpos poderosos” e “identidades (sociales)” poderosas. Además de que los muxes en Juchitán siguen manteniendo en buena medida el control de la iniciación sexual de los varones de su ciudad, y un protagonismo en las prácticas sexuales y sociales en la misma, y que desde las propias prácticas y discursos podemos entenderlos como “cuerpos poderosos” para las artes del artificio y la seducción que ponen en juego cotidianamente, existen otros rasgos que expresan su condición “poderosa”. Resalta su acceso espacial franco, tanto en los espacios públicos como privados —con la única excepción en los últimos tiempos del acceso a algunas velas tradicionales sin van con el traje tradicional festivo “de mujer”—, a espacios donde se posterga o excluye a varones, como el mercado, o a mujeres, como las cantinas, donde sólo pueden 13. .“...sólo uno de la pareja es considerado como muxe’, el otro es lisa y llanamente un hombre. El hombre que vive con una mujer y al mismo tiempo tiene relaciones amorosas con un muxe’, es un hombre. Pero también hay hombres que nunca tienen relaciones con una mujer, sino que frecuentemente vive en relación de pareja con compañeros cambiantes, y sin embargo son considerados como hombres y no como muxe’s. Siempre sólo una parte de la pareja es muxe’ y para acabar de desconcertarme, también hay muxe’s que viven en relación estable con una mujer, que están casados y tienen hijos” (Müller 1997: 284).



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acceder meseras o trabajadoras sexuales (Miano Borruso 2002: 122). Su utilización del traje de tehuana y exhibición de orgullo identitario también redunda en este sentido —véase a Angélica muxe en la figura nº 4—. Por otra parte, en su valoración e identificación de su identidad como muxes en relación con lo que podíamos llamar la micropolítica de los cuerpos, dos de los que entrevistó Vittorio D’Onofri —Felina y Alex—, coinciden en las ventajas que su condición les permite en Juchitán, donde lo peor de todo es “ser” hombre —“ellos no tienen una buena vida en el Istmo”, señala Felina—, y les permite huir de las cargas y controles (morales, domésticos) de las mujeres tehuanas14. Centraré mis comentarios en el tránsito social/corporal de Felina —cuyo nombre de varón es Ángel— Santiago Valdivieso (véase figura nº 5). Relata su infancia como feliz en el rancho familiar. Como todos los muxes contribuye con el dinero que gana a la casa de sus padres, con los que vive. Nunca tuvo experiencias sexuales con mujeres, las cuales nunca le llamaron la atención para mantener una relación de tipo emocional y/o sexual. Se fue a estudiar contaduría (contabilidad) a Ciudad de México, estudios que simultaneó con su aprendizaje en una academia de estilista durante año y medio. Actualmente regenta en estética (Felina Estética Unisex). En 1998, cuando fue entrevistada por Vittorio D’Onofri, ya llevaba 10 años vistiendo de mujer a diario, y luce sus mejores vestidos en las velas o fiestas tradicionales. Entró a los 22 años en la asociación de muxes activistas en la lucha contra el SIDA, “Las Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro”. Mantenía una relación que duraba nueve años con su novio, que está en Ciudad de México y la visitaba durante el año, conociendo y aceptando las familias de ambos esta relación. Durante un tiempo él la dejo por una mujer, y a los seis meses regreso con Felina. Así glosaba D’Onofri el fragmento de entrevista en que hablaba de sus relaciones sexuales:

14. Alex (Alejandro Pineda Salinas), de 29 años, arreglista de adornos festivos y coreógrafo de vals en fiestas de quince años, entrevistado también en 1998 por D’Onofri en 1998, coincidía con esta idea. Siempre deseó ser mujer, aunque no cambiaría su sexo por temor a la operación. Aceptaba que en Juchitán existía una fuerte competencia entre muxes y mujeres: “Tenemos más ventajas que ellas. Nos vestimos como queremos… podemos usar minifaldas. Ellas no. Tenemos más libertad, no tenemos que lavar los platos, hacer la comida, cuidar a los hijos…”.

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Normalmente Felina no tiene relaciones sexuales fuera de su relación, cuando esta funciona, y ella como todos los muxe tienen relaciones sólo con hombre de veras, nunca con otras “locas” o gay. Le gustan los “mayate”, chavos que tienen experiencias sexuales con los muxe’s muchas veces por dinero y también porque es más difícil tener una relación sexual que con las mujeres, hasta cuando se casen o cuando roben a la novia (entrevista, febrero de 1998, m. s.).

Felina considera que no es muy bueno ser mujer en todo, los muxes son más libres, no tiene hijos, no se casan y sólo raramente se van a vivir con el novio, no tienen que hacer por fuerza las tareas de la casa y no tienen que decir a alguien adónde van y cuándo regresarán. Durante años su deseo era tener un cuerpo de mujer para sentirse también en el físico como una de ellas, pero después cambio de intención. Definitivamente prefiere ser muxe por la calidad de vida que tienen en comparación con una mujer. Su manera de ser muxe no tiene nada a ver con la imitación de la mujer y ellas no tuvieron influencia alguna en sentirse Felina mujer. De toda forma su sueño, que piensa que nunca será realidad, es tener su casa con su novio y adoptar una niña, no un niño, porque Felina considera que ellos no tienen una buena vida en el Istmo y que es mucho mejor la vida que tienen las mujeres. En otro de los espacios especialmente cerrados a las mujeres tehuanas y concebido como propio de hombres, como “cosas de hombres” (Miano Borruso 2002: 109), la política nacional, ha entrado por primera vez un muxe: Amaranta Gómez Regalado, que se presentó como candidata a diputada federal por el estado de Oaxaca por el partido México Posible, en las elecciones federales de 2003. Esto supone un importante —aunque aislado— salto de los muxes a la macropolítica, desde su propia identidad genérica (Gómez Regalado 2004: 208), en una arena en la que no habían participado más allá de la política local (al igual que las mujeres tehuanas). Con ella, la autoridad electoral de la República (el IFE), aceptaba el registro del primer transgénero en México, y el reconocimiento implícito de su identidad en su nombre muxe, Amaranta —véase figura nº 6—. Ella no sólo ha protagonizado un salto notable a la vida pública, sino que se ha convertido en una voz y una pluma protagonista en la difusión y comprensión de la identidad transgenérica de los muxes juchitecos, escribiendo en revistas de antropología, en periódicos y en medios de comunicación, así



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como impartiendo cursos y charlas en diversos foros sociales y académicos. Dentro de la economía de prestigio de la ciudad, y de la auténtica economía de fiestas que constituyen las velas15 —Holzer (1997: 79) calculaba 628 fiestas grandes al año— como medio de visibilidad pública y expresión estética, resalta un fenómeno protagonizado por los muxes desde los años 70. De modo conjunto, proceden a crear una asociación civil, a dotarla de una sociabilidad de club social —al modo mestizo— y a la gestación/invención de una vela o fiesta grande (supuestamente) tradicional que se incorpora al ciclo festivo anual. Creo relevante explorar la necesidad —y los sentidos implicados— de fundar y hacer vida social de “club” —una institución en absoluto indígena ni zapoteca, sino totalmente mestiza y propia de las clases medias de la cultura nacional mexicana—. Es importante subrayar esta aproximación a una sociabilidad mestiza de club y la reinvención y relectura de la tradición y conciencia étnica zapoteca. Hace más de 30 años, en la década de los 70, se funda “Las Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro”, una asociación civil sin fines de lucro, orientada a la lucha de los derechos de los homosexuales, consiguiendo entre otros el poder ir por la calle y asistir a las fiestas con vestimenta de mujer. A partir de la década de los 80, han sido especialmente activos en las campañas de concienciación y lucha contra el SIDA. En la actualidad forman parte de ella mayoritariamente muxes yoxhos (adultos mayores).

15. Se trata de la fiesta más importante del ciclo festivo de Juchitán, centro de su sistema ritual, que tienen su máxima expresión en el mes de mayo, y que tiende a recrear un orden étnico ideal, donde el tiempo de abundancia, la reciprocidad, la unidad del grupo y la fraternidad, se recrean en una atmósfera de comunión grupal y catártica muy especial, enfatizándose la redistribución de bienes y servicios (Miano 2002: 131-134). Cada vela es liderada por un mayordomo o mayordoma. “Las fiestas son organizadas por sociedades que ofrecen al patrocinador y su familia el reconocimiento social y honores, es decir, dignidad honorífica a cambio del aporte de recursos económicos y organizativos. Cuando la vela tiene matiz político, el mayordomo es el líder del grupo que representa. La afiliación del grupo se rige por intereses comunes donde se entremezclan la vecindad, la amistad, el parentesco consanguíneo, afín o ritual de compadrazgo y las relaciones con el poder municipal” (Münch 1999: 142). Para una etnografía e interpretación de las velas, véase Münch (1999: 135-159), Miano Borruso (2002: 131-139) y Holzer (1997: 96).

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La vela de las “Intrépidas” supone una remodelación de la fiesta, aportando una nueva creación y exhibición juchiteca en un contexto globalizado. Para ello se incorporan tres escenarios —o números— fundamentales (mas su exhibición en el mundo virtual de Internet a través de blogs y páginas web). Así era la “atenta invitación” que fue entregada a las gentes de Juchitán, pero que también figuraba colgada en el blog de la vela de las Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro en Internet (), para la edición del año 2005: ATENTA INVITACIÓN La Sociedad de la Renombrada Vela de las Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro Y el Mayordomo: Armando López Ortiz Tienen el honor de invitar a usted y a su apreciable familia este 19 de Noviembre del año en curso a las 10 de la mañana a una Misa de Acción de Gracias en la Parroquia de San Vicente Ferrer, y a partir de las 9 de la noche a su Grandiosa Vela Anual y Coronación de su Graciosa Mejestad: Marcela I EN EL SALON ACROPOLIS AMENIZARAN: GRUPO VELERO de Sayula Ver. Y LOS WILMARS de Guillermo Urvieta (Local) Damas Traje Regional o de Noche Caballeros Pantalón Obscuro y Camisa o Guayabera Blanca Admisión Gral $100 con derecho a un Cartón de Cerveza”.

Por un lado existe lo que podríamos calificar como “vela tradicional”: con la misa y paseo o desfile de la comitiva por la calle, pero sin la “regada de frutas” (convite de frutas, dulces u objetos de menaje domésticos a los asistentes en las calles, desde lo alto de carros alegóricos), que tiene lugar durante el día. Los muxes suelen acudir con el traje tradicional y festivo de tehuana. Por otro lado, hay un show travesti con elección de reina y señoritas (misses) muxes en un salón de banquetes16, durante la noche. Los muxes van vestidos con traje de no16. El modelo de elección de la “reina muxe” sigue el modo de elección de reina o “señorita” (miss) de cualquier club social mexicano. A su vez, ha sido espectacularizado, convertido en “espectáculo” por su retransmisión por la TV estatal de Oaxaca. Y el evento forma parte del circuito festivo mundial gay, con asistencia de turistas y viajeros gays de todo el mundo.



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che o de fantasía. Se otorgan premios y se realizan “mímicas” e imitaciones de cantantes famosas (véase a Amaranta muxe en la figura nº 7). Este show travesti17, de formato profundamente mestizo-mediático, ha sido importado del centro de México, y fue estrenado por primera vez en la vela de las Intrépidas, encontrando entre los zapotecas un público bastante entusiasta, y ha tenido tanto éxito que ha entrado a formar parte de las fiestas de aniversarios y bodas tradicionales como “número” de entretenimiento adicional. Por último, está la “lavada de olla” ‘tradicional’, con la que finaliza la vela, con especial asistencia de muxes y mujeres, con esta invitación en papel y colgada en el blog de Internet citado anteriormente: INVITACIÓN A LA “LAVADA DE OLLA” DE LA VELA DE LAS INTRÉPIDAS. Y el día 20 a la tradicional lavada de olla en la Sala de Fiestas Cazorla a partir de las 4 de la tarde Mayordomo Entrante: Alejandro Pineda AMENIZARAN: Sonora de Chay de Comitancillo Oax y LOS WILMARS de Guillermo Urvieta (Local) Damas Enagua de Olán. Admisión Riguroso Cartón.

En suma hay una escenificación y autorrepresentación ante la mirada de los otros (Internet, medios de comunicación, películas y DVD,): extranjeros europeos y occidentales, y pertenecientes a la cultura nacional mexicana. La retórica plástica y discursiva de esta vela de las Intrépidas parece encaminada a modelar una fiesta más “mestiza” y abierta a cambios y transformaciones, no dedicada a un santo, sino en relación a la conmemoración de la Revolución mexicana (20 de noviembre). Además, en su estandarte, la figura central es la de una especie de andrógino con vestimentas tradicionales de Juchitán (de varón y de mujer), y el único elemento religioso, una cruz dorada, ocupa una posición secundaria (véase figura nº 8). 17. No se ha explorado lo suficientemente las dinámicas y conformación de un gusto híbrido y moderno que los shows travestis están produciendo entre los campesinos mestizos e indígenas mesoamericanos. Es llamativo el éxito que la carpa de los travestis tiene en las ferias que se montan, por ejemplo, en la peregrinación al Santuario del Cristo de Otatitlán (González Martínez 1997: 470-474).

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Estas “buscadoras del peligro” que participan en una sociabilidad de club y protagonizan esta vela, según Miano Borruso (2001), buscan el peligro “en la medida en que salen de la casa, de los esquemas predefinidos de la cultura y del ámbito protectivo comunitario”. Transgrediendo el “orden” sexual demuestran que las “normas de la naturaleza” o la heterosexualidad como “naturaleza social”, no son tan “naturales” y rígidas como el sentido común supone, que ser excluyentemente hombre o mujer puede ser una falsedad, y que la naturaleza, lo biológico, también contempla el “desorden”. Pero también transgreden un “orden” o una lógica étnica que había asignado e estructurados espacios y funciones que les permitía ser integrados a la normalidad de la vida comunitaria. De más reciente creación, mediados de los años 90, es el Club Baila Conmigo, también formado exclusivamente por muxes y cuyos miembros son más jóvenes (inicialmente de entre 16 y 25 años, aproximadamente). Surgió en la Séptima Sección (un barrio de clase media de Juchitán), por iniciativa de Angélica, Mística, Queta, Jesusa, Abigail (la profesora), todos muxhe’s huini o muxhe’s gupa (jóvenes y adolescentes). Enseguida proceden también a crear una nueva vela conocida como la de “La Santa Cruz del Cielo” (en referencia a su estandarte) o “Baila conmigo”. Tiene similares rasgos a la vela de las Intrépidas, pero hay una voluntad de “recuperar” otros elementos tradicionales de dichas celebraciones o de “zapotequizar” la propia vela: su retórica plástica y discursiva parece empeñada en parecer más “tradicional” y “zapoteca” (que la de las Intrépidas), al incorporar uno de los números de las velas tradicionales, como es la “regada de frutas/flores” y paseo de carros alegóricos por la calle, así como su dedicatoria y celebración a un “santo”, a la “Santa Cruz del Cielo”, la cual figura en su estandarte (Gómez Regalado 2004: 207). No obstante, esta apuesta por lo tradicional se combina con otras actividades “de club”, como participación de un equipo de baloncesto en torneos, organización de shows travestis18 en patios, cantinas y plazas de la ciudad. Ambos ejemplos de velas/clubes —la de las Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro y la de la “Santa Cruz del Cielo” del Club Bai18. “A cambio de un cover de dos pesos los paisanos pueden divertirse disfrutando de la presencia en vivo de los cantantes que aparecen en la pantalla de televisión, entre telenovelas y noticiarios” (Miano Borruso 2002: 172).



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la Conmigo—, dada su alta visibilidad e interacción en el espacio público, deben ser entendidos, más que como guetos19 al uso, como escenarios de expresión e interlocución (inclusive una nueva forma de entrada o irrupción en la política local de los muxes, fuera el formato tradicional de los partidos), y de búsqueda de legitimidad social y cultural desde nuevas posiciones y formatos en cuanto a las identidades genéricas, sociales y sexuales en la ciudad20. Así, es esta compulsión entre los muxes de Juchitán por vivir y relacionarse socialmente en clubes o espacios exclusivos, pero con gran visibilidad pública, donde recrean e inventan una nueva vela “al modo tradicional”, pero con la incorporación de números absolutamente modernos y conectados con la cultura mestiza mexicana y la cultura global: elección de “reina” o “señorita” (miss) del club o el show travesti. Signos inequívocos de unos cuerpos poderosos y en clara mutación. Cuerpos que expresan al mismo tiempo una búsqueda y “canibalización” de lo exógeno —de imágenes y modelos de la globalización—, y una “fuga” de lo endógeno, de lo propio, y que corresponden a la tradición amerindia de asunción por estas figuras transgéneros las facetas de creación e innovación cultural, como he analizado en otro trabajo (Flores Martos 2010) al considerarles mediadores culturales claves. Sobre el proceso de “vestirse” de mujer de los muxes, es importante señalar que los primeros signos sutiles de travestismo —llevar blusas coloridas y holgadas, ponerse flores en las orejas, usar pantalones abrochados por detrás como las faldas-, se dan entre los años 1950 y 1980, pero no es hasta la década de los años 90 cuando vestirse a la manera tradicional de mujer, y cotidianamente, se extiende entre una parte de los muxes de Juchitán. Este fenómeno coincidente en el tiempo

19. “Así, lejos de que esta vela pueda ser un espacio cerrado —gueto—, representa un acto para todas y todos, un espacio en donde empresarios, académicos, artistas, intelectuales, líderes sociales y políticos asisten y fungen como padrinos de coronación de la reina anual de los muxhe’s y que, además, es el único por donde han desfilado presidentes municipales de los dos partidos más fuertes en Juchitán, el PRI y el PRD, así como sus regidores” (Gómez Regalado 2004: 206). 20. En palabras de Amaranta, “Hablar de las velas de los muxhe’s es hablar de la institucionalización de los géneros, la reafirmación de lo permisivo, de la tolerancia social y cultural que se tiene en la comunidad; es, además, hablar de la sensualidad y el sincretismo que existe entre la cultura y los procesos modernizadores”(Gómez Regalado 2004: 206).

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con un intenso proceso de resurgimiento cultural y etnogénesis en Juchitán, era así interpretado por Amaranta muxe: los(as) juchitecos(as) tenemos la vocación de zapotequizar las cosas que vienen de afuera, de vivir el momento moderno sin perder nuestras costumbres y raíces. Tal es el caso que en los últimos diez años comenzamos un proceso de rescate cultural por la identidad de la palabra muxhe, por su valor social y cultural; hemos retomado la vestimenta de la enagua y el huipil como parte de nuestra vestimenta cotidiana y festiva (Gómez Regalado 2004: 204).

Desde ahí podemos interpretar este fenómeno cada vez más difundido entre los muxes de travestirse de zapotecas como potenciamiento de la etnicidad (Miano Borruso 2002: 193), pero también como un recurso o performance mestizo, que permite la expresión de unas identidades en flujo y cambiantes21, y unas nuevas realidades como sujetos, y miembros de este contexto sociocultural en transformación y diálogo con su entorno nacional y global. Una buena parte de los muxes entrevistados por los investigadores expresa su deseo de ir a estudiar/trabajar fuera de la ciudad, bien a Oaxaca capital, al Distrito Federal, a Puebla, etc.... y, de hecho, sus biografías y tránsitos sociales, están forjados por estas “salidas” de su comunidad. Su futuro lo imaginan en otro espacio social, más ubicado en la sociedad nacional mexicana y distante de Juchitán, y su proyecto vital —al menos en el terreno de los deseos—, pasa también por salir o estar fuera de Juchitán. Algunos de ellos en el presente, y bastantes de ellos en su trayectoria vital, tienen o han tenido “novios” en México D. F. o Oaxaca, a los que veían pocas veces al año y con quienes mantienen relaciones sexuales/afectivas esporádicas, con una cierta tendencia a interrumpirse por la distancia o por abandono del varón al muxe con el paso del tiempo.

21. Esta constatación se conecta con la teoría performativa del sexo y la sexualidad de Judith Butler (2002), de la cual la realidad de los muxes en Juchitán constituiría un buen ejemplo etnográfico. Butler enfoca las identidades genéricas y sexuales desde una perspectiva no esencialista, y marcadamente teatralizada o performativa. Así las variadas y diferentes actuaciones genéricas y prácticas sexuales no serían el resultado de una identidad previa, sino que serían las que irían produciendo, de modo cambiante y fluctuante una identidad inestable, llegando a crear la ilusión de una identidad estable, de una “esencia natural”.



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Estas performances mestizas (clubes, show travestis) y étnicas (velas) podemos interpretarlas de dos modos. Por una lado como un factor de “modernidad” y de penetración estética de la globalización (el travesti globalizado) en el territorio de la tradición y del “Juchitán milenario” —teniendo más en la cabeza la sección ritual que tiene lugar en el número de un salón con elección de misses, vestimenta tipo occidental, tipo ceremonia de graduación, show travesti, fiesta de quince años, o banquete social—. O también como vías de expresión para un cuerpo politizado —el de los muxes—, que por un lado reivindica su etnicidad y conciencia étnica tradicional en la vela y, por otro, su libre expresión y mutación hacia formatos más nacionales y globalizados. En cualquier caso nos encontramos ante unos cuerpos más expuestos —en bastante sentidos, incluso sobreexpuestos— a una mirada externa, que apuestan por la expresión de unas identidades sociales poderosas. La mayor tendencia o moda actual de vestirse de mujer, con todos los problemas y conflictos que está ocasionando especialmente con los varones de la familia del muxe, según recoge Miano Borruso (2002), de ir de “muxe vestida (de mujer)” cotidianamente dentro de la casa, y sobre todo salir de la casa al espacio de lo público, y la tendencia entre estos muxes de “hacer vida de club”, elegir a una “reina” o miss (“señorita”), vistiéndose con vestidos ya no sólo “regionales” sino más mestizos, como estrellas del espectáculo, podemos entenderla desde la compulsión a exhibir y exponer más sus cuerpos (su belleza, su identidad sexual, etc.) en contextos de la modernidad, y en la senda de un proyecto de reforma corporal que busca aproximarse a una identidad social más poderosa22, la de las modelos, la de las cantantes famosas o estrellas de cine o televisión. Existen hechos que nos permiten identificar cómo afloran tensiones y cambios con respecto a los muxes, evidenciando un modo más

22. “El análisis del modelaje sirve para reflejar los cambios en los conceptos de belleza, pero también los cambios en el concepto de persona y perfección social, de forma que las modelos se han convertido en identidades sociales ideales: las modelos representan, de manera mágica, desde su glamour y sus hechizos de moda un determinado orden social, escenifican rituales que van dando forma y carácter al mundo en el que vivimos… Las supermodelos, las llamadas tops-models, representan en estos momentos un paradigma de autonomía, éxito social y autodeterminación, aunque sean mujeres y aunque dicha autonomía y dicho éxito venga a partir del uso de su cuerpo” (Esteban 2001: 217).

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“mestizo” (y en cierta medida homófobo) de tratarlos en el seno de su sociedad y escenario tradicional. Por influencia de la moral judeocristiana mestiza, se asocia cada vez más homosexualidad, travestismo y prostitución, y la irrupción del VIH-SIDA ha visibilizado la difundida bisexualidad masculina que entre los varones de Juchitán tenía un acomodo “tradicional”, suscitando un miedo social y culpabilizando a las víctimas homosexuales de esa pandemia, provocando una ruptura de la lógica de organización social tradicional juchiteca. Por ejemplo, no es hasta el año 2000-2001 cuando se produce la primera redada de la policía sobre muxes en la historia de Juchitán. De igual modo, en los últimos ocho años, han asesinado a cuatro muxes en la ciudad, algo también chocante con las décadas previas. Marianella Miano Borruso señalaba con perspicacia y acierto, “En este sentido lo que si me parece original, interesante y digno de ulteriores estudios es que la cultura zapoteca da lugar y espacio a las zonas de sombra, de indefinición, de contradicción, de liminalidad (el umbral entre el ser y el no ser, entre una cosa y otra en proceso de cambio) de la naturaleza y de la identidad sexual. Capacidad que le permite tener un dinamismo y una capacidad de adaptación a lo nuevo y al mismo tiempo de resistencia cultural inteligente al cambio” (2001). Yo me atrevería a expresarlo de otro modo. Creo que la cultura zapoteca del Istmo de Tehuantepec, y en concreto la cultura zapoteca de Juchitán, expresa de modo sensible —inclusive corpóreo, en el caso de los muxes— su tendencia a la canibalización y deglución de lo exógeno (en este caso de la cultura nacional mestiza, de la modernidad y de elementos de la globalización), transformándose a su propio ritmo y siguiendo sus propios énfasis y prioridades, embarcados en proyectos de reforma corporal de utilidad no sólo para sí mismos, sino como modelos de referencia para los varones y mujeres de su propia sociedad que también se hallan inmersos en corrientes de tensión y transformación de sus subjetividades, de sus cuerpos e identidades sociales.

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“Cuerpos poderosos y sobreexpuestos: los muxes de Juchitán como transgéneros amerindios modernos.”

Figura nº 1.- Billete de 10 pesos mexicanos, años 40.

Figura nº 2.- Postal de Frida Kahlo.



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Figura nº 3.- Fotografía de portada de Vogue, número octubre de 1938.

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Figura nº 4.- Angélica muxe’. Fotografía de Vittorio D’Onofri.

Figura nº 5.- Felina muxe’. Fotografía de Vittorio D’Onofri.



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Figura nº 6.- Amaranta muxe’ de tehuana. Fotografía de Vittorio D’Onofri.

Figura nº 7.- Amaranta muxe’ en show travesti. Fotografía de Vittorio D’Onofri.

Figura nº 8.- Misa y estandarte de la Vela de Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro. Fotografía de Vittorio D’Onofri.