Los Filosofos Y La Libertad

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LOS FILÓSOFOS Y LA LIBERTAD

hermeneia

Ju a n A ran a

EDITORIAL

SINTESIS

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J¡rectores Manuel Maceiras Fafiá n Juan Manuel Navarro Cordón Ramón Rodríguez García

LOS FILÓSOFOS Y LA LIBERTAD N e c e sid a d n a tu ra l y a u to n o m ía de la v o lu n tad Ju a n A ran a

EDITORIAL

SINTESIS

Q ueda prchtotíB. sata) excepción preveta en Ib ley. cuetaM v lo m e d e reproducción, d istrib u ció n . com ú n ica o ó n p ú b lica y transform ación de asta ob ra sin contar con autorización de loe titulares de la pro­ piedad intelectual. La in fracción de los derechos m encionados puede aer constitutiva de defto contra la propiedad ntelectuaf (arta. 270 y sig a C ó d g o P e n e ft.B Centro E sp afo l de Derechos R eprogrtficos NvwMr.oedroorg} vela por el respeto de los d ia d o s derechos

© Juan Arana © E D IT O R IA L S Í N T E S I S , S . A . Vallckenno«o 3 4 2 8 0 1 5 M aJriJ Tei 91 5 9 3 2 0 9 8 Kttp://www.finteeú.com IS B N : 84-9756-327-1 Depósito Legal: M. 3 7 .0 8 6 -2 0 0 5 Impreso en España - Printed in Spain Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir; registrar o transmitir esta publicación, integra o parcialmente por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, clectroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S . A-

índice

Advertencia p relim in a r ..............................................

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Reconocim ientos...........................................................

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Introducción histórica .................................................

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1 Querer la libertad: Descartes ..............................

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2 Entender la libertad: L e ib n iz ..............................

51

3 Desterrar la libertad: W olff .................................

75

4 Esconder la libertad: K a n t ...................................

105

5 Atacar la libertad: Schopenhauer .......................

131

6 Defender la libertad' Bergson .............................

145

7 Impugnar la libertad: S kin n er ............................. 163

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Los filósofos y la libertad

8 Reivindicar la libertad: Popper ..........................

193

9 Adulterar la libertad: D en n ett ............................

211

B ibliog ra fía .................................................................. 251

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Advertencia preliminar

A

cordé con la Editorial Síntesis publicar un libro con el título: Naturaleza y libertad. Proyectaba dar al asunto un tratamiento sistemático en diálogo con la física, la bio­ logía molecular, la neurociencia, la psicología y la inteligencia artificial. Me pareció, no obstante, que también sería útil exa­ minar lo que algunos filósofos modernos dejaron escrito sobre el particular. Había presupuestado dedicar a tal fin una tercera parte del volumen, pero descubrí que el diálogo con los gran­ des pensadores de los siglos XVII, XVIII y XIX era mucho más fructífero de lo previsto y daba pie para exponer prácticamen­ te todo lo que tenía que decir. Por esta razón decidí introducir, en lugar de la elaboración temática programada para la segun­ da parte, una discusión con tres autores contemporáneos cuya reflexión se ha desarrollado al hilo de las ciencias que había pro­ yectado tratar. Esto ha permitido dar homogeneidad al texto, pero también ha obligado a cambiar el título para hacerlo más acorde con el resultado final. Com o es obvio, no trato todos los filósofos que han tocado el tema de la relación entre naturale­ za y libertad. El recorrido se inicia con Descartes porque es el primero que contrapone la autonomía de la voluntad a la visión del cosmos derivada de la nueva racionalidad científica. Los res­ tantes capítulos exponen el desarrollo ulterior del contencioso. Por eso quedaron fuera autores que, a pesar de tener mucha rele­

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Los filósofos y la libertad

vancia, trabajaron a espaldas de los desafíos y sugerencias de la investigación más empírica. En ningún momento he pretendido dar a mi exposición un carácter historiográfíco. Esto no es una historia de la filosofía de la libertad; ni siquiera de sus relaciones con el desarrollo de la cien­ cia moderna. Tan sólo me propongo (en el tercer capítulo) sentar una tesis histórica, a saber: que la contraposición entre naturaleza y libertad no partió originariamente de la ciencia sino de la pro­ pia filosofía. Se encontrará allí mayor cantidad de datos y refe­ rencias, aunque también una fuerte componente interpretativa. En las otras partes del libro ésta domina claramente. Intento ser fiel al pensamiento de los hombres que estudio y trato de objeti­ var lo más sustancioso de sus concepciones. Sin embargo, la prin­ cipal prioridad ha sido proyectar aquellas ideas sobre el estado actual de la cuestión. No quise fantasear con lo que personajes del pasado pudieran haber dicho de vivir y escribir hoy, pero sí pro­ curé extraer las enseñanzas que aportan, obviando limitaciones que no son suyas, sino de la época que vivieron. En la medida de lo posible he preferido que hablen con su propia voz, transcri­ biendo numerosos textos con ayuda de las traducciones dispo­ nibles (siempre que a mi juicio fueran solventes), para simplificar la tarea de cotejar los contextos. Si discrepo con cierta frecuencia de lo que sostienen grandes figuras de la historia del pensamien­ to no es porque me crea más listo e informado que ninguna de ellas. Amparo mi osadía en lo que decía Newton de los “enanos a hombros de gigantes” . Además aquí, como en cualquier otro pro­ blema filosófico, lo que hay que respetar en primer lugar no es la autoridad ajena, sino lo que según el propio saber y entender más se acerca a la siempre inalcanzable verdad. Siguiendo una vieja costumbre, quise dar a los capítulos cier­ ta autonomía, de manera que pudieran ser leídos por separado o en un orden cualquiera, aunque fuera a costa de incurrir en algu­ nas repeticiones. A lo largo de la redacción mis posiciones evo­ lucionaron en algunos aspectos. He procurado que el resultado final sea homogéneo; de todos modos, y por si a alguien intere­ sa, dejo constancia de que los capítulos fueron compuestos en el siguiente orden: 8-5-1-2-3-4-6-7-9, mediando unos tres años entre el primero y el último. to

Advertencia preliminar

Por último, deseo aclarar que estoy lejos de abrigar la pre­ tensión de haber sido neutral, aunque sí he querido jugar limpio. Afirmo la existencia de libertad en el hombre y defiendo que no está en pugna con los principios externos o internos de determi­ nación que inciden en él. El valor que pueda tener el libro depen­ de de no haber omitido ninguna objeción significativa, ni ate­ nuado su dificultad a sabiendas. Corresponde a los lectores decidir hasta qué punto lo ha conseguido, aunque me daré por satisfe­ cho si consigue aportarles alguna luz nueva para la consideración de una cuestión tan debatida. Agradeceré cualquier comentario o sugerencia que reciba. Leipzig, Octubre 2004 [email protected]

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Reconocimientos

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ebo a Ramón Rodríguez el apoyo que me animó a escri­ bir este libro. Con Javier Hernández-Pacheco he discu­ tido sobre la relación naturaleza-libertad. Aunque pude convencerle tan poco como él a mí, estas conversaciones me sir­ vieron para buscar y poner a punto argumentos más sólidos. Tam­ bién ha sido de una gran ayuda la correspondencia mantenida con Martín López Corredoira, ardiente enemigo del libre arbi­ trio. Jaime Nubiola, Lourdes Flamarique, Ana Marta González y Carmen Paredes me pidieron que hablara en sus universidades sobre temas tratados en varios capítulos. He tenido oportunidad de exponer mis ideas ante alumnos de doctorado de la Universi­ dad Panamericana (México D.F.) y la Universidad de Sevilla. Me ayudó a mejorar la redacción María Caballero. Francisco Rodrí­ guez Valls efectuó una cuidadosa revisión del manuscrito y apor­ tó numerosas sugerencias. Lourdes Flamarique y Ana Marta Gon­ zález leyeron el texto referido a Kant y Pilar López de Santa María, el que dedico a Schopenhauer. Con Antonio Ariza he conversa­ do sobre algunos problemas de fondo. La Universidad de Sevilla me otorgó generosos permisos para efectuar viajes de investiga­ ción, y la Junta de Andalucía financió algunos de ellos a través de sus ayudas para Grupos de Investigación.

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Introducción histórica

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e los términos necesidad, azar, libertad es frecuente encon­ trar los dos primeros en un contexto ontológico, referi­ do en particular a la naturaleza. El de libertad, en cam­ bio, aparece más bien al hablar de ética y referido al hombre. Ello explica que en los primeros estadios de la historia del pensamiento evolucionaran sin demasiadas interferencias. Podía pensarse con alguna ingenuidad, pero sin excesivo agobio, que se referían a asuntos distintos y distantes, aunque el hombre en más de un sen­ tido forme parte de la naturaleza. Que los acontecimientos cós­ micos se produzcan necesariamente o al azar, ¿qué importa a la hora de decidir si el hombre es dueño, no ya de los sucesos exte­ riores que le afectan, pero sí de la actitud con que los encara? Lo que sabemos de un autor como Demócrito avala la ¡dea de que no se veía incoherente ser al mismo tiempo un físico determinis­ ta y un maestro de ética. Pero el conflicto ya estaba incoado y íue precisamente un seguidor de Demócrito, Epicuro, quien por pri­ mera vez pensó que la física tenía que hacerse de algún modo en función de los presupuestos de la ética. En su discípulo Lucrecio encontramos un desarrollo muy claro y coherente de esa física dual: una física que mira tanto a la necesidad natural como a la libertad del hombre. Ya Sócrates, en el diálogo platónico Pedro, había convertido lo cósmico y lo humano en dos órdenes sepa­ rados: por una parte él vivía con los hombres y se desinteresaba

Los filósofos y la libertad

de la naturaleza. Por otra se negaba en el Fedón a considerar que la necesidad física constituyera una explicación relevante de nues­ tras acciones, puesto que es la mente (noüs) lo que a su juicio rige el universo. Una necesidad concebida al modo humano es una necesidad teleológica. La necesidad no teleológica aparece más bien como ceguera, como un desorden, y es en ese sentido azarosa. El azar fue al principio (por ejemplo, en Demócrito) un tipo de nece­ sidad, la necesidad cósmica deshumanizada. Platón, culminando los deseos de Sócrates, devolvió a la necesidad que gobierna el mundo (en la misma medida en que el mundo pueda estar gober­ nado por una necesidad) el carácter moral que antaño tuvo. El tándem Epicuro-Lucrecio rompe con todos, con amigos y ene­ migos: para ellos, el azar ya no es expresión de una necesidad anó­ nima (el destino del físico), sino un modo de conjurar la necesi­ dad del teólogo, vale decir, de conjurar cualquier tipo de necesidad, de aflojar las ligaduras que sujetan al mundo y abrir dentro de él un ámbito de ausencia de necesidad para dar cabida a una liber­ tad que ya no es de los dioses, sino de los hombres. Lo aleatorio, pues, como posibilitante de nuestra libertad, como condición necesaria, que no suficiente, de ella. El azar, en cambio, fue pros­ crito en la cosmovisión rival desarrollada por el estoicismo. En ella nada escapa a la necesidad, una necesidad que rodo lo enca­ dena, que se convierte en expresión de la divinidad y con la que el sabio es invitado a identificarse como única forma de hacerse libre. Libertad, por tanto, como necesidad en los estoicos; liber­ tad como ¿azar? en los epicúreos. Sorprendentemente, Aristotéles permanece al margen de este debate. Confina las nociones susceptibles de ser relacionadas con el moderno concepto de libertad en los predios de la ética y de la teoría de la acción humana. Lo azaroso se remite a una marginalidad de la ontología, el ensper accidens, algo que tiene que ver más con el decir del hombre que con el ser de las cosas: por acci­ dente puede un arquitecto producir la salud, si da la casualidad de que además de arquitecto es médico. Por accidente, azarosa­ mente, podemos encontrar un tesoro al cavar en la tierra para plantar en ella un olivo. ¿No resultan un poco decepcionantes estos triviales ejemplos y las exquisitas precisiones lógico-lingüís­ ticas que el padre de la filosofía occidental hace al respecto? Sin 16

Introducción histórica

embargo, tendrán su importancia en la historia de las relaciones entre necesidad, libertad y azar, sobre todo si se conectan con su teoría etiológica, con la doctrina de las cuatro causas, tan rica, tan llena de sugerencias y tan escasamente dócil a cualquier intento de racionalización estricta. Nada más razonable que la causalidad aristotélica, nada menos apropiado para convertir con ella el mun­ do en un reino de mera necesidad. Tampoco la libertad encon­ trará allí una consagración ontológica satisfactoria desde el pun­ to de vista cosmológico. Resumiría mi punto de vista diciendo que la aportación aristotélica se ordena ante todo al estableci­ miento de las bases de un discurso acerca de la libertad. No tan­ to a la efectiva comprensión de ella como factor de determina­ ción ontológica. Por eso, la filosofía de la libertad de inspiración aristotélica se opone a convertir la libertad en algo definitorio o esencial del existente humano: aparece más bien como conse­ cuencia que adjetiva su naturaleza. En el concepto de “naturale­ za humana” se centrará por consiguiente la fundamentación de la libertad de los que siguen esta corriente. A la dialéctica necesi­ dad-azar apenas le corresponde un papel en este proceso. Con el advenimiento de la modernidad se produce una varia­ ción sustancial en las relaciones entre necesidad, libertad y azar. El azar sufre un eclipse que se prolongará hasta bien entrado el siglo XIX. La libertad se convierte en un asunto prioritario de la reflexión tanto sobre Dios como sobre el hombre. Y la necesidad también polariza el interés de los autores modernos, que preten­ den instaurarla con el menor grado posible de cortapisas, prime­ ro en el ámbito del conocimiento y luego en el del ser, empezan­ do por la naturaleza y acabando por el propio hombre. Nada más lógico: sólo podemos saber con certeza lo que en sí mismo es segu­ ro. La potenciación simultánea de las nociones de libertad y nece­ sidad, mientras quedaba totalmente pospuesta la de azar (poten­ cial mediadora entre ellas), suscitó un conflicto que no cesó de agravarse en el transcurso de los siglos XVII y XVIII. Se ensayaron casi todas las variantes posibles para la obtención de una solu­ ción, digamos, “convencional”. Estas soluciones se orientan en tres direcciones principales. La primera consiste en dividir la rea­ lidad en una zona donde impera la libertad y otra en la que cam­ pea sin cortapisas la necesidad. Es la solución dualista, la de Des­

Los filósofos y la libertad

cartes, Euler y otros adelantados del ulterior esplritualismo. La segunda corriente trata de reconciliar directamente libertad y nece­ sidad identificándolas, haciendo de la necesidad la otra cara de la libertad. Spinoza y Leibniz son referencias insoslayables de esta orientación. La tercera es más simple y tajante: consiste en la nega­ ción pura y simple de la libertad, que sucumbe en su pugna con la necesidad. Hobbes y Hume optan por ella. A los esfuerzos de los metafisicos por desarrollar las principales variantes de estas perspectivas hay que sumar la presión añadida que supuso el de­ sarrollo de la nueva ciencia de la naturaleza, que fue recibida por la mayoría como un refuerzo de las perspectivas de obtener un conocimiento cada vez más cierto de un mundo en el que la nece­ sidad reina por doquier. El hombre moderno quiere ser libre, pero tiene la creciente convicción de que las cosas son necesariamente como son. Kant efectúa el diagnóstico de una situación que amenaza con volverse insostenible y le da una formulación canónica en la ter­ cera antinomia de la razón pura: el mundo aparece como una cadena de férreos eslabones causales en el que la libertad no encuentra engarce, y del que, sin embargo, no puede ser exclui­ da. Resuelve la aporía mediante una nueva forma de dualismo, menos convencional y más radical que los precedentes: la esci­ sión no se establece como antaño entre lo extenso y lo pensante, lo material y lo espiritual, lo activo y lo pasivo; sino pura y sim­ plemente entre lo sensible y lo inteligible, lo fenoménico y la rea­ lidad oculta del mundo. La síntesis kantiana tuvo una repercusión inmensa. De hecho, todavía seguimos disfrutando - o padeciendo—sus efectos. Pero como en tantas otras ocasiones, sus consecuencias fueron muy distintas de las que su autor había querido y previsto. Kant problematizó y llevó al borde de la ruptura los lazos que unen el mun­ do fenoménico de la experiencia con el hipotético en si de las cosas. Lo que de hecho obtuvo fue la división del saber racional, que se divorció en una ciencia empírica empeñada en extender por doquier el paradigma de la necesidad (Laplace, Einstein), y una metafísica especulativamente empeñada en construir el mun­ do y el mismo ser a partir de la idea de libertad. Pero las conclu­ siones que unos y otros extrajeron de los planteamientos kantia­ 18

Introducción histórica

nos demostraron tener menos solidez de lo que aparentaban. La metafísica de la libertad pronto quedó empantanada en las cié­ nagas de la pura especulación y de la mano de Schopenhauer vol­ vió sus armas contra cualquier acepción de “libertad” que pudie­ ra ser provechosa para el hombre de a pie: “Tal vez podamos hacer lo que queremos, pero no podemos dejar de querer lo que que­ remos” . Después de abandonar el mundo “exterior” a la necesi­ dad, ésta se colaba en el reducto intimista de la libertad amena­ zando con aniquilar sus más profundas raíces. Simultáneamente, la necesidad empezaba a perder el tran­ quilo monopolio que hasta el momento se le había conferido en lo relativo al conocimiento de la naturaleza. Com o el ave fénix, el azar renacía de sus cenizas y adquiría carta de ciudadanía en los predios de la investigación empírica. Tanto las ciencias huma­ nas como las más “duras” disciplinas empeñadas en el estudio del cosmos tenían que echar mano de procedimientos estadísticos, informaciones fragmentarias, estimaciones probabilistas: un cono­ cimiento en suma que confería al azar un puesto primero provi­ sional, y luego esencial y definitivo. La irrupción del azar en la ciencia contemporánea fue visto por los representantes del anden régime epistemológico como una quiebra inaceptable de la razón. Se veía en él la amenaza de la resurrección de viejos espectros de antiguo exorcizados, encabe­ zados por la noción de libertad. La historia del siglo XX se resu­ me, por un lado, en la crónica de los infructuosos esfuerzos ten­ dentes a eliminar el azar de la nómina de respetabilidades epistemológicas. Por otro lado contempla el mucho más afortu­ nado trabajo por convertir el azar en el eje de una versión reno­ vada de la racionalidad, algo así como la otra cara de la necesi­ dad, su indispensable complemento. En el mundo se ha visto, en definitiva, la simbiosis de azar y necesidad. Y una vez más la liber­ tad ha sido excluida del nuevo reparto de competencias. Ya no es la omnipresencia de necesidad lo que supuestamente le sale al paso: se pretende que el azar mismo impide su presencia, ya que es un azar “domesticado” por la razón que se sitúa en las antípo­ das del de Lucrecio y Epicuro. La última palabra, sin embargo, no está dicha. Los partida­ rios de la libertad están acostumbrados a remar contra corriente

Los filósofos y la libertad

y enfrentarse a versiones sesgadas y excluyentes de la racionali­ dad. La apertura que la razón ha tenido que efectuar para acoger al azar en su seno no deja de implicar también una cierta “aper­ tura” del propio universo. La libertad reclama un lugar dentro de él. Aunque no como antes: ya no quiere travestirse de azar, ni tampoco de necesidad; pretende que se reconozcan los fueros que le corresponden por sí misma, como ciudadana de este mundo, como ingrediente insustituible -grande o pequeño- del increíble guiso que es el universo.

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1 Querer la libertad: Descartes

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escartes es uno de los filósofos que ha sostenido con mayor fuerza y convicción la existencia de libertad en el hombre. En el artículo 39 de la primera pane de sus Prin­ cipios de la fib so fia afirma incluso que es innecesario probarlo, por ser una verdad a la que tenemos acceso directo: Por otra parte, es evidente que nuestra voluntad es Ubre, que puede otorgar o no otorgar su consentimiento, según le parezca, y que esto puede ser considerado como una de nues­ tras nociones más comunes. De ello hemos dado una prue­ ba muy clara anteriormente, pues, a la vez que dudábamos de todo y que suponíamos que quien nos había creado em­ pleaba todo su poder en inducirnos a error de formas diver­ sas, sin embargo apercibíamos en nosotros una libertad tan grande como para impedimos creer aquello que aún no cono­ cíamos perfectamente. Luego aquello que apercibíamos dis­ tintamente y acerca de lo cual no podíamos dudar mientras manteníamos una suspensión tan general, es más cierto que cualquier otra cosa que hubiéramos podido conocer (Des­ cartes, 1995:1, § 39). El texto remite al artículo 6 de la misma obra, donde esta­ blece que “tenemos un libre albedrío que nos permite abstener­ nos de creer lo que es dudoso y, de este modo, impide que erre-

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Los filósofos y la libertad

mos”. N o se trata, por tanto, de una mera cuestión de gusto, ni de las evidencias que con mayor o menor grado de arbitrariedad el filósofo francés haya elegido como punto de partida de su sis­ tema. La libertad es esencial para poder articular la duda metó­ dica, la llave maestra que emplea a fin de edificar un saber sin fisuras y de paso inaugurar la singladura de la filosofía moderna. Podemos dudar de todo lo que no parezca absolutamente segu­ ro y consistente. Si no fuera así, carecería de sentido el proyecto de una ciencia universal y apodíctica. Todo depende, por consi­ guiente, del “poder dudar”, un poder que se convierte en la ins­ tancia y reducto en el que nos hacemos fuertes. El proceso ascé­ tico emprendido por Descartes le lleva a despojarse de todo lo que estorbe su propósito, al tiempo que se afcrra a lo único impres­ cindible con vistas al mismo fin. Y ese algo es la libertad. Liber­ tad de decir “no” a lo que esté ensombrecido por la más leve sos­ pecha, libertad de poner entre paréntesis cualquier proposición que presente el más mínimo riesgo de resultar errónea. S i quiero puedo abstenerme en cuanto atisbo fisuras infinitamente peque­ ñas en la credibilidad de lo que se me propone, lo cual significa que mi querer -en este aspecto al menos- es infinitamente pode­ roso. En ello precisamente estriba la libertad, nuestra libertad: en la omnipotencia de una voluntad que porfía sin límites a la hora de mantener sus exigencias de verdad. Descartes lo ve tan claro que cifra en la libertad tanto la dig­ nidad del hombre como la única chispa de divinidad que le sal­ pica. Com o arguye en la cuarta de sus Meditaciones metafísicas: Del mismo modo, si examino la memoria, la imagina­ ción, o cualquier otra facultad, no encuentro ninguna que no sea en mí harto pequeña y limitada, y en Dios inmensa e infinita. Sólo la voluntad o libertad de arbitrio siento ser en mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que sea mayor: de manera que ella es la que, principalmente, me hace saber que guardo con Dios cierta relación de imagen y semejanza (Descartes, 1977: 48). Veíamos en el primer texto comentado que sólo las infinitas ganas de no equivocarnos -emanadas de la libertad—permiten al hombre forcejear con el dios hipotéticamente malvado que en zz

Querer la libertad: Descartes

forma de genio maligno nos habría creado sólo para confundir­ nos. Este creador perverso podría muy bien cerrarnos definitiva­ mente el paso hacia la verdad, pero nunca precipitarnos en el abis­ mo del error, por mucho que maquinara. La libertad, transformada en capacidad de duda universal, se lo impediría. Por otro lado, los seres libres guardan entre sí cierto parentesco, cierta conexión genérica. Por eso, desvirtuada la hipótesis del genio maligno, Des­ cartes recupera en clave de armonía una relación que antes se había planteado como una tensa contraposición. El victorioso comba­ te con el príncipe del mal da lugar a reconocernos hechos “a ima­ gen y semejanza de Dios”, una vez más gracias a esas infinitas ganas de encontrar la verdad, que es la contrapartida positiva de la liber­ tad. Un índice de hasta dónde llega el hermanamiento lo da el hecho de que nuestra propia existencia como sujetos finitos cons­ tituya para Descartes una prueba válida de la existencia de Dios (Descartes, 1 9 9 5 :1, § 20): la única alternativa a la presencia de Dios sosteniéndonos en nuestra finitud, es que nuestro yo no fue­ ra finito, que nosotros mismos fuésemos Dios. En realidad, la teoría de la libertad se vuelve interesante cuan­ do se atribuye a un ser finito. Dicho sea con toda brusquedad, la libertad de Dios es tan poco intrigante como un teorema geo­ métrico archievidente. Spinoza da fe de ello. Pero la libertad de una criatura, ¡ése sí es un problema intrincado! Intrincado, por­ que la libertad es un atributo que casa muy difícilmente con la finitud. De ahí la recurrente tentación de negarla. La filosofía de Descartes sufre en todas sus articulaciones la tensión de una ballesta flexionada al máximo. Amenaza con descoyuntarse por aquí y por allá, debido a que su autor no renuncia a conjugar el descubrimiento de la libertad, de su libertad, con un orden de razones que dé unidad y transparencia al mundo. ¡Un mundo por el que pululan multitud de seres libres no es el mejor can­ didato a la transparencia ni a la unidad! Sin embargo, Descartes no renuncia a su convicción y propone como alternativa el dua­ lismo. Apenas habrá otra doctrina que haya sido más vilipendia­ da desde el mismo instante en que fue propuesta. N o obstante, renace una y otra vez, como si sus mismos enemigos tuvieran necesidad de resucitarla periódicamente para volverla a derribar por tierra una vez más. Es casi un consuelo que de vez en cuan­ 2?

Los filósofos y la libertad

do pensadores de talla, como Karl Popper el pasado siglo, de­ fiendan sin com plejos dualism os más o menos próximos al de Descartes. ¡No todos se pliegan a la tiranía de la moda! Pero estoy lejos de mantener una posición gallarda en este punto. N o busco para la libertad el amparo de una teoría dualista, aunque me haya sentido atraído por el dualismo durante mucho tiempo. Merece la pena, a pesar de todo, explorar la propuesta cartesiana sin despreciar su fuerza o su vigencia. El primer rasgo de la libertad humana, tal como la concibe Descartes, es que sólo se detecta en una de las dos dimensiones en que el mundo es dividido por la conciencia: la interior. El suje­ to descubre que tiene imperio sobre su querer, mas a menudo es incapaz de armonizar el orden de lo exterior con su designio. A despecho de lo que dice el refranero, querer no es poder, o por lo menos, no es un poder omnímodo que avasalle obstáculos y dome dificultades. El mundo externo sigue otra lógica, aun cuando no resulte completamente sordo a los requerimientos de la libertad. La mayor parte de las veces se muestra distraído y las restantes ofuscado por muchas otras voces y solicitaciones. Por otro lado, ni siquiera en la intimidad de la conciencia la libertad reina sin oposición. Lo intramental se ve sometido más o menos a los mismos vaivenes que lo extramental, lo cual ali­ menta la desconfianza de quienes, puestos a dudar, dudan de la libertad antes que de cualquier otra cosa. En resumidas cuentas: la libertad tiene una problemática presencia dentro de la mente, y un problemático acceso a lo que hay fuera de ella. Es como para desanimar a cualquiera, o mejor dicho, como para rehuir la discusión y buscar refugio en la autoevidencia de la propia libertad, reafirmándose en el hecho e ins­ cribiendo su justificación en la lista de misterios indescifrables que pueblan el panorama filosófico. Descartes apela a este tipo de expediente, pero no para salvar la coexistencia de la libertad y el orden cósmico, sino para solucionar el conflicto que pudie­ ra surgir entre ella y las decisiones divinas: Ahora bien, no tendremos dificultad para vernos libres de estas dificultades, si nos percatamos de que nuestro pen­ samiento es finito y de que la omnipotencia de Dios, en vir­

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Querer la libertad: Descartes

tud de la cual no sólo ha conocido desde toda la eternidad lo que es o lo que puede ser, sino que también lo ha queri­ do, es infinita. En razón de ello, poseemos bastante inteli­ gencia para conocer clara y distintamente que tal poder es propio de Dios, pero no tenemos suficiente capacidad para comprender de modo tal su extensión que pudiésemos saber cómo esta omnipotencia permite que las acciones de los hombres sean enteramente libres e indeterminadas. Asimis­ mo, estamos de tal modo seguros de nuestra libertad y de la indiferencia que en nosotros existe que nada hay que conoz­ camos más claramente; así pues, la omnipotencia de Dios no nos debe impedir creer en nuestra libertad (Descartes,

1995: 41) . Por consiguiente, lo claro e indudable es que somos libres. La conjunción de esa libertad con el poder de Dios para ordenarlo todo resulta oscura, porque se plantea en un terreno al que la mente tiene vedado el acceso y sobre el que sólo cabe especular sin ninguna garantía de éxito. Se conocen sin doblez los datos del problema y se atisba que hay un terreno en el que la solución es factible. La filosofía no da para más y es preciso resignarse. Tal vez sea lo más sensato y razonable, pero desde el punto de vista de la filosofía de la libertad resulta desalentador. Descartes, que no suele defraudar cuando se espera de él un rasgo de audacia, reserva en este caso su osadía para el otro frente: ¿Cómo se inser­ ta la libertad en una esfera que está regida por fuerzas muy aje­ nas a las mociones espontáneas de la voluntad? Sin embargo, antes de abordar esa cuestión hay que definir cuál es el puesto de la libertad dentro del yo. Es el terreno donde Descartes pretende haberla encontrado fehacientemente, pero también ha descubierto que ese yo es finito y en muchos aspectos pasivo. Pasivo frente a Dios y (rente al propio mundo exterior. El último libro escrito por el filósofo, Las pasiones del alm a, estará dedicado a describir minuciosamente hasta qué punto el alma no es protagonista de lo que le pasa. ¿No problematiza todo ello la eficacia de la libertad? Depende de la orientación que pretenda darse a la pregunta. Por un lado es evidente que no habla de una libertad nouménica que estuviera encerrada en su capilla de mar­ fil y aflorara en el mundo fenoménico por alambicados conduc2Í

Los filósofos y la libertad

tos secretos e indetectables. No: su idea de libertad implica una presencia manifiesta y efectiva en el mundo, y ante todo en el pro­ pio yo. Pero el yo también forma parte del mundo, está sometido a su influjo y participa de sus avatares. Aquí surge una fuente de potenciales conflictos, porque según Descartes la libertad apare­ ce por una vía completamente distinta de la que da lugar a la orde­ nación extrínseca de las cosas. Esto significa que en el hombre hay un sujeto de la libertad y otro distinto -aunque íntimamente conectado con é l- como sustrato de las determinaciones corpó­ reas. Así queda planteado el dualismo que va a otorgar la fuerza y también la debilidad de la concepción cartesiana. Existen, pues, dos sujetos o sustancias compartiendo la reali­ dad del hombre. Es una dualidad reconocida por otros autores, épocas y doctrinas, que apelaron a dicotomías variadas (alma y cuerpo, espíritu y materia, etc.). Con frecuencia fueron defendi­ das incluso divisiones tricotómicas o aún más complejas. La cla­ ve del dualismo cartesiano es la distinción entre pensamiento y extensión, dos ideas escogidas por ser claras y distintas, así como porque permiten unificar sin ambigüedad todos los fenómenos y operaciones que se les atribuyen. Importa entonces establecer las condiciones de su presumible coexistencia e interacción, primero en la esfera interior, y luego en la exterioridad de la conciencia. Descartes sigue deliberadamente el criterio de postular suje­ tos de atribución netamente diferenciados para los atributos que se conciben o descubren separadamente. Para justificar esta nor­ ma de procedimiento apela a la metafísica: En primer lugar, puesto que ya sé que todas las cosas que concibo clara y distintamente pueden ser producidas por Dios tal y como las concibo, me basta con poder concebir clara y distintamente una cosa sin otra, para estar seguro de que la una es diferente de la otra, ya que, al menos en virtud de la omnipotencia de Dios, pueden darse separadamente, y entonces ya no importa cuál sea la potencia que produzca esa separación, para que me sea forzoso estimarlas como dife­ rentes (Descartes, 1977: 65). Utilizar la omnipotencia divina como servomotor para con­ vertir en reales las distinciones que establece nuestra mente podrá 26

Querer ¡a libertad: Descartes

parecer abusivo, pero no deja de tener su lógica dentro del esque­ ma filosófico cartesiano. Al fin y al cabo se ha propuesto excluir todo lo que sea mínimamente dudoso, y para ello hay que pre­ sumir que Dios favorece la empresa creando un mundo con per­ files tan nítidos y contrastados como las ideas con que tratamos de atraparlo. Por una razón muy similar pretende refutar el ato­ mismo, ya que, si somos capaces de concebir la separación de las partes del más pequeño corpúsculo, la omnipotencia divina siem­ pre estará en condiciones de actualizar dicha posibilidad. Aceptando este principio metódico, la separación del cuerpo y el alma está lejos de ser algo arbitrario. Descartes lo razona en su respuesta a las objeciones de Thomas Hobbes: Es cierto que el pensamiento no puede darse sin una cosa pensante, y, en general, ningún accidente o acto puede dar­ se sin una substancia, de la cual sea acto. Pero como no cono­ cemos la substancia por sí misma y de un modo inmediato, sino sólo por ser sujeto de ciertos actos, conviene a la razón, y el uso común lo pide, que designemos con palabras dis­ tintas las substancias que son sujetos, según sabemos, de actos o accidentes enteramente distintos; tras esto, examinaremos si esos distintos nombres significan cosas diferentes, o bien una sola y misma cosa. Pues bien: hay ciertos actos que lla­ mamos corpóreos (como el tamaño, la figura, el movimien­ to, y demás cosas que no pueden concebirse sin extensión de espacio), y llamamos cuerpo a la substancia en que residen; no puede imaginarse que haya una substancia que sea el suje­ to de la figura, otra el del movimiento local, etcétera, pues todos esos actos coinciden entre sí en presuponer la exten­ sión. Hay, además, otros actos que llamamos intelectuales (como entender, querer, imaginar, sentir, etc), los cuales coin­ ciden entre sí en presuponer el pensamiento, la percepción o la consciencia; y decimos que la substancia en que residen es una cosa pensante, o un espíritu, y podemos llamarla de cualquier otro modo, con tal que no la confundamos con la substancia corpórea, puesto que los actos intelectuales no guardan afinidad alguna con los corpóreos, y el pensamien­ to -que es aquello en que concuerdan los primeros- difiere por completo de la extensión, que es lo común a los segun­ dos (Descartes, 1977: 143).

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Ni la noción de sustancia extensa, ni la pensante, son nocio­ nes ambiguas, abiertas y que encierren profundidades insonda­ bles (como pudieran ser en otros pensadores las de cuerpo y alma, o las de materia y espíritu). Unifican una diversidad de elemen­ tos en lo que tienen de manifiestamente compartido. Todos los trasiegos del mundo corpóreo presuponen la extensión; más aún: se reducen a modificaciones de la extensión, a la unión y separa­ ción de las particiones de lo ancho, largo y profundo. Del mis­ mo modo, todo lo que ocurre en el más acá del sujeto lo hace bajo su directo e imprescindible escrutinio; sólo se piensa aque­ llo de lo que la conciencia da fe, porque la fe de la conciencia es la única verdad y realidad del pensamiento. Debemos creer en la sinceridad de Descartes cuando confía en la legitimidad de estos asertos y porfía para defender su verdad frente a cualquier adver­ sario. Para responder a los autores de las segundas objeciones con­ desciende a articular su defensa more geométrico, en un primer esbozo del género que con tanto brío cultivará Spinoza: Luego, en virtud al menos de la omnipotencia de Dios, el espíritu puede existir sin el cuerpo, y el cuerpo sin el espíritu. Además, las substancias que pueden existir una sin otra son realmente distintas (por la definición X). Ahora bien: es así que espíritu y cuerpo son substancias (por las definiciones V, VI y Vil) que pueden existir la una sin la otra (como acabo de probar). Por consiguiente, espíritu y cuerpo son realmente dis­ tintos (Descartes, 1977: 137). Si se pregunta qué fuerza conservan estos argumentos, una vez descontada la fiebre racionalista de quienes creían con los ojos cerrados que la realidad tiene que ser totalmente accesible a la mente humana, habría que decir lo siguiente: es muy posible que el orden real tenga poco que ver con los ordenamientos que fra­ guamos a partir de la experiencia y la especulación, pero, cuan­ do relativizamos éstos, deberíamos ser imparciales y desconfiar de todas las racionalizaciones por igual. N o obstante, los con­ temporáneos cuestionaron mucho menos su teoría de la sustan­ cia extensa que la de la sustancia pensante y, si se rechazó su dua­ z8

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lismo, fue para favorecer un monismo que no estaba mejor fun­ dado que aquél. Pero antes de sacar conclusiones definitivas con­ viene proseguir el examen de la argumentación cartesiana. Aceptando, de modo tentativo, la separación tajante de lo corpóreo-extenso y lo anímico-pensante, quedan tres cuestiones por aclarar, que están muy entrelazadas: 1.a ¿Qué tienen en común los dos géneros de sustancias? ¿Có­ mo es posible que interactúen, a pesar de ser tan hete­ rogéneas? ¿Qué unidad se puede esperar cuando se amal­ gaman? 2. a ¿Cómo puede la libertad ser atribuida legítimamente a la sustancia pensante? ¿Acaso son los mecanismos que rigen el comportamiento de los cuerpos la única fuente de difi­ cultades para admitir la presencia de genuina libertad? ¿No poseen los espíritus naturalezas propias que los pre­ determinan exactamente igual que los cuerpos están regi­ dos por las suyas? 3. a Supuesto que exista alguna libertad en las almas y cierta conexión orgánica entre ellas y los cuerpos, queda aún por justificar que dicha conexión constituya un filtro sufi­ cientemente permeable para permitir que la libertad flu­ ya a través de él. De otro modo, la libertad quedaría con­ finada en la intimidad de su hontanar. Se vería reducida a la impotencia. N o sólo ella misma, sino todas sus con­ secuencias serían personales e intransferibles, y por tanto superfluas, prescindibles. Vayamos por partes. Ante todo, hay que dejar constancia de que Descartes no pretende perpetrar una escisión tan tajante como suele atribuírsele. Taxativamente advierte: “N o niego, sin embar­ go, que esa estrecha unión de espíritu y cuerpo, que a diario expe­ rimentamos, sea causa de que no descubramos fácilmente, y sí sólo tras profunda meditación, la distinción real que hay entre uno y otro” (Descartes, 1977: 186). Una vez más, no es tan sen­ cillo trivializar su pensamiento ni condenarlo al limbo de las solu­ ciones fáciles. El procedimiento que debe seguirse para calibrar la calidad de su respuesta comprende tres pasos: Primero, expli­

Los filósofos y la libertad

car qué es propiamente la libertad para Descartes y por qué com­ pete a la sustancia pensante poseerla. Segundo, analizar el orden natural para detectar si las disposiciones del sujeto -y sobre todo las determinaciones libres- tienen un hueco, una posibilidad de aflorar en él. Tercero, en caso de que lo haya, precisar cómo se produce la simbiosis, cómo desembocan las decisiones libres de los sujetos en la corriente principal del flujo que va trazando el destino del universo. - Analicemos en primer lugar la ¡dea cartesiana de libertad. Lla­ ma la atención la interpretación netamente voluntarista de su pro­ puesta. De hecho llega a considerar que libre y voluntario son tér­ minos sinónimos. La libertad se expresa y actualiza en la voluntad y, para definirla con una palabra, la que mejor le cuadra es "apro­ piación"-. libertad es aquello en virtud de lo cual nos hacemos pro­ pietarios de nosotros mismos, de nuestra biografía, de nuestra conducta y de sus consecuencias. La libertad nos convierte en sujetos de imputación, responsabilidad y derechos. Quien está privado de libertad nada puede poseer, porque hace falta ser libre para convertirse, ante todo, en propietario de sí mismo: Por el contrario, poseyendo la voluntad por su propia naturaleza tal alcance, resulta para el hombre una gran ven­ taja el poder actuar por medio de su voluntad, es decir, libremente; esto es, de modo que somos en forma tal los dueños de nuestras acciones que somos dignos de alaban­ za cuando las conducimos bien. Pues, así como no se otor­ gan alabanzas a las máquinas que realizan movimientos diversos y los ejecutan con tanta precisión como cabría desear, por cuanto estas máquinas no desarrollan acción alguna que no deban realizar de acuerdo con sus mecanismos, sino que tales alabanzas se tributan al diseñador de las mis­ mas por cuanto ha tenido el poder y la voluntad de com­ ponerlas con tal artificio, de igual modo debe atribuírse­ nos mayor mérito cuando, en virtud de una determinación de nuestra voluntad, escogemos lo que es verdadero cuan­ do lo distinguimos de lo que es falso; esto no se haría si estuviésemos determinados a actuar de un modo y estuvié­ semos obligados a ello en virtud de un principio ajeno a noso­ tros mismos (Descartes, 1995: I, § 37). 30

Querer la libertad: Descartes

Las máquinas no se pertenecen porque no son autoras del diseño que encarnan, ni tampoco son suyas las leyes de la tecno­ logía que aplican, ni las propiedades de los materiales que las for­ man. Todo en ellas es prestado, ajeno, extrínseco. ¿Y el hombre? Tampoco puede elevar mucho la voz cuando se habla de autar­ quía. Cierto es que el sofista Hippias de Elis expresó cierto ideal antropológico cuando se presentó en los juegos olímpicos lucien­ do un manto, sello, anillo, camafeo, cinturón, calzado y perfume que había confeccionado por sí mismo; pero nadie puede presu­ mir de haber diseñado el sistema vascular de su organismo ni tra­ zado las conexiones neuronales de su cerebro. En sentido propio y para las cualidades decisivas sería más justo decir que uno per­ tenece a sus padres, a la especie, a la naturaleza o a Dios. Y si no se pertenece a sí mismo, ¿cómo va a reclamarse dueño de sus deci­ siones? Descartes tiene una respuesta para esta inquietante pre­ gunta; una respuesta que anticipa la orientación de algunas filo­ sofías contemporáneas de la libertad. Se basa en su definición del pensar. En Los Principios hace la siguiente propuesta: Mediante la palabra pensar entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal forma que nos apercibimos inme­ diatamente de ello; así pues, no sólo entender, querer, ima­ ginar, sino también sentir es considerado aquí lo mismo que pensar (Descartes, 1995:1, § 9). Y en las Segundas respuestas la matiza del siguiente modo: Con el nombre de pensamiento, comprendo todo lo que está en nosotros de modo tal, que somos inmediatamente conscientes de ello. Así, son pensamientos todas las opera­ ciones de la voluntad, del entendimiento, de la imaginación y de los sentidos. Mas he añadido inmediatamente, a fin de excluir las cosas que dependen y son consecuencia de nues­ tros pensamientos: por ejemplo, el movimiento voluntario cuenta con la voluntad, desde luego, como principio suyo, pero él mismo no es un pensamiento (Descartes, 1977: 129). Por tanto, es la severa fiscalización del yo, la permanente aber­ tura de su único ojo, lo que circunscribe el ámbito del pensa­ 3*

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miento. La raíz del pensar es un mirar; mas no un mirar cualquie­ ra: es un mirar que se sabe mirando, que se ve a sí mismo al mis­ mo tiempo que ve las cosas que tiene enfrente. Se trata de una mirada doble, proyectada a la vez hacia adelante y hacia atrás, y sin embargo consiste en un único y simple acto de visión. Pensa­ mos cuando con torpeza y fatiga aprendemos a andar, a manejar un vehículo, a tocar un instrumento. No pensamos cuando cami­ namos sin dedicar a ello particular interés, conducimos nuestro viejo automóvil con despreocupación, interpretamos una sonata de Beethoven sin cuidarnos de dónde ponemos los dedos ni cuál es la nota que sigue. Distraer la atención, abandonarse a los auto­ matismos del hábito, para Descanes es lo mismo que dejar de pen­ sar. Se aferra tenazmente a esta tesis con todas sus consecuencias, por paradójicas que resulten, y no duda en sostener que pensa­ mos siempre, aun cuando no quede constancia de ello, porque -afirm a- para guardar noticia del pensamiento dependemos de la memoria y ésta se apoya en dispositivos materiales: Mas decís que os cuesta trabajo entender si yo creo que el alma piense siempre. ¿Y por qué no habría de hacerlo siem­ pre, siendo como es una substancia pensante? ¿Qué hay de extraño en que no recordemos los pensamientos que hemos tenido en el vientre de nuestra madre, o durante un letargo, etc., pues ni siquiera nos acordamos de muchos pensamien­ tos que sabemos muy bien haber tenido de adultos, y estan­ do sanos y despiertos? Y la razón es que, para acordarse de los pensamientos que el espíritu ha tenido estando unido al cuerpo, es necesario que queden algunos vestigios impresos en el cerebro de suerte que, dirigiéndose a ellos el espíritu y aplicando sobre ellos su pensamiento, llegue a acordarse (Des­ cartes, 1977: 283). Ni la memoria, ni el contenido o la misma índole intrínseca del pensamiento son esenciales para identificarlo como tal. La de­ finición es, aunque no lo parezca, muy precisa: aquello que suce­ de de form a que nos apercibamos inmediatamente de ello. Lo que importa no es el qué, sino el cómo. La vuelta sobre sí misma de la consciencia es lo que distingue el alma de todo lo demás. Bien se puede decir que está desnuda de contenidos propios, pues éstos

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han tenido que ser depositados por el Creador, o bien adquiridos en comercio y dependencia con el exterior. Ninguna de sus ideas la hace libre; ni las innatas ni las adquiridas. Al fin y al cabo, tan­ to unas como otras provienen de otros tantos préstamos. Por eso, a diferencia de los aristotélicos y muchos otros filósofos, Descar­ tes no pone particular empeño en diferenciar el conocimiento inte­ lectual del sensible: tampoco es ahí donde encuentra la clave que dignifica al espíritu, y otro tanto cabe decir de los afectos: Todos los modos de pensar que observamos en nosotros, pueden ser referidos a dos formas generales: una consiste en percibir mediante el entendimiento y la otra en determinar­ se mediante la voluntad. De este modo, sentir, imaginar, con­ cebir cosas puramente inteligibles, sólo son diferentes modos de percibir; desear, sentir aversión, afirmar, negar, dudar, son diferentes modos de querer (Descartes, 1995:1, § 32). En otras palabras, nuestra excelsitud con respecto a las bes­ tias no se debe a que abriguemos deseos más nobles o tengamos intuiciones más profundas que ellas. Cualquier perro nos sobre­ pasa fácilmente en abnegación; podría suceder que las aves tuvie­ ran una comunicación directa con las altas regiones del empíreo; pero ni los perros ni las aves piensan, porque no levantan acta mental de sus percepciones y apetencias. N o piensan porque no reflexionan, y la reflexión es lo que para Descartes define el pen­ sar. Por sublimes que sean sus prestaciones anímicas (en sentido convencional) no son más que máquinas, en lo cual no hay nada ofensivo, porque Descartes, más que degradar a los animales, lo que ha hecho es dignificar a las máquinas. En el Tratado del hom­ bre urde toda una antropología mecanicista en la que muy pocas facultades de las que usualmente atribuimos al espíritu quedan vedadas a una explicación hidráulica basada en el transporte y la inyección de fluidos por venas, arterias y nervios. Haciendo una extrapolación extemporánea, cabría suponer que no pondría el menor inconveniente a la conjetura de que las máquinas pueden muy bien superar el test de Turing no es fácil distinguirlas de los humanos cuando han sido concebidas con suficiente ingenio. Pero aun así, una máquina no puede pensar, porque no hay equi­

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valente mecánico, extrínseco, al simple "darse cuenta de”: para dar­ se cuenta de algo hay que crear una interioridad y poblarla con las mismas percepciones que tienen los brutos y los artefactos. Lo único que falta a unos y otros es esa dimensión íntima sin la cual la consciencia ni siquiera tiene sentido. Com o es fácil de adivinar, la consciencia también es indis­ pensable a la hora de convertir en libre a una sustancia. Reducir la esencia del*pensamiento a la consciencia es en cierto modo lo mismo que desnaturalizarla, vaciarla de contenido esencial. El pensamiento es consciencia y nada más, donde el nada más afec­ ta en primer lugar a la propia consciencia. No es memoria, no en intelecto agente o paciente, no es noús, no es una facultad que sir­ va para encaramarse a las estrellas o bajar a los infiernos. Es puro darse cuenta, es decir, pura capacidad de apropiación. Al darnos cuenta hacemos nuestro lo que hemos percibido o querido. Una percepción o una querencia sueltas no son de quien las tiene, sino de los que las provocan. Por eso, no es el águila la que ve, sino sus ojos y su cerebro; ni la fiera la que mata, sino sus garras y sus ham­ brientas entrañas. Pero el hombre, al reflexionar sobre lo que sus sentidos captan y su corazón apetece, hace suyos los movimien­ tos del entendimiento y los de la voluntad. En él se dan al menos las condiciones de posibilidad para llegar a dominar unos y otros. Una libertad finita sólo puede ser concebida de esta manera, pues­ to que, no dándose a sí misma el ser, no le queda otra opción que hacer suyo lo que llega a ser, a partir de un previo vacío existencial. Dios nos ha Hecho libres porque ha dejado un gran hueco en la parte central de nosotros mismos. Aunque no se trata, en reali­ dad, de un simple hueco: es un hueco con vocación de plenitud, una aspiración insobornable a colmar el vacío, a tapar la grieta. La grieta es el pensamiento entendido como consciencia; la voca­ ción de plenitud, la voluntad que Descartes asimila e identifica con la propia libertad. En este sentido, no som os dioses, sino puras ganas de serlo, mero proyecto de divinidad. Voluntad de ple­ nitud, indigencia radical y consciencia forman la articulación fun­ damental de este horizonte, porque sólo quien carece de todo pue­ de aspirar precisamente a tenerlo todo: cuando se parte de algo, la tentación de conformarse es demasiado fuerte (los animales no pueden dejar de hacerlo, porque en la carrera de la existencia par­ 34

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ten con ciertas ventajas de las que no saben prescindir). Por otro lado, el “hacerse consciente de” es el único procedimiento para tomar perfecta posesión de algo: sólo es mío de verdad aquello de lo que me hago cargo conscientemente y no lo que simplemen­ te está en mi. En cuanto a los actos convencionales de apropia­ ción, sólo establecen una posesión recíproca: a través de ellos el sujeto poseyente queda en el fondo subyugado por los objetos poseídos. Sólo aquello de lo que soy consciente se hace mío sin que yo quede prendido en sus redes. El señorío es unilateral, la libertad queda salvaguardada. De acuerdo con lo expuesto, Descartes defiende una inter­ pretación de la libertad como apropiación activa. Por ello la loca­ liza en la voluntad, pero una voluntad que es la antítesis de la cie­ ga voluntad de Schopenhauer. Su voluntad es pensamiento, y por ende está repleta de lucidez y consciencia. De hecho es de lo úni­ co que está llena. Para todo lo demás es pura indigencia. Ésa es la razón de que a Descartes le resulte tan fácil desprenderse de todo mediante la duda metódica. La libertad cartesiana tiene poco que ver con la indetermi­ nación y la indiferencia. Una libertad infinita, como la divina, puede permitirse el lujo de la indiferencia, ya que se da a sí mis­ ma sus propios contenidos. Las huecas raíces de la libertad huma­ na no le permiten partir de cero en el terreno de los contenidos. N o tiene sentido que el hombre quiera lo que le dé la gana; tie­ ne que querer el bien, lo cual no es óbice para que llegue a hacer­ lo completamente suyo: En cuanto a la libertad del libre arbitrio, cierto es que la de Dios es muy diferente de la nuestra pues repugna a la razón que la voluntad divina no haya sido, desde toda la eternidad, indiferente a todas las cosas que han sido y serán, y no hay idea alguna que represente el bien o la verdad, lo que ha de creerse, lo que debe hacerse, o lo que debe omitirse, de la cual pueda pensarse que ha sido objeto del entendimiento divino antes de que su voluntad determinase constituirla tal y como es. Y no hablo aquí de prioridad en el tiempo: digo que es imposible que tal idea haya precedido a la determi­ nación de la voluntad divina con prioridad de orden, o de naturaleza, o de razón raciocinada (como se la llama en la

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Escuela), de tal manera que dicha idea del bien haya indi* nado a Dios a elegir una cosa más bien que otra. Por ejem­ plo: Dios no ha querido crear el mundo en el tiempo por haber visto que eso era mejor que crearlo desde toda la eter­ nidad, ni ha querido que los tres ángulos de un triángulo val­ gan dos rectos, por haber sabido que no podía ser de otro modo, etc. Al contrario: pues que ha querido crear el mun­ do en el tiempo, por eso es ello mejor que el haberlo creado desde toda la eternidad; y por cuanto ha querido que los tres ángulos de un triángulo fuesen necesariamente iguales a dos rectos, es ahora cierto que eso es así y no puede ser de otro modo; y lo mismo sucede con las demás cosas. Y ello no impi­ de que pueda decirse que los méritos de los santos son la cau­ sa de su eterna bienaventuranza: pues no son causa en el sen­ tido de que determinen a Dios a querer algo, sino que son causa de un efecto, del que Dios ha querido desde toda la eternidad que fuesen causa. Y así la completa indiferencia de Dios es una gran prueba de su omnipotencia. Mas no ocu­ rre lo mismo en el hombre. En efecto: éste encuentra ya esta­ blecida por Dios la naturaleza de la bondad y la verdad, y su voluntad es tal que sólo se inclina naturalmente hacia lo bue­ no; siendo así, es evidente que abraza tanto más voluntaria­ mente, y por consiguiente tanto más libremente, el bien y la verdad, cuanto con mayor evidencia los conoce; y nunca es indiferente, salvo cuando ignora lo que es mejor o más cier­ to, o, al menos, cuando ello no se le aparece tan claro como para no admitir duda alguna. Y así, la indiferencia que con­ viene a la libertad del hombre es muy diversa de la que convie­ ne a la libertad de Dios (Descartes, 1977: 330-331). Lo que caracteriza la relación entre el sujeto libre y su deter­ minación es la anterioridad, no tanto temporal cuanto ontológica: es incongruente querer libremente lo que no se tiene más reme­ dio que querer. Para Descanes, lo bueno no pudo ser bueno antes de que Dios lo quisiera como tal. Su Voluntad funda tanto la bon­ dad como la verdad de las cosas. El hombre no puede emular aquí a Dios: llega a un mundo ya hecho y siendo él mismo resultado, producto. No obstante, gracias a la libertad consigue que lo que en sí mismo es bueno se convierta en un bien suyo de un modo que no implica dependencia por su pane, puesto que en la empre-

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sa de crear sus propios bienes sí que emula las virtudes creadoras y no simplemente genésicas de la divinidad. El hombre encuen­ tra escrita la ley moral y no es autor de la bondad del ser, pero nadie, ni siquiera Dios, le dicta el modo ni el hecho mismo de llevar a cabo su propia constitución como ser que hace suya esa ley y adquiere esos bienes. Nada tiene que ver la libertad pro­ pugnada por Descartes con las veleidades imprevisibles del “esto quiero y esto no quiero”, o con las indecisiones del azar. La voluntad se endereza al bien que conoce con clari­ dad, de un modo voluntario y libre (pues así corresponde a su esencia), mas con todo infalible. Por ello, si da en cono­ cer algunas perfecciones de que carece, al punto se las dará a sí misma, si ello está en su poder, pues sabrá que es un bien mayor el poseerlas que el carecer de ellas (Descartes, 1977: 133). Con lo dicho hemos rendido cuentas de cómo concibe Des­ cartes la libertad finita. También hemos visto por qué no precisa traicionar ni forzar los principios de su filosofía para atribuirla a la sustancia pensante. Pero el hombre no es sólo sustancia pen­ sante, ni tampoco está solo en el mundo. Situar la libertad de la sustancia pensante dentro de un horizonte colmado por la sus­ tancia extensa constituye la parte más controvertida e interesan­ te de su teoría. En el desarrollo de este proyecto epistemológico el proble­ ma más recurrente es evitar que el sujeto quede encerrado en una especie de cárcel solipsista: no quedarse a solas con la cer­ teza radical de su propia existencia y acceder al ser de Dios, a la fiabilidad de las ideas claras y distintas, así como a la existencia del mundo exterior. Todo acaba bien, de manera que Dios y los cuerpos proporcionan compañía y ligazón a la descarnada repú­ blica de los espíritus, que únicamente pueden comunicarse entre sí a través de aquéllos. Si cada sustancia pensante no estuviera unida íntimamente a ciertas porciones de la sustancia extensa, le sería imposible acceder a las restantes sustancias pensantes e incluso reconocer su presencia. La materia es mediación nece­ saria para que los espíritus se den a conocer; gracias a ella se 37

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supera el egocentrismo que amenaza con clausurarlos en su ensi­ mismamiento. Pero los cuerpos no están exclusivamente en fun­ ción de los espíritus, ni traducir sus mociones íntimas es la primera de sus prioridades. Forman por sí solos un orden autosuficiente, cuya finalidad última Descartes declara indescifra­ ble (Descartes, 1995: I, § 28), pero cuya legalidad eficiente y formal es perfectamente accesible a la razón. Una parte sustan­ cial de su obra -los ensayos que siguen al D iscurso del método, todo E l Mundo, así como Los principios de la filosofía a partir de la segunda parte-, está consagrada a desvelar la constitución del universo material, siguiendo un método en buena parte empí­ rico y en parte también especulativo. Ahora bien, si la naturaleza en su conjunto no gira alrede­ dor de la libertad de los seres finitos, ¿qué sentido tiene en la economía del universo? M ás allá de la negativa a discutir los fines de la creación, Descartes está convencido de que la mate­ ria es un testimonio de la propia libertad divina que la ha crea­ do, la conserva y la gobierna con una sabiduría y benevolen­ cia que no es tan difícil reconstruir. Pero también cumple una función subsidiaria con respecto a los agentes que poseen liber­ tad finita. Si el discurrir de los procesos naturales no siguiera unas pautas bien marcadas y previsibles, sería imposible con­ trolarlo y nadie podría sumergirse en él para hacer valer obje­ tivamente los dinamismos subjetivos de la libertad. Las volun­ tades creadas se verían condenadas al ostracismo de su propio mundo interior, no podrían comunicarse, manifestarse ni mos­ trar su eficacia en la empresa de construir el mundo y hacer de él una sociedad de ciudadanos libres. Un análisis sin prejuicios de la cuestión conduce a la inevitable consecuencia de que la conjunción y arm onización de una pluralidad de instancias libres requiere la existencia de un orden objetivo independien­ te de ellas, aunque no totalmente sordo a sus demandas. Esta circunstancia alum bra cierto dualism o en lo que se refiere a la marcha del cosmos que no es dable superar por ninguna teo­ ría que acoja la idea de libertacLfinita. N o es obligado que sea una dualidad de sustancias, como pretende Descartes, pero sí una d u alidad de los dinam ism os que explican el curso de los acon­ tecimientos.

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Sin embargo, ¿no resulta paradójica la idea de un orden cós­ mico permeable a la libertad y por lo tanto abierto! Hay que tener en cuenta que Descartes distingue claramente entre la idea de sus­ tancia extensa y la de movimiento local. La exterioridad mutua de las partes que forman la extensión hace que puedan separarse unas de otras y reunirse, aunque no penetrarse. La esencia de la mate­ ria permite el advenimiento de ciertos movimientos locales y pro­ híbe otros. También permite excluir cualquier transformación ajena al desplazamiento. Pero en modo alguno surge de la idea de materia la eficacia que se requiere a fin de actualizar las poten­ cialidades que contempla. Para eso es necesaria la acción directa de Dios, que comunica al mundo el impulso inicial y luego man­ tiene constante la cantidad de movimiento a lo largo del tiempo (Descartes, 1995: II, § 36). Tanto la idea y realidad de la sustan­ cia extensa como el inicio del devenir corpóreo proceden de deci­ siones libres de la Voluntad divina, pero lo mismo ocurre con las reglas que presiden la comunicación del movimiento de unos cuerpos a otros: el principio de inercia, la conservación de la can­ tidad del movimiento y las reglas del choque no se deducen de la esencia de la materia, sino que resultan de otros tantos decretos del Supremo legislador (Descartes, 1995, II, §§ 37-40). Esto muestra que la idea de materia no implica una suficiencia autárquica en lo que se refiere a su evolución. En la mente del funda­ dor de la mecánica moderna, el cambio no se reduce al ser, lo que otorga a aquél una componente de arbitraria flexibilidad que tie­ ne mucha importancia. Por otra parte, sería erróneo creer que la relativa indeterminación de las leyes del movimiento sirve única­ mente para abrir una puerta falsa a la libertad y darle acceso al pla­ no corpóreo. Adviértase que Descartes utiliza un único elemento (la sustancia extensa sólo se modifica por la figura, vale decir, por el propio movimiento) y un único tipo de cambio (el local). Para explicar la diversidad fenoménica (las cualidades sensibles y sus múltiples transformaciones) es preciso diversificar al máximo las condiciones de transmisión y recepción del impulso mecánico. Esto lo consigue Descartes distinguiendo entre la cantidad del movimiento (que sólo depende de la velocidad absoluta de los cuerpos) y la determinación del movimiento (esto es, su orienta­ ción y sentido). Sus reglas son bastante rígidas respecto a la canti­

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dad, pero notoriamente ambiguas en lo tocante a la determina­ ción. Para decirlo de la forma más simple, en el mundo de Descar­ tes es difícil “hacer trampas” a la hora de conseguir que un cuer­ po avance más despacio o más deprisa de lo que le corresponde, pero no lo es tanto “desviar” un poquito su trayectoria. La sombra del clinamen epicúreo se alarga hasta los umbrales de la nueva cien­ cia. Como ya he tratado este asunto en otros lugares (Arana, 1987; 2001: 191-194), me conformaré con citar el texto en el que Des­ cartes pondera la fuerza de los cuerpos al chocar: Pero la cantidad de esta fuerza debe determinarse o bien en virtud del tamaño del cuerpo en el que se encuentra y de la superficie según la cual este cuerpo es separado de otro, o bien por la velocidad del movimiento... y por las formas con­ trarias de acuerdo con las cuales unos cuerpos alcanzan a los otros (Descartes, 1995: II, § 43). Junto a estas vaguedades, las reglas cartesianas del choque están plagadas de bifurcaciones, esto es, situaciones en que una desviación infinitesimal en las condiciones iniciales produce grandes divergencias en el desarrollo subsiguiente. Es algo así como el paraíso del efecto m ariposa. Si hay un universo propicio a que la más leve interferencia se multiplique hasta descontro­ lar por completo la evolución de cualquier sistema dinámico, sin duda alguna es el de Descartes. La extrema sensibilidad de los dinamismos a que está some­ tida la sustancia extensa hace que una presunta comunicación con la sustancia pensante se vuelva más que verosímil desde el punto de vista físico. Por eso se da la paradoja de que nofueron los mecá­ nicos quienesprotestaron contra la idea de intromisiones delpsiquismo en los movimientos de h s cuerpos, sino los m etafisicos, que se apoya­ ron en la heterogeneidad de extensión y pensam iento p ara afirm ar la im posibilidad de comunicarlos, de acuerdo con el criterio de la cla­ ridad y distinción. Los pensadores más afínes a lo corpóreo prefirieron orientar sus observaciones críticas a estrechar tanto los lazos entre el alma y el cuerpo como para hacerlos idénticos. Para ellos no era un pro­ blema que la voluntad juegue con los impulsos mecánicos, ya que 40

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voluntad y corporalidad comparten las mismas raíces ontológicas y no son más que ramas emergentes de un mismo tronco. En las Segundas objeciones se apunta claramente hacia esta dirección: Hasta ahora sabéis que sois una cosa que piensa, pero aún no sabéis qué es esa cosa pensante. Y ¿por qué no habría de ser un cuerpo el que, con sus diversos movimientos y cho­ ques, produjese la acción que llamamos pensamiento? Pues aunque creáis haber rechazado todo género de cuerpos, aca­ so os engañéis al no haberos rechazado a vos mismo, que sois un cuerpo. En efecto: ¿cómo probáis que un cuerpo no pue­ de pensar, o que ciertos movimientos corpóreos no son el pensamiento mismo? Acaso el sistema todo de vuestro cuer­ po -que creéis haber rechazado- o alguna parte de él, como el cerebro, concurren en la formación de los movimientos que llamamos pensamientos. Soy -decís—una cosa pensan­ te; pero ¿sabéis si sois, por ventura, un movimiento corpó­ reo, o un cuerpo movido? (Descartes, 1977: 102). El texto constituye toda una enmienda a la totalidad, por cuanto se refiere a la “sustancia pensante” como si fuera un ice­ berg dc\ cual sólo vemos la parte emergida (el pensamiento), pero no su raigambre. Frente a esta crítica, Descartes no duda en rea­ firmar su criterio: Y si los hay que niegan poseer las ideas distintas de espí­ ritu y de cuerpo, nada puedo hacer, sino rogarles que consi­ deren con atención el contenido de esa segunda meditación, y observar que la opinión de ellos, según la cual las partes del cerebro concurren con el espíritu para formar nuestros pen­ samientos, no está fundada en razón alguna positiva, sino sólo en que nunca han experimentado el haber existido sin cuerpo, así como en que éste les ha servido de estorbo muchas veces en sus operaciones; y eso es lo mismo que si alguien, por haber llevado cadenas en los pies desde su infancia, pen­ sara que tales cadenas forman parte de su cuerpo, y le son necesarias para andar (Descartes, 1977: 110). Hay que escoger entre la opción teórica de permanecer fieles a las ideas claras y distintas, que implican realidades separadas, o

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Los filósofos y la libertad

apelar a nociones confusamente abarcativas, con las que nunca se sabe bien dónde empieza y acaba el objeto pensado. A Descartes le basta con que pueda darse a p riori un pensamiento descarna­ do para aceptar que de hecho se da. Y entiende que la duda metó­ dica ha demostrado este extremo, puesto que ha problematizado la existencia del mundo exterior sin conseguir que se tambalee la del pensamiento. Es de suponer que, a su juicio, si las dos cosas pueden existir separadas, la carga de la prueba corresponde a quien afirma que de hecho se dan juntas y hasta confundidas. Considerando el mismo asunto desde otro ángulo, distingue Descartes entre unidad de naturaleza y unidad de composición. La primera se da entre atributos que convienen con toda verosimi­ litud a la misma sustancia, como figura y movimiento, o enten­ dimiento y voluntad. La segunda se da cuando se presentan atri­ butos que en principio remiten a cosas diferentes, pero que pueden no obstante reunirse en un segundo nivel de integración. Tal ocu­ rre con la carne y los huesos, que, siendo diferentes, se ensamblan en el organismo. Por lo que concierne al pensamiento y la exten­ sión, Descartes no abriga duda alguna de que sólo le cuadra una unidad de composición: La cuestión es ahora saber si concebimos que la cosa pen­ sante y la extensa son lo mismo, con unidad de naturaleza, de suerte que entre pensamiento y extensión haya la misma conexión y afinidad que observamos entre movimiento y figura, o entre la acción del entendimiento y la de la volun­ tad; o bien si se las considera como una sola cosa con uni­ dad de composición, en cuanto que se dan en un mismo hombre, al modo de los huesos y la carne en un mismo ani­ mal. Mi opinión es que se trata de esto último: pues la dis­ tinción que advierto entre la naturaleza de una cosa extensa y la de una cosa pensante no me parece menor que la que hay entre los huesos y la carne (Descartes, 1977:324). Es un problema en suma de distancia formal: figura y movi­ miento se dan unidos porque am bos derivan de la extensión: cuando las partes que la forman permanecen solidarias, confor­ man una figura; cuando se alejan o aproximan tenemos un movi­ miento. D e manera análoga, entender y querer son operaciones 42

Querer la libertad: Descartes

a las que la conciencia accede sin mediación y en ese sentido remiten al pensar como modulaciones de un sustrato común. Mas el pensamiento y la extensión sólo son susceptibles de una aproximación fáctica: con frecuencia se dan simultánea o su­ cesivamente, sin otro parentesco que establezca entre ellos un vínculo más estrecho. Sin ser por temperamento agresivo, Descartes puede ser mor­ daz e hiriente cuando se lo propone. Gassendi se toma la con­ fianza de invocarlo llamándolo “¡Oh espíritu!”, siguiendo al pie de la letra el relato de las M editaciones en que el sujeto de la inves­ tigación descubre antes su condición pensante que la extensa. El fogoso ex-mercenar¡o responde llamando “¡Oh carne!” a su con­ tradictor, y lo acusa de ser incapaz de comprender que lo que pue­ de ser concebido separado de la materia, también puede subsis­ tir sin ella (Descartes, 1977: 281-282). Pero las críticas de este adversario son enjundiosas, porque inciden en la dificultad de componer dos elementos que se insiste en declarar tan diversos: Muy bien dicho; mas sigue sin explicar cómo es que os afecta esa unión, confusión o mezcla, si es cierto, como decís, que sois inmaterial, indivisible y sin extensión algu­ na; pues si no sois mayor que un punto, ¿cómo estaréis uni­ do al cuerpo todo, cuyo tamaño es tan notable? ¿Y cómo os uniréis siquiera sea al cerebro, o a una de sus partes más pequeñas, la cual, según he dicho antes, nunca podría ser tan pequeña que careciese por completo de extensión? Y si no tenéis partes, ¿cómo es que os mezcláis, o algo seme­ jante, con las partes más sutiles de esa materia a la que reco­ nocéis estar unido, siendo así que no puede haber mezcla sin partes capaces de mezclarse unas con otras? (Descartes, 1977: 273-274). La dificultad no es pequeña, como demuestra el eco que des­ pertó en todas las corrientes del pensamiento racionalista, desde el ocasionalismo hasta el wolffianismo. Pero el fundador de la escuela no se muestra particularmente inquieto por ella. Su res­ puesta será muy pormenorizada en lo tocante a tos detalles físi­ cos de la unión, pero la cuestión de principio apenas le preocu­ pa y la despacha con una consideración sumaria: 43

Los filósofos y la libertad

Mas os diré que toda la dificultad que contienen proce­ de sólo de una suposición que es falsa, y que no puede ser probada en modo alguno, a saber: que si el alma y el cuerpo son dos substancias de diferente naturaleza, ello les impide obrar una sobre otra; al contrario: quienes admiten acciden­ tes reales, como el calor, el peso y otros semejantes, no dudan de que esos accidentes obren sobre el cuerpo; y sin embargo hay más diferencia entre ellos y él, es decir, entre unos acci­ dentes y una substancia, de la que hay entre dos substancias (Descartes, 1977: 312). Al adoptar esta estrategia, Descartes cuenta con algo a su favor: en lugar de partir de una oposición irreductible entre pensamien­ to y extensión ha hablado de diferencias formales que reclaman también sustratos diversos. Como en estas diferencias siempre cabe hablar de un más o un menos, no surgen distancias abismales que después resulten imposibles de salvar. En ninguna parte ha dicho que no tengan nada que ver entre sí; se ha conformado con adver­ tir que entre ellos hay mayores desemejanzas de las que existen entre la carne y los huesos. Lo que constituiría una increíble proeza es que la sustancia pensante suscitara representaciones aním icas en los cuerpos, o que éstos indujeran desplazamientos en el alma. Pero que el alma mueva ciertos cuerpos, o que éstos provoquen sensaciones en aquélla entra dentro de lo esperable desde el punto de vista del sujeto paciente. No se trata de que cada sustancia endose sus propios accidentes a una sustancia específicamente distinta, sino que dé lugar por vía eficiente o formal a los que son característicos de ella. Los accidentes mismos no emigran de una sustancia a otra, ni siquiera aunque éstas pertenezcan al mismo género, porque entonces ellos mismos se convertirían en algo pseudo-sustanciaL Con todo, no cabe duda de que una intromisión demasiado notoria e incontrolable de sustancias pertenecientes a un orden en las de otro resultaría tan indeseable como inverosímil. C on­ viene advertir, sin embargo, que para un alma resulta mucho más factible incidir en los cuerpos (al menos en su cuerpo) que en otras almas. Lo cual tiene asimismo una explicación lógica dentro del orden cartesiano de consideraciones. Los cuerpos se definen por la exterioridad de unos con otros y de cada uno consigo mismo: los forman partes ex-tensas, separadas. Por ello están volcados 44

Querer la libertad: Descartes

hacia fuera, y su vocación constante es la interacción recíproca. Sin ellos no habría forma de tener un universo. Las sustancias pen­ santes, en cambio, están replegadas hacia su interioridad, nada en ellas es ajeno, todo es íntimo. El espacio interior que cada una de ellas define no tiene nada que ver con el de las otras; constitu­ ye en este sentido un universo aparte. Por tanto, en principio nada hay más remoto para un alma que las otras almas, y de no estar asociada cada una de ellas a un cuerpo que actúa causalmente sobre los de las otras, no habría la menor posibilidad de saltar por enci­ ma de su heterogeneidad, a pesar de su identidad genérica. El mun­ do corpóreo, el espacio único que lo define, es el paso obligado, la línea más corta para unir dos almas. Una vez sentadas las premisas teóricas del intercambio, los detalles tienen un interés bastante relativo, a pesar de que han suscitado la mayor parte de las discusiones y polémicas. Se trata del famoso asunto de la glán dula pin eal. Esta pequeña forma­ ción, situada en el centro del cerebro, muy próxima a las cavi­ dades que forman sus ventrículos, ha concitado toda suerte de especulaciones sobre pequeños homúnculos que juegan al escon­ dite con la materia, un poco como fantasmas que arrastran cade­ nas por las galerías de un castillo de Escocia. Es cierto, sin dis­ cusión, que Descartes ubica en ella la “sede principal del alma” (Descartes, 1972: 31-33). También es verdad que su concepción de la fisiología humana hace de esta glándula un instrumento crucial para el gobierno de todo el organismo. Se recordará que, de acuerdo con este modelo, el calor de la sangre origina todo el dinamismo vital y que un destilado de ella, los espíritus anim a­ les (fluidos bien materiales, a pesar de su nombre) se canaliza des­ de el cerebro y por los nervios hacia los músculos, provocando las distensiones y contracciones que ponen en movimiento al viviente. Descanes se sirve de la metáfora del órgano (Descanes, 1980: 90), y hace del corazón el fuelle del anefacto, y de los ven­ trículos cerebrales los “portavientos” que distribuyen la sobrepresión de espíritus animales, impulsándola hacia los destinos más apropiados, de acuerdo con una regulación interna en la que la glándula pineal modifica la aerodinámica del receptáculo y orienta de un modo u otro el flujo principal. En el Tratado del hombre resume así la marcha de todo el proceso:

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Los filósofos y la libertad

Por otra parte, debe considerarse que la glándula H está compuesta por una materia muy blanda que no está total­ mente unida a la sustancia del cerebro, sino sólo a unas peque­ ñas arterias, cuyas pieles son bastante débiles y plegables; está suspendida como una balanza por la fuerza que el calor de la sangre impulsa hacia ella y, por tanto, poco es preciso para impulsarla a tomar una inclinación mayor o menor, bien hacia uno u otro lado, de modo que al inclinarse, disponga los espí­ ritus que salen de ella a dirigirse hacia ciertos lugares del cere­ bro más bien que hacia otros (Descartes, 1980: 100). Parece, en efecto, que no hay lugar más apropiado para per­ petrar el fraude mecánico que todos esperamos: un indiferen­ ciado apéndice en precario equilibrio, sometido a los vaivenes de la sangre y de los espíritus animales, que pivota de un lado a otro y cede a los más débiles estímulos procedentes de toda cla­ se de instancias, también puede “ceder” a los “soplos” del espí­ ritu sin que nadie se dé cuenta y sin que las leyes de la física sufran más que levísimos desperfectos. Pero entonces los fundam entalistas tanto del materialismo como del esplritualismo protestan indignados y razonan que, puesto que lo propio del espíritu es formar representaciones conscientes y no transportar pesos, tan imposible le resulta levantar un grano de arroz como un piano de cola. El dualismo cartesiano descansaría en una falacia por apoyarse en una trampa, aunque sea pequeñita: el alma debe per­ manecer encerrada en su jaula solipsista y los cuerpos confina­ dos en su ciega exterioridad maquinal. Sin embargo, hay algunas piezas que no encajan en el rom­ pecabezas. La razón que aporta Descartes para localizar el alma en la glándula pineal no tiene nada que ver con una especial “doci­ lidad” de ésta para responder a las apetencias anímicas, sino con la peculiaridad de que es la única estructura impar del cerebro: La razón que me ha llevado a persuadirme de que el alma no puede ocupar en todo el cuerpo ningún otro lugar que esta glándula en la que ejerce inmediatamente sus funciones es que considero que todas las otras partes de nuestro cere­ bro son dobles del mismo modo que tenemos dos ojos, dos manos, dos oídos y que, en definitiva, todos los órganos de

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Querer la libertad: Descartes

nuestros sentidos externos son dobles; ahora bien, puesto que no tenemos más que un único y simple pensamiento de una misma cosa al mismo tiempo, resulta absolutamente necesa­ rio que exista algún lugar en donde las dos imágenes que lle­ gan a través de los dos ojos, o las otras dos impresiones que procedentes de un solo objeto nos llegan a través de los dobles órganos de los otros sentidos, se puedan juntar en una, antes de pasar al alma, a fin de que no le representen dos objetos en vez de uno (Descartes, 1972: 32). Si un espíritu con vocación marinera quisiera encarnarse en un barco para realizar su sueño de navegar por los siete mares y prefiriera evitar mediaciones, lo lógico es que eligiera como lugar de residencia la aleta del timón mejor que la rueda, si lo priorita­ rio es controlar el navio del modo más directo y no evitar esfuer­ zos por medio de servomecanismos. Descartes se fija en la glán­ dula pineal pero no a causa de su minúscula levedad, sino porque su doctrina yatromecánica la designa como el timón de los espí­ ritus animales, la encrucijada de todos los impulsos vitales. La otra alternativa que se debe considerar sería posarse en cada múscu­ lo, en cada viscera. Pero ello equivaldría a puentear los mecanis­ mos naturales de control, no utilizar la fábrica del organismo, sino desbaratarla. La delicadeza del mecanismo de la glándula pineal, tal como lo concibe Descartes, no está pensada para con­ vertirlo en una especie de antena parabólica capaz de percibir las ondas mentales, sino para controlar con arreglo a las leyes de la física una maquinaria de precisión con múltiples entradas y sali­ das, porque “los menores movimientos que se producen en ésta contribuyen mucho a cambiar el curso de estos espíritus, y recí­ procamente, los más pequeños cambios que tienen lugar en el curso de los espíritus contribuyen en gran medida a cambiar los movimientos de dicha glándula” (Descartes, 1972: 31). Por lo que se refiere a la sustancia pensante, da lo mismo que dicha glándula pese un gramo o una tonelada. Si Descartes hubie­ ra ideado para el control muscular un pesado giroscopio, nada le habría impedido postular un alma forzuda para amañarlo. Lo importante es que los movimientos decididos por el yo sean eje­ cutados por el más remoto y delicado músculo del cuerpo. Y el motivo de que el alma influya en la glándula pineal no es que sea 47

Los filósofos y la libertad

ligera y flexible, sino pura y simplemente que quiere moverla y la mueve: “Toda la acción del alma consiste en que por el simple hecho de que quiere algo, hace que la pequeña glándula a la que se halla estrechamente unida se mueva de manera apropiada para producir el efecto correspondiente a esta voluntad” (Descartes, 1972:41). Si hay trampa, no es pequeña ni quien la comete tiene la menor pretensión de disimularla. Simplemente dice que el espí­ ritu posee ciertas aptitudes dinámicas, administra una determina­ da cuota de energía cinética. Se puede llamar a eso psicoquinesis o como se quiera, pero no es preciso apagar las luces ni formar un círculo mágico para lograrlo. Es un efecto habitual y cotidiano, y el único cuidado del filósofo francés es no dilapidar las fuerzas del espíritu en demostraciones gratuitas o frontalmente opuestas al orden natural de los movimientos. En cuanto a si lo que hace es o no lícito, habría que examinar la formulación de la regla corres­ pondiente, concretamente la tercera ley de la naturaleza: Ésta es la tercera ley de la naturaleza: si un cuerpo que se mueve y que alcanza a otro cuerpo, tiene menos fuerza para continuar moviéndose en línea recu de la que este otro cuer­ po tiene para resistir al primero, pierde la determinación de su movimiento sin perder nada de su movimiento; pero si tiene más fuerza, mueve este otro cuerpo y pierde tanto movimien­ to como transmite al otro. Así vemos que un cuerpo duro que nosotros hemos lanzado contra otro que es más grande y más duro y está en reposo, retoma hacia el mismo punto de donde procede y no pierde nada de su movimiento; ahora bien, si el cuerpo con el que choca es blando, entonces se detiene porque le transfiere su movimiento. Las causasparticulares de los cam­ bios que acontecen a los cuerpos, están todos comprendidas en esta regla, a l menos, aquellas causas que son corporales, pues no cuestio­ no en este momento si los ángeles o laspensamientos de ¡os hombres tienen lafuerza de mover ¡os cuerpos; ésta es una cuestión que reser­ vopara su estudio en un tratado que espero construirsobre elhom­ bre (Descartes, 1995:40. El texto en cursiva ha sido añadido). Com o acostumbran a decir los cínicos, puesta la ley, puesta ¡a trampa. En este caso ni siquiera es necesario repetirlo, porque la ley ya viene formulada con la oportuna excepción. ¿O no hay tal? Hoy 48

Querer la libertad: Descartes

nadie pone a la venta un producto sin indicar claramente la fecha de caducidad, y la vigencia de una ley implica definir con preci­ sión su ámbito de aplicación y período de vigencia. Es lo que hizo Descartes, adelantándose como en tamas otras cosas a su tiempo. Eso de legislar urbi et orbi et in saecula saeculorum no iba con él, y no deja de ser un irónico capricho del destino que se le criticara por ello. La claridad y distinción de la idea de sustancia pensante exige que no tenga más que percepciones y voliciones conscientes. La claridad y distinción de la sustancia extensa pide que sólo se le atribuyan porciones de extensión definidas y modificadas por el movimiento. De ninguna manera se prohíbe que el origen de pen­ samientos y mociones esté confinado en su ubicación final. Por eso es perfectamente admisible que ciertas alteraciones corpóreas y muy en especial las de la glándula pineal den lugar a perturbacio­ nes anímicas. Descartes escribe todo un libro al respecto, sin que le remuerda un solo instante su conciencia racionalista: es posible añadir ahora que la pequeña glándula, sede prin­ cipal del alma, está suspendida de tal modo entre las cavida­ des que contienen estos espíritus que puede ser movida por ellos de tantas maneras diferentes como diferencias sensibles hay en los objetos; pero que puede también ser diversamen­ te movida por el alma, la cual es de tal naturaleza que recibe tantas impresiones diferentes, es decir, tiene tantas percep­ ciones distintas, como diversos movimientos se producen en esta glándula; así también, recíprocamente, la máquina del cuerpo está compuesta de tal modo que, por el mero hecho de que esta glándula es diversamente movida por el alma o por cualquier otra causa que pueda serlo, impulsa a los espí­ ritus que la rodean hacia los poros del cerebro y éstos los con­ ducen, a través de los nervios, hasta los músculos, mediante lo cual les hace mover los miembros (Descartes, 1972: 34). Para evitar que el alma “mire” a su alrededor habría que hacer de ella una mónada sin ventanas. Para impedir que “presione” sobre objetos corpóreos sería preciso que éstos formaran un orden cerra­ do de racionalidad. Tal vez con ello ganaríamos todavía más en cla­ ridad y distinción, al cortar las relaciones entre sustancias de diver­ sos órdenes (y puestos a hacerlo, ¿por qué no?, también entre

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Los filósofos y la libertad

sustancias del mismo tipo). Pero el mundo emanado de semejan­ te decisión teórica es demasiado problemático: ni siquiera los ocasionalistas llegan a agotar la lógica de esa opción, por cuanto toda­ vía mantienen en plena vigencia la relación de la sustancia infinita con las sustancias finitas. Descartes aplica con rigor el criterio de la claridad y distinción a las sustancias, pero no es tan exigente con respecto a las relaciones que las vinculan y que son imprescindi­ bles para mantener el concepto de universo. Por eso es un miste­ rio, pero no un milagro, que las almas perciban -p o r mediación de la glándula pineal o de lo que haga sus veces- el estado del orga­ nismo y a través de él el mundo exterior. En cuanto al movimien­ to de los cuerpos, debe tenerse presente que éstos son inertes -por la primera ley (Descartes, 1 9 9 5 :1, § 37)—y por tanto ni originan ni extinguen el movimiento: simplemente lo gestionan, comuni­ cándoselo unos a otros de acuerdo con las reglas del choque. Movi­ miento y materia se mantienen adheridos, pero nunca confundi­ dos, precisamente porque los cuerpos carecen de una interioridad de la que pueda surgir el movimiento o en la que pueda desapare­ cer. Son pura exterioridad y a ella se adhiere el impulso cinemáti­ co. Si las potencias anímicas vienen a perturbarlo, los cuerpos per­ manecen tan ajenos a tales interferencias como al movimiento mismo, el cual siempre está sobre o jun to a ellos, nunca en ellos. Puesto que Dios comunica al mundo el impulso inicial, la fuerza que lo pone en movimiento, ¿qué principio impide que otros impul­ sos subsidiarios se sumen al primordial, para ir conformando el destino del universo y de sus habitantes, siempre que tales impul­ sos provengan de sustancias no corpóreas, puesto que éstas son -impenetrabilidad aparte- esencialmente inertes? Tal es, en grandes líneas, el dualismo cartesiano. Sus límites dependen de la confianza que tiene su autor en la posibilidad de resolver los enigmas filosóficos por medio de conocimien­ tos seguros y de su inmoderado apego a la noción de sustancia. Pero la noción misma de libertad y la explicación de cómo nace en un ámbito de intimidad separado de todo lo demás, sin por ello quedar confinada en él, poseen a mi juicio posibilidades de sobrevivir al rígido esquema epistémico y ontológico con que las reviste.

2 Entender la libertad Leibniz

L

eibniz, quien desde muchos años atrás ha venido manifes­ tando sus discrepancias con la filosofía cartesiana, redacta en 1691 unas Advertencias a los Principios de la filosofia. Al comentar al artículo 39 de la primera parte parece que da su bene­ plácito a la asimilación efectuada por el filósofo francés entre lo libre y lo voluntario. Pero añade una matización indicativa de cómo entiende la voluntad libre: Preguntar si en nuestra voluntad hay libertad es lo mis­ mo que preguntar si en nuestra voluntad hay voluntad. Libre y voluntario significan lo mismo. Pues libre es lo mismo que espontáneo con razón, y querer es ser llevado a actuar por una razón percibida mediante el entendimiento; pero la acción es tanto más libre cuanto más pura es la razón y menos mez­ clada está con impulso ciego y percepción confusa (Leibniz, 1982: 426-427). Espontáneo con razón: tal es el concepto leibniziano de liber­ tad, del que se excluye expresamente todo lo que suene a im pul­ so ciego y percepción confusa. La espontaneidad del agente libre es lo que permite asociarlo y aun identificar libertad y voluntad. Pero la racionalidad autoriza a hacer algo parecido con el enten­ dimiento. En efecto: unas líneas más arriba del texto citado, Leib­ niz ha dicho:

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La máxima perfección del hombre consiste en actuar no sólo libre sino también racionalmente; o, más bien, ambas perfecciones son lo mismo, puesto que uno es más libre cuan­ to menos perturbado está el uso de la razón por la fuerza de los afectos (Leíbniz, 1982: 426). Eliminar mezclas y perturbaciones, pu rificar la razón: ésta es la exigencia repetidamente formulada para preservar la libertad. Descartes también muestra un interés parejo, pero las contami­ naciones que le preocupan son las que provienen de la materia, de la sustancia extensa. A Leibniz le asustan más las contamina­ ciones psíquicas, todo lo que, aun proviniendo de la voluntad o del entendimiento, no resulta espontáneo o racional a carta cabal. Es lógico que no le preocupen las interferencias externas a la men­ te, sino las que provienen de ella misma, porque a todos los efec­ tos la libertad es en opinión suya un asunto interno. ¿Y cómo podría ser de otro modo? En la filosofía de Leibniz toda la reali­ dad se reduce a percepciones y voliciones: no sin motivo ha sido calificada de pam psiquista. Una concepción que afirme que todo es psíquico acaba por diluir la misma noción de psiquismo, por­ que pierde toda su especificidad al hacerse omniabarcante. Ocu­ rre algo paralelo con la tesis opuesta: todo es material. Si Leibniz no termina proponiendo un materialismo vuelto del revés, no es tanto porque pretenda que todas las cosas son en cierto sentido alm as, sino porque afirma que todas las sustancias son mundos, pequeños universos autosuficientes, mónadas sin ventanas. La iden­ tidad genérica no estorba la especificidad de cada individuo, y en este sentido Leibniz consigue escapar del monismo para desem­ bocar en el pluralismo ontológico más radical de toda la historia del pensamiento. Con tales presupuestos la espontaneidad del alma humana, primera condición de su libertad, se convierte en una obviedad: hemos dicho que todo lo que acontece al alma y a cada sus­ tancia es una consecuencia de su noción, y por tanto, la idea misma o esencia del alma lleva consigo que todas sus apa­ riencias o percepciones tengan que surgirle (sponte) de su pro­ pia naturaleza, y justamente de modo que correspondan por sí mismas a lo que ocurre en todo el universo, pero más par­

Entender la libertad: Leibnit

ticular y más perfectamente a lo que ocurre en el cuerpo que le está afecto, porque el alma expresa el estado del universo, en cierto sentido y durante algún tiempo, según la relación de los demás cuerpos con el suyo (Leibniz, 1986: 99). Cuando tomo una decisión valiente y meditada soy espon­ táneo, pero igualmente lo soy cuando cedo a un chantaje y tam­ bién si caigo en el vado arrastrado por la gravedad. Las hormi­ gas que corren en filas interminables son espontáneas, y las ruedas que giran engranadas dentro de un motor no lo son menos. La espontaneidad universal es también la determinación de todas las cosas, y por eso nadie ha defendido una interpretación de la libertad más alejada del indeterm inism o que Leibniz. En Des­ cartes había dos clases de sustancias finitas, de las cuales a una le correspondía ser determinada desde el exterior y a otra determi­ narse desde sí. En Spinoza no hay más que una sola sustancia, de manera que la distinción entre autodeterminación y heterodeterminación, entre lo interior y lo exterior, deja de tener senti­ do y la libertad se identifica con la necesidad. Leibniz mantiene la pluralidad de sustancias, pero dentro del orden creado lo úni­ co real es su dimensión interior: la exterioridad es pura ficción, mera apariencia (aunque no arbitraria). Esto permite recobrar la identidad genérica de todas las sustancias, pero las convierte en seres ensimismados que sólo pueden extraer la determinación y el conocimiento de principios inmanentes. Por esta razón, cada sustancia es un mundo separado y sólo sigue formando parte del universo porque refleja en su interior a todas las restantes, y con ellas evoluciona en consonancia, según establece la arm onía pre­ establecida. Pampsiquismo, mónadas, armonía preestablecida... M i expe­ riencia como profesor es que cuando se explica todo eso a los estu­ diantes suele sonarles a pura fantasía, a una inasequible música celestial. Es difícil conseguir que se lo tomen en serio. Algo pare­ cido le ocurría a Voltaire, que confesó en Elfilósofo ignorante “no haber comprendido absolutamente nada de aquellas admirables ideas” (Voltaire, 1961: 887). Existe, pues, la tendencia a ver en ellas las elucubraciones de una mente especulativa que ha perdi­ do contacto con la realidad. Se olvida que Leibniz no es un teó­

Los filósofos y ¡a libertad

rico puro, ni como Descartes un rentista amante de la soledad, ni como Spinoza un hombre entregado a sus proyectos teóricos arropado por un reducido círculo de íntimos. Es un jurista, un diplom ático y un cortesano que tiene que ganarse la vida día a día, que dialoga con príncipes, eclesiásticos, funcionarios y eru­ ditos, que sabe por experiencia lo difícil que es aunar voluntades y llevar a la práctica los proyectos mejor pergeñados. Si hay un filósofo que a p rio ri quepa suponer con los pies pegados a la tierra, ése es Leibniz. Por otro lado, la presunta inve­ rosimilitud de sus ideas no ha impedido que proyecte una som­ bra muy alargada sobre gran número de asuntos cruciales. Tal es el caso del problema de la libertad. Sin pretender reivindicar la validez de la metafísica leibniziana, es preciso advertir que incluye una tesis crucial: ni el espacio ni el tiempo son cosas rea­ les, sino fenoménicas: “El espacio, lejos de ser una substancia, ni siquiera es un ente. Es un orden entre coexistencias, al igual que el tiempo es un orden entre existencias que no se dan jun­ tas” (Leibniz, 1960: III, 622). Por bien fundadas que estén las apariencias en que se resuel­ ven espacio y tiempo, para pensar en profundidad el concepto de libertad -y juzgar acerca de su existencia o inexistencia-, es indis­ pensable trascenderlas y centrarse en lo que constituye su raíz y fundamento. Sin embargo, ¿cómo proyectar la libertad más allá del tiempo mismo? Al fin y al cabo, ¿consiste en otra cosa que de­ cidir antes de actuar, que fraguar el futuro desde el presente? La libertad proviene de una convicción que adquirimos al hilo de nuestras vivencias, cuando nos sentimos gestores de nuestra bio­ grafía, protagonistas de lo que nos pasa. Si el tiempo mismo resul­ ta ser algo secundario, derivado, la libertad amenaza con hacerse demasiado remota y diluirse en el aire como un espejismo. No obstante, Leibniz nunca se arredra ante las dificultades y en esta ocasión menos que nunca. Se empeña en desarrollar una teoría de la libertad capaz de sobrevivir al horizonte de su manifesta­ ción. Para ello, lo primero que hace es descontaminarla de tem­ poralidad. ¿Cómo lograrlo? N o es tan difícil: una vida humana se vuelve ajena al tiempo no cuando ya ha acabado de transcu­ rrir, sino cuando ¡a pensamos como totalidad* lo cual equivale sim­ plemente a considerarla en su integridad. Toda la diferencia radi­

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ca en utilizar el verbo “concluir” en participio pasado. Cuando, por ejemplo, un biógrafo incluye en su trabajo alusiones explí­ citas a los años transcurridos desde la muerte del biografiado, las fuentes actualmente disponibles, las interpretaciones en boga, la proyección de la vida que recrea en el presente, etc., se coloca a sí mismo en la posterioridad, asume que su totalización también es temporal, y por tanto incompleta, revisable. Pero si encontra­ mos una crónica anónima con una relación impersonal que hace imposible ubicar al autor, lugar y momento de su redacción, podría sospecharse que ha sido escrita desde la absoluta objetividad de lo eterno. Por supuesto que nadie puede pretender hacerlo sin traicionarse de un modo u otro (al fin y al cabo, el mismo len­ guaje es algo histórico). A pesar de todo, no deja de tener validez como hipótesis, como idea reguladora a la que tratamos a veces de aproximarnos diciendo que hemos intentado asumir la pers­ pectiva de un extraterrestre recién desembarcado en el planeta, o ver los hechos tal como se verán dentro de un millón de años, etc. Un metafísico puede muy bien conjeturar cómo verá las cosas Dios, o un yo puro de exquisita imparcialidad y perfecto conoci­ miento. Al fin y al cabo, las cosas suceden como suceden y somos muy capaces de distinguir entre dos versiones del mismo hecho diferencias de verismo y objetividad. Lo incompleto es el co­ nocimiento, la realidad misma siempre define hasta el último detalle, el más tenue matiz, la más nimia compostura. Por lo menos, ésa es la presunción de los que se dedican a reconstruir el pasado, los cuales nunca echan la culpa de sus fracasos al pasado mismo, “que no habría terminado de ocurrir del todo” . “Acaba­ do” y “perfecto” son sinónimos en el sentido más profundo de ambos vocablos. Por consiguiente, determinación e indeterminación tienen que ver con la libertad única y exclusivamente cuando ésta per­ manece confinada en la temporalidad. El pasado siempre está perfectamente determinado. Se debate sobre si el futuro también lo está ahora mismo, mientras aún no ha transcurrido, cuando todavía pertenece al porvenir. El paso del tiempo se resuelve en la determinación de lo indeterminado (si somos indeterminis­ tas) o (de lo contrarío) en la manifestación de las determinacio­ nes que ya estaban implícitas en las precondiciones actuantes.

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La cuestión es relevante para el estudio de la libertad temporal o fenoménica. N o lo es si pretendemos dilucidar la libertad trans­ temporal o nouménica. Y la reflexión de Leibniz se mueve en este terreno. Piensa que no es en el día a día donde de modo pri­ mario y exduyente encontraremos nuestra libertad, porque ni siquiera la libertad divina sufre el destierro de la temporalidad. Muy al contrario: Leibniz la encuentra por excelencia en un acto de deliberación y decisión situado “fuera” mejor que “antes” de la creación. En realidad, la metáfora espacial no es mucho mejor que la temporal; por eso sería preferible decir “aparte” de la crea­ ción, si no fuera porque entonces sólo se sugeriría que la libertad de Dios se ubica de otro modo y no que además principia tanto lo temporal como lo espacial. La carta que escribe al Landgrave de Hessen el 12 de abril de 1686 explica todo esto con detalle (Leibniz, 1946: 15-22). Sería inexacto afirmar que Leibniz saca la libertad fuera del tiempo para esconderla en secretos recintos ontológicos que sólo un metafísico es capaz de concebir, pero sí es cierto que eclipsa la parte de ella que solemos asociar a la idea de disponibilidad arbi­ traria. Por eso no vacila en sostener una física determinista. Se suele considerar a Laplace como el abanderado del fatalismo mecá­ nico, pero la tesis del “demonio” omnisciente, que éste formula en 1814, ya ha sido adelantada por Leibniz en 1695: De esto se desprende entonces que todo acaece matemá­ ticamente, esto es, infaliblemente, en todo el ancho mundo, de suerte que, si alguien pudiese tener una percepción sufi­ ciente de las partes inferiores de las cosas y tuviese bastante memoria y entendimiento para captar todas las circunstan­ cias y tenerlas en cuenta, sería un profeta y vería lo futuro en lo presente, como en un espejo (Leibniz, 1990: 14). En puridad, y dado que cada mónada refleja el estado de las restantes, ni siquiera sería necesario definir el estado de todo el universo en un momento dado; bastaría conocer a fondo una sola de sus partes. Leibniz sostiene que esto en absoluto afecta a la libertad, lo único que excluye es la im provisación. Es erróneo llamar libre a un ser que no tiene ni idea de lo que va a decidir al minuto siguiente, y no digamos si tiene a gala tomar sus decisio­

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nes pura y simplemente porque sí. Tal proceder será en todo caso apropiado para una lotería cuyos resultados no sólo sean impre­ vistos, sino objetivamente imprevisibles. Libertad e indiferencia son términos que en Leibniz se excluyen, y por eso sitúa aquélla en el polo opuesto del azar: En definitiva, no se alcanza a comprender en qué consis­ te la perfección de la indiferencia pura, cuando, por el con­ trario, nada existe más imperfecto; esta entelequia tornaría inútiles la ciencia y la bondad, reduciéndolo todo al azar, sin dejar ningún resquicio para adoptar regla o medida alguna (Leibniz, 1990: 152). Ni siquiera Dios posee el dudoso privilegio de determinarse a partir de cero. Obrar sin motivo o razón es algo más que imprac­ ticable; es absurdo y contradictorio: Si Dios dijera: quiero que esta balanza, puesta en equi­ librio, se incline hacia algún lado, mas con ello no quiero que, pese a todo, haya alguna razón por la cual se incline hacia un lado más bien que hacia el otro; Dios decretaría cosas que se obstaculizarían mutuamente, porque no pue­ de haber algo que acontezca sin una causa a partir de la cual sea posible comprender por qué ha tenido lugar en vez de lo contrario. Y tal es la suposición de aquellos que intro­ ducen la indiferencia de equilibrio en la voluntad, como si Dios hubiera querido dos cosas a la vez, una voluntad com­ pletamente indiferente hacia cada una de las dos cosas y, no obstante, también autodeterminante (Leibniz, 1990:

115) . Al igual que todo razonamiento parte de unas premisas, los actos de la voluntad también se efectúan en virtud de unos pre­ supuestos que en cierto modo le son ajenos. Por eso no es ella el asiento o sede principal de la libertad. Leibniz rechaza con vigor el voluntarismo cartesiano: “querer ex nihilo" es un supuesto que guarda paralelismo con el de “razonar a partir de nada”: ¿cómo podríamos inferir si no estamos en posesión de alguna primera verdad que sirva para cebar la bomba del raciocinio? Análoga­

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mente, la voluntad no quiere por querer, quiere el bien, y necesi­ ta que algo se le presente como bueno para quererlo. Con todas estas consideraciones hemos vuelto a caer dentro de la esfera de lo temporal que se suponía habíamos abandonado. Habría que indicar cómo puede ser pensada la libertad en una dimensión tan ultramundana. El rodeo que acabamos de dar, sin embargo, no es inútil, porque ha sacado a relucir la verdad y el bien, dos nociones trascendentales que en la filosofía de Platón constituyen ideas eternas e inteligibles. Algo así debería ser la sus­ tancia nouménicamente libre. Leibniz tiene un modelo para con­ cebirla (Brunschvicg, 1972: 219-229). Se trata de la noción mate­ mática de junción, concepto que ha contribuido como pocos a forjar y término que ha introducido ¿1 mismo en 1698, de la mano de su discípulo Johann Bernoulli (Russo, 1966: 568). La (unción establece una dependencia regular entre dos magnitudes, de modo que la variación de una de ellas determina un cambio en la otra. Si escribo, por ejemplo, y = 2x + 1, sé que cuando x es igual a 1, y será igual a 3; cuando x vale 2, y valdrá 5, etc. Desde otro pun­ to de vista, la (unción equivale a una ecuación, a un signo de igual­ dad, y lo que hace es expresar la identidad de dos expresiones sólo en apariencia diversas. Precisamente esa identidad es el funda­ mento de la dependencia funcional: y tiene que ser 5 para que, al poner un 2 en lugar de la x, las dos partes de la ecuación adquie­ ran igual valor numérico. Filosóficamente considerada, la (unción asegura que algo idéntico se conserva en dos series -en principio infinitas- de valores cambiantes. Sin apurar mucho la metáfora, resulta que la relación que existe entre las dos series, o sea, la (un­ ción que las conecta, guarda cierta semejanza con la inalterable identidad de una sustancia a lo largo de las modificaciones que experimenta. No hay modo más eficaz de llevar la diversidad a la unidad: es una unidad formal que se despliega en cambios poten­ cialmente interminables. A su vez, una determinada función puede ser considerada como la concreción individual de una familia de formas empa­ rentadas, es decir, de una (unción de funciones (en el ejemplo ofrecido, las funciones y = 2x + 2, y = 2x + 3... o, en general: y = 2x + b). Con un solo golpe de intuición se puede captar la unidad de la sustancia y la del universo a través de una noción

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matemática, una “idea platónica” que trasciende el espacio y el tiempo: Pues la simplicidad de la sustancia no impide la multi­ plicidad de las modificaciones que deben reunirse en esta mis­ ma sustancia simple, y deben consistir en la variedad de rela­ ciones con las cosas que están fuera (Leibniz, 1960: VI, 598). Por la noción de la sustancia o del ser completo en gene­ ral, que muestra que su estado presente es siempre una con­ secuencia natural de su estado precedente, se sigue que la naturaleza de cada sustancia singular y, por consiguiente, de toda alma, consiste en expresar el universo, y que ha sido creada desde el principio de tal suerte, que en virtud de las propias leyes de su naturaleza tiene que concordar con lo que sucede en sus cuerpos, y particularmente con lo que sucede en el suyo (Leibniz, 1946: 128). Lo malo de las formas platónicas, tal como solemos conce­ birlas, es que son estáticas e incapaces de representar el dinamis­ mo de un ser libre. No olvidemos que Leibniz ha definido la liber­ tad en términos de espontaneidad. La función es una entidad matemática que puede simbolizar la síntesis de multiplicidad y unidad (de tiempo y de trans-tiempo) que se da en las sustancias, pero nada más. Hace falta añadir a esta formalidad el impulso que permite extraer de ella toda la corte de consecuencias que un despliegue espacio-temporal implica. Leibniz encuentra este com­ plemento en la fuerza, y convierte una versión metafísica de este concepto mecánico en la otra clave para interpretar la sustancia y hacer concebible la libertad nouménica (Gueroult, 1967): por fuerza o potencia [...] entiendo un medio entre el poder y la acción, que envuelve un esfuerzo, un acto, una entelequia, pues la fuerza pasa por sí misma a la acción en tanto nada se lo impida. Por esta razón la considero constitutiva de la sustancia, siendo el principio de la acción, a la cual carac­ teriza (Leibniz, 1960: IV, 472). Com o una fórmula que mágicamente se despliega con plena autonomía y a la vez en sintonía con miríadas de fórmulas gené­

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ticamente emparentadas, el universo leibniziano evoluciona sin estorbar la espontaneidad esencial de sus habitantes. Quizá sea un error suponer que Leibniz sacó de la realidad los vínculos que unen a las sustancias, otorgándoles el estatuto de mera apa­ riencia, con el fin de asegurar la independencia mutua de las sus­ tancias y “salvar” de ese modo la libertad. Es más probable que no encontrara otra alternativa más plausible para “pensar” un mundo en que el tiempo no es sustrato sino fachada, y en el que las sustancias se someten al principio único del que surgen en una instancia ajena al curso de sus determinaciones, esto es, no como efectos producidos por una causa eficiente, sino como variacio­ nes de un tema único que explicitan y enriquecen. A quienes le acusan de crear una ontología artificiosa e improbable, como Foucher, contesta Leibniz que el sistema de la armonía preestableci­ da “se sigue de mi sentimiento de la unidad, pues en ella todo está entrelazado”, y que lejos de atribuir a Dios una creación dema­ siado alambicada “es una cosa admirablemente bella en sí misma y digna de su Autor” (Leibniz, 1960: IV, 494). La sensibilidad contemporánea tiende a prestar escaso crédito a tales asevera­ ciones, pero después de la crítica hecha por Hume a la causali­ dad tampoco es fácil ver cómo se influyen físicamente dos cosas que se dejan concebir por separado. La correspondencia mera­ mente formal que postula Leibniz es una opción que no se pue­ de descartar a priori: al fin y al cabo el filósofo alemán se limita a dar carta de naturaleza al tipo de conexiones establecidas por las leyes físico-matemáticas, que siguen siendo el instrumento por excelencia de las ciencias empíricas. Aceptemos, pues, que Leibniz ha conseguido como mínimo diseñar un modelo de universo en el que la espontaneidad de las sustancias queda preservada sin que ello arruine la unidad del conjunto. ¿Logra así ofrecer un diseño creíble de libertad finita? Todavía no, porque recordemos que a su juicio: “La libertad cons­ tituye una espontaneidad ligada a la inteligencia” (Leibniz, 1990: 207). Para ser libre no basta ser espontáneo; además hay que ser inteligente. Si el primer atributo se extiende por doquier, el segun­ do es mucho más restringido. La inteligencia, dice en otro pasa­ je, “es como el alma de la libertad” (Leibniz, 1960: VI, 288). ¿En qué consiste dicha cualidad? La respuesta, por una parte, es que 6o

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equivale al ejercicio de la razón, el cual se manifiesta en el cono­ cimiento distinto: UE1 conocimiento distinto o inteligencia tiene lugar en el verdadero uso de la Razón” (Leibniz, 1960: VI, 288). Por otra parte, está unida a la reflexión: "... las inteligencias, o almas capaces de reflexión y de conocimiento de las verdades eter­ nas y de Dios...” (Leibniz, 1960: II, 136). He aquí un importante punto de contacto con Descartes, porque si el francés hace de la consciencia el signo defínitorio de la sustancia pensante, asiento de la libertad, el alemán iguala el sentimiento reflexivo interno con la consciencia (Leibniz, 1960: VI, 151) y sostiene que de la reflexión nacen las verdades universales y necesarias (Leibniz, 1960: III, 339). De manera que, si todas las sustancias perciben, sólo unas cuantas reflexionan, lo que las vuelve inteligentes y, por ello, libres. Ahora bien, ¿qué añade la inteligencia, consciencia, reflexión... a la espontaneidad para otorgar cumplimiento a la libertad? Sería decepcionante saber que tan sólo se trata de una cuestión de perfección o dignidad, porque entonces la libertad no pasaría de ser un privilegio que se otorga por merecimientos que nada tienen que ver con su consecución y ejercicio. Leibniz no ha dicho que la libertad sea la recompensa que se da a los seres que además de espontáneos son inteligentes, sino algo que posee el sujeto de esos dos atributos en virtud de ellos mismos. Se entien­ de que la libertad presuponga espontaneidad, por cuanto es fuen­ te de determinación. ¿También inteligencia? En el § 30 de la M onadologia Leibniz traza una línea que une sin interrupciones el conocimiento con la reflexión, la reflexión con el yo, y el yo con el conocimiento otra vez: Por el conocimiento de las verdades necesarias y sus abs­ tracciones nos elevamos, asimismo, a los Actos reflexivos, en virtud de los cuales pensamos en eso que se llama Yo, y con­ sideramos que hay en nosotros esto o aquello (...]. Y estos Actos reflexivos nos proporcionan los principales objetos de nuestros razonamientos (Leibniz, 2001: 113-114). Hay, pues, un círculo que se cierra, y dentro de este bucle se encuentra el secreto de la libertad. Ya vimos en el capítulo dedi­ cado a Descartes que la consciencia no sólo constituye para ese 6i

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autor la esencia del pensamiento: también permite que la sus­ tancia pensante defina un espacio interior y se posea a sí misma, frente a la alienada exterioridad de la sustancia extensa. Leibniz no está lejos de atribuir a la reflexión inteligente de las mónadas anímicas la misma aptitud para efectuar un acto de apropiación de sí. En primer lugar explica la aparición del yo, la subjetividad, que va a ser el sujeto de la atribución en juego. Pero hay una segun­ da razón, y aquí Leibniz vuelve a separarse de Descartes. En su caso el problema no es constituir una interioridad para la sus­ tancia, ya que todas las mónadas la poseen por definición. La difi­ cultad es más bien la inversa: ¿cómo evitar que esa dimensión interna se convierta en una prisión en la que el sujeto quede ence­ rrado y privado de acceso a una foraneidad sin la que no tendría sentido hablar de señorío? Sabemos que las mónadas no tienen ventanas, lo que no obsta para que cada una de ellas perciba de algún modo el resto del universo, y más distintamente las móna­ das que más de cerca le tocan, dando lugar al compuesto que lla­ mamos cuerpo. Pero sin consciencia la percepción es confusa y pasiva, no puede romper el círculo del horizonte cósmico en el que está inmersa. En cambio, la reflexión le permite abarcar la totalidad de lo creado y abrirse, en un segundo acto de trascen­ dencia, a la consideración de Dios: las Almas en general son espejos vivientes o imágenes del uni­ verso de las criaturas, pero [...] los Espíritus son, además, imágenes de la Divinidad misma o del Autor mismo de la naturaleza, capaces de conocer el Sistema del universo y de imitar algo de él por medio de muestras arquitectónicas, sien­ do cada Espíritu como una pequeña Divinidad en su ámbi­ to (Leibniz, 2001: 131). Reza el adagio: querer es poder. Leibniz afirma más bien que saber es poder. Sólo quien sabe de Dios puede imitarle y de algún modo ser como Él. La inteligencia nos da el saber de nosotros mismos y de quien nos ha creado. También nos brinda el poder de hacer nuestro todo lo que nos concierne. Así nos hace libres. Leibniz ironiza al glosar los apuros de Descartes para abrir un hueco a la libertad en el mundo físico: "... Al creer que el alma 62

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no podía dotar de fuerza al cuerpo, le concedía, cuando menos, cierta dirección” (Leibniz, 1990: 147). Él se niega a ubicarla ahí, en el plano fenoménico, y no porque la libertad nada tenga que ver con los fenómenos, sino porque tiene que ver con todos elfos, con la raíz metafísica de su unidad y armonía. Bien es cierto que la solidaridad monolítica del universo hace que todo ten­ ga que ver con todo, pero ciertas partes intervienen en el con­ cierto cósmico de un m odo oscuro, confuso, pasivo, al igual que la rueda dentada de un mecanismo cumple a ciegas su indis­ pensable función. La mente del relojero, en cambio, sabe el por­ qué de sus maniobras. M ejor dicho: sabe el p ara qué. Leibniz sostiene que eficiencia y finalidad no refieren a dos clases diver­ sas de causas, sino a un mismo y único tipo de determinación avi­ zorado bien desde una perspectiva incapaz de superar la inme­ diatez, o bien desde una cabal visión de conjunto que abarca la totalidad del proceso, anticipa fines y dispone medios: ¿Excluye la libertad la ley del orden? ¿No obra siempre Dios siguiendo tal ley? Las percepciones confusas están regla­ das como las leyes de los movimientos que representan: los movimientos de los cuerpos se explican mediante las causas eficientes; pero en las percepciones distintas del alma, en la que hay libertad, aparecen en cambio las causas finales. Sin embargo, hay tanto orden en una de estas series como en el otro (Leibniz, 1960: IV, 592). La solución de Leibniz tiene algo de salomónica, con todas sus ventajas e inconvenientes. Unas y otros serán concienzuda­ mente acentuados por Kant. Ponerse en el punto de vista de Dios - o tratar de hacerlo- otorga al pensamiento cierta omnipotencia explicativa. Mejor dicho, parece como si se la diera. Al retrotraer la libertad hasta las raíces metafísicas más hondas del agente se remueven muchos obstáculos. Deja de tener sentido, por ejem­ plo, elucubrar sobre si es la ley natural o el yo mismo lo que rige los movimientos del cuerpo, porque de alguna manera las leyes naturales que regulan los movimientos de m i cuerpo no son ajenas a m i mismo: parte de mi libertad consiste en reivindicarlas como propias. Tampoco inquieta la pregunta de si Dios no está fijan­

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do con su presciencia y poder mi destino y con él mi libertad: Dios no ha elegido lo que vaya a hacer con mi libertad, sino que me ha elegulo a m i, con todas mis libres determinaciones. Conci­ liar la libertad divina y humana no tiene para Leibniz otro mis­ terio que éste: averiguar si Dios se interpone entre el yo y sus accio­ nes, o bien si incide sobre ambos a la vez, porque el yo no es otra cosa que la totalización no temporal (no meramente biográfica) de sus acciones. Decidir si una sustancia finita es o no libre se reduce a aclarar si las determinaciones que sintetiza son o no suyas, esto es, si son percibidas por ella de un modo inteligente, cons­ ciente, o meramente pasivo y confuso. En Descartes, la libertad significaba ante todo autodeterm inación; en Leibniz, autoidentificación. En ambos casos lo esencial es un acto de apropiación, pero así como según Descartes el sujeto debe apropiarse de sus decisiones y de ciertos movimientos corpóreos, Leibniz enfatiza la apropiación por parte del sujeto de su identidad; lo demás vie­ ne dado por añadidura. Para ambos la consciencia es el medio por antonomasia para tomar posesión de algo; pero para el fran­ cés el sujeto libre, porque pensante, es dueño de sí mismo por esencia, y sólo tiene que pelear por dominar sus decisiones y los movimientos de la materia que las traducen. Es lógico que sea la voluntad la que lleve el peso de la libertad. Por su pane, el alemán cuenta con que la esencia de toda sustancia implica la imposibi­ lidad de que se le arrebaten sus determinaciones, dada la inexis­ tencia de conexiones reales externas. Pero sí cabe que toda la cor­ te de atribuciones que le competen no salga del anonimato: es lo que ocurre cuando no hay una mente consciente que se haga car­ go distinta -y por tanto activamente- de ellas. Como era de espe­ rar, el entendimiento se transforma entonces en la facultad que materializa la libertad. Desde el punto de vista cartesiano, no hay alma que no sea consciente, que no entienda; desde el leibniziano, no hay sustancia privada de fuerza primitiva y por tan­ to que no quiera. El milagro de la libertad surge en un caso cuan­ do, además de entender, se quiere; en el otro, cuando además de querer, se entiende. El sistema de la armonía preestablecida, en definitiva, resuel­ ve con un solo ademán el problema de las relaciones entre natu­ raleza y libertad, así como entre la libertad finita y Dios. Deda64

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ra que codos tienen razón, que las causas mecánicas no están en conflicto con los principios teleológicos, que tanto Dios como los sujetos fínicos son dueños de las decisiones que éstos toman, que el cuerpo afecta y no afecta al alma, al tiempo que es afecta­ do y no es afectado por ella. La resistencia a aceptar una solución tan óptima proviene, aparte de la desconfianza que suscita su pro­ pia perfección, de que nada nos contraría tanto como el hecho de que se nos dé la razón sin quitársela al rival. Por otro lado, sería injusto calificar de simplista la teoría leibniziana de la libertad, y hacer de ella una hojilla seca, rápidamente inflamada por la excesiva proximidad que guarda con respecto a la omnipotencia y presciencia divinas. Aunque no haya escrito un tratado sistemático sobre el tema, Leibniz es uno de los que mejor ha profundizado en la relación que guarda con la dialécti­ ca entendimiento-voluntad. Es lo que le ha llevado a descubrir el laberinto de la libertad y a compararlo con el del continuo: En efecto, existen dos laberintos para la mente humana, uno se refiere a la composición del continuo; otro, a la natu­ raleza de la libertad, pero ambos tienen su origen en la fuen­ te común del infinito (Leibniz, 1990: 99). ¿Qué tiene que ver la libertad con el infinito? Si uno no quie­ re complicarse la vida, dirá que es libre quien es dueño de sus actos, y punto. Y así es, pero para comprar esta sencillez hay que renunciar a penetrar en la intimidad del sujeto libre, que se con­ vierte a todos los efectos en una caja negra: no se sabe qué pasa cuando entran en ella inputs y luego salen outputs troquelados con el marchamo de lo libérrimo. Todos los deterministas de la his­ toria pretenden desatornillar la tapa para mostrar el fraude: den­ tro de la caja no hay más que ruedas dentadas, como en cualquier otra caja. Los defensores de la libertad batallan para demostrar por qué no debe ser violentada la intimidad del receptáculo y por qué se arruina irremediablemente algo esencial cuando es abier­ to. Leibniz piensa que de todos modos hay que destapar, no la caja del cerebro, que sólo es un confuso complejo de innumera­ bles partes, sino el compartimento estanco -sin ventanas- de la mónada consciente, la que esconde el enigma de los enigmas. Lo

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hace y ¿qué encuentra? El infinito. ¿Qué infinito? A primera vis­ ta, ninguno: contiene una facultad de conocer y además otra de apetecer. Los teóricos acostumbran a desdoblarlas en diversos niveles y subniveles, distinguiendo fuentes y funciones imbrica­ das de muy diversa manera. Leibniz prefiere aplicar la ley de con­ tinuidad y admite que en ella se dan todas las gradaciones per­ ceptivas y volitivas, sin romper la identidad de ambos tipos de vivencias anímicas. Ahora bien: ¿en cuál de las dos facultades se actualiza propiamente la libertad? Antes dije que en el entendi­ miento; ahora tendré que matizarlo. De lo que no hay duda es de que la voluntad sola no puede hacer mucho, a no ser que se nos desdoble en infinitas voluntades: Mantengo, pues, que la libertad de querer todo cuanto se querría es una cosa imposible. De ser posible, se extendería hasta el infinito; por ejemplo, si me preguntara “por qué quiero” y respondiera “porque quiero querer”, sería igual­ mente legítimo cuestionar la razón de esta segunda volun­ tad y, si yo recurriera siempre a una nueva voluntad de que­ rer, la cosa no tendría término, de modo que se precisaría un número infinito de voluntades de querer como precedentes de la voluntad de actuar, o bien debería llegarse por fin a una razón del querer que no fuera tomada de la voluntad, sino del entendimiento; puesto que no queremos porque quera­ mos querer, sino porque nuestra condición natural es que­ rer aquello que consideramos lo mejor. Y esta consideración no proviene de nuestra voluntad, sino de la naturaleza de las cosas o del asiento de nuestro espíritu. Todo cuanto pode­ mos hacer a este respecto es servirnos de todos los medios convenientes para pensar bien, a fin de que las cosas se nos presenten de acuerdo con su naturaleza antes que conforme a nuestros prejuicios (Leibniz, 1990: 111-112). Schopenhauer y otros muchos incidirán en la misma parado­ ja. El querer libre es reflexivo, vuelve sobre sí una y otra vez, en un círculo que unos juzgan vicioso y otros virtuoso. No tiene senti­ do, se dice por un lado, pretender que la decisión pretendidamente libre albergue, como muñecas rusas, un prodigioso conejo de ina­ cabables reafirmaciones. En efecto, se responde por el otro, pero la dialéctica del “querer-querer" no precisa ser actualizada más que 66

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en la medida que convenga para desbaratar la pretensión de cual­ quier otro aspirante a ponerse “detrás” de la decisión. Cuantas veces sea necesario, la voluntad libre reafirmará que nadie puede usurpar su querer, que es muy capaz de ponerse a la espalda de lo que quiera ponerse detrás de ella. ¿Cuántas veces? Todas las que haga falta, “hasta el infinito” si es preciso. A primera vista, Leib­ niz no atiende a estas razones, pero veremos que el asunto es más complejo de lo que parece. En cualquier caso, la imposibilidad de un querer puro, desligado de toda otra consideración, afecta tan­ to a la mente de Dios como a la de los hombres o a cualesquiera otras mentes creadas. Afecta en general a toda actividad anímica, y en ello estriba el rechazo explícito de la libertad de indiferencia: La libertad ha de ser explicada enraizándola en la natura­ leza de la mente, ya que únicamente las mentes son libres. Por consiguiente, no cabe situar su razón formal en la indiferencia absoluta, la cual no posee nada en común con la mente; pues la indiferencia absoluta, de ser posible, ni siquiera se corres­ pondería con la mente más que con cualquier otra cosa. Luego la rafe de la libertad se encuentra en aquello que la mente elige no por razones de necesidad, sino por razones verdaderas o apa­ rentes de bondad por las cuales se inclina (Leibniz, 1990: 119). El nombre apropiado para la indiferencia absoluta es “azar”: ausencia de discriminación, total neutralidad ante las alternati­ vas que se presentan. Esto es lo que le pasa a la voluntad cuando se cortan los lazos que la unen al entendimiento. Ambas faculta­ des se polarizan en torno al objeto, mas cuando pretenden girar sobre sí mismas se corrompen y desnaturalizan; no saben querer o no quieren saber. Por otro lado, para “salir de sí” precisan una de otra, no tienen más remedio que entrar en simbiosis, trabajar juntas. Aislada, la voluntad ni siquiera tiene la posibilidad de ser informada por el entendimiento. La paradoja del “querer-querer” se convierte en mera contradicción, si en las entretelas de la volun­ tad no surge una forma sutil de su facultad complementaria: Si la voluntad debe juzgar, o tomar en consideración las razones y las inclinaciones que le presentan tanto el entendi­ miento como los sentidos, precisará de algún otro enten­

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dimiento sito en ella misma, a fin de comprender cuanto se le presenta. Lo cierto es que el alma o la sustancia pensante entiende las razones y siente las inclinaciones, determinán­ dose a especificar la acción en función de la prevalencía de las representaciones que modifican su fuerza activa (Leíbníz, 1990: 146-147). Estaríamos ante una suerte de entendimiento bomuncular, un entendimiento que entiende lo que el entendimiento presenta. La inevitable consecuencia es exigir un tercer entendimiento, y un cuarto: otra vez el infinito. Leibniz propone postergar la facultad volitiva, siempre propensa a dejarse embaucar por las pulsiones del apetito, y otorgar la prioridad a la facultad representativa, cuya voca­ ción natural la enfoca en una dirección mucho más prometedora: Así, concluyo que la verdadera libertad consiste en esa capa­ cidad nuestra de razonar morosamente sobre las cosas y de actuar de acuerdo con lo que hayamos juzgado como lo mejor. Sólo ostentaremos un Ubre albedrío en cuanto nos sirvamos de la razón en aquellas cosas que no excedan nuestrasfuerzas; ahora bien, como nuestros razonamientos guardan una relación con los movimientos del cuerpo, mudables al albur de las impresiones exteriores, sucede con frecuencia que hallazgos inopinados, grandes pasiones, prejuicios y costumbres inveteradas, fuerte­ mente arraigados en el cerebro, así como ciertas enfermedades, nos hacen querer y actuar antes de que hayamos razonado. Y, en consecuencia, nuestro libre albedrío se halla entreverado con alguna servidumbre. Pero cuanto más se acostumbre un hom­ bre a no precipitarse, tanto más libre será (Leibniz, 1990: 113). Com o buen jurista, Leibniz pide tiempo para considerar y reconsiderar la evidencia disponible. Mas, si se lleva el plantea­ miento a sus últimas consecuencias, habría que llegar a la con­ clusión de que una más prolongada deliberación hará tanto más libre al que la efectúa, y el sumum de libertad corresponderá al que sumido en cavilaciones nunca llega a tomar una resolución. N o es tan difícil reformular en clave intelectualista las mismas objeciones que Leibniz ha dirigido contra el voluntarismo. ¿Quién decide que el trabajo del entendimiento ha llegado a su punto conclusivo? Sólo podrá hacerlo el entendimiento si dentro de él 68

Entender la libertad: Leibitiz

hay escondida una suerte de voluntad que quiere cuando debe querer. Y así sucesivamente. Cualquier análisis de la libertad en términos de entendimiento y voluntad es a la larga frustrante. La causa es que por encima de consciencia y espontaneidad, el agente libre necesita poseer una unidad a prueba de rupturas y desmembramientos. De otro modo acaba por convertirse sin remedio en un artefacto, que es algo radicalmente incompatible con la libertad. Ésta debe ser atribui­ da directamente al primer principio unificante del sujeto libre, y el debate se transforma en una discusión acerca de si el entendi­ miento está más cerca de él que la voluntad o viceversa. Discu­ sión penosa, porque la nitidez de los conceptos de entendimien­ to y voluntad está en proporción directa a su distanciamiento de la intimidad del sujeto. Para una facultad cualquiera, convertir­ se en sede principal de la libertad es corrosivo, porque tal pre­ rrogativa la vuelve borrosa e irreconocible: las voluntades empie­ zan a entender, los entendimientos a querer, etc. Algo de esto le pasa a Leibniz, y por eso sus nociones de “inteligencia”, “entendi­ miento” o “razón” se recubren de extrañas adherencias. No obs­ tante, todavía le queda una salida: afrontar el infinito, volverse hacia Dios, donde los conflictos irresolubles de la esfera creada se amor­ tiguan hasta desaparecer en una atmósfera de superlativos: El primer principio acerca de las Existencias estriba en este aserto: Dios quiere elegir lo máspérfido. Esta proposición no puede ser demostrada; es la primera de todas las proposi­ ciones de hecho, esto es, el origen de toda existencia contin­ gente. Da exactamente igual decir “Dios es libre” que “esta proposición es un principio indemostrable”. Pues, s¡ cupiera dar razón del primer decreto divino, eso significaría que Dios no lo ha decidido libremente. Por tanto, afirmo que esta pro­ posición no es lo más perfecto. Yo afirmo que no implica con­ tradicción sino una vez establecida la voluntad de Dios. En efecto, Dios quiere querer elegir lo más perfecto, y quiere la voluntad de querer. Y así hasta el infinito, puesto que estas reflexiones infinitas tienen lugar en Dios, mas de ninguna manera en la creatura. Por tanto, en esto consiste todo el mis­ terio, en que Dios no decidió tan sólo hacer lo más perfecto, sino que también decidió decidirlo así.

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Pues, si alguien me preguntara “¿por qué decidió Dios crear a Adán?”, responderé que “porque decidió hacer lo más perfecto”. Si a continuación me preguntas que “por qué deci­ dió hacer lo más perfecto” o “por qué quiere lo más perfec­ to” (pues ¿qué otra cosa es querer que decidir hacer?), res­ pondo que “quiso esto libremente” o “porque quiso”. Por consiguiente quiso porque quiso querer, y así hasta el infini­ to (Leibniz, 1990: 196-197). Una posible definición negativa de Dios es que es Aquél tras el C ual no hay nada. Cabe negar su existencia, pero no afirmar su “post-existencia”. Su lugar natural es el principio de todos los prin­ cipios; de ahí que su libertad nada tenga de problemática. Por ello, es frecuente que los negadores de la libertad humana se con­ suelen dándole vueltas a la libertad de Dios o del principio úni­ co que merezca su devoción. El caso de Leibniz es diferente: no se fija en ella para buscar alivio o con el fin de regodearse en un punto de alta especulación y a la vez fácilmente resoluble. Lo que busca en la libertad de Dios es una clave para desvelar la liber­ tad humana. Porque la aparición del infinito en nosotros es siem­ pre sospechosa, pero no ¡o es en absoluto en quien es infinito por definición. Por otra parte, Leibniz ha revalidado filosóficamente la doctrina cristiana de que el hombre ha sido hecho “a imagen y semejanza” de Dios. Las semejanzas son susceptibles de muchos grados, y en el presente caso debemos apuntar a la parte más baja de la escala. De todos modos, algo indica que la paradoja del “que­ rer-querer” se resuelva en Dios muy pronto: no hay en el querer divino una serie infinita de voluntades, sino que se trata de una Voluntad que se sitúa en el principio absoluto del querer, lo que la vuelve refractaria a razones ulteriores. En consecuencia, al pre­ guntar por la razón de este querer, lo único que se reduplica es la pregunta, ya que la respuesta sigue siendo siempre la misma. Dios quiere; eso es todo. La diferencia que existe entre un querer abso­ luto y un querer arbitrario, es que el querer arbitrario carece de fundamento, y el “porque sí” sólo funciona en él la primera vez. Cuando el interrogador porfía e inquiere “¿y por qué porque sí?", volver a repetir “porque sí” es manifestación palpable de cerrazón mental. En cambio, el “porque sí” de los decretos divinos no es un simple modo de hablar para disimular la inexistencia de fun­ 70

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damento; supone la constatación de que tras ese querer “no hay nada más” que buscar: es un querer que fundamenta todo lo que viene después. No obstante, tampoco hay que ver en ello la apli­ cación trivial del principio de identidad. No se trata de una ver­ dad de razón. Dios podría haber decidido otra cosa sin incurrir en contradicción. Esto lo dice Leibniz muchas veces, y vale tan­ to para la libertad divina como para cualquier otra: Incluso la libertad de querer se toma en dos sentidos dife­ rentes. Uno, cuando se opone a ella la imperfección o la escla­ vitud de espíritu, que es una coacción o apremio externo, como el que viene de las pasiones; el otro tiene lugar cuan­ do se opone a la libertad la necesidad. En el primer sentido [...] sólo Dios es perfectamente libre, y los espíritus creados sólo lo son en la medida que están por encima de las pasio­ nes; y esta libertad concierne propiamente a nuestro enten­ dimiento. Pero la libertad de espíritu, opuesta a la necesidad, concierne a la voluntad desnuda y en tanto que se distingue del entendimiento. Es lo que se llama libre arbitrio, y consis­ te en que se quiere que las más fuertes razones o impresio­ nes que el entendimiento presenta a la voluntad, no impi­ den que el acto de la voluntad sea contingente y no le dan una necesidad absoluta y por así decir metafísica. En este sen­ tido tengo la costumbre de decir que el entendimiento pue­ de determinar la voluntad, siguiendo la prevalencia de las percepciones y razones, de una manera que, aunque es cier­ ta e infalible, inclina sin necesitar (Leibniz, 1960:1, 160). Sabemos con exactitud en qué consiste la segunda forma de libertad de querer en el caso de Dios: hay infinitos mundos posi­ bles, y al elegir el mejor de todos ellos el Creador toma una deci­ sión moral, que es infalible, pero no necesaria. ¿Qué quiere decir­ se con esto? Que a p riori había otras alternativas, si se considera la cuestión en abstracto. De acuerdo. Reto la infalibilidad de la de­ terminación tomada hace que la contingencia quede relegada más al ámbito de la lógica de que al de la realidad realmente real (val­ ga la doble redundancia). Dios no podía haber obrado de otra manera, si tenemos en cuenta que D ios es bueno. Entiéndase que no se trata de que Dios sea bueno conmigo, ni con el universo, ni

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en este momento ni en el instante mismo en que surge la creación. Dios es bueno en general, con una bondad que va más allá del tiempo, del espacio e incluso de las determinaciones de su volun­ tad. La bondad es pane inseparable de su ser y es la fuente de don­ de mana su libertad, si no es su libertad misma. La libertad no es un acontecer, una incidencia, porque entonces sería fenómeno, representación, nada. Se manifiesta en decisiones y toma de pos­ turas, pero surge de más adentro, no tanto de una (acuitad, como en todo caso en una facultad, o a través de ella. Su asiento ori­ ginario esta en el ser, el ser m oral del agente. Para poder ser libre hay que ser bueno o malo. Incluso los seres que vemos nacer y morir, que crecen'y se desarrollan, no llegan a hacerse libres ni pierden la libertad según les vayan las cosas. También ellos son buenos o malos, porque también en ellos la dimensión más pro­ funda y significativa se evade del tiempo y el espacio. Habría que ahondar un poco más en las diferencias que exis­ ten entre necesidad e in falibilidad para decidir si el tratamiento que Leibniz da al problema de la libertad constituye una aporta­ ción original o simplemente ha forjado un tinglado conceptual más. Puede ayudar a decidir este punto su distinción entre ver­ dades de razón y verdades de hecho. Frente a la de razón, que es necesaria, la verdad de hecho es contingente. La necesidad se detecta en este caso mediante el análisis de las nociones involu­ cradas, que conduce tras un número finito de pasos a la eviden­ cia del principio de contradicción (Leibniz, 2001: 114-115). Pero las verdades de hecho no lo son porque si. El principio de razón suficiente prescribe que toda verdad posea su razón. Com o ésta nunca es suficientemente sólida, debe haber una razón de la razón, y así sucesivamente, en un proceso que no tiene fin. He aquí de nuevo un proceso que se dispara hacia el infinito, un análisis que no culmina y convierte en irreductibles ambos tipos de verdades. Sin embargo, Dios las conoce con idéntica certeza: tampoco existe ninguna verdad de hecho, es decir, acerca de las cosas individuales, que no dependa de una serie de razones infinitas; razón por la cual todo lo que se halla con­ tenido en esa serie sólo puede ser previsto por Dios. Ésta es también la causa de que únicamente Dios conozca a pr'tori

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las verdades contingentes y conciba la infalibilidad de las mismas de otra manera que mediante la experiencia (Leibniz, 1990: 100). El hombre conoce las cuestiones lácticas gracias a la experien­ cia. Pero Dios lo hace a priori. ¿Por qué? ¿Acaso es capaz de llevar a su término las infinitas aplicaciones del principio de razón sufi­ ciente que separan las verdades de hecho de la identidad? Pues no, porque infinito no significa una magnitud tan grande que no pue­ da ser abarcada por espíritus creados, sino lisa y llanamente una cantidad que no tiene fin. No se refiere a número alguno, sino a la propiedad de la serie numérica de no tener un último término. Por eso, el procedimiento del que Dios se rale tiene que ser otro: Sin embargo, en las verdades contingentes, aunque el predicado está incluido en el sujeto, nunca puede demos­ trarse a partir de él, ni jamás la proposición puede ser redu­ cida a una igualdad o identidad, sino que el análisis se pro­ longa hasta el infinito, pudiendo únicamente Dios ver no tamo el fin del análisis -que no existe-, sino más bien la cone­ xión que se da entre los términos o la inclusión del predica­ do en el sujeto, porque él mismo ve todo lo que está conte­ nido en la serie; por mejor decir, esta verdad misma procede, en parte, de su entendimiento y, en parte, de su voluntad, y expresa a su manera la perfección infinita de éste y la armo­ nía de toda la serie de las cosas (Leibniz, 1990: 102). La Mente divina conoce con idéntica seguridad las verda­ des de razón y las de hecho, sin que por ello dejen éstas de con­ servar su diversa índole. Leibniz cree que Dios no se enfrenta indiscriminadamente a lo libre y a lo necesario: conoce ambos con igual certeza y sin embargo respeta la naturaleza propia de cada uno: “Del mismo modo las verdades son unas veces demos­ trables o necesarias, otras libres o contingentes...” (Leibniz, 1990: 104). En el fondo, el procedimiento que tiene Dios para acercarse a las verdades fácticas y a las acciones libres, es tan peculiar que su sabiduría de ellas nada tiene que ver con un raciocinio: 73

Los filósofos y la libertad

son conocidas por él, no por medio de la demostración (lo cual implicarla una contradicción), sino a través de una visión infa­ lible. Pero en modo alguno debe concebirse esta visión divina como una especie de ciencia experimental, cual si viese en las cosas algo distinto de sí mismo, sino como un conocimiento a priori -merced a razones de las verdades-, en virtud del cual ve la cosa desde sí mismo, considerando los posibles desde su naturaleza, en tanto que a los existentes se les considera por accidente según su voluntad libre y los decretos divinos, de los cuales el primero es actuar siempre de la mejor manera posi­ ble y con la más elevada razón (Leibniz, 1990: 104-105). La deducción encadena verdades o acontecimientos. Fabricar una cadena requiere espacio para acoger sus eslabones y tiempo para albergar al que los engarza. La libertad humana no puede ser encadenada porque no se ubica en ninguno de esos dos ámbi­ tos. Otra cosa ocurre con los actos que llamamos libres, los cua­ les se insertan en el infinito laberinto de líneas causales que se pierden en los vastos horizontes del universo. Pero un conflicto real entre necesidad y libertad sólo podría darse si sólo tuviera un contingente limitado de articulaciones para vertebrarse. “Infini­ to” no es el nombre que da la medida exacta de la realidad mun­ dana: es el índice de que ésta descansa en otra dimensión que va más allá de todas las medidas. Y justamente ahí es donde Leibniz sitúa la libertad del hombre, sin que por ello sea legítimo pensar que está fuera del cosmos: está en pleno centro del mismo: nada menos que en sus mismas raíces. Se dirá tal vez que Leibniz ata la libertad humana porque la condena a consagrar infaliblemen­ te la serie de determinaciones escrita como un código genético en la esencia de cada sustancia. Pero ello equivale a plantear una vez más la aporía del huevo y la gallina. El hombre no está con­ denado de antemano a cumplir su infalible destino, ni tampoco lo está Dios a crear el mejor de los mundos posibles. Leibniz pien­ sa, al contrario, que Dios es Dios porque decide libremente cre­ ar el mejor de los mundos posibles, y el hombre es hombre por­ que quiere libremente su infalible destino. Para él, el tema de la libertad depende, más que de cómo se desarrollan las consecuen­ cias, de qué o quién determina los principios.

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3 Desterrar la libertad: Wolff

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ocos pasajes de la obra kantiana son comparables en drama­ tismo y tensión especulativa al que expone el tercer conflic­ to de las ideas trascendentales en la antinomia de la razón pura. Del modo más descarnado anuncia la incompatibilidad de la libertad del espíritu y el determinismo de los procesos naturales: Tesis: La causalidad según leyes de la naturaleza no es la única de la que pueden derivar ios fenómenos todos del mundo. Para explicar éstos nos hace falta otra causalidad por libertad. Antítesis: No hay libertad. Todo cuanto sucede en el mun­ do se desarrolla exclusivamente según leyes de la naturaleza (Kant, 1978: A 445, B 473). Kant ha sido uno de los primeros en enfrentarse con todas sus consecuencias a un problema que se venía incubando desde los inicios de la modernidad. H asta entonces, la mayor parte de los pensadores prefirieron mirar hacia otro lado, bien ponien­ do límites a la capacidad de la física para definir el curso de los acontecimientos, o bien pretendiendo que determinismo y liber­ tad no se contraponen. Incluso Hobbes, el más notorio pionero del mecanicismo antropológico, no dudó en juzgarnos libres, si bien a costa de banalizar el concepto de libertad hasta el punto de conferírsela a las piedras:

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Los filósofos y la libertad

Libertad significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales (Hobbes, 1973: 110). El filósofo prusiano no condesciende con tales añagazas. Opta por un concepto fuerte de libertad, aunque ello le acarree internarse en un callejón sin salida. Si no es posible reconocerla como un tipo irreductible de causalidad, como una fuente de determinación espontánea y autónoma, será preferible negarla; mejor renunciar a su existencia que a su idea. La intransigencia de este planteamiento define las proporciones de la ambición teórica de Kant, explica por qué lo consideramos entre los gran­ des de la historia. Y es que, como afirma en la introducción a la C rítica delJu icio , no hay más que dos clases de conceptos: los de la naturaleza y el de la libertad (Kant, 1902: V, 171). Por con­ siguiente, su incompatibilidad recíproca producirá un mundo mutilado; su mutua insolubilidad, un mundo escindido; su con­ cordancia, un mundo al mismo tiempo rico y solidario. Mucho se ha hablado de las dificultades para casar en Kant la filosofía teórica con la práctica, y estoy lejos de haber disipado mis pro­ pias dudas al respecto. Pero creo que es injusto ver en esta fisu­ ra un defecto del sistema crítico o un error estratégico de su crea­ dor. La herida interna de esta filosofía es la del mundo en que fue alumbrada, una herida que sigue abierta y que sólo podrá cerrarse recorriendo todas las veces que sea preciso el solitario camino de aquel precursor. Kant ahonda en las raíces del contencioso inmediatamente después de presentarlo. A pesar de la originalidad de su filosofía, no es hombre que reniegue de maestros o pretenda pensar al mar­ gen de tradiciones. ¿Quiénes reconoce como portavoces autori­ zados de los dos partidos en liza? Sin detallar filiaciones, deno­ mina la postura que opta por la libertad dogmatismo de la razón pura y la adscribe a los afines al intelectualismo (Kant, 1978: A 466, B 494). Por el contrario, llama empirismo a la actitud pro­ clive al primado exclusivo de la necesidad natural, la cual, afir­ ma, “no admitirá que se busque una causa (un primer ser) fuera de la naturaleza, ya que no conocemos más que ésta, que es la 76

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única que puede ofrecernos objetos e informarnos sobre sus leyes” (Kant, 1978: A 470, B 498). Cabe preguntarse si lo que Kant lla­ ma “dogmatismo de la razón” coincide con lo que convencional­ mente llamamos racionalism o, así como su “empirismo” con el empirismo de los manuales. Abona tal asimilación el hecho de que Descartes defendiera la libertad entendida como independencia de la voluntad frente a la necesidad natural, mientras que David Hume fue un convencido determinista. Sin embargo, la noción de libertad descartada por este último es tan puerilmente inve­ rosímil como puerilmente plausible era la de Hobbes. En efecto: Hume asimila sin matización alguna libertad y puro azar: De acuerdo con mis propias definiciones, la necesidad juega un papel esencial en la causalidad y, por consiguiente, como la libertad suprime la necesidad, suprime también las causas, de modo que es exactamente lo mismo que el azar (Hume, 1977:606). Por otro lado, la necesidad que excluye la libertad no es en este autor la que podemos encontrar en la naturaleza, sino la que reconocemos en nosotros mismos: “Yo no atribuyo a la libertad esa ininteligible necesidad que se supone hay en la materia. Por el contrario, atribuyo a la materia esa inteligible cualidad que has­ ta la ortodoxia más rigurosa reconoce o debe reconocer como per­ teneciente a la voluntad” (Hume, 1977: 611). Por si fuera poco, la calidad de su determinismo se muestra bien titubeante, sobre todo si pasamos del Tratado de la naturaleza hum ana a la Investi­ gación sobre el conocimiento humano (Hume, 1981: 104-127). Mucho más prometedor y digno del papel crucial que todos asignamos a Kant es identificar el dogmatismo que apadrina la libertad con la acartonada metafísica de WoifF y el empirismo prodeterminista con la pujante nueva ciencia de Newton. Sin embargo - y por desgracia para esta hipótesis-, resulta que WoifF era determinista (o al menos fue desterrado de Prusia como tal) mientras que Newton estaba muy poco convencido de que las leyes de la física no conozcan excepciones. Su fidelísimo discípu­ lo Samuel Clarke se distinguió como defensor del libertarianismo. Siempre es incómodo tratar de efectuar asignaciones dema­ 77

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siado concretas a los partidos distinguidos por Kant, cuyos jui­ cios históricos no suelen ser demasiado fidedignos. Sin ir más lejos, en el mismo pasaje de la dialéctica trascendental que esta­ mos comentando convierte en patronos de los dos partidos a Pla­ tón y Epicuro, y sostiene que según este último “no hay que acu­ dir a un modo de producción de los acontecimientos distinto de aquel que nos los presenta como determinados por leyes inmu­ tables” (Kant, 1978: A 471, B 499), lo cual tiene poco que ver con lo que realmente sostuvo el autor de la Epístola a Meneceo. Es prerrogativa de los genios sobrevivir a sus errores, de manera que los deslices no empañan la relevancia de las distinciones que pro­ ponen. La opinión dominante entre los críticos es que el dogma­ tismo de la razón corresponde en general a la pretensión de la meta­ física racionalista de imponer la presencia sustantiva de la libertad por encima o al margen de las evidencias empíricas; mientras que el empirismo recoge el espíritu de la nueva ciencia, reacio a admi­ tir la intromisión de lo suprasensible en los predios de la expe­ riencia. Es lo que piensa, entre otros, Heinz Heimsoeth, cuando afirma en su comentario a la dialéctica trascendental que Kant habría reconocido en Epicuro el mérito de adelantar la filosofía natural moderna, ceñida a la explicación rígidamente empíricomatemática de las realidades mundanas -esto es, a la investiga­ ción de las causas eficientes—y refractaria a dejarse engañar por presupuestos y explicaciones idealistas (Heimsoeth, 1967: II, 272). En su opinión “empirismo” y “naturalismo cosmológico” son sinó­ nimos en este contexto (Heimsoeth, 1967: II, 273). Aun a riesgo de resultar pertinaz, tengo que mostrar una vez más mi discrepancia. Apelaré para introducirla a otra minucia erudita: Sadik Al-Azm ha estudiado los orígenes de los argu­ mentos kantianos en las antinomias (Al-Azm, 1972), y ha encon­ trado que la contraposición dogmatismo-empirismo no sólo tie­ ne como referentes a Platón y Epicuro, sino la mucho más reciente disputa entre Leibniz y Newton, episodio en el cual el papel de empirista es atribuido por Kant a Leibniz en lugar de a Newton (Allison, 1990: 13). Podríamos empezar a sutilizar para descu­ brir los tenues matices de las conceptuaciones hermenéuticas del fundador del criticismo. Pero hay algo más importante que des­ cubrir cómo podemos deshacer una aparente paradoja. El exa­



Desterrar la libertad: Wolff

men de las relaciones entre naturaleza y libertad en Kant provo­ ca demasiadas sorpresas; la frecuencia con que los personajes apa­ recen descolocados - y las doctrinas, trastocadas-, es anómala­ mente alta. Ésta es la cuestión sobre la que quisiera llamar la atención del lector. Adelanto la respuesta a que he llegado: Kant utiliza denominaciones que inducen a confusión y por ello resuel­ ve unos problemas distintos de los que estamos acostumbrados a atribuirle. Es posible que, en este sentido, el propio Kant haya sido víctima de un autoengaño, lo cual sería indudablemente más grave, pero no me atrevo a asegurarlo, sino que sólo lo planteo como posibilidad. Dicho sinópticamente, sustento la tesis de que el creador de la filosofía crítica pensaba que el espíritu de la nueva ciencia impo­ nía la sumisión de los fenómenos a la legalidad natural, entendi­ da como un conjunto de reglas extrínsecas que determinan de modo necesario y suficiente cualquier acontecimiento. Igualmente creía que, siempre de acuerdo con el espíritu de la nueva ciencia, tal determinación es incompatible en el plano empírico con una causalidad libre (esto es, autónoma y espontánea). La tercera anti­ nomia formula los términos del conflicto y a juicio de Kant resol­ verlo implica: l.°) poner en paz la razón consigo misma; 2.°) solu­ cionar un contencioso secular entre las tradiciones intelectuales dogmático-racionalista y empirista; 3.°) hacer justicia a las legí­ timas aspiraciones de la razón en su uso práctico; 4.°) otorgar sus­ tento teórico a la moralidad y la religión; 5-°) preservar los dere­ chos exclusivos de la ciencia natural empírico-matemática en lo que se refiere al saber de los objetos. N o obstante, sus presun­ ciones estaban basadas en una falsa interpretación de los funda­ mentos epistemológicos de la nueva ciencia, porque dependía de una versión sesgada proveniente de la tradición intelectual racio­ nalista, en la que él mismo se había formado. Lejos de mediar entre científicos y metafísicos, Kant prolongó y dio fin a un deba­ te interno de estos últimos. No obstante, y por diversos motivos, muchos de los científicos y filósofos que vinieron tras él dieron por bueno el diagnóstico y aceptaron que naturaleza y libertad no pueden coexistir sin que medie entre ambas algún tipo de esci­ sión, bien ontológica, como pretende Descartes, bien epistemo­ lógica, como afirma Kant. 79

L os filósofos y la libertad

Para otorgar solvencia a lo que acabo de decir, habría que acre­ ditar los siguientes puntos: 1.°) en los representantes más autori­ zados del pensamiento científico prekantiano no se da el conflicto que enuncia la tercera antinomia; 2.°) en la evolución de la escue­ la wolfFiana están todos los elementos que conforman la idea kan­ tiana de la ciencia natural y los gérmenes del antagonismo entre naturaleza y libertad; 3.°) Kant está decisivamente condicionado en este punto por dicha escuela; 4.°) la posteridad aceptó los plan­ teamientos kantianos sin acabar de hacerse cargo de sus raíces y condicionamientos. En lo que resta de capítulo abordaré suma­ riamente los tres primeros puntos, dejando el cuarto planteado como una “hipótesis de trabajo”. * *

*

Veamos en primer lugar si la tradición científica prekantiana autoriza a tomar la tercera antinomia de la Critica de la razón pura como un “estado de la cuestión” en lo referente a la relación natu­ raleza-libertad. N o incluiré a Leibniz en ella, a pesar de sus deci­ sivas contribuciones tanto a la matemática como a la dinámica, porque en el pensamiento de este autor inciden muchos otros ingredientes y además es el inspirador directo del racionalismo wolffíano. Hay por lo menos dos motivos para sospechar que el desenvolvimiento de la nueva ciencia tenía que conducir a un conflicto con la idea de libertad como causalidad autónoma. El primero es la superposición y presumible competencia de las expli­ caciones dadas por el científico natural y el teórico de la libertad a los procesos que involucran las acciones voluntarias del cuerpo humano. El determínismo físico es el presupuesto ontológico más obvio para garantizar buenas perspectivas de futuros descubri­ mientos. Es innegable que ello conllevaba una potencial incom­ patibilidad, pero a mediados del siglo XV11I todavía quedaba mucho terreno por explorar y era fácil creer que había espacio para todos. Las fronteras entre lo físico y lo psíquico estaban en zonas dema­ siado alejadas del frente de la investigación y sólo un tempera­ mento muy especulativo se pondría a fantasear con una pugna tan remota. El mismo Kant lo prueba cuando en la H istoria gene­ 8o

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ral de la naturaleza de 1755 se atreve a afirmar: “¡Dadme mate­ ria y os construiré con ella un Universo!” (Kant, 1 9 0 2 :1, 230), para, a renglón seguido, matizar: “ ¿Se puede uno jactar de una ventaja semejante respecto a la más pequeña planta o insecto?” (Kant, 1 9 0 2 :1, 230). Mucho más tarde, cuando escribe en 1786 los Principios m etafisicos de la ciencia de la naturaleza, reconoce que: “ La psicología nunca puede ser algo más que una doctrina histórica de la naturaleza del sentido interno y, como tal, tan sis­ temática como posible, es decir, una descripción natural del alma, pero no una ciencia del alma, ni siquiera una doctrina psicológi­ ca experimental” (Kant, 1989: 33). La segunda motivación, no del todo ajena a la primera, tiene que ver con la tradición m aterialista, presente en el pensamiento occidental mucho antes de que naciera la nueva ciencia, y que pronto vio en ésta un potencial aliado o al menos una prolífica fuente de argumentos. A lo largo del Barroco y más todavía de la Ilustración surgieron en las filas de los científicos adeptos al mate­ rialismo, y desde luego impugnaron en todos los tonos la exis­ tencia de libertad, no ya porque fuera incompatible con la nece­ sidad de lo material, sino porque a su juicio, al no haber alma, tampoco había un sustrato que diera asiento a la idea de libertad. Con todo, los materialistas seguían siendo una exigua minoría entre los científicos, y mucho más entre los que se dedicaban a las ramas más prestigiosas y pujantes de la ciencia natural, como la astronomía y la mecánica. Puestos a extraer razones de la nue­ va ciencia, los espiritualistas sacaron más precoz y extenso prove­ cho que sus rivales, como indica el éxito de la teología física a todo lo largo del siglo XVIII (Arana, 1999: 27-43). Esta situación no cam bió hasta mucho después de la muerte de Kant; entre tanto, los materialistas se inspiraron menos en la física que en la historia o en la medicina -d o s ciencias notoriamente inexactas-. De constituir un argumento de peso el número de partidarios entre los profesionales de la ciencia, cuando Kant escribió la C ritica la tesis de la compatibilidad entre libertad y necesidad natural habría ganado por goleada. Si en lugar de la cantidad atendemos a la cali­ dad, sería bueno escuchar lo que sobre naturaleza y libertad afir­ maron los mejores exponentes de la ciencia ilustrada, como jean D ’Alembert, Leonhard Euler y Pierre de Maupertuis. 8i

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Apane de gran matemático y editor de la Enciclopedia, D ’Alembert fue el consejero favorito de Federico II para asuntos cientí­ fico-filosóficos, de manera que su prestigio en los círculos acadé­ micos e intelectuales de Prusia era enorme. Kant no pudo ser impermeable a su influjo. En 1759 D ’Alembert publicó un Ensa­ yo sobre los elementos de filoso jia que resumía sus puntos de vista sobre el conocimiento y el universo. Afecto a un deísmo tan seco que casi roza los límites del ateísmo, este autor no es sospechoso de indinarse hacia el lado de la libertad por motivos religiosos. Y, siendo al mismo tiempo devoto de la razón y de la experien­ cia, lleva a sus últimas consecuencias los principios que profesa cuando analiza el tipo de necesidad que el científico encuentra y rescata de la naturaleza. A duras penas consigue zafarse del escep­ ticismo. Por aquel entonces las polémicas no dejaban de entur­ biar el panorama de la mecánica, y la confusión era tal que la par­ ce de científico positivo que había en él le hace relativizar en proporción considerable la primacía absoluta del principio cau­ sal: “Esta diversidad de efectos, provenientes todos de una mis­ ma causa, puede servir, por decirlo de pasada, para mostrar la poca exactitud y precisión del pretendido axioma tan frecuente­ mente usado sobre la proporcionalidad de las causas y los efec­ tos” (D ’Alembert, 1965: 391). A pesar de ello, cuando se pre­ gunta si las leyes del movimiento de los cuerpos son necesarias o contingentes, admite que tiene sentido preguntarse por las leyes que seguiría la materia “abandonada a sí misma”. Algo habría que objetar a esto, pero lo cierto es que D ’Alembert llega a la siguien­ te conclusión: “Las leyes conocidas de la estática y la mecánica son las que resultan de la existencia de la materia y el movimiento” (D ’Alembert, 1965: 397). No se crea que ello le aboca a un determinismo mecanicista, porque en esta época la mecánica sólo ampa­ raba las leyes de la impulsión, esto es, la comunicación del movi­ miento de cuerpos que están en contacto. Newton había llamado la atención sobre la atracción gravitatoria y otros principios que parecían operar a distancia, así que se había discutido largo y ten­ dido si tales fuerzas podrían o no reducirse a las contempladas en la mecánica. D ’Alembert también se pregunta por ello, y afirma que el consenso de la comunidad científica es que no se puede reducir la atracción a la impulsión, por lo que las leyes que las 8z

Desterrar la libertad: W olff

gobiernan “no podrían ser en ningún sentido verdades necesa­ rias” (D ’Alembert, 1965:399). Avala esta conclusión el hecho de que uno de los más prestigiosos astrónomos de la época, Alexis Clairaut, propusiera en 1745 modificar la ley de cuadrado inver­ so de la distancia para la atracción gravitatoria, lo que dio lugar a una enconada polémica entre los científicos más relevantes del momento (Brunet, 1952: 82-91). Estando así las cosas, es com­ prensible que al abordar el problema de la libertad no mencione para nada un eventual conflicto con la necesidad natural, sino únicamente con la omnipotencia divina (D ’Alembert, 1965: 145), y acabe convirtiendo la existencia de libertad en una cuestión de hecho avalada por el sentimiento que despierta en los sujetos que la detentan: En una palabra: la única prueba de la que es susceptible esta verdad es análoga a la existencia de los cuerpos: los seres realmente libres no tendrían un sentimiento más vivo de su libertad que el que nosotros tenemos de la nuestra; por tan­ to, debemos creer que somos libres (D’Alembcrt, 1965:184). La envergadura de Leonhard Euler como científico es toda­ vía mayor que la de D ’Alembert. Figura a buen seguro entre los diez matemáticos más importantes de la historia y sin duda fue el primer científico de la Ilustración. Dominó durante decenios la Academia de Ciencias de Berlín, por lo que no pudo dejar de influir directamente en Kant, que le envió su primer libro con una carta colmada de halagos (Fischer, 1985: 217-218) y lo cita 26 veces a lo largo de su obra (Personenindex, 1969: 32). Euler era un cristiano comprometido y fervoroso, pero tam­ bién un calvinista estricto, de manera que su religión no le impul­ saba a defender la autonomía de la voluntad frente a una nece­ sidad natural que podría haber sido interpretada como instrumento de la Providencia. Sin embargo, muy pocos autores han efectua­ do una defensa tan explícita de la libertad como la que él lleva a cabo en su difundida obra C artas a una princesa alem ana: Así como la libertad se excluye totalmente de la natura­ leza de los cuerpos, constituye la propiedad esencial de los espíritus; de manera que sin libertad no puede existir un espí­

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ritu, y la libertad le hace responsable de sus acciones. Esta propiedad es tan esencial a los espíritus como la extensión o la impenetrabilidad a los cuerpos; y así como sería imposi­ ble, aun para la misma omnipotencia divina, despojar a los cuerpos de estas cualidades, es igualmente imposible despo­ jar a los espíritus de la libertad: pues un espíritu sin libertad ya no sería un espíritu, lo mismo que un cuerpo sin exten­ sión no sería ya un cuerpo (Euler, 1768-1772: LXXXV). El texto transparenra una concepción dualista, pero se trata de un dualismo que tiene poco que ver con el cartesiano. Euler está lejos de identificar el espíritu con el pensamiento y la mate­ ria con la extensión, entre otras razones porque no pretende tener un conocimiento exhaustivo de las esencias. Sólo contempla un acceso restringido a ellas, lo que le permite definir que la exten­ sión y la inercia son propiedades esenciales de los cuerpos (Ara­ na, 1994: 191-215). Por inertes, los cuerpos son completamen­ te pasivos en todo lo que no afecte a su impenetrabilidad, lo que explica que Euler defienda una interpretación mucho más rígi­ da mecanicista que D ’Alembert, rechace la acción a distancia y excluya la presencia de principios dinámicos activos en la ma­ teria. Pero ello no convierte la naturaleza en un orden cerrado de necesidad hostil a la libertad, sino todo lo contrario. Frente a la pasividad de los cuerpos, las almas aparecen como esencial­ mente dinámicas, poseedoras de una actividad que encierra el secreto de su libertad: En atención a esta diferencia los cuerpos pueden ser lla­ mados, siguiendo el lenguaje de la escuela, Entia passiva; y únicamente las almas o espíritus deben ser denominados Entia activa; y precisamente en esta acción y en esta activi­ dad parece consistir la libertad de las almas o espíritus, que es tan propia de su esencia como la extensión y la fuerza de inercia lo son de los cuerpos (Euler, 1747: II, § 52). Uno de los inconvenientes de un dualismo como el cartesia­ no, basado en la oposición extensión-pensamiento, es que la hete­ rogeneidad de sus dos polos convierte en problemática la comu­ nicación entre ellos y suscita la tentación de convertir el mundo

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Desterrar la libertad: W olff

de lo extenso en un orden autónomo de racionalidad. En cam­ bio, la oposición pasividad-actividad, específicamente referida a la ¡dea de fuerza, hace que cuerpos y espíritus se mantengan neta­ mente separados sin dejar de tener cierta afinidad. Además, la conjunción de lo corpóreo y lo anímico se efectúa en el plano dinámico en lugar del espacial, que es más próximo y proclive a la materia. No añadiré más comentarios a la filosofía euleriana, porque lo dicho basta, creo, para documentar cuán poco crédito merece la tesis de que durante el siglo XVIII los científicos y pen­ sadores que conocían de primera mano las implicaciones de la ciencia natural tendían a oponer libertad y necesidad natural. Un último ejemplo en este sentido es el de Maupertuís, todopode­ roso presidente de la Academia de Ciencias de Berlín, al que los escritos de Kant citan 22 veces (PersoneniruUx, 1969: 82-83). Este hombre defiende con respecto a la naturaleza un determinismo bastante explícito, pero ello no es óbice para que a la vez posea­ mos, según él, una genuina libertad que nos sustrae del imperio de la materia (Arana, 1990: §§ 25, 70, 109). Está claro que, des­ de el punto de vista de la racionalidad científica prekantiana, o bien la naturaleza no estaba ceñida por el férreo lazo de la nece­ sidad, o bien no era identificada con la totalidad de los fenóme­ nos espacio-temporales. *

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Si Kant no pudo tomar de la tradición científica la contra­ posición de naturaleza y libertad, ¿dónde la encontró? N o hay que buscar muy lejos para localizar una fuente más verosímil. La tesis de que en la naturaleza todo está predeterminado por una necesidad invencible tuvo dos notorios defensores en las perso­ nas de Spinoza y Leibniz. Además, de Leibniz parte una tradición ininterrumpida de sostenedores del determinismo físico que lle­ ga hasta Kant. Tal como hemos visto en el capítulo anterior, si Laplace es determinista, Leibniz es hiperdeterminísta, porque aquél exige conocer el estado de todo el universo en un momento dado para poder efectuar pronósticos, mientras que desde la óptica leibni-

Los filósofos y la libertad

ziana la suerte del devenir cósmico está comprometida e imbri­ cada en cada mota de polvo, en la pata de una hormiga, en el extre­ mo de una pestaña. Ello se debe a que en el mundo de Leibniz todo está entrelazado no mediante meras relaciones externas de contigüidad espacio-temporal, sino por la referencia inmediata de cada parte al todo, lo que da lugar a una unidad orgánica e indisoluble. La clave, claro está, es la tesis de la arm onía preesta­ blecida. Esta idea tiene la virtud de sustentar simultáneamente el determinismo de Leibniz y su doctrina de la libertad, que no es trivial, como la de Hobbes; ni imposible, como la de Hume; ni indivisible, como la de Spinoza; ni separada, como la de Descar­ tes. Sólo es fantástica, sublimemente improbable, puesto que según ella todas las mónadas son espontáneas (están dotadas de una fuer­ za primitiva), todas se autodeterminan (carecen de ventanas) y muchas llegan a ser libres cuando la inteligencia las hace cons­ cientes y aptas para tomar posesión de sí. Se dirá que ésta es una concepción demasiado metafísica tan­ to de la necesidad natural como de la libertad humana, y con razón. Pero en Leibniz lo metafísico no está nada lejos de lo físi­ co y lo antropológico. De hecho, su determinismo, a través del principio de razón suficiente y la ley de continuidad, fue aplica­ do directamente a trabajos de dinámica y sirvió para esbozar una matematización de la realidad. Por otra parte, el influjo de Leib­ niz, como también el de Descanes, fue mucho más directo e inme­ diato en el campo de la ciencia natural que en el de la filosofía especulativa. No hay que olvidar que promovió una buena pane de las futuras academias científicas de Europa. Además, la inven­ ción y publicación del cálculo infinitesimal le convirtió en maes­ tro de todos los matemáticos del continente en el siglo XVIII, bien a través de L’Hópital en Francia, bien a través de los Bernoulli en Suiza. Por ejemplo, tanto Maupertuis como Euler fueron discí­ pulos de johann Bernoulli, y un análisis interno de sus respecti­ vos determinismos muestra a las claras que ambos tienen inequí­ voca ascendencia leibniziana. Debe tenerse en cuenta que la aplicación del nuevo cálculo a problemas de física descansaba en presuposiciones mucho más deterministas de lo que antaño era usual. Además, la ciencia newtoniana se había ofrecido al públi­ co demasiado desnuda de orientaciones heurísticas, de manera 86

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que las especulaciones del filósofo sajón parecieron a muchos el justo complemento para fertilizar de cara al futuro los asombro­ sos éxitos del sabio inglés. Así se produce, a lo largo del segundo tercio del siglo XVIII, un proceso mediante el cual la nueva ciencia es “tutelada” implí­ cita o explícitamente por una metafísica racionalista de inspi­ ración leibniziana. El personaje central de este episodio dema­ siado olvidado de la historia del pensamiento es Christian Wolff. Hoy se le recuerda ante todo como pensador especulativo, como exponente del tipo de metafísica que Kant vino a desahuciar. Pero lo cierto es que antes que filósofo fue matemático, o más exacta­ mente profesor de Matemáticas. Tal era la materia que enseñó en las universidades de Halle y Marburgo, y a propósito de ella publi­ có entre otras obras un Mathematisches Lexikon (1716) de más de 1.600 páginas y una monumental síntesis del saber físico-mate­ mático titulada Elementa Matheseos Universae, (1730-1741), cuyos cinco volúmenes fueron reeditados y traducidos total o parcial­ mente al francés, italiano, holandés, polaco, ruso y sueco. Este empeño sistemático codifica elementos procedentes de todas par­ tes, de manera que lo más sustantivo de la herencia newtoniana figura en la recopilación. Así, mientras que en la Cosmología generalis (1731), obra más metafísica, cita más de cuarenta veces a Leibniz y sólo doce a Newton, a lo largo de los Elem enta Newton es recensionado con mayor frecuencia que Leibniz (Wolff, 1971: t. V, Index autorum ). C on todo ello quiero sugerir que quien se moviera en ambientes académicos alemanes a mitad del siglo XVIII no necesitaba salir de la órbita de W olff -cuyas doc­ trinas fueron repetidas y adaptadas por un sinfín de autores afi­ nes- para conocer y de un modo más o menos sesgado dominar las recientes conquistas en el campo del saber natural. Sobre la dependencia de W olff con respecto a Leibniz se ha discutido bastante, empezando por la célebre afirmación del interesado según la cual la suya es una filosofía que empieza allí donde la de Leibniz concluye. La obra que contiene lo más gra­ nado de su pensamiento y obtuvo mayor proyección se titula Pen­ samientos racionales acerca de D ios, el mundo y el alm a del hombre, a sí como sobre todas las cosas en general (1720). N o se puede ser más explícito ni ambicioso a la hora de definir unas pretensiones. «7

Los filósofos y la libertad

El examen de esta y otras obras de Wolff revela que la impronta de Leibniz es enorme, aunque no deje de haber discrepancias sig­ nificativas. Llama la atención el hecho de que la mayor parte de ellas se refieran a la naturaleza de las mónadas y la vigencia de la armonía preestablecida, los temas que más directamente se rela­ cionan con la contraposición naturaleza-libertad (Campo, 1939: 246-248; École, 1964: 3-9; École, 1984: 500). Se ha dicho que estas nociones, al ser trasvasadas de un autor a otro, pierden bri­ llo y vivacidad. N o puedo emitir al respecto un juicio autoriza­ do, pero mi impresión es que no debe echarse toda la culpa a Wolff, porque es muy distinto esbozar un sistema que comple­ tarlo, sugerir ideas que intentar definirlas y coordinarlas. Estoy de acuerdo, sin embargo, con la interpretación de Van Biéma cuando sugiere que W olff era, por así decir, “una persona de orden”, que detestaba y temía las teorías paradójicas, y por eso acogió con desgana la de la armonía preestablecida (Van Biéma, 1908: 16). Dicho sea del modo más sumario, en la versión wolffiana las mónadas de Leibniz se convierten en “elementos sim­ ples” , que pasan de ser átomos metafísicos a puntos físicos; no ocupan espacio pero sí están situados en él; retienen fuerza para determinar sus acciones, pero pierden la capacidad representati­ va. Com o lógica consecuencia de estas modificaciones, la armo­ nía preestablecida deja de ser la pieza maestra del sistema y se con­ vierte en una hipótesis que se acepta a falta de otra mejor, ya que según Wolff las otras alternativas, como el influjo físico o las cau­ sas ocasionales, son aún peores. Por si fuera poco, su alcance se ve drásticamente recortado, pues sólo afecta a las relaciones cuerpoalma, y no a la comunicación de las sustancias en general. ¿Cuáles son las repercusiones de todo ello en el asunto que nos ocupa? Wolff mantiene y refuerza el determinismo necesitarista de Leibniz. Afirma que no se puede cambiar en el universo una sola brizna de hierba sin trastornarlo por completo: Por eso, en la medida en que el evento más insignificante del mundo fuera diferente de lo que es, tendría que haber sido en el mundo todo lo precedente diferente, y también en el futuro tendría que suceder todo de forma diferente a como sucederá a partir de ahora. Y tendría, por tanto, que 88

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ser un mundo completamente diferente del que ahora es (Wolff, 2000: § 567). Ahora bien, esta coordinación universal ya no se establece en el ámbito metaespacial en el que antes se ubicaban las móna­ das, sino que tiene lugar en el orden del espacio-tiempo, que con ello deja de ser fenoménico para adquirir consistencia real: “Dado que las cosas del mundo están conectadas entre sí tanto en la medida en que coexisten como en la medida que se suce­ den, están conectadas entre sí tanto según el espacio como según el tiempo” (§ 548). Leibniz consideraba a las almas “autómatas espirituales”, agregando que su operación no es mecánica, sino que contiene de modo eminente lo que hay de bueno en la mecá­ nica (Leibniz, 1961: V I, 356). En W olff el m undo entero se convierte en una máquina cuya calidad no sobrepasa la de los ingenios mecánicos: Es por ello tanto menos extraño que me sirva de una comparación con un reloj o con una máquina. Pues el mun­ do es idéntico a una máquina. La demostración no es difí­ cil. Una máquina es un mecanismo compuesto cuyos movi­ mientos se fundamentan en la estructura. El mundo es igualmente una cosa compuesta cuyos cambios se funda­ mentan en la estructura. Y, de acuerdo con ello, el mundo es una máquina (Wolff, 2000: § 557). En cuanto a la libertad, Wolff sigue paso a paso las tesis leibnizianas: rechaza la libertad de indiferencia (§ 511), así como que haya necesidad lógica en las acciones libres (§ 515): los motivos no las convierten en necesarias, pero sí les ototgan certeza (§ 517). En definitiva, el alma encuentra en sí misma el fundamento de los actos voluntarios, lo cual hace que sea espontánea. Así llega a siguiente definición: Si tomamos todo ello conjuntamente, resulta claro que la libertad no es otra cosa que la facultad del alma de ele­ gir por propia espontaneidad entre dos cosas igualmente posibles aquella que más le place, como comprar o no un libro que vemos en la librería o (lo que es lo mismo) la fácul89

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tad de determinarse a sí misma a aquello para lo que no está determinada ni por naturaleza ni por nada externo (Wolff, 2000: § 519). La noción wolffiana de libertad decepciona a pesar de ate­ nerse al pensamiento del que la inspira, porque le ha sustraído el contexto teórico que la hacía relevante. La coordinación de las determinaciones autónomas del alma con las determinacio­ nes mecánicas del cuerpo es ahora incierta, gratuita y proble­ mática. En Leibniz todas las sustancias eran inmateriales; todas actuaban con espontaneidad aunque con grados diversos de acti­ vidad y pasividad; todas iban determinándose mecánica o id eo­ lógicamente de acuerdo con el punto de vista adoptado. En Wolff, la heterogeneidad entre alma y cuerpo ha crecido mucho, porque ya no responden a mónadas que sólo difieren en el gra­ do de claridad de sus representaciones, y vuelven a plantearse en toda su crudeza los obstáculos con que tropezó el dualismo cartesiano. El propio interesado certifica que la experiencia no proporciona ninguna ayuda para resolver el problema (§§ 521536), y confiesa que tampoco la razón facilita el hallazgo de una solución, puesto que la acción recíproca de alma y cuerpo es contraria a la naturaleza. Así queda formulado por primera vez el conflicto entre libertad y necesidad natural que Kant inten­ tará resolver más tarde: He recordado anteriormente que por mor de las reglas del movimiento en las que se fundamenta el orden de la natu­ raleza, se conserva siempre en el universo idéntica fuerza motriz. Si el cuerpo actúa sobre el alma y el alma sobre el cuerpo entonces no se puede conservar en el universo idén­ tica fuerza motriz. Pues si el alma actúa sobre el cuerpo, se produce un movimiento sin un movimiento precedente, dado que se supone que el alma produce el movimiento en el cuer­ po exclusivamente mediante su voluntad. Ahora bien, como este movimiento tiene en sí su fuerza precisa, al no poder ser ningún movimiento sin un cierto grado de fuerza, como la que procede en parte de la velocidad del movimiento, en par­ te de la cantidad de materia que se mueve conjuntamente en una dirección, tal como se muestra de sobra en la experien­ 90

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cia, surge entonces una nueva fuerza que no existía previa­ mente en el universo. Y aumenta, por tanto, contra la ley de la naturaleza la fuerza en el universo (§ 762). La única eventual solución a esta aporía es la armonía pre­ establecida, que W olff va tratando con intermitencia en el res­ to del libro. En el curso de las 12 ediciones que conoció los aña­ didos y refundiciones fueron acumulándose en estos parágrafos (Wolff, 1983: §§ 705-771), de manera que las propuestas wolffianas resultan bastante inciertas. Reconoce que las dificultades no son pequeñas (§§ 781-782), fundamentalmente porque los dinamismos corpóreos tienen muy poco que ver con los aními­ cos, precisamente lo contrario que ocurría en Leibniz. Al final, apela a la capacidad anímica de representarse el mundo en su totalidad (§ 808) para hacer al menos concebible el acompasamiento de las series de las determinaciones corpóreas y espiri­ tuales (§§ 844-845), salvando in extremis la compatibilidad de la libertad y el orden natural (§§ 883-885). Mencioné antes que las doctrinas wolffianas fueron objeto de ataques que desbordaron el campo de lo académico, hasta lle­ gar a oídos del rey de Prusia, quien decretó en 1723 que el filó­ sofo abandonara de inmediato la universidad y territorio pru­ sianos, bajo pena de muerte. Inició entonces un exilio en Marburgo que se prolongó hasta 1740. Se prohibió la filosofía wolffiana en todo el Estado y como consecuencia de ello el filó­ sofo Christian Fischer fue expulsado de la Universidad de Kónigsberg en 1725 (Erdmann, 1973: 19-20). Las quejas de los teólo­ gos concernían específicamente a los problemas que examinamos: negación de la libertad, armonía preestablecida y fatalismo. En el caso de Fischer, profesor de Física y convencido wolffiano, el escrito condenado era una discusión de la pregunta: “¿Están loca­ lizados los espíritus?”. El episodio podría haber servido para dar un poco de colorido épico a la grisácea biografía de Wolff, y no faltó quien le animó a convertirse en abanderado de la razón y mártir de la libertad de expresión. Pero no era hombre proclive a liderar revoluciones: sus protestas de que en nada quería per­ judicar la religión positiva eran sinceras, y tendió de mil mane­ ras la mano a sus atacantes quejándose de no haber sido com­

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prendido correctamente y retirando o matizando las afirmacio­ nes más conflictivas. En el prólogo de la segunda edición de los Pensamientos racionales (1721) endosa a Leibniz toda la responsa­ bilidad de la arm onía preestablecida, que sólo a regañadientes y sin excesivo empeño dice haber acogido (WolfF, 2000: §§ 4546). Este desapego fue acentuándose, porque escritos posterio­ res abandonan cada vez más a su suerte la controvertida tesis. Com o resultado, dentro de la propia escuela wolffiana se enta­ bló una polémica que iba a tener un rápido e inesperado desen­ lace. Todo suena como un juego de despropósitos: ni W olff era un filósofo radical al estilo de los ilustrados franceses o ingleses, ni los teólogos que levantaron acusaciones contra él eran fanáti­ cos defensores del dogma, sino representantes cualificados del pietismo, movimiento carismático más empeñado en la cura de almas que en el establecimiento de rígidas ortodoxias. De sus filas no tardarían en salir la mayor parte de los miembros de la segunda generación del wolffianismo. El mismo Federico G ui­ llermo, que había fulminado la orden de destierro, acabó solici­ tando el regreso del proscrito unos años después. Dejemos a un lado, no obstante, la historia menuda y fijé­ monos en los hechos intelectualmente relevantes. La pujanza de una filosofía que en opinión de algunos nació muerta se revela, no sólo en su rápida difusión y la muchedumbre de seguidores que encontró, sino sobre todo en la cantidad de discusiones a que dio lugar y la calidad de los que intervinieron en ellas. Tres alcan­ zaron especial notoriedad: En primer lugar, la polémica de lasfuer­ zas vivas, dirimida entre wolffianos y cartesianos y a la que el Kant primerizo quiso poner punto final en 1747, ignorando que ya había quedado zanjada unos años antes. En segundo lugar, la que­ rella de ¡as mónadas, iniciada en 1746 a raíz de un concurso de la Academia berlinesa instigado por Euler, quien trataba de erosionar el predominio de la escuela wolffiana en las cátedras alemanas de Física y Matemáticas. De esta disputa se dijo: Hubo un tiempo en el que la discusión sobre las móna­ das era tan viva y tan general, que se hablaba de ellas con mucho calor en todas las reuniones, incluso en los cuerpos de guardia. En la corte casi no había ninguna dama que no 92

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se declarase en pro o en contra de las mónadas. En fin, en todas partes las conversaciones recaían sobre las mónadas, y no se hablaba más que de ellas (Euler, 1768-1772: LXXV). En tercer lugar, la disputa de la arm onía preestablecida, que fue sobre todo un debate interno de la escuela wolffiana. Se tra­ ta de un episodio tan importante como descuidado, pues apenas contamos con más trabajos que los que le consagraron Benno Erdmann en 1876 y Émile van Biéma en 1908. Hay que distin­ guir en este debate varios elementos. En primer lugar, el relativo desconocimiento de la genuina solución propuesta por Leibniz para el problema de la comunicación de las sustancias. En segun­ do lugar, la decisión wolffiana de negar u obviar la capacidad representativa de las sustancias simples, resituándolas en el espa­ cio y no tras él. En tercer lugar, las dificultades que estas trans­ formaciones provocaron para conciliar la doble tesis leibniziana del determinismo físico y la libertad de las mónadas inteligentes. Por último, la circunstancia de que tanto Wolff como casi todos los miembros de su escuela eran sinceros cuando pretendían dar satisfacción desde sus presupuestos teóricos a las exigencias de la cosmovisión cristiana, en particular la existencia de auténtica liber­ tad en el hombre. Ya hemos visto la titubeante posición de Wolff, sobre todo tras el éscandalo que levantó su libro. Sus seguidores tenían que interpretar aquellas dudas y semirretractaciones como una auto­ rización implícita para abordar la cuestión según el leal saber y entender de cada cual. La dificultad consistía en explicar, par­ tiendo de una visión sustancialista de la realidad, cuál es el estatu­ to ontológico de la relación y decidir qué sustancias pueden tener una influencia efectiva en otras y cómo. El remedio más radi­ cal al problema era reducir todas las sustancias a una sola, como había hecho con fervor heroico Spinoza. Mas si se optaba por la pluralidad de sustancias, había tres posibilidades que se debían contemplar: La primera era el influjo fisico, es decir, la aceptación de una eficiencia causal entre ellas, independientemente de que fuesen de la misma clase o no. Su patrocinador era Descartes, y también se adscribían a ella los aristotélicos que aceptaban entrar en diálogo con la nueva filosofía. N o hay que olvidar que a prin­

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cipios del siglo XVIII el aristotelismo todavía dominaba en la Uni­ versidad de Konigsberg (Wundt, 1964: 117-118). La segunda posibilidad era el recurso a las causas ocasionales, que otorgaba a la Sustancia divina el monopolio de la eficiencia causal y la con­ vertía en mediadora necesaria de cualquier transacción entre sus­ tancias finitas. Desarrollada por los ocasionalistas, había prospe­ rado tanto entre los seguidores más o menos fieles a Descartes, que los autores de la Ilustración con frecuencia adjetivaban esta doctrina como “cartesiana”. Por último, la arm onía preestableci­ da, defendida con tenacidad por Leibniz y retomada por Wolff sin entusiasmo y en una versión atenuada. Erdmann ha distin­ guido cuatro fases en el desarrollo de la controversia (Erdmann, 1973: 66-83): La primera va de 1720 a 1724 y se caracteriza por los intentos de retomar la teoría en los términos en que fue con­ cebida por Leibniz. La segunda, de 1724 a 1726, viene determi­ nada por los ataques del pietismo contra la doctrina y sus defen­ sores. Entre 1726 y 1728 se publican, en tercer lugar, unos cuantos escritos dirigidos contra la armonía por filósofos eclécticos. Por último, a partir de 1727 la doctrina del influjo físico se abre paso dentro de la propia escuela wolffiana, un proceso culminado por el Systema causarum efficientium (1735) de Martin Knutzen, el maestro de Kant en Konigsberg. De todos los escritos que el contencioso dejó como heren­ cia, el que más decididamente vindicó la causa de la armonía fue el de Georg Bernhard Bilfinger. A diferencia de Wolff, reco­ noce a todas las mónadas capacidad representativa, pero sigue restringiendo el alcance de la armonía a la relación cuerpo-alma. El nervio de la argumentación desplegada consiste en refutar las alternativas rivales y, por lo que se refiere al influjo físico, ape­ la a un argumento que implica una concepción necesitarista y extrapoladora de la acción física: la equivalencia del efecto ente­ ro y la causa total en la comunicación del movimiento (Bilfin­ ger, 1723: § 37). N o obstante, alentada por la indecisión del maestro, la facción contraria a la armonía y partidaria del influ­ jo no tardó en imponerse. Al principio no faltaron voces afines a W olff y Bilfinger, como las de Schüsler y Marquardt, que se habilitó en Konigsberg el año 1722 con un escrito titulado pre­ cisamente D e harm onía p raestab ilita. Pero pronto surgieron

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adversarios de la mal comprendida noción y aspirantes a reha­ bilitar la idea del influjo físico: Müller en Leipzig defiende la tesis de que la conservación de la íuerza viva es una ley que sólo vale para las relaciones intercorpóreas y que no se aplica al comer­ cio cuerpo-alma; Hollmann en W ittenberg argumenta desde posiciones escépticas y afirma que no tenemos una idea clara de las aptitudes del alma (Erdmann, 1973: 68). Más tarde, auto­ res de inspiración pietista -com o Lange y A ndala- combatie­ ron frontalmente la armonía preestablecida, aunque poco a poco fue cambiando la índole de los ataques. Pietismo y wolffianismo habían convivido en Halle y otros lugares antes de la pros­ cripción de Wolff, y con el tiempo se vio que en muchos espí­ ritus había germ inado una doble fidelidad. El más notorio representante de esta tendencia es Franz Albert Schultz, figura dominante de la vida espiritual e intelectual de Konigsberg a partir de 1731, amigo y protector de la familia de Kant, y res­ ponsable de la educación e ingreso en la universidad del fun­ dador del criticismo. Oe su mano y de la de otros, como la del hermano mayor del filósofo Baumgarten, se inicia el proceso de aproximación de los postulados de ambas escuelas, e indirecta­ mente la evolución de la wolffiana hacia el eclecticismo de la filosofía popular ilustrada alemana. Bajo el decisivo impulso de Schultz, el wolffianismo de ins­ piración pietista cobró un auge considerable en Konigsberg, aun­ que tras la llegada al trono de Federico II en 1740 los vientos de la política empezaron a soplar en dirección adversa. Lo que aho­ ra interesa de todo ello es la figura de Martin Knutzen, que pro­ tagonizó la aceptación definitiva entre los wolffianos del siste­ ma del influjo físico. El instrumento de esta reconciliación es la disertación académica Com m entatio philosophica de commercio mentís et corporisper influxum physicum explicando (1735), cuya segunda y ampliada edición aparece bajo el título Systema causarum efficientium en 1745, un año antes de que Kant presente ante las autoridades académicas el manuscrito de su primer libro. Aunque Knutzen consagra parte de su actividad a la ciencia natu­ ral, las prestaciones que logra realizar en este campo son bien mediocres y carecen de aparato matemático (Erdmann, 1973: 122-123). Se ha conservado la correspondencia que este autor

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intercambia con Euler, 74 cartas correspondientes a la década 1741-1751, en las que se detecta su frustración por no poder obtener un reconocimiento mayor ni una promoción académi­ ca más rápida. Intenta por todos los medios congraciarse con el influyente sabio, aunque sea a costa de distanciarse explícita­ mente de Wolff (Euler, 1975, 1169-1242, especialmente, 1173, 1201, 1203, 1212. El escaso aprecio por parte de Euler de sus contribuciones científicas se aprecia en 1170, 1184, 1194 y 1196). Con estas precisiones quiero sugerir que los motivos que hay tras la intervención de Knutzen en la polémica de la armo­ nía preestablecida son de índole puramente metafísica o apolo­ gética y no miran tanto a salvar la contraposición entre libertad y necesidad natural. N o obstante, hay algo en el Systema causarum efficientium que más tarde suele darse en los escritos kan­ tianos: la pretensión de ir más allá de las meras conjeturas y demostrar con argumentos sólidos la verdad de las tesis expues­ tas, siguiendo un método matematiforme, basado en definicio­ nes y teoremas. La dualidad cuerpo-alma es un dato que Knutzen asume sin someterlo a discusión; sólo trata de discutir la índole de su comercio. Todo el esfuerzo del maestro de Kant se orienta a disminuir la distancia entre materia y espíritu, a fin de hacer aceptable una relación directa entre ellos. Así, define el elemento simple como sustancia sin partes, el espíritu como sus­ tancia simple dotada de entendimiento y libre voluntad, y el alma humana como espíritu que se representa el mundo confor­ me a las modificaciones de su cuerpo. Todo ello podría enten­ derse que está de acuerdo con el pensamiento de Leibniz, como pretende explícitamente Knutzen, quien además devuelve a los elementos simples capacidad representativa: “Las sustancias simples que constituyen un cuerpo, es decir, los elementos sim­ ples, perciben las cosas exteriores” (Knutzen, 1745, § 31). Pare­ ce, pues, que estamos en un proceso de recuperación de los pos­ tulados leibnizianos abandonados por Wolff. Sin embargo, hay un detalle esencial que hace fracasar tal pretensión: la tesis de la realidad del espacio, que subyace tanto a los seres compuestos (esto es, los cuerpos) como a los simples (o sea, los elementos constitutivos de la materia y los espíritus). Podremos colegir el motivo a partir del siguiente texto: 96

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El espacio es el orden de las cosas coexisrentes, en tanto que coexisten. Se dice que un ser llena el espacio cuando hay en él un orden de coexistencias en tanto que tales. El lugar es el modo determinado y finito de coexistir con otros coe­ xistentes o el orden de las coexistencias continuas. La situa­ ción es el orden de las coexistencias no continuas. Por consi­ guiente, todo lo que tiene un lugar o está en un lugar también está en el espado, y seres diversos (hablo de las sustancias finitas) no pueden estar al mismo tiempo en el mismo lugar (Knutzen, 1745: § 23). Para Knutzen el espacio es el orden de las coexistencias fini­ tas. Leibniz en cambio lo había concebido como un orden de coe­ xistencias. En una carta a Remond de 1714 lo establece así: “Bien lejos de ser una sustancia, ni siquiera es un ser. Es un orden, un orden de los coexistentes” (Leibniz, 1960: III, 622). A su vez, en los Nuevos ensayos define la coexistencia como conexión necesa­ ria (Leibniz, 1960: V, 339). La armonía preestablecida es el orden de coexistencia por antonomasia, el único real, porque en ella se establece la genuina conexión necesaria de todas las cosas. El espacio sólo es un orden derivado, apariencia!, pero los wolffianos han renunciado a dar a la armonía cualquier proyección meta­ física, reduciéndola a una discutible manera de resolver las rela­ ciones cuerpo-alma. Ahora Knutzen se ve obligado a convertir el espacio en el teatro de cualquier conexión, necesaria o no, entre las sustancias finitas. De manera que, así como Leibniz inmate­ rializa los cuerpos porque desespacializa las mónadas, Knutzen en cambio inicia el expediente inverso: espacializa todos los seres simples y le resulta difícil no acabar materializando las almas. Lo de menos ahora es el influjo físico: bien se comprende que lo que está en el espacio puede ser desplazado, y el cambio de lugar alte­ ra las condiciones de coexistencia de la sustancia afectada. Leib­ niz había distinguido cuidadosamente entre la capacidad repre­ sentativa del alma, ligada a la fuerza prim itiva (Leibniz, 1960: VI, 150), es decir, a la esencial autonomía de la sustancia para deter­ minar sus modificaciones internas (Leibniz, 1960: III, 260), y la fuerza m otriz (forcé mouvante), que tan sólo es una “limitación o variación accidental” de aquélla (Leibniz, 1960: III, 473), o sea, una exteriorización fenoménica que tiene que ver con lo que este

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autor denomina fuerza derivativa (Leibniz, 1960: III, 457). Knut­ zen en cambio hace que fuerza representativa y fuerza motriz casi se sitúen en el mismo plano, como dos consecuencias simétricas de un mismo principio. La conversión de una en otra es en la práctica automática, con lo que cuerpo y espíritu se comportan como si fueran vasos comunicantes: (El cuerpo] no hace penetrar en el espíritu ni ¡deas de las cosas exteriores, ni una fuerza representativa, sino que sólo modifica la fuerza del espíritu y su sustancia de manera que la representación nazca en él; [el espíritu] no hace penetrar en el cuerpo ninguna fuerza motriz, sino que sólo modifica y dirige con su acción la que reside en los elementos del cuer­ po de manera que finalmente el movimiento se produce en el cuerpo (Knutzen, 1745: § 44). Con tan íntimo trato, si la naturaleza corpórea estuviera some­ tida a una férrea necesidad causal, la dificultad para mantener la libertad en cualquier sentido relevante sería formidable. Por eso se preocupa Knutzen de poner coto a los fueros de la naturaleza de varias formas. Según él las leyes de la conservación de la acción motriz y de la conservación de progreso sólo se aplican a las rela­ ciones entre cuerpos, y no se extienden a los espíritus (Knutzen, 1745: § 53). Asimismo defiende que existen operaciones en el espíritu que no dependen en absoluto del influjo físico, como la conciencia, el juicio y el raciocinio (Knutzen, 1745: § 43). El cos­ te inevitable de todas esas excepciones es arruinar la claridad y nitidez de las ideas que está manejando, lo cual no es un defecto pequeño para un pensador que se mueve en una tradición inte­ lectual racionalista. Las mismas objeciones que Leibniz formuló contra la frágil amalgama de física y teología efectuada por los newtonianos podrían muy fácilmente volverse contra la mezcla de física y psicología de wolffianos eclectizantes como Knutzen. *

* *

Llego ya al último punto abordado en este capítulo. ¿Cómo reacciona Kant a las propuestas y los problemas que hemos exa­ 98

Desterrar ¡a libertad: W olff

minado? Los biógrafos son unánimes en ponderar el influjo que Knutzen ejerce sobre él en los años decisivos de su formación uni­ versitaria (Vorlánder, 1977: 53-55; Cam po, 1953: 14-17). Sin embargo, en toda su obra apenas lo cita un par de veces y nin­ guna en su primer libro. Este escrito, consagrado a dirimir la polé­ mica de las fuerzas vivas, lo redactó mientras todavía era estu­ diante y tocaba temas no demasiado lejanos a los que acaban de ser expuestos. Quizá las relaciones entre maestro y discípulo fue­ ron menos estrechas de lo que se ha supuesto, o tal vez surgió entre ellos una disparidad de criterios que no ha sido suficiente­ mente puesta de relieve. A pesar de todo, a lo largo del texto hay un pasaje que, sin mencionarlo, se refiere a Knutzen en términos no demasiado lisonjeros: Sólo esta pequeña confusión conceptual ha impedido a cierto sagaz autor redondear el triunfó del influjo físico sobre la armonía preestablecida, confusión que se evita fácilmente en cuanto se fija uno en ella (Kant, 1988: 32). Cuando escribe estas líneas Kant tiene 21 o 22 años y no pare­ ce que sea el modo más respetuoso de tratar a su mentor. ¿Qué “confusión conceptual” denuncia? La de atribuir a los cuerpos tan sólo fu erza m otriz. Razona que entonces mal podrían provocar representaciones en el alma y tampoco estaría el alma en condi­ ciones de mover el cuerpo que la aloja. Para remediar esta difi­ cultad propone atribuir a ambos una fuerza activa en general. En realidad, quien había conferido a los cuerpos sólo una fuerza motriz era Wolff (Wolff, 1983: § 623), otorgando en cambio al alma una fuerza que se traduce, entre otras cosas, en la facultad de representarse el mundo (§ 753). Ahí es donde surgió la duali­ dad entre fuerza motriz y fuerza representativa, que en Leibniz no se daba y a la que Knutzen ha intentado poner coto hacién­ dolas convertibles a través del influjo físico. Kant, que siempre dará mucha importancia a las denominaciones, le reprocha haber mantenido la dualidad de fuerzas. Pero también hay algo más que una mera corrección léxica. Intenta encontrar en el plano diná­ mico y no en el espacial el terreno común para que cuerpos y espí­ ritus se comuniquen entre sí. Esto sería mucho más fiel a la ins-

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piiación leibniziana que la espacialización de todas las sustancias finitas propuesta por Knutzen. Com o Kant otorga fuerza activa a ambas clases de sustancias, les da eficiencia causal para influir unas en otras por encima de la barrera que supone la heteroge­ neidad de sus determinaciones: ambas dificultades desaparecen, y el influjo físico recibe no poca luz, si se cifra la fuerza de la materia no en el cálculo del movimiento, sino en el de los efectos sobre otras sus­ tancias que no son susceptibles de mayor determinación. Porque entonces la pregunta de si el alma puede causar movimientos, esto es, si tiene una fuerza motriz, se trans­ forma en esta otra: ¿puede determinarse su fuerza esencial hacia una acción externa?, esto es, ¿es capaz de actuar fue­ ra de sí sobre otros seres y producir cambios? Esta pregun­ ta puede responderse decididamente así: el alma tiene que poder producir efectos fuera de sí porque está en un lugar (Kant, 1988: 20-21). A fin de cuentas, el joven Kant sigue fiel a la espacialización de lo anímico defendida por su maestro. Además arruina la operatividad empírico-matemática del concepto de fuerza porque la convierte en generadora de efectos que “no son susceptibles de mayor determinación”, lo que equivale a hacer de la fuerza un con­ cepto “metafísico” en el peor sentido posible de la palabra. Y para colmo abre la posibilidad de que algunas sustancias se evadan del universo si sus fuerzas no se traducen en efectos externos visibles: Como cada ser autónomo contiene dentro de sí la fuen­ te completa de todas sus determinaciones, no es necesario a su existencia que esté enlazado con otras cosas. De aquí que puedan existir sustancias carentes de toda relación de exte­ rioridad con respecto a otras, o sea, sin ningún enlace real con ellas. Ahora bien, como no puede haber ningún lugar sin conexiones externas, posiciones y relaciones, es bien posi­ ble que exista realmente una cosa, a pesar de no estar presente en ningún lugar del universo (Kant, 1988: 21-22). Por la misma regla de tres afirma a renglón seguido que no es descartable la existencia de otros universos. ¿No estará tal vez anti-

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c¡pando ese mundo inteligible, nouménico, que varios decenios más tarde convertirá en refugio de una libertad que no cabe en el mundo fenoménico? La armonía preestablecida es lo que confie­ re unidad al universo dentro del esquema leibniziano. Sin ella, todo depende del comportamiento de una fuerza que ya no tiene por qué conservarse ni traducirse en efectos visibles como el movi­ miento. En 1746 Kant todavía cree en la convivencia de libertad y necesidad natural, porque las concibe como fuentes de deter­ minación parcial que no tienen por qué entrar en conflicto. Ahí también sigue a Knutzen y algunos filósofos antirracionalistas como Hollmann, Rtidiger o Crusius, en especial el último, cuyo influ­ jo en esta obra primeriza es bastante probable (Kant, 1988: 337). Pero si el horizonte de lo natural llegara a volverse más angosto, la libertad ya tiene preparada una vía de escape y Kant no dudará en utilizarla en su momento. Es posible que nunca hubiera tenido que recurrir a ella de haber permanecido fiel a la idea de necesi­ dad natural que defendían los genuinos científicos, como Leonhard Euler, Albrecht von Halier o incluso Jean D ’Alembert. Pero aquí Kant fue víctima de un espejismo: creyó que la necesidad natural subyacente a la nueva ciencia era la que le mostraban intér­ pretes demasiado influidos por el wolffianismo. En este punto conviene salir al paso de un malentendido. Borowsid escribió un esbozo de la vida de Kant que el propio bio­ grafiado revisó, y que luego fue completado tras su muerte. En la parte revisada -y aprobada- notifica que Knutzen fue su profesor más apreciado e influyente (Borowski, 1993: 21), mientras que en la no revisada agrega: “Le prestó, además, especialmente las obras de Newton” (Borowski, 1993: 101). Es algo que tomado escueta y literalmente puede muy bien ser cierto, pero que implí­ citamente da a entender que tales obras fueron las lecturas prefe­ ridas de Kant en sus años de formación. Tal presunción no resis­ te una encuesta a poco seria que sea. En el libro compuesto ai término de este período y relativo a un problema de mecánica, Newton es citado cuatro veces en total, mientras que hay 21 refe­ rencias a W olff y 123 a Leibniz, sin contar con el hecho de que un principio tan fundamental como la primera ley newtoniana del movimiento -referente a la inercia de los cuerpos- se reinter­ preta en una clave completamente errónea que trata de conciliar ioí

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la física leibniziana con la cartesiana. Es cierto que las remisiones a Newton se hacen mucho más frecuentes y significativas a par­ tir de 1755, cuando publica la Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, y claramente dominan en obras críticas como los Principios metafisicos de la ciencia de la naturaleza. También es ver­ dad que en su biblioteca figuraban la Óptica y los Principia newtonianos, así como las Introductiones ad veram physicam de Keill (Warda, 1922: 33-36). Pero a veces se olvida el modo que tuvo Kant de hacerse newtoniano, que tiene muy poco que ver con el estilo epistemológico de la escuela inglesa, a la par empirista y pro­ clive a los cálculos. Kant calcula muy poco y no cree que los prin­ cipios de la física descansen en la experiencia. Cuando resume el sistema de Newton en la Historia general de la naturaleza termi­ na diciendo que “está para siempre fuera de toda duda” (Kant, 1902: I, 244). Ningún genuino newtoniano hubiera pretendido tal cosa ni defendido la existencia de una física racionalpura, cuyos principios se conocen sólo a través de la razón a priori, tal como enseñaba Kant a sus alumnos en 1785 y figura explícitamente en el curso de Física Danzig (Kant, 1902: )0Í1X. 11,101). Son ejem­ plos -entre muchos- que están en abierta discrepancia con el espí­ ritu del autor de los Principia y que en cambio casan muy bien con el estilo de la física wolffiana, la cual se había apropiado de los contenidos de la ciencia newtoniana vertiéndolos en un mol­ de apriorístico. Ya expliqué cómo muchos físicos creadores com­ binan durante el siglo XVIII la doble inspiración newtoniana y leibniziana. El tono es todavía más sesgado entre divulgadores y redactores de manuales, que, en lugar de basarse directamente en Leibniz, suelen apoyarse en WolfF. Especial mención merece Samuel Konig, pertinaz viajero y polemista impenitente, que toma posesión de una cátedra de Física en Franecker el año 1748 con un discurso inaugural titulado: De optimis Wolfiana et Newtonia­ na philosophandi methodis earumque amico consensu. El mismo año la Academia de Berlín publica su memoria Sistema del mundo, deducido de principios monódicos, que defiende la perfecta com­ patibilidad de la física del inglés con la ontología y gnoseología del alemán. Este autor enseñó Física a la Marquesa de Chátelet, traductora de Newton al francés, y se dice que está tras su libro Institutions Physiques, ampliamente recensionado y elogiado por 102

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Kant en su primera obra. Es una muestra representativa de las rap­ sodias físico-metafísicas newto-wolffianas típicas del entorno que nutre intelectualmente al fundador del criticismo. Despojado de la hondura metafísica que le daba la doctrina monadológica y la tesis de la armonía preestablecida, el principio de razón suficiente y la tesis del entrelazamiento cósmico deriva perceptiblemen­ te hacia el determinismo mecanicista: Todo está enlazado en el mundo; cada ser se relaciona con los seres que coexisten con él, con los que le han prece­ dido y con los que le deben seguir [...]; aunque no veamos siempre con distinción su conexión recíproca no podemos dudar, por el principio de razón suficiente y por analogía, de que la haya ni de que este universo sea un todo, una máqui­ na completa y única cuyas partes se relacionan unas con otras, y que están completamente entrelazadas, conspirando todas a un mismo fin (Marquisedu Chátelet, 1988: 147-148). Si quisiéramos apostar sobre cuál es la fuente de la creencia kantiana en la naturaleza como entramado de causas y efectos repleto de necesidad, no conviene mirar hacia la nueva ciencia. Es mejor atender a la transformación operada por Wolff en el sis­ tema leibniziano y asumida por Bilfinger, por Konig, por la mar­ quesa de Chátelet, por Hamberger o por Ploucquet. Se ha repetido demasiadas veces que Kant entiende por meta­ física la de W olff y, por física, la de Newton. Al menos en lo que se refiere al origen de la tercera antinomia, lo que con mayor pro­ babilidad toma de W olff es -aunque parezca sorprendente- la física. En cambio, la metafísica le llega cribada y profundamen­ te transformada por la segunda generación de wolffianos, un gru­ po de pietistas y eclécticos que esbozan filosofías cuajadas de sutu­ ras, menos monolíticas que la de Wolff y más parecidas a lo que hace Newton cuando en sus especulaciones mezcla explicaciones mecánicas con suposiciones teológicas. En este sentido —y para acabar de un modo discretamente provocativo-, cabría decir que lo que Kant hizo fue fusionar una física de porte wolfíiano con una metafísica que en algo recuerda a la de Newton.

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a tercera antinomia de la Critica de la razón pura constitu­ ye un hito en el sentir de muchos autores modernos. Se ve en ella la señal indicadora del momento en que la libertad partió de este mundo para encaminarse hacia otro, tan proble­ mático y desvaído como el Hades de los antiguos. La contrapo­ sición entre libertad y necesidad natural formulada por Kant con­ duce como única alternativa a una escisión que una nota de la Critica de la razón práctica resume así: La unión de la causalidad, como libertad, con la causa­ lidad, como mecanismo natural, afirmándose aquélla por medio de la ley moral y ésta por medio de la ley natural, en uno y el mismo sujeto, el hombre, es imposible sin represen­ tar a éste como ser en sí mismo con relación a la primera y como fenómeno con relación a la segunda, en el primer caso, en la conciencia pura y en el segundo caso, en la con­ ciencia empírica. Sin esto es inevitable la contradicción de la razón consigo misma (Kant, 1975: 15). Se trata de una operación quirúrgica dolorosa, pero necesa­ ria, al menos si aceptamos el criterio de quien la llevó a cabo. Des­ cartes ya había mostrado cuán difícil es la convivencia de los dina­ mismos físicos con las acciones libres, y propuesto una separación de los ámbitos donde se fraguan unos y otras. La solución kan­ 10 5

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tiana parece más respetuosa con la unidad del hombre y del mun­ do, puesto que no son cosas distintas las que se gobiernan con los principios de la autonomía o de la legalidad impuesta, sino que una única y misma sustancia es libre aunque se manifieste sujeta a unas cadenas que no ha elegido. Literalmente hablando, el mun­ do no es lo que parece. De cómo parece el mundo informa la ciencia de los fenómenos, que sólo es ciencia cuando en ella se encuentra la matemática (Kant, 1989: 31) y cuando las intuicio­ nes se muestran obedientes a la aplicación de las categorías del entendimiento, muy en particular la de causalidad. Pero, tras el te­ lón urdido con tanta industria por la receptividad de la mente, siempre cabe pensar en las cosas tal como realmente son en sí mis­ mas. Se trata, claro, de una especulación ociosa, porque no hay modo de averiguar con una teoría sólida cómo son las cosas más allá de cómo las vemos. Nos alcanza una maldición parecida a la del rey Midas, que transformaba en oro cualquier cosa que toca­ ba: la mirada del hombre lo convierte todo en fenómeno, y ni uno solo de los conceptos teóricos que poseemos es aplicable a otra cosa que a él. Cuanto pasa a través del tamiz de la sensibili­ dad y es compilado por las funciones de síntesis del entendimiento pertenece al reino de la necesidad natural, de manera que la li­ bertad ha de buscar refugio más allá del horizonte de las intui­ ciones y los conceptos, es decir, más allá del tiempo y del es­ pacio: “ ... Yo no veo cómo los que aún se empeñan en conside­ rar el tiempo y el espacio como determinaciones pertenecientes a la existencia de las cosas en sí mismas, quieren evitar la fatali­ dad de las acciones” (Kant, 1975:145). Las cosas mismas no sólo son diferentes de como las ve el ojo humano, sino que ni siquie­ ra están donde éste sitúa todo su mundo de representaciones. La libertad bien podría decir de sí: “ Mi reino no es de este mundo”. Si todo acabara ahí, no habría en Kant una filosofía de la liber­ tad, porque el discurso acerca de esta noción sería fantasmagóri­ co y tanto daría hablar de ella como de los elfos, las brujas o las quimeras. Peor aún: todavía es posible im aginar los elfos, pintar­ los y rodar sobre ellos una película, porque aun cuando no que­ pan en este espacio y este tiempo, nada les impide aparecer en otro marco espacio-temporal alternativo. La libertad tiene prohi­ bido el acceso a cualquier realidad que muestre algún parentesco 10 6

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con nuestros sentidos y conceptos, y por ello tampoco podemos acceder a ella de la mano de la imaginación. ¿Entonces? Muy poco quedaría por hacer si no fuera porque el mundo fenoménico del que ha sido excluida presenta indicios que evocan primero la nostalgia y después la fe en que algo como la libertad existe, actúa, es eficaz. ¿Cuáles? Es momento de recor­ dar las memorables palabras con que se abre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres: Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mun­ do, es posible pensar nada que pueda considerarse como bue­ no sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. [...] La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma (Kant, 1967: 28-29). Por una vez, negar la validez del axioma querer es poder arro­ ja una contrapartida positiva. El hecho de que el querer no siem­ pre sea eficaz permite que la voluntad se desligue del devenir cós­ mico, en el que Kant ve la marca de una necesidad ineluctable. Tal vez no haya nada que hacer, pero todavía nos queda el recur­ so de la discrepancia interna, la convicción de que las cosas debe­ rían ocurrir de otra manera. El querer es el único vestigio de liber­ tad que nos queda, un querer que muchas veces es reducido a la impotencia, pero que cuando apela a lo que debe serse convierte en un don gratuito, algo que surge de la nada para volver la mayo­ ría de las veces a ella. La conveniencia de prescindir de antece­ dentes, añadidos o consecuencias es comprensible en este caso. En cuanto la buena voluntad saliera de sí para apoyarse en otra cosa o para demostrar hacia fuera lo genuino de su bondad, cae­ ría irremisiblemente en lo espacial, lo temporal, lo causalmente interconectado. Su ser se diluiría en el aparecer y la máquina ine­ xorable que todo lo devora la convertiría en una relatividad más del mundo de las apariencias. Cierto que algo de ella aflora en el mundo sensible, pero es una presencia fugaz, una leve compare­ cencia que sólo constituye una promesa, la apertura de un fren­ te de posibilidades que rápidamente han de buscar refugio fuera del alcance de la vista. A posteriori siempre cabe desconfiar de la 10 7

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pureza de intenciones de quien ha realizado unas gestiones, hecho un favor, llevado a cabo una gesta heroica. También es posible que, empeñándonos, consigamos confirmar sin excepciones nues­ tras peores sospechas. Pero para que tales sospechas tengan sen­ tido y no se conviertan en una obviedad absurda hay que salvar el principio de que alguna vez, en algún lugar remoto, hubo alguien que actuó con genuino altruismo, desinterés, altura de miras. Si no fuera así, ¿por qué seguimos quejándonos del egoís­ mo, ambición y mendacidad de los hombres? En cierto modo, la idea no relativista de bien cumple en la filosofía práctica de Kant un papel análogo al espacio y el tiempo absolutos en la física de Newton: ni una ni otros se pueden intuir, pero los tres son impres­ cindibles para que todo el sistema -vale decir: para que todo el m undo- fiincione. Es verdad que Einstein truncó las pretensio­ nes de Newton, sustituyendo lo absoluto del espacio-tiempo por lo absoluto de las leyes. Pero todavía no hay quien haya mostra­ do cómo prescindir de la propuesta kantiana sobre una primera referencia édca. Kant era consciente de este paralelismo: lo demues­ tra el hecho de que en su escrito sobre los Progresos de la metafí­ sica en Alemania afirme que los goznes del sistema crítico son la idealidad del espacio-tiempo y la doctrina de la realidad del con­ cepto de libertad (Kant, 1989c: 73). Según esto, llegamos a la libertad a través de la moralidad, lo cual no significa que aquélla descanse en ésta; sólo se apoya en ella el conocimiento que tenemos de su existencia. Sobre la esen­ cia, sobre la posibilidad de la misma, nada se puede agregar: “Aho­ ra bien, cómo esa conciencia de las leyes morales o -lo que es lo m ism o- de la libertad, sea posible, eso ya no se puede explicar; sólo se puede muy bien defender en la crítica teórica la admisi­ bilidad de la libertad” (Kant, 1975:72). Y es que sobre este asun­ to carecemos de argumentos (“ ... la realidad objetiva de la ley moral no puede ser demostrada por ninguna deducción...”) e igual­ mente nos han sido negadas las validaciones empíricas (“ ... no puede tampoco ser confirmada por la experiencia, y demostrada así a posterion'). Con todo, le corresponde una vigencia específi­ ca: “Se mantiene firme sobre sí misma” (Kant, 1975: 73), cons­ tituye un dato inconmovible, un factum de la razón, algo así como el punto de apoyo que reclamaba Arquímedes para remover el 10 8

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mundo. La única diferencia es que ahora no se trata de despla­ zarlo, sino de arrancarle el antifaz: Se puede denominar la conciencia de esta ley funda­ mental un hecho de la razón [...] proposición sintética a priori, la cual no está fundada en intuición alguna, ni pura ni empírica, aun cuando sería analítica si se presupusiera la liber­ tad de la voluntad [...] ella no es un hecho empírico, sino el único hecho de la razón pura (Kant, 1975: 51-52). E l único hecho de la razón pura. D e no ser por él nuestra especie habría encontrado definitivamente vedado el acceso al mundo de verdad, a la realidad despojada de tapujos. La con­ ciencia de la ley moral forma la punta del iceberg, el juicio sin­ tético a priori que no está avalado por los protocolos conven­ cionales de validación, y que reclama la existencia de la libertad como medio para restablecer la normalidad epistémica, para que todo discurra por los canales previstos, para que esta desafian­ te anomalía sea conjurada y transformada en la prevista redun­ dancia de los juicios analíticos: somos conscientes del imperio sin cadenas de la ley moral porque somos libres, porque posee­ mos una libertad de la que sólo nos apercibimos a partir de una conciencia que en el orden de las cosas mismas es su corolario. Por la moralidad conocemos la libertad, y por la libertad la mora­ lidad llega al ser: “ La libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la ley moral es la ratio cognoscendi de la liber­ tad” (Kant, 1975: 13). ¿Por qué no puede manifestarse la libertad en el mundo sensi­ ble, a pesar de estar en su más profunda raíz? Porque consiste en la capacidad para iniciar por sí misma un estado, y la unidad de la experiencia exige que todos los estados aparezcan entrelaza­ dos por relaciones causales, que quedarían rotas si dichos estados surgieran exentos, sin una razón suficiente vinculada al estado previo del universo. Para el entendimiento el concepto de liber­ tad es un sinsenddo, ya que quiere absolutizar una noción como la de causa, que dentro de sus coordenadas es esencialmente rela­ tiva. No reconoce comienzos ex nihilo, y eso es precisamente lo que desde su óptica se pretende con cualquier decisión que sea

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genuina expresión de La libertad. Sin embargo, no hay que asu­ mir la disyunción de que todo efecto en el mundo tenga que deri­ var o de la naturaleza o de la libertad, porque los fenómenos no son cosas en sí mismas. El efecto puede ser libre con respecto a la causa inteligible y resultar fenoménicamente según la necesidad de la naturaleza (Kant, 1978: A 533-537, B 561-565). El procedimiento usual para conocer algo consiste en inda­ gar primero su posibilidad y cerciorarse luego de su existencia efectiva. A veces es posible proceder en sentido inverso, descu­ brir que algo existe y averiguar luego cómo es. Sin embargo, con respecto a la libertad Kant nos coloca en la paradójica situación de tener un fírme asidero para garantizar la existencia sin que ello permita retroceder hacia la posibilidad. Sabemos que somos libres. No tenemos ni idea de cómo es posible serlo. Es como si Salomón hubiera intervenido en el contencioso y decretado que el objeto de la disputa sea partido en dos mitades. Pero esta vez la división no quiere separar lo que en el hombre hay de mate­ ria encadenada y lo que le otorga la condición de agente libre, sino lo que de verdad somos de lo que simplemente parecemos a nuestros propios ojos. La apariencia es un coto perteneciente la férrea necesidad; lo genuino e ignoto, la patria de la moralidad y la libertad. No obstante Kant, aunque se apoye en una solución salo­ mónica, pretende superarla y eso es lo que hace interesante su filosofía de la libertad. Si en la Critica de la razón pura la clave era preguntarse por las condiciones de posibilidad del ejercicio de la facultad de conocer, en la Critica de la razón práctica lo decisivo va a ser buscar las condiciones de posibilidad del ejercicio de la facultad de desear, la cual parte del mundo sensible pero quiere construir una realidad que lo trasciende. La primera Critica des­ vela -hasta donde es posible- el secreto de la naturaleza. La segun­ da, el misterio mucho más escondido de la vida-. Vida es la facultad de un ser, de obrar según leyes de la facultad de desear. La facultad de desear es la facultad de ese mismo ser, de ser, por medio de sus representaciones, causa de la realidad de los objetos de esas representaciones (Kant, 1975: 18-19). IIO

Esconder la libertad: Kant

Hay que revolver entre los fenómenos para encontrar la pis­ ta de despegue que lleva hacia otro ámbito más recóndito y con­ sistente. En la prácuca, esto se traduce en un insobornable esfuer­ zo depurador. Kant busca un reino que no es de este mundo, pero lo busca en este mundo. Si no se engaña, tiene que haber en él algo foráneo. Ya nos ha dicho qué es: la buena voluntad. No es una cosa cualquiera, es un elemento que presumiblemente apa­ rece mezclado con los objetos de la experiencia interna. De ahí deberá ser rescatado, identificado, purificado, a fin de obtener una guía fiable para el viaje al trasmundo metafenoménico. La Critica de la razón práctica sugiere que el éxito depende de estu­ diar las disposiciones morales del hombre olvidándose un poco de lo que hace el matemático y siguiendo más bien el ejemplo del químico, siempre ocupado en operaciones de destilación, filtra­ do, decantación, etc. (Kant, 1975: 225). El empeño es proble­ mático y para acometerlo conviene armarse con todos los recur­ sos de la sospecha. Lo que Kant busca es algo absoluto y para encontrarlo tendrá que prescindir de todo lo que implique la menor carga de relativismo. Todo lo subjetivo, lo opinable, lo cambiante, lo que depende de modas, gustos o situaciones no merece ser tenido en cuenta: será bueno para algo o para alguien, pero no bueno sin más. Para valer moralmente, una ley tiene que tener necesidad absoluta. El fundamento de la obligación ha de buscarse a priori en conceptos de la razón pura (Kant, 1967: 18). Aquí está la clave del tan traído y llevado rigorismo ético kantia­ no. Casi siempre se relaciona con la adusta sequedad del carácter prusiano, la religiosidad protestante, o el talante de los pueblos nórdicos. “El deber por el deber”: tal sería la única enseñanza con­ tenida en un código tan severo. Haría más justicia a Kant atri­ buirle como principio “el deber sólo es deber cuando es libre”, porque es la independencia de cualquier mediatización empíri­ ca, extraña, forzosa, lo que este filósofo busca con tanto ahínco. Por otro lado, el rigor de su ética es el contrapunto simétrico y exacto del necesitarismo de su epistemología. Sólo le satisfacen los conocimientos apodícticos y únicamente descubre la libertad en motivaciones diáfanas. La exigencia de pureza alcanza por igual a todo su pensamiento. Si la matemática se mezclara con lo empí­ rico, perdería su evidencia. Del mismo modo, una voluntad que n i

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atendiera a lo ocasional quedaría atrapada en esos mismos engra­ najes, perdería la aptitud para ser protagonista de sus determina­ ciones. Eso explica por qué se empeña Kant en depurar sin con­ templaciones toda la filosofía práctica: los preceptos morales tienen que apoyarse por completo en el concepto de libertad, excluyen­ do fundamentos naturales de determinación de la voluntad (Kant, 1969:71). Para completar este programa hay que soltar mucho lastre: la felicidad -propia o ajena- ya no podrá servir como criterio, en primer lugar porque los elementos que la configuran son empí­ ricos y por tanto indeterminados e inciertos (Kant, 1967: 67). Cada cual la entiende a su manera, ya que “de ninguna repre­ sentación de cualquier objeto, sea el que sea, puede conocerse a priori si estará ligada con placer o dolor o si será indiferente” (Kant, 1975: 36-37). El fundamento material de la especificación de cualquier proyecto tendente a lograr la felicidad sólo puede ser conocido por cada sujeto de modo empírico, y eso impide que lo que se diga de él alcance el estatuto de ley. En definitiva, aunque todos coincidieran en cómo entender el amor a sí mismo, tal una­ nimidad sólo sería casual (Kant, 1975: 44). La búsqueda de la felicidad acaba conviniéndonos en felices o desgraciados, pero en sí misma no nos hace buenos, esto es, merecedores de ella. Kant insiste en que es preferible ser digno de ser feliz, que escuetamente feliz, porque la felicidad inmerecida no le cuadra a un ser libre, es una felicidad artificiosa, falsa. ¿Por qué este empeño en alejar­ nos de todo lo empírico? La culpa es del peculiar dualismo de la filosofía kantiana. Así como Descanes prescinde, a la hora de tra­ tar de la libertad, de lo extenso, Kant renuncia en cambio a lo empírico. Y lo hace porque en lo empírico campea sin discusión la necesidad natural, como ocurre con lo extenso en el caso de Descartes. Así como en el filósofo francés lo problemático es la conexión de lo extenso y lo pensante, el alemán encuentra difi­ cultades a la hora de casar lo fenoménico con lo nouménico. Con todo, no tiene más remedio que hacerlo y también él ha de bre­ gar con una variante suigencris de la “glándula pineal”, que ron­ da precisamente la noción de felicidad que acaba de cuestionar: “Ser feliz es necesariamente el anhelo de todo ser racional, pero finito, y, por tanto, un inevitable fundamento de determinación 1 12

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de su facultad de desear” (Kant, 1975:42). ¿Significa esto que des­ pués de todo no hay un resquicio por el que un genuino sentido de libertad pueda acceder al mundo? No del todo. Lo que pasa es que no estamos hablando de una libertad sin restricciones sino la de un agente finito. Un ser con limitaciones no puede permi­ tirse el lujo de poseer una libertad absoluta. Sin embargo, pug­ na por hacer suya una parte de la realidad, la que a su juicio le corresponde, precisamente porque lo que le define junto a la finitud es la racionalidad. De no estar coartado por las limitaciones, todo lo que su razón conociera sería verdadero, todo lo que su razón quisiera sería bueno. Por ende, no conocería ni querría otra cosa que realidades. Que un ser sea a la vez racional y finito con­ lleva una tensión, una paradoja, porque la razón propende a adue­ ñarse de sus objetos, los que conoce y los que quiere, y nadie pue­ de de buen grado poner coto a esta tendencia. La solución de Kant es que, ya que la razón finita no puede abarcar cognosciti­ vamente la realidad, al menos debe ser dueña de la experiencia y, si tampoco puede realizar todo lo que quiere, al menos ha de estar capacitada para querer realmente algo. A tal fin tiene que partir de un dato empírico (la felicidad) aunque también debe trascenderlo de algún modo. Esto sólo puede hacerse queriendo no la felicidad propia (y por ello doblemente empírica), sino la fe­ licidad de todos los que están legitimados para aspirar a ella (todos los sujetos racionales). Hemos llegado a un punto crucial en la doctrina kantiana de la libertad. En primer lugar, ¿cómo se ha desdoblado la razón en teórica y práctica, cómo se ha vuelto capaz no sólo de conocer, sino de querer? Lo convencional es hablar de entendimiento y voluntad como potencias separadas del alma. Pero Kant ya ha partido de una escisión demasiado profunda (la que separa la rea­ lidad de la apariencia) y necesita evitar otras. Por eso une el cono­ cer y el querer en un solo tronco, al menos cuando trata de seres que consiguen escapar al estrecho cerco del aquí y el ahora y se elevan a la consideración universal de la ley: Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad. Como

Los filósofos y la libertad

para derivar las acciones de las leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón práctica (Kant, 1967: 59). Es un texto muy corto; apenas es creíble que contenga una argumentación tan decisiva. El querer de lo inmediato no es pro­ pio de una voluntad tal como la entiende Kant. Si deseo esto o aquello, pero no soy capaz de trascender las circunstancias anec­ dóticas de mi querer, entonces soy prisionero de una articulación mecánica, me disparo como efecto necesario de una causa ade­ cuada, mi volición en nada se diferencia de la conexión troque­ lada de un reflejo condicionado. Sería un miembro más de la naturaleza que, como señala Kant, siempre actúa de acuerdo con la prescripción de una ley. Sólo quien posee la ley domina los casos concretos sujetos a ella. La razón es lo único que faculta para extraer consecuencias de las leyes, para obrar conscientemente de acuerdo con ellas. Y eso es para Kant la voluntad, un querer que no se atiene a las condiciones fácticas de su ejercicio, porque se enla­ za siempre con una aspiración ilimitada, universal. Borowski infor­ ma que el filósofo aplicaba concienzudamente este criterio a todos los detalles de su vida: Lo verdaderamente característico de Kant, según la apre­ ciación de todos los que lo conocieron, era su continuo afán por actuar en todo momento siguiendo principios muy medi­ tados y, según su convicción, bien fundados: el empeño por imponerse ciertas máximas para todo: para los asuntos gran­ des y para los pequeños, para los importantes y los menos importantes, de las que tendría que partir siempre y a las que siempre habría de volver (Borowski, 1993: 69). Wasiansky, que fue notario de los años seniles del filósofo, atestigua que esto llegó a convertirse en una obsesión patética y ridicula. Pero debiéramos apreciar la importancia de la motiva­ ción subyacente. Es la razón, a través de las formas a priori de la intuición y las categorías del entendimiento, la que genera el impe­ rio de la ley en la naturaleza. Cuando el sujeto trata de actuar de acuerdo con leyes, quiere también protagonizar su conducta de la única manera que se le alcanza: no hay otro modo de colocarse U

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detrás de la necesidad natural, o sea, por encima de ella. El sujeto pasivo de la ley es la materia de lo empírico: lo anecdótico, el caso aislado, el capricho momentáneo e intrascendente. Quien pro­ mulga la ley trasciende ese horizonte, pero también lo hace el que, desde una posición de dependencia, sabe reconocer la vigencia universal de una regla: Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador uni­ versal, pero también como sujeto de esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está some­ tido a ninguna voluntad de otro. [...] El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya sea como jefe. Mas no puede ocupar este último pues­ to por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad (Kant, 1967:91). N o debemos confundirnos: la moralidad nos capacita para hablar el lenguaje de los supremos decretos de conducta y en ese sentido nos conviene en legisladores, pero no nos libera de la con­ dición de súbditos a la que pertenecemos en cuanto sujetos empí­ ricos. Aunque no las hayamos inventado, las leyes morales son de alguna manera nuestras, nos cabe la posibilidad de apropiárnos­ las y en virtud de ello somos libres. No sólo libres, sino dignos de respeto: “La moralidad es la condición bajo la cual un ser racio­ nal puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines” (Kant, 1967: 93). Kant trata de escapar como sea de la cárcel de lo empírico. Per­ manecer en ella es seguir sometido a la pequeñez de lo casual, prisionero del mecanismo natural, esclavo de lo temporal. Para él, ser libre es lo mismo que ser de verdad, estar arraigado en el suelo de lo que no se reduce a la mera apariencia. Pero como es una patria que seguimos sin ver, aunque de verdad estemos en ella, sólo una trascendencia formal, la vigencia de un principio que no se agota en sus manifestaciones, da la clave para reconocernos como lo que de verdad somos. La filosofía kantiana, tanto teóri­

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ca como práctica, descansa en un hilemorfísmo particular. La oposición entre la materia y la forma le es imprescindible para conciliar la libertad nouménica y la necesidad fenoménica. Cuan­ do protesta contra la acusación de ser un idealista y reivindica para sí el realismo empórico, es completamente sincero. Si diese el paso hacia el idealismo absoluto, la libertad específicamente humana se evaporaría. Por eso, la libertad de la que hablarán Fichte, Schelling o Hegel tiene poco que ver con la suya. Kant está anclado en una libertad que se afirma frente a la necesidad natu­ ral, no sobre o por debajo de ella. Es llamativo que, en lugar de lamentar la imperfección de nuestra facultad cognoscitiva -pues no ve las cosas como son sino según la forma en que puede ser afectada por ellas-, considera que es una circunstancia afortuna­ da, ya que de otro modo se frustraría nuestra libertad. En efec­ to: un conocimiento perfecto implicaría el avasallamiento de la voluntad por la tendencia natural hacia la felicidad que, exenta de incertidumbres, se abandonaría a su particularismo y no deja­ ría manifestarse a ese otro impulso universalista que surge de la genuina libertad. KLa conducta del hombre, mientras durase su naturaleza tal y como es hoy, se tornaría en un mero mecanismo, en donde, como en el teatro de las marionetas, todos gesticula­ rían muy bien, pero no se encontraría vida en las figuras” (Kant, 1975: 204). En estas circunstancias, el imperfecto saber que nos ha sido concedido es una auténtica bendición, porque nos per­ mite olvidarnos de nosotros mismos en la proporción justa para superar la estrecha celda de la mismidad y alcanzar un punto de vista que en algo se parece al de Dios: la visión del legislador, el sujeto puro que está por encima de visiones egoístas, de motiva­ ciones empíricas, de la tentación de suplantar la aspiración al bien universal por la búsqueda de ventajas particulares. Para Kant lo que hay que procurar evitar a toda costa, más que el mal uso de la libertad (habría que considerar si tal cosa es posible), es su pér­ dida, que equivale a la degeneración ontológica, a recaer en el mundo anónimo de los eslabones causales. Con esto ya se tiene en la mano un criterio para llevar a cabo el proceso depurativo que libra la voluntad del abrazo de la nece­ sidad natural: la visión universalista, que es el modo de validar las máximas (principios subjetivos del obrar) y transformarlas en 116

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leyes (objetivas). Tras ella hay una paradoja: lo que personaliza no es lo que diferencia, sino lo que permite descubrirse como igual a los otros. En la comunidad de los sujetos libres encon­ traremos la raíz más honda que nos convierte en seres irrepeti­ bles,. N o porque no tengo nada que ver contigo, sino porque soy idéntico a ti en lo más esencial, resulto insustituible. Lo privativo, lo característico, son detalles que muy bien podríamos olvidar, mejor dicho, deberíamos hacerlo desde el punto de vista ético. Posiblemente aquí encontramos el mayor aporte sustantivo de Kant al progreso moral de la humanidad: la deducción del cos­ mopolitismo a partir del análisis de los supuestos de la libertad: “¿Con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea valedero más que en las condiciones contin­ gentes de la humanidad, y considerarlo como precepto univer­ sal para toda naturaleza racional?” (Kant, 1967: 52). El deber es algo cuya validez se extiende a todos los seres racionales, es decir, a todos los que son capaces de hacerse cargo de él (Kant, 1967: 78), y ni siquiera el concepto de humanidad tiene la amplitud suficiente para definir las fronteras. Si nos cabe alguna duda sobre la dignidad de un presunto sujeto convendría someterlo, en lugar de al test de Turing, a este test propuesto por Kant, para en caso de superarlo recibirlo de todo corazón en la república de los espí­ ritus libres, aunque haya descendido de un platillo volante o se esconda tras una fachada de silicio. Se critica con mucha frecuencia la manía kantiana de pro­ mover el respeto del deber por el deber. La caricatura fácil de un tipo sarmentoso que se olvida de los sentimientos y niega esos pequeños detalles y defectos que nos humanizan ha tentando a los ingenios vulgares y también a los más selectos, como demues­ tran estos versos de Schiller, recordados por Popper: ¡Amigos, qué placer serviros!, pero lo hago por honda inclinación. Y no en consecuencia, lo que mucho me duele, por virtud. ¿Qué puedo hacer entonces? Tendré que enseñarme a aborreceros, y, con el disgusto de mi corazón, serviros como manda el deber (Popper, 1977: 260). 117

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Para exorcizar esta imagen repelente es preciso evocar el auténtico talante de aquel hombrecillo, que tenía fama de ser el mejor anfitrión, gourmet y conversador de Konigsbcrg, y al que uno de los pocos retratos conservados lo muestra prepa­ rando la salsa de mostaza para sus invitados. Recordemos algu­ na de las afirmaciones que le han hecho ganar tan mala fama, sobre todo entre nosotros, los latinos: “Deberé, pues, por ejem­ plo, intentar fomentar la felicidad ajena, no porque me impor­ te algo su existencia [...], sino sólo porque la máxima que la excluyese no podría comprenderse en uno y el mismo querer como ley universal” (Kant, 1967: 103). Me pregunto por qué a tantos les resulta antipática esta frase: ¿Porque rechaza los favo­ ritismos y la acepción de personas? ¿Porque trata de desligar la bondad de las secreciones hormonales, el jugo biliar y la efica­ cia de los neurotransmisores? ¿Porque proporciona a la libertad un horizonte irreductible a los algoritmos y que los programas informáticos no podrán nunca emular? ¿Porque excluye que deba perjudicar al prójim o tan sólo porque no me cae bien? ¿Porque, preanunciando el Himno a la alegría, busca al amigo “más allá de las estrellas” ? Es en verdad increíble hasta dónde llega nuestra hipocresía, o nuestro cinismo, o bien simplemen­ te nuestra estupidez. Quizá yo mismo sea víctima de las descargas glandulares al salir tan impetuosamente en defensa del viejo maestro. No pue­ do zafarme del atractivo de sus planteamientos universalistas. Pero conducen a un resultado que ya no lo es tanto: el form alis­ mo, que para más inri consagra como teorema en la Crítica de la razón práctica: Si un ser racional debe pensar sus máximas como leyes prácticas universales, puede sólo pensarlas como principios tales que contengan el fundamento de determinación de la voluntad, no según la materia, sino sólo según la forma (Kant,

1975: 45) . Como inevitable corolario llegamos al imperativo categórico en sus diversas presentaciones, de las que me quedo con la que consagra la circularidad del argumento: ii 8

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Obra de tal modo, que la máxima de tu voluntad pue­ da valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal (Kant, 1975: 50). Es evidente. En Kant lo material es siempre particular, ané­ mico, opaco. Lo universal es la forma, que planea por encima de las concreciones empíricas. Cuando se une a ellas da origen a una mezcla tan mal trabada, que la crítica de la razón no tie­ ne problemas para volver a dar a la materia lo que es de la mate­ ria y a la forma lo que se le debe. La libertad no nos enseña qué es lo que debemos querer, sino cuándo y cómo: cuando todos los miembros del reino de los fines puedan quererlo y como todos ellos deban quererlo. Aquí el hilemorfísmo se convierte en una trampa, porque la distinción entre materia y forma debiera con­ vertirse en este contexto en algo absoluto, unívoco, definitivo, cuando en realidad es imposible que abandone el terreno de lo relativo, análogo y provisional. Com o la voluntad depende del entendimiento para determinarse, no es posible desligar el que­ rer de lo empírico. Sólo podemos querer lo que vemos, toca­ mos, oímos o gustamos. N o tenemos n¡ idea de qué es lo que vaya a querer un ser racional sometido a coordenadas cognos­ citivas distintas de las de nuestra especie. Incluso dentro del marco de lo humano, sería imposible especificar una legislación universal si no entramos -dicho sea en el sentido más literal del término- en materia. Kant realiza algunos juegos malabares para salir airoso del incómodo problema al que su planteamiento teó­ rico le ha abocado: la mera forma de una ley, que limita la materia, tiene que ser al mismo tiempo un fundamento para añadir esa materia a la voluntad, pero no para presuponerla. Sea la materia, por ejemplo, mi propia felicidad. Ésta, si yo la atribuyo a cada cual (como puedo hacerlo en realidad en los seres finitos), no puede llegar a ser una ley práctica objetiva más que si inclu­ yo en ella la de los demás. Así, pues, la ley de favorecer la feli­ cidad de los demás no surge del supuesto de que esto sea un objeto para el albedrío de cada uno, sino sólo de que la for­ ma de la universalidad, que la razón necesita como condi­ ción para dar a una máxima del amor propio la validez obje-

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tiva de una ley, llega a ser el fundamento de determinación de la voluntad... (Kant, 1975: 56-57). En definitiva, la materia del querer ha de unlversalizarse a su vez de algún modo, y por tanto convertirse en algo form al. Debe tenerse en cuenta que, según el inventor de la distinción, la mate­ ria no es otra cosa que forma en potencia. Por tanto, materia y forma son inseparables, la materia en sí misma es incognoscible, y para que dé juego hay que actualizarla, es decir, convertirla en form a. El entendimiento sólo brega con formas y lo mismo ocu­ rre con la libertad. Confinarla en el plano formal no significa en el fondo nada, puesto que todo lo que hay o esform a, o puede lle­ gar a serlo. Sin embargo, estas consideraciones tienen más que ver con la fundamentación de la ética que con la relación entre naturaleza y libertad. Con respecto a esto último, el formalismo kantiano resulta ventajoso: la universalidad de la ley moral consuma el vaciamiento de lo empírico y hace que el sujeto moral se quede únicamente con su racionalidad desnuda, que lo convierte en ciu­ dadano de pleno derecho de la república de los espíritus. N o obs­ tante, es imperativo volver al mundo sensible. De otro modo, la libertad significaría un viaje sin retorno, partir de los fenómenos para adentrarse en una ignota dimensión de la que nada pode­ mos decir, salvo que es real. De hecho, ya hemos comprobado el paralelismo de la filosofía teórica y práctica en Kant. No es casual, como confirma la analogía que reconoce entre lo líbre y lo físico: “Un reino de los fines sólo es posible, pues, por analogía con un reino de la naturaleza: aquél, según máximas, esto es, según reglas que se impone a sí mismo: éste, según leyes de causas eficientes exteriormente forzadas” (Kant, 1967: 98). Por eso, en lugar de abandonar el plano fenoménico, lo que hace la razón práctica es tender puentes que lo comunican con el otro mundo, mundo que nuestra cabeza no atisba pero en el que de alguna manera conse­ guimos poner el pie: la razón práctica no se ocupa de los objetos para conocer­ los, sino de su propia facultad, para hacerlos reales (según el conocimiento de los mismos), es decir, que se ocupa de una iz o

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voluntad que es una causalidad, en cuanto la razón contie­ ne el fundamento de la determinación de la misma... (Kant, 1975: 130). Tiene importancia la acotación introducida entre paréntesis: las realizaciones de la razón práctica no consisten en misteriosas operaciones metafísicas cuyos efectos escapan a todo control, se trata de hacerlos reales según el conocimiento de los mismos. La cone­ xión entre razón teórica y razón práctica se mantiene operativa a lo largo de todo su ejercicio. El encadenamiento de los fenóme­ nos obedece a la necesidad natural, pero al mismo tiempo tiene que ver con la realización de los deseos. Leibniz propone algo semejante, pero en él la armonía preestablecida garantiza el acompasamiento de la lógica de la naturaleza y la lógica de la libertad sin que sea un milagro ni la secuela de interferencias mutuas, sino reflejo de la síntesis de unidad y diversidad que hay en el univer­ so. A Kant no se le escapa la trascendencia de tal solución, como revela el argumento que desarrolla a este propósito en su Respuesta a Eberhard: No podemos explicarnos por qué tenemos precisamen­ te este modo de sensibilidad y esa naturaleza de entendi­ miento, mediante cuya coordinación es posible la experien­ cia; y menos aún por qué ella, que de lo contrario sería una fuente heterogénea de conocimientos, hace posible un cono­ cimiento de la experiencia en general, y en particular y espe­ cialmente, una experiencia de la naturaleza bajo sus leyes múltiples y especiales, aunque simplemente empíricas, de las que nada nos enseña el entendimiento a priori, pero que coinciden tan exactamente como si la naturaleza se acomo­ dara intencionadamente a nuestra facultad de aprehensión: esto ni hemos podido explicárnoslo ni podrá lograrlo nadie. Leibniz llamó armonía preestablecida al fundamento de esta cualidad, refiriéndose sobre todo al conocimiento de los cuer­ pos y, entre ellos, ante todo al del nuestro propio; pero con ello no explicó evidentemente aquella coincidencia, aunque tampoco quería explicarla, sino sólo señalar que con ella habíamos de pensar una cierta conveniencia en la ordena­ ción de la causa suprema en nosotros y fuera de nosotros, que se daría en cuanto fue puesta la creación, determinada 121

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antes, pero no como el preestablecimiento de las cosas que se encuentran fuera una de otra, sino sólo de las fuerzas de la afectividad que están en nosotros, de la sensibilidad y del entendimiento. [...] Que ésta fue su opinión verdadera [...] puede deducirse del hecho de que no extendiera su doctri­ na de la armonía preestablecida más allá de la coincidencia entre el cuerpo y el alma y, aún más concretamente, entre el reino de la naturaleza y el de la gracia [...] donde existe una armonía entre las consecuencias de nuestros conceptos natu­ rales y las consecuencias de nuestro concepto de la libertad y, por consiguiente, de dos facultades completamente dis­ tintas, bajo principios totalmente dispares, y no una doble distinción de cosas que se encuentran una fuera de otra... (Kant, 1973: 112-113). Ya sabemos que circunscribir la armonía a la relación cuerpoalma falsea la postura de Leibniz y proviene de W olff así como de los wolffianos pietistas, que veían en ella un disfraz del fata­ lismo. Así restringida, se parece demasiado a una solución ad. hoc, un apaño para separar las competencias de la naturaleza y la liber­ tad sin consumar su divorcio. Kant prefiere apelar directamente al misterio y dejar inexplicada la extraña consonancia de las for­ mas aprióricas de la experiencia con sus contenidos, y en parti­ cular con las leyes empíricas. Pero ese misterio cubre una afini­ dad, no tan lejana en la práctica, con el genuino sentido del concepto leibniziano. De no haber estado confundido en este punto tal vez hubiera planteado de otro modo el entronque del mundo sensible y real. Pero en su filosofía la causalidad natural siempre se interpone entre el sujeto y sus motivos y decisiones, porque unos y otras aparecen siempre mediados por la experien­ cia que el yo tiene de sí mismo: Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos mora­ les y en la representación del deber. [...] No podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por comple­ to a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aque-

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líos íntimos principios de las mismas, que no se ven (Kant, 1967: 50). Los creyentes están de acuerdo y repiten que “sólo Dios cono­ ce el corazón de los hombres”. A tiro pasado siempre es posible proyectar sombras sobre las decisiones más generosas y sospechar de las intenciones más puras. Cierto es que antes de tomar una resolución casi todos tenemos la impresión verídica de controlar la situación; pero una vez decididos nos asalta la duda de si fui­ mos nosotros o los influjos que nos asedian. En Kant esta anfi­ bología se vuelve insoluble. Si el velo de lo apriórico cubriera toda la dimensión formal del conocimiento sospecho que nada habría que hacer para mantener conectadas libertad y naturaleza en el sistema trascendental. No obstante, hemos visto en el texto de la Respuesta a Eberhard que tal cosa ni siquiera ocurre en el campo de la experiencia de los objetos. Por eso puede el sujeto de la liber­ tad escrutar en su interior para apoyar la batalla que su libertad entabla con las motivaciones del mecanismo natural: La ley moral, pues, así como es fundamento formal de determinación de la acción mediante la razón pura práctica, así como también es fundamento material, aunque sólo obje­ tivo de determinación de los objetos de la acción bajo el nom­ bre del bien y del mal, es también fundamento subjetivo de determinación, es decir, motor para esa acción, porque tie­ ne influjo sobre la sensibilidad del sujeto y produce un sen­ timiento que fomenta el influjo de la ley sobre la voluntad. Aquí no precede en el sujeto sentimiento alguno que estu­ viera en armonía con la moralidad (Kant, 1975: 112). Si la ley moral actúa como motor de la acción, es de alguna manera causa, pero no una causa extrínseca al sujeto, porque su eficacia depende de que éste se la represente como tal y la haga suya, sintiéndose con pleno derecho legislador a la par que súb­ dito de ella. Tampoco es operativa como mera función de sínte­ sis de la diversidad fenoménica, sino de verdad ¿Cómo es conce­ bible una determinación de esta clase? Sólo si fuera posible trascender las condiciones de la aplicación de la causalidad feno­ ménica y en primer lugar las formas de la intuición. La causali­ 12}

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dad de la libertad sólo podrá ejercerse, por consiguiente, desde un más allá del tiempo y del espacio. Lo cual es inimaginable, por supuesto, pero eso es algo natural, puesto que la imaginación es una facultad que Kant pone al servicio de las relaciones del enten­ dimiento y la sensibilidad. Este otro tipo de causalidad desborda las capacidades y los límites de la receptividad de la mente; Kant lo afirma explícitamente: “ La ley moral es, en realidad, una ley de causalidad por la libertad, y, por tanto, de la posibilidad de una naturaleza suprasensible” (Kant, 1975: 74). Aquí se concreta el peculiar dualismo de esta filosofía. Podría pensarse que la distinción entre el mundo sensible y el inteligi­ ble (sería más justo denominarlo ininteligible) no determina una auténtica escisión, puesto que no opone dos tipos diferentes de realidad, sólo marca una distancia insalvable entre la realidad en sí misma y su manifestación a un espíritu finito. Pero además tenemos por un lado la causalidad fenoménica, base de la necesi­ dad natural, y por otro la causalidad nouménica, sustento de la libertad (Kant, 1989c: 51). Se podría decir de ambas lo mismo que de los dos mundos; sin embargo, ahora estamos ante dos genuinos dinamismos, aunque en un caso se apliquen a repre­ sentaciones y en otro a cosas. Así que existe una dualidad: no res­ pecto al destino, pero sí en lo que concierne al origen. Lo sor­ prendente es que para Kant la causalidad natural se desliga no sólo de la libertad finita sino incluso de la misma creación. Dios, en efecto, no estaría detrás del mecanismo espacio-temporal. Sólo sería responsable de las cosas mismas: Así como sería una contradicción decir que Dios es un creador de fenómenos, de igual modo es una contradicción decir que Él, como creador, es la causa de las acciones en el mundo sensible, es decir, de las acciones como fenómenos, aun cuando es causa de la existencia de los seres agentes (como noúmenos) (Kant, 1975: 146). Con todo, cuida de no exagerar la nota para evitar que la dis­ tancia llegue a ser insalvable. La dialéctica sigue girando en tor­ no al eje ser-conocer, porque Kant insiste en que la razón prácti­ ca tiene que conocer la causalidad fenoménica para producir sus 12 4

Esconder la libertad: Kant

actos, pero no precisa determinar teóricamente el concepto de su causalidad como noúmeno (Kant, 1975: 76-77). La causalidad como necesidad natural concierne a la existencia de cosas en cuan­ to es determinable en el tiempo. La causalidad como libertad no es posible si las determinaciones de las cosas en el tiempo se toman como cosas en sí mismas, porque lo que sucede en el tiempo depende del pasado, y éste ya no está en mi poder cuando actúo. En el tiempo no hay manera de actuar con libertad (Kant, 1975: 136-137). El problema estriba en que los fenómenos se dan en un lugar y momento donde quedan anclados: no los trascienden. Pero la causalidad es una función de síntesis y por fuerza ha de abarcar los términos que une. El fenómeno no piensa, es pensa­ do; propiamente no efectúa acción de ningún tipo: es incorpo­ rado a un esquema causal sea como causa, sea como efecto. Por eso siempre es causa de lo que viene detrás y efecto de lo que su­ cedió antes. Las formas de la intuición y los conceptos del enten­ dimiento superan las condiciones tácticas porque las constituyen, las ponen en pie al aplicarse a la materia informe (¿o no tanto?) de la sensación. Nada de esto sirve a la libertad, pero tampoco la excluye. Kant apura este descubrimiento y se reafirma en un determinismo que en nada cede al de Leibniz o Laplace, pero que vuelve a separar el ser y el conocer hasta distancias que difícil­ mente podrá salvar luego: Se puede, pues, admitir que si para nosotros Riese posi­ ble tener en el modo de pensar de un hombre, tal como se muestra por actos interiores y exteriores, una visión tan pro­ funda que todo motor, aun el más insignificante, nos fuera conocido, y del mismo modo todas las circunstancias exte­ riores que operen sobre él, se podría calcular con seguridad la conducta de un hombre en lo porvenir, como los eclipses de sol o de luna y, sin embargo, sostener que el hombre es libre. Si nosotros fuésemos capaces de otra mirada (que no nos ha sido empero concedida, sino que en su lugar tenemos sólo conceptos racionales), esto es, si fuésemos capaces de una intuición intelectual del mismo sujeto, nos apercibiría­ mos de que toda esta cadena de fenómenos, en aquello que sólo puede interesar siempre a la ley moral, depende de la espontaneidad del sujeto como cosa en sí misma, de cuya

Los filósofos y la libertad

determinación no se puede dar ninguna explicación física (Kant, 1975: 142). Las preguntas que nadie puede evitar entonces son: si la sen­ sibilidad y el entendimiento no nos dan a conocer el ser, sino un mundo de representación que nada tiene que ver con él en cues­ tiones tan cruciales como la libertad, ¿para qué sirve entonces? ¿Es creíble que deje de ser, además de ocioso, contraproducente y perjudicial para los más altos intereses de la razón? Kant inten­ tará zafarse de estas interrogantes afirmando la prioridad de la razón práctica sobre la teórica. Mas seguirá habiendo quien lo encuentre insuficiente. Es imposible desmontar una tradición de pensamiento de más de dos milenios, que siempre hizo de la liber­ tad un proceso que se gesta en la simbiosis de dos facultades, entendimiento y voluntad, una de las cuales está vertida hacia el conocer y otra hacia el ser. Si conocer y ser no van de la mano, esta colaboración estará gravada por una hipoteca que ni siquie­ ra la prodigiosa arquitectura del sistema crítico conseguirá levan­ tar. Sobre todo, porque Kant se niega una y otra vez a abrir la úni­ ca puerta acorde con el espíritu de su filosofía, la armonía preestablecida. En los pasajes más cruciales de la Critica de la razón práctica vuelve a considerar la idea leibniziana del autómata espi­ ritual y la despacha con una caricatura: no sería mejor, dice, que un “asador” que da vueltas impulsado por su resorte (Kant, 1975: 140). Hay que entender el motivo profundo de esta incompren­ sión: en Leibniz lo mecánico es una representación confusa del despliegue autónomo de las representaciones nítidas, que consti­ tuyen la verdadera trama de la realidad. En Kant, todas las repre­ sentaciones, por más nítidas que sean, se ubican en la fachada engañosa que oculta la realidad de las cosas. Es lógico que niegue toda relevancia a la distinción entre un “autómata mecánico” y un “autómata espiritual”: “a toda necesidad de los sucesos en el tiempo, según la ley natural de la causalidad, se le puede dar el nombre de mecanismo de la naturaleza, aunque no se entiende por esto que cosas que son sometidas a este mecanismo tengan que ser verdaderas máquinas materiales” (Kant, 1975: 139). Y sin embargo, la exigencia de reconciliar el ser y el conocer se mantiene. Nuestro hombre va a tratar de satisfacerla por dos

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lados. £1 primero tiene que ver con la quiebra del principio del apriorismo de todas las formas del conocimiento, es decir, con la eventualidad de que hubiera en la experiencia ciertas formas (por ejemplo, las que se traducen en leyes meramente empíricas) que no han sido introducidas por la espontaneidad del sujeto cognoscente. Esto permitiría cierto juego, abriría la posibilidad de que la representación tuviera cierto valor de verdad ontológica, insuficiente para ser útil a la razón teórica, pero válido para los propósitos de la práctica. Nada de esto aparece en la sección nove­ na de la Antinomia de la razón en la Critica de ¡a razón pura, que trata de solucionar el conflicto entre naturaleza y libertad insis­ tiendo una y otra vez en la separación entre la causalidad empí­ rica y nouménica (Kant, 1978: A 516-567, B 544-595). Pero allí está en toda su plenitud el Kant salomónico, que sólo ve las ven­ tajas de desligar al máximo el ser propio de las cosas de su mani­ festación a la conciencia. En cambio, a lo largo de la Critica de la razón práctica no puede seguir ignorando que, por muy noumé­ nica que sea su acción, el sujeto moral tiene puestos los ojos en el mundo sensible, y sobre él incide su acción, no en el detalle del despliegue cósmico espacio-temporal, pero sí cuando lo conside­ ramos como totalidad: puede ser racional decir con razón de toda acción contraria a la ley que él lleve a cabo, aun cuando como fenómeno esté en lo pasado suficientemente determinada y en ese aspecto sea absolutamente necesaria, que él hubiera podido omitir­ la; pues ella, con todo lo pasado que la determina, pertene­ ce a un único fenómeno de su carácter que él se ha propor­ cionado, y, según el cual, él, como causa independiente de toda sensibilidad, se imputa a sí mismo la causalidad de aque­ llos fenómenos (Kant, 1975: 141). Hay otros pasajes de la obra kantiana que inciden en la mis­ ma problemática. Por ejemplo, en Los progresos de la metafísica comenta la pugna del hombre fíente a los obstáculos que encuen­ tra su buena voluntad, y plantea una vez más que dicha supera­ ción no tiene por qué ser segura, pero sí posible, gracias a que “la causalidad de la voluntad libre no debe estar ligada a la condición 127

Los filósofos y ¡a libertad

del tiempo aunque el hombre como cosa de la naturaleza esté liga­ do a ella” (Kant, 1989c: 103). D e acuerdo con la lógica de estas expresiones, si un delin­ cuente alegara en su descargo el alcoholismo del padre o una pre­ disposición genética para el crimen, podría ser objetado por el fiscal que también es responsable de su genoma y de la conduc­ ta paterna. Y a la inversa: hay un cuento de Borges, titulado La otra muerte, en el que un cobarde sobrevive a cierta batalla y con­ sagra el resto de su vida a rehabilitarse, consiguiendo a la postre retornar al combate y morir como un valiente. “Modificar el pasa­ do no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas” (Borges, 1 9 8 9 :1, 575). Esta historia es mágica, porque su protagonista oficia su gesta desde el tiem­ po, pero en Kant la cosa resultaría, más que imposible, innecesa­ ria. El sujeto moral no está en el tiempo; la acción que ejerce, tampoco: sólo pertenecen a él sus consecuencias visibles. Todos los hombres estaríamos detrás de todo lo que pasa y contribuiría­ mos a conformar como gestores libres la historia universal. Asis­ tiríamos a cada una de sus vicisitudes, poniendo la parte alícuo­ ta para que el discurrir de los acontecimientos vaya por sus pasos hacia donde hemos decidido llegar. Al igual que el centro del uni­ verso en la cosmología de Nicolás de Cusa, cada hombre está -en la medida que le concierne- en todas partes y en ninguna. La epi­ fanía de esta presencia se concreta en las peripecias biográficas, pero sus raíces son mucho más amplias y de un modo indirecto y difuso abarcan todo el devenir cósmico. La pregunta es si la necesidad natural se pone al servicio de la libertad y es instrumentalizada por ella, o bien únicamente sirve para apantallada. La afirmación ya reseñada de que Dios no es autor de los fenó­ menos me inclina a preferir lo segundo. Pero la cosa no es del todo segura, y ello me lleva al segundo expediente elegido por Kant para restablecer la conexión entre saber y ser. Algunas obras tardías, como la Crítica del Juicio, sugieren la idea de que la libertad se acaba manifestando en el mundo no sólo en la conciencia de los sujetos morales, sino en el rumbo global de los eventos cósmicos, en los que se puede leer tanto el ciego juego de las causas fenoménicas, como la inteligente previsión del obrar de acuerdo a fines: “El concepto de libertad debe realizar 12 8

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en el mundo sensible el fin propuesto por sus leyes, y la natura­ leza, por tanto, debe poder pensarse de tal modo que al menos la conformidad a leyes que posee forma, concuerde con la libertad de los fines, según leyes de libertad, que se han de realizar en ella” (Kant, 1989b: 74). Algo tienen que ver estas especulaciones con la doctrina sobre la heterogonía de los fines de Vico, con las hegelianas “astucias de la razón” o simplemente con el refrán castella­ no “Dios escribe recto con renglones torcidos”. En el escrito Idea de una historia universal desde elpunto de vista cosmopolita (1784), Kant es todavía más explícito: Cualquiera que sea el concepto que se tenga sobre la liber­ tad de la voluntad, desde el punto de vista metafísico, las manifestaciones de la misma, es decir, las acciones humanas, están determinadas por leyes universales de la naturaleza, tan­ to como cualquier otro acontecimiento natural. Por muy pro­ fundamente ocultas que puedan estar las causas de esos fenó­ menos, la historia nos permite esperar que se descubrirá una marcha regular de la voluntad humana, cuando considere en conjunto el juego de la libertad (Kant, 1964: 39). La cláusula de salvaguarda de la necesidad natural sirve para garantizar la ortodoxia de esta fiase, que no obstante avala la espe­ ranza de que a largo plazo acabe por manifestarse la eficacia, inclu­ so fenoménica, de la libertad. El signo de la presencia exclusiva de la necesidad natural en los destinos humanos sería el rumbo errático de la historia; el azar es la evidencia de una necesidad no unificada. La libertad se traduce en necesidad cuando abraza la totalidad de la Historia: Sin embargo, esa idea podría ser perfectamente utilizable, si admitimos la posibilidad de que la naturaleza no pro­ cede sin plan e intención final, inclusive en el juego de la libertad humana. Y aunque seamos demasiado miopes como para penetrar en el mecanismo secreto de esa organización, tal idea podría servirnos, sin embargo, de hilo conductor para exponer, por lo menos en sus lincamientos generales y como sistema, lo que de otro modo no sería más que un agregado sin plan de las acciones humanas (Kant, 1964: 55). 1 29

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Estos textos insinúan una tendencia hacia la colectivización de la idea de libertad, perspectiva más que inquietante a la vista del desarrollo que tendrá a todo lo largo y ancho del siglo XIX. Para manifestarse de este modo, como proyecto único que expropia el protagonismo de cada individuo, sería preferible que la libertad siguiera bien escondida. Desde mi punto de vista no es el mejor Kant el que anuncia este tipo de parusías anónimas. La pretensión napoleónica de convertir la historia en una magna obra escrita por un único autor tentó a demasiadas cabezas, y el siglo XX ha teni­ do que pagar con usura la factura del desafuero. Dejando a un lado sus repercusiones, sospecho que estamos ante un jirón más de la desechada armonía preestablecida. La idea de “mónada de las móna­ das” conjugaba allí la pequeña y la gran historia, el proyecto de cada individuo y el vasto plan que los engloba a todos. Pero sin mediatizarlos o negarlos. A la hora de enjuiciar la filosofía kantia­ na de la libertad, en primer lugar hay que admirar los magníficos logros que obtiene en orden a separarla sin paliativos de todo lo que no es propia y sustantivamente ella misma. En segundo lugar, debemos lamentar el deficiente conocimiento que este autor tuvo de los presupuestos ontológicos y epistemológicos de la ciencia moderna, que le llevó a deformar el significado de la necesidad natural y elevar gratuitos obstáculos al despliegue y la manifesta­ ción de la libertad. Por último, tampoco debe alegrarnos que tuvie­ se con la armonía preestablecida de Leibniz una relación tan ambi­ valente. Hubiera sido mejor para todos que se hubiera olvidado por completo de ella, o bien que hubiera reconocido sus auténti­ cos contornos y atenido fielmente a ellos.

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os planteamientos convencionales sitúan la libertad en la confluencia de la capacidad cognoscitiva del hombre y su voluntad. La chispa de la libertad surgiría a partir de la fric­ ción de la facultad de conocer con la de querer. Esto sugiere una especie de epigénesis: de la misma manera que el pedernal poco tiene que ver con el fuego, la libertad nacería de la interacción de factores extraños a ella. Es casi lo mismo que decir que surge de la nada, lo cual desde luego no es la mejor explicación ni la más reconfortante, teniendo en cuenta que la libertad ha sido impug­ nada por muchos. Una posible alternativa sería decir que no se trata de una simbiosis imprevista y aleatoria: así como en el átomo de oxígeno preexisten todos los requisitos para formar una molécula del agua en cuanto se una a dos átomos de hidrógeno, voluntad e intelecto estarían predestinados a encontrarse en la subjetividad libre. Esta misma tesis puede ser formulada desde dos perspectivas diferentes: primero, diciendo que nuestra volun­ tad no es ciega, sino que está informada por cierto espíritu inqui­ sitivo, lo que hace que el querer sea consciente, y por tanto libre. Segundo, que la inteligencia humana no es meramente recepti­ va, sino que tiene la aptitud de tender espontáneamente hacia alguna de las alternativas que se le presentan. En definitiva, en un caso se acaba hablando de una voluntad inteligente, y en otro de una inteligencia volente. Uno se pregunta entonces, ¿por qué 131

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distinguir con tanto cuidado ambas facultades, para después hibridarlas? Es evidente que no es lo mismo conocer que querer, pero el empeño de acumular en la mente humana tantas facultades como funciones manifieste, no deja de ser una estrategia bastan­ te rudimentaria, porque acaba convirtiendo la mente misma en un artefacto, un conglomerado de elementos que sugiere una articulación material, una máquina. N o se puede excluir a priori que de hecho lo sea, mas en tal caso sería más juicioso levan­ tar la tapa de los sesos y trocearlos que jugar a las adivinanzas con nuestras habilidades. Ocioso es añadir que por este camino nunca toparemos con una libertad digna de tal nombre. Pero tampoco la refutaremos. Extraigo, pues, la conclusión provisional de que la libertad estará ausente de todo aquello que sea parte, en la medida que lo sea. Se trata de un atributo reservado a entes completos, a "todos" los que alcancen cierta suficiencia en su ser y obrar. Esto prohí­ be atribuir libertad a una voluntad ciega, o a un entendimiento pasivo respecto a lo no cognoscitivo, o incluso al acoplamien­ to de ambos factores más cualesquiera adminículos que sólo sir­ van para conectarlos entre sí. Sin perjuicio de ello, un examen del problema de la libertad desde la óptica de las facultades de la men­ te puede ser muy esclarecedor, sobre todo si lo realiza un filóso­ fo de la talla de Arthur Schopenhauer, cuyo pensamiento empe­ zó a cobrar relevancia precisamente a raíz de un Escrito sobre la libertad de la voluntad que fue premiado por la Real Sociedad de Ciencias de Noruega en 1839. En él parte de un concepto de libertad más bien negativo: ¿Qué significa libertad? Este concepto es, considerado con exactitud, negativo. Con él pensamos la mera ausencia de todo lo que impide y obstaculiza: en cambio, esto último, en tanto que fuerza que se exterioriza, tiene que ser positivo. En correspondencia con la posible índole de ese obstáculo, el concepto tiene tres subtipos diferentes: libertad física, inte­ lectual y moral (Schopenhauer, 1993: 37). Lo que se piensa al utilizar el término es, ante todo, aquello que nos impide ejercer nuestra inclinación natural. Por eso habla­ mos de libertad de movimiento, libertad de asociación, libre elec­ r 32

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ción de médico, etc. Con tales acepciones aludimos por exclu­ sión a algo que entra en competencia con la aptitud para autodeterminarse y pretende suplantarla: barreras físicas, leyes res­ trictivas, reglamentación rígida de la asistencia sanitaria, etc. Tal es la dimensión negativa detectada por Schopenhauer. Sin embar­ go, el supuesto implícito es que hay un modo libre de moverse frente al obligado, o que la elección del ciudadano es preferible a la del poder establecido, o que la alternativa escogida por el enfermo es más conveniente que la que le ofrecen las autorida­ des del sistema de salud. Lo más lejos que podría llegarse a par­ tir de la observación comentada es que hay una serie de versio­ nes negativas del concepto de libertad, cuya legitimación depende de una genuina definición positiva que todavía está por estable­ cer. Una distinción capital en este sentido es la que opone la liber­ tad de poder a la de querer. La primera condición para ejercer la libertad es poder hacer esto o lo otro, no encontrar interpuestos obstáculos extrínsecos del tipo que sean. Hasta aquí llegaría el concepto negativo de libertad. Pero para que ésta adquiera den­ sidad y consistencia propias, es preciso además que haya una genuina libertad de querer, esto es, que uno pueda determinar por sí mismo lo que desde fuera ha quedado indefinido, sin deter­ minar. Y aquí es precisamente donde Schopenhauer formula su duda, su radical impugnación de la libertad: Pero ahora, puesto que preguntamos por la libertad del querer mismo, se plantearía la pregunta de este modo: “¿Pue­ des también querer lo que quieres?”. Lo que viene a ser como si el querer dependiera aún de otro querer que radicase tras él (Schopenhauer, 1993: 40). Así pues, es posible a veces hacer lo que se quiere, pero no está tan claro que se pueda dejar de querer lo que se quiere. ¿O tal vez sí? Para que el querer fuera libre, tendría que existir la posibili­ dad de querer o no querer el querer mismo, y luego querer o no querer el “querer-el-querer”, y así hasta el infinito. ¿Acaso es absur­ do? La idea de autoconciencia implica, de hecho, la virtualidad de tomarse como objeto a sí mismo una y otra vez, saber que “sesabe-que-se-sabe-que-se-sabe”, etc. La libertad del querer tendría

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entonces que ver con esa reflexibilidad en principio infinita de la conciencia. Schopenhauer lo detecta sin equívocos, pero insiste en considerarlo inverosímil: Esto, en breve, significa: “Puedo hacer lo que quiero”. La declaración de la autoconcíencia inmediata no va más allá, al margen de cómo se aplique y en qué forma se plantee la pregunta. Así, su afirmación se refiere siempre al poder obrar de acuerdo con la voluntad, pero éste es el concepto de la libertad empírico, originario y popular que se estableció al principio, y según el cual libre significa “acorde con la volun­ tad” (Schopenhauer, 1993:49). Para ser libres de verdad habría que dar una legitimidad meta­ física a la tesis de que “quiero porque q u ie r o El querer tendría que romper la cadena de causas y efectos, convirtiéndose en una irrupción originaria, absoluta, de algo sin otro porqué que un enigmático “porque sí”. Así como se dice que Dios creó el mun­ do “de la nada”, el sujeto libre tendría también que extraer su querer “de la nada” . Pero Schopenhauer rechaza las credenciales del querer empírico para emular de ese modo al Dios creador. Y lo hace por su convicción kantiana de que en el mundo feno­ ménico la única necesidad presente es la que enlaza cada repre­ sentación con las restantes por medio de la ley de causalidad. Es una causalidad que detecta sin otras especificaciones en el mun­ do inorgánico, como estímulo en el reino vegetal y como motivo en el animal (Schopenhauer, 1967: § 20). Éste es el único orden objetivo que reconoce en el tráfago del devenir universal, la ins­ tancia que otorga unidad a una diversidad que de otro modo quedaría astillada en innumerables fragmentos. La pretensión de encontrar una libertad que aflore en este orden de aconteci­ mientos equivale a impugnar la ubicuidad de la necesidad natu­ ral, pero así se consagra la índole meramente negativa del con­ cepto de libertad. Para colmar ese vacío y conferir a la libertad una sustantividad, tendría que presentarse como un tipo distin­ to de necesidad que entra en competencia con el anterior. Scho­ penhauer juzga esto imposible, porque cree que lo que no sea necesidad natural ha de ser categorizado única y exclusivamen­ te como azar:

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Pero entonces lo libre, dado que su característica es la ausencia de necesidad, tendría que ser estrictamente lo que no depende de causa alguna, con lo cual tendría que defi­ nirse como lo absolutamente casual: un concepto éste alta­ mente problemático, cuya inteligibilidad no garantizo y que, sin embargo, coincide de forma especial con el de libertad (Schopenhauer, 1993: 42). Azar y necesidad: es una la dicotomía que desde Leucipo has­ ta Monod quiere monopolizar la suma de lo que ocurre en el cos­ mos. Si realmente no mediara una tercera posibilidad, si se tra­ tara de una disyuntiva tajante, entonces la condición de posibilidad de la libertad sería una opción excluyeme por la necesidad, en cuyo caso habría a lo sumo una sola libertad; o bien por el azar, y entonces no podría abarcar ningún horizonte existencial, por­ que se dispersaría en momentos extraños e inconexos. Podrían ser libres el universo todo o cada uno de sus eventos, pero nun­ ca criaturas intermedias, entes históricos o biográficos. Y sin embargo, Schopenhauer afirma que en el hombre hay libertad. Eso no quiere decir que nuestros actos sean libres: todo lo contrario. Las decisiones que tomamos obedecen a motivos y los motivos surgen y se imponen de acuerdo con un álgebra tan rigurosa como la de las secuencias mecánicas. Lo que pasa es que nuestras decisiones, motivos y conducta sólo forman la aparien­ cia más superficial del ser que recubren y, como tantas otras veces, en este caso las apariencias engañan. La libertad pertenece en cam­ bio al suelo profundo del existir, y hay que saber reconocerla bajo el engañoso disfraz del fenómeno. Las cosas no son como pare­ cen, y con respecto a la libertad se produce una reduplicación de errores: hay una apariencia de libertad en nuestra vida conscien­ te, pero según Schopenhauer es falsa. A su vez, la vida consciente es mera apariencia y muy por debajo se reencuentra un sentido oculto -pero verídico- de la libertad. Por consiguiente, la liber­ tad es por un lado un atributo sólo aparente de la mera aparien­ cia, y por otro una oculta propiedad de lo oculto. Todo esto pare­ ce —y es—muy enrevesado, de manera que es mejor ir por partes para aclararlo. La clave, naturalmente, está en la distinción entre voluntad y representación, versión schopenhaueriana de la dua­

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lidad fenómeno-cosa en sí de Kant. Sobre ella gira toda su com­ prensión del universo, y el punto en el que ambos elementos que­ dan engarzados es precisamente el hombre: La irracionalidad de la voluntad se ha reconocido tam­ bién en su manifestación más elevada, es decir, como volun­ tad del hombre al decir que ésta es libre, independiente (Schopenhauer, 1983: XXIII). Libertad entendida como independencia, vale decir, como despliegue autónomo de determinaciones existenciales. Es una libertad ontológica que requiere un anclaje fiable en aquello que no es simple fechada fenoménica. Por tanto, la condición de posi­ bilidad de la presencia de libertad en el hombre es que su ser no se agote en lo representacional. Lo cual es dudoso, porque lo segu­ ro es que todo lo que se ve de él es representación: Pero se ha olvidado la necesidad a que los fenómenos de la voluntad están siempre sujetos, y se han considerado libres los actos del hombre, no siéndolo en realidad, pues cada una de sus resoluciones se sigue necesariamente de su propio carác­ ter bajo el influjo de los motivos. Tal necesidad, como hemos dicho, es una relación de consecuente a antecedente y nada más (Schopenhauer, 1983: XXIII). Las dos dimensiones de la realidad confluyen y chocan bru­ talmente en nuestra especie, generando un conflicto sin solución que acompaña de principio a fin la idea de libertad: El principio de razón es la forma general de todo fenó­ meno, y el hombre en sus actos, como cualquier otro fe­ nómeno, tiene que estar sometido a él. Pero como en la con­ ciencia de nosotros mismos la voluntad es conocida inmediatamente y en sí, también en esta conciencia está la de la libertad. Se olvida, sin embargo, que el individuo, la persona, no es la voluntad en cuanto cosa en sí, sino mani­ festación de la voluntad, y como manifestación, es decir, como fenómeno, está sometido a la forma del fenómeno, o sea al principio de razón suficiente. De aquí que se dé el hecho extraño de que cada uno de nosotros se tiene a prioi)6

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ri por libre en su conducta y piensa que en cada momento podría empezar otro nuevo género de vida, o lo que es lo mismo, ser otro de lo que es. Solamente a posteriori, por la experiencia, echa de ver con asombro que no es libre, sino que está sometido a la necesidad y que, pese a todos sus pro­ pósitos y reflexiones, no cambia, y desde el principio de su vida hasta su muerte es esclavo de su carácter, y por decir­ lo así, tiene que desempeñar hasta el fln su papel (Scho­ penhauer, 1983: XXIII). El texto expone claramente cómo se entrelaza la idea de liber­ tad con la dialéctica unidad-diversidad: libre es aquel ser cuya identidad no se encuentra encadenada a ningún principio de uni­ dad que no sea él mismo. Ni su propia trayectoria puede llegar a convertirse en una cárcel: cualquier despliegue que no sea total -ya sea en el tiempo como en el espacio- nunca puede excluir un giro nuevo, un matiz diferente, una novedad inesperada. Liber­ tad y principio de razón suficiente son en este sentido radical­ mente incompatibles. En efecto: el principio, cuya versión más genérica toma Schopenhauer de WolfF, prescribe que “nada hay sin razón de por qué existe” (Schopenhauer, 1967: § 5). Ahora bien, cuando atribuimos a cierto ente tales o cuales atributos, características y peripecias, primero desplegamos una panoplia de diversidad y luego la reconducimos a la unidad, atribuyendo todos y cada uno de esos elementos dispersos a un solo referente. La atribución misma se puede entender como un acto apropiativo o receptivo. En el primer caso cabe hablar legítimamente de liber­ tad; en el segundo es más justo hablar de “determinismo”, por­ que entonces ser de esta manera o de otra no es algo que perte­ nezca de suyo al ente en cuestión, por cuanto son aspectos de su ser que protagoniza pasivamente. Hay una especie de soberbia metafísica en todo sujeto libre que le lleva a aceptar como “suyo” únicamente aquello que él mismo se ha dado. Es evidente que si la libertad se extendiera a todas las dimensiones de la existencia, sólo el Absoluto sería libre, porque es el único que tiene la plena libertad de darse a sí mismo el ser. Spinoza apunta a ello con la noción de causa sui. Y Schopenhauer la estigmatiza con sus más agresivos sarcasmos: “El verdadero emblema de la causa sui es el barón de Miinchausen, apretando con las piernas el caballo que

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se hunde en el agua y tirándose para arriba, junto con el caballo, de la trenza echada hacia adelante; y debajo el letrero: Causa su ? (Schopenhauer, 1967: § 8). Hay que entender que para el filósofo alemán no es legítimo confundir lo que existe con la razón de por qué existe. Nadie pue­ de ser a la vez oferente y beneficiario en el otorgamiento de dones ontológicos. Uno da y otro distinto recibe; por eso no hay posi­ bilidad de hablar de genuina libertad cuando el principio de razón está por medio. Cabría acaso que un ser fuese la razón suficiente de lo que le pasa a otro; pero nunca de sí mismo. Por tanto, que la libertad no sea una quimera depende de que la jurisdicción del principio tenga un alcance restringido. Y realmente lo tiene según Schopenhauer: es la ley fundamental del mundo de la represen­ tación, pero su validez caduca al llegar a voluntad. A ella misma no la controla, aunque ejerza un férreo control sobre sus mani­ festaciones; lo cual basta para que nuestro hombre juzgue absur­ do hablar de “libertad de la voluntad”: Libertad de la voluntad significa (no palabrería de los profesores de filosofía, sino) "que un hombre dado, en una situación dada, dispone de la posibilidad de dos acciones". Pero que afirmar esto sea algo totalmente absurdo, es una verdad tan cierta y claramente demostrada como pueda serlo cual­ quier otra que rebase el ámbito de la matemática pura (Scho­ penhauer, 1967: § 20). Para que una situación llegue a darse hay que postular un esce­ nario, una ubicación en el tiempo y en el espacio, un mobiliario fenoménico y una concatenación de hechos en cuya trama el prin­ cipio de razón impera sin ningún tipo de restricción. Esto pare­ ce condenar la libertad al ostracismo de lo nouménico, puesto que cualquier manifestación de la voluntad está mediada por rela­ ciones sometidas al principio de razón suficiente. El problema es, en definitiva, el mismo que se le planteaba a Kant: si toda apa­ riencia es determinista, ¿cómo puede manifestar su presencia lo que está más allá de los mecanismos de la determinación? Por cierto que en Kant la dificultad es aún más peliaguda, porque él no está en condiciones de nombrar ni contar el enigma que escon­

Atacar la libertad: Schopenhauer

de la cosa en sí: para él es una pura incógnita, la especulación vacía acerca de lo que cabe situar más allá de las condiciones for­ males del conocer. Schopenhauer, en cambio, lo identifica y nume­ ra: es la voluntad, que persiste solitaria e idéntica bajo el velo de las apariencias. El motivo de que sea una consiste en que no está al alcance del principio que genera la multiplicidad: “Es uno como aquello que está fuera del tiempo y del espacio, o sea del principium individuationis, esto es, de la posibilidad de la pluralidad” (Schopenhauer, 1983: XXIII). Aquí Schopenhauer se muestra como un especulador arriesgado, porque ¿hay garantías de que no existan otros principios de diversificación aparte del espacio y el tiempo? ¿Qué le legitima a concluir que más allá del dónde y el cuándo el ser recobra un monolitismo parmenídeo? De todos modos, Kant defiende que existe un acceso al pla­ no nouménico a través de la razón práctica, que no proporciona rendimientos teóricos, pero permite descubrir la libertad del suje­ to moral como una precondición del imperativo categórico que constituye el factum de la razón. Schopenhauer discrepa, y no duda en verter sobre el venerado maestro las más ácidas descali­ ficaciones: Entre tanto, Kant celebra el triunfo de su autonomía de la voluntad estableciendo una utopía moral bajo el nombre de un reino de losfines poblado por puros seres racionales in abstracto que, sin excepción, quieren continuamente sin que­ rer nada (esto es, sin interés): sólo una cosa quieren: que todos quieran siempre según una máxima (esto es, autonomía). Es difícil no escribir una sátira (Schopenhauer, 1993: 193). Sin embargo, pocas páginas más adelante escribe: “Conside­ ro esta doctrina kantiana de la coexistencia de la libertad y la nece­ sidad como el mayor de todos los logros del ingenio humano. Ella y la Estética Trascendental son los dos grandes diamantes en la corona de la gloria kantiana, que nunca se perderá” (Schopen­ hauer, 1993: 203). ¿Cómo se explica esta aparente incongruen­ cia? Gracias a que la libertad conjugable con la necesidad no es la misma que se atribuye a la voluntad del agente moral. Esta últi­ ma es una voluntad humana, demasiado humana. Y el hombre,

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repite Schopenhauer una y otra vez, no pertenece al en sí de las cosas, sino a su falaz epidermis: “ El hombre es, como todos los objetos de la experiencia, un fenómeno en el espacio y el tiempo; y, dado que la ley de causalidad rige apriori, y por tanto sin excep­ ción, a todos aquellos, también él debe estar subordinado a ella” (Schopenhauer, 1993: 76). Para encontrar la libertad genuina, la única verídica, hay que trascender al hombre, olvidarse de él. Esta­ mos hablando de una libertad sobrehumana, transfenoménica, de la que las representaciones son, a lo sum o, expresión frag­ mentaria e inconexa. ¿Libertad de Dios, entonces? Schopenhauer es demasiado piadoso para divinizar la voluntad nouménica, por­ que a pesar de su inmensa fuerza es demasiado indigente y con­ tradictoria. Es una potencia catatónica y nihilista que convierte el ateísmo en una muestra de respeto hacia los antiguos dioses. No es divina, sólo sobrenatural y también libre. Y libre precisa­ mente porque está vacía, porque no se somete a principio o nece­ sidad de ningún signo, porque es la hipóstasis de la oposición irre­ ductible entre esencia y existencia: “La libertad de la voluntad significa, exactamente considerada, una Existentia sin Essentia• lo cual quiere decir que algo es pero al mismo tiempo no es nada, lo que a su vez significa que no es; o sea, que es una contradic­ ción” (Schopenhauer, 1993: 89). Es un concepto de libertad planteado más a modo de inde­ terminación que de autodeterminación: esta última tiene que ver con el ser; aquélla, igual que el azar, con la nada. Lo propio de lo indeterminado es no terminarse, permanecer indefinido, sin con­ cluir. En definitiva: no ser. Cualquier determinación que sobre­ venga será adventicia, extraña, puramente casual y de inmediato habrá de ser negada para que no cristalice en sustancia consis­ tente. En este sentido, la voluntad, más que explicar el ser del mundo de la representación explica su no ser, impide que soli­ difique, estorba su vocación de persistencia. Revuelve unos con otros los infinitos mundos posibles, otorgándoles efímera, con­ trapuesta y contradictoriamente el engañoso estatuto de reali­ dad, de acuerdo con los caprichos de una ruleta diabólica que jamás descansa. Todo esto es en sí mismo coherente. Schopenhauer niega la libertad de la voluntad fenoménica porque afirma la de la volun­ 14 0

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tad nouménica. Opone necesidad y libertad y por eso ha de bus­ car ésta más allá de la necesidad, más allá del bien y del mal, más allá de la eticidad y de todos los factores que individualizan y caracterizan al hombre. Pero a pesar de ser única, como sola es la voluntad a la que es inherente, sigue siendo la libertad del hom­ bre, o por lo menos la libertad en el hombre. Sólo somos libres allí donde dejamos de ser diferentes y nos volvemos el mismo; mejor dicho: la misma voluntad. Y es que, a pesar de rechazar el panteísmo, Schopenhauer retiene la comunión universal que éste anuncia: todos acabamos haciéndonos uno solo. No en Dios, pero sí en la hueca entidad que ocupa el lugar central del universo. Y con ella nos hacemos libres negando y sobrepasando toda natu­ raleza, todo principio de determinación. No es que sea un gran don, pero tampoco hay mucho más que repartir. Dejando a un lado si compensa la aceptación o hay que optar por el rechazo (aquí es donde propiamente empieza la ética de Schopenhauer, que no interesa ahora porque no tiene mucho que ver con el tema de la libertad), conviene señalar que la libertad otorgada por Scho­ penhauer no es un regalo gracioso, sino una exigencia de su sis­ tema teórico. D e otro modo, su especulación quedaría en preca­ rio. Si en Kant la libertad se unía indisolublemente al factum de la razón práctica (la conciencia del imperativo categórico), en él va a enlazarse con el factum por antonomasia de la razón teórica: Ahora bien, la identidad del sujeto de la voluntad con el sujeto cognoscente, en virtud de la cual (y a decir verdad necesariamente) la palabra “yo” contiene a ambos y los desig­ na, es el nudo del mundo y por eso inexplicable. [...] Aquí [...] se da directamente una identidad de lo cognoscente con lo conocido en calidad de volente, esto es, del sujeto con el objeto (Schopenhauer, 1967: § 42). El punto de sutura cognoscitivo de las dos dimensiones del mundo es el hombre. Cuando hago referencia a mí mismo tan­ to señalo a la corte de representaciones de mi vida consciente -regidas por la ley de la motivación, o sea, por el principio de razón suficiente-, como a la oscura raíz del deseo, la inquieta diná­ mica que de continuo crea y aniquila nuevas formas, siempre

Los filósofos y la libertad

anhelante y siempre insatisfecha. Yo no soy Dios, pero sí lo que ocupa su lugar y hace de este mundo un infierno: “En mi doc­ trina, lo eterno e indestructible en el hombre, lo que forma en él el principio de vida, no es el alma, sino que es, sirviéndonos de una expresión química, el radical del alma, la voluntad' (Schopenhauer, 1970: 63). Para legitimar la identificación del hombre con la voluntad es preciso que su voluntad deje de estar media­ da por la inteligencia, vale decir, que deje de ser suya. Schopenhauer compara el empeño de aferrarse a la individualidad propia de cada cual con el afán de retener los excrementos (Schopenhauer, 1983: LIV). Claro es que la relación de inmediatez con la raíz común de todas las cosas no constituye privilegio alguno, puesto que con la misma legitimidad podría reivindicarlo cual­ quier otro habitante del orbe. Lo cual significa que todos somos libres o, si se prefiere, que todos somos la misma libertad. Porque la libertad, aparte de ser una sola, no se tiene ni se ejerce; sola­ mente se es. Nada tiene que ver con el albedrío (esto es, la volun­ tad alumbrada por el intelecto y empeñada en procesos de deli­ beración y decisión), sino con la voluntad misma, más allá del espacio y el tiempo y por tanto tan libre como una e invariable (Schopenhauer, 1970: 65). No obstante, hay un resto del anti­ guo fervor antropocentrista que Schopenhauer se resiste a aban­ donar: en nuestra especie las dos dimensiones del mundo con­ fluyen y entran en íntimo comercio. Cabe hablar de interioridad y exterioridad, y nos corresponde no la prerrogativa, pero sí la excepción de asistir en primera fila al espectáculo del colosal frau­ de que es el universo. N o hay “timo” posible sin “primo”, ni se puede perpetrar un engaño cuando no hay nadie a quien enga­ ñar. La voluntad nos requiere como el comediante a su crédula audiencia. Schopenhauer piensa incluso en una silenciosa rebel­ día, una dimisión tanto del creer como del querer por parte de una revolucionaria casta de sabios, que acaso sean capaces de ejer­ cer una libertad de las que hasta ahora no habíamos detectado el menor rastro (Schopenhauer, 1983: LXVII1). Pero hay otra con­ sideración que quisiera exponer antes de poner punto final a este capítulo. El obstáculo insoslayable que expulsa la libertad fuera del ámbito espaciotemporal es la presencia celosa y exclusivista den­ 142

Atacar la libertad: Schopenhauer

tro de él de la necesidad natural, articulada en la ley de la causa­ lidad. Las representaciones intuitivas, los fenómenos, sólo entran en la conciencia engarzados como causas y efectos en una totali­ dad solidaria, férreamente entrelazada. Esta necesidad omnímo­ da de la naturaleza es parte de la herencia kantiana respecto a la que Schopenhauer se arroga el papel de albacea. Kant pretendió dar una cobertura epistemológica a los espectaculares descubri­ mientos de la nueva ciencia: de ahí su pretensión de convertir en verdades a priori los principios y leyes fundamentales de la mecá­ nica newtoniana. Con ello pretendía efectuar una rectificación histórica, porque lo cierto es que aquellas verdades presuntamente eternas habían sido descubiertas con procedimientos empíricos y conjeturales. ¿Hasta dónde llega esta cobertura apriorística, que consagra los títulos de necesidad del devenir mundano? Sólo has­ ta donde sea posible aplicar in extenso las matemáticas, dice el profesor kónigsbergueriano en sus Principios metafisicos de la cien­ cia de la naturaleza. Por eso, la química y la psicología se quedan fuera. La física, dentro -al menos hasta la formulación de la ley de la atracción gravitatoría-. Schopenhauer, en cambio, expulsa también esa ley del panteón de divinidades cientffico-veritativas: aunque universal, no la considera una verdad a priori (Schopen­ hauer, 1983: IV). De hecho restringe bastante respecto a su pre­ decesor la nómina de la necesidad cognoscitiva, lo que plantea la pregunta de por qué se presenta por otro lado la necesidad natu­ ral como algo tan rígido y omnipresente que no deja el menor resquicio a una libertad “fenoménica”. Es una objeción de la que el mismo Kant no está libre, pero a la que Schopenhauer está mucho más expuesto porque admite que la voluntad aflora en la naturaleza de un modo tanto menos mediado por la causalidad cuanto más complejos e individualizados son los entes del mun­ do de la representación: Vemos, pues, que la voluntad, que he establecido como la cosa en sí, lo único real en toda existencia, el núcleo de la Naturaleza, a partir del individuo humano en el magnetis­ mo animal y por sobre éste, cumple cosas que no cabe expli­ car, según el enlace causal, esto es, conforme a la ley del cur­ so de la Naturaleza, y que llega hasta suprimir, en cierto modo

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Los filósofos y la libertad

esta ley, ejerciendo una efectiva odio in distara, mostrando con ello un dominio sobrenatural, esto es, metafíisico, sobre la Naturaleza. No sé qué confirmación más fehaciente pue­ do esperar para mi doctrina (Schopenhauer, 1970: 158). En efecto: mientras la transmisión del movimiento es mera­ mente mecánica (Schopenhauer, 1970: 140), el rigor del víncu­ lo interfenoménico se relaja a medida que ascendemos en la esca­ la biológica, de manera que la voluntad nouménica actúa sin intermediarios en el hipnotismo (Schopenhauer, 1970: 155) y es muy capaz de suscitar los milagros de la magia (Schopenhauer, 1970: 167-168). Nadie podrá reprocharle que rompa las leyes que ella misma había decretado, teniendo en cuenta su irracio­ nalidad y que carece de sentido decir, como del Dios de Newton, que es una “mala relojera”. Pero esa necesidad que se divierte en conculcar no sólo caprichosa, sino incluso sistemáticamente, ha quedado entre tanto tan maltrecha que mal imagina uno cómo es posible en su nombre impugnar que el anatematizado libre albedrío haga de nuevo acto de presencia en un mundo tan revuel­ to e inconstante.

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Defender la libertad: Bergson

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a reflexión bergsoniana sobre la libertad se inscribe en el contexto de la evolución de las ciencias naturales y psico­ lógicas a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Fácil es colegir que no era el ambiente más propicio para profesar la irreductibilidad del espíritu humano, impugnando los patrones ontológicos y los métodos del mecanicismo decimonónico. Ello expli­ ca el tono de alegato adoptado por el filósofo francés, y unas fórmulas que a algunos parecerán tan trasnochadas como el para­ digma que tratan de impugnar. Es verdad que la física, la quími­ ca y la biología han conocido desde aquella época una sustancial renovación, sobre todo a partir de la formulación de la mecáni­ ca cuántica. También es cierto que el psicoanálisis, el conductismo y otros muchos enfoques han cuestionado la pertinencia de una psicología basada exclusivamente en la neurofisiología. Pero todo ello no es óbice para que el determinismo psicológico per­ manezca hoy tercamente aferrado a los mismos argumentos reduc­ cionistas de antaño, y en este sentido las consideraciones de Berg­ son mantienen una vigencia que está lejos de haber caducado. Otra cosa es que por una y otra parte se emplearan -entonces y hoy- los mejores argumentos. Eso es lo que se pretende exami­ nar a continuación. La prudencia aconseja partir de la idea más clara posible de libertad, para estar seguros de que discutimos el mismo asunto.

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Los filósofos y ¡a libertad

Sin embargo, Bergson advierte que la libertad es una flor tan deli­ cada, que ni siquiera es susceptible de definición: Podemos ahora formular nuestra concepción de la liber­ tad. Se llama libertad a la relación del yo concreto con el acto que realiza. Esa relación es indefinible, precisamente porque somos libres. En efecto, se analiza una cosa, pero no un pro­ greso; se descompone extensión, pero no duración. O bien, si uno se obstina, con todo, en analizar, se transforma incons­ cientemente el progreso en cosa y la duración en extensión. Por el mero hecho de que se pretende descomponer el tiem­ po concreto, se despliegan sus momentos en el espacio homo­ géneo; en lugar del hecho realizándose se pone el hecho rea­ lizado y, como se ha empezado por fijar de algún modo la actividad del yo, se ve a la espontaneidad reducirse a inercia y a la libertad a necesidad. Por eso toda definición de la liber­ tad dará razón al determinismo (Bergson, 1999: 152-153). La perfecta comprensión de este pasaje precisa asumir la doc­ trina bergsoniana de la duración, y las diferencias que establece entre cosa y proceso, y también entre lo espacial y lo temporal. Con todo, sin necesidad de hacer sobre la marcha un compendio de su filosofía, está claro el parentesco que establece entre libertad y espontaneidad, así como la divergencia que postula tanto respecto a la inercia como a la necesidad. Cuando Bergson habla de liber­ tad se refiere a la relación que existe entre el sujeto humano y sus acciones, una relación muy peculiar que no soporta el análisis. Conjetura que existe entre el agente y la acción una conexión tan íntima que mayor no cabe. Es como decir que los actos libres no sólo son míos, sino que de alguna manera son yo mismo, se con­ funden conmigo. De la misma manera que la duración permite trascender el instante y reunir pasado, presente y futuro en una misma realidad que no se enajena ni extraña, la libertad rescata la identidad del sujeto del limbo de la metafísica y la concreta en una biografía cuyos episodios no acaban de perder sus raíces: pue­ den ser distintos, pero no distantes. Bergson tiene una habilidad admirable para glosar el miste­ rio de la libertad en clave espiritualista, pero al mismo tiempo es un polemista de garra, que no pierde pie cuando pisa el terreno 146

Defender la libertad: Bergson

del adversario, es decir, la experiencia más inmediata y pública. £1 testimonio de la introspección psicológica es demasiado obvio para impugnarlo de principio a fin. Por eso hace cien años era más frecuente cuestionar su importancia que su misma existen­ cia. Y la forma más simple de hacerlo consiste en desdoblar la vida anímica en un plano físico, accesible a cualquier observador, y otro psíquico, personal, incomunicable y por ende necesitado de validación. Todas las presuntas evidencias empíricas de la liber­ tad se confinaban en este segundo ámbito, ejerciéndose sobre ellas una censura despiadada, puesto que ninguna de ellas pasaba el test de lo intersubjetivo. El texto anteriormente citado indica cuál es la reacción de Bergson ante semejante descalificación. No obs­ tante, no descarta los axiomas filosóficos de sus enemigos. Cabe partir de los mismos principios en que se apoya el paralelismo psico-físico para plantear un argumento tan cortante como la navaja de Ockham: Añado que la naturaleza no pudo permitirse el lujo de repetir en lenguaje de conciencia lo que la corteza cerebral ya ha expresado en términos de movimiento atómico o mole­ cular. Todo órgano superfluo se atrofia, toda función inútil se desvanece. Una conciencia que sólo fuese un “duplicátum”, y que no actuase, hace mucho tiempo habría desaparecido del Universo, suponiendo que hubiera surgido alguna vez. ¿No vemos que nuestras acciones se vuelven inconscientes en la medida en que el hábito las hace maquinales? (Berg­ son, 1982: 81). Desde un punto de vista táctico la principal virtud del para­ lelismo psico-físico es que ofrece una salida elegante a la con­ vicción mayoritaria de que “dentro de nosotros” hay algo cuali­ tativamente distinto de la “realidad exterior” . N o niega tales intimidades, pero las relega confiriéndoles un estatuto inofen­ sivo. Sostiene que son una duplicación virtual y pasiva de lo que verdaderamente determina el discurrir de las vivencias. Lo psí­ quico sería una especie de “fosforescencia”, un ribete que repite a modo de eco los procesos físico-químicos del cerebro, sin aña­ dirles nada significativo. Ahora bien, si únicamente es espejis­ mo, reverberación, réplica fantasmagórica de la realidad con­

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sistente y densa, ¿cómo explicar su persistencia? La selección natural ha estado podando durante millones de años todas las gratuidades y redundancias fenotípicas de los vivientes. El inmisericorde filtro de la lucha por la supervivencia ha liberado a los organismos de cualquier tara inútil, de todos los lujos prescin­ dibles. A ello se reduce el valor explicativo de la teoría darwiniana: cualquier peculiaridad anatómica, fisiológica o comportamental ha tenido que proporcionar en algún momento una ventaja selectiva que constituye la razón suficiente de su pre­ sencia, mejor que de su ausencia. M ás aún: la naturaleza no sólo ha negado la consciencia a todas las formas vegetales y animales que no la precisaban impe­ riosamente, sino que incluso la escatima en los que la detentan. Somos dolorosamente conscientes de todo aquello que debemos aprender con esfuerzo, pero no de los automatismos fisiológi­ cos e instintivos, ni tampoco de lo que la práctica ha convertido en rutina, en hábito. Sin embargo, el paralelismo psico-fisico pos­ tula una duplicidad de planos perfectamente fútil para todo lo que no sea tapar la boca a los que apelan a la evidencia de la vida interior. Es como decirles: “Su yo interior sólo sirve para que usted lo vea. Cualquier otra función sólo remeda dinamismos que los métodos de la ciencia explican ya o explicarán algún día de un modo objetivo y contrastable. Se trata, en definitiva, del único dispendio inútil de la -po r lo dem ás- mezquinamente ahorrati­ va naturaleza”. La respuesta de Bergson es que si el mundo hubie­ ra podido permitirse esa ceguera, no se habría costeado unos ojos que además -pretendidamente- sólo proporcionan alucinacio­ nes. En pura ortodoxia evolucionista habría que postular que el mecanismo de la autoconciencia sirve para algo, y que ese algo no se puede conseguir por otros mecanismos correlativos radi­ calmente diversos. La única alternativa epistemológicamente con­ sistente es la identidad de lo físico y lo psíquico, no su mero para­ lelismo. Pero, claro, a fines del siglo XIX costaba mucho afirmar la tesis de la identidad, porque se creía saber con exactitud qué era la materia (hoy, por supuesto, mucho menos), y nadie deseo­ so de hacer carrera se atrevía a rozar el pampsiquismo. Bergson se hace fuerte en este reducto de su argumentación, aunque sabe que apalancarse en ¿1 conlleva el riesgo de cometer 14 8

Defender la libertad: Bergson

un error equiparable al de sus rivales. Es la tentación del dualis­ mo cartesiano, que comparte con los materialistas la convicción de que la materia es mera extensión, pura cosa, mecanismo que se articula en partes, las cuales transmiten, ejercen y sufren la acción de fuerzas mecánicas. Este dualismo tropieza con la impo­ sibilidad de tender un puente para salvar el abismo que separa ambos tipos de sustancia, la materia y el espíritu. El racionalis­ mo moderno fue incapaz de resolver ese enigma, y por ello fue desembocando poco a poco en el materialismo mecanicista. Berg­ son no renuncia al dualismo, pero busca una alternativa para legi­ timarlo. No se va a apoyar en la polaridad espacial-inespacial, sino sobre la capacidad o incapacidad para edificar identidades que abarcan (y en cierto modo trascienden) la distensión temporal: de ahí también la imposibilidad de construir ya una psico­ logía de la memoria, ya una metafísica de la materia. Hemos tratado de establecer que esta psicología y esta metafísica son solidarias y que las dificultades se atenúan en un dualismo que, partiendo de la percepción pura en que el sujeto y el objeto coinciden, impulsa el desenvolvimiento de estos dos términos en sus duraciones respectivas, la materia, a medida que se continúa el análisis más lejos, tendiendo cada vez más a no ser sino una sucesión de momentos infinitamente rápi­ dos que se deducen unos de otros y por ello se equivalen, y el espíritu, que ya es memoria en la percepción, afirmándo­ se cada vez más como un prolongamiento dei pasado en el presente, un progreso, una evolución verdadera (Bergson, 1963:406). Tras la caracterización bergsoniana de la materia se transparenta el cálculo infinitesimal moderno, que, cuando se aplica al estudio de los procesos naturales, reduce la diversidad del cambio a una evanescencia innumerable, y rescata lo que en ella hay de mismidad. Dicho de otro modo, el cálculo descubre la identidad de la inidentidad, lo que en el cambio permanece invariable. En el movi­ miento uniforme la posición varía, pero la velocidad -que el cálcu­ lo establece como función derivada de aquélla- es constante. En el movimiento uniformemente acelerado, la velocidad también cam­ bia, pero la aceleración -derivada primera de la velocidad y segun14 9

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da de la posición- permanece fija. Siempre que nos encontremos ante cambios continuos y caracterizables mediante (unciones derivables e integrables, la razón podrá esbozar una explicación deter­ minista que excluya sorpresas y enlace todas las fases del devenir en una forma intemporal y única. La realidad que subyace a este tipo de desarrollos es lo que Bergson denomina materia. Materia es lo que en el tiempo sólo conoce instantes que se reafirman, vuelven sobre sf, se cierran a cualquier novedad heredada del pasado o incoa­ da hacia el porvenir. El espíritu, en cambio, sería aquello cuya iden­ tidad es lo suficientemente rica como para no caber en un instan­ te único y se despliega afirmando una pluralidad -en principio infinita- de momentos que forman partes inalienables de su mismidad. Habida cuenta de ello, la esencia del espíritu es al mismo tiempo memoria y libertad: memoria para retener lo que ya ha sido, y libertad para enriquecerlo con lo que va a ser. Desde el punto de vista formal, la principal diferencia que existe entre la materia y el espíritu es que, con respecto a la pri­ mera, basta con una fórmula única -intemporal, si se quiere, y en sentido amplio incluso espacial-, junto con la concreción que otorgan las condiciones iniciales o el valor de los parámetros en un instante cualquiera del proceso, para tener todo lo que se pue­ de llegar a saber de una sustancia material y, a la vez, todo lo que ella es. El espíritu en cambio despliega en su devenir una plurali­ dad inconmensurable de formas que, sin embargo, no son recí­ procamente extrañas, porque constituyen una unidad que ni la identidad cerrada de un instante, ni la integración de cualquier ecuación diferencial que pudiéramos concebir, pueden reprodu­ cir. Es a esta peculiarísima síntesis a lo que alude la idea de dura­ ción interna: ¿Qué es la duración dentro de nosotros? Una multipli­ cidad cualitativa, sin parecido con el número; un desarrollo orgánico que no es sin embargo una cantidad creciente; una heterogeneidad pura en el seno de la cual no hay cualidades distintas. En una palabra: los momentos de la duración inter­ na no son exteriores unos a otros. ¿Qué existe de la duración fuera de nosotros? El pre­ sente solamente o, si se prefiere, la simultaneidad (Bergson, 1999: 158). ISO

Defender la libertad: Bergson

Si el lector se resiste a pasarse a Bergson con armas y bagaje, pero tampoco se decide a descalificarlo como un mero fantasea­ dor de imposibilidades psicológicas, todavía le queda la opción de adoptar una actitud que puede oscilar entre el criticismo cóm­ plice y el escepticismo interesado. “Es cierto -podría decir- que no ha sido probado que la única forma de enlazar entre sí ele­ mentos dispersos sea la que practica la ciencia físico-matemática moderna. También es verdad que el paradigma determinista en psicología ha prometido muchas cosas, pero no cuenta con tan­ tas realizaciones. Bergson esboza una alternativa que no parece contradictoria, pero ¿cuáles son las evidencias que aporta para acreditarla?” Asumamos que en este fangoso terreno nadie pue­ de pisar con la seguridad y el aplomo que da la posesión de prue­ bas apodícticas. A lo sumo cabe aspirar a mantenerse dignamen­ te en pie sobre las arenas movedizas, esperando que el contrincante se hunda primero, con ayuda de algún que otro empujón por nuestra parte. El presupuesto ontológico de la discusión es que, dado que el hombre no es Dios, su libertad tiene que presumir cierto dua­ lismo, mientras que el determinismo ha de basarse en algún tipo de monismo. El dualismo cartesiano, basado en la oposición de lo extenso y lo pensante, no es pertinente, precisamente porque trata de conectar ambas sustancias en un ámbito que es privati­ vo de la materia (la extensión, la espacialidad). Bergson propone un nuevo dualismo, en el que materia y espíritu se encuentran y conjugan en el dempo. También el materialismo apela, por supues­ to, al tiempo, pero las síntesis temporales que efectúa en el fon­ do niegan toda diversidad o la someten a una abusiva reducción., sea por medio de una concepción muy peculiar de la acción cau­ sal, sea imponiendo el acatamiento de leyes que atan los proce­ sos al espacio e impiden que se conviertan en genuina evolución. Por otra parte, Bergson no quiere que su dualismo sea visto como una mera elucubración metafísica, sino (ruto de una investiga­ ción empírica. El empeño de “positivizar” la presencia del espíri­ tu en el mundo de los fenómenos le lleva a correr ciertos riesgos e hipotecar sus tesis con argumentos que han envejecido mucho desde que fueron propuestos. Es el caso, por ejemplo, de las obser­ vaciones sobre la telepatía y la comunicación con almas de fina­

Los filósofos y la libertad

dos que formula en la conferencia “‘Fantasmas de vivos’ e ‘inves­ tigación psíquica’” (Bergson, 1982: 69-91). Cuando se adopta un dualismo explícito, surge la tentación de sustancializar los dos principios en juego, y no estoy seguro de que Bergson haya con­ seguido superarla por completo. Su examen de las relaciones entre el cerebro y la consciencia da pie a que nos hagamos cargo de ello: Yo diría que un examen atento de la vida del espíritu y de su acompañamiento fisiológico me induce a creer que el sentido común tiene razón, y que en una conciencia huma­ na hay infinitamente más que en el cerebro correspondien­ te. Ésta es, a grandes rasgos, la conclusión a que he llegado: Quien pudiese contemplar el interior de un cerebro en ple­ na actividad, seguir el vaivén de los átomos e interpretar todo lo que éstos hacen, sabría sin duda algo de lo que sucede en el espíritu, aunque sólo sabría muy poco. Conocería preci­ samente lo que es expresable en gestos, actitudes y movi­ mientos del cuerpo, lo que el estado de ánimo contiene de acción en vías de realizarse o, sencillamente, originándose; lo demás se le escaparía (Bergson, 1982: 52). Cabe conceder a nuestro filósofo que cuando una persona piensa, lo que hace supera una mera danza de átomos yendo de aquí para allá. Mayores reparos despierta la tesis implícita de que el cerebro no es más que la suma de una ingente cantidad de áto­ mos dando vueltas dentro del cráneo. En realidad, ni siquiera es exacto decir que el átomo sea algo que se limita a moverse en fun­ ción de unas fuerzas bien definidas. En otras palabras: Bergson comparte el mismo error que casi todos sus contemporáneos: piensa que el cerebro y los átomos son cosas, entes con posiciones y velocidades precisas y límites perfilados. Asume que en princi­ pio es legítimo decidir exactamente dónde empieza y dónde aca­ ba su ser. Con ello no se sitúa demasiado lejos de la estrategia cartesiana, que convirtió la materia en sustancia extensa. El incon­ veniente más frecuente y perturbador de estos dualismos es que no tienen problema en cosificar uno de los dos polos de sus teo­ rías, lo cual les pone en la tesitura de acabar efectuando una cosificación simétrica del otro. Bergson emplea la relación existente entre los gestos del director de orquesta y la sinfonía para ilumi­

Defender la libertad: Bergson

nar la que media entre los fenómenos cerebrales y la actividad mental (Bergson, 1982: 83). Es una metáfora que recuerda a la de Platón, pero con los papeles invertidos: mientras para el grie­ go la mente es el piloto y el cuerpo la nave, en el francés los movi­ mientos de la batuta apenas esbozan la riqueza rítmica, tímbrica y melódica de la obra, de manera que el director simboliza lo neurobiológico, y la orquesta, lo mental. Acaso hubiera podido defen­ der que empujar el timón a la derecha o a la izquierda es más pobre que las innumerables turbulencias del agua lamiendo la quilla del barco. Pero lo que le interesa a Platón es subrayar quién gobierna, mientras que Bergson se fija más bien en dónde hay una mayor plenitud de ser. Desde la perspectiva que se defiende en este libro, a fin de conseguir su objetivo ambos insisten dema­ siado en la separación y heterogeneidad de lo que están distin­ guiendo, lo que en definitiva compromete la unidad del existen­ te humano y desemboca en la cosificación del alma. Hablando con propiedad [el cerebro] no es órgano del pensamiento, ni del sentimiento, ni de la conciencia; pero hace que la conciencia, el sentimiento y el pensamiento per­ manezcan dirigidos hacia la vida real y, por consiguiente, sean siempre capaces de acción eficaz. Digamos, si os pare­ ce, que el cerebro es el órgano de la atención a la vida (Berg­ son, 1982: 57). Com o un ancla, el cerebro ata el espíritu a la tierra e impi­ de que levante el vuelo hacia las altas regiones del empíreo. N o es poca cosa, teniendo en cuenta que, cuando el control se rela­ ja y el alma se desentiende de la vida y sueña, su actividad se vuelve caótica: En el ensueño la conciencia se divierte en percibir por percibir, en recordar por recordar, sin ninguna preocupa­ ción por la vida, es decir, por la acción a realizar. Pero estar despierto consiste en eliminar, en elegir, en reunir sin cesar la totalidad de la vida difusa del ensueño, condensándola sobre el punto en que se plantea un problema práctico. Estar despierto es querer. Dejad de querer, desprendeos de la vida, desinteresaos; y entonces pasáis del yo del estado de vigilia

Los filósofos y la libertad

al yo de los sueños, menos tenso, pero más extenso que el otro. El mecanismo del estado de vigilia es, por lo tanto, el más complejo, el más frágil, y también el más positivo de los dos, y es el estado de vigilia, mucho más que el ensueño, el que exige una explicación (Bergson, 1982: 135). Lo malo es que esa función “fijadora” es la raíz del querer y hasta del interesarse y, por tanto, del “darse cuenta de”. Si la cerebralizamos, ¿no estamos materializando algunas de las más ran­ cias prerrogativas del espíritu? La estrategia defensiva de Berg­ son hubiera sido más eficaz si en lugar de apresurarse a construir un dualismo alternativo al de Descartes se hubiera limitado a afirmar que la ciencia empírica (y muy en particular la de su tiempo) cosifica la realidad que estudia, al buscar categorías muy netas y cuantificables para conceptuar sus experiencias y matematizar sus relaciones. Añadiré que al actuar así está en su dere­ cho, siempre que no confunda la realidad con las cosas de que ella habla. Aquí cosa significa una realidad manipulada, defini­ da, domesticada para hacerla cognoscible y útil. Al crítico del materialismo científico le basta con pedir que no se olvíde que entre la realidad y las “cosas” hay una distancia que no es legí­ timo acortar a nuestro antojo. Al fin y al cabo, la trascendencia epistemológica de la mecánica cuántica se cifra en que los cien­ tíficos han aprendido ellos solos por primera vez a saber hasta dónde falsifican la realidad cuando miden y determinan los even­ tos. Bergson, que estaba probablemente en mejor situación que ninguno de sus contemporáneos para descubrir el lado filosófi­ co de esta misma verdad, comete el desliz de oponer a las “cosas” de la ciencia las “cosas” de la filosofía, sin darse cuenta de que ambas disciplinas son hermanas, hijas de la razón, y están some­ tidas a límites parejos. Y cuando el filósofo prefiere hablar de sus “cosas” en vez de tener la humildad de prestar su voz a la realidad, sus peleas con los científicos se desarrollan en condi­ ciones de inferioridad, ya que, puestos a “cosificar” , los segun­ dos se dan mucha mejor maña que los primeros. Libre es el hom­ bre, y también determ inado en cuanto finito y contingente. Podemos, y además es útil, cosificar su finitud y contingencia, y tal es el cometido de la ciencia. Lo que no marcha igual de

Defender la libertad: Bergson

bien es la pretensión de cosificar su libertad, e inventar una “cosa libre” en perpetuo forcejeo con la “cosa determinada” que hemos distinguido dentro de él. Al fin y al cabo, las cosas están en nues­ tras mentes y libros, no en la realidad misma más que como vir­ tualidades de racionalización siempre limitadas y parciales. Si reducimos la realidad a una suma de “cosas” , acabarán prepon­ derando las que con menos fidelidad y mayor racionalidad la reflejen. Los filósofos que optan por “cosas poco cosificadas” ni vencen, ni convencen. Sólo ofrecen alternativas lábiles de racio­ nalidad que pueden coyunturalmente satisfacer a culturas has­ tiadas de racionalismo, mientras su decalda vocación cosificante recobra fuerza. Quien lea esto pensará que el autor de estas lineas, a despe­ cho de sus simpatías por Bergson, no puede ser más severo con él, quizá por aquello de que “hay que atacar a los amigos, ya que los enemigos no se dejan”. Para defenderme de este reproche no tengo otro recurso que cosificar un poco al pensador francés y distinguir un “Bergson bueno” de otro “malo”. £1 malo, ya se ha dicho, es el que sucumbe al contagio positivista y quiere hacer de la libertad algo tangible, casi hasta ponderable. Por este cami­ no llega a pedir para ella una cuota en el balance energético del universo: La conciencia opera según dos métodos complemen­ tarios: por una parte, mediante una acción explosiva que en un instante libera, en la dirección elegida, una energía que la materia ha acumulado durante largo tiempo; y por otra parte, mediante un trabajo de contracción que reco­ ge en ese instante único el número incalculable de menu­ dos acontecimientos realizados por la materia, y que resu­ me en una palabra la inmensidad de una historia (Bergson, 1982: 27). ¿Significa esto que hay que hablar de energía espiritual igual que se habla de energía cinética, térmica o gravitatoriai Práctica­ mente sí: a ello alude precisamente el titulo de la obra que estoy citando con reincidencia. Por otro lado, quizá para hacer perdo­ nable su estridente diversidad cualitativa, Bergson propone con­ vertirla en cuantitativamente despreciable:

Los filósofos y la libertad

Además, es muy posible que, si la voluntad es capaz de crear energía, la cantidad de energía creada sea demasiado pequeña para afectar de un modo apreciable a nuestros ins­ trumentos de medida; sin embargo, su efecto podrá ser enor­ me, como el de la chispa que hace saltar un polvorín (Bergson, 1982: 46). Es una conjetura bastante parecida a la de la glándula pineal cartesiana, en la que la sustancia pensante altera levemente el flu­ jo de los fluidos nerviosos para canalizarlos por las vías acordes al capricho de la voluntad. Recuérdese que según Descartes el espí­ ritu no puede alterar la cantidad de movimiento de los cuerpos, pero en cambio está en su mano modificar la determinación, esto es, la dirección o incluso el sentido, para dar así cabida al influjo físico del alma sobre el cuerpo. N o es muy diferente de lo que propone Bergson en algunos textos: Incluso el acto voluntario, del que hace poco hablába­ mos no es más que un conjunto de movimientos aprendi­ dos en experiencias anteriores y desviados cada vez en una nueva dirección por esa fuerza consciente cuyo papel pare­ ce ser el de aportar continuamente algo nuevo al mundo. Sí, crea siempre algo nuevo fuera de ella, ya que traza en el espacio movimientos imprevistos e imprevisibles (Bergson, 1982:42). Esto suena casi a una física de la libertad, que resulta harto sospechosa, precisamente porque la física se ideó con un propó­ sito muy diferente del de explicar la libertad. Hay que tener pre­ sente que con ella Bergson quiere poner coto a la pretensión de la física mecanicista de dilucidar todos los acontecimientos del universo, sin excluir aquellos en los que la libertad presuntamente interviene. Lo sospechoso no es la presunción de que la libertad tenga una incidencia efectiva en el cosmos, sino la de que a tal fin haya de asumir formas y cánones aceptables para la física: al agente libre se le exige en primer lugar que adquiera carta de ciu­ dadanía, de acuerdo con los estatutos de la constitución mecáni­ ca del universo. A continuación, una vez provisto de la regla­ mentaria cuota de energía cinética o potencial, del permiso

Defender la libertad: Bergson

pertinente para ejercer acá tal acción y endosar allá cual reacción, etc., ya puede manifestar su presencia y hacer valer sus fueros, porque está en condiciones de enredar con el momento cinético, o tal vez sólo con el angular, etc. Este tipo de planteamiento es poco verosímil porque, como la física cambia, tras cada reformutación de la mecánica hay que preguntarse si los agentes libres siguen siendo unos ciudadanos respetables del universo y ver, en caso de no resultar proscritos y expulsados de él, cómo se les pue­ de reservar una parte del pastel de la determinación global. Es más razonable y menos perecedero defender la posición de que la física no abarca ni explica la realidad tal cual, sino sólo la rea­ lidad en cuanto cuantitativamente objetivable bajo los conceptos de espacio, tiempo, masa y energía, y en cuanto previsible desde las leyes resultantes de tal conceptuación. Si la realidad es en sí mis­ ma algo más que eso (¿y quién puede negarlo a estas alturas de la historia?), es perfectamente concebible que la libertad tenga su propia puerta de acceso para legitimar la aspiración a tener algo que ver con la realidad (la eventual pretensión de identificar la libertad con la realidad misma seguramente sería tan despro­ porcionada como la de quienes niegan su existencia). Aunque Bergson haya sucumbido a los cantos de sirena que le incitaban a desplegar toda una física de la libertad, su filoso­ fía sigue estando vigente en la medida en que lucha con denue­ do contra la destemporalización del mundo, una de las más empobrecedoras cosificaciones de la realidad que registra la historia del pensamiento. El concepto bergsoniano de duración preten­ de de alguna manera restituir a la realidad la merma que el determinismo le acarrea. Afirma éste, en efecto, que el tiempo no hace más que explicitar lo que ya está latente en cada uno de los ins­ tantes de su transcurso. Y lo hace reduciendo el engarce de pasa­ do, presente y futuro a relaciones de causa y efecto que en el fondo constituyen un mero disfraz del principio de identidad. No es casual que en este contexto los principios de conservación (de momento, masa, energía, carga, etc.) adquieran protagonis­ mo excluyente: todo lo verdaderamente decisivo permanece a lo largo de la evolución del cosmos idéntico a sí mismo. Esto equi­ vale a decir que los cambios son ilusorios, prescindibles, inexis­ tentes. Nada nuevo bajo el sol. El principal trabajo bergsoniano

Los filósofos y la libertad

sobre la libertad, el Ensayo sobre los datos inmediatos de la con­ ciencia, apareció en 1888, es decir, antes de que la importancia creciente de la mecánica estadística cuestionase la pertinencia del axioma determinista; bastante antes de que la mecánica cuántica minara sus bases teóricas y mucho antes de que la teoría del caos determinista problematizara incluso su utilidad. Tanto más sor­ prende la lucidez de la principal objeción antideterminista for­ mulada en aquel libro: Decir que las mismas causas internas producen los mis­ mos efectos es suponer que la misma causa puede presentar­ se varias veces en el teatro de la conciencia. Ahora bien, nues­ tra concepción de la duración no tiende a nada menos que a afirmar la heterogeneidad radical de los hechos psicológi­ cos profundos y la imposibilidad para dos de ellos de ase­ mejarse por completo, puesto que constituyen dos momen­ tos diferentes de una historia (Bergson, 1999: 140). No hay determinismo que pueda ahorrarse la presunción de que la misma causa producirá por fuerza el mismo efecto. Sin embar­ go, ¿cómo sabemos que la misma causa ha comparecido por segun­ da vez, y en consecuencia que el mismo efecto va a repetirse de nuevo? Las causas en abstracto no pululan por este universo; lo único que hay son entidades muy concretas que mediante un esfuerzo de generalización teórica subsumimos bajo categorías etiológicas. Hablamos, sí, de la “fuerza de gravedad” o de la “ener­ gía cinética” como factores desencadenantes de tal o cual trans­ formación. Mas hay que dar valores precisos a todas y cada una de las variables que aparecen en las ecuaciones correspondientes para actualizar su eficacia. Y desde que Edward Lorenz introdu­ jo la idea del efecto mariposa, sabemos que es completamente inve­ rosímil la idea de que se pueda dar dos veces la misma historia, incluso en el más grosero de los planteamientos deterministas. Habría que afinar demasiado para estar seguros de que la “causa 2” coincide con la “causa 1” tanto como es necesario para que vuelva a ser producido el “efecto 1” -entendiendo por tal no una designación genérica, por ejemplo: “la piedra caerá”, sino un suce­ so perfectamente definido, como: “caerá exactamente aquí con exactamente cal velocidad"-. Una desviación infinitesimal, un

Defender la libertad: Bergson

retraso ultramícroscópico, y las cosas rodarán de un modo com­ pletamente diferente. Todo ello sin abandonar el mundo de la mecánica. La observación de Bergson se refiere al mucho más complejo ámbito de los acontecimientos mentales: ¿cómo cer­ ciorarnos de que hemos vuelto a tener exactamente la misma per­ cepción, de que nos atenaza la misma represión inconsciente, de que nos impulsa el mismo motivo, de que estamos siendo afec­ tados por la misma pasión que antes? Los médicos gustan repe­ tir que no hay enfermedades, sino enfermos. ¿Quién rebatirá la tesis de que cada vivencia psíquica tiene matices y acentos que la hacen única e irrepetible? Sobre todo si tenemos en cuenta que la interconexión es tan grande que nadie puede, pongamos por caso, enamorarse una segunda vez sin recordar a cada paso la pri­ mera; acudir al dentista sin ser afectado por el recuerdo de la ante­ rior visita, etc. Esta consideración echa por tierra la pretensión de que el determinismo psicológico es una hipótesis científica, contrastable. A no ser, claro, que atribuyamos a las mentes huma­ nas mucha menos “sensibilidad a las condiciones iniciales” que a las bolas de billar o los planetas. El argumento vale exactamente igual si se formula en clave “mentalista”, como si se expresa en jerga neuro-fisiológica. Es fácil incluso extraer de esto una metafórica especulación sobre la libertad: puesto que el determinismo ha unido su suerte a la “repetibilidad”, la libertad es tanto más plausible allí donde encontremos aconteceres rigurosamente irrepetibles. Las histo­ rias únicas no se dejan reducir a esquemas; lo único que se pue­ de hacer con ellas es “contarlas” . Por tanto, aun cuando se abo­ mine de introspecciones, hay un indicio perfectamente externo y observable (aunque de índole negativa) de que estamos ante un proceso “libre”. Consiste en comprobar su carácter íntegro, no fragmentario ni separable, de modo que cuando se le aplica el análisis se vuelve opaco e ininteligible. No obstante, debe tener­ se en cuenta que hay ciertas secuencias repetitivas perfectamente compatibles con la integridad sintética que asociamos a la liber­ tad. Así, si es justo achacar las manías del abuelito al endureci­ miento de sus arterias, sería tramposo atribuir a un resorte mecá­ nico la insistencia de un juez honesto en no dejarse sobornar. La libertad puede y debe traducirse en hábitos, lo que equivale en

L os filósofos y la libertad

cierto modo a “naturalizarse", con lo que su manifestación feno­ ménica deja de ser anécdota para convertirse en historia. Lo irre­ petible en tal caso ya no es una decisión aislada, sino toda una biografía. Las intuiciones de Bergson apuntan inequívocamente a esta dirección, en particular cuando exige que la libertad no emane de una parte del sujeto libre, sino del todo que es indis­ tinguible de él: El asociacíonismo reduce el yo a un agregado de hechos de conciencia, sensaciones, sentimientos e ideas. Pero, si no ve en esos diversos estados nada más que lo que su nombre expresa, si no retiene de ellos más que su aspecto imperso­ nal, podrá yuxtaponerlos indefinidamente sin obtener otra cosa que un yo fantasma, la sombra del yo que se proyecta en el espacio. Pero si, por el contrario, toma estos estados psicológicos con la particular coloración que revisten en una persona determinada y que le viene a cada uno del reflejo de todos los demás, entonces no es preciso en absoluto aso­ ciar muchos hechos de conciencia para reconstruir la per­ sona: ella está por entero en uno solo de ellos, con tal que se sepa escogerlo. Y la manifestación exterior de este estado interno será precisamente lo que se llama un acto libre, pues­ to que sólo el yo habrá sido su autor, puesto que expresará el yo por entero. En este sentido, la libertad no presenta el carácter absoluto que el esplritualismo le presta algunas veces; admite grados. Pues es preciso que todos los estados de con­ ciencia vengan a mezclarse con sus congéneres, como gotas de agua con el agua de un estanque. [...] En efecto, es del alma entera de donde la decisión libre emana; y el acto será tanto más libre cuanto la serie dinámica a la que se vincula más tienda a identificarse con el yo fundamental (Bergson, 1999:119-120). Pensar la libertad implica revisar a fondo muchos prejuicios psicológicos y antropológicos. La realidad siempre se resiste a dejarse encerrar en las poco flexibles fronteras de los conceptos, y tanto más cuanto más rica y plena es ella, y cuanto más sim­ ples y definidos son éstos. Siempre fiel a la táctica del divide y vencerás, la ciencia desglosa la vida anímica en vivencias aisladas, rompe éstas en percepciones, afectos y voliciones, y teje luego 16 0

Defender la libertad: Bergson

una malla de relaciones causales para recomponer el conjunto. Ahora bien, si ya es discutible que el todo sea igual a la suma de las partes, es absurdo pretender que se identifique con unas par­ tes previamente desgajadas no sin violencia, y luego ensambla­ das con un pegamento muy diferente del que previamente las unía. Por eso, todas las teorías asociacionistas de la mente son arti­ ficiosas por partida doble: Primero crean los elementos por un procedimiento en el que abundan la conceptuación arbitraria y la manipulación física, y luego los unen obedeciendo las exi­ gencias de la lógica antes que las de la verdad. La consecuencia última es el olvido de la libertad. Quiérese suponer que ha sido refutada, aunque lo que en realidad se ha hecho es convertir por principio su aceptación en una imposibilidad. Sólo cuando se recobra la perspectiva de totalidad y se renuncia a sustituir rela­ ciones reales por relaciones meramente pensadas, empieza a adver­ tirse la fuerza de una noción que es refractaria a las conceptualizaciones convencionales.

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Impugnar la libertad Skinner

uizá parezca poco congruente que un libro como éste, dedicado a los filósofos y la libertad, consagre un capí­ tulo íntegro a Burrhus Frederic Skinner, que nunca pre­ tendió ser filósofo y constantemente atacó la libertad. El segundo inconveniente puede obviarse, ya que también hemos contem­ plado otros adversarios del controvertido concepto. Lo otro resul­ ta más problemático. Cierto es que Skinner ha escrito WaUien Dos, novela utópica y por tanto fibsófica. Pero incluso allí condena a la decrépita madre de las ciencias, y conviene al filósofo que figu­ ra en el reparto, Castle, en una suerte de chivo expiatorio que car­ ga el oprobio de ceder a la tentación especulativa y atreverse a jugar con las grandes palabras. Así, en un momento dado pone en su boca una defensa de la dignidad, libertad e integridad de la per­ sona humana, así como de la democracia (Skinner, 1978: 269). Cuando termina su alegato, Skinner, que también figura en la nómina de personajes, reacciona con la siguiente apostilla: “En lo que a mí respecta, los problemas de esta índole me interesaban principalmente porque mantenían alejado al metafísico de cam­ pos más importantes” (Skinner, 1978: 269). N o está mal, para empezar. Entre la ciencia y la filosofía la elección es inequívoca:

Q

Sus argumentos me capacitaban, a mi vez, para echarle a él al cesto de los papeles. Era el filósofo..., demasiado des­

Los filósofos y la libertad

conocedor de los hechos y los métodos de la ciencia para admitir, de algún modo, las posibilidades de la ingeniería de la conducta. Frazier podía haberse permitido el lujo de los principios generales, si hubiese querido. El sistema de gobier­ no y la creación de un pueblo feliz, al margen de cualquier problemática de libertad, implicaban algunos valiosos prin­ cipios generales. Pero Frazier no tuvo interés en explicarlos y Castle fue incapaz de descifrarlos por sí mismo (Skinner,

1878: 313) . Skinner reprocha a la filosofía volver la espalda a los hechos y preterirlos frente a un montón de palabras huecas. Invoca siem­ pre el patrocinio de la ciencia; se llena la boca con la expresión “ciencia del hombre”, que fluye de su pluma con una frecuencia desconcertante. Por mi parte, soy bastante relativista a la hora de trazar los límites que separan ambas disciplinas, y más aún cuan­ do versan sobre asuntos tan problemáticos como la naturaleza humana. Los frustrados esfuerzos tanto de Skinner como de sus partidarios o competidores para lograr el consenso de los psicó­ logos en torno a un único paradigma teórico y metodológico, alientan el escepticismo (Horgan, 2001). Tampoco ayuda a disi­ parlo el hecho de que alegue como criterio de verdad “científica” el entusiasmo que su teoría provoca en quienes la aplican (Mar­ tín Pérez, 1991: 26). En resumidas cuentas, creo que Skinner tiene el mismo dere­ cho a rechazar el título de filósofo (tal como él lo entiende), que yo a conferírselo (según mi propio entendimiento). Apenas cabe duda en cambio de que es un humanista, y ello por la excelencia de su escritura, la amplitud de su erudición y lo variado de sus inquie­ tudes, que le llevan a estudiar temas tan insólitos como la alitera­ ción en los sonetos de Shakespeare (Skinner, 1975:430-436). No en último lugar, por la capacidad que demuestra para argumentar con claridad y eficacia, así como polemizar con temible fuerza y cáustico humor. ¿Quién se resistiría a su sumario diagnóstico de la pedagogía tradicional?: Las técnicas educativas eran en otros tiempos franca­ mente deleznables. El maestro solía ser más viejo y más fuer­ te que los alumnos y sabía “hacerles aprender”. Esto sígnifi-

Impugnar la libertad: Skinner

caba que, de hecho, no se les enseñaba nada sino que se los rodeaba de un mundo amenazador del que sólo les era dado escapar aprendiendo. Por lo general, se dejaba en sus manos el descubrimiento de cómo conseguirlo (Skinner, 1975c: 33). ¿O a esta inmisericorde caricatura del psicoanálisis?: Los buenos freudianos atribuyen la conducta observa­ ble a un drama representado en un espacio no físico por un triunvirato inmanente que apenas puede distinguirse de los espíritus y los demonios del animismo primitivo (Skinner, 1975e: 57). Filósofo o no, por fuerza será un formidable adversario de los defensores de la libertad, habida cuenta de la aptitud que demues­ tra para encontrar otras alternativas teóricas para explicar la con­ ducta y la retórica con que sabe adornarlas. A la inversa, si cabe replicar a sus ataques, algo se habrá ganado en el empeño de con­ vertir la autonomía de la voluntad en una idea plausible. Skinner niega la libertad o, mejor dicho, la impugna, puesto que ve en ella el principal obstáculo que retarda el progreso del conocimiento y la resolución de los problemas que aquejan a la humanidad. Reconoce que no está en condiciones de refutarla, o ai menos eso dice Frazier, el postulado realizador de sus más que­ ridos sueños: “Niego rotundamente que exista la libertad. Debo negarla..., pues de lo contrario mi programa sería totalmente absurdo. N o puede existir una ciencia que se ocupe de algo que varíe caprichosamente. Es posible que nunca podamos demos­ trar que el hombre no es libre; es una suposición. Pero el éxito creciente de una ciencia de la conducta lo hace cada vez más plau­ sible” (Skinner, 1978: 286). El partidario de la libertad quizá vea un triunfo en esta confesión de impotencia, pero dudo que el autor la considere una muestra de debilidad. Le importa poco obtener una demostración positiva de inexistencia. Se conforma con negarle una plaza en el porvenir. La libertad choca no con lo que sabe, sino con lo que espera saber. Se trata de una incompa­ tibilidad que afecta a las expectativas, y en lo tocante a éstas sole­ mos ser mucho más intransigentes que al gestionar conflictos ya planteados. Nos preocupan menos los enemigos de hoy que los

Los filósofos y la libertad

de pasado mañana. Cabe asumir los descubrimientos “científi­ cos” de Skinner haciendo todavía sitio a la libertad, pero ese espa­ cio reservado quizá estorbe ulteriores descubrimientos de discí­ pulos y epígonos. Basta ese temor para proscribirla. Los argumentos explícitos que se esgrimen son dos. Primero: la existencia de libertad implicaría variaciones caprichosas en la conducta humana, sustrayéndola del alcance de la ciencia. Segun­ do: los crecientes éxitos de la ciencia de la conducta acreditan que no existen tales anomalías incontrolables. La obra skinneriana desarrolla hasta el agotamiento ambos órdenes de razones, de for­ ma que merece la pena examinarla para ver lo que dan de sí. Muchos partidarios de la libertad tienden a demonizar a este autor y presentarlo como un sicario de Hitler o Stalin, una espe­ cie de médico desmadrado que quiere lobotomizar a la gente. Koestler, Gay, Rogers, Krutch, Lewis, Fromm y otros críticos han dicho sobre él cosas que animarían a situarlo entre los individuos más peligrosos de la historia. Tampoco faltan los que lo convier­ ten en un admirable filántropo y sitúan entre los grandes bene­ factores de la humanidad (Martín Pérez, 1991: 45). Por lo que concierne a este libro se trata de un asunto irrelevante. Si el hom­ bre es libre, Fred Skinner merecerá como cualquier otro ser huma­ no una calificación moral, aunque posiblemente sea harto difícil establecerla de modo definitivo. No obstante, ahora estamos tra­ tando de recoger evidencias para decidir en un sentido u otro la pregunta por la libertad. Sólo una vez llegados a la conclusión será el momento de extraer consecuencias prácticas. Quien no sea capaz de dejar a un lado simpatías y antipatías personales debe­ ría abstenerse de entrar en la discusión. Además, Skinner hace una advertencia con la que convengo por completo: “El hombre sobrevive intacto. La física no cambia la naturaleza del mundo que estudia y no hay ninguna ciencia de la conducta capaz de cambiar la naturaleza esencial del hombre, a pesar de que ambas ciencias aporten tecnologías con amplias posibilidades para mani­ pular la materia de que tratan” (Skinner, 1975e: 63). Hay que convenir que, si el hombre está completamente determinado por los factores ambientales, no será por culpa del empeño de Skinner en demostrarlo, sino porque ya lo estaba desde el comienzo de su andadura por el planeta Tierra. El único riesgo que corre-

Impugnar la libertad: Skinner

mos es que nos extravíe con falacias, llevándonos a asumir como verdadera una conclusión errónea. Para evitar que eso suceda dis­ ponemos de las armas de la discusión racional, entre las que no se cuentan las descalificaciones aprióricas y los trucos para que el adversario resulte odioso. Es posible que para la filosofía de la libertad tenga menos tras­ cendencia el empeño de Skinner en refutarla que sus esfuerzos por edificar una antropología y una filosofía social al margen de ella. No obstante, conviene echar también un vistazo a lo prime­ ro. La exclusión de libertad tiene que ver con la ya comentada pretensión de racionalizar el comportamiento hasta borrar de él cualquier rastro de incertidumbre: Lo que necesitamos es una tecnología de la conducta. Podríamos solucionar nuestros problemas con la rapidez sufi­ ciente si pudiéramos ajustar, por ejemplo, el crecimiento de la población mundial con la misma exactitud con que deter­ minamos el curso de una aeronave; o si pudiéramos mejorar la agricultura y la industria con el mismo grado de seguridad con que aceleramos partículas de alta energía... (Skinner, 1973: 11). Dentro de la más rancia tradición positivista, intenta cono­ cer la naturaleza para hacerla objeto de manipulación y dom i­ nio. La ciencia nos ha ayudado a conquistar el reino mineral, vegetal y animal. Tiempo es de que volvamos sobre nosotros la misma victoriosa estrategia. Porque si antaño los principales peli­ gros tenían que ver con la furia de los elementos, los ataques de las fieras o la inseguridad de las cosechas, ahora son nuestros con­ géneres la primera y casi única fuente de preocupaciones. Entra­ dos en la era de la abundancia de alimentos, producción en masa de bienes de consumo, control de enfermedades y plagas, la aten­ ción se centra cada vez más en la inestabilidad social, delincuencia, desempleo, marginalidad, pobreza y desigualdad. Pero lo que sir­ vió para superar los obstáculos en el pasado ya no tiene la mis­ ma eficacia, porque frente al esplendor de la ciencia natural, la ciencia del hombre sufre una precariedad penosa. Tras unos inicios prometedores, arrastramos en este campo siglos de estan­ camiento: "Q uizá se podría pensar que hace dos mil quinientos 167

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años el hombre se conocía a sí mismo tan adecuadamente como cualquier otro aspecto de su mundo. Hoy lo que menos entien­ de, por cierto, es precisamente a sí mismo” (Skinner, 1973: 12). Resignarse a tal indigencia cognitiva no cuadra con la ambición teórico-práctica de un exponente tan representativo del pujante mundo académico norteamericano. Un filósofo de la vieja Euro­ pa tendería a preguntarse si no hay aquí una dificultad insalva­ ble, dado que el hombre sobre el que tratamos de hacer ciencia, también está detrás de ella (al fin y al cabo es su creador y pre­ sunto beneficiario), lo cual arruinará a la corta o la larga la clau­ sura que toda investigación científica ha de decretar sobre el obje­ to de sus desvelos. Ya advertía Platón que es imposible alcanzar un conocimiento necesario de lo que en sí mismo carece de fije­ za. Un heredero de la tradición empirista anglosajona no debe arredrarse ante esa dificultad: los esfuerzos por comprender al hombre no tienen por qué fracasar, aunque todavía no hayan entrado en una fase reconocible de progreso. Si hasta el presen­ te la ciencia positiva ha sido la única fuente indiscutible de solu­ ciones válidas, hay que augurar que también tendrá éxito en la tarea de arreglar nuestra propia casa: Es fácil, en estas circunstancias, llegar a la conclusión de que algo debe haber en la conducta humana que haga impo­ sible un análisis científico y, por tanto, una tecnología eficaz, pero lo cierto es que de ninguna manera puede decirse que hayamos agotado las posibilidades en esta dirección. En cier­ to sentido podríamos hasta afirmar que los métodos cientí­ ficos apenas han sido aplicados a la conducta humana (Skin­ ner, 1973: 14). La afirmación es en sí misma objetable, porque desde tiem­ pos de Hume han sido innumerables los que han intentado con mayor o menor seriedad convertirse en el “Newton de las cien­ cias del hombre” (Gusdorf, 1971: 151-212). Durante todo el siglo XIX y más aún en el XX las propuestas de paradigmas explicativos se han sucedido sin descanso y con frecuencia han obtenido éxi­ tos espectaculares. También han despertado grandes ilusiones entre los expertos y el pueblo llano. Skinner no ha sido el primero ni el último en pretender que ahora va de veras. Cuarenta años de 168

Impugnar la libertad: Skinner

perspectiva sugieren que no llegó ni mucho menos tan lejos como esperaba, y que estamos tan distantes de la definitiva ciencia de la conducta como antes de que ¿1 quisiera fundarla. No obstante, el presumible fracaso del Skinner “científico” dista de equivaler a que convirtamos en un fiasco al Skinner “filósofo”. Es prerroga­ tiva de los cultivadores de la metafísica poder tener razón después de haberse equivocado. Si alguien consigue dar con la tecla que nos gobierna, aunque sea una clave distinta de la del conductismo (psicobiología, redes neurales, conexionismo, psicología cognitiva, etc.), ¿no quedaría Skinner reivindicado y justificado ante la historia? Ambiente, genes, neurotransmisores, arquitectura neuronal... ¿Qué más da cuál sea la puerta que lleve a la cámara secreta donde se gesta nuestra identidad? Como filósofo, Skinner lo tiene claro: en cuestión de conocimiento sólo hay ciencia allí donde, de una vez por todas, se ha conseguido conjurar el fan­ tasma del antropomorfismo: Aristóteles opinaba que un cuerpo descendente acelera­ ba la velocidad de su caída porque, conforme se iba acercan­ do a su destino, se sentía más y más jubiloso e impaciente ante la perspectiva de llegar. Autoridades posteriores suponían que un proyectil era impulsado hacia delante por una fuerza, con frecuencia denominada “impetuosidad”. Todo esto fue final­ mente descartado, no hace falta decir que afortunadamente, pero las ciencias conductuales todavía siguen apelando a situa­ ciones internas comparables. Nadie se sorprende al oír que una persona que lleva buenas noticias acelera el paso por­ que experimenta la jubilosa urgencia de comunicarlas, o que otra actúa descuidadamente a causa de su impetuosidad. O que una tercera se empecina tenazmente en una determina­ da norma de conducta porque tiene fuerza de voluntad. Tan­ to en física como en biología, todavía encontramos algunas referencias gratuitas al “propósito”, pero la práctica rigurosa de ambas ciencias las descarta; sin embargo, casi todo el mun­ do sigue atribuyendo a la conducta humana intenciones, pro­ pósitos, objetivos y metas (Skinner, 1973: 16). Reconozco que presumir sentimientos en las piedras, inten­ ciones en las plantas y retorcidas cavilaciones en los animales resulta poco verosímil y sospechoso. Explicaciones así sugieren

Los filósofos y la libertad

la pervivencia de restos de aquel primitivo animismo estudiado por Tylor. También hacen recordar las vigorosas palabras de Jenófanes de Colofón, cuando se escandaliza de que los nubios repre­ senten a los dioses con nariz chata y piel negra; los tracios, peli­ rrojos y con ojos azules. Sin embargo, es menos evidente que sea censurable recurrir a sentimientos, propósitos y deliberaciones para hablar acerca del hombre. Com o dijo Hayek, no es objeta­ ble que seamos antropomórficos cuando tratamos de nosotros mismos (Popper y Eccles, 1985: 119). Skinner corre el riesgp inver­ so de incurrir en una antropología “lapidocentrista” tan discuti­ ble como la física “antropocéntrica”. A su favor cabría alegar un principio de economía epistémica, en virtud del cual es preferi­ ble explicar lo más por lo menos que lo menos por lo más. La equiparación de la simplicidad mineral y la complejidad huma­ na será más eficaz y transitable si partimos de los claros princi­ pios que gobiernan lo material en lugar de los oscuros dinamis­ mos que imaginamos tras lo anímico. Puesto a ensayar conjeturas, no hay científico que no prefiera empezar por las más sencillas. A lo cual debe responderse que tampoco nadie ha tenido éxito sin proseguir adelante hasta dar con una explicación cabal de los fenómenos estudiados. Para calcular la gravitación de los cuer­ pos era más simple la proporción inversa de la distancia, pero sólo la doble inversa permitió a Newton descifrar el sistema del mundo. Las explicaciones “sencillas” sólo son buenas cuando funcionan. Y el mismo Skinner ha confesado que la conducta es -y con toda probabilidad seguirá siendo- algo fundamental­ mente imprevisible: En ningún momento he sostenido que la conducta, lo mismo que los cambios atmosféricos, pudiera siempre pre­ decirse con seguridad. Con frecuencia entran en juego demasiados factores para que puedan ser tenidos en cuen­ ta todos ellos. No podemos medirlos todos con precisión, y nos sería muy difícil llevar a cabo las operaciones mate­ máticas requeridas para hacer una predicción aun cuando dispusiéramos de todos los factores. Lo de la ley es a menu­ do una suposición..., pero no por eso de menor impor­ tancia a la hora de juzgar un problema como éste (Skin­ ner, 1978: 287). 170

Impugnar la libertad: Skinner

Afirmaciones de este jaez colocan decididamente al autor en el gremio de los filósofos, por mucho que quiera presentarse como abanderado de los científicos. Un posible alegato en favor de su tesis es que, aun cuando los meteorólogos sean incapaces de hacer previsiones fiables con más de 72 horas de anticipación, a todo el mundo le parece bien que prohíban a los angelitos del cielo jugar con las isóbaras. Pero la inexacta ciencia de la atmósfera está bastante cerca de la (todavía más o menos exacta) física, mientras que la psicología estaba y sigue estando muy alejada de cualquier disciplina con probadas virtudes anticipatorias. Esto es algo que -una vez m ás- ha sido reconocido por Skinner, porque niega la libertad, no en nombre de la psicología que ahora es, sino de la que será: más que una piedra que quedó atrás en el camino, la ve como un estorbo que entorpece nuestra marcha hacia delan­ te. Cree que la psicología todavía no es una ciencia porque no hemos sabido desembarazarnos de conceptos que malogran cual­ quier proyecto epistemológico serio, a la cabeza de los cuales sitúa la autonomía del hombre. En resumidas cuentas, Skinner es menos un determinista que un enemigo de la libertad. Esto lo hace más interesante desde el punto de vista filosófico ya que, aun cuando lográramos desvir­ tuar su explicación de la motivación, todavía quedaría por venti­ lar la parte sustancial del debate. Hay una cuestión metodológica previa en la que no tengo más remedio que darle la razón: al discutir sobre la presencia o ausencia de libertad en nuestra especie hay que dejar a un lado consideraciones relativas a lo conveniente que es, lo irreempla­ zable que resulta o las catástrofes que generaría su eventual ausencia. No se trata de decidir si sería bello y consolador ser libres; hemos de averiguar si de hecho lo somos. Es preceptivo olvidar un poco lo bueno y lo bonito para concentrarnos en lo verdadero. Skinner se manifiesta como insobornable devoto del conocimiento sin condescender con lo ética, estética o políti­ camente correcto. Le aplaudo por ello, aunque eso nos lleve a postergar la búsqueda de la felicidad, como proclama el crea­ dor de la utopía skinneriana: “ Has descrito el único aspecto de Walden Dos que realmente me interesa. Hacer a los hombres felices, de acuerdo. Hacerlos productivos para asegurar la con­

Los filósofos y la libertad

tinuación de esa felicidad, también. Pero, ¿qué más? ¡Pues hacer posible una ciencia genuina de la conducta humana!” (Skinner, 1988: 324). Aun estando de acuerdo con el orden de prioridades que tra­ za, rechazo la equivalencia (por no decir identidad) que el psicó­ logo norteamericano establece entre “conocimiento” y “ciencia”. Aquí es deudor de un trasnochado positivismo que reaparece en el tratamiento del azar. Para él, “conocer al hombre” es lo mismo que lograr una “ciencia de la conducta humana”. Y no una cien­ cia cualquiera: ha de ser una ciencia en la que lo meramente pro­ bable quede borrado, al menos en el plano de los principios. Su apuesta es que el ambiente tiene una preeminencia arrolladora a la hora de tomar decisiones. £1 objetivo de la antropología cien­ tífica será encontrar una función que establezca una correspon­ dencia unívoca entre las variables externas y la conducta que desen­ cadenan. En puridad ni siquiera cabría hablar de la mente como una misteriosa “caja negra”: sería a lo sumo un redundante cua­ dro de relés o un gratuito alambique de circuitería neuronai. La opción conductista es para Skinner algo mejor que un remedio a nuestra incapacidad para desenredar la madeja cerebral: descan­ sa en la convicción de que la evolución biológica ha hecho com­ plicado algo que podría haberse resuelto de un modo mucho más sencillo. No seremos libres, pero sí capaces de enmendar la pla­ na a la selección natural. La pugna de los genes por sobrevivir y prosperar habría servido para dar lugar al nacimiento de un fan­ tasma: el del “hombre interior”. Deberíamos seguir el camino que nos trazan la física y la biología. Deberíamos prestar atención directamente a la relación existente entre la conducta y su ambiente, olvidan­ do supuestos estados mentales intermedios. La física no avan­ zó concentrando su atención en el júbilo de un cuerpo des­ cendente, tanto más acelerado cuanto más jubiloso. Ni la biología avanzó, como lo ha hecho, a base de tratar de des­ cifrar la naturaleza de espíritus vitales. Por nuestra parte, podemos decir, en consecuencia, que para llegar a un análi­ sis científico de la conducta no necesitamos intentar descu­ brir qué son y qué no son personalidades, estados mentales, sentimientos, peculiaridades del carácter, planes, propósitos, 172

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intenciones, o cualquier otro pre-requisito de un problemá­ tico hombre autónomo (Skinner, 1973: 24). ¿Por qué este rechazo de lo mental, que muchos filósofos con­ sideran -n o sin argumentos- como lo único inmediato e indu­ dable? Pues, en este caso, no porque sea evanescente o le guste jugar el escondite con el investigador. Skinner dista de ser un obcecado que niegue su misma existencia; le basta con negarle especificidad: “Sería estúpido negar la existencia de este mundo privado, pero también es estúpido asegurar que, porque sea pri­ vado, nene ya naturaleza diferente de la del mundo exterior” (Skin­ ner, 1973: 237). Aun concediéndosele esto, si lo interior resulta “externo”, ya no puede seguir siendo lo que parecía ser. En el pro­ ceso de extracción y exposición a la luz pública de lo profundo y oculto debe incluirse la introspección, como cualquier otro medio de los que se empleaban para respetar la “ intimidad” del objeto observado: “la auto-observación puede ser estudiada, y debe ser incluida en cualquier balance razonablemente completo de la con­ ducta humana” (Skinner, 1973: 236). Se trata, en definitiva, de convertir en parada intermedia lo que antes era estación de des­ tino, de cercenar las pretensiones que tratan de elevar una cosa dada en explicación última. La función del hombre interior consiste en proporcionar una explicación que a cambio no pueda ser explicada. La expli­ cación concluye, pues, en ese hombre interior. No es un nexo de unión entre un pasado histórico y la conducta actual, sino que se convierte en el centro de emanación de la conducta misma. Inicia, origina y crea, y al actuar así se convierte, como fue el caso entre los griegos, en algo divino. Aseguramos que ese hombre es autónomo, lo cual es tanto como decir mila­ groso -al menos desde el punto de vista de la ciencia de la conducta (Skinner, 1973: 23). Al hombre de ciencia no le gustan las verdades definitivas. Prefiere las respuestas proseguibles, aquellas que dejan abierta la posibilidad, pronto convertida en urgencia, de una ulterior pre­ gunta. Si cupiera inquirir: “¿Por qué somos libres?, ¿qué hay tras la libertad?, ¿cómo la ejercemos?, ¿quién la pone en marcha?,

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¿cuándo surge y cuándo cesa?”, tal vez no se declarase Skinner tan hostil a la autonomía de la voluntad. Pero a la libertad no le gus­ tan los cornos ni los porqués. Se es o no se es libre. Punto. Es algo a lo que cualquier antropólogo cientificista que se precie se nega­ rá en redondo, porque desmonta la unidad del discurso que pre­ tende elaborar. Si el hombre fuera libre, habría que aceptar tan­ tos “porque sí' como acciones imputables a ella. Hay que reconocer que hoy por hoy sigue habiendo multitud de puntos oscuros y hechos inexplicados. Ello significa que nuestros bisnietos podrán seguir aspirando a convertirse en psicólogos creativos. La liber­ tad supondría que ni ellos ni nadie podría llegar a disipar los mis­ terios. Ésta es la razón exacta y precisa de que libertad y dignidad se erijan en el mayor obstáculo para el progreso de la ciencia del hombre: Y una tecnología de la conducta, consiguientemente, empieza a ser posible. No se solucionarán nuestros problemas, no obstante, a menos que se reemplacen opiniones y actitu­ des tradicionales precientíficas; aunque bien es cierto que éstas, desgraciadamente, siguen muy profundamente arraigadas. La libertad y la dignidad ilustran este problema. Ambas cualida­ des constituyen el tesoro irrenunciable del “hombre autóno­ mo” de la teoría tradicional. Y resultan de esencial importan­ cia para explicar situaciones prácticas en las que a la persona se le reputa como responsable de sus actos, y acreedora, por tanto, de reconocimiento por los éxitos obtenidos. Un análi­ sis científico transfiere, tanto esa responsabilidad como esos éxitos, al ambiente (Skinner, 1973:37). Sustituyase “ambiente” por una variable “x” a la que pueda dar valores arbitrarios cualquier aspirante a “Newton de la antro­ pología”, y tendremos formulado un argumento a priori contra la libertad. El hombre no es libre, reza tal argumento, porque su no-libertad es condición de posibilidad de la (siempre) futura constitución de ciencias humanas dignas de tal nombre. Se comprueba así de nuevo la legitimidad de adscribir a Skin­ ner a la filosofía, dado su gusto por las profecías a largo plazo y los razonamientos aprióricos. Ahora bien, que sea filósofo no impide que siga siendo científico. Ciencia y filosofía son pri­ 1 74

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mas hermanas y las demostraciones “puras” no tienen por qué rechazar la ayuda de argumentos empíricos. Hoy por hoy qui­ zá podría seguir habiendo un vano para albergar la libertad y otros misterios, pero a juicio de Skinner se va haciendo cada día más angosto: La voluntad retrocedió primero hasta la médula espinal, luego a las partes inferiores del cerebro, más tarde a las supe­ riores y finalmente, como veremos, con el reflejo condiciona­ do ha huido a través de la mente. Éste es el camino seguido por la fisiología de la conducta. En cada etapa una parte del control del organismo ha pasado de una hipotética entidad interna al medio ambiente externo (Skinner, 1975a: 19). En la historia de Cortázar Casa tomada, los dueños de una mansión van cediendo más y más aposentos a unos invisibles usur­ padores. De modo paralelo pero inverso, el inaprensible homúncu­ lo cartesiano que antaño anidaba en el cerebro se va retirando sin entablar batalla ante sus bien perceptibles competidores. Sin embargo, los argumentos historicistas corren muchas veces el ries­ go de convertirse en versiones renovadas del cuento de la lechera. Com o ya he tenido ocasión de manifestar en el capítulo dedica­ do a Descartes, ni su supuesto homúnculo era tal, ni pretendió nunca ser inquilino exclusivo, ni -agrego ahora- los presuntos desahuciadores son tan intolerantes como pretenden algunos de sus valedores. Dentro de las vértebras y el cráneo acaso se pro­ duzcan simbiosis de cuyo alcance no tenemos noticia ni modelización teórica. Skinner lo ve de otro modo. Com o su renuncia a la libertad no le lleva a dimitir del humanismo, insiste en distin­ guir entre des-humanización y des-homunculización. Proclama, casi como Terencio, que nada de lo humano le es ajeno... salvo la libertad y la dignidad. Lo que queda sometido a proceso de abolición es el hom­ bre autónomo -el hombre interior, el homúnculo, el demo­ nio posesivo, el hombre defendido y propugnado por las lite­ raturas de la libertad y la dignidad. Su abolición ha sido diferida demasiado tiempo. El hom­ bre autónomo es un truco utilizado para explicar lo que no 175

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podíamos explicarnos de ninguna otra forma. Lo ha cons­ truido nuestra ignorancia, y conforme va aumentando nues­ tro conocimiento, va diluyéndose progresivamente la mate­ ria misma de que está hecho. La ciencia no deshumaniza al hombre, sino que lo des-homunculiza, y debe hacerlo, pre­ cisamente si quiere evitar la abolición de la especie humana (Skinner, 1973: 248). Este texto es clave porque articula las dos tesis maestras de la antropología skinneriana: la primera afirma que el hombre no es libre; la segunda que para nada necesita serlo. Antes de pasar a examinar esta última y más original aportación intelectual, qui­ siera insistir en que a mi juicio tampoco ha demostrado Skinner que la ciencia del hombre precise abolir la libertad para asegurar­ se la posibilidad de seguir avanzando sin trabas. Por decirlo de un modo metafórico, opino que tiene una concepción demasiado euclidiana o, mejor aún, cartesiana, del espacio epistémico. Los objetos con que quiere poblarlo son demasiado rígidos, dema­ siado impenetrables, al modo de la vieja res extensa. Poco más o menos, razona así: si aumento la determinación ambiental, ten­ go que amenguar la determinación genética, y en todo caso habré de anular la determinación autónoma... Es como querer intro­ ducir una serie de bultos indeformables en el mismo armario: lle­ ga un momento en que para meter uno más hay que sacar pri­ mero alguno de los que están dentro. Skinner pretende que la libertad y la ciencia del hombre no caben en el mismo mundo, pero no sólo de Jacto, esto es, como un hecho que podría haber sido distinto en otro mundo: “Lo sien­ to, si lo que usted busca es libertad, vaya a buscarla a un planeta diferente... ”. Kant, por ejemplo, pensaba que los habitantes de Saturno y Júpiter eran mucho más libres que los terrícolas, por tener cuerpos formados con materiales más livianos (Kant, 1969b: 196). Skinner, no: para él la libertad está excluida de todos los mundos posibles, no es una conjetura falsable. Una vez más apa­ rece como tesis metafísica (esta vez en sentido popperiano). Tan imposible es para él, que ni siquiera encuentra una categoría ontológica particular donde alojarla provisionalmente, como inmi­ grante ilegal a la espera de ser repatriado. Por eso acaba ponién­ 176

impugnar ¡a libertad: Skinner

dola en el lugar que le parece más afín, esto es, con lo azaroso, lo puramente casual, ya que sólo es capaz de concebirla como "algo que varía caprichosamente” (Skinner, 1978: 286). ¿El motivo? Porque no es posible definir “libertad” en sentido fuerte sin alu­ dir a la espontaneidad. Skinner piensa que aferrarse a lo espon­ táneo es rechazable, porque “resulta de difícil justificación poner tal fe en lo puramente casual. Es cierto que lo casual ha sido res­ ponsable casi de todo lo que el hombre ha alcanzado hasta la fecha, y sin duda alguna continuará contribuyendo a los logros humanos, pero no tiene valor alguno un accidente como tal. También lo espontáneo sale con frecuencia mal” (Skinner, 1973: 202). Creíamos ser libres, pero sólo jugábamos a la ruleta. Como ratas de laboratorio, oscilamos entre el azar del ensayo y la nece­ sidad del error. Y es que, al igual que no encuentra para lo libre otro habitáculo que lo fortuito, tam poco prevé para la cien­ cia otro asiento que lo ineluctable. Ya vimos cómo añora la facul­ tad de ajustar el crecimiento demográfico “con la misma exacti­ tud con que determinamos el curso de una aeronave” (Skinner, 1973: 11). Tengo entendido que la navegación aérea se ajusta mediante sucesivos cálculos aproximativos y que ya nada queda de apodíctico y exacto en el campo de la ciencia y la tecnología punta. No obstante, Skinner sigue aferrado al viejo paradigma de Laplace-Einstein y cree que la verdadera ciencia es un aman­ te celoso que prohíbe a la realidad tener escarceos con fuentes de determinación ajenas a sus leyes. ¡Leyes que en proporción creciente -d e modo exclusivo en los niveles más fundamentalesson de naturaleza estocástica! Aquí Skinner, como tantos otros cultivadores de las “ciencias blandas”, reivindica para su disci­ plina un rigor determinista que ni la más “dura” de las ramas de la investigación pretende. Hechas las salvedades precedentes, centremos la discusión en la parte filosóficamente más significativa de la reflexión skinneriana sobre la libertad. ¿Se trata, en efecto, de un concepto pres­ cindible? ¿Podemos arreglárnoslas sin él tanto de cara a la obten­ ción de una “ciencia del hombre” como en lo que se refiere al “hombre mismo”? Para responder con un sí a estas preguntas, lo más eficaz es demostrar que, más allá de su inexistencia, la exclui­ da noción es inútil, ociosa, contraproducente. Presta un aprecia­ 177

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ble servicio a este respecto la igualación que acabo de comentar entre lo “libre” y lo “azaroso”. Ludopatías apane, todos saben que con lo fortuito no se puede contar: no se casa con nadie. Skinner se apresura a colgar sobre sus adversarios un estigma aún más repe­ lente que el del error: la ineficacia. “Los campeones de la libertad y la dignidad no se limitan, por supuesto, a la adopción de medi­ das punitivas, sino que recunen a otras alternativas de forma apo­ cada y tímida. Su polarizada atención por el hombre autónomo les aboca solamente a medidas ineficaces, algunas de las cuales vamos a examinar a continuación...” (Skinner, 1973: 109). Ape­ lar a la responsabilidad moral del sujeto crea expectativas que se frustran en cuanto el aludido deja de hacer caso simplemente poraue “no le da la gana”, lo cual ocurre con demasiada frecuencia. Ese es el punto en que hay que suplantar ruegos por coacciones. Tan elemental constatación autoriza al adelantado del conductismo a considerar que es tiempo perdido contar con la buena voluntad del prójimo: no hay libertad, y si ¡a hubiera, tampoco ser­ viría para nada. Si lo primero hubiera sido probado con suficiente contundencia, sería superfluo ahondar en lo segundo. Pero el que quiera transformar la sociedad, poner en marcha proyectos de ingeniería social y pilotar la evolución de usos y costumbres con la misma seguridad que una aeronave, no tiene tiempo ni ganas de andar con contemplaciones. Por eso aplaude Skinner con fer­ vor la decisión manifestada en su día por Thomas Huxley de sacri­ ficar la autonomía en aras de la bondad: Los defensores de la libertad y la dignidad se oponen a la solución de este problema del castigo con estos procedi­ mientos. Un mundo tal engendraría tan sólo bondad auto­ mática. T. H. Huxley no vio nada malo en este intento: “Si algún gran poder estuviera de acuerdo en hacerme siempre pensar lo que es verdad y hacer lo que es correcto, con la con­ dición de convertirme en algo así como un reloj y se me die­ ra cuerda cada mañana antes de saltar de la cama, cerraría el trato instantáneamente” (Skinner, 1973: 12). Al no haber cotejado la fuente, ignoro si el citado aceptaría el trueque en virtud de un pequeño resorte cerebral programado para dispararse o como una postrera y eutanásica decisión libre, 178

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al modo en que Hernán Cortés hizo quemar sus naves. La cues­ tión no es balad/, porque los más decididos "defensores de la liber­ tad y la dignidad” también promueven la adquisición de hábitos virtuosos, con lo que pretenden descargar a la libertad pura y dura de una inacabable y extenuante reaftrmación en los buenos pro­ pósitos. La vocación de la libertad es naturalizarse, adquirir esa eficacia que Skinner le discute, al tiempo que se reserva para los aspectos más creativos y decisivos de la existencia. Por eso desha­ bita la rutina y se concentra en la nomogénesis. No tiene nada que ver con lo meramente casual; su terreno favorito está donde sur­ gen las fuentes de la necesidad. Pero todo esto sonaría al autor de Walden Dos como música demasiado celestial. Huye de sofistica­ ciones y propone renunciar a la libertad en beneficio del prag­ matismo: Pero nuestro cometido no es fomentar los problemas morales, o construir o demostrar virtudes interiores. Lo que nos proponemos es hacer de la vida algo menos punitivo; y, al conseguirlo, liberar energías y tiempo para actividades más estimulantes y que ahora se consumen en un esfuerzo inútil por evitar el castigo. Hasta cierto punto, las literaturas de la libertad y la dignidad han tenido algo que ver con el lento y desenfocado alivio de aspectos aversivos en el ambiente huma­ no, incluidos los aspectos aversivos utilizados en el control intencional. Pero este objetivo lo han formulado de tal modo que no pueden ahora llegar a aceptar el hecho de que todo control es ejercido por el ambiente. Sólo aceptando esta rea­ lidad, dichas literaturas podrían avanzar en el camino de modelar mejores ambientes y no en el de intentar crear mejo­ res hombres (Skinner, 1973: 107-108). Es momento de romper una pequeña lanza en defensa de Skin­ ner y rechazar la acusación de que sea un miembro de la Gestapo disfrazado de psicólogo. Aceptemos que es honrada y sincera su convicción de que tanto la conducta como su principio próximo inmanente (la motivación) están unívocamente condicionadas por el ambiente. Entre los factores que lo configuran pone apar­ te los estímulos desagradables, aversivos, y condena su utilización en forma de castigo para condicionar respuestas (Skinner, 1974:

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200-221). No sólo por bondad o filantropía (aunque estoy per­ suadido de que también): a su juicio el castigo es una fórmula sumamente deficiente de gobernar la conducta: “No marcha. Ni con ovejas. Ya ves -d ijo -. ¿Qué es lo que no marcha? -E l castigo. El refuerzo negativo. La amenaza de dolor. Es un principio de control muy primitivo” (Skinner, 1978: 334). Malo en sí, malo como instrumento de manipulación conductual, es por encima de todo evitable (Skinner, 1973: 88), de modo que por ninguna parte se ven en Walden Dos guardias con porras o mazmorras rodea­ das de alambradas. El tiránico ambiente que gobierna las vidas de sus residentes es amable, discreto, se apoya exclusivamente en los dones que dispensa a título de reforzamientos positivos. Sólo excluye las exclusiones, al igual que las sanciones, jubiladas del sistema social perfecto por obsoletas e inoperantes. Lo cual, por supuesto, es relativamente fácil de conseguir sobre el papel; me gustaría saber si se ha logrado mantener en los experimentos que se han hecho para poner en práctica el proyecto skinneriano. Temo que no, aunque, si tal fuera el caso, tampoco sería catas­ trófico para la credibilidad de la teoría. Los filósofos somos menos rigurosos que los científicos en todo lo que se refiere a la contrastabilidad empírica (sin que, al menos algunos, la excluyamos). Además, tanto en un caso como en otro todavía quedaría un lar­ go camino por recorrer. Para acabar de evaluar la efectividad de las técnicas de modificación de la conducta desarrolladas por este investigador y su escuela haría falta bastante más que constatar el éxito (o comprobar el fracaso) de un puñado de entusiastas; al fin y al cabo se supone que estamos refiriéndonos a toda la huma­ nidad. Eso es lo malo de los proyectos revolucionarios y las filo­ sofías psicosociales: no basta con llevar a cabo algunas experien­ cias piloto. Los ensayos genuinos y relevantes ponen en riesgo cantidades enormes de vidas humanas que, posean o no digni­ dad “metafísica”, siguen siendo demasiado preciosas. Por todo ello, no nos queda otro remedio que plantear la discusión en el ambiguo terreno que media entre los hechos y la especulación. Así obtendremos conclusiones menos fiables, pero a cambio rea­ lizaremos un trabajo más inofensivo. Se trata, en definitiva, de averiguar qué es más primario, quién puede instrumentalizar a quién: la ciencia de la conducta a la 18 o

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libertad o ésta a aquélla. A juicio de Skinner, poner una hipoté­ tica e incontrolable libertad por debajo del estudio del compor­ tamiento humano dinamita las posibilidades de que ésta se cons­ tituya como ciencia. Además detecta indicios de que el sentimiento de libertad es tan apto para ser analizado y manipulado como cualquier otro aspecto conductual de los primates evolucionados. Se arguye a veces que en la aplicación de las normas exis­ te un elemento de libertad que falta en la ejecución auto­ mática de las respuestas correctas. Pero el sentido de la liber­ tad es otro de aquellos atributos internos que pierden su fuerza a medida que vamos entendiendo más claramente la relación del hombre con su ambiente. La libertad o, mejor dicho, la conducta que “se siente libre”, es también producto de un proceso de condicionamiento (Skinner, 1975e: 60). Tesis sólo programática, porque hasta el más acérrimo parti­ dario de la libertad admite que hay una “falsa libertad” y que no basta creerse libre para serlo. En todo caso, se arguye, creerse libre es un indicio de que la libertad es posible, porque más que una “cosa” que se posee, es una tarea por realizar, una meta por con­ quistar. No se me ocurre cómo podríamos llegar a condicionar a las ratas para que “se sientan” libres. Por otro lado, el hecho de que Skinner intente dar una explicación conductista del senti­ miento de libertad certifica que asume el reto de dar una expli­ cación global de todos los aspeaos relevantes de la conducta huma­ na. Por eso acaba dando una versión m inim alista del concepto, una libertad -llamemos “buena”—que cabe aceptar y definir con precisión. La lucha del hombre en pos de la libertad no se debe al deseo de ser libre, sino a ciertos procesos conductuales carac­ terísticos del organismo humano cuyo efecto principal estri­ ba en el rechazo o en la huida de ciertos aspectos, que hemos denominado “aversivos”, del medio ambiente. Las tecnolo­ gías física y biológica se han preocupado fundamentalmen­ te de los estímulos aversivos naturales. La lucha por la liber­ tad se fija, sobre todo, en estímulos que han sido manipulados intencionadamente por otras personas. La literatura de la 18 1

Los filósofos y la libertad

libertad ha identificado a esas otras personas, y ha propues­ to fórmulas concretas para huir de ellas, para debilitar su poder, o incluso para destruirlo. Esta literatura ha tenido éxi­ to en su esfuerzo por reducir los estímulos aversivos utiliza­ dos en toda forma de control intencional. Pero ha cometido la equivocación de definir la libertad en términos de estados mentales o sentimientos. Por consiguiente, no ha sido capaz esa misma literatura de encararse eficazmente a técnicas de control que no incitan a la huida o a la rebelión, y que, sin embargo, tienen consecuencias aversivas. Se ha visto obliga­ da, por fuerza de su lógica interna, a etiquetar todo tipo de control, indiscriminadamente, como algo malo. Y de hecho malinterpreta muchas de las ventajas que, a pesar de todo, son deducibles del ambiente social. Finalmente, las caracte­ rísticas de esa literatura la incapacitan para el siguiente paso, el cual no es intentar liberar al hombre de todo control, sino más bien analizar y modificar las clases de control a que los hombres quedan expuestos (Skinner, 1973: 59). En otras palabras: hay cierto tipo de estímulos que nos desa­ gradan y de los que procuramos precavernos. Para evitar las agre­ siones que provienen de los agentes naturales hemos desarrolla­ do la tecnología. A fin de curarnos de las que nacen de los agentes humanos hablamos de libertad. No estaría mal si sólo la inter­ pretáramos en sentido negativo {me he librado del servicio militar, de la tutela paterna, de la cárcel, de la obligación de votar a l parti­ do en que milita mi jefe, etc.). Según Skinner la cosa funciona en la medida en que adhiramos al vocablo un genitivo. Más que ser libre, “me libro de” esto o lo otro. Lo absurdo es pretender libe­ rarme de todos los “des” del mundo y convertirme en “ libre” a secas, transmutar en sentido positivo, autosustentado, algo que necesita reaccionar siempre contra una fuente externa de deter­ minación. Podemos subrogar la hipoteca, pero no cancelarla defi­ nitivamente. El hombre skinneriano es, como el resto de los seres del cosmos, un ente que vive en, de y por las mediatizaciones. Lo que pasa es que, así como la ciencia moderna trocó las viejas supersticiones por recetas eficaces para afrontar los condiciona­ mientos físicos, supone que la tecnología de la conducta nos dará un arma igualmente eficaz para gestionar los condicionamientos

Impugnar ¡a libertad: Skinner

psíquicos y sociales. Por consiguiente, la libertad es a la psicolo­ gía conductista lo que la magia a la ciencia natural. Con esta rein­ terpretación Skinner quiere defenderse de las fuertes críticas sus­ citadas por sus planteamientos. No es justo confundir justos y pecadores, conductistas y nacionalsocialistas, filántropos que opti­ mizan nuestra inevitable determinación y malvados que la retuer­ cen en beneficio propio y perjuicio ajeno. El ansia de libertad, concluye, hay que verla como una respuesta a la coacción, no al control: “El problema de la libertad surge cuando hay coacción, ya sea física o psicológica. Pero la coacción es sólo una forma de control, y la ausencia de coacción no es libertad. Cuando uno se siente “libre” no es que se encuentre fuera de todo control sino que sobre él no se ejerce ningún reprensible control por la fuer­ za” (Skinner, 1978: 292). Habida cuenta de ello, no es una mues­ tra de cinismo ni un sarcasmo cuando el fundador de Waüün Dos sostiene que “éste es el lugar más libre de todo el planeta” . Lo es, agrega, “porque no utilizamos ni la fuerza ni la amenaza de fuer­ za” (Skinner, 1978: 293). Yo estaría bastante de acuerdo con Skinner si opinara que sólo la coacción ejercida o amagada aborta la libertad. Sospecho, sin embargo, que aquí ocurre algo parecido a lo que Alban Berg decía de su música: sólo es posible llegar a disfrutarla cuando se cree en ella. En la vía hacia un humanismo determinista no sólo hay que desembarazarse de la libertad. También habría que apartar a un lado la ética, disciplina que depende funcionalmente de aquélla. Sin libertad no hay responsabilidad, ni por ende obligación, prin­ cipios axiológicos y una porción de cosas más. Aunque, a lo mejor, basta con acometer una reforma en profundidad del discurso moral, redefinir o sustituir todas las nociones y los axiomas afec­ tados. Algo así hace Skinner y comienza por reformar la semán­ tica de la palabra “bien”: “Las cosas buenas son reforzadores positi­ vos” (Skinner, 1973: 134). Conviene recordar que “reforzador” es todo hecho que fortalece la conducta y aumenta la probabili­ dad de que el sujeto reincida en el comportamiento que lo pro­ picia. En definitiva, la estrategia consiste en reducir al ser la esfe­ ra del deber-ser, asumir de hoz y coz la falacia naturalista, cambiar el estatuto de ésta exaltándola como dechado de corrección y vir183

L o s filósofos y la libertad

ruosidad lógica: “Cuando decimos que un juicio de valor no es un problema de hechos, sino de lo que alguien siente sobre un hecho, distinguimos simplemente entre una cosa y su efecto refor­ zante” (.Ibidem). Si mi interpretación parece abusiva, sería capaz de reconsi­ derarla y confesar que en Skinner hay una microética, en alas de la cual hemos pasado del decá-logo a un monó-logo (haz lo que refuerza positivamente; evita lo que refuerza negativamente). Pero eso sólo sería una redundancia inútil, puesto que lo que refuerza positivamente se vuelve a hacer por definición, y lo que refuerza negativamente se evita por idéntico motivo. Dejemos, pues, los circunloquios y reconozcamos que lo que Skinner pretende es pura y simplemente licenciar a la ética como algo superfluo, sus­ tituirla por una suerte de “manual de funcionamiento y uso de la raza humana”. El portavoz autorizado del sabio lo avala: “Yo le muestro una comunidad -d ijo Frazier hablando despacio y con precisión- en la que no hay más crímenes que unas cuantas fal­ tas insignificantes, y usted la condena porque ninguno de sus miembros ha oído hablar o se ha preocupado por la ley moral. ¿No es nuestro Código suficiente?” (Skinner, 1978: 192). Bien y mal sufren un proceso de extemalización paralelo al que ha expe­ rimentado el centro de toma de decisiones: la bondad y maldad de la gente dependen -como sus decisiones- del ambiente en que se mueven (Skinner, 1978: 304). Por su parte, la ética se transfor­ ma (degenera sería una denominación más apropiada) en una forma de control particularmente antropomórfica: Los individuos que conviven dentro de unos determi­ nados grupos ejercen un control mutuo de acuerdo con una táctica que no sin razón adopta el nombre de “ética”. Cuando un individuo se conduce de manera aceptable a ojos del grupo, recibe la admiración, la aprobación, el afec­ to y otros muchos reforzamientos que aumentan las pro­ babilidades de que dicho individuo siga comportándose del mismo modo. Cuando su conducta no es aceptable, se ve criticado, censurado, zaherido o, en ciertos casos, castiga­ do. En el primer caso el grupo califica al individuo de “bue­ no”; en el segundo, de “malo”. Esta práctica se encuentra tan profundamente arraigada en nuestra cultura que a 18 4

Impugnar la libertad: Skinner

menudo no advertimos que se trata de una técnica de con­ trol (Skinner, 1975b: 30). Con este texto Skinner demuestra dos cosas: que es capaz de llevar su doctrina hasta su conclusión natural, y que sabe crear un discurso en que las consecuencias más chocantes toman un aspecto chistoso y casi verosímil. Llevamos miles de años equi­ vocados sobre el significado de las acciones y relaciones huma­ nas. Por fin, un aguerrido científico hace que caiga la venda que nos mantenía en ¡a ignorancia y consigue que, en lugar de enfa­ darnos, esbocemos una sonrisa. ¡Qué magnífica mascarada! Si alguien carece de sentido del humor y se resiste a reír la gracia de una tragicomedia mucho más trágica que cómica, Skinner le proporciona una escapatoria más seria, quiero decir, más cientí­ fica: “ Las cosas son buenas (positivamente reforzantes) o malas (negativamente reforzantes) probablemente a causa de las con­ tingencias de supervivencia bajo las que la especie ha evolucio­ nado” (Skinner, 1973: 135). ¡Por fin un valor seguro! Corríamos el riesgo de pensar que la desnutrición es mala y la solidaridad buena únicamente porque hemos vivido en ambientes que así lo determinan, pero ahora viene Darwin al rescate y nos enseña que ciertos ambientes han propiciado la supervivencia de quienes disfrutaron de ellos, fortificándolos hasta el grado de hacerlos triunfar en las luchas cotidianas. En resumidas cuentas, “nos gus­ te o no, la supervivencia constituye el criterio último” (Skinner, 1975c: 40). La ética se reduce en primera instancia a psicosociología, pero ésta descansa a su vez en la biología. El resultado final tampoco preserva la especificidad de lo moral. Ni siquiera lo respeta como tal. El camino recorrido por Skinner está sembrado de abandonos: libertad, dignidad, ahora eticidad... ¿Qué vamos a ganar a cam­ bio de tantas renuncias? Enseguida lo averiguaremos, pero toda­ vía tenemos que ser despojados de alguna prerrogativa más. Skin­ ner se suma a la rancia tradición de ascetas que han fustigado la soberbia humana, recordándonos que somos polvo y nada más que polvo. Freud, Darwin, Copérnico y los más pesimistas pre­ dicadores de inspiración religiosa (el hombre es una nada en com­ paración con la plenitud infinita de Dios, etc.) gozaron humi-

Los filósofos y la libertad

liando nuestra especie y arrastrándola por el fango. Todavía nos quedaba el consuelo de pensar que sobrepasábamos a las máqui­ nas. Pues tampoco. Tan sólo somos máquinas aunque, eso sí, bas­ tante sofisticadas y en cierto modo admirables (aún queda, pues, margen para que en el futuro sigan degradándonos). £1 hombre es una máquina, en el sentido de que consti­ tuye un sistema complejo que se comporta de modo que podemos expresar en leyes, pero esa complejidad es extraor­ dinaria. Quizá su capacidad de adaptación a las contingen­ cias de tefbrzamiento será eventualmente simulada en máqui­ nas, pero a esto aún no hemos llegado, y, aunque así sucediera y el hombre pudiera ser simulado mecánicamente, aun enton­ ces este mecanismo seguiría siendo único en otros aspectos (Skinner, 1973: 250). Esclavos, indignos, desmoralizados, hechos un manojo de engranajes. ¿No es como para tirar la toalla? Entre tanta tiniebla brilla no obstante una débil luz, porque según Skinner el fin del hombre autónomo no significa el fin del hombre: “Quien en rea­ lidad ha llegado a un callejón sin salida es tan sólo el hombre autó­ nomo. El hombre mismo puede quedar controlado por su ambien­ te, pero se trata de un ambiente que es casi por completo producto de su propia industria. El ambiente físico de la mayoría de las per­ sonas es en su mayor parte construido por el hombre” (Skinner, 1973: 254). El ambiente controla al hombre, pero el hombre con­ trola al ambiente. Esto se parece bastante a una serpiente que se muerde la cola. Sobre todo si es uno y el mismo el hombre el que controla el ambiente que le controla a él. Quizá la cosa no sea tan grave si un primer hombre controla el ambiente que controla a un segundo hombre, que controla el ambiente... y así sucesiva­ mente. Dejemos para un poco más adelante la tarea de exacerbar o deshacer esta paradoja y quedémonos con la virtualidad de inci­ dir sobre la matriz de nuestra conducta e identidad. ¡Qué canti­ dad de posibilidades se abren! En el relato de Borges La lotería en Babilonia los sorteos se multiplican de un modo tan metastásico, que es imposible saber cuál es el premio ni a quién ha corres­ pondido. La suerte cambia tantas veces de mano que al final sólo queda el vértigo del azar, igualado al puro caos. Ante la antropo18 6

Impugnar la libertad: Skinner

logia skinneriana se abre un abismo semejante. £1 cambio requie­ re ser encuadrado en unas coordenadas, tener un punto de par­ tida, avizorar un abanico de destinos posibles. Cuando uno no viene de ningún sitio tampoco es de esperar que llegue a parte alguna. Y justo eso es lo que ocurre cuando no se cree que el hom­ bre posea una naturaleza y se confía en la capacidad indiscrimi­ nada de alterarlo. -Pero tú mismo pareces tener una fe ciega en la natura­ leza humana -dije. -N o tengo ninguna -dijo Frazier con brusquedad- si te refieres a que los hombres son buenos por naturaleza o que están preparados por naturaleza para lle­ varse bien con el prójimo. No tenemos ningún punto en común con las filosofías que proclaman la bondad innata del hombre —ni la maldad tampoco, que para el caso es igual—, pero tenemos fe en nuestro poder para cambiar la conducta humana (Skinner, 1878: 216). En el fondo, la ausencia de libertad es un presupuesto nece­ sario para asegurar la dócil e ilimitada transformabilidad de la especie humana. La libertad no es buena pasta para modelar. Un ser autónomo se empeña en no colaborar en los momentos más inoportunos, siempre quiere salirse con la suya, nunca acaba de encajar en la casilla que habíamos previsto para él. Por eso son tan difíciles de resolver los problemas sociales. Las lacras serían más fácilmente superables si todos fuésemos malos, en lugar de conjugar dosis imprevisibles de bondad y maldad. Cuando Des­ cartes se enfrentó a la herencia del saber tradicional, encontró que formaba un montón de equivocaciones y aciertos tan con­ fuso que resultaba inaprovechable. Prefirió considerar que todo aquello era falso y empezar de cero el camino de la investigación. Skinner sugiere que la libertad resulta en el mejor de los casos incierta; su impotencia e ineficacia, segura. El determinismo apa­ rece entonces como nuestra última esperanza de salvación. Sólo lo que está determinado puede ser invariablemente determinable para el bien. Com o un Mefistófeles que hiciera su mejor ofer­ ta para comprarnos el alma (la libertad), el psicólogo americano agita ante el fascinado interlocutor la perspectiva de un paraíso en la tierra:

Los filósofos y la libertad

-Antes te preguntabas ¿qué queda por hacer? -dijo, con un relámpago en los ojos-. Bueno, ¿qué opinas de la estruc­ turación de personalidades? ¿Te interesaría? ¿El control del temperamento? Dame las características, ¡y te daré el hom­ bre! ¿Y qué me dices del control de la motivación, creando intereses que conseguirán que los hombres sean más fecun­ dos y dichosos? ¿Te parece fantástico? Te advierto que dis­ ponemos ya de algunas de estas técnicas y que muchas otras pueden elaborarse experimentalmente. ¡Piensa en las posibi­ lidades! ¡Una sociedad en la que no existe el fracaso, el abu­ rrimiento, ni la duplicidad de esfuerzo! (Skinner, 1978: 325). Fabricación de hombres a la carta, producción industrial de felicidad, extinción programada de injusticias y desigualdades... es un panorama tentador, sobre todo si fuera posible aceptar que la oferta va en serio. A la hora de negociar con el genio de la lám­ para los nuevos aladinos hemos aprendido a ser cautos, porque ya hemos sido timados demasiadas veces. Para conseguir el plus de confianza que hace falta para cerrar el trato, no viene mal un poco de atmósfera religiosa, que en efecto impregna la última par­ te de Walden Dos. La novela concluye con una peregrinación en toda regla. Los psicólogos son los sacerdotes del nuevo culto (Skin­ ner, 1978: 220) y el científico-legislador alcanza el rango de dei­ dad suprema y providente (un dios finalmente ocioso, como el de Leibniz): -Debe suponer una enorme satisfacción -dije al fin-. Un mundo salido de tu propia mano. -Sí -dijo-. Sí. Con­ templo mi obra, y veo que es buena. Estaba tumbado, sus brazos estirados completamente. Las piernas rectas, pero lige­ ramente cruzadas una sobre otra, noté que su barba le hacía parecerse un poco a Cristo. Y súbitamente, espantado, vi que había tomado la postura de la crucifixión. (Skinner, 1978: 328-9). Todo ello constituye una parafernalia no demasiado seria que barrunto ha sido agregada por Skinner para hacer su propia cari­ catura. Otra cosa sería juzgarlo demasiado ingenuo. Lo que sí me parece real es la fascinación que le produce -y de la que le gusta­ ría contagiarnos- la perspectiva de una ilimitada variabilidad en 1 88

Impugnar la libertad: Skinner

nuestras manos. Convertir la ciencia de la conducta en una fuer­ za demiúrgica proyectada hacia delante. Más que de diablo, Skin­ ner encarna la figura del empresario especulador y demente que promete réditos inverosímiles a modestos inversores: ¡Renunciad a vuestro absurdo sueño de libertad y os daré a cambio todo lo que nunca hayáis podido desear y mucho más todavía! ¿Qué ocurriría si le pidiéramos, como Pinocho, convertirnos en hombres “de ver­ dad”, llegar a adquirir esa libertad que según él no tenemos? No se trata de una ficción impensable. Está relacionada con el pro­ blema del control de la ciencia de la conducta. Esta ciencia está indisolublemente unida a una tecnología de cambio social e indi­ vidual, de manera que cumple como pocas el adagio saber es poder. Quien gobierne los resortes del reforzamiento positivo domina­ rá el mundo. ¿Por qué no a sí mismo? Vayamos por partes. Antes de examinar qué pasa cuando yo en persona me pongo al timón, hay que comentar la inquietante posibilidad de que sea Milosevic, Sadam Hussein o Bin Laden quien acceda a la cabina de man­ dos. Es algo tan obvio que Skinner no ha tenido más remedio que ser el primero en preguntárselo: “¿Quién usará esa tecnología y con qué fin? Hasta tanto no se despejen estas incógnitas, se segui­ rá rechazando una tecnología de la conducta. Y, al rechazarla, se estará probablemente rechazando al mismo tiempo el único cami­ no para llegar a resolver nuestros problemas” (Skinner, 1973: 37). Late aquí cierta impaciencia tecnocrática, el empeño irreflexivo de quien sólo ve la urgencia de la tarea pendiente y no contem­ pla la posibilidad de que el remedio llegue a ser peor que la enfer­ medad. Quien no se arriesga, no pasa la mar... Dispone además de otra defensa, algo más sólida, lle n e que ver con algo que se argumenta para mostrar la superioridad de la energía nuclear de fusión frente a la más convencional de fisión. Las centrales de fisión son peligrosas porque cuando se descontrolan incrementan exponencialmente su actividad, causando los daños que conocimos en Cbernóbil. Las de fusión, en cambio, sólo son operativas cuando están bajo control; de lo contrario baja espontáneamente la temperatura y se apagan solas. Skinner rei­ vindica para su tecnología de la conducta una ventaja análoga. Está basada en el refuerzo positivo, de modo que no serviría para inducir al mal. La utopía skinneriana sólo funciona cuando la 18 9

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felicidad de sus moradores va en aumento. Pervertir sus fines, hacer que en ella reinen estímulos aversivos, la llevaría de modo imparable a la pérdida de eficacia y a la disolución. Cuando al inventor de Walden Dos le plantean la eventualidad de un golpe de Estado perverso responde: Ése es un problema experimental, Sr. Castle. No lo pue­ de solucionar desde su butaca. Pero veamos lo que represen­ taría una usurpación del poder. Mientras los Planificadores gobiernan lo hacen a través del refuerzo positivo. No utili­ zan ni amenazan con utilizar la fuerza. Tampoco disponen de medios para ello. Para extender su poder, tendrían que implantar unas condiciones de vida cada vez más satisfacto­ rias. Es una curiosa forma de despotismo, ¿no le parece, Sr. Castle? (Skinner, 1978: 303). La tranquilidad que aportan estas consideraciones es muy pre­ caria. La historia acumula un amplísimo registro de casos que atestiguan la capacidad del hombre para usurpar y corromper las más sabias y benéficas instituciones. N o hay ley que no se mixti­ fique, consigna que no se corrompa, principio que no se malicie, constitución que no se manipule. Las maquinaciones del doctor Goebbels están lejos de constituir un caso aislado e irrepetible. Aunque sólo sea por ello resulta, no sólo deseable, sino probable en grado sumo que una ciencia infalible de la conducta, como la que Skinner propone, siga fuera de nuestro alcance por los siglos de los siglos. Puede que los cultivadores de las disciplinas impli­ cadas lo lamenten; en cambio, los defensores de la libertad halla­ rán consuelo por el argumento indirecto que es posible sacar como consecuencia. La relación entre el hombre y las leyes de la con­ ducta es dialéctica: en un primer momento el investigador bus­ ca reglas tras decisiones aparentemente arbitrarias, reglas de las que no son conscientes los actores. El segundo momento llega cuando, descubierta una nueva regla, el que estaba sujeto a ella la asume, toma posesión de ella y la pone a su servicio. El tercer momento implica volver a tomar distancia con respecto a este agen­ te más sabio y libre para descubrir que sus decisiones obedecen a condicionamientos aún más soterrados. El proceso no culmina nunca, a no ser que se niegue al sujeto el acceso a la información 190

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que le concierne. Una de las muchas caras de la libertad tiene que ver con ese continuo revolverse de la conciencia sobre sí misma, para convenir la retroalimentación cognitiva en mecanismo libe­ rador. Por muy enemigo que se haya declarado de la idea de liber­ tad, Skinner avala este punto de vista, incurriendo en la inconsis­ tencia de promover una libenad que surge literalmente de la nada. Todos estamos controlados por el mundo en que vivi­ mos y hay una parte de este mundo que ha sido y será cons­ truida por seres humanos. La pregunta es la siguiente: ¿esta­ remos controlados por el azar, por la tiranía o por nosotros mismos, si queremos que una pauta cultural sea efectiva? El primer paso en una defensa contra la tiranía es una expo­ sición lo más completa posible de las técnicas de control (Skinner, 1975a: 12). Hay dos rasgos importantes que se dice suelen faltar en el esquema científico del hombre y que se resaltan, por el contrario, en él. Si el hombre no tiene libertad de elección, si no es capaz de iniciar acción alguna que altere el río cau­ sal de su conducta, es como si no tuviera control sobre su destino. La visión científica del hombre, según Krutch, es un “callejón sin salida”. El hecho, sin embargo, es que los hom­ bres controlan tanto su historia genética como su historia ambiental y en este sentido se controlan a sí mismos. La cien­ cia y la tecnología se ocupan de cambiar el mundo donde viven los hombres y los cambios que se hacen se deben a sus efectos sobre la conducta humana. Lejos de estar en un calle­ jón sin salida, hemos llegado al estadio en que el hombre es capaz de determinar su futuro con un orden de efectividad enteramente nuevo (Skinner, 1975e: 63). El cultivador de cualquier tipo de ciencia de la conducta que opera con pautas deterministas está condenado de antemano a padecer lo que sólo se me ocurre denominar Síndrome de Penélope. Su vida es un tejer y destejer, edificar castillos de arena que se desmoronan inmediatamente después de levantados. Las leyes que busca caducan en el mismo instante que dejan de ser inédi­ tas. Com o Sísifo, trabaja para nada: la verdad que busca se vuel­ ve mentira en cuanto la toca. 191

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¿Deja alguna escapatoria la aporía? Com o señalé más arriba, la raíz de todo es que el hombre aparece a la vez como sujeto y objeto de la ciencia de la conducta. Un principio jurídico ele­ mental dice que no se puede ser a la vez juez y parte. Por consi­ guiente, uno de los dos “hombres” involucrados tendrá que ser deshumanizado. Si optamos por el hombre que mira, entonces hablamos de una ciencia que no es de este mundo, que nunca se traducirá en tecnología y de la que nada sabremos. Si escogemos al hombre que es visto, entonces no estamos ante una ciencia del hombre, sino, esta vez sí, una que trata de un curioso homúncu­ lo de pacotilla, que ya no pulula por la glándula pineal, sino por los libros de psicología conductista y de todas las teorías y “cien­ cias” que no han sabido zafarse del sueño racionalista de la autotransparencia. ¿Es el hombre libre? Si la respuesta genuina fuera negativa, tanto Skinner como cualquiera de sus émulos fracasarán en el empeño de envolverla en demostraciones no falaces. Porque la libertad del hombre no depende de lo que hoy sabe o es, sino de lo que hasta el fin de los tiempos pueda llegar a saber o ser.

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a noción de abertura es una buena alternativa para carac­ terizar la actitud fundamental de Karl Popper y la búsque­ da filosófica que efectuó a lo largo de toda su vida, como reflejan de un modo u otro los títulos de algunas de las obras que escribió: sociedad abierta, universo abierto, búsqueda sin térmi­ no... Parece como si la clausura en todas sus formas representara el adversario que se debe batir, el peligro que se debe evitar, la tentación que se debe vencer. Sin embargo, se suele considerar habitualmente que sin clausura no hay acabamiento posible, ni por tanto perfección. Cierto es que vivimos en una época que ha acumulado connotaciones negativas sobre la idea de clausura y todos los conceptos análogos, pero no parece claro cómo mante­ ner activadas todas las posibilidades iniciales a medida que el pro­ ceso -cualquiera que sea éste- avanza. Esto significa que lo que es abierto puede dejar de estarlo en la práctica, aunque no se quie­ ra. Y es que la noción de “abertura” implica al menos dos ele­ mentos: indeterminación y aptitud para determinarse o ser deter­ minado. Si nos empeñamos en mantener el primer elemento puede muy bien malograrse el segundo, como sucede con los que por no decidirse a actuar pierden al final su primitiva capacidad de acción. Por consiguiente, lo abierto tiende paradójicamente a “cerrarse” sobre sí mismo, a permanecer atrapado en su misma indefinición. No hay duda de que Popper fiie consciente de este

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peligro, pero sus planteamientos teóricos le llevaron a rechazar cualquier interferencia extrínseca en la culminación de los pro­ cesos, tanto los que afectan al hombre, como los que conciernen a los entes físicos en general. Por eso rechazó el determinismo y honró a quienes adoptaron la misma actitud, como Peirce: En tal mundo no quedaba lugar para las decisiones huma­ nas. Nuestras sensaciones de estar actuando, planeando, com­ prendiéndonos mutuamente, eran ilusorias. Pocos filósofos, con la gran excepción de Peirce, osaron disputar esta con­ cepción determinista (Popper, 1992: 22-23). N o cabe duda de que tras la oposición de Popper al determinismo, hay una motivación ética y política. Su defensa de la liber­ tad de los individuos y las sociedades frente a las pretensiones tirá­ nicas que intentan (y a menudo consiguen) sojuzgarlos explica la apasionada impugnación del determinismo tan típica de ¿1. Pero tampoco se conforma con proponer consignas edificantes. Su libe­ ralismo descansa en una honda reflexión ontológica y epistemo­ lógica, que entra en diálogo, diálogo tenso pero constructivo, con las doctrinas que defienden concepciones opuestas a la suya. En el curso del presente capítulo voy a tratar de establecer las coor­ denadas de este debate y valorar sus resultados. Conviene, sin embargo, hacer un par de observaciones pre­ vias. Para plantear con mínimas posibilidades de éxito el proble­ ma del determinismo, hay que asociarlo a la dilucidación de la noción de tiempo. Al fin y al cabo, todo termina siendo de algu­ na manera y, en este sentido, el determinismo no es una tesis filo­ sófica, sino una constatación trivial: si hablamos de cosas y no de meras posibilidades que nunca acaban de concretarse, nada esca­ pa a la individualización pormenorizada y definitiva de todos y cada unos de sus rasgos característicos. Todo, pues, se determina en la misma medida en que sucede. En cambio, el determinismo se convierte en una propuesta nada tautológica si lo considera­ mos como una prospección, es decir, cuando afirmamos que lo que va a suceder mañana es hoy tan inexorable como lo será una vez ocurrido. Esta tesis tiene, de ser cierta, una enorme trascen­ dencia. Por de pronto convierte el tiempo mismo en algo poco 19 4

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relevante en sí -aunque pueda seguir siendo decisivo desde una perspectiva subjetiva-. Además, establece la mejor condición de posibilidad que cabe postular para la obtención de un conoci­ miento seguro de lo por venir, y esto es precisamente lo que le ha ganado al determinismo tantos partidarios, aunque entre ellos no se cuenten, desde luego, ni Peirce ni Popper. En esta primera observación acerca de la conexión entre el tiempo y el determinismo, han aparecido alusiones a lo objetivo y a lo subjetivo. Son términos cruciales en esta discusión, porque de ellos derivan perspectivas relativas al determinismo que a menu­ do se confunden, pero que Popper trata de mantener cuidadosa­ mente separadas. Una cosa es el determinismo objetivo, de las cosas mismas, que nuestro autor denomina determinismo metafísico, y otra el determinismo accesible al sujeto del conocimiento, del que se puede hacer uso para prever acontecimientos futuros. Popper llama a esta segunda forma determinismo científico (Popper, 1986: 31). En resumidas cuentas, se trata de diferenciar el al­ cance de esta doctrina, que puede ser ontológico o meramente epistemológico. Alguien que se mueve dentro de la órbita del rea­ lismo no debe excluir la consideración del determinismo metafíi­ sico, pero de acuerdo con el criterio de demarcación popperiano, sólo resulta operativo y relevante si no es puramente metafísico, o sea, si puede ser refutado de un modo u otro (Popper, 1986: 103). Aparentemente, hay en la impugnación popperiana del determinismo cierto sesgo idealista, en el sentido de que se cen­ tra casi exclusivamente en el determinismo científico. Sin embar­ go, en mi opinión sólo es una estrategia para evitar que los con­ tendientes se puedan encastillar en tesis últim as al abrigo de cualquier argumento. Siempre cabe sostener que las cosas están en sí mismas predeterminadas aunque nunca podamos confir­ marlo; se trata de un argumento parecido al de aquellos que neu­ tralizaban el descubrimiento por Galileo del relieve montañoso de la Luna diciendo que tales rugosidades podían muy bien estar abismadas bajo una cubierta cristalina y transparente perfecta­ mente lisa, a lo que Galileo repuso que estaba dispuesto a conce­ derlo, siempre que se le permitiese superponer a dicha esfera otras montañas igualmente transparentes diez veces más altas que las visibles. Y es que la metafísica - o , según agrega en una nota de

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1981, la ontología (Popper, 1986: 3 1 )- sólo tiene sentido cuan­ do se sitúa en los confínes de la discusión científica, como su inmediata extrapolación o corolario. Popper no ha tenido incon­ veniente en confesar sus preferencias por una ontología indeter­ minista, pero la discusión racional del determinismo ha de plan­ tearse en el ámbito de la epistemología. Bien es verdad que una remisión sistemática de lo ontológico a lo epistemológico corre el riesgo de convertirse de facto en una forma solapada de idea­ lismo. Sin embargo, Popper cree estar vacunado contra ese ries­ go, gracias a su adhesión a la teoría tarskyana de la verdad: De Tarsky aprendí la susceptibilidad de defensa lógica y el poder de la verdad absoluta y objetiva: en esencia, una teo­ ría aristotélica a la que, según parece, Tarsky y Gódel llega­ ron casi al mismo tiempo independientemente. [...] Dicha teoría es el gran baluarte contra el relativismo y contra toda moda. nos permite hablar de la ciencia como la bús­ queda de la verdad. Es más: nos permite —y, en realidad nos exige- distinguir netamente entre verdady certeza (Popper, 1992: 16). La distinción entre verdad y certeza es crucial, porque la con­ fusión de ambos términos está de algún modo tras la mayoría de las tentaciones idealistas del pensamiento moderno. El epistemólogo no puede renunciar a la certeza, porque es la piedra de roque de todo empeño científico, pero el refutacionismo popperiano sos­ tiene que sólo cabe tener certeza del error: la verdad es siempre incierta, está siempre mediada por conjeturas. Eso no la menosca­ ba, sino sólo al sujeto que trata aristotélicamente de adecuar su pen­ samiento a la realidad. Dicho de otro modo: la verdad no es ni cier­ ta ni incierta, simplemente es. Lo que siempre es incierto es su posesión y lo que puede llegar a ser cierto es la conciencia de estar lejos de ella. La verdad aparece entonces como condición de posi­ bilidad objetiva -y por tanto ontológica- de los procesos epistémicos que la persiguen. En resumidas cuentas, sigue teniendo sen­ tido buscar la verdad; lo que no lo tiene es la esperanza de convertir su adquisición en una certeza apodíctica. En tales condiciones, la discusión sobre el determinismo se plantea así: ¿es útil, es susceptible de argumentación racional, es 196

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a largo plazo viable sostener la tesis de que todo lo que sucede en el mundo resulta inevitablemente de las condiciones preceden­ tes? Popper responde con un “no” rotundo, para lo cual enuncia con todo cuidado las implicaciones del determinismo científico y dirige luego contra él tres tipos principales de argumentos. A fin de que el determinismo baje de su limbo inmaculado y se convierta en una afirmación atacable y por tanto relevante, es preciso enunciar el principio que Popper llama “de poder dar razón”. ¿Razón de qué? No de la relación exacta entre los antece­ dentes determinantes y el consecuente determinado, porque eso pertenece a la dimensión ontológica del problema que, de acuer­ do con lo dicho, queda relegada al trasfondo de la discusión. De lo que hay que dar razón es de la conexión lógica entre los enun­ ciados que formarán las premisas y los que constituirán la con­ clusión del razonamiento anticipatorio propiciado por el deter­ minismo científico. Hemos pasado, pues, del mundo de las cosas al de los conceptos y las palabras, lo que tiene un efecto inme­ diato: aun cuando quepa presumir una relación necesaria y sin fisuras entre el pasado y el futuro, las palabras nunca son perfec­ tamente unívocas, ni su significado totalmente preciso. Es inútil querer dar a los conceptos una nitidez mayor que la que requie­ re su empleo, porque la nitidez absoluta no es más que un espe­ jismo (Popper, 1984: 214-215). La única forma de evitar este espejismo es limitarse a saber cuánto tenemos que precisar en la predicción y con qué exactitud es menester conocer los datos ini­ ciales: Así, cualquier definición satisfactoria del determinismo “científico” tendrá que estar basada en el principio (princi­ pio de poder dar razón) de que podemos calcular a partir de nuestra tarea de predicción (junto con nuestras teorías, natu­ ralmente) elgrado requerido de precisión de las condiciones ini­ ciales (Popper, 1986: 36). Este principio permite, según Popper, establecer una ¡dea pre­ cisa y operativa del determinismo: Teniendo en cuenta esta metáfora, podríamos decir que el determinismo “científico” es consecuencia del intento de

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sustituir la vaga idea de conocimiento anticipado del futuro por la idea más precisa de predictibilidad de acuerdo con los procedimientos científicos racionales de predicción. Es decir, el determinismo afirma que el futuro puede deducirse racionalmenú a partir de las condiciones iniciales pasadas o presentes en unión de teorías universales verdaderas (Popper, 1986: 55). En cieno modo, estas matizaciones preliminares son también las primeras escaramuzas de un combate orientado a la consecu­ ción de un objetivo no desprovisto de importancia: establecer a quién corresponde la carga de la prueba o, lo que es igual, quién cuenta con la simpatía y el apoyo del sentido común. La tesis imprecisa de que el futuro dene que ver con el pasado es tan obvia que nadie la pondrá seriamente en duda: todos saben que una nube negra anuncia tormenta o que los verdes prados presagian buenas cosechas. Muchos deterministas piensan que tan elemen­ tales constataciones constituyen indicios de que todas las cosas están entrelazadas por vínculos que trascienden el tiempo y el espacio y que es lícito, incluso natural, extrapolar y unlversalizar tales lazos hasta abrazar con ellos absolutamente toda la realidad. Pero junto a la conciencia de la dependencia del presente con respecto al pasado existe una creencia igualmente extendida y comprobada: que el futuro es incierto y que es difícil, si no impo­ sible, hacer pronósticos infalibles. Por eso siempre fue delibera­ damente ambiguo el lenguaje de los videntes y lucrativo el nego­ cio de las loterías. El sentido común comparte ambas creencias: que hay mil lazos uniendo el hoy con el ayer, y que todos ellos no bastan para que la unión entre ambos sea férrea e indisoluble. En este aspecto, el sentido común favorece según Popper al inde­ terminismo (Popper, 1986: 51), ya que el determinismo no es la simple afirmación de relaciones causales tendidas a lo largo del tiempo: añade a la idea de causalidad una exigencia de precisión ilimitada, que una vez enunciada resulta imposible mantener en la práctica. De hecho, es tan poco plausible que lo más intere­ sante del determinismo reside en el hecho de que, a pesar de todo, se haya llegado a proponer en serio y con todas sus consecuen­ cias, que muchos lo hayan defendido y lo sigan haciendo toda­ vía. EÍ determinista por excelencia es, como ya se ha dicho repe-

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(idamente, el matemático y astrónomo francés Laplace, que enun­ ció la atrevida hipótesis de un genio capaz de calcular con la mis­ ma precisión lo acaecido y lo por ocurrir a partir de una infor­ mación exhaustiva del estado del universo en un instante cualquiera de su transcurso (Laplace, 1814: 4-5). ¿Cómo pudo concebir un portento semejante? N o es casual que lo hiciera de la mano de una ciencia como la mecánica, la que está más ligada a las acciones que el hombre emprende para propiciar resultados conformes a sus expectativas: Nuestra tendencia a pensar en términos deterministas se deriva de nuestros actos como seres que se mueven, como seres que empujan cuerpos: de nuestro cartesianismo. Pero hoy en día esto ya no es ciencia. Ha pasado a ser ideología (Popper, 1992: 50). Popper apunta aquí a la existencia de una motivación ances­ tral, filogenética, como sostén de la versión más difundida del determinismo científico. Nuestros antecesores prehumanos sobre­ vivieron durante eones gracias a su capacidad para obtener ali­ mento y evitar peligros con ayuda del movimiento de sus extre­ midades y la anticipación aproximada de las consecuencias derivadas de él. Así sutgió una especie de inconsciente colectivo mecanicista que, cuando conseguimos mejorar el control y cálculo tanto teórico como práctico de velocidades y trayectorias, nos impulsó a creer que nada escaparía algún día a nuestra capacidad de previ­ sión. Y los resultados fiieron realmente espectaculares: la previsión de los eclipses, el lanzamiento de proyectiles con variados artílugios de precisión creciente, el establecimiento de las trayectorias de los astros y la explicación de su estabilidad a largo plazo, el des­ cubrimiento de planetas invisibles por las ligeras interferencias que producían en el curso de los otros, son ejemplos sobresalientes que sirvieron para confirmar en su fe a los deterministas. N o obs­ tante, en principio nada añadían a la elemental y universal verdad de que las secuelas del pasado son perdurables. La cuestión siem­ pre ha sido saber hasta dónde condicionan lo que viene después. El pensamiento mágico y adivinatorio supone con frecuencia un determinismo mayor que el de los mecanidstas (de hecho, los gran­ 19 9

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des fundadores del mecanicismo moderno, Descartes, Newton, Euler, etc. no eran deterministas). Pero el mecanicismo permitió plantear la tesis determinista en términos de lo que Popper llama determinismo científico, o sea, convirtieron lo que era una creen­ cia incontrastable en objeto de una discusión racional y crítica. De hecho, la idea metafísica de determinismo es para Popper parte de la tradición racionalista, de una tradición que debe ser liberada de esta comprometedora adherencia: Debo decir que en nuestra inapreciable tradición racio­ nalista hay algunos puntos que debemos poner en duda. Par­ te de la tradición racionalista es, por ejemplo, la idea meta­ física del determinismo. Las personas que no están de acuerdo con el determinismo habitualmente son miradas con sospe­ cha por los racionalistas, quienes temen que si aceptamos el indeterminismo, podemos vernos obligados a aceptar la doc­ trina del libre arbitrio y, de este modo, enredarnos en argu­ mentos teológicos acerca del alma y la gracia Divina. Por lo común, evito hablar del libre arbitrio, porque no está bas­ tante claro para mí lo que significa, y hasta sospecho que nuestra intuición de un libre arbitrio puede engañarnos. Sin embargo, creo que el determinismo es una teoría insosteni­ ble por muchos conceptos y que no tenemos razón alguna para aceptarla. En verdad, creo que es importante para noso­ tros liberamos del elemento determinista de la tradición racio­ nalista. No sólo es insostenible, sino que nos crea inter­ minables inconvenientes. Por esta razón, es importante comprender que el indeterminismo -esto es, la negación del determinismo- no nos compromete necesariamente con nin­ guna doctrina acerca de nuestra '‘voluntad” o acerca de la “responsabilidad” (Popper, 1967: 144-145). Si, como hicieron los personajes que acabo de citar, todos se hubieran conformado con ampliar la capacidad predictiva del hombre gracias al avance de la ciencia, la cuestión del determi­ nismo científico no se habría llegado a plantear nunca. Aunque tal vez hubiera requerido eso un esfuerzo de contención excesi­ vo, porque lo cierto es que antes y después de Laplace se llegó a postular la previsibilidad ilimitada de los sucesos de modo ine­ quívoco. Es lo que Popper llama “determinismo prim a facie” :

zoo

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Una teoría física es determinista primafacie si, y sólo si, nos permite deducir, a parar de una descripción matemáticamente exacta del estado inicial de un sistema físico cerrado que se des­ cribe en términos de la teoría, la descripción, con cualquiera que sea elgradofinito de precisión estipulado, del estado del sistema en cualquier instante dado del futuro (Popper, 1986: 54). La teoría del choque elástico e inelástico, la teoría newtoniana de la gravitación universal, la teoría electromagnética clásica y la mecánica relativista general y restringida han sido los candida­ tos más cualificados para cumplir las exigencias de este tipo de determinismo. Pero ninguna de estas teorías pudo nunca superar un escrutinio mínimamente riguroso. En principio, debido a difi­ cultades prácticas de medición y cálculo. Los obstáculos para pre­ cisar más allá de cierto nivel los valores iniciales de los parámetros (así, para determinar la temperatura de un cuerpo no tenemos más remedio que “enfriarlo” un poco) y para resolver el cálculo mate­ mático propiamente dicho (por ejemplo, el problema de los “tres cuerpos” en el contexto newtoniano), convirtieron en utópico cual­ quier intento de ir más allá de lo que exigen la fabricación de máquinas eficientes y la elaboración de calendarios astronómicos satisfactorios. Sin embargo, se trataba una vez más de una cues­ tión defacto, que dejaba más o menos intacta la cuestión de iure. Y siempre se podría alegar en favor del determinismo que resulta­ ba estimulante de cara a la búsqueda de leyes más constrictivas, estimaciones más exactas y cálculos más eficaces. Pero éste es un argumento de conveniencia, una areng? aleccionadora para forta­ lecer el ánimo de los investigadores, que ni siquiera tiene en cuen­ ta la eventualidad de que, además de falsa, pudiera ser omisible para alentar el temple de la comunidad científica. Por lo que respecta a la cosa misma, Popper plantea que, mien­ tras la cuestión de facto es histórica y por ahora más bien parece volverse decididamente en contra del determinismo, la cuestión de iure se podría ventilar por medio de una discusión que con­ templase el tema a priori, esto es, que examinara si el determinismo es aceptable siquiera como mera posibilidad, como un remo­ to futurible. Y sostiene que al menos hay tres argumentos decisivos para responder que no. 20 1

Los filósofos y la libertad

El primero se basa en una consideración metateórica referida a la misma índole de las teorías científicas. Se supone que va a ser una o un grupo de ellas la que en algún momento propiciará lo que el determinismo propone. Pero eso es imposible: la propia índole de las teorías lo impide, ya que carecen de la consistencia lógica exigible al efecto. La inadecuación, la imprecisión, la incompletitud son consustanciales a la ciencia. Popper emplea la metá­ fora de las redes de pesca para dar una imagen intuitiva del qué y el cómo de las teorías. Por una parte participan de las virtudes y por otra adolecen de las limitaciones del lenguaje. Además, han sido concebidas para retener sólo una parte de la información dis­ ponible, para ofrecer una representación simplificada de la reali­ dad, para proporcionar resultados prácticos y por tanto sólo apro­ ximados. Por eso, si una teoría se presenta como determinista, podemos estar seguros de que es falsa exactamente en la misma medida que lo pretenda. En el mejor de los casos, ha de asumir los límites inherentes al uso de todos nuestros conceptos. En defi­ nitiva se trata de una obra humana, demasiado humana, y lo que ante todo refleja son nuestros propios déficit: Si tenemos bien presente que nuestras teorías son nues­ tra propia obra, que somos libres y las teorías reflejan nuestra falibilidad, entonces dudaremos de que las características generales de nuestras teorías, tales como su simplicidad o su determinismo prima facie, correspondan a las características del mundo real (Popper, 1986: 66). Es natural: si las teorías son redes, siempre dejarán escapar algo. El determinismo en cambio no permite que nada escape de él. Por consiguiente no será a través de aquéllas como podrá ser establecido éste: “Incluso nuestros esfuerzos de mayor éxito no pueden producir más que una red cuya malla es demasiado tos­ ca para el determinismo” (Popper, 1986: 70). El realismo programático de Popper impone que las teorías científicas carezcan del aval apodíctico-trascendental que Kant y otros quisieron darle. Por eso si, desmintiendo la debilidad congénita de quienes las crean, se presentan como infalibles no pue­ den ser veraces, pues cualquier pretensión de veracidad pasa por 202

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reconocerse incompleta. En el fondo, Popper no está diciendo nada nuevo, ya que Laplace y todos los deterministas clásicos reco­ nocían la imposibilidad de dar precisión absoluta a las medidas físicas o de resolver los cálculos sin las pertinentes simplificaciones. Pero lo que en ellos eran meras imperfecciones lácticas, Popper lo convierte en un momento esencial de la constitución epistémica de las teorías. Esto tiene que ver con la transformación que han sufrido los conceptos de probabilidad y azar en la evolución de la ciencia durante los últimos 150 años: lo que empezó sien­ do un mero complemento ad hoc, perfectamente compatible con los presupuestos ontológicos deterministas, se acabó convirtien­ do en un ingrediente esencial de la ciencia desde el punto de vis­ ta lógico y arquitectónico que excluía por principio tales presu­ puestos (Arana, 1997). Llegamos así al segundo argumento antideterminista de Popper, que tiene que ver con la irreversibilidad del tiempo. En el fon­ do, determinismo y reversibilidad temporal se implican mutua­ mente. Si el demonio de Laplace puede viajar por el tiempo a su antojo, aunque sea un viaje meramente intelectual, es porque tales idas y venidas son en sí mismas perfectamente viables. Las ecuaciones de las teorías deterministas permitían dar valores tan­ to positivos como negativos a la variable “tiempo”; fue necesario acudir al segundo principio de la termodinámica, esto es, a la ley que prescribe un constante aumento de la entropía en la evolu­ ción cósmica, para introducir una orientación definida al curso de los eventos. Ahora bien, esta ley tiene carácter estadístico, de acuerdo con la interpretación clásica de Boltzmann que Popper critica con pasión (Popper, 1977: 209-219). También protago­ nizó con Schrodinger discusiones enconadas debido a la con­ cepción idealista de la flecha del tiempo sostenida por el físico (Popper, 1977: 181-185). ¿Por qué insistía tanto Popper en que no hay vuelta atrás posible en los procesos físicos mismos, y que se trata de un rasgo objetivo fundamental de ningún modo reducible a un efecto de perspectiva o de probabilidad? Obviamente, porque de otro modo no se podría mantener el carácter abierto de la historia, la irrupción de novedades en el curso de los tiem­ pos. Pero, claro está, eso es una convicción metafísica inválida como argumento. Para poder dar uno, Popper busca evidencias 203

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en pro de la irreversibilidad que no tengan que ver con la entro­ pía y cree que, en efecto, existen: Respecto a la flecha del tiempo, es, en mi opinión, un error hacer a la segunda ley de la termodinámica responsa­ ble de su dirección. Incluso en un proceso no termodinámico, tal como la propagación de una onda desde un centro, es, de hecho, irreversible. Supongamos que se toma una pelí­ cula de una amplia superficie de agua inicialmente en repo­ so a la que se ha tirado una piedra: ningún físico confundi­ rá el final de la película con el principio; porque la creación de una onda circular, que va contrayéndose seguida de una zona de agua tranquila acercándose al centro, sería (consi­ derada causalmente) milagrosa (Popper, 1986: 79). ¿Es irrebatible esta alegación? El milagro al que alude el final del texto transcrito es un milagro puramente estadístico: habría que partir de unas condiciones iniciales extraordinariamente improbables (así como de la ausencia total de interferencias ulte­ riores) para conseguir una ola circular que progresara “hacia den­ tro” en lugar de “ hacia fuera”. Pero en rigor no es imposible pen­ sar en un caso así. Por consiguiente, Popper no consigue encontrar alegaciones cualitativamente diferentes a la basada en el aumen­ to de la entropía (de la probabilidad) con el tiempo. A pesar de todo, ocurre como si estuviésemos ante uno de esos saltos de lo cuantitativo a lo cualitativo que tanto gustan a los dialécticos. Es simplemente improbable que la entropía de un sistema físi­ co disminuya; es casi imposible que una ola circular se cierre sobre sí misma. Si hemos renunciado a las certezas apodícticas, como Popper tiene a gala haber hecho, puede que baste con eso para adm itir que la flecha del tiempo no tiene que ver con la información del sujeto cognoscente, sino con la forma misma del objeto conocido. Y admitido eso, tendríamos con la ¡rreversibilidad del tiempo “en sí” un bello argumento para combatir el determinismo. La tercera impugnación popperiana tiene que ver con la recursividad de la conciencia. El hombre es un habitante más del mun­ do y el determinismo científico tendría en principio que expli­ carlo con la misma eficacia que cualquier otro ente mundano. A 204

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su vez, las teorías científicas son producto de la acción humana y proporcionan resultados que caen bajo el conocimiento -que en este contexto equivale a dom inio- de sus creadores. Esto signifi­ ca que el hombre aparece a la vez como objeto y como sujeto de la ciencia, como dominador y como dominado. ¿Es posible en estas circunstancias cerrar el círculo y cumplir con el principio de “poder dar razón”? Popper piensa que tal eventualidad sería absur­ da: “Suponiendo que estuviéramos pertrechados de un conoci­ miento teórico perfecto y de unas condiciones iniciales pasadas o presentes, ¿podríamos predecir entonces, por métodos deducti­ vos, nuestros propios estados futuros en cualquier instante de tiem­ po dado y, más especialmente, nuestras propias predicciones futu­ ras?” (Popper, 1986: 91). La paradoja es simple: si puedo conocer lo que voy a hacer mañana, estoy en condiciones de hacer lo con­ trario y desmentir mis propios pronósticos. La conciencia refleja modifica irreversiblemente cualquier proceso de conocimiento que se refiera a ella misma y al que tenga acceso. El determinismo científico simplemente no tiene en cuenta esta limitación esencial, ni tampoco puede tenerla, dado que no deja nada fue­ ra de sí. Por eso es necesariamente erróneo. Todos sabemos que la imparcialidad es un prerrequisito esencial del conocimiento objetivo, y que para asegurarlo el investigador debe evitar cual­ quier interés personal en el tema estudiado o, si no es posible, debe al menos posponerlo hasta que esté en condiciones de em­ plear el conocimiento, ya cerrado, en su provecho. Pero esto no es posible en el caso considerado, porque no hay ningún “des­ pués” del horizonte englobado por el determinismo. Com o con­ clusión, hay que decir que el determinismo científico simple­ mente se autodestruye: Este resultado viene apoyado por el éxito de la ciencia: aplicamos el método de la predicción científica sólo a siste­ mas que no sean afectados en absoluto, o lo sean sólo de manera ligerísima por el proceso de la predicción. Por otro lado, el determinismo “científico” requiere que seamos capa­ ces, en principio, de predecir desde dentro todas las cosas de nuestro mundo con el grado de precisión que decidamos; y, puesto que nosotros mismos estamos en nuestro mundo, esta doctrina es refutada por la imposibilidad de obtener predic­

z oj

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ciones desde dentro arbitrariamente exactas, lo que es una consecuencia de la imposibilidad de la autopredicción (Popper, 1986: 101). Ahora podemos comprender el interés de Popper por la obten­ ción de un “conocimiento sin sujeto” y su resistencia a admitir cualquier proyecto totalizador tanto en el ámbito del ser como en el del conocer. Él no es un enemigo de la conciencia; al con­ trario, cifra en ella lo único que verdaderamente merece la pena en el mundo. Pero insiste en que siempre quede íuera (o “detrás”) de las teorías, no dentro (o “delante”) de ellas, por su propio bien y por el de las teorías mismas. La capacidad que tiene la conciencia de volverse a referir a sí misma una y otra vez en un proceso apa­ rentemente sin fin, es incompatible con el acabamiento de cual­ quier proceso en el que ella intervenga, ya sea gnoseológico u ontológico. Así se detecta la “apertura” del mundo y de la con­ ciencia, una apertura que sólo se colma con el concepto (literal­ mente meta-físico) de libertad. Es notoria la oposición de Popper a la interpretación que Bohr y otros físicos dieron a la mecánica cuántica. Consagró buena par­ te de su esfuerzo filosófico a criticar la forma en que los miem­ bros de la escuela de Copenhague incluían al “sujeto” en la plasmación de los procesos físicos, y más concretamente en el llamado colapso de la ecuación de ondas de Schrodinger (Popper, 1982). Que sea precisa una intervención “objetivadora” por parte de una instancia cognoscente para que dejen de coexistir distintas “posi­ bilidades” y se concrete una situación unívoca de ahí en adelan­ te, es para Popper la peor de las opciones teóricas, y para evitar­ la no duda en asumir interpretaciones altamente cuestionables, como el realismo ingenuo: “... No veía (y aún sigo sin ver) razón alguna para desviarse de la concepción ingenua y realista clásica de que los electrones y demás son justamente panículas...” (Popper, 1977: 128). Lo paradójico del caso es que la mayor parte de los que rechazaron el “subjetivismo" cuántico y se aferraron al rea­ lismo ingenuo, lo hicieron con el fin de mantener el determinismo estricto de la física, al menos como horizonte. Así pues, mien­ tras desde el punto de vista epistemológico Popper estaba con unos, desde el punto de vista ontológico se aproximaba a los otros. 206

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En mi opinión tal disparidad puede explicarse por el hecho de que el indeterminismo de Popper está basado en argumentos aprióricos, mientras que el de Bohr descansa en una considera­ ción fáctica, esto es, la discontinuidad cuántica. El determínismo clásico parte de la base de que hay una perfecta continuidad en todos los procesos naturales de transvase de energía, lo que per­ mite en principio averiguar con toda exactitud cuándo se va a alcanzar el nivel exacto que desencadena tal o cual proceso. En cambio, si las transiciones no resultan perfectamente “suaves”, tampoco existe la posibilidad de pronosticar con exactitud cuán­ do va a tener lugar un evento elemental: simplemente no hay pro­ cesos más básicos o “finos” que puedan condicionarlo, sólo corre­ laciones estadísticas que describen el comportamiento global de una población considerable de casos semejantes. El descubri­ miento por Planck del cuanto universal de acción viene así a des­ baratar el medio explicativo de los deterministas. Popper en cam­ bio ve dificultades lógicas para completar el programa determinista, por eso lo encuentra también en la física clásica. Por supuesto, asimismo acepta el indeterminismo cuántico, pero su argumen­ tación prescinde de él. Cabe no obstante preguntarse si esta posi­ ción es tan fuerte como presume. Aunque se acepte - y yo perso­ nalmente me siento inclinado a hacerlo- que las teorías son redes que siempre dejan algo fuera, que el tiempo es en sí mismo irre­ versible, y que la conciencia siempre estará en una posición de dominio sobre todo aquello que llegue a saber, un determinista podría aún salvar lo más importante de su posición posponien­ do indefinidamente la consecución efectiva del determínismo pri­ ma facie, pero postulando un proceso de aproximación asintótica a él. Es decir: nunca en efecto tendríamos la teoría definitiva -esa que Popper presenta como autocontradictoria-, pero sí teo­ rías con mallas cada vez más finas en virtud de las cuales la tesis del determínismo metafíisico se fuera haciendo cada vez más plau­ sible, aun cuando las inevitables imprecisiones impidiesen de todos modos que los investigadores llegaran a poder predecir su propio futuro. Al fin y al cabo, el cerebro humano es un objeto físico en el que se producen procesos bioquímicos cuya reduc­ ción a una explicación determinista no parece en principio reque­ rir umbrales de determinación infinitesimales. Podría bastar un 207

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progreso relativo en el conocimiento de los factores que deter­ minan su funcionamiento para poder explicarlo sin ambigüedad. Claro está que, si suministramos al cerebro estudiado -esto es, a la conciencia que se asocia a é l- la información obtenida, desa­ parece la posibilidad de predecir su comportamiento, pero la situa­ ción entonces no sería muy diferente de lo que ocurre cuando pedimos a un computador que efectúe una tarea cuya resolución requiere infinitos pasos (por ejemplo, pidiéndole que modifique el primer resultado a partir del valor hallado, y luego que vuelva a procesar este segundo resultado, después el tercero y así sucesi­ vamente): lo que ocurre es que la máquina simplemente se atas­ ca. D e la misma manera, el determinista reconocería a Popper que un yo (es decir, su cerebro) nunca podrá conocer la totalidad de los factores significativos que le determinan a él, pero sí podría conocer con un margen de error despreciable los que afectan a otros yos (otros cerebros), siempre que éstos no tengan acceso a dicha información. En otros términos, cabría decir que las demostraciones popperianas de la apertura del mundo son irrefutables, pero poco sig­ nificativas si tal apertura puede hacerse arbitrariamente pequeña. El determinismo siempre tendrá que dejar al menos un sujeto de conocimiento fuera del universo sin tener por eso que admitir la libertad, es decir, el carácter “abierto” del hombre y la sociedad. En este sentido, Popper se precipita cuando afirma que “ningún filósofo necesita preocuparse de las dificultades que plantean sus convicciones éticas a causa de un determinismo basado en el éxi­ to de la ciencia (sea empírica o a p rio rif (Popper, 1986: 102), y mucho más aún cuando sostiene que “el indeterminismo y el libre albedrío han pasado a ser parte de las ciencias físicas y biológicas” (Popper, 1992: 38). Sin embargo, no está ni mucho menos inde­ fenso frente a las réplicas deterministas que acabo de recoger. Su salvaguarda estriba en la idea de que no es posible confinar las imprecisiones de las medidas y las imperfecciones del cálculo en el ámbito microscópico, ni por tanto impedir que afecten a even­ tos significativos para la vida del hombre y la sociedad. Popper formula alegaciones en tal sentido: “Hoy sabemos que [el inde­ terminismo] no sólo afecta a las partículas minúsculas, sino tam­ bién a la probabilidad de las relaciones físicas y, por consiguienzo8

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te, a los efectos de masa clásicos” (Popper, 1992: 41). Esto, por supuesto, es innegable si aceptamos que el nivel máximo de deter­ minación está condicionado por el cuanto universal de acción de Planck, como sabemos bien desde que se propuso la famosa para­ doja del gato de Schródinger. Los saltos cuánticos intervienen decisivamente en las reacciones bioquímicas y por tanto el deter­ ninism o no puede en principio aspirar a explicar de modo uní­ voco el funcionamiento del cerebro sin violar los principios de la mecánica cuántica. En el contexto de la última cita Popper se refiere precisamente al indeterminismo cuántico, lo que parece indicar que la remisión a él es obligada y que sus argumentos lógicos requieren al menos este complemento. ¿Por qué afirma entonces que ni siquiera en el ámbito de la física clásica es acep­ table el determinismo? El desarrollo de la ciencia en los últimos decenios ofrece una respuesta obvia: el estudio de los sistemas dinámicos enseña que una gran cantidad de procesos son extre­ madamente “sensibles” a las condiciones iniciales, de manera que una modificación nimia en las mismas conduce de suyo a que los resultados sean imprevisibles, aun en el supuesto de que estén objetivamente determinados (Lewin, 1995). Si para hacer una carambola a 20 bandas no podemos descuidar la masa y veloci­ dad de una mota de polvo flotando libremente en los aledaños del sistema solar, ¿qué utilidad epistemológica le queda al determinismo? Ninguna en la práctica, pero en teoría lo único que ocurre es que el dem onio de Laplace tiene ante sí un trabajo mucho más arduo de lo que su descubridor supuso. Utilizar las teorías del caos determinista para argumentar en favor del inde­ terminismo en el sentido de Popper, supone cargar demasiado peso sobre la distinción entre el determinismo científico y el metafísico. La tentación de refugiarse en este último es eviden­ te y sospecho que lo único que puede conseguir Popper por esta vía es una victoria pírrica. Como resumen y conclusión, diré que Popper ataca con argu­ mentos lógicos y epistemológicos el determinismo científico y declara irrefutable (y no apto para una discusión racional) el determinismo metafísico. Pero su alegato tiene un punto débil, que tiene que ver con la trascendencia efectiva de su impugna­ ción (tomando como unidad de medida al hombre). Para con­ 209

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solidar su posición, tiene que acudir a argumentos facticos, como la teoría cuántica o el caos determinista. En principio, tanto los que vienen por una vía com o por otra afectan igualmente al determinismo científico, pero mientras el indeterminismo cuán­ tico desacredita el sentido mismo del determinismo metafísico, convirtiéndolo en absolutamente gratuito, el caos determinista no lo cuestiona y hasta cierto punto lo presupone. Por consi­ guiente, la admirable defensa emprendida por Popper de los fun­ damentos teóricos de la libertad individual y política segura­ mente hubiese sido aún más eficaz si su actitud respecto a la mecánica cuántica en general y a la interpretación de Copen­ hague en particular hubiese sido un poco menos recelosa por una a mi entender demasiado suspicaz defensa del realismo de la ciencia (Arana, 1997: 271-288).

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n los últimos decenios está cobrando fuerza una nueva for­ ma de pensamiento. Intenta superar la fragmentación entre ciencias y humanidades que ha caracterizado a la civiliza­ ción occidental en los últimos siglos. John Brockman publicó en 1995 un libro que pretendía esbozarla y llevaba el significativo título de La tercera cultura. Una de las estrellas representativas del movimiento es Daniel Dennett, a quien el destacado investiga­ dor en inteligencia artificial Marvin Minsky califica como “nues­ tro mejor filósofo” (Brockman, 1996: 176). Estas apropiaciones siempre resultan problemáticas: hacen recordar ciertos cultiva­ dores de esencias hispánicas, que no desaprovechan una sola opor­ tunidad de adjetivar con el consabido “nuestro” figuras tan dis­ tantes como Séneca o Averroes. Opino que lo mejor que pueden hacer naciones y escuelas es “regalar” sus mejores glorias a la huma­ nidad y dejar de considerarlas “suyas” con cierto retintín exclusi­ vista. Pero, en fin, lo que importa ahora es subrayar la adscrip­ ción a la filosofía de cierto autor, aun dentro de una corriente que cuestiona las parcelaciones heredadas. También es posible que la corriente, más que “superar” la separación entre ciencia y filoso­ fía, pretenda que una de ellas “avasalle” a la otra. Avalan esta sos­ pecha las siguientes palabras de Roger Schank: “ Dan Dennett es el filósofo soñado por quienes nos dedicamos a la inteligencia artificial” (Brockman, 1996: 178). Richard Dawkins confiesa que

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no está seguro de que haya que llamarlo filósofo en lugar de cien­ tífico (Ibidem: 184) y W. Daniel Hillis lo considera una especie de traidor que coopera con el enemigo “al ayudarnos a arrinco­ nar a los filósofos en un rincón cada vez más pequeño” , ya que “si está en lo cierto, entonces toda la filosofía se reduce a ciencia que aún está por hacer” (.Ibidenv. 181). No está mal como pro­ puesta alternativa para definir la disciplina, sobre todo en caso de que se pretenda propiciar su desmantelamiento, porque si la filo­ sofía se reduce a lo que la ciencia va a hacer en el futuro, ¿no será mejor esperar a que ella misma lo haga? Pero tal vez se quiere decir que la filosofía debe contentarse con augurar descubrimientos venideros. Se trataría en ese caso de hacer pronósticos sin mucha base y lo mejor sería repartir bolas de cristal a los que la estudian, en lugar de recomendarles bibliografía. Porque en lo tocante a pronósticos con fundamento, son los propios científicos los más autorizados a emitirlos. ¿Qué piensa el interesado al respecto? Repetidas veces ha rei­ vindicado la condición de filósofo, defendiendo que su papel es dedicarse a formular preguntas y no tanto responderlas (Dennett, 2000). Con mayor precisión anuncia al comienzo de su libro La conciencia explicada: “Dado que como filósofo mi cometido es el de determinar las posibilidades (y refutar cualquier presunta impo­ sibilidad), me limitaré a dibujar esbozos de teorías en lugar de desarrollar teorías completas y verificadas empíricamente” (Dennett, 1995: 52-53). Teniendo en cuenta los problemas que aborda (conciencia, libertad...), el modo informal y despreocu­ pado que anuncia su propósito de conformarse con “esbozos de teorías” no es particularmente tranquilizador, puesto que se trata de asuntos que exigen mucha sutileza y poca manga ancha. Si se trata de crear metáforas, es preferible elegir temas que requieran pluralidad de matices y diversidad de puntos de vista, mejor que aquellos donde la comunidad de estudiosos busca el consenso sobre la base de un discurso riguroso y evidencias accesibles a todos. Dennett lo sabe muy bien, puesto que es un argumento que esgrime contra sus adversarios. Contra Roger Penrose, por ejemplo. Este distinguido científico elaboró un exitoso “esbozo de teoría” de la mente, sobre la base de que el estado presente de la ciencia no permite dar una explicación cabal de la conciencia. 2X2

Adulterar la libertad: Dennett

Para entenderla tendríamos que aplicar, según Penrose, concep­ tos inéditos, como el de “gravedad cuántica” (en el que él mismo está empeñado). Dennett reconoce que “podría estar en lo cier­ to, por supuesto. Pero sabe tan bien como cualquiera que aún no tiene una teoría”. A continuación agrega, con el desenfado que a menudo usan los intelectuales en Norteamérica: “¿Qué arquitec­ tura tiene Penrose en mente que pueda hacer uso de estos efec­ tos, que pueda explotarlos en alguna clase de ordenador cuánti­ co? Eso es mucho pedir. Muchacho, si puede hacer algo así, habrá que verlo” (Dennett, en Brockman, 1995: 235). Habrá que verlo. Estoy de acuerdo con la frase tanto por lo que se refiere a Penrose, como por lo que se refiere al mismo Dennett, porque en los libros que ha dedicado a la conciencia y a la libertad da con la conveniente lentitud los primeros pasos y con demasiada precipitación los últimos. Hay sin embargo una diferencia: así como aquél invoca una nueva física para un logro teórico inédito (la explicación de la conciencia), éste pretende arreglárselas con la física de siempre tanto para explicar la con­ ciencia como para edificar un renovado concepto de libertad. El logro, si lo alcanza, es considerable, ya que, como señala en varios pasajes de sus obras, la libertad ha servido hasta ahora para expli­ car otras cosas, nunca ha sido explicada ella misma. La responsa­ bilidad, la moralidad, la dignidad del hombre descansan en la libertad, pero ¿y la propia libertad? Para fundamentarla siempre se ha remitido a otra cosa que -¡oh casualidad!- también es libre: la libertad de la voluntad, del entendimiento, del homúnculo que vive escondido en el cerebro, la libertad de Dios en todo caso... Según Dennett eso no explica nada, apela a más de lo mismo, libertades que se remiten unas a otras sin encontrar un principio de inteligibilidad que las trascienda. Somos libres porque alguien o algo es libre. Con este concepto la indagación entra en una vía muerta, en un callejón sin salida. Libertad porque sí, libertad como misterio. Dennett quiere hacer otra cosa: retiene el térmi­ no pero cuestiona sus interpretaciones. Redefine el concepto, o tal vez lo adultera. La idea es llegar a la libertad a partir de la nolibertad, formar conjuntos libres con partes que no lo son. Liber­ tad, por tanto, como resultado, como génesis de lo que antes falta­ ba, como algo que no es legítimo considerar originario. 2 13

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Hay quien piensa de otra manera: que la libertad sólo se pue­ de entender desde sí misma y que para explicarla no hay que deri­ varla de otras cosas más simples, sino deducir y comprender su carácter de principio. Porque principios tiene que haberlos, si no queremos condenarnos a una regresión sin término en nuestras explicaciones. Dennett lo reconoce explícitamente cuando afir­ ma que en el ranking de principialidad viene muy por detrás de la mecánica: “La libertad es real, pero no es una condición pre­ viamente dada de nuestra existencia, como la ley de la gravedad. Tampoco es lo que la tradición pretende que es: un poder cuasi divino para eximirse del entramado de causas del mundo físico. Es una creación evolutiva de la actividad y las creencias huma­ nas, y es tan real como las demás creaciones humanas, como la música o el dinero” (Dennett, 2004: 28). El principal objetivo de este capítulo es averiguar si tiene razón cuando defiende que la libertad no es más que lo que él dice que es, o sea, la propiedad emergente de unos elementos constitutivos que carecen de ella. Existe una objeción básica que Dennett debería refutar para llevar adelante su planteamiento teórico. La propuso Leibniz hace más de trescientos años para atacar al mecanicismo, pero podría reformularse en términos pertinentes al caso. Es el célebre argu­ mento del molino: Hay que reconocer, por otra parte, que la percepción y lo que de ella depende es inexplicable por razones mecánicas, es decir, por medio de las figuras y de los movimientos. Por­ que, imaginémonos que haya una máquina cuya estructura la haga pensar, sentir y tener percepción; podremos conce­ birla agrandada, conservando las mismas proporciones, de tal manera que podamos entrar en ella como en un molino. Esto supuesto, si la inspeccionamos por dentro, no hallare­ mos más que piezas que se impelen unas a otras, pero nun­ ca nada con que explicar una percepción. Así, pues, es nece­ sario buscar la percepción en la sustancia simple, no en el compuesto o en la máquina. Más aún, no cabe hallar en la sustancia simple otra cosa excepto esto, es decir, excepto las percepciones y sus cambios. Y también solamente en esto pueden consistir todas las Acciones internas de las sustancias simples (Leibniz, 2001: 109).

Adulterar la libertad: Dennett

No es una fruslería, porque la libertad, como la conciencia, presenta rasgos de inmediatez experimental en lo que se refiere a su presencia y unidad: me siento como consciente y como libre, no como una suma de consciencias o libertades, ni como articu­ lación de elementos inconscientes y esclavos. Cualquier propuesta explicativa que niegue unos atributos tan empíricos tendrá que asumir la carga de la prueba. Dennett trata de hacerse el desen­ tendido y aconseja no oponer resistencia a la triunfal marcha de la ciencia: “La credibilidad de esta idea de las almas inmateriales, capaces de desafiar las leyes de la física, hace tiempo que quedó obsoleta gracias al avance de las ciencias naturales” (Dennett, 2004: 15). La referencia a “almas inmateriales” sirve aquí para establecer una analogía con presuntos entes descartados por la ciencia, como la quinta esencia, el flogisto o el calórico. N o obs­ tante, estos conceptos sirvieron en su momento para justificar una parte de la experiencia externa, mientras que la noción moder­ na de alma se ciñe a una experiencia interna que Dennett acep­ ta. Y lo que está en juego no es saber si tales almas (o cualquier otro concepto que se refiera a la evidencia empírica de la con­ ciencia y la libertad) está o no en condiciones de “desafiar las leyes de la física”, sino si tales leyes pueden recubrir y explicar esa par­ te de la experiencia, en contra del parecer de quienes las descu­ brieron, desde Newton a Bohr, pasando por Maxwell. Sin entrar en el fondo de la cuestión, el sentido común sugiere que antes de explicar los datos de la experiencia interna, las leyes que se han encontrado estudiando la experiencia externa tendrían que haber acabado el trabajo para el que fueron concebidas, siendo extra­ poladas fuera de su inicial campo de aplicación cuando ya poco ¡es quede por hacer en él. El caso, sin embargo, es otro. Aunque a regañadientes, Dennett acepta que existen aspectos del mundo exterior, material o como queramos llamarlo, que no están some­ tidos a las por él admiradísimas leyes de la naturaleza. O sea: tales leyes explicarían una parte nada más de la experiencia externa y sin ninguna excepción toda la experiencia interna. Extraño y sor­ prendente, aunque no imposible. No sería la primera vez (pero casi) que un instrumento que no consiguió resolver el problema más sencillo para el que fue en un principio diseñado, lograra no obstante solucionar cuestiones mucho más arduas.

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Si Dennett fuera un materialista convencional la discusión sería más simple: intentaría convencemos de que no hay alma, sujeto o yo, entendiendo bajo tales términos algo que existe con indepen­ dencia o más allá de la realidad que exploran las ciencias de la natu­ raleza. A renglón seguido trataría de sacar la conclusión de que, como únicamente ellos pueden d ar asiento y efectividad a la ¡dea de libertad, la libertad no existe tampoco. Dennett acepta la primera premisa del razonamiento, pero niega la segunda y así “salva” la libertad. “El naturalismo no es ningún enemigo de la libertad; ofre­ ce una explicación positiva de la libertad que da mejor respuesta a sus puntos oscuros que aquellas explicaciones que tratan de pro­ tegerla de las garras de la ciencia con una oscura y miedosa meta­ física’” (Dennett, 30). Lo que propone, en otras palabras, es trans­ formar la ontología de ¡a libertad. En vez de propiedad hiperfísica de un ente supramundano, quiere convertirla en atributo físico de conjuntos integrados por elementos perfectamente conocidos en lo que atañe a su estructura y comportamiento. Existe libertad, pero no en quien la suponíamos ni como la imaginábamos. En consecuencia, los pasos que se deben dar son, primero, arrebatar la libertad a quien fraudulentamente la detenta y, segundo, aco­ modar sus funciones al legítimo propietario. Para quitar la libertad al yo, digamos, tradicional, nada mejor que acabar con él: en lugar de montar un expediente de expro­ piación (siempre farragoso) bastará con buscarle heredero y efec­ tuar las modificaciones requeridas por éste. Si no \vxyyos, al menos como solían entenderse, los libres serán otros. Ahora bien, como ocurre con la libertad, Dennett renuncia con mayor facilidad a los conceptos que a sus nombres. El yo también existe, aunque es una cosa distinta de lo que pensábamos. Según Dennett, en la versión estándar equivale a una especie de perla que el cerebro cultiva en su interior a imitación de las ostras. Pero en realidad se trataría pura y simplemente de una abstracción'. Un yo, de acuerdo con mi teoría, no es un viejo punto matemático, sino una abstracción que se define por la mul­ titud de atribuciones e interpretaciones (incluidas las autoatribuciones y las autorrepresentaciones) que han compuesto la biografía del cuerpo viviente del cual es su centro de gra­ z i6

Adulterar la libertad: Dennett

vedad narrativa. Como tal, juega un papel particularmente importante en la economía cognitíva en curso de ese cuerpo viviente, porque, de todas las cosas del entorno sobre las cua­ les un cuerpo activo debe construir modelos mentales, nin­ guno es tan importante como el modelo que el agente tiene de sí mismo (Dennett, 1995: 437). Lo abstracto es una forma que ha sido arrancada de su ubi­ cación natural. D e ser el yo una abstracción, estaría enraizado en el cuerpo viviente que informa. ¿Habrá que asignar también a éste la libertad que Dennett está buscando? Porque el yo ya no es sujeto de atribuciones. Con la excusa de eliminar un supues­ to usurpador de la libertad, ha habilitado para sustituirle algo que tampoco sabemos si tiene títulos de legitimidad. Ahora bien, ¿puede un cuerpo ser libre, más allá de lo que proclaman los anuncios de desodorantes o la propaganda de playas nudistas? Dennett se propone algo más que “liberarlo” de malos olores o de la pesadez de llevar un atuendo; quiere otorgarle responsabi­ lidad moral, dignidad y derechos. D e manera que, mientras el viejo yo desaparece de escena, quien ha de ocupar su lugar debe­ rá mostrar sus capacidades. A decir verdad, el proceso que sigue Dennett es inverso, puesto que antes incluso de jubilar al yo -d ig am o s- “espiritual”, defiende que ciertas configuraciones meramente materiales poseen la virtualidad de emularlo. Para ello apela al tipo de metáfora de más reciente factura, esto es, a las simulaciones por ordenador. El matemático británico John Horton Conway diseñó hace más o menos cuarenta años un ino­ fensivo juego al que puso el nada modesto nombre de Vida. La cosa es muy simple: bombillitas que se encienden o apagan en un instante dado según lo estén o no en las circundantes en el instante anterior. La evolución de las configuraciones luminosas resultantes está férreamente regida por unas pocas reglas. Sin embargo, suceden cosas interesantes. Ciertas agrupaciones mani­ fiestan estabilidad, o evolucionan con coherencia y hasta “resis­ ten” a las que les salen al paso cuando avanzan por el tablero. Desde cierto punto de vista -y aquí empieza a funcionar la metá­ fora- “parece” como si fueran “entes” con vida propia. Claro está que para conseguir que hagan algo verdaderamente interesante

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hay que ampliar el espacio en que se mueven estas criaturas de modo descomunal, pero ése es un problema meramente logístico. Con pantallas gigantes, ingenio de superdotados y paciencia benedictina se podría conseguir casi cualquier cosa: Ésta es la pregunta que inspiró inicialmente a Conway para crear el juego de la Vida, y la respuesta que encontra­ ron él y sus alumnos fue algo que nadie imaginaba. Pudie­ ron demostrar que hay mundos Vida -esbozaron uno de ellos- en los cuales existe una Máquina Universal de Turing, un ordenador bidimensional capaz en principio de compu­ tar cualquier función computable. (...) El significado de todo esto es algo que cuesta de creer: cualquier programa que pue­ da ejecutarse en un ordenador podría, en principio, ejecu­ tarse en el mundo Vida con una de estas Máquinas Univer­ sales de Turing (Dennett, 2004: 63-64). Ignoro si a la hora de la verdad (es decir, al abandonar la fase de meros esbozos) el invento no se iría al cuerno. Haremos a Con­ way y Dennett la gracia de aceptar ex hypothesis que el éxito será total. ¿Qué prueba eso? En principio no gran cosa: que las pres­ taciones del más sofisticado computador imaginable están al alcan­ ce de una Máquina Universal de Turing -dispositivo bastante ele­ m ental-, así como de una constelación ingente de lucecitas bailando por un tablero hipergrande al compás de las reglas de Conway. Computador, Máquina de Turing y Vida de Conway son artilugios deterministas que admiten una complicación cre­ ciente en el tiempo o/y el espacio. Es completamente natural que lo que se consigue con uno de ellos sea traducible a los otros. Ocu­ rre no obstante que en opinión de Dennett y otros muchos el hombre también es una especie de computador, lo cual nos con­ denaría a vernos disecados en una pantalla convenientemente agrandada y programada. Tampoco esto es muy original: cual­ quier materialista podría avalarlo. Lo inesperado es que Dennett efectúa la inferencia inversa: puesto que el hombre es libre, su libertad tendría que poder ser emulada por un computador, (a Máquina Universal de Turing o el dichoso juego de Conway. Y aquí surge un desafío: contra lo que suele pensarse, el determinismo no es incompatible con la libertad. Por supuesto que no z i8

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lo es. Ya vimos que Leibniz (por no mencionar más que uno) era rígidamente determinista y mantenía un concepto fuerte de liber­ tad individual. Bien es verdad que para conseguirlo tuvo que ¡r más allá del plano espacio-temporal, algo que con toda verosi­ militud no es del agrado de Dennett. Él quiere libertad y determinismo hic et nunc, aquí y ahora (Dennett, 2004: 120). Tam­ poco esto es imposible, siempre que uno de los dos conceptos ceda la prioridad al otro. La incompatibilidad surge tan sólo cuan­ do se les otorga un trato perfectamente simétrico, situándolos al mismo nivel en el terreno de los principios. Volviendo a la ana­ logía que tanto le gusta, Dennett observa que algunos persona­ jes que pueblan la Vida de Conway consiguen mantener encen­ didas las luces que los forman a pesar de ser “atacados” por otras agrupaciones que amenazaban su identidad. Por tanto “evitan” desaparecer e incluso son capaces de “procrear”, etc. No pueden, por supuesto, cambiar las reglas del juego ni tampoco el destino que está inexorablemente prefijado por dichas reglas y por la situa­ ción del tablero en el momento cero. Pero parece como si sortea­ ran peligros y escaparan a situaciones que han ido surgiendo a medida que progresa éste. En algunos mundos deterministas hay entes capaces de evitar daños. Por tanto, en algunos mundos deterministas algunas cosas son evitadas. Todo lo que es evitado es evita­ ble. Por lo tanto, en algunos mundos deterministas no todo es inevitable. Por tanto, el determinismo no implica la incvitabilidad (Dennet, 2004: 74). Es indudable que para ver las cosas así hay que efectuar un cambio de nivel: si abarcamos todo el proceso las cosas ocurren como tienen que ocurrir y todo es inevitable; pero cuando adop­ tamos una perspectiva más limitada y dejamos que nuestros hori­ zontes sean desbordados por la realidad considerada, ya no po­ dem os prever si tal cosa ocurrirá o no, de m odo que deja de ser inevitable. Cabe incluso que, teniendo en cuenta la infor­ mación disponible, haya cosas que estén mejor preparadas que otras para evitar ciertas contingencias. Es innecesario acudir a Conway para comprobarlo: supongamos un mundo determi­ 2x9

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nista formado por caracoles, tortugas y elefantes. Si fuésemos omniscientes sabríamos de antemano qué criaturas serán aplas­ tadas y cuáles no; pero si no lo somos, cabrá decir que las tortu­ gas están mejor preparadas que los caracoles para “evitar” el aplas­ tamiento, ya que sólo puede machacarlas un elefante bien grande que apoye sobre ellas todo su peso. Siempre será mejor ser cara­ col con suerte que tortuga gafada pero, a no ser que conozcamos a priori lo que el destino depara a cada cual, mejor será meterse bajo la resistente concha de la tortuga que en el frágil habitácu­ lo del caracol. Es una simple cuestión de diseño. Desde el punto de vista del diseñador (que no es omniscien­ te), la suerte no es un factor que se deba tener en cuenta. D e lo único que puede fiarse es de la necesidad determinística. Por eso dice Dennett que “el determinismo es el aliado, no el enemigo, de aquellos a quienes no les gusta la inevitabilidad” (Dennett, 2004: 79). Sólo Dios y el demonio de Laplace tienen a su dispo­ sición la información privilegiada que permite afrontar con idén­ tico provecho el azar y la necesidad. Las inteligencias subalternas han de rogar para que el azar no haga de las suyas y esforzarse en obtener unos jirones de necesidad (el conocimiento de las leyes naturales) a fin de adoptar estrategias prometedoras. Tales estra­ tegias conforman lo que Dennett llama perspectiva intencional: Enriquecer la perspectiva del diseño hablando de las configuraciones como si “supieran” o “creyeran” algo y “qui­ sieran” alcanzar un fin u otro supone pasar de la simple pers­ pectiva del diseño a lo que llamo la perspectiva intencional. De acuerdo con ella pasamos a conceptualizar nuestros sim­ ples hacedores como agentes racionales o sistemas intencio­ nales, lo cual nos permite pensarlos a un nivel aún más ele­ vado de abstracción, e ignorar los detalles de cómo consiguen recoger la información en la que “creen” y cómo se las arre­ glan para “resolver” qué hacer, sobre la base de lo que “cre­ en” y “quieren”. Simplemente asumimos que sea cual sea su manera de hacerlo, lo hacen racionalmente, es decir, que sacan las conclusiones adecuadas sobre lo que deben hacer a partir de la información de la que disponen y en función de aquello que quieren. Eso le hace la vida mucho más fácil al diseñador de alto nivel, del mismo modo que concep220

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tualizar a nuestros amigos y vecinos (y enemigos) como sis­ temas intencionales nos la hace mucho más fácil a nosotros (Dennett, 2004: 62). Para hacernos cargo del rumbo de la argumentación dennettiana hemos de retornar al ejemplo de la Vida de Conway. Se supo­ ne que hay una serie de programadores (hackers) que saben cuáles son las reglas del juego, pero no la disposición inicial de las bom­ billas (aunque lo supieran les serviría de poco, porque el cuadrante es demasiado grande y los cálculos que se deben efectuar inabor­ dables). Han de diseñar estructuras bien preparadas de acuerdo con las reglas para sobrevivir “venga lo que venga” en este mundo de luces que se encienden y se apagan. Es preferible conseguir algo que se parezca a una tortuga que a un caracol, y todavía mejor obtener una especie de elefante. C ada cual tendrá sus trucos y secretillos, pero eso a Dennett no le importa mucho, porque su ideal es prescindir de ellos, conseguir un juego que se programe a sí mismo, un mundo donde la libertad, como comportamiento racional atribuible a una “perspectiva intencional”, no salga de una intencionalidad o racionalidad previa (eso sería explicar lo mismo por lo mismo, la libertad por la libertad), sino -casi literalmentede la nada. Más concretamente, de la “peligrosa idea de Darwín”. Vayamos, sin embargo, poco a poco. Por ahora tenemos que la libertad promovida por Dennett no es incompatible con el determinismo. En su ontología pri­ mero está el determinismo y luego viene la libertad, que es, por así decir, una parvenue. El coste obvio de esta subordinación es la existencia de límites insuperables en la información al alcance de los interesados: “Cada usuario finito de información tiene un horizonte epistémico; no lo sabe todo del mundo que habita, y esa ignorancia insuperable garantiza que tenga un futuro subjeti­ vamente abierto” (Dennett, 2004: 113-114). Es una condición poco congruente en alguien que ataca a los líbertaristas porque obstaculizan el avance del conocimiento, aunque quepa contra­ argumentar que el conocimiento científico siempre es relativo y por tanto limitado. La segunda consecuencia es que una libertad hija del determinismo es incompatible con la presencia de un azar incontrolado. Si el hombre es dennettianamente libre, la casua­ 22 J

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lidad no puede desempeñar un papel relevante en su fisiología. Esto supone ir un poco más allá de lo que dice la mecánica cuán­ tica, que hoy por hoy es la teoría matriz tanto de la física como de la química y la biología molecular. Resulta molesto, pero para conjurar esta amenaza apela Dennett a la autoridad de expertos en mecánica cuántica tan solventes como los biólogos: La mayoría de biólogos piensa que en el cerebro los efec­ tos cuánticos se cancelan, que no hay razón para pensar que se explotan de alguna forma. Por supuesto que existen; hay efectos cuánticos en nuestro coche, nuestro reloj y nuestro ordenador. Pero la mayoría de cosas -la mayoría de objetos macroscópicos- son, como si dijéramos, indiferentes a los efectos cuánticos. No los amplifican, no giran alrededor de ellos (Dennett, en Brockman, 1996: 235). Sin pensar siquiera que alguien (¡y mucho menos un ho­ múnculo cartesiano!) se dedique a enredar con el colapso de la ecuación de ondas de Schródinger y emplee la discontinuidad cuántica para ir dando aquí y allá pequeños golpes de timón entre neurona y neurona, la actitud de Dennett resulta algo regresiva. Las ciencias de la complejidad han tenido un despe­ gue imparable en los últimos decenios y afirman claramente que en la naturaleza los sistemas sensibles a perturbaciones ultramicroscópicas son la regla y no la excepción. Es ingenuo pre­ tender que los efectos cuánticos “se cancelen” en el cerebro o en cualquier otro sitio. Haría falta un milagro mayor para cance­ larlos que para “explotarlos de alguna forma” . Tal como están las cosas, el demonio de Laplace no tendría nada que hacer de cara a anticipar el devenir cósmico a pesar de su prodigiosa capa­ cidad de cálculo y de su conocimiento exhaustivo del universo en un momento dado. De todas formas, hay una segunda línea de defensa frente al azar (digamos libertarista), y en ella se hace fuerte Dennett. La idea es que, aunque la presencia de lo casual sea un trastorno para los partidarios de la necesidad, no ayuda a los que quieren soste­ ner la libertad sobre el indeterminismo. Es un punto que debe concedérsele, por la simple razón de que “indeterminismo” es un concepto puramente negativo y carece de consistencia para deri­ 2ZZ

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var de él una noción tan sustanciosa como la de “acción libre”. Se equivoca en cambio cuando afirma: “Parece ser que el inten­ to de desarrollar una explicación positiva de la capacidad de elec­ ción indeterminista en los seres humanos reporta beneficios que son independientes de la premisa del indeterminismo” (Dennett, 2004: 121). Ni siquiera “parece”. Sospecho que la expresión “elec­ ción indeterminista” es tan poco congruente como “hierro de madera”, y de ella no creo que salga otra cosa que la historia del asno de Buridán. El agente libre no se “indetermina”, ni tampo­ co se “determina” sin motivación alguna, sino que se “autodetermina”, es decir, hace “suyos” los motivos que escoge para desen­ cadenar la acción. En cambio Dennett encuentra nada menos que “el mejor intento” de fundamentar una elección “indeterminis­ ta” en un libro publicado en 1996 por Robert Kane, a quien vapu­ lea con evidente placer. ¿Por qué lo encuentra tan bueno? Quizá porque le proporciona todas las bazas para refutarlo. Kane reprue­ ba a los que invocan “centros de poder transempíricos, egos inma­ teriales, yos nouménicos, causas inobjetivables, y toda una leta­ nía de otras instancias especiales cuyas operaciones no quedaban muy claramente explicadas” (Kane, 1996: 11. Cita tomada de Dennett). Tras tanta renuncia, era de esperar que tuviera que sacar la libertad literalmente “de la nada”, o bien de la indeterminación cuántica, que es lo que más se parece a la nada. Sólo así consigue romper la cadena causal que abruma al sujeto con fuentes de deter­ minación extrañas. “ En resumen, descrito desde una perspectiva meramente física, la libertad se parece mucho al azar” (Kane, 1996: 147). A lo cual Dennett replica con bastante razón que lo que sabemos de los procesos de toma de decisión en el cerebro tiene poco que ver con puntualísimas irrupciones de transiciones cuánticas aleatorias en el curso de la actividad neural. Tras recha­ zar los dualismos más rancios, Kane recae en una especie de dua­ lismo estocástico, por no decir nihilista, que es no menos flagrante que los otros, pero mucho más inverosímil. Su obsesión de “expli­ car claramente” las operaciones que acompañan a la libertad le ha hecho ponerse en manos del adversario, porque ha acabado cosificando la libertad, haciendo de ella una “cosa”. Y eso es algo que ninguna teoría científica podrá avalar nunca, mecánica cuán­ tica incluida.

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Dicho de otro modo, el error de Kane consiste en querer pre­ cisar demasiado, circunscribir en el espacio y en el tiempo la irrup­ ción de la libertad, señalar sin imprecisiones ni equívocos el pun­ to neurálgico, el lugar de la epifanía, los márgenes en cuyo interior se suspende la vigencia de las leyes. Si los dualismos al uso se equi­ vocan cuando pretenden cosificar positivamente la libertad, Kane incurre en el fallo opuesto, pretende cosificaria en negativo. Envalentonado con su éxito, Dennett emprende una cruza­ da contra los dualismos. Así como Kant pretendía que todas las pruebas de la existencia de Dios conducen de un modo u otro al argumento ontológico, Dennett parece suponer que detrás de cualquier dualismo late el de Descartes. Ni que decir tiene que constituye para él una fábula, que escenifica con la tramoya de un teatro: Esta retirada del yo a un recinto vallado en el interior del cual se realiza todo el trabajo importante de creación tiene lugar en paralelo con otra retirada al centro del cere­ bro, siguiendo la desviada línea de argumentación o razo­ namiento que lleva a lo que llamo el Teatro Cartesiano, el lugar imaginario situado en el centro del cerebro donde “todo confluye” ante la conciencia. No hay tal lugar, y cual­ quier teoría que presuponga tácitamente que existe debe ser descartada de entrada por errónea. Las funciones que reali­ za el homúnculo imaginario en el Teatro Cartesiano deben ser distribuidas, en el cerebro, en el tiempo y el espacio (Dennett, 2004: 146). Tal como he defendido en el capítulo correspondiente, Des­ cartes no “localizó” la acción del alma sobre el cuerpo en la glán­ dula pineal porque creyera que estaba obligada a asentarse en un único lugar, sino porque su mecanicismo biológico le hizo creer que todas las funciones corporales de control confluyen en esa parte del cerebro. De haber tenido la convicción de que hay 36 puntos neurálgicos para la motricidad del organismo, su “homúncu­ lo” habría desarrollado sin ninguna dificultad 36 extremidades (al fin y al cabo, si es un hombrecito le corresponden dos manos, dos pies y veinte dedos). La principal fábula en este contencioso es creer que la teoría cartesiana precise de ningún “homúnculo”. 224

Adulterar la libertad: Dennett

Hablar de dos sustancias ya es una equivocación suficientemen­ te grave para cargarle además otras faltas imaginarias. Más toda­ vía: Dennett cree que ni este dualismo ni ningún otro puede sub­ sistir sin un interfaz único y puntualísimo, y dedica buena parte de su libro a hacer ver que no existe nada semejante. Es un ser­ vicio que merece la gratitud de cuantos defienden la libertad en sentido fuerte, porque si de verdad hubiera “perlas” o “cajas negras” dentro del cerebro sería muy de temer que acabaran convirtién­ dose en pequeños mecanismos de relojería. Propone, por ejem­ plo, una valoración tan válida como penetrante de los experi­ mentos llevados a cabo por Benjamín Libet, que a primera vista sugieren un “retraso” de la consciencia con respecto a la volición asociada: no es que “queramos” primero y “percibamos nuestra voluntad” después, sino que querer, sentir que se quiere y hacer que el cuerpo obre en consecuencia forman un proceso que se despliega en el tiempo y en el espacio. Así echa por la borda una presunción de la que a su juicio él puede prescindir, pero no así sus adversarios: Los datos de Libet sí descartan una hipótesis, que tal vez hubiera sido nuestra favorita: el Yo autocontenido, según la cual todas las rutinas del cerebro se hallan concentradas en una única localización compacta, donde todo confluye en un mismo punto: la visión, el oído, las decisiones, los jui­ cios de simultaneidad... Teniéndolo todo tan a mano, no se plantearía ningún problema temporal: una persona, un alma, podría instalarse allí tranquilamente y tomar decisiones libres y responsables, y ser simultáneamente consciente de éstas y de todo lo que ocurre en su conciencia en aquel momento. Pero no hay tal lugar en el cerebro. Tal como nunca me can­ so de señalar, todo el trabajo que realiza el imaginario homúnculo del Teatro Cartesiano debe ser dividido y repar­ tido en el espacio y en el tiempo entre diversas instancias cere­ brales. Vuelve a ser momento de repetir mi irónico lema: si uno se hace lo bastante pequeño, puede llegar a externalizarlo prácticamente todo (Dennett, 2004: 268). La hipótesis del yo autocontenido ni siquiera la contemplan autores como Kant o Leibniz que sitúan la libertad en un ámbi­

Los filósofos y la libertad

to distinto al espacio-tiempo. En bastantes concepciones dualis­ tas, más que de autocontención habría que hablar de una corte­ sía del yo hacia el cuerpo, en orden a respetar sus mecanismos de coordinación e integración orgánica. Pero no hay un lugar úni­ co donde posar la varita mágica para obtener los efectos desea­ dos. ¡Qué se le va a hacer...! Probablemente las únicas que lo sien­ tan serán las hadas desprovistas de mando a distancia. Utopías cerebrales aparte, la última línea del texto transcrito contiene una clave fundamental del pensamiento dennettiano: “Si uno [quiere decirse: si el yo] se hace lo bastante pequeño, puede llegar a externalízarlo prácticamente todo”. Confiesa que es la frase más impor­ tante de su libro Elbotv Room (1984), y que de alguna forma resu­ me sus puntos de vista sobre la mente y el cuerpo. En realidad es una variante topológica de una intuición que ya hemos visto en otros autores: la libertad no es posible si desagregamos las facul­ tades, elementos o factores que forman parte del yo. Únicamen­ te pueden ser libres -en sentido fuerte—entidades cuya unidad carezca de fisuras. De otro modo se vuelven extrañas a sí mismas, se alienan, pierden su aucoidentidad y se transforman en mero artefacto. La originalidad de Dennett consiste en mantenerse fir­ me frente a esta objeción. Para él un tipo de unidad que no pro­ venga de la yuxtaposición suena a fábula. Su ontología sigue fiel al esquema cartesiano de la sustancia extensa. Entiende externalización e internalización como exclusión o inclusión en una esfe­ ra que se hincha o deshincha igual que un globo de feria. Por eso sólo es capaz de concebir el yo del que hablan los espiritualistas como un punto geométrico con posición pero sin volumen, en el que lógicamente nada cabe. El cerebro ocupa una porción de centímetros cúbicos y Dennett no puede imaginar (yo tampoco) que esté trufado por un espíritu puntiforme rigiéndolo todo des­ de su trono. Cualquier acción libre comporta una porción de funciones: informarse, deliberar, reflexionar, decidir, mantener­ se consciente, activar circuitos motores... Señala Dennett con todo detalle las circunvoluciones que están implicadas en cada una de tales operaciones, las vías que comunican unas áreas con otras, el trasiego de iones y neuretransmisores que sostiene todo este vaivén de señales. Luego pregunta cómo puede un yo en el que no cabe nada hacerse cargo del proceso, a no ser que vaya 22 6

Adulterar la libertad: Dennett

como un cohete de un lado para otro tratando de meter en sus minúsculas tragaderas porciones infinitesimales de lo que está pasando. Por mi parte pienso que todavía se podrían acelerar más las contradicciones del sistema, ya que la flexión de los múscu­ los, las secreciones hormonales y el giro de las articulaciones tie­ nen el mismo derecho a formar parte de nuestra descripción de la acción humana que la activación y desactivación de las neu­ ronas. ¿No habría que agrandar el yo más allá del sistema ner­ vioso central si de verdad queremos atar todos los cabos? Se ini­ cia así una dinámica que rápidamente nos lleva del cero del yo puntual al infinito del alma del mundo estoica. Pronto comen­ taré alguna otra alternativa que el sistema dennettiano ha des­ cuidado. Antes de pasar a ello conviene acabar de examinar su propuesta, para juzgar de su bondad y apreciar sus límites. El modo más satisfactorio que tiene un materialista de librar­ se de un huésped incómodo no es aniquilarlo sin más (esto sue­ na un poco a milagro), sino reducir sus dimensiones hasta hacer­ las literalmente “despreciables”. El punto es para él lo más parecido a la nada. Por eso, unjw suficientemente pequeño no sólo lo externaliza todo, sino que una vez consumada la expropiación de todos sus bienes no tiene otra alternativa que hacer mutis por el foro. Desaparecer. ¿Qué queda entonces? Un agregado de porciones extensas, un organismo, una máquina: “Estas pizquillas de maqui­ naria molecular, impersonales, irreflexivas, robóticas y sin men­ te, son la base última de todo agente, y por lo mismo del signifi­ cado, y por lo mismo de la conciencia, en el mundo” (Dennett, 2000: 34). Si partimos de aquí, no hay duda de que evitamos la presumida falacia de explicar lo mismo por lo mismo, la con­ ciencia por la conciencia, la libertad por la libertad. Los materia­ les de construcción empleados poco tienen que ver en apariencia con el edificio que va a surgir a partir de ellos: Pero a menos que haya algún ingrediente secreto en nosotros (que es lo que solían creer los dualistas y los vitalistas), estamos hechos de robots o, lo que viene a ser lo mis­ mo, cada uno de nosotros es una colección de billones de máquinas macromoleculares. Y todas ellas descienden, en último extremo, de las macromoléculas con capacidad de

Los filósofos y la libertad

duplicarse que hubo en un principio. De manera que hay cosas hechas con robots que pueden mostrar genuina con­ ciencia, habida cuenta de que nosotros somos el mejor ejem­ plo (Dennett, 2000: 36). Malo sería, sin embargo, que el amontonamiento de maquinitas sólo dé lugar a una maquinota. No puede ser, dice Dennett, porque de hecho pensamos. Ahora es él quien tiene que explicar el milagro. El azar ha quedado a un lado, un tanto arbitrariamente, debido con toda probabilidad a que como aliado es poco digno de confianza. La tesis de que hemos salido premiados en la rule§ta de Montecarlo, sostenida entre otros por el biólogo Jacques Monod, no forma parte del horizonte explicativo dennettiano. Lo que propone en cambio es algo que sólo se me ocurre describir como emergencia por la forma. Ya lo vimos cuando comentaba la Vida de Conway: lo único que sabe hacer cada lucecita es encen­ derse si tres vecinas ya lo están, permanecer igual cuando sólo hay dos y apagarse en los demás casos. Pero contemplado a distancia, un grupo de bombillas encendidas según cierto patrón “se desli­ za” por el plano en diagonal y forma un “planeador” . Pasa como con el alfabeto Morse: nada más que puntos y rayas, pero de pron­ to nos está transmitiendo el monólogo de Hamlet. En este últi­ mo caso, sin embargo, se requiere la presencia de un lector para descifrar la belleza que hay escondida en la insípida lista de sig­ nos. El “planeador” en cambio “planea” él solo, hace cosas mucho más interesantes que apagarse o encenderse según lo que hagan los de alrededor. Y ello, insisto, en virtud de la forma en que las bombillas han sido agrupadas. Dennett lo deja bien claro: “Se tra­ ta de un problema objetivo, no antropomórfico. La física subya­ cente es la misma para todas las configuraciones de Vida, pero algunas de ellas, en virtud únicamente de su forma, tienen capa­ cidades que otras configuraciones no tienen. Éste es el hecho fun­ damental del nivel del diseño” (Dennett, 2004: 59). Aquí es don­ de hace falta que la fe venga en ayuda del lector para que pueda creer que algunas configuraciones (si se quiere superconfiguraciones o super-superconfiguraciones) del juego de las bombillas consiga, no ya “planear” , sino “pensar” y hasta “tomar decisiones responsables”. Hay que tener mucha confianza en la potencia de 22 8

Adulterar la libertad: Dermett

los algoritmos, sobre todo después de la batería de argumentos desplegados por Penrose en contra (Penrose, 1991; 1996). Pero dejemos eso por ahora a un lado. Quisiera llamar la atendón sobre el peculiar hilemorfismo del que hace gala Dennett en esta parte de su argumentación. Bombillas, neuronas, bits... el material en el fondo da ¡o mismo, lo que importa es la forma, el diseño. Por eso es innecesario que los componentes piensen o decidan por sí mismos. Conciencia y libertad son propiedades que sobrevienen como consecuencia de la articulación inteligente. Ahora se entien­ de mejor qué quería decir al sostener que consisten en abstraccio­ nes. La forma se abstrae de la materia; no puede subsistir separa­ da, pero puede aplicarse a muy diversos sustratos. Dennett llega incluso a confortarnos con la promesa de una eventual inmorta­ lidad basada en una especie de metempsicosis informática: Si lo que usted es, es esa organización de la información que ha estructurado el sistema de control de su cuerpo (o, por plantearlo de manera más provocativa y, a la vez, más usual, si lo que usted es, es el programa que corre en el orde­ nador de su cerebro), entonces, en principio, usted podría sobrevivir a la muene de su cuerpo tan intacto como un pro­ grama que puede sobrevivir a la destrucción del ordenador en el que fue creado por primera vez (Dennett, 1995:441). Travestimos los conceptos con nuevos términos, pero sin alte­ rarlos apenas. En vez de materia y forma; hardware y software; en lugar de alma, programa; donde había transmigración, teleporta­ ción. Penrose imagina una escena en que alguien que en teoría ha sido “teleportado” a otro planeta sigue después de todo en su pun­ to de partida. Entonces el apurado operador dice: “¡Oh, Dios mío!, ¿de modo que el efecto de la droga que le suministramos antes de colocarle en el Teleportador ha desaparecido prematuramen­ te? Esto es un poco desafortunado, pero no importa. De todos modos le gustará saber que el otro usted -ejem , quiero decir el usted real, esto es- ha llegado a salvo a Venus, de modo que pode­ mos, ejem, disponer de usted -ejem -, quiero decir de la copia redundante que hay aquí. Será, por supuesto, totalmente indolo­ ro...” (Penrose, 1991: 54). En otras palabras: muchos partidarios 119

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de la inteligencia artificial fuerte son en el fondo platónicos antes que aristotélicos; la unión que contemplan entre materia y for­ ma es demasiado lábil. Todo esto nos aparta un poco de la problemática de la liber­ tad, aunque no demasiado. Con su “esbozo de teoría” Dennett pretende haber desinfectado la mente de homúnculos, pero por ahora lo único que ha conseguido es extemalizarlos. Su táctica de hacer el yo cada vez más pequeño ha acabado mandando fuera al propio yo, porque si lo que importa es el diseño, ¿de dónde pro­ viene éste, quién introduce la perspectiva intencional en el mun­ do? Al discutir el proyecto de Conway endosa la responsabilidad a ciertos dioses-hackers, o sea: programadores obsesionados con el juego que siguen ideando nuevas configuraciones capaces de hacer cosas interesantes. Recuerdan al demiurgo del Timeo platónico, un dios que ordena el universo de acuerdo con los modelos que contempla en el mundo de las ideas. Pero también gobiernan des­ de fuera a las criaturas del juego, entre otras razones porque no caben dentro de ellas: de homúnculos han pasado a ser pigmaliones. Si la vida terrestre se parece tanto a la Vida de Conway, ¿no debiéramos pensar que por ahí debe andar quien o quienes nos han diseñado? Gente tan seria como Francis Crick sostiene que somos hechura de los marcianos (Crick, 1985). Dennett cap­ ta la dificultad, por supuesto, y se propone conjurar la eventua­ lidad de una victoria in extremis del adversario: “¿Existen confi­ guraciones del mundo Vida tales que, si se iniciara el mundo con una de ellas, ella misma haría todo el trabajo de los dioses-hackers, en el sentido de descubrir y propagar gradualmente configura­ ciones cada vez más aptas para la evitación?” (Dennett, 2004: 64). En el caso del sencillo mundo de las lucecitas está por ver: hoy por hoy nada amenaza el monopolio de los aficionados al dise­ ño. En lo que concierne al complicado mundo terrestre Dennett está convencido de que la respuesta es sí, gracias a lo que llama peligrosa -aunque para él, salvadora- idea de Darw in. Con un poco de mala voluntad podría advertírsele que aunque dicha idea funcionara todavía quedaría por explicar de dónde sale la confi­ guración inicial que después avanza por sí misma y por el impul­ so de la selección natural. Mejor será, no obstante, concentrar­ nos en el presente problema. 230

Adulterar la libertad: Dennett

¿Por qué es can peligrosa la idea de Darwin? Porque refuerza el espíritu iconoclasta: “Echa por tierra, o al menos hace tamba­ lear, algunas de las creencias y anhelos más profundos de la psi­ que humana” (Dennett, en Brockman, 1996: 175). Es algo que parece gustar mucho a Dennett, pero como en estos momentos no tengo a mano ninguna vestidura que rasgar, a mí me da exac­ tamente igual. Lo que me importa es la potencia explicativa de la invención. Uno de los primeros en detectar en qué consistía ese poder fue Thom as Huxley, cuando comentó que gracias a Darwin podemos emplear argumentos finalistas sin necesidad de creer en las causas finales: Quizá el servicio más notable que el Sr. Darwin ha pres­ tado a la filosofía de la biología haya sido la reconciliación de la teleología y la morfología, y la explicación de los hechos de ambas que ofrece en sus teorías. La teleología que supone que el ojo, tal como lo vemos en el hombre o en los vertebrados superiores, fue creado con la misma estructura que hoy presenta con el fin de capacitar al ani­ mal que lo posee para la visión, ha recibido, indudable­ mente, un golpe de muerte. Sin embargo, tenemos que recordar que existe una teleología más amplia a la que la doctrina de la evolución no afecta, sino que, más bien, se basa de hecho en la proposición fundamental del evolu­ cionismo (Huxley, en Darwin, 1977: 426-427). Darwin confesó las zozobras que le había ocasionado la nece­ sidad de explicar el desarrollo de estructuras tan complejas y deli­ cadas como los ojos de las aves y mamíferos sin el atento cuidado de un diseñador inteligente, pero luego se convenció de que bas­ ta la fotoirritabilidad de los tejidos, la presión selectiva, variacio­ nes heredables al azar y mucho, mucho tiempo, para obtener el ojo del lince o el de la lechuza. Con su habilidad para explotar ana­ logías y forjar metáforas, Dennett saca las oportunas consecuen­ cias: si Darwin explicó las causas finales desde las eficientes, tam­ bién será posible dar cuenta de la conciencia desde la no-conciencia, y de la libertad desde la no-libertad. Los nostálgicos dirán que eso no es germina conciencia ni auténtica libertad, pero ¿qué más da? Lo importante es reproducir las funciones de la conciencia, con­ 231

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seguir las condiciones para que se dé la imputabilidad moral. La discusión de si algo es libertad de verdad o un mero sucedáneo sólo cuadra al más rancio y fútil academicismo. Yo estoy dispues­ to a admitir que si encontramos un ser que tiene aspecto de pato, vuela como un pato, nada como un pato, sabe como un pato y encima dice “cuá-cuá”, entonces es un pato. Pero dudo mucho de que la propuesta dennettiana salve la fenomenología de la liber­ tad con un mínimo de rigor y garbo. Darwin consiguió presentar una serie creíble de formas que iban desde la simple célula sensi­ ble a la luz hasta el ojo más sofisticado, pasando por amplias gra­ daciones de órganos capaces de percibir señales lumínicas con pre­ cisión creciente. Dennett sólo aporta su distinción de cuatro tipos de criaturas: darvinianas, skinnerianas, popperianas y gregorianas (por el psicólogo Richard Gregory, no porque sean devotas del canto sagrado). Las primeras se enfrentan a los desafíos de la vida con una única apuesta definida por la acción combinada de la dotación genética y el ambiente; procrear o sucumbir son sus úni­ cas alternativas. Las segundas diversifican sus opciones porque son capaces de aprender por condicionamiento; las terceras poseen la aptitud de crear teorías y probar su eficacia para dejar que tras un ensayo fallido perezca la teoría y no su autor; las últimas son capa­ ces además de forjar una cultura y pasar los descubrimientos más relevantes de una generación a la siguiente. Así se va forjando un esquema evolutivo al término del cual la libertad aparece no como don premeditado, ni como conquista consciente, sino como hallaz­ go inopinado, sorpresa de la evolución, nuevo fruto de la peligro­ sa idea de Darwin: Hay que hacer hincapié en que ni las criaturas skinne­ rianas ni las popperianas tienen por qué hablarse a sí mismas ni tener estos pensamientos. Sencillamente están diseñadas para funcionar como si se hubieran hecho esas preguntas. Aquí se ven el poder y el riesgo del enfoque intencional: la razón de que las criaturas popperianas sean más listas (diga­ mos que son criaturas tortuosas con más éxito) que las skin­ nerianas es que responden adaptativamente a una informa­ ción mayor y mejor, de un modo que podríamos describir vivida e imprecisamente a partir del enfoque intencional como si tuvieran lugar esos imaginarios soliloquios. Pero sería 232

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un error atribuir a estas criaturas todas las sutilezas que acom­ pañan a la capacidad real de formular tales preguntas y de darse tales respuestas sobre el modelo humano de las pre­ guntas explícitas que nos hacemos a nosotros mismos. Las criaturas gregorianas dan un gran paso hacia el nivel huma­ no de destreza mental, beneficiándose de la experiencia de otros al explotar la sabiduría encarnada en las herramientas mentales que esos otros han inventado, mejorado y trans­ mitido; por eso aprenden cómo pensar mejor sobre aquello que tienen que pensar a continuación... y así sucesivamente, creando una torre de sucesivas reflexiones internas sin lími­ te fijado ni discernible (Dennett, 2000: 123). El problema de seguir esta línea argumentativa es que con ella no abandonam os la línea del como-si (als-ob). Las teorías darwinistas y neodarwinistas explican que todo ocurre como si los seres vivos actuaran intencionadamente, aunque de hecho no sea así, de manera que los razonamientos intencionales no pasan de ser una ficción útil para el biólogo. Cuando Dennett aplica el mismo esquema a la explicación de la conciencia y la libertad, es de esperar que obtenga un resultado parejo: será como si los hom­ bres fueran conscientes y libres, sin serlo de verdad en un senti­ do relevante. Hay, sin embargo, un inconformismo (por no decir incoherencia) por parte de Dennett, pues se empeña en decirnos que la conciencia y libertad que de verdad existen son las suyas, mientras que las otras son un puro espejismo, un sueño vacío y sin sentido, un resabio del dualismo cartesiano, de las religiones de antaño o vaya usted a saber de qué otras cosas. Lo único que nuestra especie ha conseguido por encima de las otras es interio­ rizar esa lucha por la vida, esa competencia de todos contra todos en la que sólo unos cuantos triunfan y sobreviven. La lucha sin cuartel ya no ocurre en este caso en las praderas o los bosques, sino en la compleja red de conexiones que encierra nuestro orga­ nismo: Los contenidos mentales se hacen conscientes no por ingre­ sar en determinada cámara especial del cerebro, no por verse transducidos a un medio privilegiado y misterioso, sino por triunfar frente a otros contenidos mentales en el dominio del

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control de la conducta y, por ende, de conseguir efectos más duraderos o, como decimos equívocamente, “memorizarlos”. Y como somos hablantes, y como hablar con nosotros mismos es una de nuestras actividades más influyentes, una de las for­ mas más efectivas de que un contenido mental se vuelva influ­ yente es que ocupe una posición en la que controle las partes que utiliza el lenguaje (Dennett, 2000:183-184). En último término Dennett no asume el testimonio de la experiencia interna, tanto de la propia consciencia com o de la libertad, sino que lo transforma en epifenómeno, lo convierte en redundancia inútil. N o ha rebatido los argumentos de Bergson y tantos otros. Leibniz podrá seguir visitando este nuevo molino sin encontrar en él nada remotamente parecido a lo que quiere explicar. La táctica de Dennett para confundirlo consiste en hacer un molino tan grande y complicado que el pobre Leib­ niz (no olvidemos que padecía artrosis) se agote antes de reco­ rrerlo de punta a cabo: “Instalando docenas o centenares o miles de circuitos semejantes en un único organismo, pueden contro­ larse fiablemente las complejas actividades que protegen la vida, todo ello sin que ocurra nada en el interior del organismo que se parezca a tener pensamientos concretos” (Dennett, 2000: 132). Com o los viejos marxistas, es partidario de la idea del salto de lo cuantitativo a lo cualitativo, aunque no porque tenga fe en una misteriosa ley de la dialéctica, sino debido a su creencia en la epigénesis por la forma: un punto es un objeto poco intere­ sante, pero tres puntos no alineados forman un triángulo, cuyas propiedades no han conseguido agotar los teoremas demostra­ dos por todos los matemáticos del mundo. ¿No ha habido aquí un salto de lo cuantitativo a lo cualitativo? Com o filósofo, Dennett sigue sintiendo más apego a los argumentos a priori que a las pedestres y manchadizas investigaciones empíricas. Por eso, en lugar de abrir la “caja negra” de la conciencia, opta por cons­ truir un modelo que replique sus prestaciones: “ H asta ahora hemos estado tratando la conciencia como si fuera algo pareci­ do a una caja negra. [...] Ahora vamos a invertir nuestra estrate­ gia, y vamos a pensar en la evolución de los mecanismos cere­ brales con esta o aquella función, a ver si surge algo que nos

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proporcione un mecanismo plausible para explicar algunas de las enigmáticas ‘conductas’ que muestran nuestros cerebros cons­ cientes” (Dennett, 1996: 185-186). El modelo no es sencillo, ya que supuestamente ha sido producido por la selección natural, y ésta nunca se ha distinguido por la simplicidad de sus diseños; más bien es la campeona dei reciclaje y la improvisación opor­ tunista. Dennett toma de Oliver Selfridge la idea del pandemó­ nium, un abigarramiento de duendecillos autónom os (mejor dicho: con esclavitudes desconectadas) que pugnan por hacerse con el control de la situación en los centros que gestionan el orga­ nismo. Hay empresas que funcionan así: el jefe impulsa una pelea de todos contra todos esperando que la confrontación aumente la productividad - y las rencillas-. La diferencia es que aquí no hay jefe y gana simplemente el que golpea más duro o empuja más fuerte. El conexionismo, las redes neurales, los diferentes inventos y m odas que han sacudido el panorama de la inteli­ gencia artificial suscitan la esperanza y hasta el entusiasmo de Dennett respecto a la perspectiva de hacer surgir la conciencia de la no-conciencia y la libertad de la no-libertad. Lo esencial es que los mecanismos implicados sean lo suficientemente intrin­ cados para que podamos perder la pista de cómo funcionan y, cegada la razón, estemos en condiciones de entregarnos sosega­ damente a la fe. No es para menos, porque en el campo de las ciencias de la mente el panorama se está haciendo bastante som­ brío. He aquí como muestra unos cuantos testimonios recogi­ dos últimamente por el encucstador John Horgan (2001): Se puede afirmar que la conciencia es el problema más candente, filosóficamente hablando, de todos los planteados por la mente, pero también el más intratable y el menos prác­ tico (17). Cuando más serios y entusiasmados se suelen mos­ trar los investigadores no es cuando pregonan sus paradig­ mas favoritos, sino cuando impugnan los paradigmas de los demás (23). Dada la pobre hoja de servicios que muestran hasta la fecha, mucho me temo que la neurociencia, la psi­ cología, la psiquiatría y otras ramas que abordan el proble­ ma de la mente se estén dando de bruces contra los límites fundamentales de la ciencia. Es posible que los científicos no consigan nunca curar, reproducir o explicar plenamente la 23 S

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mente humana (25). “Esta sorprendente tendencia a que determinados atributos, como la forma, el color y el movi­ miento, sean gestionados por estructuras separadas en el cere­ bro suscita de inmediato la cuestión de cómo se ensambla finalmente toda la información, por ejemplo, para percibir una pelota roja que está botando. Obviamente, deben ensam­ blarse en alguna parte, aunque sea en los nervios motores que están al servicio de la acción de coger. Pero de dónde se ensamblan y cómo, no tengo la menor idea” (David Hubel, 41). Pero, al igual que Torsten Wiesel y Gerald Fischbach, destacó [Kandel] que el problema dei ensamblaje o el gran dilema -por utilizar mi expresión- seguía estando básica­ mente sin resolver (68). El psicoanálisis persiste porque la ciencia ha sido incapaz de proponer una teoría -y una tera­ pia- de la mente claramente superior. Por eso no está muer­ to Preud (79). Con relación a la psicología evolucionista, que trata de explicar la mente partiendo de la teoría de Darwin sobre la selección natural, Hyman dijo que le parecía fasci­ nante, pero que también había fracasado, de manera pareci­ da al psicoanálisis (100). Gardner se quejaba sobre todo de que los enfoques de la mente estrictamente científicos no hubieran hecho avanzar nuestra comprensión de los temas básicos de la psicología: la conciencia, el yo, el libre albedrío y la personalidad. Estos temas “parecen ser particularmente refractarios a la descomposición, el elementarismo u otras formas de reduccionismo” (107). Ciertas tareas cognitivas, como, por ejemplo, la capacidad para detectar el color o ana­ lizar sintácticamente una frase, se pueden reducir a compu­ tación sin grandes problemas, afirmaba Fodor en una reseña de How the Mind Works; pero, aunque se divida la mente en muchos ordenadores pequeños o módulos especializados, sigue en pie la pregunta de cómo se integran los resultados de todas estas computaciones modulares (279). Tal y como describen a las redes neurales algunos periodistas, y hasta científicos, se diría que éstas poseen virtudes místicas. [...] Pero, en la práctica, las redes neurales han demostrado ser tan limitadas e inflexibles como los métodos basados en reglas (294-295). Asimismo, dudaba de que los programas infor­ máticos fueran capaces de evolucionar ellos solos y de crear versiones de sí mismos verdaderamente inteligentes. Ésta era la gran esperanza de los configuradores de redes neurales, de

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algoritmos genéticos y de otras alternativas al viejo enfoque basado en reglas de la I. A. Brooks insistió en que todos los programas de aprendizaje acababan topándose con un muro que les impedía seguir avanzando. “Puede que exista una capacidad teórica máxima que no podremos alcanzar nunca por completo", dijo (310). ¿Para qué seguir? Los “libertaristas” y “misterianos” (horribles denominaciones que hacen pensar en guerreros de películas de ciencia-ficción) se frotarán las manos ante el callejón sin salida en que parece haberse metido la ciencia de la mente. Los mate­ rialistas más recalcitrantes dirán que nunca es más de noche que cuando está a punto de amanecer. Dennett parece haber sido pru­ dente reivindicando para sí el título de filósofo, pues ya se sabe que a los filósofos les gusta la oscuridad y no se apuran por difi­ cultades inmediatas, que siempre pueden ser momentáneas. Tan­ to la neuroquímica, como el conexionismo, las redes neurales, los esquemas evolutivos de la mente, las alternativas al significador central, los robots, etc., tropiezan con dificultades crecientes en el empeño de dar cuenta de las claves centrales de la mente, pero siempre podem os divagar con pandemóniums, maremágnums, máquinas joyceanas y desmadres organizados por la Madre Natu­ raleza en la bóveda intracraneal. Si falla la demostración, se dis­ para la fabulación. Ya no se busca la evidencia, ni tan siquiera la creencia razonable; los nuevos heraldos del pensamiento cientí­ fico se conforman con una verosimilitud más o menos huidiza: Cuando la Madre Naturaleza diseña un sistema, es “a ver quién se divierte más, hagamos una gran fiesta y, sea como sea, construiremos esto". Ésta es una estructura organizativa muy diferente. En cierto modo, mi tarea consiste en mostrar cómo, si aplicamos esta idea -es decir, una plétora de agen­ tes semiindependientes que actúan de manera sólo parcial­ mente organizada con mucho “derroche de movimiento”— al funcionamiento cerebral, comienzan a encajar un montón de cosas y obtenemos una perspectiva diferente de la con­ ciencia (Dennett, en Brockman, 1996: 172). *

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Ha llegado el momento de recuperar todos los cabos que han ido quedando sueltos en la precedente discusión para cerrar capí­ tulo y libro con un esbozo de propuesta alternativa. Dennett sos­ tiene que los defensores de la libertad han cometido en el pasado el pecado de escudarse en la ignorancia así como de forjar un con­ cepto de libertad y de agente libre totalmente incompatible con lo que nos dice la ciencia contemporánea. La única propuesta que le merece la pena discutir y refutar es el dualismo cartesiano. Mucho de lo que se ha dicho desde el comienzo demuestra la injusticia de tales imputaciones y en especial el desconocimiento profundo del pensamiento de Descartes, que tiene muy poco que ver con el “Tea­ tro cartesiano” de Dennett. Sin embargo, no me propongo defen­ der ahora unas teorías que sólo en parte me parecen asumibles. Sí en cambio tomar posición frente a los principios esenciales de la posición dennettiana, que a mi juicio son los siguientes: 1. Si no explicamos la libertad como algo que surge de otra cosa muy diferente, ponemos una barrera artificial al pro­ greso del conocimiento y nos situamos enfrente de lo que las ciencias ya han descubierto. 2. El dualismo es condenable en todas sus formas, ya que rompe unilateralmente la legislación natural y presupone que hay en el cerebro algo así como un homúnculo, admi­ nistrador central o punto arquimediano de control. 3. Aunque exista un azar irreductible en el universo, en modo alguno puede buscarse en él apoyo para la libertad. El sis­ tema nervioso central tiene a todos los efectos pertinentes un comportamiento determinista: es posible emular la mente mediante sistemas algorítmicos donde todo es nece­ sario, con la adición en todo caso de rutinas pseudoaleatorias que también son deterministas. 4. La libertad no requiere indeterminación, sino evitabilidad, la cual es compatible con el determinismo siempre que aceptemos que el sujeto que la detenta tiene un horizon­ te de conocimiento limitado. 5. No es imprescindible que la mente tenga una unidad indi­ soluble para conferirle libertad: la conciencia es una mera abstracción que sirve para conceptuar la acción coordina­ 23 8

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da de un conjunto de mecanismos materiales, los cuales pueden también constituir el referente de la libertad, es decir, el órgano compuesto capaz de asimilar información, procesarla racionalmente y actuar en consecuencia, asu­ miendo la responsabilidad moral y la imputabilidad legal de sus decisiones. El primer punto es inaceptable porque no tiene consistencia la pretensión de explicarlo absolutamente todo, ni están claramente definidos cuáles deban ser los primeros principios de las ciencias. En algún sido habrá que parar, ya sea el tiempo, el espacio, la mate­ ria, la masa, los campos de fuerza, el bosón de Higgs, las simetrías gauge, las supercuerdas o lo que sea. Siempre habrá conceptos intro­ ducidos por los investigadores como primitivos, así como nociones ubicadas al margen del frente avanzado del saber, cuya no diluci­ dación en nada afecte al progreso científico. También existen con­ ceptos que durante un tiempo formaron parte esencial de la matriz teórica de la ciencia y luego fueron arrumbados. El ejemplo más obvio es el de continuidad aplicado a los procesos de transvase de energía. Antes de 1900 nadie concebía la posibilidad de prescindir de él. En 1927 la mayor parte de la comunidad científica lo aban­ donó, aunque algunas voces aisladas, como la de Einstein, querían mantenerlo vigente. Tras la realización de los experimentos de Aspect en 1982, prácticamente nadie cree ya que deba ni pueda ser reha­ bilitado, a pesar de lo cual la investigación no se ha detenido, sino todo lo contrario: simplemente ha seguido avanzando en una direc­ ción que contempla la presencia de discontinuidades irreducdbles. Es prueba de dogmatismo decretar sin mayor justificación que la irreductibilidad de la libertad obstaculiza la investigación científi­ ca, sobre todo cuando forma pane de las condiciones de posibili­ dad del ejercicio de la investigación, como ya tuvimos ocasión de comprobar en el capítulo dedicado a Popper. La descalificación apriorística de los dualismos, así como la pretensión de reducirlos al cartesiano y éste a la presencia de duendecillos en el cerebro, es lo más dogmático y menos razonable de todo el libro de Dennett. Afila contra ese enemigo sus mejores armas dialécticas y pone a punto dos eslóganes de ataque: el de “levitación moral” y el de “gancho en el cielo”: 239

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A nosotros, los compatibilistas, nos parece que los libertaristas ponen como condición de la libertad que se pueda realizar lo que podríamos llamar la levitación moral (Dennett, 2004: 123-124). Es preceptivo porque cualquier teoría ética que se limi­ te a establecer cómodamente una lista de virtudes humanas sin tratar de explicar cómo pueden haber surgido corre el peligro de presuponer algún gancho colgado del cielo, algún milagro que no “explica” nada precisamente porque puede “explicarlo” todo (Dennett, 2004: 247). Lo que “levita” o está sostenido por un “gancho colgado del cielo” es, por supuesto, el sustrato de la libertad alegado por el dua­ lismo de turno, sea el alma, el espíritu, la sustancia pensante, el yo o un espécimen cualquiera de la fauna homuncular. Está claro que para Dennett el mayor problema que afrontan todos ellos es el de sostener su propio peso, lo cual significa que los ubica no sólo en el ámbito material, sino en el campo de gravedad terrestre, olvi­ dando que ni siquiera un objeto tan pesado como un cohete nece­ sita gancho alguno cuando es puesto en órbita. Existe un tipo de dualismo que no es cartesiano, euleriano, kantiano, bergsoniano ni popperiano, y es el único que personalmente suscribo. Pero no concierne a la ontología (no presupone división de sustancias o enti­ dades de otra clase) sino a la fenomenología en el sentido más lato del término. Según este dualismo existen al menos dos tipos de procesos y dinamismos en el campo de objetos que abarca la expe­ riencia humana: las secuencias reconocibles como homogéneas y los esfuerzos de cada ser humano para edificar su personalidad moral. Las primeras sólo son eso: sucesiones de eventos en los que un ojo atento encuentra parecidos e ¡nvariancias, de manera que permiten deducir generalizaciones del tipo “siempre que ocurre A sucede ET. La aplicación del intelecto a estas repeticiones dio lugar a una gran cantidad de conceptos y teorías. Hasta comienzos de la edad moderna predominaron las que se ordenaban alrededor de la noción de causa; luego se prefirió usar la categoría de ley natural Por lo que respecta a la otra sección de fenómenos nadie ha dis­ cutido la conveniencia de utilizar el término libertad para apuntar a lo más profundo y específico de la experiencia que tiene el hom­ 240

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bre de sí mismo como agente ético, aunque haya habido muchos que niegan legitimidad al vocablo porque piensan que este tipo de experiencia es reductible a los fenómenos sometidos a leyes natu­ rales. He imputado a Dennett una adulteración de la libertad por ser uno de los pocos intelectuales serios que quiere desarrollar toda una teoría de la libertad a partir del mismo supuesto que casi todos emplean para impugnarla. Se suele aceptar que cada cual sea due­ ño de proponer las definiciones que prefiera, pero, so pena de incre­ mentar irresponsablemente la babelización de la cultura, sería bue­ no respetar los usos semánticos consagrados. A usted se le puede ocurrir llamar “malo” a lo que todo el mundo llama “bueno”, o tener la humorada de convertir en “libre” lo que todos entienden como “determinado” por la herencia y la crianza, pero entonces se está ganando que los demás piensen que lo que usted hace es adul­ terar el lenguaje. No obstante, y puesto a ser posibilista, concede­ ría a Dennett que, si mantener el concepto “tradicional” de liber­ tad fuera una misión imposible, habría que ser pragmáticos y ensayar una redefinición como la suya. ¡Qué le íbamos a hacer! Llegados a la absoluta convicción de que no somos otra cosa que máquinas entre máquinas, habría que inventar algp para sobrevivir entre tan­ to chatarrerío. Ahora bien, distamos mucho de semejante situa­ ción y no sólo por la aguda crisis de las ciencias de la mente de la que tan oportuna acta ha levantado Hoigan. La historia de la evo­ lución del conocimiento en los últimos siglos enseña hasta qué punto es insensato jugar a adivino de cuáles serán los futuros avan­ ces del saber. Ha habido aceleraciones y parones, giros de noven­ ta y más grados, problemas que casi estaban a punto de resolverse y que ahora nadie piensa que lleguen a solucionarse jamás... No son los metafísicos los únicos que deben sentirse “arrinconados” por los nuevos descubrimientos, porque dentro del colectivo de los científicos se han registrado revolcones aún más espectaculares. Lo que ocurre es que, por una extraña inconsecuencia, a un meta­ fíisico de hoy se le pide que asuma como propias las afirmaciones de sus antepasados de hace trescientos o mil años, mientras que los hombres de bata blanca tienen licencia para desentenderse de lo que ellos mismos decían hace diez. Pero vayamos a los hechos y tratemos de discriminar lo que es cierto, probable, dudoso, improbable e inverosímil. Hubo un tiem-

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po en que se creyó que las secuencias de fenómenos rígidamente enlazadas por relaciones causales -m ejor aún, por leyes matemáricamente formalizables- agotarían todo el campo de la experiencia. Lo único que quedaría por determinar serían las condiciones ini­ ciales del proceso. Se llegó a soñar incluso con un universo autocontenido, es decir, capaz de darse a sí mismo su punto de partida o prescindir de ¿1. Que yo sepa, lo que a ningún demente se le ha ocurrido conjeturar es un universo autolegslado, esto es, que gene­ re él mismo sus propias leyes. Todo eso son sueños de la razón y hay que reconocerle al azar el importante papel que ha desempe­ ñado de cara a devolvemos un poco de sensatez. De un tiempo acá padecemos una forma de osteoporosis epistémica, porque nuestra racionalidad está hueca por dentro, repleta de agujeros de sinra­ zón, roída de imprevisibilidades. Uno de los mayores triunfos de la mente humana es haber sido capaz de reconocer que las cosas son como son y no como nos gustaría en un momento dado que fuesen. No se obtuvo de un solo golpe, sino a través de un proce­ so que protagonizaron, en primer lugar, toda la pléyade de inves­ tigadores que en el siglo XIX pusieron a punto la matemática de lo meramente probable y la aplicaron con imparable éxito a campos cada vez más amplios de las ciencias humanas y naturales. En segun­ do lugar, los creadores de la mecánica cuántica, porque supieron advertir que para avanzar en el conocimiento de las realidades más elementales hay que renunciar al modelo determinista; mejor dicho, limitarse a usarlo para conectar estados que describen imperfecta­ mente nuestras expectativas (la ecuación de Schródinger evolu­ ciona de forma determinista, pero no refleja lo que va a suceder, sino lo que puede suceder y con qué probabilidad). En tercer lugar, los que más recientemente han desarrollado las ciencias de la com­ plejidad, estudiado la evolución de los sistemas dinámicos, for­ mulado las teorías del caos determinista. Todos ellos han demos­ trado hasta qué punto eran inverosímiles las exigencias ontológicas de quienes creían que la ciencia (como entidad que monopoliza la unificación de la experiencia mediante leyes) podría un día llegar a explicarlo todo: basta una desviación infinitamente pequeña en un solo parámetro para que todo se descontrole con una velocidad sorprendente. Y cuando se habla de infinito, eso ya son palabras mayores. El otro gran logro que debemos a la ciencia desde su 242

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(re)aparición hace cinco siglos es haber escapado del callejón sin salida en que se encontraba por la insensata ambición de determi­ nistas, materialistas y otros fundamentalistas del conocimiento. Gracias a haber desatendido los cantos de sirena de sus antiguos seductores, la ciencia goza de buena salud y de un futuro prome­ tedor -aquí no estoy del todo de acuerdo con lo que dice Horgan en su libro E lfin de la ciencia (1998). En resumidas cuentas, la ciencia no necesita acaparar para avanzar. Es gratuito, además de contraproducente, revestirla con místicas gnosticistas y espolearla para que se dedique a “arrinco­ nar” al prójimo. Ancho es el mundo de los fenómenos y, sobre todo, crecedero. En la Edad Media los reyes ingleses exportaban sus súbditos más belicosos al continente para tener un poco de paz en casa, lo cual no divertía mucho a los franceses. Q ue los americanos exploren y conquisten mundos inhabitados es algo en cambio que todos debiéramos aplaudir y agradecer. Otro tan­ to deben hacer los científicos y lo harán a pesar de lo que clame gente como Dennett. ¿Significa esto que deben olvidarse de estu­ diar al hombre, su cerebro, neuronas y moléculas? Al contrario: deben perseverar hasta el final, pero sin agobiarse en el caso más que probable de que “algo” se les quede fuera. ¿Hay que enten­ der entonces que los que no son científicos pueden repartirse el “resto del botín” , sacar del armario sus duendes, almas, ho­ múnculos, seres-en-sí, yos-kármicos, hipóstasis o lo que sea, para ponerlos al sol y jugar al dualismo, triadismo o tetradismo? Pues tampoco. La cura de humildad que ha seguido la ciencia duran­ te el siglo XX debiera ser recetada a todos. Metafísicos, antropó­ logos y los cultivadores de las más variadas disciplinas han come­ tido y cometen el mismo error que los científicos y quienes les jalean, si bien por lo regular con más leves consecuencias, por ser menor su prestigio y autoridad en la sociedad moderna. El error consiste en pensar que la capa que con sus conceptos y teorías cortaban para vestir a la realidad se ajustaba a ella como un guan­ te. A partir de ahí muchas veces bastó un solo paso para persua­ dirse de que conceptos y teorías formaban la realidad misma. El mundo estaba hecho de átomos y vacío según unos, de materia y forma según otros, de cuerpos y espíritus según los terceros, de corpúsculos y ondas según los cuartos. Lo que el sentido común 243

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dicta es que “la realidad” es la fuente de un inaprensible y des­ bordante caudal de impresiones que intentamos atrapar con cons­ trucciones mentales más o menos afortunadas, más o menos borro­ sas, más o menos complejas, adecuadas, previsoras, etc. Vamos poniendo etiquetas, esbozando conexiones, adelantando pronós­ ticos. Es obvio que no perdemos el tiempo, pues a la vista está nuestro éxito en la lucha por la supervivencia. Con permiso de insectos y bacterias, somos los campeones nominados por la selec­ ción natural. Pero se nos sube el triunfo a la cabeza y confundi­ mos los gigantes que vemos (definimos, teorizamos) con los moli­ nos que son. Cuando cierto concepto nos ha permitido salir airosos de una serie de lances, hay que tener mucha contención para dar­ se cuenta de que sigue siendo un concepto y no la realidad real­ mente real. Sentimos la irreprimible tentación de descalificar cual­ quier otro concepto que entre en competencia con el nuestro, y declaramos que es un espantapájaros, un fraude, un engaño. Qué duda cabe de que puede serlo, pero no por chocar con otros con­ ceptos, sino con la experiencia, que es la única fuente que los legi­ tima. Es difícil aplicar este criterio, porque hemos aprendido que la experiencia nunca entra desnuda en la mente; siempre se pre­ senta revestida de conceptos y teorizaciones previas. A pesar de lo cual no es una “X ” kantiana, como la cosa en sí. Trabajamos y discutimos con conceptos, pero la experiencia está ahí, como prin­ cipio regulador, como suelo que en cualquier momento puede fallar bajo las alfombras que lo recubren. Hacia el año 1900 hasta el científico más autocrítico -dejan­ do a un lado voces discordantes, como las del emptrocriticismoestaba muy seguro de que los átomos y algunos campos de fuer­ zas formaban la realidad. Hoy ya nadie verdaderamente informa­ do piensa que la formen los leptones o los quarks. Y no la forman porque no hemos remendado a definir con precisión esas nociones, lo cual es muy práctico pero establece de inmediato una distancia entre ellas y la realidad Aquí está la segunda enseñanza de la mecá­ nica cuántica que es relevante para el tema de la libertad. Lo del indeterminismo cuántico que tanto preocupa a Dennett es una broma. Lo importante es que de nada real puede decirse: “ Está exactamente aquí”, “ocurrió exactamente en tal momento”. Para hacer eso tenemos que colapsar la ecuación de estado, perder irre244

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irrisiblemente parte de la información que contiene, objetivar el proceso, obligarb a coincidir de punta a cabo con el concepto apli­ cado. En definitiva: falsearlo. Exactamente lo mismo ocurre con los cazafantasmas que se dedican a jugar con almas u homúncu­ los como sifueran realidades perfectamente definibles y ubicables. Para eso hay que forzar la mano y cometer el correspondiente frau­ de epistémico. Está claro que cuando Platón habla del Auriga que gobierna un carro tirado por dos caballos de desigual compostu­ ra está utilizando una metáfora. Y cuando Descartes afirma que la sede principal del alma es la glándula pineal, tan sólo quiere decir que está donde tiene que estar para hacer sentir su presencia: otra metáfora o a lo sumo un error de anatomo-fisiología. Los errores graves surgen al hablar uno del ser del devenir y el ser del mode­ lo; al definir otro la sustancia extensa y la sustancia pensante. Es lo que ocurre cuando se ambicionan excesivas precisiones, cuan­ do se pretende decir más de lo que la experiencia da de s(. Por eso, y aunque disfrace al maniqueo antes de apalearlo, tiene razón Den­ nett en la parte que critica a los dualismos estrechos. Se equivoca cuando pretende sustituirlos por un monismo igualmente estre­ cho. El problema no es el número de principios usados, sino la estrechez con que se manejan. Es legítimo introducir conceptos para designar la realidad en su integridad (al fin y al cabo ¿no es el de “realidad” otro concepto?), pero entonces tendremos que dar­ les un uso más designativo que informativo, no deberemos perfi­ larlos más que lo indispensable para que se sepa de qué hablamos. En el mismo momento en que alguien “cierra” un concepto desig­ nativo de la realidad, se la cosifica, porque un concepto así no signi­ fica la realidad sino una cosa, y la cosa no puede ser en todo caso más que una parte de la realidad. Los cuánticos más autocríticos saben que, como físicos, trabajan con cosas antes que con realida­ des, pero dan mayor contenido de realidad a sus conceptos respe­ tando las reglas de indeterminación de Heisenberg y adoptando complejas sintaxis (álgebras no conmutativas) y complejas semán­ ticas (ondas de probabilidad). Por eso distinguen claramente entre el fotón y la mancha que deja sobre la placa fotográfica. El error de cosificar el sustrato real de la libertad ha condu­ cido a los escurridizos hombrecillos que agotan la paciencia de Dennett. A veces pienso, sin embargo, que en el fondo le encan­

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ta que la cosifiquen cuanto más mejor para montar una especie de pelea de gallos con sus propias cosificaciones del sustrato real de las leyes físicas. Porque está claro que en su ontología no hay sitio para realidades; todo son cosas: ¿Acaso no es cierto que todo lo que no viene determinado por nuestros genes debe venir determinado por nuestro entor­ no? ¿Qué más puede haber? Está la Naturaleza y está la Crian­ za. ¿Hay alguna otra X, algún factor ulterior que contribuya a lo que somos? Está el Azar. La Suerte (Dennett, 2004: 183). El colmo del afán reduccionista es cosifícar el azar, un con­ cepto meramente negativo que sirve precisamente para evitar la cosifícación determinista de la realidad. Kane hace trampas con el azar (cuántico o no, es lo de menos) porque lo emplea como pantalla para salvaguardar su propia cosifícación de la libertad. Dennett no comete ese error, pero convierte el azar en una “mate­ ria prima” suplementaria, completamente inocua y prescindible, puesto que todas sus funciones (que no van más allá de agitar un poco las configuraciones materiales cuando se encasquillan, a fin de sacarlas del punto muerto en que han caído) pueden ser efec­ tuadas con el mismo éxito con emulaciones deterministas: “Una persona que decide desde una genuina aleatoriedad cuántica y su gemela que lo hace desde una pseudoaleatoriedad no difieren en ningún aspecto discernible que pudiera suponer una diferen­ cia tan especial” (Dennett, 2004: 305). O sea: hay azar, pero no sirve para nada. Tan no sirve para nada que podemos cosifícarlo con toda paz y sustituirlo por un remedo. Dennett y también Kane han pasado por alto la relación que puede haber entre azar y libertad. No se trata de “hacer un hueco” en un mundo de necesidades extrínsecas para meter en él la liber­ tad, entendida ya como necesidad intrínseca, ya -lo que aún es peor- como pura arbitrariedad. El azar cumplió en un primer momento la importante función de recordarnos que la necesidad no es la esencia de la realidad, sino un aspecto, una dimensión, una parte. En un segundo momento -es decir, a partir de la definición por Poisson de la ley de los grandes números- el azar cumplió una función subsidiaria: descubrir una posibilidad inédita del concep­ 246

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to de necesidad, lo que podría llamarse “necesidad negativa” . La necesidad positiva implica discriminar dentro de un abanico de posibilidades una sola con exclusión de las demás. Por ejemplo: de los muchos lugares donde puede ir a parar un proyectil pronosti­ camos que caerá en tal sitio y en ningún otro. La necesidad nega­ tiva lo que hace es prohibir que ninguna de las posibilidades en juego quede excluida a priori: es tan buena como las otras. Como de hecho cada vez sólo se puede actualizar una sola, esta condición sólo tiene repercusiones aprovechables cuando contamos con una población numerosa de casos análogos: uno a uno se distribuyen al azar, pero todos juntos dibujan una distribución homogénea que cubre todo el espectro de posibilidades: la piedra que esperamos puede caer en cualquier sitio, y si cae una lluvia de ellas, todo el patio quedará cubierto por igual. Las necesidades positiva y nega­ tiva pueden combinarse para obtener distribuciones no equiprobables (es más fácil que las piedras caigan aquí que allá, pero, si tie­ nes mala suerte, te puede dar incluso en el sitio más resguardado). £1 concepto de azar ha sido tan bien acogido por la ciencia con­ temporánea -mecánica cuántica incluida- porque sus creadores descubrieron que con ayuda de la necesidad negativa, mezclada o no con la positiva, es posible definir un número enorme de nue­ vas leyes de la naturaleza de carácter estadístico. Esto significa que los casos aislados son aleatorios, mientras las distribuciones globales están sometidas a cierto tipo de ley. Todavía puede haber una ver­ sión del azar mucho más radical: la que ni siquiera para una pobla­ ción de casos análogos promete discriminación alguna. Si tal fue­ ra el caso, literalmente podría suceder cualquier cosa. Sería el caos genuino y dibujaría una situación refractaria a cualquier intento de racionalización. No hay ciencia que pueda sacar provecho algu­ no de este azar, digamos salvaje, pero tampoco podemos excluir a priori su presencia en algún rincón del universo. ¿Qué tiene que ver todo esto con el problema de la libertad? He tenido ocasión de comentar a lo largo del libro que la liber­ tad, vista desde la perspectiva de quien la detenta, aparece como una necesidad positiva (es la posibilidad de discriminar entre un conjunto de posibilidades), pero también intrínseca (no puede ser endosada o transferida a una instancia ajena al usuario). La nece­ sidad natural que constituye el soporte de las ciencias de la natu­ *4 7

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raleza consiste tanto en necesidades positivas como negativas, según acabamos de ver, pero en todo caso extrínsecas, ya que las leyes naturales trascienden por definición los objetos mundanos que regulan. ¿Se puede conjugar al mismo tiempo la necesidad positiva que introducen los sujetos libres con la necesidad positiva/negativa que reclama como condición de posibilidad la cien­ cia? En principio sf, pero depende de una casuística que no ten­ go más remedio que comentar brevemente. Si no hubiera más que necesidad positiva extrínseca, es decir, si fuera legítimo cosificar la realidad con ese concepto, la única alternativa para conjugarla con la libertad sería aceptar la even­ tualidad de algo bastante parecido a la armonía preestablecida de Leibniz. Ya vimos que la solución kantiana sólo puede sostener­ se a la larga reconduciéndola a la armonía. Si no hubiera más que azar “salvaje”, si el mundo fuera un autén­ tico caos, aparte de ser imposible la ciencia, la libertad nada ten­ dría que hacer en él, ya que el ser libre se “mundaniza” insertando la necesidad que le es imputable en un tipo de necesidad más gené­ rica: ya apunté con anterioridad que la vocación de la libertad es “naturalizarse”, convertirse en hábitos, legislar, dejar huellas. Si, como parece ser el caso, el mundo posee una buena pro­ porción de necesidad negativa, mezclada con necesidad extrínse­ ca positiva y con independencia de que queden o no en él resi­ duos de azar salvaje, no veo el menor problema para que vivan dentro de él una pluralidad de agentes libres, sin necesidad de apelar a armonías preestablecidas, causas ocasionales, influjos físi­ cos, homúnculos, fantasmas que arrastran cadenas o almas en pena. Tampoco es indispensable que jueguen a la ruleta, acechen las transiciones cuánticas en los microtúbulos de las neuronas, ni hagan juegos de prestidigitación con la ecuación de Schrodinger. Es asimismo innecesario que claven ganchos en el cielo o tomen cursos de levitación moral. Pueden, por último, omitir el gesto de atravesarse en las vías delante del tren del progreso científico para ver si éste se detiene o les arrolla. Resulta, como en la pelí­ cula -creo- de Charles Chaplin, que hay un desvío antes y el con­ voy pasa a toda máquina por un carril alternativo. La ciencia contemporánea ha enriquecido tanto el panorama que un filósofo de la libertad con unas pocas lecturas de divulga­ 24 8

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ción científica tiene múltiples “mecanismos de intervención” a mano. Consideremos la teoría de los muchos universos de Hugh Everett: a cada momento el mundo se ramifica en múltiples copias que actúafizan cada una de las posibilidades contempladas en las ecuaciones de estado. No hay más que pararse ante cada bifurcación y escoger la rama que más se adecúe a mi elección; que mi yo viaje por una u otra es completamente indiferente desde el punto de vista físico; ningún principio será violado, ninguna ley conculcada. Son entre­ tenimientos inocentes cuyo único inconveniente es que, además de cosificar la realidad confundiéndola con una teoría, cosifican al suje­ to de la libertad, convirtiéndolo en un duplicado en miniatura del hombre de carne y hueso: aquí está la cantera inagotable de la que salen todos los homúnculos que en el mundo han sido. ¿No existe entonces ningún problema? Sí que los hay, [>orque aunque la realidad sea demasiado ancha y rica para agotarla, los conceptos rozan unos con otros, chocan, entran en conflicto y no es fácil saber dar a cada uno lo que le corresponde. Como serbios y croatas, como judíos y palestinos, como rusos y chechenos, las comunidades enfrentadas tendrán que aprender a vivir juntas y a que sus transacciones sean cada día más pacíficas. Lo que no sirve es la simple aniquilación del adversario o la pretensión de que se prosterne y conforme con las condiciones que se tenga a bien impo­ ner. Sobre todo conviene tener presente que las causas responsables de las mayores conflagraciones suelen ser, contempladas con la per­ tinente distancia, ridiculamente pequeñas y mezquinas. En el caso de la relación entre necesidad natural y libertad humana es muy posible (ruego indulgencia por la carga retórica de lo que sigue) que el conflicto que tanto nos agobia surgiera de un par de teólo­ gos de la Universidad de Halle - a los que pareció mucho más impía la idea de armonía preestablecida que la del determinismo fisicoy un rey a quien preocupaba que minaran la moral de combate de sus tropas. La arquitectónicamente poderosa y científicamente desin­ formada mente del bienintencionado Kant hizo el resto. A lo largo de los próximos 10, 100 ó 1.000 años, físicos, bió­ logos, neurólogos, psicólogos, expertos en inteligencia artificial y -si no se enfadan los anteriores- también filósofos tendrán que trabajar denodadamente día a día no para “desvelar el misterio de la mente” (los verdaderos misterios no se desvelan jamás, úni­ 2 49

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camente se profundiza más y más en ellos), sino para ver cuán­ tas “cosas” (en el buen sentido de la palabra) somos capaces de encontrar en ella. El criterio es claro: todo lo que sea repetitivo, secuencial, estadísticamente correlacionado, remite a aspectos “necesitaristas” en sentido positivo o negativo del tipo que estu­ dian las ciencias, sin que la realidad subyacente quede expropia­ da para siempre y convertida en terreno vedado a quien se inte­ resa por la libertad: está estadísticamente comprobado que las personas verdaderamente libres no suelen ceder a chantajes; que eso sea una “ley” no significa que actúen de modo “forzado”. La libertad siempre tendrá a su favor el testimonio íntimo de la con­ ciencia, la experiencia de sí que tienen los sujetos morales. Es un argumento que hasta un mecanicista tan radical como D ’Alembert consideraba decisivo. Por otro lado, está claro que la aplica­ ción de cualquier ley natural implica un ámbito de aplicabilidad que no puede ser desbordado. La ley de Boyle-Mariotte no se aplica cuando el gas se licúa, ni las ecuaciones de la relatividad general cuando alcanzamos la energía de Planck. Y como ha dicho un intelectual hispanoamericano: si la historia tuviese leyes, su conocimiento las abrogaría. Por eso, la pretensión de Dennett de hacer libertad con necesidad, disponibilidad con encadenamientos, conciencia con robots, se parece no ya a una serpiente que se muerde la cola, sino a un extraño animal que quiere comerse los pies que lo sostienen. El conocimiento reflexivo, extraño fenó­ meno que según nuestra experiencia sólo alcanzan en este mun­ do los sujetos conscientes, saca consecuencias de cualquier infor­ mación, la trasciende y la controla. ¿Cómo podríamos dominar lo que nos domina? ¿Cómo llegar a disponer de lo que dispone de nosotros? Con buen sentido ha indicado Dennett que la evitabilidad sólo tiene sentido en un horizonte limitado de conoci­ miento. Sin embargo, una teoría de la libertad como la que pro­ yecta rompería ese horizonte y al mismo tiempo afirmaría que no lo ha hecho. Una especie de proposición indecidible, pues. O una fábula. Para un partidario tan intransigente de la racionali­ dad científica, no deja de ser irónico que su filosofía desembo­ que en un mito: el mito de la libertad determinista.

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S o b r e 1 la base de nueve episodios cruciales, este libro traza la evolución de las relaciones entre libertad y natu­ raleza desde los albores del pensamiento moderno basta boy. Azar y necesidad son las claves que se lian barajado para comprender los procesos que ocurren en el espacio y el tiempo. Junto o frente a ellas la libertad pretende mantener sus fueros, para cuya defensa no siem­ pre lia encontrado los mejores valedores

h e r m e n e ia

y argumentos. ■

EDITORIAL

SINTESIS